Así terminó la larga y chispeante conversación entre el ministro del interior y el alcalde, después de que hubieran expresado, uno y otro, puntos de vista, argumentos y opiniones que, con toda probabilidad, habrán desorientado al lector, que ya dudaba de que los interlocutores pertenecieran de hecho, como antes pensaba, al partido de la derecha, ese mismo que, como poder, va practicando una sucia política de represión, ya sea en el plano colectivo, sometida la capital al vejamen de un estado de sitio ordenado por el propio gobierno del país, como en el plano individual, duros interrogatorios, detectores de mentiras, amenazas y, quién sabe, torturas de las peores, aunque la verdad manda decir que, si las hubo, no somos testigos, no estábamos presentes, lo que, bien mirado, no significa mucho, porque tampoco estuvimos presentes en la travesía del mar rojo a pie seco, y toda la gente jura que sucedió. En lo que al ministro del interior se refiere, ya se habrá notado que en la coraza de guerrero indómito que, en sorda competición con el ministro de defensa, se fuerza por exhibir, hay como una falla sutil, o, hablando popularmente, una raja por donde cabe un dedo. De no ser así no habríamos tenido que asistir a los sucesivos fracasos de sus planes, a la rapidez y facilidad con que el filo de su espada se mella, como en este diálogo se acaba de confirmar, pues, habiendo sido las entradas de león, las salidas fueron de cordero, por no decir algo peor, véase por ejemplo la falta de respeto demostrada al afirmar taxativamente que dios es sordo de nacimiento. En cuanto al alcalde, nos alegra verificar, usando las palabras del ministro del interior, que ha visto la luz, no la que el dicho ministro quiere que los votantes de la capital vean, sino la que los dichos votantes en blanco esperan que alguien comience a ver. Lo más natural del mundo, en estos tiempos en que a ciegas vamos tropezando, es que nos topemos al volver la esquina más próxima con hombres y mujeres en la madurez de la existencia y de la prosperidad que, habiendo sido a los dieciocho años, no sólo las risueñas primaveras de costumbre, sino también, y tal vez sobre todo, briosos revolucionarios decididos a arrasar el sistema del país y poner en su lugar el paraíso, por fin, de la fraternidad, se encuentran ahora, con firmeza por lo menos idéntica, apoltronados en convicciones y prácticas que, después de haber pasado, para calentar y flexibilizar los músculos, por alguna de las muchas versiones del conservadurismo moderado, acaban desembocando en el más desbocado y reaccionario egoísmo. Con palabras no tan ceremoniosas, estos hombres y estas mujeres, delante del espejo de su vida, escupen todos los días en la cara del que fueron el gargajo de lo que son. Que un político del partido de la derecha, hombre entre los cuarenta y los cincuenta años, tras haber pasado toda su vida bajo la sombrilla de una tradición refrescada por el aire acondicionado de la bolsa de valores y amparada por la brisa vaporosa de los mercados, haya tenido la revelación, o la simple evidencia, del significado profundo de la mansa insurgencia de la ciudad que está encargado de administrar, es algo digno de registro y merecedor de todos los agradecimientos, tan poco habituados estamos a fenómenos de esta singularidad.
No habrá pasado sin reparo, por parte de lectores y oyentes especialmente exigentes, la escasa atención, escasa por no decir nula, que el narrador de esta fábula está dando a los ambientes en que la acción descrita, por otro lado bastante lenta, transcurre. Excepto el primer capítulo, donde es posible observar unas cuantas pinceladas distribuidas adrede sobre el colegio electoral, y aun así limitadas a puertas, ventanas y mesas, y también si exceptuamos la presencia del polígrafo o máquina de atrapar mentirosos, el resto, que no ha sido poco, ha pasado como si los figurantes del relato habitasen un mundo inmaterial, ajenos a la comodidad o a la incomodidad de los lugares donde se encuentran, y únicamente ocupados en hablar. La sala donde el gobierno del país, más de una vez, accidentalmente con asistencia y participación del jefe de estado, se ha reunido para debatir la situación y tomar las medidas necesarias para la pacificación de los ánimos y la tranquilidad de las calles, tiene sin duda una mesa grande alrededor de la cual se sientan los ministros en cómodos sillones de piel, y sobre ella es imposible que no haya botellas de agua mineral con sus correspondientes vasos, rotuladores de varios colores, marcadores, informes, volúmenes de derecho, blocs de notas, micrófonos, teléfonos, la parafernalia de costumbre en lugares de este calibre. Habría lámparas en el techo y apliques en las paredes, habría puertas forradas y ventanas con cortinajes, habría alfombras en el suelo, habría cuadros en las paredes y algún tapiz antiguo o moderno, infaliblemente el retrato del jefe del estado, el busto de la república, la bandera de la patria. De nada de esto se ha hablado, de nada de esto se hablará en el futuro. Incluso ahora, en el más modesto aunque si bien amplio despacho del alcalde, con balconada a la plaza y una gran vista aérea de la ciudad en la pared mayor, tendríamos para llenar de sustanciales descripciones una o dos páginas, aprovechando al mismo tiempo la pausa para respirar hondo antes de enfrentarnos a los desastres que nos esperan. Mucho más importante nos parece observar las arrugas de aprensión que se dibujan en la frente del alcalde, tal vez piense que ha hablado demasiado, que le ha debido de dar al ministro del interior la impresión, si no la certidumbre, de haberse pasado a las huestes del enemigo y que, con esta imprudencia, habrá comprometido, quizá sin remedio, su carrera política, dentro y fuera del partido. La otra posibilidad, tan remota como inimaginable, sería la de que sus razones hubiesen empujado hacia la buena dirección al ministro del interior y le hicieran reconsiderar de arriba a abajo las estrategias y las tácticas con que e1 gobierno piensa acabar con la sedición. Lo vemos mover la cabeza, señal segura de que, después de haber examinado rápidamente tal posibilidad, la abandona por estúpidamente ingenua y peligrosamente irreal. Luego, se levantó del sillón donde había permanecido sentado tras la conversación con el ministro y se aproximó a la ventana. No la abrió, se limitó a descorrer un poco la cortina y miró afuera. La plaza tenía el aspecto habitual, gente que pasaba, tres personas sentadas en un banco a la sombra de un árbol, las terrazas de los cafés con sus clientes, las vendedoras de flores, una mujer seguida, por un perro, los quioscos de prensa, autobuses, automóviles, lo mismo de siempre. Voy a salir, decidió. Regresó a la mesa y llamó al jefe de su gabinete, Necesito dar una vuelta, le dijo, comuníqueselo a los concejales que estén en el edificio, pero, sólo en el caso de que pregunten por mí, en cuanto al resto, queda en sus manos, Le diré a su conductor que traiga el coche a la puerta, Hágame ese, favor, pero avísele de que no voy a necesitarlo, yo mismo conduciré, Volverá hoy al ayuntamiento, Espero que sí, le avisaré si decido lo contrario, Muy bien, Cómo está la ciudad, Nada importante que reseñar, no han llegado al ayuntamiento noticias peores que las de costumbre, accidentes de tráfico, algún que otro embotellamiento, un pequeño incendio sin consecuencias, un asalto frustrado a una entidad bancaria, Cómo se las han arreglado, ahora que no hay policía, El asaltante era un pobre diablo, un aficionado, y la pistola, aunque era auténtica, estaba descargada, Dónde lo han llevado, Las personas que le quitaron el arma lo entregaron en un cuartel de bomberos, Para qué, si ahí no hay instalaciones para mantener retenido a nadie, En algún sitio lo tenían que dejar, Y qué ha sucedido después, Me han contado que los bomberos se pasaron una hora dándole buenos consejos y luego lo pusieron en libertad, No podían hacer otra cosa, No, señor alcalde, realmente no podían hacer otra cosa, Dígale a mi secretaria que me avise cuando el coche esté en la puerta, Sí señor. El alcalde se recostó en el sillón, a la espera, otra vez tiene marcadas las arrugas de la frente. Al contrario de lo predicho por los agoreros, no se había perpetrado durante estos días ni más robos, ni más violaciones, ni más asesinatos que antes. Parece que la policía, a fin de cuentas, no era necesaria para la seguridad de la ciudad, que la propia población, espontáneamente o de forma más o menos organizada, ha decidido encargarse de las tareas de vigilancia. Este caso de la sucursal bancaria, por ejemplo. El caso de la sucursal bancaria, pensó, no significa nada, el hombre estaría nervioso, poco seguro de sí, era un novato, y los empleados del banco comprendieron que de allí no vendría gran peligro pero mañana podrá no ser así, qué estoy diciendo mañana, hoy, ahora mismo, durante estos últimos días ha habido crímenes en la ciudad que obviamente quedarán sin castigo, si no tenemos policía, si los delincuentes no son detenidos, si no hay investigación ni proceso, si los jueces se van a casa y los tribunales no funcionan, es inevitable que la delincuencia aumente, parece que todo el mundo cuenta con que el ayuntamiento se encargue de la vigilancia de la ciudad, nos lo piden, nos lo exigen, dicen que sin seguridad no habrá tranquilidad, y yo me pregunto cómo, pedir voluntarios, crear milicias urbanas, no me digan que vamos a salir a la calle convertidos en gendarmes de opereta, con uniformes alquilados en las guardarropías de los teatros, y las armas, dónde están las armas, y saber usarlas, y no es sólo saber, es ser capaz de usarlas, tomar una pistola y disparar, quién me ve a mí, y a los concejales, y a los funcionarios municipales persiguiendo por los tejados al asesino de medianoche y al violador de los martes, o en los salones de la alta sociedad al ladrón del guante blanco. El teléfono sonó, era la secretaria, Señor alcalde, su coche le espera, Gracias, dijo, salgo en seguida, no sé si volveré hoy, si surge algún problema, llámeme al teléfono móvil, Que todo le vaya bien, señor alcalde, Por qué me dice eso, En los tiempos que corren, es lo mínimo que deberíamos desearnos unos a otros, Puedo hacerle una pregunta, Claro que sí, siempre que tenga respuesta, Si no quiere no responda, Estoy esperando la pregunta, A quién ha votado, A nadie, señor alcalde, Quiere decir que se abstuvo, Quiero decir que voté en blanco, En blanco, Sí señor alcalde, en blanco, Y me lo dice así sin más ni menos, También me lo ha preguntado sin más ni menos, Y eso parece que le ha dado la confianza suficiente para responder, Más o menos, señor alcalde, sólo más o menos, Creo entender que también ha pensado que podía ser un riesgo, Tenía esperanza de que no lo fuese, Como ve, tenía razón en confiar, Quiere decir que no seré invitada a presentar mi dimisión, Descanse, duerma en paz, Sería mucho mejor que no necesitáramos del sueño para estar en paz, señor alcalde, Muy bien dicho, Cualquiera lo diría, señor alcalde, no ganaré el premio de la academia con esta frase, Entonces ya sabe, tendrá que contentarse con mi aplauso, Me doy por más que recompensada, Quedemos así, si ocurre algo, me llama al teléfono móvil, Sí señor, Hasta mañana, si no es hasta luego, Hasta luego, hasta mañana, respondió la secretaria.
El alcalde ordenó sumariamente los documentos esparcidos sobre la mesa de trabajo, la mayoría parecían de otro país y de otro siglo, no de esta capital en estado de sitio, abandonada por su propio gobierno y cercada por su propio ejército. Si los rompiera, si los quemase, si los tirase al cesto de los papeles, nadie le exigiría cuentas sobre lo que había hecho, las personas ahora tienen cosas más importantes en que pensar, la ciudad, mirándolo bien, ya no forma parte del mundo conocido, se ha convertido en una olla llena de comida podrida y de gusanos, en una isla empujada hacia un mar que no es el suyo, un lugar donde se ha declarado un foco de infección peligrosa y que, por precaución, es colocado en régimen de cuarentena, a la espera de que la peste pierda virulencia o, por no tener a nadie más a quien matar, acabe devorándose a sí misma. Le pidió al ordenanza que le trajese la gabardina, tomó la cartera de los asuntos que tenía que repasar en casa y bajó. El conductor, que le estaba aguardando, abrió la puerta del coche, Me han dicho que no me necesita, señor alcalde, Así es, se puede ir a casa, Entonces, hasta mañana, señor alcalde, Hasta mañana. Es interesante cómo nos pasamos todos los días de la vida despidiéndonos, diciendo y oyendo decir hasta mañana, y, fatalmente, en uno de esos días, el que fue último para alguien, o no está aquel a quien se lo dijimos, o ya no estamos nosotros que lo habíamos dicho. Veremos si en este hasta mañana de hoy, al que también solemos llamar día siguiente, encontrándose el alcalde y su conductor particular una vez más, serán capaces ellos de comprender hasta qué punto es extraordinario, hasta qué punto fue casi un milagro haber dicho hasta mañana y ver que se cumplió como certeza lo que no había sido nada más que una problemática posibilidad. El alcalde entró en el coche. Iba a dar una vuelta por la ciudad, ver a la gente que pasaba, sin prisa, aparcando de vez en cuando y saliendo para andar un poco, mientras escuchaba lo que se decía, en fin, tomar el pulso de la ciudad, midiendo la fuerza de la fiebre que se estaba incubando. De lecturas antiguas recordaba que un cierto rey de oriente, no estaba seguro de si era rey o emperador, lo más probable es que se tratara de un califa de la época, salía de su palacio disfrazado alguna que otra vez para mezclarse con el pueblo llano, con la gente menuda, y oír lo que de él se decía en el franco parlatorio de las calles y de las plazas. Tal vez no tan franco porque en aquella época, como siempre, no debían de faltar espías que tomaran nota de las apreciaciones, de las quejas, de las críticas y de algún embrionario plan de conspiración. Es regla invariable del poder que resulta mejor cortar las cabezas antes de que comiencen a pensar, ya que después puede ser demasiado tarde. El alcalde no es el rey de esta ciudad cercada, y en cuanto al visir del interior, ése se exilio al otro lado de la frontera, a esta hora, probablemente, estará en conferencia de trabajo con sus colaboradores, iremos sabiendo cuáles y para qué. Por eso este alcalde no necesita disfrazarse con barba y bigote, la cara que lleva puesta en el sitio de la cara es la suya de siempre, quizá un poco más preocupada que de costumbre, como se puede notar por las arrugas de la frente. Hay personas que lo reconocen, pero son pocas las que lo saludan. No se crea, sin embargo, que los indiferentes o los hostiles son sólo aquellos que, en principio, votaron en blanco, y por consiguiente verían en él un adversario, también hay votantes de su propio partido y del partido del medio que lo miran con manifiesta sospecha, por no decir con declarada antipatía, Qué está haciendo aquí éste, pensarán, por qué se mezcla con el populacho de los blanqueros, cuando debería estar en su trabajo mereciéndose lo que le pagan, a lo mejor, como ahora la mayoría es otra, está cazando votos, pues si es así, va de cráneo, que elecciones no va a haber tan pronto, si yo fuese gobierno disolvía este ayuntamiento y nombraba una comisión administrativa decente, de absoluta confianza política. Antes de proseguir este relato, conviene explicar que el empleo de la palabra blanquero, pocas líneas antes, no fue ocasional o fortuito ni producto de un error con el teclado del ordenado y ni mucho menos se trata de un neologismo inventado a toda prisa por el narrador para cubrir una falta. El término existe, existe de verdad, se encuentra en cualquier diccionario, el problema, si problema es, radica en el hecho de que las personas están convencidas de que conocen el significado de la palabra blanco y de sus derivados, y por tanto no pierden tiempo acudiendo a cerciorarse a la fuente, o padecen del síndrome de intelecto perezoso y se quedan ahí, no van más allá, hacia el hermoso encuentro. No se sabe quién fue en la ciudad el curioso investigador o el casual descubridor, lo cierto es que la palabra se extendió rápidamente y en seguida con el sentido peyorativo que la simple lectura parece provocar. Aunque no nos hubiésemos referido antes al hecho, deplorable en todos sus aspectos, los propios medios de comunicación social, en particular la televisión estatal, ya están usando la palabra como si se tratase de una obscenidad de las peores. Cuando aparece escrita y sólo la vemos no nos damos tanta cuenta, pero si la oímos pronunciar, con ese fruncir de boca y ese retintín de desprecio, es necesario estar dotado de la armadura moral de un caballero de la tabla redonda para no echar a correr, escapulario al cuello y túnica de penitente, dándonos golpes de pecho y renegando de todos los viejos principios y preceptos, Blanquero fui, blanquero no seré, que me perdone la patria, que me perdone el rey. El alcalde, que nada tiene que perdonar, puesto que ni es rey ni lo será, ni siquiera candidato en las próximas elecciones, ha dejado de observar a los transeúntes, ahora busca indicios de indolencia, de abandono, de deterioro, y, por lo menos a primera vista, no los encuentra. Las tiendas y los grandes almacenes están abiertos, aunque no parece que estén haciendo demasiado negocio, los coches circulan sin más impedimentos que algún que otro embotellamiento de poca monta, ante la puerta de los bancos no hay filas de clientes inquietos, de esas que siempre se forman cuando hay crisis, todo parece normal, ni un solo robo por el método del tirón, ni una sola pelea con tiros y navajas, nada que no sea esta tarde luminosa, ni fría ni cálida, una tarde que parece haber venido al mundo para satisfacer todos los deseos y calmar todas las ansiedades. Pero no la preocupación o, siendo más literarios, el desasosiego interior del alcalde. Lo que él siente, y tal vez, entre todas estas personas que pasan, sea el único en sentirlo, es una especie de amenaza flotando en el aire, esa que los temperamentos sensibles intuyen cuando la masa de nubes que tapa el cielo se encrespa esperando el trueno que la rompa, cuando una puerta chirría en la oscuridad y una corriente de aire frío nos golpea el rostro, cuando un presagio maligno abre las puertas de la desesperación, cuando una carcajada diabólica nos desgarra el delicado velo del alma. Nada en concreto, nada sobre lo que se pueda hablar con objetividad y conocimiento de causa, pero lo cierto es que el alcalde tiene que hacer un esfuerzo enorme para no parar a la primera persona con la que se cruza y decirle, Tenga cuidado, no me pregunte cuidado por qué, cuidado con qué, sólo le pido que tenga cuidado, presiento que algo malo está a punto de suceder, Si usted, que es alcalde, que tiene responsabilidades, no lo sabe, cómo puedo saberlo yo, le preguntaría, No importa, sólo le pido que tenga cuidado, Es alguna epidemia, No creo, Un terremoto, No nos encontramos en una región sísmica, aquí nunca ha habido terremotos, Una inundación, una riada, Hace muchos años que nuestro río no alcanza sus márgenes, Entonces, No sé qué contestarle, Me va a perdonar la pregunta que le voy a hacer, Ya está disculpado incluso antes de haberla hecho, Por casualidad usted, y lo digo sin ánimo de ofender, no habrá tomado una copa de más, como debe de saber la última es siempre la peor, Sólo bebo en las comidas, y siempre con moderación, no soy un alcohólico, Siendo así, no entiendo, Cuando suceda, lo entenderá, Cuando suceda, el qué, Lo que está a punto de suceder, Perplejo, el interlocutor miró a su alrededor, Si está buscando a un policía para que me detenga, dijo el alcalde, no se esfuerce, se han ido todos, No buscaba a un policía, mintió el otro, había quedado aquí con un amigo, sí, allí está, entonces hasta otro día, señor alcalde, que le vaya bien, yo, francamente, si estuviese en su lugar, me iba a casa ahora mismo, durmiendo se olvida todo, Nunca me acuesto a esta hora, Para acostarse todas las horas son buenas, le diría mi gato, Puedo hacerle también una pregunta, Faltaría más, señor alcalde, con toda libertad, Votó en blanco, Está haciendo un sondeo, No, es sólo una curiosidad, pero si no quiere, no me responda, El hombre dudó un segundo, después, serio, respondió, Sí señor, voté en blanco, que yo sepa no está prohibido, Prohibido no está, pero vea el resultado, El hombre parecía haberse olvidado del amigo imaginario, Señor alcalde, yo, personalmente, no tengo nada contra usted, hasta soy capaz de reconocer que ha hecho un buen trabajo en el ayuntamiento, pero la culpa de eso que llama resultado no es mía, yo voté como me apeteció, dentro de la ley, ahora ustedes tendrán que arreglárselas, si piensan que la patata quema, soplen, No se altere, yo sólo pretendía avisarlo, Todavía estoy queriendo saber de qué, Incluso queriendo, no podría explicárselo, Pues entonces he estado perdiendo el tiempo, Perdone, su amigo lo está esperando, No tengo ningún amigo esperando, sólo quería irme, Entonces le agradezco que se haya quedado un poco más, Señor alcalde, Diga, diga, sin formalidades, Si soy capaz de entender algo de lo que pasa en la cabeza de las personas. lo que usted tiene es un remordimiento de conciencia, Remordimiento por lo que no he hecho, Hay quien dice que ése es el peor de todos, el remordimiento de haber permitido que se hiciera, Tal vez tenga razón, voy a pensarlo, de cualquier manera, tenga cuidado, Lo tendré, señor alcalde, y le agradezco el aviso, Aunque siga sin saber de qué, Hay personas que nos merecen confianza, Es la segunda persona que me lo dice hoy, En ese caso, puede decirse que ya ha ganado el día, Gracias, Hasta la vista, señor alcalde, Hasta la vista.
