A Pilar
A mi hija Violante
Se iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban, dos aceleraron antes de que se encendiera la señal roja. En el indicador del paso de peatones apareció la silueta del hombre verde. La gente empezó a cruzar la calle pisando las franjas blancas pintadas en la capa negra del asfalto, nada hay que se parezca menos a la cebra, pero así llaman a este paso. Los conductores, impacientes, con el pie en el pedal del embrague, mantenían los coches en tensión, avanzando, retrocediendo, como caballos nerviosos que vieran la fusta alzada en el aire. Habían terminado ya de pasar los peatones, pero la luz verde que daba paso libre a los automóviles tardó aún unos segundos en alumbrarse. Hay quien sostiene que esta tardanza, aparentemente insignificante, multiplicada por los miles de semáforos existentes en la ciudad y por los cambios sucesivos de los tres colores de cada uno, es una de las causas de los atascos de circulación, o embotellamientos, si queremos utilizar la expresión común. Al fin se encendió la señal verde y los coches arrancaron bruscamente, pero enseguida se advirtió que no todos habían arrancado. El primero de la fila de en medio está parado, tendrá un problema mecánico, se le habrá soltado el cable del acelerador, o se le agarrotó la palanca de la caja de velocidades, o una avería en el sistema hidráulico, un bloqueo de frenos, un fallo en el circuito eléctrico, a no ser que, simplemente, se haya quedado sin gasolina, no sería la primera vez que esto ocurre. El nuevo grupo de peatones que se está formando en las aceras ve al conductor inmovilizado braceando tras el parabrisas mientras los de los coches de atrás tocan frenéticos el claxon. Algunos conductores han saltado ya a la calzada, dispuestos a empujar al automóvil averiado hacia donde no moleste. Golpean impacientemente los cristales cerrados. El hombre que está dentro vuelve hacia ellos la cabeza, hacia un lado, hacia el otro, se ve que grita algo, por los movimientos de la boca se nota que repite una palabra, una no, dos, así es realmente, como sabremos cuando alguien, al fin, logre abrir una puerta, Estoy ciego. Nadie lo diría. A primera vista, los ojos del hombre parecen sanos, el iris se presenta nítido, luminoso, la esclerótica blanca, compacta como porcelana. Los párpados muy abiertos, la piel de la cara crispada, las cejas, repentinamente revueltas, todo eso que cualquiera puede comprobar, son trastornos de la angustia. En un movimiento rápido, lo que estaba a la vista desapareció tras los puños cerrados del hombre, como si aún quisiera retener en el interior del cerebro la última imagen recogida, una luz roja, redonda, en un semáforo. Estoy ciego, estoy ciego, repetía con desesperación mientras le ayudaban a salir del coche, y las lágrimas, al brotar, tornaron más brillantes los ojos que él decía que estaban muertos. Eso se pasa, ya verá, eso se pasa enseguida, a veces son nervios, dijo una mujer. El semáforo había cambiado de color, algunos transeúntes curiosos se acercaban al grupo, y los conductores, allá atrás, que no sabían lo que estaba ocurriendo, protestaban contra lo que creían un accidente de tráfico vulgar, un faro roto, un guardabarros abollado, nada que justificara tanta confusión. Llamen a la policía, gritaban, saquen eso de ahí. El ciego imploraba, Por favor, que alguien me lleve a casa. La mujer que había hablado de nervios opinó que deberían llamar a una ambulancia, llevar a aquel pobre hombre al hospital, pero el ciego dijo que no, que no quería tanto, sólo quería que lo acompañaran hasta la puerta de la casa donde vivía, Está ahí al lado, me harían un gran favor, Y el coche, preguntó una voz. Otra voz respondió, La llave está ahí, en su sitio, podemos aparcarlo en la acera. No es necesario, intervino una tercera voz, yo conduciré el coche y llevo a este señor a su casa. Se oyeron murmullos de aprobación. El ciego notó que lo agarraban por el brazo, Venga, venga conmigo, decía la misma voz. Lo ayudaron a sentarse en el asiento de al lado del conductor, le abrocharon el cinturón de seguridad. No veo, no veo, murmuraba el hombre llorando, Dígame dónde vive, pidió el otro. Por las ventanillas del coche acechaban caras voraces, golosas de la novedad. El ciego alzó las manos ante los ojos, las movió, Nada, es como si estuviera en medio de una niebla espesa, es como si hubiera caído en un mar de leche, Pero la ceguera no es así, dijo el otro, la ceguera dicen que es negra, Pues yo lo veo todo blanco, A lo mejor tiene razón la mujer, será cosa de nervios, los nervios son el diablo, Yo sé muy bien lo que es esto, una desgracia, sí, una desgracia, Dígame dónde vive, por favor, al mismo tiempo se oyó que el motor se ponía en marcha. Balbuceando, como si la falta de visión hubiera debilitado su memoria, el ciego dio una dirección, luego dijo, No sé cómo voy a agradecérselo, y el otro respondió, Nada, hombre, no tiene importancia, hoy por ti, mañana por mí, nadie sabe lo que le espera, Tiene razón, quién me iba a decir a mí, cuando salí esta mañana de casa, que iba a ocurrirme una desgracia como ésta. Le sorprendió que continuaran parados, Por qué no avanzamos, preguntó, El semáforo está en rojo, respondió el otro, Ah, dijo el ciego, y empezó de nuevo a llorar. A partir de ahora no sabrá cuándo el semáforo se pone en rojo. Tal como había dicho el ciego, su casa estaba cerca. Pero las aceras estaban todas ocupadas por coches aparcados, no encontraron sitio para estacionar el suyo, y se vieron obligados a buscar un espacio en una de las calles transversales. Allí, la acera era tan estrecha que la puerta del asiento del lado del conductor quedaba a poco más de un palmo de la pared, y el ciego, para no pasar por la angustia de arrastrarse de un asiento al otro, con la palanca del cambio de velocidades y el volante dificultando sus movimientos, tuvo que salir primero. Desamparado, en medio de la calle, sintiendo que se hundía el suelo bajo sus pies, intentó contener la aflicción que le agarrotaba la garganta. Agitaba las manos ante la cara, nervioso, como si estuviera nadando en aquello que había llamado un mar de leche, pero cuando se le abría la boca a punto de lanzar un grito de socorro, en el último momento la mano del otro le tocó suavemente el brazo, Tranquilícese, yo lo llevaré. Fueron andando muy despacio, el ciego, por miedo a caerse, arrastraba los pies, pero eso le hacía tropezar en las irregularidades del piso, Paciencia, que estamos llegando ya, murmuraba el otro, y, un poco más adelante, le preguntó, Hay alguien en su casa que pueda encargarse de usted, y el ciego respondió, No sé, mi mujer no habrá llegado aún del trabajo, es que yo hoy salí un poco antes, y ya ve, me pasa esto, Ya verá cómo no es nada, nunca he oído hablar de alguien que se hubiera quedado ciego así de repente, Yo, que me sentía tan satisfecho de no usar gafas, nunca las necesité, Pues ya ve. Habían llegado al portal, dos vecinas miraron curiosas la escena, ahí va el vecino, y lo llevan del brazo, pero a ninguna se le ocurrió preguntar, Se le ha metido algo en los ojos, no se les ocurrió y tampoco él podía responderles, Se me ha metido por los ojos adentro un mar de leche. Ya en casa, el ciego dijo, Muchas gracias, perdone las molestias, ahora me puedo arreglar yo, Qué va, no, hombre, no, subiré con usted, no me quedaría tranquilo si lo dejo aquí. Entraron con dificultad en el estrecho ascensor, En qué piso vive, En el tercero, no puede usted imaginarse qué agradecido le estoy, Nada, hombre, nada, hoy por ti mañana por mí, Sí, tiene razón, mañana por ti. Se detuvo el ascensor y salieron al descansillo, Quiere que le ayude a abrir la puerta, Gracias, creo que podré hacerlo yo solo. Sacó del bolsillo unas llaves, las tanteó, una por una, pasando la mano por los dientes de sierra, dijo, Ésta debe de ser, y, palpando la cerradura con la punta de los dedos de la mano izquierda intentó abrir la puerta, No es ésta, Déjeme a mí, a ver, yo le ayudaré. A la tercera tentativa se abrió la puerta. Entonces el ciego preguntó hacia dentro, Estás ahí. Nadie respondió, y él, Es lo que dije, no ha venido aún. Con los brazos hacia delante, tanteando, pasó hacia el corredor, luego se volvió cautelosamente, orientando la cara en la dirección en que pensaba que estaría el otro, Cómo podré agradecérselo, dijo, Me he limitado a hacer lo que era mi deber, se justificó el buen samaritano, no tiene que agradecerme nada, y añadió, Quiere que le ayude a sentarse, que le haga compañía hasta que llegue su mujer. Tanto celo le pareció de repente sospechoso al ciego, evidentemente, no iba a meter en casa a un desconocido que, en definitiva, bien podría estar tramando en aquel mismo momento cómo iba a reducirlo, atarlo y amordazarlo, a él, un pobre ciego indefenso, para luego arramblar con todo lo que encontrara de valor. No es necesario, dijo, no se moleste, ya me las arreglaré, y mientras hablaba, iba cerrando la puerta lentamente, No es necesario, no es necesario.
Suspiró aliviado al oír el ruido del ascensor bajando. Con un gesto maquinal, sin recordar el estado en que se hallaba, abrió la mirilla de la puerta y observó hacia el exterior. Al otro lado era como si hubiera un muro blanco. Sentía el contacto del aro metálico en el arco superciliar, rozaba con las pestañas la minúscula lente, pero no podía ver nada, la blancura insondable lo cubría todo. Sabía que estaba en su casa, la reconocía por el olor, por la atmósfera, por el silencio, distinguía los muebles y los objetos sólo con tocarlos, les pasaba los dedos por encima, levemente, pero era como si todo estuviera diluyéndose en una especie de extraña dimensión, sin direcciones ni referencias, sin norte ni sur, sin bajo ni alto. Como probablemente ha hecho todo el mundo, había jugado en algunas ocasiones, en la adolescencia, al juego de Y si fuese ciego, y al cabo de cinco minutos con los ojos cerrados había llegado a la conclusión de que la ceguera, sin duda una terrible desgracia, podría ser relativamente soportable si la víctima conservara un recuerdo suficiente, no sólo de los colores, sino también de las formas y de los planos, de las superficies y de los contornos, suponiendo, claro está, que aquella ceguera no fuese de nacimiento. Había llegado incluso a pensar que la oscuridad en que los ciegos vivían no era, en definitiva, más que la simple ausencia de luz, que lo que llamamos ceguera es algo que se limita a cubrir la apariencia de los seres y de las cosas, dejándolos intactos tras un velo negro. Ahora, al contrario, se encontraba sumergido en una albura tan luminosa, tan total, que devoraba no sólo los colores, sino las propias cosas y los seres, haciéndolos así doblemente invisibles.
Al moverse en dirección a la sala de estar, y pese a la prudente lentitud con que avanzaba, deslizando la mano vacilante a lo largo de la pared, tiró al suelo un jarrón de flores con el que no contaba. Lo había olvidado, o quizá lo hubiera dejado allí la mujer cuando salió para el trabajo, con intención de colocarlo luego en el sitio adecuado. Se inclinó para evaluar la magnitud del desastre. El agua corría por el suelo encerado. Quiso recoger las flores, pero no pensó en los vidrios rotos, una lasca larga, finísima, se le clavó en un dedo, y él volvió a gemir de dolor, de abandono, como un chiquillo, ciego de blancura en medio de una casa que, al caer la tarde, empezaba a cubrirse de oscuridad. Sin dejar las flores, notando que por su mano corría la sangre, se inclinó para sacar el pañuelo del bolsillo y envolver el dedo como pudiese. Luego, palpando, tropezando, bordeando los muebles, pisando cautelosamente para no trastabillar con las alfombras, llegó hasta el sofá donde él y su mujer veían la televisión. Se sentó, dejó las flores en el regazo y, con mucho cuidado, desenrolló el pañuelo. La sangre, pegajosa al tacto, le inquietó, pensó que sería porque no podía verla, su sangre era ahora una viscosidad sin color, algo en cierto modo ajeno a él y que, pese a todo, le pertenecía, pero como una amenaza contra sí mismo. Despacio, palpando levemente con la mano buena, buscó la fina esquirla de vidrio, aguda como una minúscula espada, y, haciendo pinza con las uñas del pulgar y del índice, consiguió extraerla entera. Envolvió de nuevo el dedo herido en el pañuelo, lo apretó para restañar la sangre, y, rendido, agotado, se reclinó en el sofá. Un minuto después, por una de esas extrañas dimisiones del cuerpo, que escoge, para renunciar, ciertos momentos de angustia o de desesperación, cuando, si se gobernase exclusivamente por la lógica, todo él debería estar en vela y tenso, le entró una especie de sopor, más somnolencia que sueño auténtico, pero tan pesado como él. Inmediatamente soñó que estaba jugando al juego de Y si fuese ciego, soñaba que cerraba y abría los ojos muchas veces, y que, cada vez, como si estuviera regresando de un viaje, lo estaban esperando, firmes e inalteradas, todas las formas y los colores, el mundo tal como lo conocía. Por debajo de esta certidumbre tranquilizadora percibía, no obstante, la agitación sorda de una duda, tal vez se tratase de un sueño engañador, un sueño del que forzosamente despertaría más pronto o más tarde, sin saber, en aquel momento, qué realidad le estaría aguardando. Después, si tal palabra tiene algún sentido aplicada a una quiebra que sólo duró unos instantes, y ya en el estado de media vigilia que va preparando el despertar, pensó seriamente que no está bien mantenerse en una indecisión semejante, me despierto, no me despierto, me despierto, no me despierto, siempre llega un momento en que no hay más remedio que arriesgarse, Qué hago aquí, con estas flores sobre las piernas y los ojos cerrados, que parece que tengo miedo de abrirlos, Qué haces tú ahí, durmiendo, con esas flores sobre las piernas, le preguntaba la mujer.
No había esperado la respuesta. Ostentosamente empezó a recoger los restos del jarrón y a secar el suelo, mientras rezongaba algo, con una irritación que no intentaba siquiera disimular, Bien podrías haberlo hecho tú en vez de tumbarte a la bartola, como si la cosa no fuera contigo. Él no dijo nada, protegía los ojos tras los párpados apretados, súbitamente agitado por un pensamiento, Y si abro los ojos y veo, se preguntaba, dominado todo él por una ansiosa esperanza. La mujer se acercó, vio el pañuelo manchado de sangre, su irritación cedió en un instante, Pobre, qué te ha pasado, preguntaba compadecida mientras desataba el vendaje. Entonces él, con todas sus fuerzas, deseó ver a su mujer arrodillada a sus pies, allí, como sabía que estaba, y después, ya seguro de que no iba a verla, abrió los ojos, Vaya, has despertado al fin, dormilonazo, dijo ella sonriendo. Se hizo un silencio, y él dijo, Estoy ciego, no te veo. La mujer se enfadó, Déjate de bromas estúpidas, hay cosas con las que no se debe bromear, Ojalá fuese una broma, la verdad es que estoy realmente ciego, no veo nada, Por favor, no me asustes, mírame, estoy aquí, la luz está encendida, Sé que estás ahí, te oigo, te toco, supongo que has encendido la luz, pero estoy ciego. Ella rompió a llorar, se agarró a él, No es verdad, dime que no es verdad. Las flores se habían deslizado hasta el suelo, sobre el pañuelo manchado, la sangre volvía a gotear del dedo herido, y él, como si con otras palabras quisiera decir Del mal el menos, murmuró, Lo veo todo blanco, y luego sonrió tristemente. La mujer se sentó a su lado, lo abrazó mucho, lo besó con cuidado en la frente, en la cara, suavemente en los ojos, Verás, eso pasará, no estabas enfermo, nadie se queda ciego así, de un momento para otro, Tal vez, Cuéntame cómo ocurrió todo, qué sentiste, cuándo, dónde, no, aún no, espera, lo primero que hay que hacer es llamar al médico, a un oculista, conoces alguno, No, ni tú ni yo llevamos gafas, Y si te llevase al hospital, Para ojos que no ven, seguro que no hay servicios de urgencia, Tienes razón, lo mejor es que vayamos directamente a un médico, voy a buscar uno en el listín, uno que tenga consulta por aquí. Se levantó, y preguntó aún, Notas alguna diferencia, Ninguna, dijo él, Atención, voy a apagar la luz, ya me dirás, ahora, Nada, Nada qué, Nada, sigo viendo todo igual, blanco todo, para mí es como si no existiera la noche.
Él oía a la mujer pasando rápidamente las hojas de la guía telefónica, sorbiéndose el llanto, suspirando, diciendo al fin, Ése nos irá bien, ojalá nos pueda atender. Marcó un número, preguntó si era el consultorio, si estaba el doctor, si podía hablar con él, No, no, el doctor no me conoce, es un caso muy urgente, sí, por favor, comprendo, entonces se lo diré a usted pero le ruego que avise inmediatamente al doctor, es que mi marido se ha quedado ciego, de repente, sí, sí, tal como se lo digo, de repente, no, no es enfermo del doctor, mi marido no lleva gafas, nunca las llevó, sí, tenía una vista excelente, como yo, yo también veo bien, ah, muchas gracias, esperaré, esperaré, sí, doctor, sí, de repente, dice que lo ve todo blanco, no sé cómo fue, ni tiempo he tenido de preguntárselo, acabo de llegar a casa y lo encuentro así, quiere que le pregunte, ah, cuánto se lo agradezco, doctor, vamos inmediatamente, inmediatamente. El ciego se levantó, Espera, dijo la mujer, déjame que te cure primero ese dedo, desapareció por un momento, volvió con un frasco de agua oxigenada, otro de mercurocromo, algodón y una caja de tiritas. Mientras le curaba el dedo, le preguntó, Dónde has dejado el coche, y, súbitamente, Pero tú así como estás no podías conducir, o ya estabas en casa cuando, No, fue en la calle, cuando estaba parado en un semáforo, alguien me hizo el favor de traerme, el coche se quedó ahí, en la calle de al lado, Bueno, entonces bajaremos, me esperas en la puerta y yo voy a buscarlo, dónde has dejado las llaves, No lo sé, él no me las devolvió, Él, quién, El hombre que me trajo a casa, fue un hombre, Las habrá dejado por ahí, voy a ver, No vale la pena que las busques, el hombre no entró, Pero las llaves han de estar en algún sitio, Seguro que se olvidó de dármelas, las metió en su bolsillo y se las llevó, Lo que faltaba, Coge las tuyas, luego veremos, Bien, vamos, dame la mano. El ciego dijo, Si voy a quedarme así para siempre, me mato, Por favor, no digas disparates, para desgracia basta ya con lo que nos ha ocurrido, Soy yo quien está ciego, no tú, tú no puedes saber lo que es esto, El médico te curará, ya verás, Ya veré.
Salieron. Abajo, en el portal, la mujer encendió la luz y le dijo al oído, Espérame aquí, si aparece algún vecino háblale con naturalidad, dile que me estás esperando, nadie que te vea pensará que estás ciego, no tenemos por qué andar contándoselo a la gente, Sí, pero no tardes. La mujer salió corriendo. Ningún vecino entró ni salió. Por experiencia, el ciego sabía que la escalera sólo estaría iluminada cuando se oyera el mecanismo del contador automático, por eso iba apretando el disparador cada vez que se hacía el silencio. Para él la luz, esta luz, se había convertido en ruido. No entendía por qué la mujer tardaba tanto, la calle estaba allí mismo, a unos ochenta, cien metros, Si nos retrasamos mucho va a marcharse el médico, pensó. No pudo evitar un gesto maquinal, levantar la muñeca izquierda y bajar los ojos para ver la hora. Apretó los labios como si lo traspasara un súbito dolor, y agradeció a la suerte que no hubiera aparecido en aquel momento un vecino, pues allí mismo, a la primera palabra que le dirigiese, se habría deshecho en lágrimas. Un coche se paró en la calle, Al fin, pensó, pero, de inmediato, le pareció raro el ruido del motor, Eso es diesel, es un taxi, dijo, y apretó una vez más el botón de la luz. La mujer acababa de entrar, nerviosa, Tu santo protector, esa alma de Dios, se ha llevado el coche, No puede ser, seguro que no miraste bien, Claro que miré bien, yo no estoy ciega, las últimas palabras le salieron sin querer, Me habías dicho que el coche estaba en la calle de al lado, corrigió, y no está, o quizá lo dejó en otra calle, No, no, fue en ésa, estoy seguro, Pues entonces, ha desaparecido, O sea que las llaves, Aprovechó tu desorientación, la aflicción en que estabas, y nos lo robó, Y yo que no lo dejé que entrara en casa, por miedo, si se hubiera quedado haciéndome compañía hasta que llegases tú, no nos habría robado el coche, Vamos, está esperando el taxi, te juro que daría un año de vida por ver ciego también a ese miserable, No grites tanto, Y que le robaran todo lo que tenga, A lo mejor aparece, Seguro, mañana llama a la puerta y nos dice que fue una distracción, nos pedirá disculpas, y preguntará si te encuentras mejor.
Se quedaron en silencio hasta llegar al consultorio del médico. Ella intentaba apartar del pensamiento el robo del coche, apretaba cariñosamente las manos del marido entre las suyas, mientras él, con la cabeza baja para que el taxista no pudiera verle los ojos por el retrovisor, no dejaba de preguntarse cómo era posible que aquella desgracia le ocurriera precisamente a él, Por qué a mí. A los oídos le llegaba el rumor del tráfico, una u otra voz más alta cuando se detenía el taxi, también ocurre a veces, estamos dormidos, y los ruidos exteriores van traspasando el velo de la inconsciencia en que aún estamos envueltos, como en una sábana blanca. Como una sábana blanca. Movió la cabeza suspirando, la mujer le tocó levemente la cara, era como si le dijese, Tranquilo, estoy aquí, y él dejó que su cabeza cayera sobre el hombro de ella, no le importó lo que pudiera pensar el taxista, Si tú estuvieras como yo, no podrías conducir, dedujo infantilmente, y, sin reparar en lo absurdo del enunciado, se congratuló por haber sido capaz, en medio de su desesperación, de formular un razonamiento lógico. Al salir del taxi, discretamente ayudado por la mujer, parecía tranquilo, pero, a la entrada del consultorio, donde iba a conocer su suerte, le preguntó en un murmullo estremecido, Cómo estaré cuando salga de aquí, y movió la cabeza como quien ya nada espera.
La mujer explicó a la recepcionista que era la persona que había llamado hacía media hora por la ceguera del marido, y ella los hizo pasar a una salita donde esperaban otros enfermos. Estaban un viejo con una venda negra cubriéndole un ojo, un niño que parecía estrábico y que iba acompañado por una mujer que debía de ser la madre, una joven de gafas oscuras, otras dos personas sin particulares señales a la vista, pero ningún ciego, los ciegos no van al oftalmólogo. La mujer condujo al marido hasta una silla libre y, como no quedaba otro asiento, se quedó de pie a su lado, Vamos a tener que esperar, le murmuró al oído. Él se había dado cuenta ya, porque había oído hablar a los que aguardaban, ahora lo atormentaba una preocupación diferente, pensaba que cuanto más tardase el médico en examinarlo, más profunda se iría haciendo su ceguera, y por lo tanto incurable, sin remedio. Se removió en la silla, inquieto, iba a comunicar sus temores a la mujer, pero en aquel momento se abrió la puerta y la enfermera dijo, Pasen ustedes, por favor, y, dirigiéndose a los otros, Es orden del doctor, es un caso urgente. La madre del chico estrábico protestó, el derecho es el derecho, ellos estaban primero y llevaban más de una hora esperando. Los otros enfermos la apoyaron en voz baja, pero ninguno, ni ella misma, encontraron prudente seguir insistiendo en su reclamación, no fuera a enfadarse el médico y les hiciera pagar luego la impertinencia haciéndolos esperar aún más, que casos así se han visto. El viejo del ojo vendado fue magnánimo, Déjenlo, pobre hombre, que está bastante peor que cualquiera de nosotros. El ciego no lo oyó, estaban entrando ya en el despacho del médico, y la mujer decía, Gracias, doctor, es que mi marido, y se quedó cortada, en realidad no sabía lo que había ocurrido realmente, sabía sólo que su marido estaba ciego y que les habían robado el coche. El médico dijo, Siéntense, por favor, y él personalmente ayudó al enfermo a acomodarse, y luego, tocándole la mano, le habló directamente, A ver, cuénteme lo que le ha pasado. El ciego explicó que estaba en el coche, esperando que el semáforo se pusiera en verde, y que de pronto se había quedado sin ver, que había acudido gente a ayudarle, que una mujer mayor, por la voz debía de serlo, dijo que aquello podían ser nervios, y que después lo acompañó un hombre hasta casa, porque él solo no podía valerse, Lo veo todo blanco, doctor. No habló del robo del coche.
