Sentados en las camas, cada uno en la suya, los ciegos se pusieron a la espera de que volvieran al redil las ovejas descarriadas, Cabrones es lo que son, comentó una voz fuerte, sin pensar que respondía a la pastoril reminiscencia de quien no tiene culpa de no saber decir las cosas de otra manera. Pero los maleantes no aparecieron, sin duda desconfiaban, seguro que había entre ellos uno tan astuto como el de aquí, el que tuvo la idea de la soba. Iban pasando los minutos, algunos ciegos se tumbaron, varios se habían quedado dormidos ya. Que esto, señores, es comer y dormir. Bien vistas las cosas no se está mal del todo. Mientras no falte la comida, que sin ella no se puede vivir, es como estar en un hotel. Al contrario, qué calvario sería estar ciego allá fuera, en la ciudad, sí, qué calvario. Andar dando tumbos por las calles, huyendo todos de él, la familia aterrorizada, con miedo de acercársele, amor de madre, amor de hijo, historias, quizá me hicieran lo mismo que aquí, me encerraban en un cuarto y me ponían el plato a la puerta, como mucho favor. Pensando fríamente en la situación, sin prejuicios ni resentimientos que siempre oscurecen el raciocinio, es preciso reconocer que las autoridades tuvieron vista cuando decidieron juntar ciegos con ciegos, cada oveja con su pareja, que es buena regla de vecindad, como leprosos, no hay duda, aquel médico allá al fondo tiene razón cuando dice que tenemos que organizarnos, la cuestión, realmente, es la organización, primero la comida, después la organización, ambas son indispensables en la vida, elegir unas cuantas personas disciplinadas y disciplinadoras para dirigir esto, establecer reglas consensuadas de convivencia, cosas simples, barrer, ordenar y lavar, de eso no podemos quejarnos, que hasta jabón nos mandaron, y detergentes, tener la cama hecha, lo fundamental es que no nos perdamos el respeto a nosotros mismos, evitar conflictos con los militares que cumplen con su deber vigilándonos, para muertos ya tenemos bastantes, preguntar quién conoce aquí buenas historias para contarlas al caer la tarde, historias, fábulas, chistes, es igual, lo que sea, imagínese la suerte que sería que alguien se supiera la Biblia de memoria, repetiríamos todo, desde la creación del mundo, lo importante es que nos oigamos unos a otros, qué pena que no haya una radio, la música fue siempre una gran distracción, y oiríamos las noticias, por ejemplo, si encontraban remedio para nuestra enfermedad, la alegría que iba a haber aquí.


Ocurrió entonces lo que tenía que ocurrir. Se oyeron tiros en la calle. Vienen a matarnos, gritó alguien, Calma, dijo el médico, seamos lógicos, si quisieran matarnos vendrían aquí dentro a disparar, no dispararían fuera. Tenía razón el médico, fue el sargento quien dio orden de disparar al aire, no es que un soldado se hubiera quedado ciego de repente cuando estaba con el dedo en el gatillo, se comprende que no hubiera otra manera de encuadrar y mantener en orden a los ciegos que salían de los autobuses a empujones, el ministerio de Sanidad había avisado ya al del Ejército, vamos a enviar unos autobuses de ciegos, Cuántos ciegos en total, Unos doscientos, Y dónde vamos a meter a toda esa gente, las salas destinadas a los ciegos son las tres del ala derecha, y según la información que tenemos sólo caben ciento veinte, y ya hay sesenta o setenta, menos una docena que tuvimos que matar, La cosa tiene remedio, que se ocupen todas las salas, Si lo hacemos, los contagiados estarán en contacto directo con los ciegos, Lo más probable es que tarde o temprano se queden ciegos también ésos, además, tal como está la cosa, supongo que contagiados ya estamos todos, seguro que no queda nadie que no haya estado a la vista de un ciego, Si un ciego no ve, pregunto yo, cómo puede transmitir el mal por la vista, Mi general, ésa debe de ser la enfermedad más lógica del mundo, el ojo que está ciego transmite la ceguera al ojo que ve, así de simple. Hay aquí un coronel que cree que la solución más sencilla sería ir matando a los ciegos a medida que fueran quedándose sin vista, Muertos en vez de ciegos, el cuadro no iba a cambiar mucho, Estar ciego no es estar muerto, Sí, pero estar muerto sí es estar ciego, Bueno, el caso es que vais a mandarnos unos doscientos, Sí, Y qué hacemos con los conductores de los autobuses, Los metéis también ahí. Aquel mismo día, al caer la tarde, el ministerio del Ejército llamó de nuevo al ministerio de Sanidad, Les voy a dar una noticia, aquel coronel de quien les hablaba hace un rato, se ha quedado ciego, A ver qué piensa ahora de aquella idea suya, Ya lo ha pensado, acaba de pegarse un tiro en la cabeza, Coherente actitud, sí señor, El ejército está siempre dispuesto a dar ejemplo.


Se abrió el portón de par en par. Llevado por sus hábitos cuarteleros, el sargento mandó formar en columnas de a cinco, pero los ciegos no conseguían atinar con la cuenta, unas veces eran de más, otras de menos, acabaron amontonándose todos a la entrada, como civiles que eran, sin ningún orden, ni se acordaron siquiera de poner delante a las mujeres y a los niños, como en los otros naufragios. Hay que decir, antes de que se nos olvide, que no todos los disparos habían sido hechos al aire, uno de los conductores de los autobuses se negó a ir con los ciegos, protestó, dijo que veía perfectamente, el resultado, tres segundos después, vino a darle la razón al ministerio de Sanidad cuando afirmaba que estar muerto es estar ciego. El sargento dio las órdenes ya conocidas, Sigan adelante, en línea recta, hay una escalera con seis peldaños, seis, cuando las alcancen, suban lentamente, si alguien tropieza, no quiero ni pensar lo que ocurrirá, la única recomendación que se echó en falta fue la de seguir la cuerda, pero se comprende, si la usasen no acabarían nunca de entrar, Atención, recomendaba el sargento, ya tranquilo porque estaban todos del otro lado del portón, hay tres salas a la derecha y tres a la izquierda, cada sala tiene cuarenta camas, que no se separen las familias, procuren no atropellarse, cuéntense a la entrada, pidan a los que están allí que les ayuden, ya verán cómo todo va bien, acomódense tranquilos, tranquilos, luego les daremos la comida.


No estaría bien imaginar que estos ciegos, en tal cantidad, van allí como borregos al matadero, balando como de costumbre, un poco apretados, es cierto, pero ésa fue siempre su manera de vivir, pelo con pelo, aliento con aliento, hedor con hedor. Aquí van unos que lloran, otros que gritan de miedo o de rabia, otros que blasfeman, alguien ha soltado una amenaza inútil y terrible, Como os agarre un día, se supone que se dirige a los soldados, os arranco los ojos. Inevitablemente, los primeros en llegar a la escalera tuvieron que pararse, había que tantear con el pie la altura y la profundidad del peldaño, la presión de los que venían detrás hizo caer a dos o tres de los de delante, afortunadamente no pasó de ahí, sólo unas piernas desolladas, el consejo del sargento valía como una bendición. Una parte entró en el zaguán, pero doscientas personas no se acomodan con facilidad, para colmo ciegas y sin guía, añadiéndose a esta circunstancia, ya de por sí penosa, el hecho de encontrarnos en un edificio antiguo, de distribución poco funcional, no basta que diga un sargento que apenas sabe de su oficio, Hay tres salas a cada lado, hay que ver el interior, aquí dentro, unos vanos de puertas tan estrechos que más parecen cuellos de botella, unos corredores tan locos como los que ocuparon antes el edificio, empiezan no se sabe por qué, acaban no se sabe dónde, y nunca llega a saberse lo que quieren. Por instinto, la vanguardia de los ciegos se había dividido en dos columnas, desplazándose a lo largo de las paredes, de un lado y del otro, en busca de una puerta por donde entrar, método seguro, sin duda, en el supuesto de que no haya muebles cruzados en el camino. Tarde o temprano, con paciencia y habilidad, los nuevos huéspedes acabarán por acomodarse, pero no antes de que se decida la batalla que acaba de trabarse entre las primeras líneas de la columna de la izquierda y los contaminados que de ese lado viven. Era de esperar. Lo que estaba decidido, y había incluso un reglamento redactado por el ministerio de Sanidad, era que ese lado quedaba reservado para los contaminados, y si verdad era que podía preverse, con altísimo grado de probabilidad, que todos ellos acabarían por quedarse ciegos, verdad era también, obedeciendo a la pura lógica, que mientras no lo estuvieran no se podía jurar que efectivamente estaban destinados a la ceguera. Está uno tranquilamente sentado en su casa, confiando en que, pese a los ejemplos contrarios, al menos en su caso acabe todo resolviéndose bien, y de repente ve que avanza en su dirección un bando ululante de aquellos a quienes más teme. En el primer momento, los contaminados pensaron que se trataba de un grupo de iguales a ellos, sólo que más numeroso, pero poco duró el engaño, aquella gente estaba ciega, Aquí no podéis entrar, esta parte es nuestra, sólo nuestra, no es para ciegos, a vosotros os toca al otro lado, gritaron los que estaban de guardia en la puerta. Algunos ciegos intentaron dar media vuelta para buscar la otra entrada, tanto les daba izquierda como derecha, pero la masa de los que seguían fluyendo desde el exterior los empujaba inexorablemente. Los contagiados defendían la puerta a puñetazos y puntapiés, los ciegos respondían como podían, no veían a los adversarios pero sabían de dónde les venían los golpes. En el zaguán no cabían doscientas personas, ni mucho menos, por eso quedó muy pronto atascada la puerta que daba al cercado, pese a ser bastante ancha. Era como si la obstruyera un tapón, ni para atrás ni para delante, los que estaban dentro, comprimidos, ahogándose, intentaban protegerse con los codos, dando puntapiés contra los vecinos que los empujaban, se oían gritos, niños ciegos que lloraban, mujeres ciegas que se desmayaban, mientras los muchos que no habían conseguido entrar empujaban cada vez más, atemorizados por los gritos de los soldados, que no entendían por qué aquellos idiotas estaban todavía allí. Un momento terrible fue cuando se produjo un reflujo violento de gente que forcejeaba por librarse de la confusión, del inminente peligro de morir aplastados, pongámonos en el lugar de los soldados, de repente ven salir reculando a muchos de los que habían entrado, pensaron lo peor, que los ciegos iban a volver, recordemos los casos precedentes, podría haber ocurrido una carnicería. Felizmente, el sargento estuvo una vez más a la altura de la crisis, disparó él mismo un tiro al aire, de pistola, sólo para llamar la atención, y gritó por el altavoz, Calma, retrocedan un poco los que están en la escalera, calma, no empujen, ayúdense unos a otros. Era pedir demasiado, dentro continuaba la lucha, pero el zaguán, poco a poco, fue quedando despejado gracias a un desplazamiento más numeroso de ciegos hacia la puerta del ala derecha, allí eran recibidos por ciegos a quienes no les importaba encaminarlos hacia la tercera sala, libre hasta ahora, y hacia las camas que en la segunda aún estaban desocupadas. Por un momento pareció que la batalla iba a resolverse a favor de los contagiados, no tanto por ser ellos los más fuertes y los que más vista tenían, sino porque los ciegos, dándose cuenta de que la entrada del otro lado estaba expedita, rompieron el contacto, como diría el sargento en sus lecciones cuarteleras de estrategia y de táctica elemental. No obstante, poco duró la alegría de los defensores. De la puerta del ala derecha empezaron a llegar voces anunciando que ya no quedaba sitio, que todas las salas estaban llenas, hubo incluso ciegos que fueron empujados de nuevo hacia el zaguán, exactamente en el momento en que, deshecho el tapón humano que hasta entonces atrancaba la entrada principal, los ciegos que todavía estaban fuera, que eran muchos, empezaban a avanzar acogiéndose al techo bajo el cual, a salvo de las amenazas de los soldados, irían a vivir. El resultado de estos dos desplazamientos, prácticamente simultáneos, fue que se trabó de nuevo la pelea a la entrada del ala izquierda, otra vez golpes, de nuevo gritos, y, como si esto fuese poco, unos cuantos ciegos despistados, que habían encontrado y forzado la puerta del zaguán que daba acceso directo al cercado interior, empezaron a gritar que allí había muertos. Imagínese el pavor. Retrocedieron éstos como pudieron, Ahí hay muertos, hay muertos, repetían, como si los llamados á morir de inmediato fuesen ellos, en un segundo el zaguán volvió a ser un remolino furioso como en los peores momentos, después la masa humana se fue desviando en un impulso súbito y desesperado hacia el ala izquierda, llevándose todo por delante, rota ya la línea de defensa de los contagiados, muchos que ya habían dejado de serlo, otros que, corriendo como locos, intentaban escapar de la negra fatalidad. Corrían en vano. Uno tras otro se fueron todos quedando ciegos, con los ojos de repente ahogados en la hedionda marea blanca que inundaba los corredores, las salas, el espacio entero. Fuera, en el zaguán, en el cercado, se arrastraban los ciegos desamparados, doloridos por los golpes unos, pisoteados otros, eran sobre todo los ancianos, las mujeres y los niños de siempre, seres en general aún o ya con pocas defensas, milagro que no resultaran de este trance muchos más muertos por enterrar. En el suelo, dispersos, aparte de algunos zapatos que habían perdido el pie, había bolsos, maletas, cestos, la última riqueza de cada uno, ahora para siempre perdida, quien venga a la rebusca dirá que lo que se lleva es suyo.

Un viejo con una venda negra en un ojo vino del cercado. O es que ha perdido también su equipaje, o no lo trajo. Fue el primero en tropezar con los muertos, pero no gritó. Se quedó con ellos, junto a ellos, aguardando que volvieran la paz y el silencio. Durante una hora esperó. Ahora anda en busca de abrigo. Despacio, con los brazos extendidos, busca el camino. Encontró la puerta de la primera sala del ala derecha, oyó voces que venían de dentro, entonces preguntó, Hay aquí una cama para mí.


La llegada de tantos ciegos pareció traer al menos una ventaja. Pensándolo bien, dos, siendo la primera de orden por así decir psicológico, ya que es muy diferente estar esperando, en cada momento, que se nos presenten nuevos inquilinos, a ver que el edificio se encuentra lleno, y que a partir de ahora será posible establecer y mantener con los vecinos relaciones permanentes, duraderas, no perturbadas, como sucedía hasta ahora, por sucesivas interrupciones e interposiciones de recién llegados que nos obligaban a reconstituir continuamente los canales de comunicación. La segunda ventaja, ésta de orden práctico, directa y sustancial, fue que las autoridades de fuera, civiles y militares, comprendieran que una cosa era proporcionar alimentos para dos o tres docenas de personas, más o menos tolerantes, más o menos predispuestas, por su pequeño número, a resignarse ante ocasionales fallos o retrasos en la distribución de la comida, y otra cosa era ahora la repentina y compleja responsabilidad de sustentar a doscientos cuarenta seres humanos de todos los talantes, procedencias y maneras de ser en cuestión de humor y temperamento. Doscientos cuarenta, repárese, es una manera de decir, porque son al menos veinte los que no han encontrado camastro y duermen en el suelo. En todo caso, hay que reconocer que no es lo mismo que tengan que comer treinta personas de lo que sería apenas suficiente para diez, que distribuir para doscientos sesenta el alimento destinado a doscientos cuarenta. La diferencia casi no se nota. Pudo ser la asunción consciente de esta acrecentada responsabilidad, y quizá, posibilidad ésta digna de ser tenida en cuenta, el temor de que se desencadenasen nuevos tumultos, lo que determinó la mudanza de procedimiento de las autoridades, en el sentido de hacer llegar la comida a tiempo y a las horas y en las cantidades convenientes. Evidentemente, tras la pugna, a todo título lastimosa, a que acabamos de asistir, no podría ser fácil, ni exenta de conflictos localizados, la acomodación de tantos ciegos, baste recordar a los infelices contagiados que antes veían y ahora no ven, los matrimonios divididos y los hijos perdidos, los lamentos de los pisoteados y atropellados, algunos dos o tres veces, los que andan en busca de sus queridos bienes y no los encuentran, sería preciso que uno fuera completamente insensible para olvidar, así como así, la aflicción de estas pobres gentes. Ahora, lo que no se puede negar es que el anuncio de la llegada del almuerzo fue, para todos, un bálsamo reconfortante. Y si es innegable que la recogida de tan grandes cantidades de comida y su distribución entre tantas bocas, debido a la falta de una organización adecuada y de una autoridad capaz de imponer la necesaria disciplina, dio origen a nuevas faltas de entendimiento, tenemos que reconocer que ha cambiado mucho el ambiente, y para mejor, cuando en todo el antiguo manicomio no se oyó más que el ruido de doscientas sesenta bocas masticando. Quién limpiará todo esto es cuestión por ahora sin respuesta, sólo al caer la tarde el altavoz volverá a recitar las reglas de buena conducta que deberán ser observadas para bien general, y entonces se verá qué grado de acatamiento van a merecer por parte de los recién llegados. Ya no es poco que los ocupantes de la sala segunda del ala derecha hayan decidido al fin enterrar a sus muertos, al menos de este hedor quedamos libres, que al olor de los vivos, aunque fétido, será más fácil que nos acostumbremos.

En cuanto a la primera sala, tal vez por ser la más antigua y llevar por tanto más tiempo en proceso de adaptación al estado de ceguera, un cuarto de hora después de que sus ocupantes acabaran de comer, no se veía en el suelo un papel sucio, un plato olvidado, un recipiente goteando. Todo había sido recogido, las cosas menores metidas dentro de las mayores, las más sucias dentro de las menos sucias, como determinaría una reglamentación de higiene racionalizada, tan atenta a la mayor eficacia posible en la recogida de los restos y detritus como a la economía del esfuerzo necesario para realizar este trabajo. La mentalidad que forzosamente habrá de determinar comportamientos sociales de este tipo, ni se improvisa, ni nace por generación espontánea. En el caso en examen parece haber tenido una influencia decisiva la acción pedagógica de la ciega del fondo de la sala, la que está casada con el oculista, que dijo hasta la saciedad, Si no somos capaces de vivir enteramente como personas, hagamos lo posible para no vivir enteramente como animales, y tantas veces lo repitió, que el resto de la sala acabó por convertir en máxima, en sentencia, en doctrina, en regla de vida, aquellas palabras, en el fondo simples y elementales. Probablemente, tal estado de espíritu, propicio al entendimiento de las necesidades y de las circunstancias, fue lo que contribuyó, aunque de forma colateral, a la benévola. acogida que acabó encontrando el viejo de la venda negra cuando asomó por la puerta y preguntó, Hay aquí una cama para mí. Por una afortunada casualidad, obviamente prometedora de consecuencias para el futuro, había una cama, la única, Dios sabe por qué razones sobrevivió, por así decir, a la invasión, en aquella cama había sufrido el ladrón de automóviles indecibles dolores, tal vez por eso haya quedado en ella un aura de padecimiento que hizo alejarse a la gente. Son disposiciones del destino, misterios de los arcanos, y esta casualidad no ha sido la primera, lejos de eso, basta reparar que a esta sala llegaron todos los pacientes de la vista que se encontraban en el consultorio cuando apareció el primer ciego, entonces todavía se pensaba que la cosa no iba a más. Bajito, como de costumbre, para no descubrir el secreto de su presencia, la mujer del médico susurró al oído del marido, Quizá haya sido también enfermo tuyo, es un hombre ya de edad, calvo, de pelo blanco, y lleva una venda negra en uno de los ojos, recuerdo que me hablaste de él, En qué ojo, En el izquierdo, Tiene que ser él. El médico avanzó por el corredor y dijo, levantando un poco la voz, Me gustaría poder tocar a la persona que acaba de unirse a nosotros, le ruego que venga andando en esta dirección, yo iré a su encuentro. Coincidieron en medio del camino, los dedos con los dedos, como dos hormigas que se reconocieran por el manejo de las antenas, no será así en este caso, el médico pidió permiso, tanteó con las manos la cara del viejo, encontró rápidamente la venda, No hay duda, era el último que nos faltaba aquí. El paciente de la venda negra, exclamó, Qué quiere decir, quién es usted, preguntó el viejo, Soy, era su oftalmólogo, se acuerda, estuvimos hablando de la fecha de su operación de cataratas, Y cómo me ha reconocido, Sobre todo por la voz, la voz es la vista de quien no ve, Sí, la voz, también yo reconozco la suya, quién nos lo iba a decir, doctor, ahora ya no necesito que me opere, Si hay remedio para esto, los dos lo necesitamos, Recuerdo que usted, doctor, me dijo que después de operado no iba a reconocer el mundo en que vivimos, ahora sabemos cuánta razón tenía, Cuándo se quedó ciego, Ayer por la noche, Y lo han traído ya, Hay tanto miedo ahí fuera que pronto van a matar a las personas cuando descubran que se han quedado ciegas, Aquí ya liquidaron a diez, dijo una voz de hombre, Los encontré, dijo el viejo de la venda negra simplemente, Eran de otra sala, a los nuestros los enterramos inmediatamente, añadió la misma voz como si acabase un informe. La chica de las gafas oscuras se había ido acercando, Se acuerda de mí, llevaba puestas unas gafas oscuras, Me acuerdo muy bien, a pesar de la catarata recuerdo que era muy bonita, la chica sonrió, Gracias, dijo, y volvió a su sitio. Desde allí añadió, También está aquí el niño, Quiero ver a mi madre, dijo el pequeño con voz como cansada por un llanto remoto e inútil. Y yo soy el primero que se quedó ciego, dijo el primer ciego, estoy aquí con mi mujer, Y yo soy la empleada del consultorio, dijo la empleada del consultorio. La mujer del médico dijo, Sólo quedo yo por presentarme, y dijo quién era. Entonces el viejo, como para agradecer la acogida, anunció, Tengo una radio, Una radio, exclamó la chica de las gafas oscuras dando palmadas, música, qué bien, Sí, pero es una radio pequeña, de pilas, y las pilas no duran siempre, recordó el viejo, No me diga que nos vamos a quedar aquí para siempre, se lamentó el primer ciego, Para siempre, no, para siempre es siempre demasiado tiempo, Podremos oír las noticias, observó el médico, Y algo de música, insistió la chica de las gafas oscuras, No nos gusta a todos la misma música, pero todos sin duda estamos interesados en saber cómo andan las cosas por ahí fuera, lo mejor es ahorrar las pilas, Eso creo yo también, dijo el viejo de la venda negra. Sacó el aparatito del bolsillo exterior de la chaqueta y lo encendió. Empezó a buscar emisoras, pero su mano, poco segura aún, perdía fácilmente el ajuste de la onda, al principio no se oyeron más que ruidos intermitentes, fragmentos de música y de palabras, al fin la mano cobró firmeza, la música se hizo reconocible, Déjela sólo un momentito, pidió la chica de las gafas oscuras, las palabras ganaron claridad, No son noticias, dijo la mujer del médico, y luego, como si fuera una idea que se le ocurriese de repente, Qué hora será, preguntó, aunque nadie podía responderle. La aguja de sintonización seguía extrayendo ruidos de la cajita, luego se quedó parada, era una canción, una canción sin importancia, pero los ciegos se fueron acercando lentamente, no se empujaban, se detenían cuando notaban una presencia ante ellos, y allí se quedaban, oyendo, con los ojos muy abiertos en dirección a la voz que cantaba, algunos lloraban, como probablemente sólo los ciegos pueden llorar, las lágrimas fluían naturalmente, como de una fuente. La canción se acabó, el locutor dijo, Atención, al oír la tercera señal, serán las cuatro, Una de las ciegas preguntó, riendo, De la tarde o de la mañana, y fue como si le doliese la risa. Disimuladamente, la mujer del médico puso el reloj en hora y le dio cuerda, eran las cuatro de la tarde, aunque, realmente, a un reloj le es igual, va de la una a las doce, lo demás son ideas de los humanos. Qué ruido es ése, preguntó la chica de las gafas oscuras, parecía, Fui yo, oí que en la radio decían que eran las cuatro y le di cuerda a mi reloj, son esos movimientos automáticos que hacemos tantas veces, se adelantó la mujer del médico. Luego pensó que no había valido la pena arriesgarse así, le hubiera bastado mirar la muñeca de los ciegos recién llegados, alguno tendría un reloj en hora. Lo tenía hasta el mismo viejo de la venda negra, como comprobó en aquel momento, y con la hora exacta. Entonces el médico pidió, Díganos cómo andan las cosas por ahí fuera. El viejo de la venda dijo, Sí, pero lo mejor es que me siente, que no me tengo en pie. Esta vez, tres o cuatro en cada cama, de compañía, los ciegos se fueron acomodando lo mejor que pudieron, se hizo el silencio, y, entonces, el viejo de la venda negra contó lo que sabía, lo que había visto con sus propios ojos cuando los tenía, lo que había oído en los pocos días transcurridos entre el inicio de la epidemia y su propia ceguera.

