Mata el cuerpo y morirá la cabeza.
MÁXIMA DE BOXEO
El Palacio de Justicia se había construido como juzgado sustitutorio del Ayuntamiento, puesto que la ciudad del amor fraternal albergaba tantos delincuentes que no podían celebrarse todos los juicios en las instalaciones municipales. Dicho palacio se erigía como una esbelta columna de arenisca de color tostado con toques art deco, a modo de graciosa hermana pequeña de las dependencias municipales de rancio abolengo Victoriano, situadas al otro lado de la calle. La sala 306 era la más amplia del nuevo centro y también la más protegida. Un muro de plástico transparente, blindado y con aislamiento acústico, separaba a los abogados de la tribuna, atestada de periodistas y público. Sentados en la primera fila, tres dibujantes hacían bosquejos, uno de ellos con unos minúsculos prismáticos de latón.
Bennie esperaba el comienzo del juicio sentada a la mesa de la defensa, molesta con el hecho de que los abogados, el juez y el personal del tribunal se encontraran tras el muro. Aquello hacía que se sintiera tan incómoda como si se encontrara en un estudio de televisión y en la tribuna estuviera el público asistente al programa; en realidad no podía culpar a nadie de ello, habida cuenta de su estrategia de «defensa de gemela» pensada para el juicio. La noche anterior, sin embargo, Bennie había renunciado a mostrarse idéntica a Connolly en la sala. No había ido a la peluquería, no llevaba maquillaje y lucía el traje azul marino que utilizaba normalmente para esos menesteres. Dejando a un lado el peinado, había adoptado de nuevo su yo dinámico y confiado, pese a que en realidad no se sentía así.
En ningún momento había experimentado tan intensamente el dolor que le había causado la muerte de su madre; en aquellos instantes era como una herida sensible al tacto. Nunca había tenido tanta conciencia de que estaba sola en el mundo, y aquello la desprotegía y le quitaba firmeza. De vez en cuando acudía a su cabeza la idea de llamar al médico que llevaba a su madre, un recordatorio que había mantenido durante un montón de años en el archivo de ayuda del fondo del cerebro, y cada vez que recibía el mensaje, debía acordarse otra vez de que esa llamada telefónica ya no hacía falta.
Su mirada se centró en el bloc en blanco que tenía delante, la tarea que llevaba entre manos: la vista del caso y ganarlo. Había llegado a la conclusión de que Connolly, aunque no era inocente ni muchísimo menos, no había cometido el asesinato por el que se la juzgaba. Lo había perpetrado otra persona que se le escapaba a la justicia. Era un error que no lo solventaba el hecho de que Connolly mereciera un castigo, porque a la otra persona no se la juzgaba. Para Bennie, la justicia siempre tenía algo que ver con la otra persona. Y en ese caso, tenía también relación con el hecho de salvar la vida a la otra hija de su madre, por odiosa que le pareciera.
– Damas y caballeros, se inicia la sesión -dijo el juez Guthrie, tomando un pequeño sorbo de agua de un vaso alargado. El juez llevaba una pajarita de cuadros escoceses, su toga, y se había quitado las gafas de lectura con montura de concha. Su aguda mirada se centró en el alguacil, y a Bennie le pareció que ni siquiera recordaba la entrevista que habían tenido los dos-. Señor alguacil, haga entrar a la acusada.
El alguacil se fue rápidamente hacia una puerta lateral de la moderna sala, disimulada tras un arrimadero de caoba. El juez miró atentamente aquella puerta cerrada y el público volvió la cabeza como un solo hombre. Dorsey Hilliard, el fiscal del distrito, miró también allí con disimulo y Bennie mantuvo la expresión como una máscara de profesional. Se abrió aquella puerta y entró en la sala un policía con impermeable negro, seguido por Alice Connolly.
Bennie estuvo a punto de soltar un grito ahogado.
Connolly había puesto todo su empeño en arreglarse a la inversa, para parecerse a Bennie. Se había teñido el pelo de un rubio claro, el color de Bennie, y lo llevaba sin toque de peluquería, como ella. Algo rarísimo en la muchacha: no se había aplicado maquillaje; además, el traje azul y la blusa blanca eran muy parecidos al traje azul marino y la blusa de seda blanca de Bennie. Quedaba claro que Connolly había optado por no encontrarse presente en la selección del jurado; se reservaba la sorpresa. Habría pensado que tras los asesinatos en la cárcel, Bennie ya no pondría el mismo empeño en la cuestión de la hermana gemela, y evidentemente había decidido representar el papel con todas sus consecuencias. Cuando Connolly cruzó la sala, a Bennie le pareció ver su propio reflejo en un espejo, verse a sí misma avanzando hacia su persona.
Le parecía haber perdido la visión de un lado, haberse quedado de repente sin equilibrio. La acusada se había convertido en la abogada; las gemelas habían intercambiado su papel. Era como si Connolly intentara robarle su posición, su fama, su auténtico yo. Bennie había creado un monstruo, y era suyo. Tenía el mismo aspecto que ella. Andaba como ella. El monstruo se sentó a su lado en la mesa de la defensa, de cara a la parte frontal de la sala, y esperó que se iniciara el juicio como un avezado pleiteador.
Bennie echó una rápida mirada a su alrededor. En la mesa de la acusación, Hilliard estaba leyendo unos papeles, sin duda intentando simular no haberse fijado en la similitud, a pesar de que en la sala todo el mundo tenía ojos. El alguacil dio un ligero codazo a la relatora de la sala, que mostraba una expresión de asombro. Judy y Mary, sentadas detrás de la mesa de la defensa, intercambiaban miradas. El juez Guthrie miró por encima de las gafas a Connolly y a Bennie y luego frunció profundamente el ceño de cara a la tribuna.
«¡Pam, pam, pam!»-Damas y caballeros, orden en la sala -dijo el juez acercándose al negro pie de un micrófono, que transmitía el aviso a través de los disimulados altavoces hacia la tribuna-. La sala debe mantenerse en orden durante la sesión. Tal vez no les oigamos a través del cristal, pero han de regir las mismas normas del decoro. Quien no las acate será expulsado. -«¡Pam!», sonó el mazo-. Señor alguacil, haga el favor de acompañar al jurado hasta la sala, para que podamos empezar.
Bennie hizo un esfuerzo por relajarse, preparándose para la única opinión que le importaba: la del jurado. Las doce personas que tendrían en sus manos la miserable vida de Connolly. Cruzó de nuevo las piernas y enseguida se fijó que Connolly hacía el mismo gesto. Bennie iba a decir algo, pero los miembros del jurado empezaron a entrar por la puerta. Les miró con la máxima frialdad, esperando su reacción. Son personas que se muestran acobardadas cuando entran en una sala por primera vez y aquel grupo no era una excepción. Se dirigieron a su estrado, cabizbajos, y se instalaron en sus asientos con la timidez de quien llega tarde al teatro.
Bennie se apoyó en el respaldo. Sabía que las personas del jurado echarían alguna mirada a la mesa de la defensa y se encontrarían con el impacto visual de ella junto a Connolly, como dos sujeta libros. Habría deseado levantar un cartel que dijera, «Esto es cosa suya», pero enseguida se dio cuenta de que ni aquello sería verdad. Ella lo había preparado. Había montado la defensa sobre la base de las mellizas y así la había puesto en marcha. Estaba encerrada en una cárcel que ella misma había fabricado. Y fuera, con la llave, estaba el asesino.
A Bennie casi le entraban ganas de disculparse con cada miembro del jurado. Era un jurado inteligente, con un nivel cultural más elevado que el de la media. Ella y Hilliard lo habían reunido en un tiempo récord teniendo en cuenta que se enfrentaban a un caso de asesinato, puesto que el juez Guthrie había presidido un examen preliminar y permitido sólo las preguntas más rutinarias. Aquél no era el método que ella prefería para la selección de un jurado, pero había confiado en su instinto, en sus tendencias y en su juicio para decidir un equipo justo y correcto.
«¡Pam!»-Se presenta el caso del Estado contra Connolly, número 82634 -dijo el juez Guthrie-. Buenos días, damas y caballeros del jurado. Nos conocimos durante el examen preliminar y ha llegado el momento de trabajar concienzudamente. ¿Tiene preparada la exposición inicial, señor Hilliard? -Con su elegante tono, pareció más una pregunta que una orden; Hilliard cogió las muletas, se las colocó con gesto experto bajo los codos y se levantó del asiento.
– Así es, señoría.
El fiscal del distrito hizo una breve inclinación de cabeza. Vestía un traje oscuro, de raya diplomática, que se ajustaba perfectamente a su cuerpo robusto y musculoso. Los miembros del jurado observaron sus movimientos mientras se dirigía al estrado, soltando algún leve bufido ante los esfuerzos que daban por sentado que tenía que llevar a cabo el fiscal. Bennie siguió sus miradas de sorpresa ante aquel corpulento y vigoroso cuerpo que no era capaz de dar ni un solo paso por su cuenta. Era gente bienintencionada, y sus rostros reflejaban la comprensión ante aquella imagen. Era un secreto a voces el hecho de que la discapacidad de Hilliard le confería un punto de credibilidad, si bien quedaba claro que ésa no era su intención. Su discapacidad no contaba para él.
– Damas y caballeros del jurado -empezó-, me llamo Dorsey Hilliard y represento al pueblo del estado de Pennsylvania contra Alice Connolly. Se juzga a la acusada por un delito de asesinato, la muerte de su amante, el inspector Anthony Della Porta. No soy partidario de extenderme en los argumentos. Prefiero que mis testigos hablen por mí. Así pues, seré breve.
Hilliard levantó la voz, haciendo resonar los bajos con una cadencia firme y eficiente.
– El Estado demostrará que durante la noche del asesinato los amantes se pelearon, como hacían cada vez con más frecuencia. Tras la pelea, la acusada disparó contra el inspector Anthony Della Porta a quemarropa en la cabeza con un arma de fuego. El Estado demostrará que la acusada actuó intencionadamente y de forma premeditada contra el inspector Della Porta, uno de los agentes del Departamento de Policía de Filadelfia más respetados y condecorados.
Bennie cambió de posición en su asiento pensando en el dinero que había encontrado bajo las tablas del suelo. ¿Cómo demonios podía introducirlo?
– Las pruebas demostrarán que los vecinos oyeron el mortal disparo y vieron huir a la acusada del lugar del crimen. La policía llegó a dicho lugar y también la vio huir, con una bolsa de plástico en la mano. La vieron correr hacia un callejón para escapar de ellos. Sólo pudieron detenerla tras una persecución y finalmente inmovilizándola en el suelo. Incluso entonces, la acusada luchó por huir, y lo que les dijo durante la detención no sólo va a sorprenderles sino que les demostrará sin lugar a dudas que ella es culpable de este crimen.
En la mesa de la defensa, Bennie intentaba no mostrarse afectada. Imaginaba lo que iban a inventar los polis. Junto a ella, Connolly no paraba quieta, si bien Bennie no habría sabido decir si la inquietud era una pose o fruto de los nervios.
Tras una pausa, Hilliard continuó.
– En cuanto la acusada estuvo bajo custodia, la policía llevó a cabo un registro completo en Trose Street, y también en el callejón en el que se había metido la acusada. Les presentarán pruebas de que en dicho callejón había un contenedor, en el cual los funcionarios de policía encontraron la bolsa de plástico que contenía ropa de la acusada. Los expertos les explicarán que dicha ropa estaba empapada de sangre aún caliente, la del inspector Della Porta. – Hilliard hizo otra pausa, como pidiendo un minuto de silencio-. Con la ayuda de los últimos testigos oculares del Estado, todos ustedes tendrán la absoluta certeza de que la acusada mató a Anthony Della Porta y es culpable de asesinato. He de agradecerles su atención, su servicio al Estado y a nuestro país.
Hilliard cogió de nuevo las muletas y volvió a su asiento.
– Señorita Rosato -dijo el juez Guthrie-, estamos listos para escuchar su alegato.
Movió algún papel en el estrado sin levantar la vista. El negro telón de fondo de mármol situado tras el estrado brillaba opacamente y el disco dorado de piel sintética del Estado relucía como un sol falto de lustre.
Bennie se levantó con una expresión de seguridad simulada. Se dirigió hacia el jurado, evitando el estrado. Siempre hacía sus alegatos de pie frente al jurado, hablándoles cara a cara. En general sabía exactamente lo que iba a decir.
Aquel día, no.
Bennie hizo deslizar las manos en los bolsillos de la falda y se mantuvo un momento en silencio, con la cabeza baja, intentando poner en orden sus ideas. Pensó en su madre y en Connolly. Seguidamente en el TransAm negro, al que buscaba con la mirada en cada desplazamiento, y en las reclusas muertas. El fenómeno más raro que podía darse en una sala era que un letrado guardara silencio, por ello Bennie, más que oír sintió la gran quietud de la estancia y la espera del jurado, con los ojos fijos en ella. Levantó la vista, clarificó su mente e hizo algo más sorprendente: decidió contárselo todo, y toda la verdad.
– Mi nombre es Bennie Rosato y represento a Alice Connolly, a quien se acusa de asesinato en este caso. Recuerdo haberles seleccionado a ustedes y que forman un grupo inteligente; por consiguiente, como tal, voy a dirigirme a todos ustedes. Sin duda se habrán dado cuenta de que entre Alice Connolly y yo existe un gran parecido. En realidad parecemos gemelas idénticas.
– Protesto, señoría -intervino Hilliard, incorporándose en su asiento con la ayuda de los dos sólidos brazos-. Las relaciones familiares de la señorita Rosato son irrelevantes en este caso.
El juez Guthrie se apartó las gafas de la nariz.
– Sírvase acercarse al estrado, letrada.
– Sí, señoría.
Bennie, tragando saliva, se dirigió hacia la tarima, donde la recibió Hilliard, levantándose, al lado de la relatora.
El juez Guthrie se inclinó un poco hacia delante.
– ¿Qué ocurre aquí, señora Rosato?
– Estoy empezando mi exposición inicial, señoría. Quisiera abordar directamente una cuestión que sin duda se está planteando el jurado, como supongo se plantea usted mismo.
– Sus relaciones personales no tienen nada que ver con la culpabilidad o la inocencia de la acusada. -El juez Guthrie se movió con gesto incómodo y los exuberantes pliegues de su toga brillaron bajo la luz que llegaba de la parte superior de la sala-. Una relación de hermanas gemelas es, como mucho, circunstancial en el caso.
– Por supuesto que es circunstancial -aceptó Hilliard, en tono enojado, si bien bajo-. De hecho no sólo circunstancial sino irrelevante y pernicioso.
Bennie levantó una mano algo temblorosa.
– Eso mismo opino yo. Es una cuestión circunstancial, pero puede distraer al jurado e impedir que se concentre en las pruebas. Si no abordo el tema desde el principio, pueden pasar todo el juicio pensando: ¿son o no son gemelas?
La afeitada cabeza de Hilliard se volvió como movida por un resorte hacia el juez.
– ¿Pretende la defensa que nos creamos que no ha influido usted en el aspecto de su defendida en su comparecencia, señoría? ¿Que no la mantuvo oculta durante la selección del jurado? La señora Rosato pretende que el jurado establezca la relación entre ella y su dienta. Llevan el pelo y la ropa idénticos. Se las ha compuesto para dar credibilidad a la acusada sin decir nada.
Bennie se agarró a la mesa con un gesto más perentorio de lo que hubiera querido.
– Estoy intentando distender la situación, señoría, poniendo el tema sobre la mesa. La señorita Connolly puede ser condenada a la pena capital y en calidad de defensa sería un error que no se me ofreciera la opción de despejar cualquier punto que le limite la posibilidad de tener un juicio justo. Tengo derecho a concluir mi exposición preliminar, señoría. No… tengo otra opción.
El juez Guthrie frunció el ceño.
– Protesta denegada por el momento. Sin embargo, tenga presente, señorita Rosato, que si existe legislación contra este tipo de artimaña, mis ayudantes van a aplicarla. Por otro lado, cualquier intento que haga la defensa de corroborar la inocencia de la acusada será considerado como desacato al tribunal. Prosiga, señorita Rosato, pero hágalo con la máxima cautela.
– Gracias, señoría -asintió Bennie, aunque tuvo la impresión de haber recibido una puñalada.
Hilliard volvió a la mesa de la acusación y ella, hacia el jurado, mirando directamente a los ojos a una anciana negra, sentada en el centro de la primera fila. Belle Highwater, de sesenta y dos años, bibliotecaria; Bennie la recordaba del expediente del jurado. El pelo lacio de la mujer se rizaba y adoptaba un tono grisáceo en la parte de las sienes; su frente estaba dividida por un pliegue que Bennie esperaba no haber provocado ella.
– Lo que iba a decirles -continuó- es que existe una cuestión que debemos abordar ahora mismo, no sea que entorpezca el buen funcionamiento del proceso. Es algo que a todos nos resulta obvio, nos salta a la vista. Observen detenidamente a mi cuenta, Alice Connolly. Adelante, damas y caballeros, no sean tímidos. Mírenla ahora y retengan la imagen. Observen el rostro, el cuerpo, la ropa, el maquillaje o la ausencia de él de Alice Connolly. Fíjense también en cómo se sienta.
Las cabezas del jurado se volvieron con gesto obediente y Connolly se puso tiesa en su asiento ante el inesperado examen. Bennie se regodeaba con su desasosiego. Exponiendo al jurado la estratagema de Connolly le estaba arrebatando todo el poder. Bennie recuperaba el control sobre el caso. No habría podido planificarlo mejor.
Se aclaró la voz para captar la atención del jurado.
– Y ahora, si lo desean, mírenme a mí. Comparen mi rostro, mi cuerpo y mi ropa con los de mi cliente. -Dejó caer los brazos mientras catorce pares de ojos llenos de curiosidad recorrían su cuerpo-. ¿Ven algo? ¿Verdad que es obvio? Alice Connolly tiene el mismo aspecto que yo, incluso se viste como yo, ¿no es cierto? -Hizo una pausa y la bibliotecaria negra asintió-. Cuando ha entrado en la sala, me ha sorprendido comprobar hasta qué punto parecemos gemelas. Incluso se sienta como yo y probablemente hará los mismos gestos que yo en la mesa de la defensa. Pero lo cierto es que yo no tengo ni idea de si la señorita Connolly es o no mi hermana gemela. La he conocido a raíz de este caso y por tanto para mí es un misterio igual que puede serlo para ustedes.
Un miembro del jurado de la primera fila, un joven blanco con perilla y gafas diminutas estilo Ben Franklin, se inclinó algo en su asiento, intrigado. Bennie también le recordaba del expediente: William Desmoines, veintiséis años, licenciado de Temple, realizador de vídeos.
– Planteo la cuestión para responder con la máxima sinceridad a la pregunta que a buen seguro se formulan. Yo no puedo cambiar mi aspecto, ni tampoco puedo cambiar el aspecto de Alice Connolly. No puedo evitar el hecho de la similitud ni pretendo ocultárselo. Todo lo que les pido es que no se concentren en el parecido entre la señorita Connolly y yo sino en las pruebas y declaraciones de este caso.
Hilliard empequeñeció los ojos. Judy se movió inquieta, intentando disimular su perplejidad. Aquello era la exposición preliminar más serena que había oído en su vida o bien Bennie había perdido por completo el hilo. A su lado, Mary iba desgranando mentalmente el rosario. «Ruega por nosotros, abogados, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.»Bennie se dirigió a la esquina de la tribuna del jurado.
– El fiscal y la defensa sólo están de acuerdo en un punto: esto es un tribunal de justicia y a ustedes se les ha asignado la tarea de descubrir la verdad. Deben decidir si Alice Connolly es culpable o inocente del asesinato del que se la acusa. El fiscal les presentará a los testigos, pero en definitiva deben tener algo presente: únicamente disponen de unos hechos desnudos, circunstanciales. Nadie vio a Alice Connolly cometer dicho crimen, nadie pudo presenciarlo. Al finalizar el juicio se habrán convencido no sólo de que el Estado no puede demostrar sus cargos contra Alice Connolly más allá de toda duda razonable, sino que Alice Connolly es completamente inocente del asesinato de Anthony Della Porta. Muchas gracias.
Bennie volvió a su asiento, evitando la mirada de Connolly. No tenía la menor idea de cómo demostrar lo que acababa de decir. Sólo sabía que era cierto y que ella debía demostrarlo. Allí y en aquellos momentos.
El viento hacía revolotear unas hojas de periódico abandonadas en la sucia acera de la ciudad. Era una mañana gris e inclemente en la que no acababa de cuajar la típica tormenta de verano. El tiempo no se decidía, como tampoco conseguía hacerlo Lou Jacobs. Se encontraba ante la puerta de la casa, vacilando antes de llamar. Tenía el puño levantado pero le faltaba el impulso para golpear la madera. Se sentía terriblemente incómodo al tener que echar una mano para liberar a la asesina de un policía. Por otra parte le incomodaba también la idea de que éste hubiera jugado sucio. Lou había pasado los últimos días preguntando a todos sus contactos por el TransAm negro. Nadie tenía noticia del vehículo en cuestión. Incluso se había dedicado a dar paseos en coche con la vana esperanza de pescarlo en un seguimiento, pero no había conseguido nada.
Seguía ante la puerta como un adolescente que espera en su primera cita. Ya empezaba a pensar que el TransAm no jugaba ninguna baza en el asunto. En cuanto al dinero bajo el piso, le parecía un asunto excesivamente delicado para comentarlo con sus amistades, y Lou por nada del mundo iba a atacar a un ex compañero sin pruebas. ¡A saber de dónde procedía! De la lotería, las tragaperras, ahorros, lo que fuera. Volvió a reflexionar. Pues sí. ¿Medio millón? ¡Maldita sea!
Llamó a la puerta pero nadie respondió. Tenía que acabar el trabajo que había empezado: el sondeo del vecindario. El único método que él conocía. Con calma y constancia se ganaban las carreras. Aquélla era la dirección, Winchester Street 3010, la calle que quedaba detrás de Trose; la primera casa del callejón, ante la cual McShea y Reston habían echado el guante a Connolly. Lou quería convencerse de que encontraría algo en Winchester si sabía trabajar metódicamente.
Medio millón.
No se planteó llamar otra vez pero luego bajó el brazo y se quedó plantado ante la puerta como un bendito. Ni siquiera podía decidir si llamaba o no. En parte quería saber qué ocurría, pero por otro lado lo habría dejado a gusto. Los vecinos habían visto a Connolly corriendo por Trose y meterse luego en Winchester. Todos coincidían en lo mismo. Lou intuía desde lo más profundo de su ser que Connolly era quien había perpetrado el asesinato. Independientemente de lo que llevara Della Porta entre manos, ella estaba metida del todo en ello, y al fin y al cabo él era quien había encontrado la muerte. No le apetecía lo más mínimo contribuir a la libertad de Connolly.
A tomar viento. Que se la cargaran. Se volvió y bajó los escalones mientras se abotonaba la americana para que no se le agitara con el viento. Siguió calle abajo, esforzándose en no pensar en el dinero. Con lo bien que le habrían ido a él cinco mil en el banco como apoyo, pero ni eso tenía, pues debía hacer frente a la carga de la pensión alimenticia. Todo estaba por las nubes y su ex mujer era la única que nunca encontraba trabajo. Era una reina que vivía de la asistencia, y él votaba a los demócratas.
Se encaró con el viento. Como poli, nunca había aceptado el menor soborno, ni un céntimo, por oportunidades que se le hubieran presentado, de poca monta, eso sí. Si Della Porta había estado metido en algo sucio, era una basura, la vergüenza del cuerpo. Ya estaba muerto y la vergüenza desaparecería con él.
Llegó a donde tenía aparcado el Honda marrón y buscó las llaves en el bolsillo de los pantalones. No necesitaba meterse en aquel follón. Aquello no era lo que había acordado de entrada con Rosato. Un trabajo de aquel calibre debía llevarlo Asuntos Internos y no él. Lou no era más que un policía de patrulla, jubilado, y a pesar de que había llevado a cabo siempre un trabajo policial minucioso, en todo momento había tenido presente que no llegaría a la cima. No tenía cabeza para ello, ni le apetecía. Ni el instinto asesino que caracterizaba a algunos o bien la inclinación del político.
Ya estaba en el coche, a punto de ponerlo en marcha, cuando una sensación de culpabilidad se apoderó de él. Siempre se había considerado un hombre de palabra. Se la había dado a Rosato y no podía dejarla en la estacada, sobre todo en aquellos momentos, tras la muerte de su madre. Se había dado cuenta de que aquella circunstancia la había destrozado, aunque ella intentara disimularlo. A buen seguro, mucho más de lo que ella misma imaginaba. Lou la comprendía: a él le ocurrió lo mismo cuando perdió a la suya. Además, como poli, siempre había mantenido su palabra aunque no fuera de los mejores. Estaba orgulloso de la integridad con la que había llevado la insignia.
Soltando un suspiro, apagó el motor, salió del coche y volvió al 3010 de Winchester Street.
El agente Sean McShea se encontraba en el estrado ataviado con el uniforme azul marino, cuyas dobles costuras tenían que ceder a la fuerza para alojar un considerable contorno; la gorra con visera permanecía al lado de la usada Biblia de bordes rojos. Hablaba a través del micrófono en un tono que combinaba la autoridad y la calidez.
– ¿Que cuánto tiempo llevo con mi compañero Art Reston? -dijo McShea, repitiendo la pregunta del fiscal-. Siete años. No tanto como con mi esposa, pero ella cocina mejor.
El jurado rió y en cambio Bennie se iba enojando en la mesa de la defensa. No le había sorprendido lo más mínimo enterarse de que McShea hacía de Papá Noel en el hospital infantil, detalle que se las había arreglado para colar en su primera declaración. McShea era el poli de barrio que caía bien a todo el mundo, la opción perfecta como primer testigo de la acusación, una especie de precalentamiento en el campo legal.
Hilliard sonreía, apoyado en sus muletas en el estrado.
– Volvamos, pues, agente McShea, a lo que sucedió durante la noche de autos, el diecinueve de mayo del año pasado. ¿Recibieron usted y el agente Art Reston en un momento dado un informe por radio sobre un disparo en el 3006 de Trose Street?
– En efecto. Se transmitió el informe por radio cuando nos encontrábamos a una manzana de allí, circulando por la calle Décima en dirección norte. Nos encontrábamos por casualidad en la zona cuando oímos la notificación. Al estar tan cerca, seguimos por la Décima hasta Trose.
– ¿Respondieron formalmente a la llamada?
– No.
– ¿Por qué?
– En cuanto oí la noticia, reaccioné apretando el acelerador. Sabía que la dirección era la de Anthony, ejem, la del inspector Della Porta, y pensé que estábamos lo suficientemente cerca como para hacer algo.
– Considerándolo en retrospectiva, ¿no debería haber comunicado por radio que respondía a la llamada?
– Sí, pero lo único que tenía en la cabeza era salvar la vida de un policía.
Hilliard asintió con la cabeza en señal de aprobación.
– ¿Qué hicieron seguidamente usted y su compañero, agente McShea?
– Seguir hasta la esquina de Trose Street y parar el coche allí.
– ¿Vieron algo en Trose Street?
– Sí. Vimos a la acusada. Huía del lugar del crimen corriendo por Trose Street.
Bennie se levantó:
– Esto es una conjetura maliciosa, señoría, pura especulación, además de engañosa.
– Desestimada. El testigo es lo suficientemente experto para este tipo de conclusiones, señorita Rosato -dijo el juez Guthrie, frunciendo el labio inferior. El gesto grabó dos minúsculos surcos en las delicadas comisuras y arrugó su papada por encima de la coloreada pajarita-. Proceda, por favor, señor Hi-Uiard.
– ¿Qué impresión le dio la acusada mientras corría, agente McShea? Me refiero a su estado emocional.
– Protesto -dijo Bennie, incorporándose a medias, pero el juez Guthrie movió la cabeza con gesto negativo si bien con poca firmeza.
– No se admite la protesta -respondió el juez Guthrie.
Bennie añadió una marca mental a la cuenta de objeciones perdidas. Faltaban dos minutos para las diez, era muy pronto. Cada vez que el juez Guthrie pudiera fallar en contra suya sin levantar sospechas ni irritar al jurado, lo haría. Los jueces de sala tenían carta blanca en cuanto a la normativa sobre las pruebas, y los tribunales de apelación no rechazaban el veredicto de un jurado a menos que los errores en las pruebas tuvieran un peso importante en el resultado del proceso. De lo contrario, se consideraban legalmente «errores inocuos», pese a que Bennie estaba convencida de que no existía un error inocuo cuando estaba en juego una pena de muerte.
McShea se aclaró la voz:
– Parecía presa de pánico, nerviosísima. Mis hijos dirían que tenía «canguelo».
Hilliard se acercó al amplio expositor de polispan donde se veía un croquis en blanco y negro de Trose Street montado sobre un caballete, de cara al jurado.
– En relación con la prueba C-i, ¿quiere hacer el favor de mostrar al jurado el punto en que aquella noche vio por primera vez a la acusada?
Hilliard gesticuló, señalando el expositor con la ayuda de la muleta.
– Por supuesto -dijo McShea, empuñando el puntero con gesto estudiado-. La vimos frente al centro de atención diurna situado en el 3010 de Trose Street. Pasó corriendo por delante del centro, en dirección oeste, y siguió por el edificio 3012 y el 3014, hacia el callejón.
– ¿Podría decir al jurado qué hicieron usted y el agente Res-ton después de ver correr a la acusada por Trose Street, en dirección oeste, agente McShea?
– Subimos con el coche patrulla por Trose Street y cuando estábamos a punto de doblar la esquina vimos a la acusada correr en dirección hacia donde estábamos nosotros. La acusada pasó por delante de los edificios y giró a la izquierda hacia el callejón. Puse marcha atrás y seguí así hasta Winchester Street, que es donde desemboca el callejón. La acusada siguió corriendo por el otro lado del callejón y bajó por Winchester Street. Descendimos con el coche por Winchester Street, bajamos del vehículo y seguimos la persecución a pie.
– Explique al jurado, si le parece bien, a qué se refiere cuando habla de perseguir a la acusada. Puede servirse del expositor si lo desea.
– La acusada corría por Winchester hacia abajo en dirección este. Yo emprendí la carrera manzana abajo tras ella y lo mismo hizo mi compañero. Él me tomó la delantera en este punto. -McShea señaló un punto en mitad del plano de Winchester Street-. Y la alcanzó antes que yo. Tuvo que recurrir a la fuerza para dominarla. Oponía resistencia a la detención.
– ¿Alguno de ustedes se identificó como agente de policía durante la persecución de la acusada?
– En efecto, es el procedimiento habitual.
– ¿Cómo hizo para identificarse como agente de policía?
– Grité: «¡Alto, policía!». Conozco mi profesión.
Hilliard sonrió.
– ¿Se detuvo la acusada?
– No, corrió más deprisa. Mi compañero la dominó inmovilizándola en el suelo. Ella se resistía con todas sus fuerzas mientras él intentaba sujetarla. Llegué al lugar donde se encontraban y le di la orden de tumbarse en el suelo para poderla esposar.
– Cuando dice que la acusada se «resistía con todas sus fuerzas», ¿a qué se refiere exactamente, agente McShea?
– Que estaba dando patadas, mordiscos y puñetazos. Se estaba resistiendo en el suelo pegando con las piernas levantadas hacia la ingle de mi compañero. Yo iba gritando: «¡Túmbese, túmbese!», pero no me escuchaba. Antes de conseguir esposarla, intentó levantarse y echar a correr de nuevo.
– ¿Le dijo algo la acusada mientras le ponía las esposas? -preguntó Hilliard, y Bennie aguzó el oído.
– ¡Protesto! -dijo ella, levantándose rápidamente-. La pregunta provoca un testimonio de oídas, señoría.
– No es testimonio de oídas, se formula para asegurar los hechos, y además ya se ha admitido -respondió Hilliard.
Bennie era consciente de que no podía discutir aquello ante el jurado. ¿Lo había reconocido Connolly? ¿De dónde habían sacado aquello los polis? No había habido declaración sobre aquella admisión de Connolly en la vista preliminar.
– ¿Podemos acercarnos, señoría? -preguntó Bennie, y el juez Guthrie hizo un gesto para que avanzaran. Ella se aproximó al tribunal y esperó a que llegara Hilliard-. Es testimonio de oídas, señoría.
– Está reconocido y se acepta, señorita Rosato. Usted conoce las normas.
– No hubo declaración sobre ningún reconocimiento en la vista preliminar. Fuera como fuera tal reconocimiento, tenía que haberse proporcionado a la defensa y no se hizo.
– El Estado -saltó Hilliard- no tiene obligación de proporcionar todas y cada una de las declaraciones a la defensa, señoría, y la señorita Rosato tiene libre acceso a su dienta. Podía habérselo preguntado a ella.
Bennie se agarró al biselado borde del estrado.
– Pero… señoría…
– He resuelto ya -le interrumpió el juez Guthrie, moviendo la cabeza-. Se acepta la declaración.
– Gracias, señoría -dijo Hilliard, y volvió a la mesa.
Bennie hizo lo propio, sin que su expresión reflejara el desasosiego que sentía al sentarse al lado de Connolly. Un reconocimiento de aquel tipo podía resultar fatal para la defensa.
Hilliard se dirigió al testigo:
– ¿Qué le dijo la acusada cuando la detuvo, agente McShea?
El agente habló con claridad por el micrófono:
– Mientras la estaba esposando, afirmó haberlo hecho y nos ofreció dinero para que la soltáramos. Nos habló de treinta mil dólares para cada uno, y al ver que no los aceptábamos subió la cifra a cien.
Se hizo el silencio en la sala, como si el juicio de pronto se hubiera asfixiado en una bolsa de aire contaminado. Una persona mayor de la primera fila del jurado se arrellanó en el asiento y una joven a su lado parpadeó. La bibliotecaria negra frunció el ceño mirando a Connolly, quien estaba escribiendo una nota a Bennie en su bloc. La nota decía: «Les supliqué que no me mataran». Bennie pasó por alto el comentario.
– Así pues, agente McShea -siguió Hilliard-, ¿declara usted que la acusada confesó e intentó sobornarlo para que no la detuvieran?
– En efecto.
– ¿Y usted rehusó?
– Por supuesto. En cuanto comprendió que no aceptábamos, pidió un abogado.
Hilliard hizo una pausa para que todo el mundo asumiera la cuestión.
– Vamos a remontarnos un momento, agente McShea, a lo sucedido aquella noche. Cuando vio correr a la acusada por Trose Street, ¿se fijó en si llevaba algo en la mano?
– Sí, llevaba una bolsa blanca. De plástico, como las que entregan en el Acmé. O tal vez tendría que decir las que le dan a mi esposa en el Acmé. No puedo atribuirme una tarea que realiza ella…
McShea sonrió, y lo mismo hicieron las mujeres de la primera fila del jurado. Connolly se acercó un poco a Bennie pero no le dijo nada.
– Pasemos ahora rápidamente al momento en que usted y el agente Reston procedían a su detención. ¿Seguía con la bolsa de plástico blanca?
– No. La acusada no tenía nada en las manos cuando la esposé.
– De forma que la bolsa de plástico blanca había desaparecido cuando la acusada salió del callejón, ¿es correcto?
– Protesto -dijo Bennie-. El fiscal del distrito está testificando, señoría.
– No se admite la protesta -gritó el juez Guthrie y se dirigió al testigo-: ¿Quiere responder a la pregunta, agente McShea?
– La bolsa de plástico estaba en su mano cuando la acusada se metió en el callejón y ya no la llevaba cuando la detuvimos.
– ¿Cuándo volvió a ver la bolsa, agente McShea? -preguntó Hilliard.
– Detuvimos a la acusada, la encerramos en el coche patrulla y nos fuimos a buscar la bolsa de plástico. Los dos habíamos visto que la llevaba al meterse en el callejón y que había salido de él sin ella, por lo que estábamos casi seguros de dónde podíamos encontrarla. Soy más listo de lo que parece.
Hilliard sonrió, inclinándose ante la tarima del testigo, y se acercó tanto a él que daba la impresión que quería sentarse en su asiento. El gesto no tenía nada que ver con su impedimento físico, más bien respondía a su actitud de adopción de las afirmaciones del policía, que a Bennie se le antojó una danza de sumisión.
– Exponga al jurado el resultado de su investigación, agente McShea-dijo.
– El agente Reston y yo registramos el callejón desde media manzana hasta el extremo oeste. Allí encontramos un contenedor, de una obra de enfrente. Buscamos en él y encontramos una bolsa de plástico blanca, como la que habíamos visto que llevaba en la mano la acusada.
– ¿Encontraron algo en el interior de la bolsa?
– En efecto. Una camiseta gruesa gris, de mujer, manchada de sangre, aún húmeda y caliente.
Hilliard cogió una bolsa blanca etiquetada de la mesa de las pruebas y la presentó. Bennie observó cómo el jurado estiraba el cuello para ver mejor las listas oscuras de la arrugada pieza, que sólo podían ser de sangre.
– Estoy presentando las pruebas C-12 y C-13, agente McShea. ¿Corresponden a la bolsa blanca y a la camiseta que encontraron ustedes?
El policía estiró el brazo, cogió la bolsa y la examinó, dándole la vuelta.
– Efectivamente.
– Ha declarado usted, agente McShea, que encontró la camiseta, la prueba C-13, en el contenedor del callejón. ¿El contenedor estaba lleno o vacío?
– Bastante lleno. Muchos escombros, tablas, restos, de todo.
– ¿Tuvo que rebuscar mucho entre los desechos para encontrar esta camiseta?
– No. Estaba encima de los otros desperdicios.
– ¿Escondida allí?
– Ni muchísimo menos.
Bennie miró al jurado. Todos sus miembros estaban absortos. La declaración de McShea se entendía perfectamente, resultaba claramente incriminatoria y del todo falsa. Tendría que andarse con píes de plomo.
– Por cierto, agente McShea -dijo Hilliard-, ¿encontraron usted o su compañero el arma homicida en el callejón?
– No, no la encontramos. Que yo sepa, no se ha recuperado el arma homicida.
– Comprendo. -Hilliard hizo una pausa-. ¿Y entonces usted y su compañero se llevaron a la acusada a la Roundhouse, a la Jefatura de policía en el coche patrulla?
– Sí, eso hicimos.
– Cuando llevaron a la acusada a la Roundhouse, ¿estaba ella visiblemente alterada o lloraba por la muerte de su amante, el inspector Della Porta?
– Protesto, señoría -dijo Bennie-. ¿Se refiere el señor Hilliard a algún otro detalle aparte de los que ya ha citado el testigo? Las personas demuestran su aflicción de formas muy distintas.
De pronto le vino la imagen mental de su madre.
– Formule de nuevo la pregunta -dijo el juez Guthrie, apoyándose de nuevo en el respaldo.
Se arregló la toga, recogiendo los pliegues por los pespuntes que la rodeaban como en un bordado.
– ¿Lloraba la acusada mientras la llevaban a la Roundhouse, agente McShea? -preguntó Hilliard.
– No, pero sí lo hicimos algunos de nosotros -respondió McShea, con cierto deje de amargura.
Bennie comprendió al instante que estaba recordando al jurado que se trataba de un compañero caído. Tenía que encontrar la forma de comunicarles lo que su héroe escondía bajo el suelo.
– No haré más preguntas. Su testigo, señorita Rosato -dijo Hilliard en tono grave-. Muchas gracias.
Hilliard recogió sus papeles en el estrado mientras Bennie abandonaba la mesa, se abrochaba la chaqueta e intentaba quitarse de la cabeza la imagen de su madre. Pretendía demostrar al jurado algo que cualquier adulto tenía que saber. Que Papá Noel no existía.
Bennie tardó un segundo en formular su primera pregunta. Llevaba suficientes casos sobre sus espaldas para saber que una parte del jurado había decidido ya que representaba a una desalmada asesina de un policía y que iban a mirarla con el mismo odio que sentían por su dienta. Sin embargo, muchos de ellos se reservarían la opinión. Se fijó en que algunos observaban con expresión intrigada la ropa parecida que vestían ella y Connolly, así como sus idénticos peinados. Se sentía muy mal con la trama que había ideado y sólo se le ocurría que ojalá pudiera cambiar allí mismo de piel como una serpiente normal y corriente.
– ¿Cuál es su distrito, agente McShea? -empezó, acercándose al estrado.
– El Veinte.
Bennie no utilizó el plano de la ciudad que había confeccionado para no disminuir el ritmo del interrogatorio.
– Vamos a ver, para simplificar las cosas, ¿sus rondas se limitan al sector occidental de la ciudad?
– Efectivamente.
– ¿Es cierto que el piso del inspector Della Porta está situado en otro distrito, en el Undécimo?
– Sí.
– El Undécimo se encuentra en el otro lado de la ciudad con respecto al Veinte, ¿no es así?
– Sí.
McShea se mostraba impertérrito: Bennie dio la vuelta al es-trado hasta situarse frente al micrófono. La tribuna no la oiría bien, pero ella no actuaba de cara al público.
– ¿Usted y su compañero fueron el primer coche patrulla que respondió al asesinato de Della Porta, agente McShea?
– Sí.
– ¿Verdad que no respondieron a una llamada hecha por radio?
– No.
– No pudieron hacerlo porque la primera llamada llegó al 911 más tarde, ¿verdad?
– Si usted lo dice… De acuerdo.
– Y ustedes estaban de servicio aquella noche, ¿o no?
McShea ladeó la cabeza.
– Estábamos de servicio.
– Ha declarado usted que se encontraban por casualidad en el barrio del inspector Della Porta. Si estaban de servicio, ¿por qué se encontraban fuera de su distrito?
– Pues, ejem, íbamos a cenar.
McShea puso una expresión sinceramente avergonzada.
– ¿Salieron de su distrito para cenar? ¿Dónde?
– En Pat's, una hamburguesería, a tomar un pepito de ternera con queso para ser más exacto.
El jurado asintió sonriendo. Todos los habitantes de Filadelfia iban a buscar un pepito de ternera con queso a Pat's. Era un detalle que por un lado despertaba la simpatía de la concurrencia al tocar un tema tan de la ciudad y por otro resultaba imposible de verificar, aparte de que algo tan humano siempre parecía más creíble. Bennie estaba de acuerdo con McShea: era más listo de lo que parecía.
– ¿De modo que aquella noche fueron a Pat's a por un pepito con queso?
– Sí.
– ¿Cuánto tiempo diría que se tarda en ir de su distrito hasta Pat's, a la calle Décima?
– Probablemente media hora, si no se coge por South Street. Ya sabe lo que dicen… Que es el lugar de encuentro de los hippies -comentó McShea en son de broma, y el jurado volvió a reírle la gracia.
Bennie era consciente de que estaba actuando como una aguafiestas, pero no le veía la gracia por ninguna parte.
– Vamos a echar cuentas, agente McShea. Si es cierto que se tarda media hora en llegar a Pat's desde su punto de ronda habitual, se tardará también media hora en volver, ¿verdad?
– Exacto.
– Hasta aquí, una hora. Prosigamos: ¿comieron el pepito con queso en el establecimiento, en una de las mesas exteriores, o se lo llevaron para comérselo ya en su distrito?
– Lo comimos en Pat's. Fuera, de pie, junto a la gran barra donde tienen el chile y el ketchup. -McShea se volvió hacia el jurado en busca de comprensión, extendiendo los brazos-. Es algo que hay que comerlo allí. Seguir la tradición.
El jurado sonrió, y lo mismo hizo McShea, quien paseó la mirada hacia el fondo de la tribuna. Bennie no se volvió para comprobar a quién miraba, pues el jurado la observaba a ella. Pensó que estaba buscando a su capitán, ya que aquella declaración no iba a resultar tan convincente de cara al expediente personal de McShea. El policía se estaba metiendo en aquel terreno de «mal si lo dices, mal si lo callas», y Bennie pretendía meterle a fondo y dejarle empantanado.
– Teniendo en cuenta que estamos hablando de casi a principios de verano, del diecinueve de mayo, imagino que aquella noche Pat's estaba de bote en bote.
– Pues sí. Había mucha gente. En Pat's siempre hay mucha gente.
– Y que se había formado una fila frente a la ventanilla, donde despachan los pepitos, ¿es así?
– En efecto.
– ¿Esperaron usted y el agente Reston en la fila para hacer el pedido o pasaron directamente al mostrador?
– No me acuerdo.
Bennie cruzó los brazos.
– No lo entiendo. Recuerda que estuvo allí, recuerda lo que comió, recuerda dónde lo comió, pero no recuerda si pasó delante o no.
– Protesto, se ha hecho la pregunta y ha obtenido la respuesta, señoría -dijo Hilliard.
Bennie se dirigió al juez Guthrie.
– Sólo insisto, señoría. La defensa tiene derecho a comprender lo que sucedió la noche del asesinato.
Hilliard levantó los brazos.
– Lo que comiera para cenar el agente McShea, señoría, es irrelevante en relación con la comisión del asesinato que nos ocupa. Él no era más que el agente que la detuvo.
Bennie tuvo que morderse la lengua.
– La cuestión no radica en lo que cenara el agente McShea, señoría. Se refiere al tiempo que tardó en llegar al lugar del crimen e intenta aclarar la razón por la que él y su compañero se encontraban «por casualidad» allí.
El juez Guthrie levantó la mano y se inclinó un poco hacia delante.
– Se admite, con unos límites muy claros.
– Gracias -dijo ella, mientras Hilliard se relajaba en su asiento y Bennie fijaba de nuevo la mirada en el testigo-. Estaba diciendo, agente McShea, que no recuerda si fue a pedir el pepito al mostrador.
– Si nos esperaba mucho trabajo, probablemente pasaríamos delante. Si por el contrario teníamos una noche tranquila, habríamos aguardado el turno.
– ¿Fue una noche tranquila la del diecinueve de mayo?
McShea vaciló.
– No lo recuerdo.
– En una noche atareada en su distrito, no se habrían marchado a comer un pepito fuera, ¿verdad?
– ¡Protesto! -dijo Hilliard levantándose-. La defensa está pidiendo al testigo que haga conjeturas, señoría.
– ¿Considera usted una conjetura que un agente de policía cumpla con su deber? -preguntó Bennie, reprimiendo una sonrisa.
Comprobó con satisfacción que el miembro del jurado que llevaba perilla le devolvía una expresión de complicidad. Pensó que ojalá aquel hombre acabara presidiendo el jurado. Le recordaba como un hombre listo y claro en su argumentación del día de la selección.
– Se admite la protesta. -El juez Guthrie mordisqueó la montura jaspeada de sus gafas-. No tiene que responder a la pregunta, agente.
– Estoy casi seguro de que no era una noche ajetreada -dijo de todas formas McShea.
– Gracias -respondió Bennie-. Supongamos, pues, agente McShea, que en la noche en cuestión esperó usted en la fila en Pat's. ¿Recuerda cuánto tiempo tardó en alcanzar la ventanilla?
– Cinco, diez minutos como mucho.
– Por cierto, ¿cuánto les costó la cena aquella noche a usted y a su compañero?
– No lo recuerdo.
Bennie ladeó la cabeza. O alguien se había olvidado de insistir en los detalles de la historia o bien él los había olvidado.
– ¿Tampoco recuerda esto?
– No.
– ¿Pagó usted la cena o lo hizo el agente Reston?
– Mmm… Creo que lo hizo Reston. Él siempre lleva dinero encima. Es soltero.
Bennie no sonrió.
– ¿Lo recuerda o lo está inventando sobre la marcha?
– ¡Protesto, señoría! -gritó Hilliard desde la mesa de la acusación, y el juez Guthrie frunció profundamente el ceño.
– Se acepta. Le advierto, señorita Rosato, que debe suavizar sus preguntas y formularlas con más cortesía.
Bennie encajó el golpe y se dirigió de nuevo al testigo.
– Retomando el hilo, agente McShea, ¿cuánto tiempo estuvieron comiendo los pepitos?
– Devorándolos, diría yo. No mucho, de la forma que suelo comer yo. Quince minutos, media hora, como máximo.
McShea volvió otra vez la vista hacia la tribuna, y Bennie no perdió el gesto, pues dio la vuelta a la mesa para comprobar quién se encontraba en la última fila. Constató, no sin sorpresa, que no estaba mirando a ningún mando sino a un policía uniformado. Un joven de pelo rubio con aire de surfista. ¡Lo que faltaba! Coincidía con la descripción que le había dado Lou del conductor del TransAm negro. El pulso se le aceleró.
– A ver si comprendo su declaración, agente McShea. -Bennie se volvió para escribir una nota en el bloc, que pasó disimuladamente a Judy. En la nota había puesto: «Averigua el nombre del poli rubio de la última fila». Luego siguió-: Según su estimación, agente, aquella noche pasó una hora y media entre el desplazamiento y la cena. ¿Lo he calculado bien?
– Mejor que yo.
– ¿Cuántos coches patrulla más cubren el servicio de su distrito?
– Uno.
– De forma que cuando ustedes no están allí, a los demás agentes les toca cubrir unas sesenta manzanas, ¿verdad?
McShea pareció otra vez avergonzado.
– Oiga, no crea que me siento muy orgulloso de esto. Fue algo que hicimos un día.
– De todas formas, ¿cómo calificaría su distrito, agente McShea, como una zona con alto índice de delincuencia o con bajo índice de ella?
– Depende.
– Si yo le dijera que el Filadelfia Inquirer la califica como una zona con alto índice de delincuencia, ¿le sorprendería?
– Del Inquirer no me sorprende nada-espetó el testigo.
Pero Bennie se dio cuenta de que la primera fila del jurado había perdido su sentido del humor. Conocerían el barrio y escuchaban con expresión preocupada, sobre todo la bibliotecaria negra. Como recordaba Bennie, su sucursal se encontraba en un barrio conflictivo de la ciudad, y estaba en total desacuerdo.
– Muy bien. -Bennie decidió dejar aquello-. Así pues, aparte de lo del pepito, ¿tenían alguna otra razón para ir al barrio del inspector Della Porta?
– No.
– ¿No tendrían una cuenta pendiente con el inspector Della Porta?
– ¡Protesto! -dijo Hilliard, medio levantándose-. La pregunta no tiene ninguna base, señoría. ¿De qué está hablando la defensa?
– Admitida -dictaminó el juez Guthrie, haciendo deslizar su asiento hacia delante con tanta rapidez que un gran estrépito retumbó por toda la sala a través del sistema de megafonía.
Bennie decidió retroceder de momento.
– Ha declarado usted que Alice Connolly confesó e intentó sobornarles para que no la detuvieran, ¿es así?
– En efecto.
– Y ha declarado también que lo hizo mientras la detenían, en Winchester Street, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Verdad que en Winchester Street hay una hilera de casas adosadas?
– Sí.
– No recuerdo que haya dicho delante de qué casa habían detenido a Alice Connolly.
McShea alzó los ojos al cielo.
– No lo sé. Al final de la manzana, por la parte este.
– ¿Oyó alguien todo esto, aparte de usted y su compañero?
– Por allí no había nadie más.
– ¿Hizo la señorita Connolly su confesión a gritos?
– No -saltó McShea con aire burlón-. La gente no suele pregonar a los cuatro vientos que ha cometido un asesinato. Lo dijo en un tono más bajo del normal.
Bennie intentó imaginárselo.
– Tendrá que echarme una mano para que lo comprenda, agente McShea. ¿Verdad que ha declarado usted que con la ayuda del agente Reston habían tenido que dominarla?
– Sí.
– Pues imagino que tendría el rostro contra la acera y las manos atrás mientras intentaban esposarla, ¿es así?
– Sí.
– También ha declarado que ella se resistía y pegaba patadas, ¿me equivoco?
– No.
– Y ha declarado que usted se encontraba de pie junto a ella, enfrentándosele, ¿correcto?
– Sí.
– Y usted gritaba: «Túmbese, túmbese».
– Sí.
– Así pues, ¿cómo oyó la susodicha confesión de Alice Connolly si su tono era más bajo de lo normal?
McShea se calló un momento.
– Bueno, tal vez un poco más alto que eso.
– ¿Mucho más alto?
– Lo suficiente para oírlo.
– ¿Lo suficiente para que lo oyeran los vecinos?
– No tanto.
Bennie se rascó la cabeza, buscando un golpe de efecto.
– Estoy confundida, agente McShea. Hace un momento ha declarado que Alice confesó en un tono más bajo del normal. Ahora dice que lo hizo en un tono normal. ¿En qué tono lo hizo, agente McShea?
– Normal.
– ¿Lo suficientemente normal para que usted lo oyera, pero no lo suficientemente normal para que lo oyeran otros aparte de usted y su compañero?
– Protesto, señoría -dijo Hilliard, y el juez Guthrie se inclinó hacia delante.
