A Pilar, los días todos

A Manuel Vázquez Montalbán, vivo

Aullemos, dijo el perro.

LIBRO DE LAS VOCES


Mal tiempo para votar, se quejó el presidente de la mesa electoral número catorce después de cerrar con violencia el paraguas empapado y quitarse la gabardina que de poco le había servido durante el apresurado trote de cuarenta metros que separaban el lugar en que aparcó el coche de la puerta por donde, con el corazón saliéndosele por la boca, acababa de entrar. Espero no ser el último, le dijo al secretario que le aguardaba medio guarecido, a salvo de las trombas que, arremolinadas por el viento, inundaban el suelo. Falta todavía su suplente, pero estamos dentro del horario, le tranquilizó el secretario, Lloviendo de esta manera será una auténtica proeza si llegamos todos, dijo el presidente mientras pasaban a la sala en la que se realizaría la votación. Saludó primero a los colegas de mesa que actuarían de interventores, después a los delegados de los partidos y a sus respectivos suplentes. Tuvo la precaución de usar con todos las mismas palabras, no dejando transparentar en el rostro o en el tono de voz indicio alguno que delatase sus propias inclinaciones políticas e ideológicas. Un presidente, incluso el de un común colegio electoral como éste, deberá guiarse en todas las situaciones por el más estricto sentido de independencia, o, dicho con otras palabras, guardar las apariencias.

Además de la humedad que hacía más espesa la atmósfera, ya de por sí pesada en el interior de la sala, cuyas dos únicas ventanas estrechas daban a un patio sombrío incluso en los días de sol, el desasosiego, por emplear la comparación vernácula, se cortaba con una navaja. Hubiera sido preferible retrasar las elecciones, dijo el delegado del partido del medio, pdm, desde ayer llueve sin parar, hay derrumbes e inundaciones por todas partes, la abstención, esta vez, se va a disparar. El delegado del partido de la derecha, pdd, hizo un gesto afirmativo con la cabeza, pero consideró que su contribución al diálogo debería revestir la forma de un comentario prudente, Obviamente, no minimizaré ese riesgo, aunque pienso que el acendrado espíritu cívico de nuestros conciudadanos, en tantas otras ocasiones demostrado, es acreedor de toda nuestra confianza, ellos son conscientes, oh sí, absolutamente conscientes, de la trascendente importancia de estas elecciones municipales para el futuro de la capital. Dicho esto, uno y otro, el delegado del pdm y el delegado del pdd, se volvieron, con aire mitad escéptico, mitad irónico, hacia el delegado del partido de la izquierda, pdi, curiosos por saber qué tipo de opinión sería capaz de producir. En ese preciso instante, salpicando agua por todos lados, irrumpió en la sala el suplente de la presidencia, y, como era de esperar, puesto que estaba completo el elenco de la mesa electoral, la acogida fue, más que cordial, calurosa. No llegamos por tanto a conocer el punto de vista del delegado del pdi pero, a juzgar por algunos antecedentes conocidos, es presumible que se expresara de acuerdo con un claro optimismo histórico, con una frase como ésta, por ejemplo, Los votantes de mi partido son personas que no se amedrentan por tan poco, no es gente que se quede en casa por culpa de cuatro míseras chispas de agua cayendo de las nubes. No eran cuatro chispas míseras, eran cubos, eran cántaros, eran nilos, iguazús y ganges, pero la fe, bendita sea para siempre jamás, además de apartar las montañas del camino de quienes se benefician de su poder, es capaz de atreverse con las aguas más torrenciales y de ellas salir oreada.

Se constituyó la mesa, cada cual en el lugar que le competía, el presidente firmó el acta y ordenó al secretario que la fijara, como determina la ley, en la entrada del edificio, pero el recadero, dando pruebas de una sensatez elemental, hizo notar que el papel no se mantendría en la pared ni un minuto, en dos santiamenes se le habría borrado la tinta, y al tercero se lo llevaría el viento. Colóquelo entonces dentro, donde la lluvia no lo alcance, la ley es omisa en ese particular, lo importante es que el edicto esté colgado y a la vista. Preguntó a la mesa si estaba de acuerdo, todos dijeron que sí, con la reserva expresa del delegado del pdd de que la decisión quedara reflejada en el acta para prevenir impugnaciones. Cuando el secretario regresó de su húmeda misión, el presidente le preguntó cómo estaba el tiempo y él respondió, encogiéndose de hombros, Igual, bueno para las ranas, Hay algún elector fuera, Ni sombra. El presidente se levantó e invitó a los miembros de la mesa y a los representantes de los partidos a que lo acompañaran en la revisión de la cabina electoral, que se comprobó estar limpia de elementos que pudiesen desvirtuar la pureza de las opciones políticas que allí iban a tener lugar a lo largo del día. Cumplida la formalidad, regresaron a sus lugares para examinar las listas del censo, que también encontraron limpias de irregularidades, lagunas y sospechas. Había llegado el momento grave en que el presidente destapa y exhibe la urna ante los electores para que puedan certificar que está vacía, de modo que mañana, siendo necesario, puedan ser buenos testigos de que ninguna acción delictiva había introducido en ella, en el silencio de la noche, los votos falsos que corromperían la libre y soberana voluntad política de los ciudadanos, que no se repetiría aquí una vez más aquel histórico fraude al que se da el pintoresco nombre de pucherazo, que tanto se podría cometer, no lo olvidemos, antes, durante o después del acto, según la ocasión y la eficacia de sus autores y cómplices. La urna estaba vacía, pura, inmaculada, pero en la sala no se encontraba ni un solo elector, uno sólo de muestra, ante quien pudiera ser exhibida. Tal vez alguno ande por ahí perdido, luchando contra los chaparrones, soportando los azotes del viento, apretando contra el corazón el documento que lo acredita como ciudadano con derecho a votar, pero, tal como están las cosas en el cielo, va a tardar mucho en llegar, si es que no acaba regresando a casa y dejando los destinos de la ciudad entregados a aquellos que un automóvil negro deja en la puerta y en la puerta después recoge, cumplido el deber cívico de quien ocupa el asiento de atrás.

Terminadas las operaciones de inspección de los diversos materiales, manda la ley de este país que voten inmediatamente el presidente, los vocales y los delegados de los partidos, así como las respectivas suplencias, siempre que, claro está, estén inscritos en el colegio electoral cuya mesa integran, como es el caso. Incluso estirando el tiempo, cuatro minutos bastaron para que la urna recibiese sus primeros once votos. Y la espera, no quedaba otro remedio, comenzó. Aún no pasaba media hora cuando el presidente, inquieto, sugirió a uno de los vocales que saliera a cerciorarse de si venía alguien, es posible que hayan aparecido electores, pero si se han topado con la puerta cerrada por el viento, se habrán ido protestando, si han retrasado las elecciones que al menos hubieran tenido la delicadeza de avisar a la gente por la radio y por la televisión, que para informaciones de esta clase todavía sirven. Dijo el secretario, Todo el mundo sabe que una puerta que se cierra con la fuerza del viento hace un ruido de treinta mil demonios, y aquí no se ha oído nada. El vocal dudó, voy no voy, pero el presidente insistió, Vaya usted, hágame el favor, y tenga cuidado, no se moje. La puerta estaba abierta, firme en su calzo. El vocal asomó la cabeza, un instante fue suficiente para mirar a un lado y a otro y para retirarla después chorreando como si la hubiese metido bajo una ducha. Deseaba actuar como un buen vocal, agradar a su presidente, y, siendo esta la primera vez que había sido llamado para estas funciones, quería ser apreciado por la rapidez y la eficacia en los servicios que tuviese que prestar, con tiempo y experiencia, quién sabe, alguna vez llegaría el día en que también él presidiera un colegio electoral, vuelos más altos que éste cruzan el cielo de la providencia y ya nadie se asombra. Cuando regresó a la sala, el presidente, entre pesaroso y divertido, exclamó, Pero hombre, no era necesario que se mojara de esa manera, No tiene importancia, señor presidente, dijo el vocal mientras se secaba la cara con la manga de la chaqueta, Ha visto a alguien, Hasta donde la vista me alcanza, nadie, la calle es un desierto de agua. El presidente se levantó, dio unos pasos indecisos delante de la mesa, llegó hasta la cabina, miró dentro y regresó. El delegado del pdm tomó la palabra para recordar su pronóstico de que la abstención se dispararía, el delegado del pdd pulsó otra vez la cuerda apaciguadora, los electores tienen todo el día para votar, esperarán que el temporal amaine. Ahora el delegado del pdi prefirió quedarse callado, pensaba en la triste figura que hubiera hecho de haber dejado salir de su boca lo que se disponía a decir en el momento en que el suplente del presidente entró en la sala, Cuatro miserables gotas de agua no son suficientes para amedrentar a los votantes de mi partido. El secretario, al que todos dirigieron la mirada esperando, optó por presentar una sugerencia práctica, Creo que no sería mala idea telefonear al ministerio pidiendo información sobre cómo está transcurriendo la jornada electoral aquí y en el resto del país, sabríamos si este corte de energía cívica es general, o si somos los únicos a quienes los electores no vienen a iluminar con sus votos. Indignado, el delegado del pdd se levantó, Requiero que quede reflejada en las actas mi más viva protesta, como representante del partido de la derecha, contra los términos irrespetuosos y contra el inaceptable tono de chacota con que el secretario acaba de referirse a los electores, esos que son los supremos valedores de la democracia, esos sin los cuales la tiranía, cualquiera de las que hay en el mundo, y son tantas, ya se habría apoderado de la patria que nos dio el ser. El secretario se encogió de hombros y preguntó, Tomo nota del requerimiento del representante del pdd, señor presidente, Opino que no es para tanto, lo que pasa es que estamos nerviosos, perplejos, desconcertados, y ya se sabe que en un estado de espíritu así es fácil decir cosas que en realidad no pensamos, estoy seguro de que el secretario no quiso ofender a nadie, él mismo es un elector consciente de sus responsabilidades, la prueba está en que, como todos los que estamos aquí, arrostró la intemperie para venir a donde el deber le llama, sin embargo, este reconocimiento sincero no me impide rogarle al secretario que se atenga al cumplimiento riguroso de la misión que le fue consignada, absteniéndose de comentarios que puedan chocar la sensibilidad personal y política de las personas presentes. El delegado del pdd hizo un gesto seco que el presidente prefirió interpretar como de concordancia, y el conflicto no fue más allá, a lo que contribuyó poderosamente que el representante del pdm recordara la propuesta del secretario, La verdad es que, añadió, estamos aquí como náufragos en medio del océano, sin vela ni brújula, sin mástil ni remo, y sin gasóleo en el depósito, Tiene toda la razón, dijo el presidente, voy a llamar al ministerio. Había un teléfono en una mesa apartada y hacia allí se dirigió llevando consigo la hoja de instrucciones que le había sido entregada días antes y donde se encontraban, entre otras indicaciones útiles, los números telefónicos del ministerio del interior.

La comunicación fue breve, Habla el presidente de la mesa electoral número catorce, estoy muy preocupado, algo francamente extraño está sucediendo aquí, hasta este momento no ha aparecido ni un solo elector a votar, hace ya más de una hora que hemos abierto, y ni un alma, sí señor, claro, al temporal no hay medio de pararlo, lluvia, viento, inundaciones, sí señor, seguiremos pacientes y a pie firme, claro, para eso hemos venido, no necesita decírmelo. A partir de este punto el presidente no contribuyó al diálogo nada más que con unos cuantos asentimientos de cabeza, unas cuantas interjecciones sordas y tres o cuatro principios de frase que no llegó a terminar. Cuando colgó el auricular miró a los colegas de mesa, pero en realidad no los veía, era como si tuviera ante sí un paisaje compuesto de colegios electorales vacíos, de inmaculadas listas censales, con presidentes y secretarios a la espera, delegados de partidos mirándose con desconfianza unos a otros, haciendo las cuentas de quién gana y quién pierde con la situación, y a lo lejos algún vocal chorreando y premioso que regresa de la entrada e informa de que no viene nadie. Qué le han respondido del ministerio, preguntó el representante del pdm, No saben qué pensar, es natural que el mal tiempo esté reteniendo a mucha gente en sus casas, pero que en toda la ciudad suceda prácticamente lo mismo que aquí, para eso no encuentran explicación, Por qué dice prácticamente, preguntó el delegado del pdd, En algunos colegios electorales, es cierto que pocos, han aparecido electores, pero la afluencia es reducidísima, como nunca se ha visto, Y en el resto del país, preguntó el representante del pdi, no sólo está lloviendo en la capital, Eso es lo que desconcierta, hay lugares donde llueve tanto como aquí y pese a eso las personas están votando, como es natural la afluencia es mayor en las regiones donde el tiempo es bueno, y, hablando de esto, dicen que el servicio meteorológico prevé una mejoría para el final de la mañana, También puede suceder que el tiempo vaya de mal en peor, recuerden el dicho, a mediodía o escampa o descarga, advirtió el segundo vocal, que hasta ahora no había abierto la boca. Se hizo un silencio. Entonces el secretario se metió la mano en uno de los bolsillos exteriores de la chaqueta, sacó un teléfono móvil y marcó un número. Mientras esperaba que lo atendieran, dijo, Esto es más o menos como lo que se cuenta de la montaña y de mahoma, puesto que no podemos preguntar a los electores que no conocemos por qué no vienen a votar, hagamos la pregunta a la familia, que es conocida, hola, qué tal, soy yo, sí, sigues ahí, por qué no has venido a votar, que está lloviendo ya lo sé, todavía tengo las perneras de los pantalones mojadas, sí, es verdad, perdona, olvidé que me habías dicho que vendrías después de comer, claro, te llamo porque aquí la cosa está complicada, ni te lo imaginas, si te dijera que hasta ahora no ha asomado nadie a votar, no me ibas a creer, bueno, entonces te espero, un beso. Colgó el teléfono y comentó irónico, Por lo menos tenemos un voto garantizado, mi mujer viene por la tarde. El presidente y los restantes miembros de la mesa entrecruzaron miradas, era evidente que tenían que seguir el ejemplo, pero también saltaba a la vista que ninguno quería ser el primero, equivaldría a reconocer que en rapidez de raciocinio y en desenvoltura quien se lleva la palma en este colegio electoral es el secretario. Al vocal que salió a la puerta para ver si llovía no le costó comprender que tendría que comer mucho pan y mucha sal antes de llegar a la altura de un secretario como este de aquí, capaz de, con la mayor ausencia de ceremonia del mundo, sacar un voto de un teléfono móvil como un prestidigitador saca un conejo de una chistera. Viendo que el presidente, apartado en una esquina, hablaba con su casa desde el móvil, y que los otros, utilizando sus propios aparatos, discretamente, en susurros, hacían lo mismo, el vocal de la puerta apreció la honestidad de los colegas que, al no usar el teléfono fijo colocado, en principio, para uso oficial, noblemente le ahorraban dinero al estado. El único de los presentes que por no tener móvil se limitaba a esperar las noticias de los otros era el representante del pdi, debiendo añadirse, además, que, por vivir solo en la capital y teniendo la familia en el pueblo, el pobre hombre no tiene a quién llamar. Una tras otra las conversaciones fueron terminando, la más larga es la del presidente, por lo visto le está exigiendo a su interlocutor que venga inmediatamente, a ver cómo acaba esto, en cualquier caso era él quien debería haber hablado en primer lugar, si el secretario se adelantó, que le aproveche, ya hemos visto que el tipo pertenece a la especie de los vivillos, si respetase la jerarquía como nosotros la respetamos simplemente hubiera expuesto la idea a su superior. El presidente soltó el suspiro que tenía atrapado en el pecho, se guardó el teléfono en el bolsillo y preguntó, Han sabido algo. La pregunta, aparte de innecesaria, era, cómo diremos, un poquito desleal, en primer lugar porque saber, eso que se llama saber, siempre se sabe algo, incluso cuando no sirva para nada, en segundo lugar porque era obvio que el inquiridor se estaba aprovechando de la autoridad inherente al cargo para eludir su obligación, que sería que él inaugurara, de viva voz y sin subterfugios, el intercambio de informaciones. Pero si no hemos olvidado el suspiro y el ímpetu exigente que en cierto momento de la conversación nos pareció notar en sus palabras, lógico será pensar que el diálogo, se supone que al otro lado habría una persona de la familia, no fue tan plácido e instructivo cuanto su justificado interés de ciudadano y de presidente merecía, y que, sin serenidad para atreverse con improvisaciones mal urdidas, rehuye ahora la dificultad invitando a los subordinados a expresarse, lo que, como también sabemos, es otra manera, más moderna, de ser jefe. Lo que dijeron los miembros de la mesa y los delegados de los partidos, salvo el del pdi, que, a falta de informaciones propias, estaba allí para oír, fue, o que a los familiares no les apetecía nada calarse hasta los huesos y esperaban que el cielo se decidiese a escampar para animar la votación popular, o que, como la mujer del secretario, pensaban votar durante el periodo de la tarde. El vocal de la puerta era el único que se mostraba satisfecho, se le veía en la cara la complaciente expresión de quien tiene motivo para enorgullecerse de sus méritos, lo que, traducido en palabras, da lo siguiente, En mi casa no ha respondido nadie, eso significa que ya vienen de camino. El presidente volvió a sentarse en su lugar y la espera recomenzó.

Casi una hora después entró el primer elector. Contra la expectativa general y para desaliento del vocal de la puerta, era un desconocido. Dejó el paraguas escurriendo en la entrada de la sala y, cubierto por una capa de plástico lustrosa por el agua, calzando botas de goma, avanzó hacia la mesa. El presidente se levantó con una sonrisa en los labios, este elector, hombre de edad avanzada, pero todavía robusto, anunciaba el regreso a la normalidad, a la habitual fila de cumplidores ciudadanos que avanzan lentamente, sin impaciencia, conscientes, como dijo el delegado del pdd, de la transcendente importancia de estas elecciones municipales. El hombre le entregó al presidente su carnet de identidad y el documento que lo acreditaba como elector, éste anunció con voz vibrante, casi feliz, el número del carnet y el nombre de su poseedor, los vocales encargados de la anotación hojearon las listas del censo, repitieron, cuando los encontraron, nombre y número, los marcaron con la señal de haber votado, después, siempre pingando agua, el hombre se dirigió a la cabina de voto con las papeletas, en seguida volvió con un papel doblado en cuatro, se lo entregó al presidente, que lo introdujo con aire solemne en la urna, recibió los documentos y se retiró, llevándose el paraguas. El segundo elector tardó diez minutos en aparecer, pero, a partir de él, si bien con cuentagotas, sin entusiasmo, como hojas otoñales desprendiéndose lentamente de las ramas, las papeletas fueron cayendo en la urna. Por más que el presidente y los vocales dilataran las operaciones de verificación, la fila no llegaba a formarse, se encontraban, como mucho, tres o cuatro personas esperando su turno, y de tres o cuatro personas nunca se hará, Por más que se esfuercen, una fila digna de ese nombre. Cuánta razón tenía yo, observó el delegado del pdm, la abstención será terrible, masiva, nadie conseguirá entenderse después de esto, la única solución será repetir las elecciones, Puede ser que el temporal remita, dijo el presidente, y, mirando el reloj, murmuró como si rezase, Es casi mediodía. Resoluto, aquel a quien le hemos dado el nombre de vocal de la puerta se levantó, Si el señor presidente me lo permite, voy a ver cómo está el tiempo, ahora que no hay nadie para votar. No tardó nada más que un instante, fue en un vuelo y volvió nuevamente feliz, anunciando la buena noticia. Formidable, llueve mucho menos, casi nada, y ya comienzan a verse claros en el cielo. Poco faltó para que los miembros de la mesa y los delegados de los partidos se fundieran en un abrazo, pero la alegría tuvo corta duración. El monótono goteo de electores no se alteró, llegaba uno, llegaba otro, llegaron la esposa, la madre y una tía del vocal de la puerta, llegó el hermano mayor del delegado del pdd, llegó la suegra del presidente, que, quebrando el respeto que se debe a un acto electoral, informó al abatido yerno de que la hija sólo aparecería hacia el final de la tarde, Dijo que estaba pensando ir al cine, añadió cruel, llegaron los padres del presidente suplente, llegaron otros que no pertenecían a estas familias, entraban indiferentes, salían indiferentes, el ambiente sólo se animó un poco cuando aparecieron dos políticos del pdd, minutos después uno del pdm, y como por encanto, una cámara de televisión salida de la nada tomó imágenes y regresó hacia la nada, un periodista solicitó permiso para realizar una pregunta, Cómo está transcurriendo la jornada, Y el presidente respondió, Podría ser mejor, pero, ahora que el tiempo parece aclarar, estamos seguros de que la afluencia de electores aumentará, La impresión que hemos recogido en otros colegios electorales de la ciudad es que la abstención va a ser muy alta esta vez, observó el periodista, Prefiero ver las cosas con optimismo, tener una visión positiva de la influencia de la meteorología en el funcionamiento de los mecanismos electorales, bastará que no llueva durante la tarde para que consigamos recuperar lo que el temporal de esta mañana intentó robarnos. El periodista salió satisfecho, la frase era bonita, podría dar, por lo menos, un subtítulo para el reportaje. Y, porque era hora de dar satisfacción al estómago, los miembros de la mesa y los interventores de los partidos se organizaron en turnos para, con un ojo puesto en las listas electorales y otro en el bocadillo, comer allí mismo.