El alcalde volvió hacia atrás, hasta el sitio donde había dejado aparcado el coche, iba satisfecho, por lo menos había conseguido avisar a una persona, si ella pasa la palabra, en pocas horas toda la ciudad estará alerta, dispuesta para lo que ha de venir, No debo estar en mi sano juicio, pensó, es evidente que el hombre no dirá nada, es un tonto como yo, bueno, no se trata de una cuestión de tontería, que yo haya sentido una amenaza que soy incapaz de definir, es cosa mía, no suya, lo mejor que puedo hacer es seguir el consejo que me ha dado, irme a casa, nunca habrá sido en balde el día que fuimos merecedores, al menos, de un buen consejo. Entró en el coche y desde allí, por teléfono, comunicó al jefe de gabinete que no volvería al ayuntamiento. Vivía en una calle del centro, no lejos de la estación del metro de superficie que daba servicio a una gran parte del sector este de la ciudad. La mujer, médica cirujana, no está en casa, hoy tiene turno de guardia nocturna en el hospital, y, en cuanto a los hijos, el chico está en el servicio militar, posiblemente es uno de los que defienden la frontera, apostado con una ametralladora pesada y la mascarilla antigás colgada al cuello, y la hija, en el extranjero, trabaja como secretaria e intérprete en un organismo internacional, de esos que instalan sus monumentales y lujosas sedes en las ciudades más importantes, políticamente hablando, claro está. De algo le ha servido tener un padre bien colocado en el sistema oficial de favores que se cobran y se pagan, que se hacen y se retribuyen. Como hasta de los más excelsos consejos, puestos en lo mejor, sólo se obedece la mitad, el alcalde no se acostó. Estudió los papeles que había traído, tomó decisiones sobre algunos, otros los pospuso para un segundo examen. Cuando llegó la hora de cenar, fue a la cocina, abrió el frigorífico, pero no encontró nada que le despertara el apetito. La mujer había pensado en él, no lo iba a dejar pasar hambre, pero el esfuerzo de poner la mesa, calentar la comida y lavar después los platos, hoy le parecía sobrehumano. Salió y fue a un restaurante. Ya sentado a la mesa, mientras esperaba que le sirvieran, telefoneó a su mujer, Cómo va el trabajo, preguntó, Sin demasiados problemas, y tú, cómo estás, Estoy bien, sólo un poco inquieto, No te pregunto por qué, con esta situación, Es algo más, una especie de estremecimiento interior, una sombra, como un mal augurio, No te sabía supersticioso, Siempre llega la hora para todo, Oigo sonido de voces, dónde estás, En el restaurante, después volveré a casa, o quizá vaya a verte, ser el alcalde abre muchas puertas, Puedo estar operando, puedo tardar, Bueno, ya lo pensaré, un beso, Otro, Grande, Enorme. El camarero trajo el plato, Aquí tiene, señor alcalde, buen provecho. Estaba a punto de llevarse el tenedor a la boca cuando una explosión hizo estremecer el edificio de arriba abajo, al mismo tiempo que reventaban en añicos los cristales exteriores e interiores, mesas y sillas se derrumbaron, había personas, gritando o gimiendo, algunas heridas, otras aturdidas por el choque, otras trémulas del susto. El alcalde sangraba por un corte en la cara causado por un vidrio. Era evidente que habían sido alcanzados por la onda expansiva de la explosión. Debe de haber sido en la estación del metro, dijo entre sollozos una mujer que intentaba levantarse. Apretando una servilleta contra la herida, el alcalde corrió a la calle. Los vidrios estallaban bajo sus pies, más adelante se erguía una espesa columna de humo negro, incluso creyó ver un resplandor de incendio. Ha sucedido, es en la estación, pensó. Había tirado la servilleta al darse cuenta de que llevar la mano apretada contra la cara le entorpecía los movimientos, ahora la sangre le bajaba libre por la mejilla y el cuello e iba empapando la camisa. Preguntándose a sí mismo si habría línea, se detuvo unos instantes para marcar el número de teléfono que atendía las emergencias, pero el trémulo nerviosismo de la voz que le respondió indicaba que la noticia ya era conocida, Habla el alcalde, ha explotado una bomba en la estación principal del metro de superficie, sector este, manden todo lo que puedan, a los bomberos, a protección civil, a voluntarios, si todavía están por ahí, material para primeros auxilios, enfermeros, ambulancias, lo que esté al alcance, ah, otra cosa, si hay manera de saber dónde viven los policías jubilados, llámenlos también, que vengan a ayudar, Los bomberos ya van de camino, señor alcalde, estamos haciendo todos los esfuerzos para. Se cortó la comunicación y él se lanzó de nuevo a la carrera. Había otras personas corriendo a su lado, algunas más ágiles lo sobrepasaban, a él le pesaban las piernas, eran como de plomo, y parecía que los fuelles de los pulmones se negaban a respirar el aire espeso y maloliente, y un dolor, un dolor que rápidamente se le clavó a la altura de la tráquea, crecía a cada instante. La estación estaba ya a unos cincuenta metros, el humo pardo, gris, iluminado por el incendio, subía en ovillos furiosos, Cuántos muertos habrá ahí dentro, quién ha colocado esta bomba, se preguntó el alcalde. Se oían cerca las sirenas de los coches de bomberos, los gritos dolientes, más de quien implora ayuda que de quien viene a darla, eran cada vez más agudos, de un momento a otro los auxilios irrumpirán por una de estas esquinas. El primer vehículo apareció cuando el alcalde se abría camino por entre las personas que acudían a ver el desastre, Soy el alcalde, decía, soy el alcalde, déjeme pasar, por favor, y se sentía dolorosamente ridículo al repetirlo una y otra vez, consciente de que el hecho de ser alcalde no le abriría todas las puertas, ahí dentro, sin ir más lejos, hay personas para quienes se les han cerrado definitivamente las de la vida. En pocos minutos, gruesos chorros de agua estaban siendo proyectados por las aberturas de lo que antes fueran puertas y ventanas, o se elevaban en el aire y mojaban las estructuras superiores para contrarrestar el peligro de propagación del fuego. El alcalde se dirigió hacia el jefe de los bomberos, Qué le parece esto, comandante, De lo peor que he visto nunca, hasta me da la impresión de que huele a fósforo, No diga eso, no es posible, Será impresión mía, ojalá esté equivocado. En ese momento apareció una unidad móvil de televisión, en seguida aparecieron otros coches de la prensa, de la radio, ahora el alcalde, rodeado de micrófonos, responde a las preguntas, Cuántos muertos calcula que habrá habido, De qué informaciones dispone ya, Cuántos heridos, Cuántas personas quemadas, Cuándo piensa que la estación volverá a estar en funcionamiento, Hay sospechas de quiénes hayan podido ser los autores del atentado, Se recibió antes algún aviso de bomba, En caso afirmativo, quién lo recibió y qué medidas fueron tomadas para evacuar la estación a tiempo, Le parece que se habrá tratado de una acción terrorista ejecutada por algún grupo relacionado con la actual subversión urbana, Espera que haya más atentados de este tipo, Como alcalde, y única autoridad de la ciudad, de qué medios dispone para proceder a las investigaciones necesarias. Cuando la barahúnda de preguntas cesó, el alcalde dio la única respuesta posible en aquellas circunstancias, Algunas de las cuestiones sobrepasan mi competencia, por tanto, no les puedo responder, supongo, no obstante, que el gobierno no tardará mucho en hacer una declaración oficial, en cuanto a las cuestiones restantes, sólo puedo decir que estamos haciendo todo cuanto es humanamente posible para socorrer a las víctimas, ojalá consigamos llegar a tiempo, al menos para algunas, Pero cuántos muertos hay, insistió un periodista, Se sabrá cuando se pueda entrar en ese infierno, hasta entonces ahórrense, por favor, las preguntas estúpidas. Los periodistas protestaron argumentando que ésa no era una manera correcta de tratar a los medios de comunicación, que ellos estaban allí cumpliendo su deber de informar y por tanto tenían derecho a ser respetados, pero el alcalde cortó de raíz el discurso corporativo, Un periódico de hoy se ha atrevido a pedir un baño de sangre, no lo ha tenido todavía, puesto que los quemados no sangran, sólo se transforman en torreznos, y ahora déjenme pasar, por favor, no tengo nada más que decir, serán convocados cuando dispongamos de informaciones concretas. Se oyó un murmullo general de desaprobación, desde atrás una palabra de desdén, Quién se cree que es, pero el alcalde no intentó averiguar de dónde procedía el desacato, él mismo no había hecho otra cosa que preguntarse durante las últimas horas, Quién creo yo que soy.
Dos horas después el fuego fue extinguido, dos horas más duró aún el rescoldo, pero no era posible saber cuántas personas habían muerto. Unas treinta o cuarenta que, con heridas de diversa gravedad, lograron escapar de los peores efectos de la explosión por encontrarse en una zona del vestíbulo distante del lugar de la explosión, fueron transportadas al hospital. El alcalde se mantuvo allí hasta que las brasas perdieron fuerza, sólo aceptó retirarse después de que el comandante de los bomberos le hubiera dicho, Váyase ha descansar, señor alcalde, deje el resto para nosotros, cúrese esa herida que tiene en la cara, no comprendo cómo nadie se ha fijado, No tiene importancia estaban ocupados en cosas más serias. Luego preguntó, Y ahora, Ahora, buscar y retirar los cadáveres, algunos estarán despedazados, la mayor parte carbonizados, No sé si podría soportarlo, En el estado en que lo veo, no lo soportará, Soy un cobarde, La cobardía no tiene nada que ver con esto, señor alcalde, yo me desmayé la primera vez, Gracias comandante, haga lo que pueda, Apagar el último tizón, que es lo mismo que nada, Por lo menos estará aquí. Tiznado, con la cara negra por la sangre coagulada, comenzó, penosamente, a andar camino de casa. Le dolía el cuerpo todo, por haber corrido, por la tensión nerviosa, por haber estado todo el tiempo de pie. No merecía la pena que llamara a su mujer, la persona que atendiese el teléfono diría seguramente, Lo lamento, señor alcalde, pero la doctora no puede atenderlo, está operando. Había personas en las ventanas de un lado y otro de la calle, pero nadie lo reconoció. Un auténtico alcalde se mueve en su coche oficial, va acompañado de un secretario que le lleva la cartera de ejecutivo, tres guardaespaldas que le abren paso, y ese que va por ahí es un vagabundo sucio y maloliente, un hombre triste a la vera de las lágrimas, un fantasma al que nadie le presta un barreño de agua para que lave su sábana. El espejo del ascensor le mostró la cara carbonizada que tendría en ese momento si se hubiera encontrado en el vestíbulo de la estación cuando la bomba explotó, Horror, horror, murmuró. Abrió la puerta con las manos trémulas y se dirigió al cuarto de baño. Sacó del armario el botiquín de primeros auxilios, el paquete de algodón, el agua oxigenada, un desinfectante líquido yodado, vendas adhesivas de tamaño grande. Pensó, Lo más seguro es que necesite unos puntos. La camisa estaba manchada de sangre hasta la cinturilla de los pantalones, He sangrado más de lo que creía. Se quitó la chaqueta, deshizo con esfuerzo el nudo de la corbata, se abrió la camisa. La camiseta interior también estaba sucia de sangre. Debería lavarme, meterme debajo de la ducha, no, no puede ser, qué disparate, el agua arrastraría la costra que cubre la herida y la sangre volvería a correr, dijo en voz baja, lo que debería, sí, lo que debería, lo que debería es. La palabra era como un cuerpo muerto que se hubiera atravesado en el camino, tenía que descubrir qué quería, levantar el cadáver. Los bomberos y los auxiliares de protección civil entraron en la estación. Llevan camillas, se protegen las manos con guantes, la mayor parte de ellos nunca ha tocado un cuerpo quemado, ahora van a saber cuánto cuesta. Debería. Salió del cuarto de baño, fue a su despacho, se sentó ante la mesa. Tomó el teléfono y marcó un número reservado. Eran casi las tres de la madrugada. Una voz respondió, Gabinete del ministro del interior, quién habla, El alcalde de la capital, páseme con el ministro, es urgentísimo, si está en casa, póngame en comunicación, Un momento, por favor. El momento duró dos minutos, Sí, Señor ministro, hace algunas horas ha explotado una bomba en la estación del metro de superficie, sector este, todavía no se sabe cuántas muertes ha causado, pero todo indica que son muchos, los heridos se cuentan por tres o cuatro decenas, Ya estoy informado, Si sólo le llamo ahora es porque he estado todo el tiempo en el lugar, Ha hecho muy bien. El alcalde respiró hondo, preguntó, No tiene nada que decirme, señor ministro, A qué se refiere, Si tiene alguna idea acerca de quién ha colocado la bomba, Me parece que está bastante claro, sus amigos del voto en blanco han decidido pasar a la acción directa, No me lo creo, Que se lo crea o no, la verdad es ésa, Es, o va a ser, Entiéndalo como quiera, Señor ministro, lo que ha pasado aquí es un crimen hediondo, Supongo que tiene razón, así se le suele llamar, Quién colocó la bomba, señor ministro, Parece usted perturbado, le aconsejo que descanse, vuelva a llamarme cuando sea de día, nunca antes de las diez de la mañana, Quién colocó la bomba, señor ministro, Qué pretende insinuar, Una pregunta no es una insinuación, insinuación sería si le dijese lo que ambos estamos pensando en estos momentos, Mis pensamientos no tienen por qué coincidir con lo que piensa un alcalde, Coinciden esta vez, Cuidado. está yendo demasiado lejos, No estoy yendo, ya he llegado, Qué quiere decir, Que estoy hablando con quien tiene responsabilidad directa en el atentado, Está loco, Preferiría estarlo, Atreverse a lanzar la sospecha sobre un miembro del gobierno, esto es inaudito, Señor ministro, a partir de este momento dejo de ser alcalde de esta ciudad sitiada, Mañana hablaremos, de todos modos tome nota de que no acepto su dimisión, Tendrá que aceptar mi abandono, haga como si hubiera muerto, En ese caso le aviso, en nombre del gobierno, de que se arrepentirá amargamente, o ni siquiera tendrá tiempo de arrepentirse, si no guarda sobre este asunto silencio total, supongo que no le costará mucho puesto que dice que ya está muerto, Nunca habría imaginado que se pudiera estar tanto. La comunicación fue interrumpida en el otro lado. El hombre que había sido alcalde se levantó y fue al cuarto de baño. Se desnudó y se metió debajo de la ducha. El agua caliente deshizo rápidamente la costra formada sobre la herida, la sangre comenzó a correr. Los bomberos acaban de encontrar el primer cuerpo carbonizado.
Veintitrés muertos ya contados, y no sabemos cuántos se encuentran todavía debajo de los escombros, veintitrés muertos por lo menos, señor ministro del interior, repetía el primer ministro golpeando con la palma de la mano derecha los periódicos abiertos sobre la mesa, Los medios de comunicación son prácticamente unánimes en atribuir el atentado a un grupo terrorista relacionado con la insurrección de los blanqueros, señor primer ministro, En primer lugar, le pido, como un gran favor, que no vuelva a pronunciar en mi presencia la palabra blanquero, por buen gusto, nada más, en segundo lugar, explíqueme qué significa la expresión prácticamente unánimes, Significa que hay sólo dos excepciones, estos dos pequeños periódicos que no aceptan la versión puesta en circulación y exigen una investigación a fondo, Interesante, Vea, señor primer ministro, la pregunta de éste. El primer ministro leyó en voz alta, Queremos saber de dónde partió la orden, Y éste, menos directo, pero que va en la misma dirección, Queremos la verdad le duela a quien le duela. El ministro del interior continuó, No es alarmante, no creo que tengamos que preocuparnos, hasta es bueno que estas dudas aparezcan para que no se diga que todo es la voz de su amo, Quiere decir que veintitrés o más muertos no le preocupan, Era un riesgo calculado, señor primer ministro, A la vista de lo sucedido, un riesgo muy mal calculado, Reconozco que también puede ser interpretado así, Habíamos pensado en un artefacto no demasiado potente, que causase poco más que un susto, Desgraciadamente algo ha debido de fallar en la cadena de transmisión de la orden, Me gustaría tener la certeza de que ésa es la única razón, Tiene mi palabra, señor primer ministro, le puedo asegurar que la orden fue dada correctamente, Su palabra, señor ministro del interior, Se la doy con todo lo que vale, Sí, con todo lo que vale, Sea como sea, sabíamos que habría muertos, Pero no veintitrés, Si hubiesen sido sólo tres no estarían menos muertos que éstos, la cuestión no está en el número, La cuestión también está en el número, Quien quiera los fines también tiene que querer los medios, permítame que se lo recuerde, Esta frase ya la he oído muchas veces, Y ésta no será la última, aunque no la oiga de mi boca la próxima vez, Señor ministro del interior, nombre inmediatamente una comisión de investigación, Para llegar a qué conclusiones, señor primer ministro, Ponga la comisión a funcionar, el resto se verá luego, Muy bien, Proporcione todo el auxilio posible a las familias de las víctimas, tanto de los muertos como de los que se encuentran hospitalizados, dé instrucciones al ayuntamiento para que se encargue de los entierros, Con toda esta confusión olvidé informarle que el alcalde presentó su dimisión, Su dimisión, por qué, Más exactamente abandonó su cargo, Dimitir o abandonar, me resulta indiferente en este momento, lo que le pregunto es por qué, Llegó a la estación poco después de la explosión y los nervios se le resquebrajaron, no soportó lo que vio, Ninguna persona lo soportaría, yo no lo soportaría, imagino que usted tampoco, por tanto tiene que haber otra razón para un abandono tan súbito como ése, Piensa que el gobierno está involucrado en el asunto, no se limitó a insinuar la sospecha, fue más que explícito, Cree que fue él quien sugirió la idea a estos periódicos, Con toda franqueza, señor primer ministro, no lo creo, y mire que bien me apetecería cargarle la culpa, Qué va a hacer ahora ese hombre, La mujer es médica en el hospital, Sí, la conozco, Tiene de qué vivir mientras no encuentre un puesto de trabajo, Y entre tanto, Entre tanto, señor primer ministro, si es eso lo que quiere decir, lo mantendremos bajo la más rigurosa vigilancia, Qué demonios ha pasado en la cabeza de este hombre, parecía de toda confianza, miembro leal del partido, excelente carrera política, un futuro, La cabeza de los seres humanos no siempre está completamente de acuerdo con el mundo en que viven, hay personas que tienen dificultad en ajustarse a la realidad de los hechos, en el fondo no pasan de espíritus débiles y confusos que usan las palabras, a veces hábilmente, para justificar su cobardía, Veo que sabe mucho de la materia, este conocimiento lo ha obtenido de su propia experiencia, Tendría yo el cargo que desempeño en el gobierno, este de ministro del interior, si tal me hubiese acontecido, Supongo que no, pero en este mundo todo es posible, imagino que nuestros mejores especialistas en tortura también besan a sus hijos cuando llegan a casa y algunos, incluso, hasta lloran en el cine, El ministro del interior no es una excepción, soy un sentimental, Celebro saberlo. El primer ministro hojeó despacio los periódicos, miró las fotografías una a una, con una mezcla de escrúpulo y repugnancia, y dijo, Querrá saber por qué no le destituyo, Sí, señor primer ministro, tengo curiosidad por conocer sus razones, Si lo hiciese, la gente pensaría una de estas dos cosas, o que, independientemente de la naturaleza y del grado de culpa, lo considero responsable directo de lo sucedido, o que simplemente castigo su supuesta incompetencia por no haber previsto la eventualidad de un acto de violencia de este tipo, abandonando la capital a su suerte, Suponía que serían ésas las razones, conozco las reglas del juego, Evidentemente, una tercera razón, posible, como todo es, pero improbable, está fuera de cuestión, Cuál, La de que revelase públicamente el secreto de este atentado, Usted sabe mejor que nadie que ningún ministro del interior, en ninguna época y en ningún país del mundo, abriría jamás la boca para hablar de las miserias, de las vergüenzas, de las traiciones y de los crímenes de su oficio, por consiguiente puede estar tranquilo, en este caso tampoco seré una excepción, Si llega a saberse que nosotros colocamos la bomba, les daremos la razón a los que votaron en blanco, la última razón que les faltaba, Es una forma de ver que, con perdón, ofende la lógica, señor primer ministro, Por qué, Y que, me permito decírselo, no honra el habitual rigor de su pensamiento, Explíquese, Es que, sabiéndose o sin saberse, si ellos pueden llegar a tener razón, es porque ya la tenían antes. El primer ministro apartó los periódicos de delante y dijo, Todo esto me recuerda la vieja historia del aprendiz de brujo, aquel que no supo contener las fuerzas mágicas que había puesto en movimiento, Quién es, en este caso y en su opinión, el aprendiz de brujo, ellos o nosotros, Recelo que ambos, ellos se metieron en un camino sin salida sin pensar en las consecuencias, Y nosotros fuimos detrás, Así es, ahora se trata de saber cuál será el próximo paso, En lo que al gobierno respecta, nada más que mantener la presión, es evidente que después de lo que acaba de ocurrir no nos conviene ir mas lejos en la acción, Y ellos, Si son ciertas las informaciones que me han llegado a última hora, poco antes de venir aquí, están organizando una manifestación, Qué pretenden conseguir, las manifestaciones nunca han servido para nada, de otra manera nunca las autorizaríamos, Supongo que sólo quieren protestar contra el atentado, y, en lo que se refiere a la autorización del ministerio del interior, esta vez ni siquiera tienen que perder tiempo en pedirla, Saldremos alguna vez de este embrollo, Esto no es asunto de brujos, señor primer ministro, sean ellos maestros o aprendices, al final ganará quien tenga más fuerza, Ganará quien tenga mas fuerza en el último instante, y ahí no hemos llegado todavía, la fuerza que ahora tenemos puede no ser suficiente a esas alturas. Yo tengo confianza, señor primer ministro, un estado organizado no puede perder una batalla de éstas, sería el fin del mundo, O el comienzo de otro, No sé qué debo pensar de esas palabras, señor primer ministro, Por ejemplo, no piense en ir contando por ahí que el primer ministro tiene ideas derrotistas, Nunca tal cosa me pasaría por la cabeza, Menos mal, Evidentemente usted hablaba en teoría, Así es, Si no necesita nada más de mí, vuelvo a mi trabajo, El presidente me ha dicho que tuvo una inspiración, Cuál, No quiso adelantármela, espera los acontecimientos, Ojalá sirva para algo, Es el jefe del estado, Eso mismo quería decir, Manténgame al corriente, Sí señor primer ministro, Hasta luego, Hasta luego, señor primer ministro.
Las informaciones llegadas al ministerio del interior eran correctas, la ciudad se preparaba para una manifestación. El número definitivo de muertos había pasado a treinta y cuatro. No se sabe de dónde ni cómo nació la idea, en seguida aceptada por todo el mundo, de que los cuerpos no deberían ser enterrados en los cementerios como muertos normales, que las sepulturas deberían quedarse per omnia sæcula sæculorum en el terreno ajardinado fronterizo a la estación del metro. Con todo, algunas familias, no muchas, conocidas por sus convicciones políticas de derechas e inamovibles de certeza de que el atentado había sido obra de grupo terrorista directamente relacionado, como afirmaban los medios de comunicación, con la conspiración contra el estado de derecho, se negaron a entregar sus muertos a la comunidad, Éstos, sí, inocentes de toda culpa, clamaban, porque habían sido toda su vida ciudadanos respetuosos de lo propio y de lo ajeno, porque habían votado como sus padres y sus abuelos, porque eran personas de orden y ahora víctimas mártires de la violencia asesina. Alegaban también, ya en otro tono, quizá para que no pareciese demasiado escandalosa una tal falta de solidaridad cívica, que poseían sus sepulturas históricas y que era arraigada tradición de la estirpe familiar que se mantuviesen reunidos, después de muertos, también per omnia sæcula sæculorum, aquellos que, en vida, reunidos habían vívido. El entierro colectivo no iba a ser, por tanto, de treinta y cuatro cadáveres, sino de veintisiete. Incluso así, hay que reconocer que eran muchas personas. Mandada por no se sabe quién, pero seguro que no por el ayuntamiento que, como sabemos, está sin jefatura hasta que el ministro del interior apruebe el decreto de sustitución, mandada por no se sabe quién, decíamos, apareció en el jardín una máquina enorme y llena de brazos, de esas llamadas polivalentes, como un gigante transformista, que arrancan un árbol en el tiempo que se tarda en soltar un suspiro y que pudiera haber abierto veintisiete tumbas en menos de un santiamén si los sepultureros de los cementerios, también ellos apegados a la tradición, no se hubiesen presentado para ejecutar el trabajo artesanalmente, es decir, con pala y azada. Lo que la máquina hizo fue precisamente arrancar media docena de árboles que estorbaban, dejando el terreno, después de limpio y allanado, como si para camposanto y de descanso eterno hubiese sido creado de raíz, y luego fue, a la máquina nos referirnos, a plantar en otro sitio los árboles y sus sombras.
