PRIMERA PARTE

Médico: ¿Qué es la verdad?

Abogado: Todo lo que puedan demostrar dos testigos.

August Strindberg,

Noches de sonámbulo


1

Bennie Rosato tuvo un escalofrío al ver aquel lugar. El edificio ocupaba tres manzanas y tenía una altura de ocho plantas. No se veían en él las clásicas ventanas; en su lugar, punteaban la fachada de ladrillos una serie de rendijas con cristal a prueba de balas. En sus esquinas, unas enrejadas torres de vigilancia; rodeaba su perímetro una doble valla de tela metálica coronada por alambre de espino, que daba fe de la condición de alta seguridad del edificio. Se había desterrado el Correccional Central de Filadelfia al extrarradio industrial y en él convivían asesinos, delincuentes que presentaban diversas patologías sociales y violadores. Como mínimo, cuando no estaban en libertad condicional.

Bennie se metió en el aparcamiento medio vacío destinado a las visitas, salió de su Ford Expedition y siguió por la acera, impregnada de la humedad del mes de junio, luchando contra su propia reticencia. Había dejado de ejercer como penalista, jurándose a sí misma no volver a pisar una cárcel, cuando recibió la llamada de una reclusa que se encontraba pendiente de juicio. Acusaban a la mujer de matar a tiros a su novio, un inspector del cuerpo de policía de Filadelfia, si bien ella alegaba que un grupo de policías de uniforme le había tendido una trampa para incriminarla. Bennie se había especializado en causas relacionadas con abusos policiales; por ello había metido un nuevo bloc de notas en la cartera y se había encaminado a entrevistar a la reclusa.

LA OPORTUNIDAD DE CAMBIAR, rezaba la placa metálica situada sobre la puerta, y Bennie tuvo que hacer un esfuerzo para no reír. Habían proyectado aquella cárcel con el convencimiento de que la capacitación vocacional iba a convertir a los traficantes de heroína en operadores informáticos y, como quiera que a nadie se le había ocurrido nada mejor, seguía funcionando basándose en tal supuesto. Bennie abrió la pesada puerta gris, cuya parte central se había combado a causa de una abolladura, y pasó al interior. Notó en el acto una asfixiante atmósfera cargada de olor a sudor y a desinfectante, así como la algarabía de fuego graneado en el que se mezclaban el español, el inglés de la calle y otros idiomas que Bennie no acertaba a reconocer. Cada vez que entraba en una cárcel tenía la impresión de adentrarse en otro mundo y el panorama le traía a la memoria una ya conocida especie de consternación.

La sala de espera, llena de familiares de los internos, tenía más el aspecto de una guardería que de una cárcel. Niños pequeños que agitaban manojos de llaves de plástico con los colores primarios en los brazos de sus madres, críos que pasaban de regazo en regazo, mientras uno que apenas había cumplido los dos años intentaba dar sus primeros pasos en el pasillo, agarrándose a una sandalia de plástico en busca de equilibrio. Bennie estaba al corriente de las estadísticas: en toda la nación, el 75 por ciento de las reclusas eran madres. El período medio de estancia en la cárcel de una mujer duraba toda la infancia de su hijo. Independientemente de que las circunstancias o la corrupción hubieran llevado a las dientas de Bennie a aquel lugar, nunca podía apartar de su mente la idea de que en definitiva las víctimas eran sus hijos, abandonados allí a su suerte. Por más que lo había intentado, no conseguía solventar aquello, y fue por esta razón que finalmente había decidido dejarlo.

Bennie alejó esa idea de la cabeza y avanzó hacia el mostrador principal mientras la multitud seguía conversando. Dos mujeres mayores, una blanca y otra negra, intercambiaban recetas escritas en unas fichas. Un grupo de adolescentes en el que había hispanos y blancos se apiñaba formando un gran ramo de gorras de béisbol puestas del revés, risueños ante las fotos de un viaje a Hershey Park. Dos muchachos vietnamitas prestaban el suplemento deportivo del periódico a otro, blanco, sentado al otro lado del pasillo. A menos que hubieran cambiado las normas de la cárcel, aquellas familias pertenecían al grupo del lunes, el que acudía a visitar a los internos cuyos apellidos iban de la A a la F, el cual, con el tiempo, había confraternizado. A Bennie le había parecido siempre que aquella simpatía mutua correspondía a una forma de rechazo hasta que comprendió que se trataba de algo profundamente humano, al igual que el compañerismo que había vivido en las salas de espera de los hospitales en las peores circunstancias.

Los guardianes del mostrador, una mujer y un hombre, atendían el teléfono. La prisión tenía guardianes de ambos sexos, pues albergaba reclusos y reclusas en alas separadas. Tras el mostrador se veía un panel de cristales ahumados con aspecto opaco que ocultaba el amplio y moderno centro de control de la cárcel. Los monitores de seguridad parpadeaban ligeramente a través del cristal y sus grisáceas pantallas iban cambiando constantemente. Ante una pantalla iluminada se movía un contorno que recordaba una nube de tormenta ante la Luna.

Bennie esperó pacientemente a que le atendiera una funcionaría, por más que le molestara hacerlo. Normalmente ponía en cuestión la autoridad, pero había aprendido a no enfrentarse a los funcionarios de prisiones. Llevaban a cabo su trabajo en unas condiciones cuando menos tan intimidatorias como las de los policías, al tiempo que eran conscientes de que ganaban menos que ellos y no protagonizaban series televisivas. Ningún crío soñaba con ser guardián de prisiones.

Mientras esperaba, un niño con cascabeles en los cordones de los zapatos se acercó a ella a rastras y la miró fijamente. Estaba acostumbrada a aquel tipo de reacción pese a no poseer la belleza típicamente convencional; medía más de metro ochenta, era fuerte y corpulenta. Las hombreras del traje de lino amarillo resaltaban el volumen de sus hombros y la ondulada cabellera color miel se deslizaba con soltura por su espalda. Tenía unos rasgos que evidenciaban más franqueza que hermosura, pero las rubias altas y robustas llamaban la atención, en un sentido u otro. Bennie sonrió al niño para demostrarle que no era una chalada cualquiera.

– ¿Es usted letrada? -le preguntó la funcionaria, colgando el auricular.

Era una mujer afroamericana con uniforme negro azabache y una placa dorada sobre el considerable pecho. Llevaba el pelo recogido en un minúsculo moño, del que salían disparados como de un molinete unos rígidos mechones, y se había remangado al estilo masculino.

– En efecto, soy abogada -respondió Bennie-. Debería tener por aquí mi documento de identificación pero no consigo encontrarlo.

– Yo se lo buscaré. Déjeme el carnet de conducir. Haga el favor de rellenar la solicitud. Firme en el libro de registro de visitas oficiales -dijo la funcionaria con el piloto automático, y le entregó una tarjeta identificativa.

Bennie le mostró la licencia, rellenó la solicitud y firmó en el libro de registro.

– He venido a ver a Alice Connolly. Módulo D, celda 53.

– ¿Qué lleva en la cartera?

– Documentación legal.

– Deje el bolso en una taquilla. No se permiten los teléfonos móviles, las cámaras fotográficas ni las grabadoras. Siéntese. La llamaremos cuando la hayan acompañado a la sala de comunicaciones.

– Gracias.

Bennie buscó una silla y localizó una libre frente a la ventanilla cerrada que hacía las veces de cajero y distribuidor de ropa. Las familias habían dejado vacante aquel asiento pues recordaba la mesa situada junto a la puerta de un restaurante abarrotado; cuando se abriera, se acumularían allí las familias para dejar sus efectos personales, como los rosarios de plástico que tanto gustaba llevar a las internas junto con los turbantes de distintos colores necesarios para la identificación en las bandas. Por otro lado, a los internos siempre les venía bien algo de dinero; a Bennie, sin embargo, no le apetecía pensar en qué podían invertirlo. Consiguió meterse en el asiento junto a una fornida abuela, quien sonrió al detectar la cartera de Bennie. La sala de espera de una cárcel es el único lugar en el que es bien visto un abogado.

– Su turno, Rosato -la llamó la funcionaría.

Bennie se levantó y pasó por el detector de metales situado al otro lado del mostrador. Dejó la cartera sobre el mal pulido mosaico y levantó los brazos mientras una funcionaría hacía deslizar sus impertinentes y profesionales manos por su cuerpo, desde las axilas hasta los costados.

– Dime que no hay otra en tu vida -dijo Bennie, y la funcionaría esbozó una sonrisa.

– Arriba, jovencita.

– Vale, pero la próxima vez también me invitas a cenar.

Bennie recogió la cartera mientras un guardián abría otra puerta metálica gris de doble grosor. Los abogados firmaban una «declaración para caso de secuestro» a fin de conseguir una tarjeta de identificación; cualquier error en el nombre implicaría su exclusión en la negociación, si la tomaran como rehén. Una vez cruzado el umbral, Bennie se encontraría encerrada entre la población reclusa, que podía esconder cuchillos, afiladas cuchillas de afeitar, garrotes, mangos de herramienta, tenedores torcidos con punzantes púas y posiblemente algún soplete. Bennie tenía como únicas armas la cartera de lona y el bolígrafo Bic. Quien considere que una pluma es más poderosa que la espada no ha visitado nunca una cárcel de alta seguridad.

Cruzó la puerta con un aire de despreocupación que no engañaba a nadie y siguió por un estrecho pasillo gris, tan asfixiante como la sala de espera aunque afortunadamente más silencioso. Allí sólo llegaban los ecos del griterío lejano y dominaba el sonido de sus pisadas. Pulsó un deteriorado botón y subió sola a la tercera planta. A la salida se encontró con una ventanilla de cristal ahumado que le impedía ver a la persona situada tras ella, la cual admitió la solicitud que le pasó a través de la ranura.

– Cabina 34 -dijo la voz apagada, e inmediatamente se abrió la puerta mecánica situada a la derecha de Bennie.

Una segunda puerta la llevó a un pasillo gris con una serie de cubículos a la izquierda. Las reclusas accedían a ellos por las puertas del pasillo de seguridad situado al otro lado, y todas ellas se cerraban automáticamente. Los cubículos, de metro veinte por metro ochenta, aproximadamente, contenían dos sillas colocadas frente a frente y un teléfono gris de pared para llamar a la funcionaría. Sólo una estrecha tabla de fórmica separaba a la delincuente del abogado. Algo que nunca había inquietado a Bennie, pero que sin embargo aquel día le parecía poco adecuado. Continuó hasta el fondo del pasillo, abrió la puerta que daba a la cabina 34 y quedó algo desconcertada al ver a la interna.

– ¿Es usted Alice Connolly? -le preguntó.

– Sí -respondió ella con una sonrisa altanera-. ¿Sorprendida?

Bennie miró a la presa de arriba abajo, deteniendo el desconcertante recorrido en el rostro de Connolly. La reclusa parecía una copia, algo más atractiva y taimada, de su propia estampa, a pesar del pelo, de color cobrizo y mal escalado. Tenía los pronunciados pómulos de Bennie, también sus labios carnosos, aunque llevaba el maquillaje suficiente para hacer resaltar tales rasgos. Tendría la misma estatura de Bennie, pero estaba delgada como una modelo, de forma que el peto naranja que llevaba le quedaba muy holgado. Los ojos -redondos, azules y despiertos- eran idénticos a los de Bennie, lo que dejó por un momento estupefacta a la abogada.

Connolly le tendió la mano por encima de la tabla.

– Encantada de conocerte. Soy tu hermana gemela -dijo.


2

Bennie la miraba sin dar crédito a lo que veía. ¿Su hermana gemela?

– ¿Mi hermana gemela? ¿Es una broma?

– En absoluto -respondió Connolly. Dejó la mano, que Bennie no le había estrechado, suelta contra el costado y extendió los dedos-. Mírame bien. Somos gemelas idénticas.

Bennie iba moviendo la cabeza poco a poco. Era imposible. Pese a la similitud en los rasgos, notaba una frialdad en el ademán de la presa que ella jamás había visto reflejada en un espejo. La comparación entre ellas podría ser la de un cadáver con un ser vivo.

– Podemos parecemos pero no somos gemelas.

– Te sorprende, ya lo sé, a mí me ocurrió lo mismo. Pero es cierto.

– Imposible. -La cabeza de Bennie no podía asimilar la idea. Seguía negándolo con el movimiento de la cabeza. Veía su imagen en los ojos de la reclusa-. No me habló del tema cuando me llamó, Connolly. Me dijo que tenía que cambiar de abogado.

– No quise decírtelo por teléfono, pues no habrías venido. Me habrías tomado por una chalada.

– Y eso es lo que eres.

– No tenías noticia de mi existencia, ¿verdad? -Connolly se sentó señalándole con la cabeza la silla que tenía enfrente-. Será mejor que te sientes, te veo algo pálida. Es curioso descubrir que tienes una hermana gemela. Lo sé porque he pasado por la misma experiencia.

– Esto es una locura. Yo no tengo una hermana gemela. -Bennie se dejó caer en el asiento de plástico del otro lado de la tabla y fue recuperando el equilibrio emocional. Con casi cuarenta años, Benedetta, Bennie, Rosato era hija única de una madre enferma y un padre al que no había conocido. No tenía una hermana gemela; sí tenía un bufete, además, un novio joven y un perro perdiguero-. Yo no tengo una hermana gemela -repitió Bennie, segura de sí misma.

– Sí la tienes. No te precipites. Ya lo irás asumiendo. Fíjate en que nuestra constitución es idéntica. Yo mido metro ochenta y dos, y veo que tú también. Peso sesenta y tres kilos. Tú eres un poco más robusta, pero no tanto.

– Peso más. Dejémoslo.

– Eres bastante musculosa. ¿Haces ejercicio?

– Remo.

– ¿En barca? -Connolly la observó con ojo crítico-. Has desarrollado excesivamente los hombros. Creo que tendrías que perder un poco de peso, hacer algo. Tienes una cara bonita pero te maquillas poco. Necesitas un corte de pelo y más color en la cara. Tengo una amiga fuera que podría ayudarte. Te daría un aspecto más sexy. ¿Te gustaría mi color?

– No, gracias -dijo Bennie, desconcertada.

– Oye, a mí también me resulta extraño verte. Alucino. Alguien igual que yo, sin maquillaje. Mi otro yo.

– Yo no soy su otro yo -saltó Bennie, sin reflexionar. Valiente idea. Una reclusa, tal vez una asesina-. Que nos parezcamos un poco no significa que tengamos que ser gemelas. Muchas personas tienen un parecido con otras. A menudo alguien me dice: «Conozco a una mujer idéntica a ti».

– No es eso. Fíjate en mi cara. ¿No reconoces en ella tus propios ojos?

– No necesariamente. Soy penalista y en lo que menos confío es en las apariencias. Además, sé muy bien quién soy yo.

– Sólo sabes de la misa la mitad. La otra mitad soy yo. Escúchame. Incluso en el sonido somos iguales. La voz. -Connolly hablaba deprisa, con un tono directo, un determinado eco del tono y la cadencia de la letrada.

– Podría hacerlo a propósito.

– ¿Cómo, imitarte? ¿Por qué tendría que hacerlo?

– Para convencerme de que acepte su caso.

– ¿Crees que miento?

Una mueca de dolor se dibujó en la frente de Connolly, y Bennie, al constatar el parecido, se arrepintió de haber pronunciado aquellas palabras, por no decir de sus pensamientos.

– ¿Qué debo pensar, si no? -dijo, a la defensiva-. Aquí hay algo que no cuadra. Yo no tengo una hermana gemela. Soy hija única, toda mi vida lo he sido. Y ya está.

Connolly ladeó la cabeza.

– Nací el 7 de julio de 1962, como tú. ¿Cómo podría inventarme esto?

– ¿La fecha de nacimiento? La mía puede encontrarla en muchos sitios. Consta en las listas de ex alumnos, en Martindale-Hubbell, en Who's Who of American Lawyers, en un montón de lugares.

– Nacimos en el Pennsylvania Hospital.

– Casi todo Filadelfia ha nacido en el Pennsylvania Hospital.

Los azules ojos de Connolly se empequeñecieron.

– Tú naciste primero, a las nueve de la mañana. Yo, un cuarto de hora después. Pesabas cuatro kilos y medio. Vamos a ver, ¿cómo sabría yo esto?

Bennie no respondió. Era cierto. Había nacido a las nueve de la mañana. Muchas veces había pensado: justo a tiempo para ir a trabajar. ¿Lo habría comentado en alguna entrevista?

– Puede haberlo averiguado. Seguro que todo el mundo puede consultar el registro de nacimientos.

– La hora exacta o el peso, no. No son datos públicos.

– Estamos en la era de la información. Hoy en día todo es público. O puede que haya acertado por casualidad. Quien me ve puede suponer que pesé cuatro kilos y medio al nacer. Soy una mujer recia.

– Vale, ¿y qué me dices de esto? -Connolly apoyó sus delgados aunque firmes brazos en la fórmica-. Nuestra madre es Carmela Rosato y nuestro padre, William Winslow.

A Bennie se le secó la boca. Eran sus padres. El nombre del padre no se había publicado en ningún lugar.

– ¿Cómo lo averiguó?

– Es la verdad. Nuestro padre se marchó antes de que naciéramos nosotras. Carmela entregó a su segunda hija en adopción. Es decir, yo.

Las encantadoras mejillas de Connolly reflejaron una gran amargura, pero Bennie se dio cuenta de que eludía la pregunta.

– Le he preguntado cómo averiguó el nombre de mi padre.

– Bill y yo somos amigos. Buenos amigos.

– ¿Bill? ¿Buena amiga de mi padre?

– Sí. Es un hombre muy agradable. Trabaja de conserje. ¿Verdad que no lo sabías? Me contó que nunca te ha conocido, que no ve a Carmela porque está demasiado enferma. ¿Qué problema tiene nuestra madre? Bill no quiere hablar de ello, es como si fuera un secreto.

¿Nuestra madre? Bennie agitaba la cabeza, confundida. No comprendía cómo Connolly sabía de su padre. Su madre había llegado a odiar al hombre que no se había quedado con ella para casarse, y a medida que Bennie fue haciéndose mayor, el padre pasó a ser algo sin importancia, una nota a pie de página de una vida atareada.

– Todo eso no tiene ninguna lógica.

– Escúchame -dijo Connolly levantando la mano-. Tengo que ponerte en antecedentes. Debes saber que yo fui la gemela enferma ya desde antes de nacer. Tuvimos lo que se llama el «síndrome de transfusión de los mellizos». Significa que los mellizos comparten una sola placenta y que la sangre que debería pasar a uno de ellos se desvía para alimentar al otro. Tú pesaste cuatro kilos y medio en el momento del parto. La mayoría de bebés de los que te estoy hablando morían, sobre todo en aquella época, pero yo no corrí esa suerte.

– ¡Oh, vamos! -exclamó de pronto Bennie, molesta-. ¿Que yo le quité la sangre? ¡Valiente barbaridad!

– Es la verdad. De principio a fin. Me lo ha ido contando Bill en sus visitas.

– ¿Dice que mi padre viene a visitarla? ¿A la cárcel?

– Evidentemente. Con su camisa de franela, por más calor que haga, y su chaqueta de paño. Me dijo que estuvo buscándome. Entonces me contó que tú y yo éramos gemelas. Dijo que te llamara. Aseguró que eres la única abogada que podría ganar mi caso, que nadie conoce como tú a los polis de Filadelfia.

– La pillé, Connolly. Mi padre no tiene ni idea de lo que yo hago. Ni siquiera me conoce.

– ¿Ah, no? Pues él ha seguido tu carrera. Guarda todos los recortes.

Bennie se calló un momento.

– ¿Recortes? ¿Cómo? ¿De los periódicos?

– Cuando descubrí nuestra historia me impacienté e hice cuanto pude por conocerte. ¡Tenía tantas preguntas! ¿Tú recuerdas algo, me refiero a… cuando estábamos dentro?

Connolly se inclinó hacia ella pero Bennie se apartó.

– ¿Dentro?

– Yo sí. Guardo recuerdos de ti, como de un espectro. Un fantasma cerca de mí. Y tienen que venir de la época en que estábamos dentro, la única en que estuvimos juntas. De niña, siempre me sentí sola. Como si me faltara un pedazo de mí misma. Nunca soporté estar sola. Es algo que aún me ocurre hoy en día. Cuando Bill me habló de ti, vi que todo encajaba. Háblame de nuestra madre. ¿Qué le pasa? ¿Por qué nadie quiere hablar de ella?

– Tengo que marcharme -dijo Bennie, levantándose. Aquella interna era una artista del camelo o de la vana ilusión. La confabulación policial era una paranoia. Determinados clientes no merecían la pena, por más interesante que fuera el caso. Cogió la cartera-. Lo siento, le deseo suerte.

– No, espera, necesito tu ayuda. -Connolly se puso de pie como una sombra a la que se deja atrás-. Eres mi última oportunidad. Yo no maté a Anthony, te lo juro. Lo mataron los polis. Están cubriendo sus espaldas y a mí me han tendido la trampa. Todo es un cuento.

– Ya tiene usted un abogado, él se ocupará de todo.

Bennie descolgó el teléfono de pared. Sabía que comunicaría inmediatamente con el despacho de seguridad.

– Mi abogado no moverá un puto dedo. Me lo asignó el juez. No sé si lo he visto un par de veces en un año. Todo lo que ha conseguido es retenerme aquí. También forma parte de la confabulación.

– Lo siento, no puedo ayudarla.

Bennie colgó el teléfono y se acercó a la ventanilla de la puerta. ¿Dónde estaba la funcionaria? El pasillo de hormigón estaba desierto. Entre Bennie y el exterior había tres puertas cerradas. Una inexplicable sensación de pánico fue abriéndose paso en su pecho.

– Esperaba que me creyeras, pero veo que no. Lee esto antes de decidir nada. Nuestra madre no te lo ha contado todo. Comprobarás que te estoy diciendo la verdad.

Connolly le alargó un sobre marrón, que Bennie dejó allí.

– No tengo tiempo para leerlo. He de marcharme, ya llego tarde. ¡Funcionaria!

– Cógelo. -Connolly empujó el sobre en la tabla de separación-. De lo contrario, te lo mandaré por correo.

– No, gracias. Tengo que volver al trabajo.

Bennie accionó el pomo y empujó la ventanilla de la puerta. Una fornida funcionaria se acercaba a paso ligero, las perneras ondeando, la expresión, más de fastidio que de alarma.

– Coge el sobre -gritó Connolly, pero Bennie no le hizo caso y siguió intentando en vano accionar la puerta.

¡«Vamos»! Por fin llegó la funcionaria a la puerta del cubículo, metió la llave en la cerradura y abrió de par en par con un gesto tan rápido que Bennie estuvo a punto de caer hacia el pasillo.

– ¡Funcionaria! -gritó Connolly-. Mi abogada se deja el historial.

Alargó el brazo por encima de la tabla con el sobre en la mano, pero la guardiana, en un rápido movimiento, desenfundó la negra porra que llevaba en la cintura y la blandió.

– ¡Ya basta! -gritó-. ¡Siéntese! ¿Qué busca, un expediente?

– Vale, vale, ¡tranquila! -dijo Connolly replegándose en la silla y levantando los brazos intentando protegerse-. Se ha dejado el historial. Lo digo por ella. ¡Es suyo!

Bennie se apoyó contra la puerta, totalmente confundida. No quería llevarse los papeles de Connolly, pero tampoco le apetecía que la aporrearan. La reclusa que tanto se parecía a ella estaba encogida en la silla y Bennie sentía miedo por ella y por sí misma a la vez.

– No quería hacerme ningún daño -dijo sin ni siquiera reflexionarlo.

La funcionaría se volvió aún con la porra levantada.

– ¿Es su historial o no, abogada?

– Pues… sí.

Por nada del mundo quería que pegaran a Connolly.

– ¡Pues cójalo! -le ordenó la funcionaría.

Bennie cogió rápidamente el sobre y se lo puso bajo el brazo. Notaba la boca terriblemente seca y el pecho comprimido. Tenía que salir de la cárcel. Corrió en busca de la salida, sujetando aquel sobre que no quería contra los senos.


3

Cuatro policías se apretujaron en el compartimiento más alejado de la puerta que tenían por costumbre utilizar en Little Pete's. Se combaron las hombreras de tela azul al instalarse en los bancos de vinilo, mientras las radios descansaban, silenciosas, en los gruesos cinturones de cuero. En el centro de la mesa, las negras porras iban rodando juntas como almadías urbanas. Las gorras azules con cordones, cada una con su gruesa insignia cromada encima de la visera de charol negro, aguardaban en fila en un estante próximo. Era pronto para el almuerzo, como llamaban a cada comida los del turno de noche, pero a James Lenihan, Surf, le obsesionaba otra cosa.

Le habían puesto el sobrenombre de Surf porque su aspecto se adecuaba al papel: pelo rubio aclarado por el sol, cuerpo curtido y musculoso a causa de los veranos en que había trabajado como socorrista en South Jersey. Surf poseía el impaciente metabolismo del atleta nato y siempre le picaba un gusanillo u otro: el nuevo contrato, los siguientes destinos, el calendario judicial. Se inclinó para hablar, a pesar de que el Little Pete's estaba casi vacío.

– En serio -murmuró, pero Sean McShea soltó tal carcajada que estuvo en un tris de ahogarse con el filete al queso, y Art Reston le llamó gilipollas.

– Pero ¿cómo puedes tragarte semejante majadería? -preguntó Reston sin dejar de mover la cabeza.

Era un hombre alto y fuerte, con un oscuro bigote bien cuidado que disimulaba su labio superior excesivamente fino y unos ojos castaños que mostraban un brillo de escepticismo profesional. Los quince años que Reston había pasado en el cuerpo le enseñaron a no creerse nada a menos que se lo ratificara la balística, el informe forense o el presidente del sindicato.

– No lo dudéis. -Surf golpeaba contra la mesa con el canto de la mano-. Rosato es hermana gemela de Connolly. Lo ha dicho la amiga de Katie, la que trabaja en el centro. Le ha dicho a Katie que hoy Rosato ha ido a verla.

– Te la han dado con queso.

Reston metió su bocadillo de jamón y pimiento en un cesto de plástico rojo que tenía la inexplicable forma de un barco. A su lado, Sean McShea, con la carcajada aún en los labios, arrancaba una servilleta del servilletero de acero inoxidable. Aquel hombre regordete y alegre, de nariz protuberante y sonrosadas mejillas, habría representado a la perfección el papel de Santa Claus en un hospital infantil. Su ancho rostro enrojecía de regocijo mientras se secaba los labios y dejaba una mancha de kétchup en la rugosa servilleta.

– ¿Cómo iba a dármela con queso? -respondió Surf-. ¿Por qué iba a hacerlo?

– Y a mí qué cono me cuentas; puede que te tire los tejos. Que quiera que le des un hueso a roer, a ser posible el tuyo.

Reston se echó a reír pero la expresión de Surf siguió reflejando inquietud.

– Si no me creéis, podéis comprobar el registro. Hablo en serio. Rosato ha estado allí. Y Katie ha dicho que además son idénticas.

– Sandeces. -Por fin McShea dejó de reír y se secó los ojos con la otra punta de la manchada servilleta-. Si fueran tan iguales, alguien se habría dado cuenta ya de ello.

– No. -Surf negaba con la cabeza-. Connolly lleva el pelo teñido de rojo. Rosato es rubia. Además, Rosato es más fuerte, ¿no te acuerdas?

– No, yo nunca la he visto, ni puta idea -saltó Reston-. Es una taleguera, chaval. Un putón. Esa Connolly es una catedrática del chanchullo. Si no, fíjate cómo nos lió.

– Y si se trata de una patraña, ¿qué? Da igual. Suponiendo que Connolly consiga convencer a Rosato para que le lleve el caso, nos ha jodido.

Junto a Surf, Joe Citrone iba escuchando en un silencio sepulcral. Joe estaba a punto de jubilarse y era un hombre alto, de nariz huesuda, que ponían entre corchetes unas prolongadas arrugas procedentes de su diminuta boca y la puntiaguda barbilla. Joe nunca hablaba mucho y Surf siempre le había considerado una persona triste por las oscuras manchas que suelen tener los italianos bajo los ojos. A pesar de todo, Joe era el poli más listo que él conocía.

– Oye Joe -dijo Surf, volviéndose hacia él-. ¿Tú qué opinas? La amiga de Katie dice que son idénticas. ¿Por qué iba a fastidiarnos?

– No lo sé.

– ¿Conoces a la amiga de Katie? Tú conoces a todo el mundo.

– La hija de Scotty.

– Ésa es. ¿Por qué iba a decir sandeces sobre Katie en algo así?

– No lo sé.

– ¿Crees que son gemelas?

– No lo sé.

McShea empezó a reír otra vez.

– Joe en el estrado de los testigos: «No. No. No. No lo sé».

– ¡El juego de Joe! ¡El juego de Joe! ¡El juego de Joe! -gritaron todos a excepción de Surf, aporreando la mesa. Aquél era el juego de Joe, al que jugaban siempre para tomar el pelo a Citrone-. Joe en su casa -empezó Reston-. La parienta dice: «¿Te apetecen unos espaguetis, cariño?». «No lo sé.» «¿Te lo has pasado bien en Disneylandia?» «No lo sé.» «¿Me quieres, cariño?» «No.»McShea iba pegando contra la mesa con su fornida mano.

– ¡Tengo otra! Joe en la cama. -Sus animados rasgos adoptaron una gran inexpresividad-. «No, no, no. ¡Oh!»Citrone no hizo caso a las risas y terminó su filete al queso, lo que no consiguió otra cosa que arrancar más carcajadas de McShea y Reston. Surf no soportaba aquello. ¿Qué les había dado a aquellos gilipollas? Tal vez Joe no fuera tan listo. Quizá no hablaba por no dejar patente su estupidez.

– No tenía que haberme metido en eso -dijo Surf-. Lo sabía. ¡Anda si lo sabía!

– Déjalo ya, te estás poniendo en evidencia -dijo Reston con una mueca-. ¡Huy, cómo me asusta Rosato!

Surf movía la cabeza.

– Es más inteligente que el inútil que le lleva el caso ahora. Y no es de los nuestros.

– ¡Vaya problemón! -comentó Reston-. Tiene un bufete de tías. Oye, ¿tendrán todas la regla a la vez? -pegó un codazo a McShea-. ¡Valiente pesadilla! Un montón de abogadas con la regla.

McShea dejó de reír, captó el gesto de preocupación del rostro de Surf y luego pegó una palmadita en la barbilla del novato.

– Tranquilo. Si Rosato coge el caso, y desde ahora te aseguro que no lo hará, no va a tener tiempo para prepararlo. ¿Qué falta? ¿Una semana? Y pasará la mitad del tiempo concediendo entrevistas… periódicos, tele. Ya la conoces. Cuando no está en el estrado, la ves frente a una cámara.

– ¡Cotorreando! -exclamó Reston, pero Surf le fulminó con la mirada.

– Si tú no haces nada al respecto, ya lo haré yo.

Citrone se frotaba las puntas de los dedos, desprendiéndose de unas invisibles migas.

– No lo hagas, muchacho -dijo en voz baja.

– ¿Que no haga qué? ¿Resolverlo?

La expresión de Citrone no cambió.

– No te muevas.

– Yo puedo resolverlo. Sé qué hay que hacer. No puedo quedarme así, rascándome los cojones.

– Yo lo solucionaré -dijo Citrone, y todo el mundo lo tomó como la última palabra.

Es decir, todos menos Surf.


4

Alice Connolly estaba tumbada en la estrecha cama de su celda. Ninguna interna se quedaba allí durante las horas de libre acceso al exterior a menos que quisiera hacer algo que no le apeteciera que vieran las funcionarias o que hiciera algo con alguna de éstas a escondidas del resto, pero Alice pasaba todo el tiempo sola en la celda. Había puesto las cosas claras a Diane, una blanca pobre del Sur con quien compartía la celda: «No aparezcas por aquí ni en pintura». Diane había seguido el consejo. La muchacha sólo tenía veintitrés años pero aparentaba unos cincuenta a causa del crack. Los adictos a la pipa parecían haber nacido a los cincuenta.

Alice se retorcía para conseguir una postura cómoda en la cama. La celda, de cemento gris, contenía un lavabo de acero inoxidable sobre el que colgaba un espejo de plástico del tamaño de un periódico. Un esmirriado estante de fórmica montado en la pared hacía las veces de escritorio y frente a él, un destartalado taburete sujeto al suelo, al lado de la taza del inodoro, también de acero inoxidable. Ésta no tenía tapa y la celda apestaba. Alice ni se molestaba en ponerse de espaldas al váter; sabía que no cambiaría nada. Seguía tendida en la incómoda cama con la vista fija en la pared que tenía enfrente.

Alice no tenía nada personal en la celda, a diferencia de la mayoría de internas. Ninguna foto de algún novio con una lata de cerveza en la mano ni de grupos escolares sobre un fondo de imitación de cielo azul. La última moda en el centro eran las páginas de revista dobladas formando un abanico. Las mujeres las colocaban en los botes para lápices como si fueran ramos de flores, en su intento de dar un toque acogedor a la cutre estancia. ¡Encima! Alice no le veía la gracia. Desde el día en que le entregaron el uniforme y le mostraron la celda, había invertido hasta el último minuto pensando en la forma de salir de allí. Estaba convencida de que la condenarían. No estaba dispuesta a llegar al juicio y dejar que Pennsylvania le exprimiera todo el jugo en el tribunal.

Así pues, desde el primer día Alice se convirtió en la reclusa modelo. Fregaba el suelo de la cocina, restregaba la capa de mugre de las duchas, enseñaba informática. Intentaba encontrar la forma de pasar inadvertida, lo que fuera. Establecía contacto con la dirección de las bandas, con las de los turbantes y las hispanas, en un intento de aprender lo que podían enseñarle. Incluso sacaba información a Valencia, una espalda mojada, su camello particular. Pero en un año Alice no había llegado a ninguna parte. El juicio estaba a la vuelta de la esquina.

Y de pronto le cayó del cielo la única chispa de suerte en su vida. Ocurrió que la funcionaría llamó a la puerta de su celda diciéndole que una persona llamada William Winslow quería verla.

«No conozco a nadie que se llame Winslow», había contestado Alice, pero aquello le picó la curiosidad. Se puso aquel feo peto naranja después del cacheo, la pulsera de plástico con el código de barras y bajó a la sala de visitas. Ésta era amplia, con sillas de acero inoxidable colocadas frente a frente en grupos de cuatro, y estaban todas ocupadas. Las familias no paraban de gritar y los novios hacían lo que podían bajo el cartel de PROHIBIDO BESARSE. Vio sentado en solitario a un anciano con aspecto de espantapájaros. Era alto y delgado, con la cabeza inclinada hacia delante como si le hubieran rellenado el cuello de heno. Llevaba una americana sport, una camisa de franela y un sombrero de fieltro marrón, que se levantó al ver a Alice.

¿Aquel vejete era su visitante? Alice estuvo a punto de soltar una carcajada. Fue a sentarse frente a él. El hombre iba aclarándose la voz pero no conseguía articular palabra alguna. Tenía el rostro curtido y arrugado. Alice le preguntó quién era y por qué estaba allí. El hombre le contestó que ella era su hija. Dijo que la había entregado en adopción.

«¿De qué coño me está hablando?», fue la respuesta de ella. Por lo que sabía, nadie la había adoptado, aunque sus padres hacía ya demasiado tiempo que criaban malvas para preguntárselo. Tampoco habían sido nada del otro mundo cuando había podido acceder a ellos.

«Ésa eres tú, de bebé», le había dicho el espantapájaros, sosteniendo con mano temblorosa una foto en blanco y negro.

Perfecto. Le daba igual. Un viejales, tal vez con demencia senil. Cogió la foto de un bebé rechoncho con ojos muy redondos. Tenía el aspecto de cualquier bebé del mundo. Alice le devolvió la foto y le dijo que se fuera a tomar viento. Habría pasado demasiado tiempo en los maizales. Pero a partir de aquel día, Bill siguió acudiendo a visitarla una vez al mes durante unos seis meses. Las guardianas bromeaban diciéndole que tenía un Jan, algo que sucedía constantemente. Tipos puteros a los que gustaban las chicas malas y les llevaban tonterías. A veces las hacían ellos mismos, como el joven jamaicano que llevaba a Diane cajitas forradas con fotos. Otros les llevaban dinero.

Winslow nunca ofreció dinero a Alice, pero ella aceptó las visitas con la idea de que tal vez podría utilizarlo. De una forma u otra, podía utilizarse a todo el mundo, incluso a un chiflado. El hombre siempre le preguntaba por su defensa y fruncía el ceño cada vez que Alice le decía que su abogado era un desgraciado. Se fijó en la reacción de él y lo aprovechó, pinchándole para que le consiguiera otro. Entonces, hacía unos días, el viejo soltó la bomba: «Tienes una hermana gemela, Alice. Tu hermana es la mejor letrada de la ciudad. Domina todo lo que se refiere a la policía. Ha llegado el momento de que la llames. Enséñale esto».

¡Vaya con Bill! Le pasó un sobre. Alice echó un vistazo a su interior y tuvo la impresión de haber acertado en la lotería. Le daba igual que fuera verdad o que aquel chalado estuviera realmente como una regadera. Aquello podía ser su salvación. El billete de salida. Pero había una cosa que no entendía: «¿Por qué cono no me lo dijiste antes? Llevo un año pudriéndome en el talego. ¡Hace mucho que podía haber llamado a Rosato!».

El espantapájaros quedó pasmado ante la airada respuesta y empezó a apretar y soltar el ala del sombrero que tenía entre las manos. «Creía que todo iría bien, Alice. Pensaba que tenías un buen abogado. Ahora veo que necesitas a Bennie.»Alice cambió de postura en la combada cama. ¡Una buena broma! ¿Bennie Rosato, la famosa abogada de causas perdidas, hermana gemela suya? ¿Y qué? En realidad no sabía si Rosato era su hermana gemela y además le importaba un bledo, pero así empezó. Alice tenía que convencer a Rosato de que eran gemelas; por tanto tenía mucho trabajo por delante. Leer los periódicos y memorizar los artículos sobre Rosato y sus casos. Navegó por Internet en busca del sitio Web del bufete de Rosato, y cuando lo encontró vio el aspecto que tenía la abogada y cómo vestía. Empezó a comer para ganar unos kilos y decidió dejarse crecer el pelo como el de Rosato. Incluso veía las noticias en el canal de los tribunales con la intención de conseguir imitar la voz de Rosato.

También se convirtió en una experta en el tema de los gemelos. Empolló a fondo el tema como si su vida dependiera de ello, pues en realidad así era. Entró en la red en busca de libros y páginas Web que tocaran el tema de los gemelos para poder pescar una serie de detalles y vender así la historia a Rosato. Lo estudió desde el punto de vista médico y consiguió, incluso, los recuerdos del interior del útero. No disponía de mucho tiempo y en unos días aprendió todo lo que pudo. Casi llegó a convencerse a sí misma de ello. Quizá la habían adoptado. Quizás era cierto que tenía una hermana gemela. Aquello le habría explicado algunas cosas, como lo poco que le gustaba estar sola. Y también el hecho de que siempre habían pensado que no se parecía a sus padres. ¡Qué diferentes eran de ella! Aburridos. Estúpidos, perdedores.

Alice se mentalizó para conocer a Rosato. Supo que estaba a punto la noche en que la abogada salió en las noticias. Una rápida instantánea de Rosato y una de las del turbante que estaba viendo la tele gritó: «Es idéntica a ti, Alice».

«Evidentemente», dijo Alice para sus adentros. A la mañana siguiente llamó a Rosato y la abogada acudió corriendo. La entrevista no había salido perfecta, pero Rosato volvería. La abogada había quedado confundida, pero lo superaría. Sentiría curiosidad por Alice. Por ella misma.

Una silueta rechoncha con uniforme azul, correteando por el pasillo, interrumpió las cavilaciones de Alice. Valencia Mendoza llegó a su puerta y asomó la cabeza por la celda. Unos tirabuzones largos, de pelo grueso, enmarcaban los rasgos suavizados por un exceso de grasa y una generosa capa de maquillaje. Alice se incorporó en la cama soltando un profundo suspiro.

– ¿Qué quieres? -le preguntó notando cómo el perfume barato de Valencia impregnaba la estancia.

Incluso sofocaba la peste del inodoro, pero Alice no estaba segura del olor por el que se inclinaría.

– No quiero nada -respondió Valencia con su voz de niña.

– ¿Por qué has venido, pues?

– Estoy preocupada.

– No tengo tiempo para tus preocupaciones. -¡Qué insoportable le parecía aquella hispana! Eran gente trabajadora, acostumbrada a recibir órdenes, pero pesadísimos-. No tienes que preocuparte por nada.

– Hace una semana que no sé nada de mi Santo -dijo Valencia, intranquila-. Mi madre me llama cada semana y me dice cómo le va. Lo pone al teléfono. Esta semana no ha llamado, algo pasa.

– Santo está bien. Tu madre recibió el dinero ayer. -Alice hizo una pausa, revisando mentalmente la historia. Resultaba difícil seguir la pista de los pagos sin el ordenador portátil, pero nadie proporcionaba estos aparatos a las personas encarceladas. Algo cruel y fuera de lo común-. Santo está bien.

– ¿Recibió el dinero ayer? ¿Por qué no llamó?

– No lo sé, Valencia. Yo no conozco a tu madre. Tal vez haya conocido a alguien.

Los maquillados párpados de Valencia se agitaron levemente.

– La última vez que hablé con ella, Santo tenía otra infección de oído. El médico dijo que si tenía otra, tendrían que abrirlo. Y eso es caro.

– ¿Pero tú qué quieres, sangrarme o qué?

Alice entrecerró los ojos y las uñas color escarlata de Valencia volaron hacia el rosario de plástico azul que llevaba en el cuello.

– No, no, Alice, yo no.

– Te lo montas mal. Y yo que te consideraba una buena chica… -dijo Alice mirando a su empleada.

Valencia era novia de un peso gallo, y Alice la había reclutado enseguida. Valencia era más lista que la mayoría, oportuna en los recados, y siempre hacía lo que se le mandaba. Luego se quedó embarazada y aquello la destrozó. Metió material en los pañales de Santo y la ligaron. El truco más viejo del mundo.

– Soy buena chica -respondió Valencia-. Yo no te sangro. Nunca. Yo no.

– Tu madre recibirá el dinero todas las semanas si sigues cerrando la boca. Ése es el trato. Ya sabes que ése es el trato, aunque el inglés no se te dé muy bien.

– Vale.

