TERCERA PARTE. MAS ALLÁ DE LA NIEBLA

Pero la escarcha reluce como esperanza bajo el sol

aunque los músculos se agarroten, y la humedad helada

susurre: «Abandona el alcohol.

Hay cálidas sorpresas más allá de esa niebla».

angus calder, Love Poem


30

Jerry entró en la oficina de empleo helado y calado hasta los huesos. Se le había acabado la crema de afeitar y había tenido que apañarse con jabón corriente, y, además, con la última maquinilla mellada que había en la bañera porque Jayne se había afeitado las piernas. Tenía dos cortes en la cara y uno de ellos aún sangraba. Aparte de que le escocía la cara de la ventisca, aunque nada más entrar él en la oficina, cómo no, se despejó el cielo y lució el sol. Edimburgo era una ciudad cruel.

Además, después de esperar media hora, resultó que le habían convocado no en la oficina de empleo sino en la Seguridad Social. Era otra media hora de camino y estuvo a punto de volverse a casa, pero algo le retuvo. ¿Podía verdaderamente llamarla su casa? ¿Por qué últimamente se sentía como preso allí, con su mujer de carcelero fastidiándole y agobiándole?

Se dirigió a la Seguridad Social y allí le dijeron que llegaba con una hora de retraso. Trató de explicase pero ellos como si oyeran llover.

– Siéntese. Veremos qué se puede hacer.

Se acomodó entre docenas de acatarrados junto a un viejo con una tos que helaba la sangre en las venas y que escupía en el suelo al final de cada acceso. Se cambió de asiento. El sol le había secado la chaqueta pero la camisa seguía mojada y le hacía tiritar. A saber si no pillaba cualquier cosa. Aguardó sentado unos tres cuartos de hora; no paraba de entrar y salir gente y él fue dos veces al mostrador donde la misma mujer le dijo que estaban tratando de encontrar «un hueco». La boca de ella sí que parecía un hueco, pero estrecho y reprobatorio. Volvió a sentarse.

¿Qué remedio le quedaba? Se imaginó trabajando en una oficina como la de Nic, bonita y acogedora con máquina de café, mirando a las minifalderas pasar por delante de su mesa y una de ellas inclinada ante la fotocopiadora. Hostia, sería la gloria. En aquel momento ya estaría Nic a punto de salir a almorzar en algún sitio de postín con mantel blanco impecable en donde celebraban comidas de trabajo tomando copas y estrechándose la mano. ¿Quién no querría un empleo así? Sí, claro, pero todos no se casaban con la prima del jefe.

Nic le había telefoneado el día anterior por la tarde para echarle la bronca por dejarle colgado la otra noche, aunque al final acabó bromeando, lo que le hizo pensar que eso nunca había ocurrido. Jerry había notado algo: Nic tenía miedo de él. Y de pronto lo entendió: claro, él podía denunciarle y descubrir el pastel. Claro. Por eso Nic tenía que tratarle bien y por eso había acabado tomándose a broma el asunto y diciendo: «Te perdono. Al fin y al cabo somos viejos amigos, ¿no? Los dos unidos frente al mundo».

Salvo que ahora el que parecía estar solo frente al mundo era él, Jerry, pringado en aquel agujero hediondo sin nadie que le echara una mano. Pensó en otros tiempos: «Los dos unidos frente al mundo», pero ¿había sido eso cierto alguna vez? ¿Cuándo habían sido realmente iguales? ¿Qué diablos les hacía unirse? Ahora pensaba que también sabía por qué. Era su manera de engañar al tiempo, porque estando juntos seguían siendo los mismos críos de antes. Y las cosas que hacían… eran un juego en realidad. Pero un juego muy peligroso.

Uno de los que esperaban turno dejó el periódico en la silla cuando le llamaron. Hostia, y aquel tío había llegado veinte minutos después que él, y ahí estaba el cabrón, yendo directo a una cabina antes que él. Se arrimó al asiento libre y cogió el periódico pero no lo abrió porque volvió a sentir esa espiral de miedo en el estómago por si leía noticias sobre agresiones, violaciones, con la duda de si alguna sería obra de Nic. A saber lo que haría Nic a espaldas de él las noches en que no se veían… Tampoco le interesaban los artículos sobre noviazgos, matrimonios felices, relaciones tormentosas, problemas sexuales y famosas que acaban de tener un niño. Todo rebotaba sobre su propia existencia y le hacía sentirse peor aún.

«El reloj no para», como decía Jayne.

«Ya es hora de que crezcas», como decía Nic.

La aguja de los minutos del reloj que había sobre el mostrador corrió otra raya. Lo de mirar el reloj ¿no era lo que se hacía en las oficinas cuando no ves pasar minifalderas? Bueno, en el fondo Nic no estaba tan bien. Llevaba trabajando en la empresa de Barry Hutton ocho años y casi no había tenido aumento de sueldo.

– A veces la relación familiar es una pega. Barry no se atreve a subirme el sueldo para que los demás no digan que como soy de la familia… ¿Comprendes? -le dijo.

Y cuando Cat le dejó:

– El cabrón de Hutton está deseando echarme. Ahora que Cat se ha largado no soy más que un estorbo. ¿Ves lo que me ha hecho Cat, Jerry? Por esa puta voy a perder el empleo. ¡Ella y el cabronazo de su primo!

Estaba rabioso, hecho una furia.


– ¡Y eso que era un tío que vivía en una casa de doscientas mil libras y tenía empleo y coche!

¿Quién era el que tenía que crecer? Cada vez pensaba más en ello.

– Me va a echar a la primera oportunidad, Jer.

– Jayne también dice que me va a echar.

Pero Nic no quería saber nada de Jayne y su único comentario fue: «Todas son igual de malas, colega, te lo juro por Dios».

«Todas son igual de malas.»

Volvió a acercarse al mostrador a zancadas. ¿Por quién le tomaban? ¿Por un muñeco, o qué? ¿No estaba formalmente casado? ¿No merecía un poco de respeto?

Allí seguía la mujer, ahora con una taza de café. Jerry notaba la garganta seca y tenía escalofríos.

– Oiga -dijo-, ¿esto es un cachondeo o qué?

La mujer llevaba gafas de montura negra gruesa. Había dejado en el borde de la taza manchas de carmín. Su pelo parecía teñido; era fondona y de mediana edad, decadente, pero estaba en una posición de poder y no iba a consentirle que él lo cuestionara. Le dirigió una sonrisa gélida mirándole y pestañeando, dejando ver el sombreado azul de sus párpados.

– Señor Lister, procure calmarse…

Veía aquel collar en el cuello, hundido en las arrugas de la piel y aquel busto enorme. Dios, nunca había visto semejantes pechos.

– Señor Lister -repitió ella intentando que dirigiera la atención a su rostro, pero él seguía como en trance con las manos aferradas al borde del mostrador.

Se la imaginó en la parte trasera de la furgoneta, atizándole un buen puñetazo en la boca pintarrajeada, arrancándole la blusa y rompiéndole el collar.

– ¡Señor Lister!


La funcionaría se levantó de la silla al ver que se inclinaba sobre ella cada vez más. Ahora acudían compañeros suyos alertados por el grito.

– ¡Santo Dios! -exclamó él a falta de otras palabras.

Temblaba y le daba vueltas la cabeza. Trató de despejar su mente borrando las brutales imágenes. Se quedaron un segundo mirándose fijamente y él comprendió que ella le había leído el pensamiento.

– ¡Oh, Dios mío!

Se le acercaron dos tíos fornidos. Lo que le faltaba: que le detuvieran. Se largó a toda velocidad y volvió al mundo exterior con un sol que secaba las calles y en donde todo parecía inquietantemente normal.

– ¿Qué me pasa? -se dijo, rompiendo a llorar sin poder contenerse.

Caminó sin rumbo por las calles llorando y apoyándose en las paredes. Caminó y caminó a ciegas hasta que empezó a sudar. Habían transcurrido casi tres horas y había cruzado la ciudad de un extremo a otro.


Era una mañana gris y Rebus aguardó al final de la hora punta para ponerse en marcha.

La cárcel de Barlinnie en Glasgow estaba a la salida de la autopista M8. Si se conocía su ubicación, se distinguía a lo lejos, cuando ibas de Edimburgo a Glasgow. Estaba junto a las casas de Riddrie, pero no había ningún indicador hasta estar cerca de Glasgow. En las horas de visita bastaba con seguir detrás de otros coches y de la gente que iba a pie, casi todos cincuentones tatuados, delgados y demacrados que iban a ver a amigos encerrados; madres afligidas con niños a la zaga y familiares callados que no acababan de entender aquella situación.


Todos en dirección a Barlinnie.

Protegían los bloques Victorianos de celdas unos muros altos de piedra, pero habían renovado la zona de entrada y unos obreros daban los últimos retoques, mientras un funcionario comprobaba si los recién llegados iban drogados, pasándoles por encima el guante mágico que, al dar positivo, indicaba que habían tenido hacía poco contacto con droga, en cuyo caso no se les autorizaba la visita abierta y sólo veían al preso a través de un vidrio. Registraban también las bolsas que quedaban depositadas en una taquilla cerrada y eran devueltas a la salida. Rebus sabía que también habían renovado la zona de visitas con sillas nuevas de diseño y hasta había un espacio de juego para los niños.

Pero en el interior de la cárcel eran las mismas viejas galerías. Tirar orines por las ventanas seguía siendo habitual y el olor penetraba en las celdas. Había dos nuevas alas exclusivamente para delincuentes sexuales y drogadictos, lo que molestaba a los «profesionales», delincuentes veteranos convencidos de que semejante escoria no merecía vivir y menos aún recibir un trato especial.

Otra de las nuevas ampliaciones eran los cubículos para entrevistas de oficio donde los abogados hablaban con sus clientes. Un espacio acristalado pero privado. El ayudante del director, Bill Nairn, expresó a Rebus su satisfacción por las mejoras mientras se las enseñaba y hasta le hizo pasar a uno de aquellos cubículos, donde se sentaron el uno frente al otro.

– Cuánto ha cambiado esto, ¿eh? -dijo Nairn sonriente.

Rebus asintió con la cabeza.

– Conozco hoteles peores -dijo.

Los dos se conocían desde hacía tiempo, cuando Nairn trabajaba en la fiscalía de Edimburgo y, luego, en Saughton, la cárcel de la ciudad, antes de ser destinado a Barlinnie.


– Cafferty no sabe lo que se pierde -añadió Rebus.

Nairn se rebulló en el asiento.

– Escucha, John, ya sé que pica cuando alguno de ésos sale…

– No es eso, sino por qué ha salido.

– Tiene cáncer.

– Y el jefe de Guinness, Alzheimer.

– ¿Qué quieres decir? -replicó Nairn mirándole.

– Que yo lo veo muy pimpante.

– No, John, está enfermo -dijo Nairn negando con la cabeza-. Lo sabes tan bien como yo.

– Yo lo único que sé es que afirma que tú querías quitártelo de encima -Nairn le miró desconcertado-. Porque estaba a punto de hacerse el amo aquí.

Nairn sonrió.

– John, tú acabas de ver la cárcel. Todas las puertas se cierran y no es fácil circular de una galería a otra. Imagínate lo difícil que resultaría dominar las cinco alas.

– Pero siempre se reúnen, ¿no? En el taller de carpintería, en el de textiles, en la capilla… Yo los he visto dando vueltas fuera del recinto.

– Has visto a los de confianza. Y siempre con un guardián. Cafferty no disfrutaba de ese privilegio.

– ¿No era quien dirigía el cotarro?

– No.

– Pues, ¿quién, entonces? -Nairn negó con la cabeza-. Vamos, Bill. Aquí hay droga, prestamistas, peleas de bandas. Tienes un contrato para vender como chatarra los objetos de metal, con excepción de la instalación eléctrica. No me digas que de ahí no hacen objetos punzantes para matar.

– Son casos aislados, John. No voy a negarlo; las drogas son un problema grave, pero limitado al fin y al cabo, y no era el ámbito de actuación de Cafferty.


– Pues, ¿de quién?

– Ya te digo que no está organizado así.

Rebus se recostó en la silla y miró a su alrededor; todo estaba recién pintado y había alfombras nuevas.

– ¿Sabes qué, Bill? Puedes cambiar la apariencia, pero se tarda mucho más en cambiar las cosas.

– Por algo se empieza -replicó Nairn decidido.

– ¿Podría ver la ficha médica de Cafferty? -preguntó Rebus rascándose la nariz.

– No.

– ¿Puedes mirarla por mí para que me quede tranquilo?

– Las radiografías no mienten, John. Los hospitales saben detectar muy bien el cáncer. Siempre ha sido una industria productiva en esta costa de miseria.

Rebus sonrió, como era de esperar. En el cubículo de al lado entró un abogado en espera del preso, que llegó poco después. Era joven, parecía desconcertado, y probablemente estaba en prisión preventiva para pasar a juicio aquel mismo día. No le habían declarado culpable, pero él se veía ya entre rejas rodeado de hampones.

– ¿Qué tal se comportó? -preguntó Rebus.

Nairn oyó sonar el busca que llevaba en el cinturón y lo desconectó.

– ¿Cafferty? -preguntó mirando el aparato-. No muy mal. Ya sabes lo que sucede con esos viejos delincuentes, que cumplen su condena y se conforman con ella como un traslado temporal.

– ¿Crees que ha cambiado?

Nairn se encogió de hombros.

– Ya no es tan joven -hizo una pausa-. Supongo que el poder habrá cambiado de manos en Edimburgo durante su estancia aquí.

– Tú bien lo sabes.

– ¿Ha vuelto él a las andadas?

– De momento no piensa retirarse a la Costa del Sol.

Nairn sonrió.

– Me viene al recuerdo Bryce Callan. Nunca se le pudo encerrar, ¿verdad?

– No por falta de ganas.

– John… -Nairn se miró las manos, que descansaban en la mesa-. Tú venías a visitar a Cafferty.

– ¿Y qué?

– Entre vosotros dos hay algo más que la relación policía y ladrón, ¿no?

– ¿Qué insinúas, Bill?

– Lo que quiero decir… -añadió con un suspiro-. No estoy seguro de lo que quiero decir.

– ¿Quieres decir que estoy demasiado cerca de Cafferty? ¿Que quizá sea una obsesión que me hace perder la objetividad? -Rebus recordó lo que había dicho Siobhan: «No hay necesidad de obsesionarse para ser buen poli». Nairn hizo gesto de replicar-. Totalmente de acuerdo -añadió Rebus-. A veces me siento más cerca de ese cabrón que de… -omitió «mi propia familia»-. Por eso preferiría que estuviera aquí.

– Ojos que no ven corazón que no siente, ¿no es eso?

Rebus se inclinó y miró a su alrededor.

– Que quede entre nosotros, Bill -dijo, y Nairn asintió con la cabeza-, pero me temo que pueda suceder algo…

– ¿Crees que está decidido a ir a por ti? -preguntó Nairn mirándole a la cara.

– Si lo que tú dices es verdad, ¿qué tendría que perder?

Nairn se quedó pensativo.

– ¿Y tú?

– ¿Yo?

– Si dice que se va a morir y a ti te parece un timo, ¿no intentarías cargártelo de una vez por todas? Triunfo definitivo.

«Triunfo definitivo.»

– Bill -le reprendió Rebus-, ¿te parezco la clase de persona que se metería en un asunto así?

Sonrieron los dos. En el cubículo contiguo el preso alzaba la voz.

– ¡Yo no he hecho nada!

– Creí que eran insonorizados -comentó Rebus, y Nairn se encogió de hombros como indicando que habían hecho lo que habían podido-. ¿Y un tal Rab, que salió casi al mismo tiempo que Cafferty? -preguntó Rebus de pronto.

– Rab Hill -asintió Nairn.

– ¿Hacía de guardaespaldas de Cafferty?

– Yo no diría tanto. Estuvieron en la misma galería cuatro o cinco meses.

– Cafferty afirma que eran muy colegas -dijo Rebus frunciendo el entrecejo.

– En la cárcel se hacen extrañas amistades -replicó Nairn encogiéndose de hombros.

– Rab no parece muy adaptado a la vida civil.

– ¿No? No creas que se me parte el corazón.

Volvió a oírse la voz procedente del otro módulo:

– ¿Cuántas veces quiere que se lo diga?

Rebus se levantó. «Extrañas amistades», pensó. Cafferty y Rab Hill.

– ¿Cómo surgió eso del cáncer de Cafferty? -preguntó.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Cómo se hizo el diagnóstico?

– Como de costumbre. No se encontraba bien y al hacerle una revisión, ¡zas!

– Hazme un favor, Bill. Mira la ficha médica o lo que tengas de nuestro amigo Rab, ¿quieres?


– ¿Sabes una cosa, John? Me das más trabajo que la mitad de mis presos.

– Pues ruega al cielo que un jurado no me declare culpable.

Bill Nairn iba a echarse a reír cuando vio cómo le miraba Rebus.


Al llegar a Guardamuebles Sesmic vio que Ellen Wylie y Siobhan Clarke acaban de vaciar el container y en la mesa de la oficina de Reagan había ocho montones de papeles. Estaban las dos calentándose junto a la estufa con un vaso de té en la mano.

– ¿Qué quiere que hagamos ahora? -preguntó Wylie.

– Llevadlo a Saint Leonard. Lo metéis en el cuarto de interrogatorios que os dieron como despacho -dijo Rebus.

– ¿Para que no lo vea nadie más? -aventuró Siobhan.

Rebus la miró. Tenía las mejillas sonrosadas de frío y la nariz húmeda. Llevaba unas botas bajas con calcetines sobre los leotardos negros de lana y una bufanda gris claro acentuaba el arrebol de sus mejillas.

– ¿Hay dos coches? -preguntó Rebus y ellas asintieron con la cabeza-. Cargadlo todo y nos vemos en la comisaría, ¿de acuerdo?

Salió y se dirigió al sector sur del aparcamiento. Estaba fumando un cigarrillo en el coche cuando llegó Watson en su Peugeot 406.

– ¿Le importa a usted que hablemos un momento? -dijo Rebus a guisa de saludo.

– ¿Aquí, con el frío que hace? -replicó Granjero Watson alzando la cartera para consultar el reloj-. Tengo una reunión a las doce.

– Es sólo un minuto.


– Muy bien. Venga a mi despacho cuando acabe de fumar.

Watson se dirigió al interior y cerró la puerta. Rebus apagó el cigarrillo y fue tras él.

Watson estaba enchufando la máquina de café cuando Rebus llamó a la puerta abierta. Alzó la vista y le indicó que pasara.

– Tiene mala cara, inspector.

– Es que estuve trabajando hasta tarde.

– ¿En qué?

– En el caso Grieve.

Watson volvió a mirarle.

– ¿De verdad?

– Sí, señor.

– Pero, según tengo entendido, se está ocupando también de los otros.

– Es que creo que son casos relacionados.

Una vez enchufada la máquina, Watson fue a sentarse a su mesa y le dijo a Rebus que tomara asiento, pero él permaneció de pie.

– ¿Se hacen progresos en el caso?

– Vamos avanzando, señor.

– ¿Y el inspector Linford?

– Está indagando unas pistas.

– Pero ¿siguen ustedes en contacto?

– Totalmente, señor.

– ¿Y Siobhan se mantiene alejada de él?

– El se mantiene alejado de ella.

El comisario no parecía muy contento.


– No cesan su bombardeo.

– ¿Los de Fettes?


– Y los de más arriba. Esta mañana me han llamado del despacho del Ministerio, pidiendo resultados.

– Es duro realizar una campaña electoral con una investigación de homicidio pendiente -comentó Rebus.

El Granjero le miró fríamente.

– Me lo dijo casi con esas mismas palabras. Bueno, ¿de qué se trata? -agregó entornando un instante los ojos.

– De Cafferty, señor -contestó Rebus sentándose con los codos apoyados en las rodillas.

– ¿Cafferty? -repitió Watson realmente sorprendido-. ¿Qué sucede con Cafferty?

– Que ha salido de la cárcel y está aquí.

– Eso me han dicho.

– Quiero que le vigilen -se hizo un largo silencio mientras Rebus aguardaba algún comentario del comisario-. Porque me parece que deberíamos enterarnos de lo que se trae entre manos.

– Sabe usted que eso no podemos hacerlo sin un motivo justificado.

– ¿No es su fama motivo suficiente?

– Abogados y periodistas se frotarían las manos. Además, ya sabe el trabajo que tenemos.

– Más trabajo tendremos si Cafferty se pone en marcha.

– ¿En marcha para qué?

– Anoche me tropecé con él -Rebus advirtió la mirada de su jefe-. Por pura casualidad. Bien, pude comprobar que había estado consultando la sección inmobiliaria del Scotsman.

– ¿Y qué?

– Que anda detrás de algo.

– Tal vez quiere beneficios.

– Eso es más o menos lo que dijo.

– Bien, ¿y qué más?

Pero Rebus prefirió no decir que Cafferty también había hablado de «hacer una limpieza»…

– Escuche -añadió Watson frotándose las sienes-, sigamos con el trabajo que tenemos entre manos. Aclaremos lo del caso Grieve y ya pensaré en esto de Cafferty. ¿De acuerdo?

Rebus asintió con la cabeza. Oyeron llamar a la puerta, que seguía abierta, y apareció un agente de uniforme.

– Inspector Rebus, tiene una visita.

– ¿Quién es?

– Una señora, pero no ha dado su nombre, señor. Únicamente me indicó que le dijese que no ha traído cacahuetes, que usted lo entendería.

Claro que lo entendía.

30

Lorna Grieve le aguardaba en la zona de visitas. Rebus abrió la puerta del cuarto de interrogatorios pero recordó que allí tenían guardadas las cosas de Freddy Hastings y le dijo que era mejor que hablasen fuera de la comisaría y fueron enfrente, al Maltings.

– ¿Necesita beber para hablar conmigo? -bromeó ella.

Iba despampanante, con un pantalón de cuero rojo ajustado y botas altas negras, una blusa de seda muy escotada y chaqueta de ante negro. Se había maquillado más que generosamente, se notaba que salía de la peluquería, y en la mano llevaba un par de bolsas de tiendas de lujo.

Rebus pidió zumo de naranja con gaseosa y Lorna Grieve pensó que era por el comentario que ella acababa de hacer y, a tono de las circunstancias, pidió un bloody mary.

– María, reina de Escocia, ¿no es así? -dijo-. Y la sangre de la cabeza que le cortaron.

– No lo sabía -comentó Rebus.

– ¿Nunca lo ha tomado? Entona muchísimo -añadió en broma a ver si él se la seguía, y asintió con la cabeza cuando la camarera le preguntó si quería Lea and Perrin's.

Se habían sentado en una mesa con escaques incrustados, y ella la examinó admirada.


– Es para los que juegan al ajedrez -explicó Rebus.

– Un juego odioso, interminable; al final, todo se deshace. No tiene emoción -dijo con otra pausa a ver si Rebus entraba al trapo.

– Salud -dijo él.

– Es la primera que tomo hoy -dijo ella dando un sorbo. Rebus lo dudaba; se consideraba un experto y le parecía que por lo menos llevaba un par de copas. -Bien, ¿en qué puedo servirla?

El comercio cotidiano: la gente pide cosas a los demás. A veces es un intercambio y a veces no.

– Quiero saber qué sucede.

– ¿Qué sucede con qué?

– Con la investigación del homicidio. Nos tienen a oscuras.

– No creo que eso sea exacto.

Ella encendió un cigarrillo sin ofrecerle a él.

– Bien, ¿hay alguna novedad?

– Les será comunicada en cuanto sea posible.

– No me convence -replicó ella irguiéndose en la silla.

– Pues lo lamento.

Ella entornó los ojos.

– No, qué lo va a lamentar. La familia tiene derecho a saber…

– A decir verdad, es a la viuda a quien primero informaremos.

– ¿A Seona? Tendrán que hacer cola porque ahora es la niña mimada de los medios de información, y la prensa y la televisión se disputan la imagen de la «valerosa viuda» que prosigue la tarea de su esposo. «Es lo que Roddy habría deseado» -añadió imitando en falsete la voz de Seona Grieve-. No se lo cree ni ella.

– ¿Qué quiere decir?


– Roddy podría parecer un tipo tranquilo, pero también tenía nervio. A él no le habría gustado que su mujer fuese candidata al Parlamento. Ahora la mártir parece ella. ¡El está pasando al olvido, excepto cuando que ella saca a relucir su cadáver en la gran causa de la publicidad!

Estaban solos en el local pero la camarera les dirigió una mirada admonitoria.

– Cálmese -dijo Rebus.

Tenía lágrimas en los ojos y Rebus tuvo la impresión de que las derramaba por ella misma, por Lorna la descarriada, la olvidada.

– Tengo derecho a saber qué han averiguado -dijo mirándole ya sin lágrimas-. Derechos especiales -añadió en voz baja.

– Escuche -dijo él-, lo que sucedió la otra noche…

– No quiero oír nada -replicó ella negando con la cabeza y sobreponiéndose con otro sorbo al bloody mary, que se redujo a hielo.

– Si puedo paliar su sufrimiento lo haré pero no intente chanta…

– No sé por qué he venido -dijo ella levantándose.

Rebus se puso en pie y le cogió las manos.

– ¿Qué ha tomado, Lorna?

– Unas pastillas que… me recetó el médico, pero no debí mezclarlas con alcohol -dijo con mirada desvaída.

– Haré que la acompañen en un coche patrulla…

– No, no, cogeré un taxi. No se preocupe -replicó ella forzando una sonrisa-. No se preocupe -repitió.

El recogió las bolsas que ella parecía haber olvidado.

– Lorna -dijo Rebus-, ¿conoce a un tal Gerald Sithing?

– No sé. ¿Quién es?

– Creo que Hugh le conoce. Preside un grupo que se llama los Caballeros de Rosslyn.

– Hugh me tiene al margen de esa faceta de su vida. Sabe que me reiría de él -dijo casi a punto de echarse a reír.

Rebus la sacó del bar.

– ¿Por qué lo pregunta? -dijo ella.

– No tiene importancia -contestó Rebus al tiempo que veía a Grant Hood, que le hacía señas desde la otra acera y vio que un poco más allá estaban Siobhan Clarke y Ellen Wylie descargando sus coches.

Hood cruzó esquivando el tráfico.

– ¿Qué sucede?

– Ha llegado una copia de la reconstrucción facial -dijo Hood casi sin aliento.

Rebus afirmó pensativo, y miró a Lorna Grieve.

– Quizá usted debería echarle un vistazo -dijo.

Entraron en Saint Leonard y Rebus la hizo pasar a un despacho vacío. Hood fue a por la imagen de ordenador mientras Rebus preparaba te; ella pidió dos terrones y él la observó mientras lo tomaba.

– ¿Cuál es el misterio? -preguntó ella.

– Es un rostro que ha reconstruido la universidad de Glasgow a partir de un cráneo -contestó él despacio observando su reacción.

– ¿El del muerto de Queensberry House? -aventuró ella sonriendo al ver su cara de sorpresa-. No todas las neuronas se han ido a paseo; pero ¿por qué quiere que lo vea yo? Ah -añadió nerviosa de pronto al imaginárselo-, ¿cree que se trata de Alasdair?

Rebus se percató de su error.

– Bueno, tal vez sería mejor que…

Ella se puso en pie derramando el té en el suelo sin darse cuenta.

– ¿Por qué? ¿Qué pinta Alasdair en…? El nos envía postales.


Rebus se maldijo por ser un cabrón insensible, corto de miras, poco sutil y retorcido.

En ese momento entró Grant Hood enarbolando la foto reconstruida que ella le arrebató para examinar detenidamente, tras lo cual se echó a reír.

