SEGUNDA PARTE

Consideré mi situación con tanta profundidad y tan metafísicamente que, al observar concienzudamente sus movimientos me pareció ver claramente que mi propia individualidad se fundía en una empresa de dos socios; que mi libre albedrío había recibido una herida mortal; y que otro error o desgracia iba a sumirme en la inmerecida catástrofe de la muerte.

Herman Melville,

Moby Dick


1

Joe Citrone cubrió su flaco cuerpo con un albornoz a cuadros, abrió la puerta de casa antes de sentarse a desayunar y se alegró al ver que, para variar, le habían dejado el periódico a la hora. ¡Quién sabe en qué se entretenía aquel muchacho la mitad del tiempo! Cuando Joe era joven se levantaba en plena noche para ir a repartir el periódico. Entonces el Philadelphia Enquirer salía por la mañana y su padre, a la hora de cenar, leía el Evening Bulletin. Ahora que el padre de Joe había muerto, sólo quedaba el Enquirer. A Joe, a menudo no le llegaba hasta que había terminado los huevos del desayuno.

Recogió el periódico de la entrada y se incorporó, rígido de nuevo. PROBLEMA DOBLE: DEFIENDE A SU HERMANA GEMELA EN EL ASESINATO DE UN POLICÍA, rezaba el titular. Joe cerró la puerta y leyó por encima el artículo hasta que llegó al único párrafo que le interesaba.


Según fuentes bien informadas, las noticias publicadas sobre el tema de la retirada de la licencia de la letrada Rosato eran infundadas. La abogada sólo se había demorado técnicamente en cuanto a los requisitos anuales en ética. Según datos fiables procedentes del Colegio de Abogados de Pennsylvania, la demora «no debería empañar de ningún modo el prestigio ético de Rosato ni impedirle el ejercicio de ninguna defensa civil o criminal».


Primer escollo. Cosas que pasan. Habría que intentarlo de nuevo. Joe tenía otras opciones, un montón de ellas, pero no quería echar mano de las mismas si no era estrictamente necesario. El partido tenía que ganarse manga a manga.

Joe pasó a la página de deportes y entró en la cocina leyendo. El nuevo fichaje de los Phils pintaba bien, incluso podía conseguir una mejora del equipo en la tabla. Su nombre figuraba en las estadísticas en once categorías, incluyendo los cuadrangulares y carreras bateadas. Joe se instaló en la cabecera de la mesa con la página de deportes abierta frente a él. En un minuto, Yolanda le serviría los huevos revueltos, poco cuajados, como le gustaban a él; ya le llegaba el olorcillo de la primera taza de café que iba a tomar. Podría estudiar con tranquilidad las estadísticas.

Joe tenía fe en las estadísticas, en los números. Era algo científico, exacto. De joven había deseado ser empresario, incluso había pensado convertirse de mayor en actuario de seguros. Al viejo no le gustó la idea. No quería que su hijo llevara mejor vida que él, que se alejara del estilo de vida italiano. Así pues, Joe se hizo policía y no empresario. Pero luego descubrió que ambas cosas no estaban reñidas.

Movió la cabeza satisfecho al oír el tintineo del plato de porcelana contra la mesa junto al periódico. El aroma de los huevos ascendía por el aire y Joe cogió el tenedor que tenía detrás del periódico. Oyó luego el ruido del café que pasaba a la taza. Según el periódico, el nuevo fichaje jugaba como un veterano y a todo el mundo le recordaba a Yastrzemski. ¡Vaya por Dios! ¡Yaz! De pronto sonó el teléfono con un ruido crispante que alteró el silencio de la cocina. Joe oyó que su mujer corría hacia el aparato colgado en la pared.

– Sí -dijo Yolanda-. Un momento. Está aquí.

Joe siguió leyendo. Sabía quién llamaba. No tenía prisa en contestar. Hizo un gesto con el tenedor.

– ¿Puedes llamarlo más tarde? -dijo Yolanda, al teléfono.

Quien llamaba tenía que ser Lenihan. Estaría histérico al haberse enterado de que Rosato seguía en el caso Della Porta. A Lenihan le perdía la emotividad. Ése nunca jugaría como un veterano.

– Está desayunando, Surf -dijo Yolanda-. Diez o quince minutos.

Joe negó con la cabeza.

– Tal vez media hora -añadió Yolanda, traduciendo el gesto.

Joe frunció el ceño al ver la foto llena de grano del nuevo fichaje en plena atrapada aérea. El chico tenía unas piernas de potro y era alto. Estadísticamente, los altos eran mejores atletas. En todos los deportes. Además, los hombres altos tenían más éxito. Era cierto. Joe era alto.

– Bien, lo siento, gracias. Sí… sí… descuida, le diré que te llame. -Yolanda colgó el auricular-. Era Surf-dijo, aunque no hacía falta, y volvió a la cocina.

Joe asintió. Surf no tenía que preocuparse por nada porque en definitiva las estadísticas mandaban. Joe siempre salía a flote. Era un veterano. Apartó la página de deportes y se llevó el tenedor a la boca, donde se fundieron los cremosos huevos.


Al otro lado de la ciudad, en un piso, Surf Lenihan colgó bruscamente el teléfono en la mesilla de noche.

– ¡El muy cabrón! -dijo en voz tan alta que su novia se agitó en su sueño y se colocó una almohada sobre la cabeza.

Ella había dormido como un tronco toda la noche y en cambio Surf no había pegado ojo. Había visto las dos sesiones del programa de Howard Stern en el canal E! porque actuaban las Scores haciendo striptease, y más tarde había pescado una película de guerra antes del informativo. Allí se había enterado de que habían restablecido la licencia de Rosato para el caso Connolly. La habían filmado entrando y saliendo de su despacho. ¡Vaya desastre!

Surf saltó de la cama y se puso el pantalón azul marino de su uniforme de verano. Veía claro que no tenía que haber dejado la historia en manos de Citrone. Éste lo había llevado muy mal. Quitarle la licencia a ella y filtrar la historia de las gemelas a la prensa… Como si la publicidad pudiera asustar a un abogado.

Se puso la camisa y se la abotonó rápidamente. No podía dejar que Citrone y los demás lo fastidiaran todo. Ni tampoco esperar que enderezaran las cosas ellos. Cogió la funda de la pistola de la manecilla de la puerta y se la colgó del hombro, abrochándosela mientras salía del piso.


2

Lou Jacobs había hecho tanto submarinismo como para imaginar que no sería un problema para él verse de pronto inmerso en un mundo completamente distinto. Había nadado entre rayas venenosas en los cayos, se había encontrado frente a una barracuda en un naufragio, e incluso en una ocasión había mirado a los ojos a un pulpo verde y negro que se agitaba en el fondo del mar. Sin embargo nunca había puesto los pies en un mundo tan ajeno a él como el que tenía delante; compuesto exclusivamente por mujeres. En aquel garito no había otro hombre, ni siquiera un mensajero.

Se presentó a la recepcionista de la trenza mientras se preguntaba si las mujeres podían ser tan buenas abogadas como los hombres. Sol Lubar, el del piso treinta y siete, contrató a una abogada para que le llevara el caso del divorcio y se encontró con una buena elementa. Ya le hubiera gustado a él encontrar a un abogado así cuando le llegó el turno. Perdió la casa, la mitad de la pensión y el maldito gato. Y encima era Laurie quien se la pegaba. Lou iba moviendo la cabeza; seguía amargado después de dieciséis años.

– ¿Algún problema, señor Jacobs? -le preguntó la recepcionista, adusta.

Lou pensó que tenía que lanzarse un poco. Un chiste, tal vez.

– ¡Eh! -exclamó-. ¿Usted sabe por qué el divorcio es tan caro?

– ¿Por qué?

– Porque lo vale.

La recepcionista no se inmutó, pero Lou no se daba tan pronto por vencido.

– Vale, ¿no le ha gustado? Pues le contaré otro. ¿Sabe cuál es la diferencia entre una abogada y una prostituta?

La recepcionista parpadeó mirándolo.

– La prostituta deja de joderte cuando estás muerto.

La recepcionista palideció.

– Lo encuentro de muy mal gusto.

Era su mejor chiste. A Lou le parecía divertidísimo, pero decidió dejarlo y que el pez campara a sus anchas por todo el maldito océano. Poco después, cuando la recepcionista le dijo que Rosato le estaba esperando, se fue directo al despacho de la letrada, se apoyó en el umbral y lo intentó de nuevo.

– Si ya lo sabe, deténgame, Rosato. ¿Cuál es la diferencia entre una abogada y una prostituta?

– ¿La base impositiva en la declaración de renta? -dijo Bennie, levantando la cabeza.

– No, pero es bueno.

– ¿Y si lo dejamos en «ninguna»?

– Mejor. -Lou soltó una fuerte carcajada-. Era una prueba. Puede que haya empezado el trabajo de indagación.

– ¡Fantástico! -Bennie observó su impecable blazer azul marino, el pantalón oscuro y la camisa blanca. La única nota discordante era una corbata marrón de brillante fibra artificial-. ¿Qué pasa con los polis y las corbatas?

– ¿Qué pasa con las mujeres y el pelo?

– ¿Cómo?

Lou describió un círculo con el dedo.

– Ha cambiado de peinado. ¿Por qué hacen eso las mujeres?

– Para desconcertar a los polis.

La expresión de Lou se endureció.

– He venido dispuesto a aceptar el trabajo, Rosato, de modo que no empecemos. Ya tengo bastante cruz con el gallinero que ha montado usted aquí.

– ¿Ha recibido algún picotazo?

– No, pero tampoco una sonrisa. Y era un chiste buenísimo, no lo negará.

– No lo niego -dijo Bennie sonriendo-. Y ahora, a lo nuestro. ¿Por qué no se sienta?

– Prefiero estar de pie.

Lou cruzó los brazos.

– Como quiera. Empezaré por el principio. -Tomó un sorbo de café y puso a Lou al corriente del caso, reservándose la sospecha de que Della Porta podía ser un sinvergüenza. Quería seguir aquella pista ella misma y no conocía lo suficientemente a Lou para confiar en él. Por la experiencia que tenía, sabía que el sentido de la lealtad de un poli era aun más pronunciado que el de un italiano-. ¿Usted fue policía de uniforme, ¿verdad, Lou?

– Durante cuarenta años, hasta el año pasado.

– Toda una carrera. ¿Se retiró?

– Sí, y me arrepiento cada minuto que pasa. Por eso acepté el trabajo de seguridad.

– ¿En qué distrito trabajaba?

– En el Cuarto.

– Es decir, en el sur de Filadelfia. De modo que ya le ha tocado sonsacar a los vecinos.

Lou sonrió.

– Hasta en sueños lo hacía.

– Perfecto. -Bennie tomó otro sorbo de café, que nunca le parecía lo suficientemente caliente-. Éste será su primer cometido. Establecer contacto con los vecinos de Della Porta. Averiguar qué vieron hacer a Connolly aquella noche. Me interesan también los detalles, como el de la vestimenta de Connolly. Quiero saber qué van a decir ante el tribunal.

– Sé por dónde va.

– Averígüeme también si alguno de ellos vio a Connolly tirando algo en el contenedor del callejón. Ésta es la historia del fiscal del distrito y a mí no me cuadra. De entrada, no apareció ningún arma. Si se deshacía de todas las pruebas, ¿por qué no tiró el arma?

– Nadie le dice que los malos sean inteligentes. Cometen estúpidos errores casi siempre.

– Bueno, vamos a ver qué descubre. Le daré una copia del expediente. Léaselo antes de empezar.

– ¿Cuándo tiene que estar lista la investigación del vecindario?

– Ahora mismo. ¿Tiene un momento?

Lou encogió los hombros.

– Sí.

– Muy bien. -Bennie se levantó-. Yo ya tendría que estar fuera, pero le presentaré a la abogada con la que va a trabajar. No ha hecho más que una investigación, pero es una de mis mejores colaboradoras. -Bennie pulsó el intercomunicador del teléfono-. ¿DiNunzio? -dijo-. ¿Estás ocupada?


3

– ¡Jesús! -exclamó Connolly. Se levantó, boquiabierta, del asiento situado ante la tabla de fórmica cuando entró Rosato como una flecha en el cubículo de comunicaciones-. No está mal…

– ¿Cómo me ve?

– ¡Idéntica a mí! ¡El mismo peinado, y el maquillaje de ojos!

– Lo he hecho yo misma.

– No fastidies…

Connolly se echó a reír.

– Puedo mejorarlo.

Bennie dio un giro de modelo y sonrió. Con su nuevo aspecto se sentía aturdida como una actriz en su primer papel. Y el pensar que el papel podía ser la auténtica realidad le añadía una emoción imposible de pasar por alto. Acompañó la puerta cerrando a la impostora con la primigenia, no muy convencida, no obstante, de cuál era cuál.

– ¿Cómo lo has conseguido, de la noche a la mañana?

– Un nuevo corte de pelo y una actitud negativa. -Bennie dejó la cartera sobre la fórmica que las separaba. No hacía falta que Connolly le corroborara que la transformación había surtido efecto. Las funcionarías la habían mirado de arriba abajo al cachearla, sin duda intrigadas por las informaciones de la prensa-. Todo esto forma parte del plan general.

– ¿Y eso?

– Hacer el papel de las mellizas, en el juicio -empezó Bennie, y le explicó los detalles. Connolly inclinaba la cabeza hacia delante mientras Bennie le contaba una historia que le parecía perfecta.

– ¡Increíble! -dijo Connolly cuando Bennie hubo acabado.

– De todas formas, es arriesgado. Tendrá que seguir mis órdenes; de lo contrario, puede estallarnos en las manos. Yo controlaré todas las comunicaciones sobre el juicio y sobre las dos. Bajo ningún concepto debe hablar con la prensa. Sobre ningún tema. Ni siquiera el típico: «sin comentarios». No me interesa que oigan su voz. ¿Entendido?

– Entendido.

– Y no comente a nadie de aquí lo que hemos hablado. ¿De acuerdo? Se trata de una estrategia confidencial. Si se corre la voz de que se ha hecho de forma deliberada, estamos acabadas.

– Yo estaría acabada -respondió Connolly, con una expresión tan seria que acabó de convencer a Bennie.

– Muy bien, y ahora vamos a hablar de Della Porta. Anoche volví al piso y lo arreglé todo conforme lo tenían antes.

– ¿Cómo? ¿A mi casa? ¡Jo, eres una caja de sorpresas!

– Lo mismo podría decir yo del piso. Explíqueme por qué todo lo que hay en él es tan caro.

– No sé a qué te refieres.

– A los objetos de arte, a todo lo que hay en la cocina. Anthony cobraría alrededor de cincuenta de los grandes al año, ¿me equivoco?

– No.

– ¿Tenía alguna otra fuente de ingresos? ¿De la familia, acciones? ¿Algo del boxeo?

– Nada. Los padres de Anthony murieron hace mucho, y Star era un pozo sin fondo. Precisamente Anthony gastaba su dinero en el entrenamiento, el equipo, la publicidad, todo eso. Por ello necesitaba patrocinadores.

– ¿Y otras fuentes de ingresos? -Bennie abrió la cremallera del maletín y sacó un bloc-. ¿Le daba dinero usted?

– No. No tenía.

– Pues ¿de dónde sacaba tanto?

Connolly parecía desconcertada.

– Siempre pensé que lo había ganado él. Yo no veía ni un recibo. Él se ocupaba de todo. Era su casa, su dinero, y cuando yo me instalé allí ya estaba todo.

– No lo ganaba con su sueldo. -Bennie se inclinó un poco hacia delante-. ¿Seguro que Della Porta no estaba implicado en alguna historia de corrupción?

– ¿Anthony? Ni hablar. Ya te dije que era recto como un palo.

– ¿Es posible que la pelea que tuvo con los otros dos polis, Reston y McShea, tuviera algo que ver con un caso de corrupción?

– ¿De qué tipo?

– Que Reston y McShea, por ejemplo, sacaran dinero de algo, quisieran implicar también a Anthony y él no aceptara. O que Anthony formara parte del grupo antes y lo dejara al conocerla a usted.

– ¡Qué va! Al menos que yo sepa. Lo que tengo claro es que los polis se pusieron de acuerdo para señalarme a mí con el dedo.

– ¿Oyó alguna vez una discusión rara entre Della Porta y los demás policías, por ejemplo en las reuniones de las que me habló el otro día?

– No. Creo que hablaban de mujeres y de boxeo.

Bennie reflexionó un momento. La cuestión del boxeo la inquietaba, pero primero quería seguir la pista policial. Se movía mejor en aquel terreno y, además, algo le decía que olía a chamusquina.

– Anthony era inspector de homicidios. ¿Llevaba algún caso relacionado con asesinatos o redes de traficantes?

– Seguro que llevaba alguno, pero nunca hablaba del trabajo. No quería llevárselo a casa.

– ¿Trataba con algún soplón vinculado al mundo de la droga?

– Nunca le oí hablar de nada de esto. No estaba al corriente de sus casos.

– Cuando trabajó como agente de uniforme, ¿detuvo a muchos traficantes?

– En aquella época no le conocía.

Bennie se apoyó en el asiento, incapaz de seguir. Allí dentro hacía calor, la atmósfera era asfixiante y notaba la turbadora mirada de Connolly, así como los vigilantes ojos de la funcionaría que permanecía tras el cristal de seguridad ahumado. Nada encajaba y ella parecía más empeñada en resolver el asesinato que en preparar la defensa. Aquella noche en el piso de Della Porta le había fastidiado la concentración.

– ¿Cuándo me sacarán de aquí? -preguntó de pronto Connolly-. El juicio empieza el lunes. Llevo un año sin poner los pies fuera, aparte del día de la vista.

– Justo antes del juicio. Probablemente el domingo por la noche o el lunes por la mañana. Durante el proceso, permanecerá en una celda del Palacio de Justicia.

– ¡Qué ganas tengo de salir! ¡Libre!

Connolly agitó los brazos con gesto alegre en el reducido espacio, y por primera vez Bennie entrevió algo de la niña que Connolly llevaba dentro. Casi experimentó la felicidad de Connolly, una emoción que se agitaba en ella como una sombra. ¿Sería su hermana gemela? Bennie pensó en Grady y en la conversación que habían tenido en el baño.

– Mi novio cree que deberíamos hacernos una prueba de ADN -soltó de repente Bennie-. Para descubrir si somos gemelas.

– ¿Cómo? -A Connolly le cambió la expresión, se le disipó la sonrisa y soltó los brazos como un pájaro que recibe un disparo en el aire-. ¿Sigues sin creerme? ¿Quieres comprobarlo con el ADN?

Bennie notó un aguijonazo. La había herido en un momento delicado.

– No he dicho que fuera imprescindible. Pero tengo información fiable sobre un laboratorio que realiza estas pruebas. Les mandamos las muestras de sangre y en una semana o así sabremos la verdad. Según parece, se llevan a cabo muchísimas pruebas de este tipo.

Connolly asintió.

– Vale, podemos hacerlo.

– ¿Sí? -preguntó Bennie, sorprendida por el cambio.

– Vamos a hacerlo. Hoy mismo pueden sacarme la muestra. ¿Te ocuparás de mandarla o lo que sea?

– No lo entiendo. ¿Qué le ha hecho cambiar de parecer?

– Tienes la oportunidad de saber la verdad -dijo Connolly, en voz baja, aunque sin rencor en el tono-. Ya no tendrás que hacer ningún acto de fe. Dispondrás de la prueba, que es lo que te hace falta, por lo que veo. Adelante, pues. En la enfermería toman las muestras para las pruebas judiciales. Podríamos hacerlo ahora mismo, ya que estás aquí.

– ¿Ahora?

Connolly la había cogido desprevenida y ya estaba de pie.

– ¡Funcionaría! -gritó, volviendo la cabeza-. ¡Eh, funcionaría!


Bennie salió disparada de la cárcel y subió al Expedition algo trastornada. Habían sacado la muestra de sangre de Connolly y dispuesto su envío al laboratorio directamente para evitar problemas de contaminación. Puesto que Connolly se había prestado a la prueba sin problemas, tal vez fuese cierta su historia de las gemelas. Sólo tenía un sistema para constatarlo. Bennie tendría que mandar su propia muestra. El hospital le venía de camino. Hacia el despacho.

Frenó al llegar a un semáforo en rojo. Los coches reducían la marcha en el denso tráfico del mediodía y los capós emitían sus trémulos vapores. Bennie no sabía bien qué debía hacer. Podía volver al despacho o detenerse en el hospital. Tendría que esperar una semana para conseguir los resultados. Notó que el corazón se le desbocaba, pero intentó no pensar en ello. Estaba sofocada; aumentó la potencia del aire acondicionado. ¿No quería saber la verdad?