– Se acepta.
Bennie ya no podía insistir. Tenía que citar a los vecinos de Winchester para la defensa.
– ¿Era usted amigo del inspector Della Porta, agente McShea?
– Nos conocíamos.
– ¿Mucho?
– Nos encontrábamos en los actos que organizaba la policía y tal. Antes de que le ascendieran a inspector y le trasladaran.
– Ha dicho «Le ascendieran y le trasladaran». ¿Sabe usted en qué distrito se encontraba antes?
– En el Undécimo, creo.
– ¿Ha trabajado alguna vez en el distrito Undécimo, agente McShea?
– No, siempre estuve en el Veinte. En el barrio donde me crié.
– ¿Era también amigo del inspector Della Porta su compañero, el agente Reston?
– Sí.
– ¿Sabe usted si el agente Reston ha trabajado siempre en el Veinte?
– No.
– ¿Le trasladaron allí?
– Sí.
– ¿De dónde venía?
– Del undécimo.
Bennie reflexionó sobre lo que acababa de oír.
– ¿De modo que el inspector Della Porta y su compañero, Art Reston, habían trabajado en el Undécimo?
– Sí.
Bennie dudaba. Consideraba una locura intentar sacar a colación una confabulación en la sala, sobre la marcha, pero no tenía otra opción. Si estaban metidos en algo sucio, todo había empezado en el distrito Undécimo, y de ser cierto, habrían seguido con ello.
– ¿Fue alguna vez a ver al inspector Della Porta a su casa, agente McShea?
– Creo que dio una fiesta. O un par de ellas. De eso ya hace tiempo.
– ¿Cuántas fiestas?
– No lo recuerdo, fue hace tiempo.
– ¿No ha declarado usted que reconoció el número de la casa del inspector Della Porta cuando lo oyó por radio?
– Sí.
– Por lo tanto, tenía que haber asistido a varias fiestas para recordar el número y la casa, ¿no es así?
– Protesto -dijo Hilliard pero Bennie levantó las manos con gesto de súplica.
– Se trata de insistir en la pregunta, señoría.
– Se acepta la protesta -dictaminó el juez Guthrie, y acto seguido se puso a examinar unos papeles.
Bennie miró al jurado. La bibliotecaria parecía afectada de nuevo y el realizador de vídeo miraba con disimulo al juez. Éste jugaba una baza arriesgada. Si el jurado se percataba de la parcialidad de sus decisiones y tenía la impresión de que no llevaban a la verdad, se pondría al lado de Bennie. Decidió, por consiguiente, hacer hincapié en ello. No tenía otra forma de enfrentarse al juez.
– El jurado tiene derecho a comprender la relación existente entre el inspector Della Porta, el agente McShea y el agente Reston, señoría.
– ¡No existe tal relación! -protestó Hilliard.
– Lo plantearé de otra forma -dijo Bennie-. El jurado tiene derecho a comprender la relación, si es que la hubo, entre esos tres agentes de policía.
– Aceptada la protesta -sentenció de nuevo el juez Guthrie. Acto seguido, levantó un poco la cabeza del índice abierto que tenía ante él y, por primera vez desde el inicio del interrogatorio de Bennie, la miró directamente a los ojos. A ella le dio la impresión de que pretendía hacerle una advertencia. ¿Para su bien? ¿Para el de él? Fuera como fuera, no iba a prestarle atención.
– Gracias, señoría -dijo Hilliard, tomando asiento, y Bennie se volvió hacia el testigo.
– Voy a cambiar de tema, agente McShea. Explique, si es tan amable, al jurado cuáles son sus deberes como agente de policía uniformado en activo.
– ¿A qué se refiere? -preguntó McShea, en tono precavido, y Bennie se metió las manos en los bolsillos.
– Me refiero a qué es lo que hace usted como policía.
– Proteger a los ciudadanos contra la delincuencia y hacer cumplir la ley.
– ¿Qué tipo de leyes?
– Contra el robo, el asesinato y el hurto de vehículos.
– ¿Eso incluye también la legislación contra el consumo y la venta de drogas?
– Protesto -dijo Hilliard, medio levantándose, apoyando los brazos en la mesa de la acusación-. ¿Qué relación pueden tener los deberes del agente McShea con un caso de asesinato?
Bennie miró directamente al juez Guthrie.
– El fiscal, en su exposición, ha presentado las referencias del agente McShea como policía, como padre, como marido e incluso como Papá Noel. La defensa tiene derecho a investigarlo, ya que se ha abierto esta puerta. Es una simple pregunta, señoría.
– Yo no le veo la lógica, señoría -dijo Hilliard, echando una mirada al jurado.
El juez Guthrie levantó la vista por encima de sus gafas.
– Puede investigarlo dentro de unos límites muy precisos, señorita Rosato.
– Gracias, señoría -respondió Bennie, y se volvió hacia el testigo-: ¿Hace cumplir usted la legislación en cuanto a drogas en su distrito, agente McShea?
– Sí.
– ¿Qué tipo de drogas?
– Marihuana, cocaína, crack, heroína. Metanfetamina, PCP, Éxtasis… ¿Debo seguir?
Bennie negó con la cabeza.
– Es suficiente. ¿Ha detenido usted alguna vez a alguien por consumo o venta de este tipo de drogas, agente McShea?
– Sí.
– ¿Se ha incautado alguna vez de drogas en relación con las citadas detenciones?
– Sí.
– ¿Se ha incautado en alguna ocasión de dinero en relación con dichas detenciones?
– ¡Protesto! -dijo Hilliard, levantándose y cogiendo las muletas-. Esto va mucho más allá de un interrogatorio pertinente, señoría.
El juez Guthrie asintió.
– Estoy de acuerdo, se acepta la protesta. Sírvase pasar a la siguiente pregunta, señorita Rosato.
– Sí, señoría. -Bennie se volvió hacia el testigo, dispuesta al ataque-: Le haré una última pregunta, agente McShea. ¿Estaba usted al corriente de que el inspector Della Porta estaba confabulado con otros agentes de policía para la venta de drogas incautadas?
– ¡Protesto! -retumbó la voz de Hilliard, ya de pie con la ayuda de las muletas.
– ¡Se acepta! -dictaminó el juez Guthrie, y las gafas estuvieron a punto de resbalarle de la nariz. Miró encolerizado primero a Bennie, luego al jurado y finalmente a la tribuna, situada al otro lado de la mampara blindada. El público empezó a charlar, los dibujantes hacían sus esbozos a toda velocidad y los periodistas no dejaban el bolígrafo-. ¡Orden! ¡Orden! -gritó, revolviendo entre los papeles en busca del mazo, para luego renunciar a todo-. ¡Orden en la sala! ¡Orden! -El juez se volvió hacia Bennie-: Si vuelve a formular una pregunta de este tipo sin establecer una base adecuada, señorita Rosato, la acusaré de desacato al tribunal. ¿Me ha entendido?
– Sí, señoría -respondió Bennie, con la cabeza muy alta.
Ella sabía lo que había encontrado bajo el suelo. Sólo tenía una forma de ponerlo en evidencia. Le quedaba un paso.
El juez Guthrie se volvió hacia el jurado:
– Damas y caballeros, les ruego que hagan caso omiso de la última pregunta. El hecho de que la defensa formule una pregunta no implica que ésta sea válida. El tribunal no dispone de pruebas que demuestren que el inspector Della Porta estuviera implica-do en algún tráfico de drogas. -El juez cogió las gafas y se levantó-. Vamos a hacer una pausa para comer y se reiniciará la sesión a la una y media. Alguacil, sírvase acompañar al jurado.
Bennie observó cómo el fiscal cerraba su bloc de notas, enojado, y se sentó con una extraña sensación de satisfacción ante el revuelo que había montado.
– Ven a verme a la hora de comer -le susurró Connolly.
Aquel tono le sonó como un eco del suyo propio y en un abrir y cerrar de ojos se desvaneció su satisfacción.
Judy, con una misión por cumplir, saltó de su asiento en cuanto acabó la sesión. Salió por la puerta de la mampara divisoria, se metió en la tribuna y pasó la puerta doble de la sala no sin antes echar una mirada al policía rubio. Éste se encontraba entre los primeros dispuestos a salir. Judy lo siguió, con la cabeza baja, abriéndose paso a empujones para que no la molestaran los periodistas. El pasillo de mármol estaba atestado de gente y allí perdió de vista la camisa azul del hombre a quien seguía en aquel mar de camisas azules. Siempre había polis alrededor de un juzgado a la espera de prestar declaración.
Localizó de nuevo al rubio cerca del ascensor, entre un grupo que aguardaba su llegada. Al producirse la desbandada en la salida de los juzgados a la hora de comer, las normas tácitas de urbanidad marcaban que los policías tuvieran prioridad en el acceso a los ascensores. De todas formas, Judy no era muy dada a este tipo de normas. Siguió abriéndose paso entre el gentío y acabó casi detrás de él. Por debajo de la reluciente visera de charol de la gorra, pudo distinguir los grandes y luminosos ojos azules del muchacho, su corta nariz, los dientes, que destacaban contra la bronceada piel. El chico estaba cachas, pero a Judy se le antojó que su aspecto recordaba demasiado al de las juventudes hitlerianas. Intentó vislumbrar su nombre en la placa negra que lucía en su ancho pecho, pero el policía se volvió.
Ella decidió llamarle la atención tocándole la manga:
– Dispense, ¿puedo hablar con usted un momento, agente? -le dijo, y la mirada del otro se endureció.
– Llego tarde a la ronda.
– Tal vez pueda ayudarla yo, señorita -se ofreció otro policía, con una gran sonrisa.
– Es una de las abogadas de Connolly, Doug -le interrumpió un tercer policía, pero la mirada de Judy siguió fija en el rubio. Se había abierto la puerta del ascensor y éste se escurría ya entre el grupo que buscaba un lugar en su interior.
– ¡Un momento, que paso! -dijo ella.
Se metió en el recinto flexionando algo las piernas y empujando con la cabeza, tal como le había enseñado el señor Gaines. Resultaba interesante constatar lo prácticas que resultaban las clases de boxeo para una abogada en un juicio.
– ¡Eh, cuidado! -refunfuñó uno de los de dentro cuando ella se hubo metido a duras penas en la cabina y se estaban cerrando las puertas-. ¿No ve que me está pisando?
– Perdone. -Judy miró más allá de la persona que le había llamado la atención, hacia el policía rubio, que seguía apartando la vista de ella. Aún no conseguía leer el nombre de la placa; alguien se lo impedía-. Tengo que hablar con usted, agente -le dijo, pero él no le hizo ningún caso. El resto la miró como si estuviera loca, pues ya había dejado patentes sus malos modales-. Espéreme en el vestíbulo, agente.
Se abrieron las puertas del ascensor tras ella y el apretujado grupo empujó hacia delante, desplazándose como una riada. El policía rubio se le adelantó, pero en esta ocasión Judy consiguió leer la placa: LENIHAN.
– ¿Por qué me rehúye, agente Lenihan? -dijo Judy, corriendo para seguir su ritmo-. ¿Se puede saber por qué estaba en la sala hoy? -El policía cruzó decidido el vestíbulo, pasó por la fila del detector de metales y abrió la puerta de salida-. ¿Qué puede interesarle del caso Connolly, agente Lenihan? -gritó Judy, con el desparpajo de un periodista, pero él siguió impertérrito.
Estaba lloviendo, descargaba la típica tormenta de verano, y la gente se amontonaba en busca de cobijo ante la puerta principal, charlando y fumando a la espera de que escampara. Las frágiles hayas se agitaban en sus cilindros de aluminio bajo el chaparrón y se abrían los paraguas cual flores en primavera. Un grupo de abogados salió corriendo bajo la lluvia, y Lenihan inició también su carrera hacia Filbert, haciendo caso omiso del agua que caía.
Judy se lanzó también, ya enojada. Pasaba sus horas laborales haciendo preguntas a las que nadie respondía.
– ¡Deténgase, agente Lenihan!
El otro aceleró el paso. Las gruesas gotas aterrizaban en la gorra y hombreras, intensificando el azul en algunos puntos.
Judy emprendió la carrera para alcanzarlo, parpadeando contra la espesa lluvia. Empezaba a tener los hombros empapados.
– No puede huir de esto, Lenihan -gritó pisándole los macizos y negros talones. Pasaron por delante de un edificio de oficinas vacío, cuya fachada de granito brillaba con la tormenta. Ya no circulaba tanta gente por allí, pero una vieja les miró de reojo, protegida por un arrugado paraguas rosa-. ¡Tengo su nombre y su número de placa! -chilló-. Vamos a citarle a declarar, agente Lenihan. ¡Le llamaremos al estrado!
El policía se volvió de repente; su atractivo rostro estaba enrojecido de furia.
– ¿Es una amenaza? -respondió entre dientes-. Me ha parecido una amenaza.
Judy retrocedió un paso en la lluvia, notando un súbito escalofrío que no le había provocado el chaparrón.
– ¿Qué sabe usted del asesinato de Della Porta? ¿Qué oculta?
– ¿Y usted quién cono se cree que es? -preguntó el poli, dirigiéndole una mirada de desprecio bajo la mojada visera de la gorra.
Judy, sin embargo, se mantuvo en su sitio. La firmeza era su especialidad.
– ¿Qué sabe del tráfico de drogas en que estaba implicado Della Porta? ¿Tiene alguna información que ofrecernos? Hablemos y podremos hacer un trato.
– No se meta donde no le importa -susurró el policía, acercándose a ella.
De repente se volvió y echó a correr entre la multitud que, paraguas en ristre, formaba el coloreado tapiz, contrapunto de una conversación que había dejado a Judy temblando.
¿De qué demonios iba todo aquello? ¿Qué le había querido decir? La lluvia le había empapado el vestido; se volvió hacia el juzgado chaqueteando con sus zuecos como un potro asustado.
No había tiempo para volver al despacho durante el descanso del almuerzo. Por ello el equipo de la defensa había montado su cuartel general en una de las salas de reunión de los juzgados, un recinto blanco y aséptico situado junto a la sala. La luz de un fluorescente iluminaba la minúscula estancia, que parecía abarrotada sin tener más que cuatro sillas cromadas con respaldo de mimbre beige alrededor de una mesa redonda de imitación madera. Un revoltijo de bocadillos, emparedados con encurtidos procedentes de la tienda kosher y fotocopias de las hojas de servicio de la policía ocupaba toda la mesa. Bennie estaba tomando notas al tiempo que comía un panecillo de centeno con atún cuando Carrier entró como una tromba para contarle lo que había ocurrido.
– ¿Que has hecho qué? -le preguntó, observando con aire alarmado a su asociada, calada hasta los huesos. Dejó el panecillo-. ¿Le has amenazado?
– No tanto. -Judy se secó la frente-. Si no tenemos en cuenta lo de la citación.
– Pero hay que tenerlo en cuenta -le dijo Mary, quien tenía delante una ensalada a medio comer. Se había colocado una servilleta de papel junto a la solapa del traje de Uno negro y llevaba el pelo recogido-. Siempre hay que tener en cuenta lo de una citación.
Bennie frunció el ceño.
– Todo lo que te había pedido es que descubrieras su nombre. Lenihan. Buen trabajo. No pretendía que hablaras con él, y mucho menos que le amenazaras.
– Él me ha amenazado a mí, y es poli.
– Piensa que si Lenihan estaba implicado en lo del tráfico de drogas, estará asustadísimo, Carrier. Tu amenaza podría desatarle, llevarle a hacer algo peligroso. -Bennie había comentado a sus asociadas lo del dinero encontrado bajo las tablas en casa de Della Porta, aunque, para protegerlas, no había citado que la seguía un TransAm negro-. A partir de ahora, harás lo que te diga. Ni más ni menos.
Judy se puso rígida ante la reprimenda, y Mary bajó la vista hacia su ensalada.
A Bennie le supo mal la brusca salida e intentó explicarse.
– Hay policías que no nos pierden de vista para comprobar hasta qué punto estamos al corriente de todo. Si Lenihan ha seguido el interrogatorio de McShea, pensará que dominamos demasiadas teclas. Eso está bien. Me gustaría ver huir a las ratas despavoridas y descubrir qué hacen. Me proporcionarían otras pistas. Pero eso he de hacerlo yo, no tú. Ni DiNunzio.
Judy se sentó, aplacada.
– ¿Piensas que Lenihan cogió el dinero?
– Probablemente. Y lo que no entiendo es que ahora mismo no esté en la otra punta del mundo.
– ¿El factor estupidez? -sugirió Judy, y Mary encogió los hombros.
– Tal vez se vea incapaz de abandonar Filadelfia.
Bennie negó con la cabeza.
– O bien hay algo más. Sea como sea, llamaré a Lou y pondré a Lenihan en sus manos. Vamos a ocuparnos nosotras del tema legal y dejar que Lou lleve la investigación, ¿vale?
– Me parece bien -dijo Judy, desenvolviendo su emparedado: un especial de rosbif con salsa rusa-. A por ello. Mata el cuerpo y morirá la cabeza.
– ¿Cómo? -preguntó Bennie.
– Es una expresión de boxeo. Me la enseñó el señor Gaines, mi preparador. Significa que para ganar por fuera de combate no hace falta ir a por la cabeza. Si persistes golpeando el cuerpo, ganas el combate. Aquí ocurre lo mismo. Si no cejamos en el empeño de atizar contra la base del montaje, la cabeza rodará por su propio pie.
– ¿Tomas lecciones de boxeo?
– Para el caso.
A Bennie se le cayó el alma a los pies.
– Pues déjalas. Reserva el gancho para mí, chica. No se trata de un juego ni de unas clases de preparación. -Se levantó-. Tengo que irme. La sesión empieza dentro de diez minutos y antes tengo una cita con el diablo.
– ¿Con Hilliard? -preguntó Judy, pero Mary ya sabía a quién se refería.
Bennie encontró a Connolly sentada, con las esposas en las muñecas, el traje azul, en el lado que le habían asignado de la sala de comunicaciones del juzgado. Era un lugar más pulcro y moderno que el cubículo de comunicaciones de la cárcel, aunque no dejaba de ser una variación sobre el tema: dos asientos de plástico blancos a lado y lado de un mostrador también blanco, y un cristal blindado que separaba al cliente del abogado.
– Tengo que hacerle una pregunta -dijo Bennie.
Connolly arrugó la frente. Le pareció ver su piel más pálida al no llevar maquillaje, pero se le antojó que podía deberse también al hecho de no estar familiarizada con el nuevo tono rubio, que daba la impresión de desdibujar sus rasgos. Fuera como fuera, su expresión reflejaba la tensión de la mañana.
– Me importa un rábano tu pregunta. Te he estado esperando durante todo el descanso -saltó ella-. ¿No has visto mi nota? Se la he dado al jodido alguacil.
– La he leído. -Bennie cruzó los brazos y se situó al lado de la silla, en su parte de la sala-. ¿Conoce a un policía llamado Leni-han? Uno rubio, joven.
– No. Yo quería hablarte de…
– ¿No estaba metido Lenihan en su tráfico de drogas?
– Si lo estaba, yo no tengo ni idea, pero…
– ¿No tiene idea de qué polis traficaban?
– Ya te he dicho que no.
– Mentira.
– Los polis se ocupaban de las provisiones con Anthony. A mí no me hablaba de ello ni yo quería saberlo.
– Y una mierda.
– Nunca he oído hablar de Lenihan. Yo vendía el material y pasaba de quién lo proporcionaba. No tenía por qué saberlo ni me interesaba. -Connolly se inclinó un poco y una horquilla de pequeñas arrugas se dibujó en el puente de su nariz. Aquélla era la expresión que mostraba Bennie cuando se enojaba mucho-. ¿Y ahora qué pretendes, hacerme otro interrogatorio? Yo intentaba hablar contigo. ¿Y qué coño pretendías con la exposición inicial?
– Salvar su despreciable vida -respondió Bennie.
Dicho eso, giró sobre sus talones y se alejó de la sala.
En el estrado de los testigos, el agente Arthur Reston ofrecía una imagen de persona más prudente que su compañero. Era un hombre esbelto y tenía un aspecto elegante con el planchado uniforme. Llevaba un bigote oscuro, recientemente recortado, tenía la nariz recta y unos ojos castaños algo apagados, que le daban un aire profesional.
– No, no he oído las declaraciones de mi compañero Sean McShea -respondió Reston.
Hilliard hizo un gesto de asentimiento.
– Porque se encontraba aislado, ¿correcto, agente Reston?
– Correcto. -El testigo estaba sentado, erguido frente al micrófono y levantaba su prominente barbilla, como si el cuello del uniforme le apretara excesivamente-. He esperado fuera, en la sala, hasta que me han llamado a declarar.
– ¿Se considera usted un agente concienzudo, agente Reston? -preguntó Hilliard.
Bennie estuvo a punto de atragantarse pero no protestó. Las preguntas intencionadas eran algo obvio para el jurado, y además ella sabía adónde se dirigían las de la acusación.
– Me tomo el trabajo muy en serio, si se refiere a eso -respondió Reston.
– ¿Cuántos años lleva de servicio?
– Quince.
– ¿Le han condecorado alguna vez por el desempeño de su labor como agente de policía?
– Sí. He recibido una serie de distinciones por determinadas detenciones y en reconocimiento al valor. El año pasado me nombraron Policía del Año. He tenido suerte.
– Permítame que me remonte, si no le importa, a su historial profesional.
Bennie se levantó a medias.
– Protesto, señoría; esto no guarda relación con el caso.
El juez Guthrie movió la cabeza.
– No se admite, de momento, pero me hará el favor de no alejarse mucho del tema, señor Hilliard.
– Por supuesto, señoría.
Hilliard se puso derecho. Daba la impresión de que después de la comida tenía más valor, aunque no a raíz de lo ingerido sino de la adrenalina. Bennie había colgado los guantes con la pregunta sobre el tráfico de drogas y casi notaba cómo Hilliard se relamía.
– ¿No es cierto, agente Reston, que su antiguo compañero fue asesinado en un tiroteo en el cumplimiento de su deber, y que en aquella ocasión a usted le infligieron graves heridas? -preguntó Hilliard.
– En efecto.
Alguien del jurado tosió, otros parecieron conmoverse e incluso Bennie sintió un escalofrío al pensar en la tragedia de un agente muerto en acto de servicio. No tenía nada contra los policías honrados, sólo contra los sinvergüenzas, y la idea de la muerte la calmó. Era un rostro que ya había visto, un tacto que había notado en la gélida mano de su madre. Se dio cuenta entonces de que había visto aparecer la muerte en los ojos de su madre aquella tarde en el hospital, a pesar de que entonces no quiso reconocerla como tal, como si la mera conciencia de la muerte constituyera una invitación.
Hilliard continuó:
– ¿Verdad que le hirieron en la mejilla, que pasó cuatro meses en el hospital y otros cinco haciendo rehabilitación?
– Sí.
– ¿Es cierto que usted y el agente McShea han trabajado juntos durante siete de los quince años que ha estado en el cuerpo, agente Reston?
– Así es.
– ¿Y que estaba de servicio con él la noche de autos, la del diecinueve de mayo?
– Sí.
Hilliard comprobó sus notas.
– Si es tan amable, explique al jurado por qué se encontraban en los alrededores de Anthony Della Porta entre la Décima y Trose Street.
– Fuimos allí para cenar en Pat's.
– Abandonaron su distrito para ello, ¿correcto?
– Sólo en esta ocasión, y porque dejábamos la zona cubierta.
– De modo que el distrito no queda nunca sin protección, ¿es eso?
Bennie casi se levantó.
– Protesto, señoría. La acusación está rectificando el testimonio anterior.
– Denegada, señorita Rosato. -El juez Guthrie movió la cabeza mirando al jurado-. El jurado tiene oídos para oír.
– Es un punto secundario, señoría, permítame proseguir -dijo Hilliard, agitando el brazo en un movimiento brusco-. ¿Conocía usted al inspector Della Porta, agente Reston?
– Sí.
– ¿Eran ustedes amigos?
– Sí. A los dos nos gusta el boxeo. Nos gustaba. En una ocasión fuimos juntos al Blue.
– ¿Qué es el Blue, agente Reston?
– El Blue Horizon, en la parte alta de Broad Street. Anthony, el inspector Della Porta, me proporcionaba entradas de primera fila.
– ¿Qué tipo de persona era el inspector Della Porta, agente Reston?
Bennie se levantó.
– Protesto, señoría, sobre la base de la pertinencia. Se ha llamado al agente Reston como testigo de los hechos y no para que testifique sobre las personas.
– Difiero, señoría -respondió Hilliard, acercándose al estrado-. La señorita Rosato ha difamado al inspector Della Porta. Creo que el jurado tiene derecho a saber qué tipo de persona era Anthony Della Porta.
El juez Guthrie se apoyó en el respaldo y formó un triángulo con los dedos, de la misma forma que había hecho aquel día en su despacho. Bennie se percató de que la luz procedente de arriba le hacía parecer más viejo o pensó que tal vez el efecto se debía a las noches en vela pasadas desde aquel encuentro.
– Denegada -dijo-. Prosiga con la pregunta, señor Hilliard.
Bennie se sentó, frustrada. Notaba que Connolly, a su lado, experimentaba la misma decepción, pero no se volvió para comprobarlo.
– Iba a contarnos algo sobre el inspector Della Porta, agente Reston.
El policía asintió:
– El inspector Della Porta era una buena persona y un excelente agente de policía. Con su trabajo ascendió a inspector. Obtuvo una de las calificaciones más altas en la prueba, lo que demostraba su elevada cultura. Y su inteligencia. No se trata de un examen sobre el procedimiento policial.
– ¿Sabe usted si el inspector Della Porta era una persona que colaboraba en movimientos cívicos? -preguntó Hilliard.
– Por supuesto que colaboraba. El inspector Della Porta dedicaba su tiempo libre a los grupos cívicos que coincidían con sus aficiones, por ejemplo, el boxeo. Para muchos boxeadores fue como un hermano mayor, incluso fue manager de Star Harald, quien está a punto de pasar a la categoría de profesional; supongo que habrán oído hablar de él.
El agente Reston se volvió hacia el jurado y observó sus rostros para comprobarlo. En la parte central de la última fila, un joven negro levantó sus finas cejas con gesto de reconocimiento.
Se trataba de Jamell Speaker, de unos treinta y tantos años, vendedor de zapatos; Bennie le recordaba del día de la selección.
– He de hacerle una pregunta incómoda, agente Reston, una pregunta que le sorprenderá como a mí. ¿Tuvo alguna relación con el tráfico de drogas el inspector Della Porta, bajo la forma que fuera?
La sorpresa se hizo patente en la expresión del policía. Sus oscuros ojos brillaron traduciendo primero la incomodidad y luego el enojo. Frunció los labios y dejó claro que se sentía demasiado avergonzado para responder.
– Que usted sepa, agente Reston, ¿tuvo el inspector Della Porta alguna relación con el tráfico de drogas? -preguntó de nuevo Hilliard.
– Por supuesto que no -saltó finalmente Reston en un tono que dejaba entrever su indignación.
– Que usted sepa, agente Reston, ¿el inspector Della Porta consumía drogas?
– No, señor.
– Usted fue a alguna fiesta a casa del inspector Della Porta, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Cuántas?
– No lo recuerdo, pero varias, aunque yo no lo llamaría fiestas sino tertulias. El inspector Della Porta tenía muchos amigos que se reunían allí después de la ronda, después de un combate, para charlar. Le gustaba cocinar. Preparaba tortillas para todo el mundo en su casa.
– ¿Vio en alguna ocasión que se consumieran drogas, del tipo que fuera, o que estuvieran al alcance en las tertulias de las que ha hablado?
– No, señor.
– Eso imaginaba -dijo Hilliard enseguida, dirigiendo una mirada de desdén a Bennie-. Centrémonos, pues, en el diecinueve de mayo del año pasado. ¿Puede explicarnos por favor cómo detuvieron a la acusada por el asesinato de Anthony Della Porta?
El agente Reston declaró exponiendo una concisa versión de la historia que había explicado su compañero, corroborando la huida de Connolly presa de pánico, la detección de la bolsa de plástico blanca en su mano y la confesión de ella durante la detención. Bennie le escuchó sin protestar, considerando a Reston un testimonio sólido, cuya declaración tendría que abordar con cierta pericia. No iba a insistir, sin embargo, en la línea que había iniciado con McShea; debería aplicarse más y Reston era el testigo ideal para ello. Era un hombre menos agradable que McShea, por lo que no daría la impresión de que le estuviera atacando.
– No haré más preguntas de momento -dijo Hilliard, y Bennie se puso inmediatamente de pie.
Bennie inició el interrogatorio del agente Reston en el estrado, aunque sin intención de alargarlo. En realidad quería zarandearlo a fondo.
– Agente Reston, ha declarado usted que era amigo del inspector Della Porta, ¿no es cierto?
– Sí.
– Y que estuvo en alguna tertulia en su casa.
– Sí.
– Por lo tanto sabía que vivía en una segunda planta.
– Sí.
Bennie se acercó a la tribuna del jurado y se situó de cara al policía.
– Y conocía bien la disposición del piso, ¿verdad?
– Sí.
– De modo que sabía que se entraba a la salita de estar, se pasaba a la izquierda por un dormitorio y se encontraba otra habitación, que utilizaban como estudio, ¿verdad?
– Sí.
– Sabía pues que tenían el armario ropero en el dormitorio.
– Supongo.
– ¿Supone? -Bennie se apoyó en la barandilla de la tribuna-. ¿Verdad que el baño está en el dormitorio?
– Sí.
– Si estuvo varias veces en casa del inspector Della Porta, tomando tortillas y café, probablemente utilizaría el baño.
Reston permaneció un momento en silencio; sus ojos reflejaban la concentración.
– Sí. Quizás un par de veces.
– ¿Verdad que la única otra puerta del dormitorio es la del ropero?
– Pensándolo bien, sí.
– De modo que conocía bien el lugar donde tenía el ropero el piso del inspector Della Porta, ¿verdad?
– Creo que sí.
Bennie se agarró un poco a la barnizada barandilla.
– Le era familiar también el emplazamiento de la casa, ¿no es así, agente Reston?
– Sí.
– En sus visitas al piso del inspector Della Porta, ¿observó que estaban construyendo un edificio al otro lado de la calle?
– Sí.
– ¿Construyen allí un gran bloque de pisos?
– Sí.
– ¿Estaba en construcción hace un año?
– Sí.
– ¿Había visto también los contenedores enfrente para los escombros de la obra?
– Eso creo, sí.
Bennie se armó de valor:
– ¿No es cierto, agente Reston, que usted metió la ropa ensangrentada en el contenedor de Trose Street para acusar a Alice Connolly del asesinato?
– ¡Protesto! -exclamó Hilliard, levantándose y cogiendo las muletas-. La pregunta no tiene fundamento alguno. Al igual que antes, la ha introducido para confundir, no viene al caso y perjudica la buena marcha del interrogatorio.
– Se admite la protesta -dijo el juez Guthrie, como había previsto Bennie.
Había presentado la cuestión al jurado y sus miembros ya empezaban a murmurar.
– Que se elimine la pregunta y la respuesta, señoría -añadió Hilliard, pero Bennie fijó su mirada en el juez.
– No hay razón para eliminar la pregunta. Es importante que el tribunal de apelación pueda disponer de ella, en caso de que tengamos que recurrir a él.
– Se admite la eliminación -decidió el juez Guthrie; sus ojos azules encendidos tras las gafas-. Que la defensa pase a la siguiente pregunta.
Bennie siguió presionando:
– Ha declarado usted, agente Reston, que el inspector Della Porta tenía muchos amigos en el cuerpo. ¿Sabe usted quiénes eran sus otros amigos policías?
– Protesto -dijo Hilliard, sin inmutarse, en la mesa de la acusación-. Es una pregunta que no viene al caso, señoría.
– Considero que tiene una gran importancia para este caso el hecho de que el inspector Della Porta, el agente Reston, el agente McShea y otros miembros de las fuerzas del orden de Filadelfia estuvieran implicados en tráfico de drogas, señoría.
– ¡Protesto! -gritó Hilliard-. ¡Esto es una calumnia, señoría! Una difamación de la peor calaña, y a todas luces constituye un intento de distraer al jurado, desviándolo de las cuestiones reales del caso.
– ¡Acérquense al estrado, los dos! -saltó el juez Guthrie. Añadió quitándose las gafas de lectura y gesticulando hacia la relatora-: Hágalo constar en acta, por favor.
Bennie obedeció, mirando de soslayo al jurado mientras avanzaba. El realizador de vídeo parecía preocupado por ella. Era joven, criado en la ciudad, y Bennie sabía por experiencia que la disposición de un miembro del jurado a la hora de admitir la falta de ética profesional de un policía variaba según la generación, la raza e incluso los factores geográficos.
– Señorita Rosato -murmuró el juez con la voz algo tomada-, el Tribunal la ha advertido de que no siguiera con ese tipo de preguntas. No disponemos de pruebas sobre una confabulación policial en este caso, de ningún tipo de prueba.
Hilliard asintió con energía.
– Además, señoría, la propia insinuación resulta perjudicial. El jurado ya está buscando las pruebas de una confabulación que no existe. Ésta se desprende sólo de la información de la defensa.
– Es incuestionable, señoría, que las confabulaciones, en especial las oficiales, resultan difíciles de probar -dijo Bennie con firmeza. Tuvo que reprimir la sonrisa que le provocaba el hecho de discutir el asunto con un juez metido también en la confabulación-. El contrainterrogatorio siempre ha sido el motor…
– No nos cite al juez Homes, señorita Rosato. -El juez Guthrie hizo un gesto forzado. Y añadió inclinándose en el estrado-: El tribunal conoce la cita y, pese a considerarla convincente, no puede darle un peso de precedente. Se ha excedido usted con la referencia a las drogas en presencia del jurado. El tribunal la ha advertido ya sobre ese tipo de referencias y está en su mano acusarla de desacato.
– Debo interrogar al testigo, señoría -respondió Bennie mirándole a los ojos-. Estoy llevando a cabo un contrainterrogatorio normal en un caso de confabulación.
– Este no es un caso de confabulación, señorita Rosato.
– Para mí lo es, señoría. Una confabulación para cometer un asesinato. No se está juzgando a la persona culpable y me asiste el derecho a proseguir y desarrollar la teoría de la defensa sobre el caso. Forma parte asimismo del derecho que tiene la señorita Connolly a que se le haga un juicio justo.
Hilliard puso mala cara.
– La cortina de humo jamás ha sido una táctica de juicio justo, señoría. Más bien es la antítesis de él. Las pruebas que no vienen al caso, como las insinuaciones que ella nos presenta como teorías, son de todo punto inadmisibles, precisamente porque inducen a error y confunden al jurado. Ha iniciado una campaña de desprestigio sin pruebas ni detalles concretos.
– Dispongo de los detalles, señoría -respondió Bennie, y las finas cejas del juez Guthrie se arquearon tras los cristales.
– ¿Detalles? Sírvase, pues, exponerlos ante el tribunal, señorita Rosato. Preséntenos alguna prueba.
Bennie se agarró al estrado. Aquello significaba enseñar las cartas a Guthrie y a Hilliard.
– La jurisprudencia deja claro que puedo interrogar al testigo en esas circunstancias sin proporcionar prueba alguna, señoría. Me asiste el derecho a formular la pregunta, y luego el señor Hilliard puede protestar si lo desea. Pero no tengo que presentar primero la cuestión.
– Está bien. -El juez Guthrie frunció los labios y la flácida piel de sus mejillas quedó tirante en una expresión consternada-. ¿De modo que se niega a presentarnos una prueba?
– ¿A usted? Con el debido respeto, señoría. -Bennie volvió la vista hacia la relatora, que seguía tecleando con gran seriedad sus palabras en el estenógrafo-. Deseo que conste en acta que en interés de mi clienta el testigo debe oír la pregunta antes que el tribunal.
Hilliard estalló. Quedó boquiabierto.
– ¿Qué está insinuando, señoría? ¿Le acusa a usted de falta de ética en su procedimiento? ¿Es que la señorita Rosato ha perdido el juicio?
Parecía realmente impresionado, y los ojos del juez Guthrie reflejaron instantáneamente el enojo que sentía, aunque un momento después Bennie identificó en ellos algo muy distinto: el miedo.
El juez se apoyó en el respaldo con gesto lento.
– Señorita Rosato, el tribunal no va a responder a lo que el fiscal ha calificado con tanta exactitud de insinuaciones. Además, el acta demostrará que el tribunal no ha puesto trabas a ninguna investigación sobre supuesta corrupción oficial. Sírvase proseguir con sus preguntas, pero sólo si éstas contienen los detalles antes citados. Haga el favor de sentarse, señor Hilliard.
Bennie apartó la vista del juez y, sin mirar al jurado, supo que éste esperaba, expectante, la pregunta, lo mismo que le ocurría a la tribuna que tenía detrás. Hizo un esfuerzo por apartarlos de su mente. Era algo entre ella y Reston. El policía se arregló el nudo de la corbata y observó con mirada recelosa el avance de Bennie hasta situarse frente a él. No podía volver a disparar por las buenas. Tenía que apuntar al corazón.
– Cuando el agente Lenihan, del distrito Undécimo, declaró que usted, agente Reston, el agente McShea y el inspector Della Porta estaban implicados en tráfico de drogas. ¿Acaso mentía? -dijo Bennie.
– ¡Protesto, señoría! -resonó la voz de Hilliard-. ¡Pido que se elimine la pregunta! ¡No viene al caso, es malintencionada y no tiene base alguna! ¿Quién es el agente Lenihan? ¿Qué tiene que ver todo esto con el asesinato del inspector Della Porta?
– Se acepta la protesta -dijo el juez Guthrie. Se puso de nuevo las gafas y luego se dirigió al jurado, con los labios algo temblorosos-. Se elimina la pregunta, que conste en acta, y ustedes, damas y caballeros, sírvanse borrarla también de su mente. La señorita Rosato no tiene derecho a formular una pregunta así sin pruebas de ningún tipo. Recuerden que una pregunta formulada por un abogado no es una declaración de un testigo, y que no deben considerarla como tal.
Los miembros del jurado se pusieron serios, y un hombre negro hizo un gesto de asentimiento y comprensión desde la última fila. Sin embargo, Bennie se fijó en que tenían la vista fija en Reston, cuya tez estaba pálida por la furia contenida. Bennie había entablado el combate. No tenía conciencia de hasta dónde llegaba la confabulación ni quién la dirigía, pero sabía que ella la había provocado, la había empujado, como al tigre hacia la guarida. De todas formas, no existía jaula capaz de retener a aquel animal; sabía que, tarde o temprano, arremetería de nuevo en defensa de su propia supervivencia.
Si Bennie no terminaba con él antes.
– No haré más preguntas -dijo.
Se volvió, dando la espalda al testigo, y fue a sentarse.
Surf alcanzó a Joe Citrone delante de la comisaría en el momento en que éste arrancaba. El asfalto del aparcamiento situado atrás era de un negro brillante; se encontraba prácticamente vacío. Todos los agentes de servicio habían salido a comer. Citrone iba con su nuevo compañero, por lo que Surf pensó que no podía precipitarse. No era cuestión de saltar al cuello de Joe, lo que en realidad le apetecía hacer.
– Tenemos que hablar, Joe -dijo con aire tranquilo.
– No tengo tiempo. -Citrone miró por la ventanilla del coche patrulla, sin quitar las manos del volante. El motor soltaba un ruido sordo, y las gotas de lluvia se calentaban en el capó-. Tenemos un servicio que hacer.
Ed Vega, el compañero de Citrone, bajó la cabeza en el asiento del acompañante y esbozó una sonrisa bajo el bigote.
– ¿Qué tal todo, colega? -dijo Vega.
– Tirando, Ed -respondió Surf tamborileando con los dedos sobre el húmedo techo del coche-. Tengo que estorbaros un momento. Tu compañero me debe algo de pasta y esta noche salgo con la novia.
– ¡Te pillaron, chaval! -exclamó Ed, y Citrone frunció el ceño.
– ¿Y tiene que ser ahora mismo? -preguntó Citrone, entornando algo los ojos ante los últimos resquicios de la lluvia que goteaban en el cristal.
La tormenta estaba amainando y el cielo había quedado cubierto por una fina y helada neblina.
– Sí, me hace falta ahora -insistió Surf, con un amago de sonrisa y abrió la puerta-. Suéltala.
– Tranquilo, muchacho. -Citrone estiró sus largas piernas en el asiento y salió del coche. La gravilla crujió bajo sus suelas y con sus zapatos recién lustrados cerró la puerta de una patada-. Vuelvo enseguida, Ed.
– Por aquí.
Surf cogió a Citrone del brazo y lo llevó a cierta distancia del coche, para que el otro no pudiera oírles. Tenía la impresión de que Vega era un secreta. En el Treinta y siete reclutaban así a estos polis, con trampa. Tenían todo el distrito controlado. Surf ya no se fiaba de nadie, y mucho menos de todos los demás policías.
– Quítame la mano del brazo -dijo Citrone cuando estuvieron solos. Pegó un tirón para que lo soltara-. Estoy hasta la coronilla de ti.
– ¡No me digas! -Lenihan se exaltó-. Has jodido tanto la marrana que aquí ya no se salva nadie.
– Hablas demasiado, Lenihan.
Surf echó una ojeada al coche patrulla dibujando una sonrisa de boy scout.
– Te dije que ocurriría eso. Os lo dije a todos, y os lo tomasteis a pitorreo. Ahora estamos jodidos, Citrone. Esta mañana Rosato ha empezado con sus preguntitas en la sala. La tenemos encima.
– ¿Por qué no me cuentas algo que no sepa? ¿Te crees que eres el único que tiene espías en la sala?
– Yo no necesito espías. He estado allí en persona. -Surf no le comentó que aquella zorra le había abordado a la salida del juzgado. No quería que Citrone le echara una bronca-. Lo he oído por mí mismo.
– O sea que has oído decir a Rosato que tú ibas a declarar contra Art.
– ¿Cómo? -Surf miró de pronto a Citrone, horrorizado-. ¿Yo, apuntando contra Art?
– ¿A que no es verdad? Ésa se está marcando un farol, ¿o no?
– Pues claro. -A Surf se le secó la boca-. Por supuesto que no es verdad. ¡No fastidies!
– Tenías que haberte mantenido lejos de allí. -Citrone fue moviendo la cabeza mientras se metía la mano en el bolsillo de atrás; se sacó luego una pequeña cartera de piel de becerro y entregó a Surf un billete de veinte, que cogió de un ordenado fajo-. Coge eso por si mi compañero nos está mirando. ¡Y humo!
– Descuida, humo. -Surf se metió el billete que le acababa de pasar Citrone en el bolsillo-. Pero lo del humo tendrá que esperar a que consiga mi parte del medio millón.
– Todo llegará.
– Sí, pero ¿cuándo? Podía habérmelo quedado de entrada. Pillar el puto montón…; pero no, te lo entregué a ti como un buen chico y me dijiste que esperara. ¡Joder! ¿Y ahora qué espero?
– El momento adecuado.
– ¿Y eso qué significa? ¿No podemos llevarnos ya todos la tajada? Entonces podríamos darnos el piro.
– No.
– ¿Y por qué no, Joe? Cuéntamelo de una puta vez, tío. Quiero oírlo de cabo a rabo.
Citrone le dirigió una despiadada mirada.
– En cada reunión puede haber un testigo. En cada llamada telefónica, un pinchazo. Tranquilo hasta que controlemos la situación.
– ¿Como la controlábamos la semana pasada y la anterior? Della Porta nos jodía la pasta y tú sin enterarte. Estaba forrando a esa puta.
– Llevaba tiempo en ello, ya lo sé.
– ¡Ah, vaya! ¿Lo sabías? Lo sabías. -Surf no pudo controlarse más y levantó la voz-: Y no moviste ni un puto dedo, Citrone. Eso es lo tuyo. Lo sabes todo, pero nada de mover el culo.
– Tranquilo -dijo Citrone en voz baja, lo que enojó aún más a Surf.
– ¡Valiente mamón! Parece que tienes agallas, pero a la hora de la verdad, nada de nada. ¡Nanay!
Citrone se volvió sin responder y se alejó dejando a Surf plantado bajo la húmeda neblina, solo con su terror y su furia.
De vuelta al despacho, las asociadas de Bennie iban refunfuñando mientras la agotada mirada de ésta se paseaba por un grabado que tenía en la pared de la sala de reuniones: Max Schmitt in a Single Scull, el retrato que había hecho Thomas Eakins del abogado campeón de remo, el ídolo del artista. Sin darse cuenta, Bennie estaba contemplando a Eakins, reflejado en el fondo de su propia obra, remando esforzadamente. Eakins había vivido en el barrio de Bennie, en Fairmount, a una manzana de su casa, y su madre también había sido prácticamente toda su vida maniacodepresiva. Curioso.
La mirada de Bennie deambuló hacia la ventana. Pensaba cómo habría vivido Eakins la muerte de su madre. ¿Por qué no lo había pintado? ¿Por qué no le había hecho un retrato a ella? La noche no le ofrecía respuestas: sólo la oscuridad y las nubes borraban las estrellas. Bennie había remado en noches como aquélla, cuando el río circulaba negro como el cielo, surcado sólo por las ondulaciones de color ónix que dibujaba el viento en su superficie. En noches como aquélla, tenía la impresión de encontrarse en el centro de una negra esfera suspendida desde la que no se veía más que negrura sin densidad arriba y abajo.
– ¿Disponemos ya de una analista? -preguntó DiNunzio consultando las notas que tenía en un bloc amarillo.
A su lado estaba Carrier, girando de un lado a otro con nerviosismo. A la derecha de las dos se encontraba Lou, que escuchaba atentamente, retorciéndose con los dedos la barbilla entrecana.
Bennie salió de su ensimismamiento.
– Voy a contradecir al suyo. Es una cuestión de lógica y no de pericia. Le haré decir lo que me conviene.
– Pues ya lo tenemos -dijo Mary-. Solucionado lo del analista, sólo nos quedan veinticinco detalles por resolver.
– ¿Para mañana por la mañana? -preguntó Judy.
Su peinado de paje tenía un aire grasiento después de habérselo estado martirizando con los dedos durante todo el día, y el rostro, normalmente tan vivaracho y franco, mostraba una expresión lánguida.
– Esta noche no -dijo Bennie. Se levantó y recogió los papeles-. Todo el mundo se va para casa, incluido usted, señor Jacobs. Yo voy a echar un último vistazo a las notas y también me marcharé. Ninguno de nosotros puede hacer un buen trabajo si no nos aguantamos de pie.
Lou también se levantó, colocando el pantalón caqui por encima de los mocasines.
– Me parece muy bien. Acabaré con los dos vecinos que me quedan por la mañana y luego seguiré con Lenihan.
Bennie le miró atentamente:
– ¿De verdad cree que sacará algo de los vecinos? Si podemos sacar algo de Lenihan, los vecinos ya no tendrán importancia.
– Eso nunca se sabe. Los vecinos ven muchas cosas. -Se alisó la corbata con la palma de la mano-. Creo que estoy al corriente de todos los rumores que circulan sobre Lenihan.
– ¿Eso de que es un solitario al que le gustan las señoras? ¿Que está en el Undécimo y en vías de ascenso? Entonces ha llegado el momento de seguirle. Tengo que saber por dónde circula y qué hace durante los próximos días. Tome también fotos, Lou. Necesito pruebas para presentarlas cuando él niegue los hechos.
Judy asintió frunciendo los labios.
– Si es listo, se quedará al margen. Cogerá unas vacaciones.
Lou negó con la cabeza:
– No es tan fácil coger unos días libres en el cuerpo. Hay que pedirlos con mucho adelanto.
– Vamos a dejarlo de momento -dijo Bennie de pronto-. Todos estamos cansados y a dos de nosotros ya nos pesan los años. Carrier, DiNunzio, dejad todo el material aquí y así podréis empezar más descansadas por la mañana. ¡Vamos!
Con un gesto indicó a sus asociadas que salieran de la sala de reuniones y ellas se levantaron, estiraron sus agarrotados músculos, algo aturdidas al verse liberadas.
– Es la fiebre del juicio -explicó Bennie a Lou, quien observaba sonriendo cómo las dos muchachas abandonaban la mesa y salían de la sala.
– Yo más bien habría dicho que se trataba del síndrome premenstrual -respondió él, y Bennie se echó a reír.
– Uno bastante parecido. -Siguió a sus asociadas hacia la recepción, donde ellas esperaban el ascensor. No quedaba nadie en los despachos-. Aguarde un momento, Lou.
– Pues claro -respondió él al llegar el ascensor, cuando las dos se metieron dentro.
– Buenas noches, mamá y papá -dijeron las dos al unísono y las puertas se cerraron lentamente para iniciar el descenso.
– Unas trabajadoras incansables -dijo Lou cuando el ascensor ya traqueteaba hacia abajo.
El edificio estaba en silencio, por lo que se oían las risas de las muchachas y finalmente el «clac» de la cabina al llegar a la planta baja.
– Y que lo diga. -Bennie cruzó los brazos-. Bueno, vamos a abordar el problema, Lou. ¿Verdad que no le apetece ir a por Lenihan?
– He de admitir que no me encanta la idea.
– Me parece lógico. Pues no lo haga. Siga con el barrio y lleve a cabo un trabajo lo más completo posible. He utilizado a otros investigadores. Voy a llamar a uno de ellos.
– Lo que ocurre es que no acabo de estar convencido de que se trata de lo que cree usted. Me refiero a… ¿dinero bajo el suelo? -Lou encogió los hombros, metiéndose las manos en los bolsillos-. No basta para acusar a un poli. Sólo dispone de la palabra de Connolly, y para mí no tiene credibilidad. Está completamente corrompida.
Bennie recordó la confesión de Connolly sobre los asesinatos de las internas.
– Tiene toda la razón, pero no mató a Della Porta.
– No la comprendo, Rosato. -Lou agitó la cabeza, exasperado-. Se mete en mil problemas para salvar a Connolly y ya ve cómo se lo toma ella: se viste como usted, juega como quiere con la prensa y ya me dirá… Y usted, dispuesta a desprestigiar a un policía, a pasar noches en vela, a hacer lo que sea por ella. ¿Por qué? ¿Porque tiene la impresión de que es su hermana gemela?
– No, no es eso.
Bennie no podía quitarse de la cabeza la confesión que le había hecho Connolly en la cárcel.
– ¿De qué se trata, pues? Usted tiene experiencia, debe saberlo. Una persona como Connolly, aunque no haya matado a Della Porta, habrá matado a alguien y, tarde o temprano, volverá a las andadas. Es escoria. Estoy convencido de que se encuentra en el lugar donde debe estar.
– No es así como funcionan las cosas, Lou. Connolly no está en la cárcel por ser una mala persona, está en la cárcel por el asesinato de Della Porta. No podemos empezar a marginar a las personas porque sean malas. Esto no es justicia.
– ¿Justicia? -dijo Lou con una sonrisa-. De modo que puede matar a trescientos pero a ése no y sale en libertad. ¿Es eso la justicia?
– Siento decirle que sí.
– Lo hablaremos después del siguiente asesinato, señora mía -concluyó él, y a Bennie no se le ocurrió ninguna respuesta.
Bennie se encontraba en mitad de Broad Street cuando se dio cuenta de que la seguía un coche negro, que se encontraba a media manzana de ella en el carril de la derecha. Le pareció un vehículo casi igual que el TransAm, pero no estaba segura de que fuera el mismo. Siguió adelante con los ojos pegados al retrovisor. No acertaba a vislumbrar su conductor ni el color del coche. Las farolas de la calle eran antiguas e iluminaban poco la calzada.
El firme brillaba tras la lluvia y apenas había tráfico: tras ella, sólo una furgoneta de reparto blanca. Ésta aceleró, ocupando toda la panorámica del retrovisor trasero. No tenía cristales en la parte de atrás y por ello no se veía su interior. El TransAm, suponiendo que fuera aquel vehículo, cambió de carril situándose detrás de la furgoneta.
Bennie siguió hasta el semáforo situado frente al Ayuntamiento, iluminado en un tono morado que destacaba las sombras de sus bóvedas y arcos Victorianos. Las gárgolas abrían sus silenciosas bocas sobre aquéllos, pero Bennie llevaba muchísimo tiempo sin inmutarse ante tal visión. Lo que la inquietaba aquella noche era la policía. Un miembro del cuerpo en concreto. El semáforo se puso rojo y ella echó un vistazo al retrovisor lateral. Tras la furgoneta divisó la inclinada calandra del vehículo, pero seguía la oscuridad y no conseguía determinar si se trataba de un TransAm. Tal vez no lo fuera. El día anterior había creído ver un TransAm negro cuatro veces y se había equivocado en las cuatro ocasiones. Le estaba entrando la paranoia.
