Gracie entró en el restaurante mexicano de Bill a las doce en punto del mediodía para descubrir que su amiga Jill ya había llegada.
– Siempre llegas antes de la hora -le dijo Gracie, al acercarse a la mesa en la que su amiga estaba sentada.
Jill se puso de pie y la abrazó.
– Lo sé. Es una enfermedad. Creó que necesito un programa de rehabilitación.
Gracie se apartó de su amiga y la miró de arriba a abajo.
– Estás fabulosa. ¿Crees que reconoceré al diseñador de ese traje que llevas puesto?
Jill meneó las caderas y se dio la vuelta muy lentamente para mostrarle la camisa y los pantalones de raya diplomática que llevaba puestos antes de volver a tomar asiento.
– Armani. Aún me sigo poniendo mi ropa de abogada de la gran ciudad. Tina, mi ayudante, no hace más que decirme que me visto demasiado elegantemente para Los Lobos, pero, si no me lo pongo aquí, ¿dónde me lo voy a poner?
Gracie se sentó y tocó suavemente la manga de la blusa de seda de su amiga.
– Supongo que no para limpiar los cuartos de baño.
– Exactamente. Me alegro tanto de verte… Hace mucho tiempo. ¿Cuánto? ¿Cinco meses?
– Más o menos. Nos vimos por última vez el día de tu boda en Carmel y tengo que decir que allí te interesaba más el novio que yo a pesar de que te había hecho un pastel de bodas fabuloso. ¿A qué vino eso? Yo soy tu mejor amiga. Él sólo es un hombre.
– Tienes razón -comentó Jill, riendo-. Y qué hombre. Un hombre guapo, sorprendente…
Jill se interrumpió cuando la camarera se acercó a ellas para anotar lo que querían beber. Gracie pidió un refresco y Jill un té helado.
A Gracie le pareció que su amiga había cambiado. Antes, su amiga trabajaba en un bufete en San Francisco, trabajaba un horario imposible, se ponía trajes muy elegantes y domaba su fabulosa cabellera rizada en un elegante y doloroso recogido en la nuca. Sin embargo, en aquel momento parecía…
Gracie sonrió. Su amiga tenía un aspecto muy femenino y feliz. Los rizos le caían en cascada por la espalda. Las ojeras habían desaparecido de su rostro y su piel parecía brillar.
– Te sienta bien la vida de casada-dijo Gracie.
– Me encanta. Mac es maravilloso. Al principio, me sentía algo nerviosa por lo de ser madrastra, pero Emily es maravillosa y tiene mucha paciencia conmigo. Lo único que me molesta es que tenemos que compartirla con su madre. A mi no me importaría ocuparme de ella todo el tiempo.
– Vaya, eso es genial.
– Así es como me siento. Los adoro a los dos. Mac sabe cómo hacer todo bien… En muchos aspectos.
– Si vas a hablar de sexo, no quiero escucharte. Me alegro mucho de que estés felizmente casada, pero no quiero hablar de sexo.
– ¿Porque tú no lo tienes en estos momentos?
– Efectivamente. David y yo rompimos, hace tres meses y no he sentido deseos de volver a salir con nadie.
En aquel momento, la camarera regresó con sus bebidas y les preguntó si habían decidido ya lo que iban a tomar.
– ¿Qué me recomiendas? -preguntó Gracie.
– Hacen una deliciosa ensalada de tacos -contestó Jill.
– Tomaré eso -anunció Gracie. Tenía sus antiácidos en el bolso.
– Que sean dos -le dijo Jill a la camarera. Gracias. Bueno, pensé que te gustaba mucho David. ¿Qué ocurrió? -añadió, cuando estuvieron solas.
– No lo sé. Nada. Todo. Era estupendo, pero… Yo quiero chispas. ¿Es un pecado? No una fogata en toda regla, pero no estaría mal quemarme un poco. Quiero sentir excitación cuando sé que voy a ver al hombre con el que estoy. Quiero utilizar palabras como “sorprendente” y “arrebatador” pero no conceptos como “agradable” o “muy majo”. David era muy majo. Nos llevábamos bien. Jamás discutíamos. Nosotros nunca… nada. ¿Cómo puedo ir en serio con un hombre del que casi no noto si está presente?