– ¿Vale, qué?

– Sí, sé el trato -respondió Valencia, asintiendo-. Lo juro.

– En el trato no hay más. Ni abrir, ni nada. -Alice se levantó, puso la mano sobre el mullido hombro de Valencia y le pegó un apretón-. En cuanto dejes de ser una buena chica, yo dejo lo del dinero. ¿Y qué será de Santo entonces? Dímelo tú, Valencia.

– Yo no digo nada.

Las cejas de Valencia descendieron. Las llevaba tan pintadas que parecía que un crío se hubiera entretenido haciendo garabatos en sus contornos. Y lo mismo ocurría con el lápiz de labios, del color de la gelatina de cereza, que embadurnaba sus abultados labios.

– Tú quieres a Santo, ¿verdad? -Alice hundió sus fuertes dedos en el hombro de Valencia.

– Claro que quiero a mi Santo. Es mi niño. No diré nada.

– Y no creo que Miguel quiera cuidar de Santo, ¿eh? Sobre todo con los combates que consigue. Si ni siquiera se casará contigo. Vamos a ver, ¿lo hará? -Los oscuros ojos de Valencia se empañaron y Alice sintió asco-. ¿Lo hará, Valencia?

– No -respondió, casi en un susurro.

– ¿Quién se ocupa de Santo, Valencia?

– Tú.

– Eso es. Yo. No lo olvides. -La soltó-. Y deja de llorar. Si hace falta que abran al niño, también lo arreglaremos. Lo arreglaré yo. ¿Oyes?

– Sí.

El labio inferior de la muchacha temblaba y una lágrima descendía por su mejilla.

– ¿Qué tienes que hacer tú, Valencia? ¿Lo sabes?

– Lo sé.

– Tienes que cerrar el pico. Cerrar ese jodido pico.

– Cerrar ese jodido pico -repitió Valencia, estallando en llanto.

Alice sonrió con tristeza. Valencia era, en definitiva, un cabo suelto. Y Alice ya no podía permitirse ningún cabo suelto.


5

– Por favor, atienda a mis llamadas -dijo Bennie, y salió disparada pasando por delante de la asombrada recepcionista con un aire que asustó incluso al resto de colaboradoras y secretarias.

Avanzó por el pasillo de su despacho, dejando atrás las mesas de pino con sus ordenadores y el grabado de Thomas Eakins en el que se veía a un remero en el río Schuylkill. Bennie, que también era remera de élite, practicaba diariamente en el mismo río deslizándose bajo los arcos de piedra que tan fielmente reproducía el artista. Normalmente su mirada se fijaba en alguno de los grabados al pasar, pero no aquella tarde. ¿Una hermana gemela? ¿Era posible? Ni hablar.

Bennie no había abierto el sobre en el coche. Lo había dejado en el asiento del acompañante, y le había parecido algo tan indiscreto como un autoestopista. «Te demostrará que todo lo que digo es cierto», le había dicho Connolly. Aquella voz era muy parecida a la de Bennie, y la risa casi un eco de la suya. Pero se trataba de un ardid, no podía ser otra cosa. Las cárceles estaban llenas de embaucadores, todos buscaban asistencia legal gratuita. Bennie recibía casi todos los días cartas de reclusos, y el correo aumentaba cada vez que aparecía en televisión. Connolly simplemente había elegido una aproximación más original.

Bennie entró en su despacho, cerró la puerta, sacó el sobre de la cartera y abrió la arrugada solapa amarillenta. Contenía tres fotos, una de veinte por veinticinco y otras dos más pequeñas, del tamaño típico de instantánea. Le llamó la atención la grande. Era en blanco y negro y en ella se veía doce pilotos frente a un avión en el que se notaba mucho el grano de la foto. La sombra de la hélice se proyectaba en las remachadas planchas del aparato y los soldados de las fuerzas aéreas miraban a la cámara colocados en dos filas, como un jurado. En la fila posterior, una alineación de hombres vestidos con cazadoras de aviador, corbata grisácea y gorra con insignias. Delante, otra hilera de pilotos arrodillados con gorras forradas de basta lana. El piloto situado a la izquierda de la fila de abajo posaba apoyándose en una sola rodilla y tenía unos ojos claros, que Bennie identificó. Los suyos.

Tragó saliva. Los ojos del soldado eran redondos y grandes como los suyos, pese a que forzaba la vista, ya que se encontraba cara al sol. Tenía la nariz más larga que la de Bennie y los labios algo más finos, pero el pelo era rubio rojizo como el suyo. Notó como una sacudida en las entrañas y dio la vuelta a la foto. «Foto oficial de la tripulación», vio escrito en el reverso con letra clara y aplicada. «Tripulación del teniente Boyd, Escuadrón de Bombardeo 235, Grupo de Bombardeo 106, Segunda División, 8.a Fuerza Aérea.» Habían escrito los nombres de los de la fila de atrás con la misma letra que las de todos los tenientes. La mirada de Bennie pasó rápidamente al final de la segunda línea. Una lista de sargentos que acababa con el nombre del último: William S. Winslow. Bill Winslow.

Papá.

¿Papá? Bennie consultó el reloj. Aún tenía posibilidades de descubrirlo aquel día. Cogió la foto del grupo y dio una ojeada a las pequeñas. Pensaba mirarlas bien por el camino. Tenía que llegar antes de que se acabara el horario de visitas.


Los últimos rayos de sol difundían una oscura luz dorada en las ventanas de estilo neoclásico, dibujando unos relucientes arcos en la alfombra oriental. La sala de estar era espaciosa y en ella se veían gastados sillones antiguos y sofás, agrupados alrededor de mesitas de caoba. En las paredes, óleos con paisajes y el retrato de un médico con semblante sombrío, con traje, chaleco y una cadena de reloj, iluminado por un aplique de latón. El lugar estaba decorado siguiendo el modelo de la elegancia de rancio abolengo. Nadie habría imaginado que se trataba de un hospital mental.

Habían colocado la silla de ruedas de su madre contra una de las ventanas, al parecer para que tuviera vistas sobre el césped delantero recién cortado. La citada silla proyectaba una sombra distorsionada, con los brazos alargados y las ruedas elípticas. La cabeza de la madre conformaba una arrugada silueta que sobresalía del respaldo de plástico de la silla. Bennie notó una punzada de dolor al cruzar la sala vacía en dirección hacia la silla. Contaban con que la enfermedad de su madre seguiría estable con la medicación. Algo positivo y negativo al mismo tiempo.

Bennie se sentó en una otomana en la que había bordadas en cañamazo escenas de la caza del zorro.

– ¡Eh! ¡Qué bonito se ve! -Su madre no volvió la cabeza de la ventana-. Mamá, ¿cómo estás?

La luz del sol daba de lleno en la cara de su madre pero ella ni siquiera parpadeaba. Era una mujer menuda, de barbilla y pómulos delicados y un espeso y rizado pelo gris. Una piel pálida y apergaminada recubría sus suaves mandíbulas, profundas arrugas surcaban su frente. Los ojos tenían un lánguido tono castaño y los párpados se veían algo hinchados por la edad. El único rasgo duro era la nariz, que a Bennie le había parecido hasta hacía muy poco un detalle amenazador.

– ¿No vas saludarme, mamá?

Nada, ni el más leve parpadeo. La mujer llevaba ya dos semanas así. Los médicos iban ajustando las dosis, pero no adelantaban nada.

– ¿Te molesta el sol, mamá? ¿Quieres que aparte un poco la silla?

De pronto la mujer se deslizó un poco hacia abajo en la silla. La manta de algodón azul resbaló en sus piernas, dejando al descubierto los angulosos tobillos bajo el dobladillo de la bata de felpa. Las mullidas zapatillas le iban un poco holgadas y se le le-vantaban en las puntas. Bajo la translúcida blancura de aquella piel se dibujaban unas venas oscuras, como delgados trazos esbozados en tinta china.

– Mamá, deja que te ayude.

Bennie apartó un poco la silla del sol, cogió a su madre por los delgados hombros y la levantó un poco. La anciana ni ofreció resistencia ni ayuda; su cuerpo era ligero como un farolillo de papel. Un profundo olor impregnaba aquel cuerpo, aunque no tenía nada que ver con el perfume Tea Rose que tanto le gustaba a ella; al contrario, era algo amargo y medicinal. Bennie le colocó bien la manta.

– ¿Mejor así?

La anciana no respondió, pero volvió a deslizarse hacia abajo, abriendo completamente las rodillas. De haber sentido algo, aquello le hubiera molestado, y la propia Bennie se estremeció al pensarlo mientras juntaba de nuevo sus piernas y las cubría con la manta.

– Siéntate derecha, mamá. Tienes que permanecer sentada. ¿Puedes hacerlo? -Bennie volvió a acercarse a ella, la aupó de nuevo y la sujetó así un momento-. ¿No está mejor así? ¿Lo notas? Ahora voy a soltarte. Cuando lo haga, procura mantenerte en alto. ¿Preparada? Uno, dos, tres. -Bennie se apartó de ella pero la madre resbaló de nuevo en el profundo mar de algodón azul, la barbilla apenas por encima del agua. Bennie soltó un suspiro y volvió a colocar la manta sobre las piernas de su madre-. No has ido al comedor esta noche, mamá. ¿Has comido en tu habitación?

La expresión de la madre siguió inalterable.

– ¿Ha venido Hattie a verte? Me ha dicho que sí. Que habéis almorzado juntas. Tú has tomado sopa, ¿verdad? Pollo con fideos. -Bennie agarró los brazos tapizados en verde de la silla de ruedas y la acercó un poco hacia ella-. ¿No vas a hablar? ¿Qué, tengo que tomarte declaración?

Pero ni siquiera con aquella treta consiguió una reacción. Los ojos de la anciana estaban fijos en Bennie sin verla. De no haberlo experimentado ella misma, Bennie no habría creído que aquello era físicamente posible. Hasta donde se remontaban sus recuerdos, Carmela Rosato había sido una mujer enferma, y su hija se había hecho mayor cuidando de ella, en lugar de hacer lo que hacen las otras chicas. Habían dado un paso importantísimo con la terapia de electrochoque, pero el corazón de la anciana se había ido debilitando. Bennie decidió que finalizara dicho tratamiento porque prefería que su madre estuviera deprimida que muerta. En momentos como aquél, sin embargo, dudaba sobre su decisión.

– ¿Mamá? -dijo-. ¿Mamá?

Su madre parpadeó, volvió a hacerlo, y Bennie se dio cuenta de que se estaba quedando dormida. Luego recordó. El sobre. Las fotos de la cartera. No sabía bien qué hacer. Por intenso que fuera su interés, le costaba sacar el tema. Su madre ya era muy frágil. ¿Y si las preguntas la sumergían en un estado catatónico más profundo? ¿Y si le daba un ataque al corazón?

De todas formas, Bennie en su vida había formulado una pregunta a su madre y ahora lo único que necesitaba era una respuesta. Estaba convencida de que no tenía una hermana gemela y de que tenía derecho a que se lo confirmaran. Notó una profunda sensación de enojo pero la dejó a un lado, avergonzada. No era que su madre no quisiera ayudarla, no podía hacerlo. Bennie ni siquiera estiró el brazo para coger la cartera. Se quedó en la otomana, inmóvil como su madre en la silla de ruedas.

La luz del sol fue perdiendo fuerza hasta adquirir el tono del latón deslustrado y la estancia se enfrió. Bennie observó cómo los ojos de su madre se iban cerrando y la cabeza se inclinaba lentamente hacia delante. La piel tenía un tono amarillento, céreo. La respiración era superficial. La anciana moriría dentro de poco. ¿Cómo? Aquello cogió por sorpresa a Bennie. No moriría dentro de poco, dormiría dentro de poco. Bennie no hizo caso del nudo que se le hacía en la garganta, cogió el sobre y lo colocó sobre sus rodillas.

– Tengo que hablarte de algo, mamá. Es importante. Despierta. Despierta, mamá. -Dio unas palmaditas a la rodilla de su madre pero aquello no surtió efecto-. Lo siento, mamá, pero he de preguntarte algo. Aunque sea una locura, quiero oírte decirlo. ¿Mamá?

Su madre se movió un poco y levantó la cabeza haciendo un esfuerzo que provocó en Bennie un sentimiento de culpabilidad.

– Muy bien, mamá. Perfecto. ¿Me ves ahora? ¿Me ves?

La madre tenía los ojos abiertos aunque la mirada perdida. Bennie decidió que no veía nada.

– Hoy he conocido a una mujer que afirma ser mi hermana gemela, mamá. Dice que es mi hermana gemela. ¿Verdad que es una estupidez? Estoy segura de que lo es.

Su madre parpadeó con tanta parsimonia que parecía casi un gesto a cámara lenta.

– Ya sé que es una cosa rara. Desconcertante, más bien -Bennie sonrió porque su madre no parecía sorprendida. No mostraba expresión alguna-. No pongas esa cara de asustada -le dijo, con una risita que duró muy poco-. ¿Me has oído, mamá? Sé que me has oído. ¿Piensas responderme?

Pero la madre no lo hizo.

– Si no contestas, voy a echar mano de la artillería pesada. No me obligues a ir hasta ahí. Tengo fotos. De mi padre, según dice ella. ¿Quieres verlas?

No hubo reacción.

– ¿No quieres verlas?

La anciana seguía sin reaccionar.

– Puesto que así lo has querido… -dijo Bennie cogiendo la foto del grupo, aquella en la que se veía a los pilotos y el avión-, échale un vistazo.

Bennie sostuvo la foto ante el rostro de su madre y reparó en unas sombras oscuras en las cuatro esquinas del reverso de la foto, como si hubiera estado en un álbum. Luego la apartó y examinó el rostro de su madre. Los ojos de la anciana no siguieron el movimiento, ni siquiera parecía que hubieran visto al piloto, por lo que Bennie la situó dentro de lo que decidió que sería el campo visual de su madre. Ésta siguió sin centrar la vista en la instantánea.

– Me han dicho que ésta es la prueba número i. ¿Es ése mi padre? -Bennie señaló con el dedo el extremo de la foto-. Ése, el que tiene unos ojos parecidos a los míos… -Los párpados de la madre descendían de nuevo, y con ellos todas las esperanzas de Bennie-. ¿Mamá? ¿Es un gesto afirmativo o te estás durmiendo?

La cabeza de su madre quedó casi pegada al pecho y el cuerpo fue deslizándose bajo la manta azul, que la sepultó como una corriente de resaca. El aliento de Bennie quedó atrapado en su garganta, luego soltó los dedos y la foto cayó sobre su regazo. ¿Tenía que despertar a su madre o enseñarle las otras fotos? Le pareció una tarea inútil.

Metió otra vez la foto en el sobre y éste en la cartera, pero no hizo ningún movimiento para marcharse. Permaneció allí quieta, haciendo compañía a su madre, observando cómo el nacido pecho ascendía y descendía, la respiración tan superficial que era poco tranquilizadora. Pensaba que no había obtenido respuesta alguna y que apenas contaba con su madre. No obstante, se sentía bien cerca de ella, ante su presencia en carne y hueso. No se planteaba cuántos momentos como aquél le quedaban por vivir. De entrada, era como había sido siempre: ella y su madre, juntas, respirando aún contra todo pronóstico.

¿Y ahora había surgido otra? ¿Una tercera? Bennie no podía imaginárselo. Las Rosato no eran la familia nuclear ideal, pero aun así aquello era su familia, la estructura que ella había dado siempre por sentada, como las estrellas dispuestas en el firmamento. Las constelaciones no cambiaban; existía la Osa Mayor y la Osa Menor, y se acabó. ¿O es que podía haber otra Osa Menor?

La mirada de Bennie pasó de la ventana en forma de arco al cielo, donde las primeras estrellas empezaban a puntear en la transparente bóveda celeste al anochecer. Recordó que las estrellas no eran eternas, aunque morían a causa de la inestabilidad interna, lanzando brillo, calor y color en el profundo espacio. Ella misma había visto las fotos en los periódicos: muertes de estrellas como girándulas, ojos de gato y espirales de luz. De su vistosa muerte nacía la vida y se formaban nuevas estrellas, aún por descubrir, por bautizar y catalogar. En realidad, existían ya antes de que Bennie tuviera noticia de su existencia. Tal vez Connolly era como ellas, una estrella sin nombre.

Bennie reflexionó sobre el tema. Debía admitir que cuando menos era algo teóricamente posible. Su madre, la que se había adormilado en la silla de ruedas, podía haber dado a luz a unas gemelas. De joven era una mujer fuerte, que se rebelaba contra lo convencional, y sabía guardar un secreto como aquél. Quizás el secreto la había llevado a la enfermedad. Incluso podía haberla causado. Si podían formarse nuevas estrellas y morir las antiguas, ¿no se derivaba de ello la posibilidad de configurar de nuevo las constelaciones? ¿Una Osa Mayor y dos Osas Menores? La idea le produjo un estremecimiento en el que se mezcló la duda y el asombro, y así permaneció sentada junto a la ventana hasta que el brillo de la noche se hizo casi insoportable.


En la otra punta de la ciudad, un policía blanco pasaba el tiempo en el bordillo de una acera salpicada de chicles. Tenía los faros encendidos y la radio carraspeaba dentro del coche vacío. Joe Citrone estaba en una cabina telefónica del cruce. La noche era oscura, se encontraba en un barrio peligroso de la ciudad, pero no tenía nada que temer. Se había criado a sólo una manzana de allí, en el edificio de la esquina. Allí había visto siempre un bar en el que servían comidas, Ray's and Johnny's y la tienda Angelo's, los ultramarinos del otro lado de la calle. Le gustaba Ray's, recordaba que el olor a pepitos se apoderaba de toda la esquina. Ahora, en cambio, la zona apestaba.

– ¿Está él? -dijo Joe por teléfono.

El auricular era negro y grasiento. Algo que él no soportaba. Aquellos drogatas lo ensuciaban todo. Pero él no podía utilizar el teléfono de casa. No quería que constara la llamada por si algún entrometido la pescaba.

Joe no corría riesgos. Era su forma de actuar. No tenía que hacer nada del otro mundo, sólo evitar que Rosato se hiciera cargo del caso Connolly. Conocía a gente que podía conseguirlo.

– ¿Eres tú? -dijo-. Atiende.


6

Starling Harald, Star, abrió su taquilla y cogió una toalla para ir a ducharse. Se sentía muy deprimido. Llevaba ya dos días seguidos sin dar pie con bola en los combates con su sparring. En la parte interior de la taquilla tenía una foto amarillenta de un periódico. Star a los quince años, con el brazo alrededor del cuello de Anthony. «El futuro peso pesado con su manager, Anthony Della Porta, de la policía de Filadelfia», rezaba el pie de foto. Habían pasado sólo cuatro años pero parecía siglos atrás.

Star se había sentido pesado durante el combate con el sparring. Enseguida le dolieron los brazos y no había conseguido mejorar aquel estado. Se había visto incapaz de pegar un cruzado de derecha. Lamentable. Miró su reflejo en el espejo de la taquilla. Su pelo, una sombra afeitada, empapada, y los ojos, apenas una rendija de marrón inyectada en sangre. Tenía la nariz ancha, aún entera, y un vestigio de bigote recorría su labio superior. Estaba demasiado gordo; pesaba más de noventa y cinco kilos y a él le gustaba mantenerse alrededor de los noventa. Con lo atractivo que había sido, como Alí. Ahora ya no lo era tanto. Se acercaba el combate con Harris, pero con la forma que boxeaba ahora Star, iban a matarlo. ¿Estaba a punto para llegar a la primera fila, para los doce asaltos? ¿Para su primer combate profesional?

Star cogió la toalla que Anthony le cambiaba todos los días. Sentía un vacío en su interior. Había pasado un año desde que mataran a Anthony y cada vez que Star abría su maldita taquilla se sentía fatal. Anthony había muerto y a Star no le quedaba nada. Ni manager, ni sparring, ni amigo. Durante este tiempo, él mismo había sido su manager. No quería buscar otro. Mantuvo los mismos preparadores y trabajó duro, aceptando las porquerías de combates que le ofrecían los empresarios, cuando lo que ellos querían era que contratara a un manager que les siguiera la corriente. Star había podido con todos: había sumado treinta y dos victorias, treinta de ellas por fuera de combate, y sólo dos derrotas.

Star se secó la frente con la mano; los protectores de las manos se agitaban. No podía seguir como estaba. Tenía que ocuparse de tantas cosas que todo le apartaba del entrenamiento. No sabía qué hacer. Anthony lo hubiera sabido; era como un padre para él. No importaba que Star fuera negro y Anthony italiano. Le había descubierto en un programa de rehabilitación, le había enseñado boxeo y le había llevado a los Guantes de Oro. Con él había participado en combates de aficionados en Filadelfia, Jersey y Nueva York. Incluso en Tennessee y Kentucky. Le había enfrentado a boxeadores de clase y pegadores, además de marrulleros que llevaban objetos en sus guantes, a fin de que Star supiera cómo pelear contra todos cuando pasara a la categoría profesional. Star fue abriéndose camino entre todos, dejando fuera de combate a irlandeses, dominicanos e incluso a un negro con acento británico.

Anthony encontró los patrocinadores, blancos acartonados, trajeados, y escogió un nombre para la sociedad, Starshine Enterprises. Iba a pagar a Star un salario decente para variar y además el cincuenta por ciento de los premios. Anthony sólo le exigía un diez por ciento en concepto de gestión. A él no le importaba el dinero, le importaba Star. Anthony rae el primer hombre que le hizo comprender que valía algo, que no le habían puesto el nombre en balde. Luego mataron a Anthony a tiros. Star sabía que la zorra de Connolly le crearía problemas. Lo que no sabía era hasta qué punto.

– Eh, Star -dijo una voz profunda a su izquierda, y Star levantó la vista. Era Leo Browning, el manager de uno de los pesos pesados mayores. Un hombre gordo, de cincuenta años, blanco, pero hablaba como si fuera negro y llevaba anillos por encima y por debajo de los nudillos-. Lo de Harris va adelante, tío -siguió Browning con su voz grave. Anthony siempre decía que Browning hablaba como Barry White, pero Star no sabía quién era Barry White-. He visto cómo boxeabas con el muchacho hace un momento. Tú eres más fuerte, tienes mejor pegada, y eres más rápido. Lástima que vayan a joderte bien jodido.

– Cierra ya el pico -respondió Star, a pesar de que sabía que era cierto.

– Oye, ya sé que Anthony llevaba tus asuntos a la perfección. Te cuidaba muchísimo. No querrás mandarlo todo al garete. Eres un peso pesado, tío. Necesitas un manager. A un boxeador le hace falta boxear.

– A mí no vas a decirme lo que tengo que hacer, gilipollas.

– Veo que piensas que nadie puede solucionarte la papeleta ahora mismo, pero te equivocas. Yo sí puedo. Reconozco tu talento. Sé adónde quieres llegar. Y sé cómo llevarte. Los empresarios me conocen. Como no me permitas ser tu manager, los empresarios van a apartarte de Harris.

– Memeces. El contrato dice que estoy en primera línea.

– Encontrarán la forma de empujarte hacia fuera. Tienes que mantenerte fuerte, como si nada hubiera cambiado. Es un poco como cuando muere el presidente, no sé si me entiendes, cuando asesinaron a JFK. ¿Sabes quién era JFK?

A Star le vinieron ganas de pegarle. No soportaba que los blancos le miraran por encima del hombro. Anthony nunca lo había hecho. Anthony sabía que él era listo. Anthony le respetaba.

– Cuando JFK, el presidente, fue asesinado, tuvieron que tomar juramento al vicepresidente aquel mismo día. El mismo puñetero día. ¿Y sabes para qué? Pues para demostrar al mundo que aunque hubiera muerto un gran hombre, la cadena del poder seguía intacta. Que el país estaba en buenas manos. -Browning se acercó un poco a él avanzando con sus zapatos de imitación de caimán-. No sé si sabes, tío, que todos estáis desquiciados con lo de Anthony. Tienes que aclararte, tío. Llevas un año cagado de miedo, alicaído como un pajarito.

La despejada cabeza de Star giró bruscamente. No le gustaba que le hablaran de aquella forma.

– Ya lo has oído. Necesitas a alguien que te diga la verdad, tío, no como esos que te dicen amén a todo. Si estás preocupado por lo que le hicieron a Anthony, haz algo. ¿Me oyes? Deja de lamentarte y haz algo. Pero no eches por la borda lo de Harris, tío. Puedes sacar mucha pasta con Harris. Harris te ofrece toda una carrera.

– ¡A tomar por culo!

Star le pegó en el pecho y el hombre perdió el equilibrio y quedó empotrado en las taquillas.


Star ya se encontraba bajo la ducha caliente. El agua se deslizaba por sus hombros recorriendo los músculos del cuerpo desnudo. Tenía la piel brillante como un pura sangre, de un color moreno oscuro e intenso. Unas gruesas venas destacaban en su superficie, serpenteando hacia los antebrazos. Seguía bajo el agua, con la cabeza hacia atrás, intentando mantener la mente en blanco. No quería pensar en Anthony ni en la zorra que había sido su perdición. Tampoco en Browning ni en los zapatos de caimán.

«Si estás preocupado por lo que le hicieron a Anthony, haz algo. ¿Me oyes? Deja de lamentarte y haz algo.»Star hizo girar el botón de la pared, para aumentar la temperatura del agua. Dejó que el agua caliente golpeara contra sus hombros. Notó el hormigueo en los músculos. Las venas se abrieron como túneles. Imaginaba cómo circulaba la sangre a chorro por ellas, como una marea roja, a gran velocidad hacia los músculos. Se sentía más corpulento, más fuerte. Como hinchado.

«Si estás preocupado por lo que le hicieron a Anthony, haz algo. ¿Me oyes? Deja de lamentarte y haz algo.»Cerró los ojos apretándolos con fuerza e hizo girar de nuevo el botón hasta que casi no pudo resistir la temperatura del agua.

Después la aumentó otra vez. Ésta le abrasaba los bíceps y le hacía ampollas en el pecho. Abrió la boca y la humeante agua entró a chorro. Notaba la lengua encendida. Star era capaz de aguantar el castigo, todo el mundo lo decía. Golpes que doblaban las rodillas a cualquier otro, que lo mandaban contra la lona como si estuviera rezando. Pero aquél era un golpe que Star nunca había recibido en el ring. Un dolor que jamás había experimentado. No era capaz de detenerlo ni de digerirlo.

«Si estás preocupado por lo que le hicieron a Anthony, haz algo. ¿Me oyes? Deja de lamentarte y haz algo.»El agua hirviendo descendía como llamas del cielo, y de repente Star empezó a gritar. En su vida lo había hecho de aquella forma, en ninguno de sus combates, pero no podía dejar de gritar, ni siquiera comprender de dónde salían aquellos terribles gritos. Oía su eco en las embaldosadas paredes y veía cómo la asquerosa ducha se iba convirtiendo en su guarida. Siguió bramando cada vez con más fuerza hasta que la piel le quemó como el sol. Aquello le hizo sentirse fuerte y despejado como nunca en su vida. Fue templándose en el fuego, como el acero.

Entonces supo qué hacer.


7

Ya en casa, Bennie dejó el sobre en un extremo de la improvisada mesa de contrachapado y ordenó las fotos bajo la atenta mirada de Grady Wells. Éste, un muchacho de Carolina del Norte, alto delgado, de pelo rizado, había sido socio de Bennie y en la actualidad se había convertido en su amante. Juntos estaban arreglando una antigua casa adosada, reconstruyendo la estructura planta por planta, a pesar de que Grady era abogado de empresa y tenía tan poco tiempo libre como Bennie. Habían hablado de casarse en la casa si no se derrumbaba antes.

– Vale, eso es todo -dijo Bennie quitando el serrín de la superficie del contrachapado con la mano-. ¿Dispuesto a examinar las pruebas 1, 2 y 3?

– Dispuesto -asintió Grady. Se inclinó contra el rectángulo de contrachapado que iba a reforzar las paredes del comedor. Sus ojos grises estudiaban las fotos tras las gafas de montura dorada; para trabajar en la casa se había puesto una camiseta blanca Duke y vaqueros-. ¿Dices que se llama Alice Connolly?

– Sí. Vamos a ver. La primera foto, prueba 1 ya la has visto. La de los pilotos delante del avión, la que he enseñado a mi madre. La prueba 2, la segunda, el mismo piloto, Bill Winslow, mi padre. Con dos críos en brazos, más o menos de la misma edad.

– ¿De la misma edad? -Grady se acercó a la foto en blanco y negro y la comparó con la del grupo de pilotos; en ella se veía a un hombre joven de pelo claro con una camiseta blanca y vaqueros remangados, sentado en un peldaño de obra, sonriendo.

Parecía el piloto de la otra foto y sostenía en sus brazos a dos críos envueltos en unas mantas blancas-. Yo no sé si son de la misma edad. La foto tiene tanto grano y los críos son tan diminutos que no les distingo los rasgos.

– Yo tampoco. Podrían ser gemelos pero ¿quién sabe? De todas formas, es Winslow.

– ¿Cómo estás tan segura? ¿Verdad que nunca has visto a tu padre?

– No, pero creo que es él. Tal vez volviera para hacerse esta foto. No lo sé. Ése es su nombre y tiene los ojos como los míos. Y ahora la prueba 3.

Bennie cogió la última foto, reprimiendo las emociones que le despertaba. En ella se veía a su madre con dos chicas más, sentada en un taburete redondo de los que se veían antes en los bares y ahora habían desaparecido. La madre llevaba los ojos maquillados y el pelo, oscuro, en bucle detrás de la oreja. Tenía los labios carnosos, intensificados por el carmín, y el cuerpo con generosas curvas que se adivinaban bajo el conjunto de punto y la falda con una abertura en la parte de atrás.

– Fíjate en eso, Grady. La que destaca es mi madre.

Él rió.

– ¡Qué guapa es! ¿Qué edad crees que tendría?

– Dieciséis, diecisiete. Mucho más joven que yo ahora. ¿No te parece extraño? -Bennie miró la foto. Ya era lo suficientemente adulta para no sorprenderse de que su madre hubiera tenido vida propia antes de aparecer ella. Lo que sí era sorprendente era el aspecto saludable.

– No creo que haya visto nunca una foto de tu madre que no la hubieras tomado tú. Déjame ver eso. -Grady le cogió la foto de las manos y le dio la vuelta. Notó unas manchas negras en las cuatro esquinas y detrás, y vio escrito en trazo femenino las palabras: «Para Bill»-. Interesante -comentó.

– La letra es de mi madre. Imagino que regaló esa foto a Winslow, quien se la dio a Connolly, la cual dice que es mi hermana gemela.

– ¿Tú la crees? -levantó una ceja.

– Claro que no. Aunque me parece raro que tenga esas fotos, sobre todo la de mi madre.

– Un momento. -Grady le pasó la foto frunciendo el ceño-. Es una foto de tu madre con otras dos jóvenes. Puede venir de cualquier parte. Connolly podría ser la hija de una de las otras.

– Pero detrás pone «Para Bill», y es la letra de mi madre.

– Connolly puede haberla imitado.

– Sí, pero ¿cómo? -saltó Benny-. ¿Y qué me dices de las marcas que hay detrás de las fotos? Parecen todas sacadas del mismo álbum fotográfico.

– No lo sé, pero no me gusta que te manipule alguna embaucadora. -Grady cruzó los brazos y las mangas de la camiseta quedaron flojas sobre aquellos bíceps delgados y musculosos. Un vello dorado cubría sus antebrazos y las muñecas eran tan estrechas que el reloj del ejército suizo parecía desmesurado-. ¿Connolly se parece a ti?

– Entre las dos hay un parecido, un claro parecido.

– Un parecido no es lo que tienen las gemelas idénticas. -Grady frunció los labios-. Los gemelos idénticos tienen un aspecto idéntico. Proceden de un solo óvulo fertilizado por un único espermatozoide que se divide. Los gemelos idénticos tienen el mismo ADN y estoy convencido de que podrías hacer la prueba. ¿Por qué no pides a Connolly una muestra de sangre y la hacemos analizar?

– ¿No te parece un poco raro?

– No. Sobre todo si por un momento te has planteado representar a esa mujer, y espero que no, todo hay que decirlo.

– ¿Crees que no debería representarla?

Grady soltó una leve sonrisa.

– No deberías hacerlo bajo ningún concepto.

– ¿Por qué? -En realidad a Bennie no le apetecía coger el caso de Connolly, pero tampoco le gustaba que le dijeran que no tenía que hacerlo-. ¿Porque podría ser mi hermana gemela?

– No exactamente. -Grady movió la cabeza-. Sea o no tu hermana gemela, no tendrías que aceptar el caso. No sabes quién es ella.

– ¿Hasta qué punto debo conocer a alguien para aceptar su caso? Por favor, Grady, he representado a gente que apenas conocía, que en realidad me caían mal.

– Pero ella puede ser tu hermana gemela y eso te implicaría a nivel emocional. Te harías muchísimo. ¿Cómo ibas a preparar una defensa y mantener la objetividad?

Bennie soltó una repentina carcajada.

– Tú me representaste en una ocasión, ¿no lo recuerdas? Estabas enamorado de mí y me representaste.

– Aquello era distinto -respondió Grady sin alterar la voz. Si iba a dar comienzo una disputa, él no estaba dispuesto a poner toda la carne en el asador en el primer asalto. Él, un estudioso de la guerra de Secesión, nunca iniciaba la batalla con tanta rapidez como Bennie. Sus estudios sobre la guerra no habían hecho más que reafirmarle cuan inútil era-. En aquellos momentos no estábamos tan comprometidos, era al principio. Por otra parte, ya no es tu especialidad. En definitiva, el caso Connolly es un asunto de asesinato, no un caso de brutalidad policial.

– Pero hay polis implicados. ¿Quién mejor que yo para investigar a los polis? -Bennie cogió la foto de la mesa y la sujetó contra su pecho con gesto protector-. No todo el mundo puede llevar un caso de este tipo, y Connolly tiene un pésimo abogado.

– Si estás preocupada por ello, consíguele un buen abogado. El que contratarías para mí.

Bennie reflexionó sobre lo que le había dicho y luego rechazó la sugerencia.

– Si existe aunque sea una remota posibilidad de un lazo familiar, no quisiera que llevara su caso otro abogado.

– ¿Por qué no? No es lógico que porque Connolly pueda ser tu hermana gemela tú debas llevarle el caso. Al contrario.

Bennie quedó un instante perpleja. Grady, el ex funcionario del Tribunal Supremo, hablaba con la máxima lógica, como siempre. La obligaba a reflexionar; era una de las cosas que más le gustaban de él. Pero la cuestión que se barajaba allí tocaba los sentimientos, no la reflexión; y ella no podía evitar sentir lo que sentía, a pesar de ser consciente de que sus sentimientos tal vez no fuesen razonables. En su fuero interno, Bennie estaba convencida de que los lazos sanguíneos lo eran todo. La sangre era lo que contaba. Caso de que Connolly fuera de su propia sangre, contaba para ella. Y si Bennie se desentendía del caso en aquellos momentos, nunca sabría la verdad.

Grady soltó un suspiro.

– Vas a aceptar el caso, ¿verdad?

– Sí -dijo Bennie, y la respuesta incluso la sorprendió a ella.


– ¿Vienes a la cama? -preguntó Grady.

Estaba en la puerta del estudio de Bennie y la luz del pasillo perfilaba su esbelta silueta. Medía metro ochenta y tres, era el primer hombre a quien no había amedrentado su propia estatura, y tenía las extremidades largas y delicadas. Sólo llevaba puestos los calzoncillos. Con aquel despliegue que no se caracterizaba por la sutilidad, Bennie comprendió que la estaba invitando a hacer el amor, aunque aquella noche ella no podía aceptar.

– ¿Y si me das un vale para otro momento? -respondió, sentándose frente al teclado del ordenador.

Tenía que buscar los artículos sobre el asesinato de Della Porta, pues le hacían falta antes de acudir de nuevo a visitar a Connolly. A sus pies descansaba Bear, el obeso perdiguero. El perro tenía el color de un pastel de calabaza y su mullida cola empezaba a golpear el suelo en cuanto Grady cruzaba el umbral y se alejaba.

– Imposible un vale para otro momento, pequeña. -Las cálidas manos de Grady cogieron los hombros de Bennie en un suave masaje. Olía a jabón Ivory y a pasta de dientes mentolada-. No se trata de una invitación a comer. Es algo espontáneo.

– Sobrevaloras la espontaneidad. Dispón que tu secretaria llame a la mía.

– Mientras negociamos, lo dejaremos para la mañana.

– Yo no soporto la mañana.

– A mí no me llores. Tienes que simular que te encanta.

– Vamos a ver qué hay de nuevo…

Grady sonrió y leyó la pantalla por encima del hombro de Bennie.

– ¿Estás en NEXIS? Buena idea. ¿Qué le has pedido que te investigue?

– He tecleado «Alice Connolly» y he marcado un período de dos años -respondió, dándole al intro para reclamar los artículos.

– Utiliza «w/15 Della Porta». Así reclamarás sólo los artículos sobre el asesinato.

Bennie hizo caso de su sugerencia.

– ¿Me ayudas aunque pienses que no debería aceptar el caso?

– Apoyo todas las estupideces que haces.

– ¡Buen chico!

– A ver si así me valoras. -Le dio un beso en la mejilla-. Buenas noches. Te has librado de mí, de momento. Voy a prepararte un café. No te pases trabajando. -Acarició la cabeza de Bear-. Cuídala, muchacho -añadió, y se alejó descalzo por el pasillo.

Bennie le dio las buenas noches y siguió tecleando con la intención de enterarse de más cosas sobre Alice Connolly.


8

Star echó una ojeada al chalado que llevaba en el asiento del acompañante. Casi no se le veía en el asiento, tan pequeñajo era. Era un tipo endeble incluso para ser un blanco y con el pelo en punta. Los mechones castaños salían de aquella cabeza como hileras de tomateras. Star le miraba y no conseguía creer que aquel chalado estuviera en sus cabales, aunque T-Boy afirmaba que sí.

– T-Boy cree que tu amigo puede echarme una mano -dijo Star.

– T-Boy tiene razón. Mi amigo conoce a todo el mundo -respondió el chalado asintiendo-. A todo el mundo. Yo te ayudo, tranquilo.

– Lo que te pregunto es si tu amigo conoce a alguien de dentro.

– Conoce a todo el mundo de dentro. A todos los que hace falta, mejor dicho.

– Tiene que ser alguien que pueda hacer el trabajito. -Star dirigió el Cadillac calle arriba, pasando por delante de una serie de casas cerradas con tablas. No se veía a nadie por allí pero Star seguía con el cuello de la cazadora levantado. No podía permitirse que le reconociera nadie y era demasiado corpulento para pasar inadvertido. Se había hecho demasiado famoso llevando a cabo tareas de ese estilo-. Ni un fallo, ¿me oyes bien?

– No habrá fallos.

Star vacilaba, pero no porque estuviera asustado, pues lo que iba a hacer ni siquiera era ilegal. El Campeón decía siempre: «Cien por cien Frazier». No, lo que ocurría era que Star se sentía fatal al tener que pagar a alguien para que hiciera su trabajo. Un hombre tenía que cargar con sus propios muertos, pero Star tenía que reflexionar sobre su futuro.

– Tú conoces a esa zorra, ¿eh? A esa Connolly, Alice Connolly.

– De nombre, sí.

– El tipo tiene que haberla liquidado a final de semana. Es decir, queda una semana. Es lo que hay hasta el día del juicio.

– Mi amigo lo resolverá. Seguro que lo resuelve.

– ¡La madre que lo parió! -gritó Star, volviéndose hacia él-. ¡A mí no me hables en ese tono! No necesito que un gilipollas se me ponga chulo. Yo hago el trato. Yo aguanto a Harris hasta el séptimo, luego se cae. Eso es todo lo que conseguirá de mí. Le dices a tu amigo que suelte la pasta. Yo aseguro el fuera de combate de Harris en el séptimo.

– No puede ser por puntos, tiene que ser por fuera de combate.

– ¡Ya lo sé, acabo de decirlo!

El chalado miró por la ventanilla hacia la oscuridad.

– Mi amigo ha oído que dicen pestes de ti. Que has perdido pegada. No cree que lo consigas.

– ¡Me importa un puto pimiento lo que diga tu amigo, capullo! Claro que le ganaré. -Star dio una palmada contra el volante. No soportaba aquel negocio condenado al fracaso. No soportaba que Anthony le hubiera abandonado. No se soportaba a sí mismo-. ¡Harris caerá fuera de combate en el séptimo! ¡El tipo no conocerá ni a su propia madre!

– Tranqui. Mi amigo ha puesto un montón de pasta en ti. Un montón. Y no es un mendas al que uno pueda joder.

– ¡Y yo tampoco soy de los que se dejan joder! ¡No te fastidia! -Star notaba una especie de volcán en su interior. Al chalado no le importaba que él hubiera participado en los Guantes de Oro, que fuera el futuro Tyson. Un negro nunca podía convencer.

Star acercó el Cadillac a la acera y abrió de golpe la puerta del acompañante-. ¡Baja ahora mismo, monstruo!

– ¿Cómo? ¿En este barrio? -dijo el chalado, en tono asustado.

– ¡Te he dicho que bajes! -Star empujó al desgraciado hacia la acera y cerró de un portazo-. ¡Yo de ti echaría a correr, cabrón! ¡Está anocheciendo!


9

– Llevaré su caso con dos condiciones. -Bennie dejó la cartera sobre la tabla de fórmica, cogió una mesa metálica y se situó frente a Connolly. La reclusa sonreía, si bien sus ojos seguían gélidos, y Bennie hacía esfuerzos por no fijarse en el parecido que había entre ellas-. En primer lugar, tiene que decirme la verdad. Tengo que saber más cosas sobre usted que cualquier otra persona presente en la sala.

– Eso es fácil -respondió Connolly, de pie en su lado de la tabla-. Ya las sabes ahora mismo. Somos gemelas.

– Y eso enlaza con la segunda parte: sólo la representaré si nos limitamos al caso y nada más que al caso. -Bennie abrió la cremallera de la cartera y sacó su bloc de anotaciones-. Vamos a dejar el asunto de las gemelas. Debo preparar su defensa. Eso tiene una importancia primordial.

– ¿Significa eso que las fotos te han convencido?

– Significa que no tiene ninguna importancia para el caso ante el tribunal. Y ahora siéntese y vayamos a los hechos -dijo Bennie haciéndole un gesto y Connolly se sentó frente a ella con un movimiento lento, frunciendo el ceño con aire decepcionado.