Miró el semáforo; la sangre le hervía en el cerebro. Creyó ver reflejado allí su propio corazón. Cuando se puso verde, giró hacia la derecha y se dirigió al hospital.


4

Había poca actividad en el gimnasio. Por su amplia fachada entraba la brillante luz del sol, que no hacía más que resaltar el polvo y la suciedad. Judy, con chándal gris, extendía los brazos mientras el señor Gaines le vendaba las palmas y las muñecas antes de ponerle un par de guantes de boxeo rojos. Tenían el aspecto de unos mitones de los de los dibujos animados, si uno no reparaba en la cinta adhesiva que tapaba sus grietas. Llevaba unos protectores de cuero rojo acolchado sobre la frente y las mejillas, de forma que sólo los ojos quedaban al descubierto. Cuando el señor Gaines empezó con las reglas básicas en cuanto a posturas, Judy se sentía tan incómoda como Pillsbury Doughboy.

– El pie izquierdo hacia delante, un poco más -decía él.

– Lo siento -respondió Judy, haciendo lo que le decía-. Tampoco soy capaz de enrollar los espaguetis en el tenedor.

El señor Gaines sonrió.

– El pie derecho un poquitín hacia atrás. Tiene que aprender los rudimentos. Sin la postura correcta, uno parece una casa que va a derrumbarse. ¿Capta el sentido? La casa que se desmorona cuando aparece el lobo. ¿Conoce el cuento?

– Claro.

Judy colocó los pies donde creyó conveniente y controló la postura en el espejo. A través de él, obtuvo una panorámica del gimnasio, donde entrenaban unos diez hombres. La mayoría boxeaba con un adversario imaginario, pero había también una pareja peleando con poco entusiasmo y alguno que utilizaba el equipo. Los mamporros, los ruidos sordos recordaban el batir de unos tambores cuando el guante chocaba contra el saco, el cuerpo y los protectores. El hombre situado frente al saco iba soltando un «¡ja!» a cada golpe, enlazando el ritmo. Judy miraba de reojo a los boxeadores mientras ajustaba su postura.

– ¿Mejor así, señor Gaines?

– Eso. Muy bien. Y cuando inicie un movimiento, siga con los pies así. ¿Vale? Asegurar los cimientos para que no se caiga la casa.

– Bien. -Judy siguió el consejo, pero le resultaba difícil moverse en aquella incómoda posición y finalmente adelantó el pie derecho-. ¡Fatal!

– Tranquila. Va por buen camino, enseguida lo cogerá. Es cuestión de irlo intentando. Tiene que hacerlo suyo. Venga, que quiero mostrarle algo. -La agarró por el chándal y la llevó hacia una mesa situada fuera del cuadrilátero. En realidad se trataba de una puerta, con la pintura desconchada, sobre unos caballetes, y tenía encima un Daily News doblado, una botella de Don Limpio, una jarra de plástico y un vaso sucio. El señor Gaines cogió la jarra y el vaso y los sostuvo por encima de un cubo de acero lleno de basura-. Preste atención. ¿Concentrada?

– Por supuesto.

– En el cuadrilátero, hay que estar en el lugar exacto. ¿Ve esto? No está en el lugar exacto. No puede funcionar. No puede ayudarla. Observe. -El señor Gaines movió algo el vaso y el chorro de agua lo llenó-. ¿Ha visto? Ése era el lugar exacto. Todo a punto. Y el movimiento correcto. Usted tiene que estar en el punto preciso. ¿Entendido?

– Entendido.

Judy sonrió. Se había dado cuenta de que el señor Gaines tenía su método para explicar hasta el principio más simple. Le hubiera gustado tenerlo para atrapar a un asesino.

– Y ahora volvamos a lo nuestro -dijo él, y regresaron junto al espejo-. Lo primero, la postura. Recuerde lo que le he dicho.

Judy se situó, pendiente de los pies como una niña en su primer baile, y miró hacia el espejo. Desde el nuevo ángulo, detectó algo que no había visto antes. Una atractiva joven hacía calceta sentada contra la pared del fondo. Se fijó en la ondulada cabellera, en el delicado rostro ovalado y las pintadas cejas oscuras. Llevaba unos vaqueros ceñidos, cazadora de cuero y botas negras de tacón alto.

– ¿Qué mira? -le preguntó el señor Gaines.

– A esa chica que hace punto. ¿Quién es?

– La mujer de uno de los que entrenan.

– ¿De cuál?

– Del que está en el saco. Danny Morales.

– ¿Viene mucho por aquí?

– Siempre. ¡Vamos, concéntrese en la tarea! ¿A qué ha venido, a cotillear o a boxear?

– A boxear.

– Pues demuéstrelo, mujer.


Judy no disponía de mucho tiempo. Había terminado la clase de boxeo y tenía que volver al despacho. Estaba apurando la credibilidad de la historia que se había montado con lo de dos horas libres para ir al médico, pues incluso tratándose de una visita al ginecólogo, cuya consulta estaba siempre atestada, las cosas tenían un límite. Se agachó junto a la bolsa de deporte, donde fue colocando el equipo mientras observaba a la chica que hacía punto. A su lado, el marido estaba aporreando el saco. El señor Gaines le había dicho que la mujer de Morales se relacionaba con las otras esposas. Tal vez sabría algo.

«Pum, pum», contra el saco, pegando al contrachapado y oscilando de vuelta para recibir el siguiente golpe. Morales golpeaba el saco con la parte exterior de los guantes, los tatuados brazos en alto y los codos ladeados como si fueran alas. Su mujer levantaba de vez en cuando la vista para observarlo, pero el boxeador estaba concentrado en las sacudidas, en un trance marcado por el ritmo de su propia violencia.

Judy cerró la bolsa, se incorporó y avanzó tranquilamente hacia ellos. «Bum, bum, bum, bum», el sonido iba intensificándose. Pasó por delante de Morales y se detuvo al lado de su esposa, quien no levantó la vista.

– Me encantaría saber hacer calceta – dijo Judy en voz alta.

La joven levantó la cabeza, sorprendida. Las uñas pintadas quedaron inmóviles sobre la prieta pasada. Morales dejó de golpear el saco, que siguió oscilando en la chirriante cadena, y miró a Judy, intrigado.

– ¿Qué le ha dicho? -preguntó.

– Nada importante -respondió ella, desconcertada. Detrás de Morales vio al señor Gaines, que había interrumpido el entreno y la miraba con atención-. Intentaba aprender a hacer punto.

– ¡No me diga! -Morales parpadeó, se secó el sudor y la abultada frente dibujó unas arrugas que respondían por sí solas-. ¡Pues cómprese un libro!

– Danny, Danny… -gritó el señor Gaines, arqueando las piernas. Levantó un brazo como si fuera a parar un taxi-. No hace falta que te pongas así. Es Judy Forty, una de mis alumnas.

Morales torció la boca en una sonrisa.

– ¿Una chica que quiere aprender?

– Para mí es alguien que quiere boxear, sin más -respondió el señor Gaines-. Deberías tratarla bien. Ponérselo un poco más fácil.

Judy se sintió culpable. El señor Gaines daba la cara por ella, y ella le había mentido.

– Tranquilo, profe.

– No, no, Danny no querrá ser maleducado y se presentará. Imagino que le interesará conocer a un célebre boxeador. Tiene en su haber veinticinco peleas, veinticuatro ganadas por fuera de combate. Y sólo una por puntos. Dentro de unos meses boxeará en un combate de doce asaltos.

Morales se tranquilizó; le habían aliviado las credenciales expuestas por el otro. Saludó con la cabeza a Judy.

– Danny Morales. Si es usted amiga del señor Gaines, me alegro de conocerla. Puede preguntarme lo que desee saber sobre ese deporte. Historia, trucos, lo que sea. No me importa.

– Se lo agradezco, Danny. No sé cómo se llama su esposa… -dijo Judy, y la joven sonrió, al parecer contenta ante unas atenciones que le parecieron poco habituales.

– Ronnie, Ronnie Morales -dijo-. Si le interesa aprender a hacer calceta, cuente conmigo.

Judy se acercó a ella.

– ¿Qué es lo que está tejiendo?

– Una bufanda para Danny. -Se llevó un dedo a los labios-. Pero no se lo diga a él. Tendría que ser una sorpresa.

Morales casi esbozó una sonrisa.

– Como si no lo supiera. Será la tercera que me hace, aparte de un jersey.

– Es un hombre afortunado -dijo Judy, y la conversación se interrumpió. No podía hablar con Ronnie delante de su marido. Tendría que buscar un sitio al que no accedieran los hombres.

– ¿Sabe dónde están los lavabos de señoras, Ronnie? No creo que una pueda lavarse en los vestuarios…

– Al fondo. Tendrá que utilizar el del portero.

– No lo veo. ¿Está muy lejos?

– Un poco. ¿Quiere que la acompañe? -dijo Ronnie, dejando el punto.

– Se lo agradezco -respondió Judy, como si fuera lo más normal-. Usted primero.


5

Bennie entró precipitadamente en su despacho con una taza de humeante café y quitó de la mesa los mensajes telefónicos, la correspondencia y los papeles referentes a otros casos. Connolly se había convertido en su máxima prioridad. ¡Cómo no, si ya era jueves! Se quitó la chaqueta, se fijó en la tirita que llevaba en el pliegue del brazo y pasó el dedo por el bultito teñido de rojo del centro. Su sangre; la sangre de Connolly. En una semana sabría si eran iguales. Después de la prueba, la posibilidad le parecía más probable, pese a que sabía que su razonamiento no era del todo lógico.

Se sentó en el asiento acolchado y notó el sol que le llegaba a través de la ventana que tenía detrás, recordándole como con un golpecito en el hombro que el día estaba tocando a su fin. Fue repasando papeles en busca de los informes de la policía. Era la parte menos convincente de la acusación, y ella pretendía llevar aquello al límite.

«Informe de la investigación», leyó en una tira de papel blanco. Eran los papeles que Carrier había solicitado al tribunal y que éste había cedido, si bien redactados sin gran lujo de detalles. Tenían el insignificante aspecto de unas notas de quiosco y en cambio eran los documentos más decisivos en un caso criminal. Constituían en general la narración cronológica del trabajo policial en el lugar de los hechos, aunque en aquella ocasión no precisaban cómo demonios habían acudido Reston y McShea con tanta rapidez al escenario del crimen. A Bennie le quedaban sólo por repasar las transcripciones de las llamadas telefónicas recibidas por el 911.

Cogió las referentes a aquella noche. La primera se había producido a las 20.07 y había podido verificarse la identidad de la comunicante. Nada del otro mundo para la defensa, pero la vecina, llamada Lambertsen, no precisaba cuándo había oído el disparo. Interesante, pues Bennie quería precisarlo. Siguió leyendo; la respuesta de la policía. La primera se produjo exactamente un minuto después. Bennie tomó nota de ello y continuó con el informe. Otras llamadas en las que se informaba de que se había oído un disparo y visto a Connolly corriendo calle abajo, que Bennie leyó con creciente angustia. La acusación haría desfilar a todos esos testigos. El efecto acumulativo machacaría la defensa.

Bennie dejó a un lado sus temores. Tenía que encontrar algún punto flaco de la acusación, y estaba convencida de que era cuestión de insistir. La luz del sol proyectaba sobre los papeles una sombra oblicua que le recordó la última visita que había hecho a su madre, y se le ocurrió que llevaba unos días sin hablar con el médico que la llevaba. Tenía que llamarle. Sería sólo un minuto. Cogió el teléfono, marcó el número y dio su nombre cuando obtuvo respuesta.

– El médico lleva toda la mañana intentando localizarla, señorita Rosato -dijo la recepcionista.

Aquello la desconcertó. ¿Intentando localizarla? No había leído ningún mensaje. Con el auricular apoyado en el cuello, hojeó rápidamente las notas de color rosa: doctor Proveto, a las 9.13. Doctor Proveto, a las 11.45. ¡Jesús! ¿Por qué habría llamado? En cuanto oyó la voz del médico se le hizo un enorme nudo en la garganta.


6

Judy descubrió que el lavabo del portero era en realidad un retrete abierto de mugrientas paredes que contenía, además, una fregona y un viejo cubo bajo un manchado lavamanos. El dispositivo de sujeción del papel higiénico estaba vacío y sobre la cisterna se veían dos medios rollos junto a un viejo ejemplar de Sports Illustrated. Judy se lavó las manos.

– ¿Es muy difícil hacer punto? -dijo-. Al menos a mí me lo parece.

– No, muy fácil. -Ronnie Morales se arregló el pelo ante el agrietado espejo. Llevaba los ojos pintados pero el cutis sin maquillar y se le veía una piel muy fina sobre los pómulos que conformaban su rostro como un corazón de postal de san Valentín-. Yo lo aprendí en un libro. A eso se refería Danny. Podría enseñarle en cinco minutos. Incluso puedo dejarle las agujas, unas gordas para principiantes. Se las traeré.

– Gracias -aceptó Judy, sorprendida ante la oferta.

Tuvo la impresión de que a Ronnie Morales le hacía falta una amiga.

– No me cuesta nada. -Ronnie cruzó los brazos sobre el brillante cuero negro que ceñía su torso-. He acabado ya un montón de prendas. Jerseys para Danny, para mi madre y para mi hermana, cosas para mi sobrino recién nacido e incluso un chaleco para mi abuelo.

– De modo que le gusta.

– No, no me gusta nada -respondió ella con una risita-. Si quiere, le enseño, pero es algo aburridísimo. Lo paso mejor haciéndome la manicura que con el punto.

– ¿Por qué lo hace, pues?

Las manos de Judy goteaban mientras intentaba localizar algo con que secarlas.

– Para ocupar el tiempo en algo. Aquí no hay tele. Me compro las revistas en cuanto salen, pero luego no tengo nada que hacer mientras Danny entrena.

– ¿Viene con él todos los días? -Judy decidió por fin secarse las manos en el pantalón del chándal.

– Tengo que hacerlo. -Ronnie se miró de reojo en el espejo-. Danny dice que soy su amuleto de la suerte.

– ¿Necesita suerte para entrenar con el saco?

Ronnie sonrió pero enseguida cambió de expresión, como si fuera contra las normas.

– Es un buen púgil. Su entrenador cree que llegará a la fama. Que se situará entre los mejores.

– Pero ¿no se aburre aquí? Yo creo que, aunque quisiera mucho a alguien, me cansaría de mirarlo todo el día.

– Claro que me aburro. Por eso hago punto. -Frunció levemente el labio superior formando una especie de arco de Cupido-. Danny es muy celoso.

– ¿Por qué la trae aquí, pues? Si no hay más que hombres…

– Quiere saber siempre dónde estoy. Y no crea que le he engañado alguna vez ni nada de eso… Nunca. Jamás lo haría. De verdad, jamás. -Ronnie se miró en el espejo mientras movía la cabeza-. Así que el señor Gaines es su profe…

– Sí… -dijo Judy, captando el brusco cambio de tema.

– Hay pocas mujeres en el gimnasio, por eso no tenemos lavabos de señoras. Las pocas que circulan por aquí son las mujeres de los que entrenan. Y ahora vienen menos.

– Es una lástima. Yo hace poco que vivo aquí. Me gustaría conocer gente, hacer amistades.

– No pierde nada. Son un poco como un clan. No sé qué se creen. Está María, la mujer de Juan, y Ceilia, la de Mickey, que es un peso pesado. Ceilia es una zorra, palabra. La única simpática era Valencia, la novia de Miguel, pero ya no viene por aquí. -La lisa frente de Ronnie se arrugó-. Está en la cárcel.

– ¿En la cárcel? ¡Caramba! ¿Por qué?

– Dicen que vendía coca.

– ¿Vendía cocaína?

Judy disimuló su sorpresa. Parecía imposible de lo que podía enterarse una en un lavabo de señoras, incluso en uno que ni mereciera ese nombre.

– Pero yo no creo que sea verdad. Era muy simpática con todas. Amable con todo el mundo. Siempre me ha intrigado qué llevaban aquéllas entre manos. Ellas sí podían estar metidas en algún lío, no me extrañaría nada. Pero Valencia creo que nunca habría hecho nada así. Era una maravilla de madre.

– ¿No cree que vendiera coca?

– No podría jurarlo, la verdad. Sólo salí con ellas una vez, porque a Danny no le gustaba. -La voz de Ronnie se fue apagando-. Y no me refiero a Valencia. Ella era muy maja. Aquella blanca la trataba como si fuera su esclava. La que vivía con el manager de Star. ¿Conoce a Star?

– ¿Star? -preguntó Judy, haciéndose la tonta, un juego algo complicado para la directora de una revista jurídica.

– Star Harald. Dentro de nada será profesional. Es casi tan bueno como Danny. Lo que le decía, la novia del manager. Se me ha olvidado su nombre. Una que ni era la mujer de ninguno y parecía la dueña del gimnasio. -Bajó de nuevo el tono-. Una pelirroja, con aspecto de puta. Ahora está en la cárcel porque mató a su novio.

– ¿Mató a su novio? ¿Cómo lo sabe?

Ronnie apartó un rizo de sus ojos.

– Bueno, eso lo sabe todo el mundo.


7

El mundo de Bennie dio una sacudida y quedó clavado en cuanto colgó el teléfono. Sus dedos se agarraban al canto del escritorio de nogal mientras el cuerpo seguía rígido en la butaca. Era consciente de que respiraba, aunque no emitía sonido alguno, como si le asustara aspirar el aire. O bien considerara que no tenía derecho a ello.

El sol aún le llegaba a la espalda a través de la ventana pero ni siquiera notaba su calor. Veía las motas de polvo flotar en el rayo que atravesaba el cristal y no podía concentrar la mirada en ellas. La sombra que se proyectaba sobre el expediente de Connolly era la suya, pero le parecía cualquier silueta humana recortada en cartón. Como las que se utilizaban de blanco en las prácticas de tiro, con un agujero en el corazón.

Hacía esfuerzos por conseguir una respiración acompasada, la cabeza clara, los ojos secos. Las lucecitas del teléfono iban parpadeando, y al otro lado de la puerta del despacho se oían las bromas de las secretarias. Todo seguía como siempre y sin embargo ya nada sería igual a partir de entonces.

La noticia la había dejado perpleja. Resultaba increíble constatar que lo inevitable pudiera ser algo tan sumamente inconcebible cuando se producía. La aturdía pensar que un acontecimiento sobre el que había reflexionado tanto, planificado incluso, la hubiera pillado tan desprevenida, sobre todo teniendo en cuenta la enfermedad de su madre. La depresión se había ido convirtiendo en un mortal tira y afloja en el que cada nuevo día de vida constituía una victoria, y su madre había vencido por fin.

Su madre se había ganado la libertad tras una vida de tormento, de susurros nocturnos, de temores. Una vida vacía, hueca. Otro punto inconcebible. Lo lógico era una vida llena de trabajo productivo y de placeres sencillos; la risa de un niño, el crujido de una manzana, la calidez de una suave manta. Lápices afilados y buenos, gruesos libros. Nadie esperaba que la vida se oscureciera a fuerza de pesadillas; los breves intervalos de claridad en un mundo de confusión la sumían aún más en la penumbra, al ser sus orígenes tan injustificados e injustificables.

Bennie notó una fuerte opresión en la garganta. Aquello era injusto; ilógico. Por primera vez se planteó que toda su vida había sido así. Una lucha por la justicia cuando ésta no existía. La imperiosa necesidad de enderezar las cosas cuando todo estaba terriblemente torcido. Y no en un juicio, como había creído siempre. Su vida estaba marcada por la justicia, donde ésta tenía la máxima importancia. En la vida de su madre.

Continuó inmóvil un minuto más; luego se levanto, cogió el bolso y, en silencio, salió de su despacho y de la empresa. No dirigió ni una palabra a nadie; se limitó a evitar toda mirada, ni siquiera se volvió hacia Marshall, quien se había ocupado de los mensajes del médico y probablemente se preguntaba qué ocurría.

Cogió el ascensor, bajó al garaje del sótano, encontró las llaves del Ford en el fondo del bolso y abrió la puerta del coche. Entró en él, puso el motor en marcha y salió del aparcamiento. En el salpicadero se iluminó el indicador del freno y lo desactivó con gesto mecánico. Funcionaba con el piloto automático y su cabeza no registró más que una cierta sorpresa al constatar la cantidad de movimientos que debía realizar para ir desde el aparcamiento hasta el hospital:

Introducir el pase mensual en la ranura.

Salir del garaje.

Girar a la izquierda, hacia Locust.

Seguir hasta la esquina.

Detenerse ante el semáforo en rojo.

Un montón de tareas, diferenciadas e identificables. Bennie se concentró en cada una de ellas, siguiendo un orden lógico, y así logró sobrevivir durante los minutos que transcurrieron después de enterarse de que su madre se había ido de este mundo.


