entra silbando y atiza el incendio, ah, sí, no lo olvidemos, los gritos de rabia y miedo, los aullidos de dolor y de agonía, ahí queda mención de ellos, nótese, en todo caso, que cada vez irán siendo menos, la mujer del mechero, por ejemplo, lleva ya mucho tiempo callada.


A estas alturas los otros ciegos corren despavoridos por los pasillos llenos de humo, Fuego, fuego, gritan, y aquí se puede observar en vivo lo mal pensados y organizados que han sido estos ajuntamientos humanos de asilo, hospital y manicomio, véase cómo cada uno de los camastros, por sí solo, con su armazón de hierros picudos, puede convertirse en una trampa mortal, véanse las consecuencias terribles de que haya una sola puerta en cada sala, cuando en ellas viven cuarenta personas, aparte de las que duermen en el suelo, si el fuego llega allí primero y les cierra la salida, no escapa nadie. Por suerte, y como la historia humana tantas veces ha mostrado, no hay cosa mala que no traiga consigo una cosa buena, se habla menos de las cosas malas traídas por las cosas buenas, así andan las contradicciones de nuestro mundo, merecen unas más consideración que otras, en este caso la cosa buena fue, precisamente, que las salas tuvieran una sola puerta, gracias a esto, el fuego que quemó a los malvados se entretuvo allí tanto tiempo, si la confusión no se hace mayor, tal vez no tengamos que lamentar la pérdida de más vidas. Evidentemente, muchos de estos ciegos están siendo pisoteados, empujados, golpeados, son los efectos del pánico, efecto natural podríamos decir, la naturaleza animal es así, también la vegetal se comportaría de esa manera si no tuviera aquellas raíces que la prenden al suelo, qué bonito sería ver los árboles del bosque huyendo del incendio. El refugio del cercado interior fue bien aprovechado por los ciegos que tuvieron la idea de abrir las ventanas de los corredores. Saltaron, tropezaron, cayeron, lloraron y gritaron, pero por ahora están a salvo, mantengamos la esperanza de que al fuego, cuando haga que el tejado se desmorone, y lance por los aires un volcán de llamaradas y tizones ardientes, no se le ocurra propagarse a las copas de los árboles. En el otro lado el miedo es el mismo, a un ciego le basta con oler a humo para imaginar de inmediato que las llamas están a su lado, figúrense lo que ocurre cuando es verdad, en poco tiempo el corredor quedó abarrotado de gente, si no hay quien ponga orden, esto va a acabar en tragedia. En un momento alguien recuerda que la mujer del médico tiene ojos que ven, dónde está, preguntan, que nos diga ella lo que pasa, hacia dónde tenemos que ir, dónde está, estoy aquí, sólo ahora he logrado salir de la sala, la culpa fue del niño estrábico, que nadie conseguía saber dónde se había metido, ahora está aquí, lo agarró con fuerza de la mano, tendrían que arrancarme el brazo para que lo soltara, con la otra mano llevo la mano de mi marido, y luego viene la chica de las gafas oscuras, y luego el viejo de la venda negra, donde está uno está el otro, y después el primer ciego, y después su mujer, todos juntos, como una piña, que, al menos eso espero, ni este calor pueda abrir. Entre tanto, unos cuantos ciegos de este lado habían seguido el ejemplo de los de la otra ala, saltaron al cercado interior, no pueden ver que la mayor parte del edificio es una hoguera, pero notan en las manos y en la cara el vaho ardiente que de allí viene, por ahora aún aguanta el tejado, las hojas de los árboles se van arrugando lentamente. Entonces alguien gritó, Qué estamos haciendo aquí, por qué no salimos de una vez, la respuesta llegó de este mar de cabezas, sólo precisó cuatro palabras, Ahí están los soldados, pero el viejo de la venda negra dijo, Antes morir de un tiro que quemados, parecía la voz de la experiencia, aunque quizá no haya sido exactamente él quien habló, quizá por su boca ha hablado la mujer del mechero, que no tuvo la suerte de ser alcanzada por la última bala del ciego contable. Dijo entonces la mujer del médico, Déjenme pasar, voy a hablar con los soldados, no van a dejarnos morir así, los soldados también tienen sentimientos. Gracias a la esperanza de que los soldados tuviesen sentimientos, pudo abrirse en la apretura un estrecho canal, por el que avanzó la mujer del médico con dificultad llevando a los suyos detrás. El humo le tapaba la visión, en poco tiempo estaría tan ciega como los otros. En el zaguán apenas se podía ver nada. Las puertas que daban a la cerca habían sido destrozadas, los ciegos que se refugiaron allí, dándose cuenta de que aquel sitio no era seguro, querían salir, empujaban, pero los del otro lado resistían, hacían toda la fuerza que podían, todavía en ellos era más fuerte el miedo de aparecer a la vista de los soldados, pero cuando cedieran las fuerzas, cuando el fuego se aproximase, el viejo de la venda negra tenía razón, es preferible morir de un tiro. No fue preciso esperar tanto, la mujer del médico consiguió al fin salir al rellano, prácticamente llegó medio desnuda, por tener ambas manos ocupadas no se había podido defender de los que querían unirse al pequeño grupo que avanzaba, coger, por así decirlo, el tren en marcha, los soldados iban a abrir unos ojos como platos cuando apareciera ella con los pechos casi al aire. Ya no era la luz de la luna lo que iluminaba el espacio vacío que iba hasta el portón, sino la claridad violenta del incendio. La mujer del médico gritó, Por favor, por vuestras madres, dejadnos salir, no disparéis, Nadie respondió desde el otro lado. El proyector seguía apagado, nada se movía. Aún con miedo, la mujer del médico bajó dos peldaños, Qué pasa, preguntó el marido, pero ella no respondió, no podía creerlo. Bajó los restantes peldaños, caminó en dirección al portón, arrastrando siempre tras ella al niño estrábico, al marido y compañía, ya no había dudas, los soldados se habían ido, o se los llevaron, ciegos ellos también, ciegos todos al fin.

Entonces, para simplificar, ocurrió todo al mismo tiempo, la mujer del médico anunció a gritos que estaban libres, el tejado del ala izquierda se vino abajo con horrible estruendo, dispersando llamaradas por todas partes, los ciegos se precipitaron hacia la tapia gritando, algunos no lo consiguieron, se quedaron dentro, aplastados contra las paredes, otros fueron pisoteados hasta convertirse en una masa informe y sanguinolenta, el fuego que se extendía rápidamente, hará ceniza de todo esto. El portón está abierto de par en par. Los locos salen.


Le dices a un ciego, Estás libre, le abres la puerta que lo separaba del mundo, Vete, estás libre, volvemos a decirle, y no se va, se queda allí parado en medio de la calle, él y los otros, están asustados, no saben adónde ir, y es que no hay comparación entre vivir en un laberinto racional, como es, por definición, un manicomio, y aventurarse, sin mano de guía ni traílla de perro, en el laberinto enloquecido de la ciudad, donde de nada va a servir la memoria, pues sólo será capaz de mostrar la imagen de los lugares y no los caminos para llegar. Apostados ante el edificio, que arde de un extremo al otro, los ciegos sienten en la cara las olas vivas del calor del incendio, las reciben como algo que en cierto modo los resguarda, como antes habían sido las paredes, prisión y seguridad al mismo tiempo. Se mantienen juntos, apretados, como un rebaño, ninguno quiere ser la oveja perdida, porque de antemano saben que no habrá pastor para buscarlos. El fuego va decreciendo lentamente, la luna ilumina otra vez, los ciegos comienzan a inquietarse, no pueden continuar allí, Eternamente, dijo uno. Alguien preguntó si era de día o de noche, la razón de aquella incongruente curiosidad se supo enseguida, Quién sabe si nos traerán comida, puede que hubiera una confusión, un retraso, otras veces pasó, Pero aquí no hay soldados, Eso no tiene nada que ver, puede que se hayan ido porque ya no son necesarios, No entiendo, Por ejemplo, porque se ha acabado la epidemia, O porque se ha descubierto el remedio para nuestra enfermedad, No estaría mal eso, Qué hacemos, Yo me quedo aquí hasta que se haga de día, Y cómo vas a saber tú cuándo es de día, Por el sol, por el calor del sol, Eso si no está el cielo cubierto, Alguna vez será de día, después de tantas horas. Agotados, muchos ciegos se habían sentado en el suelo, otros, aún más debilitados, simplemente se dejaron caer, unos cuantos se habían desmayado, es probable que el fresco de la noche los haga volver en sí, pero podemos tener por seguro que a la hora de levantar el campamento no se pondrán en pie algunos de estos míseros, habían aguantado hasta aquí, son como aquel corredor de maratón que se derrumbó tres metros antes de la meta, a fin de cuentas lo que está claro es que todas las vidas acaban antes de tiempo. Se sentaron también, o se tumbaron, los ciegos que todavía esperan a los soldados, o a otros que lleguen en vez de ellos, la Cruz Roja, por ejemplo, con la comida y los otros confortos que la vida necesita, el desengaño para éstos llegará un poco después, es la única diferencia. Y si alguien creyó que se ha descubierto cura para nuestra ceguera, no por eso parece más contento.

Por otras razones pensó la mujer del médico, y se lo dijo a los suyos, que sería mejor esperar a que la noche acabase, Lo más urgente, ahora, es encontrar comida, y a oscuras no va a ser fácil, Tienes idea de dónde estamos, preguntó el marido, Más o menos, Lejos de casa, Bastante. Los otros quisieron saber también a qué distancia estarían de sus casas, dieron las direcciones, y la mujer del médico le dio los datos que pudo, sólo el niño estrábico no consiguió recordar dónde vivía, no es extraño, hace ya tiempo que dejó de preguntar por su madre. Si fueran de casa en casa, desde la más cercana a la que está más lejos, la primera sería la de la chica de las gafas oscuras, la segunda la del viejo de la venda negra, después la de la mujer del médico, y, finalmente, la del primer ciego. Seguirán este itinerario, porque la chica de las gafas oscuras ha pedido que la lleven, cuando sea posible, a su casa, No sé cómo estarán mis padres, dijo. Esta sincera preocupación muestra qué infundados son los prejuicios de quienes niegan la posibilidad de que existan sentimientos profundos, incluyendo el amor filial, en los casos, desgraciadamente abundantes, de comportamientos irregulares, mayormente en el plano de la moralidad pública. Ha refrescado la noche, al incendio no le queda ya gran cosa por quemar, el calor que se desprende del brasero no llega para calentar a los ciegos transidos que se encuentran más lejos de la entrada, como es el caso de la mujer del médico y su grupo. Están sentados juntos, las tres mujeres y el niño en medio, los tres hombres alrededor, quien los viese diría que nacieron así, verdad es que parecen un cuerpo solo, con una sola respiración y una única hambre. Uno tras otro se fueron quedando dormidos, un sueño leve del que despertaron varias veces porque había ciegos que, saliendo de su propio torpor, se levantaban y acababan tropezando como sonámbulos en este accidente humano, uno de ellos se quedó allí, le daba igual dormir aquí que en otro lado. Cuando nació el día sólo unas tenues columnas de humo ascendían de los escombros, pero ni esas duraron mucho, porque al cabo de un rato empezó a llover, una llovizna fina, una leve rociada es verdad, pero persistente, al principio ni conseguía llegar al suelo abrasado, se convertía antes en vapor, pero, con la insistencia, ya se sabe, agua blanda en brasa viva tanto da hasta que apaga, la rima que la ponga otro. Algunos de estos ciegos no lo son sólo de los ojos, también lo son del entendimiento, no se explica de otro modo el raciocinio tortuoso que los llevó a concluir que la deseada comida, con aquella lluvia, no llegaría. No hubo manera de convencerlos de que la premisa estaba errada y que, en consecuencia, errada tenía que estar también la conclusión, de nada sirvió decirles que todavía no era la hora del desayuno, desesperados, se tiraron al suelo llorando, No vienen, está lloviendo, no vienen, repetían, si aquella lamentable ruina tuviera algunas condiciones de habitabilidad, aunque fueran mínimas, volviera a ser el manicomio que fue antes.

El ciego que en la noche se quedó a dormir con ellos después de haber tropezado, no pudo levantarse. Enrollado en sí mismo, como si hubiera querido proteger el último calor del vientre, no se movió, pese a la lluvia, que había empezado a caer más persistente y abundante. Está muerto, dijo la mujer del médico, y es mejor que nosotros también nos vayamos de aquí mientras nos quedan fuerzas. Se levantaron trabajosamente, vacilando, con vértigos, agarrándose unos a otros, luego se pusieron en fila, primero la de los ojos que ven, luego los que teniendo ojos no ven, la chica de las gafas oscuras, el viejo de la venda negra, el niño estrábico, la mujer del primer ciego, su marido, el médico va el último. El camino que tomaron lleva al centro de la ciudad, pero no es ésa la intención de la mujer del médico, lo que ella quiere es encontrar rápidamente un sitio donde dejar seguros a los que vienen detrás, e ir sola en busca de comida. Las calles están desiertas, es aún temprano, o quizá sea la lluvia, que cae cada vez más fuerte. Hay basura por todas partes, algunas tiendas tienen las puertas abiertas, pero la mayoría están cerradas, no parece que haya gente dentro, ni luz. La mujer del médico pensó que sería una buena idea dejar a sus compañeros en una de aquellas tiendas, reteniendo el nombre de la calle, el número de la puerta, no vaya a perderlos al volver. Se paró, le dijo a la chica de las gafas oscuras, Esperaos aquí, no os mováis, y fue a mirar por la puerta acristalada de una farmacia, le pareció ver dentro unos bultos tumbados, llamó en los cristales, una de las sombras se movió, alguien se levantó volviendo la cara hacia el lugar de donde venía el ruido, Están todos ciegos, pensó la mujer del médico, sin entender por qué se encontraban allí, quizá sea la familia del farmacéutico, pero, si es así, por qué no están en su propia casa, con más comodidad que aquel suelo duro, a no ser que estuviesen guardando el establecimiento, contra quién, y menos siendo estas mercancías lo que son, que tanto pueden salvar como matar. Se alejó de allí, un poco más adelante se detuvo a mirar el interior de otra tienda, vio más gente tumbada en el suelo, mujeres, hombres, niños, algunos parecían estar preparándose para salir, uno de ellos se acercó a la puerta, tendió el brazo hacia fuera y dijo, Está lloviendo, Mucho, fue la pregunta de dentro, Sí, tendremos que esperar a ver si escampa, el hombre, era un hombre, estaba a dos pasos de la mujer del médico, no había reparado en que estaba acompañado, por eso se sobresaltó al oír decir, Buenos días, se había perdido la costumbre de dar los buenos días, no sólo porque días de ciegos, propiamente hablando, nunca pueden ser buenos, sino también porque nadie está completamente seguro de que los días no fuesen tardes, o noches, y si ahora, en una aparente contradicción con lo que acaba de ser explicado, estas personas despiertan más o menos al mismo tiempo que la mañana, es porque algunas se quedaron ciegas hace pocos días y aún no han perdido del todo el sentido de la sucesión de los días y las noches, del sueño y de la vigilia. El hombre dijo, Está lloviendo, y luego, Quién es usted, No soy de aquí, Anda buscando comida, Sí, llevamos cuatro días sin comer nada, Y cómo sabe que son cuatro días, Es un cálculo, Está sola, Estoy con mi marido y unos compañeros, Cuántos son, Siete en total, Si están pensando en quedarse con nosotros, quítenselo de la cabeza, ya somos muchos aquí, Sólo estamos de paso, De dónde vienen, Estuvimos internados desde que empezó la ceguera, Ah, sí, en cuarentena, no ha servido de nada, Por qué dice eso, Los han dejado salir, Hubo un incendio y entonces nos dimos cuenta de que los soldados que nos vigilaban habían desaparecido, Y salieron, Sí, Vuestros soldados serían los últimos en quedarse ciegos, todo el mundo está ciego, Todos, la ciudad entera, todo el país, Si alguien ve, no lo dice, se lo calla, Por qué no vive en su casa, Porque no sé dónde está, No lo sabe, Y usted, sabe dónde está la suya, Yo, la mujer del médico iba a responder que precisamente se dirigía allí con su marido y los compañeros, se habían detenido sólo para comer algo, para recuperar fuerzas, pero en este mismo instante vio con toda claridad la situación, ahora, alguien que estando ciego saliera de casa, sólo por milagro conseguiría reencontrarla, no es lo mismo que antes, pues los ciegos de aquel tiempo podían siempre contar con la ayuda de un transeúnte, bien para cruzar una calle, bien para volver al camino cierto en caso de que se hubieran desviado inadvertidamente del habitual, Sólo sé que está lejos, dijo, Pero no es capaz de llegar a ella, No, Pues mire, a mí me pasa igual, ustedes, todos los que estuvieron en cuarentena, tienen mucho que aprender, no saben lo fácil que es quedarse sin casa, No comprendo, Los que andan en grupo, como nosotros, como casi todo el mundo, cuando vamos a buscar comida tenemos que ir juntos, es la única manera de no perdernos unos de otros, y como vamos todos, como no queda nadie cuidando la casa, lo más seguro, suponiendo que consigamos volver, es que esté ocupada por otro grupo que tampoco ha podido encontrar la suya, somos una especie de noria, siempre dando vueltas, al principio hubo algunas peleas, pero pronto nos dimos cuenta de que nosotros, los ciegos, por así decir, no tenemos nada a lo que podamos llamar nuestro, a no ser lo que llevamos encima, La solución sería vivir en una tienda de comestibles, al menos mientras duren los alimentos no será necesario salir, A quien lo hiciera, lo mínimo que le podría ocurrir es que no tuviera nunca un minuto de sosiego, digo lo mínimo porque he oído hablar del caso de unos que lo intentaron, se encerraron dentro, cerraron las puertas, pero no pudieron evitar que saliera el olor a comida, así que se reunieron fuera los que querían comer y, como los de dentro no abrían, le pegaron fuego a la tienda, fue santo remedio, yo no lo vi, me lo contaron, que yo sepa nadie más se ha atrevido, Y no se vive ya en las casas, en los pisos, Sí, se vive, pero es igual, por mi casa debe de haber pasado cantidad de gente, no sé si algún día conseguiré dar con ella, además, en esta situación, es mucho más práctico dormir en las tiendas, en los almacenes, nos ahorramos andar subiendo y bajando escaleras, Ya no llueve, dijo la mujer del médico, Ya no llueve, repitió el hombre hacia dentro. Al oír estas palabras se levantaron los que todavía estaban tumbados, recogieron sus cosas, mochilas, maletines, bolsas de tela y de plástico, como si fueran de expedición, y era verdad, iban a cazar comida, uno a uno fueron saliendo de la tienda, la mujer del médico observó que iban abrigados, cierto es que los colores de las ropas no casaban entre sí, que los pantalones eran tan cortos que dejaban los tobillos al aire, o tan largos que tenían que enrollar los bajos, pero no les entraría el frío, algunos hombres usaban gabardinas o abrigos, dos de las mujeres llevaban abrigos largos de piel, lo que no se veía eran paraguas, probablemente por lo incómodos que son, siempre las varillas amenazando los ojos. El grupo, unas quince personas, se alejó. A lo largo de la calle aparecían otros grupos, también personas aisladas, arrimados a las paredes había hombres aliviando la urgencia matinal de la vejiga, las mujeres preferían el resguardo de los coches abandonados. Ablandados por la lluvia, los excrementos, aquí y allá, moteaban la calle.

La mujer del médico volvió al lado de los suyos, recogidos por instinto bajo el toldo de una pastelería de donde salía un hedor de nata ácida y otras podredumbres, Vamos, dijo, he encontrado un abrigo, y los llevó a la tienda de donde los otros acababan de salir. Los estantes del establecimiento estaban intactos, la mercancía no era de las de comer o vestir, había frigoríficos, máquinas de lavar ropa y vajilla, hornos normales y de microondas, batidoras, exprimidores, aspiradoras, las mil y una invenciones electrodomésticas destinadas a hacer más fácil la vida. La atmósfera estaba cargada de malos olores, haciendo absurda la blancura inmaculada de los objetos. Descansad aquí, dijo la mujer del médico, voy a buscar comida, no sé dónde la encontraré, cerca, lejos, esperad con paciencia, hay grupos por ahí fuera, si alguien quiere entrar, decidle que el sitio está ocupado, será suficiente para que se vayan a otro lugar, es la costumbre. Voy contigo, dijo el marido, No, es mejor que vaya sola, tenemos que saber cómo se vive ahora, por lo que he oído toda la gente está ciega, Entonces, dijo el viejo de la venda negra, es como si todavía estuviéramos en el manicomio, No hay comparación, podemos movernos libremente, y lo de la comida ya se resolverá, no vamos a morir de hambre, también tengo que hacerme con algo de ropa, vamos andrajosos, quien más lo necesitaba era ella, de cintura para arriba casi desnuda. Besó al marido, sintió en ese momento una punzada en el corazón, Por favor, pase lo que pase, aunque alguien quiera entrar, no dejéis este sitio, y si os echan, cosa que no creo que ocurra, es sólo para tener prevista cualquier posibilidad, quedaos en la puerta, juntos, hasta que yo llegue. Los miró con los ojos anegados en lágrimas, allí estaban, dependían de ella como los niños pequeños dependen de la madre, Si les falto, pensó, no se le ocurrió que fuera estaban todos ciegos y vivían, tendría que quedarse ciega ella también para comprender que una persona se acostumbra a todo, especialmente si ha dejado de ser persona, incluso sin llegar a tanto, ahí está el niño estrábico, por ejemplo, que ya ni por su madre pregunta. Salió a la calle, miró y fijó en su memoria el número de la puerta, el nombre de la tienda, ahora tenía que ver cómo se llamaba la calle, en aquella esquina, no sabía hasta dónde la iba a llevar la búsqueda de comida, y qué comida, serían tres puertas o trescientas, no podía perderse, no habría nadie a quien preguntar el camino, los que antes veían estaban ahora ciegos, y ella, viendo, no sabría dónde estaba. El sol había salido, brillaba en los charcos formados entre la basura, se veía mejor la hierba que crecía entre las losetas de la calzada. Había mucha gente fuera. Cómo se orientarán, se preguntó la mujer del médico. No se orientaban, caminaban rozando las casas, con los brazos tendidos hacia delante, tropezaban continuamente unos con otros, como las hormigas que van en cadena, pero cuando esto ocurría, no se oían protestas, ni necesitaban hablar, una de las familias se despegaba de la pared, avanzaba a lo largo de la que venía en dirección contraria, y así seguían hasta el próximo tropiezo. De vez en cuando se paraban, olfateaban a la entrada de las tiendas, por ver si olía a comida, sea lo que fuera, luego continuaban su camino, doblaban una esquina, desaparecían de la vista, poco después aparecía otro grupo, no traían aire de haber encontrado lo que buscaban. La mujer del médico se mueve con mayor rapidez, no pierde el tiempo entrando en las tiendas para saber si son de comestibles, pero pronto tuvo claro que no resultaría fácil abastecerse en cantidad, las pocas tiendas que encontró parecían haber sido devoradas por dentro, eran como caparazones vacíos.