Tres días después del atentado, de mañana temprano, comenzaron las personas a salir a la calle. Iban en silencio, graves, muchas llevaban banderas blancas, todas una banda blanca en el brazo izquierdo, y que no nos digan los rigurosos en exequias que una señal de luto no puede ser blanca, cuando estamos informados de que en este país ya lo fue, cuando sabemos que para los chinos lo fue siempre, y eso por no hablar de los japoneses, que ahora irían todos de azul si este caso fuera con ellos. A las once de la mañana la plaza ya estaba llena, pero allí no se oía nada más que el inmenso respirar de la multitud, el sordo susurro del aire entrando y saliendo de los pulmones, inspirar, espirar, alimentando de oxígeno la sangre de estos vivos, inspirar, espirar, inspirar, espirar, hasta que de repente, no completemos la frase, ese momento, para los que han venido aquí, supervivientes, aún está por llegar. Se veían innumerables flores blancas, crisantemos en cantidad, rosas, lirios, azucenas, alguna flor de cactus de translúcida blancura, millares de margaritas a las que se perdonaba el círculo de color en el centro. Alineados a veinte pasos, los ataúdes fueron portados a hombros por parientes y amigos de los fallecidos, quienes los tenían, llevados a paso fúnebre hasta las sepulturas, y después, bajo la orientación experta de los enterradores de profesión, paulatinamente bajados con cuerdas hasta tocar con un sonido hueco en el fondo. Las ruinas de la estación parecían desprender todavía un olor a carne quemada. A no pocos les ha de parecer incomprensible que una ceremonia tan conmovedora, de tan compungido luto colectivo, no hubiese sido agraciada por el influjo de consuelo que se desprendería de los ejercicios rituales de los distintos institutos religiosos implantados en el país, privándose de esta manera a las almas de los difuntos de su más seguro viático y a la comunidad de los vivos de una exhibición práctica de ecumenismo que tal vez pudiera contribuir para reconducir al aprisco a la extraviada comunidad. La razón de la deplorable ausencia sólo se puede explicar por el temor de las diversas iglesias a erigirse en centro de sospechas de complicidades, al menos tácticas, con la insurgencia blanca. No habrán sido ajenas a esta ausencia unas cuantas llamadas telefónicas realizadas por el primer ministro en persona, con mínimas variaciones sobre el mismo tema, El gobierno de la nación lamentaría que una irreflexiva presencia de su iglesia en el acto fúnebre, si bien que espiritualmente justificada, pueda ser considerada y en consecuencia explotada como apoyo político, si no ideológico, al obstinado y sistemático desacato que una importante parte de la población de la capital está oponiendo a la legítima y constitucional autoridad democrática. Fueron por tanto llanamente laicos los entierros, lo que no quiere decir que algunas silenciosas oraciones particulares, aquí y allí, no hubieran subido a los diversos cielos, y ahí acogidas con benevolente simpatía. Aún las tumbas estaban abiertas, cuando hubo alguien, seguro que con las mejores intenciones, que se adelantó para pronunciar un discurso, pero el propósito fue rechazado inmediatamente por los circundantes, Nada de discursos, aquí cada uno con su disgusto y todos con la misma pena. Y tenía razón quien de este modo claro habló. Además, si la idea del frustrado orador era ésa, sería imposible hacer allí de corrido el elogio fúnebre de veintisiete personas, entre hombres, mujeres, y algún niño todavía sin historia. Que a los soldados desconocidos no les hagan ninguna falta los nombres que usaron en vida para que todos los honores, los debidos y los oportunos, les sean prestados, bien está, si eso queremos convenir, pero estos difuntos, en su mayoría irreconocibles, dos o tres sin identificar, si algo quieren es que los dejemos en paz. A esos lectores puntillosos, justamente preocupados con el buen orden del relato, que deseen saber por qué no se hicieron las indispensables y ya habituales pruebas de adn, sólo podemos dar como respuesta honesta nuestra total ignorancia, aunque nos permitamos imaginar que aquella conocidísima y malbaratada expresión, Nuestros muertos, tan común, de tan rutinario consumo en las arengas patrióticas, habría sido tomada aquí al pie de la letra, es decir, siendo estos muertos, todos, pertenencia nuestra, a ninguno debemos considerar nuestro exclusivamente, de donde resulta que un análisis de adn que tuviese en cuenta todos los factores, incluyendo, en particular los no biológicos, por mucho que rebuscase en la hélice, no conseguiría nada más que confirmar una propiedad colectiva que ya antes no necesitaba de pruebas. Fuerte motivo tuvo por tanto aquel hombre, si es que no fue una mujer, cuando dijo, según quedó registrado arriba, Aquí, cada uno con su disgusto, y todos con la misma pena. Entre tanto, la tierra fue empujada adentro de las tumbas, se distribuyeron, ecuánimemente las flores, quienes tenían razones para llorar fueron abrazados y consolados por lo otros, si tal era posible siendo el dolor tan reciente, el ser querido de cada uno, de cada familia, se encuentra aquí, sin embargo, no se sabe exactamente dónde, tal vez en esta tumba, tal vez en aquélla, será mejor que lloremos sobre todas, qué verdad acompañaba a aquel pastor de ovejas que dijo, vaya usted a saber dónde lo habría aprendido, No existe mayor respeto que llorar por alguien a quien no se ha conocido.
El inconveniente de estas digresiones narrativas, ocupados como hemos estado con las entrometidas divagaciones, es comprender, quizá demasiado tarde, que los acontecimientos no nos esperan, que apenas comenzamos a entender lo que está pasando, éstos, los acontecimientos, han seguido su marcha, y nosotros, en lugar de anunciar, como es la obligación elemental de los contadores de historias que saben su oficio, lo que sucede, nos tenemos que conformar con describir, contritos, lo que ya ha sucedido. Al contrario de lo que habíamos supuesto, la multitud no se dispersó, la manifestación prosigue, y ahora avanza en masa, a todo lo ancho de las calles, en dirección, según se va voceando, al palacio del jefe del estado. Les queda de camino, ni más ni menos, la residencia oficial del primer ministro. Los periodistas de la prensa, de la radio y de la televisión que van a la cabeza de la manifestación toman nerviosas notas, describen los sucesos vía telefónica a las redacciones en que trabajan, desahogan, excitados, sus preocupaciones profesionales y de ciudadanos, Nadie parece saber lo que va a suceder aquí, pero existen motivos para temer que la multitud se está preparando para asaltar el palacio presidencial, no siendo de excluir, incluso podríamos admitir como altamente probable, que saquee la residencia oficial del primer ministro y todos los ministerios que encuentre a su paso, no se trata de una previsión apocalíptica fruto de nuestro asombro, basta mirar los rostros descompuestos de toda esta gente para ver que no hay ninguna exageración al decir que cada una de estas caras reclama sangre y destrucción, así llegamos a la triste conclusión, aunque mucho nos cueste decirlo en voz alta y para todo el país, de que el gobierno, que tan eficaz se ha mostrado en otros apartados, y por eso ha sido aplaudido por los ciudadanos honestos, actuó con una censurable imprudencia cuando decidió dejar la capital abandonada a los instintos de las multitudes enfurecidas, sin la presencia paternal y disuasiva de los agentes de la autoridad en la calle, sin la policía antidisturbios, sin gases lacrimógenos, sin tanquetas de agua, sin perros, en fin, sin freno, por decirlo todo en una sola palabra. El discurso de la catástrofe anunciada alcanzó el punto más alto del histerismo informativo a la vista de la residencia del primer ministro, un palacete burgués, de estilo decimonónico tardío, ahí los gritos de periodistas se transformaron en alaridos, Es ahora, es ahora, a partir de este momento todo puede suceder, que la virgen santísima nos proteja a todos, que los gloriosos nombres de la patria, allá en el empíreo, donde subieron, sepan ablandar los corazones coléricos de esta gente. Todo podría suceder, realmente, pero, al final, nada sucedió, salvo que la manifestación se detuvo, esta pequeña parte que vemos en el cruce donde el palacete, con su jardincito alrededor, ocupa una de las esquinas, el resto derramándose avenida abajo, por las calles y por las plazas limítrofes, los aritméticos de la policía, si estuvieran por aquí, dirían que, a lo sumo, no eran más de cincuenta mil personas, cuando el número exacto, el número auténtico, porque las contamos a todas, una por una, era diez veces mayor.
Fue aquí, estando parada la manifestación y en absoluto silencio, cuando un astuto reportero de televisión descubrió en aquel mar de cabezas a un hombre que, a pesar de llevar una venda que le cubría casi la mitad de la cara, podía reconocerse, y tanto más fácilmente cuanto es cierto que en la primera ojeada había tenido la suerte de captar, huidiza, una imagen de la parte sana, que, como se comprenderá sin dificultad, tanto confirma el lado de la herida como es por él confirmada. Arrastrando tras de sí al operador de imagen, el reportero comenzó a abrirse camino entre la multitud, diciendo a un lado y a otro, Perdonen, perdonen, déjenme pasar, abran campo a la cámara, es muy importante, y en seguida, cuando ya se aproximaba, Señor alcalde, señor alcalde, por favor, pero lo que iba pensando era mucho menos cortés, Qué rayos hace aquí este tío. Los reporteros tienen en general buena memoria y éste no se había olvidado de la afrenta pública de que fue objeto la corporación informativa la noche de la bomba por parte del alcalde. Ahora se iba a enterar cómo duelen las humillaciones. Le metió el micrófono en la cara y le hizo al operador de imagen un gesto tipo sociedad secreta que tanto podría significar Graba como Machácalo, y que, en la actual situación, significaría probablemente una y otra cosa, Señor alcalde, permítame que le manifieste mi estupefacción por encontrarlo aquí, Estupefacción, por qué, Acabo de decírselo ahora mismo, por verlo en una manifestación de éstas, Soy un ciudadano como otro cualquiera, me manifiesto cuando quiero y como quiero, y más ahora que no necesitamos autorización, No es un ciudadano cualquiera, es el alcalde, Está equivocado, hace tres días que dejé de ser alcalde, creía que la noticia ya era pública, Que yo sepa, no hemos recibido ninguna comunicación oficial, ni del gobierno, ni del ayuntamiento, Supongo que no estarán esperando que sea yo quien convoque una conferencia de prensa, Dimitió, Abandoné el cargo, Por qué, La única respuesta que tengo para darle es una boca cerrada, la mía, Los habitantes de la capital querrán conocer los motivos por los que su alcalde, Repito que ya no lo soy, Los motivos por los que su alcalde se incorpora a una manifestación contra el gobierno, Esta manifestación no es contra el gobierno, es de pesar, la gente ha venido ha enterrar a sus muertos, Los muertos ya han sido enterrados y, no obstante, la manifestación prosigue, qué explicación tiene para eso, Pregúntele a la gente, En este momento es su opinión la que me interesa, Voy a donde todos van, nada más, Simpatiza con los electores que votaron en blanco, con blanqueros, Votaron como entendieron, mi simpatía o mi antipatía nada tiene que ver con el asunto, Y su partido, qué dirá su partido cuando sepa que ha participado en la manifestación, Pregúntele, No teme que le apliquen sanciones, No, Por qué está tan seguro, Por la simple razón de que ya, no tengo partido, Lo han expulsado, Lo he abandonado, de la misma manera que abandoné la alcaldía de la capital, Cuál fue la reacción del ministro del interior, Pregúntele, Quién le ha sucedido en el cargo, Investíguelo, Lo veremos en otras manifestaciones, Si usted aparece, lo sabremos, Ha dejado la derecha donde hizo su carrera política y se ha pasado a la izquierda, Un día de éstos espero comprender adónde me he pasado, Señor alcalde, No me llame alcalde, Perdone, es el hábito, confieso que me siento desconcertado, Cuidado, el desconcierto moral, supongo que es moral su desconcierto, es el primer paso en el camino que conduce a la inquietud, de ahí en adelante, como ustedes suelen decir, todo puede suceder, Estoy confundido, no sé qué pensar, señor alcalde, Detenga la grabación, a sus jefes no les van a gustar las últimas palabras que ha pronunciado, y no vuelva a llamarme alcalde, por favor, Ya habíamos cerrado la cámara, Mejor para usted, así se evitan dificultades, Se dice que la manifestación irá desde aquí al palacio presidencial, Pregúntele a los organizadores, Dónde están, quiénes son, Supongo que todos y nadie, Tiene que haber una cabeza, esto no son movimientos que se organicen por sí mismos, la generación espontánea no existe y mucho menos en acciones en masa de esta envergadura, No había sucedido hasta hoy, Quiere decir que no cree que el movimiento de voto en blanco haya sido espontáneo, Es abusivo pretender inferir una cosa de la otra, Me da la impresión de que sabe mucho más de estos asuntos de lo que quiere aparentar, Siempre llega la hora en que descubrimos que sabíamos mucho más de lo que pensábamos, y ahora, déjeme, vuelva a su tarea, busque a otra persona a quien hacer preguntas, mire que el mar de cabezas ya ha comenzado a moverse, A mí lo que me asombra es que no se oiga un grito, un viva, un muera, una consigna que diga lo que la gente pretende, sólo este silencio amenazador que causa escalofríos en la columna, Reforme su lenguaje de película de terror, tal vez, a fin de cuentas, la gente simplemente se haya cansado de las palabras, Si la gente se cansa de las palabras me quedo sin trabajo, No dirá en todo el día cosa más acertada, Adiós, señor alcalde, De una vez por todas, no soy alcalde. La cabecera de la manifestación había girado un cuarto sobre sí misma, ahora subía la empinada calzada hacia una avenida larga y ancha al final de la cual torcerían a la derecha, recibiendo en el rostro, a partir de ahí, la caricia de la fresca brisa del río. El palacio presidencial estaba a dos kilómetros de distancia, todo por camino llano. Los reporteros habían recibido orden de dejar la manifestación y correr para tomar posiciones frente al palacio, pero la idea general, tanto en los cuarteles centrales de las redacciones, como entre los profesionales que trabajaban sobre el terreno, era que, desde el punto de vista del interés informativo, la cobertura había resultado una pura pérdida de tiempo y de dinero, o, usando una expresión más fuerte, una indecente patada en los huevos de la comunicación social, o, esta vez con delicadeza y finura, una no merecida desconsideración. Estos tíos ni para manifestaciones sirven, se decía, por lo menos que tiren una piedra, que quemen una efigie del presidente, que rompan unos cuantos cristales de las ventanas, que entonen un canto revolucionario de los de antiguamente, cualquier cosa que muestre al mundo que no están tan muertos como los que acaban de enterrar. La manifestación no les premió las esperanzas. Las personas llegaron y llenaron la plaza, estuvieron media hora mirando en silencio el palacio cerrado, después se dispersaron y, unos andando, otros en autobuses, otros compartiendo coches con desconocidos solidarios, se fueron a casa.
Lo que la bomba no había conseguido lo hizo la pacífica manifestación. Asustados, inquietos, los votantes indefectibles de los partidos de la derecha y del medio, ppd y pdm, reunieron a sus respectivos consejos de familia y decidieron, cada uno en su castillo, pero unánimes en la deliberación, abandonar la ciudad. Consideraban que la nueva situación creada, una nueva bomba que mañana podría explotar contra ellos, y la calle impunemente tomada por el populacho, debería conducir forzosamente a que el gobierno revisara los parámetros rigurosos que había establecido en la aplicación del estado de sitio, en especial la escandalosa injusticia que significaba englobar en el mismo duro castigo, sin distinción, a los amantes firmes de la paz y a los declarados fautores del desorden. Para no lanzarse a la aventura a ciegas, algunos, con relaciones en la esfera del poder, intentaron sondear por teléfono la disposición del gobierno en cuanto a las posibilidades de autorización, expresa o tácita, que permitiera la entrada en el territorio libre de aquellos que, con vastos motivos, ya comienzan a designarse a sí mismos los encarcelados en su propio país. Las respuestas recibidas, por lo general vagas y en algunos casos contradictorias, aunque no permitían extraer conclusiones seguras sobre el ánimo gubernamental en la materia, fueron suficientes para considerar como hipótesis válida la de que, observadas ciertas condiciones, pactadas ciertas compensaciones materiales, el éxito de la evasión, aunque sólo relativo, aunque no pudiendo contemplar a todos los postulantes, era, por lo menos, concebible, es decir, se podía alimentar alguna esperanza. Durante una semana, en secreto absoluto, el comité organizador de las futuras caravanas de automóviles, formado en igual número por militantes de distintas categorías de ambos partidos y con la asistencia de consultores delegados de los diversos institutos morales y religiosos de la ciudad, debatió y finalmente aprobó un audaz plan de acción que, en memoria de la famosa retirada de los diez mil, recibió, a propuesta de un erudito helenista del partido del medio, el nombre de jenofonte. Tres días, no más, les fueron concedidos a las familias candidatas a la migración para que decidiesen, lápiz en mano y lágrima en el ojo, lo que deberían llevar y lo que tendrían que dejar. Siendo el género humano lo que ya sabemos que es no podían faltar los caprichos egoístas, las distracciones fingidas, las llamadas alevosas a fáciles sentimentalismos, las maniobras de engañosa seducción, pero también hubo casos de admirables renuncias, de esas que todavía nos permiten pensar que si perseveramos en esos y otros gestos de meritoria abnegación, acabaremos cumpliendo con creces nuestra parte en el proyecto monumental de la creación. Fue la retirada concertada para la madrugada del cuarto día, y vino a caer en una noche de lluvia, pero eso no era un contratiempo, todo lo contrario, daría a la migración colectiva un toque de gesta heroica para recordar e inscribir en los anales familiares, como clara demostración de que no todas las virtudes de la raza se han perdido. No es lo mismo que una persona viaje en un coche, tranquilamente, con la meteorología en reposo, que tener que llevar los limpiaparabrisas trabajando como locos para apartar las desmesuradas cortinas de agua que le caen del cielo. Una cuestión complicada, que sería debatida minuciosamente por el comité, fue la que puso sobre la mesa el problema de cómo reaccionarían a la fuga en bloque los defensores del color blanco, vulgarmente conocidos por blanqueros. Es importante tener presente que muchas de estas preocupadas familias viven en edificios donde también habitan inquilinos de la otra margen política, los cuales, en una acción deplorablemente revanchista, podrían, esto por emplear un término suave, dificultar la salida de los retirantes, si no, dicho más rudamente, impedirla del todo. Pincharán los neumáticos de los coches, decía uno, Levantarán barricadas en los rellanos, decía otro, Trabarán los ascensores, acudía un tercero, Meterán silicona en las cerraduras de los coches, reforzaba el primero, Nos reventarán el parabrisas, aventuraba el segundo, Nos agredirán cuando pongamos el pie fuera de casa, avisaba el segundo, Retendrán al abuelo como rehén, suspiraba otro como si inconscientemente lo desease. La discusión proseguía, cada vez más encendida, hasta que alguien recordó que el comportamiento de tantos millares de personas a lo largo de todo el recorrido de la manifestación había sido, desde cualquier punto de vista, correctísimo, Yo diría que hasta ejemplar, y que, por consiguiente, no parece que haya razones para recelar que las cosas sean ahora de manera diferente, Para colmo, estoy convencido de que va a ser un alivio para ellos verse libres de nosotros, Todo eso está muy bien, intervino un desconfiado, los tipos son estupendos, maravillosos de cordura y civismo, pero hay algo de lo que lamentablemente nos estamos olvidando, De qué, De la bomba. Como ya quedó dicho en la página anterior, este comité, de salvación pública, como a alguien se le ocurrió denominarlo, nombre en seguida rebatido por más que justificadas razones ideológicas, era ampliamente representativo, lo que significa que en esa ocasión había unas dos buenas decenas de personas sentadas alrededor de la mesa. El desconcierto fue digno de verse. Todos los demás asistentes bajaron la cabeza, después una mirada reprensora redujo al silencio, durante el resto de la reunión, al temerario que parecía desconocer una regla de conducta básica en sociedad, la que enseña que es de mala educación hablar de la cuerda en casa del ahorcado. El embarazoso incidente tuvo una virtud, puso a todo el mundo de acuerdo sobre la tesis optimista que había sido formulada. Los hechos posteriores les darían la razón. A las tres en punto de la madrugada del día marcado, tal como hiciera el gobierno, las familias comenzaron a salir de casa con sus maletas y sus maletones, sus bolsas y sus paquetes, sus gatos y sus perros, alguna tortuga arrancada al sueño, algún pececito japonés de acuario, alguna jaula de periquitos, algún papagayo en su percha. Pero las puertas de los otros inquilinos no se abrieron, nadie se asomó a la escalera para gozar con el espectáculo de la fuga, nadie hizo chascarrillos, nadie insulto, y si nadie se asomó a las ventanas para ver las caravanas en desbandada no fue porque estuviera lloviendo. Naturalmente, siendo el ruido tal, imagínese, salir a la escalera arrastrando toda aquella tralla, los ascensores zumbando al subir, zumbando al bajar, las recomendaciones, las súbitas alarmas, Cuidado con el piano, cuidado con el servicio de té, cuidado con la vajilla de plata, cuidado con el retrato, cuidado con el abuelo, naturalmente, decíamos, los inquilinos de las otras casas se habían despertado, sin embargo ninguno de ellos se levantó de la cama para acechar por la mirilla de la puerta, solamente se decían unos a otros bien cobijados en sus camas, Se van.