– Para mí la tiene -dijo-. Sigo con ganas de conocer a mi madre. A mi madre de verdad.

– Oiga, si vamos a malgastar el tiempo en cuestiones personales, no creo que siga con vida para conocer a nadie. Responda a mis preguntas y todo irá bien. Ya estamos a martes. Nos queda menos de una semana para el juicio, a menos que consiga un aplazamiento. Tengo muchísimas cosas que hacer en cuanto al caso, aparte de los otros que llevo ahora mismo.

– Dime sólo una cosa: ¿qué aspecto tiene nuestra… es decir mi… nuestra… madre?

Bennie le echó una mala mirada sin abrir la boca.

– Tengo que hacerle unas preguntas generales. ¿Ha sido alguna vez drogadicta o alcohólica?

– No.

– ¿Alguna condena previa, o bien una detención o interrogatorio por la razón que sea?

– No.

– ¿Dónde se crió?

– En Nueva Jersey. En Vineland.

Bennie tomó nota.

– ¿En Vineland fue a la escuela pública?

– Sí.

– Hágame un breve resumen de su infancia.

Connolly asintió.

– Vale. Vamos a lo nuestro. Mensaje recibido. Fui una alumna normal, nada del otro mundo, aprobados y notables. Nadie me dijo nunca que era adoptada. Era gente extraña, ni amistad ni nada de eso, muy tranquilos. Recuerdo poco sobre mi infancia, aparte de que teníamos un perro fantástico. Me gustan mucho los perros, me vuelven loca.

Bennie pensó en su perdiguero.

– Siga.

– Eso es todo, más o menos. No tenía mucho apego a mis padres, y mi madre, es decir, no la de verdad, casi siempre estaba enferma. Tenía esclerosis múltiple. Los dos murieron en un accidente de coche cuando yo tenía diecinueve años. Estaba a punto de entrar en la universidad, en Rutgers, con una beca.

Bennie iba constatando que la juventud de Connolly le recordaba mucho la suya.

– ¿Cómo consiguió la beca? Es difícil acceder a ellas.

– Baloncesto.

– ¿Por atletismo? -Bennie disimuló su sorpresa. A ella le habían dado una beca para asistir a la Universidad de Pennsylvania, pero si la hubieran concedido por remo femenino, seguro que también la habría ganado-. ¿Cómo le fue?

– Fatal. Me fastidié la rodilla. Nunca estuve a la altura de mis posibilidades, al menos eso decía el preparador. Lo dejé cuando no me renovaron la beca. Estudiaba lengua.

Lo mismo que Bennie, pero no estaba dispuesta a decírselo.

– ¿Casada o divorciada alguna vez?

– No.

– ¿Ha vivido alguna vez con alguien?

– Antes de Anthony, no.

Bennie tomó nota.

– De acuerdo. Cuénteme cómo conoció a Della Porta.

– En una lavandería de la ciudad, cuando llegué a Filadelfia. Él estaba lavando toallas, toneladas de toallas, y tomando café. Yo soy adicta al café, por eso empezamos a hablar.

Bennie no dijo nada. Ella también era una entusiasta del café. Le resultaba imposible dejar a un lado las similitudes, ¿o tal vez las estaba buscando?

– ¿Cuándo empezaron a vivir juntos, usted y Anthony?

– Salimos durante unos seis meses antes de que me trasladara a su casa. Llevábamos casi un año juntos cuando lo mataron.

Bennie no tuvo que tomar notas sobre aquello. Ella y Grady hacía un año que habían comprado el agujero donde ir enterrando el dinero.

– ¿Qué tal les iba?

– Perfecto. Éramos felices. Anthony era un gran tipo.

– ¿Alguna pelea?

– No más de lo normal. Éramos felices, de verdad.

– ¿Habían hablado de casarse?

– Algo, aunque nada definitivo -respondió Connolly, y Bennie pensó en ella y Grady. Si Connolly y Della Porta estaban reconstruyendo una casa, Bennie se dijo que se suicidaría.

– Muy bien. ¿Qué ocurrió la noche en que mataron a Anthony?

– Cuando volví a casa al salir de la biblioteca, lo encontré allí tendido, muerto. Un gran charco de sangre. -A Connolly le temblaba la voz-. Fue horrible.

– ¿A qué hora volvió?

– Hacia las ocho de la noche. Había pasado el día en la biblioteca. Siempre salía a las seis y media y tardaba más de una hora en llegar a casa a pie.

– ¿Trabajaba en la biblioteca?

– No. Escribía allí, en el ordenador, porque era un sitio más tranquilo que el piso, pues al otro lado de la calle estaban construyendo. Además, la sala de la biblioteca era preciosa, con la estructura de hierro forjado.

– ¿Qué escribía?

– Una novela. Ya casi había terminado el original. Una especie de ficción literaria, creo que se llama así.

– ¿Dónde está ahora el libro? ¿Se lo quedó la policía?

– Creo que se llevaron el disquete, pero estaba protegido por una contraseña. Si lo introducen en un ordenador y utilizan una contraseña equivocada, se borra.

– ¿Se borraría todo el libro? ¿Se echaría a perder todo el trabajo? ¿No tiene copia en el disco duro?

– No había llegado tan lejos. Y de todas formas, tampoco era nada del otro mundo y ahora mismo tengo otros quebraderos de cabeza, como el de demostrar que soy inocente.

Aquello le pareció extraño. Bennie tomó nota para comprobar el registro de pertenencias en los archivos del fiscal del distrito. Quería saber todo lo que se había quedado la policía.

– De acuerdo, volvamos a la noche en que mataron a Anthony. Usted lo encontró. ¿Qué vio?

– Estaba tendido de espaldas y tenía una expresión atroz. -Connolly apartó la mirada, al parecer concentrando la atención en los recuerdos-. Había muchísima sangre en la alfombra, en el sofá, en la pared… De entrada me quedé allí, conmocionada, y luego me acerqué a él. Me arrodillé a su lado y vi que estaba muerto.

– ¿Cómo lo supo?

– Es algo que se ve. ¡Jesús! Tenía un agujero en la frente como si alguien se la hubiera… perforado. -Connolly se mordió el labio, de un tono rosado, brillante-. No sabía qué hacer. Me quedé allí arrodillada a su lado. Supongo que a causa de la conmoción. Luego salí corriendo.

Bennie estudió la expresión de Connolly, iluminada por la aflicción. No podía determinar si Connolly le estaba diciendo la verdad. En general detectaba las mentiras que le decían sus clientes, pero el parecido entre las dos desmontaba ese detector. Le preocupaba que Connolly no fuera la mujer que aparentaba ser, a pesar de que la mujer que aparentaba ser era Bennie.

– ¿Salió corriendo? ¿No llamó a la policía?

– Ya sé que no es una reacción muy inteligente. -Connolly se apartó el pelo de la cara con unas uñas en las que se veían perfectamente perfiladas las medias lunas-. Estaba aterrorizada. Pensaba que la persona que lo había hecho podía seguir en el piso. Quería salir de allí.

– ¿Hacia dónde fue?

– Corrí calle abajo. Luego vi un coche patrulla en la esquina y me cogió el canguelo. Cogí una callejuela y pasé al otro lado de la calle.

– ¿Huía de la policía? ¿Por qué?

– Me asustaron. No sabía qué le había ocurrido a Anthony. Pensaba que parecería que yo lo había matado y no tenía coartada.

Una reacción humana, aunque equivocada. Si es que era verdad.

– ¿Qué hacía allí un coche patrulla si usted no había llamado a la policía?

– Puede que lo hubiera hecho alguien. Irían a por mí.

Bennie comprobó sus notas.

– Usted y Anthony vivían en Trose Street, a unas veinte travesías de la Roundhouse. ¿Estaba de patrulla la policía?

– No lo sé. Vivíamos bastante cerca de la Roundhouse, por eso Anthony mantenía aquel piso. Normalmente pasaba por casa para recoger las cosas antes de ir al gimnasio.

Bennie anotó todo aquello pero vio que no tenía ninguna lógica. ¿Habría oído el disparo un vecino y llamado a la policía? ¿A qué hora había muerto? No conocía los detalles más importantes, y por eso no soportaba aceptar un caso a aquellas alturas. Era lo que hacían todos los criminalistas. Incluso tenían un dicho que lo explicaba: «Meterse en la ropa interior de otro».

– De acuerdo. Huyó y la policía la vio. ¿Qué pasó luego?

– Eran McShea y Reston. Me arrojaron al suelo, me esposaron las manos a la espalda y me llevaron en el coche patrulla a la Roundhouse.

– ¿Quiénes son McShea y Reston? ¿Los conoce?

– Les había visto un par de veces; prestaron declaración en la vista preliminar. Anthony tenía buena relación con ellos, como mínimo con Reston. Los dos estaban en el II hasta que a Anthony le nombraron inspector. Al parecer habían caído en desgracia pero Anthony nunca quiso hablar de ello. Pensaba que era cosa del pasado. Hasta el día en que me la montaron.

Bennie levantó la mano.

– Un momento. Sigamos el orden cronológico. ¿Qué ocurrió después de que la detuvieran? ¿La encerraron?

– Me llevaron al interrogatorio. De momento, yo era la única sospechosa. No buscaron al verdadero asesino. Me acusaron y me encarcelaron aquel mismo día. Y aquí estoy pudriéndome, pues en Filadelfia no hay fianza para el asesinato. ¡Los muy imbéciles!

– ¿Respondió usted a sus preguntas?

– No. Pedí un abogado y me salieron con ese imberbe designado por el juez.

– ¿Aquella misma noche? -Bennie seguía con la mano dispuesta a tomar nota. No sabía cómo había conseguido Connolly que llevaran su caso y no había tenido tiempo para consultar el listado de letrados-. En mi vida he visto que un juez asignara un abogado tan rápido. Me extraña que no se lo asignaran de oficio.

– Mi abogado es peor que uno de oficio. Se llama Warren Miller, es de la ciudad. Se dedica a los seguros, uno típico de empresa.

– Es imposible. No puede llevar un caso de homicidio.

– Por eso lo digo, porque forma parte de la encerrona. -Connolly se apoyó en la tabla-. Me la montaron, organizaron las pruebas y luego me asignaron esa mierda de abogado. No me extrañaría que el juez estuviera también en el ajo.

– ¿El juez Harrison Guthrie? No creo -dijo Bennie riendo. Guthrie tenía una reputación intachable y era uno de los jueces más respetados en los tribunales-. ¿Supongo que no firmó ninguna declaración?

– No.

– Suposiciones. -La poli podía interrogar durante horas a cualquiera pero a menos que el sospechoso confesara, no se firmaba declaración. No era más que el primer paso a la hora de dejar a un lado las pruebas que apuntaban en dirección contraria a la culpabilidad del sospechoso, en un proceso pensado para administrar justicia. Bennie volvió al quid de la cuestión en la historia de Connolly-. Lo que no entiendo es por qué la policía iba a montarle una trampa.

– Yo tampoco. ¡Qué más quisiera! No sé lo que ocurrió antes pero por ello mataron a Anthony y me la montaron a mí. No sé si me entiendes.

– No. -Bennie repasaba las notas-. Volvamos al piso, a la sala de estar. ¿Encontró algún indicio que le hiciera pensar en una pelea? ¿Muebles patas arriba, objetos rotos o desordenados?

– No.

– ¿Estaba cerrada la puerta?

– Sí. Yo siempre usaba la llave para entrar, incluso abajo.

Bennie tomó nota. Della Porta conocía al asesino. Él mismo le había dejado entrar. Aquello cuadraba con lo que ella había leído sobre el crimen en los periódicos a través de Internet.

– ¿Sabe si Anthony tenía que recibir a alguien en casa?

– Que yo supiera, no.

– ¿Había música puesta o algo así? ¿Bebidas servidas?

– No lo sé. No me fijé. Sólo vi el cadáver. No recuerdo más que eso.

Bennie consultó lo que había anotado de los periódicos.

– Según la fiscalía del distrito, usted disparó contra Della Porta, se manchó la sudadera de sangre, luego se cambió y tiró la pieza ensangrentada al contenedor del callejón. Ahí encontraron una sudadera marca Gap, talla grande. ¿Era suya?

– Sí, era mía pero no la llevaba aquel día. Llevaba puesta una blusa. Con ella me detuvieron y la llevaba limpia. Si hubiera matado a Anthony, ¿crees que habría tirado alguna pieza manchada de sangre a un contenedor cerca del piso? ¿Me tomas por tonta o qué?

– ¿Alguien la vio en la biblioteca con la blusa aquel día?

– No lo sé. Quizás.

Bennie forzó algo la vista.

– Entonces cree que Reston y McShea le tendieron una trampa. ¿Hasta qué punto los conoce?

– Me los presentaron en una barbacoa de polis, pero en realidad no los conocía. Ya he dicho que eran antiguos compañeros de Anthony de cuando iba de uniforme. Salía con ellos por las noches y así. Lo llamaban reuniones de junta y lo hacían porque todos se aburrían en casa.

Bennie reflexionó sobre la forma de plantear con tacto la siguiente pregunta.

– ¿Anthony estaba implicado en algo sucio?

– No. En nada. -Connolly se apoyó en el respaldo del asiento, arqueando las cejas con aire ofendido-. Anthony era una persona de lo más cabal. No puedes imaginarte lo que hizo por Star. Perdió mucho dinero por ayudarle.

– ¿Star es el boxeador al que Anthony hacía de manager? Me interesaría hablar con él.

Connolly permaneció un momento en silencio.

– No te molestes. No nos ayudaría. No me traga.

– ¿Por qué?

– A veces iba al gimnasio con las mujeres de los boxeadores. Me relacionaba con ellas, nos hicimos amigas. Star no me quería ver por allí. Opinaba que distraía a Anthony.

– ¿Habían comentado esto con Anthony?

– No. Él tenía su trabajo y su boxeador. Se ocupaba de sus asuntos, y yo de mi libro. Nos comprendíamos. -Connolly ladeó la cabeza-. ¿Tienes novio? Veo que no estás casada porque no llevas anillo.

– Tengo novio pero no estamos hablando de mí.

– ¿Has estado casada alguna vez?

– No es asunto suyo.

– Yo tampoco, ya te lo he dicho. No me llevaba bien con mi padre, con mi padre adoptivo. Aquí organizan seminarios sobre las relaciones. En general son estupideces, pero me he enterado de que una mujer no puede tener buenas relaciones con los hombres si no ha tenido una buena relación con su padre.

– ¿Eso dicen? -Bennie pasó la página, sorprendida al comprobar que aquello la afectaba-. ¿Dónde vive él, por cierto?

– ¿Quién?

– Mi padre. Bill.

Connolly hizo una pausa.

– Nunca me lo ha dicho.

– ¿No? ¿Nunca comenta cómo llega aquí?

Connolly sonrió.

– Creía que no íbamos a hablar de la historia familiar.

El pensamiento de Bennie pasó a otro tema. No era fácil acceder a la cárcel en transporte público, por lo tanto no podía vivir lejos, tenía que estar a una distancia que pudiera recorrer en coche. Curioso. Siempre había imaginado que su padre vivía muy lejos; no sabía por qué, pero se lo imaginaba en California. Cuando uno abandona a la familia, como mínimo cambia de región. Cerró el bloc de notas.

– Bien, por ahora eso es todo. Tengo que solicitar un aplazamiento. Estaremos en contacto.

– Sí, claro. ¿Cuándo te volveré a ver?

– En cuanto necesite hablar con usted. Esté preparada.

Bennie salió del cubículo preocupada. ¿Dónde vivía su padre? Hacía años que no se lo planteaba. ¿Le importaba ahora? Siguió los trámites de salida del centro -el paso mecánico por el detector de metales, la firma en el registro-, lo que le proporcionó una idea. No le iba a resultar difícil descubrir dónde vivía su padre; si acudía a visitar a Connolly, tenía que dejar una dirección. Tenía que consultar los registros de la cárcel, aunque sólo fuera para verificar la historia de Connolly.

– ¿Podría consultar el libro de registro de visitas? -preguntó Bennie y notó un leve temblor en la mano cuando la funcionaria uniformada de negro le pasó el registro.


10

Alice entró en la biblioteca legal de la cárcel, una amplia sala gris con una fina moqueta del mismo color, y entregó su pase a la funcionaría de la puerta. Disponía sólo de quince minutos para las consultas. Era tiempo suficiente. Se fijó en la amalgama de grasientos rizos de Valencia, inclinada sobre un texto legal, en un banco situado en uno de los cubículos metálicos del centro de la sala. La muchacha trataba constantemente de que se le revocara la condena, enviando cartas de reclamación al Congreso, al presidente, y por la razón que fuera, a Katie Couric. Valencia alegaba que la sentencia de obligado cumplimiento por posesión de coca era injusta, basándose en que la habían condenado por ello.

Alice reía para sus adentros. Valencia sabía dónde se metía cuando aceptó el trabajo. Hacía circular la coca para sacar un dinero que utilizaba para comprar a Santo la ropa con más volantes que había llevado jamás un niño, además de un cochecito con un toldo de plástico que parecía una tienda de oxígeno. Algo poco útil, en opinión de Alice, aunque tampoco lo era ya Valencia. Alice cruzó la sala repleta de relaciones de casos y tomos granate de Derecho y pasó al cubículo de al lado.

– ¡Eh! -dijo, y cuando Valencia levantó la vista, los labios rojos cereza esbozaron una calurosa sonrisa.

– ¡He hablado con mi madre! -soltó, y seguidamente, echando un vistazo a su alrededor, bajó la voz. Otras dos presas levantaron la vista-. ¡Chitón! -dijo Valencia sin poder contener la risa, llevándose un dedo, con la uña también de color cereza, a los labios-. ¡Chist! Es una biblioteca.

– ¡Chist! Es una biblioteca.

Connolly hizo una imitación prácticamente exacta de su voz, y Valencia se echó a reír.

– Mi madre me ha dicho que ha recibido el dinero extra esta mañana. ¡Para operar! ¡Gracias, gracias!

– ¿Qué tal está Santo?

– Dice que tiene la infección, pero que está mucho mejor. Dice que toma la medicina cada día, la medicina rosa, como un chicle. ¡No da guerra!

– Ya te dije que todo saldría bien. Tú tienes que guardar el dinero, decirle a tu madre que no se lo gaste. Si tienen que operarlo, lo operarán. No te preocupes. -Alice echó una ojeada al libro que tenía abierto-. ¿Cómo está tu recurso?

– ¡Mira qué he encontrado! -exclamó Valencia, emocionada-. Fíjate en esto.

Giró el libro, entusiasmada, hacia Alice. Era un informe sobre un caso legal, una página en papel cebolla y letra pequeñísima a dos columnas.

– Tú no eres abogada -le dijo Alice riendo-. No vas a entender esos rollos.

– Claro que sí -respondió Valencia moviendo la cabeza, y el oloroso pelo se movió como en los anuncios-. El juez dice que la condena es injusta. Presenta moción. Dice que él ya no se droga. El juez lo deja.

– ¿De verdad? ¿Un juez que lo deja?

– Sí. En Nueva York.

– ¿Nueva York? Pues poco va a servirte a ti en Pennsylvania, tontita.

– ¿Cómo?

– Las leyes de Nueva York son distintas a las de Pennsylvania, y además estás mirando un informe federal, que sólo trata de legislación federal. No tienes ni la menor idea de lo que estás haciendo.

Los pegajosos labios de Valencia se fruncieron con gesto preocupado.

– Lo puedo escribir en la carta. Tengo la cita.

– ¿Y qué? Ellos no tienen obligación de leerlo. En Filadelfia importa un pepino. ¡Qué atontada eres! -exclamó Alice cerrándole el libro-. Yo tengo un sistema mejor para ayudarte con el recurso. -Se acercó más a ella para que las demás no pudieran oírla y estuvo a punto de asfixiarse con el olor imitación Giorgio-. Tengo una nueva abogada, una muy buena, y le he contado tu caso. Se le ha ocurrido un nuevo recurso. Un nuevo razonamiento. Ella considera que puede sacarte de aquí.

– ¡Dios! -soltó Valencia, tapándose la boca como una aspirante a miss Venezuela-. ¡Dios mío!

– Pues sí. ¿Qué te parece? Pero no te emociones tanto. Vendrá a verme para hablar de lo tuyo. Le he entregado los papeles de tu sentencia, aquellos que me diste, y me ha prometido que los leería y los devolvería. Luego vendrá a verte para hablarte del nuevo recurso. -Alice levantó un dedo-. Pero tienes que mantenerlo todo en secreto. Si alguna descubre lo que estoy haciendo por ti, me pedirá que lo haga también por ella. Y entonces la abogada abandonará el caso al instante.

– Yo no digo nada -exclamó Valencia mirando rápidamente a un lado y otro-. Ya verás.

– Ni siquiera a tu madre o a Miguel. A nadie.

– A nadie, sí.

– Tú sabes mantener un secreto. Ya me lo has demostrado. -Alice le dio unas palmaditas en la mano, pues sabía que el gesto siempre resultaba-. No tienes que preocuparte por nada. Yo me ocupo de ti y también de Santo.

– Gracias a Dios -dijo Valencia en voz baja, cogiéndole la mano-. Le agradezco a Dios que seas mi amiga.


11

Bennie pasó como un rayo por el vestíbulo de mármol gris del edificio de su despacho, empujando hacia el fondo de su mente los pensamientos sobre su padre. Era casi mediodía. Taconeó por el reluciente suelo hasta llegar frente al ascensor, donde apretó el botón de subida. Tenía que organizar una vista urgente, y con el resto de casos podía decidir entre hacerles un hueco, encargarlos a otra persona o resolverlos. Cogió el primer ascensor, enfrentándose a la corriente de la multitud que bajaba a comer, y se metió en una panorámica que para ella ya no tenía nada de sorprendente.

Rosato & Associates estaba integrada únicamente por mujeres. La recepcionista, que se encontraba tras el largo mostrador revestido con paneles tras la acristalada sala de reuniones, era una mujer, al igual que las cinco secretarias y las letradas, cuyos despachos estaban dispuestos en forma de herradura junto a la recepción. Bennie había actuado adrede contratando sólo a mujeres, pues consideraba su empresa como un experimento de lo que podría ocurrir si las mujeres dirigieran el mundo. No le sorprendió descubrir que el ambiente era menos bélico y más coordinado en cuanto a tonos, pese a que apestaba a café, detalle que desafiaba toda explicación y estereotipo.

– Hola, Bennie -dijo Marshall, la recepcionista. La muchacha, que llevaba el pelo recogido en una larga trenza, tenía un aspecto frágil con aquel vestido azul celeste y el jersey de canalé a juego. Ninguna apariencia podía ser más engañosa: ella había lleva-do la empresa de Bennie con mano de hierro aunque con manicura y seguía siendo la administradora de Rosato & Associates-. Hay llamadas -añadió, pasando a Bennie un buen fajo de mensajes en papel amarillo.

– ¿Sabes algo de la vista a puerta cerrada del juez Guthrie?

Bennie dejó la cartera en el suelo y echó un vistazo a los mensajes.

– Todavía no. Tengo a punto en «Connolly» tu comparecencia. ¿Quieres firmarla?

Marshall cogió un formulario del montón que tenía delante y se lo pasó a Bennie, quien guardó los mensajes bajo el brazo, cogió un bolígrafo del bote y echó su firma.

– Un momento. No lo archives, pues antes tengo que hablar con Warren Miller, su antiguo abogado. Le he llamado desde el coche y le he dejado el recado. ¿Ha dicho algo?

– Sí. Está en Jemison, Crabbe. Su mensaje tiene que estar por aquí.

Bennie arrugó la frente.

– ¿Miller en Jemison? Jemison era el antiguo bufete de Guthrie antes de que le nombraran juez.

– ¿Verdad que no es normal que un juez mande un caso a su antiguo bufete?

– Sí, cuando es un caso de homicidio y pasa a un bufete sin experiencia. Son casos en los que no se saca dinero y las personas tienen que tener experiencia para que las designe el tribunal. Yo nunca había oído hablar de Miller.

– Me ha parecido una persona joven. -Marshall ordenó un montón de correspondencia doblada-. También tienes correo. Te has ganado una censura por la desestimación de Sharpless. No te han concedido la ampliación en el expediente de Isley. Además, la asociación de la judicatura considera que vas retrasada con los créditos de ética. Tienes que seguir dos cursillos de formación permanente.

– ¡Vaya pérdida de tiempo! -Bennie cogió el correo con los dos brazos, contra la chaqueta sastre de gabardina color tostado-.

Bastante trabajo tengo con la práctica de la abogacía para dedicarme a aprenderla. ¿Algo más?

– No voy a soltarte tan rápido. -Marshall sacó un folleto grapado a la correspondencia-. Eso viene de la asociación. Si no satisfaces los créditos, pueden pasarte a la categoría de inactiva.

– Cada año dicen lo mismo. Pagaré la cuota.

– Ya lo hiciste. Perteneces al grupo cuatro y estás fuera de la zona de ampliación.

– ¿Fuera de la zona de ampliación? Eso da un poco de miedo. No quiero estar fuera de la zona de ampliación. Vivo en la zona de extensión. -Bennie cogió la cartera y se fue deprisa a su despacho, saludando con la cabeza a las secretarias y a una de las jóvenes abogadas, Mary DiNunzio, quien levantó la vista del expediente que tenía entre manos al verla pasar-. Voy a necesitarte dentro de un cuarto de hora -le dijo Bennie.

– Cuenta conmigo -respondió Mary, tragando saliva con un gesto patente, que Bennie simuló no haber visto.

Tenía que mantener la distancia profesional con sus empleadas, incluso con las compañeras, puesto que ella era la única responsable a la hora de valorar su trabajo, de contratar y despedir. Bennie no soportaba despedir a la gente. Por ello temía la primera llamada que debía hacer.

– Warren Miller, por favor -dijo, en cuanto hubo dejado la cartera, cogido la silla y marcado el número de uno de los bufetes más prestigiosos de la ciudad: Jemison, Crabbe & Wolcott.

Supuso que Miller era socio del bufete, que pertenecía a una casta que ella conocía bien a raíz de la época que había pasado como machaca en Gran & Chase, empresa tan medieval como la otra. Consciente de la importancia que tenía para los bufetes de categoría el trabajo de cara a la galería, Bennie imaginaba que a ese muchacho le encantaría quitarse de encima el caso Connolly. A saber qué inútil se lo había endilgado.

– Soy Miller -dijo una voz masculina de tenor.

Bennie se lo imaginó vestido elegante y pueblerino, traje de raya diplomática con chaleco.

– Soy Bennie Rosato, Warren. ¿Qué tal? -se limitó a decir Bennie.

– ¿La misma Bennie Rosato? Estoy al corriente de toda su carrera. Admiro el trabajo que ha hecho en cuanto a los derechos civiles. El año pasado la oí en una conferencia en el Public Interest Law Center. Me pareció sorprendente. En realidad, yo eché una mano en el programa de renovación del tribunal de Pennsylvania y contábamos con que usted estaría de juez este año. El comité le va a mandar una invitación.

– Será un honor -respondió Bennie y respiró profundamente-. Pero yo no te llamaba por eso, Warren. Una de vuestras dientas, Alice Connolly, se ha puesto en contacto conmigo para pedirme que lleve su caso.

– Lo sabemos. Nos oponemos a ello.

– ¿Cómo? No podéis oponeros.

– Pues no estamos de acuerdo con ello.

– No tiene ningún sentido.

– Bueno… intentaremos seguir representándola.

– ¿Cómo, intentaremos? ¿Por qué? -Bennie, desconcertada, cogió la taza pero descubrió que ya se había acabado el café-. ¿Y cómo sabéis que se ha puesto en contacto conmigo?

– Hace un año que Jemison lleva el caso de Connolly. Es dienta nuestra.

– No acabo de comprenderlo, Warren. ¿Quieres seguir con el caso? ¿Acaso eres criminalista?

– Acabé Derecho en Yale, donde participé en la revista legal. Un artículo mío, sobre investigación actual y legislación sobre decomiso, fue el más solicitado el año pasado.

– ¿El año pasado? ¿Es el primer año que trabajas?

– He tomado ya unas cuantas declaraciones y he participado en un arbitraje. Connolly es cliente de Jemison, Crabbe, y vamos a seguir representándola.

– Estamos hablando de la vida de una persona, Warren. -El desconcierto de Bennie se fue convirtiendo en enojo-. En un año habéis visto sólo dos veces a vuestra dienta en un caso que puede acabar con la pena capital. Esto es negligencia per se. ¿Eres consciente de que puedes ser acusado de práctica incorrecta? ¿Tu especialidad no son los seguros?

– Efectivamente, y es uno de los servicios que ofrece Jemison, Crabbe -respondió Miller, y Bennie notó la tensión en su tono.

Se lo imaginó sentado todo lo tiesa que podría estar una persona sin columna vertebral.

– ¿Y cómo conseguiste meterte en el registro de homicidios, muchacho?

– No es imprescindible estar en él. El jefe de nuestro equipo es un antiguo fiscal de distrito, Henry Burden. Recibe muchas asignaciones del juez. Voy a llevar el caso siguiendo sus indicaciones.

– ¡Aja! De modo que Burden está en el registro de homicidios y te ha delegado el caso, ¿no es así? -De todas formas, Bennie seguía sin comprenderlo. Henry Burden iba a promocionar al muchacho en un importante juicio pero ella no veía por qué-. Escúchame, Warren, no sé cuál es tu problema ni me importa. Yo ya he solicitado al juez Guthrie una vista de urgencia para hablar del aplazamiento. Vamos a dirimirlo ante los tribunales. ¿Me sigues?

– Sí… supongo.

– Dejémoslo. Eso es lo que espero.

Bennie colgó el teléfono y se levantó en el acto. Tenía otra batalla que librar y no disponía de tiempo para ninguna. Salió de su despacho, corrió hacia el de Mary DiNunzio y se sentó en una de las sillas tapizadas que tenía la letrada frente al impecable escritorio. A Bennie le hacía falta una abogada lista, con recursos, y no le parecía nada mal que Mary tuviera una hermana gemela idéntica, a la que Bennie había conocido el año anterior.

– ¡Bennie! -exclamó DiNunzio, sobresaltada, levantando la vista del teclado del ordenador.

Era una mujer más bien baja, tenía buen tipo y el pelo rubio ceniza. Llevaba un maquillaje sencillo y un traje sastre azul mari-no clásico y elegante. Pese a su aspecto profesional, a Bennie siempre le había parecido una persona algo nerviosa, a la que intentaba tranquilizar.

– He pensado que sería mejor que pasara yo a verte en lugar de esperarte en mi despacho. -Bennie iba observando el pequeño recinto. La mesa estaba despejada, sin fotos ni calendarios de sobremesa. En los estantes, libros encuadernados en piel; y encima del armario, unos archivadores rojos en acordeón ordenados alfabéticamente. Colgaba de la pared un tapiz antiguo cuya mezcla de colores constituía la única alteración del recinto-. ¡Bonito tapiz! -dijo Bennie.

– Gracias.

– Bueno, vamos a dejarnos de preámbulos…

DiNunzio sonrió.

– Sí.

– Bien. ¿Tienes mucho trabajo?

– Estoy a medio expediente del caso Sameis. Es para el viernes y tengo que presentar otra petición al juez Dalzell para el caso Marvell.

– Son tareas de redacción. ¿Algún juicio?

– No.

– ¿Arbitrajes o vistas? ¿Tiempo libre?

– Recientemente, no.

– Ya empiezas a hablar como una abogada de un bufete importante. ¿Verdad que te hace falta experiencia en juicios? Creo que ésa fue la razón que os trajo aquí a ti y a Carrier.

– En efecto. Lo que pasa es que pensaba que no estaba… preparada.

DiNunzio se ruborizó un poco y Bennie se sintió culpable. Su asociada había tratado de pasar inadvertida después del caso Steere [1]. No es que Bennie la culpara de ello, pero pensaba que había llegado el momento de volver a la palestra.

– Estás preparada, Mary. No voy a pedirte más de lo que eres capaz de dar. ¿Verdad que quieres intervenir en juicios?

– Sí -respondió enseguida DiNunzio, a pesar de que llevaba media mañana planteándose otros trabajos. Podía dedicarse a cuidar animales, a la pastelería, a la enseñanza. Había pasado la jornada laboral fantaseando sobre otras ocupaciones. Alguien tenía que hacerlo-. Claro que quiero intervenir en juicios.

– Entonces no puedes pasarte el día haciendo trabajos de oficina.

– No -respondió Mary, si bien el trabajo de oficina le parecía perfecto. Los administrativos en el campo del Derecho pasaban el día en la biblioteca, lo que reducía significativamente las posibilidades de que alguien les siguiera o incluso disparara contra ellos. El trabajo administrativo le parecía perfecto incluso sin chicle para mascar-. Me encantaría llevar un nuevo caso.

Así pues, Bennie empezó a explicarle el caso, y Mary se esforzó por no huir despavorida.


12

El laboratorio de informática de la cárcel era una especie de caja de zapatos de cemento grueso, sin ventanas y pintado en el típico tono gris desvaído. Las reclusas se encontraban frente a los ordenadores, con la cabeza inclinada sobre los sucios teclados. Alice estaba de pie tras ellas observando cómo manipulaban las viejas máquinas, pues tenía como cometido la enseñanza de tecnologías informáticas. Opinaba que quien cambiara el trapicheo por el procesamiento de textos no necesitaba la tecnología informática, sino un cursillo de economía.

Había una funcionaría junto a la puerta, con las manos entrelazadas en la espalda, y por primera vez no había molestado a Alice. De los extremos superiores de la sala colgaban unos anchos espejos curvos que disimulaban las cámaras de vigilancia, pero ni siquiera éstos fastidiaban ya a Alice. Rosato la había llamado diciendo que contaba con que aquel día se celebraría la vista de urgencia. Su caso empezaba a moverse y lo hacía con gran rapidez. Iba a salir de aquel infierno. Para lo que le quedaba en el convento…

Alice cruzó los brazos con gesto de satisfacción bajo el cuello en punta del top de algodón azul. El pantalón azul marino colgaba holgado en su esbelto cuerpo y asomaban por debajo unas zapatillas blancas Keds que había comprado en el economato. Las Keds tenían la categoría más baja entre las reclusas, pero a Alice le importaban poco las cosas por las que se desvivían las demás. A una de ellas la habían pescado tras una visita familiar intentando disimular un par de Air Jordans bajo el sujetador. «Tendrías la sensación de que ibas a levantar el vuelo», le había comentado Alice con sorna.

– ¡Ese ordenador no funciona! -gritó una interna sentada junto a la puerta.

Alice hizo caso omiso al arrebato. Tenía prohibidos los gritos, pero las reclusas gritaban siempre. Eran incapaces de seguir las normas básicas y se suponía que debían dominar Microsoft Word.

– Eh, he dicho que mi ordenador no funciona -repitió la muchacha.

Era Shetrell Harting, la cabecilla de las Crips, y llevaba un turbante azul.

Alice hizo como que no la oía. No le gustaba Shetrell. Shetrell establecía sus propias normas.

– ¡Vaya mierda! -exclamó Shetrell.

De repente pegó un fuerte manotazo a la pantalla. Ésta empezó a tambalearse en su base y las otras con turbante azul se echaron a reír. Las del rojo fruncieron el ceño y las musulmanas, con la cabeza cubierta con un corto keemar blanco, sufrieron en sacrosanto silencio. Para Alice todas eran un hatajo de bobas que harían lo que fuera por salvar la piel a Shetrell.

– ¿Tienes algún problema? -preguntó Alice.

El pañuelo de Shetrell giró con gesto airado. Tenía una cara larga y angulosa, huesuda como las de los yonquis, y la piel de color café suave, que hacía destacar el discordante verde de sus ojos. Shetrell estaba dentro por traficar con crack y había seguido con el negocio en el interior, haciéndose de oro, pues tenía mucha menos competencia. Alice hubiera podido contar con ella, en su mejor organizado tráfico, pero no quería trapichear con la espada de un asesinato colgando sobre su cabeza.

– Yo no tengo ningún problema; esa mierda es la que tiene el problema -dijo Shetrell.

«¡Pam, pam!», iba golpeando la pantalla con el dedo de lado. Las otras del turbante reían a coro. La que soltaba las carcajadas más estridentes era Leonia Page, la pandillera. Era su cometido.

– Tranquis, titis -saltó Alice adoptando un aceptable acento negro. Estaba demasiado de buen humor para rechazar el juego. Miró la pantalla de Shetrell-: ¿Qué pretendes?

– ¡Y a ti qué te importa! -respondió Shetrell con visible desdén, y Alice soltó una risita torciendo la boca.

– ¿Me estás tirando los tejos?

– ¡Que te folie un pez! -respondió Shetrell con un resoplido.

– ¿Tengo que tomarlo como un no?

– Sí. No.

Las del turbante de azul se callaron al notar el desconcierto de Shetrell y las de rojo reprimieron la risita. Las musulmanas siguieron sufriendo y Alice abandonó el tono que había adoptado.

– ¿Cuál es el problema?

– Pues que he archivado el documento y ahora no me lo recupera.

– El documento es un archivo, o sea que tienes que abrir la carpeta del archivo. Cuando has hecho clic al abrir, ¿se ha abierto el archivo?

– No.

– Pruébalo otra vez -dijo Alice, a sabiendas de que antes no lo había ni intentado-. Sitúa el ratón sobre la carpeta amarilla y haz clic.

– ¡Mierda!

Shetrell cogió el ratón y lo hizo deslizar hacia la izquierda. La flecha rondaba alrededor del icono de la carpeta en la barra de herramientas. Hizo clic y apareció en pantalla la lista de documentos.

– Creo que los golpes que le has pegado han sido decisivos.

– Siempre lo son -respondió Shetrell echando una mirada a Leonia, quien miraba con recelo a Connolly.

Shetrell estaba convencida de que Leonia podría con Connolly, sin problemas. Pasaba todo el tiempo libre en la sala de pesas y hacía levantamientos todos los días. Había llegado a ciento diez kilos y era capaz de hacer muchísimo daño incluso a un hombre. A final de la semana, Leonia tenía que haber acabado con Connolly. Aquello iba a representar un dineral para Shetrell, si bien Leonia no conocía la cantidad exacta. Pero si Shetrell se lo pedía, ella lo haría. Le encantaba hacerlo, sobre todo al ver que Connolly le había faltado al respeto.

Shetrell hizo un breve gesto con la cabeza mirando a Leonia y ésta la miró de soslayo, en ademán de complicidad.


13

Mary DiNunzio estaba sentada en el extremo de la silla en la mesa de la defensa, dejando entrever su estado nervioso. Sin embargo ella no era la única letrada a quien inquietaban las comparecencias ante el tribunal, aunque sí de las pocas capaces de admitirlo. La moderna sala estaba enmoquetada en un tono grisáceo, tenía unos lustrosos bancos negros y no se veía en ella ventana alguna desde la que se pudiera salir al exterior; sin duda estaba pensada para evitar que los presos se suicidaran. A nadie le importaba que lo hicieran los abogados.

Estaba a punto de empezar la vista de urgencia. Bennie consultaba con el ayudante en el estrado, quien tenía a un lado la bandera azul del Estado de Pennsylvania y la bandera estadounidense con una vistosa franja amarilla al otro. El personal de la sala, con sus distintivos plastificados, se estaba situando en la mesa de la defensa. Dorsey Hilliard, el ayudante del fiscal del distrito, tamborileaba con sus oscuros dedos sobre la mesa de la acusación; llevaba la cabeza afeitada, lo que dejaba al descubierto un cuero cabelludo de un marrón brillante, que presentaba una serie de pliegues en la larga nuca. Tenía en el suelo, a su lado, unas muletas de aluminio, con las curvas de los codos dispuestas en forma de cuchara. Cualquiera habría pensado que pertenecían a otro, pues Hilliard tenía un aspecto musculoso y fuerte en su traje de rayas. El fiscal tenía fama de ser uno de los más duros de la ciudad, y pensando en ello, Mary se iba moviendo inquieta en la silla. «Donde sea, pero no aquí, Señor -escribió en su bloc-. Y tampoco en el despacho. O en la facultad.» Dejó de escribir cuando Bennie tomó asiento en la mesa de la defensa.

– Será emocionante -murmuró Bennie.

– Estoy impaciente -respondió Mary forzando una sonrisa.

«Preferiría acercar una cerilla a mi pelo.»

– Todos de pie. Preside la sala su señoría Harrison J. Guthrie -dijo el ayudante.

Los abogados se levantaron cuando el juez Guthrie entró por la pequeña puerta, subió al estrado con cierto esfuerzo e instaló su marchito cuerpo en la butaca de cuero de respaldo alto. Su cabeza recordaba una pequeña gorra blanca y en el rostro destacaban los trazos finos y al tiempo curtidos del patricio y el marinero empedernido. Sus ojos azules brillaban tras las gafas de lectura con montura de concha y la característica pajarita de cuadros escoceses se posaba en su ropaje negro como una mariposa de tartán.

– Señora Rosato -dijo el juez Guthrie, con voz firme a pesar de la edad-, ha solicitado usted una vista de urgencia y el tribunal se la ha concedido. Creo recordar que usted no tiene por costumbre hacer este tipo de peticiones frívolamente.

– Gracias, señoría -respondió Bennie, satisfecha. Se levantó recordando la última vez que se había encontrado frente a Guthrie. En el caso Robinson, en el que un poli había pegado una paliza a un traficante de poca monta, regodeándose en ello. La condena del juez por daños y perjuicios había despertado muchas críticas, a pesar de que había sido lo correcto-. Quisiera comparecer en este caso, señoría.

– Una tarea más bien superflua, señora Rosato.

– Normalmente sería así, señoría. Sin embargo, el primer defensor no lo permite, a pesar de que la acusada desea que yo la represente. Por tanto, me he visto obligada a buscar la aquiescencia del tribunal en este caso.

Warren Miller, el joven asociado de Jemison, Crabbe, se levantó a medias. Era un muchacho delgado, de pelo oscuro, con gafas sin montura, traje y chaleco y pálido como una orquídea de invernadero.

– Para que conste, ejem, disentimos de… esta exposición de los hechos, señoría.

– El tribunal le atenderá en su debido momento, señor Miller -respondió el juez Guthrie, y el abogado se sentó con aire débil-. Señora Rosato, nos ha solicitado usted también la comparecencia de la acusada Alice Connolly, y le concedo tal petición, pese a que la solicitud se ha hecho en un plazo excesivamente corto. Debe saber que ha acarreado muchos problemas al tribunal y a las fuerzas del orden.

