PRIMERA PARTE

Cuando nos hicimos esta foto, mi madre ya estaba enferma. Nosotros no lo sabíamos, y siempre supuse que ella tampoco. Pero ahora, cada vez que veo el retrato, me pregunto si mi madre ignoraba realmente que la desgracia nos estaba acechando o si ya había notado las primeras señales de su mal, y nos lo ocultó a todos por sentirse incapaz de interrumpir la bonanza que caracterizaba nuestra vida.

Es una foto preciosa. La tomamos el día de la boda de mi hermana, poco antes de salir hacia la iglesia. Estamos muy serios, en parte por la solemnidad del momento, en parte porque el cielo llevaba dos horas amenazando lluvia y justo en el instante de hacer la foto cayeron las primeras gotas de lo que acabaría siendo un aguacero descomunal. Por eso teníamos todos el gesto grave. Todos menos mi madre, que sonreía a la cámara luciendo una expresión muy suya, con la boca apretada y los ojos pacíficos irradiando luz, como si quisiese decirnos que todo iba bien, que nada estaba perdido por completo, que ni siquiera el diluvio universal podría estropearnos la fiesta de la boda. Esa era su forma de enfrentarse al mundo: con una confianza suprema en el futuro, con un optimismo que acababa por volverse contagioso y que fue, creo, la razón fundamental por la que se ganó el amor de tanta gente. La vida está llena de personas que no creen en nada, y si de pronto se nos cruza en el camino alguien capaz de tener fe en cualquier cosa buena, el instinto de supervivencia nos empuja a acercarnos a ella, a buscar refugio a su lado. Yo ni siquiera tuve que buscar ese refugio. Era mi madre, y pasé toda mi vida alimentándome de su luz particular, una luz que iluminaba hasta las cosas más mezquinas, aquellas que pese a las mejores intenciones no podemos evitar que nos salgan al paso en algún momento de nuestra historia.

Mi madre conservó esa luz durante casi toda su enfermedad. Un día la perdió, y entonces supe que le quedaba muy poco tiempo de vida. No creo que vuelva a ver una luz así en la mirada de nadie. Supongo que es un sello distintivo de algunos seres excepcionales, de esos que pasan por el mundo con el objetivo secreto de convertirlo en un lugar mejor. Los dioses conceden entonces una luz especial a su mirada, a lo mejor para que puedan reconocerse entre ellos, o quizá para distinguirlos al primer golpe de vista del resto de nosotros.

Es terrible pensar que, mientras nos tomaban aquella foto (creo que una de las últimas que nos hicimos los cinco juntos), la desdicha estaba ahí, agazapada, esperando el mejor momento para extender sus alas negras y cubrirlo todo con una sombra espesa. Eso fue lo que sentí cuando murió mi madre. Que había llegado una época de sombras. Que íbamos a pasar el resto de nuestros días añorando su luz, la luz que iluminó aquel retrato hecho en una tarde de tormenta, al filo del agua, unos minutos antes de que el cielo se rompiera en un jaleo de truenos y relámpagos que hizo temblar la capilla nupcial del mismo modo que un año después la enfermedad de mi madre haría que se tambalearan las vidas de todos nosotros.

Tenía la foto entre las manos cuando recibí la llamada de Elena. Elena vive en Nueva York desde hace nueve años, lo que no impide que hayamos mantenido una amistad entrañable capaz de sobrevivir a una distancia de siete horas de vuelo y a la más completa informalidad de ambas, que olvidamos los cumpleaños mutuos y el resto de las fechas señaladas que utiliza la gente para mantener el contacto con los seres queridos. En compensación, intercambiamos larguísimos correos electrónicos cuyo fluir se interrumpe abruptamente, a veces por puro despiste, o tras muchas semanas de desconexión nos llamamos sin motivo y permanecemos al teléfono más tiempo del que recomiendan el sentido común y los rudimentos de la economía doméstica. Así que cuando aquella tarde vi el número de Elena en la pantalla de mi móvil tras haber pasado un mes y medio sin recibir noticias suyas, sólo pensé que se avecinaba una de nuestras conversaciones de puesta al día. Sin embargo, después de los saludos rituales y de la obligada mención a mi estado de ánimo tras mi reciente orfandad, me di cuenta de que la voz de Elena tenía un tono apremiante que me resultaba desconocido, como si quisiese pasar por encima de cualquier fórmula de afecto para llegar a una cuestión fundamental que no sabía cómo atacar.

– Tengo que pedirte un favor… -dijo al fin, y me sentí aliviada. Así que sólo era eso…-. Caramba, no sé ni por dónde empezar… Se trata de mi padre. Tiene una enfermedad rara… de esas que nadie investiga porque no son rentables. Algo degenerativo que ni siquiera tiene nombre. Mi madre y él llevan semanas peregrinando por media docena de hospitales, y los médicos se limitan a encogerse de hombros y a decir que es un caso muy raro, que en España sólo hay cincuenta enfermos como él y que no saben muy bien qué tratamiento aplicar. Y mientras, venga a hacerle pruebas, venga a pincharle, a pedir radiografías y resonancias magnéticas y a mandarle mear en botes de plástico.

– Lo siento. Debe de ser duro.

Por supuesto que es duro. A mí me lo iban a decir, que había visto morir a mi madre después de semanas interminables de consultas oncológicas, análisis y sesiones de radioterapia. Claro que, por lo menos, su patología había tenido nombre y apellidos desde el primer momento, lo cual, en el fondo, resultaba para nosotros y para ella vagamente tranquilizador. Es curioso que todavía haya gente que en vez de decir «cáncer» prefiera llamarle «una larga y cruel enfermedad». Menuda tontería. Como si hubiera alguna enfermedad a la que no calificar de cruel. Instantáneamente me compadecí del padre de Elena, que vagaba por los hospitales buscando, no ya un tratamiento eficaz, sino un miserable nombre para lo que le estaba pasando.

– Peter estuvo estudiando el asunto con algunos colegas. -Peter es el esposo de Elena, un cirujano plástico que amasó una fortuna arreglando las narices, los pómulos y los labios de centenares de norteamericanas insatisfechas con sus rostros y seguramente también con sus vidas-. Ha encontrado una clínica en Manhattan donde van a someter a un grupo de enfermos a una terapia experimental. Consiguió que admitiesen a mi padre en el programa, así que él y mi madre pasarán una temporada en Nueva York para seguir el tratamiento.

Llegado este punto, y aunque no me atrevía a interrumpir a Elena, estaba deseando conocer mi papel en la historia, porque de momento no encontraba ninguno. Por fin, Elena fue al grano.

– El problema es mi abuelo, Silvio. Ya sabes que vive con mis padres…

Pues no, no lo sabía. Elena y yo nos habíamos conocido en Oxford y mi contacto con su familia se reducía a media docena de encuentros casuales que no incluían, desde luego, al abuelo en cuestión.

– Les dije que se lo trajeran a la ciudad. Total, esto ya es una casa de locos, con los niños, el perro y un bicho asqueroso que alguien acaba de regalar a Peter y que no sé ni qué clase de animal es. Pero el abuelo no quiere venir. Dice que está muy mayor para meterse tantas horas en un avión…

– Y tiene razón. ¿Cuántos años ha cumplido ya? ¿Noventa?

– Ochenta y ocho, pero está como una rosa. Ya quisiera yo llegar así a su edad. El caso es que a mi madre le preocupa dejarle solo en Madrid. Y conste que eso de «solo» es muy relativo. Tiene una asistenta interna y un fisioterapeuta que le visita dos veces a la semana para hacer sus ejercicios. La artritis, ya sabes.

– ¿Entonces…?

– Pues que mi madre es una paranoica. Me pone la cabeza como un bombo, de verdad. Que si el abuelo se va a deprimir, que si la asistenta casi no le habla, que si a lo mejor le falla el riego y ni nos enteramos… Te juro que a veces no sé quién es más dependiente, si el bueno de Silvio con sus años o mi madre inventándose motivos para estar todo el día dale que dale a la lavadora. Necesita estar pendiente de alguien. Así que cuando Sergio y yo nos fuimos a vivir solos, la tomó con el pobre viejo para seguir dando la murga. Es como una enfermedad.

– ¿Y…?

Elena resopló en el teléfono, como si le diese rabia llegar al fondo del asunto.

– Pues que mi madre se quedaría más tranquila si supiese que alguien de confianza va a pasar por su casa de vez en cuando para hacer al abuelo algo de compañía, darle un poco de conversación y comprobar que se encuentra bien atendido.

Ya estaba claro. Preferí adelantarme a cualquier petición para evitar así el embarazo de Elena, a la que pone enferma mendigar favores.

– No hay problema. Yo puedo hacerlo, tengo tiempo de sobra.

Pude escuchar el suspiro de alivio de mi amiga desde el otro lado del teléfono.

– Ceci, siento cargarte con semejante muerto. Pero no tenemos familia en Madrid. Sergio sigue viviendo en Roma. Y no me fío un pelo de las amigas de mi madre. De hecho, ni siquiera mi madre se fía. Son un montón de loros con el cerebro de mosquito y dudo que su espíritu de sacrificio sea mayor que su materia gris. Si les pidiésemos que se ocupasen del abuelo, irían una tarde por la casa, lo atiborrarían de pasteles de Embassy y luego, si te he visto no me acuerdo. En cuanto a los amigos de mi padre… bueno, no creo que media docena de jubilados que están todo el día dándole al naipe y al chinchón sean una buena compañía para nadie. Y además, los tíos pasan de hacer buenas obras. Me da la sensación de que no irían a ver al abuelo ni para cumplir. El pobre hombre se iba a tirar semanas enteras sin pegar la hebra, porque la asistenta es más buena que el pan, pero parece muda.

– ¿Y… y no tiene tu abuelo algún amigo?

– ¿A los ochenta y ocho años? Cecilia, querida, lo malo de llegar a esas edades es que te vas dejando a todo el mundo por el camino. El último contemporáneo que le queda a Silvio está en una residencia de ancianos con un alzheimer de libro. Su hermano murió con el cambio de siglo, y eso que era bastante más joven que él…

– Entendido. ¿Cuándo se marchan tus padres?

– Tienen plaza en un vuelo que sale mañana por la tarde. Y te diré que, con todos los preparativos, mi madre está bordeando el ataque de nervios. El otro día me preguntó si era posible que se repitiese lo de las torres gemelas, y ahora tiene miedo a que la confundan con una terrorista en el aeropuerto. El caso es perder la cabeza cada dos por tres.

Elena nunca ha demostrado demasiada misericordia con su madre. Es verdad que Carmina no resulta lo que se dice una persona templada… pero ahora le sobran motivos para estar fuera de sí. Su esposo se ha puesto enfermo, va a enfrentarse a una ciudad desconocida y a un entorno que puede ser hostil, y deja atrás a un padre anciano con la conciencia de estar abandonándolo a su suerte. La pobre tiene todo el derecho del mundo a ponerse histérica y a soñar con ataques suicidas y cacheos policiales. Mientras escuchaba las quejas de Elena, no podía dejar de imaginarme las calles de Manhattan y la elegante casa de Grammercy Park que Peter había comprado después de crear durante años incontables bellezas artificiales. Nuestra vivienda vale cinco mil narices, decía Elena entre risas. Mi amiga trabaja como traductora en la sede de Naciones Unidas. Tienen dos niños pequeños, Alexander y Eliza, más un hijo de un anterior matrimonio de Peter que ahora vive con ellos. La última vez que estuve en Nueva York pude conocer a aquel quinceañero desgarbado y triste, que andaba por los pasillos como un alma en pena, consciente de su poco envidiable posición. Creo que se sabía un estorbo. Un adolescente en una casa donde hay dos críos hijos de una madre distinta a la propia se convierte automáticamente en la nota discordante de la fiesta, en la pieza que sobra en ese perfecto rompecabezas de una pareja exitosa y rica con dos hijos guapos y bien educados que vive en una casa soberbia donde estoy segura de que en alguna ocasión debió de tomar café el mismísimo Henry James. Ahora, esa casa de tres plantas, esa casa que tiene incluso un invernadero y un pequeño jardín sombrío en la parte de atrás (un lujo asiático en el corazón de Manhattan) va a dar cobijo también a los padres de Elena. Me pregunto qué dirá Aidan, el hijo de Peter, cuando los vea aparecer. Quizá la presencia de los nuevos inquilinos le haga sentirse aún más agredido en su ya limitada intimidad. Quizá, por el contrario, la llegada de una pareja con sus propios y graves problemas a cuestas servirá para dulcificar su condición de miembro postizo de una familia feliz.

– ¿Tienes la dirección de mis padres? Apunta… te daré también el teléfono por si acaso. Si llamas te contestará Lucinda, la asistenta.

Anoté los datos que me daba Elena. La casa en cuestión estaba relativamente cerca de la mía. Había tenido suerte: el ancianito a quien iba a vigilar podía estar viviendo en Chamartín, en la Moraleja o en algún pueblo de la sierra, e igualmente hubiera aceptado el encargo de Elena, que después de diez años de amistad me ha dado muchas más cosas de las que me ha pedido.

– No hace falta que te diga…

– No, no hace falta en absoluto. -De ninguna forma quería que Elena se dilatase en una serie interminable de agradecimientos. Además, nunca sé qué contestar cuando me dan las gracias.

– Vale, cambio de tercio. ¿Cómo va todo? ¿Qué tal está Miguel?

Vaya. Habíamos llegado a esa parte de la conversación que deseaba soslayar con todas mis fuerzas. Debería haber dejado que Elena se arrojase a mis pies para demostrarme su gratitud infinita. Cualquier cosa antes de tener que hablar de algo en lo que ni siquiera quería pensar. Al menos, no de momento. Por fortuna, la providencia y la pequeña Eliza vinieron en mi ayuda desde el otro lado del Atlántico.

– Pero ¿qué demonios hace esta niña? -Era evidente que Elena acababa de perder el hilo de la conversación.

– ¿Qué pasa?

– Eliza, que se está embadurnando la cara con un lápiz de ojos… oh, no, demonios, es un rotulador… un rotulador negro… ¿de dónde lo habrá sacado? ¡Eliza! We are going to have problems…! Stop to do that!

– ¿Ahora les hablas en inglés?

– Sólo cuando me cabreo con ellos. Así saben que las cosas se están poniendo feas de verdad. ¡Eliza! I'm telling you not to do it! I'm telling you…!

Apostaría a que a Eliza le daba exactamente igual lo que le estuviera diciendo su madre y el idioma que empleara para hacerlo.

– Me parece que a la niña le impresiona muy poco lo del inglés.

– Ya verás cuando tengas hijos…

Elena no lo sabe, pero esa frase empieza a parecerme una especie de broma cruel y no una amenaza cariñosa de boca de una madre desbordada. Cuando tengas hijos… Ya. En fin, los hados se habían puesto de mi parte, así que aproveché la ocasión para cortar.

– Te dejo con tu hija bilingüe. Da un abrazo a Peter de mi parte.

– Cecilia, mil gracias otra vez.

Pero yo ya no escuchaba la voz de Elena ni las protestas de la adorable Eliza, que tiene cuatro años, los cabellos rubios y me llama «aunt Ce». Había vuelto a colocar la foto en la estantería, y allí la miré una vez más, deseando que el tiempo y la vida estuviesen hechos de un material reversible para poder regresar a aquel día, hace más de tres años, cuando mi hermana se casó y cayó una tormenta que no nos impidió prolongar la fiesta de la boda hasta un espléndido amanecer de agosto. Yo estrenaba un vestido largo de gasa. Mi madre se había comprado un traje a juego con unos zapatos de color milagrosamente idéntico al de la falda. Mi padre y mi hermano alquilaron sus chaqués (después de abortar el intento de mi padre de usar el de su propia boda) y llevaban las camisas blancas planchadas de forma impecable. Nuestros amigos llegaron desde todos los rincones para estar con nosotros. Tíos, primos, sobrinos y ahijados prepararon cestos llenos de arroz y de pétalos de flores para arrojar a la pareja, y algunos ni siquiera durmieron la noche anterior al acontecimiento, que era para todos irrepetible y especial. Fue uno de los días más felices de una vida, la nuestra, extremadamente feliz.

Por eso, la noticia de que mi madre estaba enferma supuso para mí un mazazo, pero no una sorpresa. Llevaba años esperando que ocurriese algo capaz de equilibrar la balanza de nuestra existencia dichosa. A diferencia de los demás (mi padre, por ejemplo, siempre creyó que nuestra familia había encontrado una fórmula mágica para ponerse a salvo de los vientos de la desgracia), yo tenía la sospecha de que el destino estaba preparándonos una jugada que viniese a romper aquel envidiable equilibrio. La enfermedad de mi madre y su muerte posterior fue la mejor forma de desarbolarnos, de dejar a cada uno de nosotros completamente desamparado, inerme, desnudo y sin protección alguna ante los tiempos por venir. A veces, mirando la foto, se me pasa por la cabeza la sombra de un reproche a la suerte, que tan cruelmente había acabado por cobrarse la factura de nuestra placidez vital, pero aquella tarde preferí no enredarme en reivindicaciones a los dioses y echar mano de un estoicismo que iba y venía para ayudarme, imagino, a sobrellevar la situación sin recurrir a milagros químicos recomendados por media docena de amigas (incluida la propia Elena) que parecen tener una fe ilimitada en los antidepresivos. Pero yo nunca he estado deprimida. Sólo condenadamente triste.

En un alarde de responsabilidad (y también para hacer algo distinto a mirar y remirar el retrato de bodas) pasé a la agenda la dirección de los padres de Elena: había anotado los datos en un trozo de papel de periódico que, con toda seguridad, acabaría perdiendo. Era un piso de la calle Velázquez. Podría ir en metro desde mi casa con sólo hacer un transbordo. ¿Cómo me dijo Elena que se llamaba su abuelo? ¿Silvio? Debí haberle preguntado algunas cosas acerca de él. Ahora sólo sé que tiene ochenta y ocho años y artritis. Estupendo. Podría telefonear a mi amiga, que ya habrá terminado de limpiar de tinta la carita de Eliza y pedirle que me hablara un poco de su abuelo para no tener la sensación de estar a punto de enfrentarme a algo completamente desconocido. Pero sabía que si llamaba a Elena, volvería a preguntarme por Miguel. Y esta vez no resultaría tan fácil el salirme por la tangente para no dar explicaciones. Se llama Silvio, es viejo y tiene los huesos hechos polvo. Con eso basta.

En honor a la verdad, es muy poco lo que sé de la gente anciana. En mi familia no hay viejos. Todos mis abuelos murieron antes de llegar a la edad provecta, y jamás tuve relación con parientes de más de setenta años. Pero lo cierto es que las personas mayores despiertan en mí ciertos rescoldos de ternura. Al verlos por la calle, en el autobús, en el metro, apoyados a veces en un bastón imprescindible, tantaleando para acercarse a un asiento cedido por alguien con buena educación, siento el deseo de protegerles, pero también una rara curiosidad: me gustaría entender en qué consiste la vejez, cómo se enfrenta con más o menos dignidad una etapa vital que casi todo el mundo considera indeseable, con qué material se construye el día a día cuando sabemos que el tiempo se agota y hay que buscar hasta debajo de las piedras algún motivo para seguir viviendo. Por eso pensé que las jornadas junto al abuelo de Elena podían significar una oportunidad de oro para conocer de primera mano el milagro de la senectud… y, tal vez, la ocasión de averiguar que mi pretendida gerontofilia es producto de la pura ignorancia.

Desconozco los misterios que rodean a la vejez, pero he prometido hacer compañía a un ancianito durante un período de tiempo indeterminado. Pueden ser días o semanas. Quizá sean meses, no lo sé. ¿Hasta qué punto me resultaba engorroso el encargo de Elena? No podía calibrarlo, al menos de momento. Supongo que muchas personas se subirían por las paredes ante la perspectiva de ocuparse de un octogenario, y sin embargo aceptarían encantadas el cuidar de una mascota. Recuerdo que una vez, hace un par de años, un amigo me pidió que vigilase a su gato durante unas vacaciones y tuve que pasar por su apartamento dos veces por semana para dar de comer y de beber a aquel ejemplar esmirriado y pretendidamente elegante que se movía de forma sinuosa y me miraba desde una esquina con una sombra de amenaza en sus falsos ojos líquidos. Había cumplido aquel encargo de muy mala gana y sólo porque no había sido capaz de inventar una excusa convincente para eludirlo. Sin embargo, nunca buscaría excusas para rechazar la petición de Elena, mi querida Elena, que vive en Nueva York, a un mundo de distancia, y a la que siento prodigiosamente cerca. En cuanto a su abuelo, era de esperar que se tratase de un vejete cascarrabias con algunos desvaríos seniles y toda una legión de manías más o menos respetables. Lo normal. Habrá que verme a mí cuando sea vieja, si ya ahora, antes de cumplir los cuarenta, puedo resultar francamente insoportable incluso cuando no me lo propongo.

Tengo mal genio y poca paciencia. Creo que sólo se me dulcificó el carácter durante los últimos meses de la enfermedad de mi madre, cuando mi amor por ella se adueñó de todo y me ayudó a soportar aquellos días infames en los cuales fui incapaz de pensar en mí: sólo pensaba en su dolor, en su humillación al verse impedida, en su desamparo, en su miedo y entonces pude desembarazarme de mí misma y entregarme en cuerpo y alma a la persona que más me ha querido. Recuerdo que pensé en ello el mismo día de su muerte: nadie volverá a quererme así. La idea me lastimó tanto que fui incapaz de llorar, como aquella vez que, siendo muy pequeña, me partí un brazo jugando con mi hermana. La intensidad del dolor era tan grande que me impedía gritar, a pesar de lo mucho que me hubiese aliviado soltar un buen alarido. Lloré muy poco cuando murió mi madre. Tenía el alma demasiado herida como para dejar que se desbarrancara en lágrimas.


No fui a ver a Silvio hasta cinco días después. Tenía que terminar un trabajo, y luego me llamaron de la editorial para hacerme un encargo urgente, así que estuve más ocupada de lo que había previsto. Cuando entré por primera vez en casa de los padres de Elena lo hice con un vago sentimiento de culpa por haber dejado pasar demasiados días sin aparecer por allí. Claro que Elena tampoco había propuesto ninguna pauta para mis visitas… De hecho, había dicho «de vez en cuando». ¿Qué significa eso? ¿Una vez a la semana, un día sí y otro no, cuando no tengas otra cosa que hacer, en el preciso instante que te dé la real gana?

Fue Lucinda quien me abrió la puerta. La madre de Elena debía de haberla avisado de mi posible aparición, pues me identificó enseguida.

– ¿La señorita Cecilia?

Tenía un fuerte acento andino y la piel oscura. Ya había cumplido los cincuenta años y parecía de una timidez enfermiza, porque ni siquiera era capaz de mirarme mientras se ofrecía a hacerse cargo de mi chaqueta y a preparar un café.

– O un refresquito, o un té caliente…

– No, gracias, Lucinda… sólo he venido a ver a Silvio.

Sin levantar los ojos del suelo, Lucinda me hizo una señal para que la siguiera.

– El señor acaba de despertarse de la siesta. A esta hora está siempre en la salita. Ahí le tiene.

Y desapareció como un fantasma, dejándome a espaldas de un anciano que se suponía solo en la habitación. Silvio se sentaba en un butacón de aspecto anticuado, y miraba a la calle con los ojos perdidos en sabe Dios qué. Maldije a Lucinda por haberse esfumado sin hacer las presentaciones. No se me ocurría cómo advertir al abuelo de mi presencia en la sala, y me quedé así un buen rato, callada, observando el perfil de Silvio, que era de una envidiable pureza. Tenía la piel clara y motejada de las manchas propias de la edad, las cejas anchas y el recuerdo de lo que debió de ser en tiempos un cabello brillante y espeso. La barbilla era firme, la nariz no muy grande y su expresión al mirar por la ventana le convertía en un ser de aspecto extraordinariamente pacífico. Un personaje que ni pintado para hacer el anuncio de un plan de pensiones. En eso estaba pensando cuando, bruscamente, Silvio se dio la vuelta y me descubrió al fondo de la sala.

– ¿Lucinda?

– No soy Lucinda. Soy Cecilia…

Carraspeó y se puso de pie sin dejar que diese otra explicación.

– Mis hijos me dijeron que vendría alguien. Bueno, pues pase usted. Acérquese, vamos. No creerá que la voy a morder.

Al aproximarme a él recordé un momento de la infancia: mi primer día en un colegio nuevo, cuando la profesora me pidió que escribiese mi nombre en el encerado, y yo lo hice luchando contra unos deseos irrefrenables de echarme a llorar. Silvio me había tendido la mano, y descubrí entonces a un anciano alto y esbelto con aspecto de patricio, que me miraba con cierta ferocidad por debajo de las cejas grises luciendo una expresión que podría calificarse de adusta. De golpe, Silvio dejó de parecerme un viejecito rebosante de serena dulzura para convertirse en un personaje atrabiliario del que de buena gana hubiera huido sin dar explicaciones, igual que treinta años atrás había querido escapar de aquella clase llena de niñas desconocidas que me escrutaban mientras, con lento esfuerzo, dibujaba mi nombre en la pizarra con un trozo de tiza.

– Siéntese, haga el favor -dijo, y volvió a su sillón. La aspereza de su tono de voz me molestó profundamente-. Bueno, empecemos cuanto antes, ¿le parece bien? Para desayunar, tomé un café y tres galletas. El café poco cargado, no se preocupe. Luego leí el periódico y me di un paseo. Por el barrio y esperando el disco verde para cruzar los semáforos. Comí a las dos en punto, un caldo de pollo y una menestra de verduras sin sal para cuidar la tensión. Me he tomado todas las pastillas y no me ha dolido nada en lo que llevamos de día. De momento, no hay mucho más que contar. ¿Alguna pregunta?

– No… supongo que no.

Pero bueno, ¿a qué venía semejante discurso? Nos quedamos callados, Silvio mirando al suelo enfurruñado y yo mirándole a él. ¿Qué se supone que debería hacer ahora? ¿Marcharme y volver otro día? ¿Regresar a casa, llamar a Elena y decirle que su abuelo no tenía la menor intención de colaborar en la tarea que me habían asignado? Estaba tan desorientada que ni siquiera me di cuenta de que a Silvio le pasaba lo mismo que a mí: estaba tratando de ubicarme y de ubicarse a sí mismo en aquella situación. Tras unos diez minutos de un silencio que empezaba a parecerme enloquecedor, el abuelo de Elena se dirigió a mí sin variar su gesto hosco.

– Espero que, por lo menos, le paguen a usted bien.

De modo que era eso: Silvio pensaba que era una acompañante de esas que se contratan para entretener a los viejos, reírles las gracias y escuchar batallitas sin decir ni mu.

– Ni bien ni mal. No me pagan nada.

– ¿Es usted monja?

Eso sí que tenía gracia. Silvio me miró de arriba abajo para descubrir, desconcertado, mis botas de tacón, la americana de cuero y los pantalones vaqueros que no podían casar muy bien con la indumentaria de una religiosa.

– ¿Tengo pinta de hermanita de la caridad? En cualquier caso, le aseguro que, con mis antecedentes, ninguna orden me admitiría entre sus filas.

– Pues de una de esas cosas modernas, una oenegé…

– Frío, frío. Soy una amiga de su nieta. Lo crea o no, estoy aquí porque quiero, sin cobrar un céntimo y sin esperar bendiciones apostólicas. Menudo negocio, ¿verdad?

En ese momento me pareció que Silvio se relajaba. Incluso cambió de postura para arrellanarse en el sillón.

– ¿Cómo me dijo usted que se llamaba?

– Cecilia.

– Es bonito… Mire, Cecilia, no quiero que me interprete mal… es que no necesito que nadie me cuide. A saber qué le habrá dicho Elenita. O la loca de mi hija, que está como un cencerro.

– Ellas no…

– Por favor, que las conozco desde hace años. Sobre todo a Carmina, que habla de mí como de un pobre tarado. Pues, señorita, de la cabeza estoy bastante mejor que ella, así que puedo apañármelas solo. La casa la lleva Lucinda, de modo que no hay peligro de que me deje abierta la llave del gas ni de que se me olvide en el fuego el cazo de la leche. Y como no soy idiota, puedo llamar al médico si me encuentro mal o a los bomberos si empieza a arder el edificio.

– Ya veo…

– Y además, estoy como un roble. Pasa el invierno y no cojo ni un triste catarro. De hecho, mi nieta pretendía que me fuese a Nueva York con toda la familia. ¿Cree de verdad que hubiese insistido tanto si pensase que estoy hecho un carcamal?

– ¿Por qué no quiso ir? La ciudad le habría gustado…

– Pues porque hubiese sido un incordio. Por muy bien que me encuentre, los años no me los quita nadie. Tengo buena salud, pero al moverme resulto bastante torpe. Además, ya conozco Nueva York…

– ¿En serio? Elena no me dijo…

– Elena no lo sabe. Fue hace mucho tiempo y nunca le he hablado de eso.

Por primera vez consideré la posibilidad de que Silvio chocheara. Sin embargo, la mirada del anciano parecía extremadamente lúcida. No, no estaba loco. Quizá se le iba un poco la cabeza y confundía las cosas. Ahora sonreía. Tenía una sonrisa luminosa, espléndida, envidiable. Me di cuenta de que se parecía un poco al Gregory Peck anciano que tuve ocasión de saludar fugazmente a su paso por el festival de San Sebastián.

– Bueno, a ver ¿qué le pidieron que hiciera? -preguntó por fin.

– Nada del otro mundo. Sólo tengo que pasarme por aquí de vez en cuando, hablar con usted y asegurarme de que todo está en orden…

– Vamos, comprobar que no me estoy volviendo majara y que no hago nada raro, como intentar salir a la calle desnudo o con los calzones en la cabeza. Y, además, darme palique para que no me deprima y empiece a pensar que estaría mejor en una residencia.

El hielo estaba roto.

– Veo que lo entiende perfectamente. Y como ya me he comprometido con Elena a venir por aquí, no puedo dejar de hacerlo por muy difícil que me lo ponga.

Silvio se pasó las manos por los ojos.

– Menudo muerto le ha caído encima… cuidar a un viejo de mal genio que encima la ha recibido a usted sacando las uñas… Discúlpeme. Antes tenía mejor carácter, pero supongo que el tiempo también se ha ocupado de echarlo a perder.

Meneó la cabeza, disgustado. Me pareció que acababa de ponerse encima unos cuantos años.

– Puede usted volver cuando quiera -me dijo al fin-. Lo que no quiero es que lo tome como una obligación. ¿De acuerdo? Casi siempre estoy en casa. Sólo salgo por las mañanas a dar un paseíto por el barrio…

– Sin saltarse los semáforos…

– Eso. Los lunes y los jueves no paseo, porque viene el fisioterapeuta y ya se ocupa él de dejarme molido. No sabe lo bruto que es. Carmina dice que los ejercicios me vienen bien para la artritis, pero yo no lo acabo de ver. Por las tardes, leo o hago crucigramas. Comprenderá que me parece estupendo que alguien me dé conversación. Lucinda no tiene mucha labia, que digamos, y el fisio sólo me habla para pedir que no me queje cuando me hace daño.

– Así que tengo poca competencia…

– Con esos dos, ninguna.

– Muy bien. Vendré una o dos tardes a la semana, si le parece. De todos modos, me gustaría dejarle mi teléfono por si le hace falta algo…

Silvio me detuvo con su mano cuando iba a buscar en el bolso un boli y un papel.

– De verdad, señorita, no necesito nada. Lucinda no dice dos palabras seguidas, pero la casa la lleva muy bien. A mí me basta con poder charlar con alguien. Es que cuando uno se hace viejo, todo el mundo deja de contarle cosas. No sé si es que la gente cree que no nos enteramos. Como mi hija. En vez de explicar que una amiga de Elena iba a hacerme algunas visitas, ¿qué cree que fue lo que me dijo?: «Papá, cuando estemos fuera va a venir a vigilarte una señorita muy simpática.» ¿Le extraña que me enfade? Pensaba que me habían puesto una niñera. A mí, que estuve en la guerra…

La verdad es que Silvio tenía derecho a disgustarse. Carmina no se había molestado lo más mínimo en darle detalles de la situación. Quizá sea ése uno de los principales problemas a la hora de vivir con ancianos: la cochina manía de tratarles como a niños pequeños. Pasa lo mismo con los enfermos en los hospitales. Se me ponen los pelos de punta cuando escucho a una enfermera hablando a un recién operado como si estuviera dirigiéndose a un oligofrénico.

– Mi hija piensa que estoy senil. -Silvio parecía haberme leído el pensamiento-. En fin, qué le vamos a hacer. ¿Sabe una cosa? Me alegro de que haya venido. De verdad. Si hubiera sabido desde el principio que es usted una amiga de Elena… Por cierto, ¿tiene fotos?

¿Fotos? ¿El abuelo de Elena me estaba pidiendo una foto mía? De inmediato pensé que quizá Silvio «sí» estuviese un poco gaga, después de todo. Ochenta y ocho son muchos años para cualquier cosa, sobre todo para conservar las neuronas en su sitio.

– Pues… me hice unas de carnet hace…

Silvio se echó a reír.

– No, hija, no. Fotos de su familia, de sus amigos. Son muy buenas para recordar. Yo tengo un montón de fotos. Las miro de vez en cuando, para refrescar la memoria. Claro que a usted esas cosas no le harán falta. ¿Cuántos años tiene?

– Treinta y cinco. Dos menos que Elena.

– Elena… cuando era pequeña le encantaba estar conmigo. Ahora casi no la veo, ni a ella ni a los dos chiquillos.

No supe qué decir a eso. Supongo que es la eterna canción de la gente mayor, a la que siempre parecen pocas las visitas de las personas queridas.

– El viaje desde Nueva York es complicado con dos niños tan pequeños. -Era una disculpa bastante buena.

– Ya lo sé. Además, soy el menos indicado para hablar de esas cosas. Cuando tenía vuestra edad, pasé años sin ver a mis padres. Claro que tenía mis motivos, pero… en fin, cada cual sabe lo suyo. ¿Conoce a Eliza y a Alexander?

Silvio había pronunciado los nombres de los pequeños con la corrección de un miembro de la cámara de los lores, pero no me pareció oportuno dar muestras de sorpresa ante su dicción impecable.

– Claro. Son unos niños preciosos…

– Yo estuve con ellos el año pasado, cuando vinieron de vacaciones. Eliza se durmió en mis rodillas. Llevaba un vestido rosa y parecía una muñeca.

Pensando en sus bisnietos, Silvio había perdido definitivamente el aspecto feroz que casi me había atemorizado unos minutos antes. Ya no era un anciano encolerizado, sino un abuelito nostálgico que recordaba a una niña dormida en su regazo. Me pregunto qué sensación se debe experimentar cuando tienes en brazos a los hijos de los hijos de tus hijos. Como tantas otras cosas, eso es algo que voy a perderme. Quizá algún día le pida a Silvio que me cuente qué pensó al ver por vez primera a sus dos bisnietos, pero desde luego no en aquella visita, que de todos modos había resultado ya suficientemente rara.

– Permiso, señor…

Lucinda, que sabía caminar sin hacer ruido, se acercaba a nosotros con una bandeja donde había un servicio de té y una rebanada de bizcocho. Colocó la merienda en una mesa auxiliar. Era fácil darse cuenta de que todo obedecía a un ritual bien establecido, a la rutina que sirve de andamiaje a los días de aquellos que no tienen nada que hacer excepto dejar que pase el tiempo. Lucinda sirvió una sola taza de té, y Silvio se dio cuenta de que mi presencia obligaba a alterar las costumbres de la casa.

– ¿Y qué pasa con esta señorita, Lucinda? ¿La vamos a tener de secano?

– ¿Cómo dice? -La asistenta se puso tan colorada que me dio pena.

– Pues que habrá que traer otra taza para ella. Y más bizcocho.

– No se preocupe, Lucinda -intervine antes de que la buena mujer cayese fulminada por el sofoco-. Yo tengo que marcharme. Silvio, le veré dentro de unos días.

El abuelo de Elena se levantó para estrecharme la mano. Así, de pie, intentando mantenerse erguido, tensando adrede los músculos del cuello, parecía un viejo senador romano preparado para iniciar la defensa de alguna causa perdida.

– Hasta la próxima tarde.

Hizo una leve inclinación que se me antojó majestuosa.

– Lucinda, acompañe usted a la señorita Cecilia.

No volvió a sentarse hasta que me marché. Ya en la puerta del salón, me volví para mirarle por última vez. Desde allí, protegido por las primeras sombras de la tarde que difuminaban sus rasgos y sólo dejaban entrever su figura imponente, Silvio no parecía el abuelo de nadie, ni tampoco un hombre corriente. De pronto, la inminencia de futuras visitas a aquella casa había cobrado un cierto matiz de aventura.