Regresaron casi todos. A semejanza de lo que dijo hace días el ministro del interior cuando tuvo que explicarle al jefe de gobierno las razones de la diferencia de potencia entre la bomba que se había mandado poner y la bomba que efectivamente explotó, también en este caso de la migración se verificó una falta gravísima en la cadena de transmisión de las órdenes. Como la experiencia no se ha cansado de demostrarnos tras examen ponderado de los casos y sus respectivas circunstancias, no es infrecuente que las víctimas tengan su cuota de responsabilidad en las desgracias que se les vienen encima. Tan ocupados anduvieron con las negociaciones políticas, ninguna de ellas, como no tardará en demostrarse, celebrada en los niveles decisorios más adecuados a la perfecta consecución del plan jenofonte, los atareados notables del comité se olvidaron, o ni tal cosa les llegó a pasar por la cabeza, de comprobar si el frente militar estaba avisado de la evasión y, lo que no era menos importante, de los ajustes necesarios. Algunas familias, ni media docena, todavía consiguieron atravesar la línea en uno de los puestos fronterizos, pero eso fue porque el joven oficial que se encontraba al mando se dejó convencer no sólo por las reiteradas declaraciones de fidelidad al régimen y limpieza ideológica de los fugitivos, sino también por las insistentes afirmaciones de que el gobierno era conocedor de la retirada y la había aprobado. No obstante, para salir de las dudas que de repente le asaltaron, telefoneó a dos de los puestos próximos, donde los colegas tuvieron la caridad de recordarle que las órdenes dadas al ejército, desde el comienzo del bloqueo, eran de no dejar pasar alma viva, aunque fuese para salvar al padre de la horca o dar a luz al niño en la casa del campo. Angustiado por haber tomado una decisión errada, que ciertamente sería considerada como desobediencia flagrante y tal vez premeditada a las órdenes recibidas, con consejo de guerra y la más que probable licencia final, el oficial gritó que bajasen inmediatamente la barrera, bloqueando así la kilométrica caravana de coches y furgonetas cargados hasta los topes que se extendía a lo largo de la carretera. La lluvia seguía cayendo. Excusado será decir que, de súbito conscientes de sus responsabilidades, los miembros del comité no se quedaron de brazos cruzados, esperando que el mar rojo se les abriera de par en par. Teléfono móvil en ristre se pusieron a despertar a todas las personas influyentes que, según sus noticias, podían ser arrancadas del sueño sin reaccionar con demasiada violencia, y es bien posible que el complicado caso se hubiera resuelto de la mejor manera para los afligidos fugitivos de no ser por la feroz intransigencia del ministro de defensa, que simplemente decidió frenar en seco, Sin mi orden nadie pasa, dijo. Como de lo dicho se deduce, el comité se había olvidado de él. Se podrá decir que un ministro de defensa no es todo, que por encima de un ministro de defensa se sitúa un primer ministro a quien el susodicho debe acatamiento y respeto, que más arriba todavía está el jefe de estado a quien iguales si no mayores acatamiento y respeto se deben, aunque, la verdad sea dicha, en lo que a éste concierne, en la mayoría de los casos es sólo de puertas para fuera. Y tanto es así que, después de una dura batalla dialéctica entre el primer ministro y el ministro de defensa, donde las razones de un lado y de otro zumbaban como fuego cruzado, el ministro acabó rindiéndose. Contrariado, sí, de pésimo humor, sí, pero cedió. Como es lógico querrá saberse qué argumento decisivo, de esos sin respuesta, habrá utilizado el primer ministro para reducir a la obediencia al recalcitrante interlocutor. Fue simple y fue directo, Querido ministro, dijo, ponga esa cabeza a trabajar, imagine las consecuencias mañana si cerramos hoy las puertas a personas que nos votaron, Que yo recuerde, la orden emanada del consejo de ministros fue no dejar pasar a nadie, Lo felicito por su excelente memoria, pero las órdenes, de vez en cuando, hay que flexibilizarlas, sobre todo si de esto se saca ventaja, que es precisamente lo que sucede ahora, No lo entiendo, Yo se lo explico, mañana, resuelto este desbarajuste, aplastada la subversión y serenos los ánimos, convocaremos nuevamente elecciones, es así o no, Claro, Usted cree que podríamos estar seguros de que las personas que hubiéramos repelido volverían a votarnos, Lo más probable es que no votasen, Pero nosotros necesitamos esos votos, recuerde que el partido del medio nos pisa los talones, Comprendo, Siendo así, dé ordenes, por favor, para que dejen pasar a la gente, Sí señor. El primer ministro colgó el teléfono, miró el reloj y le dijo a su esposa, parece que todavía podré dormir hora y media o dos horas, y añadió, Me parece que este tipo tendrá que hacer las maletas en la próxima remodelación del gobierno, No deberías permitir que te faltasen al respeto, dijo su querida mitad, Nadie me falta al respeto, querida, lo que pasa es que abusan de mi buen talante, eso es, Que viene a significar lo mismo, remató ella, apagando la luz. El teléfono volvió a sonar cuando no habían transcurrido ni cinco minutos. Era otra vez el ministro de defensa, Perdone, no quería interrumpir su merecido descanso, pero infelizmente no hay otro remedio, Qué pasa ahora, Un pormenor importante que antes no contemplamos, Qué pormenor es ése, preguntó el primer ministro, sin disimular el asomo de impaciencia que le causó el plural, Es muy simple y muy importante, Siga, siga, no me haga perder tiempo, Me pregunto si podemos tener la seguridad de que toda la gente que quiere entrar es de nuestro partido, me pregunto si debemos considerar suficiente que afirmen haber votado en las elecciones, me pregunto si entre las centenas de vehículos detenidos en las carreteras no habrá algunos con agentes de subversión dispuestos a infectar con la peste blanca la parte todavía no contaminada del país. El primer ministro sintió que el corazón se le encogía al percatarse de que había sido sorprendido en falta, Se trata de una posibilidad a tener en cuenta, murmuró, Precisamente por eso le he vuelto a llamar, dijo el ministro de defensa dando otra vuelta al garrote. El silencio que sucedió a estas palabras demostró una vez más que el tiempo no tiene nada que ver con lo que de él nos dicen los relojes, esas máquinas fabricadas a base de ruedecillas que no piensan y de muelles que no sienten, desprovistas de un espíritu que les permitiría imaginar que cinco insignificantes segundos escandidos, el primero, el segundo, el tercero, el cuarto, el quinto, fueron una agónica tortura a un lado y un remanso de sublime gozo al otro. Con la manga del pijama de rayas, el primer ministro se secó el sudor que le corría por la frente, después eligiendo cuidadosamente las palabras, dijo, De hecho, el asunto está exigiendo un abordaje diferente, una valoración ponderada que le dé una vuelta completa al problema, restar importancia a ciertos aspectos es un error, Ésa es también mi opinión, Cómo está la situación en este momento, preguntó el primer ministro, Muchos nerviosismo de un lado a otro, en algunos puestos ha sido necesario disparar al aire, Tiene alguna sugerencia que hacerme como ministro de defensa, En condiciones de maniobra mejores que éstas mandaría cargar, pero con todos los automóviles embotellando las carreteras es imposible, Cargar, cómo, Por ejemplo, haría avanzar los tanques, Muy bien, y cuando los tanques tocasen con el hocico el primer coche, ya sé que los tanques no tienen hocico, es una manera de hablar, en su opinión, qué cree que sucedería, Lo normal es que las personas se asusten al ver un tanque avanzando hacia ellas, Pero, según acabo de oír de su boca, las carreteras están bloqueadas, Sí señor, Luego no sería fácil para el coche de delante volver atrás, No señor, sería muy difícil, pero, de una manera u otra, si no los dejamos entrar, tendrán que hacerlo, Pero no en la situación de pánico que un avance de tanques con cañones apuntando provocaría, Sí señor, En suma, no tiene ninguna idea para resolver la dificultad, remachó el primer ministro, ya seguro de que había retomado el mando y la iniciativa, Lamento tener que reconocerlo, señor primer ministro, En cualquier caso, le agradezco que haya llamado mi atención sobre un aspecto del asunto que se me había escapado, Eso le puede pasar a cualquiera, Sí, a cualquiera sí, pero no debería haberme pasado a mí, Usted tiene tantas cosas en la cabeza, Y ahora voy a tener una más, resolver un problema para el cual el ministro de defensa no ha encontrado salida, Si así lo entiende, pongo el cargo a su disposición, No creo haber oído lo que ha dicho, y no creo que quiera oírlo, Sí señor primer ministro. Hubo otro silencio, éste mucho más breve, tres segundos nada más, durante los cuales el gozo sublime y la tortura agónica comprendieron que habían intercambiado el asiento. Otro teléfono sonó en el dormitorio. La mujer atendió, preguntó quién hablaba, después susurró al marido, al mismo tiempo que tapaba el micrófono, Es el de interior. El primer ministro le hizo señal de que esperase, después ordenó al ministro de defensa, No quiero más tiros al aire, quiero la situación estable en tanto no se tomen las medidas necesarias, haga saber a la gente de los primeros coches que el gobierno se encuentra reunido estudiando la situación, que en poco tiempo espera presentar propuestas y directrices, que todo se resolverá en bien de la patria y de la seguridad nacional, insista en estas palabras, Me permito recordarle, señor primer ministro, que los coches se cuentan por centenares, Y qué, No podemos hacer llegar ese mensaje a todos, No se preocupe, si lo saben los primeros de cada puesto, ellos se encargarán de hacerlo llegar, como un rastro de pólvora, hasta el fin de la columna, Sí señor, Manténgame al corriente, Sí señor. La conversación siguiente, con el ministro de interior, iba a ser diferente, No pierda el tiempo diciéndome lo que ha pasado, ya estoy informado, Quizá no le hayan dicho que el ejército ha disparado, No volverá a disparar, Ah, Ahora es necesario hacer que esa gente vuelva atrás, Si el ejército no lo ha conseguido, No lo ha conseguido ni podía conseguirlo, por supuesto no querrá que el ministro de defensa dé orden de que los tanques avancen, Claro que no, señor primer ministro, A partir de este momento, la responsabilidad es suya, La policía no sirve para esto y yo no tengo autoridad sobre el ejército, No estaba pensando en sus policías ni en nombrarle jefe del alto estado mayor, Me temo que no lo entiendo, señor primer ministro, Saque de la cama a su mejor redactor de discursos, póngalo a trabajar bajo su supervisión, y mientras tanto diga a los medios de comunicación que el ministro del interior hablará por la radio a las seis, la televisión y los periódicos se quedan para después, lo importante en este caso es la radio, Son casi las cinco, señor primer ministro, No necesita decírmelo, tengo reloj, Perdone, sólo quería mostrarle lo ajustado del tiempo, Si su escritor no es capaz de organizar treinta líneas en un cuarto de hora, con o sin sintaxis, lo mejor es que lo eche a la calle, Y qué tendrá que escribir, Cualquier argumentación que convenza a esa gente para que vuelva a casa, que le inflame los bríos patrióticos, diga que es un crimen de lesa patria dejar la capital abandonada en manos de las hordas subversivas, diga que todos los que votaron a los partidos que estructuran el actual sistema político, incluido, porque no se puede evitar la referencia, el partido del medio, nuestro directo competidor, constituyen la primera línea de defensa de las instituciones democráticas, diga que los lares que dejaron desamparados serán asaltados y saqueados por las hordas insurrectas, no diga que nosotros los asaltaremos si fuera necesario, Podríamos añadir que cada ciudadano que decida regresar a casa, cualquiera que sea su edad y su condición social, será considerado por el gobierno como un fiel propagandista de la legalidad, Propagandista no me parece muy apropiado, es demasiado vulgar, demasiado comercial, además la legalidad ya goza de suficiente propaganda, hablamos de ella todos los días, Entonces, defensores, heraldos o legionarios, Legionarios es mejor, y suena fuerte, marcial, defensores sería un término sin tesura, daría una idea negativa, de pasividad, heraldos huele a edad media, mientras que la palabra legionarios sugiere inmediatamente acción combativa, ánimo atacante, además, como sabemos, es un vocablo de sólidas tradiciones, Espero que la gente de la carretera pueda oír el mensaje, Querido amigo, parece que despertarse demasiado temprano le obnubila la capacidad perceptiva, yo apostaría mi cargo de primer ministro a que en este momento todas las radios de los coches están encendidas, lo que importa es que la noticia de la comunicación al país sea anunciada ya y repetida cada minuto, Me temo, señor primer ministro, que el estado del espíritu de todas esas personas no será proclive a dejarse convencer, si les decimos que se va a leer una comunicación del gobierno, lo más seguro es que piensen que los autorizamos a pasar, las consecuencias de la decepción pueden ser gravísimas, Es muy simple, su redactor de arengas va a tener que justificar el pan que come y todo lo demás que le pagamos, que él se las componga con el léxico y la retórica, Si usted me permite exponerle una idea que se me acaba de ocurrir ahora mismo, Expóngala, pero le recuerdo que estamos perdiendo tiempo, ya pasan cinco minutos de las cinco, La comunicación tendría mucha más fuerza persuasiva si la hiciera el propio primer ministro, Sobre eso no tengo la menor duda, En ese caso, por qué no, Porque me reservo para otra circunstancia, una que esté a mi altura, Ah, sí, creo comprender, Mire, es una mera cuestión de sentido común, o, digamos, de gradación jerárquica, así como sería ofensivo para la dignidad de la suprema magistratura de la nación poner al jefe del estado pidiéndoles a unos cuantos conductores que desbloqueen las carreteras, también este primer ministro deberá ser protegido de todo cuanto pueda trivializar su estatuto de superior responsable de la gobernación, Lo estoy viendo, Menos mal, es señal de que ha despertado completamente, Sí señor primer ministro, Y ahora al trabajo, como muy tarde a las ocho esas carreteras tienen que estar despejadas, la televisión que salga con los medios terrestres y aéreos de que dispone, quiero que el país entero vea el reportaje, Sí señor, haré lo que pueda, No hará lo que pueda, hará lo necesario para que los resultados sean los que le acabo de exigir. El ministro del interior no tuvo tiempo para responder, el teléfono había sido colgado. Así me gusta oírte hablar, dijo la mujer, Cuando me tocan las narices, Y qué harás si no consigue resolver el problema, Que haga las maletas, Como el de defensa, Exacto, No puedes estar destituyendo ministros como si fuesen empleadas domésticas, Son empleadas domésticas, Sí, pero después no te queda más remedio que meter a otras, Ésa es una cuestión para pensar con calma, Pensar, qué, Prefiero no hablar de eso ahora, Soy tu mujer, nadie oye, tus secretos son mis secretos, Quiero decir que, teniendo en cuenta la gravedad de la situación, a nadie le sorprendería que decidiera asumir las carteras de defensa y de interior, de esa manera la situación de emergencia nacional se reflejaría en las estructuras y en el funcionamiento del gobierno, es decir, para una coordinación total, una centralización total, ésa podría ser la consigna, Sería un riesgo tremendo, ganar todo o perderlo todo, Sí, pero si se consigue triunfar en una acción subversiva que no ha tenido parangón en ningún tiempo ni en ningún lugar, una acción subversiva que ha alcanzado de lleno al órgano más sensible del sistema, el de la representación ciudadana, entonces la historia me reservaría un lugar imborrable, un lugar para siempre único, como salvador de la democracia, Y yo sería la más orgullosa de las esposas, susurró la mujer, arrimándosele serpentinamente como si de súbito hubiese sido tocada por la varita mágica de una voluptuosidad singular, mezcla de deseo carnal y de entusiasmo político, pero, el marido, consciente de la gravedad de la hora y haciendo suyas las duras palabras del poeta, ¿Por qué te lanzas a los pies / de mis botas bastas? / ¿Por qué sueltas ahora tu cabello perfumado / y abres traidoramente tus brazos suaves? / Yo no soy más que un hombre de manos bastas / y corazón que mira a un lado / que si es necesario / te pisará para pasar / te pisará, bien lo sabes, apartó a un lado bruscamente la ropa de la cama y dijo, Voy a seguir el desarrollo de las operaciones desde el despacho, tú duerme, descansa. Pasó por la cabeza de la mujer el rápido pensamiento de que, en situación tan crítica como la presente, cuando un apoyo moral valdría su peso en oro si peso tuviera un apoyo solamente moral, el código, libremente aceptado, de las obligaciones conyugales básicas, en el capítulo de socorros mutuos, determinaba que se levantara inmediatamente y preparara, con sus propias manos, sin llamar al servicio, un té reconfortante con su competente aderezo alimenticio de pastas, sin embargo, despechada, frustrada, con la naciente voluptuosidad casi desmayada, se volvió hacia el otro lado y cerró firmemente los ojos, con la vaga esperanza de que el sueño todavía fuese capaz de aprovechar los restos y con ellos organizar una pequeña fantasía erótica privada. Ajeno a las desilusiones que había dejado tras de sí, vistiendo sobre el pijama de rayas un batín de seda ornamentado de motivos exóticos, con pagodas chinas y elefantes dorados, el primer ministro entró en su despacho, encendió todas las luces y, sucesivamente, conectó el aparato de radio y la televisión. La pantalla de la televisión mostraba la carta de ajuste, todavía era demasiado temprano para el inicio de la emisión, pero en las emisoras de radio ya se hablaba animadamente del embotellamiento monstruoso en las carreteras, se opinaba sobre lo que a todas luces parecía constituir una tentativa en masa de evasión de la desafortunada cárcel en que la capital por su mala cabeza se había convertido, aunque no faltaban también comentarios sobre la más que previsible circunstancia de que tal tapón circulatorio, por su dimensión fuera de lo común, haría imposible el acceso de los grandes camiones que todos los días transportaban víveres a la ciudad. No sabían aún estos comentaristas que los dichos camiones estaban retenidos, por orden militar, a tres kilómetros de la frontera. Haciéndose transportar en motos, los reporteros radiofónicos preguntaban a lo largo de las columnas de automóviles y furgonetas, y confirmaban que efectivamente se trataba de una acción colectiva organizada de pies a cabeza, familias enteras reunidas que escapaban de la tiranía, de la atmósfera irrespirable que las fuerzas de la subversión habían impuesto en la capital. Algunos de los jefes de familia se quejaban del retraso, Estamos aquí hace casi tres horas y la fila no se ha movido ni un milímetro, otros sospechaban alguna traición, Nos garantizaron que podríamos pasar sin problemas, y he aquí el brillante resultado, el gobierno ha puesto pies en polvorosa, se ha ido de vacaciones y nos ha dejado entregados a las fieras, ahora que teníamos la oportunidad de salir tiene la poca vergüenza de darnos con la puerta en la cara. Había crisis de nervios, niños llorando, ancianos pálidos por la fatiga, hombres exaltados que se habían quedado sin tabaco, mujeres extenuadas que intentaban poner algún orden en el desesperado caos familiar. Los ocupantes de uno de los coches intentaron dar media vuelta y regresar a la ciudad, pero fueron obligados a desistir ante la sarta de insultos e improperios que se les vino encima, Cobardes, ovejas negras, blanqueros, cabrones de mierda, infiltrados, traidores, hijos de puta, ahora sabemos por que estáis aquí, venís a desmoralizar a las personas decentes, si creéis que os vamos a dejar salir, estáis locos, si es necesario se pinchan las ruedas, a ver si aprendéis a respetar el sufrimiento ajeno. El teléfono sonó en el despacho del primer ministro, podía ser el ministro de defensa, o el de interior, o el presidente. Era el presidente. Qué pasa, por qué no he sido informado a su debido tiempo de la barahúnda que se ha armado en las salidas de la capital, preguntó, Señor presidente, el gobierno tiene la situación controlada, en poco tiempo el problema estará resuelto, Sí, pero yo debería haber sido informado, se me debe esa atención, Consideré, y asumo personalmente la responsabilidad de la decisión, que no había motivo para interrumpir su sueño, de todos modos pensaba telefonearle dentro de veinte minutos, media hora, repito, asumo toda la responsabilidad, señor presidente, Bueno, bueno, le agradezco la intención pero, si no se diese el caso de que mi mujer tiene el saludable hábito de levantarse temprano, el jefe de estado estaría durmiendo mientras el país arde, No arde, señor presidente, ya han sido tomadas todas las medidas convenientes, No me diga que va a bombardear las columnas de vehículos, Como ha tenido tiempo de saber, no es ése mi estilo, señor presidente, Era una manera de hablar, evidentemente nunca pensé que cometiese semejante barbaridad, Muy pronto la radio anunciará que el ministro del interior se dirigirá al país a las seis, ahí está, ahí está, están emitiendo el primer anuncio y habrá otros, lo tenemos todo bajo control, señor presidente, Reconozco que ya es algo. Es el principio del éxito, señor presidente, estoy convencido, firmemente convencido, de que vamos a hacer que toda esta gente regrese en paz y en buen orden a sus casas, Y si no lo consigue, Si no lo conseguimos, el gobierno en bloque presentará su dimisión, No me venga con ese truco, sabe tan bien como yo que, en la situación en que el país se encuentra, no podría, aunque quisiera, aceptar su dimisión. Así es, pero tenía que decírselo, Bien, ahora que ya estoy despierto, no se olvide de irme comunicando lo que vaya sucediendo. Las radios insistían, Interrumpimos una vez más la emisión para informar de que el ministro del interior leerá a las seis horas un comunicado al país, repetimos, a las seis horas el ministro del interior hará una comunicación al país, repetimos, hará al país una comunicación el ministro del interior a las seis horas, repetimos, una comunicación al país hará el ministro del interior a las seis horas, la ambigüedad de esta última fórmula no le pasó desapercibida al primer ministro que, durante unos cuantos segundos, sonriendo para sus adentros, se entretuvo imaginando cómo diablos conseguiría una comunicación hacer un ministro del interior. Tal vez hubiera podido llegar a alguna conclusión provechosa para el futuro si de repente la carta de ajuste del televisor no hubiese desaparecido de la pantalla para dar lugar a la habitual imagen de la bandera oscilando en la punta del mástil, perezosamente, como quien acaba de despertarse, mientras el himno hacía retumbar sus trombones y sus tambores, con algún trino de clarinete por medio y algunos convincentes eructos de bombardino. El locutor que apareció tenía el nudo de la corbata torcido y mostraba cara de pocos amigos, como si acabara de ser víctima de una ofensa que no estaba dispuesto a perdonar ni olvidar tan pronto, Considerando la gravedad del momento político y social, dijo, y atendiendo al sagrado derecho del país a una información libre y plural, iniciamos hoy nuestra emisión antes de hora. Como muchos de los que nos escuchan, acabamos de tomar conocimiento de que el ministro del interior hablará por la radio a las seis, previsiblemente para expresar la actitud del gobierno ante el intento de salida de la ciudad por parte de muchos de sus habitantes. No cree esta televisión haber sido objeto de una discriminación intencionada, pensamos más bien que sólo una inexplicable desorientación, inesperada en personalidades políticas tan experimentadas como las que forman el actual gobierno de la nación, ha llevado a que esta televisión sea olvidada. Por lo menos, aparentemente. Podría argumentarse con la hora relativamente matutina en que la comunicación se va a realizar, pero los trabajadores de esta casa, en todo su largo historial, han dado pruebas suficientes de abnegación personal, de dedicación a la causa pública y del más extremo patriotismo para verse ahora relegados a la humillante condición de informadores de segunda mano. Tenemos confianza en que, hasta la hora prevista para la comunicación anunciada, todavía sea posible llegar a una plataforma de acuerdo que, sin quitarles a nuestros colegas de la radio pública lo que ya les ha sido concedido, se restituya a esta casa lo que por mérito propio le pertenece, es decir, el lugar y las responsabilidades de primer medio informativo del país. Mientras aguardamos ese acuerdo, y esperamos tener noticias de él en cualquier momento, informamos de que un helicóptero de la televisión está levantando el vuelo en este preciso instante para ofrecer a nuestros telespectadores las primeras imágenes de las enormes columnas de vehículos que, cumpliendo un plan de retirada al que, según hemos podido saber, le fue dado el evocador e histórico nombre de jenofonte, se encuentran inmovilizadas en las salidas de la capital. Felizmente, ha cesado hace más de una hora la lluvia que durante toda la noche fustigó las sacrificadas caravanas. No falta mucho para que el sol se levante del horizonte y rompa las sombrías nubes. Ojalá que su aparición consiga retirar las barreras que, por motivos que no logramos comprender, aún impiden que esos nuestros corajudos compatriotas alcancen la libertad. Por el bien de la patria, así sea. Las imágenes siguientes mostraban al helicóptero ya en el aire, después, tomado desde arriba, el pequeño espacio del helipuerto de donde acababa de despegar, y luego la primera visión de tejados y calles próximas. El jefe del gobierno posó la mano derecha sobre el teléfono. No esperó ni un minuto. Señor primer ministro, comenzó el ministro del interior, Ya sé, ya sé, cometimos un error, Ha dicho cometimos, Sí, cometimos, porque si uno se equivoca y el otro no corrige, el error es de ambos, No tengo su autoridad ni su responsabilidad, señor primer ministro, Pero ha tenido mi confianza, Qué quiere que haga, Hablará en la televisión, la radio transmitirá en simultáneo y la cuestión queda zanjada, Y dejamos sin respuesta la impertinencia de los términos y el tono con que los señores de la televisión han tratado al gobierno, La recibirán a su tiempo, no ahora, después yo me encargaré de ellos, Muy bien, Ya tiene la comunicación, Sí señor, quiere que se la lea, No merece la pena, me reservo para el directo, Me tengo que ir, el tiempo se me ha echado encima, Ya saben que usted va a ir, preguntó con extrañeza el primer ministro, Le encargué a mi secretario de estado que negociara con ellos, Sin mi conocimiento. Sabe mejor que yo que no teníamos alternativa, Sin mi aprobación, repitió el primer ministro, Le recuerdo que tengo su confianza, han sido sus palabras, además, si uno erró y otro corrigió, el acierto es de ambos, Si a las ocho esto no está resuelto, aceptaré su inmediata dimisión, Sí señor primer ministro. El helicóptero volaba bajo sobre una de las columnas de coches, las personas gesticulaban en la carretera, debían de decirse unas a otras, Es la televisión, es la televisión, y que fuera la televisión esa pasarola giratoria era, para todos, la garantía segura de que el impasse estaba apunto de resolverse. La televisión ha llegado, decían, es buena señal. No lo fue. A las seis en punto, ya con una leve claridad rósea en el horizonte, la voz del ministro del interior comenzó a oírse en las radios de los coches, Queridos compatriotas, queridas compatriotas, el país ha vivido en las últimas semanas la que es sin duda la más grave crisis de cuantas la historia de nuestro pueblo registra desde el alborear de la nacionalidad, nunca como ahora ha sido tan imperiosa la necesidad de una defensa a ultranza de la cohesión nacional, algunos, una minoría comparada con la población del país, mal aconsejados, influidos por ideas que nada tienen que ver con el correcto funcionamiento de las instituciones democráticas vigentes y con el respeto que se les debe, se vienen comportando como enemigos mortales de esa cohesión, por eso sobre la pacífica sociedad que hemos sido flota hoy la