Las primeras siete cuadras

Es, si se quiere, octubre, octubre o noviembre, del sesenta o del sesenta y uno, octubre tal vez, el catorce o el dieciséis, o el veintidós o el veintitrés tal vez, el veintitrés de octubre de mil novecientos sesenta y uno pongamos -qué más da.

Leto -Ángel Leto, ¿no?-, Leto, decía, ha bajado, hace unos segundos, del colectivo, en la esquina del bulevar, muchas cuadras antes de donde lo hace por lo general, movido por las ganas repentinas de caminar, de atravesar a pie San Martín, la calle principal, y de dejarse envolver por la mañana soleada en lugar de encerrarse en el entrepiso sombrío de uno de esos negocios a los que, desde hace algunos meses, les viene llevando, con paciencia pero sin entusiasmo, los libros de contabilidad.

Ha, entonces, bajado, no sin entrechocarse en su apuro con algunos pasajeros que trataban de subir, generando en ellos una ola efímera de protestas indecisas, ha esperado que el colectivo azul arranque y, metálico, atraviese el bulevar en dirección al centro, ha cruzado, atento, las dos manos del bulevar separadas por el cantero central, mitad jardín y mitad embaldosado, sorteando los coches que corrían, plácidos y calientes, en ambas direcciones, ha llegado a la vereda opuesta, ha comprado en el quiosco de cigarrillos un paquete de Particulares y una caja de fósforos que se ha guardado en los bolsillos de su camisa de mangas cortas, ha recorrido los pocos metros que lo separaban de la esquina, a la que ahora acaba de llegar, doblando y comenzando, de cara al Sur, en la vereda Este, es decir, a esa hora, la de la sombra, a caminar por San Martín o sea la calle principal, las dos veredas paralelas que, a medida que van llegando al centro, se van abarrotando de negocios, casas de discos, zapaterías, tiendas, sederías, confiterías, librerías, bancos, perfumerías, joyerías, iglesias, galerías, cigarrerías, y que, en los dos extremos, cuando el grumo de negocios se adelgaza y por fin se diluye, exhibe las fachadas pretenciosas y elegantes, incluso, algunas, por qué no, de las casas residenciales, no pocas de las cuales se ornan, a un costado de la puerta de entrada, con las chapas de bronce que anuncian la profesión de sus ocupantes, médicos, abogados, escribanos, ingenieros, arquitectos, otorrinolaringólogos, radiólogos, odontólogos, contadores públicos, bioquímicos, rematadores -en una palabra, en fin, o en dos mejor, para ser más exactos, todo eso.