Había dejado de llover, pero nada hacía prever que las cívicas esperanzas del presidente llegaran a ser satisfactoriamente coronadas por el contenido de una urna en la que los votos, hasta ahora, apenas llegaban para alfombrar el fondo. Todos los presentes pensaban lo mismo, las elecciones eran ya un tremendo fracaso político. El tiempo pasaba. Las tres y medía de la tarde sonaban en el reloj de la torre cuando la esposa del secretario entró a votar. Marido y mujer se sonrieron el uno al otro con discreción, pero también con un toque sutil de indefinibles complicidades, una sonrisa que causó al presidente de la mesa una incómoda crispación interior, tal vez el dolor de la envidia al saber que nunca llegaría a ser parte de una sonrisa como aquélla. Todavía seguía doliéndole en un repliegue cualquiera de la carne, en un recoveco cualquiera del espíritu cuando, treinta minutos después, mirando el reloj, se preguntaba a sí mismo si la mujer habría acabado yendo al cine. Se va a presentar, si es que se presenta, a última hora, en el último minuto, pensó. Las maneras de conjurar el destino son muchas y casi todas vanas, y ésta, obligarse a pensar lo peor confiando en que suceda lo mejor, siendo de las más vulgares, podría ser una tentativa merecedora de consideración, pero no dará resultado en el caso presente porque de fuente digna de todo crédito sabemos que la mujer del presidente de la mesa ha ido al cine y que, por lo menos hasta este momento, no ha decidido si vendrá a votar. Felizmente, la ya otras veces invocada necesidad de equilibrio que ha sostenido el universo en sus carriles y a los planetas en sus trayectorias, determina que siempre que se quite algo de un lado se ponga en el otro algo que más o menos le corresponda, a poder ser de la misma calidad y en la misma proporción, a fin de que no se acumulen las quejas por diferencias de tratamiento. De otro modo no se comprendería por qué motivo, a las cuatro de la tarde, precisamente a una hora que no es ni mucho ni poco, que no es carne ni pescado, los electores que hasta entonces se habían quedado en la tranquilidad de sus hogares, ignorando ostensiblemente la obligación electoral, comenzaron a salir a la calle, la mayoría por sus propios medios, otros con la ayuda benemérita de bomberos y de voluntarios ya que los lugares donde vivían aún se encontraban inundados e intransitables, y todos, todos, los sanos y los enfermos, aquellos por su pie, éstos en sillas de ruedas, en camillas, en ambulancias, confluían hacia sus respectivos colegios electorales como ríos que no conocen otro camino que no sea el del mar. A las personas escépticas, o simplemente desconfiadas, esas que sólo están inclinadas a creer en los prodigios de los que esperan extraer algún provecho, deberá de parecerles que la arriba mencionada necesidad de equilibrio del universo está siendo descaradamente falseada en la presente circunstancia, que la artificiosa duda sobre si la mujer del presidente de la mesa vendrá o no a votar es, a todas luces, demasiado insignificante desde el punto de vista cósmico para que sea necesario compensarla, en una ciudad entre tantas del mundo terreno, con la movilización inesperada de miles y miles de personas de todas las edades y condiciones sociales que, sin haberse puesto previamente de acuerdo sobre sus diferencias políticas e ideológicas, han decidido, por fin, salir de casa para votar. Quien de esta manera argumente olvida que el universo tiene sus leyes, todas ellas extrañas a los contradictorios sueños y deseos de la humanidad, y en cuya formulación no tenemos más arte ni parte que las palabras con que burdamente las nombramos, y también que todo nos viene convenciendo de que las aplica en función de objetivos que trascienden y siempre trascenderán nuestra capacidad de entendimiento, y si, en este particular conjunto, la escandalosa desproporción entre algo que tal vez, por ahora sólo tal vez, acabe siendo robado a la urna, es decir, el voto de la supuestamente antipática esposa del presidente, y la marea alta de hombres y de mujeres que ya vienen de camino, nos parece difícil de aceptar a la luz de la más elemental justicia distributiva, pide la prudencia que durante algún tiempo suspendamos cualquier juicio definitivo y acompañemos con atención confiante el desarrollo de unos sucesos que apenas comienzan a delinearse. Precisamente lo que, arrebatados de entusiasmo profesional y de imparable ansiedad informativa, están ya haciendo los periodistas de radio, prensa y televisión, corriendo de un lado a otro, poniendo grabadoras y micrófonos ante la cara de las personas, preguntando Qué le ha hecho salir de casa a las cuatro para votar, no le parece increíble que todo el mundo haya bajado a la calle al mismo tiempo, oyendo respuestas secas o agresivas como Porque era la hora en que había decidido salir, Como ciudadanos libres, entramos y salimos a la hora que nos apetece, no tenemos que dar explicaciones a nadie sobre las razones de nuestros actos, Cuánto le pagan por hacer preguntas estúpidas, A quién le importa la hora en que salgo o no salgo de casa, En qué ley está escrito que tengo obligación de atender a su pregunta, Sólo hablo en presencia de mi abogado. También hubo algunas personas bien educadas que respondieron sin la reprensora acrimonia de los ejemplos que acabamos de dar, pero incluso ésas fueron incapaces de satisfacer la ávida curiosidad periodística, se limitaban a encogerse de hombros diciendo, Tengo el máximo respeto por su trabajo y nada me gustaría más que ayudarle a publicar una buena noticia, desgraciadamente sólo puedo decirle que miré el reloj, vi que eran las cuatro y le dije a la familia Vamos, es ahora o nunca, Ahora o nunca, por qué, Pues ahí está el quid de la cuestión, me salió así la frase, Piénselo bien, haga un esfuerzo, No merece la pena, pregúntele a otra persona, tal vez ella lo sepa, Ya le he preguntado a cincuenta, Y qué, Ninguna me ha sabido dar respuesta, Pues ya ve, Pero no le parece una extraña coincidencia que hayan salido miles de personas de sus casas a la misma hora para ir a votar, Coincidencia, desde luego, pero extraña quizá no, Por qué, Ah, eso no lo sé. Los comentaristas que en las diversas televisiones seguían el proceso electoral, ofreciendo pálpitos ante la falta de datos ciertos de apreciación, infiriendo del vuelo y del canto de las aves la voluntad de los dioses, lamentando que ya no esté autorizado el sacrificio de animales para en sus vísceras descifrar los decretos del cronos y del hado, despertaron súbitamente del torpor en que las perspectivas más que sombrías del escrutinio los habían hecho zozobrar y, ciertamente porque les parecía indigno de su educativa misión desperdiciar tiempo discutiendo coincidencias, se lanzaron como lobos sobre el extraordinario ejemplo de civismo que la población de la capital estaba dando a todo el país en aquel momento, acudiendo en masa a las urnas cuando el fantasma de una abstención sin paralelo en la historia de nuestra democracia amenazaba gravemente la estabilidad no sólo del régimen, sino también, mucho más grave, del sistema. No iba tan lejos en temores la nota oficiosa emanada del ministerio del interior, pero el alivio del gobierno era patente en cada línea. En cuanto a los tres partidos en lista, el de la derecha, el del medio y el de la izquierda, ésos, después de echar cuentas rápidas de las ganancias y pérdidas que resultarían de tan inesperado movimiento de ciudadanos, hicieron públicas declaraciones de congratulación en las cuales, entre otras lindezas estilísticas del mismo jaez, se afirmaba que la democracia estaba de enhorabuena. También en términos semejantes, punto más, coma menos, se expresaron, con la bandera nacional izada detrás, primero, el jefe de estado en su palacio, después el primer ministro en su palacete. A la puerta de los lugares de voto, las filas de electores, de tres en fondo, daban la vuelta a la manzana hasta perderse de vista.

Como los demás presidentes de mesa de la ciudad, este de la asamblea electoral número catorce tenía clara conciencia de que estaba viviendo un momento histórico único. Cuando ya iba la noche muy avanzada, después de que el ministerio del interior hubiera prorrogado dos horas el término de la votación, periodo al que fue necesario añadirle media hora más para que los electores que se apiñaban dentro del edificio pudiesen ejercer su derecho de voto, cuando por fin los miembros de la mesa y los interventores de los partidos, extenuados y hambrientos, se encontraron delante de la montaña de papeletas que habían sido extraídas de las dos urnas, la segunda requerida de urgencia al ministerio, la grandiosidad de la tarea que tenían por delante los hizo estremecerse de una emoción que no dudaremos en llamar épica, o heroica, como si los manes de la patria, redivivos, se hubiesen mágicamente materializado en aquellos papeles. Uno de esos papeles era el de la mujer del presidente. Vino conducida por un impulso que la obligó a salir del cine, pasó horas en una fila que avanzaba con la lentitud del caracol, y cuando finalmente se encontró frente al marido, cuando oyó pronunciar su nombre, sintió en el corazón algo que tal vez fuese la sombra de una felicidad antigua, nada más que la sombra, pero, aun así, pensó que sólo por eso había merecido la pena venir aquí. Pasaba de la medianoche cuando el escrutinio terminó. Los votos válidos no llegaban al veinticinco por ciento, distribuidos entre el partido de la derecha, trece por ciento, partido del medio, nueve por ciento, y partido de la izquierda, dos y medio por ciento. Poquísimos los votos nulos, poquísimas las abstenciones. Todos los otros, más del setenta por ciento de la totalidad, estaban en blanco.


El desconcierto, la estupefacción, pero también la burla y el sarcasmo, barrieron el país de una punta a otra. Los municipios de la provincia, donde las elecciones transcurrieron sin accidentes ni sobresaltos, salvo algún que otro ligero retraso ocasionado por el mal tiempo, y cuyos resultados no variaban de los de siempre, tantos votantes ciertos, tantos abstencionistas empedernidos, nulos y blancos sin significado especial, esos municipios, a los que el triunfalismo centralista había humillado cuando se pavoneó ante el país como ejemplo del más límpido civismo electoral, podían ahora devolver la bofetada al que dio primero y reír de la estulta presunción de unos cuantos señores que creen que llevan al rey en la barriga sólo porque la casualidad los hizo vivir en la capital. Las palabras Esos señores, pronunciadas con un movimiento de labios que rezumaba desdén en cada sílaba, por no decir en cada letra, no se dirigían contra las personas que, habiendo permanecido en casa hasta las cuatro de la tarde, de repente acudieron a votar como si hubiesen recibido una orden a la que no podían ofrecer resistencia, apuntaban, sí, al gobierno que cantó victoria antes de tiempo, a los partidos que comenzaron a manejar los votos en blanco como si fuesen una viña por vendimiar y ellos los vendimiadores, a los periódicos y otros medios de comunicación social por la facilidad con que pasan de los aplausos del capitolio a despeñar desde la roca tarpeya, como si ellos mismos no formaran parte activa en la preparación de los desastres.

Alguna razón tenían los zumbones de provincias, pero no tanta cuanta creían. Bajo la agitación política que recorre toda la capital como un reguero de pólvora en busca de su bomba se nota una inquietud que evita manifestarse en voz alta, salvo si está entre sus pares, una persona con sus íntimos, un partido con su aparato, el gobierno consigo mismo, Qué sucederá cuando se repitan las elecciones, ésta es la pregunta que se hace en voz baja, contenida, sigilosa, para no despertar al dragón que duerme. Hay quien opina que es mejor no atizar la vara en el lomo del animal, dejar las cosas como están, el pdd en el gobierno, el pdd en el ayuntamiento, hacer como que nada ha sucedido, imaginar, por ejemplo, que ha sido declarado el estado de excepción en la capital y que por tanto se encuentran suspendidas las garantías constitucionales, y, pasado cierto tiempo, cuando el polvo se haya asentado, cuando el nefasto suceso haya entrado en el rol de los pretéritos olvidados, entonces, sí, preparar las nuevas elecciones, comenzando por una bien estudiada campaña electoral, rica en juramentos y promesas, al mismo tiempo que se prevenga por todos los medios, y sin remilgos ante cualquier pequeña o mediana ilegalidad, la posibilidad de que se pueda repetir el fenómeno que ya ha merecido por parte de un reputado especialista en estos asuntos la clasificación de teratología político social. También están los que expresan una opinión diferente, arguyen que las leyes son sagradas, que lo que está escrito es para que se cumpla, le duela a quien le duela, y que si entramos por la senda de los subterfugios y por el atajo de los apaños por debajo de la mesa iremos directos al caos y a la disolución de las conciencias, en suma, si la ley estipula que en caso de catástrofe natural las elecciones se repitan ocho días después, pues que se repitan ocho días después, es decir, ya el próximo domingo, y sea lo que dios quiera, que para eso está. Obsérvese, no obstante, que los partidos, al expresar sus puntos de vista, prefieren no arriesgar demasiado, dan una en el clavo y otra en la herradura, dicen que sí, pero que también. Los dirigentes del partido de la derecha, que forma gobierno y preside el ayuntamiento, parten de la convicción de que ese triunfo, indiscutible, dicen ellos, les servirá la victoria en bandeja de plata, por lo que adoptaron una táctica de serenidad teñida de tacto diplomático, confiando en el sano criterio del gobierno, a quien incumbe hacer cumplir la ley, Como es lógico y natural en una democracia consolidada, como la nuestra, rematan. Los del partido del medio también pretenden que la ley sea respetada, pero reclaman del gobierno algo que de antemano saben que es totalmente imposible de satisfacer, esto es, el establecimiento y la aplicación de medidas rigurosas que aseguren la normalidad absoluta del acto electoral, pero, sobre todo, imagínense, de los respectivos resultados, De manera que en esta ciudad, alegan, no pueda repetirse el espectáculo vergonzoso que acabamos de dar ante la patria y el mundo. En cuanto al partido de la izquierda, después de que se reunieran sus máximos órganos directivos y tras un largo debate, elaboró e hizo público un comunicado en el que expresaba su más firme esperanza de que el acto electoral que se avecinaba haría nacer, objetivamente, las condiciones políticas indispensables para el advenimiento de una nueva etapa de desarrollo y de amplio progreso social. No juraron que esperaban ganar las elecciones y gobernar el ayuntamiento, pero se sobreentendía. Por la noche, el primer ministro fue a la televisión para anunciarle al pueblo que, de acuerdo con las leyes vigentes, las elecciones municipales se repetirían el domingo próximo, iniciándose, por tanto, a partir de las veinticuatro horas de hoy, un nuevo periodo de campaña electoral de cuatro días de duración hasta las veinticuatro horas del viernes. El gobierno, añadió dándole al semblante un aire grave y acentuando con intención las sílabas fuertes, confía en que la población de la capital, nuevamente llamada a votar, sabrá ejercer su deber cívico con la dignidad y el decoro con que siempre lo hizo en el pasado, dándose así por írrito y nulo el lamentable acontecimiento en que, por motivos todavía no del todo aclarados, pero que se encontraban en curso de investigación, el habitual preclaro criterio de los electores de esta ciudad se vio inesperadamente confundido y desvirtuado. El mensaje del jefe de estado queda para el cierre de campaña, en la noche del viernes, pero la frase de remate ya ha sido elegida, El domingo, queridos compatriotas, será un hermoso día.

Fue realmente un día hermoso. Por la mañana temprano, estando el cielo que nos cubre y protege en todo su esplendor, con un sol de oro fulgurante en fondo de cristal azul, según las inspiradas palabras de un reportero de televisión, comenzaron los electores a salir de sus casas camino de los respectivos colegios electorales, no en masa ciega, como se dice que sucedió hace una semana, aunque, pese a ir cada uno por su cuenta, fue con tanto apuramiento y diligencia que todavía las puertas no estaban abiertas y ya extensísimas filas de ciudadanos aguardaban su vez. No todo, desgraciadamente, era honesto y límpido en las tranquilas reuniones. No había ni una fila, una sola entre las más de cuarenta diseminadas por toda la ciudad, en la que no se encontraran uno o más espías con la misión de escuchar y grabar los comentarios de los electores, convencidas como estaban las autoridades policiales de que una espera prolongada, tal como sucede en los consultorios médicos, induce a que se suelten las lenguas más pronto o más tarde, aflorando a la luz, aunque sea con una simple media palabra, las intenciones secretas que animan el espíritu de los electores. En su gran mayoría los espías son profesionales, pertenecen a los servicios secretos, pero también los hay procedentes del voluntariado, patriotas aficionados al espionaje que se presentan por vocación de servicio, sin remuneración, palabras, todas éstas, que constan en la declaración juramentada que han firmado, o, y no son pocos los casos, también están los que se ofrecen por el morboso placer de la denuncia. El código genético de eso a lo que, sin pensar mucho, nos contentamos con llamar naturaleza humana, no se agota en la hélice orgánica del ácido desoxirribonucleico, o adn, tenemos mucho más que decirle y tiene mucho más que contarnos, pero ésa, hablando de forma figurada, es la espiral complementaria que todavía no conseguimos hacer salir del parvulario, pese a la multitud de psicólogos y analistas de las más diversas escuelas y calibres que se han dejado las uñas intentando abrir sus cerrojos. Estas científicas consideraciones, por muy valiosas que sean ya y por muy prospectivas que puedan serlo en el futuro, no nos debieran hacer olvidar las inquietantes realidades de hoy, como la que acabamos de percibir ahora mismo, y es que no sólo están por ahí los espías, con cara de distraídos, escuchando y grabando solapadamente lo que se dice, hay también automóviles deslizándose suavemente a lo largo de la fila como quien busca un sitio donde estacionar, y que llevan dentro, invisibles a las miradas, cámaras de video de alta definición y micrófonos de última generación capaces de transferir a un cuadro gráfico las emociones que aparentemente se ocultan en el susurrar diverso de un grupo de personas a que creen, cada una de ellas, que está pensando en otra cosa. Se ha grabado la palabra, pero también el diseño de la emoción. Ya nadie puede estar seguro. Hasta el momento en que se abrieron las puertas de las secciones electorales y las filas comenzaron a moverse las grabadoras no habían podido captar nada más que frases insignificantes, banalísimos comentarios sobre la belleza de la mañana y la amena temperatura o sobre el desayuno ingerido a toda prisa, breves diálogos sobre la importante cuestión de cómo dejar seguros a los hijos mientras las madres acuden a votar, Se ha quedado el padre cuidándolos, la única solución es que nos relevemos, ahora estoy yo, después vendrá él, claro que hubiéramos preferido votar juntos, pero no es posible, y lo que no tiene remedio, ya se sabe, remediado está, Nuestro hijo más pequeño se quedó con la hermana mayor que todavía no está en edad de votar, sí, éste es mi marido, Encantado de conocerle, Igualmente, Qué hermosa mañana, Realmente parece que ha sido hecha a propósito, Algún día tendría que suceder. A pesar de la agudeza auditiva de los micrófonos que pasaban y volvían a pasar, coche blanco, coche azul, coche verde, coche rojo, coche negro, con las antenas balanceándose por la brisa matinal, nada explícitamente sospechoso asomaba la cabeza bajo la piel de expresiones tan inocentes y coloquiales como éstas, por lo menos en apariencia. Con todo, no era necesario tener un doctorado en suspicacia o un diploma en desconfianza para olfatear algo particular en las dos últimas frases, la de la mañana que parecía haber sido hecha a propósito, y en especial la segunda, la de que algún día tendría que suceder, ambigüedades acaso involuntarias, acaso inconscientes, pero, por eso mismo, potencialmente más peligrosas, que convendría contrastar con el análisis minucioso del tono en que las dichas palabras fueron proferidas, pero sobre todo con la gama de resonancias por ellas generadas, nos referimos a los subtonos, sin cuya consideración, de creer en recientes teorías, el grado de comprensión de cualquier discurso oralmente expresado será siempre insuficiente, incompleto, limitado. Al espía que casualmente se encontraba allí, así como a todos sus colegas, le habían sido dadas instrucciones preventivas muy precisas sobre cómo actuar en casos como éste. Debería no distanciarse del sospechoso, debería colocarse en tercera o cuarta posición tras él en la fila de votantes, debería, como doble garantía, a pesar de la sensibilidad del magnetófono que lleva escondido, retener en la memoria el nombre y el número de elector cuando el presidente de la mesa los pronuncie en voz alta, debería simular que se había olvidado de algo y retirarse discretamente de la fila, salir a la calle, comunicar por teléfono lo ocurrido a la central de información y, por fin, volver al terreno de caza, tomando nuevamente lugar en la fila. En el exacto sentido de los términos, no se puede comparar esta acción a un ejercicio de tiro al blanco, lo que se espera aquí es que el azar, el destino, la suerte, o como diablos se le quiera llamar, ponga el blanco delante del tiro.

Las noticias llovían en la central a medida que el tiempo iba pasando, sin embargo, en ningún caso revelaban de una forma clara y por tanto irrebatible en el futuro la intención de voto del elector cazado, lo que abundaba en la lista eran frases del tipo de las mencionadas más arriba, y hasta la que se presentaba como más sospechosa, Algún día tendría que suceder, perdería mucho de su aparente peligrosidad si la restituyésemos a su contexto, nada más que una conversación entre dos hombres sobre el reciente divorcio de uno de ellos, conducida con medias palabras para no excitar la curiosidad de las personas próximas, y que había terminado de ese modo, un tanto rencoroso, un tanto resignado, aunque el trémulo suspiro que salió del pecho del hombre que se acababa de divorciar, si fuese la sensibilidad el mejor atributo del oficio de espía, lo habría colocado claramente en el cuadrante de la resignación. Que el espía no lo hubiese considerado digno de nota, que el magnetofón no lo hubiera captado, son fallos humanos y desaciertos tecnológicos cuya simple eventualidad el buen juez, sabiendo lo que son los hombres y no ignorando lo que son las máquinas, tendría el deber de considerar, incluso cuando, y eso sí sería magníficamente justo, aunque a primera vista pueda parecer escandaloso, no existiese en la materia del proceso la más pequeña señal de no culpabilidad del acusado. Temblamos al pensar lo que mañana le puede suceder a ese inocente si lo interrogan, Reconoce que le dijo a la persona que estaba con usted Algún día tendría que suceder, Sí, lo reconozco, Piense bien antes de responder, a qué se refería con esas palabras, Hablábamos de mi separación, Separación, o divorcio, Divorcio, Y cuáles eran, cuáles son sus sentimientos con respecto a tal divorcio, Creo que un poco de rabia, un poco de resignación, Más rabia, o más resignación, Más resignación, supongo, No le parece que, en ese caso, lo más natural hubiera sido soltar un suspiro, sobre todo si está hablando con un amigo, No puedo jurar que no haya suspirado, no me acuerdo, Pues nosotros tenemos la certeza de que no suspiró, Cómo lo saben, si no estaban allí, Y quién le dice que no estábamos, Tal vez mi amigo recuerde si me oyó suspirar, es cuestión de preguntarle, Por lo visto su amistad con él no es muy grande, Qué quiere decir, Que invocar aquí a su amigo es crearle problemas, Ah, eso no, Muy bien, Puedo irme, Qué ideas tiene, hombre, no se precipite, primero tendrá que responder a la pregunta que le hemos hecho, Qué pregunta, En qué estaba pensando realmente cuando le dijo a su amigo las tales palabras, Ya he respondido, Dénos otra respuesta, ésa no sirve, Es la única que les puedo dar porque es la verdadera, Eso es lo que usted se cree, Claro que me puedo poner a inventar, Hágalo, a nosotros no nos importa nada que invente las respuestas que entienda, con tiempo y paciencia, más la aplicación adecuada de ciertas técnicas, acabará llegando a lo que pretendemos oír, Díganme qué es y acabemos con esto, Ah no, así no tiene ninguna gracia, qué imagen se llevaría de nosotros, querido señor, nosotros tenemos una dignidad científica que respetar, una conciencia profesional que defender, para nosotros es muy importante que seamos capaces de demostrarles a nuestros superiores que merecemos el dinero que nos pagan y el pan que comemos, Estoy perdido, No tenga prisa.