– No se parece en nada, maldito imbécil -dijo.

«Imbécil»: un apelativo que nunca le habían dado. Cogió el papel de su mano y vio que era una buena reconstrucción, pero había que reconocer que no se parecía en nada al personaje de los retratos del estudio de Alicia Grieve: aquél no era su hijo. Era un rostro totalmente distinto, con otro color de pelo… y los pómulos, la barbilla y la frente. No, el esqueleto de la chimenea no era Alasdair Grieve.

Habría sido demasiado fácil. Su propia vida nunca había sido fácil y no había razón para suponer que podía cambiar en ese momento.

Wylie se asomó a la puerta atraída por aquellas risotadas poco habituales en una comisaría.

– Creyó que era Alasdair -dijo Lorna Grieve señalando a Rebus-. ¡Me dijo que mi hermano estaba muerto! ¡Como si no hubiera bastante con uno! -exclamó echando fuego por los ojos-. Bien, ya se ha divertido, me imagino que estará contento -añadió saliendo como una tromba del despacho.

– Acompáñala hasta la salida -dijo Rebus a Wylie-, y toma… -añadió agachándose a coger las bolsas-. Dáselas.

Ella se le quedó mirando.

– ¡Vamos! -gritó Rebus.

– Lo que usted mande -musitó Wylie.

Cuando se fue, Rebus se dejó caer en su silla y se pasó las manos por el pelo. Grant Hood no le quitaba ojo.

– No esperarás consejos, supongo -dijo Rebus.

– No, señor.

– Porque si los esperas, el mejor que puedo darte es que te fijes en lo que yo hago para esforzarte en hacer totalmente lo contrario. Puede que así llegues a algo -dijo pasándose las manos por la cara y mirando el retrato.

– ¿Quién demonios eres? -comentó, sin saber exactamente por qué, pero estaba seguro de que Mojama era la clave no sólo del suicidio de Hastings y de las cuatrocientas mil libras, sino del asesinato de Roddy Grieve y… tal vez de mucho más.


Se sentaron en el reducido cuarto de interrogatorio con la puerta cerrada. En la comisaría comenzaban a llamarlos «la familia Manson», «la logia», «el club de los marchosos». Hood estaba sentado en la esquina con un ordenador de extraña pantalla de fondo negro y letras naranja. Les previno de que los discos podían estar estropeados. Rebus, Wylie y Clarke ocupaban el perímetro de la mesa con las cajas de archivadores en el suelo y delante de ellos la imagen de la reconstrucción por ordenador del muerto de Queensberry House.

– ¿Sabéis lo que tendremos que hacer? -dijo Rebus.

Wylie y Clarke intercambiaron una mirada escéptica por lo de «tendremos».

– Buscar en el registro de personas desaparecidas -dijo Wylie- a ver si hay una foto que se le parezca.

Rebus asintió con la cabeza y Wylie movió la suya de un lado a otro desalentada, mientras Rebus se volvía hacia Hood.

– ¿Funciona? -le preguntó.

– Parece que sí -respondió él pulsando teclas-. El problema va a ser la impresora, porque no servirá ninguna de las de ahora. Quizá haya que buscar en tiendas de segunda mano.

– Bueno, ¿qué hay en los discos? -dijo Siobhan Clarke.


– Espera -dijo él, concentrándose de nuevo en su trabajo.

Ellen Wylie puso encima de la mesa la primera caja de documentos para abrirla, al tiempo que Rebus ponía las otras tres dándoles unos golpecitos.

– Éstas ya están revisadas -dijo, y todos se le quedaron mirando-. Lo acabé anoche -añadió con un guiño.

Así sabían que arrimaba el hombro.

Comieron unos emparedados y cuando a las tres hicieron una pausa para tomar café Hood ya comenzaba a abrir los discos.

– La buena noticia -dijo desenvolviendo una barra de chocolate- es que el ordenador fue una adquisición tardía en la oficina.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque todo lo que hay en los discos lleva fecha del setenta y ocho y principios del setenta y nueve.

– Mi clasificador abarca desde el setenta y cinco -se quejó Siobhan Clarke.

– Wish you Were Here [Ojalá estuvieras aquí] de Pink Floyd -comentó Rebus-. Creo que apareció en septiembre pero no fue debidamente apreciado.

– Gracias, profesor -dijo Wylie.

– Vosotros aún estaríais en la guardería, supongo.

– Convendría imprimir todo esto -dijo Grant Hood-. No sé si haciendo unas llamadas a las tiendas de informática…

– ¿A qué te refieres? -preguntó Rebus. -Hay ofertas de compra de terrenos, solares vacíos, etcétera.

– ¿Dónde?

– En Calton Road, Abbey Mount, Hillside…

– ¿Con qué propósito?


– No lo dice.

– ¿Quería comprarlos todos?

– Eso parece.

– Son muchos terrenos -comentó Wylie.

– Sí, muchos terrenos edificables.

Rebus salió del cuarto y regresó con un plano y trazó sobre él un círculo en Calton Road, Abbey Mount y Hillside Crescent.

– Mira si tenía previsto algo en Greenside -dijo, y todos esperaron mientras Hood tecleaba.

– Efectivamente-dijo-. ¿Cómo lo ha adivinado?

– Mirad -dijo Rebus trazando un círculo en Calton Hill.

– ¿Para qué los quería? -preguntó Wylie.

– En 1979 se celebró el referéndum -dijo Rebus.

– ¿Y el Parlamento iba a construirse ahí? -aventuró Siobhan.

– En la antigua Royal High School -contestó Rebus. Wylie comenzaba a entenderlo.

– Si el Parlamento tenía ahí su sede, los terrenos lindantes valdrían una fortuna.

– Hastings se lo jugó todo al sí del referéndum y perdió -dijo Siobhan.

– Lo que yo me pregunto -añadió Rebus- es si él tendría suficiente dinero para la compra, porque incluso en los setenta, que para todos vosotros es casi prehistoria, esa zona no era barata precisamente.

– Luego ¿si no tenía el dinero…? -añadió Hood.

– Otro lo tendría -contestó Ellen Wylie.


Ahora ya sabían lo que buscaban: documentos financieros; pistas de que además de Hastings y Alasdair Grieve había habido otro socio en el negocio. Se quedaron hasta tarde y Rebus les dijo que podían irse a casa si querían. Pero trabajaban estrechamente unidos y nadie quiso romper el encanto. A Rebus le dio la impresión de que no tenía nada que ver con hacer horas extra. Salió al pasillo a tomarse un respiro y se encontró con Ellen Wylie.

– ¿Aún te sientes sojuzgada? -preguntó.

Ella se detuvo y le miró.

– ¿A qué se refiere?

– A que pensabas que abusaba de vosotros dos; te pregunto si sigues pensándolo.

– Pues no sé qué decirle -respondió ella alejándose.

A las siete les invitó a cenar en el restaurante Howie's. Hablaron del caso. Siobhan preguntó cuándo había sido el referéndum.

– El uno de marzo -dijo Rebus.

– A Mojama lo mataron a principios del setenta y nueve. ¿No sería justo después de las elecciones? Rebus se encogió de hombros.

– Las obras del sótano de Queensberry House concluyeron el ocho de marzo -añadió Wylie- y aproximadamente una semana después desaparecieron Freddy Hastings y Alasdair Grieve.

– Que nosotros sepamos -comentó Rebus.

Hood cortó un trozo de jamón y asintió con la cabeza. Rebus, generoso, echando la casa por la ventana, había pedido una botella de vino blanco de la casa, pero seguía casi llena porque Siobhan tomaba agua, Wylie había aceptado un vaso de vino que tenía intacto y Hood se había tomado uno pero no quería más.

– ¿Por qué será que veo a Bryce Callan detrás de todo esto? -comentó Rebus.

Se hizo un silencio en la mesa hasta que Siobhan dijo:


– ¿Por puro empeño?

– ¿Qué habría sucedido con los terrenos? -inquirió Rebus.

– Habrían construido en ellos -dijo Hood.

– ¿Y qué hace el sobrino de Callan?

– Es promotor -añadió Clarke-, pero en aquella época era un simple trabajador.

– Que aprendía los trucos del oficio -comentó Rebus dando un trago de vino-. ¿Sabéis cuánto valen los terrenos en Holyrood ahora que construyen allí el Parlamento y no en Calton Hill o en Leith?

– Más que antes -apuntó Wylie.

Rebus asintió en silencio.

– Además, ahora Barry Hutton ha echado el ojo a Granton, Gyle y Dios sabe qué más.

– Porque es su negocio. Rebus seguía asintiendo.

– Y es mucho mejor si te haces con lo que no tiene la competencia.

– ¿A través de tácticas mañosas?

Rebus dijo que no con un gesto.

– A través de amigos en los puestos adecuados.


– Parcelas ad -dijo Hood dando un golpecito en la pantalla.

Rebus se inclinó junto a él examinando las letras color naranja. Hood se pellizcó el puente de la nariz, cerró los ojos, volvió a abrirlos y movió vigorosamente la cabeza como apartando una telaraña.

– Es tarde -comentó Rebus.

Eran casi las diez y estaban a punto de hacer un descanso. Habían avanzado bastante pero, como había señalado el propio Rebus, no tenían nada concreto. Y ahora esto.


– Parcelas ad -repitió Hood-. Éstos deben de ser los socios capitalistas.

– Aquí no aparece -dijo Wylie, que buscaba el nombre en el listín.

– Seguramente cerraría -añadió Siobhan- si es que existió.

– ¿No son las iniciales de Bryce Callan? -comentó Rebus sonriendo.

– bc -dijo Hood-. Entonces, tenemos: bc y ad [Before Cbrist y Anno Domini].

– Un chistecillo privado. bc como futuro de ad -dijo Rebus, que ya estaba hablando por teléfono sobre Bryce Callan con un par de colegas jubilados.

Había vendido terrenos a finales del setenta y nueve, parte de los cuales habían ido a parar a manos de un arribista llamado Morris Gerald Cafferty. Éste había comenzado en la costa oeste, con el poder de los usureros en los sesenta; después pasó un tiempo en Londres remplazando a Krays y Richardson para adquirir fama y aprender el oficio.

– Siempre hay que pasar por un aprendizaje, John -le dijeron a Rebus-, esos tipos no nacen con ciencia infusa, y si no aprenden bien van a la cárcel una y otra vez.

Pero Cafferty aprendió rápido y bien. Una vez en Edimburgo, tanto asociado con Bryce Callan como después al establecerse por cuenta propia, mostró claramente que no cometía errores.

Hasta que se topó con John Rebus.

Ahora había vuelto y Callan, su antiguo jefe, estaba relacionado con el caso. Rebus hacía inútiles esfuerzos por establecer un vínculo.

La conclusión era que a finales del setenta y nueve Callan tiró la toalla. O, dicho de otra manera, se marchó a un país extranjero fuera de las leyes de extradición inglesas. ¿Por qué tenía dinero de sobra? ¿O porque le preocupaba algo…, algún crimen que podía volverse contra él?

– Es Bryce Callan -dijo Rebus-. Tiene que ser él.

– Lo que nos plantea un pequeño problema -comentó Siobhan.

Sí, demostrarlo.

31

Les ocupó la mayor parte del día siguiente, jueves, organizarlo todo después de rastrear informes sobre empresas y efectuar llamadas. Rebus habló una hora larga con Pauline Carnett, su contacto en el Servicio Central de Inteligencia Criminal, y otra hora con un ex director jubilado que durante ocho años sucesivos trató en los setenta inútilmente de meter en la cárcel a Bryce Callan. Poco después Pauline Carnett le llamó de nuevo, tras ponerse en contacto con Scotland Yard y la Interpol, y le dio un número de teléfono en España con el prefijo 950 de Almería.

– Estuve allí una vez de vacaciones -comentó Grant Hood-, pero había tanto turista que acabamos yendo de excursión a Sierra Nevada.

– ¿Acabamos? -inquirió Ellen Wylie alzando una ceja.

– Mi acompañante y yo -musitó Hood ruborizándose al tiempo que Wylie y Siobhan intercambiaban un guiño y una sonrisa.

Tendrían que poner la conferencia desde el despacho del jefe porque sólo allí había teléfono con altavoz. Además, tenían prohibidas las llamadas internacionales en las otras dependencias de la comisaría. Watson estaría presente y habría poco sitio en el despacho, por lo que se decidió grabar la conversación si accedía el interrogado y que los tres agentes más jóvenes se quedaran en el pasillo.

Rebus envió a Siobhan Clarke y a Ellen Wylie como equipo negociador ante Watson, cuyas dos primeras preguntas fueron:

– ¿Dónde está el inspector Linford? ¿Es que no cuentan con él?

Aleccionadas por Rebus, solventaron lo de Linford con una excusa y lograron vencer la resistencia del jefe.

Cuando todo estuvo preparado, Rebus se sentó en la silla del comisario y marcó el número. El propio Watson estaba sentado frente a la mesa en la silla que generalmente ocupaba Rebus.

– Procure no acostumbrarse -comentó.

En cuanto descolgaron al otro extremo de la línea y se oyó una voz de mujer en español, Rebus pulsó el botón de grabación.

– ¿Podría hablar con el señor Bryce Callan, por favor?

Se oyó una frase en español, Rebus repitió el nombre y finalmente la mujer dejó el aparato.

– ¿Será una asistenta? -comentó.

Watson se encogió de hombros en el momento en que otra persona se ponía al teléfono.

– Diga. ¿Quién llama? -hablaba en tono desabrido, como si le hubieran interrumpido la siesta.

– ¿Bryce Callan?

– He preguntado yo primero -era una voz profunda, gutural, sin ninguna merma de su acento escocés.

– Aquí el inspector John Rebus de la policía de Lothian y Borders. Quiero hablar con el señor Bryce Callan.

– Vaya, qué modales tan cojonudos han adquirido ahora.

– Será por la práctica de nuestras relaciones con los clientes.


Callan lanzó una risita que desembocó en tos. Catarro del fumador. Rebus encendió un cigarrillo y, aunque Watson frunció el entrecejo, él no hizo caso. Dos fumadores al teléfono y fumando tenían que congeniar necesariamente.

– Bien, ¿a qué se debe su llamada? -preguntó Callan.

– ¿Le importa que grabemos la conversación para tener constancia, señor Callan? -comentó Rebus sin darle importancia.

– Oiga, aunque ustedes me tengan fichado, contra mí no hay nada. No existe ninguna prueba.

– Lo sé, señor Callan.

– Entonces, ¿de qué se trata?

– De una empresa llamada Parcelas ad -dijo Rebus leyendo en la hoja que tenía delante y en la que, por lo investigado, se evidenciaba que aquella firma formaba parte del pequeño imperio de Callan.

Se hizo un silencio.

– Señor Callan, ¿me oye?

Watson se levantó y acercó la papelera a Rebus para que echara la ceniza y luego fue a abrir una ventana.

– Le oigo -respondió Callan-. Llámeme dentro de una hora.

– Le agradecería si fuera posible… -añadió Rebus, pero se dio cuenta de que habían colgado-. Cabrón -dijo colgando a su vez-. Ahora tendrá tiempo de inventarse algo.

– No está obligado a hablar con nosotros -le recordó Watson.

Rebus asintió.

– Ahora que ya ha acabado, podría apagar esa porquería -dijo Watson.

Rebus apagó el cigarrillo en el interior de la papelera.

Le esperaban en el pasillo y sus rostros impacientes se ensombrecieron al ver que negaba con la cabeza.


– Dice que llamemos dentro de una hora -les dijo, consultando el reloj.

– Y ya tendrá una versión preparada -dijo Siobhan Clarke.

– ¿Qué queréis que haga yo? -espetó Rebus.

– Lo siento, señor.

– Bah, no es culpa vuestra.

– Él tiene una hora por delante -añadió Wylie-, pero también nosotros disponemos de una hora. Podemos hacer unas cuantas llamadas y seguir buscando en los papeles de Hastings… ¿Quién sabe? -dijo encogiéndose de hombros.

Rebus asintió. Tenía razón; cualquier cosa mejor que esperar. Volvieron al despacho provistos de refrescos y con música de fondo, cortesía de un casete obra y gracia de Grant Hood. Era música instrumental de jazz clásico. Al principio Rebus tuvo sus dudas pero pensó que serviría para paliar el aburrimiento. Por orden expresa de Watson lo pusieron a poco volumen.

– Si cuento que he estado escuchando jazz, nadie volverá a mirarme a la cara -dijo Siobhan Clarke.

Una hora más tarde fueron otra vez al despacho de Watson. Esta vez Rebus dejó la puerta abierta, pensando que era lo menos que se merecían, y a Watson no pareció importarle. Volvió a marcar el número y oyó el timbre sonar y sonar. No contestarían, claro.

Sí que contestaron y esta vez fue Callan directamente.

– ¿Tienen supletorio para otro conferenciante? -preguntó.

Watson asintió con la cabeza.

– Sí -dijo Rebus.

Callan les dio un número de Glasgow y el nombre de C. Arthur Milligan. Rebus sabía que le llamaban «el Gran C», un apodo que compartía con el cáncer sin aparente desagrado. Sí, Milligan era un cáncer para la policía y la Fiscalía por su condición de famoso abogado defensor asociado a otro abogado, Richie Cordover, hermano de Hugh. Con el Gran C y Cordover como abogados los imputados estaban en buenas manos. Pero costaba lo suyo.

Watson mostró a Rebus cómo se hacía para conectar el tercer interlocutor. Se oyó la voz de Milligan:

– Diga, inspector Rebus. ¿Me oye?

– Le oigo perfectamente.

– Hola, Gran C -dijo Callan-, yo también te oigo.

– Buenas tardes, Bryce. ¿Qué tiempo hace ahí?

– Vete a saber. Ese gilipollas me tiene retenido en casa -dijo en referencia a Rebus.

– Escuche, señor Callan, le agradecería…

– Tengo entendido -interrumpió Milligan- que quieren grabar esta conversación con mi cliente. ¿Quién más hay presente?

Rebus dio cuenta de la presencia del comisario sin mencionar a nadie más. Milligan y Callan intercambiaron unas frases a propósito de la grabación y finalmente aceptaron. Rebus apretó el botón.

– Ya está -dijo-. Vamos a ver, si…

– Inspector -interrumpió Milligan-, quisiera decir de entrada que mi cliente no tiene obligación alguna de contestar a sus preguntas.

– Le agradecemos su buena disposición -dijo Rebus tratando de mantener un tono normal.

– Sólo lo hace por mor de servicio público, a pesar de que el Reino Unido no es ya su país de residencia.

– Efectivamente, es muy de agradecer.

– ¿Se le acusa de algo?

– De nada en absoluto. Se trata de una simple información.


– ¿Esta grabación no va a ser presentada ante ningún tribunal?

– Yo diría que no -replicó Rebus midiendo cuidadosamente sus palabras.

– ¿Pero no puede asegurarlo?

– Sólo puedo hablar por mí.

Se hizo una pausa.

– ¿Bryce? -preguntó Milligan.

– Que pregunte -contestó Bryce Callan.

– Adelante, inspector -dijo Milligan.

Rebus se tomó un tiempo para serenarse. Miró los documentos de la mesa y recogió de la papelera el cigarrillo apagado para encenderlo otra vez.

– ¿Qué fuma? -preguntó Callan.

– Embassy.

– Aquí el paquete cuesta dos putas libras. Yo no fumo más que puros. Bueno, adelante.

– Parcelas ad, señor Callan.

– ¿Qué quiere saber?

– Tengo entendido que era una empresa de su propiedad.

– Qué va, yo simplemente tenía algunas acciones.

Desde la puerta tres pares de ojos se clavaron en Rebus: «Sabemos que es mentira»; pero él no quería pillar en renuncia tan pronto a Callan.

– Parcelas ad compró terrenos alrededor de Calton Hill amparándose en otra empresa formada por dos socios: Freddy Hastings y Alasdair Grieve. ¿Los conoció?

– ¿De qué fecha me habla?

– De finales de los setenta.

– Hostia divina, pues no hace tiempo de eso.

Rebus repitió los dos nombres.

– Inspector, si no tiene inconveniente en decir a mi cliente de qué se trata… -terció Milligan con tono de curiosidad.


– Naturalmente. Se trata de una suma de dinero.

– ¿Dinero? -preguntó Callan también intrigado.

– Sí, señor, bastante dinero para el que buscamos un destinatario.

Desde la puerta miraban atentos porque Rebus no les había explicado qué estrategia pensaba utilizar.

– Bueno, amigo, pues no busque más -comentó Callan riendo.

– ¿De qué cantidad hablamos? -preguntó el abogado.

– Una cantidad muy superior a la que la que el señor Callan abonará por sus servicios de hoy -respondió Rebus. Se volvió a oír la risa de Callan y Watson le dirigió una mirada de advertencia: no convenía liar innecesariamente a gente como el gran C; pero Rebus estaba absorto fumando-. Cuatrocientas mil libras -añadió.

– Una suma nada despreciable -comentó Milligan.

– Creemos que el señor Callan podría reclamarla -añadió Rebus.

– ¿De qué manera? -preguntó Callan en tono receloso.

– Pertenecía a un tal Freddy Hastings -prosiguió Rebus- por el simple hecho de que la llevaba en una cartera. En aquel entonces el señor Hastings era promotor inmobiliario y trabajó para Parcelas ad adquiriendo terrenos cerca de Calton Hill. Hablo de finales del setenta y ocho y principios del setenta y nueve, antes del referéndum.

– En el que si el resultado hubiese sido el «sí» esos terrenos habrían valido una fortuna -comentó Milligan.

– Posiblemente -dijo Rebus.

– ¿Qué tiene esto que ver con mi cliente?

– En sus últimos años el señor Hastings fue un mendigo.

– ¿Con todo ese dinero?

– Sólo caben dos hipótesis de por qué no lo gastó; que lo guardase por cuenta de alguien o que temiera algo.


– O que estaba chalado -añadió Callan, pero era simple disimulo porque Rebus notó que se lo estaba pensando.

– La cuestión es que Parcelas ad, de la que pensamos que el señor Callan era el socio principal, utilizaba al señor Hastings para las subastas de compras de terrenos.

– ¿Y creen que Hastings robó el dinero?

– Es una hipótesis.

– ¿La suma pertenecería a Parcelas ad?

– Es posible. El señor Hastings no tiene herederos ni ha dejado testamento. Si no la reclama nadie pasará a Hacienda.

– Sería una gran lástima -dijo Milligan-. ¿Qué opina, Bryce?

– Ya se lo he dicho, yo sólo tenía algunas acciones en Parcelas ad.

– ¿Quiere añadir algo más a esa afirmación? ¿Alguna aclaración?

– Bueno, ya que lo dice, quizá no fueran tan pocas.

– ¿Hizo negocios con el señor Hastings? -inquirió Rebus.

– Sí.

– ¿Utilizó su empresa como pantalla para poder comprar terrenos?

– Es posible.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué, qué?

– Usted ya tenía una empresa, Parcelas ad. De hecho, tenía docenas de empresas.

– Si usted lo dice…

– ¿Qué necesidad tenía de utilizar a Hastings?

– Adivínelo.

– Mejor que me lo aclare usted.

– ¿Por qué habría de hacerlo, inspector? -interrumpió Milligan.

– Señor Milligan, tenemos que saber con certeza si el señor Callan y Freddy Hastings eran socios comerciales. Necesitamos alguna prueba que sirva para corroborar la lógica de que ese dinero pudo haber sido del señor Callan.

– Bryce, ¿algún comentario? -preguntó Milligan pensativo.

– Bueno, la verdad es que él se quedó con el dinero y se largó.

Rebus hizo una pausa.

– Lo denunció a la policía, claro.

– Sí, hombre…

– ¿Por qué no?

– Por la misma razón que utilizaba a Hastings como intermediario. La pasma intentaba ensuciar mi buen nombre con toda clase de mentiras y acusaciones. Yo, aparte de comprar terrenos, me dedicaba a otros negocios.

– ¿Proyectaba construir en esos terrenos?

– Viviendas, discotecas, bares…

– Por lo que le eran imprescindibles los permisos que el señor Hastings con sus relaciones habría obtenido más fácilmente.

– ¿Ve como lo ha adivinado?

– ¿Cuánto se llevó Hastings?

– Casi medio millón.

– No le haría… mucha gracia.

– Me puse furioso, y de él nunca más se supo.

Rebus miró a la puerta. Aquello explicaba por qué Hastings había cambiado tan radicalmente de identidad. Explicaba lo del dinero, pero no el hecho de no haberlo tocado.

– ¿Y el socio de Hastings?

– También desapareció por aquellas misma fechas, ¿no?

– ¿Y no se llevaría parte del dinero?

– Eso tendrá que preguntárselo a él.


– Bryce -volvió a interrumpir Milligan-, ¿conserva documentos que lo acrediten? Serían útiles para validar la demanda.

– Puede ser -respondió Callan.

– No valen falsificaciones -advirtió Rebus y Callan chasqueó la lengua. Rebus se enderezó en la silla-. Gracias por aclararme ese extremo. Tras lo cual, voy a hacerle una serie de preguntas, si les parece.

– Adelante -dijo Callan animado.

– Creo que tal vez… -terció Milligan.

Pero Rebus no le dio alternativa.

– No creo haberles mencionado que el señor Hastings se suicidó.

– Ya era hora -dijo Callan.

– Se suicidó poco después del asesinato del candidato al Parlamento de Escocia, Roddy Grieve. El hermano de Alasdair, señor Callan.

– ¿Y qué?

– Y poco después de que se descubriera un cadáver en una antigua chimenea de Queensberry House. ¿Le recuerda algo, señor Callan?

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir que quizá su sobrino Barry le hablara de Queensberry House -añadió Rebus cogiendo la hoja en que tenía anotados los hechos-. Él trabajó allí a principios de mil novecientos setenta y nueve, época del referéndum, precisamente cuando usted descubrió que los terrenos que había comprado no iban a ser una mina de oro. También es probable que se enterara igualmente de que Hastings le había estado robando. O que se quedó con la suma de una sola operación fingiendo que lo había desembolsado, y usted después se enteró de que no era así y que había desaparecido.

– ¿Qué tiene eso que ver con Barry?


– Barry trabajaba con Dean Coghill -añadió Rebus cogiendo otra hoja. Milligan quiso interrumpir pero Rebus no paraba, para regocijo de Ellen Wylie, que daba saltos de contento animándole a continuar-. Creo que usted colocó a Barry allí para que presionara a Coghill. Era como un aprendizaje.

– Oiga, Milligan, ¿va a consentir que me diga esas cosas? -protestó Callan, y Rebus se lo imaginó congestionado de ira.

Acababa de llamarle Milligan, no Gran C, ni amigo. Sí, seguro que Callan estaba echando chispas.

Rebus interrumpió sus protestas:

– Escuche, el cadáver en cuestión lo metieron en la chimenea justamente cuando su sobrino Barry trabajaba allí, en el momento en que usted descubrió que Hastings y Grieve le habían robado. Y yo ahora le pregunto, señor Callan, ¿quién es ese muerto? ¿Por qué lo mató?

Se hizo un silencio que dio paso a los gritos de Callan y a las amenazas de Milligan.

– Es un liante de mierda…

– Niego rotundamente…

– … que me llama por teléfono para contarme una patraña sobre cuatrocientas mil libras…

– Esa imputación injustificada contra una persona sin antecedentes en este país ni en ningún otro…, a un hombre cuya reputación…

– ¡Le juro por Dios que si estuviera ahí tendrían que encadenarme para que no le diera una hostia!

– Aquí le espero -replicó Rebus-. Puede tomar el primer avión que le venga bien.

– Espere y verá.