Estaba ya muy lejos del lugar donde aguardaban el marido y los compañeros, había cruzado y recruzado calles, avenidas, plazas, cuando se encontró ante un supermercado. Dentro el aspecto no era diferente, estanterías vacías, vitrinas rotas, vagaban ciegos por los pasillos, la mayoría a gatas, barriendo con las manos el suelo inmundo, con la esperanza de encontrar algo que se pudiera aprovechar, una lata de conservas que hubiese resistido los golpes con que intentaron abrirla, un paquete cualquiera, de lo que fuese, una patata, aunque estuviese pisoteada, un trozo de pan, aunque pareciera una piedra. La mujer del médico pensó, Aun así, algo habrá, esto es enorme. Un ciego se levantó del suelo quejándose, se había clavado un casco de botella en la rodilla y la sangre le corría por la pierna. Los ciegos del grupo lo rodearon, Qué te pasa, qué te pasa, y él dijo, un vidrio, en la rodilla, En cuál, En la izquierda, una de las ciegas se agachó, Cuidado no sea que haya más por aquí, tanteó, palpó para distinguir una pierna de otra, Ésta es, dijo, lo tienes espetado ahí, uno de los ciegos se echó a reír, Pues si está espetado, aprovecha, y los otros rieron también, sin diferencia entre mujeres y hombres. Haciendo una pinza con el pulgar y el índice, es un gesto natural que no precisa aprendizaje, la ciega extrajo el cristal, luego ató la rodilla con un trapo que rebuscó en el saco que llevaba a hombros, y después contribuyó con su propio chiste al buen humor general, No hay nada que hacer, el espeto se le ha pasado, todos rieron, y el herido replicó, Cuando tengas ganas, me lo dices, verás si tengo vara de espetar, seguro que entre éstos no hay esposos y esposas, nadie se escandalizó, será toda gente de costumbres liberales y de uniones libres, a no ser que éstos, justamente, sean marido y mujer, de ahí la confianza, pero realmente no lo parecen, en público no hablarían así. La mujer del médico miró alrededor, lo que había de aprovechable se lo disputaban otros ciegos a puñetazos, que casi siempre se perdían en el aire, y empujones que no distinguían entre amigos y adversarios, ocurría a veces que el objeto de la pelea se les caía de las manos y acababa en el suelo esperando que alguien tropezase con él, Aquí no hay más que mierda, pensó, usando una palabra que no formaba parte de su léxico habitual, demostrando una vez más que la fuerza de las circunstancias y su naturaleza influyen mucho en el léxico, pensemos si no en aquel militar que también dijo mierda cuando le pidieron que se rindiera, absolviendo así del delito de mala educación futuros desahogos en situaciones menos peligrosas. Aquí no hay más que mierda, volvió a pensar, y se disponía a salir cuando otro pensamiento le acudió como una providencia, Un establecimiento como éste debe tener un almacén, no digo un, almacén grande, que ése estará en otro sitio, probablemente lejos, sino una reserva de los productos de más consumo. Excitada por la idea se lanzó a la busca de una puerta cerrada que la condujera a la cueva de los tesoros, pero todas estaban abiertas, y dentro reinaba la misma devastación, los mismos ciegos rebuscando en la misma basura. Al fin, en un pasillo oscuro, donde apenas llegaba la luz del sol, vio lo que le parecía un montacargas. Las puertas metálicas estaban cerradas, y al lado había otra puerta lisa, de las que se deslizan sobre carriles, El sótano, pensó, los ciegos que llegaron hasta aquí encontraron el camino cerrado, sin duda se dieron cuenta de que se trataba de un ascensor, pero a nadie se le ocurrió que lo normal es que haya también una escalera para cuando falle la energía eléctrica, por ejemplo, como es el caso. Empujó la puerta corredera y recibió, casi simultáneas, dos poderosas impresiones, primero, la de la oscuridad profunda por donde tendría que bajar para llegar al sótano, y luego, el olor inconfundible de cosas que se comen, aunque estén encerradas en recipientes de esos que llamamos herméticos, y es que el hambre siempre tuvo un olfato finísimo, capaz de atravesar todas las barreras, como el de los perros. Volvió rápidamente atrás para coger de la basura las bolsas de plástico que iba a necesitar para transportar la comida, al tiempo que se preguntaba, Sin luz, cómo voy a saber lo que tengo que llevarme, se encogió de hombros, la preocupación era estúpida, la duda ahora, teniendo en cuenta el estado de debilidad en que se encontraba, debería ser si tendría fuerzas para cargar con los sacos llenos, desandar el camino por donde vino, en este momento le entró un miedo horrible de no encontrar el lugar donde el marido la estaba esperando, sabía el nombre de la calle, eso no lo había olvidado, pero fueron tantas las vueltas que la desesperación la paralizó, luego, lentamente, como si el cerebro inmóvil se hubiese puesto al fin en movimiento, se vio a sí misma inclinada sobre un plano de la ciudad, buscando con la punta del dedo el itinerario más corto, como si tuviese dos veces ojos, unos que la miraban viendo el plano, otros que veían el plano y el camino. El pasillo seguía desierto, era una suerte, a causa del nerviosismo que le había provocado su descubrimiento, olvidó cerrar la puerta. La cerró ahora cuidadosamente, y se encontró sumergida en una oscuridad total, tan ciega ella como los ciegos que estaban fuera, la diferencia era sólo el color, si efectivamente son colores el blanco y el negro. Rozando la pared, empezó a bajar la escalera, si este lugar no fuera tan secreto como es, si alguien subiera desde el fondo, tendrían que hacer como había visto en la calle, despegarse uno de ellos de la seguridad del muro, avanzar rozando la imprecisa sustancia del otro, tal vez por un instante temer absurdamente que la pared no continuara del otro lado, Estoy a punto de volverme loca, pensó, y tenía razones para eso, bajando por aquel agujero tenebroso, sin luz ni esperanza de verla, hasta dónde, estos almacenes subterráneos en general no son altos, primer tramo de escalera, ahora sé lo que es ser ciega, segundo tramo de escaleras, Voy a gritar, voy a gritar, tercer tramo, las tinieblas son como un engrudo negro que ha cuajado en su cara, los ojos transformados en bolas de brea, Quién es ese que está ahí delante, y luego, de inmediato, otro pensamiento, aún más amedrentador, Y cómo voy a dar luego con la escalera, un desequilibrio súbito la obligó a inclinarse para no caer desamparada, con la consciencia casi perdida balbuceó, Está limpio, se refería al suelo, le parecía asombroso, un suelo limpio. Poco a poco comenzó a volver en sí, sentía un dolor sordo en el estómago, no es que sea una novedad, pero en este momento era como si no existiese en su cuerpo ningún otro órgano vivo, allá estarían, pero no daban señales de vida, el corazón, sí, el corazón resonaba como un tambor inmenso, siempre trabajando a ciegas en la oscuridad, desde la primera de todas las tinieblas, el vientre donde lo formaron, hasta la última, cuándo llegará ésa. Llevaba en la mano unas bolsas de plástico, no las había soltado, ahora tendrá que llenarlas, tranquilamente, un almacén no es lugar de fantasmas y dragones, aquí no hay más que oscuridad, y la oscuridad no muerde ni ofende, en cuanto a la escalera, ya la encontraré, seguro, aunque tenga que dar la vuelta entera a este agujero. Decidida, iba a levantarse, pero recordó que ahora estaba tan ciega como los ciegos, mejor sería hacer como ellos, avanzar a gatas hasta encontrar algo al frente, estanterías abarrotadas de comida, lo que fuese, con tal de que se pueda comer como está, sin preparaciones de cocina, que no está el tiempo para fantasías.

Volvió el miedo, subrepticio, pero ella avanzó algunos metros, tal vez estuviera equivocada, quizá allí mismo, ante ella, invisible, un dragón la esperase con la boca abierta. O un fantasma con la mano tendida, para llevarla al mundo terrible de los muertos que nunca acaban de morir, porque siempre viene alguien a resucitarlos. Luego, prosaicamente, con una infinita, resignada tristeza, pensó que el sitio donde estaba no era un depósito de comida sino un garaje, incluso le pareció sentir el olor a gasolina, hasta este punto puede engañarse el espíritu cuando se rinde a los monstruos que él mismo ha creado. Entonces, su mano tocó algo, no los dedos viscosos del fantasma, no la lengua ardiente y las fauces del dragón, lo que ella sintió fue el contacto con un metal frío, una superficie vertical, lisa, adivinó, sin saber que era ése el nombre, el montante de una estantería metálica. Calculó que debía de haber otras iguales a ésta, paralelas, como era normal, se trataba ahora de saber dónde estaban los productos alimenticios, no aquí, que este olor no engaña, detergentes. Sin pensar más en las dificultades que iba a tener para encontrar la escalera, empezó a recorrer las estanterías, palpando, oliendo, agitando. Había envases de cartón, botellas de vidrio y de plástico, frascos pequeños, medianos y grandes, latas que debían de ser de conservas, recipientes varios, tubos, bolsas, frasquitos. Llenó al azar una de las bolsas. Será todo de comer, se preguntaba inquieta. Pasó a otras estanterías, y en la segunda de ellas ocurrió lo inesperado, la mano ciega, que no podía ver por donde iba, tocó e hizo caer unas cajitas. El ruido que hicieron al chocar contra el suelo casi le paraliza el corazón a la mujer del médico, Son fósforos, pensó. Temblorosa de excitación, se inclinó, paseó las manos por el suelo, encontró lo que buscaba, éste es un olor que no se confunde con ningún otro, y el ruido de los palitos al agitar la caja, el deslizamiento de la tapa, la aspereza de la lija exterior, el raspar la cabeza del palito, al fin la deflagración de una pequeña llama, el espacio alrededor, una difusa esfera luminosa como un astro a través de la niebla, Dios mío, la luz existe, y yo tengo ojos para verla, alabada sea la luz. A partir de ahora, la cosecha sería fácil. Empezó por las cajas de fósforos, y llenó casi una bolsa. No es necesario llevarlas todas, le decía la voz del buen sentido, pero ella no hizo caso del buen sentido, después las trémulas llamas de los fósforos fueron mostrando las estanterías, aquí, allá, en poco tiempo llenó las bolsas, la primera la vacío porque no había metido nada útil, las otras ya llevaban riqueza suficiente para comprar la ciudad, no es de extrañar la diferencia de valores, basta que recordemos que un día hubo un rey que quiso cambiar su reino por un caballo, qué no daría él si estuviese muriéndose de hambre y le mostraran estas bolsas de plástico. La escalera está allí, el camino es todo recto. Antes, sin embargo, la mujer del médico se sienta en el suelo, abre un envase de chorizo, otro de lonchas de pan negro, una botella de agua y, sin remordimientos, come. Si no comiese ahora no tendría fuerzas para llevar la carga adonde hace falta, ella es la abastecedora. Cuando acabó, enfiló en los brazos las asas de las bolsas, tres en cada lado, y con las manos alzadas delante fue encendiendo cerillas hasta llegar a la escalera, luego, penosamente, la subió, la comida aún no ha pasado del estómago, precisa tiempo para llegar a los músculos y a los nervios, en este caso lo que ha aguantado mejor es la cabeza. La puerta corrediza se deslizó sin ruido, Y si hay alguien en el corredor, pensó la mujer del médico, qué hago. No había nadie, pero ella volvió a preguntarse, Qué hago. Podría, cuando llegase a la salida, volverse hacia dentro y gritar, Al fondo del corredor hay comida, una escalera lleva al almacén, aprovechaos, he dejado la puerta abierta. Podría hacerlo, pero no lo hizo. Ayudándose con el hombro, cerró la puerta, se decía a sí misma que lo mejor era callar, imaginen lo que ocurriría, los ciegos corriendo hacia allí como locos, sería como en el manicomio, cuando se declaró el incendio, rodarían escaleras abajo, pisoteados y aplastados por los que venían detrás, que caerían también, no es lo mismo poner el pie en un peldaño firme o en un cuerpo resbaladizo. Y cuando se acabe la comida, podré volver a por más, pensó. Cogió las bolsas con las manos, respiró hondo y avanzó por el corredor. No la verían, pero el olor de lo que había comido, Chorizo, que idiota he sido, sería como un rastro vivo. Cerró los dientes, apretó con toda su fuerza las asas de las bolsas, Tengo que correr, dijo. Se acordó del ciego herido en la rodilla por un casco de botella, Si me ocurre lo mismo a mí, si no voy con cuidado y me clavo un vidrio en el pie, quizá hayamos olvidado que esta mujer va descalza, no ha tenido tiempo de entrar en las zapaterías, como hacen los ciegos de la ciudad, que pese a ser desgraciados invidentes pueden elegir el calzado por el tacto. Tenía que correr, y corrió. Al principio intentó deslizarse entre los grupos de ciegos, procurando no rozarlos, pero eso la obligaba a ir lentamente, parándose para elegir camino, lo suficiente para desprender un aura de olor, porque no sólo las auras perfumadas y etéreas son auras, al cabo de un instante empezó a gritar un ciego, Quién anda por aquí comiendo chorizo, apenas dichas estas palabras la mujer del médico se dejó de cuidados y se lanzó a una carrera desenfrenada, atropellando, empujando, derribando, en un sálvese el que pueda merecedor de severa crítica, pues no es así como se trata a unos ciegos, que para desgracia ya tienen bastante.

Llovía torrencialmente cuando llegó a la calle. Mejor, pensó, jadeando, con las piernas temblándole, así se sentiría menos el olor. Alguien la había agarrado por el último andrajo que apenas la cubría de cintura arriba, ahora iba con los pechos al aire, por ellos, lustralmente, palabra fina, corría el agua del cielo, no era la libertad guiando al pueblo, las bolsas, afortunadamente llenas, pesan demasiado como para llevarlas alzadas como una bandera. Tiene esto sus inconvenientes, ya que las excitantes fragancias van viajando a la altura de la nariz de los perros, cómo podían faltar los perros, ahora sin dueños que los cuiden y alimenten, es casi una jauría lo que va tras la mujer del médico, ojalá no se le ocurra a uno de estos animales soltar una dentellada para comprobar la resistencia del plástico. Con una lluvia así, que es casi diluvio, sería de esperar que la gente estuviera recogida, esperando que escampase. Pero no es así, por todas partes hay ciegos con la boca abierta hacia las alturas, matando la sed, almacenando agua en todos los rincones del cuerpo, y otros ciegos, más previsores, y sobre todo más sensatos, sostienen en sus manos cubos, palanganas, cazos, y los levantan al cielo generoso, cierto es que Dios da nubes cuando hay sed. No se le había ocurrido a la mujer del médico la posibilidad de que de los grifos de las casas no saliera ni una gota del precioso líquido, es defecto de la civilización, nos habituamos a la comodidad del agua canalizada, llevada a domicilio, y olvidamos que, para que tal suceda, tiene que haber gente que abra y cierre las válvulas de distribución, estaciones elevadoras que necesitan energía eléctrica, computadoras para regular los débitos y administrar las reservas, y para todo faltan ojos. También faltan para ver este cuadro, una mujer cargada con bolsas de plástico, andando por una calle inundada, entre basura podrida y excrementos humanos y de animales, automóviles y camiones abandonados de cualquier manera, bloqueando la vía pública, algunos con las ruedas ya cercadas de hierba, y los ciegos, los ciegos, con la boca abierta, abriendo también los ojos hacia el cielo blanco, parece imposible cómo puede llover de un cielo así. La mujer del médico va leyendo los nombres de las calles, unos los recuerda, otros no, hasta que llega un momento en que comprende que se ha desorientado y anda perdida. No hay duda, se ha extraviado. Dio una vuelta, dio otra, ya no reconoce ni las calles ni los nombres que llevan, entonces, desesperada, se deja caer en un suelo sucísimo, empapado en cieno negro, y, vacía de fuerzas, de todas las fuerzas, rompe a llorar. Los perros la rodearon, olfatean las bolsas, pero sin convicción, como si ya se les hubiera pasado la hora de comer, uno de ellos le lame la cara, tal vez desde pequeño esté habituado a enjugar llantos. La mujer le acaricia la cabeza, le pasa la mano por el lomo empapado, y el resto de lágrimas las llora abrazada a él. Cuando al fin alzó los ojos, mil veces alabado sea el dios de las encrucijadas, ve que tiene ante ella un gran plano, de esos que los departamentos de turismo colocan en el centro de las ciudades, sobre todo para uso y tranquilidad de los visitantes, que tanto quieren poder decir adónde han ido como saber dónde están. Ahora, estando todos ciegos, parece fácil dar por mal empleado el dinero que han gastado, pero, en fin, hay que tener paciencia, dar tiempo al tiempo, debíamos haber aprendido ya, y de una vez para siempre, que el destino tiene que dar muchos rodeos para llegar a cualquier parte, sólo él sabe lo que le habrá costado traer aquí este plano para decir a esta mujer dónde está. No estaba tan lejos como creía, sólo se había desviado un poco en otra dirección, no tienes más que seguir por esta calle hasta una plaza, ahí cuentas dos calles a la izquierda, doblas después en la primera a la derecha, ésa es la que buscas, del número no te has olvidado. Los perros se fueron quedando atrás, algo los distrajo por el camino, o están muy acostumbrados al barrio y no quieren dejarlo, sólo el perro que había

bebido las lágrimas acompañó a quien las lloraba, probablemente este encuentro de la mujer y el plano, tan bien dispuesto por el destino, incluía igualmente al perro. Lo cierto es que entraron juntos en la tienda, al perro de las lágrimas no le sorprendió ver a todas aquellas personas tendidas en el suelo, tan inmóviles que parecían muertos, estaba habituado, a veces lo dejaban dormir entre ellas, y cuando era hora de levantarse, casi siempre estaban vivas. Despertad, si estáis durmiendo, traigo comida, dijo la mujer del médico, pero primero había cerrado la puerta, no la vaya a oír alguien que pase por la calle. El niño estrábico fue el primero en levantar la cabeza, sólo eso puede hacer, la debilidad no le dejaba, los otros tardaron un poco más, estaban soñando que eran piedras, y nadie ignora lo profundo que es el sueño de las piedras, un simple paseo por el campo lo demuestra, allí están durmiendo, medio enterradas, esperando no se sabe qué despertar. Tiene, no obstante, la palabra comida poderes mágicos, mayormente cuando aprieta el apetito, hasta el perro de las lágrimas, que no conoce lenguaje, empezó a mover el rabo, el instintivo movimiento le hizo recordar que aún no había hecho aquello a que están obligados los perros mojados, se agitó con violencia, salpicando todo a su alrededor, en ellos es fácil, llevan la piel como quien lleva un abrigo.


Agua bendita de la más eficaz, bajada directamente del cielo, aquella rociada ayudó a las piedras a transformarse en personas, mientras la mujer del médico participaba de la metamorfosis abriendo una tras otra las bolsas de plástico. No todo olía a lo que contenía, pero el perfume de un trozo de pan duro ya sería, hablando elevadamente, la esencia misma de la vida. Están, al fin, todos despiertos, tienen las manos trémulas, las caras ansiosas, y entonces el médico, tal como le había ocurrido antes al perro de las lágrimas, recuerda quién es, Cuidado, no conviene comer mucho, puede hacernos daño, Lo que nos hace daño es el hambre, dijo el primer ciego, Haz caso de lo que dice el doctor, le reprendió la mujer, y el marido se calló, pensando con una sombra de rencor, Éste ni de ojos entiende, palabras injustas éstas, tanto más si tenemos en cuenta que no está el médico menos ciego que los otros, la prueba es que ni advirtió que su mujer venía desnuda de cintura para arriba, fue ella quien le pidió la chaqueta para taparse, los otros ciegos miraron en su dirección, pero era demasiado tarde, que hubieran mirado antes.


Mientras comían, la mujer del médico contó sus aventuras, de todo lo que hizo y le ocurrió, sólo calló que había dejado la puerta del almacén cerrada, no estaba muy segura de las razones humanitarias que a sí misma se había dado, en compensación contó el episodio del ciego que se había clavado el vidrio en la rodilla, todos se rieron a gusto, todos no, que el viejo de la venda negra no hizo más que esbozar una sonrisa cansada, y el niño estrábico sólo tenía oídos para el ruido que hacía al masticar. El perro de las lágrimas recibió su parte, que pronto pagó ladrando furiosamente cuando alguien de fuera empujó la puerta con violencia. Quienquiera que fuese no insistió, se decía que había perros rabiosos por las calles, para rabia ya tengo bastante con ésta de no ver dónde pongo los pies. Volvió la calma, y entonces, sosegada ya en todos la primera hambre, la mujer del médico contó la charla con el hombre que había salido de esta misma tienda para ver si llovía. Luego, concluyó, Si lo que me dijo es verdad, no podemos tener la seguridad de encontrar nuestras casas tal como las dejamos, ni siquiera sabemos si podremos entrar en ellas, hablo de aquellos que se olvidaron de llevarse las llaves cuando salieron, o que las perdieron, nosotros, por ejemplo, no las tenemos, se quedaron allí, cuando el incendio, sería imposible encontrarlas ahora entre los escombros, pronunció la palabra y fue como si estuviese viendo las llamas envolviendo las tijeras, quemando primero la sangre seca que hubiese en ellas, luego mordiéndole el filo, las puntas agudas, embotándolas, y transformándolas al cabo de un tiempo en rombos blandos, informes, deshechos, imposible creer que aquello hubiera perforado la garganta de nadie, cuando el fuego acabe su trabajo, será imposible, en la masa única de metal fundido, distinguir dónde están las tijeras y dónde están las llaves, Las llaves, dijo el médico, las tengo yo, e introduciendo con dificultad tres dedos en un bolsillo pequeño de los andrajosos pantalones, junto a la cintura, extrajo de dentro una argollita con tres llaves. Y cómo las tienes tú, si yo las había metido en mi bolso, que se quedó allí, Las saqué, tenía miedo de que pudieran perderse, creí que estaban más seguras conmigo, y era también una forma de seguir confiando en que algún día íbamos a volver a casa, Está bien eso de tener las llaves, pero puede que nos encontremos con la puerta derribada, Pueden haberlo intentado, o no, por un momento se olvidaron de los otros, pero ahora es preciso saber, de todos ellos, lo que ha pasado con sus llaves, la primera en hablar fue la chica de las gafas oscuras, Mis padres se quedaron en casa cuando la ambulancia fue a buscarme, no sé qué les habrá ocurrido luego, después habló el viejo de la venda negra, Yo estaba en mi cuarto cuando me quedé ciego, llamaron a la puerta, la dueña de la casa vino a decirme que unos enfermeros me buscaban, no era momento para pensar en llaves, sólo faltaba la mujer del primer ciego, pero ésta dijo, No sé, no me acuerdo, sabía, se acordaba, pero no quería confesar que cuando se vio ciega, expresión absurda, pero enraizada, que no hemos conseguido evitar, salió de casa gritando, llamando a las vecinas, las que estaban en casa se guardaron muy bien de acudir en su ayuda, y ella, que tan firme y capaz se había mostrado cuando la desgracia cayó sobre el marido, se comporta ahora alocadamente, abandonando la casa con la puerta abierta de par en par, ni se le ocurrió que la dejaran volver atrás, sólo un minuto, sólo cerrar la puerta y ya estoy aquí. Al niño estrábico nadie le preguntó por la llave de su casa, el pobrecillo ni de dónde vivía se acordaba. Entonces, la mujer del médico tocó levemente la mano de la chica de las gafas oscuras, Empezaremos por tu casa, que es la que está más cerca, pero antes tenemos que encontrar ropa y zapatos, no podemos andar así por la calle, sucios y rotos. Hizo un movimiento para levantarse, pero reparó en el niño estrábico, que, confortado ya, y harto, había vuelto a quedarse dormido. Dijo, descansemos, durmamos un poco, ya veremos más tarde lo que nos espera. Se quitó la falda mojada, luego, para calentarse, se acercó al marido, lo mismo hicieron el primer ciego y su mujer, Eres tú, preguntó él, ella se acordaba de su casa y sufría, no dijo Consuélame, pero fue como si lo hubiera pensado, lo que no se sabe es qué sentimiento habrá llevado a la chica de las gafas oscuras a poner un brazo sobre el hombro del viejo de la venda negra, pero el caso es que lo hizo, y así permanecieron, ella durmiendo, él no. El perro fue a tumbarse junto a la puerta, guardando el paso, es un animal áspero e intratable cuando no tiene que enjugar lágrimas.


Se vistieron y se calzaron, lo que aún no encontraron es manera de lavarse, pero se nota ya una gran diferencia con los otros ciegos, los colores de las ropas, pese a la relativa escasez de la oferta, porque, como se suele decir, la fruta está ya muy sobada, combinan bien entre sí, es la ventaja de llevar con nosotros a alguien que nos aconseja, Ponte tú esto, que va mejor con esos pantalones, las rayas no casan con los lunares, detalles así, a los hombres, probablemente, les daba igual tambor que pandereta, pero la chica de las gafas oscuras y la mujer del primer ciego hicieron cuestión de saber qué colores y qué corte tenían las ropas que llevaban, de este modo, y con ayuda de la imaginación, podrán verse a sí mismas. En cuanto al calzado, todos se mostraron de acuerdo en que había que cuidar más la comodidad que la belleza, nada de cordones y tacones altos, nada de antes y charoles, en el estado en que las calles están sería un disparate, lo mejor son unas buenas botas altas de goma, totalmente impermeables, la caña hasta media pierna, fáciles de poner y de quitar, nada mejor para andar por los barrizales. Desgraciadamente no encontraron botas de este tipo para todos, al niño estrábico, por ejemplo, no había número que le sirviera, le quedaban los pies nadando por dentro, por eso tuvo que contentarse con unas botas deportivas sin finalidad definida, Qué coincidencia, diría su madre, allá donde esté, a alguien que viniera a contarle lo ocurrido, es exactamente lo que habría elegido mi hijo si pudiera ver. El viejo de la venda negra, que tiene unos pies que tiran más bien a grandes, resolvió el problema poniéndose unos zapatos de baloncesto, de los especiales para jugadores de dos metros y extremidades en proporción. Verdad es que va un poco ridículo, parece que lleva unas pantuflas blancas, pero estos ridículos son de los que duran poco, en menos de diez minutos ya estarán sucísimos los zapatos, es como todo en la vida, dar tiempo al tiempo, que todo lo arregla.