– Siento haber causado molestias al tribunal, señoría. Yo misma disponía de poco tiempo, pero habida cuenta que nos encontramos ante un caso de pena capital, estaba convencida de que el tribunal concedería la vista a la acusada.

– Por supuesto -dijo el juez Guthrie. Se quitó las gafas de lectura y con ellas hizo señal a su ayudante-. Tal vez deberíamos hacer entrar a la acusada. ¿Me hace el favor?

Un ayudante del tribunal que vestía biaza azul marino desapareció por una puerta lateral de la pared recubierta de paneles y volvió un segundo más tarde seguido por un agente de policía de Filadelfia que llevaba un impermeable negro por encima del uniforme y un audífono en el oído izquierdo. Detrás del policía entró Alice Connolly con su mono naranja.

Bennie se levantó al ver a Connolly pero Mary quedó como clavada en la silla, con los ojos de par en par. Alice Connolly se parecía tanto a Bennie que podía pasar por su hermana gemela. La acusada esbozaba una sonrisa cínica, tenía el pelo de un color rojo vivo, escalado, y era más delgada que Bennie, pero sus facciones parecían idénticas. ¿Qué ocurría allí? Mary no creía que Bennie tuviera una hermana gemela y mucho menos una a quien acusaban de asesinar a un policía. El caso se iba poniendo cada vez peor. «¿Alguien tiene una cerilla? Yo pongo la laca. Será cuestión de un minuto.»

– Puede colocar a la acusada aquí, agente -dijo Bennie-. Aquí mismo. -Se levantó y colocó una silla en la mesa de la defensa, al lado de Mary, quien pasó página rápidamente en su bloc de notas.

– Dispense -le interrumpió Miller, cogiendo una silla y acercándola a su lado-. Alice Connolly tendría que sentarse aquí, puesto que yo soy su abogado defensor.

El policía miró a la letrada y luego a él, sin saber qué decidir, aunque Mary se veía incapaz de seguir la disputa, pues el aspecto de Connolly la tenía admirada. ¿Acaso nadie se había percatado del parecido entre la acusada y su nueva defensora? El fiscal de distrito apenas se había fijado en Connolly. El abogado de Jemison, Crabbe no parecía reaccionar. Tal vez nadie se había dado cuenta al existir tal diferencia en la situación: Bennie era una importante letrada y Connolly la acusada de un crimen.

Bennie se puso de pie ante el estrado:

– Señoría, no voy a discutir el emplazamiento físico de la acusada. Al parecer, el señor Miller opina que el hecho de que Connolly esté en sus manos le convierte en su defensor, pero eso no es así. Le doy permiso para sentarse junto a mi dienta.

– Petición concedida -dijo el juez Guthrie-. Ya la ha oído, señor ayudante. -El juez se aclaró la voz mientras el policía del impermeable acompañaba a Connolly a la mesa de Miller, donde se sentó-. Y ahora que la acusada se ha instalado cómodamente, le ruego que exponga su postura, señora Rosato.

– Señoría, Connolly me llamó por teléfono ayer solicitándome que la representara inmediatamente. Tiene el inalienable derecho a escoger su propia defensa, y yo la he aceptado con mucho gusto, sin ánimo de lucro, pero solicito un aplazamiento. El juicio ha de celebrarse la semana próxima. Solicito un mes de aplazamiento, señoría, para poder preparar la defensa.

– Gracias, señora Rosato. -El juez Guthrie ladeó la silla para situarse de cara al abogado de Jemison-. ¿Tiene alguna objeción, señor Miller?

El asociado se levantó, sujetando una ficha como si fuera una manta protectora.

– Señoría, mi supervisor en la defensa, Henry Burden, quien desgraciadamente ha tenido que salir del país esta mañana, el bufete de Jemison, Crabbe y yo mismo fuimos designados por este tribunal para representar a la acusada y eso hemos hecho durante casi un año. No veo razón alguna para abandonar esta defensa ni para aplazar el caso. Por consiguiente, nos oponemos a la solicitud de cambio y a la petición de aplazamiento.

– Señoría -expuso Bennie-, Jemison no está en posición de objetar la elección de la defensa de la acusada. Hasta hoy no han demostrado el mínimo interés por la citada acusada.

– Cálmese, señora Rosato. Tendré en cuenta su argumentación. -El juez Guthrie se puso de nuevo las gafas y consultó el expediente, pasando las páginas con gran cuidado-. ¿Desea el Estado intervenir en este litigio? -preguntó, sin levantar la vista.

Dorsey Hilliard se puso de pie a duras penas, se colocó las muletas de aluminio bajo los brazos y avanzó hacia el estrado. Las mangas de la americana se le fruncían de forma forzada alrededor de las muletas, pero quedaba claro que la discapacidad de Hilliard no pasaba de ahí.

– El Estado no se pronuncia sobre la comparecencia de la señora Rosato. No obstante, el Estado sí se opone rotundamente al aplazamiento del caso. Ya ha sido pospuesto en seis ocasiones consecutivas, básicamente a petición de la defensa. No vamos a servir en bandeja el séptimo. El Estado está preparado para el juicio que está en puertas y dispuesto a que siga adelante.

El juez Guthrie arrugó la frente.

– ¿Qué opina, señora Rosato?

Bennie se situó en el estrado mientras Hilliard ocupaba la parte derecha.

– Señoría, ninguno de los aplazamientos se ha llevado a cabo a instancias de la acusada, y ninguno se le puede imputar a ella con el objetivo de frenar el proceso. No habría que negársele el derecho a la libre elección y a un juicio justo porque unas circunstancias que escapan a su responsabilidad…

– Un momento, por favor-la detuvo el juez Guthrie, sujetando con un hábil dedo los papeles que tenía delante-. El tribunal quisiera consultar la documentación sobre todo esto. Tal vez así ahorraríamos tiempo.

– En efecto, señoría.

Bennie se agarró al estrado y tuvo que hacer un esfuerzo para permanecer inmóvil mientras el juez leía. Aquellas limitaciones la desesperaban. Consideraba que el silencio era algo antinatural en un abogado.

– Vamos a ver -dijo el juez Guthrie finalmente, mientras continuaba su lectura-. Hay demasiados aplazamientos para un caso de esta gravedad, señora Rosato.

– Estoy de acuerdo, señoría, pero al parecer se deben a su defensa actual, que ha trabajado muy poco este caso. La acusada no debería pagar por la negligencia profesional de su abogado.

Warren Miller se introdujo entre ellos como una carabina.

– No es cierto, señoría. Siempre que ha sido necesario hemos consultado con la acusada. Los aplazamientos reseñados se han debido a una enfermedad mía y después del señor Burden. En otra ocasión por razón de tener un juicio por otra causa. No existe justificación para excluirnos de la defensa, señoría.

– Por favor, por favor, les ruego que vuelvan a sus asientos -dijo el juez Guthrie. Los abogados obedecieron mientras el juez dirigía una severa mirada a la acusada-. Por lo que parece, señora Connolly, dos hábiles defensores desean llevar su caso. Una situación envidiable para alguien acusado de tan grave delito, y realmente insólito por lo que se refiere a mi experiencia. Haga el favor de subir al estrado y echarnos una mano.

– De acuerdo, señoría.

Connolly se levantó, se acercó al estrado y le tomaron juramento. Bennie no perdía detalle, intentando decidir cómo se comportaría en el papel de testigo, si tuviera que declarar.

– Señora Connolly -dijo el juez Guthrie-, el tribunal quisiera formularle unas preguntas para determinar su voluntad en esta cuestión. Como usted bien sabrá, el tribunal designó a uno de los penalistas más respetados de la ciudad, al señor Burden, quien trabaja con su asociado, el señor Miller, para que la representara. Y ahora la señora Rosato nos comunica que usted desea que ella lleve su defensa. ¿Es realmente ése su deseo, señora Connolly?

– Así es, señoría.

– Señora Connolly, para que conste, sírvase explicarnos por qué desea que la represente la señora Rosato.

Bennie contuvo el aliento mientras Connolly respondía.

– Creo que la señora Rosato se preocupa más que nadie por mi caso y es una excelente letrada. Confío en ella. Entre las dos existe una gran… confianza.

– Bien, bien -dijo el juez Guthrie y seguidamente hizo una pausa-. Nos queda una pregunta, señora Connolly. ¿Por qué no planteó el tema antes? Lleva usted bastante tiempo en la cárcel.

– No sabía si la señora Rosato podría representarme, señoría.

– Comprendo. -El juez Guthrie tomó una breve nota con una gruesa estilográfica negra-. Puede retirarse, señora Connolly.

– Gracias, señoría -respondió Connolly.

Al descender hacia la mesa de la defensa dedicó una breve sonrisa a Bennie. Ésta se la devolvió, aunque sólo de cara a la galería. Connolly había hecho bien en no sacar a colación que estaba convencida de que Bennie era su hermana gemela, lo que como mínimo podía considerarse una posible omisión. Connolly era una mentirosa completamente verosímil, y aquello preocupaba a Bennie.

El juez Guthrie leía por encima el expediente.

– Bien. Considerado el asunto y habiendo tenido en cuenta todos los factores pertinentes, el tribunal concede a la señora Rosato el permiso de comparecer en calidad de defensora de Alice Connolly.

Bennie se levantó.

– Gracias, señoría.

El juez Guthrie extendió su arrugada mano.

– Por otra parte, tras considerarlo detenidamente, se le deniega la petición de aplazamiento. El caso ha estado ya marcado por una serie de retrasos y aplazamientos y este tribunal no debe añadir uno más. Es responsabilidad del tribunal utilizar los recursos judiciales con eficiencia y efectividad. El juicio se celebrará el día previsto. El lunes empieza la selección del jurado.

Bennie tragó saliva de forma tan ostensible que Mary notó el sonido.

– Señoría, la vida de la señora Connolly depende del juicio. Es prácticamente imposible preparar una defensa en un caso de homicidio en una semana, en un caso de pena capital.

– El tribunal comprende que tiene por delante una tarea difícil, señora Rosato -dijo el juez Guthrie, cerrando el expediente-. No obstante, la señora Connolly cambia la defensa en el último momento por una razón que ni yo ni nadie puede ver clara. Jemison, Crabbe es uno de los mejores bufetes de la ciudad, mi antigua alma máter, añadiría. Si bien la Constitución establece mi decisión en cuanto a su intervención, nuestros antepasados, gracias a Dios, decidieron no enseñarme cómo llevar la sala. El bufete Jemison le entregará el expediente inmediatamente y estoy seguro de que le llegará intacto. Cúmplase.

El juez Guthrie hizo sonar el mazo, y Bennie cogió el expediente que le entregaba Miller a regañadientes.


En cuanto se hubo levantado la sesión, Bennie salió a toda prisa por la puerta giratoria del Palacio de Justicia, con Mary DiNunzio haciendo un esfuerzo para seguir su ritmo. Pasaron volando por delante de las intrigadas miradas de los policías uniformados apostados ante el palacio y dejaron atrás a un par de periodistas bloc en ristre.

– ¿Por qué comparece como defensora de Connolly? -gritaban-. ¿Cuál es la razón, señora Rosato? Por favor, señora Rosato, deténgase un momento.

Bennie siguió precipitadamente por la estrecha acera de Filbert Street bajo la luz del sol. Aquellos periodistas eran novatos en comparación con la representación de la prensa que aparecería un poco más tarde. Bennie había contado con la expectación, pero se dio cuenta de que Mary estaba blanca como la cera. Cogió del brazo a su asociada, hizo parar un taxi y en cuanto éste empezó a frenar, abrió la puerta.

– Vamos, DiNunzio -dijo, empujando a su asociada hacia dentro.

Dio al taxista la dirección de su despacho y su cabeza pasó a otro sitio. Tenía que preparar la defensa principal y la de la pena capital al mismo tiempo, ya que si perdía el caso, llegaría una hora tarde para salvar la vida de Connolly. Necesitaba encontrar pruebas psicológicas, de expertos, expedientes escolares. Le haría falta otra asociada y tal vez también alguien para la investigación.

Tenía la mente tan ocupada en las listas de cosas pendientes que no se fijó en el adusto anciano que se encontraba entre el gentío, con su chaqueta de paño a pesar del calor que hacía. Permanecía de pie bajo la alargada sombra que proyectaba el Ayuntamiento, con un sombrero de fieltro que le llegaba casi a los ojos. De todas formas, Bennie no le habría conocido, a menos que hubiera recordado la foto del piloto.

Era Bill Winslow y la observaba con una tensa sonrisa.


14

De vuelta a su despacho, Bennie se enfrentó con el expediente de Connolly sin dar crédito a lo que veía. Jemison, Crabbe no había preparado defensa alguna: no había entrevistado a ningún testigo, ni llevado a cabo una investigación, inspección de los vecinos, ni siquiera incluía una nota de los abogados. ¿Qué tendrían en la cabeza Burden y Miller? Cogió la única carpeta con cierto contenido cuya etiqueta decía: «Expediente del fiscal del distrito: abierto en la vista preliminar». Contenía una sucinta transcripción de dicha vista y los mínimos informes secundarios, además de una lista de objetos requisados, las pruebas de la autopsia y de toxicología y los informes sobre móviles del crimen. No contenía ningún informe sobre los hechos, los partes detallados de la investigación policial.

– Un momento, chicas -dijo Bennie hojeando el contenido de la carpeta. Sus dos asociadas, Mary DiNunzio y Judy Carrier estaban sentadas delante de su escritorio como Mutt y Jeffsi fueran abogados. DiNunzio era más bajita e iba vestida como la Barbie abogada, con traje azul Brooks Brothers; Carrier era casi tan alta como Bennie y llevaba atuendo de artista, blusón holgado de algodón, pantis azules y zuecos de ante Dansko. Bennie terminó la ojeada superficial y levantó la vista-. Tendrás que dejarlo todo, Carrier. Quiero que supervises los partes de la policía. Tenemos que saber quién se encargó de este caso de asesinato.

– Ningún problema -respondió la asociada, tomando nota en el bloc que tenía sobre las rodillas. La cabellera, cortada recta a la altura de la mandíbula, en forma de cuenco del tono del limón, cayó hacia delante como las orejas de un sabueso-. Imagino que guardan en cinta los informes del 911…

– Sí, pero a estas alturas ya los habrán borrado. Tendrás que pedir las transcripciones, los ficheros de soporte informático. Coge la cámara del despacho, por favor. Marshall sabe dónde está, pídesela. ¿DiNunzio? -añadió, volviéndose hacia ella mientras Carrier salía del despacho-. ¿Conoces a alguien de Jemison, Crabbe?

– Claro, a la gente que trabaja ahí… Creo que hay dos que estudiaron conmigo.

– Si siguen allí, llámalos. Quiero averiguar cómo consiguió el caso Henry Burden y si tiene algún contacto con el juez Guthrie. De todas formas, sé discreta.

– ¿Cómo lo hago?

– Queda para comer o algo así. Sácales los trapos sucios. Ya has oído lo que ha dicho Miller ante el tribunal, que Burden tuvo que salir del país. ¿Qué hay sobre eso? Persíguelo. Y ahora coge el bolso y el expediente. Supongo que estás dispuesta para el baile…

– Bueno… claro. Sí, sí, del todo.

Mary estaba demasiado cohibida para añadir algo más. En el fondo lo que deseaba era volver a casa, tumbarse en la cama y empezar a buscar en los anuncios por palabras. ¿Existía algún trabajo en Estados Unidos en el que una pudiera decir la verdad a su jefe?

No.


La llovizna teñía el cielo de gris e iba dejando minúsculos puntitos en el parabrisas del Ford de Bennie. Se detuvo y aparcó en Trose Street, frente a la casa adosada en la que habían vivido Della Porta y Connolly. Era un edificio bajo, sólo de dos plantas, y en él se veía un letrero de SE ALQUILA, que crujía bajo unos ganchos oxidados. Los postigos negros se iban desconchando sin que nadie se diera cuenta y la obra había adquirido el color tostado de renta limitada, a diferencia de los suaves tonos anaranjados que lucían las construcciones coloniales. A su lado se veía un centro de atención diurna y otra casa, también de dos plantas, a la que se le había caído una contraventana del piso de arriba. Junto a dicha casa, un restaurante abandonado y un cartel rosado medio pegado a la tablilla que sellaba la ventana daban fe de un desatinado optimismo.

– Vamos allá, chicas -dijo Bennie parando el motor-. Coge el expediente, DiNunzio. Carrier, la cámara. Tienes que tomar fotos de la calle y de la zona circundante.

– Ahí está – dijo Judy bajando del Ford y levantándose la capucha del impermeable amarillo. Se colgó la cámara al cuello y empezó a disparar, protegiendo el objetivo de la lluvia.

Bennie sacó un bloc del bolso e hizo un rápido bosquejo de la calle, sosteniendo el papel junto a su cuerpo para que no se le mojara. Esbozó las casas y el callejón donde habían encontrado la ropa manchada de sangre, que se encontraba al final del centro de atención diurna, en la parte oeste. Más allá se veían otras dos casas, hasta la esquina de la calle Décima. Se metió en el callejón mientras seguía dibujando el contenedor azul. Continuaba allí, oxidándose, contra la pared de obra del callejón, a la derecha. Éste llegaba hasta la otra calle y, por tanto, podía entrarse en él desde atrás. El esbozo de Bennie, limpio y tratado con fijador, se convertiría en la prueba D-I.

Al acabar, recorrió con la mirada el edificio, pensando en algún posible testigo de las idas y venidas en aquella casa. Por la parte sur de Trose Street, donde se encontraba la casa de Della Porta, vio otros edificios entre la casa y el callejón. De ahí tenían que salir los testigos que, como tales, pasarían a ser el foco principal de la defensa en el futuro.

Bennie dio media vuelta. Al otro lado de la calle y frente a la casa de Della Porta, vio un bloque de pisos de nueva construcción. Para levantar el edificio habían derribado todas las casas de dos plantas menos cuatro, lo que eliminaba la posibilidad de encontrar algún testigo con mejor perspectiva del domicilio de Della Porta. Una pancarta de plástico ocupaba la nueva fachada con la inscripción EN ALQUILER EN SEPTIEMBRE, y Bennie se acordó de la constructora de la que le había hablado Connolly en su entrevista.

Judy seguía con la Nikkormat contra el rostro, sacando fotos de ambos extremos de Trose Street, hasta que se dio cuenta de que Mary no había salido del vehículo. Se acercó a la ventanilla medio abierta y exclamó:

– Mary, vamos, sal.

– No. -Mary seguía en el asiento de atrás, inmóvil-. No pienso salir.

– ¿Cómo? ¿Qué significa que no piensas salir?

– Que no pienso salir. ¿Cuál es la palabra que no has entendido?

– ¿Me tomas el pelo o qué?

Buena pregunta; Mary no estaba segura de que se tratara de aquello.

– En mi vida he pisado el escenario de un crimen. Y no me apetece hacerlo ahora. ¿Por qué piensas que rodean el lugar con una cinta amarilla? Porque nadie debe acercarse al escenario de un crimen.

– Es tu trabajo, Mary.

– ¡Y a mí, qué! -Asomó la cabeza por la ventanilla y parpadeó al notar la lluvia-. Ya sé que es mi trabajo. ¿Por qué crees que no lo soporto? Si me dedicara a hacer pastelitos de chocolate, no odiaría mi trabajo.

– ¿Te has vuelto loca? Sal del coche ahora mismo.

– Si mi trabajo consistiera en comprar ropa, tampoco lo odiaría. O en leer libros. Otra cosa que me gusta es comer. No sé si podría conseguir un trabajo que consistiera en comer. ¿Existe alguno, Jude?

– Pero ¿a ti qué te pasa? ¿Qué pretendes, que te despidan?

Mary se animó al instante.

– ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Entonces podría cobrar del paro, como el resto de estadounidenses.

– ¡Carrier! ¡DiNunzio! ¡Vámonos! -gritó Bennie y su tono traducía la impaciencia.

Ya estaba subiendo los peldaños de la entrada.

– Vamos, o también me despedirá a mí. -Judy abrió la puerta del Ford y cogió a Mary por la manga-. Todo irá bien, ya verás -dijo, tirando de su amiga y cerrando luego de un portazo.

Se acercaron a la puerta, aunque Bennie ya las había dejado atrás, pues estaba apretando el timbre situado bajo el buzón de aluminio.

– Tenemos una buena oportunidad -les dijo Bennie-. El portero vive en los bajos.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Judy.

– Lo pone aquí.

Bennie señaló la placa: J. BOSTON, PORTERO.

– Un trabajo detectivesco de primera -comentó Judy, pero a Mary no le hizo ninguna gracia.


El portero era un hombre bajito que llevaba una camiseta bastante sucia, pantalón ancho y tenía una expresión apática, triste. Cuando abrió la boca, Bennie notó una vaharada de whisky.

– No, no oí nada la noche que mataron a Anthony -dijo con una voz como lijada por el tabaco.

– Si usted vive abajo -dijo Bennie-. ¿No oyó el disparo?

– Ya me lo preguntó la poli. Les dije que no había oído nada.

– ¿Ni un disparo?

– No oí nada. Había bebido algo. ¿Va contra la ley?

– ¿Oyó alguna vez a Connolly y Della Porta? Hablando, discutiendo, lo que sea…

Los llorosos ojos del viejo cobraron expresión.

– ¿Lo que sea? ¿Se refiere a lo que sea?

– Eso es. Lo que sea.

– No. -Soltó una estridente carcajada que acabó en algo así como un ataque. Judy y Mary se miraron mientras seguían en el vestíbulo, delante de la vivienda del hombre. Un aparato de televisión, en el que se oía en concreto un tema de Oprah Winfrey, berreaba tras una puerta blanca llena de dedos-. Apenas les veía. Nunca estaban por aquí. Como él era poli, yo imaginaba que estaba muy ocupado.

– ¿Tenían muchas visitas?

– ¡Y yo qué sé! Yo estoy en mi sitio. Así es como lo quiere mi cuñado, el dueño de ese antro. Lo que está bien para él, está bien para mí. -El portero bizqueó algo-. ¿Dice que es abogada? ¿Todas ustedes son abogadas? ¿De eso viven?

Bennie hizo como que no lo oía.

– ¿El letrero de fuera significa que se alquila el piso de Della Porta?

– ¡A ver! Ese piso no trae más que problemas. Me pasaría el día enseñándolo y nadie lo alquilaría. Nadie quiere meterse en un sitio donde mataron a tiros a un hombre, aunque esté amueblado y tal. Además, piden demasiado.

– ¿Ha estado en alquiler desde el asesinato? ¿Con los mismos muebles?

– Claro. Con todo menos la alfombra. La tiré cuando la poli acabó su trabajo.

Bennie suspiró profundamente. Habría desaparecido hacía tiempo cualquier rastro de prueba.

– ¿Los muebles siguen en el lugar donde estaban? ¿No ha hecho usted ningún cambio?

– No me pagan lo suficiente para trasladar nada.

– Tengo que ver el piso. ¿Me presta la llave?

– ¡Qué demonios! -El portero hurgó en su bolsillo-. ¿Quién cree que limpió el revoltijo de ahí arriba? Su seguro servidor. ¿Quién cree que sacó la maldita alfombra empapada de sangre? Su seguro servidor. ¿Quién limpió el suelo? ¿Quién le dio una capa de pintura a la pared salpicada? ¿Quién recogió toda la mierda y la llevó al sótano?

– ¿Su seguro servidor? -intervino Judy, y el portero sonrió enseñando los dientes mellados.

En cuanto consiguieron la llave, Bennie echó a correr hacia el piso y sus asociadas la siguieron. Era una escalera larga y estrecha, que acababa con un sucio corredor y una puerta sin nombre o número alguno.

Bennie abrió.

– Mantened los ojos muy abiertos -dijo metiéndose en el piso-. Tomad nota de la distribución interior del piso. Fijaos en la orientación de las habitaciones, en los muebles. Comprobad qué se ve desde las ventanas, la iluminación. Intentad recordar lo que habéis visto, por insignificante que os parezca. ¿De acuerdo?

– Sí.

Judy sacó una foto, pero Mary se quedó en el umbral de la puerta sin que las otras se dieran cuenta.

Bennie exploró el piso. La estancia más grande tenía dos ventanas que daban a la calle, al norte, y en ella había una mesa con cuatro sillas a la derecha, conformando un comedor por la parte este. A la izquierda de esa misma sala, un sofá contra la pared y frente a él un arcón de roble. Entre las dos ventanas había un carrito para el televisor Sony Trinitron y un espejo ovalado colgado en la pared. Bennie tomó nota de los cuadrados en los que el papel pintado se veía más claro, donde había habido cuadros colgados, y también del cuadrado marcado en el centro del suelo, donde había estado la alfombra.

– Saca una foto de este punto, Carrier -dijo Bennie-. Varias.

– De acuerdo.

Judy disparó mientras Bennie se acercaba al sofá.

– Ahí está. Mira la mancha de sangre.

Bennie fue directa al punto en el que la madera se veía descolorida, y quedaba brillante, con manchas desiguales, donde el acabado se veía alterado. Probablemente la sangre de Della Porta se había ido filtrando por la alfombra. Recordó que en el expediente policial constaba que le habían disparado con una bala del calibre 22. Le había perforado la frente y salido por la parte posterior del cráneo. La pérdida de sangre había sido importante.

– ¡Jesús! -Judy se acercó y tomó una foto-. No me extraña que el portero no haya alquilado el piso. Nadie consigue barrer la sangre bajo la alfombra.

– ¿En qué dirección cayó el cuerpo? ¿Dónde está DiNunzio? -preguntó Bennie, y las dos se volvieron hacia la puerta, donde Mary seguía echando raíces-. ¿Qué haces ahí, DiNunzio? Ven.

– Voy. -Mary se acercó a ellas con la máxima determinación de que fue capaz, sin levantar la vista. Vio en el suelo una mancha oscura, pardusca, que tenía la forma de Francia. El estómago se le encogió-. ¿Eso es lo que estoy imaginando?

– Encontraron a Della Porta tumbado de espaldas -dijo Bennie-. ¿Tenía la cabeza inclinada hacia el este o hacia el oeste?

– ¿Este, oeste?

Mary se veía incapaz de pensar con claridad. Un hombre había muerto allí; le habían disparado contra la cabeza. Se imaginaba la bala de plomo ardiente rasgando la suave materia del cerebro. Destruyendo lo que tenía que permanecer inmaculado.

– Tienes el oeste a tu izquierda, el este, a tu derecha.

Mary no podía apartar la vista de la mancha de sangre. Había visto las fotos de la autopsia y las de la unidad móvil. Demasiada sangre para una tarea que había imaginado incruenta.

– ¿Cuál? ¿Este u oeste?

– ¿Puedo… consultar el expediente?

Mary cogió el archivador que llevaba bajo el brazo.

– No. ¿Es que no lo has leído? -saltó Bennie, y Judy le tocó la manga.

– ¿Qué sacas con ello, Bennie? A ella le resulta difícil…

– Cállate, por favor. Mary no necesita un abogado defensor. El abogado es ella misma. -Bennie adoptaba aquella actitud a propósito, pero no necesitaba difundirlo a los cuatro vientos, e incluso conocía la respuesta, aunque en realidad no tenía importancia-. Estamos ante un caso de asesinato, DiNunzio, por tanto, la sangre es un requisito esencial. No pienses en el cadáver, piensa en el dossier. En el informe. Es un caso más. Vamos a ver, ¿miraba hacia el este o hacia el oeste?

– Oeste -dijo Mary, la respuesta apareció a raíz de una foto de la policía que no tenía conciencia de recordar.

– Muy bien. ¿Qué dijo el forense en cuanto a la hora de la muerte?

– El forense la estableció entre las siete y media y las ocho y media. Estaba en su informe.

– Perfecto. A ver… Connolly me dijo que ella estaba en la biblioteca de Logan Circle. Salió a las seis y media y volvió a casa andando. El que disparó era alguien a quien Della Porta abrió, y el asesinato tuvo lugar inmediatamente después. Della Porta se encontraba de pie y le dispararon a quemarropa. Se desplomó y cayó hacia atrás, de espaldas. Encaja con el informe del forense, eso es lo que van a decir. ¿Opinas que estoy en lo cierto, DiNunzio?

– Eso es lo que dirán.

Judy parecía desconcertada.

– ¿Sabes qué es lo que no entiendo? De la biblioteca hasta aquí hay un buen trecho, más de una hora. ¿Cómo volvía a pie? Hay autobuses, taxis, de todo.

– No sé, tal vez le guste andar.

– Entonces no tiene coartada. Si salió a las seis y media, podía encontrarse camino de casa a la hora del asesinato.

– Ya soy consciente de ello.

Judy tragó saliva y luego se arriesgó, pese a que aquello le podía acarrear un despido:

– ¿Lo hizo ella?

– Es nuestra clienta, Carrier. Que lo haya hecho o no, no viene al caso. -Bennie intentó controlar la irritación, que iba en aumento en su interior-. Ética legal 101. No es que haya acusadores en un bando y defensores en otro con funciones iguales y opuestas. Es una forma de pensar muy pobre. Los papeles son sustancialmente distintos. La acusación tiene que buscar justicia, y la defensa conseguir la absolución del acusado.

– ¿No crees que tiene importancia la culpabilidad de Connolly? ¿Qué me dices, pues, de la justicia?

– Connolly es mi clienta, por tanto tengo que salvarle la vida. En mi trabajo cuenta la lealtad. ¿No te parece lo suficientemente noble?

Judy ladeó la cabeza.

– O sea que es una pugna entre la justicia y la lealtad.

– Bienvenida a la profesión.

Mary notó una aspereza en el tono de Bennie y supuso que estaba nerviosa. Si Bennie y Connolly eran gemelas, como le había parecido en la vista de urgencia, le resultaba fácil imaginar la tensión que su jefa estaba viviendo. Judy no estaba al tanto, pues no había asistido a la vista.

– Entonces estoy desconcertada -dijo Judy-. Si no pretendemos resolver un asesinato, ¿qué hacemos aquí?

Bennie la miró a los ojos.

– Tenemos que entender la acusación del fiscal y elaborar una teoría creíble sobre lo que sucedió aquella noche. Cuando entremos en la sala, el jurado tiene que vernos como la fuente de todos los conocimientos, de forma que confíen en nosotros en la deliberación. ¿Tengo que continuar?

– No, pero… -empezó a decir Judy, aunque Bennie le hizo un gesto para que no siguiera.

– No hay tiempo para seguir con esta discusión. Connolly tiene derecho a una defensa efectiva, de modo que seamos efectivas. Toma fotos. -Bennie echó una ojeada a la sala, inquieta. La pregunta de Carrier la había estado mortificando desde el principio. ¿Lo había hecho Connolly? Bennie no lo creía, pero ¿por qué? Apartó aquella idea de su cabeza-. Eso lo han limpiado demasiado. Vamos a empezar por la cocina, DiNunzio, y examínalo todo siguiendo un orden.

– De acuerdo -respondió Mary cuando Bennie ya estaba en el umbral de la cocina con los brazos enjarras.

Era una cocina larga y estrecha, con armarios de cerezo, electrodomésticos nuevos y un lujoso frigorífico Sub-Zero. Bennie abrió los armarios, que encontró vacíos, a excepción de uno de ellos, en el que guardaban unos pesados platos blancos. Revisó a conciencia todas las puertas, sin encontrar nada, y luego se acercó a la ventana.

– ¿Quién llamó al 911 hablando del disparo, DiNunzio?

– La señora Lambertsen, la vecina de al lado. Declaró en la vista preliminar. Incluso vio huir a Connolly, al igual que otros vecinos. Tres o cuatro, creo recordar.

Bennie asintió.

– Supongamos que el 911 recibiera la llamada y transmitiera el asunto por radio enseguida. ¿Cuál fue el primer coche patrulla que respondió?

– Tengo que comprobarlo.

Mary abrió el archivador, sacó una carpeta y hojeó su contenido mientras Bennie seguía contra su hombro. Todas las páginas estaban marcadas con rotulador fosforescente, lo que demostraba el minucioso trabajo de DiNunzio; Bennie pensó que su asociada podía llegar a ser una excelente letrada si conseguía salir del cascarón.

– Aquí está -dijo Mary-. Los agentes Pichetti y Luz.

– No fueron McShea y Reston. -Bennie reflexionó un instante-. ¿Dónde se encontraban Pichetti y Luz cuando recibieron la llamada?

Mary siguió con el dedo hasta el final de la página.

– A unas manzanas de aquí, entre la Séptima y Pine.

– Lo que tenemos que saber es dónde estaban Reston y McShea y por qué se encontraban tan cerca del piso de Della Porta.

– El expediente no incluye informes sobre ellos.

– No me extraña, pero tiene que existir. Ése es el informe que nos interesa. Tenemos que encontrarlo. Tiene que estar en el archivo de la policía o en el de Jemison, Crabbe. Compruébalo al llegar al despacho.

– De acuerdo.

Mary empezaba a sentirse útil y ya no veía la mancha.

– Perfecto. Vamos a ver las otras habitaciones.

Bennie salió de la cocina y, pasando por la sala de estar, se metió en el dormitorio, una estancia con tan pocas características distintivas como la cocina. Una cama doble contra la pared entre las dos ventanas y un tocador revestido de nogal, con tres cajones, junto a la pared del fondo. Bennie se acercó al mueble y abrió sus cajones. Nada.

– Aquí está el baño.

Mary le indicó la dirección con el dedo y Bennie asintió.

– Échale un vistazo. Yo me ocupo de la otra habitación. No sé para qué la utilizarían.

Bennie entró en la otra y quedó muda de asombro al cruzar el umbral. Un estudio que parecía realmente la réplica del suyo: incluso los muebles estaban dispuestos como en su casa. Ocupaban las paredes los archivadores, estantes con libros, una mesa con ordenador en el rincón y otra librería. La mesa era igual que la de Bennie: un equipo informático montado sobre una mesa blanca, de Ikea, con dos estantes contra la pared y parrillas en ambos lados. Bennie utilizaba continuamente sus parrillas. ¿Hacía lo mismo Connolly?

Se acercó a la mesa del ordenador y sacó la parrilla situada a la derecha, que se deslizó con aquel chirriante sonido que le resultaba tan familiar. En su centro detectó un círculo de color marrón. Bennie supo enseguida de qué se trataba, pues ella también lo tenía: el aro que dejaba la taza de café. Se le encogieron las entrañas. ¿Significaba algo? Por lógica, no. La mayoría de gente toma café mientras trabaja y organiza su estudio de forma parecida. Además, el material de Ikea era idéntico.

– En el baño, nada -dijo DiNunzio desde la puerta.

Bennie movió la cabeza. Sin saber bien por qué, salió de la habitación.

– Aquí hay un colgador -dijo y cerró la puerta, dejando al descubierto el gancho situado en su parte superior.

– ¿Cómo lo sabías? -preguntó Mary.

Bennie tenía una percha en el mismo sitio pero no quería explicárselo aún a DiNunzio. Quería obtener más información sobre Connolly antes de dar crédito a que fueran gemelas.

– Todo el mundo tiene un colgador en la puerta -dijo tranquilamente.

– Lo que me sorprende es que lo tuviera Connolly. Nunca utilizaba esto. Este estudio era una pocilga.

Bennie se dio la vuelta, sorprendida.

– ¿Cómo lo sabes?

– Por las fotos del expediente. Las puso en un sobre la unidad móvil.

Evidentemente. Lo había olvidado.

– Veámoslas.

– No las tengo aquí. -El arrebato de actividad de Mary fue cediendo-. ¿O no recuerdas que no se nos permite sacar originales del despacho?

Bennie hizo rechinar los dientes. No era culpa de su asociada, de modo que no podía estrangularla.

– ¿Qué se ve en las fotos?

– El piso con todo lo que contenía. Cómo estaba decorado. Casi todo es igual, a excepción del estudio. El apartamento estaba en orden, pero el estudio de Connolly estaba hecho un asco.

– Quiero ver las fotos esta noche. Recuérdamelo cuando volvamos.

– De acuerdo, lo siento. No lo entendí.

– No importa. -Bennie se pasó la mano por el pelo. El estudio de Connolly constituía una revelación, y planteaba más preguntas de las que respondía. Había llegado el momento de buscar las respuestas-. Llama a Carrier -dijo de pronto-. Nos vamos.

– ¿Adónde?

– Abajo, a ver al portero. Voy a alquilar ese piso.

– ¿Alquilar ese piso? -Mary estaba horrorizada-. Si es el escenario de un crimen…

– Ya lo sabemos.

– Mataron a un hombre aquí.

– Hay cosas peores que alquilar el escenario de un crimen -respondió Bennie, pero a Mary no se le ocurrió ninguna.


15

Judy se encontraba frente a Mary en la sala de reuniones, redactando las diligencias previas al juicio en su portátil mientras Mary organizaba el expediente Connolly. Llevaban horas con ese reparto del trabajo, encerradas en su cuartel general, hasta bien entrada la noche, preparando el juicio en una mesa atestada de libros de Derecho y comida de un restaurante chino.

– Estás chalada -dijo Judy, dándole al intro.

– Tú no has estado hoy en el tribunal y yo sí. -Mary colocó una etiqueta de color naranja en el informe del forense y escribió en ella «Prueba D-ii»-. Lo he visto. A ella. A las dos. Te lo digo en serio. Connolly es hermana gemela de Bennie.

– No me lo creo. -Judy dejó de teclear-. Bennie nunca ha dicho que tuviera una hermana gemela. Es reservada, pero no tanto.

– Yo lo que puedo decirte es que Bennie y Connolly son gemelas. Los mismos rasgos, la misma altura, los mismos ojos. Y no sólo hermanas, créeme. Son gemelas, lo intuyo.

– ¿Cómo? Porque yo también tengo una hermana gemela. Las gemelas sabemos esas cosas.

– Empiezas a hablar como yo. -Judy inclinó un poco la cabeza y el pelo a lo paje se desvió a un lado-. ¿Te refieres a las vibraciones de las gemelas?

– Los católicos no creen en vibraciones. Pero puedes estar segura de que son gemelas.

– Si se parecen tanto, ¿cómo no se ha fijado nadie más de la sala?

– En realidad nadie las miraba. Todo el mundo seguía el procedimiento. Aparte de que Connolly y Bennie tienen un aspecto distinto. Connolly es delgada y lleva el pelo rojo. Usa maquillaje y es guapa. Atractiva. Bennie lleva el pelo de un rubio tan claro… Poco arreglado, y siempre da la impresión de que se ha puesto lo primero que ha encontrado, como una deportista. -Mary terminó con la elección y clasificación de las pruebas de la defensa-. Y además todo ayudaba a despistar. Imagínate, Bennie, una abogada que triunfa, y Connolly una reclusa. Una ganadora y una perdedora. Nadie las relacionaría.

– ¿A qué te refieres? O parecen gemelas o no lo parecen.

– No necesariamente. Lo mismo que me ocurre a mí con Angie. Hubo una época… no sé si te acuerdas… muy al principio, en Stalling… En mi segundo año como asociada… Perdí casi diez kilos. Se me quedó una cara chupada, me salieron granos, tenía un aspecto deplorable. En mi vida me había visto tan fea.

– ¿Más que ahora?

– Como te decía, recuerdo que fue cuando Angie se metió en el convento. A nosotros nos permitieron asistir a la ceremonia, siguiéndola desde una celosía. ¡Todo un detalle!

Judy sonrió.

– Si no fuera por la religión, no tendrías nada sobre lo que despotricar -dijo.

– ¡Anda que no! ¿Y el trabajo, qué? En fin, aquel día hice fotos en las que salíamos Angie y yo, y quien las ve, nunca diría que somos gemelas idénticas. Ahí, Angie tiene aspecto feliz, sereno. Relajada, realizada. Tuteándose con el Espíritu Santo.

– ¿El Espíritu Santo tiene nombre de pila?

– Pues claro, puedes llamarle Al. Y ahora, ¿te callarás un poco para que siga? En la foto, yo tengo el peor aspecto de mi vida y Angie el mejor. Ella se había convertido en monja y yo me estaba quemando en aquel despacho. Ella estaba al servicio de Dios y yo al de Satanás.

– Entiendo -dijo Judy, aunque Mary seguía impertérrita.

– ¿Sabes aquellos anuncios con la foto del «antes» y el «des-pues»? Bien, yo era la imagen del «antes» y Angie la del «después». Sobre todo cuando se me ve a mí con el traje y a ella con el hábito. -Mary tomó un sorbo del café que tenía en un vaso de plástico-. Cuando una se viste de una forma tan distinta, cuesta verlo, como ocurría con Connolly y Bennie hoy en la sala. De todas formas, no todo se centra en el aspecto.

– ¿Cómo?

– Hay otras formas de detectar a los gemelos. En mi escuela teníamos a unas gemelas bivitelinas. Siempre se sentaban más juntas que las demás niñas. Cuando hablaban, aún se acercaban más. Cuestión de costumbre en la proximidad física. Se atraían entre sí como las albóndigas en una cazuela. A Angie y a mí nos ocurría lo mismo.

– ¡Qué maravilla!

Judy se incorporó en la silla giratoria y de pronto Mary se sintió admirada. Le agradaba que la admiraran por algo, aunque fuera por un detalle del nacimiento.

– Existen cosas entre los gemelos que nadie confundiría nunca. Y nadie las detecta mejor que quien lo ha vivido. Yo, cuando miro a Angie, me veo a mí misma. Y no es sólo por su aspecto, sino por la forma de actuar.

– ¿Cómo? -preguntó Judy, aunque ya tenía una ligera idea de la respuesta.

No conocía mucho a Angie pero también se había dado cuenta de aquello. Daba la impresión de que la gemela de Mary era un eco de ella misma. La misma persona pero no lo mismo. Un clon físico y al mismo tiempo una persona distinta a nivel emocional.

– Por ejemplo el lenguaje corporal de Angie… Se sienta igual que yo. Siempre coloca la pierna derecha bajo las nalgas, como yo. Además habla terriblemente deprisa, igual que yo. Mi madre siempre tiene que hacerle repetir las cosas. Yo soy la única que la entiendo.

Judy se rió de aquello.

– Eso no tiene importancia. Las dos tenéis acento del sur de Filadelfia. Nadie entiende a ninguna de las dos.

– Eso vamos a dejarlo. Se trata del tono. Y de los gestos, de la forma que habla con las manos.

– Las dos sois italianas.

– Ya me ha caído el sambenito. -Mary reflexionó un momento-. Nos gusta la misma ropa. Cuando vamos de compras, nos peleamos por el mismo vestido. Es algo que nos ha ocurrido siempre.

– Eso tampoco cuenta. Os criasteis juntas. Habéis ido desarrollando las mismas inclinaciones en cuanto a la ropa. ¿No os vestía igual tu madre, de pequeñas?