– Vamos, Bryce -terció Milligan-, no cedas a la provocación… ¿No hay ahí un oficial superior…? -añadió el abogado consultando sus apuntes-… El comisario Watson, ¿no? Señor Watson, protesto con toda firmeza por esa maniobra solapada para engañar a mi cliente con la fábula de una fortuna…

– No es fábula -replicó Watson-. Ese dinero existe, aunque parece que forma parte de un misterio mayor que quizá el señor Callan podría aclarar tomando un avión para efectuarle un interrogatorio como es debido.

– Cualquier grabación que hayan realizado de esta conversación será impugnada ante los tribunales -añadió Milligan.

– ¿Ah, sí? Bueno -añadió Watson-, eso lo determinará la Fiscalía. Mientras tanto, ¿no convendría que manifestara si tiene algo que negar?

– ¿Negar? -exclamó Callan-. ¿Qué tengo que negar? No pueden echarme mano, cabrones.

Rebus se lo imaginó de pie, descompuesto y lívido por muy bronceado que estuviese y agarrando con crispación el teléfono de sus pecados.

– ¿Así que lo reconoce? -inquirió Watson en tono ingenuo, dirigiendo un guiño a los agentes de la puerta.

Rebus estaba seguro de que su jefe comenzaba a pasarlo bien; se habría apostado algo.

– ¡Váyase a la mierda! -bramó Callan.

– Me parece que lo niega -dijo Milligan con voz apagada.

– Sí, debe de ser eso -añadió Watson.

– ¡Váyanse al infierno! -gritó Callan y a continuación se oyó un clic.

– Creo que el señor Callan nos ha dejado -comentó Rebus-. ¿Nos escucha, señor Milligan?

– Efectivamente y me siento obligado a protestar con todo mi…


Rebus colgó.

– Debe de haberse cortado -dijo.

En la puerta se oyeron gritos de júbilo. Rebus se levantó y Watson recuperó su sillón.

– No nos precipitemos -dijo mientras Rebus desconectaba la grabadora-. Las piezas comienzan a encajar, pero nos falta saber quién es el asesino y quién el muerto. Sin esas dos piezas toda esta agradable conversación con Bryce Callan no nos sirve de nada.

– De todos modos, señor… -dijo Grant Hood sonriente.

Watson asintió.

– De todos modos el inspector Rebus nos ha enseñado cómo buscarle las cosquillas -añadió mirando a Rebus, que movía la cabeza de un lado a otro.

– No me basta -dijo pulsando el botón de rebobinado-. Realmente no sé si habré conseguido algo.

– Ahora está clara la trama del caso y eso es media victoria -dijo Wylie.

– Tendríamos que interrogar a Hutton -añadió Siobhan Clarke-. Todo parece girar en torno a él y al menos a Hutton lo tenemos aquí.

– Sí, pero bastará con que lo niegue todo -dijo Watson-. Es un hombre con influencia y traerle a comisaría nos daría mala imagen.

– Sí, es cierto -gruñó Clarke.

Rebus miró a su jefe.

– Señor, invito a una ronda. ¿Le apetece un trago?

Watson consultó el reloj.

– Bien, sólo uno -dijo-. Y unos caramelos de menta para el camino… Mi esposa me huele el aliento a alcohol a diez metros.


Rebus puso las bebidas en la mesa ayudado por Hood. Wylie tomó una Coca-cola, Hood, una jarra de cerveza y Rebus, media y «medio». Watson se tomó un whisky y Siobhan Clarke un vino tinto. Brindaron.

– Por el trabajo en equipo -dijo Wylie.

El Granjero carraspeó.

– Por cierto, ¿no tendría Derek que estar aquí?

Rebus rompió el silencio.

– El inspector Linford sigue una línea de investigación propia basada en la descripción del posible asesino de Grieve. El comisario le miró a la cara.

– El trabajo en equipo debe responder a esa definición.

– No hace falta que me lo diga, señor; yo suelo ser el que se queda descolgado.

– Porque quiere -replicó Watson-, no porque se le deje.

– Entendido, señor -dijo Rebus.

– Realmente ha sido culpa mía, señor -dijo Clarke dejando el vaso-, por haberme enfurecido de tal manera. John consideró simplemente que habría menos tensión no estando el inspector Linford.

– Lo sé, Siobhan -dijo Watson-, pero quiero que se aprecie también el trabajo de Derek.

– Yo hablaré con él, señor -dijo Rebus.

– Bien -siguieron un instante sentados sin decir nada-. Siento haber tenido que aguar la fiesta -dijo al final Watson apurando el whisky y anunciando que tenía que marcharse.

Pero antes pagó él otra ronda.

Ellos le dijeron que no se molestara pero él se empeñó, y una vez que se fue se sintieron más relajados. Quizá por efecto del alcohol.

Tal vez.

Hood llevó un juego de damas del bar y se puso a jugar con Clarke. Rebus dijo que él no jugaba nunca.


– Mi problema es que soy mal perdedor.

– Yo lo que odio es un mal ganador -dijo Clarke- de ésos que te lo restriegan por las narices cuando ganan.

– Pierde cuidado, seré amable contigo -dijo Hood.

El muchacho estaba realmente venciendo la timidez, pensó Rebus viendo como su adversaria Siobhan le comía varias fichas conservando indemne su primera fila.

– Qué bruta -comentó Wylie por consolar a Hood pasándole una mano por el pelo.

Para la segunda partida Wylie ocupó el sitio de Hood y éste se sentó frente a Rebus, apuró la primera jarra y cogió la que había pagado el comisario.

– Salud -dijo dando un sorbo. Rebus alzó su vaso-. Yo no puedo beber whisky porque me da una resaca tremenda -confesó el joven.

– A mí también, a veces -admitió Rebus.

– Entonces, ¿por qué lo bebe?

– Por aquello del placer antes de la penitencia. Es una máxima calvinista -Hood le miró con cara de no entender nada-. No tiene importancia -añadió él.

– Lo hizo todo mal, ¿sabéis? -dijo Siobhan Clarke mientras Wylie se pensaba la ficha que iba a mover.

– ¿Quién?

– Callan. Por servirse de una empresa tapadera para sus planes, cuando había un medio mejor.

Wylie miró a Rebus y a Hood.

– A ver si hay suerte y nos lo dice…

– Me da la impresión de que espera que lo adivinemos -dijo Rebus.

Wylie comió una ficha a Clarke, quien contraatacó comiéndole otra.

– Pues es bien sencillo -dijo Siobhan-. Sobornar a los urbanistas.


– ¿Sobornar al ayuntamiento? -añadió Hood con una sonrisa escéptica.

– ¡Maldita sea! -exclamó Rebus mirando su whisky-. Quizá la cosa vaya por ahí…

Comentario que no quiso explicar pese a las amenazas de obligarle a jugar a las damas.

– No voy a ser tan tonto -dijo en broma mientras su mente no dejaba de explorar nuevas posibilidades y permutaciones en las que surgía Cafferty, y se estrujaba el cerebro tratando de hacerlas encajar.

32

El viernes por la mañana Rebus y Derek Linford entraron en la cantina de la central de Fettes. Rebus saludó con una inclinación de cabeza a dos caras conocidas: Claverhouse y Ormiston de la Brigada Criminal escocesa, que despachaban con apetito unos bocadillos de bacon. Linford miró hacia su mesa.

– ¿Los conoces?

– No suelo saludar a desconocidos.

– ¿Cómo está Siobhan? -optó por preguntar Linford tras mirar la tostada, que se enfriaba en su plato.

– Estupendamente sin verte a ti.

– ¿Recibió mi nota?

– No ha dicho nada -respondió Rebus apurando la taza.

– ¿Eso es buena señal?

Rebus se encogió de hombros.

– Escucha, no pienses que vais a volver a ser amigos sin más. Podría haberte denunciado por acosarla, ¡por Dios bendito! ¿Qué impresión habría causado eso en el despacho 279? -dijo Rebus señalando con el pulgar hacia el techo.

Linford hundió los hombros. Rebus se levantó y fue a por otro café.

– Bueno -añadió-, hay novedades.


Le explicó la relación entre Freddy Hastings y Bryce Callan, y Linford se animó olvidándose de Siobhan Clarke.

– ¿Cómo entra en el esquema Roddy Grieve? -preguntó.

– Es lo que no sabemos -reconoció Rebus-. ¿Será una venganza por la estafa de su hermano a Callan?

– ¿Iba Callan a esperar veinte años?

– Sí, por eso yo tampoco lo acabo de entender.

Linford le miró.

– Hay algo más, ¿no? Algo que me ocultas. Rebus negó con la cabeza.

– No le des tantas vueltas, si quieres investiga a Barry Hutton. Si fue cosa de Callan tendría que tener a alguien aquí.

– ¿Y Barry encaja?

– Es sobrino suyo.

– ¿Hay alguna prueba de que no sea estrictamente un honorable hombre de negocios?

Rebus hizo un gesto en dirección de Claverhouse y Ormiston.

– Pregunta a la Brigada Criminal a ver si tienen algo.

– Por lo poco que sé de Hutton no se ajusta a la descripción del hombre visto en Holyrood Road.

– Pero tiene empleados, ¿no es cierto?

– El comisario Watson ya me ha advertido que Hutton tiene «amigos». ¿Cómo voy a fisgar sin hacer que alguien se sulfure?

– No lo hagas -dijo Rebus mirándole.

– ¿No investigo? -replicó Linford aturdido.

Rebus negó con la cabeza.

– No hagas que nadie se sulfure. Escucha, Linford, somos policías. Hay ocasiones en que hay que salir de detrás del mostrador y molestar a la gente -Linford no parecía convencido-. ¿Crees que trato de meterte en un lío?

– ¿No es así?


– ¿Iba a confesártelo de ser cierto?

– Imagino que no. Lo que no sé es si no será una especie de… prueba.

Rebus se levantó sin haber tocado el café.

– Eres muy suspicaz -dijo-. Eso es bueno para delimitar territorios.

– ¿Qué territorios?

Pero Rebus se contentó con hacerle un guiño y se alejó con las manos en los bolsillos. Linford permaneció sentado, tamborileando con los dedos en la mesa; luego, apartó la tostada, se levantó y se dirigió a la mesa de los dos agentes de la Brigada Criminal.

– ¿Les importa que me siente?

Claverhouse le señaló una silla libre.

– Los amigos de John Rebus… -empezó a decir.

– … es muy probable que vengan a pedir algún maldito favor -apostilló Ormiston.


Linford estaba en el BMW, en el único espacio que encontró para aparcar delante de la Torre Hutton. Era la hora del almuerzo y una riada de empleados salió del edificio para regresar momentos después con bolsas de bocadillos y latas de refrescos. Algunos se quedaron en la escalinata a fumar los cigarrillos que no podían fumar dentro. Le había costado encontrar aquel sitio después de meterse por un receso sin asfaltar en el que un cartel indicaba: aparcamiento reservado al personal; pero él se había metido en el hueco libre sin pensárselo dos veces.

Salió del coche y comprobó si los neumáticos estaban bien después de aquel periplo por los baches. Los pasos de rueda estaban salpicados de barro gris. Lavaría el coche al final del día. Volvió a sentarse al volante contemplando a los empleados con sus bocadillos, los panecillos y la fruta y lamentando no haberse comido la tostada del desayuno. Claverhouse y Ormiston le habían acompañado a sus dependencias de la Brigada pero el único resultado de la investigación sobre Hutton eran unas simples multas de aparcamiento y el dato de que su madre era hermana de Bryce Edwin Callan.

Sí, Rebus le había dicho que no había manera de hacer aquella indagación en secreto y que tendría que decir quién era y lo que quería. Era imposible entrar en el edificio a interrogar a todos los empleados. Aunque no tuviera nada que ocultar, a Hutton no le haría ninguna gracia, preguntaría a cuento de qué venía aquello y si le decía sus motivos se negaría de plano a hablar y llamaría a su abogado, a los periódicos, los de derechos civiles…

Pensándolo bien, una pesquisa así iba a ser una pérdida de tiempo, un invento de Rebus, o tal vez de Siobhan, para castigarle. Si se buscaba líos, los únicos beneficiados serían ellos.

De todos modos…

De todos modos, ¿no se lo merecía? ¿Le perdonarían si cumplía la misión? No, al edificio no iba a entrar, pero haría vigilancia y se fijaría en todos los empleados que salieran. Valía la pena dedicar la tarde a ello. Si salía, el propio Hutton le seguiría, porque si el asesino de Grieve no trabajaba allí, siempre existía la posibilidad de que fuera a verse con Hutton.

Un asesino a sueldo…, venganza. No acababa de verlo claro. A Roody Grieve no lo habían matado por ningún motivo relacionado con su vida social o profesional…, al menos Linford no había encontrado nada de ello. Sí, era de una familia de chiflados, pero aquel no era ningún motivo. ¿Por qué lo habían matado? ¿No estaría en el momento y el lugar equivocados y sorprendió a alguien? ¿O tenía algo que ver con el cargo a que aspiraba más que con su persona? Tal vez alguien que no quería que fuese diputado. Volvió a pensar en la esposa, pero lo descartó una vez más. No se asesina al cónyuge para poder presentarse como candidata al Parlamento.

Se restregó las sienes. Los que fumaban en la escalinata le miraban con curiosidad. Acabarían por decírselo a los de seguridad y sanseacabó. Se acercaba un coche, que paró al lado del suyo. El conductor tocó el claxon gesticulando en dirección a Linford, y éste vio que a continuación se bajaba y se acercaba a zancadas al BMW. Linford bajó el cristal de la ventanilla.

– Ocupa mi sitio, así que si no le importa…

– No veo ningún cartel de reservado con un nombre -replicó Linford mirando a su alrededor.

– Es el aparcamiento del personal y llego tarde a una reunión -dijo el otro mirando el reloj.

Linford miró hacia un lado y vio que una persona se subía a otro coche.

– Ahí tiene un sitio -dijo.

– ¿Está sordo o qué? -replicó su interlocutor con cara de pocos amigos, apretando los labios y dispuesto a enzarzarse.

Linford se puso en guardia.

– ¿Prefiere discutir conmigo en vez de ir a esa reunión? -le preguntó mirando el hueco que dejaba el otro coche-. Ahí tiene un buen sitio.

– Ese es el de Harley, que va al gimnasio durante la hora del almuerzo. Cuando él vuelva yo estaré en la reunión y ese sitio es suyo. Así que quite esta mierda.

– Quién fue a hablar, con un Sierra Cosworth…

– Se equivoca conmigo -dijo el hombre abriendo de golpe la puerta del BMW.


– Una condena por agresión será un borrón en su curriculum.

– Y usted va a disfrutar haciendo la denuncia con los dientes rotos.

– Y usted estará en una celda por agredir a un agente de policía.

El hombre se detuvo algo cortado. Su nuez resaltó prominente cuando tragó saliva. Linford aprovechó para sacar su documento identificativo y enseñárselo.

– Ahora ya sabe quién soy, pero yo no sé su nombre…

– Escuche, lo siento -dijo el hombre cambiando radicalmente de actitud y disculpándose sonriente-. No pretendía…

Linford sacó su bloc disfrutando del cambio de situación.

– Conocía la violencia en la carretera, pero la del aparcamiento es una novedad para mí. Tendrán que rehacer el código de la circulación para usted -dijo mirando al Sierra y apuntando la matrícula-. No hace falta que me diga el nombre, ya lo averiguaré yo por la matrícula.

– Me llamo Nic Hughes.

– Bien, señor Hughes, ¿está lo bastante tranquilo para que hablemos?

– Sin ningún problema. Es que tenía prisa -dijo señalando el edificio-. ¿Tiene algo que ver con…?

– No tengo por qué darle explicaciones.

– No, claro, por supuesto; es que… -balbució desconcertado.

– Más vale que acuda a esa reunión.

En aquel momento se movió la puerta giratoria y salió Barry Hutton abrochándose la americana. Linford lo conocía por los periódicos.

– De todas maneras, ya me marchaba -añadió Hughes sonriente dándole a la llave de contacto-. Tiene todo el sitio a su disposición.

Hughes se apartó y en ese momento fue cuando reparó en Hutton, que abría su coche, un Ferrari rojo.

– Me cago en la leche, Nic, tenías que estar arriba.

– Voy ahora mismo, Barry.

Hutton miró a Linford, frunció el entrecejo y chasqueó la lengua.

– ¿Permites que te quiten el sitio, Nic? No eres lo que yo pensaba -dijo Hutton sonriente subiendo al Ferrari, pero volvió a bajar y se acercó al BMW.

«Lo he fastidiado todo -pensó Linford-. Ahora me conoce y sabe el coche que llevo. Seguirlo va a ser de pesadilla… No hagas que se sulfuren… Quédate con la cara de la gente.» Bueno, tenía la cara del conductor del Cosworth y el premio de un Barry Hutton de pie junto al BMW apuntándole con el dedo.

– Es usted un poli, ¿verdad? No sé por qué pero se les nota aunque lleven un coche así. Escuche, ya hablé con los otros dos y no tengo más que decir, ¿de acuerdo?

Linford asintió despacio con la cabeza. «Los otros dos»: Wylie y Hood.

– Muy bien -añadió Hutton dando media vuelta.

Linford y Hughes le vieron poner en marcha el motor del Ferrari con su ruido sordo como el que hacen las monedas en la banca y Hutton arrancó dejando una estela de polvo en el aparcamiento.

Hughes seguía mirando a Linford y éste le sostuvo la mirada.

– ¿Desea algo? -le preguntó.

– ¿Qué es lo que pasa? -replicó el hombre a duras penas. Linford movió la cabeza por la pírrica victoria y metió la marcha. Se alejó despacio del aparcamiento pensando en si valía la pena seguir de cerca a Hutton. Miró a Hughes por el retrovisor. Había algo raro en aquel hombre. No se había tranquilizado al ver su identificación, más bien se había asustado.

¿Tendría algo que ocultar? Era gracioso cómo hasta los curas sudaban cuando se las veían con un poli. Pero aquel tipo… No, no se parecía en nada al de la descripción. De todos modos…, de todos modos…

En el semáforo de Lothian Road vio el Ferrari de Barry Hutton tres coches por delante del suyo. Linford decidió que no tenía nada que perder.

33

Big Ger Cafferty estaba solo aparcado delante del edificio de Rebus en su Jaguar XK8 gris metalizado. Rebus cerró el coche fingiendo no haberlo visto, se dirigió al portal y oyó el zumbido eléctrico del elevalunas del Jaguar.

– He pensado que podíamos dar otra vuelta -oyó decir a Cafferty.

Rebus no hizo caso, abrió el portal y entró. En cuanto se hubo cerrado la puerta tras él se quedó ante la escalera sin saber qué hacer. Volvió a salir a la calle y vio a Cafferty, de pie, apoyado en el Jaguar.

– ¿Le gusta mi nuevo coche?

– ¿Lo has comprado?

– ¿Cree que lo he robado? -replicó Cafferty riendo.

Rebus negó con la cabeza.

– No, es que pensaba que era alquilado, dado que vas a morirte.

– Razón de más para darme un capricho mientras esté vivo.

– ¿Y Rab? -preguntó Rebus mirando a su alrededor.

– No he creído que me hiciera falta.

– No sé si sentirme halagado u ofendido.

– ¿Por qué? -replicó Cafferty ceñudo.


– Porque hayas venido solo sin un gorila.

– Sí, ya dijo lo mismo la otra noche, que era el momento de darme un puñetazo. Bueno, ¿damos una vuelta?

– ¿Conduces bien?

Cafferty volvió a reírse.

– Algo de práctica he perdido, pero pensé que era mejor ir los dos solos.

– ¿Para qué?

– Para esa charla pendiente sobre Bryce Callan.


Fueron en dirección este cruzando los antiguos suburbios de Craigmillar y Niddrie, presa ya de los bulldozers.

– Siempre he pensado que ésta era la zona ideal -dijo Cafferty-, con vistas al Arthur's Seat y al castillo de Craigmillar. Para los yuppies será paradisíaco.

– Ya no se les llama yuppies, creo.

– Como he estado una temporada fuera… -replicó Cafferty mirándole.

– Claro.

– Veo que ya no existe la antigua comisaría.

– La han trasladado cerca.

– Dios bendito, cuántos centros comerciales nuevos.

Rebus le explicó que aquello se llamaba The Fort y que no tenía nada que ver con la vieja comisaría de Craigmillar, a la que apodaban Fort Apache. Acababan de cruzar Niddrie y siguieron el indicador de Musselburgh.

– Esto cambia a toda velocidad -comentó Cafferty.

– Y yo envejezco a toda velocidad sentado aquí. ¿Vas a empezar o no?

Cafferty le miró.

– Hace rato que he empezado, lo que pasa es que no escucha.


– ¿Qué querías decirme de Callan?

– Que me llamó.

– ¿Sabía que estabas fuera?

– Al señor Callan, como a muchos expatriados ricos, le gusta estar al tanto de los asuntos escoceses -contestó Cafferty mirándole de nuevo-. Está algo nervioso, ¿no?

– ¿Por qué lo dices?

– Por la mano que tiene en el picaporte, como si fuera a tirarse en marcha.

– Me estás tendiendo una trampa -contestó Rebus apartando la mano de la puerta.

– No me diga.

– Me apostaría tres meses de sueldo a que no estás enfermo.

– Demuéstrelo -replicó Cafferty sin apartar la vista de la carretera.

– No te preocupes.

– ¿Yo? ¿De qué iba a preocuparme? Tenga en cuenta que el que está nervioso es usted.

Guardaron silencio un rato y Cafferty acarició el volante.

– Bonito coche, ¿eh?

– Comprado honradamente con el sudor de tu frente, sin duda.

– Otros sudan por mí. Es lo que caracteriza a un hombre de negocios que ha tenido éxito.

– Lo cual nos lleva a Bryce Callan. No pudiste hablar con su sobrino y de repente él te llama por las buenas.

– Es que sabe que nosotros nos conocemos.

– ¿Y qué?

– Pues que quería enterarse de si yo sabía algo. No se ha ganado en él un amigo, Hombre de paja.

– Mira cómo lloro.

– ¿Cree que está implicado en los asesinatos?


– ¿Has venido a decirme que no?

Cafferty negó con la cabeza.

– He venido a decirle que a quien tiene que vigilar es a su sobrino.

Rebus asimiló aquello.

– ¿Por qué? -dijo al fin.

Cafferty se limitó a encogerse de hombros.

– ¿Es una recomendación de Callan?

– Indirectamente.

Rebus resopló.

– No lo entiendo. ¿Por qué iba Callan a mezclar en esto a Barry Hutton? -Cafferty se encogió de hombros otra vez-. Qué gracia… -prosiguió Rebus.

– ¿El qué?

– Esto ya es Musselburgh -dijo Rebus mirando por la ventanilla-. ¿Sabes cómo lo llamaban?

– No me acuerdo.

– La ciudad honrada.

– ¿Y cuál es la gracia?

– Que me hayas traído aquí para largarme una sarta de mentiras. Lo que sucede es que quieres quemar a Hutton. Me pregunto por qué… -añadió mirándole.

La furia que reflejó de pronto el rostro de Cafferty parecía alimentada por un calor propio, interior.

– ¿Sabe que está loco? Es capaz de olvidar cualquier crimen que surja en su camino con tal de darme a mí el palo. Esa es la verdad, ¿a que sí, Hombre de paja? Los demás le tienen sin cuidado; sólo quiere a Morris Gerald Cafferty.

– No te des tanto bombo.

– Estoy tratando de hacerle un favor para que se apunte un triunfo y de paso evitar tal vez que Bryce Callan le mate.

– ¿Desde cuándo te has convertido en pacificador de la ONU?


– Escuche… -añadió Cafferty con un suspiro, ya menos acalorado-. De acuerdo, quizá a mí me afecte en cierto modo.

– ¿El qué?

– Todo lo que ha de saber es que a John Rebus le afecta más -dijo Cafferty, que había puesto el intermitente para detener el coche junto a la acera en la calle principal.

Rebus vio un indicador.

– ¿Lucas's? En verano había que hacer cola para entrar -pero era una tarde de invierno y el café tenía las luces encendidas.

– Aquí tenían antes los mejores helados del lugar -dijo Cafferty quitándose el cinturón de seguridad-. Voy a ver si los siguen teniendo.

Entró en el café, compró dos cucuruchos de vainilla y los llevó al coche. Rebus se pellizcó la nariz, moviendo la cabeza con incredulidad.

– Hace un rato Callan quería matarme y ahora nos tomamos un helado.

– Las pequeñas cosas son la sal de la vida, ¿no se ha percatado? -dijo Cafferty, que ya atacaba su helado-. Si hubiera carreras podríamos hacer unas apuestas.

Se refería a otra de las atracciones de Musselburgh: las carreras de caballos.

Rebus probó el helado.

– Dime algo de Hutton; algo que me sirva.

Cafferty reflexionó.

– Viajecitos pagados a miembros del ayuntamiento -dijo-. Todos los que se dedican a esa clase de negocio necesitan amigos -añadió, haciendo una pausa-. La ciudad cambia pero las cosas siguen funcionando igual.


Barry Hutton fue de compras. Aparcó en el Saint James Centre y entró en una tienda de informática, en los almacenes John Lewis, y luego salió a Princess Street hasta Jenners, cerca de allí, donde compró ropa mientras Derek Linford fingía examinar un muestrario de corbatas. Había muchos clientes y Linford sabía que no había visto que lo seguía. Era la primera vez que hacía un seguimiento pero se sabía la teórica. Se compró una corbata naranja claro con rayas verdes y se la puso en lugar de la granate que llevaba.

El hombre con quien Hutton habló en el aparcamiento de su empresa llevaba una corbata granate: corbata distinta, hombre distinto.

Hutton cruzó la calle y entró en el hotel Balmoral a tomar el té con un hombre y una mujer. Vio que abrían carteras: negocios. A continuación volvió al coche para dirigirse al puente de Waverley; comenzaba la hora punta y el tráfico era más intenso. Hutton aparcó en Market Street y fue a la entrada trasera del hotel Carlton Highland con una bolsa de deportes. Deducción lógica: gimnasio. Linford sabía que el hotel tenía uno donde él estuvo a punto de inscribirse, pero le había disuadido el precio. En su momento le había animado la idea de conocer a la plana mayor de la ciudad, pero era muy caro.

Se dispuso a esperar. En la guantera tenía una botella de agua, aunque no podía beber, no fuera a ser que Hutton saliera y él estuviera orinando. Y menos comer. Su estómago protestaba. No había tomado más que un café… Buscó en la guantera y encontró una barrita de chicle.

«Bon appétit», se dijo mientras la desenvolvía.

Hutton pasó una hora en el gimnasio. Linford iba anotando cuidadosamente todos sus movimientos con la hora y los minutos. Salía solo, con el pelo mojado de la ducha y balanceando la bolsa de deporte con esa aura, esa confianza higiénica que procura el ejercicio. Subió al coche y se dirigió a Abbeyhill. Linford comprobó su móvil, vio que no quedaba batería y lo enchufó al encendedor del coche para recargarla. Pensó en llamar a Rebus, pero ¿para decirle qué exactamente? ¿Pedirle su consentimiento? «Estás haciendo lo que debes; adelante.» Eso es lo que haría una persona débil.

El no era débil. Allí estaba la prueba.

Ahora iban por Easter Road y Hutton hablaba por el móvil. Todo el rato había estado hablando sin mirar apenas al retrovisor ni a los espejos laterales. Aunque daba igual porque entre ellos dos había tres coches.