A pesar de todo, pisó el acelerador. La furgoneta blanca la siguió a menos velocidad y observó que el coche negro continuaba casi pegado a ella. Los tres vehículos serpentearon dando la vuelta al Ayuntamiento, pasaron por delante de los juzgados y se dirigieron hacia la avenida Benjamín Franklin. Bennie vivía en el barrio situado alrededor del Museo de Arte, en la parte occidental de la avenida. Había elegido el lugar porque era de fácil acceso, no tenía pretensiones y estaba cerca de Schuylkill, donde iba a remar; las mismas razones que habían movido a Thomas Eakins a vivir allí tiempo atrás. Estaba cerca de casa, pero le preocupaba pensar si llegaría sana y salva.
Aceleró y el Ford se situó en el bulevar de cuatro carriles, la avenida Ben Franklin, resbaladiza y húmeda tras la tormenta. Los neumáticos se metieron en un charco, el vehículo quedó salpicado por los costados pero siguió a gran velocidad, avanzando bajo las banderas multicolores de todas las naciones, que ondeaban al viento. NIGERIA, LAGOS, TANZANIA se veía escrito en los rótulos. La furgoneta blanca siguió su camino y en un instante el vehículo oscuro asomó tras ella, situándose a toda velocidad en el carril derecho, iluminado por una farola. En efecto: era un TransAm. Bennie no sabía a ciencia cierta si era azul marino o negro, pero tampoco era cuestión de buscarle tres pies al gato.
Agarró con fuerza el volante. Tenía el TransAm a unos diez metros, circulando velozmente. Empezó a latirle el corazón, dio la vuelta a Logan Circle, procurando mantener recto el vehículo mientras giraba en Swann Fountain, que proyectaba unos iluminados arcos de agua en la noche. El TransAm aceleró, acortando la distancia, y Bennie distinguió su color al verlo pasar bajo la iluminada fuente. Negro. ¡Por favor! Al volante, una silueta masculina. Tenía que ser Lenihan.
Notó un peso en el pecho. Reflexionó velozmente. No llevaba ningún arma pero disponía de un móvil de coche. Buscó a tientas los botones y pulsó el 911.
– Servicio de urgencias -respondió una voz profesional cuando cobró vida la conexión.
– Necesito ayuda. Me está siguiendo un coche, un TransAm negro. -Pasó por encima de otro charco y comprobó el retrovisor. Sólo estaban ella y el TransAm-. Acabo de dejar Logan Circle y me dirijo hacia el Museo de Arte. ¿Qué hago?
– ¿Viaja en su coche, señorita?
– ¡Sí! Un Ford azul.
– ¿Y ese coche sigue al suyo?
– ¡Sí! ¡Sí!
Bennie se esforzaba en dominar el volante y gritar a un tiempo.
– ¿Qué le hace pensar que este coche la sigue, señora?
El TransAm se aproximaba cada vez más. Estaba a seis metros, luego a cinco. Bennie se aguantó en el volante con los brazos tiesos.
– ¡Palabra que me está siguiendo! Es un agente de policía llamado Lenihan.
– ¿Ha dicho que un agente de policía sigue su coche, señorita? ¿Por qué no le hace señas para que se detenga, si necesita ayuda?
– Necesito ayuda para protegerme de él. Emitan un comunicado. Me dirijo hacia la zona oeste, subiendo por la avenida Ben Franklin. ¿Debo acercarme a una comisaría?
Acababa de pronunciar esas palabras cuando se dio cuenta de que había pasado ya la calle que llevaba a la comisaría de su distrito. Tenía el TransAm muy cerca. Luego vio que se situaba en su carril, justo detrás de ella.
– ¡Socorro! -gritó Bennie.
Pisó a fondo el acelerador y el Ford salió disparado por la avenida. Las farolas se desdibujaron ante sus ojos, convirtiéndose en unas relucientes líneas. Las banderas ya sólo eran unas listas de colores. Era todo lo que podía hacer para mantener el vehículo estable. Tomó hacia la derecha en dirección al Museo de Arte.
– ¿Sigue ahí, señorita? ¿Señorita?
– ¡Socorro! -chilló Bennie.
El grito retumbó en sus oídos. Miró el retrovisor de atrás forzando la vista. Los potentes faros del TransAm se centraron en el Ford. El vehículo rozaba ya su parachoques. Vio el rostro del conductor. Su expresión macabra. El pelo rubio. Era Lenihan.
Una ráfaga de terror se apoderó del cuerpo de Bennie. El Ford avanzaba como un bólido por el reluciente bulevar. Ante ella, el Eakins Oval, la rotonda de delante del Museo de Arte. El semáforo se puso rojo pero Bennie siguió pisando el pedal. Sin soltar un momento el volante, cogió la curva a gran velocidad. El interior de su vehículo se iluminó cuando el TransAm le pegó una sacudida desde atrás. Se agarró con más fuerza al volante para salvar la vida.
– ¿Señorita? ¿Señorita? -decía la voz del teléfono-. ¿Ha dicho usted que la policía está aquí?
– ¡No! ¡Socorro! -gritó ella, y luego abandonó.
El Museo de Arte surgía imponente ante sus ojos con el aspecto de un templo de color ámbar de los antiguos griegos. La iluminación del suelo le confería, en lo alto del promontorio, un tono dorado reluciente que contrastaba con la noche. Una sólida escalinata llevaba a su entrada con columnas. Aquello le dio una idea. Tenía que llegar a donde no pudiera seguirle Lenihan. Ella conducía un todoterreno; Lenihan, un TransAm. Ni comparación.
De repente, Bennie pegó un golpe de volante a la derecha y el Ford derrapó hacia la izquierda. La parte trasera del vehículo coleó y ella se vio empujada hacia la puerta de la izquierda. El golpe le causó un fuerte dolor en el hombro izquierdo, pero siguió agarrada al volante con frenesí. El Ford acabó de cara al lugar de donde procedía. Divisó el TransAm: chirriaba, esparciendo agua con los neumáticos como un molinete. A Lenihan le costaría recuperarse.
Bennie apretó el gas y giró el Ford hacia la acera. Las ruedas de atrás chirriaron con la gravilla y el agua de la lluvia. Dirigió el vehículo hacia la escalinata del Museo de Arte. No tenía otra salida que la del ascenso. Si Rocky lo había conseguido, ella también podría.
Conectó la tracción a las cuatro ruedas y el Ford subió la acera y siguió por las escaleras de granito. Iba saltando en su asiento a pesar del cinturón de seguridad, escalón a escalón, directa hacia arriba. Las fuentes situadas a uno y otro lado de la escalinata proyectaban el agua al cielo llenando el coche de humedad. Las farolas de gas con pie de hierro forjado le iluminaban el camino.
Siguió acelerando. El vehículo traqueteaba como si circulara a toda velocidad por las vías del tren. La suspensión chirriaba. Las mandíbulas retumbaban en su cráneo. Los dientes de arriba se le clavaron en el labio inferior. Notó la cálida sangre en la boca. Llegó al siguiente rellano y siguió embistiendo.
Echó un vistazo al retrovisor de atrás. El TransAm había girado, recuperándose y emprendía la carrera hacia la acera, pero se detuvo al pie de la escalinata. Subió tres escalones, perdió tracción y se deslizó hacia atrás. A Bennie el corazón le dio un vuelco por el alivio. Continuó pisando el pedal y el Ford ascendió el siguiente tramo. Le quedaba sólo uno para llegar a la plaza con la gran fuente circular situada delante del museo. Ante ella, las columnas corintias de la fachada, con una altura de cinco plantas, quedaban bañadas en una luz dorada. Sobre el tejado, los dioses y diosas griegos contemplaban el oscuro cielo con serena indiferencia.
El Ford siguió hacia arriba. Bennie perdió de vista el TransAm. Le quedaban cinco peldaños para llegar a la plaza. En la parte trasera del museo había un camino que ella utilizaba para ir a Schuykill y partía del extremo más alejado del museo. No estaba lejos del club de remo, lugar donde tenía amarrada su embarcación de fibra de vidrio. Era su salvación. Estaba casi a salvo.
Otra sacudida y el Ford saltó a las losas de la plaza. El agua de la fuente iluminada le empañó el parabrisas. Ante sí, el Museo de Arte resplandecía. Con el gas a fondo, giró hacia la derecha, a punto de topar contra los pilotes que impedían el tráfico rodado en la plaza, para coger luego a la izquierda el estrecho camino que rodeaba el museo. Éste llevaba a un aparcamiento y de ahí a una ruta adoquinada que volvía a la avenida. Tenía la intención de cogerla para dirigirse a la comisaría más próxima, la de la calle Veintidós. La voz procedente del 911 se escuchaba en la lejanía.
Bennie miró hacia el retrovisor. Ni rastro del TransAm. De pronto se dio cuenta de que podía haber dado la vuelta por atrás. Tenía que salir a toda prisa antes de que Lenihan apareciera. Siguió por la estrecha ruta entre el museo y el bajo muro de piedra. Las farolas se alineaban en el camino y bajo una de ellas vio una cámara de seguridad. Rezó para que la detectara el equipo de seguridad del museo.
Como caído del cielo, oyó el rugido de un motor. Se le iluminó el parabrisas. Levantó los brazos. Se produjo un espantoso estrépito que la empujó con fuerza contra el respaldo y luego le impulsó el cuerpo hacia delante hasta donde dio de sí el cinturón. Aturdida, abrió los ojos.
El parabrisas era como una malla de cristal roto. El capó se había combado por el centro. El TransAm se había empotrado en el Ford, quedando cara a cara, con la cubierta del motor completamente abollada, echando humo. En una fracción de segundo, Lenihan había salido del coche. Blandía una porra negra.
«¡Santo cielo!» Bennie intentó poner el motor en marcha pero no lo consiguió. Miró a un lado y a otro como una desaforada. El teléfono no funcionaba. Lenihan se acercaba a ella. Iba a matarla. Pegó un chillido y el sonido retumbó en su cabeza. Se le nubló la visión.
Un tremendo estrépito hizo trizas el cristal de la ventanilla izquierda. Bennie volvió la cabeza, presa del terror. Lenihan estaba aporreando el cristal. Tenía la cara ensangrentada, la expresión crispada de odio. «¡Dios mío!»Bennie dejó de chillar. Tenía que hacer algo, salir. Correr. Se quitó el cinturón de seguridad y, como pudo, pasó al asiento de al lado. Forcejeó para abrir la puerta del lado del acompañante y estuvo a punto de caer sobre las húmedas losas. No había llegado aún al suelo cuando oyó tras ella los pesados pasos. Tenía a Lenihan encima.
– ¡Hija de la gran puta! -gritó el poli.
Lenihan la arrastró hacia el muro. Las luces situadas al pie de éste la cegaron. Empezó a jadear. Le arañó las manos y luego se las clavó en el impermeable de plástico.
– ¡Ven aquí! -gritó Lenihan y acto seguido la empujó contra el duro canto del muro de piedra. El tosco material le arañó la mejilla. Notó como una quemazón en las costillas. Quedó colgando del muro. Apenas veía nada, con el dolor y la oscuridad. La pared daba a una rampa de cemento de unos quince metros-. ¡Salta!
Bennie hizo un esfuerzo para poder reflexionar, aunque notaba que perdía la conciencia. No podía respirar. Lenihan la empujó un poco e intentó lanzarla hacia el otro lado. La estilográfica que llevaba en el bolsillo de la chaqueta rodó por la pared. ¡Ahí estaba!
Con el último aliento, Bennie recuperó la pluma y, a ciegas, arremetió hacia atrás. La entrecortada voz de Lenihan le indicó que le había dado en algún punto. La porra se detuvo ante la garganta de Bennie. Todo su cuerpo se estremeció y los pulmones aspiraron una bocanada de aire. No había tiempo que perder.
– ¡Aaag! -gritó Lenihan.
Soltó la porra, que repiqueteó en el asfalto.
Bennie se retorció para liberarse. La pluma colgaba de la base del cuello de Lenihan y él mismo se la arrancó de un manotazo. La sangre salió a borbotones del corte. Se le encendió la mirada con renovada furia. Agarró a Bennie del cuello y la empujó contra el muro, golpeándole la cabeza contra la dura piedra. Ella, a punto de perder la conciencia, consiguió agarrarse a su camisa para no caer al vacío.
Siguieron luchando en el muro: sus sombras formaban una grotesca danza del amor, sus siluetas ampliadas bajo el efecto de las luces. La sangre de Lenihan les iba empapando. Bennie la notaba, cálida y húmeda en la mejilla. Aquel olor primario le llenaba la nariz. Con las uñas iba rasgando el impermeable de Lenihan mientras rodaba en el borde del muro. El cielo se oscureció por completo a su alrededor.
– ¡Eh! ¡Basta ya! -gritó alguien, y Bennie notó que la mano de Lenihan le soltaba el cuello. Tosió en busca de aliento y al abrir los ojos vio que se acercaba a ellos un guardia de seguridad del museo-. ¡Basta ya, los dos! -gritó el vigilante.
Lenihan, sobresaltado, se tambaleó y perdió el equilibrio en el borde del muro.
– ¡No! -chilló Bennie, intentando cogerlo.
El impermeable le rozó los dedos pero cerró el puño demasiado tarde. Lenihan se deslizó de su mano y cayó al otro lado con la expresión de terror marcada en los ojos. Lo último que oyó Bennie antes de desplomarse fue el postrer grito de Lenihan, acompañado por los pitidos de las sirenas de la policía, acercándose.
Bennie no tuvo conciencia de cómo la odiaba la policía hasta que entró aquella noche en la brigada tras la muerte de Lenihan. Iluminaba la sala una apagada luz azul y se amontonaban en aquel lugar las viejas mesas de despacho y los desvencijados archivadores, todo ello rodeado de unos descoloridos cortinajes. Al avanzar entre la silenciosa fila, camino de la sala de interrogatorios, Bennie tuvo la impresión de que aquel día todo el mundo había cogido el turno de noche. No iba a sacar nada si les decía que lo sentía. En nada la ayudaría explicarles que a ella misma le sabía peor que a ellos. Tampoco veía sentido en contarles que Lenihan había intentado matarla. Bennie Rosato, que se había forjado una carrera demandando a las fuerzas del orden, acababa de matar a uno de los suyos. Era lo único que contaba para ellos.
– Tome asiento, señorita Rosato -dijo uno de los inspectores.
Bennie había estado allí muchas veces. La sala era minúscula, sus paredes del verde de rigor se veían sucias, y el asiento que le ofrecían era la silla de acero atornillada al suelo, la que reservaban para los sospechosos de asesinato. El aire estaba viciado, y contra el mugriento muro se veía una destartalada mesa de madera, mucho más pequeña que las de jugar a los naipes. En su irregular superficie, había esparcidos formularios y una vieja Smith-Corona.
Bennie no se inquietaba por su persona. Sabía que la policía no podía acusarla de la muerte de Lenihan; ni siquiera la habían esposado de camino a la Roundhouse. El guardia de seguridad del museo explicaría lo sucedido, las transcripciones del 911 apoyarían su relato y además la porra de Lenihan estaba a la vista. Quién sabe si había pensado en matarla de forma que pareciera el resultado de un atraco o el asalto a un coche; sin embargo en aquellos momentos la estratagema había quedado destruida. El ataque constituía una prueba de una confabulación policial tan despiadada como para matar con intención de proteger al culpable. Ya no habría miramientos ni contemplaciones. Había estallado la guerra, cobrándose la primera víctima mortal.
– Sus abogados están aquí, Rosato -dijo el inspector, y Bennie levantó la vista.
En el umbral de la puerta vio a Judy y a Mary detrás de Grady, con la expresión tensa por el miedo. Grady se adelantó y la estrechó entre sus brazos, levantándola casi de la silla. Notó un fuerte dolor en las costillas.
– Estoy bien -dijo, pero Grady se volvió hacia el inspector.
– Haga el favor de dejarnos solos -dijo-. Serán cinco minutos.
– Cinco minutos, abogado -dijo el inspector.
Era un hombre con cuerpo de atleta y elegante corte de pelo. Abrió la puerta y se marchó.
– Un momento, Grady -dijo Bennie levantando la mano-. Primero tengo que hacer algo. DiNunzio, Carrier, sentaos. -Grady se apartó mientras las asociadas de Bennie, vestidas de calle, con una chaqueta encima, tomaron asiento. Judy parecía muy preocupada y a Mary se la veía acongojada: las tres arrugas que surcaban su frente infantil habían quedado ya grabadas allí como un estrato geológico-. ¿Te encuentras bien? -le preguntó Bennie.
– ¿Te encuentras bien tú? -respondió Mary en tono apagado-. Tienes el labio ensangrentado.
– Estoy perfectamente. -Bennie se pasó la lengua por el dolorido labio inferior-. De todas formas, escuchadme: lo que ha ocurrido esta noche no tiene ninguna gracia. Tenéis que apartaros del caso. Se acabaron las comparecencias ante el tribunal, se acabaron las firmas de documentos que pasan al archivo.
– Ni hablar, Bennie -protestó Judy, aunque Mary permaneció en silencio, de lo que se percató Bennie.
– No tienes otra opción, Carrier. Lo primero que vas a hacer mañana por la mañana es presentar tu renuncia y la de Mary a comparecer ante el tribunal. Quiero que tenga la máxima publicidad. Decid a Marshall que redacte un comunicado de prensa sobre ello. Tenéis que apartaros del caso y todo el mundo debe saberlo.
– ¿Qué dirán de ello? -Judy retiró su alborotado pelo del rostro. Llevaba vaqueros y una camiseta de fútbol americano que asomaba por debajo de su corta chaqueta-. Todo el mundo tendrá la impresión de que lo dejamos, de que nos hemos asustado.
– No tiene que preocuparte lo que piensen los demás. Vuestra seguridad es más importante.
– ¿Más que mi reputación como abogada? ¿Que mi responsabilidad ante ti? -Judy movió enérgicamente la cabeza y el pelo osciló sobre sus orejas-. Yo no me retiro. Mañana me presento ante el tribunal. Ésta es mi decisión.
– No, no puede ser. El bufete es mío y yo asigno las tareas. Nos hace falta una persona en el caso Burkett. Adelante. Las dos.
– Yo no -insistió Judy.
Bennie se frotó la frente. Le dolía la cabeza desde el porrazo recibido desde atrás. La mejilla ya no le sangraba pero notaba la mandíbula dolorida. Y la discusión empezaba a exasperarla.
– ¿Harás lo que te digo, aunque sea una sola vez, Carrier? ¿Serás capaz de escucharme, para variar?
– Te escucho pero no pienso obedecer. ¿Qué vas a solucionar si yo me retiro del caso? ¿Y qué me dices de ti? Tú eres la persona a quien persiguen. El poli intentó matar…
– Eso, ¿y tú qué, Bennie? -intervino Grady. Bennie levantó la cabeza y vio el miedo en su rostro. Su tez, pálida de por sí, había adoptado un tono céreo, y tenía los ojos enrojecidos por la vela y la inquietud. Despuntaba ya una incipiente barba rubia en la parte de la barbilla y llevaba la camiseta «Duke» del revés, a causa de las prisas-. Ya sé que no vas a retirarte, pero no puedesseguir sin protección. O me meto yo en la sala o contratas a alguien.
– ¿Protección? ¿Te refieres a un guardaespaldas?
– Más bien a tres guardaespaldas.
– No podemos permitírnoslo.
– Yo me ocupo de dos de ellos, y no se hable más. -Grady se volvió hacia las letradas e intentó sonreír-. ¿Estáis de acuerdo, abogadas? ¿Dos guardaespaldas?
– Sí -dijo Judy-. Lo que significa que sigo en el caso. ¿Vale, jefa?
– No, no vale.
Grady cogió el hombro de Bennie.
– Ella es quien tiene que decidir. ¿O es que tú no tomas decisiones irracionales?, ¡y nadie te detiene!
Bennie sonrió.
– Basta. Me duele cuando me río.
Judy soltó una carcajada.
– Trato hecho, pues. Sigo en el caso.
Bennie soltó un suspiro; estaba demasiado agitada para seguir peleando.
– De acuerdo, Carrier puede seguir pero DiNunzio empezará mañana con Burkett. Tendrás que cumplimentar la renuncia a primera hora, y luego te tomas el resto del día libre. ¿Vale?
Las tres cabezas se volvieron al unísono y de repente Mary tuvo la impresión de encontrarse en el banquillo de los acusados.
– No sé -dijo.
– No eres tú quien decide -le dijo Bennie-. Has hecho un excelente trabajo en el caso, con los vecinos, y ahora se acabó.
– Si aún no los han citado como testigos. ¿Cómo vas a interrogarlos? No te he pasado la información.
– Podré hacerlo. Tengo tus notas. Sabré desenvolverme.
Alguien golpeó la puerta con contundencia y Bennie se puso tiesa, con una mueca de dolor al protestar sus costillas ante el cambio de postura.
– ¿Rosato? -dijo una voz masculina.
La puerta de la sala de interrogatorios se abrió.
Sin embargo, no apareció tras ella ninguno de los inspectores. De pie en el umbral, la entrecana cabeza marcada por una expresión de angustia, el típico pantalón caqui, la americana azul marino hechos un amasijo de arrugas, apareció Lou Jacobs.
En la Roundhouse todo se había desarrollado de la forma que esperaba Bennie: Grady en calidad de abogado, pese a que no hacía falta. Los inspectores escucharon el relato de Bennie sobre la muerte de Lenihan con cortesía y profesionalidad, dándole crédito enseguida. Habida cuenta de las pruebas que la respaldaban, no tenían otra alternativa. DiNunzio y Carrier permanecieron apoyadas en un par de sillas plegables, intentando reprimir las lágrimas que asomaban en sus ojos, pero quien más sorprendió a Bennie fue Lou.
Se mantuvo todo el tiempo a su lado, frente a Grady, apoyándola ante la policía sin tener que articular palabra. Al terminar el interrogatorio, colocó su cálida mano sobre el hombro de Bennie, gesto que a ella le pareció de lo más reconfortante. Apenas conocía a ese hombre pero notaba en él algo positivo. Una bondad difícil de encontrar en un joven; la ternura que llega sólo con los años. Lou sería su guardaespaldas. En cierta forma, ya lo era.
Bennie hizo el trayecto hacia casa con Grady en silencio, mientras él se mostraba amable y solícito. Una vez en casa, le preparó café, pues comprendía que a ella tal vez no le apetecía hablar. Le colocó una bolsa de hielo en la cabeza, que seguía doliéndole, y le dio una cucharada de miel para aliviarle la garganta. Le sentó bien, a pesar de no ser el tratamiento científico adecuado. Se le había hinchado el labio por la parte del corte y le temblaba la mandíbula a causa del zarandeo: contra aquellos síntomas, Grady le recetó una noche de descanso. A su lado.
Bennie se lo agradeció pero curiosamente se vio incapaz de expresárselo con palabras. Permaneció en la cama, despierta hasta el amanecer. Se veía incapaz de pensar, sólo podía notar las sensaciones. Había vivido la experiencia de la muerte de manera directa con su madre y en aquellos momentos la relación con aquélla ya era algo más íntimo. No podía evitar sentirse en parte responsable de la muerte de Lenihan. Iba reviviendo mentalmente la pelea en el muro. ¡Pensar que podía haber cerrado los dedos alrededor del impermeable un segundo antes!
Cerró los ojos en la oscura habitación. Su pensamiento deambuló hacia los asesinatos perpetrados en la cárcel. Connolly había clavado un cuchillo de fabricación casera en la garganta de Leonia Page, casi en el mismo punto en el que Bennie había clavado la pluma a Lenihan. ¿Existía algo así como el instinto asesino? ¿Lo tenía también Bennie? Las lágrimas iban resbalando por sus mejillas, una tras otra, tan incontrolables como las preguntas que se formulaba. ¿Tenía el alma tan negra como Connolly? ¿Llevaba en su interior el mismo odio, en lo más profundo de sus entrañas, acaparando hasta la última célula?
Reinaba una gran quietud en el dormitorio. La noche era profunda y silenciosa. Sólo se oía el suave zumbido del despertador, cuya superficie cuadrada brillaba en un falso tono anaranjado. Grady respiraba con suavidad, acompasadamente. El perro roncaba hecho un ovillo sobre la madera, al pie de la cama. Aquella habitación, aquel hombre, incluso aquel animal tenían la virtud de hacerla sentir segura, llena de amor. Pensaba a menudo en su madre, durmiendo con la máxima tranquilidad, en el hospital, en manos del mejor equipo médico que ella había podido conseguir. Todo aquello la reconfortaba, le confería una cierta plenitud. Durante aquella época Bennie se sintió realizada, a gusto. Era feliz.
En cambio en aquellos momentos ni siquiera podía recordar qué sensación producía la felicidad.
Los primeros rayos de sol se abrían paso a través de los rascacielos hacia los despachos de los jueces, y el juez Guthrie se encontraba sentado -más bien parecía hundido- tras su elegante escritorio de caoba. Tenía las gafas de lectura plegadas junto a la carpeta secante verde oscuro. Observaba a Bennie con los párpados caídos.
– Sentí muchísimo lo que le ocurrió anoche, señorita Rosato.
– Gracias, señoría -respondió Bennie.
Se había duchado hacía poco, se había puesto el típico traje azul marino y en aquellos momentos cruzaba las piernas en la butaca de cuero situada ante el escritorio del juez. Ella y Hilliard habían recibido una llamada del juez Guthrie a primera hora, la inevitable respuesta a las noticias difundidas por la prensa sobre la muerte de Lenihan. «Gemelas asesinas», rezaba el titular de uno de los peores periódicos de prensa amarilla, subtitulándolo, con más sutileza: «Doble riesgo».
– ¿Qué tal sus heridas, amiga mía? -preguntó el juez.
El comentario parecía sincero, al igual que su expresión. El hombre llevaba una pajarita con estampado de cachemir rojo y camisa blanca aún sin ninguna arruga.
– Estoy viva, gracias.
Pero aún le seguía doliendo el labio, así como el hombro y un costado. Todavía tenía la sensación de un golpeteo en la mandíbula y había cubierto el rasguño de la mejilla con maquillaje. Pese a todo, había decidido dejar a un lado lo sucedido la noche anterior. Si se obsesionaba con ello, les daría la victoria.
– Es algo terrible -intervino Hilliard en tono grave. Había vestido a toda prisa aquel fornido cuerpo y lucía un traje de raya diplomática marrón y camisa color crema, que contrastaba con su piel oscura. Llevaba la corbata gris anudada con cierto descuido, algo insólito en Hilliard-. He pasado casi toda la noche intentando llegar al fondo de la cuestión.
El juez Guthrie se volvió.
– ¿Y qué ha descubierto, señor Hilliard?
– Entendemos que el agente Lenihan estaba muy alterado a raíz del interrogatorio de Bennie en la sala el otro día, cuando mencionó su nombre en relación con una cuestión de corrupción oficial. Nos han comentado que Lenihan reaccionó muy mal, que lo consideró una vergüenza, una desgracia. Imaginamos que intentó hablar con Bennie, tal vez hablar con ella cara a cara sobre sus afirmaciones, y que perdió el control. Nuestro despacho emitirá esta mañana un comunicado. Ni que decir tiene cuánto sentimos lo ocurrido.
Bennie no dijo nada. Al lado del juez Guthrie, su relatora iba tecleando sobre las largas teclas negras del estenógrafo. Aquella reunión se archivaría y Bennie era consciente de que cualquier punto de la transcripción podía pasar a la prensa, al COURT-TV, el canal especializado en temas judiciales, o incluso a Internet. No estaba dispuesta a decir nada que pudiera convertirse en pasto de los rumores.
Hilliard movió la cabeza.
– Francamente, el agente Lenihan era muy lanzado, un incontrolado. Tal vez sepan los dos que, según nuestras informaciones, anoche estuvo bebiendo. Su nivel de alcohol en la sangre doblaba el límite legal.
Bennie escuchaba con expresión impasible aunque en el fondo estaba totalmente confundida. No había detectado olor a alcohol en el aliento de Lenihan aquella noche, y sabía que le habría llegado caso de que fuera cierto lo que decía el fiscal. O bien alguien se lo había inyectado post mortem o se habían falsificado los resultados del laboratorio. Se preguntaba quién habría firmado el análisis de sangre.
– ¡Señor, Señor! -exclamó el juez Guthrie en voz baja-. ¡Qué vergüenza, qué vergüenza!
– Una vergüenza, en efecto -asintió Hilliard-. Uno no cree que en la vida suceda algo así y ahí está.
– Un hombre tan joven, además -murmuró el juez-. Es triste…
Hilliard movió la cabeza con gesto de asentimiento.
– Lenihan tenía un camino trazado. Estaba ascendiendo en su carrera. Si dejamos a un lado sus problemas de personalidad, era un buen policía. Tiene un expediente limpio como una patena.
Bennie veía que aquella conversación era forzada, algo así como un debate programado en el taller de lengua del instituto. Sabía leer entre los tópicos. Se había modificado el expediente personal de Lenihan. Cualquier infracción había pasado al campo de los problemas de personalidad como apoyo a sus inclinaciones de «incontrolado». Miró al fiscal preguntándose otra vez si estaba metido en la confabulación.
Hilliard se volvió hacia Bennie, cambiando con dificultad de postura en su asiento. Había dejado las muletas en el suelo.
– El Departamento de Policía publicará también su versión sobre los hechos. Ya sé que no es gran cosa, pero es todo lo que podemos hacer, teniendo en cuenta las circunstancias.
– Se lo agradezco mucho -dijo Bennie, escogiendo con cuidado las palabras-. Yo también siento muchísimo la muerte del agente Lenihan. No creo que haga falta que el departamento presente sus excusas.
– Yo personalmente no la responsabilizo a usted de las preguntas que formuló en la sala. Comprendo que tenía el deber de interrogar a los testigos a fondo. Me he encontrado en su lugar, Bennie, cuando uno no tiene donde agarrarse.
A Bennie se le pusieron los pelos de punta.
– Mi interrogatorio fue impecable.
– No creo que hablara en serio al citar su teoría sobre el tráfico de drogas -saltó Hilliard en tono burlón, y Bennie se permitió el lujo de esbozar una leve sonrisa.
– La defensa expondrá sus teorías ante el tribunal.
– Pero usted no dispone de la más mínima prueba.
El juez Guthrie cogió las gafas.
– No vamos a discutir ahora, abogados. La cuestión que se nos plantea es la siguiente: ¿qué efectos puede tener el terrible suceso con respecto al juicio? Supongo, señorita Rosato, que solicitará usted unos días para recuperarse de las heridas y la angustia. Teniendo en cuenta el reciente fallecimiento de un familiar directo, el tribunal le concederá un aplazamiento razonable. Supongo que estará usted de acuerdo con ello, señor fiscal.
– Si se hace dentro de lo razonable, por supuesto -se apresuró a responder Hilliard, pero Bennie ya había previsto la salida.
– Se lo agradezco muchísimo a los dos pero no hará falta un aplazamiento, señoría. Quisiera seguir sobre la pista del caso. Creo que el señor Hilliard tiene que llamar a su siguiente testigo -consultó su reloj- dentro de una hora.
La relatora levantó la cabeza, sorprendida: sus labios formaron un perfecto círculo de carmín. Bennie no quería de ninguna forma un aplazamiento en aquellos momentos. Reinaba confusión entre los conspiradores y ella tenía que aprovechar el revuelo. Estaba más cerca que nunca de administrar justicia a quien se encontrara tras la confabulación. Por otra parte, nada la enfurecía tanto como un intento de asesinato, por no decir ya del suyo.
– ¡Señor, Señor! Esto sí que es algo inesperado -comentó el juez Guthrie, colocándose bien las gafas-. Estoy convencido de que necesitará cierto tiempo para recuperarse y preparar el caso. ¿Qué le parecerían un par de días?
La oscura frente de Hilliard se arrugó con la turbación.
– No se exija tanto a sí misma, Bennie. Nadie, viviendo lo que le ha tocado a usted, podría llevar ahora mismo un juicio.
Bennie sonrió con educación.
– Le agradezco su preocupación, pero me siento perfectamente capaz de seguir adelante. Tenemos al jurado aislado y no quisiera alejar a estas personas de sus familias más tiempo del estrictamente necesario.
El juez Guthrie formó su ya habitual triángulo con los dedos.
– El tribunal no acaba de comprenderla, señorita Rosato. Antes del trágico acontecimiento, su deseo más ferviente era el de un aplazamiento.
– Es cierto, señoría. Sin embargo, a raíz de lo sucedido anoche, creo que es de vital importancia cerrar el caso. Una demora probablemente implicaría la influencia de la publicidad en el jurado, lo cual impediría a la acusada disfrutar de un juicio justo. De hecho, la defensa se opone a cualquier aplazamiento en este momento crítico.
La tienda de campaña que dibujaba con los dedos el juez Guthrie se derrumbó.
– Pues bien: el tribunal les verá a los dos aquí al lado a la hora ya fijada, letrada.
– Se lo agradezco, señoría -dijo Bennie.
Cogió seguidamente su maletín y, disimulando el dolor que le punzó en las costillas, salió del despacho por delante de Hilliard.
Judy Carrier estaba sentada en la sala de espera del juez Guthrie, con dos jóvenes terriblemente musculosos a ambos lados. Lou había dispuesto que los dos guardaespaldas estuvieran en casa de Bennie aquella mañana cuando ella saliera hacia los juzgados. Les había puesto los nombres de «Mike» e «Ike» por el gran parecido que existía entre ellos: pelo castaño rapado por la parte de abajo, traje de poliéster azul marino y Ray-Ban de aviador. Sin embargo, no fue su presencia lo que sorprendió a Bennie sino ver a Mary DiNunzio en un extremo del sofá. Se levantó al tiempo que lo hacían Carrier y los guardaespaldas.
– ¿Qué tal ha ido? -preguntó Mary cuando ya enfilaban el pasillo.
Éste tenía el suelo de mármol blanco y negro y un techo claro y abovedado. Por el momento habían mantenido a la prensa a raya, al prohibirles acercarse a quince metros del despacho del juez.
– ¿Qué haces tú aquí? -Bennie miró a Mary, y a su traje marrón, que le pareció excesivamente holgado, como si hubiera perdido peso-. ¿Cómo no estás en el despacho, redactando la renuncia?
– He decidido seguir -respondió Mary. Lo había estado reflexionando toda la noche-. Tengo que hacerlo. Me necesitas.
Bennie sonrió.
– He llevado otros casos sin ti.
– Yo no me rajo. -Mary apretó el paso para seguir el ritmo de los demás por el pasillo-. Lo he estado pensando y he tomado una decisión. Inamovible. Si soy abogada, debo practicar.
Bennie frunció el ceño.
– ¿Si eres abogada? Eres una abogada mucho mejor de lo que crees.
– Gracias.
Mary notó que se sonrojaba. Nunca había oído a Bennie elogiar a nadie.
– Pero sigo pensando que tienes que apartarte del caso.
– No. Yo entro en la sala contigo.
– Vamos a hacer un trato, pues. Ocúpate de la investigación del caso, sólo los hechos. Puedes hacerlo desde tu despacho y así evitamos problemas.
– ¿Qué hay que hacer?
– Descubrir si nuestro amigo Dorsey Hilliard tiene alguna relación con el juez Guthrie, con Henry Burden o con ambos.
– Burden y Hilliard estuvieron en la oficina del fiscal de distrito, eso está claro.
Bennie movió la cabeza con expresión grave y siguió adelante.
– Algo más específico. Comprueba si trabajaron en el mismo caso alguna vez, detalles de este tipo. No sé lo que debo buscar pero lo dejo en tus manos.
Mary sonrió torciendo la boca.
– Mensaje recibido -dijo, y Judy clavó la vista en ella.
– ¿Qué vas a hacer con tus padres, Mary?
– Ya va siendo hora de que me haga mayor -dijo ella, y durante un segundo casi se lo creyó.
La siguiente testigo que iba a interrogar el fiscal, Jane Lambertsen, ya se encontraba en el estrado, elegante, con un vestido estampado, unas finas joyas de oro y una rebeca del tono de las manzanas Granny Smith. Había recogido su negra cabellera en una cola de caballo, que resaltaba su juventud y frescura. Marcaba un gran contraste con los polis que habían declarado el día anterior, y Bennie pensó que Hilliard había cambiado el orden del interrogatorio tras la muerte de Lenihan.
La sala estaba silenciosa: el personal del tribunal se encontraba atareado en sus ocupaciones específicas y los miembros del jurado, a buen seguro desconocedores de los acontecimientos, daban vueltas por el exterior de la sala. Si detectaban alguna hinchazón en el rostro de Bennie lo atribuirían al hecho de que el trabajo no le había permitido dormir mucho. Sólo Bennie era consciente de que se había declarado la guerra, y tanto ella como la sala en peso se centraban totalmente en el siguiente testigo que presentaba el Estado.
– Sí, les oí discutir aquella noche -declaró la señora Lam-bertsen.
Hilliard se enderezó ante el estrado.
– Es decir, declara usted que oyó discutir a Alice Connolly y Anthony Della Porta antes del asesinato de éste la noche de autos.
– Protesto -saltó Bennie-. El fiscal vuelve a testificar.
El juez Guthrie jugueteaba con una pajarita que ya estaba tiesa. Parecía muy preocupado con Bennie desde el encuentro en su despacho. Tal vez le había despejado saber que sus adláteres no eran hermanitas de la caridad.
– Se admite la pregunta -dictaminó-. Puede responder, señora Lambertsen.
– Así es -dijo la testigo-. Les oí discutir aquella noche, poco antes de las ocho. Yo intentaba dejar a la cría, llevarla a la cama me refiero. En aquella época se acostaba a las ocho menos cuarto y yo estaba pendiente del reloj.
Una mujer del jurado asintió desde la primera fila, y Lambertsen, percatándose del gesto, le sonrió. Bennie hojeó entre sus notas; le dolía demasiado la cabeza para recordar a todos los del jurado. Aquella mujer era Libby DuMont, de treinta y dos años, ama de casa, madre de tres hijos.
– Ha declarado usted, señora Lambertsen, que vivía en la casa adosada contigua a la del inspector Della Porta y la acusada. ¿Significa eso que las dos casas tenían un muro común?
– Sí, uno bastante delgado, por cierto. Se oyen los ruidos algo apagados. Recuerdo que siempre me preocupaba por si oían llorar a la niña. A mí me llegaban sus disputas.
– ¿Diría que la acusada y el inspector Della Porta discutían muy a menudo, señora Lambertsen?
– Ella se trasladó allí en septiembre, creo. Me parece que las discusiones empezaron en octubre.
Al lado de Bennie, Connolly se movió, inquieta, en su asiento. Llevaba el mismo traje azul del día anterior, a juego con el de Bennie y, con su collar de perlas cultivadas, parecía una letrada. Bennie no había hablado con ella desde el ataque de Lenihan y tenía que suponer que no estaba al corriente del asunto. Por mucho que odiara a Connolly, Bennie tenía que admitir que le había dicho la verdad en cuanto a la confabulación policial. Aquello le daba un cierto crédito a los ojos de Bennie, pese a que, curiosamente, le molestaba muchísimo tenerla sentada al lado.
– ¿Seguían aquellas peleas alguna pauta perceptible? -preguntó Hilliard, y Bennie no protestó.
El juez habría permitido a Hilliard seguir, sin duda alguna.
– Creo que en general se peleaban por la noche -respondió Lambertsen.
– ¿Entendió alguna vez algo de lo que decían durante aquellas disputas?
– Protesto, es testimonio de oídas -dijo Bennie, a punto de levantarse. Le dolía el costado pero prefirió pasarlo por alto-. La pregunta es imprecisa, intrascendente y da por supuestos unos hechos no probados. No disponemos de pruebas que demuestren que esas voces eran las de la acusada o del señor Della Porta.
– ¿Hará el favor de plantear de otra forma la pregunta, señor fiscal? -dijo el juez Guthrie un momento después, lo que Bennie consideró una pequeña victoria.
Hilliard guardó un momento de silencio, simulando exasperación.
– Sin decir al jurado qué palabras pronunciaban, señora Lambertsen, ¿discernía quién hablaba?
– Sólo alguna vez, cuando gritaban de verdad. Yo intentaba no escuchar, no quería violar su intimidad. Simplemente oía voces y gritos.
– Normalmente, y de nuevo sin repetirnos las palabras, ¿qué voz dominaba durante estas peleas, la de la acusada o la del inspector Della Porta?
– Protesto, señoría -dijo Bennie, dispuesta de nuevo a levantarse.
Hilliard alzó la mano, mostrando un considerable anillo de oro con un granate.
– Volveré a plantear la pregunta. Cuando oía las disputas del piso que compartían la acusada y el inspector Della Porta, ¿qué voz tenía un tono más alto normalmente, el de la mujer o el del hombre, señora Lambertsen?
Bennie protestó apoyándose en la misma base pero el juez Guthrie no se lo admitió. La señora Lambertsen declaró:
– En general era más alto el tono de la mujer.
– Gracias -dijo Hilliard-. Y ahora, remontándonos a la noche del diecinueve de mayo, ¿cuánto tiempo duró la disputa?
– Un cuarto de hora, como mucho.
– ¿Recuerda qué ocurrió tras la disputa?
– Oí un ruido. A veces, después de una pelea, oía un portazo. Esta vez fue un disparo.
Dos miembros del jurado entrecruzaron sus miradas y otros quedaron agarrotados en el asiento. Hilliard hizo una pausa para que digirieran la información.
– ¿Qué hizo en cuanto oyó el disparo? -preguntó.
– Fui hacia la puerta para ver qué pasaba. Tengo puesta una cadenita en ella, la solté y asomé la cabeza.
– ¡Un momento! ¿Por qué fue hacia la puerta, señora Lambertsen? -preguntó Hilliard, simulando espontaneidad.
A Bennie se le ocurrió que la pregunta demostraba que era un excelente letrado. Tenía la virtud de formular a los testigos las preguntas que se le ocurrían al jurado, lo que apoyaba su naturaleza lógica y le permitía ponerse a la altura de aquellas personas.
– No lo sé bien -admitió Lambertsen-. El disparo se produjo en la casa de al lado, y como no podía ir hasta allí, me acerqué a la puerta y la abrí un poco. Sólo para ver qué pasaba. Apenas una rendija.
– ¿Qué vio desde la puerta?
– Vi a Alice, a Alice Connolly corriendo. Pasó junto a mi puerta corriendo.
Los miembros del jurado fueron cambiando de postura pero Connolly no se inmutó. Bennie hizo un esfuerzo por mantener la calma. Ya sabía que iba a aparecer aquella declaración. Y la cosa empeoraría cuando la fueran corroborando cada uno de los vecinos. Hilliard tenía una expresión seria.
– ¿Qué aspecto tenía la acusada al salir corriendo, señora Lambertsen? -preguntó.
– De preocupación, miedo, como presa de pánico. El aspecto que tiene alguien tras una pelea, pero peor.
Los miembros del jurado escuchaban cada una de las palabras absortos en la historia. Bennie pensaba en lo que le convenía protestar, pero sabía que con ello, en lugar de ganar credibilidad, iba a perderla. Incómoda, echó un vistazo a la tribuna, y vio a todo el mundo embelesado. Tras ella se encontraban Mike e Ike, firmes como dos estacas de una valla en los dos extremos de la primera fila. No vio a ningún policía en la última fila donde Lenihan se había sentado el día anterior. Le costaba creer que pocas horas antes hubiera estado allí, observándola. Le vino la imagen de su caída en el muro con expresión aterrorizada y sin saber por qué se preguntó cuándo se celebraría el funeral del policía. Sabía perfectamente lo que iba a pasar su familia a la hora de escoger un ataúd. Enferma. Horrorizada. Aturdida.
– Después de ver cómo salía corriendo Alice Connolly, ¿qué hizo usted, señora Lambertsen?
– Llamé al 911, les conté lo que había visto y llegó la policía.
Hilliard siguió insistiendo en los detalles de la llamada al 911 y encontró la excusa para llevar de nuevo a Lambertsen al disparo, a Connolly corriendo calle abajo, para ponerlo de relieve ante el jurado. Llevaba a cabo un interrogatorio estilo machacón a un testigo fundamental, que daba mucho de sí.
Bennie se levantó con una mueca de dolor provocada por las ocultas heridas; era consciente de que debía atacar la declaración de Lambertsen sin atacar a la testigo. Y debía hacerlo además sin que interviniera para nada lo sucedido durante la noche anterior. Las experiencias del roce con la muerte no le aseguraban un día laborable productivo.
Pero en aquellos instantes no tenía tiempo para reflexionar sobre ello.
Bennie, de pie junto al estrado, se dirigió a la joven madre.
– Remontándonos a la noche del diecinueve de mayo, señora Lambertsen, ha dicho usted que oyó una disputa, ¿no es cierto?
– Sí.
– ¿Oyó usted voces masculinas y femeninas discutiendo o simplemente unas voces a gritos?
Lambertsen reflexionó un minuto.
– Creo que sólo oí voces.
Bennie suspiró para sus adentros, aliviada. ¡Qué curiosa era la verdad! Permitía a una abogada formular una pregunta de la que desconocía la respuesta, ya que tenía clara cuál debía ser ésta.
– En un momento dado, vio a Alice Connolly corriendo calle abajo. ¿Recuerda cómo vestía ella, señora Lambertsen?
– Pues… no.
– ¿No recuerda qué tipo de blusa llevaba puesta?
– No me fijé, y si lo hice, no lo recuerdo.
– ¿Y tampoco vio qué otra pieza vestía, vaqueros o pantalón corto?
– No.
– ¿Llevaba algo en la mano?
– No lo sé. Tampoco me fijé en eso.
Bennie asintió. ¿Ninguna bolsa de plástico blanco? Casi había llegado ya donde quería y su intuición le dijo que no fuera más lejos.
– Ha declarado usted que intentaba meter a la niña en la cama aquella noche a las ocho menos cuarto, ¿verdad?
– Sí. Por aquel entonces siempre daba un poco de guerra, y sigue dándola. No quiere perderse nada.
La señora Lambertsen sonrió, al igual que la joven madre de la primera fila. Había conseguido un punto de intimidad y decidió alargarlo. Era algo que últimamente no se conseguía por las buenas en el mundo.
– ¿Qué edad tenía su niña el diecinueve de mayo del año pasado, señora Lambertsen?
– Casi dos meses. Nació el veintitrés de marzo; era un bebé.
– ¿Cómo se llama la niña, por cierto? -preguntó Bennie para conseguir que la testigo se relajara, al notar que le gustaba hablar de su hija.
Bennie tenía como único punto de referencia su perro; era capaz de hablar durante horas de los perdigueros.
– Se llama Molly.
– Molly, muy bien. Así que estaba con Molly. ¿Y a qué hora oyó el disparo?
– A las ocho.
– ¿Cómo lo sabe?
– Miré el reloj. Aquella tarde Molly no había echado la siesta y necesitaba acostarse. En días así, una no pierde de vista el reloj.
– ¿Cuándo miró el reloj en relación con el momento del disparo?
Lambertsen lo pensó un minuto, frunciendo los labios, pintados en un femenino tono rosa.
– Miré el reloj justo después de oír el disparo.
Bennie hizo una pausa. Se encontraba en un punto crucial. Tenía que demostrar que había transcurrido más tiempo entre el momento del disparo y cuando Lambertsen había visto a Connolly pasar corriendo ante su puerta. Si era cierta la historia de Bennie, la persona que disparó contra Della Porta salió justo antes de que Connolly llegara a casa.
– ¿Qué tipo de reloj tiene usted? ¿Uno digital?
– No, uno pequeño, de esfera redonda en la parte de delante del horno. ¿Sabe a cuáles me refiero?
– Claro. De los que muestran las horas como antes.
La testigo sonrió.
– Eso.
– ¿Qué hizo usted, señora Lambertsen, después de mirar el reloj?
– Me acerqué a la puerta, la abrí y miré hacia fuera.
– ¿Eso hizo? Vamos a repasar la secuencia exacta. -Bennie dio la vuelta a la parte frontal del estrado y se apoyó en él, dibujando una mueca de dolor al flexionar el hombro. Si tenía que ir montando la defensa sobre la marcha, lo haría. Siempre había opinado que era el peor problema con el que podía topar un abogado, pero eso era antes de la noche anterior-. ¿Estaba usted en su casa cuando oyó el disparo, señora Lambertsen?
– Estaba en la cocina.
– ¿Qué hacía usted en la cocina?
– Acunaba a la niña, intentando que se durmiera.
Bennie asintió pensando que ojalá hubiera interrogado primero ella a Lambertsen para poder arreglárselas sobre la disposición de la casa.
– ¿Dónde está la cocina en relación con la puerta de salida?
– La cocina está en la parte de delante, a la izquierda de la puerta principal.
– ¿Es una estancia grande?
– Es larga y estrecha. Unos seis metros de longitud.
– ¿De modo que recorrió la cocina, unos seis metros, para ir hasta la puerta?
– Sí.
– Comprendo. -Bennie conformó la imagen mental de la escena e imaginó el instinto maternal-. ¿No se llevaría al bebé con usted hacia la puerta?
– ¡Ni pensarlo! La dejé.
– ¿Dónde dejó a Molly?
– En su sillita sobre el mostrador. Tenía en la cocina una de esas sillitas portátiles con asa.
– Así que dejó a Molly en la sillita. ¿La sujetó con la correa?
– Sí. Siempre lo he hecho. Es muy inquieta. Nerviosa.
– ¿Se quedó instalada allí sin protestar?
La señora Lambertsen soltó una risita.
– Molly no hace nada sin protestar. Es muy terca.
Los miembros del jurado rieron también, disfrutando con aquellos detalles sobre el bebé, que Bennie consideraba como una distracción y un rodeo aparentes.
– ¿Lloró Molly en la sillita?
– Un poco, pataleando. Estaba agitada, ya me entiende usted. Durante aquella época estaba muy pegada a mí. Ni siquiera quería que saliera de la habitación. Se ponía a llorar y a patalear.
– ¿De forma que la tuvo que calmar antes de ir hacia la puerta?
– Sí.
– ¿Cómo la calmó?
– Le di el chupete y la acaricié un poco. Le alisé el pelo y cosas de ésas.
– ¿Se calmó entonces?
– No. Creo que también le di un juguete. Por aquellos días su preferido era un pato de goma. Le di el pato.
El juez Guthrie esbozó una amable sonrisa desde el estrado.
– Es usted una excelente madre, señora Lambertsen -dijo, y la testigo se sonrojó ante el elogio.
– Estoy totalmente de acuerdo -dijo Bennie. Intentó no pensar en su propia madre-. Vamos a ver, señora Lambertsen, ¿antes de acercarse a la puerta, instaló a Molly en su silla, le ajustó la correa, le dio el patito, un chupete, la acarició, le alisó el pelo, es eso?
– Sí.
– ¿Dónde tenía el patito de goma, por cierto?
– En un cubo de plástico en el mostrador de la cocina.
– ¿Contenía el cubo otros juguetes, señora Lambertsen?
– En mi casa hay juguetes por todas partes. Nuestro decorador es Fisher-Price -respondió ella, y el jurado rió de nuevo.
– ¿O sea que tuvo que rebuscar en el cubo para encontrar el patito de goma?
– Exactamente.
– ¿Cuánto tiempo diría que le llevaron todas esas cosas que hace una buena madre, es decir, colocar a Molly en su sillita, sujetarle la correa, buscar su patito, darle el chupete, acariciarla y alisarle el pelo?
– ¿Cuánto tiempo? Pues… tal vez cinco minutos, puede que más.
Bennie pensó que la testigo se quedaba corta en el cálculo, aunque sin mala intención.
– ¿Mucho más? ¿Unos diez minutos?
– Puede que sí, aunque tal vez fueran siete.
Bennie estaba avanzando. Entre siete y diez minutos era tiempo suficiente para que el asesino huyera y llegara Connolly. Un poco justo, de todas formas.
– ¿Y lo hizo todo antes de ir hacia la puerta?
– Pues… sí.
La señora Lambertsen dirigió una mirada de pesar a Hilliard, quien tomaba notas en su mesa.
– Después de darle el patito a Molly, señora Lambertsen, ¿cubrió los seis metros que la separaban de la puerta caminando o corriendo?
– Caminando.
Bennie reflexionó sobre la escena. Le resultaba difícil pensar con lo que le dolía la mandíbula. Tenía que haber tomado más Advil.
– Un momento. Ha dicho usted que tenía la silla de Molly sobre el mostrador. ¿Podía ver a la niña desde la puerta?
– No.