En las primeras veinticuatro horas, dijo, si era verdadera la noticia, que circuló, hubo cientos de casos, todos iguales, todos sobrevinieron del mismo modo, instantáneamente, con una ausencia desconcertante de lesiones, sólo esa blancura resplandeciente en el campo visual, sin dolor antes y sin dolor después. Al segundo día se dijo que había cierta disminución en el número de casos, se pasó de los centenares a las decenas, y eso llevó al Gobierno a anunciar que, de acuerdo con las perspectivas más razonables, la situación pronto estaría bajo control. A partir de este momento, salvo algunos comentarios sueltos que no se pueden evitar, el relato del viejo de la venda negra no será seguido al pie de la letra, siendo sustituido por una reorganización del discurso oral, orientada en el sentido de valorizar la información mediante el uso de un vocabulario correcto y adecuado. Esta alteración, no prevista antes, está motivada por la expresión bajo control, nada vernácula, empleada por el narrador, que poco a poco lo va descalificando como relator complementario, importante sin duda, pues sin él no tendríamos manera de saber lo que ha pasado en el mundo exterior, como relator complementario, decíamos, de estos extraordinarios acontecimientos, cuando se sabe que la descripción de cualquier hecho gana con el rigor y la propiedad de los términos usados. Volviendo al asunto, el Gobierno excluyó la hipótesis inicial de que el país se encontrase bajo la acción de una epidemia sin precedentes conocidos, provocada por un agente mórbido aún no identificado, de efecto instantáneo, con ausencia total de señales previas de incubación o de latencia. Se trataría, pues, de acuerdo con la nueva opinión científica y la consecuente y actualizada interpretación administrativa, de una casual y desafortunada concomitancia temporal de circunstancias, de momento tampoco averiguadas, y en cuya exaltación patogénica ya era posible, acentuaba el comunicado del Gobierno, a partir de los datos disponibles, que indican la proximidad de una clara curva descendente, observar indicios tendenciales de agotamiento. Un comentarista de la televisión tuvo el acierto de dar con la metáfora justa cuando comparó la epidemia, o lo que fuese, con una flecha lanzada hacia arriba, y que, tras alcanzar el punto más alto en su ascenso, se detiene un momento, como suspendida en el aire, y empieza luego a describir la obligada curva de caída, que, si Dios quiere, y con esta invocación regresaba el comentarista a la trivialidad de las expresiones humanas y a la epidemia propiamente dicha, la gravedad tratará de acelerar hasta que desaparezca la terrible pesadilla que nos atormenta, media docena de palabras éstas que se repetían constantemente en los distintos medios de comunicación, que acababan siempre por formular el piadoso voto de que los infelices ciegos recuperen en breve la visión perdida, prometiéndoles, entretanto, la solidaridad de todo el cuerpo social organizado, tanto el oficial como el privado. En un pasado remoto, razones y metáforas semejantes eran traducidas por el impertérrito optimismo de la gente común en dicterios como éste, No hay bien que siempre dure, ni mal que no se ature, o, en versión literaria, Del mismo modo que no hay bien que dure siempre, tampoco hay mal que siempre dure, máximas supremas de quien tuvo tiempo para aprender con los golpes de la vida y de la fortuna, y que, trasladadas a tierra de ciegos, deberían leerse como sigue, Ayer veíamos, hoy no vemos, mañana veremos, con una ligera entonación interrogativa en el tercio final de la frase, como si la prudencia, en el último instante, hubiera decidido, por si acaso, añadir la reticencia de una duda a la esperanzadora conclusión.

Desgraciadamente, pronto se demostró la inanidad de tales votos, las expectativas del Gobierno y las previsiones de la comunidad científica se las llevó el agua. La ceguera iba extendiéndose, no como una marea repentina que lo inundara todo y todo lo arrastrara, sino como una infiltración insidiosa de mil y un bulliciosos arroyuelos que, tras empapar lentamente la tierra, súbitamente la anegan por completo. Ante la alarma social, a punto de desencadenarse, las autoridades convocaron a toda prisa reuniones médicas, sobre todo de oftalmólogos y neurólogos. Visto el tiempo que se tardaría en organizarlo, no se llegó a convocar el congreso que algunos preconizaban, pero, en compensación, no faltaron coloquios, seminarios, mesas redondas, abiertas unas al público, otras a puerta cerrada. El efecto conjugado de la patente inutilidad de los debates y los casos de algunas cegueras repentinas, sobrevenidas en medio de las sesiones, con el orador gritando, Estoy ciego, estoy ciego, llevaron a los periódicos, la radio y la televisión a dejar de ocuparse casi por completo de tales iniciativas, exceptuando el discreto y a todas luces loable comportamiento de ciertos medios de comunicación social que, viviendo a costa de sensacionalismos de todo tipo, de las gracias y desgracias ajenas, no estaban dispuestos a perder ninguna ocasión que se presentara de relatar en directo, con el dramatismo que la situación justificaba, la ceguera súbita, por ejemplo, de un catedrático de oftalmología.


La prueba del progresivo deterioro del estado de espíritu general la dio el propio Gobierno, alterando dos veces, en media docena de días, su estrategia. Primero creyó que sería posible circunscribir aquel extraño mal confinando los afectados en unos cuantos espacios discriminatorios, como el manicomio en que nos encontramos. Luego, el crecimiento inexorable de los casos de ceguera llevó a algunos miembros influyentes del Gobierno, temerosos de que la iniciativa oficial no cubriera las necesidades, de lo que se deriva rían graves costes políticos, a defender la idea de que debería ser cosa de las familias el guardar a sus ciegos en casa, sin dejarlos ir a la calle, a fin de no complicar el ya difícil tráfico, ni ofender la sensibilidad de las personas que aún veían con los ojos que tenían y que, indiferentes a las opiniones más o menos tranquilizadoras, creían que el mal blanco se contagiaba por contacto visual, como el mal de ojo. En efecto, no era legítimo esperar una reacción distinta de alguien que, abismado en sus pensamientos, tristes, neutros, o alegres, si aún hay de éstos, veía cómo se transformaba la expresión de una persona que caminaba en su dirección, cómo se dibujaban en su rostro las señales todas del terror absoluto, y luego el grito inevitable, Estoy ciego, estoy ciego. No había nervios que resistieran. Lo peor es que las familias, sobre todo las menos numerosas, se convirtieron rápidamente en familias completas de ciegos, sin nadie que los pudiera guiar, guardar, proteger de ellos a la comunidad de vecinos con buena vista, y estaba claro que no podían esos ciegos, por mucho padre, madre e hijo que fuesen, cuidarse entre sí, o les ocurriría lo mismo que a los ciegos de la pintura, juntos caminando, juntos cayendo y juntos muriendo.


Ante esta situación, no tuvo el Gobierno más remedio que dar marcha atrás aceleradamente, ampliando los criterios que había establecido sobre lugares y espacios requisables, de lo que resultó la ocupación inmediata e improvisada de fábricas abandonadas, templos sin culto, pabellones deportivos y almacenes vacíos. Hacía ya dos días que se hablaba de montar campamentos de tiendas de campaña, añadió el viejo de la venda negra. Al principio, muy al principio, algunas organizaciones caritativas ofrecieron voluntarios para cuidar a los ciegos, hacer las camas, limpiar los retretes, lavarles la ropa, prepararles la comida, cuidados mínimos sin los que la vida resulta pronto insoportable hasta para los que ven. Los pobres voluntarios se quedaban. ciegos de inmediato, pero al menos quedaba para la historia la belleza de su gesto. Vino alguno de ellos a este manicomio, preguntó ahora el viejo de la venda negra, No, respondió la mujer del médico, no ha venido ninguno, Quizá haya sido sólo un rumor, Y la ciudad, y los transeúntes, preguntó el primer ciego, acordándose de su coche y del taxista que lo había llevado al consultorio y que luego había ayudado él a enterrar, Los transportes son un caos, respondió el viejo de la venda negra, y explicó pormenores, sucesos e incidentes. Cuando por primera vez se quedó ciego un conductor de autobús, en marcha y en plena vía pública, la gente, pese a los muertos y heridos causados por el accidente, no le prestó gran atención, por la misma razón, es decir, por la fuerza de la costumbre, que llevó al jefe de relaciones públicas de la empresa a declarar, sin más, que el accidente había sido ocasionado por un fallo humano, sin duda lamentable, pero, pensándolo bien, tan imprevisible como habría sido un infarto mortal en persona que nunca había sufrido del corazón. Nuestros empleados, explicó el jefe, y lo mismo la mecánica y los sistemas eléctricos de nuestros vehículos, son sometidos periódicamente a revisiones extremadamente rigurosas, como lo confirma, en directa y clara relación de causa a efecto, el bajísimo porcentaje de accidentes, en cómputo general, en que se han visto envueltos hasta hoy los vehículos de nuestra compañía. La profusa explicación salió en los periódicos, pero la gente tenía más en que pensar que preocuparse por un simple accidente de autobús, que a fin de cuentas no habría sido peor si se le partieran los frenos. Sin embargo ésa fue, dos días después, la auténtica causa de otro accidente, pero, así es el mundo, tiene la verdad muchas veces que disfrazarse de mentira para alcanzar sus fines, y el rumor que corrió fue que se había quedado ciego el conductor. No hubo manera de convencer al público de lo que efectivamente había acontecido, y el resultado no tardó en verse, de un momento a otro la gente dejó de utilizar los autobuses, decían que preferían quedarse ciegos antes que morir porque se hubiera quedado ciego otro. Un tercer accidente, acto seguido y por el mismo motivo, que implicaba a un autobús que no llevaba pasajeros, alentó comentarios como éste, muestra de la sabiduría popular, Mira si yo fuera dentro. No podían imaginar los que así hablaban cuánta razón tenían. Por la ceguera simultánea de los dos pilotos, no tardó un avión comercial en estrellarse e incendiarse al tomar tierra, muriendo todos los pasajeros y tripulantes, pese a que, en este caso, se encontraban en perfecto estado tanto la mecánica como la electrónica, según revelaría el examen de la caja negra, única superviviente. Una tragedia de estas dimensiones no era lo mismo que un vulgar accidente de autobús, la consecuencia fue que perdieron las últimas ilusiones quienes aún las tenían, en adelante ya no se oirá ruido alguno de motor, ninguna rueda, pequeña o grande, rápida o lenta, volverá a ponerse en movimiento. Los que antes solían quejarse de las crecientes dificultades del tráfico, peatones que a primera vista parecían ir sin rumbo cierto porque los coches, parados o andando, constantemente les cortaban el camino, conductores que, tras haber dado mil y tres vueltas hasta conseguir descubrir un lugar donde al fin aparcar el automóvil, se convertían en peatones y protestaban por las mismas razones que éstos después de haber andado reclamando por las suyas, todos ellos deberían estar ahora satisfechos, salvo por la circunstancia manifiesta de que no habiendo ya quien se atreva a conducir un vehículo, aunque sea para ir de aquí a la esquina, los coches, los camiones, las motos y hasta las bicicletas, tan discretas, aparecen caóticamente estacionados por toda la ciudad, abandonados en cualquier sitio donde el miedo haya sido más fuerte que el sentido de propiedad, como evidenciaba grotescamente aquella grúa con un automóvil medio levantado, suspendido del eje delantero, probablemente el primero en quedarse ciego había sido el conductor de la grúa. Mala para todos, la situación, para los ciegos, era catastrófica, dado que, según la expresión corriente, no podían ver dónde ponían los pies. Daba lástima verlos tropezar con los coches abandonados, uno tras otro, desollándose las pantorrillas, algunos caían y lloraban, Hay alguien ahí que me ayude a levantarme, pero los había también, brutos por la desesperación o por naturaleza propia, que blasfemaban y rechazaban la mano benemérita que acudía en su ayuda, Deje, deje, que también va a llegarle su vez, entonces el compasivo se asustaba y se iba, huía perdiéndose en el espesor de la niebla blanca, súbitamente consciente del riesgo en que su bondad le había hecho incurrir, quién sabe si para ir a perder la vista unos pasos más allá.

Así están las cosas en el mundo de fuera, acabó el viejo de la venda negra, y no lo sé todo, sólo hablo de lo que pude ver con mis propios ojos, aquí se interrumpió, hizo una pausa y corrigió inmediatamente, Con mis ojos, no, porque sólo tenía uno, ahora ni ése, es decir, sigo teniendo uno pero no me sirve, Nunca le pregunté por qué no llevaba un ojo de cristal en vez del parche, Y para qué lo quería yo, a ver, dígame, dijo el viejo de la venda negra, Se suele hacer, por estética, además, es mucho más higiénico, se lo quita uno, lo lava, se lo pone, como las dentaduras, Sí señor, dígame entonces qué pasaría hoy si todos los que están ahora ciegos hubiesen perdido, digo perdido materialmente, los dos ojos, de qué les serviría ahora andar con dos ojos de cristal, Realmente, no serviría de nada, Si acabamos todos ciegos, como parece que va a ocurrir, para qué queremos la estética, y en cuanto a la higiene, dígame, doctor, qué higiene hay aquí, Probablemente, sólo en un mundo de ciegos serán las cosas lo que realmente son, dijo el médico, Y las personas, preguntó la chica de las gafas oscuras, Las personas también, nadie estará allí para verlas, Se me ocurre una idea, dijo el viejo de la venda negra, vamos a jugar para matar el tiempo, Cómo se puede jugar sin ver lo que se juega, preguntó la mujer del primer ciego, No va a ser exactamente un juego, se trata de que cada uno de nosotros diga exactamente lo que estaba viendo en el momento en que se quedó ciego, Puede ser poco conveniente, recordó alguien, Quien no quiera entrar en el juego, no entra, lo que no vale es inventar, Dé un ejemplo, dijo el médico, Se lo doy, sí señor, dijo el viejo de la venda negra, me quedé ciego cuando estaba mirando mi ojo ciego, Qué quiere decir, Muy sencillo, sentí como si el interior de la órbita vacía se estuviera inflamando, me quité el parche para comprobarlo, y en ese momento me quedé ciego, Parece una parábola, dijo una voz desconocida, el ojo que se niega a reconocer su propia ausencia, Yo, dijo el médico, había estado consultando en casa unos libros de oftalmología, precisamente a causa de lo que está ocurriendo, lo último que vi fueron mis manos sobre el libro, Mi última imagen fue diferente, dijo la mujer del médico, el interior de una ambulancia cuando estaba ayudando a mi marido a entrar, Mi caso, ya se lo conté al doctor, dijo el primer ciego, me había parado en un semáforo, la luz estaba en rojo, había gente atravesando la calle de un lado a otro, fue entonces cuando perdí la vista, después, aquel al que mataron el otro día me llevó a casa, la cara ya no se la vi, claro, En cuanto a mí, dijo la mujer del primer ciego, la última cosa que recuerdo haber visto fue mi pañuelo, estaba en casa llorando, me llevé el pañuelo a los ojos, y en aquel mismo instante me quedé ciega, Yo, dijo la empleada del consultorio, acababa de entrar en el ascensor, tendí la mano para apretar el botón y de repente me quedé sin ver nada, imagine mi aflicción, allí encerrada, sola, no sabía si tenía que subir o bajar, no encontraba el botón que abría la puerta, Mi caso, dijo el dependiente de farmacia, fue más sencillo, oí decir que había gente que se estaba quedando ciega, entonces pensé cómo sería si yo también perdiera la vista, cerré los ojos para probarlo y, cuando los abrí, ya estaba ciego, Parece otra parábola, habló la voz desconocida, si quieres ser ciego, lo serás. Se quedaron callados. Los otros ciegos habían vuelto a sus camas, lo que no era pequeño trabajo, porque si bien es verdad que sabían los números que les correspondían, sólo empezando a contar por uno de los extremos, de uno para arriba o de veinte para abajo, podían tener la seguridad de llegar a donde querían. Cuando se apagó el murmullo de la numeración, monótono como una letanía, la chica de las gafas oscuras contó lo que le había sucedido, Estaba en el cuarto de un hotel, tenía un hombre sobre mí, en este punto se calló, sintió vergüenza de decir lo que estaba haciendo, que lo había visto todo blanco, pero el viejo de la venda negra preguntó, Y lo viste todo blanco, Sí, respondió ella, Quizá tu ceguera no sea como la nuestra, dijo el viejo de la venda negra. Sólo faltaba la camarera de hotel, Estaba haciendo una cama, alguien se había quedado ciego allí, levanté y extendí la sábana blanca ante mí, la ajusté por los lados metiendo las puntas como se debe, y cuando con las dos manos estaba alisando la sábana, lentamente, era la de abajo, entonces dejé de ver, me acuerdo de cómo estaba alisando la sábana, lentamente, era la de abajo, terminó como si aquello tuviera una importancia especial. Han contado todos su última historia del tiempo en que veían, preguntó el viejo de la venda negra, Yo contaré la mía, dijo la voz desconocida, si no hay nadie más, Si hubiera hablará luego, a ver, empiece, Lo último que vi fue un cuadro, Un cuadro, repitió el viejo de la venda negra, y dónde estaba, Había ido al museo, era un trigal con cuervos y cipreses y un sol que parecía hecho con retazos de otros soles, Eso tiene todo el aire de ser un holandés, Creo que sí, pero había también un perro hundiéndose, estaba ya medio enterrado, el pobre, Ése sólo puede ser de un español, antes de él nadie pintó así un perro, y después de él nadie se atrevió, Probablemente, y había un carro cargado de heno, tirado por caballos, atravesando un río, Tenía una casa a la izquierda, Sí, Entonces es de un inglés, Podría ser, pero no lo creo, porque había también allí una mujer con un niño en el regazo, Mujeres con niños en el regazo es lo más visto en pintura, Realmente, ya me había dado cuenta, Lo que yo no entiendo es cómo pueden encontrarse en un solo cuadro pinturas tan diferentes y de tan diferentes pintores, Y había unos hombres comiendo, Han sido tantos los almuerzos, las meriendas y las cenas en la historia del arte, que por sólo esa indicación no me es posible saber quién comía, Los hombres eran trece, Ah, entonces es fácil, siga, También había una mujer desnuda, de cabellos rubios, dentro de una concha que flotaba en el mar, y muchas flores a su alrededor, Italiano, claro, Y una batalla, Estamos como en el caso de las comidas y de las madres. con niños en el regazo, eso no es suficiente para saber quién lo pintó, Muertos y heridos, Es natural, tarde o temprano todos los niños mueren y los soldados también, Y un caballo espantado, Con los ojos como saliéndosele de las órbitas, Tal cual, Los caballos son así, y qué otros cuadros más había en ese cuadro suyo, No llegué a saberlo, me quedé ciego precisamente cuando estaba mirando el caballo. El. miedo ciega, dijo la chica de las gafas oscuras, Son palabras ciertas, ya éramos ciegos en el momento en que perdimos la vista, el miedo nos cegó, el miedo nos mantendrá ciegos, Quién es el que está hablando, preguntó el médico, Un ciego, respondió la voz, sólo un ciego, eso es lo que hay aquí. Entonces preguntó el ciego de la venda negra, Cuántos ciegos serán precisos para hacer una ceguera. Nadie le supo responder. La chica de las gafas oscuras le pidió que pusiera la radio, tal vez dieran noticias. Las dieron más tarde, mientras tanto estuvieron oyendo un poco de música. En cierta altura, aparecieron a la puerta de la sala unos cuantos ciegos, uno de ellos dijo, Qué pena no haber traído la guitarra. Las noticias no fueron alentadoras, corría el rumor de que se iba a formar de inmediato un gobierno de unidad y salvación nacional.


Cuando, al principio, los ciegos de aquí se contaban aún con los dedos, cuando bastaba cambiar dos o tres palabras para que los desconocidos se convirtieran en compañeros de infortunio, y con tres o cuatro más se perdonaban mutuamente todas las faltas, algunas de ellas graves, y si el perdón no podía ser completo, era cuestión de paciencia, de esperar unos días, bien se vio cuántas ridículas pesadumbres tuvieron que sufrir los infelices cada vez que el cuerpo les exigió cualquiera de aquellos alivios urgentes que solemos llamar satisfacción de necesidades. Con todo, y aun sabiendo que son rarísimas las educaciones perfectas y que incluso los recatos más discretos tienen sus puntos débiles, hay que reconocer que los primeros ciegos traídos a esta cuarentena fueron capaces, con mayor o menor conciencia, de llevar con dignidad la cruz de la naturaleza eminentemente escatológica del ser humano. Pero ahora, ocupados como están todos los camastros, doscientos cuarenta, sin contar los ciegos que duermen en el suelo, ninguna imaginación, por fértil y creadora que sea en comparaciones, imágenes y metáforas, podría describir con propiedad el tendal de porquería que por aquí hay. No es sólo el estado a que rápidamente llegaron las letrinas, antros fétidos, como deberán ser, en el infierno, los desagües de las almas condenadas, sino también la falta de respeto de unos o la súbita urgencia de otros que, en poquísimo tiempo, convirtieron los corredores y otros lugares de paso en retretes que empezaron siendo de ocasión y acabaron siendo de costumbre. Los despreocupados o los urgidos pensaban, No tiene importancia, nadie me ve, y no iban más allá. Cuando fue imposible, en cualquier sentido, llegar a las letrinas, los ciegos empezaron a utilizar el cercado como aliviadero de todos sus desahogos y descomposiciones corporales. Los que eran delicados por naturaleza o por educación, se pasaban el día encogidos, aguantando como podían hasta la noche, pues se suponía que sería por la noche cuando en las salas habría más gente durmiendo, y entonces iban allá, agarrándose la barriga o apretando las piernas, en busca de tres palmos de suelo limpio, si los había en el inmenso tapiz de excrementos mil veces pisados, y, además, con el peligro de perderse en el espacio infinito del cercado donde no había más señal orientadora que los escasos árboles, cuyos troncos habían sobrevivido a la manía exploratoria de los antiguos locos, y también las pequeñas lomas, casi rasadas ya, que malcubrían a los muertos. Una vez al día, siempre al caer la tarde, como un despertador regulado para la misma hora, el altavoz repetía las conocidas instrucciones y prohibiciones, insistía en las ventajas del uso regular de los productos de limpieza, recordaba que había un teléfono en cada sala para reclamar el suministro necesario cuando faltase, pero lo que allí realmente se necesitaba era un chorro poderoso de manguera que se llevase por delante toda la mierda, y luego una brigada de fontaneros que reparasen las cisternas, las pusieran en funcionamiento, y después agua, agua en cantidad, para llevar a los sumideros lo que al desagüe debía ir, después, por favor, ojos, unos simples ojos, una mano capaz de conducir y guiar, una voz que me diga, Por aquí. Estos ciegos, si no les ayudamos, no tardarán en convertirse en animales, peor aún, en animales ciegos. No lo dijo la voz desconocida, aquella que habló de los cuadros y de las imágenes del mundo, lo está diciendo, con otras palabras, muy entrada ya la noche, la mujer del médico, acostada al lado de su marido, cubiertas las cabezas con la misma manta, Hay que poner remedio a este horror, no aguanto más, no puedo seguir fingiendo que no veo, Piensa en las consecuencias, lo más seguro es que intenten hacer de ti una esclava, tendrás que atenderlos a todos, cuidar de todo, te exigirán que los alimentes, que los laves, que los acuestes y los levantes, que los lleves de aquí para allá, que les suenes y les seques sus lágrimas, te llamarán cuando estés durmiendo, te insultarán si tardas en acudir, Y tú, cómo quieres que siga mirando estas miserias, tenerlas permanentemente ante los ojos y no mover un dedo para ayudar, Ya es mucho lo que haces, Qué hago yo, si mi mayor preocupación es evitar que alguien se dé cuenta de que veo, Algunos llegarán a odiarte por ver, no creas que la ceguera nos ha hecho mejores, Tampoco nos ha hecho peores, Vamos camino de serlo, mira lo que pasa cuando llega el momento de distribuir la comida, Precisamente, una persona que viera podría encargarse de repartir los alimentos entre todos los que están aquí, hacerlo con equidad, con criterio, dejaría de haber protestas, acabarían esas disputas que me enloquecen, no sabes lo que es ver a dos ciegos pegándose, Siempre ha habido peleas, luchar fue siempre, más o menos, una forma de ceguera, Esto es diferente, Haz lo que te parezca, pero no olvides lo que somos aquí, ciegos, simplemente ciegos, ciegos sin retórica ni conmiseraciones, el mundo caritativo y pintoresco de los cieguitos se ha acabado, ahora es el reino duro, cruel e implacable de los ciegos, Si pudieras ver tú lo que yo estoy obligada a ver, querrías ser ciego, Lo creo, pero no es preciso, ciego ya estoy, Perdona, querido, si supieses, Lo sé, lo sé, pasé mi vida mirando al interior de los ojos de la gente, es el único lugar del cuerpo donde tal vez exista un alma, y si se perdieron, Mañana voy a decirles que veo, Ojalá no tengas que arrepentirte, Mañana les diré, hizo una pausa y añadió, A no ser que al fin también yo haya entrado en ese mundo.