La impresionante tranquilidad de los votantes en las calles y dentro de los colegios electorales no se correspondía con la disposición de ánimo en los gabinetes de los ministros y en las sedes de los partidos. La cuestión que más les preocupa a unos y a otros es hasta dónde alcanzará esta vez la abstención, como si en ella se encontrara la puerta de salvación para la difícil situación social y política en que el país se encuentra inmerso desde hace una semana. Una abstención razonablemente alta, o incluso por encima de la máxima verificada en las elecciones anteriores, mientras no sea exagerada, significaría que habríamos regresado a la normalidad, la conocida rutina de los electores que nunca creen en la utilidad del voto e insisten contumazmente en su ausencia, la de los otros que prefieren aprovechar el buen tiempo para pasar el día en la playa o en el campo con la familia, o la de aquellos que, sin ningún motivo, salvo la invencible pereza, se quedan en casa. Si la afluencia a las urnas, masiva como en las elecciones anteriores, ya mostraba, sin margen para ninguna duda, que el porcentaje de abstenciones sería reducidísimo, o incluso prácticamente nulo, lo que más confundía a las instancias oficiales, lo que estaba a punto de hacerles perder la cabeza, era el hecho de que los electores, salvo escasas excepciones, respondieran con un silencio impenetrable a las preguntas de los encargados de los sondeos sobre el sentido de su voto, Es sólo a efectos estadísticos, no tiene que identificarse, no tiene que decir cómo se llama, insistían, pero ni por esas conseguían convencer a los desconfiados votantes. Ocho días antes los periodistas consiguieron que les respondieran, es cierto que con tono ora impaciente, ora irónico, ora desdeñoso, respuestas que en realidad eran más un modo de callar que otra cosa, pero al menos se intercambiaban algunas palabras, un lado preguntaba, otro hacía como que, nada parecido a este espeso muro de silencio, como un misterio de todos que todos hubieran jurado defender. A mucha gente ha de parecerle singular, asombrosa, por no decir imposible de suceder, esta coincidencia de procedimiento entre tantos y tantos millares de personas que no se conocen, que no piensan de la misma manera, que pertenecen a clases o estratos sociales diferentes, que, en suma, estando políticamente colocadas en la derecha, en el centro o en la izquierda, cuando no en ninguna parte, decidieran, cada una por sí misma, mantener la boca cerrada hasta el recuento de los votos, dejando para más tarde la revelación del secreto. Esto fue lo que, con mucha esperanza de acertar, quiso anticiparle el ministro del interior al primer ministro, esto fue lo que el primer ministro se apresuró a transmitirle al jefe de estado, el cual, con más edad, con más experiencia y más encallecido, con más mundo visto y vivido, se limitó a responder en tono de sorna, Si no están dispuestos a hablar ahora, deme una buena razón para que quieran hablar después. El cubo de agua fría del supremo magistrado de la nación no hizo que el primer ministro y el ministro del interior perdieran el ánimo, no los lanzó a las garras de la desesperación porque, verdaderamente, no tenían nada a que agarrarse, aunque por poco tiempo. No quiso el ministro del interior informar de que, por temor a posibles irregularidades en el acto electoral, previsión que los propios hechos, entre tanto, ya se encargaron de desmentir, había mandado hacer guardia en todos los colegios electorales de la ciudad a dos agentes de paisano de corporaciones diferentes, ambos acreditados para inspeccionar las operaciones de escrutinio, pero también encargados, cada uno de ellos, de mantener vigilado al colega, por si se diera el caso de que se escondiera ahí alguna complicidad honradamente militante, o simplemente negociada en la lonja de las pequeñas traiciones. De esta manera, entre espías y vigilantes, entre magnetofones y cámaras de vídeo, todo parecía seguro y bien seguro, a cubierto de cualquier interferencia maligna que desvirtuase la pureza del acto electoral, y ahora, acabado el juego, no quedaba nada más que cruzar los brazos y esperar la sentencia final de las urnas. Cuando en el colegio electoral número catorce, a cuyo funcionamiento tuvimos la enorme satisfacción de consagrar, en homenaje a esos dedicados ciudadanos, un capítulo completo, sin omitir ciertos problemas íntimos de la vida de alguno de ellos, cuando en todos los colegios restantes, desde el número uno al número trece y desde el número quince al número cuarenta y cuatro, los respectivos presidentes volcaban los votos en las largas tablas que servían de mesas, un rumor impetuoso de avalancha atravesó la ciudad. Era el preludio del terremoto político que no tardaría en producirse. En las casas, en los cafés, en las tabernas y en los bares, en todos los lugares públicos y privados donde hubiese un televisor o una radio, los habitantes de la capital esperaban, más tranquilos unos que otros, el resultado final del escrutinio. Nadie compartía confidencias con su vecino acerca de su voto, los amigos más cercanos guardaban silencio, las personas más locuaces parecían haberse olvidado de las palabras. A las diez de la noche, finalmente, apareció en televisión el primer ministro. Venía con el rostro demudado, con ojeras profundas, efecto de una semana entera de noches mal dormidas, pálido a pesar del maquillaje tipo buena salud. Traía un papel en la mano, pero casi no lo leyó, apenas le lanzó alguna que otra mirada para no perder el hilo del discurso, Queridos conciudadanos, dijo, el resultado de las elecciones que hoy se han realizado en la capital es el siguiente, partido de la derecha, ocho por ciento, partido del medio, ocho por ciento, partido de la izquierda, uno por ciento, abstenciones, cero, votos nulos, cero, votos en blanco, ochenta y tres por ciento. Hizo una pausa para acercarse a los labios el vaso de agua que tenía al lado y prosiguió, El gobierno, reconociendo que la votación de hoy confirma, agravándola, la tendencia verificada el pasado domingo y estando unánimemente de acuerdo sobre la necesidad de una seria investigación de las causas primeras y últimas de tan desconcertantes resultados, considera, tras deliberar con su excelencia el jefe de estado, que su legitimidad para seguir en funciones no ha sido puesta en causa, ya que la convocatoria ahora concluida era sólo local, y porque además reivindica y asume como su imperiosa y urgente obligación investigar hasta las últimas consecuencias los anómalos acontecimientos de que fuimos, durante la última semana, aparte de atónitos testigos, temerarios actores, y si, con el más profundo pesar, pronuncio esta palabra, es porque los votos en blanco, que han asestado un golpe brutal a la normalidad democrática en que transcurría nuestra vida personal y colectiva, no cayeron de las nubes ni subieron de las entrañas de la tierra, estuvieron en el bolsillo de ochenta y tres de cada cien electores de esta ciudad, los cuales, con su propia, pero no patriótica mano, los depositaron en las urnas. Otro trago de agua, éste más necesario porque la boca se le ha secado de repente, Todavía estamos a tiempo de enmendar el error, no a través de nuevas elecciones, que en el estado actual podrían ser, aparte de inútiles, contraproducentes, sino a través del riguroso examen de conciencia al que, desde esta tribuna pública, convoco a los habitantes de la capital, todos ellos, a unos para que puedan protegerse mejor de la terrible amenaza que flota sobre sus cabezas, a otros, sean culpables, sean inocentes de intención, para que se corrijan de la maldad a que se dejaron arrastrar a saber por quién, bajo pena de convertirse en blanco directo de las sanciones previstas en el ámbito del estado de excepción cuya declaración, tras consulta, mañana mismo, al parlamento, que para el efecto se reunirá en sesión extraordinaria, y obtenida, como se espera, su aprobación unánime, el gobierno va a solicitar a su excelencia el jefe del estado. Cambio de tono, brazos medio abiertos, manos alzadas hasta la altura de los hombros, El gobierno de la nación tiene la certidumbre de interpretar la fraternal voluntad de unión del resto del país, ese que con un sentido cívico merecedor de todos los elogios cumplió con normalidad su deber electoral, y ahora, como padre amantísimo, recuerda, a los electores de la capital desviados del recto camino, la lección sublime de la parábola del hijo pródigo y les dice que para el corazón humano no existe falta que no pueda ser perdonada, siendo sincera la contrición, siendo el arrepentimiento total. La última frase de efecto del primer ministro, Honrad a la patria, que la patria os contempla, con redoble de tambores y clarines sonantes, rebuscada en los sótanos de la más decadente retórica patrimonial, quedó deslucida por un Buenas noches que sonó a falso, es lo que tienen de bueno las palabras simples, que no saben engañar.

En los lugares, casas, bares, tabernas, cafés, restaurantes, asociaciones o sedes políticas donde se encontraban votantes del partido de la derecha, del partido del medio e incluso del partido de la izquierda, la comunicación del primer ministro fue ampliamente comentada, claro que, como es natural, de manera diferente y con matizaciones diversas. Los más satisfechos con la performance, a ellos pertenece el bárbaro término, no a quien esta fábula viene narrando, eran los del pdd, que, con aire de superioridad, entre guiños, se felicitaban por la excelencia de la técnica que el jefe había empleado, esa que ha sido designada con la curiosa expresión del palo y la zanahoria, predominantemente aplicada a los asnos y a las mulas en tiempos antiguos, pero que la modernidad, con resultados más que apreciables, reutiliza para uso humano. Algunos, tipo fierabrás y matamoros, consideraban que el primer ministro debería haber terminado el discurso en el punto en que anunció la declaración inminente del estado de excepción, que todo lo que dijo después estaba de más, que con la canalla sólo la cachiporra, que si nos ponemos con paños calientes vamos apañados, que al enemigo ni agua, y otras fuertes expresiones de similar catadura. Los compañeros argumentaban que no era exactamente así, que el jefe tendría sus razones, pero estos pacifistas, como siempre ingenuos, ignoraban que la desabrida reacción de los intransigentes era una maniobra táctica que tenía como objetivo mantener despierta la vena combativa de la militancia. Para lo que dé y venga, era la consigna. Ya los del pdm, como oposición que eran, y aunque estando de acuerdo en lo fundamental, es decir, la necesidad urgente de depurar responsabilidades y castigar a los autores, o conspiradores, encontraban desproporcionada la instauración del estado de excepción, sobre todo sin saber cuánto tiempo iba a durar, y que, en último análisis, no tenía sentido suspender derechos a quien no había cometido otro crimen que ejercer precisamente uno de ellos. Cómo terminará todo esto, se preguntaban, si algún ciudadano decide recurrir al tribunal constitucional, Más inteligente y patriótico sería, agregaban, formar ya un gobierno de salvación nacional con representación de todos los partidos, porque, existiendo realmente una situación de emergencia colectiva, no es con un estado de excepción como ésta se resuelve, el pdd ha perdido los estribos, no tardará en caerse del caballo. También los militantes del pdi sonreían ante la posibilidad de que su partido llegase a formar parte de un gobierno de coalición, pero, entre tanto, lo que más les preocupaba era descubrir una interpretación del resultado electoral que consiguiese disimular la brutal caída de votos que el partido había sufrido, puesto que, alcanzado el cinco por ciento en las últimas elecciones generales realizadas y habiendo pasado al dos y medio en la primera ronda de éstas, se encontraba ahora con la miseria de un uno por ciento y un negro futuro por delante. El resultado del análisis culminó con la preparación de un comunicado en el que se insinuaba que no habiendo razones objetivas que obligasen a pensar que los votos en blanco pretendían atentar contra la seguridad del estado o contra la estabilidad del sistema, lo correcto sería presuponer una coincidencia casual entre la voluntad de cambio así manifestada y las propuestas de progreso contenidas en el programa del pdi. Nada más, todo eso.

Hubo también personas que se limitaron a desenchufar el aparato de televisión cuando el primer ministro terminó y después, antes de irse a la cama, se entretuvieron hablando de sus vidas, Y otras hubo que pasaron el resto de la velada rompiendo y quemando papeles. No eran conspiradores, simplemente tenían miedo.


Al ministro de defensa, un civil que no había hecho el servicio militar, le supo a poco la declaración del estado de excepción, lo que él pretendía era un estado de sitio en serio, de los auténticos, un estado de sitio en la más exacta acepción de la palabra, duro, sin fallas de ningún tipo, como una muralla en movimiento capaz de aislar la sedición para luego derrotarla con un fulminante contraataque, Antes de que la pestilencia y la gangrena alcancen a la parte todavía sana del país, previno. El primer ministro reconoció que la gravedad de la situación era extrema, que la patria había sido víctima de un infame atentado contra los cimientos básicos de la democracia representativa, Yo lo llamaría una carga de profundidad lanzada contra el sistema, se permitió decir, quería discordar el ministro de defensa, Así no pienso, y el jefe de estado está de acuerdo con mi punto de vista, que, teniendo en cuenta los peligros de la conjura inmediata, de manera que se puedan variar los medios y los objetivos de la acción en cualquier momento que sea aconsejable, sería preferible que comenzáramos sirviéndonos de métodos discretos, menos ostentosos, por ventura más eficaces que mandar al ejército a que ocupe las calles, cierre el aeropuerto e instale barreras en las salidas de la ciudad, Y qué métodos son ésos, preguntó el ministro de los militares sin hacer el mínimo esfuerzo para disimular la contrariedad, Nada que no conozca ya, le recuerdo que también las fuerzas armadas tienen sus propios servicios de espionaje, A los nuestros les llamamos de contraespionaje, Da lo mismo, Si, comprendo adónde quiere llegar, Sabía que comprendería, dijo el primer ministro, al mismo tiempo que le hacía una señal al ministro del interior. Éste tomó la palabra, Sin entrar aquí en ciertos pormenores de la operación que, como fácilmente se entenderá, constituyen materia reservada, digamos incluso top secret, el plan elaborado por mi ministerio se asienta, en líneas generales, en una amplia y sistemática acción de infiltración entre los ciudadanos, a cargo de agentes debidamente preparados, que pueda desvelarnos las razones de lo ocurrido y habilitarnos para tomar las medidas necesarias de modo que podamos extirpar el mal desde su nacimiento, Desde su nacimiento no diría, ya lo tenemos ahí, observó el ministro de justicia, Son formas de hablar, respondió con un leve tono de irritación el ministro del interior, que prosiguió, Es el momento de informar a este consejo, en total y absoluta confidencialidad, con perdón por la redundancia, de que los servicios de espionaje que se encuentran bajo mis órdenes, o mejor, que dependen del ministerio a mi cargo, no excluyen la posibilidad de que lo sucedido tenga sus verdaderas raíces en el exterior, que esto que vemos sea sólo la punta del iceberg de una gigantesca conjura internacional de desestabilización, probablemente de inspiración anarquista, la cual, por motivos que todavía ignoramos, habría elegido nuestro país como su primera cobaya, Extraña idea, dijo el ministro de cultura, por lo menos hasta donde mis conocimientos alcanzan, los anarquistas nunca han propuesto, ni siquiera en el campo de la teoría, cometer acciones de esas características y con esa envergadura, Posiblemente, acudió sarcástico el ministro de defensa, porque los conocimientos del querido colega todavía tienen como referencia temporal el idílico mundo de sus abuelos, desde entonces, por muy extraño que pueda parecerle, las cosas han cambiado mucho, hubo una época de nihilismos más o menos líricos, más o menos sangrientos, pero hoy lo que tenemos ante nosotros es terrorismo puro y duro, diverso en sus caras y expresiones, pero idéntico a sí mismo en su esencia, Cuidado con las exageraciones y las extrapolaciones demasiado fáciles, intervino el ministro de justicia, me parece arriesgado, por no decir abusivo, asimilar el terrorismo, para colmo con la clasificación de puro y duro, a la aparición de unos cuantos votos en blanco en las urnas, Unos cuantos votos, unos cuantos votos, balbuceó el ministro de defensa, casi paralizado de estupor, cómo es posible llamar unos cuantos votos a ochenta y tres votos de cada cien, díganme, cuando deberíamos comprender, ser conscientes de que cada uno de esos votos fue como un torpedo bajo la línea de flotación, Tal vez mis conocimientos sobre el anarquismo sean obsoletos, no digo que no, dijo el ministro de cultura, pero, por lo que puedo saber, aunque esté muy lejos de considerarme un especialista en combates navales, los torpedos apuntan siempre por debajo de la línea de flotación, es más, supongo que no tienen otro remedio, fueron fabricados para eso mismo. El ministro del interior se levantó de pronto como impelido por un muelle, iba a defender de la socarrona frase a su colega de defensa, denunciar tal vez el déficit de empatía política patente en aquel consejo, pero el jefe de gobierno descargó con la mano abierta un golpe seco en la mesa reclamando silencio y cortó, Los señores ministros de cultura y de defensa podrán seguir fuera el debate académico en que parecen tan empeñados, pero pido licencia para recordarles que si nos encontramos aquí reunidos, en esta sala que representa, más aún que el parlamento, el corazón de la autoridad y del poder democrático, es para que tomemos las decisiones que habrán de salvar al país, ése es nuestro desafío, de la más grave crisis con que ha tenido que enfrentarse a lo largo de una historia de siglos, por tanto creo que, ante tamaño reto, deberían evitar, por indignos de nuestras responsabilidades, los despropósitos verbales y las fútiles cuestiones de interpretación. Hizo una pausa, que nadie se atrevió a interrumpir, después prosiguió, Quiero dejarle claro al ministro de defensa que el hecho de que el jefe de gobierno se haya inclinado, en esta fase inicial del tratamiento de la crisis, por la aplicación del plan trazado por los servicios competentes del ministerio del interior no significa y nunca podría significar que el recurso a la declaración del estado de sitio haya sido definitivamente postergado, todo dependerá del rumbo que tomen los acontecimientos, de las reacciones de los habitantes de la capital, del pulso que tomemos al resto del país, del comportamiento no siempre previsible de la oposición, en particular, en este caso, del pdi, que ya tiene tan poco que perder que no tendrá inconveniente en apostar lo que le queda en una jugada de alto riesgo, No creo que debamos preocuparnos mucho de un partido que no ha conseguido nada más que un uno por ciento de los votos, observó el ministro del interior, encogiendo los hombros en señal de desdén, Ha leído su comunicado, preguntó el primer ministro, Naturalmente, leer comunicados políticos forma parte de mi trabajo, pertenece a mis obligaciones, es cierto que hay quien paga a asesores para que le pongan la comida masticada en el plato, pero yo soy de la escuela clásica, sólo me fío de mi cabeza aunque sea para equivocarme, Está olvidándose de que los ministros, en último análisis, son los asesores del jefe del gobierno, Y es un honor serlo, señor primer ministro, la diferencia, la gran diferencia consiste en que nosotros ya traemos la comida digerida, Bueno, dejemos la gastronomía y la química de los procesos digestivos y volvamos al comunicado del pdi, deme su opinión, qué le pareció, Se trata de una versión tosca, ingenua, del viejo precepto que manda que te unas a tu enemigo si no eres capaz de vencerlo, Y aplicado al caso presente, Aplicado al caso presente, señor primer ministro, si los votos no son tuyos, inventa la manera de que lo parezcan, Incluso así, conviene que nos mantengamos atentos, el truco puede tener algún efecto en la parte de la población más inclinada a la izquierda, Que en este momento no sabemos cuál es, dijo el ministro de justicia, parece que nos negamos a reconocer, en voz alta y mirándonos a los ojos, que la gran mayoría de los tales ochenta y tres por ciento son votantes nuestros y del pdm, deberíamos preguntarnos por qué han votado en blanco, ahí es donde reside lo grave de la situación, no en los sabios o ingenuos argumentos del pdi, Realmente, si nos fijamos bien, respondió el primer ministro, nuestra táctica no es muy diferente de la que está usando el pdi, es decir, puesto que la mayoría de esos votos no son tuyos, haz como que tampoco pertenecen a tus adversarios, Con otras palabras, dijo desde el extremo de la mesa el ministro de transportes y comunicaciones, andamos todos en lo mismo, Manera tal vez un poco expedita de definir la situación en que nos encontramos, nótese que hablo desde un estricto punto de vista político, pero no del todo falto de sentido, dijo el primer ministro y cerró el debate.

La rápida instauración del estado de excepción, como una especie de sentencia salomónica dictada por la providencia, cortó el nudo gordiano que los medios de comunicación social, sobre todo los periódicos, venían intentando desanudar con más o menos sutileza y con más o menos habilidad, pero siempre con el cuidado de que no se notase demasiado la intención, desde el infausto resultado de las primeras elecciones y, más dramáticamente, desde las segundas. Por un lado era su deber, tan obvio como elemental, condenar con energía teñida de indignación cívica, tanto en los editoriales como en artículos de opinión encomendados adrede, el irresponsable e inesperado proceder de un electorado que, enceguecido para con los superiores intereses de la patria por una extraña y funesta perversión, había enredado la vida política nacional de un modo jamás antes visto, empujándola hacia un callejón tenebroso del cual ni el más pintado lograba ver la salida. Por otro lado, era preciso medir cautelosamente cada palabra que se escribía, ponderar susceptibilidades, dar, por así decir, dos pasos adelante y uno atrás, no fuera a suceder que los lectores se indispusieran con un periódico que pasaba a tratarlos como mentecatos y traidores después de tantos años de una armonía perfecta y asidua lectura. La declaración del estado de excepción, que permitía al gobierno asumir los poderes correspondientes y suspender de un plumazo las garantías constitucionales, vino a aliviar del incómodo peso y de la amenazadora sombra la cabeza de los directores y administradores. Con la libertad de expresión y de comunicación condicionadas, con la censura mirando por encima del hombro del redactor, se halló la mejor de las disculpas y la más completa de las justificaciones, Nosotros bien que querríamos, decían, proporcionar a nuestros estimados lectores, la posibilidad, que también es un derecho, de acceder a una información y a una opinión exentas de interferencias abusivas e intolerables restricciones, particularmente en momentos tan delicados como los que estamos atravesando, pero la situación es esta, y no otra, sólo quien siempre ha vivido de la honrada profesión de periodista sabe cuánto duele trabajar prácticamente vigilado durante las veinticuatro horas del día, además, y esto entre nosotros, quienes tienen la mayor parte de responsabilidad en lo que nos sucede son los electores de la capital, no los otros, los de provincias, desgraciadamente, para colmo, y a pesar de todos nuestros ruegos, el gobierno no nos permite que hagamos una edición censurada para aquí y otra libre para el resto del país, ayer mismo un alto funcionario del ministerio del interior nos decía que la censura bien entendida es como el sol, que cuando nace, nace para todos, para nosotros no es ninguna novedad, ya sabemos que así va el mundo, siempre son los justos quienes pagan por los pecadores. Pese a todas estas precauciones, tanto las de forma como las de contenido, pronto fue evidente que el interés por la lectura de los periódicos había decaído mucho. Movidos por la comprensible ansiedad de disparar y cazar en todas las direcciones, hubo periódicos que creyeron poder luchar contra el absentismo de los compradores salpicando sus páginas de cuerpos desnudos en nuevos jardines de las delicias, tanto femeninos como masculinos, en grupo o solos, aislados o en parejas, sosegados o en acción, pero los lectores, con la paciencia agotada por un fotomatón en que las variantes de color y hechura, aparte de mínimas y de reducido efecto estimulante, ya eran consideradas en la más remota antigüedad banales lugares comunes de la exploración de la libido, continuaron, por apatía, por indiferencia e incluso por náusea, haciendo bajar las tiradas y las ventas. Tampoco llegarían a tener influencia positiva en el balance cotidiano del debe y haber económico, claramente en marea baja, la búsqueda y la exhibición de intimidades poco aseadas, de escándalos y vergüenzas de toda especie, la incansable rueda de las virtudes públicas enmascarando los vicios privados, el carrusel festivo de los vicios privados elevados a virtudes públicas, al que hasta hace poco tiempo no le habían faltado ni los espectadores, ni los candidatos para dar dos vueltitas. Realmente parecía que la mayor parte de los habitantes de la ciudad estaban decididos a cambiar de vida, de gustos y de estilo. Su gran equivocación, como a partir de ahora se comenzará a entender mejor, fue haber votado en blanco. Puesto que habían querido limpieza, iban a tenerla.