amenaza terrible de un enfrentamiento civil de consecuencias imprevisibles para el futuro de la patria, el gobierno fue el primero en comprender la sed de libertad expresada en la tentativa de salida de la capital llevada a cabo por aquellos a quienes siempre ha reconocido como patriotas de la más pura estirpe, esos que en las circunstancias más adversas han actuado, ya sea con el voto, ya sea con el ejemplo de su vida día a día, como auténticos e incorruptibles defensores de la legalidad, así reconstituyendo y renovando lo mejor del viejo espíritu legionario, honrando, en el servicio del bien cívico, sus tradiciones, al dar la espalda decididamente a la capital, sodoma y gomorra reunidas en nuestro tiempo, han demostrado un ánimo combativo merecedor de todos los loores y que el gobierno reconoce, sin embargo, considerando el interés natural en su globalidad, el gobierno cree, y en ese sentido llama a la reflexión a aquellos a quienes en particular me estoy refiriendo, miles de hombres y mujeres que durante horas han aguardado con ansiedad la palabra esclarecedora de los responsables de los destinos de la patria, el gobierno cree, repito, que la acción militante más apropiada a la circunstancia presente consiste en el regreso inmediato de esas miles de personas a la vida de la capital, el regreso a los hogares, bastiones de la legalidad, cuarteles de resistencia, baluartes donde la memoria impoluta de los antepasados vigila las obras de sus descendientes, el gobierno, vuelvo a decir, cree que estas razones, sinceras y objetivas, expuestas con el corazón en la mano, deben ser sopesadas por quienes dentro de sus coches estén escuchando esta comunicación oficial, por otro lado, y aunque los aspectos materiales de la situación sean los que menos deban contar en un cómputo en que sólo los valores espirituales predominan, el gobierno aprovecha la oportunidad para revelar su conocimiento de la existencia de un plan de asalto y saqueo de las casas abandonadas, el cual, además, según las últimas informaciones, ya habría entrado en ejecución, como se concluye de la nota que me acaba de ser entregada, hasta este momento, que sepamos, son ya diecisiete las casas asaltadas y saqueadas, observad, queridos compatriotas y queridas compatriotas, cómo vuestros enemigos no pierden el tiempo, tan pocas horas son las que han discurrido tras vuestra partida, y ya los vándalos derrumban las puertas de vuestros hogares, ya los bárbaros y salvajes saquean vuestros bienes, está por tanto en vuestra mano evitar un desastre mayor, consultar vuestras conciencias, sabéis que el gobierno de la nación está a vuestro lado, ahora tendréis que ser vosotros quienes decidáis si estáis o no al lado del gobierno de la nación. Antes de desaparecer de la pantalla, el ministro del interior todavía tuvo tiempo para disparar una mirada a la cámara, había en su cara seguridad y también algo que se parecía mucho a un desafío, pero era preciso estar metido en el secreto de estos dioses para interpretar con total corrección aquel rápido vistazo, no se equivocó el primer ministro, para él fue como si el ministro del interior le hubiese soltado en la cara, Usted, que tanto presume de estrategias y de tácticas, no lo habría hecho mejor. Así era, tenía que reconocerlo, sin embargo todavía estaba por ver cuáles serían los resultados. La imagen pasó nuevamente al helicóptero, apareció otra vez la ciudad, otra vez aparecieron las interminables columnas de coches. Durante unos buenos diez minutos nada se movió. El comentarista se esforzaba por llenar el tiempo, imaginaba los consejos de familia en el interior de los automóviles, alababa la comunicación del ministro, increpaba a los asaltantes de las casas, exigía contra ellos todos los rigores de la ley, pero era patente que la inquietud lo iba penetrando poco a poco, estaba más que visto que las palabras del gobierno habían caído en saco roto, no es que él, todavía a la espera del milagro del último instante, osase decirlo, sino que cualquier telespectador medianamente entrenado en descifrar audiovisuales se habría percatado de la angustia del pobre periodista. Entonces se dio el tan deseado, el tan ansiado prodigio, precisamente cuando el helicóptero sobrevolaba el final de una columna, el último coche de la fila comenzó a dar media vuelta, a continuación el que tenía delante, y luego otro, y otro, y otro. El comentarista dio un grito de entusiasmo, Queridos telespectadores, estamos asistiendo a un momento histórico, acatando con ejemplar disciplina la llamada del gobierno, en una manifestación de civismo que quedará inscrita en letras de oro en los anales de la capital, las personas inician su regreso a casa, terminando por tanto de la mejor manera lo que podría haber estallado en una convulsión, así avisadamente lo dijo el ministro del interior, de consecuencias imprevisibles para el futuro de nuestra patria. A partir de aquí, durante algunos minutos todavía, el reportaje pasó a adoptar un tono decididamente épico, transformando la retirada de estos derrotados diez mil en victoriosa cabalgada de las walkirias, colocando a wagner en lugar de jenofonte, tornando en odoríferos y ascendentes sacrificios a los dioses del olimpo y del walhalla el apestoso humo vomitado por los tubos de escape. En las calles ya había brigadas de reporteros, tanto de periódicos como de radios, y todos intentaban detener durante un instante los coches para recibir de los pasajeros, en directo, de la propia fuente, la expresión de los sentimientos, animaban a los retornados en su forzada a casa. Como era de esperar, encontraban de todo, frustración, desaliento, rabia, ansia de venganza, no salimos esta vez pero saldremos otra, edificantes afirmaciones de patriotismo, exaltadas declaraciones de fidelidad partidista, viva el partido de la derecha, viva el partido del medio, malos olores, irritación por una noche entera sin pegar ojo, quite de ahí esa máquina, no queremos fotografías, concordancia y discordancia con las razones presentadas por el gobierno, algún escepticismo sobre el día de mañana, temor a represalias, crítica a la vergonzosa apatía de las autoridades, No hay autoridades, recordaba el reportero, Pues ahí está el problema, no hay autoridades, pero lo que principalmente se observaba era una enorme preocupación por la suerte de los haberes dejados en las casas a las que los ocupantes de los coches sólo pensaban regresar cuando la rebelión de los blanqueros hubiera sido aplastada de una vez, sin duda a esta hora las casas asaltadas ya no son diecisiete, quién sabe cuántas más habrán sido despojadas hasta de la última alfombra, hasta del último jarrón. El helicóptero mostraba ahora desde arriba cómo las columnas de automóviles y furgonetas, los que antes habían sido los últimos eran ahora los primeros, se iban ramificando a medida que penetraban en los barrios próximos al centro, cómo a partir de cierto momento ya no era posible distinguir en el tráfico a los que venían de los que estaban. El primer ministro llamó al presidente, una conversación rápida, poco más que mutuas congratulaciones, Esta gente tiene agua en las venas, se permitió desdeñar el jefe de estado, si estuviera yo en uno de esos coches le juro que derrumbaba cuantas barreras me pusieran por delante, Menos mal que es el presidente, menos mal que no estaba allí, dijo el primer ministro sonriendo, Sí, pero si las cosas vuelven a complicarse, entonces habrá que poner en práctica mi idea, Que sigo sin saber cuál es, Un día de éstos se la diré, Cuente con toda mi atención, a propósito, voy a convocar para hoy consejo de ministros para que debatamos la situación, sería de la mayor utilidad que usted estuviese presente si no tiene obligaciones más importantes que satisfacer, Será cuestión de organizar las cosas, sólo tengo que ir a cortar una cinta a no sé dónde, Muy bien, señor presidente, mandaré informar a su gabinete. Pensó el primer ministro que ya era hora de decirle una palabra agradable al ministro del interior, felicitándolo por la eficacia de la comunicación, qué demonios, tenerle antipatía no es razón para no reconocer que esta vez estuvo a la altura del problema que tenía que resolver. La mano ya estaba sobre el teléfono cuando una súbita alteración en la voz del comentarista de televisión le hizo mirar la pantalla. El helicóptero descendió casi a ras de los tejados, se veían nítidamente personas saliendo de algunos edificios, hombres y mujeres que se quedaban en las aceras, como si estuvieran esperando a alguien, Acabamos de ser informados, decía alarmado el comentarista, de que las imágenes que nuestros telespectadores están viendo, personas que salen de los edificios y esperan en las aceras, se están repitiendo en toda la ciudad en este momento, no queremos pensar lo peor, pero todo indica que los habitantes de estos edificios, evidentemente insurrectos, se disponen a impedirles el acceso a quienes hasta ayer eran sus vecinos y a los que probablemente les acaban de saquear las casas, si así fuere, por mucho que nos duela tener que decirlo, habrá que pedir cuentas al gobierno que mandó retirar de la capital los cuerpos policiales, con el espíritu angustiado preguntamos cómo se podrá evitar, si todavía es posible, que corra la sangre en la confrontación física que manifiestamente se aproxima, señor presidente, señor primer ministro, dígannos dónde están los policías para defender a personas inocentes de los bárbaros tratos que otras se están preparando para infligirles, dios mío, dios mío, qué va a suceder, casi sollozaba el comentarista. El helicóptero se había mantenido inmóvil, podía verse todo lo que pasaba en la calle. Dos automóviles pararon delante del edificio. Se abrieron las puertas, sus ocupantes salieron. Las personas que esperaban en la acera avanzaron, Es ahora, es ahora, preparémonos para lo peor, berreó el comentarista, ronco de excitación, entonces esas personas intercambiaron algunas palabras que no pudieron ser oídas, y, sin más, comenzaron a descargar los coches y a transportar dentro de las casas, a plena luz del día, lo que de ellas había salido bajo la capa de una negra noche de lluvia. Mierda, exclamó el primer ministro, y dio un puñetazo en la mesa.
En tan escasas letras, la escatológica interjección, con una potencia expresiva que valía por un discurso completo del estado de la nación, resumió y concentró la profundidad de la decepción que había destrozado las fuerzas anímicas del gobierno, en particular de los ministros que, por la propia naturaleza de sus funciones, estaban más relacionados con las diferentes fases del proceso político-represivo de la sedición, es decir, los responsables de las carteras de defensa y de interior, quienes, de un momento a otro, vieron perder el lucimiento de los buenos servicios que, cada uno en su área específica, habían desarrollado a lo largo de la crisis. Durante todo el día, hasta la hora del inicio del consejo de ministros, incluso durante su celebración, la sucia palabra fue muchas veces mascullada en el silencio del pensamiento, y hasta, no habiendo testigos cerca, lanzada en voz alta o murmurada como un incontenible desahogo, mierda, mierda, mierda. A ninguno de ellos, defensa e interior, pero tampoco al primer ministro, y esto, sí, es imperdonable, se les había ocurrido meditar un poco, ni siquiera en estricto y desapasionado sentido académico, acerca de lo que podría sucederles a los malogrados fugitivos cuando volvieran a sus casas, aunque, de tomarse esa molestia, lo más probable sería que hubieran optado por la terrorífica profecía del reportero del helicóptero, que antes olvidamos registrar, Pobrecitos, decía a punto de llorar, apuesto a que van a ser masacrados. Al final, y no fue sólo en aquella calle ni en aquel edificio donde el maravilloso caso sucedió, rivalizando con los más nobles ejemplos históricos de amor al prójimo, tanto de la especie religiosa como de la profana, los calumniados e insultados blanqueros bajaron a ayudar a los vencidos de la facción adversaria, cada uno lo decidió por su cuenta y a solas con su conciencia, no se dio fe de ninguna convocatoria ni de consigna que fuera preciso recordar, pero la verdad es que todos bajaron a prestar la ayuda que sus fuerzas permitían, y entonces fueron ellos los que dijeron, cuidado con el piano, cuidado con el juego de té, cuidado con la vajilla de plata, cuidado con el retrato, cuidado con el abuelo. Se comprende por tanto que se vean tantas caras ceñudas alrededor de la gran mesa del consejo, tantas frentes fruncidas, tanto mirar congestionado por la irritación y por la falta de sueño, probablemente casi todos estos hombres hubieran preferido que corriese alguna sangre, no hasta el punto de la masacre anunciada por el reportero de televisión, pero si algo que hiriese la sensibilidad de los habitantes de fuera de la capital, algo de lo que se pudiera hablar en todo el país durante las próximas semanas, un argumento, un pretexto, una razón más para satanizar a los malditos sediciosos. Y también por eso se comprende que el ministro de defensa, a la chita callando, le acabe de susurrar en el oído al colega de interior, Qué mierda vamos a hacer ahora. Si alguien más oyó la pregunta, se hizo el desentendido, justamente para saber qué mierda iban a hacer ahora estaban reunidos y por supuesto no iban a salir con las manos vacías.
La primera intervención fue la del presidente de la república. Señores, dijo, en mi opinión, y creo que en esto coincidiremos todos, estamos viviendo el momento más difícil y complejo desde que el primer acto electoral reveló la existencia de un movimiento subversivo de enorme envergadura que los servicios de seguridad nacional no habían detectado, y no lo descubrimos nosotros, fue éste quien decidió mostrarse a cara descubierta, el ministro del interior, cuya acción, por otra parte, ha recibido siempre mi apoyo personal e institucional, ciertamente estará de acuerdo conmigo, lo peor, sin embargo, es que hasta hoy no hemos dado ni un solo paso efectivo en el camino de la solución del problema y, todavía más grave, hemos sido obligados a asistir, impotentes, al golpe táctico genial que fue que los sediciosos ayudaran a nuestros votantes a meter los bártulos en casa, esto, señores, sólo un cerebro maquiavélico podía haberlo conseguido, alguien que se mantiene escondido detrás del telón y manipula las marionetas a su antojo, sabemos todos que mandar retroceder a toda esa gente fue para nosotros una dolorosa necesidad, pero ahora debemos prepararnos para un más que probable desencadenamiento de acciones que impulsen nuevas tentativas de retirada, no ya de familias enteras, no ya de espectaculares caravanas de coches, sino de personas aisladas o de pequeños grupos, y no por las carreteras, sino por los campos, el ministro de defensa me dirá que tiene patrullas sobre el terreno, que tiene sensores electrónicos instalados a lo largo de la frontera, y yo no me permitiré dudar de la eficacia relativa de esos medios, pero, a mi entender, una contención que se pretenda total sólo se conseguirá con la construcción de un muro alrededor de la capital, un muro infranqueable, hecho con paneles de hormigón, calculo que de unos ocho metros de altura, apoyado obviamente por los sensores electrónicos que ya existen y reforzado por cuantas alambradas de púas se consideren convenientes, estoy firmemente convencido de que por allí no pasará nadie, y si no digo ni una mosca, permítanme el chiste, no es tanto porque las moscas no puedan pasar, sino porque, de lo que deduzco por su comportamiento habitual, no tienen ningún motivo para volar tan alto. El presidente de la república hizo una pausa para aclarar la voz y terminó, El primer ministro conoce ya la propuesta que acabo de presentar, con toda seguridad la presentará en breve para que la discuta el gobierno que, naturalmente, como le compete, decidirá sobre la conveniencia y la viabilidad de su realización, por lo que a mí respecta, no tengo dudas de que le dedicarán todo su saber, y eso me basta. En torno a la mesa corrió un murmullo diplomático que el presidente interpretó como de aceptación tácita, idea que obviamente corregiría si se hubiera percatado de que el ministro de hacienda había dejado escapar entre dientes, Y de dónde sacaríamos el dinero que una locura de ésas costaría.
Tras mover de un lado a otro, como era su hábito, los documentos que tenía delante, el primer ministro tomó la palabra, El presidente de la república, con el brillo y el rigor a que nos tiene habituados, acaba de trazar el retrato de la difícil y compleja situación en que nos encontramos, por consiguiente sería pura redundancia por mi parte añadir a su exposición unos cuantos pormenores que, al fin y al cabo, sólo servirían para acentuar las sombras del dibujo, por esto, y a la vista de los recientes acontecimientos, considero que estamos necesitando un cambio radical de estrategia, el cual deberá tener en consideración, entre todos los restantes factores, la posibilidad de que en la capital haya nacido y pueda desarrollarse un ambiente de cierta pacificación social como consecuencia del gesto inequívocamente solidario, no dudo que maquiavélico, no dudo que determinado políticamente, del que el país entero fue testigo en las últimas horas, léanse los comentarios de las ediciones especiales, todos elogiosos, luego, tendremos que reconocer, en primer lugar, que las tentativas para que los contestatarios entraran en razón han fracasado, una por una, estruendosamente, y que la causa del fracaso, por lo menos ésta es mi opinión, puede haber sido la severidad de los medios represivos de que nos servimos, y en segundo lugar, si perseveramos en la estrategia hasta ahora seguida, si intensificamos la escalada de coacción, y si la respuesta de los contestatarios sigue siendo la misma que hasta ahora, es decir, ninguna, acabaremos forzosamente recurriendo a medidas drásticas, de carácter dictatorial, como sería, por ejemplo, suprimir por tiempo indeterminado los derechos civiles de los habitantes de la ciudad, incluso de nuestros propios votantes, para evitar favoritismos de identidad ideológica, aprobar para que se aplique en todo el país, y a fin de evitar la extensión de la epidemia, una ley electoral de excepción en la que se equiparen los votos blancos a los votos nulos, y ya veremos qué más. El primer ministro hizo una pausa para beber un trago de agua, y prosiguió, He hablado de la necesidad de un cambio de estrategia, sin embargo, no he dicho que ya la tengo definida y preparada para su aplicación inmediata, hay que dar tiempo, dejar que el fruto madure y se pudran los ánimos, hasta debo confesar que preferiría apostar por un periodo de cierta distensión durante el cual trabajaríamos para extraer el mayor provecho posible de las leves señales de concordia que parecen emerger. Hizo otra pausa, parecía que iba a seguir con el discurso, pero sólo dijo, Escucharé sus opiniones.
El ministro del interior levantó la mano, Noto que el primer ministro confía en la acción persuasiva que nuestros votantes puedan ejercer en el espíritu de quienes, confieso que con estupefacción, he oído definir como meros contestatarios, pero no me parece que haya hablado de la eventualidad contraria, la de que los partidarios de la subversión acaben confundiendo con sus teorías deletéreas a los ciudadanos respetuosos de la ley, Tiene razón, efectivamente no recuerdo haber anotado esa eventualidad, respondió el primer ministro, pero, imaginando que tal caso se diese, en nada se modificaría lo fundamental, lo peor que podría suceder sería que el actual ochenta por ciento de votantes en blanco pasara a ser cien, la alteración cuantitativa introducida en el problema no tendría ninguna influencia en su expresión cualitativa, salvo, es obvio, el efecto de haberse producido una unanimidad. Qué hacemos entonces, preguntó el ministro de defensa, Precisamente por eso estamos aquí, para analizar, ponderar y decidir, Incluyendo, supongo, la idea del señor presidente, que desde ya declaro que apoyo con entusiasmo, La idea del señor presidente, por la dimensión de la obra y por la diversidad de implicaciones que envuelve, requiere un estudio pormenorizado que se encargará a una comisión ad hoc que se nominará para tal efecto, por otro lado, creo que es bastante obvio que el levantamiento de un muro de separación no resolvería, en lo inmediato, ninguna de nuestras dificultades e infaliblemente crearía otras, nuestro presidente conoce mi pensamiento sobre la materia, y la lealtad personal e institucional que le debo no me permitiría silenciarlo ante el consejo, lo que significa, vuelvo a decir, que los trabajos de la comisión no comiencen lo más rápidamente posible, en cuanto esté instituida, antes de una semana. Era visible la contrariedad del presidente de la república, Soy presidente, no soy papa, luego no presumo de ningún tipo de infalibilidad, pero desearía que mi propuesta fuera debatida con carácter de urgencia, Yo mismo se lo dije antes, señor presidente, acudió el primer ministro, le doy mi palabra de que en menos tiempo de lo que imagina tendrá noticias del trabajo de la comisión, Entre tanto, andamos aquí tanteando, a ciegas, se quejó el presidente. El silencio fue de esos que se cortaría con una navaja. Sí, a ciegas, repitió el presidente sin darse cuenta del constreñimiento general. Desde el fondo de la sala se oyó la voz tranquila del ministro de cultura, Igual que hace cuatro años. Al rojo vivo, como ofendido por una obscenidad brutal, inadmisible, el ministro de defensa se levantó y, apuntando con el dedo acusador, dijo, Usted acaba de romper vergonzosamente un pacto nacional de silencio que todos habíamos aceptado, Que yo sepa, no hubo ningún pacto, y mucho menos nacional, hace cuatro años ya era mayorcito y no recuerdo que los habitantes de la capital fueran llamados a firmar un pergamino en el que se comprometían a no pronunciar, nunca, ni una sola palabra sobre el hecho de que durante algunas semanas estuvimos todos ciegos, Tiene razón, no hubo un pacto en sentido formal, intervino el primer ministro, pero todos pensamos, sin que para eso fuera necesario ponernos de acuerdo y escribirlo en un papel, que la terrible prueba por la que habíamos pasado debería, por la salud de nuestro espíritu, ser considerada como una abominable pesadilla, algo que tuvo existencia como sueño y no como realidad, En público, es posible, pero el primer ministro no querrá convencerme de que en la intimidad de su casa nunca ha hablado de lo sucedido, Que haya hablado o no, poco importa, en la intimidad de las casas pasan muchas cosas que no salen de sus cuatro paredes, y, si me permite que se lo diga, la alusión a la todavía hoy inexplicable tragedia sucedida entre nosotros hace cuatro años ha sido una manifestación de mal gusto que yo no esperaría de un ministro de cultura, El estudio del mal gusto, señor primer ministro, debería ser un capítulo de la historia de las culturas, y de los más extensos y suculentos, No me refiero a ese género de mal gusto, sino a otro, a ese que también solemos denominar falta de tacto, El señor primer ministro sostiene, según se ve, una idea parecida a la que afirma que si la muerte existe es por el nombre que lleva, que las cosas no tienen existencia real si antes no se les ha dado nombre, Hay innumerables cosas de las que desconozco el nombre, animales, vegetales, instrumentos y aparatos de todas las formas y tamaños y para todos los usos, Pero sabe que lo tienen, y eso le tranquiliza, Nos estamos apartando del asunto, Sí señor primer ministro, nos estamos apartando del asunto, yo sólo he dicho que hace cuatro años estábamos ciegos y ahora digo que probablemente seguimos ciegos. La indignación fue general, o casi, las protestas saltaban, se atropellaban, todos querían intervenir, hasta el ministro de transportes que, por tener la voz estridente, en general hablaba poco, le daba ahora trabajo a las cuerdas vocales, Pido la palabra, pido la palabra. El primer ministro miró al presidente de la república como pidiéndole consejo, pero se trataba de puro teatro, el tímido movimiento del presidente, cualquiera que fuese su significado de origen, fue anulado por la mano levantada del primer ministro, Teniendo en consideración el tono emotivo y apasionado que las interpelaciones translucen, el debate no añadiría nada, por eso no le daré la palabra a ninguno de los ministros, sobre todo teniendo en cuenta que, tal vez sin percatarse, el ministro de cultura acertó de lleno al comparar la plaga que estamos padeciendo a una nueva forma de ceguera, No hice esa comparación, señor primer ministro, me limité a recordar que estuvimos ciegos y que, es probable, ciegos sigamos estando, cualquier extrapolación que no esté lógicamente contenida en la proposición inicial es ilegítima, Mudar de lugar las palabras representa, muchas veces, mudarles el sentido, pero éstas, las palabras, ponderadas una por una, siguen, físicamente, si es que me puedo expresar así, siendo justo lo que habían sido, y por tanto, En ese caso, permítame que lo interrumpa, señor primer ministro, quiero que quede claro que la responsabilidad de los cambios de lugar y de sentido de mis palabras es únicamente suya, en eso no he tenido arte ni parte, Digamos que puso el arte y yo contribuí con la parte, y que arte y parte juntos me autorizan a afirmar que el voto en blanco es una manifestación de ceguera tan destructiva como la otra, O de lucidez, dijo el ministro de justicia, Qué, preguntó el ministro del interior creyendo haber oído mal, Digo que el voto en blanco puede ser apreciado como una manifestación de lucidez por parte de quien lo ha usado, Cómo se atreve, en pleno consejo de gobierno, a pronunciar semejante barbaridad antidemocrática, debería darle vergüenza, ni parece un ministro de justicia, estalló el de defensa, Me pregunto si alguna vez habré sido tan ministro de la justicia, o de justicia, como en este momento, Un poco más y todavía me va a hacer creer que votó en blanco, observó el ministro del interior irónicamente, No, no voté en blanco, pero lo pensaré en la próxima ocasión. Cuando el murmullo escandalizado resultante de esta declaración comenzó a disminuir, una pregunta del primer ministro lo cortó de golpe, Es consciente de lo que acaba de decir, Tan consciente que deposito en sus manos el cargo que me fue confiado, presento mi dimisión, respondió el que ya no era ni ministro ni de justicia. El presidente de la república empalideció, parecía un harapo que alguien distraídamente hubiera dejado en el respaldo del sillón y luego se olvidara, Nunca imaginé que viviría para ver el rostro de la traición, dijo, y pensó que la historia no dejaría de registrar la frase, pero por si acaso él se encargaría de hacerla recordar. El que hasta aquí había sido ministro de justicia se levantó, inclinó la cabeza en dirección al presidente y al primer ministro y salió de la sala. El silencio fue interrumpido por el súbito arrastrar de una silla, el ministro de cultura acababa de levantarse y anunciaba desde el fondo con voz fuerte y clara, Presento mi dimisión, Vaya, no me diga que, tal como su amigo acaba de prometernos en un momento de loable franqueza, también usted lo pensará en la próxima ocasión, intentó ironizar el jefe de gobierno, No creo que vaya a ser necesario, ya lo pensé en la última, Eso significa, Simplemente lo que ha oído, nada más, Quiere retirarse, Ya me iba, señor primer ministro, sólo he vuelto atrás para despedirme. La puerta se abrió, se cerró, quedaron dos sillones vacíos en la mesa. Y ésta, eh, exclamó el presidente de la república, no nos habíamos recuperado del primer choque y ya recibíamos una nueva bofetada, Las bofetadas son otra cosa, señor presidente, ministros que entran y ministros que salen es de lo más corriente en la vida, dijo el primer ministro, sea como sea, si el gobierno entró aquí completo, completo saldrá, yo asumo la cartera de justicia y el ministro de obras públicas se hará cargo de los asuntos de cultura, Temo que me falte la competencia necesaria, observó el aludido, La tiene toda, la cultura, según nos dicen sin parar las personas entendidas, es también obra pública, por tanto quedará perfectamente en sus manos. Tocó la campanilla y ordenó al ujier que había aparecido en la puerta, Retire esos sillones, luego, dirigiéndose al gobierno, Vamos a hacer una pausa de quince, veinte minutos, el presidente y yo estaremos en la sala de al lado.