– A pesar de tu anterior obsesión por un hombre, que no vamos a nombrar, no te gustan los dragones.
– Tal vez ése sea el problema. Tal vez me preocupe tanto no volver a lo de antes que no me deja enamorarme de nadie.
Efectivamente, Gracie quería orden en su mundo. Las sorpresas estaban bien para los regalos, pero, en el resto de su vida, le gustaba lo previsible, lo que podría explicar una larga serie de hombres realmente aburridos.
– Creo que Vivian es la reina de los dramones en mi familia. Tom y ella tuvieron una pelea ayer por la despedida de soltero y ella amenazó con cancelar la boda.
– ¿Crees que lo hará?
– No tengo ni idea, pero, si lo hace, me va a sentar muy mal haber venido aquí y haber alquilado una casa durante seis semanas. Tengo un montón de pedidos.
– ¿Por qué no te has quedado con tu madre? ¿No te sirve su horno?
– No se trata sólo del homo, sino también del frigorífico y del congelador, por no mencionar la mesa del comedor para las decoraciones y la mayoría de los armarios para los ingredientes. Además, yo suelo trabajar por la noche. Hacer el pastel resulta fácil. Lo que me lleva una eternidad es decorarlo.
Lo que no le confesó a su amiga era lo incómoda que se sentía en la casa de su madre. No había vivido allí desde hacía tanto tiempo que había dejado de parecerle su hogar. Estaba tratando de encajar, pero, hasta el momento, no lo estaba consiguiendo.
– ¿Te resulta extraño estar de vuelta aquí? – preguntó Jill.
– Sí y no. Me siento diferente, pero nadie me ve así. Sigo siendo Gracie Landon, enamorada de Riley Whitefield.
– Supongo que sabrás que está en la ciudad.
– No empieces tú también. Ya me lo ha contado la vecina de mi madre, mi casero, el dependiente de la tienda de ultramarinos y una mujer en la calle a la que ni siquiera reconocí. Te aseguro que da miedo.
– Es por los artículos del periódico. Hasta las personas que ni siquiera te conocieron sintieron que formaban parte del romance.
– Ni que lo digas,
– ¿Lo has visto?
Gracie dudó. No sabía cómo decir que si sin recelar nada sobré los asuntos privados de Alexis.
– ¡Sí! -exclamó Jill muy emocionada-. Quiero saberlo todo. Comienza desde el principio y habla despacio.
Gracie suspiró.
– No puedes decir nada de lo que te voy a contar -le dijo a su amiga-. Te diré simplemente que estaba comprobando algo para Alexis, algo de lo que no te puedo hablar.
– ¿Te lo encontraste en la tienda o algo así?
– No exactamente. Más o menos, estaba merodeando por su casa.
Jill se quedó atónita.
– Seguro que estás de broma. ¿Lo estabas espiando?
– No. Estaba tratando de espiar a otra persona, pero él me sorprendió y… Fue horrible y muy incómodo… Creo que él va a pedir una orden de alejamiento contra mí.
– ¿Qué te pareció? ¿No crees que sigue siendo muy guapo?
– Sí. Moreno, misterioso y peligroso.
– Y muy sexy. Me encanta el pendiente -comentó Jill-. Traté de convencer a Marc para que se pusiera uno, pero no me ha hecho ni caso.
– Admito que el pendiente resulta muy seductor.
– Y el trasero… Ese hombre tiene un trasero fabuloso.
– No tuve oportunidad de mirárselo, pero lo anotaré en mi listado de tareas pendientes.
– Venga ya… No te hagas la superior. Estamos hablando de Riley. Me niego a creer que pudieras estar a su lado y no sentir algo.
– Sentí humillación y el ardiente deseo de estar en otra parte.
– No me refería a eso. Venga ya, Gracie. Tuvo que haber una cierta atracción entre vosotros.
Gracie no pensaba admitirlo. Era algo peligroso, alocado y, además, sólo por su parte.
