Acabé los dibujos unos días antes de la fecha fijada, y tras meterlos en una carpeta me fui a la editorial para hacer la entrega en mano. Normalmente llamo por teléfono para que un mensajero los recoja en mi casa, pero esta vez, no sé por qué, quería llevarlos yo. Hice el trayecto en un taxi y atravesé la ciudad dorada bajo el sol caramelo del mes de noviembre. Había dejado de llover y el cielo azul tenía la transparencia particular que le otorga el otoño. Los árboles conservaban aún parte de sus copas amarillas, y los bulevares estaban cubiertos de una alfombra crujiente de hojas secas. Cuando era niña, hace ya muchos años, me gustaba pasear por el parque dando patadas a las hojas muertas que se amontonaban en los paseos, bajo los plátanos y los castaños de indias. Al verlas volar, mecidas por el aire del otoño, me daba la sensación de estar insuflándoles vida. No sé cuándo dejé de pasear por los parques, de pisar hojas secas, ni tampoco por qué lo hice. Madrid está lleno de parques, de árboles desnudos, de follaje marrón que se derrama cada otoño sobre las avenidas de gravilla.
Entregué los bocetos a la editora. Después de las discusiones de los últimos días, habíamos llegado a una especie de pacto de no agresión. Ella estaba disgustada conmigo, yo con ella, pero el enfado de ambas se desvaneció en cuanto los dibujos estuvieron desparramados por la mesa del despacho, y ante nosotros empezaron a desfilar las princesas de los cuentos, los príncipes encantados, las hadas y los ogros, y el castillo envuelto en maleza donde la bella durmiente se entregaba a su sueño de cien años en espera de un beso de amor.
– Ay, Cecilia… esto era lo que quería.
– ¿Te parecen bien las hadas?
Había dibujado a tres mujeres completamente distintas entre sí, una alegre y serena de edad avanzada, otra delgada y lánguida en su camino hacia la madurez, y una tercera, aniñada y libre de formas, con la mirada esquiva de una adolescente. Tres hadas madrinas diferentes, inconfundibles, particulares. Silvia estaba entusiasmada con aquellos bocetos.
– Creo que es lo mejor que has dibujado en tu vida. Ven, dame un abrazo… pobrecita, he estado insoportable contigo.
– Oh, yo sí que estuve insoportable. Con todo el mundo -suspiré-. Me alegro de que te gusten los dibujos.
– ¿Gustarme? Me entusiasman. Mira el caballo del príncipe, parece que va a echar a volar… y la bruja… Cecilia, este libro va a llevarse un premio. ¿Has traído la factura? ¿No? Pásamela mañana, sin falta. Les daré caña a los de administración para que cobres enseguida. Por cierto, tengo otro trabajo para ti. Como últimamente pareces más rápida que Billy el Niño…
Iba a sacar la libreta de notas para apuntar los detalles del nuevo encargo, pero cambié de opinión.
– Silvia… esos otros dibujos… ¿te corren mucha prisa?
Se encogió de hombros.
– Debería decir que sí, pero te estaría mintiendo. Son para un libro que vamos a publicar a finales del año que viene…
– Entonces, si no te importa, ¿podemos hablar dentro de unas semanas? Llevo seis meses trabajando sin parar, y creo que voy a regalarme una especie de vacaciones.
Silvia me apretó el brazo.
– Te las has ganado. Llámame cuando quieras.
Salí del despacho sin la carpeta y con la sensación de haberme liberado de otro peso. Al volver de la editorial, pedí al taxi que se detuviese un poco antes de llegar a casa de Silvio, y paseé sola y en silencio por entre las hojas caídas en el bulevar de Recoletos, mientras el viento de noviembre me acariciaba la cara. Tenía muchas cosas en qué pensar, mucho tiempo que recuperar. Mucha vida que poner en orden después de seis meses entregada al trabajo en cuerpo y alma, parapetándome detrás de mis dibujos, refugiándome en ellos de un montón de cosas a las que no quería enfrentarme. Supongo que, en su momento, el trabajo fue una buena excusa para aplazar mi regreso a la vida. Pero había llegado el momento de volver, o mejor, el momento de empezar otra vez.
Ya había oscurecido cuando llegué a casa de Silvio. Al abrirme la puerta, tuve la sensación de que Lucinda me miraba de otra forma, como si ya no se asustase de mi presencia.
– Buenas tardes, señorita Cecilia. Tomará usted la merienda con el señor Silvio, ¿verdad?
– Claro. Por cierto, Lucinda… -Acababa de ocurrírseme una idea-: ¿Tiene usted hijos?
– Sí, señorita. Tres. Ya están grandes.
Por supuesto. No sé por qué había pensado en niños pequeños. Niños a los que pudiese regalar algunos ejemplares de los cuentos que ilustraba.
– Perdone, ¿por qué lo quiere saber?
– Es que… tengo muchos libros para niños… y si usted tuviera hijos, le traería alguno. Pero, claro, si sus chicos ya son mayores…
El rostro de Lucinda se iluminó.
– Ay, señorita, pero me los puede dar a mí. Yo leo malamente, pero voy despacito y me entero de todo. ¿Me los trae al otro día? ¿Me los trae de verdad?
Se lo prometí. Silvio me esperaba en la sala, ante la mesa con el servicio de té, con la caja de fotografías en una esquina. Mientras merendábamos hablamos de media docena de obviedades: el tiempo de noviembre, el tráfico en Madrid, el precio astronómico de las flores en la fiesta horrenda de los Fieles Difuntos. Conversaciones de ascensor, charla para entretener la espera hasta que pudiésemos llegar a esa parte de la tarde que esperábamos ambos: Silvio, porque quería seguir contando su historia. Yo, porque en cuanto llegaba a aquella casa, se me despertaba la necesidad de saber más acerca de la historia de mi amigo.
– Alcánzame la caja -dijo, en cuanto Lucinda retiró los platos. Sacó unas cuantas fotos que no me enseñó inmediatamente. Las apartó del resto, cerró la caja y puso aquellos retratos boca abajo y encima de la mesa.
– El otro día les dejé a ustedes en la estación de ferrocarril de Varsovia -le ayudé-, despidiéndose de los Sezsmann y de aquella chica, Hannah Bilak. ¿Qué ocurrió después?
Silvio sonrió unos segundos antes de recuperar su gesto grave y retomar el relato.
El verano siguiente lo pasamos entre Italia y Suiza. Amos Sezsmann iba a dar conciertos en Roma, Milán, Zurich y Basilea, y Zachary decidió que acompañarle en su gira sería un buen plan para el mes de agosto. Fueron unas vacaciones estupendas pero, a diferencia de las del verano del 33, estuvieron libres de acontecimientos excepcionales. Nuestro Ithzak había obtenido calificaciones excelentes en el conservatorio, y continuaba su noviazgo con Hannah Bilak. Después de las semanas de zozobra vividas el año anterior, su relación se había consolidado, y aunque me pareció que ya no tenía el apasionamiento de aquellos primeros tiempos -apasionamiento provocado, a partes iguales, por la juventud, las emociones y la incertidumbre- había evolucionado hasta volverse estable y de una grata placidez que iba muy bien al carácter de Ithzak y al de la propia Hannah. Se habían comprometido formalmente aquella primavera, después de que Edith Griessmer diese su consentimiento por escrito desde Alemania, y entre sus planes estaba casarse en cuanto Ithzak concluyera su formación musical. Le quedaba un curso en el conservatorio, y a continuación el señor Sezsmann quería someterle a la disciplina de distintos profesores particulares para consolidar su aprendizaje. Luego vendrían los conciertos, las giras y, me decía yo, los aplausos y la gloria. Aunque Ithzak jamás pensaba en el reconocimiento ajeno. Sólo pensaba en la música. Y, por supuesto, en Hannah.
Amos había invitado a la novia de su hijo a unirse a nosotros en nuestro viaje, pero la anciana señora Bilak no quiso ni oír hablar del asunto: hubiera sido escandaloso que una muchacha tan joven viajase por Europa en compañía de su prometido. Así que Hannah e Ithzak se contentaron con intercambiarse cartas y telegramas en espera del tiempo en el que no tendrían obstáculos para recorrer el mundo los dos juntos. Ithzak hablaba de su matrimonio con Hannah con la misma tranquila seguridad que utilizaba para referirse a su futuro como director de orquesta. Para él, no se trataba de simples posibilidades, sino de estaciones perfectamente prefijadas en el itinerario de la vida. Un día, mientras paseábamos por el Trastévere bajo un sol de justicia aprendiendo que en Roma el mes de agosto puede ser implacable, le pregunté cómo, con dieciocho años, podía estar tan convencido de que su destino era casarse con Hannah y convertirse en músico profesional. Me dijo que porque eran cosas que dependían únicamente de sí mismo: tenía talento y su novia estaba enamorada de él, así que sólo debía cultivar y cuidar aquello que amaba: la música y Hannah.
En el verano del 35 no hubo viaje al extranjero. Mentiría si dijese que Elijah y yo no nos sentimos decepcionados, pues habíamos diseñado por nuestra cuenta una excitante gira con Ithzak por Hungría y Checoslovaquia. Teníamos la tímida esperanza de que se nos permitiera viajar solos en aquella ocasión, y a los dieciocho años la idea de vivir por unos días libre de la presencia de tutores nos parecía emocionante. Pero, cuando Zachary West nos informó de que los Sezsmann iban a trasladarse a España para cumplir con algunos compromisos profesionales de Amos, supimos, resignados, que debíamos guardar en un cajón las guías, las listas de hoteles y los horarios de los trenes. Aunque consideramos casi una desgracia el ver desbaratados nuestros planes para el mes de julio, la perspectiva de ser anfitriones de los Sezsmann nos compensaba hasta cierto punto de la decepción, así que no pensamos más en nuestra excursión frustrada y la pospusimos hasta que llegase una mejor oportunidad. Ahora creo que, si hubiese sabido lo que iba a ocurrir en cuestión de meses, hubiera insistido en realizar aquel viaje.
Ithzak y su padre estuvieron seis semanas con nosotros, primero en Barcelona, donde Amos ofreció dos recitales en el Liceo, y luego en Madrid, pues también había sido contratado para dar un concierto. Después viajamos juntos a Galicia para que los Sezsmann conociesen Santiago de Compostela -a Amos le fascinó la ciudad, que definió como «un magistral concierto de piedra»- y nos quedamos una semana en Ribanova antes de trasladarnos a San Sebastián junto a mi familia. Esta foto nos la hicimos allí, en una terraza junto al paseo marítimo. Mira a mi madre, estaba preciosa con aquel sombrero. La foto la tomó Efraín, que no se separaba de su cámara y parecía entregado al arte de la daguerrotipia. A pesar de que mi hermano no hablaba más idioma que el suyo y apenas podía entenderse con nuestros amigos extranjeros, Ithzak simpatizó mucho con él. Es un artista, me dijo un día, después de verle medir la luz y la distancia de una forma milimétrica, para obtener una foto -por supuesto, en blanco y negro- de la puesta de sol en la playa de la Concha.
Ithzak, que acababa de cumplir diecinueve años, había ofrecido ya su primer concierto en una pequeña sala de Varsovia. Interpretó al piano algunas obras de Liszt, y el éxito obtenido fue tal, que el señor Siewerski aseguró que podría conseguirle algunos contratos fuera de Polonia. Pero los Sezsmann no quisieron considerar la proposición: Ithzak estaba llamado a ser director de orquesta, no un simple intérprete de piano. Si interrumpía sus estudios con viajes y actuaciones, quedaría relegado a la categoría de concertista corriente y moliente. Y eso era algo que no deseaban ni el padre ni el hijo, cuyos deseos, afortunadamente, seguían estando en completa sintonía.
En cuanto a mi futuro, durante aquel año se tomaron algunas decisiones importantes. Había obtenido el título de bachiller con unas calificaciones bastante buenas, y quería ir a la Universidad y estudiar ingeniería. Zachary West habló con mis padres: pensaba enviar a Elijah a Boston para realizar estudios superiores, y no tenía inconveniente en sufragar también mi carrera allí. Aunque supongo que sabían que un traslado a América supondría para mí el definitivo alejamiento de la familia, ni mi padre ni mi madre pusieron objeciones a la propuesta, que reconocían como una oportunidad para labrarme el mejor futuro. Así que se decidió que, en septiembre, empezaría a cumplir con el servicio militar para poder viajar a Boston libre de compromisos con la patria. Aunque, a decir verdad, en aquel momento yo ni siquiera tenía muy claro qué patria era la mía. Creo que me había convertido en un caballerete algo snob y pretendidamente cosmopolita que quería ser, como dicen los cursis, ciudadano del mundo.
De regreso de vacaciones, y gracias a los buenos contactos de mi padre, obtuve un destino cómodo para mi primera temporada en el ejército. Hice la instrucción en un pequeño pueblo relativamente cercano a Ribanova, de forma que podía pasar en casa los permisos concedidos a la tropa. El período de formación castrense, del que muchos hablan con verdadero rencor, no fue para mí especialmente desagradable. No tuve dificultad en acatar la disciplina militar. La idea de obedecer las órdenes de mandos prácticamente analfabetos, cuando yo era bachiller, no me daba ni frío ni calor. Simplemente, aquello no iba conmigo: era sólo un trámite por el que debía pasar para continuar mi camino, como el que tiene que vadear un arroyo maloliente antes de llegar a la tierra prometida. Sufrí pocos arrestos y no tuve ningún problema con los compañeros, a cinco de los cuales, por cierto, enseñé a leer y a escribir mientras yo aprendía a marchar bajo la lluvia, a empuñar un fusil y a luchar cuerpo a cuerpo. Fíjate en esta foto: fue la primera que me hicieron vestido de recluta. No tengo un aire muy marcial, que digamos.
Al terminar la etapa de instrucción se me buscó destino en oficinas, concretamente en Capitanía de La Coruña. Todo estaba saliendo según lo previsto. En sus cartas, Elijah me mandaba información sobre Boston y el campus universitario de Harvard, aunque en aquel momento yo nada sabía sobre las elitistas universidades de la Ivy League ni lo que significaba ser admitido en aquel sanctasanctórum reservado a cerebros privilegiados e hijos de papá. Tenía dieciocho años y ninguna razón para pensar que pudiera haber algo fuera de mi alcance. Me faltaban sólo unos meses para alcanzar la completa independencia, la libertad más absoluta.
En aquella época, mi única fuente de preocupación fueron las noticias enviadas por Ithzak Sezsmann: Amos se había puesto enfermo a finales de octubre, y no acababa de mejorar. Tenía fiebre todas las tardes, estaba débil y desganado y parecía sumido en una rara melancolía. Al principio no dimos mucha importancia al estado de nuestro amigo: se trataba, posiblemente, de un catarro mal curado que acabaría por remitir. Pero llegó la primavera y las novedades que llegaban de Polonia seguían siendo alarmantes. Así que, mientras yo permanecía encerrado en una oficina militar, los West viajaron a Varsovia para visitar a Amos. Elijah y Zachary volvieron descorazonados. El señor Sezsmann parecía haberse echado encima todos los años del mundo, estaba distraído y torpe y ni siquiera la visita de unos amigos tan queridos había sido capaz de animarle. Zachary West pensaba que una estancia en alguna estación balnearia podría hacerle mucho bien, y se ofreció para organizar un traslado a Spa o a Montecatini, pero Amos no estaba en condiciones de viajar. Se pasaba el día sentado en un sillón, mirando a través de la ventana, sin pronunciar palabra durante horas. A veces paseaba por la casa en plena noche, o permanecía en la cama hasta bien entrado el mediodía. Ya no tocaba el violín, y ni siquiera se interesaba por los progresos musicales de su hijo. Ithzak había asumido la situación con una madurez encomiable, y encontraba tiempo para continuar sus estudios sin descuidar al enfermo. En cuanto a Hannah, pasaba muchas horas junto a Amos, leyéndole en voz alta o hablándole de cualquier cosa, aunque a veces sólo obtenía del músico una sonrisa triste como recompensa a sus desvelos.
La entrega de mi licencia como soldado estaba prevista para finales de septiembre. El curso en Harvard comenzaba a mediados del mes de octubre, así que tendría los días contados para trasladarme a Estados Unidos a tiempo de empezar las clases. Todavía no estaba claro si Elijah vendría conmigo o si viajaría unos días antes para visitar a sus parientes americanos. Zachary West ya se había ocupado del papeleo y las matrículas, y a finales del mes de mayo recibimos la carta de admisión en la Universidad y el resguardo de reserva de plaza en una residencia de estudiantes en pleno campus. ¿Cómo iba a pensar entonces que la vida se nos podía torcer, que algo más fuerte que nosotros iba a mandar al diablo nuestros planes para el futuro?
Mi mundo, igual que el de otros jóvenes, se derrumbó el 18 de julio de 1936. La misma noche de la sublevación militar pude hablar con los West. Sabía a qué me arriesgaba si algún mando me descubría usando de matute el teléfono de las oficinas, pero reinaba tal descontrol en Capitanía que no tuve problemas para llamar a mis amigos sin que nadie se enterase. Elijah, optimista nato, estaba convencido de que la situación acabaría por reconducirse pero Zachary West, que había pasado todo el día reunido en la embajada de Estados Unidos, tenía otras informaciones.
– Zachary ¿qué va a ocurrir?
No me contestó inmediatamente, pero al final acabó por confirmarme lo que yo estaba temiendo: habría guerra.
Los acontecimientos se precipitaron. Zachary se apresuró a sacar a Elijah del país. Y yo, como miles de chicos de mi edad, tuve que partir al frente. Las primeras semanas transcurrieron como en un sueño: tardé mucho tiempo en asumir que todo aquello iba en serio, que la guerra era real, que había hombres muriendo y matando, y que en cualquier momento yo podía ser uno de ellos, víctima o verdugo, sólo en función de las añagazas de la suerte. Puedo decirte exactamente cuándo desperté de mi estado de estupidez: fue el día en que le volaron la pierna a un compañero, un muchacho leonés muy joven que se había incorporado a nuestro batallón sólo dos días atrás. Aquel chico estaba a mi lado cuándo recibió en la pierna una carga de metralla. No sé cómo, pero de la rodilla para abajo toda la extremidad quedó hecha trizas.
No sabía gran cosa de mi compañero. Creo que ni siquiera había tenido tiempo de aprender su nombre. Pero recuerdo perfectamente sus gritos animales mientras los demás llamábamos al camillero. Y ¿sabes?, creo que no gritaba de dolor. Gritaba de miedo. Ese día, Cecilia, empezó para mí la guerra con mayúsculas. Se trataba de vivir o morir. Y decidí que, pasara lo que pasara, quería estar vivo cuando todo aquello terminase. Habría muchos muertos, pero yo no sería uno de ellos.
Puede decirse que fui un buen soldado. De hecho, se supone que fui un soldado ejemplar: acabé la guerra con el grado de teniente, y eso es mucho para alguien que entró en la contienda como un pobre soldado raso a punto de licenciarse. En el frente aprendí muchas cosas indeseables y una bastante interesante, pues me convertí en un excelente mecánico, y en un avezado conductor de cualquier cosa que tuviera ruedas.
Pero no voy a contarte nada de lo que ocurrió durante aquellos tres años. Al acabar la guerra me prometí a mí mismo que nunca, jamás, hablaría a nadie de lo sucedido en ella. Otros lo han hecho por mí. Sólo te diré que, cuando se firmó la paz, yo no era el mismo chico que el 18 de julio de 1936 había desafiado a unos superiores utilizando un teléfono para hablar con sus amigos. Era un hombre, Cecilia. Un hombre amargado, agotado de la guerra y de sí mismo, que se había hecho adulto a la fuerza y, de paso, se había convertido en un cínico. Me habían herido en un brazo en el último intercambio de disparos de aquellos tres años, cuando ya el enemigo se limitaba a pegar tiros al aire para gastar la munición. Una de aquellas balas fue para mí, que me las había apañado para salir indemne del frente del Ebro. Sentí un golpe pequeño cerca del hombro, y me di cuenta de que me habían dado cuando noté el calor de la sangre que corría por el brazo. Un cirujano patoso me extrajo el plomo de mala manera, y al hacerlo dañó un músculo importante. Así que, además, volví convertido en un lisiado, lo cual acabó siendo una ventaja: el nuevo régimen me premió con una medalla -la de Teniente Caballero Mutilado- y un puesto fijo en el Ministerio de Asuntos Exteriores. No estaba mal para un chico sólo medio inútil del brazo izquierdo, que por lo demás podía considerarse perfectamente capacitado para seguir adelante con su vida, o más bien con lo que quedaba de ella. Mira, aquí está el retrato del día en que me condecoraron. Sí, el que me da la mano es Franco. El periódico de Ribanova publicó la foto en primera página.
Durante aquellos tres años había pensado muy poco en mi familia, y apenas nada en mis amigos: Zachary West, Elijah, Amos e Ithzak Sezsmann parecían formar parte de un capítulo cerrado. Me escribieron varias veces a mi casa de Ribanova, y mi madre intentó hacerme llegar al frente todas aquellas cartas. Supongo que muchas se perdieron, pero poco me importaba. ¿Qué tenía yo que ver con Elijah, que estaba a punto de graduarse en Harvard, o con el bueno de Ithzak Sezsmann, que me hablaba de su padre enfermo, de sus estudios de música y de su noviazgo con Hannah? Aquellas cartas de mis antiguos camaradas me parecían de un insultante infantilismo. Allí estaba yo, matando a hombres que no conocía y exponiéndome a morir, mientras ellos continuaban instalados en su cómoda existencia burguesa, sin llegar a imaginarse que el mundo puede ser un lugar atroz. Alguna vez me pregunté por qué el destino había elegido mi vida para ponerla del revés, por qué no la de Ithzak o la de Elijah, pero eso fue al principio de la guerra. A medida que el tiempo pasaba, decidí que era preferible dejar de dar vueltas a algunas cosas y concentrarse en la tarea de seguir vivo.
Tras firmarse la paz, pasé unos días en Ribanova, y en el mes de mayo me trasladé a Madrid para incorporarme a mi nuevo destino como oficinista. Aunque el puesto tenía un nombre más largo y pomposo, mi trabajo era el de un vulgar administrativo, muy parecido al que realizaba en Capitanía de La Coruña antes de que empezase la guerra. Ya ves qué final para un muchacho que cuatro años atrás soñaba con licenciarse en una universidad americana y recorrer el mundo junto a sus amigos. Pero aquel chico había desaparecido dejando en su lugar a un adulto prematuro que se pasaba los días escribiendo a máquina con absoluta desgana y haciendo todo lo posible para olvidar a la persona que había sido una vez, cuando el mundo era distinto y parecía estar reservándole un lugar privilegiado.
Desde el final de la guerra, Elijah me había escrito dos o tres veces. Ni siquiera abrí aquellas cartas, que rompí en pedazos para no caer en la tentación de leerlas y dejarme ganar por la nostalgia de unos tiempos que para mí ya no podían volver. Estaba seguro de que en sus misivas Elijah me animaría a recuperar los años perdidos, a trasladarme a Boston para retomar mis estudios, a preparar nuevos viajes. Pero yo no quería recuperar nada: había visto de frente la vida real, lejos del universo idílico de los West y los Sezsmann, y aunque la experiencia no me había gustado, menos me gustaba la idea de volver a meterme en la amable burbuja de mis antiguos amigos. Como mi padre me había dicho tiempo atrás, yo no era Elijah West.
Aunque gracias a mis condecoraciones hubiese podido encontrar acomodo en una residencia militar, preferí alquilar una casa para mí solo. Conseguí una vivienda a buen precio en la zona de la glorieta de Bilbao, y allí me trasladé con unos cuantos muebles de segunda mano que había comprado a un trapero y que, dado su buen estado de conservación, debían de proceder de un expolio a alguna familia acomodada. Desde Ribanova, mi madre se ofreció a enviar todo lo que me hiciese falta. Sólo le pedí mi ropa de civil (para comprobar, con sorpresa, que me quedaba ridículamente pequeña) y un diccionario, pues a veces lo echaba de menos en mi oficina del ministerio. Como suelen hacer las madres, la mía decidió por su cuenta que necesitaba más cosas, y me hizo llegar un enorme baúl donde encontré, además de lo solicitado, mis viejos libros en inglés, un puñado de recuerdos de los viajes por Europa (la torre Eiffel de latón, una maqueta del Coliseo, unos lápices de colores comprados en Varsovia) y mi caja de fotografías. Saqué todas las cosas que necesitaba, y el resto -las fotos, los souvenirs, los libros- permanecieron en el arcón. Confieso que en un principio pensé en tirar todos aquellos trastos que ya consideraba inútiles, pero un pudor difuso me impidió hacerlo. Después de todo, la caja contenía los rescoldos de lo que había sido mi vida, y no era capaz de exponerlos a la curiosidad del primero que los descubriera. Me dije que quemaría todos aquellos cachivaches en cuanto tuviera oportunidad -el fuego arrasa y dignifica al mismo tiempo- y dejé el arcón en uno de los cuartos vacíos de aquella casa enorme, inhóspita y a todas luces desmesurada para alguien que planeaba vivir completamente solo.
Pasaba semanas enteras sin ponerme en contacto con mi familia. Cuando, de mala gana, me decidía a escribir a mi madre, garabateaba en algún papel oficial unas cuantas líneas con la misma emoción que ponía al redactar la correspondencia del ministerio. Ella me contestaba con unas cartas larguísimas que yo leía sólo por encima, y en las que me hablaba de la ciudad, de la familia y de antiguos compañeros de estudios. Unos cuantos habían muerto en la guerra. Otros habían regresado a Ribanova -algunos tras sufrir mutilaciones más o menos aparatosas- para reunirse con sus padres, para casarse con la novia de toda la vida, para darse la oportunidad de reconstruir una existencia aplazada. Supongo que mi madre pretendía hacerme reflexionar poniendo en mi conocimiento historias paralelas a la mía cuyos protagonistas intentaban proporcionarse, a pesar de todo, un final feliz.
Mi hermano Efraín también me escribía de vez en cuando. Sólo tenía quince años, pero, mientras continuaba sus estudios, había empezado a trabajar como fotógrafo e incluso colaboraba frecuentemente con el diario local, que publicaba las fotos tomadas con la cámara que le había regalado Zachary West. Yo nunca le escribía. Me limitaba a enviarle unas palabras de supuesto afecto en las cartas que, muy de tarde en tarde, hacía llegar a mi madre, y me parecía que con eso era más que suficiente. Después de todo, el aprendiz de fotógrafo era casi un completo extraño para mí.
Mi vida en Madrid era gris y tranquila. Llegaba a las nueve a la oficina, comía a las dos y media en un restaurante modesto cuya dueña tenía buenos contactos con los estraperlistas y por las tardes volvía a la oficina a hacer tiempo hasta las seis o las siete, cuando no me quedaba más remedio que regresar a casa. A veces me reunía con mis compañeros para tomar una taza de achicoria (el precio del café lo hacía inasequible para los establecimientos vulgares) y participar en una partida de cartas, pues durante la guerra me había aficionado a los juegos de naipes. Aunque todos habíamos estado en el frente, casi nunca hablábamos de nuestras experiencias allí. En realidad, no hablábamos de nada. Aquellos muchachos de mi edad y yo mismo nos limitábamos a hacernos mutua compañía física para eludir la soledad y toda la colección de imágenes horribles que se nos venían a la cabeza cuando volvíamos a casa y nos quedábamos mano a mano con nuestros recuerdos de la guerra.
En el otoño de 1939 nadie había puesto nombre a lo que nos ocurría. El régimen de Franco había intentado restañar con medallas y pensiones las heridas corporales de sus soldados, pero supongo que a nadie se le ocurrió pensar que las cicatrices más terribles las teníamos por dentro. Harían falta muchos años y otras guerras para que la medicina se decidiese a buscar una nomenclatura para nuestra misantropía, nuestros problemas de insomnio que se alternaban con monstruosas pesadillas en las horas de sueño, nuestras lágrimas a destiempo y nuestra perpetua desorientación. Por mi parte, puedo decir que en aquellos tiempos detestaba la vida, la mía y la de los demás, pues había llegado a la conclusión de que ninguna tenía demasiado valor.
Una tarde, a finales de noviembre, la portera de mi edificio dijo que un caballero había venido a verme.
– Llegó hace dos horas. Quería esperarle en un bar, pero era tan educado y tenía tan buena pinta que le abrí la puerta de su casa.
Renuncié a enfadarme con aquella mujer, a la que había catalogado desde el primer momento como una estúpida sin solución, y subí las escaleras de dos en dos. Cuando entré en mi casa, encontré a Zachary West sentado en una de las butacas de la sala de estar.
– Zachary… Dios, debe de hacer un siglo desde…
Mi antiguo amigo me abrazó con fuerza. Estaba exactamente igual que la última vez que lo viera, como si aquellos tres años largos no hubiesen transcurrido para él. Encendí la estufa de carbón, saqué una botella de coñac barato y dos copas y serví un trago para cada uno.
– Salud -dije, antes de beber el mío de un solo golpe. Zachary me imitó.
«Bueno -añadí tras volver a llenar las copas-, pues esto sí que es una sorpresa. ¿Qué te trae por aquí? Pensé que estabas en América.
Zachary me miró a los ojos.
– Silvio… ¿qué demonios te pasa?
Me encogí de hombros, supongo que para ganar tiempo.
– No sé qué quieres decir.
– Pues que no entiendo tu actitud. Llevas dos años sin enviarnos noticias. Supe de ti gracias a tu madre, que, por cierto, tampoco recibe muchas novedades de tu parte. No contestas al correo, ni has intentado ponerte en contacto con nosotros al regresar del frente…
Detuve el inicio de sermón con un gesto que no dejaba lugar a dudas: no iba a permitir que nadie juzgase mi forma de actuar. Ni siquiera el hombre que había influido en mí más incluso que mi propio padre.