No fue esta vez. Cuando despertó a la mañana siguiente, muy temprano, como solía, sus ojos veían tan claramente como antes. Los ciegos de la sala dormían aún. Pensó en cómo decirles que veía, si convocarlos a todos y anunciarles la novedad, quizá fuese preferible hacerlo de una manera discreta, sin alardes, contarles, por ejemplo, como sin darle importancia, Ya ven, quién había de pensar que iba yo a conservar la vista en medio de tantos que no la tienen, o quizá fuera más conveniente declarar que había estado realmente ciega y que de repente había recuperado la visión, sería hasta una manera de darles algo de esperanza, Si ella ha vuelto a ver, se dirían unos a otros, tal vez también nosotros, pero igualmente podría suceder que le respondieran, Si es así, váyase, en tal caso, objetaría que no podía irse de allí sin su marido, y como el ejército no dejaba salir a ningún ciego de la cuarentena, no tendrían más remedio que consentir que se quedase. Algunos ciegos se revolvían en los camastros, aliviaban los gases como todas las mañanas, pero la atmósfera no se tornó por eso más nauseabunda, seguro que había alcanzado ya el nivel de saturación. No era sólo el olor fétido que llegaba de las letrinas en vaharadas, en exhalaciones que daban ganas de vomitar, era también el hedor acumulado de doscientas cincuenta personas, cuyos cuerpos, macerados en su propio sudor, no podían ni sabrían lavarse, que vestían ropas cada día más inmundas, que dormían en camas donde no era raro que hubiera deyecciones. De qué servían el jabón, las lejías, los detergentes por ahí olvidados, si las duchas, muchas de ellas, estaban atascadas o rotas las cañerías, si los desagües devolvían el agua sucia, que salía de los cuartos de baño impregnando la madera del piso de los corredores, infiltrándose por las juntas de las tablas. En qué locura me voy a meter, dudó entonces la mujer del médico, aunque no exigiesen que los sirviera, cosa que podría suceder, yo misma no aguantaría sin ponerme a lavar, a limpiar, cuánto tiempo me durarían las fuerzas, ése no es trabajo para una persona sola. Su valor, que antes le había parecido tan firme, comenzaba a desmoronarse, a romperse en mil pedazos ante la realidad abyecta que invadía sus narices y ofendía sus ojos, ahora que se presentaba el momento de pasar de las palabras a los actos. Soy cobarde, murmuró exasperada, para eso más me valdría estar ciega, no andaría con veleidades de misionera. Se habían levantado tres ciegos, uno era el dependiente de farmacia, iban a tomar posiciones en el zaguán para recoger la parte de comida que correspondía a la primera sala. Faltando los ojos, no se podía decir que el reparto se hiciera a ojo, paquete más, paquete menos, al contrario, daba pena ver cómo se equivocaban al contar y volvían al principio, alguno, más desconfiado, quería saber exactamente lo que se llevaban los otros, siempre terminaban discutiendo, algún empujón, un sopapo a ciegas, como tenía que ser. En la sala ya todos estaban despiertos, dispuestos para recibir su parte, con la experiencia habían establecido un sistema bastante cómodo de hacer la distribución, empezaban por llevar toda la comida hasta el fondo de la sala, donde estaban los camastros del médico y de su mujer, y los de la chica de las gafas oscuras y el chiquillo que llamaba a su madre, y allí la iban a buscar, dos de cada vez, empezando por las camas más próximas a la entrada, uno derecha e izquierda, dos derecha e izquierda, y así sucesivamente, sin enfados ni atropellos, se tardaba más, es cierto, pero la tranquilidad compensaba la espera. Los primeros, es decir aquellos que tenían la comida al alcance de la mano, eran los últimos en servirse, excepto el niño estrábico, claro está, que siempre acababa de comer antes de que la chica de las gafas oscuras recibiese su parte, de lo que resultaba que una porción que debía ser de ella acababa invariablemente en el estómago del pequeño. Los ciegos estaban todos con la cabeza vuelta hacia el lado de la puerta, esperando oír los pasos de los compañeros, el rumor inseguro, inconfundible, de quien lleva una carga, pero el sonido que se oyó no fue ése, más bien parecía como si vinieran a la carrera, si tal proeza es posible tratándose de gente que no puede ver dónde pone los pies. Y, con todo, nadie podría decir otra cosa cuando ellos aparecieron jadeantes en la puerta. Qué habrá pasado para que hayan venido así, corriendo, y estén los tres intentando entrar al mismo tiempo para dar la inesperada noticia, No nos han dejado traer la comida, dijo uno, y los otros repitieron, No nos han dejado, Quién, los soldados, preguntó una voz cualquiera, No, los ciegos, Qué ciegos, aquí todos somos ciegos, No sabemos quiénes eran, dijo el dependiente de farmacia, pero creo que deben ser de aquellos que vinieron juntos, los últimos que llegaron, Y cómo es eso, por qué no os dejaron traer la comida, preguntó el médico, hasta ahora no ha habido ningún problema, Ellos dicen que eso se ha acabado, que a partir de hoy, quien quiera comer, tendrá que pagar. De todos los lugares de la sala saltaron las protestas, No puede ser, Quitarnos la comida, Cuadrilla de ladrones, Una vergüenza, ciegos contra ciegos, nunca pensé que viviría para ver una cosa así, Vamos a quejarnos al sargento. Alguno, más decidido, propuso que se juntaran todos para ir a reclamar lo que era suyo, No será fácil, fue la opinión del dependiente de farmacia, son muchos, me quedé con la impresión de que era un grupo grande, y lo peor es que están armados, Armados, cómo, Palos al menos tienen, todavía me duele este brazo del estacazo que me pegaron, dijo uno, Vamos a tratar de resolver todo esto por las buenas, dijo el médico, voy con vosotros a hablar con esa gente, aquí debe de haber un malentendido, Bien, doctor, lo acompaño, pero, por los modos que tienen, dudo mucho que consigamos convencerlos, dijo el dependiente de farmacia, De cualquier manera, tenemos que ir, la cosa no puede quedarse así, Yo voy contigo, dijo la mujer del médico. Salió de la sala el pequeño grupo, menos el que se quejaba del brazo, ése creía que había cumplido ya con su obligación, y se quedó contando a los otros la arriesgada aventura, la comida allí, a dos pasos, y una muralla de cuerpos defendiéndola, Con palos, insistía.

Avanzando juntos, como una piña, emprendieron el camino entre los ciegos de las otras salas. Cuando llegaron al zaguán, la mujer del médico comprendió que no iba a ser posible ningún acuerdo diplomático, y que, probablemente, no lo sería nunca. En medio del zaguán, cubriendo las cajas de comida, un círculo de ciegos armados de palos y hierros arrancados de las camas, apuntando hacia delante como bayonetas o lanzas, hacía frente a la desesperación de los ciegos que los rodeaban y que, con torpes intentonas, procuraban entrar en la línea defensiva, algunos, con la esperanza de encontrar una abertura, un postigo mal cerrado, aguantaban los golpes en los brazos extendidos, otros se arrastraban a gatas hasta tropezar con las piernas de los adversarios, que los recibían a palos y puntapiés. Golpe ciego, se suele decir. No faltaban en el cuadro las protestas indignadas, los gritos furiosos, Exigimos nuestra comida, Reclamamos el derecho al pan, Bribones, Golfos, Esto es un robo, sinvergüenzas, Parece imposible, hubo incluso un ingenuo o distraído que dijo, Llamad a la policía, tal vez allí los hubiera, policías, la ceguera, ya se sabe, no mira oficios y menesteres, pero un policía ciego no es lo mismo que un ciego policía, y en cuanto a los dos que conocíamos, ésos están muertos y, con mucho trabajo, enterrados. Impelida por la esperanza absurda de que una autoridad viniera a restaurar en el manicomio la paz perdida, a fortalecer la justicia, a devolver la tranquilidad, una ciega se acercó como pudo a la puerta principal y gritó a los aires, Ayúdennos, que éstos nos quieren robar la comida. Los soldados hicieron oídos sordos, las órdenes que el sargento recibiera del capitán que había pasado en visita de inspección eran perentorias, clarísimas, Si se matan entre ellos, mejor, quedarán menos. La ciega se desgañitaba como las locas de antes, casi loca ella también, pero de puro desconsuelo. Al fin, dándose cuenta de la inutilidad de sus llamadas, se calló, sollozando se volvió para dentro y, sin darse cuenta de por dónde iba, recibió en su cabeza desprotegida un estacazo que la derribó. La mujer del médico quiso correr a levantarla, pero la confusión era tal que no pudo dar ni dos pasos. Los ciegos que habían venido a reclamar la comida empezaban a retroceder a la desbandada, perdida toda orientación tropezaban unos con otros, caían, se levantaban, volvían a caer, algunos ni lo intentaban, se dejaban estar, postrados en el suelo, agotados, míseros, retorciéndose de dolor con la cara contra las losetas. Entonces, la mujer del médico, aterrorizada, vio cómo uno de los ciegos cuadrilleros sacaba del bolsillo una pistola y la alzaba bruscamente en el aire. El disparo hizo soltarse del techo una gran placa de estuco que cayó sobre las desprevenidas cabezas, aumentando el pánico. El ciego gritó, Quietos todos ahí, y callados, si alguien se atreve a levantar la voz, tiraré al cuerpo, no al aire, caiga quien caiga, luego no os quejéis. Los ciegos ni se movieron. El de la pistola continuó, Lo dicho, y no hay vuelta atrás, a partir de hoy seremos nosotros quienes nos encarguemos de la comida, están avisados todos, y que no se le ocurra a nadie salir a buscarla, vamos a poner guardias en esta entrada, y quien se acerque las va a pagar, de aquí en adelante, la comida se vende, y quien quiera comer tendrá que aflojar los cuartos, Y cómo vamos a pagar, preguntó la mujer del médico, He dicho que todos callados, ni una palabra, gritó el de la pistola moviendo el arma ante él, Alguien tendrá que hablar, necesitamos saber cómo actuamos, dónde encontraremos la comida, si vamos todos juntos o uno a uno, Ésta se las da de lista, comentó uno del grupo, si le pegas un tiro será una boca menos, Si la viera ya tenía una bala en la barriga. Luego, dirigiéndose a todos, Volved inmediatamente a las salas, ja, ja, cuando hayamos llevado la comida para dentro ya diremos lo que tienen que hacer, Y el pago, volvió a preguntar la mujer del médico, cuánto nos va a costar un café con leche y una galleta, La tía se la está jugando, dijo la misma voz, Déjamela a mí, dijo el otro, y cambiando de tono, Cada sala nombrará dos responsables que se encargarán de recoger todo lo que haya de valor, todo, de cualquier tipo, dinero, joyas, anillos, pulseras, pendientes, relojes, todo lo que tengan, y luego lo llevan a la tercera sala del lado izquierdo, que es donde estamos, y si quieren un consejo de amigo, que no se les pase por la cabeza engañarnos, sabemos que algunos van a esconder parte de lo que tengan de valor, pero les advierto que ésa será una idea pésima, si lo que nos entregáis no nos parece suficiente, simplemente no coméis, tendréis que entreteneros masticando los billetes y los brillantes. Un ciego de la segunda sala, lado derecho, preguntó, Y cómo hacemos, entregamos todo de una vez o vamos pagando conforme vayamos comiendo, Por lo visto no me he explicado bien, dijo el de la pistola riéndose, primero pagáis, después comeréis, y, en cuanto a lo de pagar según vayáis comiendo, eso exigiría una contabilidad muy complicada, lo mejor es que lo llevéis todo de una vez, y ya veremos qué cantidad de comida merecéis, estáis avisados, que no se os ocurra esconder nada, porque a quien lo haga le va a costar muy caro, y para que veáis que actuamos legalmente, os advierto que después de que entreguéis lo que tengáis, haremos una inspección, y ay de vosotros si encontramos algo, aunque sólo sea una moneda, y ahora, fuera de aquí todos, rápido. Alzó el brazo y disparó de nuevo, Cayó un pedazo más de yeso. Y tú, dijo el de la pistola, no olvidaré tu voz, Ni yo, tu cara, respondió la mujer del médico.

Nadie pareció reparar en lo absurdo de que una ciega diga que no va a olvidar una cara que no ha visto. Los ciegos retrocedieron a toda prisa, en busca de las puertas, poco después estaban los de la primera sala informando de la situación a los compañeros, Por lo que hemos oído, no creo que podamos, de momento, hacer otra cosa que obedecer, dijo el médico, deben de ser muchos, y lo peor es que tienen armas, También nosotros podríamos hacernos con algunas, dijo el dependiente de farmacia, Sí, unas ramas arrancadas de los árboles, si es que quedan ramas a la altura del brazo, unos hierros de las camas, que apenas tendríamos fuerzas para manejar, mientras que ellos disponen, al menos, de una pistola, Yo no doy nada de lo mío a esos hijos de puta ciega, dijo alguien, Ni yo, añadió otro, O damos todos, o nadie, dijo el médico, No tenemos otra alternativa, dijo la mujer, además, la regla, aquí dentro, tendrá que ser la misma que nos han impuesto fuera, quien no quiera pagar, que no pague, está en su derecho, pero entonces no comerá, lo que no puede ser es que alguien esté alimentándose a costa de los otros, Daremos todos y lo daremos todo, dijo el médico, Y quien no tenga nada que dar, preguntó el dependiente de farmacia, Ése sí, comerá de lo que los otros le den, es justamente lo que alguien dijo, de cada uno según sus posibilidades, a cada uno según sus necesidades. Se hizo una pausa, y el viejo de la venda negra preguntó, A quiénes designamos como responsables, Yo elijo al doctor, dijo la chica de las gafas oscuras. No fue necesario proceder a la votación, toda la sala estaba de acuerdo. Tendremos que ser dos, recordó el médico, se presenta alguien, preguntó, Yo, si no se presenta nadie más, dijo el primer ciego, Muy bien, comencemos a dar las cosas, necesitamos un saco, una bolsa, una maleta pequeña, cualquier cosa sirve, Yo puedo dar esto, dijo la mujer del médico, y empezó a vaciar un bolso donde había guardado algunos productos de belleza y otras menudencias, cuando no podía ni imaginar en qué condiciones iba a vivir. Entre los frascos, las cajas y los tubos venidos del otro mundo, había unas tijeras grandes de punta fina. No recordaba haberlas metido allí, pero allí estaban. La mujer del médico levantó la cabeza. Los ciegos estaban esperando, el marido había ido hasta la cama del primer ciego y hablaba con él, la chica de las gafas oscuras le decía al niño estrábico que no tardaría en llegar la comida, en el suelo, detrás de la mesita de noche, como si la chica de las gafas oscuras hubiera querido, con pueril e inútil pudor, ocultarlo de la vista de quienes no veían, estaba una compresa higiénica manchada de sangre. La mujer del médico miraba las tijeras, intentaba pensar por qué las estaba mirando así, así cómo, así, pero no encontraba ninguna razón, realmente, no podría hallarse razón alguna en unas simples tijeras grandes, colocadas en sus manos abiertas, con sus dos hojas niqueladas y las puntas agudas y brillantes. Ya lo tienes, preguntaba desde lejos el marido, Ya lo tengo, respondió y tendió el brazo que sostenía el bolso vacío mientras el otro brazo escondía las tijeras en la espalda, Qué pasa, preguntó el médico, Nada, respondió la mujer, como podría haber respondido, Nada que tú puedas ver, debe de haberle extrañado algo en mi voz, fue sólo eso, nada más. Junto con el primer ciego, el médico se acercó a ese lado, cogió el bolso con sus manos vacilantes y dijo, Vayan preparando lo que tengan, empezamos la recogida. La mujer se quitó el reloj, hizo lo mismo con el del marido, echó al bolso los pendientes, un anillo pequeño con rubíes, la cadenilla de oro que llevaba al cuello, la alianza, la del marido, no les costó trabajo sacarlas, Tenemos los dedos más delgados, pensó, fue echándolo todo dentro de la bolsa, el dinero que habían traído de casa, unos cuantos billetes de diferente valor, unas monedas, Está todo, dijo, Estás segura, preguntó el médico, busca bien, De valor, era todo lo que teníamos. La chica de las gafas oscuras había reunido ya sus bienes, no eran muy diferentes, sólo había unas pulseras de más, y, de menos, una alianza. La mujer del médico esperó a que el marido y el primer ciego le dieran las espaldas, y a que la chica de las gafas oscuras se volviera hacia el niño estrábico, Soy como si fuera tu madre, pago por ti y por mí, y luego retrocedió hacia la pared del fondo. Allí, como a lo largo de las otras paredes, había unos grandes clavos que utilizarían a los locos para colgar en ellos sabe Dios qué tesoros y manías. Eligió el más alto al que podía llegar y colgó de él las tijeras. Después se sentó en la cama. Lentamente, el marido y el primer ciego caminaban hacia la puerta, recogiendo, de un lado y de otro, lo que cada uno tenía para entregar, algunos protestaban diciendo que aquello era una vergüenza, que les estaban robando, y era la pura verdad, otros se deshacían de sus posesiones con una especie de indiferencia, como si pensasen que, bien vistas las cosas, no hay en el mundo nada que, en sentido absoluto, nos pertenezca, verdad ésta no menos transparente. Cuando llegaron a la puerta de la sala, terminada la colecta, el médico preguntó, Lo han entregado todo, unas cuantas voces resignadas respondieron que sí, hubo quien se quedó callado, a su tiempo sabremos si fue por no mentir. La mujer del médico alzó los ojos hacia donde estaban las tijeras. Le sorprendió verlas tan altas, colgadas por uno de los aros o argollas, como si no hubiera sido ella misma quien las puso allí, después, para sí, pensó que fue una excelente idea traerlas, ahora ya podría arreglarle la barba al marido, dejarlo más presentable, porque, ya se sabe, en las condiciones en que vivimos, es imposible que un hombre pueda afeitarse normalmente. Cuando miró otra vez hacia la puerta, los dos hombres habían desaparecido en la penumbra del corredor, camino de la tercera sala, lado izquierdo, donde tendrían que pagar la comida. La de hoy, la de mañana también, tal vez la de toda la semana, Y después, la pregunta no tenía respuesta, todo lo que teníamos va ahí.

Contra lo que era habitual, los corredores estaban vacíos, en general no era así, cuando se salía de las salas no se hacía otra cosa que tropezar, resbalar y caer, los agredidos echaban pestes, soltaban groseros tacos, los agresores respondían en el mismo tono, pero nadie le daba importancia, uno tiene que desahogarse de alguna manera, mayormente si está ciego. Ante ellos se oía un ruido de pasos y de voces, serían los emisarios de otra sala que iban a la misma obligación. Qué situación la nuestra, doctor, dijo el primer ciego, no bastaba con estar como estamos y vamos a caer en manos de unos ciegos ladrones, hasta parece mi sino, primero el del coche, ahora estos que nos roban la comida, y además a punta de pistola, La diferencia es ésa, el arma, Pero no siempre van a tener balas, no duran eternamente, Nada dura siempre, aunque, en este caso, tal vez sea deseable que sí, Por qué, Si se les acaban las balas será porque las han disparado, y ya tenemos muertos de sobra, Estamos en una situación insostenible, Es insostenible desde que entramos, y a pesar de todo vamos aguantando, Es usted optimista, doctor, No es que sea optimista, es que no puedo imaginar nada peor de lo que estamos viviendo, Pues yo empiezo a pensar que no hay límites para lo malo, para el mal, Quizá tenga razón, dijo el médico, y luego, como si estuviera hablando consigo mismo, Algo tiene que ocurrir aquí, conclusión ésta que supone cierta contradicción, o hay al fin algo peor que esto, o de ahora en adelante todo va a mejorar, aunque por la muestra no lo parezca. Dado el camino recorrido, las esquinas que doblaron, se estaban acercando a la tercera sala. Ni el médico ni el primer ciego habían venido nunca aquí, pero la construcción de las dos alas, lógicamente, obedecía a una estructura simétrica, y quien conociese bien la parte derecha fácilmente podría orientarse en el lado izquierdo, y viceversa, bastaba virar a la izquierda en un lado cuando en el otro se habría girado a la derecha. Oyeron voces, debían de ser los que llegaron antes que ellos, Tendremos que esperar, dijo el médico en voz baja, Por qué, Los de dentro querrán saber exactamente qué es lo que éstos traen, para ellos es igual, como ya han comido no tienen prisa, No debe de faltar mucho para la hora de la comida. Aunque pudieran ver, de nada les serviría, no tienen ya relojes. Un cuarto de hora después, minuto más, minuto menos, acabó el trueque. Los dos hombres pasaron por delante del médico y del primer ciego, por lo que decían llevaban la comida, Cuidado, no la dejes caer, exclamó uno, y el otro murmuraba, Lo que no sé es si llegará para todos, Pues nos apretamos el cinturón. Deslizando la mano por la pared, con el primer ciego tras él, el médico avanzó hasta que sus dedos tocaron las tablas lisas de la puerta, Somos de la sala primera lado derecho. Avanzó un paso, pero su pierna chocó con un obstáculo, se dio cuenta de que era una cama atravesada, puesta allí como si fuera el mostrador de una tienda, Están organizados, pensó, esto no ha nacido improvisadamente. Oyó voces, pasos, Cuántos serán, la mujer le había hablado de unos diez, pero posiblemente serían muchos más, sin duda no estaban todos en el zaguán cuando se apropiaron de la comida. El de la pistola era el jefe, era su voz grosera y áspera la que decía, Vamos a ver las riquezas que nos trae la primera sala lado derecho, y luego, en tono más bajo, hablando con alguien que debía de estar muy cerca, Toma nota. El médico quedó perplejo, qué significa este Toma nota, sin duda hay alguien que puede escribir, por lo tanto hay alguien que no está ciego, ya son dos casos, Tenemos que andar con cuidado, pensó, mañana este individuo puede estar a nuestro lado sin que nos demos cuenta, el pensamiento del médico poco difería de lo que el primer ciego estaba pensando, Con la pistola y un espía, estamos listos, no levantaremos cabeza en nuestra vida. El ciego de dentro, capitán de los ladrones, había abierto ya la bolsa y, con manos hábiles, iba sacando, palpando e identificando los objetos, el dinero, sin duda distinguía por el tacto lo que era oro y lo que no lo era, y también por el tacto el valor de los billetes y de las monedas, es fácil cuando se tiene experiencia. Sólo pasados unos minutos el oído distraído del médico empezó a notar un ruido inconfundible, sin duda allí al lado alguien estaba escribiendo en alfabeto braille, también llamado anagliptografía, se oía el sonido al mismo tiempo sordo y nítido del puntero perforando el papel grueso y batiendo contra la plancha metálica del tablero inferior. Había, pues, un ciego normal entre los ciegos delincuentes, un ciego como todos aquellos a los que antes se daba el nombre de ciegos, evidentemente había sido atrapado en la red con los demás, pero no era el momento de hacer averiguaciones, Oiga, es usted de los ciegos modernos o de los antiguos, a ver, explíquenos su manera de no ver. Qué suerte han tenido éstos, aparte de tocarles un escribano, también podrán aprovecharlo como guía, un ciego entrenado es otra cosa, vale su peso en oro. Continuaba el inventario, de tiempo en tiempo el de la pistola pedía la opinión del contable, Qué crees que es esto, y el otro interrumpía el registro para dar un parecer, decía, Baratija, y en este caso el de la pistola comentaba, Muchas como ésta y no coméis, Es bueno, y entonces el comentario era, No hay como tratar con gente honrada. Al fin colocaron tres cajas encima de la cama, Os lleváis esto, dijo el de la pistola. El médico las contó, No son suficientes, dijo, recibíamos cuatro cuando la comida era sólo para nosotros, en el mismo instante notó la frialdad del cañón de la pistola en la garganta, para estar ciego no había sido mala puntería, Cada vez que reclames te quitaremos una caja, ahora largo de aquí, te llevas ésas, y da gracias a Dios por poder comer todavía. El médico murmuró, Está bien, recogió dos cajas, el primer ciego cargó con la otra, y, más lentos ahora porque llevaban peso, rehicieron el camino que los llevaría a la sala. Cuando llegaron al zaguán, donde parecía que no había nadie, el médico dijo, No volveré a tener una oportunidad así, Qué quiere decir, preguntó el primer ciego, Me puso la pistola en el cuello, podría habérsela quitado de las manos, Sería arriesgado, No tanto como parece, yo sabía dónde estaba la pistola y él no sabía dónde estaban mis manos, Aun así, Estoy seguro, en aquel momento él era el más ciego de los dos, fue una pena que no se me ocurriera, o quizá lo pensé y no tuve valor, Y luego, preguntó el primer ciego, Y luego, qué, Vamos a suponer que realmente conseguía quitarle el arma, estoy seguro de que no iba a ser capaz de usarla, Si tuviera la certeza de que se resolvía la situación, sí, Pero no está seguro, No, realmente no lo estoy, Entonces es mejor que las armas estén del lado de ellos, al menos mientras no las usen contra nosotros, Amenazar con un arma es ya atacar, Si le hubiese quitado la pistola, comenzaría la verdadera guerra, y lo más probable es que ni siquiera hubiésemos salido de allí, Tiene razón, dijo el médico, olvidaré todo esto, Lo que sí tiene que recordar es lo que me dijo antes, Qué le dije, Que algo va a ocurrir, Ocurrió ya, y no aproveché la ocasión, Otra cosa será, y no ésta.