Ésa era también la opinión del gobierno y, en particular, del ministro del interior. La elección de los agentes, unos procedentes de la secreta, otros de corporaciones públicas, que irían infiltrándose subrepticiamente en el seno de las masas, fue rápida y eficaz. Después de revelar, bajo juramento, como prueba de su carácter ejemplar de ciudadanos, el nombre del partido al que votaron y la naturaleza del voto expreso, después de firmar, también bajo juramento, un documento en el que repudiaban activamente la peste moral que ha infectado a una importante parcela de la población, la primera actividad de los agentes, de ambos sexos, nótese, para que no se diga, como de costumbre, que todo lo malo nace de los hombres, organizados en grupos de cuarenta como en una clase y orientados por monitores instruidos en la discriminación, reconocimiento e interpretación de soportes electrónicos grabados, tanto de imágenes como de sonido, la primera actividad, decíamos, consistió en cribar la enorme cantidad de material recogido por los espías durante las segundas elecciones, tanto el de los que se habían infiltrado en las filas para escuchar, como el de los que, con cámaras de vídeo y micrófonos, se paseaban en coches a lo largo de éstas. Comenzando por esta operación de rebusca en los intestinos informativos, se les proporcionaba a los agentes, antes de lanzarse con entusiasmo y olfato de perdiguero al trabajo de campo, una base inmediata de investigación a puerta cerrada, de cuyo tenor, páginas atrás, tuvimos la oportunidad de adelantar un breve aunque clarificador ejemplo, frases simples, corrientes, como las que siguen, En general no suelo votar, pero hoy me ha dado por ahí, A ver si esto sirve para algo que merezca la pena, Tanto va el cántaro a la fuente, que allí se deja el asa, El otro día también voté, pero sólo pude salir de casa a partir de las cuatro, Esto es como la lotería, casi siempre cae en blanco, A pesar de todo, hay que persistir, La esperanza es como la sal, no alimenta pero da sabor al pan, durante horas y horas estas y otras mil frases igualmente inocuas, igualmente neutras, igualmente inocentes de culpa, fueron desmenuzadas hasta la última sílaba, desgranadas, vueltas del revés, majadas en el almirez de las preguntas, Explíqueme qué cántaro es ése, Por qué el asa se suelta en la fuente y no durante el camino o en casa, Si no solía votar, por qué ha votado esta vez, Si la esperanza es como la sal, qué cree que debería hacerse para que la sal sea como la esperanza, Cómo resolvería la diferencia de color entre la esperanza, que es verde, y la sal, que es blanca, Cree realmente que la papeleta de voto es igual que un billete de lotería, Qué pretendía decir cuando usó la palabra blanco, y otra vez, Qué cántaro es ése, Fue a la fuente porque tenía sed, o para encontrarse con alguien, El asa del cántaro es símbolo de qué, Cuando pone sal en la comida está pensando que le pone esperanza, Por qué viste una camisa blanca, Finalmente, qué cántaro es ése, un cántaro real, o un cántaro metafórico y el barro, qué color tenía, era negro o rojo, era liso, o tenía adornos, Tenía incrustaciones de cuarzo, Sabe qué es el cuarzo, Le ha tocado algún premio en la lotería, Por qué en las primeras elecciones sólo salió de casa a partir de las cuatro, cuando no llovía desde hacía más de dos horas, Quién es la mujer que está con usted en esta imagen, De qué se ríen con tanto gusto, No le parece que un acto tan importante como el de votar debería merecerle a todo elector con sentido de responsabilidad una expresión grave, seria, concentrada, o considera que la democracia da ganas de reír, O tal vez piense que da ganas de llorar, Qué le parece, de reír o de llorar, Hábleme nuevamente del cántaro, Dígame por qué no ha pensado en volver a pegarle el asa, existen pegamentos específicos, Significaría esa duda que a usted también le falta un asa, Cuál, Le gusta el tiempo que le ha tocado vivir, o habría preferido vivir en otro, Volvamos a la sal y la esperanza, qué cantidad de cada una será conveniente para no hacer incomible lo que se espera, Se siente cansado, Se quiere ir a casa, No tenga prisa, las prisas son pésimas consejeras, una persona no piensa bien la respuesta que va a dar y las consecuencias pueden ser las peores, No, no está perdido, vaya idea, por lo visto todavía no ha comprendido que aquí las personas no se pierden, se encuentran, Esté tranquilo, no es una amenaza, sólo estamos diciéndole que no tenga prisa, nada más. Llegando a este punto, arrinconada y rendida la presa, se le hacía la pregunta fatal, Ahora me va a decir cómo ha votado y a quién ha votado, es decir a qué partido ha votado. Pues bien, habiendo sido llamados para ser interrogados quinientos sospechosos cazados en las filas de electores, situación en que nos podríamos encontrar cualquiera de nosotros dada la evidente evanescencia de la materia de una acusación pobremente representada por el tipo de frases de que dimos convincente muestra, captadas por los micrófonos direccionales y por los magnetofones y lo lógico, teniendo en cuenta la relativa amplitud del universo cuestionado, era que las respuestas se distribuyesen, aunque con un pequeño y natural margen de error, en la misma proporción de los votos que habían sido expresados, es decir, cuarenta personas declararían con orgullo que habían votado al partido de la derecha, que es el que gobierna, un número igual condimentando la respuesta con una pizca de desafío para afirmar que habían votado a la única oposición digna de ese nombre, o sea, el partido del medio, y cinco, nada más que cinco, intimidadas, acorraladas contra la pared, Voté al partido de la izquierda, dirían firmes, aunque al mismo tiempo con el tono de quien se disculpa de un empecinamiento que no está en su mano evitar. El resto, aquel enorme resto de cuatrocientas quince respuestas, debería haber dicho, de acuerdo con la lógica modal de los sondeos, Voté en blanco. Esta respuesta directa, sin ambigüedades de presunción o prudencia, sería la que daría un ordenador o una máquina de calcular y sería la única que sus inflexibles y honestas naturalezas, la informática y la mecánica, podrían permitirse, pero aquí estamos tratando con humanos, y los humanos son universalmente conocidos como los únicos animales capaces de mentir, siendo cierto que si a veces lo hacen por miedo, y a veces por interés, también a veces lo hacen porque comprenden a tiempo que ésa es la única manera a su alcance de defender la verdad. A juzgar por las apariencias, por tanto, el plan del ministro del interior había fracasado, y, de hecho, en esos primeros instantes, la confusión entre los asesores fue vergonzosa y absoluta, parecía que no era posible encontrar una forma de bordear el inesperado obstáculo, salvo que se ordenara someter a malos tratos a toda aquella gente, lo que, como es de conocimiento general, no está bien visto en los estados democráticos y de derecho suficientemente hábiles para alcanzar los mismos fines sin tener que recurrir a medios tan primarios, tan medievales. En esa difícil situación estaban cuando el ministro del interior reveló su dimensión política y su extraordinaria flexibilidad táctica y estratégica, quién sabe si vaticinadora de más altos destinos. Dos fueron las decisiones que tomó, y ambas importantes. La primera, que más tarde seria denunciada como inicuamente maquiavélica, constaba de una nota oficial del ministerio distribuida a los medios de comunicación social a través de la agencia oficiosa estatal, en la que en tono conmovido se daba las gracias, en nombre de todo el gobierno, a los quinientos ciudadanos ejemplares que en los últimos días se habían presentado motu proprio a las autoridades, ofreciendo su leal apoyo y toda la colaboración que les fuese requerida para el avance de las investigaciones en curso sobre los factores de anormalidad verificados durante las dos últimas elecciones. A la par de este deber de elemental gratitud, el ministerio, anticipando preguntas, prevenía a las familias de que no deberían sorprenderse ni inquietarse por la falta de noticias de los ausentes queridos, por cuanto en ese silencio, precisamente, se encontraba la llave que garantizaría la seguridad personal de cada uno de ellos, visto el grado máximo de secreto, rojo/rojo, que le había sido atribuido a la delicada operación. La segunda decisión, para conocimiento y exclusivo uso interno, se tradujo en una inversión total del plan anteriormente establecido, el cual, como ciertamente recordaremos, preveía que la infiltración masiva de investigadores en el seno de la sociedad llegaría a ser el medio por excelencia para el desciframiento del misterio, del enigma, de la charada, del rompecabezas, o como se le quiera llamar, del voto en blanco. A partir de ahora los agentes se dividirían en dos grupos numéricamente desiguales, el más pequeño para el trabajo de campo, del cual, la verdad sea dicha, ya no se esperaban grandes resultados, el mayor para proseguir con el interrogatorio de las quinientas personas retenidas, no detenidas, no se confundan, aumentando cuando, como y cuanto fuese necesario la presión, física y psicológica a que ya estaban sometidas. Como el dictado antiguo viene enseñando desde hace siglos, Más vale quinientos pájaros en mano que quinientos uno volando. La confirmación no se hizo esperar. Cuando, después de mucha habilidad diplomática, de muchos rodeos y muchos tanteos, el agente que hacia el trabajo de campo, o lo que es lo mismo, en la ciudad, lograba hacer la primera pregunta, Quiere decirme por favor a quién votó, la respuesta que le daban, como una consigna bien aprendida, era, palabra por palabra, la que se encontraba sancionada en la ley, Nadie puede, bajo ningún pretexto, ser obligado a revelar su voto ni ser preguntado sobre el mismo por ninguna autoridad. Y cuando, en tono de quien y atribuye a la cuestión demasiada importancia, hacía la segunda pregunta, Disculpe mi curiosidad, no habrá votado en blanco por casualidad, la respuesta que oía restringía hábilmente el ámbito de la cuestión a una mera hipótesis académica, No señor, no he votado en blanco, pero si lo hubiera hecho estaría tan dentro de la ley como si hubiese votado a cualquiera de las listas presentadas o anulado el voto con la caricatura del presidente, votar en blanco, señor de las preguntas, es un derecho sin restricciones, que la ley no ha tenido más remedio que reconocerle a los electores, está escrito con todas sus letras que nadie puede ser perseguido por votar en blanco, en todo caso, para su tranquilidad, vuelvo a decirle que no soy de los que votaron en blanco, esto es hablar por hablar, una hipótesis académica, nada más. En una situación normal, oír una respuesta de éstas dos o tres veces no tendría especial importancia, apenas demostraría que unas cuantas personas en este mundo conocen la ley en que viven y hacen hincapié en que se sepa, pero verse obligado a escucharla, imperturbable, sin parpadear, cien veces seguidas, mil veces seguidas, como una letanía aprendida de memoria, era más de lo que podía soportar la paciencia de alguien que, habiendo sido instruido para un trabajo de tanta responsabilidad, se veía incapaz de realizarlo. No es por tanto de extrañar que la sistemática obstrucción de los electores hubiese conseguido que algunos agentes perdiesen el dominio de los nervios y pasasen al insulto y a la agresión, comportamientos estos, además, de los que no siempre salían bien parados, dado que actuaban solos para no espantar la caza y que no era infrecuente que otros electores, sobre todo en los sitios llamados de alto riesgo, apareciesen, con las consecuencias que fácilmente se imaginan, a socorrer al ofendido. Los informes que los agentes transmitían a la central de operaciones eran desalentadoramente magros de contenido, ni una única persona, una sola, había confesado votar en blanco, algunas se hacían las desentendidas, decían que otro día, con más tiempo, hablarían, ahora tenían mucha prisa, iban a cerrar las tiendas, pero los peores eran los viejos, que el diablo se los lleve, parecía que una epidemia de sordera los había encerrado a todos en una cápsula insonorizada, y cuando el agente, con desconcertante ingenuidad, escribía la pregunta en un papel, los descarados decían o que se les habían roto las gafas, o que no entendían la caligrafía, o simplemente que no sabían leer. Otros agentes, más hábiles, adoptaron la táctica de la infiltración en serio, en su sentido preciso, se dejaban caer en los bares, pagaban rondas, prestaban dinero a jugadores de póquer sin fondos, iban a los espectáculos deportivos, en particular al fútbol y al baloncesto, que son los que más juego dan en las gradas, entablaban conversación con los vecinos, y, en el caso del fútbol, si el empate era a cero le llamaban, oh astucia sublime, con sobreentendidos en la voz, resultado en blanco, a ver qué pasaba. Y lo que pasaba era nada. Más pronto o más tarde acababa llegando el momento de hacer las preguntas, Quiere decirme por favor a quién ha votado, Disculpe esta curiosidad, por casualidad no habrá votado en blanco, y entonces las respuestas conocidas se repetían, en solo o a coro, Yo, vaya idea, Nosotros, qué fantasía, y luego aducían razones legales, artículos y párrafos completos, con tal fluidez de exposición que parecía que los habitantes de la ciudad en edad de votar habían realizado, todos, un curso intensivo sobre leyes electorales, tanto nacionales como extranjeras.

Con el paso de los días, de un modo casi imperceptible al principio, comenzó a notarse que la palabra blanco, como algo que de pronto se hubiese convertido en obsceno o malsonante, estaba dejando de utilizarse, que las personas se servían de rodeos y perífrasis para sustituirla. De una hoja de papel blanco, por ejemplo, se decía que estaba desprovista de color, un mantel que toda la vida había sido blanco pasó a tener el color de la leche, la nieve dejó de ser comparada con un manto blanco para erigirse en la mayor albura de los últimos veinte años, los estudiantes acabaron con eso de estar en blanco, simplemente reconocían que no sabían nada de la materia, pero el caso más interesante de todos fue la inesperada desaparición de la pregunta con la que, durante generaciones y generaciones, padres, abuelos, tíos y vecinos supusieron que estimulaban la inteligencia y el espíritu deductivo de los niños, Blanco es, la gallina lo pone, y esto sucedió porque las personas, con el acto de negarse a pronunciar la palabra, se dieron cuenta de que la adivinanza era absolutamente disparatada, puesto que la gallina, cualquier gallina de cualquier raza, nunca conseguiría, por más que se esforzara, poner otra cosa que no sean huevos. Parecía por tanto que los altos destinos políticos prometidos al ministro del interior se truncaban de raíz, que su suerte, después de casi haber tocado el sol, sería irse ahogando melancólicamente en el helesponto, pero otra idea, repentina como el rayo que ilumina la noche, le hizo levantarse de nuevo. No todo estaba perdido. Mandó que se recogieran en sus bases a los agentes adscritos al trabajo de campo, despidió sin contemplaciones a los contratados temporales, echó un rapapolvo a los secretas de plantilla y se puso manos a la obra.

Estaba claro que la ciudad era un hormiguero de mentirosos, que los quinientos que se encontraban en su poder también mentían con todos los dientes que tenían en la boca, pero existía entre aquéllos y estos una enorme diferencia, mientras unos todavía eran libres para entrar y salir de sus casas, y, esquivos, escurridizos como anguilas, tanto aparecían como desaparecían, para más tarde reaparecer y luego otra vez ocultarse, lidiar con los otros era la cosa más fácil del mundo, bastaba bajar a los sótanos del ministerio, no estaban allí los quinientos, no cabrían, distribuidos en su mayoría por otras unidades de investigación, pero el medio centenar mantenido en observación permanente debería ser más que bastante para una primera aproximación. Aunque la fiabilidad de la máquina hubiese sido puesta en duda muchas veces por los expertos de la escuela escéptica y algunos tribunales se negaran a admitir como prueba los resultados obtenidos en los exámenes, el ministro del interior confiaba en que de la utilización del aparato podría al menos brotar alguna pequeña chispa que lo ayudase a salir del oscuro túnel donde las investigaciones se habían atascado. Se trataba, como ya se habrá comprendido, de que entrara en liza el famoso polígrafo, también conocido como detector de mentiras o, en términos más científicos, aparato que sirve para registrar simultáneamente varias funciones psicológicas y fisiológicas, o, con más pormenor descriptivo, instrumento registrador de fenómenos fisiológicos cuyo trazado se obtiene eléctricamente sobre una hoja de papel húmedo impregnado de yoduro de potasio y amida. Conectado a la máquina por un enmarañamiento de cables, abrazaderas y ventosas, el paciente no sufre, sólo tiene que decir la verdad, toda la verdad y sólo la verdad y, ya puestos, no creerse, él mismo, la aseveración universal que desde el principio de los tiempos nos viene atronando los oídos con la patraña de que la voluntad todo lo puede, aquí vemos, para no ir más lejos, un ejemplo que flagrantemente lo niega, pues esa tu estupenda voluntad, por mucho que te fíes de ella, por tenaz que se haya mostrado hasta hoy, no conseguirá controlar las crispaciones de tus músculos, contener el sudor inconveniente, impedir la palpitación de los párpados, disciplinar la respiración. Al final te dirán que has mentido, tú lo negarás, jurarás que has dicho la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, y tal vez sea cierto, no mentiste, lo que ocurre es que eres una persona nerviosa, de voluntad firme, sí, pero como una especie de trémulo junco que la mínima brisa hace vibrar, volverán a atarte a la máquina y entonces será mucho peor, te preguntarán si estás vivo y tú, claro está, responderás que sí, pero tu cuerpo protestará, te desmentirá, el temblor de tu barbilla dirá que no, que estás muerto, y a lo mejor tienen razón, tal vez, antes que tú, tu cuerpo sepa ya que te van a matar. No es natural que tal acabe sucediendo en los sótanos del ministerio del interior, el único crimen de esta gente fue votar en blanco, no tendría importancia si hubieran sido los habituales, pero fueron muchos, fueron demasiados, fueron casi todos, qué más da que sea tu derecho inalienable si te dicen que ese derecho es para usarlo en dosis homeopáticas, gota a gota, no puedes ir por ahí con un cántaro lleno a rebosar de votos blancos, por eso se te cayó el asa, ya nos parecía que había algo de sospechoso en esa asa, si aquello que podría llevar mucho se satisfizo siempre con llevar poco, es de una modestia digna de toda alabanza, a ti lo que te ha perdido ha sido la ambición, creíste que ibas a subir al astro rey y caíste de boca en los dardanuelos, recuerda que también le dijimos esto al ministro del interior, pero él pertenece a otra raza de hombres, a los machos, los viriles, los de barba dura, los que no doblan la cabeza, a ver ahora cómo te libras de tu cazador de mentiras, qué trazos reveladores de tus pequeñas y grandes cobardías dejarás en la tira de papel impregnada de yoduro de potasio y amida, ves, tú que creías otra cosa, a esto puede quedar reducida la tan nombrada suprema dignidad del ser humano, a tanto como un papel mojado.

Ahora bien, un polígrafo no es una máquina pertrechada con un disco que pueda ir hacia atrás y hacia delante y nos diga, según los casos, El sujeto mintió, El sujeto no mintió, si así fuese no habría nada más fácil que ser juez para condenar o absolver, las comisarías de policía se verían sustituidas por consultorios de psicología mecánica aplicada, los abogados, perdidos los clientes, cerrarían los bufetes, los tribunales se quedarían entregados a las moscas hasta que se les encontrase otro destino. Un polígrafo, íbamos diciendo, no consigue ir a ninguna parte sin ayuda, necesita tener al lado un técnico habilitado que le interprete las rayas trazadas en el papel, pero esto no significa que dicho técnico sea conocedor de la verdad, él sabe aquello que tiene delante de los ojos, que la pregunta realizada al paciente en observación produjo lo que podríamos llamar, innovadoramente, una reacción alergográfica, o, con palabras más literarias aunque no menos imaginativas, el dibujo de la mentira. Algo, sin embargo, se habría ganado. Por lo menos sería posible proceder a una primera selección, trigo a un lado y paja al otro, y restituir a la libertad, a la vida familiar, descongestionando las instalaciones, a aquellos sujetos que, sin que la máquina los desmintiese, hubieran respondido No a la pregunta Votó en blanco. En cuanto al resto, a los que cargaban en la conciencia la culpa de transgresiones electorales, de nada le servirían reservas mentales de tipo jesuítico o espiritualistas introspecciones de tipo zen, el polígrafo, implacable, insensible, denunciaría instantáneamente la falsedad, tanto haciendo que negaran haber votado en blanco como que afirmaran haber votado al partido tal, o tal. Se puede, en circunstancias favorables, sobrevivir a una mentira, pero no a dos. Por si acaso, el ministro había ordenado que, cualquiera que fuese el resultado de los exámenes, nadie sería puesto en libertad por ahora, Déjenlos estar, nunca se sabe hasta dónde puede llegar la malicia humana, dijo. Y tenía razón el condenado hombre. Después de muchas decenas de metros de papel garabateado en el que habían sido registrados los temblores del alma de los sujetos observados, después de preguntas y respuestas repetidas centenares de veces, siempre las mismas, siempre iguales, hubo un agente del servicio secreto, muchacho joven, poco experto en tentaciones, que se dejó enredar con la inocencia de un cordero recién nacido en la provocación lanzada por cierta mujer, joven y guapa, que acababa de ser sometida al examen del polígrafo y por éste categóricamente clasificada de fingidora y falsa. Dijo pues la mata hari, Esta máquina no sabe lo que hace, No sabe lo que hace, por qué, preguntó el agente, olvidándose de que el diálogo no formaba parte del trabajo que le había sido encomendado, Porque en esta situación, con todo el mundo bajo sospecha, bastaría pronunciar la palabra Blanco, sin más, sin ni siquiera pretender saber si el otro votó o no, para provocar reacciones negativas, sobresaltos, angustias, aunque el examinado sea la más perfecta y pura personificación de la inocencia, No lo creo, no puedo estar de acuerdo, protestó el agente, seguro de sí, alguien que viva en paz con su conciencia no dirá nada más que la verdad y por tanto pasará sin problemas la prueba del polígrafo, No somos robots ni piedras parlantes, señor agente, dijo la mujer, en toda verdad humana hay siempre algo de angustioso, de afligido, nosotros somos, y no me estoy refiriendo simplemente a la fragilidad de la vida, una pequeña y trémula llama que en todo momento amenaza con apagarse, y tenemos miedo, sobre todo tenemos miedo, Se equivoca, yo no lo tengo, a mi me han entrenado para dominar el miedo en todas las circunstancias, y, además, por naturaleza, no soy miedica, ni siquiera lo era de pequeño, remachó el agente, seguro de sí, Siendo así, por qué no hacemos un experimento, propuso la mujer, déjese conectar a la máquina y yo le hago las preguntas, Está loca, soy un agente de la autoridad, la sospechosa es usted, no yo, O sea, que tiene miedo, Ya le he dicho que no, Entonces conéctese a la máquina y muéstreme lo que es un hombre y su verdad. El agente miró a la mujer, que sonreía, miró al técnico, que se esforzaba por disimular una sonrisa, y dijo, Muy bien, una vez no son veces, consiento en someterme al experimento. El técnico conectó los cables, apretó las abrazaderas, ajustó las ventosas. Ya está preparado para comenzar, cuando quieran. La mujer inspiró hondo, retuvo aire en los pulmones durante tres segundos y soltó bruscamente la palabra, Blanco. No llegaba a ser una pregunta, no pasaba de una exclamación, pero las agujas se movieron, rayaron el papel. En la pausa que siguió las agujas no llegaron a parar por completo, siguieron vibrando, haciendo pequeños trazos, como si fuesen ondulaciones causadas por una piedra lanzada al agua. La mujer los miraba, no al hombre atado, y después, sí, volviendo hacia él los ojos, preguntó en un tono de voz suave, casi tierno, Dígame, por favor, si votó en blanco, No, no voté en blanco, nunca he votado ni votaré en blanco en mi vida, respondió con vehemencia el hombre. Los movimientos de las agujas fueron rápidos, precipitados, violentos. Otra pausa. Entonces, preguntó el agente. El técnico tardaba en responder, el agente insistió, Entonces, qué dice la máquina, La máquina dice que usted ha mentido, respondió confuso el técnico, Es imposible, gritó el agente, he dicho la verdad, no he votado en blanco, soy un profesional del servicio secreto, un patriota que defiende los intereses de la nación, la máquina debe de estar averiada, No se canse, no se justifique, dijo la mujer, creo que ha dicho la verdad, que no ha votado en blanco ni votará, pero le recuerdo que no era de eso de lo que se trataba, sólo pretendía demostrarle, y creo haberlo conseguido, que no nos podemos fiar demasiado de nuestro cuerpo, La culpa ha sido suya, me ha puesto nervioso, Claro, la culpa es mía, la culpa es de la eva tentadora, pero a nosotros nadie nos pregunta si nos sentimos nerviosos cuando nos vemos atados a ese artefacto, Lo que les pone nerviosos es la culpa, Quizá, pero entonces vaya y dígale a su jefe por qué, siendo usted inocente de nuestras maldades, se ha portado aquí como un culpable, No tengo que decirle nada a mi jefe, lo que ha pasado aquí es como si nunca hubiera ocurrido, respondió el agente. Después se dirigió al técnico, Deme ese papel, y ya sabe, silencio absoluto si no quiere arrepentirse de haber nacido, Sí señor, quédese tranquilo, mi boca no se abrirá, Yo tampoco diré nada, añadió la mujer, pero al menos explíquele a su jefe que las astucias no le servirán de nada, que todos nosotros seguiremos mintiendo cuando digamos la verdad, que seguiremos diciendo la verdad cuando estemos mintiendo, como él, como usted, imagínese que le hubiera preguntado si se quería acostar conmigo, qué respondería, qué diría la máquina.