Era casi de noche cuando salí a la calle. Septiembre estaba a punto de terminar, y los días que iban acortándose provocaban en mí una leve melancolía. Habían empezado a encenderse las farolas, y la calle estaba llena de gente que apuraba los últimos coletazos del verano o hacía las primeras compras de otoño en los grandes almacenes. El tráfico, como siempre, era terrible, pero para mí el ruido de los claxons, los frenazos repentinos y las sirenas de los coches de policía eran una parte más de la banda sonora de la urbe. Había llegado a disfrutar de ese caos como otras personas disfrutan de la paz del campo. Cuando vivía en Oxford, con su silencio secular que sólo rompen los timbres de las bicicletas o el tañido de las campanas de los colegios, añoraba extrañamente el jaleo de Madrid, incluidos los embotellamientos, las alarmas y los bocinazos, que tienen en mí un misterioso efecto galvanizador y me sirven para recordar a diario que he elegido libremente el vivir aquí, en esta ciudad desmadrada y endurecida, donde no existen el orden ni el concierto. Madrid, irredenta, carísima, inhumana, absurda, sucia, voraz, ajena o propia, salvaje o cívica, como aquella vez que unos trenes saltaron por los aires y en cuestión de minutos este monstruo se organizó para convertirse en un gigantesco vivero de eficacia y buenas voluntades, y los camiones de la Cruz Roja se llevaban por centenares las bolsas de sangre nueva mientras cuatro millones de personas lloraban, encorajinadas, la sangre derramada de las víctimas y el dolor de cientos de seres a los que no conocían. Aquel día maldito aprendí que esta ciudad, mi ciudad, está llena de gente dispuesta a llorar las lágrimas de otros, y encontré un nuevo motivo para amarla a mi manera. Regresé a casa en taxi. Llevo cuatro años viviendo en un segundo piso sin ascensor en una zona de Lavapiés que puede calificarse de privilegiada: mi calle es casi una isla pacífica en un barrio que en los últimos años se ha ganado un hueco en las páginas de sucesos y en la cabecera de «Sucedió en Madrid». Aquí casi nunca pasa nada verdaderamente grave. De vez en cuando hay alguna pelea más o menos violenta entre chinos y magrebíes (generalmente provocada por los segundos: los chinos prefieren matarse discretamente entre ellos) y atracos sin consecuencias, así como sustracciones limpias y tirones de bolso de los de toda la vida. Lo de los móviles arrancados de un zarpazo empieza a perder vigencia, pues ha habido tantos robos en esas condiciones que ya nadie se aventura a pasearse por el barrio con el telefonillo pegado a la oreja: si alguien recibe una llamada se mete en la tienda más cercana o en un portal abierto, o espera a llegar a casa para atenderla sin sobresaltos. El metro es territorio acotado por los grafiteros, que han demostrado tener tan malas pulgas como vocación artística propinando un par de palizas a los vigilantes de la estación. Las violaciones no son frecuentes. Los asesinatos, tampoco (al menos en esta zona concreta; un par de calles más abajo las cosas están algo más feas) y los únicos delincuentes habituales de todo el barrio son unos cuantos carteristas, varios traficantes de poca monta que entran y salen de los calabozos con enternecedora naturalidad y una familia de trileros que hace su agosto con los turistas de la Gran Vía. Luego están los del taller clandestino que hay en los bajos del todo a un euro, pero eso es harina de otro costal, igual que el sospechoso y constante cambio de camareros del restaurante chino y el trasiego del piso en el que viven media docena de chicas de cabellos rubios y gesto hastiado, que van siempre pintadas como puertas y lucen en los ojos un ademán desafiante como anticipándose a cualquier reproche. Quizá nunca llegarán a entender que en este barrio son muchos los que tienen algún motivo para sentirse despreciados o merecedores de determinada admonición. Y, en contra de lo que ellas piensan, unas cuantas putas bielorrusas no llaman la atención de nadie.

A mi madre no le gustaba mi casa, pero nunca me lo dijo. Hacía tiempo que había decidido no interferir en las vidas de sus hijos, y eso suponía aplaudir cualquier decisión que pudiéramos tomar, desde la elección de la pareja a la compra de un piso en un barrio conflictivo. La primera vez que visitó la casa (para lo cual hubo que apartar gentilmente a tres moritos que esnifaban pegamento sentados en el escalón de la entrada) se limitó a señalar los aspectos positivos de la vivienda: su amplitud, la luminosidad extrema del salón y los dos dormitorios y el tamaño de la cocina. No dijo nada de los desconchones de las paredes, del suelo irregular ni del ejército de cucarachas que salían de los desagües del cuarto de baño. Tampoco pareció darse cuenta de la sospechosa catadura de los vecinos, y si lo hizo no emitió ningún comentario al respecto. Si su hija mayor había comprado aquella casa tan poco apetecible, por algo sería, así que se limitó a ayudarme a hacer una limpieza a fondo, a elegir un color apropiado para las paredes (al final nos decidimos por un tono que el pintor calificó como «gardenia», aunque ambas pensamos que era el blanco roto de toda la vida) y a colocar una greca de flores en la pared del recibidor. Eso fue antes de que enfermara, claro. Había que verla cuando estaba sana, subiendo y bajando, haciendo media docena de cosas a la vez, dando una puntada aquí y un brochazo de cola allá, cosiendo cortinas, arreglando enchufes, sacando un cable de la lámpara y vigilando al mismo tiempo el punto de un potaje, y siempre sin cansarse. Por eso, en sus últimos tiempos fue más terrible ver a mi madre reducida a la inmovilidad de una silla de ruedas, convertida en una sombra de lo que había sido durante tantos años. Recuerdo que un día, cuando le quedaban sólo unas cuantas semanas de vida, le pedí que me arreglase el cuello de una camisa. Lo cierto es que no necesitaba en absoluto que lo hiciera, pero era una forma de engañarla -y de engañarme- jugando a que nada había cambiado y que mi madre seguía conservando algo de su habilidad extraordinaria y su energía proverbial. Cuando descubrí la labor a medio hacer, con el cuello descosido y arrugada de cualquier manera en la esquina del sofá, me eché a llorar. Mi camisa abandonada era una prueba más de que todo estaba perdido.

El teléfono empezó a sonar en el mismo instante que entré en casa. Lo cogí al vuelo, y escuché la voz de mi hermana, que quería saber detalles de mi encuentro con Silvio.

– ¿Qué tal tu primer día con el abuelito?

– Mejor de lo que pensaba. Es un tipo curioso. Se parece a Gregory Peck.

– ¿En Matar a un ruiseñor?

Siempre era una delicia imaginar fugazmente al inolvidable Atticus Finch.

– No, más bien en Gringo Viejo. Va camino de los noventa, aunque se conserva perfectamente. Y de la cabeza parece estar mejor que yo.

– Qué bien. -La voz de mi hermana estaba indicando la inminencia de un cambio de tema-. Por cierto, me ha llamado Miguel.

Por favor…

– ¿Y por qué te llama a ti?

– A lo mejor porque tú no le coges el teléfono. Deja de hacer el tonto, Cecilia. Tendrás que hablar con él algún día ¿no?

Algún día, algún día. Pues claro que sí. Hace siglos que repito esas dos palabras mágicas: algún día empezaré a hacer deporte, me mudaré algún día, buscaré un trabajo fijo algún día, me casaré algún día, tendré hijos algún día. Ése ha sido mi problema: que llevo media vida en la víspera de grandes acontecimientos. Tengo treinta y cinco años y sigo sin nómina, sin actividad deportiva, sin marido y sin hijos, y viviendo en un piso sin ascensor en un barrio inseguro. Así que si he podido aplazar algunas cosas verdaderamente importantes hasta mandarlas al limbo, ¿de verdad cree mi hermana que voy a tener prisa en hablar con Miguel? Pues eso, algún día.

– ¿No quieres saber lo que me ha dicho? -Mi hermana, erre que erre.

– No.

– Bueno, da igual, te lo voy a contar de todas formas. Dice que no entiende qué es lo que te pasa. Y ¿sabes lo peor, Cecilia? Que yo, que soy tu hermana, tampoco lo entiendo muy bien, así que me gustaría que descendieses de tu mundo particular y tuvieses la bondad de explicarnos a todos de qué va esta historia…

Silencio al otro lado del hilo. Escuchando el rapapolvo de Lidia había recordado -otra vez- a mi madre. Ella nunca intentaba entender los comportamientos de la gente, quizá porque intuía que hay cosas que queremos que nadie comprenda, cosas que pertenecen al territorio sagrado de esas decisiones que ni siquiera nosotros mismos sabemos por qué tomamos. Mi madre jamás preguntaba por qué. Aceptaba. Justificaba. Llegado el caso, y si era posible, disculpaba incluso. Pero lo que no hacía era juzgar. En ese momento la necesité a mi lado, como tantas veces, pero no estaba. Ya no estaría nunca más. Al pensarlo, dos lágrimas enormes me rodaron por la mejilla, y una cayó directamente en el auricular del teléfono, que se la tragó produciendo un ruido extraño.

– Ceci… ¿estás ahí?

Lidia, mi hermana, tan parecida a mamá que sólo le quedaban unos cuantos años de aprendizaje para volverse exactamente igual a ella. Ahora que nuestra madre se había marchado, iba a faltarle un guía, un maestro en el arte intrincado de la bondad, de la generosidad, de la entrega. Lidia pasaría mucho tiempo aún preguntando por qué, pidiendo explicaciones, intentando entender.

– Lidia, vamos a dejarlo. No me apetece hablar de eso ahora. Te lo pido por favor.

Pude escuchar el suspiro resignado de mi hermana seguido de su característico chasquido de la lengua entre los dientes.

– Bueno, allá tú. Pero te advierto que esto no se queda así. ¿Comemos juntas mañana? Mi suegra va a venir a ver a la niña y puede quedarse con ella a mediodía.

Le dije que sí. Antes, Lidia y yo comíamos juntas casi todos los días, pero llegó el bebé y esas y otras rutinas apetecibles quedaron aparcadas. La vida de Lidia dejó de pertenecerle por completo para depender a tiempo total de un ser indefenso que se había convertido en epicentro de todas las cosas. Cuando nuestra madre murió, envidié intensamente la condición maternal de mi hermana. Ahora que no podía llamar madre a nadie, alguien la llamaba madre a ella. Era un raro consuelo que a mí me estaba vedado, igual que a Lidia las cenas, las copas a medianoche y los almuerzos en restaurantes.

Cené una ensalada mientras veía la televisión y trabajé un poco antes de acostarme. En la editorial acababan de encargarme una serie de ilustraciones para una colección adaptada de clásicos infantiles. Tenía que dibujar a Cenicienta junto a la madrastra y las hermanas malvadas, a la Bella Durmiente del Bosque con el correspondiente príncipe azul, a Hánsel, Gretel y la casita de Chocolate… la verdad es que me sorprende que esas historias continúen editándose, pero sospecho que su mercado principal no son los niños (que dedican a Harry Potter todo el tiempo libre que les deja la televisión y la videoconsola) sino un puñado de adultos nostálgicos que necesitan avivar con historias como éstas los rescoldos de una época perdida.

Dibujé durante dos horas, recordando una vez más lo afortunada que soy al poder distribuir a mi antojo una jornada laboral. Gracias a mi privilegiada situación pude cuidar de mi madre en los últimos meses de su enfermedad. Entonces estaba trabajando en las ilustraciones de una enciclopedia infantil de mitología. Era un trabajo precioso, en el que encontré un cierto refugio para mi desdicha y del que hubiera disfrutado más si mis circunstancias personales no hubiesen sido tan tristes, si cuando dibujaba a Afrodita, a Ceres o a Poseidón no hubiese estado pensando en cómo se encontraría mi madre, a sabiendas de que la respuesta a mi pregunta era «mal», «muy mal» o «regular», en el mejor de los casos. Mi hermana cuidaba de mamá por las mañanas, mientras yo dibujaba faunos, y ninfas, y furias, y harpías, y sirenas de cabello verde dispuestas a arruinar las vidas de los navegantes incautos. A eso de las tres de la tarde yo tomaba el relevo cuando Lidia se iba al trabajo, y algunas veces me llevaba las carpetas con los dibujos para intentar, no siempre con éxito, reclamar la atención de mi madre con los bocetos terminados. Ella miraba aquellos diseños con una sonrisa triste, a veces distraída y siempre melancólica. Ahora sé que estaba pensando en que nunca llegaría a ver impreso aquel trabajo, como había visto, orgullosa, tantos otros libros ilustrados por mí.

Mis padres vivían en Lugo, pero mi madre siguió aquí todo su tratamiento oncológico. No fue por capricho: en su hospital los médicos la habían desahuciado dos años antes. Ventajas de las medicina de provincias. Así que mi madre se trasladaba a Madrid cada tres meses para seguir un protocolo con el que intentaba frenar el avance de su enfermedad, y cuando se puso peor los médicos le recomendaron que no se moviera de aquí. Ella y mi padre vivían en casa de mi hermana, y cada noche yo les abandonaba con cierta sensación de culpa. Al cerrarse la puerta, en aquel piso quedaba guardado todo el dolor que se había abatido sobre las personas que amaba, y marchándome yo estaba escapando de una parte de él. Por eso me atormentaba la certeza de que la carga soportada por mi hermana era mucho más pesada que la mía.

A veces me pregunto si hubiera podido hacer las cosas de otra manera, pero no se me ocurre cómo. La casa de mi hermana era más grande que mi apartamento, y se encontraba justo enfrente del hospital donde mamá recibía las radiaciones. Además, estaba el bebé. El contacto diario con mi sobrina, con su nieta, proporcionó a mi madre sus escasos momentos de felicidad durante aquella temporada infausta. Evidentemente, se encontraba mejor en el hogar de Lidia de lo que hubiera estado en mi piso. A pesar de ello, cada vez que me iba de la casa (muchas veces pasada ya la medianoche y cuando mi madre dormía) me sentía un ser despreciable porque no podía evitar que en mí se mezclasen la culpa y el alivio ante la perspectiva de pasar unas horas de relativa libertad, dibujando hipogrifos, nereidas y musas, leyendo en silencio o, simplemente, durmiendo sin temor a que me sobresaltase en plena noche algún quejido de mi madre. Intentaba compensar la poca equidad del reparto de tareas durante el fin de semana, o preparando cantidades industriales de comida para que Lidia se viese al menos liberada del incordio de algunas tareas domésticas. Pero incluso mientras guisaba dos kilos de carne y preparaba litros de salsa para pasta, no me abandonaba la certeza de estar llevándome la mejor porción de aquel pastel amargo que había que repartir entre todos.


Aquella noche me dormí pensando en Silvio. Cuando volví a su casa, tres días después, me recibió con una sonrisa jovial que debía de ser muy parecida a la de sus mejores tiempos, y en cuanto me senté frente a él me di cuenta de que había estado mirando una foto que parecía ser más vieja que el propio mundo. Movida por la curiosidad, hubiese querido echarle un vistazo, pero Silvio no hizo ninguna oferta al respecto y la foto se quedó boca abajo, presidiendo en una posición tan poco digna la reunión de aquella tarde.

– ¿Cómo se encuentra hoy?

– Bien, señorita. Como siempre. Ya le he dicho que tengo una salud estupenda, así que no se preocupe por eso.

– Lo que me preocupa es que me llame señorita. Me da la impresión de que estoy en un internado. Prefiero que me llame Cecilia… y que me tutee.

Silvio asintió.

– Como prefieras. Cuéntame cosas de ti. ¿A qué te dedicas?

– Soy ilustradora. De libros para niños.

Silvio abrió mucho sus pequeños y arrugados ojos de galán de cine en blanco y negro.

– Qué bonito. ¿Tú tienes hijos?

– No…

– ¿Estás casada?

– Tampoco.

– ¿Y eso por qué?

Contesté encogiéndome de hombros. Debería haber respondido con la verdad: que no me habían interesado ninguno de los hombres que quisieron casarse conmigo, y que el único con el que hubiera querido hacerlo no demostró la más mínima intención de abandonar en mi favor la soltería. Pero eran muchas explicaciones sobre un tema que empezaba a aburrirme después de haberlo tratado un millón de veces con amigos, parientes indiscretos y compañeros impertinentes que creen que tienes que justificar ante ellos tu estado civil.

– Tendrás novio, al menos…

Lo decía como para aferrarse a la última posibilidad de no estar en presencia de una especie de ermitaña aquejada de una aguda misantropía.

– Pues no, Silvio, no tengo novio, ni perro, ni siquiera un pez de colores. Vivo sola. Pero no se preocupe: soy bastante normal. Simplemente, no he tenido mucha suerte en ese aspecto. Y preferiría que hablásemos de otra cosa, si no le importa.

– Te has enfadado…

– Qué va. Yo no me enfado nunca.

Era mentira, por supuesto, pero Silvio no tendría ocasión de comprobarlo porque, desde luego, no pensaba enojarme con él por mucho que me provocara. Enfadarse con un viejo es como enfadarse con un niño pequeño: una crueldad y una pérdida de tiempo.

– ¿Y usted? ¿En qué trabajaba?

Tuve la sensación de que Silvio estaba pensándose la respuesta, porque tardó un poco en contestar.

– Era escritor de novelas policíacas.

– ¿De verdad?

– Claro. Firmaba con seudónimo: Nathaniel Prytchard.

– Espere. -Acababa de recordar una colección de novela negra que mi padre conservaba de su época de soltero-. ¿No escribió usted un libro que se llamaba… ¿Quién mató a Walter… nosequé?

Silvio se animó visiblemente.

¿Quien mató a Walter Evans? Pertenece a la serie de Townsend, el detective privado. ¿Lo has leído?

– Sí… En casa de mi padre. Le encanta la literatura policíaca. Pero siempre supuse que el autor del libro era un inglés. De hecho, creo que la biografía de la solapa…

– Oh, claro, cosas del editor. Decía que era difícil llamar la atención del público con un escritor de nombre español, y posiblemente tenía razón, así que siempre firmé con seudónimo.

Aquella tarde, Silvio me contó cómo el falso Nathaniel Prytchard había vendido un montón de libros, y que incluso uno de ellos, El caso Collins, había sido llevado al cine en 1957 por una productora americana. Aquella película (dirigida por un realizador desconocido que se puso al frente de un reparto mediocre donde sólo sobresalía el nombre de Peter Lorre en una misteriosa aparición de cuatro minutos) no fue precisamente un éxito, pero a pesar de todo el señor Prytchard había cobrado dos mil dólares de la época por la cesión de derechos y tres mil más por adaptar a guión su propio texto.

– ¿Era capaz de escribir en inglés?

– Sí, sin problemas.

– ¿Donde aprendió?

– Es una historia muy larga. -Silvio me sonrió. No sé si esperaba que le animase a contarla, o si prefería aparcar aquella conversación. Quizá le costaba recordar, o no quería hacerlo. Se pasó la mano por la cara. Tenía los dedos largos, nudosos, y las uñas pulidas y perfectamente cortadas.

– Como escritor no fui gran cosa… -dijo al fin-. Era un trabajo para sobrevivir. En ese sentido, no puedo quejarme: gané mucho dinero y lo invertí bien. La vejez es más fácil si uno no tiene que hacer números para llegar a fin de mes.

– ¿Cuándo dejó de escribir?

– Hace unos veinte años, en cuanto descubrí que podía vivir de las rentas. Y no, no lo echo de menos, si es eso lo que vas a preguntarme. La literatura no me entusiasmaba. Escribía libros como hubiera podido hacer chorizos.

Parecía el discurso de un cínico, pero Silvio no lo era. Hablaba de sí mismo con una distancia admirable, como si la tarea literaria del señor Nathaniel Prytchard nada tuviese que ver con la suya, como si el personaje del escritor hubiese sido en realidad alguien a su servicio del que prescindió en cuanto dejó de resultarle necesario. Silvio me contó después que fueron muy pocos los que conocieron la identidad del creador del detective Townsend, y que incluso muchos de sus allegados nunca sospecharon cuál era su verdadera profesión.

– ¿Y a qué creían que se dedicaba?

– Oh, les decía «tengo negocios», sin dar más explicaciones. -Frunció el ceño-. Aquéllos eran otros tiempos. Entonces a la gente sólo le importaba que tuvieses dinero, y no de dónde lo sacabas. Ahora sería distinto: si alguien no puede justificar sus ingresos, empiezan a decir que se dedica a vender drogas o al tráfico de armas.

Nos reímos los dos. A las siete, Lucinda nos trajo una taza de té con bizcochos, y al terminar la merienda me marché. Silvio no me preguntó cuándo iba a regresar, pero creo que se alegró cuando le dije «hasta el viernes». Estábamos a martes. Faltaban sólo tres días.


Mi trabajo con las ilustraciones de los cuentos marchaba razonablemente bien, hasta que me atasqué dibujando a las hadas madrinas de la Bella Durmiente. Parece una broma, pero no lo era: estaba bloqueada con aquellos tres personajes que no acababa de ver dentro de mi cabeza, condición imprescindible para llevarlos al papel. ¿Debía representar a tres viejecitas encantadoras como las que aparecen en la versión de Walt Disney o, por el contrario, crear un trébol de damas sofisticadas de largos cabellos y rostros misteriosos que viniesen a romper con el tópico americano? Le pregunté a mi editora, pero no estaba por la labor de colaborar: «Haz lo que te parezca, pero hazlo pronto. Y, sobre todo, no me des la tabarra», me dijo. Silvia paga bien, pero no es ningún modelo de diplomacia.

Decidí pasarme por la Biblioteca Nacional para echar un vistazo a las recreaciones de las hadas aparecidas en otras ediciones del cuento. Mientras me buscaban los libros, se me ocurrió fisgar en los archivos para comprobar cuántas novelas policiales había publicado en realidad el falso Nathaniel Prytchard. Introduje su nombre en la base de datos, y para mi sorpresa aparecieron un total de sesenta y siete títulos, de algunos de los cuales se habían hecho varias ediciones. Fue entonces cuando caí en la cuenta de algo un poco extraño: el primer libro databa de 1951. Silvio tenía 88 años, así que había nacido en 1917… de modo que había publicado su primera novela a los 34 años. ¿De qué había vivido hasta entonces, si, como aseguraba, la de escritor había sido su única profesión?

Pasé la tarde hojeando volúmenes de ilustraciones, pero salí de la biblioteca sin haber sacado nada en claro sobre mis hadas madrinas, y haciendo bailar en mi cabeza las fechas vitales de Nathaniel-Silvio. Estaba claro que mi Gregory Peck particular me ocultaba algo. Aunque, después de todo, ¿qué obligación tenía el hombre de sincerarse conmigo? A lo mejor sólo me estaba contando alguna mentira sin consecuencias. Quizá se inventaba la historia del escritor para darse un poco de importancia. A lo mejor, Nathaniel Prytchard existía realmente y, como rezaba la solapa de sus libros, vivía aún «en un tranquilo pueblo de la región de Devonshire» ignorando que en España un viejecito se estaba apropiando de su nombre y de su historia para impresionar a una mujer que podría ser su nieta. Sin embargo, Silvio parecía tan convincente cuando me hablaba de su editor, del productor americano, de la película con el cameo de Peter Lorre… Le di vueltas al asunto hasta llegar a casa, y seguí dándoselas mientras cenaba y también mientras fingía no escuchar el sonido de mi móvil (el teléfono de Miguel aparecía, bien clarito, en la pantalla).

Estaba a punto de acostarme cuando decidí llamar a Elena. Después de todo, no tenía nada de particular el que me interesase por su padre, que llevaba más de una semana en Nueva York. De hecho, creo que debería haber llamado a mi amiga mucho antes para enterarme de cómo iba todo, pero… en fin… Fue la propia Elena quien contestó al teléfono. Eran las seis de la tarde en la costa Este y acababa de regresar del trabajo.

– ¡Ceci! He estado a punto de llamarte un montón de veces, pero no sabes qué lío tengo con mis padres aquí.

– Precisamente te llamaba por eso. Quería saber cómo va todo en el hospital…

Mentira, mentira, mentira. Pero ¿es que es un pecado dejarse ganar por la curiosidad?

– Bueno, han empezado con la terapia, y aún es pronto para saber nada. Lo cierto es que papá está animado y mamá parece un poco más tranquila. Por lo menos ya no sueña con Bin Laden. Ya te iré contando. ¿Y tú? ¿Qué tal con el abuelo?

Elena me lo estaba poniendo en bandeja.

– Estupendamente, es un encanto. Nos llevamos muy bien. Ayer me estuvo contando lo de sus libros…

– Ah, eso. Es una de sus batallitas preferidas. Publicar esas dichosas novelas fue lo más interesante que le pasó en la vida. Oye, pero no le hagas ni caso si te pide que las leas. El pobre no era precisamente Dashiell Hammett…

Elena, mi querida Elena, se me antojó un poco cruel. Las aventuras del detective Townsend no pasarían a la historia de la literatura, pero eran bastante dignas, y en su momento constituyeron un éxito editorial. Un poco fastidiada por el tono que empleaba la castellana de Grammercy Park, decidí dejarme de rodeos.

– Elena, ¿qué hacía Silvio antes de empezar a escribir?

Breve silencio.

– Era militar. Y sí, chica, hizo la guerra del lado de Paquito, pero no se lo tengas en cuenta. Estaba en el norte y tenía 20 años, así que eran lentejas. Luego, en el 39, empezó a trabajar en un ministerio. Le pegaron un tiro en el frente del Ebro, y había perdido movilidad en un brazo.

– No se lo he notado.

– Bueno, se trataba de una lesión mínima, pero a pesar de eso Silvio quedó inútil para la vida militar. Supongo que podía escribir a máquina, pero no manejar un fusil. Un día le dio por la literatura y acabó dejando el trabajo en la Administración… No sé cómo se le ocurrió dedicarse a eso, ni de dónde sacaba las tramas policiales de sus novelas. El abuelo vivió en provincias toda la vida, luego se fue a la guerra y al terminar se quedó en Madrid emborronando papeles en un despacho. Ya ves qué vida tan intensa para un escritor.

Elena tenía que ir al hospital a recoger a sus padres, así que nos despedimos -«si me retraso cinco minutos, mi madre empieza a pensar que me han cosido a puñaladas para quitarme la cartera»-. El misterio de Silvio estaba resuelto. De hecho, no había ningún misterio. El hombre era un oficinista y antiguo militar a la fuerza, reciclado en escritor por motivos puramente crematísticos. Fin de la historia. Ya en la cama, y con la luz apagada, recordé el tono compasivo que empleaba Elena al hablar de la vida monótona de su abuelo. A veces creo que mi amiga está convencida de que todo el mundo es como ella, que nació en Madrid, estudió en Oxford, vivió un año en Berlín y otros dos en Viena y ahora está en Nueva York casada con un médico millonario. No, Elena, las cosas no son así. La gente no vive en media docena de ciudades, ni va a cenar con primeros ministros, ni tiene la oportunidad de aprender más idiomas que el propio… Y en ese momento se me encendió la luz: recordé la perfecta pronunciación inglesa del abuelo Silvio al decir los nombres anglosajones de sus bisnietos, y su capacidad para escribir el guión de una película americana ¿Qué contestó cuándo quise saber dónde había aprendido inglés? «Es una larga historia», me dijo. Y apuesto a que no se refería a su trabajo como funcionario, ni a los tres años que pasó en la guerra. Elena querida, quizá no lo sepas todo. Quizá te estés equivocando al compadecer a tu abuelo, con su vida gris y sus veleidades literarias. Hay algo que Silvio te está ocultando. Algo que os está ocultando a todos y que, no sé por qué, creo que va a acabar contándome a mí.

Mi hermana dice siempre que tengo una especie de imán para las confidencias ajenas. Es cierto que llevo años escuchando historias privadísimas de labios de desconocidos, que me confían sus secretos, algunos de los cuales han llegado a incomodarme. No siempre quiere uno tener acceso a las debilidades y los demonios de los demás, sobre todo porque a veces quien hace una revelación delicada cree tener, a su vez, paso franco a la intimidad del depositario de su secreto. Y yo soy incapaz de revelar los míos, no ya a los extraños, sino incluso a aquellos por los que siento un afecto sincero.

Estoy convencida de que mi polo de atracción para las confidencias lo heredé de mi madre. La verdad, no me dejó muchas más cosas, pues Lidia se llevó lo mejor de su carácter y de su físico envidiable. Pero esa capacidad de inspirar confianza fue su mejor legado. Mi madre murió llevándose consigo las confesiones de decenas de seres que habían depositado en ella un aluvión de misterios. Cuando se fue, hubo personas que quedaron casi tan huérfanas como sus propios hijos; eran hombres y mujeres que habían apoyado en mi madre una buena parte de su historia personal, y que necesitaban de su ayuda para seguir enfrentando la vida. Como nosotros, muchos se habían acostumbrado a que estuviera siempre ahí, en su casa o al otro lado del teléfono, preparada para escuchar, para consolar o para dar consejos única y exclusivamente a aquellos que los pedían. Por eso, la desaparición de mi madre trajo consigo un caudal de desamparo que, con su familia, arrastró a mucha otra gente cuyos caminos se habían cruzado con el suyo.

Mi madre era un ser necesario. Sé que estoy usando una frase rara y un calificativo frío, y quizá sólo quienes la conocían entenderán bien a qué me refiero. Despertaba en los demás un afecto misterioso, pero también una oferta de protección que muchos no dudaron en aceptar, creyendo que aquel contrato iba a estar vigente para siempre. Por desgracia se equivocaron. Mi madre se murió el año en que hubiera debido cumplir los sesenta y uno, veintidós meses después de que le fuera diagnosticada su enfermedad.

Nadie me lo ha dicho nunca (no se han atrevido), pero sé que todos los que amaban a mi madre le reprochan en secreto que no hubiera hecho todo lo posible para vivir eternamente. Yo no soy una excepción. Ella no se cuidaba. Viviendo en una sociedad en la que se nos bombardea de continuo con mensajes apocalípticos sobre el avance imparable de los casos de cáncer, los peligros del tabaco y la importancia extrema del diagnóstico precoz, ella fumaba como un carretero y jamás se había hecho una mamografía. Al principio, mi hermana y yo poníamos el grito en el cielo cada vez que se negaba a someterse a las revisiones ginecológicas que le correspondían por su edad, pero al final incluso nosotras nos aburrimos de aquellas discusiones que no llevaban a nada. El resultado fue que una enfermedad que debía de llevar años en un estado larvario, y por tanto manejable, apareció con todo lujo de detalles y los fuegos artificiales de la tan temida metástasis.

Nunca le pregunté a mi madre por qué se negaba a ir al médico. Cuando la enfermedad dio la cara, hubiera sido una crueldad lanzarla de bruces contra su propia inconsciencia. Pero ahora pienso que quizá debí haberlo hecho. Porque ahora esa pregunta me atormenta a diario media docena de veces, junto con la convicción de que el cáncer de mi madre hubiera podido controlarse de haberlo tratado a tiempo. Y sí, al igual que todos aquellos a los que dejó abandonados, a veces hago alguna recriminación a su recuerdo. Cuando eso ocurre, algo parecido a la rabia me impide llorar, y entonces no siento nostalgia de ella ni añoro su presencia, sino que noto unos deseos podridos de gritar a mi madre, de zarandearla, de decirle, mira lo que nos has hecho, mamá, con tu puta manía de tener al médico bien lejos, como si el hacerse controles rutinarios multiplicase las posibilidades de caer enfermo. Luego, mientras se me caen las lágrimas, pido perdón a mi madre por haber perdido los estribos, recupero su recuerdo y sólo siento su ausencia irreparable y la falta de todas las cosas que se llevó al morir. Pero sigo pensando que debió haberse cuidado más. Porque había demasiada gente que necesitaba que estuviese viva. Demasiada gente, madre, a la que has dejado sola.


El viernes llegué un poco más tarde a casa de Silvio. Había tenido un problema con la calefacción en mi apartamento, y el técnico se las había apañado para tardar dos horas en dar con la avería y poder abultar así el montante de la factura que me pasó al final, ciento ochenta euros, tócate las narices, treinta mil del ala por apretar tres tuercas, purgar dos radiadores y limpiar uno de los filtros. Llegué a la calle Velázquez a las siete y media. Cuando entré en el salón, Lucinda acababa de servir la merienda, y Silvio mordisqueaba sin apetito la rebanada de bizcocho, que dejó gentilmente en el plato para ponerse de pie cuando me vio entrar.

– ¡No se levante!

Pero Silvio no me oía, o a lo mejor sí y se negaba a poner coto a sus maneras de caballero. Me estrechó la mano.

Sus ojos pequeños y húmedos me parecieron aquella tarde particularmente vivos.

– Pensé que no ibas a venir…

Renuncié a explicar a Silvio las causas de mi retraso, porque si empezaba a justificarme delante de él entraría voluntariamente en un camino de no retorno, y prefería que mis visitas a aquella casa estuviesen libres de cualquier atisbo de obligación, de formalidades o de compromisos.

– Así que creyó que le había plantado. Apuesto a que le daba rabia.

Silvio no dejó de mirarme para contestar.

– No. Me daba pena.

Fue un momento extraño, un instante de cierta intensidad que a punto estuvo de emocionarme. Aquel anciano, que tenía a sus espaldas 88 años, una guerra y un secreto, abría delante de mí la caja de Pandora de sus debilidades. Diez días antes había estado a punto de echarme de su casa, y ahora confesaba sin rodeos que le ponía triste la posibilidad de que no volviese. Me senté a su lado.

– ¿Quieres merendar?

– No.

– ¿Ni siquiera un poco de té?

Negué con la cabeza. Silvio terminó de comerse su bizcocho, y luego se limpió cuidadosamente. Se me hacía raro estar allí, en silencio, viéndole comer y haciéndome preguntas. ¿Quién era realmente el abuelo de Elena? ¿Y qué parte de sí mismo me estaba ocultando mientras retiraba de su chaqueta las cuatro migajas de bizcocho que habían quedado allí prendidas?

– No sé qué me da que estés ahí sin tomar nada. ¿Estás segura de que no quieres alguna cosa? Lucinda puede traerte café, o un refresco…

Decidí coger el toro por los cuernos.

– Hay una cosa que me apetece mucho… pero no tiene nada que ver con la merienda.

– Tú dirás… -Silvio sonreía, así que me envalentoné.

– Usted tiene un secreto -le dije.

– Y tú también. Todo el mundo los tiene, no es ninguna novedad.

– Ah, no. No vaya por ahí. Su secreto es más grande que el mío.

– Bueno, también soy más viejo.

– Ya…

Silvio tomó la taza de té, le dio un sorbo corto, se limpió los labios. Era evidente que estaba intentando ganar tiempo. No me importaba. Yo tenía todo el del mundo. Dejó la taza en la mesa, se frotó la cara en un gesto que acababa de darme cuenta que le era habitual, y luego se llevó la mano al bolsillo de su chaqueta, de donde sacó una foto que estuvo mirando durante unos segundos antes de fijar en mí unos ojos que, en aquel instante, dejaron de parecerme los de un viejo. Silvio puso el retrato encima de la mesa, y me pareció que era el mismo que había estado mirando la otra tarde, antes de que yo llegara, y que en vano esperé que me mostrase. Colocó la mano sobre él, hizo tamborilear sus dedos diáfanos sobre la superficie de color sepia, y volvió a mirarme con una intensidad distinta, como si estuviésemos a punto de hacer un pacto que a ambos convenía por igual.

– Cecilia -dijo, por fin-. La historia que te voy a contar sólo la sabe otra persona, y hace años que está muerta. Así que atiende, porque cuando yo me muera tú serás la única en conocerla del todo, y tendrás que decidir qué es lo que haces con ella. Ésta es mi historia, Cecilia, y a partir de ahora será también la tuya.


La llegada al pueblo de Zachary West no pasó desapercibida para ninguno de nosotros, y no porque él no apareciese haciendo gala de la exquisita discreción que le había caracterizado siempre, sino porque todos estábamos pendientes de su venida y, además, aquella vez le acompañaba un niño negro. Nadie en la ciudad había visto nunca un ser humano de un color distinto al nuestro, aunque sabíamos que existían en otros mundos tan lejanos para nosotros como la misma luna. Pero el que no ignorásemos que a muchos kilómetros vivían seres achocolatados, amarillos y rojizos (una vez alguien habló también de ciertos hombres azules, aunque casi nadie se creyó aquella historia) no impedía que siguiésemos concibiéndoles como piezas de un universo completamente ajeno al que nunca tendríamos acceso. Todavía recuerdo la conmoción que causó en Ribanova la primera aparición pública del señor West paseando de la mano de aquel crío de piel oscura como la noche, vestido enteramente de blanco en un desafío a la suerte que le había hecho nacer más negro que el carbón. El señor West y aquel niño zahíno se pasearon por la plaza de España, arriba y abajo, arriba y abajo, mezclados con los otros caminantes dominicales que acudían a la alameda para escuchar el concierto de zarzuelas de la banda municipal, y a todos costó un trabajo ímprobo saludar al señor West disimulando la sorpresa descomunal que despertaba aquella visión.

Nadie dijo nada, por supuesto. No hubiera sido de buen gusto, y aunque la nuestra era una ciudad hermética y pequeña, presumíamos de ser también medianamente civilizados. Así que aquellos días las madres aleccionaron a los hijos para que no señalasen al negrito como un fenómeno de las fiestas de San Froilán, cuando, para regocijo de todos, los feriantes traían animales pretendidamente exóticos y cobraban un real por el derecho a verlos y otro más si alguien con arrestos quería tocarlos. Una vez mi padre nos invitó a todos a pasar la mano por el lomo de un avestruz de Madagascar. Aquel pájaro triste estaba atado por una pata a un tocón de madera. Le faltaban la mitad de las plumas y saltaba a la vista que tenía más años que el propio mundo, pero ninguno de nosotros fue capaz de ver en el ave otra cosa que un ejemplar magnífico llegado de tierras ignotas, que desafiaba al público con su cuello larguísimo y sus ojos vidriosos que sólo ahora comprendo que estaban húmedos de miedo.