Dejó de llover, ya no hay ciegos con la boca abierta. Andan por ahí, sin saber qué hacer, vagan por las calles, pero nunca mucho tiempo, andar o estar parado viene a ser lo mismo para ellos, salvo encontrar comida no tienen otros objetivos, la música se ha acabado, nunca hubo tanto silencio en el mundo, teatros y cines sirven a quien se ha quedado sin casa o ha dejado de buscarla, algunas salas de espectáculos, las mayores, se usaron para las cuarentenas cuando el Gobierno, o lo que de él sucesivamente fue quedando, aún creía que el mal blanco podía ser atajado con trucos e instrumentos que de tan poco sirvieron en el pasado contra la fiebre amarilla y otros pestíferos contagios, pero eso se ha acabado, aquí ni siquiera ha sido necesario un incendio. En cuanto a los museos, es un auténtico dolor del alma, algo que rompe el corazón, toda aquella gente, gente digo bien, todas aquellas pinturas, aquellas esculturas no tienen delante ni una persona a quien mirar. No se sabe qué esperan ahora los ciegos de la ciudad, esperarían su curación si todavía creyeran en ella, pero esa esperanza se acabó cuando se enteraron de que el mal había afectado a todos, sin dejar a nadie libre, que no había quedado vista humana para mirar por la lente de un microscopio, que habían sido abandonados los laboratorios, donde no le quedaba a las bacterias más solución, si querían sobrevivir, que devorarse entre sí. Al principio, muchos ciegos, acompañados por parientes aún con vista y espíritu de familia, acudían a los hospitales, pero allí sólo encontraron médicos ciegos tomando el pulso a enfermos que no veían, auscultándolos por delante y por detrás, eso era todo lo que podían hacer, para eso todavía tenían oídos. Después, bajo el aprieto del hambre, los enfermos, los que podían andar, huían de los hospitales, y acababan muriendo en la calle, abandonados, las familias, si las tenían, dónde andarían, y luego, para que los enterrasen, no bastaba que alguien tropezase con ellos por casualidad, tenían que empezar a oler mal, e, incluso así, sólo si habían ido a morir a un lugar de paso. No es extraño que los perros sean tantos, algunos ya parecen hienas, los matojos del pelo apestan a podredumbre, corren por ahí con los cuartos traseros encogidos, como si tuvieran miedo de que los muertos y devorados cobrasen vida de nuevo para hacerles pagar la vergüenza de morder a quien ya no puede defenderse. Cómo está el mundo, preguntó el viejo de la venda negra, y la mujer del médico respondió, No hay diferencia entre fuera y dentro, entre aquí y allá, entre los pocos y los muchos, entre lo que hemos vivido y lo que vamos a tener que vivir, Y la gente, cómo va, preguntó la chica de las gafas oscuras, Van como fantasmas, ser fantasma debe de ser algo así, tener la certeza de que la vida existe, porque cuatro sentidos nos lo dicen, y no poder verla, Hay muchos coches por ahí, preguntó el primer ciego, que no puede olvidar que le robaron el suyo, Es un cementerio. Ni el médico ni la mujer del primer ciego hicieron preguntas, para qué, si las respuestas serían del mismo talante que éstas. Al niño estrábico le basta la satisfacción de llevar puestos los zapatos con los que siempre soñó, ni siquiera lo entristece el hecho de no poder verlos. Por esta razón, probablemente, no va como un fantasma. Y tampoco merecería que le llamen hiena al perro de las lágrimas que sigue a la mujer del médico, no anda olisqueando carne muerta, acompaña a unos ojos que él sabe muy bien que están vivos.

La casa de la chica de las gafas oscuras no está lejos, pero estos hambrientos de una semana sólo ahora empiezan a notar que les vuelven las fuerzas, y por eso andan tan lentamente, para descansar no tienen más remedio que sentarse en el suelo, no valió la pena el cuidado de selección de colores y cortes, si al cabo de poco tiempo las ropas estarán inmundas. La calle donde vive la chica de las gafas oscuras es estrecha aparte de corta, lo que explica que no se encuentren por aquí automóviles, era de dirección única y ni así quedaba espacio para estacionar, estaba prohibido. Que tampoco hubiese personas no era de extrañar, en calles así no son raros los momentos del día en que no se ve un alma. Cuál es el número de tu casa, preguntó la mujer del médico, El siete, segundo izquierda. Una de las ventanas estaba abierta, en otro tiempo sería señal segura de que había alguien en casa, ahora todo es dudoso. Dijo la mujer del médico, No iremos todos, subiremos sólo nosotras dos, los demás que esperen abajo. Se veía que la puerta de la calle había sido forzada, se notaba claramente que el anclaje de la cerradura estaba retorcido, una ancha lasca de madera se había soltado casi por completo del batiente. La mujer del médico no dijo nada de esto, dejó que la chica fuera delante, ella conocía el camino, no le importaba la penumbra en que la escalera estaba inmersa. Con el nerviosismo de la prisa, la chica de las gafas oscuras tropezó dos veces, pero creyó que lo mejor era, reírse de sí misma, Imagínate, esta escalera, la subía y bajaba yo antes con los ojos cerrados, las frases hechas son así, no tienen sensibilidad para las mil sutilezas de sentido, ésta, por ejemplo, no conoce la diferencia entre cerrar los ojos y estar ciego. En el rellano del segundo la puerta que buscaban estaba cerrada. La chica de las gafas oscuras deslizó la mano por la hoja de la puerta hasta encontrar el timbre, No hay luz, le recordó la mujer del médico, y estas tres palabras, que no hacían más que repetir lo que todo el mundo sabía, las oyó la chica como el anuncio de una mala noticia. Llamó una vez, dos veces, tres veces, a la tercera con violencia, a puñetazos, llamaba, Mamaíta, Papá, y nadie venía a abrir, los apelativos cariñosos no conmovían la realidad, nadie vino a decir, Mi hija querida, al fin estás aquí, creímos que nunca te íbamos a ver, entra, entra, esta señora debe de ser amiga tuya, que entre, que entre también, la casa está un poco desordenada, no se fije mucho, la puerta seguía cerrada, No hay nadie, dijo la chica de las gafas oscuras, y rompe a llorar apoyada en la puerta, la cabeza sobre los antebrazos cruzados, como si con todo el cuerpo estuviese implorando una desesperada piedad, si no hubiéramos aprendido ya lo suficiente de las complicaciones del espíritu humano, nos sorprendería que quiera tanto a sus padres, hasta el punto de estas demostraciones de dolor, una chica de costumbres tan libres, aunque no está lejos quien dijo que no hay contradicción, ni la hubo nunca, entre esto y aquello. La mujer del médico quiso consolarla, pero tenía poco que decir, sabemos que es casi imposible que la gente permanezca mucho tiempo en sus casas, Podemos preguntar a los vecinos, sugirió, si hay alguno, Sí, vamos a preguntar, dijo la chica de las gafas oscuras, pero en su voz no había ninguna esperanza. Empezaron por llamar a la puerta de la otra vivienda del rellano, pero nadie respondió. En el piso de encima, las dos puertas estaban abiertas. Las viviendas habían sido saqueadas, los roperos estaban vacíos, en los sitios de guardar comida no quedaba sombra de ella. Había señales de haber pasado gente por allí hacía poco tiempo, algún grupo errante, como lo eran todos ahora, siempre de casa en casa, de ausencia en ausencia.

Bajaron al primero, la mujer del médico llamó con los nudillos en la puerta más cercana, hubo un silencio expectante, después, una voz ronca preguntó, desconfiada, Quién anda por ahí, la chica de las gafas oscuras se adelantó, Soy yo, la vecina del segundo, estoy buscando a mis padres, sabe dónde están, qué ha sido de ellos. Se oyeron pasos arrastrados, la puerta se abrió y apareció una vieja flaquísima, sólo la piel sobre los huesos, escuálida, con el pelo largo, blanco y desgreñado. Una mezcla nauseabunda de olores ácidos y de una indefinible podredumbre hizo retroceder a las dos mujeres. La vieja abría mucho los ojos, los tenía casi blancos, No sé nada de tus padres, vinieron a buscarlos al día siguiente de llevarte a ti, entonces yo aún veía, Hay alguien más en la casa, De vez en cuando oigo subir y bajar la escalera, pero es gente de fuera, de esos que sólo vienen a dormir, Y mis padres, Ya te he dicho que no sé nada de ellos, Y su marido, y su hijo, y su nuera, También se los llevaron, Y a usted no, por qué, Porque me escondí, Dónde, En tu casa, ya ves, Y cómo consiguió entrar, Por la parte de atrás, por la escalera de socorro, rompí un cristal y abrí la puerta por dentro, la llave estaba en la cerradura, Y desde entonces cómo ha podido vivir sola en su casa, preguntó a su vez la mujer del médico, Quién más hay aquí, preguntó la vieja aterrada volviendo la cabeza, Es una amiga, anda en mi grupo, respondió la chica de las gafas oscuras, Y no sólo es el hecho de estar sola, la comida, cómo se las arregló para conseguir comida durante todo este tiempo, insistió la mujer del médico, No soy tonta, me voy gobernando como puedo, Si no quiere, no lo diga, era sólo por curiosidad, Claro que se lo digo, no faltaba más, lo primero que hice fue ir por todas las casas de la escalera recogiendo la comida que hubiese, la que se estropeaba me la comí en seguida, la otra la guardé, Tiene algo todavía, preguntó la chica de las gafas oscuras, No, se ha acabado todo, respondió la vieja con una súbita expresión de desconfianza en los ojos ciegos, modo de decir que en estas situaciones siempre se suele usar, pero que realmente no es muy riguroso, porque los ojos, los ojos propiamente dichos, no tienen expresión, ni siquiera cuando han sido arrancados, son dos canicas que están allí inertes, los párpados, las pestañas, y también las cejas, son los que se encargan de las diversas elocuencias y retóricas visuales, pero la fama la tienen los ojos, Entonces, de qué vive ahora, preguntó la mujer del médico, La muerte anda por las calles, pero en los corrales la vida no se ha acabado, dijo la vieja con misterio, Qué quiere decir, En los patios, en los corrales, hay conejos, gallinas, en los huertos hay coles, flores, pero las flores no se pueden comer, Y cómo hace, Depende, unas veces cojo unas coles, otras veces mato un conejo o una gallina, Y los come crudos, Al principio encendía una hoguera, después me he acostumbrado a la carne cruda, y los tronchos de las coles son dulces, no se preocupen, que de hambre no va a morir esta hija de mi madre. Retrocedió dos pasos, casi se perdió en la oscuridad de la casa, sólo los ojos, blancos, brillaban, y dijo desde allí, Si quieres ir a tu casa, entra, te doy paso. La chica de las gafas oscuras iba a decir que no, que muchas gracias, no vale la pena, para qué, si mis padres no están, pero súbitamente sintió el deseo de ver su cuarto, Ver mi cuarto, qué estupidez, si estoy ciega, al menos pasar las manos por las paredes, por la colcha de la cama, por la almohada donde descansaba mi loca cabeza, por los muebles, quizá esté en la cómoda el jarrón de flores que recordaba, si la vieja no lo ha tirado al suelo, por rabia de no encontrar qué comer. Dijo, Bueno, si me lo permite, aprovecharé su ofrecimiento, es mucha bondad de su parte, Entra, entra, pero ya sabes, comida no vas a encontrar, ya tengo poca para mí, además, a ti no te sirve, seguro que no te gusta la carne cruda, No se preocupe, nosotros tenemos comida, Ah, tienen comida, en ese caso denme algo en pago del favor, Ya le daremos, descuide, dijo la mujer del médico. Pasaron al corredor, el hedor se hacía insoportable. En la cocina, mal iluminada por la escasa luz de fuera, había pieles de conejo por el suelo, plumas de gallina, huesos, y, sobre la mesa, en un plato lleno de sangre reseca, pedazos de carne irreconocibles, como si hubiesen sido masticados ya muchas veces, Y los conejos y las gallinas, qué comen, preguntó la mujer del médico, Coles, hierbas, restos, dijo la vieja, Restos de qué, De todo, hasta carne, No nos diga que las gallinas y los conejos comen carne, Los conejos aún no, pero las gallinas, a ésas les encanta, los animales son como las personas, se acostumbran a todo. La vieja se movía con seguridad, sin tropezar, apartó una silla del camino como si la hubiera visto, después indicó la puerta que daba a la escalera de socorro, Por ahí, pero con cuidado, no resbalen, el pasamano no está muy seguro, Y la puerta, preguntó la chica de las gafas oscuras, Basta empujarla, la llave la tengo yo, está por ahí, Es mía, iba a decir la chica, pero en el mismo instante pensó que esta llave no le serviría para nada si los padres, o alguien por ellos, se hubiesen llevado las otras, las de la puerta de entrada, no podía estar pidiéndole a esta vecina que la dejase pasar siempre que quisiera entrar o salir. Sintió una leve opresión en el corazón, sería porque iba a entrar en su casa, sería por saber que los padres no estaban, sería por qué.

La cocina estaba limpia y ordenada, no había demasiado polvo sobre los muebles, otra ventaja del tiempo lluvioso, aparte de haber hecho crecer las coles y las hierbas, realmente, los huertos, vistos desde arriba, le parecían a la mujer del médico selvas en miniatura, Andarán por aquí sueltos los conejos, se preguntó, seguro que no, seguirían viviendo en las conejeras, esperando la mano ciega que les llevase hojas de col y que luego los agarre de las orejas y los saque de allí pataleando, mientras la otra mano prepara el golpe ciego que les romperá las vértebras junto al cráneo. La memoria de la chica de las gafas oscuras la conducía por el interior de la casa, como la vieja del piso de abajo, tampoco tropezó ni dudó, la cama de los padres estaba por hacer, debían de haberlos recogido de madrugada, se sentó allí a llorar, la mujer del médico se sentó a su lado, le dijo, No llores, qué otras palabras se pueden decir, las lágrimas qué sentido tienen cuando el mundo ha perdido todo su sentido. En el dormitorio de la chica, sobre la cómoda, había un jarrón de vidrio con flores ya secas, el agua se había evaporado, fue a ellas a donde se dirigieron las manos ciegas, los dedos rozaron los pétalos muertos, qué frágil es la vida si la abandonan. La mujer del médico abrió la ventana, miró a la calle, allí estaban todos, sentados en el suelo, esperando pacientemente, el perro de las lágrimas fue el único que levantó la cabeza, le dio aviso el sutil oído. El cielo, otra vez cubierto, empezaba a oscurecerse, caía la noche. Pensó que hoy no precisarían buscar un abrigo donde dormir, se quedarían aquí, A la vieja no le va a gustar que pasemos todos por su casa, murmuró. En aquel momento, la chica de las gafas oscuras le tocó el hombro, y dijo, Las llaves están en la cerradura, no se las llevaron. La dificultad, si lo era, estaba resuelta, no tendrían que soportar el malhumor de la vieja del primero, Voy a bajar a llamarlos, se está haciendo de noche, qué bien, hoy al menos podemos dormir en una casa, bajo el techo de una casa, dijo la mujer del médico, Ustedes se quedarán en la cama de mis padres, Ya veremos luego, Aquí quien manda soy yo, estoy en mi casa, Tienes razón, lo haremos como tú quieras, la mujer del médico abrazó a la chica, después bajó a buscar a los otros. Escaleras arriba, hablando animados, tropezando de vez en cuando en los peldaños pese a las advertencias de la guía, Son diez en cada tramo, parecía que venían de visita. El perro de las lágrimas los seguía tranquilamente, como si fuese cosa de toda la vida. En el rellano, la chica de las gafas oscuras miraba para abajo, es la costumbre cuando sube alguien, sea para saber de quién se trata, si no es persona conocida, sea para celebrar con palabras la acogida, si son amigos, en este caso no era necesario tener ojos para saber quién llega, Entrad, entrad, poneos cómodos. Apareció la vieja del primero acechando en la puerta, creyó que aquel tropel sería uno de esos bandos que aparecen para dormir, y no se equivocaba, preguntó, Quién anda por ahí, y la chica de las gafas oscuras respondió desde arriba, Es mi grupo, la vieja quedó confusa, cómo pudo la chica llegar al rellano, lo comprendió inmediatamente y se irritó consigo misma por no haber tenido la precaución de buscar y recoger las llaves de las puertas de salida, era como si estuviese perdiendo los derechos de propiedad de una casa de la que, desde hacía meses, era única habitante. No encontró mejor manera de compensar la súbita frustración que decir, abriendo la puerta, Recuerden lo de la comida, no se hagan los olvidadizos. Y como ni la mujer del médico ni la chica de las gafas oscuras, una ocupada en guiar a los que llegaban, otra en recibirlos, le respondieran, gritó destemplada, Lo han oído. Mala cosa hizo, porque el perro de las lágrimas, que en ese momento exacto pasaba ante ella, empezó a ladrar furioso, la escalera atronaba toda con los alaridos del can, fue mano de santo, la vieja soltó un grito de miedo y se metió atropelladamente en su casa, cerrando la puerta. Quién es esa bruja, preguntó el viejo de la venda negra, son cosas que se dicen cuando no tenemos ojos para nosotros mismos, si hubiera vivido él como vivió ella, ya veríamos lo que le duraban sus modos civilizados.

No había otra comida sino la que traían en las bolsas, el agua tenían que ahorrarla hasta la última gota, y con respecto a la iluminación, la suerte fue que encontraron dos velas en el armario de la cocina, guardadas allí para ocasionales apagones y que la mujer del médico encendió en su propio beneficio, que los otros no las necesitaban, ya tienen una, luz dentro de las cabezas, tan fuerte que los había cegado. No disponían los compañeros más que de este poco, y, aun así, fue una fiesta de familia, de esas, raras, donde lo que es de cada uno es de todos. Antes de sentarse a la mesa, la chica de las gafas oscuras y la mujer del médico fueron al piso de abajo, a cumplir la promesa, aunque más exacto sería decir que fueron a satisfacer la exigencia de pagar con comida el paso por aquella aduana. La vieja las recibió quejosa, rezongando, aquel perro maldito que no la devoró de milagro, Mucha comida debéis de tener para mantener a una fiera así, insinuó, como si esperara, por medio de este recriminatorio reparo, suscitar en las dos emisarias lo que llamamos remordimientos de consciencia, realmente, dirían una a la otra, no sería humano dejar morir de hambre a una pobre anciana mientras un animal come hasta reventar. No volvieron atrás las dos mujeres para buscar más comida, la que llevaban ya era una generosa ración, si tenemos en cuenta las difíciles circunstancias de la vida actual, y así inesperadamente lo entendió la vieja del piso de abajo, a fin de cuentas menos malvada de lo que parecía, que fue adentro a buscar la llave de atrás diciéndole a la chica de las gafas oscuras, Toma, la llave es tuya, y, como si esto fuese poco, aún murmuró, al cerrar la puerta, Gracias. Maravilladas subieron las dos mujeres, la bruja tenía sentimientos, No era mala persona, quedarse sola le ha hecho perder el juicio, comentó la chica de las gafas oscuras sin parecer pensar lo que decía. La mujer del médico no respondió, decidió guardar la charla para más tarde, la ocasión la tuvo cuando los otros estaban ya acostados, algunos dormidos, sentadas las dos en la cocina como madre e hija ganando fuerzas para seguir poniendo un poco de orden en la casa, entonces la mujer del médico preguntó, Y tú, qué vas a hacer ahora, Nada, me quedo aquí, esperando que vuelvan mis padres, Sola y ciega, A la ceguera me he habituado ya, Y a la soledad, Tendré que habituarme, también la vecina de abajo vive sola, Quieres convertirte en lo que ella es, alimentarte de coles y de carne cruda, mientras dure, en estas casas no parece quedar nadie, seréis dos a odiaros con miedo de que se acabe la comida, cada troncho que una coja lo estará quitando de la boca de la otra, tú no has visto a esa pobre mujer, de su casa sólo sentiste el olor, te digo que ni allá donde vivíamos era tan repugnante, Tarde o temprano todos seremos como ella, y cuando acabemos ya no habrá más vida, Por ahora vivimos, Escúchame, tú sabes mucho más que yo, a tu lado soy sólo una ignorante, pero lo que pienso es que estamos ya muertos, estamos ciegos porque estamos muertos, o, si prefieres que te lo diga de otra manera, estamos muertos porque estamos ciegos, da lo mismo, Yo sigo viendo, Afortunadamente para ti, afortunadamente para tu marido, para mí, para los otros, pero no sabes si vas a seguir viendo durante mucho tiempo mas, en caso de que te quedes ciega te volverás igual que nosotros, acabaremos todos como la vecina de abajo, Hoy es hoy, mañana será mañana, y es hoy cuando tengo la responsabilidad, no mañana, si estoy ya ciega, Responsabilidad de qué, La responsabilidad de tener ojos cuando los otros los han perdido, No puedes guiar ni dar de comer a todos los ciegos del mundo, Debería, Pero no puedes, Ayudaré en todo lo que esté a mi alcance, Sé muy bien que lo harás, de no ser por ti quizá yo no estaría viva, Y ahora no quiero que mueras, Tengo que quedarme, es mi obligación, ésta es mi casa, quiero que mis padres, si vuelven, me encuentren aquí, Si vuelven, tú misma lo has dicho, y falta saber si entonces seguirán siendo tus padres, No comprendo, Has dicho que la vecina de abajo había sido una buena persona, Pobre mujer, Pobres tus padres, pobre tú, cuando os encontréis, ciegos de ojos, ciegos de sentimientos, porque los sentimientos con que hemos vivido y que nos hicieron vivir como éramos, nacieron de los ojos que teníamos, sin ojos serán diferentes los sentimientos, no sabemos cómo, no sabemos cuáles, tú dices que estamos muertos porque estamos ciegos, ahí está, Tú amas a tu marido, Sí, como a mí misma, pero si yo me quedo ciega, si después de perder la vista dejo de ser quien he sido, quién seré entonces para seguir amándolo, y con qué amor, Antes, cuando veíamos, también había ciegos, Pocos en comparación con los que hay hoy, los sentimientos normales eran los de quien ve, y los ciegos sentían entonces con sentimientos ajenos, no como los ciegos que eran, ahora, sí, lo que está naciendo es el auténtico sentir de los ciegos, y sólo estamos en el inicio, por ahora aún vivimos de la memoria de lo que sentíamos, no precisas tener ojos para saber cómo es hoy la vida, si a mí me dijesen que un día mataría, lo tomaría como una ofensa, y he matado, Qué quieres entonces que haga, Ven conmigo, ven a nuestra casa, Y ellos, Lo que vale para ti, vale para ellos, pero es sobre todo a ti a quien quiero, Por qué, Yo misma me pregunto por qué, quizá porque te siento como una hermana, quizá porque mi marido se acostó contigo, Perdóname, No es crimen que necesite perdón, Vamos a chuparte la sangre, vamos a ser como parásitos, No faltaban parásitos cuando veíamos, y en lo que dices de la sangre, para algo ha de servir, aparte de para sustentar el cuerpo que la transporta, y ahora, vámonos a dormir, que mañana es otra vida.

Otra vida, o la misma. El niño estrábico, cuando despertó, quiso ir al retrete, tenía diarrea, algo que le sentó mal en su debilidad, pero pronto se vio que era imposible entrar allí, por lo visto, la vieja del piso de abajo había ido utilizando todos los retretes de la casa hasta no poder usarlos más, sólo por una extraordinaria casualidad, ninguno de los siete, ayer, antes de acostarse, necesitó aliviar las urgencias del bajo vientre, si no ya lo sabrían. Ahora todos las sentían, y sobre todo el pobre chiquillo, que no aguantaba más, realmente por mucho que nos cueste reconocerlo, estas realidades sucias de la vida también deben ser contempladas en un relato, con la tripa en sosiego cualquiera tiene ideas, discute, por ejemplo, si existe una relación directa entre los ojos y los sentimientos, o si el sentido de responsabilidad es consecuencia natural de una buena visión, pero cuando aprieta la barriga, cuando el cuerpo se nos desmanda de dolor y de angustias es cuando se ve el animal que somos. El patio trasero, el huerto, exclamó la mujer del médico, y tenía razón, si no fuese tan temprano nos encontraríamos a la vecina del piso de abajo, es hora de dejar de llamarle vieja como hemos venido haciendo peyorativamente, allí estaría, decíamos, agachada, rodeada de gallinas, por qué, quien hizo la pregunta seguramente no sabe nada de gallinas. Agarrándose la barriga, sostenido por la mujer del médico, el niño estrábico bajó las escaleras en ansia, mucho ha conseguido aguantar, pobrecillo, no le pidamos más, en los últimos peldaños ya desistió el esfínter de contener la presión interna, imaginen las consecuencias. Entretanto, los otros cinco bajaron como pudieron la escalera de socorro, nombre muy adecuado, si algún pudor había quedado del tiempo en que vivieron en cuarentena, ya era hora de perderlo. Dispersos por el huerto, gimiendo por el esfuerzo, sufriendo por un resto inútil de vergüenza, hicieron lo que había que hacer, también la mujer del médico, pero ésta lloraba viéndolos, lloraba por todos ellos, que ni eso parece que puedan hacer, su propio marido, el primer ciego y la mujer, la chica de las gafas oscuras, el viejo de la venda negra, ese niño, los veía a todos en cuclillas sobre los hierbajos, entre los troncos nudosos de las coles, con las gallinas al acecho, el perro de las lágrimas había bajado también, era uno más. Se limpiaron como pudieron, poco y mal, unos con puñados de hierbajos, otros con pedazos de teja, cualquier cosa que estuviera al alcance del brazo, en algún caso fue peor la enmienda. Subieron la escalera de socorro callados, la vecina del primero no salió a preguntarles quiénes eran, de dónde venían, adónde iban, estaría durmiendo la buena digestión de la cena, y, cuando entraron en casa, primero no supieron de qué hablar, luego, la chica de las gafas oscuras dijo que no podían quedarse en aquella situación, que ni siquiera tenían agua para lavarse, qué pena que no lloviera torrencialmente como llovió ayer, saldrían de nuevo al patio trasero, pero ahora, desnudos y sin vergüenza, recibirían en la cabeza y en los hombros el agua generosa del cielo, la sentirían resbalar por la espalda y por el pecho, por las piernas, podrían recogerla en las manos, al fin limpias, y en esa taza darle de beber al sediento, quien fuese no importaba, acaso los labios rozarían la piel antes de encontrar el agua, y, siendo la sed mucha, ávidamente irían a recoger en la concavidad las últimas gotas, despertando así, quién sabe, otra sed. A la chica de las gafas oscuras, como otras veces se ha observado, lo que le pierde es la imaginación, las cosas que se le ocurren en una situación como ésta, trágica, grotesca, desesperada. Aun así, no le falta un cierto sentido práctico, la prueba es que fue al armario de su cuarto, luego al de los padres, trajo unas cuantas sábanas y toallas, Limpiémonos con esto, dijo, es mejor que nada, y no hay duda de que fue una buena idea, cuando se sentaron a comer se sentían otros.