No tardaron en llegar a Leith. El Ferrari tomó por calles secundarias y Linford se rezagó esperando que le adelantara algún coche, pero aquello estaba desierto. Sólo circulaban él y el sospechoso. A derecha e izquierda, las calles se hacían cada vez más estrechas, y las casas a ambos lados daban directamente a la calzada. Cruzaron por delante de unas zonas de juego para niños mientras los faros hacían relucir trocitos de vidrio. Anochecía. Hutton se detuvo de pronto. Linford supuso que debían de estar ya cerca de los muelles. No conocía aquella parte de la ciudad; siempre la había evitado, porque todo eran intrigantes y tugurios, las armas más corrientes, la botella y el cuchillo de cocina, y la mayor parte de las agresiones se perpetraban contra amigos y familiares.

Hutton aparcó frente a un antro, un pub pequeño con ventanas altas y estrechas con cortinas. Tenía una puerta de aspecto resistente y no parecía abierto, pero Hutton sabía que sí lo estaba y empujó la puerta y entró en él. Había dejado la bolsa de deporte en el asiento delantero del Ferrari y las de las compras, en el de atrás.

Era tonto o sabía lo que se hacía. Linford pensó en el pub de Leith de la película Trainspotting, cuando el turista norteamericano pregunta dónde está el servicio y le siguen unos tipos y se reparten después el botín. Era un bar como aquél, sin letrero, sólo con un anuncio de cerveza Tennent's. Linford consultó el reloj y anotó los detalles en su diario, un manual de vigilancia. Comprobó el móvil y vio que no había mensajes. Tenía salida esa noche con los del club de solteros, la cita era a las nueve, pero no sabía si iría o no. A lo mejor Siobhan iba otra vez; ya no llevaba el caso, pero quién sabe. No había oído ningún comentario sobre su presencia aquella noche en la discoteca, así que lo más seguro es que Siobhan no se lo hubiera contado a nadie. Había cumplido su palabra. Era un detalle, y más teniendo en cuenta que con su conducta le había dado motivo para no andarse con miramientos.

Pero bueno, en definitiva, ¿qué es lo que había hecho? Merodear frente a su casa como un tortolito adolescente. No era un delito atroz, ¿no? Y sólo habían sido tres veces. Aunque Rebus no le hubiera descubierto no habría tardado en dejar de hacerlo. ¿No era en cierto modo más culpable Rebus por indisponerle con Siobhan y dejarle marginado en el trabajo? Hostia, claro, era lo que buscaba en realidad Rebus porque él llevaba una carrera meteórica en Fettes y si ascendía a jefe de policía sería su superior. Aunque Rebus ya estaría jubilado, claro, o quién sabe si no lo habría matado la bebida; pero Siobhan seguiría, a menos que se casara y tuviese hijos, y siempre sería un peligro.

En ese caso no sabía qué hacer. Ya se lo había dicho el ayudante del jefe de policía: nadie es irremplazable.

Pasó el rato leyendo lo que había en el coche: el manual de usuario, la nota de la estación de servicio y unos folletos que tenía en la bolsa del asiento del copiloto sobre atracciones turísticas; más antiguas listas de compra… Miraba el mapa de carreteras cavilando sobre lo mucho que desconocía de Escocia, cuando el pitido agudo del móvil le sobresaltó. Lo cogió y apretó atolondrado el botón de conexión.


– Soy Rebus.

– ¿Sucede algo?

– No, simplemente… Es que nadie te ha visto en toda la tarde.

– ¿Y te preocupa?

– Digamos que sentía curiosidad.

– Estoy siguiendo a Hutton. Ahora ha entrado en un pub de Leith y lleva en él…-añadió consultando el reloj- hora y cuarto.

– ¿Qué pub?

– No tiene ningún nombre.

– ¿En qué calle?

Linford se dio cuenta de que no lo sabía. Miró a su alrededor y no vio ningún letrero ni referencia.

– ¿Conoces bien Leith? -preguntó Rebus, y Linford sintió menguar su confianza.

– Lo bastante.

– ¿Dónde estás, en el sector norte o en el sector sur? ¿En el puerto? ¿En Seafield? ¿Dónde?

– Cerca del puerto -farfulló Linford.

– ¿Ves el mar?

– Escucha, llevo en esto toda la tarde. Ha estado de compras, tuvo una reunión de negocios, fue al gimnasio…

Rebus ni le escuchaba.

– Ese tío sabe latín, sea delincuente o no.

– ¿Qué quieres decir?

– Que empezó trabajando para su tío y probablemente sabe más que tú de estas cosas…

– Escucha, no necesito que me alecciones…

– ¿Me oyes? Escucha, ¿qué haces si necesitas mear?

– No lo necesito.

– ¿O comer?

– Tampoco.


– Lo que yo te dije es que indagaras sobre los que trabajan con él, no que le siguieras.

– ¡No me digas cómo tengo que hacer mi trabajo!

– Ni se te ocurra entrar en ese pub, ¿entendido? Más o menos sé dónde estás. Ahora voy para allá.

– No hace falta.

– No me lo vas a impedir.

– Escucha, es mi…

Se había cortado la comunicación. Lanzó una imprecación y llamó a Rebus. «El número que ha marcado no está disponible en este momento» fue la respuesta.

Volvió a maldecir.

¿Por qué tenía que ir Rebus a compartir sus pesquisas y a meter la nariz en su investigación? En cuanto llegase le diría que se fuera a…

En aquel momento se abrió la puerta del pub. Durante todo el rato que Hutton había estado dentro -una hora y veinte minutos- no había entrado ni salido nadie. Allí estaba; lo vio bañado por la luz que salía por la puerta abierta. Estaba con otro tipo, charlando; Linford fue a aparcar al otro lado de la calle más adelante, sin dejar de mirar al otro hombre. Su físico era muy parecido al de la descripción de Holyrood que recordaba.

Vaqueros, cazadora de cuero negra y zapatillas de deporte blancas. Pelo negro corto y ojos muy redondos, y un rictus despectivo en la boca.

Hutton dio un leve empellón en el hombro al tipo, no muy contento al parecer con lo que le decía. Tendió la mano a Hutton pero éste, sin estrechársela, fue al Ferrari, lo abrió, puso el motor en marcha y arrancó. Parecía que el de la puerta volvía a entrar al pub. Linford tenía una perspectiva nueva: entraría allí con Rebus como refuerzo e interrogarían a aquel hombre. Una buena jornada.


Pero lo que el tipo hacía era despedirse de alguien, y acto seguido se alejó caminando. Linford no se lo pensó dos veces; se bajó del coche y ya iba a cerrarlo cuando al recordar el pitido estridente del sistema de seguridad, optó por dejarlo abierto y olvidó coger el móvil.

Por su modo de andar, haciendo leves eses con los brazos caídos, pensó que el tipo iba borracho. Se metió en otro pub, del que salió minutos después a la puerta para fumarse un cigarrillo antes de seguir caminando; se detuvo a hablar con un conocido, y a continuación prosiguió más despacio sacando un móvil del bolsillo para contestar una llamada. Linford se palpó los bolsillos y vio que había olvidado el suyo en el coche. No tenía ni idea de dónde estaban y quiso hacer memoria de los pocos rótulos de calles que había visto. Otro pub. Tres minutos y salió otra vez. Se metió después por una callejuela y Linford aguardó a que girase a la izquierda para cruzar a buen paso hasta la otra esquina. En aquella zona todo eran viviendas con vallas altas y ventanas con visillos, con ruido de teles y de niños jugando, separadas por callejones oscuros que olían a orina, con pintadas de «Tranqui», «Okupas», «Bis». Más callejones; el hombre se detuvo y llamó a una puerta. Linford se escondió. Se abrió la puerta y el tipo entró rápido.

Linford se figuró que no se quedaría en aquella casa; era poco probable que fuese su domicilio, pues no llevaba llaves. Volvió a consultar el reloj y advirtió que también se había dejado el bloc en el asiento del coche con el móvil. Y el BMW estaba abierto. Se mordió el labio inferior y miró a su alrededor aquel laberinto de hormigón. ¿Sabría encontrar el camino de vuelta? Si lo lograba ¿estaría aún allí su preciado coche?

Bueno, Rebus estaba en camino, ¿no? El se figuraría lo sucedido y montaría guardia hasta su regreso. Retrocedió un par de pasos para ocultarse mejor y metió las manos en los bolsillos. Hacía un frío que pelaba.

Cuando el golpe llegó, silencioso y por la espalda, quedó sin sentido y cayó inconsciente al suelo.

34

Jayne se había marchado y esta vez de verdad. En casa de su madre no estaba. Se lo había dicho la vieja bruja: «Me dijo que se iba a casa de una amiga y que no le preguntara cuál porque era preferible que tú no lo supieras». Tras lo cual cruzó los brazos cerrándole el paso a su casa.

– Vale, gracias por ayudarme a salvar mi matrimonio -replicó Jerry cruzando el caminito del jardín.

Junto a la puerta estaba el perrillo de la vieja, Eric, al que dio una patada en el culo al abrirla, y se echó a reír mientras la madre de Jayne, por encima de los lamentos del animalito, le gritaba una sarta de insultos.

De vuelta al piso hizo otro reconocimiento a ver si le había dejado alguna pista, pero no había ninguna nota y vio que se había llevado la mitad de sus vestidos. No era un arrebato, prueba de ello era que una de las cajas en que conservaba sus singles estaba en el suelo al lado de unas tijeras; pero estaban intactos. ¿Sería una oferta de paz? Había tirado al suelo cosas de las estanterías, pero pensó que más bien por la precipitación. Miró en la nevera: quedaba queso, margarina y leche, pero ni una cerveza, y en los armaritos tampoco había nada de beber. Fue al sofá a vaciarse los bolsillos: tres libras y calderilla. Santo cielo, ¿cuándo le llegaba el giro del desempleo? Faltaba casi una semana… Era viernes y no tenía más que aquellas tres libras. Rebuscó en los cajones, entre los almohadones del sofá y debajo de la cama y encontró ochenta peniques.

Desde el tablón de la cocina le contemplaban las facturas del gas, de la luz, el impuesto municipal; sin contar las del alquiler y el teléfono, que no sabía dónde estaban. La del teléfono la habían recibido aquella mañana y él le había reprochado a Jayne que se pasase tres horas hablando con su madre si vivía a la vuelta de la esquina.

Volvió al cuarto de estar y puso Stranded [Abandonado (a su suerte)] de The Saints; la cara B era más rápida: No Time |No queda tiempo]. Pero él tenía tiempo de sobra, aunque se sentía totalmente abandonado.

A continuación puso Grip [Apretar] de The Stranglers y pensó si no estrangularía a Jayne por hacerle aquello.

«Contrólate», se dijo.

Se preparó un té y se puso a reflexionar sobre las alternativas, pero no tenía la cabeza para nada. Se tumbó otra vez en el sofá. Al menos ahora podía poner música cuando le apeteciera. Jayne no había dejado ninguna de las cintas suyas: Eurythmics, Celine Dion, Phil Collins. ¡Que se fuera con viento fresco! Fue hasta la puerta de Tofu en el descansillo y le preguntó si tenía «costo». Tofu le dijo que le vendía cien gramos.

– Sólo quiero para un porro. Te lo devolveré.

– ¿Cuando te lo hayas fumado?

– Bueno, quiero decir que ya te lo pagaré.

– Sí, claro. Igual que me pagaste el del miércoles.

– Venga, Tofu, una pizca.

– Lo siento, colega, a Tofu no le gorreas más.

– Esto no lo olvidaré. Tenlo en cuenta -replicó amenazando.


– Vale, Jer -contestó Tofu dándole con la puerta en las narices.

Oyó que echaba la cadena.

Volvió a entrar en el piso. Estaba nervioso y quería «marcha». ¿Dónde están los amigos cuando los necesitas? Nic… Podía llamarle y darle un pequeño sablazo. Hostia, con las cosas que él sabía, a Nic le tenía cogido. Podría convertir el préstamo en algo más que un sueldo semanal. Miró el reloj del vídeo. Las cinco pasadas. ¿Estaría en el trabajo o en casa? Probó en los dos sitios, pero no contestaba. A lo mejor estaba de ligue tomándose unas copas en el bar con alguna de las minifalderas de la oficina. Allí no encajaba su buen amigo; él sólo servía de saco de arena y para que Nic deslumbrara por contraste a su lado.

El era un títere, feo y simple. Todos se reían de él. Jayne, su madre y Nic. Incluso la mujer de la Seguridad Social. Y hasta Tofu… Se imaginaba al cabrón aquel riéndose cómodamente sentado en aquel piso insonorizado con sus buenas bolsas de hierba y sus chinas de costo, escuchando música y con dinero en el bolsillo. Cogió las monedas del sofá una por una y las fue tirando contra la pantalla apagada del televisor.

Hasta que sonó el timbre. ¡Ahí estaba Jayne! Bueno, tenía que sobreponerse y hacer como si nada. Mostrarse un poco ofendido, si acaso. Son cosas que pasan y hay que saber… Otro timbrazo. Aguanta; que abra con su llave. Pero empezaron a dar porrazos con la mano. ¿A quién debían dinero? ¿Se llevarían el televisor? ¿El vídeo? Poco más había.

Se detuvo ante la puerta conteniendo la respiración.

– ¡Te veo, mamón!

La ranura de echar la correspondencia enmarcaba dos ojos y era la voz de Nic. Fue a abrir.

– Nic, tío, te he estado llamando.


Apenas hubo descorrido el pestillo la puerta le golpeó impulsándole hacia atrás y haciéndole caer de culo. Fue a levantarse y Nic le arreó otro empujón que le derribó. Oyó que cerraba de un portazo.

– Has cometido una tontería, Jerry, una tontería muy gorda.

– ¿De qué hablas? ¿Qué es lo que he hecho ahora?

Nic estaba sudoroso, sus ojos eran más oscuros y fríos que nunca y hablaba con voz cortante.

– No debí contártelo -dijo con rabia.

Jerry se levantó y entró en el cuarto de estar arrimándose a la pared.

– Contarme, ¿qué?

– Que Barry quería echarme.

– ¿Qué?

No entendía nada, pero seguía pensando que a lo mejor era por culpa suya, pero no podía entenderlo si no se concentraba.

– No sólo me delatas a la pasma…

– Guau, despacito…

– No, despacito, tú, Jerry. Y cuando haya acabado contigo…

– ¿Pero qué he hecho yo?

– Me has delatado y les has dicho dónde trabajo.

– ¡Que no!

– ¡Y han ido a contárselo a Barry! ¡Esta tarde había un poli en el aparcamiento! ¡Se pasó allí horas sentado en su coche en mi sitio! ¿Por qué motivo?

– Vete a saber -respondió Jerry temblando.

– No, Jer -dijo Nic-, por una sola razón, y eres tan idiota que piensas que no voy a llevarte por delante.

– Por Dios, tío…

Nic sacó un objeto del bolsillo: un cuchillo. ¡Un maldito y enorme cuchillo! Jerry advirtió, además, que llevaba guantes.

– Te lo juro por Dios, tío.

– Calla.

– ¿Por qué iba a hacer eso, Nic? ¡Piensa un momento!

– Se acabó la cuenta atrás. Ya veo cómo tiemblas -añadió Nic riendo-. Sabía que eras un cobarde, pero no tanto…

– Escucha, tío, Jayne se ha marchado y…

– Ahora Jayne es para ti lo de menos -se oyeron golpes en el techo-. ¡Silencio! -exclamó Nic alzando la vista.

Jerry vio una posibilidad y entró corriendo en la cocina. El fregadero estaba lleno de platos. Metió la mano en él y sacó un montón de cucharas y tenedores. Nic se le venía encima y le tiró los cubiertos gritando:

– ¡Llamen a la policía! ¡Los de arriba, que venga la poli!

Nic le dio un tajo en la mano derecha y la sangre le chorreó hasta la muñeca mezclándose con el agua de fregar. Lanzó un grito de dolor y dio una patada en la rodilla a Nic, quien volvió a embestirle, pero Jerry consiguió salir al cuarto de estar, donde tropezó y cayó encima de la caja de los singles, que se esparcieron por el suelo. Nic llegó corriendo y su pie hizo añicos uno de los discos.

– Cabrón -exclamó- no volverás a decir una palabra de mí.

– ¡Nic, tío, estás loco!

– No bastaba que Cat me dejara… Tenías que regodearte, ¿no? Bueno, amigo, pues el violador eres tú. Yo soy el que conduce la furgoneta. Eso es lo que les diré -dijo con una sonrisa aviesa-. Nos peleamos y te maté en defensa propia. Eso les diré. ¿No te das cuenta? Aquí el cerebro soy yo, Jerry gilipollas. Tengo un empleo, un buen piso, coche… Y a mí me creerán -añadió esgrimiendo el cuchillo, pero Jerry le arremetió y Nic lanzó una especie de resuello quedándose un instante boquiabierto y paralizado antes de mirarse el pecho, de donde sobresalían las tijeras.

– ¿Qué decías de cerebro, tío? -dijo Jerry levantándose al tiempo que Nic se desplomaba de bruces.

Fue a sentarse en el sofá mientras veía el cuerpo de Nic estremecerse un par de veces y luego quedar inmóvil. Se pasó las manos por el pelo y se miró el tajo. Era profundo y de unos siete centímetros. Tendría que ir al hospital a que le dieran puntos. Se arrodilló para hurgar en los bolsillos de Nic y encontró las llaves del Cosworth. Nic nunca le había dejado conducirlo; ni siquiera se lo había ofrecido una sola vez.

Había dos alternativas: esperar allí sentado a que llegase la poli o ir él a contarles su versión. Había sido en defensa propia. Quizá los vecinos dijeran lo que habían oído. En cuanto a la poli…, la poli sabía que Nic era el violador. Pero también sabían que siempre iban dos.

Lo lógico es que fuera él: colega de Nic desde hacía mucho, el fracasado, el que le había matado. Habría testigos que lo identificarían por haberlo visto en las discotecas. A lo mejor en la furgoneta había huellas.

Pues no era una elección difícil. Cogió las llaves y salió del piso dejando la puerta abierta. Al menos que no la rompiese la pasma.

Se preguntó si Nic habría pensado en ese detalle.

35

Rebus recordó sus tiempos en los pubs más sórdidos de Leith. A él no le iban aquellas tabernas bonitas y renovadas del puerto ni los relucientes mesones Victorianos de Great Junction Street y Bernard Street. Pero para encontrar tugurios sin nombre con serrín y escupitajos en el suelo había que perderse por callejuelas que pocos sabuesos de la Brigada escocesa de la localidad recorrerían jamás. Llevaba una lista con cuatro de la que ya había tachado los dos primeros, y cuando llegó al tercero vio el BMW de Linford aparcado a ochenta metros bajo una farola estropeada. Había sido lo bastante listo para aparcar en un lugar poco iluminado. Pero daba la casualidad de que casi todas las farolas estaban estropeadas.

Arrimó el Saab al BMW y encendió y apagó los faros sin que nadie respondiera. Salió del coche y encendió un cigarrillo. Parecía un simple ciudadano encendiendo un pitillo, pero su vista trabajaba. No pasaba nadie por la calle y había luz en las ventanas altas del bar Bellman's como se llamaba hacía años, aunque ahora no tenía letrero. Seguramente a la clientela poco le importaba.

Caminó hasta rebasar el BMW mirando dentro. En el asiento del copiloto había algo: era el móvil. Linford no andaría lejos. Orinando quizá, aunque había dicho que no lo necesitaba. Sonrió y movió la cabeza, y en ese momento advirtió que las puertas no estaban cerradas. Probó la del conductor y al encenderse la luz interior vio el bloc de Linford. Lo cogió y cuando comenzaba a leer se apagó la luz. Se acomodó en el asiento, cerró la puerta y volvió a encenderla. La minuciosidad de las notas era extraordinaria, pero eso no sirve de nada si te ven. Se bajó y echó un vistazo a algunos coches aparcados; eran viejos y corrientes, de los que pasan la ITV gracias al soborno de un cordial mecánico. No, un coche así no podía ser de Barry Hutton. Pero el caso era que Hutton había llegado allí en coche. ¿Se habría marchado? ¿O había burlado a Linford?

De pronto, el lugar empezó a parecerle el mejor de los panoramas al pensar en otros ni la mitad de interesantes. Volvió al Saab y llamó a Saint Leonard por si sabían de alguna detención o denuncia en Leith. Le respondieron de inmediato que era una noche tranquila de momento. Siguió allí sentado y fumó tres o cuatro cigarrillos hasta acabar el paquete, tras lo cual se dirigió al Bellman's.

El interior estaba lleno de humo y no había música ni televisor. Sólo media docena de hombres en la barra que le miraron al entrar. Ni rastro de Barry Hutton ni de Linford. Fue hacia el mostrador sacando monedas del bolsillo.

– ¿Hay máquina de tabaco? -preguntó.

– No -respondió el de detrás de la barra frunciendo el entrecejo.

– ¿Tiene algún paquete en el bar? -dijo Rebus parpadeando con mirada inocentona.

– No.

Rebus se volvió hacia los clientes.

– ¿Me vende alguien unos pitillos?

– A libra la pieza -contestó uno sin vacilación.

Rebus resopló.


– Vaya atraco -dijo.

– Pues lárguese y cómprelos en otro sitio.

Rebus se demoró examinando las caras y el destartalado local: tres mesas, suelo de linóleo color sangre de toro y paredes forradas de madera. Fotos de portadas antiguas con mujeres desnudas y un tablero para jugar a los dardos lleno de telarañas. No veía ninguna puerta de servicios. En la barra no había más que cuatro botellas de licor y dos grifos de cerveza: rubia y de importación.

– Debe de tener un negocio bestial -comentó.

– Shug, no sabía que esta noche habías montado espectáculo -dijo uno de los clientes al de la barra.

– El espectáculo se lo vamos a dar a él -replicó el otro.

– Tranquilos, tranquilos, muchachos -dijo Rebus alzando las manos en plan conciliador y retrocediendo-. Ya le comentaré a Barry vuestro sentido de la hospitalidad.

No cayeron en la trampa y siguieron en silencio hasta que el llamado Shug dijo:

– ¿Qué Barry?

Rebus se encogió de hombros, dio media vuelta y salió. A los cinco minutos recibió una llamada comunicándole que Derek Linford iba camino del hospital.


Rebus paseaba por el pasillo. No le gustaban los hospitales y aquél menos que ninguno porque era donde habían llevado a su hija Sammy después del accidente.

Poco después de las once salió Ormiston. La Brigada Criminal de Fettes siempre se interesaba por la agresión a un policía.

– ¿Cómo está? -preguntó Rebus. No eran los únicos presentes; sentada, con una lata de Fanta en la mano, vio a Siobhan con aspecto de estar traumatizada, y habían ido otros agentes, y hasta Watson y el jefe de Linford de Fettes, este último evitando cruzar la mirada con él y con Siobhan intencionadamente.

– Mal -contestó Ormiston buscando calderilla en los bolsillos para la máquina de café.

Siobhan le preguntó qué le faltaba y le dio unas monedas.

– ¿Ha explicado lo que sucedió?

– Los médicos no permiten que hable.

– Pero ¿a ti te lo ha dicho?

Ormiston se incorporó con el vaso de plástico en la mano.

– Le golpearon por detrás y además le patearon por si acaso. Por lo visto tiene el maxilar casi destrozado.

– Así que no creo que tuviera muchas ganas de hablar -comentó Siobhan mirando a Rebus.

– En cualquier caso, le han atiborrado a sedantes -añadió Ormiston soplando el café y mirándolo con suspicacia-. Esto qué es, ¿café o caldo?

Siobhan se encogió de hombros.

– Pidió insistentemente papel para escribir una cosa -dijo finalmente Ormiston.

– ¿Qué? -preguntó Siobhan.

Ormiston miró a Rebus.

– Algo así como: «Rebus sabía que estaba allí».

– ¿Qué? -dijo Rebus sin inmutarse.

Ormiston se lo repitió.

– Lo que significa -comentó Rebus dejándose caer en una silla- que piensa que he sido yo porque era el único que sabía que estaba allí.

– Por lógica tiene que haber alguien a quien seguía -dijo Siobhan.

– Pero no según la lógica de Derek Linford -dijo Rebus alzando la vista hacia ella-. Yo le dije por teléfono que salía para allá. Podría haberle tendido una trampa delatándole a quien hubiera en el bar, o podría haberle atacado yo mismo -añadió mirando a Ormiston-. ¿Tú crees que fue eso?

Ormiston no contestó.

– Pero ¿por qué ibas tú a…? -dijo Siobhan sin acabar la pregunta hasta que comprendió la respuesta al mirar a Rebus, quien asintió con la cabeza.

Podría ser por venganza…, celos…, por el comportamiento de Linford con ella.

Lo que pensaba Linford era eso. Para su manera de ver el mundo tenía perfecto sentido y se ajustaba a su mentalidad.


Siobhan estaba sentada en el coche ante el hospital pensando si entrar a visitar al herido, cuando por la radio del Cuerpo captó un aviso.

«Atención, Ford Sierra Cossworth negro, conducido probablemente por Jerry Lister. Se le busca para interrogarle en relación con un suceso grave código seis.»

¿Código seis? Siempre andaban cambiando los códigos, salvo el veintiuno, que era auxilio a un agente. En ese momento el código seis correspondía a muerte sospechosa, generalmente homicidio. Llamó a comisaría y le informaron de que la víctima era Nicholas Hughes, asesinado con unas tijeras. La esposa de Lister había encontrado el cadáver al volver a casa. La habían llevado al hospital a causa de la impresión. Siobhan pensó en la noche en que atajó por la estación de Waverley para volver a su casa por culpa de aquellos dos tipos en un Sierra negro, uno de los cuales le dijo al otro: «Es una lesbiana, Jerry». Ahora un tal Jerry huía en un Sierra negro.

Ella, por intentar darles esquinazo, acabó enredada en el suicidio de un mendigo.

Cuanto más lo pensaba, menos podía dejar de considerar…

36

Watson estaba al borde del infarto.

– Pero vamos a ver, ¿de quién fue la idea de que siguiera los pasos de Barry Hutton?

– El inspector Linford lo hizo por iniciativa propia, señor.

– ¿Por qué será, me pregunto, que yo veo su pringosa marca de fábrica en toda esta historia?

Era sábado por la mañana y estaban en el despacho del Granjero, donde Rebus ya había entrado nervioso porque tenía un argumento pero no creía que Watson lo aceptara.

– ¿Ha visto la nota? -prosiguió éste-: «Rebus sabía que estaba allí». ¡Es tremendo!

Tanto apretaba Rebus las mandíbulas que le dolían los carrillos.

– ¿Qué dice el ayudante del jefe de policía? -preguntó.

– Exige una investigación. A usted le suspenderán de empleo, desde luego.

– De ese modo dejo de estorbarle hasta que se jubile.

En vez de replicar, el comisario golpeó la mesa con la palma de las manos y Rebus aprovechó.

– Tenemos la descripción del hombre visto en Holyrood la noche en que asesinaron a Grieve. A ello hay que añadir el hecho de que es cliente de Bellman's y que seguramente podríamos pillarlo. En Bellman's no vamos a sacar nada; es la clase de pub en el que cada uno va a lo suyo, pero tengo confidentes en Leith. Se trata de localizar a un tipo duro, un cliente habitual de ese pub. Yo creo que con unos cuantos agentes…

– Linford dice que fue usted.

– Ya lo sé, señor, pero con todo respeto…

– ¿Qué pensarían si le encargo a usted del caso?

El Granjero parecía de pronto muy cansado, abrumado por el trabajo.

– No le pido que me encargue de él -dijo Rebus-. Sólo que me deje ir a Leith a hacer algunas pesquisas. Sólo eso. Deme la oportunidad de poner a salvo mi reputación cuando menos.

Watson se recostó en su silla.