Pero no pienses que estoy comparando al niño del señor West con un pajarraco renqueante. Era sólo un ejemplo, ¿sabes?, para que comprendas la cara que se nos quedó a todos cuando vimos a aquel crío por el paseo de la Alameda. Fue como descubrir a un ejemplar de otra galaxia. Los jóvenes os creéis que el mundo ha sido siempre así, manejable y pequeño, con la televisión y los ordenadores, pero te aseguro que hubo un tiempo bien distinto a éste. La edad de piedra, como quien dice. Nuestra experiencia con los negros se reducía a las funciones de cine mudo del teatro Principal. Algunos pensaban que eran caníbales. Sí, hija, así de brutos éramos. Creíamos que los hombres de color, como los llaman ahora, bailaban el hula hula y la danza de la lluvia, llevaban huesos en la cabeza y aros de oro en la nariz. De modo que no sabría decirte qué nos sorprendió más, si que el señor West apareciese llevando de la mano a un negrito de seis o siete años, o que el niño en cuestión fuese pulcramente vestido de blanco inmaculado, con un sombrero de paja encasquetado en la cabeza y zapatos de charol brillantes como espejos. La imagen de aquel angelito negro tan bien apañado, que no se subía a los árboles ni lanzaba alaridos sino que caminaba lleno de mansedumbre al lado de Zachary West, mirando a su alrededor con unos ojos enormes y extraordinariamente vivos, produjo en nosotros, por encima de todo, un profundo desconcierto. Acabábamos de enterarnos de que los negros existían más allá de las películas, y que eran civilizados y correctos y capaces de andar calzados con zapatos de primera comunión.

Ninguno de los niños se le acercó. Y que conste que fue por pura timidez. Simplemente, no nos atrevimos. Era un ser demasiado fabuloso, demasiado fantástico, y supongo que nos temimos que se desvaneciera si lo rozábamos con las manos pegajosas de los caramelos dominicales. Así que, mientras nuestros padres saludaban al señor West, estrechaban su mano y le preguntaban por la vida en general, nosotros mirábamos al niño con la boca abierta y los ojos cargados de una admiración sin condiciones. Él era distinto a todos, y no sólo por el color de su piel, sino también porque iba cuidadosamente vestido y peinado y porque, además, vivía con el extraordinario señor West, que era americano y aviador. En Ribanova no había nadie como él, nadie nacido en otro país, nadie capaz de pilotar una avioneta, nadie tan cargado de experiencias que tenían como escenario misteriosos lugares de los cinco continentes. Zachary West era el pariente que todos hubiéramos deseado tener, el tío postizo con el que soñábamos, el visitante de lujo que cualquiera querría sentar a su mesa para hacerle contar historias increíbles de proezas aeronáuticas y aventuras en el África Austral. Pero Zachary West no tenía parientes, ni lejanos ni próximos. Era huérfano de padre y madre, no se había casado, no tenía hijos. Y entonces llegó a Ribanova llevando de la mano a aquel niño, y todos entendimos que ellos dos solos se habían convertido en una familia.

Lo creas o no, cualquiera de nosotros se hubiese cambiado por aquel crío sin pensarlo más allá de unos segundos. Él paseaba por los cantones aferrado a la mano del señor West mientras nosotros lo hacíamos acompañados de nuestros padres, abuelos y tíos: gente corriente y moliente, vulgar a más no poder, que no tenían grandes cosas que contarnos ni habían protagonizado hazañas de novela a bordo de un bimotor. No, querida, nadie miró a aquel niño negro por encima del hombro, ni le compadeció por haber nacido cambiado de color. Sólo le envidiamos con toda la fuerza de nuestra poca edad y nuestra experiencia nula. Cuando uno es pequeño, la envidia es algo mucho menos mezquino que en la edad adulta, porque se mezcla tanto con la admiración que acaban por confundirse la una y la otra. Y aquel día lo único que deseamos todos y al mismo tiempo, fue hacernos amigos cuanto antes de aquel niño magnífico que acababa de llegar a Ribanova junto a Zachary West.

¿Que cuándo ocurrió aquello? Pues debió de ser en 1925, poco más o menos. Yo tenía ocho años y unos celos terribles de mi hermano menor, que acababa de nacer. Recuerdo que el día que el señor West se paseó con su niño por la plaza de España, mis padres estaban preparando la celebración de su bautizo, y yo me subía por las paredes con el ambiente de fiesta que remaba en mi casa porque desde hacía tiempo no era yo el centro de atención ni se cosían en mi honor banderitas de colores y bolsas de peladillas. En esta ocasión el rey de la casa era mi hermano Efraín, un pelón escuchimizado que había nacido con apenas kilo y medio de peso. Ya ves tú qué birria, poco más que un chuletón de esos que se quedan en nada al echarlos en la sartén. Los primeros días se temió por su vida, y yo escuché cómo el médico le decía a mi padre, «no se haga usted demasiadas ilusiones». Aquella noche, mi abuelo intentó prepararme a mí también para la más que previsible muerte de mi único hermano, y me dijo que a lo mejor Dios mandaba a unos ángeles para llevarse al cielo a Efraín.

Yo era un niño muy pío, muy beatón. Coleccionaba estampitas de santos y pedía libros de misa como regalo de cumpleaños, así que la posibilidad de que una cuadrilla de ángeles estuviese preparada para entrar en mi casa me llenó de una emoción intensa. El que viniesen a recoger a Efraín me parecía una cuestión menor. Estábamos muy bien sin él, así que nada iba a ocurrir si volvían a llevárselo al limbo. Estuve días enteros aguardando la llegada del ejército celestial, acechando un posible batir de alas y escudriñando el reflejo del aura de santidad que habría de venir para iluminarlo todo, preparado para aquella experiencia sobrenatural que marcaría el resto de mi vida. Pero el tiempo pasó y los ángeles no llegaron. Efraín ganó peso muy poco a poco, y su piel perdió el tono azulado que tan pocas esperanzas prestaba a su supervivencia. Un día, el mismo médico que había augurado su muerte le dijo a mi padre que el peligro había pasado, y fue como si toda la alegría del mundo entrase a borbotones por cada rendija de la casa. Yo no dije nada, pero me llevé una decepción mayúscula. Jamás tendría otra oportunidad de ver a un ángel de cerca, y encima Efraín iba a perturbar para siempre mi existencia feliz.

Cuando uno tiene ocho años, el mundo puede venirse abajo por las cosas más absurdas. Y eso fue lo que ocurrió con la llegada de mi hermano. Que el mundo se resquebrajó por todas partes. Mi madre vivía pendiente de Efraín, y lo mismo le ocurría a mi padre. Toda la casa flotaba a cualquier hora en un silencio opresivo destinado a facilitar en lo posible el descanso del recién nacido, y el olor a lavanda de los armarios se trocó en una indeseable peste a formol con la que los médicos pretendían convertir nuestra vivienda en un reducto estéril donde no tuviesen cabida los microbios ni las bacterias. Mis padres y mis abuelos se pasaban el día lavándose las manos con jabón lagarto, y yo tenía que someterme a un complicado ritual cuando llegaba de la calle: debía despojarme en la cocina de toda mi ropa, empezando por los zapatos, y ponerme una especie de pijama que olía de forma insoportable a una mezcla de alcanfor y lejía. Mi madre se pasaba el día tumbada, para que el reposo le ayudase a producir más y mejor leche, y mi padre no hacía otra cosa que observar su descanso o agotar las horas muertas junto a la cuna del bebé. El moisés que había sido mío en otro tiempo estaba ahora rodeado de canecos de barro llenos de agua caliente en un remedo de las incubadoras modernas, y Efraín pasaba así los días envuelto en una atmósfera tibia, parecida, supongo, a la del útero materno.

No sé hasta qué punto aquellas precauciones sirvieron para sacar adelante a mi hermano, o si fue su naturaleza invulnerable quien le ayudó a desafiar los peores augurios de los doctores. Pero una mañana yo fui el primero en darme cuenta de que el pequeñajo lloraba más fuerte y con más ganas que nunca, como si quisiese anunciar a los cuatro vientos su firme determinación de aferrarse a la vida. Esa misma tarde supe que debía dejar de esperar la visita angelical, y prepararme para convivir en lo sucesivo con un hermano que no deseaba. Con un rival enviado por la suerte. Y me sentí desdichado. Intensamente desdichado, para qué te voy a decir otra cosa.

A Efraín lo había bautizado en casa un cura amigo de la familia a las pocas horas de nacer, cuando nadie daba un céntimo por su supervivencia. Su entrada en el paraíso quedaba así asegurada, pero dadas las circunstancias nadie pensó en celebrar el sacramento con una fiesta. El faldón de bautizo que mi abuela había bordado con sus propias manos quedó guardado en el armario, a la espera seguramente de servir de mortaja en el día previsible del entierro, y mi bisabuelo ni siquiera mencionó que tenía guardado para Efraín otro frasco con agua del río Jordán exactamente igual al que habían utilizado conmigo para hacerme cristiano. Por eso, cuando el médico dijo que Efraín viviría y la dicha se apoderó de todos los miembros de la familia, lo primero que dijo mi padre era que quería repetir la ceremonia del bautismo y organizar después una gran fiesta. El sacerdote al que mis padres y mis abuelos confesaban sus pecados dijo que, aunque las alharacas y albricias que sucedían al acto de cristianar le parecían una lamentable feria de vanidades, también podían interpretarse como un deseo de dar gracias al Creador por salvar de la muerte a una criatura inocente, y no sólo dio el visto bueno a la fiesta sino que, además, se ofreció a derramar de nuevo las aguas sagradas sobre la cabeza del recién nacido.

La familia decidió echar la casa por la ventana. Mi padre alquiló el Salón de los Espejos del hotel Almirante y encargó en la confitería de Alejo Pelayo una tarta de varios pisos adornada con frutas escarchadas y una cigüeña de azúcar. Mi madre se hizo un vestido de color palo de rosa y se compró un hermoso sombrero de paja adornado con flores de crinolina. La abuela añadió más encajes al faldón de cristianar, el abuelo (que era el padrino de Efraín) compró dos kilos de confites para lanzar a los chiquillos a la puerta de la iglesia. Mis tías entraban en casa a todas horas canturreando como pájaros, y traían para mi hermano pololos y camisitas, patucos y baberos, gorritos de ganchillo y manoplas de lana, y los amigos de mis padres enviaban sonajeros de plata, medallitas de oro, colgantes de chupete y todas cuantas chucherías inútiles puedas imaginarte. En cuanto a mí, vagaba por los pasillos con la conciencia de haberme vuelto invisible a los ojos de todos, de no tener lugar alguno en la atmósfera festiva de la casa. No sé cuántas cosas horribles se me pudieron ocurrir durante aquellos días, pero estaba convencido de que mis padres habían dejado de quererme para transferir todo su amor a mi nuevo hermano. Llegué a rezar al cielo para que me enviase alguna enfermedad grave (sarampión, escarlatina, tifus o viruela loca), por entender que sólo un virus alarmante podría servirme para recuperar el favor paterno. Pero nada ocurrió. Pasaban las horas y los días, se acercaba la fecha del bautizo y yo me sentía cada vez más ajeno a mi familia y a lo que, hasta entonces, había sido mi mundo.

Fue entonces cuando Zachary West llegó a Ribanova y se paseó por los cantones llevando de la mano a Elijah. ¿No te había dicho que el niño se llamaba Elijah? Faltaban sólo unos días para el bautizo, y era la primera vez que mis padres sacaban de casa a Efraín. Como todo el mundo, Zachary West se inclinó sobre el cochecito de capota para ver la cara de mi hermano, acarició sus manitas arrugadas y mintió diciendo que era un chico muy guapo. La cosa quedó ahí. Pero aquel mediodía, durante el almuerzo de los domingos que celebrábamos siempre en nuestra casa, mi abuelo Nicolás hizo a mi padre una singular oferta: la de renunciar al honor de apadrinar a Efraín si Zachary West aceptaba ocupar su puesto junto al neonato.

No recuerdo muy bien qué pasó a continuación, o puede que en realidad no lo supiera nunca. A mi edad, la memoria es una cosa muy rara. En fin, creo que mis padres y mis abuelos discutieron durante un rato, pero debieron de ponerse de acuerdo sin mucha dificultad porque aquella misma tarde fueron a hablar con el padre Mauro, que se había avenido a repetir la ceremonia del bautismo, para explicarle la nueva situación. Mi madre contaba siempre que, al principio, el cura montó en cólera con la propuesta que le hicieron, pero se fue amansando cuando mi padre le recordó que, a buen seguro, Zachary West haría un donativo a la parroquia de Santa María la Nova, y que desde luego mi abuelo pensaba mantener la limosna que había prometido entregar para los pobres de la diócesis. El padre Mauro debió de echar sus cuentas y aceptar que el negocio era redondo para todos, y que no había en aquel trapicheo con los sacramentos ningún perjudicado directo. Así que, pásmate, tras santiguarse muchas veces, el cura rompió la fe de bautismo de mi hermano Efraín.

– Y ahora, si se les muere el niño de aquí al sábado, allá se las tengan ustedes con su alma inocente -dijo-. A todos los efectos legales, hasta entonces la criatura es morita.

No te rías. Ya te he dicho que antes la gente era muy bruta, y los curas de provincias no iban a ser una excepción. El caso es que, aquella tarde, mi padre fue al hotel Almirante a hablar con Zachary West para pedirle que apadrinase al menor de sus hijos. Y el señor West, nacido en Alabama, criado en Boston, comandante del ejército de los Estados Unidos de América y héroe de la primera guerra mundial, aceptó llevar de la mano al pequeño Efraín en su entrada en la comunidad católica.

Supongo que te estarás preguntando qué demonios pintaba en Ribanova un americano aviador. Zachary West había venido por primera vez a nuestra ciudad sólo unos meses después de terminada la gran guerra, cuando el mundo y él mismo convalecían aún de las heridas terribles de la contienda. Vino por consejo de Juan Sebastián Arroyo, un diletante local aficionado a los viajes, que tenía una justa fama de encantador de serpientes. Te hubiera gustado. Era un tipo que gustaba a todo el mundo. Por eso, cuando conocía a alguien en Madrid, en París o en Londres, siempre le invitaba a visitar Ribanova. Supongo que debía de describir la ciudad como una especie de sucursal del paraíso, como una arcadia feliz donde todo era hermoso y ordenado, porque así veía él a nuestra ciudad. Luego, cuando sus amigos se bajaban del tren, les costaba adivinar el reflejo de la urbe fabulosa que Arroyo les había descrito, y sólo encontraban una muralla en lucha perpetua contra las malas hierbas, unas casas irregularmente conservadas y un ambiente provinciano que espantaba a cualquier recién llegado de una metrópolis.

Sin embargo, con Zachary West las cosas sucedieron de otro modo, y aquel americano alto y rubio que cojeaba ostensiblemente a consecuencia de su herida de guerra, fue víctima del hechizo de nuestra ciudad como antes lo había sido del fuego de los aviones alemanes. Venía a pasar cuatro días pero se quedó dos meses, y se marchó cuando no tuvo más remedio y prometiendo volver. Supongo que todo el mundo pensó que lo decía por decir, pero no había pasado ni medio año cuando ya el señor West estaba de regreso en nuestra ciudad. Aquellas visitas se repitieron de forma esporádica. Pronto todo Ribanova supo de su pasado de héroe de la aviación y de su historia presente: había abandonado por invalidez las filas del ejército americano, y ocupaba un cargo importante en la embajada estadounidense en Madrid. Seguía pilotando, pero ya sólo por puro placer, y a pesar de su pierna medio inútil se había convertido en aventurero vocacional tras comprar un aeroplano con el que había sobrevolado tres continentes.

Fue en el transcurso de uno de aquellos periplos de alto riesgo cuando se cruzó en su camino un niño de raza negra abandonado por sus padres en una aldea de Nigeria. Zachary West sacó del país al pequeño huérfano, lo adoptó y le puso el nombre de Elijah. Cuando el niño se instaló en su casa, el señor West dio carpetazo para siempre a sus aventuras aeronáuticas, porque ahora ya no era un lobo solitario que no tenía a quien rendir cuentas, sino el padre adoptivo de un niño desamparado que sólo podía contar con él. A partir de entonces, aquellos viajes desmadrados y peligrosos se transformaron en pacíficas excursiones a las capitales europeas para que su hijo pudiese descubrir una realidad que nunca hubiera imaginado desde su aldea africana. Supongo que West quería contagiar en el niño su cosmopolitismo y su curiosidad por cualquier cosa, y desde luego que lo consiguió, pero eso ya te lo contaré otro día. El caso es que, cuando Zachary West llegó a nuestra ciudad acompañado de Elijah, el chico ya había visto más mundo y recorrido más kilómetros que todos los adultos que yo conocía. Claro que eso lo supe después. En un principio, lo único que no se me ocultaba de aquel niño es que era negro de nacimiento y poseedor de un destino envidiable como hijo adoptivo del señor West.

La noticia de que Zachary West iba a apadrinar a mi hermano corrió como la pólvora por todo Ribanova. Los padres de otros recién nacidos debieron de darse de cabezazos contra la pared, porque hasta entonces nadie se había atrevido a hacer al americano una petición semejante, pero la naturalidad con la que el aviador había aceptado la oferta de mi padre daba a entender que consideraba el asunto más como un honor que como un incordio. Aquella misma tarde envió a mi hermano el primero de los muchos regalos que le haría en vida: una primorosa canastilla rebosante de ropita de color blanco y azul con una medalla de oro colocada en lugar bien visible. A mi madre le hizo llegar un ramo enorme de rosas blancas y un camafeo de marfil, y a mi padre una purera de cuero. ¿Y a mí? A mí, Zachary West no me regaló nada material, pero en cambio me brindó la oportunidad más grande de mi vida: la de trabar amistad con su hijastro Elijah, al que conocí el día del bautizo de Efraín.

Mi hermano fue bautizado a las 12 de la mañana del sábado 28 de mayo en la iglesia de Santa María la Nova, que estaba considerada la parroquia más elegante de la ciudad. Los feligreses de aquella iglesia eran -éramos- las familias acomodadas que vivían entre murallas, más concretamente en el perímetro privilegiado de la calle de San Marcos, la plaza de Campo Castillo y los escalones de la plaza de España, rematados por el imponente edificio del Casino. Nuestra entrada en la iglesia tuvo mucho de apoteosis, pues el día radiante había ayudado a congregar en la calle a no menos de un centenar de curiosos que aplaudían la llegada de los invitados (unos setenta) y, sobre todo, la presencia magnética de Zachary West, que entró llevando en los brazos al pequeño hereje cuyos lloriqueos mi madre intentaba aplacar con un chupete de plata. En la pila de bautismo, mi hermano recibió los nombres de Efraín Zacarías, el primero en recuerdo de un bisabuelo muerto en los tiempos del ruido, y el segundo en honor a su padrino West. Cuando salimos de la iglesia fuimos otra vez objeto de aplausos y ovaciones, que arreciaron cuando, mano a mano, mi abuelo y Zachary West bombardearon a la concurrencia con saquitos de peladillas y caramelos variados. Aquella escena, con el señor West y mi abuelo arrojando golosinas con un raro ímpetu juvenil mientras niños y mayores lanzaban hurras y vivas, se fijó en mi memoria con tanta pasión que, ochenta años después, puedo recordarla sin que se me escape un solo detalle.

El hotel Almirante estaba justo enfrente de la iglesia de la Nova, de modo que los asistentes al convite posterior a la ceremonia sólo tuvimos que cruzar la calle. Fue allí, en el vestíbulo del hotel, donde Elijah West y yo fuimos presentados oficialmente. No había más niños invitados al almuerzo. Mi padre era hijo único, y los hermanos de mi madre, bastante más jóvenes que ella, estaban solteros. No contaba, pues, con primos de mi edad, cosa que hasta entonces había amargado un poco mi primera infancia. Así que aquella mañana, después de haber ejercido a la perfección su papel de padrino, Zachary West tomó de la mano a Elijah y le trajo hasta donde yo estaba.

– Tú eres Silvio, ¿verdad? -dijo, con su español inimitable de aventurero de película-. ¿Cuántos años tienes?

– Ocho… -Yo miraba al suelo al hablar, algo que mi padre consideraba una muestra suprema de mala educación, pero ¿cómo iba a atreverme a mirar directamente a los ojos al señor West, el héroe de guerra?

– Los mismos que tú -dijo, dirigiéndose a Elijah. Luego se dio la vuelta, como si aquel dato de las edades idénticas fuese suficiente para que iniciásemos una conversación. Y así ocurrió. Aquella tarde, en el vestíbulo del hotel Almirante, Elijah West y yo comenzamos no sólo una charla infantil, sino una amistad que se prolongó durante muchos años y que sólo fue interrumpida por cuestiones que nada tenían que ver con nosotros, sino con los dictados del destino.

Nos sentaron juntos durante la comida. Elijah hablaba un español correcto pero difícil, de vocales torcidas y consonantes que parecían atravesársele en la lengua. Aquellos errores de pronunciación debían de ser hijos de su primera infancia africana y del tiempo pasado junto al señor West, cuyo castellano estaba fabulosamente trufado de meteduras de pata. El que mi amigo recién estrenado fuese capaz de hablar mi idioma con tan fantástica incorrección era un elemento más de su atractivo. En su lenguaje percudido, Elijah me contó que vivía en una casa con jardín, que tenía un caballo de madera y que estaba aprendiendo a nadar, y también que no iba al colegio, sino que se educaba con un profesor particular que le daba clase a domicilio. En el transcurso de aquel almuerzo (compuesto, aún me acuerdo, de langostinos rebozados, vieiras al horno, suprema de lubina y Chateaubriand), Elijah me hizo un retrato pormenorizado de su existencia al lado de Zachary West, pero no me habló de su pasado en Nigeria como yo hubiera querido, posiblemente porque ya no se acordaba de que había habido para él otra vida bien distinta a la que llevaba ahora. En cuanto a mí, le hablé de mi familia, de los insoportables lloros nocturnos de mi hermano Efraín, de mis maestros en el colegio de la Compañía de María y de mi pericia como jugador de canicas, que pareció impresionarle mucho, pues aseguraba ser un perfecto inútil en la materia, lo cual dificultaba enormemente sus relaciones sociales.

Cuando llegó la tarta del postre (un prodigio de repostería de cinco pisos de altura, con hojaldre liviano, crema pastelera y chantilly blanco como la nieve), tanto Elijah como yo estábamos secretamente convencidos de que nuestra amistad tendría que continuar por encima de las coordenadas del tiempo y el espacio. Faltaban sólo unos días para que él se marchara de Ribanova, y los utilizamos para afianzar nuestro primer encuentro ante tazones de chocolate con picatostes en el Salón de los Espejos del hotel Almirante, paseos por el parque de Rosalía y largas sesiones doctrinales en las que en vano intenté enseñar a Elijah los rudimentos del juego de las canicas: tal como me había advertido, era una completa nulidad. Quizá para compensar su torpeza y agradecer mi magisterio con las bolitas de colores, Elijah se empeñó en darme clases de inglés que, a decir de su padrastro West, era el idioma del futuro. Así que de vez en cuando Elijah se dirigía a mí en una jerigonza incomprensible. Pero, para mi sorpresa, aquellas palabras en clave empezaron a cobrar sentido, y cuando Elijah decía «ball» señalando una canica, «water», cuando bebíamos el agua de las fuentes del parque y «duck» al señalar a los patos del estanque, yo no necesitaba más explicaciones. Aquel niño fue el primer y mejor profesor de idiomas que tuve en mi vida.

¿Ves? Éste es el retrato del bautizo. El montón de carne que mi madre llevaba en brazos era mi hermano Efraín. Mi padre es el del bigote y el sombrero canotier. Los otros son mis tíos y mis abuelos. Y ese hombre alto, rubio y de sonrisa radiante era Zachary West. Obviamente, Elijah es el niño que está a mi lado, agarrando mi mano y mirando hacia la cámara con un aplomo impropio de sus ocho años recién cumplidos. Siempre tuve la sensación de que, en ese mismo momento, Elijah West había empezado a desafiar al destino.


El señor West y su hijastro volvieron a Ribanova en los primeros días de septiembre. Yo había pasado el verano en un hotel familiar de Caldas de Reyes, donde mis abuelos tomaban los baños y mis padres hacían vida social con un puñado de amigos. Efraín había engordado y estaba más llorón que nunca, pero yo había terminado por acostumbrarme a su presencia y ya no me molestaba tanto compartir con él mi casa y mi familia. Los días en Caldas habían sido largos y aburridos. En el hotel no había muchos niños de mi edad, y los tres o cuatro huéspedes que se contaban entre mis contemporáneos se me antojaban estúpidos y pretenciosos, así que pasé el verano prácticamente solo. Lo mejor de aquellas semanas fueron las larguísimas cartas que Elijah West me hacía llegar desde cada una de las etapas de su fascinante periplo vacacional. Mientras yo me consumía de aburrimiento en un balneario del norte, mi nuevo amigo había estado con su padrastro en París, Viena y Praga, protegidos ambos por el pasaporte diplomático del señor West, que les abría las puertas de las embajadas centro-europeas y también, supongo, las de la vida excitante que Elijah me describía prolijamente en aquellas cartas escritas en su mal español. Elijah hablaba de museos, de jardines, de palacios, hablaba de restaurantes de lujo y de porteros con librea, de chóferes de uniforme y de paseos a caballo, y por eso sus cartas eran tan interesantes como una novela de aventuras, mientras las que yo le enviaba no pasaban de ser simples telegramas que describían un veraneo más bien vulgar con el telón de fondo de las llantinas de Efraín y el ruido de la pelota en la cancha de tenis. Cuando en una de sus últimas cartas Elijah me informó de la intención de su padre de volver a Ribanova a principios de septiembre, pensé que la inminencia de la visita de mi amigo iba a servir para ayudarme a soportar el tedio mortal de las últimas tardes del verano.

Los West arribaron a Ribanova cinco días después de nuestro regreso de Caldas. Se instalaron, como siempre, en el hotel Almirante, y desde allí Zachary West nos envió una nota en la que nos hacía partícipes de su llegada a la ciudad y manifestaba su intención de visitarnos para ver a su ahijado cuando mis padres lo estimasen conveniente. Dos días después, Zachary West y su hijastro acudían a mi casa para compartir con nosotros el almuerzo dominical. Llegaron cargados de regalos para todos. Mi madre recibió un sombrero de madame Reboux, que hacía furor entre las parisinas elegantes; mi padre, una corbata de seda y unos gemelos de plata; para Efraín, dos faldones de batista, y para mí un tren de juguete que Elijah había elegido en una tienda de Viena. Creo que la generosidad de Zachary West nos abrumaba un poco a todos pero ¿a quién no le gusta recibir presentes? Así que, tras las protestas de rigor y los consabidos «no tendría que haberse molestado», mis padres debieron de decirse que en buena hora habían elegido a un caballero tan generoso como padrino de su hijo menor. Aquel día, después de la comida, Zachary West y mi padre se pusieron de acuerdo para tutearse.

– Después de todo -había dicho el americano- ahora somos casi familia.

A partir de entonces, mi relación con Elijah se hizo más estrecha. Mi amigo comía con nosotros un par de veces por semana, y por las tardes, cuando salía del colegio, era yo quien le visitaba en el hotel Almirante. Para nuestra satisfacción, Zachary West no manifestaba prisa alguna por regresar a Madrid, y yo empezaba a acostumbrarme a la presencia de Elijah cuando, una tarde, el señor West entró en la habitación en donde estábamos enfrascados en un juego de construcciones. La puerta se abrió de una forma tan violenta que media docena de piezas de madera sostenidas en precario equilibrio se precipitaron al suelo, pero el padrastro de Elijah pareció no darse cuenta.

– Elijah, we must come back. Hurry up. We leave tonight.

Y, ante la desolación que se dibujó en el rostro oscuro de mi amigo, añadió al marcharse:

I'm so sorry.

Ayudé a Elijah a recoger los juegos y a hacer su maleta. Creo que nunca había visto a nadie tan triste como a aquel niño que doblaba su ropa con la maestría de quien está acostumbrado a hacerlo continuamente.

– ¿Por qué os vais? -me atreví a preguntarle al fin. Él se encogió de hombros.

– No sé muy bien. Es por mi padre, por el trabajo. Siempre se está marchando. Le llaman, y se tiene que ir así, muy deprisa.

– Y a ti ¿no te importa?

Elijah volvió a componer un gesto resignado.

I'm used to.

No sé por qué no contestó en castellano, pero, para mi sorpresa, entendí perfectamente lo que me había dicho. Elijah me hablaba muchas veces en inglés, y aunque no siempre comprendía sus parrafadas, poco a poco iba aprendiendo una lengua que entonces no estaba de moda: todo el mundo quería estudiar francés, que era el idioma de la poesía, de la diplomacia y del amor.

Mi padre y yo fuimos a la estación a despedir a los West. Elijah estaba enfurruñado y triste. En cuanto al padrino de mi hermano, llevaba en los ojos una rara expresión de urgencia que le hizo parecer distraído hasta en la forma de decirnos adiós. Mientras veía alejarse el tren que se llevaba a Madrid a mi mejor amigo, tuve el amargo presentimiento de que aquella vez él y su padrastro se marchaban de Ribanova con la perspectiva de no volver nunca más.

Las cartas de Elijah llegaban cada dos semanas. Si bien es cierto que ya no eran los textos vibrantes que había redactado durante el verano para hacerme partícipe de sus vacaciones novelescas, aquellas cuartillas seguían despertando mi interés, porque eran una prueba de que lejos de las murallas de Ribanova existía un mundo distinto al mío, aunque no era capaz de decidir si mejor o peor que el que me había tocado en suerte. Elijah me contaba que su padre había salido de viaje, y que pasaba los días bastante aburrido, asistiendo a las clases impartidas por su tutor y en compañía de los sirvientes de la casa. Los sábados acudía a montar a caballo en un club privado (en una de sus cartas me contaba que había visto al rey Alfonso XIII jugando al polo), y los domingos iba al cine a ver películas de Buster Keaton o de Charles Chaplin.

Si durante las vacaciones había envidiado la vida de mi amigo, ahora me daba cuenta de que en realidad el bueno de Elijah tampoco gozaba de una existencia perfecta. No parecía tener amigos, y es de suponer que los parientes del señor West se hallaban a muchos kilómetros de distancia. Cada vez que su padrastro salía de viaje (lo que sucedía con bastante frecuencia), el pobre se quedaba solo en aquella casa enorme en la que vivían, y que tantas veces yo había jugado a reconstruir basándome en las descripciones que de ella me hacía Elijah. Mientras, yo vivía en un tercer piso de cuatro dormitorios, con dos personas externas como todo servicio, y no sabía montar a caballo ni había visto al rey de España más que en los sellos de correos, las monedas de curso legal y las fotografías del ABC, pero tenía todo un ejército de parientes revoloteando a mi alrededor, muchos compañeros con quienes jugar y hasta un hermano pequeñajo y gritón que iba creciendo delante de mis narices y al que estaba empezando a querer.

Pasó el otoño y llegó el tiempo del Adviento. En Ribanova cayeron las primeras nieves, y mientras yo me deslizaba en un trineo artesanal que me había hecho mi abuelo, una carta de Elijah me informaba de que su padre le había prometido que pasarían las Navidades en una estación de esquí de los Alpes suizos. Aquellas noticias me decepcionaron, porque albergaba la esperanza de que los West volvieran para pasar en Ribanova las fechas pascuales, pero en mi carta de contestación me limité a pedir a Elijah que me enviase una postal desde las montañas. Empezaba a pensar que mis presentimientos no andaban desencaminados: quizá nunca volviese a ver al hijo de Zachary West.

Fueron unas Navidades blancas y felices. Nuestra casa, como cada año, se llenó de familia y de amigos que se reunieron con nosotros para compartir almuerzos y cenas de sobremesas larguísimas. El día 31 de diciembre se me permitió velar para recibir el año nuevo, y la mañana de Reyes los tres magos de Oriente dejaron junto a mis zapatos un montón de juguetes y de golosinas. A veces me acordaba de Elijah, que debía de estar en Suiza viendo caer la nieve o paseando en un trineo tirado por un solo caballo, como decía aquella canción inglesa que me había enseñado. No había vuelto a recibir cartas suyas, salvo una felicitación navideña garabateada apresuradamente en la que me expresaba sus mejores deseos para el año nuevo. Quizá Elijah había encontrado nuevos amigos en la estación alpina y se había olvidado de mí.

Y entonces, cuando ya me había resignado a dar por terminada mi relación fraternal con el pequeño West, ocurrió algo que cambió de golpe todas las cosas. Fue el 8 de enero de 1926. Yo acababa de regresar del colegio cuando el cartero llamó a la puerta para entregar un telegrama. Fue mi padre quien lo recogió. Lo leyó un par de veces, como si no entendiese bien lo que quería decir, y luego fue en busca de mi madre. Hablaron en susurros durante media hora en la que no se me permitió entrar en la sala donde se encontraban. Al fin, mi padre salió de aquel cuarto y, sin saberse observado, guardó el cable recibido en un mueble del vestíbulo de la entrada. Recuerdo perfectamente cómo me acerqué en completo sigilo al lugar donde mi padre había depositado el telegrama, y cómo, conteniendo el aliento, abrí muy despacio aquel cajón para hacerme con él. Lo leí allí mismo, con el corazón alborotado y conteniendo a la vez el aliento y la mala conciencia. Si cierro los ojos, puedo ver de nuevo aquellas líneas: Necesito vuestra ayuda stop Llegamos mañana once noche stop No aviséis a nadie stop. Y firmaba Zachary West.


Lucinda entró en el salón haciendo uso de su misteriosa capacidad para deslizarse, e interrumpió el relato de Silvio.

– Señor… es que… la cena.

Un poco sorprendida, miré mi reloj: eran casi las nueve.

– Me… me tiene que decir qué quiere que le prepare. Como hoy ha merendado tan tarde…

Silvio dijo que no tenía hambre. En realidad, creo que lo que quería era seguir con su narración y alejar de la sala a la criada, pero Lucinda era tan discreta como conocedora de sus obligaciones.

– Ah, no, señor, eso no puede ser. La señora Carmina dice que tiene usted que cenar algo todos los días, aunque sea poquita cosa. Le puedo traer una taza de caldo, una tortilla francesa, una ensalada de tomate y lechuga, unas tostadas con queso de Burgos o pollo cocido del que sobró a mediodía, pero no puedo dejar que se acueste sin comer. La señora Carmina dice…

Silvio detuvo la súbita elocuencia de Lucinda con un gesto de rendición.

– Está bien, tomaré el consomé. -Y volviéndose a mí-: Ya ves cómo me tienen, Cecilia. Aquí hay que tener apetito por obligación.

– Pues yo me marcho. Se me ha hecho un poco tarde. Volveré el próximo lunes.


Cuando salí a la calle, me sorprendió encontrarla casi desierta. Durante las horas de trabajo, las zonas comerciales parecen dotadas de una poderosa energía que se desvanece como barrida por el viento en cuanto cierran las tiendas. La calle se convierte entonces en un lugar distinto, con resabios de páramo, en el que a nadie extrañaría que brillasen los fuegos de San Telmo. A las diez de la noche, la zona de Velázquez era un conjunto de escaparates iluminados, de farolas encendidas en una luz amarillenta, de cortinas corridas, de verjas que se cierran y de aceras desoladas e inmóviles.

Entré en el metro pensando en Silvio, en la historia de Silvio, en los secretos de Silvio. Siempre y cuando hubiera alguno. Porque, a pesar del aire misterioso que sabía dar a la narración, a pesar de su acento solemne al relatar su propia historia, hasta el momento, el abuelo de Elena no me había hablado de nada particularmente excitante, salvo que alguien pueda considerar extraordinaria la amistad con un niño de otra raza. Claro que, para entender la situación, quizá habría que olvidarse de los criterios del siglo XXI y aplicar los imperantes en los años veinte. Es curioso pensar que hubo un tiempo, no tan lejano, en que el mundo era así: cerrado, pequeño, unánime. Miré con disimulo a mi alrededor, y junto a mí, en el vagón, había viajeros de media docena de nacionalidades distintas. Ellos también tendrían su historia y sus secretos. Como Silvio. Como yo.

Si pudiéramos conocer los secretos de todas las personas que se nos cruzan en el camino, creo que la carga sería insoportable. Por otro lado, saber que quienes nos rodean ignoran los nuestros nos proporciona una rara sensación de seguridad. A los ojos de la mujer que viaja enfrente (creo que es filipina) yo soy un ser incógnito, una página en blanco. Cuando me senté, cruzamos brevemente nuestros ojos, pero desviamos la mirada en un segundo, supongo que por no parecer indiscretas y para respetar el derecho del otro a ser ignorado. Yo no sé nada de ella, ella lo desconoce todo de mí, no sabe lo que siento ni cómo me siento, no se hace preguntas en torno a mi carácter o mis circunstancias vitales. Para esta mujer soy un simple contacto visual. Ahora se bajará del vagón y no volverá a verme, y no me olvidará porque ni siquiera se ha parado a pensar en que existo.