– Sí, siempre. Y nos organizaba la misma fiesta de cumpleaños, y nos compraba los mismos juguetes. Hasta los tres años, nos llamábamos por el primer nombre que nos salía. Angie, Mary, nos daba igual. -Siguió pensando-. Pero también hay otras cosas. La naturaleza, no lo aprendido. Cosas que no te enseñan. Yo acababa sus frases.

– Nosotras también acabamos la frase de la otra.

– Eso es porque siempre estás hablando de comida. No es lo mismo.

Judy le lanzó un clip.

– ¿Pues qué?

– Me refiero a que a veces sé lo que está pensando Angie. Sabía cuándo no era feliz en el convento. Sabía cuándo se preocupaba por mí o por mi padre. Sé cuándo empieza a llamarme. Muchas veces cojo el teléfono para llamarla y comunica, porque está marcando mi número.

– Tendréis costumbre de llamaros a la misma hora.

– No lo hacemos. Y nos pasa siempre. -Mary suavizó el tono-. Al dejar el convento, cuando entró en la escuela de auxiliares de Derecho, enseguida supe que lo había hecho. Intuía lo feliz que era. Lo supe en el instante en que lo decidió. Yo estaba en la biblioteca, trabajando en un informe. De repente noté algo en mi interior, una fuerte sensación de bienestar, como cuando consigues algo. Y entonces oí inmediatamente una voz interior que me decía: «Lo conseguí». Y no: «Angie lo ha conseguido». «Lo conseguí.» Era como si tuviera en mí sus pensamientos.

– ¡Jo! ¡Vale! -Judy abrió los ojos, de un azul policromado, de par en par-. Como telepatía.

– No exactamente. No te embales.

Mary se ruborizó, arrepintiéndose de lo dicho. Nunca había hablado de aquello más que con Angie. Le parecía descabellado. Quería cambiar de tema pero Judy se había apoyado ya en la mesa, a la expectativa.

– ¡Tienes telepatía, Mary! Tú y tu hermana gemela. Eso es lo que hay.

– No, no tengo.

– Sí tienes. Has tenido sus pensamientos. ¿Puedes sintonizar con ella ahora mismo?

Mary puso los ojos en blanco.

– ¡Claro que no, boba! ¿Crees que eso funciona como una radio?

– Sintoniza. Llámala. Haz algo.

– No. ¡Basta! Dejémoslo. Lo estás convirtiendo en algo así como la película Carrie. No creerás que puedo mover cosas con los ojos… -Mary cogió el expediente policial y lo abrió-. ¿Y si siguiéramos con nuestra tarea?

– ¿Angie también es capaz de leerte el pensamiento?

– No lo sé. Tú sigue con lo tuyo.

– Sí lo sabes. Dímelo.

– Nos queda mucho trabajo. Redacta tu informe. Y no le comentes a nadie lo que te he dicho, ¿vale? O te enciendo con un dedo.

– Vale. -Judy se calló. Si aquel tema era demasiado personal para Mary lo dejaría. No quería disgustarla. Pero lo que le había comentado tenía implicaciones en el caso Connolly. De repente se sintió inquieta-. Oye, Mary, si Bennie es hermana gemela de Connolly, no tendría que representarla en un caso de asesinato. No vería los hechos de forma objetiva. Se dejaría llevar por las emociones. Y creo que ya le está ocurriendo, por la forma en que ha salido del piso de Della Porta.

Mary levantó la cabeza.

– Tienes razón, pero tiene que aceptar el caso. No hay escapatoria. Es una decisión impulsiva. Si Angie tiene un problema, ahí me tiene. Suponiendo que Connolly sea la hermana gemela de Bennie, ella tiene que defenderla. Y punto. Tanto si es conveniente como si no. Se trata de una situación sin salida.

Judy pensó en aquello.

– Me estás demostrando una perspicacia insólita, pequeño saltamontes.

– No es más que uno de mis superpoderes -respondió Mary, y siguió con su trabajo.


16

Bennie circulaba como un bólido por la I-95 Sur mientras se iba evaporando el agua de la lluvia, saturando el cielo crepuscular. No había puesto el aire acondicionado del Expedition; le gustaba notar el aire húmedo en las mejillas. Lo mismo le ocurría a Bear, quien asomaba la cabeza por la ventanilla de atrás con sonrisa perruna. Sus irregulares orejas se agitaban al viento y unos hilillos de saliva se le deslizaban por las comisuras de los belfos. Bennie había pasado por su casa para llevar al perro de paseo y el gimoteo de éste la había convencido para llevárselo. Ni siquiera se había detenido a reflexionar si sería buena idea llevarlo en el coche con ella; en realidad, de haber sido del tipo de persona que estudia a fondo lo que va a hacer, tampoco habría aceptado el caso Connolly. Ni, por cierto, emprendido aquel viaje: con destino al Lakeside Drive 708 de Montchanin, Delaware.

Había encontrado la dirección en los registros de la cárcel y descubierto que Montchanin estaba en las afueras de Wilmington. Bennie iba a ver a Bill Winslow. Tal vez fuera su padre, tal vez no. En media hora lo sabría. Sus dedos se aferraban al volante. Y suponiendo que Winslow fuera su padre, ¿sería Connolly su hermana gemela? Pasó al carril de máxima velocidad y conectó el reproductor de CD. Bruce Springsteen todo el tiempo y una carretera despejada hacia Delaware. Se apartó el pelo de los ojos y aceleró suavemente.

Al cabo de un rato, la autopista de cuatro carriles pasó a carretera de dos, avanzando entre poblaciones, amplios centros comerciales con fachadas de estuco y letreros luminosos. Estaba escuchando ya el segundo CD de la selección cuando las vallas y los lozanos pastos empezaron a sustituir al alumbrado urbano. Los árboles, que contaban con un siglo de vida, formaban un telón de fondo verde; se había puesto el sol y el cielo iba adquiriendo color de arándano. Al avanzar hacia el sur había bajado la humedad y notaba el aire suave, con olor a tierra. Los caballos pastaban en silencio, agitando sus largas colas frente a la mordedura de unos tábanos invisibles, y levantaban la cabeza para ver pasar el vehículo de Bennie. El Expedition sorteaba estrechas carreteras de campo que llevaban a unas propiedades tan extensas que ni siquiera se veían sus casas.

Lakeside Drive. Bennie redujo la marcha para buscar el 708. Iba leyendo los que veía en los buzones y señales de alarma, hasta que por fin localizó un resistente buzón de aluminio que correspondía a ese número. Notaba la boca seca pero prefirió pasarlo por alto. Había descubierto a un hombre que durante toda su vida había constituido un interrogante; ahora tendría a un hombre con la respuesta que necesitaba.

Apretó el acelerador, se metió en el camino asfaltado que llevaba a la propiedad y lo siguió hasta que se bifurcó. El ramal derecho seguía asfaltado, con árboles a ambos lados del camino; el izquierdo estaba cubierto de grava y piedras. Si había uno que conducía a la vivienda del empleado, tenía que ser el izquierdo. Bennie optó por éste, comprobando que los árboles se hacían más densos al ir avanzando, por lo que tuvo que poner las largas. Los grillos chirriaban estridentemente en el bosque y a lo lejos una yegua le relinchó a su potro. Bennie redujo la marcha, las pesadas ruedas crujían sobre la gravilla, y en un claro vislumbró una casa de estuco blanco.

¿Sería la casa de Winslow? Tenía planta y piso y la rodeaba un jardín espeso y en flor. Bennie distinguió en él las margaritas amarillas, los rosales de flores rojas y rosadas, una dicentra granate y otras plantas perennes. En un parterre elevado distinguió unas hileras de plantas verdes y dalias de color rosa y azulado; los crecidos tallos y las mullidas hojas se agitaban en la fresca brisa nocturna. Bennie notó un cierto resentimiento. Su padre vivía en una preciosa casa de campo; su madre, en un hospital mental. ¿Desde cuándo Winslow disfrutaba de aquellas comodidades mientras su madre vivía como realquilada en minúsculos pisos de los poblados y descuidados bloques de los barrios más ruidosos de Filadelfia? Con una niña a su cargo, o tal vez con dos.

Bennie quitó la llave del contacto, salió del coche y estiró las piernas. La ventanilla trasera había quedado húmeda con la saliva del perro, que había cogido la inclinación correspondiente a la velocidad del vehículo. Bear pegaba contra la puerta con la pata. Bennie lo dejó salir, y él empezó a saltar por la grava, a olisquearlo todo con gran emoción, para emprender luego la carrera hacia delante. A Bennie se le aceleró el corazón al llegar a la puerta de la casa, pintada de color verde. Unas campanillas sonaron en el alero que protegía la entrada. Luego se tranquilizó y llamó a la puerta. Ninguna respuesta. Llamó de nuevo. Nada. Ésta tenía una abertura en escuadra, por la que Bennie asomó la cabeza. La casa estaba a oscuras y no se notaba en ella movimiento alguno.

Se volvió para mirar hacia atrás. No vio ningún vehículo en ningún sitio. Quizá Winslow no estaba en casa. Llamó con más fuerza. ¿Habría ido hasta allí en vano? Probó la manecilla y comprobó que la puerta se abría. Dudó un momento, sobresaltada, pero Bear entró corriendo por la puerta abierta.

– ¡Maldito perro! -exclamó Bennie; sabía que era la única forma de tratar a un perdiguero-. ¡Ven aquí, malo! -entrechocó los dientes y observó la entrada.

Lo que vio la dejó atónita.

La casa estaba llena de libros. Ocupaban toda la entrada, las paredes de la salita de estar y seguían por la escalera hasta donde le alcanzaba la vista. Los libros con tapas duras se apilaban en las mesas rinconeras, sobre el fino tapete de ganchillo. De pronto, Bear se metió por una puerta a la derecha.

– ¡Eh! -gritó Bennie-. ¡Qué malo eres! -Bear se echó al suelo, agitó la cola y sonrió a su dueña-. Pide perdón -le dijo, señalándolo con el dedo, pero el animal se limitó a olérselo.

Los perdigueros nunca comprenden el gesto hecho con el dedo.

Bennie agarró el collar rojo del perro y asomó la cabeza por la puerta donde había entrado éste: una minúscula cocina con el suelo de linóleo blanco y armarios de madera de un blanco inmaculado. Sobre éstos, un montón de libros y una caja de galletas saladas. En la cocina reinaba la misma tranquilidad que en el resto de la casa.

– ¿Winslow? -llamó desde la entrada-. ¿Hay alguien en casa?

No obtuvo respuesta ni oyó ningún ruido. Esperó, escuchando, y luego se le ocurrió una idea. Winslow no estaba en casa, pero allí quizás encontraría las respuestas que necesitaba. Se armó de valor. La mujer que hasta aquel instante había llevado la bandera de la salvaguardia de las libertades individuales, decidió registrar la casa y apoderarse de todo lo que pudiera.

Entró en la sala de estar. Era una pieza sobria, amueblada sólo con un sofá estampado y una butaca tapizada en zaraza. Encendió una lámpara de cerámica situada sobre una mesa, que proyectó una suave luz amarillenta sobre los libros de las estanterías, y gracias a ella pudo leer los nombres de los autores: Milton, Spenser, Sandburg, Chaucer, Frost. Bennie sacó un delgado libro de la hilera. Un Coney Island de la mente, de Ferlinghetti. Hojeó sus páginas, abarquilladas por la humedad. Otros dedos habían pasado por ellas y el delgado lomo del volumen estaba cuarteado. De forma que alguien había leído a Ferlinghetti, como mínimo una vez. ¿Sería Winslow? No le cuadraba con lo que había imaginado Bennie de él las pocas veces que se había permitido el lujo de pensar en aquel hombre. Volvió a la primera página del libro, en busca de alguna inscripción o el sello de una biblioteca. No encontró nada. Lo cerró y pasó al estante siguiente.

Novela, básicamente clásicos. Una tragedia americana, Ulises, Robinson Crusoe, La Divina Comedia, Los demonios. Los mejores autores: John Steinbeck, P. G. Wodehouse, Aldous Huxley, S. J.

Perelman. Pero le pareció una mezcla demasiado dispar. ¿Un hombre lo suficientemente inteligente para apreciar a S. J. Perelman aguantaría Finnegans Wake? ¿Realmente Winslow leía aquellos libros? Bennie se volvió para echar una ojeada a la sala. No vio aparato de televisión ni de música: únicamente un antiguo teléfono negro. Tampoco vio ningún receptor de radio ni nada colgado en las paredes. Detrás del sofá estaba la librería que contenía los libros más nuevos; se acercó a ella para leer los títulos: El cuidado de las rosas, Manual de jardinero: plantas perennes, El jardín en espacios reducidos. Bennie pasó el dedo sobre los libros y no detectó rastro de polvo.

Sacó algunas conclusiones, una especialidad suya. Winslow era un hombre ordenado, que guardaba y al parecer leía una amplia variedad de libros, prácticamente sin discriminación. Tenía un jardín lleno de flores, y por consiguiente valoraba la naturaleza y las cosas bellas. Su casa se encontraba en perfecto estado a pesar de ser antigua, de forma que tenía que ser disciplinado y trabajador. Estaba al cuidado de una gran propiedad, lo que le conllevaba responsabilidad para mantener el puesto mucho tiempo, el que llevaba, a juzgar por el desarrollo de las plantas de su jardín. Según las apariencias, Winslow era una persona amable y educada. Eso dejando a un lado que tal vez hubiera abandonado a una madre y a una hija, quizás a dos.

De repente sintió la necesidad de saber más cosas. Se acercó a las estanterías, miró entre los libros, palpó la parte de atrás de éstos. Tenía que encontrar algo por allí que le explicara más cosas de Winslow. Se fue a la cocina, buscó en los armarios, también limpios y ordenados, e incluso abrió el frigorífico, que sólo guardaba una botella de Merlot francés. Se precipitó hacia la planta superior, notando el clic-clac de las uñas de Bear en la escalera, detrás de ella. Arriba se encontró en un pequeño rellano con un cuarto de baño a la izquierda, un estudio al lado y luego un dormitorio. Se metió en el estudio, le dio a un interruptor y la estancia quedó levemente iluminada.

El estudio, lleno de libros, no se diferenciaba mucho del resto de la casa, a excepción del enorme escritorio de madera con la antigua carpeta verde encima. Vaciló un momento y luego se dispuso a abrir los cajones del escritorio, con la idea de encontrar facturas, papeles o recibos. Sin embargo, no encontró nada que pudiera explicarle algo más de Winslow. Curioso. En el segundo cajón encontró bolígrafos, lápices, celo en un distribuidor de plástico, pegamento, tijeras, clips. Lo cerró y abrió el siguiente. Contenía un montón de hojas de cartulina negra. Rarísimo. ¿Sólo cartulina negra? Cogió una de las hojas y pasó el dedo por ella. Le recordó el papel negro que había visto pegado en el reverso de las fotos. Tenía el mismo peso y textura y era parecido al de los álbumes de fotos o de recortes. Enseguida le vino a la cabeza algo que Connolly había dicho en la cárcel.

«Me dijo que tiene todos tus recortes.»¡Recortes! ¿Dónde? ¿Le estaba mintiendo Connolly? ¿Mentía Winslow a Connolly? Bennie reflexionó un momento. El hombre podía guardar los recortes en algún tipo de álbum, en un estante, como los libros. Dejó el papel en su sitio, cerró el cajón y se dedicó a buscar un álbum en las estanterías. Allí había volúmenes sobre la Segunda Guerra Mundial, la civilización romana, la guerra de Secesión y la monarquía británica. Buscó por detrás de las biografías de Gustave Flaubert y de Benjamín Franklin. Ni rastro de los recortes.

Salió del estudio y se metió en el dormitorio, y tuvo un sobresalto al encontrar a Bear tendido en el suelo, mordisqueando un rollo de papel higiénico.

– ¡Así me gusta, que me ayudes, Lassie! -exclamó Bennie tirando del empapado papel.

Se agachó para recoger los trocitos que había ido cortando el perro, y entonces vislumbró algo bajo la cama, entre las sombras. Una ancha caja de plástico.

Dejó el papel higiénico en el suelo y metió más la cabeza bajo la cama. Bear también quería husmear, levantando el lomo y agitando la cola. Apartó al perro, metió el brazo debajo de la cama y sacó una caja de plástico. Mediría un metro cuadrado y tenía una tapa de plástico que ponía RUBBERMAID. Abrió la tapa y vio una pila de pequeños libros encuadernados a mano, muy juntos, en seis montones de un cierto grosor. Cogió el de arriba y comprobó que sus páginas eran negras, como el papel que había visto en el cajón. Como el del reverso de las fotos.

Observó el libro cerrado que tenía en las manos. Tenía sólo diez páginas, la tapa era de cartón delgado perforada con tres agujeros y estaba sujeto con un cordel. ¿Tenía derecho a abrirlo? ¿Quería hacerlo? Abrió la primera página. Encontró la foto en blanco y negro de un niño montado en un poni pinto plantado incomprensiblemente en una calle de un barrio. El niño llevaba pañuelo en el cuello y sombrero de vaquero. ¿Winslow? Le habría gustado volver la foto pero estaba pegada al libro; si la arrancaba, él se daría cuenta de que alguien la había manipulado. Pasó la página. La siguiente foto le quitó el aliento.

Una instantánea de Winslow con su madre. No había error posible. El mostraba la misma sonrisa masculina, llevaba la misma camiseta que en la foto que le había dado Connolly. En realidad parecía la siguiente foto del carrete; Bennie se preguntó quién la había tomado. La observó con más detenimiento, fijándose en los detalles. Su madre parecía joven y con su brazo rodeaba a Winslow. Los labios, pintados, lucían una alegre sonrisa y en los ojos se veía un brillo de felicidad.

¿Su madre? ¿Su padre? Intentó despegar la foto sin forzarla. ¿En qué año fue tomada? ¿Habría algo de Connolly?

Bennie volvió la página. En la siguiente no había nada: la capa superior del papel estaba levantada en los puntos en que se había arrancado una foto. Pasó el dedo por la irregular cartulina. La textura del papel coincidía con la de los restos que había encontrado en la parte de atrás de la foto que le había dado Connolly. ¿La habrían sacado de aquel libro? Volvió la hoja siguiente. Otra foto de la época de la guerra. Grupos de pilotos. Localizó rápidamente a Winslow, pero aquello no le resolvía nada en cuanto a Connolly. Pasó a la siguiente. Un bombardero con una chica de calendario pintada en el remache de la parte delantera. Delante del aparato, Winslow y otros dos pilotos. ¿Encontraría alguna foto de ella con Connolly?

La última página del álbum había contenido una foto que habían arrancado. ¿Sería la de Winslow con las dos pequeñas? Bennie rascó la cartulina y la fibra se le pegó a las uñas. Miró con atención aquellos rastros y Bear se acercó a ella para olerlos. Cerró el libro y pasó al siguiente. No era un álbum de fotos sino de recortes de periódico.

Los recortes.

Bennie leyó la primera página: un listado de los estudiantes de Derecho que habían acabado la carrera. Le costó poco localizar su nombre, a pesar del cuerpo de la letra, pues lo habían rodeado con un círculo hecho con un bolígrafo. El corazón se le desbocó. Winslow había recortado y pegado aquel artículo décadas atrás. Volvió la página. Un recorte del Inquirer de cinco años después: una breve reseña sobre la acertada defensa de Bennie en el caso de asesinato de un tal Guillermo Díaz. Su nombre también llevaba un círculo. En la página siguiente vio un informe sobre otro caso de asesinato que había llevado ella, con sus palabras: «Un caso en el que sólo un loco podía formular cargos. ¿Hace falta decir algo más?».

Bennie hizo una mueca, sin saber bien si aquello se debía a la petulancia de la cita o al círculo que también rodeaba su nombre. El resto del libro contenía más recortes, al igual que el siguiente y el otro. Los álbumes hechos a mano -quince en total-constituían la secuencia cronológica de su carrera y su vida. La constatación la hizo temblar. Winslow tenía que ser su padre, y a un nivel u otro, sin duda ella le importaba.

¿Era así?

Bennie tenía la vista fija en los álbumes; experimentaba turbulentas emociones: una explosiva mezcla de enojo, estímulo y confusión. El hecho de que no pudiera analizar los sentimientos no cuestionaba su intensidad. Siempre había tenido claro el nombre de Winslow; ahora conocía su rostro y su estilo de vida. Llevaba una existencia sencilla. Le gustaban los libros y cuidaba de las plantas perennes. De joven había servido en un bombardero y amado a su madre. Una noche.

Luego Bennie se reprendió a sí misma por su actitud. «Tienes que pensar como abogada, no como hija.» Los recortes sólo demostraban que Winslow conocía a su madre y que había seguido la pista de Bennie. Una prueba inconsistente para dar por supuesto que Winslow era su padre o que sentía algo por ella. Por otra parte, en los recortes no había visto nada sobre Connolly que demostrara o refutara su relación.

Bien.

Cerró el libro y lo dejó sobre el montón. Permaneció un momento inmóvil y luego colocó de nuevo los libros en la caja de plástico por el orden en que los había ido sacando. El último que metió fue aquel que tenía las fotos arrancadas. Pasó los dedos sobre sus oscuras y rugosas tapas. Era todo lo que poseía de aquella historia secreta y quería retenerlo en sus manos unos segundos más. Los dedos rodearon la contraportada, donde notó algo frío, liso.

Dio la vuelta al libro. Vio un pequeño sobre rosa pegado en el reverso. No lo había visto al coger el libro. Le dio la vuelta para leer el sobre. La tinta del bolígrafo se había descolorido y se habían formado unos grumos en ella. «Para Bill», ponía, en letra femenina. La de su madre. No podía equivocarse. Bennie había visto mil veces la letra de su madre, en los poderes notariales, altas médicas y conformidades por escrito. Lo que tenía ahora Bennie en sus manos era una carta que su madre escribió a su padre. Quizás.

Notó un nudo en la garganta. Jamás les había oído pronunciar una palabra entre sí y en aquellos momentos podía leer sus pensamientos más íntimos. Despegó el sobre.


17

– ¡En cinco minutos se cierran las luces! -gritó la funcionada y las internas se dirigieron a las celdas para pasar la noche.

Alice ya se estaba lavando. Se secó la cara y al levantar la cabeza vio a la chica de Shetrell, Leonia, observándola al pasar. Curioso. La celda de Leonia estaba en el piso inferior del ala, en el subterráneo. ¿Qué hacía en el pasillo de arriba cuando estaban a punto de cerrar las luces? ¿Había subido a ver a Shetrell para un magreo rápido? Le pareció asqueroso. Alice no acababa de entenderlo. A ella le gustaban los hombres con polla. Anthony había sido una excepción, y Alice le llamaba «el único rabo sin rabo». No le echaba de menos. Lo que sentía es haber acabado en la cárcel por ello.

Se acercó a la puerta de su celda y observó cómo Leonia seguía tranquilamente por el pasillo. Los fornidos brazos de la muchacha colgaban a uno y otro lado de sus costados, con el movimiento pesado de los esteroides.

Alice apagó la luz y se apartó un poco de la puerta, a la espera. Leonia volvió la cabeza hacia la celda de Alice; ésta permaneció inmóvil en la oscuridad.

Leonia siguió adelante, pasó por delante de la celda de Shetrell sin entrar, siguió pasillo abajo y subió por la escalera hacia su piso, donde Alice la perdió de vista.

– ¿Qué haces? -se quejó la compañera de celda de Alice desde su cama-. Estaba leyendo.

– Cállate -dijo Alice.

Estaba intrigada.


18

Bennie metió el dedo en el pequeño sobre de color rosa. Sacó de él una hoja de papel, también rosa. Le costó sacarla, pues al parecer llevaba años allí metida, y la desplegó.


4 de agosto

Querido Bill:

Te ruego que intentes comprenderlo. Tengo que marcharme. Algún día te lo explicaré todo. Hasta entonces, recuerda cuánto te quiero.

Siempre tuya,

YO


Bennie quedó con la vista fija en la carta, leyéndola una y otra vez. ¿Cómo? ¿Te dejo? Le habían dicho que Winslow había dejado a su madre, no al contrario.

Agitó la cabeza, estupefacta. La fecha de la carta correspondía aproximadamente a un mes después del nacimiento de Bennie. ¿Habría dejado su madre a su padre con un bebé recién nacido? ¿O con unas gemelas recién nacidas? Aquello no tenía lógica. Parecía increíble.

Pero ahí estaba, sobre el papel. La carta no estaba firmada pero tenía que ser de su madre, pues la letra era de ella. Aun así, hubiera preferido ver en ella como mínimo una «C», para estar más segura. Las fotos, la letra, la forma en que lo había mantenido todo oculto tan fielmente indicaban que la nota pertenecía a su madre, si bien a Bennie se le ocurrió que podría ser una prueba circunstancial. Tal vez estuviera pensando como abogada y no como hija.

Volvió a doblar la nota. Le habían dado temblores y notaba un vacío interior. Metió el papel en el sobre y lo sacó otra vez, sosteniéndolo en la palma de la mano, fijándose en la consistencia del papel de otra época. Notó el leve aroma de éste. Tea Rose, el perfume de su madre, ¿o acaso se lo estaba imaginando? Como fuera, no conseguía volver a introducirlo en el sobre.

Hizo una pausa. ¿De quién sería la nota? ¿Qué secreto tenía que guardar? Al fin y al cabo, era algo cierto, y el hecho de mantenerlo en secreto significaba tratarlo como una propiedad, apartarlo de algún intruso. No obstante, la verdad no era algo de propiedad privada que nadie pudiera quedarse exclusivamente para sí mismo. La verdad tenía que compartirse, ser propiedad común y colectiva. Bennie tenía derecho a saberla, la de su propio nacimiento, y nadie podía atribuirse el derecho a mantenerla apartada de ésta. Realmente la nota le pertenecía. Se la metió en el bolsillo de la chaqueta, colocó el álbum en la caja, la tapó y la empujó bajo la cama.

Se levantó con aire inseguro. Había cambiado su historia, o cuando menos su perspectiva de ésta. Empezaba a cuestionarse todo lo que le habían dicho y lo que no le habían dicho. ¿Habría abandonado su madre a un hombre con un bebé recién nacido, o con gemelas, sin medios de subsistencia? Aquello era una locura.

Pero su madre estaba loca. Completamente loca.

Bennie notó una especie de mareo. Tenía que saber la verdad sobre Connolly. Se había hecho con una pieza del rompecabezas pero no acertaba a ver todo el panorama.

– Vámonos, Bear-dijo, y salió de casa de Winslow con el perdiguero, soñoliento, detrás de ella.

Desde los peldaños situados frente a la puerta divisó contra la oscuridad del cielo el tejado de dos aguas de la casa de los propietarios. Tal vez Winslow estuviera allí, o por lo menos a lo mejor ellos sabían dónde se encontraba. Bennie se acercó rápidamente al Expedition y, jugando, consiguió que Bear saltara deprisa al asiento de atrás.

Cruzó rápidamente un prado cubierto de hierba que le llegaba a los tobillos. Un olor fresco, vegetal, impregnaba la atmósfera, y la luz de las luciérnagas se encendía y apagaba, totalmente ajena al estiércol de caballo que Bennie tenía que ir sorteando como si fueran minas. Llegó a la casa principal, una mansión señorial recubierta también de estuco blanco, como la de Winslow, que, en la oscuridad, adoptaba el brillo del alabastro. Unas enormes columnas blancas sostenían el tejado de pizarra y el porche de delante; el edificio tenía cuatro plantas. Se veían hileras de ventanas con parteluz y postigos verdes. Bennie se detuvo ante la imponente puerta principal y tocó el timbre de latón situado bajo una lámpara de gas.

La puerta se abrió casi al instante, asomando por ella el agradable rostro de una anciana en uniforme.

– ¿En qué puedo servirla? -le preguntó la mujer.

– Me llamo Bennie Rosato y soy abogada. Tengo que hablar con el dueño de esta propiedad.

– ¿A estas horas? -Las grisáceas cejas de la doncella formaban como un alero salpicado de nieve sobre sus ojos-. Todo el mundo ya se ha ido a la cama. ¿Ocurre algo?

– Ejem… no. Estoy intentando localizar a Bill Winslow, el encargado. He pasado por su casa pero no está allí. ¿Sabe usted dónde podría encontrarlo?

– El señor Winslow está de vacaciones, esta semana y las dos siguientes. Todos los años se toma tres semanas.

Bennie se preguntó si se trataba de una coincidencia.

– ¿Sabe usted adonde ha ido de vacaciones?

– No. ¿Quiere que le diga que ha pasado usted?

– Me estaba preguntando cuánto tiempo lleva el señor Winslow trabajando aquí…

– Vamos a ver… El señor Winslow y yo entramos al servicio de la familia más o menos en la misma época, hace ya casi treinta y nueve años.

Bennie disimuló la sorpresa. Había estado allí durante toda la vida de ella.

– De modo que usted debe de conocerlo bien.

– Pues… no.

– ¿En casi cuarenta años?

Los párpados de la doncella se agitaron.

– Yo tengo mis obligaciones en la casa, y el señor Winslow se ocupa de los terrenos. Prefiere mantener su intimidad.

– ¿Tiene familia?

– Que yo sepa, no.

– ¿Hijos?

– No. Tengo que decirle que no estoy al corriente de ello, y que me hace sentirme muy incómoda comentar los asuntos personales del señor Winslow. Le ruego que vuelva cuando haya regresado el señor Winslow.

La doncella cerró la pesada puerta con un sonoro clic en el latón, dejando a Bennie en la calle con sus preguntas.

Una sensación a la que ya se estaba acostumbrando.


Cuando Bennie llegó a casa, encontró su habitación a oscuras y a Grady dormido. Mejor, pensó. No le apetecía hablarle del viaje a Delaware ni de que había alquilado el lugar del crimen. En su vida no había hecho nada parecido ni conocía a ningún penalista que hubiera actuado así. Tenía la sensación de estar cruzando una frontera, pero había decidido seguir. Al haber entrado tan tarde en la defensa de Connolly necesitaba derribar todas las señales de stop.

Se desnudó rápidamente a oscuras, dejó la falda sobre la bicicleta estática y se quitó las zapatillas. Estaba agotada y era consciente de todo el trabajo que le quedaba por hacer. Se acercó al cuarto de baño, seguida por Bear, pero se detuvo a medio camino en el oscuro pasillo. Tenía el estudio a la derecha, aún sin pintar.

Se detuvo ante la puerta y miró hacia el interior. Un rayo de luna entraba por la ventana, proyectando un blanco cuadrado de luz en el desorden de los archivos y los libros de Derecho. Observó con atención la disposición del cuarto: los archivadores con el cajón superior abierto, los estantes, atestados, la mesa del ordenador con la parrilla de la derecha hacia fuera y otra estante-ría, tan descuidada como la primera. La taza de café de la noche anterior seguía ahí; habría dejado un grueso y pegajoso redondel debajo. Su estudio era el equivalente al de Connolly, más cálido y en proceso de reestructuración.

Sorteando el revoltijo del suelo, las cajas de archivos pendientes de ordenación y las muestras de papel pintado, se abrió paso hacia la mesa del ordenador. Bear la siguió y se acurrucó en su punto habitual, bajo la mesa, después de sentarse ella, tirando sin querer del hilo del ratón. La pantalla cobró vida con un irritante sonido eléctrico e inundó la habitación de una luz color cobalto. Bennie situó el ratón sobre el icono de Microsoft Word y abrió una página en blanco en la pantalla. Fijó sus ojos en ella pensando en la sensación que tendría una escritora como Connolly. Bennie siempre había deseado escribir pero nunca lo había admitido ante nadie.

Bennie cerró la página en blanco y pasó a Internet, después escribió «gemelos» en la pestaña de búsqueda. Recibió una lista de páginas Web, la mayoría elaboradas por gemelos para otros gemelos. Apareció en la pantalla una foto de unas niñas con sonrisa idéntica y ortodoncia a juego, lo que le provocó una curiosa sensación de envidia.

Regresó a la búsqueda, tecleó la palabra «adopción» y recibió otra lista sobre el tema. Ojeó las primeras informaciones, centradas en personas adoptadas que habían descubierto a sus padres biológicos, y pasó a las empresas dedicadas a la localización de padres adoptivos y de hijos, con avales de personas adoptadas satisfechas por el servicio. Ninguno de los avales correspondía a padres o hijos recién descubiertos. ¿Por qué?

Se apoyó en el respaldo. El hecho de que a uno le descubrieran constituía como mucho una experiencia ambivalente, y no podía ser la base de un testimonio escueto, conmovedor. Bennie lo sabía por experiencia.

Nunca se había sentido tan perdida como desde el momento en que Connolly la había encontrado.


19

El miércoles por la mañana a primera hora, Bennie circulaba a toda prisa por la calle Veinte en dirección a la biblioteca central de Filadelfia, luchando contracorriente con la marea humana que se dirigía al trabajo con sus trajes de entretiempo, oliendo a gel de baño y a determinación. El estridente rugido del tráfico de la hora punta seguía por Benjamín Franklin Parkway, camino hacia sus ocupaciones, daba la vuelta en Logan Circle y taponaba las cuatro vías de acceso a la ciudad. El sol ya apretaba: eran las nueve de la mañana; el bochorno se hacía insoportable y desencadenaba un concierto de claxons.

Bennie llegó a la fachada en forma de arco de la biblioteca central, un edificio sólido con columnas de mármol que se levantaba majestuoso como un león, junto al parque. Subió la escalinata y abrió la puerta de latón en el instante en que un guardia de seguridad con camisa azul iniciaba el primer turno del día. Bennie quería encontrar a algún testigo, a alguien que recordara la ropa que llevaba puesta Connolly el día en que Della Porta fue asesinado.

Entró deprisa en el vestíbulo, con su espléndida escalera, un recinto en el que se respiraba el silencio y la elegancia que ella recordaba de niña. Unas relucientes vitrinas de cristal rodeaban la amplia estancia con techo abovedado y suelo de mármol color beige, con incrustaciones de malaquita. Bennie abrió la cartera, cogió su bloc de notas y las repasó. Connolly había hablado de algo así como el precioso hierro forjado de la biblioteca. Citó una sala con ese tipo de adornos en su parte superior.

Bennie se detuvo ante una gran estancia en la que se veía un letrero que indicaba: «Préstamos». A uno y otro lado de la puerta había dos mesas y la sala propiamente dicha contenía los estantes de las nuevas publicaciones. Una galería de hierro forjado rodeaba el recinto, pero a ella no le pareció un lugar bonito, además de que imaginaba que tenía que ser el lugar más concurrido de toda la biblioteca. No le parecía el lugar ideal para un escritor. Salió de allí y volvió al vestíbulo. En el extremo opuesto vio otra amplia sala en cuya puerta se indicaba: «Departamento de Música». Era un lugar poco iluminado, probablemente a causa del extraño tono verde de sus ventanas, y tenía pocos adornos de hierro forjado.

Bennie se dirigió a la imponente escalera, también de mármol beige, y apoyó sus dedos en el pulido pasamanos de latón. Avanzó dejando atrás el busto del fundador de la biblioteca y el extravagante candelabro Victoriano de mármol tallado montado sobre las garras de un león, que parecía una lámpara con pies. Siguió hacia el final de la escalera y se metió en la primera sala. En el departamento de Ciencias Sociales encontró una serie de ordenadores, pero la estancia quedaba en semipenumbra pues las cortinas estaban corridas. Salió de allí, decidiendo que aquello tampoco podía calificarse de bonito, cogió de nuevo la escalera y se detuvo en un rellano donde vio un letrero de cristal grueso en el que se leía: «Literatura».

Le pareció bastante pretencioso.

Enfiló el pasillo de mármol y se metió en la sala. Tenía la longitud de toda una manzana, tres plantas, y estaba rodeada de una galería rematada en hierro forjado. En el enlucido del techo se veían arabescos, espirales y figuras victorianas esculpidas. Las ventanas proyectaban una luz indirecta, que llegaba suavemente a las mesas vacías y a la hilera de ordenadores colocados junto a una de las paredes. De pie junto a las estanterías, Bennie pasó el dedo por los libros con tapas de plástico: Milton, Pope, Tennyson, Thomas. Experimentó una cierta sensación de deja vù, de la casa de campo de Delaware. ¿Escribía Connolly en aquella sala? ¿Le habrían atraído los libros por la misma razón que atraían al padre de Bennie? ¿Lo llevaban en los genes, estaba en los suyos?

Oyó que alguien movía una silla y se giró. Una bibliotecaria volvía a su mesa.

– Dispense -dijo Bennie, acercándose a ella-, quisiera hacerle unas preguntas.

– Adelante.

Era una mujer esbelta, de mediana edad, con pelo espeso, plateado y pendientes con un solitario ónix. Llevaba un vestido holgado azul celeste y alpargatas de lona blanca y esbozaba una agradable sonrisa.

– ¿No conocerá usted, por casualidad, a la usuaria de la biblioteca llamada Alice Connolly? Venía a escribir aquí todos los días hasta hace aproximadamente un año.

– Por el nombre no la recuerdo. -La bibliotecaria se volvió hacia una antigua pantalla gris y tecleó unas palabras-. Me constan veinte Alice Connolly como usuarias.

– Habrá dejado la dirección de Trose Street.

– Lo siento. No me consta. No tiene ficha, al menos en la red de bibliotecas de Filadelfia.

Bennie frunció el ceño.

– Puede que no pidiera libros prestados pero creo que escribía en esta sala. Me habló de que utilizaba uno de los ordenadores. ¿Conoce usted a quiénes los usan, como mínimo de vista?

– Sí. A los que vienen habitualmente. En general son estudiantes, pues nuestro fondo está en el campo académico. Respondemos a las necesidades lectivas, y casi siempre vemos las mismas caras. ¿Qué aspecto tiene la señorita Connolly?

– Como yo, aunque más guapa. -El simple hecho de decirlo en voz alta confería validez a la relación-. Su pelo es distinto. Rojo, corto, escalado, y es más delgada que yo.

La mujer la miró de arriba abajo. El trato directo era lo que caracterizaba a las bibliotecarias.

– Pues no, lo siento.

Bennie le dio las gracias, algo confusa. Tendría que investigar en las otras salas. Salió de aquélla, enfiló el corredor de mármol y notó que alguien le tocaba el hombro.

– Alice -dijo una suave voz desde atrás-. ¿Eres tú?

Bennie se volvió. Era un joven delgado con camiseta negra, vaqueros negros y botas Doctor Martens. Llevaba una mochila negra colgada del hombro.

– ¿Se refiere a Alice Connolly? -preguntó Bennie, acercándose a él.

– Un momento…

El joven tenía unos ojos oscuros que, tras las minúsculas gafas de montura mate, iban escudriñando el rostro de Bennie. Tendría unos veinticinco años, aunque la perplejidad le daba aire de niño. Su rostro, además, reflejaba otra emoción que Bennie no acababa de discernir.

– Conoce a Alice Connolly, ¿verdad? ¿Me ha confundido?

– Sí, pero…

– ¿Veía usted a Alice aquí, utilizando los ordenadores?

– ¿Quién es usted?

El joven retrocedió hacia la escalera.

– ¿Y usted quién es? Si es amigo de Alice, quisiera hablar con usted. Soy su abogada.

– No tengo tiempo. Debo irme. Ya tendría que estar fuera.

Llegó hasta la escalera y empezó a bajarla deprisa. Bennie lo siguió, apretando el paso. ¡A ver si no podría alcanzar a un estudiante de arte! Las Doctor Martens resonaban en los peldaños, con Bennie a sus talones. Le tenía a un metro, luego a medio.

– Deténgase -gritó Bennie, casi agarrándole en mitad de la escalera-. Deténgase y hablaremos.

– No sé nada. ¡Déjeme tranquilo!

El joven llegó al rellano y cogió el siguiente tramo, casi patinando sobre el mármol. Bennie intentó detenerlo y no pudo, por lo que él llegó al vestíbulo y siguió lanzado hacia la puerta. Ante ésta se encontraba el mostrador de seguridad con un guardián y un torniquete que le dio una idea a Bennie.

– ¡Detenga a ese joven! -gritó dirigiéndose al guardián-. ¡Me ha quitado el bolso!

– ¡No, no es verdad! -gritó el joven, aunque demasiado tarde.

El torniquete le dio contra la fina cintura y le obligó a doblarse.

– ¡Quieto aquí, caballero! -gritó el guarda, un fornido negro con una camisa azul. Junto a su percha tenía un bate de béisbol con la empuñadura rodeada de cinta adhesiva-. La señora dice que le ha robado el bolso.

– ¡No es verdad!

Bennie simuló una expresión de sorpresa:

– ¡Madre mía, qué tonta soy! Ahora me he acordado de que hoy no he cogido el bolso. ¡Cuánto lo siento!

El guarda puso cara de pocos amigos mirando primero a Bennie y luego al joven.

– Lo siento, caballero. Si no tiene material de la biblioteca que declarar, puede salir.

– Gracias -dijo él, pero Bennie le cogió del hombro.

– No llevo nada que declarar -dijo Bennie al guarda, que la miraba con gesto reprobador, y se apresuró a salir. El exterior se veía animado con gente atareada, turistas y un denso tráfico. Bennie sujetó con más fuerza al muchacho, dirigiéndole hacia el paso de peatones y a Logan Circle-. Tengo que hablar con usted sobre Alice Connolly. Estoy intentando ayudarla. Si se niega a hablar conmigo ahora, tendré que mandarle una citación. Vamos a tener una charla de una u otra forma.

– ¿No me hará nada?

– Soy abogada, no un matón cualquiera.

– ¿Existe alguna diferencia? -exclamó el muchacho.

Bennie le permitió la broma. Siguió llevándole del brazo al cruzar la calle, hasta los bancos situados a la sombra de los árboles alrededor de Swann Fountain.

– Vamos a ver -le dijo luego-. ¿De qué conoce a Alice Connolly?

Le obligó a sentarse en un banco y se situó a su lado, con la proximidad de una amante.

– No conozco a Alice Connolly.

– ¿Tendré que llamar a la policía? ¿Ahora mismo?

– ¿Para repetir que le he robado el bolso? -exclamó él con un mohín, de cara al neblinoso sol.

– Voy a decirles que está obstruyendo la labor de la justicia en un caso de asesinato en el que está en juego una pena de muerte. ¿De qué conoce a Alice Connolly?

El muchacho se arrellanó en el banco. Tenía gotas de sudor en la raya que llevaba al estilo George Clooney.

– De acuerdo, conozco a Alice. La conocía.

– ¿Alice iba a la biblioteca a escribir?