– Riley pertenece a mi pasado y allí es donde la a quedarse. ¿Crees que me siento orgullosa de lo que le hice? Odio que todo el mundo se acuerde, que no haga más que hablar de ello. Lo último que deseo hacer es añadir leña al fuego. Además, ¿qué es lo que está haciendo aquí? ¿Y lo de presentarse a alcalde? ¿A qué viene eso?
– Yo sólo puedo hablar de cosas que son de conocimiento público.
Gracie miró fijamente a su amiga. Apretó con firmeza los labios para no quedarse boquiabierta, pero estaba segura de que los ojos se le estaban saliendo de las órbitas.
– ¿Eres su abogada?
– Me ocupo de algunos asuntos suyos.
– ¿Cuánto tiempo va a estar en la ciudad?
– Eso depende.
– No me estás ayudando en lo más mínimo. ¿Sabes por qué se presenta a alcalde?
– Sí.
– ¿Me lo vas a decir?
– No.
– No eres una compañía muy divertida, ¿lo sabías?
– Lo sé, pero no puedo -reiteró Jill-. Si embargo, si vuelves a verlo la próxima vez que estés espiando en su casa, se lo puedes preguntar tú misma.
– Ni siquiera por dinero. No quiero tener que volver a ver nada con Riley. La humillación sería demasiado grande.
– Muy bien. Mientras estés segura de que no es el hombre de tu vida…
Gracie la miró y se echó a reír.
– Si lo es, te aseguro que me convertiré al catolicismo y tomaré los votos.
A Franklin Yardley le gustaban los relojes. Tenía una impresionante colección que guardaba en un cajón de su cómoda Todas las mañanas, después de elegir traje y corbata, elegía cuidadosamente el reloj que iba a llevar aquel día. Los Omega eran sus favoritos, pero tenía tres Rolex porque todo el mundo esperaba que un hombre de su posición tuviera uno.
– Es una cuestión de percepción -se recordó, mientras se miraba el Omega que llevaba parcialmente oculto por el puño de la camisa.
No obstante, aquel día no estaba interesado en encontrar un reloj para él. Giró la página del catálogo de joyería y se detuvo cuando vio el muestrario de relojes de señora. No. Iba adquirir un reloj para alguien muy especial.
Un Movad sencillo pero muy elegante le llamó la atención.
– Perfecto.
Resultaba lo suficientemente atractivo como para impresionar a la dama en cuestión, pero no tan llamativo como para atraer la atención sobre sí mismo.
Anotó el modelo y luego miró el calendario. Necesitaría un día más o menos para conseguir los mil doscientos dólares que costaba el reloj. No podía comprarlo con su tarjeta de crédito. Sandra, su mujer, no había trabajado un día en toda su vida, pero controlaba hasta el último centavo de su dinero. De algún modo, Yardley había dado por sentado que la hija de un millonario no se preocuparía de cosas como presupuestos y gastos, pero Sandra sí. Creía que, dado que la riqueza del matrimonio provenía de su parte, era ella la que tenía la última palabra sobre cómo se gastaba.
A pesar de todo, después de veintiocho años de matrimonio, Frank había hecho las paces con el puño cerrado de su esposa y había encontrado el modo de conseguir lo que quería sin que ella se enterara.
Ella a menudo realizaba comentarios sobre los hermosos objetos de Franklin, objetos que ella no le había comprado, pero él jamás le explicaba nada, ni siquiera cuando ella le decía a la cara que no confiaba en él. No le importaba lo que ella pensara. Su esposa jamás se marcharía de su lado y quedaba muy bien en las fiestas. Era más que suficiente.
Franklin metió el catálogo en el maletín y a continuación abrió la cerradura del cajón inferior de su escritorio. Bajo el sello de la ciudad y de otros documentos importantes, estaba el libro de cheques de una cuenta especial para los fondos discrecionales del alcalde. A Frank le gustaba considerar aquella cuenta como su dinero de bolsillo. Colocó el libro de cheques junto al catálogo y apretó el botón para llamar a su ayudante.