Esa paz que da el desconocimiento ajeno me fue de gran ayuda el día que murió mi madre. Aquella mañana de marzo, la casa de mi hermana se convirtió por unas horas en una especie de sucursal de cualquier manicomio. Si el dolor no hubiese llenado entonces hasta los más pequeños rincones de nuestros sentidos, creo que la escena hubiera podido resultar digna de un vodevil. Porque, cuando llegaron los servicios de emergencia y certificaron la muerte de mi madre, nos explicaron que, al no haberse producido el fallecimiento en un hospital, era necesario llamar a la policía. Así que ahí lo tenéis: un piso de poco más de cien metros cuadrados donde había un médico, una enfermera, un camillero y dos policías de uniforme, aparte de un bebé que acababa de despertarse, cuatro adultos anonadados por lo que estaba ocurriendo y, cómo no, un cadáver, pero no un cadáver cualquiera: el de mi madre. Enseguida aparecieron algunos allegados (mi tía, mi prima) con la encomiable intención de ayudarnos en todo lo posible, de compartir nuestra tristeza. Y de compadecernos, por supuesto. No podría ser de otro modo. Eran seres generosos, que nos amaban, que amaban a mi madre, que también se sentían heridos por su pérdida y por nuestro desconsuelo. Otras veces había sido yo quien había secado las lágrimas de otros, prodigado abrazos, transmitido serenidad y afecto. Esas cosas se me dan bien. Pero aquella mañana descubrí que no soportaba ser objeto de tantas atenciones. Que no quería que me consolaran. Que necesitaba manejar a mi aire todo lo que estaba sintiendo, porque no hay nada tan personal como el dolor, nada tan inmune a la buena intención ajena. Frente al dolor siempre estamos solos, y es necesario aprender a administrar esa sensación.

La casa estaba llena de gente y de lágrimas. Y entonces, en medio de aquel escenario demencial donde, al menos para la burocracia de la ley, éramos sospechosos de haber asesinado a mi madre hasta que un forense certificara lo contrario, mi hermana se dio cuenta de que la niña tenía que comer y que no había en la casa ni un solo potito. Así que me ofrecí a buscar una farmacia de guardia, pues para colmo de males estábamos en domingo. En domingo de Pascua, para ser más exactos. Todo Madrid flotaba, pues, en el limbo particular de los días festivos.

Era una preciosa mañana de marzo. Descubrí las primeras flores tiernas apuntando en las ramas de los árboles, y hasta me pareció que podía oler su perfume dulzón. Atravesé un parque donde jugaba todo un ejército de niños, hartos de tantos días de reclusión a causa del mal tiempo. En los bancos había padres leyendo el periódico, parejas besándose, jubilados matando el tiempo de su eterno domingo. Me crucé con una adolescente esbelta que patinaba con los brazos abiertos como si tuviese alas, con un niño gordito a quien su padre enseñaba a montar en bicicleta, con una pareja de ancianos que regresaban de la procesión del Domingo de Ramos llevando en la mano, en una escena de otra época, las palmas bendecidas de la Semana Santa. No había nada a mi alrededor que pudiera considerarse deprimente o luctuoso: al contrario, el ambiente que se respiraba en la calle era casi festivo y, en general, tímidamente feliz. El mundo seguía existiendo al margen de mi pena. La vida común me ignoraba y transcurría al ritmo habitual.

Siempre pensé que, en medio de la desdicha, la alegría ajena podía considerarse como un insulto. Pero no es así. La normalidad del entorno era como una especie de bálsamo para las heridas que sangraban en mi interior, un soplo de paz para la conmoción que acababa de sacudir mi vida. Hice un extraño ejercicio de imaginación e intenté ver toda la realidad en su conjunto, conmigo dentro, preguntándome si había algo en mí que desentonara en aquel escenario apacible de una mañana de marzo. Pero no lo había. Allí estaba yo, con mi desdicha, rodeada de niños que jugaban, de hombres y mujeres, y ancianos perezosos, y muchachas ligeras de pies, y chicos de voz aflautada por la pubertad que se llamaban unos a otros. Qué alivio, qué infinito alivio, pensé al caer en la cuenta de que todas aquellas personas ignoraban el tamaño de mi dolor. Nadie me compadecía, nadie se fijaba en mí ni observaba mis reacciones. Yo era un elemento más de la amable mañana de primavera, una pieza que no contribuía a hacer mejor la escena, ni tampoco a empeorarla. Una pieza perfectamente prescindible, pero no necesariamente indeseable.

Para participar del juego, compré los periódicos en el quiosco, y durante un segundo me sentí como en un domingo cualquiera. El que me viese pensaría que la lentitud de mis pasos estaba provocada por la indolencia del fin de semana, por la falta de prisa dictada por los días festivos. Una mujer que camina despacio tras comprar la prensa, bajo el primer sol del año. Ésa era yo para los demás. Nadie especial, nadie distinto, nadie digno de conmiseración. El quiosquero me había dado el cambio con una indiferencia absoluta, libre de atención y de vestigios de lástima. La mujer de la farmacia que me vendió los potitos debió de confundirme con una madre poco previsora. El conductor que se detuvo en un paso de cebra no lo hizo por compasión hacia mi condición de huérfana reciente sino probablemente por dar ejemplo a sus dos hijos, que disfrutaban del domingo en el asiento de atrás. Y el niño del monopatín que estuvo a punto de destrozarme un tobillo al pasar junto a mí me sacó la lengua con una fiereza que no hubiera utilizado, a buen seguro, de saber que mi madre acababa de morirse. Recorrí el camino a casa con los periódicos bajo el brazo, llevando en la mano la bolsa de la farmacia, una tristeza intensísima en el corazón y, en la cabeza, la seguridad de que la vida estaba esperando mi regreso.


Me había entretenido tanto junto a Silvio que llegué a mi apartamento bastante tarde. Aquella noche tenía una cita con unos amigos, y me quedaba el tiempo justo para darme una ducha rápida. Con el albornoz puesto consulté el correo electrónico. Había cuatro mensajes: una oferta de vuelos baratos de un buscador que utilizo a menudo, el acuse de recibo de una factura que había enviado, una nota de la editorial preguntándome cómo iban los dibujos (que era una forma de decir «te estás retrasando más de lo debido») y un texto que me enviaba Elena desde Nueva York:


Ceci querida, espero que todo vaya bien con el abuelo. A veces me remuerde la conciencia por haberte echado el muerto encima, pero cada vez que mi madre empieza a dar la murga con el asunto de que Silvio está solo en Madrid, le recuerdo que tú estás yendo a verle y se queda más tranquila. Los niños están muy contentos con su abuela aquí y mi madre dedica todo el tiempo libre a maleducarlos, cuando se marche me va a costar meses volver a reconducirlos. Por cierto, Eliza me dice que te mande besos y más besos y que te pregunte cuándo vas a venir.

Mi padre está bien, bueno, bien a medias, pero por lo menos no está mal. Esta semana va a pasarse tres días ingresado en el hospital porque tienen que aislarlo completamente para hacerle unas pruebas. El médico asegura que no es nada importante, aunque digo yo que si no es importante no sé para qué le tienen que aislar al pobre. Peter dice que no me meta porque los médicos saben lo que tienen que hacer, pero yo no las tengo todas conmigo.

Te echo de menos.

Elena


Normalmente contesto de inmediato a los correos de Elena. Esta vez no lo hice: hubiera tenido que hacer referencia concreta a sus recelos sobre la clase médica, y para tranquilizarla al respecto me hubiese visto obligada a mentir. Porque los médicos no son infalibles. A veces cometen errores. Errores tremendos e irremediables. A mi madre, uno de esos errores la privó de algunos meses de vida. Cuántos, no lo sé. Pero aunque hubiese acortado su final sólo unas cuantas horas, tendría motivos para detestar de por vida al matasanos que confundió una metástasis ósea con una ciática severa. Porque eso fue lo que le ocurrió a mi madre: en lugar de una terapia contra el cáncer, durante cinco meses recibió tratamiento para un problema de huesos. El cretino que ni siquiera le hizo un análisis de sangre le prescribió antiinflamatorios, aspirinas y unas sesiones de rehabilitación que la dejaban agotada de cansancio y de dolor. El muy insensato tardó semanas en solicitar una resonancia magnética, y ni siquiera lo hizo por el procedimiento de urgencia: total, ya se sabía lo que era aquello, el ataque de ciática de una postmenopáusica quejica que se inventaba excusas para no hacer los ejercicios y lloriqueaba con los estiramientos. Nada que mereciera la pena tomarse en serio. Así que mi madre perdió cinco meses preciosos que el cáncer aprovechó para seguir disparándose.

Siempre me he preguntado si el médico de mi madre sintió algún remordimiento a causa de su ineptitud, si alguna vez se reprochó su falta de rigor, su dejadez, su incompetencia. Y algo me dice que no. A pesar de que conocía a mis padres, jamás nos llamó para preguntar cómo iban las cosas, ni tampoco lamentó ante nosotros el haberse equivocado en su diagnóstico de forma tan evidente. Por eso creo que aquel médico se limitó a anotar su equivocación en el mismo cuaderno imaginario en el que apuntaba todas sus chapuzas, y donde supongo que se mezclan, sin orden ni concierto, escayolas retiradas antes de tiempo, vendajes mal colocados, fisuras ignoradas y la muerte de una mujer que debía estar viva. Todo el mundo se equivoca, debió de decirse, es lamentable pero sucede. Y nadie podría llevarle la contraria. Yo me equivoqué con el código de colores en una ilustración, y si el impresor no llega a darse cuenta, el dios Júpiter hubiese tenido la cara verde en la portada de un libro. Mi error hubiese llevado a confundir a una deidad griega con el increíble Hulk. Cualquiera puede equivocarse, me dijo el editor mientras arreglaba el desaguisado. Claro que sí. Hasta los doctores lo hacen. Y no pasa nada. Un gazapo, una chapuza, un descuido sin mala intención. A veces pienso que los médicos deben ser extraordinariamente indulgentes consigo mismos, pues a diferencia de los de los demás, sus errores acaban siempre bajo tierra.

Contesté al correo de Elena sin hacer mención a sus temores sobre la posible torpeza de los doctores de Manhattan:


Querida:

Di a tu madre que no tiene que preocuparse, que Silvio está estupendamente y que Lucinda se ocupa de la organización de la casa con más rigor que un coronel de artillería. Hoy he ido por allí, y volveré el lunes.

Abrazos para ti y para tus padres. Da un beso a los niños de mi parte, y dile a Eliza que la próxima vez que vaya a vuestra casa le llevaré un regalo tan bonito, tan bonito, que ni siquiera se lo puede imaginar.

Cecilia


Hacía un par de semanas que le había comprado a la pequeña Eliza un disfraz de mariposa, con alas transparentes y unas antenas de colores que se colocan como una diadema. Le va a gustar. Supongo que a los niños les sigue encantando disfrazarse. Y, después de todo ¿qué se le puede comprar a una pequeña neoyorquina hija de un médico rico que ya debe de estar de vuelta de cualquier cosa? De hecho, en esta época es difícil hacer regalos a los niños; a partir de cierta edad, no les ilusiona casi nada, a pesar de que los juguetes que hay en las tiendas son cada vez más bonitos y más perfectos. Cuando nosotros éramos pequeños sólo había media docena de muñecos con la cabeza grande y dura, algunos juegos de mesa y las construcciones de toda la vida que, por cierto, me parecían de lo más entretenido. Ahora, cada juguetería es igual que una Disneylandia en pequeñito. Ojalá yo hubiera tenido todos esos juguetes. Lo más sofisticado que me regalaron fue una muñeca que se hacía pis y echaba mocos y babas, y era capaz de andar con unas piernas rígidas de víctima de la polio. En el siglo XXI, los muñecos tienen el tacto tierno de los bebés, y es difícil resistir la tentación de acunarlos como si fueran niños de verdad, con la piel tibia y olorosa a leche y a polvos de talco.

Hace unos días compré un muñeco de esos para mi sobrina, a pesar de que es demasiado pequeña para jugar con él. Siempre me ha gustado comprar cosas. Cosas para los demás, cosas para mí: un pastel de yema para mi cuñado, que adora los tocinos de cielo; fresas para mi hermana, chocolate para una amiga. Cada vez que venía mi madre, compraba para ella boquerones en vinagre y escabeche de atún. Le volvían loca los encurtidos. También le llevaba caramelos de violeta, una porción de tarta capuchina, confit de pato o aceitunas rellenas. O churros para tomar con el desayuno. Le encantaban los churros con el café con leche, y agradecía hasta el infinito el que alguien se hubiese desviado unos metros de su camino para comprarle este o aquel capricho. No había nadie en el mundo con un sentido de la gratitud tan desmesurado. Le llevabas una bolsita de aceitunas con anchoa y era como si hubieses aparecido en casa con el tesoro de Alí Baba.

Por eso siempre estaba buscando cosas para comprarle. No era por ella, sino por mí, porque me encantaba disfrutar de su reconocimiento. Y aún ahora, cuando hace medio año que murió, me sorprendo a mí misma asomada a la sección de conservas de El Corte Inglés para seleccionar el próximo obsequio. Es sólo un segundo, claro. Enseguida vuelvo a la vida real, y ya no puedo ser una hija que compra regalitos a su madre para recibir de ella todo aquel torrente de satisfacción que era como un aliento de vida. La última cosa que le compré fue un jersey, un jersey de color malva, de lana suave, con un poco de escote. Mi madre estaba en la cama cuando se lo llevé. Y aún así, enferma y triste, aquel jersey le encendió la mirada.

– Qué bonito. Siempre me estás trayendo cosas.

Pero no lo decía protestando, como esas personas ñoñas que se quejan cuando reciben un regalo, como si las dádivas fuesen un motivo de ofensa. Mi madre entendía lo que significaban aquellos presentes, los boquerones, los caramelos, el jersey de lana. Eran pequeñísimos, insignificantes actos de amor que ella se encargaba de llenar de sentido. Llegó a estrenar aquel jersey. Ahora lo llevo yo. Cuando me lo pongo, vuelvo a ver a mi madre y la luz de sus ojos enfermos.


El fin de semana pasó deprisa. Vi a mis amigos de siempre y nadie me preguntó por Miguel, aunque en algún momento casi todos me interrogaron con la mirada. Yo guardé silencio. Aún no había decidido qué iba a contarles. De hecho, ni siquiera estaba muy segura de los pasos que iba a dar a continuación. Seguía sin contestar al teléfono. Si había esperado tantos meses para hablar conmigo, bien podía aguardar unos cuantos días más a que yo levantase el auricular.

Pasé en casa todo el domingo, trabajando en las ilustraciones de El patito feo y comiendo galletas caducadas de una lata que había comprado en Holanda unos meses atrás. El teléfono no sonó en todo el día, y tampoco lo hizo el lunes por la mañana, ni a mediodía, cuando salí de casa para tener una reunión en la editorial.

Al volver seguía pensando en el silencio del teléfono, que me parecía incomprensible. No sé por qué había pensado que esta situación iba a durar eternamente, que Miguel podía pasar toda la vida ignorando mis silencios tercos. Había dejado de llamar, y en vez de entender como una victoria la repentina mudez del teléfono, me embargaba una especial sensación de derrota. No había sido una buena jornada. En la reunión, la editora que me había encargado las ilustraciones de los cuentos puso algunos problemas a los bocetos que le había enviado. Sus objeciones me parecieron estúpidas, y discutimos. Al llegar a casa, descubrí que me había dejado un grifo abierto, y como el desagüe del lavabo llevaba atascado un par de días, había provocado un conato de inundación. Me pasé una hora dale que te pego con la fregona, intentando ver el lado positivo del asunto: al menos, el agua no había llegado al piso de abajo. Pero resulta difícil ser optimista cuando mi casa está medio encharcada, me he peleado con mi jefa y el teléfono ya no suena.

Había quedado en ir a ver a Silvio aquella tarde, pero no me apetecía ni tanto así. En aquel momento, su historia ni siquiera me interesaba. Pensé en inventar una excusa para ahorrarme el viaje a la calle Velázquez. Después de todo, no tenía ninguna obligación con Silvio, y el primer día quedó muy claro que no había compromisos por mi parte. Él mismo me lo había dicho, no quiero que te compliques la vida para verme. Entonces ¿qué me impedía coger el teléfono, llamar a casa de Silvio y decirle que teníamos que dejar nuestro encuentro para otra tarde? Quizá mi particular sentido de la formalidad. Silvio estaría esperándome ante la mesa de la merienda, buscando en la caja de fotografías una imagen adecuada para ilustrar su relato de la tarde. Guardé la fregona, me aseguré de que el grifo estaba esta vez bien cerrado y me preparé para salir.

Cuando llegué a casa de Silvio, Lucinda estaba a punto de servir el té, y Silvio había colocado en un lugar bien visible una fotografía algo quemada que les inmortalizaba a él y a su amigo Elijah a punto de subir en un balandro. Iban vestidos de domingo, y junto a ellos, mirando a la cámara con el descaro de un galán de cine, estaba el aviador americano. Merendamos casi en silencio, y luego Silvio empezó a hablar. Para mi sorpresa, retomó la narración en el punto justo en que la había dejado: con el extraño telegrama de Zachary West.


La noche en que debía producirse la misteriosa llegada de Zachary West, mi madre me envió a la cama sin mucha convicción, «acuéstate y duerme», me dijo, pero mi padre y ella estaban demasiado pendientes de otras cosas como para preocuparse de mis horas de sueño. La jornada había transcurrido entre silencios y susurros, entre las miradas furtivas y llenas de ansiedad que intercambiaban mi padre y mi madre y un montón de preparativos desordenados para no se sabía qué exactamente. Me imagino que pasaron el día haciéndose preguntas, sopesando posibilidades, elucubrando y tratando de leer entre las líneas del cable recibido. Puede que te extrañe, pero a veces creo que, a mis ocho años, fui el único que entendió el telegrama de Zachary West, el único que intuyó que la visita de nuestro común amigo era el preludio de acontecimientos que iban a cambiar las vidas de todos nosotros, y, sobre todo, mi propia vida.

Como cada noche, a las diez me puse el pijama, y merodeé por el salón hasta que alguien (creo que fue mi abuela) dijo que no eran horas para andar de paseo, y sin muchas contemplaciones me enviaron a mi cuarto. Desde allí, con la luz apagada y la puerta entreabierta, tratando de no hacer ruido y acompasando mi respiración para que a cualquier curioso pudiera parecerle la de un durmiente, luché por permanecer despierto y con todos los sentidos en guardia para no perderme nada de lo que iba a pasar a continuación.

El llamador sonó una sola vez en mitad de la noche. Acababan de dar las once en el reloj de pared del pasillo. Me levanté como si tuviese un resorte en la espalda: si quería escuchar algo, lo haría mejor junto a la puerta, así que me situé en la entrada de la habitación y afiné el oído. Tras unos segundos percibí el sonido del pestillo al descorrerse, y la voz de mi padre dando la bienvenida a Zachary West… Casi inmediatamente oí avanzar a ambos por el pasillo en dirección a los dormitorios, y tuve el tiempo justo de meterme en la cama y taparme hasta la nariz, porque el señor West entró en la habitación llevando en brazos a Elijah. Parecía sumido en un sueño imperturbable. Mi padre y él le quitaron los zapatos, y le tumbaron vestido en una cama gemela a la mía. Luego, tras arroparlo, Zachary West besó en la frente a su hijo adoptivo antes de salir de la habitación. Creo que no tuvo tiempo de escuchar a Elijah murmurando algo en sueños. Pensé que mi amigo iba a despertarse, pero no fue así, y unos segundos después, a pesar de mi esfuerzo por permanecer en vela, yo también me quedé dormido.

Cuando abrí los ojos a la mañana siguiente, Elijah seguía durmiendo. Al mirar mi reloj de pulsera (un generoso regalo del abuelo con motivo de mi primera comunión), me di cuenta de que eran las nueve y media: no me habían levantado a tiempo para ir al colegio. Hacía frío aquella mañana, y una fina capa de nieve recién caída velaba la claraboya de mi habitación. Hubiese querido despertar a Elijah, alegrarme con él por su sorprendente llegada y preguntarle si iba a quedarse mucho tiempo en Ribanova y en mi casa, pero una misteriosa ráfaga de prudencia me dijo que era preferible dejar dormir a aquel niño que, tapado con el cobertor y vestido con ropa de calle, se me antojó más pequeño y más débil de lo que yo lo recordaba.

Salí de mi habitación con los pies descalzos y la bata de paño mal anudada sobre el pijama. Toda la casa estaba en silencio, lo cual resultaba sorprendente, porque las dos sirvientas de la familia eran vocingleras y escandalosas, y hacían las labores de limpieza cantando cuplés y aires de zarzuela. Al entrar en la cocina sólo vi a mi abuela y a mi madre, hablando en voz baja y con un aire de tan inequívoca gravedad, que ya no tuve ninguna duda de que algo extraño estaba pasando.

– ¿Donde están Toñita y Asela? ¿Por qué no me habéis despertado para ir a clase?

Mi madre dibujó una sonrisa.

– Toñita y Asela me pidieron el día libre. En cuanto a ti… pensé que preferirías quedarte en casa para poder estar con Elijah. Porque ya has visto que está en tu cuarto, ¿verdad?

Yo tenía ocho años, pero en modo alguno era un idiota, y habría que serlo para creerse el cuento de que mis padres habían consentido que hiciera novillos para que pudiera dar la bienvenida a un amigo. De todas formas, no era el momento de hacer muchas preguntas. Mi abuela me puso delante un tazón de leche y una rebanada de pan untada con manteca.

– Desayuna.

– No tengo hambre.

– Pues da igual. -Se dio la vuelta y quedó mirando los fogones. Mi madre se sentó junto a mí, que revolvía, desganado, el azúcar en la leche.

– Bueno, Silvio… tengo buenas noticias para ti. Elijah va a quedarse con nosotros una temporada.

– ¿Eso cuánto tiempo es?

– Pues… no sé, unas cuantas semanas, quizá un par de meses. ¿Qué pasa, no te alegras?

– Sí, claro… ¿Y el señor West? ¿También va a quedarse son nosotros?

A pesar de su fugacidad, no me pasó desapercibida la mirada que intercambiaron mi madre y mi abuela.

– Oh, no. -Mi madre intentaba parecer despreocupada-. Ya sabes, él tiene muchos negocios en el extranjero, y va a estar fuera del país durante un tiempo bastante largo. Cuando nos lo contó, papá y yo le propusimos que dejara a Elijah en nuestra casa.

Incluso de no haber leído aquel telegrama, hubiera estado seguro de que mi madre me mentía. Había algo raro en su fingido tono festivo, en su esfuerzo por normalizar la llegada de Elijah y su permanencia con nosotros. Creo que uno de los más raros momentos de la infancia es aquel en el que descubres que tus padres te mienten. Hay algo que se quiebra, una especie de decepción sorda, de mudo reproche hacia aquellos en los que habías depositado tu confianza absoluta en la seguridad de que nunca iban a engañarte. A otros niños les sucede al enterarse de la verdadera identidad de los magos de Oriente, pero a mí me pasó aquella mañana, ante un vaso de leche caliente, mientras mi madre se enredaba en explicaciones atolondradas para justificar la estancia en nuestra casa de mi mejor amigo.

Elijah se despertó poco después. Apareció en la cocina con la ropa arrugada y el pelo revuelto, dio los buenos días y aceptó la taza de leche y las tostadas que le ofreció mi madre. No había acabado el desayuno cuando ya él y yo habíamos recuperado nuestra antigua amistad, interrumpida durante más de tres meses. No parecía extrañado de encontrarse en mi casa, ni tampoco echar de menos a su padre ni a su vida habitual. Cuando, después de asearnos y vestirnos, mi madre nos dejó jugando juntos en la habitación en espera de la hora del almuerzo, mi amigo y yo pudimos tratar lo que estaba ocurriendo. Yo le hablé del famoso telegrama, cuyo texto recordaba sin dificultad alguna, y él reconoció que, en efecto, su padre adoptivo viajaba con cierta frecuencia.

– Pero esta vez debe de ser distinto -dijo.

– ¿Porque te han traído aquí?

Elijah frunció el ceño.

– Por eso y por otras cosas. En los últimos días, Zachary estaba preocupado. Le llamaban por teléfono muchas veces…

– ¿Tenéis un teléfono en casa?

– Sí. -Aunque yo hubiera querido que ahondara en detalles, Elijah no pareció dar mucha importancia a semejante prodigio-. Y hace tres noches alguien vino de visita más tarde de las doce. Zachary pensó que yo estaba durmiendo, pero escuché el timbre y me levanté. Era un hombre mayor, muy alto, con uniforme. Se metieron en el despacho y estuvieron allí hasta el amanecer. Al día siguiente mi padre me dijo que iba a traerme a Ribanova por unas semanas. Yo me puse contento, porque así podría verte y estar contigo. Otras veces me quedo solo en casa con los criados. Es muy aburrido.

A pesar de que aquella situación contaba con muchos elementos enigmáticos, Elijah no parecía preocupado, ni siquiera excitado. Supongo que sus ocho años de vida habían estado jalonados de acontecimientos excepcionales, de forma que su traslado a mi casa por un período de tiempo sin definir debió de parecerle un asunto menor. Aquel mismo día, durante la hora del almuerzo, mi padre le dijo a Elijah que estaba muy satisfecho de tenerle con nosotros, y que su padre volvería a buscarlo en cuanto resolviese unos asuntos que tenía pendientes en el extranjero.

– Mañana empezarás a ir a clase en el colegio de la Compañía de María. Ya he hablado con el director y está todo arreglado. No sabemos cuánto tiempo va a pasar antes de que tu padre regrese, y él no cree conveniente que pierdas el ritmo de estudio. Tu preceptor no puede trasladarse a Ribanova, de modo que es mejor que vayas al colegio. Así harás nuevos amigos, ¿eh?

Elijah asintió con docilidad, pero me di cuenta de que la perspectiva de ir a clase no parecía hacerle demasiado feliz. Su español era todavía bastante pobre, se sabía diferente y no estaba muy acostumbrado al trato con contemporáneos. Al día siguiente, cuando salimos hacia el colegio, me confesó que estaba asustado. Llevaba puesto un grueso abrigo de lana oscura y unas botas especiales para caminar por la nieve que Zachary West le había comprado en Suiza durante las últimas vacaciones. Su cartera escolar era nueva, y también sus cuadernos y sus lapiceros: estaba claro que su padre había intentado equiparlo perfectamente para la etapa escolar.

Como era de esperar, toda la clase quedó en silencio cuando Elijah ocupó el pupitre que le habían asignado. Nuestro tutor le dio la bienvenida al colegio en un tono extremadamente ceremonioso, para pedir a continuación a todos los alumnos que fuesen agradables con el recién llegado.

– Recordad que todas las criaturas de Dios somos iguales ante él, que nadie es mejor que nadie y que no debemos menospreciar a aquellos que han nacido diferentes a nosotros. ¿De acuerdo?

Elijah escuchó aquel discurso torpe e inoportuno con los ojos clavados en su cuaderno de tapas azules mientras todas las miradas convergían en él. Yo no observaba a Elijah, sino a mis compañeros, y me di cuenta de que, lejos de la figura protectora de su padre aviador, Elijah no era para ellos un ser digno de envidia, sino una criatura diferente que no pertenecía a nuestro mundo.

La primera lección del día era la de lengua española, y con ella empezaron también los problemas de Elijah, que no dominaba nuestro idioma y al ser preguntado cometió algunos errores de expresión que provocaron las risas del resto de los chicos. La expresión de mi amigo cambió al escuchar las primeras carcajadas, su mirada se hizo más sombría y su gesto más duro. Ahora creo que el señor West cometió un gran error al insistir en educar a su hijo entre las paredes protectoras de su casa, privándole así del contacto con otros niños y acentuando su conciencia de ser distinto a los demás. Elijah no sabía jugar en grupo, ignoraba los rudimentos de los deportes de equipo (él, que sabía esquiar y patinar y había ganado ya un campeonato de tenis), y era incapaz de participar de las bromas y chanzas que se intercambian a diario los compañeros de estudios. Me había demostrado varias veces que a pesar de su escaso vocabulario era un gran narrador, pero la locuacidad que demostraba en privado se desvanecía en presencia de mucha gente. Creo que jamás he visto a nadie tan despistado y tan al margen del mundo como a Elijah West en aquellos primeros días de clase.

Es justo reconocer que los chicos tampoco le pusieron las cosas demasiado fáciles. Los gallitos de la clase (tres o cuatro muchachos más altos que el resto que ejercían sin discusión su reinado sobre el aula) le condenaron al ostracismo desde el primer recreo, cuando admitió con su media lengua que jamás había jugado al fútbol. Supongo que, en el fondo, sólo estaban buscando una excusa para marginarle, y la impericia de Elijah en cuestiones deportivas les puso la disculpa en bandeja. Cuando uno se hace mayor, y sobre todo cuando la inteligencia se desarrolla de forma correcta, las cosas distintas nos atraen poderosamente. Pero, cuando uno es un niño o un completo estúpido, rechazamos sin dudar todo aquello que es diferente, y nos negamos a admitirlo en nuestras vidas por miedo a alterar aquello que consideramos bien construido. La primera vez que los chicos de Ribanova se encontraron con Elijah, vieron en él a un ser de excepción porque sólo estaba de paso en la ciudad y en sus vidas. Pero, ahora, aquel negrito desconocido había llegado para quedarse, con sus botas nuevas y su cartera de cuero, y eso no podía ser. En aquellos días tuve la amarga ocasión de descubrir la infinita crueldad de niños que habían sido mis amigos y que pretendían someter a Elijah al más pavoroso de los aislamientos en castigo a su osadía al variar, siquiera temporalmente, la rutina de todos nosotros.

¿Y yo? ¿Qué iba a hacer yo? A los ocho años, se necesita mucho valor para alinearse en contra de un grupo y a favor de un individuo enviado al destierro. Cuando se es niño uno no quiere proteger su individualidad, sino sentirse parte de un colectivo, ser aceptado por los demás, admirado y querido, igual al resto. Por eso creo que nunca fui tan valiente como en el instante en que decidí por mi cuenta que no iba a dejar solo a Elijah frente a unos niños que, hasta entonces, habían sido parte de mi mundo. Cuando aquel primer día, en el recreo, reconoció que no sabía jugar al balón, ni al marro, ni a la billarda, y se alejó sin mirarme para no poner en un brete mi lealtad hacia él, abandoné sin dudarlo el grupo de muchachos que se organizaban para pasar media hora de libertad. Aquel día no jugué con mis compañeros de clase (de hecho tardaría mucho en hacerlo de nuevo), pero puse otra piedra para hacer indestructible mi amistad con Elijah.

A pesar de sus problemas con el idioma, a Elijah le iba bien en casi todas las clases. Era muy bueno en matemáticas y en geografía, y hasta creo que aquellas lecciones le aburrían un poco, porque iba muy adelantado con respecto al resto del grupo. Deseé muchas veces que mi amigo fuese capaz de dejar de lado su timidez y sus complejos, porque desde su insólita experiencia mundana hubiese podido referir al resto de los compañeros todo un filón de anécdotas inverosímiles. Ninguno de nosotros había salido jamás al extranjero, pero Elijah conocía Londres, París y Roma, Viena y Bruselas, Budapest, algunas ciudades del norte de Marruecos, las montañas suizas, la metrópoli de Nueva York (que en los años veinte estaba tan lejos de Ribanova como la tierra de la luna) y, por supuesto, la inmensidad de los paisajes africanos que recordaba vagamente de su primera infancia en Nigeria. En vano le animé a que hablase a los otros chicos de aquellos lugares excitantes, pues estaba seguro que de hacerlo mi amigo se hubiera ganado para siempre la admiración de aquellos que le ignoraban, o aún peor, habían decidido convertirle en un permanente inadaptado.

– ¿Por qué no les cuentas lo de la estación de esquí? ¿O lo de aquella vez que montaste en camello en el desierto?

Pero Elijah se negaba.

– Ya te lo he contado a ti.

En aquellos días, y a pesar de que Elijah West hacía notables progresos con el español, él y yo solíamos tener algunas conversaciones en inglés, que yo aprendía casi sin darme cuenta. Usar otro idioma para hablar entre nosotros era una forma de construirnos un refugio particular, un sanctasanctórum en el que no podía entrar nadie y nadie, tampoco, podía hacer daño a Elijah.

Las cartas de Zachary West llegaban con bastante frecuencia. Mi padre siempre se las daba a Elijah después de haberlas abierto, y él las leía tumbado en la cama, levemente decepcionado por lo insulso de su contenido. Su padre sólo le contaba que las cosas iban bien, que le echaba mucho de menos y que pronto volvería a buscarle, que fuese bueno en casa, que estudiara, que se portase bien conmigo. En vano buscaba Elijah alguna referencia al lugar en el que Zachary se encontraba, algún dato sobre el trabajo que estaba desempeñando dondequiera que fuese. Los sobres podían ser una pista, por supuesto, pues el matasellos indicaría al menos el lugar de procedencia de la carta, pero mi padre entregaba a Elijah tan sólo los folios escritos.

– ¿Por qué no te da los sobres?

– No sé. A lo mejor quiere quedarse con los sellos. ¿Es coleccionista, tu padre?

Pues no, mi padre no coleccionaba nada, ni sellos, ni cajas de fósforos, ni monedas antiguas, ni ninguna otra cosa. Y, la verdad, tampoco era propio de él el dedicarse a abrir las cartas de un pobre chico para escamotarle los sobres, los sellos o lo que fuera. Tenía que haber algo más. Así que, sin decir nada a Elijah, decidí actuar.

Las cartas de Zachary West se recibían con un intervalo de diez días, así que cuando estaba próxima a llegar la siguiente misiva monté guardia en el portal de nuestra casa para así coincidir con el cartero. Era un hombre bajito y bonachón, algo pasado de kilos, a quien parecía costar un trabajo ímprobo el arrastrar su saca atiborrada por las calles de Ribanova.

– Hola…

– Hola. Tú eres el chaval de los Rendón, ¿verdad?

– Sí. ¿Tiene algo para nosotros? Yo puedo llevarlo, voy a subir a casa ahora mismo.

Vivíamos en un tercero de escaleras más bien empinadas. Aquel funcionario de correos debió de decirse que si había una oportunidad de evitar subirlas con la bolsa a cuestas, era su obligación aprovecharla.

– Hay una carta para tu padre. -Me tendió un sobre bastante grande de papel de estraza-. Pero no te olvides de entregársela, ¿eh? Estas cosas son importantes…

– No se preocupe. Se la daré ahora mismo.

Ni siquiera miré la carta. Aparentando una indiferencia por aquel sobre que estaba muy lejos de sentir, lo guardé en la cartera escolar y luego subí los escalones de dos en dos. Cuando llamé al timbre de nuestro piso, apenas me quedaba aliento para respirar.

– ¿Dónde te habías metido? Te están esperando para comer. -Asela, la criada, me miraba con cierta ferocidad-. Anda a lavarte las manos, que tu padre está empezando a enfadarse.

Ni siquiera pude sacar el sobre de la cartera. Entré en el comedor, escuché el consabido sermón sobre la necesidad de ser puntuales a la hora de las comidas y di cuenta del almuerzo sin dejar de pensar en lo que acababa de hacer. Luego, cuando Elijah y yo volvimos a salir hacia el colegio para las lecciones de la tarde, le conté lo que había hecho y le enseñé mi botín: aquella carta venía de Madrid y estaba dirigida a mi padre. El remitente era un tal Fernando Pérez.

– ¿Conoces a alguien que se llame así?

Elijah dijo que no con la cabeza. Empecé a pensar que quizá había cometido un error, y la misiva en cuestión no tenía nada que ver con las que enviaba Zachary West. Pero mi padre nunca recibía correspondencia de la capital, y aquel sobre oscuro y voluminoso ni siquiera parecía un envío corriente. Así que tomé una decisión heroica: abrirlo y examinar su contenido. Elijah no estaba muy seguro de querer hacerlo, y así me lo dijo en su español atravesado.

– Quizá vas a tener problemas, tú.

Pero ya había rasgado el sobre. Dentro había otra carta con el membrete del embajador de los Estados Unidos de América en Madrid. Al abrirla apareció otro sobre enviado por la embajada estadounidense en Alemania y protegido por media docena de sellos de lacre. El propio Elijah me ayudó a romperlos, indiferente ya a la perspectiva de algún castigo. Dentro, por fin, aparecieron dos folios escritos con la caligrafía clara y menuda de Zachary West. Mi amigo los leyó por encima.

– Dice todo como siempre. Que me porte bien, que estudie, que volverá pronto. Bueno. -Se guardó los folios en un bolsillo-. Por lo menos, ahora ya sé que está en Alemania.

– ¿Y por qué no te manda las cartas él mismo?

Elijah me miró con seriedad.

– Porque no quiere que nadie sepa que está allí.

Las cartas de Zachary West siguieron llegando cada diez días, pero nadie preguntó por la que se había perdido. En los años veinte el correo funcionaba bastante mal, y no era extraño que alguna carta no llegase a su destino. Terminó el mes de enero, y luego llegó febrero con las emociones del carnaval. Elijah y yo nos disfrazamos de máscaras y asistimos juntos a un baile infantil en el Casino. Estuvimos solos casi toda la tarde, porque los otros chicos sólo se acercaban a hablar con nosotros azuzados por sus madres, y abandonaban nuestro pequeño grupo en cuanto éstas dejaban de vigilarles. Bien es verdad que ni Elijah ni yo demostramos que nos importara nada aquella actitud de nuestros supuestos amigos. Juntos y solos pasamos una tarde estupenda con nuestros capuchones y nuestros antifaces de cartón, bebiendo naranjada y hartándonos de chocolate con churros. Ni una sola vez intentamos integrarnos en los juegos de los otros grupos, ni siquiera nos acercamos a los demás niños cuando éstos se disponían a romper la piñata. Ignoramos la lluvia de regalos menudos y los gritos alegres de nuestros contemporáneos con una madurez impropia de nuestra edad. Creo que ya entonces Elijah y yo creíamos pertenecer a un mundo diferente, no necesariamente mejor que aquel del que habíamos sido expulsados, pero tampoco mucho peor.