– La verdad es que en Fettes están que trinan. Linford era de su plantilla. Y eso de seguir a Barry Hutton sin autorización… ¿sabe cómo va a afectar a cualquier posible imputación? Al fiscal le va a dar un ataque.

– Necesitamos pruebas y para ello tenemos que recurrir a alguien de Leith con contactos.

– ¿Qué tal Bobby Hogan? El está en Leith.

– Pues que siga allí -dijo Rebus.

– Usted también quiere ir, claro… -Rebus no contestó-. Y los dos sabemos perfectamente que irá a pesar de lo que yo diga.

– Es preferible que sea oficial, señor.

El Granjero se pasó una mano por la calva.

– Cuanto antes mejor, señor.

Watson movió la cabeza mirando a Rebus.

– No -dijo-. No quiero que vaya allí, inspector. No puedo autorizarlo teniendo en cuenta el broncazo de jefatura.

Rebus se puso en pie.


– Entendido, señor. ¿No tengo permiso para ir a Leith a preguntar a mis confidentes sobre la agresión al inspector Linford?

– Eso es, inspector, no se lo doy. Está pendiente su suspensión de empleo y quiero tenerle a mano cuando llegue la comunicación.

– Gracias, señor -dijo Rebus camino de la puerta.

– Lo digo en serio, inspector. No salga de Saint Leonard.

Rebus asintió con la cabeza. La sala de Homicidios estaba tranquila cuando entró. Roy Frazer leía un periódico.

– ¿Has acabado con éste? -preguntó Rebus cogiendo otro. Frazer asintió con la cabeza-. Tengo una indigestión de pollo -añadió Rebus frotándose el estómago-. Contesta a mis llamadas y di que el menda está fuera de combate.

Frazer asintió con la cabeza sonriendo. El que más y el que menos se había pasado un sábado por la mañana en el váter con un periódico.

Rebus salió de la comisaría, fue al aparcamiento, se sentó en el Saab y llamó por el móvil a Bobby Hogan.

– Te llevo ventaja, colega -dijo Hogan.

– ¿Cuánta?

– Ya estoy frente a Bellman's esperando a que abran.

– No pierdas el tiempo. Mira a ver si puedes localizar a algún confidente tuyo -dijo Rebus abriendo su bloc y leyéndole la descripción del sospechoso de Holyrood Road mientras conducía.

– Así que un matón que frecuenta pubs poco recomendables… -musitó Hogan recapitulando-. ¿Dónde demonios encuentro yo algo semejante en el Leith de ahora?


Rebus conocía unos cuantos locales. Era la hora de abrir: las once de la mañana, una mañana encapotada, de nubosidad tan baja que ocultaba el Arthur's Seat de cuya masa rocosa se advertía algún fragmento esporádico. Igual que aquel caso, pensó Rebus, del que se vislumbraban trozos de vez en cuando sin poder desentrañar la estructura principal oculta.

Se veía poca gente por la calle en Leith porque el mal tiempo invitaba a quedarse en casa. Dejó atrás tiendas de alfombras, salones de tatuajes, casas de empeño, lavanderías y oficinas de la seguridad social, éstas cerradas durante el fin de semana pero el resto de ella con más clientela que las otras. Aparcó en un callejón y cerró bien el Saab. Doce minutos después de la hora de apertura entró en el primer pub de la lista; estaban sirviendo café y pidió una taza, como la que tomaba el camarero. Había dos parroquianos viejos mirando la televisión y fumando a destajo: lo único que tenían que hacer y lo afrontaban con la seriedad de un ritual. Al de la barra no pudo sacarle ni siquiera un segundo café gratis. Se largó de allí.

Mientras caminaba sonó el móvil. Era Bill Nairn.

– ¿Trabajando el fin de semana, Bill? -preguntó Rebus-. ¿Pagan bien las horas extra?

– La cárcel no cierra, John. Hice lo que me pediste y miré el expediente de Rab Hill.

– ¿Y qué? -preguntó Rebus deteniéndose, mientras a su lado pasaba gente que iba a la compra, eran viejos en su mayoría, de paso cansino y sin coche para ir al supermercado ni apenas energía para tomar el autobús.

– No gran cosa. Salió en libertad en la fecha prevista y manifestó que se trasladaba a Edimburgo, donde se ha presentado al funcionario que vigila su libertad condicional…

– ¿Qué enfermedades tenía, Bill?

– Ah, sí, como se quejaba de constantes molestias de estómago se le hicieron unos análisis. Todos negativos.

– ¿En el mismo hospital que a Cafferty?


– Sí, pero realmente no veo…

– ¿Qué señas ha dado en Edimburgo?

Nairn le dio la dirección de un hotel en Princess Street.

– Estupendo -dijo Rebus y pasó a preguntar los datos del funcionario judicial-. Gracias, Bill. Nos vemos.

El segundo bar estaba lleno de humo y la alfombra pringosa de los restos de la noche. Había tres hombres, con las mangas de la camisa remangadas exhibiendo sus tatuajes; tomaban chupitos y le miraron al entrar sin que su persona les pareciera digna de ningún comentario. Más tarde, en estado etílico más intenso, sería harina de otro costal. Rebus conocía al que atendía la barra, se sentó en la mesa de un rincón con media pinta de Eighty a fumar un cigarrillo. Cuando el camarero se acercó a vaciar el cenicero con una única colilla tuvo tiempo de hacerle un par de preguntas a las que el hombre contestó con nerviosos movimientos de cabeza. Negativo: o no sabía nada o no quería hablar. Bien, Rebus sabía cuándo podía apretar un poco más, pero éste no era el caso.

Se dio perfecta cuenta al salir de que los de la barra estaban ya comentando algo sobre él. Habrían detectado que era un poli, le preguntarían al camarero qué quería y éste se lo diría. De momento no importaba, pues se habría corrido la voz de que habían agredido a uno de los suyos y sabían que en tales casos la policía se movía rápido. Es lo menos que podía esperarse en Leith.

En la calle cogió de nuevo el móvil, llamó al hotel y pidió que le pusieran con la habitación de Robert Hill.

– No contesta, señor.

Rebus cortó la comunicación.

En el tercer pub había un sustituto en la barra y ninguna cara conocida, por lo que no se tomó la molestia de pedir nada. Luego, entró en otros dos bares con mesas de fórmica marcadas de quemaduras de cigarrillo y una neblina avinagrada de salsa agridulce con especias y grasa de patatas fritas. Después, fue a un tercero, donde iban los estibadores a reponer la carga de colesterol, más parecido a una consulta médica que a un comedor.

En una mesa, comiendo huevos aceitosos con tenedor, había alguien a quien él conocía.

Se llamaba Big Po y había sido portero de pubs y discotecas del barrio, pero también había servido una buena temporada en la marina mercante. Tenía las manos llenas de cortes y cicatrices y un rostro curtido en lo poco que dejaba ver su poblada barba negra. Era un tipo enorme, y viéndolo apretujado en aquella mesa, desentonaba como un adulto en un pupitre de primaria. A Rebus se le antojaba que el mundo estaba hecho a una escala en discrepancia con las necesidades de Big Po.

– ¡Santo Dios, cuánto tiempo! -bramó al ver acercarse a Rebus esparciendo con la exclamación gotas de saliva y partículas de huevo.

Algunos volvieron la cabeza para mirar lo justo por temor a que Big Po les imputara alguna intromisión en sus asuntos. Rebus tendió la mano, resignado a aguantar un apretón semejante a la acción de una trituradora, para hacer a continuación flexiones con los dedos, comprobando si estaban ilesos y sentarse frente al grandullón.

– ¿Qué toma? -preguntó Po.

– Un café.

– Aquí eso es una blasfemia. Estamos en la santa iglesia del cocinero San Eck -comentó Po señalando con la cabeza un viejo gordo que se enjugaba las manos en el delantal, dándole la razón con un movimiento de la cabeza-. La mejor freiduría de Edimburgo. ¿No es cierto, Eck? -vociferó Po.

Eck volvió a asentir con la cabeza y siguió con su faena. Parecía nervioso de tener allí a Big Po, y no era de extrañar.


Se acercó una camarera de mediana edad desde la barra y Rebus pidió un café mientras Big Po rebañaba con el tenedor los restos de yema.

– Sería más fácil con cuchara -dijo Rebus.

– Me gusta lo difícil.

– Bien, podría ser que tuviera otro para ti -dijo Rebus aguardando a que llegara el café, que le llevaron en una taza de Pyrex transparente con platillo a juego, un objeto que volvía a ponerse de moda en algunos locales, pero él tuvo la impresión de que aquella era reserva de la casa.

No lo había pedido con leche pero sí que tenía porque vio unos espumarajos blancos flotantes. Dio un sorbo y comprobó que aunque estaba caliente no sabía a café.

– Bueno, usted dirá -dijo Big Po.

Rebus le puso al corriente y Po escuchó sin descuidar su plato, que terminó con una operación de rebañado de los últimos restos de grasa a los que añadió un generoso chorro de salsa agridulce especiada con trozos de tostada. Se repanchingó a continuación lo mejor que pudo en aquellas estrecheces, sorbió ruidosamente el té y trató de moderar su bramido de oso transformándolo en algo que los simples mortales reconocerían como hablar en voz baja.

– Para cuestiones sobre Bellman's hable con Gordie, que era cliente hasta que le prohibieron entrar -dijo.

– ¿Le prohibieron la entrada en Bellman's? ¿Qué hizo, disparar una ráfaga de ametralladora o pedir un gin-tonic?

Big Po lanzó un bufido.

– Creo que se lo hacía con la mujer de Huton.

– ¿El dueño?

Po asintió con la cabeza.

– Un cabronazo.

Una apreciación grave viniendo de Po.

– Gordie, ¿de nombre o de apellido?


– Es Gordie Burns y va a beber al Weir O'.

Se refería al Weir O'Hermiston en la carretera de la costa, en dirección Portobello.

– ¿Cómo sabré quién es? -preguntó Rebus.

Po metió la mano en su cazadora de nilón azul y sacó un móvil.

– Voy a llamarle para asegurarme de que está allí.

Mientras marcaba, Rebus miró por los cristales cubiertos de vapor. Cuando Po terminó de hablar le dio las gracias y se levantó.

– ¿No se toma el café?

Rebus negó con la cabeza.

– Pero invito yo -dijo acercándose a la barra y dando cinco libras, de las que tres y media cubrieron la fritanga más barata y alta en colesterol de Leith.

Antes de salir, al pasar junto a la mesa de Big Po, le dio una palmadita en el hombro metiéndole veinte libras en el bolsillo de la cazadora.

– Dios le bendiga, caballero -vociferó Big Po.

No podría asegurarlo, pero le pareció que cuando cerraba la puerta el grandullón estaba pidiendo un segundo desayuno.


El Weir O' era una especie de pub civilizado con aparcamiento delante y un letrero en el que se anunciaba escrito con tiza una serie de «especialidades de la casa». Nada más acercarse a la barra a pedir un whisky, vio que alguien apuraba su copa y cuando llegó la consumición de Rebus el hombre dijo que se iba y comentó al que tenía a su lado que no tardaría en volver. Rebus aguardó un par de minutos tomándose el whisky y salió del pub. En la esquina, cerca de unas naves vacías y unos montones de escoria, les esperaba el hombre.


– ¿Gordie? -preguntó Rebus.

El hombre hizo una inclinación de cabeza. Era alto y desgarbado, de unos treinta y tantos años y tenía una cara triste y una incipiente calva con el poco pelo mal cortado. Rebus le tendió veinte libras y el tal Gordie las cogió con reparo como haciendo gala de cierta dignidad.

– Que sea rápido -dijo al guardárselas mirando a su alrededor.

El tráfico era intenso, camiones sobre todo, y nadie se fijaba en ellos dos. Rebus le resumió brevemente el asunto, dándole la descripción del sospechoso, el pub y la agresión.

– Debe de ser Mick Lorimer -dijo el hombre dándose la vuelta.

– ¡So! -exclamó Rebus-. ¿No me da una dirección o algo?

– Mick Lorimer -repitió el hombre ya casi en la puerta del pub.


John Michael Lorimer, conocido por Mick, con antecedentes de agresión, allanamiento y robo. Bobby Hogan sabía quién era y por eso pudieron hacerle ir a la comisaría de Leith, donde le dejaron un rato a solas para que sudara antes de interrogarle.

– No vamos a sacar mucho en limpio -comentó Hogan a Rebus-. Su léxico se reduce a una docena de palabras, la mitad de las cuales horripilarían a tu abuela.

Lorimer les recibió tranquilamente sentado en su casita de dos pisos de Easter Road, cuya puerta les franqueó una «amiga» que les hizo pasar al cuarto de estar donde él les esperaba con el periódico abierto sobre el regazo. No dijo apenas nada, ni se molestó en preguntarles qué querían ni por qué le pedían que les acompañase a la comisaría. Rebus anotó la dirección del domicilio de la amiga, que correspondía a los bloques cerca de los cuales Linford había sufrido la agresión. Normal, incluso si demostraban que era a Lorimer a quien Linford había seguido, ahora tenía la coartada de que había ido a casa de su amiga y que había pasado allí la noche.

Conveniente y rentable, y ella no iba a cambiar la declaración si sabía a qué atenerse. Por sus ojos llorosos, Rebus dedujo que Mick Lorimer la tenía bien domesticada.

– Entonces, ¿vamos a perder el tiempo? -preguntó Rebus.

Bobby Hogan se encogió de hombros. Llevaba en el Cuerpo tanto tiempo como Rebus y los dos estaban al cabo de la calle. La detención no era más que el primer asalto, seguido casi siempre de un combate con resultado amañado.

– En cualquier caso, haremos una rueda de reconocimiento -comentó Hogan abriendo la puerta del cuarto de interrogatorios.

La comisaría de Leith no era moderna como la de Saint Leonard. Estaba instalada en un sólido edificio de estilo Victoriano tardío que a Rebus le recordaba la escuela de su infancia. Tenía muros de piedra recubiertos de innumerables capas de pintura y había tuberías a la vista por todas partes. Los cuartos de interrogatorio eran como calabozos, pequeños y deprimentes. Sentado ante una mesa, Lorimer parecía hallarse en el cuarto de estar de su propia casa.

– Quiero un abogado -dijo al verlos entrar.

– ¿Te hace falta por algo? -replicó Hogan.

– Quiero un abogado -repitió Lorimer.

– ¿Has visto? Es como un disco rayado -dijo Hogan mirando a Rebus.

– Que se atasca siempre en el surco equivocado.

Hogan se volvió hacia Lorimer.


– Tenemos seis horas por delante sin que tengas el menor derecho a asesor legal. Es lo que dice la ley -dijo metiendo las manos en los bolsillos del pantalón, con gesto pensado para darle a entender que era una charla entre amigos-. Mick, ahí donde lo ves -añadió mirando a Rebus- fue portero de Tommy Telford. ¿No lo sabías?

– Pues no -mintió Rebus.

– Pero tuvo que largarse al venirse abajo el imperio de Telford.

– La mano de Big Cafferty -añadió Rebus asintiendo con la cabeza.

– Sí, es sabido que a Big Ger no le gustaba la banda de Tommy Telford, ni nadie relacionado con él -añadió mirando intencionadamente a Lorimer.

Rebus se había situado delante de la mesa y se inclinó hacia ella apoyando las manos en el respaldo de la silla vacía.

– Big Ger está libre -dijo-. ¿Lo sabías, Mick?

Lorimer ni parpadeó.

– Suelto y en Edimburgo -añadió Rebus-. Si quieres puedo ponerte en contacto con él…

– Seis horas -replicó Lorimer-. No se moleste.

Rebus miró a Hogan. De momento bastaba.

Interrumpieron el interrogatorio para salir a fumar un cigarrillo.

– Pongamos que Lorimer mató a Roddy Grieve -comentó Rebus pensativo-. Móvil aparte, pensamos que detrás del crimen está Barry Hutton -Hogan hizo un gesto afirmativo-. Se plantean dos interrogantes: primero ¿tenía que matarlo? ¿No será que Lorimer se excedió porque es un tipo que una vez que empieza se ensaña? Segundo -prosiguió Rebus-, ¿tenía que quedar allí el cadáver de Grieve? ¿Por qué no intentaron esconderlo?

Hogan se encogió de hombros.


– También es el estilo de Lorimer, duro como una piedra pero bastante burro.

Rebus le miró.

– Pongamos, pues, que si jodió el asunto que le encomendaron, ¿por qué no le han castigado? Hogan sonrió.

– ¿Castigar a Mick Lorimer? Hace falta un ejército o sorprenderle con la guardia baja.

Rebus recordó algo. Volvió a llamar al hotel y le dijeron que no sabían nada de Rab Hill. Quizá fuese mejor cara a cara. Necesitaba a Hill de su parte porque era la prueba y por eso Cafferty lo tenía siempre a su lado.

Si podía encontrar a Rab Hill podría volver a encerrar a Cafferty. Eso era casi lo que más deseaba en el mundo.

– Sería como un buen regalo de Navidad -dijo en voz alta.

Hogan le preguntó a qué se refería pero él se limitó a mover la cabeza.


El señor Cowan, que les había dado la descripción del hombre que él vio aquella noche en Holyrood Road, se tomó con tiempo el reconocimiento de la rueda de sospechosos, pero al final se inclinó por Lorimer. A éste lo metieron en el calabozo y a los demás, casi todos ellos estudiantes, les dieron té con galletas antes de efectuar un segundo turno de identificación.

– Cuando me hacen falta tiarrones recurro al equipo de rugby -dijo Hogan-. La mitad de ellos son estudiantes de medicina y de derecho.

Pero Rebus no escuchaba. Estaban fumando un cigarrillo en la calle delante de la comisaría cuando llegó una ambulancia. Abrieron la puerta trasera, bajaron la rampa y apareció Derek Linford en silla de ruedas, con la cara tumefacta, la cabeza vendada y un collarín quirúrgico. Cuando laboriosamente llegó a su altura Rebus advirtió los alambres que envolvían su mandíbula. Sus pupilas estaban obnubiladas por los sedantes pero al ver a Rebus se le iluminaron y entornó los ojos. Rebus movió despacio la cabeza en un gesto de negación y de simpatía, pero Linford apartó la vista con dignidad cuando dieron la vuelta a su silla de ruedas para subirle mejor por la escalinata.

Hogan tiró el cigarrillo a la calzada justo delante de la ambulancia.

– ¿Tú no entras? -preguntó y Rebus dijo que no.

– Sí, creo que será mejor.

Cuando Hogan volvió a salir se había fumado dos pitillos más.

– Bueno, ha dicho que sí, es Mick Lorimer.

– ¿Puede hablar?

Hogan negó con la cabeza.

– Tiene la boca llena de placas metálicas.

– ¿Qué ha dicho el abogado de Lorimer?

– Le ha hecho poca gracia. Ha preguntado qué medicamentos ha tomado Linford.

– ¿Vais a acusar a Lorimer?

– Creo que sí. Para empezar, de agresión.

– ¿Crees que prosperará?

Hogan infló los mofletes y soltó el aire.

– Entre tú y yo, creo que no. Lorimer no ha negado que siguiese a Linford, pero el problema es que eso plantea muchas dificultades.

– ¿Por vigilancia no autorizada?

Hogan asintió con la cabeza.

– La defensa se llevaría el gato al agua. Volveré a hablar con la amiga. Tal vez si le guarda cierto rencor…


– Ella no hablará -comentó Rebus convencido-. Nunca hablan.


Siobhan fue al hospital. Derek Linford estaba incorporado en la cama apoyado en cuatro almohadas, con una jarra de plástico con agua y un periódico de la prensa amarilla por toda compañía.

– Te he traído unas revistas -dijo ella- pero no sabía tus temas preferidos -añadió dejando la bolsa en la cama y cogiendo una silla-. Me han dicho que no puedes hablar, pero pensé que de todas maneras tenía que venir -sonrió-. No voy a preguntarte cómo estás, porque ya se ve, pero quería decirte que no fue culpa de John. El no haría nunca una cosa así… ni consentiría que le sucediese a nadie. No es tan retorcido -hablaba sin mirarle, jugueteando con las asas de la bolsa-. Lo que pasó entre nosotros…, entre tú y yo…, fue culpa mía. Ahora lo comprendo. Culpa mía y tuya también, claro. De nada va a servir que… -prosiguió y al levantar la vista vio la rabia y el recelo en los ojos de él-. Si tú… -no pudo continuar.

Llevaba ensayado una especie de discurso pero se daba cuenta de que no iba a arreglar nada.

– Sólo debes echar la culpa al agresor -añadió volviendo a mirarle y apartando la vista-. No sé si ese odio es por mí o por John.

Le vio coger el periódico y ponerlo despacio sobre la colcha. Tenía un bolígrafo y trazó algo en la primera página. Siobhan se puso de pie para mirarlo mejor ladeando la cabeza y vio que había dibujado un círculo irregular, el más grande que pudo hacer. Comprendió enseguida que representaba al mundo. Los odiaba a todos.

– Me he perdido un partido del Hibs por venir aquí -dijo-, para que veas -él la miró-. Vale, no tiene gracia. De todos modos habría venido -añadió.

Pero él cerró los ojos como si le aburriera escuchar.

Alargó la visita dos minutos más y se marchó. En el coche recordó que tenía una llamada pendiente; llevaba el número anotado, que tardó casi veinte minutos en encontrar entre el papeleo del escritorio.

– ¿Sandra?

– Sí.

– Pensé que habías ido de compras. Soy Siobhan Clarke.

– Ah.

Sandra Carnegie no parecía muy complacida de su llamada.

– Creemos que han matado a tu agresor.

– ¿Cómo?

– Lo apuñalaron.

– Estupendo. Que den una medalla al que lo hizo.

– Por lo visto fue el cómplice. Le detuvimos cuando huía por la AI hacia Newcastle, y en un arrebato de remordimiento lo confesó todo.

– ¿Vais a acusarle de homicidio?

– Vamos a acusarle de cuanto podamos.

– ¿Y tendré que atestiguar yo?

– Es posible. Pero son buenas noticias, ¿no?

– Sí, estupendas. Gracias por avisarme.

Siobhan se quedó con el teléfono en la mano; había cortado. Profirió un exabrupto. Su ansiado triunfo del día se desvanecía.


– Déjame -dijo Rebus.

– Muy bonito. Te dejaré -dijo Siobhan cogiendo una silla, sentándose frente a él y sacando los brazos del abrigo.


Se había llevado su zumo de naranja con gaseosa al salón trasero del bar Oxford. El principal estaba lleno de clientes del sábado por la tarde mirando el partido, pero allí atrás estaba tranquilo y no molestaba la televisión. Había un solo cliente junto a la estufa leyendo el Irish Times. Rebus tomaba un whisky y en la mesa no había vasos vacíos, lo que simplemente significaba que era él quien se acercaba a la barra para que le llenaran el vaso.

– Creí que habías comenzado a reducir la dosis -dijo ella; él se limitó a mirarla-. Bueno, perdona, me olvidaba de que el whisky es la solución a todos los problemas.

– No es más absurdo que la meditación yogui -dijo él llevándose el vaso a los labios y haciendo una pausa-. Bueno, ¿qué quieres? -añadió dando un sorbo y dejando que el calor del alcohol le cosquilleara en la boca.

– He ido a ver a Derek.

– ¿Cómo está?

– No habla.

– El pobre cabrón no puede.

– Pero no es sólo eso.

Rebus asintió despacio.

– Lo sé. No se puede negar que tiene razón.

– ¿Qué quieres decir? -replicó ella. Una raya vertical arrugó su frente.

– Fui yo quien le dijo que vigilase a los hombres de Hutton y con ello le induje a seguir a un asesino.

– Pero tú no pensabas que fueran a…

– ¿Cómo lo sabes? A lo mejor quería que le zumbaran.

– ¿Por qué ibas a quererlo?

– Para que aprendiera -Rebus se encogió de hombros.

Siobhan pensó en preguntarle si simplemente por humillarle o como castigo por haber estado espiándola, pero calló y dio un trago al zumo.


– ¿Es que tú mismo dudas?

Rebus fue a encender un cigarrillo pero cambió de idea.

– ¿Y yo qué? -dijo ella.

Rebus negó con la cabeza y volvió a guardar el cigarrillo en el paquete.

– La verdad es que hoy ya he fumado muchos. Además, estoy en minoría porque Hayden tampoco fuma -añadió señalando con un gesto al que leía el Irish Times.

El hombre sonrió al oír su nombre.

– Se agradece el detalle -dijo y siguió enfrascado en el periódico.

– Bueno, ¿y ahora qué? -dijo Siobhan-. ¿Estás suspendido de empleo?

– Primero tienen que demostrarlo -contestó Rebus jugueteando con el cenicero-. He estado reflexionando sobre el canibalismo y el hijo de lord Queensberry.

– ¿A cuento de qué?

– Me pregunto si habrá todavía caníbales.

– No lo dirás en sentido literal…

– No, me refiero a asar a alguien, masticarlo y comérselo para desayunar. Dicen que el hombre es un lobo para el hombre y qué razón hay en ello. Nos devoramos unos a otros.

– Es la comunión en el cuerpo de Cristo -añadió Siobhan.

Rebus sonrió.

– Es algo que siempre me ha intrigado y nunca fui capaz de entender, que una oblea se convierta en carne.

– Y al convertirse el vino en sangre…, al beberlo nos convertimos en vampiros.

Rebus sonrió aún más, pero su mirada daba a entender que pensaba en otra cosa.

– Fíjate lo que son las coincidencias -dijo ella, y pasó a relatarle los acontecimientos de la noche que cruzó por la estación de Waverley, lo del Sierra negro más el caso del violador que elegía víctimas en los clubes de solteros. Rebus asintió con la cabeza.

– Y yo añado otra coincidencia más: la matrícula del Sierra está apuntada en el bloc de Linford.

– ¿Cómo es posible?

– Porque Nicholas Hughes trabajaba en la empresa de Barry Hutton -Siobhan fue a preguntar algo pero él se le adelantó-. De momento, estamos en la fase de las coincidencias.

Siobhan se recostó en el asiento y permaneció pensativa un instante.

– ¿Sabes lo que nos haría falta? -dijo al fin-. Me refiero al caso Grieve. Una confirmación, testigos. Alguien que nos informe.

– Entonces, mejor será que saquemos el tablero de ouija.

– ¿Sigues creyendo que Alasdair ha muerto? -hizo una pausa hasta que vio que Rebus se encogía de hombros-. Yo no. Si estuviera dos metros bajo tierra lo sabríamos. ¿Qué sucede? -exclamó al ver que a Rebus se le iluminaba el rostro.

– Eso es, con quien tenemos que hablar es con Alasdair, ¿a que sí? -dijo él mirándola.

– Exacto -contestó ella.

– Pues habrá que invitarle.

– ¿Cómo, invitarle? -preguntó Siobhan sin acabar de entenderlo.

Rebus apuró el whisky y se levantó.

– Conduce tú, porque, dada mi suerte últimamente, acabaríamos estrellados contra una farola.

– Invitarle, ¿de qué manera? -insistió ella pugnando por meter los brazos en las mangas del abrigo.

Pero Rebus ya se dirigía a la puerta. Le siguió y al pasar junto al que leía el periódico éste alzó su vaso y le deseó buena suerte.


El tono daba a entender que iba a necesitarla.

– Entonces, ¿tú le conoces? -le reprochó ella salían del Oxford.

37

El entierro de Roderick David Rankeillor Grieve tuvo lugar en una tarde de aguanieve pertinaz. Rebus acudió a la iglesia y se quedó en las últimas filas con el libro de himnos abierto sin la menor intención de cantar. Pese a que se había anunciado con poca antelación el templo estaba a rebosar. Acudieron familiares de toda Escocia y figuras del mundo de la política, de los medios informativos y de la banca. Fueron también representantes de las altas esferas laboristas de Londres, que se toqueteaban los gemelos y dirigían miradas furtivas a sus buscas enmudecidos y al público para detectar alguna cara conocida.