– Fue durante una temporada.

– ¿Y qué hacía usted allí?

– Trabajos para la escuela. Voy a la escuela de Bellas Artes.

– ¿La conoció en la biblioteca?

– Sí.

– ¿Cuándo?

– En el primer trimestre de hace dos cursos. Ella acababa de llegar a la ciudad. Yo también.

– ¿Qué relación tenían?

– Éramos amigos. Hablábamos. Aunque no mucho. Era difícil llegar a conocerla. Ella trabajaba en el ordenador y yo buscaba documentación o dibujaba. Hacíamos una pausa a la hora de comer. Eso, amigos.

Su prominente nuez iba subiendo y bajando, y Bennie se dio cuenta de que no hacía falta ser detective para formular la siguiente pregunta:

– ¿Salieron juntos?

– No.

– Pero a usted le hubiera gustado.

– ¿Se nota?

Miró a Bennie, sentada a su lado en el banco. Hacía demasiado calor para sacar a relucir los problemas sentimentales.

– No eche a correr ahora mismo. Le perseguiré y acabará lamentándolo.

– Ya lo imagino.

– ¿Cómo se Dama?

– Sebastian Blair.

– Yo soy Bennie Rosato. -Le dio la mano y la del muchacho giró al notar la sujeción-. ¿Ha hablado con la policía sobre Alice?

– En mi vida he hablado con la policía sobre nada. Nunca me he visto en problemas. Y no me apetece meterme ahora.

– Tranquilo. Si habla conmigo enseguida le dejaré en paz. Usted creyó que yo era Alice.

– Sí. ¿Es familiar suya?

Bennie se secó la frente.

– Vamos a charlar un poco. Quiero ayudar a Alice y quiero conocer lo que usted sabe de ella. ¿Qué había entre ustedes dos?

– Estaba enamorado de ella. Ella no. Seguimos siendo amigos. Ni siquiera se lo comenté nunca.

– ¿De qué época estamos hablando?

– Septiembre.

– Por aquel entonces, Alice vivía con alguien, con un poli. ¿Lo sabía?

El muchacho asintió muy a su pesar.

– No era una pareja sólida.

– ¿No?

– Su novio pasaba el tiempo en el gimnasio, creo que entrenaba allí, boxeo o algo así. Ella le acompañaba al gimnasio cuando no estaba en la biblioteca trabajando.

– ¿Eso le contó?

– Sí. Luego, en octubre, conoció a otro tipo. Y dejó de ir a la biblioteca.

– ¿Dónde conoció al otro?

– No lo sé. No venía por la biblioteca. Parecía un abogado.

Bennie arrugó la frente.

– ¿Un abogado? ¿Cómo se llamaba?

– No lo sé. No me lo dijo.

– ¿No se lo preguntó?

– No.

Bennie suspiró profundamente.

– ¿Hay otro que le quita la mujer a la que ama y ni tan sólo quiere saber de quién se trata, Sebastian?

El artista esbozó una leve sonrisa.

– Lo intenté, pero Alice no quería hablar de él. No quería hablar de casi nada después de haberlo conocido. Al cabo de poco ya no apareció por la biblioteca. Me dejó un poco tirado.

– En mayo del año pasado asesinaron a su novio. Tengo que investigar dónde estaba ella aquel día. A qué hora llegó a la biblioteca, a qué hora salió, incluso la ropa que vestía.

– Ahí no puedo ayudarla. Llevaba ya tiempo sin aparecer por aquí.

Apartó la mirada, fijándola en la Swann Fountain y Bennie le imitó el gesto. Por primera vez se fijó en los tres niños que jugaban en la fuente, con el pantalón y la camiseta empapados, totalmente ajenos a la atareada multitud. Chapoteaban y pataleaban en el estanque circular y Bennie quedó embobada con los gráciles desnudos del centro de la fuente.

– ¿Cree que se acostaba con ese abogado? -preguntó Bennie.

– Pse.

– ¿Qué más sabe de él?

– Un tipo con pasta. Llevaba un Mercedes. Apareció un par de veces a recogerla.

– ¿Qué tipo de Mercedes?

– Uno normal. Nuevo.

– ¿De qué color?

– Marrón mierda.

Bennie intentó resolver el enigma. Connolly no le había contado nada de todo aquello.

– ¿Qué aspecto tenía el abogado?

– Rico. Pijo. -La barbilla del joven se hundió bajo su mano, en un gesto que recordaba una versión en plan perdidamente enamorado de El pensador que se encontraba frente al Museo Rodin, al final de Parkway-. Más rico y pijo que yo, seguro.

– ¿Blanco o negro? ¿Pelo claro u oscuro? Usted es un artista, Sebastian, y se supone que se fija en los detalles. Hágame una descripción del hombre.

– No puedo. Es algo que me deprime, y además lo mío no son las descripciones.

– ¿Me lo dibuja, pues?

Sebastian apartó la mano de la barbilla.

– ¿Tiene usted un lápiz?


20

Alice estaba de pie detrás de las internas que trabajaban con los ordenadores. Las blusas azules inclinadas sobre los teclados mientras iban dándole a las teclas. Su compañera de celda, que tecleaba sin mirar ni por asomo la pantalla, en el centro, y a dos asientos de ella, Valencia, apestaba como una funeraria. Cerraba la fila Leonia, una masa musculosa situada junto a Shetrell y el resto de su pandilla.

Alice no las perdía de vista, pensando en la noche anterior. Habían puesto precio a su cabeza. Shetrell, quien tenía buenos contactos dentro y fuera, habría recibido el encargo. Pero ¿por qué? ¿Y para quién? No le parecía lógico pero Alice no estaba dispuesta a correr ningún riesgo, sobre todo teniendo la libertad a la vuelta de la esquina. Sabía cómo enfrentarse a aquello. El trabajo sucio lo haría Leonia, no Shetrell. Circuló por la fila de las del turbante y las musulmanas y se detuvo al llegar a la silla de Leonia.

– ¿Qué tal va eso, chica?

– Bien -respondió Leonia, sin volverse.

– Tendrías que haber archivado el documento. Ya has llenado una página. No querrás perderlo…

– Ya lo archivé.

– No lo hiciste. Si lo hubieras hecho no tendrías «Documento i» arriba, aquí. -Le señaló con el dedo la parte superior de la pantalla-. Ahí estaría el nombre.

– Aja -dijo Leonia al cabo de un momento.

– O sea que archívalo.

Leonia estaba inmóvil frente al teclado. Su corto pelo dibujaba una silueta acabada en punta en el luminoso blanco de la pantalla. Alice sabía que Leonia no tenía la menor idea de cómo archivar el maldito documento. Notaba cómo le bullía el cerebro.

– ¿Verdad que no sabes cómo archivarlo, Leonia? Sitúa el cursor en la pestaña que pone archivo y dale al ratón. Luego eliges «Archivar».

Leonia cogió el ratón y escogió «Archivar» con toda la calma del mundo. Apareció en su pantalla una ventana con reborde azul pero ella permaneció impertérrita. Alice sonreía. ¿Aquella zorra iba a eliminarla? Si no tenía suficiente materia gris para darle dos veces al ratón.

– Tienes que poner un nombre al documento antes de archivarlo, Leonia. Teclea el nombre en el espacio que tienes en blanco. -Alice echó un vistazo al documento de Leonia-. ¿Es tu curriculum?

– Sí.

– Vamos a ver, ¿qué nombre le darás al archivo? Recuerda lo que dije sobre los nombres. Hay que ponerle el que le corresponda, es decir, «curriculum».

Leonia tecleó: «Curriculum».

– Perfecto. -Alice situó un crítico dedo contra su barbilla-. El curriculum tiene muy buen aspecto. ¿Qué trabajo vas a buscar cuando hayas cumplido, Leonia? ¿De médica, abogada, asesina a sueldo?

Leonia no apartaba la vista de la pantalla.

– Ya veo. -Alice cruzó los brazos y se puso de puntillas-. Mantienes todas las posibilidades abiertas. Muy lista. Muy inteligente. No quieres arrastrarte en la delincuencia, verte atrapada en el círculo vicioso de la reincidencia. Una mujer con tu habilidad y destreza tiene un sinfín de posibilidades.

Leonia le dirigió una fría mirada por encima del hombro. La de Shetrell se volvió hacia el otro lado. La funcionaría uniformada de negro que permanecía en la puerta sonrió, pero no la imitaron ninguna de las del turbante ni las musulmanas.

– ¡Atención, todo el mundo un momento! -dijo Alice pegando unas palmadas-. ¡Levantad la cabeza! ¡Todas atentas!

Las cabezas se levantaron de los teclados. Diane puso la cara de torpe de siempre y Valencia siguió su recomendación, apartándose los brillantes rizos.

– Todas podemos aprender algo de la señora -dijo Alice, clavando su mano en el hombro de Leonia-. Quien trabaje en su curriculum, debe tomárselo en serio y extenderse. No hay que limitarse. Todas podéis conseguir lo que os propongáis, ¡como Leonia!

Valencia sonrió, sin pescar en absoluto la ironía. Diane parpadeó con aire estúpido. Leonia lanzó una mirada iracunda a la pantalla. Shetrell se puso rígida de rabia.

– ¡Todas podéis hacer realidad vuestros sueños! -exclamó Alice, intentando poner cara seria-. ¡Cualquiera puede cambiar su vida! ¡Todo lo que hay que hacer es practicar cada día! ¡Y archivar el documento al llegar al final de la página!

Valencia irrumpió en aplausos.

– ¡Es verdad! -gritó, y Alice hizo una profunda reverencia.


21

Bennie cubrió andando las diez manzanas que la separaban de su despacho y, sudando, dio la vuelta a la esquina de Locust Street, donde tuvo un sobresalto. La parte delantera de su edificio estaba llena de vehículos de los medios de comunicación con sus vistosos anagramas de colores, que anunciaban la catástrofe. ¿Había ocurrido algo en su despacho? Apenas había avanzado media manzana cuando los periodistas se lanzaron sobre ella.

– Señora Rosato: ¿Alice Connolly es la hermana gemela que había perdido hace tiempo? ¿Qué impresión produce tener a una hermana gemela encarcelada, Bennie? ¿Qué siente al llevar el caso de alguien que es de su misma sangre?

– No haré comentarios -saltó Bennie, horrorizada.

Sabía que la historia de las gemelas saldría a la luz tarde o temprano, pero había estallado más pronto de lo que había imaginado.

Los operadores acercaban las videocámaras a su rostro. Los periodistas formaban una pina a su alrededor empujando los micrófonos.

– Señora Rosato, señora Rosato, ¿ha leído la declaración del fiscal del distrito? ¿Tiene algo que declarar?

– ¡No voy a hacer comentarios! -respondió Bennie, empeñándose en pensar qué iba a hacer. El fiscal del distrito estaba al corriente de todo y hacía declaraciones. Aquello significaba que toda la ciudad lo sabía. ¿Cómo? Siguió abriéndose paso entre la prensa, utilizando la cartera como si fuera la proa de un rompehielos-. No tengo nada que comentar al respecto.

– ¡Vamos, Rosato, concédanos un momento! ¿Ningún comentario? ¿Connolly es culpable o inocente? ¿Qué opina de las críticas del Colegio de Abogados? Se ha publicado que no ha seguido los cursillos de ética. Que van a revocarle la licencia. ¿Algún comentario?

– ¡Ninguno! -les espetó Bennie, tan furiosa que ni siquiera reparaba en que la cámara grababa su reacción.

¿Qué ocurría? Todos los abogados se habían retrasado en lo de la ética, ¿y sólo iban a quitarle la licencia a ella? Entró en el edificio medio encogida, subió la escalera corriendo y cuando llegó a la tercera planta ya estaba fuera de sí.

– ¿Has visto? Están todos ahí delante -dijo Marshall, que se encontraba en la recepción con expresión inquieta.

– Lo sé. -La trenza de Marshall se había soltado algo y unas mechas cubrían sus orejas-. Esta mañana he intentado localizarte en casa pero ya te habías ido. También he probado en el móvil y estaba desconectado. Llevan aquí todo el día. A media mañana ha saltado la noticia.

– Me están atornillando con la licencia. Sin ella no puedo llevar el caso de Connolly. Sin licencia no puedo representar a nadie. Pueden inhabilitarme. ¿Y qué hago yo inhabilitada?

– Te lo advertí.

– Ya lo sé, pero eso huele a chamusquina.

– Les he llamado en cuanto me he enterado de la noticia. He hablado con un tal Hutchins. Su teléfono está en la ficha.

– ¿Dónde la tienes? Voy a llamar a ese gilipollas. -Al oír su propia voz, Bennie tomó conciencia de que estaba perdiendo pie. Su profesión estaba en peligro. Su sustento. Su empresa. Cogió la ficha del mostrador-. Ponte en contacto con Connolly. Dile que llamas de mi parte. Que no hable con la prensa. Nada de entrevistas, nada de nada.

– ¿Va a escucharme? -preguntó Marshall-. Porque la filtración tiene que haber salido de un sitio u otro.

– ¿Crees que lo ha filtrado Connolly?

Bennie abrió un poco más los ojos. Ni siquiera se lo había planteado. No había tenido tiempo para plantearse nada, sólo para reaccionar.

– Yo no la estoy acusando de nada. Al fin y al cabo, tú eres quien la conoces, ¿no? Es tu…

Una expresión socarrona se dibujó en el rostro de la recepcionista, y Bennie la captó al instante.

– Quieres saber si Connolly es mi hermana gemela, ¿verdad? Pues eso mismo me gustaría saber a mí. -Extendió los brazos y se volvió para dirigirse a su despacho-. ¡Escuchadme todas un momento! Todas, por favor, ¿me atendéis un instante?

Las secretarias levantaron la cabeza de los ordenadores. Las abogadas la asomaron por la puerta de sus despachos como la nueva planta que despunta en la tierra. Mary y Judy, que se encontraban en la sala de reuniones parecieron aliviadas al disponer de una pared entre ellas y su jefa. Todo el mundo miraba a Bennie como si se hubiera vuelto loca. Nadie abrió la boca.

– Tenéis derecho a conocer la verdad, y ahí la tenéis -dijo Bennie-. No sé si Alice Connolly es mi hermana gemela. No tengo la menor idea. A mí me resulta igual de sorprendente. En cuanto sepa algo, os lo comunicaré. Mientras tanto, ¡ni una palabra a la prensa! Muchas gracias.

Las secretarias volvieron rápidamente a su tarea. Las cabezas de las abogadas desaparecieron en el acto. Mary y Judy siguieron con su expediente. Marshall esbozó una sonrisa marcada por la tensión.

– Si se te ha pasado el berrinche, ahí tienes el correo -dijo.

– Gracias. -Una ojeada al montón le demostró que se trataba de correspondencia, mensajes telefónicos y papeles judiciales. Le vinieron ganas de lanzarlo todo al aire. El bosquejo del abogado/novio de Connolly le quemaba en el bolsillo, pero primero tenía que recuperar su licencia. Con todos los papeles bajo el brazo se fue hacia la sala de reuniones y abrió la puerta de cristal con un dedo que le quedaba libre-. ¡Eh, cuadrilla! -exclamó, y sus dos asociadas levantaron la vista.

– ¿Te ayudamos con el papeleo? -preguntó Judy.

– No, gracias. Ya habéis oído la noticia sobre Connolly y yo.

– Sí -respondió Judy con naturalidad.

Mantenía el índice apretado contra el blusón de tela vaquera, bajo el que llevaba una camiseta amarilla y, a juego con ella, unos zuecos también amarillos. Bennie tenía fama de tolerante y por ello tenía que simular que no le importaba ver a sus asociadas vestidas como payasos.

– Bonito conjunto. ¿Tú también lo has oído, DiNunzio?

– Sí -contestó Mary, sonrojándose.

– Pensaba hablarlo contigo más tarde. Tal vez tengamos algo en común.

– Eso parece.

– La prensa se ha volcado en ello. Apuesto a que esta noche será el plato fuerte de Action News, lo de la gemela perversa y tal. O sea que ni una palabra a la prensa, me refiero a las dos. Van a cebarse en el caso, seguro. ¿Entendido?

– Entendido -respondieron las dos.

Bennie asintió con la cabeza, algo más calmada.

– Vamos a ver, Carrier, ¿has solicitado al tribunal los informes sobre diligencias?

– Sí, pero el ayudante del juez Guthrie no me ha enviado las conclusiones. Seguiré insistiendo.

Bennie se volvió hacia Mary:

– ¿Has encontrado el informe de los policías, Reston y McShea, en el expediente, DiNunzio?

– Lo he buscado pero no está.

– Llama a esa rata de Jemison.

– ¿A Miller? Ya lo he hecho. Dice que no lo ha visto, y Hilliard no se pone al teléfono. ¡Un montón de evasivas!

Bennie frunció el ceño, preguntándose si quien había «perdido» el informe era Jemison o el fiscal del distrito. Lo suyo no era teorizar sobre confabulaciones, pero estaban sucediendo cosas muy extrañas. Lo de arrebatarle la licencia no podía ser accidental; había ocurrido en el momento preciso. ¿Quién se la estaba jugando y por qué?

– ¿Has localizado a alguno de tus compañeros de clase de Jemison sobre lo de Guthrie y Burden?

– Nadie sigue en Jemison. Uno está en Cravath, en Nueva York, pero otra continúa en la ciudad. No sé dónde trabaja. He dejado ya dos recados en su casa.

– Perfecto. No lo pierdas de vista. ¿Y ahora qué hacéis?

– De todo -respondió Judy-. Preparar una lista de control para el juicio, buscar peritos, borradores de instrucciones para el jurado…

– Pues vais a dejarlo. Tengo una tarea para vosotras. Pasad por mi despacho. Tú también, DiNunzio.

– De acuerdo.

Mary bajó la cabeza por detrás del expediente para buscar los zuecos que tenía sueltos bajo la mesa. Cuando se los hubo colocado, se levantó y se alisó un poco la ropa. Había acertado en lo de Bennie y Connolly. El asunto de las gemelas salía en todos los periódicos. La decisión de Bennie de representar a Connolly sería pasto de editoriales y de murmuraciones en el mundillo de la abogacía.

Las dos asociadas salieron de la sala de reuniones y se dirigieron al despacho de Bennie, donde ésta arrojó el correo sobre un escritorio ya atestado, se sacó el esbozo del bolsillo y se lo mostró.

– ¿Conocéis a este hombre? -preguntó Bennie-. Creo que es abogado en esta ciudad.

– No -respondió Judy observando el dibujo. Era un hombre de mediana edad, atractivo, de pelo más bien largo, ojos bastante juntos, redondos y sólida barbilla-. Se parece a Superman.

– Conduce un Mercedes marrón, por si os sirve de algo.

– ¿Un abogado con un Mercedes? ¡Qué raro!

– ¿DiNunzio? ¿Lo conoces?

Mary negó con la cabeza.

– No.

– ¿Por qué? ¿Quién es? -preguntó Judy.

Bennie, tras indicarles que se sentaran frente a su escritorio, les contó todo lo que había averiguado en la biblioteca. Conforme hablaba, iba encontrando la vuelta a la situación y se materializaba lo que quedaba implícito. Si Connolly tenía un amante, no sólo le había mentido en cuanto a lo feliz que era en su relación con Della Porta sino también sobre dónde se encontraba el día del asesinato. Peor aún, tenía un móvil para matar a Della Porta. Si aquello llegaba a oídos del fiscal del distrito, éste lo convertiría en un verdadero festín. Estaba nerviosa, le habían pegado una sacudida en su confianza en Connolly.

– No me gustan las sorpresas, y menos en puertas del juicio -dijo Judy. Su expresión inquieta se transparentaba como en el rostro de una colegiala-. Si Connolly no te habló de ello, nos está mintiendo.

– Nunca he defendido a una persona reclusa que no me haya mentido en algo -respondió Bennie a la defensiva-. Lo básico es saber si mienten sobre algo importante.

– Eso es importante.

– Puede que no. Tal vez el abogado esté casado y ella quiera mantener el asunto en secreto. O quizá no tenga tanta importancia y por ello no lo citó. -Bennie se daba cuenta de que volvía a inventar excusas para Connolly, pero no tenía ganas de empezar de nuevo con Judy, sobre todo en un día como aquél-. En todo caso, no hace falta repetir que son malas noticias. Todas somos abogadas… Lo que tenéis que decirme es que sabremos hacerle frente si eso sale a relucir en el juicio. Darle la vuelta en beneficio de la acusada.

Mary reprimió el impulso de levantar la mano.

– ¿Y si presentáramos al abogado como sospechoso? No sé, insinuar al jurado que él es el asesino.

Bennie se animó. Aquello tenía que habérsele ocurrido a ella, pero estaba demasiado preocupada por la traición de Connolly, por su licencia y por los informativos de la noche.

– Evidentemente. Si Connolly tiene un novio, tiene motivos para matar a Della Porta… Pero también los tiene él. Un amante celoso.

– Un argumento pobre -saltó Judy-. Connolly y Della Porta ni siquiera estaban casados.

Bennie controló su impaciencia.

– Hay que seguir, descubrir algo más. No hay que convencer al jurado de que lo hizo ese abogado. Simplemente darle un poco de color, un cierto peso. Presentarlo lo suficientemente plausible para que exista la duda razonable.

– A eso me refería yo -dijo Mary, moviendo la cabeza. Siempre podía estar orgullosa de algo. Estaban en Norteamérica y ella tenía derecho como empleada-. ¿Quieres que intentemos localizar a ese abogado?

Bennie negó con la cabeza.

– No; tengo algo importante para vosotras. ¿Entendéis de boxeo?

– El boxeo es guay -dijo Judy-. A veces veo combates por la tele. En Tuesday Night Fights.

– Muy bien. -Bennie se tranquilizó. Carrier podía ser un lince trabajando en algo que le interesara-. ¿Y tú, DiNunzio? ¿Eres aficionada al boxeo?

– ¿El boxeo? -Mary arrugó la nariz-. Lo encuentro algo asqueroso. Dos personas que intentan sacudirse entre sí. Nunca he conseguido pasar del primer asalto.

– Pues estás a punto de convertirte en una entendida. Iréis al gimnasio donde se entrena el boxeador de Anthony. Tenéis que descubrir si ha hablado con el fiscal del distrito. Si irá a declarar.

Bennie escribió una dirección en un papel adhesivo amarillo y se lo pasó a Mary, quien lo cogió a regañadientes.

– Pero yo tenía que entrevistar a los vecinos de Della Porta. Es mucho trabajo…

– Carrier no puede ir sola, sobre todo en aquel barrio. Irás con ella, para protegerla.

– ¿Protegerla? ¿Yo?

Judy rió.

– Tocada -exclamó, pegando un imaginario gancho.


22

El gimnasio se encontraba en la parte norte de Filadelfia, lejos del deslumbrante barrio comercial. Siguiendo en dirección norte, por Broad Street, se pasaba del mármol blanco del Ayuntamiento al plástico rojo del Kentucky Fried Chicken, a los oscuros cristales de las fachadas vacías y a los revestimientos con paneles que imitaban la madera de las oficinas de desempleo cuyas colas doblaban las esquinas, como en el estreno de una película de gran público. El desempleo llegaba a sus cotas máximas en aquella zona y todas las esquinas ofrecían alguna prueba de ello, con algún pedigüeño agitando un vaso de McDonald's en busca de alguna moneda. Mientras que la zona del Ayuntamiento estaba impecable, gracias al duro trabajo que llevaban a cabo los equipos de limpieza uniformados, financiados por la empresa privada, el extremo norte de la ciudad estaba sembrado de hojas de periódico, vasos de plástico y colillas. No en vano le llamaban «Sucidelfia», pues a nadie se le ocurría contratar a unos duendes de uniforme verde para limpiarla, y todo el mundo sabía que nunca se haría.

Judy observaba el panorama desde la ventanilla del taxi. Avanzaban en un vehículo con propaganda en el exterior, cuyo distintivo, de un amarillo rabioso, reflejaba la luz del sol como el oro falso. TIEMPOS DE RESURRECCIÓN, se leía en las paredes de una de las muchas iglesias que se alineaban en la calle. Judy se preguntaba qué aspecto tendría su interior.

– Creo que deberíamos subir más a menudo por aquí, Mary -dijo.

– ¿Por qué? -le preguntó Mary. Estaba absorta en las pruebas de Connolly, que iba leyendo mientras el taxi pasaba a duras penas de un semáforo a otro-. ¿No tenemos suficiente trabajo?

– El trabajo no lo es todo en la vida. Tendríamos que salir un poco. Ver cosas diferentes. Estilos de vida distintos.

– A los católicos no nos interesa la diferencia, ¿vale?

– Oye…

– Es más, no soportamos la diferencia. La diferencia es una amenaza para nosotros.

Judy sonreía mientras el taxi frenaba ante un edificio de hormigón de unas diez plantas. Las últimas se veían oscuras y parecían vacías, pero la primera formaba una acristalada nave que ocupaba toda una manzana. Una especie de tela metálica protegía el cristal y en ella habían quedado atrapados folletos de todo tipo y servilletas con la marca de distintas hamburgueserías. El taxista, un joven de barba rojiza, bajó la bandera.

– Dejémoslo en diez pavos -dijo, volviendo la cabeza.

Mary abrió la ventanilla.

– ¿Es esto?

– Claro. Uno de los mejores gimnasios de Filadelfia.

– No tiene ningún letrero.

– No les hace falta. Es casi tan famoso como el de Smoke.

– ¿El de Smoke?

– El de Joe Frazier, Smokin. -El taxista echó un vistazo a Mary por el retrovisor-. Filadelfia es famosa por el boxeo, ya lo verán. ¿Cuánto tiempo llevan aquí, chicas?

Mary se irritó.

– Cuidadito. Yo he nacido en Filadelfia.

Judy pagó al taxista.

– Estamos haciendo turismo por el norte.

– Gracias -dijo él-. ¿Quieren que las recoja? Es un rollo encontrar un taxi tan arriba.

– Ya lo sabía -respondió Mary.

– La saco un poco a paseo -dijo Judy al taxista, quien soltó una carcajada.

Dos negros musculosos estaban entrenando en un ring, en el centro del gimnasio. El casco de cuero rojo les distorsionaba los rasgos y el sudor brillaba en sus hombros mientras combatían alrededor de la lona azul, tras unas cuerdas forradas de terciopelo rojo y azul. Colgaban en medio del ring cuatro fluorescentes que iluminaban los oscuros rostros de los espectadores. Éstos aclamaban o se estremecían a cada golpe, siguiendo emocionados el combate. Cuanto más fuerte era el puñetazo, más se animaban, aunque Mary hacía una mueca de dolor a cada movimiento. Para ella, el boxeo era un combate de infantería y artillería para el que había que pagar entrada.

Volvió la cabeza y echó un vistazo al gimnasio. Unos relucientes espejos cubrían sus paredes y el resto del espacio lo llenaban una serie de arrugados carteles de boxeo. En unas tarimas de contrachapado colgaban los sacos como lágrimas de cuero, y otro, más pesado, de color marrón, se balanceaba lentamente pendiente de una cadena en el extremo. En la pared del fondo se alineaban los guantes dorados y plateados; la atmósfera estaba impregnada de sudor, humo de tabaco y suciedad. Mary se apoyó en el amplio hombro de Judy.

– Éste no es nuestro sitio -murmuró-. Somos abogadas. Deberíamos trabajar en publicidad.

– Deja de quejarte. Estamos aquí en una misión secreta.

– ¿Y qué más? Las únicas blancas y las únicas mujeres. Muy secreta no será.

– Tú sígueme.

Judy se abrió paso entre los reunidos para conseguir ver mejor la pelea. Enseguida le intrigó la habilidad que vio en el combate, el movimiento de los boxeadores, el silbido de los guantes en el aire. No podía apartar la mirada del ring.

Mary, arrimada a ella, observaba el panorama cerrando un poco los ojos, hasta el momento en que uno de los contendientes le asestó al otro un golpe en la cabeza con tal fuerza que el cuello chasqueó como un látigo. Mary dimitió del estado adulto y, más aún, de su profesión, y se tapó los ojos.

– ¿Lo ha matado?

– Todavía no.

– No lo soporto. Vámonos.

– No.

– Pues te espero fuera. Por el barrio.

– Que te crees tú eso. -Judy le cogió la mano y miró a los reunidos buscando a Star. Lo reconoció enseguida a partir de los carteles que había visto colgados por el gimnasio. Starling Haral, Star, era más grande en persona que en foto, por difícil que pareciera-. Ahí está.

– ¿Dónde?

– Aquel armario de la última fila -dijo Judy.

Mary miró hacia allí. Era un hombre enorme, casi sobrehumano, incluso visto a distancia. Llevaba una camisa de seda negra y una cazadora también negra, de abultados hombros, aun sin hombreras. Se mantenía algo apartado del resto y tenía un aire distante: el aura de una estrella, aunque fuera negra. A Mary se le ocurrió que podía ser atractivo de no mostrarse tan inasequible, aunque comprendió que la distancia emocional probablemente era un requisito indispensable para un hombre capaz de matar a quien fuera con sus puños.

– ¿Nos podemos ir ya?

– No -respondió Judy y notó que la mano de Mary se agarraba a su falda mientras seguía el camino a través de los espectadores, sin hacer caso de unas miradas de curiosidad y lascivia al tiempo. En la última fila no había tanto jaleo y Judy se situó descaradamente al lado de Star-. ¿Es usted Star Harald? -le preguntó-. Me llamo Judy Carrier.

La expresión de Star no cambió; siguió absorto en el combate.

– Mi amiga y yo somos abogadas y trabajamos en el caso del asesinato de su manager, Anthony Della Porta. Representamos a Alice Connolly.

A Star hasta le asqueaba oír pronunciar el nombre de aquella zorra. Siguió con los ojos clavados en el ring.

– Anthony Della Porta era su manager, ¿verdad?

Star no respondió. El chaval del pantalón rojo pegaba pero no conseguía conectar. No entrenaba lo suficiente. No tenía disciplina. Ni respeto por sí mismo.

– ¿Conocía a la mujer con la que vivía Della Porta? Se llama Alice Connolly.

Star siguió sin abrir la boca. Pensando que el entrenador del chaval tenía que aconsejarle que moviera los malditos pies, pero era un inútil. Incluso Browning, el jodido gordo con el que él acababa de firmar contrato, entendía más que ése. Cruzó los brazos y los bíceps destacaron bajo la cazadora.

– Veo que músculos no le faltan. ¿Qué tal anda de modales?

Star volvió la cabeza y clavó los ojos en los de Judy. No era Tyson, por lo que no le pondría la mano encima, pero lo estaba pensando.

– Hablo cuando quiero hablar.

Mary tiró de la falda de Judy para avisarla. Enfrentarse a un boxeador profesional no le parecía buena idea; además sabía que Judy era de California, donde la gente no para de autodestruirse.

– Muy bien -dijo Judy-. Le haré una pregunta y usted me la responde, si quiere. ¿Conoció usted a Alice Connolly?

– Sé que mató a Anthony y eso es todo lo que tengo que saber -respondió él con toda naturalidad, y Judy disimuló la perplejidad que le había causado la respuesta.

– ¿Y eso cómo lo sabe?

– Lo sé y punto.

– ¿Le comentó Della Porta algo que se lo hiciera pensar?

Star movió la cabeza. No le gustaba que aquella tipa hablara de Anthony llamándole por su nombre.

– ¿Qué le hace afirmar que lo hiciera Connolly?

Star no dijo nada. La zorra aguantaba el tipo. Observó cómo el chaval del ring retrocedía hacia su rincón a trompicones.

– ¿Le comentó a la policía lo que pensaba?

Star negó con la cabeza.

– ¿Por qué?

– No me lo preguntaron.

Judy había dado por sentado que la policía había interrogado a Star. ¿Mataban a su manager y no le hacían ni una pregunta?

– ¿El fiscal del distrito no le ha llamado a declarar? ¿Piensa declarar?

Star volvió a mover la cabeza con gesto de negación. Declarar. Mierda. Tenía la situación controlada. Aún no le habían informado de que la tarea se había resuelto, pero estaba convencido de que se encargaban de ello. Sin articular una palabra más, dio la espalda a la letrada y se alejó entre la multitud.

Judy se dispuso a seguirle pero Mary se lo impidió tirando con fuerza de la falda.

– Te estoy salvando la vida.

– Pero se nos va.

– Porque es más grande y más rápido que tú.

Judy vio cómo Star desaparecía metiéndose en los vestuarios.

– Puede huir pero no esconderse.

– Hará lo que le dé la gana. Por algo es un peso pesado. Y ahora, vámonos -dijo Mary, empujándola hacia la salida.


23

Bennie había despilfarrado una hora discutiendo por teléfono con los funcionarios al cargo de su licencia cuando por fin consiguió hablar con el susodicho señor Hutchins.

– Escúcheme, señor Hutchins -le dijo-, usted exige doce horas de créditos al año, ¿no? Diez horas de cursillos fundamentales y dos de ética.

– Exactamente -respondió el señor Hutchins, una persona que considerarían amable los que se sienten inclinados por aquellos que se limitan a cumplir órdenes.

– Pues yo estoy en el Grupo Cuatro, y por ello debería haber conseguido mis créditos en agosto.

– El pasado agosto.

– Eso es, el pasado agosto. -Como quiera llamarlo. ¡Qué quisquilloso!-. Pagué cien dólares para la prórroga. Ya me dirá usted dónde está el problema.

– El problema, señora Rosato, es que la prórroga se le había concedido sólo hasta octubre del año anterior. Desde entonces no hemos tenido noticia de que haya cumplido con las exigencias pendientes en cuanto a ética. Por ello se la inhabilita.

– No he recibido notificación de ello. No pueden quitarme la licencia sin previo aviso.

Oyó el «clic, clic, che» de las teclas del ordenador a través de la línea y seguidamente el señor Hutchins le dijo:

– A nosotros nos consta que se le envió aviso sobre su demora en noviembre, marzo y junio.

Bennie tomó un buen sorbo de café, pero no se sintió aliviada. ¡Qué dura era la vida cuando una se encontraba fuera de la norma!

– ¿Qué tengo que hacer, pues, para que me devuelvan la licencia?

– Acabar inmediatamente los cursillos exigidos y luego solicitar su reincorporación.

– No puedo hacerlo. Ahora mismo tengo bastante trabajo. -Bennie se secó la frente-. Lo que yo quisiera saber es por qué me ha tocado a mí. No creo que sea la única letrada a quien le faltan los créditos de ética. ¿Podría comprobármelo?

– Supongo que sí podría, si quisiera.

– ¿Y no lo quiere hacer? Los trámites son importantes, señor Hutchins. Las normas son importantes. -Bennie estaba a punto de atragantarse-. ¿Me hará el favor de comprobar si su organismo sigue sus propias reglas? Es una cuestión de integridad administrativa. -Se hizo el silencio al otro lado de la línea, a excepción del «clic, clic»-. Apuesto a que no soy la única con un atraso de un año.

– Pues no.

– ¡Qué desastre!

– En efecto, es terrible. Hay un buen número de abogados en el condado de Filadelfia que llevan como mínimo un año de retraso en sus créditos de ética.

A Bennie se le agotó el sentido del humor. La teoría sobre la confabulación de Connolly estaba tomando cuerpo.

– ¿Por qué me ha tocado a mí en particular, señor Hutchins? ¿Ve alguna indicación en el ordenador que le dé una pista sobre ello?

– No, es algo irregular. El ordenador normalmente sigue el orden alfabético y actúa sobre los retrasos según este orden.

– ¿He pasado delante de las «A» o no?

– Pues sí. Y la verdad, no es el procedimiento que suele seguir el programa.

– Eso me temía. ¿Por qué ha saltado a los medios de comunicación la información sobre mi licencia? ¿También se trata del procedimiento habitual?

– Yo no soy responsable de ello.

– ¿Quién es el responsable?

– No estoy seguro.

– Pues investíguelo. Alguien de su organismo ha pasado la información. Nadie más lo sabía.

«Clic, clic, clic», siguieron las teclas.

– Yo daba clases de legislación sobre difamación, señor Hutchins. En una de sus estúpidas comisiones. ¿Quiere que le asesore gratis? Las declaraciones que su organismo ha sacado a la luz dañan mi reputación como letrada y si es usted quien las ha hecho a la prensa, se ha extralimitado.

– ¿Cómo dice?

– Le estoy diciendo que puedo interponerle una querella.

– No en cuanto a materias.

– Le he dicho que di clases de legislación sobre difamación en una de sus comisiones.

Bennie omitió la palabra «estúpidas» como gesto de buena voluntad.

– ¿Solicitó los créditos que le correspondían por las clases impartidas?

– ¿Me corresponden créditos por esas clases? No lo sabía.

– Muchas veces no se tiene en cuenta.

A Bennie le dio un vuelco el corazón.

– ¡Yo no lo tuve en cuenta!

– Si usted me indica el nombre y el número del cursillo, puedo calcularle cuántos créditos le corresponden y aplicarlos a su demora.

– Un momento. -Ya estaba retrocediendo en su agenda y se detuvo en febrero-. El once de febrero, a las dos. El cursillo se denominaba «Limitaciones previas: ¿correas o esposas?». De todas formas, ¿quién decide el nombre de estos cursos?

«Clic, clic, clic.»-Tengo en pantalla que el seminario en cuestión era funda-mental y al tiempo abarcaba una sesión de ética. Por haber impartido dicho curso le corresponden dos créditos. Si demuestra que lo impartió usted, se los concederán; con ello estará al corriente de los requisitos que se le exigen.

– Lo impartí, se lo juro, señor Hutchins. Ahora mismo le mando por fax una declaración jurada de ello. Mientras tanto usted me devuelve la licencia. La necesito.

– El restablecimiento tardará un poco.

– En este caso, no debería ser así. Aquí alguien ha metido la pata y esto huele que apesta. Haga el favor de rehabilitarme inmediatamente si no quiere que lleve a cabo una investigación a alto nivel.

– ¿Dispone aún del material del curso?

– ¿El material del curso? -Bennie echó una ojeada a sus estantes en busca de los típicos volúmenes encuadernados en amarillo. No los vio por ninguna parte pero estaba convencida de que tenían que estar por allí-. En efecto lo tengo delante.

– ¿Consta en él su nombre?

Bennie agitó unos papeles de su mesa.

– Por supuesto.

– Pues haga una fotocopia de la página con el título y mándemela a mi atención. -«Clic, clic, clic»-. La rehabilito temporalmente a la espera de recibir el material.

– ¡Que Dios le bendiga! -exclamó Bennie y colgó el teléfono, aliviada.

Lo que tenía que hacer enseguida era encontrar el libro del curso. Pulsó el botón blanco del interfono para pedir auxilio y Marshall le respondió en el acto.

– ¿Ya en activo?

– Sólo si consigo encontrar el material del curso. Tiene que estar en mi despacho. ¿Me ayudas?

Diez minutos más tarde, Marshall seguía plantada ante sus estantes en busca del libro e iba arrojando contra la alfombra india todo lo que consideraba que había que tirar. Los estantes habían quedado vacíos y la alfombra, llena.

– Deberíamos centralizar todo este material -refunfuñó.

– Tienes toda la razón.

– Tendría que estar en la biblioteca y no en los despachos de las abogadas.

– Estoy de acuerdo.

Bennie, sentada en su escritorio, iba consultando el listado de abogados de las páginas amarillas en un intento de localizar al que había dibujado el estudiante de Bellas Artes. Fue pasando páginas con fotografías poco claras de abogados instalados en sus despachos con curiosas plumas en la mano. Menos mal que los abogados habían empezado a anunciarse. ¿Cómo, si no, podía localizar una persona a los asesinos?

– Aquí es imposible encontrar nada. Es un desastre.

– Ya lo sé.

Bennie cerró las páginas amarillas, apartó el voluminoso listín y cogió la vetada guía legal.

– ¿Por qué no limpias un poco o por lo menos me lo dejas hacer a mí?

– Soy una inconformista, una renegada. La típica niña del parvulario que pinta fuera de las rayas. -Bennie abrió el libro-. Mis clientes esperan ver un despacho desordenado.

– A nadie le gustan las pocilgas.

– No pongas la guinda al pastel, Marshall.

Empezó a consultar la guía. Ninguno de los rostros que iba viendo coincidía con el esbozo a lápiz. Sonó el teléfono y lo cogió enseguida.

– Rosato.

– ¿Qué tal va eso, jefa? -respondió una voz masculina, y Bennie sonrió.

– ¡Sammy! -Era Sam Freminet, el abogado de asuntos fiscales, su amigo de toda la vida. Había empezado su carrera en Grun & Chase y seguía allí, ya como socio-. ¿Has recibido mi fax?

– Sí. El tipo está bien. ¿Soltero?

– No estoy para bromas. ¿Lo conoces? Trabaja de abogado aquí, en la ciudad. Necesito identificarlo para un caso de asesinato.

– ¿Has vuelto a lo criminal? ¿Cómo no me he enterado? ¿Te ha cogido el mono o qué? No escribes, ni llamas…

– Te podré al corriente de todo cuando se calme la marea. Estoy mandando faxes a todo el mundo que conozco y tocando todas las teclas posibles. ¿Le conoces?

– Se parece a Elmer Fudd, con esa barbilla.

– No me sirves para nada. Tengo que dejarte. Te llamo luego -dijo Bennie y colgó inmediatamente.

Miró el reloj. Las doce menos cuarto. ¡Maldición! No podía invertir más tiempo en aquello, con todo lo que tenía pendiente.

– ¡Aquí está! -dijo Marshall-. ¡Lo he encontrado! -le enseñó un volumen de color amarillo y Bennie se levantó para echarle un vistazo.

– ¿Seguro? ¿Consta mi nombre?

– Sí. -Las dos inclinaron la cabeza sobre el libro y encontraron el nombre de Bennie al mismo tiempo. Marshall le indicó con la cabeza el montón de papeles que cubría la alfombra-. Yo misma mandaré el fax a Hutchins si me dejas tirar todo eso.

– No, necesito todo ese revoltijo.

– Pura basura.

– Imprescindible.

– Pues vamos a dejarlo. -Marshall cogió el material del curso y un folleto cayó al suelo. Se agachó para recogerlo y su lisa frente se arrugó-. ¿Quién imparte esos cursillos de formación legal? ¿Profesores?

– No. Profesionales. Otros abogados.

– ¿No es éste el abogado que andabas buscando?

– ¿Cómo?

Bennie cogió el vistoso folleto que le tendía Marshall. El curso se titulaba «Resumen para abogados» y bajo la descripción de éste figuraba una foto tamaño carnet de quien lo impartía. Los ojos, la cara y la barbilla con hoyuelo correspondían a los del dibujo. Lyman J. Bullock, ponía el pie de la foto, y junto al nombre, Bullock & Sabard, abogados.