Cuando entraron en la sala y tuvieron que presentar lo poco que llevaban para poner en la mesa, hubo quien creyó que la culpa era de ellos, por no haber reclamado y exigido más, para eso habían sido nombrados representantes del colectivo. Entonces, el médico explicó lo que había pasado, habló del ciego escribiente, de los modos insolentes del ciego de la pistola, de la pistola también. Los descontentos bajaron el tono, acabaron por concordar, sí señor, la defensa de los intereses de la sala está en buenas manos. Distribuyeron al fin la comida, hubo quien recordó a los impacientes que poco es más que nada, aparte de eso, por la hora que debía de ser, estaría a punto de llegar la comida del mediodía, Lo malo es si nos ocurre lo que al caballo del cuento, que murió cuando ya estaba acostumbrado al ayuno, dijo alguien. Los otros sonrieron pálidamente, y otro añadió, No sería mala idea, si es que el caballo, cuando muere, no sabe que va a morir.


El viejo del ojo vendado había entendido que su radio portátil, tanto por la fragilidad de su estructura como por la información conocida sobre su tiempo de vida útil, quedaba excluida de la lista de valores a entregar como pago de la comida, considerando que el funcionamiento del aparato dependía, en primer lugar, de tener o no tener pilas dentro, y, en segundo lugar, del tiempo que durasen. Por el sonido catarroso de la voz que aún salía de la cajita, era evidente que no debía esperarse mucho de ella. Decidió, pues, el viejo de la venda negra no repetir las audiciones públicas, pensando también que podían aparecer por allí los ciegos de la tercera sala, lado izquierdo y tener una opinión diferente, no por el valor material del aparato, prácticamente nulo a corto plazo, como quedó demostrado, sino por su valor de uso inmediato, que ése es sin duda altísimo, sin hablar ya de la plausible posibilidad de que haya pilas donde, al menos, hay una pistola. Anunció el viejo de la venda negra que oiría las noticias oculto bajo la manta, con la cabeza tapada, y que si hubiera alguna novedad interesante, avisaría de inmediato. La chica de las gafas oscuras le pidió que la dejase oír de vez en cuando un poquito de música, Sólo para no perder el recuerdo, justificó, pero el viejo fue inflexible, argumentando que lo importante era saber lo que estaba pasando fuera, que quien quisiera música la oyera dentro de su propia cabeza, que para algo bueno nos ha de servir la memoria. Tenía razón el viejo de la venda negra, la música de la radio rasguñaba como sólo es capaz de herir un mal recuerdo, y por eso la mantenía en el mínimo volumen sonoro que le era posible, mientras llegaban las noticias. Entonces avivaba un poco el sonido y apuraba el oído para no perder una sílaba. Luego, con palabras suyas, resumía la información y la transmitía a los vecinos más próximos. Así, de cama en cama, iban las noticias circulando por la sala, desfiguradas cada vez que pasaban de un receptor al receptor siguiente, disminuida o agravada la importancia de las informaciones, conforme al grado personal de optimismo o pesimismo propio de cada emisor. Hasta que llegó el momento en que las palabras se callaron y el viejo de la venda negra se encontró sin nada que decir. Y no fue porque la radio se hubiera averiado o se agotaran las pilas, la experiencia de la vida y de las vidas cabalmente demuestra que al tiempo no hay quien lo gobierne, parecía que este aparatito iba a durar poco, y alguien tuvo que callarse antes que él. A lo largo de todo el primer día vivido bajo la garra de los ciegos malvados, el viejo de la venda negra había estado oyendo las noticias y pasándoselas a los otros, rebatiendo por su cuenta la obvia falsedad de lo o amistas vaticinios oficiales, y ahora, avanzada la noche, con la cabeza al fin fuera de la manta, aplicaba el oído a la ronquera en que la débil alimentación eléctrica de la radio convertía la voz del locutor, cuando, de súbito, lo oyó gritar, Estoy ciego, después el ruido de algo que chocaba violentamente contra el micrófono, una secuencia precipitada de rumores confusos, exclamaciones, y, de repente, el silencio. Se había callado la única emisora de radio que se podía captar desde allí dentro. Durante mucho tiempo se mantuvo el viejo de la venda negra con la oreja pegada a la caja ahora inerte, como si esperara el regreso de la voz y el resto de las noticias. Sin embargo, adivinaba, sabía, que la voz no regresaría. El mal blanco no cegó sólo al locutor. Como un reguero de pólvora, había alcanzado, rápida y sucesivamente, a todos cuantos en la emisora se encontraban. Entonces, el viejo de la venda negra dejó caer el aparato al suelo. Los ciegos malvados, si viniesen a la rebatiña, buscando joyas escondidas, encontrarían confirmada la razón, si en tal cosa habían pensado, de por qué no habían incluido las radios portátiles en la lista de objetos de valor. El viejo de la venda negra se cubrió la cabeza con la manta, para poder llorar a gusto.

Poco a poco, bajo la luz amarillenta y sucia de las débiles bombillas, la sala fue hundiéndose en un profundo sueño, reconfortados los cuerpos por las tres refecciones del día, como raramente antes ocurriera. Si siguen así las cosas, acabaremos, una vez más, por llegar a la conclusión de que hasta en los peores males es posible hallar una ración suficiente de bien para que podamos soportar esos males con paciencia, lo que, trasladado a la presente situación, significa que, contrariamente a las primeras e inquietantes previsiones, la concentración de los alimentos en una sola entidad robadora y distribuidora tenía, al fin, sus aspectos positivos, por mucho que se quejaran algunos idealistas que hubieran preferido continuar luchando por la vida con sus propios medios, aunque por esa obstinación tuvieran que pasar algún hambre. Descuidados del día de mañana, olvidando que quien paga por adelantado siempre acaba mal servido, la mayoría de los ciegos, en todas las salas, dormían a pierna suelta. Otros, cansados de buscar sin resultado una salida honrosa a los vejámenes sufridos, fueron también quedándose dormidos, soñando con días mejores que los presentes, más libres si no más hartos. Sólo en la primera sala del lado derecho la mujer del médico estaba en vela. Tumbada en la cama, pensaba en lo que le había contado el marido cuando creyó que entre los ciegos ladrones había uno que veía, alguien que podrían utilizar como espía. Era curioso que no hubieran vuelto a hablar del asunto, como si al médico, lo que hace el hábito, no se le hubiese ocurrido que su propia mujer seguía viendo. Lo pensó ella, pero se calló, no quiso pronunciar palabras obvias, Eso que, irremediablemente, no podrá hacer él, lo podría hacer yo, Qué, preguntaría el médico, fingiendo no entender. Ahora, con los ojos clavados en las tijeras colgadas de la pared, la mujer del médico se preguntaba a sí misma, De qué me sirve ver. Le servía para saber del horror más de lo que hubiera podido imaginar alguna vez, le servía para desear estar ciega, nada más que para eso. Con un movimiento cauteloso se sentó en la cama. Ante ella estaban durmiendo la chica de las gafas oscuras y el niño estrábico. Se dio cuenta de que las dos camas estaban muy próximas, la chica había empujado la suya, sin duda para estar más cerca del pequeño si él necesitaba consuelo, o que le secaran las lágrimas por la falta de una madre perdida. Cómo no se me ocurrió, pensó, podía haber unido ya nuestras camas, dormiríamos juntos, sin estar con la constante preocupación de que él pueda caerse de la cama. Miró al marido, que dormía pesadamente en un sueño de puro agotamiento. No llegó a decirle que había traído las tijeras, que un día de éstos le arreglaría la barba, es trabajo que hasta un ciego puede hacer, siempre que no acerque demasiado las láminas a la piel. Se dio a sí misma una buena justificación para no hablarle de la tijera, Después vendrían todos los hombres, no haría otra cosa que cortar barbas. Rodó el cuerpo hacia fuera, asentó los pies en el suelo, buscó los zapatos. Cuando iba a calzárselos, se detuvo, los miró fijamente, después movió la cabeza y, sin ruido, los dejó en el suelo. Pasó al corredor entre las camas y fue andando lentamente en dirección a la puerta de la sala. Los pies descalzos sentían la inmundicia pegajosa del suelo, pero ella sabía que fuera, en los pasillos, sería mucho peor. Iba mirando a un lado y a otro, por si encontraba algún ciego despierto, aunque hubiera alguno vigilando, o toda la sala, no tenía importancia, con tal de que no hiciese ruido, y por más que lo hiciese, sabemos a cuánto obligan las necesidades del cuerpo, que no escogen horas, en fin, lo que no quería es que el marido se despertara y notase la ausencia a tiempo aún de preguntarle, Adónde vas, que es, probablemente, la pregunta que más hacen los hombres a sus mujeres, la otra es Dónde has estado. Una de las ciegas estaba sentada en la cama, con la espalda apoyada en la cabecera, la mirada vacía clavada en la pared de enfrente, sin conseguir alcanzarla. La mujer del médico se detuvo un momento como si dudara tocar aquel hilo invisible que flotaba en el aire, como si un simple contacto pudiera destruirlo irremediablemente. La ciega alzó el brazo, debía de haber percibido una leve vibración en la atmósfera, después lo dejó caer, desinteresada, le bastaba con no poder dormir por culpa de los ronquidos del vecino. La mujer del médico continuó andando, cada vez más deprisa a medida que se aproximaba a la puerta. Antes de seguir en dirección al zaguán, miró a lo largo del corredor que llevaba a las otras salas de este lado, más adelante estaban las letrinas, y al fin la cocina y el refectorio. Había ciegos tumbados junto a las paredes, eran de aquellos que a la llegada no fueron capaces de conquistar una cama, o porque en el asalto se quedaron atrás, o porque les faltaron fuerzas para disputarla y vencer en la lucha. A diez metros, un ciego estaba tumbado encima de una ciega, él aprisionado entre las piernas de ella, lo hacían lo más discretamente que podían, eran de los discretos en público, pero no se necesitaba tener el oído muy apurado para saber en qué se ocupaban, mucho menos cuando uno y otro no pudieron reprimir los jadeos y los gemidos, alguna palabra inarticulada, que son señales de que todo aquello estaba a punto de acabar. La mujer del médico se quedó parada mirándolos, no por envidia, que tenía a su marido y la satisfacción que él le daba, sino por causa de una impresión de otra naturaleza para la que no encontraba nombre, podría ser un sentimiento de simpatía, como si estuviera pensando en decirles, No se preocupen, sigan, también sé yo lo que es eso, podría ser un sentimiento de compasión, Aunque ese instante de goce supremo pudiera duraros la vida entera, nunca los dos que sois podréis llegar a ser uno solo. El ciego y la ciega descansaban ahora, separados ya, uno al lado del otro, pero seguían cogidos de la mano. Eran jóvenes, tal vez novios, fueron al cine y allí se quedaron ciegos, o un azar milagroso los juntó aquí, y, siendo así, cómo se reconocieron, vaya por Dios, por las voces, hombre, por las voces, que no es sólo la voz de la sangre la que no necesita ojos, el amor, que dicen que es ciego, tiene también su palabra que decir. Lo más probable, con todo, es que los hubieran atrapado al mismo tiempo en una redada de ciegos, en ese caso, las manos enlazadas no son de ahora, están así desde el principio.

La mujer del médico suspiró, se llevó las manos a los ojos, necesitó hacerlo porque estaba viendo mal, pero no se asustó, sabía que sólo eran lágrimas. Después continuó su camino. Una vez en el zaguán, se acercó a la puerta que daba a la cerca exterior. Miró hacia fuera. Tras el portón había una luz, y sobre ella la silueta negra de un soldado. Del otro lado de la calle las casas estaban todas a oscuras. Salió al rellano. No había peligro. Aunque el soldado viera su silueta, sólo dispararía si ella, tras bajar la escalera, se aproximara, después de una advertencia, a aquella otra línea invisible que era para él la frontera de su seguridad. Habituada ya a los ruidos continuos de la sala, a la mujer del médico le sorprendió aquel silencio, un silencio que parecía estar ocupando el espacio de una ausencia, como si la humanidad, toda ella, hubiera desaparecido, dejando sólo una luz encendida y un soldado guardándola, a ella y a un resto de hombres y de mujeres que no la podían ver. Se sentó en el suelo con la espalda apoyada en el marco de la puerta, en la misma posición en que había visto a la ciega de la sala, y mirando hacia el frente, como ella. Estaba fría la noche, el viento soplaba a lo largo de la fachada del edificio, parecía imposible que aún hubiera viento en el mundo, que fuese negra la noche, no, lo decía por ella, pensaba en los ciegos para quienes el día duraba siempre. En la luz apareció otra silueta, debía de ser el relevo de la guardia, Sin novedad, estaría diciendo el soldado que irá a la tienda, a dormir el resto de la noche, no imaginaban ellos lo que estaba pasando detrás de aquella puerta, probablemente no les había llegado el ruido de los disparos, una pistola común no hace un gran estruendo. Unas tijeras aún menos, pensó la mujer del médico. No se preguntó inútilmente de dónde le vino tal pensamiento, sólo se sorprendió de la lentitud de su llegada, cómo la primera palabra había tardado tanto en aparecer, el vagar de las siguientes, y cómo después encontró que el pensamiento ya estaba allí, donde quiera que fuese, y sólo le faltaban las palabras, como un cuerpo que buscase, en la cama, la concavidad que había sido preparada para él por la simple idea de acostarse. El soldado se acercó al portón, pese a estar a contraluz se nota que mira hacia este lado, debe de haber reparado en aquel bulto inmóvil, pero no hay luz bastante para distinguir que es una mujer sentada en el suelo, con los brazos agarrando las piernas y el mentón apoyado en las rodillas, entonces el soldado apunta el foco de una linterna hacia este lado, no hay duda, es una mujer que se está levantando ahora con un movimiento tan lento como antes había sido el pensamiento, pero esto no puede saberlo el soldado, lo que él sabe es que tiene miedo de aquella figura que parece no acabar nunca de levantarse, se pregunta si debe dar la alarma, inmediatamente decide que no, es sólo una mujer, y está lejos, en todo caso, y por si las moscas, apunta preventivamente el arma, pero para hacerlo tuvo que dejar la linterna, en ese momento el foco luminoso le dio de lleno en los ojos, como una quemadura instantánea le quedó en la retina una sensación de deslumbramiento. Cuando se restableció la visión, la mujer había desaparecido, ahora este centinela no podrá decir a quien venga a relevarle, Sin novedad.

La mujer del médico está ya en el lado izquierdo, en el corredor que la llevará a la tercera sala. También aquí hay ciegos durmiendo en el suelo, más que en el ala derecha. Camina sin hacer ruido, despacio, siente que el suelo viscoso se le pega a los pies. Mira para dentro de las dos primeras salas, y ve lo que esperaba ver, los bultos tumbados bajo las mantas, un ciego que tampoco consigue dormir y lo dice con voz desesperada, oye los ronquidos entrecortados de casi todos. En cuanto al olor que esta humanidad desprende, no le extraña, no hay otro en todo el edificio, es también el olor de su propio cuerpo, de las ropas que viste. Al doblar la esquina para ir hacia el corredor que da acceso a la tercera sala, se detuvo. Hay un hombre en la puerta, otro centinela. Tiene un garrote en la mano, hace con él movimientos lentos, a un lado y a otro, como para interceptar el paso de alguien que pretenda aproximarse. Aquí no hay ciegos durmiendo en el suelo, el corredor está libre. El ciego de la puerta sigue con su vaivén uniforme, parece que no se cansa, pero no es así, pasados unos minutos cambia el garrote de mano y vuelve a empezar. La mujer del médico avanzó pegándose a la pared del otro lado, con cuidado de no rozarla. El arco que el garrote describe no llega siquiera a la mitad del ancho corredor, dan ganas de decir que este centinela hace la guardia con el arma descargada. La mujer del médico está ahora exactamente ante el ciego, puede ver la sala tras él. Las camas no están todas ocupadas, Cuántos serán, pensó. Avanzó un poco más, casi hasta el límite del alcance del garrote, y allí se detuvo, el ciego volvió la cabeza hacia el lado donde ella estaba, como si hubiera percibido algo anormal, un suspiro, un estremecimiento en el aire. Era un hombre alto, de manos grandes. Primero estiró hacia delante el brazo que sostenía el garrote, barrió con gestos rápidos el vacío ante él, dio luego un paso breve, durante un segundo la mujer del médico temió que estuviera viéndola, que no hiciese otra cosa que buscar el lugar más favorable para atacarla. Esos ojos no están ciegos, pensó alarmada. Sí, claro que estaban ciegos, tan ciegos como los de todos los que viven bajo estos techos, entre estas paredes, todos, todos, excepto ella. En voz baja, casi un susurro, el hombre preguntó, Quién está ahí, no gritó como los centinelas de verdad, Quién vive, la respuesta sería Gente dé paz, y él diría Pase de largo, no fue así como ocurrieron las cosas, sólo movió la cabeza como si se respondiera a sí mismo, Qué locura, aquí no puede haber nadie, a estas horas está todo el mundo durmiendo. Palpando con la mano libre, retrocedió y, tranquilizado por sus propias palabras, dejó caer los brazos. Tenía sueño, llevaba mucho tiempo esperando al compañero que viniese a relevarlo, pero para eso era preciso que el otro, a la voz interior del deber, se despertase por sí mismo, que allí no había despertadores ni manera alguna de usarlos. Cautelosamente, la mujer del médico se acercó a la otra jamba y miró hacia dentro. La sala no estaba llena. Hizo un recuento rápido, le pareció que debían de ser unos diecinueve o veinte. En el fondo vio unas cuantas cajas de comida apiladas, otras estaban encima de las camas desocupadas, Era de esperar, no dan toda la comida que reciben, pensó. El ciego pareció otra vez inquieto, pero no hizo ningún movimiento para investigar. Pasaban los minutos. Se oyó una tos fuerte, de fumador, llegada de dentro. El ciego volvió la cabeza ansioso, al fin podría irse a dormir. Ninguno de los que estaban acostados se levantó. Entonces, el ciego, lentamente, como si tuviera miedo de que lo sorprendiesen en delito de flagrante abandono de puesto o infracción de las reglas por las que los centinelas están obligados a regirse, se sentó en el borde de la cama que tapaba la entrada. Cabeceó aún unos momentos, pero luego se dejó ir en el río del sueño, lo más seguro es que al hundirse en él pensara, No tiene importancia, nadie me ve. La mujer del médico volvió a contar a los que dormían dentro, Con éste son veinte, al menos se llevaba de allí una información segura, no había sido inútil la excursión nocturna, Pero habrá sido sólo para esto por lo que he venido, se preguntó a sí misma, y no quiso darse respuesta. El ciego dormía apoyando la cabeza en el marco de la puerta, el garrote había resbalado sin ruido hasta el suelo, allí estaba un ciego desarmado y sin columnas para derribar. Deliberadamente, la mujer del médico quiso pensar que este hombre era un ladrón de comida, que robaba lo que a los otros pertenecía en justicia, que la hurtaba de la boca de los niños, pero aun pensándolo no llegó a sentir desprecio, ni siquiera una leve irritación, sólo una extraña piedad ante el cuerpo caído, con la cabeza inclinada hacia atrás, el cuello recorrido por venas gruesas. Por primera vez desde que salió de la sala se estremeció, parecía que las losas del suelo le estaban helando los pies, como si se los quemaran, Ojalá no sea fiebre, pensó. No lo sería, sería sólo una fatiga infinita, unas ganas locas de envolverse a sí misma, los ojos, ah, sobre todo los ojos, vueltos hacia dentro, más, más, más, hasta poder alcanzar y observar el interior de su propio cerebro, allí donde la diferencia entre el ver y el no ver es invisible a simple vista. Lentamente, aún más lentamente, arrastrando el cuerpo, volvió hacia atrás, hacia el lugar al que pertenecía, pasó al lado de ciegos que parecían sonámbulos, sonámbula también para ellos, ni siquiera tenía que fingir que estaba ciega. Los ciegos enamorados ya no tenían las manos enlazadas, dormían tumbados de lado, encogidos para conservar el calor, ella en la concha formada por el cuerpo de él, al fin, mirando mejor, sí, se habían dado las manos, el brazo de él por encima del cuerpo de ella, los dedos entrelazados. Dentro, en la sala, la ciega que no conseguía dormir continuaba sentada en la cama, esperando que la fatiga del cuerpo fuese tanta que acabase por rendir la resistencia obstinada de la mente. Todos los otros parecían dormir, algunos con la cabeza tapada, como si buscaran una oscuridad imposible. Sobre la mesita de noche de la chica de las gafas oscuras se veía el frasquito de colirio. Los ojos ya estaban curados, pero ella no lo sabía.


Si el ciego encargado de escriturar las ganancias ilícitas de la sala de los malvados hubiese decidido, por efecto de una iluminación esclarecedora de su dudoso espíritu, pasarse a este lado con sus tableros de escribir, su papel grueso y su punzón, sin duda andaría ahora ocupado en redactar la instructiva y lamentable crónica de la magra pitanza y de los muchos sufrimientos de estos nuevos y expoliados compañeros. Empezaría por decir que en el lugar de donde había venido, no sólo los usurpadores expulsaron de la sala a los ciegos honrados, para quedar dueños y señores de todo el espacio, sino que, encima, prohibieron a los ocupantes de las otras dos salas del ala izquierda el acceso y uso de sus respectivas instalaciones sanitarias, como son llamadas. Comentaría que el resultado inmediato de la infame prepotencia había sido el que toda aquella afligida gente acudiera a las letrinas de este lado, con consecuencias fáciles de imaginar por quien no haya olvidado el estado en que todo esto se encontraba antes. Haría constar que no se puede andar por el cercado interior sin tropezar con ciegos aliviando sus urgencias y retorciéndose con la angustia de diarreas que habían prometido mucho y al fin se resolvían en nada, y, siendo un espíritu observador, no dejaría de registrar la patente contradicción entre lo poco que se ingería y lo mucho que se evacuaba, quedando así demostrado que la célebre relación de causa y efecto, tantas veces citada, no es siempre de fiar, al menos desde un punto de vista cuantitativo. También diría que, mientras a estas horas la sala de los malvados deberá estar abarrotada de cajas de comida, aquí los desgraciados no tardarán en verse obligados a recoger las migajas del suelo inmundo.