El médico le preguntó, Nunca le había ocurrido nada así, quiero decir, lo de ahora, o algo parecido, Nunca, doctor, ni siquiera llevo gafas, Y dice que fue de repente, Sí, doctor, Como una luz que se apaga, Más bien como una luz que se enciende, Había notado diferencias en la vista estos días pasados, No, doctor, Y hubo algún caso de ceguera en su familia, No, doctor, en los parientes que he conocido o de los que oí hablar, nadie, Sufre diabetes, No, doctor, Y sífilis, No, doctor, Hipertensión arterial o intracraneana, Intracraneana, no sé, de la otra sé que no, en la empresa nos hacen reconocimientos, Se dio algún golpe fuerte en la cabeza, hoy o ayer, No, doctor, Cuántos años tiene, Treinta y ocho, Bueno, vamos a ver esos ojos. El ciego los abrió mucho, como para facilitar el examen, pero el médico lo cogió por el brazo y lo colocó detrás de un aparato que alguien con imaginación tomaría por un nuevo modelo de confesionario en el que los ojos hubieran sustituido a las palabras, con el confesor mirando directamente el interior del alma del pecador. Apoye la barbilla aquí, recomendó, y mantenga los ojos bien abiertos, no se mueva. La mujer se acercó al marido, le puso la mano en el hombro, dijo, Verás cómo todo se arregla. El médico subió y bajó el sistema binocular de su lado, hizo girar tornillos de paso finísimo, y empezó el examen. No encontró nada en la córnea, nada en la esclerótica, nada en el iris, nada en la retina, nada en el cristalino, nada en el nervio óptico, nada en ninguna parte. Se apartó del aparato, se frotó los ojos, luego volvió a iniciar el examen desde el principio, sin hablar, y cuando terminó, de nuevo mostraba en su rostro una expresión perpleja, No le encuentro ninguna lesión, tiene los ojos perfectos. La mujer juntó las manos en un gesto de alegría, y exclamó, Ya te lo dije, ya te dije que todo se iba a resolver. Sin hacerle caso, el ciego preguntó, Puedo sacar la barbilla de aquí, doctor, Claro que sí, perdone, Si, como dice, mis ojos están perfectos, por qué estoy ciego, Por ahora no sé decírselo, vamos a tener que hacer exámenes más minuciosos, análisis, ecografía, encefalograma, Cree que esto tiene algo que ver con el cerebro, Es una posibilidad, pero no lo creo, Sin embargo, doctor, dice usted que en mis ojos no encuentra nada malo, Así es, no veo nada, No entiendo, Lo que quiero decir es que si usted está de hecho ciego, su ceguera, en este momento, resulta inexplicable, Duda acaso de que yo esté ciego, No, hombre, no, el problema es la rareza del caso, personalmente, en toda mi vida de médico, nunca vi un caso igual, y me atrevería incluso a decir que no se ha visto en toda la historia de la oftalmología, Y cree usted que tengo cura, En principio, dado que no encuentro lesión alguna ni malformaciones congénitas, mi respuesta tendría que ser afirmativa, Pero, por lo visto, no lo es, Sólo por prudencia, sólo porque no quiero darle esperanzas que podrían luego resultar carentes de fundamento, Comprendo, Es así, Y tengo que seguir algún tratamiento, tomar alguna medicina, Por ahora no voy a recetarle nada, sería recetar a ciegas, Ésa es una observación apropiada, observó el ciego. El médico hizo como si no hubiera oído, se apartó del taburete giratorio en el que se había sentado para efectuar la observación y, de pie, escribió en una hoja de receta los exámenes y análisis que consideraba necesarios. Le entregó el papel a la mujer, Aquí tiene, señora, vuelva con su marido cuando tengan los resultados, y si mientras tanto hay algún cambio, llámeme, La consulta, doctor, Páguenla a la salida, a la enfermera. Los acompañó hasta la puerta, musitó una frase dándoles confianza, algo como Vamos a ver, vamos a ver, es necesario no desesperar, y, cuando se encontró de nuevo solo, entró en el pequeño cuarto de baño anejo y se quedó mirándose al espejo durante un minuto largo, Qué será eso, murmuró. Luego volvió a la sala de consulta, llamó a la enfermera, Que entre el siguiente.
Aquella noche, el ciego soñó que estaba ciego. Al ofrecerse para ayudar al ciego, el hombre que luego robó el coche no tenía, en aquel preciso momento, ninguna intención malévola, muy al contrario, lo que hizo no fue más que obedecer a aquellos sentimientos de generosidad y de altruismo que son, como todo el mundo sabe, dos de las mejores características del género humano, que pueden hallarse, incluso, en delincuentes más empedernidos que éste, un simple ladronzuelo de automóviles sin esperanza de ascenso en su carrera, explotado por los verdaderos amos del negocio, que son los que se aprovechan de las necesidades de quien es pobre. A fin de cuentas, no es tan grande la diferencia entre ayudar a un ciego para robarle luego y cuidar a un viejo caduco y baboso con el ojo puesto en la herencia. Sólo cuando estaba cerca de la casa del ciego se le ocurrió la idea con toda naturalidad, exactamente, podríamos decir, como si hubiera decidido comprar un billete de lotería por encontrarse al vendedor, no tuvo ningún presentimiento, compró el billete para ver qué pasaba, conforme de antemano con lo que la voluble fortuna le trajese, algo o nada, otros dirían que actuó según un reflejo condicionado de su personalidad. Los escépticos sobre la naturaleza humana, que son muchos y obstinados, vienen sosteniendo que, si bien es cierto que la ocasión no siempre hace al ladrón, también es cierto que ayuda mucho. En cuanto a nosotros, nos permitiremos pensar que si el ciego hubiera aceptado el segundo ofrecimiento del, en definitiva, falso samaritano, en aquel último instante en que la bondad podría haber prevalecido aún, nos referimos al ofrecimiento de quedarse haciéndole compañía hasta que llegase la mujer, quién sabe si el efecto de la responsabilidad moral resultante de la confianza así otorgada no habría inhibido la tentación delictiva y hubiera facilitado que aflorase lo que de luminoso y noble podrá siempre encontrarse hasta en las almas endurecidas por la maldad. Concluyendo de manera plebeya, como no se cansa de enseñarnos el proverbio antiguo, el ciego, creyendo que se santiguaba, se rompió la nariz.
La conciencia moral, a la que tantos insensatos han ofendido y de la que muchos más han renegado, es cosa que existe y existió siempre, no ha sido un invento de los filósofos del Cuaternario, cuando el alma apenas era un proyecto confuso. Con la marcha de los tiempos, más las actividades derivadas de la convivencia y los intercambios genéticos, acabamos metiendo la conciencia en el color de la sangre y en la sal de las lágrimas, y, como si tanto fuera aún poco, hicimos de los ojos una especie de espejos vueltos hacia dentro, con el resultado, muchas veces, de que acaban mostrando sin reserva lo que estábamos tratando de negar con la boca. A esto, que es general, se añade la circunstancia particular de que, en espíritus simples, el remordimiento causado por el mal cometido se confunde frecuentemente con miedos ancestrales de todo tipo, de lo que resulta que el castigo del prevaricador acaba siendo, sin palo ni piedra, dos veces el merecido. No será posible, pues, en este caso, deslindar qué parte de los miedos y qué parte de la conciencia abatida empezaron a conturbar al ladrón en cuanto puso el coche en marcha. Sin duda, no podría resultar tranquilizador ir sentado en el lugar de alguien que sostenía con las manos este mismo volante en el momento en que se quedó ciego, que miró a través de este parabrisas en el momento en que, de repente, sus ojos dejaron de ver, no es preciso estar dotado de mucha imaginación para que tales pensamientos despierten la inmunda y rastrera bestia del pavor, ahí está, alzando ya la cabeza. Pero era también el remordimiento, expresión agravada de una conciencia, como antes dijimos, o, si queremos describirlo en términos sugestivos, una conciencia con dientes para morder, quien ponía ante él la imagen desamparada del ciego cerrando la puerta, No es necesario, no es necesario, había dicho el pobre hombre, y desde aquel momento en adelante no podría dar un paso sin ayuda.
El ladrón redobló la atención sobre el tráfico para impedir que pensamientos tan atemorizadores ocuparan por entero su espíritu, sabía bien que no debía permitirse el menor error, la mínima distracción. La policía andaba por allí, bastaba que algún guardia lo mandara parar, A ver, la documentación del coche, el carné, y otra vez a la cárcel, la dureza de la vida. Ponía el mayor cuidado en obedecer los semáforos, nunca pasarse el rojo, respetar el amarillo, esperar con paciencia hasta que aparezca el verde. A cierta altura se dio cuenta de que estaba empezando a mirar las luces de forma obsesiva. Pasó entonces a regular la velocidad de manera que pudiera coger la onda verde, aunque a veces, para conseguirlo, tuviera que aumentar la velocidad, o, al contrario, reducirla hasta el punto de provocar la irritación de los conductores que venían detrás. Al fin, desorientado, tenso a más no poder, acabó por dirigir el coche hacia una calle transversal secundaria en la que no había semáforos, y lo estacionó casi sin mirar, que buen conductor sí era. Estaba al borde de un ataque de nervios, con estas palabras exactas lo pensó, A ver si ahora me da algo. Jadeaba dentro del coche. Bajó las ventanillas de los dos lados, pero el aire de fuera, aunque se movía, no refrescó la atmósfera interior. Qué hago, se preguntó. El barracón al que debería llevar el coche quedaba lejos, a las afueras de la ciudad, y con aquellos nervios no iba a llegar nunca, Me atrapa un guardia, o tengo un accidente, que todavía sería peor, murmuró. Pensó entonces que lo mejor sería salir un rato del coche, dar una vuelta, airear las ideas, A ver si me quito las telarañas de la cabeza, por el hecho de que el tipo aquel se quedara ciego no me va a pasar lo mismo a mí, esto no es una gripe que se pegue, doy una vuelta a la manzana y se me pasa. Salió, no valía la pena cerrar el coche, estaría de vuelta en un momento, y se alejó. Aún no había andado treinta pasos cuando se quedó ciego.
En el consultorio el último cliente atendido fue el viejo bondadoso, el que había dicho palabras tan llenas de piedad por aquel pobre hombre que se había quedado ciego de repente. Iba sólo para que le dieran la fecha de la operación de catarata en el único ojo que le quedaba, que la venda tapaba una ausencia y no tenía nada que ver con el caso de ahora. Son cosas que vienen con la edad, le había dicho el médico tiempo atrás, cuando la catarata esté madura la quitamos, luego no va a reconocer el mundo en que vivió, ya verá. Cuando salió el viejo de la venda negra, y la enfermera dijo que no había más pacientes en la sala de espera, el médico cogió la ficha del hombre que se había quedado ciego súbitamente, la leyó una, dos veces, pensó durante unos minutos, y luego fue al teléfono y llamó a un colega, con quien sostuvo la siguiente conversación, Oye, mira, he tenido hoy un caso extrañísimo, un hombre que perdió la vista de repente, el examen no ha mostrado nada, ninguna lesión perceptible, ni indicios de malformación de nacimiento, dice que lo ve todo blanco, con una especie de blancura lechosa, espesa, que se le agarra a los ojos, estoy intentando expresar del mejor modo posible la descripción que me hizo, sí, claro que es subjetivo, no, el hombre es joven, treinta y ocho años, tienes noticia de algún caso semejante, has leído, oíste hablar de algo así, ya lo pensaba yo, por ahora no le veo solución, para ganar tiempo le mandé que se hiciera unos análisis, sí, podemos verlo juntos uno de estos días, después de cenar voy a echar un vistazo a los libros, revisar bibliografía, a ver si se me ocurre algo, sí, ya sé, la agnosis, la ceguera psíquica, podría ser, pero se trataría entonces del primer caso de estas características, porque de lo que no hay duda es de que el hombre está ciego, la agnosis, lo sabemos, es la incapacidad de reconocer lo que se ve, también he pensado en eso, o en que se tratase de una amaurosis, pero recuerda lo que te he dicho, es una ceguera blanca, precisamente lo contrario de la amaurosis, que es tiniebla total, a no ser que exista una amaurosis blanca, una tiniebla blanca, por así decirlo, sí, ya sé, algo que no se ha visto nunca, de acuerdo, mañana le llamo, le digo que queremos examinarlo los dos. Terminada la conversación, el médico se recostó en el sillón, se quedó así unos minutos, luego se levantó, se quitó la bata con movimientos fatigados, lentos. Fue al baño para lavarse las manos, pero esta vez no le preguntó al espejo, metafísicamente, Qué será eso, había recuperado el espíritu científico, el hecho de que la agnosis y la amaurosis se encontraran identificadas y definidas con precisión en los libros y en la práctica no significaba que no surgieran variedades, mutaciones, si es adecuada la palabra, y ahora parecían haber llegado. Hay mil razones para que el cerebro se cierre, sólo esto, y nada más, como una visita tardía que encontrara clausurados sus propios umbrales. El oftalmólogo tenía gustos literarios y encontraba citas oportunas.
Por la noche, después de cenar, le dijo a la mujer, Vino a la consulta un hombre con un caso extraño, podría tratarse de una variante de ceguera psíquica o de amaurosis, pero no consta que tal cosa se haya comprobado alguna vez, Qué enfermedades son ésas, lo de la amaurosis y lo otro, preguntó la mujer. El médico dio unas explicaciones accesibles a un entendimiento normal y, satisfecha la curiosidad, fue al estante, a buscar en los libros de la especialidad, unos antiguos, de los años de Facultad, otros más modernos, algunos de publicación reciente que aún no había tenido tiempo de estudiar. Consultó los índices metódicamente, leyó todo lo que encontraba allí sobre la agnosis y la amaurosis, con la impresión incómoda de sentirse intruso en un terreno que no era el suyo, el misterioso campo de la neurocirugía, sobre el que sólo tenía escasas luces. Avanzada la noche, apartó los libros que había estado consultando, se frotó los ojos fatigados y se reclinó en el sillón. En aquel momento, la alternativa se le presentaba con toda claridad. Si el caso era agnosis, el paciente estaría viendo ahora lo que siempre había visto, es decir, no habría sobrevenido disminución alguna de agudeza visual, simplemente ocurría que el cerebro se habría vuelto incapaz de reconocer una silla donde hubiera una silla, seguiría, pues, reaccionando correctamente a los estímulos luminosos a través del nervio óptico, pero, para decirlo en lenguaje común, al alcance de gente poco informada, habría perdido la capacidad de saber que sabía, y, más aún, de decirlo. En cuanto a la amaurosis, no cabía la menor duda. Para que lo fuese efectivamente, el paciente tendría que verlo todo negro, salvando, desde luego, el uso de tal verbo, ver, cuando de tinieblas absolutas se trata. El ciego había afirmado categóricamente que veía, salvado sea también el verbo, un color blanco uniforme, denso, como si, con los ojos abiertos, se encontrara sumergido en un mar lechoso. Una amaurosis blanca, aparte de ser etimológicamente una contradicción, sería también una imposibilidad neurológica, visto que el cerebro, que no podría entonces percibir las imágenes, las formas y los colores de la realidad, tampoco podría, por decirlo así, cubrir de blanco, de un blanco continuo, como pintura blanca sin tonalidades, los colores, las formas y las imágenes que la misma realidad presentase a una visión normal, por problemático que resulte hablar, con efectiva propiedad, de visión normal. Con la conciencia clarísima de encontrarse metido en un callejón aparentemente sin salida, el médico movió la cabeza desalentado y miró a su alrededor. Su mujer se había retirado ya, recordaba vagamente que se le había acercado un momento y que le había besado en el pelo, Me voy a acostar, debió de decir, la casa estaba ahora silenciosa, sobre la mesa se veían los libros dispersos, Qué será esto, pensó, y de pronto sintió miedo, como si también él fuera a quedarse ciego en el instante siguiente y lo supiera ya. Contuvo la respiración y esperó. No ocurrió nada. Ocurrió un momento después, cuando juntaba los libros para ordenarlos en la estantería. Primero se dio cuenta de que había dejado de verse las manos, después supo que estaba ciego.
El mal de la muchacha de las gafas oscuras no era grave, tenía sólo una conjuntivitis de lo más sencilla, que el remedio que le había recetado el médico iba a resolver en poco tiempo. Ya sabe, durante estos días sólo se tiene que quitar las gafas para dormir, le había dicho. La broma era antigua, seguro que había pasado de generación en generación de oftalmólogos, pero el efecto se repetía siempre, el médico sonreía al decirlo, sonreía el paciente al oírlo, y en este caso valía la pena, pues la muchacha tenía bonitos dientes, y sabía cómo mostrarlos. Por natural misantropía o por excesivas decepciones en la vida, cualquier escéptico común, conocedor de los pormenores de la vida de esta mujer, insinuaría que la belleza de la sonrisa no pasaba de ser artimaña del oficio, pero sería una afirmación malvada y gratuita, porque aquella sonrisa ya era así en los tiempos, no tan distantes, en los que aquella mujer era una chiquilla, palabra en desuso, cuando el futuro era una carta cerrada y aún estaba por nacer la curiosidad de abrirla. Simplificando, pues, se podría incluir a esta mujer en la categoría de las llamadas prostitutas, pero la complejidad del entramado de relaciones sociales, tanto diurnas como nocturnas, tanto verticales como horizontales, de la época aquí descrita, aconseja moderar cualquier tendencia a los juicios perentorios, definitivos, manía de la que, por exagerada suficiencia, nunca conseguiremos librarnos. Aunque sea evidente lo mucho que de nube hay en Juno, no es lícito obstinarse en confundir con una diosa griega lo que no pasa de ser una vulgar masa de gotas de agua flotando en la atmósfera. Sin duda, esta mujer va a la cama a cambio de dinero, lo que permitiría, probablemente, y sin más consideraciones, clasificarla como prostituta, pero, siendo cierto que sólo va cuando quiere y con quien ella quiere, no es desdeñable la probabilidad de que tal diferencia de derecho deba determinar cautelarmente su exclusión del gremio, entendido como un todo. Ella tiene, como la gente normal, una profesión, y, también, como la gente normal, aprovecha las horas que le quedan libres para dar algunas alegrías al cuerpo y suficientes satisfacciones a sus necesidades, tanto a las particulares como a las generales. Si no se pretende reducirla a una definición primaria, lo que en definitiva debería decirse de ella, en sentido lato, es que vive como le apetece y, además, saca de ello todo el placer que puede.
Se había hecho de noche cuando salió del consultorio. No se quitó las gafas, la iluminación de las calles le molestaba, especialmente la de los anuncios. Entró en una farmacia a comprar el colirio que el médico le había recetado, decidió no darse por aludida cuando el dependiente dijo que es injusto que ciertos ojos anden cubiertos por cristales oscuros, observación que, aparte de impertinente en sí misma, y además expresada por un mancebo de botica, imaginen, venía a contrariar su convicción de que las gafas oscuras le daban un aire embriagador y misterioso capaz de provocar el interés de los hombres que pasaban, y, eventualmente, corresponderles, de no darse hoy la circunstancia de que alguien la está esperando, una cita que promete mucho, tanto en lo referente a satisfacciones materiales como a satisfacciones de otro tipo. El hombre con quien iba a verse era un conocido, no le importó que ella le dijera que no podría quitarse las gafas oscuras, aunque el médico no le había dado aún orden al respecto, el caso es que al hombre hasta le hizo gracia, era una novedad. A la salida de la farmacia, la muchacha llamó un taxi, dio el nombre de un hotel. Recostada en el asiento, prelibaba ya, si se acepta el término, las distintas y múltiples sensaciones del goce sensual, desde el primer y sabio roce de labios, desde la primera caricia íntima, hasta las sucesivas explosiones de un orgasmo que la dejaría agotada y feliz, como si la estuvieran crucificando, dicho sea con perdón, en una girándula ofuscadora y vertiginosa. Tenemos, pues, razones para concluir que la chica de las gafas oscuras, si la pareja supo cumplir cabalmente, en tiempo y técnica, con su obligación, paga siempre por adelantado y el doble de lo que luego cobra. En medio de estos pensamientos, sin duda porque había pagado hacía un momento una consulta, se preguntó si no sería conveniente subir, a partir de hoy mismo, su tarifa, lo que, con risueño optimismo, solía llamar su justo nivel de compensación.
Mandó parar el taxi una manzana antes, se mezcló con la gente que iba en la misma dirección, como dejándose llevar por ella, anónima y sin ninguna culpa notoria. Entró en el hotel con aire natural, cruzó el vestíbulo hacia el bar. Llegaba con unos minutos de adelanto, y tendría que esperar, pues la hora de la cita había sido fijada con precisión. Pidió un refresco y lo tomó sosegadamente, sin posar los ojos en nadie, no quería que la confundieran con una vulgar cazadora de hombres. Un poco más tarde, como una turista que sube al cuarto a descansar después de haber pasado la tarde por los museos, se dirigió al ascensor. La virtud, habrá aún quien lo ignore, siempre encuentra escollos en el durísimo camino de la perfección, pero el pecado y el vicio se ven tan favorecidos por la fortuna que todo fue llegar y se abrieron ante ella las puertas del ascensor. Salieron dos huéspedes, un matrimonio de edad avanzada, ella entró y apretó el botón del tercero, trescientos doce era el número que la esperaba, es aquí, llamó discretamente a la puerta, diez minutos después estaba ya desnuda, a los quince gemía, a los dieciocho susurraba palabras de amor que ya no tenía necesidad de fingir, a los veinte empezaba a perder la cabeza, a los veintiuno sintió que su cuerpo se desquiciaba de placer, a los veintidós gritó, Ahora, ahora, y cuando recuperó la conciencia, dijo, agotada y feliz, Aún lo veo todo blanco.
Al ladrón del coche lo llevó un policía a casa. No podía el circunspecto y compasivo agente de la autoridad imaginar que llevaba a un empedernido delincuente cogido por el brazo, y no para impedir que se escapara, como habría ocurrido en otra ocasión, sino, simplemente, para que el pobre hombre no tropezara y se cayera. En compensación, nos es muy fácil imaginar el susto de la mujer del ladrón cuando, al abrir la puerta, se encontró ante ella con un policía de uniforme que traía sujeto, o así le pareció, a un decaído prisionero, a quien, a juzgar por la tristeza de la cara, debía de haberle ocurrido algo peor que la detención. Por un instante, pensó la mujer que habrían atrapado a su hombre en flagrante delito y que el policía estaba allí para registrar la casa, idea ésta, por otra parte, y por paradójico que parezca, bastante tranquilizadora, considerando que el marido sólo robaba coches, objetos que, por su tamaño, no se pueden ocultar bajo la cama. No duró mucho la duda, pues el policía dijo, Este señor está ciego, encárguese de él, y la mujer, que debería sentirse aliviada porque el agente venía al fin sólo de acompañante, percibió la dimensión de la fatalidad que le entraba por la puerta cuando un marido deshecho en lágrimas cayó en sus brazos diciendo lo que ya sabemos.