El hombre que se levanta a la mañana, que se da una ducha, que desayuna y sale, después, al sol del centro, viene, sin duda, de más lejos que su cama, y de una oscuridad más grande y más espesa que la de su dormitorio: nada ni nadie en el mundo podría decir por qué Leto, esta mañana, en lugar de ir, como todos los días, a su trabajo, está ahora caminando, indolente y tranquilo, bajo los árboles que refuerzan la sombra de la hilera de casas, por San Martín hacia el Sur. El, que ha sufrido tanto, ha dicho, durante el desayuno, antes de irse a su vez para el trabajo, Isabel, su madre, y después, al quedarse solo, Leto ha agarrado su segunda taza de café y ha ido a tomársela al patio trasero. Ese, El que sufrió tanto, se ha borrado ya de sus representaciones, mientras se pasea por el patio florecido y exiguo, en cuyos rincones de sombra, pasto y plantas, macetas y canteros han seguido manteniendo la humedad del sereno, pero la totalidad de su cuerpo y sus prolongaciones impalpables conservan todavía la repercusión frágil y distraída. Es tal vez la sombra húmeda y reconcentrada que persiste al pie de las casas, en la calle principal, o esa mezcla de humedad y brillantez que muestra la fronda en primavera y que es visible en algunos jardines delanteros, lo que le hace presente otra vez a Leto la expresión de su madre, en su doble acepción de cara y de frase hecha. La humedad matinal que dura en el ardor creciente pero mitigado lo absorbe, por asociación, en la imagen persistente y bien recortada, aunque extraña lo mismo que familiar, de su madre que, al darse vuelta desde las hornallas de la cocina a gas, trayendo la cafetera humeante en la mano, ha proferido en voz baja y pensativa, como para sí misma, sin la menor relación con lo que venía diciendo un poco antes, esa frase: él, que sufrió tanto. En la penumbra matinal de la cocina, las llamitas azules del gas, reunidas en coronas parejas y circulares, siguen ardiendo a sus espaldas después que ella ha retirado el café, la leche, el agua, las tostadas, y se vuelve hacia la mesa con la cafetera humeante. Para Leto, la frase que acaba de resonar y de disiparse en la cocina tiene la ambigüedad característica de muchas de las afirmaciones de su madre, de modo que le resulta difícil darse cuenta de su sentido exacto; y cuando alza la cabeza, venciendo el pudor y tal vez la vergüenza, y se pone a escrutar la expresión de Isabel, sus sospechas de que esa ambigüedad es deliberada no hacen más que aumentar, ya que, contra el fondo de llamitas azules, el cuerpo ya un poco espeso de Isabel avanza mudo, y los ojos bajos, que evitan su mirada, desarman toda indagación. Ha dejado caer, inesperada, su frase en la cocina, en medio del intercambio mecánico del desayuno, en el que las frases, dichas para ostentar, por cortesía, una presencia dudosa, no tienen más significado ni más extensión que el sonido de platos y cubiertos al entrechocarse. Y Leto se ha puesto a pensar, mientras toma el primer trago de café negro y la ve sentarse, vagamente, del otro lado de la mesa: "Es, sin duda, la esperanza de borrar la humillación lo que la hace pretender que él ha sufrido tanto"; pero, y la cabeza de Leto se levanta otra vez y los ojos se clavan en el rostro ya un poco espeso, aunque infantil todavía, que, bajando los párpados, no deja pasar nada al exterior: "¿Lo sabe? ¿se da cuenta? ¿me está sondeando? ¿me pone a prueba?". Lo más difícil, sin embargo, es, por lejos, saber qué contestar; Leto estaría dispuesto, gentil, y, sobre todo, aliviado, a dar la respuesta que ella espera, si, desde luego, le fuese posible conocerla, pero, con una exigencia desesperada, ella pareciera querer que, por sí solo, él la adivine, y no le presta, por lo tanto, ninguna ayuda. Leto busca, vacila; y después, inseguro, aunque no sin cierto rencor, como reacciona ante todas las frases de esa clase, no dice nada. Sigue un silencio algo hosco, molesto para ambos, en el que hay tal vez decepción y no poco alivio, y que Isabel quiebra vaciando de un trago su taza de café con leche y masticando, ruidosa, su última tostada, y después vuelven las frases opacas y habituales a las que únicamente la entonación podría dotar de ambigüedad pero que salen de entre los dientes neutras y distraídas. También esas frases vienen, sin duda, de más lejos, más atrás, que la lengua, las cuerdas vocales, los pulmones, el cerebro, el aliento, del otro lado del depósito de experiencia nombrada y acumulada, del que, con manotazos de ciego, aunque creyendo sopesar, cada uno las retira y las expele. En el silencio que, todavía, viene después, incluso cuando, después de rozarle la mejilla con los labios, cerrando tras de sí, con suavidad, dos o tres puertas, ella ha dejado al irse, antes que él, para su trabajo, su imagen extraña tanto como familiar, ha ido borrándose de sus representaciones para diseminarse más bien por todo su cuerpo, como si, en su ir y venir, la sangre fuese capaz de reducir lo impalpable a su obstinación material, metabolizándolo y distribuyéndolo en células, tejidos, carne, huesos, músculos. Con su segunda taza de café en la mano, mientras observa la humedad del sereno que no se borra en los rincones de sombra, Leto, aunque no su cuerpo, ya se ha olvidado de su madre y es esa misma sombra húmeda que persiste ahora, alrededor de las diez, en la calle principal, y que envuelve su cuerpo como una primera capa transparente de mundo que está a su vez envuelta en la mañana soleada, lo que lo hace volver a recordarla, a proyectarla en la chapita móvil y cambiante de sus representaciones contra la que destella, por momentos, el reflector minúsculo de la atención. A, como se dice, ciencia cierta, la misma razón que impulsa a Isabel a pronunciar sus frases., sorprendentes, y misteriosas, lo ha movido a él, de golpe, a bajarse del colectivo, cruzar el bulevar, comprar los cigarrillos y ponerse a caminar, porque sí, en dirección al Sur.