– Zachary, lo siento… pero digamos que en los últimos años he estado muy ocupado matando gente y evitando que me volaran la cabeza. Además, confieso que tampoco tenía gran cosa que contaros.
– No se trata de eso. Lo creas o no, Elijah y yo lo sabíamos todo de ti. Me procuré un seguimiento completo de tu compañía. Felicidades por tu condecoración. Por cierto, ¿qué tal el brazo?
Instintivamente, me llevé la mano a la extremidad malherida.
– Mejor. Ya casi no duele.
– Me alegro. -Encendió un cigarro y me ofreció otro. Luego atemperó el tono, o eso me pareció a mí-. Silvio, lo que no comprendo es que no hayas intentado obtener noticias nuestras en todo este tiempo. ¿No estabas preocupado por nosotros?
– Por favor, Zachary… ¿de qué iba a preocuparme? No creo que los obuses sean capaces de cruzar el océano, y además, las malas noticias vuelan. ¿Ha terminado Elijah sus estudios?
– Sí, es bachiller en Artes. Se acaba de matricular en la Facultad de Arquitectura. Ésta es la foto de su graduación.
Miré aquel retrato con muy poco interés y bastante rencor: aquel muchacho fornido oculto bajo una túnica y un birrete que sostenía ostentosamente un diploma historiado era mi amigo de la infancia. Elijah sonreía a la cámara en un gesto triunfante. El gesto de los que están obteniendo de la vida todo lo que la vida puede darles. El gesto de quienes consideran que merecen cada golpe de fortuna, cada motivo de satisfacción. Elijah, que había conseguido un título mientras yo mataba gente, que se había chapuzado en la vida estudiantil mientras yo cruzaba campos de lama y carreteras embarradas. ¿Qué tenía yo que ver con semejante lechuguino?
– ¿No vas a preguntarme por los Sezsmann? -La voz de Zachary West vino a rescatarme de mi absurdo atracón de bilis a la vista de aquella foto. Los Sezsmann… nuestros amigos músicos. Me los imaginaba cómodamente atrincherados en su espléndida mansión de Varsovia, envueltos en las notas de algún violín, haciendo planes para futuros viajes mientras Hannah, convertida ya en una mujer, preparaba su ajuar de novia.
– Supongo que estarán bien.
– Pues supones mal. -Apagó el cigarro contra un cenicero de latón-. Silvio ¿en qué mundo estás viviendo de un tiempo a esta parte?
No quise responder.
– Hitler acaba de invadir Polonia. Y no hace falta ser muy listo para saber que los problemas para los judíos polacos están a punto de comenzar. Llevo un tiempo haciendo gestiones para sacar del país a los Sezsmann y a Hannah Bilak, pero en su último telegrama Ithzak me decía que Amos no puede viajar.
– ¿Por qué?
Zachary bajó los ojos.
– Está casi inválido, Silvio. Y hace unos meses que se ha quedado ciego.
Algo se revolvió en mi interior al recordar al Amos Sezsmann que había conocido seis años atrás: aquel hombre soberbio de ojos enormes y manos prodigiosas capaces de hacer hablar a los violines, el viajero audaz, el músico cosmopolita de generosidad desbordante que nos había acogido en su casa aquel verano, en Varsovia, cuando yo pensaba que los cimientos de nuestro mundo estaban perfectamente asentados.
– Lo siento mucho -dije, torpemente-. Pero, Zachary, ¿crees de verdad que van a verse en apuros sólo por ser judíos…?
El antiguo aviador me miró con una ferocidad desconocida. Me di cuenta de que estaba apretando los puños como si estuviera haciendo un esfuerzo sobrehumano por contenerse para no golpearme.
– Silvio… ¿has dedicado siquiera unos minutos del tiempo que empleas en lamentar tu suerte a enterarte de lo que ocurre con los judíos en la Alemania de Hitler? ¿No? Pues te haré un resumen. Estamos hablando de asesinatos masivos. De deportaciones. De restricciones salvajes destinadas a limitar los movimientos de la comunidad al mínimo imprescindible. Al principio, simplemente, se les impidió trabajar, tener dinero en el banco, alquilar una casa, entrar en un café o usar el transporte público. Pero ahora el gobierno de Hitler quiere eliminarlos a todos. ¿Lo entiendes? Hacer desaparecer a los judíos de la faz de la tierra. Te estoy hablando de planes de exterminio, Silvio…
Yo escuchaba a Zachary West jugando nerviosamente con la bufanda que llevaba al cuello y que ni siquiera me había quitado. No podía creer lo que me estaba contando. O quizá prefería ignorarlo. Bajé la voz.
– Pero los organismos internacionales… no sé, la Cruz Roja…
Zachary menó la cabeza con energía.
– No, Silvio. Al mundo no le interesa ese problema. Te contaré algo. Colaboro… colaboro con una organización que intenta sacar de Alemania a algunos judíos. No hemos tenido mucho éxito, pero a pesar de todo se ha logrado poner a salvo a un centenar de familias. Esta primavera, supongo que con objetivos propagandísticos, el gobierno nazi permitió salir del país a unos cuantos… exactamente 943. Zarparon del puerto de Hamburgo en un barco, el Saint Louis, que estuvo semanas casi a la deriva porque ningún país aceptaba hacerse cargo de los refugiados… ¿Recuerdas a la señora Griessmer?
Edith Griessmer… la imagen de la hermosa madre de Hannah Bilak vino a mi encuentro de la mano de otras memorias de aquel verano en Polonia. Me pareció que podía oler el perfume de sus guantes de piel -una suave esencia de violetas- y escuchar su voz, hablándome en un idioma que no comprendía. Edith Griessmer, con su piel transparente, su acento francés y su sonrisa estelar.
– ¿Qué pasa con ella?
– Iba en ese barco. Su marido ario la abandonó hace más de un año y se llevó a los hijos de ambos. Edith trató de huir a Polonia, pero los judíos ya no tenían libertad de movimientos. Casi de milagro pude conseguir que viajara en el Saint Louis…
– ¿Y dónde está ahora?
– A punto de llegar a Estados Unidos. Se le permitió entrar en territorio cubano cuando el barco atracó en La Habana. Tuvo suerte, ¿sabes? La mayoría de los pasajeros del Saint Louis tuvieron que regresar a Europa. Dentro de unos meses, muchos de ellos estarán muertos. Y el destino de los judíos polacos promete ser peor. Por eso tenemos que hacer todo lo posible para sacar de Varsovia a los Sezsmann y a Hannah Bilak. Si Amos no estuviera tan enfermo sería más fácil. La huida es dura para todo el mundo, pero él está impedido y es casi un anciano. De todas formas, es un momento perfecto para organizar las salidas porque, a pesar de la famosa organización alemana, en Polonia reina todavía cierto descontrol. Intentaremos que en las próximas semanas algunas familias crucen la frontera. Ya hemos diseñado los trayectos para la huida, pero este tiempo es precioso y no podemos perderlo… Así que tenemos que darnos prisa.
Zachary encendió otro cigarro y se aclaró la voz antes de cambiar el tono para dirigirse a mí. Esta vez me pareció que su acento tenía el deje falsamente casual de un charlatán de feria.
– Estás trabajando en el Ministerio de Asuntos Exteriores, ¿no es así?
– Sí… en oficinas.
– Perfecto. Eso nos será de gran ayuda.
En aquel instante lo comprendí todo.
– Así que por eso has venido… porque crees que puedo serte útil.
Zachary me miró con los ojos muy abiertos mientras el pitillo se consumía entre sus dedos.
– Silvio… no te estoy hablando de mí. Se trata de personas que van a ser asesinadas. Se trata de niños, de mujeres, de Hannah y de Ithzak…
– ¿Y qué se supone que puedo hacer yo? ¿Ir a Polonia y traerlos a todos a cuestas?
– No seas estúpido. Tú podrías proporcionarnos pasaportes, visados, qué sé yo. Cualquier cosa que pueda servir como salvoconducto para cruzar una frontera.
– Oye, no sé quién te has creído que soy ni lo que hago en el ministerio. Estoy en una maldita oficina archivando papeles, rellenando instancias y pegando sellos. No he visto un pasaporte desde que perdí el mío. Además ¿de verdad me estás pidiendo que robe documentos oficiales? Te recuerdo que aún soy militar. Podrían fusilarme por hacer una cosa así.
Me di cuenta de que la cabeza me dolía como si estuviese a punto de reventar. No tenía aspirinas en casa. En realidad, supongo que casi nadie tenía aspirinas en el Madrid de 1939. Frente a mí, Zachary West parecía esperar a que yo dijese algo más, pero la verdad es que sólo quería que se marchase de allí con sus historias tenebrosas sobre barcos fantasma y amenazas que quizá existían sólo en la mente de algunos visionarios. Si la situación de los judíos era tan terrible, ¿de verdad el resto de los países hubiesen ignorado su suerte? Y esa tontería del barco, el dichoso Saint Louis… ¿quién iba a creerla, salvo un estúpido? ¿Casi mil almas viajando a la deriva en un barco sin destino? Además, ¿quién había fletado la nave? Y si lo había hecho el gobierno de Hitler, ¿no era eso una muestra de buena voluntad hacia los judíos que deseaban abandonar Alemania? ¿No resultaba incompatible con ese apocalipsis de persecuciones, asesinatos y demás atrocidades del que hablaba mi amigo?
– Zachary… no te ofendas, pero creo que esta historia no es exactamente como me la cuentas. Imagino que ésa es la versión que están dando los judíos, pero me niego a pensar que el gobierno de un país civilizado pueda hacer la vida imposible a un puñado de ciudadanos sólo por cuestiones religiosas. Reconozco que no sigo muy de cerca los sucesos de la política internacional, pero imagino que los judíos alemanes habrán planteado problemas al gobierno de Hitler, y éste habrá tenido que defenderse de ellos. Si los judíos polacos demuestran un poco más de tacto, apuesto a que no tendrán nada de qué preocuparse. No creo que Amos e Ithzak se metan en líos, ni con Hitler ni con nadie. ¡Si ni siquiera les interesaba la política! Estarán en su casa, esperando a que pase la tormenta.
Fue entonces, al decir aquello, cuando me di cuenta de que a Zachary se le habían llenado los ojos de lágrimas.
– Voy a marcharme. Estoy perdiendo el tiempo contigo, y tengo demasiadas cosas que hacer. Estás enfermo, Silvio. Estoy seguro de que algún día te avergonzarás de lo que acabas de decir. Cuando eso ocurra -me tendió una tarjeta en la que había anotado una dirección- envíame un telegrama. Te estaré esperando, Silvio.
No aguardó a que le acompañara a la puerta. Tomó su sombrero y su caja de cigarros y se marchó. Ya estaba en la escalera cuando me di cuenta de que se había dejado sobre la mesa la foto de Elijah, sonriendo durante su ceremonia de graduación. Mírala. ¿Verdad que se le ve feliz?
Unas semanas después, Inglaterra declaró la guerra a Alemania. Bueno, me dije, ahora se arreglarán las cosas para Ithzak y los demás. La verdad es que no sé si fui tan imbécil como para creer realmente que los problemas de mis amigos habían terminado, o si sólo intentaba tranquilizar mi conciencia pensando que otros se estaban ocupando de prestarles la ayuda que yo les había negado. Qué cinismo, ¿verdad? Hacer cargar con el muerto a Churchill, y a partir del 42, a Roosevelt o al mismo general Eisenhower. Después de todo, poner el mundo en orden era cosa suya. Yo me pasé más de cinco años -los mismos que duró la guerra- sacando punta a los lápices, escribiendo cartas insulsas y, esencialmente, vegetando diecisiete horas al día. También escalé posiciones en el ministerio: mis estudios de bachiller y, sobre todo, mi dominio del inglés, acabaron resultándome de gran ayuda. Se me asignó un despacho oficial y un asistente, y si lo solicitaba con antelación, incluso podía disponer de chófer. No hace falta que te diga que mi cambio de estatus me traía sin cuidado. Seguía viviendo en la misma casa, comiendo en el mismo restaurante, y teniendo pocas relaciones y ningún amigo.
Supongo que te preguntarás si, en esos años, recibí noticias de la política de exterminio aplicada por Hitler sobre los judíos de los países ocupados. La respuesta, Cecilia, es no. Puedo jurártelo. Mi postura frente al problema había sido la de un completo miserable, pero en el fondo no resultó muy diferente a la actitud de la comunidad internacional. Yo ignoré los datos que me proporcionaba Zachary West. El mundo, las señales de alarma lanzadas por miembros de la resistencia, por judíos que habían logrado librarse de los traslados a los campos de la muerte. Yo rechacé la oportunidad de salvar un puñado de vidas. Nuestra mal llamada civilización occidental no quiso poner obstáculos al exterminio de siete millones de seres humanos. En ese aspecto, me siento vergonzosamente empatado con el mundo, que fue, en lo que respecta al holocausto, ciego, sordo y mudo.
No pienses que estoy buscando una justificación para lo que hice. Nunca, jamás, he dejado de reprocharme el haber dejado escapar la ocasión más fabulosa que me ha brindado la suerte. Pude contribuir a salvar la vida de algunas personas, y no quise hacerlo. He vivido sesenta años con el peso de esa culpa, y, lo creas o no, se vendrá a la tumba conmigo. Muchas veces, antes de dormir, intento imaginar los rostros de aquellos desconocidos a los que dejé morir. Veo a jóvenes, a mujeres, a niños, a ancianos, a hombres condenados al infierno que quizá hubieran podido cambiar su destino sólo con que yo me hubiese arriesgado a robar para ellos un miserable pedazo de papel. Nunca sabré los nombres de los que empujé al abismo, pero han vivido conmigo, Cecilia. Están en mis sueños y en mis pesadillas, y me señalan con el dedo. Quizá el mundo pueda perdonarse el haber mirado hacia otra parte mientras funcionaban los crematorios de Auschwitz, de Treblinka, de Dachau, de Bergen-Belsen. Los organismos internacionales intentaron reparar su error ayudando a los judíos a recomponerse como pueblo, y así, de alguna forma, creyeron que sus culpas quedaban expiadas. Pero uno no puede purgar una culpa como la mía, igual que no se puede pedir perdón a un fantasma.
Las primeras noticias sobre los campos de concentración llegaron a España poco después de finalizada la guerra, y nunca de forma oficial. Los relatos de las atrocidades nazis circulaban de forma esporádica y difusa, transmitidos de boca en boca, y yo prefería pensar que aquellas historias terribles habían pasado por tantas manos que habían ido creciendo en intensidad y crudeza hasta perder todo viso de realismo. Como muchos otros, no quería creer que el horror hubiese estado a tan pocos kilómetros de distancia, y que todos -empezando por mí mismo- hubiésemos consentido su existencia.
Más de una vez sentí el impulso de ponerme en contacto con Zachary West para contrastar con él las informaciones que iba recibiendo y, sobre todo, para obtener noticias de Hannah, de Ithzak y de Amos Sezsmann. Me contaron que tras la ocupación los alemanes habían confinado a todos los judíos de Varsovia en un solo barrio de la ciudad, y que los que no murieron allí víctimas del hambre y del frío lo habían hecho en los campos de trabajo. ¿Es posible que mis amigos hubiesen acabado así? Quería pensar que no, que Zachary West habría utilizado sus contactos para hacerles salir de Polonia. Sí, a buen seguro los Sezsmann se encontraban ahora en algún lugar pacífico de la Suiza neutral. Ithzak y Hannah se habrían casado, y él sería ya director de una orquesta filarmónica cuya actividad se multiplicaría con la llegada de la paz. Amos estaría muy recuperado de sus dolencias. Quizá mis amigos le habrían hecho abuelo, un abuelo capaz de tocar el violín incluso privado de la visión. En cuanto a Elijah, ¿que habría pasado con él? Posiblemente sería arquitecto. Estaría en América, levantando edificios altísimos de acero y cristal. Eso me repetía para poner a salvo mi mala conciencia. En el fondo, me aterraba la posibilidad de que mis amigos polacos hubiesen sido asesinados por los nazis, de que Elijah se hubiera alistado y hallado la muerte en algún campo de batalla en Europa, y de que yo hubiera seguido viviendo ignorante de la desaparición de todos ellos. Sólo la vergüenza y el profundo desprecio que empezaba a sentir por mí mismo me impedían buscar la tarjeta entregada por Zachary West para demandarle, de rodillas si era preciso, noticias sobre Ithzak, sobre Hannah, sobre Elijah, sobre Amos. Sobre aquellos que, en definitiva, habían sido en otro tiempo los pilares básicos de mi vida.
El destino fue generoso conmigo, y me dio una segunda oportunidad que no estaba seguro de merecer. Una tarde, a finales de julio, mientras Madrid se derretía a cuarenta grados, el correo me trajo una carta de mis padres. La abrí enseguida. Llevaba dos o tres meses intentando recomponer mi relación con ellos, y les escribía de vez en cuando interesándome por sus vidas y por la de Efraín, que a sus veinte años había empezado a trabajar como fotógrafo para una agencia internacional de noticias. En su carta, mis padres me decían que un hombre había estado en Ribanova preguntando por mí. Le habían facilitado mis datos y la dirección de mi oficina del ministerio, aunque ahora no estaban seguros de haber hecho bien proporcionando tanta información a un desconocido. «Ni siquiera nos dio su nombre. Creemos que era catalán, pero no te lo podemos asegurar. Nos dijo que iría a verte, que tenía cosas importantes de las que hablar contigo. ¿No te parece que es muy raro? No debimos haberle dado tus señas, pero era un hombre muy correcto y parecía enfermo… y nos insistió mucho en que debía encontrarte.»
La carta de mis padres me dejó intrigado. Por fortuna, la visita misteriosa de la que me hablaban no se demoró: un día después, mi asistente en el ministerio me informó de que un hombre había venido a verme.
– No tiene cita, mi teniente… dice que no le importa esperar. Se llama Ignacio Font.
No tuve ninguna duda de que se trataba del hombre que había estado en Ribanova preguntando por mí.
– Ah, sí, viene de parte de unos amigos. -No sé por qué mentí-. Hágale pasar.
Ignacio Font entró en mi despacho. Como me habían advertido, parecía un enfermo. Tenía los ojos hundidos en las cuencas, la piel del color de la parafina, el cabello como los tiñosos y un esqueleto que amenazaba con quebrarse a cada paso. Me miró con la desconfianza con que miran los animales cuyo dueño los ha molido a palos.
– ¿Es usted Silvio Rendón? -Tenía la voz sibilante que cabía esperar por su aspecto.
– Sí… mis padres me dijeron que alguien vendría… siéntese, por favor.
Pero el recién llegado negó con la cabeza.
– Aquí no. Éste no es buen sitio.
No estaba preparado para una respuesta así. Él bajó la voz, que adquirió una consistencia de ultratumba.
– No quiero hablar de esto en un despacho… verá… ¿Recuerda usted a Ithzak Sezsmann?
Noté cómo toda la sangre del cuerpo se me bajaba a los pies. La boca se me secó de golpe.
– Hay un café en la esquina -dije-. Podemos hablar allí.
Hicimos el camino en silencio, Ignacio Font con la mirada perdida en alguna parte, yo aterrado y seguro de que las noticias que traía no eran buenas. Ahora no sé cómo fui capaz de resistir la inquietud durante aquellos dos minutos que me separaban de la verdad, cómo no agarré a aquel despojo de hombre por las solapas para exigirle que me contase de inmediato todo lo que sabía acerca de mi amigo. Ahora creo que sólo estaba dilatando mi enfrentamiento con una historia que suponía terrible. Quería saber, pero me daba miedo lo que Font iba a contarme.
A las cinco de la tarde el café estaba lleno de gente, pero la mayor parte de la parroquia pasaba las horas sin pedir más que un vaso de gaseosa, a veces ni eso. Muchos fumaban cigarros de manzanilla, aunque todos sabíamos que el limpiabotas vendía tabaco americano de contrabando, además de entradas para los toros y medias de cristal, que costaban una pequeña fortuna. Antes de sentarnos compré una cajetilla de Marlboro. Ignacio Font encendió uno y aspiró el humo como si pretendiera hacerlo llegar al último rincón de los pulmones.
– Dígame lo que sabe.
– Mire… es que es muy complicado. Me voy a liar. Son muchas cosas las que tengo que contarle. Lo mismo empiezo por el final, o me pierdo a la mitad… y además, llevo tanto tiempo sin hablar español…
Aquella introducción me puso nervioso y la corté por lo sano.
– ¿Dónde está Ithzak Sezsmann?
Me contestó inmediatamente, como si en el fondo quisiera librase de un peso insoportable.
– Lo siento, señor. Su amigo murió en abril del 44 en el campo de concentración de Mauthausen.
Y después, para hacer infinita mi consternación, aquel hombre me contó su historia y juntos reconstruimos lo que debieron de ser los últimos días en la vida de Ithzak Sezsmann.
Ignacio Font era un catalán de Tarragona que había salido de España al finalizar la guerra. No hizo falta que me dijera que había combatido en el 36 con el ejército republicano, y que era uno de tantos exiliados a la fuerza. Vivía en Francia cuando, al iniciarse la guerra, entró a formar parte de la Compañía de Trabajadores Extranjeros del Ejército Francés. En principio, todo fueron ventajas. Había trabajado en una barbería, y su habilidad con la brocha y la navaja le tenían convenientemente alejado de la primera línea de fuego como peluquero de la tropa. En mayo de 1940, cuando estaban cerca de Amiens, su compañía fue capturada por los nazis. Unos meses después les trasladaron al campo de Mauthausen.
Situado cerca del Danubio, Mauthausen pretendía ser un campo de trabajo, pero pronto se convirtió en un centro de exterminio. La vida circulaba en torno a una cantera de granito y la terrible escalera de 189 peldaños que los presos debían subir llevando a sus espaldas enormes bloques de piedra. Sobrevivir era difícil. Escapar, completamente imposible. Ithzak había llegado al campo en la primavera de 1944. Ignacio Font me dijo que nada más verle supo que no duraría mucho allí. En aquellos días era fácil intuir quiénes estaban preparados para aguantar la vida en el infierno y quiénes tenían ya un pie en el otro barrio. Normalmente, los prisioneros llegaban a Mauthausen en trenes de ganado, pero Sezsmann llegó con un pequeño grupo.
– Supongo que los atraparon en los alrededores del campo, pero nunca entendí por qué no los habían matado cuando los cogieron. Era algo que había que aprender para sobrevivir en Mauthausen: que uno no podía intentar comprender el comportamiento de los alemanes. El caso es que a su amigo y a los otros los trajeron un buen día, atados entre sí, y cuando pensábamos que iban a pegarles un tiro, me los mandaron para que les rapase al cero, como al resto de los presos. Todos estaban muy asustados. Todos menos Ithzak. Por eso me fijé en él, porque era distinto. No pudimos hablar mucho, claro, pero cuando supo que yo era español se le cambió la cara y me dijo que tenía que hablar conmigo. Le advertí que no era el mejor momento, porque los guardias estaban esperando para llevárselos al barracón, pero que le buscaría en cuanto tuviese oportunidad. Le deseé buena suerte, como hacía con todos, aunque no sé por qué a él se lo dije con más sentimiento.
Ignacio pudo encontrarse con Ithzak en otras dos ocasiones. Incluso le consiguió algo de comida -«mantequilla y unos panecillos llenos de serrín que entonces nos sabían a gloria»- y un par de calcetines de lana. Font sabía que aquel chico no tenía muchas posibilidades de sobrevivir. Estaba en los huesos, y además era judío. Los judíos vivían muy poco tiempo en Mauthausen. De todos los que entraron con él, Ithzak fue el último en morir. Aguantó cinco semanas. Un día, Font le buscó en el barracón, pero ya no estaba. Alguien le contó que aquella misma mañana se había desplomado en la cantera, y que posiblemente ya estaba muerto cuando el kapo empezó a golpearle con el látigo para que volviese al trabajo. Le habían llevado al crematorio. En ninguna parte de Mauthausen había tanta actividad como en los hornos.
– No tuve mucho tiempo para hablar con su amigo. Si los guardias te sorprendían de cháchara, podían matarte de una paliza. Me dijo que era polaco…
– Vivía en Varsovia…
– Entonces debía de venir del gueto. La vida allí era terrible, ¿sabe usted? Los boches metieron en un barrio a todos los judíos de la ciudad. No había comida, las casas eran estercoleros y la gente se moría de hambre en plena calle. De vez en cuando, llegaban los nazis, mataban a los viejos y a los inútiles y se llevaban a un montón de personas a los campos de trabajo. Los cargaban como si fueran bestias en vagones de tren, y hacían el viaje de pie, sin comer ni beber, helándose en invierno y asfixiados en verano. Cuando abrían los furgones, algunos estaban muertos. ¿Tenía familia su amigo?
– Su novia salió del país poco después de la invasión alemana. Su padre estaba muy enfermo, tal vez habría muerto.
Ignacio Font dijo entonces que en el gueto los enfermos tenían los días contados. Si Ithzak había sobrevivido allí durante dos años, eso quería decir que no había tenido que cuidar de nadie más que de sí mismo. Era la única forma de resistir y, por supuesto, de eludir las deportaciones periódicas.
– Lo mismo que en el campo. O te ocupabas de ti, o estabas listo. Aquel chico, Sezsmann, me habló de usted y de otro amigo americano, y de una novia que tenía, y me pidió que les encontrase cuando saliera de Mauthausen. Quería que yo les dijese que había estado con él, y también que había muerto. Intenté animarle, tranquilo, hombre, no te vas a morir, pero él no era idiota y sabía que le quedaba poco tiempo, eso fue lo que me dijo. Me dio la impresión de que estaba muy al tanto del funcionamiento de los campos. Los alemanes solían informar del fallecimiento de algunos de los prisioneros, pero no si eran judíos. A ésos los llevaban al horno, y se acabó. Sezsmann no quería que sus amigos y su novia le siguiesen buscando al acabar la guerra. Yo le juré que daría con usted aunque estuviese debajo de una piedra. Apunté el nombre de Ithzak, y también el suyo, y el de su ciudad, Ribanova, él lo pronunciaba muy gracioso, Gaifanofa, me decía, y me lo tuvo que deletrear porque no me enteraba. Recuerdo que nos reímos los dos. Y le aseguro que reírse en el campo era muy difícil. Eso pasó tres días antes de que se muriese. Yo creo que fue agotamiento, ¿sabe? Muchos morían así. Caían al suelo como sacos de patatas y ya no se levantaban. Simplemente, no podían más. Le voy a decir una cosa… no conocí mucho a su amigo pero había algo en él… no sé… mire que vi pasar gente por el campo, pero a pesar de que estaba hecho fosfatina, aquel chico tenía algo distinto…
– Era músico -dije yo, no sé si para ayudarme a tragar las lágrimas o como si ese detalle pudiese explicar el hecho de que mi amigo fuese un ser diferente.
– Eso no me lo dijo. Claro que en Mauthausen nadie se acordaba de esas cosas. ¿De qué iba a servirle a uno la música en un lugar así? Pero parecía un chico estupendo. Y no estaba asustado. Allí, todo el mundo tenía miedo. De los alemanes, del frío, de los golpes, de morir. Él no. Ojalá yo hubiese sido la mitad de valiente que aquel chaval.
El campo de Mauthausen había sido liberado por los americanos el 5 de mayo, sólo unos días antes de la capitulación alemana. Parte de los supervivientes fueron trasladados a Francia, donde la Cruz Roja se ocupó de ellos.
– No sabía si iba a poder volver a España -bajó la voz y miró en torno suyo antes de seguir-: Por cosa de ideas, ¿me entiende? Pero el alcalde de mi pueblo es primo de un obispo, y el hombre pidió por mí. Ya ve lo que es tener a los curas de parte de uno: pude regresar a casa sin pasar por la cárcel. Tuve suerte, ¿verdad? Primero me salvo de los alemanes y después del exilio. Lo dicho, que a pesar de todo no me puedo quejar.
– ¿Dónde vive ahora?
– En Barcelona, con mi hermana. Mi cuñado va a darme trabajo en un taller de confección para que pueda ir tirando. Pero yo le dije que, antes de nada, tenía que encontrarle a usted. Se lo había jurado a ese amigo suyo. Por eso fui a Ribanova. Pensé que vivía allí. Sus padres me dieron las señas de su oficina en Madrid, y aquí estoy, cumpliendo.
Nunca en mi vida experimenté un sentimiento de gratitud tan grande hacia nadie, menos aún hacia un desconocido. Hubiera querido hacer cualquier cosa por aquel hombre que, enfermo y solo, había cruzado el país para traerme una noticia terrible que no podía seguir ignorando. Le propuse a Ignacio Font que se quedase a dormir en mi casa, pero dijo que ya había pagado la pensión, y que por la mañana cogía el primer tren a Barcelona. Pensé en darle dinero, pero estoy seguro de que lo habría considerado como una ofensa. Sólo aceptó que le invitase a cenar.
Escogí un restaurante caro y conseguí que pusiesen la mesa en un salón reservado para que Ignacio pudiese hablar a sus anchas. Pedí vino, gambas y solomillo. Font me dijo que todavía no era capaz de evitar que le temblasen las manos cuando veía mucha comida junta.
– Estuve pasando hambre durante cuatro años. Cuando entraron los americanos y nos dieron comida, me salvé por los pelos de morir de un atracón. Fue gracias a otro español que era médico y me dijo que comiese despacio, que no tenía el estómago acostumbrado y me podía dar un mal. Otros no hicieron caso y se pusieron tibios de chocolate y galletas y de trozos de carne en conserva. Más de uno se murió allí mismo, que ya es mala suerte: tanto tiempo a pan y agua para acabar así, reventado.