La chica de las gafas oscuras también fue conducida a casa de sus padres por un policía, pero lo picante de las circunstancias en que la ceguera se manifestó, una mujer desnuda, gritando en un hotel, alborotando a los clientes, mientras el hombre que estaba con ella intentaba escabullirse embutiéndose trabajosamente los pantalones, moderaba, en cierto modo, el dramatismo obvio de la situación. La ciega, corrida de vergüenza, sentimiento en todo compatible, por mucho que rezonguen los prudentes fingidos y los falsos virtuosos, con los mercenarios ejercicios amatorios a que se dedicaba, tras los gritos lacerantes que dio al comprender que la pérdida de visión no era una nueva e imprevista consecuencia del placer, apenas se atrevía a llorar y lamentarse cuando, con malos modos, vestida a toda prisa, casi a empujones, la llevaron fuera del hotel. El policía, en tono que sería sarcástico si no fuera simplemente grosero, quiso saber, después de haberle preguntado dónde vivía, si tenía dinero para el taxi, En estos casos, el Estado no paga, advirtió, procedimiento al que, anotémoslo al margen, no se le puede negar cierta lógica, dado que esas personas pertenecen al número de las que no pagan impuestos sobre el rendimiento de sus inmorales réditos. Ella afirmó con la cabeza, pero, estando ciega como estaba, pensó que quizá el policía no había visto su gesto y murmuró, Sí, tengo, y para sí, añadió, Y ojalá no lo tuviera, palabras que nos parecerán fuera de lugar, pero que, si atendemos a las circunvoluciones del espíritu humano, donde no existen caminos cortos y rectos, acaban, esas palabras, por resultar absolutamente claras, lo que quiso decir es que había sido castigada por su mal comportamiento, por su inmoralidad, en una palabra. Le dijo a su madre que no iría a cenar, y ahora resulta que iba a llegar muy a tiempo, antes incluso que el padre.
Diferente fue lo que pasó con el oculista, no sólo porque estaba en casa cuando le atacó la ceguera, sino porque, siendo médico, no iba a entregarse sin más a la desesperación, como hacen aquellos que de su cuerpo sólo saben cuando les duele. Hasta en una situación como ésta, angustiado, teniendo por delante una noche de ansiedad, fue aún capaz de recordar lo que Homero escribió en la Ilíada , poema de la muerte y el sufrimiento sobre cualquier otro, Un médico, sólo por sí, vale por varios hombres, palabras que no vamos a entender como directamente cuantitativas sino cualitativamente, como comprobaremos enseguida. Tuvo el valor de acostarse sin despertar a la mujer, ni siquiera cuando ella, murmurando medio dormida, se movió en la cama para sentirlo más próximo. Horas y horas despierto, lo poco que consiguió dormir fue por puro agotamiento. Deseaba que no terminara la noche para no tener que anunciar, él, cuyo oficio era curar los males de los ojos ajenos, Estoy ciego, pero al mismo tiempo quería que llegase rápidamente la luz del día, con estas exactas palabras lo pensó, La luz del día, sabiendo que no iba a verla. Realmente, un oftalmólogo ciego no serviría para mucho, pero tenía que informar a las autoridades sanitarias, avisar de lo que podría estar convirtiéndose en una catástrofe nacional, nada más y nada menos que un tipo de ceguera desconocido hasta ahora, con todo el aspecto de ser muy contagioso y que, por lo visto, se manifestaba sin previa existencia de patologías anteriores de carácter inflamatorio, infeccioso o degenerativo, como pudo comprobar en el ciego que había ido a verle al consultorio, o como en su mismo caso se confirmaría, una miopía leve, un leve astigmatismo, todo tan ligero que de momento había decidido no usar lentes correctoras. Ojos que habían dejado de ver, ojos que estaban totalmente ciegos, pero que se encontraban en perfecto estado, sin la menor lesión, reciente o antigua, de origen o adquirida. Recordó el examen minucioso que había hecho al ciego, y cómo las diversas partes del ojo accesibles al oftalmoscopio se presentaban sanas, sin señal de alteraciones mórbidas, situación muy rara a los treinta y ocho años que el hombre había dicho tener, y hasta en gente, de menos edad. Aquel hombre no debía de estar ciego, pensó, olvidando por unos instantes que también él lo estaba, hasta este punto puede llegar la abnegación, y esto no es cosa de ahora, recordemos lo que dijo Homero, aunque con palabras que parecen diferentes.
Cuando la mujer se levantó, se fingió dormido. Sintió el beso que ella le dio en la frente, muy suave, como si no quisiera despertarlo de lo que creía un sueño profundo, quizá había pensado, Pobrecillo, se acostó tarde, estudiando aquel extraordinario caso del infeliz hombre ciego. Solo, como si se fuera apoderando de él lentamente una nube espesa que le cargase sobre el pecho y le entrase por las narices cegándolo por dentro, el médico dejó brotar un gemido breve, permitió que dos lágrimas, Serán blancas, pensó, le inundaran los ojos y se derramaran por las mejillas, a un lado y a otro de la cara, ahora comprendía el miedo de sus pacientes cuando le decían, Doctor, me parece que estoy perdiendo la vista. Llegaban hasta el dormitorio los pequeños ruidos domésticos, no tardaría la mujer en acercarse a ver si seguía durmiendo, era ya casi la hora de salir para el hospital. Se levantó con cuidado, a tientas buscó y se puso el batín, entró en el cuarto de baño, orinó. Luego se volvió hacia donde sabía que estaba el espejo, esta vez no preguntó Qué será esto, no dijo Hay mil razones para que el cerebro humano se cierre, sólo extendió las manos hasta tocar el vidrio, sabía que su imagen estaba allí, mirándolo, la imagen lo veía a él, él no veía la imagen. Oyó que la mujer entraba en el cuarto, Ah, estás ya levantado, dijo, y él respondió, Sí. Luego la sintió a su lado, Buenos días, amor, se saludaban aún con palabras de cariño después de tantos años de casados, y entonces él dijo, como si los dos estuvieran representando un papel y ésta fuera la señal para que iniciara su frase, Creo que no van a ser muy buenos, tengo algo en la vista. Ella sólo prestó atención a la última parte de la frase, Déjame ver, pidió, le examinó los ojos con atención, No veo nada, la frase estaba evidentemente cambiada, no correspondía al papel de la mujer, era él quien tenía que pronunciarla, pero la dijo sencillamente, así, No veo, y añadió, Supongo que el enfermo de ayer me ha contagiado su mal. Con el tiempo y la intimidad, las mujeres de los médicos acaban también por entender algo de medicina, y ésta, tan próxima en todo a su marido, había aprendido lo bastante para saber que la ceguera no se pega sólo porque un ciego mire a alguien que no lo es, la ceguera es una cuestión privada entre la persona y los ojos con que nació. En todo caso, un médico tiene la obligación de saber lo que dice, para eso ha ido a la Facultad, y si éste, aparte de haberse declarado ciego, admite la posibilidad de que le hayan contagiado, quién es la mujer para dudarlo, por mucho de médico que sea. Se comprende, pues, que la pobre señora, ante la evidencia indiscutible, acabara por reaccionar como cualquier esposa vulgar, dos conocemos ya, abrazándose al marido, ofreciendo las naturales muestras de dolor, Y ahora, qué vamos a hacer, preguntaba entre lágrimas, Tenemos que avisar a las autoridades sanitarias, al ministerio, es lo más urgente, si se trata realmente de una epidemia hay que tomar providencias, Pero una epidemia de ceguera es algo que nunca se ha visto, alegó la mujer queriendo agarrarse a esta última esperanza, Tampoco se ha visto nunca un ciego sin motivos aparentes para serlo, y en este momento hay, al menos, dos. Apenas había acabado de pronunciar la última palabra cuando se le transformó el rostro. Empujó a la mujer casi con violencia, él mismo retrocedió, Apártate, no te acerques a mí, puedo contagiarte, y luego, golpeándose la cabeza con los puños cerrados, Estúpido, estúpido, médico idiota, cómo no lo pensé, una noche entera juntos, tendría que haberme quedado en el despacho, con la puerta cerrada, e incluso así, Por favor, no hables de esa manera, lo que haya de ser, será, anda, ven, te voy a preparar el desayuno, Déjame, déjame, No te dejo, gritó la mujer, qué quieres hacer, andar por ahí dando tumbos, chocando contra los muebles, buscando a tientas el teléfono, sin ojos para encontrar en el listín los números que necesitas, mientras yo asisto tranquilamente al espectáculo, metida en una redoma de cristal a prueba de contaminación. Lo agarró del brazo con firmeza, y dijo, Vamos, amor.
Era aún temprano cuando el médico acabó de tomar, imaginemos con qué placer, su taza de café y la tostada que la mujer se empeñó en prepararle, demasiado temprano para encontrar en su sitio de trabajo a las personas a quienes debería informar. La lógica y la eficacia mandaban que su participación de lo que estaba ocurriendo se hiciera directamente, comunicándolo lo antes posible a un alto cargo responsable del ministerio de la Salud, pero no tardó en cambiar de idea cuando se dio cuenta de que presentarse sólo como un médico que tenía una información importante y urgente que comunicar no era suficiente para convencer al funcionario medio con quien, por fin, después de muchos ruegos, la telefonista condescendió a ponerlo en contacto. El hombre quiso saber de qué se trataba, antes de pasarlo a su superior inmediato, y estaba claro que cualquier médico con sentido de la responsabilidad no iba a ponerse a anunciar la aparición de una epidemia de ceguera al primer subalterno que se le pusiera delante, el pánico sería inmediato. Respondía desde el otro lado el funcionario, Me dice usted que es médico, si quiere que le diga que le creo, sí, le creo, pero yo tengo órdenes, o me dice de qué se trata, o cuelgo, Es un asunto confidencial, Los asuntos confidenciales no se tratan por teléfono, será mejor que venga aquí personalmente, No puedo salir de casa, Quiere decir que está enfermo, Sí, estoy enfermo, dijo el ciego tras una breve vacilación, En ese caso, lo que tiene que hacer es llamar al médico, a un médico auténtico, replicó el funcionario, y, muy satisfecho de su ingenio, colgó el teléfono.
El médico recibió aquella insolencia como una bofetada. Sólo pasados unos minutos tuvo serenidad suficiente para contar a la mujer la grosería con que le habían tratado. Después, como si acabase de descubrir algo que estuviera obligado a saber desde mucho tiempo antes, murmuró, triste, De esa masa estamos hechos, mitad indiferencia y mitad ruindad. Iba a preguntar, vacilante, Y ahora qué hago, cuando comprendió que había estado perdiendo el tiempo, que la única forma de hacer llegar la información a donde convenía, y por vía segura, sería hablar con el director de su propio servicio hospitalario, de médico a médico, sin burócratas por medio, y que él se encargase luego de poner en marcha el maldito engranaje oficial. La mujer marcó el número, lo sabía de memoria. El médico se identificó cuando se pusieron al teléfono, luego dijo rápidamente, Bien, gracias, sin duda la telefonista le había preguntado, Cómo está, doctor, es lo que decimos cuando no queremos mostrar nuestra debilidad, decimos, Bien, aunque nos estemos muriendo, a esto le llama el vulgo hacer de tripas corazón, fenómeno de conversión visceral que sólo en la especie humana ha sido observado. Cuando el director atendió el teléfono, Hola, qué hay, qué pasa, el médico le preguntó si estaba solo, si no había nadie cerca que pudiera oír, de la telefonista nada había que temer, tenía más cosas que hacer que escuchar conversaciones sobre oftalmopatías, a ella sólo le interesaba la ginecología. El relato del médico fue breve pero completo, sin rodeos, sin palabras de más, sin redundancias, y hecho con una sequedad clínica que, teniendo en cuenta la situación, incluso sorprendió al director, Pero realmente está usted ciego, preguntó, Totalmente ciego, En todo caso, podría tratarse de una coincidencia, podría no ser realmente, en su sentido exacto, un contagio, De acuerdo, el contagio no está demostrado, pero no se trata de que nos quedáramos ciegos él y yo, cada uno en su casa, sin habernos visto, el hombre llegó ciego a mi consulta y yo me quedé ciego pocas horas después, Cómo podríamos encontrar a ese hombre, Tengo su nombre y su dirección en el consultorio, Mandaré inmediatamente a alguien, Un médico, Sí, claro, un colega, No le parece que tendríamos que comunicar al ministerio lo que está pasando, Por ahora me parece prematuro, piense en la alarma pública que causaría una noticia así, por todos los diablos, la ceguera no se pega, Tampoco la muerte se pega, y todos nos morimos, Bien, quédese en casa mientras trato el caso, luego lo mandaré a buscar, quiero observarlo, Recuerde que estoy ciego por haber observado a un ciego, No hay seguridad de eso, Hay, al menos, una buena presunción de causa a efecto, Sin duda, no obstante, es aún demasiado pronto para sacar conclusiones, dos casos aislados no tienen significación estadística, Salvo si somos ya más de dos, Comprendo su estado de ánimo, pero tenemos que defendernos de pesimismos que podrían resultar infundados, Gracias, Volveremos a hablar, Hasta luego.
Media hora después, el médico, torpemente y con ayuda de la mujer, había acabado de afeitarse. Sonó el teléfono. Era otra vez el director del servicio oftalmológico, pero la voz, ahora, sonaba distinta, Tenemos aquí a un niño que también se ha quedado ciego de repente, lo ve todo blanco, la madre dice que estuvo ayer con él en su consultorio, Supongo que es un niño que sufre estrabismo divergente del ojo izquierdo, Sí, No hay duda, es él, Empiezo a estar preocupado, la situación es realmente seria, El ministerio, Sí, claro, voy a hablar inmediatamente con la dirección. Pasadas unas tres horas, cuando el médico y su mujer estaban comiendo en silencio, él tanteando con el tenedor las tajaditas de carne que ella le había cortado, volvió a sonar el teléfono. La mujer lo atendió, volvió inmediatamente, Tienes que ir tú, es del ministerio. Le ayudó a levantarse, lo condujo hasta el despacho y le dio el auricular. La conversación fue rápida. El ministerio quería saber la identidad de los pacientes que habían estado el día anterior en su consultorio, el médico respondió que en sus respectivas fichas clínicas figuraban todos los elementos de identificación, el nombre, la edad, el estado civil, la profesión, el domicilio, y terminó declarándose dispuesto a acompañar a la persona o personas que fuesen a recogerlos. Del otro lado, el tono fue cortante, No lo necesitamos. El teléfono cambió de mano, la voz que salió de él era diferente, Buenas tardes, habla el ministro, en nombre del Gobierno le agradezco su celo, estoy seguro de que gracias a la rapidez con que usted ha actuado vamos a poder circunscribir y controlar la situación, entretanto, haga el favor de permanecer en su casa. Las palabras finales fueron pronunciadas con expresión formalmente cortés, pero no dejaban la menor duda sobre el hecho de que eran una orden. El médico respondió, Sí, señor ministro, pero ya habían colgado.
Pocos minutos después, otra voz al teléfono. Era el director clínico del hospital, nervioso, hablando atropelladamente, Ahora mismo acabo de recibir información de la policía de que hay dos casos más de ceguera fulminante, Policías, No, un hombre y una mujer, a él lo encontraron en la calle, gritando que estaba ciego, y ella estaba en un hotel cuando perdió la vista, una historia de cama, según parece, Es necesario averiguar si se trata también de enfermos míos, sabe cómo se llaman, No me lo han dicho, Del ministerio han hablado ya conmigo, van a ir al consultorio a recoger las fichas, Qué situación, Dígamelo a mí. El médico colgó el teléfono, se llevó las manos a los ojos, allí las dejó como si quisiera defenderlos de males peores, al fin exclamó sordamente, Qué cansado estoy, Duerme un poco, te llevaré hasta la cama, dijo la mujer, No vale la pena, no podría dormir, además, todavía no se ha acabado el día, algo más va a ocurrir.
Eran casi las seis cuando sonó el teléfono por última vez. El médico estaba sentado al lado, levantó el auricular, Sí, soy yo, dijo, escuchó con atención lo que le estaban diciendo, y sólo hizo un leve movimiento de cabeza antes de colgar. Quién era, preguntó la mujer, Del ministerio, viene una ambulancia a buscarme dentro de media hora, Eso era lo que esperabas que ocurriera, Más o menos, sí, Adónde te llevan, No lo sé, supongo que a un hospital, Te voy a preparar la maleta, algo de ropa, No es un viaje, No sabemos qué es. Lo llevó con cuidado hasta el dormitorio, lo hizo sentarse en la cama, Quédate ahí tranquilo, yo me encargo de todo. La oyó moverse de un lado a otro, abrir y cerrar cajones, armarios, sacar ropa y luego ordenarla en la maleta colocada en el suelo, pero lo que él no pudo ver es que, aparte de su propia ropa, había metido unas cuantas faldas y blusas, ropa interior, un vestido, unos zapatos que sólo podían ser de mujer. Pensó vagamente que no iba a necesitar tantas cosas, pero se calló porque no era el momento de hablar de insignificancias. Se oyó el restallido de las cerraduras, luego la mujer dijo, Bueno, ya puede venir la ambulancia. Llevó la maleta al vestíbulo, la dejó junto a la puerta, rechazando la ayuda del marido, que decía, Déjame ayudarte, eso puedo hacerlo yo, no estoy tan inválido. Luego se sentaron en el sofá de la sala, esperando. Tenían las manos cogidas, y él dijo, No sé cuánto tiempo vamos a tener que estar separados, y ella respondió, No te preocupes.
Esperaron casi una hora. Cuando sonó el timbre de la puerta, ella se levantó y fue a abrir, pero en el descansillo no había nadie. Descolgó el interfono, Muy bien, ahora baja, respondió. Se volvió hacia el marido y le dijo, Que esperan ahí abajo, tienen orden expresa de no subir, Por lo visto en el ministerio están realmente asustados, Vamos. Tomaron el ascensor, ella ayudó al marido a bajar los últimos escalones, luego a entrar en la ambulancia, volvió al portal a buscar la maleta, la alzó ella sola y la empujó hacia dentro. Después subió a la ambulancia y se sentó al lado del marido. El conductor protestó desde el asiento delantero. Sólo puedo llevarlo a él, son las órdenes que tengo, tiene usted que salir. La mujer respondió con calma, Tiene que llevarme también a mí, acabo de quedarme ciega.
La ocurrencia había brotado de la cabeza del ministro mismo. Era, por cualquier lado que se la examinara, una idea feliz, incluso perfecta, tanto en lo referente a los aspectos meramente sanitarios del caso como a sus implicaciones sociales y a sus derivaciones políticas. Mientras no se aclarasen las causas, o, para emplear un lenguaje adecuado, la etiología del mal blanco, como gracias a la inspiración de un asesor imaginativo la malsonante palabra ceguera sería designada, mientras no se encontrara para aquel mal tratamiento y cura, y quizá una vacuna que previniera la aparición de casos futuros, todas las personas que se quedaran ciegas, y también quienes con ellas hubieran tenido contacto físico o proximidad directa, serían recogidas y aisladas, para evitar así ulteriores contagios que, de verificarse, se multiplicarían según lo que matemáticamente es costumbre denominar progresión geométrica. Quod erat demonstrandum, concluyó el ministro. En palabras al alcance de todo el mundo, se trataba de poner en cuarentena a todas aquellas personas, de acuerdo con la antigua práctica, heredada de los tiempos del cólera y de la fiebre amarilla, cuando los barcos contaminados, o simplemente sospechosos de infección, tenían que permanecer apartados cuarenta días, Hasta ver. Estas mismas palabras, Hasta ver, intencionales por su tono, pero sibilinas por faltarle otras, fueron pronunciadas por el ministro, que más tarde precisó su pensamiento, Quería decir que tanto pueden ser cuarenta días como cuarenta semanas, o cuarenta meses, o cuarenta años, lo que es preciso es que nadie salga de allí. Ahora hay que decidir dónde los metemos, señor ministro, dijo el presidente de la Comisión de Logística y Seguridad, nombrada al efecto con toda prontitud, que debería encargarse del transporte, aislamiento y auxilio a los pacientes, De qué posibilidades inmediatas disponemos, quiso saber el ministro, Tenemos un manicomio vacío, en desuso, a la espera de destino, unas instalaciones militares que dejaron de ser utilizadas como consecuencia de la reciente reestructuración del ejército, una feria industrial en fase adelantada de construcción, y hay también, y no han conseguido explicarme por qué, un hipermercado en quiebra, Y, en su opinión, cuál serviría mejor a los fines que nos ocupan, El cuartel es lo que ofrece mejores condiciones de seguridad, Naturalmente, Tiene, no obstante, un inconveniente, es demasiado grande, y la vigilancia de los internos sería difícil y costosa, Entiendo, En cuanto al hipermercado, habría que contar, probablemente, con impedimentos jurídicos diversos, cuestiones legales a tener en cuenta, Y la feria, La feria, señor ministro, creo que sería mejor no pensar en ella, Por qué, No le gustaría al ministerio de Industria, se han invertido allí millones, Queda el manicomio, Sí, señor ministro, el manicomio, Pues el manicomio, Sin duda es el edificio más adecuado, porque, aparte de estar rodeado de una tapia en todo su perímetro, tiene la ventaja de que se compone de dos alas, una que destinaremos a los ciegos propiamente dichos, y otra para los contaminados, aparte de un cuerpo central que servirá, por así decir, de tierra de nadie, por donde los que se queden ciegos podrán pasar hasta juntarse a los que ya lo están. Veo un problema, Cuál, señor ministro, Nos veremos obligados a meter allí personal para orientar las transferencias, y no creo que haya voluntarios, No creo que sea necesario, señor ministro, A ver, explíquese, En caso de que uno de los contaminados se quede ciego, como es natural que ocurra antes o después, los que aún conservan la vista lo echarán de allí de inmediato, Es verdad, Del mismo modo que no permitirían la entrada de un ciego que quisiera cambiar de sitio, Bien pensado, Gracias, señor ministro, podemos pues poner en marcha el plan, Sí, tiene carta blanca.
La comisión actuó con rapidez y eficacia. Antes de que anocheciera ya habían sido recogidos todos los ciegos de que había noticia, y también cierto número de posibles contagiados, al menos aquellos a quienes fue posible identificar y localizar en una rápida operación de rastreo ejercida sobre todo en los medios familiares y profesionales de los afectados por la pérdida de visión. Los primeros en ser trasladados al manicomio desocupado fueron el médico y su mujer. Había soldados de vigilancia. Se abrió el portalón para que los ciegos pasaran, y luego fue cerrado de inmediato. Sirviendo de pasamanos, una gruesa cuerda iba del portón de entrada a la puerta principal del edificio. Sigan un poco hacia la derecha, ahí hay una cuerda, agárrenla y síganla siempre hacia delante, hacia delante, hasta los escalones, los escalones son seis, advirtió un sargento. Ya en el interior, la cuerda se bifurcaba, una hacia la izquierda, otra hacia la derecha, el sargento gritó, Atención, su lado es el derecho. Al tiempo que arrastraba la maleta, la mujer guiaba al marido hacia la sala más próxima a la entrada. Era amplia como una enfermería antigua, con dos filas de camas pintadas de un gris ceniciento, pero ya con la pintura descascarillada. Las mantas, las sábanas y las colchas eran del mismo color. La mujer llevó al marido al fondo de la sala, lo hizo sentarse en una de las camas, y le dijo, No salgas de aquí, voy a ver cómo es esto. Había más salas, corredores largos y estrechos, gabinetes que habrían servido como despachos de los médicos, letrinas empercudidas, una cocina que conservaba aún el hedor de mala comida, un enorme refectorio con mesas forradas de cinc, tres celdas acolchadas hasta la altura de dos metros y cubiertas de láminas de corcho a partir de ahí. Detrás del edificio había un cercado abandonado, un jardín con árboles descuidados, los troncos parecían desollados. Se encontraba basura por todas partes. La mujer del médico volvió hacia dentro. En un armario medio abierto encontró camisas de fuerza. Cuando llegó junto al marido le preguntó, A que no eres capaz de imaginar adónde nos han traído, No, iba a añadir, A un manicomio, pero él se adelantó, Tú no estás ciega, no puedo permitir que te quedes aquí, Sí, tienes razón, no estoy ciega, Voy a pedirles que te lleven a casa, les diré que los engañaste para quedarte conmigo, No vale la pena, desde donde están no te oyen, y, aunque te oyeran no te harían caso, Pero tú puedes ver, Por ahora, lo más probable es que me quede también ciega un día de éstos o dentro de un minuto, Vete, por favor, No insistas, además, estoy segura de que los soldados no me dejarían poner un pie fuera, No te puedo obligar, No, amor mío, no puedes, me quedo aquí para ayudarte y para ayudar a los que vengan, pero no les digas que yo veo, Qué otros, No creerás que vamos a ser los únicos, Esto es una locura, Debe serlo, estamos en un manicomio.