Media hora después los ministros volvieron a sentarse alrededor de la mesa. No se notaban las ausencias. El presidente de la república entró trayendo en la cara una expresión de perplejidad, como si hubiese acabado de recibir una noticia cuyo significado se encontrara fuera del alcance de su comprensión. El primer ministro, por el contrario, parecía satisfecho con su persona. No tardó en saberse el porqué. Cuando llamé la atención sobre la necesidad urgente de un cambio de estrategia, visto el fracaso de todas las acciones delineadas y ejecutadas desde el comienzo de la crisis, así comenzó, estaba lejos de esperar que una idea capaz de conducirnos con grandes posibilidades al éxito pudiese proceder precisamente de un ministro que ya no se encuentra entre nosotros, me refiero, como deben de calcular, al ex ministro de cultura, gracias a quien se demuestra una vez más lo conveniente de examinar las ideas del adversario a fin de descubrir lo que de ellas pueda resultar provechoso para las nuestras. Los ministros de defensa y de interior intercambiaron miradas indignadas, era lo que les faltaba oír, elogios a la inteligencia de un traidor renegado. Apresuradamente, el ministro del interior garabateó algunas palabras en un papel que pasó discretamente al otro, Mi olfato no me engañaba, desconfié de esos dos tipos desde el principio de esta historia, a lo que el ministro de defensa respondió por la misma vía y con los mismos cuidados. Estamos queriendo infiltrarnos y al final son ellos los que se nos han infiltrado. El primer ministro seguía exponiendo las conclusiones a que había llegado partiendo de la sibilina declaración del ex ministro de cultura acerca de haber estado ciego ayer y seguir ciego hoy, Nuestro equívoco, nuestro gran equívoco, cuyas consecuencias estamos pagando ahora, fue precisamente el intento de obliteración, no de la memoria, dado que todos podríamos recordar lo que pasó hace cuatro años, sino de la palabra, del nombre, como si, según subrayó el ex colega, para que la muerte deje de existir basta con no pronunciar el término con que la designamos, No le parece que estamos hurtándonos de la cuestión principal, preguntó el presidente de la república, necesitamos propuestas concretas, objetivas, el consejo tendrá que tomar decisiones importantes, Al contrario, señor presidente, ésta es justamente la cuestión principal, y tanto es así que, si no yerro demasiado, nos va a servir en bandeja la posibilidad de resolver de una vez para siempre un problema en el que apenas hemos conseguido, como mucho, poner pequeños remiendos que en seguida se descosen dejándolo todo igual, No entiendo adónde quiere llegar, explíquese, por favor, Señor presidente, señores, osemos dar un paso adelante, sustituyamos el silencio por la palabra, terminemos con este estúpido e inútil fingimiento de que antes no sucedió nada, hablemos abiertamente de lo que fue nuestra vida, si vida era aquello, durante el tiempo en que estuvimos ciegos, que los periódicos recuerden, que los escritores escriban, que la televisión muestre las imágenes de la ciudad que se grabaron después de recuperar la visión, que las personas se convenzan de que es necesario hablar de los males de toda especie que tuvieron que soportar, que hablen de los muertos, de los desaparecidos, de las ruinas, de los incendios, de la basura, de la podredumbre, y luego, cuando nos hayamos arrancado los harapos de falsa normalidad con que venimos queriendo tapar la llaga, diremos que la ceguera de esos días ha regresado a la ciudad bajo una nueva forma, llamemos la atención de la gente con el paralelismo entre la blancura de la ceguera de hace cuatro años y el voto en blanco de ahora, la comparación es grosera y engañosa, soy el primero en reconocerlo, y no faltará quien de entrada la rechace como una ofensa a la inteligencia, a la lógica y al sentido común, pero es posible que muchas personas, y espero que pronto sean abrumadora mayoría, se dejen impresionar, se pregunten ante el espejo si no estarán otra vez ciegas, si esta ceguera, aún más vergonzosa que la otra, no los estará desviando de la dirección correcta, empujándolos hacia el desastre extremo que sería el desmoronamiento, tal vez definitivo, de un sistema político que, sin que nos hubiéramos dado cuenta de la amenaza, transportaba desde el origen, en su núcleo vital, es decir, en el ejercicio del voto, la simiente de su propia destrucción o, hipótesis no menos inquietante, del paso a algo completamente nuevo, desconocido, tan diferente que, en ese lugar, criados como fuimos a la sombra de rutinas electorales que durante generaciones y generaciones lograron escamotear lo que vemos ahora como uno de sus triunfos más importantes, nosotros no tendremos sitio con toda seguridad. Creo firmemente, continuó el primer ministro, que el cambio de estrategia que necesitábamos está a la vista, creo que la reconducción del sistema al statu quo anterior está a nuestro alcance, pero yo soy el primer ministro de este país, no un vulgar vendedor de ungüentos que promete maravillas, en todo caso he de decir que, si no conseguimos resultados en veinticuatro horas, confío en que los podamos notar antes de que pasen veinticuatro días, pero la lucha será larga y trabajosa, reducir la nueva peste blanca a la impotencia exigirá tiempo y costará muchos esfuerzos, sin olvidar, ah, sin olvidar la cabeza maldita de la tenia, esa que se encuentra escondida en cualquier lugar, mientras no la descubramos en el interior nauseabundo de la conspiración, mientras no la arranquemos hacia la luz y para el castigo que se merece, el mortal parásito seguirá reproduciendo sus anillos y minando las fuerzas de la nación. Pero la última batalla la ganaremos nosotros, mi palabra y vuestra palabra, hoy y hasta la victoria final, serán la garantía de esta promesa. Arrastrando los sillones, los ministros se levantaron como un solo hombre y, de pie, aplaudieron con entusiasmo. Finalmente, expurgado de los elementos perturbadores, el consejo era un bloque compacto, un jefe, una voluntad, un proyecto, un camino. Sentado en su enorme sillón, como a la dignidad del cargo competía, el presidente de la república aplaudía con las puntas de los dedos, dejando así entrever, y también por la severa expresión de su cara, la contrariedad que le causaba no haber sido objeto de una referencia, aunque fuera mínima, en el discurso del primer ministro. Debería saber con quién lidiaba. Cuando el ruidoso restallar de palmas ya comenzaba a decaer, el primer ministro levantó la mano derecha pidiendo silencio y dijo, Toda navegación necesita un comandante, y ése, en la peligrosa travesía a la que el país ha sido desafiado, es y tiene que ser el primer ministro, pero ay del barco que no lleve una brújula capaz de guiarlo por el vasto océano y a través de las procelosas, pues bien, señores, esa brújula que me guía a mí y al barco, esa brújula que, en suma, nos viene guiando a todos, está aquí, a nuestro lado, siempre orientándonos con su experiencia, siempre animándonos con sus sabios consejos, siempre instruyéndonos con su ejemplo sin par, mil aplausos por tanto le sean dados, y mil agradecimientos, a su excelencia el señor presidente de la república. La ovación fue todavía más calurosa que la primera, parecía no querer terminar, y no terminaría mientras el primer ministro siguiera batiendo palmas, mientras el reloj de su cabeza no le dijese, Basta, puedes dejarlo así, él ya ha ganado. Todavía tardó dos minutos más en confirmar la victoria, y, al cabo, el presidente de la república, con lágrimas en los ojos, estaba abrazado al primer ministro. Momentos perfectos, y hasta sublimes, pueden acaecer en la vida de un político, dijo después con la voz embargada por la emoción, pero, y sin saber lo que el destino me reserva para el día de mañana, juro que éste no se me borrará nunca de la memoria, será mi corona de gloria en las horas felices, mi consuelo en las horas amargas, de todo corazón les agradezco, de todo corazón les abrazo. Más aplausos.
Los momentos perfectos, sobre todo cuando rozan lo sublime, tienen el gravísimo contra de su corta duración, lo que, por obvio, podríamos no comentar de no darse la circunstancia de existir una contrariedad mayor, como es la de no saber qué hacer después. Este embarazo, sin embargo, se reduce a casi nada en el caso de encontrarse presente el ministro del interior. Apenas el gabinete había recuperado su lugar, todavía con el ministro de obras públicas y cultura enjugándose una lágrima furtiva, el de interior levantó la mano pidiendo la palabra, Haga el favor, dijo el primer ministro, Como el señor presidente de la república tan emotivamente ha señalado, en la vida hay momentos perfectos, verdaderamente sublimes, y nosotros hemos tenido el alto privilegio de disfrutar aquí de dos de ellos, el del agradecimiento del presidente y el de la exposición del primer ministro cuando defendió una nueva estrategia, unánimemente aprobada por los presentes y a la cual me remitiré en esta intervención, no para retirar mi aplauso, lejos de mí semejante idea, sino para ampliar y facilitar los efectos de esa estrategia, si tanto puede pretender mi modesta persona, me refiero a lo dicho por el señor primer ministro, que no cuenta con obtener resultados en veinticuatro horas, pero que está seguro de que éstos comenzarán a surgir antes de transcurridos veinticuatro días, ahora bien, con todo el respeto, yo no creo que estemos en condiciones de esperar veinticuatro días, o veinte, o quince, o diez, el edificio social presenta brechas, las paredes oscilan, los cimientos tiemblan, en cualquier momento todo puede derrumbarse, Tiene alguna propuesta, además de describirnos el estado de un edificio que amenaza ruinas, preguntó el primer ministro, Sí señor, respondió impasible el ministro del interior, como si no hubiese reparado en el sarcasmo, Ilumínenos, entonces, por favor, Ante todo, debo aclarar, señor primer ministro, que esta propuesta no tiene más intención que complementar las que nos presentó y aprobamos, no enmienda, no corrige, no perfecciona, es simplemente otra cosa que espero merezca la atención de todos, Adelante, déjese de rodeos, vaya directo al asunto, Lo que propongo, señor primer ministro, es una acción rápida, de choque, con helicópteros, No me diga que está pensando en bombardear la ciudad, Si señor, estoy pensando en bombardearla con papeles, Con papeles, Precisamente, señor primer ministro, con papeles, en primer lugar, por orden de importancia, tendríamos una declaración firmada por el presidente de la república y dirigida a la población de la capital, en segundo lugar, una serie de mensajes breves y eficaces que abran camino y preparen los espíritus para las acciones de efecto previsiblemente más lento que usted enunció, o sea, los periódicos, la televisión, los recuerdos de vivencias del tiempo en que estuvimos ciegos, relatos de escritores, etcétera, a propósito, les recuerdo que mi ministerio dispone de su propio equipo de redactores, personas bien entrenadas en el arte de convencer a la gente, lo que, según entiendo, sólo con mucho esfuerzo y por poco tiempo los escritores consiguen, A mí la idea me parece excelente, interrumpió el presidente de la república, pero evidentemente el texto tendrá que contar con mi aprobación, introduciré las alteraciones que crea convenientes, de todos modos me parece bien, es una idea estupenda que tiene, además, la enorme ventaja política de colocar la figura del presidente de la república en primera línea de combate, es una buena idea, sí señor. El murmullo de aprobación que se oyó en la sala le mostró al primer ministro que el lance había sido ganado por el ministro del interior, Así se hará, ponga en marcha las diligencias necesarias, dijo, y, mentalmente, le puso otra nota negativa en la página correspondiente del cuaderno de aprovechamiento escolar del gobierno.
La tranquilizadora idea de que, más tarde o más pronto, y mejor más pronto que tarde, el destino siempre acaba abatiendo la soberbia, encontró fragorosa confirmación en el humillante oprobio sufrido por el ministro del interior que, creyendo haber ganado in extremis el más reciente asalto en la pugna pugilística que mantiene con el jefe de gobierno, vio irse agua abajo sus planes a causa de una inesperada intervención del cielo, que al final decidió ponerse del lado del adversario. En última instancia, y también en primera, según la opinión de los observadores más imparciales y atentos, toda la culpa fue del presidente de la república por haber retardado la aprobación del manifiesto que, con su firma y para edificación moral de los habitantes de la ciudad, sería lanzado desde los helicópteros. Durante los tres días siguientes a la reunión del consejo de ministros la bóveda celeste se mostró al mundo en su magnificente traje de inconsútil azul, un tiempo liso, sin pliegues ni costuras, y sobre todo sin viento, perfecto para echar papeles desde el aire y verlos bajar después danzando la danza de los elfos, hasta ser recogidos por quienes pasaran por las calles o a ellas salieran movidos por la curiosidad de saber qué nuevas o qué mandatos les llegaban desde lo alto. Durante esos tres días el pobre texto se fatigó en viajes de ida y vuelta entre el palacio presidencial y el ministerio del interior, unas veces más profuso de razones, otras veces más conciso de concepto, con palabras tachadas y sustituidas por otras que luego sufrirían idéntica suerte, con frases desamparadas de lo que las precedía y que no cuadraban con lo que venía a continuación, cuánta tinta gastada, cuánto papel roto, a esto se llama el tormento de la obra, la tortura de la creación, es bueno que quede claro de una vez. Al cuarto día, el cielo, cansado de esperar, viendo que ahí abajo las cosas ni iban ni venían, decidió amanecer cubierto por un capote de nubes bajas y oscuras, de las que suelen cumplir la lluvia que prometen. A última hora de la mañana comenzaron a caer unas gotas dispersas, de vez en cuando paraban, de vez en cuando volvían, una llovizna molesta que, pese a las amenazas, parecía no tener mucho más que dar. Esta lluvia blanda permaneció hasta media tarde, y de súbito, sin aviso, como quien se harta de fingir, el cielo se abrió para dar paso a una lluvia continua, cierta, monótona, intensa aunque todavía no violenta, de esas que son capaces de estar lloviendo así una semana entera y que la agricultura en general agradece. No el ministerio del interior. Suponiendo que el mando supremo de la fuerza aérea diese autorización para que los helicópteros levantaran el vuelo, lo que de por sí ya sería altamente problemático, lanzar papeles desde el aire con un tiempo de éstos seria de lo más grotesco, y no sólo porque en las calles andaría poquísima gente, y la poca que hubiese estaría ocupada, principalmente, en mojarse lo menos posible, sino porque el manifiesto presidencial caería en el barro del suelo, sería engullido por las alcantarillas devoradoras, reblandecido y deshecho en los charcos que luego las ruedas de los automóviles, groseramente, levantan en bastas salpicaduras, en verdad, en verdad os digo que sólo un fanático de la legalidad y del respeto debido a los superiores se agacharía para levantar del ignominioso fango la explicación del parentesco entre la ceguera general de hace cuatro años y ésta, mayoritaria, de ahora. El vejamen del ministro del interior fue tener que ser testigo, impotente, de cómo, con el pretexto de una impostergable urgencia nacional, el primer ministro ponía en movimiento, para colmo con la forzada conformidad del presidente de la república, la maquinaria informativa que, englobando prensa, radio, televisión y todas las demás subexpresiones escritas, auditivas y visuales disponibles, ya sean dependientes contendientes, tendría que convencer a la población de la capital de que, desgraciadamente, estaba otra vez ciega. Cuando, días después, la lluvia paró y los aires se vistieron otra vez de azul, sólo la testaruda y finalmente irritada insistencia del presidente de la república sobre su jefe de gobierno logró que la postergada primera parte del plan fuese cumplida, Mi querido primer ministro, dijo el presidente, tome buena nota de que ni he desistido ni pienso desistir de lo que se decidió en el consejo de ministros, considero mi obligación dirigirme personalmente a la nación, Señor presidente, creo que no merece la pena, la acción clarificadora ya se encuentra en marcha, no tardaremos en obtener resultados, Aunque éstos estén pasado mañana a la vuelta de la esquina, quiero que mi manifiesto sea lanzado antes, Claro que pasado mañana es una manera de hablar, Pues entonces mejor todavía, distribúyase el manifiesto ya, Señor presidente, crea que, Le aviso de que, si no lo hace, le responsabilizaré de la pérdida de confianza personal y política que desde luego surgirá entre nosotros, Me permito recordar, señor presidente, que sigo teniendo mayoría absoluta en el parlamento, la pérdida de confianza con que me amenaza sería algo de carácter meramente personal, sin ninguna repercusión política, La tendría si yo fuera al parlamento a declarar que la palabra del presidente de la república fue secuestrada por el primer ministro, Señor presidente, por favor, eso no es verdad, Es suficiente verdad para que yo la diga en el parlamento, o fuera del parlamento, Distribuir ahora el manifiesto, El manifiesto y los otros papeles, Distribuir ahora el manifiesto sería redundante, Ése es su punto de vista, no el mío, Señor presidente, Si me llama presidente será porque como tal me reconoce, por tanto, haga lo que le mando, Si pone la cuestión en esos términos, La pongo en esos términos, y le digo más todavía, estoy cansado de asistir a sus guerras con el ministro del interior, si no le sirve, destitúyalo, pero, si no quiere o no puede destituirlo, aguántese, estoy convencido de que si la idea de un manifiesto firmado por el presidente hubiera salido de su cabeza, probablemente sería capaz de mandarlo entregar de puerta en puerta, Eso es injusto, señor presidente, Tal vez lo sea, no digo que no, todos nos ponemos nerviosos, perdemos la serenidad y acabamos diciendo lo que ni se quería ni se pensaba, Daremos entonces este incidente por cerrado, Sí, el incidente queda cerrado, pero mañana por la mañana quiero esos helicópteros en el aire, Sí señor presidente.