Mi madre y mi abuela, que nos habían acompañado a la fiesta, tuvieron que darse cuenta de lo que pasó aquella tarde, pero no dijeron nada. ¿Qué iban a decirnos? ¿Puede alguien explicar a un niño las claves de la estupidez humana, que por desgracia empieza a manifestarse demasiado pronto? Sin embargo, aquella noche, cuando estaba a punto de acostarme, mi padre me llamó a su lado y habló conmigo brevemente sobre lo sucedido por la tarde. Quiso saber cómo transcurrían los días en el colegio, si nuestro aislamiento en la fiesta había sido un acontecimiento de excepción o si, como ocurría en realidad, a Elijah y a mí se nos marginaba en la escuela. Yo hubiera preferido no tener esa conversación: me avergonzaba la actitud de mis compañeros, y, a veces, también la mía propia por no saber atajarla. Pero, antes de darme un beso y mandarme a la cama, mi padre me dijo que estaba orgulloso de mí, porque había sido capaz de decidir por mí mismo, de estar al lado de mi amigo, y de hacer lo correcto. Aquel discurso me sorprendió, y pasarían varios años antes de que aprendiese a valorar mi propio comportamiento, que había tenido mucho de admirable. Entonces yo no tenía una conciencia ética, un sentido de la moral en el que basarme para tomar ciertas decisiones. Eso vino después. Pero, a mis ocho años, sólo sabía que no podía abandonar a Elijah para alinearme con los demás en contra suya.

Zachary West regresó de la misma forma que había llegado: en mitad de la noche y cuando ya Elijah y yo estábamos durmiendo. Mi amigo no se enteró de que su padre había entrado silenciosamente en la habitación que compartíamos, pero yo, que tenía el sueño más ligero, pude escuchar el timbre de la puerta a medianoche, y entendí de golpe por qué mi padre y mi madre llevaban todo el día comportándose de un modo diferente. Supuse que el señor West había mandado algún telegrama para advertir de su llegada, pero esta vez no pude interceptarlo, a pesar de que consideraba que mi reválida como violador de correspondencia estaba más que superada después del episodio de la carta.

Zachary West dejó dormir a Elijah, y yo no hice la mínima señal de estar despierto mientras su padrastro lo miraba desde el quicio de la puerta después de casi tres meses sin verle. Pero después, mientras los pasos del señor West se perdían por el pasillo, me levanté de la cama y, sin ponerme la bata ni las zapatillas para hacer el menor ruido posible, recorrí el camino hasta la puerta del salón. Allí, protegido por la oscuridad de la casa y el silencio nocturno que parecía multiplicar todos los ruidos, escuché lo que Zachary West tenía que contar a mis padres después de aquellas semanas de ausencia.

– ¿Cómo ha ido todo? -dijo, y me pareció que su acento americano se había marcado más en aquellos meses.

– Bastante bien.

– ¿Y en el colegio?

Hubo un silencio.

– Regular. Los chicos pueden ser crueles…

– No me sorprende. -El señor West debió de encender un cigarro, porque escuché el chasquido de una cerilla-. Tengo que daros las gracias.

– No hace falta…

– Yo creo que sí. Me he marchado muchas veces, pero ya os expliqué que esta vez era distinto. Si me hubiera pasado algo, habría sido un alivio el saber que Elijah estaba aquí y no a cargo de unos cuantos sirvientes.

– ¿Ha… ha ido todo como esperabas? -Fue mi madre quien hizo la pregunta.

– Eso parece. Las cosas siguen revueltas, pero he cumplido con mi parte. El mundo se está volviendo loco.

Hacía mucho frío aquella noche. Todas las estufas de la casa estaban apagadas, excepto la del salón, y la temperatura del pasillo era verdaderamente gélida. Pensé que había sido una estupidez el no ponerme la bata. Tenía los pies helados, y me protegí las manos estirando las mangas de mi pijama de algodón.

– Mis superiores dicen que en los próximos meses no tendré que viajar. Digamos que no piensan darme trabajo por una temporada. Creo que no será mala idea el permanecer en Ribanova durante unas semanas, por lo menos hasta las vacaciones de Pascua. Así Elijah podrá terminar el trimestre en el colegio. Y luego… me gustaría llevarme a Silvio con nosotros. No, Elena, no te asustes… estoy pensando en diez, quince días. Quiero que conozca Madrid, que viva en nuestra casa. Elijah necesita un amigo… y, dadas las circunstancias, no resulta fácil que los encuentre.

Nadie dijo nada. Yo era incapaz de imaginar el desconcierto que la propuesta del señor West había provocado en mis padres, pero desde una esquina del pasillo, muerto de frío y de sueño, supe que el padre de Elijah estaba abriendo para mí una ventana que daba al mundo. No quise escuchar nada más. Volví a la cama y pasé mucho tiempo intentando calentar mis pies y volver a dormirme.

Zachary West y su hijastro se instalaron en el hotel Almirante. Elijah siguió yendo a clase conmigo. Para mi sorpresa, y una vez que los otros niños pudieron verle de nuevo paseando con el señor West por la plaza Mayor, rompieron un poco el aislamiento al que le habían sometido. Lo curioso es que ya ni mi amigo ni yo teníamos la menor intención de integrarnos en un grupo del que tan gratuitamente se nos había excluido, y seguimos haciendo rancho aparte, jugando solos en los recreos y hablando entre nosotros en inglés. Mis progresos con el idioma eran tan evidentes que incluso el propio Zachary West me felicitó delante de mis padres.

– Bien hecho, Silvio. El inglés te será muy útil el día de mañana. Oh, vaya si lo será. Más que útil, completamente irrenunciable.

Creo que, de alguna forma, Zachary West ya había decidido cambiar mi destino, y el conocimiento de otra lengua era esencial para sus planes futuros. Cuando se acercaba el final del trimestre académico mi padre, muy serio, se acercó a mí para preguntarme con cierta solemnidad si me gustaría acompañar a Elijah y al señor West cuando regresaran a Madrid.

– Zachary quiere que pases con ellos las vacaciones de Semana Santa. ¿Te gustaría eso? Viajarías en tren hasta Madrid, y luego te quedarías en su casa… pero es sólo si tú quieres. Si no te apetece, yo no voy a obligarte.

Por aquel entonces yo ya me había convertido en un maestro en el arte del disimulo. A punto de cumplir los nueve años, no me costó trabajo fingir que aquella propuesta me sorprendía tanto como me alegraba. Acepté, por supuesto. ¿Qué niño no lo hubiera hecho? Dos días después, mis padres nos acompañaban a la estación de tren de Ribanova para tomar el expreso que salía dos veces por semana con destino a Madrid. Cuando el tren se alejó, me pareció ver que mi madre lloraba. Creo que, gracias a algún extraño instinto que sólo tienen las mujeres cuando se trata de sus hijos, ella entendió que había empezado a perderme.


Llegamos a Madrid de madrugada. Recuerdo que me sorprendió el color del cielo, que al alba era de un transparente tono rosado, salpicado aún de alguna estrella. No había una sola nube, y el olor del aire era distinto al que el viento traía en Ribanova. El viaje desde el norte duraba una eternidad, pero nosotros habíamos ido confortablemente instalados en un coche cama, de forma que si no dormí de un tirón toda la noche fue porque quería aplastar las narices contra el cristal de la ventanilla para ser testigo de la marcha solemne de aquel tren que me llevaba en dirección a una vida incógnita. Creo que nunca experimenté una emoción parecida a la que sentí la primera vez que, con mi traje arrugado y las huellas en la cara de una noche sin sueño, puse el pie en Madrid con la certeza de que había empezado a descubrir otro mundo.

En la estación nos esperaba el coche del señor West y un chófer uniformado. Elijah, que parecía andar en sueños, no me había advertido de que su padrastro tuviera un coche. Creo que mi amigo daba por supuestas demasiadas cosas. En Ribanova sólo había cuatro coches particulares: el del notario de la plaza Mayor, el del gobernador civil, el de los condes de Orduña y el del alcalde. Y mis amigos los West tenían un coche negro, grande y reluciente, y un conductor con gorra de plato que acomodaba el equipaje en el maletero y nos abría la puerta con una elegante reverencia de cortesía.

Aunque Elijah no me había hablado de su coche, ni del mecánico, ni de otras muchas cosas, sí me había hecho una descripción de la casa en la que vivían, que en mi imaginación había reconstruido como una especie de castillo en medio de Madrid. En realidad, la residencia de Zachary West era un palacete no demasiado grande situado al principio del paseo de la Castellana. Años más tarde acabaron tirando casi todas aquellas casas para construir edificios espantosos, pero entonces la Castellana estaba flanqueada por los palacios de los últimos aristócratas y los nuevos burgueses. Al franquear la verja de entrada, descubrí un jardín sombrío y un estanque profundo donde Elijah solía bañarse en verano, algunas estatuas estudiadamente cubiertas de musgo y un pequeño cenador en forma de pagoda japonesa. La casa tenía cinco dormitorios, una sala de juegos, un salón comedor bastante grande, una biblioteca que servía de despacho a Zachary West y un cuarto de estar donde nos esperaba el desayuno. Además del chófer había otras cinco personas de servicio, todas circunspectas y uniformadas, las doncellas con cofia y delantal sobre el vestido negro, el mayordomo con pantalones de rayas y chaquetilla de botones dorados, de blanco inmaculado la cocinera y el pinche. Todos parecían tan conscientes de la seriedad de su trabajo, del tremendo peso de la responsabilidad que llevaban sobre los hombros, que se olvidaban incluso de sonreír. Al pensar que el pobre Elijah solía quedarse a cargo de ellos durante días enteros, no pude por menos que compadecer a mi amigo.

Nosotros también teníamos criadas, pero eran sólo dos y no vivían en casa, y además eran ruidosas y expansivas. Desde luego, el servicio de Zachary West resultaba mucho más refinado que el nuestro: las doncellas ponían la mesa de forma primorosa, llevaban las bandejas con una gracia especial y usaban un carrito para servir el desayuno. La cocinera era capaz de elaborar obras maestras de repostería (nuestra Toñita nunca había pasado del bizcocho y del flan de huevo), el mayordomo usaba guantes blancos y el chófer de uniforme tenía la apostura de un capitán de barco. Pero, a pesar de que la vida en aquella casa era regalada y comodísima, su ambiente parecía cualquier cosa menos hospitalario, y desde luego muy poco adecuado para un niño que pasaba tantas horas solo como el pobre Elijah.

Al margen del hieratismo del servicio, mi estancia en Madrid resultó muy divertida. Por la mañana, mientras Zachary West trabajaba o leía en su despacho, Elijah y yo trasteábamos con sus juguetes prodigiosos (tenía, entre otras cosas, un tren eléctrico con su correspondiente maqueta que representaba un pueblo austríaco y un fuerte de madera con indios y vaqueros en miniatura) o descubríamos nuevas posibilidades en el jardín de la casa. Hicimos carreras de balandros en el estanque, subimos a los árboles y hasta llegamos a levantar una cabaña muy chapucera que permaneció en pie hasta que la descubrió Rogelio, el jardinero, y la echó abajo sin muchos miramientos. A mediodía, Zachary West almorzaba con nosotros, a veces fuera de casa, y por las tardes nos llevaba al jardín botánico, al Museo del Prado o a una sesión de cine. Recuerdo que durante aquellas jornadas, el señor West nos hablaba a los dos de su pasado como oficial de la aviación y de viejas hazañas aéreas de camaradas desaparecidos, y hasta nos daba algunas lecciones básicas de política internacional. «El mundo será tan complicado dentro de unos años, que es mejor que os vayáis enterando de cómo están las cosas», nos decía. Fíjate en este retrato: nos lo tomó un fotógrafo junto al estanque del Retiro, justo antes de que subiésemos en una barca de remos para dar un paseo. Recuerdo perfectamente lo que Zachary West nos dijo aquella tarde, mientras nuestro bote se deslizaba suavemente sobre el agua sucia del estanque: «El problema será Alemania. No perdáis de vista a Alemania», y Elijah y yo nos intercambiamos una mirada fugaz recordando al mismo tiempo aquella carta enviada desde Berlín.

Zachary West salía casi todas las noches, y Elijah y yo cenábamos solos en el comedor los platos refinadísimos confeccionados en las cocinas de la casa. A veces, después de haber dado cuenta de los medallones de foie o las perdices escabechadas, echaba vagamente de menos los guisos sencillos que servía mi abuela, pero sentía que esa añoranza era parte del peaje que debía pagar a cambio de mi ingreso en otro mundo. Fue entonces cuando aprendí a administrar sabiamente la melancolía, a comprender que la nostalgia es aceptable desde el punto de vista poético, pero inadmisible si va a poner obstáculos a nuestra evolución personal.

Aquellos diez días pasaron volando. La víspera de empezar las clases volví solo a mi casa, sintiéndome mayor e importante cuando me dejaron instalado en el compartimento del tren. Los West se despidieron de mí con un abrazo y una promesa: dentro de dos meses irían a verme a Ribanova para celebrar juntos mi cumpleaños. Entretanto, Elijah y yo nos intercambiamos cartas (todavía temblaba al ver al cartero, pues seguía siendo factible el que se descubriera el robo del famoso sobre llegado de Alemania) e hicimos todo lo posible por permanecer al tanto de nuestras vidas respectivas, él en su mansión de la Castellana, rodeado por un ejército de sirvientes antipáticos, y yo en el mundo pequeño de mi casa, con mis padres, mis abuelos y mi hermano Efraín, todos cercados por las murallas milenarias de Ribanova y los pros y los contras de nuestra ciudad natal.

Elijah volvió en mayo con su padrastro, y se quedaron dos semanas en el hotel Almirante. Venían a comer con nosotros casi todos los días, y por la noche Zachary West y mis padres cenaban con amigos en el Salón de los Espejos o acudían a alguna velada en el Casino. Creo que el señor West se divertía en Ribanova: para un hombre como él, aventurero y cosmopolita, la vida provinciana de nuestra ciudad no estaba falta de atractivos por el profundo contraste que suponía con su existencia habitual. En cuanto a mí y a Elijah, nuestra amistad había llegado a un desconcertante nivel de madurez. Habíamos dejado de ser camaradas para convertirnos en hermanos. Entonces yo no tenía ninguna duda de que mi futuro estaba uncido al suyo, pero también es cierto que a los nueve años uno no entiende cuán grave puede ser el concepto de destino. Y Elijah y yo estábamos forjando el nuestro sin saber lo esencial que nuestra amistad iba a resultar en un futuro.


Aquella tarde había escuchado a Silvio sólo a medias. Las pequeñas miserias del día habían comenzado a amontonarse en algún lugar del alma, que empezaba a pesarme como si estuviera hecha de un elemento material. Me resultaba difícil mantener la atención. Para escuchar una historia, para escucharla de verdad, son necesarios los cinco sentidos. En justicia, la historia de Silvio se merecía algo más que un par de oídos sólo mínimamente atentos, se merecía a alguien mejor que yo, y aquella certeza añadió un poco más de peso al que iba aumentando en mi interior a medida que pasaba la tarde. En ese momento, Silvio me miró de una forma que me pareció difícilmente clasificable, como si pretendiese ver lo que había en mí más allá de la piel. No sé por qué, pero me molestó aquella mirada. Nadie tiene derecho a intentar descubrir algo más que aquello que cada uno desea mostrar.

– Bueno ¿y tú? -dijo Silvio por fin-. Como hablo tanto, nunca me cuentas nada.

– No hay mucho que contar.

Silvio levantó las cejas al mirarme.

– Tengo ochenta y ocho años. Hace doce tenía setenta y seis, y dentro de doce cumpliré un siglo, así que, lo mires por donde lo mires, soy viejísimo. Eso me da cierta ventaja. Sé más cosas de ti de lo que crees…

– Por ejemplo…

– Por ejemplo que, aunque quieras disimularlo, siempre estás triste…

Sabía que iba a ocurrir. Era cuestión de tiempo. Cuando alguien te cuenta sus secretos, espera una reciprocidad y se siente insultado si no compartes los tuyos. ¿Qué quería Silvio que le contase? Y, más concretamente, ¿qué quería yo contarle a Silvio?

– Mi madre murió hace unos meses -dije, y pronuncié la frase con la intención de dejar zanjado el asunto. Semejante revelación debería servir para explicarlo todo.

– Lo siento. ¿Era mayor?

– Sesenta años.

Silvio fue incapaz de contener un gesto de sorpresa. A su edad, una mujer de sesenta años debía de parecerle una niña.

– Tenía cáncer. -No sé por qué, me sentía obligada a proporcionar más detalles. Supongo que dar respuestas antes de que las pidan es una buena forma de evitar las preguntas-. De pecho. Se murió en año y medio. No se hacía revisiones y le detectaron el tumor demasiado tarde. El médico dijo que, de haber actuado hace siete años, hubiera podido salvarse. Pero no llegamos a tiempo.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado. Ahora sí que no hay nada más que añadir. Mi madre ha muerto y podría estar viva. Le había dado al cáncer siete años de ventaja, nada menos. Creí que, a ojos de cualquiera, acababa de ganarme el derecho de estar todo lo triste que me viniera en gana. Silvio tardó un rato en hablar de nuevo.

– Bueno… yo no sé mucho de esas cosas… pero tal vez fue mejor así.

Fui consciente de estar mirando al anciano con unos ojos duros y helados. Fue mejor así. En los días inmediatamente posteriores a la muerte de mi madre, había escuchado decenas de veces frases como aquella en boca de personas cercanas y queridas: «Para como estaba, es mejor que haya muerto»; «Vivir de esa manera no es vivir»; «No era plan, Cecilia, ni para ella ni para vosotros»; «Fue mejor así». Hubiera querido estar de acuerdo con ellos, pensar que era preferible que mi madre estuviese muerta a contemplar, impotente, sus momentos de dolor, su degradación paulatina. Pero no podía. Y me daban ganas de gritarles a todos que era mi madre la que ya no estaba, y que, si alguien me hubiera dejado decidir, hubiese preferido que viviese más tiempo, incluso con la condena de la silla de ruedas, incluso con las puntas de dolor que hacían necesaria la administración de morfina. Yo la quería conmigo de cualquier forma, a cualquier precio, enferma o sana, pero a mi lado. Soy una persona egoísta, soy una persona horrible por pensar de esa forma, pero no puedo evitarlo. No me importaba hipotecar mi tiempo libre, mi trabajo, mis proyectos, mis fines de semana, mi vida entera, mi puta vida, a cambio de tener a mi madre conmigo. Quería que viviera, por encima de todo, al margen de sus tristes circunstancias, de nuestros sacrificios, del dolor que se había convertido en vértice de nuestra existencia. Y aquellas personas, mi familia, mis amigos, repitiendo la misma cantinela, supuestamente para consolarme. «Fue mejor así.» ¿Qué sabían todos ellos lo que era mejor? ¿Qué demonios sabía Silvio de mí, de mi madre, de todos nosotros? El viejo carcamal de ochenta y tantos años diciéndome en la cara que ver morir a tu madre a los sesenta años puede tener ventajas… pero qué valor… qué cara más dura… Noté cómo la sangre se me subía a la cabeza, y Silvio también debió de darse cuenta de que algo iba mal.

– A lo mejor no me he explicado bien… Lo que quiero decir…

Sin mirarle eché mano del bolso, que descansaba sobre una silla.

– No se preocupe, ya le he entendido.

– Cecilia, espera un momento… deja que te lo aclare, por favor.

– No, Silvio, se me ha hecho muy tarde y tengo un montón de cosas pendientes.

Estaba ya en el pasillo cuando escuché su voz.

– ¿Vas a volver?

Pero fingí no haber oído nada. Necesitaba marcharme de allí.

Aquella noche hizo frío por primera vez. Salí de casa de Silvio justo cuando empezaba la lluvia y descubrí que, como a mí, el cambio de estación había cogido por sorpresa a la ciudad entera. Los abrigos, las gabardinas, los paraguas y los zapatos de goma dormían en algún armario el sueño de los justos, y la gente caminaba castañeteando los dientes, cerrándose de mala manera las chaquetas de algodón y maldiciendo la llegada repentina del mal tiempo. Yo tampoco iba demasiado abrigada y, por supuesto, no llevaba paraguas. Corrí hacia el metro, pero no llegué a entrar. Los guardias municipales habían precintado la estación con dos tiras largas de plástico amarillo.

– ¡Lo siento, señora, no se puede pasar!

Pues sí que acaba bien el día, pensé. No puedo meterme en el metro, hace un frío que pela y encima me llaman señora.

– Hay una avería en la línea cuatro. Tendrá que coger el autobús.

¿El alcalde ha puesto un autobús de aquí a Lavapiés?, me dieron ganas de preguntar. Pero no dije nada y me di la vuelta en busca de un taxi mientras arreciaba la tormenta.

Hacía meses que no caía una gota. La lluvia viene bien, recordé para consolarme, y a la vez iba notando cómo mis zapatos se llenaban de agua. Mientras bajaba la calle Goya intenté recordar la última vez que había visto llover así, y me di cuenta de que era cuando mi madre aún estaba viva. Qué crudos habían sido aquellos días del invierno, cómo habían contribuido a martirizarla. Ella que adoraba el sol, el cielo azul y las temperaturas suaves, había pasado las últimas jornadas de su vida observando la lluvia y el gris desesperado del cielo de febrero. En aquellos días pensaba que todo, incluso el tiempo, se estaba aliando en contra de nosotros. ¿Cómo es posible que haga tanto frío a principios de marzo, que el termómetro no supere los dos grados estando en la última semana de febrero? ¿Por qué llueve a mares, si tanto dicen que hay sequía? ¿Y qué es eso de que la nieve llegue a cuajar en plena ciudad? ¿Qué pasa, que estamos en la jodida Siberia? Mi madre había muerto justo la víspera de que empezase la primavera, en el primer día templado y amable en muchas semanas, y tuve la sensación de que aquello había sido otra burla del destino.

Encontré un taxi cuando llegaba a la plaza de Colón y ya tenía el pelo completamente empapado, por no hablar de los zapatos de piel echados a perder y del pañuelo de seda que llevaba al cuello y que, si de verdad era tan bueno como me había obligado a creer la vendedora, a buen seguro quedaría hecho una pena después de la mojadura. Me lo quité nada más entrar en el coche, cuya atmósfera cálida me hizo desear que el trayecto hasta mi casa fuese intrincado y larguísimo. Claro que, en Madrid y con lluvia, ese tipo de deseos suelen hacerse realidad: en cuestión de minutos estábamos metidos en un atasco de los que conforman uno de los signos de identidad del lugar en que vivo.

Desde dentro del coche, fui testigo de cómo la ciudad aprendía a convivir con la nueva estación mientras el verano iba convirtiéndose en un recuerdo. En el bulevar de Recoletos, los camareros del café Gijón se afanaban en desmantelar la terraza del quiosco, y llegando a Cibeles pude ver a un chino haciendo su agosto con la venta de paraguas plegables. La gente buscaba la protección ínfima de las marquesinas de autobuses o intentaba cobijar la cabeza bajo las páginas extendidas de los periódicos gratuitos, y detrás de las nubes el cielo nocturno perdía el azul brillante que había tenido en los últimos meses.

En el paseo del Prado, el atasco adquirió una nueva dimensión mientras el concierto de claxons alcanzaba proporciones apocalípticas. Siempre me he preguntado por qué se empeña la gente en tocar la bocina en mitad de un embotellamiento. Está claro que el de delante no se mueve porque no puede, y si se trata de molestar a los culpables del desbarajuste, dudo mucho de que les lleguen siguiera los ecos del jaleo de pitos. Mi taxista juraba en arameo y también tocaba el claxon, a lo mejor para distraer su instinto asesino. Le escuché un par de blasfemias y una porción de buenos deseos de muerte lenta y dolorosa para el concejal de tráfico, el guardia de la porra que intentaba poner orden en aquel caos y, cómo no, el alcalde de Madrid. Confieso que, muchas veces, encuentro divertido el espolear la indignación de los taxistas: me pongo de su parte y les digo que la policía municipal no tiene ni idea de cómo actuar en estos casos, que la gente es una insolidaria invadiendo el carril bus, que hay que ver la que están montando con las obras, que a qué viene poner patas arriba todo el centro y que, en efecto, debe de haber algún listo forrándose a costa de los pobres ciudadanos. Quiero pensar que estoy haciendo una buena obra permitiendo que los conductores exorcicen conmigo sus particulares demonios. Sin embargo, aquella tarde no me apetecía atizar las iras de nadie. Estaba cansada. Estaba muy cansada.

Detenido junto a mi taxi había otro coche en el que viajaban dos mujeres, una más joven, que iba al volante, y otra de mediana edad ocupando el lugar del copiloto. A todas luces eran madre e hija. Iban tan enfrascadas en su conversación que hasta creo que el atasco había dejado de importarles. La mujer joven gesticulaba, más apasionada que indignada, y la otra asentía como dándole la razón, y luego se echó a reír. Hubiese querido bajar la ventanilla y escuchar las carcajadas de aquella mujer. Inevitablemente, pensé que mi madre y yo hubiéramos podido protagonizar aquella escena de no haber tenido tan mala suerte. Yo iría con ella, en un coche, bajo la lluvia, y le explicaría algo que me hubiese ocurrido, algo gracioso, y a ella le daría la risa. Mi madre se reía mucho con las cosas que yo contaba. A ella, que tenía un carácter eminentemente pacífico y dulce, le divertía mi naturaleza impaciente, mi humor sombrío y mi mordacidad extrema. Y se reía, cerrando los ojos y echando la cabeza hacia atrás. Puedo escuchar su risa ahora mismo, en esta tarde de otoño. La risa de mi madre, que debía de ser parecida a la de la mujer del otro coche. Pero ella está ahí, con su hija, y yo viajo sola en este taxi atascado.

En nuestro mundo civilizado la gente no se muere con sesenta años. Por favor, que nadie me hable de la escasa longevidad de los pobres africanos, que nadie me diga que en la India muchas mujeres no llegan al medio siglo. Ya sé que en el Tercer Mundo uno empieza a ser viejo a los cuarenta años, pero esto no es Burundi, ni Sri Lanka ni una maldita aldea de Mongolia donde viven en plena Edad Media. Esto es Occidente. Europa. Tenemos terroristas suicidas, tenemos atracos a mano armada, tenemos brotes de racismo, fraude fiscal, toda la contaminación que queramos, drogas en los colegios, especulación inmobiliaria, verduras insípidas y unos niveles de ruido que difícilmente toleraría un nativo del Amazonas. A cambio, hay vacunas, subsidios de desempleo, universidad para todos y medicina gratuita. Y un montón de ancianitos yéndose de viaje con el Imserso o tomando el sol en los parques públicos. Porque aquí, menos unos cuantos desdichados como mi madre a los que el destino ha puesto en el punto de mira, todo el mundo llega a viejo.

Últimamente no puedo evitar fijarme en la edad de los fallecidos que aparece en las esquelas, y la mayoría se mueren con ochenta, con noventa, con setenta y muchos años. Silvio es rematadamente viejo y ahí está, manoseando fotos del año catapum, contando batallitas y metiéndose donde no le llaman. A veces, muy pocas veces, tropiezo con una esquela de alguien más joven, desaparecido a los cincuenta y cinco, a los sesenta y dos, a los cuarenta y ocho, y me pregunto si todo el mundo será consciente de la injusticia que late detrás de esas fechas, de que no hay derecho a que la vida de unos se interrumpa tan temprano cuando hemos nacido en una sociedad naturalmente longeva. ¿Quién reparte los números de esa lotería? ¿Quién y desde dónde decide que haya trayectos vitales tan ridículamente cortos como el de mi madre o el de esos otros desgraciados de las notas necrológicas? ¿Por qué en ese coche una mujer de sesenta y tantos años va partiéndose de risa y yo ya no puedo reírme con mi madre?

No es normal quedarse huérfana a los treinta y cinco años. Ninguno de mis amigos es huérfano. Yo soy la única huérfana que conozco, por todos los santos. Apuesto a que hasta el taxista tiene padres, y eso que peina canas. La chica del otro coche tiene a su madre consigo, puede hablar con ella, contarle sus cosas, hacerla reír, pedirle consejos o dárselos. ¿Por qué yo no? ¿Por qué me ocurrió precisamente a mí? Me dieron ganas de pedir al conductor que hiciera cualquier cosa por cambiar de carril hasta apartarnos de aquel coche donde una madre y una hija compartían su intimidad en una tarde de lluvia. No soportaba estar tan cerca de algo que me había sido arrebatado.

– Señorita… oiga, señorita.

Aquella voz me devolvió al mundo.

– Mire cómo está esto…

– Ya, ya lo veo.

El conductor se rascaba la cabeza.

– Es que estaba yo pensando que va a ser mejor que se quede en Atocha.

¿Mejor? ¿Mejor para quién?

Usté se mete en el metro, y yo bajo por Méndez Álvaro y me voy de retirada. Así no se puede trabajar.

En otras circunstancias, tras oír una propuesta así hubiera puesto el grito en el cielo. Después de amenazar al taxista con todo tipo de calamidades en forma de denuncia, habría exigido que me llevase a la misma puerta de mi casa así estuviese cayendo el diluvio universal. Pero la tristeza nos vuelve mansos y dóciles. Me sentí incapaz de discutir, acepté la propuesta del caradura del conductor y, al llegar a Atocha, me bajé del taxi tras pagar la carrera y arrastré los pies hasta la boca de metro. Justo cuando entraba me di cuenta de que el pañuelo que llevaba al cuello se había quedado olvidado en el asiento del coche. Creí distinguir el vehículo entre todo el maremágnum del tráfico, parado aún junto a un semáforo en rojo, pero el desaliento era ya demasiado grande, y diciéndome a mí misma que no valía la pena, di el pañuelo por perdido.

El metro iba lleno. Me agarré a una de las barras de seguridad, y menos mal que lo hice, porque el imbécil del conductor provocaba en el vagón unos raros estertores en forma de frenazos repentinos. Éste debe de querer batir algún récord, pensé. Una mujer mayor hacía esfuerzos por mantener el equilibrio, y miré con fiereza a los que estaban sentados esperando que alguno cediera el sitio a la anciana. Había una mujer con dos críos pequeños, guapos y mal vestidos, que ocupaban un asiento cada uno mientras jugaban a pellizcarse. Aposté contra mí misma a que aquella señora no había pagado el billete de sus dos monstruos que, sin embargo, iban privando de un lugar donde sentarse a otros pasajeros, en especial a la pobre vieja que amenazaba con caerse al suelo a cada bandazo del tren. Respirando hondo para controlar mi enfado, me dirigí a la madre de los dos bichejos.

– Perdone… ¿podría decirle a uno de sus hijos que se levante para dejar el asiento a esta señora? Es que se va a caer.

Ella me miró como si no me hubiese entendido.

– Las personas mayores tienen prioridad a la hora de sentarse -insistí.

– Oiga. -La madre de los críos tenía un acento extraño que no pude identificar-. Los niños también están cansados.

Miré a sus hijos, que seguían incordiándose y lanzando gritos ajenos a la conversación. No eran españoles, eso resultaba evidente por el acento de la mujer. Quizá sería mejor dejar las cosas así pero… ¿no es ésa una forma refinada de desprecio al extranjero? ¿Exigir menos al que viene de fuera no es también considerarle un inferior, una suerte de salvaje al que hay que mantener al margen de la reglas de nuestra sociedad occidental? Levanté un poco el tono de voz para dirigirme a la mujer.

– Pues a mí me parece que sus hijos están perfectamente. Y que deberían levantarse y ceder su sitio a quien lo necesita más que ellos.

A todo esto, la viejecita protestaba débilmente diciendo que daba igual, que sólo le quedaban tres paradas. La madre de los niños había decidido ignorarme y fingió enfrascarse en la lectura de un periódico gratuito. Para ella, la cuestión había quedado zanjada. Pero yo ya me había embalado.

– Pues sí que educa usted bien a estos críos, dejando que vayan haciendo el gamberro mientras una anciana hace equilibrios para no esnafrarse.

– ¡Mis hijos no son gamberros! -La mujer pronunció la frase como si la escupiera.

– Bueno, bueno, señora, pues que se note. -Un hombre grande y gordo, de cincuenta y tantos años, acababa de entrar en la conversación-. Levántelos y que se siente la señora, que lleva toda la vida pagando impuestos. Eso es lo que les pasa a ustedes, que vienen de sus países sin civilizar y se piensan que todo el monte es orégano.

– Les damos un dedo y se llevan el brazo entero. -Alguien más intervino y me di cuenta de que yo sólita acababa de amotinar a medio vagón contra la madre de los niños gritones-. Llegan a España y, como todo es gratis, se creen los reyes del mambo.

El asunto se me estaba yendo de las manos. Traté de ponerle un parche.

– Oiga, eso es una tontería y además no tiene nada que ver con…

– Pues claro que tiene que ver. -El gordo me miraba con la chulería de un cacique de pueblo-. ¿O es que ahora se ha puesto usted de parte de ellos? Si se vienen a vivir aquí, que aprendan a comportarse o que se vayan a sus países a seguir pasando hambre, no te jode.

Acobardada por lo que estaba siendo un ataque xenófobo en toda regla, la mujer propinó un capón a cada uno de los críos y los hizo levantar de mala manera. El chaval más pequeño se echó a llorar. Y, para acabar el espectáculo, la anciana no quiso sentarse porque la próxima parada era la suya. El tío grande y gordo ocupó uno de los asientos libres con el aire del propietario de una plantación, y una joven distraída que abrazaba una carpeta se sentó en el otro sitio, mientras el niño lanzaba alaridos y la madre le reprendía en su idioma. Eran polacos. Dos pequeños y una mujer llegados del frío y lanzados contra un entorno que a veces, demasiadas veces, se volvía contra ellos. Ni siquiera me atreví a mirarles cuando bajé del vagón, pero pude sentir los ojos acerados de la madre clavados en mi nuca mientras dejaba el tren.

Cuando llegué a mi casa me dio la sensación de haber envejecido diez años y de soportar sobre los hombros un peso sobrenatural. Tenía tanto frío que me costó hasta abrir el portón de entrada, porque mis manos entumecidas no conseguían hacer girar la llave en la vieja cerradura roñosa, que a ver si el presidente de la comunidad la cambia de una puta vez.

– Malas noticias, Cecilia. Van a tardar dos semanas en dar la calefacción. Es un escándalo.

Era Publio, mi vecino, que sacaba cartas de su buzón bajo la luz amarillenta y triste de nuestro portal. Intenté sonreírle, pero sólo conseguí componer una mueca extraña antes de derrumbarme en llanto. Hubiera querido echar a correr para refugiarme en mi casa, pero estaba tan cansada, tan raramente cansada, que me senté en un escalón y seguí llorando allí, con la cara oculta entre las manos. Publio no dijo una palabra. Sólo me levantó tomándome del brazo con una delicadeza extrema, y me empujó suavemente escaleras arriba.

– Creo que será mejor que vengas un rato a mi casa. Tengo dos calefactores eléctricos, una botella de Armagnac y una caja de bombones Wittamer que me han traído ayer de Bruselas. -Publio no soltaba mi brazo, como si temiese que pudiera escapar o, quizá, desvanecerme en mis propios sollozos. Abrió la puerta de su piso. Era la primera vez que entraba allí, a pesar de que hacía más de dos años que vivíamos en el mismo edificio. Dicen que en Madrid la vecindad no da para gran cosa, pero lo cierto es que el asunto con Publio era mucho más complicado.

Publio y yo nos habíamos conocido cuando, una noche, cortaron la electricidad en su piso, que está enfrente del mío, y él fue a mi casa para preguntar si yo tampoco tenía luz. En mi apartamento todo estaba en orden, así que le invité a pasar para llamar desde allí a la compañía eléctrica. Hasta entonces, él y yo no habíamos intercambiado más que algún saludo amistoso en las escaleras o en el rellano, pero había algo en Publio que despertaba mis simpatías. Tal vez era su porte esmirriado, que le convertía en un ser físicamente inofensivo, su palidez extrema o su sonrisa luminosa, que no casaba en absoluto con su aspecto hético. Así que Publio entró en mi salón y llamó por teléfono a Iberdrola. Después de marear la perdiz durante un buen rato, la telefonista acabó confesando que había saltado un repetidor en el edificio, y que la avería afectaba a todos los pisos del lado izquierdo.

– Pero no se preocupe, que están en ello.

– ¿Cuánto cree que van a tardar?

– Eso no se sabe, señor.

Publio gimió. Acababa de llenar de helados su congelador.

– Y tengo también dos kilos de langostinos de Sanlúcar y… joder, y media docena de filetes argentinos que se van a ir al carajo en cuestión de horas. Estamos a treinta y cinco grados, por el amor de Dios. Toda mi casa acabará oliendo a muerto.