La frase favorita del ministro de defensa, Una carga de profundidad lanzada contra el sistema, parcialmente inspirada en la inolvidable experiencia de un histórico paseo submarino de media hora en aguas mansas, comenzó a tomar cuerpo y a atraer las atenciones cuando los planes del ministro del interior, a pesar de algún que otro pequeño éxito conseguido, aunque sin significado apreciable en el conjunto de la situación, se mostraron impotentes para llegar a lo fundamental, es decir, persuadir a los habitantes de la ciudad, o, con más precisión denominadora, a los degenerados, a los delincuentes, a los subversivos del voto en blanco, para que reconocieran sus errores e implorasen la merced, al mismo tiempo penitencia, de un nuevo acto electoral, al que, en el momento adecuado, acudirían en masa para purgar los pecados de un desvarío que juraban que no volvería a repetirse. Se hizo evidente para todo el gobierno, excepto para los ministros de justicia y de cultura, ambos con sus dudas, la necesidad urgente de dar otra vuelta de tuerca, teniendo en cuenta que la declaración de estado de excepción, del que tanto se esperaba, no había producido ningún efecto perceptible en el sentido deseado, por cuanto, no teniendo los ciudadanos de este país la saludable costumbre de exigir el cumplimiento regular de los derechos que la constitución les otorgaba, era lógico, incluso era natural que no hubiesen llegado a darse cuenta de que se los habían suspendido. Se imponía, por consiguiente, la implantación de un estado de sitio en serio, que no fuese sólo una cosa de apariencias, con toque de queda, cierre de salas de espectáculos, intensivas patrullas de fuerzas militares por las calles, prohibición de reuniones de más de cinco personas, interdicción absoluta de entradas y salidas de la ciudad, procediendo simultáneamente al levantamiento de las medidas restrictivas, si bien que mucho menos rigurosas, todavía en vigor en el resto del país, para que la diferencia de tratamiento, por ostensiva, tornara más pesada y explícita la humillación que se infligía a la capital. Lo que pretendemos decirles, declaró el ministro de defensa, a ver si lo entienden de una vez por todas, es que no son dignos de confianza y que como tal tienen que ser tratados. Al ministro del interior, forzado a encubrir sea como fuere los fracasos de sus servicios secretos, le pareció bien la declaración inmediata de un estado de sitio y, para demostrar que seguía con algunas cartas en la mano y que no se había retirado del juego, informó al consejo de que, tras una exhaustiva investigación, en íntima colaboración con la interpol, se había llegado a la conclusión de que el movimiento anarquista internacional, Si es que existe para algo más que para escribir gracietas en las paredes, se detuvo unos instantes a la espera de las risas condescendientes de los colegas, después de lo cual, satisfecho con ellos y consigo mismo, concluyó la frase, no tuvo ninguna participación en el boicot electoral de que hemos sido víctimas, y que por tanto se trata de una cuestión meramente interna, Con perdón por el reparo, dijo el ministro de asuntos exteriores, ese adverbio, meramente, no me parece el más apropiado, y debo recordar a este consejo que ya no son pocos los estados que me han manifestado su preocupación por que lo que está sucediendo aquí pueda atravesar las fronteras y extenderse como una nueva peste negra, Blanca, ésta es blanca, corrigió con una sonrisa apaciguadora el jefe del gobierno, Y entonces, sí, remató el ministro de asuntos exteriores, entonces podremos, con mucha más propiedad, hablar de cargas de profundidad contra la estabilidad del sistema político democrático, no simplemente, no meramente, en un país, este país, sino en todo el planeta. El ministro del interior sentía que se le estaba escapando el papel de figura principal a que los últimos acontecimientos le habían habituado, y, para no perder pie del todo, después de haber agradecido y reconocido con imparcial gallardía la justeza de los comentarios del ministro de asuntos exteriores, quiso mostrar que también él era capaz de las más extremas sutilezas de interpretación semiológica, Es interesante observar, dijo, cómo los significados de las palabras se van modificando sin que nos apercibamos de ello, cómo muchas veces las usamos para decir precisamente lo contrario de lo que antes expresaban y que, en cierto modo, como un eco que se va perdiendo, todavía siguen expresando, Ése es uno de los efectos del proceso semántico, dijo desde el fondo el ministro de cultura, Y qué tiene eso que ver con los votos blancos, preguntó el ministro de asuntos exteriores, Con los votos en blanco, nada, pero con el estado de sitio, todo, corrigió triunfante el ministro del interior, No entiendo, dijo el ministro de defensa, Es muy simple, Será todo lo simple que usted quiera, pero no lo entiendo, Veamos, veamos qué significa la palabra sitio, ya sé que la pregunta es retórica, no es necesario que me respondan, todos sabemos que sitio significa cerco, significa asedio, no es verdad, Como hasta ahora dos y dos han sido cuatro, Entonces, al declarar el estado de sitio es como si estuviésemos diciendo que la capital del país se encuentra sitiada, cercada, asediada por un enemigo, cuando la verdad es que ese enemigo, si se me permite llamarlo de esta manera, está dentro, no fuera. Los ministros se miraron unos a otros, el primer ministro se hizo el desentendido, removió unos papeles. Pero el ministro de defensa iba a triunfar en la batalla semántica, Hay otra manera de entender las cosas, Cuál, Que los habitantes de la capital, al desencadenarse la rebelión, supongo que no exagero dando el nombre de rebelión a lo que está sucediendo, fueron por eso justamente sitiados, o cercados, o asediados, elija el término que más le agrade, a mi me resulta indiferente, Pido licencia para recordarle a nuestro querido colega y al consejo, dijo el ministro de justicia, que los ciudadanos que decidieron votar en blanco no hicieron nada más que ejercer un derecho que la ley explícitamente les reconoce, luego hablar de rebelión en un caso como éste, además de ser, como supongo, una grave incorrección semántica, espero que me disculpen por internarme en un terreno en el que no soy competente, es también, desde el punto de vista legal, un completo despropósito, Los derechos no son abstracciones, respondió el ministro de defensa secamente, los derechos se merecen o no se merecen, y ellos no los merecen, el resto es hablar por hablar, Tiene toda la razón, dijo el ministro de cultura, realmente los derechos no son abstracciones, tienen existencia incluso cuando no son respetados, Lo que faltaba, filosofías, Tiene algo contra la filosofía el ministro de defensa, Las únicas filosofías que me interesan son las militares y aun así con la condición de que nos conduzcan a la victoria, yo, queridos señores, soy un pragmático de cuartel, mi lenguaje, les guste o no les guste, es al pan, pan y al vino, vino, pero, ya puestos, para que no me miren como a un inferior en inteligencia, apreciaré que se me explique, si no se trata de demostrar que un circulo puede ser convertido en un cuadrado de área equivalente, cómo puede tener existencia un derecho no respetado, Muy sencillo, señor ministro, ese derecho existe en potencia en el deber de que sea respetado y cumplido, Con sermones cívicos, con demagogias de éstas, lo digo sin ánimo de ofender, no vamos a ninguna parte, estado de sitio sobre ellos y ya veremos si les duele o no les duele, Salvo si el tiro nos sale por la culata, dijo el ministro de justicia, No veo cómo, Por ahora tampoco yo, pero será sólo cuestión de esperar, nadie se había atrevido a concebir que alguna vez, en algún lugar del mundo, pudiese suceder lo que ha sucedido en nuestro país, y ahí lo tenemos, como si fuera un nudo ciego que no se deja desatar, nos hemos reunido alrededor de esta mesa para tomar decisiones que, pese a las propuestas presentadas aquí como remedio seguro para la crisis, hasta ahora nada han conseguido, esperemos entonces, no tardaremos en conocer la reacción de las personas al estado de sitio, No puedo quedarme callado después de oír esto, estalló el ministro del interior, las medidas que adoptamos fueron aprobadas por unanimidad por este consejo y, al menos que yo recuerde, ninguno de los presentes sacó a debate diferentes y mejores propuestas, la carga de la catástrofe, sí, lo llamaré catástrofe y lo llamaré carga, aunque a algunos de los ministros les parezca una exageración mía y lo estén demostrando con ese airecito de irónica suficiencia, la carga de la catástrofe, vuelvo a decir, la hemos llevado, en primer lugar, como compete, el excelentísimo jefe de estado y el señor primer ministro, y luego, con las responsabilidades inherentes a los cargos que ocupamos, el ministro de defensa y yo mismo, en cuanto a los demás, y estoy refiriéndome en particular al ministro de justicia y al ministro de cultura, si en ciertos momentos tuvieron la bondad de iluminarnos con sus luces, no he percibido ninguna idea que valiese la pena considerar durante más tiempo que el empleado en escucharla, Las luces con que, según sus palabras, alguna vez habré bondadosamente iluminado a este consejo, no eran mis luces, eran las de la ley, nada más que de la ley, respondió el ministro de justicia, Y en lo que atañe a mi humilde persona y a la parte que me cabe en esta generosa distribución de tirones de oreja, dijo el ministro de cultura, con la miseria de presupuesto que me dan, no se me puede exigir más, Ahora comprendo mejor el porqué de esa inclinación suya hacia los anarquismos, disparó el ministro del interior, más pronto o más tarde siempre acaba sacando su cantinela.

El primer ministro había llegado al final de sus papeles. Tintineó suavemente con la pluma en el vaso de agua, pidiendo atención y silencio, y dijo, No he querido interrumpir el interesante debate, con lo cual, pese a la aparente distracción que habrán podido observar, supongo que he aprendido bastante, porque, como por experiencia debemos saber, no se conoce nada mejor que una buena discusión para descargar las tensiones acumuladas, en particular en una situación con las características que ésta no deja de exhibir, percatados como estamos de que es urgente hacer algo y no sabemos qué. Hizo una pausa en el discurso, simuló consultar unas notas, y continuó, Por tanto, ahora que ya se encuentran calmados, distendidos, con los ánimos menos inflamados, podemos, por fin, aprobar la propuesta del ministro de defensa, o sea, la declaración de estado de sitio durante un periodo indeterminado y con efectos inmediatos a partir del momento en que se haya hecho pública. Se oyó un murmullo de asentimiento más o menos general, bien es verdad que con variantes de tono cuyo origen no fue posible identificar, a pesar de que el ministro de defensa de un vistazo hiciera una rápida incursión panorámica con el objetivo de sorprender cualquier discrepancia o algún mitigado entusiasmo. El primer ministro prosiguió, Desgraciadamente, la experiencia también nos ha enseñado que hasta las más perfectas y acabadas ideas pueden fracasar cuando llega la hora de su ejecución, tanto por vacilaciones de última hora, como por desajuste entre lo que se esperaba y lo que realmente se obtuvo, o porque se deja escapar el dominio de la situación en un momento crítico, o por una lista de mil otras razones posibles que no merece la pena desmenuzar ni aqui tendriamos tiempo de examinar, por todo esto se hace indispensable tener siempre preparada y pronta para ser aplicada una idea alternativa, o complementaria de la anterior, que impida, como podría ocurrir en este caso, la aparición de un vacio de poder, o lo que es peor, el poder en la calle, de desastrosas consecuencias. Acostumbrados a la retórica del primer ministro, tipo tres pasos al frente, dos a retaguardia, o como más popularmente se dice, haciendo-como-que-andasin-andar, los ministros aguardaban impacientes la última palabra, la postrera, la final, esa que daría explicación a todo. Esta vez no sucedió así. El primer ministro se mojó nuevamente los labios, se los limpió con un pañuelo blanco que sacó de un bolsillo interior de la chaqueta, parecía que iba a consultar sus notas, pero las apartó en el último instante, y dijo, Si los resultados de este estado de sitio acaban mostrándose por debajo de las expectativas, es decir, si fueran incapaces de reconducir a los ciudadanos a la normalidad democrática, al uso equilibrado, sensato, de una ley electoral que, por imprudente desatención de los legisladores, deja las puertas abiertas a lo que, sin temor a la paradoja, sería lícito clasificar como un uso legal abusivo, entonces este consejo pasa a saber, desde ya, que el primer ministro prevé la aplicación de otra medida que, a la par que refuerza en el plano psicológico la que acabamos de tomar, me refiero, claro está, a la declaración del estado de sitio, podría, estoy convencido, reequilibrar por sí misma el perturbado fiel de la balanza política de nuestro país y acabar de una vez para siempre con la pesadilla en que estamos sumidos. Nueva pausa, nuevo humedecimiento de labios, nueva pasada de pañuelo por la boca, y siguió, Podría preguntárseme por qué, siendo así, no la aplicamos ya en lugar de estar aquí perdiendo el tiempo con un estado de sitio que de antemano sabemos que va a complicar seriamente, en todos los aspectos, la vida de la gente de la capital, tanto la de los culpables como la de los inocentes, sin duda la cuestión contiene algo de pertinencia, pero existen factores importantes que no podemos dejar de tener en consideración, algunos de naturaleza puramente logística, otros no, resultando el principal efecto, que no es difícil imaginar traumático, de la introducción súbita de esa medida extrema, por eso pienso que deberemos optar por una secuencia gradual de acciones, siendo el estado de sitio la primera de todas. El jefe de gobierno movió otra vez los papeles, pero no tocó el vaso de agua. Aun comprendiendo la curiosidad que sienten, dijo, nada más adelantaré sobre el asunto, salvo la información de que fui recibido esta mañana en audiencia por su excelencia el presidente de la república, al que le expuse mi idea y del que recibí entero e incondicional apoyo. A su tiempo sabrán el resto. Ahora, antes de cerrar esta productiva reunión, les ruego a los señores ministros, en especial a los de defensa e interior, sobre cuyos hombros pesará la complejidad de las acciones destinadas a imponer y hacer cumplir la declaración de estado de sitio, que pongan la mayor diligencia y su mayor energía en este desiderátum. A las fuerzas militares y a las fuerzas policiales, ya sea actuando en el ámbito de sus áreas específicas de competencia, ya sea en operaciones conjuntas, y observando siempre un riguroso respeto mutuo, evitando conflictos de precedencia que sólo perjudicarían el fin que pretendemos, les cabe la patriótica tarea de reconducir hasta el redil a la grey descarriada, si se me permite que use esta expresión tan querida por nuestros antepasados y tan hondamente enraizada en nuestras tradiciones pastoriles. Y, recuerden, deben hacerlo todo para que esos que, por ahora, sólo son nuestros adversarios, no acaben transformándose en enemigos de la patria. Que dios les acompañe y les guíe en la sagrada misión para que el sol de la concordia vuelva a iluminar las conciencias y la paz restituya a la convivencia de nuestros conciudadanos la armonía perdida.

A la misma hora en que el primer ministro aparecía en televisión para anunciar el establecimiento del estado de sitio invocando razones de seguridad nacional resultantes de la inestabilidad política y social sobrevenida, consecuencia, a su vez, de la acción de grupos subversivos organizados que reiteradamente habían obstaculizado la expresión electoral popular, las unidades de infantería y de la policía militar, apoyadas por tanques y otros carros de combate, tomaban posiciones en todas las salidas de la capital y ocupaban las estaciones de trenes. El aeropuerto principal, a unos veinticinco kilómetros al norte de la ciudad, se encontraba fuera del área específica de control del ejército, y por tanto seguiría funcionando sin más restricciones que las previstas en momentos de alerta amarilla, lo que significaba que los turistas podrían continuar paseándose y levantando el vuelo, pero los viajes de los naturales, aunque no del todo prohibidos, se desaconsejaban firmemente, salvo circunstancias especiales, a examinar caso por caso. Las imágenes de las operaciones militares, con la fuerza imparable del directo, como decía el comentarista, invadían las casas de los confusos habitantes de la capital. Ahí los oficiales dando órdenes, ahí los sargentos gritando para hacerlas cumplir, y ahí los zapadores instalando barreras, y ahí ambulancias, unidades de transmisión, focos iluminando la carretera hasta la primera curva, olas de soldados saltando de los camiones y tomando posiciones, armados hasta los dientes, y equipados tanto para una dura batalla inmediata como para una larga campaña de desgaste. Las familias cuyos miembros tenían sus ocupaciones de trabajo o de estudio en la capital no hacían nada más que mover la cabeza ante la bélica demostración y murmurar, Están locos, pero las otras, las que todas las mañanas mandaban a un padre o a un hijo a la fábrica instalada en alguno de los polígonos industriales que rodeaban la ciudad y que todas las noches esperaban recibirlos de regreso, ésas se preguntaban cómo y de qué iban a vivir a partir de ahora, si no estaba permitido salir, ni entrar se podía. Quizá den salvoconductos para los que trabajen en la periferia, dijo un anciano hace tantos años jubilado que todavía usaba el lenguaje de las guerras francoprusianas u otras de similar veteranía. Sin embargo, no iba del todo desencaminado el avisado viejo, la prueba es que al día siguiente las asociaciones empresariales se apresuraban a dar a conocer al gobierno sus fundadas inquietudes, Aunque apoyando sin reservas, y con un sentido patriótico a cubierto de cualquier duda, las enérgicas medidas adoptadas por el gobierno, decían, como un imperativo de salvación nacional que finalmente se opone a la acción deletérea de mal encapotadas subversiones, nos permitimos, no obstante, y con el máximo respeto, solicitar a las instancias competentes la concesión urgente de salvoconductos para nuestros empleados y trabajadores, bajo pena, si tal providencia no fuera puesta en práctica con la brevedad deseada, de graves e irreversibles perjuicios para las actividades industriales y comerciales que desarrollamos, con los consecuentes e inevitables daños para la economía nacional en su totalidad. En la tarde de ese mismo día, un comunicado conjunto de los ministerios de defensa, de interior y de economía vino a precisar, aunque expresando la comprensión y la simpatía del gobierno para con las legítimas preocupaciones de la patronal, que la eventual distribución de los salvoconductos solicitados nunca podría efectuarse con la amplitud que deseaban las empresas, porque una tal liberalidad por parte del gobierno inevitablemente haría peligrar la solidez y la eficacia de los dispositivos militares encargados de la vigilancia de la nueva frontera que rodeaba la capital. No obstante, como muestra de apertura y disposición para obviar los peores inconvenientes, el gobierno admitía la posibilidad de emitir salvoconductos a los gestores y a los cuadros técnicos que fuesen declarados indispensables en el regular funcionamiento de las empresas, siempre que éstas asumieran la responsabilidad, incluso desde el punto de vista penal, de las acciones que, dentro y fuera de la ciudad, realizaran las personas designadas para beneficiarse de tal regalía. En cualquier caso, esas personas, de llegar a aprobarse el plan, tendrían que reunirse cada mañana de día laborable en lugares a designar, para desde allí, en autobuses escoltados por la policía, ser transportadas hasta las diversas salidas de la ciudad, donde, a su vez, otros autobuses las llevarían a los establecimientos fabriles o de servicio donde trabajasen y de donde, al final del día, deberían regresar. Todos los gastos resultantes de estas operaciones, desde el flete de los autobuses a la remuneración debida a la policía por los servicios de escolta, correrían íntegramente a cargo de las empresas, aunque con alta probabilidad serían deducibles de los impuestos, decisión esta que será tomada a su debido tiempo, tras un estudio de viabilidad elaborado por el ministerio de hacienda. Es de imaginar que las reclamaciones no pararon ahí. Es un dato básico de la experiencia que las personas no viven sin comer ni beber, ahora bien, considerando que la carne llega de fuera, el pescado llega de fuera, que de fuera llegan las verduras, en fin que de fuera llega todo, lo que esta ciudad, sola, producía o podía almacenar, no alcanzaría para sobrevivir ni una semana, sería preciso organizar sistemas de abastecimiento más o menos similares a los que proveerán de técnicos y gestores las empresas, aunque mucho más complejos, dado el carácter perecedero de ciertos productos. Sin olvidar los hospitales y las farmacias, los kilómetros de vendas, las montañas de algodones, las toneladas de comprimidos, los hectolitros de inyectables, las gruesas de preservativos. Y hay que pensar también en la gasolina y en el gasóleo, transportarlo hasta las estaciones de servicio, salvo que a alguien del gobierno se le ocurra la maquiavélica idea de castigar doblemente a los habitantes de la capital, obligándolos a trasladarse a pie. Al cabo de pocos días el gobierno ya había comprendido que un estado de sitio tiene mucha tela que cortar, sobre todo cuando no se tiene verdaderamente la intención de matar de hambre a los sitiados, como era práctica habitual en el pasado remoto, que un estado de sitio no es cosa que se improvise así como así, que es necesario saber muy bien hasta dónde se pretende llegar y cómo, medir las consecuencias, evaluar las reacciones, ponderar los inconvenientes, calcular las ganancias y las pérdidas, aunque no sea nada más que para evitar el exceso de trabajo con que, de un día para otro, los ministerios se han encontrado, desbordados por una inundación incontenible de protestas, reclamaciones y solicitudes de aclaración, casi siempre sin saber qué respuesta sería mejor en cada caso, porque las instrucciones de arriba sólo contemplaban los principios generales del estado de sitio, con total desprecio por las minucias burocráticas de los pormenores de ejecución, que es por donde el caos invariablemente penetra. Un aspecto interesante de la situación, que la vena satírica y la costilla burlona de los más graciosos de la capital no podían dejar escapar, resultaba de la circunstancia de que el gobierno, siendo de hecho y de derecho el sitiador, al mismo tiempo estaba sitiado, no sólo porque sus salas y antesalas, despachos y pasillos, sus oficinas y archivos, sus ficheros y sus sellos, estuvieran radicados en el meollo de la ciudad, y de algún modo orgánicamente lo constituían, sino también porque unos cuantos de sus miembros, por lo menos tres ministros, algunos secretarios y subsecretarios, así como un par de directores generales, residían en los alrededores, esto sin hablar de los funcionarios que todas las mañanas y todas las tardes, en un sentido o en otro, tenían que tomar el tren, el metro o el autobús si no disponían de transporte propio o no querían sujetarse a las dificultades del tráfico urbano. Los chistes, que no siempre eran contados con sigilo, exploraban el conocido tema del cazador cazado, pero no se remitían a esa pueril inocencia, a ese humor de jardín infantil de la belle époque, también creaban variantes caleidoscópicas, algunas radicalmente obscenas y, a la luz de un elemental buen gusto, condenablemente escatológicas. Por desgracia, y con esto quedaban demostrados una vez más el corto alcance y la debilidad estructural de los sarcasmos, burlas, zumbas, guasas, chascarrillos, bromas y más gracietas con que se pretendía herir al gobierno, ni el estado de sitio se levantaba, ni los problemas de abastecimiento se resolvían.