– ¿De modo que tuvo que dejar a Molly sin controlarla con la vista, en el mostrador, para ir hasta la puerta?
– Sí.
– ¿Y ella lloraba y pataleaba en su silla?
– Sí.
Bennie vio por el rabillo del ojo que la joven madre de la primera fila arrugaba un poquitín la frente. Aquello le dio una pista. Se acercó a la testigo y pasó a un punto que ni siquiera ella sabía adónde la conduciría.
– Cuando dejó usted a Molly en el mostrador para ir hacia la puerta, señora Lambertsen, y la niña pataleaba y no paraba, ¿no tenía miedo de que se cayera del mostrador?
– ¡Protesto! -exclamó Hilliard, con voz retumbante desde la mesa de la acusación. Aquel sonido surtió el efecto deseado: interrumpir las buenas vibraciones que había estado alimentando Bennie-. ¿Qué importancia pueden tener estos detalles?
Bennie miró al juez.
– Estoy llevando a cabo la correcta investigación de los hechos acaecidos durante la noche de autos, señoría.
El juez Guthrie se apoyó en el respaldo y se tocó los dientes con la varilla de las gafas.
– Denegada.
Bennie se volvió hacia la testigo:
– ¿Estaba inquieta por Molly al dejarla sobre el mostrador para ir hacia la puerta, señora Lambertsen?
– Sí, estaba inquieta. Tenía que haber dejado la silla en el suelo pero no lo hice. Con el disparo y tal, estaba atolondrada. Como si sucedieran dos cosas a la vez. -La testigo se calló un momento, reflexionando-. Pensándolo bien, a medio camino volví hacia atrás a echarle un vistazo.
Bennie asintió. Le había dado un respiro.
– Si tenemos en cuenta esa circunstancia, ¿cuánto cree que tardó para llegar hasta la puerta? ¿Entre tres y cinco minutos?
– Sí, probablemente.
– O sea que tendríamos que añadir entre tres y cinco minutos al tiempo en que vio a Alice Connolly pasar corriendo.
– Sí.
– ¿Y no nos llevaría eso a un total de entre diez y doce minutos desde que oyó el disparo, llegó a la puerta y vio a Alice Connolly?
– Pues sí.
Bennie hizo una pausa, satisfecha, y luego repasó la declaración de Lambertsen. Siempre la sorprendía que la información que le ofrecían los testigos durante la declaración añadiera trascendencia al contexto.
– Ha dicho antes, señora Lambertsen, que Molly necesitaba echar una siesta. ¿Cuándo la había echado aquel día por última vez?
– Protesto, señoría. -Hilliard se medio levantó del asiento-. Es un tipo de interrogatorio completamente irrelevante y mueve al testigo a hacer conjeturas.
– La pertinencia de las preguntas quedará del todo clara, señoría -dijo Bennie con firmeza-, y no creo que la señora Lambertsen esté haciendo conjeturas. Es una persona que presta mucha atención a su hija, como usted mismo ha comentado.
El juez Guthrie frunció el ceño.
– Sírvase no hacer conjeturas ni suposiciones en sus respuestas, señora Lambertsen. Si no recuerda algo, dígalo con toda libertad.
– Gracias, señoría -dijo la señora Lambertsen-. Conozco bien los horarios de Molly. Los seguía aun siendo tan pequeña.
Hilliard se dejó caer sobre su asiento mientras Bennie rezaba para sus adentros, agradecida.
– Lo que le preguntaba, señora Lambertsen, era cuándo había dormido por última vez aquel día Molly.
– Había estado despierta desde la siesta matinal. Se despertó hacia las seis de la mañana y luego volvió a dormirse. Por aquella época se despertaba hacia las diez y media. Ni siquiera hacía la siesta por la tarde, y cuando lo conseguía, nunca más de una hora.
– ¿De modo que el diecinueve de mayo estuvo despierta desde las diez y media de la mañana hasta que se acostó por la noche?
– Eso es.
– Vamos a retroceder un poco, al día antes del diecinueve de mayo. Ha dicho usted que entonces Molly tenía dos meses. ¿Qué horarios seguía entonces, si es que lo recuerda?
Hilliard soltó un sonoro suspiro, pero reprimió la protesta. El malhumorado sonido ya había provocado la interrupción deseada.
– ¡Madre mía! Aquello era un auténtico infierno -dijo la señora Lambertsen, poniendo los ojos en blanco-. Armaba un gran alboroto a última hora del día, cuando estaba demasiado cansada para seguir despierta. Se dormía hacia las nueve y volvía a despertarse a medianoche. Veíamos juntas a Jay Leño.
– ¿Recuerda usted si Molly volvió a dormirse enseguida después del programa de Jay Leño la noche del dieciocho de mayo?
– No volvió a dormirse. Las dos estuvimos despiertas toda la noche.
A Bennie le costaba imaginárselo. Pensó en la dedicación de su madre y la aflicción se apoderó de repente de ella. Se calló un momento, esperando que el jurado atribuyera la expresión a la reflexión de la próxima pregunta.
– ¿Había dormido usted la siesta aquel día, el diecinueve de mayo, señora Lambertsen?
– No había pegado ojo desde la mañana. Siempre echaba la siesta cuando lo hacía Molly, de lo contrario no habría resistido aquel primer año. Me lo aconsejó alguien del grupo de actividades educativas y lo encontré muy acertado.
– ¿O sea que la noche anterior a la del diecinueve de mayo había dormido usted sólo tres horas?
– Sí.
Bennie pensó en cómo se sentía ella tras una semana de dormir mal.
– ¿Le afecta en la concentración la falta de sueño?
– Por supuesto. Soy de esas personas que necesitan dormir mucho, nueve horas todos los días. Una vez llevé a Molly al médico, pues tenía una infección de oído, y luego no me acordaba si él me había dicho que le pusiera las gotas en los oídos o las disolviera para que las tomara. Otro día compré pañales y me los dejé en la caja del supermercado.
Los miembros del jurado sonrieron y Bennie esperó un momento antes de formular la siguiente pregunta.
– ¿Le ha ocurrido alguna vez pensar que está leyendo algo y no enterarse de ello? -preguntó.
– ¡Protesto! -dijo Hilliard, levantándose y cogiendo las muletas. Sabía por dónde iba Bennie, que había terminado con el tema de la niña. Hizo deslizar sus fornidos antebrazos por los asideros de aluminio de las muletas-. La pregunta exige una conjetura y es imprecisa. Considero que el interrogatorio no viene al caso y constituye una pérdida de tiempo para el tribunal.
La objeción cogió al juez Guthrie limpiándose las gafas.
– Yo no lo considero así, señor Hilliard -dictaminó, y Hilliard se dejó caer pesadamente sobre el asiento.
Bennie miró al juez, agradecida. Aunque el día anterior hubiera denegado sus protestas, en aquellos momentos jugaba limpio. Lástima que para conseguir su atención hubiera tenido que estar al borde de la muerte.
– Puede responder a mi pregunta, señora Lambertsen -dijo.
– Creo recordar que leía una y otra vez las instrucciones de un frasco. En voz alta, incluso.
– Reflexionando otra vez sobre la noche del diecinueve de mayo, recuerde que intenta calmar a Molly, usted trabaja habiendo dormido sólo tres horas y oye un disparo. Corre hacia la puerta, vuelve y mira al reloj. ¿Cómo puede asegurar que vio bien la hora?
Lambertsen volvió la vista, reflexionando, al parecer.
– Creo que sí la vi.
– ¿Está usted segura de que su percepción era la correcta aquella noche, aun cuando trabajaba habiendo dormido sólo tres horas?
– Sí, lo estoy.
Bennie se metió las manos en los bolsillos. Tal vez le exigía demasiado pero no podía evitarlo. Quería saber lo ocurrido aquella noche.
– Pero no fueron tan correctas sus otras percepciones aquella noche, ¿verdad, señora Lambertsen?
– ¿A qué se refiere? -preguntó la testigo pensativamente.
Bennie notó que los rostros de los miembros del jurado se volvían hacia ella. Era consciente de que si conseguía seguir adelante cambiarían de bando. Notaba como una especie de resaca que tiraba de sus tobillos amenazándola si no seguía nadando a fondo.
– Bueno, señora Lambertsen, cuando se asomó por la puerta no distinguió qué blusa llevaba Alice Connolly, ¿verdad?
– Pues… no.
– ¿Y tampoco se fijó en si llevaba vaqueros o pantalón corto?
– Pues… no -respondió ella con el temblor de la duda en su tono.
Bennie sintió que la ola cedía. La señora Lambertsen era una persona inteligente y razonable, capaz de echarse atrás para testificar verazmente. Por la experiencia que tenía Bennie, sabía que ésos eran los peores testigos.
– ¿No es posible, pues, señora Lambertsen, que, teniendo en cuenta que estaba usted muy cansada, además de todo lo que ocurría, que no esté segura del todo de la hora que marcaba el reloj cuando lo miró? Los documentos policiales nos muestran que no llamó al 911 hasta las ocho y siete minutos.
La señora Lambertsen se enderezó en su asiento. Bennie contuvo el aliento, y Hilliard, su protesta. El juez Guthrie estiró el cuello para consultar sus notas al alargarse el silencio. Todo el jurado se concentró en la joven madre, a la espera de su respuesta.
Finalmente, la señora Lambertsen dijo:
– Creo que no puedo estar del todo segura de si vi que el reloj marcaba las ocho.
El cuerpo de Bennie se combó con el alivio de la tensión.
– No haré más preguntas -dijo y volvió a su asiento en la mesa de la defensa.
– Tengo que intervenir de nuevo, señoría -dijo Hilliard levantando un dedo, pero Bennie se relajó en el asiento.
Sabía que no conseguiría borrar la declaración de Lambertsen.
Connolly se movió hacia Bennie y le dio unos golpecitos en la manga.
– Vamos bien, letrada. Pocos abogados son capaces de matar a un poli y dar una patada en el culo al tribunal al día siguiente.
A Bennie se le encendió el rostro de vergüenza. Se volvió, dolida, pero Connolly ya estaba mirando a otra parte, dibujando una sonrisa en las comisuras de los labios.
Estaban en el descanso del almuerzo y Bennie se encontraba frente a Connolly en la sala de comunicaciones de los juzgados. Aquélla estaba tan enfurecida que ni siquiera notaba el dolor físico.
– ¿Cómo sabía lo de Lenihan? -preguntó.
– ¿Cómo no iba a saberlo?
– De entrada, está usted presa.
– Algo que no me ha detenido nunca. ¿Impresionada?
Bennie cruzó los brazos.
– ¿Con quién tiene contacto en el exterior? ¿Con Bullock?
– Tranquila. -Connolly se apoyó en el asiento sonriendo. Sus muñecas esposadas se apoyaban en el regazo, algo que chocaba con el traje y el collar de perlas-. Uno de los guardianes me ha enseñado el periódico. Ya te había dicho que la poli estaba detrás de esto. Lenihan, McShea, Reston, todos van a por mí. A ver, ¿consideras que estoy diciendo la verdad?
– Sobre ellos, sí.
– Sabes, pues, que soy inocente.
– No mató usted a Della Porta, vamos a dejarlo así. ¿Conocía a Lenihan o no?
– No, ya te lo dije.
– ¿Nunca oyó que nadie lo mencionara? Anoche estuvo a punto de matarme. ¿Qué relación tenía con usted, o con ellos?
– Ni idea.
Bennie estaba cada vez más decidida.
– El juez quiere inhabilitarme para el caso. ¿Sabe por qué?
– Para condenarme a mí injustamente.
– ¿Por qué? ¿Qué relación tiene con esta confabulación?
– No sé cuál es, ya te lo he dicho.
– ¿Y qué me dice de Hilliard, el fiscal del distrito? ¿Qué ocurre con él?
– He dicho que no conozco estas relaciones.
– ¿No sabe nada que pueda ayudarnos?
– ¿Ayudarnos? Me conmueves.
– Me refiero a mí y a mis asociadas.
Connolly se echó a reír.
– No puedo ayudarte, guapa. Es tu numerito.
– Se acabaron los numeritos. Nos vemos en la sala.
Bennie abrió la puerta y salió. Pero el gesto le costó más de lo que había imaginado.
Tras dejar a Connolly desilusionada, se fue hacia la sala de reuniones de los juzgados, donde DiNunzio y Carrier estaban acabando de comer, sentadas en las mismas sillas que en el último descanso, como una familia alrededor de la mesa. Mary tomaba su habitual ensalada griega, y ante Judy descansaba la punta de un inmenso bocadillo envuelto en papel encerado. Aquella imagen casi fue un sedante para Bennie.
– Te hemos traído sopa de pollo -dijo Judy, deslizando hacia el otro lado de la mesa un recipiente de plástico. Le brillaban los ojos, llevaba el pelo reluciente y todo su cuerpo vibraba de energía bajo el holgado vestido azul marino-. Mary ha dicho que te sentaría bien, que era el remedio ideal.
– Me encuentro perfectamente.
– Nadie puede encontrarse perfectamente después de una noche como la de ayer.
Bennie se sentó y no movió un dedo para quitar la tapa de la sopa.
– ¿Qué tal ha ido con Lambertsen?
– Impresionante.
– ¿Es un término artístico? ¿Cómo se lo ha tomado el jurado?
– Creo que lo ha captado.
– Bien. ¿Habéis pensado en el próximo testigo? ¿Otro vecino para reforzar la declaración de Lambertsen? ¿Qué nombres hay?
Bennie hizo un esfuerzo por recordar, pero enseguida saltó Mary.
– Tenemos a Ray Muñoz, Mary Vidas y Ryan Murray -dijo con seguridad-. Está también un tal Frederick Sharp. Todos vieron a Connolly salir corriendo aquella noche.
Bennie asintió complacida.
– Buen trabajo, DiNunzio.
– He estado pensando -dijo Mary con una sonrisa irónica-. Muñoz es el que más problemas puede crearnos. Pero creo que Hilliard no querrá llamar a otro vecino después de lo de Lambertsen.
– Tienes razón -dijo Judy-. Hilliard ha propuesto a una chica y se ha pillado los dedos. Críos, chupetes, vecinos… Declaraciones de chica. Además, no dispone de nadie para rectificar lo del horario. Le hace falta algo objetivo, difícil de poner en tela de juicio. Una declaración masculina.
A Bennie se le antojó que aquélla era una forma extraña de observar el mundo.
– ¿A quién propondrá, pues? ¿Al forense? ¿A un analista?
– Lo más probable. ¿Te sientes con ánimos? ¿Ya estás bien?
– Perfectamente -dijo Bennie, pero no había acabado de hablar cuando Mary empezó a aclararse la garganta de forma ostensible.
– Puedo interrogar a un testigo -dijo-. Si quieres.
Judy quedó boquiabierta.
– ¿Mary?
– ¿Lo harías? -preguntó Bennie, sonriendo.
Mary asintió.
– Podría probarlo. Tengo buena mano con las cosas de chicos, como se suele decir. Matemáticas, ciencias, bicicletas con cuadro… Creo que me desenvolvería bien.
Bennie movió la cabeza.
– Antes de lo de anoche te habría dejado, pero ahora no. No te quiero en primera línea de fuego.
Alguien llamó a la puerta con gran delicadeza y Bennie levantó la vista.
– ¿Esperamos a alguien? -preguntó.
– ¿A Mike y a Ike? -sugirió Mary.
– ¡Oh, ya me siento a salvo! -exclamó Judy-. Unos hombres altos y fuertes me protegen.
Mary sonrió.
– No sé si sabes que son gays. Me lo ha dicho Ike.
– ¿De verdad? -preguntó Judy.
– ¡Que me muera si miento!
Judy se echó a reír.
– ¿Qué has dicho? Tú no hablas así.
– A veces, sí.
Bennie abrió la puerta y por ella entró una pareja mayor, bajitos los dos, muy juntos, como para protegerse de alguna tormenta. Sus ropas olían un poco a naftalina y a Bennie sus rasgos le resultaron familiares.
– Lo siento, pero ésta es la sala de los abogados -les dijo.
– Sé leer en inglés -saltó la anciana, aderezando cada palabra con un toque italiano. La miraba fijamente tras unos cristales que ampliaban sus acuosos ojos castaños-. Hemos venido a ver si nuestra hija corre peligro.
– ¡Por favor! -se oyó en forma de lamento en la sala, y Bennie, al volverse, vio que DiNunzio se había levantado de un salto.
Lou se subió el cuello del impermeable azul marino y bajó la cabeza para protegerse contra la llovizna. La acera estaba húmeda; las gotas destacaban en su superficie empedrada. La empapada basura formaba un mazacote junto a la alcantarilla, bloqueándola. Lou no se acordaba del último día en que había visto brillar el sol en aquella maldita ciudad. ¿La última ocasión en que alguien limpió a fondo la parte sur de Filadelfia? Estaba de un humor de perros. Investigaba a alguien de los suyos. A un asesino.
Movió la cabeza, haciendo sonar la calderilla que llevaba en el bolsillo. La noche anterior había dicho a Rosato que haría un seguimiento de la historia de Lenihan, y empezó en cuanto llegó a su casa, con una serie de llamadas telefónicas. Lenihan estaba en el Undécimo, y Lou tenía colegas en aquel distrito. Uno de ellos había muerto de cáncer de próstata, y otro, Carlos, se había trasladado a Temple, Arizona. «Por lo del aire», le había comentado Carlos anoche durante la conferencia. «¡Vaya! Será que no tenemos aire en Filadelfia», respondió Lou.
Lou y Carlos estuvieron un rato de palique, a diez centavos el minuto, y charlando, charlando salió que éste tenía un hijo en el cuerpo, trabajando justamente en el Undécimo. Tal vez el muchacho podría proporcionarle alguna información sobre Lenihan y el tráfico de drogas. Lou pidió a Carlos que le sonsacara y éste accedió a hacerlo. Bajó un poco más la cabeza y observó, contrariado, cómo la lluvia empapaba sus mocasines, formando en ellos una zigzagueante línea alrededor de los dedos de los pies. ¡Qué fastidio! La parte interior del cuello del impermeable se le pegaba a la piel. Intentó sin éxito sacudirse las gotas de encima. De todas formas, no era la lluvia lo que le ponía de tan mal humor.
Más bien era Rosato. La habían atacado casi delante de sus narices. Algo que él no había previsto. ¿Qué le ocurría? Precisamente a él, a un poli. Tal vez fuera cierto que se hacía mayor.
Llegó a la esquina y miró calle abajo, entornando los ojos contra la llovizna. Subía un coche patrulla, probablemente iba camino de la comisaría. El vehículo parecía nuevo, como si la blanca pintura de la carrocería se estuviera mojando por primera vez. Las luces roja, blanca y azul relucían en su techo recordando la bandera.
Cruzó la calle corriendo, intentó salvar de un salto la alcantarilla pero calculó mal. ¡Lo que faltaba! ¿Sería cierto que estaba de capa caída? Recordó la primera vez que subió a un coche patrulla, cuando hacía girar el volante a un lado y otro como un niño. Sin embargo él estaba convencido de que era un hombre hecho y derecho. Responsable. No sólo con respecto a sí mismo, a su esposa y la familia, sino con respecto a todo el mundo. Dispuesto a proteger y a prestar sus servicios. Aquello había significado mucho para él.
La llovizna persistía; Lou apretó el paso. Pasó por delante de unas cuantas casas adosadas y en la esquina se encontró con una pastelería. No había nadie dentro, pero tenía los estantes llenos. Las antiguas vitrinas mostraban toda clase de galletas dispuestas sobre una base de papelitos de celofán rosa. Se veían también bandejas con pastas en forma de estrella con mermelada roja en el centro. Lou siguió adelante, moviendo la cabeza. Pronto habrían desaparecido todas las tiendas de antes. Pensaba que hoy en día la gente lo quería todo nuevo. Adiós, cajitas atadas con una cinta.
Un poco más allá, a la izquierda, vio la comisaría. Desde fuera, a nadie se le ocurriría que aquello era un puesto de policía. El rótulo apenas se veía y el ladrillo ocre estaba bastante deteriorado en comparación con otras dependencias municipales. Unas rejas de acero protegían las ventanas y la bandera ondeaba a media asta. En honor de Lenihan, aunque no iban a despedirle como un héroe. El Departamento querría correr un velo sobre el asunto, lo mismo que el alcalde.
Lou se acercó más al edificio. Los coches patrulla se amontonaban alrededor como las galletas en la pastelería. Nunca había suficiente espacio para aparcar junto a una comisaría; ni suficientes polis, ni suficientes vehículos. Resultaba imposible atrapar a tanto cerdo suelto; había tal abundancia de drogas que lo cubrían todo, baratas, además, como la harina del pastelero. Nadie en el mundo podría detener aquello. Lou lo sabía en el fondo, aunque la certeza no le impedía seguir intentándolo. Era testarudo. Subió los peldaños y entró en la comisaría.
En el mostrador encontró a una joven negra con el pelo recogido bajo la gorra que le sonrió enseñando el aparato de ortodoncia. Le preguntó qué deseaba, como si hubiera entrado en la pastelería, y Lou dijo, también con una sonrisa:
– Busco a Ed Vega.
– Acaba de salir, pero no creo que tarde.
– ¡Mala suerte! -exclamó Lou-. Le esperaré. Habíamos quedado para comer.
– ¿No será usted periodista? -dijo la joven, entornando un poco los ojos.
Lou se echó a reír.
– ¡Qué dice! Yo… era poli.
El testigo, el doctor Liam Pettis, era calvo, aunque lucía un encrespado mechón de pelo plateado sobre las orejas, y su sonrisa ponía de relieve las suaves y tenas mandíbulas. Llevaba un traje de lino a rayas azul celestes que se ajustaba a su rechoncho cuerpo como si lo hubiera llevado muchos años. Como respuesta a las preguntas de Dorsey Hilliard, el doctor Pettis recitó una interminable lista de credenciales -títulos, publicaciones y galardones-, pero curiosamente pareció sorprendido cuando el juez Guthrie le calificó de experto.
– Además de ser profesor y doctor en medicina, doctor Pettis -siguió Hilliard-, ¿es usted también experto en análisis de manchas de sangre?
– En efecto.
– Explíquenos brevemente qué significa el análisis de las manchas de sangre, con terminología de profano, si es posible.
– El análisis de las manchas de sangre, o de las pautas que presenta una mancha de sangre, implica que cuando las fuerzas actúan sobre esta materia, ella misma se deposita formando unos elementos en el escenario del delito o en la ropa del autor del mismo, que siguen unas pautas determinadas. Comprendiendo dichas pautas obtenemos mucha información sobre la forma en que se cometió el asesinato.
Bennie echó una ojeada a la tribuna. Los dibujantes se encontraban atareados con sus bosquejos y los periodistas tomaban notas rápidamente. Mike e Ike seguían en su sitio y, tras ellos, se acurrucaban los DiNunzio. La madre de Mary fijó su vista en ella, y Bennie se preguntó quién mostraba una actitud más protectora: los guardaespaldas o los padres italianos. Sin embargo, no la ofendía la actitud de aquella madre, pues le recordaba cómo habría sido la suya, caso de haber disfrutado de salud.
– ¿Podría describir al jurado el tipo de herida que sufrió el inspector Della Porta en relación con las pautas de las manchas de sangre que ha examinado usted, doctor Pettis? -preguntó Hilliard.
– Evidentemente. En este caso se trata de un arma del calibre veintidós, disparada contra la parte inferior de la frente del finado. En este punto. -El doctor Pettis señaló con un velludo dedo la parte central de su frente-. Se desgarró la piel situada sobre el hueso, el cráneo quedó perforado y la sangre y el líquido de la bóveda craneal salió a borbotones. La bala se alojó en la parte trasera del cráneo e hizo un pequeño agujero en la frente. La perforación era casi redonda, lo que sugiere que el arma fue disparada a quemarropa contra la víctima. Centrándonos en las pautas de las manchas de sangre halladas en las paredes y los muebles del piso, que he examinado a través de las pruebas fotográficas, podría decir que el arma fue disparada a una distancia de entre noventa centímetros y un metro.
Hilliard se acercó a la mesa de las pruebas y cogió una bolsa de plástico que contenía una camiseta ensangrentada.
– ¿Ha tenido usted ocasión, doctor Pettis, de examinar la sangre de la camiseta que constituye la prueba 13 del Estado, la cual hemos admitido como objeto testimonial?
– Sí, la he examinado.
Hilliard, apoyándose en una sola muleta, sacó la camiseta de la bolsa y se acercó al estrado llevándola colgando de la mano como un ensangrentado estandarte de guerra.
– Las manchas que presenta la camiseta son lo que usted denomina pautas de sangre, ¿correcto?
– Efectivamente. Una pauta típica en una mancha de sangre. Además, he realizado una serie de análisis de esta sangre. La analítica convencional de cara a determinar el tipo, etcétera, así como la prueba del ADN. La prueba RCP. Podría entrar en detalles, si lo desean, sobre dicho proceso.
Hilliard movió su reluciente cabeza.
– No será necesario -respondió, echando una ojeada al jurado-. La prueba del RCP está aceptada en el campo científico como algo fidedigno y válido, ¿no es así, doctor Pettis?
– Por supuesto. Se utiliza en todo el país para la investigación en plantas y animales. En el contexto de la biología humana, puede servir para determinar la paternidad y la determinación de gemelos.
Bennie se sonrojó al instante, pensando en la prueba del ADN que se habían hecho ella y Connolly. Con todo lo ocurrido en el ínterin, había olvidado por completo lo de la prueba. ¿Cuándo recibiría los resultados? Se fijó en que un miembro del jurado, el realizador de vídeo con perilla, la miraba.
– ¿Ha analizado usted, doctor Pettis, la sangre de la camiseta, comparándola a efectos de la identificación con una prueba de sangre del inspector Della Porta que le proporcionó el Estado a usted?
– En efecto -dijo el doctor Pettis, asintiendo.
– ¿Y en su experta opinión, afirmaría hasta cierto punto de certeza médica que la sangre de esta camiseta perteneció al inspector Della Porta?
– Ciertamente.
– Muchas gracias. No haré más preguntas al testigo, señoría -dijo Hilliard, cogiendo la camiseta y dejándola sobre la mesa de las pruebas con la parte ensangrentada hacia arriba, ante el jurado.
Todos permanecieron en silencio observando las manchas. Incluso Bennie imaginó la sangre brotando de la frente de Della Porta y luego la de Lenihan saliendo a chorro del cuello. La sangre de Valencia Mendoza. Después, la suya y la de Connolly observadas a través de los microscopios de tamaño celular.
– ¿Desea usted interrogarle, señorita Rosato? -preguntó el juez Guthrie, y Bennie se levantó sin mirar a su clienta.
– ¡Pero si aquí tenemos a Vega júnior! -exclamó Lou cuando vio al hijo de Carlos Vega entrar corriendo por la puerta de la comisaría.
– Siento haberme retrasado -dijo el joven policía.
Se secó la mano, que chorreaba. Tras él fueron llegando otros agentes de uniforme, charlando y quitándose los impermeables al entrar. A Lou todos le parecían crios, pues ninguno de ellos era tan corpulento como el hijo de Carlos. Éste, metiéndose la gorra bajo el brazo, le tendió la mano.
– Soy Ed Vega. Encantado de conocerlo, señor Jacobs.
– ¿Qué es eso de señor Jacobs? -saltó Lou. Estrechó la mano del muchacho, reteniéndosela un momento, mientras contemplaba admirado aquel ancho y serio rostro. El hijo de Carlos tenía el pelo oscuro, llevaba un pequeño bigote, y sus atractivos ojos eran idénticos a los de su padre a los veintitrés años-. Llámame Lou, ¿vale? Tu padre sí que tiene que llamarme ahora señor Jacobs.
Vega se echó a reír.
– De acuerdo, Lou. Siento llegar tarde. ¿Es cierto eso de que me invitas a comer?
– Depende del hambre que tengas.
– Sería capaz de comerme un buey -dijo el muchacho y Lou le miró fijamente.
– Pero habrá que beber agua. Yo estoy jubilado.
– Trato hecho.
Se dispusieron a salir pero en la puerta les detuvo un alud de agentes que entraba a toda prisa huyendo de la lluvia. Lou contó ocho, entre los que había un par de groseros, que juraban más que los mayores.
– Una nueva hornada de gente valiente, ¿verdad? -comentó Lou, sin entrar en detalles, mientras un agente mayor y más alto subía a toda velocidad los peldaños.
– ¡Eh, Lou! -dijo Ed, cogiendo al agente mayor del brazo-. ¿Te presento a alguien mayor que tú? Éste es Joe Citrone, mi compañero, Lou. Es Lou Jacobs, Joe, un amigo de mi padre.
– ¡Hola! -respondió Citrone, con un movimiento de cabeza que indicaba que no tenía tiempo que perder.
Intentó seguir su camino, pero el bullicioso grupo le impidió el paso.
– Me suena su cara -dijo Lou retorciendo los dedos de los pies mientras observaba a Citrone. Un tipo que parecía estar en forma, de ojos insensibles y ni una arruga fruto de la sonrisa-. ¿Cuándo salió de la academia? La promoción…
– No te esfuerces en darle conversación -le interrumpió Ed con una risita-. Joe Citrone es un hombre de pocas palabras.
Lou soltó una carcajada.
– La mayoría de polis se van del pico.
– Si te interesa información sobre Lenihan, Lou, tendrías que hablar con Joe -dijo Vega, y Lou aguzó el oído.
– ¿Conocías a Lenihan, colega?
– No, no le conocía -respondió Citrone, y en la frente del joven agente se dibujó una expresión de desconcierto.
– Claro que le conocías, si justamente el otro día… -empezó Vega, pero la frase quedó a medias.
– Te equivocas, Ed. -Citrone miró a Lou-: Encantado de conocerte.
Vega se quedó en silencio mientras su compañero se alejaba; luego pegó un giro a su gorra.
– ¿Adónde vamos a comer? -preguntó.
– Al Debbie's. ¿Adónde si no? -respondió Lou y, tras echar una última ojeada en dirección a Citrone, salió a aguantar el mal tiempo.
El Debbie's Dinner, con sus paredes de aluminio, su forma de vagón de tren y su conocido rótulo en el que se veía un donut, se había convertido en algo muy popular en el sur de Filadelfia. Servían buena comida, a precios económicos, y el único inconveniente que presentaba era algún asesinato de mañosos que se producía en su aparcamiento, en general en años impares. Se trataba de unos crímenes al estilo antiguo; un único y preciso disparo contra un blanco elegido por una familia perteneciente al crimen organizado, y no el tiroteo indiscriminado que dejaba a los jóvenes hechos trizas y a Lou le hacía plantearse adonde habíamos llegado, cada vez que los asesinos actuaban de una forma tan inhumana. No obstante, aquellos asesinatos, en lugar de alejar a los clientes del local servían para dar a Debbie's un toque genuino, pues no alteraban ni a quienes triunfaban ni a los agentes uniformados que iban a comer allí. Lou sabía que mientras existieran los huevos revueltos con ketchup, Debbie's seguiría en pie. Y aquello le animaba.
– Vamos a sentarnos aquí -dijo Lou, mostrando a Vega su compartimiento preferido. Se instaló y cogió unas servilletas de papel del dispositivo de acero inoxidable-. ¿Te has mojado, muchacho? ¿Quieres una servilleta para secarte?
– No, gracias.
Vega se sacudió el pelo como un cachorro de terranova, y enseguida apareció una camarera muy guapa, con pelo corto y un uniforme negro perfectamente ajustado a su cuerpo.
– ¿No habéis oído hablar de una cosa que se llama paraguas, chicos?
– No -respondió Lou-. No soportamos los paraguas.
Vega le dedicó una sonrisa. Dijo:
– Manías de polis.
La camarera movió la cabeza. En el distintivo que llevaba en la solapa, en forma de donut, se leía: TERESA: TRES AÑOS; su nombre y los años que llevaba sirviendo en Debbie's. De acuerdo con los parámetros de Debbie, era una cría.
– ¿Dos cafés enseguida? -preguntó ella.
– Eres un hacha -dijo Vega, riendo.
– Tienes razón. Tendría que apostar por algo arriesgado -respondió la chica y se marchó.
Vega se pasó los dedos por el pelo, que se puso de punta como las púas de un erizo.
– Bien, Lou, no puedo contarte nada de él. Nunca había visto a ese tipo. La verdad es que lo sucedido es una puta vergüenza.
– ¿Has oído algo sobre él? ¿Qué rumores circulan?
– Ninguno.
– Me parece imposible.
– No sé qué te ha contado mi padre, Lou, pero yo sólo llevo dos meses en el distrito. Acaban de emparejarme con Citrone.
Lou asintió.
– Pero Citrone conocía a Lenihan…
– Ya le has oído. No.
– Te he oído a ti. Has dicho que le conocía.
– Estaría equivocado.
Lou parpadeó.
– No creo, muchacho, y tengo que saber lo que sabes tú. Lenihan murió intentando matar a una persona a la que aprecio mucho. Quiero saber el porqué.
– Yo no lo sé. No sé nada.
– Has dicho que Citrone conocía a Lenihan. ¿Por qué lo has dicho?
Vega se pasó otra vez la mano por el pelo y volvió un poco la cabeza para localizar a la camarera.
– ¿Viene o no el café?
– ¿Qué te ha hecho pensar que Citrone conocía a Lenihan?
Vega levantó la mano, localizó a la camarera y con un gesto le indicó que quería beber. Ella, asintiendo con la cabeza, cogió la cafetera por el asa marrón de plástico y dos tazas a la carrera.
– ¿Qué te hace pensar que Citrone conocía a Lenihan, Ed? -volvió a preguntar Lou, pero el muchacho seguía con la vista fija en la camarera, evitando su mirada-. ¿Ed?
– ¡Ahí está! -exclamó Vega, volviéndose al llegar la chica con las tazas, que luego dejó en la mesa, haciendo un fuerte ruido.
– Te estaba buscando las cartas.
Sirvió el café en una taza y luego en la otra. Lou se fijó en que llevaba unos tatuajes en el antebrazo, un símbolo chino, y se planteó en qué época las chicas empezaron a lucir tatuajes. Justo después que empezaran a entrar en el cuerpo, pero ¿antes de que montaran bufetes de abogados? Lou observó cómo la camarera se alejaba y comprobó con satisfacción que algunas cosas seguían como siempre.
Vega tomó un sorbo de café y se encorvó sobre la mesa.
– Lou Jacobs -dijo en voz baja-, mi padre dice que eres un gran tipo, por tanto eres un gran tipo, pero no voy a enfrentarme a Joe Citrone por ti. ¿Entendido?
– Yo sólo te pedía una información.
– La información va contra Citrone y además, te juro que no sé nada.
Lou probó el café y miró al chico.
– Tienes miedo -dijo.
– Monsergas.
– No hables por boca de otro, muchacho. Te pillarán enseguida.
– Yo no tengo miedo, ni motivos para tenerlo. Es cierto que no quiero fastidiar a Citrone. Pero esto es normal, soy un novato.
Lou se inclinó un poco sobre la mesa.
– ¿De qué va todo eso? ¿Joe Citrone para presidente de Estados Unidos de América? ¿Me perdí algo mientras estuve a la sombra?
– Citrone es el viejo. Conoce a todo el mundo.
– Pues tenía que conocer a Lenihan, como has dicho tú al principio. -Lou cogió la taza-. Mira, muchacho, Lenihan tenía negocios con dos tipos del Veinte. Estaban metidos en algo, junto con un inspector, Della Porta, a quien asesinaron el año pasado, y había trabajado en el Undécimo. ¿Crees que Citrone sabe algo del asunto? Es un veterano, como muy bien has dicho tú.
Vega se levantó de repente, se metió la mano en el bolsillo y abrió la cartera.
– No me llames más, no intentes buscarme, no me molestes. -Tiró un billete arrugado de cinco dólares sobre la mesa-. Aléjate de mí. Y aléjate también de mi padre.
Lou se levantó y le crujieron las rodillas.
– Escúchame, yo sólo quería hablar contigo.
– Ya me has oído -dijo Vega, y salió del compartimiento hacia la puerta del restaurante.
Lou le vio cruzar el aparcamiento camino de su coche. «Huye despavorido», pensó.
– ¿Y su amigo? -preguntó la camarera, cogiendo un bloc y un gordo lápiz del bolsillo del delantal negro.
– ¿Mi amigo? Tenía una cita para hablar de un caballo.
– ¿Qué?
La chica se rascó la cabeza con el lápiz.
– Es una manera de hablar. ¿No conocías la expresión?
– No. ¿Te sirvo algo?
– Tres huevos revueltos, y respóndeme a eso: ¿verdad que aquí ves todos los días a muchos policías?
– Sí.
– ¿Viste alguna vez a uno llamado Lenihan? Venía del Undécimo.
– ¿Lenihan? ¿El pimpollo rubio que salió en el periódico?
¿Pimpollo? Lou pensó que lo había oído mal. Quizá también necesitaba un aparato para la sordera.
– ¿Pimpollo? ¿Puede un hombre hecho y derecho convertirse en un pimpollo?
– ¿Qué?
Lou se secó la frente, que aún tenía húmeda.
– Dejémoslo. ¿Comía aquí, Lenihan?
– Sí.
– ¿Con quién?
– Con otros polis.
– ¿Qué otros polis?
La camarera encogió los hombros.
– ¿Cómo voy a saberlo?
– De entrada, los policías llevan una placa con su nombre.
– Yo no leo las placas. Además, no hablo de mis clientes.
– Es sólo una pregunta. ¿Con quién comía normalmente?
– ¿Eres poli? Ya lo imaginaba.
– No, soy un tipo normal y corriente. Un viejo que quiere saber algo.
– Pues mira, has tenido muy mala suerte, viejo que quiere saber algo -respondió la camarera, apoyándose en el otro pie-. ¿Te sirvo los huevos o qué?
– Tendrás ketchup, ¿no?
– Claro.
– Pues sí -respondió Lou y siguió con su café mientras ella se alejaba dándose aires.
Bennie se situó frente al analista en el estrado.
– Como quiera que usted y yo ya nos conocemos, señor Pettis, obviaré mi presentación.
El profesor asintió con una sonrisa que resaltó sus mandíbulas.
– Encantado de volver a verla, señorita Rosato.
– A mí también me alegra verle -respondió Bennie con cierta afectación. Al jurado le caía bien Pettis y ella quería dejar patente que a éste le caía también bien ella, y que por tanto no era su enemiga. La mejor táctica con una persona razonable consistía en ponerse a su lado: hacérsela suya-. El Estado le ha proporcionado distintos objetos para examinar en este caso. Le ha entregado a usted fotos, un expediente completo, muestras de sangre y una camiseta, ¿es así?
– Así es.
– ¿Verdad que no le ha entregado un arma para someterla a su examen?
– No.
– ¿Deduce usted que la policía no ha recuperado el arma del crimen en este caso?
– Exactamente.
Bennie observaba los rostros del jurado. Le pareció que prestaban atención e imaginó que ya se estaban preguntando por qué no había aparecido el arma homicida. Se acercó lentamente al estrado del testigo.
– ¿Qué tipo de prueba forense puede detectarse en un arma utilizada para cometer un asesinato, doctor Pettis?
– Protesto -dijo Hilliard, levantándose-. Eso supera el límite del interrogatorio directo. En sus respuestas, el doctor Pettis no ha hablado sobre armas homicidas.
Bennie miró al juez Guthrie, quien seguía atento tras sus dedos colocados en forma de triángulo.
– El doctor Pettis ha recibido la calificación de experto en medicina forense, y yo le estoy formulando unas preguntas básicas sobre dicho campo, señoría.
– Prosiga -dijo el juez Guthrie, y sus labios desaparecieron tras la torre de los dedos.
Bennie se volvió hacia el doctor Pettis.
– Díganos qué tipo de prueba encuentra normalmente en un arma homicida, por ejemplo en una del calibre veintidós.
– Se encuentran sin duda huellas dactilares, que pueden desembocar en una identificación positiva. También podemos encontrar en ella escamas de la piel, pelo o algún otro vestigio que puede ayudar a identificar a la persona que la disparó.
Bennie levantó la mano.
– Sin embargo, en este caso no disponemos de arma, por lo que no puede identificarse ni eliminarse ningún sospechoso siguiendo tales parámetros, ¿no es cierto?
– Sí.
– Sabe usted también, doctor Pettis, que se encontró la camiseta en un contenedor de un callejón, ¿verdad?
– Me lo dijo el fiscal, sí.
– Que usted sepa, no se encontró arma alguna en el contenedor, ¿cierto?
– Que yo sepa, no se encontró ninguna.
Bennie hizo una pausa para observar, uno por uno, los rostros de los miembros del jurado. Si se estaban planteando interrogantes, mejor.
– Permítame que le haga otra pregunta referente a la medicina forense, doctor Pettis. Cuando alguien dispara un arma, a la distancia que sea, ¿no se depositan en su mano ciertos residuos?
– En efecto, siempre que no exista algo que los bloquee, como un guante.
– ¿Puede investigar la presencia de tales residuos en su laboratorio?
– Por supuesto.
– ¿Se le pidió que llevara a cabo tal prueba en las manos de Alice Connolly?
– No.
– ¿Tiene usted conocimiento sobre si se extrajeron muestras de residuos de las manos de Alice Connolly, doctor Pettis?
– No lo tengo.
– Gracias. Prosigamos. -Bennie se acercó a la mesa de las pruebas y tiró de la bolsa que contenía la camiseta-. Le estoy mostrando la prueba trece presentada por el Estado. ¿Recuerda haber declarado sobre las pautas de las manchas de esta camiseta?
– Sí.
Bennie extrajo la camiseta y la extendió; la prenda soltó un desagradable olor acre. Las manchas estaban apelmazadas y secas, pero no pudo evitar una leve náusea.
– El análisis de las manchas de sangre está perfectamente aceptado dentro del mundo de las fuerzas del orden, ¿no es así, doctor Pettis?
– Sí.
– ¿Verdad que la mayoría de profesionales dentro de las fuerzas del orden, por ejemplo la policía, está familiarizada con dicha práctica?
– Protesto, la pregunta mueve a conjeturas, señoría -dijo Hilliard desde su silla.
– Denegada -dijo el juez Guthrie-. Prosiga, doctor Pettis.
Éste miró a Bennie:
– Los profesionales del campo de las fuerzas del orden, como la policía, están familiarizados con la práctica de analizar las manchas de sangre. Yo mismo doy conferencias sobre el tema en las academias de policía de todo el país.
– ¿Ha dado conferencias sobre dichos análisis a la policía de Filadelfia, como parte de su formación?
– En efecto, al igual que sobre otros principios de medicina forense.
Bennie ladeó la cabeza, con la camiseta aún en la mano.
– ¿Podría decirnos aproximadamente cuántos agentes han recibido formación sobre análisis de manchas de sangre a lo largo de los años?
– Ya soy muy mayor, ¡quién sabe! -respondió, y el jurado sonrió con él-. Probablemente miles.
– Gracias. -Bennie sostuvo en alto la camiseta-. ¿Verdad que ha declarado usted que las pautas de las manchas de esta camiseta son las típicas, doctor Pettis?
– En efecto.
– Y eso es lo que usted enseña en sus cursillos a la policía, ¿verdad?
– Sí.
Bennie se volvió hacia el jurado, aguantando la camiseta contra su pecho. No hacía falta el análisis de pelo o de piel para dejar claro que pertenecía a Connolly; era de su misma talla.
– Diga al jurado, doctor Pettis, si en alguna ocasión ha reproducido una mancha como ésta en su laboratorio.
– Sí, lo hago siempre. Con el objetivo de poner a prueba mis hipótesis y confirmar mis conclusiones.
– ¿O sea que usted crea manchas de sangre? ¿Cómo lo hace?
– Simplemente esparciendo sangre; utilizo sangre de cerdo, en distintas prendas. A distancia, utilizo un atomizador. Pero si no tengo ninguno a mano, aplico la sangre sobre la prenda, como hacía Jackson Pollock con la pintura. No representa ninguna dificultad.
Bennie reprimió una sonrisa. Tenía que agradecerle la modestia al experto.
– ¿Es cierto, pues, que cualquier persona familiarizada con los principios del análisis de manchas de sangre puede crear una mancha de sangre?
– Sí.
Bennie arrojó la camiseta para indicar al jurado que no servía para nada. No era una persona dada a las sutilezas.
– No haré más preguntas -dijo, pero Hilliard ya estaba cogiendo las muletas.
El doctor Marc Merwicke era uno de los más prestigiosos forenses de la ciudad; mientras Hilliard le estaba presentando, Bennie se preguntaba si habría puesto su firma en el falso análisis sobre el contenido de alcohol en la sangre de Lenihan. De cualquier forma, el aspecto del doctor Merwicke insinuaba que aquel hombre era capaz de algo tan emocionante como una confabulación delictiva. Tenía unos cuarenta años y el pelo, prematuramente canoso, engominado hacia atrás; mostraba la palidez del depósito de cadáveres y vestía traje gris y una contundente corbata de color platino. Bennie notó un escalofrío al mirarlo, pensando primero en su madre y luego en Lenihan. ¡Tantas muertes a su alrededor! Su vida estaba plagada de muertes, al igual que sus pensamientos.
Hilliard le formuló una serie de preguntas que llevaron a Merwicke a hacer un recorrido por el proceso de la autopsia llevada a cabo en el cuerpo de Della Porta. A raíz de una serie de protestas de Bennie, Merwicke emprendió un análisis completo y minucioso de unas espeluznantes fotos de autopsia, ampliaciones de heridas y de entradas y salidas de arma de fuego. Las proyectaba en una amplia pantalla que descendía del techo, como si se tratara de un film macabro. Bennie se fijó en que la bibliotecaria volvía la cabeza y que la última fila del jurado se estremecía casi al unísono.
Merwicke declaró finalmente que el «disparador» -adoptando el término del argot policial- podía haber sido un hombre o una mujer, pero que tenía que ser una persona alta. Bennie observó con inquietud que algunos miembros del jurado se volvían para mirar a Connolly. Éstos fruncieron el ceño cuando Merwicke declaró que las muestras de pelo y escamas de piel de la acusada coincidían con algunas de las encontradas en la camiseta, vinculando la prueba de la mancha de sangre a Connolly.
– Una última pregunta, doctor Merwicke -dijo Hilliard volviendo al estrado-. ¿Habitualmente su laboratorio realiza pruebas sobre los residuos procedentes de un disparo en las manos de los sospechosos de asesinato?
– Sí.
– ¿Realizó usted una prueba de residuos en las manos de Alice Connolly en este caso?
– No.
– ¿Por qué no, doctor Merwicke?
– ¡Abogados! -respondió cansinamente el testigo, y el jurado se echó a reír.
– Es una maniobra de obstrucción, señoría -dijo Bennie, levantándose. No había comprendido la respuesta y no quería perderse el punto de los residuos-. Una broma sobre la defensa no puede aceptarse, señoría.
– Iba a pedir al testigo que aclarara su respuesta, señoría -dijo Hilliard desde el estrado.
El juez Guthrie asintió y el fiscal pidió al testigo que entrara en detalles.
El doctor Merwicke apretó los labios.
– Me refiero a que no siempre podemos realizar las pruebas necesarias porque los abogados de la defensa obstruyen nuestra tarea.
– ¡Protesto! -exclamó Bennie, enojada-. Obstruye la pregunta y la respuesta, señoría. No se han proporcionado pruebas de que la defensa haya impedido la tarea de analizar las manos de Connolly y…
– Pero lo hicieron -respondió Merwicke, señalando con el dedo-. Lo hicieron los primeros abogados de Alice Connolly. Presentaron una moción. Corrieron como desaforados y mi laboratorio no pudo obtener una muestra. Tuvimos que recurrir al tribunal y cuando conseguimos el veredicto del juez las manos de la acusada ya estaban limpias.
– Confunde la prueba -dijo Bennie, a pesar de que aquello la había sorprendido. No constaba tal moción en el expediente de Jemison y ella había estado demasiado atareada para comprobar los registros por sí misma-. El testigo no debería declarar sobre las decisiones o archivos de la anterior defensa a este respecto, señoría. La señorita Connolly tiene derecho a disfrutar de toda la protección que le brinda la Constitución.
– La defensa ha abierto la puerta con el doctor Pettis, señoría -alegó Hilliard-. El Estado está en su derecho de saber por qué no se llevó a cabo la prueba de residuos en las manos de la acusada, ahora que la letrada lo ha convertido en tema de examen.
– Tiene usted razón, denegada la protesta -dijo el juez Guthrie-. No voy a invalidar la declaración.
– Gracias, señoría -respondió Hilliard-. Concédame un minuto para decidir si he de formular más preguntas.
Bennie se dejó caer sobre el asiento sin perder de vista al jurado. Aquella gente había oído todo el intercambio, que constituía un tremendo golpe para la defensa. Ella misma había removido el tema de los residuos. ¿Qué habían hecho Jemison, Crabbe? ¿Oponerse a la prueba de residuos? ¿Por qué? ¿Por qué se habría demostrado que Connolly no disparó el arma? ¿Por qué no se incluían las copias de la moción en el expediente?
– No haré más preguntas, señoría -dijo Hilliard en un tono que traslucía seguridad mientras recogía sus papeles y tomaba asiento.
Bennie se levantó, disimulando su desazón. Tenía que enderezar las cosas, si le era posible.
– Le haré pocas preguntas, doctor Merwicke. Ha declarado usted que en este caso no se realizó ninguna prueba de residuos, ¿es cierto?
– Sí.
– Dicha prueba podría haber demostrado que Alice Connolly no disparó el arma que mató al inspector Della Porta, ¿verdad?
– Pues… sí.
– De hecho, ¿no es cierto que de haberse llevado a cabo la prueba de residuos y no haber encontrado residuo alguno de Alice Connolly, dispondríamos de la prueba definitiva de que la acusada no asesinó al inspector Della Porta?
– Entonces, ¿por qué se habría opuesto ella a la prueba?
Los ojos de Merwicke brillaban de enojo, y Bennie le aguantó la mirada.
– La pregunta exige un sí o un no, doctor Merwicke. Si no se hubieran encontrado residuos en las manos de Alice Connolly se habría demostrado sin la menor sombra de duda que ella no disparó el arma. ¿Sí o no?
– Sí. Pero entonces, ¿por qué…?
– ¿Sabe usted a ciencia cierta que Alice Connolly se opuso a la prueba o sólo tiene noticia de que se opusieron a ella sus anteriores abogados, doctor Merwicke?
– Imagino que ella sabría…
– Imagina mal -saltó Bennie, y Hilliard casi se levantó.
– Maniobra obstructiva, señoría. La defensa está declarando.
El juez Guthrie asintió rápidamente.
– Se admite. Sírvase eliminar el comentario, relatora.
– No haré más preguntas -dijo Bennie.
En realidad había hablado al jurado. Esperaba poder mitigar el perjuicio ocasionado. Se sentó y observó la expresión de Connolly. Parecía tan afligida como ella misma, y no lo disimulaba. Los rasgos de Connolly, tan parecidos a los suyos sin maquillaje, estaban marcados por el frío y crudo terror que sentía la mujer al entrever su propia ejecución. Bennie creía estar viendo su propia máscara de la muerte.
Y no podía volver la cabeza.
El equipo de la defensa, en el que se incluía Lou, se apiñó a la hora de cenar en el despacho para tomar unas costillas en la mesa de nogal dispuesta con unas arrugadas servilletas de papel. Habían convertido una bandeja destinada a sujetapapeles en una fuente llena de agua, y las gotas de grasa flotaban sobre su superficie como el aceite en una alcantarilla.
– ¿Qué tal el día, jefa? -preguntó Judy, chupándose los dedos.
Bennie se secó los labios con una servilleta.
– Hemos encajado un duro golpe, gracias a mí.
– No ha sido tan terrible -respondió Mary. Se le notaban los ojos cansados a causa de la sesión que acababa de terminar con el ordenador, haciendo el seguimiento de Dorsey Hilliard. Había tenido poca suerte. No había descubierto una relación fuera de lo corriente con el juez Guthrie, cuando menos en los casos cotejados. Había comparecido en su tribunal en seis casos, de los cuales había ganado tres y perdido tres-. Habrá que perseverar -añadió, más de cara a sí misma que dirigiéndose a Bennie.
– Ánimo, Rosato. -Lou hizo girar su silla y cruzó los pies, enfundados en sus empapados mocasines-. Como mínimo tenemos una pista sobre Lenihan. Mañana veré a Joe Citrone.
Bennie movió la cabeza.
– Eso ya lo discutimos, Lou. No irá a ver a Citrone. Es demasiado peligroso.
– Ah, no me acordaba. -Lou hizo un saludo marcial-. Usted manda y yo obedezco.
– No lo haga, Lou.
– No lo haré, Ben.