La puerta del despacho se abrió y entró Holly. Alta, rubia, criada en San Diego y con tan sólo veinticuatro años, tenía el aspecto de pertenecer a una familia de surfistas. Sin embargo, detrás de aquellos enormes ojos azules y de los marcados pómulos había un cerebro muy agudo.
– Ya tengo las cifras que me pidió -dijo mientras ponía una carpeta sobre el escritorio.
Ella era lo que más le interesaba. Se imaginó lo contenta que se pondría cuando le diera el reloj a finales de semana.
– No indican nada bueno -añadió-. Riley Whitefield está ganando terreno en las encuestas. La gente está empezando a escucharle. Dicen que deberíamos discutir más de los temas. Creo que usted debería dar más discursos.
Franklin adoraba todo sobre ella. El modo en el que hablaba, en el que se preocupaba…
– ¿Qué temas te parecen más relevantes? -le preguntó él.
– ¿De verdad usted saber mi opinión? -replicó ella, encantada.
– Por supuesto. Tú eres mi vínculo con los buenos ciudadanos de Los Lobos. Ellos te contarán a ti cosas que jamás me contarían a mí.
– No se me había ocurrido pensar eso. Supongo que ser el alcalde le separa a uno de la gente.
– ¿Por qué no cierras la puerta y hablamos de algunos temas? -sugirió él.
La muchacha hizo lo que él le había pedido y entonces se sentó enfrente de él.
– Los impuestos son siempre un tema de importancia -dijo ella.
– ¿Qué es lo que está prometiendo Whitefield?
– De los barrios, de proporcionar más dinero para los colegios, de modos de atraer a los turistas a la ciudad en invierno…
– No estoy seguro de querer más turistas por aquí -dijo Frank.
– Resultan muy molestos -admitió Holly- pero se dejan mucho dinero en la ciudad.
– Parece que ya nos han hecho el trabajo -dijo Frank, como si estuviera considerando algo, aunque, hacía ya mucho que había tomado su decisión-. Supongo que no…
Holly se inclinó hacia adelante con expresión ansiosa. Sus firmes y jóvenes senos se le meneaban suavemente por debajo de la blusa.
– Estaba pensando si te gustaría redactar un par de discursos para mí.
Ella se puso inmediatamente de pie y lo miró fijamente.
– ¿Habla en serio? ¿Me dejaría hacerlo?
– Creo que estás haciendo un trabajo magnífico. Eres inteligente, tienes talento y eres ambiciosa. ¿Te interesa?
– Por supuesto. Podría tener dos borradores para finales de semana. ¿Le parece bien?
– Claro que sí. Gracias, Holly -dijo él, levantándose también-. Esto significa mucho para mí.
– Me siento muy excitada por la oportunidad que me da.
– Soy yo el que está excitado. Me estoy aprovechando de ti. Eres la clase de mujer que consigue que un hombre llegue muy lejos.
Ella sonrió mientras se acercaba a Frank. Cuando estaba a pocos centímetros, se agarró la cinturilla de la falda,
– Usted es la clase de hombre que hace que una mujer esté dispuesta a hacer casi cualquier cosa.
La falda cayó al suelo. Incapaz de apartar la mirada, Frank dio las gracias en silencio.
Holly no llevaba bragas.
Gracie colocó el pastel en la estantería para que se enfriara. Realizar su trabajo estaba resultando un desafío, dado lo temperamental que era el horno con el que tenía que trabajar. Aquélla era una de las alegrías que daba vivir de alquiler
– Me gusta mucho cuando un plan sale bien -dijo, contemplando con una sonrisa en los labios las múltiples capas que iban a componer un elegante, pero sencillo pastel de bodas.
El artículo que había aparecido sobre ella en la revista People y en el número dedicado a las bodas de In Style habían convertido su pequeño negocio en la promesa de algo mucho más importante. Por alguna razón que aún no entendía ni ella misma, los famosos la consideraban algo obligatorio en sus bodas y, algunas veces, en sus fiestas.