– No estaba sola -dijo Hattie, sollozando; las oscuras y resecas mejillas surcadas por las lágrimas.

Bennie abrazó a la enfermera, estrechándola con fuerza, como si quisiera transmitirle fortaleza a través de la piel. Hattie llevaba diez años cuidando de su madre y había estado a su lado en todas las hospitalizaciones, las terapias de electrochoque y la medicación. Y finalmente en ese trance. Bennie, sin soltar una sola lágrima, volvía a agradecérselo todo a Hattie. Su madre no había muerto sola.

– Sufría tanto… -comentó Hattie.

Pero no soportaba oír aquello y hundió su rostro entre sus rizos, teñidos de un amarillo estridente. Notaba aquel pelo como acartonado, con un perfume penetrante, pero aun así le parecía reconfortante.

– ¡Pobrecita niña mía! -murmuraba Hattie.

A Bennie le sorprendió oír cómo veía la enfermera a su madre. Los sollozos agitaban el cuerpo blando y robusto de Hattie mientras se mecía en los brazos de Bennie. Ésta la llevó hasta una silla, la ayudó a sentarse y ella misma se instaló a su lado. Había una puerta cerrada al fondo de la sala.

Al otro lado estaba su madre.

– No sé por qué me decían que estaba bien… -dijo Hattie, pasando de las lágrimas al enojo y de vuelta al llanto.

Bennie la estrechó hasta que los sollozos se fueron convirtiendo en hipo, en un jadeo espasmódico y finalmente se calmó. La sala quedó en silencio y la quietud desasosegó a Bennie. Tenía la impresión de que se le calcificaba lo que le constreñía la garganta. Imaginaba un hueso que le crecía en el interior del pecho, que le blindaba el corazón para protegerla del mundo exterior y encerraba dentro sus emociones.

– ¿Son familiares? -la interrumpió una voz masculina, y Bennie se volvió. Un caballero con traje oscuro, rostro grasiento, pequeño bigote y ojos vivarachos miraba desconcertado a la histérica mujer negra abrazada a una rubia con aspecto de persona seria-. Permítanme que me presente: James Covella, de la Funeraria Covella. ¿Son ustedes de la familia?

– Sí -respondió Bennie, con una voz algo pastosa.

– Las acompaño en el sentimiento por la terrible pérdida. Venimos a recoger a la señora Rosato -dijo.

Tras él esperaba una camilla plegable. Aquella imagen pareció acabar de estrangular a Bennie.

– Todavía no -dijo con firmeza-. No, todavía no.

Detuvo al hombre con su ancha y temblorosa mano, se deshizo de Hattie y se levantó para ir a despedirse. Sólo cuando hubo rebasado el límite que la separaba de la habitación donde estaba su madre se permitió el lujo de perder el control y echarse a llorar.


8

Alice no sabía qué le había cogido de repente, pero se sentía dispuesta al ataque. Ya no soportaba aquello. Tenía que salir. Tenía que verse libre. En la sala no había más que una minúscula ventana, y por ella miraba hacia fuera mientras guardaba cola, balanceándose ahora sobre un pie, ahora sobre el otro, a la espera de la comida.

– ¡Sigue! -dijo a la interna que tenía delante, quien la obedeció.

Estaba enloqueciendo. Y la culpa la tenía el maldito centro. Aquel día la desquiciaba. Y no entendía por qué. Avanzó un poquitín, intentando acabar con el suplicio. ¿Qué demonios ocurría? Lo normal hubiera sido sentirse bien, como por la mañana, cuando había tenido comunicación con Rosato, pero hacia el mediodía le había dado el telele. Una sensación rarísima, como si se estuviera preparando algo terrible.

Rió para sus adentros. ¡Vaya si no tenía que estar al borde de un ataque! Porque sí se preparaba algo terrible. Lo que le había pasado con Shetrell. Alguien intentaba pegarle un palo. Echó una ojeada a lo que la rodeaba, por enésima vez aquella mañana. Shetrell y Leonia ya tenían la comida y estaban situadas enfrente, de modo que podía verlas. De todas formas, no iban a intentar nada a la hora de comer, delante de todo el mundo. Allí tenía que sentirse segura. Pero notaba que no lo estaba.

Llegó delante, cogió el bocadillo de jamón que tenía la textura de la goma, el yogur de fresa y la porquería de zumo en lata y se instaló en su mesa habitual, lo más lejos posible de todas. Las mesas estaban atornilladas al suelo en la zona común del módulo, rodeado por dos niveles de celdas, quince arriba y quince abajo; gran parte de la hilera inferior la ocupaban celdas dobles destinadas a reclusas de jerarquía inferior. Las internas pasaban todos los minutos del día con el mismo grupo de mujeres durante tiempo y tiempo.

Alice tiró de una silla de acero cuyo respaldo llevaba, no se sabe por qué razón, la inscripción: CENTRO CÍVICO DE FILADELFIA. El suelo estaba recubierto de linóleo azul y blanco, gastado, y las paredes se veían impecables, fruto del trabajo incansable de las internas. Alice había contado los azulejos del módulo común varios cientos de veces. Siempre había obtenido como resultado ochenta y siete azulejos.

Conocía su celda de memoria. Si cerraba los ojos podía señalar con el dedo el lugar donde estaba montada la tele, en lo alto, para que nadie pudiera estropearla. Era capaz de ver durmiendo los dibujos hechos por las reclusas en las paredes; «disciplina», «confianza», «respeto», rezaban los lemas escritos en rotulador. Unas figuras lineales se daban la mano bajo un corazón o una flor. ¡Jesús! A Alicia le entraban ganas de arrancar todo aquello de la pared.

Pero en lugar de ello fue sorbiendo el café, al tiempo que notaba la presión de la tirita en el pliegue del brazo, donde le habían sacado la sangre. Así que la habían puesto en evidencia. Había sido el único sistema para mantener tranquila a Rosato. Los resultados no llegarían hasta después del juicio. Alice ya se habría largado. Pegó un mordisco al bocadillo y se encorvó apoyándose en la bandeja, como hacía siempre, de cara a la ventana. Daba la espalda a las otras mesas; por tanto, no veía lo que estaba ocurriendo entre Shetrell y Leonia.


Shetrell estaba sentada frente a su bandeja con la vista fija en Leonia, instalada en el único asiento que había encontrado libre al otro lado de Taniece. ¡La había fastidiado! Leonia tenía que haberse sentado al lado de Shetrell. ¡Menudo contratiempo! Taniece le había quitado el sitio a Leonia. La muy zorra no tenía que haberse entrometido. Tenía que haber andado con más cuidado.

– ¿Y a ti quién te ha mandado sentarte aquí? -dijo bruscamente Shetrell a Taniece.

Taniece levantó la vista.

– ¿Qué he hecho?

– Aquí se sienta siempre Leonia. Tú no tienes por qué meterte.

– ¡A ti no tengo que pedirte permiso para sentarme!

– ¡Eh! -gritó el guardián y Shetrell se calló. Era Dexter Raveway, Dexter el Pollas. Era un negro atractivo, y él bien que lo sabía; estaba tras el mostrador de la guardia frente a la sala, la mitad del tiempo rascándose la entrepierna. Shetrell imaginó que tenía algo con Taniece, y que por eso había escogido la hora de comer para montárselo con ella-. ¡Basta, Shetrell! -gritó Dexter-. Ya está bien de mangonear por aquí.

Shetrell se encogió, algo avergonzada. No podía permitirse el lujo de recibir otro parte, pues acabaría en el hoyo.

– ¡Ejem…! -soltó Taniece, como una beata, y Shetrell clavó la vista en Leonia, quien hizo un gesto de asentimiento.

A Shetrell tenía que ocurrírsele algo. Siguió con la vista fija en la bandeja y de pronto observó algo que se movía en el suelo, bajo la mesa. Una cucaracha: una gorda cucaracha de color castaño se paseaba ufana entre las zapatillas de las reclusas. Observó cómo se detenía ante la pata de la mesa. Intentaba decidir qué podía hacer. Si le convenía levantarse o no.

«Vamos, pequeña -decía Shetrell para sus adentros-. Ven con mamá.» Cogió un trozo de pan de la bandeja y dejó caer el brazo hacia un lado, con disimulo, para que nadie se percatara del movimiento. Tal vez la cucaracha lo oliera. «Venga, cariño, que mamá cuidará de ti.» Shetrell contemplaba cómo la cucaracha tomaba una decisión en su minúsculo cerebro. Se detuvo en el borde, como habría hecho un hombre casado, justo en el borde. No podía seguir avanzando. «Vamos, pequeña.»La cucaracha no tuvo que pensárselo dos veces. Trepó por la pata de la mesa, y Shetrell, encogiendo un hombro, la atrapó y la aprisionó en la mano. Esperó a que Taniece se volviera y luego tiró la cucaracha en el yogur de fresa de aquella zorra.

– ¡Mierda! ¡Mierda! -gritó Taniece al detectar el oscuro bulto que se movía en el yogur-. ¡Tengo algo en la comida! ¡Un ratón! ¡Una rata! ¡Mierda! -pegó un salto y empezó a chillar como la protagonista de una película de terror; Shetrell se habría desternillado allí mismo si no hubiera estado tan preocupada pasando el cuchillo a Leonia.

– ¡Una rata! ¡Una rata en el yogur! ¡Tengo una rata en el plato!

Se le tambaleó la silla, cayendo hacia atrás y ella encima; mientras tanto, Breanna, al otro lado de ella, pegó un salto y fue a parar contra otra chica. Shetrell observaba cómo todo el mundo se levantaba de su asiento. La escoria blanca se agitaba como detrás de un trabajo bien remunerado.

– Tranquilas, tranquilas, ya voy -dijo Dexter el Pollas, corriendo como Wesley Snipes para salir del apuro.

Taniece seguía con su cuelgue:

– ¡Es una rata, la he visto! ¡Es una rata! ¡Está en mi jodido yogur! -dijo, cogiendo el brazo de Dexter-. ¡Y yo que me estaba comiendo esa mierda!

«¡La muy puta! -pensaba Shetrell-. ¡A ver si te tranquilizas!»-Calma, tranquilícense -decía Dexter, pero nadie le hacía caso-. No es ninguna rata, es una cucaracha, nada más.

No llamó a otros guardianes, lo que a Shetrell le pareció perfecto. Se apartó del alboroto, haciendo como que estaba asustada y vio que Leonia también retrocedía, dispuesta a encontrarse con ella en sentido contrario. Ahí tenía la oportunidad.

Shetrell avanzó hacia atrás, se metió la mano en el elástico del pantalón y sacó el cuchillo. Leonia se acercó a ella. Agarró el cuchillo y simuló que se caía. Shetrell no vio bien el movimiento, pero imaginó que Leonia se había metido el cuchillo en la zapatilla, bajo la pernera del pantalón. La muchacha era un as. Estaba acostumbrada a robar carteras en The Gallery.

– ¿Agarrado? -gritó Shetrell, como si preguntara a Dexter dónde estaba la cucaracha.

Por el rabillo del ojo vio la sonrisa de Leonia y comprendió que la cosa estaba hecha.

– No es más que una cucaracha. Ya está solucionado -dijo Dexter, sosteniendo la bandeja de Taniece por encima de las cabezas de aquellas mujeres, que apenas empezaban a tranquilizarse.

– Más te vale traerme otra comida, pues no pienso zamparme esa bazofia -gritó Taniece-. Voy a demandar a este puñetero centro.

Alice se volvió en su asiento para comprobar a qué venía tanto revuelo, aunque poco le interesaba. Un ratón en la comida de Taniece. ¡Qué maravilla de hotel! Para ella era cuestión de aguantar sólo unos días. De todas formas, le quedaba también poco para ocuparse de Valencia. Tomó el último sorbo de café y estrujó la taza de plástico. Lo colocó todo en la bandeja, la comida sin terminar y lo demás, y fue pasando mesas hasta llegar al lugar donde Valencia charlaba con las demás «chiquitas». Valencia levantó la vista y Alice se acercó a ella para susurrarle en el oído:

– Me he enterado de algo a través de mi abogada. Ven a verme esta noche después del recuento. La funcionaría irá contigo. No se lo digas a nadie, pues de lo contrario se acabó la historia.

– Muchas gracias -dijo Valencia, bajito.

– Ya me lo agradecerás esta noche -le respondió Alice.


9

Las cuatro horas siguientes fueron para Bennie una neblina de agudo dolor mezclada con la extraña actividad mundana de enterrar a los muertos. Tenían que realizarse las tareas y ella se ocupó de todas. Eligió el ataúd de la madre, la ceremonia del entierro, incluso el último atuendo que iba a llevar la difunta, de seda beige y zapatos de salón color tostado, todo ello vertiendo las mínimas lágrimas. Descubrió un inefable aliado en el director de la funeraria, de grisáceo tupé y soltura profesional, quien programó un velatorio, un funeral y un entierro que merecieron una felicitación al principio, en medio y al final. Así en la muerte como en la vida.

Bennie mantuvo a raya sus emociones porque tenía mucha práctica en ello. Todo el tiempo sostuvo a Hattie, tanto para apoyo propio como para el de la enfermera, y la soltó sólo un instante para mandar un mensaje.

– Hola -dijo cuando su asociada respondió al teléfono-. Supongo que te habrás enterado.

– Sí, y lo siento muchísimo -respondió Judy-. ¿Puedo ayudarte en algo?

– Pues sí, te lo agradezco. Redacta una carta para Guthrie y cuéntale lo ocurrido. El viernes por la noche es el velatorio, el sábado, el funeral, y necesitaremos una semana de aplazamiento para el juicio de Connolly. Si le pedimos una semana, probablemente nos conceda tres días. Esta noche pasaré un momento para firmarla y tú puedes disponer que se la entreguen en mano mañana.

– Cuando te he dicho si podía ayudarte en algo no me refería al caso.

– Tú ocúpate del caso y yo me ocuparé de mí misma. ¿Alguna novedad?

– Sí. Mary ha hablado con su compañera de estudios sobre Guthrie y Burden. Cree que éste le dio el empujón para llegar a juez a cambio de sus favores.

– Caro le costó el puesto. Dile que haga el seguimiento y descubra dónde está Burden. En la vista de urgencia dijeron que se encontraba fuera del país. Quiero saber si sigue fuera y dónde está. Eso mismo. ¿Es todo lo que habéis conseguido?

Judy dudó un instante.

– Yo he averiguado algo que te interesará.

– ¿De qué se trata?

– Creo que Connolly vendía drogas y para ello se servía de un grupo de mujeres de boxeadores.

Bennie se apoyó en el revestimiento de la pared del tanatorio.

– ¿De verdad? ¿Cómo lo sabes?

– Hoy he hablado con una de las mujeres, en el gimnasio.

– ¿Traficaba con drogas… Connolly? -Bennie se dejó caer en una de las sillas plegables que rodeaban la sala. Le costaba reflexionar-. ¿Qué hacías tú en el gimnasio? No es lo que yo te había mandado hacer.

– Ya lo sé, pero tuve un presentimiento.

Bennie se frotó la frente. ¿Estaría Connolly implicada en tráfico de drogas? ¿Y Della Porta? ¿Connolly le había vuelto a mentir?

– ¿Tienes alguna prueba de ello, Carrier, o son simplemente habladurías? ¿Te ha facilitado algún nombre esta mujer?

– No se trata de chismorreo. Hay una tal María, una tal Ceilia, no tengo sus apellidos pero los conseguiré. Ah, y también otra llamada Valencia no sé qué, que al parecer vendía para Connolly. Ahora está en la cárcel por posesión. Por si te sirve de algo, hay consenso en que nuestra dienta es indiscutiblemente culpable.

– ¿Bennie? -la llamó de pronto Hattie desde la sala contigua.

Parecía que le temblaba la voz.

– Tengo que dejarte, Carrier. Averigua dónde está esa tal Valencia. -Bennie inspiró profundamente-. Empieza por la cárcel del condado, donde está Connolly.


Judy colgó y su joven rostro adoptó una expresión gravísima.

– Creo que Bennie no está muy bien -dijo, mirando a Mary, que acababa de llegar a la sala de reuniones procedente del barrio de Connolly, donde había ido a interrogar a unos vecinos con Lou.

– Me lo ha dicho Marshall -dijo Mary con aire comprensivo. Dejó la cartera sobre la mesa y se secó la frente-. Tiene que ser duro eso de perder a los padres.

– Sí. -Judy se dejó caer en la silla giratoria-. Los míos están tan llenos de salud… Hacen escalada, van en bici, viajan… Siempre pienso que vivirán eternamente.

– Yo también tengo la impresión de que los míos vivirán siempre, y no hacen más ejercicio que rezar. -Mary decidió cambiar de tema-: ¿Vamos a solicitar un aplazamiento?

– Sí, una semana.

– Nos haría falta un año para sacar a Connolly en libertad. -Mary se sentó en otra silla giratoria-. He dejado a Lou investigando por ahí, pero no hemos encontrado a ningún testigo que pueda ayudarnos en la defensa. De todas formas, un montón de vecinos vieron a Connolly correr calle abajo. Creo que lo hizo ella, Judy. Creo que ella lo mató.

– Por supuesto que lo hizo. Y además trafica con drogas. Un buen elemento.

Judy contó a Mary sus clases de boxeo secretas y de lo que se había enterado por medio de Ronnie Morales. Mary no salía de su asombro.

– Eso no puedo creérmelo -dijo Mary cuando la otra hubo terminado.

– ¿El qué? ¿Las drogas? ¿El asesinato?

– No, las clases de boxeo. -Se sentía herida-. Me has dicho que ibas al ginecólogo.

– Te he mentido. Lo siento, pero tenía que hacerlo.

– ¿Por qué?

– Porque si te lo hubiera dicho, me habrías acompañado y luego tu madre nos habría matado a las dos.

– Tonta. -Mary sonrió-. Mi madre sólo te habría matado a ti.


10

Puesto que estaba ya fuera de horas de visita, Bennie tuvo que esperar a Connolly en el cubículo de comunicaciones. No recordaba haberse sentido jamás tan vacía. Había competido en regatas de remo, había manejado la espadilla con músculos y agallas, pero jamás se había sentido tan agobiada. La fatiga tras una carrera desencadenaba siempre una cierta euforia, si bien con un punto de somnolencia, a lo que se unía la tranquilidad de la consecución; en cambio, el cansancio que experimentaba en aquellos momentos tenía un cariz más sombrío. Era una fatiga que se hundía hasta los huesos y procedía en parte de la aflicción y también de haber tenido que reprimirla. Se incorporó en el asiento de plástico, juntó y separó las manos sobre la pulida superficie de fórmica y finalmente las apretó junto al regazo.

Tuvo un sobresalto al oír el claqueteo, levantó la vista y vio que acompañaban a Connolly por el vigilado pasillo, hacia la comunicación. La reclusa avanzaba con paso firme descendiendo por el corredor, y a Bennie se le ocurrió que el nivel de ruido normal no le había dejado oír siquiera sus pasos. Connolly andaba como Bennie, deprisa, con los pies ligeramente hacia fuera. Era algo que siempre había preocupado a su madre, que no paraba de repetirle: «Tienes que andar con las piernas juntas, como una señorita».

– ¿Qué has dicho? -le preguntó Connolly, con expresión desconcertada, al entrar hacia la parte del cubículo destinado a las reclusas.

– ¿Cómo?

– Has dicho algo sobre mi forma de andar.

– No, no he dicho nada. Decía… -La voz le falló y tuvo que aspirar una considerable bocanada de aire-. Mejor será que se siente. Tengo malas noticias.

– ¿Sobre el caso? ¿Algún problema? -Connolly se sentó y se inclinó un poco sobre la tabla-. Lo sabía. Sabía que ocurría algo. Lo intuía.

– No, su caso sigue el curso normal. Se trata de algo peor. Mi madre ha… ha fallecido. En el hospital. No ha sufrido ni tampoco se ha encontrado sola.

– ¡Jo, qué alivio! -saltó Connolly, y luego quedó inmóvil al ver la expresión de asombro de Bennie-. Quiero decir que es un alivio que no haya sufrido -se apresuró a añadir Connolly, pero Bennie cayó hacia atrás contra el respaldo como si la hubieran empujado.

– No es lo que me ha parecido a mí. Creo haber oído que le aliviaba el hecho de que ella…

– ¿Hubiera muerto? Evidentemente no me alivia que haya muerto. ¿Por qué tendría que aliviarme? No es eso lo que quería decir, ¡maldita sea!

– ¿No? ¿Acaso le importa algo?

– ¡Oh, por favor! -Connolly se pasó la mano por el pelo rojizo-. Bueno, vale, me ha aliviado que no se tratara de mi caso. Acaban de despertarme para decirme que mi abogada lleva horas esperándome aquí. ¿De qué podía pensar que se trata si no? Tú misma dijiste que no íbamos a hablar de asuntos personales, como de nuestra madre, y por ello lo último que esperaba era que aparecieras para hablar de ella. Ni siquiera sabía que estuviera tan enferma. Creía que tenía algo mental, pero nada más. No creo que la gente muera de algo así.