Le propuse que dejara sus cosas en mi congelador, que estaba completamente vacío. No soy muy buena ama de casa, que digamos, y mi instinto previsor es nulo. Así que atiborramos mi frigorífico de helados Haagen Dasz y carne de la Pampa. Los langostinos no cabían, y Publio me propuso cocinarlos para los dos.

– Si no tienes planes, claro.

No, no tenía planes. Así que mi vecino preparó la cena y abrimos una botella de vino, y luego otra, y más tarde Publio fue a su casa, que seguía a oscuras, y recuperó de la nevera una botella de champán que empezaba a calentarse. Cuando quise darme cuenta, ambos estábamos completamente borrachos. El alcohol bebido entre dos invita a la intimidad. Si mi vecino no fuese descaradamente gay, aquella noche él y yo hubiéramos acabado en la cama. Pero lo era, así que nos deslizamos al terreno de las confidencias. Ni siquiera recuerdo las cosas que le conté, pero creo que hice un repaso exhaustivo de todo mi pasado sentimental y sexual. Pocas veces había hablado con tanta libertad delante de nadie, y creo que Publio tampoco.

– Voy a contarte una cosa que sabe muy poca gente -me dijo al fin-. De hecho, sólo la saben dos personas.

– ¡Qué honor! Lo de mi fin de semana con el lituano no lo sabe nadie, fíjate.

– Esto es otra cosa.

– Tú dirás.

Antes de seguir hablando, Publio me sirvió otra copa de champán y se bebió la suya de un trago.

– Voy al psiquiatra.

– Menuda novedad. La mitad de la gente que conozco lo hace.

Publio sonrió débilmente.

– Lo mío es distinto.

– ¿Cómo de distinto? ¿Qué pasa, que eres un asesino?

– Peor que eso. Verás… tengo… tengo tendencias pedófilas.

Puedo jurar que en aquel mismo instante se me pasó la borrachera. Publio me contó que llevaba diez años en tratamiento con una terapeuta especializada, y que le había costado mucho encontrar un profesional experto en disfunciones como la suya. También me aseguró que jamás en su vida había tocado a un niño, y que sólo sentía una pulsión que, gracias a la medicación correcta y a muchas horas de diván, había conseguido neutralizar.

Me explicó que los pedófilos no son delincuentes sino enfermos, «como los ludópatas o los cleptómanos». No le dije nada, pero recuerdo que pensé, qué delicia vivir en una sociedad que considera enfermos a los maltratadores de mujeres, a los violadores, a los asesinos en serie y a los sociópatas que entran pegando tiros en un hamburguesería y se cargan a doce personas antes de volarse la cabeza. Qué maravilloso es formar parte de un mundo que perdona nuestros pecados disfrazándolos de patologías. Casi nadie es responsable de sus actos. Uno no tiene la culpa de estar enfermo. Uno no tiene la culpa de ser un yonqui o un maldito violador de niños. Pero Publio me repetía que él no era un violador, que jamás había tocado a un crío a pesar de que había deseado hacerlo muchas veces, del mismo modo que siendo muy pequeño soñaba con romper el escaparate de la tienda de juguetes para llevarse la locomotora eléctrica o el robot a pilas. Por supuesto, jamás hizo otra cosa que espachurrar las narices contra el cristal y fantasear con sus impulsos de atracador. Así se lo explicó a su psiquiatra, y ella dijo que era una buena imagen y un modo muy sabio de normalizar la represión de un impulso que uno no puede evitar tener, pero que no sigue por reconocerlo como incorrecto.

– Todo el mundo siente pulsiones no apropiadas -decía Publio-. ¿Tú crees que el tipo que trabaja quemando billetes de banco no ha pensado alguna vez en meterse unos cuántos en el bolsillo? ¿Que un diabético no se para ante una pastelería soñando con hincharse de dulces que podrían matarle? Lo importante es reconocer como indebida esa pulsión. En principio no soy peor que ese hombre que quema billetes y fantasea con quedárselos, o el diabético que metería la cabeza en una tarta de crema.

Me entraron ganas de decirle que era un chollo dar con un psiquiatra capaz de comparar su instinto de pederasta con el ataque de gula de un pobre hipoglucémico, pero en aquel momento, mientras Publio me ofrecía detalles de las sesiones con su terapeuta, sólo quería poner punto y final a la conversación y sacarle para siempre de mi casa y de mi vida. Ya es de día, dije en cuanto vi que clareaba un poco, y él me entendió. Se puso de pie y agradeció mi hospitalidad con la misma sonrisa de siempre, pero sabía que a mis ojos acababa de convertirse en una especie de Frankenstein, y que iba a ser incapaz de superar el rechazo que inspiraba en mí su condición de pervertido. Al día siguiente, y tras asegurarme de que había luz en su casa, le mandé los congelados por medio de la asistenta. No quería que me invitase a pasar, que abriese para mí uno de los botes de helado de crema, que volviese a hacerme partícipe de sus miserias, que pretendiese convertirme en su confidente o, peor aún, en su amiga.

Durante mucho tiempo no pude ver en Publio nada distinto a una bestia, y evité su contacto tanto como pude. Él se dio cuenta, y se contentó con mantener una correcta relación de buenos vecinos que se limitaba a comentarios sobre el tiempo, la limpieza del portal o el funcionamiento de la calefacción. Él respetó mis prejuicios y yo respeté su secreto: jamás comenté con nadie lo que me había confiado. O, por lo menos, hasta que el estado de mi madre se agravó. En aquella época, para distraerla, yo le contaba historias. Cuanto más raras eran, más cautivaban su atención, y por eso le hablé de Publio. Ni siquiera mencioné su nombre, ni le dije que vivía en mi casa, pero no fue para preservar su intimidad sino para no verme relacionada ni de lejos con una figura que se me antojaba miserable. De ninguna forma quería que nadie supiese que había estado una noche entera con aquel desviado, comiendo langostinos y bebiendo vino tinto.

– Pobre chico.

Fue todo lo que dijo mi madre cuando acabé mi relato, pobre chico. Publio no le inspiraba asco, ni miedo, ni desprecio. Sólo lástima. Mi madre estaba muriéndose, tenía episodios de dolor extremo, y encontraba motivos para compadecerse de quien yo consideraba un desecho social. Así que revisé mi condena a Publio, espantándome al reconocer la escasa piedad que había demostrado al juzgarle y mi extrema superficialidad al hacerlo. Mi madre murió unos días después, y algunas noches, mientras pensaba en ella, me acordaba de Publio. ¿Qué habría hecho mi madre en mi lugar? Al escuchar su historia, ella no había visto a un monstruo, sino a un hombre permanentemente asomado al abismo que hacía un esfuerzo supremo para no caer en él. ¿Por qué le había tocado a Publio la suerte de arrastrar de por vida una carga semejante? Por la misma razón que mi madre había contraído un cáncer: porque sí. Porque en esta vida muchos factores son cuestión de pura suerte, y ni Publio, ni mi madre, ni yo, habíamos tenido demasiada.

Hubiese querido arreglar las cosas con mi vecino pero, evidentemente, era demasiado tarde. Había pasado más de un año desde aquella noche de revelaciones insospechadas. ¿Qué iba a hacer, llamar al timbre y decirle, hola, soy una pobre imbécil estrecha de mente que lleva doce meses considerándote un apestado, pero estoy muy arrepentida y quiero volver a empezar? Antes me avergonzaba el contacto con Publio. Ahora sentía vergüenza de mí misma. Y aquella noche, mojada como un trapo, aterida y triste, aquella noche en la que había tocado fondo, mi vecino el pedófilo había decidido darme otra oportunidad y me tomaba del brazo mientras abría ante mí la puerta de aquella casa que, durante tanto tiempo, había considerado la guarida de una alimaña.

– Vamos, entra. Quítate la ropa y los zapatos, te daré algo seco. El baño está por ahí. Voy a encender los calefactores ¿de acuerdo? Hay toallas limpias justo debajo del lavabo.

Cinco minutos después, enfundada en una especie de pijama color azul celeste, luciendo unos calcetines térmicos de esos que te dan en los aviones, había empezado a entrar en calor. Publio me tendió una copa de coñac, y le di un buen trago.

– ¿Cómo estás?

– Mejor, gracias.

– A propósito, siento lo de tu madre. Me lo dijo el portero. Pensé en llamarte, pero…

– Publio…

Me detuvo con un gesto que le agradeceré eternamente. Quizá, para firmar la paz nos bastaba con un par de copas de licor y algo de ropa seca. Sentí una leve punzada de optimismo.

– ¿Te apetece un sándwich?

No tenía hambre, pero dije que sí. Publio tardó unos minutos en volver, y lo hizo con unas rebanadas de pan de molde tostadas a la plancha y rellenas de pechuga de pollo, jamón ahumado y mayonesa. Cenamos juntos, como aquella otra noche para olvidar, y luego Publio puso ante mí una enorme caja de bombones belgas y toda su delicadeza, su hospitalidad y su ternura. No me preguntó qué me había ocurrido en el portal, quizá porque intuía que no iba a ser capaz de explicárselo. Entonces recordé que en el mundo hay personas eminentemente buenas con una especie de sensor para determinar la debilidad de los demás, para saber cuándo son necesarios. Y Publio, mi vecino, era una de esas personas. Mientras me llenaba la copa de Armagnac y me invitaba a probar otro bombón («ésos tienen guirlache, son buenísimos») pensé que había perdido el tiempo durante el último año, y qué quizá muchas cosas hubieran sido un poco más fáciles de haberle tenido cerca, de haber podido subir al piso de arriba, donde el congelador rebosaba helados y carne de primera y había alguien con una desesperada necesidad de que le quisieran, le entendieran y le perdonaran por unos pecados que ni siquiera había cometido.

Tenía el pelo seco y el contenido de la caja de chocolates había mermado considerablemente cuando le hablé a Publio del abuelo de Elena. Le conté que me había enfadado con él.

– ¿Por qué lo hiciste?

– Se metió donde no debía.

– Seguro que fue con buena intención.

– Pues ni por esas.

Publio se echó a reír.

– Estás de mala leche.

– Sí, desde hace treinta y cinco años. -Cogí otro bombón, y me aclaré la voz-. Oye… ¿cómo van tus sesiones con el psiquiatra?

– En realidad es «la psiquiatra»… ¿seguro que quieres saberlo?

Asentí con la cabeza, y Publio me habló del tratamiento que seguía y de las visitas a la terapeuta, «voy sólo dos veces por semana. Antes iba todos los días, pero como estoy progresando ha reducido las sesiones». Me contó que al principio lo había pasado tan mal que incluso intentó suicidarse tomando un tubo de pastillas «pero soy un miedica y me fui al hospital a que me hicieran un lavado de estómago». Se había dado cuenta de sus tendencias a los veinte años: estaba en el chalet de unos amigos y aparecieron dos o tres parejas con sus hijos pequeños. Se pasó la tarde jugando con ellos, y todo el mundo le agradeció sus desvelos con aquella caterva de mocosos chillones, pero él había sentido algo extraño: una nueva forma de deseo. Aquel descubrimiento le horrorizó. «Pensé que iba a volverme loco, de verdad. Las pasé putas.» Estuvo tres meses de baja por depresión. Luego dejó la empresa en la que trabajaba y se fue a pasar una temporada con su abuela, que vivía en mitad de ninguna parte. «Decidí que lo mejor que podía hacer era pasar aislado el resto de mi vida. Ya sé que suena estúpido, pero tenía veinte años.» Volvió a Madrid unos meses después, cuando se le acabó el dinero. Se instaló en casa de sus padres, y redujo a cero su vida social. Sólo salía para ir al trabajo. «Mis padres estaban preocupados por mí. Me pasaba las horas leyendo en la habitación. Ni siquiera veía la tele. Fue entonces cuando me tomé las pastillas. Un tubo de orfidales. Entero. No tardé ni media hora en ir al hospital.» Luego pasó una etapa relativamente tranquila en la que pensó que podía superar el problema, y hasta llegó a olvidarse de él. Seguía haciendo poca vida fuera de casa, pero estaba tan acostumbrado que ya no le importaba.

– ¿Cuándo decidiste tratarte?

– Un día estaba viendo la tele y salió un tío al que acababan de detener por abusar del hijo de unos amigos. Parecía una persona normal, sabes, no un loco, ni nada de eso. Era alguien como yo, alguien que quizá pensó que era capaz de controlarse solo. Y me dije que, si no buscaba ayuda, podía acabar como él, manoseando a los críos de cualquiera y destrozándoles la vida. Así que localicé a una psiquiatra especializada en patologías sexuales. Fue como volver a nacer. Estoy mucho mejor. Sé que lo mío no tiene cura, pero también que no voy a hacer ninguna tontería. Puedes creerme o no, pero jamás he tocado a un niño, ni he entrado en webs de pornografía infantil, ni nada por el estilo. Sé distinguir perfectamente lo que está bien de lo que está mal.

Se levantó y volvió de la cocina con dos vasos de agua. Se bebió el suyo entero antes de seguir hablando.

– ¿Sabes?, es muy duro admitir que dentro de ti vivirá siempre un criminal. Pero también resulta un alivio pensar que sabes cómo controlarlo para que no salga nunca de la jaula. Estoy condenado a seguir tratamiento de por vida, y hay algunas reglas demenciales que debo respetar para no ponerme las cosas más difíciles. Por ejemplo, compré esta casa después de asegurarme de que no había niños viviendo en ella. No soy una persona normal y tengo que vivir en función de esa certeza. Pero, de momento, la batalla la voy ganando yo.

No sabía qué decir. Llevaba más de un año repudiando a una persona que, en realidad, tenía muchos motivos para despertar mi respeto.

– Eres muy valiente.

– Ya lo sé. -Partió el último bombón de la caja y me dio la mitad-. ¿Y tú? ¿Cómo te encuentras?

Fingí darme unos segundos para masticar el chocolate.

– Pues… pensé que estaba bien… pero hoy he perdido los papeles. No ha sido un buen día, la verdad.

– Bueno -Publio parecía concentrado en lo que iba a decir a continuación-, quizá tenía que ocurrir. Quiero decir que a lo mejor te estás exigiendo demasiado. Has pasado unos meses muy difíciles y tienes derecho a derrumbarte.

Nunca hubiese pensado que dejarse vencer por la pena pudiese ser también un acto de justicia con uno mismo. Cuando murió mi madre, hice un esfuerzo sobrehumano para no dejarme arrastrar por todo aquel caudal de tristeza que amenazaba con asolar mi vida. Fue como ir paseando al borde de un precipicio teniendo la certeza de que, si un solo día me asomaba a él, acabaría desbarrancándome y seguramente no sabría salir del agujero. No quería que eso sucediera. El destino me había arrebatado a mi madre, y no iba a permitir que me quitase también el dominio sobre mí misma. Por eso, pocos días después de perderla a ella, volví a mi vida habitual. Dibujé muchísimo, me cité con mis amigos, asistí a fiestas, a presentaciones, a cócteles. Recuerdo que cada vez que pasaba por debajo de los arcos detectores de metales pensaba que era una suerte que aquellos aparatos no fuesen capaces de observar lo que tenía por dentro. Porque, al escrutar mi interior, hubiesen encontrado sólo un profundo vacío, un desolador agujero negro horadado por toda la tristeza con la que había tenido que luchar, a diario, desde la muerte de mi madre. Quizá, como decía Publio, me exigí demasiado pretendiendo que mi vida siguiera al mismo ritmo, imponiéndome como obligación el aparecer en público como si nada hubiera pasado, acotando de un modo poco racional todo lo que estaba sintiendo. Me habían quedado dentro muchas lágrimas. Y las lágrimas tienen que salir si no queremos que lo desborden todo, incluso aquello que creíamos estar preservando de la desesperación. La serenidad verdadera llegaría después de llorar, y pensando en ello volví a hacerlo. Publio abandonó su sitio en el sillón y se sentó a mi lado, abrazándome y pasándome de vez en cuando la mano por el pelo. Así transcurrieron dos horas: yo llorando el llanto atrasado y el bueno de Publio dejándome llorar en silencio, con la paciencia y la mansedumbre del que también ha tenido que aprender a llorar.

Como aquella primera noche que pasamos juntos, era casi de día cuando Publio y yo nos despedimos, sólo que aquella vez yo tenía la convicción de que no tardaríamos mucho en volver a vernos. Me besó en la frente cuando llegamos a la puerta.

– Mucha suerte -me dijo-. Y haz las paces con el viejo, o te sentirás como la misma mierda.

Estaba a punto de darme la vuelta cuando recordé algo.

– Publio… ¿recuerdas aquella noche, cuando me contaste tu… bueno, tu secreto? Dijiste que sólo había otras dos personas que lo sabían. Una es tu psiquiatra… y la otra…

Publio me miró como pidiendo perdón.

– La otra es mi madre.

Le dirigí una sonrisa.

– Me alegro mucho por ti.


Muy a mi pesar, estuve más de una semana sin ver a Silvio. La Feria del Libro de Frankfurt había organizado un encuentro entre ilustradores, y alguien de mi editorial consiguió que me invitaran. Había tomado con cierta desgana aquel viaje, diciéndome que sólo lo emprendía por pura conveniencia profesional, pero el día antes de coger el vuelo a Alemania, mientras ordenaba mi maleta y revisaba los papeles que tenía que llevar conmigo, experimenté una sensación parecida a la dicha que sentía de niña antes de emprender un viaje con el colegio, cuando el acto de preparar la mochila con la comida a base de bocadillos era tan trascendente como seleccionar el contenido de una valija diplomática. Recuerdo aquellas excursiones que no duraban más allá de un día: salíamos en autobús de delante del colegio, y allí nos despedían las madres hasta nuestro regreso, cuando caía la tarde. Nunca entendí por qué todas nos abrazaban y nos besaban con tanto ímpetu, si después de todo sólo pasarían unas horas hasta que volviesen a vernos. Ahora entiendo que estaban secretamente asustadas al ver marchar a todas aquellas niñas, sus hijas, que tenían siete, ocho, nueve años, que empezaban a volar solas y no disimulaban la felicidad proporcionada por aquellas pocas horas de independencia. Sabían que aquellas excursiones eran como pequeños ensayos de libertad hasta que decidiésemos levantar el vuelo definitivo en dirección a nuestras vidas.

Un día después de volver de Frankfurt me presenté en casa de Silvio. Lucinda abrió la puerta con la misma expresión asustada de siempre. Me costaba acostumbrarme a los ojos húmedos de aquella mujer que parecía tener miedo a todo, y especialmente miedo a mí, lo cual no contribuía a mejorar la situación. Estaba segura de que cualquier cosa que yo hiciese o dijera podría acentuar el pánico en sus pupilas amarillas, y eso condicionaba mi relación con ella, reduciéndola al mínimo indispensable.

– Señorita Cecilia -me dijo, y su voz era un susurro-, menos mal que ha venido. El señor Silvio estaba preocupado. Dice que el otro día se marchó usted enfadada, y anda triste desde aquella tarde. Se va a contentar cuando vea que ha vuelto. Yo creo que pensaba que ya no la iba a ver más nunca.

Era un discurso demasiado largo para Lucinda, que acabó su parlamento bajando la cabeza y ruborizándose bajo la piel cetrina. Me deprimía pensar que era yo quien despertaba sus temores, quien azuzaba su aire medroso. Y aquella tarde, precisamente, decidí empezar a poner remiendos a una situación que no nos ayudaba a ninguna de las dos.

– ¿De dónde es usted, Lucinda? -le pregunté.

– De Bolivia. -La pregunta la había cogido por sorpresa.

– ¿De La Paz? -insistí.

– Quite de ahí, soy de una aldea chiquita. Palomares se llama. -Me miró arrugando los ojos, que eran pequeños y oscuros-. ¿Viene a ver al señor Silvio, verdad?

La pobre mujer debía de estar horrorizada ante la perspectiva de que mi intención fuese tener una charla con ella en mitad del vestíbulo.

– Sí, claro… pero es que al oírla hablar… yo tuve un compañero de clase boliviano -era mentira, por supuesto- y su acento me recuerda al suyo. Él era de La Paz. Se llamaba José Andrés Cifuentes. Muy buen chico, y muy listo.

Al escuchar el nombre que acababa de inventarme, Lucinda me miró con una expresión reconcentrada.

– Pues no me suena, señorita Cecilia. Pero es que Bolivia es muy grande. -Meneó la cabeza-. Ande adentro, que el señor Silvio acaba de despertarse de la siesta.

Pasé a la sala. El abuelo estaba allí, solo, mirando por la ventana. No parecía haber oído el timbre de la puerta ni mi conversación con Lucinda. Como mi primera tarde en aquella casa, pude mirarle sin que él me viera: el perfil limpio recortado en la tarde de otoño, el cabello blanco, las manos nudosas y los ojos fijos en quién sabe qué, como si estuviese esperando algo. O quizá como si pensase que no había nada que esperar, puesto que todas las cosas ya habían sucedido. Así que esto es la vejez, pensé.

– Hola, Silvio…

Apartó la vista de la ventana, y la forma en que me miró hizo que entendiese hasta qué punto había sido implacable con él la otra tarde al marcharme de aquel modo.

– Cecilia, hija…

Se me llenaron los ojos de lágrimas. Me acerqué a Silvio y le di un breve abrazo cuando se levantó a saludarme. Olía a loción de afeitado y a jabón de La Toja.

– Pensé que no ibas a volver.

– Qué tontería…

– Pero siéntate. Lucinda traerá el té enseguida. ¿Hace frío en la calle? ¿Quieres que subamos la calefacción?

No sabía si me merecía todos aquellos mimos, pero los acepté de buen grado. Lucinda apareció con la bandeja de la merienda y, por primera vez desde que la conocía, me dirigió una sonrisa que quise entender como cómplice. Ella nos sirvió el té y el bizcocho, y se retiró igual que siempre, en su particular silencio, como si se hubiese desvanecido en el aire.

– Cecilia… hay algo que quiero explicarte. Es por lo del otro día…

Yo no necesitaba aclaraciones. Sólo quería olvidar lo que había pasado y mi lamentable comportamiento. Las excusas de Silvio no harían sino avergonzarme todavía más, y ya me encontraba suficientemente arrepentida tras haber sacado los pies del tiesto.

– En realidad, soy yo la que tiene que explicarse -le dije-. No debí haber reaccionado de esa forma… Había tenido un día horrible, ¿sabe? Y supongo que…

Silvio me interrumpió.

– No, eso es igual. Pero me gustaría que entendieses a qué me refería cuando dije que quizá era mejor que las cosas hubieran sucedido así con tu madre.

– Le aseguro que no es necesario.

Silvio se pasó la mano por los ojos.

– Pues yo creo que sí. Dame unos minutos, ¿de acuerdo? -Desvió la vista y, apoyando la espalda en el sillón, volvió a mirar por la ventana-. Verás, mi mujer… la abuela de Elena… también murió de cáncer.

– No lo sabía. Lo siento mucho. -Era una frase torpe. Elena debía haberme advertido de aquella coincidencia.

– Sucedió hace tiempo, antes de que Elena naciera. Carmen estuvo enferma durante casi doce años. A ella le diagnosticaron el tumor en una exploración de rutina. Carmina era muy joven y no reaccionó bien cuando supo lo que le ocurría a su madre. Ya sabes lo que viene en cuanto te dicen que tienes cáncer: quimioterapia, bomba de cobalto, la incertidumbre de las revisiones… Mi hija no estaba preparada para lo que se nos vino encima. Y se hundió. No puedo explicarte el daño que aquello le causó a Carmen. Creo que el ver así a su hija fue para ella mucho peor que el propio cáncer. Carmina adoraba a su madre. Intentaba ayudarla, pero, sencillamente, era incapaz. Le faltaban años, experiencia, sentido común, fortaleza, todo. Esas son cosas que uno aprende poco a poco, y ella tuvo que asumirlas de un solo golpe en mitad de su paso a la edad adulta. Lo llevó muy mal. Mucho peor que Carmen su enfermedad. Después, cuando ella murió, a Carmina le costó mucho superar la convicción de que había sido incapaz de ayudar a su madre.

No sabía muy bien a dónde quería llegar Silvio.

– Perdone, pero no sé qué tiene que ver todo esto conmigo.

– El otro día me dijiste que tu madre no se hacía revisiones y por eso el diagnóstico de su enfermedad llegó tarde. No apruebo ese comportamiento pero, por otro lado, te ahorró mucho tiempo de dolor. Unos años importantes, Cecilia. ¿Puedes imaginar lo que es crecer y madurar mientras se arrastra la rémora de una enfermedad grave? ¿Crees de verdad que hace ocho, nueve años, hubieses sido capaz de plantar cara a lo que os pasó? ¿Estás segura de que no te hubieses hundido para siempre, como le ocurrió a mi hija? No conocí a tu madre, pero a lo mejor ella hizo su elección conscientemente. En esos años se estaban poniendo los cimientos de tu vida, Cecilia. De tu vida y de la vida de tu familia. Cualquier cosa que ocurre a los veinte años te cambia el futuro sin contemplaciones. Las madres saben eso. Y tu madre también lo sabía. Supongo que no quiso torcer vuestro destino.

– ¿Y cree usted que no lo hizo al morirse tan pronto?

– Claro, pero no tanto como si tu vida hubiera empezado a tambalearse nueve, diez años atrás. ¿Cuántos tenías tú entonces?

– Veinticinco. Tengo dos hermanos menores.

– Intenta recordar qué estabas haciendo entonces. -Y ante el gesto cansado que no pude reprimir-: Vamos, haz un esfuerzo.

Volví atrás en el tiempo. Veinticinco años. Acababa de ganar una beca para pasar un trimestre en Oxford. Fue allí donde conocí a Elena. En ese momento, y por primera vez, me di cuenta de que, de haberse declarado la enfermedad de mi madre, no hubiese aceptado aquella estancia en Inglaterra. Silvio parecía haberme leído el pensamiento.

– Cecilia, piensa en todas las cosas buenas que os sucedieron en estos años. Buena parte de ellas no hubieran ocurrido de haberos dicho tu madre que estaba enferma.

Aquella tarde hice balance de todos los pequeños y grandes acontecimientos que habían marcado mi vida y las vidas de los míos en los últimos nueve años. La boda de mi hermana. Los primeros tiempos de mi relación con Miguel. Los libros que ilustré, el premio que me dieron en Italia, los viajes por Europa. Las fiestas familiares donde no había ni una sombra que amenazase la alegría general. La sensación, muchas veces, de tenerlo todo. El nacimiento de mi sobrina. Las vacaciones en el campo. Las Navidades. La certeza de moverme en un terreno seguro y firme donde cada cosa estaba en su sitio. Si la enfermedad de mi madre hubiese aparecido en su momento, ¿qué hubiese ocurrido con nuestras vidas? Mi hermana, seguramente, no hubiese aceptado un trabajo en Madrid, y, en consecuencia, no habría conocido al hombre con quien después se casó. La niña no habría nacido nunca. Yo también hubiese vuelto a casa. No habría entrado en contacto con aquella editorial que me encargó el primer libro de cuentos. Quizá habría dejado de dibujar. Tenía tantas dudas sobre todas las cosas hace ocho años, que sólo la solidez del mundo que me rodeaba me había impulsado a seguir adelante. No, definitivamente no hubiese continuado mi carrera como ilustradora de haber estado moviéndome en un terreno resbaladizo. Hoy no tendría mi casa, ni mi estabilidad económica, ni tantas otras cosas a las que, de eso sí estoy segura, renunciaría sin dudar a cambio de que mi madre estuviese viva. Porque nada podía consolarme por haberla perdido, ni había ninguna cosa material capaz de compensar su ausencia.

– ¿Sabe, Silvio? Es que yo preferiría no tener lo que tengo, y que mi madre no hubiese muerto.

– Bueno, tú sí, pero no puedes saber lo que preferiría tu madre. ¿Fuisteis felices en estos años, Cecilia? Pues cada momento de esa felicidad os lo regaló ella. Optó por dar la voz de alarma cuando erais adultos y ya habíais encauzado vuestras vidas. No sé si fue una decisión equivocada, pero fue su decisión. No hagas reproches a su memoria, Cecilia. Respeta lo que hizo, y dale las gracias. Y entiende que, aunque tal vez no eligió el camino más correcto, su error fue simplemente un acto de amor hacia vosotros.

Silvio me había cogido de la mano. No sé si era consciente de que sus palabras habían despertado en mi interior una paz desconocida, una tranquilidad de espíritu que no había sentido en ningún momento de los últimos meses.

– Era una mujer maravillosa -le dije.

– Estoy seguro de eso. Y para ti es una suerte poder recordarla de ese modo. Supongo que eso es lo importante: lo que dejamos en los demás, la memoria que queda de nosotros.

Estuve un rato así, aferrada a la mano de Silvio mientras pensaba en mi madre y en todas las cosas espléndidas que habíamos vivido juntas en estos años. Por primera vez me sentía libre de toda la rabia y la amargura que en los últimos tiempos habían estado emponzoñando mi interior. Sabía que, en adelante, iba a llorar cada vez que evocase aquella tarde junto a Silvio. Pero en ese momento, mientras acariciaba la mano nudosa del viejo y recordaba en silencio episodios vitales que había estado a punto de relegar al último rincón de la memoria, no quería derramar una sola lágrima. Había reconquistado la serenidad perdida tiempo atrás. No era el mejor escenario para el llanto. Solté con suavidad la mano de Silvio, y luego, por primera vez desde que le conocía, le besé en la mejilla.

– Muchas gracias -susurré.

– No me las des a mí. Son los años, que al final resultan útiles.

Sonreímos los dos, y acabamos la merienda quizá para restar solemnidad a lo que acababa de ocurrir entre ambos: Silvio y yo nos habíamos hecho amigos.

– Bueno -le dije-, sígame contando su historia. ¿Dónde lo dejamos el otro día?

– ¿De verdad quieres saberlo?

– Claro. ¿Cree que no me tiene intrigada? Me he acordado varias veces de su amigo Elijah… y de Zachary West, por supuesto. Me gustaría saber qué pasó con usted y con ellos.

Parecía satisfecho.

– De acuerdo. Hazme un favor… ¿quieres pedirle a Lucinda la caja de las fotos?

Encontré a la criada en la cocina, metiendo en el lavavajillas los cacharros sucios de la comida. Estaba de espaldas a mí y por eso dije su nombre muy bajito. No quería asustarla.

– Lucinda…

– ¡Ay, señorita!

– Perdone que haya entrado… pero es que Silvio quiere sus fotografías.

Salió de la cocina y volvió enseguida con la caja de cartón que ya me resultaba familiar.

– Muchas gracias, Lucinda.

Iba a darme la vuelta cuando, para mi sorpresa, me detuvo la voz de la muchacha.

– Señorita Cecilia… que estuve dándole vueltas al nombre de su amigo.

– José Andrés Cifuentes… -Menos mal que no había olvidado el embuste.

– … y así me acordé de que en Palomares había un hombre que se llamaba parecido. José Andrés Sufuentes. Era el dueño de la panadería. Lo mismo es pariente del amigo suyo. Pariente lejano, claro.

Por nada del mundo hubiera rescatado a Lucinda de su candidez.

– A lo mejor el chico era de La Paz, pero había nacido en su pueblo.

– Pues eso estaba pensando yo, señorita Cecilia. ¿Ve qué pequeño es el mundo?

Regresé al salón con una confusa sensación de triunfo. Entregué la caja a Silvio, que tras buscar unos segundos extrajo un retrato que me alargó. Estaba tomado en el salón de una casa opulenta, y representaba a tres adolescentes larguiruchos que miraban a la cámara con el aire inseguro que dan los quince años. Uno era Elijah. El otro, desde luego, nuestro Silvio. ¿Y el tercero? ¿Quién era ese muchacho pálido y esbelto que acababa de introducirse en la historia?


Puede decirse que Elijah y yo crecimos juntos. Aunque él pasaba la mayor parte del tiempo en Madrid mientras yo seguía mis estudios en Ribanova, solíamos coincidir en la época de vacaciones escolares. Además, las desapariciones de Zachary West acabaron volviéndose una costumbre, y un par de veces al año, de forma intempestiva, telegrafiaba a mis padres para avisarles de su llegada. Todos sabíamos lo que eso quería decir: que Elijah aparecería en plena noche y permanecería con nosotros durante varias semanas mientras su padrastro se encontraba sabe Dios dónde y haciendo sabe Dios qué. Porque a eso también tuvimos que acostumbrarnos: al misterio que rodeaba las entradas y salidas del señor West. Mi padre seguía despojando del sobre las cartas que le entregaba a Elijah, pero ni él ni yo consideramos oportuno repetir la jugarreta del engaño al cartero para averiguar la dirección exacta del remitente. De pronto, y quizá porque sabíamos que había secretos que no iban a sernos revelados, Elijah y yo dejamos de encontrar trascendentes los motivos que llevaban a su padre a desaparecer sin dejar rastro, y a él a instalarse en Ribanova de forma esporádica. Lo importante era que teníamos la ocasión de estar juntos, así que nos limitamos a aprovechar aquellas semanas que nos proporcionaban los inesperados viajes de Zachary West.

Mi padre había arreglado las cosas para que, durante sus estancias en Ribanova, Elijah pudiese tomar lecciones en el colegio al que yo acudía. Mi amigo se había vuelto algo más sociable, pero de todos modos los otros chicos pusieron límites a su completa adaptación. Es cierto que habían acabado por habituarse a su presencia inconstante entre nosotros. Ya no le miraban como si llegase de otra galaxia, y algunos incluso intercambiaban con él algunas bromas sin consecuencias. Pero, en cualquier caso, Elijah seguía siendo un ser distinto, al que se podía tolerar pero no integrar completamente. Él lo sabía, y creo que en el fondo le daba exactamente igual la consideración que de su persona pudieran tener todos aquellos muchachos.

En cuanto a mí, llegué a la conclusión de que poco o nada tenía que ver con los chicos que se negaban a derribar el muro levantado entre ellos y mi amigo, y fui yo quien voluntariamente se aisló de todos ellos. Durante las ausencias de Elijah, me relacionaba más bien poco con mis compañeros de clase. Pasaba mucho tiempo solo, generalmente leyendo. En una de sus visitas, Zachary West me trajo como regalo una colección completa de novelas de aventuras escritas en inglés, y los volúmenes de Karl May, Jack London o Conan Doyle se convirtieron en buenos compañeros de armas. No necesitaba mucho más. Fue en aquellos años cuando aprendí que la soledad puede ser un valor en sí misma, y que uno alcanza la completa madurez cuando sabe asumirla e incluso disfrutar de ella en su justa medida. Aquel que sabe estar solo tiene más facilidad para apreciar la buena compañía, y el que no se encuentra a gusto consigo mismo difícilmente estará bien con los demás.

Es cierto que mi amistad con Elijah y el consiguiente acercamiento a los West me distanció un poco de mi propia familia. Solía pasar con ellos casi toda la temporada de vacaciones, a veces en la casa de Madrid, a veces participando de algún viaje preparado por el padre de mi amigo. Nos llevaba a Santander, a San Sebastián, a las playas templadas del Mediterráneo, a la costa de Cádiz. Hasta entonces, yo había viajado poco con los míos. Mis abuelos no estaban en condiciones de baquetearse demasiado en trenes y coches de alquiler, y la salud de mi madre, que siempre fue delicada, desaconsejaba los desplazamientos largos. Con ellos iba a tomar las aguas al balneario de Caldas, y, una vez al año, a pasar una semana en La Coruña para que Efraín y yo nos diésemos los convenientes baños de mar. Por eso, aquellos viajes con los West tenían todos los ingredientes de la mejor aventura.

Nunca supe qué opinaban mis padres acerca de mi querencia por la que empezaba a ser mi familia de adopción, pues jamás me comentaron nada al respecto. Supongo que el desapego que demostraba hacia ellos cuando me marchaba, jubiloso, a pasar lejos de Ribanova dos, tres o cuatro semanas tenía que ser para ellos un motivo de disgusto. Su hijo mayor les había sido arrebatado por un americano misterioso y rico, que cojeaba de la pierna derecha y se permitía el lujo de desaparecer durante dos meses al año como si se lo hubiese tragado la tierra. Pero, por otro lado, mis padres debieron de ver con claridad el abanico de posibilidades que se abría ante mí gracias a la relación mantenida con los West: iba a viajar, a ver el mundo, a conocer una realidad que en Ribanova me estaba vedada. Había aprendido a hablar inglés con una corrección más que notable, a comportarme en la mesa con la exquisitez de un príncipe ruso y, a pesar de mi poca edad, a interesarme siquiera mínimamente por los avatares de la política europea. Zachary West me enseñó a escuchar música y a contemplar pintura -aunque nunca fui un experto en ninguna materia-, a practicar algunos deportes entonces considerados elitistas como el patinaje o el tenis, a apreciar la buena comida y a disfrutar de pequeños lujos, desde las trufas de chocolate a los almohadones de plumas, los jerseys de cachemir o los baños turcos.

– Aprecia estas cosas, Silvio, pero jamás te acostumbres a ellas -me dijo una vez-. El que no sabe prescindir de los placeres es tan imbécil como el que se muestra incapaz de valorarlos.