Si esta exacerbada discusión no hubiera sucedido, si el manifiesto presidencial y los demás papeles volantes hubieran, por innecesarios, terminado su breve vida en la basura, la historia que estamos contando sería, de aquí en adelante, completamente diferente. No imaginamos con precisión cómo y en qué, sólo sabemos que sería diferente. Claro está que un lector atento a los meandros del relato, un lector de esos analíticos que de todo esperan una explicación cabal, no dejaría de preguntar si la conversación entre el primer ministro y el presidente de la república fue introducida a última hora para dar pie al anunciado cambio de rumbo, o si, teniendo que suceder porque ése era su destino y de ella habiendo resultado las consecuencias que no tardarán en conocerse, el narrador no tuvo otro remedio que dejar a un lado la historia que traía pensada para seguir la nueva ruta que de repente le surge trazada en su carta de navegación. Es difícil dar a esto o a aquello una respuesta capaz de satisfacer totalmente a ese lector. Salvo si el narrador tuviera la insólita franqueza de confesar que nunca estuvo muy seguro de cómo llevar a buen término esta nunca vista historia de una ciudad que decidió votar en blanco y que, por consiguiente, el violento intercambio de palabras entre el presidente de la república y el primer ministro, tan dichosamente terminado, fue para él como ver caer el pan en la miel. De otra manera no se comprendería que abandonara sin más ni menos el trabajoso hilo de la narrativa que venía desarrollando para adentrarse en excursiones gratuitas no sobre lo que no fue, aunque pudiera haber sido, sino sobre lo que fue, pero podría no haber sido. Nos referimos, sin más rodeos, a la carta que el presidente de la república recibió tres días después de que los helicópteros hicieran llover sobre las calles, plazas, parques y avenidas de la capital los papeles de colores en que se exponían las deducciones de los escritores del ministerio del interior sobre la más que probable conexión entre la trágica ceguera colectiva de hace cuatro años y el desvarío electoral de ahora. La suerte del signatario fue que la carta cayera en manos de un secretario escrupuloso, de esos que leen la letra pequeña antes de comenzar la grande, de esos que son capaces de discernir entre trozos mal hilvanados de palabras la minúscula simiente que conviene regar cuanto antes, al menos para saber qué podrá dar. He aquí lo que decía la carta, Excelentísimo señor presidente de la república. Habiendo leído con la merecida y debida atención el manifiesto que vuestra excelencia dirigió al pueblo y en particular a los habitantes de la capital, con la plena conciencia de mi deber como ciudadano de este país y seguro de que la crisis en que la patria está sumergida exige de todos nosotros el celo de una continua y estrecha vigilancia sobre todo cuanto de extraño se manifieste o se haya manifestado ante nuestros ojos, le pido licencia para desplegar ante el preclaro juicio de vuestra excelencia algunos hechos desconocidos que tal vez le puedan ayudar a comprender mejor la naturaleza del flagelo que nos ha caído encima. Digo esto porque, aunque no sea nada más que un hombre común, creo, como vuestra excelencia, que alguna relación tiene que haber entre la reciente ceguera de votar en blanco y aquella otra ceguera blanca que, durante semanas que nunca podremos olvidar, nos mantuvo a todos fuera del mundo. Quiero decir, señor presidente de la república, que tal vez esta ceguera de ahora pueda ser explicada por la primera, y las dos, tal vez, por la existencia, no sé si también por la acción, de una misma persona. Antes de proseguir, y guiado como estoy sólo por un espíritu cívico del que no permito que nadie se atreva a dudar, quiero dejar claro que no soy un delator, ni un denunciante, ni un chivato, sirvo simplemente a mi patria en la situación angustiosa en que se encuentra, sin un faro que le ilumine el camino hacia la salvación. No sé, y cómo podría saberlo, si la carta que le estoy escribiendo será suficiente para encender esa luz, pero, repito, el deber es el deber, y en este momento me veo a mí mismo como a un soldado que da un paso al frente y se presenta como voluntario para la misión, y esa misión, señor presidente de la república, consiste en revelar, escribo la palabra añadiendo que es la primera vez que hablo de este asunto a alguien, que hace cuatro años, con mi mujer, formé parte casual de un grupo de siete personas que, como tantas otras, luchó desesperadamente por sobrevivir. Puede parecer que no estoy diciendo nada que vuestra excelencia, por experiencia propia, no haya conocido, pero lo que nadie sabe es que una de las personas del grupo nunca llegó a cegar, una mujer casada con un médico oftalmólogo, el marido estaba ciego como todos nosotros, pero ella no. En ese momento hicimos un juramento solemne de que jamás hablaríamos del asunto, ella decía que no quería que la viesen después como a un bicho raro, tener que sujetarse a preguntas, someterse a exámenes, como ya todos recuperamos la visión, lo mejor sería olvidar, hacer como que nada había pasado. He respetado el juramento hasta hoy, pero ya no puedo continuar en silencio. Señor presidente de la república, consienta que le diga que me sentiría ofendido si esta carta fuese leída como una denuncia, aunque por otro lado tal vez debiera serlo, por cuanto, y esto también lo ignora vuestra excelencia, un crimen de asesinato fue cometido en aquellos días precisamente por la persona de quien hablo, pero eso es una cuestión con la justicia, yo me conformo con cumplir mi deber de patriota pidiendo la superior atención de vuestra excelencia para con un hecho hasta ahora mantenido en secreto y de cuyo examen podrá, por ventura, salir una explicación para el ataque despiadado del que el sistema político vigente está siendo objeto, esa nueva ceguera blanca que, me permito aquí reproducir, con humildad, las propias palabras de vuestra excelencia, alcanza de lleno el corazón de los fundamentos de la democracia como nunca ningún sistema totalitario había conseguido hacerlo antes. Ni que decir tiene, señor presidente de la república, que estoy a disposición de vuestra excelencia o de la entidad que reciba el encargo de proseguir una investigación a todas luces necesaria, para ampliar, desarrollar y completar las informaciones de que esta carta es portadora. Juro que no me mueve ninguna animosidad contra la persona en cuestión, pero esta patria que tiene en vuestra excelencia el más digno de sus representantes está por encima de todo, ésa es mi ley, a la única que me acojo con la serenidad de quien acaba de cumplir su deber Respetuosamente. Luego estaba la firma y, abajo, al lado izquierdo, el nombre completo del remitente, la dirección, el teléfono, y también el número del carnet de identidad y la dirección electrónica.
El presidente de la república posó lentamente la hoja de papel sobre la mesa de trabajo y, después de un breve silencio, le preguntó al jefe de gabinete, Cuántas personas tienen conocimiento de esto, Nadie más, aparte del secretario que abrió y registró la carta, Es persona de confianza, Supongo que podemos confiar en él, señor presidente, es del partido, pero sería conveniente que alguien le hiciera comprender que la más leve indiscreción por su parte le podría costar muy cara, si me permite la sugerencia, el aviso habría que hacerlo directamente, Por mí, No, señor presidente, por la policía, una simple cuestión de eficacia, se llama al hombre a la sede central, el agente más bruto lo mete en una sala de interrogatorio y se le pega un buen susto, No me cabe duda de la bondad de los resultados, pero veo ahí una grave dificultad, Cuál, señor presidente, Antes de que el asunto llegue a la policía todavía tendrán que pasar unos días, y entre tanto, el tipo puede irse de la lengua, se lo cuenta a la mujer, a los amigos, incluso es capaz de hablar con un periodista, en suma, que derrame el caldo, Tiene razón, señor presidente, la solución seria mandarle un recado al director de la policía, me encargaré de eso con mucho gusto, si le parece bien, Ponerle un cortocircuito a la cadena jerárquica del gobierno, saltarnos al primer ministro, ésa es su idea, No me atrevería si el asunto no fuese tan serio, señor presidente, Querido amigo, en este mundo y otro no hay, que nos conste, todo acaba sabiéndose, confío en usted cuando me dice que el secretario le merece confianza, pero ya no podría decir lo mismo del director de la policía, imagínese que anda en contubernio con el ministro del interior, posibilidad por otra parte más que probable, Imagine el problema que se nos plantearía, el ministro del interior pidiendo cuentas al primer ministro por no poder pedírmelas a mí, el primer ministro queriendo saber si pretendo sobrepasar su autoridad y sus competencias, en pocas horas sería público lo que pretendemos mantener en secreto. Tiene razón una vez más, señor presidente, No diré, como el otro, que nunca me equivoco y raramente tengo dudas, pero casi, casi, Qué haremos entonces, señor presidente, Tráigame aquí al hombre, Al secretario, Sí, ese que conoce la carta, Ahora, De aquí a una hora puede ser demasiado tarde. El jefe del gabinete utilizó el teléfono interno para llamar al funcionario, Inmediatamente al despacho del señor presidente, rápido. Para recorrer los distintos pasillos y las varias salas suelen ser necesarios por lo menos unos cinco minutos, pero el secretario apareció en la puerta al cabo de tres. Venía sofocado y le temblaban las piernas. Hombre no necesitaba correr, dijo el presidente mostrando una sonrisa bondadosa, El jefe de gabinete me dijo que viniera rápido, señor presidente, jadeó el hombre, Muy bien, le mandé llamar a causa de esta carta, Sí señor presidente, La ha leído, claro, Sí señor presidente, Recuerda lo que está escrito en ella, Más o menos, señor presidente, No use ese género de frases conmigo, responda a la pregunta, Sí señor presidente, la recuerdo como si la acabara de leer en este momento, Piensa que podría hacer un esfuerzo para olvidar su contenido, Sí señor presidente, Piense bien, debe saber que no es lo mismo hacer el esfuerzo que olvidar, No señor presidente, no es lo mismo, Por tanto, el esfuerzo no debe bastar, será necesario algo más, Empeño mi palabra de honor, He estado a punto de repetirle que no use ese género de frases, pero prefiero que me explique qué significado real tiene para usted, en el presente caso, eso a que románticamente llama empeñar su palabra de honor, Significa, señor presidente, la declaración solemne de que de ninguna manera, suceda lo que suceda, divulgaré el contenido de la carta, Está casado, Si señor presidente, Voy a hacerle una pregunta, Y yo le responderé, Suponiendo que revelara a su mujer, y sólo a ella, la naturaleza de la carta, estaría, en el sentido riguroso del término, divulgándola, me refiero a la carta, evidentemente, no a su mujer, No señor presidente, divulgar es difundir, hacer público, Aprobado, compruebo con satisfacción que los diccionarios no le son extraños, No se lo diría ni a mi propia mujer, Quiere decir que no le contará nada, A nadie, señor presidente, Me da su palabra de honor, Disculpe, señor presidente, ahora mismo, Imagínese, olvidarme de que ya me la había dado, si se me vuelve a borrar de la memoria el jefe de mi gabinete se encargará de recordármelo, Sí señor, dijeron las dos voces al mismo tiempo. El presidente guardó silencio durante algunos segundos, después preguntó, Supongamos que voy a ver lo que escribió en el registro, puede evitarme que me levante de este sillón y decirme qué encontraría, Una única palabra, señor presidente, Debe de tener una extraordinaria capacidad de síntesis para resumir en una sola palabra una carta tan extensa como ésta, Petición, señor presidente, Qué, Petición, la palabra que consta en el registro, Nada más, Nada más, Pero así no se puede saber de qué trata la carta, Fue justamente lo que pensé, señor presidente, que no convenía que se supiera, la palabra petición sirve para todo. El presidente se recostó complacido, sonrió con todos los dientes al prudente secretario y dijo, Debía haber comenzado por ahí, hubiera evitado empeñar algo tan serio como la palabra de honor, Una cautela garantiza la otra, señor presidente, No está mal, no señor, no está mal, pero de vez en cuando eche un vistazo al registro, no sea que a alguien se le ocurra añadir algo a la palabra petición, La línea está cerrada, señor presidente, Puede retirarse, A sus órdenes, señor presidente. Cuando la puerta se cerró, el jefe de gabinete dijo, Tengo que confesar que no esperaba que él fuese capaz de tomar una iniciativa así, creo que nos acaba de dar la mejor prueba de que es merecedor de toda nuestra confianza, Tal vez de la suya, dijo el presidente, no de la mía, Pero pienso, Piensa bien, querido amigo, pero al mismo tiempo piensa mal, la diferencia más segura que podríamos establecer entre las personas no es dividirlas en listas y estúpidas, sino en listas y demasiado listas, con las estúpidas hacemos lo que queremos, con las listas la solución es colocarlas a nuestro servicio, mientras que las demasiado listas, incluso cuando están de nuestro lado, son intrínsecamente peligrosas, no lo pueden evitar, lo más curioso es que con sus actos continuamente nos están diciendo que tengamos cuidado con ellas, por lo general no prestamos atención a los avisos y después tenemos que aguantarnos con las consecuencias, Entonces quiere decir, señor presidente, Quiero decir que nuestro prudente secretario, ese funámbulo del registro capaz de transformar en simple petición una carta tan inquietante como ésta, no tardará en ser llamado por la policía para que le metan el susto que aquí entre nosotros le habíamos prometido, él mismo lo dijo sin imaginarse el alcance de las palabras, una cautela garantiza la otra, Siempre tiene razón, señor presidente, sus ojos ven muy lejos, Si, pero el mayor error de mi vida como político fue permitir que me sentaran en este sillón, no comprendí a tiempo que sus brazos tienen cadenas, Es la consecuencia de que el régimen no sea presidencialista, Así es, por eso no me dejan nada más que cortar cintas y besar a niños, Ahora tiene en sus manos un as, En el momento en que se lo entregue al primer ministro, el triunfo será suyo, yo no habré sido nada más que el cartero, Y en el momento en que él se lo entregue al ministro del interior, pasará a ser de la policía, la policía es quien está en el extremo de la cadena de montaje, Ha aprendido mucho, Estoy en una buena escuela, señor presidente, Sabe una cosa, Soy todo oídos, Vamos a dejar al pobre diablo en paz, a lo mejor, yo mismo, cuando llegue a casa, o esta noche en la cama, le cuento a mi mujer lo que dice la carta, y usted, querido jefe de gabinete, hará probablemente lo mismo, su mujer lo mirará como a un héroe, el maridito querido que conoce los secretos y las mallas que teje el estado, que bebe lo más fino, que respira sin máscara el olor pútrido de las alcantarillas del poder, Señor presidente, por favor, No me haga caso, creo que no soy tan malo como los peores, pero de vez en cuando me salta la consciencia de que eso no es suficiente, y entonces el alma me duele mucho más de lo que sería capaz de decirle, Señor presidente, mi boca está y estará cerrada mía también, y la mía también, pero hay ocasiones en que me pongo a imaginar lo que podría ser este mundo si todos abriésemos las bocas y no callásemos mientras, Mientras qué, señor presidente, Nada, nada, déjeme solo.
Menos de una hora había pasado cuando el primer ministro, convocado con carácter de urgencia al palacio, entró en el despacho. El presidente le hizo señas de que se sentara y le pidió, mientras extendía la carta, Lea esto y dígame qué le parece. El primer ministro se acomodó en el sillón empezó a leer. Debía de ir a mitad de la carta cuando levantó la cabeza con una expresión interrogante, como la de quien tiene dificultad para comprender lo que le acaban de decir, luego prosiguió y, sin interrupciones ni otras manifestaciones gestuales concluyó la lectura. Un patriota cargado de buenas intenciones, dijo, y al mismo tiempo un canalla, Por qué un canalla, preguntó el presidente, Si lo que narra aquí es cierto, si esa mujer, suponiendo que exista, realmente no se quedó ciega y a los otros seis en aquella desgracia, no hay que excluir la posibilidad de que el autor de esta carta le deba la fortuna de estar vivo, quién sabe si mis padres también lo estarían hoy si hubieran tenido la suerte de encontrarla, Ahí se dice que asesinó a alguien, Señor presidente, nadie sabe cuántas persono fueron muertas durante aquellos días, se decidió que todos los cadáveres encontrados eran producto de accidentes o de causas naturales y se puso una as losa sobre el asunto, Hasta las losas más pesadas pueden ser removidas, Así es, señor presidente, pero mi opinión es que dejemos esta losa donde está, supongo que no hay testigos presenciales del crimen, y si en aquel momento los hubo, no eran nada más que ciegos entre ciegos, sería un absurdo, un disparate, conducir a esa mujer hasta los tribunales por un crimen que nadie la vio cometer y del que no existe cuerpo del delito, El autor de la carta afirma que ella mató, Sí, pero no dice que fuera testigo del crimen, además, señor presidente, vuelvo a decir que la persona que ha escrito esta carta es un canalla, Los juicios morales no vienen al caso, Ya lo sé, señor presidente, pero siempre puede uno desahogarse. El presidente tomó la carta, la miró como si no la viera y preguntó, Qué piensa hacer, Por mi parte, nada, respondió el primer ministro, este asunto no tiene ni una punta por donde agarrarlo, Mire que el autor de la carta insinúa la posibilidad de que haya relación entre el hecho de que esa mujer no perdiera la vista y la masiva votación en blanco que nos condujo a la difícil situación en que nos encontramos, Señor presidente, algunas veces no hemos estado de acuerdo el uno con el otro, Es lógico, Sí, es lógico, tan lógico como el que no me quepa la menor duda de que su inteligencia y su sentido común, que respeto, se nieguen a aceptar la idea de que una mujer, por el hecho de no haber cegado hace cuatro años, sea hoy la responsable de que unos cuantos cientos de miles de personas, que nunca oyeron hablar de ella, hayan votado en blanco cuando fueron convocados electoralmente, Dicho así, No hay otra manera de decirlo, señor presidente, mi opinión es que se archive esa carta en la sección de los escritos alucinados, que se ignore el asunto y sigamos buscando soluciones para nuestros problemas, soluciones reales, no fantasías o despechos de un imbécil, Creo que tiene razón, me he tomado demasiado en serio una sarta de tonterías y le he hecho perder su tiempo, pidiéndole que viniese a hablar conmigo, No tiene importancia, señor presidente, mi tiempo perdido, si lo quiere llamar así, ha estado más que compensado por el hecho de haber llegado a un acuerdo, Me complace mucho reconocerlo y se lo agradezco, Le dejo entregado a su trabajo y regreso al mío. El presidente iba a extender la mano para despedirse cuando, bruscamente, sonó el teléfono. Levantó el auricular y oyó a la secretaria, El señor ministro del interior desea hablarle, señor presidente, Póngame en comunicación con él. La conversación fue pausada, el presidente iba escuchando, y, a medida que los segundos pasaban, la expresión de su rostro mudaba, algunas veces murmuró Sí, en una ocasión dijo Es un asunto a estudiar, y finalizó con las palabras Hable con el primer ministro. Colgó el teléfono, Era el ministro del interior, dijo, Qué quería ese simpático hombre, Recibió una carta redactada en los mismos términos y está decidido a iniciar una investigación, Mala noticia, Le he dicho que hablara con usted, Le he oído, pero sigue siendo una mala noticia, Por qué, Si conozco bien al ministro del interior, y creo que pocos lo conocen tan bien como yo, a estas horas ya habrá hablado con el director de la policía, Párelo, Lo intentaré pero me temo que será inútil, Use su autoridad, Para que me acusen de bloquear una investigación sobre hechos que afectan a la seguridad del estado, precisamente cuando todos sabemos que el estado se encuentra en grave peligro, es eso, señor presidente, preguntó el primer ministro, y añadió, Usted sería el primero en retirarme su apoyo, el acuerdo a que llegamos no habría pasado de una ilusión, ya es una ilusión, puesto que no sirve para nada. El presidente hizo un gesto afirmativo con la cabeza, después dijo, Hace poco, mi jefe de gabinete, a propósito de esta carta, soltó una frase bastante ilustrativa, Qué le dijo, Que la policía es quien está en el extremo de la cadena de montaje, Le felicito, señor presidente, tiene un buen jefe de gabinete, sin embargo sería conveniente ponerlo en aviso de que hay verdades que no conviene decir en voz alta, El despacho está insonorizado, Eso no significa que no le hayan escondido por aquí algunos micrófonos, Voy a mandar que hagan una inspección, En todo caso, señor presidente, le ruego que crea, si acaban encontrándolos, que no fui yo quien ordenó que los pusieran, Buen chiste, Es un chiste triste, Lamento, querido amigo, que las circunstancias lo hayan metido en este callejón sin salida, Alguna salida tendrá, aunque es cierto que en este momento no la veo, y volver atrás es imposible. El presidente acompañó al primer ministro a la puerta, Es extraño, dijo, que el hombre de la carta no le haya escrito también a usted, Debe de haberlo hecho, lo que pasa es que, por lo visto, los servicios de secretaria de la presidencia de la república y del ministerio del interior son más diligentes que los del primer ministro, Buen chiste, No es menos triste que el otro, señor presidente.