Aquella noche, Ignacio Font me hizo un retrato deslavazado y espantosamente real de la vida en Mauthausen. Me habló de la selección de prisioneros, hecha nada más llegar, cuando los más débiles eran enviados directamente a las cámaras de gas, y de allí a los hornos crematorios. Me habló de las raciones miserables de comida, del frío y las caminatas bajo la nieve, de las palizas, de las torturas. Me habló del mal llamado dispensario, que era en realidad un gabinete del horror donde un grupo de supuestos médicos sometía a los internos a los más descabellados experimentos con pretensiones científicas.
– Allí había de todo. A uno le inyectaron gasolina en el corazón. A otro lo operaron anestesiándole antes con un golpe en la cabeza. Contado así, hasta parece de risa.
Los internos de Mauthausen trabajaban en la cantera de granito, donde cumplían jornadas de catorce o dieciséis horas, «en invierno algo menos, pero porque había poca luz y no se veía un pijo». También me explicó que él, gracias a su experiencia como barbero, había conseguido eludir los trabajos más duros del campo.
– Sólo estuve un mes y medio en la cantera. Luego me pusieron a rapar a los que llegaban. Los pelaba completamente, ¿sabe? Quedaban como recién nacidos. Recuerdo a un chico holandés, muy educado, con pinta de estudiante, que se echó a llorar cuando le acerqué la navaja a los huevos. Pobre chaval. Murió en quince días. Comparándome con los demás, lo mío era gloria bendita. Tenía más comida y hacía lo que mejor se me daba, porque además de dejar pelados a los presos, también me encargaron afeitar y cortar el pelo a los alemanes. Por un lado estaba bien, ¿sabe? En los barracones de los oficiales siempre hacía calor, y daba gusto entrar. Pero también iba acojonado. Porque con ésos podía pasar cualquier cosa. A otro barbero lo mataron de un tiro porque había hecho un corte en la mejilla a un capitán. Menos mal que tengo buen pulso y nunca me ocurrió nada. Conmigo estaban contentos, y a veces me daban cigarros, mermelada o embutidos. Una tarde me ofrecieron chocolate. Se morían de risa, los cabrones, al verme chupándolo con los ojos cerrados, para que durara más. Qué vergüenza me da cada vez que me acuerdo de cómo agradecía sus regalos de mierda, bajando la cabeza igual que un perro. Lo peor es que sé que estoy vivo gracias a aquellos trozos de salchicha y los pedazos de pan que me daban los nazis. Aunque también me llevé lo mío, no se crea. Hubo un oficial que me molió a palos porque había utilizado con un guardia una navaja que sólo debía usar para afeitarle a él. Lo malo es que si me hubiese negado a coger aquella navaja tan bien afilada, los golpes me los hubiera dado el otro. Allí te podía caer el mundo encima cuando menos te lo pensabas. Querías hacer las cosas bien, pero las reglas cambiaban de un día para otro, y por mucho que lo intentases, siempre acababas metiendo la pata.
Ignacio me habló también del código de colores de los prisioneros -un triángulo amarillo para los judíos, verde para los delincuentes, rojo para los presos políticos…-. Él lucía el triángulo azul destinado a los apátridas.
– Pero usted es español.
– Como si no. Además, me daba lo mismo. Pues sí que hicieron mucho mis paisanos para sacarnos de allí… bueno, esto dicho en confianza… Le estoy hablando como a un amigo, usted ya me entiende.
A pesar de lo terrible de su narración, Ignacio parecía contento durante la cena, y pidió permiso para repetir el postre. Luego, mientras tomábamos café y nos fumábamos un puro, hablamos de su nuevo trabajo en la fábrica de confección. Su cuñado le había propuesto montar una peluquería en un pequeño local contiguo al taller textil, pero Font se había negado.
– Lo que es yo, no vuelvo a afeitar más barbas que las mías. Bastante tuve con estos cuatro años trasquilando alemanes y pelando a desgraciados antes de que los matasen.
Quería encontrar una novia -«antes tendré que engordar un poco, quién me va a querer ahora que parezco un tuberculoso»-, casarse, tener hijos y, con el tiempo, comprarse una casa en su pueblo para acabar viviendo allí. Comparé a aquel hombre conmigo. Éramos de la misma edad, y el infierno pasado por él en el campo de exterminio dejaba pequeño a mi purgatorio en el frente del Ebro. En realidad, mis días en la guerra empezaban a parecerme unas vacaciones pagadas al lado de lo vivido por Ignacio Font y otros internos de Mauthausen. Sin embargo, a pesar de su pésimo aspecto, de sus ojos vidriosos y su piel de tísico, él tenía una fuerza que a mí me faltaba y que venía, estoy seguro, de la tranquilidad de su conciencia. Estábamos a punto de despedirnos cuando le pregunté cómo había conseguido sobrevivir cuatro años en aquellas condiciones, y frunció un poco el ceño, como si tuviese que pensarse la respuesta.
– Ya le dije que tuve suerte. Y además había otra cosa… un día, uno de los guardias nos dijo que nadie se iba a enterar de lo que pasaba en Mauthausen porque ninguno de nosotros iba a salir vivo para contarlo. Así que cuando me pegaban, cuando tenía hambre, cuando pasaba las noches muerto de frío, me decía a mí mismo, esto se lo voy a contar yo a todo el mundo, se va a enterar la gente de lo que han hecho estos hijos de puta. Y fui aguantando. Pensé que no iba a ser capaz, pero ya ve. Uno nunca sabe. Nunca sabe.
Al día siguiente acompañé a Ignacio a la estación. Le di una tarjeta con mi nombre y mi cargo en el ministerio, y le pedí que no dudara en llamarme si él o su familia tenían algún problema. Dijo que me tomaba la palabra: «los amigos, hasta en las puertas del infierno».
Nos dimos un abrazo de despedida. Luego esperé hasta ver partir el tren que se llevaba al hombre que había hecho más de mil kilómetros para cumplir la palabra dada a un desconocido. Al hombre cuya visita iba a cambiar otra vez el curso de mi vida. Aquella mañana llegué tarde al ministerio. Estuve paseando por Madrid acompañado del recuerdo de Ithzak Sezsmann, espantado todavía por la noticia de su muerte y más aún por las circunstancias atroces que la habían rodeado. Nuestro Ithzak, que estaba destinado a convertirse en director de orquesta, a recibir aplausos, a fundar una familia de la mano de Hannah Bilak, a recorrer el mundo con su esposa y su música. Nuestro Ithzak, del que siempre pensé que era un elegido de la suerte. Ithzak Sezsmann, mi amigo, mi hermano, al que había jugado a ignorar durante tanto tiempo, luchaba por seguir vivo mientras yo empleaba las horas en destilar una amargura inútil que se había vuelto contra mí mismo, convirtiendo los últimos seis años de mi vida en un bochornoso erial. Cuando llegué a mi oficina, pasadas ya las doce del mediodía, lo primero que hice fue redactar un telegrama para Zachary West: «Ya estoy avergonzado. Si no es demasiado tarde, necesito verte.»
Esta mañana me miré al espejo por primera vez en mucho tiempo. Quiero decir que hoy, después de meses sin hacerlo, dediqué unos minutos a contemplarme, a estudiar mi reflejo, a buscar sin prisa lo que hay del otro lado. Esta mañana me enfrenté a la imagen de mí misma que he labrado durante todo este tiempo. Allí estaba yo, una mujer de treinta y cinco años que ve alargarse hacia ella, como una amenaza, la sombra traidora de la cuarentena. Mi piel va dejando de ser joven. Tengo algunas arrugas alrededor de los ojos, y las últimas penas han dejado en mi frente unos surcos que puedo percibir incluso con los ojos cerrados, con sólo pasar el dedo sobre ellos. Me pregunto si soy del todo consciente de la madurez que se avecina o si, de forma bastante insensata, sigo aferrándome a una edad que ya no tengo. El encuentro con el espejo me recuerda la verdad. Ésa soy yo. Ésa, la que me mira desde el otro lado del azogue, es la persona que he ido construyendo durante una vida que no es tan corta.
Esta mañana he sonreído al espejo. Al hacerlo me brillaron los ojos y volvió a ellos, de una forma fugaz, la sombra de mis veinte años. Pero ya no los tengo. La edad es cruel con las mujeres. El cutis pierde lozanía, el cabello se marchita y aparecen en la piel algunas manchas que ayer no estaban, que no estuvieron nunca y que están ahora para recordarnos el paso del tiempo. Esta mañana he decidido que en realidad me importan muy poco mis arrugas, y que nada puedo hacer contra ellas salvo redoblar mis esfuerzos con las cremas hidratantes y las mascarillas nutritivas. Bastante tengo con concentrarme en las arrugas que llevo dentro, esas que no ve nadie, esas que, salvo yo, ignora todo el mundo.
Mi madre tuvo siempre una piel fantástica. Y eso que no le hacía ni caso. Se echaba cuatro pegotes de crema de vez en cuando, y le era más que suficiente para mantener el rostro en perfecto estado de revista. Era una mujer muy hermosa. Cuando miro alguna de sus fotos en blanco y negro, me parece estar viendo a una estrella de cine, a una actriz desconocida retirada por amor de los focos y el estrellato. Algo así ocurrió con mi madre: lo dejó todo para concentrarse en su familia. Alguna vez discutí con ella por eso. A quién se le ocurre, decía yo, renunciar a los estudios en la universidad para eternizarse en un noviazgo larguísimo. A quién se le ocurre, seguía machacando, tener tres niños en cinco años y dedicarse a la casa, estar todo el día de la ceca a la meca, absorbida por un trabajo que no te agradecía nadie, ni siquiera nosotros, las tres fieras corrupias, ni papá, que durante mucho tiempo creyó que las lavadoras se ponían solas, que la comida aparecía en la mesa por arte de birlibirloque, que las bolsas de la compra subían por voluntad propia las escaleras de casa. Ella se reía y decía que no se hubiese cambiado por ninguna otra mujer. Había sido feliz así, lavando pañales, viviendo en una buhardilla sin ascensor, subiendo y bajando cuatro pisos dos o tres veces al día con un bebé en los brazos y otro agarrado de su mano.
Mi madre siempre estaba contenta. La recuerdo canturreando mientras hacía la comida o cuando planchaba nuestros vestidos, de un eterno buen humor al volver del mercado o al llevarnos al colegio. Estaba satisfecha con su elección. Con su vida entre cerros de ropa que planchar, menús semanales y compras de alimentación para cinco personas. Aquella actividad para mí aburridísima no parecía ponerla de mal talante. Al contrario: mi madre estaba orgullosa del trabajo que hacía, de tener un horario de veinticuatro horas sin paga de beneficios ni posibilidades de ascenso.
Cuando yo era pequeña, me daban mucha pena las niñas cuyas madres trabajaban fuera de casa. Qué placer era entonces encontrar siempre a mi madre cuando volvíamos de la escuela. Qué gusto que todas las comidas estuvieran listas a su hora, que cuando uno de nosotros caía enfermo ella pudiese velar un sueño inquieto, poner paños frescos en una frente que ardía, administrar un jarabe o controlar la temperatura. Qué suerte tener una madre siempre presente, preparada para secar lágrimas, para curar una rodilla herida, para consolar, para reñir incluso. Cuando era pequeña, yo no tenía llaves de nuestro piso. ¿Para qué, si sabía que mi madre nunca iba a estar fuera cuando yo llegara?
Más adelante, ya adulta, empecé a reprocharle su dedicación a nosotros, su autoinmolación, la castración a la que voluntariamente se había sometido. Qué ganas de estar todo el día en casa, qué ganas de poner lavadoras, de madrugar para hacer el desayuno, de pelar patatas para cinco. ¿Por qué no nos dabas patatas de paquete, como otras madres?, le decía. Ella recordaba sus patatas fritas doradas, crujientes, abundantes, y aclaraba las cosas sin perder la sonrisa.
– Quería hacer bien mi trabajo. Tú también quieres hacer bien el tuyo. Mi trabajo era cuidar de vosotros.
Yo, tan moderna, tan progre, tan liberada, hubo una época en la que vi a mi madre como una especie de esclava digna de lástima. Hay que ser tonta, pensaba yo, hay que ser muy tonta para casarse con el primer novio que se tiene, para parir dos niñas en quince meses, para asumir todo el trabajo de una casa durante cincuenta y dos semanas al año, sin días libres, ni fines de semana, ni vacaciones ni nada de nada. Y encima, sin quejarse, la pobrecita. Después caí en la cuenta de que mi compasión era también una falta de respeto al camino elegido por mi madre. Una elección de la que no se arrepintió nunca. «Mi trabajo era ése. Yo quería hacer bien mi trabajo. ¿No quieres tú hacer bien el tuyo?» Por eso cantaba mientras recogía la mesa. Por eso estaba siempre como unas castañuelas. Por eso no la ponían de mal humor las manchas de tinta en los mandilones del colegio ni nuestras urgencias a la hora de cenar. Porque era feliz con la vida que había escogido y no tenía nada que echar en cara a nadie. Estaba justamente orgullosa de sí misma, de la familia que había creado, de poder asistir a las funciones de Navidad, de venir a buscarnos cuando acababan las clases, de preparar nuestras fiestas de cumpleaños. Cuando llegaba a casa del colegio, era mi madre quien abría la puerta de la cocina, donde flotaba el olor sabroso de algún guiso casero. Allí estaba ella, hecha sonrisas. Durante años, al entrar en mi casa, lo primero que veía era a una mujer completamente feliz. Y ahora me doy cuenta de cómo esa circunstancia marcó mi niñez. La convivencia diaria con la alegría es el mejor regalo que puede recibir un niño.
Mi generación ha pasado años mirando por encima del hombro a mujeres como mi madre, compadeciendo su suerte, reivindicando por ellas el derecho a huir del hogar, de las familias numerosas, de las cacerolas y las listas de la compra. Nunca nos dio por pensar que, entre tantas mujeres insatisfechas, entre tantas mujeres decepcionadas con su suerte, entre tantas mujeres que renegaban de su condición de amas de casa, había un puñado de mujeres dichosas a las que gustaba lavar pañales, planchar camisas y hacer potajes, y que no sentían como un fracaso el haberse consagrado a sus familias. Cuando torcemos el morro ante las vidas de estas mujeres, no pensamos en ellas sino en nosotras mismas inmersas en una existencia así, que se nos antoja vacía de todo contenido. Ni en un millón de años hubiese cambiado mi vida por la vida de mi madre. Pero creo que ella tampoco hubiese cambiado la suya por la mía.
Una vez, hace casi veinte años, mi hermana quiso repetir aquel modelo de comportamiento. Tenía un novio adolescente, y empezó a dar vueltas a la posibilidad de renunciar a la universidad para quedarse en Lugo, estudiando cualquier cosa poco complicada, para casarse con él lo antes posible. Se lo planteó a mi madre como quien tiene una idea genial, y entonces ella montó en cólera. Le dijo que estaba completamente loca si de verdad creía que iba a dejar que hiciera semejante estupidez. Que se lo quitase de la cabeza, porque no pensaba consentirlo. Eso fue lo que dijo. Sencillamente, que no lo permitiría.
– Vas a irte a Madrid, vas a estudiar en la universidad, vas a licenciarte y ni sueñes con quedarte aquí aprendiendo a hacer lentejas, ¿te queda claro? Ni lo sueñes. Pues hasta ahí podíamos llegar.
Mi hermana no entendía nada.
– Pero si fue lo que tú hiciste.
– No es lo mismo.
Fue su última palabra. Mi hermana no volvió sobre el asunto: mi madre había sido demasiado contundente al respecto. Se vino a Madrid, vivió en un colegio mayor y luego en un apartamento, se licenció, se espabiló. Hizo viajes y conoció a otra gente. Años después rompió con su novio y se casó con otro chico.
Mi hermana y yo hablamos muchas veces de aquella tarde, cuando nuestra madre puso coto a sus intenciones de repetir el esquema de comportamiento del que estaba tan orgullosa. No es lo mismo, había dicho. Tenía razón. Los tiempos habían cambiado, y ella lo había visto antes que nadie. Le gustaba su vida, pero, al mismo tiempo, no quería una vida como la suya para ninguna de sus hijas.
Llevo en la cartera una foto de mi madre tomada en el año 78. Acababa de cumplir treinta y tres años y no le había salido ni una arruga. Tenía la frente limpia, los pómulos altos y tensos, la expresión fresca de una adolescente. Fue mi padre quien tomó el retrato en unas vacaciones, durante el viaje en barco a Ibiza. Mi madre era muy guapa, y está especialmente guapa en esta foto. Lleva el pelo recogido bajo una pañoleta, una camisa de algodón, una falda de flores a la moda de los setenta. Nosotros, sus tres hijos, estamos junto a ella. Es la única que no mira a la cámara. Quizá había fijado los ojos en el mar, en el horizonte azul del Mediterráneo. La imagen de mi madre en esta foto es la de una mujer hermosa, serena, feliz. Una joven madre que reivindica su condición. No parece una esclava. La forma de mirar es la de alguien satisfecho con su elección vital. No sé si yo sería capaz de mirar así, con esa elegante despreocupación, con esa sensación de tranquilo desafío. Parece que está diciéndole al mundo, ésta soy yo, ésta es mi forma de ser yo, atrévete a decir que no estaba en lo cierto cuando elegí hacer así las cosas.
Hoy me miré en el espejo. Con treinta y cinco años, a una edad en la que mi madre ya había criado a tres hijos, yo soy mucho más vieja de lo que era ella. Quizá porque, a su manera, ella supo conducir su vida en la dirección deseada. Y yo aún no sé hacia dónde estoy llevando la mía. Ésa soy yo. La mujer del espejo a la que no había prestado atención en mucho tiempo.
El teléfono sonó justo en ese momento. Era Elena. Me pareció que estaba llorando.
– ¿Qué pasa?
Por favor, otro drama no. En un segundo se me vinieron a la cabeza media docena de posibles desgracias sucedidas al otro lado del Atlántico. El padre de Elena había empeorado. Peter, su marido, había tenido un infarto. Mi amiga acababa de recibir el diagnóstico de alguna enfermedad espantosa. Uno de los niños había sufrido un accidente y estaba en el hospital…
– Ceci… tenía que hablar contigo… estoy tan contenta, Cecilia…
La sensación de alivio que experimenté fue casi física, como si el viento me acariciase la cara. Dejé que Elena llorase sin interrumpirla. Las lágrimas de dicha se venden tan caras que hay que sacarles todo el partido posible. El llanto de mi amiga fluía a muchos kilómetros de distancia, y era maravilloso saber que esa clase de lágrimas no necesitan ser enjugadas.
– Es mi padre… han parado el proceso degenerativo. No saben qué va a pasar en un futuro, pero de momento la enfermedad no va a peor. Acaban de llamar a Peter desde el hospital para decírselo… y tenía que contártelo cuanto antes, Ceci.
Esto es la amistad, pensé. La necesidad de compartir la alegría, mucho más que la obligación de compartir la pena. Hubiese querido abrazar a aquella hija que lloraba por las buenas noticias acerca de la enfermedad de su padre, pero en realidad no era preciso. Elena y yo sólo necesitábamos escuchar nuestras voces, y eso bastaba para saber que estábamos cerca.
– Me ha dado una llorera imponente. -Pude escuchar cómo se sonaba-. Te juro que no sé por qué me pongo así…
– Disfrútalo -le dije, de buen humor-, no pasa todos los días, pero sienta de miedo. Me alegro de que me hayas llamado. ¿Y tu madre? ¿Cómo se lo ha tomado?
– Imagínate. Dice que Europa es el tercer mundo y España, de lo peor, y que aquí sí que saben hacer bien las cosas. Mañana dirá que quiere comprarse una camiseta con la bandera americana. Debe de creerse que tiene una deuda con el Tío Sam en persona.
– Mientras no piense que ha sido cosa de Bush…
– Espero que no. Peter se está portando muy bien con mis padres, pero no sé qué tal llevaría el tener en casa a una suegra republicana.
Nos reímos las dos. En un segundo recordé cómo se había forjado nuestra amistad, durante mi corta estancia en Oxford, cuando el destino nos hizo coincidir en una casa victoriana del barrio de Summertown donde una profesora española acogía estudiantes de la universidad. Elena vivía allí. Yo me había trasladado a disfrutar durante unos meses de una beca que ni siquiera estaba segura de merecer. Cuando llegué a Oxford, con sus hermosas cúpulas y los parques impecables de los colegios, sentí que estaba allí como de prestado, que era una auténtica intrusa entre todas aquellas mentes prodigiosas de jóvenes trilingües destinados a ocupar un lugar de privilegio en el mundo futuro. Elena era uno de aquellos alumnos casi superdotados a los que hubiera querido parecerme. Hablaba inglés, francés y alemán como una nativa, y tenía conocimientos de italiano y de lenguas eslavas. Preparaba su tesis doctoral bajo el manto protector del Trinity College, y además era una experta en comida macrobiótica y estaba obteniendo un diploma profesional de masajista de shiatsu.
La primera vez que vi a Elena, llevaba una falda larga y un sombrero negro, y no sé por qué creí que aquella chica morena y vivaz no tenía nada que ver conmigo. No me equivocaba: éramos la noche y el día. Creo que precisamente por eso acabamos haciéndonos amigas. Guardo en la memoria nuestras conversaciones en el invernadero de la casa, bebiendo té Lady Gray mientras divagábamos acerca de nuestras vidas en construcción.
Ella y yo pasábamos el día enfrascadas en nuestros trabajos, y no nos veíamos hasta la noche, pero solíamos esperarnos la una a la otra para cenar juntas y hacer luego una larga sobremesa antes de dormir. Los fines de semana preparábamos algún desayuno especial, o un auténtico té a la inglesa con scones de pasas y crema batida. De vez en cuando íbamos a algún concierto o a una obra de teatro. A veces viajábamos juntas a Londres y antes de tomar el autobús comprábamos brownies de chocolate con nueces. Nos cambiamos mutuamente. Yo rescaté a Elena del vegetarianismo; ella me salvó de un amor empecinado que no tenía sentido y cuyo recuerdo había arrastrado hasta la pérfida Albión. Luego, cuando yo dejé Oxford y ella se quedó, supimos que aquellos meses compartidos en la casa del número 10 de Hamilton Road iban a ser parte esencial del resto de nuestras historias respectivas.
La conversación telefónica duró más de una hora. Hablamos de antiguos camaradas de la universidad, de la tarde en que nos trasladamos a Londres para asistir a una conferencia de Vargas Llosa en el Instituto Cervantes y de una fiesta que habíamos organizado en casa coincidiendo con el día de Guy Fawkes. Luego, Elena me dio cuenta de los progresos en la escuela de Eliza y Alexander, yo del último trabajo que había entregado en la editorial.
– Por cierto, mi madre me pide que te dé las gracias otra vez por cuidar del abuelo. Ayer hablamos con él, y parece tan contento contigo… ¿de verdad no te está incordiando?
– En absoluto. Le he cogido cariño. A lo mejor hasta le pido que me adopte…
– Es una posibilidad. Oye, Ceci, tengo que colgar. Unos colegas de Peter vienen a cenar a casa, y como uno de ellos es el que trata a mi padre, voy a echar el resto para parecer la perfecta esposa americana, que es lo que de verdad le gusta a esta gente. Se creen muy modernos porque votan demócrata y hablan pestes de la guerra, pero en el fondo son más carcas que nadie. Lo que es por ellos, las mujeres deberían estar en casa haciendo tarta de pacanas y tejiendo calcetines. Te llamaré en unos días.
Iba a despedirme, pero había algo que debía contar a Elena, y tenía que hacerlo en ese mismo momento.
– Una cosa más… he dejado a Miguel.
Silencio.
– ¿Cuándo?
– Hace cuatro semanas. No te lo dije antes porque quería rumiarlo sola, ¿vale?
– Vale. -Otro silencio-. ¿Tú estás bien?
– No estoy mal. Ya seguiremos hablando. Tus dinosaurios deben de estar a punto de llegar y no deberían encontrarte en zapatillas.
– Ceci, espera…
– ¿Qué pasa?
– Que te quiero mucho.
Pero eso yo ya lo sabía.
Reconocer ante los demás que Miguel y yo habíamos roto era dar un paso hacia adelante. Llevaba demasiado tiempo negándome a asumir lo que consideraba un fracaso, porque eso es una relación rota: un pequeño desastre mutuo donde siempre hay dos culpables.
Le dije a Elena que había acabado con Miguel, pero de momento no le he contado la historia entera. Después de todo, pasarán meses antes de que yo misma sea capaz de diseccionar lo ocurrido entre Miguel y yo, antes de que pueda determinar qué porción de responsabilidad tiene él y qué parte me toca asumir a mí. Aunque, después de todo, ¿qué más da eso ahora? Ya no estoy con el hombre a quien quise durante más de tres años, con el hombre a quien no sé si quiero todavía. Pero no deseo pensar en eso. Me basta con ser capaz de admitir ante los demás que nuestra historia en común se ha terminado, y con reconocer ante mí misma que fui yo quien le puso punto y final, quien cogió la puerta para marcharse. La decisión la tomé yo, y supongo que eso me hace doblemente responsable.
A mi madre le gustaba Miguel. Supongo que eso no tiene ningún mérito, porque en realidad estaba predispuesta a que le gustase todo el mundo. A veces creo que la simpatía es una cuestión de voluntad, de buenas intenciones. Hay gente que va por el mundo con la guardia en alto, buscando motivos para detestar a todo bicho viviente que se le cruce en el camino. Y hay personas, como mi madre, que intentan encontrar razones para crear empatía con quienes aparecen en sus vidas.
Claro que en el caso de Miguel había otros motivos que facilitaban a mi madre el camino hacia el afecto. En primer lugar, el hecho de que por primera vez en mucho tiempo su testaruda hija mayor fuese capaz de reconocer sin subterfugios que había encontrado a una persona que mereciera la pena. Imagino que empezó a preocuparse cuando abordé la treintena sin lo que ahora se llama una pareja estable. A todos los efectos, estaba sola, aunque no lo estuviera. Hubo otros hombres antes que Miguel. Cuántos, no importa. En cualquier caso, demasiados para el gusto de mi madre.
Ella conoció a un solo hombre en toda su vida. Empezó su noviazgo con mi padre cuando tenía quince años. A esa edad, ni yo ni ninguna de mis amigas pensábamos en novios, mucho menos en maridos ni en nada parecido. Salíamos con chicos porque era lo que había que hacer, pero se nos hubiesen puesto los pelos de punta sólo de pensar que alguno de aquellos ejemplares salpicados de granos y con la hormonas alborotadas podía convertirse en el padre de nuestros hijos. Yo ni siquiera estoy segura de quién fue el primer chico a quien besé. Mi madre se casó con el chico que le dio el primer beso. A ella y a mí nos separaban veinticinco años y todo un abismo sociológico del que echar mano para explicar nuestra diferencia de criterios.
Al contrario de lo que hacían las madres de mis amigas, ella nunca expresó en voz alta su preocupación ante mi nulo interés en, como se decía antes, «sentar la cabeza». En lugar de una boda, yo le brindé toda una sucesión de amigos y amantes oficiosos que no exhibía pero que tampoco ocultaba. Hablaba de ellos con una falta de pudor que ahora no sé si resultaba provocadora o tierna. Aquellas parejas de ocasión tenían sus nombres y sus vidas, y entraban y salían de la mía con una naturalidad extrema. De pronto, dejaba de mencionarlos y mi madre sabía que habían desaparecido, probablemente sin dejar la menor huella. Y mientras yo pasaba de puntillas por el mundo de las relaciones amorosas entre adultos, las hijas de sus amigas celebraban aniversarios junto a sus novios formales.
Algunas de aquellas chicas se casaban y la invitaban a sus bodas, que solían celebrarse por todo lo alto. Ella y mi padre acudían a las listas de regalos, elegían un presente sin saber que en realidad la aspiradora o el juego de té estaban destinados a convertirse en una fracción de la luna de miel, y participaban de la emoción de los padres y los padrinos y en la fiesta posterior, donde alguien, a buen seguro, les preguntaba si su díscola hija mayor no se animaba a pasar por la vicaría. Siempre había un alma caritativa que añadía una especie de pregunta desesperada, como quien lanza un cabo misericordioso: «Al menos tendrá novio, ¿no?», para añadir, con más bien poco tacto, «como se despiste, se le va a pasar el arroz».
Supongo que mi madre se hacía cruces con mi fragilidad sentimental, pero jamás me hizo insinuaciones al respecto. Siguió yendo a las bodas de las hijas de otros, comprando regalos para los demás, escuchando comentarios impertinentes y preguntándose, imagino, si alguna vez le tocaría a ella el organizar una boda para rentabilizar, al menos, los muchos regalos que había hecho. Y mientras todo el mundo (supongo que mi madre también) empezaba a pensar en mí como en una especie de bicho raro, aquellas chicas de las bodas tenían hijos, y mi madre las veía pasear por la ciudad, con sus cochecitos y sus bebés, orgullosas de su condición de madres juveniles. Yo no estaba por allí, evidentemente. Como no tenía marido, ni hijos, ni perspectivas de tener ninguna de las dos cosas, me gastaba el dinero que ganaba en ropa y zapatos y viajes exóticos. Ellas tenían niños y una casa en propiedad. Yo tenía un traje de noche de Armani y había estado en Japón, en Estonia y en Birmania. Doy por hecho que esas cosas consolaban a mi madre. Unas chicas tenían hijos y otras nos comprábamos ropa de los mismos diseñadores que vestían a las estrellas de cine y conocíamos lugares misteriosos que la mayoría de la población ni siquiera sabría ubicar en el mapa.
Pasó el tiempo, y pasaron otras cosas. Las hijas de las mismas amigas que habían protagonizado pomposas ceremonias en el altar de alguna iglesia pija empezaron a divorciarse, a tener problemas con la custodia de los niños y con el pago de la pensión compensatoria. Tampoco entonces hizo mi madre ningún comentario, pero imagino que se dio cuenta de que, para mi generación, las cosas no eran tan elementales como lo habían sido para la suya. Debió de empezar a ver mi situación con otros ojos. Y mientras yo seguía incrementando mi lista de desengaños y de relaciones fugaces, algunas chicas de mi edad consumían ansiolíticos y pleiteaban con el mismo tipo al que habían jurado fidelidad eterna ante doscientas personas. Al menos, yo estaba tranquila en mi inestabilidad.