Cada quince metros, una tipa se levanta en el borde de la vereda, y sus ramas se tocan casi con las de la que, a la misma altura, se alza sobre el borde de la vereda de enfrente. Por entre los espacios que deja el ramaje no demasiado espeso, se divisan porciones de cielo azul, y en la calle y la vereda de enfrente son más los trechos soleados que los espacios de sombra. Pueriles, de todos colores, a velocidad constante, los autos ruedan en ambas direcciones: los que vienen hacia Leto bordeando la vereda por la que él camina en dirección contraria, y los que, justamente, llevan esa dirección, bordeando la vereda de enfrente. Destellos y sombra de hojas y ramas alternan fugaces sobre el cromo de las carrocerías, sobre la chapa pintada y los vidrios, a medida que se desplazan por la calle arbolada. Otros peatones -no muchos, a causa de la lejanía del centro y de la hora también, relativamente temprana- andan, solitarios o en grupos, perdidos en sus pensamientos y en sus conversaciones, por las veredas. Unos treinta metros más de marcha regular, y Leto llegará a la esquina.

Es, como ya sabemos, la mañana: aunque no tenga sentido decirlo, ya que es siempre la misma vez, una vez más el sol, como la tierra, al parecer, gira, ha dado la ilusión de ir subiendo, desde esa dirección a la que se le dice el Este, en la extensión azul que llamamos cielo, y, poco a poco, después del alba, de la aurora, ha llegado a estar lo bastante alto, en la mitad de su ascenso pongamos, como para que, por la intensidad de eso que llamamos luz, llamemos, al estado que resulta, la mañana -una mañana de primavera en la que, otra vez, aunque, como decíamos, es siempre la misma vez, la temperatura ha ido subiendo, las nubes se han ido disipando, y los árboles que, por alguna razón, habían perdido poco a poco sus hojas, se han puesto a reverdecer, a dar flores otra vez, aunque, como decíamos, es siempre la misma, la única Vez y, como dicen, de equinoccio en solsticio, en la misma, ¿no?, como decía, la llamamos "una", porque nos parece que ha habido muchas, a causa de los cambios que nos parece, a los que damos nombres, percibir-, una mañana de primavera, luminosa, que ha venido formándose desde tres o cuatro días atrás, a partir de las últimas lluvias de septiembre y octubre que han limpiado, en un cielo cada vez más tibio y transparente, los últimos rastros del invierno. Leto no se siente ni mal ni bien: camina olvidado, en la mañana, en el centro de un horizonte material que le manda, en ondas constantes, ruidos, texturas, brillos, olores. Está sumergido en ese horizonte y es, al mismo tiempo, su centro; si, de golpe, desapareciese, el centro cambiaría de lugar.