La carta dirigida al primer ministro, que al fin la hubo, tardó dos días en llegar a sus manos. Inmediatamente se dio cuenta de que el encargado de registrarla había sido menos discreto que el de la presidencia de la república, confirmándose así la solvencia de los rumores que circulaban desde hacía dos días, los cuales, a su vez, o eran resultado de una indiscreción entre funcionarios que se sitúan en la mitad del escalafón, ansiosos de demostrar que contaban, es decir, que estaban en el secreto de los dioses, o fueron lanzados deliberadamente por el ministerio del interior como modo de cortar de raíz cualquier eventual veleidad de oposición o simple obstrucción simbólica por parte del primer ministro a la investigación policial. Restaba todavía la suposición que llamaremos conspirativa, es decir, que la conversación supuestamente sigilosa entre el primer ministro y su ministro del interior, en el crepúsculo del día en que aquél fue llamado a la presidencia, hubiese sido mucho menos reservada de lo que es licito esperar de unas paredes acolchadas, las cuales, quién sabe si no ocultarían unos cuantos micrófonos de última generación, de esos que sólo un perdiguero electrónico del más selecto pedigrí conseguiría olfatear y rastrear. Sea como sea, el mal ya no tiene remedio, los secretos de estado realmente están en horas amargas, no hay quien los defienda. Tan consciente de esta deplorable certeza es el primer ministro, tan convencido está de la inutilidad del secreto, sobre todo cuando ya ha dejado de serlo, que, con el gesto de quien observa el mundo desde muy alto, como diciendo Lo sé todo, no me fastidien, dobló lentamente la carta y se la guardó en uno de los bolsillos interiores de la chaqueta, Viene directamente de la ceguera de hace cuatro años, me la guardo, dijo. El aire de escandalizada sorpresa del jefe de gabinete le hizo sonreír, No se preocupe, querido amigo, por lo menos existen otras dos cartas iguales, eso sin hablar de las muchas y más que probables fotocopias que ya andarán circulando por ahí. La expresión de la cara del jefe de gabinete se volvió de repente desatenta, desentendida, como si no hubiera comprendido bien lo que había oído, o como si la conciencia se le hubiese presentado de sopetón en el camino, acusándole de cualquier antigua, si no recientísima, fechoría practicada. Puede retirarse, le llamaré cuando le necesite, dijo el primer ministro, levantándose del sillón y dirigiéndose a una de las ventanas. El ruido de abrirla cubrió el de cerrar la puerta. Desde allí poco más se veía que una sucesión de tejados bajos. Sintió la nostalgia de la capital, del tiempo feliz en que los votos eran obedientes al mando, del monótono pasar de las horas y de los días entre la pequeñoburguesa residencia de los jefes de gobierno y el parlamento de la nación, de las agitadas y a veces joviales y divertidas crisis políticas que eran como hogueras de duración prevista e intensidad vigilada, casi siempre fingiendo que, y con las que se aprendía tanto a decir la verdad como a hacerla coincidir, punto por punto, si era útil, con la mentira, de la misma manera que el revés, con toda naturalidad, es el otro lado del derecho. Se preguntó a sí mismo si la investigación habría empezado ya, se detuvo especulando sobre si los agentes que participarían en la acción policial serían de esos que infructuosamente permanecieron en la capital con la misión de captar informaciones y elaborar dictámenes, o si el ministro del interior habría preferido enviar a la misión gente de su más directa confianza, de la que se encuentra al alcance de la vista y a mano de sementera, y que, quién sabe, seducida por el aparatoso ingrediente de aventura cinematográfica que sería una travesía clandestina al bloqueo, se deslizaría puñal en cinto bajo los alambres de púas, engañando con insensibilizadores magnéticos los temibles sensores electrónicos, y emergería al otro lado, en el campo enemigo, rumbo al objetivo, como topos dotados de gafas de visión nocturna y agilidad gatuna. Conociendo al ministro del interior tan bien como lo conocía, un poco menos sanguinario que drácula pero más teatral que rambo, ésta sería la modalidad de acción que ordenaría adoptar. No se equivocaba. Ocultos entre unos matorrales que casi bordean el perímetro del cerco, tres hombres aguardan que la noche se torne madrugada. Sin embargo, no todo lo que había fantaseado libremente el primer ministro desde la ventana de su despacho corresponde a la realidad que se ofrece ante nuestros ojos. Por ejemplo, estos hombres están vestidos de paisano, no llevan al cinto ningún puñal, y el arma que portan en funda es simplemente la pistola a la que se da el tranquilizador nombre de reglamentaria. En cuanto a los temibles insensibilizadores magnéticos, no se ve por aquí, entre los diversos aparatos, nada que sugiera tan decisiva función, lo que, pensándolo mejor, podría significar sólo que los insensibilizadores magnéticos no tienen, a caso hecho, el aspecto de insensibilizador magnético. No tardaremos en saber que, a la hora acordada, los sensores electrónicos en este tramo de cerco permanecerán desconectados durante cinco minutos, tiempo considerado más que suficiente para que tres hombres, uno a uno, sin prisas ni precipitaciones, traspasen la alambrada de púas que, para ese fin, hoy ha sido adecuadamente cortada, evitándose así enganches en los pantalones y arañazos en la piel. Los zapadores del ejército acudirán a repararla antes de que los róseos dedos de la aurora agucen de nuevo, mostrándolas, las amenazadoras púas durante tan breve tiempo inofensivas, y también los rollos enormes de alambre extendidos a lo largo de la frontera, a un lado y a otro. Los tres hombres ya han pasado, va delante el jefe, que es el más alto, y en fila india atraviesan un prado cuya humedad rezuma y gime bajo los zapatos. En una carretera secundaria, a unos quinientos metros de allí, espera el automóvil que los llevará en el sigilo de la noche hasta su destino en la capital, una falsa empresa de seguros amp; reaseguros que la falta de clientes, tanto locales como del exterior, todavía no ha logrado que quiebre. Las órdenes que estos hombres recibieron directamente de la boca del ministro del interior son claras y terminantes, Tráiganme resultados y yo no les preguntaré con que medios los han obtenido, No portan ninguna instrucción escrita, ningún salvoconducto que los cubra y que puedan exhibir como defensa o justificación si sucede algún contratiempo inesperado, no estando excluida, por tanto, la posibilidad de que el ministerio los abandone simplemente a su suerte si cometen alguna acción susceptible de perjudicar la reputación del estado y la pureza inmaculada de sus objetivos y procesos. Son, estos tres hombres, como un comando de guerra arrojado en territorio enemigo, aparentemente no se encuentran razones para pensar que van a arriesgar sus vidas, pero todos tienen consciencia de los recovecos de una misión que exige talento en el interrogatorio, flexibilidad en la estrategia, rapidez en la ejecución. Todo en grado máximo. No creo que tengan que matar a nadie, dijo el ministro del interior, pero si, en una situación difícil, consideran que no hay otra salida, no lo duden, yo me encargaré de resolver el asunto con la justicia, Cuya cartera ha sido asumida recientemente por el primer ministro, se atrevió a observar el jefe del grupo. El ministro del interior hizo como que no había oído, se limitó a mirar fijamente al inoportuno, que no tuvo otro remedio que desviar la vista. El coche ha entrado en la ciudad, se detiene en una plaza para cambiar de conductor, y finalmente después de dar treinta vueltas para despistar a cualquier improbable perseguidor, los deja en la puerta del edificio de oficinas donde la empresa de seguros amp; reaseguros se encuentra instalada. El portero no apareció para saber quién entraba a hora tan inusuales en la rutina del edificio, es de suponer que alguien con buenas palabras lo persuadió en la tarde de de ayer para irse a la cama temprano, aconsejándole que no se despegara de las sábanas, aunque el insomnio no le dejara cerrar los ojos. Los tres hombres subieron en ascensor hasta el piso catorce, giraron por un pasillo a la izquierda, después otro a la derecha, un tercero a la izquierda, por fin llegaron a las instalaciones de la providencial, s.a., seguros amp; reaseguros, conforme cualquiera puede leer en la placa de la puerta, en letras negras sobre una chapa rectangular de latón mate, fijada con clavos de cabeza en tronco de pirámide en el mismo metal. Entraron, uno de los subalternos encendió la luz, el otro, cerró la puerta y puso la de seguridad. Entre tanto el jefe daba una vuelta por las instalaciones, verificaba conexiones, enchufaba aparatos, entraba en la cocina, en los dormitorios y en los cuartos de baño, abría la puerta del compartimento destinado a archivo, pasaba los ojos rápidamente por las diversas armas que se guardaban al mismo tiempo que respiraba el olor familiar a metal y lubricante, mañana inspeccionará todo esto, pieza por pieza, munición por munición. Llamó a los auxiliares, se sentó y les mandó sentarse, Esta mañana, a las siete, dijo, dará comienzo el trabajo de seguimiento del sospechoso, noten que si le llamo sospechoso no es tanto para simplificar la comunicación entre nosotros, que se sepa no ha cometido ningún crimen, sino porque no conviene, por razones de seguridad, que su nombre sea pronunciado, al menos en estos primeros días, añado asimismo que con esta operación, que espero que no se prolongue más allá de una semana, lo que pretendo en primer lugar es obtener un cuadro de los movimientos del sospechoso en la ciudad, dónde trabaja, por dónde anda, con quién se encuentra, es decir, la rutina de una averiguación primaria, el reconocimiento del terreno antes de pasar al abordaje directo, Dejamos que se dé cuenta de que está siendo seguido, preguntó el primer ayudante, No en los cuatro primeros días, pero después, sí, quiero verlo preocupado, inquieto, Habiendo escrito la carta estará esperando que alguien aparezca en su busca. Lo buscaremos nosotros cuando llegue el momento, lo que quiero, y ya se las arreglarán para que así suceda, es que tema ser seguido por quienes él ha denunciado, Por la mujer del médico, Por la Mujer, no, claro, por sus cómplices, los del voto en blanco, No estaremos yendo demasiado deprisa, preguntó el segundo ayudante, todavía no hemos comenzado el trabajo y ya estamos hablando de cómplices, Lo que hacemos es trazar un esbozo, un simple esbozo y nada más, quiero colocarme en el punto de vista del tipo que escribió la carta y, desde ahí, intentar ver lo que él ve, Sea como sea, una semana de seguimiento parece demasiado tiempo, dijo el primer ayudante, si trabajamos bien, al cabo de tres días lo tendremos a punto de caramelo. El jefe frunció el ceño, iba a decir Una semana, dije que será una semana, y será una semana, pero le vino a la memoria el ministro del interior, no recordaba si le había reclamado expresamente resultados rápidos, pero, siendo ésta la exigencia que más veces se oye salir de la boca de los directores, y no habiendo motivo para pensar que el caso presente pudiese ser una excepción, todo lo contrario, no mostró más renuencia en aceptar el periodo de tres días, que la que se considera normal en la relación entre un superior y un subordinado, porque, al fin y al cabo, son escasas las veces en que el que manda se ve obligado a ceder ante las razones del que las obedece. Disponemos de fotografías de todos los adultos que residen en el edificio, me refiero, claro está, a los de sexo masculino, dijo el jefe, y añadió, sin que nadie le preguntara, una de ellas corresponde al hombre que buscamos, Mientras no lo hayamos identificado, ningún seguimiento podrá iniciarse, aclaró el primer ayudante, Así es, condescendió el jefe, pero en todo caso, a las siete estarán estratégicamente colocados en la calle donde vive para seguir a los dos hombres que parezcan más cercanos al tipo de persona que escribió la carta, comenzaremos por ahí, la intuición, el faro policial, para algo ha de servir, Puedo dar mi opinión, preguntó el segundo ayudante, Hable, A juzgar por el tono de la carta, el tipo debe ser un rematado hijo de puta. Y eso qué significa, preguntó el primer ayudante, que tenemos que seguir a todos los que tengan cara de hijos de puta, y añadió, La experiencia me ha enseñado que los hijos de puta peores son los que no tienen aspecto de serlo, Realmente, habría sido mucho más lógico ir a los servicios de identificación y hacer una copia de la fotografía de ese tipo, se ganaría tiempo y se ahorraría trabajo. El jefe decidió cortar, Presumo que no estarán pensando enseñarle el padrenuestro y la salve a la madre superiora, si no se ha ordenado esa diligencia es para no levantar sospechas que podrían abortar la operación, Perdone, jefe, me permito discrepar, dijo el primer ayudante, todo indica que el tipo está ansioso por vaciar el saco, incluso creo que si supiese dónde nos encontramos estaría en este momento llamando a la puerta, Supongo que sí, respondió el jefe conteniendo la irritación que le estaba produciendo lo que tenía todos los visos de critica demoledora del plan de acción, pero nos conviene conocer lo máximo sobre él antes de llegar al contacto directo, Tengo una idea, dijo el segundo ayudante, Otra, preguntó con malos modos el jefe, Le garantizo que ésta es buena, uno de nosotros se disfraza de vendedor de enciclopedias y de esa manera puede ver quién aparece en la puerta, Ese truco del vendedor de enciclopedias ya tiene la barba blanca, dijo el primer ayudante, además, son las mujeres quienes generalmente suelen abrir la puerta, sería una excelente idea si nuestro hombre viviera solo, pero, si no recuerdo mal lo que dice la carta, está casado, Pues la hemos fastidiado, exclamó el segundo ayudante. Se quedaron en silencio, mirándose unos a otros, los dos ayudantes conscientes de que ahora lo mejor sería esperar a que el superior tuviera una idea propia. En principio, estaban dispuestos a aplaudirla aunque hiciera aguas por todas partes. El jefe sopesaba todo cuanto había dicho antes, intentaba encajar las diversas sugerencias con la esperanza de que del casual ajuste de las piezas del puzzle pudiera surgir algo tan inteligente, tan holmenesco, tan poirotiano, que obligase a los sujetos a sus órdenes a abrir la boca de puro pasmo. Y, de repente, como si las escamas se le hubiesen caído de los ojos, vio el camino, Las personas, dijo, salvo incapacidad física absoluta, no están siempre dentro de casa, van a sus trabajos, de compras, a pasear, así que mi idea consiste en entrar en la casa donde el tipo vive cuando no haya nadie, la dirección viene escrita en la carta, ganzúas no nos faltan, hay siempre fotos sobre los muebles, identificaremos al tipo en el conjunto de las fotografías y así ya lo podremos seguir sin problemas, para saber si no hay nadie en casa usaremos el teléfono, mañana sabremos el número por el servicio de información de la compañía telefónica, también podemos mirarlo en la guía, una cosa u otra, da lo mismo. Con esta infeliz manera de terminar la frase, el jefe comprendió que el puzzle no tenía ajuste posible, Aunque, como ha sido dicho antes, la disposición de ambos subalternos hubiera sido de total benevolencia para con los resultados de la meditación del jefe, el primer ayudante se sintió obligado a observar, esforzándose en usar un tono que no vulnerara la susceptibilidad del otro, Si no estoy equivocado, lo mejor de todo, conociendo ya la dirección del tipo, sería llamar directamente a su puerta y preguntarle a quien salga Vive aquí Fulano de Tal, si fuese él diría Sí señor, soy yo, si fuese la mujer, lo más probable es que dijera Voy a llamar a mi marido, de este modo agarrábamos al pájaro sin necesidad de dar tantas vueltas. El jefe levantó el puño cerrado como quien va a propinar un buen puñetazo en la tabla de la mesa, pero en el último instante quebró la violencia del gesto, bajó lentamente el brazo y dijo con voz que parecía declinar en cada sílaba, Examinaremos esa posibilidad mañana, ahora me voy a dormir, buenas noches. Se dirigía ya hacia la puerta del dormitorio que iba a ocupar durante el tiempo que durase la investigación cuando oyó al segundo ayudante que preguntaba, De todas formas comenzamos la operación a las siete. Sin volverse, respondió, La acción prevista queda suspendida hasta nueva orden, recibirán instrucciones mañana, cuando haya concluido la revisión del plan que recibí del ministerio y de darse el caso, para agilizar el trabajo, procederé a las alteraciones que considere convenientes. Dio otra vez las buenas noches, Buenas noches, jefe, respondieron los subordinados, y entró en el dormitorio. Apenas se cerró la puerta, el segundo ayudante se preparó para continuar la conversación, pero el otro se llevó el dedo índice a los labios y movió la cabeza haciendo señal de que no hablase. Fue el primero en apartar la silla y en decir, Me voy a acostar, si te quedas mucho ten cuidado cuando entres, no me vayas a despertar. Al contrario que el jefe, estos dos hombres, como meros subalternos que son no tienen derecho a dormitorio individual, dormirán en una amplia división con tres camas, una especie de sala pequeña que pocas veces ha estado completamente ocupada. La cama del medio era siempre la que menos servía. Si, como en este caso, los agentes eran dos utilizaban invariablemente las camas laterales, y si era un solo policía el que allí durmiera, lo cierto y sabido es que también preferiría dormir en una de éstas, nunca en la del centro, tal vez porque tendría la impresión de estar rodeado o de ser conducido a prisión. Incluso los policías más duros, más coriáceos, y éstos todavía no han tenido ocasión de demostrar que lo son, necesitan sentirse protegidos por la proximidad de una pared. El segundo ayudante que había comprendido el recado, se levantó y dijo, No, no me quedo, también me voy a dormir. Respetando las graduaciones, primero uno, después otro, pasaron por un cuarto de baño provisto de todo lo necesario para el aseo del cuerpo, como tenía que ser, dado que en ningún momento de este relato ha sido mencionado que los tres policías trajeran consigo nada más que una pequeña maleta o una simple mochila con una muda de ropa, cepillo de dientes y máquina de afeitar. Sorprendente sería que una empresa bautizada con el feliz nombre de providencial no se preocupara de facultar a quienes temporalmente daba cobijo de los artículos y productos de higiene indispensables para la comodidad y el buen desempeño de la misión que les haya sido encomendada. Media hora después los ayudantes estaban en sus respectivas camas, vistiendo cada uno su pijama reglamentario, con el distintivo de la policía bordado sobre el corazón. Al final, el plan del ministerio del interior de plan no tenía nada, dijo el segundo ayudante, Es lo que sucede siempre cuando no se toma la precaución elemental de pedir opinión a las personas con experiencia, respondió el primer ayudante. Al jefe no le falta experiencia, dijo el segundo ayudante, si no la tuviese no sería lo que hoy es, A veces estar demasiado próximo a los centros de decisión provoca miopía, acorta el alcance de la vista, respondió sabiamente el primer ayudante, quieres decir que si alguna vez llegamos a desempeñar un puesto de mando auténtico, como el jefe, también nos sucederá lo mismo, preguntó el segundo ayudante, En estos casos particulares no hay ninguna razón para que el futuro sea distinto del presente, respondió cuerdamente el primer ayudante. Quince minutos después ambos dormían. Uno roncaba, el otro no. Todavía no eran las ocho de la mañana cuando el jefe, ya limpio, afeitado y con el traje ya puesto, entró en la sala donde el plan de acción del ministerio, o siendo más exacto, del ministro del interior, que a continuación se lanzó con malos modos sobre las pacientes espaldas de la dirección de la policía, fue hecho añicos por dos subordinados, es verdad que con plausible discreción y apreciable respeto, e incluso con un leve toque de elegancia dialéctica. Lo reconocía sin ninguna dificultad y no les guardaba el menor rencor, por el contrario, era claramente perceptible el alivio que sentía. Con la misma enérgica voluntad con que acabó dominando un principio de insomnio que le obligó a dar no pocas vueltas en la cama, reasumiría en persona el mando de las operaciones, cediendo generosamente al césar lo que al césar no le puede ser negado, pero dejando bien claro que, a fin de cuentas, es a dios y a la autoridad, su otro nombre, donde todos los beneficios, más tarde o más pronto, acaban revirtiendo. Fue por tanto un hombre tranquilo, seguro de sí, el que los dos adormilados ayudantes encontraron cuando minutos más tarde aparecieron en la sala, todavía en bata, con el distintivo de la policía, y pijama, y arrastrando, lánguidos, las zapatillas. El jefe suponía esto mismo, contaba con que sería el primero en fichar, y ya lo tenía en cartel. Buenos días, muchachos, saludo en tono cordial, espero que hayan descansado, Sí señor, dijo uno, Sí señor, dijo el otro, Vamos a desayunar, después arréglense rápidamente, quizá consigamos todavía sorprender al tipo en la cama, sería divertido, a propósito, qué día es hoy, sábado, hoy es sábado, nadie madruga en sábado, ya verán como aparece en la puerta como ustedes están ahora, en bata y pijama, zapatilleando por el pasillo, lo que significa con las defensas bajas, psicológicamente disminuido, rápido, rápido, quién es el valiente que se presenta como voluntario para preparar el desayuno, Yo, dijo el segundo ayudante, sabiendo muy bien que allí no había un tercer auxiliar disponible. En una situación diferente, es decir, si el plan del ministerio, en vez de haber sido hecho pedazos, hubiese sido aceptado sin discusión, el primer ayudante se habría quedado con el jefe para anotar y precisar, incluso aunque no hubiera sido realmente necesario, algún pormenor de la diligencia que iban a acometer, pero, así, reducido él también a la inferioridad de las zapatillas, decidió hacer un gran gesto de camaradería y decir, Voy a ayudarlo. El jefe asintió, le pareció bien, y se sentó a repasar algunas notas garabateadas antes de dormirse. No pasaban quince minutos cuando los dos ayudantes reaparecieron con las bandejas, la cafetera, la lechera, un paquete de pastas, zumo de naranja, yogur, compota, no había duda, una vez más el servicio de catering de la policía política no desmerecía la reputación conquistada durante tantos años de labor. Resignados a tomarse el café con leche frío o recalentado, los ayudantes dijeron tímidamente que se, iban a arreglar y que ya volvían, Lo más rápido posible. De hecho, parecía una falta grave de consideración, estando el superior en traje y corbata, sentarse con esa facha, con ese desaliño, con la barba sin afeitar, los ojos semiabiertos, el olor nocturno y espeso de cuerpos sin lavar. No fue necesario que lo explicasen, la media palabra que ni siempre basta, sobraba en este caso. Naturalmente, siendo de paz el ambiente y reconducidos los ayudantes a sus lugares, al jefe no le costó nada decir que se sentasen y compartieran con él el pan y la sal, Somos compañeros de trabajo, estamos juntos en la misma barca, pobre autoridad aquella que necesite tirar de galones a todas horas para hacerse obedecer, quien me conoce sabe que no soy de esa clase, siéntense, siéntense. Constreñidos, los ayudantes se sentaron, conscientes de que, dígase lo que se diga, había algo impropio en la situación, dos vagabundos desayunando con una persona que en comparación parecía un dandy, eran ellos quienes tenían que haber movido el culo temprano, es más, deberían tener la mesa puesta y servida cuando el jefe saliera de su dormitorio, en bata y pijama, si le apetecía, pero nosotros, no, nosotros, vestidos y peinados como dios manda, son estas pequeñas muescas en el barniz del comportamiento, y no las revoluciones aparatosas, las que, con vagar, reiteración y constancia, acaban arruinando el más sólido de los edificios sociales. Sabio es el antiguo dicho que enseña, Donde hay confianza, da asco, ojalá, por el bien del servicio, que este jefe no tenga que arrepentirse. De momento se mostraba seguro de su responsabilidad, no tenemos nada más que oírlo, Esta expedición tiene dos objetivos, uno principal, otro secundario, el objetivo secundario, que despacho ya para que no perdamos tiempo, es averiguar todo lo que sea posible, pero en principio sin excesivo empeño, sobre el supuesto crimen cometido por la mujer que guiaba el grupo de seis ciegos de que se habla en la carta, el objetivo principal, en cuyo cumplimiento aplicaremos todas nuestras fuerzas y capacidades y para el cual utilizaremos todos los medios aconsejables, sean los que sean, es averiguar si existe alguna relación entre esa mujer, de quien se dice que conservó la vista cuando todos andábamos por ahí ciegos, dando tumbos, y la nueva epidemia que es el voto en blanco, No será fácil encontrarla, dijo el primer ayudante, Para eso estamos aquí, todos los intentos para descubrir las raíces del boicot fallaron y puede ser que la carta del tipo tampoco nos lleve muy lejos, pero por lo menos abre una línea nueva de investigación, Me cuesta creer que esa mujer esté detrás de un movimiento que afecta a varios cientos de miles de personas y que, mañana, si no se corta el mal de raíz, podrá reunir a millones y millones, dijo el segundo ayudante, Tan imposible parece una cosa como otra, pero, si una de ellas ha sucedido, la otra también puede suceder, respondió el jefe y remató poniendo cara de quien sabe más de lo que está autorizado a decir y sin imaginarse hasta qué punto puede ser verdad, Un imposible nunca viene solo. Con esta feliz frase de cierre, perfecta llave de oro para un soneto, llegó también el desayuno a su fin. Los ayudantes limpiaron la mesa y se llevaron la vajilla y lo que quedaba de comida a la cocina, Ahora vamos a arreglarnos, no tardamos nada, dijeron, Esperen, cortó el jefe, y, después, dirigiéndose al primer ayudante, Use mí cuarto de baño, de lo contrario nunca vamos a salir de aquí. El desgraciado se ruborizó de satisfacción, su carrera acababa de dar un gran paso adelante, iba a mear en el retrete del jefe.
En el garaje subterráneo les esperaba un automóvil cuyas llaves alguien, el día anterior, dejó sobre la mesa de noche del jefe, con una breve nota explicativa en la que se indicaba la marca, el color, la matrícula y la plaza reservada donde el vehículo había sido aparcado. Sin pasar por la portería, bajaron en el ascensor y encontraron inmediatamente el coche. Eran casi las diez. El jefe le dijo al segundo ayudante, que le abría la puerta de atrás, Conduces tú. El primer ayudante se sentó delante, al lado del conductor. La mañana era apacible, con mucho sol, lo que sirve para demostrar hasta la saciedad que los castigos de que el cielo fue tan pródiga fuente en el pasado vienen perdiendo fuerza con el andar de los siglos, buenos tiempos aquellos en que por una simple y casual desobediencia de los dictámenes divinos unas cuantas ciudades bíblicas eran fulminadas y arrasadas con todos sus habitantes dentro. Aquí hay una ciudad que votó en blanco contra el señor y no ha habido ni un rayo que le caiga encima y la reduzca a cenizas como, por culpa de vicios mucho menos ejemplares, les sucedió a sodoma y a gomorra, y también a admá y a seboyim, quemadas hasta los cimientos, si bien que de estas dos ciudades no se habla tanto como de las primeras, cuyos nombres, por su irresistible musicalidad, quedaron en el oído de las personas para siempre. Hoy, habiendo dejado de obedecer ciegamente las órdenes del señor, los rayos sólo caen donde quieren, y ya es evidente y manifiesto que no será posible contar con ellos para reconducir al buen camino a la pecadora ciudad del voto en blanco. Para hacer las veces, el ministro del interior envió a tres de sus arcángeles, estos policías que aquí van, jefe y subalternos, a quienes, de ahora en adelante, designaremos por las graduaciones oficiales correspondientes, que son, siguiendo la escala jerárquica, comisario, inspector y agente de segunda clase. Los dos primeros observan a las personas que circulan por la calle, ninguna inocente, todas culpables de algo, y se preguntan si aquel viejo de aspecto venerable, por ejemplo, no será el gran maestre de las últimas tinieblas, si aquella chica abrazada al novio no encarnará la imperecedera serpiente del mal, si aquel hombre que avanza cabizbajo no estará dirigiéndose al antro desconocido donde se subliman los filtros que envenenan el espíritu de la ciudad. Las preocupaciones del agente, que, por su condición de último subalterno, no tiene la obligación de sustentar pensamientos elevados ni de alimentar sospechas bajo la superficie de las cosas, son más de llevar por casa, como esta con que se va a atrever a interrumpir la meditación de los superiores, Con este tiempo, el hombre puede haberse ido a pasar el día al campo, Qué campo, quiso saber el inspector en tono irónico, El campo, cuál va a ser, El auténtico, el verdadero, está al otro lado de la frontera, de este lado todo es ciudad. Era cierto. El agente acababa de perder una buena ocasión de estar callado, pero aprendió una lección, la de que, por este camino, nunca saldría del pelotón. Se concentró en la conducción jurándose que sólo abriría la boca para responder a preguntas. Entonces fue cuando el comisario tomó la palabra, Seremos duros, implacables, no usaremos ninguna de las habilidades clásicas, como esa, vieja y caduca, del policía malo que asusta y del policía simpático que convence, somos un comando operativo, los sentimientos aquí no cuentan, nos imaginaremos que somos máquinas hechas para determinada tarea y la ejecutaremos simplemente, sin mirar atrás, Sí señor, dijo el inspector, Sí señor, dijo el agente, faltando a su juramento. El automóvil entró en la calle donde vive el hombre que escribió la carta, aquél es el edificio, el piso, el tercero. Estacionaron un poco más adelante, el agente abrió la puerta para que el comisario saliera, el inspector salió por el otro lado, el comando está completo, en línea de tiro y con los puños cerrados, acción.