No sé muy bien qué pensó mi madre al conocer a Miguel. Sólo me dijo «es muy guapo». No comentó nada más, probablemente porque estaba segura de que no volvería a verle el pelo. Cuando su presencia se convirtió en una constante, cuando no dejé de nombrarle pasadas cuatro semanas, cuando se dio cuenta de que esta vez estaba permitiendo que se quedara alguien que, además, deseaba hacerlo, debió de cruzar los dedos y decirse, «bueno, quizá es éste. Quizá ha merecido la pena esperar». Porque, más allá de su buena disposición, a mi madre le gustaba aquel chico. Le gustaba de verdad. No me lo dijo nunca, claro. Pero yo lo sabía. Conocía demasiado bien a mi madre como para que me pasara desapercibida una cosa así.
También sé que le hubiese gustado que nos casáramos aunque, obviamente, jamás de los jamases me preguntó por mis planes de boda. Pero todas las madres, la mía también, quieren ver a sus hijas vestidas de blanco, con un traje carísimo que no van a volver a usar, sosteniendo un ramo hecho hipócritamente de flores de azahar, y convertidas por unas horas en el centro de todas las miradas. En lugar de eso, el único futuro que tímidamente sugeríamos Miguel y yo era el de acabar convertidos en una pareja de DINK's. Double Income, No Kids. Ingresos por duplicado, sin hijos. Era una opción que iba ganando adeptos entre hombres y mujeres que habían superado la treintena y que encajaba perfectamente en mi trayectoria vital de personaje egoísta, celoso de su libertad, de su independencia y de su tiempo. Así que mi madre debió resignarse: no iría a mi boda, quizá no tendría nietos míos, pero «al menos» yo había encontrado a alguien dispuesto a cuidar de mí. Porque, aunque llevaba media vida intentando convencerla de que no necesitaba los cuidados de nadie, todas las madres quieren saber que hay alguien dispuesto a ocuparse de sus hijas. Y mi madre excepcional no iba a ser una excepción también en eso.
Admito que si mi madre no hubiese muerto, me hubiese resultado más difícil dejar a Miguel. No por el desconcierto y el disgusto que esa ruptura le hubiera causado a ella, sino porque es más sencillo tomar decisiones drásticas cuando uno se siente desdichado. Si se ha llegado a un grado extremo de amargura, se pierde el miedo a aumentar un poco más la temperatura de la pena. Así que puse punto final a una relación que fue perfecta y que un día empezó a dejar de serlo. Pero ésa es otra cuestión que todavía no estoy en condiciones de abordar.
Hay a mi alrededor muchas parejas que aseguran que son felices. No tengo por qué desconfiar de su versión de las cosas, pero he ido aprendiendo que en la vida no todo es lo que parece, y al pensarlo no puedo evitar el recordar a Laura, y recordar su historia, cuyo verdadero final no conoce nadie más que yo.
Laura trabaja en el departamento de ficción de la editorial con la que colaboro. Fue allí donde la conocí. Una chica estupenda, atractiva, muy lista, con una carrera brillante y un marido muy guapo. Mateo, se llamaba. Hacían una pareja de cine. Salí a cenar con ellos un par de veces. Eran un dúo envidiable. Lo pasaban bien juntos, se reían de las mismas cosas, se miraban por encima de los platos y supongo que hasta se tocaban los pies por debajo de la mesa. Tenían una casa preciosa en las afueras de Madrid, una casa construida en los años veinte que había pertenecido a los padres de Mateo y que habían arreglado entre los dos con muebles traídos de Asia, cortinas hechas de cáñamo y alfombras afganas de nudo finísimo.
Mateo ocupaba un puesto importante en una empresa multinacional de esas que nadie sabe qué fabrican ni a qué se dedican exactamente. Tenía que viajar bastante, y Laura confesaba llevar regular las continuas ausencias de su marido. Hace como año y medio, la empresa de marras celebró en Valencia una especie de congreso o algo así, y Mateo se pasó fuera de Madrid casi toda la semana. Pensaba volver el jueves al final de la tarde, pero perdió el avión de las siete y ya no quedaban plazas en otro vuelo. Cuando llamó a Laura para contarle que tenía que hacer noche en Valencia, ella se cabreó. Mucho, según nos dijo, aunque cuesta trabajo imaginar muy enfadada a una persona como ella, que es de natural pausado y maneras suaves. Pero aquella noche Laura quería ver a su marido, quería dormir con él, quería hacer el amor y comentarle los pequeños acontecimientos de la semana. Y cuando supo que tendría que acostarse sola una noche más, que tendría que aplazar veinticuatro horas el encuentro con Mateo, se enojó más de la cuenta.
Él intentó apaciguarla, pero Laura colgó el teléfono y luego lo desconectó. Mateo intentó arreglar las cosas. Localizó a una secretaria que había viajado a Valencia en coche y que estaba a punto de emprender viaje de vuelta por carretera, y le pidió que le llevara a Madrid. Mateo quería aparecer en plena noche para darle una sorpresa a su mujer. Pero las cosas iban a torcerse: Mateo y aquella chica se salieron en una curva de la autovía y se mataron los dos. Cuando el teléfono sonó de madrugada en casa de Laura, ella ya no estaba enfadada. Sólo esperando que pasasen las horas que la separaban de la llegada de Mateo y de su inmediata reconciliación.
Es fácil imaginar cómo recibió Laura la noticia de la muerte de su marido, y hasta qué punto se sintió culpable de lo ocurrido en aquella carretera entre Valencia y Madrid. Todo el mundo le decía que no debía pensar esas cosas, que el accidente había sido una pura fatalidad. Pero Laura sólo tenía en la cabeza aquella discusión estúpida, los reproches infantiles que había hecho a Mateo y la rabieta que le había llevado a él a cambiar de planes y hacer precipitadamente en coche el camino de regreso que tendría que haber emprendido en avión doce horas después.
Durante el funeral, Laura parecía sólo un bosquejo de la mujer que yo conocía. Tenía el pelo revuelto y los ojos vacíos de toda expresión, los labios pálidos y el rostro hinchado por el llanto. Creo que nunca había visto a nadie tan desesperado. Supongo que la tristeza y la culpa forman una mezcla peligrosa. Su hermano me dijo que había rechazado todos los sedantes que quisieron administrarle, como si estuviese empeñada en asumir hasta la más mínima fracción de dolor, en mortificarse todo lo posible.
Supe por la gente de la editorial que había pedido unos días de baja. Se los dieron sin problemas: en su estado, la pobre Laura era una perfecta inútil desde el punto de vista laboral. No podía concentrarse ni participar en reuniones, de forma que aún iba a ser menos capaz de recomendar libros para su publicación o de tratar con los autores. Se decía que quizá solicitase una baja definitiva. El dinero no iba a faltarle. Mateo tenía un buen seguro de vida, y su empresa, en un raro alarde de magnanimidad, había considerado su muerte como un accidente laboral, de forma que Laura se había convertido en una viuda muy rica. La llamé un par de veces para interesarme por su estado, pero nunca logré entablar con ella algo que pudiera calificarse de conversación. Sólo era posible escuchar sollozos y monosílabos. Me dije que quizá era mejor dejarla en paz durante una temporada, y eso fue lo que hice, aunque a veces me acordaba de lo que le había ocurrido y me preguntaba si algún día aquella mujer podría superar su complejo de culpa e iniciar una vida nueva al margen de la que había tenido al lado de Mateo.
Un día, Silvia me contó que Laura había pasado por la editorial para hablar con los jefes. Al parecer, quería pedir el alta, y también unas vacaciones sin sueldo. Iba a hacer un viaje, dijo. Y así fue. Estuvo desaparecida durante un par de meses. Cuando volvió y le preguntaron cómo se encontraba, dijo tranquilamente que estaba muchísimo mejor, y la verdad es que nadie pudo ponerlo en duda: estaba más delgada y más guapa, se había cortado el pelo y su nuevo estatus de mujer bien situada le había permitido renovar su vestuario, así que la ropa de Zara y Massimo Dutti habían dejado paso a impecables trajes de chaqueta de MaxMara, y los zapatos que compraba rebajados en los muestrarios de Hortaleza, a exquisitas sandalias de Sonia Rykel y Jimmy Choo. Luego me dijeron que también se había cambiado de casa tras vender el chalet de las afueras y comprarse un apartamento de lujo en la zona de Princesa. Había vuelto a hacer vida social y trabajaba más que nunca. Antes de cumplirse un año de la muerte de Mateo, ya estaba viviendo con otro tipo, un autor argentino cuya novela -que había publicado la editorial por sugerencia de la propia Laura- llevaba tres semanas en la lista de libros más vendidos.
No hace falta decir que prácticamente todo el mundo criticó a Laura, y los que, como yo, no lo hicimos en público, fue simplemente por llevar la contraria. Dije a todo el que quiso escucharme que me alegraba de que hubiese sido capaz de superar su desgracia y salir adelante. Pero, en mi fuero interno, a mí también me espantaba la idea de que en sólo nueve meses aquella viuda desconsolada y llorosa hubiese sido capaz de renacer de sus propias cenizas, de empezar otra vida pasando por encima del recuerdo del hombre al que había amado y que se había matado por adelantar unas horas el encuentro con ella. ¿Cómo había conseguido Laura dejar atrás su pena? ¿Qué había hecho para pasar la página del dolor de una forma tan contundente?
Cuando mi madre tuvo su recaída, Laura me llamó varias veces, ofreciéndose incluso a echarme una mano «en cualquier cosa que puedas necesitar». Agradecí su gesto, sobre todo porque llevábamos meses sin hablar. Supongo que, al ser testigo de su milagrosa recuperación, tenía el convencimiento de que Laura se había convertido en una persona distinta a la que yo conocía y, consecuentemente, yo ya no tenía gran cosa que ver con ella. Luego, tras morir mi madre, volvió a ponerse en contacto conmigo, y hablamos por teléfono en un par de ocasiones. Un día me invitó a comer a su casa. Supongo que puse alguna excusa más bien poco convincente, porque la idea de pasar dos horas con ella no me seducía demasiado.
– Venga, Cecilia, anímate… El apartamento tiene unas vistas preciosas y podemos comer en la terraza…
Dije que sí porque no me apetecía seguir inventando disculpas. El día señalado aparecí en la casa con una bandeja de pasteles y un humor no demasiado bueno. Esperaba encontrar a una nueva Laura empeñada en convencerme de lo feliz que era. No sé por qué, imaginaba a su nueva pareja como un mentecato deslenguado, un típico ejemplo de cabeza de chorlito de esos que van dando tumbos por la vida y de vez en cuando apalancan sus culos de artistas en la casa de alguna tontaina vulnerable y generosa, necesitada de afecto o, simplemente, deseosa de compañía. Pues eso era lo que suponía yo: que para convencerse a sí misma de que había reconstruido su vida, Laura precisaba de un hombre que completase el decorado.
Laura me recibió con afecto y me presentó al escritor argentino que ocupaba el lugar de Mateo. Se llamaba Alexis y, en contra de lo que esperaba, lo encontré simpático. No era tan joven como parecía en la foto de las solapas de los libros, llevaba unas gruesas gafas graduadas y tenía un cierto aire de desamparo inteligente. Me contó que llevaba dos años en España, que daba clase en una universidad privada y que ni en sueños había esperado tener éxito con aquella novela que había tardado más de cinco años en escribir. No parecía un bohemio, no era un guaperas de revista ni un gracioso profesional, y ni siquiera abusaba del acento argentino para acentuar su encanto. Me cayó bien. No iba a quedarse a comer: tenía una cita con un periodista, pero esperaba que volviésemos a vernos algún día.
Cuando se fue, Laura me enseñó la casa: un apartamento no demasiado grande, con un dormitorio, un despacho amplio con dos mesas de trabajo que parecía augurar que la relación con el escritor tenía futuro, y una luminosa sala de estar rematada en una terraza. Sin poder evitarlo, intenté identificar en el mobiliario alguna de las piezas que estaban en el chalet que había compartido con Mateo, pero no encontré ninguna. El apartamento estaba decorado en tonos blancos y neutros, y las piezas de decoración se reducían al mínimo indispensable. Las alfombras de artesanía, las pesadas cortinas, los muebles coloniales, los tapices de colores y los adornos llegados de la India habían pasado a formar parte de la historia.
Ayudé a Laura a poner la mesa en la terraza. Había preparado una pasta con salsa de setas que me había gustado mucho la primera vez que la probé, en su antigua casa y en su antigua vida. Aquella pasta parecía ser lo único que quedaba del pasado de Laura. Fue una comida agradable. Hablamos de cosas de la editorial y de algunos conflictos empresariales cuyos entresijos ella conocía bastante mejor que yo. No me habló de Alexis, ni de lo feliz que era con él, como si no necesitase alardear de la nueva bonanza de su vida. No sé por qué, pero me sentía cómoda allí, en aquella casa, donde no había un solo rastro de dolor, una mínima sombra de añoranza, pero tampoco las huellas de una dicha artificial o forzada. Seguía pensando que, al rehacerse tan pronto, Laura había traicionado a Mateo, pero su actitud empezaba a parecerme más digna de admiración que de crítica. En realidad, me hubiera gustado atreverme a preguntar, cómo lo has conseguido, dónde se aprende a olvidar a alguien a quien has querido y que te ha querido, cómo se cierra el telón de una vida perfecta y se empieza una nueva función con un decorado distinto. Porque supongo que habrá que hacer algo más que deshacerse de los muebles de caoba y cambiar las alfombras de dibujos por una moqueta de color crema, algo más que comprar una mesa de estilo zen y unos cuantos grabados japoneses.
El sol se nubló y entramos en la casa para tomar el café. Laura me preguntó por mi estado de ánimo, por la situación de mi familia.
– Lo habréis pasado muy mal.
– Qué te voy a contar yo a ti…
Me arrepentí de la frase en el mismo momento. Era como forzar a Laura a recordar que hubo un tiempo en que ella había sido también una mujer digna de lástima, experta a la fuerza en los códigos del dolor. Ella me sonrió de una forma muy rara que no entendí.
– Sí, al principio lo mío también fue duro. Claro que después las cosas vinieron rodadas.
Empezaba a sentirme incómoda. ¿Qué quería decir Laura? ¿A qué se estaba refiriendo? A ella no le pasó inadvertido mi gesto de extrañeza. Se acarició la nuca antes de seguir hablando: también su peinado era nuevo.
– ¿Quieres saber de qué va todo esto, Cecilia? ¿Quieres entender lo que me ha pasado en estos últimos meses?
No sabía qué contestar.
– Mira, Laura, lo que hagas con tu vida es cosa tuya…
– Esa es una frase hecha. Ya sé que todo el mundo en la editorial me ha puesto a parir. Supongo que tú también, y me importa un bledo. Pero te voy a contar cómo ocurrieron las cosas, ¿vale? Y después puedes seguir pensando lo que quieras. Mira, cuando Mateo murió, creí que iba a volverme loca. Había perdido a la persona que más quería en el mundo, y encima estaba convencida de que la culpa de su accidente la había tenido yo. Después del funeral me encerré en casa sin querer ver a nadie. Me pasé días enteros en la cama. Lo único que hacía era llorar y ver la tele. Y una mañana me llamaron por teléfono. Era alguien que preguntaba por Mateo. Ya había ocurrido más veces, así que no me sentí ni mejor ni peor, conté que había muerto y que yo era su viuda. Me horroriza ese título, su viuda. En fin, que aquel tipo se quedó voladísimo, me pidió disculpas, etc., etc., y luego me explicó que tenía el carnet de identidad de Mateo. Lo cierto es que el puto carnet no aparecía por ningún sitio. No lo llevaba encima en el momento del accidente, ni yo tampoco lo había encontrado en los cajones de casa. La Guardia Civil dijo que era posible que hubiese salido despedido de la cartera a consecuencia del impacto. Y unos días después, aquel hombre telefoneaba para decir que el dichoso carnet de mi marido lo tenía él. Le pregunté desde dónde me llamaba, y me dio el nombre de un hotel rural. Se ofreció a enviarme el documento por correo, pero no quise. Le pedí la dirección, cogí un coche y fui hasta allí…
– ¿Tú sola?
– Sí, yo sola. Con los ojos hinchados, siete kilos menos y la cabeza como un bombo. Y, pásmate, por el camino iba bastante tranquila, como si supiera que aquel viaje iba a suponer un antes y un después en mi vida. El hotel estaba a unos cien kilómetros de Madrid, en un desvío de la autovía de Levante… ¿a que ya vas adivinando? Sí, Cecilia, Mateo se había quedado en ese hotel en el viaje de ida a Valencia. No había ido en avión, sino en coche. Con la misma chica con la que se mató. Y la noche del accidente no regresaba a Madrid para darme una sorpresa. Habían dejado una habitación reservada en la casa rural, pensaba pasar la noche allí con su ligue, y volver a Madrid en coche a primera hora de la mañana. Un plan perfecto ¿a que sí? Pero la primera noche el muy memo se dejó el carnet de identidad en la recepción del hotel. De no ser por ese detalle, yo seguiría considerándome culpable de lo que le pasó. Ya ves cómo son las cosas. Todo el mundo piensa que soy la mala de esta historia. Una bruja que en menos de un año se ha olvidado de su marido. Lo que no sabe la gente es que Mateo me lo puso muy fácil. Yo estaba en casa esperando que volviera, y él estaba pisando el acelerador para tirarse cuanto antes a otra tía.
– Laura… no sé qué decirte…
– Ya me lo imagino. Al principio yo tampoco sabía qué hacer, ni qué pensar, ni nada de nada. ¿Conoces a Marina Miranda?
Dije que no.
– Publicó un libro de autoayuda con la editorial. Es psicóloga. Yo la conozco desde hace tiempo, fue novia de mi hermano. Cuando murió Mateo intentó ayudarme, pero no había querido saber nada de ella. La pobre andaba por la casa detrás de mí, con una caja de orfidales en la mano, dándome la tabarra para que bebiese líquido y empeñada en que tenía que dormir. Acabé pidiéndole que se largara, no soportaba tenerla todo el día subida en mi chepa. Por suerte no se enfadó. La llamé aquella misma tarde, al volver a Madrid, y le conté todo. Se portó muy bien. Estuvo varios días viviendo en mi casa, hablando conmigo durante horas y ayudándome a digerir la historia. Luego pedí las vacaciones sin sueldo y me fui de viaje. Fue un consejo de Marina, y me vino muy bien.
– ¿Dónde estuviste? -Era una pregunta estúpida, ya lo sé. ¿Qué más daba eso?
– Por Estados Unidos. De costa a costa, en plan road movie. Alquilé un coche americano, un Chevrolet automático de color cereza. Me quedé en los mejores hoteles, comí en los mejores restaurantes y compré un montón de cosas. Gasté un disparate, pero no me arrepiento: entre el seguro de Mateo y la indemnización de la empresa, me llevé casi dos millones de euros. Al volver vendí la casa con todo lo que tenía dentro. No me traje ni un paño de cocina. La familia de Mateo me puso de vuelta y media, pero a mí me traía al fresco lo que dijera aquella gente. De todas formas, nunca les caí demasiado bien.
– ¿No les contaste lo que había pasado?
– No ¿para qué? Si la madre de Mateo quiere seguir pensando que su hijo es san Francisco de Asís, yo no tengo ningún inconveniente. Por mí, como si lo canonizan. Yo, a lo mío, a seguir con mi vida y a gastarme los millones haciendo lo que me dé la gana. Ya sé que todos me veis como una mantis religiosa o algo parecido, pero me importa un carajo. Así, con todas las letras. Un carajo. Casi prefiero que piensen que soy una hija de puta que una pobre cornuda que llevaba años creyendo que su matrimonio era perfecto mientras su marido se la pegaba con una secretaria. En cuanto a Alexis, es un tío estupendo que apareció en el momento justo. Al final, Cecilia, he tenido más suerte de lo que la gente se cree y no soy tan mal bicho como todo el mundo piensa.
Nos quedamos calladas las dos. Había empezado a llover, y el suelo rojizo de la terraza brillaba como un espejo.
– Mira qué bien, así no tengo que regar. -Laura sonreía-. Eso de estar pendiente de las plantas es una verdadera lata.
Yo nunca había tenido una terraza, ni un jardín, ni siquiera una maceta, así que no podía opinar. Claro que tampoco había tenido nunca un marido, y eso no me impidió juzgar a Laura sin conocer toda su historia.
– Laura -le dije, por fin-. ¿Por qué me lo has contado?
Ella se puso muy seria para contestar.
– Pues… a ver si sé explicarlo… es por ti, y por lo que le ha pasado a tu madre. No quiero que me veas como un ejemplo, que pienses, «bueno, si ella se ha recuperado tan rápido de la muerte de su marido es que no debe de ser tan difícil tirar para adelante, y si yo no soy capaz de hacerlo como ella es porque soy idiota». Sí que es difícil, Cecilia. Pero a mí me allanaron el camino. Olvidar a una mala persona es más sencillo que olvidar a alguien bueno, y no me importa lo que digan los psicólogos. Esto te lo digo yo.
He vuelto a ver a Laura algunas veces. En la editorial siguen comentando cosas a sus espaldas, y alguien ha empezado a llamarla «la viuda alegre». Yo no estoy autorizada a contar su secreto. Todo lo que puedo hacer es echar mano de aquella frase que nos repetían en el colegio, cuando éramos pequeñas, «antes de juzgar a alguien, intenta conocer sus circunstancias». Me pregunto cuándo, quienes me conocen bien y quienes no me conocen, empezarán a juzgar mi ruptura con Miguel, a unir por su cuenta las piezas del puzle, a opinar sobre lo que nos ha pasado. Y me pregunto si, como Laura, yo seré capaz de decir «me importa un carajo» con la misma seguridad con que ella me lo dijo aquella tarde en que la lluvia le evitó el tener que regar las plantas de la terraza de su casa nueva.
La tarde siguiente llegué a casa de Silvio un poco antes de la hora acostumbrada. Llevaba dos libros para regalar a Lucinda: la enciclopedia de mitología para niños y una edición de Peter Pan.
– Aquí tiene… a ver si le gustan.
– Gracias, señorita Cecilia, pensé que no se iba a acordar. Qué bien, tienen la letra grande… como ando mal de la vista…
– Los dibujos los he hecho yo.
En la mirada de Lucinda había una incredulidad ofendida.
– Quite allá, no me mienta.
– Es verdad. Ése es mi trabajo, dibujar para los libros.
Lucinda hojeaba el ejemplar de Peter Pan y meneaba la cabeza como si no diera crédito.
– Qué cosas, señorita Cecilia. -No supe a qué se refería-. Ande adentro con el señor Silvio. Hoy les he traído tarta para la merienda, se me van a hartar del bizcocho. Pero tendrán que esperar un poco porque es temprano todavía.
Por las ventanas de la sala entraba un sol dorado que iluminaba la figura de Silvio. El abuelo dormitaba en su sillón, con una manta de viaje sobre las piernas y la cara vuelta hacia la luz de la tarde, como si estuviera buscando el calor del otoño. Intenté acercarme sin hacer ruido, como hacía Lucinda, y me deslicé hacia el sillón vecino en el que me sentaba todas las tardes. Silvio no se despertó. Pude observar la pureza de aquellos rasgos seniles, la perfecta simetría de su cabeza de patricio, el gesto suavemente contraído por efecto del sueño. Le dejé dormir durante unos minutos. Daba gusto ser testigo de aquella siesta pacífica: ni siquiera roncaba, no se movía… y de pronto se me pasó por la cabeza la idea de que mi amigo estuviese muerto. Por todos los santos. Ocurre muchas veces: un viejo se echa a dormir y ya no se despierta. Todo el mundo, empezando por mí, asegura que es la mejor forma de morirse: una cabezada y hala, directo al limbo. Pero yo no quería que Silvio se muriese, ni siquiera así, de una forma tan envidiable.
– Silvio… -susurré, y en cuanto abrió los ojos me sentí aliviada y también un poco estúpida al haberle arrancado del sueño por pura aprensión.
– ¿Estaba roncando?
– No, no -me eché a reír.
– ¿Qué hora es? -miró él mismo su reloj-: Ah, las cuatro y media. Hoy has venido antes.
– Sí… perdone que le haya despertado.
– Has hecho bien. No ibas a estar aquí viéndome dormir, ¿eh? Mirar a un viejo que se echa la siesta no es la mejor forma de pasar la tarde.
Dobló la manta que le protegía las rodillas y se levantó -por cierto, con una agilidad notable- para guardarla en un cajón. Creo que era la primera vez que le veía moverse. Lo hacía de forma pausada y elegante, como los ancianos de las películas antiguas. Antes de sentarse tomó la caja de las fotografías, que descansaba sobre un mueble vecino.
– Muy bien. ¿Quieres que siga contándote? ¿Por dónde íbamos? No, no me lo digas…
¿Recuerdas el telegrama que había escrito a Zachary West? Un día después de enviarlo, recibí en mi despacho la llamada de un hombre con acento americano. Me dijo que el señor West me esperaría aquella tarde, después de las siete, en el bar del hotel Palace. Antes de colgar, como si hubiese recordado súbitamente aquella indicación, me dijo, «vaya usted de uniforme».
No puse objeciones a la indumentaria que debía lucir, ni tampoco al lugar de la cita, aunque el bar de un hotel de lujo me parecía el lugar menos apropiado para hablar de cosas serias. En 1945, el bar del Palace estaba tomado por hombres de negocios, extranjeros con aspecto de agentes secretos -seguramente lo eran-, políticos en ejercicio, nuevos ricos y prostitutas caras que bebían champán a cuenta de otro.
Zachary llegó antes que yo, y se sentó en la mesa esquinada que me pareció perfecta para hablar discretamente. Le observé durante unos segundos antes de hacer notar mi presencia: habían transcurrido seis años desde nuestro último encuentro, pero no pude advertir en él cambios notables. No había ganado peso, no había perdido el pelo y conservaba el aire de hombre de mundo que llamaba la atención de todos cuando paseaba por la plaza Mayor de Ribanova arrastrando su cojera de héroe de guerra.
Se puso de pie al advertir mi llegada, y me tendió la mano como anticipándose a cualquier intención de abrazarle. Sentí un relámpago de espanto, pues pensé que la imposición de un saludo formal podía ser un signo de distanciamiento, pero la mirada de Zachary West seguía transmitiendo el afecto de otros tiempos. Supuse que, al estrecharme la mano, mi antiguo amigo sólo pretendía dar a nuestro encuentro un matiz oficial de cara a quienes pudieran observarnos.
– Estás igual -le dije torpemente, mientras el camarero tomaba la comanda.
– En cambio tú pareces distinto. Has cumplido los veintiocho, ¿no es así?
– En mayo. El tiempo pasa para todos -y bajando la voz-: Tengo noticias, pero no sé si es un buen sitio para…
– No te preocupes. Cualquiera que nos vea pensará que estamos haciendo negocios. A eso me dedico ahora, ¿sabes?
– ¿Has dejado la embajada?
– ¿La embajada? Por favor, ésa fue una etapa que acabó hace siglos… Trabajo en una compañía aeronáutica. La política nunca me ha interesado lo más mínimo.
El camarero nos sirvió las bebidas. West había pedido un combinado para cada uno, y el sabor de la ginebra me vino bien para calmar mi desazón.
– Escucha… se trata de Ithzak Sezsmann.
Mi amigo no cambió su gesto, pero las manos se le crisparon sobre los brazos de la silla que ocupaba.
– Murió en Mauthausen hace más de un año. Recibí la noticia por un preso del campo que consiguió volver a España al acabar la guerra.
Esta vez fue Zachary West quien liquidó su vaso de un solo trago, y luego se pasó por la boca cuidadosamente la servilleta de encaje. Pensé que, observándonos desde lejos, cualquiera hubiera jurado que manteníamos una conversación libre de toda trascendencia.
– Bien -dijo, y me di cuenta de que estaba intentando asimilar la mala nueva-. Bien. Suponíamos que Ithzak estaba muerto. Era casi imposible que hubiese sobrevivido a las deportaciones. Amos murió unos días antes del traslado al gueto… Ithzak consiguió hacerme llegar la noticia. Luego perdimos el contacto… pero ¿has dicho Mauthausen? ¿Cómo fue a parar allí? Normalmente, los habitantes del gueto de Varsovia eran enviados a Treblinka o a Lublin…
– Ese hombre, Font, me contó que pensaba que le habían detenido a pocos kilómetros del campo.
– Debió de escapar del gueto… o quizá de otro campo. Tal vez intentaba llegar a Suiza…
Una voz correosa sonó a nuestras espaldas.
– Miren quién está aquí… si es el hombre de Hughes en persona…
Zachary West necesitó sólo una fracción de segundo para recomponer el gesto y adoptar una expresión de alegre sorpresa social al descubrir a aquel desconocido, un hombre gordo y desagradable que sudaba copiosamente y sostenía con poca gracia una copa de martini.
– Don Sancho Lazaga… le debo una llamada desde hace tiempo.
– Me debe varias -gruñó el otro, que acababa de advertir mi presencia-. ¿No va a presentarme, West?
– Por supuesto. El teniente Rendón, del Ministerio de Asuntos Exteriores. Es hijo de unos viejos amigos. Llevábamos años sin vernos.
– Asuntos Exteriores ¿eh? -Me tendió una mano blanda cuyo contacto me dio verdadera grima-. Tengo algunas amistades por allí. Ya sabe, ahora hay que estar a bien con todo el mundo. En estos tiempos, nunca se sabe quién va a poder abrirte una puerta. ¿No le parece?