– Por supuesto que no.

– Pues lo siento mucho. Por las dos.

Connolly iba asintiendo, pero Bennie se dio cuenta de que hablaba con la máxima naturalidad. Tal vez todo el mundo estaba en lo cierto con respecto a Connolly. Tal vez era una persona cruel, una asesina. Una traficante de drogas, como sospechaba Carrier.

– Resulta -dijo Bennie- que hoy he tropezado con algo referente a su caso. Una de mis asociadas cree que usted estaba implicada en la venta de drogas, con las mujeres de los boxeadores.

– ¡Es la hostia!

Connolly soltó una risita compungida y a Bennie se le revolvieron las entrañas.

– Eso no es un desmentido. Usted siempre dice: «No es verdad», «Eso es absurdo», «Me sorprende la simple insinuación».

– No es verdad. -La glacial mirada de Connolly se encontró con la expresión reservada de Bennie-. Te juro que no he tenido nada que ver con ningún trapicheo de este tipo. Conocía a las mujeres de los boxeadores pero te juro que nunca les vendí drogas.

– Una de las mujeres se llama Valencia. No sé su apellido. Tengo entendido que está aquí, en esta cárcel. ¿La conoce?

Connolly parpadeó.

– No. No conozco a nadie que se llame Valencia y nunca he tenido nada que ver con el tráfico de drogas. Como tampoco Anthony tenía nada que ver, a pesar de lo que pueda decir tu asociada.

Bennie se hundió en el asiento, agotada. Confusa. Enojada, histérica ante un importante caso. Cada día descubría una nueva mentira de Connolly. Primero fue lo de Bullock, ahora, lo de las drogas. Bennie se enfrentaba a algo que no había calculado aquella noche mientras conducía camino de la cárcel.

– Le dije que no me mintiera y lo hizo, y ahora ya no puedo confiar en usted. Me veo incapaz de seguir adelante, sobre todo ahora… con mi madre… le conseguiré otro abogado, el mejor penalista.

– ¿Me abandonas?

– No del todo. Me situaré como observadora de primera fila, pues no puedo seguir llevando la defensa. Y menos ahora, que acaba de morir mi madre. Se merece que alguien llore su ausencia.

– ¿Y yo, qué merezco? -saltó Connolly; Bennie se inclinó un poco hacia delante, enojada.

– No se trata de usted sino de la mujer que, según dice, la trajo al mundo. ¿Cómo puede dejarla tan tranquila la muerte de su propia madre?

– Tendrás que perdonarme por no llorar. -Connolly torció los labios con expresión amarga-. Siempre le importé un pepino a mi madre. Me abandonó en cuanto pudo. A ti sí que te cuidó. Te eligió a ti. Puedes comprender que ahora mismo lo que más me preocupa es mi pellejo. Soy egoísta a tope. Me viene de ella.

Bennie hizo una mueca de dolor. Estaba agitadísima. No soportaba que alguien hablara de aquella forma de su madre, especialmente entonces. De repente se vio más hermana de Connolly que el día en que la había conocido. Se levantó, rígida, y se dirigió hacia la puerta. Quería perder de vista a aquella mujer.

– Tú no vas a abandonar el caso ahora, Rosato -gritó Connolly-. Yo leo los periódicos, veo los informativos. Nuestra historia acapara todos los titulares. Hemos despertado la curiosidad de los medios de comunicación, y lo mismo ocurrirá con el jurado. ¿Quién podría defenderme mejor que mi hermana gemela?

Bennie se encontraba mal, se veía atrapada.

– ¡Funcionaría! -gritó junto a la puerta, a pesar de que sabía que ésta las estaba observando.

– ¡Que te jodan! -exclamó Connolly cuando apareció la funcionaría, y aquellas palabras retumbaron en su cabeza durante todo el camino de vuelta al despacho.


Bennie encendió las luces de la recepción y fue pasando por delante de los desiertos escritorios de las secretarias. Las impresoras y aparatos de fax estaban desconectados, las luces de los despachos de sus asociadas, apagadas, y, por el pelo de la moqueta, Bennie pudo ver que ya habían pasado las señoras de la limpieza. Le satisfizo comprobar que en la empresa todo funcionaba en aquellos momentos en que ella no podía ocuparse de nada más.

Se metió en su despacho y se sentó ante el escritorio. Encontró la correspondencia profesional cubierta por un montón de tarjetas de condolencia de tonos rosado, morado y gris. Al verlo se le hizo un nudo en la garganta, y lo apartó sin leer ninguna. No le apetecían las muestras de compasión. No le apetecía constatar los sentimientos de los otros.

Bajo las tarjetas se encontraba la carta que Carrier había dirigido al juez Guthrie, en la que se le pedía un aplazamiento. Bennie la estrujó y la tiró a la papelera, moviendo la cabeza. Jamás había tomado una decisión tan radical con respecto a un caso. De entrada, ya no tenía que haberlo aceptado. Se había equivocado muchísimo y ahora debía enmendarlo.

Pulsó una tecla del ordenador y se dispuso a redactar una solicitud de permiso de retirada en la defensa y al tiempo plantear una alternativa, como hacían en general los letrados, de una semana de aplazamiento a causa del fallecimiento de un familiar. Dejaría el escrito allí, con una nota para Carrier a fin de que lo tramitara con la máxima urgencia y explicara al resto la razón que había movido a la jefa a dar el viraje. Una vez terminada la solicitud, escribió sendas cartas a los dos mejores penalistas de Filadelfia, ofreciéndoles la defensa de Connolly, y las mandó por fax. Ambos estarían encantados de aceptar un caso de tanta relevancia.

Bennie, no obstante, lo único que experimentaba era alivio al pasar a otro el destino de Connolly.


En cuanto abrió la puerta de su casa, Grady la acogió en sus brazos. Quedaba claro que la había estado esperando, pues seguía con su ropa de trabajo: la camisa blanca, ya arrugada, y el pantalón del traje, también deslucido.

– ¡Mi pequeña! ¡Cuánto lo siento! -le dijo cariñosamente-. Llevo todo el día intentando localizarte. ¿Cómo te encuentras?

– Bien, supongo -respondió ella, pero aquellas palabras incluso a ella le parecieron poco creíbles. Siguió entre sus brazos, aunque con cierta renuencia, y no tanto porque no deseara sus muestras de afecto sino porque no le apetecía que nadie la estrechara-. Creo que lo tengo todo bastante organizado.

– Tenía que haber estado a tu lado. ¡No sabes cuánto lo siento! -Grady la abrazó con más fuerza, y ella notó su gemido-. Tenía una reunión sobre esa estúpida fusión. Dije que no me pasaran ninguna llamada y he recibido tarde tu mensaje.

– Tranquilo, tampoco hubieras solucionado nada. He hecho lo que debía. Además, Hattie ha estado con ella hasta el último momento.

Bennie intentó librarse de sus brazos, pero él la sujetó con más decisión.

– Menos mal que ha tenido a Hattie.

– Sí -respondió Bennie, descubriendo que ya no sabía qué más decir. No tenía ganas de hablar. No quería que la acariciaran. Sólo le apetecía subir al dormitorio, tenderse en la cama y librarse al desconsuelo. Tal vez permitirse otra larga sesión de llanto-. ¿Me dejas, por favor? -dijo de pronto, y Grady la soltó con una sonrisa de desconcierto.

– Claro, cariño, lo siento.

– Estoy muy cansada. Necesito tumbarme. -Notó un empujoncito en la pierna, bajó la vista y descubrió a Bear junto a ella, con la cola para abajo. El cuerpo del animal le transmitía calidez; Bennie le acarició el pelo de detrás de la oreja-. Los perros son un encanto -dijo, con voz pastosa.

– Vamos arriba. Te arroparé.

– Puedo hacerlo sola.

– Lo admitas o no, en estos momentos me necesitas. Voy a llevarte arriba y a meterte en la cama. ¿De acuerdo?

Bennie sonrió, aunque incluso le dolió el gesto.

– Vale -dijo, y le permitió llevarla a la cama y arroparla como si fuera una niña.


11

A la mañana siguiente, a primera hora, Judy se encontraba en la sala de reuniones leyendo y releyendo el fax, como si así pudiera cambiar su resultado: «Se dispone, por consiguiente la denegación de la solicitud de retirada de la defensa, así como la propuesta alternativa de aplazamiento del juicio».

– No lo entiendo -dijo Judy-. ¿Cómo puede denegarlo?

– ¿Que Guthrie nos ha denegado la solicitud? ¿Todo? ¿No admite la retirada? ¿Ni un aplazamiento? -Mary, de pie a su lado, iba estudiando la orden-. Ni siquiera da una razón para ello. Ninguna explicación.

– No tiene obligación de explicar nada, es un juez.

– Es deprimente. A Bennie le será imposible sacar adelante el caso. ¡Acaba de morir su madre, por el amor de Dios! ¿Y no puede concederle una semana, ni tres días?

Judy negó con la cabeza.

– Debe de haber calculado que ya tiene tres días, si contamos a partir del jueves. Serían: viernes, sábado y domingo. La selección del jurado está programada para el lunes, y enseguida se abrirá la sesión.

– ¿Podríamos presentar un recurso?

Judy levantó la vista.

– ¡No, lista! Se trata de una orden a la que se da curso legal provisionalmente, y no puede presentarse recurso hasta que el caso esté visto para sentencia.

– Ya lo sabía. La pregunta tenía truco.

Judy sonrió, pensando.

– Imagino que podríamos presentar algún tipo de petición de urgencia, o bien alegar falta de ética, pero no conseguiríamos nada. El Tribunal Supremo no interviene gracias a un criterio de urgencia por algo que se considera criterio del juez. Y alegando falta de ética, lo que sacaríamos sería una reprimenda.

– También lo sabía.

– ¿Qué es lo que sabías?

– Lo que me acabas de decir.

Judy sonrió, pero le duró poco la expresión.

– Me sabe mal molestar a Bennie con esto. ¿La llamo a casa?

– Por supuesto. ¿Qué otra cosa podemos hacer? Que trabaje en su casa si quiere y nosotras le vamos pasando la información. -Mary señaló con la cabeza los papeles que tenía sobre la mesa-. He descubierto que Burden sigue fuera del país. Le mandaré un informe. Haré también la transcripción de las notas que he tomado en la investigación con los vecinos y le haré llegar una copia con un mensajero. Luego puedo redactar la revisión de las declaraciones de los testigos de la acusación.

– Puede ser una buena ayuda.

– Soy un pozo de recursos. ¿Qué vas a hacer tú?

– Corregir tus trabajos, como siempre -respondió Judy y luego cogió el teléfono para llamar a Bennie.


Bennie estaba sentada en el borde de la cama, con su albornoz blanco, aún con el teléfono en la mano después de que su asociada hubiera colgado tras ponerla al corriente de todos los asuntos. No se le ocurría el nombre de un solo juez capaz de negarle la solicitud, como mínimo en lo referente al aplazamiento, y consideraba que no era propio de alguien de la talla de Harrison Guthrie. Perpleja, siguió con el teléfono en la mano, hasta que Grady se lo colgó.

– ¿Por qué lo ha denegado? -preguntó Grady, quien vestía vaqueros y camiseta gris; se había levantado pronto y había preparado café y unas tostadas, que Bennie ni siquiera había tocado.

– No lo sabemos. No consta la razón, sólo la orden.

– ¿También ha negado el aplazamiento? ¿Qué le rondará por la cabeza?

– ¡Quién sabe! -exclamó Bennie, moviendo la cabeza. Notaba un dolor en las sienes y los ojos resecos y pegajosos. Tras una noche de insomnio, estaba decaída. Bear, que iba de un lado para otro, apoyó su ancha cabeza en el muslo de Bennie, quien se la acarició con gesto maquinal-. Puede que a la solicitud le faltara algo. Tal vez debí investigar algún caso, un determinado precedente…

– No. -Grady cruzó los brazos-. Eso no habría cambiado nada. A él le respalda la ley en este sentido, pero, por derecho consuetudinario, como mínimo podía concederte el aplazamiento. Aunque fuera por consideración hacia ti.

– Será por culpa del revuelo de la prensa. Es posible que quiera acabar de una vez.

– Imposible. ¿No crees que la decisión levantará más polvareda? Cuando salga a la luz que tu madre ha muerto y no te ha concedido ni una semana… Algún día tendrá que presentarse de nuevo para la reelección.

– Todo le funciona. Quizá no le preocupa la reelección -dijo Bennie, aunque antes de terminar la frase se dio cuenta de que no tenía ninguna lógica. A todos los jueces les preocupaba la reelección, o cuando menos la opinión que se tenía de ellos-. Es como si se hubiera empeñado en fastidiarme.

– Es posible. No todo el mundo opina, como yo, que eres la mejor.

– Un momento… -dijo Bennie, al despertársele de repente el cerebro. Podría tratarse de algo personal, aunque no dirigido a ella. ¿Qué había dicho Connolly el primer día? «No me extrañaría que el juez estuviera también en el ajo.» ¿No estará en el ajo el juez Guthrie?

– ¿En el ajo?

– En una confabulación contra Connolly.

– ¿Cómo?

– Piénsalo un poco, Grady. ¿A quién le afecta más la decisión? A Connolly. -A Bennie se le aclararon las ideas como cuando se despeja el día. Las cosas empezaban a encajar-. Yo estoy aquí enfrascada en mí misma cuando lo que se está cociendo es la vida de Connolly. Con esta resolución, queda atascada en manos de una abogada que no dispone de tiempo ni de energía para preparar el juicio. ¿Qué posibilidad tiene de ganar?

– ¿Una confabulación en la que participa el juez Guthrie?

– No es algo imposible. Alguien está apuntando, y el blanco no soy yo, sino Connolly. Piensa cómo han ido las cosas. Primero: alguien filtra a la prensa que ella es mi hermana gemela. Segundo: alguien del Colegio de Abogados empieza a incordiar con lo de la licencia. Tercero: no se me concede el aplazamiento la primera vez que lo solicito, cuando era algo de lo más razonable. Y ahora tampoco lo consigo, a pesar de que haya muerto mi madre. Eso tiene un cariz sospechoso, y subiendo llegas hasta el juez Guthrie.

– Oye -Grady cogió una silla, la arrastró por el parqué y se sentó en ella junto a la cama-, Bennie, ¿estás diciendo que un juez de un tribunal está metido en un complot contra una acusada? ¿Qué visos de realidad tiene eso?

– Es posible -respondió Bennie, despierta, con la sensación de salir de unos años de somnolencia-. Guthrie consiguió la plaza de juez gracias a Henry Burden, quien fue fiscal de distrito y conoce todos los entresijos de las fuerzas del orden. Según Connolly, los polis le tendieron una trampa, y la llegada de los agentes al lugar del crimen, me refiero al momento exacto en que hicieron su aparición, es algo que levanta sospechas. A pesar de que Connolly traficara…

– ¿Connolly traficaba con drogas? -la interrumpió Grady, y Bennie recordó que no se lo había comentado.

– Pongamos por caso que los polis hubieran matado a Della Porta y montado la historia para incriminar a Connolly; ¿tú no crees que un juez puede estar implicado en la trama? ¿Nunca has oído hablar de corrupción judicial? ¿De jueces corruptos? ¡Por favor! Hace unos años, se ofrecía dinero contante y sonante por determinados casos, Grady. A tocateja.

– Connolly es una mentirosa. Te ha mentido con lo de la confabulación contra ella y también en lo de que es tu hermana gemela. Y ahora resulta que está implicada en tráfico de drogas… Está manipulando…

– No sabemos si ha mentido en estos puntos, Grady. Aceptó hacerse la prueba del ADN. A las dos nos sacaron sangre ayer. O anteayer. ¿Te lo había comentado?

Bennie se frotó los ojos. La muerte de su madre le había quitado de la cabeza otros pensamientos.

– No me lo habías dicho, pero aunque lo aceptara, eso no te asegura nada.

– ¿Por qué? De haberse negado, tú habrías hecho tus deducciones. Igual que yo.

Grady ladeó la cabeza.

– Puede que haya aceptado para despistarte. O bien ella cree que es tu hermana gemela. ¡Quién sabe!

Bennie soltó un suspiro de exasperación y desconcierto. No habría puesto la mano en el fuego, pero veía que en la negativa del juez Guthrie había gato encerrado. Saltó de la cama pegando una sacudida a Bear, que tenía la cabeza en su regazo.

– Tengo que vestirme.

– ¿Cómo? ¿Por qué? -preguntó Grady, perplejo-. ¿Te vas a trabajar?

– No exactamente -respondió ella, y corrió hacia la ducha.

12

– ¡Santo cielo! Señorita Rosato… ejem… No tiene cita, ¿verdad?

La recepcionista del juez, ya entrada en años, la miró sobresaltada a través de las bifocales y empezó a revisar la agenda que tenía abierta sobre la mesa.

– Es una visita improvisada. No he encontrado al juez Guthrie en su despacho del tribunal y he pensado que estaría aquí.

– Sí, claro, pero no es normal aparecer así, sin cita previa.

– No se preocupe, estará encantado de verme -dijo Bennie guiñándole el ojo.

La mujer se levantó agitando la mano.

– No, se lo ruego. No puede entrar. El juez está trabajando.

– Lo mismo que yo -dijo Bennie.

Corrió hacia el despacho, llamó a la puerta y la abrió.

El despacho del juez estaba decorado en estilo shaker [2]; un antiguo mobiliario de cerezo rodeaba una elegante alfombra de seda oriental situada frente al gran escritorio de caoba. Una serie de títulos cubrían las revestidas paredes, y las lámparas de tonos anaranjados proyectaban una tenue luz sobre los registros y tratados legales que llenaban los estantes. El juez se encontraba de pie leyendo un grueso informe de los EE.UU.; las rígidas y marfileñas páginas se abrían en forma de abanico. Miró a la intrusa por encima de las gafas de lectura con montura de concha.

– Señorita Rosato -dijo, dando la espalda a la colección de volúmenes color crema. Sin la típica vestimenta judicial, se le veía frágil y algo encorvado-. Le ruego que acepte mi más sentido pésame por la pérdida de su madre.

– Ya lo he recibido esta mañana. «Acéptelo por la presente», creo recordar que decía.

– Ah, tiene razón. Ya imaginé que tal vez la decepcionaría.

– También es cierto. Aunque más bien me ha desconcertado, señoría.

– Llámeme juez, se lo ruego, señorita Rosato. Los abogados que entran empujando a mi despacho me llaman juez.

Bennie se vio incapaz de esbozar una sonrisa.

– Tengo que saber por qué no me ha concedido lo solicitado, juez. Tendría que poder retirarme, sobre todo en estas circunstancias. No puedo defender a la acusada. Mi relación con ella es demasiado personal, me encuentro implicada emocionalmente, y con lo de mi madre…

– Comprendo sus circunstancias -dijo el juez Guthrie, sin alterarse, al tiempo que se abría la puerta y por ella asomaba su secretaria, con aire angustiado, a la que acompañaba un empleado del juez.

– He llamado a las fuerzas del orden, juez -le interrumpió la secretaria con voz trémula-, y vienen para acá.

Dirigió una mirada a Bennie, quien creyó adivinar un atisbo de disculpa tras las bifocales, pero el juez se echó a reír.

– Anule la petición, Millie.Y usted, vuelva al trabajo, Ronald. Yo mismo me ocuparé de la señorita Rosato. No es la primera letrada que se siente molesta por una de mis decisiones, y además tampoco infunde tanto terror como ella cree…

– Bien, juez.

La secretaria hizo una leve inclinación de cabeza y se retiró, cerrando la puerta al salir.

El juez Guthrie se aclaró la garganta.

– Imaginaba que mi decisión no iba a gustarle. Me ha costado llegar a ella, teniendo en cuenta que comprendo su estado de ánimo tras el reciente fallecimiento, y que usted y yo nos conocemos desde hace tiempo, ¿verdad?

– Pues sí.

– Le tengo un gran aprecio, señorita Rosato. Se lo digo sinceramente. Y a pesar de todo he tenido que denegarle la petición de retirada. Recuerde que antes aprobé su solicitud de hacerse cargo de la defensa. No ha pasado ni una semana y ya me pide la retirada. Una conducta que yo no apruebo. Crearía confusión, y no sólo en cuanto a mi agenda sino con respecto a los derechos de los acusados.

– Supongo que lee usted los periódicos. Se habrá dado cuenta de que en el caso se dan circunstancias atenuantes. Me equivoqué, lo admito. No debería haberlo aceptado.