Fue en la mesa donde la mujer del médico expuso su pensamiento, Ha llegado el momento en que tenemos que decidir lo que vamos a hacer, estoy convencida de que todo el mundo está ciego, al menos se comportan como tales las personas que he visto hasta ahora, no hay agua, no hay electricidad, no hay abastecimientos de ningún tipo, estamos en el caos, el caos auténtico tiene que ser esto, Habrá un Gobierno, dijo el primer ciego, No lo creo, pero, en caso de que lo haya, será un gobierno de ciegos gobernando a ciegos, es decir, la nada pretendiendo organizar la nada, Entonces, no hay futuro, dijo el viejo de la venda negra, No sé si habrá futuro, de lo que ahora se trata es de cómo vamos a vivir este presente, Sin futuro, el presente no sirve para nada, es como si no existiese, Puede que la humanidad acabe consiguiendo vivir sin ojos, pero entonces dejará de ser la humanidad, el resultado, a la vista está, quién de nosotros sigue considerándose tan humano como creía ser antes, yo, por ejemplo, he matado a un hombre, Que mataste a un hombre, dijo el primer ciego, asombrado, Sí, al que mandaba en el otro lado, le clavé unas tijeras en la garganta, Lo mataste para vengarnos, para vengar a las mujeres tenía que ser una mujer, dijo la chica de las gafas oscuras, y la venganza, cuando es justa, es cosa humana, si la víctima no tuviera un derecho sobre el verdugo, entonces no habría justicia, Ni humanidad, añadió la mujer del primer ciego, Volvamos a la cuestión, dijo la mujer del médico, si seguimos juntos quizá consigamos sobrevivir, si nos separamos seremos engullidos por la masa y despedazados, Has dicho que hay grupos de ciegos organizados, observó el médico, eso significa que se están inventando maneras nuevas de vivir, no es forzoso que acabemos despedazados, como prevés, No sé hasta qué punto estarán realmente organizados, sólo los veo andar por ahí en busca de comida y de un sitio donde dormir, nada más, Volvemos a la horda primitiva, dijo el viejo de la venda negra, Con la diferencia de que no somos unos cuantos millares de hombres y mujeres en una naturaleza inmensa e intacta, y sí millares de millones en un mundo descarnado y consumido, Y ciego, añadió la mujer del médico, cuando conseguir agua y comida comience a ser difícil, los grupos se segregarán, cada persona pensará que sola se las arregla mejor, no tendrá que repartir con otros, lo que consiga es suyo, de nadie más, Los grupos que andan por ahí tendrán jefes, alguien que mande y organice, apuntó el primer ciego, Tal vez, pero tan ciegos son los que mandan como los mandados, Tú no estás ciega, dijo la chica de las gafas oscuras, por eso eres la que manda y organiza, No mando, organizo como puedo, soy los ojos que dejasteis de tener, Una especie de jefe natural, un rey con ojos en una tierra de ciegos, dijo el viejo de la venda negra, Si es así, dejaos guiar por mis ojos mientras duren, por eso propongo que, en vez de dispersarnos, ella en esta casa, vosotros en la vuestra, tú en la tuya, sigamos viviendo juntos, Podemos quedarnos aquí, dijo la chica de las gafas oscuras, Nuestra casa es mayor, Suponiendo que no esté ocupada, recordó la mujer del primer ciego, Lo sabremos cuando lleguemos, y si es así, nos volvemos aquí, o iríamos a ver la vuestra, o la tuya, añadió dirigiéndose al viejo de la venda negra, y él respondió, No tengo casa, vivía solo en un cuarto alquilado, No tienes familia, preguntó la chica de las gafas oscuras, Ninguna, Ni mujer, ni hijos, ni hermanos, No tengo a nadie, Si no aparecen mis padres, me quedaré tan sola como tú, Yo me quedo contigo, dijo el niño estrábico, pero no añadió, Si mi madre no aparece, no ha puesto esta condición, es extraño este comportamiento, o no será tan extraño, la gente joven se conforma rápidamente, tiene toda la vida por delante, Qué decidís, preguntó la mujer del médico, Voy con vosotros, dijo la chica de las gafas oscuras, sólo te pido que, al menos una vez por semana, me acompañes hasta aquí, a ver si han vuelto mis padres, Déjale las llaves a la vecina de abajo, No tengo otro remedio, ella no puede llevarse más de lo que ya se ha llevado, Pero destruirá, Después de haber estado yo aquí quizá no, Nosotros también vamos con vosotros, dijo el primer ciego, pero nos gustaría, lo antes posible, pasar por nuestra casa para saber qué ha ocurrido, Pasaremos, claro, Por la mía no vale la pena, ya os he dicho cómo vivía, Pero vendrás con nosotros, Sí, con una condición, a primera vista parecerá escandaloso que alguien ponga condiciones a un favor que le hacen, pero algunos viejos son así, les sobra orgullo a medida que les va faltando tiempo, Qué condición es esa, preguntó el médico, Cuando sea una carga insoportable, decídmelo, y si, por amistad o por compasión, decidís callaros, espero tener suficiente juicio en la cabeza para hacer lo que debo, Y qué será eso, si puede saberse, preguntó la chica de gafas oscuras, Retirarme, alejarme, desaparecer, como hacían antes los elefantes, he oído decir que ahora ya no es así, porque ningún elefante llega a viejo, Tú no eres precisamente un elefante, Tampoco soy ya precisamente un hombre, Sobre todo si empiezas a dar respuestas de niño, replicó la chica de las gafas oscuras, y la charla acabó aquí.

Las bolsas de plástico van mucho más ligeras de lo que vinieron, no es extraño, la vecina del primero comió también de ellas, dos veces comió, primero anoche, y hoy le dejaron también algo cuando le pidieron que se quedara con las llaves y las guardara por si aparecían los legítimos dueños, cuestión de endulzarle la boca, que del carácter de ella tenemos ya noticia suficiente, y esto sin hablar del perro de las lágrimas que también comió de las bolsas, sólo un corazón de piedra habría sido capaz de fingir indiferencia ante aquellos ojos suplicantes, y a propósito, dónde se ha metido el perro, no está en la casa, por la puerta no ha salido, sólo puede estar en el huerto, fue la mujer del médico a comprobarlo, y así era en efecto, el perro de las lágrimas estaba comiéndose una gallina, tan rápido había sido el ataque que ni una señal de alarma se había disparado, pero si la vieja del primero tuviera ojos y anduviese con las gallinas contadas, no se sabe el destino que, de rabia, podían tener las llaves. Entre la consciencia de haber cometido un delito y la impresión de que la criatura humana a quien protegía se marchaba de allí, el perro de las lágrimas no lo dudó un momento, rápidamente escarbó el suelo blando, y antes de que la vieja del primero se asomara al rellano de la escalera de socorro para olfatear la fuente de los ruidos que le entraban en la casa, estaba ya enterrado lo que quedaba de la gallina, oculto el crimen, reservados para otra ocasión los remordimientos. El perro de las lágrimas se escabulló por la escalera arriba, rozó como un soplo las faldas de la vieja, que ni tiempo tuvo de darse cuenta del peligro por el que acababa de pasar, y se fue junto a la mujer del médico, donde anunció a los vientos su proeza. La vieja del primero, oyendo ladrar con tamaña ferocidad, temió, ya sabemos que demasiado tarde, por la seguridad de su despensa, y gritó estirando el cuello hacia arriba, Ese perro tiene que estar sujeto, que va a matarme cualquier día una gallina, Descuide, respondió la mujer del médico, el perro no tiene hambre, ha comido ya, y nosotros nos vamos ahora mismo, Ahora, repitió la vieja, y hubo en su voz un quiebro como de tristeza, como si quisiera que lo entendieran de un modo muy distinto, por ejemplo, Y me van a dejar sola aquí, pero no dijo una palabra más, sólo aquel Ahora que no pedía siquiera una respuesta, también los duros de corazón tienen sus disgustos, el de esta mujer fue tal que después no quiso abrir la puerta para despedir a los desagradecidos a quienes había dado paso franco por su casa. Los oyó bajar la escalera, iban hablando unos con otros, decían, Cuidado, no tropieces, Pon la mano en mi hombro, Agárrate al pasamanos, las palabras de siempre, pero ahora más comunes en este mundo de ciegos, lo que sí le pareció extraño fue oír a una de las mujeres, que decía, Aquí está tan oscuro que no veo nada, que la ceguera de esta mujer no fuese blanca ya era, de por sí, algo sorprendente, pero que la oscuridad no la dejase ver, qué podría significar. Quiso pensar, se estrujó el cerebro, pero la cabeza medio desvanecida no se lo permitió, al cabo de un rato estaba diciéndose a sí misma, Seguro que oí mal, eso fue. En la calle, la mujer del médico se acordó de lo que había dicho, tenía que andar con más cuidado, moverse como quien tiene ojos, eso sí podía hacerlo, Pero las palabras tienen que ser de ciego, pensó.


Reunidos en la acera, dispuso a los compañeros en dos filas de a tres, en la primera colocó al marido y a la chica de las gafas oscuras, con el niño estrábico en el medio, en la segunda iban el viejo de la venda negra y el primer ciego, encuadrando a la mujer. Quería tenerlos a todos cerca, no en la frágil fila india de costumbre, en hileras que en cualquier momento podrían romperse, bastaba con que se cruzasen en el camino con un grupo más numeroso o más brutal, y sería como en el mar un paquebote cortando en dos una falúa que se le hubiese puesto delante, ya se conocen las consecuencias de semejantes accidentes, naufragio, destrozos, gente ahogada, inútiles gritos de socorro en la amplitud del océano, el barco sigue adelante, ni se ha dado cuenta del atropello, así ocurriría con éstos, un ciego aquí, otro allá, perdidos en las desordenadas corrientes de los otros ciegos, como las olas del mar que no se detienen y no saben adónde van, y la mujer del médico sin saber, tampoco ella, a quién deberá acudir primero, dándole la mano al marido, tal vez al niño estrábico, pero perdiendo a la chica de las gafas oscuras, a los otros dos, el viejo de la venda negra, muy lejos, camino del cementerio de los elefantes. Lo que hace ahora es pasar alrededor del grupo, incluyéndose ella, una cuerda de tiras de paño atadas, la hizo mientras los otros dormían, No os agarréis a mí, dijo, agarrad la cuerda con todas vuestras fuerzas, sin dejarla en ningún caso, pase lo que pase. No debían caminar demasiado juntos para evitar tropiezos entre ellos, pero tendrían que sentir la proximidad de sus vecinos, el contacto si fuese posible, sólo uno no necesitaba preocuparse de estas cuestiones nuevas de táctica y dominio del terreno, ése era el niño estrábico, que iba en medio, protegido por todos los lados. A ninguno de nuestros ciegos se le ha ocurrido preguntar cómo van navegando los otros grupos, si también andan atados, por este u otro procedimiento, pero la respuesta sería fácil, por lo que se ha podido observar, los grupos, en general, salvo el caso de alguno más cohesionado por razones que le son propias y que no conocemos, van perdiendo y ganando adherentes a lo largo del día, siempre hay un ciego que se extravía y deja el rebaño, otro que, atrapado por la fuerza de gravedad ha sido arrastrado, quizá lo acepten, quizá lo expulsen, depende de lo que traiga consigo. La vieja del primero abrió la ventana lentamente, no quiere que se sepa que tiene esta flaqueza sentimental, pero de la calle no llega ningún ruido, ya se han ido, han dejado este sitio por donde casi nadie pasa, la vieja debería estar contenta, así no tendrá que compartir con otros sus gallinas y sus conejos, tendría que estarlo, y no lo está, de los ojos ciegos brotan dos lágrimas, por primera vez se preguntó si tenía algún motivo para seguir viviendo. No encontró respuesta, las respuestas no llegan siempre cuando uno las necesita, muchas veces ocurre que quedarse esperando es la única respuesta posible.


Por el camino que llevaban pasarían a dos manzanas de la casa donde el viejo de la venda negra tenía su cuarto de hombre solo, pero habían decidido que seguirían adelante, comida allí no hay, ropas no necesita, los libros no los puede leer. Las calles están llenas de ciegos que andan buscando algo que se coma. Entran y salen de las tiendas, con las manos vacías entran y con las manos vacías salen casi siempre, después discuten entre ellos la necesidad o la ventaja de dejar este barrio y buscar en otras partes de la ciudad, el gran problema es que, tal como están las cosas, sin agua corriente, sin energía eléctrica, con las bombonas de gas vacías, y con el peligro añadido de encender fuego dentro de las casas, no se puede cocinar, eso contando que supiéramos dónde está la sal, el aceite, los condimentos, en el supuesto de querer preparar un plato con algún vestigio de sabores a la antigua, que si hubiera hortalizas, sólo con un hervor nos daríamos por satisfechos, y lo mismo la carne, aparte de los conejos y gallinas de siempre, servirían los perros y los gatos que se dejaran atrapar pero, como la experiencia es realmente maestra de la vida, hasta estos animales, antes domésticos, han aprendido a desconfiar de las caricias, ahora cazan en grupo, y en grupo se defienden de ser cazados, como, gracias a Dios, siguen teniendo ojos, saben mejor cómo esquivar y cómo atacar si es preciso. Todas estas circunstancias y razones han llevado a la conclusión de que los mejores alimentos para los humanos son los que vienen en lata, no sólo porque en muchos casos están ya cocinados, dispuestos para ser consumidos, sino también por la facilidad de transporte y la comodidad de uso. Cierto es que en las latas, tarros y embalajes varios en los que vienen estos comestibles se menciona la fecha de caducidad, y que a partir de esta fecha su consumo resulta inconveniente, e incluso, en algunos casos, peligroso, pero la sabiduría popular no tardó en poner en circulación un proverbio en cierto modo indiscutible, simétrico a otro que ha dejado ya de usarse, ojos que no ven, corazón que no siente, se decía, ahora los ojos que no ven gozan de un estómago insensible, por eso se comen tantas porquerías por ahí. Delante de su grupo, la mujer del médico hace mentalmente balance de la comida que aún tiene, llegará, si llega, para una cena, sin contar con el perro, pero él, que se las arregle como pueda, que bien pudo con la gallina, agarrarla por el pescuezo y cortarle la voz y la vida. Tiene en casa, si no recuerda mal y si nadie por allí anduvo, una razonable cantidad de conservas, lo adecuado para un matrimonio, pero aquí son siete a comer, las reservas poco durarán, aunque se aplique un severo racionamiento. Mañana, o cualquier día de éstos, tendrá que volver al almacén subterráneo del supermercado, tendrá que decidir si va sola o si le pide al marido que la acompañe, o al primer ciego, que es más joven y más ágil, la elección está entre recoger una cantidad mayor de comida y la rapidez de acción, incluyendo, conviene no olvidarlo, las condiciones de la retirada. La basura en las calles, que parece haberse duplicado desde ayer, los excrementos humanos, medio licuados por la lluvia violenta los de antes, pastosos o diarreicos los que están siendo evacuados ahora mismo por estos hombres y mujeres mientras vamos pasando, saturan de hedores la atmósfera, como una niebla densa a través de la cual sólo con gran esfuerzo es posible avanzar. En una plaza rodeada de árboles, con una gran estatua en el centro, una jauría está devorando a un hombre. Debía de haber muerto hace poco, sus miembros no están rígidos, se nota cuando los perros los sacuden para arrancar al hueso la carne desgarrada con los dientes. Un cuervo da saltitos en busca de un hueco para llegar también a la pitanza. La mujer del médico desvió los ojos, pero era demasiado tarde, el vómito ascendió irresistible de las entrañas, dos veces, tres veces, como si su propio cuerpo, aún vivo, se viera sacudido por otros perros, la jauría de la desesperación absoluta, hasta aquí he llegado, quiero morir aquí. El marido preguntó, Qué tienes, los otros, unidos por la cuerda, se acercaron más, repentinamente asustados, Qué ha pasado, Te ha sentado mal la comida, Algo que estaría pasado, Pues yo no noto nada, Ni yo. Menos mal, mejor para ellos, sólo podían oír la agitación de los animales, un insólito y repentino graznido de cuervo, en la confusión uno de los perros le había mordido en un ala, de pasada, sin mala intención, entonces la mujer del médico dijo, No lo he podido evitar, perdonadme, es que hay aquí unos perros que se están comiendo a otro perro, Se están comiendo a nuestro perro, preguntó el niño estrábico, No, no es el nuestro, el nuestro, como tú dices, está vivo, anda alrededor de ellos, pero no se acerca, Después de la gallina que se ha comido, seguro que ya no tiene hambre, dijo el primer ciego, Estás mejor, pregunta el médico, Sí, mucho mejor, vámonos ya, Y nuestro perro, volvió a decir el niño, El perro no es nuestro, sólo viene con nosotros, probablemente se quede ahora con éstos, seguro que anduvo antes con ellos y se ha encontrado con amigos, Quiero hacer caca, Aquí, Tengo muchas ganas, me duele la barriga, se quejó el niño. Se alivió allí mismo, como le fue posible, la mujer del médico vomitó una vez más, pero sus razones eran otras. Atravesaron luego la amplia plaza y, cuando llegaron a la sombra de los árboles, la mujer del médico miró hacia atrás. Habían aparecido más perros, se disputaban ya lo que quedaba del cuerpo. El perro de las lágrimas venía con el hocico pegado al suelo como si estuviera siguiendo algún rastro, cuestión de costumbre, porque esta vez la simple mirada bastaba para encontrar a aquella a quien busca.

Continuó la caminata, la casa del viejo de la venda negra quedó atrás, ahora siguen por una amplia avenida con altos y lujosos edificios a un lado y a otro. Los automóviles, aquí, son de precio, amplios y cómodos, por eso se ven tantos ciegos durmiendo dentro, y, a juzgar por la apariencia, una enorme limusina fue transformada en residencia permanente, probablemente porque es más fácil regresar a un coche que a una casa, los ocupantes de éste deben de hacer como se hacía en la cuarentena para encontrar la cama, ir palpando y contando los automóviles a partir de, la esquina, veintisiete, lado derecho, ya estoy en casa. El edificio ante cuya puerta se encuentra la limusina es un banco. El coche trajo al presidente del consejo de administración a la reunión plenaria semanal, la primera que se realizaba desde la declaración de la epidemia de mal blanco, y luego no hubo tiempo para llevarlo al garaje subterráneo donde esperaría hasta el final de los debates. El chofer se quedó ciego cuando el presidente entraba en el edificio por la puerta principal, como le gustaba hacer, dio aún un grito, estamos hablando del chofer, pero él, estamos hablando del presidente, no lo oyó. Por otra parte, la reunión no sería tan plenaria como el nombre hacía suponer, pues en los últimos días se quedaron ciegos algunos miembros del consejo. El presidente no llegó a abrir la sesión, cuyo orden del día tenía previsto precisamente la discusión y medidas convenientes en caso de que perdieran la vista todos los miembros del consejo de administración efectivos o suplentes, y ni siquiera pudo entrar en la sala de reunión porque, cuando el ascensor lo llevaba al decimoquinto piso, exactamente entre el noveno y el décimo, falló la electricidad, y para siempre. Y como las desgracias nunca vienen solas, en el mismo instante se quedaron ciegos los electricistas que se ocupaban del mantenimiento de la red interna de energía, consecuentemente también del generador, modelo antiguo, no automático, que habría tenido que ser sustituido ya hacía tiempo, el resultado, como ha sido dicho, fue la paralización del ascensor entre el piso noveno y el décimo. El presidente vio cómo se quedaba ciego el ascensorista que lo acompañaba, él mismo perdió la vista una hora después, y como la energía no volvió y los casos de ceguera dentro del banco se multiplicaron aquel mismo día, lo más seguro es que estén los dos, muertos, no es necesario decirlo, encerrados en una tumba de acero, y por eso, afortunadamente, a salvo de perros devoradores.

No habiendo testigos, y si los hubo, no consta que hayan sido llamados a estos autos para declarar lo que pasó, es comprensible que alguien pregunte cómo se sabe que estas cosas ocurrieron así y no de otra manera, la respuesta es que todos los relatos son como los de la creación del universo, nadie estaba allí, nadie asistió al evento, pero todos sabemos lo que ocurrió. La mujer del médico había preguntado, Qué habrá pasado con los bancos, no es que le importase mucho, aunque había confiado sus economías a uno de ellos, hizo la pregunta por simple curiosidad, sólo porque se le pasó por la cabeza, nada más, ni esperaba que le respondiesen, por ejemplo, En un principio, Dios creó los cielos y la tierra, la tierra era informe y estaba vacía, las tinieblas cubrían el abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la superficie de las aguas, en vez de esto lo que ocurrió fue que el viejo de la venda negra comentó mientras seguían por la avenida abajo, Por lo que pude saber cuando aún tenía un ojo para ver, al principio fue el caos, las personas, con miedo a quedarse ciegas y desprotegidas, acudieron a los bancos para retirar su dinero, creían que tenían que asegurarse su futuro, y eso hay que comprenderlo, si alguien sabe que no va a poder trabajar más, el único remedio, duren lo que duren, es recurrir a los ahorros hechos en tiempo de prosperidad y de previsiones a largo plazo, suponiendo que la persona hubiera tenido la prudencia de ir acumulando ahorros grano a grano, el resultado de la fulminante carrera fue que quebraron en veinticuatro horas algunos de los principales bancos, intervino entonces el Gobierno pidiendo que se calmasen los ánimos y apelando a la consciencia cívica de los ciudadanos, terminando la proclama con la declaración solemne de que asumiría todas las responsabilidades y deberes derivados de la situación de calamidad pública que se vivía, pero el parche no consiguió aliviar la crisis, no sólo porque la gente seguía quedándose ciega, sino también porque quien aún veía sólo pensaba en salvar sus cuartos, al final, era inevitable, los bancos, en quiebra o no, cerraron las puertas y pidieron protección policial, no les sirvió de nada, entre la multitud que se juntaba gritando ante los bancos había también policías de paisano que reclamaban lo que tanto les había costado ganar, algunos, para poder manifestarse a gusto, avisaron al mando diciendo que estaban ciegos, y se dieron de baja, y los otros, los que todavía estaban uniformados y en activo, con las armas apuntando a la multitud insatisfecha, de pronto dejaban de ver el punto de mira, éstos, si tenían dinero en el banco, perdían todas las esperanzas y encima eran acusados de haber pactado con el poder establecido, pero lo peor vino luego, cuando los bancos fueron asaltados por hordas furiosas de ciegos y no ciegos, pero desesperados todos, aquí no se trataba ya de presentar pacíficamente en la ventanilla un cheque, y decirle al empleado, Quiero retirar mi saldo, sino de echar mano a lo que se podía, al dinero del día, lo que hubiera en los cajones, en alguna caja fuerte descuidadamente abierta, en un saquete de cambio a la antigua, como los que usaban los tatarabuelos, no os podéis imaginar lo que fue aquello, los grandes y suntuosos patios de operaciones de las sedes bancarias, las sucursales de barrio, asistieron a escenas realmente aterradoras, y no hay que olvidar el detalle de las cajas automáticas, saqueadas hasta el último billete, en los monitores de algunas, enigmáticamente, aparecieron unas palabras de gratitud por haber elegido este banco, las máquinas son así de estúpidas, o quizá sería mejor decir que éstas traicionaban a sus señores, en fin, todo el sistema bancario se vino abajo en un soplo, como un castillo de naipes, y no porque la posesión de dinero hubiese dejado de ser apreciada, la prueba está en que, quien lo tiene, no lo quiere soltar, alegan ésos que no se puede prever lo que será el día de mañana, y también con esa idea estarán sin duda los ciegos que se instalaron en los sótanos de los bancos, donde están las cajas fuertes, esperando un milagro que les abra de par en par las pesadas puertas de acero-níquel que los separan de la riqueza, sólo salen de allí para buscar comida y agua o para satisfacer las otras necesidades del cuerpo, y vuelven luego a su puesto, usan consignas y señales de los dedos para que ningún extraño entre en su reducto, claro que viven en la oscuridad más absoluta, pero es igual, para esta ceguera todo es blanco. El viejo de la venda negra fue narrando todos estos tremendos acontecimientos de banca y finanzas mientras atravesaban con toda calma la ciudad, con algunas paradas para que el niño estrábico pudiera apaciguar los tumultos insufribles de su intestino, y pese al tono verídico que supo imprimir a la apasionante descripción, es lícito sospechar la existencia de ciertas exageraciones en su relato, la historia de los ciegos que viven en los sótanos de los bancos, por ejemplo, cómo la iba a saber él si no conoce la consigna ni el truco del pulgar, pero, en todo caso, sirvió para hacernos una idea.