Se había congregado gente ante la iglesia; morbosos al acecho de personajes para pedir autógrafos y fotógrafos impacientes por alcanzar el cierre de edición, con sus cámaras y objetivos mojados por la lluvia. Había dos camiones de cadenas de televisión, la BBC y una independiente. Sólo los invitados tenían acceso al camposanto y la policía vigilaba el recinto, pues la seguridad era obligada con tal asistencia de personajes. Siobhan Clarke estaba entre el público del exterior, observando disimuladamente.

El oficio se le hizo largo a Rebus. Aparte del sermón, hubo los discursos de rigor de las personalidades y, como era igualmente protocolario, los primeros reclinatorios los ocupaba la familia directa del finado. Peter Grief, invitado a sentarse con sus tías y tíos, prefirió estar al lado de su madre dos filas más atrás. Rebus vio a Jo Banks y a Hamish Hall cinco filas por delante de él. El ayudante del jefe de policía, Colin Carswell, lucía su mejor uniforme y daba la impresión de estar algo molesto por no tener reservado un hueco en aquella primera fila en que se apiñaban tal número de ilustres invitados distinguidos que tenían que levantarse y sentarse todos a la vez en un movimiento simultáneo.

Los discursos se sucedieron en la nave central llena de coronas de flores. El antiguo director del colegio de Roddy Grieve pronunció el suyo con voz entrecortada y queda mientras los carraspeos de los asistentes ahogaban la mitad de sus frases. El ataúd, de roble oscuro pulido y brillantes asas de latón, que descansaba sobre un caballete, había llegado en un venerable Rolls-Royce, convertido en coche fúnebre para la ocasión. Las calles adyacentes eran un atasco de limusinas, algunas de ellas con la bandera nacional de los consulados de Edimburgo. Cammo Grieve dirigió a Rebus una especie de rictus como saludo. Él se había encargado de organizar el funeral aportando listas de nombres y coordinándolo con los funcionarios. Después del sepelio hubo un refrigerio en un hotel del sector oeste para invitados selectos: familiares y amigos íntimos, con presencia policial, igualmente, pero otra vez de agentes de la Brigada Criminal escocesa.

En el momento en que entonaban otro himno Rebus se deslizó entre el gentío y fue al camposanto. La tumba estaba a unos ochenta metros en una propiedad familiar donde reposaban los restos del padre del difunto y de varios abuelos. Ya habían cavado la fosa, rodeada de trozos de paño verde. Se veía en el fondo agua de la neviza y, a un lado, el montón de tierra y barro. Rebus se alejó a fumarse un cigarrillo paseando por la zona y cuando acabó, no sabiendo qué hacer con la colilla, la apagó y la guardó en la cajetilla.

Oyó que subía el volumen de la música de órgano al abrirse las puertas de la iglesia. Se alejó de la tumba y fue a situarse entre unos chopos. Al cabo de media hora todo había terminado. No quedaban llantos, ni pañuelos, corbatas negras y miradas al vacío. Los dolientes se habían marchado llevándose las emociones y sólo quedaba la tarea de los sepultureros afanados en llenar la fosa. Se oyó el golpe de las puertas de los coches, los motores poniéndose en marcha y el lugar quedó vacío en cuestión de minutos. El cementerio recuperó su paz habitual sin voces ni llantos, sólo quedó el graznido desvergonzado de los cuervos y el ruido sordo de las palas.

Rebus se fue alejando hasta llegar a la parte trasera de la iglesia sin perder de vista el cementerio y oculto por los árboles y las tumbas. Eran lápidas desgastadas y pulidas y pensó que en esos tiempos era un privilegio ser enterrado en un recinto como aquél. Enfrente había un auténtico cementerio moderno mucho mayor. Leyó algunos apellidos, Warriston, Lockhart, Milroy, y constató la incidencia de mortalidad infantil. Era terrible perder un hijo o una hija y Alicia Grieve era el segundo que perdía.

Transcurrió una hora. La humedad calaba las suelas de sus zapatos y se le estaban quedando los pies helados. No dejaba de caer aguanieve y el cielo era un caparazón grisáceo que amortiguaba los ruidos terrestres. No fumaba para no llamar la atención y hasta controlaba la respiración imprimiéndole un ritmo lento y regular para que el vaho de su boca no desvelara su presencia. No era más que un individuo que asumía su condición de mortal, recordando otros entierros, de familiares, de amigos. No cesaban de acosarle fantasmas, y en aquellos días le acosaban con reticencia, con recelo ante su posible reacción; se le acercaban por sorpresa cuando estaba sentado a oscuras en el cuarto de estar escuchando música; se le acercaban en las largas noches en que estaba solo, formando un grupo de espíritus que gesticulaban y se movían sin hablar. También Roddy Grieve se uniría a ellos algún día. Aunque tal vez no, pues no era conocido suyo y poco tendría en común con su espíritu.

Había pasado todo el domingo tras la pista de Rab Hill. En el hotel le dijeron que el señor Hill se había marchado el día anterior, pero presionando un poco logró enterarse de que hacía ya dos días que no le habían visto y de que el señor Cafferty había comentado que su amigo había tenido que irse de viaje. Se había hecho cargo de la cuenta de la habitación, pero él seguía alojado en la suya y no había dicho cuándo se iba. Cafferty era a quien menos deseaba Rebus preguntar sobre Hill. Le habían enseñado la habitación de éste y le dijeron que allí no había dejado nada. La bolsa de lona con que había llegado el señor Hill no estaba y nadie le había visto salir con ella.

La siguiente gestión de Rebus fue hablar con la funcionaria judicial encargada de la libertad condicional de Hill. Tardó un par de horas en localizar su número particular y a la mujer no le hizo la menor gracia que la llamara en domingo.

– Podría haber esperado a mañana.

Rebus no estaba tan seguro. Finalmente, la mujer le dio la información que quería: Robert Hill se había presentado dos veces y hasta el jueves no tenía que comparecer de nuevo.

– No creo que acuda -dijo Rebus antes de colgar.

Pasó la tarde del domingo sentado en el coche fuera del hotel, pero ni rastro de Cafferty o de Hill. El lunes y el martes volvió a Saint Leonard mientras debatían su futuro personas de tan alta jerarquía que para él no eran más que simples nombres. Finalmente siguió al frente de la investigación dado que Linford no tenía pruebas palpables de su acusación, pero él estaba casi convencido de que la resolución era más bien consecuencia de alguna intervención a favor suyo. Al parecer Gill Templer había argumentado que lo que menos necesitaba el Cuerpo era más publicidad negativa y que apartar a un inspector conocido de un caso importante habría atraído la atención de los buitres de los medios de información.

Un razonamiento que había calado en los más profundos temores de los de las altas esferas, aunque, según se decía, Carswell sí que había votado por la suspensión de empleo.

Otro favor que tenía que agradecer a Templer.

Al levantar la cabeza vio a un hombre con trinchera color crema que se dirigía a la tumba con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha. Iba deprisa y decidido. Rebus echó a andar sin perderle de vista. Era alto, de cabello abundante algo descuidado, y tenía cierto aire juvenil. Ya estaba parado en la tumba cuando él se aproximó. Los sepultureros daban los últimos toques para la ulterior colocación de la lápida. Rebus sintió esa especie de vértigo de los jugadores cuando tienen una buena racha. Estaba ya a tres pasos del hombre… Se detuvo y carraspeó. El desconocido se volvió ligeramente, enderezó la espalda y comenzó a alejarse con Rebus a la zaga.

– Me gustaría que me acompañara -dijo cortésmente mientras los sepultureros observaban la escena, pero el hombre prosiguió su camino en silencio.

Rebus repitió la invitación, añadiendo esta vez:

– Hay otra tumba que debería ver.

El desconocido aminoró el paso sin detenerse.

– Para su tranquilidad, sepa que soy policía, por si eso le tranquiliza. Puedo enseñarle mi identificación.

El hombre se detuvo a dos metros escasos de la puerta y Rebus se plantó ante él para verle la cara. Tenía la piel fláccida pero bronceada y sus ojos denotaban experiencia y humor y, sobre todo, miedo. Su barbilla era partida, con una incipiente barba grisácea. Rebus advirtió que acusaba el cansancio propio del viaje y su desconfianza ante alguien que le interpelaba en una tierra extraña.

– Soy el inspector Rebus -dijo sacando el documento identificativo.

– ¿A qué tumba se refiere? -preguntó el hombre casi en un susurro sin ningún acento escocés.

– A la de Freddy -contestó Rebus.


Freddy Hastings estaba enterrado en un lugar anodino de un cementerio de las afueras al otro extremo de la ciudad. Se detuvieron ante un montículo de tierra blanda parcialmente cubierta de hierba y sin lápida.

– No acudió mucha gente a su entierro -comentó Rebus-. Un par de colegas míos, viejos amores y un par de alcohólicos.

– No lo entiendo. ¿De qué murió?

– Se suicidó. Leyó una noticia en el periódico y decidió, Dios sabe por qué, que no valía la pena seguir ocultándose.

– Por el dinero…

– Gastó un poco al principio, pero después… algo hizo que lo pusiera a buen recaudo sin tocarlo. Quizá esperando que apareciera usted. O tal vez a causa del remordimiento.

El hombre no dijo nada. Unas lágrimas empañaron sus ojos; sacó el pañuelo para enjugárselas y se lo guardó con mano temblorosa.

– Hace fresquito aquí tan al norte, ¿verdad? -dijo Rebus-. ¿Dónde ha estado viviendo?

– En el Caribe. Tengo un bar allí.


– Eso queda muy lejos de Edimburgo.

– ¿Cómo ha dado conmigo? -replicó el hombre volviéndose hacia él.

– Quien ha dado conmigo ha sido usted. De todos modos, los cuadros me sirvieron de ayuda.

– ¿Qué cuadros?

– Los retratos que su madre, la señora Grieve, le ha estado haciendo desde que se fue.


Alasdair Grieve dudaba de ir a ver a su familia.

– En estas circunstancias puede ser desastroso -alegó.

Rebus asintió con la cabeza. Estaban en un cuarto de interrogatorios en Saint Leonard y les acompañaba Siobhan Clarke.

– Sí, claro, me imagino que no le apetecerá que anuncien su visita con trompeta desde las almenas del castillo.

– Pues no -dijo Grieve.

– Por cierto, ¿qué nombre utiliza actualmente?

– Tengo pasaporte a nombre de Anthony Keillor.

Rebus anotó el nombre.

– No le preguntaré dónde consiguió ese pasaporte.

– Ni yo se lo diría.

– Fue usted incapaz de romper todos los vínculos con el pasado, ¿verdad? Keillor es una abreviatura de Rankeillor.

– ¿Conoce a mi familia? -preguntó Grieve mirándole.

Rebus se encogió de hombros.

– ¿Cuándo se enteró de la muerte de Roddy?

– Unos días después de que lo asesinaran. En ese momento pensé en volver, pero no le vi sentido. Luego, vi el anuncio del entierro.

– No sabía que al Caribe llegaran periódicos escoceses.

– Está Internet, inspector. El Scotsman sale en la red.


Rebus asintió con la cabeza.

– ¿Y se decidió entonces?

– Siempre le tuve mucho afecto a Roddy… y pensé que era lo menos que podía hacer.

– ¿A pesar del riesgo?

– Hace veinte años de todo aquello, inspector, quién va a pensar que después de tanto tiempo…

– Menos mal que era yo quien le esperaba en el cementerio y no Barry Hutton.

Aquel nombre evocaba muchos recuerdos a juzgar por la expresión de Alasdair Grieve.

– ¿Todavía sigue por ahí ese cabrón? -dijo al fin.

– Es el promotor inmobiliario más importante de Edimburgo.

– Dios -musitó Grieve ceñudo.

– Bien -añadió Rebus inclinándose y apoyando los codos en la mesa-, creo que ha llegado el momento de que nos diga de quién es el cadáver descubierto en la chimenea.

– ¿El qué? -replicó Grieve mirándole de nuevo.


Cuando Rebus se lo explicó Grieve asintió con la cabeza.

– Debió de esconderlo Hutton, que trabajaba en Queensberry House para vigilar a Dean Coghill por cuenta de su tío.

– ¿Bryce Callan?

– Exacto. Callan estaba enseñando el oficio a Barry y por lo visto lo hizo bien.

– ¿Usted estaba conchabado con Callan?

– Yo no diría tanto -replicó Grieve casi levantándose del asiento pero sin llegar a hacerlo-. ¿Tienen inconveniente en que me levante? Sufro un poco de claustrofobia.

Comenzó a pasear de arriba abajo en el limitado espacio. Siobhan, que se había quedado de pie junto a la puerta, le dirigió una sonrisa de simpatía. Rebus le tendió una foto del rostro del muerto de la chimenea compuesto por ordenador.

– ¿Qué saben ustedes al respecto? -preguntó Grieve.

– Bastante. Callan estuvo comprando terrenos alrededor de Calton Hill, probablemente con miras al nuevo Parlamento, pero no quería que los proyectistas supieran que era él y para ello se sirvió de ustedes como pantalla.

Grieve asintió con la cabeza.

– Bryce tenía un contacto en el ayuntamiento -dijo-, alguien de urbanismo -Rebus y Siobhan cruzaron una mirada- que le había prometido contratos en el lugar de construcción del futuro Parlamento.

– Muy arriesgado puesto que ello dependía en primer lugar del resultado del referéndum.

– Sí, pero al principio el asunto parecía claro. Sólo se amañó después porque el gobierno quería asegurarse de que no prosperase.

– De manera que Callan se vio con todos esos terrenos que no iban a revalorizarse.

– No es que perdieran valor; él quiso echarnos la culpa de todo. Como si nosotros hubiésemos manipulado los votos -añadió Grieve riendo.

– ¿Y qué sucedió?

– Bueno… Freddy había apañado las cifras para justificar ante Callan un coste mayor de los terrenos, pero él lo descubrió y reclamó la diferencia más lo que se había pagado de fianza.

– ¿Envió a alguien para esa reclamación?

– A un tal Mackie -contestó Grieve dando unos golpecitos en la foto-. Un matón de lo peorcito -dijo Grieve frotándose las sienes-. Dios, no sabe qué extraño resulta hablar de todo esto por fin…


– ¿Mackie? -repitió Rebus-. ¿De nombre Chris?

– No, Chris, no; Alan o Alex… creo. ¿Por qué?

– Mackie es el apellido que adoptó Freddy. -«¿Por remordimiento?», pensó Rebus-. Bien, ¿cómo acabó Mackie muerto?

– Vino a asustarnos para que devolviésemos el dinero, y, como le digo, era de cuidado, pero a Freddy le acompañó la suerte. Tenía un puñal en el cajón del escritorio, una especie de abrecartas, que se llevó como arma a la cita que teníamos con Callan aquella noche para aclarar las cosas, en el aparcamiento de Cowgate. Fuimos muertos de miedo.

– ¿Y a pesar de ello acudieron?

– Nos planteamos huir… pero al final fuimos a la cita porque era difícil dejar plantado a Bryce Callan. Pero él no fue y nos encontramos con ese Mackie; a mí me dio un par de puñetazos de los que aún conservo secuelas en un oído. Después se volvió hacia Freddy. Tenía una pistola, me golpeó con la culata. Yo pensé que Freddy saldría peor parado, vamos, estoy seguro… porque era quien llevaba la gestión y Callan lo sabía. Pero le juro que fue en defensa propia. Vamos, no creo que tuviera intención de matar a Mackie, sino… -se encogió de hombros- sólo detenerle, supongo.

– Y le apuñaló en el corazón -añadió Rebus.

– Sí -dijo Grieve-. Nos dimos cuenta en el acto de que lo había matado.

– ¿Y qué hicieron?

– Metimos el cadáver en su propio coche y huimos. Sabíamos que era mejor separarse porque si no Callan nos mataría.

– ¿Y el dinero?

– Yo le dije a Freddy que no quería saber nada y él propuso que nos encontrásemos justo un año después en un bar de Frederick Street.


– ¿Usted no acudió a la cita?

Grieve negó con la cabeza.

– Yo ya había asumido otra personalidad en un lugar que me gustaba y en el que comenzaba a adaptarme.

«También Freddy había viajado a muchos sitios según le había contado a Dezzi», pensó Siobhan.

Justo un año después, al no aparecer Alasdair, fue cuando Freddy Hastings llevó el dinero a una caja de ahorros de George Street, a cuatro pasos de Frederick Street, y abrió una cuenta a nombre de C. Mackie…

– ¿Y aquella cartera? -preguntó Siobhan.

Grieve la miró.

– Ah, sí. Era de Dean Coghill.

– Las iniciales eran ADC.

– Debía de ser por el segundo nombre de Dean que a él le gustaba más. Esa cartera nos la trajo Barry Hutton llena de billetes, presumiendo de habérsela quitado a Coghill: «Porque puedo y él no va a impedírmelo» -dijo Grieve negando con la cabeza.

– El señor Coghill ha muerto -dijo Siobhan.

– Otra víctima de Bryce Callan.

Aunque Coghill había fallecido de muerte natural, Rebus entendió perfectamente qué quería decir Grieve.


Rebus y Siobhan celebraron una reunión en la sala del DIC.

– ¿Qué tenemos en concreto? -preguntó ella.

– Fragmentos -contestó él-. Tenemos a Barry Hutton yendo a comprobar qué ha sucedido en la cita y que se encuentra con el cadáver de Mackie cerca de Queensberry House; lo lleva a las obras y lo tapia en la chimenea, pensando que allí quedaría por los siglos de los siglos.

– ¿Por qué razón?


– Para impedir que la policía le hiciera preguntas.

– ¿Y cómo es que en la lista de personas desaparecidas no figura ningún Mackie?

– Mackie era un hombre de Callan y nadie iba a llorar por él ni a denunciar su desaparición.

– ¿Y Freddy Hastings se suicida al enterarse por un periódico que se ha encontrado el cadáver?

Rebus asintió.

– El asunto vuelve a cobrar actualidad y se ve incapaz de soportarlo.

– No acabo de entenderle.

– ¿A quién?

– A Hastings. No entiendo qué le impulsó a llevar esa vida…

– Hay una preocupación más acuciante -dijo Rebus-. Callan y Hutton van a quedar impunes.

Siobhan se inclinó en su mesa y cruzó los brazos.

– Bueno, en definitiva, ellos ¿qué hicieron? No mataron a Mackie ni tiraron a Freddy Hastings por el puente Norte.

– Pero fueron los inductores de su muerte.

– Callan vive ahora en el extranjero y Barry Hutton es un personaje bien considerado -comentó ella esperando que Rebus dijera algo, pero éste callaba-. ¿No lo ves así? -En ese preciso momento recordó lo que había dicho Alasdair Grieve en el interrogatorio-. Un contacto en el ayuntamiento -agregó.

– Alguien del Departamento de Urbanismo -apostilló Rebus.

38

Tardaron una semana en atar cabos trabajando esforzadamente en equipo. Derek Linford convalecía en su casa, y se alimentaba con líquidos y una pajita. Según la máxima de que «cuando un policía recibe una zurra, la jefatura le premia», suponían que Linford iba a tener un ascenso saltando el escalafón. Mientras tanto Alasdair Grieve se contentó con vivir como un turista en una habitación con cama y desayuno en Minto Street, pues de momento no le permitían abandonar el país y, como le habían retenido el pasaporte, tenía que presentarse todos los días en Saint Leonard. Watson no tenía previsto imputarle nada, pero había que abrirle expediente como testigo de la agresión homicida. Rebus había acordado oficiosamente con Grieve que no se dejara ver y que ellos no mencionarían su regreso a la familia.

El equipo al completo, con Siobhan, Wylie y Hood, fue estructurando la investigación y Wylie reivindicó y consiguió una mesa junto a la ventana en compensación, alegó ella, a las horas padecidas en el cuartito de interrogatorios.

Recibieron ayuda exterior del SNIC, de la Brigada Criminal y de Scotland Yard, y cuando todo estuvo a punto, vieron que aún quedaban cosas por hacer. Tuvieron que disponer de un médico y comunicar al sospechoso que le convenía la presencia de un abogado, porque, a pesar de su estado, sabría sin duda por boca de sus amistades que iban a interrogarle. Carswell volvió a vetar la intervención de Rebus con idéntico resultado.

Cuando Rebus y Siobhan llegaron a la casa rodeada por una tapia en Queensferry Road, había tres coches en el camino de entrada y estaban ya allí el médico y el abogado. Era una casona de los años treinta no lejos de la carretera de Edimburgo a Fife, y, aunque redujera unas cincuenta mil libras su valor, éste no sería inferior a las trescientas mil. Nada despreciable para un concejal.

La cama en que yacía Archie Ure no estaba ubicada en su dormitorio, pues para evitar que subiera y bajara la escalera, la habían trasladado al comedor, del que habían sacado al vestíbulo la mesa, recogiendo las sillas patas arriba en su pulida superficie. En el cuarto flotaba el olor a enfermo dentro de esa atmósfera viciada con tufo a sudor y a mal aliento. Encontraron al paciente incorporado y respirando con dificultad. El médico había finalizado el reconocimiento y Ure, conectado al electrocardiógrafo, tenía desabrochada la chaqueta del pijama para dar paso a los cables que finalizaban en unos círculos adhesivos de color carne. Su pecho era poco velloso y al ritmo de su fatigosa respiración parecía un fuelle pinchado.

El abogado de Ure era un tal Cameron Whyte, un individuo bajito de aspecto puntilloso con quien, según la esposa del concejal, tenían amistad desde hacía treinta años. Estaba sentado junto a la cama con la cartera en las rodillas y sobre ella un bloc de notas nuevo tamaño folio. Hicieron las presentaciones pero Rebus no estrechó la mano a Archie Ure aunque sí le preguntó qué tal se encontraba.

– Bastante bien hasta plantearse esta situación absurda -contestó con brusquedad.


– Trataremos de solventarlo lo más rápido posible -replicó Rebus.

Ure lanzó un gruñido y Cameron Whyte hizo unas preguntas previas mientras Rebus abría una de las dos cajas que llevaba para sacar la grabadora. Era un aparato engorroso, pero gracias a él obtendrían dos copias del interrogatorio con la fecha y hora. Rebus explicó a Whyte el procedimiento y el abogado observó cómo ajustaba fecha y hora y abría los estuches de dos cintas nuevas. Tuvieron dificultades con el cable, que casi no alcanzaba al enchufe de la pared, y con el doble micrófono, que sólo llegaba hasta el borde de la cama. Rebus cambió de posición su silla formando un estrecho triángulo con el abogado y el enfermo, y colocó el micrófono sobre el edredón, preparativos que consumieron casi veinte minutos. Por su parte no había prisa y esperaba que la meticulosa preparación indujera a retirarse a la señora Ure, quien, efectivamente, salió un momento pero para regresar con una bandeja con tazas y una tetera, y, tras servir con toda intención al médico y al abogado, dijo secamente a los policías: «Sírvanse». Siobhan, sonriente, así lo hizo y volvió a situarse junto a la puerta pues no había silla para ella ni cabía en el cuarto. El médico ocupaba la que estaba a la cabecera de la cama junto al electrocardiógrafo. Era joven, tenía el pelo pajizo y parecía divertirle todo aquello.

La señora Ure, al no poder permanecer al lado de su esposo, estaba de pie pegada al hombro del abogado, quien se rebullía incómodo. Aumentaba el calor y la atmósfera iba cargándose a juzgar por el vaho en los cristales de la ventana con vistas a la parte trasera de la casa, que daba a un extenso césped circundado de árboles y arbustos. Cerca de la ventana había una pértiga-comedero para pájaros a la que se acercaban de vez en cuando herrerillos y gorriones, decepcionados al no encontrar pitanza.


– Moriré de aburrimiento -comentó Archie Ure sorbiendo zumo de manzana.

– No sabe cuánto lo siento -replicó Rebus-. Procuraré evitarlo.

Abrió la segunda caja para sacar una carpeta de papel manila, que, por su grosor, causó un fugaz desaliento en Ure; pero Rebus cogió una sola hoja y la colocó, imitando al abogado, sobre los expedientes de la investigación, a guisa de pupitre.

– Creo que podemos empezar -dijo, mientras Siobhan se agachaba a conectar la grabadora haciéndole seña con la cabeza cuando se puso en marcha.

Rebus dijo su nombre y cargo y pidió a los presentes que hicieran lo propio.

– Señor Ure, ¿conoce a un tal Barry Hutton? -preguntó.

Era una pregunta que Ure se esperaba.

– Es un promotor inmobiliario -contestó.

– ¿Le conoce personalmente?

Ure dio otro sorbo de zumo.

– Yo dirijo el Departamento de Urbanismo del ayuntamiento y el señor Hutton nos presenta muchos proyectos.

– ¿Cuánto tiempo hace que está al frente del Departamento de Urbanismo?

– Ocho años.

– ¿Y anteriormente?

– ¿A qué se refiere?

– Me refiero a los cargos que ha desempeñado.

– Hace casi veinticinco años que soy concejal y he desempeñado muchos cargos en distintas ocasiones.

– ¿De urbanismo principalmente?

– ¿Por qué lo pregunta si lo sabe?

– ¿Le consta así a usted?

Ure torció el gesto.

– En veinticinco años hace uno muchas amistades -replicó.

– ¿Y esas amistades le han dicho que hemos estado indagando?

Ure hizo un gesto afirmativo y volvió a beber zumo.

– El señor Ure asiente con la cabeza -dijo Rebus para la grabadora.

Ure levantó la vista. Se advertía en su ojos un destello de odio, pero al mismo tiempo un regocijo íntimo por aquel juego, que no otra cosa era para él. No podían pillarle y él no iba a declarar nada incriminatorio.

– Formó parte del Consejo de Urbanismo a finales de los setenta -prosiguió Rebus.

– Del setenta y ocho al ochenta y tres -puntualizó Ure.

– Se tropezaría con Bryce Callan…

– En realidad no.

– ¿Qué quiere decir exactamente?

– Quiero decir que le conozco de nombre -Ure y Rebus vieron que el abogado tomaba nota en el bloc. Rebus advirtió que utilizaba una estilográfica y que escribía con letra grande e inclinada-. Pero no recuerdo haber visto jamás su nombre en un proyecto aprobado.

– ¿Y Freddy Hastings?

Ure asintió despacio; sabía que también aquel nombre saldría a relucir.

– Hastings tuvo contactos con el departamento a lo largo de varios años. Era un tanto polifacético y le gustaba jugar. Como a todos los promotores.

– ¿Hastings era buen jugador?

– Ya que me lo pregunta, le diré que no duró mucho.

Rebus abrió la carpeta fingiendo comprobar un dato.

– ¿Conoció usted a Barry Hutton por aquella época, señor Ure?


– No.

– Tengo entendido que comenzaba por entonces a meter los pies en el agua.

– Quizá, pero yo no estaba en esa playa -replicó Ure con una especie de risa asmática.

Su esposa estiró el brazo por delante del abogado para tocarle la mano y el enfermo le dio una palmadita. Cameron Whyte se vio como cercado y dejó de escribir en el bloc hasta que, para su alivio, la señora Ure retiró el brazo.

– ¿Ni siquiera vendiendo helados? -replicó Rebus al tiempo que marido y mujer le miraban furiosos.

– Inspector, evite las trivialidades -dijo el abogado arrastrando las palabras.

– Lo siento -dijo Rebus-. Sólo que usted no vendía helados, ¿verdad, señor Ure? Lo que vendía era información gracias a la cual usted se hacía con una pasta, como suele decirse -a su espalda notó que Siobhan contenía la risa.