Bennie reprimió una sonrisa.
– Se lo digo en serio. Vuelva al barrio, acabe de peinar la zona del vecindario. Búsqueme al que vio entrar en el piso a un policía alto.
– Como usted diga, señora mía, pero Joe Citrone es alto.
– Pues muéstreles fotos de Citrone. Encuéntreme un testigo para la defensa. Sería el cambio ideal.
– Será lo primero que haga mañana por la mañana.
– Se lo he dicho en serio, Lou. Es una orden.
Lou tomó otro trago de Rolling Rock de una botella verde. La suya era la única cerveza de la mesa, pues el resto eran latas de Coca-Cola light. A Lou siempre le había encantado la cerveza. Era su único vicio, que se remontaba a la edad de trece años, cuando su padre le dio a probar el primer sorbo: de Oitleib's, la de la botella marrón, que ya no se fabricaba. Oitleib's era su preferida, con más estilo que la Schlitz, aunque más tarde también dejaron de fabricar la Schlitz. Auténticas marcas de Filadelfia. Además de los refrescos Frank's, también de Filadelfia.
– Si es Frank's, thanks -dijo Lou en voz alta, un poco entonado, y Bennie se echó a reír.
– Espabile, Lou.
– Imposible. Esta mañana he visto a una chica con un tatuaje. -Tomó otro sorbo-. He aguantado de todo y no aguanto nada más.
Judy se echó a reír.
– Popeye, ¿verdad? Popeye el marino. Eso siempre lo dice Popeye antes de tomar espinacas.
– ¡Chica lista!
Lou levantó la botella en silencioso homenaje. Por Popeye. Por la Ortleib's. Por las pastelerías pasadas de moda y por su queridísima ex esposa.
Bennie sonrió.
– Me acuerdo de Popeye. -Los dibujos animados en blanco y negro parpadeaban en su cerebro como en los cuentos plegables de las tiendas de todo a cien-. Aprieta la lata de espinacas y, ¡zas!, se abre, ¿no?
Judy soltó otra carcajada.
– Las espinacas vuelan por los aires en un chorro ruidosísimo y Popeye las caza al vuelo. Luego ves cómo bajan por su garganta y los brazos se le convierten en yunques. O no sé, se le hinchan.
Lou la imitó.
– Eso, no sé, se le hinchan.
– ¡A callar! -exclamó Judy y tiró la pajita del refresco a Lou, quien se agachó.
– Además, las chicas no deberían llevar tatuajes -gritó él-. ¿Me oyen? Las chicas, nada de tatuajes. ¡Sólo los marinos!
Mary aplaudió, repentinamente de buen humor. No le parecía algo tan malo ser abogada, al menos una noche al año.
– ¿Marinos? ¿Ha dicho marinos?
– ¿Qué pasa con los marinos? -preguntó Lou, y todas rompieron a reír, aturdidas de pronto.
Bennie observó con una risita la mesa de reuniones, cómo se relajaba todo el mundo por primera vez en días. A ella también le venía bien reír, olvidar los informes de autopsias, de manchas de sangre, incluso olvidar lo de su madre. Y también a Lenihan, a Della Porta y a Grady. A este último le había llamado un par de veces pero no lo había encontrado en casa y dedujo que seguía trabajando. Ya no recordaba la última vez que le había visto, había hablado o hecho el amor con él.
– ¡A cantar! -gritaba Lou.
Las chicas empezaron a entonar la canción de Popeye, completándola con la lucha hasta el final y la toma de espinacas. La sala retumbaba con los cantos pero Bennie no les mandó callar. Quería que sacaran las inquietudes que llevaban dentro. Luego, al igual que todos los marinos, tendrían que encargarse de todos los «Brutus» del mundo.
«¡Tut tut!»
. A la mañana siguiente, Atice se vistió en la pequeña sala de detención. No había dormido en toda la noche. Rosato no había respondido a ninguna de sus llamadas y no había podido establecer contacto con Bullock ni con el exterior. No tenía ni idea de qué rumbo tomaría el juicio; lo que sí sabía era que el día anterior había sido terrible. Rosato tenía que haberla llamado al estrado. Ella podía conseguir hacer creíble la historia. Se veía capaz de convencerlos de lo que fuera.
Se puso una falda gris y una blusa de seda. Aquél iba a ser un largo día en el tribunal, el último para la acusación. Atice había reservado el traje gris para aquella ocasión, pues tenía la corazonada de que Rosato llevaría también el suyo. En las fotos que había visto, Rosato vestía el traje gris en sus comparecencias más importantes, con zapatos grises a juego. Connolly se puso un par idénticos a los de ella e hizo chasquear tres veces los tacones, como Dorothy en El mago de Oz.
– ¡Sácame de ese trago, hija de puta! -gritó.
Empezó a cepillarse el pelo. Rosato se lo habría lavado, por lo tanto tenía que asegurar que el suyo brillara y tuviera la caída del de ella. Si conseguía cuidar todos los detalles, aquel día ella y Rosato tendrían un aspecto idéntico. El guardia llamó a la puerta.
– Espera un momento, ¡joder! -protestó Atice.
Unos minutos después andaba esposada detrás del guardia; pasaron una puerta cerrada, después otra y atravesaron un estrecho pasillo hasta la sala.
– Como un cordero camino del matadero, ¿mm…? -dijo Alice, pero el guardia se limitó a mover la cabeza.
– Confíe en el Señor, señorita Connolly.
Alice soltó un bufido.
– ¿Por qué? ¿Usted cree que trabajará en un caso de emergencia?
El guardia abrió la puerta que daba a la sala, y lo primero que vio Alice fue a Rosato sentada a la mesa de la defensa. Llevaba su mejor traje, el gris.
Bennie no hizo caso del traje de Connolly; por el contrario, se dedicó a observar minuciosamente al testigo de la acusación en cuanto se inició la sesión. Ray Muñoz era un hombre de unos cincuenta años, bajito y musculoso, que había sido albañil antes que una discapacidad acabara con su vida laboral. Tenía unos profundos ojos castaños y pómulos prominentes; su porte, que mostraba resentimiento, era desagradable, como si el mundo no hubiera oído suficientes veces su eterno sonsonete. Hilliard le hizo entrar en detalles:
– Sírvase mostrar al jurado dónde se sitúa su casa en Trose Street, señor Muñoz -le dijo desde el estrado-. Si lo desea, puede utilizar el puntero.
– Vivo aquí, en el 3016 -respondió Muñoz señalando un punto de Trose Street. Su negra camisa de punto hacía conjunto con su pelo, que se le disparaba como un matorral desde el cuero cabelludo-. Llevo tres años en esta casa. Desde que llegué de Texas.
– ¿Nos está mostrando que vive a cinco casas al oeste del número 3006, del mismo lado de la calle donde tuvo lugar el asesinato del inspector Della Porta, señor Muñoz?
– Sí, eso. -Muñoz señaló la acera situada frente a su casa adosada-. Exactamente aquí vi correr a la señora. La vi por la ventana.
– Eso no se lo he preguntado aún, señor Muñoz -dijo Hilliard, en tono de reproche, y el testigo arrugó la frente.
– Ya. Pero a mí ya no me pagan por horas, como a ustedes los abogados.
Los miembros del jurado rieron hasta que Hilliard empezó a toser ruidosamente.
– Dispense -dijo Hilliard-. ¿Dónde estaba usted, señor Muñoz, antes de asomarse a la ventana?
– Leyendo en la salita de estar. -Muñoz dejó el puntero-. Me gusta consultar la lista después de cenar.
– ¿La lista, señor Muñoz?
– La lista de las carreras de caballos, compañero.
El jurado se echó a reír de nuevo, y Muñoz se irguió en su silla, animado, como un niño malo haciendo una de las suyas en clase. Bennie se habría reído también a gusto pero Hilliard seguía con su actitud seria.
– ¿Dónde estaba leyendo la lista de las carreras, señor Muñoz?
– En mi tumbona. Estaba sentado allí.
– ¿Y dónde tiene su tumbona, señor Muñoz?
– Frente a la tele. ¿Dónde iba a tenerla?
Hilliard se puso rígido.
– ¿Y ese asiento dónde está concretamente en relación con la ventana de la sala de estar?
– Tengo la tumbona junto a la ventana. Y ésta da a la calle. Me siento al lado de la ventana por lo de la luz. Y para que me dé el aire. No tengo aire acondicionado.
– O sea que estaba sentado junto a la ventana la noche de autos. ¿La tenía abierta?
– No conozco otro sistema para que me entre el aire. -El jurado rió y Muñoz sonrió, jugando ya con ellos-. No le estoy tomando el pelo. En esta ciudad uno suda como un cerdo. Es peor que en el sur de Texas, lo que es mucho decir.
– Por favor, señor Muñoz… ¿Había cortina en la ventana? Y hágame el favor de dirigirse a mí cuando responda y de hacerlo con un sí o un no.
– Ya estoy respondiendo sí o no.
– No es cierto, señor Muñoz. Haga el favor de decir sí o no, ¿entendido?
Muñoz levantó una ceja.
– La pregunta era: ¿había cortina en la ventana?
– Pues claro que había cortina en la ventana. Por eso oí el ruido. Sonó como un petardo. Imaginé que habría unos críos fuera. Quiero decir los chavales que se preparaban para el cuatro de julio. -Volvió otra vez la cabeza hacia el jurado y una mujer mayor de la primera fila asintió, como si estuviera de acuerdo-. Ya sabe cómo son los chavales -insistió Muñoz.
Hilliard miró al juez:
– ¿Me hará el favor, señoría, de dar instrucciones al testigo para que responda a las preguntas de la forma indicada? Con ello el acta quedará mucho más clara.
El juez Guthrie inclinó la cabeza con decisión y se volvió hacia el testigo:
– Si no le importa, señor Muñoz, hágalo para el acta.
– Si usted lo dice, juez… -dijo Muñoz, fulminando a Hilliard con la mirada, lo que indicó a Bennie que el fiscal había cometido su primer, y probablemente único, error en el juicio. Acababa de convertir el interrogatorio directo en una lucha por el poder. Los miembros del jurado parecían incómodos en sus asientos, sin dejar de escuchar.
– ¿Sabe usted qué hora era cuando oyó el ruido al que se ha referido, señor Muñoz? Repito: míreme y responda con un sí o un no.
Muñoz clavó la vista en el fiscal.
– No.
– ¿No miró el reloj?
– No. ¿Lo hago bien, abogado?
– Perfecto, señor Muñoz -respondió Hilliard consultando sus notas-. Vamos a ver: en un momento dado miró por la ventana. ¿Sabe usted si tardó mucho en asomarse a ella después de haber oído el disparo?
– ¿Debo responder sí o no?
– Sí. Responda sí o no, por favor.
– Sí.
– ¿Cuánto tiempo pasó desde que oyó el ruido hasta que miró por la ventana?
– ¿Sí o no?
Hilliard suspiró de forma audible.
– Evidentemente, no.
– Vale, pero tiene que decirme cómo he de responder, si no, yo no lo sabré. No soy tan inteligente como usted, que conste.
Muñoz sonrió y lo mismo hicieron los miembros del jurado, pero Hilliard se agarró al estrado y se puso aún más rígido.
– ¿Cuánto tiempo transcurrió desde que oyó el ruido como de petardo hasta que se asomó a la ventana, señor Muñoz?
– Un rato.
– ¿Podría describirnos un poco mejor ese tiempo y no con el simple «un rato»?
– ¿Quiere que responda sí o no?
– ¡Sí, por favor!
– No.
Los miembros del jurado ahogaron unas sonrisas y Hilliard se pasó la mano por la desigualmente poblada cabeza. De haber tenido mucho pelo, habría tirado de él.
– Explique al jurado exactamente lo que vio al asomarse a la ventana, señor Muñoz.
– Ya le he dicho que vi a una señora corriendo. Le vi la cara y el pelo al pasar bajo mi ventana.
– ¿De forma que la vio usted bien?
– Protesto -dijo Bennie, medio levantándose-. El fiscal está testificando, señoría. El testigo no ha dicho que la hubiera visto bien. En realidad, el testigo ni siquiera ha dicho quién era «ella».
– Se admite. -El juez Guthrie miró por encima de sus gafas-. El tribunal entiende que está usted intentando clarificar el testimonio, señor Hilliard, pero le ruego que plantee las preguntas con cuidado.
– De acuerdo, señoría. -Hilliard se cuadró frente al testigo en el estrado-: Señor Muñoz, para clarificar su testimonio, ¿identificaría usted a la mujer que vio corriendo bajo su ventana?
– ¿Identificar? ¿Qué significa eso?
– Señalarla aquí en la sala -dijo enseguida Hilliard.
Muñoz ya estaba forzando la vista hacia Bennie y Connolly. Levantó su fornido brazo y el regordete dedo señaló hacia la mesa de la defensa, aunque con un blanco impreciso.
– Vi a una de ellas, no sé a cuál -dijo-. Parecen gemelas.
Bennie se irguió de repente en la silla, intuyendo lo que iba a suceder una fracción de segundo antes de que ocurriera. Muñoz no podía identificar a Connolly al tener las dos un aspecto tan parecido y vestir igual.
– Está usted señalando a la acusada y no a su abogada, ¿correcto, señor Muñoz?
– ¡Protesto! -dijo Bennie, ya de pie-. Es algo que ni ha hecho ni dicho el testigo, señoría. El señor Muñoz ha declarado que no podía identificar a la acusada como la mujer que vio corriendo aquella noche.
– ¡Por el amor de Dios, señoría! -exclamó casi a gritos Hilliard desde el estrado-. El testigo ha señalado directamente a la acusada.
Bennie se acercó al juez.
– El señor Muñoz ha señalado un punto intermedio entre mi clienta y yo, señoría. Ha dicho que no podía identificar a la acusada.
«¡Pam! ¡Pam!», el juez Guthrie golpeó con el mazo, con la frente arrugada en una expresión de inquietud.
– Orden, por favor. Los letrados, por favor, y también la tribuna. Este tribunal ya les ha amonestado antes. ¡Deben mantener el orden! -El juez Guthrie hizo girar la butaca de cuero de alto respaldo para mirar de frente al testigo-: Permítame clarificar el testimonio, señor Muñoz. ¿Ha identificado usted, y con ello me refiero a señalar, a la acusada?
– No sé cuál es la acusada. He señalado a estas señoras. Parecen idénticas. De todos modos, la que yo vi era pelirroja. Esas dos no lo son.
– Pido que no conste la respuesta como irresponsable y perjudicial -gritó Hilliard y Bennie no pudo reprimirse.
– Ésa no es base para eliminar una respuesta, señoría. La declaración del testigo ha quedado clara y él mismo acaba de confirmarla. Lo que ocurre es que el señor Hilliard no ha obtenido la respuesta que esperaba.
Muñoz movió la cabeza de arriba abajo.
– ¡Ella tiene razón! No le gusta mi respuesta y me dice que me equivoco. Yo sé lo que me digo, juez. Sé lo que vi. Vi a una pelirroja.
– Se lo ruego, señoría -exclamó Hilliard, agarrando las muletas y colocándoselas bajo los codos-. Permítame que rebobine la cinta. ¿Recuerda usted, señor Muñoz, que la policía le mostró una serie de fotos y que usted eligió la de la acusada?
– ¡Protesto, señoría! -dijo Bennie, pero el juez Guthrie le ordenó silencio con un gesto.
– No se admite.
Muñoz parecía desconcertado.
– ¿Qué foto?
Hilliard arrancó un objeto expuesto en el estrado, se acercó con él al testigo y se lo mostró.
– Que conste en acta que presento al señor Muñoz la prueba veintiuno de la acusación, una selección de fotos. Vamos a ver, señor Muñoz, ¿ha visto antes estas fotos?
– Sí.
– Y cuando se las enseñaron, ¿no es cierto que eligió usted la foto de en medio, a la izquierda, diciendo que era la de la mujer a quien vio correr bajo su ventana?
– ¿Y qué? -Muñoz apartó la selección y Bennie pensó que ni ella misma lo habría hecho mejor-. Usted me ha. preguntado quién era la señora que vi por la ventana. Me ha dicho que respondiera sí o no. Ha dicho que señalara a la señora en la sala. No puedo hacer eso y jurar ante Dios. Si no le gusta mi respuesta, es su pro…
– Señoría -le interrumpió Hilliard-, ¿podríamos continuar esta discusión a puerta cerrada?
– Protesto, señoría. -Bennie se plantó como si estuviera echando raíces-. El fiscal ha interrumpido la respuesta del testigo. El señor Muñoz estaba respondiendo.
El juez Guthrie pegó un golpe de mazo en su pedestal.
«¡Crac!»
– ¡Silencio! ¡A puerta cerrada, ahora mismo, señorita Rosato! ¡Alguacil, sírvase despedir al jurado! Se admite la moción excepcional presentada por el Estado, señor Hilliard. Este coloquio no constará en acta.
– Que conste, de todas formas, mi protesta -dijo Bennie a la relatora, cuando la joven ya había apartado los dedos del teclado-. Quiero que conste en acta que el fiscal Dorsey Hilliard y su señoría, Harrison Guthrie, han interrumpido la declaración del señor Muñoz.
– ¡Señorita Rosato! -gritó el juez Guthrie, girando sobre su butaca de cuero-. ¡No se atreva a dar órdenes a la relatora del tribunal! Este tribunal levanta la sesión. ¡A puerta cerrada, abogados! ¡Alguacil, adelante!
El juez Guthrie estaba de pie tras la butaca de su despacho, con la negra toga desabrochada por arriba, mostrando el almidonado cuello blanco de su camisa. Sus arrugadas manos agarraban la parte superior de la butaca y a Bennie no le sorprendía que las puntas de los dedos dibujaran unas hendiduras en la untuosa piel color borgoña. El juicio había virado, escapando a su control, y el veredicto de culpabilidad que él mismo podía haber garantizado pendía de un hilo. No miró a Bennie cuando ésta habló y apenas conseguía hacer una exposición civilizada.
– Me ha sorprendido muchísimo su comportamiento de esta mañana, señorita Rosato -dijo-. Las acusaciones, las indirectas, ¡en plena sesión! -Miró de reojo a la relatora-. Sin embargo, mis impresiones personales no van a tener consecuencias en esta coyuntura. Tenemos que solucionar una cuestión legal de la mayor gravedad. Sírvase exponer su postura, señor Hilliard.
– La señorita Rosato está confundiendo y manipulando al jurado de forma intencionada, señoría. Ha aparecido esta mañana en la sala vestida de manera idéntica a su clienta, con un traje gris y zapatos grises, y tiene el mismo aspecto que su clienta. Su estratagema ha conseguido desconcertar a un testigo vital para los hechos. La señorita Rosato no puede continuar como abogada defensora, señoría. El Estado exige que se la excluya.
Bennie estuvo a punto de estallar.
– No existe base para…
– ¡Silencio, señorita Rosato! -le ordenó el juez Guthrie.
Hilliard se desplazó hacia delante en su asiento.
– El comportamiento de la señorita Rosato ha sido vergonzoso y poco ético. Debería sustituirla alguna de sus asociadas. Tal decisión no iría en detrimento de la acusada, pues las asociadas de la señorita Rosato han asistido todos los días a las sesiones.
El juez Guthrie miró a Bennie con gélida expresión.
– ¿Qué tiene que decir en su defensa, señorita Rosato?
– No había planificado vestirme como mi clienta hoy, señoría. No tenía idea de lo que iba a llevar ella. Si bien es cierto que me parezco a mi clienta, es inaudito excluirme de la defensa por el simple hecho de un parecido físico. No existe precedente que marque que un acusado que se enfrenta a la pena capital no pueda seguir con el abogado elegido porque éste se parezca a él.
La lisa calva de Hilliard giró de repente.
– No existe precedente porque nunca ha ocurrido. ¿Cuántas veces cree que un gemelo ha representado a su otro hermano gemelo en un proceso por asesinato?
– Dispense. -Bennie le interrumpió, dirigiéndose directamente al juez Guthrie-. Además, el tribunal debe recordar que yo intenté retirarme del caso tras la muerte de mi madre, en parte por las dificultades que me planteaba la representación de la señorita Connolly y este tribunal me denegó la petición.
El juez Guthrie se puso tenso.
– Este tribunal no preveía ni podía prever que usted trataría de explotar la situación con tanto descaro.
– Yo no he hecho eso, señoría. El fiscal ha pedido la identificación en la sala, y la declaración era la del señor Muñoz, testigo de la acusación. Yo he actuado simplemente en protección de la declaración y del testimonio del testigo, y era mi deber legal y ético discutir en este punto el error en la identificación. Ha quedado claro que el señor Muñoz no ha sido capaz de identificar de forma concluyente a mi clienta en la sala. El jurado deberá sopesar la declaración, como cualquier otra, y por tanto creo que deberíamos volver ahora mismo a la sala, e iniciar yo mi interrogatorio.
– ¿Cómo? -Hilliard estaba tan frustrado que golpeó la suave alfombra con sus muletas-. ¿Después del truco que acaba de representar? ¡Deberían acusarla de desacato al tribunal!
– No existe fundamento para el desacato -respondió enseguida Bennie-. No he desobedecido ningún fallo del juez.
El juez Guthrie levantó un dedo en señal de advertencia.
– No se precipite, señorita Rosato. -Hizo una pausa, suspirando-. El tribunal se encuentra entre la espada y la pared, abogados. La cuestión radica en adonde nos dirigimos a partir de aquí. Mi sentido de la ley me indica que la señorita Rosato puede seguir en la defensa independientemente de su parecido físico con su clienta. Los precedentes, escasos todo hay que decirlo, indican que si el tribunal fuera sua sponte, o hacia la moción oral del Estado, el hecho de pedirle la retirada en estas circunstancias, en este punto, podría constituir un error revocable y crear base suficiente para la apelación.
Hilliard se dirigió al juez.
– No obstante, seguir con la señorita Rosato va en detrimento del Estado. No podemos desviar a Muñoz ni tampoco pedir a los demás vecinos que afirmen haber visto a Connolly huir del lugar del crimen, porque el aspecto de la señorita Rosato les desconcertará. Esto elimina a mis testigos de la tarde.
Bennie se inclinó hacia delante.
– Si este testigo es incapaz de proceder a la identificación, los demás tampoco podrán hacerla, señoría. Suponiendo que todo lo que pueda afirmar esta gente es que vio a una mujer muy parecida a mí corriendo, no disponemos de pruebas de identificación que vayan más allá de la duda razonable.
– Reserve las conclusiones para el jurado -saltó Hilliard, pero Bennie hablaba para que constara.
– La acusación ya dispone de la identificación hecha por la señora Lambertsen, señoría. El resto de los testigos redundarán en lo mismo, y el Estado no sufrirá ningún perjuicio.
– ¡Eran testigos corroborantes! -exclamó Hilliard-. ¡A mí no me diga cómo debo llevar el caso!
El juez Guthrie dio la vuelta a la butaca y se sentó lentamente en ella, evitando la mirada de los dos abogados.
– Comprendo su frustración, señor fiscal, pero llegados a este punto no tenemos más opciones. Nos encontramos ante un dilema. La única alternativa sería declarar el proceso nulo por tener vicios de procedimiento, y este tribunal duda que el Estado haga tal petición.
– De ninguna forma -dijo Hilliard-. El Estado no puede correr el riesgo de hacer una apuesta tan arriesgada. Entonces no podríamos volver a juzgar a Connolly.
El juez Guthrie asintió lentamente, dirigiendo su mirada a uno y otro abogado, para centrarla luego en la ventana.
– Pues tendremos que seguir adelante después de comer. Se reanudará la sesión a la una y media.
– Gracias, señoría -dijo Hilliard, en un tono que rayaba lo sarcástico, al tiempo que se levantaba.
Bennie le siguió hacia la puerta sin mediar palabra con el juez Guthrie. El estado de ánimo de éste era el vivo reflejo del de Hilliard. Los dos habían caído en la trampa y le echaban la culpa a ella. De todas formas, la situación no satisfacía a Bennie. No había actuado para desconcertar a Muñoz, lo había hecho Connolly, y a ella no le interesaba engañar para vencer. Peor aún, la victoria que se había granjeado era sólo temporal, y las fuerzas que movían los hilos de la conspiración iban a redoblar sus esfuerzos.
Lo de tener al tigre cogido por la cola no era tan bueno como lo pintaban, sobre todo en un caso de asesinato.
Lou levantó la vista al cielo a través del parabrisas de su Honda. El sol se afanaba por abrirse paso entre las espesas y grises nubes que cubrían el rojo horizonte en aquella parte de la ciudad. Como mínimo no llovía; se había puesto otra vez los mocasines nuevos. Había aparcado en diagonal en la parte trasera del Undécimo, esperando a que llegara Citrone. Hasta el momento había tenido más suerte en la espera del sol. La muchacha del mostrador le había dicho que Citrone llegaría hacia las diez, pero desde entonces ya habían pasado dos horas.
Lou apuró la taza de café y siguió a la expectativa, con la vista fija en las personas uniformadas que iban entrando y saliendo. Ni rastro de Citrone ni de Vega. Entró en la comisaría a preguntar de nuevo, pero la chica le repitió que Citrone no podía tardar. Se le ocurrió llamarlo a su casa desde la cabina de la esquina, pero comprobó que el teléfono del agente no figuraba en el listín. Encontró dos Citrone en la guía y llamó a los dos números. Uno de ellos no tenía noticia de un tal Joe Citrone y el otro no hablaba inglés. Ya nadie se molestaba en aprender el idioma. Incluso los inmigrantes eran mejores en los viejos tiempos.
Lou reflexionaba sobre aquello mientras observaba los uniformes y buscaba el coche patrulla de Citrone. El número 98, le había dicho la chica. Estados Unidos de Norteamérica estaba lleno de personas que no querían ser estadounidenses. Los padres de Lou nunca habían mostrado tal actitud. Se sentían orgullosos de ser judíos alemanes, pero habían llegado a EE.UU. con el deseo de convertirse en ciudadanos estadounidenses. No querían que Lou y sus hermanas hablaran yiddish como los otros hijos de judíos, o, Dios nos ampare, como los judíos rusos. Tenían la vista fija en el futuro y no en el pasado.
Lou consultó de nuevo el reloj. Las doce y dieciocho. Cualquier otro se habría puesto nervioso pero Lou no. El meticuloso trabajo policial, paso a paso, siempre compensaba. A veces sólo era cuestión de esperar. No todos tenían paciencia para ello, pero a él le sobraba. Lo que tampoco era siempre positivo. Le había mantenido, por ejemplo, demasiado tiempo en un matrimonio fracasado. Al igual que una taza de café, era algo que se enfriaba y nadie sabía cuándo ni cómo.
Las tripas se le rebelaban. Era la hora de comer. Otro coche patrulla aparcó en el último espacio vacío que quedaba. Forzó la vista y leyó el número 32. Un agente de uniforme salió del vehículo y empezó a examinar la puerta de la derecha, como si hubiera detectado una abolladura en ella. Lou echó un vistazo general al aparcamiento. Irían llegando más coches para fichar antes de ir a comer.
Entró otro al recinto y Lou comprobó que llevaba el número 10. ¡Qué cabrón! Acababa de aparcar en perpendicular detrás de la hilera de delante, bloqueándole la perspectiva. Salieron del vehículo dos agentes de uniforme charlando. Se acercaron al que estaba mirando la abolladura e iniciaron una conversación alrededor del coche. Parecía que le estaban tomando el pelo sobre el golpe. Lou miró otra vez el reloj. Las doce y treinta y dos. Cuando alzó otra vez la vista, entraba en el aparcamiento el coche patrulla 98. Vio a Joe Citrone al volante y a Vega a su lado.
¡Maldita sea! Lou esperó a que Citrone aparcara en perpendicular al lado del último coche patrulla que había llegado. En cuanto Citrone hubo parado el motor, Lou salió del Honda. Cruzó la calle sin perder de vista a Citrone. Éste se había detenido junto a los tres que comentaban lo de la abolladura, y Lou se dirigió hacia allí. Vega le vio antes de que lo hiciera Citrone, y Lou se dio cuenta de que aquél le pegaba un codazo para llamarle la atención.
– Joe -gritó Lou-. Joe Citrone.
El policía alto no respondió, permaneció impasible ante la llegada de Lou.
– ¿Me recuerdas? Soy Lou Jacobs, el de ayer.
– No.
– ¿No recuerdas que nos presentaron junto a la puerta?
– No -respondió Citrone con cara de póquer, y Lou se echó a reír, desconcertado.
– Claro que me conoces. Nos presentó él, Ed -dijo Lou mirando a Ed Vega, que iba cambiando de postura ante los otros polis-. Eh, muchacho, recuérdaselo.
– No te conozco de nada, tío -dijo Vega con gran frialdad y a Lou se le secó la boca.
Habían reclutado al hijo de Carlos.
– ¿Te estás quedando conmigo, Ed? ¿Acaso no fuimos ayer juntos a Debbie's?
– No sé de qué me hablas. -Vega movió la cabeza y su expresión se endureció-. Me estarás confundiendo con otro.
Los tres polis reunidos allí miraron a Lou de arriba abajo y luego retrocedieron como ante un apestado.
– Vamos, Ed. -Lou pensó en insistir, pero no quería meterle en un lío con Citrone. Si finalmente liquidaban a Vega, Lou no podría perdonárselo nunca. Se volvió hacia Citrone-: Oye, Citrone, déjate ya de sandeces. Tú y yo sabemos que conocías a Lenihan. Eras veterano en el mismo distrito, ¡no me fastidies! ¿Prefieres hablar conmigo a solas o aquí en público?
– No tengo intención de hablar contigo.
Citrone dio media vuelta y se alejó, lo mismo que hizo enseguida Vega. Se dirigieron hacia la puerta trasera de la comisaría.
– ¡Citrone! -gritó Lou llevado por un impulso-. ¿Dónde está el medio millón? ¿Ya lo tienes a buen recaudo?
Citrone no se detuvo, aunque Lou tuvo la impresión de que Vega quedó inmóvil un instante y luego siguió. Los otros tres pusieron cara de asombro, precisamente lo que pretendía Lou. Intrigarlos. Hacerles hablar. Murmurar. Que se intercambiaran más cotilleos en las taquillas que en las instalaciones de la Bolsa de Nueva York. De repente Lou se sintió inspirado.
– ¡Citrone! -gritó de nuevo-. Tenías trapicheos con Lenihan y todos lo sabemos. Tú, Lenihan y vete a saber quién más hicisteis una fortuna traficando con drogas. Tú mandaste a Lenihan a matar a Rosato, Citrone. ¡Eres de la peor calaña que uno pueda imaginar, Citrone!
Citrone y Vega desaparecieron hacia el interior de la comisaría, pero Lou ya hacía rato que no hablaba dirigiéndose a él. Le interesaba la atención de los otros agentes del distrito y cada vez se juntaban más alrededor de la entrada. Iban saliendo de los coches y se paraban a escuchar.
– ¡Estás acabado, Citrone! ¡Te han desenmascarado, chaval!
Los tres polis quedaron allí clavados y, por sus expresiones, Lou no acertaba a determinar si eran personas corruptas o limpias. La gente honrada habría estado de acuerdo con él. Estaría harta de los mangoneos de Citrone, pues les desacreditaba, por dinero, encima. Los agentes honrados eran la única arma que tenía Lou a mano, y tenía que acceder a ellos antes de que muriera más gente. Despedirse del trabajo policial lento y seguro; alguien tenía que dejar al descubierto tanta corrupción. ¿Quién mejor que él, Lou Jacobs, de Leidy Street?
– ¡Te estás hundiendo, Citrone! -gritó Lou colocándose las manos frente a los labios en forma de megáfono-. ¡Tú y hasta el último sinvergüenza de esta comisaría! ¡Te has hundido en la mierda, Citrone! ¡Apestas de lo lindo! ¡Has sembrado la ruina para todos! ¡Has esparcido la mala fama entre los agentes honrados! ¡Eres la vergüenza del Undécimo, cerdo!
Las palabras de Lou resonaban en el gélido aire. Las oyeron todos los agentes de los alrededores. Los que se encontraban en la planta superior del edificio se congregaron en las ventanas.
– ¡Yo trabajé en el Cuarto, donde nunca apareció un sinvergüenza como tú, Citrone! ¡Allí no tenía cabida un sinvergüenza!
¡Los agentes de esta comisaría que no estén dispuestos a tolerar tanta corrupción se pondrán en contacto conmigo, con Lou Jacobs! ¡Mi número figura en la guía de la ciudad! -Lou tuvo que hacer una pequeña pausa para recuperar el aliento-. ¿Me oyes, Citrone? ¿Me oyes? ¡Te voy a hundir! ¡He soportado de todo y no aguanto más!
Con esta frase a gritos, Lou paró y echó un vistazo a su alrededor. En el aparcamiento no se oía ni una mosca. Los agentes habían quedado como estatuas entre los coches. Uno miraba fijo, afectado, pero una sonrisa de alivio se dibujaba en el rostro de otro. Lou imaginó que no tardaría en recibir una llamada de alguno de ellos. De uno de Asuntos Internos. Tal vez del propio Citrone. Fuera quien fuera, Lou estaba preparado para afrontarlo. Giró sobre los talones de sus mejores mocasines y volvió hacia el Honda como un hombre mucho más alto.
«Soy lo que soy.»
– La acusación llama a Shetrell Harting al estrado -anunció Dorsey Hilliard dirigiéndose a la sala de espera y Connolly soltó un leve gemido.
– Aquí se complica el asunto -dijo entre dientes.
– ¿Cómo? -murmuró Bennie, recordando vagamente el nombre enterrado en la interminable lista de testigos del Estado hecha pública antes del proceso. Figuraban tantos que Bennie no había tenido tiempo de estudiarlos todos e imaginaba que Harting no tendría tanta importancia al no haber declarado para la acusación en la vista preliminar. Sin embargo en aquellos momentos temía haberse equivocado-. ¿Quién es ella?
Connolly se acercó un poco a Bennie.
– Su chica era Leonia Page, ¿me entiendes o qué?
– Acérquese al estrado, si tiene la bondad, señorita Harting, y el alguacil le tomará juramento -dijo el juez Guthrie, mirando desde su pedestal.
Las cabezas de los miembros del jurado se volvieron, intrigadas, hacia la parte de atrás de la sala, pero la testigo entró por el lateral, a través de la puerta que llevaba a los calabozos.
– ¿Una reclusa? -preguntó Bennie en voz muy baja y Connolly asintió-. ¿Qué va a decir?
– Mentirá como una bellaca -respondió Connolly en un susurro.
«¡Lo que faltaba!» Bennie se inclinó un poco hacia delante en su asiento mientras Harting se dirigía a la tribuna de los testigos.
Era una chica alta, negra, excesivamente delgada para gozar de salud, y llevaba la áspera cabellera sujeta en una cola de caballo que parecía una brocha. Vestía vaqueros con pata de elefante y un top de nailon rojo muy llamativo. Una presa que podía incriminar a Connolly, utilizando la venganza como motivo para mentir. No era de extrañar que Hilliard la hubiera reservado para el final. Bennie hizo un gesto a DiNunzio, quien abandonó su asiento y se acercó a ella.
– ¿Qué? -murmuró Mary.
– Rápido, descubre todo lo que puedas sobre esta mujer. Que te ayude Lou. Dile que eche mano de sus colegas policías.
– Lou no está aquí.
Bennie montó en cólera.
– Esta mañana estaba en el despacho.
– Se ha marchado a la hora que empezaba la vista. Ha dicho que volvería por la noche.
Bennie estaba que echaba humo. De modo que Lou se había ido a ver a Citrone.
– Pues llévate a Carrier. Necesito la máxima información sobre esta testigo. ¡Vamos!
DiNunzio se fue y Bennie observó cómo Harting colocaba sus largos dedos sobre la Biblia, le tomaban juramento y se instalaba en la tribuna de los testigos. Habría podido trabajar como modelo, de no ser por los ojos, de un verde apagado, empañado, que no parecían dispuestos a seducir ni se fijaban en nadie de forma directa, y muchísimo menos en el fiscal.
– Señorita Harting -empezó Hilliard, en un tono más bien adusto-, sírvase decir al jurado dónde ha pasado usted el último año.
– En la cárcel del condado, señor.
– ¿En la misma cárcel donde ha estado Alice Connolly hasta el juicio?
– Sí, señor.
– Haga el favor de explicar al jurado por qué está usted en la cárcel, señorita Harting.
– Cumplo condena por posesión y tráfico de crack, y también por infracción en la posesión de armas, creo.
Los miembros del jurado de la primera fila estaban absortos, mientras que el realizador de vídeo ahogaba una sonrisa. La relatora seguía tecleando al tiempo que el estenógrafo vertía la cinta de blanco papel en una bandeja, en tiras dobladas.
– ¿Fui yo quien estableció contacto con usted, señorita Har-ting, pidiéndole que declarara, o por el contrario fue usted quien se dirigió a mí?
– Yo llamé a su despacho desde casa, perdón, desde la cárcel.
– ¿Acaso yo o cualquier otro representante del Estado la ha amenazado o le ha hecho alguna promesa como contrapartida de la declaración que va a prestar hoy, señorita Harting?
– No.
– O sea que declara que ha venido aquí hoy por propia iniciativa, señorita Harting.
– Sí. Sí, yo llamé preguntando si podía prestar declaración.
– Bien. -Hilliard asintió y hojeó en una carpeta que tenía sobre el estrado-. ¿Puede decirnos ahora de qué conoce a la acusada?
– Estamos en el mismo módulo. Somos amigas, ella es quien da las clases de informática a las que asisto yo.
En la mesa de la defensa, Bennie cavilaba la respuesta del jurado. Todos escuchaban con atención, y muchos de ellos veían a una delincuente por primera vez. Connolly le pasó un bloc. Había escrito: «¡Mentira! ¡Me odia a muerte! ¡Intenta cavar mi tumba!».
– ¿En alguna ocasión ha tenido la acusada una conversación con usted a solas, después de la clase de informática, señorita Harting? -prosiguió Hilliard.
– Sí.
– ¿Recuerda cuándo tuvo lugar esta conversación?
– Fue el año pasado, es todo lo que recuerdo.
Connolly garabateó en el papel: «Nunca, eso nunca», pero Bennie le indicó con un gesto que dejara de escribir. El jurado observaba la reacción de Connolly ante la testigo.
Hilliard consultó sus notas.
– Sírvase contar al jurado, señorita Harting, la conversación que tuvo con la acusada el día en cuestión.
– Pues… Alice me dijo…
– Protesto -dijo Bennie, de pie-. Es testimonio de oídas, señoría.
Hilliard negó con la cabeza.
– No es testimonio de oídas, señoría. No se plantea como la verdad y, de nuevo, es un reconocimiento.
– Denegada, señorita Rosato.
El juez Guthrie hizo un gesto a Bennie para que se sentara y movió la cabeza hacia el fiscal.
– Prosiga, señor Hilliard.
– Póngase de cara al jurado, si es tan amable, señorita Harting, y dígales lo que le dijo a usted la acusada.
La testigo volvió la silla hacia el jurado.
– Pues Alice me dijo que había eliminado a Anthony, su novio. Que lo había matado. Me dijo que nunca la pillarían. Que era demasiado lista para los polis, demasiado lista para todo el mundo.
Un miembro de la primera fila del jurado ahogó un grito de asombro y otros dos intercambiaron miradas. Bennie hacía esfuerzos por permanecer sentada estoicamente, aunque Connolly miraba fijamente a la testigo. Harting cruzó las piernas, dando la impresión de que se relajaba en su nuevo papel de testigo estrella de la acusación, y fijó la vista en Hilliard.
– ¿Qué respondió usted a la acusada cuando ella le dijo esto, señorita Harting?
– Le dije que quien mata a un poli en esta ciudad deja la piel en ello.
– ¿Y qué dijo ella?
Bennie se medio levantó.
– Debo protestar ante este tipo de preguntas.
– Se toma debida nota de sus observaciones -respondió el juez Guthrie quitándole importancia.
Harting asintió dejando a un lado la interrupción.
– Dijo que se saldría con la suya porque estaba a punto de contratar a la mejor abogada de Filadelfia. Que iba a convencerla de que era gemela suya y que así ella aceptaría el caso.
El juez Guthrie levantó una ceja, echando una ojeada general; y en la mesa de la defensa, Bennie notó cómo se sonrojaba de vergüenza. A su lado, Connolly escribía a toda velocidad: «No creas ni una sola palabra de esto».
– ¿Creyó usted lo que le contó la acusada sobre sus planes, señorita Harting?
– Sí, señor, lo creí.
– ¿Por qué?
– Porque la había visto. Alice era la profesora de informática, como ya he dicho, y se pasaba el día con los ordenadores. Investigó a esta abogada usando el ordenador, buscando fotos de ella y todo tipo de información. Lo tenía todo planeado.
Bennie hacía esfuerzos por controlar sus emociones. Aquello explicaba la exactitud con que había conseguido ajustarse a su vestuario, hasta el último detalle de los zapatos. Lo había conseguido; un plan minuciosamente trazado desde el principio. Sus pensamientos adoptaron un ritmo frenético. De todas formas, aun cuando Connolly hubiera planificado embaucarla, no había matado a Della Porta. Lenihan intentó matar a Bennie por alguna razón, pero el jurado nunca sabría que Lenihan había atentado contra su vida. Daría crédito a las palabras de Harting y declararía culpable a Connolly.
Hilliard consultó sus notas.
– No haré más preguntas, señoría.
El juez Guthrie miró hacia la mesa de la defensa:
– ¿Desea usted hacer un contrainterrogatorio, señorita Rosato?
Bennie se levantó, notando una cierta debilidad en las rodillas.
– Mis asociadas están recopilando una información que puede ser muy valiosa para el interrogatorio de esta testigo por parte de la defensa. No la habrán reunido hasta la noche, si es que lo consiguen. Solicito iniciar las preguntas mañana por la mañana, señoría.
– La acusación protesta de que se levante la sesión ahora mismo, señoría -dijo Hilliard, levantando la barbilla-. He prometido a la dirección de la cárcel que la señorita Harting podría volver al centro esta noche.
– Esta declaración ha llegado por sorpresa, señoría. La señorita Harting no testificó en la vista preliminar -razonó Bennie-. La defensa pone en tela de juicio la fiabilidad de su declaración ante el jurado.
El juez Guthrie hizo una pausa, consciente sin duda de que el jurado estaba pendiente de su resolución.
– Le concedo el tiempo solicitado, señorita Rosato -dijo por fin con un marcado tono renuente-. Preséntese en la sala a las nueve en punto de la mañana. Señor Hilliard, sírvase disponer que la señorita Harting sea conducida esta noche al centro y que la trasladen de nuevo mañana por la mañana. Presente mis excusas a la dirección. -El juez se volvió hacia la testigo-: Señorita Harting, puede bajar.
– Gracias, señoría -dijo la testigo, y bajó del estrado mientras el jurado se retiraba de la tribuna de caoba.
Harting evitó mirar a Connolly al avanzar hacia la puerta, si bien Bennie dirigió a ésta una mirada de advertencia. No hacía ningún favor a la defensa que Connolly se mostrara dispuesta a asesinar.
Bennie recogió sus papeles. Sabía exactamente qué debía hacer y no tenía tiempo que perder.
– Vuelvo en cinco minutos -dijo cuando el alguacil fue a buscar a Connolly.
– Te he dicho todo lo que sé de Shetrell -dijo Connolly desde el otro lado de la mampara blindada-. Nunca he tenido nada que ver con esa zorra.
– ¡Jesús! -Bennie iba de un lado a otro de la sala de comunicaciones, cuya anchura no le permitía más que cinco pasos de ida y otros tantos de vuelta-. ¿Dispuso que alguien la asesinara a usted y no sabe por qué?
– Ya te digo que fueron los polis. Cualquier idiota lo vería claro. Le ofrecieron dinero para hacerlo. ¡Jo, si primero intentaron matarme a mí y luego, cuando se les fastidió el asunto, fueron a por ti.
– ¿Por qué utilizaron a Harting?
– ¿Por qué no? Dispone de conexiones con el exterior, lo tiene fácil. Además ha participado en un montón de delitos y tiene gente que trabaja para ella. Shetrell es una opción perfecta. Si yo tuviera que pagar a alguien para un trabajo de ésos, también la elegiría a ella.
– Ha sido una declaración devastadora. -Bennie llegó al blanco muro y giró sobre sus talones-. Tengo que ponerle alguna trampa.
– ¿Quieres utilizarme a mí? Seré convincente, créeme.
Bennie le dirigió una mala mirada.
– Lo que ha dicho Harting sobre las fotos y el ordenador era cierto. Ha investigado usted en mi vida, en mi forma de vestir. La historia de las gemelas, ¡vaya invento!
– Ya te he dicho que mentía.
– ¿Pues cómo sabía eso?
Connolly parpadeó.
– Vale, vale. Algo de cierto hay. Investigué tu vida a través de Internet. La ropa y todo lo demás. En tu página Web. Ella me estaría espiando. Esa zorra tiene espías en todas partes. La mitad de la banda trabaja para ella.
– ¿Sigue con el tráfico de drogas en la cárcel? ¿Cómo es posible? ¿Cómo pueden ocurrir cosas así?
– Dinero -respondió Connolly con una macabra sonrisa-. ¿Sabes cuánto dinero mueve la droga? Tanto que puedes comprar chicas, chicos, guardianes y polis. Jueces y abogados. Policías y ayudantes del alcalde. Todo y cualquier persona, libre de impuestos. ¿Cómo, si no, habrían comprado los polis a Hilliard y a Guthrie?
A Bennie se le cayó el alma a los pies; por primera vez desde que se inició el juicio, comprendió que la defensa saldría derrotada. Condenarían a muerte a Connolly por un crimen que no había cometido. Invitarían a Bennie a presenciar la ejecución. Por mucho que odiara a Connolly, no podía soportar aquella perspectiva.
– Tengo que regresar al despacho -dijo, inquieta por el nudo que se le había formado en la garganta, y abandonó inmediatamente la sala de comunicaciones.
– ¿Todo lo que tenemos está aquí? -dijo Bennie, leyendo los documentos, de vuelta al despacho. La mesa de conferencias estaba cubierta de papeles en los que constaban las condenas previas de Shetrell Harting. Era ya muy tarde y en el despacho no quedaban más que las tres letradas que trabajaban en el caso Connolly. En la atmósfera se respiraba un cierto aroma a malta y a pizza. Bennie se habría sentido bien al encontrarse de nuevo en su territorio si el caso no estuviera camino del derrumbamiento-. De todas formas, con las drogas y la prostitución no tenemos bastante. Esto es lo corriente en una cárcel.
– No he podido hacer más -respondió Mary, y Bennie le hizo un gesto indicando que no siguiera; su mano se reflejó en la oscura ventana.
– No es que critique tu labor, pero nos hace falta algo más, algo mejor.
Apareció Judy detrás de ella, leyendo por encima de su hombro.
– No subestimes el impacto que esto puede tener ante un jurado. ¿Crees que a esas viejecitas les gustará que Harting se vendiera por dinero? Todo es cuestión de saber utilizarlo.
– Tienes razón -respondió Mary, cogiendo el esquema del jurado-. La bibliotecaria lleva un crucifijo. La mujer asiática de la última fila, la señora Hiu, ha fruncido el ceño todo el tiempo que Harting ha estado declarando. No les gusta la chica.
– ¡Señor! -Bennie tomó un sorbo de café pero no tuvo tiempo de esperar sus efectos-. Hay que seguir adelante. Nos encontrábamos en una línea correcta hasta que llegó Harting, y hay que volver a esa vía. Desarmaremos a Harting con una buena defensa.
«¡Clinc!», sonó el ascensor, y todas miraron hacia la puerta de éste a través del cristal de la sala de reuniones. En la otra sala, situada cruzando el pasillo, Mike e Ike levantaron la cabeza, hasta entonces inclinada sobre la cena y los periódicos. Se abrieron las puertas del ascensor y por ellas salió Lou, y avanzó con paso ágil hacia ellas, levantando el brazo como si pretendiera parar un taxi.
– ¡Eh, Rosato! -gritó en voz tan alta que incluso le oyeron a través del cristal.
– Alguien que viene emocionado -dijo Bennie, optimista.
Aquel hombre la había tenido preocupada, aunque no se había parado a pensarlo hasta que le había visto sonreír al entrar.
– Vamos, pregúnteme qué tal he hecho mis deberes.
Lou extendió los brazos. ¡Cuánto tiempo llevaba sin experimentar aquella agradable sensación!
– Habíamos quedado en que seguiría sondeando a los vecinos. Y ha ido a ver a Citrone.
– ¡Y que lo diga! -Lou cogió una silla y les contó toda la historia, lo de Citrone y Popeye en el aparcamiento de la comisaría-. Luego me he ido a casa, me he tomado una cerveza y a esperar.
– ¿A esperar qué? -preguntó Bennie, inquieta.
– Una llamada telefónica.
– ¿La ha recibido?
– Por supuesto -respondió Lou, disfrutando a todas luces de la intriga.
– ¿Quién le ha llamado?
– Un poli que dice tener pruebas contra Citrone. Hemos quedado en citarnos.
– ¡Ahí va! -saltó Judy, y Mary quedó pasmada.
Sólo la expresión de Bennie reflejaba consternación.
– ¿Ha quedado con él, Lou? ¿Cómo sabe que no se la está jugando? ¿Qué le ha dicho el hombre?
– Sé lo que la preocupa pero no hay motivos para preocuparse.
Lou le dio unas palmaditas en la mano, aunque aquello no tranquilizó a Bennie.
– ¿Cómo se llama?
– No me lo ha querido decir, estaba asustado. Ha dicho que de entrada no podía confiar en mí y no le culpo por ello. De todas formas, trabaja en el Undécimo. Me ha visto en pleno arrebato en el aparcamiento.
Judy se echó un poco hacia delante.
– ¿De modo que vamos a la cita?
– Usted no, marinero. Iré yo. Quiere que vaya solo.
Bennie movió la cabeza.
– Esto no me gusta nada, Lou. Si dispone de pruebas sobre corrupción policial, habría acudido al fiscal del distrito, al FBI. No podemos acudir a su cita ni llamarlo aquí.
– No tiene intención de acudir al fiscal ni a los federales. No quiere hacer una bandera del caso, sólo pretende que se haga algo. Confía en mí porque soy poli. Si me pasa datos, los utilizaré.
– ¿Eso le ha dicho?
– No, pero lo presiento.
Bennie tuvo un escalofrío.
– Exactamente lo que le habría dicho si le estuviera tendiendo una trampa. Se está convirtiendo en un blanco, Lou. Usted mismo ha abierto la veda. Estos policías son unos asesinos.
– No es ninguna trampa. El hombre es policía, poco más o menos de mi edad. Quiere hablar conmigo y yo acudiré. No tiene por qué preocuparse, sabré arreglármelas. -Lou se levantó, alisándose la americana-. Conozco mucho mejor que usted este tipo de mentalidad. Usted ocúpese del juicio, que yo me haré cargo de los polis.
– ¿Para cuándo es la cita? Iré con usted.
Lou apretó con firmeza los labios y su mentón entrecano se hizo más terso.
– ¡Y un pimiento!
Bennie se levantó.
– Pienso ir. Si no le acompaño, le seguiré. Iré con Mike e Ike.
– Nosotras estaremos detrás, Lou -dijo Mary, ya de pie. Por nada del mundo quería que hicieran daño a Lou. Le había cogido cariño cuando habían trabajado juntos investigando a los vecinos-. También me llevaré a mis padres. A mi madre, Lou.
Judy también se levantó, al lado de Mary.
– Me levanto sólo porque todo el mundo lo ha hecho. Yo no tengo a nadie a quien llevar, pero puedo practicar el boxeo.
– No sabes boxear -dijo Mary.
– Algo he aprendido. He visto combates. Sé en qué postura mantenerme cuando alguien ataca.
Lou iba moviendo la cabeza.
– Sabía que no tenía que abrir la boca.
– Pero lo ha hecho -respondió Bennie-, de modo que vamos a hacer un trato: usted y yo vamos a la cita del poli y Mike e Ike nos apoyan desde un coche. Mis asociadas permanecen aquí por si nos matan; así queda alguien para llevar el caso.
– ¡Muy bonito! -dijo Mary, y Judy levantó la vista esbozando una sonrisa de sorpresa.
La noche se hizo más oscura al otro lado de la ventana del despacho de Mary, pero las dos jóvenes se apiñaban ante el ordenador. Mary manejaba el teclado, mascando Doublemint como una desesperada. Sólo se permitía el chicle con azúcar en épocas de juicio. La vida de un letrado es rápida y peligrosa.
– ¿Ves, Judy? Nada.