Es por esa razón, para verificar que él ha sufrido tanto, que unos tres meses antes ella se había descubierto la dureza en el seno derecho: como una bolillita de paraíso, se había puesto a temar. Charo, la prima maestra que, a falta de novio o marido ha adquirido, a los cuarenta y cinco años, un saber aproximativo sobre casi todas las enfermedades destinado a paliar las lagunas de alguna otra curiosidad o sed non satiata, la había obligado a pedir cita con un especialista -una eminencia, había sustantivado, ditirámbica, la tía Charo, que no era, en realidad, más que su prima segunda. Leto piensa: "No estuvo mal tampoco cuando se lo dijo a Charo; es como si uno le sugiriera a un proxeneta que le sobran unos pesos y que le gustaría gastárselos en coperas". A causa de sus congresos internacionales, de la cola de postulantes a cancerosos que hojeaban revistas viejas en la sala de espera de su consultorio, y de sus conferencias-cena en el Rotary, el especialista recién la había recibido un mes después: y después de observarla, de palparla, con cuidado y pericia, le había dicho, con jovialidad distraída que, según su modesta opinión, no había por qué inquietarse, y que un examen más minucioso o una biopsia no se justificaban. La dureza, del tamaño de una bolillita de paraíso según Isabel o del de una bellota, según Charo, que, quién sabe por qué razones confusas, y desconocidas para ella, también la había palpado, no delató su presencia para los dedos diestros del especialista que, por más que buscaron y rebuscaron no encontraron ninguna dureza excepcional en los senos por el contrario ya un poco blandos de Isabel -ni en el derecho ni en el izquierdo. El especialista se había ido a sentar ante su escritorio y se había puesto a llenar una ficha, y, mientras se vestía, parada cerca de la camilla, Isabel había comenzado un sondeo lleno de sobreentendidos, al cual el especialista respondía con monosílabos inciertos, cuyo sentido, como el de las manchas de un test psicológico, dependía de lo preexistente en el observador: según Isabel, ya al verla entrar, el especialista le había lanzado miradas significativas, puesto que ella se había anunciado con su apellido de casada, y el caso de su marido, tan reciente, y tan fulminante también, como sucede a menudo con las personas jóvenes, no debía habérsele olvidado. Como al entrar la habían hecho llenar una ficha donde figuraba que había nacido en Rosario y que sin duda él debía haber venido a consultarlo desde Rosario, el especialista no podía no haber establecido la relación. Desde luego, a causa del secreto profesional -sí, tienen esa deontología, había corroborado Charo- el especialista no podía reconocer de plano que él había venido a verlo durante sus frecuentes viajes a la ciudad y que, después de examinarlo, le había encontrado ese mal incurable, pero sus respuestas, imprecisas adrede, eran sin embargo lo bastante significativas como para que las últimas dudas que hubiesen podido quedarle se disiparan. "Pero no está muy segura de que le crean porque insiste demasiado", piensa Leto. Esa misma noche había llamado a Rosario para confirmárselo a Lopecito quien, protector y escrupuloso, había interrumpido sus revelaciones con un firme No gastes. Yo te llamo, de modo que habían cortado, y un minuto más tarde, cuando el teléfono empezó a sonar desde Rosario, ella descolgó, impaciente y satisfecha, transmitiéndole, con lujo de detalles, la confirmación de sus sospechas que, de un modo discreto pero inequívoco, le había dado el especialista. Lopecito, que desde hacía veinticinco años venía haciéndole, de un modo tácito, la corte, que la había visto casarse con su mejor amigo, y que incluso había sido testigo en la ceremonia civil, que la había visto tener dos pérdidas al segundo o tercer mes antes de quedar por fin embarazada de Leto y traerlo al sol de este mundo, que había sido el confidente impasible de los vaivenes conyugales de marido y mujer y que, el año anterior, la había visto por fin enviudar, quedando en la posición incómoda del eterno pretendiente y del amigo de infancia del marido a quien se le hace por fin el campo orégano, Lopecito, ¿no?, que, entre su corretaje de dos o tres marcas de televisores y su cargo de vocal en la subcomisión de fiestas de Rosario Central, había encontrado tiempo suficiente como para facilitarles la venida desde Rosario sin estar de acuerdo con la decisión, la mudanza, los gastos, los había recomendado a ella como vendedora en una casa de artículos para el hogar y a Leto como tenedor de libros en dos negocios del centro, le había gestionado a ella, gracias a sus relaciones en plaza, como él decía, la pensión de su difunto marido, y venía a visitarlos cada quince días desde Rosario, durmiendo en un hotel para que quedara bien claro que no eran ellos quienes ensuciarían la memoria de un ser querido, sentía también la suficiente devoción por Isabel como para aceptar, a pesar de representar ante los ojos del mundo la voz misma de la ponderación, todos sus puntos de vista, su extravagancia discreta, su lucha incesante por contrarrestar la evidencia de las cosas, sus interpretaciones repetitivas de las cuales la tesis del mal incurable "no es", piensa Leto llegando a la esquina, "la menos descabellada".