– Eso es una imputación muy grave, inspector -dijo Cameron Whyte.

Ure miró a su abogado.

– Cam, ¿tengo que negarlo o simplemente dejo que lo demuestre?

– No sé si podré demostrarlo -comentó Rebus candoroso-. Claro que sí que nos consta que alguien del Consejo informó a Bryce Callan dónde iba a construirse el Parlamento y probablemente sobre los terrenos en venta de la zona. Sabemos que alguien allanó el camino para una serie de proyectos presentados por Freddy Hastings -añadió clavando la mirada en Ure-. Tenemos una declaración firmada del socio del señor Hastings en aquella época, Alasdair Grieve -volvió a mirar en la carpeta para leer una frase-: «Nos dijo que no habría problemas para aprobarlo. Callan tenía bajo mano a alguien en Urbanismo».


Cameron Whyte alzó la vista.

– Inspector, perdone pero no sé si oigo mal o es que no he oído mencionar el nombre de mi cliente.

– El oído lo tiene perfectamente. Alasdair Grieve no llegó a saber quién era el topo. En aquella época la Comisión de Urbanismo la formaban seis personas y pudo ser cualquiera de ellas.

– Aparte de que -añadió el abogado- es de suponer que otros miembros del ayuntamiento tuvieran acceso a tal información.

– Puede ser.

– En realidad, desde el alcalde hasta las mecanógrafas…

– No sabría decirle.

– Pues tendría que saberlo, inspector, porque hacer semejantes alegaciones tan a la ligera podría causarle graves problemas.

– No creo que el señor Ure vaya a presentar una querella por difamación -replicó Rebus sin dejar de mirar al electrocardiógrafo.

No era tan fidedigno como un detector de mentiras pero vio que el ritmo cardíaco de Ure se había acelerado en los dos últimos minutos. Fingió consultar de nuevo sus notas.

– Una pregunta genérica -prosiguió volviendo a mirar a Ure-. Las decisiones de aprobar ciertos proyectos representan millones de libras para ciertas personas, ¿no es cierto? No me refiero a los concejales ni a quien adopte la decisión… sino a los constructores y promotores o a los dueños de terrenos próximos al sitio en que se edifica.

– A veces sí -admitió Ure.

– Por lo tanto, ¿no necesitan esas personas tener buenas relaciones con quienes adoptan las decisiones?

– Estamos muy controlados -replicó Ure-. Ya sé que usted seguramente piensa que todos somos corruptos, pero aunque alguien estuviera dispuesto a aceptar un soborno, es muy improbable que no se descubra.

– ¿Lo que significa que puede quedar encubierto?

– Sería una locura intentarlo.

– Hay muchos locos dispuestos si la cosa vale la pena -comentó Rebus volviendo a mirar sus notas-. En 1980 se mudó usted a esta casa, ¿no es cierto, señor Ure?

Fue el abogado quien tomó la palabra.

– Oiga, inspector, no sé qué insinúa…

– En agosto del ochenta -le interrumpió Ure-. Cobramos una herencia de la madre de mi esposa.

– ¿Vendieron la casa de la difunta para pagar ésta? -inquirió Rebus, que estaba al quite.

– Eso es -respondió Ure con reticencia.

– Pero lo que tenía su suegra era una casita de dos dormitorios en Dumfriesshire, señor Ure. Difícilmente comparable a Queensferry Road.

Ure guardó silencio un instante. Rebus sabía lo que pensaba: si habían investigado tanto en el pasado, qué no sabrían…

– ¡Es usted perverso! -exclamó la señora Ure-. ¡Archie acaba de sufrir un ataque al corazón y usted va a matarlo!

– No te apures, cariño -dijo Archie Ure estirando el brazo hacia ella.

– Inspector, insisto, en que es inadmisible este modo de interrogar -dijo el abogado.

Rebus se volvió hacia Siobhan.

– ¿Queda un poco de té?

Siobhan le sirvió una taza, impasible ante las voces excitadas y la intervención del médico, que se levantó a la vista de la inquietud del enfermo. Rebus volvió al ataque.

– Perdonen -comentó-, no he escuchado qué decían.


A lo que yo me refería es a que si a nivel municipal se gana dinero con los proyectos, ¿cuánto más poder no detentará quien ocupe el cargo supremo en el Ministerio escocés de Urbanismo?

Se recostó en el asiento, dio un sorbo al té y aguardó.

– Perdone, no le sigo -dijo el abogado.

– Bueno, en realidad, la pregunta era para el señor Ure -respondió Rebus mirando al enfermo, quien carraspeó antes de contestar.

– Ya le he dicho que en el ayuntamiento hay toda clase de comprobaciones y controles. A nivel nacional multiplíquelas por diez.

– Eso no responde a mi pregunta -replicó Rebus afable rebulléndose en el asiento-. Usted era segundo en la lista de la candidatura de Roddy Grieve, ¿verdad?

– ¿Y bien?

– Muerto el señor Grieve, usted habría debido ocupar ese primer lugar.

– De no haberse entrometido ella -espetó la señora Ure.

Rebus la miró.

– ¿Debo entender que se refiere a Seona Grieve? -preguntó.

– Ya está bien, Isla -terció el marido-. Pregunte lo que sea.

Rebus se encogió de hombros.

– Al fallecer el candidato, habría debido ser usted nombrado por derecho adquirido. No es de extrañar la impresión que le causó que Seona Grieve entrara en escena.

– ¿Impresión? Casi se muere y ahora usted viene a remover…

– ¡He dicho que te calles, mujer! -exclamó Ure volviéndose de costado apoyado en el codo para interpelar mejor a su esposa.


A Rebus le pareció notar un aumento del pitido del electrocardiógrafo y vio que el médico instalaba al enfermo de espaldas. Se le había desprendido un electrodo.

– Déjeme en paz -farfulló Ure mientras su esposa cruzaba los brazos enfurruñada. Ure dio otro sorbo al zumo y reclinó la cabeza en las almohadas mirando al techo.

– Pregunte lo que sea -dijo de nuevo.

De pronto, Rebus sintió un ápice de compasión por el hombre, surgido del vínculo común con el enfermo en un destino mortal y en un pasado cargado de remordimientos. En aquel momento el único enemigo de Archie Ure era la muerte, una certeza capaz de cambiar la conciencia de un individuo.

– Es una simple suposición -prosiguió sin apresurarse centrando exclusivamente el diálogo entre él y el hombre que yacía en la cama-, pero si un promotor cuenta en la Comisión de Urbanismo con alguien de confianza cuya decisión sea decisiva, y si ese concejal tuviera previsto presentarse al Parlamento escocés… Bien, suponiendo que saliera electo…, teniendo una experiencia de más de veinte años en el Departamento municipal de Urbanismo, lo más probable es que le designaran para ese cargo. El Ministerio de Urbanismo de Escocia es un puesto de enorme poder. Poder para aprobar o no proyectos de muchos millones de libras. Además de la experiencia que faculta para saber las zonas que van a tener subvenciones, dónde se va a ubicar tal fábrica o unas viviendas… Para un promotor eso es de suma importancia. Tan importante quizá como para llegar al crimen…

– Inspector… -terció el abogado, pero Rebus acercó la silla cuanto pudo a la cama para enfrentarse a Ure de hombre a hombre.

– Escuche, a mi entender, hace veinte años el topo de Bryce Callan era usted. Al marchar Callan al extranjero cedió la gestión a su sobrino. Hemos comprobado que Barry Hutton dio con una mina de oro al principio de entrar en el juego. Usted mismo ha dicho que un promotor es un jugador. Pero todos sabemos que la única manera de hacer saltar la banca es con trampas. Barry Hutton hacía trampa y usted era su informador privilegiado, señor Ure. Barry abrigaba grandes esperanzas con usted y cuando Roddy Grieve fue nombrado candidato cabeza de lista en lugar de usted, Barry no pudo tragarlo y decidió vigilarle y seguir sus pasos. Tal vez sólo con la idea de «persuadirle», pero Mick Lorimer se pasó de la raya -Rebus hizo una pausa-. Es el nombre del asesino de Roddy Grieve: Lorimer. Sabemos que Hutton lo contrató -añadió, notando que Siobhan se rebullía intranquila a sus espaldas… La grabadora recogía una afirmación que todavía no podían demostrar-. Roddy Grieve estaba borracho. Acababan de nombrarle candidato por su partido y fue a echar una ojeada a su porvenir. Lorimer debió de verle saltar la valla de las obras y siguió sus pasos. De ese modo, con Grieve fuera de juego, usted recuperaba el protagonismo -Rebus entornó los ojos con gesto inquisitivo-. Lo que no sé es la razón de este ataque cardíaco: ¿fue al saber que habían matado a un hombre, o al ver que Seona Grieve ocupaba el lugar de su marido y con ello echaba por tierra todos sus planes?

– ¿Qué pretende? -replicó Ure con voz ronca.

– No hay pruebas, Archie -dijo el abogado.

Rebus parpadeó sin apartar la vista de Ure.

– Lo que dice el señor Whyte no se ajusta a la verdad. Creo que disponemos de las pruebas suficientes para llevarlo ante los tribunales. Pero no todos estarán de acuerdo. Tan sólo falta esa gota que colma el vaso. Y yo creo que también usted lo desea. Como legado, digamos, de su personalidad -Rebus hablaba casi en un susurro, pero esperaba que se registrara en la grabadora-. Después de toda la mierda, una alternativa totalmente distinta, limpia.

Se hizo un silencio absoluto en el que únicamente se oía el pitido del electrocardiógrafo, ahora más pausado. Archie Ure se incorporó hasta sentarse sin apoyo en las almohadas, haciendo señas con un dedo a Rebus para que se acercase más. Rebus se levantó ligeramente de la silla. Un susurro a su oído no lo captaría la grabadora, pero no quería perdérselo.

Desde tan cerca la respiración se apreciaba mucho más trabajosa y notó en el cuello el desagradable calor del hálito del enfermo. Percibía perfectamente los pelos grises, grasientos, de su barba en mejillas y garganta, pelos que bien lavados serían suaves y sedosos como los de un niño. Notaba ese aroma dulzón a polvos de talco que enmascara otros olores; seguramente una medida prudencial de su esposa en prevención de las úlceras de decúbito.

Con los labios pegados al oído de Rebus, casi rozándole, Ure confesó alzando la voz para que todos lo oyeran:

– Valía la pena probar, qué coño.

Tras lo cual estalló en una risa entrecortada que fue en aumento llenando la habitación de una increíble energía que ensordeció las recomendaciones del médico, el pitido acelerado del aparato y las súplicas de su esposa que, temiéndose lo peor, se abalanzó sobre él tirando al suelo las gafas del abogado. Al agacharse éste a recogerlas, Isla Ure quedó tumbada sobre su espalda. El médico, sin dejar de mirar el aparato, obligó a Archie Ure a tumbarse. Rebus se hizo a un lado. Aquella risotada era claramente un reto dirigido hacia él. Aquellos ojos congestionados a punto de saltar de las órbitas le miraban a él, reduciéndole al papel de mero espectador.

La risa degeneró en un sonido ahogado, desgarrado, desvanecido en un gargarismo quebrado por un espumarajo, al tiempo que el rostro del enfermo adquiría un color cárdeno y su tórax se hundía sin remedio.

– ¡Otro más, no, Dios mío! ¡No!

Cameron Whyte se levantó colocándose las gafas; su taza de té estaba en el suelo y el líquido marrón bañaba la moqueta rosa claro. El médico dijo algo y Siobhan se acercó corriendo a prestar ayuda por sus conocimientos de primeros auxilios; Rebus mismo se habría adelantado a hacerlo, pero algo se lo impidió: el público no sube al escenario. Es el terreno del actor.

Mientras el médico daba las instrucciones inclinándose sobre el cuerpo del enfermo para practicarle la reanimación cardiopulmonar, Siobhan se apresuró a hacerle un boca a boca. Le destaparon completamente el pecho para que el médico le aplicase los puños sobre el centro del pecho.

El médico comenzó a presionar mientras Siobhan contaba.

– Uno, dos, tres, cuatro… Uno, dos, tres.

Le tapó la nariz para insuflarle aire en la boca a la par que el médico repetía la presión manual casi caído sobre la cama del esfuerzo.

– ¡Va a romperle las costillas!

Isla Ure sollozaba llevándose los nudillos a boca, mientras Siobhan seguía con la suya pegada a la del moribundo tratando de insuflarle vida.

– ¡Vamos, Archie, vamos! -bramó el médico como si fuera capaz de ahuyentar a la muerte a gritos.

Rebus sabía muy a su pesar que si se desea la muerte ésta llega fácilmente y que por mucho que se haga, embota tu pensamiento para que la llames, porque barrunta la desesperación, el cansancio y la resignación. Casi podía presentirla en aquella habitación. Archie Ure había llamado a la muerte y la asumía con aquel ansiado estertor final porque era la única victoria posible.

Rebus no se lo reprochaba.

– ¡Vamos, vamos!

– … tres, cuatro… Uno, dos…

El abogado se puso en pie, pálido, una patilla de las gafas había quedado aplastada en el suelo. Isla Ure, con la cabeza reclinada junto a la sien de su marido, balbucía palabras ininteligibles.

Por encima del barullo y la confusión del momento, en los oídos de Rebus resonaba el eco de las carcajadas del moribundo. Aquella cruda explosión final de Archie Ure. Miró de soslayo la cama y captó un movimiento en la ventana. Desde la pértiga del comedero un petirrojo saltó a la peana y volvió la cabeza hacia la escena del interior. Era el primero que Rebus veía aquel invierno. Le habían dicho que no eran aves migratorias, pero entonces, ¿por qué sólo los veía en los meses de frío?

Una pregunta más para la lista.

Habían transcurrido unos tres minutos. El médico estaba agotado y auscultó al moribundo en la garganta antes de aplicar su oído al pecho. Los electrodos colgaban de la cama y el electrocardiógrafo ya no emitía sonidos. Sólo se veían las iniciales led del diodo luminoso antes de emitir el mensaje de: error reiniciar.

El médico se bajó de la cama y Cameron Whyte recogió la taza con las gafas torcidas. El médico se apartó el pelo de la frente; el sudor le bañaba las pestañas y le chorreaba por la nariz. Siobhan Clarke tenía los labios secos y blancos como si le hubieran robado a través de ellos parte de vida. Isla Ure seguía tumbada sollozando sobre la cara de su marido. El petirrojo había alzado el vuelo al ver que no había nada que hacer.


John Rebus se inclinó y recogió el micrófono del suelo.

– El interrogatorio concluye a las… -miró el reloj- once treinta y ocho.

Todos se volvieron a mirarle y al desconectar la grabadora fue como si hubiera desenchufado el aparato de respiración artificial de Archie Ure.

39

Despacho del ayudante del jefe de policía en Fettes. Colin Carswell escuchó el barullo y los ruidos de los últimos cinco minutos de grabación.

«Tenía que haber estado allí», sintió ganas de decir Rebus, porque él sí podía discernir el momento en que Ure se había incorporado en la cama haciéndole seña de que se acercase…, el momento en que le brotaron espumarajos por la comisura de los labios contraídos…, el ruido cuando el médico se subió a la cama…, aquel ruido seco de electricidad estática era el micrófono cayendo al suelo. A partir de ahí todo se oía amortiguado. Rebus redujo los bajos y aumentó los agudos y el volumen. Pero a pesar de ello no se oían más que sonidos irreconocibles.

Carswell tenía los informes de Rebus y de Siobhan Clarke en la mesa. Se humedeció el pulgar para pasar las hojas. Entre los dos habían redactado un atestado segundo a segundo del fallecimiento de Archie Ure, en correspondencia con el registro horario de la cinta. La segunda copia de la cinta la entregaron, naturalmente, a Cameron Whyte y el abogado les informó de que la viuda estaba considerando querellarse contra la policía y por tal motivo estaban allí reunidos; además de Rebus y Siobhan, también se encontraba presente Watson.


Se oyeron más interferencias, correspondientes al momento en que Rebus recogía el micrófono. «El interrogatorio concluye… a las once treinta y ocho.»

Rebus paró la grabación. Era la segunda vez que Carswell la escuchaba. Sólo había formulado un par de preguntas en la primera audición, pero ahora se recostó en el asiento con las manos juntas sobre la boca. Watson, por puro reflejo, fue a imitarle pero se dio cuenta y optó por meterlas entre las piernas. Luego, al pensar que era una postura poco conveniente para el ataque, las puso rápidamente sobre las rodillas.

– Importante político local muerto durante un interrogatorio policial -dijo Carswell a guisa de comentario como leyendo un titular, a pesar de que el asunto, de momento, no había trascendido a la prensa.

Al abogado le había parecido una medida prudente, razonando ante la viuda que aquello suscitaría interrogantes en la opinión pública. ¿Por qué la policía había interrogado a una persona que acababa de sufrir un ataque cardíaco? Ya tenía ella bastante con la muerte de su marido.

La viuda lo aceptó aunque le conminó al mismo tiempo a «demandar por daños y perjuicios a esos hijos de puta».

Una frase que heló la sangre en las venas a los capitostes de la Central. Por lo cual, del mismo modo que Cameron Whyte y sus colaboradores estarían sin duda en aquel momento escudriñando la grabación para preparar la querella, los abogados de la policía de Lothian y Borders aguardaban en una habitación próxima al despacho de Carswell las pruebas pertinentes.

– Señor Watson, ha sido un error fatal -dijo Carswell- enviar a una persona como Rebus en una circunstancia como ésta. No le oculto que desde el principio tenía mis dudas, y los hechos me dan la razón -añadió mirando a Rebus-. Ojalá pudiera congratularme -hizo una pausa-. Un error fatal -repitió.


Error fatal. Rebus pensó en el electrocardiógrafo apagado: error reiniciar.

– Con todo respeto, señor -dijo Watson-, cómo podíamos imaginar…

– Enviar a una persona como Rebus a interrogar a un enfermo es como aplicarle la eutanasia.

Rebus apretó las mandíbulas pero fue Siobhan quien replicó.

– Señor, la actuación del inspector Rebus ha sido inestimable a lo largo de este caso.

– ¿Cómo es, entonces, que uno de nuestros mejores policías ha acabado con la cara destrozada? ¿Cómo es que un concejal laborista de honorable ejercicio está ahora en un frigorífico del depósito? ¿Cómo es que no disponemos de una sola prueba? Y seguro que no vamos a tener ninguna -espetó Carswell señalando la grabadora-. Ure era la única que habríamos podido obtener.

– La manera de interrogarle fue correcta -dijo pausadamente Watson con expresión de preferir quedarse acurrucado en un rincón hasta el día de la jubilación y el reloj de oro.

– Sin Ure no tenemos nada concluyente -insistió Carswell sin dejar de mirar a Rebus-. A menos que crean que Barry Hutton vaya a derrumbarse ante nuestra estocada.

– Deme un florete y ya veremos.

Carswell le miró furioso y Watson balbució una disculpa.

– Escuche, señor -le interrumpió Rebus mirándole cara a cara-, yo lo lamento como el que más, pero nosotros no hemos matado a Archie Ure.

– ¿Pues quién si no?

– ¿No serían los remordimientos? -aventuró Siobhan.

Carswell se puso en pie como movido por un resorte.

– Toda esta investigación ha sido un absurdo desde el principio -dijo señalando con el dedo a Rebus- y le hago a usted responsable y, en consecuencia, será sancionado. En cuanto a usted, comisario -añadió volviéndose hacia Watson-… no creo que sea un brillante remate a su carrera, ¿no le parece?

– No, señor, pero con todo respeto…

Rebus advirtió un cambio de actitud en Watson.

– ¿Qué? -inquirió Carswell.

– Nadie pidió a su niño bonito que siguiera a Hutton. Nadie le dijo que fuera a esos andurriales de Leith a vigilar a un posible sospechoso de asesinato. Fue decisión suya y por eso ahora está como está -Watson hizo una pausa-. Me da la impresión de que trata de correr una cortina de humo para que se olviden los hechos según convenga. Los policías aquí presentes…, mis policías -añadió Watson mirándolos- sorprendieron a su protegido espiando a escondidas. Un hecho que usted parece haber olvidado.

– Tenga cuidado… -dijo Carswell taladrándole con la mirada.

– Creo que el tiempo pasa, ¿no cree? He escuchado la grabación igual que usted -añadió Watson señalando la grabadora- y no he advertido nada reprochable en el proceder del inspector Rebus ni en su manera de conducir el interrogatorio -insistió mirando cara a cara a Carswell-. ¿Que usted quiere una sanción ejemplar? Muy bien. Quedo a la espera. Al fin y al cabo, ¿qué tengo que perder? -espetó yendo hacia la puerta.

Carswell les dijo que se largaran, pero ellos ya habían tomado el portante.

Sentados en la cantina de la planta baja apartaron sus platos, que casi no habían tocado, y no hablaron mucho. Rebus se volvió hacia Watson.

– ¿Cómo reaccionó así? -le preguntó.


El comisario se encogió de hombros tratando de sonreír. Volvía a desinflarse y parecía agotado.

– Porque me harté sencillamente. Llevo treinta años en el Cuerpo… -dijo moviendo la cabeza-. Puede que estuviera hasta las narices de los Carswell y compañía. Treinta años y se cree que puede hablarme a mí así -añadió mirándoles a los dos y forzando una sonrisa.

– Me gustó eso de «¿Qué tengo que perder?» -comentó Rebus.

– No me extraña -replicó Watson-. Es lo mismo que me ha dicho usted más de una vez.

Se levantó a por otros tres cafés, aunque no habían acabado el primero, pero necesitaba moverse. Siobhan se recostó en el asiento.

– ¿Tú qué crees? -preguntó.

– Del Gólgota al Calvario sin billete de vuelta posible -dijo Rebus.

– Anda que no exageras.

– ¿Sabes lo que más me fastidia? Que nos van a crucificar por esto mientras que al cabrón de Linford le dan una medalla.

– Bueno, nosotros al menos podemos comer sólido -comentó ella tirando el tenedor al plato.

40

– ¿Por qué me has citado aquí? -preguntó Rebus.

Iban por un camino helado del parque del tanatorio de Warriston. Big Cafferty llevaba una cazadora de aviación de cuero negro con cuello de piel y la cremallera cerrada hasta arriba.

– ¿No recuerda que dimos juntos un paseíto hace años?

– Por el lago de Duddingston -dijo Rebus asintiendo con la cabeza-. Sí que me acuerdo.

– ¿Y no recuerda lo que le dije? Rebus pensó un instante.

– Dijiste que somos una raza cruel, pero que también nos complace sufrir.

– Nos crecemos en la derrota, Hombre de paja, y ahora con el Parlamento seremos dueños de nuestros destinos por primera vez en tres siglos.

– ¿Y qué?

– Que ha llegado tal vez la hora de mirar al futuro y olvidar el pasado -respondió Cafferty deteniéndose. Su hálito salía en forma de vapor gris-. Pero usted… es incapaz de olvidar el pasado, ¿verdad?

– ¿Me has traído al parque de un tanatorio para decirme que vivo anclado en el pasado?


Cafferty se encogió de hombros.

– Que todos tengamos que convivir con el pasado no significa que tengamos que vivir en él.

– ¿Es un recado de Bryce Callan?

Cafferty le miró.

– Sé que anda detrás de Barry Hutton. ¿Cree que logrará algo?

– A veces sucede.

Cafferty ahogó la risa.

– Bien lo sé por experiencia -comentó reanudando el paseo. Las únicas flores que había eran rosas, en unas ramas podadas, de aspecto frágil y raquítico, hibernando con la promesa de la renovación. «Como nosotros, espinas incluidas», pensó Rebus-. Morag murió hace un año -añadió Cafferty, refiriéndose a su esposa.

– Sí, me enteré.

– Me dijeron que me autorizaban asistir al entierro -dijo Cafferty dando un puntapié a una piedra que fue a parar a un parterre-. No quise ir. Los de la cárcel pensaron que me había endurecido -añadió con una sonrisa irónica-. ¿Usted qué cree?

– Que tenías miedo.

– Quizá fuera eso -dijo mirándole otra vez-. Bryce Callan no perdona igual que yo, Hombre de paja. Usted logró encerrarme y sigue en ello, pero ahora Bryce sabe que anda detrás de Barry y tendrá que ponerle fuera de juego.

– Con lo cual también se la juega.

– No es tan idiota. No olvide que donde no hay cadáver no hay crimen.

– ¿Me hará desaparecer?

Cafferty asintió con la cabeza.

– Obtenga buenos resultados o no -contestó deteniéndose-. ¿Es eso lo que busca?


Rebus se detuvo igualmente y miró a su alrededor como quien lo ve todo por última vez.

– ¿Y a ti qué más te da?

– A lo mejor es que me agrada verle vivo.

– ¿Por qué?

– ¿Quién, si no, se ocupa de mí? -replicó Cafferty ahogando la risa.

Rebus vio a lo lejos el coche del gánster, el Jaguar gris, y al lado, al Comadreja, sin atreverse a recostarse en él, moviendo alternativamente los pies para calentárselos.

– A propósito de que sin cadáver no hay crimen… ¿dónde está Rab Hill?

Cafferty le miró.

– Sí, ya sé que ha estado preguntando por él.

– Es Rab el que tiene cáncer, no tú. Le hicieron los análisis y al volver comunicó la noticia a su buen amigo -Rebus hizo una pausa- y tú manipulaste las radiografías.

– En el Servicio de Salud no pagan a los médicos ni la mitad de lo que deberían -replicó Cafferty.

– Sabes que lo demostraré.

– Es un policía vengativo y contra eso nada puede un pobre ciudadano como yo.

– Tal vez podría aflojar un poco -dijo Rebus.

– ¿A cambio de…?

– De que testifiques contra Bryce Callan. Tú estabas allí en el setenta y nueve y sabes lo que sucedió.

– No, así no -dijo Cafferty.

– Pues ¿cómo, entonces?

Cafferty hizo caso omiso de la pregunta.

– Esto es un lugar muy frío, ¿verdad? Cuando me entierren quiero que sea en un sitio más cálido.

– Tú iras a un sitio más caliente -dijo Rebus-. Demasiado, tal vez.

– Y usted con los ángeles, ¿no? -iban camino del coche y Rebus se detuvo; había dejado el Saab al otro lado de la capilla. Cafferty, sin mirarle, siguió andando despidiéndole con un leve gesto-. El próximo entierro a que vaya será seguramente el suyo, Hombre de paja. ¿Qué desea como epitafio?

– ¿Qué te parece «Murió apaciblemente durante el sueño a la edad de noventa años», por ejemplo?

Cafferty se echó a reír con la confianza de los inmortales.

Rebus volvió sobre sus pasos. Caminaba por fuera del recinto y se sobresaltó al oír un ruido seco: el Comadreja acababa de cerrar la puerta del Jaguar. Al llegar a la capilla entró en ella. En un amplio vestíbulo había un grueso libro para firmas sobre una mesa de mármol, con una cinta de seda roja que lo mantenía abierto por la fecha de aquel día el año anterior: ocho nombres correspondientes a las incineraciones de la jornada, ocho familias en duelo que volverían o no a manifestar su dolor. No…, no era así. No se trataba de las fechas de incineración, sino de fallecimiento. Dejó la señal roja en su sitio y fue al final del libro pasando rápido páginas en blanco que acabarían llenas de nombres. Si lo que decía Cafferty era cierto, el suyo no figuraría en ellas porque le habría hecho desaparecer. No sabía qué sentía exactamente pensándolo. En realidad no sentía nada. Aquel día aún no habían inscrito ningún nombre, aunque al llegar había visto coches que partían y, desde una limusina, un jovencito con corbata negra mal anudada le miró por la ventanilla trasera.