Le dio al intro y apareció el mensaje: la búsqueda no había obtenido ningún resultado.
– Vamos a reflexionar un poco -dijo Judy, cerrando los ojos-. Has buscado casos en los que Hilliard se ha presentado ante Guthrie y has encontrado seis. En ninguno de ellos figuraba Henry Burden, actualmente de vacaciones en Tombuctú.
– Eso.
Judy abrió los ojos.
– ¿Algún caso en el que consten Burden y Hilliard, ya sea con Guthrie como juez o no?
– No, ya lo he comprobado. He investigado también sus fechas de nacimiento en Martindale-Hubbell. Hilliard tiene treinta y cinco años y Burden, cincuenta y cinco. Son veinte años de diferencia, por más fobia que tengas a las matemáticas. Burden y Hilliard ni siquiera coincidieron en la oficina del fiscal del distrito, y no hablemos ya de participar juntos en algún caso.
– ¡Caramba! -Judy siguió reflexionando-. Has buscado casos en los que Hilliard actuara como abogado. Busca si consta en alguno como parte.
– ¿En un caso de delincuencia? No hay partes.
– En uno que conste como actor. ¿Desde cuándo eres tan lista?
– Desde que Bennie me dijo que era una excelente letrada. ¿Acaso no lo oíste?
Judy sonrió.
– Hemos creado un monstruo. Métete en Hilliard como actor, rápido.
Mary buscó en una colección de programas a los actores.
– Imposible. No figuran en ningún índice, tal vez por razones de respeto de la intimidad.
Judy suspiró.
– ¿Tú crees que el gobierno se preocupa de respetar nuestra intimidad? Imposible. Tiene que haber otro sistema.
– Espera un momento. -Mary tecleó «Hilliard» en la búsqueda general, como si buscara una palabra normal. La pantalla mostró el siguiente mensaje: «En la búsqueda se han encontrado 1.283 respuestas. ¿Desea seguir? Sí/No». Mary apretó la tecla del sí-. Pues claro -dijo mascando el chicle.
– ¡Tú estás chalada!
– No lo dudes.
– Mil opciones. Eso te llevará toda la noche.
– También tienes razón.
– ¿De dónde sacas tanta energía?
– Mi droga preferida -dijo Mary, pasándole un Doublemint.
La llovizna intensificaba la oscuridad de la noche mientras Bennie y Lou aguardaban junto a la entrada de cemento de un pequeño restaurante cerrado. Apareció el poli con un disfraz improvisado: gorra de los Phillies y gafas de sol; Bennie sólo pudo vislumbrar parte de sus rasgos bajo el reflejo de un tono blanco como de cal procedente de una farola lejana. Llevaba las patillas plateadas muy recortadas y se le habían marcado bastante las arrugas de la sonrisa. Torció los labios con una mueca de recelo por encima de la hundida barbilla al ver a Bennie y a Lou.
– ¿Por qué ha venido con ella? -dijo el poli con desdén.
– Le he dicho que no viniera -respondió Lou-. Pero no me ha hecho caso.
– Soy la mujer a quien Lenihan intentó matar -dijo Bennie-. Y si no le importa, quisiera saber por qué.
– Yo no sé por qué. -Llevaba un impermeable de nailon negro con el cuello levantado. El pantalón era también negro, al igual que sus zapatos-. ¿Alguno de ustedes lleva algo encima?
– Yo -dijo Lou, y el poli dio un paso hacia delante y le cacheó.
– Quiero saber si llevan un micrófono -dijo, y cuando hubo terminado, se volvió hacia Bennie-: Ya que está aquí, señora mía, no tendré más remedio que cachearla también.
Lou protestó:
– No hace falta, colega. Yo respondo por ella.
El poli negó con la cabeza, un único giro en la gorra de béisbol.
– Lo siento, no puedo arriesgarme.
– Vale -dijo Bennie, incómoda. Las manos del policía recorrieron rápidamente su cuerpo al tiempo que ella no dejaba de hablar. Bennie hacía lo mismo en la visita del ginecólogo-. ¿Qué sabe del asesinato de Anthony Della Porta?
– Nada -respondió con aspereza el policía. Bennie olió a tabaco en su aliento cuando hubo acabado el registro y se volvió hacia Lou diciendo-: ¿Por qué hace ella las preguntas? Creí que iba a hablar con usted. ¿No es Jacobs?
– Por supuesto, colega. Lou Jacobs.
– El del aparcamiento, ¿verdad? El que se desgañitaba. Parecía pasárselo bomba.
El poli soltó un bufido y Lou se echó a reír con él.
– En mi vida lo había pasado mejor.
– Pues aproveche que aún no estamos muertos. -La sonrisa del poli se desvaneció-. He preguntado por usted. Me han dicho que era legal.
– Más que legal. Por cierto, ¿quién es usted? ¿Cómo se llama?
– ¿Es imprescindible? Creo que será mejor para todos que lo dejemos así.
– Como quiera. ¿Por qué ha llamado?
– El año pasado tuvimos un asunto. Un plan específico. Un traficante de poca monta llamado Brunell, nada del otro mundo. Un chivato me habló del tal Brunell, y ahí me lancé. Llegamos mi compañero y yo para pillarlo. Aparece Brunell como estaba previsto. Lo pescamos desprevenido, con las manos en la masa. Pipas y toda la parafernalia. Ya sabe a qué me refiero, Lou.
– Claro.
– Y estamos a punto de empaquetarlo cuando se abre la puerta y aparecen Citrone y su compañero. No el nuevo, Vega, sino Latorce, el de antes, un negro. ¿Le conoce?
– No lo he visto nunca pero el nombre me suena.
– Así que entra Citrone y nos echa a nosotros. Así, sin más. «Fuera de aquí, joder», dice. A Latorce aquello tampoco le sentó muy bien.
– ¿Y qué hicieron ustedes?
– Salir de allí, ¡joder! Imaginé que Citrone quería apuntarse la detención, sé que tiene prioridad por veteranía, pero a mi compañero le dio el canguelo. Me dijo que había oído muchas cosas sobre Citrone y que lo mejor sería largarnos y cerrar el pico. -El poli hizo una pausa para humedecerse los labios-. Pues bien, nos largamos y yo pensando que vería el informe de la detención. Y nada, todo quedó tapado. Ni informe ni detención. No pillaron a Brunell, pero eso no es lo peor de todo. -El hombre echó una ojeada a su alrededor para asegurarse de que no había nadie por allí. La calle se veía negra, ni un movimiento, salvo la llovizna, que no cesaba-. Una semana después liquidan a Latorce.
– ¿Bill Latorce? -entonces Lou recordó aquel nombre. Lo había visto en las esquelas-. Murió en acto de servicio, al acudir a una llamada al 911, a un domicilio.
– Una encerrona. Latorce entra primero, imaginándose a un marido pegando una paliza a la parienta. No se le ha informado de la presencia de armas, nada de nada, por ello Citrone sale del coche con toda la parsimonia del mundo, lo que ya de entrada no es normal. Latorce llama a la puerta del dormitorio y le disparan a bocajarro a la cabeza. ¿Cómo puede cagarla así un poli con su experiencia?
– Los polis cometen errores -dijo Bennie, y la cabeza del hombre se volvió como un resorte hacia ella.
– ¿Y usted qué sabe, guapa? Yo sí lo sé, pues llevo treinta y dos años en el cuerpo. Con el tiempo se aprende mucho en este trabajo. ¡Latorce no era un bobo! De haber imaginado que ocurría algo, que el fulano tenía un arma, no habría entrado solo. Latorce encontró la muerte porque no le gustó lo que vio la semana anterior con Brunell. Algo se fastidió porque nos encontraron a mi compañero y a mí allí. Por esto Citrone le tendió la trampa.
– ¡Jesús! -exclamó Lou. El presentimiento le formó un nudo en el estómago, apoderándose poco a poco de su cuerpo-. Su propio compañero.
– Eso es. -El hombre se apoyó en el otro pie, como si aquello fuera una fría noche de invierno-. Y ahora debo marcharme.
– Por supuesto -dijo Lou, pero Bennie saltó.
– ¿Sabe algo del asesinato de Della Porta?
– No.
– ¿Sabe algo de unos policías llamados Reston y McShea?
– Nunca he oído hablar de McShea. Reston estuvo en el Undécimo.
– ¿Era corrupto? ¿Oyó alguna vez algo de él?
– No, no coincidí con él en el Undécimo. Me trasladaron del Treinta y dos. -El policía miró por encima del hombro-. Tengo que irme. No me líe, Jacobs. Le he contado esto para darles su merecido a esos sinvergüenzas. Pero sobre todo que no salga mi nombre.
Lou asintió.
– Descuide.
– Nos vemos.
El policía se alejó con aire rígido, las perneras de su pantalón agitándose al viento, la gorra de los Phillies encasquetada, y un segundo después había desaparecido en la oscuridad de la resbaladiza calle.
Unas horas más tarde, Judy se había quedado dormida en la silla al lado de Mary, quien había revisado casi trescientos sitios web, cada uno de los cuales se remontaba a un tiempo anterior al precedente. Si bien no lo había leído todo de cabo a rabo, se había hecho una idea de la carrera de Dorsey Hilliard como fiscal. Había ganado más casos de los que había perdido y sus alegatos habían sido siempre correctos. Nunca se le había tachado de incompetente como abogado, la base más socorrida para un recurso, y la gran mayoría de las opiniones judiciales expuestas hacían referencia a la claridad de sus conclusiones, lo que no auguraba nada bueno para el caso Connolly.
Mary había encontrado un sinfín de casos en los que había participado Hilliard como fiscal, así como otros en los que aparecía como testigo, para declarar sobre la efectividad de otro letrado. Incluso apareció un caso de derecho civil en el que él mismo había demandado a una compañía de seguros por los gastos relacionados con la terapia de recuperación de su lesión. La compañía se había negado a reembolsar la cantidad exigida por Hilliard, y a los veintiún años de edad él les había ganado la partida. Mary se iba animando. Por aquella época Hilliard ni siquiera había empezado la carrera. ¿Cuánto tiempo había vivido deseando ser abogado? ¿Cuánto tiempo llevaba con la discapacidad?
Mary se acordó del niño del poni blanco, al que su compañera de clase enseñaba a montar. Vio los negros ojos del niño esperando la respuesta de su amiga. «Comprende mejor que tú y que yo», le había dicho Joy. Mary tenía la sensación de haber dejado al niño, y a Joy, en la estacada, pero algo en su interior le decía que no estaba dispuesta a abandonar el Derecho. No disfrutaba con su profesión pero tras el ataque de Bennie, la curiosidad se había apoderado de ella. Aquello era lo que la empujaba a apretar el intro y a seguir leyendo a altas horas de la madrugada.
– ¿Siguen detrás de nosotros Mike e Ike? -preguntó Bennie, levantándose un poco en el asiento del acompañante para mirar por el retrovisor de atrás.
– Siéntese, están ahí. -Lou frenó el Honda al llegar al semáforo. La lluvia azotaba el parabrisas y como quiera que las escobillas no daban abasto, conectó el desempañador-. Ya le dije que no era ninguna trampa. El poli ha desembuchado.
– No puede estar seguro de ello, Lou. Sigo pensando que podía tratarse de un montaje.
– ¿Cómo?
– Una información falsa para despistarnos. O para mandarnos al matadero.
Lou miró hacia el retrovisor.
– Vamos, es de fiar.
– Además, puede habernos estado observando alguien.
– No nos observaba nadie. Lo habríamos detectado nosotros mismos o bien él.
– ¡No me diga! -exclamó Bennie-. ¿Acaso no nos seguían a nosotros Mike e Ike y su amigo el poli no se ha dado cuenta?
Se oyó el fuerte suspiro de Lou a pesar del ruido del desempañador.
– ¡Por el amor de Dios, Rosato, consúltelo a Mike e Ike! Ellos habrán visto si nos observaba alguien.
– Sigo pensando que alguien podría estar sobre nuestra pista.
– Me pone de los nervios… Eso ya empieza a ser paranoia.
– Será porque un policía ha intentado matarme y encima me he quedado sin mi Ford.
Lou permaneció un momento en silencio.
– Creo que nos ha proporcionado una buena información. El poli en cuestión es un tipo serio.
– Sí, pero eso no nos ayuda en el caso.
Lou echó otra ojeada hacia atrás.
– ¿No puede utilizar nada? Latorce fue asesinado de la misma forma que Della Porta, un tiro en la cabeza.
– Eso no nos lleva muy lejos, ya puede imaginárselo.
– ¿Y qué me dice de la detención de Brunell, que nunca se produjo? ¿No puede utilizarlo como prueba de corrupción?
– ¿De Citrone, que, en este caso, no tiene nada que ver con el asesinato de Della Porta? Definitivamente no.
Bennie miró por la ventanilla el tráfico circundante. El limpiaparabrisas seguía su movimiento y el asfalto relucía. La lluvia no cesaba y, desde la declaración de Harting, Connolly estaba perdida.
– Está usted preocupada.
– Más que eso.
– Seguiré la pista de Brunell.
– No, es peligroso.
– ¿Y si existe alguna conexión entre Brunell y Reston? No me extrañaría, ya que Reston estaba en el Undécimo.
– Demasiado peligroso. Y además no hay tiempo.
– Conseguiré desenredar el ovillo.
Bennie le miró. Le parecía oírse a sí misma.
– No puede solucionarlo todo, Lou.
– A callar, Rosato. -Lou soltó un suspiro y el Honda aceleró suavemente-. ¿Adónde la llevo? ¿De vuelta al despacho?
– No, trabajaré en casa.
– Su novio estará contento.
Bennie notó una punzada de remordimiento.
– Si es que está despierto, cosa que dudo -dijo y volvió a fijar la vista en la lluvia.
Mary miró el reloj de su mesa del despacho. Eran las cinco y media de la mañana, a punto de amanecer. El cielo era de un gris azulado y ya se veía el despertar de la ciudad. Volvió la vista hacia la pantalla del ordenador. Le quedaban diez casos por consultar. Judy hacía mucho que se había ido a casa a prepararse para la sesión matinal pero ella se ducharía y cambiaría en el mismo despacho. Accionó la tecla y revisó el siguiente.
Hilliard en un caso de agresión con agravantes. Aquél tenía que ser su primer caso importante. Una pelea en un bar. Un tipo que había acuchillado a otro en un punto demasiado cercano a la yugular para poderse considerar un cargo menor. Ninguna incidencia que remarcar, Hilliard lo había ganado. Bien. Mary ya se había situado en el bando del fiscal, imaginándoselo como un joven y elegante negro, con unos argumentos conmovedores, apoyado en unas muletas que parecían superfluas. Le dio a la tecla para pasar al siguiente, el octavo que le quedaba.
Casi quince años atrás. Una simple agresión. Hilliard gana el caso. Nada extraño. Ninguna relación con Guthrie, Burden o Connolly. Mary suspiró. No era la primera vez. Infructuosas sesiones de toda la noche. Hasta se le habían terminado los chicles. Pulsó de nuevo la tecla y revisó el séptimo para el final. Luego el sexto, el quinto, y así sucesivamente.
«Último caso», apareció en la pantalla.
Mary parpadeó. Le costaba hacerse a la idea de que estaba acabando. El último de unos mil casos. Sólo un idiota podía había llegado tan lejos. Pulsó la tecla y apareció el caso. Llevaba fecha de los años sesenta, veinte años antes del caso anterior. Entonces Hilliard debía de ser un crío.
Mary movió la cabeza. Un problema técnico de informática. Dorsey Hilliard no podía tener nada que ver con un caso tan antiguo. «El Estado contra Severey», rezaba el titular, y Mary repasó el resumen, desanimada. El acusado, Andre Severey, había sido declarado culpable del asesinato de un niño que bajaba de un autobús de la SEPTA. Severey había apuntado en la calle contra un miembro de una banda rival y una bala que se perdió mató a un niño e hirió a otro.
Mary se irguió en el asiento y su cuerpo se fue tensando a medida que iba leyendo. La bala afectó a la médula espinal del niño herido, que vivía a una manzana de allí. La mirada de Mary pasó veloz hacia el fin de la frase. El niño en cuestión se llamaba Dorsey Hilliard.
Mary quedó paralizada ante el teclado. ¡Santo Dios! Entonces fue cuando Hilliard quedó discapacitado. Tocó la tecla para pasar a la página siguiente a pesar de que ya intuía lo que iba a descubrir. En la parte de la acusación figuraba un solo nombre:
Henry R. Burden.
Mary lo leyó y releyó pero no se produjo ningún cambio. Aquél tenía que ser el primer caso de Burden en la fiscalía del distrito; por aquel entonces no era más que ayudante. ¿Qué significaba aquello? Burden había condenado al hombre que había obligado a Hilliard a llevar muletas el resto de su vida. Cadena perpetua, sin condicional.
Mary reflexionó sobre el tema. Severey condenado por asesinato, y sin embargo aquello tenía todas las trazas de ser una condena excesiva. Se trataba de un abyecto crimen pero no lo suficientemente premeditado. ¿Estaba Hilliard en deuda con Burden desde aquella condena? A Mary le pareció que sí. ¿Existía alguna relación que pudiera conectar aquello con el caso Connolly?
Mary cogió el teléfono para llamar a Bennie. Luego lo repensó. Era demasiado pronto para despertarla y a ella le quedaba aún una breve tarea por resolver. Una investigación legal, que no venía exactamente al caso, si bien tenía el presentimiento de que de algo le serviría. Estimulada por la adrenalina, dejó el auricular y tecleó para iniciar una nueva búsqueda.
Texto. Se hizo el silencio en la sala cuando Shetrell Harting entró, tomó asiento en la tribuna de los testigos y el juez le recordó que seguía bajo juramento.
– Comprendo, señoría -dijo Harting, instalando su delgado cuerpo en el negro asiento.
– Puede iniciar su contrainterrogatorio, señorita Rosato -dijo el juez Guthrie, sin levantar la vista.
Bennie se acercó al estrado, con la idea de tener a la reclusa casi al alcance de la mano.
– ¿Es usted reclusa de la cárcel del condado, señorita Harting?
– Sí.
Harting había cambiado de vestimenta; llevaba un fino jersey de algodón blanco con los vaqueros, pero su expresión seguía tan distante como el día anterior.
– ¿Es también cierto que usted declaró ayer que cumplía condena por posesión y tráfico de crack?
– Sí.
– ¿Verdad que ésta no es su primera condena?
– No.
– La condenaron dos años antes, también por tráfico de drogas, ¿no es cierto?
– Sí.
– Y con anterioridad, también por ejercicio de la prostitución callejera.
– Mmm… sí.
– De hecho, en un período de dos años usted fue condenada por ejercer la prostitución callejera tres veces, ¿verdad?
– Sí.
Bennie observó al jurado, atento, escuchando en tensión. El realizador de vídeo se había inclinado hacia delante al igual que la bibliotecaria. Querían comprobar qué conseguía Bennie de Harting, lo que confirmaba la teoría de la letrada sobre las consecuencias de la declaración de aquélla.
– Ayer declaró que usted y Alice Connolly eran amigas, ¿no es así, señorita Harting?
– Sí.
– Y habló de una conversación que mantuvo con Alice Connolly un día después de la clase de informática.
– Sí.
– Declaró usted que Alice Connolly le había dicho que había matado al inspector Della Porta, ¿no es así?
– Sí, eso dije, pero creo que hoy debería decir la verdad.
Bennie parpadeó.
– ¿Cómo dice?
– Hoy voy a decir la verdad.
Bennie creyó haberlo oído mal.
– ¿La verdad?
– Me refiero a que lo que dije ayer no era cierto.
Bennie intentó mantener la compostura.
– ¿Se refiere a que Alice Connolly no le dijo que había matado al inspector Della Porta?
– Sí. -Los ojos de Harting mostraron un destello verde apagado-. Alice nunca me dijo algo así.
Bennie disimuló su perplejidad. Por el rabillo del ojo, vio como el juez Guthrie ladeaba la cabeza, intentaba ocultar su reacción y la mayor parte del jurado mostraba una clara expresión de desconcierto. El rostro de Hilliard se convirtió en una máscara de horror. Recordó lo que DiNunzio le había dicho aquella mañana sobre Burden cuando actuó como fiscal en el juicio del hombre que le había herido e imaginó que Connolly se había convertido en la compensación de cara a la condena.
– ¿Está diciendo, señorita Harting, que su declaración de ayer, en la que afirmó que Alice Connolly le dijo que había matado al inspector Della Porta, era falsa? -preguntó Bennie.
– Sí. Ayer mentí sobre esto.
– ¡Protesto! -dijo Hilliard, agarrando las muletas y poniéndose de pie antes de haberlas afianzado por completo.
– ¿Sobre qué base? -preguntó Bennie.
Hilliard echó una ojeada a su entorno con la boca entreabierta.
– La pregunta condiciona la respuesta.
– Es su testigo -saltó Bennie-. ¿Recuerda que estamos en un contrainterrogatorio?
– ¡Orden! -gritó el juez Guthrie, cogiendo el mazo-. Señor Hilliard, haga el favor de sentarse. Formule su pregunta a la testigo, señorita Rosato.
– Gracias, señoría -dijo Bennie. No tenía ni idea de por qué se retractaba Harting pero tenía que afianzar su declaración-. ¿Mentía usted, señorita Harting, al declarar que Alice Connolly le dijo que había matado al inspector Anthony Della Porta?
– Sí.
– ¿Mentía cuando declaró que Alice Connolly le había dicho que no iban a pillarla porque era demasiado lista para todo el mundo?
– Sí.
– ¿Declara usted hoy que todo lo que dijo ayer en este estrado era falso, señorita Harting?
El juez Guthrie se inclinó para ver mejor a la testigo, los labios dibujando una deprimente mueca y la frente, unas profundas arrugas. Por primera vez desde que se había iniciado el juicio, la pajarita a cuadros parecía torcida.
– Señorita Harting, es algo que le incumbe al tribunal, puesto que comparece usted sin abogado, informarle de que el perjurio, es decir, la falsa declaración bajo juramento, conlleva una grave condena en el Estado de Pennsylvania. ¿Está usted al corriente de ello, señorita Harting?
– Sí -respondió la testigo con un leve parpadeo. La única reacción que había mostrado hasta entonces su rostro-. Todo lo que dije ayer es mentira. Mentí sobre Alice y lo siento.
Bennie estuvo un rato sin saber cómo seguir. Luego formuló la única pregunta que quería que le respondiera, la que debía tener el jurado en la cabeza.
– ¿Por qué mintió usted ayer, señorita Harting?
– Porque quería que cargara con el muerto. Nunca fuimos amigas. Ella me hizo algo terrible, algo realmente espantoso. Yo quería devolverle el golpe, por ello llamé al fiscal del distrito. -Harting hizo una pausa-. Pero anoche, en la cama, pensé sobre ello, recé a Nuestro Señor y vi que no podía seguir. Lo siento, lo siento muchísimo.
Bennie no creía ni una sola palabra de todo aquello. Algo tenía que haber influido en Harting para declarar contra Connolly. Y de la noche a la mañana alguien la había presionado. ¿Quién? Connolly o alguien mandado por ésta. Bennie se sentía apabullada, medio enferma. La declaración de Harting de aquel día contenía la verdad pero había llegado por mal camino.
– No haré más preguntas -dijo y volvió a su asiento sin mirar a Connolly.
Hilliard se acercó al estrado y se golpeó la cabeza con la mano extendida.
– Debo decirle, señorita Harting, que estoy atónito ante su declaración de esta mañana.
– Protesto -dijo Bennie-. La acusación no debe hacer comentarios sobre la declaración, señoría.
El juez Guthrie se echó un poco hacia delante.
– Por favor, señor Hilliard.
– De acuerdo, señoría -dijo Hilliard, suspirando con aire teatral-. Señorita Harting: ¿declara usted hoy que lo que dijo ayer fue una pura y total invención?
– Protesto: pregunta formulada y contestada -dijo Bennie y el juez Guthrie refunfuñó.
– Se admite, señor Hilliard…
Hilliard levantó la mano.
– Lo siento, señoría. Es algo tan sorprendente…
Bennie contuvo las ganas de protestar. El histrionismo no servía de nada. El fiscal se encontraba en un terrible aprieto y era consciente de ello. No había forma más rápida de perder un juicio que la retractación de un testigo estrella.
– Señorita Harting -dijo Hilliard-, ayer juró usted decir la verdad, ¿no es cierto?
– Sí.
– ¿Comprendía usted ayer que declaraba bajo juramento, señorita Harting?
– Sí.
– Pero ¿ayer no dijo la verdad?
– No, no dije la verdad.
– ¿A pesar de haber jurado sobre la Biblia, ante Nuestro Señor, de haber jurado que diría la verdad?
– Sí. Lo siento. Lo siento de verdad.
Hilliard asintió.
– Cuando se ha situado esta mañana en el estrado, el juez le ha recordado que seguía bajo juramento, ¿no es cierto?
– Sí.
– Y eso significa que hoy ha jurado decir la verdad, ¿es consciente de ello?
– Sí.
– O sea que ayer juró decir la verdad y hoy ha jurado decir la verdad. ¿Cómo sabemos que hoy está diciendo la verdad?
Bennie se levantó.
– Pido la supresión de este tipo de preguntas, señoría. El fiscal está acosando a su propia testigo.
Hilliard enderezó sus anchos hombros en el estrado.
– Teniendo en cuenta lo acontecido esta mañana, señoría, el Estado solicita permiso para interrogar a la señorita Harting como testigo que declara en contra de la parte que la representa.
– Concedido.
El juez Guthrie cambió de postura en su butaca.
– Señorita Harting -dijo Hilliard a quemarropa-, ¿mentía usted ayer o miente hoy?
– Hoy estoy diciendo la verdad, lo juro. -Harting se volvió hacia el jurado, aunque no fijó la mirada en ninguno de sus miembros-. Ahora digo la verdad, se lo juro. He rezado al Señor y El me ha ayudado. He hecho cosas malas en mi vida, lo sé, y quería hacer daño a Alice, pero estaba equivocada y ahora quiero hacer lo que hay que hacer…
– Señorita Harting -la interrumpió Hilliard-, míreme a mí y no al jurado, y responda por favor a mi pregunta y sólo a mi pregunta.
Bennie apenas oía aquellas palabras. ¿Cómo había conseguido Connolly comunicarse con Harting desde su calabozo? ¿Habría mandado a Bullock a la cárcel aquella noche? Podía haber usado sus credenciales como abogado y obtener comunicación de madrugada. De ser así, constaría en el registro de la cárcel y podría confirmarlo con una llamada telefónica. Bennie intuyó que la cabeza de Hilliard seguía el mismo razonamiento, pues redactó una nota y se la pasó a uno de sus ayudantes, quien salió a toda prisa de la sala.
Hilliard prosiguió con sus preguntas.
– Ha dicho usted, señorita Harting, que rezó a Nuestro Señor. ¿Acude con regularidad a los servicios religiosos del centro?
– Con regularidad, no.
– ¿Cuándo fue la última vez que asistió a ellos?
Shetrell bajó la mirada.
– Yo rezo a mi manera.
– ¿A su manera?
– Protesto, señoría -dijo Bennie-. Esto es acoso.
Hilliard frunció los labios.
– Retiro la pregunta, señoría. ¿Qué hizo usted ayer, señorita Harting, después de salir de los juzgados?
– Volví a casa, a la cárcel.
– ¿Qué hizo una vez allí, señorita Harting?
– Lo de siempre.
Harting encogió los hombros, puntiagudos bajo el fino jersey.
– Como por ejemplo, señorita Harting… Explíquenoslo un poco.
– Ver la tele, estar un rato sentada en el módulo y luego ir a la cama.
– ¿Comentó su declaración con alguna reclusa del centro, señorita Harting?
– No.
– ¿Recibió alguna visita con la que comentara su declaración?
– No.
– ¿Recibió alguna visita anoche?
– No.
– ¿Recibió alguna llamada telefónica anoche?
– No.
– ¿Declara usted, pues, señorita Harting, que no ha comentado el caso o sus declaraciones con nadie desde ayer?
– No, yo no he dicho eso. Sí comenté mi declaración con alguien.
El juez Guthrie levantó la vista. Bennie se puso nerviosa. Hilliard parecía aliviado.
– ¿Con quién comentó su declaración, señorita Harting? -preguntó impaciente.
– Con Nuestro Señor -respondió Harting con profunda convicción.
De repente apareció el ayudante del fiscal ante la puerta de la separación blindada y el alguacil le acompañó hacia dentro. Llevaba un papel arrugado en la mano. Entregó la nota a Hilliard y el rostro de éste permaneció impasible. Bennie contuvo el aliento. Deseaba que aflorara la verdad; no deseaba que aflorara la verdad.
– No haré más preguntas, señoría -dijo Hilliard.
Bennie quedó estupefacta. ¿Habría encontrado una visita en el registro? ¿Cómo había llegado Connolly hasta Harting? ¿Sobornando al encargado del registro? «¿Sabes cuánto dinero mueve la droga? Tanto que puedes comprar chicas, chicos, guardias y polis.» Aquellas palabras resonaban en la cabeza de Bennie mientras el tribunal levantaba la sesión para ir a comer, se acompañaba al jurado fuera y Connolly salía escoltada sin volver la vista atrás.
A diez manzanas del Ayuntamiento se extendía una urbanización con edificios de poca altura, cerca del centro comercial de Filadelfia. Su poco sólida estructura de ladrillo destacaba en un horizonte rejuvenecido por la moderna geografía del Mellon Bank Center y las cimas de neón de Liberty Place. Los rascacielos de cristal de la parte alta de la ciudad captaban el sol como mariposas en la mano, aunque la urbanización en cuestión absorbía la imagen sobrecalentando las viviendas de su interior. Las ventanas que habían sido forzadas estaban abiertas de par en par. En cada uno de los extremos del edificio se veían balcones como enjaulados, y Lou se fijó en una cuerda de la que colgaba ropa en una de las jaulas.
Permanecía en el interior del Honda aparcado al otro lado de la calle y del edificio en el que vivía Brunell. Había encontrado su dirección buscando Brunell en la guía telefónica. En éste constaban cuatro números de teléfono del hombre. Costaba menos localizar a un delincuente que a una buena persona. Lou observaba tranquilamente, haciéndose una idea de la panorámica antes de ir hacia las escaleras. Constantemente subía y bajaba gente en el edificio; Lou vio todo tipo de personas: jóvenes negros, mujeres blancas, hombres de negocios y embarazadas. Un chaval, que no tendría más de doce años, entró disparado al vestíbulo con un monopatín, el ancho pantalón corto deslizándose por sus caderas. Por diferentes que fueran, todos entraban en el edificio y lo abandonaban al cabo de quince, veinte minutos.
Lou no habría podido demostrar que iban allí a por drogas. Tampoco habría podido demostrar que el sol calentaba.
Salió del Honda, cruzó la calle y preguntó a la primera persona que vio si conocía a Brunell.
– Octavo, 803 -dijo la viejecita, con aire resignado ante la pregunta, aunque no parecía preocuparse por si Lou era policía.
El traficante trabajaba tan a la vista como los almacenes Woolworth. ¿Cuánto podía costarle aquella seguridad? ¿Medio millón bajo las malditas tablas del suelo?
Encontró el ascensor junto a la puerta de entrada, pero comprobó que llevaba siglos sin funcionar. Habían arrancado el botón de llamada y sus puertas estaban repletas de pintadas. Buscó la escalera. El vestíbulo estaba hecho un asco y apestaba a orina. Ante las puertas se veían bolsas de basura, que acababan de enrarecer el ambiente, pese a que junto a una de ellas había un paquete atado de papel para reciclar. El estruendo de los aparatos de televisión era tan considerable que Lou identificó a través de las delgadas paredes la risa de Rosie O'Donnell. Unos compases hip-hop le llegaron desde el otro lado de una puerta cerrada, lo que desató su nostalgia por Stan Getz.
Detectó un indicador medio roto de «Salida», lo siguió y llegó a la escalera. Era oscura, llena de mugre, de cemento remachado con metal. El estrecho pasillo estaba lleno de colillas y juguetes estropeados. Ocho plantas. Soltando un suspiro, Lou emprendió el ascenso.
– Quisiera ver a Pace Brunell -dijo Lou a través de la puerta cerrada del piso.
Intentaba recuperar el aliento tras la subida mientras miraba los torcidos números pintados en negro que le indicaban que había llegado al 803.
– Pase -le respondió una voz masculina.
La puerta se abrió y tras ella Lou vio a un joven fornido de ojos azules, pelo castaño rojizo muy rizado y finas pecas en las mejillas. La nariz ancha y los labios carnosos dejaban entrever un ascendente afroamericano, aunque su piel era blanca, casi pálida. Llevaba una camiseta y un holgado pantalón corto de baloncesto azul en el que se leía «Nova».
– ¿Es usted Pace Brunell? -preguntó Lou.
– El mismo.
– Soy Lou Jacobs. ¿Me permite pasar?
– Entre a mi oficina -dijo Brunell con aire jovial, le indicó que pasara y cerró la puerta.
Lou echó un rápido vistazo al interior del piso: un combado sofá de color ocre frente a una mesita de teca; de todas formas aquello no fue lo primero que llamó la atención de Lou, sino los fajos de billetes arrugados de cincuenta, de diez y de veinte esparcidos sobre la mesa. En un cálculo rápido sumó al menos treinta mil. ¡No estaba mal! Junto al amasijo, un aparato digital para contar dinero, como los que se ven en Las Vegas, en el cual, al apretar un botón, el dinero se abre en abanico como una baraja. Junto a esto, unos paquetes de cocaína envueltos en celofán y cerrados retorciendo sus extremos como en los caramelos.
– ¿Ve algo que le interese? -preguntó Brunell, y Lou negó lentamente con la cabeza.
– Antes se ponían cigarrillos, en cajas de porcelana, sobre las mesas de café. Algo con clase. Levantabas la tapa y encontrabas Camel, Pall Malí u Old Gold. Al abrir la caja olía a tabaco.
– El tabaco mata.
– Ya lo sé. Y no crea que no lo echo de menos.
Brunell sonrió y se dejó caer en el sofá. La pernera del pantalón subió un poco y dejó al descubierto una larga cicatriz en su muslo, abultada por la acumulación de tejido fibroso.
– Estamos a viernes y el trabajo se acumula de cara al fin de semana. ¿Viene a comprar o qué, jefe?
– No -respondió Lou-. He venido a hablar de Joe Citrone. Usted lo conoce.
– ¡Mierda! Ya imaginaba que era un poli. -Brunell se dio una palmada en la pierna, con aire ufano-. ¿También del Undécimo?
– No, estoy jubilado. Sé que Citrone le protege a usted, su negocio.
– ¿Qué es eso, una extorsión?
– ¿A mi edad? No. Intento descubrir por qué fue asesinado un poli llamado Bill Latorce. Creo que tiene algo que ver con Citrone.
– ¿Qué se lo hace pensar? -preguntó Brunell, y la sonrisa se desvaneció.
– Lo he oído comentar jugando al tejo. ¿Recuerda a Latorce, un poli negro? Trabajaba con Citrone, protegiendo su negocio.
Brunell se levantó de pronto.
– Se le hace tarde, colega.
– ¡Con lo interesante que se estaba poniendo la conversación! Precisamente estaba pensando que hacíamos… ¿cómo lo dicen? Buenas migas.
– Está chalado, viejales. -Brunell cruzó la sala, abrió la puerta y, con un suave movimiento, se sacó una Glock de color gris mate de la parte trasera del pantalón y apuntó hacia Lou-. ¡A la puta calle!
Lou se levantó y fue hacia la puerta. La imagen del arma no era lo más adecuado para su corazón a pesar de que sabía que Brunell no era tan estúpido como para matarlo.
– ¿Recuerda mi nombre, Brunell?
– Lou, el hijo de puta de judío.
– Dígaselo cuando hable con Citrone. Coméntele que soy el del aparcamiento en el Undécimo.
Lou salió y Brunell cerró de un portazo.
La prensa asaltó a Bennie en el momento en que abría las puertas de la sala, deslumbrándola con las luces de las cámaras de televisión y acribillándola a preguntas: «¿Qué tiene que decir de la declaración de la señorita Harting?». «¿Le ha sorprendido este giro?» «¿Cómo está su hermana gemela?» Bennie se abrió camino como pudo protegiéndose los ojos, por el pasillo de mármol, con Mike e Ike custodiándola.
– Gracias -dijo al cerrar de un portazo la puerta de la sala de reuniones de los juzgados y encontrarse frente a sus dos exultantes asociadas.
– ¡Bennie! Hemos ganado, ¿te das cuenta? -exclamó Judy con regocijo, mientras Mary aplaudía.
Esta última tenía la tez sonrosada de emoción.
– ¡Se acabó! -gritó Mary-. ¡Así se hace!
– Tranquilidad, chicas-dijo Bennie, sentándose cansinamente.
La frente de Judy mostró una expresión de asombro.
– ¿Ni siquiera vas a sonreír? Shetrell Harting era el big bang y acaba de estallar. ¡Hilliard está acabado! ¡La acusación no tiene fundamento!
Bennie levantó la vista.
– Pregunta número uno: ¿por qué se ha retractado Harting?
– ¡Da igual! ¡Lo ha hecho!
– Pregunta número dos: ¿y si nuestra dienta la ha obligado?
Judy calló de repente; Mary parecía terriblemente afectada.
– ¿Lo ha hecho?
– Creo que sí, lo que no entiendo es cómo.
Mary se sentó.
– No creo que se deba a nada que haya hecho Connolly. La explicación de Harting ha sido creíble, cuando menos para mí. Había iniciado un camino y de pronto cambió de parecer. Ha tratado de abarcar más de lo que podía controlar. ¿No te ha ocurrido nunca?
– Sí, en este caso. -Bennie sonrió con amargura.
– ¿Por qué crees que Connolly la ha obligado? ¿Tienes algún dato que te lo confirme?
– Lo que acaba de ocurrimos es demasiado bueno para ser verdad. Ya conoces la expresión, DiNunzio.
– Sí. -El padre de Mary siempre la utilizaba-. ¿Y ahora qué hacemos?
– Es lo que me estoy planteando -dijo Bennie.
Judy, de pie entre las dos, puso los brazos en jarras y frunció el ceño.
– Me parece imposible estar oyendo lo que oigo. Tú misma, Bennie, me enseñaste en el escenario del crimen que un abogado defensor debe perseguir la justicia, debe conseguir la libertad del acusado. ¿Ya lo has olvidado?
– Conseguir la libertad del acusado dentro del imperio de la ley, Carrier. La manipulación de testigos no es nunca una estrategia para un juicio. No quiero sacar provecho de la obstrucción de la justicia. Yo juego limpio.
– No se trata de ti, Bennie. El provecho no lo sacas tú, sino Connolly. No te están juzgando a ti, sino a ella.
– Eso ya lo sé -respondió Bennie, aunque en su interior algo le decía que no se lo había estado planteando de aquella forma.
Cada vez le era más difícil separar su identidad, y su destino, de los de Connolly.
Judy se inclinó hacia ella con aire perentorio.
– Por otra parte, no tienes constancia de que Connolly tenga algo que ver con la retractación de Harting. Estaban recluidas en lugares distintos. Todo lo que sabemos es que Harting se ha retractado. Eso nos ha dado un respiro y tenemos la obligación de aprovecharlo.
– ¿La obligación? -Bennie soltó una risita que más bien pareció un ataque de hipo-. Vaya, ya veo que además de parecerte bien explotarlo, consideras que estamos obligadas a ello.
– Por supuesto. Nuestro deber es representar a Connolly poniendo todo nuestro empeño. Con toda la aplicación. Ya sabes lo que marcan los cánones. Tú misma me lo has enseñado, ¿recuerdas? -Judy la miró a la espera de una respuesta, pero Bennie le devolvió la mirada envuelta en la neblina de una incipiente jaqueca. Así pues, Judy prosiguió-: Hilliard acaba de recibir un duro golpe. Habida cuenta del fracaso con Harting, no sé hasta qué punto podrá demostrar lo que pretende. Me parece que no deberíamos seguir adelante con la defensa. Creo que tenemos que tomarnos un descanso aquí y ahora.
– ¿Dejarlo ya en manos del jurado? -preguntó Bennie, esforzándose por aclarar sus ideas. Por primera vez en su vida profesional se encontraba completamente perdida durante un juicio. Siempre había sabido qué hacer ante un tribunal; lo que le daba alas era la parte vital de la cuestión. Y eso lo era todo-. Un momento, vayamos por partes. Nadie toma una decisión de ésas tan deprisa. Mejor dicho, yo nunca lo he hecho.
– Pues revisemos el caso -dijo Judy e hizo un resumen de las declaraciones, testigo por testigo, cada vez más emocionada. Al acabar, se la veía completamente convencida, esperando la respuesta de Bennie-: ¿Qué dices, jefa?
Bennie soltó un suspiro, con nerviosismo.
– No sé. Puede que tengas razón. Si seguimos, el jurado se olvidará de Harting y proporcionaremos a Hilliard el tiempo necesario para rehacer su caso. Y a Guthrie, la oportunidad de hundirme. Quizá deberíamos dejarlo en manos del jurado.
Mary, entre las dos, miraba a uno y otro lado, atónita.
– ¿Las dos os planteáis de verdad no seguir con la defensa en un caso en el que se pide la pena capital?
Aquella afirmación, planteada de una forma tan descarnada y simple, puso de relieve la cuestión ante las dos. Permanecieron un momento en silencio, cada cual ensimismada en sus propios pensamientos, en su propia conciencia.
– Vuelvo enseguida -dijo de pronto Bennie, y se levantó.
– ¿Qué le ha hecho a Harting? -preguntó Bennie.
Connolly hizo una mueca burlona desde el otro lado del cristal blindado, vestida aún con el traje gris del primer día.
– No le he hecho nada a Harting.
– La presionó, estoy convencida. ¿Cómo lo hizo? -Bennie se inclinó un poco, agarrando el fino saliente metálico que las separaba-. ¿Le mandó a Bullock para que le prometiera el oro y el moro? ¿Cómo consiguió que no constara en el libro de registro? El dinero compra a los guardias, ¿no me lo dijo usted misma?
– Estás pirada, Rosato. -Connolly se enderezó en su asiento, enojada-. Harting no movería un puto dedo por mí. ¿O no te acuerdas que maté a su novia?
– ¿Por qué se ha retractado, pues?
– ¿Y por qué me lo preguntas a mí? -Connolly extendió los brazos-. ¿Qué cono sé yo? De entrada, ¿por qué se inventó la historia?
Bennie se detuvo en el acto. Miró aquel rostro tan parecido al suyo. «De entrada, ¿por qué se inventó la historia?» De repente comprendió cómo había convencido Connolly a Harting.
– No la presionó anoche -dijo Bennie, pensando en voz alta-. Por eso no hay ninguna constancia en el libro del registro. Lo hizo después de matar a Mendoza y a Page. Cerró el trato antes del juicio. Lo tenía todo amañado, la declaración y la retractación, desde el principio.
– No sé de qué me hablas -dijo Connolly sin alterarse.
Su expresión no reflejaba nada, pero a Bennie no le hacía falta confirmación.
– Obligó a Harting a declarar en el juicio. Le dijo que llamara al fiscal del distrito y se ofreciera para declarar. Le proporcionó suficiente información para darle credibilidad ante el jurado y ante mí. Sabía que Hilliard tendría ante él a una testigo contundente. Sabía también que cuando Harting se retractara echaría abajo a la acusación.
Connolly sonrió.
– No intentes adivinar qué mecanismos mueven a las reclusas, Rosato. Eres una novata. Shetrell pretendía matarme, ¿cómo iba a cerrar un trato conmigo?
– Porque usted le hizo ver que sacaría más provecho poniéndose a su lado que matándola. ¿Qué le ofreció? ¿Material a mejor precio? ¿Repartir el tráfico, usted se quedaba con el exterior y ella con el interior?
Connolly entornó los ojos.
– Pero ¿qué cono haces aquí? ¿No deberías estar trabajando en mi defensa?
– ¿Qué defensa? Mi asociada cree que ya no le hace falta.
– Estoy de acuerdo -se apresuró a responder Connolly.
Aquella reacción clarificó las ideas a Bennie.
– ¿De verdad? La mayoría de acusados pendientes de la pena capital se quedarían de piedra si su abogado se planteara no seguir con su defensa. Algo tendrán las inyecciones letales que mueven a un acusado a controlar sus apuestas.
– Yo no pertenezco a la mayoría de acusados.
– Sí, forma parte de ellos. Lo que ocurre es que imaginó que me lo plantearía. Cuando se retractó Harting, sabía que nos guardábamos en la manga la carta de pasarlo directamente al jurado.
Connolly se echó a reír.
– Era más que una carta. Estuve observando al jurado cuando Harting largaba. Si insistes en ello en tus conclusiones, estoy en la calle.
– De lo que deduzco que me da permiso para descansar. Legalmente es lo que reclama.
Connolly se calló un momento.
– Si tú crees que es lo adecuado, adelante.
– La verdad es que me vendría de primera. -Bennie se levantó-. No voy a seguir defendiéndola.
– ¿No estarás pensando en matarme?
Bennie rió de nuevo, pero por primera vez su risa denotaba un deje de inquietud, aunque Bennie estaba tan furiosa que ni se preocupó por tranquilizarla.
– Trato hecho, pues. Pasaremos directamente a las conclusiones. Me es imposible controlar sus presiones sobre Harting, pero tenga por seguro que sabré controlar mi reacción frente a ello.
– ¿Y eso qué significa? -preguntó Connolly, pero Bennie ya estaba en la puerta.
El juez Guthrie estaba leyendo el índice de alegatos cuando el jurado se reincorporó a sus asientos numerados.
– Llame a su próximo testigo, señorita Rosato -dijo, y Bennie se levantó en la mesa de la defensa.
– La defensa ha decidido no presentar a ningún testigo, puesto que la acusación no ha demostrado sus cargos para la pena capital. La defensa reclama un veredicto inmediato de absolución.
La sorpresa se dibujó en los finos rasgos del juez; la tapa de su índice de alegatos se cerró de golpe.
– ¿Está diciendo, señorita Rosato, que la defensa ha terminado su alegato?
– En efecto, señoría. -Bennie observó una oleada de emoción en el jurado, consciente de que, tras ella, la tribuna también reaccionaría-. Se trata de una moción extraordinaria, señoría.
– Denegada -dictaminó el juez, y dicho esto miró a Dorsey Hilliard, quien ya se estaba poniendo de pie con la ayuda de las muletas-. ¿Está preparado, señor fiscal, para proceder a las conclusiones?
– Por supuesto, señoría -dijo Hilliard, con demasiada rapidez para resultar creíble.
Cogió unos papeles a toda prisa, en un gesto que tanto podía ser teatral como para darse seguridad, pues Bennie dudaba que ya hubiera redactado sus conclusiones, y se acercó al estrado.
– Damas y caballeros -empezó-, no había previsto dirigirme a ustedes tan pronto, pero créanme que estoy encantado de tenerla oportunidad de hacerlo. Han permanecido atentos y receptivos durante todo el proceso y se lo agradezco en nombre del estado de Pennsylvania. Les agradezco asimismo su sentido común y su razonable juicio, que es todo lo que van a necesitar hoy cuando pasen a deliberar a la sala del jurado.
»Oyeron a la abogada defensora decirles en su exposición preliminar que la acusación contra la persona a quien se juzga en esta sala es circunstancial, como si "circunstancial" fuera un término vergonzoso. Permítanme que difiera. En muy pocas ocasiones se cometen los asesinatos en plena luz del día, ante un amplio abanico de testigos. Al contrario, la mayor parte de asesinatos se llevan a cabo sin público y entre personas que se conocen entre sí. Personas que se aman y que se pelean.
– Protesto, señoría -dijo Bennie-. Ninguno de estos hechos ha quedado demostrado en nuestro caso.
– Se admite -decidió el juez Guthrie para sorpresa de Bennie, aunque él sabía bien que ya estaba dicho.
– Las circunstancias de un asesinato pueden fácilmente y de forma segura señalar al culpable. Los agentes Sean McShea y Arthur Reston prendieron a la acusada cuando huía del lugar del crimen, y ésta confesó e intentó sobornarlos a fin de evitar ser llevada ante la justicia. La señora Lambertsen vio a la acusada huir del lugar del crimen después de oír cómo se peleaba con su amante y tras escuchar un disparo. El hecho de que la señora Lambertsen vacilara algo en cuanto al minuto exacto en que vio correr a la acusada, no tiene una importancia legal ni objetiva.
»E1 doctor Liam Pettis les explicó que la mancha de sangre de la camiseta concordaba con lo que habían declarado los agentes, y el doctor Marc Merwicke les aclaró, a raíz de una objeción de la defensa, que el anterior equipo encargado de defender a la acusada había impedido que el Estado llevara a cabo el análisis de residuos posterior al disparo de un arma en las manos de la acusada.
– Protesto, señoría -dijo Bennie, levantándose, y el juez Guthrie movió discretamente la cabeza.
– No se admite.
Hilliard levantó un dedo.
– Permítanme unas palabras sobre el arma homicida. El juez Guthrie les insistirá en que no deben hacer conjeturas en la sala del jurado en lo que se refiere a los hechos del caso en cuestión, así pues, debo decirles que el hecho de que no se recuperara el arma homicida no es el resultado de una misteriosa trama llevada a cabo por un conciliábulo de agentes de policía. La verdad es mucho más simple: no somos perfectos. No somos policías de la tele. No siempre encontramos el arma asesina. Nos encontramos en situaciones similares más veces de las que queremos admitir, y sinceramente desearíamos que no fuera así.
– Protesto, señoría -dijo Bennie-. Vuelve a dar por supuestos unos hechos no demostrados.
El juez Guthrie negó con la cabeza.
– No se admite la protesta. El tribunal puede prestar atención jurídica al hecho de que no siempre se recupera el arma asesina.
Hilliard echó una mirada al estrado y luego se concentró en el jurado.
– Cuando la defensa se dirija a ustedes, oirán muchas cosas sobre confabulaciones y conciliábulos. Sobre tramas y ardides. Sobre tráfico de drogas y policías corruptos. Todo ello me recuerda Alicia en el país de las maravillas. ¿Se acuerdan de la morsa que embaucaba a las ostras? «Ha llegado el momento», decía la morsa, «de hablar de muchísimas cosas: de zapatos, barcos y lacre, de coles y reyes».
El jurado sonrió; la bibliotecaria de la primera fila seguía el pasaje moviendo los labios.
– Algo tiene que responder la defensa al sinfín de pruebas presentadas por el Estado, y elige el golpe de efecto, una palabra de moda. ¡Confabulación! ¿Confabulación? ¿Acaso hablamos de OVNIS o de hombrecillos verdes? ¿Hablamos de lomas cubiertas de hierba y de pistoleros solitarios? ¿De capitostes de Washington y de sórdidas recompensas? -Hilliard hizo una pausa-. La defensa les subestima, amigos míos. Confío y rezo para que cuando se retiren a deliberar sean capaces de ver más allá de lo de las coles y los reyes y declaren a la acusada culpable del cargo por el que se la ha juzgado, y sea condenada a la pena capital. Muchas gracias.
Hilliard dejó el estrado, y Bennie se levantó, consciente del riesgo que había decidido correr al no seguir con la defensa. No había amortiguador entre ella y el veredicto; ningún testigo al que señalar, ni una prueba física. Ya no era una cuestión entre ella y Hilliard, o entre ella y el juez Guthrie, ni siquiera entre ella y Connolly.
Ahora todo se dirimía entre ella y el jurado. Se trataba de una relación, un acuerdo entre ellos. O se producía entonces o ya no se produciría. Notando un escalofrío se acercó a los miembros del jurado.
A Lou nada le cuadraba en la panorámica. El sol brillaba con excesiva intensidad. La tarde era demasiado hermosa. El poli, demasiado joven, había muerto intentando asesinar a una ciudadana. El Undécimo había acudido en masa al cementerio, formando un cuadrado azul de uniformes de gala, aunque no habían hecho su aparición ni el jefe superior ni el alcalde. Lou se situó junto a la prensa, a unos cincuenta metros del ataúd cubierto por una bandera; incluso los periodistas parecían de segunda fila. La muerte de Lenihan ya no ocupaba los titulares de la primera página, y Lou se habría perdido la ceremonia de no haber estado pendiente del asunto.
Todo aquello le entristecía, le hacía pensar que su vida se alargaba en exceso. No le apetecía ver un mundo en el que los traficantes camparan a sus anchas y los polis liquidaran a sus propios compañeros. De repente notó un escozor en los ojos, el sol le molestaba, y volvió la vista hacia los padres de Lenihan, que lloraban junto al féretro de su hijo. Localizó luego a Citrone, de pie detrás de la madre de Lenihan, y el corazón le dio un vuelco. Llevaba el uniforme completo y la insignia de su gorra brillaba al sol; a Lou le recordó un soldado de juguete: latón por fuera y el interior hueco. Se preguntó si Brunell ya le habría llamado.