Bennie cogió el teléfono.


24

Alice estaba esperando en la cola para llamar por teléfono. En aquel centro se hacía cola para el desayuno, para la comida y la cena. Se hacía cola para dejar el uniforme sucio; se hacía cola para recoger el limpio. Se hacía cola para salir del módulo y para volver a entrar en él. Aquello le daba ganas de matar a alguien. Como a la zorra que tenía delante, al teléfono. Alice no la conocía. Sería del módulo B.

– Tengo que hablar con él -decía la interna, en un tono que el nerviosismo convertía en estridente. Se iba rascando el cráneo con unas larguísimas uñas; a causa de esa costumbre su pelo castaño le había quedado ralo-. Tengo que hablar de algo importante con él. Soy su mujer.

Alice notaba un martilleo en la cabeza. Lo dejó a un lado y consultó el reloj de la pared. ¡Vaya, quedaban sólo cinco minutos para volver al módulo! Habría apartado a la chiflada del teléfono de no haber visto a una funcionaría observando a una y otra.

– Díselo, dile que soy yo. Janine. Neenie. No, no, tengo el número bien. Sé que es su número.

El teléfono estaba en la pared del pasillo, al lado de la cola para la ventanilla del economato. Las reclusas hacían sus pedidos especiales y una vez a la semana el economato les preparaba unas bolsas de basura transparentes con Doritos, patatas fritas y fritos. Aquellas bobaliconas engullían las porquerías como si fuera maná del cielo.

– No, no, no. Ella no es su mujer. Su mujer soy yo. No te digo, si hoy en día es algo es gracias a mí. A mí me lo debe todo. Él aún me quiere. Dile que se ponga ahora mismo.

A la derecha había otra cola, en la ventanilla de medicamentos. Las reclusas esperaban en fila para recoger los medicamentos legales que habían de apartarlas de las drogas ilegales y de las golosinas de barrio como el Prozac y el Ativan. El resto consumía el polvo que circulaba por el centro; se hablaba de realizar pruebas de detección al azar pero eso aún no se había materializado. Alice había tenido su época de consumo de polvo y había convertido la experiencia en una forma de ganar dinero. Ahora ya casi tenía un pie fuera e iba a volver a sus propios negocios de la forma que siempre había deseado. Pero en aquel preciso instante lo único que deseaba era coger el maldito teléfono.

– Diles adiós, Neenie -exclamó, arrebatándole el auricular en cuanto la funcionaría hubo apartado la vista.

La interna se volvió.

– ¿Cómo te atreves? Tú no sabes quién soy yo.

– Cierra el pico o te pego un puñetazo -murmuró Alice. Se hizo con el teléfono y marcó el número, sin apartar la vista del reloj mientras el aparato sonaba al otro lado de la línea. Tenía sólo dos minutos. Las colas de la medicación y el economato casi se habían terminado-. Que se ponga -dijo cuando cogió el teléfono la secretaria de Bullock.

– ¿Sí? -dijo él al cabo de una fracción de segundo.

Alice simuló que tosía junto al auricular.

– Creo que he pillado un resfriado -dijo.

No añadió nada más por si Bullock tenía el teléfono controlado. No le hacía falta, Bullock lo comprendería. Habían establecido un código para sus asuntos y para momentos como aquél. Alice había dado a Bullock un nombre al que llamar si las cosas se ponían feas dentro. Ellos intentarían frenar la acción desde fuera. Aquello no era la especialidad de Bullock, pero lo hacía por ella, pues no le quedaba más remedio.

– ¿Tos? -dijo Bullock-. Lo siento.

– Tengo que dejarte.

Alice colgó, satisfecha de momento. Como mínimo Bullock era una persona en la que podía confiar. Estaba bien disponer de un contable y un abogado al mismo tiempo. Bullock era uno de los jefazos de la Cámara de Comercio que habían querido invertir en Star. Luego Alice le consiguió una vía más directa de sacar dinero, y libre de impuestos.

Recorrió con la mirada lo que quedaba de las colas y no vio a Leonia en ninguna parte. Bullock tendría que ponerse manos a la obra en la calle, pero a ella, dentro, le tocaría andar con muchísimo tiento. Se fue hacia su módulo, dirigiéndose a su celda.


25

Bennie llegó a la planta baja del edificio y se le planteó un problema. La prensa abarrotaba la fachada y ella tenía que ir al despacho de Lyman Bullock. Permaneció un momento dudando frente al ascensor, pensando cómo salir de allí. No podía conducir la prensa al despacho del abogado. Si en realidad era el amante de Connolly, Bennie les estaría poniendo en bandeja una parte de su defensa; si por el contrario no lo era, le molestarían sin razón. En el vestíbulo, con revestimiento de brillante mármol beige, no había nadie a excepción de un viejo guardia de seguridad. Se trataba de Lou Jacobs, un ex policía que se había retirado hacía poco y que sentía por Bennie la misma simpatía que la mayoría de polis. Ninguna.

– Tenemos problemas, Lou -le dijo Bennie desde el banco situado junto al ascensor.

– No soy ciego -respondió él-. Llevo aguantando a esos inútiles desde la hora de comer. Ya están indagando sobre otros despachos del edificio y simulando citas.

Miró a los periodistas frunciendo el ceño e intensificando las patas de gallo profundas ya en aquel rostro curtido después de tantos fines de semana pasados en la lancha motora. Lleva el pelo plateado peinado hacia atrás y en su cara destacaba una nariz contundente como el pico de una gaviota. Era un hombre de una pieza, que llevaba el uniforme azul marino con cierto orgullo, algo que agradaba a Bennie.

– Tengo que salir de aquí, Lou. ¿Puedo utilizar el montacargas?

– Ni hablar. No lleva nada.

– Simularé que transporto un aparato de fax.

– Nada.

– Vamos, Lou. ¿Va a echarme a los perros?

– Mientras yo pueda ver el espectáculo…

Bennie hizo rechinar los dientes.

– Pues o cojo el montacargas o monto una rueda de prensa en el vestíbulo. Y a usted se le llena ese espacio de periodistas y sus inquilinos no podrán entrar ni salir. ¿Le parece eso mejor?

Lou movió la cabeza.

– No puede utilizar el montacargas. Va contra las normas.

– ¡Por el amor de Dios, Lou, no me venga ahora con normas! ¿Qué prefiere, la norma o los periodistas? Usted escoge, colega.


Lyman Bullock tuvo un sobresalto allí sentado en su escritorio de caoba: sus ojos claros se abrieron de par en par y la pequeña boca se entreabrió poniendo de relieve el hoyuelo de la barbilla. La pálida piel se enrojeció y el cuello adquirió más volumen sobre el almidonado cuello blanco sujeto con una aguja que amenazaba con asfixiarle. El porte del abogado dejaba al descubierto la verdad, lo que él mismo nunca habría hecho.

– No conozco a ninguna Alice Connolly -dijo con firmeza.

– Por supuesto que la conoce, ni siquiera sabe mentir. ¿Acaso no ha pasado por la Facultad de Derecho?

– Creí que quería verme para comentar un caso.

– Efectivamente, el caso de Alice Connolly. -Bennie no le había comentado el objetivo de su visita por teléfono. Se había limitado a presentarse como una abogada que necesitaba asesoramiento ético para un caso-. Tenemos que hablar, Lyman. Por cierto, ¿Lyman tiene algún diminutivo?

– No.

– Oiga, Lyman, no piense que he venido aquí a crearle problemas o a husmear. ¿Puedo sentarme?

– De ninguna forma.

– Gracias.

Bennie se instaló en la butaca Windsor situada ante la mesa de Bullock. Tenía un despacho amplio y soleado, con antigüedades inglesas dispuestas de forma convencional ante un tapiz en tonos azules. Quedaba claro que el negocio de la ética le había ido bien a Lyman Bullock. Tenía suerte de que los abogados fueran cada vez menos éticos.

– Tenemos que hablar de Alice Connolly. Asesinaron al hombre que vivía con ella y la acusan del crimen. Su juicio se celebrará la semana que viene. Yo soy su abogada.

– No sé de qué me está hablando. -Bullock seguía de pie, con la espalda recta, como una silla Chippendale. En la pared de detrás de su escritorio se veían dos diplomas iguales, que daban fe de su titulación en Derecho y Economía, y en un aparador de cerezo tenía colocadas unas fotos enmarcadas de su familia. Su mujer, de pelo blanquecino y collar de perlas, sonreía tranquila desde la foto enmarcada en plata-. Ya le he dicho -repitió- que no conozco a nadie que se llame Alice Connolly.

– Tengo razones para suponer que sí la conoce. Le vieron recogiéndola en la Biblioteca Central. Con un Mercedes marrón último modelo.

– No sé de qué me está hablando. -Dobló el cuerpo por la cintura, lo suficiente para alcanzar el teléfono-. Llame a los de seguridad, Martha. Tengo a una intrusa en mi despacho.

– Le conviene hablar conmigo. Si accede a hacerlo aquí, no tendremos que charlar en la sala, donde el mal gusto casi raya en la delincuencia.

– Piénseselo dos veces antes de citarme a declarar. No creo que fuera un buen testigo. -Bullock dejó el teléfono colgado-. Tengo muy mala memoria. No podría responder a ninguna de sus preguntas. La haría quedar a usted como una insensata ante un jurado.

– Usted y Alice tenían un lío.

– No conozco a ninguna Alice y me ofende esta acusación. Soy un hombre casado.

– ¿Por qué iba, pues, a recogerla a la biblioteca?

– Nunca he hecho tal cosa.

– Tengo un testigo ocular.

– Su testigo habrá visto a otra persona.

– ¿De quién pretende burlarse?

Bennie se levantó hecha una furia mientras entraba por la puerta un guardia de seguridad uniformado de negro, blandiendo un revólver.

– ¿Señor Bullock? -dijo el guardia, buscando al terrorista que había imaginado encontrar y hallándose ante una rubia fuera de sus casillas.

Bullock le señaló a Bennie con un suave gesto.

– ¡Llévese a esta mujer de aquí inmediatamente! Me está molestando.

Bennie era consciente de que había perdido la batalla, aunque sólo fuera temporalmente.

– Usted fue amante de Connolly durante un año. Y a ella pueden condenarla a muerte.

– No sé de qué me habla.

– ¿No le importa lo más mínimo esa mujer? -preguntó, maldiciendo las emociones que su voz delataba, aunque el guardia de seguridad la interrumpió enseguida, sacándola del despacho.


De vuelta a su edificio, Bennie salió del montacargas y se dirigió hacia Lou Jacobs, el guardia de seguridad. Levantó las manos en son de paz.

– No me mate. No volveré a hacerlo.

– Me importa un bledo lo que haga o no haga -dijo Lou con aire triste. Llevaba una caja de cartón en las manos en la que se veían fotos de sus nietos y también la pelota de goma azul con la que hacía ejercicio de prensión casi todo el día-. Se acabó eso de hacerle de niñera.

– ¿Se va?

– Eso parece. Ya estoy jubilado otra vez.

– Si a usted no le gusta estar jubilado. ¿Por qué se despide?

– No es que me despida, me despiden.

– ¿Le despiden? ¿Por qué?

– Por haber contravenido la política de la empresa. Déjeme pasar, por favor. Voy cargado.

A Bennie le afectó aquello.

– ¿Le han despedido por mi culpa?

– Dejémoslo. Apártese un poco.

Lou se metió en el montacargas que estaba cubierto por una tela azul. Pulsó el botón de bajada pero Bennie mantuvo la puerta abierta.

– ¿Y qué piensa hacer?

– Ya se lo he dicho. Jubilarme. Salir en barco. Hacer inmersión. Andar en bici. Pescar.

– ¿Pescar?

– Sí, eso, ¿ha visto esas cosas que nadan en el agua?

– ¿No buscará otro trabajo?

– No hay prisa. Además, poco trabajo puede encontrar un hombre de mi edad, a pesar de mi buen aspecto. Y ahora déjeme bajar -dijo él, pero Bennie no se conformaba.

– A mí me hace falta un investigador. ¿Le interesa el puesto?

– ¿Me toma el pelo o qué?

Sonrió con sequedad.

– Por supuesto que no. -Bennie le señaló con la cabeza la entrada, donde se apiñaba la prensa-. Ya ve a lo que tengo que enfrentarme. Le necesito.

– ¿Por lo de Della Porta? Ni soñarlo, era un poli. Por otra parte, usted y yo no nos entenderíamos.

Lou pulsó el botón de bajada pero Bennie siguió sujetando con fuerza la puerta.

– No se trata de una boda.

– No necesito su caridad.

– Trabajará duro conmigo.

El timbre del montacargas sonó y Lou hizo una extraña mueca.

– Pensaré en ello. No lo dé por sentado.

– Si quiere el puesto, está libre. Mañana por la mañana a las nueve, en mi despacho. Estoy segura de que nos entenderemos en cuanto al sueldo.

«Pip, pip, pip.» Lou arrugó la frente.

– Todo son mujeres ahí arriba, ¿verdad?

– Tendrá que ser todo un hombre -le dijo Bennie, cuando ya se cerraban las puertas del montacargas.


26

Mary recordaba a Joy Newcomb, a quien conoció en la Facultad de Derecho, como una muchacha distante y reservada. Por aquella época Joy iba siempre con una cola de caballo, con vaqueros planchados, suéters de cuello alto blancos y rebecas Fair Isle, genuinamente gastadas por la parte de los codos. Joy se había graduado en Harvard y, por tanto, a los ojos de Mary, era una persona inteligente. De todas formas, Mary daba por supuesto que todos sus compañeros de la facultad eran inteligentes, y nunca dudó un instante de que Joy Newcomb entraría automáticamente a formar parte, como socia, de alguno de los principales bufetes del país. Así pues, tuvo una gran sorpresa al encontrarla donde la encontró.

– ¿De modo que lo dejaste y punto? -preguntó Mary, pasmada, mientras paseaba al lado de Joy, quien guiaba un poni blanco llamado Frosty. A caballo de éste iba un niño de unos cuatro años y flequillo muy moreno. Las gafas de gruesos cristales que llevaba el chaval quedaban algo torcidas bajo el negro casco de montar. Sujetaba con su manita la blanca crin, saltando al ritmo del animal. Los cuatro -el poni, el niño y las dos abogadas-avanzaban describiendo círculos en un sencillo picadero de hormigón-. ¿Dejaste el Derecho? -repitió Mary.

– Sí, lo dejé. Puedo hacerlo, ¿no? -respondió Joy sonriendo.

Llevaba el pelo suelto y a Mary le parecía que tenía una expresión más relajada que antes, si bien vestía la misma ropa. Cuello alto, blanco, y vaqueros, aunque sin la raya marcada.

– ¿Por qué lo dejaste? Con lo que… prometías.

– Ya sabes cómo es el oficio de abogado. Muchas horas, poca tensión y poca diversión. Los clientes lo quieren todo resuelto para ayer, el mundo te odia y tú no puedes complacer a nadie. Así que lo dejé.

Dejarlo. A Mary la idea casi le producía mareo, aunque la sensación podía deberse también al paseo en círculo. Todos los días pensaba en dejarlo y aún no había encontrado a nadie que lo hubiera hecho.

– ¿Cómo te las arreglaste?

– Escribí un informe en el que ponía: «Dimito. Métanse donde les quepan sus leyes federales». Y ahora hago eso, que me encanta. -Joy condujo el poni hacia la izquierda, sujetándolo por un ronzal de nailon rosa. Un rayo de sol entraba por la ventana abierta y le iluminaba el pelo. El aire era fresco y limpio y las golondrinas gorjeaban en el alto roble situado frente a la ventana. Se encontraban en el condado de Chester, en unas instalaciones hípicas y, aparte de los pájaros, sólo se oía el «clac, clac, clac» de los cascos de los ponis en el suelo-. No es tan duro abandonar. Lo que hace una es correr un riesgo.

– ¿Tenías ya este trabajo cuando lo dejaste?

– No, pero he montado a caballo desde niña. Sabía que podía ser monitora. De todas formas, para enseñar a esos niños hay que aprenderlo todo de nuevo. No es lo mismo. -Joy animó al poni para que se acercara a un buzón de cartón rojo colocado improvisadamente junto al picadero y dio unos golpecitos a la pierna del niño-. ¡A por él, Bobby! -dijo, y el niño se agachó, abrió el buzón y sacó de él un saquito relleno. Riendo, lo sostuvo con aire de victoria pero no abrió la boca-. ¡Muy bien! -le dijo Joy-. Y ahora lo metes de nuevo, como ayer, ¿te acuerdas?

El niño se mordió el labio mientras se agarraba a la crin del poni, apretaba las piernas contra la montura forrada de piel de cordero para mantener el equilibrio y metía de nuevo el saquito en el buzón. Luego cerró la tapa. Joy le dio un abrazo, aunque el pequeño no respondió al gesto.

– Eres el mejor, ¿lo sabías? -exclamó, pero el niño no respondió. Joy volvió la cabeza con el rostro encendido de felicidad-. Ayer no consiguió hacerlo. Hoy ha podido.

– Felicidades.

– Lo ha hecho Bobby, no yo. -Joy hizo chasquear la lengua y los cuatro siguieron andando-. ¿Por qué no le felicitas a él? -dijo Joy con una mirada tan significativa que Mary se dio cuenta de que había estado evitando observar al niño. No sabía por qué, pero fuera cual fuera la razón, la hizo sentirse culpable. Muchos días Mary se despertaba con un sentimiento de culpabilidad.

– Te felicito, Bobby -le dijo Mary, pero no supo con seguridad si él la había oído-. ¿Comprende?

– Comprende mejor que tú y mejor que yo -respondió Joy, lacónicamente, y luego apartó la mirada-. Cuando me llamaste, dijiste que querías hablar conmigo sobre Jemison a raíz de un caso. No creo que hayas conducido tantos kilómetros para comentar lo de dejar el trabajo.

– ¿No? Quiero decir… no. -Mary abandonó sus fantasías y se acordó del caso Connolly-. ¿Verdad que estabas en Jemison en la época de Guthrie?

– Sí. Era uno de los veteranos en litigios. Llevaba una eternidad allí. Se ocupaba de todos los clientes de la vieja guardia de la casa. Presentaba unas minutas descomunales, y todo lo había heredado de los veteranos que le precedieron.

– ¿Trabajaste para él?

– Muy poco, y ni siquiera constaba en los informes. Era un hombre agradable.

– Y llegó a juez.

– Sí.

Joy asintió sin soltar a Bobby mientras el poni avanzaba.

– ¿Estabas en Jemison en la época de Henry Burden? Había sido fiscal del distrito.

– Sí. Cuando yo llegué, él ya llevaba un par de años allí. Pero nunca trabajé para él. Era del tipo «muy macho». Algo que no me iba.

– ¿Trabajó Burden para Guthrie?

– Claro. Era su preferido.

– ¿De modo que tenían amistad?

– En realidad, no. Guthrie era el solitario de la empresa, no se metía en política. Se ocupaba de su familia y siempre fue el especialista en leyes. Llevaba tiempo pensando en ser juez. Incluso publicaba mientras ejercía, y los artículos los redactaba él. Increíble, ¿verdad?

Mary bajó la cabeza, meditando sobre aquello. El polvo iba cubriendo sus zapatos al andar junto a los cascos del poni. El «clac, clac, clac» la ayudaba a pensar.

– Así que en un momento dado aparece Burden procedente del despacho del fiscal del distrito. Tiene muchísimas conexiones en la política municipal pero no dispone de cartera de clientes. Guthrie los tiene y por el contrario no está vinculado a la política municipal. Guthrie quiere ser juez y sabe que no llegará a serlo sin contactos, sobre todo en Filadelfia.

Joy sonrió mirando a Bobby.

– Siéntate bien, colega. Intenta mantenerte recto como una tabla.

– Y así formaron una alianza -dijo Mary, pensando en voz alta-. Burden consiguió a Guthrie el puesto de juez y éste le pasó su cartera. Como consecuencia, están en deuda entre sí y también con el poder de la ciudad. ¡Interesante!

– No, de ninguna forma. A mí no me lo parece. So, Frosty. -El poni se detuvo frente a un aro de juguete fijado en la parte baja del muro de cemento. Joy pasó una ligera pelota de baloncesto a Bobby, quien forzó la vista a través de los cristales de las gafas y la lanzó hacia el aro. La pelota giró vertiginosamente, describió un arco junto a la pared y bajó haciendo eses hacia el centro del aro. Joy corrió a buscarla-. ¡Pon la mano en la pierna de Bobby, Mary! -gritó volviéndose.

– ¿Hum? ¿Por qué?

– ¡Para que no se caiga!

– ¿Cómo? -Mary sujetó con mano temblorosa la pierna del niño-. No te muevas, ¿vale, Bobby? Si te cayeras, el remordimiento no me dejaría vivir.

Volvió Joy, sofocada, con la pelota.

– ¿Sabes una cosa, Mary? Tú también puedes dejarlo. Si no te gusta tu trabajo, abandonas y en paz. Es cuestión de decidirse.

– No puedo. Para mí sería el fin del mundo. Y ahora, ocúpate del niño. Cógelo tú. Encárgate de que no se caiga.

Joy pasó la pelota a Bobby y le sujetó la pierna con mano segura.

– Encontrarás otro trabajo, ya verás. En la economía en que vivimos hay montones de puestos de trabajo. Aquí tenemos dos vacantes. ¿Te interesaría trabajar con nosotros?

– ¿Aquí? -A Mary se le hizo un nudo en la garganta; Bobby, con la pelota en las manos, la miró como esperando su respuesta. Tenía los ojos castaños, ampliados por los gruesos cristales, y apenas parpadeaba. Pese a que su expresión revelaba que estaba ausente, Mary intuyó que confiaba tanto en ella como en Joy por el simple hecho de que era adulta. Se sentía indigna de tal confianza-. No creo que pudiera hacerlo -se limitó a responder, y el niño se volvió.


27

Era día laborable en la cárcel y las salas de comunicaciones estaban llenas. A la izquierda del mostrador se veían los trajes masculinos y a la derecha, los monos naranja. Los abogados defensores se arrimaban a sus dientas al lado de las altas pilas de archivadores. El funcionariado actuaba como los controladores aéreos, alineando a las reclusas como si fueran aviones a la espera de tomar tierra.

– Esto sí que es una sorpresa -dijo Connolly. Se levantó cuando Bennie entró en la sala de comunicaciones y cerró de un portazo-. Hoy no te esperaba.

– Espéreme todos los días. -Bennie dejó la cartera sobre la tabla de fórmica, donde cayó soltando un sonido sordo, y se instaló en el asiento-. Tenemos problemas. ¿Cómo ha descubierto la prensa que usted puede ser mi hermana gemela?

– No lo sé. ¿Será por nuestro aspecto?

– ¿No se lo ha comentado usted?

– Claro que no. -Connolly se sentó-. Han estado llamando pero tu secretaria me ha pasado el recado de que no hable con la prensa. De todas formas, tampoco me habrían permitido responder a las llamadas.

Bennie reflexionó sobre aquello. Era cierto: las llamadas hacia el interior y hacia el exterior estaban limitadas.

– ¿Se lo ha contado a alguna amiga que haya podido irse de la lengua?

– Yo no tengo amigas.

– ¿Y fuera?

– Igual.

Bennie estudió el rostro de Connolly para descubrir si decía la verdad. Vio que sus ojos, iguales a los de ella, prestaban atención con un aire que parecía de auténtica sorpresa, y que permanecía sentada en el borde de la silla con las manos agarradas a la tabla. Una minúscula arruga en la frente daba cuenta de su nerviosismo; se parecía a la curva que ella misma tenía en este punto, por la que Grady siempre le tomaba el pelo.

– ¿O sea que no tiene ni idea de cómo ha podido llegar a oídos de la prensa?

– No, a menos que les haya informado alguien de tu despacho.

– No. -Bennie juntó los dedos en un puño sobre el mostrador-. Le haré otra pregunta: ¿por qué no me habló de Lyman Bullock?

Los labios de Connolly se torcieron un poco y su expresión reflejó el enojo. Se apoyó en el respaldo como para parar el golpe y luego pareció recobrar la compostura.

– Bullock -dijo con un suspiro-. O sea que estás al corriente…

– ¿Por qué no me habló de él?

– No me lo preguntaste.

– No tenía por qué hacerlo. Usted iba a contármelo todo y yo decidiría lo que era importante para el caso. Las decisiones las tomo yo. Yo soy su abogada.

Connolly estalló:

– Eso no significa que seas mi jefe, que tengas que tratarme con prepotencia.

– No se trata de quién sea el jefe.

– ¡Anda que no!

Bennie se irritó. La similitud entre su propia reacción y la de Connolly ante la autoridad no le había sorprendido del todo. Sin embargo, tenía que llevar a cabo la defensa.

– Oiga, usted me llamó para que la representara y eso es lo que intento hacer. Y estoy dejando la piel en el caso, al igual que les ocurre a mis dos mejores asociadas. Cooperar o morir, ¿estamos de acuerdo? ¿Le parece suficiente incentivo?

Connolly se enfurruñó.

– ¿Qué quieres saber?

– Todo.

– Menos quién eres tú en realidad.

Bennie se puso rígida en el asiento.

– Ya sé quién soy yo.

– No lo sabes porque no sabes quién soy yo. He cambiado lo que eres y no te ha gustado nada.

– En cuanto al caso. -Si Connolly pretendía llevar adelante un juego mental con Bennie, no tendría las de ganar-. Estamos hablando del caso.

– ¿Verdad que no te gusta que sacudan tu jaula de oro? Pues tendrás que aguantarte. -Connolly se levantó y su silla chirrió contra el basto suelo-. Ahora que te encuentras en este lado de la tabla, con tu traje y tu cartera, tan pagada de ti misma, te crees que puedes venir aquí y salirme con un nuevo gilipollas para coger de nuevo el coche y volver a tu casita. No te quieres creer que eres mi hermana gemela, ¿eh? Que podías haber sido tú la que tuvo una suerte de perros. Que donde estoy yo podrías estar tú. Tú podrías ser yo.

– Lyman Bullock -dijo Bennie sin alterarse-. Siéntese y hablemos de Lyman Bullock o me voy. ¿Cuándo empezó a salir con él?

Connolly retorció los labios.

– En octubre de este año -respondió al cabo de un minuto, y se instaló en el asiento con aire desafiante.

– ¿Dónde le conoció?

– En la calle. En un puesto de perritos calientes.

– ¿Un abogado pijo en un puesto de perritos calientes? ¡Vamos! Quiero la verdad.

Connolly no movió ni un párpado.

– Nos conocimos en el puesto de perritos calientes frente a la biblioteca. Él pasaba en coche y paró a comprar uno. Empezamos a hablar.

– ¿Y luego?

– Tuvimos una aventura, ¿vale? ¿Te sorprende que me lo hiciera con un hombre así?

Bennie cogió el bloc y el bolígrafo de la cartera.

– ¿Adónde iba con él durante el día?

– A un piso que tenía él para esos asuntos. Yo no era la primera.

– ¿Tenía llave?

– No, nos encontrábamos allí.

– ¿Cuántos días por semana?

– Al principio, una o dos veces por semana. Cuando él podía.

Bennie tomó nota.

– Tenían relaciones sexuales.

– No, jugábamos con la Nintendo. -Connolly no rió y Bennie tampoco-. Pasaba el rato en el piso, trabajando en mi libro. Era más agradable que la biblioteca. Estaba completamente equipado. Pantalla grande de televisión, buen equipo de música, ordenador rápido, etcétera.

Bennie dejó el bolígrafo.

– De modo que engañaba a Della Porta.

– Sí.

– ¿Por qué?

Connolly encogió los hombros; su expresión seguía imperturbable.

– Pensaba que era una mujer enamorada.

– Te equivocabas. -De repente soltó una carcajada-. Tú conseguiste el título, pero el cerebro lo tengo yo.

Bennie no reaccionó.

– Explíqueme lo de Bullock para que yo pueda hacerlo creíble ante un jurado, si es que sale el tema.

– Vivía con Della Porta pero no le amaba. Ya te he dicho que no me gusta estar sola. Tampoco amaba a Bullock. No eran más que hombres. Los apreciaba pero no era algo como amor, las canciones de amor y tal.

A Bennie le pareció un comentario de adolescente. ¡Estábamos apañados si las canciones eran el modelo!

– ¿Cuándo se acabó lo suyo con Bullock?

– Un mes antes de que asesinaran a Anthony.

– ¿Lo dejó usted o fue él?

– Los dos. Viajaba mucho por cuestiones de negocios, un importante caso que llevaba en Arkansas. Dejó de llamarme.

– ¿No le llamó usted?

– No. Tampoco me interesaba tanto, y luego mataron a Anthony.

Bennie se sentía asqueada y vacía. Pensando en la vida de Connolly, tan sin sentido, y en su defensa, mucho más problemática que antes. Ya no podía demostrar que Connolly y De-Ua Porta eran dos tortolitos, y pensaba que ojalá el fiscal del distrito no estuviera al corriente del asunto. ¿Y si lo intentaba por otra vía?

– Bullock sabía lo de Della Porta, ¿no? ¿Estaba celoso de Della Porta?

– No. Bullock quería quedarse con una parte de Star. Pretendía que yo se lo arreglara con Anthony. Evidentemente no podía hacer algo así.

– ¿Quedarse con una parte? ¿A qué se refiere?

– Los boxeadores necesitan patrocinadores. Anthony era el manager y había conseguido que algunos empresarios pusieran dinero en Star. Entonces, si Star sacaba dinero, todos se beneficiaban de él.

– ¿Puede existir algún vínculo entre Bullock y Star?

– Ni hablar. Bullock no necesita la pasta, te lo puedes creer.

Pero Bennie seguía dándole vueltas. Tenía un problema delante y no era que la teoría de Bullock no se sostuviera por ningún lado. Quien no se sostenía era Connolly. Cualquier jurado, por poco que uno lo supiera tratar, fallaba a favor del acusado que le caía bien, pero Connolly no caería bien a nadie, aunque no abriera la boca en la sala. El fiscal mostraría la suficiente habilidad para poner en evidencia la vida, la moral y la actitud de Connolly, y aquello sería su fin, aun en el caso de que no hubiera cometido el asesinato.

Bennie sintió un nudo en el estómago. Tenía que encontrar la forma de que el jurado aceptara a Connolly. La miró, y la re-clusa le devolvió la mirada con aquellos ojos tan parecidos a los suyos, si bien más perfilados por el maquillaje. Aquello le dio una idea. Un juego, pero sería la única oportunidad de Connolly.


28

La manecilla de plástico negro del reloj de la cocina marcaba las cinco y media y Mary se encontraba sentada, satisfecha, ante un plato de espaguetis con albóndigas y una ensalada de lechuga iceberg aliñada con vinagre y aceite. La familia DiNunzio cenaba siempre a la misma hora y se servía pasta cuatro días por semana; los viernes, pescado. Mary se sentía tranquila cuando las cosas seguían su curso, y la casa de sus padres, a la que iba todos los miércoles a cenar, era la catedral de las cosas que seguían su curso. Había invitado a Judy a cenar porque los padres de Mary la querían mucho y la trataban como a la hija alta que nunca habían tenido. Judy respondía a su afecto y cada vez se maravillaba de que los italianos vivieran tan a la italiana. Mary no sabía qué explicación darle. Determinados estereotipos resultaban convincentes por alguna razón.

La casa adosada, de obra vista, de los DiNunzio, en la zona sur de Filadelfia, tenía una disposición en línea recta que empezaba por la sala de estar, seguía con el comedor y la cocina y por último los dormitorios, en fila como las cuentas de un rosario. El sofá de la sala de estar se hundía en el medio y habían protegido su reluciente tapicería verde con unos tapetes que su madre había hecho con ganchillo hacía muchísimos años. La moqueta granate formaba una banda desgastada en el centro del comedor, una cinta de misal grabada con los años al pasar por encima, en un lugar que se utilizaba únicamente en Navidad y Pascua. Ya de niña, Mary era consciente de que algo extraordinario tenía que sucederle a Jesucristo para que los DiNunzio comieran en aquella estancia.

La cocina, un lugar minúsculo, constituía el núcleo de la casa. Ocupaba casi todo su espacio una mesa de fórmica con destartaladas patas metálicas, y los cinco -la madre y el padre de Mary, ésta, Angie, su hermana gemela, y Judy- tenían que apiñarse a su alrededor para cenar. Los armarios, recientemente revestidos con madera, y los estantes de fórmica quedaban tan cerca de la mesa que el padre de Mary podía poner en marcha el extractor de la ventana sin moverse de su silla; sus aspas de plástico soltaban un estridente zumbido pero la atmósfera seguía cargada.

– Madonne, aquí hace calor -dijo el padre de Mary, Mariano DiNunzio. Muchísimo tiempo atrás, su equipo de alicatadores le había bautizado con el nombre de «Matty», y con él se había quedado. Era calvo, bajo, fornido y tenía la nariz protuberante y una sonrisa afable. Llevaba pantalón corto y camiseta blanca; la barriga se notaba suave como la de un angelito bajo el gastado algodón. Se había metido una servilleta de papel en el cuello de la camiseta como si fuera un babero-. ¿Te llega algo de aire, Judy? -preguntó.

– Sí, estoy bien -respondió Judy, enfrascada en la tarea de hacer girar los espaguetis.

– Así me gusta. Tú eres la invitada. Queremos que te sientas cómoda.

– Estoy de primera -dijo ella, mientras la humeante pasta se le escapaba por segunda vez del tenedor.

Lo intentó de nuevo, con la lengua junto a la comisura de los labios, concentrada.

– ¿Te ayudo? -le preguntó Angie.

Ésta tenía el pelo rubio oscuro y llevaba una cola que formaba un bucle parecido a una coma; vestía blusa de color marfil con manga corta y bermudas caqui. Era idéntica a su hermana, aunque vestida de sport.

Mary esbozó una sonrisita de suficiencia:

– Déjala. Es divertido ver cómo se aplica en la labor.

– ¡Oye, ya está bien! -exclamó Angie-. Yo le enseñaré cómo enrollarlos.

– Eso, para que vaya corriendo a contárselo a la flor y nata yanqui. Y luego, ¿cómo quedamos nosotros? Despojadas de todo secreto.

Judy intentaba torpemente aplicar la cuchara a los espaguetis que se deslizaban del tenedor.

– Lo de la cuchara no lo acabo de entender.

– Es que no tienes que utilizar la cuchara -dijo Angie, pero Mary con un gesto le dijo que no le hiciera caso.

– No la escuches, Judy, te engaña. La cuchara es la clave para enrollarlos bien. Nadie puede pasar a formar parte de la asociación Sons of Italy a menos que domine el arte de la cuchara.

– La cuchara no hace falta -dijo el padre de Mary.

La madre asentía meneando unas mechas que recordaban unos cirros sobre su corta y huesuda frente. Vita DiNunzio se estaba quedando sin pelo por culpa de haber pasado tantos años tomándoselo a los demás, con lo que conseguía que se lo tomaran más a ella en la peluquería de la esquina.

– Las cucharas son una maravilla -insistió Mary-. Los auténticos macarroni las utilizan.

– ¿Y tú por qué utilizas esa palabra? -saltó Angie, y Mary se dio cuenta de que su hermana gemela había perdido el sentido del humor en el convento, algo que ya no tenía remedio al haber escogido como oficio el de auxiliar de letrado, una actividad que no tenía ninguna gracia.

– No sé si recuerdas, Angie, que antes siempre estabas de guasa.

– ¿Como tú?

– Exactamente como yo -respondió Mary, y el comentario no cayó en saco roto, pues Angie evitó mirarla a los ojos.

– ¡Chicas, chicas! -exclamó la madre en tono de advertencia.

Mary se mordió la lengua. Notaba como un peso en el pecho. Ya no sabía cómo conectar con Angie, pese a que su relación había sido muy estrecha de niñas. Para Mary, había significado muchísimo el hecho de tener una hermana gemela, siempre le había parecido algo insólito y especial, pero el vínculo que para ella representaba la seguridad, las amarras de un barco, para Angie tenía unas connotaciones de aislamiento, de poner la cadena a un cachorro. Angie había pasado buena parte de su vida adulta tirando de la correa, luchando para liberarse del todo. Mary lamentaba la pérdida y el caso Connolly le había abierto de nuevo la herida; Bennie aceptaba de buen grado a una hermana gemela que no había conocido hasta entonces de la misma forma que Angie la rechazaba a ella.

– Deja la cuchara, Judy, y coge los espaguetis con el tenedor -dijo Angie-. Sólo unos pocos y los enrollas apoyando el tenedor en el borde del plato.

Judy pinchó un manojo de pasta con la expresión más deprimente que se había visto nunca en alguien a punto de comer un plato de espaguetis.

– Me licencié en Stanford. Tendría que ser capaz de conseguirlo.

– Pues no lo harás -le dijo Mary-, porque no usas la cuchara.

– ¡Mary! -la reprendió Angie en el mismo tono que había utilizado su madre.

Mary se sonrojó. De pronto notó calor en la diminuta cocina. La salsa de tomate burbujeaba en el abollado cazo colocado sobre el fuego y el vapor del agua en la que se había hervido la pasta subía en espirales. El olor que impregnaba la estancia -agudo a causa del orégano, dulzón por la albahaca, penetrante por la carne picada- que le había parecido tan aromático al llegar a casa, en aquellos momentos ya le parecía empalagoso.

– ¿Sabéis una cosa? -dijo-. Hay gente que no come espaguetis cuando hace calor. Tienen la sensación de que si los comen aún sienten más calor.

La madre de Mary levantó la vista, forzándola a través de las gafas.

– ¿Qué quieres decir, sin espaguetis?

– Sin espaguetis en verano. Si se toma algo frío por la noche, uno se siente más fresco.

– Bebe un poco de agua -dijo la madre, y el padre, junto a ella, arrugó profundamente la frente hasta el punto que pareció que iba a partírsele.

– Pero ¿qué dices?, ¿una cena fría? Algo frío no es una cena. Cenar frío no es cenar.

– No es verdad, papá -dijo Mary, sin saber muy bien por qué insistía en un tema tan tonto. A ella le encantaban los espaguetis hiciera el tiempo que hiciera. Se los habría comido en una sauna-. En los restaurantes sirven cenas frías, como salmón frío con ensalada. A veces ponen la ensalada tibia.

– ¿Pescado frío y ensalada tibia? -Su padre levantó la mano para ajustarse el aparato auditivo, un regalo de Mary. Ésta sintió tanta emoción el día en que su padre accedió a llevarlo que incluso propuso cenar en el comedor, lo que el otro rechazó rotundamente-. ¿Has dicho pescado frío y ensalada tibia, Mary? ¿Y eso dónde lo sirven?

– En el centro.

– ¿Qué plato es ése? ¿Cómo calientan la ensalada?

– No lo sé. Puede que no la pongan en la nevera o que la dejen un momento al vapor. En la carta pone: «Ensalada tibia de hortalizas mustias».

– ¿Mustias? Pues mustio quiere decir estropeado. No me digas que lo sirven así.

– Pues sí. Eso te pone delante.

Su padre dio un resoplido.

– ¡Vergüenza debería darles! ¡Serán chorizos! ¡Pescado frío y ensalada tibia! ¡Vaya gjlipollez!

– ¡Esa lengua, Matty! -dijo la madre de Mary, aunque el padre hizo como que no oía, con absoluta precisión.

– ¡Y pagarán una pasta por un plato así! ¡Valiente disparate!

Mary miró por el rabillo del ojo a su hermana gemela y le sorprendió comprobar que sonreía tomando un sorbo de agua; soltó un suspiro. Antes se veía capaz de adivinar el pensamiento de su hermana.

– ¡Lo conseguí! -gritó de repente Judy-. ¡Mirad!

Con una sonrisa de oreja a oreja, sostenía el tenedor cargado de espagueti en forma de madeja.

Mary soltó una carcajada y su padre dejó el tenedor y aplaudió golpeando con fuerza las resecas y ásperas palmas.

-Brava, Judy! -exclamó.

– Venga, contadnos lo que habéis hecho hoy, chicas -dijo la madre.

Mary vaciló: no quería contar a sus padres que estaba trabajando en el caso Connolly, aunque tampoco le apetecía mentir. Como buena abogada, le dio la vuelta a la pregunta.

– Como hacías cuando éramos pequeñas, mamá, preguntarnos qué habíamos aprendido aquel día en la escuela.

– Yo le diré qué hemos aprendido -saltó Judy tras acabar con el ovillo de pasta-. Hemos aprendido que los boxeadores tienen muy malos modales.

– ¿Los boxeadores? -dijo Vita, frunciendo el ceño, y Mary bajó la vista, diciendo para sus adentros: «No, por favor».

A Matty DiNunzio se le iluminó el semblante.

– ¿Lleváis un caso sobre boxeo? ¿Qué hacéis con el boxeo?

– Hoy hemos tenido que interrogar a un testigo -respondió Judy, lanzándose a contar lo que había ocurrido en el gimnasio, al parecer sin darse cuenta de las patadas que le iba dando Mary por debajo de la mesa.

Matty DiNunzio se encorvó sobre la mesa, apoyándose con los codos y abriendo cada vez más los ojos mientras los de su esposa se empequeñecían. Mary era consciente de que las sospechas de su madre se iban cociendo a fuego lento como su salsa de tomate. Enormes burbujas sobre una superficie roja, impregnada de vapor.

– ¿Habéis conocido a Star Harald? -dijo su padre, ajeno a todo por la emoción-. Es un peso pesado. Le vi boxear hace un par de meses. Dieron el combate por cable. Menudo jap tiene el pájaro, Madonne.

Mary intervino para cambiar de tema:

– ¿Tú ves boxeo, papá? Creía que lo tuyo era el béisbol.

– Me gustan los combates. De joven boxeé. Hace mucho de eso.

– Cuéntanoslo -dijo Mary, pero la expresión de su madre le indicó que estaba aplazando lo inevitable, que siempre era mejor que nada.

A todos los abogados les gusta que les den una prórroga.

– No tengo mucho que contar. Ni guantes de oro ni nada de todo eso. En el barrio, casi todos lo practicábamos… Cooch, Johnnie, Freddie… Tú ya los conoces, Mary. Llegué a pegar fuerte. Y también recibí. Pero no tenía suficiente rapidez. Los pies…

– María -lo interrumpió la madre.

Cogió el brazo de su esposo, gesto que para los italianos equivale al codazo que indica que hay que dejarlo-. ¿En qué tipo de caso os manda trabajar ahora ella?