Declinaba el día cuando por fin llegaron a la calle donde viven el médico y su mujer. No se distingue de las otras, las inmundicias se amontonan por todas partes, bandas de ciegos vagan a la deriva, y, por primera vez, aunque si no las encontraron antes fue por simple casualidad, enormes ratas, dos, con las -que no se atreven los gatos que por allí andan, porque son casi del tamaño de ellos y sin duda mucho más feroces. El perro de las lágrimas miró a unas y otros con la indiferencia de quien vive en otra esfera de emociones, se diría esto si no fuera el perro que sigue siendo, pero un animal de los humanos. A la vista de los sitios conocidos, la mujer del médico no hizo la melancólica reflexión de costumbre, que consiste en decir, Hay que ver cómo pasa el tiempo, hace nada éramos felices aquí, a ella lo que le sorprende es la decepción, inconscientemente había creído que, por ser la suya, iba a encontrar la calle limpia, barrida, aseada, que sus vecinos estarían ciegos de los ojos pero no del entendimiento, Qué estupidez la mía, dijo en voz alta, Por qué, qué pasa, preguntó el marido, Nada, fantasías, Cómo pasa el tiempo, a ver cómo está la casa, dijo él, Ya falta poco para que lo sepamos. Las fuerzas eran escasas, por eso subieron la escalera lentamente, parándose en cada rellano, Es en el quinto, había dicho la mujer del médico. Iban como podían, cada uno cuidando de su propia persona, el perro de las lágrimas a ratos delante, a ratos detrás, como si hubiera nacido para guardar rebaños, con orden de evitar que se perdiera ninguna oveja. Había puertas abiertas, voces en el interior, el nauseabundo olor de siempre saliendo en vaharadas, dos veces aparecieron ciegos en el umbral mirando con ojos vagos, Quién está ahí, preguntaron, la mujer del médico reconoció a uno de ellos, el otro no era de la casa, Vivíamos aquí, se limitó a responder. Por la cara del vecino pasó también una expresión de reconocimiento, pero no preguntó, Es usted la esposa del doctor, tal vez diga, cuando vaya a acostarse, Han vuelto los del quinto. Superado el último tramo de escalera, antes incluso de posar el pie en el rellano, la mujer del médico anunció, Está cerrada. Había indicios de tentativas de echarla abajo, pero la puerta resistió. El médico introdujo la mano en el bolsillo interior de la chaqueta nueva y sacó las llaves. Se quedó con ellas en el aire, esperando, pero la mujer le guió suavemente la mano en dirección a la cerradura.


Salvo el polvo doméstico, que aprovecha la ausencia de las familias para ir cubriendo suavemente la superficie de los muebles, y digamos a propósito que es ésta la única ocasión que tiene para descansar, sin agitaciones ni zarandeos de paños o aspiradores, sin carreras de niños que desencadenan torbellinos atmosféricos a su paso, la casa estaba limpia, y el desorden era sólo el de esperar cuando uno tuvo que salir precipitadamente. Aun así, mientras aquel día esperaban las llamadas del ministerio y del hospital, la mujer del médico, con un espíritu de providencia semejante al que lleva a las gentes sensatas a resolver en vida sus asuntos, para que después de la muerte no haya que recurrir a arreglos violentos, lavó los platos, hizo la cama, ordenó el cuarto de baño, no quedó lo que se dice una perfección pero realmente hubiera sido cruel exigirle más, con aquellas manos temblando y con los ojos arrasados en lágrimas. Fue, pues, a una especie de paraíso adonde llegaron los peregrinos, y tan fuerte resultó esta impresión que, sin violentar demasiado el rigor del término, la podríamos llamar transcendental, que se detuvieron a la entrada, como paralizados por el inesperado olor a casa, y era simplemente el olor de una casa cerrada, en otro tiempo habríamos corrido a abrir las ventanas, Para airear, diríamos, pero hoy es bueno tenerlas calafateadas para que la podredumbre de fuera no pueda entrar. La mujer del primer ciego dijo, Te lo vamos a poner todo perdido, y tenía razón, si entrasen con aquellos zapatos cubiertos de cieno y mierda, en un instante el paraíso se convertiría en infierno, segundo lugar éste, conforme afirman autoridades, en el que el hedor pútrido, nauseabundo, pestilente, fétido, es el mayor castigo que tienen que soportar las almas condenadas, no las tenazas ardientes, los calderos de pez hirviendo y otros artefactos de forja y cocina. Desde épocas inmemoriales la costumbre de las amas de casa era decir, Entrad, entrad, no os preocupéis, lo que se ensucia ya se limpiará, pero ésta, tanto ella como sus invitados, saben de dónde vienen, saben que en el mundo en el que viven lo que está sucio acabará ensuciándose mucho más, y por eso les pide y agradece que se descalcen en el rellano, cierto es que tampoco los pies están limpios, pero no hay comparación, las toallas y las sábanas de la chica de las gafas oscuras sirvieron de algo, se llevaron lo peor. Entraron, pues, descalzos, la mujer del médico buscó, y encontró, una bolsa grande de plástico en la que metió todos los zapatos, a la espera de una limpieza en forma, no sabía cuándo ni cómo, después la llevó a la terraza, el aire de fuera no va a empeorar por eso. El cielo empezaba a oscurecerse, había nubes cargadas, Ojalá llueva, pensó. Con una idea clara de lo que era preciso hacer, volvió junto a sus compañeros. Estaban en la sala, quietos, de pie a pesar de estar tan cansados, no se habían atrevido a buscar un asiento, sólo el médico recorría vagamente los muebles con las manos, dejaba señales en la superficie, era la primera limpieza que empezaba, algo de este polvo va ya agarrado a la punta de los dedos. La mujer del médico dijo, Desnudaos todos, no podemos quedamos como estamos, nuestras ropas están casi tan sucias como los zapatos, Desnudarnos, preguntó el primer ciego, aquí, unos delante de los otros, no me parece bien, Si queréis, os dejo a cada uno una parte de la casa, respondió irónicamente la mujer del médico, así no habrá vergüenzas, Yo me arreglo aquí mismo, dijo la mujer del primer ciego, sólo tú me puedes ver, y, además, no olvido que me viste peor que desnuda, mi marido es quien tiene débil la memoria, No sé qué interés tienes en recordar cosas desagradables que ya han pasado, rezongó el primer ciego, Si fueses mujer y hubieses estado donde nosotras estuvimos, pensarías de otra manera, dijo la chica de las gafas oscuras mientras empezaba a desnudar al niño estrábico. El médico y el viejo de la venda negra ya estaban desnudos de cintura para arriba, ahora se estaban quitando los pantalones, el viejo de la venda negra le dijo al médico, que estaba a su lado, Déjame apoyarme en ti para sacar los pantalones. Estaban tan ridículos, los pobres, dando saltitos, que hasta daban ganas de llorar. El médico perdió el equilibrio, arrastró en su caída al viejo de la venda negra, afortunadamente ambos tomaron la cosa a risa, y ahora causaba ternura verlos allí, con sus cuerpos maculados por todas las suciedades posibles, los sexos como empastados, pelos blancos, pelos negros, en esto acababa la respetabilidad de una edad avanzada y de una profesión tan meritoria. La mujer del médico les ayudó a levantarse, dentro de poco todo estará oscuro, nadie tendrá motivo para sentirse avergonzado, Habrá velas en casa, se preguntó, la respuesta fue recordar que tenía en casa dos reliquias de la iluminación, un antiguo candil de aceite, con tres picos, y una vieja lámpara de petróleo, de las de chimenea de vidrio, por hoy este candil servirá, aceite tengo, la mecha se improvisa, mañana iré a buscar petróleo por las droguerías, será mucho más fácil encontrar petróleo que encontrar una lata de conservas, Sobre todo si no la busco en las droguerías, pensó, sorprendiéndose a sí misma por ser capaz aún, en esta situación, de bromear. La chica de las gafas oscuras se estaba desnudando lentamente, de una manera que parecía que iba a quedarle siempre, por mucha ropa que se quitase, una última pieza cubriéndola, no se entiende a qué viene ahora este recato, pero si la mujer del médico estuviera más cerca, vería cómo se está ruborizando su cara, pese a la suciedad, que entienda a las mujeres quien pueda, a una le han llegado de repente los pudores tras haber andado acostándose con hombres a los que apenas conocía, la otra sabemos que sería muy capaz de decirle al oído, con toda la tranquilidad del mundo, No tengas vergüenza, él no te puede ver, se referiría a su propio marido, claro, no olvidemos cómo él fue a tentarla a su cama y ella no lo recusó, son mujeres, quien las entienda que las compre, Aunque quizá la razón sea otra, hay aquí dos hombres desnudos más, y uno de ellos la recibió en su cama.

La mujer del médico recogió las ropas que habían quedado en el suelo, pantalones, calzoncillos, camisas, una chaqueta, camisetas, alguna ropa interior pegajosa de inmundicia, a ésta ni un mes de remojo en el barreño le devolvería la limpieza, hizo un brazado con todo, Quedaos aquí, dijo, ya vuelvo. Llevó la ropa a la terraza, como había hecho con los zapatos, allí, a su vez, se desnudó, contemplando la ciudad negra bajo el cielo pesado. Ni una pálida luz en las ventanas, ni un reflejo desmayado en las fachadas, lo que estaba ante ella no era una ciudad, era una extensa masa de alquitrán que al enfriarse se había moldeado a sí misma en formas de casas, tejados, chimeneas, todo muerto, todo apagado. Apareció en la terraza el perro de las lágrimas, inquieto, pero ahora no había llanto que enjugar, la desesperación era toda por dentro, los ojos estaban secos. La mujer del médico sintió frío, se acordó de los otros, allí en medio de la sala, desnudos, esperando no sabrían qué. Entró. Se habían convertido en simples siluetas sin sexo, manchas imprecisas, sombras perdiéndose en la sombra, Pero para ellos no, pensó, ellos se diluyen en la luz que los rodea, es la luz lo que no les deja ver. Voy a encender una luz, dijo, en este momento estoy casi tan ciega como vosotros, Hay ya electricidad, preguntó el niño estrábico, No, voy a encender un candil de aceite, Qué es un candil, volvió a preguntar el niño, Luego te lo digo. Buscó en una de las bolsas de plástico una caja de fósforos, fue a la cocina, sabía dónde guardaba el aceite, no necesitaba mucho, rasgó un paño de secar la vajilla y con una tira hizo una mecha, luego volvió a la sala, donde estaba el candil, iba a ser útil por primera vez desde que lo fabricaron, al principio no parecía que éste fuera su destino, pero ninguno de nosotros, candiles, perros o humanos, sabe, al principio, todo aquello para lo que venimos al mundo. Una tras otra, sobre los picos del candil, se encendieron, trémulas, tres almendras luminosas que de vez en cuando se estiraban hasta parecer que la parte superior de las llamas iría a perderse en el aire, después se recogían sobre sí mismas, como si se volvieran densas, sólidas, unas pequeñas piedras de luz. La mujer del médico dijo, Ahora ya veo, voy a buscaros ropa limpia, Pero nosotros estamos sucios, dijo la chica de las gafas oscuras. Tanto ella como la mujer del primer ciego se tapaban con las manos el pecho y el pubis, No es por mí, pensó la mujer del médico, es porque la luz del candil las está mirando. Luego dijo, Mejor será tener ropa limpia en el cuerpo sucio que llevar ropa sucia en el cuerpo limpio. Cogió el candil y fue a rebuscar en los cajones de la cómoda, en los roperos, al cabo de unos minutos volvió, traía pijamas, batas, faldas, blusas, vestidos, calzoncillos, camisetas, lo necesario para cubrir con decencia a siete personas, verdad es que no todas eran de la misma estatura, pero en delgadez parecían gemelas. La mujer del médico los ayudó a vestirse, el niño estrábico se puso unos pantalones del médico, de esos de llevar a la playa y al campo, que nos reconvierten a todos en niños. Ahora, ya podemos sentarnos, suspiró la mujer del primer ciego, guíanos, por favor, no sabemos dónde ponernos.

La sala es igual a todas las salas, tiene una mesita en el centro, alrededor hay sofás que bastan para todos, en éste se sientan el médico y su mujer, y con ellos el viejo de la venda negra, en aquél la chica de las gafas oscuras y el niño estrábico, en el otro, la mujer del primer ciego y el primer ciego. Están exhaustos. El niño se ha quedado dormido con la cabeza en el regazo de la chica de las gafas oscuras, ya no se acuerda del candil. Pasó así una hora, aquello era como una felicidad, bajo la luz suavísima los rostros mugrientos parecían limpios, brillaban los ojos de los que no dormían, el primer ciego buscó la mano de su mujer y la retuvo con la suya, gestos como éste indican hasta qué punto el descanso del cuerpo puede contribuir a la armonía de los espíritus. Dijo entonces la mujer del médico, Dentro de poco comeremos algo, pero antes tendríamos que ponernos de acuerdo sobre cómo vamos a vivir aquí, tranquilos, no voy a repetiros el discurso del altavoz, para dormir hay espacios suficientes, tenemos dos dormitorios que serán para los matrimonios, en esta sala pueden dormir los demás, cada uno en un sofá, mañana saldré a buscar comida, se está acabando la que tenemos, sería conveniente que uno de vosotros fuera conmigo para ayudarme a traer las cosas, pero también para empezar a aprender los caminos de casa, para reconocer las esquinas, un día puedo ponerme enferma o quedarme ciega yo también, estoy siempre esperando que esto ocurra, entonces tendré que aprender de vosotros, otra cosa, para las necesidades habrá un cubo en la terraza, sé que no es agradable ir ahí fuera, con la lluvia que ha caído y el frío que hace, pero siempre es mejor eso que llenar la casa de malos olores, no olvidemos lo que fue nuestra vida durante el tiempo en que estuvimos internados, bajamos todos los escalones de la indignidad, todos, hasta la abyección, y, aunque de manera diferente, podría ocurrir lo mismo aquí, entonces teníamos la disculpa de la abyección de los de fuera, ahora no, ahora somos todos iguales ante el mal y el bien, por favor, no me preguntéis qué es el bien y qué es el mal, lo sabíamos cada vez que actuábamos en el tiempo en el que la ceguera era una excepción, lo cierto y lo equivocado son sólo modos diferentes de entender nuestra relación con los demás, no la que tenemos con nosotros mismos, en ésa no hay que confiar, y perdonadme el sermón, es que no sabéis, no podéis saber, lo que es tener ojos en un mundo de ciegos, no soy reina, no, soy simplemente la que ha nacido para ver el horror, vosotros lo sentís, yo lo siento y, además, lo veo, y, ahora, punto final, se acabó el sermón, vamos a comer. Nadie hizo preguntas, el médico dijo, Si alguna vez vuelvo a tener ojos, miraré verdaderamente a los ojos de los demás, como si estuviera viéndoles el alma, El alma, preguntó el viejo de la venda negra, O el espíritu, el nombre es igual, fue entonces cuando, sorprendentemente, si tenemos en cuenta que se trata de una persona que no ha hecho estudios avanzados, la chica de las gafas oscuras dijo, Dentro de nosotros hay algo que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos.

La mujer del médico puso en la mesa un poco de la comida que quedaba, después los ayudó a sentarse, dijo, Masticad despacio, ayuda a engañar al estómago. El perro de las lágrimas no vino a pedir comida, estaba habituado a ayunar, además, habrá pensado que no tenía derecho, después del banquete de la mañana, a quitar, por poca que fuese, la comida de la boca a la mujer que había llorado, los otros no parecían tener para él mucha importancia. En medio de la mesa, el candil de tres picos esperaba que la mujer del médico diera la explicación que había prometido, ocurrió al final, cuando ya acababan de comer, Dame tus manos, dijo ella al niño estrábico, luego se las guió lentamente mientras iba diciendo, Esto es la base, redonda, como ves, y esto es la columna que sostiene la parte superior, que es el depósito de aceite, aquí, cuidado no te quemes, están los picos, uno, dos, tres, de ellos salen las mechas, unas tiritas de paño retorcido que chupan el aceite de dentro, se les acerca una cerilla y arden hasta que el aceite se acaba, son unas lucecillas débiles, pero lo suficiente para que podamos ver, Yo no veo, Un día verás, ese día te regalaré el candil, De qué color es, Has visto alguna vez una cosa de latón, No sé, no me acuerdo qué es latón, El latón es amarillo, Ah. El niño estrábico reflexionó un poco, Ahora va a preguntar por su madre, pensó la mujer del médico, pero se equivocaba, el chiquillo sólo dijo que quería agua, tenía mucha sed, Tendrás que esperar hasta mañana, no tenemos agua en casa, en ese mismo momento recordó que sí, que había agua, unos cinco litros o más de preciosa agua, el contenido intacto de la cisterna del retrete, no podía ser peor que la que bebieron durante la cuarentena. Ciega en la oscuridad, fue al cuarto de baño, a tientas levantó la tapa de la cisterna, no podía ver si realmente había agua, la había, se lo dijeron los dedos, buscó un vaso, lo sumergió, lo llenó con todo cuidado, la civilización había regresado a sus primitivas fuentes de sumersión. Cuando entró en la sala, todos seguían sentados en su sitio. Las llamas iluminaban los rostros, dirigidos hacia ellas, era como si el candil estuviese diciéndoles, Estoy aquí, vedme, aprovechaos, que esta luz no va a durar siempre. La mujer del médico acercó el vaso a los labios del niño estrábico, dijo, Aquí tienes agua, bebe lentamente, lentamente, saboréala, un vaso de agua es una maravilla, no hablaba para él, no hablaba para nadie, simplemente comunicaba al mundo la maravilla que es un vaso de agua, Dónde la has encontrado, es agua de lluvia, preguntó el marido, No, es de la cisterna, Y no teníamos un garrafón de agua cuando nos fuimos, preguntó él de nuevo, la mujer exclamó, Sí, es verdad, cómo no se me ha ocurrido, un garrafón, que estaba a medias y otro que ni lo habíamos empezado, qué alegría, no bebas, no bebas más, esto se lo decía al niño, vamos todos a beber agua pura. Se llevó esta vez el candil y fue a la cocina, volvió con la garrafa, la luz entraba por el plástico y hacía centellear la joya que tenía dentro. Colocó el recipiente en la mesa, fue a por vasos, los mejores que tenían, de cristal finísimo, luego, lentamente, como si estuviese oficiando un rito, los llenó. Al fin, dijo, Bebamos. Las manos ciegas buscaron y encontraron los vasos, los alzaron temblando, Bebamos, repitió la mujer del médico. En el centro de la mesa el candil era como un sol rodeado de astros brillantes. Cuando posaron los vasos, la chica de las gafas oscuras y el viejo de la venda negra estaban llorando.

Fue una noche inquieta. Vagos al principio, imprecisos, los sueños iban de durmiente en durmiente, cogían de aquí y de allá, se llevaban consigo nuevas memorias, nuevos secretos, nuevos deseos, por eso los dormidos suspiraban y murmuraban, Este sueño no es mío, decían, pero el sueño respondía, No conoces aún tus sueños, fue así como la chica de las gafas oscuras se enteró de quién era el viejo de la venda negra que dormía a dos pasos, y así también creyó él saber quién era ella, sólo lo creyó, porque no basta con que los sueños sean recíprocos para que sean iguales. Empezó a llover cuando clareaba la mañana. El viento lanzó contra las ventanas un aguacero que resonó como mil latigazos. La mujer del médico se despertó, abrió los ojos y murmuró, Cómo llueve, luego volvió a cerrarlos, en el dormitorio seguía siendo noche profunda, podía dormir. No llegó a estar así ni un minuto, despertó abruptamente con la idea de que tenía algo que hacer, pero sin comprender qué era, la lluvia estaba diciéndole, Levántate, qué querría la lluvia. Despacio, para no despertar al marido, salió del cuarto, atravesó la sala de estar, se detuvo un instante para mirar a los que dormían en los sofás, luego siguió por el pasillo hasta la cocina, sobre esta parte de la casa caía la lluvia aún con más fuerza, empujada por el viento. Con la manga de la bata limpió los cristales empañados de la puerta y miró hacia fuera. El cielo era, todo él, una sola nube, la lluvia caía en torrentes. En el suelo de la terraza, amontonadas, estaban las ropas sucias que se habían quitado, estaba la bolsa de plástico con los zapatos que había que lavar. Lavar. El último velo del sueño se abrió súbitamente, era eso lo que tenía que hacer. Abrió la puerta, dio un paso, de inmediato la lluvia la empapó de la cabeza a los pies como si estuviese bajo una cascada. Tengo que aprovechar esta agua, pensó. Volvió a entrar en la cocina y, evitando en lo posible cualquier ruido empezó a reunir lebrillos, cazos, palanganas, todo lo que pudiera recoger un poco de esta lluvia que caía del cielo a cántaros, en cortinas que el viento hacía oscilar, que el viento iba empujando sobre los tejados de la ciudad como una inmensa y rumorosa escoba. Los sacó, disponiéndolos a lo largo de la terraza, ahora tendría agua para lavar aquellas ropas inmundas, los zapatos asquerosos. Que no escampe, que no pare esta lluvia, murmuraba mientras buscaba en la cocina jabón, detergentes, estropajos, todo lo que sirviese para limpiar un poco esta suciedad insoportable del alma. Del cuerpo, dijo, como para corregir el metafísico pensamiento, después añadió, Es igual. Entonces, como si sólo ésa pudiese ser la conclusión inevitable, la conciliación armónica entre lo que había dicho y lo que había pensado, se quitó de golpe la bata mojada, y, desnuda, recibiendo en el cuerpo unas veces la caricia, otras veces los latigazos de la lluvia, empezó a lavar la ropa al tiempo que se lavaba a sí misma. El ruido de las aguas que la rodeaba le impidió darse cuenta de que ya no estaba sola. En la puerta de la terraza habían aparecido la chica de las gafas oscuras y la mujer del primer ciego, qué presentimientos, qué intuiciones, qué voces interiores las habían despertado es algo que no se sabe, tampoco se sabe cómo consiguieron encontrar el camino hasta aquí, no vale la pena buscar ahora explicaciones, las conjeturas son libres. Ayudadme, dijo la mujer del médico cuando las vio, Cómo, si no vemos, preguntó la mujer del primer ciego, Quitaos la ropa que lleváis puesta, cuanta menos tengamos que secar después, mejor, Pero nosotras no vemos, repitió la mujer del primer ciego, Es igual, dijo la chica de las gafas oscuras, haremos lo que podamos, Y yo acabaré después, dijo la mujer del médico, limpiaré lo que haya quedado sucio, y ahora, a trabajar, vamos, somos la única mujer con dos ojos y seis manos que hay en el mundo. Tal vez en la casa de enfrente, detrás de aquellas ventanas cerradas, algunos ciegos, hombres y mujeres, en vela por la violencia de los golpes de agua, con la cara apoyada en los fríos cristales, recubriendo con el vaho de la respiración el vaho de la noche, recuerden el tiempo en que así, tal como ahora están, veían caer la lluvia del cielo. No pueden imaginar que tienen tan cerca a tres mujeres desnudas, desnudas como vinieron al mundo, parecen locas, deben de estar locas, personas en su sano juicio no se ponen a lavar en la terraza, expuestas a los reparos de la vecindad, y menos aún así, qué importa que estemos todos ciegos, son cosas que no se deben hacer, santo Dios, cómo resbala el agua por ellas, cómo se escurre entre los senos, cómo se demora y pierde en la oscuridad del pubis, cómo, en fin, baña y envuelve los muslos, tal vez hayamos pensado mal de ellas injustamente, tal vez no seamos capaces de ver lo más bello y más glorioso que haya acontecido alguna vez en la historia de la ciudad, cae del suelo de la terraza una cascada de espuma, ojalá yo pudiera ir con ella, cayendo interminablemente, limpio, purificado, desnudo. Sólo Dios nos ve, dijo la mujer del primer ciego, que a pesar de los desengaños y de las contrariedades mantiene firme la creencia de que Dios no es ciego, a lo que respondió la mujer del médico, Ni siquiera él, el cielo está cubierto, sólo yo puedo veros, Estoy fea, preguntó la chica de las gafas oscuras, Estás flaca y sucia, fea no lo serás nunca, Y yo, preguntó la mujer del primer ciego, Sucia y flaca como ella, no tan guapa, pero más que yo, Tú eres guapa, dijo la chica de las gafas oscuras, Cómo puedes saberlo, si nunca me viste, Soñé dos veces contigo, Cuándo, La segunda fue esta noche, Estabas soñando con la casa porque te sentías segura y tranquila, es natural, después de todo lo que hemos pasado, en tu sueño yo era la casa, y como, para verme, tenías que ponerme cara, la inventaste, Yo también te veo guapa, y nunca he soñado contigo, dijo la mujer del primer ciego, Eso viene a demostrar que la ceguera es la providencia de los feos, Tú no eres fea, No, realmente no lo soy, pero la edad, Cuántos años tienes, preguntó la chica de las gafas oscuras, Me acerco a los cincuenta, Como mi madre, Y ella, Ella, qué, Sigue siendo guapa, Lo era más antes, Es lo que nos pasa a todos, siempre hemos sido más alguna vez, Tú nunca lo has sido tanto, dijo la mujer del primer ciego. Las palabras son así, disimulan mucho, se van juntando unas con otras, parece como si no supieran a dónde quieren ir, y, de pronto, por culpa de dos o tres, o cuatro que salen de repente, simples en sí mismas, un pronombre personal, un adverbio, un verbo, un adjetivo, y ya tenemos ahí la conmoción ascendiendo irresistiblemente a la superficie de la piel y de los ojos, rompiendo la compostura de los sentimientos, a veces son los nervios que no pueden aguantar más, han soportado mucho, lo soportaron todo, era como si llevasen una armadura, decimos, La mujer del médico tiene nervios de acero, y resulta que también la mujer del médico está deshecha en lágrimas por obra de un pronombre personal, de un adverbio, de un verbo, de un adjetivo, meras categorías gramaticales, meros designativos, como lo están igualmente las dos mujeres, las otras, pronombres indefinidos, también ellos llorosos, que se abrazan a la de la oración completa, tres gracias desnudas bajo la lluvia que cae. Son momentos que no pueden durar eternamente, hace más de una hora que estas mujeres están aquí, ya deben sentir frío, Tengo frío ha dicho la chica de las gafas oscuras. Por la ropa ya no se puede hacer más, los zapatos están de lo más limpios, ahora es el momento de que se laven estas mujeres, se enjabonen el pelo y la espalda unas a otras, se ríen como sólo reían las niñas que jugaban a la gallina ciega en el jardín, en el tiempo en que no eran ciegas. Ha amanecido el día, el primer sol todavía acecha por encima del hombro del mundo antes de esconderse otra vez tras las nubes. Sigue lloviendo, pero con menos fuerza. Las lavanderas entraron en la cocina, se secaron y se frotaron con las toallas que la mujer del médico trajo del armario del cuarto de baño, la piel les huele tanto a detergente que el olor aturde, pero así es la vida, quien no tiene can caza con gato, el jabón se deshizo en un abrir y cerrar de ojos, aun así en esta casa parece que

hay de todo, o será que saben hacer buen uso de lo que tienen, al fin se vistieron, el paraíso era allá fuera, en la terraza, la bata de la mujer está empapada, pero ella se puso un vestido de ramajes y flores, que llevaba años sin ponerse y que la convirtió en la más bonita de las tres.