Al lado de Lou, un joven periodista tosió y luego encendió un cigarrillo. La acre voluta de humo desapareció en el límpido aire. Lou siguió observando al personal uniformado y localizó al hijo de Vega. Esperaba ver a McShea o a Reston pero comprobó que eran demasiado listos para dejarse ver allí. ¡Mala suerte! Tenía tantas ganas de pillarlos que la boca se le hacía agua. Y no era por Rosato, ni siquiera por satisfacción personal, sino por algo que tenía relación con cómo eran las cosas antes, con Stan Getz en Quiet Nights of Quiet Stars, con pastelerías que exhibían las galletas en un fondo de celofán rosa.
El periodista de su lado volvió a toser, esta vez más fuerte; Lou volvió la cabeza hacia él.
– Habrá que dejar de fumar, muchacho -dijo-. Eso está chupado ahora, con los parches, los chicles… Yo tuve que conformarme con el típico cigarrillo de plástico, como un gilipollas.
– ¡Y usted qué sabe! -respondió bruscamente el otro.
– ¿Que qué sé yo? -repitió poco a poco Lou. Le entraron ganas de pegarle una zurra al mocoso, pero se le ocurrió algo mejor-. Pues… vamos a ver… Sé que aquel policía de allí es Joe Citrone. -Lou señaló con el dedo y el muchacho miró hacia allí-. Es un corrupto de tomo y lomo. Está a partir un piñón con otros dos elementos de cuidado: Sean McShea y Art Reston…
Otro periodista se volvió al oír aquellos nombres.
– ¿Ha dicho usted algo de McShea y Reston? ¿Los policías que declararon en el caso Connolly?
Lou asintió.
– Los mismos. McShea y Reston no son del Undécimo, pero ellos y Citrone, ese alto que está detrás de la familia, tienen montado un negocio de tráfico de drogas.
– ¿Tráfico de drogas? -preguntó otro periodista, juntándose al grupo que se estaba formando alrededor de Lou.
– Se apoderan de los alijos procedentes de decomisos y protegen a traficantes como Pace Brunell, el que tiene el negocio montado en las viviendas protegidas. Y eso no es todo. Citrone es el responsable del asesinato de su compañero, Bill Latorce, que supuestamente murió en acto de servicio. Alguno de vosotros, listillos, tendría que investigar por qué en una pelea doméstica murió un policía con experiencia.
Los periodistas empezaron a interrumpirle pero Lou levantó las manos.
– Os aconsejo que os lancéis ahora mismo a la caza de la noticia. Puede ser el reportaje del año. Incluso puede ganar un Pulitzer. ¿O es que ya no se habla de primicias?
Luego se volvió al muchacho que tenía al lado, cuyo cigarrillo colgaba de su boca completamente abierta.
– Métetelo en la pipa y fúmatelo de una vez -le dijo, y se marchó.
Bennie se situó frente al jurado y permaneció un momento en silencio antes de iniciar sus conclusiones, para calmarse los nervios y aclararse las ideas. De nuevo, decidió ir con la verdad por delante. No disponía de más.
– Damas y caballeros, he tomado la inusitada decisión de no seguir con la defensa de Alice Connolly porque no creo que el Estado haya demostrado que se trata de un asesinato más allá de la duda razonable. No comparto la elevada consideración del fiscal con respecto a las pruebas circunstanciales, sobre todo en casos sancionados con la pena capital. La acusación ha minimizado el hecho en sus conclusiones, pero yo estoy aquí para recordarles algo: en definitiva el Estado persigue la pena de muerte en este caso. Ténganlo muy presente. Dejan que influya en sus consideraciones. ¿Hasta qué punto hay que estar seguro de algo para mandar a un ser humano a la muerte? Más allá de toda duda razonable.
Bennie interrumpió el discurso para que todo el mundo cayera en la cuenta, y comprobó que los rostros de los miembros del jurado reflejaban una gran seriedad.
– Sin embargo, el Estado no les ha proporcionado a ustedes nada que pueda calificarse de prueba determinante. Nadie vio cómo se cometió el crimen y, contrariamente a lo que ha afirmado el fiscal en sus conclusiones, sí se cometen muchos asesinatos ante testigos. Pueden leer todos los días en los periódicos relatos sobre tiroteos desde un coche…
– Protesto, señoría -gritó Hilliard-. No disponemos de pruebas documentadas sobre tales disparos.
– Se admite -dictaminó el juez Guthrie, pero Bennie no perdió el ritmo.
– No hay testigos de este asesinato, cuando menos el Estado no ha conseguido presentar ninguno, aparte de que el Estado no ha demostrado otros muchos hechos, lo que desemboca en algo más que la duda razonable. En primer lugar, no ha presentado el arma homicida. El fiscal pretende que todos ustedes se olviden del arma, pero ¿pueden hacerlo? ¿En justicia? -Bennie se acercó un poco más a la barandilla del jurado-. Recuerden su teoría sobre lo acaecido la noche de autos. Ellos afirman que Alice Connolly disparó contra el finado, se cambió de ropa y tiró la que llevaba antes en un contenedor para deshacerse de las pruebas. Si eso fuera cierto, ¿por qué no se encontró el arma en el contenedor junto con las demás pruebas? ¿Deben creer ustedes que Alice se llevó el arma? ¿Por qué lo habría hecho, si así llevaría encima una prueba mucho más incriminatoria? Y caso de que lo hiciera, ¿por qué no se la encontraron encima?
Bennie hizo una pausa, esperando que sus palabras surtieran efecto.
– No tiene lógica alguna porque no es la verdad. Lo cierto es que Alice Connolly nunca tuvo el arma. El verdadero asesino sí la tuvo y se la guardó porque en ella figuraban sus huellas dactilares y no las de Alice Connolly. Tal como han oído afirmar al doctor Liam Pettis: el arma podría demostrar que Alice no mató a Anthony Della Porta…
– Protesto, señoría -dijo Hilliard-. La señorita Rosato tergiversa la declaración del doctor Pettis.
– Se admite la protesta -falló el juez Guthrie, antes de que Bennie pudiera discutirlo, pero había cogido ya el ritmo y no podía detenerse.
– Vamos a considerar la interminable lista de hechos que no ha demostrado el Estado. En primer lugar, no ha demostrado que existiera un móvil. ¿Una pelea? Todas las parejas tienen sus baches. Yo mismo llevo días sin hablar con mi novio y no por ello voy a matarlo. -Los miembros del jurado sonrieron y Bennie también esbozó una sonrisa forzada-. En segundo lugar, no ha demostrado cómo llegaron las manchas de sangre a la camiseta. En tercer lugar, no ha demostrado a qué hora pasó corriendo Alice ante la puerta de la señora Lambertsen. En cuarto lugar, no ha demostrado que fuera Alice quien pasó corriendo bajo la ventana del señor Muñoz. ¿Quién puede olvidar al señor Muñoz?
El realizador de vídeo se echó a reír, al igual que el joven negro de la última fila. Se trataba del señor locutor, el parlanchín. Bennie sonrió a pesar del peso que notaba en el pecho.
– A diferencia de lo que opina la acusación, yo no considero que una confabulación implique a los hombrecillos verdes. Todos ustedes saben que en muchos asesinatos interviene más de una persona. Piensen en la mafia. Piensen en el atentado de Oklahoma. Son ejemplos de confabulación criminal, y no hay que creer en hombrecillos verdes para saber que las confabulaciones son algo real. -Bennie miró directamente a los miembros del jurado, y un curioso ladeo de la barbilla de la bibliotecaria la animó a saltar a la yugular-. Damas y caballeros, la defensa considera que detrás de este asesinato hay una confabulación policial, de la que forman parte los agentes McShea y Reston, y que los miembros de dicha confabulación asesinaron a Anthony Della Porta…
– ¡Protesto, señoría! -gritó Hilliard-. ¡No disponemos de pruebas que apoyen tales acusaciones! Obran en nuestro poder sólo las pruebas de que los agentes Reston y McShea detuvieron a la acusada. Todo lo demás son deducciones injustificadas y puras conjeturas por parte de la defensa.
Bennie giró sobre sus talones, enojada.
– Señoría, esto es un razonamiento correcto en una conclusión. El jurado puede hacer sus deducciones razonables a partir de la declaración del Estado, incluyendo lo que ha obtenido la defensa en el contrainterrogatorio. Si se me permite plantear al jurado una exposición alternativa…
– Se admite la protesta. -El juez Guthrie cerró la boca con fuerza y sus mandíbulas recordaron las de un bulldog francés-. No siga haciendo comentarios sobre los agentes que detuvieron a la acusada, señorita Rosato, y prosiga con su exposición.
Bennie se quedó sin habla.
– ¿Ha fallado usted que no puedo presentar mi teoría sobre cómo considero yo que se llevó a cabo este asesinato, señoría? Yo difiero de la teoría del fiscal. Y eso niega a la acusada el derecho a un juicio justo.
El juez Guthrie arrugó profundamente la frente.
– Puede presentar una exposición alternativa de los hechos, letrada, pero el tribunal no dispone de pruebas que demuestren que ningún agente esté implicado en el asesinato del inspector Della Porta. No debe confundir ni inducir a error al jurado en sus conclusiones. Presente su teoría sin mencionar ningún supuesto papel de los agentes que llevaron a cabo la detención. Prosiga, por favor.
Bennie apaciguó su furia y se plantó ante el jurado:
– Consideremos, pues, que alguien, no sabemos quién, llega al piso del inspector Della Porta hacia las ocho menos cuarto de la noche del diecinueve de mayo, se pelea con el inspector Della Porta y dispara contra él a bocajarro. El asesino quiere tender una trampa a Alice Connolly, y por ello corre hacia el armario, que sabe que está en el dormitorio, coge una de las camisetas de Alice y la aplica contra la sangre del inspector Della Porta formando las típicas pautas de manchas de las que tiene noticia, que ha aprendido en alguna parte. Luego huye sin que le vea nadie y deja la camiseta ensangrentada en un contenedor de los alrededores, consciente de que con ello incriminará a Alice.
Bennie hablaba al jurado en un tono apremiante. Tenía que hacérselo comprender.
– Imagínense que Alice llega a su casa y descubre al inspector Della Porta muerto en el suelo. Aterrorizada al pensar que el asesino puede seguir en el piso, huye presa del pánico. Recuerden que transcurrieron entre diez y doce minutos entre el mo-mentó en que se oyó el disparo y la señora Lambertsen vio a Alice salir corriendo. Tiempo suficiente, ¿no es cierto?
El realizador de vídeo se echó un poco hacia delante en su asiento, mientras que la bibliotecaria seguía impasible.
– Reflexionen sobre lo que estoy diciendo, damas y caballeros. Si son capaces de comprender que otra persona pudo haber matado al inspector Della Porta y tender una trampa a Alice para incriminarla, no podrán, basándose en la ley o en la conciencia, declarar culpable a Alice Connolly. Y yo les estoy insinuando que a Alice le ha tendido una trampa… una confabulación policial.
– ¡Protesto, señoría! -exclamó Hilliard, y el juez Guthrie se apoyó en su mesa frunciendo el ceño.
– Se admite -dictaminó-. Le advierto, señorita Rosato…
Bennie siguió impertérrita. No podía ganar si el juez Guthrie la ataba de pies y manos, y tenía que vencer.
– Damas y caballeros del jurado, reflexionen un momento sobre las declaraciones de los agentes McShea y Reston. Dijeron que se encontraban en el barrio del inspector Della Porta, situado casi en el otro extremo de la ciudad, cuando debían estar de servicio. ¿No es algo extraño que abandonaran su distrito para tomar un pepito con queso?
– ¡Protesto! -gritó Hilliard-. ¡Señoría!
– Se admite la protesta -respondió el juez Guthrie, cogiendo el mazo y dejándolo suspendido en el aire-. Señorita Rosato: no tiene por qué referirse específicamente a los agentes que detuvieron a la acusada.
Bennie se volvió hacia él apretando los dientes.
– ¿Está ordenando que la defensa no puede poner en cuestión que los agentes que detuvieron a la acusada dijeran la verdad en el estrado, señoría? El jurado tiene toda la libertad para no creer las declaraciones de dichos agentes, lo mismo que a cualquiera de los testigos presentados por la acusación.
– Señorita Rosato -dijo el juez Guthrie dejando el mazo-, usted no debería plantear que estos agentes de policía estén impli-cados en el asesinato que nos ocupa. Cualquier inferencia que pueda sacar el jurado en este sentido sería poco razonable y pura conjetura. Prosiga, letrada, antes de que se la acuse de desacato al tribunal.
Bennie hizo caso omiso a la amenaza.
– Damas y caballeros, ¿es cuando menos posible que los agentes McShea y Reston se encontraran en el lugar del crimen porque fueron quienes dispararon contra el inspector Della Porta…?
– ¡Protesto, señoría! -dijo Hilliard, cogiendo sus muletas y dirigiéndose hacia la mesa de la defensa-. La defensa está desacatando abierta y descaradamente su resolución, señoría.
El juez Guthrie dio un golpe con el mazo. «¡Pam!»-Señorita Rosato: la aviso por última vez. Una sola referencia indebida más y la acusaré de desacato.
Bennie se dijo que más le valía calmarse, pero no podía. La adrenalina empujaba, el corazón le latía a cien por hora. Luchaba por salvar la vida de Connolly. La responsabilidad la empujaba como un tren de carga. Dejó a un lado los comentarios del juez y del fiscal y siguió dirigiéndose al jurado:
– Damas y caballeros, reflexionen de manera crítica sobre las declaraciones de la acusación. Nadie más que los agentes que detuvieron a la acusada oyó la presunta confesión de ésta. Nadie más que los agentes que la detuvieron oyó el presunto soborno. Nadie más que los agentes que la detuvieron vio una bolsa de plástico. Sólo dichos agentes han declarado sobre estos puntos, y es porque les han mentido.
Bennie apoyó la mano en la encerada barandilla del jurado, y el punto de apoyo le pareció curiosamente inadecuado.
– El planteamiento del Estado se basa totalmente en estas mentiras y finalmente caerá por su propio peso. No he considerado que valiera la pena responder a él, pese a tratarse de un caso en el que se juega la pena capital, en el que la acusada es…
Bennie se reprimió a tiempo. Iba a decir: «Mi hermana gemela». Intentó mantener a raya sus emociones; luego se dio cuenta de que estaba luchando para sofocar la verdad. Su propia verdad.
Le vino a la cabeza el día en que conoció a Connolly, luego, con el descubrimiento de la casa de su padre. Cuando leyó la nota de su madre; la gota de sangre en el pliegue del brazo. Luego lo vio claro. Se permitió reconocerlo por fin.
– Damas y caballeros, en mi exposición inicial les dije que no estaba segura de si la señorita Connolly era mi hermana gemela. Pues bien, eso ya no es verdad. -Su voz se fue apagando y de pronto tuvo la sensación de estar hablando consigo misma, en lugar de mantener una de las conversaciones más íntimas con unos auténticos desconocidos en la sala. Pensaba con claridad, basándose en su propia verdad-. A pesar de que no tengo pruebas que lo confirmen, sé que Alice Connolly es mi hermana gemela, y lo sé tan a ciencia cierta como que ella no cometió este asesinato…
– ¡Protesto, señoría! -dijo Hilliard, levantando los brazos-. ¡Pido que se detenga el juicio! Solicito que se acuse a la señorita Rosato de desacato al tribunal.
«¡Pam, pam!»
El juez Guthrie golpeó la mesa con el mazo y luego lo soltó sin cuidado.
– La he advertido antes, señorita Rosato, y usted ha hecho oídos sordos a mis avisos. ¡Ha incurrido usted en desacato al tribunal! ¡Señor alguacil, sírvase acompañar bajo custodia a la señorita Rosato!
En la tribuna del jurado, la bibliotecaria soltó un grito ahogado, el realizador de vídeo quedó pasmado y el resto pareció también afectado. Judy y Mary saltaron de su asiento. Connolly se levantó, boquiabierta, ante la asombrada sala, mientras se llevaban a Bennie, con el ánimo destrozado.
El alguacil responsable del área de detención de los juzgados había visto muchas cosas raras en sus celdas, pero nunca nada como aquello. Miró a través del cristal blindado de su puesto hacia las dos celdas, en las que había dos guapas rubias con traje chaqueta gris. Las dos estaban sentadas en el banco blanco de su celda, sostenían la barbilla apoyada en la mano y habían cruzado la pierna izquierda sobre la derecha, a la altura de la rodilla, de forma idéntica. Pero a pesar de que su aspecto y su porte era el de dos mellizas, quedaba claro que les unía poca amistad.
El guardián echó otra ojeada. Tenían la cabeza vuelta en direcciones opuestas, como las fotos de las parejas en pleno divorcio que salían en las revistas. Una de las mellizas tenía la vista fija en el lavabo de acero inoxidable a la izquierda de su celda, la otra se encontraba de cara al lavabo de acero inoxidable de la parte derecha de la suya. El hombre olvidó por un momento cuál era la acusada y cuál la abogada, luego dejó de hacer conjeturas. Pensó que el Señor iba a juzgarlas a las dos.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Connolly.
Su mirada seguía fija hacia delante, sin volverse hacia Rosato. La voz, curiosamente desprovista de emoción, llegaba a la abogada a través de la reja pintada de blanco que separaba los dos calabozos.
– No lo sé.
Bennie encogió los hombros con desgana.
– ¿Va a seguir el caso con nosotras aquí encerradas?
– No. Yo soy prescindible, pero usted tiene derecho a estar presente en su propio juicio. El juez se calmará y me dejará libre con una multa, o bien seguirá en sus trece, Carrier se hará cargo del caso y yo continuaré encerrada. Sea como sea, no tiene importancia. Todo está en manos del jurado.
Connolly hizo un gesto de asentimiento.
– ¿Qué cono te ha ocurrido? -le preguntó enseguida.
Bennie se frotó el rostro. Notó un tacto extraño en su piel.
– Creo que he perdido.
– Mi caso… ¿lo has perdido?
– ¿Cuál sino el suyo? ¿O es que tengo otra hermana gemela?
Bennie la miró con una mueca algo extraña y Connolly puso los ojos en blanco.
– Vale.
– Ya ve.
No podía hacer más que reír, y Bennie optó por ello, aunque brevemente.
Connolly se recogió el pelo.
– ¿O sea que estoy jodida?
– ¿Se refiere a si hemos perdido?
– Me refiero a si he perdido.
Su voz perdió intensidad; su expresión no se inmutó.
– No, no creo. He podido exponer mis conclusiones, y al jurado no le ha gustado lo que ha hecho Guthrie. Se le ha ido la mano. Yo diría que la defensa goza de buena salud. Es curioso, pero lo que acaba de suceder puede ayudarnos.
– ¿Por qué?
– El jurado no lo olvidará. Por otro lado, yo estaba en lo cierto. Les he dicho la verdad y ellos lo han comprendido. Lo he notado. -Bennie reflexionó un instante-. Ha ocurrido.
– ¿Qué es lo que ha ocurrido?
– No puedo explicarlo, es algo que se siente. A veces tengo esta sensación, una especie de «clic» durante las conclusiones, y otras veces no. Esta vez he notado el «clic».
– ¿Te equivocas alguna vez cuando crees notarlo?
– Claro.
Connolly parpadeó.
– ¿Te has equivocado?
Bennie apoyó la cabeza contra el implacable cemento del muro.
– Claro, soy humana.
Connolly permaneció un momento en silencio.
– No has hablado de Shetrell en tus conclusiones.
– ¿Harting? No.
– Por resentimiento.
– Por resentimiento, no. Tal vez sea su hermana gemela, pero no su cómplice.
Connolly tuvo un cierto bajón y apoyó las manos entre las piernas.
– Te ha dado fuerte eso de las mellizas, ¿eh?
– ¿Si creo que lo somos? Sí.
– ¡Qué cursi te has puesto! Creí que te echarías a llorar como una niña ante el jurado.
Bennie sonrió con tristeza.
– ¿Y eso la sorprende, que pueda verter una lágrima cuando la condenen a muerte?
Connolly resopló, y luego volvió la cabeza.
– ¿Verdad que para usted no significa nada que seamos gemelas? -preguntó Bennie y observó que la mirada de Connolly se dirigía hacia el puesto de guardia.
– Y si no somos gemelas, ¿qué? ¿Te acuerdas de la prueba de ADN que nos hicimos? ¿Y si el resultado demuestra que no somos gemelas?
– Imposible. No será así. Ahora estoy convencida de ello. Creo que siempre lo he estado. Nuestro padre…
– Nuestro padre, ¿qué? -Connolly volvió la cabeza para mirarla de hito en hito a través de la reja. Aquellos ojos azules expresaban tanta furia que Bennie no pudo aguantar la mirada-. ¿Nuestro padre que está en los cielos?
– Winslow.
– ¿Winslow? ¡Quién sabe si es nuestro padre! -La súbita brusquedad del tono de Connolly resonó a través de los vacíos calabozos.
– Estuve en su casa, en Montchanin. Él se había ido, pero encontré sus recortes. Los que guardaba de mí, de mi carrera. Tomos enteros.
– ¿No se te ha ocurrido nunca que pueda ser un pirado? -Connolly no esperó su respuesta-. Los hay a montones por ahí. Oyen voces, creen que el FBI les sigue. Piensan que están casadas con un tipo rico. Se creen Mel Gibson. Creen ser amigos de Steven Spielberg o que él es su hijo de verdad. Tú no conoces a ese personal, colega, pero yo sí. Tú no vives en este mundo, yo sí.
Bennie hizo un gesto de negación.
– ¿Y la foto que me entregó de él con dos bebés en brazos?
– ¡Jo! ¿Y uno no podría ser el hijo de un amigo, o los dos, si conviene? ¿Qué pasa, que se parecen a ti? Una jodida foto no demuestra nada. No creí ni una sola palabra de aquel tipo. Está chalado.
– Encontré una nota de despedida de mi madre, encabezada por «Querido John». Incluso fue al funeral de ella.
– ¿Y qué? Puede que ella le dejara cuando te tuvo a ti. Lo que no demuestra que seamos gemelas. Puede que tú seas hija de él y yo no. -Connolly fue subiendo el tono, ya casi hablaba a gritos-. O quizá sea al revés, ¿qué te parece? Yo podría ser la hija de verdad de un pirado, y haber acabado traficando con drogas. Entonces, un día ve la tele y sales tú, una triunfadora. Encuentra que nos parecemos y le coge la perra. Se le mete en la cabeza que yo soy tu hermana gemela. Que somos sus hijitas, sus gemelas. Luego aparece en la cárcel y me dice que mi hermana gemela me ayudará.
Bennie intentaba centrarse en aquella situación. Cuando la conoció, Connolly intentó convencerla de que eran gemelas. Ahora que Bennie se había hecho a la idea, Connolly quería demostrarle todo lo contrario. Todo aquello le nublaba la cabeza.
– ¿Por qué dice todo esto?
– ¿Qué?
– Intenta convencerme de que no somos gemelas.
– Lo que digo es que no creo que lo seamos. -La expresión de Connolly volvió a ser la de siempre, y su tono se enfrió-. Yo no necesito una hermana gemela. No quiero una hermana gemela. Si consigo la libertad, no me interesa tener una hermana gemela. ¿Lo captas o qué?
Llamaron a la puerta de Bennie y el rostro de un guardia asomó por la blindada ventanilla.
– ¿Hará el favor de levantarse la auténtica señorita Rosato?
– Yo soy Rosato.
Bennie se puso de pie y el guardián metió la llave en la cerradura de su celda.
– El juez quiere que pase a la sala. Dice que no hace falta que le ponga las esposas.
– ¡Vaya!
Bennie salió al pasillo, tan estrecho que sólo pasaba por él una persona e iluminado por la molesta claridad de un fluorescente. El guardia pasó a la puerta siguiente y abrió la cerradura de Connolly con un experto giro de muñeca.
– Ésta podría ser mi gran oportunidad, Rosato -dijo Connolly en voz alta-. Podría decir al guardia que soy Rosato. Entonces tú serías la que esperara la silla eléctrica y yo saldría Ubre, fuera cual fuera el veredicto. -Connolly salió al pasillo y extendió los brazos para que la esposaran-. ¿Qué dices a eso? ¿Estarías dispuesta a cambiar los papeles? ¿Te jugarías la vida en este caso?
– Basta de charlas -dijo el guardia tranquilamente, pero Bennie estaba demasiado acongojada para responder.
«¿Te jugarías la vida en este caso?»
En cuanto se abrió la puerta que daba a la sala, Bennie miró directamente al juez Guthrie, quien a todas luces había recuperado su tono profesional, pues había cambiado de expresión y se le veía tranquilo. El jurado seguía en su tribuna y Dorsey Hilliard, apesadumbrado, mantenía su compostura en la mesa de la acusación. Ante el tribunal, Carrier y DiNunzio mostraban un aire preocupado.
Bennie entró en la sala y el público reaccionó al instante, moviéndose en los bancos para conseguir una mejor perspectiva. Los periodistas escribían frenéticamente en sus blocs, al lado de los dibujantes, que hacían sus esbozos con tanta destreza como si estuvieran escribiendo. Mike e Ike se encontraban entre ellos, incómodos como el defensa a quien han situado en plena delantera.
– Acérquese, por favor, señorita Rosato -dijo el juez Guthrie-. Agente, sírvase acompañar a la acusada a la mesa de la defensa.
– Sí, señoría -dijo Bennie en tono profesional, de cara al estrado, mirando a los ojos al juez Guthrie.
Detrás de ella, acompañaron a Connolly a la mesa.
– Señorita Rosato -empezó el juez Guthrie-, este tribunal la considera culpable de desacato por desobedecer mis órdenes durante sus conclusiones. No obstante, tras el enérgico alegato expuesto por una de sus asociadas, el tribunal considera que, en interés de la justicia, debemos continuar. -El juez señaló con la cabeza, con gesto grave, a Carrier y DiNunzio, y Bennie dio las gracias a Dios por poder disponer de Carrier-. Por tanto, se la libera de la pena de reclusión y se le impone una multa de quinientos dólares. Su asociada ha satisfecho ya dicho importe al funcionario del tribunal. ¿Ha terminado ya con sus conclusiones?
– En efecto, señoría.
– Entonces tome asiento mientras seguimos con la fase final del juicio. Puede presentar sus pruebas en descargo de las acusaciones, señor Hilliard.
Bennie se dirigió hacia la mesa de la defensa y comprobó la reacción del jurado. Tuvo la impresión de que el grupo había perdido el brío; la bibliotecaria ni siquiera la miró e incluso el animado realizador de vídeo parecía impasible. «¿Estarías dispuesta a cambiar los papeles? ¿Te jugarías la vida en este caso?»Ella había notado el «clic» durante sus conclusiones, pero ya se había equivocado en otras ocasiones.
– Damas y caballeros del jurado -dijo Hilliard desde el estrado.
Inició su refutación, repitiendo que el jurado no podía deducir que había habido una confabulación policial por la ausencia del arma asesina. Sacó rápidamente sus conclusiones, y cuando hubo terminado, los miembros del jurado mostraron una expresión apagada. Bennie no sabía qué conclusión sacar de aquellos serios rostros; por experiencia sabía que el jurado adoptaba un aire grave cuando llegaba la hora de tomar una decisión. Hubiera querido intervenir de nuevo, pero a la defensa no se le proporcionaba una segunda oportunidad, como al Estado.
El juez Guthrie procedió de inmediato a ilustrar a los miembros del jurado, leyéndoles una interminable lista de puntos legales importantes que habían presentado ambas partes, mientras Bennie permanecía sentada, inmóvil, escuchando sólo a medias, tomando conciencia poco a poco de que el caso se le estaba escapando de las manos. Normalmente sentía un gran alivio cuando el poder de decisión y la responsabilidad definitiva pasaba de ella al jurado. En el pasado, aquello se había traducido en la finalización de su tarea, pues, tras el veredicto, podía reemprender su vida. Entonces se dedicaba a holgazanear en la cama con Grady y, al levantarse, pasaba a las tareas de la casa. Luego iba a ver a su madre, permanecía a su lado en el elegante hospital hasta que la anciana se quedaba dormida.
Sin embargo, sabía que al acabar aquel juicio no tendría nada de todo aquello. Nada más que el vacío, y eso en el mejor de los casos. ¿Y si perdían? Se estremeció al ver que el jurado salió en fila a deliberar, desapareciendo tras la puerta. Iban a decidir el destino de Connolly y a ella no le dejaban más que desolación y miedo.
Las abogadas esperaban el veredicto en su despacho, y Bennie ayudaba a sus asociadas a recoger las pruebas y colocarlas de nuevo en el expediente. No era un trabajo que ella acostumbrara hacer, pero aquel día era consciente de que la necesitaban y algo en su interior le decía que no tenía que dejarlas solas. Al haber llevado juntas el caso, se habían unido más, como los soldados en la guerra, y Bennie sabía que la guerra aún no había terminado. Si declaraban culpable a Connolly, quedaría todavía la fase final, en la que Bennie debería presentar a los testigos objetivos y a los expertos que constituirían la última esperanza para Connolly.
– ¿Tenemos ya controlado al experto en psicología, Carrier?
– Todo está previsto. Sólo hay que llamarlo.
– Bien. ¿Y a la funcionaría auxiliar?
– Sólo a la auxiliar de la auxiliar. Declarará que Connolly era una reclusa modelo, se encargaba de los cursillos de informática y demostraba disposición para la rehabilitación.
Bennie se guardó su opinión. Con toda la información de que disponía, la utilización de aquellas declaraciones equivaldría a aceptar el perjurio. Se volvió hacia DiNunzio.
– ¿Hemos encontrado a alguien que conociera a Connolly de la época de su infancia?
– No. He hecho un montón de llamadas y nada de nada.
– ¿Ni un familiar? ¿Algún primo o algo?
– Nadie.
Bennie pensó en las consecuencias de aquello. Ella y Connolly eran todo lo que quedaba de la familia.
– ¿Has investigado entre los amigos y vecinos de la familia?
– He encontrado a una persona que la conoció en el instituto. Me ha dicho que Connolly siempre había sido una marginada. Tal vez eso pueda ayudarnos. Ha dicho que estaría dispuesta a declarar. Si la necesitamos, puedo localizarla.
– ¿Llevarás tú a cabo el interrogatorio directo, DiNunzio? ¿Y sin nervios?
– Después del alegato contra lo del desacato, no.
Bennie sonrió, sorprendida. Había dado por supuesto que Carrier se había sabido desenvolver en el alegato.
– ¿Cómo, que se lo discutiste al juez Guthrie?
– Sí -dijo Mary sin poder ocultar una sonrisa de orgullo-. Te he sacado de la cárcel. Casi sin multa.
– ¿Cómo lo conseguiste? ¿Estabas nerviosa?
– Sigo viva, debo de ser fuerte.
Judy asintió, encantada.
– Es formidable. Tuvo el caso claro en cuanto te echaron de la sala. Enseguida vio que tenía que alegar en contra, y no yo.
Bennie no lo acababa de comprender.
– ¿Tenías ya a punto el recurso? ¿Por qué? ¿Cómo?
– Ya imaginé que un momento u otro surgiría algún problema. No podía ser de otra forma, en la posición en que te encontrabas. Por más nerviosa que me ponga a mí mi hermana gemela, siempre tengo presente que es mi hermana. Por ello, esta mañana preparé una serie de supuestos.
Bennie se echó a reír, lo que le sirvió para descargar cierta tensión.
– Pues te lo agradezco. Lo has hecho muy bien. -Luego sus pensamientos volvieron a Connolly-: O sea que no tenemos gran cosa para la siguiente fase. ¡Qué maravilla! -Bennie pensó en buscar a su padre. El podría contar que abandonó a Connolly, echarle la mano que siempre le había negado. Se lo quitó de la cabeza y luego, sin saber por qué, pensó en Lou-. ¿Se ha sabido algo de Lou? -preguntó, y Bennie negó con la cabeza.
– No, desde esta mañana.
– ¿No ha llamado? -He revisado los mensajes.
Los labios de Bennie dibujaron una deprimente mueca. -Eso no me gusta nada. Debería haber vuelto. ¿Ha dicho dónde iba cuando salió del juzgado? -No ha dicho nada.
Mary frunció el ceño y clavó la mirada en Bennie. -Dentro de cinco minutos volveré a llamar a su casa. Mary asintió. -Te lo recordaré.
– ¿Eso dónde lo guardamos? -preguntó Judy con una carpeta de notas en la mano.
Bennie levantó la vista del papel donde estaba trabajando.
– Déjalo en el último archivador.
Judy metió la carpeta en el último archivador de acordeón rojo. Tenía quince de ellos colocados en tres hileras de cinco sobre la mesa de la sala de reuniones, todos con sus respectivas carpetas. Prácticamente todas las pruebas y transcripciones ya se habían guardado en los archivadores. Bennie se preguntaba si había algo más en su vida tan ordenadamente dispuesto.
– ¿Cuánto tiempo crees que estará fuera el jurado? -preguntó Judy metiendo la correspondencia en su sitio.
– En todo caso no deliberará toda la noche. -Bennie echó un vistazo al pequeño reloj que tenía junto al teléfono. Eran las cuatro y treinta y dos. Sólo habían pasado cinco minutos desde la última vez que lo había mirado-. No hace tanto tiempo que están recluidos; por tanto no se pondrán nerviosos, y hay que tener en cuenta que es un caso importante. Lo consultarán con la almohada y decidirán mañana o pasado mañana.
– ¿El domingo? ¿Crees que seguirán hasta el domingo? -Judy se frotó el cuello-. No tienen muchas pruebas físicas que revisar. O creen lo que han dicho los polis o no lo creen.
Mary movió la cabeza.
– A la gente no le gusta trabajar en domingo. Yo diría que volverán mañana, se irán al hotel y descansarán el domingo.
Judy entornó los ojos mirando a través de la amplia ventana de la sala de reuniones. Se veía un cielo espléndido, soleado y por fin había bajado la humedad.
– Por lo que parece, el fin de semana será precioso. ¿Verdad que reciben el parte meteorológico?
De pronto sonó el intercomunicador sobre el mueble aparador, y Bennie, sobresaltada, lo cogió. Las otras quedaron inmóviles. Sería Marshall, la recepcionista.
– Rosato -dijo Bennie al levantar el auricular-. ¿Han vuelto?
– No, tranquila -respondió Marshall-. Encienda la tele. Las noticias del Canal 10. Estamos recibiendo un alud de llamadas. Algo ocurre ahí fuera.
– Gracias. -Bennie colgó y se inclinó para conectar el pequeño Trinitron en color que tenía en un extremo de la sala de reuniones-. No es el jurado, es la tele.
– ¿Cómo? -dijo Judy, y ella y Mary se pusieron frente a la pantalla.
– ¡Jesús! -exclamó Bennie, subiendo el volumen.
Se veían en la pantalla una serie de fotos de agentes de policía saliendo a todo correr de un cementerio. Una voz en off decía: «Los funerales del agente Lenihan se han visto alterados esta mañana a causa de unos periodistas; el jefe superior de policía de Filadelfia ha pedido que se emprendan acciones inmediatamente contra una serie de miembros de la prensa». Exhibían seguidamente la imagen de dicho jefe: destacaba en sus distinguidos rasgos una abierta mueca de desdén. «Me ha sorprendido enormemente lo que ha ocurrido hoy -decía-. Es completamente aberrante que se haya organizado un alboroto en unos momentos tan delicados para la familia del agente Lenihan. Y el disturbio lo han provocado unos periodistas que parece que no conocen los límites del decoro.»
Una periodista aguantaba un micrófono junto al rostro del jefe de policía: «¿Tiene algo que comentar sobre las acusaciones de corrupción hechas contra determinados agentes de los distritos Undécimo y Veinte?».
«No vamos a hacer más comentarios de momento. Hoy mismo hemos encargado una investigación en dichos distritos, que se llevará a cabo con toda transparencia. Muchas gracias.»
«En concreto, ¿está usted al corriente de que en algunas de las acusaciones se implican a agentes del orden que aceptaban dinero por proteger a los traficantes de drogas?»
«Repito que no tengo que hacer ningún comentario sobre el particular», respondió el jefe y se apartó de la cámara, mientras el periodista dedicaba al público una significativa sonrisa.
«Es todo desde la Roundhouse. Devuelvo la conexión, Steve.»
Bennie apagó el televisor mientras sus asociadas reían y aplaudían.
– ¿Has oído? -dijo Judy, encantada.
A Mary se le iluminó el rostro.
– ¡Ha corrido la voz! ¿Cómo es posible?
Bennie parecía deprimida.
– ¿Un marinero amigo nuestro?
– ¿Lou? -dijeron las dos al unísono.
Pero los ojos de Bennie reflejaban su aflicción. Lou no era tan joven como él mismo creía e, hiciera lo que hiciera, estaba atacando a unos personajes muy peligrosos, a enemigos conocidos y desconocidos. Si tenían que hundirse, arrastrarían todo lo que pudieran con ellos.
– ¿Dónde demonios se habrá metido? -preguntó Bennie, pero nadie supo respondérselo.
– Ya está bien de sermón -dijo Lou, exasperado, en su silla, pero Bennie aún no había terminado.
– Puede que el juicio haya terminado, Lou, pero no así la confabulación. Ellos tienen un negocio que dirigir, uno muy lucrativo, por cierto. Les ha atizado donde más duele, amenazándoles con no abandonar a pesar de que el caso esté ya resuelto. Van a ir a por usted, Lou. No lo dude.
– Que lo intenten -respondió él, burlón, guiñando el ojo a Mary, quien se había sentado en un rincón con aire compungido.
– Bennie tiene razón, y no por el hecho de ser la jefa -dijo Mary-. Intentaron matarla. Ahora harán lo mismo con usted.
Lou suspiró.
– ¿Para eso he vuelto? ¿Para que me den la lata? Como mínimo los abogados varones no le dan a uno la lata.
– Perfecto. -Bennie se levantó-. No pienso darle más la lata sobre el tema. Hoy y mañana, Ike irá con usted. -Señaló hacia la otra sala de reuniones, donde los guardaespaldas hojeaban los periódicos-. Yo me quedaré con Mike.
Lou miró hacia los dos hombres.
– ¿Separar a los muchachos? Imposible, Bennie.
Pero a Bennie no le hizo gracia.
Iniciaron la preparación de la fase final del caso, transformando la sala de reuniones en el cuartel general de una maratón benéfica televisiva. Bennie trabajaba al teléfono, hablando con posibles testigos que podían declarar sobre la personalidad de la acusada, y sus asociadas y Lou seguían todas las pistas al alcance. No encontraron nuevos testigos y los teléfonos de fuera de la sala de conferencias no dejaron de sonar durante todo el rato. Era la prensa, pero Bennie no estaba dispuesta a responder. Tenía que concentrarse en la última parte deljuicio. Algo duro de por sí, si se daba por supuesto que ya podían haber declarado culpable a Connolly del asesinato.
– Estoy muerta -dijo Mary, apartándose el pelo de los ojos.
Judy parecía también muy cansada.
Incluso Lou, antes con las pilas a tope, empezaba a mostrar decaimiento. Colgó el teléfono tras la última llamada y dijo:
– Vamos a dejarlo por hoy.
– De acuerdo -dijo Bennie-. Todos a casa. Mañana otra vez aquí, alrededor de las siete.
– ¿Y tú, qué? -preguntó Judy cogiendo el bolso.
– Me quedaré un rato -respondió ella. Estaba agotada pero le quedaban unos trámites por resolver-. Tengo que acabar un par de cosas. Usted e Ike acompañarán a las chicas a casa, Lou, y luego él seguirá con usted.
Lou cruzó los brazos.
– No, dejaré a las chicas en un taxi con Ike, quien las acompañará a su casa y volverá con usted. Yo sé cuidarme sólito.
– No vamos a discutirlo otra vez, Lou.
– Tiene toda la razón, no lo discutiremos. Usted me da la lata y yo hago como si no lo oyera. Ya estoy de nuevo en mi matrimonio.
Lou se levantó y señaló hacia los guardaespaldas, que se estaban poniendo los anoraks.
– Lou…
– ¡Oh, por favor! Hasta mañana. Vamos, chicas.
Lou salió de la sala y se reunió con Mike e Ike en el vestíbulo.
– ¡Mierda! -exclamó Bennie, y fue tras él. Ella había contratado a los guardaespaldas, por tanto, podía darles órdenes-. Ike -dijo, levantando el dedo-, usted irá con Lou hasta su casa, le guste o no a él, y si hace falta se quedará toda la noche en su puerta. Quiero estar segura de que pasa la noche vivo; así yo podré matarlo mañana. ¿Entendido?
– No puedo hacerlo -respondió Ike-. Mi cliente no es Lou sino usted.
– ¿Cómo?
– No podemos proteger a Lou. Tenemos que quedarnos con usted. Está estipulado en el contrato.
– ¿Qué contrato? Yo no he firmado ningún contrato.
– Nuestro contrato con la empresa de seguridad, y el contrato de la empresa de seguridad con la compañía de seguros. Nuestro seguro sólo nos cubre para la protección de usted. Si algo va mal, tenemos que estar con usted, de lo contrario entablan una demanda contra nuestra empresa.
Bennie se echó a reír.
– Eso es ridículo.
Mike encogió unos hombros como la plataforma continental.
– Eso es lo que nos dijeron. Tenéis que permanecer con el cliente que se os ha asignado.
Lou sonrió.
– ¿Lo ve? Abogados, Rosato. Lo complican todo. Por culpa de los abogados ni siquiera puedo volver a practicar el submarinismo. De las abogadas, probablemente. Te dan la lata y luego te demandan. -Lou apretó el botón del ascensor con gesto desenvuelto. Se metió dentro, llevándose con él a las asociadas de Bennie-. Vamos, señoras mías. He dejado el coche en casa, las acompañaré en taxi. Hasta pronto, Rosato -dijo mientras se cerraban las puertas.
– ¡Qué terco es! -exclamó Bennie, mirando las puertas de aluminio cerradas, y Mike asintió.
– Todos lo son.
– ¿Quiénes? ¿La gente mayor?
– Los hombres -respondió Mike, e Ike volvió la cabeza.
Judy y Lou dejaron a Mary en su casa y siguieron por Pine Street en silencio. Judy miraba por la ventana, pues estaba demasiado adormilada para conversar, lo que a Lou le parecía perfecto. Se desabrochó la americana y se relajó en el rasgado asiento. Se habría sentido más cómodo en su coche, pero lo había dejado en casa, por miedo a que lo detectaran en el cementerio o la comisaría.
Observaba el abeto de cartón que colgaba del retrovisor de atrás. Curioso. Todos los taxis llevaban aquel árbol y ninguno olía a pino. Al contrario, el interior del vehículo apestaba a tabaco, a pesar de la redonda pegatina que prohibía fumar, y a la luz de los faros del coche de atrás, detectó unas grasientas manchas en el plástico que separaba al joven taxista de los pasajeros.
Lou miró despreocupadamente por la ventanilla. Las tiendas de antigüedades se alineaban en la estrecha calle, y ya era muy tarde para ver a alguien paseando por las aceras. El taxi paró ante un semáforo y Lou leyó el letrero de una de las tiendas: MEYER & DAUGHTER. Había una minúscula silla de madera en la ventana.
– ¿Es una antigüedad, Judy?
Judy asintió.
– Supongo que se trata de una pieza de la época colonial. Es todo lo que tienen ahí, piezas coloniales. Esa silla puede costar mil dólares.
– ¡No me diga! Si ahí no cabe un trasero.
– Los traseros coloniales eran más reducidos.
– ¡Ja! -exclamó Lou moviendo la cabeza-. Me encanta. Pagamos un riñón por una silla vieja. Pero sobre todo que no nos molesten nuestros mayores.
El taxi siguió adelante. Su interior, más claro que antes, por los faros que le seguían. Tenían el coche de atrás casi pegado a su parachoques. ¿Por qué, a aquellas horas de la noche? Si no había tráfico. Lou se puso rígido instintivamente y volvió la cabeza.
Le sorprendió lo que vio. El coche que tenían casi pegado al parachoques era de la policía. La luz del techo enviaba hacia el taxi sus destellos rojos, blancos y azules. Era el coche patrulla 98.
El miedo sacudió a Lou. Era Citrone; iba solo. Sin sirena que llamara la atención. Un poli de noche podía salirse con la suya perfectamente. Lou lo tenía ya comprobado.
El taxi reducía la marcha; Lou dio unos golpes al plástico divisorio.
– ¡Siga! -le ordenó-. ¡Vamos, vamos, vamos!
– ¿Se ha vuelto loco o qué? -exclamó el taxista, volviendo la cabeza-. Es la poli.
Judy miró hacia atrás; vio el coche patrulla.
– ¿Lou? -dijo, asustadísima.
– No pierda la calma -le dijo Lou.
Podía haber cerrado las puertas, pero quería que Judy saliera de la historia.
El taxista se acercó a la acera y salió. Una luz blanca les deslumbraba desde el cristal trasero. Junto a ésta, una silueta alta que sostenía un arma. Citrone se acercaba a ellos. A Lou se le disparó el corazón. Se estaba preparando pero no podía correr ningún riesgo hasta que Judy estuviera a salvo.
– ¡Salga del coche! -gritó Citrone.
Abrió la puerta de atrás y tiró de Lou clavándole un revólver en el esternón.
– Tranquilo, Citrone. -Lou se apoyó en el vehículo, casi sin aliento. El arma se hundió un poco en su pecho. Sabía que en cuestión de segundos podía morir. Podía echarse a correr, pero aquélla no sería la peor opción. Tenía que pensar en Judy-. Voy con usted. Deje a la muchacha.
Lou dio un paso hacia delante, pero Citrone le impidió avanzar con el cañón del arma.
– ¡Fuera del coche, abogada! -gritó Citrone a Judy-. ¡Rápido!
– Voy, voy -dijo Judy, con un nudo en la garganta.
Se deslizó por el asiento de atrás y soltó un grito de asombro al ver el arma. Con gesto instintivo, se apartó, pegando con la espalda en la puerta, mirando boquiabierta a Citrone. Su expresión reflejaba sólo unos ángulos y unas sombras en la cegadora luz. Sus ojos eran dos negras rendijas cargadas de odio. Iba a matarles a los dos. Judy hacía esfuerzos por reflexionar, presa de terror.
El asustado taxista levantó las manos.
– He parado en el semáforo, agente, se lo juro. He detenido por completo el coche.
La mirada de Citrone se volvió hacia un lado, mientras mantenía el revólver contra la camisa de Lou.
– Lárguese ahora mismo o es hombre muerto -dijo Citrone al taxista-. Métase en el coche.
Los ojos del taxista se abrieron de par en par e hizo velozmente lo que le ordenaban.
– Buen trabajo policial -dijo Lou-. Y ahora deje a la muchacha. Ella no dirá nada.
– ¿Dejarla? Ha atacado a un policía en un control rutinario de tráfico. El taxi tiene una de las luces de atrás rota. -Citrone pegó una rápida patada a la luz de freno del taxi. Los rojos pedazos de plástico se esparcieron por la calle.
– Vamos, Citrone -dijo Lou-. Todo el mundo está al corriente de lo del aparcamiento en el Undécimo. ¿Van a creerse que nos mató en un control rutinario?
Citrone soltó una risita.
– ¿Yo, matarle a usted? Si aún no he llegado. Mi amigo estará aquí de un momento a otro. Un agente estatal.
Judy seguía esforzándose por clarificar sus ideas. Citrone acabaría con ellos en cuanto llegara el agente. ¿Qué podía hacer ella? No tenía un arma a mano. Luego recordó las tácticas de boxeo que había visto en el gimnasio. Aunque no dominara la técnica, podía jugar con el factor sorpresa. De repente se agachó un poco, plantó los pies en el suelo con firmeza y pegó el primer puñetazo de su vida, directo a la mandíbula de Citrone.
– ¡Ay! -gritó Citrone.
El impacto no fue lo suficientemente contundente pero hizo perder el equilibrio al policía. El revólver se disparó con un «crac» ensordecedor.
– ¡No, Lou! -chilló Judy al comprobar que del hombro de éste brotaba la sangre a través de la desgarrada tela de la camisa.
Lou no notaba el dolor. Se lanzó contra el brazo de Citrone y le agarró la muñeca intentando hacerle soltar el arma. Esta cayó al suelo mientras Lou inmovilizaba al aturdido policía contra el húmedo asfalto. Judy lo observaba muda de asombro; de pronto comprendió que tenía que actuar. Recogió el arma y la sostuvo con ambas manos. La derecha le dolía a raíz del puñetazo, pero se concentró apuntando a Citrone y preparándose para disparar.
– ¡Quieto, Citrone! -gritó, en el tono contundente que le confería la autoridad recién ganada; Lou rodó apartándose del otro, dejándole desprotegido junto a la alcantarilla.
– Me pondré bien -dijo Lou, amodorrado por la anestesia.
De haber sentido algo, tal vez no hubiera soportado el dolor, pero notaba el cuerpo entumecido. Tantos años que había pasado en el cuerpo y nunca le habían dado. El disparo había llegado en la jubilación. ¡Valiente gilipollez! Cambió de posición en la fina almohada del hospital. Le habían extraído la bala y le habían entablillado el hombro. Dándole la lata a los pies de la cama estaban las tres arpías: Judy, Mary y Rosato.
– Claro que se pondrá bien -dijo Bennie, dándole unos golpecitos en el pie-. Porque yo no pienso perderlo de vista.
– Ni yo -dijo Mary-. Hasta que no esté a buen recaudo todo el distrito Undécimo.
– Los tenemos cogidos, ¿verdad?
Lou sonreía; arrastraba un poco las palabras.
Judy soltó una risita.
– Por supuesto; todos salimos por televisión. -Llevaba la mano vendada y le dolía. Se había roto un dedo pegando a Citrone, a quien no había hecho ni un rasguño. Le hacía falta practicar el boxeo de rehabilitación-. Han intensificado la investigación en el Undécimo.
Bennie asintió.
– Dentro de poco llamarán a McShea y Reston, y los policías se están enfrentando ya entre ellos. La fiscalía del distrito establecerá los mejores acuerdos con quienes se presenten antes. Los polis saben a qué atenerse.
De todas formas, a Mary aquello no acababa de satisfacerla.
– No lo ha solucionado de la mejor manera, Lou, al lastimarse usted mismo.
Lou soltó una risita.
– Eso dígaselo a Judy. Creo que en mi vida había visto un puñetazo tan malo.
Judy bajó la cabeza.
– Muchas gracias.
– Ella me ha salvado la vida… -dijo Lou, sin terminar la frase.
Quería agradecérselo, pero no tenía ni fuerzas para abrazarla. Tal vez fuera mejor así. Estaba prohibido abrazar a las mujeres. Iba contra las leyes federales.
– Ya le dije que entendía de boxeo -dijo Judy-. En cuanto se haga público el veredicto, me apunto dos veces por semana.
Bennie pensó otra vez en el veredicto. Había estado tan preocupada por Lou que hasta entonces se le había ido de la cabeza. Algo curioso, habida cuenta que llevaba días sin pensar en otra cosa. El hecho de que Lou hubiera sobrevivido al asalto había asestado un golpe mortal a la confabulación, que empezaba a desmoronarse, con Citrone a la cabeza, extendiéndose hasta Guthrie y Hilliard. No obstante, el jurado estaría deliberando aislado. No sabría que se había demostrado la confabulación policial. Saldrían de su reclusión con el veredicto: inocente o culpable.
¿Cuándo?
Bennie recibió la llamada del funcionario de los juzgados a las diez y cuarto de la mañana siguiente, y diez minutos después el equipo de la defensa se personaba en el centro. Las abogadas y los guardaespaldas salieron de dos taxis; mostraron expresiones tensas cuando se abrieron las puertas de los vehículos y la prensa se reunió como un enjambre a su alrededor, blandiendo micros. Bennie intentó quitarse de encima aquella gente. Lo único que tenía en la cabeza era el veredicto.
– ¡Dejen paso! -gritó a los periodistas concentrados.
Avanzó entre la multitud confiando en que Mike e Ike protegerían a sus asociadas. Juntos entraron al vestíbulo, subieron el ascensor y, por el pasillo, llegaron a la sala 306. Las abogadas avanzaron por la tribuna hacia la mampara blindada. Por primera vez Bennie se sintió aliviada al comprobar que aquel muro de plástico la separaba del resto del mundo.