El tal Lazaga me guiñaba un ojo como para buscar mi complicidad, pero yo no era tan ducho como Zachary West en el arte de la improvisación, y no sabía muy bien qué cara poner ante aquel súbito arranque de confianza. Por fortuna, Zachary vino en mi ayuda.
– Le invitaría a sentarse con nosotros, pero el teniente tiene que irse.
– Sí… en realidad, necesito pasar por el despacho…
– ¿A estas horas? -El otro miraba su reloj de leontina-. Debe de ser usted el único que trabaja en todo el ministerio.
– Puedo llevarle si quiere. -Zachary West pagó la cuenta y recogió su sombrero-. Me viene de camino.
– Váyase, váyase. Es usted muy escurridizo, West. Pero recuerde que tenemos que hablar. Hay un contrato importante con mucho dinero de por medio. Deberíamos vernos lo antes posible…
– Le llamaré, no se preocupe. Cuando quiera, teniente.
Salimos del hotel. Fuera hacía mucho calor, y el uniforme se convertía en una verdadera tortura. Un coche se detuvo delante de nosotros.
– Sube. Iremos a mi casa, ¿de acuerdo? No podíamos quedarnos en el bar. Ese Lazaga es peor que una lapa, no me lo hubiese quitado de encima en toda la noche.
Dentro del coche la temperatura era todavía más agobiante. Hicimos el camino sin hablar. Supongo que Zachary estaría dando vueltas a la muerte oficial de Ithzak. En cuanto a mí, me encontraba demasiado desconcertado. ¿A qué venían tantos misterios? ¿Por qué Zachary había fingido no acordarse de su etapa como diplomático? Y ¿cómo le había llamado Lazaga? «El hombre de Hughes», había dicho.
West seguía viviendo en la misma casa, al principio del paseo de la Castellana. Sin embargo, no parecía quedar allí ninguno de aquellos sirvientes sombríos que daban al lugar un aire gótico. Nos abrió la puerta una criada de ademanes rurales, más parecida a las muchachas de mi casa en Ribanova que a la doncella estirada que años atrás nos servía el desayuno con los guantes inmaculados y la cofia tiesa de almidón.
– Vamos al jardín. Estaremos más frescos. Puedes quitarte la guerrera, aquí nadie espera que observes la disciplina militar.
Nos sentamos en el cenador, bajo la pérgola, donde tantas veces habíamos jugado de niños Elijah y yo. Había muchas cosas que deseaba preguntar a Zachary West. De pronto sentí la urgencia de recuperar los ocho años perdidos, pero el camino de regreso al pasado es largo y difícil, y resulta complicado recorrerlo. Un criado al que tampoco conocía nos trajo una jarra de limonada. West no habló hasta que estuvimos completamente solos.
– Pobre Ithzak… No es que me sorprenda la noticia, le daba por muerto desde el principio. Cuando supe que todos los judíos iban a ser trasladados al gueto, pensé que no resistiría allí más de una semana. Era un chico frágil, ¿recuerdas? Amos le crió entre algodones. Me choca que fuera capaz de seguir vivo durante casi cuatro años. Es mucho tiempo para cualquiera, pero casi una eternidad para alguien como Ithzak.
– El hombre que me habló de Ithzak también estuvo allí. Me contó cosas espantosas.
West compuso una sonrisa amarga.
– No nos dará la vida para asimilar lo que ocurrió en los campos, Silvio. -Zachary no me miraba al hablar, y ahora su voz sonaba ronca y gastada-. Pasarán los siglos, y si el hombre no ha perdido la conciencia, continuará horrorizándose cuando escuche hablar de lo que hicieron los nazis. Lo que tú sabes es sólo una pequeña parte de todo lo que sucedió en los campos de exterminio. No sólo fue Mauthausen, Silvio. Había muchos más. Sobibor. Sachenhausen. Buchenwald. Ravensbrük. Y Auschwitz, por supuesto. -Tomó una campanilla que había sobre la mesa y la hizo sonar. Apareció el mismo criado que nos había servido las bebidas, y en inglés Zachary le pidió que le trajese una carpeta que estaba en su despacho-. Voy a enseñarte una cosa. Algo que, por distintas razones, sé que va a interesarte mucho.
No volvió a hablar hasta que regresó el criado con el portafolios que había pedido. Zachary lo abrió y sacó unas fotos que miró unos segundos antes de mostrarme.
– Echa un vistazo, ¿quieres?
Ahora creo que mi amigo debió haberme advertido de lo que iba a encontrar antes de enseñarme aquellos retratos que representaban a verdaderos muertos vivientes de ojos espantados, tendidos de cualquier modo en camastros inmundos, vestidos todos con el mismo traje de dril, tocados con ridículos bonetes a rayas. Eran fotos de los campos, fotos de muertos y de vivos, de cadáveres amontonados que los nazis no habían tenido tiempo de llevar a los hornos crematorios. Eran retratos de personas despojadas de su condición humana, esqueletos que miraban a la cámara con una mezcla de terror y de mudo reproche en un gesto que parecía decir, a qué estabais esperando, qué creíais que estaba pasando aquí, qué imaginabais que os ibais a encontrar, por qué no hicisteis nada para ayudarnos. Sentí un golpe de calor en la cara y pensé que iba a desmayarme.
– Están tomadas en Auschwitz, el día de la liberación del campo. ¿Sabes quién hizo estas fotos? Fue tu hermano, Efraín.
– ¿Efraín? No puede ser. Mi madre me dijo que se había trasladado a una isla… creo que era El Hierro… le habían encargado un trabajo para una revista de Estados Unidos.
– Ya. Eso fue lo que les contó a tus padres para que no se preocuparan. Durante los últimos meses, tu hermano ha servido como reportero de guerra siguiendo el avance del ejército americano para una agencia internacional. Fue uno de los primeros fotógrafos en entrar en Auschwitz. Él mismo me entregó estas copias.
Volví a mirar aquellas fotos, esta vez sintiendo una punzada de orgullo al saberlas obra de Efraín. Aquel bebé llorón de cuya llegada había abominado veinte años atrás se había convertido en un hombre. Casi inmediatamente me invadió el alma una tristeza intensísima: el autor de los terribles documentos que tenía entre las manos era para mí alguien extraño y ajeno, un ser al que no conocía y del que, por voluntad propia, había permanecido alejado durante todo este tiempo. Volví a meter los retratos en la carpeta y se la devolví a Zachary.
– ¿Te encuentras bien? -me dijo.
– En realidad, no.
– Bebe un poco. Es este calor del demonio, que acaba con cualquiera.
– No, Zachary, no es el calor. Ni siquiera esas fotos. Soy yo.
La noche se había cerrado sobre nosotros. El criado regresó para encender dos lámparas de bujía que iluminaron débilmente el cenador. Las restricciones eléctricas que aún pesaban sobre la ciudad no permitían utilizar las farolas del jardín. Estuvimos un rato sin hablar, respirando un aire que estaba volviéndose un poco más fresco. Pude notar el perfume intenso de las madreselvas que crecían en las columnas de la pérgola. A lo lejos, en el estanque, me pareció que croaba una rana. Un pájaro se agitó en las ramas de un árbol vecino buscando refugio. Fue un instante extraño. Allí, en aquel jardín en el corazón de la ciudad, oliendo a flores, disfrutando del silencio sólo roto por algunos ruidos animales, Zachary West y yo sabíamos que lo que dijésemos a continuación podía variar el rumbo de las vidas de ambos. Y, sobre todo, hacer virar la mía para recuperar la buena dirección después de haber navegado a la deriva durante ocho largos años.
– ¿Cuántos murieron? -pregunté por fin.
– ¿En los campos? Nadie lo sabe. Se habla de cientos de miles. Han empezado a hacer listas de víctimas, pero la cifra exacta no se conocerá nunca.
– Me pregunto a cuántos habría podido salvar hace cinco años, cuando me pediste ayuda.
Zachary me detuvo con un gesto.
– No pienses en eso. Posiblemente, tu colaboración no hubiese valido de nada. Las fronteras polacas estaban mejor controladas por los alemanes de lo que creíamos. En aquel momento pensamos que unos cuantos pasaportes podían ser de utilidad, pero finalmente sólo salieron de Polonia los que lo hicieron de forma completamente clandestina. Quizá te hubieses arriesgado en balde.
Aquello no me consoló. No me pesaba únicamente mi negativa a colaborar. También tenía sobre mí, como una losa, mi indiferencia, mi incredulidad, mi cómoda estupidez, mi firme intención de seguir ignorando una realidad terrible y demasiado próxima.
– ¿Qué va a pasar ahora? Con los nazis, quiero decir.
– Los jerarcas del movimiento están detenidos. En otoño, los aliados celebrarán un juicio en Nuremberg. Habrá algunas condenas…
– ¿Algunas?
Zachary se pasó un pañuelo por la frente.
– Sí, Silvio. No quiero hacerme ilusiones. No creo que gente como Goering o como Ribbentrop vayan a salir bien parados, pero ten la completa seguridad de que sólo las cabezas visibles del partido nazi y de las SS van a soportar penas severas. Muchos mandos intermedios ni siquiera pisarán la cárcel. Y los demás tardarán sólo unos meses en volver a sus vidas. La mayor parte de los guardianes de los campos, de los torturadores, de los agentes de la Gestapo que organizaban las razzias periódicas en los guetos, no van a tener un castigo.
– No entiendo nada…
– ¿Sabes cuál es el problema? Que son demasiados. Sí, Silvio. Un gran porcentaje de la población de Alemania participó de alguna forma en las operaciones de exterminio. ¿Qué pueden hacer los aliados? ¿Buscar hasta al último de ellos para condenarlos a todos? ¿Quién reconstruiría el país, cómo volvería Alemania a la vida normal? Más vale aceptarlo: es necesario que nos pongamos una venda en los ojos para asimilar la reinserción de parte de los culpables. Dentro de unos años, los que torturaron a Ithzak Sezsmann vivirán plácidamente en algún pueblecito de la Selva Negra, tendrán sus trabajos o sus negocios y serán considerados ciudadanos ejemplares. Ése es el precio que habrá que pagar para reconstruir el mundo después de la guerra. Fingir que somos sordos, ciegos y mudos.
Zachary se puso de pie y pensé que estaba dando por terminada nuestra reunión, pero me equivocaba.
– ¿Tienes hambre? Son más de las diez, y no acostumbro a cenar tan tarde. Voy a pedir que nos preparen algo para comer.
Entró en la casa, y al poco volvió seguido por un criado que llevaba una bandeja con bocadillos. Yo no tenía ganas de nada, pero comí espoleado por el buen apetito de Zachary West.
– Háblame de Elijah -le pedí-. ¿Qué ha hecho estos años?
– Terminar los estudios y lamentarse por no haber ido al frente. No niego que fui yo quien lo impidió. Tengo amigos en el Estado Mayor y evité que fuese llamado a filas. Yo ya he vivido una guerra, y a ti te tocó otra. No iba a permitir que Elijah pasase por lo mismo. Aún no me ha perdonado, pero es arquitecto y trabaja en Nueva York, así que no me importa que me guarde rencor por haber saboteado su alistamiento. Ya se le pasará.
– ¿Y Hannah Bilak?
– Conseguí sacarla de Polonia poco después de la invasión. Ithzak podía haber salido con ella, pero ya sabes que no quería dejar a su padre. Cuando Amos murió, fue tarde para ayudarle a huir. Debieron de trasladarle al gueto con todos los demás. Supongo que consiguió escapar, quizá durante la insurrección del 43, o antes tal vez. Lo que no entiendo es por qué no se quedó escondido en alguna casa de Varsovia, como hicieron otros. Prefiero no imaginar cómo se organizó. Seguro que estuvo dando tumbos de un lado a otro, caminando campo a través, perdido, sin orientación y con poca ayuda… un chiquillo como Ithzak no estaba preparado para una aventura así. Pero ¿a quién se le ocurre entrar en territorio austríaco?
– Seguro que sólo pensaba en reunirse con Hannah cuanto antes…
– Pues entonces debió haberse quedado quietecito esperando tiempos mejores, y tal vez hubiera tenido alguna posibilidad. -Me pareció que se le empañaban los ojos, pero había tan poca luz que no puedo asegurarlo-. Pobre Ithzak. Y pobre Hannah. Aunque no lo reconoce, aún conservaba la esperanza de que Sezsmann siguiese con vida.
– ¿Donde está ahora?
– Vive en Baltimore, con su madre. La señora Griessmer llegó a Estados Unidos unos meses antes que Hannah. Las cosas no han sido fáciles para ella. Te conté que su marido la había abandonado cuando se intensificó la persecución a los judíos, ¿verdad? Pues él y sus dos hijos murieron en el bombardeo de Dresde.
Habían pasado trece años desde aquel verano en Varsovia, pero no había olvidado a Edith Griessmer. No quería imaginar los estragos que el tiempo y las desdichas habrían hecho en su rostro. Prefería recordarla como era entonces, vestida de azul, luciendo un peinado a la moda y la sonrisa radiante que no había sido capaz de encontrar en ninguna otra mujer. Zachary me contó que Hannah había obtenido un diploma de enfermera, y trabajaba en un hospital de Baltimore.
– Elijah ha ido a visitarlas varias veces. Están bastante bien. Tendré que ponerme en contacto con Hannah para darle las malas noticias. Le resultará duro saber que Ithzak ha muerto, pero es mejor así. Espero que ahora se decida a rehacer su vida. Está muy guapa, ¿sabes? Elijah dice que la mitad de los hombres de Baltimore quieren casarse con ella.
Un criado retiró la bandeja de los bocadillos y nos trajo dulces y café. Zachary sirvió las tazas.
– ¿Y qué me cuentas de ti, Zachary? ¿Qué es eso de que has dejado la embajada? ¿Y por qué dices que no te gusta la política, si recuerdo que no había nada que te interesara más? ¿De verdad trabajas para una corporación?
Mi amigo dejó en la mesa la taza de café que sostenía, y luego me miró gravemente.
– Han cambiado algunas cosas. Silvio… Hace seis años te pedí una ayuda que me negaste… Entonces tenías tus motivos y sé que ahora piensas de forma diferente. Por eso estás aquí. Pero quiero saber si esta vez puedo contar contigo, porque te necesito de nuevo.
– Estoy a tus órdenes.
– Ni siquiera sabes lo que voy a pedirte.
– Da igual.
– Entonces, escucha…
Supongo que ya lo habrás adivinado, pero Zachary West era un espía. Había empezado a trabajar para los servicios secretos de su país al término de la primera guerra mundial. Su cargo en la embajada americana de Madrid era una tapadera cómoda que le permitía viajar sin problemas por España y por otros lugares de Europa, y la lesión de su pierna (en realidad, bastante menos aparatosa de lo que pensábamos todos) le convertía a los ojos de los demás en un inofensivo lisiado ideal para no levantar sospechas. Según me contó, en un principio se le encomendaron misiones más bien sencillas, hasta que un día de 1926, en mitad de la noche, recibió la visita de uno de sus superiores americanos. Querían encargarle un trabajo de mayor enjundia e iban a enviarle a Alemania. Fue entonces cuando se produjo el misterioso traslado de Elijah a Ribanova. Por primera vez, Zachary tuvo la sensación de que su vida podía correr peligro, y por eso prefirió no dejar a su hijo a merced de los acontecimientos. Si algo malo ocurría, Elijah estaría mejor en nuestra casa que con media docena de criados. Recordé con una sonrisa aquellas cartas sin sobre que mi padre entregaba al bueno de Elijah, y cómo yo había tramado un plan para interceptar la correspondencia de mi amigo y averiguar así el lugar exacto en el que se encontraba su padre.
Zachary West había sido enviado a Alemania para hacer un seguimiento de la actividad del partido nazi. Durante años viajó regularmente al país para elaborar larguísimos memorándums que recogían nombres concretos e informaciones oficiales, pero también comentarios escuchados en fiestas y rumores que circulaban por los cafés. Aquellas idas y venidas se sucedieron hasta la victoria electoral de Hitler, que no sorprendió a nadie que estuviese al tanto de los entresijos de la política alemana: la extrema popularidad de la que gozaba el partido nazi tenía que reflejarse en las urnas.
Durante sus viajes a Berlín, Zachary había conocido de primera mano los planes antisemitas de Hitler, y pudo así anticiparse y colaborar con algunas asociaciones americanas de judíos que aconsejaron a los suyos abandonar Alemania cuanto antes. Después, cuando estalló la guerra, mi amigo siguió trabajando para los servicios secretos, esta vez proporcionando apoyo material a la resistencia en Francia. Ahora acababa de incorporarse a su nuevo destino en Madrid para pasar información sobre el gobierno de Franco. Estaba oficialmente desvinculado de cualquier labor diplomática, y se le había buscado una nueva tapadera profesional: era representante en España de una compañía aeronáutica propiedad del magnate Howard Hughes.
– No puedes imaginar la libertad de movimientos y las posibilidades de husmear en todos los ambientes que tienen en este país los hombres de negocios.
Imaginé que Zachary West iba a pedirme alguna cosa relacionada con el ministerio: papeles, contactos, qué se yo. Decidí que pondría a su disposición cualquier documento que solicitara. En cuarenta y ocho horas, lo que había sido mi vida en los últimos años había dado un vuelco completo. Muchas cosas habían dejado de importarme, y experimentaba un deseo acuciante de volver a formar parte de un mundo al que había renunciado. Quería que Zachary recuperase la confianza en mí. Quería volver a ver a Elijah, quería escribir a Hannah Bilak una carta larguísima en mi inglés oxidado que ahora, ya sí, ella podría leer. Todo lo demás había perdido trascendencia. Se me estaba dando la oportunidad de recuperar mi pasado.
– Muy bien. Dime qué necesitas del ministerio. Te advierto que no soy un personaje influyente, pero estoy bien considerado y puedo conseguir…
A pesar de la oscuridad, pude ver que Zachary abría los ojos en señal de sorpresa.
– ¿Qué estás diciendo? No se trata de eso. Mi trabajo en los servicios secretos es asunto mío, y jamás te comprometería en él. No tienes ninguna obligación con la inteligencia estadounidense. Te he contado esto para ponerte en antecedentes. Pero en los últimos tiempos me he buscado una ocupación que se complementa con mi labor para los servicios secretos y que ejerzo, digámoslo así, de forma oficiosa. Y es ahí donde puedes ayudarme.
Me sentía completamente despistado.
– Verás… hace algunos meses que manejo informaciones fiables acerca de los planes de muchos jefes nazis que no fueron detenidos tras la victoria aliada. Algunos de ellos piensan establecerse en España. El gobierno de Franco va a convertir tu país en una especie de santuario para miembros del partido y altos mandos de las SS.
– Pero eso no es posible, Zachary… en cuanto se sepa lo que ha ocurrido en los campos, cuando se publiquen esas fotos, no creo que nadie esté dispuesto a ofrecer asilo a…
– No seas ingenuo, Silvio. Los españoles tardarán muchos años en poder ver imágenes de Auschwitz. Además, Franco y los suyos estaban al tanto de la existencia de los campos de exterminio. Incluso de la presencia de compatriotas en ellos. Se intentó presionar a Serrano Súñer para que solicitase la liberación de los presos republicanos españoles que se encontraban en Mauthausen o en Treblinka, pero fue inútil. El gobierno de Franco se ha dado la mano con Adolf Hitler demasiadas veces. Y ahora que las cosas se han complicado para los alemanes, sus amigos españoles están preparándoles un retiro tranquilo.
Zachary West me contó que estaban constituyéndose distintas organizaciones con el propósito de localizar a los miembros del partido nazi, los oficiales de las SS o los agentes de la Gestapo que permanecían ocultos desde el final de la guerra. Muchos habían conseguido llegar a Suiza. Otros estaban en Austria, en Italia, en Francia. Algunos tenían una nueva identidad, pero otros estaban camino de empezar otra vida sin ni siquiera cambiarse el nombre. Lo que West y los suyos pretendían era identificar a los criminales huidos y ponerlos a disposición de la justicia, pues sabían que las administraciones de muchos países estarían dispuestas a colaborar para detener a los antiguos nazis que se encontrasen en sus territorios. Pero no esperaban semejante ayuda por parte de Franco.
– Precisamente ahí entro yo. En España habrá que hacer las cosas de otro modo. En primer lugar, actuaremos desde la clandestinidad. Y me temo que habrá que utilizar métodos que a veces serán no del todo ortodoxos. ¿Me sigues?
– Más o menos.
– Silvio, dentro de unos meses el gobierno de Franco empezará a tramitar permisos de residencia y visados especiales que se entregarán a capitostes del partido nazi y a altos oficiales de las SS. Mucha documentación pasará por tu ministerio. Necesito que me tengas informado de todo lo concerniente a esas personas: dónde piensan instalarse, si se les va a dar una identidad nueva, si van emprender negocios… cualquier cosa que nos sirva para tenerles controlados mientras se encuentren aquí. ¿Podrás hacerlo?
– Supongo que sí.
– Me imagino que eres consciente de que hay riesgos.
– Claro.
Me hubiera venido bien una copa, pero no me atreví a pedirla. Zachary encendió un cigarro y me ofreció otro a mí. Fumamos en silencio, y me pareció que el calor había dejado de ser insoportable.
– ¿Sabes una cosa, Silvio? No sólo Franco sabía lo que pasaba en los campos. Hubo algunos judíos, pocos, que consiguieron fugarse y llegar a Londres para contar lo que estaba ocurriendo. Pero nadie actuó. Y hubiese sido fácil. Bastaba con bombardear las líneas férreas que unían algunas ciudades con los centros de exterminio. Tan sencillo como eso. Cortar el paso de los trenes, y se acabó. Pero los aliados estaban demasiado ocupados intentando ganar la guerra como para interesarse por un montón de judíos conducidos al matadero. Se consideró la política antisemita como un problema menor. Una gota de agua en el maldito océano de la guerra. Pero pasará el tiempo, Silvio. Transcurrirán los años y el mundo tendrá que sobrevivir a la vergüenza de haber dejado a Hitler actuar a sus anchas. Porque no podremos defendernos hablando de ignorancia. Sabíamos lo que ocurría y cuál era la forma de actuar. Y no quisimos hacerlo. La comunidad judía pidió incluso la ayuda del Vaticano…
– Pero, Zachary, ¿qué hubiera podido hacer el Papa frente a Hitler?
– Anunciar la excomunión de los que participasen en el exterminio, por ejemplo. Pero, claro, Pío XII debió de pensar que el asesinato de judíos estaba fuera del negociado de la Santa Iglesia Católica. Ahí tienes otro motivo de bochorno para los gentiles. El jefe supremo de la Iglesia de Roma miraba para otro lado mientras los nazis acababan con miles de personas. Eso sí, la mayoría eran hijos del pueblo de Israel. Así que debieron de considerar que sus vidas no valían gran cosa.
Aquella noche permanecí en la casa hasta muy tarde. Zachary y yo nos dejamos llevar por la nostalgia, y pasamos un par de horas recordando otros tiempos mejores, cuando nuestras vidas eran distintas, cuando Elijah y yo éramos unos niños con un futuro espléndido por delante. Hicimos memoria de nuestros primeros tiempos de amistad, de los primeros viajes, del encuentro con los Sezsmann. Los dos evocamos al viejo y querido Amos, y creo que escuchamos en nuestras cabezas el sonido de su violín, aquel violín que cobraba vida en cuanto lo rozaba con sus dedos. Recordamos las calles de Varsovia, los edificios de colores cercanos al castillo, los cafés de la plaza del Mercado y las avenidas del parque Saski, donde yo había visto a Hannah Bilak por primera vez, con sus trenzas de colegiala y las mejillas encendidas por la llegada del amor. Aquel mundo ya no existía. Varsovia había quedado reducida a un montón de escombros tras la ocupación alemana, y de las personas que habíamos sido todos -Hannah, Ithzak, Elijah, yo- no quedaban más que un puñado de fotografías y todo lo que tuviese a bien brindarnos la memoria en un futuro próximo. Aquella noche pensé que quizá, algún día, me sería imposible reconstruir la fisonomía de la ciudad de los Sezsmann, que acabaría olvidando a la niña que había sido Hannah Bilak y también a los jóvenes venturosos que fuimos en otro tiempo mis amigos y yo. Que el paso del tiempo y la llegada de una época difícil acabaría arrasándolo todo, como las bombas de los nazis habían arrasado los palacios de Varsovia. Entonces no sabía que la memoria desarrolla un mecanismo para defender los buenos recuerdos de las asechanzas del olvido, y que lucha por preservar todas aquellas cosas buenas que servirán para reconstruir nuestras vidas. Los recuerdos de un tiempo mejor pueden parecer dolorosos, pero uno descubre que son también el único andamiaje para sobrevivir a la pérdida.
En algún momento, Zachary me habló de Efraín y de cómo había conseguido convertirse en reportero de guerra. El trabajo que desempeñaba como fotógrafo del diario de Ribanova había adquirido una cierta trascendencia, y un día mi hermano llamó a su padrino para pedirle ayuda: quería una recomendación para encontrar trabajo en otro lugar, más allá de las murallas de Ribanova, que parecían limitar el horizonte y la vida. Zachary le había puesto en contacto con el responsable en París de una agencia periodística americana. Efraín le envió una carpeta con sus fotos, y le hicieron un primer encargo: un reportaje gráfico de la actividad de un puerto de mar. Luego vinieron otros trabajos, y finalmente la oportunidad de seguir el avance de las tropas estadounidenses en los últimos meses de la guerra.
– Las fotos de tu hermano han aparecido en las portadas de muchos periódicos… es una pena que tus padres no estén al tanto, pero creo que Efraín prefiere no preocuparles. Si hubieran sabido que estaba en el frente… en una guerra, el trabajo de reportero puede ser tan peligroso como el de los propios soldados.
– ¿Sabes dónde se encuentra ahora?
– Según tu pobre madre, en El Hierro -Zachary se rió-, pero, entre tú y yo, te diré que está trabajando para la agencia Magnum, haciendo fotografías de los campos de prisioneros. Va a quedarse en Alemania hasta el otoño, para asistir a los juicios de Nuremberg.
Al escuchar el relato de las andanzas de mi hermano, volví a lamentar haberlas ignorado durante tanto tiempo. Efraín había crecido a mis espaldas, se había hecho adulto, había modelado su futuro y escogido el camino de su vida. De pronto reparé en que era mi hermano el que estaba viviendo la existencia que parecía reservada para mí: una vida de emociones, llena de experiencias, prometedora e intensa. Era yo quien se había anclado a conciencia en una rutina mediocre y provinciana después de haber vivido una envidiable adolescencia recorriendo Europa, hablando en otro idioma y conociendo el mundo exquisito de la alta burguesía internacional. Y mientras Efraín, mi hermano menor, que sólo salía de Ribanova para pasar un par de semanas en un hotel de la costa del Cantábrico, que no conocía más lenguas que la suya propia, había sido capaz de labrarse un camino digno de admiración, sin más ayuda que su talento y la vieja cámara de fotos que le había regalado su padrino cuando no era más que un crío. No era envidia lo que sentía por Efraín. Era una profunda vergüenza de mí mismo.
– ¿Puedes darme su dirección? La de Efraín, quiero decir. Me gustaría escribirle.
– Claro. Pero es mejor que mandes tus cartas a la agencia, ellos se las harán llegar.
– También quiero escribir a Elijah. ¿Crees que…?
– Silvio, mi hijo sigue acordándose de ti. Fuisteis como hermanos durante más de diez años. Estará feliz cuando recuperéis el contacto. Y más ahora, que está a punto de casarse.
– ¿Elijah? Vaya, ésta sí que es una noticia.
– Su novia se llama Mary Jo Connors. La conoció hace meses y acaban de comprometerse. Una buena chica. Celebrarán la boda en primavera: una ceremonia en San Patricio y la fiesta en el Waldorf Astoria. Todo de muy buen tono y muy previsible. Hasta tienen una exposición de regalos en unos grandes almacenes. Cosas de la familia de ella.
Me hizo gracia imaginar a Elijah involucrado en los preparativos de una boda de postín, pero más aún el saber que estaba enamorado y dispuesto a casarse. Yo ni siquiera había pensado en eso. Llevaba unos meses saliendo con una chica muy guapa, bastante más joven que yo, hija de uno de mis superiores en el ministerio, pero me gustaba pensar que no éramos novios formales ni nada parecido. Aunque, en el fondo, sabía que aquella muchacha soñaba con lo mismo que todas las chicas de la España de entonces: un traje blanco, un ajuar y un montón de regalos enviados por parientes y amigos.
– La boda de Elijah puede ser un buen momento para que volváis a encontraros. No creo que él pueda venir a España en los próximos meses, tiene mucho trabajo en el estudio de arquitectura, y además está la dichosa preparación de la ceremonia y la fiesta.
– ¿Viajar a Nueva York? Me encantaría, Zachary, pero me temo que no voy a poder.
– Bueno, ya veremos. Nos ocuparemos de eso en su momento. -Me puso la mano en el brazo-. Lo importante es que te hemos recuperado. Y espero que esta vez sea para siempre.
Era casi de día cuando dejé la casa de Zachary West. Él mismo me acompañó a la puerta, y allí nos despedimos con el abrazo que no habíamos podido darnos aquella tarde, en el bar del Palace. Regresé caminado a mi casa sintiendo que había comenzado una etapa nueva. Que había llegado el momento de empezar otra vez.