La esquina, en la que las dos hileras de autos que recorren San Martín en ambas direcciones aminoran, tiene esta particularidad: como la calle transversal corre de Este a Oeste, la sombra de la hilera de casas desaparece, y como no hay nada que intercepte los rayos del sol que brilla en lo alto de la calle, calle y vereda están ahora llenas de luz, en tanto que la sombra de Leto, que ha aparecido de un modo súbito proyectándose sobre las baldosas grises, tal vez un poco más corta que el cuerpo, se estira ahora hacia el Oeste. Cuando Leto está por bajar de la vereda gris a la calle empedrada, su sombra se quiebra en el filo del cordón y sigue proyectándose sobre los adoquines parejos de la calle. La sombra se desliza hacia adelante, un poco oblicua al cuerpo, vuelve a quebrarse contra el filo del cordón en la vereda de enfrente y cuando los zapatos de Leto tocan las baldosas, sigue deslizándose por la vereda hasta que Leto entra en la sombra de la hilera de casas y su propia sombra desaparece. La cuadra está desierta; no abandonada, sino desierta -vacía, sin presencias humanas que, aparte de Leto, y como él sean también el centro de un horizonte que, a medida que se desplazan, van desplazándose con ellas. Después de caminar unos metros bajo los árboles, ve aparecer, de pronto, en la esquina siguiente, un chico en bicicleta que ha doblado desde la transversal, avanzando hacia él por la vereda. Progresa con esa especie de ondulación que tienen las bicicletas cuando no van demasiado rápido, de la que el equilibrio, que el ciclista reconquista a cada pedaleada, no es la consecuencia principal sino la fase pasajera y frágil de un movimiento más amplio y más complejo. El ciclista, de no más de nueve o diez años, las piernas estiradas al máximo para alcanzar los pedales cuando se hallan en la posición más baja de su movimiento circular, se desplaza, a pesar de su lentitud, mucho más rápido que Leto, cuyo paso, ni lento ni rápido, no ha variado desde que atravesó el bulevar y empezó a caminar por San Martín. A medida que va acercándose -su velocidad, aunque constante, como acrecentada por el desplazamiento inverso de Leto-, Leto puede oír, cada vez más nítido, el complejo de ruidos que manda la bicicleta, chirridos metálicos, rumor de gomas contra las baldosas, crujidos y golpeteos de cuero, pedales, rayos, caños, que suenan en un orden invariable y que se repiten periódicos a causa de la uniformidad del movimiento. La bicicleta, pasa, entre Leto y la hilera de casas, y la serie de sonidos, que había alcanzado, al llegar junto a Leto, su intensidad máxima, empieza a decrecer a sus espaldas hasta que por fin deja de oírse. Leto ni se da vuelta y, en rigor de verdad, como se dice, ¿no?, apenas si se han mirado, desplazándose en sentido inverso y llevándose con ellos, en dirección opuesta, cada uno su propio horizonte.

Al oír el segundo chistido, Leto advierte que, distraído, ha oído también el primero y se da vuelta. Los brazotes, un poco separados del cuerpo, vienen boyando en el aire, y la cabeza, que se quiere elegante, y sin duda lo es, se bambolea un poco, ya que el Matemático, en la espalda meditabunda que se desplaza varios metros delante de él, ha reconocido a Leto y se ha puesto a chistarle para que pare y lo espere. Al mismo tiempo que lo reconoce, Leto piensa: "Si acaba de doblar, lo que es muy probable, ya que vive en esa calle, debe haberse cruzado recién con la bicicleta puesto que, como no se lo ve, también el ciclista debe haber doblado la esquina". El Matemático, una cabeza más grande que él, lo alcanza y le estrecha la mano. ¿Qué se cuenta?, dice. Sin mirarlo a los ojos, Leto responde con vaguedad. Y, dice, aquí andamos.