El tiempo pasó para todos. Mi hermano Efraín se convirtió en el mismo niño que yo había sido. Heredó de mí muchos juguetes, varias prendas de ropa y determinados rasgos de carácter. Sin parecemos mucho, algunos de nuestros comportamientos y nuestras actitudes eran sorprendentemente similares. Después de haberle detestado durante sus primeros meses de vida, había aprendido a quererle, pero de una forma equivocada, y le dedicaba las mismas atenciones que hubiera prestado a un cachorrito. Por su parte, él me adoraba, y jamás ocultó su admiración por aquel hermano mayor que, cuando no estaba fuera de casa, no hacía otra cosa que contar los días que le faltaban para marcharse otra vez. Soy consciente de que nunca correspondí al cariño de Efraín con la intensidad que hubiera debido, y que el haber limitado mi afecto hacia él fue un error del que me arrepentí durante toda mi vida adulta. En aquellos años, perdí por voluntad propia la ocasión de convertirme en el mejor amigo de mi hermano.

Estaba a punto de cumplir catorce años cuando los republicanos hicieron poner pies en polvorosa a la familia real, que salió de España en dirección al exilio en aquella primavera de 1931. Mi abuelo, que era un monárquico ferviente, llegó a llorar por la marcha de don Alfonso XIII. Avanzamos hacia el desastre, dijo, pero no encontró eco en ningún otro miembro de la familia, pues mi padre sentía pocas simpatías por el rey y entonces las mujeres no solían entrar a discutir asuntos de ese tipo. No, Cecilia, no me mires así: eran cosas de la época.

El advenimiento de la República coincidió con una de las ausencias de Zachary West. Elijah estaba en nuestra casa el 14 de abril, y aquel día él y yo pensamos que el ocaso de la monarquía española y la desaparición del señor West podían estar directamente relacionados. La idea de imaginar al padre de Elijah como uno de los artífices de la caída de Alfonso XIII nos llenaba de emoción. Aunque éramos demasiado jóvenes como para entrar de lleno en cuestiones políticas, ambos simpatizábamos con la causa de la república. Supongo que aquella querencia nuestra estaba claramente influida por el ideario particular del señor West, que aseguraba que en una sociedad moderna el concepto de los privilegios heredados estaba condenado a desaparecer para siempre. Además, Zachary afirmaba que el rey Alfonso le había causado una pésima impresión cuando tuvo oportunidad de conocerlo durante una recepción en el palacio real.

– Es pobre de espíritu, pagado de sí mismo y profundamente egoísta, lo cual sorprende viniendo de una persona que lo tiene todo. El carácter de este hombre es fruto de sus pocas luces, y también de una malísima educación. Le han criado para convertirse en un niño pera, no para ser un jefe de Estado.

Zachary West podía ser muy duro en sus juicios cuando quería. Su desprecio hacia el carácter del rey en particular y la institución monárquica en general nos convenció de su concurso en la caída de los Borbón. Ni Elijah ni yo podíamos sospechar que el señor West tenía entre manos algo mucho más grave, y que en aquel momento le importaba bastante poco el envío al exilio de un rey mal educado.

El padrastro de Elijah regresó a mediados de mayo. Le encontré desmejorado y algo triste, y no entendí muy bien a qué venía aquella palidez ni el gesto adusto que llevaba en la cara, si acababa de culminar con éxito una misión en favor de la democracia y la abolición de los privilegios de sangre. Aquel verano lo pasamos en Santander, y en esta ocasión Zachary convenció a mis padres para que viajasen con nosotros. Mi madre protestó débilmente alegando que no se encontraba demasiado bien, pero el señor West insistió, diciendo que el descanso junto al mar mejoraría su salud y su estado de ánimo. Así que nos acompañaron y pasaron en Santander dos semanas enteras. Fue divertido estar fuera de casa todos juntos, aunque debo decir que Elijah y yo hacíamos la guerra por nuestra cuenta la mayor parte del día. Efraín trataba de seguirnos a todas partes, pero a los catorce años un hermano que sólo tiene siete resulta un estorbo. Así que el pobre Efraín estaba casi siempre con mi madre que, tal y como Zachary West había augurado, se había fortalecido con el aire del mar y los baños de sol, y estaba más guapa que nunca. A veces la veía desde la playa, paseando despacio por el Sardinero, acompañada de mi padre o de algunas amigas ocasionales que había conocido en el hotel, y tenía que recordar que aquella dama elegante y hermosa era mi madre. Quizá porque, en el fondo, ya había empezado a distanciarme de ella espiritualmente.

Aquél fue el último verano que Elijah y yo pasamos en España. Cuando llegó el mes de junio de 1932, Zachary West pidió permiso a mis padres para llevarme consigo en un viaje al extranjero. El plan era quedarnos una semana en Biarritz, y viajar luego a París para permanecer en la ciudad durante veinte días. En la casa, sólo mi abuela objetó que era demasiado joven para irme tan lejos, pero era un argumento sin demasiada consistencia y nadie lo tomó en consideración. Además, en 1932 un chico de quince años estaba mucho más cerca que ahora de la edad adulta. Así que mi padre gestionó mi pasaporte y me dejó marchar con sus bendiciones. El día que nos despedimos, mi madre se dio la vuelta para que no la viese llorar.

Fue ese verano cuando conocimos a Ithzak Sezsmann. Era el hijo único de Amos Sezsmann, un famoso violinista polaco a quien Zachary West, melómano declarado, había escuchado tocar en Berlín y en Viena. La esposa de Amos Sezsmann había muerto dos años atrás, y desde entonces él y su hijo viajaban siempre juntos para que el chico no estuviese solo en Varsovia durante las giras de su padre.

Algo mayor que nosotros, Ithzak era un adolescente sensible, algo triste -supongo que por la pérdida prematura de su madre- y de una inteligencia extremada. Era el perfecto ejemplo de un niño prodigio, que tocaba el violín y el piano con la soltura de un virtuoso, hablaba tres idiomas además del polaco y se comportaba con la corrección y la prudencia de un adulto precoz. Acababa de cumplir dieciséis años y quería ser director de orquesta. Ithzak hablaba de su futuro como músico con la firmeza del que ha tomado una decisión irrevocable, sin calibrar siquiera la posibilidad de que las circunstancias, la suerte o el destino fuesen capaces de torcer su voluntad de hierro.

La primera vez que vimos a Ithzak Sezsmann fue en París, en la embajada americana donde nos alojábamos durante nuestra estancia en la ciudad. Su padre había sido invitado a cenar después de ofrecer un recital, y para desconcierto del embajador, se presentó en compañía de su hijo, a quien el protocolo no había asignado un lugar en la mesa de gala. Zachary West propuso entonces que se uniera a Elijah y a mí, que cenábamos solos en las dependencias de invitados. Confieso que al principio me incomodó la presencia de aquel muchacho pálido y ojeroso, delgado como un huso, de cabello pajizo y relucientes ojos azules que parecían prestados. A los quince años y con una amistad tan bien definida como la nuestra, había veces que Elijah y yo veíamos a los demás como simples intrusos que iban a ser incapaces de comprender las reglas de conducta de nuestro dúo feliz. Pero Ithzak era distinto. Empezó a hablarnos en francés, y al darse cuenta de que yo no le comprendía, siguió la conversación en un inglés gramaticalmente impecable y de pronunciación casi perfecta. Era un chico extraño. Parecía libre de toda timidez, a pesar de su innato sentido de la moderación, y nada le acobardaba, ni siquiera la sensación de estar de más que Elijah y yo transmitíamos a veces sin darnos cuenta. En quince minutos hizo las preguntas precisas para conocernos a ambos, y prestó a las respuestas que le dábamos una atención halagadora y sincera. Luego, sin esperar nuestras inquisiciones, nos habló de su vida, de los viajes con su padre y de su intención de convertirse en músico. Contó que había aprendido a tocar el piano con cinco años, como si fuese un joven Mozart, y que no estaba muy seguro de cuál era su lengua materna, pues había sido educado en alemán, francés y polaco. El inglés lo había aprendido después, «por eso lo hablo peor», se justificó. Nos dijo que había padecido sarampión y tos ferina, que ahora cojeaba un poco a consecuencia de un accidente ocurrido hacía un mes cuando montaba a caballo, y que no sabía nadar porque había tomado un miedo cerval al agua desde que, siendo muy pequeño, estuviera a punto de ahogarse en un estanque. También nos habló de su casa de Varsovia, de los estudios precozmente comenzados en el conservatorio, de la excelente relación que mantenía con su padre, estrechada a la fuerza tras la muerte de su madre. Hablaba de sí mismo con una rara distancia, como si estuviese refiriéndose a otra persona, y parecía tener tanto interés en subrayar sus virtudes y sus logros como en dejar evidencia de sus limitaciones. Aquella noche, después de haber compartido con Ithzak nuestra cena para dos, Elijah y yo decidimos que aquel músico en ciernes podía convertirse, siquiera por un tiempo, en vértice de nuestro triángulo fraternal.

Ithzak y su padre se quedaron en París durante una semana. Antes de regresar a Varsovia debían hacer una parada en Amsterdam, donde Amos Sezsmann iba a ofrecer un único concierto. Zachary West y el músico acogieron con agrado la amistad incipiente nacida entre nosotros tres, y fomentaron nuestros encuentros durante la estancia de todos en la Ciudad de la Luz. Juntos visitamos los museos de París y el palacio de Versalles, subimos al último piso de la Torre Eiffel e hicimos cortas excursiones por los alrededores.

Recuerdo lo mucho que nos divertimos. El tiempo era espléndido, y París me pareció una ciudad radiante hecha para invitar a la vida. Creo que aquella semana fue una de las más felices que pasé nunca. Tenía quince años, buenos amigos y muchos planes y había descubierto que el mundo era enorme y estaba lleno de lugares deslumbrantes dignos de ser conocidos. Aquel verano decidí que Francia era sólo el principio de un larguísimo periplo que debía llevarme por los cinco continentes. Por las noches, soñaba con trenes y barcos, con aviones y coches de alquiler, con otras razas y otros hombres distintos que me esperaban en cada rincón del mapa.

Llevábamos ya quince días en París. Entre nuestros planes estaba el pasar unos días en Bruselas para finalizar las vacaciones, pero Amos Sezsmann convenció a Zachary de que cambiásemos la ruta y les acompañásemos en su visita a Holanda. Recordaré siempre aquel viaje en compañía del violinista y el futuro director de orquesta, y no sólo por el grato ambiente de camaradería que se desató desde el primer momento. Durante aquellos días tuve ocasión de descubrir hasta qué punto era perfecta y envidiable la relación entre Ithzak y su padre. Ambos parecían muy por encima de ataduras familiares, del afecto impuesto por los lazos de sangre. Eran amigos, cómplices, compañeros de fatigas, colegas, hermanos. Se reían exactamente igual y de las mismas cosas, tenían idéntica forma de sorprenderse y de emocionarse. Durante el viaje nocturno de París a Amsterdam, tocaron juntos el violín en el vagón restaurante, cuando ya todos los clientes se habían marchado. En un instante, una música prodigiosa recorrió todo el tren y, en un silencio lleno de respeto, los viajeros fueron abandonando sus compartimentos para compartir con nosotros aquel concierto improvisado de los dos Sezsmann.

Físicamente no se parecían demasiado. Amos era corpulento y su hijo más bien delgado, y los rasgos faciales de Ithzak eran notablemente más finos que los del padre, quien tenía los ojos saltones y una nariz enorme que parecía hacer alarde de su origen judío. Además, el señor Sezsmann tenía edad para ser el abuelo de su hijo. Pero aquella noche, mientras tocaban juntos, se obró en ambos una metamorfosis milagrosa, y me di cuenta de que, cuando estaban haciendo música, aquellos seres eran tan parecidos como dos gotas de agua. Era su expresión de triunfo mientras domesticaban las cuerdas del instrumento e iban haciendo surgir las notas en el orden preciso, el brillo idéntico en la mirada de ambos, incluso la forma casi salvaje de sostener el violín con la barbilla lo que les hacía prácticamente iguales. Tuve la convicción de que, cuando estaban tocando, el hombre y el muchacho sentían exactamente lo mismo, y que la energía que ponían en la música fluía del mismo sitio, de un lugar incógnito para todos excepto para ellos. Intuí que los Sezsmann, padre e hijo, estarían unidos de por vida por una misteriosa relación que nadie, salvo ellos dos, sería capaz de entender. Cuando acabó la música, Ithzak y Amos se abrazaron mientras los demás rompíamos con nuestros aplausos el breve silencio de los violines, y un segundo después cada uno de los Sezsmann recuperó su forma original, su diferencia frente al otro, y volvieron a ser padre e hijo, el niño que caminaba hacia la edad adulta y el hombre que veía acercarse el momento de la senectud.

Estuvimos una semana en Holanda y luego dimos por terminadas las vacaciones. De regreso a España, pasé dos o tres días descansando en Madrid en casa de los West y después, de mala gana, tuve que volver a Ribanova. Creo que nunca se me hizo tan difícil el regreso como en aquella ocasión. Mi mundo se me antojaba más cerrado y pequeño que nunca, mi vida más provinciana y mi universo más mezquino. Hasta el volver a hablar en español me parecía un atraso, y deliberadamente introducía en las conversaciones algunas frases en inglés. Aquello provocaba el pitorreo de mis compañeros de clase, que ya empezaban a declararme la guerra abiertamente. A mí no me importaba. Me sabía distinto a ellos, y desde luego no para peor. Mis amigos de la primera infancia eran para mí una caterva de mozalbetes ignorantes de todo lo que ocurría detrás de las murallas de Ribanova. Muchos ni siquiera habían salido de la ciudad, y París estaba tan lejos de su realidad como la misma luna. Me parecían limitados y dignos de compasión en sus carencias, y por eso no respondí nunca a sus provocaciones ni a sus chanzas. Tenía quince años y la firme convicción de que mi futuro estaba muy lejos de ellos y de mi ciudad natal, donde había sido feliz hasta que se me presentó la oportunidad de conocer el mundo que existía lejos de ella.

No volví a ver a Elijah hasta que llegó la Navidad y él y Zachary West vinieron a Ribanova a pasar las pascuas con nosotros. Recuerdo que fueron unas fiestas muy divertidas, y que mi hermano Efraín recibió como regalo de su padrino una cámara de fotos. Creo que nunca vi a mi hermano tan contento como aquel día, mientras Zachary West le explicaba los rudimentos del oficio de fotógrafo y le daba consejos para conseguir los mejores negativos. Es posible que fuese un regalo exagerado para un niño de siete años, pero la pasión con que Efraín recibió aquella cámara me hizo pensar que quizá aquel presente fuese para él algo más que una sorpresa navideña. Y acerté, porque mi hermano acabó convirtiéndose en fotógrafo profesional, y más tarde en reportero de guerra. Pero no quiero anticiparme.

Las Navidades de 1932 se interrumpieron de una forma abrupta al recibir Zachary West un telegrama que reclamaba su presencia inmediata en Madrid.

– Creí que estabas de vacaciones -protestó Elijah.

– Y así era. Pero han surgido contratiempos y tengo que volver cuanto antes.

Tras hablar con mi padre, se decidió que Elijah permaneciera en Ribanova. A punto de cumplir dieciséis años, era ya casi un adulto perfectamente preparado para quedarse solo, pero por alguna razón Zachary West prefería que no lo hiciera. Años más tarde comprendería por qué. El caso es que Elijah se instaló en nuestra casa, y juntos pasamos el resto de las fiestas. El 8 de enero me reincorporé a mis clases en el instituto, aunque esta vez Elijah no me acompañó: estaba preparando por su cuenta la reválida de Bachillerato, y su preceptor le había mandado todos los libros, los apuntes y los textos necesarios para que siguiese las lecciones por su cuenta. Una vez insinué a mi padre que yo podría hacer lo mismo, evitando así tener que ir a clase todos los días y encontrarme con unos compañeros con los que no simpatizaba, pero él ni siquiera quiso considerar mi proposición.

– Dejemos las cosas tal y como están, Silvio. Y, de todas formas, no vendría mal que recordaras de vez en cuando que tú no eres Elijah West.

Aquel comentario me dolió. A mis quince años, creía saber perfectamente quién era y quién no era. Pero no quise discutir con mi padre. Además, le conocía lo suficientemente bien como para saber cuándo valía la pena seguir negociando con él, y cuándo toda conversación acabaría por resultar inútil. Me incorporé al instituto y seguí las lecciones con total aprovechamiento. Después de todo, me decía, quizá un día puedan servirme de algo todas las estupideces que estoy aprendiendo aquí.

Zachary West regresó la primera semana de febrero. Apareció de noche, como siempre, pero esta vez Elijah y yo habíamos sido advertidos de su llegada, y decidimos esperarle despiertos junto a mi padre y mi madre, formando así un pequeño comité de bienvenida. Llegó pasadas las doce y media, y nada más verle pensé que parecía haber envejecido diez años. Hasta me dio la sensación de que su cojera se había hecho más ostensible. Las arrugas de la frente se habían acentuado y formaban profundos surcos en su piel curtida, y tenía en los ojos una expresión de desencanto que no pude descifrar hasta que, pasados los años, yo tuve también mi cupo de decepciones y de motivos para la desesperanza.

– ¿Estás cansado? ¿Quieres irte a dormir? Hemos preparado una habitación, es un poco tarde para que vayas al hotel.

– La verdad, si no es una molestia, lo que me gustaría es comer algo.

Mi madre preparó café y bocadillos, y se improvisó una reunión en el cuarto de estar. Zachary aceptó una copa de coñac que le ofrecía mi padre.

– ¿Cómo te ha ido esta vez? -fue mi madre quien preguntó.

– No muy bien -dijo, y a todos nos desconcertó que Zachary no contestara de inmediato con el ambiguo «sin problemas», que utilizaba siempre para hacer balance de sus desapariciones. Nos miramos unos a otros, como esperando alguna explicación adicional.

– El mundo ha perdido el juicio definitivamente -continuó, y volvió a quedarse callado mientras hacía girar el licor dentro de la copa con la mirada perdida. Ninguno de nosotros sabía muy bien qué decir.

– ¿Tan mal están las cosas? -preguntó mi padre, y Zachary West nos miró a todos a la vez.

– Hitler ha ganado las elecciones -dijo-. Ahora, el partido nazi decidirá el destino de Alemania avalado por una victoria en las urnas. Claro que no sé de qué me sorprendo. Hace meses que sabíamos lo que iba a pasar.

Se hizo un silencio que estaba cargado de ignorancia.

– ¿Quién… quién es Hitler? -preguntó mi madre.

Zachary West sacudió la cabeza tristemente al contestar.

– El hombre que va a escribir las páginas más negras de la historia de Europa. Recordad lo que os digo hoy, 17 de febrero de 1933, en la muy noble ciudad de Ribanova. Vendrán malos tiempos para todos.

Ésas fueron sus palabras. Me parece que estoy escuchándolas todavía, aunque confieso que aquella noche pensé que el señor West exageraba un poco las cosas. Tal vez estaba cansado del viaje, quizá había tenido mucho más trabajo que de costumbre. Así que, para qué negarlo, no dediqué demasiado tiempo a pensar en Hitler ni en las circunstancias que rodeaban su llegada al poder. Y además ¿cómo iba a afectarnos a nosotros algo que estaba ocurriendo a tantos kilómetros de distancia?

Viajé a Madrid con los West para pasar las vacaciones de Semana Santa, y allí recibí una sorpresa: los Sezsmann estaban a punto de llegar a España, pues Amos había sido contratado para ofrecer dos conciertos en Madrid. Elijah y yo pasamos cinco días muy felices sirviendo de guías por la ciudad a nuestro amigo polaco. Cuando estaban a punto de regresar a Varsovia, Amos Sezsmann hizo a Zachary West una oferta de lo más apetecible: pasar con ellos una parte de las vacaciones de verano.

– Nos quedaremos unos días en mi casa de Varsovia… y luego podemos hacer un viaje juntos. Tengo programada una serie de conciertos por Alemania: Berlín, Munich, Weissbaden, Bayreuth… Recorreremos el país, nos alojaremos en los mejores hoteles y tendréis entradas de palco para todos los conciertos. ¿Qué decís, chicos? ¿Qué te parece, Zachary?

A todos nos sorprendió que no respondiera de inmediato a la atractiva propuesta de nuestro amigo. ¿Qué podía haber más agradable para un melómano como Zachary West que pasar una parte del verano recorriendo las salas de conciertos de un país junto a un músico reputado como Amos Sezsmann?

– Suena bien. Hace tiempo que tengo ganas de volver a Varsovia… En fin, ya veremos. Falta mucho para el verano…

Creo que aquella tarde fui el único en advertir una sombra en los ojos y la sonrisa de Zachary West.

Estoy seguro de que, si aquel verano viajamos a Varsovia, fue por la extrema insistencia de Elijah y la mía propia, pues deseábamos volver a ver a Ithzak, y no había muchas ocasiones para nuestros encuentros. Además, queríamos conocer Varsovia, y nos atraía singularmente la idea de viajar a Alemania. Recorrer todo un país, tomar casi a diario trenes y coches, cambiar de hotel, hacer y deshacer maletas era, desde luego, mucho más divertido que permanecer semanas enteras en la misma ciudad, como habíamos hecho otros veranos. Elijah y yo dedicamos los últimos días de junio a recopilar información turística sobre las distintas zonas de Alemania, y mi amigo incluso se esforzó en aprender unas cuantas palabras del idioma ayudándose de un diccionario que encontró en casa de su padre adoptivo.

El viaje hasta Varsovia fue largo y excitante, y supongo que también agotador, aunque no recuerdo que llegara a cansarme a pesar de que tardamos unos diez días en arribar a Polonia desde Madrid. Los Sezsmann nos recibieron en la estación de ferrocarril y nos condujeron a su casa, una hermosa construcción decimonónica situada en el mismo centro de la ciudad, en la calle Trebaka, muy cerca del parque Saski. La residencia de los Sezsmann era mucho más imponente que la casa de Zachary West. El lujo con el que estaba decorada hubiera resultado ostentoso de no ser por el buen gusto que había dirigido la selección de los muebles, los cuadros y los adornos. La casa no tenía jardín, pero la proximidad del parque suplía esa carencia. Allí había aprendido Ithzak a montar a caballo, allí había estado cerca de ahogarse siendo muy niño, allí se había acostumbrado al paso de las estaciones que cambiaban los colores de la hierba y de las hojas de los árboles. Y allí, también, había conocido a Hannah Bilak tres meses atrás, y se había enamorado.

A nuestros dieciséis años, Elijah y yo mostrábamos por las chicas un interés sólo relativo. Al no contar con un grupo de amigos bien definido, nos había sido hurtada la posibilidad de flirtear con muchachas de nuestra edad. El individualismo, durante la adolescencia, tiene esos problemas. El año anterior, durante nuestra estancia en París, yo había bebido los vientos por una guapa francesa que jugó a ignorarme durante todo el verano para confesar que me amaba desesperadamente justo cuando estábamos a punto de abandonar la ciudad, y aquel otoño, en Ribanova, había compartido algunos paseos con la hija de una amiga de mi madre, a quien conseguí tomar de la mano y robar un par de besos antes de que transfiriese sus afectos a un muchacho universitario que vino de visita en vacaciones. Así las cosas, no estaba en condiciones de entender el apasionamiento de Ithzak al hablarnos de aquella joven, ni la trascendencia de los suspiros que parecían capaces de partirle el pecho ni la expresión estúpida que se le dibujaba en la cara de vez en cuando y que era señal de que estaba pensando en ella.

– Bueno, ¿y dónde está? ¿No vamos a conocerla?

Ése era el problema: Hannah Bilak, que era huérfana de padre, pasaba la mayor parte del año en Alemania, junto a su madre, y sólo viajaba a Varsovia en vacaciones para quedarse con su abuela polaca. No llegaría a la ciudad hasta dentro de dos semanas.

– Para entonces, nosotros ya habremos salido para Berlín. Estaremos fuera casi un mes, así que a nuestro regreso ella estará a punto de marcharse otra vez. La verdad, no sé si lo soportaré.

Elijah y yo le aseguramos que «sí» lo soportaría, e intentamos contagiar a nuestro amigo el entusiasmo que despertaba en nosotros la inminencia del viaje, pero él pasaba el día pensando en su enamorada, solazándose en su desdicha e interpretando con el violín tristes romanzas que hablaban de amores contrariados.

Mientras ultimábamos los detalles para salir hacia Berlín, hicimos turismo por la ciudad. Varsovia me impresionó por la solemnidad de su belleza. No tenía, desde luego, la brillantez de París, donde todo era de una hermosura evidente. Pero Varsovia conservaba un carácter particular que la hacía, al menos para mí, tan atractiva como la capital de Francia. Eran las sobrias avenidas, los parques frondosos, los oscuros muros del castillo, la alegría contenida de la plaza del mercado, la paz de los callejones de la ciudad antigua, las cúpulas de las sinagogas tan cercanas a las iglesias de los gentiles. Era un mundo irrepetible que estaba, sin yo saberlo, muy próximo a desmoronarse para siempre.

Mira esta foto, Cecilia. La tomamos en casa de los Sezsmann, en la sala de música. Recuerdo muy bien el día que la sacaron, porque justo cuando el fotógrafo se marchaba llegó un telegrama que vino a cambiar todos nuestros planes para aquel verano.

El cable venía de Berlín y estaba dirigido a Amos Sezsmann, que lo abrió sin mucha atención. A medida que lo leía, la cara del violinista fue cambiando de color, como si se estuviera quedando sin sangre.

– Es increíble -dijo al fin-. Han cancelado mi gira…

Los rostros de todos reflejaban las distintas impresiones que causó a cada uno aquella notica. Amos estaba descompuesto. Elijah y yo, decepcionados. Ithzak, radiante al pensar que estaría en Varsovia cuando regresase Hannah Bilak. En cuanto a Zachary, aparentaba una tranquilidad absoluta, como si el ver alterados sus planes para el próximo mes no le causase la más mínima contrariedad.

– En fin, Amos, qué se le va a hacer. Son cosas que pasan, ¿no es así? Los artistas estáis siempre sujetos a este tipo de informalidades…

– ¿Informalidades? ¿Llamas informalidad a suspender ocho conciertos cuando sólo faltan unos días para el primero? Yo soy un músico, no un saltimbanqui. Mis giras se programan con meses de antelación… hace casi un año que me invitaron a dar esos recitales…

– Bueno, Amos, en un año pueden pasar muchas cosas… no le demos más vueltas. Ya que hemos venido, podemos aprovechar para hacer viajes cortos por dentro del país. Siempre he querido conocer Cracovia… ¿Hay una buena conexión por ferrocarril o deberíamos usar un coche?

Estaba claro que Zachary West quería correr un velo sobre la indignación de Amos Sezsmann y distraer su atención con nuevos planes, pero nuestro amigo no estaba dispuesto a colaborar en la tarea.

– ¿Tienes idea de cuántas ofertas de trabajo he recibido para este verano? Me hablaban de una gira similar por Italia. Incluso de dar un concierto en el Carnegie Hall de Nueva York, ¿entiendes? Nueva York. ¿Es que no saben de música allí? ¿Soy bueno para los norteamericanos, pero no lo suficiente para los malditos alemanes?, ¿qué pasa, que creen que estoy demasiado viejo?, ¿que me he vuelto torpe, que he perdido mi talento? A los sesenta y cinco años, un músico está en la plenitud de sus facultades, pero a lo mejor hay quien quiere jubilarme antes de tiempo.

– Amos, no creo que se trate de eso…

– ¿Ah, no? ¿Y de qué se trata entonces?

Justo en ese momento entró un criado y se dirigió en polaco al señor Sezsmann.

– ¡Estupendo, estupendo! Es mi representante. Llega en el momento más apropiado. -Y como todos hicimos ademán de salir de la habitación-: No, no, por favor. Quiero que estéis todos presentes cuando me digan que en Alemania se me considera un músico acabado.

Un hombre bajo y calvo, de unos cincuenta años, entró en la habitación. No sé por qué, pero me pareció un ser profundamente triste. Amos Sezsmann se dirigió a él con los ojos brillantes de ira.

– Stefan Siewerski, éste es mi amigo Zachary West. A mi hijo ya le conoce. Silvio y Elijah han venido con Zachary. -Era una presentación muy poco correcta para alguien tan exquisito en sus formas como Amos Sezsmann, pero supongo que estaba fuera de sí.

Tras estrechar nuestras manos, el recién llegado se dirigió a Sezsmann en polaco y en un tono de voz apenas audible.

– De eso nada, Siewerski. No quiero hablar en privado. Al contrario, prefiero tener testigos de lo que va a decirme, y le rogaría que hablase en inglés para que mis amigos puedan entenderle. Los artistas necesitamos público en nuestras horas de gloria, y también en los momentos de humillación. Vamos, hable. Le escucho.

– Señor Sezsmann… sabe que es mi músico favorito… de todos mis representados no hay ninguno al que admire más que a usted…

– Pero ha consentido que anulen una gira contratada desde hace nueve meses… ¿Qué explicación le han dado? ¿Creen que me he vuelto imbécil, que me han cortado una mano? ¿Que no estoy a la altura de los teatros alemanes?

– Señor Sezsmann… lo que ocurre es complicado… no sé cómo decirlo…

– Oh, eso me resulta difícil de creer…

Me pareció que a Siewerski se le llenaban los ojos de lágrimas.

– No quieren que toque en Alemania porque… porque es usted judío. Lo siento, señor Sezsmann. Puedo conseguirle algo en Salzburgo para los primeros días de agosto… y sabe que en Viena están locos por contratarle… Hay… hay una sala de conciertos en Praga desde donde me preguntan a diario si tiene fechas libres…

Siewerski desgranó ante nosotros todo un rosario de nombres de ciudades y teatros donde estarían dispuestos a recibir a Sezsmann con los brazos abiertos. Pero creo que el músico ya no le escuchaba. En su cabeza, y también en las nuestras, resonaba sólo aquella frase que supuestamente lo explicaba todo: «Es usted judío.»


Hannah Bilak regresó a Varsovia cinco días después. La misma mañana en que deberíamos estar tomando nuestro tren en dirección a Berlín, la vimos paseando por el parque en compañía de su abuela. En un principio me llamó tanto la atención el porte majestuoso de la anciana, que ni siquiera me fijé en aquella niña vestida de blanco, que llevaba el cabello dorado recogido en una trenza. Me di cuenta de que se trataba de la joven de los sueños de Ithzak cuando éste enrojeció violentamente al distinguirla entre el grupo de caminantes que disfrutaban de la mañana de verano. A nuestro amigo le temblaban las piernas.

– Ya ha vuelto. No puedo creerlo. Voy a saludarla. Vosotros quedaos aquí un momento.

– ¿No nos vas a presentar? -En nuestro tono había un deje de burla.

– Ahora no. Llevo dos meses sin verla. Otro día, ¿de acuerdo? Id a dar un paseo, o volved a casa.

Se alejó atusándose el pelo y tratando de colocar bien el cuello almidonado de su camisa blanca. Elijah y yo elegimos una posición más bien discreta para observar aquel reencuentro y, a qué negarlo, tomar nota de los gestos y ademanes de Ithzak para mofarnos de él en cuanto tuviésemos ocasión. Le vimos acercarse a Hannah y a su abuela, hacer una profunda reverencia a la mujer e inclinar respetuosamente la cabeza delante de la niña y, a continuación, unirse a ellas en el paseo matinal. Elijah y yo desechamos la idea de seguirles: no había nada demasiado interesante en aquella escena, así que regresamos a casa.

Ithzak estaba muy contento cuando volvió, poco antes de la hora de comer. Dijo que le había hablado de nosotros a la abuela de Hannah, y que ésta nos había invitado a tomar el té aquella misma tarde. Así que a las cuatro menos cuarto, perfectamente arreglados y llevando en las manos una caja de bombones para la señora Bilak, Elijah, Ithzak, y yo nos presentamos en la casa de Hannah.

Era una residencia más bien modesta, pequeña y exquisitamente decorada, lo que me hizo pensar que seguramente la familia Bilak había conocido tiempos mejores. Una criada vieja y gruesa nos abrió la puerta y nos condujo al salón, donde nos esperaban Hannah y su abuela. Excepto para Ithzak, a quien la proximidad de Hannah hacía sentirse en el séptimo cielo, fue una tarde aburrida para todos. La conversación discurrió en francés, y al no conocer yo el idioma más allá de media docena de palabras, apenas pude meter baza. La señora Bilak, que era alta y delgada y tenía un magnífico cabello plateado recogido en un moño, nos trató con una frialdad considerable. Cuando nos despedimos, cerca de las seis y después de haber tomado un par de tazas de té y media docena de pastelillos resecos, me dije que no había sido una buena idea aceptar aquella invitación. Por alguna razón, las Bilak no se sentían cómodas con nuestra presencia en aquella casa. Entonces ¿por qué demonios nos habían invitado?

Aquella noche, Ithzak se las arregló para hablar a solas conmigo. Acababa de recibir una carta de Hannah Bilak en la que le pedía, me dijo, que disculpásemos la escasa simpatía de su abuela. Al parecer, le había desconcertado la presencia de Elijah.

– ¿Por qué?

Ithzak me miró, desesperanzado.

– Silvio, Elijah es… es negro. ¿Con cuántos negros te has cruzado en Varsovia? Apostaría a que la señora Bilak jamás había visto a un ser humano de un color distinto al suyo.

Así que ahí estaba el problema. Acababa de descubrir que Varsovia, a pesar de sus parques umbríos, sus palacios dieciochescos y sus amplias avenidas con ínfulas modernas podía ser un lugar tan atrasado como mi pequeña ciudad natal. Intenté adoptar un aire de indiferencia.

– Bueno, no te preocupes. Puedes decirle a tu amiga que ni Elijah ni yo volveremos a su casa para no herir la sensibilidad de nadie. La verdad, empiezo a pensar que es muy difícil moverse por el mundo. A tu padre no le quieren en Alemania porque es judío, y a Elijah no le quieren en casa de Hannah porque es negro. Debo de tener suerte de ser blanco y católico…

Ithzak parecía desolado.

– No es culpa de Hannah. Ella dice que Elijah le parece muy simpático. Y tú también. Sólo que, mientras que Elijah esté aquí, tendremos que vernos sin que su abuela se entere.

Tenía dieciséis años y todas aquellas tonterías empezaban a ponerme de mal humor. Encuentros clandestinos, engaños, secretos… Tiempo atrás, quizá aquellas conspiraciones me hubieran parecido emocionantes, pero ahora encontraba que todo aquello era una verdadera niñería.

– Mira, Ithzak, no te preocupes por nosotros. No te estorbaremos, ¿de acuerdo? Podrás ir a casa de Hannah, pasear con ella y con su abuela y hacer todo lo que te apetezca. Elijah y yo nos mantendremos a distancia.

– Por favor, no digas eso. Yo quiero estar con vosotros. Sois mis amigos y no tenemos muchas ocasiones de vernos. A mí no me gusta el comportamiento de la señora Bilak, ni a Hannah tampoco… por favor, Silvio, quiero que estemos todos juntos… Quiero que Hannah sea vuestra amiga…

Prometí a Ithzak que le ayudaría. ¿Qué otra cosa podía hacer?


Aquellas semanas en Varsovia fueron irrepetibles por lo extrañas. Elijah, Ithzak y yo nos veíamos a diario y en secreto con una adolescente judía que escapaba de la vigilancia de su abuela para reunirse con nosotros. Las conversaciones discurrían en francés, pero mis amigos traducían para mí algunas frases, y Hannah se esforzaba por utilizar las cuatro palabras que sabía en un inglés macarrónico para comunicarse conmigo.

Por supuesto, no hicimos ningún viaje. Después de la visita del señor Siewerski, Amos Sezsmann había caído en una profunda melancolía, así que rechazó todas las proposiciones viajeras del bueno de Zachary West, que se quedó con las ganas de conocer Cracovia. Él y el señor Sezsmann pasaban muchas horas hablando. West congenió enseguida con otros amigos que solían visitar la casa: un puñado de intelectuales polacos tan distinguidos como el propio Amos, que dominaban el inglés y venían casi a diario después de cenar para dilatarse hasta el alba en conversaciones que, invariablemente, acababan deslizándose en el terreno de la política, y más en concreto de la ola antisemita que estaba barriendo Alemania. Algunos de los amigos de Sezsmann eran también judíos, y casi todos habían tenido ocasión de comprobar en carne propia que no eran bienvenidos más allá de la frontera germana. Jan Szapiro, un profesor de filosofía que llevaba diez años dictando un seminario de verano en la Universidad de Heidelberg había recibido una carta del propio rector informándole de que su compromiso quedaba rescindido «sine die», y Pawel Grupinska, un anticuario oriundo de Galitzia que tenía negocios en el país vecino, había visto denegado su visado cuando estaba a punto de viajar a Alemania.

Ithzak dedicaba cuatro horas diarias a practicar con el violín y el piano. En septiembre iba a empezar a recibir clases de cello, pues debía dominar al menos tres instrumentos si quería hacer realidad su sueño de dirigir algún día una orquesta sinfónica. Aquel verano, nuestro amigo hablaba más bien poco de su futuro como músico profesional: pasaba demasiado tiempo flotando en su nube amorosa como para pensar en metrónomos, corcheas y partituras. Ithzak se levantaba con el alba para sus lecciones, y el resto de la jornada vivía pendiente de sus citas con Hannah Bilak, que por su parte hacía lo posible para burlar la férrea vigilancia de su abuela y reunirse con él en algún café de Varsovia.