– No seré yo quien se queje -comentó encantada, mientras abría la puerta del frigorífico en el que había colocado todas las flores de lis que había fecho para decorar el pastel. Trescientas cincuenta.
El diseño de la tarta, una elegante creación en tonos blancos y dorados, era una replica de un pastel que aparecía en una pintura renacentista. La futura novia, una actriz muy famosa, adoraba todo lo antiguo y a Gracie le encantaba tener el desafío de poder hacer algo diferente a flores, palomas y corazones.
Se disponía a realizar más adornos para el pastel cuando empezó a sonar su teléfono móvil. Durante un segundo, el corazón le dio un vuelco, como si aquella llamada anticipara un maravilloso acontecimiento. El problema era que no había nadie cuya llamada pudiera resultarle tan emocionante.
Oh, sí. Riley.
Al mirar la pantalla del móvil, comprobó que la persona que estaba llamando era su madre, o al menos alguien desde la ferretería.
Poco a poco, los latidos del corazón fueron tranquilizándosele y apretó el botón.
– Hola, soy Gracie -dijo.
– Hola, soy tu madre. Te llamo para confirmar la reunión sobre la boda. Estarás presente, ¿verdad? Hay tanto trabajo que hacer para prepararlo todo para Vivian… Espero que tengas unas ideas geniales con toda la experiencia que tienes tú en bodas.
Gracie aún sentía los efectos secundarios de lo ocurrido la noche anterior, cuando Alexis le había dedicado una reprimenda y se había marchado sintiéndose más extraña que nunca.
– ¿Sigue la boda adelante? -preguntó-. Vivian parecía bastante disgustada.
– Oh, esto ocurre más o menos una vez a la semana -suspiró su madre-. Vivían es muy impulsiva. Estoy segura de que el matrimonio le ayudará a sentar la cabeza.
En opinión de Gracie, uno debería tener la cabeza sentada antes de casarse, pero parecía ser la única que pensaba así.
– Claro, allí estaré. ¿Tengo que llevar algo?
– Sólo tu paciencia. Vas a necesitarla.
Cuando la conversación terminó, Gracie apretó el botón y volvió a dejar el teléfono sobre la encimera. Le había preocupado tener que regresar a casa por una serie de razones que no había sido capaz de articular. En aquéllos momentos, podía hacer una lista muy fácilmente, explicarlos e incluso ordenarlos por categorías.
En primer lugar, estaba Riley. No se trataba sólo del hecho de que nadie pareciera haber olvidado lo ocurrido entre ellos, sino también la reacción que ella pudiera tener ante él. Cualquiera hubiera pensado que una vida alejada de él reduciría su atractivo, pero no había sido así. En segundo lugar, estaba su propia familia. Alexis y Vivían eran unas completas extrañas para ella, pero estaban muy unidas la una a la otra. Ella se sentía como si sobrara y no le gustaba. Por último, estaba su madre. Sentía una incomodidad, una tensión, pero no podía explicar por qué había ocurrido. ¿Sería porque ella había estado ausente durante tanto tiempo o había algo más?
Se volvió a mirar sus pasteles y arrugó la nariz. Aquél era uno de los pocos momentos en los que deseaba dedicarse a otra cosa para ganarse la vida. Algo que no le diera demasiado tiempo para pensar. Lo que necesitaba era una distracción… una distracción bien grande.
Riley estaba sentado en el sillón de cuero que había sido especialmente realizado para su tío. Donovan Whitefield se había hecho cargo del banco familiar en su treinta y cinco cumpleaños y no había faltado ni un sólo día hasta que murió cuarenta y dos años después. Había sido un hombre duro y difícil, que no se tomaba vacaciones, que no perdonaba los errores ni apreciaba las debilidades de otros.
Al menos, eso le habían dicho. Riley jamás había conocido a su tío. Habían vivido durante casi cinco años en la misma ciudad, pero sus caminos jamás se habían cruzado.
Riley hizo girar el sillón y miró el gran retrato que había colgado en la pared. El despacho era espacioso y elegante, apropiado para el director de in banco. Aquello era precisamente lo que reflejaba aquella pintura. Donovan Whitefield había sido inmortalizado de pie detrás de su escritorio, mirando a la distancia, como si el futuro lo estuviera llamando.