Tampoco había nombres el día anterior: demasiado pronto. El precedente, tampoco. Miró en el fin de semana. El viernes había nueve nombres; seguramente las incineraciones habrían tenido lugar la víspera. Miró la lista y vio que eran anotaciones con tinta negra de estilográfica en caligrafía muy cuidada con trazos seguros y gruesos con adornos. Fechas de nacimiento, nombres de soltera…


Bingo. Allí estaba.

Robert Wallace Hill, llamado Rab.

Muerto el viernes. Seguramente lo habrían incinerado la víspera, y habrían esparcido sus cenizas en el jardín del tanatorio. Por eso Cafferty había ido allí, a honrar la memoria de quien le había servido para salir de la cárcel. Rab padecía un cáncer terminal. Ahora lo entendía. Cuando estaba a punto de extinguir la condena había sabido la cruel noticia y se la había confiado a Cafferty, quien, fingiéndose enfermo para salir a que le hicieran un reconocimiento, se las había agenciado luego para cambiar los expedientes médicos mediante un soborno. Rab salió atiborrado de analgésicos, su fecha de libertad coincidía casi con la de Cafferty, quien sin duda habría corrido con los gastos de un funeral decente, haciendo llegar un abultado sobre lleno de billetes a la familia del difunto.

Rebus dudaba de que Cafferty volviera a aquella capilla un año más tarde. Tendría cosas más importantes que hacer ya reinstalado en sus negocios. ¿Y Rab? Bueno, ya lo había dicho Cafferty: «Es hora de mirar al futuro y no al pasado». La Navidad estaba al caer y en 1999 el Parlamento escocés volvería a la ciudad. Para la primavera ya estaría derruida la antigua cervecería y comenzaría la construcción de las cajas de cristal destinadas a albergar a los diputados. Paredes de vidrio: el lema era la transparencia, la responsabilidad. Muy bien, hasta entonces se habían reunido en un salón parroquial en el Mound, pero aun así…

Aun así, ¿qué?

– Total, para morirse -musitó dando media vuelta y abandonando la capilla.

Llamó por el móvil al depósito de cadáveres y preguntó a Dougie quién había hecho la autopsia de Rab Hill. Dougie le informó de que habían sido Curt y Stevenson. Él le dio las gracias y marcó el número de Curt. Pensó en el cadáver de Rab convertido en cenizas. «Sin cadáver no hay crimen.» Pero habría un informe de la autopsia y el dictamen de cáncer sería prueba suficiente para obligar a Cafferty a repetir el reconocimiento médico.

– Murió de sobredosis -dijo Curt-. En la cárcel se drogaba ya y abusó demasiado al verse en libertad.

– Pero, ¿qué más descubrió en la autopsia? -Rebus sujetaba el teléfono con tal fuerza que le dolía la muñeca.

– La familia no quiso que se practicara, John.

Rebus no salía de su sorpresa.

– Siendo un hombre joven y tratándose de una muerte sospechosa…

– Fue por motivos religiosos… Una iglesia de la que yo no había oído hablar, su abogado lo puso por escrito.

«Sí, cómo no», pensó Rebus.

– Entonces, ¿no se le hizo autopsia?

– Exploramos lo que pudimos y los análisis fueron elocuentes…

Rebus cortó la comunicación y cerró los ojos. Sintió en las pestañas los copos de nieve, pero aguantó un rato para sacudírselos parpadeando.

Sin cadáver no había pruebas. Tembló de pronto recordando lo que había dicho Cafferty: «Sí, me dijeron que estuvo preguntando por él». Preguntando por Rab Hill. Cafferty lo supo… Supo que Rebus lo sabía todo. Es muy fácil administrar una sobredosis a un enfermo. Muy fácil para una persona como Cafferty que tiene tanto que perder.

41

Los últimos días antes de la Nochevieja fueron una pesadilla. Lorna vendió su historia a un diario sensacionalista: «Una modelo retoza con un policía de homicidios». Menos mal que no mencionaban el nombre de Rebus.

Con aquello se arriesgaba a la marginación por parte de su marido y de su familia, pero intuía por qué lo había hecho. Ella aparecía en una foto a media página en su mejor momento, con un vestido transparente y perfectamente peinada y maquillada, quizá buscando el ansiado relanzamiento. O simplemente por exhibirse y gozar de un momento de notoriedad.

Rebus veía hundirse su carrera ante sus propios ojos. Para mantenerse en el candelero, Lorna tendría que dar nombres y Carswell arremetería contra él. Decidió ir a ver a Alasdair y hacerle una propuesta. Alasdair llamó a su hermana a High Manor y tras una conversación de cuarenta minutos logró disuadirla. Rebus devolvió el pasaporte a Alasdair y, deseándole buena suerte, le acompañó en su coche al aeropuerto. Grieve comentó antes de marchar: «Estaré en casa a tiempo para el Año Nuevo». Se dieron la mano al despedirse y Rebus le comunicó que quizá fuera necesaria su presencia como testigo. Grieve asintió con la cabeza a sabiendas de que podía negarse. O seguir rodando por el mundo…

Rebus no trabajó en Nochevieja en compensación por haber estado de servicio en Navidad. Aunque la ciudad estuvo tranquila los calabozos se llenaron. Sammy, que le envió un regalo, el CD del White álbum de Los Beatles, estaba en el sur en casa de su madre. Siobhan le dejó el suyo en el cajón de la mesa: una historia del Hibernian FC. Se dedicó a hojearlo en los ratos libres en que no estaba en la comisaría, pero además de leer el libro estuvo revisando las notas del caso para redactar un informe más estructurado para el fiscal. Acudió a algunas reuniones con los abogados del Cuerpo, quienes le comentaron que Alasdair Grieve era el único a quien se podía intentar acusar con garantías de que fuera declarado culpable por cómplice y huida de la escena del crimen…

Razón de más para que Grieve tomara el avión.

Llegó la Nochevieja y todos hablaban de lo malo que había sido el programa de la tele. Doscientos mil juerguistas llenarían quizá Princess Street pues actuaban Los Pretenders, lo que servía cuando menos de pretexto para acercarse, pero él sabía que no saldría. Al bar Oxford tampoco pensaba ir porque estaba muy cerca del alboroto y sería un engorro llegar hasta él por las barreras que habían levantado alrededor del centro. Iría a Swany's.

Recordó que cuando era niño las madres salían a la calle a fregar con lejía la escalinata de las casas para recibir al Año Nuevo con toda la casa limpia. Había bocadillos y empanadillas para los bebedores. A medianoche sonaban las campanas y la gente salía con botellas, un trozo de carbón y algo de comer. Se celebraba el Año Nuevo llamando a las puertas, cantando y «dando una vuelta». El tenía un tío que tocaba la armónica y su mujer le acompañaba cantando emocionada con lágrimas en los ojos. En la mesa había profusión de dulces y copitas, tarta al madeira, patatas fritas y cacahuetes, y en la cocina tenían zumo para los niños y, en algunas casas, cerveza casera de jengibre. La empanada de carne estaba en el horno, esperando a que la hicieran para el almuerzo. Hasta desconocidos que veían las luces llamaban a la puerta y entraban. Todos eran bien acogidos aquella noche especial en casa.

Y si nadie llegaba… esperaba uno sentado. No podías salir hasta que alguien no pisaba el umbral porque traía mala suerte. Una tía suya estuvo dos días recluida en casa porque todo el mundo la creía en casa de su hija. En la calle todo eran villancicos, apretones de mano, saludos, copas y votos porque el nuevo año fuese mejor.

Los buenos tiempos. Ahora Rebus era mayor y había salido del Swany's hacia casa a las once. Recibiría solo al Año Nuevo y saldría al día siguiente aunque nadie hubiese cruzado su puerta. Pasaría incluso bajo una escalera de mano y pisaría todas las grietas del suelo.

Sólo para demostrar que podía hacerlo.

Había dejado el coche una calle más allá de Arden Street porque junto a su casa no había sitio. Abrió el maletero y sacó la bolsa con una botella de Macallan, seis de Bellhaven Best, patatas fritas picantes y cacahuetes tostados. Tenía una pizza en el congelador y filetes de lengua en la nevera. No podía quejarse. Además, le esperaba la audición del White álbum. El Año Nuevo podía iniciarse con cosas peores.

Allí había una a la puerta de su casa: Cafferty.

– ¡Fíjese cómo estamos! -dijo Cafferty abriendo los brazos-. ¡Solitos en una noche como ésta!

– Habla por ti.

– Ah, sí, hombre -dijo Cafferty asintiendo con la cabeza-, había olvidado que usted celebra la mejor fiesta del año con una panda de chicas guapas perfumadas y en minifalda que está a punto de llegar -hizo una pausa-. Por cierto, feliz Navidad -añadió tratando de entregar algo a Rebus, quien no le hizo ni caso.

Algo pequeño y reluciente.

– ¿Un paquete de cigarrillos?

– Un impulso que tuve -dijo Cafferty encogiéndose de hombros.

Rebus tenía en casa tres paquetes.

– Quédatelos -dijo-. A ver si hay suerte y te dan cáncer.

Cafferty hizo un chasquido con la lengua. A la luz naranja de las farolas su cara parecía enorme y redonda como una luna.

– He venido para que demos una vuelta en coche.

– ¿Una vuelta? -preguntó Rebus mirándole.

– ¿Qué prefiere, Queensferry, Portobello…?

– ¿Cuál es ese asunto tan urgente? -replicó Rebus dejando las bolsas en el suelo con un tintineo de botellas.

– Bryce Callan.

– ¿Qué pasa con Callan?

– No puede inculparle, ¿verdad? -Rebus no contestó-. Ni lo conseguirá. Y tampoco he visto muy preocupado a Barry Hutton.

– ¿Y qué?

– Que a lo mejor puedo ayudarle.

Rebus cambió el peso de un pie a otro…

– No sé por qué ibas a hacerlo.

– Tengo mis motivos.

– ¿No los tenías hace diez días cuando te lo pedí?

– Quizá no me lo pidió como es debido.

– Pues mira lo que te digo: mis modales no han mejorado.

Cafferty sonrió.

– No es más que un paseo en coche, Hombre de paja. Puede tomarse un trago y, mientras, me explica los detalles del caso.


Rebus entornó los ojos.

– Proyectos de ampliación del negocio inmobiliario, ¿no? -musitó.

– Resulta más fácil si se hace con un negocio en marcha -dijo Cafferty.

– ¿La empresa de Barry Hutton? Yo le encierro y tú entras en escena. No creo que al señor Bryce le haga demasiada gracia.

– Eso es cosa mía -dijo Cafferty con un guiño-. Vamos a dar ese paseo. Deje una nota en la puerta diciendo a las modelos que la fiesta se retrasa una hora.

– No les va a gustar. Ya sabes cómo son las modelos.

– Caras y desnutridas, ¿no? Todo lo contrario que usted, inspector Rebus.

– Ja, ja.

– Cuidado dónde pone el pie -dijo Cafferty- que en esta época del año una fractura tarda mucho en curar.

Habían echado a andar charlando y Rebus se sorprendió al advertir que había vuelto a coger las bolsas. Llegaron junto al Jaguar y Cafferty abrió la puerta y se sentó al volante con un movimiento ágil ensayado. Rebus permaneció quieto un instante. Era Nochevieja, último día del año, momento de pagar deudas y hacer inventario… Un día para liquidar asuntos.

Subió al coche.

– Deje la priva en el asiento de atrás -dijo Cafferty-. En la guantera hay una petaca con Armagnac reserva de veinticinco años. Pruébelo y verá. Es capaz de volver pagano al cabrón de san Juan Bautista.

Pero Rebus optó por coger de una de sus bolsas una botella de Macallan.

– Prefiero mi marca -dijo.

– Tampoco es mal caldo. Eche un poco de aliento a este lado para que yo al menos lo huela -replicó Cafferty, haciendo un gran esfuerzo para no ofenderse; le dio al contacto.

El Jaguar ronroneó como un gato grande y se puso en marcha mientras ellos miraban por la ventanilla como dos amigos que salen de excursión. Fueron en dirección sur hasta Grange y Blackford Hill para a continuación ir al este hacia la costa. Rebus le explicó el pacto que habían suscrito los dos amigos con el malvado Bryce Callan, pacto que había desembocado en un asesinato, y las circunstancias en que Hastings aguardó en vano el regreso de su amigo, viviendo como un mendigo para que no le descubrieran, ¿o quizá en penitencia por su acto? De todo aquello había sido testigo Barry Hutton, ahora convertido en próspero hombre de negocios, quien, al ver la oportunidad de hacer una buena fortuna y adquirir más fama, había repetido la jugada de veinte años atrás, para que su hombre en el ayuntamiento fuese su valedor en el Parlamento.

Cuando concluyó la historia Cafferty se quedó pensativo.

– Un Parlamento sucio antes de iniciar sus tareas -comentó.

– Puede -replicó Rebus llevándose de nuevo la botella a los labios.

Vio que iban en dirección Portobello; tal vez para aparcar junto al puerto y hablar con las ventanillas abiertas. Pero Cafferty tomó por Seafield Road en dirección Leith.

– Hay por aquí unos terrenos que pienso comprar -dijo-. Tengo ya los planos y el constructor Peter Kirkwall ha calculado el coste.

– ¿De qué?

– De un complejo lúdico… Restaurante, con un cine o un gimnasio tal vez, y pisos de lujo.

– Kirkwall trabaja con Barry Hutton.

– Lo sé.

– Y sin lugar a dudas Hutton se enterará.

Cafferty se encogió de hombros.

– Eso es algo que tengo previsto -replicó con una sonrisa enigmática-. Me han dicho que esos terrenos cerca del lugar en que construyen el Parlamento se vendieron hace cuatro años por tres cuartos de millón. ¿Sabe cuánto valen ahora? Cuatro millones. ¡Menuda inversión!

Rebus puso el tapón de corcho a la botella. Iban por un tramo de carretera en el que no había más que negocios de coches, terrenos y luego el mar. Entraron en un camino estrecho y sin luz, con el firme en mal estado, que terminaba ante una valla metálica. Cafferty paró el Jaguar, se bajó y sacó una llave para abrir el candado que sujetaba la cadena, empujando la puerta con el pie.

– ¿Qué es lo que hay que ver aquí? -preguntó Rebus al volver Cafferty a ponerse al volante.

Podía echar a correr, pero estaba lejos de la civilización y hecho polvo. Además, corriendo se quedaba sin resuello.

– Aquí no hay más que naves, pero están de mírame y no me toques. Más fácil para el bulldozer. Y son quinientos metros de primera línea de mar.

Cruzaron la puerta.

– Es un lugar tranquilo para charlar -añadió Cafferty.

Pero Rebus se percató de que no iban charlar. Se dio cuenta entonces. Volvió la cabeza y vio que entraba otro coche: un Ferrari rojo. Miró a Cafferty.

– ¿De qué se trata?

– De negocios -respondió Cafferty con frialdad, parando el Jaguar y echando el freno de mano-. Baje -ordenó.

Rebus no se movió del asiento. Cafferty bajó del coche y dejó su puerta abierta. El otro coche paró al lado; los faros de ambos iluminaban la superficie de cemento agrietado de la explanada ante los viejos almacenes. Rebus fijó la vista en la extraña sombra que proyectaba una hierba sobre la pared de una de las naves. Abrieron su puerta y sintió que le agarraban simultáneamente al clic del cinturón de seguridad al desabrochárselo y luego lo arrastraron tirándole de un empujón al suelo helado. Alzó la vista despacio y vio tres siluetas recortadas contra los faros, de cuyas caras en sombra brotaba el vaho de las respiraciones: Cafferty y otros dos. Comenzó a incorporarse. La botella de whisky había caído fuera del coche rompiéndose al dar en el cemento. Ojalá hubiese echado un trago más cuando aún estaba a tiempo.

Recibió una fuerte patada en el pecho que le tumbó de espaldas. Echó las manos hacia atrás para mantener el equilibrio y, sin poder pararlo, recibió otro golpe en la barbilla que le dobló la cabeza hacia atrás con un crujido de las cervicales.

– No hace caso de los avisos -oyó decir a una voz que no era la de Cafferty.

Hablaba un hombre más delgado y más joven. Rebus entornó los ojos y se puso la mano abierta a modo de visera como para protegerse del sol.

– Barry Hutton, ¿verdad? -preguntó.

– ¡Levántale! -vociferó por toda respuesta.

El tercer hombre alzó a Rebus sin gran esfuerzo sujetándole por detrás.

– Yo le enseñaré -dijo Hutton entre dientes.

Rebus pudo verle la cara: un rostro tenso, lleno de rabia, con los labios contraídos y la nariz fruncida. Llevaba guantes de conducir de cuero negro. Una pregunta absurda dadas las circunstancias cruzó la mente de Rebus: «¿Serán regalo de Navidad?».

Hutton le propinó un puñetazo en la mejilla que él esquivó en parte girando la cabeza, pero sintió el golpe. Había visto la cara del que le sujetaba: era Mick Lorimer.


– ¿Esta noche no ha venido con Lorimer? -dijo Rebus. Notó sangre en la boca y se la tragó-. ¿Dónde estaba la noche en que mataron a Roddy Grieve?

– Mick no sabe parar -dijo Hutton-. Yo sólo pretendía darle un aviso a ese cabrón, no matarle.

– Últimamente, el servicio está fatal -comentó Rebus, y notó que le oprimían con más fuerza el pecho impidiéndole respirar.

– Claro, siempre aparece algún poli listo cuando menos lo necesitas.

Recibió otro puñetazo, que le aplastó la nariz y le hizo saltar las lágrimas. Intentó librarse de ellas parpadeando. ¡Dios, cómo le dolía!

– Gracias, tío Ger -dijo Hutton-. Te debo un favor.

– ¿Para qué estamos los socios? -dijo Cafferty avanzando un paso. Ahora Rebus le veía bien la cara: impasible-. Hace cinco años no habría sido tan imprudente, Hombre de paja -añadió y volvió a dar un paso atrás.

– Tienes razón -dijo Rebus-. Es posible que después de esto me jubile.

– Ya lo creo que se jubilará. Se tomará un descanso eterno -dijo Hutton.

– ¿Dónde vas a echarle? -preguntó Cafferty.

– Tenemos muchas obras en marcha. En cualquier agujero con media tonelada de hormigón.

Rebus forcejeó pero le tenían bien sujeto. Levantó un pie y dio un pisotón, pero Lorimer llevaba zapatos con puntera metálica; sintió que le estrujaba aún más como una cinta metálica y lanzó un gruñido.

– Pero antes nos divertiremos un poco -dijo Hutton aproximándose y acercando su rostro a pocos centímetros del de Rebus.

Al recibir el rodillazo de Hutton en la entrepierna sintió estallar el dolor detrás de los globos oculares, la bilis le subió a la garganta y el whisky buscó el camino más rápido. Notó que le soltaban y cayó de rodillas. Sólo veía una especie de niebla marina espesa y sentía en los oídos el oleaje del mar; se pasó la mano por la cara, para ver mejor, notaba fuego en la ingle y los vapores del whisky en la garganta. Al tratar de respirar por la nariz notó enormes burbujas de sangre que se expandieron y estallaron. El siguiente golpe le alcanzó en la sien, una patada que le hizo rodar por el cemento y acabar encogido en postura fetal. Tenía que levantarse y luchar. No quedaba más remedio; lanzarse contra ellos dando puntapiés, manotazos y escupiendo. Hutton, en cuclillas junto a él, le agarró del pelo para que levantara la cabeza.

Oyó a lo lejos los estallidos de los fuegos artificiales en el castillo. Era medianoche. El cielo se iluminó de fulgores: rojo sangre, amarillo hiriente.

– Usted va a estar más de veinte años oculto, se lo aseguro -dijo Hutton.

Vio a Cafferty detrás de él con algo en la mano que relució a la luz de los fuegos artificiales. Era un cuchillo con una hoja de veinte centímetros como mínimo. Iba a matarlo Cafferty, a juzgar por la decisión con que lo empuñaba. Había llegado el momento desde su reencuentro en la oficina con el Comadreja. Rebus casi agradecía que fuese Cafferty y no el matón joven. Hutton había sabido enmascarar bien su personalidad criminal con una buena capa de barniz pulimentado. Él prefería mil veces a Cafferty…

Pero entonces el mar envolvió todo aquello, envolvió a Rebus con su flujo sonoro que creció en sus oídos hasta transformarse en rugido ensordecedor, las luces y las sombras se nublaron y se redujeron a una sola… de color gris.

42

Se despertó.

Estaba helado y dolorido como si hubiese pasado la noche en un sepulcro. Abrió los ojos legañosos y vio que estaba rodeado de coches. No paraba de temblar y notó que la temperatura corporal era peligrosamente baja. Se incorporó torpemente apoyándose en un coche. Era el patio delantero de un concesionario y debía de estar en Seafield Road. Se restregó los coágulos de las fosas nasales y comenzó a respirar rápidamente para estimular la circulación sanguínea. Tenía la camisa y la chaqueta manchadas de sangre, pero no había heridas; no le habían apuñalado ni veía ningún tajo.

«¿Dónde diablos estoy?», pensó.

No había amanecido todavía, ladeó el reloj a la luz de una farola: vio que eran las tres y media. Se palpó los bolsillos, encontró el móvil y llamó al retén nocturno de Saint Leonard.

«¿Estoy en el cielo o en el infierno?», pensó aturdido.

– Manden un coche patrulla a Seafield Road, al concesionario de Volvo -dijo.

Para hacer tiempo se puso a correr por el reducido espacio golpeándose los costados con los brazos doloridos, pero no se le iba el temblor. Diez minutos más tarde llegaba el coche patrulla y de él se bajaron dos agentes de uniforme.


– Dios mío, en qué estado se encuentra… -dijo uno de ellos.

Rebus se desplomó en el asiento trasero.

– ¿Tienen a tope la calefacción? -preguntó.

Los agentes ocuparon sus puestos y cerraron las puertas.

– ¿Qué le ha sucedido? -preguntó el del asiento del copiloto.

Rebus pensó un instante.

– Pues no sé -respondió al fin.

– De todos modos, feliz Año Nuevo, señor -dijo el conductor.

– Feliz Año Nuevo -añadió su compañero.

Rebus quiso responder lo mismo pero no pudo. Se encogió en el asiento pensando únicamente en que seguía vivo.

Volvió a aquellas naves con un equipo de investigación. La explanada de cemento estaba limpia como una patena.

– ¿Fue aquí? -preguntó Siobhan.

– Pero no estaba así -dijo Rebus sosteniéndose en pie a duras penas.

No habían querido dejarle marchar en el hospital, pero la nariz no estaba rota y aunque en la orina hubiese algo de sangre no se apreciaban indicios de lesión interna ni de infección. Fue una enfermera, mientras examinaba sus ropas, quien comentó: «Hay demasiada sangre para un simple puñetazo en la nariz», comentario que le hizo pensar que, efectivamente, tenía arañazos y raspaduras en la cara, un corte interno en la mejilla y había sangrado por la nariz, pero la verdad es que estaba cubierto de sangre, y volvió a ver el cuchillo y a Cafferty al lado de Hutton…

Ahora en el mismo sitio en que había estado hacía diez horas escasas lo único que se veía era una fina capa de hielo.

– Lo han limpiado con manguera -dijo.

– ¿Cómo?


– Que han limpiado la sangre con una manguera -dijo encaminándose al coche.


Barry Hutton no estaba en casa y su novia no le había visto desde la tarde anterior. Su coche estaba aparcado delante del edificio de su empresa, cerrado y con la alarma puesta pero sin llave. Tampoco allí había rastro de Barry Hutton.

Dieron con Cafferty en el hotel, desayunando en el comedor. El hombre de Hutton era ahora de Cafferty, si es que no lo había sido ya antes, y leía el periódico en otra mesa.

– Acabo de enterarme de lo que me van a cobrar con el cambio de siglo -dijo Cafferty refiriéndose al hotel-. No tienen escrúpulos. Usted y yo nos hemos equivocado de oficio.

Rebus se sentó enfrente de su bestia negra. Siobhan Clarke se presentó y permaneció de pie.

– Han venido dos -comentó Cafferty- para tener un testigo de la conversación.

Rebus se volvió hacia Siobhan.

– Espera fuera -dijo, pero ella no se movió-. Haz el favor -insistió Rebus.

Siobhan, reticente, dio al fin media vuelta y les dejó.

– Vaya fierecilla -dijo Cafferty riendo e inclinándose de pronto con cara de preocupación-. ¿Qué tal se encuentra, Hombre de paja? Anoche pensé que no volvía a verle.

– ¿Dónde está Hutton?

– ¡Hostia, hombre, yo qué sé!

Rebus se volvió hacia el guardaespaldas.

– Ve al tanatorio de Warriston y busca el nombre de Robert Hill. Los guardaespaldas de Cafferty no duran mucho.

El hombre se le quedó mirando impávido.

– ¿No han encontrado a Barry? -preguntó Cafferty fingiendo sorpresa.


– Le has matado tú para ocupar su puesto -dijo Rebus haciendo una pausa-. Ése era el plan desde el principio, ¿verdad?

Cafferty se contentó con sonreír.

– ¿Qué dirá Bryce Callan? -añadió y vio que Cafferty ensanchaba la sonrisa. Ahora lo comprendía-. ¿Callan estaba de acuerdo? ¿Era ese el plan desde un principio?

Cafferty bajó la voz.

– No se puede ir por el mundo matando a gente como Roddy Grieve. Es perjudicial para todos.

– ¿Y tú sí puedes matar a Barry Hutton?

– Le salvé el pellejo, Hombre de paja. Me debe una.

Rebus le amenazó con un dedo.

– Tú me llevaste allí para montar la trampa en que cayó Hutton.

– Cayeron los dos -replicó Cafferty casi pavoneándose y a Rebus le entraron ganas de darle un puñetazo en la cara, lo que no pasó desapercibido a Cafferty, quien miró a su alrededor, el elegante comedor con sus sillones de cretona y antimacasares, arañas en el techo y mullidas alfombras-. Aquí desentona, ¿no cree?

– De sitios más elegantes me han echado -replicó Rebus frunciendo el entrecejo-. ¿Dónde lo metiste?

Cafferty se recostó en el asiento.

– ¿Conoce la leyenda de la Ciudad Vieja? La razón de que sea tan estrecha y empinada es que bajo ella hay enterrada una serpiente enorme -dijo Cafferty haciendo una pausa como dándole pie a que continuara él-. Hay sitio para más de una serpiente, Hombre de paja -añadió él al ver que Rebus no decía nada.

La Ciudad Vieja con las obras en curso alrededor de Holyrood, Queensberry House, Dynamic Earth, las oficinas del Scotsman…, hoteles y pisos, proveía de numerosos solares en construcción con infinidad de hoyos profundos para llenar de hormigón…

– Lo buscaremos -dijo Rebus, recordando las palabras de Cafferty en el jardín del tanatorio: «Sin cadáver no hay crimen».

Cafferty se encogió de hombros.

– Hágalo. Y presente su propia ropa como prueba porque quizá haya en ella sangre de él mezclada con la suya. A ver si al final va a resultar que quien tiene que dar explicaciones es usted… Yo no me moví de aquí en toda la noche -añadió haciendo un gesto con el brazo-. Pregunte. Hubo una fiesta de la hostia y fue una velada cojonuda. La próxima Nochevieja… ¿quién sabe dónde estaremos? Ya tendremos Parlamento, y esto… será cosa del pasado.

– No me importa cuánto tardemos -dijo Rebus.

Pero Cafferty se echó a reír. Había vuelto a tomar las riendas de su Edimburgo y eso era lo único que importaba.

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