En la parte de la barrera donde reinaba el silencio, el juez Guthrie leía al parecer unos documentos depositados en su mesa. El personal de los juzgados iba y venía afanosamente, disponiéndolo todo para el veredicto final. Una funcionaría pasó veloz ante Bennie con un impreso que ella identificó como de prisión, que estipulaba la reclusión de Connolly en régimen penitenciario hasta el día de su ejecución. Apartó la vista y se dijo que la citada orden no era más que una eventualidad. Al igual que ella, el tribunal tenía que estar preparado para el veredicto que se estableciera. Dejó la cartera sobre la mesa notando la boca completamente seca.
Dorsey Hilliard pasó por la puerta de cristal y se acercó a Bennie. Se apoyó en las muletas y le tendió la mano.
– Pase lo que pase, Bennie, ha valido la pena tenerla como adversaria -dijo.
A Bennie se le hizo un nudo en la garganta. La vida de su hermana gemela pendía de un hilo, ella había estado a punto de ser asesinada y Lou yacía en una cama de hospital.
– ¡Váyase al cuerno, imbécil! -respondió.
Hilliard apartó la mano como si se la acabaran de morder. La reacción fue captada por el público, esbozada por los dibujantes y apuntada por los periodistas, como pasto para mil preguntas posteriores. Bennie intentó quitárselo todo de la cabeza y se sentó a esperar a Connolly. No tardaría.
Poco después la acusada llegó a la sala, custodiada por un guardián, y Bennie notó una especie de tirón en sus entrañas. No sabía bien a qué podía responder aquella reacción. ¿Compasión? ¿Afecto? ¿Odio? No podía precisarlo, pero la reacción estaba ahí, era algo innegable. ¡Encima las dos habían vuelto a escoger el traje gris! De todas formas, si Connolly sentía algo, no lo demostraba. Se le veían los ojos algo hundidos, el rostro, tenso, avanzaba con paso poco seguro hacia la mesa de la defensa. Se sentó al lado de Bennie sin mirarla; ésta siguió con la vista al frente.
– Señor alguacil -dijo el juez Guthrie con expresión nerviosa-. Sírvase llamar al jurado.
El alguacil acompañó a los miembros del jurado a la sala y todo el mundo estiró el cuello al verlos entrar, estudiando sus rostros en busca de alguna pista en cuanto al veredicto. Sin embargo, aquel último día el jurado entró en la sala como lo había hecho el primero: todos con la cabeza baja, evitando fijar la vista en nadie. El realizador de vídeo estaba serio y la bibliotecaria tenía un aire formal, con los labios apretados.
Bennie lo tomó como una mala señal. Los miembros del jurado se mostraban solemnes cuando iban a dar una mala noticia. Se hizo el silencio en la sala, incluso el fatigado personal quedó inmóvil, y Hilliard se inclinó un poco en su asiento. A Bennie no le pasó por alto el gesto. Estaba impaciente. Creía haber conseguido la condena. Bennie sintió una náusea.
– Señora Foreperson -dijo el juez Guthrie, leyendo un papel que tenía en la mesa-, se me ha comunicado que el jurado ha llegado a un veredicto. ¿Es así?
La bibliotecaria se levantó apoyando la mano en la barandilla.
– Así es, señoría.
– ¿Se trata de un veredicto unánime, señora Foreperson?
– En efecto, unánime, señoría.
– ¿Hará el favor de entregarme la comunicación del veredicto, señor alguacil?
Bennie observó, casi sin aliento, cómo el alguacil se acercaba a la bibliotecaria, cogía el papel y se lo llevaba al juez. Éste lo desdobló sin que su expresión delatara el contenido, siguiendo la práctica marcada por la ley y la tradición. Luego, sin mediar palabra, lo devolvió al alguacil, quien a su vez fue a entregarlo de nuevo a la bibliotecaria.
– ¿Hará el favor de levantarse la acusada? -dijo el juez Guthrie, y la voz retumbó en el silencio de la sala.
Connolly se puso de pie al tiempo que también lo hacía Bennie. Ésta no podía respirar ni veía nada. Tenía la impresión de que la sala, el juez y el mundo se venían abajo. Creía oír los latidos de su corazón y los del de Connolly, al unísono.
– ¿Quiere leer el veredicto, señora Foreperson?
– Enseguida, señoría. -La bibliotecaria se aclaró la garganta y leyó el papel que tenía en la mano-: «Nosotros, el jurado reunido en el caso del estado de Pennsylvania contra Connolly, hemos decidido que la acusada, la señorita Alice Connolly, es inocente».
A Bennie se le doblaron las rodillas ante aquellas palabras. De entrada no daba crédito a sus oídos. ¿Qué habían dicho? ¿La habían declarado inocente? Oyó un grito tras ella y luego un chillido más estridente, que atribuyó a Mary, aunque le pareció lejano. Vio cómo Hilliard se cubría el rostro con las manos. Aquel gesto se lo hizo comprender.
Habían ganado.
Habían ganado. Connolly estaba absuelta. La idea le cayó encima como una ola, inundándola de alivio. Aunque no de felicidad. La felicidad se reservaba para los auténticos inocentes, y Bennie reconocía el sentimiento. No se veía capaz de mirar a Connolly a la cara. No sabía bien por qué.
Hilliard se levantó.
– Solicito que se compruebe el voto de los miembros del jurado, señoría.
– Enseguida, señor fiscal. -El juez Guthrie volvió la cabeza hacia el jurado, lo mismo que hizo Hilliard y hasta la última persona de la sala, incluyendo a Bennie, quien seguía sentada en la mesa de la defensa. La comprobación no era una mera formalidad. Ella misma había visto que en ocasiones alteraba un veredicto-. Miembro del jurado número uno: ¿es su veredicto el que acaba de leer el tribunal?
– Sí, señoría.
– Miembro del jurado número dos: ¿es su veredicto el que acaba de leer el tribunal?
– Sí, señoría.
El juez Guthrie fue formulando la misma pregunta a cada uno de los miembros del jurado, y Bennie, al comprobar que todas las respuestas eran afirmativas, empezó a tranquilizarse. Su respiración recuperó el ritmo normal y su vista consiguió perfilar de nuevo las imágenes. Volvió la cabeza hacia Connolly, quien le pareció más pálida y conmocionada. Bennie imaginó la expresión como reflejo de la suya, y en aquella ocasión no era fruto de una artimaña. Por fin, el juez Guthrie interrogó al último miembro.
– Miembro del jurado número doce: ¿es su veredicto el que acaba de leer el tribunal?
– Sí, señoría.
El juez Guthrie hizo un rápido gesto de asentimiento.
– El tribunal acepta el veredicto de este jurado, tras haber sido éste debidamente seleccionado, haber oído los testimonios y visto las pruebas, y haber deliberado como es debido. Por ello este tribunal ordena, falla y decreta que la acusada es inocente del delito de asesinato que se le imputaba. Señorita Connolly, queda usted en libertad efectiva desde este momento.
Connolly movió la cabeza pero no dijo nada, a pesar de que llevaba un año recluida por un delito que no había cometido. Bennie en cierta forma lo comprendía. Notó que se le inundaban los ojos y parpadeó para evitar las lágrimas.
El juez Guthrie terminó con las formalidades.
– Señores miembros del jurado, el tribunal les agradece su servicio al Estado. Sírvanse dejar sus distintivos sobre la barandilla. A partir de este momento se les dispensa de la confidencialidad. Pueden ustedes comentar el caso con quien deseen, incluso sus detalles. Asimismo, son ustedes libres para no emitir comentario alguno sobre la cuestión y negarse a hacer declaraciones, como seguramente les solicitarán. -El juez Guthrie cogió su mazo y con él golpeó suavemente la mesa. «Pam»-. Se levanta la sesión.
Bennie se puso de pie y observó, medio aturdida, cómo abandonaba la sala Guthrie y luego Hilliard. Sus dos asociadas corrieron hacia ella, la abrazaron y estrecharon la mano de Connolly.
– Sácame de aquí -dijo Connolly, dirigiéndose por fin a Bennie, quien ya abría la puerta del muro blindado, preparándose para el asalto de la prensa.
Bennie no hizo ningún comentario a los enardecidos periodistas, y se abrió camino entre ellos para meterse en un taxi con Connolly. Mike se sentó delante, al lado del taxista, para intimidar a los que aporreaban las puertas y filmaban a través de las ventanillas. El taxi avanzaba a duras penas en medio de la aglomeración.
– Tiene mi permiso para atropellados -dijo Bennie, y el taxista se echó a reír.
– He leído todo lo que se ha publicado sobre usted en los periódicos, señorita Rosato. Y también sobre usted, señorita Connolly. Felicidades, deben de sentirse realmente felices. -El taxista pisó a fondo el acelerador y el coche salió disparado-. ¿Y dónde van a celebrarlo, señoras mías?
– A la estación de ferrocarril -respondió enseguida Connolly, y Bennie la miró sorprendida.
– ¿En serio?
– Totalmente en serio.
– ¿Se marcha ahora mismo?
– Ya te dije que no iba a perder el tiempo.
– Pero no creía que fuera tan rápido.
Bennie se sentía confusa; sus emociones, hechas un lío. No sabía qué decir, tenía la sensación de estar demasiado rebosante para articular palabra. Dejaron atrás a la multitud que se había concentrado alrededor de los juzgados y se detuvieron en un semáforo. Ante sus ojos se extendía una amplia avenida, el John F. Kennedy Boulevard, que desembocaba en la estación de la calle Treinta, un enorme edificio de estilo griego. Parecía que estaba ahí mismo. A sólo cinco minutos de los juzgados, sin tráfico. Bennie consiguió articular:
– Creí que querría… pasar por mi despacho.
– Creo que debería salir de la ciudad. Oí lo que le sucedió a tu investigador anoche.
– Conmigo no corre ningún peligro. Tengo a Mike aquí, a quien he contratado.
Bennie hizo un gesto dirigido al asiento de delante.
– No, tengo que marcharme.
Connolly miró por la ventanilla abierta mientras el taxi avanzaba lentamente por la avenida; su rubia cabellera ondeaba a su antojo en el húmedo aire.
– No hemos tenido tiempo para hablar.
– No hay nada de qué hablar -respondió Connolly mientras el taxi se acercaba a la estación.
– ¿Cómo puede decir esto? Si ni siquiera… -Bennie miró, incómoda, al taxista y a Mike, quienes hacían como que no escuchaban- tenemos los resultados del análisis de sangre. ¿No esperará a que lleguen?
– ¿Quieres dejarlo de una vez? -Connolly se volvió hacia Bennie con una profunda expresión de desdén marcada en la frente-. Ya te dije que no quería ni una hermana gemela ni una simple hermana. Te agradezco que me hayas sacado de ahí, pero no pretendas que te deba nada. Porque no es verdad. Y ahora me voy.
– ¿Adónde? -preguntó Bennie, intrigada.
– No es asunto tuyo. -El taxi se metió en la zona reservada, frenó y Connolly abrió la puerta y salió del vehículo-. Adiós -dijo bruscamente y se largó con un portazo.
– ¿La acompaño…?
– ¡No, vete!
Connolly volvió a despedirse con la mano, se dio la vuelta, cruzó corriendo la zona de aparcamiento y desapareció en el interior de la estación.
Bennie se quedó allí, helada, a pesar del calor que hacía, observando cómo se cerraban las puertas de entrada al edificio. ¡Qué raro y súbito había sido todo! Connolly se había marchado tan inesperadamente como había llegado. No tenía dinero; no llevaba efectos personales. ¿Cómo iba a coger un tren? Y a pesar de que Bennie no sabía exactamente por qué, veía que no estaba dispuesta a dejar escapar a Connolly tan deprisa. Abrió de repente la puerta del taxi.
– Vuelvo enseguida -dijo.
– ¿Cómo? -dijo Mike, sorprendido.
Acto seguido, él también salió del taxi tras ella, pero Bennie ya estaba dentro.
Bennie daba vueltas en la oscura explanada; sus tacones iban girando sobre el mármol. Los muros tendrían al menos treinta metros de altura y terminaban en un techo compuesto por unos cuadrados con molduras minuciosamente restauradas. Unas ventanas alargadas, con cristales esmerilados, daban una débil claridad al vestíbulo. El recinto estaba casi vacío. En la cola de información no había más que un par de estudiantes con mochilas; nadie utilizaba el tren para el desplazamiento al trabajo un sábado por la tarde y pocos turistas se servían de dicho medio. No se veía a Connolly por ninguna parte.
¿Dónde estaría? En la ventanilla de venta de billetes, sin duda. Lo primero que le haría falta sería un billete. ¿Y si lo hubiera planificado de antemano? ¿Habría hecho una reserva o algo?
Bennie echó a correr por el pulido suelo camino de las taquillas. «Taquillas abiertas», rezaba el letrero iluminado situado sobre la hilera de ventanillas. Los empleados uniformados con camisas blancas despachaban los billetes. Connolly no estaba por allí. Quizás había ido al expendedor automático de billetes. Bennie miró cada uno de los expendedores y luego los teléfonos. Ni rastro de Connolly. ¿Cómo podía haber desaparecido con tanta rapidez? Entonces se le ocurrió algo: ¡los lavabos! Se dirigió hacia los de señoras, situados en la parte de atrás de las taquillas.
Bennie echó una última carrera por la hilera de lavabos, taconeando sobre el negro mosaico. Miró por debajo de las puertas cerradas sin localizar los conocidos zapatos grises. Volvió hacia los espejos de la entrada.
– Perdone -dijo a una señora que se estaba dando colorete-. Estoy buscando a una mujer, a mi hermana gemela. Es idéntica a mí. ¿La ha visto por aquí?
– No, no me he fijado.
– Gracias -respondió Bennie, y salió.
Tal vez Connolly estuviera en alguno de los establecimientos contiguos a la explanada principal. Podía estar tomando un café, comiendo algo, comprando una revista o incluso unos chicles. ¿Y el dinero? Bennie cruzó rápidamente el vestíbulo, dándose cuenta de que Mike la había localizado en los lavabos.
El corpulento guardaespaldas apretó el paso para alcanzar a Bennie, con la americana desabrochada y la corbata ondeando.
– ¿Alguna novedad? -preguntó él.
– Voy a mirar en el McDonald's; usted ocúpese de la librería.
– No puedo hacerlo. Tengo que permanecer con usted. Es el contrato.
– Pues quémelo.
Bennie entró volando en el McDonald's, pero tampoco encontró a Connolly. Miró los lavabos y de ahí pasó a una gran librería, a una tienda de vídeos, a un minisúper, a una floristería, todo ello con Mike, medio asfixiado, a remolque. En ninguna parte encontró a Connolly. Miró de cabo a rabo los andenes de los trenes que se dirigían a Nueva York, Washington y Boston. Controló incluso los de las líneas suburbanas que iban hacia el este y el norte. Tampoco vio a Connolly.
Acabó exhausta, jadeando, en el centro de la explanada, frente a una estatua de mármol. Llevaba el traje empapado de sudor y el pelo se le pegaba a los ojos. Dio un último giro. El vestíbulo estaba completamente vacío. Connolly no estaba ni arriba, ni abajo, ni en ninguna parte. Quizás había cruzado la estación y la había recogido alguien.
– Me parece imposible -dijo a Mike, que se acercaba a ella corriendo.
– Se ha ido -repuso él, en un resuello.
– Es imposible.
– Pues así es. Hemos mirado en todas partes.
– Esperaremos. Ya aparecerá. Tiene que aparecer.
– No, no lo hará. -Mike colocó su consistente mano sobre el hombro de Bennie-. Mire, llevo mucho tiempo en seguridad. Y antes estuve trabajando como detective privado. Créame, cuando alguien no quiere que le encuentren, no le encuentran.
– Podemos esperar.
– No aparecerá.
– ¿No tendríamos que esperar? -le picaban los ojos. Notaba una especie de pánico en su interior-. ¿Mike?
– Ya es hora de que vuelva a casa -le conminó el guardaespaldas.
Le rodeó el hombro con su fuerte brazo y la llevó fuera de la estación.
Bennie abrió la puerta y le dio la bienvenida un perro desbordante de entusiasmo y el aroma a café recién hecho.
– Nada de saltar -dijo al perdiguero, que se le agarraba al traje.
Pero su cabeza estaba en otra parte. Llevaba en la mano el correo del día, que había recogido al abrir. Los típicos catálogos, facturas, la revista People… pero lo que le cortó el aliento fue la última carta. Tenía el sobre blanco, con el nombre de un laboratorio en la parte superior izquierda. El laboratorio de Virginia. Eran los resultados del ADN. Habían llegado aquella mañana por correo. Cuando Connolly ya había desaparecido.
– ¿Bennie? -Oyó la voz de Grady, que la llamaba desde el comedor, con la lijadora en marcha. Apareció al cabo de un minuto, con una camiseta gris, vaqueros y una taza de café en la mano, que dejó en el instante en que vio el semblante de Bennie-. ¿Qué te ocurre, cariño?
Ella miró a Grady, perpleja. Llevaba tantos días sin verle que casi había olvidado su aspecto. Siempre le había parecido atractivo, con su rizado pelo rubio, las gafas redondas, de montura dorada, la inteligente sonrisa. Una expresión de desconcierto, aunque distante.
– Nada, creo que no es nada -dijo, y él ladeó la cabeza.
– Has ganado el caso. Te felicito. -Extendió los brazos pero no se acercó a besarla-. Pensaba que podríamos salir. A celebrarlo. Aprovechar que ya podemos estar juntos de nuevo.
– Mira. -Bennie le enseñó el sobre. Le costaba hablar. El perro se sentó en el suelo agitando la cola-. La prueba del ADN.
– ¡No me digas! -Grady se limpió la mano en el pantalón, manchándolo de serrín-. ¿Te lo abro?
– No.
– ¿Seguro que quieres saber el resultado?
– Seguro. -Bennie miraba el sobre que tenía en la mano-. No he pasado por todo eso para dejarlo luego, ¿no crees?
– Pues siéntate -dijo Grady moviendo la cabeza.
Bennie echó un vistazo a la casa. La estancia era un oscuro caparazón de listones y yeso. Sobre el entarimado del suelo se veían las amontonadas cajas de azulejos para la nueva cocina.
– No tenemos ninguna silla.
– Buena observación. -Grady le acercó una de las cajas y Bennie se sentó encima-. ¿Así?
– Vale.
Bennie abrió el sobre. Contenía una sola hoja de papel, lo que le recordó la del veredicto. En la sala, el papel le había confirmado lo que deseaba que fuera cierto. En esta ocasión no estaba tan segura de lo que encontraría. Lo sacó del sobre y lo desdobló.
– ¿Qué? -preguntó Grady, de pie, algo apartado de ella.
– No sé.
Bennie fijó la vista en la hoja, que contenía una enorme tabla. «Análisis de mellizas», rezaba el encabezamiento. A la izquierda, en columnas, cinco anotaciones que a Bennie le sonaron a chino: «CRI-PS194, CRI-PL427-4, CRI-PL159-2, CRI-pR.365-1, CRI-PL355-8, P144-D6». Los números bailaban ante sus ojos. Al final de la página, la firma de un médico, sobre la última línea, en la que se leía: «Laboratorio de diagnóstico molecular».
– ¡Jesús! No entiendo nada.
– Vamos a ver. -Grady se colocó detrás de ella y fue leyendo el papel por encima de su hombro-. Muy claro no está, ¿verdad?
– Podrían ponérnoslo más fácil.
Bennie comparó las columnas de cuatro cifras situadas bajo los encabezamientos «Muestra A» y «Muestra B» y vio algo curioso. Los números coincidían. Los repasó, con el corazón a cien.
Grady levantó la vista del papel.
– Sois gemelas. ¡Vaya si lo sois!
Bennie tuvo que hacer un esfuerzo por tragar saliva. En el fondo, ya lo sabía, pero la confirmación la dejó pasmada.
– ¿Y no podía haberlo recibido ayer? -dijo, casi en un sollozo-. ¿Por qué no les diría que lo mandaran por fax? Ahora ella ya no está. Connolly se ha marchado.
– ¿Cómo? -preguntó Grady.
Bennie se lo contó todo cuando él se hubo sentado en el suelo con las piernas cruzadas al estilo indio. Luego le preparó café, y no la interrumpió más que para hacerle un par de preguntas, intentando sonsacarle más de lo que ella quería revelar e incluso más de lo que Bennie comprendía en realidad. Al acabar, se sintió mejor, aunque más inquieta.
– ¿Crees que debería intentar encontrarla?
– ¿A Connolly? No.
– Es mi hermana gemela. Ahora lo sé a ciencia cierta. Ella también tendría que saberlo.
– No creo que le importe lo más mínimo, cariño. Te ha tratado muy mal. Han estado a punto de matarte por su culpa y te ha dejado tirada en la estación. ¿Por qué tendrías que ir en su busca?
– Porque es mi hermana.
– ¿Y qué? -preguntó Grady, en voz baja.
– Pertenece a mi familia, es de mi propia sangre, y ahora mismo es todo lo que me queda de ella.
Tomó un sorbo de café para no prorrumpir en sollozos.
– ¿Sabes lo que opino yo, Ben? No soy como tú respecto a todas estas historias de la sangre y tal. Quizá porque no soy italiano, no sé. -Encogió las piernas hasta apoyarlas contra el pecho y colocó los brazos por debajo de las rodillas. Bear dormía profundamente a su lado, hecho un ovillo que recordaba un buñuelo de canela-. Tengo una idea de la familia distinta a la tuya.
– ¿A qué te refieres?
– Mi hermano es un idiota materialista y mezquino. Y a pesar de que sea mi único hermano, no lo considero de mi familia.
– Eso no está bien.
– Pues así es. -Grady encogió los hombros, aún con los dedos entrelazados sujetándose las rodillas-. No me siento unido a él por el simple hecho de que sea de mi misma sangre, de tener los mismos genes. ¿Qué es la familia? Personas a las que amas y que te aman a ti. Algo que viene dado. Nadie queda atado a la familia en la que ha nacido. Llega un momento en que ya somos adultos y escogemos a nuestra propia familia, Bennie. La construimos.
Bennie quedó callada, reflexionando sobre aquello. Sólo se oía el ronquido del perro.
– Yo no lo veo así. Prefiero las pruebas. Eres de la misma sangre o no.
– Ya sé que tú lo ves de esta forma, pero no funciona, ¿verdad? Te crea problemas, y no hace falta que entre en detalles…
– ¿No será ésa una elegante manera de decirme lo de «ya te lo había dicho»? -dijo ella; Grady se echó a reír, lo que le recordó cuánto le gustaba verle animado. Comprendió, sin embargo, que para conseguirlo hacía falta hablar, estar tiempo juntos. ¿Podían conseguirlo de nuevo?-. ¿Quiénes pertenecen, pues, a mi familia, bajo tu nueva y perfeccionada definición?
– Tú sabrás. Es asunto tuyo.
Bennie caviló un momento.
– Diría que Hattie, mi madre y tú. ¿Connolly no? ¿Mi padre no?
– Según mi definición, no.
Bennie tragó saliva.
– Al menos él guardaba los recortes que hablaban de mí y acudió al funeral de mi madre. Además, sabemos que no fue él quien la abandonó sino al revés, ella. No le conocemos lo suficiente para juzgarlo con tanta dureza.
– Tal vez deberías comprobarlo.
– Puede que tengas razón. -Bennie dejó el café en el suelo y se levantó-. ¿Me prestas el coche?
Grady sonrió, sin dar crédito a lo que oía.
– ¿Ahora?
– ¿Crees que puedo encontrar un momento mejor? -preguntó, y Grady comprendió que sería inútil responder.
Estaba anocheciendo cuando el juez Harrison Guthrie zarpó en el Juris Prudent, su velero de quince metros de eslora. Mientras se hacía a la vela, otros veleros y lanchas volvían al amarradero, con sus tripulaciones quemadas tras todo un día de sol.
– No lo alargues mucho, colega -le gritó uno, que había empinado demasiado el codo, desde una motora.
El juez le hizo un ademán con el brazo con cierto desdén. No conocía el nombre de aquel hombre. No tenía ningún amigo en el puerto deportivo, ni en la bahía, por cierto. Disfrutaba de la soledad cuando navegaba, y la única amistad que echaba en falta era la de su esposa, Maudie.
El juez hizo virar el Juris Prudent en la brisa, pues unas suaves ráfagas cruzaban la bahía en dirección este. Al girar, la vela mayor orzó y se hinchó seguidamente con el viento. Su arrugada mano sujetaba la gruesa cuerda con la fuerza de una persona mucho más joven. Había salido de la ciudad después del veredicto de Connolly, deteniéndose en su casa sólo para cambiarse de ropa y despedirse de Maudie. Un firme beso en la mejilla, como un sello de goma. Había estado a punto de besarla en la boca, pero llevaba demasiado tiempo sin hacerlo y a ella le hubiera parecido extraño. Se había ido luego a dar un paseo en barco, como solía hacer todos los fines de semana. Maudie no había sospechado nada.
El juez miró al cielo, la mano apoyada en el timón, el barco surcando las aguas relajadamente. Por la parte de poniente, que era la importante, estaba ya casi oscuro. Se acumulaban los nimbos, un gris cada vez más intenso con una suave orla blanca en el extremo. Le llegaba el olor del agua suspendida en el aire y notaba su humedad en la mejilla. Se preparaba una tormenta, pero él la esperaba con cierta ansia.
Tal vez relámpagos. El juez sabía muchas cosas sobre ellos, incluso había estudiado su historia. En épocas más remotas se les consideraba malos espíritus y en los pueblos doblaban las campanas como aviso. Más tarde se creyó que el rayo era fuego; finalmente, Ben Franklin demostró lo contrario. Su estructura le parecía también sorprendente. Una tira de pura energía eléctrica, de entre cuatro y seis kilómetros de longitud, y apenas tres centímetros de diámetro.
Los deslavazados ojos del juez escrutaban el cielo, cada vez más oscuro. Las nubes de tormenta se iban juntando, abrazándose entre ellas como viejos amigos. Arreciaba el viento, hinchando las velas y poniendo a prueba su grueso nailon. El juez Guthrie no tenía miedo. Iba a dejar a Maudie en buena posición, al igual que a sus hijos y nietos. Había llevado a cabo un buen trabajo como abogado, podía sentirse orgulloso de sus logros. Luego le habían ascendido a juez, la cúspide de su carrera en la jurisprudencia. Todas las opiniones, acuerdos o disensiones que llevaran su nombre permanecerían para siempre. Había pasado su vida entre leyes; contribuyendo a la historia del derecho. El juez Guthrie había dictaminado, tomando las decisiones siguiendo la ley, con justicia, decoro y rectitud. Salvo en una ocasión.
El caso Connolly. El juez estaba en deuda con Henry Burden y consideraba deshonroso dejarle en la estacada una vez que le había llegado la inevitable petición. Estaba también al corriente de que el fiscal, Dorsey Hilliard, había contraído asimismo una deuda con Henry Burden, pero como mínimo había actuado de buena fe con respecto a sus obligaciones al satisfacer los antojos de Burden. El juez, en cambio, no. Por primera y única vez en su vida, Harrison Guthrie había actuado en contra de la ley.
Sus manos sujetaban el timón, sin vacilar, pese a que sus pensamientos se encontraban en una penumbra más intensa que la del cielo. Había establecido sus dictámenes contra la ley para conseguir un objetivo injusto. Había violado su juramento y deshonrado al tribunal. Aunque su delito no saliera nunca a la luz, el juez Guthrie era consciente de lo que había hecho. Había actuado en conjunción con asesinos, ocasionando muertes y heridas graves. Había profanado el nombre de la justicia y la había transgredido de la misma forma que los ladrones, los asesinos y los bellacos que se presentaban ante él día tras día. El juez Guthrie admitía incluso que debía pagar por sus actos. Nadie podía situarse por encima de la ley, y mucho menos un juez.
Por todo ello, Harrison Guthrie se juzgó a sí mismo al fin, y avanzó velozmente hacia las tinieblas.
Star conectó un derechazo que abrió la piel de debajo de la ceja de Mojo Harris, dejándosela como una salchicha hervida. «¡Así!», se dijo Star. Tenía el rostro y el pecho cubiertos de sudor. Seguía danzando hacia atrás con la máxima agilidad en los pies. Estaba terminando el sexto y le quedaba un asalto para la victoria. El público lo sabía también. El Blue Horizon vibraba con los gritos y vítores.
Harris se tambaleó en el retroceso y la sangre salió a borbotones de la herida. El corte se había abierto de par en par y la piel colgaba a uno y otro lado de éste. Star le habría atizado de nuevo pero el árbitro se situó rápidamente entre los dos boxeadores, sujetando el magullado rostro de Harris mientras le observaba detenidamente el corte.
– ¿Ves algo, Mojo? -gritó para que pudiera oírle en medio del griterío-. ¿Cuántos dedos hay aquí?
– ¡Dos!
– ¡Pues a boxear! -exclamó el árbitro. Star se lanzó hacia delante, con su típico balanceo. No quería que se detuviera la pelea; a nadie le apetecía. Star era consciente de que estaba librando el combate de su vida. Hasta entonces había ganado a Harris por puntos, en todos los asaltos menos en el tercero.
«¡Ring!», sonó el timbre que anunciaba el fin del sexto asalto, y Harris dejó caer los brazos. Estaba destrozado, era un muerto viviente. Star le miró antes de que se acercara dando traspiés a su rincón. Le estaba diciendo a Harris que estaba acabado. Le decía que él, Star Harald, se había hecho dueño del cuadrilátero. Que cuando volviera a salir Harris, Star le aporrearía el ojo hasta hacérselo explotar.
– ¡Ven para acá, Star! -gritaban los de su rincón.
Era Browning quien le llamaba. Star siguió en el cuadrilátero, para que Harris se enterara. Ofreciéndole la prueba, exigiéndole respeto. El público montaba un ruido infernal ante el final apoteósico, y Star lo saboreaba como si fuera cerveza fresca. Era su primer combate profesional, a ocho asaltos, y estaba a punto de vencer. Una cámara de televisión le enfocó mientras los periodistas tomaban notas. Jamás se había sentido tan bien. Lástima que Anthony no estuviera aquí para verlo.
– ¡Vamos, Star! -gritó Browning-. ¡Vamos! ¡Sólo te queda un segundo, tío!
Star observó a la multitud, puesta de pie para admirarle. Los hombres aplaudían levantando los brazos, las mujeres le hacían ojitos. Tenía aquellos rostros emocionados tan cerca que casi podía decir quién era quién. Todo el gimnasio había acudido en masa. El señor Gaines, Danny Morales, y también su atractiva esposa. Todos menos Anthony. Aquello le destrozaba cuando tenía que sentirse el hombre más feliz del mundo. ¿Dónde cono estaba el chalado de pelo disparado? Star observó el público y lo descubrió. Estaba al fondo, con la cabeza vendada. Quería asegurarse de que Star no se la jugaba. Harris en el séptimo. El chalado tenía que defender lo suyo.
– ¡Star! ¡Venga, ven aquí, joder! ¡Ven de una puta vez!
Star se volvió y se acercó despreocupadamente a su rincón, el público a sus pies, volviéndose loco por él. Estaba haciendo historia y ellos lo sabían. Durante años podrían decir que habían estado en el primer combate profesional de Star Harald. No volvería a boxear en el Blue, lo haría en el Convention Center o en el Bally's. Bruce Willis se sentaría en primera fila y los canales de pago retransmitirían el combate. La bolsa de Star pasaría de veinte de los grandes a veinte millones.
– ¡Es tuyo, tío! -gritaba Browning mientras Star se sentaba en su esquina-. ¡Le has abierto en canal! Cuando empieces de nuevo, sigue arriba. Gira hacia la derecha. Atento al cross de derecha por detrás de tu izquierda!
Star dejó de escuchar a Browning. Su cabeza estaba ocupada en aquella zorra. Más le valía haber muerto. Escupió su protector de la boca sobre un guante de látex, mientras que el otro le secaba el sudor de la cara, y le echaba un chorro de agua a los labios. Un tercer par de guantes iba a aplicarle vaselina a las cejas, pero Star los apartó con un gesto. Harris no se comería un rosco en el séptimo. Star lo dejaría fuera de combate.
«¡Ring!», el timbre del asalto. Star se levantó del taburete y empezó a saltar para que le circulara la sangre, para entrar en calor. Una mano enguantada le colocó el protector de la boca.
– ¡Ya sabes qué tienes que hacer, Star! -empezó otra vez Browning-. ¡Acaba con él, tío! No puede más. No aguantará más. ¡Termina la faena de una puta vez!
Star se dispuso a la carga, los guantes en alto, los pies ligeros. Fue derecho a Harris, quien retrocedió, levantando el puño izquierdo, en un intento de protegerse el ojo. Star esperó el momento adecuado. Harris no estaba dispuesto a atacar, se limitaba a danzar retrocediendo, como un gatito, con los guantes frente al corte del ojo. Unos rojos hilillos de sangre, como lágrimas, descendían formando una línea en su mejilla.
El gentío pedía a gritos el golpe definitivo. Olían la sangre. Sabían que estaba al llegar. Star debía asestarlo. Harris parpadeó para sacudirse la sangre del ojo y se apoyó en las cuerdas. El corte era tan profundo que el árbitro daría por finalizado el combate de un momento a otro. Star empujó a Harris contra las cuerdas, pegándole con la izquierda. Tenía que mantener a Harris pendiente de la izquierda para poder rematar con la derecha en el corte. Star mantenía la calma. Aquello enloquecía a la multitud. Las cámaras de televisión filmaban.
De repente, Star encontró otro camino. Pegó a Harris con un gancho izquierdo en la barriga. Harris dejó caer el brazo derecho, cubriéndose. Mantenía el brazo izquierdo en alto, pero se encontraba al descubierto. El público chillaba mientras Star le pegaba un gancho de izquierda en la sien. Harris retrocedió un paso; luego cayó desplomado de rodillas. El árbitro indicó a Star que se situara en una esquina neutral pero éste no se movió. Le gustaba demasiado lo que estaba viendo: a Mojo Harris arrodillado, inconsciente frente a él.
El árbitro empujó a Star hacia la esquina y empezó a contar. Cuando llegó a diez, todo había terminado. El árbitro levantó el brazo para indicar el fin del combate y Star levantó los puños gritando.
Tras el combate, Star fue concediendo entrevistas, hablando con los representantes de los periódicos, de la revista Ring, incluso con un muchacho de Sports Illustrated. Se habían acumulado tantos periodistas que Star no podía ni entrar a los vestuarios. Permanecía fuera, charlando sin parar junto a unos micrófonos con unas cajitas blancas que indicaban las emisoras o canales. USA, ESPN, KYW. Browning cotorreaba más que el propio Star, adoptando el papel de Don King mientras los otros managers le hacían la pelota. Todos acudían a Star, pero el boxeador no quería ni verlos. A la única persona que quería ver era a aquel chalado del pelo tieso.
– ¡Eh, Star! -oyó que decía una voz detrás de él.
Star terminó de firmar el autógrafo y se volvió. Era el chalado, con unas vendas en la cabeza que le daban el aspecto de una bola de ping-pong. Llevaba en la mano una bolsa de deporte negra marca Adidas. La prueba de que lo había hecho.
– Pasa para dentro, cono -dijo Star.
Abrió la puerta del vestuario, empujó al chalado y gritó a los suyos que se marcharan. Una vez los dos dentro, cerró la puerta.
– ¿Has acabado con la zorra? -preguntó Star.
– ¡Qué alucine, tío! ¡Nunca había visto un combate como éste! ¡Podrías con cualquiera! ¡Podrías ser campeón!
– ¡Soy campeón, gilipollas! Y ahora contesta: dime que la zorra cría malvas.
– Está muerta, tío. Ha pasado a la historia, y no veas el pastón que nos toca a mí y al jefe.
El chalado sonreía como un idiota, pero Star permanecía serio.
– ¿Cómo sé que has acabado con ella? ¿Has traído la prueba?
– Claro. Ahí la tengo, como me dijiste. -El chalado metió la mano en la bolsa de deporte y sacó de ella una arrugada bolsa de papel con una mancha grasienta en el fondo-. Ahí está, mira.
Star se inclinó un poco para ver el interior de la bolsa. Aquello le revolvió el estómago. La bolsa de papel contenía un amasijo de pelo rubio apelmazado con sangre y pegado a un trozo de cuero cabelludo ensangrentado. La piel del cuero cabelludo era tan blanca que casi parecía la de una muñeca. El olor era repugnante, recordaba al de un cadáver en la carretera. Star apartó la bolsa.
– Quítame eso de delante, inútil.
– Dijiste que te lo enseñara. -El chalado cerró la bolsa y volvió a meterla en la de deporte-. Querías la prueba.
Entonces Star pensó en algo más.
– ¿Y cómo sé yo que es de Connolly, inútil? Podría ser el pelo de otra, de cualquier puta.
– Joder, claro que es de Connolly. Teñida de rubio y todo el rollo, como tú dijiste, Star. Eh, tío, hasta se ven las raíces negras.
El chalado volvió a abrir la bolsa, pero Star se apartó porque aquello le repugnaba.
– ¡Aparta esa mierda de mi vista!
Star le señaló la bolsa y observó cómo el chalado la apartaba. Tenía que ser de Connolly, ¿de quién si no? Connolly estaba muerta. La zorra estaba muerta. Habían cumplido su parte del trato, y Star la suya con creces. Había vencido en el séptimo. Aquello le hacía sentirse bien pese a que le dolía el corazón.
Por fin había terminado. Star había hecho justicia por Anthony.
E iba camino de la cima.
Bennie no llegó a la casa de campo hasta el anochecer. De no haber estado allí antes, no la habría encontrado. Siguió con el viejo Saab de Grady por la bifurcación para coger la senda sin asfaltar que llevaba a la casa, y al llegar descubrió que había tenido suerte. Vio luz en su interior, y un reflejo dorado a través de los árboles. Winslow estaba en casa. Bennie podría verle. Encontrarle. A su padre.
Apagó los faros del Saab, dejando sólo las luces cortas al acercarse más. Las piedras y la gravilla crujían bajo los neumáticos del coche. Frente a la casa vio una camioneta roja oxidada y aparcó junto a ella. Apagó el motor, salió del Saab y se fue lentamente hacia la casa. Se sorprendió a sí misma arreglándose el pelo y alisándose la falda. Quería tener buen aspecto.
Se situó ante la puerta con mosquitera, intentando armarse de valor. Oyó al otro lado el inconfundible sonido de un hombre tarareando. Tuvo una extraña sensación placentera. Su padre tarareaba. ¿Qué tonada? Inclinó la cabeza hacia la mosquitera y una mariposa marrón inició el vuelo con sus polvorientas alas. No acertaba a reconocer la canción, y de repente cesó el tarareo.
– ¿Eh? ¿Hay alguien ahí? -preguntó una voz de persona mayor, insegura, incluso asustada.
La conmovió de forma inesperada.
– Soy yo. Bennie Rosato.
– ¿Cómo?
Se oyó una tos seca y luego unos pasos que avanzaban lenta-mente. Una larga silueta fue ocupando la penumbra de la puerta, y de pronto ésta se abrió.
– Hola -dijo Bennie.
La silueta retrocedió en la oscura estancia y un momento después la luz de una lámpara iluminó el rostro de Winslow. El hombre tenía los labios carnosos, la cara enjuta, algo bronceada, con ligeras patas de gallo. Sus ojos eran grandes, redondos, de un azul tan intenso como los de Bennie. A ella le parecieron tan familiares aun detrás de las gafas de almacén que, con un gesto impulsivo, extendió los brazos y le abrazó.
– ¡No! -gritó él, librándose del abrazo y retrocediendo con tal brusquedad que casi hizo perder el equilibrio a Bennie.
– Lo siento -dijo ella, aturullada. No era consciente de lo que había ocurrido, pues la respuesta de él había sido directa, violenta. Bennie se sonrojó con el bochorno y una especie de vergüenza. No sabía ni por qué le había abrazado-. No quería… Lo siento.
– Tranquila.
Winslow se dio unos golpecitos en el pecho, contra la camisa de trabajo azul abotonada hasta arriba, como si acabara de tener una conmoción:
– Sólo quería…
– No pasa nada. -La arrugada mano se agitó contra la tela azul y pasó luego a enderezar las gafas, a pesar de que estaban perfectamente en su sitio-. No ha pasado nada. Todo está bien. ¡Madre mía! Tranquila. -Winslow tosió de nuevo y miró directamente a Bennie-. O sea que nos hemos encontrado -dijo sin cumplidos, y Bennie asintió.
– Sí. Eso es. -Ella intentaba recuperarse de la metedura de pata-. Arranquemos con buen pie -dijo riendo, incómoda.
– Ya había pensado que aparecerías cuando todo hubiera terminado. Pero no creía que llegaras antes de que yo me marchara. Esperaba que no lo hicieras.
Winslow se volvió un poco y Bennie miró hacia dentro. Vio en el suelo una antigua maleta marrón, con el cuero reseco, agrietado, y un asa de plástico duro, y junto a ella, una gran caja de cartón llena de libros. Se fijó en que se iba a llevar los álbumes de recortes. Tenía tantas preguntas por hacerle que no sabía por dónde empezar.
– ¿Adónde vas? -le preguntó.
– Hacia el sur.
Winslow se colocó bien las gafas sobre la larga nariz con el índice, mostrando una uña negra.
– ¿Eso es todo lo que te llevas?
Tenía en la cabeza los recortes y la nota de su madre. ¿Se habría dado cuenta él de que había desaparecido?
– Si no te importa, seguiré recogiendo. Los libros. -Se acercó a los estantes y pasó los dedos por encima de los lomos. Detuvo el gesto al llegar a uno de ellos, le dio unos golpecitos con aire pensativo y lo sacó. Lo colocó luego en la caja, con el lomo hacia arriba-. Tengo que llevarme todos los libros que pueda.
– ¿Te vas de vacaciones o qué?
– No, acabo de llegar de ellas, aunque no puede decirse que me hayan proporcionado un gran respiro. -Esbozó una tensa sonrisa y su tono siguió forzado-. Has ganado el caso.
– Eso es. ¿Cómo lo sabes?
– Yo estaba allí.
– ¿Dónde? -Bennie parpadeó, atónita-. No te he visto.
Winslow volvió hacia los libros, centrándose esta vez en el segundo estante, y tras un breve examen seleccionó un volumen y lo llevó a la caja de cartón.
– Por eso puse a Alice en contacto contigo -dijo sin levantar la vista de lo que estaba haciendo-. Sabía que ganarías.
– ¿Cómo lo sabías? Si no lo sabía ni yo.
– ¡Ah! Lo sé todo sobre ti. Sobre ti y sobre Alice. Me he ocupado de las dos.
– ¿Tú? -De no haberse tratado de su vida, a Bennie le habría parecido gracioso-. ¿Cómo? Si no te había visto nunca.
– He cuidado de mis hijas, siempre que me han necesitado.
¿Sus hijas? Bennie no respondió.
– Alice y yo somos gemelas, ¿verdad?
– Pues sí. -Winslow miró hacia el estante, cogió otro libro y volvió a llevarlo a la caja-. No, Robert Penn Warren, no. No puedo llevarme a Warren. En fin…
– Mi madre te dejó.
– Hace muchísimo tiempo. -Winslow cogió otro libro del estante, quitó de él un polvo inexistente con las puntas de los dedos y llevó el volumen a la caja-. Sólo me queda espacio para otro.
– ¿Por qué lo hizo?
– Al parecer creía que no iba a ser un buen padre. Siempre me lo dijo. -Soltó un suave resoplido al inclinar la cabeza para colocar el libro en la caja. Se le estaba haciendo una coronilla en aquel pelo, en otro tiempo rubio y ahora algo gris, lacio aunque se rizaba un poquito en las puntas-. Ella tenía muchas ideas de este tipo. Ideas propias.
– ¿Y estaba en lo cierto?
– Pregúntaselo a ella.
Aquella afirmación, pronunciada con tanta frialdad, le llegó a las entrañas.
– Sabes bien que no puedo hacerlo -dijo ella, notando la boca reseca.
– No, y por eso nunca lo sabrás. Es algo mucho más complicado de lo que crees, aunque ahora ya no importe.
Winslow se incorporó, volvió a la librería y cogió otro libro. Parecía saber cuál escoger. Lo colocó en la caja con una minuciosidad que a Bennie le pareció irritante.
– Pues yo creo que sí importa. Quiero saberlo. ¿Cómo pudo abandonar mi madre a una niña? ¿Cómo lo hizo y cómo se lo permitiste? ¿Por qué no luchaste por nosotras, o como mínimo por qué no te quedaste con Alice?
– Tú has triunfado y Alice está fuera de la cárcel. Bien está lo que bien acaba. ¿Me ayudas con estos libros? Sujeta la caja por un extremo, vamos a colocarla sobre el sofá.
Como si no la hubiera oído, Winslow se agachó para levantar la caja, pero Bennie se la arrebató de las manos y se quedó allí plantada con aire furioso.
– Deja eso y responde -dijo. La pesada caja tiraba exageradamente de sus hombros, pero la amargura le confería una fuerza que ni ella misma conocía-. ¿Por qué no te llevaste a Alice? ¿Por qué nunca intentaste vernos?
– Dame los libros.
Winslow extendió los brazos, mostrando sus encallecidas palmas.
– Respóndeme primero.
– Dame los libros. -Su voz era adusta, insensible-. ¡Mis libros!
– Toma. -Bennie le pasó la caja y él se encorvó un poco ante el peso. Tuvo que hacer un esfuerzo para dejarla sobre el sofá, gesto que Bennie observó con cierto sentimiento de culpabilidad-. Y ahora que tienes los libros, respóndeme.
Cuando Winslow se incorporó, tenía el rostro enrojecido por el esfuerzo.
– Estás enojada.
– ¿Se nota?
– Esperas que me justifique -dijo él, aunque su tono seguía siendo duro-. Crees que no me preocupé por ti o por Alice.
– Efectivamente. Ciñéndome a los hechos, como dicen los abogados, nunca estuviste a nuestro lado cuando lo necesitábamos ni hiciste ningún intento por conseguirlo.
– Tú no me necesitaste. Te desenvolvías muy bien. Nunca has dado problemas a nadie. Pero a Alice tuve que seguirla más de cerca. Sabía que caería en manos del hombre que no le convenía. Tuve que entrar en su vida. Y cuando me necesitó, me tuvo ahí.
– ¿A qué te refieres?
– Cuando tenía dieciséis años, hubo un joven… Y claro, yo tomé cartas en el asunto. Me ocupé de ella. Alice nunca supo que era yo, porque no me movía el afán de conseguir el reconocimiento. Vi la situación que se había creado y ataqué el problema.
– ¿Cómo? -Bennie no lo entendía y tampoco le gustaba todo aquello-. ¿De qué me hablas?
– Los detalles no son de tu incumbencia. Supe cómo reaccionar ante los problemas que se crearon. Cuando surgió el último, también lo abordé.
– ¿Qué último? -preguntó Bennie, demasiado nerviosa para exasperarse.
– Con ese inspector Della Porta. Era un hombre que no convenía a Alice. Un hipócrita, un ladrón. Lo peor de lo peor.
Winslow movió la cabeza con aire indignado, y Bennie no salía de su asombro.
– Pero ¿qué dices?
– Me di cuenta de que Alice se estaba hundiendo con Della Porta y toda la cuadrilla. Acertaste sobre ellos. Lo imaginaste todo. Traficaban con cocaína e implicaron a Alice en sus negocios sucios. La corrompieron.
Bennie le escuchaba estupefacta.
– Fui allí para intentar convencer al señor Della Porta de que dejara tranquila a Alice. No quiso escucharme. Se negó a dejarla. Me dijo de todo. Insultó también a Alice. Dijo cosas terribles de ella. Explicó que ella había hecho cosas espantosas, cosas que yo sabía perfectamente que una hija mía no haría en la vida.
Bennie pensó en el juicio. La pelea que había oído la señora Lambertsen. Della Porta no se había peleado con los polis. El altercado había sido entre Della Porta y su padre.
– Así que lo maté. No era mi intención. Pero no había otra salida. Habría arruinado su vida. Si yo le dejaba, arrebataría la vida de Alice. La arrancaría, como si fuera una mala hierba.
Bennie notó como un desgarro en su interior. No sabía si era capaz de hablar. Tampoco lo intentó.
– No permitas que eso te afecte, hija. El hombre estaba destrozando a Alice. Yo tenía que ocuparme de ella. Soy su padre.
Bennie movió la cabeza, perpleja.
– Mataste a un ser humano.
– Por Alice, lo hice por Alice. Para salvarla.
– ¿Salvarla? La pusiste en la picota.
Winslow hizo una ligera mueca con el labio superior.
– No sabía que la acusarían del asesinato.
Bennie no era capaz ni de imaginárselo.
– Pero permitiste que acusaran a tu propia hija de un asesinato que cometiste tú.
– Por eso me presenté. Le dije que te llamara. Sabía que tú demostrarías su inocencia.
– ¿Y si no lo hubiera conseguido? -explotó Bennie, completamente apabullada-. He estado en un tris de no conseguirlo, ¿o no te das cuenta? Eché mano de todo lo que pude, absolutamente todo, ¡y casi dejo la vida en el intento! Has matado a un hombre. ¡Y has estado a punto de matar a tus dos hijas!
Winslow la miró sin parpadear.
– Si no hubieras ganado el caso, me habría presentado. Entonces no habrían mandado a Alice a la cárcel.
– Pero ¿qué demonios dices? No te habrían creído. ¡Incluso a mí me cuesta creerte!
– Claro que me habrían creído. Guardo el arma. El arma asesina.
Aquella afirmación dejó muda a Bennie. En la quietud de la casa no se oía más que el jadeo de los dos.
Winslow cerró la caja y miró por la ventana.
– Lástima que sea una noche tan oscura porque si no te habría enseñado mi jardín. Las digitales están en flor y las caléndulas empiezan a sacar capullos. Me ha costado años tener un jardín como éste. Uno tiene que cuidarlo, sacarle las hierbas. Los jardines necesitan atención.
A Bennie le daba vueltas la cabeza. Estaba mareada, tenía náuseas. No sabía qué hacer, qué decir. Toda su vida había pensado en su padre y ahora no soportaba un instante más su presencia. Le ponía la carne de gallina. Estaba loco, era un demente; tenía que serlo. Tragó la bilis que subía por su garganta, giró sobre sus talones y corrió hacia la puerta. Abrió bruscamente la mampara, cerró de un portazo y no volvió la vista atrás. Se fue corriendo hacia el Saab, puso el motor en marcha y se alejó empapada de un sudor frío, presa del miedo.
No consiguió calmar su estómago ni empezar a comprender su reacción hasta llegar al límite de Pennsylvania. Y empezó a entenderlo al constatar que cuanto más se alejaba de la casa de Winslow, mejor respiraba. El corazón iba recuperando su ritmo normal. Las vísceras se calmaban. Notaba un leve sabor a bilis en la lengua pero apretando con fuerza los dientes, sujetando el volante del Saab, avanzaba en la noche dispuesta a poner la máxima distancia posible entre ella y Winslow.
Toda una vida de distancia.
El pelo le azotaba el rostro, y el gesto más contundente que hacía era el de pisar el acelerador. El Saab respondía hasta donde daba de sí. El coche casi tenía diez años, Grady lo había comprado de segunda mano, pero lo cuidaba con el máximo esmero. Luego Bennie pensó en Grady. El cuidaba las cosas que amaba, su viejo Saab, a ella. Le preparaba café, la abrazaba cuando más lo necesitaba, incluso sabía retroceder cuando lo creía conveniente. Grady sabía cuidar de las cosas que le causaban problemas, las que le salían respondonas, se enfurruñaban y se ponían de un humor de perros. Sabía cuidar de todo lo que hacía daño y hería. De las cosas imperfectas.
De los seres humanos.
Bennie pisó a fondo el pedal y divisó las anaranjadas luces del aeropuerto, que indicaba el perímetro sur de Filadelfia. Las refinerías de petróleo lo rodeaban, vertiendo nubes de humo en el cielo veraniego. Una neblina naranja se cernía sobre la atmósfera y el ambiente olía a productos químicos de limpieza en seco. Sin embargo, Bennie sentía el impulso de acelerar, de llegar a Filadelfia. A una ciudad que olía a convertidor catalítico. A una casa que tenía cajas en lugar de muebles y listón y yeso en lugar de papel pintado. A un hombre que la quería y la cuidaba cuando ella lo necesitaba. A un perro que nunca, jamás, acudía cuando se le llamaba.
Bennie quería llegar a casa. Por ello puso toda la distancia posible entre su padre y ésta, viajó a la máxima velocidad que le permitió el vehículo y llegó por fin a encontrar a su familia.
Por primera vez en su vida.