A Riley le parecía una basura. Si pudiera bajaría el retrato y lo quemaría. Sin embargo, no podía hacerlo, al menos no hasta que hubiera ganado las malditas elecciones y todo aquello fuera suyo. Hasta entonces, tendría que seguir jugando y ello significaba compartir el despacho con un fantasma. Alguien llamó a la puerta. Ésta se abrió inmediatamente.
– Buenos días, señor Whitefield -dijo su ayudante.
– Ya le he dicho que no es necesario que llame la puerta. Jamás me va a encontrar haciendo algo sospechoso o secreto.
Diane Evans, una mujer de unos sesenta años que llevaba toda su vida trabajando, casi ni pestañeó.
– Por supuesto, señor -respondió con una voz que indicaba que seguiría llamando hasta que se jubilara.
Riley no podía quejarse. Diane era una mujer muy eficiente y lo sabía todo sobre el banco. Si no hubiera sido por ella, Riley habría fallado en más de una ocasión. El mundo de las finanzas era completamente nuevo para el.
Diane lo había guiado durante los últimos siete meses sin despeinarse.
– Han vuelto a llamar por lo del ala infantil del hospital.
Habían tenido al menos tres veces aquella conversación y, cada una de ellas, Riley se había negado a donar nada y le había dado instrucciones para que no volviera a mencionárselo
– Prometió pensarlo, señor -añadió.
– No lo creo. Según me parece recordar, le dije que el infierno se helaría antes de que yo les diera un centavo para que construyeran el ala infantil en memoria de Donovan Whitefield.
– Tal vez si yo volviera a explicarle las necesidades de esta comunidad…
– Tal vez si dejara de hablarme de este tema…
– Es por los niños, señor Whitefield -dijo la mujer-. Niños que no deberían tener que ir a Los Ángeles para obtener el cuidado que necesitan.
Riley se imaginó que se lo debía. Diane se había quedarlo todo el tiempo que él le había pedido y le había ayudado en toda momento sin recordarle ni una sola vez a su abuelo.
– Lo pensaré -dijo-. A condición de que usted de llamar a la puerta y de llamarme señor Whitefield.
Muy bien -respondió Diane-. Riley, le haré saber al comité que está usted considerando un donativo. Mientras tanto me encargaré de mirar esos informes que me pidió. El señor Bridges ha venido para verlo a usted.
Zeke Bridges entró en su despacho tres minutos después.
– Hemos subido -anunció con aire triunfante, mientras se sentaba en el sillón que había frente a Riley-. Y mucho. Vamos ganándole terreno a ese Yardley día a día. Esos artículos del periódico han provocado una gran diferencia. El viejo tiene que estar bastante asustado, lo que significa que vamos tener que estar preparados para el contraataque. Pienso seguir con las encuestas para saber inmediatamente si él recobra el terreno perdido.
– Mira, Zeke. Estamos hablando de Los Lobos. Yo me presento a alcalde, no a presidente.
– Sí, venga. Búrlate de mí, pero la verdad es que para hacer campaña la información es fundamental. Tenemos que obtenerla y utilizarla para nuestro beneficio.
– Si tú lo dices… Tú eres el experto y por eso te pago un pastón.
– Recuérdalo. Sólo nos quedan unas pocas semanas para las elecciones. Cada acontecimiento es especial. Por supuesto que vamos delante, pero no hace falta mucho para estropear la campaña entera. Yardley es un hombre muy popular y a la gente no suele gustarle el cambio.
– Te prometo seguir cooperando contigo -dijo Riley. Tenía que ganar aquellas elecciones por noventa y siete millones de razones de las que Zeke no sabia nada.
Zeke examinó el horario que tenían para las próximas dos semanas. Habría algunas apariciones públicas y algunos anuncios en una cadena de televisión. Cuando Riley lo aprobó todo, se reclinó en su sillón.
– Sólo hay una cosa más de la que me gustaría hablarte.