No se olvidaría el ciego escribano de condenar, en su doble cualidad de parte en el proceso y de cronista de él, el procedimiento criminal de los ciegos opresores, que prefieren dejar que se pudra la comida antes de darla a quienes de ella tan precisados están, pues si es cierto que algunos de aquellos alimentos pueden durar unas semanas sin perder su virtud, otros, en particular los que vienen cocinados, si no son consumidos de inmediato, acaban en poco tiempo ácidos y cubiertos de moho, impresentables, pues, para seres humanos, si es que todavía éstos lo son. Cambiando de asunto, pero no de tema, escribiría el cronista, con gran pena en su corazón, que las enfermedades de aquí no son sólo del tracto digestivo, sea por carencia de ingestión suficiente, sea por mórbida descomposición de lo ingerido, que para este lugar no han venido sólo personas saludables, aunque ciegas, incluso algunas de éstas, que parecían traer salud para dar y vender, están ahora, como las otras, sin poderse levantar de sus pobres camastros, derrumbadas por unas gripes fortísimas que entraron no se sabe cómo. Y no se encuentra en ninguna parte de las cinco salas una aspirina que pueda bajar esta fiebre y aliviar este dolor de cabeza, que en poco tiempo se acabó lo que había, rebuscando hasta en el forro de los bolsos de las señoras. Renunciaría el cronista, por circunspección, a hacer un relato discriminativo de otros males que están afligiendo a muchas de las casi trescientas personas puestas en tan inhumana cuarentena, pero no podría dejar de mencionar, al menos, dos casos de cáncer bastante avanzados, que no quisieron las autoridades tener contemplaciones humanitarias a la hora de cazar a los ciegos y traerlos aquí, dijeron incluso que la ley cuando nace es igual para todos, y que la democracia es incompatible con tratos de favor. Médicos, entre tanta gente, así lo quiso la mala suerte, hay sólo uno, y para colmo oculista, el que menos falta nos hace. Llegado a este punto, el ciego cronista, cansado de describir tanta miseria y tanto dolor, dejaría caer sobre la mesa el punzón metálico, buscaría con mano trémula el mendrugo de pan duro que había dejado a un lado mientras cumplía con sus obligaciones de escribano, pero no lo encontraría, porque otro ciego, de tanto le puede valer el olfato para esta necesidad, se lo había robado. Entonces, renegando de su gesto fraternal, del abnegado impulso que lo había traído a este lado, decidió el ciego cronista que lo mejor, si aún estaba a tiempo, era volver a la tercera sala lado izquierdo, donde al menos, por mucho que se le revuelva el espíritu de santa indignación ante la injusticia de aquellos malvados, no pasará hambre.

De esto realmente se trata. Cada vez que los encargados de ir a buscar comida vuelven a las salas con lo poco que les fue entregado, estallan, furiosas, las protestas. Hay siempre alguien que propone una acción colectiva organizada, una masiva manifestación, presentando como argumento en su apoyo la tantas veces comprobada fuerza expansiva del número, sublimada en la afirmación dialéctica de que las voluntades, en general apenas adicionables unas a otras, también son muy capaces, en ciertas circunstancias, de multiplicarse entre sí hasta el infinito. No obstante, los ánimos se calmaban pronto, bastaba con que alguien, más prudente, con la simple y objetiva intención de ponderar las ventajas y los riesgos de la acción propuesta, recordase a los entusiastas los efectos mortales que suelen tener las pistolas, Quienes vayan delante saben lo que les espera, decían, en cuanto a los de atrás, lo mejor es no imaginar qué sucederá en el caso bastante probable de que nos asustemos al primer disparo, seremos más los que moriremos aplastados que a tiros. Como solución intermedia, se decidió en una de las salas, y de esa decisión pasaron noticia a las otras, que mandarían a buscar la comida, no a los ya escarmentados emisarios de costumbre, sino a un grupo nutrido de ellos, manera de decir ésta obviamente impropia, unas diez o doce personas, que tratarían de expresar, coralmente, el descontento de todos. Pidieron voluntarios, pero, tal vez por efecto de las conocidas advertencias de los cautelosos, en ninguna sala fueron tantos los que se presentaron para la misión. Gracias a Dios, esta evidente muestra de flaqueza moral dejó de tener cualquier importancia, e incluso de ser motivo de vergüenza, cuando, dando la razón a la voz de la prudencia, se tuvo conocimiento del resultado de la expedición organizada por la sala autora de la idea. Los ocho valerosos que se presentaron fueron inmediatamente corridos a garrotazos, y si bien es verdad que sólo fue disparada una bala, no es menos cierto que ésta no llevaba la puntería tan alta como las primeras, la prueba está en que los reclamantes juraron después haberla oído silbar cerquísima de sus cabezas. Si hubo aquí intención asesina, tal vez lo vengamos a saber después, concédase por ahora al tirador el beneficio de la duda, es decir, que aquel disparo no pasó de ser un aviso, aunque más en serio, o que el jefe de los malvados se equivocó acerca de la altura de los manifestantes, por imaginarlos más bajos, o quizá, suposición inquietante, el equívoco fue imaginarlos más altos de lo que realmente eran, caso en el que la intención de matar tendría que ser inevitablemente considerada. Dejando ahora de lado estas menudas cuestiones, y atendiendo a los intereses generales, que son los que cuentan, se celebró como una auténtica providencia, aunque haya sido sólo casualidad, que los reclamantes se hubieran anunciado como delegados de la sala número tal. Así sólo ella tuvo que ayunar por castigo durante tres días, y con mucha suerte, que podían haberles privado de víveres para siempre, como es justo que ocurra con quien osa morder la mano que le da de comer. No tuvieron, pues, más remedio los de la sala insurrecta, durante esos tres días, que andar de puerta en puerta implorando la limosna de un mendrugo por las almas del purgatorio, y si es posible, adornado con algún condumio, no murieron de hambre, es verdad, pero tuvieron que oír lo que no quisieron, Con ideas de ésas bien pueden cambiar de oficio, Si hubiéramos hecho caso de lo que decíais, en qué situación estaríamos ahora, pero lo peor fue cuando les dijeron, Tened paciencia, tened paciencia, no hay palabras más duras de oír, mejor los insultos. Y cuando los tres días de castigo acabaron y parecía que iba a nacer un día nuevo, se vio que el castigo de la infeliz sala donde se albergaban los cuarenta ciegos insurrectos no había acabado, pues, la comida, que hasta entonces apenas llegaba para veinte, pasó a ser tan poca que ni diez conseguían calmar el hambre. Se puede uno imaginar la revuelta, la indignación, y también, duela a quien duela, que hechos son hechos, el miedo de las salas restantes, que se veían asaltadas por los necesitados, divididas, ellas, entre el deber clásico de humana solidaridad y la observancia del viejo y no menos clásico precepto de que la caridad bien entendida empieza por uno mismo.

Estaban así las cosas cuando llegó orden de los malvados para que les fuese entregado más dinero y objetos valiosos, dado que, decían, la comida proporcionada rebasaba con mucho el valor del pago inicial, que, aseguraban, habían calculado con generosidad. Respondieron desconsoladas las salas que no, que no quedaba en sus bolsillos ni un céntimo, que todos sus bienes fueron puntualmente entregados, y que, argumento éste en verdad vergonzoso, no sería del todo ecuánime cualquier decisión que deliberadamente dejase de lado las diferencias de valor entre las distintas contribuciones, es decir, con palabras sencillas y de fácil entendimiento, no estaba bien que pagaran justos por pecadores, y por tanto, no se debían cortar los alimentos a quienes, probablemente, tendrían todavía un saldo a su favor. Ninguna de las salas, evidentemente, conocía el valor de lo entregado por las restantes, pero cada una imaginaba razones para continuar comiendo cuando a las demás se les hubiese acabado el crédito. Felizmente los conflictos latentes murieron al nacer, porque los malvados fueron terminantes, la orden tenía que ser cumplida por todos, si había diferencias en la valuación de lo recaudado, pertenecían al secreto registro del ciego contable. En las salas, la discusión fue encendida, áspera, algunas veces llegó a la violencia. Sospechaban algunos que otros, egoístas y malintencionados, ocultaron parte de sus valores en el momento de la recogida, y que estuvieron, en consecuencia, comiendo a costa de quienes honestamente se habían despojado de todo en beneficio de la comunidad. Alegaban otros, recuperando para uso personal lo que hasta entonces era argumentación colectiva, que lo que entregaron daría para continuar comiendo durante muchos días, en vez de tener que estar allí sustentando parásitos. La amenaza que los ciegos malvados hicieron al principio, de venir a pasar revista a las salas y castigar a los infractores, acabó siendo ejecutada dentro de cada una, ciegos buenos contra ciegos malos, malvados también. No se encontraron riquezas estupendas, pero fueron descubiertos aún unos cuantos relojes y anillos, más de hombre que de mujer. En cuanto a los castigos de la justicia interna, no pasaron de unos tortazos al azar, unos débiles puñetazos mal dirigidos, lo que más se oyó fueron insultos, alguna frase perteneciente a una antigua retórica acusatoria, por ejemplo, Serías capaz de robar a tu propia madre, imagínense, como si una ignominia así, y otras de mayor consideración, para ser cometidas, tuvieran que esperar al día en que toda la gente se quedara ciega y, por haber perdido la luz de los ojos, perder también el faro del respeto. Los ciegos malvados recibieron el pago con amenazas de duras represalias, que por suerte luego no cumplieron, se pensó que por olvido, cuando lo cierto es que andaban ya con otra idea en la cabeza, como no tardará en saberse. Si hubiesen ejecutado sus amenazas, nuevas injusticias vendrían a agravar la situación, acaso con consecuencias dramáticas inmediatas, porque dos salas, para ocultar el delito de retención de que eran culpables, se presentaron en nombre de otras, cargando a las salas inocentes con culpas que no eran suyas, pues alguna era tan honesta que lo había entregado todo el primer día. Felizmente, para no tener tanto trabajo, el ciego contable había resuelto escriturar aparte, en una sola hoja de papel las distintas nuevas contribuciones, y eso los salvó a todos, tanto inocentes como culpables, porque sin duda la irregularidad fiscal le habría saltado a los ojos si la hubiera llevado a las respectivas cuentas.

Pasada una semana, los ciegos malvados mandaron aviso de que querían mujeres. Así, simplemente, Tráigannos mujeres. Esta inesperada, aunque no del todo insólita, exigencia, causó la indignación que es fácil imaginar, los aturdidos emisarios que vinieron con la orden volvieron de inmediato para informar que las salas, las tres de la derecha y las dos de la izquierda, sin exceptuar siquiera a los ciegos y ciegas que dormían en el suelo, habían decidido, por unanimidad, no acatar la degradante imposición, objetando que no podía rebajarse hasta ese punto la dignidad humana, en ese caso femenina, y que si en la tercera sala lado izquierdo no había mujeres, la responsabilidad, si la había, no les podía ser atribuida. La respuesta fue corta y seca, Si no nos traen mujeres, no comen. Humillados, los emisarios regresaron a las salas con la orden, O van allá, o no nos dan de comer. Las mujeres solas, las que no tenían pareja o no la tenían fija, protestaron inmediatamente, no estaban dispuestas a pagar la comida de los hombres de las otras con lo que tenían entre las piernas, una de ellas tuvo incluso el atrevimiento de decir, olvidando el respeto que a su sexo debía, Yo soy muy señora de ir allí, pero, en todo caso, será en beneficio propio, y si me apetece me quedo a vivir con ellos, así tengo cama y mesa asegurada. Con estas inequívocas palabras lo dijo, pero no pasó a los actos subsecuentes, porque pensó a tiempo lo que sería aguantar sola el furor erótico de veinte machos desbocados que, por la urgencia, parecían estar ciegos de celo. No obstante, esta declaración, así, livianamente proferida en la segunda sala lado derecho, no cayó en saco roto, uno de los emisarios, con especial sentido de la oportunidad, propuso de inmediato que se presentasen voluntarias para el servicio, teniendo en cuenta que lo que se hace por propia voluntad cuesta en general menos que lo que se hace por obligación. Sólo cierta cautela, una última prudencia, le impidió coronar su llamada con el conocido proverbio, Sarna con gusto no pica. Incluso así, las protestas estallaron apenas acabó de hablar, saltaron las furias de todos los lados, sin dolor ni piedad los hombres fueron moralmente arrasados, les llamaron chulos, proxenetas, alcahuetes, vampiros, explotadores, según la cultura, el medio social y el estilo personal de las justamente indignadas mujeres. Algunas de ellas se declararon arrepentidas por haber cedido, por pura generosidad y compasión, a las solicitaciones sexuales de sus compañeros de infortunio, que tan mal se lo agradecían ahora, queriendo empujarlas a la peor de las suertes. Los hombres intentaron justificarse, qué no era eso, que no dramatizasen, qué diablo, que hablando se entiende la gente, fue sólo porque la costumbre manda pedir voluntarios en las situaciones difíciles y peligrosas, como ésta sin duda lo es, Estamos todos en peligro de morir de hambre, vosotras y nosotros. Se calmaron algunas mujeres, así llamadas a razón, pero otra, súbitamente inspirada, lanzó una nueva tea a la hoguera preguntando, irónicamente, Y qué haríais vosotros si ésos en vez de pedir mujeres, hubiesen pedido hombres, qué haríais, a ver, decidlo para que lo oigamos. Las mujeres estaban exultantes, A ver, qué haríais, gritaban a coro, entusiasmadas por tener a los hombres acorralados contra la pared, cogidos en su propia trampa lógica, de la que no podrían escapar, ahora querían ver hasta dónde llegaba la tan pregonada coherencia masculina, Aquí no hay maricas, se atrevió a protestar un hombre, Ni putas, replicó la mujer que había hecho la pregunta provocadora, y aunque las haya, puede que no estén dispuestas a serlo para vosotros. Incomodados, los hombres se encogieron, conscientes de que sólo habría una respuesta capaz de dar satisfacción a las vengativas hembras, Si ellos pidieran hombres, iríamos, pero ninguno tuvo el valor suficiente para pronunciar estas palabras desinhibidas, y tan perturbados quedaron que ni tuvieron en cuenta que no habría gran peligro en pronunciarlas, dado que aquellos hijos de puta no querían desahogarse con hombres, sino con mujeres.

Ahora bien, lo que ningún hombre pensó, parece que lo pensaron las mujeres, no tenía otra explicación el silencio que poco a poco se fue apoderando de la sala donde se produjeron estas confrontaciones, como si hubiesen comprendido que, para ellas, la victoria en la pelea verbal no se distinguía de la derrota que inevitablemente vendría después. Es posible que en las salas restantes no hubiera sido diferente el debate, sabido es que las razones humanas se repiten mucho, y las sinrazones también. Aquí, quien dio la sentencia final fue una mujer de unos cincuenta años que tenía consigo a su anciana madre y ningún otro modo de darle de comer, Pues yo voy, dijo, y no sabía que estas palabras eran el eco de las que en la primera sala del lado derecho pronunció la mujer del médico, Yo voy, en esta sala son pocas las mujeres, tal vez por eso las protestas no fueron tan numerosas ni tan vehementes, estaba la chica de las gafas oscuras, estaba la mujer del primer ciego, estaba la empleada del consultorio, estaba la camarera del hotel, estaba una que no se sabía quién era, estaba la que no podía dormir, pero ésta era tan desgraciada, tan desgraciada, que lo mejor sería dejarla en paz, de la solidaridad entre las mujeres no tenían por qué beneficiarse sólo los hombres. El primer ciego comenzó por decir que su mujer no se sometería a la vergüenza de entregar su cuerpo a unos desconocidos, diéranle a cambio lo que le dieran, que ni ella querría ni él lo permitiría, que la dignidad no tiene precio, que una persona empieza por ceder en las pequeñas cosas y acaba por perder todo el sentido de la vida. El médico le preguntó qué sentido de la vida veía él en la situación en que todos se encontraban, hambrientos, cubiertos de porquería hasta las orejas, devorados por los piojos, comidos por las chinches, picados por las pulgas, Tampoco quisiera yo que mi mujer fuese, pero ese querer mío no sirve de nada, dijo que está dispuesta a ir, fue ésa su decisión, sé qué mi orgullo de hombre, esto que llamamos orgullo de hombre, si es que después de tanta humillación aún conservamos algo que merezca tal nombre, sé que va a sufrir, ya está sufriendo, no lo puedo evitar, pero es probablemente el único recurso si queremos sobrevivir, Cada uno actúa de acuerdo con la moral que tiene, yo pienso así, y no tengo intención de cambiar de ideas, replicó agresivo el primer ciego. Entonces, la chica de las gafas oscuras dijo, Los otros no saben cuántas mujeres hay aquí, puede quedarse usted con la suya para su uso exclusivo que nosotros los alimentaremos, a usted y a ella, pero me gustaría saber cómo va a sentirse de dignidad después, cómo le va a saber el pan que le traigamos, La cuestión no es ésa, empezó el primer ciego a responder, la cuestión es, pero se quedó con la frase en el aire, en realidad no sabía cuál era la cuestión, lo que él había dicho antes no pasaba de unas cuantas opiniones sueltas, sólo opiniones, pertenecientes a otro mundo, no a éste, lo que él tendría que hacer, eso sí, era alzar las manos al cielo y agradecer la suerte de que las vergüenzas se queden en casa, por así decirlo, en vez de soportar el vejamen de saberse sostenido por las mujeres de los otros. Por la mujer del médico, para ser preciso y exacto, porque las restantes, exceptuando a la chica de las gafas oscuras, soltera y libre, de cuya vida disipada ya tenemos información más que suficiente, si tenían maridos no estaban allí. El silencio que siguió a la frase interrumpida parecía esperar que alguien aclarase definitivamente la situación, por eso no tardó mucho en hablar quien tenía que hacerlo, la mujer del primer ciego, que dijo sin que le temblase la voz, Soy como las otras, y lo que ellas hagan, lo haré yo, Sólo harás lo que yo diga, interrumpió el marido, Déjate de ejercer tu autoridad, que aquí no te sirve de nada, estás tan ciego como yo, Eso es una indecencia, En tu mano está no ser indecente, a partir de ahora no comas, ésta fue la cruel respuesta, inesperada en persona que hasta ese momento se había mostrado dócil y respetuosa con su marido. Se oyó una brusca carcajada, era la camarera de hotel, Vaya si comerá, pobrecillo, qué va a hacer si no, de repente la risa se convirtió en llanto, las palabras cambiaron, Qué vamos a hacer, dijo, era casi una pregunta, una pregunta apenas resignada para la que no existía respuesta, como un desalentado movimiento de cabeza, tanto así que la empleada del consultorio la repitió, Qué vamos a hacer. La mujer del médico alzó los ojos hacia las tijeras colgadas de la pared, por la expresión de ellos se diría que estaban haciéndole la misma pregunta, a no ser que buscasen una respuesta a la pregunta que las tijeras devolvían, Qué quieres hacer conmigo.

No obstante, cada cosa llegará a su propio tiempo, no por mucho madrugar se muere más temprano. Los ciegos de la sala tercera lado izquierdo son gente organizada, y han decidido que empezarán por lo que tienen más cerca, por las mujeres de las salas de su ala. La aplicación del método rotativo, palabra más que justa, presenta todas las ventajas y ningún inconveniente, en primer lugar porque permitirá saber, en cualquier momento, lo hecho y lo por hacer, es como mirar un reloj y decir del día que pasa, He vivido desde aquí hasta aquí, me falta tanto o tan poco, en segundo lugar porque, cuando la rotación de las salas esté terminada, el regreso al principio traerá una indiscutible brisa de novedad, sobre todo para los de memoria sensorial más corta. Descansen pues las mujeres de las salas del ala derecha, con el mal de mis vecinas yo puedo, palabras que ninguna pronunció pero que todas pensaron, en verdad aún está por nacer el primer ser humano desprovisto de esa segunda piel a la que llamamos egoísmo, mucho más dura que la otra, que por nada sangra. Hay que decir todavía que estas mujeres descansan doblemente, así son los misterios del alma humana, pues la amenaza, de todos modos próxima, de la humillación a que van a ser sometidas, despertó y exacerbó, dentro de cada sala, apetitos sensuales que la convivencia había debilitado, era como si los hombres estuviesen poniendo en las mujeres desesperadamente su marca antes de que se las llevasen, era como si las mujeres quisieran llenar la memoria de sensaciones experimentadas voluntariamente para defenderse mejor de la agresión de aquellas que, pudiendo ser, rechazarían. Es inevitable preguntar, tomando como ejemplo la primera sala del lado derecho, cómo se resolvió la cuestión de la diferencia de cantidades de hombres y mujeres, descontando incluso a los incapaces del sexo masculino, que los hay, como debe de ser el caso del viejo de la venda negra en el ojo y de otros, desconocidos, viejos o jóvenes, que por esto o por lo de más allá no dijeron ni hicieron nada que interesara al relato. Se ha dicho que son siete las mujeres que hay en esta sala, incluyendo la ciega de los insomnios y aquella que nadie sabe quién es, y que las parejas normalmente constituidas sólo son dos, lo que da una desequilibrada cantidad de hombres, el niño estrábico aún no cuenta. Acaso haya en otras salas más mujeres que hombres, pero una regla no escrita, que el uso hizo nacer y convirtió luego en ley, manda que todas las cuestiones se resuelvan dentro de las salas en que se hayan suscitado, a ejemplo de lo que enseñaban los antiguos, cuya sabiduría nunca nos cansaremos de loar, Fui a casa de la vecina, me avergoncé, volví a la mía, me remedié. Darán, pues, las mujeres de la primera sala lado derecho remedio a las necesidades de los hombres que viven bajo su mismo techo, con excepción de la mujer del médico, a la que, Dios sabe por qué, nadie se atrevió a solicitar, con palabras o con la mano tendida. Ya la mujer del primer ciego, después del paso al frente que había sido la abrupta respuesta al marido, hizo, aunque discretamente, igual que las otras, como ella misma había advertido. Hay, sin embargo, resistencias contra las cuales no pueden ni razón ni sentimiento, como el caso de la chica de las gafas oscuras, a quien el dependiente de farmacia, por más que multiplicó los argumentos, por más que se deshizo en súplicas, no consiguió rendir, pagando así la falta de respeto que cometió al principio. Esta misma chica, entienda a las mujeres quien pueda, que es la más bonita de todas las que aquí se encuentran, la de mejor cuerpo, la más atractiva, la que todos desearon cuando corrió la voz de lo que valía, fue al fin, una de estas noches, a meterse por su propia voluntad en la cama del viejo de la venda negra, que la recibió como a lluvia de abril, y cumplió lo mejor que pudo, bastante bien para su edad, quedando así demostrado, una vez más, que las apariencias engañan, y que no es por el aspecto de la cara ni por la presteza del cuerpo por lo que se conoce la fuerza del corazón. Toda la sala comprendió que había sido pura caridad lo que llevó a la chica de las gafas oscuras a ofrecerse al viejo de la venda negra, pero hubo hombres, de los sensibles y soñadores, que, habiendo gozado de ella, se pusieron a devanear, a pensar que no había mejor premio en este mundo que encontrarse un hombre tendido en su cama, solo, imaginando imposibles, y descubrir que una mujer acaba de levantar los cobertores muy, despacio y bajo ellos se insinúa, rozando lentamente el cuerpo a lo largo del cuerpo, hasta quedarse quieta al fin, en silencio, a la espera de que el ardor de las sangres apacigüe el súbito temblor de la piel sobresaltada. Y todo esto por nada, sólo porque ella lo quiso. Son fortunas que no andan por ahí al desbarato, a veces es preciso ser viejo y llevar una venda negra tapando una órbita definitivamente ciega. O quizá, ciertas cosas es mejor dejarlas sin explicación, decir simplemente lo que ocurrió, no interrogar lo íntimo de las personas, como aquella vez que la mujer del médico salió de la cama para ir a tapar al niño estrábico, que se había destapado. No se acostó inmediatamente. Apoyada en la pared del fondo, en el espacio estrecho entre las dos filas de camastros, miraba desesperada la puerta del otro extremo, aquella por la que había entrado un día que ya parecía distante y que no llevaba ahora a parte alguna. Así estaba cuando vio al marido levantarse, con los ojos fijos, como un sonámbulo, dirigiéndose a la cama de la chica de las gafas oscuras. No hizo un gesto para detenerlo. De pie, sin moverse, vio cómo él levantaba la manta y se acostaba después junto a ella, cómo la chica despertó y lo recibió sin protestas, cómo las dos bocas se buscaron y se encontraron, y después lo que tenía que pasar pasó, el placer de uno, el placer del otro, el placer de ambos, los murmullos sofocados, ella dijo, Doctor, y esta palabra podía haber sido ridícula y no lo fue, él dijo, Perdón, no sé qué me ha pasado, realmente teníamos razón, cómo podríamos nosotros, que apenas vemos, saber lo que ni él sabe. Acostados en el catre estrecho, no podían imaginar que estaban siendo observados, el médico seguro que sí, súbitamente inquieto, estaría durmiendo la mujer, se preguntó, andará por los corredores como todas las noches, hizo un movimiento para volver a su cama, pero una voz dijo, No te levantes, y una mano se posó en su pecho con la levedad de un pájaro, iba él a hablar, quizá a repetir que no sabía lo que le había ocurrido, pero la voz dijo, Lo comprenderé mejor si no dices nada. La chica de las gafas oscuras empezó a llorar, Qué desgraciados somos, murmuraba, y después, También yo quise, también quise, el doctor no tiene la culpa, Calla, dijo suavemente la mujer del médico, callémonos todos, hay ocasiones en las que de nada sirven las palabras, ojalá pudiera llorar yo también, decirlo todo con lágrimas, no tener que hablar para ser entendida. Se sentó al borde de la cama, tendió el brazo por encima de los dos cuerpos, como para ceñirlos en el mismo abrazo, e, inclinándose hacia la chica de las gafas oscuras murmuró muy bajo a su oído, Yo veo. La chica se quedó inmóvil, serena, sólo perpleja porque no sentía ninguna sorpresa, era como si lo supiese desde el primer día y no hubiera querido decirlo en voz alta por ser un secreto que no le pertenecía. Volvió la cabeza un poco y susurró a su vez al oído de la mujer del médico, Lo sabía, no sé si estoy segura de que lo sabía, pero lo sabía, Es un secreto, no puedes decir nada a nadie, No se preocupe, no lo haré, Tengo confianza en ti, Puede tenerla, preferiría morir a engañarla, Debes tratarme de tú, Eso no, no puedo. Murmuraban al oído, ahora una, ahora la otra, tocando con los labios el cabello, el lóbulo de la oreja, era un diálogo insignificante, era un diálogo profundo, si pueden darse juntos estos contrarios, una pequeña charla cómplice que parecía no conocer el hombre acostado entre las dos, pero que lo envolvía en una lógica fuera del mundo de las ideas y de las realidades comunes. Luego, la mujer del médico le dijo al marido, Puedes quedarte aquí un poco más si quieres, No, voy a nuestra cama, Entonces te ayudo. Se levantó para dejarle libres los movimientos, contempló por un instante las dos cabezas ciegas, posadas lado a lado en la almohada sucia, las caras sucias también, el pelo enmarañado de los dos, sólo los ojos resplandecían inútilmente. Él se levantó con lentitud, buscando apoyo, luego se quedó parado al lado de la cama, indeciso, como si de pronto hubiese perdido la noción del lugar donde se hallaba, entonces ella, como siempre hiciera, lo cogió de un brazo, pero ahora el gesto tenía un sentido nuevo, nunca él había necesitado tanto que lo guiasen como en este momento, pero no podría saber hasta qué punto, sólo las dos mujeres lo supieron realmente cuando la mujer del médico tocó con la otra mano el rostro de la chica y ella se la tomó para llevársela a los labios. Le pareció al médico que oía llorar, un sonido casi inaudible, como sólo puede ser el de unas lágrimas que se van deslizando lentamente hasta las comisuras de la boca y ahí desaparecen para reanudar el ciclo eterno de los inexplicables dolores y alegrías humanas. La chica de las gafas oscuras iba a quedarse sola, ella era quien debía ser consolada, por eso la mano de la mujer del médico tardó tanto en desprenderse.