Los otros llegaron juntos. Los habían recogido en sus casas, uno tras otro, el del automóvil fue el primero, el ladrón que lo robó, la chica de las gafas oscuras, el niño estrábico, ése no, a ése lo fueron a buscar al hospital al que su madre lo había llevado. La madre no venía con él, no había tenido la astucia de la mujer del médico, decir que estaba ciega sin estarlo, es una mujer sencilla, incapaz de mentir, ni siquiera en su beneficio. Entraron en la sala tropezando, tanteando el aire, aquí no había cuerda que los guiase, tendrían que ir aprendiendo a costa de su dolor, el niño lloraba, llamaba a su madre, y era la chica de las gafas oscuras la que intentaba sosegarlo, Ya viene, ya viene, le decía, y como llevaba las gafas oscuras, tanto podía estar ciega como no, los otros movían los ojos a un lado y a otro y nada veían, mientras que ella, con aquellas gafas, sólo porque decía Ya viene, ya viene, era como si estuviera viendo entrar por la puerta a la madre desesperada. La mujer del médico acercó la boca al oído del marido y susurró, Han entrado cuatro, una mujer, dos hombres y un niño, Qué aspecto tienen los hombres, preguntó el médico en voz baja, ella los fue describiendo, y él, A ése no lo conozco, el otro, por lo que dices, tiene todo el aire de ser el ciego que fue a la consulta, El pequeño tiene estrabismo, y la mujer que lleva gafas de sol parece bonita, Estuvieron allí los dos. A causa del ruido que hacían buscando un sitio donde sentirse seguros, los ciegos no oyeron este intercambio de palabras, pensarían que no había allí otros como ellos, y no hacía tanto tiempo que habían perdido la vista como para que se les avivase el sentido del oído por encima de lo normal. Por fin, como si hubiesen llegado a la conclusión de que no valía la pena cambiar lo seguro por lo dudoso, se sentó cada uno en la cama con la que habían tropezado, los dos hombres estaban muy cerca, pero no lo sabían. La chica, en voz baja, continuaba consolando al niño, No llores, ya verás cómo tu madre no tarda. Se hizo luego un silencio, y entonces la mujer del médico dijo de modo que se oyera desde el fondo de la sala, donde estaba la puerta, Aquí estamos dos personas más, cuántos son ustedes. La voz inesperada sobresaltó a los recién llegados, pero los dos hombres continuaron callados, quien respondió fue la joven, Creo que somos cuatro, estamos este niño y yo, Quién más, por qué no hablan los otros, preguntó la mujer del médico, Estoy yo, murmuró, como si le costase pronunciar las palabras, una voz de hombre, Y yo, rezongó a su vez, contrariada, otra voz masculina. La mujer del médico dijo para sí, Se comportan como si temieran darse a conocer el uno al otro. Los veía crispados, tensos, el cuello en alto como si olfateasen algo, pero, curiosamente, las expresiones eran semejantes, una mezcla de amenaza y de miedo, pero el miedo de uno no era el mismo que el miedo del otro, como tampoco lo eran las amenazas. Qué habrá entre ellos, pensó.
En aquel mismo instante se oyó una voz fuerte y seca, de alguien, por el tono, habituado a dar órdenes. Venía de un altavoz colocado encima de la puerta por la que habían entrado, la palabra Atención fue pronunciada tres veces, luego empezó la voz, El Gobierno lamenta haberse visto obligado a ejercer enérgicamente lo que considera que es su deber y su derecho, proteger a la población por todos los medios de que dispone en esta crisis por la que estamos pasando, cuando parece comprobarse algo semejante a un brote epidémico de ceguera, provisionalmente llamado mal blanco, y desearía contar con el civismo y la colaboración de todos los ciudadanos para limitar la propagación del contagio, en el supuesto de que se trate de un contagio y no de una serie de coincidencias por ahora inexplicables. La decisión de reunir en un mismo lugar a los afectados por el mal, y en un lugar próximo, pero separado, a aquellos con los que mantuvieron algún tipo de contacto, no ha sido tomada sin ponderar seriamente las consecuencias. El Gobierno conoce plenamente sus responsabilidades, y espera que aquellos a quienes se dirige este mensaje asuman también, como ciudadanos conscientes que sin duda son, las responsabilidades que les corresponden, pensando que el aislamiento en que ahora se encuentran representará, por encima de cualquier otra consideración personal, un acto de solidaridad para con el resto de la comunidad nacional. Dicho esto, pedimos la atención de todos hacia las instrucciones siguientes, primero, las luces se mantendrán siempre encendidas y será inútil cualquier tentativa de manipular los interruptores, que por otra parte no funcionan, segundo, abandonar el edificio sin autorización supondrá la muerte inmediata de quien lo intente, tercero, en cada sala hay un teléfono que sólo podrá ser utilizado para solicitar del exterior la reposición de los productos de higiene y limpieza, cuarto, los internos lavarán manualmente sus ropas, quinto, se recomienda la elección de responsables de sala, se trata de una recomendación, no de una orden, los internos se organizarán como crean conveniente, a condición de que cumplan las reglas anteriores y las que seguidamente vamos a enunciar, sexto, tres veces al día se depositarán cajas con comida en la puerta de entrada, a la derecha y a la izquierda, destinadas, respectivamente, a los pacientes y a los posibles contagiados, séptimo, todos los restos deberán ser quemados, considerándose restos, a todo efecto, aparte de la comida sobrante, las cajas, los platos, los cubiertos, que están fabricados con material combustible, octavo, la quema deberá ser efectuada en los patios interiores del edificio o en el cercado, noveno, los internos son responsables de las consecuencias negativas de la quema, décimo, en caso de incendio, sea éste fortuito o intencionado, los bomberos no intervendrán, undécimo, tampoco deberán contar los internos con ningún tipo de intervención exterior, en el supuesto de que sufran cualquier otra dolencia, y tampoco en el caso de que haya entre ellos agresiones o desórdenes, duodécimo, en caso de muerte, cualquiera que sea la causa, los internos enterrarán sin formalidades el cadáver en el cercado, decimotercero, la comunicación entre el ala de los pacientes y el ala de los posibles contagiados se hará por el cuerpo central del edificio, el mismo por el que han entrado, decimocuarto, los contagiados que se queden ciegos se incorporarán inmediatamente al ala segunda, en la que están los invidentes, decimoquinto, esta comunicación será repetida todos los días, a esta misma hora, para conocimiento de los nuevos ingresados. El Gobierno y la Nación esperan que todos cumplan con su deber. Buenas noches.
En el silencio que siguió a estas palabras se oyó la voz del niño, Quiero ver a mi madre, pero las palabras fueron articuladas sin expresión, como un mecanismo repetidor automático que antes hubiera dejado en suspenso una frase, y ahora, fuera de tiempo, la soltase. El médico dijo, Las órdenes que acabamos de oír no dejan dudas, estamos aislados, más aislados de lo que probablemente jamás lo estuvo alguien anteriormente, y sin esperanza de poder salir de aquí hasta que se descubra un remedio contra la enfermedad, Conozco su voz, dijo la chica de las gafas oscuras, Soy médico, médico oftalmólogo, Es el médico a quien fui a ver ayer, es su voz, sí, Y usted, quién es, Tenía una conjuntivitis, supongo que la tengo aún, pero ahora, ciega ya, la cosa no debe de tener la menor importancia, Y ese niño que está con usted, No es mío, no tengo hijos, Ayer examiné a un niño con estrabismo, eras tú, preguntó el médico, Sí señor, la respuesta del niño salió con un tono de despecho, como si no le gustara que mencionasen su defecto físico, y tenía razón, que defectos tales, éstos y otros, sólo por el hecho de hablar de ellos pasan de males perceptibles a males evidentes, Hay alguien a quien no conozca, volvió a preguntar el médico, está aquí el hombre que fue ayer a mi consultorio acompañado por su esposa, el que se quedó ciego de repente cuando iba en su coche, Soy yo, respondió el primer ciego, Hay otra persona aún, que diga quién es, por favor, nos han obligado a vivir juntos no sabemos por cuánto tiempo, es indispensable que nos conozcamos unos a otros. El ladrón del coche murmuró entre dientes, Sí, sí, creyó que aquello era suficiente para confirmar su presencia, pero el oculista insistió, La voz suena como de alguien relativamente joven, usted no es el enfermo de avanzada edad, el que tenía catarata en un ojo, No, doctor, no lo soy, Y cómo se quedó ciego, Iba por la calle, Y qué más, Nada más, iba por la calle y me quedé ciego. El médico abría la boca para preguntar si su ceguera era también blanca, pero se calló, para qué, de qué servía, fuese cual fuese la respuesta, blanca o negra la ceguera, de allí no iban a salir. Tendió la mano vacilante hacia su mujer y encontró la mano de ella en el camino. La mujer le besó la cara, nadie más podía ver esta frente marchita, la boca apagada, los ojos muertos, como de cristal, atemorizadores, porque parecían ver y no veían, También me llegará el turno, pensó, cuándo, tal vez en este mismo instante, sin darme tiempo a acabar lo que estoy diciéndome, en cualquier momento, como ellos, o tal vez despierte ciega, me quedaré ciega al cerrar los ojos para dormir, y creeré que sólo me he quedado dormida.
Miró a los cuatro ciegos, estaban sentados en las camas, y a sus pies estaba el poco bagaje que habían podido llevarse, el niño con su mochila escolar, los otros con las maletas, pequeñas, como si fueran para un fin de semana. La chica de las gafas oscuras conversaba en voz baja con el niño, en la fila del otro lado, próximos los dos, sólo una cama vacía en medio, el primer ciego y el ladrón del coche se enfrentaban sin saberlo. El médico dijo, Hemos oído las órdenes, pase lo que pase sabemos una cosa, nadie va a venir a ayudarnos, por eso sería conveniente que nos empezásemos a organizar ya, porque no pasará mucho tiempo antes de que esta sala se llene de gente, ésta y las otras, Cómo sabe que hay otras salas, preguntó la muchacha, Anduvimos un poco por ahí antes de instalarnos en ésta, que era la que quedaba más cerca de la puerta de entrada, explicó la mujer del médico mientras apretaba el brazo del marido recomendándole prudencia. Dijo la muchacha, Lo mejor sería que usted, doctor, fuera el responsable, al fin y al cabo es médico, Y para qué sirve un médico sin ojos y sin medicinas, Tiene la autoridad. La mujer del médico sonrió, Creo que tendrías que aceptar, si los demás están de acuerdo, claro, Yo no creo que sea una buena idea, Por qué, Por ahora sólo somos seis, pero mañana, seguro, seremos más, todos los días llegará gente, sería apostar por lo imposible figurarse que iban a estar dispuestos a aceptar una autoridad que no han elegido y que, además, nada les puede dar a cambio de su acatamiento, eso suponiendo que reconocieran una autoridad y una reglamentación, Entonces va a ser difícil vivir aquí, Tendremos mucha suerte si sólo es difícil. La chica de las gafas oscuras dijo, Mi intención era buena, pero, realmente, el doctor tiene razón, aquí cada uno va a tirar por su lado.
Fuera porque se sintió movido por estas palabras, o porque ya no pudo aguantar más la furia, uno de los hombres se puso en pie bruscamente, Este tipo es el que tiene la culpa de nuestra desgracia, si tuviera ojos acababa con él ahora mismo, vociferó apuntando hacia el lugar en que creía que estaba el otro. El desvío no era grande, pero lo dramático del gesto resultó cómico, porque el dedo acusador, tenso, indicaba hacia una mesita de noche. Calma, dijo el médico, en una epidemia no hay culpables, todos son víctimas, Si yo no hubiera sido la buena persona que fui, si no le hubiera ayudado a llegar a su casa, aún tendría mis benditos ojos, Quién es usted, preguntó el médico, pero el acusador no respondió, y ya parecía contrariado por haber hablado. Entonces se oyó la voz del otro, Me llevó a casa, es verdad, pero luego se aprovechó de mi estado para robarme el coche, No es verdad, yo no robé nada, Lo robó, sí señor, lo robó, Si alguien le birló el coche, no fui yo, y el pago que he recibido por mi buena acción es quedarme ciego, además, dónde están los testigos, a ver, los testigos, La discusión no resuelve nada, dijo la mujer del médico, el coche está ahí fuera y ustedes están aquí dentro, es mejor que hagan las paces, recuerden que vamos a tener que vivir aquí juntos, Sé muy bien quién no va a vivir con él, ustedes hagan lo que les dé la gana, pero yo me voy a otra sala, no me quedo aquí con un bribón como éste, capaz de robarle a un ciego, se queja de que por mi culpa se quedó ciego, pues eso demuestra que todavía hay justicia en el mundo. Cogió la maleta y, arrastrando los pies para no tropezar, tanteando con la mano libre, salió al pasillo que separaba las dos filas de camas, Dónde están las otras salas, preguntó, pero no llegó a oír la respuesta, si es que alguien se la dio, porque de repente le cayó encima una confusión de brazos y piernas, el ladrón del coche cumplía como podía su amenaza de desquite contra el causante de sus males. Uno abajo, otro encima, rodaron por aquel apretado espacio, mientras, de nuevo asustado, el niño estrábico volvía a llorar y a llamar a su madre. La mujer del médico tomó al marido por el brazo, sabía que sola no iba a poder acabar con la pelea, y lo llevó por el corredor hasta el lugar donde se debatían, jadeantes, los furiosos combatientes. Guió las manos del marido, ella personalmente se encargó del ciego que estaba más cerca, y así, con gran esfuerzo, consiguieron separarlos. Se están comportando ustedes estúpidamente, gritó el médico, si lo que quieren es convertir esto en un infierno, pueden seguir, van por buen camino, pero recuerden que estamos entregados a nosotros mismos, que no vamos a recibir ninguna ayuda de fuera, ya han oído lo que dijeron, Es que me robó el coche, se lamentó el primer ciego, más deteriorado que el otro, Y qué importa el coche ahora, dijo la mujer del médico, cuando se lo robaron tampoco podía servirse de él, Pero era mío, y este ladrón se lo llevó no sé adónde, Lo más probable, dijo el médico, es que su coche esté en el sitio donde este hombre se quedó ciego, Tiene usted razón, doctor, se nota que sabe, allí estará sin duda, dijo el ladrón. El primer ciego hizo un movimiento como para soltarse de las manos que lo sujetaban, pero sin forzar, como si hubiese comprendido que ni la indignación, por justificada que estuviese, iba a devolverle el coche, ni el coche iba a devolverle la vista. Pero el ladrón amenazó de nuevo, Si crees que no te va a ocurrir nada, te equivocas, sí, fui yo quien te robó el coche, pero tú me has robado a mí la vista de mis ojos, a ver quién de los dos es más ladrón, Acaben de una vez, protestó el médico, todos aquí estamos ciegos y no nos quejamos, ni acusamos a nadie, Mucho me importa a mí el mal de los otros, dijo el ladrón, desdeñoso, Si quiere irse a otra sala, dijo el médico al primer ciego, mi mujer podrá llevarlo, ella se orienta mejor que yo, He cambiado de idea, prefiero quedarme aquí. El ladrón se burló, El niño tiene miedo a estar allí solito, no se le vaya a aparecer un sacamantecas que yo sé, Basta, gritó el médico, impaciente, Mire, doctorcillo, rezongó el ladrón, aquí todos somos iguales, a mí no me da usted órdenes, No le estoy dando órdenes, sólo le digo que deje a ese hombre en paz, Sí, sí, pero cuidadito conmigo, que no se me hinchen las narices, que pronto se me acaba la paciencia, que, a bueno, no hay otro como yo, pero a las malas nadie me gana. Con gestos y movimientos agresivos, el ladrón buscó la cama donde había estado sentado, empujó la maleta debajo y dijo luego, Me voy a acostar, y por el tono fue como si dijese Vuélvanse, que me voy a desnudar. La chica de las gafas oscuras le dijo al niño estrábico, Tú también tienes que meterte en cama, ponte aquí, a este lado, y si de noche necesitas algo, me lo dices, Quiero hacer pipí, dijo el niño. Al oírlo, todos sintieron unas súbitas y urgentes ganas de orinar, pensaron, con éstas o con otras palabras, A ver cómo se resuelve eso ahora, el primer ciego palpó debajo de la cama, buscando un orinal, pero, al mismo tiempo deseando que no lo hubiera porque le daría vergüenza orinar en presencia de otras personas, que no podrían verlo, desde luego, pero el ruido es indiscreto, indisimulable, los hombres, al menos, pueden usar un truco que no está al alcance de las mujeres, en eso tienen más suerte. El ladrón se había sentado en la cama, y decía ahora, Mierda, a ver dónde se mea en esta casa, Ojo con las palabras, que hay un niño, protestó la chica de las gafas oscuras, Sí, guapita, pues a ver si encuentras un sitio o verás cómo tu chiquillo se mea por las patas abajo. Dijo la mujer del médico, Tal vez pueda dar yo con los retretes, recuerdo haber notado por ahí un olor, Yo voy con usted, dijo la chica de las gafas oscuras cogiendo de la mano al niño, Mejor será que vayamos todos, observó el médico, así sabremos el camino, Te entiendo, amigo, esto lo pensó el ladrón del coche, pero no se atrevió a decirlo en voz alta, lo que tú no quieres es que tu mujercita tenga que llevarme a mear cuando me apetezca. El pensamiento, por el segundo sentido implícito, le provocó una pequeña erección que le sorprendió, como si el hecho de estar ciego debiera tener como consecuencia la pérdida o disminución del deseo sexual, Bien, pensó, no se ha perdido todo, entre muertos y heridos alguno escapará, y, desentendiéndose de la conversación, empezó a fantasear. No le dieron tiempo, el médico ya estaba diciendo, Formamos una fila, mi mujer va delante, cada uno pone la mano en el hombro del que va ante él, así no habrá peligro de que nos perdamos. El primer ciego dijo, Yo con ése no voy, se refería, obviamente, al ladrón.
Sea porque se buscaban, sea porque se evitaban, el hecho es que apenas se podían mover en el estrecho pasillo entre las camas, tanto más cuanto que la mujer del médico tenía que actuar también como si estuviese ciega. Al fin quedó la fila ordenada, detrás de la mujer del médico iba la chica de las gafas oscuras con el niño estrábico de la mano, después el ladrón en calzoncillos y camiseta, luego el médico, y, al fin, a salvo de agresiones por ahora, el primer ciego. Avanzaban muy lentamente, como si no se fiaran de quien los guiaba, con la mano libre iban tanteando el aire, buscando de paso un apoyo sólido, una pared, el marco de una puerta. Tras la chica de las gafas oscuras, el ladrón, estimulado por el perfume que de ella se desprendía y por el recuerdo de la reciente erección, decidió usar las manos con mayor provecho, una acariciándole la nuca por debajo del cabello, la otra, directa y sin ceremonias, palpándole los pechos. Ella se sacudió para escapar del desafuero, pero él la tenía bien agarrada. Entonces, la muchacha soltó una patada hacia atrás como una coz. El tacón del zapato, fino como un estilete, se clavó en el muslo desnudo del ladrón, que soltó un grito de sorpresa y de dolor. Qué pasa, preguntó la mujer del médico mirando hacia atrás, Fui yo, que tropecé, respondió la chica de las gafas oscuras, y parece que le he hecho daño al de atrás. La sangre aparecía ya entre los dedos del ladrón que, gimiendo y soltando maldiciones, intentaba percibir los efectos de la agresión, Estoy herido, esta idiota no ve dónde pone los pies, Y usted no ve dónde pone las manos, respondió secamente la chica. La mujer del médico comprendió lo que había pasado, primero sonrió, pero luego vio que la herida presentaba mal aspecto, la sangre corría por la pierna del desgraciado, y no tenían agua oxigenada, ni mercromina, ni vendas, ni gasas, ni desinfectante alguno, nada. El médico preguntó, Dónde está la herida, Aquí, Aquí, dónde, En la pierna, no lo ve, me clavó el tacón del zapato, Tropecé, no he tenido la culpa, repitió la muchacha, pero, inmediatamente, estalló, exasperada, Este cerdo, que estaba metiéndome mano, quién se cree él que soy. La mujer del médico intervino, Ahora lo que hay que hacer es lavar la herida, hacer la cura, Y dónde hay agua, preguntó el ladrón, En la cocina, en la cocina hay agua, pero no tenemos por qué ir todos, mi marido y yo llevaremos a este señor, y los otros se quedan aquí, no tardaremos, Quiero hacer pipí, dijo el chiquillo, Espera un poco, ya volvemos. La mujer del médico sabía que tenía que doblar una vez a la derecha, otra a la izquierda, y seguir luego por un corredor ancho que formaba un ángulo recto. La cocina estaba al fondo. Pasados unos minutos fingió que se había equivocado, se detuvo, volvió atrás, luego exclamó, Ah, ya recuerdo, y fueron directamente a la cocina, no podían perder más tiempo, la herida sangraba abundantemente. Al principio vino sucia el agua y hubo que esperar a que se aclarase. Estaba templada y turbia, como si llevara mucho tiempo estancada en la cañería, pero el herido la recibió con un suspiro de alivio. Realmente, la herida tenía mal aspecto. Y ahora, cómo le ponemos un vendaje, preguntó la mujer del médico. Debajo de una mesa había unos cuantos paños sucios que debían de haber servido para fregar, pero sería una imprudencia grave utilizarlos como vendajes, Aquí por lo visto no hay nada, dijo mientras fingía andar buscando, Pero no voy yo a quedarme así, doctor, que la sangre no para, por favor ayúdeme, y perdone si fui maleducado con usted, se lamentaba el ladrón, Estamos ayudándole, hacemos todo lo que podemos, dijo el médico, y luego, quítese la camiseta, no hay más remedio. El herido protestó, dijo que le hacía falta, pero se la quitó al fin. Rápidamente, la mujer del médico hizo con ella un rollo, lo pasó por el muslo, apretó con fuerza y consiguió, con las puntas de los tirantes y el faldón, atar un nudo tosco. No eran movimientos que un ciego pudiera ejecutar fácilmente, pero ella no quiso perder más tiempo simulando, ya había perdido demasiado cuando fingía no dar con el camino de la cocina. Al ladrón le pareció notar allí algo anormal, el médico, lógicamente, aunque fuera un oftalmólogo, era quien debería haberle hecho la cura, pero el consuelo de verse tratado correctamente se sobrepuso a las dudas, en todo caso vagas, que durante un momento rozaron su conciencia. Cojeando él, volvieron hasta donde los otros estaban, y la mujer del médico vio inmediatamente que el niño estrábico no había podido aguantarse más y se había orinado en los pantalones. Ni el primer ciego, ni la muchacha de las gafas oscuras, se habían dado cuenta de lo sucedido. A los pies del niño se iba ampliando un charquito de orines, las perneras del pantalón goteaban aún. Pero, como si nada hubiera pasado, la mujer del médico dijo, Vamos, pues, en busca de esos retretes. Los ciegos movieron los brazos ante la cara, buscándose unos a otros, menos la chica de las gafas oscuras, que dijo inmediatamente que no quería ir delante del descarado que había intentado meterle mano, al fin se reconstruyó la fila, cambiando de lugar el ladrón y el primer ciego, con el médico colocado entre ellos. El ladrón cojeaba más, arrastraba la pierna. El torniquete le molestaba y la herida parecía latir con tanta fuerza que era como si el corazón se le hubiera cambiado de sitio y se encontrara ahora en el fondo del agujero. La chica de las gafas oscuras llevaba de nuevo al niño de la mano, pero él se apartaba todo lo que podía hacia un lado, con miedo a que alguien descubriera su incontinencia, como el médico, que observó, Aquí huele a orines, y la mujer creyó que debía confirmar la impresión, Sí, realmente, hay un olor, no podía decir que venía de las letrinas, porque aún estaban lejos, y, teniendo que comportarse como si fuese ciega, tampoco podía revelar que el olor venía de los pantalones empapados del chiquillo.
Cuando llegaron a los retretes, hombres y mujeres se mostraron de acuerdo que fuera el niño el primero en aliviarse, pero los hombres acabaron por entrar juntos, sin distinción de urgencias ni de edades, el mingitorio era colectivo, en un sitio como éste tenía que serlo, y los retretes también lo eran. Las mujeres se quedaron en la puerta, dicen que aguantan más, pero todo tiene sus límites, y, al cabo de un momento, la mujer del médico sugirió, Tal vez haya otros servicios, pero la chica de las gafas oscuras dijo, Por mí, puedo esperar, Yo también, dijo la otra, después se hizo un silencio, y luego empezaron a hablar de nuevo, Cómo se quedó ciega, Como los demás, de repente dejé de ver, Estaba en casa, No, Entonces fue cuando salió del consultorio de mi marido, Más o menos, Qué quiere decir más o menos, Que no fue inmediatamente después, Sintió dolor, Dolor, no, pero cuando abrí los ojos, estaba ciega, Yo no, No qué, No tenía los ojos cerrados, me quedé ciega en el momento en que mi marido subió a la ambulancia, Pues tuvo suerte, Quién, Su marido, así podrán estar juntos, En ese caso también yo tuve suerte, Claro, Y usted, está casada, No, no lo estoy, y a partir de ahora no creo que nadie quiera casarse, Pero esta ceguera es tan anormal, tan fuera de lo que la ciencia conoce, que no podrá durar siempre, Y si nos quedáramos así para toda la vida, Nosotros, Todos, Sería horrible, un mundo todo de ciegos, No quiero ni imaginarlo.