Aunque respetábamos su intimidad y su legítimo deseo de estar solos, Elijah y yo solíamos ver a Hannah y a Ithzak prácticamente a diario, pues el músico tenía verdaderos deseos de fomentar el sentimiento de camaradería entre su novia y sus amigos. Formábamos un grupo muy particular: los dos adolescentes judíos, el joven americano de piel oscura, el español aislado de todo por carecer del don de lenguas y al que sus amigos se esforzaban por poner al corriente de sus conversaciones en francés. Lo curioso es que no me aburría. Observaba desde fuera el apasionamiento de mi querido Ithzak, que vivía la explosión del primer amor, la risueña complicidad de Elijah, la resolución de Hannah que desafiaba las reglas familiares reuniéndose con un chico negro.

Para ponerle más fácil sus escapadas, no solíamos citarnos con Hannah en lugares demasiado concurridos, como la plaza del castillo o la calle Piwna. Nos veíamos en la ladera de las murallas, donde apenas había paseantes, o en los cafés cercanos a la Universidad, raramente frecuentados por quienes podían alertar a la señora Bilak de los encuentros de su nieta con un joven de color. A veces, cuando su abuela salía a comer fuera, Hannah aparecía en casa de los Sezsmann, donde se le invitaba a compartir nuestro almuerzo. Era una muchacha adorable, casi una niña, con la piel de un blanco transparente y unos profundos ojos grises. Sonreía casi siempre, y se ruborizaba al utilizar su mal inglés al dirigirse a mí. Amos Sezsmann y Zachary West debían de entender como un juego de críos el incipiente enamoramiento de Ithzak, y fomentaban, entre burlas cariñosas, las visitas a casa de la joven polaca.

Una tarde, Hannah no se presentó en el café donde nos habíamos citado. Al llegar a casa, extrañados por su tardanza, encontramos una nota garabateada apresuradamente y salpicada de borrones causados por las lágrimas. La abuela había descubierto sus escapadas, y castigaba su desobediencia y sus mentiras sometiéndola a riguroso aislamiento. No podría salir de casa, ni recibir visitas, ni siquiera pasear por el parque en lo que quedaba de su estancia en Varsovia. Ithzak se sintió morir.

– Se va dentro de seis días… y no volverá hasta Navidades. Si no puedo verla, haré una locura, os lo aseguro.

Ni Elijah ni yo encontrábamos proporcionada su congoja, pero en aquellos días yo había leído una traducción al inglés de Las desventuras del joven Werther, y el trágico destino del héroe de Goethe me puso en guardia ante la tribulación de mi amigo. Ithzak pasó dos días sin dormir ni comer, paseando como un fantasma por las habitaciones de la casa, ojeroso y triste. Descuidó incluso sus prácticas de violín, y Amos Sezsmann se enojó con él, dirigiéndole una ruda reprimenda en polaco que ninguno entendió, pero que sirvió para aumentar la desazón del enamorado. Pensé que sólo un milagro podía salvar del desastre absoluto la última semana de las vacaciones, y el milagro ocurrió: aquella misma tarde recibimos en casa una misiva de Edith Griessmer en la que solicitaba ser recibida por el señor Sezsmann.

Edith Griessmer era en realidad la madre de Hannah Bilak, que había perdido el apellido de su primer esposo al casarse de nuevo con un hombre de negocios alemán. Ithzak, que no la conocía, supuso que estaría en Varsovia para recoger a su hija y llevársela de regreso a Dresde, donde vivía con su nueva familia.

– Pero ¿por qué quiere ver a tu padre? -le preguntamos a Ithzak.

– Supongo que para quejarse de mí.

Ithzak estaba convencido de que las cosas no podían sino ponerse peor para él. La señora Griessmer fue invitada a tomar el té aquella misma tarde, y para sorpresa de todos nosotros -que la aguardábamos en el salón de música con las camisas recién planchadas y los zapatos lustrosos- apareció en la casa en compañía de Hannah. Cualquiera puede imaginar la cara de nuestro Ithzak cuando vio entrar a su enamorada, cuya mano estrechó con un gesto teatral mientras la miraba a los ojos como si fuese a verla por última vez. Sin embargo, aquella vez no tuve ganas de memorizar los ademanes de mi amigo para imitarlos después en son de burla. Estaba demasiado ocupado en observar a la hermosa madre de Hannah Bilak.

Debía de tener tu edad. Era una mujer esbelta, de talle estrecho y un cabello rubio idéntico al de la hija, aunque ella lo llevaba recogido en un moño bajo como los que estaban de moda en los años treinta. Tenía los ojos grises, una piel finísima en la que empezaban a aparecer, como muestras de madurez, las primeras pinceladas de las arrugas y una sonrisa amplia y clara, muy diferente a la tímida mueca que esbozaba Hannah. Es curioso, algunas mujeres no aprenden a sonreír hasta pasados los años. Edith Griessmer me estrechó la mano después de despojarse de los guantes de encaje, y yo sentí un profundo estremecimiento. Acababa de comprender muchos de los extraños comportamientos de Ithzak Sezsmann.

Durante el té la conversación se desarrolló en francés, e incluso en mi pobre conocimiento de la lengua pude comprender que tuvo como base una charla insustancial en la que la señora Griessmer se limitó a agradecer las muchas atenciones que los Sezsmann habían tenido con su hija en aquel verano. Pero en cuanto acabamos la merienda, noté que Edith Griessmer se envaraba un poco al dirigirse, en alemán, al señor Sezsmann y a Zachary West. Amos pareció sorprenderse, pero respondió enseguida.

– Chicos -nos dijo, en inglés-. Llevad a Hannah a la otra sala y esperad allí. La señora Griessmer quiere hablar con nosotros en privado. Pedid a Wanda que os sirva más té, ¿de acuerdo?

Elijah y yo intercambiamos una mirada de desconcierto, pero Hannah e Ithzak ya estaban saliendo de la habitación, felices de poder verse a solas después de tantos días. En la otra sala, nuestros amigos se dedicaron a cuchichear cogidos de la mano. Nosotros nos sentamos en el otro extremo de la pieza para procurarles algo parecido a la intimidad.

– ¿A qué viene todo esto? -le pregunté a Elijah. Él frunció el ceño.

– No lo sé. Pero aquí pasa algo raro.

La señora Griessmer estuvo reunida durante más de una hora con Zachary y Amos. Aunque cuando vinieron a buscarnos la expresión de todos era de jovialidad, era fácil percibir que los tres adultos estaban preocupados. La madre de Hannah nos invitó a comer al día siguiente en un restaurante del centro, y el corazón me dio un vuelco al pensar que iba a volver a verla en cuestión de horas. Luego, ella y su hija se despidieron de nosotros hasta el día siguiente.

Herr Sezsmann, Herr West… Danke. Danke schön.

Yo no sabía alemán, pero era capaz de entender aquellas palabras. Y también el matiz de profundidad que había en ellas. Evidentemente, Edith Griessmer nos estaba agradeciendo el que la hubiesen invitado a merendar. Cuando se cerró la puerta, Ithzak, Elijah y yo nos volvimos hacia Zachary y Amos, que se llevó un dedo a los labios para indicar silencio. Cuando escuchamos el ruido del coche de la señora Griessmer, el padre de Ithzak nos miró, muy serio.

– Vamos a la biblioteca. Tenemos que hablar.

Amos Sezsmann nos explicó entonces el motivo real de la visita de Edith Griessmer. Se disculpó primero por «el comportamiento incalificable» de su suegra y pidió mil disculpas por los disgustos que éste nos hubiera podido ocasionar. Dijo que había hablado seriamente con ella, y que Hannah no volvería a tener problema alguno para reunirse con nosotros. Lo que había contado después era mucho menos halagüeño. Al parecer, en Alemania las cosas estaban poniéndose verdaderamente duras para los ciudadanos judíos. Había tenido dificultades para salir del país y viajar a Polonia, y su marido ario aseguraba que las cosas no habían hecho más que empezar. El señor Griessmer, un industrial con influyentes amistades dentro del partido nazi, tenía informaciones poco optimistas sobre el futuro de los judíos en el país. Por eso había decidido que, de momento, Hannah no regresaría con ella a Alemania.

Ithzak soltó un grito y una exclamación en polaco. Pero yo pensaba en otra cosa.

– Y… ¿y ella? La señora Griessmer, quiero decir. ¿No es judía también?

Amos Sezsmann meneó la cabeza.

– Sí, pero… en fin, su marido es ario. Tienen dos niños pequeños a los que están educando como gentiles, y ese Griessmer parece contar con amigos bien situados. En fin, no nos alarmemos antes de tiempo, ¿de acuerdo? Quizá las cosas se tranquilicen. Edith Griessmer sólo quería asegurarse de que, si algo ocurriera, ayudaríamos a Hannah.

– Pero ¿que podría ocurrir?

– Nada, Ithzak, pero las madres siempre se preocupan más de la cuenta. -El tono de Amos era forzado-. Supongo que a la señora Griessmer le inquieta que la abuela de Hannah pueda ponerse enferma… en cualquier caso, ya nos ocuparemos de los problemas cuando vayan surgiendo. Otra cosa: Hannah todavía no sabe que va a quedarse en Varsovia, así que hasta que ella se lo diga, no le hagáis comentarios al respecto, ¿de acuerdo?

Ithzak estaba tan contento que era incapaz de pensar en algo distinto a la certeza de que Hannah iba a permanecer en Polonia. Pero ni a Elijah ni a mí nos pasó desapercibido el aire inquieto de Amos y de Zachary. Evidentemente, la preocupación de Edith Griessmer iba más allá del estado de salud de la señora Bilak. Aquella misma noche, cuando Ithzak se retiró para recuperar los dos días perdidos en sus estudios de música, nos las arreglamos para hablar a solas con Zachary West.

– Papá ¿qué está pasando?

– Nada que pueda sorprenderme, Elijah. Adolf Hitler dejó muy claro que los judíos son un estorbo para la nueva Alemania. La verdad, tenía la esperanza de que las cosas pudieran reconducirse, pero se están precipitando. Por eso no me extrañó que cancelasen la gira de Amos. ¿Sabéis que en primavera se expulsó de sus puestos en la administración germana a todos los funcionarios no arios? Alemania se convertirá en un infierno para los judíos. Y creo que la señora Griessmer también lo sabe. Por eso prefiere que su hija no regrese. Y por eso nos ha pedido que cuidemos de ella.

– ¿Y por qué a vosotros?

– Pues porque me temo que esta mujer no tiene más gente en quien confiar. Vive en Alemania desde que volvió a casarse. Allí todos sus amigos son arios. Veremos lo que tardan en darle la espalda a ella. Hace bien en sacar a Hannah del país antes de que la situación se vuelva insostenible. En Varsovia está segura. Al menos de momento.

Zachary pronunció entre dientes la última frase, aunque no creo que en ese instante pudiese imaginar lo que ocurriría en Polonia seis años después.

Ithzak, Elijah y yo almorzamos con Hannah y con Edith Griessmer al día siguiente. Creo que Hannah ya sabía que su madre no iba a llevársela consigo, porque tenía los ojos llorosos y la piel levemente congestionada. La señora Griessmer había elegido un restaurante de moda con grandes ventanales que tenían vistas a la plaza del Mercado. Durante nuestra comida, pensé varias veces que nunca había tenido cerca a una persona tan llena de encanto, de gracia natural. Todo en ella era admirable, desde sus rasgos aristocráticos hasta su perfecto atuendo: un traje de chaqueta azul oscuro, perfectamente entallado, que se adhería a su cuerpo como una segunda piel, zapatos altos y un pequeño sombrero ladeado a juego con los guantes y el bolso. Sé que te parece imposible que pueda recordar todos esos detalles más de sesenta años después, pero cierro los ojos y vuelvo a ver a Edith Griessmer en aquel restaurante de Varsovia, hermosa como una actriz de cine. Todos los hombres del local la miraban a ella, y también las mujeres. Había algo particular en la madre de Hannah Bilak. Quizá su forma de sonreír o la naturalidad de su comportamiento, que la convertían en una mujer real a pesar de su belleza cinematográfica. Pensé que la recordaría siempre como aquella tarde y me resultó fácil: no volví a verla nunca más.

Regresamos a España el día 24 de agosto. Ithzak, Amos y Hannah vinieron a despedirnos a la estación, y ella derramó algunas lágrimas al vernos partir. En realidad todos estábamos tristes, pero intentábamos animarnos con la esperanza de futuros encuentros. Pero creo que, en el fondo de nuestra conciencia, cada uno de nosotros sabía que el mundo estaba cambiando, y que cerca de allí sucedían cosas que se escapaban por completo a nuestro control. A pesar de eso, me alegro de no haber sido capaz de imaginar aquel día, en la estación de ferrocarril de Varsovia, hasta qué punto el destino de todos iba a torcerse en poco tiempo, y que nunca más volveríamos a estar los cuatro juntos, Ithzak, Hannah, Elijah y yo.


El dolor es una estación de paso. Un lugar de tránsito donde a veces no queda más remedio que detenerse antes de seguir viaje. Ojalá hubiese podido renunciar a ese apeadero, pero no fue posible. El dolor no invita. Aparece, sin más, y entonces no queda otra opción que hacer un alto en el camino y enfrentarse a la certeza de que nada podrá ser igual, que el resto del viaje se ha visto alterado por esa parada intempestiva, por esa parada indeseable, por esa parada que ha tocado en suerte. Qué ironía, llamar suerte al roce mezquino de la desgracia, al contacto íntimo con la aflicción. Qué estúpido resulta llamar suerte a la desventura.

El dolor elige con los ojos cerrados a quien le corresponde interrumpir la marcha y conocer un territorio incógnito regido por reglas distintas, por normas particulares, donde nada de lo que sabemos sobre la vida nos resulta de provecho. Existen muchos lugares comunes que en principio deberían ser de ayuda para orientarnos en el dolor, y, sobre todo, para salir de él. Pero ni las frases hechas, ni los buenos consejos, ni las recomendaciones resultan demasiado útiles. Ni siquiera la colaboración de quienes ya han estado allí, al otro lado de la frontera. Frente al dolor, en el dolor, uno siempre se encuentra solo.

Hasta que murió mi madre, era consciente de que mi experiencia con el dolor había sido tibia y limitada. No es que no hubiese perdido a personas a las que amaba, pero entonces siempre había alguien que quería a esas personas más que yo, de forma que -digámoslo así- viví el dolor en la segunda fila, experimentándolo desde una envidiable periferia. Qué fácil es, en esa posición, prodigar consejos, repartir consuelo, secar lágrimas e infundir ánimo. Qué sencillo resulta manejar el dolor cuando no es enteramente propio, cuando es otro el que arrastra la carga más pesada. Yo había dicho demasiadas veces «tienes que superarlo», «te queda mucha vida por delante», «él hubiera querido que no te hundieras», mientras apretaba una mano, acariciaba una mejilla húmeda de llanto o ponía toda la fuerza en un abrazo que trataba de ser reconfortante. Pero luego, cuando me alejaba de aquel que sufría tras perder a un padre, a una madre, a un hermano o a un cónyuge, íntimamente me reconocía incapaz de abarcar la tremenda carga de pesadumbre que se estaba abatiendo sobre los mismos hombros que había estrechado. Siempre intuí que el dolor tiene una cierta consistencia física. Por eso me sorprendía que aquellas personas fuesen capaces de sostenerse bajo un peso que suponía intolerable.

Me imagino que por eso, cuando mi madre se puso enferma, fue pánico lo primero que sentí. Miedo puro al entender que se avecinaba un encuentro con el dolor en mayúsculas, con una forma de dolor desconocida. ¿Qué tamaño tendría ese dolor? ¿A qué sabría, a qué olería? ¿Me dejaría dormir? ¿Me dejaría respirar? ¿Sería posible hacer alguna otra cosa al margen de sentir dolor? ¿Es factible caminar, comer, vestirse, mantenerse en pie con el alma partida en dos? ¿Puede soportarse ese dolor sin reventar por dentro, sin dejarse caer de bruces sobre el suelo, sin gritar? ¿Sería yo capaz de tolerar el dolor? Y mientras esperaba la respuesta a esas preguntas me consumía de miedo, de un miedo irracional que me cortaba el aliento. Aquello duró muy poco. No tardé en darme cuenta de que si quería servir de ayuda a las personas que amaba, tenía que aparcar ese pánico, colocarlo en segunda, en última posición. Así lo hice: puse mi miedo en el mismo lugar que otras muchas cosas que habían dejado de tener importancia. La necesidad de ayudar a mi madre lo ocupó todo. Así vencí mi miedo. Y supe entonces que, a mi manera, también podría resistir el dolor sin venirme abajo.

Fue lo primero que aprendí al morir mi madre: que la fortaleza del alma humana no conoce límites. Que estamos hechos para aguantar absolutamente cualquier cosa. Sí, ya sé que existen casos de personas que se han trastornado después de sufrir una tragedia, pero esos ejemplos son la excepción y no la regla. El instinto de supervivencia y el afán por conservar la cordura son, en muchos casos, muy superiores al propio sufrimiento. Por eso el dolor casi nunca nos mata, ni nos vuelve locos. Nos mutila por dentro, eso sí, pero ¿es que no puede uno vivir lisiado?

El dolor es parte de un largo proceso de crecimiento al que casi todo el mundo debe enfrentarse en alguna ocasión. Supongo que son pocos los que saben hacerlo de la forma correcta. Recuerdo que, siendo yo una niña, una mujer llegó a mi barrio y abrió junto al mercado de abastos un bazar de útiles domésticos. Vendía cafeteras, baterías de acero inoxidable, tostadoras de pan y artilugios de cocina. Aquella mujer tenía poco más de treinta años, vestía de negro y siempre estaba triste. Un día, mi madre supo su historia y nos la contó, supongo que para que no juzgásemos mal su sempiterno gesto de amargura. El marido de la dueña del bazar había muerto seis meses antes. Sólo unas semanas después, su hijo pequeño sufrió una meningitis fulminante y murió también. Viuda y con otro niño, la mujer había abierto el negocio para ganarse la vida. Se me encogió el corazón al escuchar aquel relato, y empecé a observarla con una piedad infinita cada vez que pasaba por delante de la tienda. Allí estaba ella, entre espumaderas, batidoras y sartenes antiadherentes, siempre haciendo algo, colocando cajas, ordenando el mostrador, tejiendo… No sé qué me desconcertaba más: si el despliegue de energía de aquella mujer o el que conservase, a pesar de su eterna tristeza, una completa serenidad. Nunca la vimos llorando. A veces se le perdía la mirada o contraía el gesto, y supongo que era entonces cuando redoblaba su actividad, llevaba las cajas vacías al almacén, colocaba las piezas de menaje, quitaba el polvo de los estantes, recomponía el escaparate o retomaba una labor de punto que siempre llevaba consigo. Yo no entendía el porqué de tanto ajetreo. Era una niña, y no imaginaba que la entrega al trabajo pudiese ser una forma de dar esquinazo momentáneo a la desesperación.

A veces, por la noche, le rezaba a Dios para pedir que aquel negocio fuese viento en popa, y se me aligeraba un poco el espíritu cuando a través del escaparate descubría a alguien adquiriendo una sandwichera, unas tazas de desayuno o una cubertería. Yo misma compré en el bazar un juego de café bastante feo con el propósito de colaborar en la prosperidad de aquella pequeña empresa, que pertenecía a la más desdichada de todas las personas con las que tenía contacto.

Una tarde vi a aquella mujer después de cerrar la tienda. Llevaba un abrigo negro y una bufanda del mismo color alrededor del cuello. Me saludó con la sonrisa triste de siempre, y luego se subió en una bicicleta. Entonces, en Lugo, nadie iba en bicicleta por el casco urbano. Ella usaba la suya para desplazarse, quizá porque no podía permitirse el comprar un coche. Y aquella tarde, tras verla pedalear con energía, con los músculos tensos y el rostro todavía joven desafiando al frío del invierno, supe que estaba ante alguien excepcionalmente valiente, que a pesar de su congoja quería salir adelante, que era capaz de encarar su desgracia y seguir viviendo. Esa mujer nunca lo supo, pero con los años se convirtió para mí en un referente moral. Me dije siempre que, al llegar la hora del dolor, querría estar hecha del mismo material que ella.

Yo no soy como aquella joven madre que montaba en bicicleta con el abrigo negro y el alma golpeada por una desgracia que, sería injusto no reconocerlo, era mucho mayor que la que me ha tocado en suerte. Pero, aunque hace mucho que no pienso en ella -y sin embargo ahora vuelvo a verla con una inexplicable nitidez- supongo que debería recordar su valor para convencerme de que, quizá, yo también puedo ser valiente.

El dolor nos quita muchas cosas, y a cambio nos deja otras. En estos meses me he negado a aceptar que el dolor nos hace crecer, que nos vuelve más sabios e, incluso, un poco más buenos. Que nos descubre facetas que ignorábamos sobre nosotros mismos y también sobre los demás. Por eso es necesario aprovecharse del dolor, exprimirlo hasta el fondo, exigirle una cuota de aprendizaje a cambio de todo aquello de lo que nos ha privado. He escuchado mil veces que la desgracia hace aflorar lo más bajo del ser humano. Yo no puedo estar de acuerdo. Al menos, en mi caso no fue así. La enfermedad de mi madre, su muerte, me mostraron una nueva dimensión del mundo y de las personas, y puedo jurar que nada ni nadie resultó ser peor de lo que parecía. Más bien al contrario. Lo que ocurre es que, en un principio, no me tomé el trabajo de pensar en ello. La pesadumbre llenaba hasta los rincones más pequeños de mi inteligencia, de mis sentidos, de mi capacidad de análisis. Era incapaz de ver más allá de la pena inmensa que sentía, de experimentar algo que no fuese un pesar profundísimo. Incapaz de buscar, entre los restos del naufragio, los útiles indispensables para seguir adelante, como un moderno Robinson.

En el colegio, siendo yo muy pequeña, una profesora nos explicó que, tras el desbordamiento de un río, en sus márgenes se forman las llamadas tierras de aluvión, que son de una fertilidad extrema. Cuando en el pasado las crecidas fluviales arrasaban poblados enteros, los campesinos sabían aprovechar aquellas tierras nacidas del desastre, que eran generosas y devolvían en forma de cosecha una buena parte de lo que el agua se había llevado. Ahora que admito lo mal que lo he hecho durante todos estos meses, me he propuesto explorar el dolor, que después de haber arrasado una parte de las vidas de todos los míos ha debido de dejar entre los escombros algunas cosas que debería conservar y que podrían servirme de ayuda para continuar con mi vida. Es algo que me debo a mí misma. Y, sobre todo, algo que le debo a mi madre.

Recuerdo algo que sucedió la misma mañana en que ella murió. Ya he contado cómo transcurrieron aquellas horas demenciales en casa de mi hermana, cómo aquel lugar se llenó de pena, de desesperanza y de angustia. Durante mucho tiempo recordé sólo eso: el golpe demoledor de la pérdida. No dediqué ni un segundo a pensar en otros acontecimientos que también tuvieron lugar allí y que disputaron un pequeño espacio al desconsuelo que se había enseñoreado de todo. Ahora pienso, por ejemplo, en la dulzura infinita del médico que nos confirmó la muerte de mi madre, su modo sereno de confortarnos al asegurar que nada de lo que hubiéramos hecho habría podido ayudarla a seguir con vida. Era un hombre de unos cincuenta y tantos años, con el pelo gris y supongo que muchas horas de experiencia a sus espaldas. Tenía un tono de voz equilibrado y austero al que era capaz de imprimir una justa dosis de ternura. No había una forma mejor de tratarnos en ese momento. Y recuerdo también que el camillero, que era joven e inexperto -un veinteañero imberbe, más bien poca cosa, a todas luces escasamente acostumbrado a tratar con la burocracia de la muerte- parecía abrumado con nuestra desdicha, y en un momento dado bajó la cabeza para enjugarse, en silencio, dos lágrimas lloradas en nombre de otros, en nuestro nombre, cuando ni siquiera sabía quiénes éramos, ni nosotros sabríamos nunca quién era él. El recuerdo de aquellas lágrimas me sirve hoy para dulcificar, siquiera levemente, el amargo recuerdo de la mañana infame en la que perdí a mi madre.

He escuchado demasiadas veces que la gente es mala, pero no estoy segura de que sea verdad. Porque me he cruzado en el camino con muchas personas buenas. Y no hablo de mis amigos, de mi familia, de cuya bonhomía no he dudado nunca, pues tengo de ella suficientes pruebas. Hablo del corazón de los demás, de los desconocidos que pasan por nuestra vida y dejan en ella una reserva de ternura gratuita que no nace del interés, ni de la conveniencia, ni de la obligación. Surge de algo limpio y misterioso: de la bondad humana.

Lo comprobé cuando salía con mi madre, en su silla de ruedas. No soy capaz de determinar cuántas personas nos ofrecieron su ayuda para bajar una acera, para subir un escalón, para atravesar una puerta incómoda, para entrar en un autobús o en un taxi. Aquellos hombres, aquellas mujeres a los que no conocíamos, nos brindaban su colaboración siempre con una sonrisa, con algún ademán tranquilizador para quitar importancia a su esfuerzo, o más aún, para dejar claro que lo que estaban haciendo no suponía un engorro, sino un motivo de satisfacción. No sólo estaban echándonos una mano: intentaban demostrarnos su afecto, solidarizarse con nosotros, transmitirnos un poco de calor. Ojalá pudiera hacerles saber cuánto agradecí aquellos gestos de amistad anónima, de cariño espontáneo.

El portero de casa de mi hermana -un hombretón más bien rudo, a quien todos habíamos catalogado como un bruto que no tenía remedio- se precipitaba a manejar la silla de ruedas en cuanto nos acercábamos al portal, y por unos segundos se volvía un ser extremadamente delicado y cortés que empujaba el vehículo como si estuviese hecho de cristal y pudiera quebrarse mientras hablaba a mi madre en tono de voz que parecía haber pedido prestado especialmente para usarlo con ella. Una noche, en un restaurante, un camarero organizó una auténtica revolución de mesas y sillas para buscar a mi madre un sitio más cómodo donde nadie pudiera molestarla. Aquel chico ejecutó la tarea con la pericia de un ingeniero y la alegría natural de quien está disfrutando con lo que hace. Hubiera querido abrazar a aquel muchacho, que intentaba procurarnos una comodidad que no era tan importante como el significado último de su gesto. Recolocar aquellas mesas y aquellas sillas, organizar un pequeño caos en mitad del restaurante, era una forma de hacernos saber que no estábamos solos, que había mucha gente deseando hacer más liviana nuestra carga.

El farmacéutico al que compraba todo el arsenal de medicinas que precisaba mi madre no quiso cobrarme un paquete de toallitas desmaquilladoras, «bastante estás gastando ya en todo esto», me dijo. Un día, en la Puerta del Sol, un auténtico ejemplar de macarra veló nuestro camino por un paso de peatones. Una señora mayor nos cedió un taxi. Una adolescente intercambió conmigo una sonrisa de cálida complicidad cuando me vio conduciendo la silla de mi madre por una exposición de pintura. Hubo tantos gestos de amabilidad, de compasión respetuosa, de simpatía, que no puedo recordar cada uno de ellos, pero sí el poso de gratitud que fueron dejando en mi interior. Por eso no puedo pensar que la gente es mala. Me he encontrado con demasiadas personas buenas a las que ni siquiera tuve tiempo de preguntar su nombre.

La enfermedad de mi madre me brindó también la ocasión de descubrir el valor extraordinario de los seres físicamente más débiles, el incalculable coraje de los enfermos de cáncer. Es difícil describir el ambiente de mutua solidaridad que se respira entre los que aguardan para hacerse un análisis, para pasar consulta o para recibir tratamiento de rayos. Existe un respeto escrupuloso hacia la privacidad ajena, pero también una intención unánime de ayudar a otros con la experiencia que la enfermedad va dejando a cada uno. Los enfermos y sus familiares intercambian recetas, trucos, remedios caseros para combatir las náuseas, para abrir el apetito, para dormir mejor. Se habla de libros que leer, de música para escuchar, de cremas corporales, de platos de cocina, de infusiones. En esas reuniones improvisadas, ni los enfermos ni las familias se quejan de su suerte. Dedican más tiempo a interesarse por el malestar de los otros que a lamentar el suyo propio.

En la sala de espera del oncólogo coincidimos alguna vez con una mujer de poco más de treinta años. Se llamaba Cristina. Tenía tres niños, un cáncer de mama con metástasis en el hígado y además de una esperanza ciega en su curación, la voluntad de infundir ánimos a todas las pacientes con las que se encontraba. Había que verla en acción: con sólo una mirada era capaz de detectar a la enferma más nerviosa, a la más preocupada, a la más triste de todas, y entablaba conversación con ella. Era prodigioso escucharla. Utilizaba las palabras radioterapia, metástasis o ciclo de quimio con una naturalidad pasmosa, de forma que sólo necesitaba unos minutos para prestar consuelo a la paciente que más lo necesitaba. Aclaraba a todo el mundo que su espléndida melena rubia era en realidad una peluca y facilitaba las señas de la tienda donde la había comprado, contaba que estaba siguiendo un régimen vegetariano para preservar su hígado maltrecho, que había explicado a sus hijos que iba a perder el pelo «para que no se asusten cuando tengo que lavar el postizo». Se reía mucho, era guapa y alegre, y joven, y estaba enferma, y quería ayudar a otros, y no tenía miedo, y contagiaba su serenidad y su optimismo y sus ganas de estar viva. No sé qué habrá sido de Cristina, pero deseo de todo corazón que siga ahí, repartiendo a manos llenas el valor envidiable que tantas veces sirvió de asidero a muchas personas asustadas.

En el caso del cáncer, el miedo puede ser peor que la enfermedad misma. Yo, ya lo he dicho, tuve mucho miedo cuando diagnosticaron a mi madre. Luego se me pasó, cuando comprendí que la única forma de serle útil era sacando el coraje de cualquier sitio. El desconsuelo paraliza todo, pero luego nos da una fuerza desconocida que nos lleva, incluso, a olvidar la aflicción para concentrarnos en ayudar a quien verdaderamente importa. Hay algo particularmente hermoso en esa entrega a alguien querido. Cuidar de un ser amado encierra una belleza única y proporciona una paz que es imposible conocer de otra forma. Eso era lo que yo sentía cuando ayudaba a mi madre a vestirse, cuando tenía que lavarla o llevarla al baño: una emoción intensa que no había experimentado antes, similar al orgullo, pero mucho más puro y más noble, algo que me aligeraba el alma y me hacía sentir, por primera vez en mi vida, que lo que estaba haciendo era realmente valioso e importante y que tenía sentido en sí mismo.

Sé que es inútil explicárselo a alguien que no lo haya vivido, pero cuando estaba cuidando físicamente de mi madre, a pesar de la gravedad de su estado, a pesar de que se acercaba la muerte, sentía algo parecido a la felicidad. En el preciso instante en que hacía caer agua tibia por su cuerpo maltrecho, mientras la secaba o le daba un masaje en las piernas, le estaba haciendo llegar a ella todo el inmenso caudal de cariño que habíamos acumulado juntas durante treinta y cuatro años. Ojalá nunca hubiera tenido que lavar a mi madre. Ojalá nunca hubiera tenido que hidratarle la piel, que sostenerle la cabeza mientras vomitaba, que sujetarle la mano o acariciarle el pelo durante una crisis de dolor. Pero qué infinita suerte tuve al brindárseme la ocasión de hacerlo. Qué experiencia grandiosa la de poder cuidar de alguien a quien se ama tanto.

No siempre fuimos completamente infelices durante las semanas que precedieron a la muerte de mi madre. Lo cierto es que luchamos con uñas y dientes por procurarnos algunos momentos de alegría. Recuerdo algo que ocurrió una noche con mi sobrina, que entonces tenía ocho meses. Yo jugaba con ella y empezó a reírse. Creo que nunca he escuchado carcajadas tan imponentes en un bebé. Se reía con fuerza, con ganas, como si quisiese jalear mis payasadas y mis muecas. La pequeña se escacharraba, literalmente, y mi madre y yo nos contagiamos de su risa ignorante. Acabamos riéndonos con ella, y ella con nosotras. No puedo explicar la carga de dicha, la invaluable carga de dicha fugaz que nos transmitió la niña en aquel momento. Me pregunté de dónde estábamos sacando fuerzas para reírnos así en medio de una situación como la nuestra. Ahora lo sé: la risa venía del profundo amor que nos profesábamos, del deseo de sentirnos vivas, de imaginar, por unos segundos, que teníamos verdaderos motivos para reír.

Es una imagen hermosa. Tres mujeres separadas por un abismo de tiempo y de circunstancias riendo al mismo tiempo. Mi madre, la abuela, intentando a sus sesenta años agarrarse a la vida. Yo, con treinta y cuatro, buscando desesperadamente algún motivo para la esperanza, perdida en mis dudas, haciéndome preguntas, esperando respuestas, intentando dominar mi angustia. Y el bebé, inconsciente de todo, aguardando otra ocasión para seguir riendo. Mi madre, que pertenece a una generación que consideraba a los médicos como enemigos. Yo, que llevo años visitando al ginecólogo y haciéndome exámenes periódicos de todo tipo para prevenir los infinitos morbos de la sociedad moderna. Y la niña, mi sobrina, riendo a nuestro lado. Ella verá otro mundo distinto y, quizá, cuando tenga mi edad, o la edad de mi madre, ya nadie morirá de cáncer. Aquella noche, con menos de un año de vida, ajena a la realidad terrible que nos había tocado enfrentar, se reía sin saber que su risa nos hacía a su abuela y a mí extraordinariamente libres y, por unos segundos, incapaces de pensar en otra cosa distinta de aquellas carcajadas que volaban por la habitación y nos bendecían a las tres. Algún día, cuando sea mayor y capaz de entenderlo, explicaré a esta niña que mucho tiempo atrás hizo a dos mujeres tristes uno de los más grandes regalos que habían recibido en su vida: la oportunidad de ser felices durante unos instantes de plenitud irrepetible.

También recuerdo el día que nevó. La ciudad estuvo bellísima durante unas horas, hasta que la nieve fresca se convirtió en una especie de porquería fangosa que ensuciaba las calles y complicaba el tráfico. Aquella tarde, en muchas páginas de internet publicaron fotos de los edificios nevados, de los parques y jardines cubiertos de blanco. Se las enseñé a mi madre. Y ella hizo el esfuerzo supremo de dejar de lado el dolor físico para admirar conmigo las estampas invernales, los árboles purificados por la nieve, los palacios inmaculados, las calles desiertas de un Madrid distinto. Aquel ordenador portátil dio a la enferma la oportunidad de contemplar la momentánea metamorfosis de un mundo que podía volverse espléndido, y a mí la ocasión de participar de su entusiasmo valiente al ver las fuentes heladas del Retiro, la blanca explanada del Palacio Real, los árboles de los jardines de Sabatini combados bajo el peso de la nieve, las torres nevadas de las iglesias. ¡Qué cosa tan preciosa, qué cosa tan preciosa!, decía ella, mientras yo abría otras páginas y buscaba otras imágenes con las que avivar su espíritu. Sólo los seres extraordinarios, como mi madre, son capaces de hacer algo así: conmoverse pasando por encima de las miserias del sufrimiento. Fue una suerte haberle mostrado aquellas fotos, porque fue la última ocasión que tuvimos para asomarnos juntas a la belleza en estado puro.

Al rememorar aquella tarde, frente al ordenador, se me cayeron algunas lágrimas. Al contrario que otras veces, no las sequé de un manotazo, ni empecé a hacer otra cosa para apartar a empujones el recuerdo de mi madre. Quería entregarme a aquella imagen, ella y yo viendo juntas las fotos de la nieve, mientras fuera hacía frío y el aire del invierno, de nuestro último invierno juntas, golpeaba los cristales. Luego vinieron otras escenas, otras estampas, otras lágrimas. Me vi besando las manos de mi madre la tarde anterior a su muerte. La recordé acariciándome la cara después de que la hubiese arropado en su cama de enferma, en un gesto de gratitud innecesaria. Y seguí llorando todo lo que no lloré el día que murió, y las semanas posteriores en las que dediqué a alimentar mi rabia por su pérdida todo el tiempo que hubiera podido emplear en honrar su recuerdo.

Creo que ha llegado el tiempo de aprender a llorar por mi madre, sin histerismos, sin aspavientos, yo sola, acompañada por su memoria y por su ausencia. Ahora soy consciente del valor de cada lágrima, y me siento aliviada porque, seis meses después, por fin puedo llorar como hay que hacerlo, con la dignidad que mi madre se preocupó de inculcarme y el abandono de quien conoce el peso exacto de la tristeza. Se acabaron los reproches, se acabaron las preguntas. He perdido a mi madre, y eso es lo peor. Eso es lo único por lo que hay que llorar, lo único por lo que se debe llorar, lo único que vuelve necesario el llorar. Qué gran error por mi parte el no haberlo hecho antes. Qué estupidez cometí al buscar excusas para no abandonarme a una legítima tristeza. Prefería sentir rabia antes que estar triste, destilar rencor antes que reconocer el tamaño de mi desconsuelo. Hacer reproches al recuerdo de mi madre antes que dolerme por su muerte. Por fortuna, uno casi siempre está a tiempo de dar marcha atrás y volver a empezar. A tiempo de aprender a hacer las cosas de la forma correcta.

Antes dije que el dolor es una estación de paso. Ahora creo que puede ser también un punto de partida.

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