Al día siguiente, a la hora de la cena, si unos míseros mendrugos de pan duro y carne podre merecen tal nombre, aparecieron en la puerta de la sala tres ciegos del otro lado, Cuántas mujeres hay aquí, preguntó uno, Seis, respondió la mujer del médico con la buena intención de dejar fuera a la ciega de los insomnios, pero ella enmendó con voz apagada, Somos siete. Los ciegos se echaron a reír, Bueno, bueno, entonces vais a tener que trabajar mucho esta noche, y el otro sugirió, Quizá sería mejor ir a buscar refuerzos a la sala siguiente, No vale la pena, dijo el tercer ciego, que sabía aritmética, prácticamente tocan a tres hombres por cada mujer, ya verás cómo ellas aguantan. Se rieron otra vez, y el que había preguntado cuántas mujeres había, dio la orden, Venga, vamos, eso si queréis comer mañana y dar de mamar a vuestros hombres. Decían estas palabras en todas las salas, pero continuaban divirtiéndose tanto con la gracia como el día que la inventaron. Se retorcían de risa, pateaban, batían en el suelo con los garrotes, uno de ellos avisó súbitamente, Eh, si alguna está con sangre, no la queremos, será para la próxima, Ninguna está con sangre, dijo serenamente la mujer del médico, Entonces, preparaos, y no tardéis, que estamos esperando. Se volvieron y desaparecieron en el pasillo. La sala quedó en silencio, un minuto después dijo la mujer del primer ciego, No puedo seguir comiendo, casi no era nada lo que tenía en la mano y no conseguía comer, Ni yo, dijo la ciega de los insomnios, Ni yo, dijo aquella que no sabían quién era, Yo ya he acabado, dijo la camarera de hotel, también, dijo la empleada del consultorio, Yo vomitaré en la cara del primero que se acerque a mí, dijo la chica de las gafas oscuras. Estaban todas levantadas, trémulas y firmes. Entonces, la mujer del médico dijo, voy delante. El primer ciego se tapó la cabeza con la manta, como si eso le sirviese de algo, ciego ya estaba, el médico atrajo hacia él a su mujer y, sin hablar, le dio un rápido beso en la frente, qué más podía hacer él, a los otros hombres tanto les daba, no tenían ni derechos ni obligaciones de marido sobre ninguna de las mujeres que salían, por eso nadie podrá decirles, Cuerno consentidor es dos veces cuerno. La chica de las gafas oscuras se colocó detrás de la mujer del médico, luego, sucesivamente, la camarera de hotel, la empleada del consultorio, la mujer del primer ciego, aquella de quien nada se sabe, y, al fin, la ciega de los insomnios, una fila grotesca de mujeres malolientes, con las ropas inmundas y andrajosas, parece imposible que la fuerza animal del sexo sea tan poderosa, hasta el punto de cegar el olfato, que es el más delicado de los sentidos, siendo así que hay teólogos que dicen, aunque no con estas exactas palabras, que la mayor dificultad para poder vivir razonablemente en el infierno es el hedor que allí hay. Lentamente, guiadas por la mujer del médico, cada una con la mano en el hombro la siguiente, las mujeres empezaron a caminar. Iban todas descalzas porque no querían perder los zapatos en medio de las aflicciones y angustias por las que tendrían que pasar. Cuando llegaron al zaguán de entrada, la mujer del médico se encaminó hacia la puerta, querría saber si aún había mundo. Al sentir el frescor del aire, la camarera de hotel recordó asustada, No podemos salir, los soldados están ahí fuera, y la ciega de los insomnios dijo, Más valdría, al menos en un minuto estaríamos muertas, Nosotras, preguntó la empleada del consultorio, No, todas, todas las que estamos aquí, al menos tendríamos la mejor de las razones para estar ciegas. Nunca había pronunciado tantas palabras seguidas desde que la trajeron. La mujer del médico dijo, Vamos, sólo quien tenga que morir morirá, la muerte escoge sin avisar. Pasaron la puerta que daba acceso al ala izquierda, se metieron por los amplios corredores, las mujeres de las dos primeras salas podrían, si quisieran, decirles lo que les esperaba, pero estaban encogidas en sus camas, como bestias apaleadas, los hombres no se atrevían a tocarlas, ni siquiera intentaban acercarse a ellas porque empezaban a chillar.

En el último corredor, allá al fondo, la mujer del médico vio a un ciego que estaba de centinela, como de costumbre. Debía de haber oído los pasos arrastrados, dio el aviso, Ahí vienen, ahí vienen. De dentro salieron gritos, relinchos, carcajadas. Cuatro ciegos apartaron rápidamente la cama que servía de barrera a la entrada. Rápido, chicas, adentro, que estamos todos aquí como caballos, vais a hartaros, decía uno. Los ciegos las rodearon, intentaban palparlas, pero retrocedieron luego, tropezando, cuando el jefe, el que tenía la pistola, gritó, El primero que elige soy yo, ya lo sabéis. Los ojos de aquellos hombres buscaban golosamente las mujeres, algunos tendían las manos ávidas, si fugazmente tocaban a una, sabían al fin para dónde mirar. En medio del pasillo central de la sala, entre las camas, las mujeres eran como soldados formados esperando que les pasen revista. El jefe de los ciegos, pistola en mano, se acercó, tan ágil y despierto como si con los ojos que tenía pudiera ver. Puso la mano libre en la ciega de los insomnios, que era la primera, la palpó por delante y por detrás, las nalgas, los pechos, la entrepierna. La ciega comenzó a gritar y él la empujó, No vales nada, puta. Pasó a la siguiente, que era aquella que no se sabe quién es, palpaba ahora con las dos manos, se había metido la pistola en el bolsillo del pantalón, No está nada mal ésta, no, y fue luego a la mujer del primer ciego, luego a la empleada del consultorio, juego a la camarera de hotel, exclamó, muchachos, están realmente buenas. Los ciegos relincharon, patalearon, Venga, vamos, que se hace tarde, gritó alguno, Calma, dijo el de la pistola, dejadme ver primero cómo son las otras. Palpó a la chica de las gafas oscuras y soltó un silbido, Olé, nos tocó el gordo, ganado como éste no había aparecido nunca por aquí. Excitado, mientras continuaba palpando a la chica, pasó a la mujer del médico y silbó otra vez, Ésta es de las maduras, pero está también para comérsela. Atrajo hacia sí a las dos mujeres, casi se babeaba cuando dijo, Me quedo con éstas, cuando las despache os las paso. Las arrastró hasta el fondo de la sala, donde se amontonaban las cajas de comida, los paquetes, las latas, una despensa que podría abastecer a un regimiento. Las mujeres, todas ellas, estaban gritando, se oían golpes, bofetadas, órdenes, A callar, a callar, so putas, todas son iguales, siempre tienen que gritar, Dale con fuerza, verás cómo se calla, Ya veréis cuando me toque a mí, ya veréis cómo piden más, Date prisa, no aguanto un minuto. La ciega de los insomnios aullaba de desesperación bajo un ciego gordo, las otras cuatro estaban rodeadas de hombres con los pantalones bajados que se empujaban unos a otros como hienas en torno de la carroña. La mujer del médico se encontraba junto al catre a donde había sido llevada, estaba de pie, con las manos convulsas aferradas a los hierros de la cama, vio cómo el ciego de la pistola rasgó la falda de la chica de las gafas oscuras, cómo se bajó los pantalones y, guiándose con los dedos, apuntó al sexo de la chica, cómo empujó y forzó, oyó los ronquidos, las obscenidades. La chica de las gafas oscuras no decía nada, sólo abrió la boca para vomitar, con la cabeza de lado, los ojos vueltos hacia la otra mujer, él ni se enteró de lo que ocurría, el olor del vómito sólo se nota cuando el aire y lo demás no huelen a lo mismo, al fin el hombre se agitó, dio dos o tres sacudidas violentas como si clavase tres estoques, gruñó como un cerdo atragantado, había acabado. La chica de las gafas oscuras lloraba en silencio. El ciego de la pistola retiró el sexo goteante aún y dijo con voz que vacilaba, mientras tendía el brazo hacia la mujer del médico, No tengas celos, ahora voy por ti, y luego, subiendo el tono, Eh, podéis venir a por ésta, pero a ver si la tratáis con cariño, que aún la puedo necesitar. Media docena de ciegos avanzaron en tropel por el pasillo central, pusieron sus manos sobre la chica de las gafas oscuras, se la llevaron casi a rastras, Primero yo, primero yo, decían todos. El ciego de la pistola se había sentado en la cama, el sexo flácido estaba posado en el borde del colchón, los pantalones enrollados sobre los pies. Arrodíllate aquí, entre mis piernas, dijo. La mujer del médico se arrodilló. Chupa, dijo él. No, dijo ella, O chupas o te muelo a palos y te vas sin comida, dijo él, No tienes miedo de que te la arranque de un mordisco, preguntó ella, Puedes intentarlo, tengo las manos en tu cuello, te estrangulaba antes de que me hicieras sangre, respondió él. Luego dijo, Reconozco tu voz, Y yo tu cara, Eres ciega, no me puedes ver, No, no te puedo ver, Entonces, por qué dices que reconoces mi cara, Porque esa voz sólo puede tener esa cara, Chupa y déjate de charla fina, No, O chupas, o tu sala no verá nunca más una migaja de pan, vas y les dices que si no comen es porque te negaste a chuparme, y luego vuelves para contarme qué ha pasado. La mujer del médico se inclinó hacia delante, con las puntas de dos dedos de la mano derecha cogió y alzó el sexo pegajoso del hombre, la mano izquierda se apoyó en el suelo, tocó los pantalones, tanteó, sintió la dureza metálica y fría de la pistola, Puedo matarlo, pensó. No podía. Con los pantalones así como estaban, enrollados sobre los pies, era imposible llegar al bolsillo donde se encontraba el arma. No lo puedo matar ahora, pensó. Avanzó la cabeza, abrió la boca, la cerró, cerró los ojos para no ver, empezó a chupar.

Amanecía cuando los ciegos malvados dejaron ir a las mujeres. La ciega de los insomnios tuvo que ser llevada en brazos por sus compañeras, que apenas podían, ellas mismas, arrastrarse. Durante horas habían pasado de hombre en hombre, de humillación en humillación, de ofensa en ofensa, todo lo que es posible hacerle a una mujer dejándola con vida. Ya sabéis, el pago es en especies, decidles a los hombrecitos que vengan por la sopa boba, las escarneció aún más al despedirlas el ciego de la pistola. Y añadió chocarrero, Hasta la vista, chicas, e iros preparando para la próxima sesión. Los otros ciegos repitieron más o menos a coro, Hasta la vista, algunos dijeron chicas, otros dijeron putas, pero se les notaba la fatiga en la escasa convicción de las voces. Sordas, ciegas, calladas, a tumbos, sólo con la voluntad suficiente para no dejar la mano de la que llevaban delante, la mano, no el hombro como cuando vinieron, ninguna podría responder si le preguntasen, Por qué vais con las manos cogidas, ocurrió así, hay gestos para los que no se puede encontrar una explicación fácil, a veces ni la difícil se encuentra. Cuando atravesaron el zaguán, la mujer del médico miró hacia fuera, allí estaban los soldados, había también un camión que estaría distribuyendo la comida por las cuarentenas. En aquel preciso instante la ciega de los insomnios cayó, literalmente, como si le hubiesen segado las piernas de un tajo, también el corazón se le fue abajo, ni acabó la sístole que había iniciado, al fin sabemos por qué esta ciega no conseguía dormir, ahora dormirá, no la despertemos. Está muerta, dijo la mujer del médico, y su voz no tenía ninguna expresión, si era posible que una voz así, tan muerta como la palabra que había dicho, saliera de una boca viva. Levantó en brazos el cuerpo repentinamente descoyuntado, las piernas ensangrentadas, el vientre torturado, los pobres senos descubiertos, marcados con furia, una mordedura en el hombro, Éste es el retrato de mi cuerpo, pensó, el retrato del cuerpo de cuantas aquí

vamos, entre estos insultos y nuestros dolores no hay más que una diferencia, nosotras, por ahora, todavía estamos vivas. Adónde la llevamos, preguntó la chica de las gafas oscuras, De momento a la sala, más tarde la enterraremos, dijo la mujer del médico.

Los hombres esperaban en la puerta, sólo faltaba el primer ciego, que se había vuelto a cubrir la cabeza con la manta al notar que venían las mujeres, y el niño estrábico, que estaba durmiendo. Sin vacilar, sin necesidad de contar las camas, la mujer del médico acostó a la ciega de los insomnios en el camastro que le había pertenecido. No le importó la posible extrañeza de los otros, al fin toda la gente sabía que ella era la ciega que mejor conocía los rincones de la casa. Está muerta, repitió. Cómo fue, preguntó el médico, pero la mujer no respondió, la pregunta de él podía ser lo que parecía significar, Cómo murió, pero también podría ser, Qué os han hecho, ni para una ni para otra habría respuesta, murió, simplemente, no importa de qué, preguntar de qué ha muerto alguien es estúpido, con el tiempo se olvida la causa, sólo la palabra queda, Murió, y nosotras ya no somos las mismas mujeres que de aquí salimos, las palabras que ellas dirían ya no las podemos decir nosotras, y en cuanto a las otras, lo innominable existe, y ése es su nombre, nada más. Podéis ir a buscar la comida, dijo la mujer del médico. El azar, el hado, la suerte, el destino o como se llame exactamente lo que tantos nombres tiene, están hechos de pura ironía, no se puede entender de otro modo que fueran precisamente los maridos de estas dos mujeres los elegidos para representar a la sala y recoger los alimentos cuando nadie imaginaba que el precio acabaría siendo el que habían pagado. Podrían haber sido otros hombres, solteros, libres, sin un honor conyugal que defender, pero tuvieron que ser éstos, seguro que ahora no van a querer pasar la vergüenza de tender la mano de la limosna a los salvajes y a los malvados que violaron a sus mujeres. Lo dijo el primer ciego con todas las letras de una firme decisión, Que vaya quien quiera, yo no voy, Yo iré, dijo el médico, Yo voy con usted, dijo el viejo de la venda negra, No va a ser mucha la comida, pero pesará, Para transportar el pan que como aún me quedan fuerzas, Lo que más pesa es siempre el pan de los otros, No tengo derecho a quejarme, el peso de la parte de los otros es el que pagará mi alimento. Imaginemos, no el diálogo, que ése queda dicho, sino a los hombres que lo sostuvieron, están uno frente al otro como si se pudieran ver, que en este caso no es imposible, basta con que la memoria de cada uno haga brotar de la deslumbrante blancura del mundo, la boca que está articulando las palabras, y después, como una lenta irradiación a partir de ese centro, el resto de las caras irá apareciendo también, una de hombre viejo, otro no tanto, no se diga que es ciego quien así es capaz de ver. Cuando se alejaban para cobrar el salario de la vergüenza, y como el primer ciego protestaba, la mujer del médico dijo a las otras mujeres, Quedaos aquí, vuelvo en seguida. Sabía lo que quería, no sabía si lo iba a encontrar. Quería un cubo o algo que sirviera como tal, quería llenarlo de agua, aunque fétida, aunque podrida, quería lavar a la ciega de los insomnios, limpiarle la sangre propia y la mocada ajena, entregarla purificada a la tierra, si algún sentido tiene aún hablar de purezas de cuerpo en este manicomio en el que vivimos, que las del alma, ya se sabe, no hay quien pueda alcanzarlas.

En las amplias mesas del refectorio había ciegos tumbados, De un grifo mal cerrado salía un hilillo de agua. La mujer del médico miró a su alrededor en busca de un cubo, un recipiente, pero no vio nada que pudiera servirle. A uno de los ciegos le extrañó aquella presencia, preguntó, Quién anda ahí. Ella no respondió, sabía que no iba a ser bien recibida, nadie le iba a decir, Quieres agua, pues llévatela, y si es para lavar a una muerta, toda la que necesites. En el suelo,

desperdigadas, había bolsas de plástico de las de la comida, grandes algunas. Supuso que estarían rotas, luego pensó que usando dos o tres, metidas unas en otras, sería poca el agua que se perdiera. Actuó rápidamente, los ciegos bajaban ya de las mesas y preguntaban, Quién está ahí, más alarmados cuando oyeron el ruido del agua que corría, avanzaron en aquella dirección, la mujer del médico empujó una mesa para que no pudieran acercarse, volvió después a la bolsa, el agua fluía lentamente, desesperada forzó la manilla y entonces, como si la hubieran liberado de una prisión, el agua salió con fuerza y la salpicó de pies a cabeza. Los ciegos se asustaron y retrocedieron, pensaron que se había reventado una cañería, y más razón tuvieron para pensarlo cuando el agua les mojó los pies, no podían saber que fue derramada por el extraño que había entrado, porque la mujer comprendiera que no podría con tanto peso. Retorció y anudó la boca de la bolsa, se la echó a cuestas, y, como pudo, salió corriendo de allí.

Cuando el médico y el viejo de la venda negra entraron en la sala con la comida, no vieron, no podían ver, a siete mujeres desnudas, la ciega de los insomnios tendida en la cama, limpia como en su vida lo había estado, mientras otra mujer lavaba, una tras otra, a sus compañeras, y después a sí misma.


Al cuarto día, los malvados volvieron a aparecer. Venían a exigir el tributo de las mujeres de la segunda sala, pero se detuvieron un momento en la puerta de la primera para preguntar si estas mujeres estaban ya restablecidas de los asaltos eróticos de la otra noche, Una buena noche, sí señor, exclamó uno, relamiéndose, y el otro confirmó, Estas siete valían por catorce, claro que una no era gran cosa, pero en aquel follón ni se notaba, tienen suerte éstos, si son lo bastante hombres para ellas, Mejor que no lo sean, así llegan con más ganas. Desde el fondo de la sala, la mujer del médico dijo, Ya no somos siete, Ha escapado alguna, preguntó riéndose uno de los del grupo, No ha escapado, ha muerto, Diablo, entonces vais a tener que trabajar más la próxima vez, No se ha perdido mucho, no era gran cosa, dijo la mujer del médico. Desconcertados, los mensajeros no acertaron a responder, les parecía indecente lo que acababan de oír, alguno incluso llegó a pensar que al fin y al cabo las mujeres son todas unas cabras, qué falta de respeto, hablar de una tía en esos términos, sólo porque no tenía las tetas en su sitio y era escurrida de nalgas. La mujer del médico los miraba, parados en la entrada de la sala, indecisos, moviéndose como muñecos mecánicos. Los reconocía, había sido violada por los tres. Al fin, uno de ellos golpeó con el palo en el suelo, Venga, vámonos, dijo. Los golpes y las advertencias, Fuera, apartaos, fuera, somos nosotros, fueron alejándose a lo largo del corredor, luego hubo un silencio, después, rumores confusos, las mujeres de la sala segunda estaban recibiendo la orden de presentarse acabada la cena. Sonaron de nuevo los golpes de los garrotes en el suelo, Fuera, fuera, apartaos, los bultos de los tres ciegos pasaron el umbral de la puerta, desaparecieron.