Cuando entraron en la sala de estar, la mujer del médico vio que el viejo de la venda negra estaba sentado en el sofá donde había dormido. Tenía la cabeza entre las manos, los dedos enredados en el pelo blanco que aún le puebla las sienes y la nuca, está inmóvil, tenso, como si quisiera retener los pensamientos o, al contrario, impedirles que sigan pensando. Las oyó entrar, sabía de dónde venían, qué habían estado haciendo, cómo habían estado desnudas, y si sabía tanto no era porque de repente recuperara la vista y paso a paso hubiera ido, como los otros viejos, a espiar no a una susana en el baño, sino a tres, ciego estaba, ciego sigue, sólo se había asomado a la puerta de la cocina y desde allí oyó lo que decían en la terraza, las risas, el rumor de la lluvia y los golpes del agua, respiró el olor a jabón, luego se volvió a su sofá, para pensar que aún existía vida en el mundo, para preguntarse si alguna parte de esta vida sería para él. La mujer del médico dijo, Las mujeres ya están limpias, ahora les toca a los hombres, y el viejo de la venda negra preguntó, Llueve todavía, Sí llueve, y hay agua en los recipientes de la terraza, Entonces prefiero lavarme en el cuarto de baño, en la pila, pronunciaba la palabra como si estuviera presentando su certificado de nacimiento, como si explicase, Soy del tiempo en que no se decía bañera, sino pila, y añadió, Si no te importa, claro, no quiero ensuciarte la casa, prometo no encharcarte el suelo, en fin, haré lo posible, En ese caso te llevaré los lebrillos al cuarto de baño, Te ayudo, Puedo llevarlos sola, Para algo podré servir, digo yo, no estoy inválido, Ven, entonces. En la terraza, la mujer del médico eligió un lebrillo casi rebosante, Agárralo de ahí, le dijo al viejo de la venda negra guiándole las manos, Ahora, levantaron el recipiente a pulso, Menos mal que me has ayudado, yo sola no podría, Conoces el proverbio, Qué proverbio, El trabajo del viejo es poco, pero quien lo desprecia es loco, Ese refrán no es así, Lo sé, donde dije viejo, es niño, donde dije desprecia, dice desdeña, pero los proverbios, si quieren seguir diciendo lo mismo porque es necesario decirlo, hay que adaptarlos a los tiempos, Eres un filósofo, Qué idea, sólo soy un viejo. Echaron el agua en la bañera, luego la mujer del médico abrió un cajón, recordando que tenía una pastilla de jabón sin estrenar. Se la puso en la mano al viejo de la venda negra, Vas a oler a gloria, mejor que nosotras, gasta todo el jabón que quieras, no te preocupes, faltará comida pero jabón hay de sobra por esos supermercados, Gracias, Ten cuidado, no te resbales, si quieres llamo a mi marido para que venga a ayudarte, No, prefiero lavarme solo, Como quieras, y aquí tienes, fíjate, dame la mano, una maquinilla de afeitar y una brocha, por si quieres raparte esas barbas, Gracias. La mujer del médico salió. El viejo de la venda negra se quitó el pijama que le había tocado en suerte en la distribución de la ropa, luego, con mucho cuidado, entró en la bañera. El agua estaba fría y era poca, no llegaba a tener un palmo de profundidad, qué diferencia entre recibirla viva, cayendo del cielo a chorros, riendo como las tres mujeres, y este chapotear triste. Se arrodilló en el fondo de la bañera, aspiró hondo, con las manos en concha se echó al pecho el primer golpe de agua, que casi le cortó la respiración. Se mojó entero rápidamente para no tener tiempo de estremecerse, luego, por orden, con método, empezó a enjabonarse, a frotarse enérgicamente, partiendo de los hombros, brazos, pecho y abdomen, el pubis, el sexo, la entrepierna, Estoy peor que un animal, pensó, después los muslos flacos, hasta la corteza de suciedad que calzaba sus pies. Dejó quieta la espuma para que la acción de la limpieza fuese más prolongada, y dijo, Tengo que lavarme la cabeza, y se llevó las manos atrás para desatar la venda, También necesitas un buen baño, se desprendió del parche y lo sumergió en el agua, ahora sentía el cuerpo caliente, mojó y se enjabonó el pelo, era un hombre de espuma, blanco en medio de una inmensa ceguera blanca donde nadie lo podría encontrar. Si lo pensó se engañaba, en ese momento sintió que unas manos le tocaban la espalda, recogían la espuma de los brazos, del pecho también, y luego se la dispersaban por la espalda, suavemente, lentamente, como si, no pudiendo ver lo que hacían, tuviesen que prestar más atención al trabajo. Quiso preguntar, Quién eres, pero se le trabó la lengua, no fue capaz, ahora sentía el cuerpo estremecido, no de frío, las manos seguían lavándolo suavemente, la mujer no dijo Soy la del médico, soy la del primer ciego, soy la chica de las gafas oscuras, las manos acabaron su obra, se retiraron, se oyó en el silencio el leve ruido de la puerta del cuarto de baño al cerrarse, el viejo de la venda negra se quedó solo, arrodillado en la bañera como si estuviera implorando una misericordia, temblando, temblando, Quién habría sido, se preguntaba, la razón le decía que sólo podría haber sido la mujer del médico, ella es la que ve, ella es la que nos ha protegido, cuidado y alimentado, no sería de extrañar que hubiera tenido también esta discreta atención, eso era lo que la razón le decía, pero él no creía en la razón. Continuaba temblando, no sabía si por la conmoción o por el frío. Buscó la venda en el fondo de la bañera, la frotó con fuerza, la escurrió, se la puso y la ató, con el ojo tapado se sentía menos desnudo. Cuando entró en la sala de estar, seco, oliendo a jabón, la mujer del médico, dijo, Ya tenemos un hombre limpio y afeitado, y luego, en el tono de quien acaba de recordar algo que debería haber hecho y no hizo, Te quedaste con la espalda por lavar, qué pena. El viejo de la venda negra no respondió, sólo pensó que había tenido razón al no creer en la razón.


Lo poco que había para comer se lo dieron al niño estrábico, los otros tendrían que esperar hasta la reposición de la despensa. Tenían en casa compotas, frutos secos, azúcar, algún resto de galletas, unas cuantas tostadas secas, pero a estas reservas, y a otras que se les fuesen uniendo, sólo recurrirían en caso de necesidad extrema, la comida cotidiana, la comida del día a día, tendría que ser ganada, si por mala suerte regresaba la expedición de manos vacías, entonces sí, dos galletas para cada uno, con una cucharilla de compota, La hay de fresas y de melocotón, cuál preferís, unas nueces también hay, un vaso de agua, un lujo, mientras dure. La mujer del primer ciego dijo que le gustaría ir también a la búsqueda de comida, tres no serían demasiados, incluso siendo ciegos dos de ellos podrían servir para cargar, y, además, si fuese posible, teniendo en cuenta que no estaban tan lejos, acercarse a su casa, ver si había sido ocupada, si sería gente conocida, por ejemplo, vecinos a quienes les hubiera aumentado la familia por llegarles del campo parientes con la idea de salvarse de la epidemia de ceguera que hizo estragos en la aldea, sabido es que en la ciudad hay siempre otros recursos. Salieron, pues, los tres, trajeados con lo que en casa tenían de ropa de vestir, que las otras, las recién lavadas, tendrán que esperar a que llegue el buen tiempo. El cielo continuaba cubierto, pero no amenazaba lluvia. Arrastrada por el agua, sobre todo en las calles en pendiente, la basura se había ido juntando en pequeños montones, dejando limpios amplios trozos de pavimento. Ojalá siga la lluvia, el sol, en esta situación, sería lo peor que podría ocurrirnos, dijo la mujer del médico, podredumbre y malos olores tenemos ya de sobra, Lo notamos más porque estamos limpios, dijo la mujer del primer ciego, y el marido se mostró de acuerdo, aunque sospechaba que se había resfriado con el baño de agua fría. Multitudes de ciegos en las calles aprovechaban que había escampado para buscar comida y satisfacer las necesidades excretorias, a las que todavía obligaban el poco comer y el poco beber. Los perros andaban olfateando por todas partes, escarbaban en la basura, alguno llevaba en la boca una rata ahogada, caso éste rarísimo y que sólo podrá tener explicación en la abundancia extraordinaria de las últimas lluvias, le sorprendió la inundación en mal sitio, de nada le sirvió ser tan buena nadadora. El perro de las lágrimas no se mezcló con sus antiguos compañeros de pandilla y cacería, su elección está hecha, pero no es animal para quedarse esperando que lo alimenten, ya viene masticando sabe Dios qué, esas montañas de basura encierran tesoros inimaginables, todo consiste en buscar, revolver y encontrar. Buscar y revolver en la memoria es ejercicio que también tendrán que hacer, cuando la ocasión se presente, el primer ciego y su mujer, ahora que ya han aprendido las cuatro esquinas, no las de la casa en que viven, que tiene muchas más, sino de la calle donde moran, las cuatro esquinas que serán sus cuatro puntos cardinales, a los ciegos no les interesa saber dónde está oriente u occidente, el norte o el sur, lo que ellos quieren es que sus manos tanteantes les digan si van por el buen camino, antiguamente, cuando aún eran pocos, solían llevar bastones blancos, el sonido de los continuos golpes en el suelo y en las paredes era como una especie de cifra que iba identificando y reconociendo la ruta, pero en los días de hoy, ciegos todos, un bastón de ésos, en medio del barullo general, sería poco menos que inútil, sin hablar ya de que, inmerso en su propia blancura, el ciego podría hasta dudar de si llevaba algo en la mano. Los perros tienen, como se sabe, aparte de lo que llamamos instinto, otros medios de orientación, cierto es que, por ser miopes, no se fían mucho de la vista, pero, como llevan la nariz muy por delante de los ojos, llegan siempre a donde quieren, en este caso, por lo que pueda ocurrir, el perro de las lágrimas alzó la pata en los cuatro vientos principales, la brisa se encargará de guiarlo a casa si algún día se pierde. Mientras iban andando, la mujer del médico miraba a un lado y a otro de las calles, buscando tiendas de comestibles donde pudiera reabastecer la menguada despensa. La razia sólo no era completa porque en algún que otro establecimiento todavía se podían encontrar judías o garbanzos en sacos, son leguminosas que tardan mucho en cocerse, y está el problema del agua y el combustible, por eso el crédito que tienen es escaso. No era la mujer del médico muy dada a la manía de los proverbios, en todo caso, algo de esta ciencia le debía de haber quedado en la memoria, la prueba fue que llenó de habichuelas y garbanzos dos de las bolsas que llevaban, Guarda lo que no sirve y encontrarás lo que necesites, le había dicho su abuela, a fin de cuentas, el agua en que las pusiera a remojo serviría también para cocerlas, y la que quedase de la cocedura habría dejado de ser agua para convertirse en caldo. No es sólo en la naturaleza donde algunas veces no todo se pierde y algo se aprovecha.

Por qué cargaban con las bolsas de judías y garbanzos, más lo que iban encontrando, cuando aún tenían tanto que andar antes de llegar a la calle donde vivían el primer ciego y su mujer, que aquí van, es pregunta que sólo podría salir de la boca de quien en la vida nunca ha sabido lo que es necesidad. A casa, aunque sea una piedra, había dicho aquella misma abuela de la mujer del médico, pero le faltó añadir, Aunque sea necesario dar la vuelta al mundo, ésa era la proeza que ellos estaban realizando ahora, iban a casa por el camino más largo. Dónde estamos, preguntó el primer ciego, se lo dijo la mujer del médico, para eso tenía ojos, y él, Aquí me quedé ciego, en la esquina donde está el semáforo, Estamos justo en esa esquina, No quiero ni acordarme de lo que pasé, encerrado en el coche sin ver, la gente gritando fuera, y yo desesperado, diciendo que estaba ciego, hasta que vino aquél y me llevó a casa, Pobre hombre, dijo la mujer del primer ciego, nunca más robará coches, Tanto nos cuesta la idea de que tenemos que morir, dijo la mujer del médico, que siempre buscamos disculpas para los muertos, es como si anticipadamente estuviésemos pidiendo que nos disculpen cuando nos llegue la vez, Todo esto me sigue pareciendo un sueño, dijo la mujer del primer ciego, es como si soñase que estoy ciega, Cuando estaba en casa esperándote, también lo pensé; dijo el marido. La plaza donde el caso había sucedido quedó atrás, subían ahora por unas calles estrechas, laberínticas, la mujer del médico apenas conoce estos parajes, pero el primer ciego no se pierde, va orientándola, anuncia los nombres de las calles y dice, Tenemos que doblar a la izquierda, y luego a la derecha, y al fin dijo, Ésta es nuestra calle, la casa está a la izquierda, más o menos hacia el medio, Qué número es, preguntó la mujer del médico, él no se acordaba, Vaya, hombre, ahora no me acuerdo, se me ha borrado de la memoria, dijo, era un pésimo agüero, si ni siquiera sabemos dónde vivimos, el sueño ocupando el lugar de la memoria, adónde iremos a parar por ese camino. Pero esta vez el caso no era grave, fue una suerte que a la mujer del primer ciego se le ocurriera venir en esta excursión, ya está diciendo el número de la casa, no tuvieron que recurrir al primer ciego, que estaba jactándose de que podría reconocer la puerta por la magia del tacto, como si tuviera una varita mágica, un toque, metal, otro -toque, madera, con tres o cuatro más llegaría al dibujo completo, no hay duda, ésta es la puerta. Entraron, la mujer del médico delante, Qué piso es, preguntó, El tercero, respondió el primer ciego, no andaba con la memoria tan flaca como parecía, unas cosas se olvidan, es la vida, otras se recuerdan, por ejemplo, se acuerda de cuando, ya ciego, entró por esta puerta, En qué piso vive, le preguntó el hombre que aún no le había robado el coche, Tercero, respondió, la diferencia es que ahora no suben en el ascensor, van pisando los escalones invisibles de una escalera que es al mismo tiempo oscura y luminosa, qué falta hace la electricidad a quien no es ciego, o la luz del sol, o un cabo de vela, ahora los ojos de la mujer del médico han tenido tiempo de adaptarse a la penumbra, a medio camino los que suben tropiezan con dos mujeres que bajan, ciegas de los pisos de arriba, quizá del tercero, nadie hizo preguntas, de hecho los vecinos ya no son lo que eran antes.

La puerta estaba cerrada. Qué vamos a hacer, preguntó la mujer del médico, Yo hablo, dijo el primer ciego. Llamaron una vez, dos, tres veces. No hay nadie, dijo uno de éstos en el preciso momento en que la puerta se abría, la tardanza no era de extrañar, un ciego que esté en el fondo de la casa, no puede venir corriendo a atender a quien llama, Quién es, qué desea, preguntó el hombre que apareció, tenía un aire serio, educado, parecía una persona tratable. Dijo el primer ciego, Yo vivía en esta casa, Ah, fue la respuesta del otro, después preguntó, Hay alguien más con usted, Mi mujer, y también una amiga nuestra, Cómo puedo saber que ésta era su casa, Es fácil, dijo la mujer del primer ciego, le digo todo lo que hay dentro. El otro se quedó callado unos segundos, luego dijo, Entren. La mujer del médico se quedó atrás, nadie la necesitaba aquí de guía. El ciego dijo, Estoy solo, los míos salieron a buscar comida, probablemente debería decir las mías, pero no creo que sea apropiado, hizo una pausa y añadió, Aunque creo que tengo la obligación de saberlo, Qué quiere decir, preguntó la mujer del médico, Las mías de que hablaba son mi mujer y mis dos hijas, Y por qué debería saber si es o no es propio usar el posesivo femenino, Soy escritor, se supone que debemos saber estas cosas. El primer ciego se sintió lisonjeado, fíjense, un escritor instalado en mi casa, entonces se le presentó una duda, si sería de buena educación preguntarle cómo se llama, quizá lo conozca de nombre, incluso podría ser que lo hubiera leído, estaba en este balanceo entre la curiosidad y la discreción cuando la mujer le hizo la pregunta directa, Cómo se llama, Los ciegos no necesitan nombre, yo soy esta voz que tengo, lo demás no es importante, Pero ha escrito libros, y esos libros llevan su nombre, dijo la mujer del médico, Ahora nadie los puede leer, por tanto es como si no existiesen. El primer ciego creyó que el rumbo de la conversación se estaba alejando demasiado de la cuestión que más le interesaba, Y cómo llegó aquí, a mi casa, preguntó, Como muchos otros que no viven ya donde vivían, encontré mi casa ocupada por gente que no quiso saber de razones, puede decirse que nos echaron por las escaleras abajo, Está lejos de aquí su casa, No, Hizo algún intento más de recuperarla, preguntó la mujer del médico, ahora es frecuente que las personas vayan de una casa a otra, Lo intenté dos veces, Y seguían allí, Sí, Y qué piensa hacer ahora que sabe que esta casa es nuestra, preguntó el primer ciego, va a echarnos como los otros hicieron con usted, No tengo ni edad ni fuerzas para hacerlo, y, aunque las tuviese, no sería capaz de recurrir a procesos tan expeditivos como ése, un escritor acaba por tener en la vida la paciencia que necesitó para escribir, O sea que nos dejará la casa, Sí, si no encontramos otra solución, No veo qué solución más se podrá encontrar. La mujer del médico había adivinado cuál iba a ser la respuesta del escritor, Usted y su mujer, como la amiga que los acompaña, viven en una casa, supongo, Sí, exactamente en su casa, Está lejos, No se puede decir que esté lejos, Entonces, si me lo permiten, tengo una propuesta que hacerles, Diga, Que continuemos como estamos, en este momento ambos tenemos una casa donde vivir, yo seguiré atento a lo que vaya pasando con la mía, si un día la encuentro libre, me cambiaré a ella inmediatamente, y usted hará lo mismo, vendrá aquí con regularidad, y cuando la encuentre vacía se traslada, No estoy seguro de que la idea me guste, No esperaba que le gustase, pero dudo que le sea más agradable la única alternativa que queda, Cuál es, Recuperar en este mismo instante la casa que les pertenece, Pero, siendo así, Exacto, siendo así nos iremos a vivir por ahí, No, eso ni pensarlo, intervino la mujer del primer ciego, dejemos las cosas como están, a su tiempo ya veremos, Se me acaba de ocurrir otra solución, dijo el escritor, Cuál es, preguntó el primer ciego, Que sigamos viviendo aquí como huéspedes suyos, la casa es suficiente para todos, No, dijo la mujer del primer ciego, seguiremos como hasta ahora, viviendo con nuestra amiga, no necesito preguntarte si estás de acuerdo, añadió dirigiéndose a la mujer del médico, Ni yo necesito responderte, Les quedo muy agradecido a todos, dijo el escritor, la verdad es que siempre he pensado que en cualquier momento vendría alguien a reclamarnos la casa, Contentarse con lo que uno va teniendo es lo más natural cuando se está ciego, dijo la mujer del médico, Cómo vivieron desde que empezó la epidemia, Salimos del internamiento hace tres días, Ah, son de los que estuvieron en cuarentena, Sí, Fue duro, Eso sería decir poco, Fue horrible, Usted es escritor, tiene, como dijo hace poco, obligación de conocer las palabras, sabe que los adjetivos no sirven para nada, si una persona mata a otra, por ejemplo, sería mejor enunciarlo así y confiar que el horror del acto, por sí solo, fuese tan impactante que nos liberase de decir que fue horrible, Quiere decir que tenemos palabras de más, Quiero decir que tenemos sentimientos de menos, O los tenemos, pero dejamos de usar las palabras que los expresan, Y, en consecuencia, los perdemos, Me gustaría que me hablasen de cómo vivieron en la cuarentena, Por qué, Soy escritor, Sería necesario haber estado allí, Un escritor es como otra persona cualquiera, no puede saberlo todo, ni puede vivirlo todo, tiene que preguntar e imaginar, Un día quizá le cuente cómo fue aquello, luego podrá escribir un libro, Estoy escribiéndolo, Cómo, si está ciego, Los ciegos también pueden escribir, Quiere decir que ha tenido tiempo de aprender el alfabeto braille, No conozco el alfabeto braille, Entonces, cómo puede escribir, preguntó el primer ciego, Voy a mostrárselo. Se levantó de la silla, salió, en un minuto regresó, llevaba en la mano una hoja de papel y un bolígrafo, Es la última página completa que he escrito, No la podemos ver, dijo la mujer del primer ciego, Tampoco yo, dijo el escritor, Entonces, cómo puede escribir, preguntó la mujer del médico, mirando la hoja de papel, donde, en la penumbra de la sala, se distinguían las líneas muy apretadas, sobrepuestas en algunos puntos, Por el tacto, respondió sonriendo el escritor, no es difícil, se coloca la hoja de papel sobre una superficie un poco blanda, por ejemplo sobre otras hojas de papel, después sólo es escribir, Pero, si no ve, dijo el primer ciego, El bolígrafo es un buen instrumento de trabajo para escritores ciegos, no sirve para darle a leer lo que haya escrito, pero sirve para saber dónde escribió, basta con ir siguiendo con el dedo la depresión de la última línea escrita, ir andando así hasta la arista de la hoja, calcular la distancia para la nueva línea y continuar, es muy fácil, Noto que las líneas a veces se sobreponen, dijo la mujer del médico, cogiéndole delicadamente de la mano la hoja de papel, Cómo lo sabe, Yo veo, Ve, recuperó la vista, cómo, cuándo, preguntó el escritor, nervioso, Supongo que soy la única persona que nunca la perdió, Y por qué, qué explicación tiene para eso, No tengo ninguna explicación, probablemente no la hay, Eso significa que ha visto todo lo que ha pasado, Vi lo que vi, no tuve más remedio, Cuántas personas había en aquel lugar de la cuarentena, Cerca de trescientas, Desde cuándo, Desde el principio, salimos sólo hace tres días, como le he dicho, Creo que yo fui el primero en quedarme ciego, dijo el primer ciego, Debió de ser horrible, Otra vez esa palabra, dijo la mujer del médico, Perdone, de repente me parece ridículo todo lo que he estado escribiendo desde que nos quedamos ciegos, mi familia y yo, De qué trata, De lo que hemos sufrido, sobre nuestra vida, Cada uno debe hablar de lo que sabe, y lo que no sepa, pregunta, Yo le pregunto a usted, Y yo le responderé, no sé cuándo, un día. La mujer del médico tocó con la hoja de papel la mano del escritor, No le importa mostrarme dónde trabaja, lo que está escribiendo, Al contrario, venga conmigo, Nosotros también podemos ir, preguntó la mujer del primer ciego, La casa es suya, dijo el escritor, yo aquí sólo estoy de paso. En el dormitorio había una mesita y sobre ella una lámpara apagada. La luz turbia que entraba por la ventana dejaba ver, a la izquierda, unas hojas en blanco, otras, a la derecha, escritas, en el centro una estaba a medio escribir. Había dos bolígrafos nuevos al lado de la lámpara. Aquí tienen, dijo el escritor. La mujer del médico preguntó, Puedo, sin esperar la respuesta cogió las hojas en blanco, serían unas veinte, pasó los ojos por aquella menuda caligrafía, por las líneas que subían y bajaban, por las palabras inscritas en la blancura del papel, grabadas en la ceguera, Estoy de paso, había dicho el escritor, y éstas eran las señales qué iba dejando, al pasar. La mujer del médico le posó la mano en el hombro, y él con sus dos manos la buscó, se la llevó lentamente a sus labios, No se pierda, no se deje perder, dijo, y eran palabras inesperadas, enigmáticas, no parecía que vinieran a cuento.