El niño estrábico fue el primero en salir del retrete, ni tenía por qué haber entrado. Traía los pantalones enrollados hasta media pierna y se había quitado los calcetines. Dijo, Ya estoy aquí, la mano de la chica de las gafas oscuras se movió inmediatamente en dirección a la voz, no acertó a la primera ni a la segunda, pero a la tercera encontró la mano vacilante del pequeño. Poco después apareció el médico, y luego el primer ciego, uno de ellos preguntó, Dónde están, la mujer del médico había cogido ya un brazo del marido, el otro brazo fue tocado y agarrado por la chica de las gafas oscuras. El primer ciego no tuvo durante unos segundos quien lo amparase, después, alguien le puso una mano en el hombro. Estamos todos, preguntó la mujer del médico, El de la pierna herida se ha quedado aliviando otra urgencia, respondió el marido. Entonces, la chica de las gafas oscuras dijo, Quizá haya otros retretes, empiezo a no aguantar más, perdonen, Vamos a ver si los hay, dijo la mujer del médico, y se alejaron con las manos cogidas. Pasados unos diez minutos, volvieron, habían encontrado un gabinete de consulta que tenía unos servicios anejos. El ladrón salía ya del retrete, se quejaba de frío y de dolores en la pierna. Rehicieron la fila por el mismo orden en que vinieron y, con menos trabajo que antes y ningún accidente, regresaron a la sala. Con habilidad, sin que se notara, la mujer del médico les ayudó a alcanzar la cama correspondiente, la misma en que estaban antes. Fuera de la sala, como si se tratara de algo obvio, recordó que la manera más fácil de que cada uno encuentre su sitio era contar las camas a partir de la entrada, Las nuestras son las últimas del lado derecho, la diecinueve y la veinte. El primero en avanzar por el pasillo fue el ladrón. Estaba casi desnudo, tenía temblores, quería aliviar la pierna dolorida, razones suficientes para que le dieran primacía. Fue yendo de cama en cama, palpando el suelo en busca de la maleta, y cuando la reconoció dijo en voz alta, Aquí está, y añadió, Catorce, De qué lado, preguntó la mujer del médico, El izquierdo, respondió, otra vez vagamente sorprendido, como si ella debiera saberlo sin tener que preguntar. Luego le tocó el turno al primer ciego. Sabía que su cama era la segunda a partir de la del ladrón, del mismo lado. Ya no tenía miedo de dormir cerca de él, estando como estaba con la pierna en tan mísero estado, a juzgar por los lamentos y los suspiros, apenas se podría mover. Cuando llegó, dijo, Dieciséis izquierdo, y se acostó vestido. Entonces, la chica de las gafas oscuras pidió en voz baja, Ayúdennos a quedarnos cerca de ustedes, enfrente, del otro lado, ahí estaremos bien. Avanzaron juntos los cuatro, y rápidamente se instalaron. Pasados unos minutos, el niño estrábico dijo, Tengo hambre, y la chica de las gafas oscuras murmuró, Mañana, mañana comemos, ahora duerme. Luego abrió el bolso y buscó el frasquito que había comprado en la farmacia. Se quitó las gafas, inclinó hacia atrás la cabeza y, con los ojos muy abiertos, guiando una mano con la otra, hizo gotear el colirio. No todas las gotas cayeron en los ojos, pero la conjuntivitis, así tan bien tratada, no tardará en curarse.
Tengo que abrir los ojos, pensó la mujer del médico. A través de los párpados cerrados, las distintas veces que se despertó durante la noche, había visto la claridad mortecina de las bombillas que apenas iluminaban la sala, pero ahora le parecía notar una diferencia, otra presencia luminosa, quizá el efecto de las primeras luces del alba, aunque bien podría ser ya el mar de leche anegándole los ojos. Se dijo a sí misma que contaría hasta diez y que luego abriría los párpados, dos veces lo dijo, dos veces contó y dos veces no los abrió. Oía la respiración profunda del marido en la cama de al lado, alguien roncaba, Cómo irá la pierna de ése, se preguntó, pero sabía que en este momento no se trataba de compasión verdadera, lo que quería era fingir otra preocupación, lo que quería era no tener que abrir los ojos. Se abrieron un instante después, simplemente, y no porque lo hubiera decidido. Por las ventanas, que empezaban a media altura de la pared y terminaban a un palmo del techo, entraba la luz turbia y azulada del amanecer. No estoy ciega, murmuró, y luego, alarmada, se incorporó en la cama, podía haberlo oído la chica de las gafas oscuras, que ocupaba la cama de enfrente. Estaba durmiendo. En la cama de al lado, la que estaba apoyada contra la pared, el niño dormía también; Hizo como yo, pensó la mujer del médico, le ha dejado el sitio más protegido, débiles murallas seríamos, sólo una piedra en medio del camino, sin otra esperanza que la de que en ella tropiece el enemigo, enemigo, qué enemigo, aquí no va a venir nadie a atacarnos, podríamos haber robado y asesinado ahí fuera y no vendrían a detenernos, nunca ese que robó el coche estuvo tan seguro de su libertad, tan lejos estamos del mundo que pronto empezaremos a no saber quiénes somos, ni siquiera se nos ha ocurrido preguntarnos nuestros nombres, y para qué, ningún perro reconoce a otro perro por el nombre que le pusieron, identifica por el olor y por él se da a identificar, nosotros aquí somos como otra raza de perros, nos conocemos por la manera de ladrar, por la manera de hablar, lo demás, rasgos de la cara, color de los ojos, de la piel, del pelo, no cuenta, es como si nada de eso existiera, yo veo, todavía veo, pero hasta cuándo. La luz varió un poco, no podía ser la noche volviendo para atrás, sería el cielo, que por cubrirse de nubes atrasaría la mañana. De la cama del ladrón llegó un gemido, Si se le ha infectado la herida, pensó la mujer del médico, no tenemos nada para curarla, ningún recurso, el menor accidente, en estas condiciones, puede convertirse en una tragedia, probablemente eso es lo que ellos están esperando, que acabemos aquí uno tras otro, muerto el perro, se acabó la rabia. La mujer del médico se levantó de la cama, se inclinó hacia el marido, iba a despertarlo, pero no tuvo valor para arrancarlo del sueño y saber que continuaba ciego. Descalza, paso a paso, fue hasta la cama del ladrón. Tenía los ojos abiertos, fijos. Cómo está, susurró la mujer del médico. El ladrón movió la cabeza en dirección a la voz y dijo, Mal, me duele mucho la pierna, ella iba a decirle, Déjeme ver, pero se calló a tiempo, qué imprudencia, fue él quien no se acordó que allí sólo había ciegos, actuó sin pensar, como habría hecho pocas horas antes, allá fuera, si un médico le dijera A ver cómo va eso, y levantó la manta. Hasta en aquella penumbra, quien pudiera servirse de los ojos, aunque fuese mínimamente, vería el jergón empapado en sangre, el agujero negro de la herida con los bordes hinchados. La atadura se había soltado. La mujer del médico bajó cuidadosamente la manta, luego, con un gesto leve y rápido, posó la mano en la frente del hombre. La piel, seca, estaba ardiendo. La luz varió otra vez, las nubes se alejaban. La mujer del médico volvió a su cama, pero no se acostó ya. Miraba al marido, que murmuraba en sueños, los bultos de los otros bajo las mantas grises, las paredes sucias, las camas vacías a la espera, y serenamente deseó estar ciega también, atravesar la piel visible de las cosas y pasar al lado de dentro de ellas, a su fulgurante e irremediable ceguera.
De pronto, procedente del exterior de la sala, probablemente del vestíbulo que separaba las dos alas frontales del edificio, se oyó un ruido de voces violentas, Fuera, fuera, salgan, Lárguense, Aquí no pueden quedarse, Tienen que cumplir las órdenes. Creció el tumulto, disminuyó luego, una puerta se cerró con estruendo, ahora sólo se oía algún sollozo, el rumor inconfundible de alguien que acababa de tropezar. En la sala estaban ya todos despiertos. Con la cabeza vuelta hacia el lado de la entrada, no necesitaban ver para saber que también eran ciegos los que iban a entrar. La mujer del médico se levantó, por su voluntad habría ido a ayudar a los recién llegados, les diría unas palabras de afecto, los guiaría hasta los camastros, les informaría, Mire, ésta es la siete del lado izquierdo, ésta es la cuatro del lado derecho, no se equivoque, sí, aquí estamos seis, llegamos ayer, fuimos los primeros, los nombres qué importan, uno creo que cometió un robo, otro fue el robado, hay una muchacha misteriosa de gafas oscuras que se pone colirio en los ojos para tratar una conjuntivitis, que cómo sé yo, que estoy ciega, que son oscuras las gafas, es que mi marido es oftalmólogo y ella fue a su consultorio, sí, también él está aquí, nos ha tocado a todos, ah, es verdad, y el niño estrábico. No se movió, sólo le dijo al marido, Llegan más. El médico saltó de la cama, la mujer le ayudó a ponerse los pantalones, no tenía importancia, nadie podía verlo, en aquel momento empezaron a entrar los ciegos, eran cinco, tres hombres y dos mujeres. El médico dijo, levantando la voz, Tengan calma, no se precipiten, aquí somos seis personas, cuántos son ustedes, hay sitio para todos. Ellos no sabían cuántos eran, cierto es que se habían tocado unos a otros, a veces tropezaron mientras eran empujados desde el ala izquierda hacia ésta, pero no sabían cuántos eran. Y no traían equipajes. Cuando, en la otra parte del edificio, despertaron ciegos, y comenzaron a lamentarse, los otros los echaron sin contemplaciones, sin darles siquiera tiempo para despedirse de algún pariente o amigo que con ellos estuviera. Dijo la mujer del médico, Lo mejor sería que se fueran numerando y diciendo cada uno quién es. Parados, los ciegos vacilaron, pero alguien tenía que empezar, dos hombres hablaron al mismo tiempo, siempre pasa igual, luego los dos se callaron, y fue un tercero quien comenzó, Uno, hizo una pausa, parecía que iba a dar su nombre, pero lo que dijo fue, Soy policía, y la mujer del médico pensó, No ha dicho cómo se llama, seguro que sabe que eso aquí no tiene importancia. Ya otro hombre se estaba presentando, Dos, y siguió el ejemplo del primero, Soy taxista. El tercer hombre dijo, Tres, soy dependiente de farmacia. Después, una mujer, Cuatro, soy camarera de hotel, y la última, Cinco, soy oficinista. Es mi mujer, mi mujer, gritó el primer ciego, dónde estás, dime dónde estás, Aquí, estoy aquí, decía ella llorando y avanzando trémula por el pasillo, con ojos desorbitados, las manos luchando contra el mar de leche que por ellos entraba. Más seguro, él avanzó hacia ella, Dónde estás, dónde estás, murmuraba ahora como si rezase. Las manos se encontraron, un instante después estaban abrazados, eran un cuerpo solo, los besos buscaban los besos, a veces se perdían en el aire porque no sabían dónde estaban los rostros, los ojos, la boca. La mujer del médico se agarró al marido, sollozando como si también ellos se hubieran encontrado, pero lo que decía era, Qué desgracia la nuestra, qué fatalidad. Entonces se oyó la voz del niño estrábico que preguntaba, Y mi madre. Sentada en la cama del pequeño, la chica de las gafas oscuras murmuró, Vendrá, no te preocupes, vendrá.
Aquí, la verdadera casa de cada uno es el sitio donde duerme, por eso no es extraño que el primer cuidado de los recién llegados fuese elegir cama, tal como habían hecho en la otra sala, cuando aún tenían ojos para ver. En el caso de la mujer del primer ciego no cabía duda, su lugar propio y natural estaba al lado del marido, en la cama diecisiete, dejando la dieciocho en medio, como un espacio vacío que la separa de la chica de las gafas oscuras. Tampoco sorprenderá que todos busquen estar juntos, lo más posible, hay por aquí muchas afinidades, unas que ya son conocidas, otras que se revelarán ahora mismo, por ejemplo, el dependiente de farmacia fue quien vendió el colirio a la chica de las gafas oscuras, el taxista fue quien llevó al primer ciego al médico, este que dijo ser policía fue quien encontró al ladrón ciego llorando como un niño perdido, y en cuanto a la camarera del hotel, fue ella la primera persona que entró en el cuarto cuando la chica de las gafas oscuras empezó a gritar. Sin embargo, lo cierto es que no todas estas afinidades resultarán explícitas y conocidas, sea por falta de ocasión, sea porque ni imaginaron que pudieran existir, sea por una simple cuestión de sensibilidad y tacto. La camarera del hotel ni sueña que está aquí la mujer a quien vio desnuda, del dependiente de farmacia se sabe que atendió a otros clientes que llevaban gafas oscuras puestas y compraron colirios, al policía nadie va a cometer la imprudencia de denunciarle la presencia del tipo que robó un automóvil, el taxista juraría que en los últimos días no llevó ningún ciego en el taxi. Naturalmente, el primer ciego ya le ha dicho a su mujer, en un susurro, que uno de los internados es el golfo que les robó el coche, Mira tú qué coincidencia, pero, como entretanto supo que el pobre diablo está herido en una pierna, tuvo la generosidad de añadir, Ya tiene castigo bastante. Y ella, por la inmensa tristeza de estar ciega y la inmensa alegría de haber recuperado al marido, la alegría y la tristeza pueden andar unidas, no son como el agua y el aceite, ni se acordó de que dos días antes dijo que daría un año de vida para que el golfo, palabra suya, se quedara ciego. Y si aún le turbaba el espíritu una última sombra de rencor, seguro que se disipó cuando oyó al herido gemir lastimosamente, Doctor, por favor, ayúdeme. Dejándose guiar por la mujer, el médico tanteaba delicadamente los bordes de la herida, era lo único que podía hacer, ni siquiera valía la pena lavarla, la infección lo mismo podría tener su origen en la profunda estocada de un tacón de zapato que había estado en contacto con el suelo en las calles y aquí dentro, como por agentes patógenos con gran probabilidad existentes en el agua fétida, medio muerta, salida de tuberías antiguas y en mal estado. La muchacha de las gafas oscuras, que se había levantado al oír el gemido, se fue acercando lentamente, contando las camas. Se inclinó hacia delante, y luego, extendió la mano, que rozó la cara de la mujer del médico, y después, alcanzando, sin saber cómo, la mano del herido, que quemaba, dijo pesarosa, Le pido perdón, fue mía toda la culpa, no tenía por qué hacer lo que hice, No se preocupe, dijo el hombre, son cosas fue pasan en la vida, también yo hice algo que no debería haber hecho.
Casi cubriendo las últimas palabras, se oyó la voz áspera del altavoz, Atención, atención, se comunica que la comida ha sido depositada a la entrada, y también los productos de higiene y de limpieza, tienen que salir primero los ciegos a recogerlo, el ala de los posibles contaminados será informada en el momento oportuno, atención, atención, tienen la comida a la entrada, saldrán primero los ciegos. Confundido por la fiebre, el herido no entendió todas las palabras, creyó que les ordenaban salir, que había terminado la reclusión, e hizo un movimiento para levantarse, pero la mujer del médico lo retuvo, Adónde va, No ha oído lo que dicen, preguntó él, que salgan los ciegos, Sí, pero para recoger la comida. El herido soltó un Ah, desalentado, y sintió de nuevo que el dolor le revolvía las carnes. Dijo el médico, Quédense aquí, iré yo, Voy contigo, dijo la mujer. Cuando salían de la sala, uno de los que acababan de llegar del ala opuesta preguntó, Quién es ése, la respuesta vino del primer ciego, Es médico, un médico de los ojos, Ésta sí que es buena, de lo mejor que he oído en mi vida, dijo el taxista, nos ha tocado el único médico que no nos va a servir de nada, También nos ha tocado un taxista que no podrá llevarnos a ninguna parte, respondió sarcástica la chica de las gafas oscuras.
La caja con la comida estaba en el zaguán. El médico le pidió a su mujer, Guíame hasta la puerta de entrada, Para qué, Voy a decirles que tenemos un enfermo con una infección grave y que no tenemos medicinas, Recuerda el aviso, Sí, pero quizá ante un caso así, Lo dudo, También yo, pero nuestra obligación es intentarlo. En el zaguán, la luz del día aturdió a la mujer, y no porque fuese demasiado intensa, por el cielo pasaban nubes oscuras, quizá estuviera lloviendo, He perdido la costumbre de la claridad, en tan poco tiempo, pensó. En aquel mismo instante, un guardián les gritó desde el portón, Alto, atrás, tengo orden de disparar, y luego, en el mismo tono, apuntando el arma, Sargento, hay aquí unos tipos que quieren salir, No queremos salir, negó el médico, Pues les aconsejo que realmente no lo quieran, dijo el sargento mientras se acercaba, y, asomando tras las rejas del portón, preguntó, Qué pasa, Una persona se hirió en una pierna y presenta una infección, necesitamos inmediatamente antibióticos y otros medicamentos, Las órdenes que tengo son muy claras, salir, no sale nadie, entrar, sólo comida, Si la infección se agrava, que es lo más seguro, el caso puede rápidamente acabar de la peor manera posible, Eso no es cosa mía, Hable entonces con sus superiores, dígaselo, Mire, ciego, con quien voy a hablar es con usted, y le voy a decir una cosa, o vuelven usted y ésa ahora mismo ahí dentro, o les pego un tiro, Vamos, dijo la mujer, no hay nada que hacer, no tienen ellos la culpa, están llenos de miedo y obedecen órdenes, No quiero creer que esté ocurriendo esto, va contra toda regla de humanidad, Mejor es que lo creas, porque nunca te has encontrado ante una verdad tan evidente, Aún están ahí, gritó el sargento, voy a contar hasta tres, si a las tres no han desaparecido de mi vista pueden estar seguros de que no volverán a entrar, uuuno, dooos, trees, fue verlo y no verlo, y a los soldados, Ni aunque fuera un hermano mío, no dijo a quién se refería, si al hombre que había venido a pedir los medicamentos o al de la pierna infectada. Dentro, el herido quiso saber si iban a dejar pasar medicamentos, Cómo sabe que fui a pedir medicinas, le preguntó al médico, Pensando, usted es médico, Lo siento mucho, Eso quiere decir que los medicamentos no van a venir, Sí, Ah, bien.
Habían calculado justo la comida para cinco personas. Había botellas de leche y galletas, pero quien calculó las raciones se olvidó de los vasos, tampoco había platos, ni cubiertos, vendrían quizá con la comida del mediodía. La mujer del médico fue a dar de beber al herido, pero éste vomitó. El taxista dijo que no le gustaba la leche y quiso saber si había café. Algunos, tras haber comido, volvieron a acostarse, el primer ciego llevó a su mujer a conocer los sitios, fueron los únicos que salieron de la sala. El dependiente de farmacia pidió permiso para hablar con el señor doctor, le gustaría que el señor doctor le dijera si tenía una opinión formada sobre la enfermedad, No creo que, propiamente, se le pueda llamar enfermedad, comenzó precisando el médico, y luego, simplificando mucho, resumió lo que había investigado en los libros antes de quedarse ciego. Unas camas más allá, el taxista escuchaba atentamente, y, cuando el médico terminó su relato, dijo desde lejos, Apuesto que lo que ha ocurrido es que se han atascado los canales que van de los ojos a la sesera, Qué animal eres, dijo el dependiente de farmacia, Quién sabe, el médico sonrió sin querer, realmente, los ojos no son más que unas lentes, como un objetivo, es el cerebro quien realmente ve, igual que en una película la imagen aparece, y si esos canales se han atascado, como dice aquí el señor, Eso es lo mismo que un carburador, si la gasolina no consigue llegar, el motor no trabaja y el coche no anda, Nada más sencillo, como ve, dijo el médico al dependiente de farmacia, Y cuánto tiempo cree usted, doctor, que vamos a seguir aquí, preguntó la camarera de hotel, Por lo menos mientras estemos sin ver, Y cuánto tiempo será eso, Francamente, no creo que lo sepa nadie, Y es algo pasajero o va a ser para siempre, Ojalá lo supiera yo. La camarera suspiró y, pasados unos momentos, dijo También me gustaría a mí saber qué fue de aquella chica, Qué chica, preguntó el dependiente de farmacia, La del hotel, qué impresión me hizo verla allí, en medio del cuarto, desnuda como vino al mundo, no llevaba más que unas gafas oscuras puestas, y venga a gritar que estaba ciega, lo más seguro es que fuera ella la que me pegó la ceguera a mí. La mujer del médico miró, vio a la chica quitarse las gafas oscuras lentamente, disimulando el movimiento, luego las metió debajo de la almohada mientras preguntaba al niño estrábico, Quieres otra galleta. Por primera vez desde que entraron allí, la mujer del médico se sintió como si estuviera detrás de un microscopio observando el comportamiento de unos seres que ni siquiera podían sospechar su presencia, y esto le pareció súbitamente indigno, obsceno, No tengo derecho a mirar si los otros no me pueden mirar a mí, pensó. Con mano trémula, la muchacha estaba poniéndose unas gotas de colirio. Así siempre podría decir que no eran lágrimas lo que brotaba de sus ojos.
Cuando, horas después, el altavoz anunció que se podía ir a recoger la comida del mediodía, el primer ciego y el taxista se presentaron voluntarios para una misión en la que los ojos no eran indispensables, bastaba el tacto. Las cajas estaban lejos de la puerta que unía el zaguán con el corredor, para encontrarlas tuvieron que caminar a gatas, barriendo el suelo ante ellos con un brazo extendido, mientras el otro hacía de tercera pata, y si no encontraron mayor dificultad en regresar a la sala fue porque la mujer del médico tuvo la idea, que justificó cuidadosamente aduciendo su propia experiencia, de rasgar en tiras una manta, haciendo con ellas una especie de cuerda, una de cuyas puntas estaría siempre sujeta al tirador de fuera de la puerta de la sala, mientras la otra sería atada cada vez al tobillo de quien tuviese que salir a buscar la comida. Fueron los dos hombres, vinieron los platos y los cubiertos, pero los alimentos continuaban siendo para cinco, lo más probable era que el sargento que mandaba el pelotón de guardia no supiera que había allí seis ciegos más, dado que desde fuera del portón, aun estando atento a lo que ocurriera del lado de dentro de la puerta principal, sólo por casualidad, en la sombra del zaguán, se vería pasar gente de una de las alas a la otra. El taxista se ofreció para reclamar la comida que faltaba, y fue solo, no quiso compañía, Que no somos cinco, somos once, gritó a los soldados, y el mismo sargento le respondió desde fuera, Tranquilos, que van a ser muchos más, y lo dijo con un tono que le debió parecer de mofa al taxista, si tenemos en cuenta lo que contó cuando volvió a la sala, Era como si me estuviera tomando el pelo. Repartieron la comida, cinco raciones divididas entre diez, porque el herido seguía sin querer comer, sólo pedía agua, que le mojasen la boca, por favor. Su piel quemaba. Como no podía soportar durante mucho tiempo el contacto y el peso de la manta sobre la herida, de vez en cuando descubría la pierna, pero el aire frío de la sala lo obligaba a cubrirse de nuevo inmediatamente y así horas y horas. Gemía a intervalos regulares, con una especie de arranque sofocado, como si el dolor, constante, firme, súbitamente se adensara antes de que pudiera agarrarlo y sostenerlo en los límites de lo soportable.