Pasaron los días, las dificultades iban creciendo sin parar, se agravaban y se multiplicaban, brotaban bajo los pies como hongos después de la lluvia, pero la firmeza moral de la población no parecía inclinada a rebajarse ni a renunciar a aquello que había considerado justo y por eso lo expresó con su voto, el simple derecho a no seguir ninguna opinión consensualmente establecida. Ciertos observadores, por lo general corresponsales de medios de comunicación extranjeros enviados a toda prisa para cubrir el acontecimiento, así se decía en la jerga de la profesión, luego con poco conocimiento de las idiosincrasias locales, comentaron con extrañeza la ausencia absoluta de conflictos entre las personas, a pesar de que se hubieran realizado, y luego verificado como tales, acciones de agentes provocadores que estarían intentando crear situaciones de una inestabilidad tal que justificaran, ante los ojos de la denominada comunidad internacional, el salto que hasta ahora no había sido dado, es decir, pasar de un estado de sitio a un estado de guerra. Uno de los comentaristas llevó su ansia de originalidad hasta el punto de interpretar el hecho como un caso único, nunca visto en la historia, de unanimidad ideológica, lo que, de ser verdad, haría de la población de la ciudad un interesantísimo caso de monstruosidad política, digno de estudio. La idea era, a todas luces, un perfecto disparate, nada tenía que ver con la realidad, aquí como en cualquier otro lugar del planeta las personas son diferentes unas de otras, piensan diferente, no son todas pobres ni todas ricas, y, en cuanto a las acomodadas, unas lo son más, otras lo son menos. El único asunto en que, sin necesidad de debate previo, estuvieron de acuerdo, ése ya lo conocemos, por tanto no merece la pena marear la perdiz. Aun así, es lógico que se quiera saber, y la pregunta fue realizada muchas veces, tanto por periodistas extranjeros como por nacionales, por qué singulares motivos no se habían producido hasta ahora incidentes, bregas, tumultos, desórdenes, escenas de pugilato o cosas peores, entre los que votaron en blanco y los otros. La cuestión muestra sobradamente hasta qué punto son importantes algunos conocimientos elementales de aritmética para el cabal ejercicio de la profesión de periodista, hubiera bastado tener en cuenta que las personas que votaron en blanco representaban el ochenta y tres por ciento de la totalidad de la población y que el resto, bien sumado, no va más allá del diecisiete por ciento, y eso sin olvidar la discutida tesis del partido de la izquierda, la de que el voto en blanco y el suyo propio, hablando en metáfora, son uña y carne, y que si los electores del pdi, esta conclusión ya es de nuestra cosecha, no votaron todos en blanco, aunque es evidente que muchos lo hicieron en la repetición del escrutinio, fue simplemente porque les faltó la consigna. Nadie nos creería si dijéramos que diecisiete se enfrentaron a ochenta y tres, el tiempo de las batallas ganadas con la ayuda de dios ya ha pasado. Otra curiosidad lógica sería la de tratar de aclarar qué les ha sucedido a las quinientas personas retenidas de las filas electorales por los espías del ministerio del interior, aquellas que sufrieron después tormentosos interrogatorios y tuvieron que padecer la agonía de ver sus secretos más íntimos desvelados por el detector de mentiras, y también, segunda curiosidad, qué estarán haciendo los agentes especializados de los servicios secretos y sus auxiliares de graduación inferior. Acerca del primer punto no tenemos nada más que dudas y ninguna posibilidad de resolverlas. Hay quien dice que los quinientos reclusos continúan, de acuerdo con el conocido eufemismo policial, colaborando con las autoridades para el esclarecimiento de los hechos, otros afirman que están siendo puestos en libertad, aunque poco a poco para no llamar demasiado la atención, pero los más escépticos defienden la versión de que se los han llevado a todos fuera de la ciudad, que se encuentran en paradero desconocido y que los interrogatorios, pese a los nulos resultados obtenidos hasta ahora, continúan. Vaya usted a saber quién tiene la razón. En cuanto al segundo punto, el de qué estarán haciendo los agentes de los servicios secretos, ahí nos sobran las certezas. Como otros honrados y dignos trabajadores, todas las mañanas salen de sus casas, se patean la ciudad de una punta a otra, en busca de indicios y, cuando les parece que el pez está dispuesto a picar, experimentan una táctica nueva, que consiste en dejarse de circunloquios y preguntar de sopetón a quienes les escuchan, Hablemos francamente, como amigos, yo voté en blanco, y usted. Al principio, los interpelados se limitaban a ofrecer las respuestas habituales, que nadie puede ser obligado a revelar su voto, que ninguna autoridad puede preguntar sobre ese punto, y si alguna vez alguno de ellos tuvo la ocurrencia de exigir al curioso impertinente que se identificase, que declarase allí mismo en nombre de qué poder y autoridad hacía la pregunta, entonces se asistía al regalador espectáculo de ver a un agente del servicio secreto bajar la cabeza y retirarse con el rabo entre las piernas, porque, claro está, en ninguna cabeza cabe la idea de que el agente se atreva a abrir la cartera para mostrar el carnet que, con fotografía, sello y franja con los colores de la bandera, como a tal lo acreditaba. Pero esto, como dijimos, fue al principio. A partir de cierto momento, comenzó a correr la voz popular de que la mejor actitud, en situaciones de esta índole, era no prestar atención a los preguntadores, darles simplemente la espalda, o, en casos extremos de insistencia, exclamar alto y claro, No me moleste, si no se prefiere, todavía más simplemente, y con más eficacia resolutiva, mandarlos a la mierda. Como era de esperar, los partes que los agentes de la secreta entregaban a sus superiores camuflaban estos desaires, escamoteaban estos reveses, contentándose con insistir en la obstinada y sistemática ausencia de espíritu de colaboración de que el sector sospechoso de la población seguía dando pruebas. Podría pensarse que este orden de cosas había llegado a un punto similar al de dos luchadores de igual fuerza, uno empujando aquí, otro empujando allí, que si bien es verdad que no levantan el pie de donde lo tienen puesto, tampoco logran avanzar ni un dedo, de modo que sólo el agotamiento final de uno de ellos acabará entregándole la victoria al otro. En opinión del principal y más directo responsable de los servicios secretos, el empate se rompería rápidamente si uno de los luchadores recibiese la ayuda de otro luchador, lo que, en esta situación concreta, se conseguiría abandonando, por inútiles, los procesos persuasivos hasta entonces empleados y adoptando sin ninguna reserva métodos disuasivos que no excluyesen el uso de la fuerza bruta. Si la capital se encuentra, por sus repetidas culpas, sometida al estado de sitio, si a las fuerzas militares compete imponer la disciplina y proceder en consecuencia en caso de alteración grave del orden social, si los altos mandos asumen la responsabilidad, bajo palabra de honor, de no dudar cuando llegue la hora de tomar decisiones, entonces los servicios secretos se encargarán de crear los focos de agitación adecuados que justifiquen a priori la severidad de una represión que el gobierno, generosamente, ha deseado, por todos los medios pacíficos y, repítase la palabra, persuasivos, evitar. Los insurrectos no podrán venir luego con quejas, así lo quieren, así lo tienen. Cuando el ministro del interior llevó esta idea al gabinete restringido, o de crisis, que mientras tanto se había formado, el primer ministro le recordó que aún disponía de un arma para resolver el conflicto y que sólo en el improbable caso de que fallara tomaría en consideración no sólo el nuevo plan, sino otros que pudieran ir surgiendo. Si fue lacónicamente, en cuatro palabras, como el ministro del interior expreso su desacuerdo, Estamos perdiendo el tiempo, el ministro de defensa usó más palabras para garantizar que las fuerzas militares sabrían cumplir con su deber, Como siempre han hecho, sin mirar sacrificios, a lo largo de nuestra historia. La delicada cuestión quedó por may, el fruto aún no parecía estar maduro. Entonces el otro luchador, harto de esperar, arriesgó un paso al frente. Una mañana las calles de la capital aparecieron invadidas de gente que llevaba en el pecho pegatinas, rojo sobre negro, con las palabras, Yo voté en blanco, de las ventanas pendían grandes carteles que declaraban, negro sobre rojo, Nosotros votamos en blanco, pero lo más visible de todo, lo que se agitaba y avanzaba sobre las cabezas de los manifestantes, era un río interminable de banderas blancas que confundió a un corresponsal despistado hasta el punto de telefonear a su periódico para informar de que la ciudad se había rendido. Los altavoces de los coches de la policía se desgañitaban berreando que no estaban permitidas reuniones de más de cinco personas, pero las personas eran cincuenta, quinientas, cinco mil, cincuenta mil, quién, en una situación de éstas, se va a poner a contar de cinco en cinco. El comandante de la policía quería saber si podía usar los gases lacrimógenos y cargar con las tanquetas de agua, el general de la división norte si lo autorizaban a mandar el avance de los tanques, el general de la división sur, aerotransportada, si habría condiciones para lanzar a los paracaidistas, o si, por el contrario, el riesgo de que cayeran sobre los tejados lo desaconsejaba. La guerra estaba a punto de estallar.

Fue entonces cuando el primer ministro, ante el gobierno reunido en pleno y el jefe del estado presidiéndolo, reveló su plan, Ha llegado la hora de partirle el espinazo a la resistencia, dijo, dejémonos de acciones psicológicas, de maniobras de espionaje, de detectores de mentiras y otros artilugios tecnológicos, puesto que, a pesar de los meritorios esfuerzos del ministro del interior, ha quedado demostrada la incapacidad de esos medios para resolver el problema, añado que también considero inadecuada la utilización de las fuerzas militares por el inconveniente más que probable de una mortandad que es nuestra obligación evitar sean cuales sean las circunstancias, en contrapartida a todo esto lo que traigo aquí es nada más y nada menos que una propuesta de retirada múltiple, un conjunto de acciones que algunos tal vez consideren absurdas, pero que tengo la certeza de que nos conducirán a la victoria total y al regreso de la normalidad democrática, a saber, y por orden de importancia, la retirada inmediata del gobierno a otra ciudad, que pasará a ser la nueva capital del país, la retirada de todas las fuerzas del ejército allí establecidas, la retirada de todas las fuerzas policiales, con esta acción radical la ciudad insurgente quedará entregada a sí misma, tendrá todo el tiempo que necesite para comprender lo que cuesta ser segregada de la sacrosanta unidad nacional, y cuando no pueda aguantar más el aislamiento, la indignidad, el desprecio, cuando la vida dentro se convierta en un caos, entonces sus habitantes culpables vendrán hasta nosotros con la cabeza baja implorando nuestro perdón. El primer ministro miró alrededor, Éste es mi plan, dijo, lo someto a examen y a discusión y, excusado sería decirlo, cuento con que sea aprobado por todos, los grandes males piden grandes remedios, y si es cierto que el remedio que propongo es doloroso, el mal que nos ataca es simplemente mortal.


Con palabras al alcance de la inteligencia de las clases menos ilustradas, pero no del todo inconscientes de la gravedad y diversidad de los males de toda especie que amenazan la ya precaria supervivencia del género humano, lo que el primer ministro había propuesto era, ni más ni menos, huir del virus que afectaba a la mayor parte de los habitantes de la capital y que, como lo peor siempre está esperando tras la puerta, tal vez acabase infectando al resto y hasta incluso, quién sabe, a todo el país. No es que él mismo y el gobierno en su conjunto recelaran de ser contaminados por la picadura del insecto subversor, aunque de sobra hemos visto algunos choques personales y ciertas ligerísimas diferencias de opinión, en todo caso incidiendo más sobre los medios que sobre los fines, ya que hasta ahora se ha mantenido inquebrantable la cohesión institucional entre los políticos responsables de la gestión de un país sobre el que, sin decir agua va, ha caído una calamidad nunca vista en la larga y desde siempre dificultosa historia de los pueblos conocidos. Al contrario de lo que ciertamente pensarán y habrán puesto en circulación algunos malintencionados, no se trataba de una fuga cobarde, sino de una jugada estratégica de primer orden, sin paralelo en audacia, cuyos resultados prospectivos casi se podían alcanzar con la mano, como un fruto en el árbol. Ahora sólo faltaba que, para la perfecta coronación de la obra, la energía empleada en la realización del plan estuviera a la altura de la firmeza de los propósitos. En primer lugar, hay que decidir quién saldrá de la ciudad y quién se quedará. Saldrán, claro está, su excelencia el jefe de estado y todo el gobierno hasta el nivel de subsecretarios, acompañados por sus asesores más cercanos, saldrán los diputados de la nación para que no se vea interrumpida la producción legislativa, saldrán las fuerzas del ejército y de la policía, incluyendo la de tráfico, pero el consistorio municipal permanecerá en bloque con su respectivo presidente, permanecerán las corporaciones de bomberos, no se vaya a abrasar la ciudad por algún descuido o acto de sabotaje, también permanecerán los servicios de limpieza urbana para evitar epidemias, y obviamente se garantizarán el abastecimiento de agua y de energía eléctrica, esos bienes esenciales a la vida. En cuanto a la comida, un grupo de especialistas en alimentación, también llamados nutricionistas, fueron encargados de elaborar una lista de menús mínimos que, sin sujetar a la población a una dieta de hambre, le hiciese sentir que un estado de sitio llevado hasta las últimas consecuencias no es lo mismo que unos días de vacaciones en la playa. Además, el gobierno estaba convencido de que las cosas no llegarían tan lejos. No pasarían muchos días antes de que se presentaran en cualquier puesto militar de la salida de la capital los habituales negociadores enarbolando la bandera blanca, la de la rendición incondicional, no la de la insurgencia, que el hecho de que una y otra tengan el mismo color es una coincidencia realmente notable acerca de la cual, por ahora, no nos detendremos a reflexionar, pero más adelante se verá si hay motivos suficientes para que regresemos a ella.

Después de la reunión plenaria del gobierno, de la que suponemos haber hecho suficiente referencia en las últimas páginas del capítulo anterior, el gabinete ministerial restringido, o de crisis, discutió y adoptó un ramillete de decisiones que a su tiempo serán traídas a la luz, si el desarrollo de los sucesos, entre tanto, como creemos haber advertido en otra ocasión, no las acaba convirtiendo en nulidades u obliga a sustituirlas por otras, pues, como conviene tener siempre presente, si es cierto que el hombre pone, dios es quien dispone, y no han sido pocas las ocasiones, nefastas casi todas, en que los dos, de acuerdo, dispusieron juntos. Una de las cuestiones más encendidamente discutidas fue el procedimiento de retirada del gobierno, cuándo y cómo debería realizarse, con discreción o sin ella, con o sin imágenes de televisión, con o sin bandas de música, con guirnaldas en los coches o no, llevando o no la bandera nacional agitándose sobre el guardabarros, y un nunca acabar de pormenores para los que fue necesario recurrir una y muchas veces al protocolo de estado, que jamás, desde la fundación de la nacionalidad, se había visto en semejantes apuros. El plan de retirada que finalmente se aprobó era una obra maestra de acción táctica, que consistía básicamente en una bien estudiada dispersión de los itinerarios para dificultar al máximo las concentraciones de manifestantes acaso movilizados para expresar el disgusto, el descontento o la indignación de la capital por el abandono a que iba a ser sentenciada. Habría un itinerario exclusivo para el jefe de estado, pero también para el primer ministro y para cada uno de los miembros del gabinete ministerial, un total de veintisiete recorridos diferentes, todos bajo la protección del ejército y de la policía, con carros antidisturbios en las encrucijadas y ambulancias al final de las caravanas, por lo que pudiera suceder. El mapa de la ciudad, un enorme panel iluminado sobre el que se trabajó aplicadamente durante cuarenta y ocho horas, con la participación de mandos militares y policiales especializados en rastreos, mostraba una estrella roja de veintisiete brazos, catorce mirando al hemisferio norte, trece apuntando al hemisferio sur, con un ecuador que dividía la capital en dos mitades. Por esos brazos se deberían encaminar los negros automóviles de las entidades oficiales, rodeados de guardaespaldas y walki-talkis, vetustos aparatos todavía usados en este país, pero ya con un presupuesto aprobado para su modernización. Todas las personas que entraban en las diversas fases de la operación, cualquiera que fuera su grado de participación, tuvieron que jurar silencio absoluto, primero con la mano derecha sobre los evangelios, después sobre la constitución encuadernada en cuero azul, rematando el doble compromiso con un juramento de los fuertes, recuperado de la tradición popular, Que el castigo, si a este juramento falto, caiga sobre mi cabeza y sobre la cabeza de mis descendientes, hasta la cuarta generación. Así sellado el sigilo, se marcó la fecha para dos días después. La hora de la salida, simultánea, es decir, la misma para todos, sería las tres de la madrugada, cuando sólo los insomnes graves dan vueltas en la cama y hacen promesas al dios hipnosis, hijo de la noche y hermano gemelo de tánatos, para que les auxilie en la aflicción, derramando sobre sus pesados párpados el suave bálsamo de las adormideras. Durante las horas que todavía faltaban, los espías, de regreso en masa al campo de operaciones, no iban a hacer otra cosa que patearse en todos los sentidos las plazas, avenidas, calles y callejones de la ciudad, oyendo disimuladamente el pulso de la población, sondeando designios apenas ocultos, juntando palabras oídas aquí y allí para intentar percibir si había trascendido alguna de las decisiones tomadas en el consejo de ministros, en particular sobre la inminente retirada del gobierno, porque un espía realmente digno de ese nombre tiene la obligación de cumplir como principio sagrado, como regla de oro, como decreto ley, no fiarse nunca de juramentos, vengan de donde vengan, aunque hayan sido hechos por la propia madre que les dio el ser, y menos todavía cuando en vez de un juramento tuvieron que ser dos, y todavía menos cuando en vez de dos fueron tres. En este caso, sin embargo, no hubo más remedio que reconocer, aunque con cierto sentimiento de frustración profesional, que el secreto oficial había sido bien guardado, convencimiento empírico con el que estuvo de acuerdo el sistema informático central del ministerio del interior, el cual, tras mucho exprimir, filtrar y combinar, barajando y volviendo a barajar los miles de fragmentos de conversaciones captadas, no encontró ni una señal equívoca, ni un indicio sospechoso, la punta mínima de un hilo capaz de traer en el otro extremo, al tirar, cualquier funesta sorpresa. Los mensajes despachados por los servicios secretos al ministerio del interior eran, de modo soberano, tranquilizadores, pero no solamente ésos, también los que la eficiente inteligencia militar, investigando por su cuenta y a espaldas de sus competidores civiles, iba remitiendo a los coroneles de la información y de la psico reunidos en el ministerio de defensa, podrían coincidir con los primeros en esa expresión que la literatura ha convertido en clásica, Nada nuevo en el frente occidental, excepto, claro está, el soldado que acaba de morir. Desde el jefe del estado hasta el último de los asesores no hubo quien no dejara escapar del pecho un suspiro de alivio. Gracias a dios, la retirada iba a hacerse tranquilamente, sin causar excesivos traumas a una población por ventura ya arrepentida, en parte, de un comportamiento sedicioso a todas luces inexplicable, pero que, a pesar de eso, en una muestra de civismo digna de todo encomio que auguraba mejores días, no parecía tener la intención de hostigar, tanto con actos o con palabras, a sus legítimos gobernantes y representantes en este momento de dolorosa, aunque indispensable, separación. Así concluían todos los informes y así sucedió.