Cuando volvieron a casa, cargando alimentos suficientes para tres días, la mujer del médico, intercalada con las excitadas explicaciones del primer ciego y de su mujer, contó lo que había ocurrido. Y por la noche, como tenía que ser, leyó para todos unas cuantas páginas de un libro que sacó de la biblioteca. El tema del libro no le interesaba al niño estrábico, que se quedó dormido al poco tiempo con la cabeza en el regazo de la chica de las gafas oscuras y los pies sobre las piernas del viejo de la venda negra. Pasados dos días, el médico dijo, Me gustaría saber cómo está el consultorio, ahora no servimos para nada ni él ni yo, pero puede que algún día volvamos a tener uso de los ojos, los aparatos deben de estar allí, esperando, Vamos cuando quieras, dijo la mujer, ahora mismo, Y podíamos aprovechar la salida para pasar por mi casa, si no os importa, dijo la chica de las gafas oscuras, no es que crea que hayan vuelto mis padres, es sólo por descargar la consciencia, Iremos también a tu casa, dijo la mujer del médico. Nadie más se quiso unir a la expedición de reconocimiento de los domicilios, el primer ciego y la mujer porque ya sabían lo que iban a encontrar, el viejo de la venda negra también lo sabía, aunque no por las mismas razones, y el niño estrábico porque seguía sin recordar el nombre de la calle donde había vivido. El tiempo estaba claro, parecía que se habían acabado las lluvias, y el sol, aunque pálido, empezaba a sentirse en la piel, No sé cómo vamos a vivir si el calor aprieta, dijo el médico, toda esa basura pudriéndose por ahí, los animales muertos, quizá también personas, debe de haber gente muerta en las casas, lo malo es que no estemos organizados, debería haber una organización en cada casa, en cada calle, en cada barrio, Un gobierno, dijo la mujer, Una organización, el cuerpo también es un sistema organizado, está vivo mientras se mantiene organizado, la muerte no es más que el efecto de una desorganización, Y cómo podría organizarse una sociedad de ciegos para que viva, Organizándose, organizarse ya es, en cierto modo, tener ojos, Quizá tengas razón, pero la experiencia de esta ceguera sólo nos ha traído muerte y miseria, mis ojos, como tu consultorio, no han servido para nada, Gracias a tus ojos estamos vivos, dijo la chica de las gafas oscuras, También lo estaríamos si yo estuviera ciega, el mundo está lleno de ciegos vivos, Creo que vamos a morir todos, es cuestión de tiempo, Morir siempre es una cuestión de tiempo, dijo el médico, Pero morir sólo porque se está ciego debe de ser la peor manera de morir, Morimos de enfermedades, de accidentes, de casualidades, Y ahora moriremos también porque estamos ciegos, quiero decir que moriremos de ceguera y cáncer, de ceguera y tuberculosis, de ceguera y sida, de ceguera e infarto, las enfermedades podrán ser diferentes de persona a persona, pero lo que verdaderamente nos está matando ahora es la ceguera, No somos inmortales, no podemos escapar a la muerte, pero al menos deberíamos no ser ciegos, dijo la mujer del médico, Cómo, si esta ceguera es concreta y real, dijo el médico, No tengo la certeza, dijo la mujer, Ni yo, dijo la chica de las gafas oscuras.


No tuvieron que forzar la puerta, la abrieron normalmente, la llave estaba en el llavero personal del médico, las dejó en casa cuando fueron llevados a la cuarentena. Aquí está la sala de espera, dijo la mujer del médico, La sala donde yo estuve, dijo la chica de las gafas oscuras, el sueño continúa, pero no sé qué sueño es, si el sueño de soñar que estuve aquel día soñando que estoy aquí ciega, o el sueño de haber estado siempre ciega y venir soñando al consultorio para curarme de una inflamación en los ojos en la que no había ningún peligro de ceguera, La cuarentena no fue un sueño, dijo la mujer del médico, Tampoco lo fue, no, como no lo fue la violación, Ni que yo apuñalara a un hombre, Llévame al gabinete, podría llegar solo, pero llévame tú, dijo el médico. La puerta estaba abierta. La mujer del médico dijo, Está todo revuelto, papeles por el suelo, se han llevado los cajones del fichero, Serían los del ministerio, para no perder tiempo buscando, Probablemente, Y los aparatos, Por lo que se ve, parecen en orden, Menos mal, dijo el médico. Avanzó solo, con los brazos extendidos, tocó la caja de las lentes, el oftalmoscopio, la mesa, posó las manos en el cristal que la cubría, cubierto de polvo, después dijo, dirigiéndose a la chica de las gafas oscuras, Comprendo lo que quieres decir cuando hablas de vivir un sueño. Se sentó a la mesa con una sonrisa triste e irónica, como si se dirigiera a alguien que estuviera allí, delante de él, Pues no, doctor, lo siento mucho pero su caso no tiene remedio, si quiere que le dé un consejo, acójase al dicho antiguo, tenían razón los que decían que la paciencia es buena para la vista, No nos hagas sufrir, dijo la mujer, Perdona, perdona tú también, estamos en el lugar donde antes se hacían los milagros, ahora ni siquiera tengo las pruebas de mis poderes mágicos, se las llevaron todas, El único milagro a nuestro alcance es seguir viviendo, dijo la mujer, amparar la fragilidad de la vida un día tras otro, como si fuera ella la ciega, la que no sabe a dónde ir, y quizá sea así, quizá realmente la vida no lo sepa, se entregó a nuestras manos tras habernos hecho inteligentes, y a esto la hemos traído, Hablas como si también tú estuvieses ciega, dijo la chica de las gafas oscuras, En cierto modo, es verdad, estoy ciega de vuestra ceguera, tal vez pudiese empezar a ver mejor si fuésemos más los que ven, Temo que seas como el testigo que anda buscando el tribunal al que fue convocado no sabe por quién y donde tendrá que declarar no sabe qué, dijo el médico, El tiempo se está acabando, la podredumbre se amontona, las enfermedades encuentran puertas abiertas, el agua se agota, la comida se ha convertido en veneno, sería ésta mi primera declaración, dijo la mujer del médico, Y la segunda, preguntó la chica de las gafas oscuras, Abramos los ojos, No podemos, estamos ciegos, dijo el médico, Es una gran verdad eso de que el peor ciego es el que no quiere ver, Pero yo quiero ver, dijo la chica de las gafas oscuras, No por eso vas a ver, la única diferencia es que dejarías de ser la peor ciega, y, ahora, vámonos, no hay más qué ver aquí, dijo el médico.


De camino a la casa de la chica de las gafas oscuras atravesaron una gran plaza donde había grupos de ciegos escuchando los discursos de otros ciegos, a primera vista ni unos ni otros parecían ciegos, los que hablaban giraban la cara gesticulante hacia los que oían, los que oían dirigían la cara atenta a los que hablaban. Se proclamaba allí el fin del mundo, la salvación penitencial, la visión del séptimo día, el advenimiento del ángel, la colisión cósmica, la extinción del sol, el espíritu de la tribu, la savia de la mandrágora, el ungüento del tigre, la virtud del signo, la disciplina del viento, el perfume de la luna, la reivindicación de la tiniebla, el poder del conjuro, la marca del calcañar, la crucifixión de la rosa, la pureza de la linfa, la sangre del gato negro, la dormición de la sombra, la revuelta de las mareas, la lógica de la antropofagia, la castración sin dolor, el tatuaje divino, la ceguera voluntaria, el pensamiento convexo, el cóncavo, el plano, el vertical, el inclinado, el concentrado, el disperso, el huido, la ablación de las cuerdas vocales, la muerte de la palabra, Aquí no hay nadie que hable de organización, dijo la mujer del médico a su marido, Quizá la organización esté en otra plaza, respondió él. Siguieron andando. Un poco más allá dijo la mujer del médico, En el camino hay más muertos que de costumbre, Es nuestra resistencia lo que está llegando al fin, se acaba el tiempo, se agota el agua, proliferan las enfermedades, la comida se convierte en veneno, lo dijiste tú antes, recordó el médico, Quién sabe si entre estos muertos no estarán mis padres, dijo la chica de las gafas oscuras, y yo aquí, pasando a su lado, y no los veo, Es una vieja costumbre de la humanidad ésa de pasar al lado de los muertos y no verlos, dijo la mujer del médico.


La calle donde vivía la chica de las gafas oscuras parecía aún más abandonada. En la puerta de la casa estaba el cuerpo de una mujer. Muerta, medio comida por los animales asilvestrados, menos mal que hoy el perro de las lágrimas no quiso venir, hubiera sido necesario disuadirlo de meter el diente en esta carroña. Es la vecina del primero, dijo la mujer del médico, Quién, dónde, preguntó el marido, Aquí mismo, la vecina del primer piso, se nota el hedor, Pobre mujer, dijo la chica de las gafas oscuras, por qué habrá salido a la calle, ella nunca lo hacía, Tal vez se dio cuenta de que estaba llegando la muerte, quizá no haya podido soportar la idea de quedarse sola en casa, pudriéndose, dijo el médico. Ahora no podremos entrar, no tengo las llaves, Salvo que hayan vuelto tus padres y estén esperándote, dijo el médico, No lo creo, Tienes razón al no creerlo, dijo la mujer del médico, las llaves están aquí. En la concavidad de la mano muerta, medio abierta, posada en el suelo, aparecían, brillantes, luminosas, unas llaves. Tal vez sean las de ella, dijo la chica de las gafas oscuras, No lo creo, no tenía ningún motivo para llevar sus llaves a donde pensaba morir, Pero yo, ciega como estoy, no las podría ver, si fue ésa su idea, devolvérmelas, para que pudiera entrar en casa, No sabemos qué pensamientos tuvo cuando decidió traerse las llaves, quizá pensó que recuperarías la vista, quizá pensó que hubo algo poco natural, demasiado fácil, en la manera de movernos cuando estuvimos aquí, quizá me haya oído decir que la escalera estaba oscura, que apenas se podía ver, o nada de eso, sólo delirio, demencia, como si, con la razón perdida, le hubiera entrado la obsesión de entregarte las llaves, lo único que sabemos es que la vida se le escapó al poner los pies fuera de casa. La mujer del médico recogió las llaves, las entregó a la chica de las gafas oscuras, luego preguntó, Y qué hacemos ahora, vamos a dejarla aquí, No podemos enterrarla en la calle, no tenemos con qué levantar los adoquines, dijo el médico, Atrás, en el huerto, Habría que subirla hasta el segundo, y luego bajarla por la escalera de socorro, Es la única manera, Tendremos fuerzas para tanto, preguntó la chica de las gafas oscuras, La cuestión no es si tendremos fuerzas o si no las tendremos, la cuestión es si vamos a permitirnos dejar aquí a esta mujer, Eso, no, dijo el médico, Entonces habrá que sacar fuerzas de flaqueza. Realmente, las sacaron, pero fue un esfuerzo horroroso subir el cadáver por las escaleras, y no por lo que pesaba, ya poco de natural, y ahora aún menos después de lo que de él se habían beneficiado los perros y los gatos, sino porque el cuerpo estaba rígido, inflexible, costaba darle la vuelta en las curvas de la estrecha escalera, en una ascensión tan corta tuvieron que descansar cuatro veces. Ni el ruido, ni las voces, ni el olor a descomposición hicieron aparecer en los rellanos a los otros moradores de la casa, Tal como pensaba, mis padres no están aquí, dijo la chica de las gafas oscuras. Cuando al fin llegaron a la puerta, estaban agotados, y tenían aún que atravesar la casa hacia la parte trasera, bajar la escalera de socorro, pero allí, con ayuda de los santos, que siendo cuesta abajo acuden todos, la carga se llevó mejor, podían dar con facilidad la vuelta en los rellanos al ser la escalera a cielo abierto, sólo hubo que tener cuidado en que no se les fuera de las manos el cuerpo de la pobre criatura, la caída lo dejaría sin remedio, por no hablar de los dolores, que después de la muerte son peores.


El patio trasero estaba como una selva jamás explorada, las últimas lluvias hicieron crecer abundantemente la hierba y las plantas bravas que trae el viento, no faltará comida fresca a los conejos que andaban saltando por allí, las gallinas se gobiernan incluso en régimen de sequía. Estaban sentados en el suelo, jadeantes, el esfuerzo los había dejado baldados, al lado el cadáver descansaba con ellos, protegido por la mujer del médico, que ahuyentaba a las gallinas y a los conejos, éstos sólo curiosos, con la nariz temblándoles, ellas ya con el pico en bayoneta, dispuestas a todo. Dijo la mujer del médico, Antes de salir a la calle se acordó de abrir la puerta de la conejera, no quiso que los animales murieran de hambre, Bien cierto es que lo difícil no es vivir con las personas, lo difícil es comprenderlas, dijo el médico. La chica de las gafas oscuras se estaba limpiando las manos sucias con un puñado de hierbas que había arrancado, la culpa era suya, agarró el cadáver por donde no debía, eso pasa por andar sin ojos. Dijo el médico, Lo que necesitamos ahora es un azadón, o una pala, aquí se puede observar cómo el auténtico eterno retorno es el de las palabras, ahora regresan éstas, dichas por las mismas razones, primero fue el hombre que robó el automóvil, ahora va a ser la vieja que restituyó las llaves, después de enterrados no se notarán las diferencias, salvo si alguna memoria las ha guardado. La mujer del médico subió a la casa de la chica de las gafas oscuras a por una sábana limpia, tuvo que elegir entre las que se encontraban menos sucias, cuando bajó estaban de banquete las gallinas, los conejos sólo mordisqueaban la hierba fresca. Cubierto y envuelto el cadáver, la mujer fue a buscar la pala o el azadón. Encontró ambas cosas en un cobertizo donde también había otras herramientas. Yo me ocupo de esto, dijo, la tierra está húmeda, se cava bien, vosotros descansad. Escogió un sitio en el que no había raíces de esas que hay que cortar con golpes sucesivos de azadón, que nadie piense que es tarea fácil, las raíces tienen sus mañas, saben aprovechar la blandura de la tierra para esquivar el golpe y amortiguar el efecto mortífero de la guillotina. Ni la mujer del médico, ni el marido, ni la chica de las gafas oscuras, ella por estar entregada a su trabajo, ellos porque de nada les servían los ojos, se dieron cuenta de la aparición de los ciegos en los balcones circundantes, no muchos, no en todos, debía de haberlos atraído el ruido del azadón, que es inevitable hasta estando la tierra blanda, sin olvidar que hay siempre una piedrecilla escondida que responde con sonoridad al golpe. Eran hombres y mujeres que parecían fluidos como espectros, podían ser fantasmas asistiendo por curiosidad a un entierro, sólo para recordar cómo había sido en su caso. La mujer del médico los vio, al fin, cuando, terminada la tumba, aplomó los riñones doloridos y se llevó el brazo a la frente para secar el sudor. Entonces, urgida por un impulso irresistible, sin haberlo pensado antes, gritó para aquellos ciegos y para todos los ciegos del mundo, Resurgirá, repárese en que no dijo Resucitará, el caso no era para tanto, aunque el diccionario esté ahí para afirmar, prometer o insinuar que se trata de perfectos y exactos sinónimos. Los ciegos se asustaron y se metieron en sus casas, no entendían por qué fue dicha tal palabra, además no estaban preparados para una revelación así, se veía que no frecuentaban la plaza de las anunciaciones mágicas, a cuya relación, para quedar completa, sólo faltaba añadir la cabeza de la mantis y el suicidio del alacrán. El médico preguntó, Por qué has dicho resurgirá, para quién hablabas, Para unos ciegos que aparecieron en los balcones, me asusté y debo de haberles asustado, Y por qué esa palabra, No lo sé, apareció en mi cabeza y la dije, Sólo te faltaba ir a predicar a la plaza por donde pasamos, Sí, un sermón sobre el diente de conejo y el pico de gallina, ven a ayudarme ahora, por aquí, eso es, cógele los pies, yo la levanto por este lado, cuidado, no te vayas a caer dentro de la fosa, eso es, así, bájala lentamente, más, más, he hecho la fosa un poco honda por las gallinas, cuando se ponen a escarbar nunca se sabe adónde pueden llegar, ya está. Se sirvió de la pala para llenar la fosa de tierra, la apretó bien, compuso el montículo que siempre sobra de la tierra que ha vuelto a la tierra, como si nunca hubiera hecho otra cosa en su vida. Finalmente, arrancó una rama del rosal que crecía en un extremo del patio y la plantó en la base de la sepultura, del lado de la cabeza. Resurgirá, preguntó la chica de las gafas oscuras, Ella no, respondió la mujer del médico, más necesidad tendrían los que están vivos de resurgir de sí mismos, y no lo hacen, Estamos ya medio muertos, respondió el médico, Todavía estamos medio vivos, contestó la mujer. Guardó en el alpendre la pala y el azadón, echó un vistazo al patio trasero para asegurarse de que todo estaba en orden, Qué orden, se preguntó a sí misma, y a sí misma se dio respuesta, El orden que quiere a los muertos en su lugar de muertos y a los vivos en su lugar de vivos, mientras gallinas y conejos alimentan a unos y se alimentan de otros, Me gustaría dejarles una señal, una advertencia cualquiera a mis padres, dijo la chica de las gafas oscuras, sólo para que sepan que estoy viva, No quiero matar tus ilusiones, dijo el médico, pero primero tendrían que encontrar la casa, y eso es poco probable, piensa que nunca habríamos conseguido llegar aquí si no tuviéramos a alguien que nos guíe, Tiene razón, ni siquiera sé si están aún vivos, pero si no les dejo una señal, cualquier cosa, me sentiré como si los hubiera abandonado, Qué puede ser, preguntó la mujer del médico, Algo que ellos puedan reconocer por el tacto, dijo la chica de las gafas oscuras, lo malo es que ya no llevo nada de los otros tiempos en el cuerpo. La mujer del médico la miraba, estaba sentada en el primer peldaño de la escalera de socorro, con las manos abandonadas en las rodillas, angustiado su hermoso rostro, el pelo suelto sobre los hombros, Ya sé qué señal puedes dejarles, dijo. Subió rápidamente la escalera, entró de nuevo en la casa y regresó con unas tijeras y un pedazo de cordel, Qué idea es la tuya, preguntó la chica de las gafas oscuras, inquieta, al sentir el rechinar de las tijeras cortándole el cabello, Si tus padres vuelven, encontrarán colgado del tirador de la puerta un mechón de pelo, de quién iba a ser sino de su hija, preguntó la mujer del médico, Me vas a hacer llorar, dijo la chica de las gafas oscuras, e inmediatamente rompió en lágrimas, con la cabeza caída sobre los brazos cruzados en las rodillas fue desahogando su pena, la añoranza, la conmoción por la ocurrencia de la mujer del médico, luego se dio cuenta, sin saber por qué caminos del sentimiento había llegado hasta allí, de que también lloraba por la vieja del primero, la comedora de carne cruda, la bruja horrible, la que con su mano muerta le había restituido las llaves de su casa. Y entonces la mujer del médico dijo, Qué tiempos éstos, vemos cómo se invierte el orden de las cosas, un símbolo que casi siempre fue de muerte se convierte en señal de vida, Hay manos capaces de ésos y de mayores prodigios, dijo el médico, La necesidad puede mucho, querido, dijo la mujer, y basta ya de filosofías y de taumaturgias, démonos la mano y vamos a la vida. Fue la propia chica de las gafas oscuras quien colgó del tirador de la puerta el mechón de cabellos, Crees que mis padres se darán cuenta, preguntó, El tirador de la puerta es la mano tendida de una casa, respondió la mujer del médico, y con esta frase de efecto podríamos decir que dieron por terminada la visita.

Aquella noche hubo de nuevo lectura y audición, no tenían otra manera de distraerse, lástima que el médico no fuese, por ejemplo, violinista aficionado, qué dulces serenatas podrían oírse entonces en este quinto piso, los vecinos dirían envidiosos, A ésos, o les va bien en la vida o son unos inconscientes que creen huir de su desgracia riéndose de la desgracia de los demás. Ahora no hay más música que la de las palabras, y ésas, sobre todo las que están en los libros, son discretas, aunque la curiosidad trajera a alguien a escuchar tras la puerta de la casa, no oiría más que un murmullo solitario, ese largo hilo de sonido que podrá prolongarse infinitamente, porque los libros del mundo, todos juntos, son como dicen que es el universo, infinitos. Cuando acabó la lectura, avanzada la noche, el viejo de la venda negra dijo, A esto estamos reducidos, a oír leer, Yo no me quejo, podría estar siempre así, dijo la chica de las gafas oscuras, Tampoco me quejo yo, digo que sólo servimos para esto, para oír leer la historia de una humanidad que existió antes que nosotros, aprovechamos la suerte de tener unos ojos lúcidos, los últimos que quedan, si un día estos ojos se apagan, y no quiero ni pensarlo, entonces el hilo que nos une a esa humanidad se romperá, será como si estuviésemos apartándonos los unos de los otros en el espacio, para siempre, tan ciegos ellos como nosotros, Mientras pueda, dijo la chica de las gafas oscuras, mantendré la esperanza, la esperanza de encontrar a mis padres, la esperanza de que aparezca la madre de este niño, Has olvidado la esperanza de todos, Cuál, La esperanza de recuperar la vista, Hay esperanzas que es locura alimentar, Pues os digo que si no fuera por ellas, ya habría desistido de la vida, Dame un ejemplo, Volver a ver, Ése ya lo conocemos, dame otro, No lo doy, Por qué, No te importa, Cómo sabes que no me importa, qué sabes de mí para decidir por tu cuenta lo que a mí me importa o no, No te enfades, no tuve intención de molestarte, Los hombres son todos iguales, piensan que con haber nacido de barriga de mujer, ya lo saben todo de las mujeres, Yo de mujeres sé poco, de ti, nada, y en cuanto al hombre, para mí, tal como van las cosas, ahora soy un viejo, y tuerto además de ciego, No tienes nada más que decir contra ti, Mucho más, no puedes ni imaginar la lista negra de mis autorecriminaciones y cómo crece a medida que los años van pasando, joven soy yo, y ya voy bien servida, Aún no has hecho nada verdaderamente malo, Cómo puedes saberlo si nunca has vivido conmigo, Sí, nunca he vivido contigo, Por qué repites en ese tono mis palabras, Qué tono, Ése, Sólo he dicho que nunca he vivido contigo, El tono, el tono, no finjas que no me entiendes, No insistas, te lo ruego, Insisto, necesito saberlo, Volvamos a las esperanzas, Pues volvamos, El otro ejemplo de esperanza que me negué a dar era ése, Ese, cuál, La última autorecriminación de mi lista, Explícate, por favor, no entiendo de galimatías, El monstruoso deseo de que no recuperemos la vista, Por qué, Para seguir viviendo así, Quieres decir todos juntos, o tú conmigo, No me obligues a responder, Si fueses sólo un hombre podrías esquivar la respuesta, como hacen todos, pero tú mismo acabas de decir que eres un viejo, y un viejo, si haber vivido tanto sirve de algo, no debería volverle la cara a la verdad, responde, Yo contigo, Y por qué quieres vivir conmigo, Esperas que te lo diga delante de todos, Cosas más sucias, más feas, más repugnantes hemos hecho unos ante los otros, seguro que no será peor lo que tienes que decirme, Sea, si lo quieres, porque al hombre que aún soy le gusta la mujer que tú eres, Tanto te ha costado hacer una declaración de amor, A mi edad uno tiene miedo al ridículo, No ha sido ridículo, Olvidemos esto, por favor, No tengo intención de olvidar ni dejarte que olvides, Es un disparate, me has obligado a hablar, y ahora, Y ahora me toca a mí, No digas nada de lo que puedas arrepentirte, recuerda lo de la lista negra, Si yo soy sincera hoy, qué importa que mañana tenga que arrepentirme, Cállate, Tú quieres vivir conmigo, y yo quiero vivir contigo, Estás loca, Viviremos juntos aquí, como un matrimonio, y juntos seguiremos viviendo si tenemos que separarnos de nuestros amigos, dos ciegos pueden ver más que uno, Es una locura, tú no me quieres, Qué es eso de querer, yo nunca quise a nadie, sólo me acosté con hombres, Estás dándome la razón, No. lo estoy, Has hablado de sinceridad, respóndeme sinceramente si es verdad que me quieres, Te quiero lo suficiente como para querer estar contigo, y esto es la primera vez que se lo digo a alguien, Tampoco me lo dirías a mí si me hubieras encontrado antes, un hombre viejo, medio calvo, el pelo que le queda blanco, con una venda en un ojo y una catarata en el otro, No lo diría la mujer que entonces era, lo reconozco, quien lo ha dicho es la mujer que ahora soy, Veremos entonces qué va a decir la mujer que serás mañana, Me pones a prueba, Qué idea, quien soy yo para ponerte a prueba, la vida es quien decide estas cosas, Una la ha decidido ya.

Tuvieron esta conversación cara a cara, los ojos ciegos de uno clavados en los ojos ciegos del otro, los rostros encendidos y vehementes, y cuando, por haberlo dicho uno de ellos y por quererlo los dos, concordaron en que la vida había decidido que vivieran juntos, la chica de las gafas oscuras tendió las manos, simplemente para darlas, no para saber por dónde iba, tocó las manos del viejo de la venda negra, que la atrajo suavemente hacia sí, y se quedaron sentados los dos, juntos, no era la primera vez, claro está, pero ahora habían sido dichas las palabras de recibimiento. Ninguno de los otros hizo comentarios, ninguno dio la enhorabuena, ninguno expresó votos de felicidad eterna, los tiempos, en verdad, no están para festejos e ilusiones, y cuando las decisiones son tan graves como parece haber sido ésta, nada tendría de sorprendente que alguien hubiera pensado que hay que ser ciego para comportarse de este modo, el silencio es el mejor aplauso. Lo que la mujer del médico hizo fue extender en el corredor unos cuantos cojines de sofá, suficientes para improvisar cómodamente una cama, después condujo allí al niño estrábico, y le dijo, A partir de hoy dormirás aquí. En cuanto a lo que ocurrió en la sala, todo indica que en esta primera noche habrá quedado finalmente aclarado el caso de la mano misteriosa que le lavó la espalda al viejo de la venda negra aquella mañana en que corrieron tantas aguas, todas ellas lustrales.