La mujer del médico, que antes había estado contándole una historia al niño estrábico, levantó el brazo, y, sin ruido, cogió las tijeras del clavo. Le dijo al niño, Luego te cuento lo que falta. Nadie de la sala le preguntó por qué había hablado de la ciega de los insomnios con aquel desdén. Pasado algún tiempo, se descalzó y le dijo al marido, No tardo, vuelvo en seguida. Se encaminó hacia la puerta, allí se detuvo y esperó. Diez minutos después aparecieron en el corredor las mujeres de la segunda sala. Eran quince. Algunas iban llorando. No venían en fila, sino en grupos, unidos unos a otros por tiras de paño, por el aspecto parecían desgarradas de una manta. Cuando acabaron de pasar, la mujer del médico las siguió. Ninguna de ellas se dio cuenta de que llevaban compañía. Sabían lo que les esperaba, la noticia de las humillaciones no era secreto para nadie, ni había en estos vejámenes nada nuevo, seguro que el mundo comenzó así. Lo que las aterrorizaba no era tanto la violación como la orgía, la desvergüenza, la previsión de una noche terrible, quince mujeres despatarradas por las camas y el suelo, los hombres yendo de una a otra, jadeando como puercos, Lo peor será si siento placer, pensaba una de las mujeres. Cuando entraron en el corredor que llevaba a la sala de destino, el ciego de guardia dio la voz de alerta, Ya las oigo, ahí vienen. La cama que servía de cancela fue apartada rápidamente, las mujeres entraron una a una. Vaya, son muchas, exclamó el ciego de la contabilidad, e iba numerándolas con entusiasmo, Once, doce, trece, catorce, quince, son quince. Se lanzó sobre la última, metiéndole las manos voraces por debajo de la falda, Ésta es mía, está buenísima, decía. Habían dejado de pasar revista, de hacer la evaluación previa de las dotes físicas de las mujeres. Realmente, si estaban todas condenadas a pasar por lo mismo, no valía la pena gastar el tiempo enfriando la concupiscencia con selecciones de alturas y medidas de pecho y caderas. Las iban llevando a las camas, las desnudaban a tirones, en seguida se oyeron los llantos acostumbrados, las súplicas, las voces implorantes, pero las respuestas, cuando las había, no variaban, Si quieres comer, tienes que abrir las piernas. Y las abrían, a algunas les ordenaban que usasen la boca, como aquella que estaba en cuclillas entre las rodillas del jefe de los malvados, ésa no decía nada. La mujer del médico entró en la sala, se deslizó lentamente entre las camas, no era necesaria tanta prudencia, nadie la oiría aunque viniera con zuecos, y si, en medio del barullo, algún ciego la toca y se da cuenta de que se trata de una mujer, lo peor que le puede ocurrir es que tenga que unirse a las otras, en una situación como ésta no es fácil notar la diferencia entre quince y dieciséis.

La cama del jefe de los malvados seguía en el fondo de la sala, donde se amontonaban las cajas de comida. Los camastros cercanos habían sido retirados, al hombre le gustaba revolcarse a sus anchas, sin tener que tropezar con los vecinos. Iba a ser fácil matarlo. Mientras avanzaba por el pasillo central, la mujer del médico observaba los movimientos de aquél a quien no tardaría en matar, cómo el placer le hacía inclinar la cabeza hacia atrás, era como si le ofreciera el cuello. Despacio, la mujer del médico se aproximó, dio la vuelta a la cama y se colocó detrás de él. La ciega continuaba su trabajo. La mano levantó lentamente las tijeras, las hojas un poco separadas para penetrar como dos puñales. En aquel momento, el último, el ciego pareció notar una presencia inesperada, pero el orgasmo lo alejaba del mundo de las sensaciones comunes, lo privaba de reflejos, No llegarás a gozar, pensó la mujer del médico, y bajó violentamente el brazo. Las tijeras se enterraron con toda la fuerza en la garganta del ciego, girando sobre sí mismas lucharon contra los cartílagos y los tejidos membranosos, luego, furiosamente, siguieron penetrando hasta ser detenidas por las vértebras cervicales. El grito apenas se oyó, podía ser el ronquido animal de quien está a punto de eyacular, como a otros les estaba ocurriendo, y tal vez lo fuese, porque, al tiempo que un chorro de sangre le daba de lleno en la cara, la ciega recibía en la boca la descarga convulsiva del semen. Fue el grito de la mujer lo que alarmó a los ciegos, de gritos tenían experiencia sobrada, pero éste no era como los otros. La ciega gritaba, sin entender lo que estaba ocurriendo, pero gritaba de dónde viene esta sangre, probablemente, sin saber cómo, había hecho lo que por un momento pensó, arrancarle el pene a dentelladas. Los ciegos dejaron a las mujeres, avanzaban a tientas, Qué pasa, por qué gritas de ese modo, preguntaban, pero ahora la ciega tenía una mano sobre la boca, alguien le decía al oído, Cállate, y luego notó que la empujaban suavemente hacia atrás, No digas nada, era una voz de mujer y esto la tranquilizó, si tanto se puede decir en semejante situación. El ciego contable venía delante, fue el primero en tocar el cuerpo que había caído atravesado en la cama, en recorrerlo con las manos. Está muerto, dijo al cabo de un momento. La cabeza colgaba hacia el otro lado del camastro, y la sangre seguía fluyendo a borbotones, Lo han matado, dijo. Los ciegos parecían aturdidos, no podían creer lo que oían, Que lo han matado, cómo, quién ha sido, Le han hecho una herida enorme en la garganta, habrá sido la puta de mierda que estaba con él, tenemos que atraparla. Se movieron otra vez los ciegos, más despacio ahora, como si tuvieran miedo de ir al encuentro del arma que había matado a su jefe. No podían ver que el ciego de la contabilidad metía precipitadamente las manos en los bolsillos del muerto, encontraba la pistola y una bolsita de plástico con media docena de cartuchos. La atención de todos se vio distraída súbitamente por el alarido de las mujeres, ya puestas en pie, presas del pánico, queriendo salir de allí, pero algunas habían perdido la noción de dónde estaba la puerta de la sala, fueron en dirección equivocada y tropezaron con los ciegos, éstos creyeron que los atacaban, entonces la confusión de cuerpos alcanzó el delirio. Quieta, al fondo, la mujer del médico esperaba la ocasión para escapar. Mantenía a la ciega firmemente agarrada, con la otra mano empuñaba las tijeras, dispuesta a apuñalar al primer hombre que se acercara. De momento, aquel espacio libre la favorecía pero sabía que no podía estar mucho tiempo allí. Algunas mujeres consiguieron dar con la puerta, otras luchaban por liberarse de las manos que las sujetaban, alguna intentaba estrangular al enemigo y añadir un muerto a otro muerto. El ciego contable gritó a los suyos con autoridad, Calma, calma, vamos a resolver esto, y con intención de hacer la orden más acuciante, disparó un tiro al aire. El resultado fue precisamente el contrario. Sorprendidos al ver que la pistola ya estaba en otras manos y que, en consecuencia, iban a tener un nuevo jefe, los ciegos dejaron de luchar con las ciegas, desistieron de su intento de dominarlas, uno de ellos había incluso desistido de todo porque acaba de ser estrangulado. Fue entonces cuando la mujer del médico decidió avanzar. Dando golpes a diestro y siniestro, se fue abriendo camino. Ahora eran los ciegos quienes gritaban, se atropellaban, pasaban unos sobre otros, quien tuviera ojos para ver, comprobaría que, comparada con ésta, la primera confusión era sólo un juego. La mujer del médico no quería matar, sólo quería salir, y lo más rápido posible, sobre todo, no dejar detrás ninguna ciega. Probablemente ése no va a sobrevivir, pensó cuando clavó las tijeras en un pecho. Se oyó otro tiro, Vamos, vamos, decía la mujer del médico empujando ante ella a las ciegas que encontraba en su camino. Las ayudaba a levantarse, y repetía, Rápido, rápido, y ahora era el ciego contable el que gritaba desde el fondo, Agarrarlas, no las dejéis marchar, pero era demasiado tarde, ya estaban todas en el corredor, avanzando a tumbos, medio desnudas, sosteniendo los trapos como podían. Parada en la entrada de la sala, la mujer del médico gritó con furia, Recordad lo que dije el otro día, que no me iba a olvidar de su cara, y en adelante, pensad en lo que os digo, tampoco olvidaré las vuestras, Me las pagarás, amenazó el ciego contable, tú y tus amigas, y todos los cabrones de hombres que ahí tenéis, No sabes quién soy ni de dónde he venido, Eres de la primera sala del otro lado, dijo uno de los que habían ido a llamar a las mujeres, y el ciego de las cuentas añadió, La voz no engaña, basta que pronuncies una palabra junto a mí y estarás muerta, El otro también dijo eso, y ahí lo tienes, Pero yo no soy un ciego como ellos, como vosotros, cuando os quedasteis ciegos yo ya identificaba a todo el mundo, De mi ceguera tú no sabes nada, Tú no eres ciega, a mí no me engañas, Quizá sea la más ciega de todos, maté y volveré a matar si es necesario, Antes te morirás de hambre, ahora se os ha acabado la comida, aunque vengáis aquí todas a ofrecer en bandeja los tres agujeros con que habéis nacido, Por cada día que estemos sin comer por vuestra culpa, morirá uno de vosotros, bastará con que ponga un pie fuera de esta puerta, No lo conseguirás, Lo conseguiremos, sí, a partir de ahora seremos nosotros quienes recojamos la comida, vosotros comeréis de lo que tenéis aquí, Hija de puta, Las hijas de puta no son hombres ni son mujeres, son hijas de puta, y ya sabes lo que valen las hijas de puta. Furioso, el ciego contable disparó un tiro hacia la puerta. La bala pasó entre las cabezas de los ciegos sin alcanzar a nadie hasta clavarse en la pared del corredor. No me has dado, dijo la mujer del médico, y ten cuidado, se te acabarán las municiones, hay otros ahí que también quieren ser jefes.

Se alejó, dio unos cuantos pasos todavía firmes, luego avanzó a lo largo de la pared del corredor, casi desmayándose, en un momento las rodillas se le doblaron, y cayó redonda. Los ojos se le nublaron, Voy a quedarme ciega, pensó, pero luego comprendió que no sería esta vez, eran sólo lágrimas lo que cubría su vista, lágrimas como jamás las había llorado en su vida, He matado, dijo en voz baja, quise matar y maté. Volvió la cabeza hacia la puerta de la sala, si vinieran los ciegos ahora, no sería capaz de defenderse. El corredor estaba desierto. Las mujeres habían desaparecido, los ciegos, asustados por los disparos y mucho más por los cadáveres de los suyos, no se atrevían a salir. Poco a poco le fueron regresando las fuerzas. Las lágrimas seguían fluyendo, pero lentas, serenas, como ante lo irremediable. Se levantó trabajosamente. Tenía sangre en las manos y en la ropa, y súbitamente el cuerpo agotado le dijo que estaba vieja, Vieja y asesina, pensó, pero sabía que si fuese necesario volvería a matar, Y cuándo es necesario matar, se preguntó a sí misma mientras se dirigía hacia el zaguán, y a sí misma se respondió, Cuando está muerto lo que aún está vivo. Movió la cabeza y pensó, Qué quiere decir esto, palabras, palabras, nada más. Seguía sola. Se acercó a la puerta que daba al exterior. Entre las rejas del portón distinguió con dificultad la silueta del centinela, Aún hay gente fuera, gente que ve. Un rumor de pasos detrás de ella le hizo estremecerse, Son ellos, pensó, y se volvió rápidamente con las tijeras dispuestas. Era el marido. Las mujeres de la sala segunda llegaron gritando por el camino lo que ocurriera en el otro lado, que una mujer había matado a puñaladas al jefe de los malvados, que hubo tiros, el médico no preguntó quién era la mujer, sólo podía ser la suya, le dijo al niño estrábico que después le contaría el resto de la historia, y ahora, cómo estaría, probablemente muerta también, Estoy aquí, dijo ella, y fue hacia él, lo abrazó sin reparar en que lo manchaba de sangre, o reparando, sí, era igual, hasta hoy lo habían compartido todo, Qué ha pasado, preguntó el médico, dicen que han matado a un hombre, Sí, lo he matado yo, Por qué, Alguien tenía que hacerlo, y no había nadie más, Y ahora, Ahora estamos libres, ellos saben lo que les espera si quieren servirse de nosotras otra vez, Va a haber lucha, guerra, Los ciegos están siempre en guerra, siempre lo han estado, Volverás a matar, Sí, si es preciso, de esa ceguera ya nunca me libraré, Y la comida, Vendremos nosotros a buscarla, dudo que ellos se atrevan a venir hasta aquí, por lo menos durante unos días tendrán miedo de que les pase lo mismo, que unas tijeras les atraviesen la garganta, No supimos resistir como deberíamos cuando vinieron con las primeras exigencias, Pues no, tuvimos miedo, y el miedo no siempre es buen consejero, y ahora vámonos, será conveniente, para mayor seguridad, que atravesemos camas en la puerta de la sala, camas sobre camas, como ellos hacen, y si alguno de nosotros tiene que dormir en el suelo, paciencia, antes eso que morir de hambre.

En los días siguientes se preguntaron si no sería eso lo que les iba a ocurrir. Al principio, no les extrañó, fallos en la distribución de la comida los había habido desde el principio, estaban acostumbrados, los ciegos malvados tenían razón cuando decían que los soldados a veces se atrasaban, pero esta razón la pervertían luego cuando, en tono jocoso, afirmaban que por eso no habían tenido más remedio que imponer un racionamiento, son las penosas obligaciones de quien gobierna. Al tercer día, cuando ya no era posible encontrar en las salas un mendrugo, una migaja, la mujer del médico, con algunos compañeros, salió a la cerca y preguntó, Eh, qué retraso es éste, qué pasa con la comida, llevamos ya dos días sin comer. El sargento, otro, no el de antes, se acercó a la reja asegurando que la culpa no era del Ejército, que ellos no quitaban el pan de la boca a nadie, que nunca el honor militar permitiría eso, si no había comida es porque no había comida, Y no deis un paso, porque el primero que lo haga ya sabe lo que le espera, que las órdenes no han cambiado. Así intimidados, volvieron para dentro hablando unos con otros, Y ahora qué hacemos, si no nos traen de comer, Puede que llegue mañana, O pasado mañana, O cuando ya no nos podamos mover, Tendríamos que salir, No llegaríamos ni a la puerta, Si tuviésemos vista, Si tuviésemos vista no nos habrían metido en este infierno, Cómo irá todo por ahí fuera, Tal vez a esos tipos no les importe darnos comida, si se la pedimos, en cualquier caso, si falta comida para nosotros, también les faltará a ellos, Por eso van a darnos lo que tienen, Y antes de que se les acabe habremos muerto de hambre, Qué podemos hacer. Estaban sentados en el suelo, bajo la luz amarillenta de la única bombilla del zaguán, más o menos en círculo, el médico y la mujer del médico, el viejo de la venda negra, entre otros hombres y mujeres, dos o tres de cada sala, tanto del ala izquierda como del ala derecha, y entonces, siendo este mundo de los ciegos lo que es, ocurrió lo que siempre ocurre, uno de los hombres dijo, Lo que yo sé es que no estaríamos como estamos si no hubieran matado al jefe, qué importa que fueran las mujeres dos veces al mes a dar lo que la naturaleza ha dado para darse, preguntó. Hubo a quien le hizo gracia la reminiscencia, hubo quien disimuló la risa, a alguna voz de protesta no la dejó hablar el estómago, y el mismo hombre insistió, Me gustaría saber quién fue el de la hazaña, Las mujeres que estaban allí juraron que no había sido ninguna de ellas, Lo que tendríamos que hacer es tomarnos la justicia por la mano y hacérselo pagar, Eso a condición de que supiéramos quién fue, Les decíamos, aquí está el que buscáis, ahora dadnos la comida, Para eso hay que saber quién fue. La mujer del médico bajó la cabeza, pensó, Tienen razón, si alguien muere de hambre, la culpa será mía, pero, después, dando voz a la cólera que sentía crecer dentro de sí, contradiciendo esta aceptación de responsabilidad, Pero que sean éstos los primeros en morir para que mi culpa pague su culpa. Luego pensó, levantando los ojos, Si ahora les dijese que fui yo quien lo mató, me entregarían, sabiendo que me entregaban a una muerte cierta. Fuese por efecto del hambre, o porque el pensamiento súbitamente la sedujo como un abismo, una especie de aturdimiento se apoderó de su cabeza, el cuerpo se le movió hacia delante, se abrió su boca para hablar, pero en ese momento alguien la agarró por el brazo, era el viejo de la venda negra, que dijo, Mataría con mis manos a quien le denunciase, Por qué, preguntaron los del corro, Porque si todavía tiene algún significado la vergüenza, en este infierno al que nos arrojaron y que nosotros convertimos en infierno del infierno, es gracias a esa persona, que tuvo el valor de ir a matar a la hiena en el cubil de la hiena, Sí, claro, pero no será la vergüenza quien nos llene el plato, Quien quiera que seas, tienes razón, siempre hubo quien se llenó la barriga con la falta de vergüenza, pero nosotros, que nada tenemos ya, a no ser esta última y no merecida dignidad, seamos capaces, al menos, de luchar por los derechos que son nuestros, Qué quieres decir con eso, Que habiendo empezado por mandar allí a las mujeres, y comido a costa de ellas como chulos de barrio, ahora hay que mandar a los hombres, si es que aún los hay aquí, Explícate, pero primero dinos de dónde eres, De la primera sala del lado derecho, Habla, Es muy sencillo, vamos a buscar la comida con nuestras propias manos, Tienen armas, Que se sepa, sólo una pistola, y no les van a durar siempre las balas, Con las que tienen morirán algunos de los nuestros, Otros han muerto ya por menos, No estoy dispuesto a perder la vida para que los demás sigan aquí, llenando la barriga, Supongo que también estarás dispuesto a no comer si alguien pierde la vida para que tú comas, preguntó sarcástico el viejo de la venda negra, y el otro no respondió.

A la entrada de la puerta que daba a las salas del ala derecha apareció una mujer que había estado oyendo escondida, era la que recibió en la cara el chorro de sangre, aquella en cuya boca eyaculó el muerto, aquella a cuyo oído dijo la mujer del médico, Cállate, y ahora esta mujer está pensando, Desde aquí donde estoy, sentada en medio de éstos, no te puedo decir cállate, no me denuncies, pero sin duda reconoces mi voz, es imposible que la hayas olvidado, mi mano estuvo sobre tu boca, tu cuerpo contra mi cuerpo, y yo te dije cállate, ahora ha llegado el momento de saber realmente a quién salvé, de saber quién eres, por eso voy a hablar, por eso voy a decir en voz alta y clara, para que puedas acusarme si es ése tu destino y mi destino, ya lo digo, No irán sólo los hombres, irán también las mujeres, volveremos al lugar donde nos humillaron para que nada quede de la humillación, para que podamos liberarnos de la misma manera que escupimos lo que dejaron en nuestra boca. Lo dijo y se quedó esperando, hasta que la mujer habló, A donde tú vayas, iré yo, fue esto lo que dijo. El viejo de la venda negra sonrió, parecía una sonrisa feliz. Y tal vez lo fuese, no es ésta la ocasión para preguntárselo, mejor es fijarse en la expresión de extrañeza de los otros ciegos, como si algo hubiera pasado por encima de sus cabezas, un pájaro, una nube, una primera y tímida luz. El médico cogió la mano de la mujer, luego preguntó, Hay todavía alguien empeñado en descubrir quién mató a aquél, o estamos de acuerdo en que la mano que degolló a ese hombre era la mano de todos nosotros, más exactamente, la mano de cada uno de nosotros. Nadie respondió. La mujer del médico dijo, Démosles un plazo, esperemos hasta mañana, si los soldados no traen comida, entonces avanzamos. Se levantaron, se dividieron, unos para el lado derecho, otros para el lado izquierdo, imprudentemente no pensaron que podía haber estado escuchando algún ciego de la sala de los malvados, por fortuna el diablo no siempre está detrás de la puerta, este proverbio viene muy a cuento ahora. Fuera de tiempo habló el altavoz, últimamente unos días hablaba y otros no, pero siempre a la misma hora, como había prometido, seguro que había en el transmisor un sistema de relojería que en el momento preciso hacía entrar en movimiento la cinta grabada, la razón por la que falló algunas veces no la conoceremos, son cosas del mundo exterior, en todo caso bastante serias, porque el resultado fue un lío de calendario, la llamada cuenta de los días, que algunos ciegos, maníacos por naturaleza, o amantes del orden, que es una forma moderada de manía, intentaban llevar escrupulosamente haciendo nudos en un cordel, aquellos que no se fiaban de su memoria, como quien va escribiendo un diario. Ahora sonaba fuera de tiempo, debía de haberse averiado el mecanismo, un eje torcido, una soldadura suelta, ojalá la grabación no vuelva una y otra vez al principio, infinitamente, era lo que nos faltaba, además de ciegos, locos. Por los corredores, por las salas, como en un último e inútil aviso, resonaba la voz autoritaria, El Gobierno lamenta haberse visto obligado a ejercer enérgicamente lo que considera que es su deber y su derecho, proteger a la población por todos los medios de que dispone en esta crisis por la que estamos pasando, cuando parece comprobarse algo semejante a un brote epidémico de ceguera, provisionalmente llamado mal blanco, y desearía contar con el civismo y la colaboración de todos los ciudadanos para limitar la propagación del contagio, en el supuesto de que se trate de un contagio y no de una serie de coincidencias por ahora inexplicables. La decisión de reunir en un mismo lugar a los afectados por el mal, y en un lugar próximo, pero separado, a aquellos con los que mantuvieron algún tipo de contacto, no ha sido tomada sin ponderar seriamente las consecuencias. El Gobierno conoce plenamente sus responsabilidades, y espera que aquellos a quienes se dirige este mensaje asuman también, como ciudadanos conscientes que sin duda son, las responsabilidades que les corresponden, pensando que el aislamiento en que ahora se encuentran representará, por encima de cualquier otra consideración personal, un acto de solidaridad para con el resto de la comunidad nacional. Dicho esto, pedimos la atención de todos hacia las instrucciones siguientes, primero, las luces se mantendrán siempre encendidas y será inútil cualquier tentativa de manipular los interruptores, que por otra parte no funcionan, segundo, abandonar el edificio sin autorización supondrá la muerte inmediata de quien lo intente, tercero, en cada sala hay un teléfono que sólo podrá ser utilizado para solicitar del exterior la reposición de los productos de higiene y limpieza, cuarto, los internos lavarán manualmente sus ropas, quinto, se recomienda la elección de responsables de sala, se trata de una recomendación, no de una orden, los internos se organizarán como crean conveniente, a condición de que cumplan las reglas anteriores y las que seguidamente vamos a anunciar, sexto, tres veces al día se depositarán cajas con comida en la puerta de entrada, a la derecha y a la izquierda, destinadas, respectivamente, a los pacientes y a los posibles contagiados, séptimo, todos los restos deberán ser quemados, considerándose restos, a todo efecto, aparte de la comida sobrante, las cajas, los platos, los cubiertos, que están fabricados con material combustible, octavo, la quema deberá ser efectuada en los patios interiores del edificio o en el cercado, noveno, los internos son responsables de las consecuencias negativas de la quema, décimo, en caso de incendio, sea éste fortuito o intencionado, los bomberos no intervendrán, undécimo, tampoco deberán contar los internos con ningún tipo de intervención exterior en el supuesto de que sufran cualquier otra dolencia, y tampoco en el caso de que haya entre ellos agresiones o desórdenes, duodécimo, en caso de muerte, cualquiera que sea la causa, los internos enterrarán sin formalidades el cadáver en el cercado, decimotercero, la comunicación entre el ala de los pacientes y el ala de los posibles contagiados se hará por el cuerpo central del edificio, el mismo por el que han entrado, decimocuarto, los contagiados que se queden ciegos se incorporarán inmediatamente al ala segunda, en la que están los invidentes, decimoquinto, esta comunicación será repetida todos los días, a esta misma hora, para conocimiento de los nuevos ingresados. El Gobierno, en este momento se apagaron las luces y calló el altavoz. Indiferente, un ciego hizo un nudo en el cordel que tenía en las manos, luego intentó contar los nudos, los días, pero desistió, había nudos sobrepuestos, ciegos, por así decir. La mujer del médico le dijo al marido, Se han apagado las luces, La bombilla se habrá fundido, no es extraño, después de tantos días encendida. Se apagaron todas, el problema ha sido fuera, Ahora también tú te has quedado ciega, Esperaré hasta que nazca el sol. Salió de la sala, atravesó el zaguán, miró hacia fuera. Esta parte de la ciudad estaba a oscuras, el proyector del ejército estaba apagado, debían de tenerlo enchufado a la red general, y ahora, por lo visto, se había acabado la energía.