Mediada la tarde, entraron tres ciegos más, expulsados de la otra ala. Una de ellas era la empleada del consultorio, la mujer del médico la reconoció inmediatamente, y los otros, así lo había decidido el destino, eran el hombre que había estado con la chica de las gafas oscuras en el hotel y aquel policía grosero que la llevó a casa. Sólo tuvieron tiempo para llegar a las camas y sentarse en ellas, al azar, la empleada del consultorio lloraba desconsoladamente, los dos hombres permanecían callados como si no pudieran entender aún lo que les pasaba. De pronto, se oyó, llegada de la calle, una confusión de gritos, órdenes dadas a pleno pulmón, un vocerío inextricable. Los ciegos de la sala volvieron todos la cara para el lado de la puerta, esperando. No podían ver, pero sabían lo que iba a pasar en los minutos siguientes. La mujer del médico, sentada en la cama, al lado del marido, dijo en voz baja, Tenía que ocurrir, el infierno prometido va a empezar. Él le apretó la mano entre las suyas y murmuró, No te alejes, de ahora en adelante ya no podías hacer nada. Los gritos habían disminuido, ahora se oían ruidos confusos en el zaguán, eran los ciegos traídos en rebaño, que tropezaban unos con otros, se agolpaban en el vano de las puertas, unos pocos se habían desorientado y fueron a parar a otras salas, pero la mayoría, trastabillando, agarrados en racimos o separados uno a uno, agitando afligidos las manos como quien se está ahogando, entraron en la sala en torbellino, como si fueran empujados desde fuera por una máquina arrolladora. Cayeron unos cuantos, fueron pisoteados. Aprisionados en el estrecho pasillo, los ciegos, poco a poco, se fueron liberando por los espacios entre los camastros, y allí, como barco que en medio del temporal logra al fin entrar en puerto, tomaban posesión de su fondeadero personal, que era la cama, y protestaban diciendo que ya no cabía nadie más, que los de atrás buscasen otro sitio. Desde el fondo, el médico gritó que había más salas, pero los pocos que se habían quedado sin cama tenían miedo de perderse en el laberinto que imaginaban, salas, corredores, puertas cerradas, escaleras que sólo en el último momento descubrirían. Al fin comprendieron que no podrían seguir allí y, buscando penosamente la puerta por donde habían entrado, se aventuraron en lo desconocido. Buscando un último y seguro refugio, los ciegos del segundo grupo, el de cinco, pudieron ocupar los camastros que, entre ellos y los del primer grupo, habían quedado vacíos. Sólo el herido quedó aislado, sin protección, en la cama catorce, lado izquierdo.
Un cuarto de hora después, salvo algunas lamentaciones, unas quejas, unos ruidos discretos de gente que ordena sus cosas, la calma, que no la tranquilidad, volvió a la sala. Todas las camas estaban ahora ocupadas. La tarde llegaba a su fin, las bombillas mortecinas parecían ganar fuerza. Entonces se oyó la voz seca del altavoz. Tal como había sido anunciado el primer día, repetían las instrucciones sobre el funcionamiento de las salas y las reglas que deberían obedecer los internos, El Gobierno lamenta haberse visto forzado a ejercer enérgicamente lo que considera su derecho y su deber, proteger por todos los medios a su alcance a la población en la crisis que estamos atravesando, etc., etc. Cuando calló la voz, se levantó un coro indignado de protestas, Estamos encerrados, Vamos a morir todos aquí, No hay derecho, Dónde están los médicos que nos habían prometido, esto era algo nuevo, las autoridades habían prometido médicos, asistencia, tal vez incluso la curación completa. El médico no dijo que si precisaban un médico allí estaba él. Nunca más lo diría. A un médico no le bastan las manos, un médico cura con medicinas, fármacos, compuestos químicos, drogas y combinaciones de esto y aquello, y aquí no hay rastro de nada de eso ni esperanza de conseguirlo. Ni siquiera tenía ojos para percibir la palidez de un rostro, para observar un rubor en la circulación periférica, cuántas veces, sin necesidad de más minuciosos exámenes, esas señales exteriores equivalían a la historia clínica completa, o la coloración de las mucosas y de los pigmentos, con altísima probabilidad de acierto, De ésta no escapas. Como los otros camastros próximos estaban todos ocupados, la mujer ya no podía irle contando lo que le pasaba, pero él percibía el ambiente cargado, tenso, rozando ya la aspereza de un conflicto, que se había intensificado desde la llegada de los últimos ciegos. Hasta la atmósfera de la sala parecía haberse vuelto más espesa, con hedores que flotaban, gruesos y lentos, con súbitas corrientes nauseabundas, Cómo será esto dentro de una semana, se preguntó, y le asustó imaginar que dentro de una semana aún estarían encerrados en este lugar, Suponiendo que no haya dificultades con el abastecimiento de comida, y seguro que las habrá, dudo que la gente de fuera sepa en cada momento cuántos vamos siendo aquí, la cuestión es cómo se van a resolver los problemas de higiene, no hablo ya de cómo nos lavaremos, ciegos recientes, de pocos días, y sin ayuda de nadie, y si las duchas funcionarán, y por cuánto tiempo, hablo de lo demás, de los demases todos, un simple atasco en los retretes, sólo uno, y esto se convertirá en una cloaca. Se frotó la cara con las manos, sintió la aspereza de la barba de tres días, Es mejor así, espero que no se les ocurra la idea de mandarnos hojas de afeitar y tijeras. En la maleta tenía todo lo que necesitaba para afeitarse, pero sabía que sería un error hacerlo, Y dónde, dónde, no aquí, en la sala, en medio de todos éstos, cierto es que ella podría afeitarme, pero los otros no tardarían en darse cuenta, y les sorprendería que alguien lo hiciera, y allá dentro, en las duchas, aquella confusión, Dios santo, qué falta nos hacen los ojos, ver, ver, aunque no fuese más que unas vagas sombras, estar delante de un espejo, mirar una mancha oscura difusa y poder decir, Ahí está mi cara, lo que tenga luz no me pertenece.
Las protestas fueron amortiguándose poco a poco, alguien llegado de la otra sala apareció preguntando si quedaba algo de comida, quien le respondió fue el taxista, Ni migajas, y el dependiente de farmacia, mostrando buena voluntad, dulcificó aquella negativa perentoria, Puede que luego llegue algo. No llegó. Se cerró la noche. De fuera, ni comida, ni palabras. Se oyeron gritos en la sala de al lado, luego se hizo el silencio, si alguien lloraba, lo hacía bajito, el llanto no atravesaba las paredes. La mujer del médico fue a ver cómo se encontraba el enfermo, Soy yo, le dijo, y levantó cuidadosamente la manta. La pierna tenía un aspecto terrorífico, hinchada toda por igual desde el muslo, y la herida, un círculo negro con franjas rojizas, sanguinolentas, se había ampliado muchísimo, como si la carne hubiera sufrido una erupción, y exhalaba un olor entre fétido y dulzón. Cómo se encuentra, preguntó la mujer del médico, Gracias por venir, Dígame cómo se encuentra, Mal, Le duele, Sí y no, Explíquese, Me duele, pero es como si la pierna no fuera mía, está como separada del cuerpo, no sé cómo explicarlo, es una impresión extraña, como si estuviera aquí tumbado viendo cómo la pierna me duele, Eso es la fiebre, Será, Haga ahora por dormir. La mujer del médico le posó la mano en la frente, luego iba a retirarse, pero no tuvo tiempo ni de dar las buenas noches, el enfermo la agarró por un brazo y la atrajo, obligándola a acercar la cara, Sé que usted ve, dijo con una voz muy baja. La mujer del médico se estremeció, y murmuró, Se equivoca,
de dónde ha sacado eso, veo como cualquiera de los que están aquí, No quiera engañarme, señora, sé muy bien que ve, pero, descuide, no se lo voy a decir a nadie, Duerma, duerma, No tiene confianza en mí, La tengo, No se fía de la palabra de un ladrón, Le he dicho ya que tengo confianza, Entonces, por qué no me dice la verdad, Hablaremos mañana, ahora duerma, Bueno, mañana, si llego, No debemos pensar lo peor, Yo pienso, o la fiebre está pensando por mí. La mujer del médico volvió al lado de su marido y le susurró al oído, La herida tiene un aspecto horrible, será gangrena, En tan poco tiempo no me parece probable, Sea lo que sea, ese hombre está muy mal, Y nosotros aquí, dijo el médico con voz audible a propósito, no basta con que estemos ciegos, es como si nos hubieran atado de pies y manos. De la cama catorce, lado izquierdo, el enfermo respondió, A mí no me atará nadie, doctor.
Fueron pasando las horas, uno tras otro los ciegos entraron en el sueño. Algunos se habían cubierto la cabeza con la manta, como si deseasen que la oscuridad, una oscuridad auténtica, una negra oscuridad, apagara definitivamente los soles deslustrados en que sus ojos se habían convertido. Las tres bombillas colgadas del techo alto, fuera del alcance, derramaban sobre los camastros una luz sucia, amarillenta, que ni capaz era de producir sombras. Cuarenta personas dormían o intentaban desesperadamente dormir, algunas suspiraban y murmuraban en sueños, quizá vieran en el sueño aquello que soñaban, tal vez dijeran, Si esto es un sueño, no quiero despertar. Los relojes de todos ellos estaban parados, se olvidaron de darles cuerda o creyeron que no valía la pena, sólo el de la mujer del médico seguía funcionando. Pasaba ya de las tres de la madrugada. Adelante, muy lentamente, apoyándose en los codos, el ladrón de coches alzó el cuerpo. No notaba la pierna, sólo el dolor estaba allí, el resto había dejado de pertenecerle. Estaba rígida la articulación de la rodilla. Dejó caer el cuerpo hacia el lado de la pierna sana, que quedó colgando fuera de la cama, luego, con las manos juntas por debajo del muslo, intentó mover en el mismo sentido la pierna herida. Como una jauría de lobos que despertaran de súbito, los dolores corrieron en todas direcciones para seguir luego cercando el cráter soturno del que se alimentaban. Ayudándose con las manos, fue arrastrando lentamente el cuerpo por el jergón en dirección al pasillo. Cuando alcanzó el alzado de los pies de la cama, tuvo que descansar. Respiraba con dificultad, como si padeciera de asma, la cabeza oscilaba sobre los hombros y apenas podía sostenerse en ellos. Al cabo de unos minutos, la respiración se le reguló, y él empezó a levantarse lentamente, apoyado en la pierna buena. Sabía que la otra de nada iba a servirle, que tendría que arrastrarla tras de sí a donde quiera que fuese. Sintió un mareo, un temblor irreprimible le atravesó el cuerpo, el frío y la fiebre le hicieron castañetear los dientes. Amparándose en los hierros de las camas, pasando de una a otra, fue avanzando entre los dormidos, tiraba, como de un saco, de la pierna herida. Nadie lo vio, nadie le preguntó, Adónde va a estas horas, si alguien lo hubiera hecho, ya sabía qué responder, Voy a mear, diría, lo que no quería era que la mujer del médico le preguntara, a ella no podría engañarla, tendría que decirle la idea que llevaba en la cabeza, No puedo seguir pudriéndome aquí, sé que su marido hizo lo que estaba a su alcance, pero cuando yo iba a robar un coche no le pedía a otro que lo robase por mí, ahora es lo mismo, soy yo quien tengo que ir fuera, cuando me vean en este estado se darán cuenta de que estoy muy mal, me meterán en una ambulancia y me llevarán al hospital, seguro que hay hospitales sólo para ciegos, uno más no les importará, me tratarán la pierna, me curarán, oí decir que eso es lo que se hace con los condenados a muerte, si tienen apendicitis, los operan y sólo después los matan, para que mueran sanos, aunque, por mí, si quieren pueden volver a traerme aquí, no me importa. Avanzó más, apretando los dientes para no gemir, pero no pudo reprimir un sollozo de agonía cuando, llegado al extremo de la fila, perdió el equilibrio. Se había equivocado en la cuenta de las camas, esperaba que quedara una más y era ya el vacío. Caído en el suelo, no se movió. hasta estar seguro de que nadie se había despertado con el ruido del golpe. Luego descubrió que la posición convenía perfectamente a un ciego, si avanzaba a gatas podría encontrar con más facilidad el camino. Se fue arrastrando así hasta llegar al zaguán, allí se detuvo para pensar qué iba a hacer, si sería mejor llamar desde la puerta, o acercarse a la reja aprovechando la cuerda que había servido de pasamanos. Sabía muy bien que si llamaba pidiendo ayuda lo mandarían que volviera inmediatamente para atrás, pero la alternativa de tener como único socorro, después de todo lo que, pese al apoyo sólido de las camas, había sufrido, una cuerda bamboleante, insegura, le hizo dudar. Pasados unos minutos, creyó encontrar la solución, Iré a gatas, pensó, me pongo debajo de la cuerda, de vez en cuando levanto la mano para ver si voy por el buen camino, esto es lo mismo que robar un coche, siempre encuentra uno la manera. De repente, sin que se apercibiera, su conciencia se despertó y le censuró ásperamente por haber sido capaz de robar el automóvil a un pobre ciego, Si estoy ahora en esta situación, argumentó, no es por haberle robado el coche, sino por haberle acompañado hasta su casa, ése fue mi inmenso error. No estaba la conciencia para debates casuísticos, sus razones eran simples y claras, Un ciego es sagrado, a un ciego no se le roba, Técnicamente hablando, no le robé, ni él llevaba el coche en el bolsillo ni yo le apunté con una pistola, se defendió el acusado, Déjate de sofismas, rezongó la conciencia, y sigue andando.
El aire frío de la madrugada le refrescó la cara. Qué bien se respira aquí fuera, pensó. Le pareció notar que la pierna le dolía mucho menos, pero eso no le sorprendió, ya antes, más de una vez, le había ocurrido lo mismo. Estaba en el rellano exterior, no tardaría en llegar a los escalones, Va a ser complicado, pensó, bajar con la cabeza delante. Levantó un brazo para asegurarse de que la cuerda estaba allí, y avanzó. Tal como había previsto, no era fácil pasar de un escalón al otro, sobre todo por la pierna, que no ayudaba, y la prueba la tuvo inmediatamente, cuando, en medio de la escalera, resbaló una de las manos en un escalón y el cuerpo cayó todo hacia un lado y fue arrastrado por el peso muerto de la maldita pierna. Los dolores volvieron instantáneamente, con las sierras, las brocas y los martillos, y ni él supo cómo consiguió no gritar. Durante largos minutos permaneció tendido de bruces, con la cara pegada al suelo. Un viento rápido, rastrero, lo hizo tiritar. No lleva sobre el cuerpo más que la camisa y los calzoncillos. La herida estaba, toda ella, en contacto con la tierra, y pensó, Puede infectarse, era un pensamiento estúpido, no recordó que la venía arrastrando así desde la sala, Bueno, es igual, ellos van a curarme antes de que se infecte, pensó luego, para tranquilizarse, y se puso de lado para mejor alcanzar la cuerda. No la encontró de inmediato. Había olvidado que estaba en posición perpendicular a ella cuando dio la vuelta y rodó por la escalera, pero el instinto le hizo permanecer donde estaba. Luego fue el raciocinio lo que le orientó para sentarse y moverse lentamente hasta tocar con los riñones el primer peldaño, y con un sentimiento exultante de victoria sintió la aspereza de la cuerda en la mano alzada. Probablemente fue también ese sentimiento lo que le llevó a descubrir, seguidamente, la mejor manera de desplazarse sin que la herida rozase el suelo, ponerse de espaldas hacia donde estaba el portón y, usando los brazos como muletas, como hacían antes los que no tenían piernas, desplazar con pequeños movimientos el cuerpo sentado. Hacia atrás, sí, porque en este caso, como en otros, tirar de algo era más fácil que empujarlo. La pierna, así, no sufría tanto, aparte de que el suave declive del terreno, bajando hacia la salida, le ayudaba. En cuanto a la cuerda, no había peligro de perderla, que casi le tocaba la cabeza. Se preguntaba si aún le faltaría mucho para llegar al portón, no era lo mismo ir por su pie, y mejor aún con los dos, que avanzar a reculones, en desplazamientos de medio palmo o menos. Olvidando por un instante que estaba ciego, volvió la cabeza como para comprobar el espacio que le faltaba por recorrer y encontró delante la misma blancura sin fondo. Será de noche, será de día, se preguntó, bueno, si fuera de día me habrían visto ya, además, sólo hubo un desayuno, y fue hace muchas horas. Le asombraba el espíritu lógico que se iba descubriendo, la rapidez y el acierto de los razonamientos, se veía a sí mismo diferente, otro hombre, y si no fuera por la mala suerte de esta pierna, juraría que nunca en toda la vida se había encontrado tan bien. Sus espaldas golpearon con la parte inferior chapeada del portón. Había llegado. Metido en la garita para protegerse del frío, el soldado de guardia creyó oír un leve rumor que no había conseguido identificar, de todos modos no pensó que nadie pudiera acercarse desde dentro, habría sido el movimiento del ramaje de los árboles, las hojas que el viento hacía rozar contra la reja. Otro ruido le llegó repentinamente a los oídos, pero éste fue diferente, un golpe, un choque, para ser más preciso, que no podía ser obra del viento. Nervioso, el soldado salió de la garita empuñando el fusil automático y miró hacia el portón. No vio nada. Pero el ruido volvió a sonar, más fuerte, ahora como de uñas que rasparan una superficie rugosa. La chapa del portón, pensó. Dio un paso hacia la tienda de campaña donde dormía el sargento, pero lo contuvo el pensamiento de que si daba una falsa alarma le iban a echar una bronca, a los sargentos no les gusta que los despierten, ni cuando hay motivo suficiente. Volvió a mirar hacia el portón, y esperó, tenso. Muy lentamente, en el espacio entre dos hierros verticales, como un fantasma, empezó a aparecer una cara blanca. La cara de un ciego. El miedo le heló la sangre al soldado, y fue el miedo lo que le hizo apuntar su arma y disparar una ráfaga a quemarropa.
El estruendo seco de las detonaciones hizo surgir de dentro de las tiendas, inmediatamente, medio vestidos aún, a los soldados que componían el pelotón encargado de la guardia del manicomio y de los que dentro de él estaban. El sargento ya estaba al mando de sus hombres, Qué coño pasa, Un ciego, un ciego, balbuceó el soldado, Dónde, Allí, e indicó el portón con el cañón del arma, No veo nada, Estaba allí, lo vi. Los soldados habían acabado de equiparse y esperaban alineados, fusil en mano. Encended el proyector, ordenó el sargento. Uno de los soldados subió a la plataforma del vehículo. Segundos después, el foco deslumbrante iluminó el portón enrejado y la fachada del edificio. No hay nadie, animal, dijo el sargento, y se disponía a soltar unas cuantas amenidades militares del mismo estilo cuando vio que por debajo del portón se extendía, bajo la violenta luz del foco, un charco negro. Le diste de lleno, amigo, dijo. Después, recordando las órdenes rigurosas que había recibido, gritó, Atrás, eso se pega. Los soldados retrocedieron, medrosos, pero continuaron mirando el charco que lentamente asomaba por entre las junturas de las piedras de la acera. Crees que el tipo ese está muerto, preguntó el sargento, Tiene que estarlo, le solté una ráfaga de lleno en la cara, respondió el soldado, contento ahora con su obvia demostración de puntería. En ese momento, otro soldado gritó nervioso, Sargento, sargento, mire ahí. En el rellano exterior de la escalera se veían unos cuantos ciegos, más de diez. Quietos, no avancen, gritó el sargento, un paso más y los achicharro a todos. En las ventanas de las casas de enfrente, algunas personas, arrancadas del sueño por los disparos, miraban asustadas a través de los cristales. Entonces, el sargento gritó, Que vengan cuatro a recoger el cuerpo. Como no podían ver ni contar, fueron seis los ciegos que se movieron, He dicho cuatro, gritó el sargento histéricamente. Los ciegos se tocaron, volvieron a tocarse, dos se quedaron atrás. Los otros empezaron a andar a lo largo de la cuerda.
Vamos a ver si hay por aquí una pala o un azadón, algo, cualquier cosa que sirva para cavar, dijo el médico. Llevaron con gran esfuerzo el cadáver al cercado interior, lo dejaron en el suelo, entre la basura y las hojas caídas de los árboles. Ahora, había que enterrarlo. Sólo la mujer del médico conocía el estado en que se encontraba el muerto, la cara y el cráneo destrozados por la descarga, tres orificios de bala en el cuello y en la parte del esternón. También sabía que en todo el edificio no encontrarían nada con lo que se pudiera abrir una sepultura. Después de recorrer el espacio que les había sido destinado, no halló más que una vara de hierro, Ayudará, pero no será suficiente. Había visto, detrás de las ventanas cerradas del corredor que continuaba a lo largo del ala reservada a los posibles contagiados, más bajas de este lado de la cerca, rostros atemorizados de gente esperando su hora, el momento inevitable en que tendrían que decirles a los otros, Me he quedado ciego, o cuando, si hubieran intentado ocultar lo sucedido, se denunciasen con un gesto equivocado, con un movimiento de cabeza en busca de una sombra, un tropezón injustificado en quien tiene ojos. Todo esto lo sabía también el médico, la frase que había dicho formaba parte de la comedia pactada entre los dos, a partir de ahora ya podría decir la mujer, Y si pidiésemos a los soldados que nos traigan una pala, Buena idea, vamos a probar, y todos se mostraron de acuerdo, que sí, que era una buena idea, sólo la chica de las gafas oscuras se quedó en silencio, sin decir nada sobre la pala o el azadón, su manera de hablar eran, por ahora, lágrimas y lamentos, Tuve yo la culpa, lloraba, y era verdad, no se podía negar, pero también es cierto, si eso le sirve de consuelo, que si antes de cada acción pudiésemos prever todas sus consecuencias, nos pusiésemos a pensar en ellas seriamente, primero en las consecuencias inmediatas, después, las probables, más tarde las posibles, luego las imaginables, no llegaríamos siquiera a movernos de donde el primer pensamiento nos hubiera hecho detenernos. Los buenos y los malos resultados de nuestros dichos y obras se van distribuyendo, se supone que de forma bastante equilibrada y uniforme, por todos los días del futuro, incluyendo aquellos, infinitos, en los que ya no estaremos aquí para poder comprobarlo, para congratularnos o para pedir perdón, hay quien dice que eso es la inmortalidad de la que tanto se habla, Lo será, pero este hombre está muerto y hay que enterrarlo. Fueron, pues, el médico y su mujer a parlamentar, la chica de las gafas oscuras, inconsolable, dijo que iba con ellos. Por remordimientos de conciencia. Apenas estuvieron a la vista, en la entrada de la puerta, un soldado les gritó, Alto, y como si temiera que la intimidación verbal, aunque enérgica, no fuera suficiente, disparó al aire. Asustados, retrocedieron buscando protección en las sombras del zaguán, tras las gruesas maderas de la puerta abierta. Luego, avanzó sola la mujer del médico, desde donde estaba podía ver los movimientos del soldado y resguardarse a tiempo si fuese necesario, No tenemos con qué enterrar al muerto, dijo, necesitamos una pala. En el portón, pero del lado opuesto a aquel donde había caído el ciego, apareció otro militar. Sargento era, pero no el de antes, Qué quieren, gritó, Necesitamos una pala o un azadón, No tenemos, venga, fuera, lárguense, Tenemos que enterrar el cuerpo, Pues no lo entierren, déjenlo pudrirse ahí, Si lo dejamos, contaminará la atmósfera, Pues que la contamine, y que os aproveche, La atmósfera no se está quieta, tanto está aquí como va para donde estáis. La pertinencia de la argumentación obligó a reflexionar al militar. Había venido a sustituir al otro sargento, que se quedó ciego y lo trasladaron al lugar donde estaban siendo concentrados los enfermos pertenecientes al Ejército de Tierra, ni que decir tiene que la Marina y la Aviación disponían cada una de sus propias instalaciones, pero éstas de menor tamaño e importancia por ser más reducidos sus efectivos. Tiene razón la mujer, reconsideró el sargento, en un caso como éste no hay duda de que todas las precauciones son pocas. Como prevención, dos soldados, con máscaras antigás, habían lanzado ya sobre la sangre dos botellas de amoníaco, cuyos últimos vapores aún hacían lagrimear al personal e irritaban las mucosas de la garganta y de la nariz. Al fin, el sargento dijo, Voy a ver si se puede arreglar, Y la comida, la mujer del médico aprovechó la ocasión para recordarlo, La comida, aún no ha llegado, Somos más de cincuenta sólo en nuestra ala, tenemos hambre, lo que nos traen no es suficiente, Eso de la comida no es cosa del Ejército, Pero alguien tendrá que remediar la situación, el Gobierno se comprometió a alimentarnos, Se acabó, vuelvan dentro, no quiero ver a nadie en la puerta, El azadón, gritó aún la mujer del médico, pero el sargento se había retirado ya. Iba mediada la mañana cuando se oyó el altavoz de la sala, Atención, atención, los internos se alegraron creyendo que era el anuncio de la comida, pero no, se trataba de la pala, Que venga alguien a recoger el azadón, pero nada de grupos. Por la posición y por la distancia en que se encontraba, más cerca del portón que de la escalera, debieron tirarla desde fuera, No tengo que olvidar que estoy ciega, pensó la mujer del médico, Dónde está, preguntó, Baja la escalera, ya te iré guiando, respondió el sargento, muy bien, sigue ahora andando en esa misma dirección, así, así, alto ahora, vuélvete un poco hacia la derecha, no, a la izquierda, menos, menos, ahora adelante, si no te desvías te darás de narices con ella, caliente, que te quemas, mierda, ya te dije que no te desviases, frío, frío, vas calentándote otra vez, caliente, cada vez más caliente, ya está, da ahora media vuelta y vuelvo a guiarte, no quiero que te quedes ahí como una burra en la noria, dando vueltas, y acabes junto al portón, No te preocupes, pensó ella, iré desde aquí a la puerta en línea recta, a fin de cuentas, es igual, aunque sospechase que no soy ciega, a mí qué me importa, no va a venir a buscarme. Se echó el azadón al hombro, como un viñador que va al trabajo, y se dirigió a la puerta sin desviarse un paso, Mi sargento, ve eso, exclamó uno de los soldados, para mí que ésa tiene ojos, Los ciegos aprenden muy rápido a orientarse, explicó, convencido, el sargento.