– Se refiere a lo del «caso de la hermana gemela asesina». Quisiera poder dejar a un lado el sensacionalismo de los medios de comunicación, pero hoy en día es imposible. -El juez Guthrie movió la cabeza y la rala cabellera brilló bajo los reflejos de las luces del despacho-. Realmente fue una imprudencia por su parte implicarse en el caso Connolly. Pero lo hizo y aquí estamos. No recuerdo que mencionara en su petición que la acusada deseara su retirada.

– No. Quiere que siga defendiéndola.

– Eso imaginé. -El juez asintió-. De modo que no podría concedérsela, compréndalo.

Bennie tragó saliva. En aquel caso, desde el primer momento se había visto obligada a defender lo inalcanzable.

Y seguía así.

– ¿Y por qué se me niega el aplazamiento, juez? Es un procedimiento de rutina en caso de fallecimiento de un familiar directo. El juicio no ha empezado aún. Sabe perfectamente que tengo derecho al aplazamiento.

El juez Guthrie se puso rígido.

– No estoy acostumbrado a planificar los casos en función de la disponibilidad de los abogados. Sería empezar la casa por el tejado, apreciada amiga. Le dije en la vista que no íbamos a permitir más demoras, y sigo manteniéndolo. Tengo programado para la semana próxima un asunto de incumplimiento de contrato, en el que la defensa viene de fuera, que va a ocuparme un mes entero. Bien, pues ya tiene mi decisión.

El juez Guthrie cerró el registro que sostenía y el sordo ruido puso el punto y final a la frase.

– No creo que ésa sea la verdadera razón, juez.

– ¿La verdadera razón? ¿Cuál es, pues, la verdadera razón, señorita Rosato?

Bennie vaciló. Estaba acostumbrada a sondear a los polis, pero un juez era harina de otro costal.

– Creo que ha habido una confabulación contra Connolly y tengo la impresión de que usted ha participado en ella. Opino que está protegiendo a la policía a cambio del favor que le hicieron en el acceso a la judicatura. Pienso que por eso pasó de entrada la defensa de Connolly a Henry Burden, y él la aceptó. Y como ahora Burden se encuentra fuera del país, nadie puede hacerle ninguna pregunta.

– ¡Madre mía, vaya teoría! -El juez Guthrie esbozó una leve sonrisa y dejó el libro en su sitio. Cuando se hubo instalado cómodamente en su sillón, volvió la cabeza para mirar a Bennie-. Jueces corruptos, policía corrupta, abogados corruptos. ¿Quién está detrás de todo esto, y por qué?

A Bennie le pareció extraña aquella reacción y pensó que no estaba negando nada ni siquiera a conciencia.

– Aún no lo sé, pero lo importante no es tanto el quién sino el qué, y la respuesta sólo puede ser el dinero. Siempre lo es. Creo que hay muchos que piensan llenarse los bolsillos condenando injustamente a Connolly. Les interesa que tenga un abogado con tantas preocupaciones que no disponga de tiempo para reflexionar o trabajar el tema a fondo. Y da la casualidad de que a mí eso me mueve a tomármelo aún más a pecho.

– Comprendo. Bueno, si es que sospecha que ocurren cosas tan terribles, ¿por qué no se lanza y pone una demanda? -El juez Guthrie se quitó las gafas y con dos leves soplos limpió primero uno de los cristales y luego el otro-. ¿Por qué entrar aquí hecha una furia para no sacar nada?

Bennie no respondió. Le pareció raro. ¿Le estaba insinuando algo?

– He venido aquí concediéndole el beneficio de la duda.

– Ah… -El juez levantó aquella huesuda mano de la que colgaban las gafas con montura de concha-. O sea que no tiene pruebas. La mueve únicamente la sospecha, no fundamentada, por cierto, que es lo único que la motiva. No está de acuerdo con mi decisión y opta por irrumpir en mi despacho. Viene aquí sin nada tangible. Con alegaciones insidiosas. No sé si sabe que algún abogado ha perdido su licencia por actuar de esa forma.

– Ya han intentado arrebatármela. Pero no lo han logrado.

– La veo muy nerviosa. -El juez Guthrie giró su butaca de cuero. Tenía sobre el escritorio unos mazos de adorno en malaquita y cristal, y en un extremo una gran lámpara de porcelana. Su luz se proyectaba sobre una balanza de latón lacado, obsequio del Colegio de Abogados-. Recuerdo lo que pasé yo cuando murió mi madre. Me tocó organizar las honras fúnebres. Pero al mismo tiempo seguí trabajando en la empresa, pues muchos clientes dependían de mí. No me tomé a la ligera la responsabilidad, como tampoco la de cumplir con mi deber familiar. Jamás me he tomado a la ligera las responsabilidades, ya sean las profesionales o las familiares.

Bennie hacía esfuerzos por leer entre líneas. ¿Alguien le estaba amenazando a él o a su familia?

– Actúo en defensa de mi cliente, juez. Estoy convencida de que la están acusando de un crimen que no cometió. Y no estoy dispuesta a que la condenen por ello. Como no debería tolerarlo tampoco usted.

– ¡Señor, Señor!

El juez Guthrie se puso de nuevo las gafas y miró hacia la ventana. El Palacio de Justicia se encontraba en la esquina de una de las principales avenidas de una ciudad que batallaba por mantener sus servicios en el centro. Toda la panorámica que se veía se limitaba a las ventanas en penumbra del deshabitado bloque de oficinas del otro lado de la calle. Por un momento a Bennie le pareció que el juez estaba ausente y tuvo la impresión de que si estaba implicado en la maniobra, se sentía coaccionado.

– ¿A quién protege usted, juez? ¿Qué le ata a ellos?

– ¡Señor, Señor! -repitió el juez Guthrie arqueando los dedos mientras miraba hacia la ventana-. La aflicción es algo curioso. Le afecta a uno al cerebro. Está pasando unos días de fuertes emociones, pero tendrá que dejarlas a un lado. Está hecha un lío, los nervios se han apoderado de usted a causa de la terrible pérdida, pero ha llegado el momento de seguir adelante. Le espera un montón de trabajo, señorita Rosato, y tiene poquísimo tiempo para realizarlo.

Bennie suspiró, destrozada.

– Si he de llevar el caso, señoría, derribaré a sus amigos. No me obligue a hacer lo mismo con usted.

– Espero sinceramente que se mejore, señorita Rosato. He mandado unas preciosas flores a su madre. No vaya a ser que me considere un hombre perverso. -El juez Guthrie giró en su butaca para mirarla de frente, extendiendo lentamente las manos-. No soy un hombre perverso -repitió.

– A todos deben juzgarnos por nuestras obras -respondió ella y salió del despacho dejando al juez oculto tras sus premios.


«¿Algún comentario sobre la decisión, Bennie?» «¿Qué opina de la resolución del juez Guthrie?» «¿Presentará recurso contra la decisión del juez, señorita Rosato?»

Bennie pasó disparada entre los periodistas que la esperaban en el Palacio de Justicia y frente al edificio donde tenía el despacho. La siguieron de un lugar a otro, importunándola con preguntas, empujándola, acercando las cámaras y las grabadoras a su rostro. Se dio cuenta de hasta qué punto se había ralentizado su mundo, como mínimo su mundo interior, desde la muerte de su madre. Tenía la extraña sensación de ser una inválida a la que se le obliga a salir al exterior, a la luz del día, a ir de acá para allá, y todo aquello la desorientaba. Esquivó a la prensa con mano temblorosa, casi rezando para que las cámaras no transmitieran su estado nervioso.

– Sin comentarios -murmuró al entrar por la puerta giratoria hacia el vestíbulo, y una vez allí se dirigió hacia el ascensor. Se abrieron las puertas de éste y Bennie subió a su planta. En la recepción se respiraba la tranquilidad de un oasis, a pesar de que todo el mundo fijó su mirada en ella. Evitó aquellos ojos atentos, a excepción de los de Marshall, que, como siempre, se encontraba en su mostrador-. ¿Algún mensaje? -se limitó a preguntarle.

– Sí, por supuesto -respondió Marshall. La muchacha se apartó un mechón de pelo del rostro, colocándoselo tras la perforada oreja, recogió el correo y se lo entregó-. Lo siento muchísimo…

– Gracias -dijo Bennie, aceptándole lo que le entregaba o bien su frase comprensiva.

Debía alejar de su mente aquel tema si quería trabajar con efectividad, y estaba dispuesta a hacer lo que le había dicho al juez Guthrie. Si alguien quería verla paralizada, su única respuesta sería la de avanzar con más rapidez. Con los papeles bajo el brazo se fue directamente a la sala de reuniones.

– Lo siento mucho, Bennie -dijo Judy, con la expresión de tristeza dibujada en su joven rostro.

A Mary se le notaba que había llorado.

– Realmente, lo…

– Siento -acabó la frase Bennie, añadiendo después-: Ya lo sé. Te lo agradezco. Pero nos encontraremos en un gran apuro si no nos metemos de lleno en el trabajo. -Arrojó los papeles sobre la mesa de reuniones, donde aterrizaron con un ruido sordo-. Vamos a ver cómo está el asunto. He recibido vuestras notas. Cuéntame los detalles, Mary.

Mary la puso al corriente de los deprimentes resultados de sus investigaciones en el vecindario. Concluyó diciendo:

– Lou sigue ahí, o sea que tal vez descubra algo.

– Tal vez -repitió Bennie, y se volvió hacia Judy-. Cuéntame eso de las drogas. He leído el mensaje sobre Valencia. Connolly dice que no la conoce y niega que traficara con drogas.

– No me extraña -respondió Judy, y repitió lo que le había contado Ronnie Morales-. Si quieres, vuelvo al gimnasio a ver si descubro algo más. Me interesaría conocer a alguna de las otras esposas y ver qué saco.

– No, ahora cogeremos la directa. A ti te va a tocar el papeleo. Instrucciones con respecto al jurado, diligencias y preguntas preliminares. Hay que hacerlo todo ahora mismo, y presentar lo que haya que presentar. -Bennie recogió sus papeles-. Voy a buscar mi copia del expediente y trabajaré un par de horas en casa antes de la ceremonia.

– ¿Esta tarde? -preguntó Mary-. Nos gustaría acompañarte…

– Os lo agradezco, pero ninguna de las dos puede ir. Tenemos que organizar la defensa.

Judy frunció el ceño.

– Pero quisiéramos estar a tu lado. Podemos trabajar luego.

– No. -Bennie se fue hacia la puerta-. Si os veo allí, estáis despedidas. No presentéis nada sin que yo lo haya visto. Me mandáis lo que sea a casa por fax o por mensajero. Si tenéis alguna pregunta o necesitáis algo, podéis llamarme.

– De acuerdo -dijo Judy, desconcertada, y Mary asintió al tiempo que Bennie salía corriendo hacia su despacho a preparar la cartera.


13

En el papel pintado de la pared se acumulaban las flores de lis doradas en imitación piel y la sala era larga y estrecha, casi como un ataúd. A través de las delgadas paredes llegaba el sonido de otro velatorio, y el ordinario tejido de la alfombra delataba que el enmoquetado servía tanto para el interior como para el exterior. La funeraria Covella no era la empresa puntera de las pompas fúnebres italianas, donde se celebraban los velatorios de la mafia, pero Bennie la había considerado adecuada para el caso. Era un lugar sencillo, sin pretensiones, pequeño, como su madre, aunque tuviera trofeos de bolos en el estante del fondo, ¡qué se le iba a hacer! A Bennie le importaba poco el entorno en el que llorar la pérdida de su madre. La lloraría el resto de su vida.

Se dejó caer en una butaca excesivamente mullida de la primera fila, entre Hattie y Grady. La cabeza le dolía y los ojos, resecos, le picaban. Notaba el llanto y el vacío en su interior. La prensa se apiñaba en el exterior, pero un cordón de empleados de la funeraria mantenían a los periodistas a raya. Como mínimo en la funeraria reinaba el silencio.

Grady le estrechó la mano, y Hattie se sentó al otro lado de ella. El amarillento pelo era lo único que destacaba en la enfermera; tenía la oscura piel de alrededor de los ojos hinchada, y llevaba un traje pantalón de manga corta negro y un collar de cuentas puntiagudas que ella movía constantemente. Los tres -Grady, Bennie y Hattie- formaban todo el duelo, pero a Bennie aquello no la avergonzaba lo más mínimo. Ella misma había asistido a velatorios de personajes políticos, del mundo empresarial, de su entorno profesional, todos atestados de gente a la que lo que menos le importaba era el cuerpo sin vida yacente entre las flores. Su pérdida era mucho mayor, pues de alguna forma no se diluía al encontrarse sólo los tres juntos, con las cabezas inclinadas.

El pensamiento de Bennie se desplazó hacia Connolly y se sintió satisfecha de que no estuviera allí. Incluso siendo cierto el parentesco, su presencia habría constituido un insulto para la memoria de su madre, teniendo en cuenta lo poco que la había afectado aquella muerte. Cambió de postura en la butaca y se preguntó si tenía que haber intentado comunicárselo a su padre. Winslow no era el marido de su madre, pero tal vez le hubiera agradecido la notificación, si es que la nota que guardó podía considerarse una invitación. Quizás aparecería, como caído del cielo. ¡Cuántas veces Bennie, de niña, había deseado aquello! ¿Y cuántas veces había ocurrido?

Ni se molestó en volverse para comprobarlo, al comprender que sentía por él lo mismo que Connolly sentía por su madre. Se había perdido su vida, y fuera o no decisión de él, no había intentado subsanarlo nunca. Él jamás había hecho nada por establecer contacto con Bennie, ¿por qué, pues, tenía que rebajarse ella para establecerlo? ¿Qué sentiría Bennie en caso de que falleciera? ¿Lo mismo que Connolly ante la muerte de la madre?

Bennie tenía un revoltijo de sentimientos, un desconcierto en las ideas. Se arrellanó en la butaca notando el brazo de Grady en su hombro. Se sentía muy distante de él, de todo el mundo, vivía un aislamiento voluntario. No había invitado a nadie del despacho al velatorio, ni siquiera a su mejor amigo, Sam Freminet. No quería que nadie la viera de aquella forma ni la conociera así.

– Ha llegado el padre Teobaldo -dijo el director de la funeraria, que apareció como salido de la nada.

Tras él llegó un menudo sacerdote católico, de frente sudorosa, larga nariz y un rostro excesivamente adusto para lo joven que era.

– La acompaño en el sentimiento, señorita Rosato -dijo, tendiéndole su enjuta mano. Se situó en el asiento contiguo al de Hattie, quien se presentó a él, dándole la mano-. Encantado de conocerla -dijo él, y a Bennie le pareció que hablaba con toda sinceridad.

– Ha sido muy amable al encontrar un hueco en sus ocupaciones -dijo Hattie con un deje algo ronco en la voz. La mujer se había criado en Georgia y, al igual que Grady, tenía un acento que salía a la luz cuando estaba agotada o conmocionada. Aquella tarde se le habían acumulado las dos cosas-. Ya sé que no conocía usted a la señora Rosato. Era una mujer muy buena. No podía salir para ir a la iglesia.

– Tranquila. No he venido aquí para juzgarla. Nuestro Señor tampoco la juzgará. La acogerá en su seno.

– Estoy convencida de ello, padre -dijo Hattie en tono grandilocuente-. Jesucristo nos ama a todos.

Bennie apartó la mirada. Nunca se había refugiado en la religión y no iba a empezar con la idea de que su madre sería bien acogida por nadie, ni siquiera por Dios. Su mirada se centró en la parte frontal de la sala y se dio cuenta de que ni por un momento había observado el ataúd en el que yacía su madre. Ya le había resultado suficientemente duro verla en el hospital. Hizo un esfuerzo para mirar hacia allí y asimilarlo. Un acto de voluntad, casi contra su voluntad.

Le resultaba más fácil contemplar primero lo que se encontraba alrededor del ataúd que centrar la vista en el propio baúl. Unos apliques de hierro forjado blanco flanqueaban el baúl, proyectando una luz insignificante. Al fondo, unos centros de flores dispuestos con bastante mal gusto: crisantemos jaspeados en rosa y margaritas pintadas de colores formando corazones, estandartes y, algo inverosímil, una herradura. Bennie había pedido unas docenas de rosas blancas con tallo largo, pero al parecer la elegancia y la simplicidad eran algo insólito en un funeral del sur de Filadelfia. Unas cintas de satén blanco colgaban de los floridos corazones; en una de ellas se leía: «A mi querida madre», en imitación de puño y letra, en purpurina, y en la otra: «Mamá», en tono escarlata. Bennie decidió no hacerles caso. Las flores tenían la misma importancia que los trofeos de bolos. Su madre ya no estaba.

En un último esfuerzo, centró la vista en el ataúd y lo que vio le encogió el corazón. Habían montado en el interior del tapizado de satén del baúl una luz rosada que proyectaba un cálido resplandor sobre el rostro de su madre. Le habían aplicado un maquillaje algo oscuro y pintado los labios de un rosa que encajaba con la iluminación. Lo que más inquietó a Bennie fue la forma antinatural de cerrar los labios a su madre, y se inquietó pensando cómo lo habrían conseguido. Tragó saliva y tuvo que luchar por contener las lágrimas. Su mirada pasó luego a uno de los lados del baúl. Una de las rígidas manos sostenía unas gafas de montura metálica. Bennie no comprendía de dónde habría sacado la funeraria aquellas gafas; había olvidado incluso que antes su madre llevaba gafas. ¡Había pasado tanto tiempo enferma sin poder leer!

– Dispense -dijo el director de la funeraria, volviéndose hacia Bennie. El pelo del hombre ya le resultaba más familiar, aunque notó que llevaba perfume Barbasol de lima limón-. ¿Podemos empezar o esperamos al resto del duelo? -preguntó.

– Empiece, por favor -repuso Bennie algo irritada. Se lo había explicado dos veces. «Sólo los tres», le había dicho, pero el otro había dispuesto diez filas de sillas plegables, como si la ausencia de público fuera algo ignominioso. Y probablemente lo era, habida cuenta de la tradición de pagar a las plañideras.

– Pero había otra persona del duelo. ¿Dónde se ha metido?

– ¿Otra persona?

– Un caballero -dijo, levantando la mano, y Bennie se volvió.

No vio más que los trofeos, con sus ángeles de oro falso que aguantaban los bolos como si fueran sagradas formas.

– ¿Quién era?

– No lo sé. No se lo he preguntado. Ha estado aquí hace rato, antes de que llegara usted. Antes de que apareciera la prensa.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Era un caballero mayor y creo que llevaba una americana de paño.

Bennie no daba crédito a lo que oía. Era la descripción de Winslow que le había hecho Connolly.

– ¿Qué quería? ¿Ha dicho algo?

– He comprendido que venía a presentarle sus respetos. Le he insinuado que se celebraría el servicio dentro de unas horas, pero me ha dicho que ya lo sabía. Ha dejado flores.

– ¿Qué flores? -preguntó Bennie con un nudo en la garganta, y el director de la funeraria le señaló unos claveles blancos rociados con atomizador.

– Los he dejado aparte de los centros. Son… diferentes.

– Quiero verlos -dijo Bennie levantándose.

Se acercó a la decoración floral y se arrodilló. Detrás de la rígida amalgama de crisantemos vio un jarrón de cristal con un ramo de cosmos de color rosa, margaritas blancas, rosas de color rosa y caléndulas. Rodeaban el ramo unas bocas de dragón y dedaleras de un morado aterciopelado. Bennie reconoció las flores. Procedían del jardín de Winslow. Se inclinó para tocarlas.

– ¿Bennie? -dijo Grady, quien se le había acercado.

Ella seguía aspirando el perfume. Su padre había estado allí. A llevarle flores a su madre. Se había preocupado por ella. Era una persona real.

– ¿Bennie? -repitió Grady.

Bennie ya se incorporaba, sin pensar nada. Tenía el corazón desbocado. Tal vez el hombre seguía allí. Quizá no se había marchado. Se fue deprisa hacia el pasillo, y al final de la sala, hasta la puerta. No sabía por qué, pues probablemente se había marchado hacía mucho tiempo, pero le buscaba.

Había oscurecido y los periodistas seguían ocupando la acera. Uno de ellos la vio e hizo un gesto a su compañero fotógrafo. Los flashes la cegaron; primero un par y luego una docena. Le cauterizaban el cerebro como si fueran lásers y aun así ella seguía buscando, a pesar de que apenas veía nada. Tal vez se encontraba entre la multitud. Bennie siguió allí, con las manos contra el cristal, en la oscuridad, y no se movió hasta que Grady fue a buscarla.


Después de la ceremonia, Bennie se detuvo en su despacho para recoger sus papeles y luego volvió a casa andando para despejar la cabeza mientras Grady acompañaba a Hattie a su casa. Tenía una defensa que preparar y casi deseaba empezar ya a trabajar. Mejor tener la mente ocupada y dejar a un lado tantas emociones.