«No existe un dolor mayor que recordar el tiempo feliz en la desdicha.» Es un verso de la Divina Comedia. Leí a Dante en la universidad, cuando no tenía más motivos para sentirme desgraciada que el fracaso en un examen o algún batacazo amoroso sin consecuencias. Creí entender aquella afirmación, que atesoré en medio de un mal presagio, segura de que algún día iba a recordarla con el corazón encogido. Cuando llegó mi mala hora, el verso de Dante se me vino a la cabeza muchas veces. Pero esta tarde, después de hablar con Silvio, empecé a pensar que quizá me había equivocado. Que aquel verso, atesorado con cierta sevicia, rememorado entre lágrimas, manoseado por mí quizá para regodearme en mi propia tristeza, podía no tener tanto sentido. Porque Silvio me había dado otra visión de las cosas cuando me dijo que los buenos recuerdos son una especie de tabla de náufrago a la que agarrarnos en los peores momentos, «el único andamiaje para sobrevivir a la pérdida», había sido su expresión. Supongo que debe de ser difícil seguir adelante cuando lo único que uno tiene para apoyarse es una pobre colección de amarguras.
Los buenos recuerdos iluminan la ausencia y aunque a veces agudizan el dolor, en otras ocasiones lo dulcifican y proporcionan al espíritu una serenidad misteriosa, como si se intuyese que el sufrimiento merece la pena. Supongo que uno llega a esa conclusión cuando ha sido capaz de aprender a administrar la tristeza, a manejar el lenguaje cifrado de la pena. Cuando mi madre murió, durante muchas semanas la memoria de lo vivido juntas sólo servía para atizar mi desesperación. Aquellos retazos de un tiempo feliz llegaban a mi cabeza para desestabilizarme, pues lo único que sentía era la conciencia de todo lo que había perdido para siempre, de todo lo que mi madre se había llevado consigo. Me dolía mirar sus fotos, contemplar sus objetos personales, repasar mentalmente algunos momentos felices. Así que intenté arrinconar un montón de cosas buenas en el lado más profundo del cerebro, no sé si para olvidarlas, pero sí con la intención de mantenerlas a raya para que no perturbasen mi tranquilidad, para que no me empujasen hasta la zona peor del territorio de la nostalgia. Ahora he superado esa fase del dolor, e intento recuperar cada recuerdo de mi madre, de los más grandes hasta los más insignificantes, para reconstruir lo que fue nuestra vida, pero, sobre todo, para reconstruir mi vida futura desde la protección de un pasado feliz. Ése es parte de su legado: el armazón de los buenos recuerdos, que me será indispensable para empezar otra vez.
Cuando la enfermedad de mi madre fue diagnosticada y a pesar de que el oncólogo de Madrid fue optimista con respecto a las perspectivas de supervivencia, cada uno de nosotros (mi madre la primera) supo que nuestro tiempo juntos había sido bárbaramente recortado. Nunca hablamos de eso. ¿De qué hubiera servido? Sin embargo, estoy segura de que individualmente firmamos un pacto secreto para aprovechar al máximo los días que nos quedaban. Sinceramente, creo que mi madre, mi hermana y yo sacamos a ese tiempo más partido que nadie, quizá porque las mujeres tenemos una especial capacidad para ese tipo de cosas. Es el sentido práctico que nos regala la naturaleza lo que nos permite sopesar, valorar con un rigor casi matemático algunas coordenadas de difícil medida. Como el tiempo por venir. Como el tiempo que queda y que se va acortando dolorosamente a cada minuto que pasa.
Cuando mi madre fue desahuciada, en el mes de mayo de 2003, el médico que la trataba en Lugo sólo hablaba de muerte inminente, de cuidados paliativos y una sucesión de horrores cuya sola mención nos secaba la boca y enflaquecía nuestro ánimo. Aquellos días fueron espantosos, porque no encontramos en los doctores el menor atisbo de piedad a la hora de hablar con nosotros. No puedo olvidar la forma en que aquel médico me confirmó que mi madre tenía cáncer, mientras caminaba por el pasillo, sin detenerse, yo trotando a su lado, él mirando las notas de su próxima visita, y ahora no entiendo por qué no le obligué a pararse, a mirarme a la cara, pedazo de cabrón, hijo de puta, emplea un poco de tu tiempo en decir las cosas como es debido, en comunicar a una hija que su madre va a morirse, háblame de tratamientos, de fármacos, no quiero que me cuentes milongas pero tengo derecho a exigirte cinco minutos en un lugar tranquilo donde pueda hacer preguntas y recibir respuestas. Pero no hice nada, salvo caminar junto a él llena de mansedumbre, dirigiéndole miradas suplicantes, hasta que se metió en un ascensor. En los hospitales, frente a los médicos, hasta las personas más enérgicas sufren una curiosa variante del síndrome de Estocolmo: sentimos que la vida, la nuestra o la de alguien querido, está en las manos de esos seres de bata blanca, y que sólo de su voluntad depende que cada historia tenga o no un final feliz. Por eso, aquella mañana del mes de mayo, no me enfrenté a aquel tipo. Cuando se cerraron las puertas del ascensor me quedé de pie, en un pasillo que apestaba a lejía, desorientada y triste, espantosamente sola.
Para mi madre, su enfermedad fue también una ocasión de descubrir que sus hijas habían madurado, que ya no eran dos niñas sino dos mujeres a quienes el amor por ella iba a dar el valor necesario para enfrentarse a cualquier cosa. Porque, desde el primer momento, mi hermana y yo tomamos las riendas de todo. Mi padre y mi hermano estaban demasiado aturdidos como para reaccionar. En el fondo, los hombres son mucho más cobardes que nosotras. El dolor físico les aterra, y la idea de ver sufrir a alguien querido produce en ellos un efecto paralizante. En el caso de las mujeres es distinto: todas esas cosas nos galvanizan. Eso fue lo que nos ocurrió a Lidia y a mí. La pena y el propio miedo nos hicieron más fuertes de lo que nunca hubiéramos creído ser.
Mi madre estaba orgullosa de que hubiéramos sabido reaccionar del modo correcto. Cuando, tras muchas pesquisas, Lidia y yo localizamos el sitio perfecto para que fuese tratada, llegó el momento de hablar con ella para plantearle un traslado a Madrid. Recuerdo que era un cálido mediodía de mayo, y ella estaba en Lugo, ingresada en aquel hospital donde le hacían las pruebas a cuentagotas y recogían su orina en un vaso de café. Entramos en su habitación, le explicamos cómo estaban las cosas, la poca confianza que nos inspiraban aquellos médicos, la lentitud exasperante de los exámenes, la escasa esperanza que tenían de encontrar un tratamiento para su enfermedad. Le dijimos, sin decírselo, que los médicos se habían rendido con respecto a su caso, y que nosotras no queríamos hacerlo. Le preguntamos si estaba dispuesta a venirse a Madrid, a ponerse en manos de otra gente, a enfrentarse quizá a un protocolo experimental.
Juro que pensé que íbamos a tener que emplearnos a fondo para convencerla, que habría que combinar la firmeza con las súplicas y las lágrimas, pero no fue así. Mi madre nos dirigió una sonrisa, nos miró a las dos con aquellos ojos luminosos y pacíficos y nos dijo, muy tranquila, yo voy a donde vosotras me llevéis. Recuerdo cada día aquellas palabras mágicas con las que mi madre, Lidia y yo firmamos entre nosotras un pacto secreto, un pacto para pasar juntas todo lo que pudiese venir, para sostenernos mutuamente. Un pacto de fe, un pacto de vida, un pacto de amor y de entrega. El pacto de confianza mutua y ciega entre una madre y sus dos hijas.
– Pues entonces, no hay más que hablar. Nos largamos de aquí.
Mi cuñado, que durante todo aquel proceso había sido para nosotros un apoyo extraordinario -para poner calma siempre es bueno que haya alguien a quien el dolor no le llegue tan adentro- fue el encargado de la logística. Habló con los médicos, pidió los papeles del alta voluntaria y, cuando una de las enfermeras puso problemas para entregarnos las pruebas que habían practicado a mi madre, le explicó sin alterarse que, desde luego, íbamos a salir del hospital con aquellas placas debajo del brazo, le gustara a ella o no. Uno de los médicos que había por allí, supuestamente amigo nuestro, me dijo con un deje de suficiencia, «os la vais a llevar, la vais a marear y no va a servir de nada». Me dieron ganas de llorar, y luego me dieron ganas de darle una bofetada, una de esas bofetadas con la mano abierta que daban a sus hijos las madres italianas en los filmes neorrealistas de los años cincuenta. Un bofetón contundente y al mismo tiempo superficial, del que se da por hartazgo hasta que surja una mejor cosa que hacer, para que un niño deje de dar la murga o un médico imbécil de emitir predicciones apocalípticas. Por supuesto, no abofeteé a aquel doctor. Le dediqué una mueca de desprecio que seguramente le pasó desapercibida, y luego me llevé los papeles del alta para que mi madre pudiera firmarlos.
Mientras, dentro de la habitación, se desarrollaba una escena que luego recordaríamos muchas veces muertas de risa. Mi madre, ya en la silla de ruedas, dirigía las operaciones de recogida de su cuarto: había pasado una semana en el hospital, y aquel lugar estaba lleno de zarandajas inútiles o no. Juana, una amiga que se pidió unos días de vacaciones para trasladarse a Lugo y convertirse en algo parecido a nuestro ángel de la guarda, era el brazo ejecutor de la operación de desalojo. Colocaba la ropa en las maletas, vaciaba el baño de útiles de aseo y preguntaba a mi madre qué hacer con algunos objetos de utilidad dudosa.
– ¿Y esto?
Enarbolaba un frasco grande de colonia, lleno hasta la mitad.
– Tíralo -dijo mi madre sin contemplaciones, casi sin mirar el botellón de Nenuco que fue a parar a la papelera.
Lo divertido de aquella operación fue su rapidez vertiginosa. En menos de diez minutos habíamos hecho la mudanza. Aquello no parecía un alta hospitalaria, sino la fuga de Alcatraz. Aquel remedo de huida tuvo un último episodio de comedia de los hermanos Marx: tomamos prestada una silla de ruedas para llevar a mi madre hasta el coche, y mi cuñado entró en el hospital, supuestamente para devolverla. Pero, cuando regresó a donde estábamos, llevaba otra silla, que empujaba a bastante velocidad mientras nos hacía unas señales apremiantes que mi hermana interpretó de la forma correcta. Puso el coche en marcha, como si acabásemos de atracar un banco, guardamos al vuelo la silla en el maletero y salimos pitando de allí.
– Pero ¿qué es lo que ha pasado? ¿Y esa silla?
– La he cogido del hospital. Es plegable. La primera que te dieron era rígida y no se podía meter en el capó, por eso fui a cambiarla.
– ¿Has… has robado una silla de ruedas a la Seguridad Social?
– Sí…
Hubo unos segundos de silencio que rompió mi madre.
– Bueno -filosofó-, han tardado seis meses en diagnosticarme una metástasis. Creo que me deben una silla.
Y nos dio un ataque de risa que nos acompañó en el inicio de nuestro camino hacia una oportunidad.
Ahora sé que vinimos a Madrid buscando, no un milagro (no creo demasiado en esas cosas) pero sí un poco de esperanza, quizá una palabra amable que nos permitiese conservar unas migajas de optimismo. Aquel oncólogo de una clínica privadísima y cara nos dio, y sobre todo le dio a mi madre, esas palabras de aliento que necesitábamos para seguir tirando del carro. «Por fortuna, la metástasis no ha llegado a la médula», dijo. Aquella frase fue una inyección de moral. No estábamos en el peor de los escenarios posibles, así que tampoco tenía sentido tirar la toalla. Luego habló de medicamentos que acababan de superar la fase de prueba, de terapias no agresivas: «Esto es como una escalera. Empezaremos en el peldaño más bajo, y luego iremos subiendo. Dentro de dos meses veremos cómo va la cosa, y quizá el año que viene…» Cuando escuché aquello, hubiera querido abrazar al médico: por primera vez en muchos días, alguien hablaba en términos de futuro. Durante la última semana, lo único que nos habían proporcionado los doctores eran motivos para la claudicación. Desapruebo que un profesional mienta a un paciente, pero no creo que sólo deba desplegar ante él todo un abanico de horrores sin dejar una sola salida para los buenos presagios. Si existe una posibilidad entre cien, entre mil ¿por qué no mencionar también esa posibilidad?, ¿tan malo es arrojar al que se hunde una miserable astilla de madera que, si no va a salvarle del naufragio, al menos le va a permitir mantener las fuerzas para seguir a flote un poco más?
Desde el primer momento, aquel oncólogo madrileño se negó a hablar de plazos. Fue un alivio perder de vista el concepto de cuenta atrás. Nadie sabía lo que iba a ocurrir, nos dijo. El cáncer es una enfermedad muy extraña, y resulta muy difícil hacer pronósticos más allá de los tres meses. «Pero usted no se va a morir ahora mismo, ni mañana, ni pasado.» Y entonces todos, mi madre y nosotros, pusimos el marcador a cero, entendimos que no estábamos contando hacia atrás, sino hacia adelante. Que cada día que ella viviera era un día más que ganaba, que ganábamos todos. Nunca tuve una conciencia tan clara del presente como en aquellas semanas. Y, aunque sé que es difícil de creer, jamás, en toda mi vida, fui tan feliz como durante aquella época en la que todo tenía un nuevo sentido y cobraba una intensidad mucho mayor. Supimos que se nos estaba regalando un tiempo precioso y teníamos la firme decisión de aprovecharlo.
Multiplicamos las caricias, los besos, los abrazos. No regateábamos las expresiones de afecto, las palabras de cariño, ni tampoco las risas. Nos reíamos mucho. Era una especie de catarsis, de desahogo, y además habíamos leído en alguna parte que la risa genera endorfinas, unas hormonas que tienen eficaces agentes anticancerígenos, así que a diario mandábamos a todo un ejército de aquellos bichitos a luchar contra el monstruo.
Mi madre, mi hermana y yo pasamos muchísimo tiempo juntas durante aquellos días, que fueron raramente dichosos para las tres. Nos conjuramos para que su invalidez la limitase lo menos posible y, con la silla de ruedas, visitamos museos, parques públicos y exposiciones de pintura. Renunciamos a pedir taxis para inválidos, y viajábamos en autobús, organizando un pequeño zafarrancho de solidaridad a la hora de bajarnos y subirnos. Y paseábamos, sobre todo por las noches, cuando la temperatura se suavizaba y era una delicia recorrer los bulevares del paseo del Prado o las anchas aceras cercanas a Rosales, comiendo helados y deteniéndonos en los quioscos para comprar vasos de horchata y granizados de limón.
Por alguna razón fisiológica que no alcanzo a comprender, mi madre estalló en una belleza sorprendente. Fue como si algún dios generoso conmovido por su valor en la mala suerte hubiera querido regalarle una segunda juventud. Desaparecieron muchas de sus arrugas, su piel cobró un brillo desconocido y su mirada se cargó de una expresividad nueva. Para sacar más partido de aquella bonanza física, ella y yo nos hacíamos limpiezas de cutis conjuntas y tratamientos revitalizadores, y luego yo la maquillaba con habilidad, sacando todo el partido a sus rasgos exquisitos. Estaba guapísima, tanto que mucha gente no podía creer que estuviese enferma. Cuando la veían en silla de ruedas, quienes no la conocían achacaban su situación a algo pasajero, pero ella les sacaba de su error y explicaba lo que ocurría en realidad, sin el menor dramatismo, sin cargar las tintas. Tengo cáncer, decía sin renunciar a la sonrisa. Para ella, también para nosotros, era fundamental el perder el miedo a aquella palabra, que suena de una forma tan terrible la primera vez que se escucha.
Lidia, mi madre y yo lo pasamos muy bien en los primeros días de su tratamiento. Cuando íbamos por la calle, empujando la silla de ruedas en medio del calor pegajoso del mes de junio, había mucha gente que nos miraba con una compasión cariñosa. Sin embargo, yo no me sentía digna de lástima, sino más bien de envidia: nuestra vida había adquirido una intensidad muy grande y desconocida para el resto del mundo. Por eso siempre íbamos sonriendo, incluso a veces riendo a carcajadas, parloteando como cotorras felices. Muchas noches nos quedábamos de charla hasta la madrugada, recuperando viejas historias familiares, intercambiando confidencias y dando secretamente gracias a la suerte por otorgarnos la oportunidad de compartir nuestro tiempo y nuestra vida. Ahora me doy cuenta de que las tres, ni hermana, mi madre y yo, estábamos haciendo acopio de momentos de alegría, de comunión filial, de amor, para echar mano de ellos cuando llegase la ausencia. Cuando la felicidad, la risa, los abrazos, dejasen paso a un vacío cuya magnitud no éramos capaces de imaginar. Ni tampoco intentamos hacerlo: la pena llegaría, la tristeza llegaría. Era el momento de almacenar toda la dicha posible sin pensar en la inminencia de los malos tiempos. Y supimos hacerlo.
Qué días tan perfectos, tan plenos, aquellos en los que fuimos capaces de estar contentas aunque la sombra de la enfermedad y de la muerte planease sobre nosotras. O quizá precisamente por eso. Porque, aunque no pensábamos en ello, sabíamos perfectamente que la desgracia estaba ahí. En su libro Una pena observada, C. S. Lewis escribió, «el dolor de después es parte de la felicidad de ahora». He tardado diez años en entender esas palabras. Hace falta que pase el tiempo, y también que pasen las lágrimas, para tener ocasión de comprender determinadas cosas.
Mi madre empezó enseguida a tomar la medicación que le habían prescrito: una simple pastilla diaria combinada con tres antiinflamatorios y un protector gástrico. Recuerdo la alegría que nos entró cuando supimos que en principio se había librado de las sesiones de quimioterapia. La pobre ya se había resignado a que la enchufaran a una máquina de veneno, y hasta intentaba ver al asunto el lado positivo: si se le caía el pelo, estaría más fresca en verano. Le propusimos comprar una peluca, pero ni siquiera quiso hablar de ello: le parecían escandalosamente caras y bastante incómodas. Se apañaría con unos cuantos pañuelos, y de hecho hicimos algunas pruebas para aprender a colocarlos de formas diferentes.
– Pareces una actriz -le decía yo-. Una actriz de principios de los sesenta a punto de marcharse de vacaciones a la Costa Azul. Perfecta para la portada del Vogue francés.
Y ella, de buen humor:
– Me sobra la silla de ruedas.
– Qué va, te da un toque destroyer que queda muy bien.
Uno de los tratamientos complementarios que recibía mi madre consistía en unas inyecciones de calcio para reforzar los huesos. Se las ponía una enfermera que se llamaba Pilar. Era de una simpatía arrolladora. Hablaba como un loro, y su charla era parte de la campaña de distracción para las enfermas: escuchando a Pilar, se olvidaban de la goma que empezaba a ceñirles una vena, del pinchazo, de la maquinita que iba derramando algún líquido misterioso destinado a obrar milagros. Y Pilar, con su bata impecable, hablando de cualquier cosa para hacer olvidar a mi madre, o a otras mujeres como mi madre, la razón última por la que estaban allí. Y lo conseguía. Cuando entraba en la consulta, armada con un arsenal de agujas, de frasquitos y de jeringas, nadie miraba a todos aquellos chismes, sino a ella, que tenía una sonrisa espléndida y trufaba su conversación con carcajadas contagiosas capaces de aligerar el ánimo de cualquiera.
Cuando mi madre llevaba once días de tratamiento, fue capaz de caminar unos pasos con la ayuda de las muletas. El oncólogo se lo había dicho, «en dos semanas usted se levanta de esa silla», pero en secreto todos pensábamos que aquellas palabras eran parte de una campaña de buenos augurios destinada a mantener nuestra moral. Pero nos equivocamos, y cuatro días antes de lo previsto mi madre me pidió sus muletas para intentar andar un poco. Yo contuve la respiración. ¿Y si no era capaz de resistir? ¿Y si tenía que volver a sentarse de inmediato? Sin embargo, con una expresión triunfante que no olvidaré mientras viva, mi madre se puso de pie con la sola ayuda de los bastones, y sola también dio los pasos necesarios para llegar al cuarto de baño mientras nosotras estallábamos en un jaleo de vítores y aplausos. Era su victoria, su gran hazaña. Tardó una eternidad en alcanzar la puerta del aseo, pero daba igual: por primera vez en tres semanas, nuestra madre había prescindido de la maldita silla de ruedas. Recuerdo que nos precipitamos al teléfono para dar cuenta del prodigio que acababa de tener lugar delante de nosotras. Nuestra madre caminaba de nuevo, y el mundo se nos desdibujó porque todo lo demás había dejado de tener importancia.
Creo que fue en aquellos días cuando, por primera vez, empecé a desear firmemente un hijo. Me gustan los niños, pero nunca había escuchado la llamada del reloj biológico ni de nada que se le pareciera. La posibilidad de ser madre estaba ahí, suspendida en el limbo, y era algo que podía aplazarse. Pero entonces mi madre enfermó, y yo la cuidé, y estuve a su lado en los momentos de pánico y en los de la más rotunda alegría, y me di cuenta de que deseaba que un día alguien sintiera por mí lo mismo que yo sentía por mi madre. Al principio pensé que quizá podía ser un deseo pasajero, un efecto secundario de los días tan intensos que, para bien y para mal, había tenido que vivir. Pero pasaron los días, la enfermedad de mi madre se estabilizó, y yo seguía pensando en la maternidad. Quería criar a un niño, verle crecer, educarle, enseñarle a querer a los demás, a quererme a mí. Hacer de él una persona feliz, como mi madre había hecho con nosotros. Inculcarle un puñado de valores elementales, dejarle luego elegir un camino, darle libertad para decidir sobre sí y sobre su vida. Y algún día, cuando llegase el momento, comprobar que ese niño, que esa niña, eran ya un hombre o una mujer capaces de tomar decisiones, de ser independientes, de construir su propia vida. Y capaces, también, de seguir amando a su madre.
Tardé algún tiempo en hablar con Miguel de mi maternidad. En los primeros momentos quise guardar aquel deseo para mí sola, como quien esconde un tesoro. Luego, simplemente, no supe cómo atacar el tema. A Miguel no le gustan los niños, pero tampoco había verbalizado nunca la firme intención de no tenerlos. Ni siquiera se planteaba el concepto de paternidad como algo que tuviese que ver con él. Creo que siempre pensó que tener hijos es algo que les pasa a otros, a los demás. Una de las cosas por las que no hay que preocuparse. Hay gente que nunca se saca el carnet de conducir, que jamás se compra una casa, y no es que hayan tomado la decisión de no hacerlo. Simplemente, dejan pasar el tiempo sin que suceda. Lo malo es que, para las mujeres, el tiempo siempre juega en contra. No podemos dejar algunas cosas para más adelante, y tener un hijo es una de las que no pueden aplazarse eternamente. Llega un momento en que hay que tomar la decisión de hacerlo o la de renunciar a ello para siempre. Para mí, ese momento había llegado.
La primera vez que planteé a Miguel la posibilidad de ser padres se tomó la cosa a broma. No entenderá nunca lo que me dolió aquello, entre otras cosas porque tampoco se lo expliqué. Ahora sé que fue un error no haber reaccionado en ese mismo momento. Debí haber reconducido la conversación, debí haberle exigido una seriedad absoluta a la hora de tratar un asunto que para mí era extremadamente importante. Pero no lo hice. Decidí que a lo mejor no era el momento. Cambié de tema y resolví volver a sacarlo en otra ocasión. Y me pregunto ¿a qué ocasión estaba yo esperando? ¿Qué cataclismo tendría que producirse para que Miguel cambiase de actitud? ¿A qué debía aguardar, a que le cayese un rayo en la cabeza, a que se le apareciese algún santo conocido? Ahora comprendo que, en mi profunda decepción, me resigné a esperar un milagro. Es espantoso esperar algo en lo que uno ni siquiera cree. Un milagro. Ya.
Miguel olvidó el asunto, pero yo no lo hice. Al contrario, aquella idea pasó de ser un plan para el futuro inmediato a convertirse en una especie de obsesión. Atravesé diferentes fases de ilusión y de desencanto, de bonanza y de tormenta. A veces me decía que sólo era cuestión de esperar a que las cosas se recondujeran por sí solas. Otras, sin embargo, me enfadaba conmigo misma y con él, y eso provocaba una amargura que me volvía un ser cerrado, herido y lleno de rencor. Llegaron los silencios, los reproches mudos que se alternaban con peleas y tímidos episodios de reconciliación que no eran más que espejismos. Porque yo, sólo yo, había declarado una guerra sorda al hombre que más he querido en toda mi vida, y empecé a encontrar cierta satisfacción morbosa en hacerle daño, en molestarle, en zaherirle. Nuestra vida juntos dejó de ser perfecta para convertirse en algo mezquino y pequeño, sembrado de ocasiones para el malestar, la protesta y la queja. En una palabra, para el desencanto, que es lo último que debe presidir la relación entre dos personas que se quieren.
La verdad es que tardé mucho en entender y en aceptar lo que de verdad nos pasó, y más aún en asumir que todo fue culpa mía. Quería tanto a Miguel que no me resignaba a ponerme a mí misma en una verdadera encrucijada, y por eso alargaba los plazos y me inventaba falsos motivos para la esperanza que sólo existían en mi cabeza pero no en su ánimo: «Es cuestión de tiempo, ya llegará el momento, tengo que darle un margen.» Me inventé mil maneras de eludir la única verdad: Miguel no quería tener hijos. La razón, sólo él la sabe, y no soy yo quién para buscar motivos freudianos en una educación deficiente basada en la falta de cariño, un egoísmo galopante o el tan socorrido complejo de Peter Pan. El caso es que no necesitaba ser padre como yo necesitaba ser madre. Debí haber sido yo quien, desde el primer momento, se dijera a sí misma, lo tomas o lo dejas. Eso nos hubiese ahorrado a los dos una buena sucesión de disgustos y de desencuentros.
Un día me di cuenta de que mi amor por Miguel empezaba a agotarse, como si hubiese abierto una espita por donde empezaron a escaparse todas las cosas buenas que habían servido para construir nuestra relación. Decidí hacer un intento desesperado para arreglar las cosas y después de muchos meses sin tocarlo, volví a poner sobre la mesa el asunto de ser padres para dar a Miguel una última oportunidad. Ahora me digo, ¿una oportunidad de qué?, ¿una oportunidad de cambiar, de volverse otro hombre? Sí, eso precisamente era lo que quería: un hombre a mi medida, un hombre que no era Miguel. Quiero tener un hijo, le dije, quiero tener un hijo cuanto antes y no quiero seguir con esto si no estás conmigo.
Creo que se asustó. A su manera, con sus limitaciones, Miguel también me quería. Me dijo que iba a pensar en ello. Yo le creí, porque otra vez quería creerle. Pero pasó el tiempo y no volvió a decirme nada al respecto. Y entonces le dejé. Sin peleas, sin razonamientos, sin discusiones. Dormí en su casa la noche del domingo, y en la mañana del lunes, cuando se fue al trabajo, recogí las cosas que tenía en el piso, cerré la puerta y dejé mi juego de llaves en su buzón. No he vuelto a verle. Me llamó muchas veces y me dejó decenas de mensajes en el contestador diciendo que no entendía lo que estaba pasando, pero sé que eso tampoco es verdad. Claro que lo sabe. Lo que pasa es que es más cómodo fingir lo contrario, como fue más cómodo echarse a reír el primer día que le dije que deseaba ser madre. En ese momento lo correcto hubiese sido mirarme a los ojos y decirme lo que ambos sabíamos, «no deseo un hijo, no necesito perpetuarme en otra persona, no se me educó para querer a nadie por encima de mí mismo. Esa parte de mí no existe, Cecilia, y no puede surgir de la nada. Tendría que nacer otra vez para que cambiara eso». Pero era más fácil reírse. Como ahora le resulta más sencillo pensar que no entiende lo que ha ocurrido entre él y yo.
Así que aquí estoy. Miguel ya no llama ni me deja mensajes pretendidamente inocentes. No he vuelto a verle. No quiero volver a verle hasta que pasen mil años. Hasta que me olvide de él, hasta que me olvide de lo mucho que le quise, de cuánto deseé que compartiese su vida conmigo. Hasta que no me acuerde de que deseaba un hijo suyo tanto como deseaba un hijo mío.
He empezado a aceptar que quizá nunca seré madre. Intento encontrar ventajas egoístas a esa situación: no tendré que cambiar pañales ni que preparar papillas repugnantes, no pasaré noches en vela mientras un bebé suelta alaridos, no sabré lo que es volverse loca de preocupación por una fiebre de cuarenta, no me veré obligada a meter en cintura a ningún adolescente díscolo -ahora que todos los son-, no tendré que inquietarme por el futuro, porque al estar sola ese futuro me pertenece solamente a mí. Y, después de todo… ¿qué garantías hay de que un hijo vaya a amar a su madre del mismo modo que yo amé a la mía? ¿Por qué damos por hecho ese asunto del amor filial?
Hace sólo unos días recibí la llamada de Berta, una de mis amigas de la infancia. A pesar de que también vive en Madrid, ella y yo llevábamos tres o cuatro meses sin vernos. La verdad es que había quedado en telefonearla, pero lo olvidé, o, para ser sincera, lo pospuse deliberadamente. Berta era alguien con quien no me apetecía estar, y tenía mis motivos. Su vida y la mía, que corrieron parejas durante muchos años, empezaron a diverger hace relativamente poco tiempo, pero con tanta rapidez que daba la sensación de que circulábamos por carreteras distintas.