Fue trabajoso abrir la tumba. La tierra estaba dura, apretada, había raíces a un palmo del suelo. Cavaron el taxista, los dos policías y el primer ciego. Ante la muerte, lo que se espera de la naturaleza es que los rencores pierdan su fuerza y su veneno, cierto es que se dice que odio viejo no cansa, y de eso no faltan pruebas en la literatura y en la vida, pero esto, la verdad, no era realmente odio, y de viejo no tenía nada, pues qué vale el robo del coche al lado del muerto que lo había robado, y menos en el mísero estado en que se encuentra, que no son precisos ojos para saber que esta cara no tiene nariz ni boca. Sólo pudieron cavar tres palmos. Si el muerto fuera gordo, le habría quedado asomando la barriga, pero el ladrón era flaco, un auténtico palo de escoba, y más aún después del ayuno de tres días, cabrían en aquella tumba dos como él. No hubo oraciones. Podríamos ponerle una cruz, recordó la chica de las gafas oscuras, los remordimientos hablaron por ella, pero nadie tenía noticia de lo que el difunto pensaba en vida de tales historias de Dios y de la religión, lo mejor era callar, si es que otro procedimiento tiene justificación ante la muerte, además, téngase en consideración que hacer una cruz es algo mucho menos fácil de lo que parece, por no hablar del tiempo que iba a sostenerse, con todos estos ciegos que no ven dónde ponen los pies. Volvieron a la sala. En los sitios más frecuentados, salvo en el campo abierto, como el cercado, ya no se pierden aquellos ciegos, que con un brazo tendido hacia delante y unos dedos moviéndose como antenas de insectos se llega a todas partes, incluso es probable que los ciegos más dotados no tarden en desarrollar eso que llamamos visión frontal. La mujer del médico, por ejemplo, es asombroso cómo consigue moverse y orientarse por ese procedimiento entre aquel rompecabezas de salas, desvanes y corredores, cómo sabe doblar una esquina en el punto exacto, cómo se detiene ante una puerta y abre sin vacilar, cómo no tiene que ir contando las camas hasta llegar a la suya. Está sentada ahora en la cama del marido, habla con él, muy bajito, como de costumbre, se ve que es gente de educación, y tienen siempre algo que decirse el uno al otro, no son como el otro matrimonio, el primer ciego y su mujer, después de aquellas conmovedoras efusiones del reencuentro casi no han conversado, y es que, en ellos, probablemente, ha podido más la tristeza de ahora que el amor de antes, con el tiempo se acostumbrarán. Quien no se cansa de repetir que tiene hambre es el niño estrábico, pese a que la chica de las gafas oscuras se quita prácticamente la comida de la boca para dársela a él. Hace muchas horas que el mozalbete no pregunta por su madre, pero seguro que volverá a echarla de menos después de haber comido, cuando el cuerpo se encuentre liberado de servidumbres brutales y egoístas que resultan de la simple, pero imperiosa, necesidad de mantenerse. Sería por causa de lo ocurrido de madrugada, o por motivos ajenos a nuestra voluntad, la verdad es que no habían llegado las cajas con el desayuno. Ahora se aproxima la hora de comer, es ya la una en el reloj que la mujer del médico acaba de consultar a hurtadillas, no es, pues, extraño que la impaciencia de los jugos gástricos haya empujado a unos cuantos ciegos, tanto de ésta como de la otra sala, a esperar en el zaguán la llegada de la comida, y esto por dos excelentes razones, la pública, de unos, porque así se ganaría tiempo, y la reservada, de otros, porque sabido es que quien llega primero, mejor se sirve. En total, no serán menos de diez los ciegos atentos al ruido que hará el portón enrejado al ser abierto, a los pasos de los soldados que han de traer las benditas cajas. A su vez, temerosos de una súbita ceguera que pudiese resultar de la proximidad inmediata de los ciegos que esperaban en el zaguán, los contaminados del ala izquierda no se atreven a salir, pero algunos de ellos atisban por la rendija de la puerta, ansiosos de que les llegue su turno. Fue pasando el tiempo. Cansados de esperar algunos ciegos se han sentado en el suelo, más tarde dos o tres regresaron a las salas. Fue poco después cuando se oyó el rechinar inconfundible del portón. Excitados, los ciegos, atropellándose, empezaron a moverse hacia donde, por los ruidos de fuera, calculaban que estaba la puerta, pero, de súbito, presos de una vaga inquietud que no tendrían tiempo de definir y explicar, se detuvieron y luego confusamente retrocedieron, justo cuando empezaron a oír con nitidez los pasos de los soldados que traían la comida y de la escolta armada que los acompañaba.
Aún bajo la impresión causada por el trágico suceso de la noche, los soldados que llevaban las cajas habían acordado que no las dejarían junto a las puertas que daban a las alas, como más o menos hacían antes, sino que las dejarían en el zaguán, Que esa gente se las arregle como pueda, dijeron. La ofuscación producida por la intensa luz del exterior y la transición brusca a la penumbra del zaguán les impidió, en el primer momento, ver al grupo de ciegos. Los vieron luego, inmediatamente. Soltando gritos de terror, tiraron las cajas al suelo y salieron como locos por la puerta afuera. Los dos soldados de escolta, que esperaban en el descansillo, reaccionaron ejemplarmente ante el peligro. Dominando, sólo Dios sabe cómo, el miedo legítimo que sentían, avanzaron hasta el umbral de la puerta y vaciaron sus cargadores. Empezaron los ciegos a caer unos sobre otros, y al caer seguían recibiendo en el cuerpo balas que ya eran un puro despilfarro de munición, fue todo tan increíblemente lento, un cuerpo, otro cuerpo, que parecía que nunca acabarían de caer, como se ve a veces en las películas y en la televisión. Si los soldados tuvieran que dar cuenta del uso de las balas que disparan, éstos podrían jurar sobre la bandera que actuaron en legítima defensa, y por añadidura en defensa también de sus compañeros desarmados que iban en misión humanitaria y de repente se vieron amenazados por un grupo de ciegos numéricamente superior. Retrocedieron corriendo desatinadamente hacia el portón, cubiertos por los fusiles que los otros soldados del piquete, trémulos, apuntaban entre la reja, como si los ciegos que quedaban vivos estuvieran a punto de hacer una salida vengadora. Lívido, uno de los que habían disparado decía, Yo no vuelvo ahí dentro ni aunque me maten, y, realmente, no volvió. Bruscamente, aquel mismo día, caída ya la tarde, a la hora de arriar bandera, pasó a ser un ciego más entre los ciegos, y de algo le valió ser de la tropa, porque si no habría tenido que quedarse allí, haciendo compañía a los ciegos paisanos, colegas de aquellos a los que había acribillado, y Dios sabe cómo lo recibirían. El sargento dijo, Mejor sería dejarlos morir de hambre, muerto el perro se acabó la rabia. Como sabemos, no falta por ahí quien haya dicho y pensado esto muchas veces, afortunadamente un resto precioso de sentido humanitario le hizo decir a éste, A partir de hoy dejamos las cajas a medio camino, que vengan ellos a buscarlas, estaremos atentos y, al menor movimiento sospechoso, fuego con ellos. Se dirigió al puesto de mando, tomó el micrófono y, juntando las palabras lo mejor que pudo, recurriendo al recuerdo de otras semejantes oídas en ocasiones más o menos parecidas, dijo, El Ejército lamenta vivamente haberse visto obligado a reprimir por las armas un movimiento sedicioso responsable de una situación de riesgo inminente, cuya culpa directa o indirecta en modo alguno puede hacerse recaer sobre las fuerzas armadas, se advierte en consecuencia que a partir de hoy los internos recogerán la comida fuera del edificio, quedan advertidos que sufrirán las consecuencias de cualquier tentativa de alteración del orden, como ha acontecido ahora y como aconteció la pasada noche. Hizo una pausa, sin saber muy bien cómo tenía que terminar, había olvidado las palabras adecuadas, que las había, sin duda, y no hizo más que repetir, No hemos tenido la culpa, no hemos tenido la culpa.
Dentro del edificio, el estruendo de los disparos, con resonancia ensordecedora en el espacio limitado del zaguán, había causado pavor. En los primeros momentos se creyó que los soldados iban a irrumpir en las salas barriendo a balazos todo lo que encontraran en su camino, que el Gobierno había cambiado de idea, optando por la liquidación física en masa, hubo quien se metió debajo de la cama, algunos, de puro miedo, no se movieron, pensando que era mejor no hacerlo, para poca salud más vale ninguna, si hay que acabar, que sea rápido. Los primeros en reaccionar fueron los contagiados. Al oír los disparos, huyeron pero, luego, el silencio los alentó a volver, y se acercaron de nuevo a la puerta que daba acceso al zaguán. Vieron los cuerpos amontonados, la sangre sinuosa arrastrándose lentamente por las losas como si estuviese viva, y las cajas de la comida. El hambre los empujó hacia fuera, allí estaba el ansiado alimento, verdad es que iba destinado a los ciegos, que luego traerían el que les correspondía a ellos, de acuerdo con el reglamento, pero a la mierda el reglamento, nadie nos ve, y vela que va delante alumbra por dos, ya lo dijeron los antiguos de todo tiempo y lugar, y los antiguos no eran lerdos. No obstante, el hambre sólo tuvo fuerza suficiente para hacerles avanzar tres pasos, la razón se interpuso y les advirtió que el peligro acecha a los imprudentes, en aquellos cuerpos sin vida, sobre todo en la sangre, quién podría saber qué vapores, qué emanaciones, qué venenosos miasmas estarían desprendiéndose ya de la carne destrozada de los ciegos. Están muertos, no pueden hacernos nada, dijo alguien, la intención era tranquilizarse a sí mismo y a los otros, pero fue peor el remedio, era verdad que los ciegos estaban muertos, que no podían moverse, fijaos, ni se mueven ni respiran, pero quién nos dice que esta ceguera blanca no será precisamente un mal del espíritu, y si lo es, partamos de esta hipótesis, los espíritus de aquellos ciegos nunca habrían estado tan sueltos como ahora, fuera de los cuerpos, y por tanto libres de hacer lo que quieran, sobre todo el mal, que, como es de conocimiento general, siempre ha sido lo más fácil de hacer. Pero las cajas de comida, allí expuestas, atraían irresistiblemente sus ojos, son de este calibre las razones del estómago que no atienden a nada, aunque sea para su bien. De una de las cajas se derramaba un líquido blanco que se iba acercando lentamente al charco de sangre, tiene todos los visos de ser leche, es un color que no engaña. Más valerosos, o más fatalistas, que no siempre es fácil la distinción, dos de los contagiados avanzaron, y estaban ya casi tocando con sus manos golosas la primera caja cuando en el vano de la puerta que daba al ala de los ciegos aparecieron unas cuantas personas. Puede tanto la imaginación, y en circunstancias mórbidas como ésta parece que lo puede todo, que, para aquellos dos que habían ido de avanzada, fue como si los muertos, de repente, se hubieran levantado del suelo, tan ciegos como. antes, ahora, pero mucho más dañinos, porque sin duda estaría incitándoles el espíritu de venganza. Retrocedieron prudentemente en silencio hasta la entrada de su sección, podía ser que los ciegos comenzasen a ocuparse de los muertos, que eso era lo que mandaban la caridad y el respeto, o, si no, que dejaran allí, por no haberla visto, alguna de las cajas, por pequeña que fuese, que realmente los contagiados no eran muchos, quizá la mejor solución fuese ésta, pedirles, Por favor, tengan compasión, dejen al menos una cajita para nosotros, puede que no traigan más comida hoy, después de lo que ha sucedido. Los ciegos se movían como ciegos que eran, a tientas, tropezando, arrastrando los pies, no obstante, como si estuviesen organizados, supieron distribuir las tareas eficazmente, algunos de ellos, resbalando en la sangre pegajosa y en la leche, empezaron de inmediato a retirar y transportar los cadáveres hacia el cercado, otros se ocuparon de las cajas, una a una, las ocho que habían sido arrojadas al suelo por los soldados. Entre los ciegos se encontraba una mujer que daba la impresión de estar al mismo tiempo en todas partes, ayudando a cargar, haciendo como si guiara a los hombres, cosa evidentemente imposible para una ciega, y, fuese por casualidad o a propósito, más de una vez volvió la cara hacia el ala de los contagiados, como si los pudiera ver o notase su presencia. En poco tiempo el zaguán quedó vacío, sin más señal que la mancha grande de sangre, y otra pequeña rozándola, blanca, de la leche derramada, aparte de esto, sólo las huellas cruzadas de los pies, pisadas rojas o simplemente húmedas. Los contagiados cerraron resignadamente la puerta y fueron en busca de las migajas, era tanto el desaliento que uno de ellos llegó a decir, y esto muestra bien lo desesperados que estaban, Si vamos a quedarnos ciegos, si es ése nuestro destino, mejor sería irnos ya a la otra parte, al menos tendríamos qué comer, Es posible que los soldados traigan todavía lo nuestro, dijo alguien, Ha hecho usted el servicio militar, preguntó otro, No, Ya me lo parecía.
Teniendo en cuenta que los muertos pertenecían a una y otra sala, se reunieron los ocupantes de la primera y de la segunda con la finalidad de decidir si comían primero y enterraban a los cadáveres después, o lo contrario. Nadie parecía tener interés en saber quiénes eran los muertos. Cinco de ellos se tuvieron en la sala segunda, no se sabe si ya se conocían de antes o, en caso de que no, si tuvieron tiempo y disposición para presentarse unos a otros e intercambiar quejas y desahogos. La mujer del médico no recordaba haberlos visto cuando llegaron. A los otros cuatro, sí, a ésos los conocía, habían dormido con ella, por así decir, bajo el mismo techo, aunque de uno no supiera más que eso, y cómo podría saberlo, un hombre que se respeta no va a ponerse a hablar de asuntos íntimos a la primera persona que aparezca, decir que había estado en el cuarto de un hotel haciendo el amor con una chica de gafas oscuras, la cual, a su vez, si es de ésta de quien se trata, ni se le pasa por la cabeza que estuvo y está tan cerca de quien la hizo ver todo blanco. Los otros muertos eran el taxista y los dos policías, tres hombres robustos, capaces de cuidar de sí mismos, y cuyas profesiones consistían, aunque en distinto modo, de cuidar de los otros, y ahí están, segados cruelmente en la fuerza de la vida, esperando que les den destino. Van a tener que esperar a que estos que quedan acaben de comer, no por causa del acostumbrado egoísmo de los vivos, sino porque alguien recordó sensatamente que enterrar nueve cuerpos en aquel suelo duro y con un solo azadón era trabajo que duraría al menos hasta la hora de la cena. Y como no sería admisible que los voluntarios dotados de buenos sentimientos estuvieran trabajando mientras los otros se llenaban la barriga, se decidió dejar a los muertos para después. La comida venía en raciones individuales y era, en consecuencia, fácil de distribuir, toma tú, toma tú, hasta que se acababa. Pero la ansiedad de unos cuantos ciegos, menos sensatos, vino a complicar lo que en circunstancias normales habría sido cómodo, aunque un maduro y sereno juicio nos aconseje admitir que los excesos que se dieron tuvieron cierta razón de ser, bastará recordar, por ejemplo, que al principio no se podía saber si la comida iba a llegar para todos. Verdad es que cualquiera comprenderá que no es fácil contar ciegos ni repartir raciones sin ojos que los puedan ver, a ellos y a ellas. Añádase que algunos ocupantes de la segunda sala, con una falta de honradez más que censurable, quisieron convencer a los otros de que su número era mayor del que realmente era. Menos mal que para eso estaba allí, como siempre, la mujer del médico. Algunas palabras dichas a tiempo valen más que un discurso que agravaría la difícil situación. Malintencionados y rastreros fueron también aquellos que no sólo intentaron, sino que consiguieron, recibir comida dos veces. La mujer del médico se dio cuenta del acto censurable, pero creyó prudente no denunciar el abuso. No quería ni pensar en las consecuencias que resultarían de la revelación de que no estaba ciega. Lo mínimo que le podría ocurrir sería verse convertida en sierva de todos, y lo máximo, tal vez, sería convertirse en esclava de algunos. La idea, de la que se había hablado al principio, de nombrar un responsable de sala, podría ayudar a resolver esos aprietos y otros por desgracia aún peores, a condición, sin embargo, de que la autoridad de ese responsable, ciertamente frágil, ciertamente precaria, ciertamente puesta en causa en cada momento, fuera claramente ejercida en bien de todos y como tal reconocida por la mayoría. Si no lo conseguimos, pensó, acabaremos por matarnos aquí unos a otros. Se prometió a sí misma hablar de estos delicados asuntos con el marido, y continuó repartiendo las raciones.
Unos por indolencia, otros por tener el estómago delicado, a nadie le apeteció ejercer el oficio de enterrador después de comer. Cuando el médico, que por su profesión se consideraba más obligado que los otros, dijo de mala gana, Bueno, vamos a enterrar a éstos, no se presentó ni un solo voluntario. Tendidos en las camas, los ciegos sólo querían que les dejasen hacer tranquilamente la breve digestión, algunos se quedaron dormidos inmediatamente, cosa que no era de extrañar, después de los sustos y sobresaltos por los que habían pasado, y el cuerpo, pese a estar tan parcamente alimentado, se abandonaba al relajamiento de la química digestiva. Más tarde, cerca ya del crepúsculo, cuando las lámparas mortecinas parecieron ganar alguna fuerza por la progresiva disminución de la luz natural, mostrando así también lo débiles que eran y lo poco que servían, el médico, acompañado de su mujer, convenció a dos hombres de su sala para que los acompañaran al cercado, aunque sólo fuera, dijo, para hacer balance del trabajo que debería ser hecho y para separar los cuerpos ya rígidos, una vez decidido que cada sala enterraría a los suyos. La ventaja de que gozaban estos ciegos era la de algo que podría llamarse ilusión de la luz. Realmente, igual les daba que fuera de día o de noche, crepúsculo matutino o vespertino, silente madrugada o rumorosa hora meridiana, los ciegos siempre estaban rodeados de una blancura resplandeciente, como el sol dentro de la niebla. Para éstos, la ceguera no era vivir banalmente rodeado de tinieblas; sino en el interior de una gloria luminosa. Cuando el médico cometió el desliz de decir que iban a separar los cuerpos, el primer ciego, que era uno de los que concordaran ayudarle, quiso que le explicase cómo iban a reconocerlos, pregunta lógica la del ciego, que desconcertó al doctor. Esta vez la mujer pensó que no tenía que acudir en su auxilio, porque se denunciaría si lo hiciese. El médico salió airosamente de la dificultad, por el método radical del paso adelante, es decir, reconociendo el error, Uno, dijo en el tono de quien se ríe de sí mismo, se acostumbra tanto a tener ojos que cree que los puede utilizar incluso cuando no le sirven para nada, de hecho sólo sabemos que hay aquí cuatro de los nuestros, el taxista, los dos policías y otro que estaba también con nosotros, la solución es, por tanto, coger al azar cuatro de estos cuerpos, enterrarlos como se debe, y así cumplimos con nuestra obligación. El primer ciego se mostró de acuerdo, su compañero también, y de nuevo, relevándose, empezaron a cavar las tumbas. No sabrían estos auxiliares, como ciegos que eran, que los cadáveres enterrados, sin excepción, habían sido precisamente aquellos de los que hablaron, y no será preciso decir cómo trabajó aquí lo que parece el azar, la mano del médico, guiada por la mano de la mujer, tocaba una pierna o un brazo, y decía, Éste. Cuando ya estaban enterrados dos cuerpos, aparecieron al fin, procedentes de la sala, tres hombres dispuestos a ayudar, es probable que no se ofrecieran si alguien les hubiera dicho que ya era noche cerrada. Psicológicamente, incluso estando ciego un hombre, hay que reconocer que existe una gran diferencia entre cavar sepulturas a la luz del día y después de la caída del sol. En el momento en que entraban en la sala, sudados, sucios de tierra, llevando aún en las narices el primer hedor dulzón de la corrupción, repetía el altavoz las instrucciones consabidas. No hubo ninguna referencia a lo que había pasado, no se habló de tiros ni de muertos a quemarropa. Avisos como aquel de Abandonar el edificio sin previa autorización significará la muerte inmediata, o Los internos enterrarán sin formalidades el cadáver en el cercado, cobraban ahora, gracias a la dura experiencia de la vida, maestra suprema en todas las disciplinas, pleno sentido, mientras aquel otro que prometía cajas de comida tres veces al día resultaba grotesco sarcasmo o ironía aún más difícil de soportar. Cuando la voz calló, el médico, solo, porque empezaba a conocer los rincones de la casa, fue hasta la puerta de la otra sala para informar, Los nuestros están enterrados ya, Si enterraron a unos, también podían haber enterrado a los otros, respondió desde dentro una voz de hombre, Lo acordado fue que cada sala enterraría a sus muertos, nosotros contamos cuatro y los enterramos, Está bien, mañana enterraremos a los de aquí, dijo otra voz masculina, y luego, cambiando de tono, preguntó, No ha llegado más comida, No, respondió el médico, Pero el altavoz dijo que llegaría comida tres veces al día, Dudo que cumplan la promesa, Entonces habrá que racionar los alimentos que vayan llegando, dijo una voz de mujer, Parece una buena idea, si quieren, hablamos mañana, De acuerdo, dijo la mujer. Ya se retiraba el médico cuando oyó la voz del hombre que había hablado primero, A ver quién manda aquí, y se paró aguardando a que alguien respondiera, lo hizo la misma voz femenina, Si no nos organizamos en serio, van a mandar aquí el hambre y el miedo, como si no fuera vergüenza bastante que no haya ido nadie con ellos a enterrar a los muertos, Y por qué no los entierras tú, ya que eres tan lista y hablas tan bien, Sola no puedo, pero estoy dispuesta a ayudar, Mejor no discutir, intervino la segunda voz de hombre, mañana por la mañana trataremos de eso. El médico suspiró, la convivencia iba a ser difícil. Se dirigía ya a la sala cuando sintió una fuerte urgencia de evacuar. Desde el sitio donde se encontraba no tenía seguridad de dar con las letrinas, pero decidió aventurarse. Esperaba que alguien se hubiera acordado de llevar el papel higiénico que trajeron con las cajas de comida. Se equivocó dos veces de camino, angustiado porque apretaba la necesidad cada vez más, y ya estaba en las últimas, cuando, por fin, pudo bajarse los pantalones y ponerse en cuclillas sobre el agujero. Le asfixiaba el hedor. Tenía la impresión de haber pisado una pasta blanda, los excrementos de alguien que no acertó con el agujero o que había decidido aliviarse sin más. Intentó imaginar cómo sería el lugar donde se encontraba, para él era todo blanco, luminoso, resplandeciente, lo eran las paredes y el suelo que no podía ver y, absurdamente, concluyó que la luz y la blancura, allí, olían mal. Nos volveremos locos de horror, pensó. Luego quiso limpiarse, pero no había papel. Palpó la pared detrás de él, donde podrían estar los soportes de los rollos o los clavos en los que, a falta de algo mejor, habrían sujetado algunos papeles cualquiera. Nada. Se sintió desgraciado, desgraciado a más no poder, allí, con las piernas arqueadas, amparando los pantalones que rozaban el suelo repugnante, ciego, ciego, ciego, y, sin poder dominarse, empezó a llorar en silencio. Tanteando, dio algunos pasos hasta que resbaló y se golpeó contra la pared de enfrente. Extendió un brazo, extendió el otro, al fin dio con una puerta. Oyó los pasos arrastrados de alguien que debía de andar también buscando los retretes y tropezaba, Dónde estará esa mierda, murmuraba con voz neutra, como si, en el fondo, nada le importase saberlo. Pasó a dos palmos del médico sin apercibirse de su presencia, pero no tenía importancia, la situación no llegó a resultar indecente, podría serlo, realmente, un hombre con aquella pinta, descompuesto, pero, en el último instante, movido por un desconcertante sentimiento de pudor, el médico se había subido los pantalones. Luego, cuando pensó que no había nadie, volvió a bajárselos, demasiado tarde, estaba sucio, sucio como no recordaba haberlo estado nunca en su vida. Hay muchas maneras de convertirse en un animal, pensó, y ésta es sólo la primera. Pero no se podía quejar mucho, aún tenía alguien a quien no le importaba limpiarlo.