Ya en casa, se puso unos vaqueros y una blusa y, descalza, se fue al estudio para ponerse manos a la obra con sus accesorios habituales: un café recién hecho y una arrugada bolsa de M &M. A pesar de tener a mano todo lo que la tranquilizaba, tuvo poca suerte en la primera tarea, la redacción del planteamiento preliminar. Tenía jaqueca. Le dolían las entrañas. Pese a todo, siguió sentada ante el ordenador, dispuesta a redondear la primera frase: «Damas y caballeros del jurado, ante ustedes…».

Cada tecla resonaba en la estancia vacía. Reinaba el silencio en la noche, interrumpido de vez en cuando por alguna sirena policial. Bennie iba tomando el café a sorbos y curiosamente no le sabía a nada. «Damas y caballeros del jurado, ante ustedes…»No.

«Buenos días. Ante ustedes, damas y caballeros del jurado, se encuentra…»De pronto oyó que se abría la puerta de entrada, y seguidamente el golpeteo de unas bolsas de la compra contra el suelo. Sería Grady, de vuelta. Bear, con actitud vigilante, fue hacia la escalera, y Bennie oyó cómo se deslizaban las uñas del perro en las desnudas tablas de madera, pero no la reconfortó la idea de tener compañía. Hubiera preferido la casa para ella sola.

– ¿Cariño? -gritó Grady-. ¿Estás en casa?

– En el estudio -respondió ella, cuando Grady y el perro ya estaban arriba. Él seguía con la ropa de la ceremonia, aunque la corbata estampada se había aflojado formando una torcida V y la camisa ya estaba arrugada.

– ¡Qué bochorno hace fuera! -dijo Grady, acercándose al escritorio de Bennie para darle un beso en la mejilla.

Parecía tener los ojos empañados de lágrimas cuando se centraron en la pantalla.

– ¿Tu presentación?

– Sí.

– ¿Te ayudo?

– No hace falta.

– He comprado nata y un cargamento de M &M. Todo es poco para mi pequeña.

Bennie se esforzó en sonreír pero su cabeza seguía divagando. Su madre. La dedalera aterciopelada. Seguidamente: «Buenos días. Ante ustedes, damas y caballeros…».

– ¿Te apetece charlar un rato? ¿Llorar un poco más? -Grady sonrió con gesto comprensivo-. Ahí tienes un hombro. Dos, en realidad. Podemos tumbarnos juntos, descansar un poco.

– Gracias pero no. No tengo tiempo.

– ¿Quieres hablarme del caso, pues? ¿Ensayar la presentación conmigo?

– No, todavía no he llegado ahí. Aún tengo que redactarla.

Grady frunció los labios.

– ¿Te preparo un café?

– Aún hay hecho. -Bennie se volvió hacia la pantalla. «Buenos días. Ante ustedes, damas y…»-. Lo siento, Grady, tengo que concentrarme.

– De acuerdo -dijo él, dándole otro beso en la mejilla-. Estoy ahí fuera.

Bennie miró la pantalla cuando él salió del estudio con el perro tras sus talones. No lograba concentrarse. Se le enfrió el café y sin darse cuenta empezó a escuchar las idas y venidas de Grady por la casa. Le llegó el aroma de pollo frito e imaginó la cocina llena de vapor con las patatas hervidas. Sabía que luego Grady haría puré con beicon. Grady era un excelente cocinero, sobretodo en especialidades del sur, y estaba preparando una de las cenas que más le gustaban a Bennie.

Oyó el ruido de los platos sobre la mesa de contrachapado. Casi saboreaba la helada cerveza que sin duda él habría abierto. Ya ni recordaba la última comida que había tomado. El olor a beicon chisporroteando subió desde la cocina hasta arriba. Aquello le hacía perder los estribos.

Cerró el archivo que tenía en el ordenador. Tenía que marcharse de allí. Ir a donde pudiera estar lejos de todo el mundo. Tenía que concentrarse en el caso, en Connolly.

Sabía adónde debía dirigirse.


14

Surf Lenihan seguía en el negro asiento envolvente del también negro TransAm. Llevaba un polo blanco, vaqueros y bebía de un tetra brik de batido de fresa. Había aparcado calle abajo, a una distancia prudente de la casa. Estaba observando, en la oscuridad.

Tomó otro trago de batido y tuvo la primera sensación agradable desde que la porquería había empezado a salpicar. Tal vez fuera porque finalmente había cogido las riendas de la situación en lugar de esperar que Citrone espabilara.

Surf era joven e iba escalando en el cuerpo. Ya tenía sus conexiones, al igual que en los negocios, y poco a poco iba conociendo a las personas adecuadas. No permitiría que Rosato le aguara la fiesta. No iba a permitir que nadie se la aguara. Con todo lo que le esperaba.

Seguía ojo avizor en la casa. Un edificio de obra vista, de tres plantas. Cualquiera habría pensado que ella pudo comprar una casa más bonita con el dinero que había sacado del cuerpo. Surf había seguido a Rosato hasta su casa, a una cierta distancia desde el despacho, con el coche de su novia. El TransAm era más espectacular de lo que él hubiera querido, pero como mínimo era negro. Cumplía su función.

En cuanto la vio salir del edificio del despacho, Surf imaginó que iba para casa. Conocía el lugar. Había buscado la dirección en la guía telefónica y habían llegado casi al mismo tiempo; cuando ella doblaba la esquina, Star aparcó en un espacio libre yse hundió en el asiento. Le pareció una mujer fuerte, que no estaba mal, si a uno le gustaban las chicas grandes. A él no. Las piernas estaban bien pero tenía pocas tetas. Además, era abogada. ¿Quién iba a hacérselo con una abogada? Más tarde obtuvo la respuesta: un abogado. Un tipo alto, flacucho, con corbata floreada, entró en la casa más tarde que ella. ¡Lo que faltaba, el mendas llevaba una bolsa de la compra!

Surf volvió la vista hacia la ventana de la primera planta. Un momento antes se había encendido la luz del cuarto pero no acertaba a ver nada, pues las persianas estaban cerradas. Tomó un último trago de batido y tiró el envase vacío al asiento de atrás. Esperaría a que Rosato saliera y luego él decidiría la secuencia. Haría lo que fuera por detenerla.

Siguió la espera. Se encendió una luz fuera de la casa, a la derecha de la puerta de entrada. Tal vez tenía un temporizador. Continuó algo encogido en el asiento. Vio abrirse y cerrarse la puerta. Salió Rosato y descendió la escalera. Llevaba una cartera en una mano y tiraba de la correa de un perro de la otra. Bonito chucho, aunque no tenía el aspecto de perro guardián. La cosa iba bien. Observó cómo subía por la calle, sola, sin el novio. Mejor. Ésta iba a ser la noche. Se iniciaba la secuencia. Encendió el motor, salió del aparcamiento y siguió por la calle detrás de ella.

Redujo la marcha al ver que se metía en un coche, un Ford grande, azul, y vio cómo arrancaba, con el perro asomando la cabeza por la ventanilla de atrás. Se preguntó adonde se dirigía: tal vez volvía al despacho, habría olvidado algo. ¿Con el perro? No. Pasaron por una calle cercana al despacho.

El Ford se paró en South Street. Un punto peliagudo. South estaba bloqueada, como siempre. Las aceras llenas de gilipollas. Parejas dando el típico paseo de después de cenar, los colegas de ligue, tipas del sur de Filadelfia con espesas melenas. Demasiados imbéciles. Allí, Surf no podía hacer nada. Frenó bruscamente ante el semáforo y el arma se deslizó bajo el asiento delantero. La pescó con el tacón de la bota.

¿Adónde iba Rosato? Cuando llegaron al lugar se dio cuenta de que debía haberlo imaginado.

Aparcó en la esquina de Trose Street, a media manzana descendiendo desde el piso de Della Porta, y observó cómo Rosato salía del Ford con el perro y cruzaba la calle para ir hacia el edificio de Della Porta. Surf había estado allí muchas veces, cuando tenía negocios con su colega. La calle era estrecha y oscura. Sin farolas. No circulaba nadie por ella. Estaba a huevo.

Cogió el arma, se la metió en la parte trasera del pantalón y salió del TransAm. Dejó la puerta entreabierta para que el ruido no hiciera volver a Rosato. Ella estaba en la puerta de entrada probando llaves. Le veía la espalda. El perro movía la cola como un desesperado.

Surf cruzó la calle a gran velocidad y llegó a la entrada en el momento en que Rosato abría. Podía haberla empujado hacia dentro y dejarla tiesa allí mismo, pero se detuvo. La luz del vestíbulo era demasiado intensa. ¡Maldición! Se escondió detrás de un árbol delgado junto a la acera. Rosato cerró la puerta después de entrar. A través del cristal, vio cómo subía la escalera.

Surf esperó detrás del árbol hasta que vio luz en el piso de Della Porta. Aguardó un minuto más, como medida de seguridad, y luego se precipitó hacia el edificio y desenroscó la bombilla de la puerta. Toda la entrada quedó en penumbra. Bajó los peldaños y se instaló en la negrura de la parte delantera del edificio. Sabía ser paciente cuando quería. Era algo que Citrone no valoraba en él, le subestimaba.

Lo mismo que Rosato.


15

«Damas y caballeros del jurado, ante…»

No.

«Buenos días. Sentada ante ustedes, damas y caballeros del jurado…»

¡Maldita sea! Seguía sin funcionar. La atención de Bennie aún divagaba, incluso en el piso de Connolly. Estaba agotada, no tenía fuerzas. Bostezó, se apoyó en el respaldo de la silla de Connolly, en aquel estudio idéntico al suyo. Bear había ido con ella, aunque empezaba a arrepentirse de tal decisión. El perro rascaba el suelo de la sala de estar, justo en el punto donde estaba la mancha de sangre. El ruido de aquellas uñas le hacía perder la concentración.

– ¡Bear, por favor! -gritó Bennie, irritada, pero el perro siguió rascando.

Intentó no hacerle caso, pero no podía.

Estaba hecha un lío. Grady le hubiera dicho: «Ya te lo decía yo». Le habría comentado que era una locura ir al piso. ¡Al cuerno con él! Bennie apoyó la barbilla en el puño mientras miraba sin parpadear la blanca pantalla del monitor.

Bear seguía rascando. «Rae, rae, rae.»

– ¡Por favor, Bear, no! -gritó Bennie, pero el otro siguió con lo suyo.

El perro iba a destrozar el suelo.

Bennie se levantó, hizo girar la silla y se precipitó hacia la sala de estar. Bear estaba rasgando el lugar de la mancha, con las orejas caídas hacia delante y el lomo arqueado por el esfuerzo. Un desagradable olor suprarrenal impregnaba la atmósfera.

– ¡Bear! -chilló ella, pero el perro no le hizo caso.

Se acercó a él y lo arrastró por el collar. Las tablas de madera estaban completamente rasgadas, y las marcas sombreaban la mancha. El perro pateaba frenéticamente, impaciente por volver al lugar de donde lo había sacado, y al fin se deshizo de la mano de Bennie. Volvió a la mancha, clavando las uñas en la madera con un movimiento rítmico, ahora una pata, luego otra. Bennie nunca le había visto hacer aquello. ¿Sería la sangre lo que le incitaba? Casi la había hecho desaparecer y estaba destrozando todo el barniz. Ya no se preocupaba por la mancha, parecía que excavara como hacen los perros en un patio. Daba la impresión de que buscaba algo debajo. Tal vez hubiera algo.

Bennie se levantó y fue a la cocina en busca de una herramienta. Abrió un cajón y revolvió entre los cuchillos, los tenedores de trinchar carne y las cucharas de madera. Cogió un cuchillo pequeño y volvió hacia la sala de estar, donde su «ayudante» había logrado destrozar la tabla superior.

– Buen muchacho -dijo Bennie, cambiando de humor.

Se colocó junto al perro, en la misma posición que él, aplicó el cuchillo bajo la tabla haciendo palanca e hizo fuerza. La tabla se torció, al ofrecer más resistencia de lo que ella esperaba en un entablado antiguo. Luego se dio cuenta de que aquella tabla, al igual que las que la rodeaban, era algo más clara que el resto del suelo. Más nueva. Aquellas tablas habían sustituido a otras y el trabajo era muy minucioso. Debajo había algo.

Bennie tiró con todas sus fuerzas y la tabla se astilló y saltó. Bear saltó al agujero abierto y empezó a mover frenéticamente las patas. Bennie siguió trabajando a su lado, aplicando el cuchillo a las tablas y sacando las otras. Dejó la herramienta y observó el agujero. Bear se colocó a su lado, moviendo la cola, emocionado. Bajo aquellas tablas se encontraba un paquete envuelto en papel marrón.

Metió el brazo en el agujero, cogió como pudo el paquete y se lo colocó sobre las rodillas. Era un bulto cuadrado envuelto en papel marrón y atado con un cordel blanco. Tenía el tamaño de una maleta, pero Bennie sabía que no podía contener ropa. Intentó desatar el cordel y al ver que no cedía, lo rompió. No olía a nada y no se le ocurrió zarandearlo. Quitó el papel, casi temerosa de ver su contenido. Con el primer desgarrón asomó un montón de billetes.

«¡Santo cielo!» Bennie sacó un fajo sujeto con una goma azul. Había un grueso de unos quince centímetros de billetes de cien dólares, unos cien billetes. Diez mil dólares. El paquete también contenía fajos de billetes de cincuenta, de veinte y otros de cien; diez montones apaisados, tres de delante hacia atrás; en el paquete había cuatro fajos, arrugados y sucios. Bennie tenía ante sus ojos unos 500.000 dólares en efectivo. ¡Jesús! Todo aquel dinero, contante y sonante, sólo podía proceder de un sitio. Incluso olía mal.

Dinero del tráfico de drogas.

Bennie sintió un mareo. Sospechaba que Della Porta era corrupto y ahí tenía la prueba. Además, lo que había descubierto Carrier, que Connolly traficaba con drogas con las mujeres de los boxeadores, tenía que ser cierto. Connolly se la había jugado, se la había pegado desde el primer momento. Notaba como si tuviera una losa en el corazón. Metió otra vez el dinero en el escondite, arrastró el arcón sobre él y salió zumbando del piso.


16

Alice se entretenía en la puerta de la celda, manteniéndose alejada de la ventana en la oscuridad. Faltaba poco para el último recuento de las doce de la noche. La cárcel estaba en silencio, tranquila; las radios y las teles habían detenido por fin su interminable ruido. Alice no tendría problemas con la guardia, pues algo de dinero surtía un gran efecto con Dexter el Pollas. En aquel centro no había que inquietarse por los guardianes sino por las chivatas. Las delincuentes eran capaces de hacer lo que fuera, incluso delatar a una de las suyas.

Alice observó cómo Dexter avanzaba pasillo abajo, a la hora exacta. Se habían apagado las luces del módulo y sólo se veía el reflejo de un flexo en el mostrador de seguridad, junto a la puerta, donde otro guardián iba pasando páginas de un catálogo de caza, esperando el fin de su turno. Las reglas le exigían permanecer en el mostrador durante el recuento, si bien aquello no significa que le prestara la menor atención.

Dexter se acercaba a la celda de Alice, bajando la cabeza para echar de camino una ojeada en cada puerta. En el centro se realizaban cinco recuentos diarios, incluso uno a las tres de la madrugada, pero el que se consideraba el último era el de medianoche. La hora ideal para llevar a cabo el primer paso de su plan.

El guardián se acercó a la celda de Alice. Ella se movió entre las sombras y controló de nuevo que el destornillador que había despistado del taller de informática siguiera en su sitio. Ahí estaba. Dexter se encontraba a dos puertas de la suya. Su compañera de celda estaba en la cama, fingiendo dormir. A Alice no le preocupaba aquella chávala. Por la cuenta que le traía, cerraría la boca.

Dexter estaba en la puerta de al lado, ladeando la cabeza hacia la celda. Alice se fue directa a su puerta. Dexter llegó allí y tosió, al tiempo que metía la llave en la cerradura y volvía a sacarla con gran tiento. Ella sujetó la puerta con la mano para mantenerla entreabierta, y el guardián siguió silenciosamente su control como si nada hubiera sucedido.

Alice se quedó inmóvil junto a la puerta, vigilando al otro guardián del flexo. A través de la abertura de la puerta oyó los pasos de Dexter a lo largo de la galería de hormigón, deteniéndose en rítmicos intervalos para controlar cada celda. La mano de Alice asió la pesada puerta pero sin abrirla del todo. No quería que el otro levantara la vista en el momento menos adecuado.

Siguió observando al otro guardián que ojeaba el catálogo, hasta que lo cerró y levantó la vista, a la expectativa. Dexter llegó a la última puerta de la planta y luego, bajando los peldaños metálicos, llegó al piso del módulo; su placa centelleó con la luz al llegar al mostrador.

– Listos, Jake -dijo Dexter en voz baja.

El otro abandonó el módulo. En cuanto se hubo marchado, Dexter abrió la puerta del módulo y bostezó con aire teatral, la señal para Alice, dirigiéndose luego hacia la zona exterior. De pie frente a la ventana, de espaldas al módulo, Alice se escurrió por la abertura, pegó la espalda contra la pared de hormigón y pasó el cerrojo. Echó una carrera, agachada por debajo de las ventanas de las celdas, bajó a toda velocidad los peldaños y salió por la puerta abierta del módulo.

Estaba a sus anchas. El pasillo estaba en calma, no se oía ni una mosca, envuelto en la penumbra. Una hilera de bombillas de bajo voltaje iluminaba su camino por el corredor. Avanzó deprisa siguiendo la pared, rozándola con el dedo, con el corazón desbocado. No sentía miedo sino emoción. El cuarto de descanso de los guardianes estaba al final del pasillo a la derecha, pero ella sabía que nadie iba a salir de él. Dexter había hecho un trato con ella. Siguió dando la vuelta a la esquina y enfiló el pasillo que llevaba a la sala de informática. Llegó a la puerta y metió el dedo en el interior de su zapatilla para sacar la llave. La colocó en la cerradura y entró en la sala, respirando profundamente.

La sala de informática estaba desierta y a oscuras, pero allí Alice se sentía como pez en el agua. Las pantallas alineadas contra la pared, las fundas, puestas de cualquier manera, y los asientos, formando una fila ante aquéllas. Habría montado allí la cita con Valencia de no ser por la cámara de seguridad situada tras el espejo curvo. No podía dominarlo todo. Pese a que tal vez estuviera demasiado oscuro para captar cualquier imagen, Alice no estaba dispuesta a correr ningún riesgo.

Pasó rápidamente al laboratorio contiguo, por el que accedió al almacén y lo abrió con la misma llave. El local estaba lleno de polvorientas cajas de cartón, en las que se guardaban 286 aparatos viejos, desechos, que habían ido a parar allí a la espera de una rehabilitación que no llegaba nunca, como la de las internas. Asomaban entre ellas unas cajas con protección, con sus estúpidos dibujos en blanco y negro a modo de manchas de piel de vaca. Contenían nuevos ordenadores, donación que había hecho alguna zorra para tranquilizarse la conciencia, que Alice había ido despistando de los inventarios hasta hacerlos desaparecer. Sabía que un par de guardianes los querían para sus hijos y pensaba hacer algún trueque después de lo de Rosato.

Alice se agachó detrás de las cajas. Según su plan, el guardián dejaría entrar a Valencia por la otra puerta, la que daba al pasillo y no la que había utilizado ella. Probablemente Valencia estaría inquieta, preguntándose por qué un encuentro para hablar sobre su caso en plena noche, pero acudiría de todas formas, como el animal al matadero. Los débiles necesitaban una excusa. Se conformaban a su propia muerte.

De repente la manecilla de la puerta del otro lado del almacén se movió. Alice se retiró un poco, fuera de la vista, pegándose a las cajas al oír el ruido. En un segundo, Valencia pasaría por la puerta y Alice sabía exactamente la misión que debía llevar a cabo. Primero tranquilizarla y luego matarla. Espió por detrás de la caja.

Pero resultó que la silueta que se materializó en el umbral de la puerta no era la de Valencia. Vio un perfil de hombros considerable, unas manos enormes. Era Leonia. Alice se recuperó de la sorpresa con un segundo de retraso.

Leonia se precipitó hacia ella como un toro de Brahma. La pesada mano describió un arco hacia arriba y un cuchillo casero brilló a la luz del pasillo. Alice agarró la muñeca de Leonia en mitad del movimiento, apretándola con fuerza. Las dos mujeres rodaron por la estancia, pegando contra las cajas de cartón al luchar por el mango. Los brazos de Alice se contraían espasmódicamente con el esfuerzo. Pero aquello no bastaba. Leonia la arrojó hacia atrás.