A las dos y media de la madrugada ya toda la gente estaba dispuesta a soltar las amarras que la prendían al palacio del presidente, al palacete del jefe de gobierno y a los diversos edificios ministeriales. Alineados a la espera los resplandecientes automóviles negros, defendidas las furgonetas de los archivos por guardias de seguridad armados hasta los dientes, que podían escupir dardos envenenados por increíble que parezca, en posición los batidores de la policía, en alerta las ambulancias, y dentro, en los despachos, abriendo y cerrando todavía las últimas vitrinas y gavetas, los gobernantes fugitivos, o desertores, a quien en estilo elevado deberíamos llamar prófugos, compungidos recogían los últimos recuerdos, una fotografía de grupo, otra con dedicatoria, un rizo, una estatua de la diosa de la felicidad, un lapicero de la época escolar, un cheque devuelto, una carta anónima, un pañuelito bordado, una llave misteriosa, una pluma en desuso con el nombre grabado, un papel comprometedor, otro papel comprometedor, pero éste para el colega de la sección de al lado. Unas cuantas personas de éstas al borde de las lágrimas, hombres y mujeres que apenas conseguían dominar la emoción, se preguntaban si algún día regresarían a los lugares queridos que fueron testimonio de su ascensión en la escala jerárquica, otras, a quienes los hados no ayudaron tanto, soñaban, pese a los desengaños e injusticias, con mundos diferentes y nuevas oportunidades que los colocasen, finalmente, en el lugar merecido. A las tres menos cuarto, cuando a lo largo de los veintisiete recorridos las fuerzas del ejército y de la policía se encontraban estratégicamente distribuidas, sin olvidar los carros antidisturbios que dominaban los cruces principales, fue dada la orden de reducir la intensidad de la iluminación pública en toda la capital como manera de cubrir la retirada, por mucho que nos choque la crudeza de la expresión. En las calles por donde los automóviles y los camiones tendrían que pasar no se veía ni un alma, ni una sola, vestida de paisano. En cuanto al resto de la ciudad no variaban las informaciones continuamente recibidas, ningún grupo, ningún movimiento sospechoso, los noctívagos que se recogían en sus casas o de ellas habían salido no parecían gente de temer, no llevaban banderas al hombro ni disimulaban botellas de gasolina con la punta de un trapo saliendo por el gollete, no hacían molinetes con cachiporras o cadenas de bicicleta, y si de alguien se podría jurar que no iba por el camino recto, eso no habría que atribuirlo a desvíos de carácter político y sí a disculpables excesos alcohólicos. A las tres menos tres minutos los motores de los vehículos que acompañaban las caravanas fueron puestos en marcha. A las tres en punto, como estaba previsto, comenzó la retirada. Entonces, oh sorpresa, el asombro, el prodigio nunca visto, primero el desconcierto y la perplejidad, después la inquietud, después el miedo, clavaron sus garras en las gargantas del jefe de estado y del jefe de gobierno, de los ministros, secretarios y subsecretarios, de los diputados, de los guardias de seguridad de las furgonetas, de los batidores de la policía, y hasta, si bien en menor grado, del personal de las ambulancias, por profesión habituados a lo peor. A medida que los automóviles iban avanzando por las calles, se encendían en las fachadas, una tras otra, de arriba abajo, las bombillas, las lámparas, los focos, las linternas, los candelabros si los había, tal vez algún viejo candil de latón de tres picos, de esos que se alimentaban con aceite, todas las ventanas abiertas y desbordando, a chorros, un río de luz como una inundación, una multiplicación de cristales hechos de lumbre blanca, señalando el camino, apuntando la ruta de la fuga a los desertores para que no se pierdan, para que no se extravíen por atajos. La primera reacción de los responsables de la seguridad de los convoyes fue dejar de lado todas las cautelas, ordenar que se pisaran los aceleradores a fondo, doblar la velocidad, y así se comenzó a hacer, con la alegría irreprimible de los motoristas oficiales, quienes, como es universalmente conocido, detestan ir a paso de buey cuando llevan doscientos caballos en el motor. No les duró la carrera. La decisión, por brusca, por precipitada, como todas las que son fruto del miedo, dio origen a que, prácticamente en todos los recorridos, un poco más adelante o un poco más atrás, se produjeran pequeñas colisiones, en general era el automóvil de detrás chocando contra el que le precedía, afortunadamente sin consecuencias de mayor gravedad para los pasajeros, fue un sobresalto y poco más, un hematoma en la cabeza, un arañazo en la cara, un tirón en el cuello, nada que justifique mañana una medalla por lesiones, cruz de guerra, corazón púrpura o cualquier engendro similar. Las ambulancias se adelantaron, dispuestos el personal médico y el de enfermería para atender a los heridos, la confusión era enorme, deplorable en todos los aspectos, detenidas las caravanas, llamadas telefónicas pidiendo información sobre lo que estaba pasando en otros recorridos, alguien exigiendo brazos en alto que le comunicaran la situación concreta, y para colmo estas hileras de edificios iluminados como árboles de navidad, sólo faltan los fuegos artificiales y los tiovivos, menos mal que nadie se asoma a las ventanas para disfrutar con el espectáculo que la calle ofrece gratis, riéndose, haciendo burla, señalando con el dedo los coches abollados. Subalternos de vista corta, de esos para quienes sólo importa el instante de ahora, como son casi todos, ciertamente pensarían así, lo pensarían también, tal vez, unos cuantos subsecretarios y asesores de escaso futuro, pero nunca jamás un primer ministro, y menos todavía uno tan previsor como ha resultado ser éste. Mientras el médico le limpiaba la barbilla con un antiséptico y se preguntaba para sus adentros si no se estaría excediendo al aplicarle al herido una inyección antitetánica, el jefe de gobierno le daba vueltas a las inquietudes que le sacudían el espíritu desde que los primeros edificios se iluminaron. Sin duda era caso para desconcertar al más flemático de los políticos, sin duda era inquietante, turbador, pero peor, mucho peor era no ver a nadie en las ventanas, como si las caravanas oficiales estuviesen huyendo ridículamente de la nada, como si las fuerzas del ejército y de la policía, los vehículos antidisturbios, incluidos los de agua, hubieran sido despreciados por el enemigo y ahora no tuviesen a quién combatir. Todavía un poco atontado por el choque, pero ya con el adhesivo colocado en la barbilla y tras rechazar con estoica impaciencia la inyección antitetánica, el primer ministro recordó de súbito que su primera obligación era telefonear al jefe del estado, preguntarle cómo se encontraba, interesarse por la salud de su presidencial persona, y tenía que hacerlo ahora mismo, sin más pérdida de tiempo, no fuese a ocurrir que él, con maliciosa astucia política, se le anticipara, Y me sorprendería con los pantalones bajados, murmuró sin pensar en el significado literal de la frase. Le pidió al secretario que hiciera la llamada, otro secretario respondió, el secretario de aquí dijo que el señor primer ministro deseaba hablar con el señor presidente, el secretario de allí dijo un momento por favor, el secretario de aquí le pasó el teléfono al primer ministro, y este, como competía, esperó, Cómo van las cosas por ahí, preguntó el presidente, Unas cuantas chapas abolladas, nada importante, respondió el primer ministro, Pues por aquí, nada, No ha habido colisiones, Sólo unos pequeños envites, Sin gravedad, espero, Sí, estos blindajes son a prueba de bomba, Lamento que me obligue a recordarle, señor presidente, que ningún blindaje de automóvil es a prueba de bomba, No necesita decírmelo, siempre habrá una lanza para una coraza, siempre habrá una bomba para un blindaje, Está herido, Ni un arañazo. La cara de un oficial de la policía apareció en la ventanilla del coche, hizo señal de que el viaje podía proseguir, Ya estamos otra vez en marcha, informó el primer ministro, Aquí casi no llegamos a parar, respondió el jefe de estado, Señor presidente, una palabra, Diga, No puedo esconderle que me siento preocupado, ahora mucho más que el día de las primeras elecciones, Por qué, Estas luces que se encienden a nuestro paso y que, con toda probabilidad, van a seguir encendiéndose durante el resto del camino, hasta que salgamos de la ciudad, la ausencia absoluta de personas, mire que no se distingue ni una sola alma en las ventanas o en las calles, es extraño, muy extraño, comienzo a pensar que tendré que admitir lo que hasta ahora negaba, que hay una intención detrás de todo esto, una idea, un objetivo pensado, las cosas están pasando como si la población obedeciera un plan, como si hubiese una coordinación central, No lo creo, usted querido amigo, sabe mejor que yo que la teoría de la conspiración anarquista no tiene por dónde agarrarse, y que la otra teoría, la de que un estado extranjero malvado está empeñado en una acción desestabilizadora contra nuestro país, no vale más que la primera, Creíamos tener la situación completamente controlada, que éramos dueños y señores de la situación, y al final nos salen al camino con una sorpresa que ni el más pintado parecía capaz de imaginar, un perfecto golpe teatral, tengo que reconocerlo, Qué piensa hacer, De momento, seguir con el plan que elaboramos, si las circunstancias futuras aconsejaran introducir alteraciones sólo lo haremos después de un examen exhaustivo de los nuevos datos, sea como fuere, en cuanto a lo fundamental, no preveo que tengamos que efectuar ningún cambio, Y en su opinión lo fundamental es, Lo discutimos y llegamos a un acuerdo, señor presidente, aislar a la población, dejarlos que cuezan a fuego lento, más pronto o más tarde es inevitable que comiencen a surgir conflictos, los choques de intereses sucederán, la vida cada vez será más difícil, en poco tiempo la basura invadirá las calles, señor presidente, cómo se pondrá todo si las lluvias vuelven, y, tan seguro como que soy primer ministro, habrá graves problemas en el abastecimiento y distribución de los alimentos, nosotros nos encargaremos de crearlos si resulta conveniente, Cree entonces que los ciudadanos no podrán resistir mucho tiempo, Así es, además, hay otro factor importante, tal vez el más importante de todos, Cuál, Por mucho que se haya intentado y se siga intentando, nunca se conseguirá que la gente piense de la misma manera, Esta vez se diría que si, Demasiado perfecto para ser verdadero, señor presidente, Y si existe realmente por ahí como ha admitido hace unos instantes, una organización secreta, una mafia, una camorra, una cosa nostra, una cía o un kgb, La cía no es secreta, señor presidente, y el kgb ya no existe, La diferencia no es muy grande, pero imaginemos algo así, o todavía peor, si es posible, más maquiavélico, inventado ahora para crear esta casi unanimidad alrededor de, si quiere que le diga, no sé bien de qué, Del voto en blanco, señor presidente, del voto en blanco, Hasta ahí soy capaz de llegar por mi propia cuenta, lo que me interesa es lo que no sé, No dudo, señor presidente, Siga, por favor, Aunque esté obligado a admitir, en teoría, siempre en teoría, la posibilidad de la existencia de una organización clandestina contra la seguridad del estado y contra la legitimidad del sistema democrático, eso no se hace sin contactos, sin reuniones, sin cédulas, sin proselitismos, sin papeles, sí, sin papeles, usted sabe que en este mundo es totalmente imposible hacer algo sin papeles, y nosotros además de no tener ni una sola información sobre actividades como las que le acabo de mencionar, tampoco hemos encontrado ni una simple hoja de agenda que diga, por lo menos, Adelante, compañeros, le jour de gloire est arrivé, No comprendo por qué tendría que ser en francés, Por aquello de la tradición revolucionaria, señor presidente, Qué extraordinario país este nuestro donde suceden cosas nunca antes vistas en ninguna parte del planeta, No necesito recordarle, señor presidente, que no es la primera vez, Precisamente a eso me refería, querido primer ministro, Es evidente que no hay la menor probabilidad de relación entre los dos acontecimientos, Es evidente que no, la única cosa que tienen en común es el color, Para el primero no se ha encontrado una explicación hasta hoy, Y para éste tampoco la tendremos, Ya veremos, señor presidente, ya veremos, Si no nos damos antes con la cabeza en la pared, Tengamos confianza, señor presidente, la confianza es fundamental, En qué, en quién, dígame, En las instituciones democráticas, Querido amigo, reserve ese discurso para la televisión, aquí sólo nos oyen los secretarios, podemos hablar con claridad. El primer ministro cambió de conversación. Ya estamos saliendo de la ciudad, señor presidente, Por este lado también, Mire para atrás, señor presidente, por favor, Para qué, Las luces, Qué tienen las luces, Siguen encendidas, nadie las ha apagado, Y qué conclusión quiere que saque de estas luminarias, No lo sé bien, señor presidente, lo lógico sería que las fuesen apagando a medida que avanzamos, pero no, ahí están, imagino que desde el aire parecerán una enorme estrella de veintisiete brazos, Por lo visto, tengo un primer ministro poeta, No soy poeta, pero una estrella es una estrella es una estrella, nadie lo puede negar, señor presidente, Y ahora qué vamos a hacer, El gobierno no se va a cruzar de brazos, todavía no se nos han acabado las municiones, todavía tenemos flechas en la aljaba, Espero que la puntería no le falle, Sólo necesitaré tener al enemigo a mi alcance, Pero ése es precisamente el problema, no sabemos dónde está el enemigo, ni siquiera sabemos quién es, Aparecerá, señor presidente, es cuestión de tiempo, no pueden permanecer escondidos eternamente, Que no nos falte el tiempo, Encontraremos una solución, Ya estamos llegando a la frontera, seguiremos la conversación en mi despacho, venga luego, sobre las seis de la tarde, De acuerdo, señor presidente, allí estaré.

La frontera era igual en todas las salidas de la ciudad, una compleja barrera móvil, un par de tanques, cada uno a un lado de la carretera, unos cuantos barracones, y soldados armados con uniformes de campaña y con las caras pintadas. Focos potentes iluminaban el plató. El presidente salió del automóvil, retribuyó con un gesto civil y medio displicente el impecable saludo del oficial jefe, y preguntó, Cómo van las cosas por aquí, Sin novedad, calma absoluta, señor presidente, Alguien ha intentado salir, Negativo, señor presidente, Supongo que se referirá a vehículos motorizados, bicicletas, carros, patinetes, Vehículos motorizados, sí señor presidente, Y personas a pie, Ni una para muestra, Claro que ya habrá pensado que los fugitivos no vendrán por la carretera. Sí señor presidente, de todas maneras no conseguirán pasar, aparte de las patrullas convencionales que vigilan la mitad de la distancia que nos separa de las dos salidas más próximas, a un lado y a otro, disponemos de sensores electrónicos que serían capaces de dar la alarma por un ratón si los regulamos para detectar pequeños cuerpos, Muy bien, conoce seguramente lo que se dice en estas ocasiones, la patria os contempla, Sí señor presidente, tenemos consciencia de la importancia de la misión, Supongo que habrán recibido instrucciones en caso de que haya tentativas de salidas en masa, Sí señor presidente, Cuáles son, Primero, dar la voz de alto, Eso es obvio. Sí señor presidente, Y si no hacen caso, Si no hacen caso, disparamos al aire, Y si a pesar de eso avanzan, Entonces intervendrá la sección de la policía antidisturbios que nos ha sido asignada, Que actuará cómo, Ahí depende, o lanzan gases lacrimógenos, o atacan con las tanquetas de agua, esas acciones no son de la competencia del ejército, Me parece notar en sus palabras un cierto tono crítico, Es que en mi opinión no son maneras de hacer una guerra, señor presidente, Interesante observación, y si las personas no retroceden, Es imposible que no retrocedan, señor presidente, no hay quien pueda aguantar los gases lacrimógenos y el agua a presión, Pero imagínese que sí, qué órdenes tiene para una posibilidad de ésas, Disparar a las piernas, Por qué a las piernas, No queremos matar a compatriotas, Pero siempre puede suceder, Sí señor presidente, siempre puede suceder, Tiene familia en la ciudad, Sí señor presidente, Imagínese que ve a su mujer y a sus hijos al frente de una multitud que avanza, La familia de un militar sabe cómo debe comportarse en todas las situaciones, Supongo que sí, pero imagíneselo, haga un esfuerzo. Las órdenes son para cumplirlas, señor presidente, Todas, Hasta hoy tengo el honor de haber cumplido todas las que me han sido dadas, Y mañana, Espero no tener que decirlo, señor presidente, Ojalá. El presidente dio dos pasos hacia el coche, de repente preguntó, Tiene la certeza de que su mujer no votó en blanco, Pondría la mano en el fuego, señor presidente, De verdad que la pondría, Es una manera de hablar, quiero decir que tengo la certeza de que cumplió su deber electoral, Votando, Sí, Pero eso no responde a mi pregunta, No señor presidente, Pues entonces responda, No puedo, señor presidente, Por qué, Porque la ley no me lo permite, Ah. El presidente miró con detenimiento al oficial, después dijo, Hasta la vista, capitán, porque es capitán, no, Sí señor presidente, Buenas noches, capitán, quizá volvamos a vernos, Buenas noches, señor presidente, Fíjese que no le he preguntado si había votado en blanco, Me he fijado, señor presidente, El coche salió a gran velocidad. El capitán se llevó las manos a la cara. El sudor le corría por la frente.


Las luces comenzaron a apagarse cuando el último camión de la tropa y la última furgoneta de la policía salieron de la ciudad. Uno tras otro, como quien se despide, fueron desapareciendo los veintisiete brazos de la estrella, quedando sólo el dibujo impreciso de las calles desiertas y la escasa iluminación pública que nadie pensó en devolver a la normalidad de todas las noches pasadas. Sabremos hasta qué punto la ciudad está viva cuando los negrores intensos del cielo comiencen a disolverse en la lenta marea de profundo azul que una buena visión ya es capaz de distinguir subiendo del horizonte, entonces se verá si los hombres y las mujeres que habitan los pisos de estos edificios salen hacia su trabajo, si los primeros autobuses recogen a los primeros pasajeros, si los vagones del metro atruenan velozmente los túneles, si las tiendas abren sus puertas y suben las persianas, si los periódicos llegan a los quioscos. A esta hora matutina, mientras se lavan, visten y toman el café con leche de todas las mañanas, las personas oyen la radio anunciando, excitadísima, que el presidente, el gobierno y el parlamento abandonaron la ciudad esta madrugada, que no hay policía en la ciudad y el ejército se ha retirado, entonces encienden la televisión que les ofrece en el mismo tono la misma noticia, y tanto una como otra, radio y televisión, con pequeños intervalos, van informando de que, a las siete en punto, será transmitida una importante comunicación del jefe del estado dirigida a todo el país y, en particular, como no podía ser de otra manera, a los obstinados habitantes de la ciudad capital. De momento los quioscos todavía no están abiertos, es inútil bajar a la calle para comprar el periódico, de la misma manera que no merece la pena, aunque algunos ya lo hayan intentado, buscar en la red, en internet, la previsible censura presidencial. El secretismo oficial, si es cierto que, ocasionalmente, puede ser tocado por la peste de la indiscreción, como todavía no hace muchas horas quedó demostrado con el concertado encendido de las luces de las casas, es escrupuloso hasta el grado máximo siempre que afecte a autoridades superiores, las cuales, como es sabido, por un quítame allá esas pajas, no sólo exigen rápidas y completas explicaciones a los infractores, sino que de vez en cuando les cortan la cabeza. Faltan diez minutos para las siete, a estas horas ya muchas de las personas que se desperezan deberían estar en la calle camino de sus empleos, pero un día no son días, es como si se hubiera declarado tolerancia en la puntualidad para los funcionarios públicos, y, en lo que concierne a las empresas privadas, lo más seguro es que la mayor parte se mantengan cerradas todo el día, hasta ver adónde va a parar todo esto. Cautela y caldos de gallina nunca le han hecho mal a quien tiene salud. La historia mundial de los tumultos nos demuestra que, tanto si se trata de una alteración específica del orden público, como de una simple amenaza de que tal pueda ocurrir, los mejores ejemplos de prudencia son los ofrecidos por el comercio y la industria con puertas a la calle, actitud asustadiza que es nuestra obligación respetar, ya que son estas ramas de la actividad profesional las que más tienen que perder, e invariablemente pierden, en rupturas de escaparates, asaltos, saqueos y sabotajes. A las siete horas menos dos minutos, con la expresión y la voz luctuosa que las circunstancias imponen, los locutores de guardia de las televisiones y de las radios anunciaron finalmente que el jefe del estado iba a dirigirse a la nación. La imagen siguiente, escenográficamente introductoria, mostró una bandera nacional moviéndose extenuada, lánguida, perezosa, como si estuviera, en cada instante, a punto de resbalarse desamparada por el mástil, Estaba en calma el día que le sacaron el retrato, comentó alguien en una de estas casas. La simbólica insignia pareció resucitar con los primeros acordes del himno nacional, la brisa suave había dado lugar súbitamente a un viento enérgico que sólo podría llegar del vasto océano y de las batallas vencedoras, si soplase un poquito más, con un poquito de más fuerza, ciertamente veríamos aparecer valquirias cabalgando con héroes a la grupa. Después, extinguiéndose a lo lejos, en la distancia, el himno se llevó consigo la bandera, o la bandera se llevó consigo al himno, el orden de los factores es indiferente, y entonces el jefe de estado apareció ante el pueblo tras una mesa, sentado, con los severos ojos fijos en el teleprinter. A su derecha, en la imagen, la bandera, no la otra, ésta es de interior, con los pliegues discretamente compuestos. El presidente entrelazó los dedos para disimular una contracción involuntaria. Está nervioso, dijo el hombre del comentario sobre la falta de viento, vamos a ver con qué cara explica la jugada canallesca que nos han clavado. Las personas que aguardaban la inminente exhibición oratoria del jefe del estado no podían, ni de lejos, imaginar el esfuerzo que a los asesores literarios de la presidencia de la república les había costado preparar el discurso, no en cuanto a las alegaciones propiamente dichas, que sólo sería pulsar unas cuantas cuerdas del laúd estilístico, sino en acertar con el vocativo que, según la norma, debería precederlas, los toponímicos que, en la mayoría de los casos, dan comienzo a las arengas de esta naturaleza. Verdaderamente, considerando la melindrosa materia de la intervención, sería poco menos que ofensivo decir Queridos compatriotas, o Estimados conciudadanos, o quizá, de modo más simple y más noble, si la hora fuera de tañer con adecuado trémulo el bordón del amor a la patria, Portugueeeesas, Portugueceeses, palabras estas que, nos apresuramos a aclarar, sólo aparecen gracias a una suposición absolutamente gratuita, sin ningún fundamento objetivo de que el teatro de los gravísimos acontecimientos de que, como es nuestro sello, estamos dando minuciosa noticia, acaso sea, o acaso hubiera sido, el país de las dichas portuguesas y de los dichos portugueses. Se trata sólo de un mero ejemplo ilustrativo, por el cual, pese a la bondad de nuestras intenciones, nos apresuramos a pedir disculpas, sobre todo porque se trata de un pueblo universalmente famoso por haber ejercido siempre con meritoria disciplina cívica y religiosa devoción sus deberes electorales.

Ora bien, regresando a la morada de la que hemos hecho puesto de observación, conviene decir que, al contrario de lo que sería lógico esperar, ningún oyente, ya sea de radio o televisión, notó que de la boca del presidente no salían los habituales vocativos, ni éste, ni ése, ni aquél, quizá porque el pungitivo dramatismo de las primeras palabras lanzadas al éter. Os hablo con el corazón en la mano, hubiesen desaconsejado a los asesores literarios del jefe del estado, por superflua e inoportuna, la introducción de cualquiera de los estribillos de costumbre. De hecho, hay que reconocer que sería una total incongruencia comenzar diciendo cariñosamente Estimados conciudadanos o Queridos compatriotas, como quien se dispone a anunciar que a partir de mañana baja un cincuenta por ciento el precio de la gasolina, para exhibir a continuación ante los ojos de la audiencia transida de pavor una sangrienta, escurridiza y todavía palpitante víscera. Lo que el presidente de la república iba a comunicar, adiós, adiós, hasta otro día, ya era del conocimiento de todos, pero se entiende que las personas tengan la curiosidad de ver cómo se descalzaba la bota. He aquí por tanto el discurso completo, al que sólo le faltan, por imposibilidad técnica de transcripción, el temblor de la voz, el gesto compungido, el brillo ocasional de una lágrima apenas contenida, Os hablo con el corazón en la mano, os hablo roto por el dolor de un alejamiento incomprensible, como un padre abandonado por los hijos que tanto ama, perdidos, perplejos, ellos y yo, ante la sucesión de unos acontecimientos insólitos que consiguieron romper la sublime armonía familiar. Y no digáis que fuimos nosotros, que fui yo mismo, que fue el gobierno de la nación, con sus diputados electos, los que nos separamos del pueblo. Es cierto que nos retiramos esta madrugada a otra ciudad, que a partir de ahora será la capital del país, es cierto que decretamos para la capital que fue y ha dejado de ser un riguroso estado de sitio que, por la propia fuerza de las cosas, dificultará seriamente el funcionamiento equilibrado de una aglomeración urbana de tanta importancia y con estas dimensiones físicas y sociales, es cierto que os encontráis cercados, rodeados, confinados dentro del perímetro de la ciudad, que no podréis salir, que si lo intentáis sufriréis las consecuencias de una inmediata respuesta armada, pero lo que no podréis decir nunca es que la culpa la tienen estos a quienes la voluntad popular, libremente expresada en sucesivas, pacíficas y leales disputas democráticas, confió los destinos de la nación para que la defendiéramos de todos los peligros internos y externos. Vosotros, sí, sois los culpables, vosotros, sí, sois los que ignominiosamente habéis desertado del concierto nacional para seguir el camino torcido de la subversión, de la indisciplina, del más perverso y diabólico desafío al poder legítimo del estado del que hay memoria en toda la historia de las naciones. No os quejéis de nosotros, quejaos ante vosotros mismos, no de estos que a través de mi voz hablan, éstos, al gobierno me refiero, que una y muchas veces os pidieron, qué digo yo, os rogaron e imploraron que enmendaseis vuestra maliciosa obstinación, cuyo sentido último, a pesar de los ingentes esfuerzos de investigación desarrollados por las autoridades del estado, todavía hoy, desgraciadamente, se mantiene impenetrable. Durante siglos y siglos fuisteis la cabeza del país y el orgullo de la nación, durante siglos y siglos, en horas de crisis nacional, de aflicción colectiva, nuestro pueblo se habituó a volver los ojos hacia este burgo, hacia estas colinas, sabiendo que de aquí le vendría el remedio, la palabra consoladora, el buen rumbo para el futuro. Habéis traicionado la memoria de vuestros antepasados, he ahí la dura verdad que atormentará para siempre jamás vuestra conciencia, ellos levantaron, piedra a piedra, el altar de la patria, vosotros decidisteis destruirlo, que la vergüenza caiga pues sobre vosotros. Con toda mi alma, quiero creer que vuestra locura será transitoria, que no perdurará, quiero pensar que mañana, un mañana que a los cielos rezo para que no se haga esperar demasiado, el arrepentimiento entre dulcemente en vuestros corazones y volveréis a congraciaros con la comunidad nacional, raíz de raíces, y con la legalidad, regresando, como el hijo pródigo, a la casa paterna. Ahora sois una ciudad sin ley. No tendréis un gobierno para imponer lo que debéis y no debéis hacer, cómo debéis y no debéis comportaros, las calles serán vuestras, os pertenecen, usadlas como os apetezca, ninguna autoridad aparecerá cortando el paso y dando el buen consejo, pero tampoco, atended bien lo que os digo, ninguna autoridad os protegerá de ladrones, violadores y asesinos, ésa será vuestra libertad, disfrutadla. Tal vez penséis, ilusoriamente, que, entregados a vuestro albedrío y a vuestros libres caprichos, seréis capaces de organizaros mejor y mejor defender vuestras vidas de lo que a su favor hicieron los métodos antiguos y las antiguas leyes. Terrible equivoco el vuestro. Más pronto que tarde os veréis obligados a nombrar jefes que os gobiernen, si es que no son ellos quienes irrumpan bestialmente del inevitable caos en que acabaréis cayendo, y os impongan su ley. Entonces os daréis cuenta de la trágica dimensión de vuestro engaño. Tal vez os rebeléis como en el tiempo de los constreñimientos autoritarios, como en el ominoso tiempo de las dictaduras, pero, no os hagáis ilusiones, seréis reprimidos con igual violencia, y no seréis llamados a votar porque no habrá elecciones, o tal vez sí las haya, pero no serán imparciales, limpias y honestas como las que habéis despreciado, y así será hasta el día en que las fuerzas armadas que, conmigo y con el gobierno de la nación, hoy decidieron abandonaros al destino que habéis elegido, tengan que regresar para libertaros de los monstruos que vosotros mismos estáis generando. Todo vuestro sufrimiento habrá sido inútil, vana toda vuestra tozudez, y entonces comprenderéis, demasiado tarde, que los derechos sólo lo son íntegramente en las palabras con que fueron enunciados y en el pedazo de papel en que fueron consignados, ya sea constitución, ley o cualquier otro reglamento, comprenderéis, ojalá convencidos, que su aplicación desmedida, inconsiderada, convulsionaría la sociedad establecida sobre los pilares más sólidos, comprenderéis, en fin, que el simple sentido común ordena que los tomemos como mero símbolo de lo que podría ser, si fuese, y nunca como su efectiva y posible realidad. Votar en blanco es un derecho irrenunciable, nadie os lo negará, pero, así como les prohibimos a los niños que jueguen con fuego, también a los pueblos les prevenimos de que no les conviene manipular la dinamita. Voy a terminar. Tomad la severidad de mis avisos, no como una amenaza, mas sí como un cauterio para la infecta supuración política que habéis generado en vuestro seno y en la que os estáis revolviendo. Volveréis a verme y a oírme el día que hayáis merecido el perdón que, a pesar de todo, estamos inclinados a conceder, yo, vuestro presidente, el gobierno que elegisteis en mejores tiempos, y la parte sana y pura de nuestro pueblo, esa de la que en estos momentos no sois dignos. Hasta ese día, adiós, que el señor os proteja. La imagen grave y atribulada del jefe de estado desapareció y en su lugar volvió a surgir la bandera izada. El viento la agitaba de acá para allá, de allá para acá, como a una tonta, al mismo tiempo que el himno repetía los bélicos acordes y los marciales acentos que habían sido compuestos en eras pasadas de imparable exaltación patriótica, y que ahora parecían sonar a hueco. Sí señores, el hombre habló bien, dijo el mayor de la familia, y hay que reconocer que tiene razón en lo que ha dicho, los niños no deben jugar con fuego porque después es cierto y sabido que se mean en la cama.