Berta y yo nos conocíamos desde que éramos dos crías. Fuimos juntas al colegio y al instituto, nos mudamos a Madrid al mismo tiempo. Ella se casó hace ocho años con Aitor, un tipo despreciable, uno de esos gallitos de corral que están en el mundo porque tiene que haber de todo. Le tomé ojeriza desde el primer día, y el hecho de que sea adicto a la cocaína y haya dislocado la vida de mi amiga no ayuda mucho a hacer más fluidas nuestras escasas relaciones. Berta se ha pasado el último lustro acompañando a su marido en un peregrinaje demencial por clínicas de desintoxicación, convenciendo al director de su banco de que los números rojos de su cuenta son sólo producto de una serie de coincidencias catastróficas, disculpando a Aitor ante sus jefes, disculpándolo ante sus vecinos (la última psicosis cocaínica se saldó con destrozos por valor de tres mil euros en el portal del edificio), disculpándolo ante las familias de ambos y disculpándolo, cómo no, ante sus amigos y ante mí. Berta cuenta todas las aventuras de ese pedazo de mierda iniciando el relato con la frase «el pobre Aitor», y a mí se me revuelve el estómago. El pobre Aitor, que te ha hipotecado para los restos. El pobre Aitor, que ha convertido al hijo de ambos en un crío medroso, triste y eternamente desconfiado. El pobre Aitor, que aunque te empeñes en negarlo te ha soltado más de un sopapo aprovechando el subidón. El pobre Aitor, que, según tú, es cariñoso, inteligente como pocos, sensible y refinado. Claro, este mundo nuestro es poca cosa para un ser tan excepcional como el Aitor de los cojones, y por eso tiene que crearse universos paralelos con ayuda de la farlopa. Si mientras tanto un hogar se tambalea, un crío se traumatiza y se arruina la vida de dos o tres personas, es preferible mirar hacia otro lado y compadecer al pobre Aitor.
Lo curioso es que nunca le había dicho a Berta lo que pensaba de su marido. Mi silencio, mi hipocresía, es sólo la consecuencia indeseable de una educación pretendidamente civilizada. Nos enseñan a respetar a los demás. Nos enseñan a no inmiscuirnos en las vidas ajenas, y al llegar a la edad adulta entendemos ese comportamiento como una muestra suprema de buena educación. Me pregunto si estamos en lo cierto. Si en realidad sólo hemos aprendido a disfrazar de respeto una forma de cobardía. Yo jamás le dije a Berta lo que opinaba de Aitor, pero creo que tampoco lo hizo ninguna de sus amigas. Todas nos hemos contentado con menear la cabeza y, en privado, poner a parir al cocainómano de las narices. Y eso ha sido todo.
Somos tan correctos, tan discretos, tan medidos, que preferimos presenciar la destrucción de una persona querida antes que hacer nada por lo que pudiesen acusarnos de imprudentes. ¿Y si me hubiese enfrentado a Berta hace diez años, en cuanto supe que Aitor se drogaba? ¿Y si el primer día que Berta apareció con un ojo amoratado contando una historia demencial sobre una puerta mal cerrada le hubiese dicho que no me tragaba el cuento y que pensaba ir a la policía para denunciar a su novio? ¿Y si, cuando me dijo que se casaba con Aitor, en vez de darle la enhorabuena, le hubiese dicho lo que estaba pensando, ese tipo te va a destrozar la vida? ¿Qué hubiese pasado entonces? Probablemente nada distinto. O quizá sí. El caso es que han transcurrido diez años desde que me di cuenta de que el pobre Aitor era un miserable con todas las letras, y desde entonces he estado cenando con él, riéndole las gracias y haciéndome la loca cuando mi amiga llegaba a una cita con señales de haber llorado o recibido un bofetón.
Aquel mediodía Berta no tenía en la cara signos de llanto, ni tampoco de accidentes domésticos. Buen comienzo, pensé.
– No te puedes imaginar el cabreo que tengo -dijo, en cuanto nos sirvieron el primer plato, y yo crucé los dedos, esperando escuchar que después de diez años se le habían hinchado las narices y que iba a dejar a su marido. Pero los tiros no iban por ahí.
Una hermana de Berta se había casado en Lugo en el mes de septiembre. Ella pidió unos días de vacaciones, Aitor estaba de baja (¿…?), y el niño no tenía clase, así que se quedaron en la ciudad para pasar una semana después de la boda, instalados en la casa que los padres de Berta tienen a la orilla del río. Allí, al parecer, la recepción al drogadicto no había sido todo lo calurosa que se esperaba. Berta empezó a hablarme de la poca consideración que sus padres y sus hermanos habían demostrado hacia su marido, y cómo, en su exquisita sensibilidad, él había percibido el escaso entusiasmo que despertaba su presencia en la casa.
– ¿Y sabes quién fue la peor? Pásmate: mi madre. Sí, hija, sí. Mi madre, tan modosa, tan mosquita muerta, que no dice ni media, ha escogido estas vacaciones para abrir el tarro de las esencias y decirme a la cara no sabes cuántas salvajadas. Que si el pobre Aitor es un vicioso, que si es un degenerado, que si me está hundiendo en la miseria, que si es una mala influencia para el niño… Mira, de Aitor se podrán decir muchas cosas, pero como padre es una maravilla. No hay otro más cariñoso ni más simpático con los críos. Si hasta los amigos de Javi se mueren por venir a casa, porque a Aitor le encanta jugar con ellos.
Sí, claro, jugar con ellos. Aitor se pone hasta arriba de perica, y luego, a mitad del viaje, se tira al suelo con los chavales para hacer el indio y ellos, que no saben de la misa la media, se quedan tan contentos con ese adulto capaz de ponerse una tarta de sombrero, o meterse en la ducha vestido, como hizo una vez durante una fiesta de cumpleaños. Berta no quiere darse cuenta de que, a pesar de los pesares y del rol de padre enrollado que tanto le gusta a Aitor, cada vez hay menos niños a quienes permiten a ir a jugar a su casa. La gente habla, los padres hablan, y a nadie le agrada que sus hijos se pasen las horas confraternizando con un adicto a la coca.
– … Pero claro, eso a mi madre no le importa. Es el problema de quedarse en provincias, que todo es muy limitado, todo es sota, caballo y rey, todo es blanco o negro. Mi madre no ve más allá de sus narices. El pobre Aitor tiene problemas, sí, pero eso no es motivo para tratarle como a un pervertido. Es un enfermo, Cecilia. Lo que pasa es que hay que haber vivido mucho para entender esas cosas. Y mi madre, qué quieres que te diga: la casa, la casa, y la casa, limpiar culos, hacer la compra, aguantar a mi padre, cocinar, y en un exceso, aprender macramé. Y así no se puede comprender a alguien como Aitor. Es una persona muy inteligente, pero también muy complicada. Tiene una sensibilidad distinta, percibe la realidad de un modo que no está al alcance de todo el mundo, y mucho menos de mi madre, que no lee más que el Hola, y su concepto del arte es colgar en el comedor una lámina de Monet de las que se regalan con el periódico. Claro, para ella Aitor es sólo un drogadicto. Nunca se le ha ocurrido pensar en él como un artista con talento, que es tan distinto a las demás personas que, no te voy a decir que no, a veces tiene que recurrir a… a otros estímulos. Pero él controla perfectamente. No es un yonqui de las Barranquillas, por el amor de Dios. Y mi madre, dale que te pego, hablando de él como si fuese un heroinómano. Ella, que ni siquiera es capaz de entender la diferencia entre las distintas drogas.
La sangre había empezado a golpearme en las sienes con tanta fuerza que pensé que se me iba a nublar la vista. Pensaba en la madre de Berta, una mujer tímida, muy agradable, sin ínfulas, que se pasó la vida sacrificándose para que no tuvieran que hacerlo sus cuatro hijos. Una vez, cuando éramos muy pequeñas, nos hizo a Berta y a mí unos disfraces de don Quijote. Qué curioso, llevaba años sin acordarme de aquel disfraz que tenía incluso un yelmo con la visera móvil, pero ahora la imagen de la madre de Berta confeccionando aquellos cascos lo llenaba todo y se superponía a la imagen de mi propia madre. La madre de Berta. Mi madre. La enfermedad de mi madre, el dolor de mi madre, la muerte de mi madre, su ausencia tangible. La madre de Berta, protestando débilmente por la visita de su yerno mientras su hija desgranaba ante ella horribles acusaciones de provincianismo, de ausencia de sensibilidad, de burramia. Era Berta quien le estaba haciendo despreciar la vida modesta y sin pretensiones que, seguramente, ella siempre había considerado satisfactoria y feliz. Frente a mí, Berta seguía echando sapos y culebras sobre la figura de su madre, y yo no fui capaz de contenerme más. Llevaba diez años mordiéndome la lengua, haciéndome la tonta, echando mano del concepto de respeto para no decir a Berta lo que pensaba de su marido. Pues había llegado el momento de lanzar los fuegos artificiales. Miré a mi amiga con los ojos duros de una extraña.
– ¡Ay, Berta -me costó trabajo identificar mi propia voz, y tuve la sensación de estar sacándola del fondo de un pozo profundísimo-, me das tanta lástima!
Berta soltó la cucharilla del café. Tenía los labios muy pálidos.
– No, Cecilia, ahora las cosas son distintas. Aitor está mejorando. Ya casi no consume… Si acaso una raya, cuando no puede con el trabajo en el estudio… es que está hasta arriba de encargos, sabes…
Levanté la mano para detenerla.
– No van por ahí los tiros, Berta. Yo creo que cada uno es muy libre de joderse la vida como quiera, con un marido drogadicto, jugando al bingo o montando una casa de putas. Pero lo que le has dicho a tu madre…
– Cecilia…
– No, no, escúchame. -El corazón había dejado de latir con fuerza, y ahora me sentía sorprendentemente tranquila-. El día que tu madre se muera (y se va a morir antes que tú, a no ser que al pobre Aitor se le vaya la mano en la próxima paliza) vas a recordar una por una todas las cosas horribles que le has dicho. Y te puedo asegurar que las seguirás recordando toda la vida. Y ¿sabes qué? Te va a doler tanto cada insulto, cada falta de respeto, vas a tener unos remordimiendos tan tremendos, que es muy posible que te vuelvas loca. Por eso me das lástima. No porque estés colgada de un miserable.
Me levanté, cogiendo el bolso de un zarpazo, y pagué la cuenta de ambas en la caja del restaurante. Berta se quedó allí, asombrada y sola, sin entender muy bien lo que había pasado. Algún día lo comprenderá todo. Sólo espero que no sea demasiado tarde, ni para su madre ni para ella.
– Llega tarde, señorita Cecilia. Acabo de servirle la merienda al señor Silvio.
Lucinda reprochándome un retraso… era evidente que se habían producido avances notables en nuestra relación. Silvio me esperaba en la sala. Sobre la mesa había un sobre amarilleado por el paso del tiempo y dos fotografías a las que, en cuanto me vio entrar, dio la vuelta con una sonrisa maliciosa, como si quisiese prolongar el misterio.
– A ver qué te parece esto -dijo, y me tendió las dos imágenes. Una era un daguerrotipo familiar de los Rendón, en el que distinguí los rostros ya conocidos de los padres de Silvio y el de un joven muy guapo, seguramente Efraín. La otra era un fascinante retrato de bodas, donde un detalle llamaba la atención, pero preferí no anticiparme con preguntas a la historia que iba a escuchar.
¿Recuerdas dónde lo dejamos? ¿Sí? Bueno, volví a ver a Zachary West dos o tres días más tarde, cuando le invité a almorzar en una taberna del Madrid de los Austrias. Pensé que iba a darme instrucciones concretas para llevar a cabo mi misión en el ministerio, pero para mi sorpresa sólo me dijo que debía tomar clases de alemán.
– Es un poco tarde para que aprendas a hablar otro idioma perfectamente, pero será bueno que adquieras ciertos conocimientos.
– ¿Eso es todo?
– De momento. No seas impaciente, estas cosas son lentas. Además, sabemos que el desembarco de nazis no va a producirse hasta que terminen los juicios de Alemania. Mientras, puedes emplear el tiempo en prepararte para lo que venga. Y ahora, vamos a pedir. Qué bien, tienen pepitoria de gallina… hace años que no la pruebo. ¿Tomarás vino?
Dos días después recibí la llamada de un hombre con fuerte acento germano, Heinrich Spiegel, que se convirtió en mi profesor y también en mi particular pesadilla. A pesar de que Zachary aseguraba que mi dominio del inglés me sería muy útil para las lecciones de alemán, yo tenía la sensación de que aquel idioma terrible era un completo galimatías y me decía a mí mismo, de un modo un tanto frívolo, que no era extraño que Alemania hubiese perdido dos guerras consecutivas: un país con una lengua tan monstruosamente complicada no puede aspirar a dominar el mundo. El señor Spiegel venía a mi casa tres veces por semana a torturar mi pobre cerebro con declinaciones y listas de verbos, y yo hacía lo que podía, pero acababa cada clase bastante descorazonado. Por fortuna, no se me cobraban las lecciones: «Herr West ya se ha ocupado de eso», me dijo mi profesor, y cuando insistí ante Zachary en abonar los honorarios de Spiegel, aquél dijo que «la Organización» corría también con ese tipo de gastos.
«La Organización.» No hice preguntas. Intuía que no me serían contestadas, y además me traían sin cuidado lo que yo consideraba detalles menores. Estaba tan contento de haberme recuperado a mí mismo que no tenía tiempo para nada más que para agradecer mi suerte, como meses atrás sólo encontraba ocasiones para rumiar mi amargura.
Cambié completamente, como si aquellos años pasados bajo la sombra de una depresión en toda regla hubiesen dejado paso a una vida nueva. El contacto con mis padres se hizo más fluido, y empecé a telefonearles una vez a la semana. Había escrito a Efraín a la agencia internacional para la que trabajaba, y me contestó enseguida con una carta muy cordial que, si bien no era la de un hermano -ese tren lo habíamos perdido por mi culpa hacía ya mucho tiempo- sí me permitía albergar esperanzas de poder construir en un futuro una buena amistad entre nosotros. Y, por fin, casi un mes después de mi primer encuentro con Zachary, llegó una carta de Elijah, y con ella la tan ansiada amnistía que necesitaba mi conciencia. Mi amigo de la infancia no me hacía reproches ni preguntas, no me echaba en cara mis silencios ni mis desdenes. Sólo celebraba mi regreso y manifestaba sus deseos de volver a verme cuanto antes. Aún conservo aquella carta. Te leeré unas líneas:
«Ha pasado demasiado tiempo, ¿no crees? Tienes que conocer a Mary Jo. Le he hablado de ti y quiere que vengas a visitarnos. Supongo que ya te ha dicho Zachary que nos casamos en primavera. Te esperamos para la ceremonia, y me da igual lo que digas. Además, tienes que ser mi testigo de boda. Mary Jo cuenta con todo un ejército de primos, tíos y parientes lejanos, y yo apenas tengo en la familia adoptiva a media docena de carcamales a los que casi no conozco. Zachary lo arreglará todo para que vengas a Nueva York.»
Al principio había descartado la idea de trasladarme a América. Después de tres años de guerra y seis de vida fosilizada en un despacho del ministerio, consideraba que los viajes eran cosa de una etapa anterior. Pero, al leer la carta de Elijah, recordé de pronto el venturoso protocolo de los traslados, el engorro de hacer maletas, la ceremonia de visar pasaportes, de subir y bajar de trenes y de coches, la aventura de descubrir nuevas ciudades incógnitas donde siempre esperaban sorpresas. Sentí una nostalgia amable, y casi inmediatamente el deseo de volver a experimentar aquellas sensaciones que había dado por perdidas.
La boda se celebraría el 14 de abril, y aunque no lo comenté, supuse que no había nada de casual en la elección de la fecha. No había pedido vacaciones en el ministerio en los últimos dos años, y supuse que mis jefes no pondrían objeción alguna a concederme unas semanas libres. Sí me preocupaba el asunto del pasaporte. ¿Tendría dificultades para salir del país? Hablé con Zachary, que me tranquilizó al respecto.
– Tienes un pasado político sin mancha y trabajas para el gobierno. De todas formas, para anticiparte a cualquier contratiempo, habla con tus superiores en el ministerio.
– ¿Qué debería decirles?
– La verdad, por supuesto. Que quieres ir a Nueva York a la boda de un amigo de la infancia. Puedes dejar caer mi nombre, son muchos los que presumen de tener buenas relaciones conmigo. En cuanto te den luz verde, sacaré los pasajes.
– ¿Vamos a ir en avión?
– Por supuesto. Soy el hombre de Hughes, ¿no te acuerdas? Nadie espera que haga un largo viaje en barco cuando tenemos nuestra propia compañía aérea.
Tal como Zachary había previsto, conseguí mi pasaporte sin problemas, y él personalmente se ocupó de visarlo en la embajada americana. El director general se sorprendió cuando le anticipé que iba a tomarme unos días de vacaciones para viajar a Estados Unidos y asistir a una boda.
– Se trata del hijo de Zachary West. Él es padrino de mi hermano, y Elijah y yo fuimos amigos cuando éramos niños.
– Así que Zachary West… le conozco de oídas. Trabaja para una compañía de aviación, ¿verdad? Si algún día viene a verle, me gustaría saludarle. En cuanto a sus vacaciones, no habrá problema. Páseme la solicitud con los días que piensa estar fuera y se la firmaré.
Carmen no podía creerse que estuviese haciendo planes para viajar a Nueva York. Para ella, América no era sólo un país distinto: era otro mundo, ajeno y distante, un mundo inaccesible al que había renunciado de la misma forma que hoy nadie haría planes para viajar a Saturno o a los fondos abisales. Te había hablado de Carmen, ¿verdad? Una chica estupenda, muy guapa, muy joven. Estudiaba mecanografía en una academia polvorienta de la calle de Alcalá, y allí la recogía yo la tarde de los jueves para llevarla a merendar. A ella y a sus dos primas, claro. En 1946, una chica decente no podía salir sin carabina, y en este caso las escopetas eran dos hermanas gemelas, deslenguadas y feúchas, que de vez en cuando nos hacían el favor de sentarse en otra mesa para que Carmen y yo pudiésemos charlar con cierta intimidad.
A Carmen la había conocido porque era la hija de un superior del ministerio. La primera vez que la vi, caminado junto a sus padres por el paseo de Recoletos, me llamó la atención por su tristeza: su hermano había muerto en la guerra, y la familia entera arrastraba desde entonces una pena infinita y un luto orgulloso, pues el chico en cuestión había caído por la patria y en el lugar correcto. Eran familia de un héroe del ejército vencedor, y eso daba a su pérdida una aureola épica, aunque vistiesen todos de negro cerrado, como cuervos tristes, y la madre siguiese prohibiendo a su hija que escuchase música en casa, pues le parecía un desdoro para la memoria del soldado muerto.
La primera vez que salimos juntos, Carmen se presentó a la cita con sus dos primas y luciendo un pañuelo morado alrededor del cuello. Lo tomé como una señal. Aquella chica había visto en mí una posibilidad de redención de la amargura familiar cuidadosamente conservada durante casi ocho años. Ahora sé que hubiese debido reflexionar acerca de todo aquello, sobre aquel pañuelo malva y sobre la infinita responsabilidad que estaba asumiendo al aceptar la condición de acompañante de una muchacha guapa y triste que estaba deseando poner punto y final al luto que llevaba por fuera y por dentro. Pero no lo hice. Tampoco para mí era un buen momento, así que seguí adelante con las citas, las meriendas, los paseos por el Botánico y las sesiones de cine junto a media docena de amigas.
Le hablé de Zachary y de Elijah omitiendo algunos detalles de nuestra relación, y le hice creer que habíamos seguido en contacto epistolar durante los últimos años. No mencioné a Ithzak, ni tampoco a Hannah Bilak, y evité así explicar cómo mis amigos judíos habían sido víctimas de la barbarie de los nazis. Carmen no hubiera entendido esas cosas. Sólo tenía veinte años, un abrigo negro cerrado hasta el cuello y el pobre honor de ser la hermana de un caído por Franco y por España. Y un pañuelo morado que se ponía para acudir a nuestras citas y le iluminaba el rostro. Cuando le dije que estaba a punto de marcharme a América para asistir a la boda del que había sido mi mejor amigo, abrió mucho los ojos. Tenía unos ojos preciosos, de un color marrón muy claro, que a la luz parecía amarillo.
– ¿A América? ¿Y no te da miedo?
– No, ¿por qué?
– Porque está muy lejos. -Revolvió su café con leche-. ¿Te vas mucho tiempo?
– Todavía no lo sé. Un par de semanas, quizá un poco más.
– A lo mejor no vuelves… mi madre siempre contaba que un tío suyo se fue a América y nunca más supieron de él. Creen que vive en Buenos Aires, pero ni siquiera de eso están seguros, fíjate tú.
Me eché a reír, y Carmen también se rió.
– Bueno, pero yo no me voy a Buenos Aires. Me voy a Nueva York, y te prometo que no voy a quedarme. Pero la verdad es que tengo ganas de ver a Elijah. Hace casi diez años desde la última vez. Y a ti ¿te gustaría ir a Nueva York?
Se encogió de hombros.
– No sé. Es que está tan lejos… adonde me gustaría ir es a París. Lo he visto en las películas. Debe de ser muy bonito. Cuando nos casemos, tienes que llevarme a París.
Lo dijo tan ingenuamente, con una naturalidad tan conmovedora, que tardé un poco en darme cuenta de lo que significaban aquellas palabras. Como había empezado a sospechar, Carmen no me consideraba un acompañante ocasional que la invitaba a pastel y chocolate en época de racionamiento, sino un novio formal con quien había emprendido un camino que por fuerza culminaría ante el altar de alguna iglesia. Te preguntarás por qué no aclaré las cosas de inmediato. La verdad, yo tampoco sé por qué no le dije en aquel mismo momento que ni siquiera había pensado en la posibilidad de casarme, ni con ella ni con nadie. Carmen me gustaba por su juventud, por su candidez, porque era guapa y tenía unos preciosos ojos amarillos, pero no era capaz de imaginar una vida en común con ella. Sin embargo, no la saqué de su error aquella tarde, ni tampoco ninguna de las tardes siguientes. Para mí, la relación con Carmen ocupaba sólo una parte ínfima de mi vida. Había otras muchas cosas que me preocupaban bastante más que sus planes nupciales.
Aquellas Navidades las pasé con los míos, en Ribanova. Esa foto nos la hicimos el día de Nochebuena. Mi madre estaba feliz: hacía muchos años que no tenía a sus dos hijos juntos bajo el mismo techo durante las fiestas pascuales. A pesar de que la ausencia de mis abuelos, fallecidos al terminar la guerra, hacía imposible que aquellas Navidades pudieran parecerse a las vividas durante la infancia, fueron unas jornadas muy gratas para todos. La casa se llenó de gente: de primos, de tíos, de viejos amigos que acudieron a brindar con nosotros y a recordar otras Navidades pasadas con una mezcla de nostalgia y esperanza en el futuro.
Efraín había vuelto de Alemania con el tiempo justo para sentarse a la mesa la noche del 24. Mis padres seguían pensando inocentemente que su hijo pequeño regresaba de una prolongada estancia en El Hierro, y ni él ni yo les sacamos de su error. Luego, cuando ellos se retiraron, mi hermano y yo pasamos muchas horas hablando de lo ocurrido en Nuremberg y de que, tal como Zachary West había previsto, la inmensa mayoría de los criminales nazis ni siquiera iban a ser juzgados.
– Han caído los peces más gordos, pero los demás se han ido de rositas. Hay una expresión alemana… deja que la recuerde… «persilschein», eso es. Se refiere al blanqueo de expedientes de los miembros de la Gestapo y de las SS para demostrar oficialmente que no tuvieron nada que ver en la política de persecución de los judíos.
– ¿En qué consiste?
Mi hermano describió una mueca de asco.
– Nada del otro mundo. Basta con un par de firmas de vecinos, o de subordinados, en un papel que declare la completa inocencia del tipo en cuestión. Parece una broma. En unos meses, asesinos de niños estarán campando a sus anchas sin que nadie pueda hacer nada.
No sabía si Efraín estaba al tanto de los planes de la organización con la que colaboraba Zachary West, así que preferí no comentar nada al respecto.
– ¿Qué vas a hacer ahora? -le pregunté.
– No estoy seguro. Depende de lo que me ofrezca la agencia. La verdad es que no me apetece volver a Alemania. Me gustaría viajar a Japón… supongo que me interesa fotografiar a los perdedores. Ya veremos. ¿Y tú? ¿Qué planes tienes para el resto de tu vida?
– Soy funcionario, ¿no te acuerdas? Se supone que el resto de mi vida, como tú dices, va a transcurrir en una oficina en el Ministerio.
Mi hermano me miró con una sombra de burla en los ojos.
– Silvio… nadie que esté en relación con Zachary West va a pasarse los días encadenado a un despacho. No quiero que me cuentes nada, pero tampoco creas que me chupo el dedo. Y ahora, voy a acostarme. Llevo treinta y seis horas sin pegar ojo.
Le di las buenas noches.
– Me alegro de que hayas vuelto.
Y fue Efraín quien pronunció la frase. Porque era yo y no él quien, aquella Navidad, estaba verdaderamente de regreso.
El tiempo pasa muy deprisa, aunque eso es algo que no hace falta que te diga yo. Es curioso, cuando eres un niño los días y las semanas se deslizan con una lentitud que llega a ser exasperante, pero al llegar cierta edad los días empiezan a volar, y luego vuelan las semanas y los meses, y cuando también comienzan a volar los años uno acepta que ha llegado la edad adulta. Pero no quiero filosofar; el caso es que pasaron las Navidades, y los meses de enero y febrero (que fueron extraordinariamente fríos en aquel Madrid del año 46), y en marzo llegó la primavera y se ultimaron los planes de viaje para asistir a la boda de Elijah. Zachary y yo volaríamos juntos vía Londres diez días antes de la ceremonia, y yo regresaría a España solo un par de días después. Zachary no me acompañaría. Tenía cosas que hacer en Nueva York, y supuse que algunas de ellas estaría relacionada con sus planes para dar caza a los nazis huidos. Por mi parte, empezaba a sentir cierta impaciencia con respecto a mi papel en la tan traída y llevada «Organización», que hasta entonces se había reducido a mi condición de alumno del profesor Spiegel. Alguna vez insinué a Zachary que no veía la hora de hacer algo más que estudiar las malditas declinaciones, pero él sonreía y me pedía paciencia. Y así llegó el momento de emprender nuestro viaje.
Carmen se despidió de mí la tarde anterior, con lágrimas en los ojos, y me regaló una medalla de la Virgen de Covadonga para que me protegiese. Le di las gracias y la guardé, aunque no sabía muy bien por qué se suponía que iba a necesitar protección. Cuando la dejé en su casa, mientras sus dos primas se adelantaban en el portal para concedernos un poco de privacidad, sentí por ella una sombra de lástima y también una oleada de afecto. Pero dejé de pensar en ello en cuanto crucé la calle.
El viaje a Nueva York fue tan largo y tan incómodo como puedas imaginarte. No guardo un gran recuerdo de mi bautismo del aire: me mareé bochornosamente cuando atravesamos una tormenta en mitad del Atlántico y confieso que tuve un instante de pánico en el momento del despegue, pues me pareció que aquella cafetera amenazaba con descuajeringarse y que lo que íbamos a hacer desafiaba todas las leyes de la física. A mi lado, Zachary West se partía de risa.
– Menudo héroe estás tú hecho.
Llegamos a Nueva York de madrugada, con seis horas de retraso sobre el horario previsto. Yo estaba tan cansado como aturdido, y bajé del avión como si caminase en una nube. Y allí, en tierra, a pie de pista, estaba esperándonos Elijah West.
Fue como verme a mí mismo pasado por el cedazo de la edad. Elijah, mi amigo, mi compañero de juegos, mi hermano, el niño hecho hombre, el hombre cuya pista había querido perder, la persona por la cual me había enfrentado en la infancia a lo que era mi mundo, el chiquillo de piel negra a quien tendí la mano, el crío indefenso que había buscado refugio en mi casa y en mi vida, el muchacho capaz de crecer solo y que sin embargo había querido crecer conmigo, Elijah, mi Elijah, la vida veinte años atrás, la vida suspendida por mi culpa, todo el cariño desperdiciado durante aquellos años, y mientras yo flotaba todavía en la niebla de la falta de sueño, de la desorientación y del desfase horario, Elijah me dio un abrazo y fue como recuperar todos los años malgastados y cada segundo perdido.
Elijah, que conducía su propio coche, nos llevó a la ciudad. Dejamos a Zachary en el hotel Plaza, y luego Elijah y yo seguimos camino hacia su casa, donde iba a alojarme. Mi amigo vivía en la avenida Lexington, en el duodécimo piso de un edificio de veintisiete plantas. Recuerdo que, a pesar de mi atontamiento y del cansancio acumulado, la primera visión de aquella ciudad fabulosa me alborotó los sentidos y produjo en mí una excitación casi infantil. Ése era el mundo que seguía existiendo sin mí, ése era el mundo al que había estado a punto de pertenecer para siempre. El mundo de Elijah. Y ahora, yo iba a volver a formar parte de ese mundo, al menos durante unos días.
Elijah me aconsejó que durmiese unas horas. Después, ya descansado y tras hacer una mezcla de desayuno y comida, mi amigo y yo nos acomodamos en el salón con la intención de ponernos al día.
– Siento haberme portado así…
Pero Elijah me detuvo con un gesto que no dejaba lugar a dudas.
– Silvio, no creo que hayas venido para disculparte ni nada de eso. Lo pasado, pasado. Hay cosas más importantes de las que tenemos que hablar…
– Como tu boda, por ejemplo.
– Por ejemplo -sonrió y mostró sus dientes blanquísimos-. Hoy conocerás a Mary Jo. Te advierto que es guapísima, inteligente y muy dulce. Te gustará, ya lo verás. Su padre es muy rico. Ha hecho una fortuna vendiendo suelas de zapatos…
– ¿Suelas de zapatos? -me parecía un chiste.
– Sí. Resulta que Jack había inventado hace tiempo una media suela de un grosor especial con cierto poder aislante… y cuando entramos en guerra, el ejército empezó a encargarle a él la fabricación de todos los refuerzos para las botas de los soldados. Así que mi futuro suegro, que era sólo un empresario acomodado, ganó más dinero del que puedas imaginar. Ya ves. -Se puso serio de repente-. Gracias a la guerra, Mary Jo y yo vamos a celebrar nuestra boda en el salón de baile del Waldorf Astoria y a vivir en un piso de lujo con vistas a Central Park. Muchos tipos murieron en Europa, y a mí me ha caído del cielo un apartamento nuevo en Park Avenue. No se puede negar que tengo suerte.