Al día siguiente, unos antes, otros después, porque el sol no nace al mismo tiempo para todos los ciegos, muchas veces depende de la finura del oído de cada uno, empezaron a reunirse en los peldaños exteriores del edificio hombres y mujeres procedentes de las distintas salas, con excepción, ya se sabe, de la de los malvados, que a esa hora deben de estar desayunando. Esperaban el ruido del portón al ser abierto, el chirrido de los goznes sin aceite, los sonidos que anunciaban la llegada de la comida, y después las voces del sargento de servicio, No salgan de ahí, que nadie se acerque, el arrastrar de los pies de los soldados, el rumor sordo de las cajas al ser depositadas en el suelo, la retirada a toda prisa, de nuevo el ruido del portón, y, al fin, la autorización, Pueden venir ya. Esperaron hasta que la mañana se hizo mediodía y el mediodía tarde. Nadie, ni siquiera la mujer del médico, quiso preguntar por la comida. Mientras no hiciesen la pregunta no oirían el temido no, y mientras no se dijera conservarían la esperanza de oír palabras como éstas, Está a punto de llegar, está a punto de llegar, paciencia, aguanten el hambre un poquito más. Algunos, por mucho que quisieran, no podían aguantar, y se desmayaban allí mismo como si se hubieran quedado dormidos de repente, menos mal que les ayudaba la mujer del médico, parecía imposible cómo esta mujer conseguía hacerse cargo de todo lo que pasaba, debía de estar dotada de un sexto sentido, de una especie de visión sin ojos, gracias a ella no se quedaron los pobres infelices allí, cociéndose al sol, los transportaron al interior como pudieron, y con tiempo, agua y palmaditas en la cara acabaron todos por salir del deliquio. Pero era inútil contar con éstos para la guerra, no podrían ni con una gata por el rabo, modo de decir muy antiguo que se olvidó de aclarar por qué extraordinaria razón es más fácil llevar por el rabo a una gata que a un gato. Finalmente, dijo el viejo de la venda negra, La comida no ha venido, la comida no vendrá, vamos por la comida. Se levantaron sabe Dios cómo y fueron a reunirse en la sala más apartada de la fortaleza de los malvados, para imprudencia bastó la del otro día. Desde allí mandaron escuchas al otro lado, lógicamente, los ciegos que vivían en aquella parte conocían mejor los sitios, Al primer movimiento sospechoso, venid a avisarnos. Fue con ellos la mujer del médico y trajo una información poco alentadora, Han cerrado la entrada con cuatro camas superpuestas, Y cómo has sabido que eran cuatro, preguntó alguien, Muy fácil, palpándolas, Y no te descubrieron, No creo, Qué hacemos, Vamos allá, volvió a decir el viejo de la venda negra, lo habíamos decidido, o lo hacemos o estamos condenados a una muerte lenta, Algunos morirán más deprisa si vamos, dijo el primer ciego, Quien va a morir está ya muerto y no lo sabe, Que hemos de morir es algo que sabemos desde que nacemos, Por eso, en cierto modo, es como si ya hubiéramos nacido muertos, Dejaos de charla inútil, dijo la chica de las gafas oscuras, yo sola no puedo ir, pero si ahora empezamos a dar lo dicho por no dicho, entonces me tumbo en la cama y me dejo morir, Sólo morirá quien tenga los días contados, nadie más, dijo el médico, y, alzando la voz, preguntó, Quien esté decidido a ir que alce la mano, es lo que le ocurre a quien no lo piensa dos veces antes de abrir la boca para hablar, de qué servía pedir que levantaran las manos si no había nadie para contarlas, así lo creían en general, y después decir, Somos trece, caso en el que, seguro, empezaría una nueva discusión para ver lo que, en buena lógica, sería más correcto, si pedir que se presentase otro voluntario que rompiera el maleficio por exceso, o evitarlo por defecto, echando a suertes quién se libraba. Algunos habían alzado la mano con poca convicción, en un movimiento que denunciaba la vacilación y duda, bien por la consciencia del peligro a que se exponían, bien porque se habían dado cuenta de lo absurdo de la orden. El médico rió, Qué disparate, pedirles que levanten la mano, vamos a hacerlo de otra manera, que se retiren los que no puedan o no quieran ir, los demás que se queden para organizar la acción. Hubo movimientos, pasos, murmullos, suspiros, poco a poco fueron saliendo los débiles y los timoratos, la idea del médico había tenido tanto de excelente como de generosa, así será menos fácil saber quién había estado y dejó de estar. La mujer del médico contó los que quedaban, eran diecisiete, contándose ella y el marido. De la primera sala lado derecho estaba el viejo de la venda negra, el dependiente de farmacia, la chica de las gafas oscuras, y eran todos hombres los voluntarios de las otras salas, con excepción de aquella mujer que había dicho, A donde tú vayas iré yo, ésa también estaba aquí. Se alinearon a lo largo del pasillo, el médico los contó, Diecisiete, somos diecisiete, Somos pocos, dijo el ayudante de farmacia, así no vamos a conseguir nada, La vanguardia, si puedo usar este lenguaje que más parece de militar, tendrá que ser estrecha, dijo el ciego de la venda negra, lo que nos espera es la anchura de una puerta, creo que si fuésemos más lo complicaríamos todo, Dispararían al tuntún, concordó alguien, y al fin todos parecieron contentos por ser tan pocos.

El armamento era el que ya conocemos, hierros arrancados de las camas, que tanto podrían servir de palanca como de lanza, conforme entraran en combate los zapadores o las tropas de asalto. El viejo de la venda negra, que por lo visto algunas lecciones de táctica aprendió en su juventud, recordó la conveniencia de mantenerse siempre juntos y mirando en la misma dirección, por ser ésa la única forma de no agredirse unos a otros, y que debían avanzar en silencio absoluto para que el ataque se beneficiase del efecto sorpresa, Descalcémonos, dijo, Después va a ser difícil que cada uno encuentre sus zapatos, dijo alguien, y otro comentó, Los zapatos que sobren serán los verdaderos zapatos del difunto, con la diferencia de que, en este caso, siempre habrá quien los aproveche, Qué historia es esa de los zapatos del difunto, Es un dicho, esperar los zapatos del difunto es como esperar la nada, Por qué, Porque los zapatos con que se enterraban a los muertos eran de cartón, también es cierto que no necesita más, las almas no tienen pies que se sepa, Otra cuestión, interrumpió el viejo de la venda negra, seis de nosotros, los seis que nos sintamos con más ánimo, cuando lleguemos empujamos con todas nuestras fuerzas las camas para dentro, de modo que podamos entrar todos, Siendo así tendremos que soltar los hierros, Creo que no va a ser necesario, hasta pueden servirnos, si los usamos en posición vertical. Hizo una pausa, luego dijo, con una nota sombría en la voz, Sobre todo, no nos separemos, si nos separamos somos hombres muertos, Y mujeres, dijo la chica de las gafas oscuras, no te olvides de las mujeres, Tú también vas, preguntó el viejo de la venda negra, preferiría que no fueses, Por qué, si puede saberse, Eres muy joven, Aquí no cuenta la edad, ni el sexo, así que no olvides a las mujeres, No, no me olvido, la voz con la que el viejo de la venda negra dijo estas palabras parecía pertenecer a otro diálogo, las siguientes ya estaban en su lugar, Al contrario, ojalá alguna de vosotras pudiera ver lo que nosotros no vemos, llevarnos por el camino seguro, guiar la punta de nuestros hierros contra la garganta de los malvados con tanta seguridad como hizo aquélla, Sería pedir demasiado, una vez no son veces, además, quién nos dice que no se quedó muerta allí, al menos yo no he tenido noticias de ella, recordó la mujer del médico, Las mujeres resucitan unas en otras, las honradas resucitan en las putas, las putas resucitan en las honradas, dijo la chica de las gafas oscuras. Después hubo un largo silencio, por parte de las mujeres todo estaba dicho, los hombres tendrían que buscar las palabras, y de antemano sabían que no iban a ser capaces de encontrarlas.

Salieron en fila, los seis más fuertes delante, como acordaron, entre ellos estaban el médico y el dependiente de farmacia, después venían los otros, armados cada cual con su hierro de cama, una brigada de lanceros escuálidos y andrajosos, cuando atravesaban el zaguán uno de ellos dejó caer el hierro que atronó en el enlosado como una ráfaga de metralleta, si los malvados oyeron el barullo y saben a lo que vamos, estamos perdidos. Sin dar aviso a nadie, ni siquiera al marido, la mujer del médico se adelantó al grupo, miró hacia el fondo del corredor, luego, despacio, pegada a la pared, se fue acercando a la entrada de la sala, allí quedó a la escucha, las voces de dentro no parecían alarmadas. Trajo rápidamente la información, y se reanudó el avance. A pesar de la lentitud y del silencio con que la hueste se movía, los ocupantes de las dos salas que precedían al bastión de los malvados, sabedores de lo que iba a acontecer, se acercaban a las puertas para oír mejor el fragor inminente de la batalla, y algunos de ellos, más nerviosos, excitados por el olor de una pólvora que aún estaba por quemar, decidieron en el último momento acompañar al grupo, unos pocos volvieron atrás para armarse, ya no eran diecisiete, al menos habían doblado el número, el refuerzo no iba a gustar seguramente al viejo de la venda negra, pero él no llegó a enterarse de que mandaba dos regimientos en vez de uno. Por las pocas ventanas que daban al patio interior entraba una claridad turbia, moribunda, que declinaba rápidamente, deslizándose hacia el pozo negro y profundo que esta noche iba a ser. Fuera de la tristeza irremediable causada por la ceguera que sin explicación alguna seguían padeciendo, los ciegos, válgales eso al menos, estaban a salvo de las deprimentes melancolías causadas por estas y semejantes alteraciones atmosféricas, comprobadamente responsables de innumerables acciones de desesperación en el tiempo remoto en el que la gente tenía ojos para ver. Cuando llegaron a la puerta de la sala maldita, la oscuridad era ya tal que la mujer del médico no pudo ver que no eran cuatro, sino ocho, las camas que formaban la barrera, duplicada, como los asaltantes, pero con peores consecuencias inmediatas para ellos, como no tardarán en comprobar. La voz del viejo de la venda negra sonó como un grito, Ahora, fue la orden, no se acordó del clásico Al asalto, o si lo recordó quizá le pareció ridículo tratar con tanta consideración militar una barrera de catres infectos, llenos de pulgas y de chinches, con los colchones podridos por el sudor y los orines, las mantas andrajosas, ya no grises, sino de todos los colores con que puede vestirse la repugnancia, eso lo sabía de antes la mujer del médico, no es que lo pudiera ver ahora, cuando ni siquiera se había apercibido del refuerzo de la barricada. Los ciegos avanzaron como arcángeles envueltos en su propio resplandor, se lanzaron contra el obstáculo con los hierros en alto, como habían sido instruidos, pero las camas no se movieron, cierto es que las fuerzas de estos fuertes apenas superarían las de los débiles que venían detrás, que apenas podían ya con las lanzas, como alguien que llevó una cruz a cuestas y ahora tiene que esperar que lo suban a ella. El silencio había acabado, gritaban los de fuera, comenzaron los de dentro a gritar, probablemente nadie hasta hoy habrá notado qué terribles son los gritos de los ciegos, parece que están gritando sin saber por qué, queremos decirles que se callen y acabamos gritando nosotros también, sólo nos falta ser ciegos, pero ya llegará. En esto estaban, unos gritando porque atacaban, otros gritando porque se defendían, cuando los del lado de fuera, desesperados por no haber podido apartar las camas, soltaron los hierros que cayeron en el suelo de cualquier manera, y, todos a una, al menos aquellos que consiguieron meterse en el espacio del vano de la puerta, y los que no cupieron hacían fuerza contra los de delante, se pusieron a empujar, a empujar, a empujar, parecía que iban a conseguir la victoria, las camas se habían movido ya un poquitito, cuando de repente, sin previo aviso o amenaza se oyeron tres disparos, era el ciego contable haciendo puntería baja. Dos de los atacantes cayeron heridos, los otros retrocedieron precipitadamente, atropellándose, tropezando con los hierros y cayendo, como locas las paredes del corredor multiplicaban los gritos, también gritaban en las otras salas. La oscuridad era ahora completa, no era posible saber quién había sido alcanzado por las balas, claro que se podría preguntar desde aquí, desde lejos, Quiénes sois, pero no parecía propio, a los heridos hay que tratarlos con respeto y consideración, acercarse a ellos caritativamente, posarles la mano en la frente, salvo si fue ahí donde la bala, por una desgraciada casualidad, les alcanzó, después preguntarles en voz baja cómo se encuentran, decirles que no es nada, que ya vienen los camilleros, y en fin, darles agua, pero sólo si no han sido heridos en el vientre, como expresamente se recomienda en el manual de primeros socorros. Qué hacemos ahora, preguntó la mujer del médico, hay dos caídos en el suelo. Nadie le preguntó cómo sabía ella que eran dos, los disparos fueron tres, sin contar con el efecto de los rebotes, si los hubo. Tenemos que ir a buscarlos, dijo el médico. El peligro es grande, observó hundido el viejo de la venda negra, que había visto cómo su táctica acababa en desastre, si se dan cuenta de que hay gente volverán a disparar, hizo una pausa y añadió suspirando, Pero tenemos que ir, yo, por mí, estoy dispuesto, También yo voy, dijo la mujer del médico, el peligro será menor si nos acercamos a rastras, lo que necesitamos es dar con ellos pronto, antes de que los de dentro tengan tiempo de reaccionar, Yo voy también, dijo la mujer que el otro día había dicho A donde tú vayas iré yo, de entre tantos no hubo nadie a quien se le ocurriera decir que era facilísimo averiguar quiénes eran los heridos, cuidado, heridos o muertos, que esto aún no se sabe, bastaba con que todos fuesen diciendo, Yo voy, yo no voy, los que se hubieran quedado callados eran los tales.

Empezaron pues a arrastrarse los cuatro voluntarios, las dos mujeres en el centro, un hombre a cada lado, no lo hicieron por cortesía masculina o por un instinto caballeresco de protección a las damas, sino porque la cosa salió así, la verdad es que todo va a depender del ángulo de tiro, si el ciego contable dispara otra vez. En fin, tal vez no ocurra, nada, el viejo de la venda negra tuvo una idea antes de ponerse en marcha, una idea mejor que la primera, que los que queden empiecen a hablar muy alto, incluso a gritar, que además razones no les faltan, para cubrir el inevitable ruido de ir y volver, y también el que por medio hubiese, cualquier cosa puede ocurrir, sabe Dios qué. En pocos minutos llegaron los socorristas a su destino, lo supieron cuando aún no habían tocado los cuerpos, la sangre sobre la que se iban arrastrando era como un mensajero que les decía, Yo era la vida, tras de mí ya no hay nada, Dios santo, pensó la mujer del médico, cuánta sangre, y era verdad, un charco, las manos y las ropas se pegaban al suelo como si las tablas y las losas estuvieran cubiertas de visco. La mujer del médico se alzó sobre los codos y siguió avanzando, los otros habían hecho lo mismo. Tendiendo los brazos, alcanzaron al fin los cuerpos. Los compañeros seguían detrás haciendo todo el ruido que podían, eran ahora como plañideras en trance. Las manos de la mujer del médico y del viejo de la venda negra se aferraron a los tobillos de uno de los caídos, a su vez el médico y la otra mujer habían agarrado un brazo y una pierna del segundo, se trataba ahora de tirar de ellos, de salir rápidamente de la línea de fuego. No era fácil, para eso necesitarían levantarse un poco, ponerse a gatas, era la única forma de seguir utilizando con eficacia las pocas fuerzas que aún les quedaban. La bala partió, pero esta vez no alcanzó a nadie. El miedo fulminante no les hizo huir, al contrario, les dio la porción de energía que les faltaba. Un instante después estaban ya a salvo, se habían acercado lo más posible a la pared del lado de la puerta de la sala, sólo un tiro muy sesgado tendría posibilidad de alcanzarlos, pero era dudoso que el ciego contable fuese perito en balística, incluso de la más elemental. Intentaron levantar los cuerpos pero desistieron. Lo único que podían hacer era arrastrarlos, con ellos venía, ya medio seca, como traída por una rasera, la sangre derramada, y otra, fresca aún, que seguía manando de las heridas. Quiénes son, preguntaron los que estaban esperando, Cómo lo vamos a saber, si no vemos, dijo el viejo de la venda negra, No podemos seguir aquí, dijo alguien, Si deciden hacer una salida, vamos a tener mucho más que dos heridos, dijo otro, O muertos, dijo el médico, a éstos no les noto el pulso. Cargaron con los cuerpos a lo largo del corredor como un ejército en retirada, en el zaguán hicieron alto, se diría que habían resuelto acampar allí, pero la verdad de los hechos es otra, lo que ocurrió es que se quedaron sin fuerzas, aquí me quedo, no puedo más. Es hora de reconocer que parecerá sorprendente que los ciegos malvados, antes tan prepotentes y agresivos, tan fácilmente y con tanto gusto brutales, ahora no hagan más que defenderse, levantando barricadas y disparando desde dentro a mansalva como si tuvieran miedo a la lucha en campo abierto, cara a cara, los ojos en los ojos. Como todas las cosas de la vida, también ésta tiene su explicación, y es que después de la trágica muerte del primer jefe se había relajado en la sala el espíritu de disciplina y el sentido de la obediencia, el gran error del ciego contable fue creer que bastaba apoderarse de la pistola para detentar el poder en el bolsillo, cuando el resultado fue precisamente el contrario, cada vez que hace fuego le sale el tiro por la culata, dicho con otras palabras, cada bala disparada es una fracción de autoridad que pierde, a ver qué acontece cuando la munición se le acabe. Así como el hábito no hace al monje, tampoco el cetro hace al rey, es ésta una verdad que conviene no olvidar. Y si es cierto que el cetro real lo empuña ahora él ciego contable, hay que decir que el rey, pese a estar muerto, pese a estar enterrado en la propia sala, y mal, apenas a tres palmos del suelo, sigue siendo recordado, al menos se nota por el hedor su fortísima presencia. Entretanto ha nacido la luna. Por la puerta del zaguán que da a la cerca exterior entra una difusa claridad que va creciendo poco a poco, los cuerpos que están en el suelo, muertos dos de ellos, los otros aún vivos, van lentamente ganando volumen, dibujo, rasgos, facciones, todo el peso de un horror sin nombre, entonces la mujer del médico comprendió que no tenía ningún sentido, si es que lo había tenido alguna vez, seguir fingiendo que está ciega, está visto que aquí nadie puede salvarse, la ceguera también es esto, vivir en un mundo donde se ha acabado la esperanza. Podía, pues, decir quiénes eran los muertos, éste es el dependiente de farmacia, éste es aquel que dijo que los ciegos dispararían al buen tuntún, ambos tuvieron razón en cierto modo, y si me preguntan cómo lo sé, la respuesta es sencilla, Veo. Algunos de los congregados ya lo sabían y se habían callado, otros andaban desde hacía tiempo con sospechas y ahora las veían confirmadas, inesperada fue la indiferencia de los restantes, y, con todo, pensándolo mejor, tal vez no debamos sorprendernos, en otra ocasión el descubrimiento habría sido causa de inmenso alborozo, de una desenfrenada conmoción, qué suerte la tuya, cómo conseguiste escapar del universal desastre, cómo se llaman las gotas que te pones en los ojos, dame la dirección de tu médico, ayúdame a salir de esta prisión, pero ahora da lo mismo, en la muerte la ceguera es igual para todos. Lo que no pueden hacer es seguir allí, sin defensa de ningún tipo, hasta los hierros de las camas se quedaron atrás, los puños de nada servirían. Orientados por la mujer del médico, arrastraron los cadáveres hacia el rellano exterior y allí los dejaron, a la luna, bajo el albor lechoso del astro, blancos por fuera, negros al fin por dentro. Volvamos a las salas, dijo el viejo de la venda negra, ya veremos más tarde lo que se puede hacer. Lo dijo, y fueron palabras locas a las que nadie hizo caso. No se dividieron en grupos de origen, se fueron encontrando y reconociendo por el camino, unos al lado izquierdo, otros al derecho, vinieron juntas hasta aquí la mujer del médico y aquella que había dicho A donde tú vayas, iré yo, no era ésta la idea que llevaba ahora en la cabeza, muy al contrario, pero no quiso hablar de ella, no siempre se cumplen los juramentos, unas veces por flaqueza, otras por causa de una fuerza superior con la que uno no había contado.

Pasó una hora, se alzó la luna, el hambre y el temor alejan el sueño, nadie duerme en las salas. Pero no son ésos los únicos motivos. Sea por causa de la excitación de la reciente de la batalla, aunque tan desastradamente perdida, o por algo indefinible que flota en el aire, los ciegos están inquietos. Nadie se atreve a salir a los corredores, pero el interior de cada sala es como una colmena sólo poblada de zánganos, bichos zumbadores que, como se sabe, son poco dados al orden y al método, no hay registro de que alguna vez hayan hecho algo por la vida o de que se hayan preocupado mínimamente por el futuro, aunque en el caso de los ciegos, desgraciada gente, sería injusto acusarlos de aprovechados o chupones, aprovechados de qué migaja, chupones de qué líquido, hay que tener cuidado con las comparaciones, no vayan a ser livianas. Con todo, no hay regla sin excepción, y ésta no falta aquí, en la persona de una mujer que, apenas entró en la sala, la segunda del lado derecho, empezó a rebuscar en sus trapos hasta encontrar un pequeño objeto que apretó en la palma de la mano como si quisiera esconderlo de la vista de los otros, los viejos hábitos son difíciles de olvidar, incluso en el momento en que los creíamos todos perdidos. Aquí, donde debería haber sido uno para todos y todos para uno, hemos podido ver con qué crueldad quitaron los fuertes el pan de la boca de los débiles, y ahora esta mujer, recordando que tenía un encendedor en el bolso, si es que en tanto desconcierto no lo había perdido, fue ansiosamente a buscarlo y celosamente lo oculta como si fuese condición de su propia supervivencia, no piensa que tal vez alguno de estos sus compañeros de infortunio tenga por ahí un último pitillo que no puede fumar por faltarle la mínima llama necesaria. Ni estaría ya a tiempo de pedir fuego. La mujer ha salido sin decir palabra, ni adiós ni hasta luego, va por el corredor desierto, pasa rozando la puerta de la sala primera, nadie de dentro se ha dado cuenta de su paso, cruza el zaguán, la luna descendente trazó y pintó un tanque de leche en las losas del suelo, ahora la mujer está en el otro lado, otra vez un corredor, su destino está al fondo, en línea recta, no engañaría a nadie. Además, oye unas voces que la llaman, manera figurada de decir, lo que llega a sus oídos es la algazara de los malvados de la última sala, están festejando la victoria comiendo por todo lo alto y bebiendo de lo fino, perdonen la exageración intencionada, no olvidemos que en la vida todo es relativo, comen y beben simplemente de lo que hay, y viva la suerte, ya les gustaría a los otros meter el diente, pero no pueden, entre ellos y el plato hay una barricada de ocho camas y una pistola cargada. La mujer está de rodillas en la entrada de la sala, junto a las camas, tira lentamente de los cobertores hacia fuera, luego se levanta, hace lo mismo en la cama que está encima, y en la tercera, a la cuarta no le llega el brazo, no importa, la mecha está ya preparada, sólo falta prenderle fuego. Aún recuerda cómo tendrá que regular el mechero para sacarle una llama grande, ya la tiene, un pequeño puñal de fuego vibrante como la punta de unas tijeras. Empieza por la cama de arriba, la llama lame trabajosamente la suciedad de los tejidos, prende al fin, ahora en la cama de en medio, ahora la cama de abajo, la mujer sintió el olor de sus propios cabellos chamuscados, tiene que andar con ojo, ella es la que prende la pira, no la que en ella debe morir, oye los gritos de los malvados en el interior, fue en ese momento cuando pensó, Y si tienen agua, si consiguen apagarlo, desesperada se metió debajo de la primera cama, paseó el mechero a todo lo ancho del jergón, aquí, allí, entonces, de repente, las llamas se multiplicaron, se convirtieron en una cortina ardiente, aún pasó entre ellas un chorro de agua y fue a caer sobre la mujer, pero inútilmente, ya era su propio cuerpo el que estaba alimentando la hoguera. Cómo va aquello por dentro, nadie puede arriesgarse a entrar, pero de algo ha de servir la imaginación, el fuego va saltando velozmente de cama en cama, quiere acostarse en todas al mismo tiempo, y lo consigue, los malvados gastaron sin criterio y sin provecho el agua escasa que tenían, intentan ahora alcanzar las ventanas, con difícil equilibrio trepan por las cabeceras de las camas a las que el fuego no ha llegado aún, pero, de pronto, el fuego allí está, y ellos resbalan, caen, y el fuego allí está también, con el calor infernal los cristales estallan, se hacen añicos, el aire fresco

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