– Claro. ¿De qué se trata?
– Lo que haces en tu tiempo libre es asunto tuyo, pero se convierte en asunto mío si puede afectar a mi campaña.
– ¿De qué estás hablando? -preguntó Zeke, frunciendo el ceño.
– De tu vida secreta. Desapareces a todas horas y no le dices a tu esposa dónde estas, lo que es asunto tuyo, pero ella te vino a buscar a mi casa porque allí era donde le dijiste que ibas a estar y este hecho lo convierte en asunto mío.
– Mira, Riley, lo siento mucho, pero…
– No quiero tus lamentaciones. Está la campaña. Sólo te voy a preguntar esto una vez. ¿Estás haciendo algo que pudiera tener un impacto negativo en mi candidatura? Antes de que me respondas déjame recordarte que Los Lobos es una ciudad muy pequeña y que si la gente descubre que mi jefe de campaña está teniendo una aventura a espaldas de su esposa eso sería muy negativo para mí.
– No estoy engañando a Alexis -afirmó Zeke, poniéndose de pie-. Jamás lo haría. La amo. No se trata de eso. De hecho, no se trata de nada que te importe a ti o a la campaña.
– Entonces, ¿de qué se trata?
– No tengo por qué decírtelo.
– ¿Y si yo te exijo que lo hagas para poder seguir trabajando conmigo?
– En ese caso, tendrás que despedirme porque no voy a decirte lo que estoy haciendo. No tiene nada que ver contigo ni con Alexis. Eso es lo único que te puedo decir. ¿Te basta?
– Si no me lo vas a decir a mí, al menos deberías decírselo a tu esposa. Está muy preocupada. Le estás haciendo pensar que tu actitud no es el mejor modo de demostrarle que la amas.
– De acuerdo. Se lo explicaré a ella.
– ¿Le vas a decir lo que estás haciendo?
– No puedo hacerlo todavía. Aún no, pero te aseguro que no se trata de nada malo. Tienes que creerme.
Riley había aprendido hacía mucho tiempo a no confiar en nadie. Por mucha simpatía que sintiera por Zeke, no iba a cambiar aquella regla por él.
– Si lo que estás haciendo termina por afectar mi campaña, no sólo te despediré, sino que haré todo lo que pueda para arruinarte -dijo Riley-. ¿Nos entendemos?
– Claro. Sé que no conociste nunca a tu tío, pero yo sí. Probablemente no quieras escuchar esto, pero te pareces mucho a él.
– Gracias por decírmelo -le espetó Riley muy secamente.
Efectivamente, no le había agradado.
– Hablaremos muy pronto,
Cuando Zeke hubo recogido sus papeles y hubo marchado, Riley se quedó mirando la puerta durante un largo tiempo. Quería creer que el problema estaba solucionado, pero la tensión que sentía en su interior le decía todo lo contrario. Zeke estaba tramando algo y Riley deseaba saber de qué se trataba.
Tomó el teléfono, y sacó un trozo de papel del bolsillo de la camisa.
– Hola, soy Gracie -dijo una voz femenina, después de que el teléfono sonara en dos ocasiones.
Riley sonrió. ¿Quién le habría dicho a él que iba a llamar a Gracie Landon a propósito?
– Soy Riley. He estado hablando con Zeke.
– ¿Y? -preguntó ella. Riley le describió rápidamente la conversación-. Alexis no se va a quedar satisfecha con eso.
– Ni yo tampoco. Voy a seguirlo esta noche para ver adónde va.
– Quiero ir contigo.
El instinto le decía a Riley que debía responder que no, pero entonces recordó con quién estaba tratando. La Gracie que conocía se limitaría a seguirlo, lo que significaba que la situación se podría complicar aún más.
– Está bien. Te recogeré alas seis y media. ¿Te alojas en la casa de tu madre?
– No. Tengo una casa alquilada -contestó ella. Le dio la dirección-. Todo esto es genial. Jamá he seguido antes a nadie.
– Estupendo. Ésta es la oportunidad perfecta para recordar tu pasado como acosadora.