Al día siguiente, acostados aún, la mujer del médico le dijo al marido, Tenemos poca comida en casa, va a ser necesario dar una vuelta por el almacén subterráneo del supermercado, aquel donde estuve el primer día, si hasta ahora no ha dado nadie con él, podremos abastecernos para una o dos semanas, Voy contigo, y decimos a uno o dos de ellos que vengan también, Prefiero que seamos sólo nosotros, es más fácil, no habrá tanto peligro de perdernos, Hasta cuándo aguantarás la carga de seis personas que no se pueden valer, Aguantaré mientras pueda, pero la verdad es que ya me flaquean las fuerzas, a veces me sorprendo deseando ser ciega también para ser igual que los otros, para no tener más obligaciones que los demás, Nos hemos habituado a depender de ti, si nos faltases sería como si una segunda ceguera nos hubiera alcanzado, gracias a los ojos que tienes conseguimos ser un poco menos ciegos, Llegaré hasta donde sea capaz, no puedo prometer más, Un día, cuando comprendamos que nada bueno y útil podemos hacer por el mundo, deberíamos tener el valor de salir simplemente de la vida, como él dijo, Él, quién, El afortunado de ayer, Tengo la seguridad de que hoy no lo diría, no hay nada mejor para cambiar de opinión que una sólida esperanza, Él la tiene ya, ojalá le dure, Hay en tu voz un tono que parece de contrariedad, Contrariedad, por qué, Como si se hubiesen llevado algo que te pertenece, Te refieres a lo que ocurrió con esa chica cuando estábamos en aquel lugar horrible, Sí, Recuerda que fue ella quien vino a buscarme, La memoria te engaña, fuiste tú quien la buscó, Estás segura, No estaba ciega, Pues yo juraría que, Jurarías en falso, Es extraño cómo puede la memoria engañarnos así, En este caso es fácil de comprender, nos pertenece más lo que vino a ofrecerse a nosotros que aquello que tuvimos que conquistar, Ni ella me buscó después, ni yo la busqué más, Queriendo, pueden encontrarse en la memoria, para eso sirve, Tienes celos, No, no tengo celos, ni siquiera los tuve entonces, lo que sentí fue pena, por ella y por ti, y también por mí, porque no podía ayudaros, Cómo estamos de agua, Mal. Después de la menos que frugal refección de la mañana, amenizada por algunas alusiones discretas y sonrientes a los acontecimientos de la noche pasada, convenientemente vigiladas las palabras por el recato debido a la presencia de un menor, vano cuidado éste, si recordamos las escandalosas escenas de que fue testigo presencial en la cuarentena, salieron para el trabajo el médico y su mujer, acompañados esta vez por el perro de las lágrimas, que no quiso quedarse en casa.


El aspecto de las calles empeoraba cada hora que iba pasando. La basura parecía multiplicarse durante la noche, era como si desde el exterior de algún país desconocido, donde todavía hubiera vida normal, viniesen sigilosamente a vaciar aquí sus contenedores, si no fuese porque estamos en tierra de ciegos, veríamos avanzar por esta blanca oscuridad los carros y los camiones fantasmas cargados de detritus, sobras, desechos, depósitos químicos, cenizas, aceites quemados, huesos, botellas, vísceras, pilas cansadas, plásticos, montañas de papel, lo que no traen son restos de comida, ni siquiera unas mondas de fruta con las que podríamos engañar el hambre, mientras esperamos esos días mejores que siempre están por llegar. La mañana está en sus comienzos, pero se siente el calor. El hedor que desprende el inmenso basurero es como una nube de gas tóxico. No tardarán en aparecer por ahí unas cuantas epidemias, volvió a decir el médico, no escapará nadie, estamos completamente indefensos, Como dice el refrán, por una parte nos llueve, por otra nos hace viento, dijo la mujer, Ni siquiera eso, la lluvia nos ayudaría a matar la sed, y el viento aliviaría los hedores, al menos en parte. El perro de las lágrimas anda olfateando inquieto, se detuvo a hacer pesquisas en un montón de basura, seguro de que en el fondo se encontraba oculta alguna golosina superior que ahora no consigue encontrar, si estuviera solo, se quedaría aquí, pero la mujer que lloró va ya delante, su deber es ir tras ella, nunca se sabe si no va a tener que enjugar otras lágrimas. Es difícil andar. En algunas calles, sobre todo en las más inclinadas, el caudal de agua de lluvia, transformada en torrente, lanzó coches contra coches, o contra las casas, derribando puertas, rompiendo escaparates, el suelo está cubierto de pedazos de vidrio grueso. Aprisionado entre dos coches se pudre el cuerpo de un hombre. La mujer del médico desvía los ojos. El perro de las lágrimas se aproxima, pero la muerte lo intimida, da dos pasos, de súbito se le encrespó el pelo, un aullido lacerante salió de su garganta, lo malo de este perro es que se ha aproximado tanto a los humanos que va a acabar sufriendo como ellos. Atravesaron una plaza donde había grupos de ciegos que se entretenían oyendo los discursos de otros ciegos, a primera vista ni unos ni otros parecían ciegos, los que hablaban giraban la cara gesticulante hacia los que oían, los que oían dirigían la cara atenta a los que hablaban. Se proclamaban allí los principios de los grandes sistemas organizados, la propiedad privada, el librecambio, el mercado, la bolsa, las tasas fiscales, los réditos, la apropiación, la desapropiación, la producción, la distribución, el consumo, el abastecimiento y desabastecimiento, la riqueza y la pobreza, la comunicación, la represión y la delincuencia, las loterías, las instituciones carcelarias, el código penal, el código civil, el régimen de carreteras, el diccionario, el listín de teléfonos, las redes de prostitución, las fábricas de material de guerra, las fuerzas armadas, los cementerios, la policía, el contrabando, las drogas, los tráficos ilícitos permitidos, la investigación farmacéutica, el juego, el precio de los tratamientos médicos y de los servicios funerarios, la justicia, los créditos, los partidos políticos, las elecciones, los parlamentos, los gobiernos, el pensamiento convexo, el cóncavo, el plano, el vertical, el inclinado, el concentrado, el disperso, el huido, la ablación de las cuerdas vocales, la muerte de la palabra. Aquí se habla de organización, dijo la mujer del médico al marido, Ya me he dado cuenta, respondió él, y se calló. Siguieron andando, la mujer del médico consultó un plano de la ciudad que había en una esquina, como un antiguo crucero en una encrucijada. Estaban muy cerca del supermercado, en alguno de estos sitios se había dejado caer, llorando, aquel día en el que se vio perdida, grotescamente derrengada por el peso de las bolsas de plástico afortunadamente llenas, la ayudó un perro que vino a consolar su desconcierto y su angustia, el mismo que viene aquí enseñando los dientes a las jaurías que se acercan demasiado, como si estuviese advirtiéndoles, A mí no me engañan ustedes, lárguense de aquí. Una calle a la izquierda, otra a la derecha, y aparece la puerta del supermercado. Sólo la puerta, es decir, está la puerta, está el edificio todo, pero lo que no se ve es gente entrando y saliendo, aquel hormiguero de personas que a todas horas encontramos en estos establecimientos que viven del concurso de grandes multitudes. La mujer del médico temió lo peor, y le dijo al marido, Hemos llegado demasiado tarde, ya no deben de quedar ahí dentro ni unas migajas de galleta, Por qué dices eso, No veo entrar y salir a nadie, Puede que no hayan descubierto el sótano, Ésa es mi esperanza. Estaban parados en la acera, enfrente del supermercado mientras cambiaban estas frases. A su lado, como si estuviesen esperando que se encendiese en el semáforo la luz verde, había tres ciegos. La mujer del médico no se fijó en la cara que pusieron, de sorpresa inquieta, de una especie de confuso temor, no vio que la boca de uno de ellos se abrió para hablar y luego se cerró, no notó el rápido encogerse de hombros, Lo verás por ti misma, se supone que habrá pensado este ciego. Ya en medio de la calle, atravesándola, la mujer del médico y el marido no pudieron oír la observación del segundo ciego, Por qué habrá dicho ella que no veía, que no veía entrar ni salir a nadie, y la respuesta del tercer ciego, Son maneras de hablar, hace un rato, cuando tropecé, tú me preguntaste si no veía dónde ponía los pies, es lo mismo, todavía no hemos perdido la costumbre de ver, Dios mío, cuántas veces hemos dicho eso ya, exclamó el primer ciego.


La claridad del día iluminaba hasta el fondo el amplio espacio del supermercado. Casi todos los exhibidores estaban derribados, no había más que basura, cristales rotos, embalajes vacíos, Es curioso, dijo la mujer del médico, incluso no habiendo aquí nada de comida, me sorprende que no haya gente viviendo. El médico dijo, Realmente, no parece normal. El perro de las lágrimas soltó un aullido en tono muy bajo. De nuevo tenía el pelo erizado. Dijo la mujer del médico, Hay aquí un olor, Siempre huele mal, dijo el marido, No es eso, es otro olor, a podrido, Algún cadáver que esté por ahí, No veo ninguno, Entonces será una impresión tuya. El perro volvió a gemir. Qué le pasa al perro, preguntó el médico, Está nervioso, Qué hacemos, Vamos a ver, si hay algún cadáver pasamos de largo, a estas alturas los muertos ya no nos asustan, Para mí es más fácil, no los veo. Atravesaron el supermercado hasta la puerta que daba acceso al corredor por donde se llegaba al almacén del sótano. El perro de las lágrimas los siguió, pero se detenía de vez en cuando, gruñía llamándolos, luego el deber le obligaba a seguir andando. Cuando la mujer del médico abrió la puerta, el olor se hizo más intenso, Realmente huele muy mal, dijo el marido, Quédate tú aquí, vuelvo en seguida. Avanzó por el corredor, cada vez más oscuro, y el perro de las lágrimas la siguió como si lo llevasen a rastras. Saturado del hedor a putrefacción, el aire parecía pastoso. A medio camino, la mujer del médico vomitó. Qué habrá pasado aquí, pensó entre dos arcadas, y murmuró luego, una y otra vez, estas palabras mientras se iba aproximando a la puerta metálica que daba al sótano. Confundida por la náusea, no había notado que en el fondo se percibía una claridad difusa, muy leve. Ahora sabía lo que era aquello. Pequeñas llamas palpitaban en los intersticios de las dos puertas, la de la escalera y la del montacargas. Un nuevo vómito le retorció el estómago, fue tan violento que la tiró al suelo. El perro de las lágrimas aulló largamente, con un aullido que parecía no acabar jamás, un lamento que resonó en el corredor como la última voz de los muertos que se encontraban en el sótano. El médico la oyó vomitar, las arcadas, la tos, corrió como pudo, tropezó y cayó, se levantó y cayó, al fin apretó un brazo de la mujer, Qué ha pasado, preguntó, trémulo, ella sólo decía, Llévame de aquí, llévame de aquí, por favor, por primera vez desde que le afectó la ceguera era él quien guiaba a la mujer, la guiaba sin saber hacia dónde, hacia cualquier lugar lejos de estas puertas, de las llamas que él no podía ver. Cuando salieron del corredor, los nervios de ella se desataron de golpe, el llanto se convirtió en convulsión, no hay manera de enjugar lágrimas como éstas, sólo el tiempo y la fatiga las podrán reducir, por eso el perro no se acercó, sólo buscaba una mano para lamerla. Qué ha pasado, volvió a preguntar el médico, qué has visto, Están muertos, consiguió decir entre sollozos, Quiénes están muertos, Ellos, y no pudo continuar, Cálmate, me lo contarás cuando puedas. Unos minutos después, ella dijo, Están muertos, Has visto algo, abriste la puerta, preguntó el marido, No, sólo vi que había fuegos fatuos agarrados a las rendijas, estaban allí agarrados y danzaban, no se soltaban, Hidrógeno fosforado resultante de la descomposición, Imagino que sí, Qué habrá ocurrido, Seguro que dieron con el sótano, se precipitaron escaleras abajo en busca de comida, era muy fácil resbalar y caer en aquellos escalones, y si cayó uno cayeron todos, probablemente ni consiguieron llegar a donde querían, o si lo consiguieron, con la escalera obstruida no consiguieron volver, Pero tú dijiste que la puerta estaba cerrada, La cerraron seguramente los otros ciegos y convirtieron el sótano en un inmenso sepulcro, y yo tengo la culpa de lo que ocurrió, cuando salí de aquí corriendo con las bolsas sospecharon que se trataba de comida y fueron a buscarla, En cierto modo, todo cuanto comemos es robado de la boca de los otros, y, si les robamos demasiado acabamos causando su muerte, en el fondo, todos somos más o menos asesinos, Flaco consuelo, Lo que no quiero es que empieces a cargarte tú misma con culpas imaginarias cuando ya apenas puedes soportar la responsabilidad de sostener seis bocas concretas e inútiles, Sin tu boca inútil, cómo podría vivir, Continuarías viviendo para sustentar a las otras cinco que nos esperan, La cuestión es por cuánto tiempo, No será mucho más, cuando se acabe todo, tendremos que ir por esos campos en busca de comida, recogeremos todos los frutos de los árboles, mataremos todos los animales a los que podamos echar mano, si es que antes no empiezan a devorarnos aquí los perros y los gatos. El perro de las lágrimas no se manifestó, la cosa no iba con él, de algo le servía el haberse convertido en los últimos tiempos en el perro de lágrimas.


La mujer del médico apenas podía arrastrar los pies. La conmoción la había dejado sin fuerzas. Cuando salieron del supermercado, ella, desfallecida, él, ciego, nadie podría decir cuál de los dos amparaba al otro. Quizá a causa de la intensidad de la luz le dio un vértigo, pensó que iba a perder la vista, pero no se asustó, era sólo un desmayo. No llegó a caer ni a perder completamente el sentido. Necesitaba acostarse, cerrar los ojos, respirar pausadamente, si pudiera estar unos minutos tranquila, quieta, seguramente le volverían las fuerzas, y era necesario que volvieran, las bolsas de plástico seguían vacías. No quería acostarse sobre la inmundicia de la acera, volver al supermercado, eso ni muerta. Miró alrededor. Al otro lado de la calle, un poco más allá, había una iglesia. Habría gente dentro, como en todas partes, pero sería un buen sitio para descansar, al menos antes era así. Le dijo al marido, Tengo que recuperar fuerzas, llévame allí, Allí dónde, Perdona, sosténme un poco, es ahí mismo, ya te iré indicando, Qué es, Una iglesia, si me pudiera tumbar un poco, quedaría como nueva, Vamos allá. Se entraba en el templo por seis escalones, seis escalones que la mujer del médico los superó con gran dificultad, tanto más que tenía también que guiar al marido. Las puertas estaban abiertas de par en par, suerte tuvieron de eso, una antepuerta, una mampara de las más sencillas, sería en esta ocasión un obstáculo difícil de superar. El perro de las lágrimas se detuvo indeciso en el umbral. Y es que, pese a la libertad de movimientos de que han gozado los perros en los últimos meses, se mantenía genéticamente incorporada en el cerebro de todos ellos la prohibición que un día, en remotos tiempos, cayó sobre la especie, la prohibición de entrar en las iglesias, probablemente la culpa la tuvo aquel otro código genético que les ordena marcar el terreno dondequiera que lleguen. De nada sirvieron los buenos y leales servicios prestados por los antepasados de este perro de las lágrimas, cuando lamían asquerosas llagas de santos antes de que como tales hubieran sido declarados y aprobados, misericordia, ésta, de las más desinteresadas, porque bien sabemos que no consigue cualquier mendigo ascender a la santidad por muchas llagas que pueda tener en el cuerpo, y también en el alma, lugar a donde no llega la lengua de los perros. Se atrevió ahora éste a penetrar en el sagrado recinto, la puerta estaba abierta, portero no había, y, razón sobre todas fuerte, la mujer de las lágrimas ha entrado, ni sé cómo puede arrastrarse, va murmurándole al marido sólo una palabra, Sosténme, la iglesia está llena, casi no hay un palmo de suelo libre, en verdad se podría decir que no hay aquí una piedra donde descansar la cabeza, una vez más fue una suerte que estuviera a su lado el perro de las lágrimas, con dos gruñidos y dos embestidas, todo sin maldad, abrió un espacio donde pudo dejarse caer la mujer del médico rindiendo el cuerpo al desmayo, cerrados al fin por completo los ojos. El marido le tomó el pulso, está firme y regular, sólo un poco leve, después hizo un esfuerzo para levantarla, no es buena esta posición, hay que procurar que vuelva la sangre rápidamente al cerebro, aumentar la irrigación cerebral, lo mejor sería sentarla, ponerle la cabeza entre las rodillas, y confiar en la naturaleza y en la fuerza de la gravedad. Al fin, después de algunos esfuerzos fallidos, la pudo levantar. Pasados unos minutos, la mujer del médico suspiró profundamente, se movió un poquito, casi nada, empezaba a volver en sí. No te levantes aún, le dijo el marido, quédate un poco más con la cabeza baja, pero ella se sentía bien, no había señal de vértigo, los ojos entreveían las losas del suelo, que el perro de las lágrimas, gracias a los tres enérgicos revolcones que dio antes de acostarse él mismo, había dejado aceptablemente limpias. Levantó la cabeza hacia las esbeltas columnas, hacia las altas bóvedas, para comprobar la seguridad y la estabilidad de la circulación sanguínea, luego dijo, Ya estoy bien, pero en aquel mismo instante pensó que se había vuelto loca, o que, desaparecido el vértigo, sufría ahora alucinaciones, no podía ser verdad aquello que los ojos le mostraban, aquel hombre clavado en la cruz con una venda blanca cubriéndole los ojos, y, al lado una mujer con el corazón traspasado por siete espadas y con los ojos también tapados por una venda blanca, y no eran sólo este hombre y esta mujer los que así estaban, todas las imágenes de la iglesia tenían los ojos vendados, las esculturas con un paño blanco atado alrededor de la cabeza, y los cuadros con una gruesa pincelada de pintura blanca, y más allá estaba una mujer enseñando a su hija a leer, y las dos tenían los ojos tapados, y un hombre con un libro abierto donde se sentaba un niño pequeño, y los dos tenían los ojos tapados, y un viejo de larga barba, con tres llaves en la mano, y tenía los ojos tapados, y otro hombre con el cuerpo acribillado de flechas, y tenía los ojos tapados, y una mujer con una lámpara encendida, y tenía los ojos tapados, y un hombre con heridas en las manos y en los pies y en el pecho, y tenía los ojos tapados, y otro hombre con un león, y los dos tenían los ojos tapados, y otro hombre con un cordero, y los dos tenían los ojos tapados, y otro hombre con un águila, y los dos tenían los ojos tapados, y otro hombre con una lanza dominando a un hombre caído, con cornamenta el caído y con pies de cabra, y los dos tenían los ojos tapados, y otro hombre con una balanza, y tenía los ojos tapados, y un viejo calvo sosteniendo un lirio blanco, y tenía los ojos tapados, y otro viejo apoyado en una espada desenvainada, y tenía los ojos tapados, y una mujer con una paloma, y tenían las dos los ojos tapados, y un hombre con dos cuervos, y los tres tenían los ojos tapados, sólo había una mujer que no tenía los ojos tapados porque los llevaba arrancados en una bandeja de plata. La mujer del médico le dijo al marido, No vas a creer lo que te digo, pero todas las imágenes de la iglesia tienen los ojos vendados, Qué extraño, por qué será, Cómo voy a saberlo yo, puede haber sido obra de algún desesperado de la fe cuando comprendió que iba a quedarse ciego como los otros, puede haber sido el propio sacerdote de aquí, tal vez haya pensado justamente que, dado que los ciegos no podrían ver a las imágenes, tampoco las imágenes tendrían que ver a los ciegos, Las imágenes no ven, Equivocación tuya, las imágenes ven con los ojos que las ven, sólo ahora la ceguera es para todos, Tú sigues viendo, Iré viendo menos cada vez, y aunque no pierda la vista me volveré más ciega cada día porque no tendré quien me vea, Si fue el cura quien cubrió los ojos a las imágenes, Eso es sólo idea mía, Es la única posibilidad que tiene verdadero sentido, es la única que puede dar alguna grandeza a esta miseria nuestra, imagino a ese hombre entrando aquí, desde el mundo de los ciegos, al que luego tendría que regresar para quedarse ciego también, imagino las puertas cerradas, la iglesia desierta, el silencio, imagino las estatuas, las pinturas, lo veo yendo de un lado a otro, subiendo a los altares y anudando los paños sobre los ojos, dos nudos, para que no se caigan, y dando dos brochazos de pintura blanca en los cuadros para hacer más espesa la noche en que entraron, ese cura tiene que haber sido el mayor sacrílego de todos los tiempos y de todas las religiones, el más justo, el más radicalmente humano, el que vino aquí para decir al fin que Dios no merece ver. La mujer del médico no llegó a responder, alguien a su lado se le anticipó, Qué están diciendo, qué charla es ésa, quiénes son ustedes, Ciegos como tú, dijo ella, Pero yo te he oído decir que veías, Son maneras de hablar que no pierde una de la noche a la mañana, cuántas veces voy a tener que decirlo, Y qué es eso de que están ahí las imágenes con los ojos tapados, Es verdad, Y tú, cómo lo sabes, si estás ciega, También tú lo sabrás si haces lo que hice yo, tócalas con las manos, las manos son los ojos de los ciegos, Y por qué lo has hecho, He pensado que para haber llegado a lo que hemos llegado alguien más tendría que estar ciego, Y esa historia de que ha sido el cura de la iglesia quien tapó los ojos de las imágenes, yo lo conocía muy bien y sé que sería incapaz de hacer tal cosa, Nunca se puede saber de antemano de qué son capaces las personas, hay que esperar, dar tiempo al tiempo, el tiempo es el que manda, el tiempo es quien está jugando al otro lado de la mesa y tiene en su mano todas las cartas de la baraja, a nosotros nos corresponde inventar los encartes con la vida, la nuestra, Hablar de juego en una iglesia es pecado, Levántate, usa tus manos, si dudas de lo que digo, Me juras que es verdad que las imágenes tienen todas los ojos tapados, Qué juramento es suficiente para ti, júralo por tus ojos, Lo juro dos veces por los ojos, por los míos y por los tuyos, Es verdad, Es verdad. Oían la conversación los ciegos que se encontraban más cerca, y excusado sería decir que no fue precisa la confirmación del juramento para que la noticia empezase a circular, a pasar de boca en boca, con un murmullo que poco a poco fue cambiando de tono, primero incrédulo, después inquieto, otra vez incrédulo, lo malo fue que hubiera en aquella concurrencia unas cuantas personas supersticiosas e imaginativas, la idea de que las sagradas imágenes estaban ciegas, de que sus misericordiosas y sufridoras miradas no contemplaban más que su propia ceguera, les resultó súbitamente insoportable, fue igual que si les hubieran dicho que estaban rodeados de muertos-vivos, bastó que se oyera un grito, y luego otro, y otro, luego el miedo hizo que todos se levantaran, el pánico los empujó hacia la puerta, se repitió aquí lo que ya se sabe, que el pánico es mucho más rápido que las piernas que tienen que llevarlo, los pies del fugitivo acaban por liarse en la carrera, mucho más si el fugitivo es ciego, y helo ahí, en el suelo, el pánico le dice, Levántate, corre, que vienen a matarte, qué más quisiera, pero ya otros corrieron y han caído también, es preciso estar dotado de muy buen corazón para no reírse a carcajadas ante esta grotesca maraña de cuerpos en busca de brazos para librarse y de pies para escapar. Aquellos seis escalones de fuera van a ser como un precipicio, pero, en fin, la caída no será grande, la costumbre de caer endurece el cuerpo, haber llegado al suelo ya es un alivio por sí solo, De aquí no voy a pasar, es el primer pensamiento, y a veces el último también, en casos fatales. Lo que tampoco cambia es que unos se aprovechen del mal de otros, como muy bien saben desde el principio del mundo los herederos y herederos de los herederos. La fuga desesperada de esta gente hizo que dejaran atrás sus pertenencias, y cuando la necesidad haya vencido al miedo y vuelvan a por ellas, aparte del difícil problema que va a ser aclarar de modo satisfactorio lo que era mío y lo que era tuyo, veremos que ha desaparecido parte de la poca comida que teníamos, quizá todo esto haya sido una cínica artimaña de la mujer que dijo que las imágenes tenían los ojos tapados, la maldad de cierta gente no tiene límites, inventar tales patrañas sólo para poder robar a los pobres unos restos de comida indescifrables. Ahora bien, la culpa la tuvo el perro de las lágrimas, que al ver la plaza libre fue a olfatear por allí, era su trabajo, justo y natural, pero mostró, por así decir, la entrada de la mina, de lo que resultó que salieran de la iglesia la mujer del médico y el marido sin remordimientos de hurto llevando las bolsas medio llenas. Si pueden aprovechar la mitad de lo que cogieron, pueden darse por satisfechos, ante la otra mitad dirán, No sé cómo la gente puede comer estas porquerías, incluso cuando la desgracia es común a todos, siempre hay unos que lo pasan peor.

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