Alice cayó contra las cajas y fue resbalando. En una fracción de segundo tuvo otra vez a Leonia ante ella. El mango estaba encima del pecho de Alice. Su corazón se había disparado. La adrenalina corría a raudales por su flujo sanguíneo. Hizo un esfuerzo para pensar, para actuar.

– ¡No! -gritó, y pegó un brutal rodillazo contra el hueso púbico de Leonia.

– ¡Ay! -chilló Leonia, sin poder soportar el dolor y soltándola.

Alice rodó hacia un lado, se sacó el destornillador de la cintura y giró de repente.

– ¡Zorra! -exclamó Leonia, levantándose, pero Alice la agarró por el pelo, tiró de la nuca hacia atrás y le hundió el afilado destornillador en la garganta.

Los ojos de Leonia brillaron en la conmoción. Su boca se abrió pero ningún sonido salió de sus labios. La sangre empezó a manar alrededor del destornillador. Leonia, aún viva, batallaba por incorporarse.

– ¡Mierda! -exclamó Alice.

Matar a alguien resultaba más difícil de lo que creía la mayoría, sobre todo a una muía como Leonia. Alice hundió un poco más el destornillador, apretándolo contra el suave tejido junto a la yugular. No podía sacarlo, pues quedaría cubierta de sangre. Y aquello no sabría cómo explicarlo en la lavandería de la cárcel. De pronto se abrió la puerta y Alice se volvió.

Valencia se quedó mirando la escena horrorizada y Alice enseguida supo qué tenía que hacer.

– ¡Ayúdame, joder! -murmuró, y Valencia avanzó hacia ella, ya gimoteando.

– ¡Dios! -dijo, aunque fue más un sollozo que una palabra.

– ¡Cógele el cuchillo! -le ordenó Alice.

Valencia se inclinó, lo cogió y se lo pasó.

– Gracias -dijo Alice, asiéndolo-. Ahora sujétame el destornillador.

– ¿Que te sujete qué? -preguntó Valencia, aterrorizada.

– ¡El destornillador! ¡Vamos!

Alice agarró la mano de Valencia y la colocó sobre el destornillador. Valencia volvió la cabeza, como un crío en el dentista, y el gesto resultó perfecto para Alice, quien alzó el cuchillo y lo hundió profundamente en su pecho.

Valencia soltó un chillido de bebé y cayó como un saco, de rodillas en el suelo. Había sido un golpe contundente. Alice se quedó un momento entre las dos, jadeando, esperando que sangraran lo suficiente. Todo había salido bien. Dos pájaros de un tiro. Parecería una pelea carcelaria en la que las reclusas se matan entre sí. Incluso pensó en el detalle de colocar el cuchillo en la mano de Leonia para asegurar la jugada. Tenía las pistas cubiertas. Las huellas coincidían. Los guardianes se mantendrían en silencio si no querían acusarse ellos mismos.

Esperó hasta comprobar que estaban muertas, salió del almacén y se metió de nuevo en su celda con ayuda de Dexter. Se desnudó en la oscuridad con el ruido de fondo de los ronquidos de su compañera de celda y se metió en silencio en la combada cama. Más tarde arreglaría cuentas con Shetrell; le haría una visita. Era demasiado arriesgado hacerlo entonces, además del cansancio que sentía. Hacía como que dormía cuando se dispararon las sirenas que indicaban que habían encontrado los cadáveres.


17

Surf estaba escondido junto a la puerta de la casa de Della Porta cuando Rosato salió como alma que lleva el diablo, con el perro pegando saltos en dirección hacia el Ford. ¡Maldición! Ella no había apagado la luz de arriba y por tanto Surf no se había percatado de que bajaba. Había perdido la oportunidad de atraparla en el vestíbulo. Rosato iba tan disparada que ni siquiera pudo correr tras ella. No se lo pondría fácil, pues seguro que empezaría a chillar.

Surf se apartó del árbol cuando el Ford salió a toda velocidad. Se fue hacia el TransAm y puso rápidamente el motor en marcha. De pronto se detuvo. «Un momento», pensó. ¿Qué ocurría? La mujer no parecía ir a la carrera cuando llegó a casa de Della Porta y en cambio había salido a toda prisa. ¿Por qué?

Aún con el motor en marcha, echó un vistazo al piso de Della Porta. Rosato había dejado la luz encendida. ¿Qué habría estado haciendo ahí arriba? ¿Por qué se había marchado de aquella forma?

Surf puso la marcha y se alejó de allí.


18

Bennie aparcó y quedó desconcertada ante el panorama que tenía delante. En plena noche y la cárcel bullía de actividad. Se veía luz por las rendijas de las ventanas y sonaban las sirenas de las torres de vigilancia. Vehículos de todo tipo bloqueaban la entrada: coches negros del Departamento de Prisiones, coches patrulla de la policía, furgonetas de los medios de comunicación con largos postes para la transmisión por ondas y tres camiones de bomberos. ¿Qué había ocurrido? ¿Una fuga? ¿Un incendio? Bennie se metió en el aparcamiento mientras Bear, alterado, iba de un lado para otro en el asiento de atrás.

– ¡Atrás! -le dijo un policía de Filadelfia, acercándose a su coche entre el ruido, blandiendo una linterna negra.

Bennie asomó la cabeza por la ventanilla.

– Tengo una dienta aquí. Debo entrar a verla. Los letrados en vísperas de juicio tienen veinticuatro horas de acceso.

– Esta noche no, señora.

– ¿Qué sucede? ¿Ha habido un incendio?

Una sensación de pánico se apoderó de su estómago. Pese a estar furiosa con Connolly, no deseaba que le ocurriera nada.

– ¡Le he dicho que salga, señora! -gritó el poli, pero Bennie paró junto a la puerta, puso el freno de mano y saltó del coche-. ¡Eh, espere! -gritó el hombre mientras ella corría hacia el barullo.

Tenía la respiración entrecortada y empezaba a tomar conciencia del miedo que la embargaba. No sabía por qué ni cómo, pero estaba asustada. Aquello podía estar en llamas: los vehículos de bomberos. O bien una pelea, un motín. Se abrió paso entre la multitud de agentes y periodistas y consiguió llegar a la puerta.

– ¡Alto ahí! -exclamó un guardián muy alto, que bloqueaba la entrada junto con otro uniformado de negro-. Esta noche aquí no entra nadie.

– Vengo a ver a mi cuenta, mi hermana gemela -soltó Bennie, sin reflexionar.

– Lo siento. Tenemos órdenes de no dejar entrar a nadie en el edificio. Ni siquiera a los familiares.

– ¿Cómo? ¿Por qué? Infórmeme de algo por lo menos. ¿Qué sucede? ¿Se ha producido un incendio, un motín?

– Un problema -respondió el guardián, mirando al otro.

– ¿Qué tipo de problema? Dígamelo, se lo ruego. ¡Por favor! ¿Acaso no está la prensa ahí? -dijo Bennie señalando los vehículos de los medios de comunicación, y el guardián cedió, algo reacio.

– Un apuñalamiento. Dos reclusas muertas.

– ¡No! -exclamó Bennie-. ¿Quiénes? ¿Sabe los nombres?

– ¿Verdad que no se ha notificado nada a las familias, Pete? -dijo el guardián mirando al otro, quien lo negó con la cabeza-. Hasta que no se haga, no podemos proporcionar ninguna información. Es el procedimiento habitual.

– Dígame sólo si ha muerto Alice Connolly.

– ¿Connolly? -El guardián movió la cabeza-. No hay constancia de ese nombre. Tranquila.

Sin embargo, la noticia le había caído encima como una bomba. No podía descifrar el dolor que sentía en las entrañas. Aquello tenía que haberla tranquilizado pero no era así. Un apuñalamiento. Todo le parecía sospechoso.

– ¿Quién ha muerto? Infórmeme, por favor.

– Es todo lo que podemos decirle. Si desea ver a su hermana gemela, vuelva por la mañana y hable con la dirección. Esto estará cerrado toda la noche. Por la mañana se abrirá como de costumbre.

Bennie se volvió sin responder. No era capaz de articular palabra. No veía nada. Por todas partes había focos de televisión, sirenas en marcha, periodistas corriendo, micrófono en mano. A Bennie se le revolvían las entrañas. Apenas podía respirar. Llegó hasta el borde de la aglomeración. Aspiró una bocanada de aire fresco y recuperó el ritmo.

Un doble asesinato la noche anterior al juicio de Connolly. Durante la misma noche en la que ella y Connolly habían estado hablando. ¡Santo cielo! Bennie forzó la vista para contemplar aquel centro de alta seguridad. Las luces rojas, blancas y azules centelleaban en la fachada como en un carnaval. LA OPORTUNIDAD DE CAMBIAR, podía leerse en calidoscópicos destellos, lo que recordó a Bennie el día en que conoció a Connolly.

Entonces tomó conciencia de algo. En lo más profundo de su ser la constatación fue tomando cuerpo, advirtiéndola y abarcándolo todo, más allá de la lógica y la racionalidad. Fueron sus huesos los que se lo transmitieron, al vibrar al ritmo de la información, y acto seguido el propio corazón se lo confirmó. Aquella noche Connolly había matado a alguien. Bennie habría puesto la mano en el fuego. Su cabeza funcionaba a cien por hora y de pronto se encontró bloqueada detrás de un equipo de televisión. Las blancas luces no paraban de centellear y Bennie se apartó del resplandor al tiempo que un cámara decía:

– A punto, Jim, cinco, cuatro, tres, dos, uno.

– Jim Carson en directo -se oyó la voz de un presentador-. Han sido identificadas las víctimas del mortal apuñalamiento ocurrido esta noche. Son Valencia Mendoza y Leonia Page. Las autoridades del centro están investigando cómo…

Valencia Mendoza. Valencia. Bennie no tuvo que seguir escuchando para tener una confirmación de lo que ya sabía. Connolly había matado a Valencia. Bennie había citado el nombre de Valencia y unas horas después la muchacha caía asesinada.

Bennie giró sobre sus talones mientras las luces de la televisión la cegaban y las sirenas retumbaban en su cerebro. Cruzó entre la multitud a toda velocidad manteniendo la cabeza baja para evitar que alguien la reconociera y se plantó ante la puerta principal, donde encontró a los mismos guardianes que la observaron con aire cansino.

– Tengo que ver a Alice Connolly -dijo con un hilillo de voz.

– Ya se lo hemos dicho, señora. Están aisladas.

– Es mi clienta y el lunes se celebra el juicio. Tiene derecho a comunicar con su abogada, es algo que le garantiza la Constitución. -Bennie no estaba muy convencida de si aquello era o no cierto pero no estaba dispuesta a que le negaran el acceso-. Si no me permiten entrar, exijo hablar con la dirección.

– Están ocupados.

– ¿Están negando a una acusada la comunicación con su abogada? ¿Se responsabilizan de ello? -La intensa mirada de Bennie se centró primero en una de las placas y luego en la otra-. Funcionarios Donaldson y Machello. Un buen titular. ¿Nunca les han demandado por violación de las libertades de algún recluso? Piensen en las declaraciones, el juicio; será muy divertido. Y la fortuna que cuesta todo eso, aunque tal vez ustedes dispongan de fondos para tales efectos.

– Cumplimos órdenes -dijo el guardián, rotundo-. No es decisión nuestra.

– ¿Por qué están decidiendo, pues? -preguntó Bennie, y los dos intercambiaron una mirada.


Bennie nunca había tenido comunicación con Connolly en la protegida «sala de visitas con aislamiento», pero aquello había sido ordenado por la dirección a raíz de los incidentes. Era una estancia más reducida que los cubículos normales de comunicación, una copia en miniatura de una celda, con una compacta ventana blindada que separaba a la reclusa de su letrado, para protección de éste. Bennie golpeó con los nudillos el rasgado plástico. Aquella noche iba a proteger a la reclusa de su abogada. La estancia olía fatal y las paredes de cemento estaban llenas de marcas. Bajo la plancha blindada se veía una rejilla metálica pintada de blanco, que permitía el paso de la voz pero no el de ningún objeto o arma. Bennie se mantuvo de pie en su lado esperando a que acompañaran hasta allí a Connolly. Llevaba ya más de una hora a la espera, pero el tiempo no la había calmado. Al contrario, estaba cada vez más horrorizada. Connolly era una asesina y el lunes ella tendría que defenderla de una acusación de asesinato. Aquella idea le encogía el estómago. Iba de un lado para otro detrás del asiento de plástico atornillado al suelo. Se encontraba atrapada en aquel caso sabiendo que había cometido un error. Esperaba que algún día pudiera repararlo.

Giró bruscamente la cabeza cuando el guardián abrió la puerta del otro lado dejando entrar a Connolly. Cerró luego aquella puerta insonorizada y se quedó junto a ella por la parte de fuera. En este tipo de comunicaciones no se dejaba a los reclusos sin custodia y menos una noche como aquélla. Bennie se encontró cara a cara con Connolly, quien se desplomó en el asiento, dejando caer entre las piernas las muñecas esposadas. Tenía una expresión soñolienta y le pareció menos atractiva que en otras ocasiones, pues se le había corrido el maquillaje. O tal vez porque Bennie sabía la verdad sobre ella.

– ¿Y ahora, qué? -preguntó Connolly.

La rejilla metálica quitaba humanidad al tono, aunque Bennie se iba convenciendo de que la muchacha no poseía humanidad alguna.

– Una noche movida, ¿verdad?

– ¡Jo, y que lo digas! Sirenas, imbéciles por todas partes. ¡Divino! Aquí no duerme ni Dios.

– Las únicas que han conseguido dormir son Valencia Mendoza y Leonia Page.

Connolly parpadeó.

– Eso es verdad.

– Empezamos bien. Podríamos seguir con eso de la verdad. -Bennie se sentó y clavó la vista en Connolly a través del plástico-. Usted ha matado a Valencia.

– No.

– Ha matado a Leonia.

– No.

– Dígame la verdad.

– Ya lo he hecho.

– Estoy harta de sus mentiras -dijo Bennie entre dientes, y Connolly sonrió torciendo los labios.

– Nadie puede estar tan harta como yo.

Aquello desconcertó momentáneamente a Bennie.

– He descubierto que Valencia trabajaba para usted, y ya se lo comenté en mi última visita.

– Yo no soy traficante.

– Sí lo es. Usted y Della Porta estaban en el mismo barco. Esta noche he descubierto su escondite. Medio millón de dólares bajo la sala de estar. Ha matado a Valencia y así le cierra la boca para siempre.

Connolly volvió la cabeza y se cubrió los ojos con las manos esposadas, pero al bajarlas ya estaba esbozando una sonrisa.

– ¡Cucú!

– Vamos a dejarnos de juegos. Le he hecho una pregunta. Ha matado a Valencia, ¿verdad? Y también a Della Porta.

– No -respondió Connolly-. No maté a Anthony, ya te lo dije.

– No creo una palabra de lo que me dice, sobre todo después de esto. Es usted una mentirosa y una farsante. Trafica con drogas para sacar dinero y mata sin el menor remordimiento. Acaba de apuñalar y matar a dos personas y se pone hecha una furia cuando se lo recuerdan.

– No maté a Anthony, lo juro.

– ¡Y una mierda!

– ¡Una mierda para ti! -exclamó Connolly sin alterarse y luego se levantó y apretó el rostro contra el plástico blindado. Su mirada era fría, enfurecida, aunque la expresión del rostro apenas había cambiado-. Levántate. ¡Vamos!

– ¿Por qué?

– Si quieres la verdad, enfréntate a ello.

Bennie se levantó y se acercó al cristal, situándose casi a la misma altura de la reclusa idéntica a ella. Con el peinado casi igual, las expresiones en tensión, agotadas y la ausencia de maquillaje, se habría dicho la imagen de una mujer mirándose al espejo. Aquello no le pasó por alto a Bennie, quien luchaba por mantener a raya sus emociones.

– De acuerdo -dijo Connolly-. Te mentí. Vendía coca y crack para subsistir. Lyman Bullock, a quien yo camelé, blanqueaba el dinero y lo guardaba donde jamás nadie podrá encontrarlo, a cambio de una suculenta comisión. Tenía una organización perfecta, con las mejores operarías, las mujeres de los boxeadores. Mandaba a todas esas chicas como haces tú con las tuyas. Mejor aún.

Bennie intentaba frenar todo lo que le venía, una especie de revuelo.

– He acabado con Valencia y con esa zorra negra. Cuando una hace lo que yo hago, no tiene más remedio. El negocio lo exige. -La mirada de Connolly se clavó en ella como un cuchillo-. Pero la verdad es que no maté a Anthony.

– No lo creo.

– Más te valdría creerlo. Eso fue tal como te conté. Lo hicieron los polis. Te lo juro ante Dios. Es la verdad.

– ¿Los polis? ¿Por qué?

– Por dinero, ¿por qué, si no? Empezamos a trabajar con ellos, mejor dicho, Anthony lo hacía, pero yo comprendí que funcionaríamos mejor sin ellos. Eran una carga, y no les necesitábamos para la distribución, pues teníamos a las chicas. De modo que montamos la historia los dos y empezamos a cortar con ellos. El negocio iba viento en popa y apuesto a que se enteraron. Estoy convencida de que por eso mataron a Anthony y me cargaron el muerto a mí. Anthony siempre decía que tenían amigos en las altas esferas, pero yo no tengo forma de demostrarlo. Y ahí es donde apareces tú.

– Espera que lo demuestre yo -dijo Bennie con la boca completamente reseca.

– ¡Mira por dónde, lo has acertado! A ti te toca demostrar que lo hicieron esos cerdos. Yo no maté a Anthony, lo hicieron ellos. Y la cadena sigue hasta lo más alto. El fiscal del distrito, el juez. Todos están implicados en el asunto. A la fuerza.

Bennie notaba un insoportable dolor de cabeza. Hasta aquí, lo que le contaba podía ser cierto, sobre todo teniendo en cuenta la actitud del juez Guthrie en su despacho. Pero ¿sería cierto en realidad? ¿Sería Connolly culpable de todo, menos del asesinato de Della Porta?

– Eres mi abogada, no puedes abandonar y tienes que demostrar que soy inocente.

– Inocente sería la última palabra que yo utilizaría.

– Como quieras. Y puesta a hacer confidencias, te diré que todo lo que te he contado de Winslow es cierto, excepto lo de la sangre y el sueño de marras. -Connolly apretaba las manos contra el plástico. Las esposas daban a sus dedos el aspecto de las patas de una araña-. En realidad, no sé si soy tu hermana gemela y me importa un bledo. No necesito a una hermana ni necesito a nadie. En cuanto me saques de aquí, saldré de tu vida. ¿Lo captas, hermanita?

– ¡No vuelva a llamarme así! -saltó Bennie, apartándose del plástico.


19

Bennie pasó la noche conduciendo por la ciudad a oscuras, con el perro dormido atrás. No sabía adónde se dirigía; no tenía lugar donde ir. No quería volver a casa ni tampoco al piso de Connolly. Ningún lugar era el suyo. Se había perdido.

Al amanecer regresó a casa y se metió en la cama al lado de Grady, que roncaba a pierna suelta. Aquel ruido normalmente hacía sonreír a Bennie, pero aquella noche nada podía conseguir que cambiara su estado de ánimo. No se durmió, estuvo un rato echada y por fin se levantó para trabajar en su estudio, pues era sábado. Un poco más tarde se duchó, se vistió y evitó el interrogatorio de su amante hasta que llegó la hora de asistir al entierro de su madre.


Bennie tenía los hombros caídos, sentada en el banco de roble mientras oía misa en la iglesia católica del antiguo barrio de su madre. Era un edificio feo y pequeño, aunque limpio y arreglado, con unos arcos de mármol color tostado y las paredes anaranjadas. A la derecha del altar, ante la imagen de la Virgen María, a la que Hattie había rezado antes de empezar la misa, centelleaban unas votivas velas rojas. Bennie no imitó el gesto de Hattie, dando por sentado que sus anteriores plegarias no habían sido escuchadas. Los hechos cantan, como dicen los abogados.

El ataúd de su madre seguía en el pasillo, cubierto por una tela blanca que le daba cierta categoría, limitada por el carrito de acero que asomaba por abajo. Bennie se esforzaba en no mirar hacia la izquierda, pues aún no había digerido del todo que su madre ya no estaba ahí y se refugiaba en la pueril duda de si en realidad su madre estaba en el cajón. Luego recordó los hechos: había asistido al breve servicio en la funeraria, donde se había despedido de ella para siempre acariciándole levemente la mano. Casi ni se había dado cuenta de que aquella mano estaba totalmente fría, rígida incluso, porque era el último contacto. Luego abrazó a Hattie cuando el encargado de la funeraria les rogó que salieran de la sala, y Bennie comprendió que iban a cerrar el ataúd con su madre dentro. De modo que realmente su madre estaba ahí, sin ninguna clase de duda.