Pero no parecía muy satisfecho.
– Yo tendría que haber estado allí -continuó-. En Normandía, o entrando en Alemania. En lugar de eso me quedé en América, y todo lo que hice fue vender bonos de guerra.
– Hubo suficientes soldados en Europa, suficientes lisiados y suficientes muertos. Me alegro de que tú no seas uno de ellos. La guerra es terrible, Elijah, y puedo asegurarte que no te sentirías mucho mejor de haber estado en las trincheras. Distinto sí, pero mejor no. No pienses más en esas cosas. Por cierto -intenté bromear-: ¿qué tal se te daba lo de los bonos?
Elijah se rió.
– Bastante bien.
– Pues considera que hiciste tu contribución a la causa. Y hablando de otra cosa, ¿qué noticias tienes de Hannah Bilak?
– Pues… que está preciosa, que habla inglés bastante mejor que tú y… sorpresa, sorpresa, que va a venir a la boda. Llegará a Nueva York en unos días.
– ¿Cómo se ha tomado la noticia de la muerte de Ithzak?
– Es difícil saberlo. Se lo dije yo, ¿sabes? Fui a su casa de Baltimore, me senté a su lado, la cogí de las manos y le conté lo que había ocurrido. No dijo nada, pero me miró de una forma tan rara… estuvimos un rato así, los dos callados, y luego me dijo, bueno, al menos ahora sabemos cómo ocurrió. A Hannah no se le escapaba que Ithzak estaba muerto. Era imposible que hubiese sobrevivido a las deportaciones o a los campos. Fue una sorpresa saber que había aguantado tanto tiempo. Zachary me dijo que murió en el 44…
– Eso me contó un hombre que le conoció en Mauthausen.
Elijah meneaba la cabeza en un gesto que me pareció de pesadumbre, pero que en realidad era de duda.
– En toda esta historia hay algo que no me encaja. Vamos a ver… si es verdad que Ithzak consiguió escapar del gueto, ¿qué demonios estaba haciendo al otro lado de la frontera austríaca? ¿Por qué no se quedó en Varsovia, oculto en alguna parte? La resistencia ayudó a muchos judíos a permanecer escondidos hasta el final de la guerra.
– Supongo que sólo pensaba en volver a ver a Hannah, quizá también en reunirse con nosotros.
– Ya… Pues lo siento, pero no creo que ocurriera así. Ithzak era un tipo estupendo, pero no me lo imagino huyendo del gueto. ¿Tú sabes cómo funcionaban las cosas allí? Le gente se moría de hambre en plena calle. Había que ser de una pasta especial para seguir vivo, no digamos ya para escapar. ¿Es que no te acuerdas de cómo era Ithzak? Delgado, enfermizo, sensible como un crío, muy poco capaz de cuidar de sí mismo.
Me dieron ganas de contestar a Elijah: también tú y yo éramos así.
– Durante años -continuó- me torturó la idea de que Ithzak pudiese estar pasando por todas las calamidades que los nazis reservaban a los judíos. Pero ahora, al saber que alguien le vio en Mauthausen en el 44, a cientos de kilómetros de Varsovia, sé que las cosas no fueron como imaginamos. Escucha, he llegado a pensar… he llegado a pensar que Ithzak nunca entró en el gueto. Amos era muy rico. Quizá Ithzak sobornó a algún miembro de la Gestapo que le libró del traslado y luego le ayudó a salir de Polonia.
Ithzak comprando los favores de algún oficial del ejército invasor… la idea no me gustaba nada, pero tenía visos de lógica.
– Me resulta más fácil pensar en Ithzak escapando campo a través con la ayuda de un nazi que imaginármelo en el gueto, temblando de frío, pasando hambre y recibiendo humillaciones diarias por parte de los malditos alemanes. No lo hubiera resistido, Silvio. Sé que otros lo hicieron, pero Ithzak Sezsmann no. Ni era valiente, ni decidido, ni tenía arrojo ni nada que se le parezca. Se habría hundido nada más llegar al gueto, y de no ser así los nazis se hubiesen ocupado de eliminarlo. Allí sólo se mantenía con vida a los trabajadores útiles. ¿Qué se supone que iba a hacer Ithzak? ¿Tocar el violín por las calles?
– Bueno, y si es verdad que recibió ayuda para escapar, ¿cómo es que no se puso en contacto con vosotros?
– Quizá no pudo.
– ¿En tres años?
El timbre de la puerta sonó, muy poco oportunamente, en ese preciso momento. Era Zachary West, que venía a recogernos para tomar una copa antes de cenar.
– ¿Qué tal unos martinis en el Algonquin? Sé que ha llegado hoy el suministro de ginebra.
– Papá, llevas sólo unas horas en Nueva York y ya tienes noticia del aprovisionamiento de los bares. ¿Cómo te apañas?
– Veinte años en el servicio secreto dan para mucho. ¿Has descansado, Silvio? Tienes mejor aspecto, esta mañana parecías un muerto en vida.
– Zachary… ¿sería posible renunciar a esa copa para dar una vuelta por la ciudad? No he podido ver nada… y la idea de sacudirme el estómago con una ginebra me pone los pelos de punta.
– La verdad es que los jóvenes de hoy estáis hechos de mantequilla. ¿Te ha contado que se mareó en el avión? Bueno, ahora hablaremos de eso. Tenemos un par de horas antes de la cena. Mary Jo y sus padres nos esperan a las ocho en el 21.
No puedo decirte la impresión que me causó aquel paseo por las calles de Manhattan, sombreadas por los edificios altísimos, como colosos desafiantes. Recuerdo las calles llenas de gente y de vida, el paso rápido de los neoyorquinos, los escaparates tentadores donde era imposible encontrar la sombra de la escasez en que vivía aún la vieja Europa. Hasta los bocinazos de los coches parecían cargados de energía. Pensé que en aquella metrópolis rutilante casi cualquier cosa podía ser posible, y también que debía de ser muy fácil acostumbrarse a vivir allí, como es fácil sucumbir al encanto de una mujer hermosa.
Llegamos al 21 un poco antes de la hora de la cita, y tomamos una copa en el bar mientras esperábamos a Mary Jo y a los suyos.
– Ah, ahí vienen. Puntuales, como siempre.
Tuve que hacer un esfuerzo supremo para disimular mi sorpresa. Delante de mí estaba una joven muy guapa, de largos cabellos cobrizos y ojos oscuros… y una piel blanca como la leche. Elijah me miraba, divertido y consciente de mi desconcierto. Había dado por hecho que la familia del rey de las mediasuelas era de raza negra…
– Mary Jo, éste es Silvio.
– Menos mal que has venido -dijo, mientras me estrechaba la mano-. Temía que Elijah se negara a casarse si no estabas tú también en la iglesia… Dice que eres como su hermano, así que supongo que tú y yo vamos a convertirnos en una especie de cuñados…
Mientras avanzábamos hacia la mesa, Elijah se dirigió a mí en un susurro.
– Dime la verdad, ¿qué posibilidades habría de que los padres de una chica blanca le permitieran casarse con un negro? ¿Una entre un millón? No me negarás que soy un tipo con mucha suerte.
En los días siguientes, la familia de Mary Jo organizó toda una batería de actividades sociales en mi honor y en el de otros parientes desplazados a Nueva York para asistir a la boda. El tiempo se nos iba en cenas, tés danzantes y picnics en Central Park con canapés de salmón ahumado y champán servido en copas de cristal. Los Connors componían un nutrido y aristocrático clan extendido por ambas costas estadounidenses, aunque, tal como me había advertido Mary Jo, los Connors del sur poco o nada tenían que ver con los Connors de Pennsylvania, Maryland o Massachusetts. Era divertido observarles a todos juntos pues, a pesar del tiempo transcurrido desde que el primero de ellos se bajara del Mayflower, todos conservaban un inequívoco aire de familia en el particular color del cabello y el aire de languidez en las maneras aprendidas en alguna escuela privada.
No todos los parientes de Mary Jo habían recibido a su prometido negro con la misma franca calidez con que lo habían hecho el magnate del calzado y su jovial esposa. En aquellos días, aguzando el oído pude escuchar comentarios despectivos venidos de primos y tíos más o menos lejanos. Elijah era consciente de la situación, pero no le quitaba el sueño.
– Supongo que no se puede esperar otra cosa. Me imagino lo que dicen: «Debe de ser muy decepcionante para Jack y Eunice: tienen una sola hija, la envían a un internado suizo y luego a Vasaar… y resulta que la chica termina casada con un salvaje.» La verdad es que no pienso mucho en ello. He encontrado a tanta gente para la que mi color de piel era un motivo de disgusto, que me he acostumbrado. Incluso en Harvard tuve problemas por ser negro…
La intensa vida social de los días previos a la ceremonia no nos había dejado a Elijah y a mí muchos momentos para hablar sin testigos. Él no había vuelto a mencionar a Ithzak, pero yo no podía quitarme de la cabeza nuestra conversación del primer día. Y cuantas más vueltas daba a las sospechas de Elijah, más visos de realidad encontraba en ellas. La certeza de que nuestro amigo había conseguido salvarse del traslado al gueto y de las deportaciones era vagamente tranquilizadora pero, en mi fuero interno, me parecía detestable la idea de que Ithzak hubiese sido capaz de trapichear con los nazis. Claro que, ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Entrar en el gueto como una oveja camino del matadero? ¿Malvivir allí en unas condiciones miserables y completamente solo? Si alguien, quienquiera que fuese, había ofrecido a mi amigo una sola oportunidad de salvación, hizo bien en aceptarla. Cuando llegué a esa conclusión, me avergonzó un poco haber tenido la osadía de juzgar el comportamiento del joven Sezsmann. Había hecho lo correcto, aquello a lo que todos estamos obligados: sobrevivir. En Polonia y en 1940, un muchacho judío no podía aspirar a mucho más.
Hannah Bilak llegó a Nueva York cuatro días antes de la boda, con el tiempo de asistir a una cena de gala en el hotel Plaza, a un té de damas en la residencia de los Connors y al baile que se celebraría la noche previa a los esponsales. El programa era tan apretado que temí no tener tiempo para hablar con ella, pero Elijah me tranquilizó.
– No te preocupes, he organizado las cosas para que Hannah sea tu pareja en todas las fiestas. No creas que ha sido fácil: las primas de Mary Jo estaban deseando que las acompañase un joven y apasionado español.
– No soy muy buen partido…
– Ya, pero ellas sí. Y estos americanos ricos encuentran distinguido todo aquello que viene de Europa.
Hannah iba a alojarse en casa de una tía de Mary Jo, una anciana viuda que vivía en la avenida Madison. Nos encontraríamos un poco antes de la cena para tener oportunidad de charlar a solas. Confieso que dormí mal la noche previa al reencuentro, y me desperté malhumorado y sin poder entender qué era lo que me ponía nervioso. Hannah y yo sólo habíamos pasado juntos cuatro semanas hacía once años, y en aquel tiempo los dos éramos unos niños que sólo podíamos hablar por señas. ¿Qué era entonces lo que me inquietaba? ¿Algún presagio inexplicable? ¿La intuición de que había cosas a las que debía tener miedo?
Volví a ver a Hannah Bilak en el vestíbulo del hotel Plaza, la tarde del 10 de abril de 1946. Llegó del brazo de Zachary West, que había ido a recogerla a la casa donde se alojaba, y no sé por qué pedí a la suerte que me permitiese poder observarla durante unos segundos sin que ella me viera. Hannah ya no era la niña que había conocido en Varsovia, sino una mujer espléndida que atraía las miradas de todos los hombres presentes. Llevaba un vestido de fiesta de color verde agua y el pelo recogido, y no lucía más joyas que unos sencillos pendientes de oro. Hannah avanzó hacia nosotros indiferente a la expectación que había despertado su entrada, y me di cuenta de que al caminar se aferraba al brazo de Zachary West. Como yo, ella también estaba asustada.
– Silvio…
Los ojos grises se le empañaron, y yo no supe qué hacer, salvo estrechar la mano que me ofrecía y mirarla, once años después de que nos despidiésemos, en aquella estación de tren en Varsovia. Busqué en Hannah algunos rasgos que me recordasen a la niña que había sido, y descubrí que seguía teniendo la misma piel que entonces, y conservaba un aliento adolescente en la sonrisa tímida. Pero eran detalles menores, porque en realidad Hannah había cambiado: en toda ella se había obrado una metamorfosis fabulosa de la que pensé que deberían haberme advertido, porque ahora me costaba disimular la sorpresa. Mirándola recordé a su madre, y el corazón se me alborotó al darme cuenta del asombroso parecido entre Edith Griessmer y su hija, que, supuse, iría intensificándose con el paso de la edad.
– ¿Cómo estás, Hannah? ¡Dios mío, cuánto has cambiado!
– Tú también has cambiado un poco. Muchos años para los dos ¿eh? Muchos años para todos, creo.
Hablaba inglés con un delicioso acento eslavo.
– Menos mal que has llegado. -Elijah la abrazó como hubiese hecho con una hermana, y por un segundo envidié a mi amigo, que había llegado con Hannah a semejante grado de confianza-. ¿Qué tal el viaje desde Baltimore?
– Horrible. El tren se paró tres veces. Creí que iba a tener que llegar andando…
– ¿Y tu madre? ¿Cómo está?
– Un poco mejor. El invierno es malo para ella. Se quedó triste, hubiera querido venir, pero sigue sin tener mucha fuerza. Por cierto, Elijah, te envía esto…
Hannah abrió su bolso, una pequeña limosnera de encaje bastante desgastada que debió de haber pertenecido a su madre, y sacó un paquetito envuelto en papel de seda. Elijah lo abrió: eran unos gemelos de oro.
– Fueron de mi padre. -Los ojos se le volvieron a humedecer-. Mi madre quiere que sean su regalo para ti.
Elijah pareció dudar durante unos segundos: era un presente excesivo, sobre todo viniendo de una mujer sola y con pocos recursos, pero mi amigo se dio cuenta del hondo significado del obsequio, así que se despojó alegremente de los gemelos que llevaba y se colocó los que Hannah acababa de entregarle.
– Los llevaré el día de la boda. Díselo a tu madre, Hannah.
Se abrazaron otra vez.
– Bueno, bueno, el cupo de emociones está agotado. -Zachary West acarició la mejilla de Hannah-. Por cierto, querida, estás preciosa con ese vestido. Claro que estás preciosa con todo, pero eso ya lo sabes. Vamos a tomar una copa rápida, ¿de acuerdo? Cuando lleguen los invitados se llevarán a Elijah y no volveremos a verle en toda la velada.
Puedo decirte que aquella noche no hice otra cosa que mirar a Hannah. Creo que nuestros compañeros de mesa debieron de decirse que éramos dos perfectos groseros, pues apenas intercambiamos con ellos unas cuantas frases de cortesía obligada. No hablamos del pasado, sino que empleamos aquella cena en conocernos otra vez. Hannah me habló de su sencilla vida en Baltimore, de cómo había obtenido su título de enfermera y de lo mucho que le gustaba el trabajo en el hospital. Yo le hablé de mi cargo en el ministerio, de mi hermano fotógrafo, incluso de mi familia en Ribanova. De quien no le hablé fue de Carmen. Después de todo, no sabía muy bien qué debía decir acerca de ella.
Después de la cena, mientras servían el café en otro salón, Hannah y yo nos instalamos en un rincón discreto, y allí la conversación rodó hacia otros asuntos. Habían ocurrido tantas cosas terribles durante aquellos años que era imposible eludirlas: hacerlo hubiera sido como volver a empezar desde una mentira, pretender que nuestras vidas (y, sobre todo, la vida de Hannah) habían estado marcadas por la tranquilidad y la bonanza. Ella me contó cómo su madre había sido abandonada por su marido ario, que se llevó a los hijos de la pareja y la dejó a expensas de su suerte. Me sorprendió que no hablase de aquel hombre con demasiado rencor.
– Eran tiempos difíciles para todos -dijo- y quizá el señor Griessmer sólo quería proteger a mis hermanos. Ahora los tres están muertos. Ocurrió cuando los aliados bombardearon Dresde. De no ser porque Zachary movió cielo y tierra para embarcar a mi madre en el Saint Louis, ella tampoco habría sobrevivido. Consiguió hacerla llegar a América, y se ocupó de cuidarla hasta que pude hacerlo yo. Ha seguido ayudándonos durante todos estos años. -Señaló el vestido que lucía-. ¿Crees que una enfermera podría comprarse un traje así?
La abuela de Hannah había muerto en el año 37, cuando ya Amos Sezsmann estaba muy enfermo. Con el permiso de su madre, ella se había trasladado a vivir a la casa de la calle Trebaka para poder ayudar a Ithzak en sus cuidados al anciano músico. A pesar de todo, aquéllos habían sido unos años felices. Los Sezsmann y Hannah formaron una pequeña familia. Ithzak seguía con sus estudios, aunque ya no dedicaba tanto tiempo a hacer prácticas con el violín y el piano, y Hannah se ocupaba del gobierno de la casa y de mimar al enfermo. Ithzak y ella hablaron de casarse en una ceremonia íntima con la sola presencia del rabino y un par de testigos, pero las tímidas esperanzas de que Amos recuperase su salud les hacían retrasar sus proyectos de boda. Luego llegó la ocupación nazi, y casi de inmediato los planes para sacar a Hannah del país.
– Yo no quería marcharme, ¿sabes? Prefería permanecer en Varsovia con Ithzak y con el pobre Amos… estaba inválido, y necesitaba ayuda hasta para comer. Pero fue Ithzak quien me obligó a dejar Polonia. Dijo que no podía cuidar de su padre y de mí al mismo tiempo, que Amos le necesitaba y que volveríamos a reunimos antes de lo que yo podía imaginar. Le dije que sí a todo, pero no le creí. La noche que vinieron a buscarme para salir del país, yo sabía que era la última vez que veía a Ithzak. No me preguntes cómo, pero lo sabía.
Cuando llegó a Estados Unidos, su madre estaba esperándola. Llevaban seis años sin verse, y sólo cuando la abrazó, allí, en el muelle, agotada y triste, desorientada y llena de miedo, se dio cuenta de cuánto la había echado de menos, de cuánto había necesitado su ayuda, sus consejos, su amor. Recuperar a su madre fue un tibio consuelo para el dolor que sentía, y la idea de cuidar de ella, un acicate para superar la pena y seguir viviendo.
Zachary West las instaló en Baltimore, donde poseía una casa que había comprado tiempo atrás como inversión y que nunca había llegado a estrenar. Hannah aprendió inglés con relativa rapidez -su dominio del alemán, el francés y el polaco le facilitó el estudio de un cuarto idioma bastante más sencillo que los que ya manejaba- y luego se matriculó en una escuela de enfermería. Zachary se hizo cargo de todo.
– Fue como un padre, como un hermano. Y actuaba con tanta discreción, con tanta elegancia, que a veces ni siquiera nos dábamos cuenta de algunas de las cosas que hacía por nosotras.
Y mientras Hannah y su madre intentaban recomponer sus vidas, las noticias sobre lo que ocurría en el gueto habían llegado hasta círculos judíos de América del Norte. Se hablaba de las deportaciones, de los campos de exterminio, de los experimentos científicos con hombres y mujeres llevados a cabo por los alemanes…
– Cada cosa que me contaban era peor que la anterior, así que la idea de que Ithzak estaba muerto acabó convirtiéndose en una esperanza. Qué raro, ¿verdad? Llegué a rezar el kaddish por él. Prefería creer que la muerte le habría librado de todo aquel horror. Pero a veces pensaba que quizá estuviese vivo y sufriendo. El día que Elijah me contó lo que había pasado me puse triste, pero también fue como si me liberase de un peso. La verdad, por mala que sea, siempre es mejor que hacerse preguntas que no puede contestar nadie.
Rechazó una copa de champán que le ofrecía un camarero, y pidió en su lugar un vaso de agua mineral.
– ¿Quieres saber algo que resulta ridículo? -me dijo-. Los Sezsmann eran unos judíos bastante atípicos. Ni siquiera observaban el sabbath, y en su despensa había suficientes productos de cerdo como para condenar a media colonia judía de Varsovia. Yo fui la primera persona que encendió en aquella casa las luces de Hannukah. Ellos no lo habían hecho nunca, y sin embargo tenían dos árboles de Navidad. Conocían nuestras tradiciones, pero no las respetaban. La abuela Bilak se escandalizó al saber que la cocinera de Amos ni siquiera estaba al tanto de las reglas del kosher. Creo que los Sezsmann le parecían un par de herejes. Sin embargo, a ellos les mataron por ser judíos, y yo sigo viva. Es una ironía ¿a que sí?
Me sonrió, como resignada a su suerte. A su mala suerte, que la había hecho nacer en un país destinado al aplastamiento y a la opresión. Supuse que estaría pensando en Ithzak, y me pregunté cuántas veces se habría torturado elucubrando acerca de lo que había ocurrido. Decidí compartir con ella las teorías de Elijah, que estaba seguro de que nuestro amigo había conseguido evitar el ingreso en el gueto.
– De haberse encontrado en Varsovia, Ithzak jamás hubiese acabado en un campo de concentración situado en Austria. No es descabellado pensar que logró escapar de la Gestapo, y que estaba intentando llegar a territorio neutral ayudado por alguien. -Hannah me miraba con el ceño fruncido, como concentrada en lo que estaba diciéndole-. Sé que sólo es una posibilidad pero… pero quizá Ithzak nunca llegó a entrar en el gueto.
Hannah estuvo callada un buen rato, dando vueltas a lo que acababa de escuchar.
– ¿Sabes qué? -me dijo por fin-. He estado triste los últimos seis años. Me pasaba los días preguntándome dónde se encontraría Ithzak, y para encontrar consuelo sólo podía pensar en su muerte. Hay que aceptar que nunca sabremos lo que de verdad le ocurrió, así que podemos elegir qué es lo que queremos creer. No sé si Elijah está en lo cierto o no, pero yo prefiero pensar que Ithzak no pasó por el gueto, que no fue deportado en uno de esos trenes horribles y que no pasó los últimos tres años de su vida siendo un esclavo de los nazis. He tenido seis años para imaginar tantos horrores, que me doy por satisfecha sabiendo que Ithzak sólo estuvo unas semanas en Mauthausen.
Nos miramos en silencio. Una orquesta en la que no había reparado hasta entonces empezó a tocar Mientras el tiempo pasa, y me pareció que aquélla era una buena música de fondo para aquel momento. Hannah movía suavemente la cabeza al compás de aquella canción que años más tarde se convertiría en inmortal pero que en 1946 era solamente un tema de moda popularizado por el cine. Hubiera debido sacarla a bailar entonces, para subrayar su firme voluntad de empezar una nueva etapa libre de pesadillas y de incógnitas, pero no lo hice. Me quedé sentado, mirándola, mientras ella parecía ir recobrando una tranquilidad perdida al tiempo que tarareaba la canción del mismo modo que Ingrid Bergman lo hacía en Casablanca.
Hannah y yo apenas nos separamos en los dos días siguientes. Tuve ocasión de comprobar que el tiempo no sólo la había convertido en una mujer hermosa, sino también en una persona inteligente y buena que se negaba a dejarse vencer por la desdicha. Había algo extraordinariamente vivo en los ojos de Hannah Bilak, aquella muchacha indefensa que cruzó la Europa ocupada con la muerte suspendida sobre la cabeza, aquella novia que se separó del hombre al que amaba con la conciencia de que su despedida era para siempre. Hannah, que había llegado sola a América, y allí había recompuesto su vida sabiendo que nunca, jamás, iba a poder recuperar nada de todo aquello que había dejado tras de sí al salir de Polonia. Sé que fui injusto, pero la comparé con Carmen y su abrigo negro míseramente animado con un pañuelo de alivio de luto. Hannah, que lo había perdido todo, que se había convertido en una apátrida, que había tenido que empezar otra vez en otro país, en otro idioma, que había sobrevivido al pánico y a la incertidumbre. Hannah, que era hermosa y llevaba un traje del color del agua. Carmen, que parecía pedir perdón por ser tan guapa teniendo como tenía la obligación de llorar a diario la muerte del hermano. Fue entonces cuando supe que no quería a la que todos consideraban mi novia. Que no la querría nunca, o al menos no del modo que ella esperaba hacerse querer.
En aquellos días no sólo descubrí a Hannah, sino también Nueva York. A pesar de la sucesión de cenas y bailes, ella y yo encontramos tiempo para explorar una metrópoli que en nada se parecía a ninguna otra ciudad que yo hubiera visto. Pensé que, quizá en su momento, la Roma de Augusto hubiese jugado en la historia el mismo papel que ahora le tocaba desempeñar a Nueva York: el de convertirse en capital de un nuevo mundo, en punto de partida, en un lugar donde se mezclaban culturas y razas. Me pareció notar que el corazón me latía más fuerte al pasear por las calles de Manhattan, al elevar la vista y comprobar qué cerca estaba el cielo de aquellos edificios magníficos. Era la ciudad de la opulencia, de las posibilidades, de las expectativas. La ciudad del presente o, aún mejor, la del futuro inmediato. No sé en qué momento empecé a fantasear con la idea de mudarme allí. Hablaba inglés perfectamente, y aún no era demasiado viejo para encontrar un empleo. En aquella ciudad asombrosamente viva, en perpetuo estado de transformación, parecían quedar muchas cosas por hacer. ¿Por qué no iba a ser yo uno de aquellos ciudadanos que caminaban con la cabeza más alta que en cualquier otro lugar del mundo? ¿Por qué renunciar a vivir en aquella urbe fabulosa donde había tantas historias por escribir? Y, además, estaba Hannah. Ahora que la había encontrado, me espantaba la idea de alejarme de su lado. No lo puedo explicar, pero la sola idea de no volver a verla me producía, más que tristeza, algo parecido al pánico. No tenía la menor idea de qué podía esperar de ella, y tampoco me atrevía a acariciar la idea de proponerle que fuese mi esposa. Lo único que sabía es que no quería perderla del todo. Sí, Cecilia, me había enamorado de aquella chica judía que tan cerca había estado de casarse con uno de mis mejores amigos. Y cuando me decía a mí mismo, tengo que volver, tengo que volver cuanto antes y quedarme aquí para siempre, quizá no estaba pensando en Nueva York. Quizá sólo pensaba en Hannah.
Decidí hablar con Zachary West. Contarle lo que me había ocurrido en aquellos tres días. Confesar que deseaba con todas mis fuerzas dar un nuevo vuelco a mi vida, que estaba dispuesto a todo, a dejar mi trabajo, a renunciar a mi patria, a volver a poner tierra de por medio entre mi familia y yo. Después de todo, el mío era un deseo legítimo: había encontrado el camino a la felicidad, y necesitaba de él para seguirlo. Zachary, mi amigo, mi hermano, mi padre, sólo querría apartar cada uno de los obstáculos que pudieran entorpecer ese camino.
La boda de Elijah fue exactamente como yo esperaba: una ceremonia larga y pomposa con una novia radiante y un novio feliz cuya piel negra parecía desafiar el origen anglosajón de los parientes de su mujer, seguida de un banquete excesivo y una fiesta que duró hasta el alba. Los novios se habían marchado mucho antes, rumbo a su luna de miel en Barbados. Me despedí de Elijah con un abrazo y la promesa de volver a vernos pronto.
– Mientras tanto, intenta escribirme.
– Lo prometo. Buen viaje y hasta pronto.
Le vi alejarse de la mano de su mujer, entre una lluvia de granos de arroz y pétalos de flores que les arrojaban las damas de honor. Cuando la puerta se cerró tras ellos, Zachary West puso su mano en mi hombro.
– Bueno, pues ya está. Ahora podemos volver a la vida normal.
Era el momento perfecto para hablar con él. Hannah estaba con las otras chicas curioseando los regalos de boda que estaban expuestos en un salón adyacente, y Zachary se había librado por fin de toda la tropa de familiares de Mary Jo que deseaban estrechar la mano del antiguo héroe de guerra.
– Zachary, ¿podemos tomar una copa en algún sitio más tranquilo? Me gustaría hablar contigo.
– Sí, yo también tengo algo que contarte. Vamos al bar de la segunda planta, no creo que a esta hora haya demasiada gente.
Como Zachary había previsto, el bar estaba desierto. Pedimos dos brandys.
– Por Elijah y Mary Jo -dijo Zachary- y también por ti, Silvio. Tengo una sorpresa que te va a alegrar. Sé que llevas meses esperando este momento y que has tenido mucha paciencia.
– No entiendo…
A Zachary le brillaban los ojos.
– Los alemanes comienzan a moverse. Estábamos seguros de que ocurriría en cuanto se confiaran. Las detenciones han empezado hace días. Hemos localizado en Francia a dos altos oficiales de las SS, y a un montón de antiguos miembros de la Gestapo que estaban a punto de establecerse en Austria. Y sospechamos que hay varios capitostes del partido nazi que tienen planes para cruzar la frontera española.
Zachary West me miraba con aire triunfante mientras sostenía su copa de coñac.
– El baile ha empezado, y ahora te toca a ti. En cuanto llegues a España recibirás las primeras instrucciones. Bienvenido a la Organización.
Balbuceé algo ininteligible. Zachary debió de pensar que estaba tan emocionado que no me salían las palabras.
– Bueno… ¿y tú? ¿Qué querías decirme?
Noté algo raro en la boca.
– Nada… que… que no he hecho ningún regalo de boda a Elijah y Mary Jo. Soy… soy un desastre… ¿sabes si hay alguna cosa que quieran?
Zachary apuró la copa de coñac.
– Puedes comprarle un abanico a Mary Jo. Yo se lo traeré la próxima vez que venga a Nueva York.