Tumbados en los camastros, los ciegos esperaban que el sueño se compadeciera de su tristeza. Discretamente, como si hubiera peligro de que los otros pudieran ver el mísero espectáculo, la mujer del médico ayudó al marido a asearse lo mejor posible. Había ahora un silencio dolorido, de hospital, cuando los enfermos duermen, y sufren durmiendo. Sentada, lúcida, la mujer del médico miraba las camas, los bultos sombríos, la palidez fija de un rostro, un brazo que se movía en sueños. Se preguntaba si alguna vez se quedaría ciega como ellos, qué razones inexplicables la habrían preservado hasta ahora. Con un gesto fatigado se llevó las manos a la cara para apartar el pelo, y pensó, Vamos todos a oler mal. En aquel momento, empezaron a oírse unos suspiros, unos gemidos, unos jadeos, primero sofocados, murmullos que parecían palabras, que debían de serlo, pero cuyo significado se perdía en un crescendo que las iba convirtiendo en sonido ronco, en grito y, al fin, en estertor. Alguien protestó desde el fondo de la sala, Puercos, son como cerdos. No eran puercos, sólo un hombre ciego y una mujer ciega que probablemente nunca sabrían uno del otro más que esto.
Un estómago que trabaja en falso amanece pronto. Algunos de los ciegos abrieron los ojos cuando la mañana aún venía lejos, y no fue por culpa del hambre sino porque el reloj biológico, o como se llame eso, estaba desajustándose, supusieron que era ya día claro, y pensaron, Me he quedado dormido, y pronto comprendieron que no, allí estaba el roncar de los compañeros que no daba lugar a equívocos. Dicen los libros, y mucho más la experiencia vivida, que quien madruga por gusto o quien por necesidad tuvo que madrugar, tolera mal que otros, en su presencia, sigan durmiendo a pierna suelta, y con razón doblada en este caso del que hablamos, porque hay una gran diferencia entre un ciego que esté durmiendo y un ciego a quien de nada le ha servido el haber abierto los ojos. Estas observaciones de tipo psicológico que, por su finura, aparentemente poco tienen que ver con las dimensiones extraordinarias del cataclismo que el relato se viene esforzando en describir, sirven sólo para explicar la razón de que estuvieran despiertos tan temprano los ciegos todos, a algunos, como se dijo al principio, los agitó desde dentro el estómago, pero a otros los arrancó del sueño la impaciencia nerviosa de los madrugadores, que no se cuidaron de hacer más ruido que el inevitable y tolerable en ayuntamientos de cuartel y sala hospitalaria. Aquí no hay sólo gente discreta y bieneducada, algunos son unos zotes de poca crianza, que se alivian matinalmente con gargajos y ventosidades sin pensar en quien al lado está, verdad es que durante el día obran de la misma conformidad, por eso la atmósfera va tornándose cada vez más pesada, y no hay nada que hacer contra esto, que la única abertura es la puerta, a las ventanas no se puede llegar de altas que están.
Acostada al lado del marido, lo más juntos que podían estar, dada la estrechez del camastro, pero también por gusto, cuánto les había costado, en medio de la noche, guardar el decoro, no hacer como aquellos a quienes alguien había llamado cerdos, la mujer del médico miró el reloj. Marcaba las dos y veintitrés minutos. Afirmó mejor la vista, vio que la aguja de los segundos no se movía. Se había olvidado de dar cuerda al maldito reloj, o maldita ella, maldita yo, que ni siquiera ese deber tan sencillo había sabido cumplir después de apenas tres días de aislamiento. Sin poder dominarse, rompió en un llanto convulsivo, como si le acabara de ocurrir la peor de las desgracias. Pensó el médico que su mujer se había quedado ciega, que llegara lo que tanto temía, desatinado estuvo a punto de preguntarle, Te has quedado ya ciega, pero en el último instante le oyó un murmullo, No es eso, no es eso, y después, en un lento susurro, casi inaudible, tapadas las cabezas de ambos con la manta, Tonta de mí, no le di cuerda al reloj, y continuó llorando, inconsolable. Desde su cama, al otro lado del pasillo, la chica de las gafas oscuras se levantó y, guiada por los sollozos, se acercó con los brazos extendidos, Está angustiada, necesita algo, iba preguntando a medida que avanzaba, y tocó con las dos manos los cuerpos acostados. Mandaba la discreción que inmediatamente las retirase, y sin duda el cerebro le dio esa orden, pero las manos no obedecieron, sólo hicieron más sutil el contacto, nada más que un leve roce de la epidermis en la manta grosera y tibia. Necesita algo, volvió a preguntar, y, ahora sí, las manos se retiraron, se levantaron, se perdieron en la blancura estéril, en el desamparo. Sollozando aún, la mujer del médico saltó de la cama, se abrazó a la muchacha, No es nada, fue un momento de aflicción, Si usted, que es tan fuerte, se desanima, entonces es que de verdad no tenemos salvación, se lamentó la chica. Más tranquila, la mujer del médico pensaba, mirándola de frente, Ya casi no tiene rastros de conjuntivitis, qué pena que no se lo pueda decir, con lo contenta que se pondría. Probablemente sí, se pondría contenta, aunque tal contento fuese absurdo, no tanto por estar ciega sino porque también toda la gente allí lo estaba, de qué sirve tener los ojos límpidos y bellos como son éstos, si no hay nadie que los vea. La mujer del médico dijo, Todos tenemos nuestros momentos de flaqueza, menos mal que todavía somos capaces de llorar, el llanto muchas veces es una salvación, hay ocasiones en que moriríamos si no llorásemos, No tenemos salvación, repitió la chica de las gafas oscuras, Quién sabe, esta ceguera no es como las otras, tal como vino puede desaparecer, Sería ya tarde para los que han muerto, Todos tenemos que morir, Pero no tendríamos que ser muertos, y yo he matado a una persona, No se acuse, fueron las circunstancias, aquí todos somos culpables e inocentes, peor, mucho peor fue lo que hicieron los soldados que nos vigilan, y hasta ésos podrán alegar la mayor de todas las disculpas, el miedo, Qué más daba que el pobre hombre me tocase, ahora él estaría vivo y yo no tendría en el cuerpo ni más ni menos que lo que tengo, No piense más en eso, descanse, intente dormir. La acompañó hasta la cama, Acuéstese, Es usted muy buena, dijo la muchacha, y luego, bajando la voz, No sé qué hacer, me va a venir la regla y no tengo compresas, Tranquila, tengo yo. Las manos de la chica de las gafas oscuras buscaron dónde asistirse, pero fue la mujer del médico quien, suavemente las cogió entre las suyas, Descanse, descanse. La muchacha cerró los ojos, se quedó así un minuto, se habría quedado dormida de no ser por el barullo que en aquel momento se armó, alguien había ido al retrete y, al volver, encontró su cama ocupada, no había sido por mala intención, el otro se había levantado para el mismo fin, se cruzaron los dos en el camino, está claro que a ninguno de los dos se le ocurrió decir, Ojo, no se equivoque de cama cuando vuelva. De pie, la mujer del médico miraba a los dos ciegos que discutían, notó que no hacían gestos, que casi no movían el cuerpo, muy rápido han aprendido que sólo la voz y el oído tienen ahora alguna utilidad, cierto es que no les faltaban brazos, que podían pegarse, luchar, llegar a las manos, como suele decirse, pero un cambio de cama no era para tanto, que todos los errores de la vida fuesen como éste, bastaba con que se pusieran de acuerdo, La dos es la mía, la suya es la tres, que quede claro, Si no fuéramos ciegos, no habría ocurrido esto, Tiene razón, lo malo es que somos ciegos. La mujer del médico le dijo al marido, El mundo está todo aquí dentro.
No todo. La comida, por ejemplo, estaba fuera, y tardaba. De una sala y de la otra, varios hombres se habían ido acercando al zaguán, aguardando que dieran la orden por el altavoz. Pateaban el suelo, nerviosos, impacientes. Sabían que iban a tener que salir al recinto exterior para recoger las cajas que los soldados, cumpliendo lo prometido, dejarían en el espacio entre el portón y la escalera, y temían que aquello fuera una añagaza, una trampa, Quién nos dice que no empiezan a disparar contra nosotros, Visto lo que ya hicieron, muy capaces son, No podemos fiarnos, Yo no voy allá fuera, Ni yo, Alguien tendrá que ir, si queremos comer, Puede que morir de un tiro sea mejor que ir muriendo de hambre poco a poco, Yo iré, Y yo también, No es preciso que vayamos todos, A los, soldados puede que no les guste ver tanta gente, O se asusten, pensando que queremos huir, puede que por eso mataran al de la pierna, Hay que decidirse, Toda prudencia es poca, acordaos de lo que pasó ayer, nueve muertos, nada menos, Los soldados nos tienen miedo, Y yo les tengo miedo a ellos, Me gustaría saber si ellos también se quedan ciegos, Ellos, quiénes, Los soldados, Yo creo que ellos deberían ser los primeros. Todos se mostraron de acuerdo, sin preguntarse por qué, faltó alguien que diera la razón fundamental, Porque así no podrían disparar. El tiempo iba pasando, y el altavoz seguía callado, Habéis enterrado ya a los vuestros, preguntó por decir algo uno de la primera sala, Todavía no, Pues van a empezar a oler mal, van a apestarlo todo, Pues que infecten y apesten, porque lo que es yo, no pienso coger una pala mientras no haya comido, que, como dice el refrán, primero es comer y luego lavar los platos, La costumbre no es ésa, tu dicho se equivoca, es después de los entierros cuando se come y se bebe, Pues conmigo es al revés. Pasados unos minutos, dijo uno de estos ciegos, Estoy pensando una cosa, Qué, No sé cómo vamos a repartir la comida, Como se hizo antes, sabemos cuántos somos, se cuentan las raciones, cada uno recibe su parte, es la manera más justa y más sencilla, No ha dado resultado, hubo quien se quedó con la barriga vacía, Y también hubo quien comió el doble, Es que dividimos mal, Si no hay respeto y disciplina siempre repartiremos mal, Si tuviésemos a alguien que al menos viera un poco, Pues se quedaría él con la mayor parte, Ya decía el otro que en el país de los ciegos el tuerto es rey, Déjate de refranes, aquí ni los tuertos se salvarían, Yo creo que lo mejor será repartir la comida por salas, a partes iguales, y luego que cada cual se las arregle con lo que haya recibido, Quién ha dicho eso, Yo, Yo, quién, Yo, De qué sala eres, De la segunda, Claro, ya lo sabía, como ahí sois menos, salíais ganando, comeríais más que nosotros, que tenemos la sala abarrotada, Yo lo he dicho porque así es más fácil, El otro también decía que quien parte y reparte y no se queda con la mejor parte, o es loco, o en el repartir no tiene arte, Mierda, a ver si acabas ya con lo que dice el otro, que me ponen nervioso los refranes, Lo que tendríamos que hacer es llevar toda la comida al refectorio, cada sala elegir tres para el reparto, con seis personas contando no habrá peligro de trampas y triquiñuelas, Y cómo vamos a saber que es verdad cuando digan que somos tantos en la sala, Estamos tratando con gente honrada, Y eso, también lo dijo el otro, No, eso lo digo yo, Mira, amigo, lo que somos aquí de verdad es gente con hambre.
Como si durante todo este tiempo hubiera estado esperando la consigna, el ábrete sésamo, se oyó por fin el altavoz, Atención, atención, los internos tienen autorización para venir a recoger la comida, pero cuidado, si alguien se aproxima demasiado a la reja del portón, recibirá un primer aviso verbal, en caso de no volver inmediatamente atrás, el segundo aviso será una bala. Los ciegos avanzaron con lentitud, algunos, más confiados, directamente hacia donde creían que estaría la puerta, los otros, menos seguros de sus incipientes capacidades de orientación, preferían ir deslizándose a lo largo de la pared, así no habría error posible, cuando llegasen a la esquina sólo tenían que seguir la pared en ángulo recto, allí estaría la puerta. Imperativo, impaciente, el altavoz repitió la llamada. El cambio de tono, notorio incluso para quien no tuviera motivos de desconfianza, asustó a los ciegos. Uno de ellos declaró, Yo no salgo de aquí, lo que quieren es reunirnos fuera para matarnos a todos, Yo tampoco salgo, dijo otro, Ni yo, reforzó un tercero. Estaban parados, irresolutos, algunos querían salir, pero el miedo iba apoderándose de todos. Se oyó la voz de nuevo, Si pasan tres minutos sin que aparezca nadie para llevarse las cajas de comida, las retiramos. La amenaza no venció al temor, sólo lo empujó hacia las últimas cavernas de la mente, como un animal perseguido que queda a la espera de una ocasión para atacar. Recelosos, intentando cada uno ocultarse detrás de otro, fueron saliendo los ciegos hacia el rellano de la escalera. No podían ver que las cajas no se encontraban junto al pasamanos, que era donde esperaban encontrarlas, no podían saber que los soldados, temiendo el contagio, se habían negado incluso a aproximarse a la cuerda de la que se habían servido todos los ciegos internados. Las cajas de comida habían sido apiladas, más o menos, en el sitio donde la mujer del ciego recogió el azadón. Avancen, avancen, ordenó el sargento. De modo confuso, los ciegos intentaban ponerse en fila para avanzar ordenadamente, pero el sargento les gritó, Las cajas no están ahí, dejen la cuerda, déjenla, desplácense hacia la derecha, la vuestra, la vuestra, idiotas, no hay que tener ojos para saber de qué lado está la mano derecha. La advertencia fue hecha a tiempo, algunos ciegos de espíritu riguroso habían entendido la orden al pie de la letra, si era la derecha, tenía que ser, lógicamente, la derecha de quien hablaba, por eso intentaban pasar por debajo de la cuerda para ir en busca de las cajas sabe Dios dónde. En circunstancias diferentes, lo grotesco del espectáculo hubiera hecho reír a carcajadas al más grave de los observadores, era de partirse de risa, unos cuantos ciegos avanzando a gatas, de narices casi contra el suelo, como gorrinos, un brazo adelantado tentando el aire, mientras otros, tal vez con miedo a que el espacio blanco, fuera de la protección del techo, los engullera, se mantenían desesperadamente aferrados a la cuerda y aguzaban el oído, esperando la primera exclamación que señalaría el hallazgo de las cajas. Los soldados sentían ganas de apuntar las armas y descargarlas deliberadamente, fríamente, en aquellos imbéciles que se movían ante sus ojos como cangrejos cojos, agitando las pinzas torpes en busca de la pata que les faltaba. Sabían lo que había dicho en el cuartel aquella misma mañana el comandante del regimiento, que el problema de los ciegos sólo podría resolverse a través de la liquidación física de todos ellos, los habidos y los por haber, sin contemplaciones falsamente humanitarias, palabras suyas, del mismo modo que se corta un miembro gangrenado para salvar la vida del cuerpo, la rabia de un perro muerto, decía ilustrativamente, está curada por naturaleza. A algunos soldados, menos sensibles a la belleza del lenguaje figurado, les costó entender que la rabia de un perro tuviese algo que ver con los ciegos, pero la palabra de un comandante, del jefe de un regimiento, vale lo que pesa, digámoslo hablando también en sentido figurado, nadie llega tan alto en la vida militar sin tener razón en todo cuanto piensa, dice y hace. Al fin, un ciego había tropezado con las cajas y gritaba, abrazado a ellas, Están aquí, están aquí, si este hombre recupera la vista algún día, seguro que no anuncia con mayor alegría la buena nueva. En pocos segundos se atropellaban los ciegos entre sí y con las cajas, brazos y piernas en confusión, tirando cada uno para su lado, disputándose la primacía, ésta me la llevo yo, quien se la lleva soy yo. Los que se quedaron junto a la cuerda estaban nerviosos, ahora era otro su miedo, el quedar, por castigo a su pereza o cobardía, excluidos del reparto de alimentos, Ah, vosotros, no quisisteis andar por el suelo, con el culo al aire, expuestos a un tiro, pues ahora no coméis, recuerden lo que decía el otro, quien no se arriesga no pasa la mar. Empujado por este pensamiento decisivo, uno de ellos dejó la cuerda y fue, brazos al aire, en dirección al tumulto, A mí no me van a dejar fuera, pero las voces se callaron de repente, quedaron sólo unos ruidos arrastrados, unas interjecciones sofocadas, una masa dispersa y confusa de sonidos que llegaban de todos los lados y de ninguno. Se detuvo, indeciso, quiso regresar a la seguridad de la cuerda, pero le falló el sentido de la orientación, no hay estrellas en su cielo blanco, ahora lo que se oía era la voz del sargento dando instrucciones a los de las cajas para que volvieran a la escalera, pero lo que él decía sólo tenía sentido para ellos, el llegar a donde se quiere depende de donde se esté. Ya no había ciegos agarrados a la cuerda, a ellos les bastaba desandar el camino, esperaban ahora en el descansillo la llegada de los otros. El ciego despistado no se atrevía a moverse de donde estaba. Angustiado, soltó un grito, Ayudadme, por favor, no sabía que los, soldados lo tenían en la mira de sus fusiles, esperando que pisase la línea invisible por la que se pasaba de la vida a la muerte. Es que te vas a quedar ahí, cegato de mierda, preguntó el sargento, pero en su voz había cierto nerviosismo, la verdad es que no compartía la opinión de su comandante, Quién me dice que mañana no me toca a mí, que a los soldados, ya se sabe, se les da una orden y matan, se les da otra y mueren, No disparen hasta que yo lo ordene, gritó el sargento. Estas palabras hicieron comprender al ciego el peligro en que estaba. Se puso de rodillas, imploró, Por favor, ayúdenme, díganme por dónde tengo que ir, Ven hacia aquí, cieguecito, anda, ven hacia aquí, dijo la voz de un soldado en tono almibarado, falsamente amistoso, el ciego se levantó, dio tres pasos, pero se detuvo de nuevo, el tiempo del verbo le pareció sospechoso, ven no es ve, ven quiere decir que hacia aquí, por aquí mismo, en esta dirección llegarás al lugar desde el que te llaman, al encuentro de la bala que sustituirá en ti una ceguera por otra. Fue una iniciativa, por así decir, de un soldado malvado, y el sargento la cortó inmediatamente con dos gritos sucesivos, Alto, Media vuelta, seguidos de una severa llamada al orden al desobediente, por lo visto pertenece a aquella especie de personas a quienes no se les puede poner un arma en las manos. Animados por la benevolente intervención del sargento, los ciegos que habían alcanzado ya el rellano de la escalera armaron una algazara tremenda que sirvió de polo magnético al desorientado invidente. Seguro ya de sí, avanzó en línea recta. Seguid, seguid, decía mientras los ciegos aplaudían como si estuvieran asistiendo a un largo, vibrante y esforzado sprint. Fue recibido con abrazos, el caso no era para menos, en las adversidades, tanto las probadas como las previsibles, se conocen los amigos.
No duró mucho la confraternización. Aprovechándose del alborozo, algunos colegas se habían escabullido con unas cuantas cajas, las que consiguieron transportar, manera evidentemente desleal de prevenir hipotéticas injusticias en el reparto. Los de buena fe, que siempre los hay por más que se diga lo contrario, protestaron, indignados, que así no se podía vivir, Si no podemos confiar unos en otros, adónde vamos a parar, preguntaban unos, retóricamente, aunque llenos de razón, Lo que están pidiendo esos cabrones es una buena soba, amenazaban otros, no era verdad que la hubieran pedido, pero todos entendieron lo que aquel hablar quería decir, expresión, ésta, algo mejorada de un barbarismo que sólo espera ser perdonado por el hecho de venir tan a propósito. Ya a cubierto en el zaguán, los ciegos se pusieron de acuerdo en que la manera más práctica de resolver la primera parte de la delicada situación era dividir en partes iguales para cada sala las cajas que quedaban, por suerte en número par, y organizar una comisión, también paritaria, de investigación, con vista a recuperar las cajas perdidas, mejor dicho, robadas. Tardaron algún tiempo, como de costumbre, en debatir el antes y el después, es decir, si debían comer primero e investigar después, o al contrario, habiendo prevalecido la opinión de que lo más conveniente, habida cuenta las muchas horas que llevaban ya de ayuno forzado, era empezar por confortar el estómago, y proceder después a las averiguaciones, Y no os olvidéis de enterrar a los vuestros, dijo uno de la primera sala, Todavía no les hemos matado y quieres ya que los enterremos, respondió un gracioso de la segunda, jugando jovialmente con las palabras. Se echaron todos a reír. Sin embargo, no tardaron en saber que los bribones no se encontraban en las salas. A la puerta de una y otra había habido siempre ciegos esperando que llegara la comida, y éstos fueron los que contaron que oyeron pasar por los corredores gente que parecía llevar mucha prisa, pero en las salas no había entrado nadie, y mucho menos con cajas de comida, eso podían jurarlo. Alguien recordó que la manera más segura de identificar a los golfantes sería que fueran todos a ocupar sus respectivas camas, y, obviamente, las que quedaran vacías delatarían a los ladrones, por tanto, lo que procedía era esperar que volvieran, de allá donde se hubieran escondido, relamiéndose de gusto, y echárseles encima para que aprendiesen a respetar el sagrado principio de la propiedad colectiva. Actuar de conformidad con la sugerencia, por otra parte oportuna y muy asentada en justicia, tenía sin embargo el grave inconveniente de posponer, hasta sabe Dios cuándo, el deseado y a estas horas ya frío desayuno, Comamos primero, dijo uno de los ciegos, y la mayoría creyó que sí, que lo mejor era que comiesen primero. Por desgracia, sólo lo poco que había quedado tras el robo infame. En ese momento, en un lugar oculto de la vetusta y arruinada construcción, estarían los rateros llenándose la barriga con raciones dobles y triples de un rancho que, inesperadamente, aparecía mejorado, compuesto de café con leche, realmente frío, galletas y pan con margarina, mientras la gente honrada no tenía más remedio que darse por satisfecha con dos o tres veces menos, y no de todo. Se oyó allá fuera, lo oyeron algunos de la primera sala, mientras trincaban melancólicamente el agua-y-sal, el altavoz llamando a los contagiados para que fuesen a recoger su parte de comida. Uno de los ciegos, sin duda influido por la atmósfera malsana dejada por el delito cometido, tuvo una inspiración, Si los esperamos en el zaguán, seguro que se llevan un susto morrocotudo con sólo vernos, y tal vez dejen caer entonces una o dos cajas, pero el médico dijo que eso no le parecía bien, que sería una injusticia castigar a quien no tiene culpa. Cuando acabaron todos de comer, la mujer del médico y la chica de las gafas oscuras llevaron al jardín las cajas de cartón, los envases vacíos de leche y de café, los vasos de papel, en fin, todo lo que no se podía comer, Tenemos que quemar la basura, dijo luego la mujer del médico, a ver si se van de aquí esas nubes de moscas.