Las calles, hasta ahí prácticamente desiertas, cerrado casi todo el comercio, casi vacíos los autobuses que pasaban, se llenaron de gente en pocos minutos. Quienes se habían quedado en casa acudían a las ventanas para ver el concurso, palabra que no quiere decir que las personas caminaran todas en la misma dirección, más bien eran como dos ríos, uno que subía, otro que bajaba, y se saludaban de un lado a otro como si la ciudad estuviera en fiestas, como si fuese festivo local, no se veían por ahí ni ladrones ni violadores ni asesinos, al contrario del malintencionado pronóstico del presidente huido. En algunos pisos de los edificios, aquí, allí, estaban cerradas las ventanas, con las persianas, cuando las había, melancólicamente bajadas, como si un doloroso luto hubiese herido a las familias que residían en su interior. En tales pisos no se habían encendido las alertas luces de la madrugada, como mucho los residentes espiaban tras las cortinas con el corazón encogido, allí vivía gente con ideas políticas muy firmes, personas que habiendo votado, ya sea en la primera convocatoria, ya sea en la segunda, a los suyos de toda la vida, el partido de la derecha y el partido del medio, no tenían ahora ningún motivo que festejar y, muy por el contrarío, temían los desmanes de la masa desinformada que cantaba y gritaba en las calles, el derribo de las sacrosantas puertas del hogar, el agravio de los recuerdos de familia, el saqueo de las platas. Canten, canten, que ya llorarán, se decían unos a otros para infundirse valor. En cuanto a los votantes del partido de la izquierda, quienes no aplaudían en las ventanas era porque habían bajado a la calle, como fácilmente se puede demostrar, en esta en que nos encontramos, dado que una bandera de vez en cuando, como tomando impulso, asoma sobre el caudaloso río de cabezas. Nadie fue a trabajar. Los periódicos se agotaron en los quioscos, todos traían en primera página la arenga del presidente, además de una fotografía realizada en el acto de la lectura, probablemente y a juzgar por la expresión dolorida del rostro, en el momento que decía que estaba hablando con el corazón en la mano. Pocos eran los que perdían su tiempo leyendo lo que ya conocían, a casi todos lo que les interesaba era saber lo que pensaban los directores de los periódicos, los editorialistas, los comentaristas, alguna entrevista de última hora. Los titulares de apertura llamaban la atención de los curiosos, eran enormes, monumentales, otros, en páginas interiores, de tamaño normal, aunque todos parecían producto de la cabeza de un mismo genio de la sintaxis titulativa, esa que exime sin remordimiento alguno de la lectura de la noticia que viene a continuación. Así, los sentimentales como La capital amaneció huérfana, irónicos como La piña les reventó en la cara a los provocadores o El voto blanco les salió negro, pedagógicos como El estado da una lección a la capital insurrecta, vengativos como Llegó la hora del ajuste de cuentas, proféticos como Todo será diferente a partir de ahora o Nada será igual a partir de ahora, alarmistas como La anarquía al acecho o Movimientos sospechosos en la frontera, retóricos como Un discurso histórico para un momento histórico, aduladores como La dignidad del presidente desafía la irresponsabilidad de la capital, bélicos como El ejército cerca la ciudad, objetivos como La retirada de los órganos de poder se realiza sin incidentes, radicales como El ayuntamiento debe asumir toda la autoridad, tácticos como La solución está en la tradición municipalista. Referencias a la estrella maravillosa, la de los veintisiete brazos de luz, fueron pocas y metidas a trochemoche en medio de las noticias, sin la gracia atractiva de un titular, aunque fuera irónico, aunque fuera sarcástico, del tipo Y todavía se quejan de que la electricidad es cara. Algunos de los editoriales, si bien aprobando la actitud del gobierno. Nunca las manos le duelan, exhortaba uno de ellos, se atrevían a expresar ciertas dudas sobre la razonada prohibición de salir de la ciudad impuesta a los habitantes. Es que, una vez más, para no variar, van a pagar justos por pecadores, los honestos por los malhechores, ahí tenemos el caso de honradas ciudadanas y de honrados ciudadanos que, habiendo cumplido escrupulosamente su deber electoral votando a cualquiera de los partidos legalmente constituidos que componen el marco de opciones ideológicas en que la sociedad se reconoce de modo consensual, ven ahora coaccionada su libertad de movimientos por culpa de una insólita mayoría de perturbadores cuya única característica hay quien dice que es no saber lo que quieren, o que, y es nuestro entender, lo saben muy bien y están preparándose para el asalto final al poder. Otros editoriales iban más lejos, reclamaban la abolición pura y simple del secreto de voto y proponían para el futuro, cuando la situación se normalizase, como por las buenas o como por las malas tendrá que suceder algún día, el establecimiento de un cuadernillo de elector, en el cual el presidente del colegio electoral, tras comprobar, antes de introducirlo en la urna, el voto expreso, anotaría, para todos los efectos legales, tanto los oficiales como los particulares, que el portador había votado al partido tal o cual, Y por ser verdad y haberlo comprobado, bajo palabra de honor lo firmo. Si el tal cuadernillo ya existiese, si un legislador consciente de las posibilidades del uso libertino del voto hubiese osado dar este paso, articulando el fondo y la forma de un funcionamiento democrático totalmente transparente, todas las personas que votaron al partido de la derecha o al partido del medio estarían ahora haciendo las maletas para emigrar con destino a su verdadera patria, esa que siempre tiene los brazos abiertos para recibir a quienes más fácilmente puede apretar. Caravanas de automóviles y autobuses, de furgonetas y camiones de mudanza llevando enarboladas las banderas de los partidos y tocando el claxon a compás, pe de de, pe de eme, no tardarían en seguir el ejemplo del gobierno, camino de los puestos militares de la frontera, los chicos y las chicas con el culo asomando por las ventanillas, gritándoles a los peatones de la insurrección, Ya podéis poner las barbas a remojar, miserables traidores. Menuda paliza os vamos a dar cuando volvamos, bandidos de mierda. Hijos de la gran puta que os parió, o, insulto máximo en el vocabulario de la jerga democrática, a voz en grito. Indocumentados, indocumentados, indocumentados, y esto no sería verdad, porque todos aquellos contra quienes gritaban también tendrían en casa o llevarían en el bolsillo su propio cuadernillo de elector donde, ignominiosamente, como marcado a hierro, estaría escrito y sellado Votó en blanco. Sólo los grandes remedios son capaces de curar los grandes males, concluía seráficamente el editorialista.

La fiesta no duró mucho. Es cierto que nadie decidió ir al trabajo, pero la consecuencia de la gravedad de la situación no tardó en aminorar el tono de las manifestaciones de alegría, hubo incluso quien se preguntaba. Alegres, por qué, si nos han aislado aquí como si fuéramos apestados en cuarentena, con un ejército de armas amartilladas, dispuestas a disparar contra quien pretenda salir de la ciudad, dígame por favor dónde están las razones para la alegría. Y otros decían, Tenemos que organizarnos, pero no sabían cómo se hacía eso, ni con quién ni para qué. Algunos sugirieron que un grupo fuese a hablar con el alcalde, ofreciéndole leal colaboración y explicándole que las intenciones de las personas que habían votado en blanco no eran derribar el sistema y tomar el poder, que por otra parte no sabrían qué hacer luego con él, que si votaron como votaron era porque estaban desilusionados y no encontraban otra manera de expresar de una vez por todas hasta dónde llegaba la desilusión, que podrían haber hecho una revolución pero seguramente moriría mucha gente, y no querían eso, que durante toda la vida, con paciencia, habían depositado sus votos en las urnas y los resultados estaban a la vista, Esto no es democracia ni es nada, señor alcalde. Hubo quien defendió la opinión de que deberían ponderar mejor los hechos, que sería preferible dejar al ayuntamiento la responsabilidad de decir la primera palabra, si aparecemos ahora con todas estas explicaciones y todas estas ideas van a suponer que hay una organización política detrás moviendo los hilos, y nosotros somos los únicos que sabemos que no es verdad, hay que tener en cuenta que tampoco el ayuntamiento lo tiene fácil, si el gobierno le ha dejado una patata caliente en las manos, a nosotros no nos conviene calentarla todavía más, un periódico ha dicho que el ayuntamiento debería asumir toda la autoridad, qué autoridad, con qué medios la policía se ha ido, ni siquiera hay quien dirija el tráfico, no podemos esperar que los concejales salgan a la calle a hacer el trabajo de sus subordinados, ya se comenta que los empleados de los servicios municipales de recogida de basura van a entrar en huelga, si esto es verdad, y no nos sorprendamos que tal venga a suceder, que quede claro que se trataría de una provocación, o del ayuntamiento o, más probable, orquestada por el gobierno, intentarán amargarnos la vida de mil maneras, tenemos que estar preparados para todo, incluyendo, o principalmente, lo que ahora nos parezca imposible, la baraja la tienen ellos, y las cartas en la manga también. Otros, de tipo pesimista, aprensivo, creían que la situación no tenía salida, que estaban condenados al fracaso. Esto va a ser como de costumbre un sálvese quien pueda y los demás que se jeringuen, la imperfección moral del género humano, cuántas veces tendremos que decirlo, no es de hoy ni de ayer, es histórica, viene de los tiempos de maricastaña, ahora parece que somos solidarios unos con otros, pero mañana comenzaremos a enzarzarnos, y luego el paso siguiente será la guerra abierta, la discordia, la confrontación, mientras los de fuera disfrutan desde la barrera y hacen apuestas sobre el tiempo que conseguiremos resistir, será bonito mientras dure, sí señor, pero la derrota es cierta y está garantizada, de hecho, seamos razonables, a quién le pasaría por la cabeza que una acción de éstas pudiese salir adelante, personas votando masivamente en blanco sin que nadie lo hubiera ordenado es de locos, por ahora el gobierno todavía no ha salido de su desconcierto e intenta recuperar fuelle, sin embargo la primera victoria ya la tienen, nos han dado la espalda y nos han mandado a la mierda, que es, en su opinión, lo que nos merecemos, y hay que contar también con las presiones internacionales, apuesto a que a esta hora los gobiernos y los partidos de todo el mundo no piensan en otra cosa, no son estúpidos, saben que esto puede ser como un reguero de pólvora, se enciende aquí y explota más allá, de todos modos, y como para ellos somos mierda, vamos a serlo hasta el final, hombro con hombro, y de esta mierda que somos algo les salpicará.

Al día siguiente se confirmó el rumor, los camiones de recogida de basuras no salieron a la calle, los basureros se declararon en huelga total, e hicieron públicas unas exigencias salariales que el portavoz del ayuntamiento de inmediato tachó de inaceptables y mucho menos ahora, dijo, cuando la ciudad está enfrentando una crisis sin precedentes y de desenlace altamente problemático. En la misma línea de acción alarmista, un periódico que desde su fundación se había especializado en el oficio de amplificar las estrategias y tácticas gubernamentales, fueran cuales fueran los colores partidarios, del medio, de la derecha o de los matices intermedios, publicaba un editorial firmado por el director en el que se admitía como muy probable que la rebeldía de los habitantes de la capital pudiera terminar en un baño de sangre si éstos, como todo hacía suponer, no deponían su obstinación. Nadie, decía, se atreverá a negar que la paciencia del gobierno ha llegado hasta extremos impensables, pero no se le podrá pedir, salvo si se quiere perder, y tal vez para siempre, ese armonioso binomio autoridad-obediencia bajo cuya luz florecieron las más felices sociedades humanas y sin el que, como la historia ampliamente ha demostrado, ni una sola habría sido factible. El editorial fue leído, la radio repitió los fragmentos principales, la televisión entrevistó al director, y en eso se estaba cuando, al mediodía exacto, de todas las casas de la ciudad salieron mujeres armadas con escobas, cubos y recogedores y, sin una palabra, comenzaron a barrer las portadas de los edificios donde vivían, desde la entrada hasta el medio de la calle, donde se encontraban con otras mujeres que, desde el otro lado, para el mismo fin y con las mismas armas, habían bajado. Afirman los diccionarios que la portada es la parte de la calle correspondiente a la fachada de un edificio, y nada hay más cierto, pero también dicen, por lo menos lo dicen algunos, que barrer la portada significa desviar de sí cierta responsabilidad, gran equivocación la vuestra, señores filólogos y diccionaristas distraídos, barrer su portada precisamente fue lo primero que hicieron estas mujeres de la capital, como en el pasado también lo habían hecho en las aldeas sus madres y abuelas y no lo hacían ellas, como no lo hacen estas, para desviar de si una responsabilidad, sino para asumirla. Posiblemente por esta misma razón al tercer día salieron a la calle los trabajadores de la limpieza. No venían uniformados, vestían de civil. Dijeron que los uniformes eran los que estaban en huelga, no ellos.


Al ministro del interior, que había sido el de la idea, no le sentó nada bien que los trabajadores de los servicios de recogida de basura hubieran regresado espontáneamente al trabajo, actitud que, a su juicio de ministro, más que una muestra de solidaridad con las admirables mujeres que hicieron de la limpieza de su calle una cuestión de honor, hecho que ningún observador imparcial tendría dificultad en reconocer, rozaba, sí, los límites de la complicidad criminal. Apenas le llegó la mala noticia, le ordenó por teléfono al alcalde que los autores del desacato a las órdenes recibidas fuesen conminados rápidamente a obedecer, lo que traducido a palabras claras, significaba volver a la huelga, bajo pena, en caso de que la insubordinación se mantuviera, de procesos disciplinarios sumarios, con todas las consecuencias punitivas contempladas en las leyes y en los reglamentos, desde la suspensión de salario y empleo al despido puro y duro. El alcalde le respondió que las cosas siempre parecen fáciles de resolver vistas desde lejos, pero que quienes están en el terreno, quienes tienen que salvar de hecho los escollos, a ésos hay que escucharlos con atención antes de tomar ninguna decisión, Por ejemplo, señor ministro, suponga que doy orden a los hombres, Yo no supongo, le digo que lo haga, Sí, señor ministro, de acuerdo, pero permítame que sea yo quien suponga, supongamos que soy yo quien doy la orden para que vuelvan a la huelga y que ellos me mandan a freír espárragos, qué haría el ministro en un caso de éstos, cómo los obligaría a cumplir si se encontrase en mi lugar, En primer lugar, a mi nadie me mandaría a freír espárragos, en segundo lugar, no estoy ni estaré nunca en su lugar, soy ministro, no soy alcalde, y, ya que estoy con las manos en esta masa, le hago observar que esperaría de ese alcalde no sólo la colaboración oficial e institucional a la que por ley está comprometido y que me es naturalmente debida, sino también un espíritu de partido que, en este caso, parece brillar por su ausencia, Con mi colaboración oficial e institucional siempre podrá contar, conozco mis obligaciones, pero, en cuanto a espíritu de partido, mejor no hablar, veremos qué va a quedar de él cuando esta crisis llegue a su fin, Está rehuyendo el problema, señor alcalde, No, no estoy rehuyéndolo, señor ministro, lo que necesito es que me diga qué tengo que hacer para obligar a los trabajadores a que vuelvan a la huelga, Es asunto suyo, no mío, Ahora es mi querido colega de partido el que está queriendo rehuir el problema, En toda mi vida política nunca he rehuido un problema, Está queriendo rehuir éste, está evitando reconocer la evidencia de que no dispongo de ningún medio para hacer cumplir su orden, a no ser que pretenda que llame a la policía, si es así le recuerdo que la policía ya no está aquí, abandonó la ciudad con el ejército, ambos por indicación del gobierno, además convengamos que sería muy anormal usar la policía para, por las buenas o por las malas, y más mal que bien, convencer a los trabajadores de declararse en huelga, cuando desde siempre la policía ha sido usada para reventarlas, a base de infiltraciones y otros procesos menos sutiles, Estoy asombrado, un miembro del partido de la derecha no habla así, Señor ministro, dentro de unas horas, cuando llegue la noche, tendré que decir que es de noche, sería estúpido o ciego si afirmara que es de día, Qué tiene eso que ver con el asunto de la huelga, Querámoslo o no, señor ministro, es de noche, noche cerrada, percibimos que está sucediendo algo que va mucho más allá de nuestra comprensión, que excede nuestra pobre experiencia, pero actuamos como si continuara tratándose del mismo pan cocido, hecho con la harina de siempre, en el horno de costumbre, y no es así, Tendré que pensar muy seriamente si no voy a pedirle que presente su dimisión, Si lo hace, me quitará un peso de encima, cuente desde ya con mi más profunda gratitud. El ministro del interior no respondió en seguida, dejó pasar algunos segundos para recuperar la calma, después preguntó, Qué piensa entonces que deberíamos hacer, Nada, Por favor, querido alcalde, no se le puede pedir a un gobierno que no haga nada en una situación coma ésta, Permítame que le diga que en una situación como ésta, un gobierno no gobierna, sólo parece gobernar, No puedo estar de acuerdo con usted, algo hemos hecho desde que esto comenzó, Sí, somos como un pez enganchado al anzuelo, nos agitamos, tratamos de desprendernos, damos tirones del hilo, pero no conseguimos comprender por qué un simple pedazo de alambre curvado ha sido capaz de prendernos y mantenernos presos, quizá nos soltemos, no digo que no, pero nos arriesgamos a que el anzuelo se nos quede atravesado, Me siento realmente perplejo, Sólo se puede hacer una cosa, Cuál, si ahora mismo acaba de decir que no adelantaremos nada hagamos lo que hagamos, Rezar para que dé resultado la táctica definida por el primer ministro, Qué táctica, Dejarlos que se cuezan a fuego lento, dijo él, pero eso mismo puede jugar en nuestra contra, Por qué, Porque serán ellos quienes vigilarán la cocción, Entonces crucémonos de brazos, Hablemos seriamente, señor ministro, está el gobierno dispuesto a acabar con la farsa del estado de sitio, a mandar que el ejército y la aviación avancen, a pasar la ciudad a hierro y fuego, hiriendo y matando a diez o veinte mil personas para dar ejemplo, y luego meter tres o cuatro mil en la cárcel acusándolas de no se sabe qué crimen, cuando precisamente crimen no existe, No estamos en guerra civil, lo que pretendemos, simplemente, es intentar que las personas entren en razón, mostrarles la equivocación en que han caído o las hicieron caer, que eso está por averiguar, hacerles comprender que un abuso sin freno del voto en blanco haría ingobernable el sistema democrático, No parece que los resultados, hasta ahora, hayan sido brillantes. Costará tiempo, pero por fin las personas verán la luz, No le conocía esas tendencias místicas, señor ministro, Querido amigo, cuando las situaciones se complican, cuando son desesperadas, nos agarramos a todo, hasta estoy convencido de que algunos de mis colegas de gobierno, si eso sirviera de algo, no tendrían inconveniente en ir de peregrinación, con una vela en la mano, haciendo promesas al santuario, Ya que habla de eso, hay aquí unos santuarios de otro tipo en los que me gustaría que usted pusiera una de sus velitas, Explíquese, Diga por favor a los periódicos y a la gente de la televisión y de la radio que no echen más gasolina al fuego, si la sensatez y la inteligencia faltan, nos arriesgamos a que todo vuele por los aires, debe de haber leído que el director del periódico del gobierno ha cometido la estupidez de admitir la posibilidad de que esto termine en un baño de sangre, El periódico no es del gobierno, Si me permite, señor ministro, hubiera preferido otro comentario por su parte, El hombrecillo se pasó de la raya, eso sucede cuando se quieren prestar más servicios que los que se han encomendado, Señor ministro, Dígame, Qué hago finalmente con los empleados de los servicios municipales de limpieza, Déjelos trabajar, así el ayuntamiento quedará bien visto ante los ojos de la población y eso puede acabar siéndonos útil en el futuro, además hay que reconocer que la huelga era sólo uno de los elementos de la estrategia, y con certeza no el de mayor importancia, No sería bueno para la ciudad, ni ahora ni en el futuro, que el ayuntamiento fuera usado como un arma de guerra contra sus conciudadanos, El ayuntamiento no puede quedarse al margen de una situación como ésta, el ayuntamiento está en este país y no en otro, No le estoy pidiendo que nos dejen al margen de la situación, lo que pido es que el gobierno no ponga obstáculos al ejercicio de mis propias competencias, que en ningún momento quiera dar al público la impresión de que el ayuntamiento no pasa de ser un instrumento de su política represiva, con perdón de la palabra, en primer lugar porque no es verdad, y en segundo lugar porque no lo será nunca, Temo no comprenderlo, o comprenderlo demasiado bien, Señor ministro, un día, no sé cuándo, la ciudad volverá a ser la capital del país, Es posible, no es seguro, dependerá de hasta dónde llegue la rebelión, Sea como sea, es necesario que este ayuntamiento, conmigo aquí o con cualquier otro alcalde, jamás pueda ser mirado como cómplice o coautor, ni siquiera indirectamente, de una represión sangrienta, el gobierno que la ordene no tendrá otro remedio que aguantarse con las consecuencias, pero el ayuntamiento, ése, es de la ciudad, no la ciudad del ayuntamiento, espero haber sido suficientemente claro, señor ministro, Tan claro ha sido que le voy a hacer una pregunta, A su disposición, señor ministro, Votó en blanco, Repita, por favor, no lo he oído bien, Le he preguntado si votó en blanco, le he preguntado si era blanco el voto que depositó en la urna, Nunca se sabe, señor ministro, nunca se sabe, Cuando todo esto termine, espero tener con usted una larga conversación, A sus órdenes, señor ministro, Buenas tardes, Buenas tardes, De buena gana iría ahí y le daría un buen tirón de orejas, Ya no estoy en edad, señor ministro, Si alguna vez llega a ser ministro del interior, sabrá que para tirones de orejas y otras correcciones nunca hay limite de edad, Que no lo oiga el diablo, señor ministro, El diablo tiene tan buen oído que no necesita que se le digan las cosas en voz alta, Entonces que dios nos valga, No vale la pena, ése es sordo de nacimiento.

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