Apartó aquellos pensamientos de su cabeza cuando empezó la misa con música de órgano y un único tenor cantando el Ave María. Siempre había considerado el Ave María como la baza más importante de la iglesia en un funeral, pero reprimió las lágrimas concentrándose en las idas y venidas en el altar. Dos niñas ayudaban al sacerdote, lo que a ella se le antojó una cuestión política, y decidió no prestar mucha atención a las palabras del viejo sacerdote. Al acabar la misa, éste bajó del altar, haciendo ondear su blanca túnica y blandiendo un gran incensario que dejó a su paso un humo oscuro y acre. El humo llenó su nariz y llevó las lágrimas a sus ojos mientras el sacerdote hablaba de que su madre entregaba el cuerpo y el alma a Jesucristo. Bennie era consciente de que su madre había entregado el cuerpo y el alma a algo muy distinto hacía mucho tiempo, sin otra opción. A algo no tan benévolo, ni de lejos, como Jesucristo.

Intentó remontarse a la época anterior a la enfermedad de su madre, que se había ido apoderando poco a poco de ella, esclavizándola por completo al fin. Bennie sabía que su madre la había querido durante todo el tiempo que no había sido capaz de expresárselo con palabras, pese a que apenas recordaba sus cuidados de niña. Imaginó que había llevado a cabo las tareas normales de una madre, pues tenía pruebas de ello. Bennie había recibido premios en la enseñanza primaria, minúsculas insignias parecidas a un adorno de corbata que permanecían abandonadas en su joyero, por sus buenas notas y caligrafía. Aquella misma mañana, al vestirse para asistir al funeral, había tropezado con una de esas insignias, que desencadenó un único recuerdo: su madre enseñándole a escribir en cursiva en la mesa de la cocina: una fugaz imagen de los redondeados círculos y las alargadas curvas del método Palmer en el que se seguía una línea de puntos.

«Así, Benedetta -le decía su madre-. Riza el rizo, como un avión.»Sentada en el banco, Bennie se dio cuenta de que estaba deduciendo la práctica de su madre a partir de las pruebas, casi como los objetos que se exhiben en un juicio. En sus fotos escolares, Bennie siempre llevaba trenzas, peinado que le encantaba, con unos pasadores a juego en los extremos. Pero pensaba que a los seis años ella no podía hacerse las trenzas por sí misma. Alguien tenía que habérselas hecho todas las mañanas. Alguien le ponía también aquellos ridículos pasadores. Tenía que ser su madre, pues en su casa no había nadie más. Su madre se había ocupado de aquellas cosas sencillas, y sin duda de muchas más, incluso cuando luchaba contra la oscuridad que se cernía sobre ella. Había sido una madre. La madre de Bennie.

De repente aparecieron como caídos del cielo los portadores del féretro e hicieron una genuflexión al unísono, los seis, tres a cada lado del ataúd. Luego se levantaron y, con un elegante aunque discreto ademán, apartaron la tela y quedó al descubierto un nombre grabado en una placa de latón: CARMELLA ROSATO. Bennie se secó los ojos e hizo un esfuerzo por no pensar más que en cuando había escogido la placa y en la alegría que le produjo que el responsable de la funeraria pudiera conseguirle la que ella quería en letras modernas. Los portadores del féretro trasladaron el ataúd por el pasillo de mármol por detrás del sacerdote y las niñas que ayudaban en la misa. Grady la cogió del brazo y avanzaron junto a Hattie tras el ataúd, entre el humo que seguía en la atmósfera como vetas de cieno en la tierra, quemándole a Bennie los ojos y el corazón.

Cuando acabó la ceremonia, Bennie se sentó en la parte de atrás de la limusina gris, entre Grady, con semblante apagado, y Hattie, desecha en lágrimas, y justamente entonces notó que su cerebro recuperaba por un momento el funcionamiento normal. Se acordó de su padre y se preguntó si estaría en el cementerio, pero aquel pensamiento se desvaneció entre el frío silbido del aire acondicionado de la limusina.

– Hace frío aquí -dijo, encontrando la forma de comentar y pensar en algo hasta que llegaron al cementerio.

Grady le cogía la mano mientras miraba por la amplia ventanilla el paisaje que se iba desplegando ante las lentes convexas de sus gafas con montura metálica.

Siguieron el trayecto sin intercambiar ni una palabra, pasaron la verja de hierro, y allí Bennie echó la primera ojeada al exterior con cierto interés. Hattie se limitó a refunfuñar. En contra de la opinión de ésta, Bennie había optado por un cementerio de las afueras en lugar del de la parroquia. Imposible resistirse a la gran extensión de césped bañada por el sol, al estanque con gansos del Canadá, que volaban a su antojo, graznando en el despejado cielo al paso de la limusina. Ningún ángel de piedra, ningún crucifijo de granito o mausoleo empañaba la panorámica de la naturaleza; las tumbas encajaban en el paisaje con muy buen gusto, confundiéndose con el terreno. Bennie pensó que su madre no había visto en su vida aquella extensión, y mucho menos un ganso del Canadá, pero algo en su interior le decía que ella merecía estar allí, entre el esplendor de la naturaleza. Tenía derecho a ello, cuando menos en la muerte.

Al llegar la limusina ya encontraron preparada la sepultura: unos montículos de tierra abonada, veteada de arcilla, rodeaban la bóveda de cemento. Se había dispuesto todo bajo un dosel de un amarillo muy poco apropiado, y Bennie pensó en quitarlo ella misma. Uno de los responsables de la funeraria le hizo un gesto que parecía más apropiado para una pista de aeropuerto que para un cementerio, y otro se acercó a ella para entregarle una rosa roja. Miró la flor que tenía en la mano y supo que salía del frigorífico de una floristería. Le vino a la memoria el cosmos recién cortado de su padre y echó una ojeada al entorno con aire reflexivo. Aquel cementerio era verde y tranquilo. Una cálida brisa venía de los árboles que se veían a lo lejos. No vio a Winslow en ninguna parte, pues no había tumbas tras las que esconderse. Finalmente no había acudido.

Había pensado que le afectaría, pero no. Había pensado que deseaba verlo, pero no. Le parecía bien que no estuviera allí y que tampoco estuviera Connolly. Después de lo de la noche anterior, la presencia de Connolly habría profanado aquel lugar. En definitiva, todo había ido como era de esperar, como se había desarrollado desde el principio y todo el tiempo, sólo ella y su madre, las dos, solas, juntas.

Bennie se colocó al lado del brillante ataúd, intentando mantenerse erguida mientras el sacerdote seguía su cantinela, y cuando acabó y llegó el momento de colocar la rosa roja sobre la placa de latón, se dio cuenta de que sólo había una persona en el mundo a la que ella necesitaba realmente. Y curiosamente se trataba de alguien que no le había podido ofrecer más que sus propias demandas, lo que, en cierta forma, le había bastado.


CARMELLA ROSATO.

Quien descansaba, por fin, en paz.


20

– ¡Imbécil! ¡Valiente inútil! -Star empujaba a aquel chalado contra la pared del callejón. Todo estaba a oscuras, pero Star veía cómo rebotaba la cabeza de aquel memo en los ladrillos-. ¡Cabrón de mierda! -siguió gritándole.

– ¡No! ¡No me mates! ¡Por favor! -Las manos del chalado cubrían las heridas de su cabeza mientras se doblaba como un muñeco de papel y caía como un saco sobre un montón de madera podrida y los mugrientos restos de un muro de mampostería. La esquina del callejón estaba cubierta de basura que rebosaba de unos sacos contenedores-. ¡Star, por favor, no! ¡Está arreglado, arreglado!

– ¡Tú lo has jodido todo, gilipollas! -Star se acercó al hombre, le agarró por el pelo y le golpeó de nuevo la cabeza contra la pared. El hombre soltó un chillido de desesperación-. ¿Crees que tendrás una segunda oportunidad?

– Te he dicho que está arreglado -murmuró el chalado, casi sin voz a causa del dolor-. Eso está hecho. T-Boy y yo, todo arreglado.

– ¿T-Boy? ¿T-Boy? -Star asió con más fuerza el pelo del muchacho y tiró de él-. T-Boy fue el que dijo que se ocupaba del asunto. Que nada iba a fallar, ¿recuerdas? Pues bien, algo ha fallado, ¡y de qué manera! ¡Sé leer un periódico! ¿Pensabas que no lo sabría? ¡La pelea es la semana que viene!

– Espera. No. Por favor. Escúchame. -Aquel desgraciado clavaba las uñas en las manos de Star mientras él casi le arrancaba el pelo-. No, te lo ruego. ¡Mi coco, me lo destrozas! ¡Por favor!

– Todo se ha jodido, ¿verdad? Connolly ha podido con tu putón. -Star seguía tirándole del pelo. El chalado se retorcía como una anguila y Star retorcía con todas sus fuerzas-. Connolly está viva y tu putón ya no respira.

– Lo arreglaremos, ya verás. La pillaremos después del juicio, dentro o fuera.

El chalado se levantó de puntillas. Su cuero cabelludo cedía como un chicle.

– ¡Vas a parecerte a Don King, chaval! -gritó Star y en éstas notó que los mechones se le iban quedando en las manos-. ¿Cómo piensas pescar a Connolly en el puto Palacio de Justicia?

– ¡Ay! ¡Basta! ¡No! -Las lágrimas descendían por las mejillas del chalado-. ¡Mi pelo! ¡Me lo estás arrancando de cuajo!

– ¡Pocas bromas, hijo de puta! -De pronto, Star tiró con una fuerza brutal y le arrancó un puñado de pelo. Pegado a él saltó la sangrante piel del cuero cabelludo-. ¡Tú y T-Boy vais a ir a por Connolly, cabrón! ¡Acabaréis el trabajo que empezasteis! Te llamaré para decirte exactamente lo que vas a hacer. ¡Vas a liquidarla y quiero tener la prueba!

– ¡Que Dios me ayude! -gemía el hombre.

La sangre iba brotando de su cabeza inundándole la frente. Perdió la conciencia y cayó deslizándose por los ladrillos.

– No olvides la peluca, abuelita -dijo Star, lanzándole las ensangrentadas mechas.


21

– Siento muchísimo lo de su madre, Bennie -dijo Lou, que se encontraba en el asiento del acompañante del Ford de Bennie, dirigiéndose hacia el piso de Connolly.

Ella le había llamado a casa después del funeral. Le dijo que tenían algo importante que hacer a pesar de la hora que era.

– Gracias. Lamento haberle llamado tan tarde.

– No importa. Estaba solo con una cerveza y unas pipas viendo jugar a los Phillies. Además perdíamos. -Lou se aflojó el nudo de la corbata, con aire incómodo, vestido con la americana azul marino y el pantalón caqui-. ¿Seguro que está en condiciones de trabajar?

– Estoy perfectamente. -Bennie siguió inmersa en el tráfico del domingo por la noche, denso, pues los que vivían en la periferia salían a cenar fuera. Partían de Paoli y de otros barrios bien para quedarse embobados ante una colección de pezones perforados y de pelos color azulón. A echar un vistazo a la descarnada ciudad a través del cristal ahumado de un Jaguar-. El juicio es el lunes.

– Si acaba de salir del funeral…

– Ya lo sé, Lou.

– De acuerdo -repuso él fijándose en que aún llevaba el traje negro.

Tenía los ojos irritados, aunque no los apartaba del parabrisas. Le quedaba un trabajo por hacer y estaba dispuesta a concluirlo. Era del género duro, pero Lou la respetaba. En cierta manera constituía la compañera ideal.

– Hemos tenido poco éxito en el peinado, ¿verdad? -preguntó Bennie.

– Para la defensa.

– Al menos es lo que me ha dicho Mary. Mejor dicho, he leído sus notas. Una letrada competente, DiNunzio…

– Algo quejica, pero está bien.

– ¿Le ha dado mucho la lata? -sonrió Bennie-. Casi le subiría el sueldo por ello.

– Si no supiera que ha tenido un día tan malo, creo que estaría dispuesto a rematarlo.

Bennie se echó a reír, y tuvo la impresión de que no lo había hecho en años.

– ¿Y qué más está dispuesto a hacer por mí?

– Acabar la investigación en toda la manzana mañana.

– Eso mismo tenía yo en la cabeza. Por la calle Winchester, a donde da el callejón. Comprobar si alguien vio la detención, o lo que sea.

– Eso.

Lou miró hacia el retrovisor de la parte derecha del Ford. Les seguía una hilera de coches que parecía una oruga, y a dos coches de ellos, un TransAm negro. No era la primera vez que Lou veía aquel vehículo, pues había rondado cerca del despacho. Le pareció curioso que en aquellos momentos bajara también por South Street. La costumbre le dijo que no tenía que perderlo de vista. Quien ha sido poli, lo sigue siendo. Lou era incapaz de circular sin fijarse en las placas de matrícula, intentando determinar si veía un coche robado o alguno que llevara drogas. Siguió fijando la vista en el TransAm.

– He estado pensando en su caso, Rosato.

– ¿Y qué opina, campeón?

– Que Connolly ha matado a un policía y va a pagarlo. -Siguió atento cuando un autobús que tenían detrás se desplazó hacia la derecha, dejando entre ellos y el TransAm sólo un BMW descapotable azul celeste. Un vehículo precioso, de dos plazas-. Los vecinos con los que he hablado tenían claro lo que habían visto. Son testigos oculares de que salió zumbando.

– Tenía miedo de la policía. Es una buena razón.

– Sólo los malos temen a los buenos.

La mirada de Lou siguió fija en el retrovisor. El BMW seguía sin prisas, y detrás de él, con la ayuda de las farolas de la calle, casi pudo ver al conductor del TransAm. Un chaval rubio, atractivo. Lou recordó cuando él tenía su edad. Conducía un Chevrolet Biscayne de segunda mano turquesa y blanco, con el cambio en el salpicadero. Ya no fabricaban coches como aquél. Eran tanques.

– Estamos de acuerdo. Connolly es una persona nefasta, lo peor que una puede echarse a la cara, pero no creo que matara a Della Porta. Están ocurriendo demasiadas cosas. Demasiadas que no puedo explicarme.

Lou no respondió. Estaba al corriente de lo de la hermana gemela. Imaginaba que una presa la estaba manipulando. No era el primer letrado al que le ocurría; ni sería el último. Quería creer que había alguien como ella encerrada. El Ford giró por la Décima, y el rubio del TransAm también. Manteniendo la distancia, algo más alejado que antes. Lou decidió inmediatamente que se trataba del típico procedimiento de vigilancia.

– Gire tres veces seguidas a la derecha, Rosato -dijo de pronto.

– ¿Cómo? ¿Que describa un círculo?

– Un viejo truco de poli. Hágame caso.

Bennie parpadeó, pero torció a la derecha en la siguiente calle.

– ¿Nos siguen?

– Se lo diré al tercer giro.

Bennie obedeció y echó una ojeada al retrovisor. Un deportivo y luego un TransAm negro.

– ¿El deportivo?

– El otro -dijo Lou, siguiendo con la mirada el TransAm que llegaba a la siguiente esquina y giraba a la derecha-. Aún lo tenemos detrás.

Bennie asió con más fuerza el volante al llegar a la otra esquina y la dobló. El BMW siguió recto y tras él el TransAm hizo lo mismo. Se despejó la panorámica del retrovisor.

– Hemos perdido de vista a los dos -dijo aliviada.

– Asunto solucionado. Ningún problema. Y dígame, ¿a qué vamos al lugar del crimen?

– Usted es mi investigador. A hacer una investigación.

Bennie seleccionó cuidadosamente aquellas palabras. Llevaba a Lou al piso para que encontrara el dinero bajo el suelo. Ella, como abogada, no podía declarar que lo había encontrado, pero Lou sí. No podía sobornar al testigo, y por ello debía dejar que encontrara el dinero por su cuenta.

– ¿Quiere que investigue el lugar del crimen casi un año más tarde? -Lou frunció el ceño-. Estará todo limpio.

– Debería estarlo.

– No tendría que quedar nada.

– No, no tendría que quedar nada.

– ¿Y para eso me ha dicho que me pusiera corbata? ¿Un domingo por la noche? Estoy asfixiado.

– Voy a subir el aire acondicionado.

Bennie manipuló el dispositivo, haciendo como que se concentraba en el tráfico, y Lou soltó una risita.

– Es usted una embustera empedernida, Rosato.

– La peor de la profesión.

– Cree que me chupo el dedo.

– Yo no diría eso, viendo tanta arruga -respondió Bennie al tiempo que giraba hacia Trose Street. Aparcó en doble fila y Lou salió para ver si localizaba el TransAm. Nada a la vista. El chaval habría salido de ligue. «¡Quién pudiera volver a ser joven!», pensaba mientras seguía a Bennie hacia la casa.

– ¿Y qué es lo que quiere que vea? -preguntó Lou cuando estuvieron arriba.

Empequeñeció algo los ojos al entrar en el piso y echó un vistazo general, observándolo todo con aire profesional.

– Eso no puedo decírselo.

– ¿Dónde se supone que debo mirar?

– Tampoco puedo decírselo. -Bennie cerró la puerta y se apoyó contra ella, recobrando el aliento. Casi le resultaba agrá-dable estar allí con Lou. Hacer algo; no seguir pensando en su madre-. Con eso es con lo que se gana el pan.

– ¡Ja! -Lou se situó en el centro de la sala-. ¿Caliente?

– No. Y yo que le tenía por una persona lista…

– Pues no, soy guapo, sin más. -Se fue hacia la izquierda, donde estaba el arcón, aún torcido, tal como lo había dejado Bennie para disimular el agujero del suelo-. ¿A que ya es un poco más caliente?

– ¡Y que lo diga! -respondió Bennie.

Notó un escalofrío al ver que Lou se inclinaba y apartaba el arcón soltando un ruidoso bufido. Su testimonio iba a ser definitivo en el juicio. Una persona totalmente creíble, tan ideal para descubrir una prueba que alejaba a la acusada del punto de mira del cargo de asesinar a un policía. Bennie ya imaginaba la reacción del jurado cuando Lou prestara declaración sobre el dinero encontrado bajo el suelo del piso de un inspector con muchas condecoraciones. Constituiría prueba suficiente sobre tráfico ilegal y eso permitiría a Bennie demostrar que Della Porta fue asesinado por la competencia en el ramo, fueran o no policías. Intentó reprimir su emoción.

– Creo que esto está cada vez más caliente -dijo Lou, agachándose para levantar las tablas que Bennie había vuelto a colocar.

– Es posible. -Bennie seguía en la puerta controlando la operación a distancia. Quería que su declaración fuera absolutamente clara-. No tiene un pelo de tonto, ¿verdad?

– Pues no. -Lou tiró de una de las manchadas tablas, que aterrizó con un considerable ruido-. ¡Vamos para allá!

– ¿Ha encontrado algo?

– Creo que sí.

– ¿Qué es?

– Un agujero.

– ¿Y en el agujero?

Bupkes.

– ¿Cómo?

– Es yiddish. Significa «nada».

– Ya lo sé. -Bennie se acercó deprisa hacia allí y quedó pasmada al observar el agujero. Estaba vacío. El dinero había desaparecido. La boca se le abrió de par en par-. Dejé un montón de dinero aquí. Quinientos mil dólares, como mínimo.

– ¿Quinientos de los grandes? -Lou frunció el ceño, asombrado, aún en cuclillas-. ¿Aquí? Me está tomando el pelo.

– No, lo encontré, se lo juro.

De repente, Bennie empezó a plantearse un montón de cosas. ¿Qué iba a hacer sin el dinero? No podría demostrar la corrupción de la policía en el juicio, sobre todo sin la declaración de Connolly, y no tenía forma de hacerla subir al estrado. ¿Cómo podría defenderla?

– ¿Se encuentra bien, Rosato? -Lou se incorporó, alisándose el pantalón, arrugado en la parte de las rodillas como las patas de un elefante-. Con lo de su madre y todo… Es duro…

– No. Ahí había dinero. Lo encontré y lo escondí otra vez.

– ¿Cuándo? -le preguntó Lou.

Bennie se lo contó todo, lo que sabía y lo que había ido deduciendo. Se iban desmoronando sus argumentos para la defensa y tenía que confiar en alguien. El rostro de Lou fue adoptando una expresión desalentadora a medida que Bennie ensartaba la historia, pasando de la sorpresa a la sospecha. Cuando acabó, Lou, en silencio, se acercó a la pared y apagó la luz, dejando la habitación a oscuras.

– ¿Qué hace? -preguntó Bennie al ver que el hombre se acercaba a la ventana.

– Acérquese -le dijo él en tono perentorio.

Bennie obedeció. Vio una hilera de coches aparcados junto a la acera al otro lado de Trose Street; siguió el dedo de Lou, que señalaba el último.

Un TransAm negro.

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