Mary no tuvo que preguntarle a quién se refería con eso de «ella». Bennie Rosato se había convertido el año anterior en el Anticristo del hogar de los DiNunzio.

– Un caso normal y corriente.

– ¿Qué quiere decir eso de normal y corriente?

– Que lo que tengo que hacer es algo de investigación y nada más. Hablar con los testigos, trabajar en la biblioteca. Hoy he visto a una de mis antiguas compañeras de clase, que enseña a niños discapacitados…

– Testigos… ¿Qué tipo de testigos?

Mary tomó un sorbo de agua. Hacía un calor asfixiante. Nadie hacía un contrainterrogatorio como su madre.

– Pues testigos normales. Testigos que acuden al juicio.

– ¿Qué juicio?

– Pues… un juicio. No voy a llevarlo yo, el juicio. Yo no presento las pruebas ni nada. -Mary clavó la vista en Judy, en busca de ayuda, pero ésta, curiosamente, seguía enfrascada con su plato de espaguetis-. Además estoy terminando un informe sobre el caso del que ya os hablé, el de la Primera Enmienda, ¿os acordáis? Ése es el más importante que llevo, en el Tribunal Federal. En el Tercer Territorio Jurisdiccional, el Tribunal Federal de Apelación. Algo muy importante, mamá. Ahí vas a decir que te sientes orgullosa de mí. Que soy un genio y que has tenido mucha suerte conmigo.

– Apuesto a que os ha metido en un caso de asesinato.

Vita DiNunzio dejó el tenedor, y Mary vio en el acto que la cosa se complicaba.

– Será sólo éste.

– ¡Lo imaginaba! -pegó una palmada en la mesa con una mano que tenía un aspecto muy frágil.

La mesa se movió, los platos saltaron un poco y el agua se agitó en aquellos vasos que tanto se parecían a tarros de mermelada.

– No se trata de Bennie sino de mí. Si quieres echarle la culpa a alguien, me la echas a mí.

– Por su culpa estuviste a un paso de la muerte -gritó la madre con la voz temblorosa por la edad y la emoción.

– No pasa nada, mamá. Todo va bien.

Angie, al otro lado de la mesa, tenía una expresión grave.

– Tranquila, mamá. Mary irá con cuidado. Sabe cuidarse. No correrá ningún riesgo, ¿verdad, Mary?

– Por supuesto -respondió Mary con rapidez-. Ando con mucho tiento. No haré nada que implique un peligro. -Dejó que Angie se ocupara de apaciguar a la madre. Al ir creciendo, las gemelas habían funcionado en equipo, y en la división tácita que habían establecido en cuanto a los progenitores, Angie había optado por la madre y Mary por el padre-. Lo del año pasado fue una experiencia aislada, mamá. Ahora nos encontramos con un proceso criminal corriente y moliente. Pero pienso ir con cuidado igualmente.

– ¡Basta! -exclamó la madre, levantándose súbitamente. La fina y agrietada piel de sus mejillas se enrojeció. Se le notaba un ligero temblor bajo la bata floreada-. ¡Voy a hablar con ella ahora mismo!

– ¿Cómo? ¿Dónde?

– Voy a ir a su despacho ahora y le diré a esa bruja que a mi hija no la enreda en un caso de asesinato.

Mary cerró los ojos, avergonzada.

– No harás nada de eso, mamá. El despacho está cerrado. Ni siquiera encontrarías a Bennie.

No dijo a su madre que ni siquiera conducía; no le pareció el momento adecuado.

– Iré mañana por la mañana. Pero se lo diré. Y ella me escuchará, ¡Vaya si me escuchará!

– Es mi trabajo, mamá.

– ¡Pues despídete!

Mary estuvo a punto de soltar una carcajada.

– No puedo hacerlo. Tengo que ganarme la vida. Sólo el alquiler…

– ¡Instálate en casa! -Extendió los brazos, mostrando unos nudosos codos y unas nacidas axilas-. ¡Y ahora no me salgas con que eres demasiado mayor! La hija de Cammarr Millie vive con sus padres y tiene treinta y seis años.

– No voy a despedirme. Soy abogada y me gusta mi trabajo -dijo Mary, sin acabarse de creer las palabras que salían de sus labios.

¿Acaso alguien podía resultar convincente vendiendo el artículo del abogado feliz?

– Díselo tú, Matty -gritó la madre, pegando un codazo a su marido.

Mary se dio cuenta por primera vez de que sus padres también formaban un equipo. Miró al padre y descubrió que la tristeza distorsionaba sus rasgos mientras se quitaba la servilleta que llevaba a modo de babero sujeta al cuello de la camiseta. El hombre no abrió la boca, pero Mary notó la punzada del sentimiento de culpabilidad.

– Es mi trabajo, papá -dijo Mary-. Tengo que vivir de mi trabajo.

– Creíamos que nunca más aceptarías un caso de asesinato, pequeña -dijo él, bajito.

– No puedo hacer distingos, papá. Tú lo sabes mejor que yo, también has trabajado. ¿Habrías tolerado que uno de tu equipo fuera a la suya?

La madre de pronto apartó la silla y salió de la cocina con los ojos inundados en lágrimas.

– ¡Espera, mamá! -gritó Angie, y salió corriendo tras ella.

Judy quedó pasmada, y Mary se iba poniendo nerviosa en la asfixiante cocina.

El padre estiró el brazo y le cogió la mano, sorprendiéndola con su cálida palma.

– No voy a decirte cómo hacer tu trabajo, Mary. Sólo te diré que el boxeo es un mal asunto, un asunto sucio. Mucha gente sale malparada. Procura que no te toque a ti.

– No te preocupes, papá -respondió Mary, aunque aquellas palabras no le salieron con facilidad.

Judy, contemplando el panorama, había quedado muda de asombro. Su madre no lloraba, su padre no la llamaba «pequeña». Su familia optaba por el melodrama de la película de la semana en televisión, tras una mampara de caro cristal. O bien sobre un escenario, a distancia. No obstante, pese a lo que la conmovían las emociones de los padres de Mary, le habían chocado también las palabras que había oído. Matty DiNunzio estaba en lo cierto. El boxeo era un asunto sucio y peligroso. Tal vez el asesinato de Della Porta no tuviera tanto que ver con la poli como con los boxeadores. Las letradas habían seguido la teoría de Connolly, pero Judy no confiaba tanto en Connolly como Bennie. Decidió seguir la investigación por su cuenta. No quería poner en peligro a Mary. Por nada del mundo habría dejado que le hicieran daño a su mejor amiga.

Y evidentemente no tenía intención de enfrentarse con Vita DiNunzio.


29

Bennie avanzó en coche a oscuras por la manzana antes de detenerse frente a la casa de Della Porta, no sin asegurarse antes de que delante de ésta no hubiera periodistas ni unidades móviles de los medios de comunicación. Trose Street estaba tranquila y se veía poca gente fuera. Aparcó, cerró el Expedición, salió con la carpeta del caso en la mano y buscó entre las llaves hasta que encontró la del piso de Della Porta.

Bennie cruzó la entrada tras abrir la puerta que daba al exterior y subió la escalera que llevaba al piso. Ya en el rellano, metió la llave en la cerradura pensando en Connolly. Reflexionaba lo que habría sentido al volver a casa, a aquel piso, para encontrarse a Della Porta. Cómo le habría sentado encontrarle muerto. Bennie había vivido en su propia carne aquella terrible experiencia, con la única diferencia de que amaba profundamente al hombre a quien encontró. ¿Cómo podía haberles sucedido a las dos, a ella y a Connolly? ¿Otra coincidencia?

Abrió la puerta, entró y encendió la luz. El piso tenía el mismo aspecto que antes: la sala de estar a la izquierda, con la mancha de sangre. Anduvo por el contorno de tono herrumbroso y recordó aquel espantoso día en que vio el charco de sangre en el despacho de su amante. Fijó la mirada en la mancha, ensimismada en sus pensamientos. Tenía que admitir que empezaba a aceptar, más de lo que le hubiera justificado la lógica, que Connolly era su hermana gemela. Tal vez fuera porque había observado a Connolly, había examinado su aspecto y sus reacciones.

Se había fijado en sus gestos y en las coincidencias en las vidas de ambas. De todas formas, cuanto más tiempo pasaba cerca de Connolly, mayor era la sensación de que la comprendía, pese a que confiaba menos en ella y le caía peor. Resultaba curioso, pero de alguna forma Bennie empezaba a tener las vivencias de Connolly. Una sensación incómoda esa de sentirse de pronto inquieta en la propia piel.

Miró la mancha. Sangre. Siempre volvía la sangre. Tenía que ganar aquel caso. Era su deber, y no sólo como defensora de Connolly, sino quizá también como hermana de ella. Y sabía cómo hacerlo. La ética de lo que pensaba hacer era discutible, pero al mismo tiempo tenía el deber de representar a su dienta con el máximo celo. Si bien era cierto que se encontraba ante un problema espinoso, en el campo legal casi todos lo eran, y eso les confería más interés.

«Sigue adelante, chica», dijo Bennie en voz alta, y corrió hacia el baño para salvar la vida de Connolly.


«Chas, chas», cortaban las tijeras. Bennie las había comprado en una tienda que había encontrado por el camino, y eran más adecuadas para cortar papel que para el pelo. Apretando con fuerza las orejas de color naranja del utensilio lo probó de nuevo y cortó un mechón de la parte frontal de su rostro.

«Chas.» El mechón color miel cayó al lavabo, donde Bennie había extendido el periódico del día que tenía en la cartera. La mano de Bennie giró con torpeza un par de centímetros en la parte de atrás de la cabeza y cogió otro mechón.

«Chas, chas.» Un buen trozo cayó sobre el periódico y Bennie se miró al espejo del baño. Ya tenía la parte delantera de la melena escalada. Ya se parecía mucho más a Connolly, a pesar de tener el pelo de color distinto. Al haber eliminado los mechones de la frente, resaltaba la similitud de sus ojos.

Bennie estudió su imagen e imaginó el aspecto que tendrían ella y Connolly en la mesa de la defensa: unas hermanas idénticas sentadas una junto a la otra ante el jurado. Aquello afectaría por fuerza a los miembros de éste. Bennie sabía que era capaz de conseguir que un jurado confiara en ella: su principal baza como defensora. Así pues, si lograba que el jurado estuviera a su favor, habría conseguido en buena parte que confiaran en Connolly. Sobre todo si cada vez que miraban a Bennie veían a Connolly. Y viceversa.

Bennie siguió cortando, preocupada. Su primer planteamiento en cuanto al caso -esconder que ella y Connolly eran, o podían ser, gemelas- había sido un error, y en aquellos momentos no se sostenía, pues en los informativos de las cinco saltaría la noticia. Si los medios de comunicación pensaban repetir hasta la saciedad la historia de las gemelas, ¿por qué no seguir con ello? ¿Por qué no darle la vuelta en provecho de Connolly? Si Bennie sacaba a la luz la cuestión, interpretaba el papel de la gemela, todo lo que se publicara generaría simpatía hacia Connolly. El rumor llegaría a oídos de los posibles miembros del jurado pues sólo quedaba una semana para el juicio. De repente vio la limitación temporal como algo de lo que también podía aprovecharse.

Bennie esbozaba una triste sonrisa mientras seguía cortando. Tenía un plan extraordinario y sabía que el fiscal del distrito no podría contrarrestarlo. Incluso en el caso de que el juez Guthrie impusiera el silencio, la prensa seguiría su camino. Cada «sin comentarios» intensificaría la curiosidad. «Chas, chas, chas.» En otra época Bennie se había disfrazado, para parecer menos ella misma. Ahora se disfrazaba para parecer más ella misma. Una máscara al revés. Suponiendo que Connolly fuera su hermana gemela, la máscara sería la verdadera identidad de Bennie.

Hizo un corte final y dejó las tijeras en el borde del lavabo. Las mechas de pelo rubio cubrían el papel de periódico y el lavabo. Hasta le admiró aquel rudo trabajo mientras hacía girar la cabeza a derecha e izquierda frente al espejo. Notaba la cabeza más ligera; se sentía más libre.

Metió la mano en el bolso para sacar las otras cosas que había comprado y cogió un lápiz de labios y lo abrió, dejando al descubierto un rosado misil. Se lo acercó con la emoción de una colegiala y empezó a aplicárselo. Apretó un labio contra otro como había visto hacer a su madre de niña y luego sacó del bolso el perfilador de ojos. Desenroscó el tapón, cogió el pincelito y trazó la primera línea en el párpado izquierdo. La pintura le dio la sensación de un frío gusano que avanzara junto a las pestañas; el efecto no le gustó, pero acabó la tarea.

Se miró al espejo, poco satisfecha. El maquillaje confería una falsa vivacidad a sus rasgos, pero la ropa que llevaba no era la adecuada. Se quitó la chaqueta, la metió en uno de los estantes vacíos, se desabrochó dos botones de la blusa y metió el cuello de ésta hacia dentro, de forma que el escote imitara el cuello en pico del mono carcelario de Connolly. Echó un nuevo vistazo al espejo y casi se sintió satisfecha. La ropa ponía de relieve el efecto del corte de pelo. El día del juicio ella y su clienta se vestirían conjuntadas; no llevarían prendas idénticas pues sería demasiado evidente, pero sí los mismos tonos y estilos.

Sonrió ante el espejo pero enseguida volvió a abatirse. Algo no funcionaba. Su sonrisa parecía excesivamente cálida, excesivamente feliz. Los ojos formaban unas pequeñas arrugas en los extremos y la nariz se fruncía en el puente. Connolly jamás sonreía de aquella forma. La sonrisa de ella parecía cínica, curtida. ¿Sería capaz Bennie de conseguir el mismo aspecto de Connolly?

Retrocedió ante el espejo, inclinó algo hacia abajo los labios por las comisuras y arrugó profundamente la frente. Comprobó el efecto en el espejo. Exagerado. Se dio unos suaves golpes en las mejillas, limando la vitalidad de la expresión. Su rostro tenía que parecer flácido, vagamente insensible, como el de Connolly. Cerró los ojos e imaginó la impresión de haberse criado con unos padres distantes, de no haber encontrado una profesión satisfactoria y de verse acusada finalmente de un espantoso crimen que no hubiera cometido. Presentarse a un juicio del que dependía su vida.

Bennie penetró más en la cabeza de Connolly. Se imaginó a sí misma descubriendo que la habían ofrecido en adopción, que tras vivir unos años pésimos, descubría que tenía una hermana gemela que triunfaba en la abogacía. Una hermana a la que su madre había preferido; que había logrado el éxito a costa del sacrificio de la otra. Que se había apoderado de su propia sangre. Bennie abrió los ojos y se miró al espejo. La expresión que vio era la de Connolly.

Bennie era Connolly.

Y aquello la aterrorizaba.


30

Mary se encontraba en la sala de reuniones del despacho, intentando concentrarse en el expediente. Era tarde; las dependencias habían quedado vacías y todo estaba en silencio. Judy le había dicho que iba a investigar a la Biblioteca de Derecho Jenkins, y Mary se sentía sola al tener que trabajar por su cuenta. Al otro lado de la calle, una única planta iluminada en el bloque de oficinas oscuro dibujaba una banda de luz que recordaba una cinta correctora contra la oscuridad del cielo.

Se le iba enfriando el café mientras sus ojos recorrían, inquietos, las transcripciones del 911 que se desplegaban ante ella. Las había leído tres veces y eso no hacía más que confirmarle su intuición de que Connolly era culpable. Comprendía la necesidad que tenía todo acusado a disponer de un abogado defensor, aunque pensaba que ser ella misma el abogado defensor era harina de otro costal. Imposible verlo de otra forma, teniendo en cuenta que le habían inculcado una enseñanza religiosa. Contra la educación católica no existía remedio conocido.

Paseó la mirada por el exterior de la ventana y de nuevo hacia dentro. Era consciente de que aparte de haber hecho llorar a su madre, estaba haciendo horas extras para ayudar a una mujer que había cometido el peor pecado imaginable. Por más que lo intentaba, no acertaba a deshacerse de la sensación de que Dios flotaba por encima del revestimiento acústico de aquella sala de conferencias, situada justo al norte del fax. Era un dios viejo, de raza blanca, con una suave barba gris, sentado en un inmenso trono, como el del monumento a Lincoln. A uno y otro lado tenía a los serafines que antes habían enseñado a los niños discapacitados a cabalgar ponis. Las ralas cejas de aquel Dios se juntaron en un gesto de consternación al bajar la mirada hacia el Colegio de Abogados.

Luego recordó las palabras de Bennie: «Considera el caso Connolly como otro cualquiera». Un caso antimonopolio, por ejemplo, en el que los delincuentes llevaran las uñas perfectamente cuidadas e imaginaran que una pistola Glock hacía tictac. Puso los hombros rectos y cogió el expediente del interrogatorio de la investigación, las notas tomadas por los inspectores en el interrogatorio de un testigo en la Roundhouse. Aquello la informaría de lo que podían decir los testigos del Estado.


P: Tengo entendido que usted posee cierta información sobre el incidente. Díganos qué sabe sobre lo sucedido el día 19 de mayo.

R: Pues… eso era ayer, y yo estaba intentando que se durmiera el bebé.

P: Adelante. Díganos qué oyó.

R: Oí un disparo. Muy fuerte. Después de oír ese disparo, me asomé a la puerta y vi que Alice Connolly huía de la casa.


Mary, con la mirada fija en el papel, recordó un antiguo cuestionario, que ella había memorizado a los seis años. El Catecismo de Baltimore, con tapas blandas y color azul celeste.


P: ¿Quién te creó? R: Me creó Dios. P: ¿Por qué te creó Dios?

R: Para que representara a los desalmados asesinos y a otros canallas parecidos.


Mary hizo chirriar los dientes. Cogió su bloc de notas, inclinó la cabeza y empezó a escribir. Mientras siguiera en aquel trabajo, cumpliría y lo haría lo mejor posible. Era la única solución para hacer frente a la defensa de Connolly, e intuía que también era la única que movía a la mayor parte de abogados a la hora de defender a sus clientes. Sin levantar la vista.


Judy asomó la cabeza en la puerta del gimnasio familiarizándose de nuevo con aquel lugar. El entrenamiento que ella y Mary habían visto por la mañana había finalizado, y un hombre blanco estaba pegando puñetazos al pesado saco colgado en la esquina. Dos negros trabajaban con los balones con resorte; sus musculosos brazos describían un diestro y vigoroso movimiento circular. El portero empujaba una larga escoba de madera; un cigarrillo apagado colgaba de la comisura de sus labios. Nadie reparó en Judy, o, suponiendo que lo hubieran hecho, nadie se inmutó.

Observó un rato al boxeador que golpeaba el pesado saco colgado del techo como un cadáver. «Bum, bum, bum», sonaba el cuero contra la gruesa lona, retumbando en el gimnasio. El cuerpo del boxeador giraba a un lado y a otro tras cada arremetida. A Judy, el ritmo le recordó el balanceo natural del esquí de fondo, y la soledad del boxeador, la de la escalada. ¡Qué extraño descubrir rastros de sus deportes favoritos en un asqueroso gimnasio! Lo que ocurría era que Judy era capaz de verlo todo de color de rosa. Incluso lo más apestoso.

Tras ella, en la esquina, se desarrollaba una escena que no había divisado desde la puerta. Un hombre mayor, bajito, en chándal gris hacía una demostración de las típicas posturas de boxeo ante una serie de niños en pantalón corto. El hombre tenía la piel del tono de las castañas y los ojos, de un marrón intenso y vivo, eran grandes, animados, y destacaban en un rostro que apenas mostraba una arruga. Un pelo liso cubría la bien perfilada cabeza, con alguna sombra grisácea en las sienes. Lucía una sonrisa natural, casi como la de un niño.

– ¿Podéis hacerlo? ¡Vamos a intentarlo! -gritó el hombre al grupo, y Judy se acercó a ellos.

Los niños dieron un paso al frente imitando la postura; los lisos torsos y los larguiruchos brazos acababan en unos hinchados guantes de boxeo rojos, entrecruzados por cinta aislante.

– ¡Así se hace, chicos! ¡Perfecto! -gritó el hombre al tiempo que el pecho de los muchachos se hinchaba ostensiblemente-. Y ahora, ¡arriba a la izquierda! -Los niños ladearon el puño izquierdo con gesto de protección-. ¡Que se note que estáis por la labor! -siguió gritando el hombre.

Luego se secó la frente y sonrió mirando a Judy.

– ¿A que trabajan bien? Tenga en cuenta que es la segunda clase a la que asisten.

– ¡Impresionante! -exclamó Judy, en voz alta, para que pudieran oírla los críos.

El hombre se volvió hacia sus muchachos:

– Y ahora unos golpes. -Los niños empezaron a balancearse, imitando los movimientos que habían visto por la tele-. ¡Venga, venga! -siguió gritando, mientras los niños giraban.

– Por lo que veo, les da clases de boxeo -dijo Judy gritando.

– Pues sí. El boxeo les da algo que hacer, les enseña a autovalorarse. Además, les hago llevar a cabo una buena obra todos los días. -Al hombre se le arrugó la frente al ver que dos de los niños empezaban a empujarse entre sí-. ¡Eh, eso no, vamos, los dos, Troy, Vondel! Bueno, es todo por esta noche. ¡A las duchas, volando! -Los niños rompieron la fila y salieron corriendo por la gastada hierba artificial hacia los vestuarios-. ¡Y no dejéis las toallas en el suelo! Ponedlas en el cesto -les dijo mientras corrían.

– No creo que le hayan oído -dijo Judy sonriendo.

– Oyen, pero no escuchan. -El hombre se secó la frente con la manga y le tendió una mano de tamaño considerable-. Soy Roy Gaines. Todos me llaman señor Gaines pero no me pregunte por qué. Y no es que no quiera decírselo, lo que pasa es que no me acuerdo. Empezaron un día y ha seguido así. Por lo tanto, ahora soy el señor Gaines.

– Encantada de conocerle, señor Gaines. Yo soy Judy Forty -dijo ella, estrechándole la mano. Le había dado un nombre falso porque iba de incógnito. Sabía que nadie se desvivía por echar una mano a un abogado y quería mantener el caso Della Porta en secreto. Si lograba mantenerse fuera del alcance de Star en los próximos días lo conseguiría-. ¿También da clases a adultos?

– ¡Ja! Entreno a la mitad de los boxeadores de este gimnasio.

– O sea que sabe mucho de boxeo.

– Lo práctico desde que era niño. Empecé con la lucha durante los recreos allá abajo, en Georgia. De todas formas, no tenía la altura ni la capacidad para llegar a profesional. Llevo mucho tiempo enseñando. Pregúnteselo al encargado de aquí, a Dayvon Alien; durante el día está en el gimnasio. Puede preguntárselo a él o a cualquiera. Todo el mundo conoce al señor Gaines.

Judy asintió. Le pareció perfecto.

– Me interesaría que me diera clases de boxeo.

– ¿Clases de boxeo? Claro. -Míster Gaines miró a Judy de arriba abajo sin perder detalle-. Usted podría boxear, joven. Tiene cuerpo para ello. Alta, fuerte. Brazos largos. Hoy en día muchas mujeres boxean.

– ¿En serio?

– Christy Martin, la hija del minero… Una muchacha blanca, con pantalón corto rosa, y una estructura como un camión. Compartió cartel con De La Hoya en una ocasión. Una boxeadora de aquí te espero. Ya ve, Christy boxea, y también aquella holandesa, una guapísima… ¿Cómo se llama? -El señor Gaines frunció el ceño, pensando, y enseguida hizo chasquear los dedos con un sonido extraordinariamente fuerte-. ¡Lucia Rijker! ¿La ha visto?

– No.

– Pues tendría que verla -dijo el señor Gaines arrugando la frente-. Si le interesa el boxeo, tiene que verla. Y además ver todo lo que pueda. Observar a los hombres, observar a las mujeres, y siempre aprenderá algo. Es como todo, uno tiene que aplicarse. Practicar. Entrenar. Trabajar. Uno no puede llegar aquí y buscar algo que no exija un esfuerzo.

– ¿Cuánto cobra por clase?

– Media hora, veinticinco pavos. Si está decidida, tendrá que firmar el papel.

– Estoy decidida. -Judy estaba asustadísima. ¿Media hora? De poco se enteraría en el gimnasio en media hora-. ¿No podría darme clases de una hora?

– Con media hora tiene de sobra -respondió el señor Gaines riendo y dejando al descubierto un diente mellado que parecía una rebanada de pan blanco con un mordisco-. Se lo aseguro. Créame: no corra. Si tiene tiempo libre, haga ejercicio entre clase y clase, ejercicio. ¿Oye? Ejercicio. Carrera. Levantamientos. El saco pesado, el balón con resortes. Ya le prepararé un programa. Todos mis alumnos tienen el suyo.

– ¿Y si empezamos con tres clases a la semana?

– ¡Jo, qué rápida! La mayoría viene una vez por semana. ¿Por qué tanta prisa?

Judy se calló un momento.

– Ya conozco lo esencial. Mi padre boxeaba. Es policía.

– Policía, ¿eh? -repitió el señor Gaines.

Judy asintió, a pesar de que todo lo iba inventado sobre la marcha. Su padre era profesor en Stanford y habría detestado el boxeo si algún día se hubiera dignado a reflexionar sobre el tema.

– ¿No cree que hay algún vínculo entre los polis y el boxeo? -preguntó Judy empezando la prospección-. Al parecer se sienten atraídos por ese deporte. ¿Verdad que aquí hay un inspector que hace de manager de un boxeador?

– Sí. Star Harald. Un gran boxeador, a punto de pasar al campo profesional. Tiene que ver el combate en el Blue. Ya llega tarde para conseguir entradas, pero lo retransmitirán vía satélite.

– ¿Conoce usted a ese inspector?

– Está muerto -respondió el señor Gaines haciendo chasquear la lengua-. Un buen manager. Dominaba el deporte. Le dispararon. Le asesinaron.

– ¿Dispararon contra él? ¡Qué horror! ¿Han detenido a quien lo hizo?

– Por supuesto. Su novia. Creo que ya está en la cárcel.

– ¿Su novia? -dijo Judy, como si no supiera nada-. ¿La conocía usted?

– No mucho. Una tía mezquina. A mí nunca me dirigió la palabra. Andaba por aquí con las mujeres y las novias. Cuando me enteré del caso supe enseguida que lo había hecho ella.

– ¿Por qué? ¿Qué se lo hizo pensar?

– Gente que es así, mala -dijo el señor Gaines moviendo la cabeza-. Un mal número, decía mi madre. Y la chica esa, ¡vaya si era un mal número!

Judy estaba preocupada. Acudiera a quien acudiera siempre encontraba a un testigo completamente creíble que opinaba que Connolly era culpable, y Bennie no quería ni oír hablar de ello. Le ocurría lo que había dicho antes el señor Gaines, que oía pero no escuchaba.

– Bueno, señorita Judy, ¿así que se apunta a las clases? Me firma el papel y podemos empezar la semana que viene.

– ¿Y si empezáramos mañana por la mañana? -preguntó ella, y el señor Gaines se echó a reír.


31

Bennie trabajaba frenéticamente, subiendo una caja tras otra del sótano del edificio hasta el piso de Della Porta. Había convencido al portero de que, como abogada de Connolly, tenía derecho a ver sus pertenencias personales, y había encontrado al hombre lo suficientemente borracho para creérselo. Bennie tenía la esperanza de que si hacía una reconstrucción del piso conseguiría comprender cómo habían vivido Connolly y Della Porta. Consideraba que aquella relación era el quid de la cuestión en el caso de asesinato y que los detalles podían llevarla a alguna prueba útil o como mínimo a una nueva perspectiva. Sin embargo, en parte la impulsaba el deseo de saber más cosas de Connolly, ahora que se parecía más a ella, con el nuevo corte de pelo y el maquillaje. Estaba algo decepcionada. El portero había bebido tanto que no se había fijado en el cambio.

Bennie fue apilando las cajas en plena noche, formando una pared con casi cuarenta de ellas en la sala de estar; curiosamente, el esfuerzo le había dado nuevo vigor. Cuando hubo subido la última ya eran las dos de la madrugada y se había olvidado de llamar a Grady. Intentó localizarlo a través del móvil pero no obtuvo respuesta. Sin duda dormía profundamente. Dejó el aparato en el bolso, cogió el expediente que llevaba en la cartera y se centró en la lista de fotos que había tomado la unidad móvil de homicidios. Ésta había hecho un trabajo concienzudo en las espeluznantes aunque informativas fotos de la sala de estar.

Dejó el expediente, levantó la cinta adhesiva marrón de la primera caja y empezó a sacar las cosas. Estuvo trabajando hasta el alba y acabó con un terrible dolor de espalda, pero cuando decidió poner punto final a la tarea, el piso estaba otra vez montado. Se paseó de estancia en estancia, acabando en la puerta de la cocina, que resultó que estaba perfectamente equipada. Quedaba claro que Della Porta había sido un buen cocinero. Encontró veinte libros de cocina con su nombre en el interior, que colocó por encima de la barra, junto a la cocina. Los armarios quedaron llenos de sólidos cacharros de Calphalon: una sartén para tortillas, otras dos, una mediana y otra grande, e incluso una minúscula para derretir mantequilla. Al contemplar todo aquello, Bennie notó una punzada de aflicción pensando en la pérdida. ¿Quién podía haber matado a Della Porta y por qué?

Pasó de la cocina a la sala de estar. Ya con todo lo necesario, advirtió que la estancia revelaba un gusto exquisito. Los cuadros de las paredes eran óleos con panorámicas de la ciudad, pintados por un excelente artista llamado Solmssen: gasolineras, fachadas y tiendas y una calle de Manayunk con el agreste toque de Edward Hooper. Por encima de la mesa del comedor, una acuarela abstracta, y una gran reproducción de un Lichtenstein dominaba lo que era el salón: unos anchos trazos negros que perfilaban una melodramática rubia de cómic. Bennie se plantó ante el cuadro. Un gusto curioso para un poli, pero al mismo tiempo la pintura tenía algo que la inquietaba.

Entró en el dormitorio, que hubiera tenido el mismo estilo si Bennie se hubiera preocupado por montar la sólida cama. Se había limitado a arrastrar la cabecera, de latón antiguo, y a apoyarla contra la pared frontal, siguiendo la información que le había proporcionado la foto policial. El tono del latón le indicó que el mueble era auténtico, pese a que al notarlo tan ligero, pensó que debía de estar hueco. A uno y otro lado de la cama había colocado las mesillas de noche de pino, y en una esquina, el mueble más insólito: un antiguo escritorio de profesor, que tenía el aspecto de un atril montado sobre unas largas patas. Bennie se acercó al mueble y pasó los dedos por la oscura y granulosa madera. Aquello tenía que haberles costado una fortuna.

Ahí estaba el detalle. Se dio la vuelta. Los utensilios de la cocina, el arte de la sala de estar y el mueble antiguo del dormitorio valían muchísimo dinero. Había que tener en cuenta además el alquiler, mil dólares al mes, algo que incluso afectaría a su economía. Había leído en la nota necrológica de Della Porta que sus padres, ya difuntos, eran de clase media, por ello sabía que no podía haber heredado. El hecho de que hiciera de manager de un boxeador indicaba que era un hombre a quien le interesaba forrarse. ¿Cómo sacaba Della Porta tanto dinero en el cuerpo de policía? ¿Y por qué lo gastaba todo en el interior, en lo escondido, y no en el piso en sí? ¿Por qué no se trasladaba a un barrio mejor?

Si bien las respuestas la habrían ayudado en la defensa, no eran exactamente lo que hubiera acogido Bennie con los brazos abiertos.


32

– ¿Dónde has estado, Bennie? -preguntó Grady, volviéndose frente al espejo del baño. La desnuda bombilla que colgaba del techo iluminó la mueca de descontento que dibujaban sus labios. Llevaba el pelo mojado, pues salía de la ducha, y los rizos iban goteando-. Son las seis de la mañana. Has estado fuera toda la noche.

– Trabajaba en el caso Connolly.

Bennie seguía en el vestíbulo, en penumbra porque nadie había tenido tiempo aún de poner una lámpara allí. Del techo salía un manojo de hilos, que parecía una araña eléctrica, y Bennie dio gracias de seguir en aquella situación. Grady no vería su corte de pelo.

– ¿Estuviste trabajando? No te localicé en el despacho. Llamé y me encontré con el contestador.

– Estaba en el lugar del crimen. ¿Ya te vas, tan pronto?

– Tengo que estar en King of Prussia a las ocho. -Grady sacudió el peine y lo dejó en su sitio. Se había vestido para ir al trabajo con un traje gris claro, camisa blanca de algodón y corbata Liberty floreada-. Se habla de nuevo de la fusión y los capitalistas de la operación quieren más cambios. No sé cuándo se cerrará el trato. Además, no ha aparecido el fontanero para arreglar el fregadero de la cocina. La llave sigue donde la dejaste.

– ¡Qué bien! -Bennie rascó la cabeza de Bear mientras el perro se sentaba doblando las patas-. No tengo tiempo para llamarle.

– Yo lo haré. El trabajo te tiene sorbido el seso.

– Gracias. ¿Has terminado en el baño? Tengo que ducharme. Y volver enseguida al trabajo.

Bennie se quitó los zapatos sin agacharse y Bear se acercó tranquilamente a olisquear uno de ellos.

– Por lo que veo, la prensa huele la sangre. -Grady miraba hacia ella con expresión comprensiva-. Hablaban de ti en todos los informativos de la radio. Se ha publicado que Connolly es tu hermana gemela. ¿Quién crees que lo habrá filtrado?

– ¡Vete a saber! -Bennie se quitó la chaqueta y la blusa a oscuras, se despojó de la falda y dejó todo el conjunto en el suelo del vestíbulo-. ¡Agárrate, que esto se pondrá aún más feo!

– ¡Eh! ¿Te has cortado el pelo o algo? -Grady se acercó a ella, forzando la vista. Estaban los dos en el vestíbulo y Bennie deseaba que la oscuridad disimulara los restos de maquillaje que podían haberle quedado en la cara después de quitárselo-. Creía que te gustaba llevarlo largo -dijo él-. A mí también me gusta largo.

– Necesitaba un cambio.

– La verdad es que no te veo muy bien -dijo Grady, cogiéndole un mechón-. Por lo demás, estás guapísima.

Se acercó a ella para besarla y abrazarla. A Bennie le hubiera apetecido seguir en sus brazos, pero se apartó con una cierta sensación de no merecérselo.

– Tengo prisa, lo siento.

Bennie bajó la cabeza y apagó el interruptor del baño al entrar en la habitación.

Sin embargo, Grady siguió en el umbral.

– ¿Has avanzado algo?

– He contratado a un investigador -comentó ella, consciente de que aquello era lo menos importante del día anterior. Resultaba curioso que una omisión llevara a otra. O tal vez no tan curioso. Se acercó al lavabo, abrió el grifo del agua caliente y se enjabonó las manos con una pastilla de Neutrogena-. ¿Qué pasa, no tenías tanto trabajo? ¿No ibas a ocuparte de las fusiones y las absorciones de las empresas de software?

– ¿Has visto lo que te he dejado en la mesa del comedor? Encontré información sobre las pruebas de ADN de un laboratorio de Virginia. Lo he localizado por Internet y ellos mismos me han mandado el impreso por fax. La prueba cuesta unos trescientos dólares y es confidencial. Creo que deberías hacerla.

– ¿ADN? -Siguió enjabonándose, hundiendo el rostro en el agua caliente-. Me parecería raro.

– ¿Por qué? Es algo muy de fiar. Les he llamado y un investigador me ha explicado todo el proceso. Aíslan el ADN de las dos muestras de sangre y luego cuentan los VNTR, sea lo que sea eso. En general, los gemelos idénticos tienen un número elevado de VNTR coincidentes. La prueba demuestra si dos personas son realmente gemelas idénticas.

– ¿Y tendré que pedir sangre a Connolly? -preguntó Bennie e inconscientemente se preguntó si aquello lo había hecho ya en el útero.

Se echó agua en las mejillas.

– A Connolly no le importará hacerlo, si en realidad es lo que dice ser. Tendrás los resultados en un plazo de entre siete y diez días. Entonces sabrás la verdad.

Bennie cerró el grifo y cogió una toalla. De repente, la verdad le pareció un problema, algo que la distraía del caso. Había intentado separar las cuestiones personales de las legales y se daba cuenta de que no lo conseguía. ¿No empeoraría las cosas una prueba de ADN? Se protegió en la toalla húmeda.

– ¿Bennie? -dijo Grady-. Creo que deberías hacerlo.

– Tal vez lo haga, pero no ahora. -Metió la toalla en el estante-. Te agradezco el interés pero no veo la necesidad. Además, no tendría la respuesta antes del juicio.

Grady frunció los labios.

– Te dejo el impreso sobre la mesa, por si cambias de parecer.

– Muy bien. -Bennie apartó la puerta de plexiglás de la ducha, un modelo años sesenta, que crujió en los mohosos raíles. Abrió el grifo y el agua chisporroteó y salió a chorro contra la mancha marrón de la bañera, que se sostenía sobre unos apoyos en forma de garras que a Bennie le parecían preciosos-. ¡Madre mía! A veces me arrepiento de haber comprado la casa.

– Un momento. -Se abrió la luz del cuarto de baño y Grady soltó un ahogado grito de asombro-. ¿Bennie? -dijo, sin dar crédito a lo que veía. Bennie se volvió para meterse bajo la ducha, pero él le cogió el brazo. Se sintió incómoda al encontrarse desnuda ante Grady, que la observaba detenidamente. El chorro de agua seguía su curso en la bañera-. Llevas el pelo como Connolly.

– No es verdad.

– Sí es verdad. He visto su foto en el periódico. ¿Te lo has cortado igual que ella? ¿Pretendes descubrir si es tu hermana gemela?

La expresión de Grady indicaba su inquietud: sus ojos grises se veían algo hinchados tras las gafas. Bennie pensó que no habría dormido bien anoche y se sintió algo culpable de ello. Merecía una respuesta sincera.

– He adoptado el aspecto de Connolly para ayudarla en la defensa. La prensa ha divulgado la historia de las gemelas y yo voy a explotarlo en provecho de ella. Ni más ni menos. Y ahora tengo que ducharme. Espero que esta mañana se presente mi nuevo investigador.

– ¿O sea que intentas tener el mismo aspecto que Connolly? -Grady movía la cabeza, asombrado-. ¿Cuándo?, ¿para el juicio?

– Sí, y también antes.

– ¿Por qué antes?

– Para que no sea tan claro que empiezo el día del juicio.

Grady le soltó el brazo.

– ¿No crees que te pasas un poco?

– Pues no. -Bennie hubiera deseado cubrirse el cuerpo, pese a que el paso por los distintos vestuarios la había liberado de los últimos vestigios de pudor-. Cualquier abogado lo haría.

– No lo haría. Yo soy abogado y no estaría dispuesto a ello.

– Es mi clienta. Intento salvarle la vida.

Grady apretó las mandíbulas.

– Eso no tiene nada que ver con la defensa de un cliente, Ben-nie. Se trata de ti: intentas imaginar tu relación con Connolly. Si es eso lo que quieres comprender, hazte la maldita prueba de sangre.

– Te equivocas. Hago todo lo que está en mi mano para conseguir su libertad, y en este caso resulta que dispongo de un arma adicional.

– Es una racionalización. Te convences a ti misma de que lo haces por razones profesionales pero no es cierto. -Grady la miró fijamente, con resolución-. Oye, Connolly aparece en tu vida y no sabes qué terreno estás pisando. Y lo peor que puedes hacer es engañarte a ti misma.

– No me engaño a mí misma. Represento a mi dienta.

– Piensa que no sólo están en juego sus intereses. -Grady la cogió de los hombros-. Frena un poco. Una cosa es entrar en una habitación oscura cuando el mobiliario te es familiar. Puedes circular tranquila por tu propia casa, andar de un lado a otro sin ver nada. Pero no estamos hablando de un cambio total en la disposición, sino de una transformación radical de la panorámica. Imagina que estás en una habitación de hotel de una ciudad desconocida. Y que el edificio está en llamas.

– ¡Por favor, Grady! -Bennie se apartó de él con más brusquedad de la que hubiera deseado. No soportaba estar desnuda en aquellos momentos, y cogió la toalla para protegerse como si fuera una armadura-. No te pongas dramático.

– Eso no es ser dramático, es ser realista. Te estás metiendo en un terreno que no tiene una base para tu respuesta emocional. Has aceptado la defensa de una mujer que puede ser tu hermana gemela. Imagínate que se acaba el juicio y declaran a Connolly culpable de asesinato. Peor aún, que la condenan a la pena capital.

– Ya he pensado en ello. Haré todo lo posible para que esto no suceda. -Bennie se volvió y extendió el brazo para probar la temperatura del agua. Estaba al punto, como ella-. No voy a perder.

– Puedes hacerlo. Debes admitir la posibilidad. Al haberte cortado el pelo y vestirte como Connolly destruyes la distancia emocional imprescindible como defensora, y al mismo tiempo te convences de que eso siempre ha sido así. No controlas la situación, lo que haces es repetirte que la controlas.

– Tengo que ducharme, Grady, te lo digo en serio. No hay tiempo para discutir todo esto.

Tiró la toalla, se metió en la bañera y cerró la puerta. El agua le dio en la cabeza y Bennie cerró los ojos para no ver el ondulado perfil de Grady al otro lado del viejo plexiglás.

– Habla con Connolly de la prueba de ADN -dijo él levantando la voz para que le oyera a pesar del ruido del agua-. Te apuesto veinte pavos a que no acepta.

– Lo pensaré.

– Díselo hoy. Demuéstrame que estoy equivocado. Esta noche lo hablamos.

– Esta noche no estaré en casa. -El agua corría a raudales por los fuertes hombros de Bennie, descendiendo hacia su fina barriga-. Tengo trabajo.

– No seré yo quien te saque del atolladero -dijo Grady antes de marcharse.

Cuando se estaba secando, Bennie se planteó por primera vez si Grady tenía razón. Algo le hacía resistirse a la idea, incluso le aconsejaba no reflexionarlo en profundidad, como si fuera una cuestión de mal agüero. Bennie tenía que llevar el juicio de Connolly, las riendas de la defensa. Para ganar, le era imprescindible controlar la sala, dirigir la atención del jurado y el respeto del juez. Para ello tenía que sentirse totalmente segura y no podía permitirse que le temblara el pulso. Se peinó rápidamente y corrió a vestirse sin ni siquiera mirarse al espejo.

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