El Matemático deja persistir una sonrisa indecisa. A Leto sus mocasines blancos, lo mismo que su bronceado, le parecen prematuros, pero sabe que acaba de volver de Europa, donde ha pasado tres meses recorriendo fábricas, playas, museos y monumentos con el grupo anual de egresados de Ingeniería Química. Están incontrolables desde que vieron La Dolce Vita, le ha oído decir a Tomatis, con desdén distraído, la semana anterior. Y ha sido Tomatis, por otra parte, según le ha oído decir Leto ya no sabe a quién, el que ha empezado a llamarlo el Matemático. No es un mal tipo, no, dice a menudo, un poco snob a lo sumo, pero, francamente, no sé qué satisfacción malsana le dan las ciencias exactas. ¿No notaste el tonito con que te habla de la teoría de la relatividad? Ya por su estatura tiene tendencia a mirar el mundo desde arriba pero, digo yo, ¿acaso uno tiene la culpa de que multiplicando la masa de un cuerpo por el cuadrado de la velocidad de la luz se obtenga la energía que daría la desintegración completa de ese cuerpo? Durante unos segundos, los dos hombres jóvenes, uno bronceado, rubio, alto, vestido todo de blanco, incluso los mocasines que lleva puestos sin medias, corpulento y macizo, el otro más bien flaco, de anteojos, el pelo marrón abundante y bien peinado, la calidad de cuya vestimenta es a simple vista inferior a la del primero, a cincuenta centímetros uno del otro, permanecen silenciosos, sin hosquedad pero sin mucho que decirse tampoco, y sumido cada uno en sus propios pensamientos como en una ciénaga interna que contrasta con el exterior luminoso, de la que les estuviese costando un esfuerzo indescriptible emerger y en la que, por esa tendencia a considerar lo que nos es ajeno a salvo de nuestras imposibilidades, piensan a la vez que el otro nunca se empasta o se empastaría. Sin darse cuenta, Leto, que, no sabiendo qué hacer, lleva la mano al bolsillo de su camisa para sacar los cigarrillos, siente que, por alguna razón, él está excluido de muchos mundos que el Matemático frecuenta, que el Matemático es una especie de ente solar perteneciente a un sistema en el que todo es preciso y luminoso y que él, en cambio, chapotea en una zona viscosa y nocturna, de la que rara vez puede salir, en tanto que el Matemático, a pesar de su cabeza elegante llena de recuerdos recientes y coloridos de Viena, Amsterdam, Cannes, Málaga y Spoleto, siente haber estado desterrado en las tinieblas exteriores durante tres meses y que Leto, Tomatis, Barco, los mellizos Garay y todos los otros, han aprovechado su ausencia para darse la gran vida en la ciudad. Por fin, y concentrándose en el acto de abrir su paquete de cigarrillos, de modo de no verse obligado a alzar la cabeza, Leto murmura: Y Europa, ¿qué tal?

– Lamento apelar a un lugar común -dice, orondo, el Matemático-, pero es una vieja madama decadente.

Leto no sospecha que, bajo el desinterés aparente y la estimación generosa respecto de los que no han viajado, el Matemático teme que una apreciación demasiado admirativa lo descalifique. Y lo oye agregar: Justamente, salgo a distribuir a los diarios el comunicado de prensa de la asociación. Va de cajón que los puteríos no figuran en el balance. Sin advertir que el Matemático lleva la pipa apagada aferrándola por el hornillo, en la mano derecha que pende contra la costura del pantalón, y que por eso, con un movimiento de la mano libre, lo rechaza, Leto, después de golpear la base del paquete de cigarrillos para hacer salir tres o cuatro por la abertura que ha practicado en el borde superior, tiende el paquete hacia el Matemático ofreciéndole uno. Para que la razón de su rechazo se haga evidente, el Matemático se lleva la pipa a la boca y la sostiene apretándola entre sus dientes blanquísimos y regulares. "Para seguir tan bronceado y tan saludable", piensa Leto, "al día siguiente de su llegada debe haberse ido a remar". Mientras Leto enciende el cigarrillo, el Matemático, aprovechando su distracción, lo induce, poniéndose en marcha él mismo, a seguir caminando. Avanzan -o sea van pasando-, gracias a la facultad que poseen no se sabe bien por qué, de un punto a otro en el espacio, ganando, por decirlo de algún modo, terreno, aunque esos puntos entre los que se desplazan estén todos, con ellos dos adentro, en cada uno de los puntos, y en todos a la vez, en el mismo lugar. No, hablando en serio ahora, dice ahora el Matemático, es una experiencia que se debe hacer-y lo que él llama experiencia son esos recuerdos que, aunque frescos y coloridos, no son más accesibles a su propio ser que un paquete de tarjetas postales de Amsterdam, de Viena, de Capri, de Cadaqués, de San Gimignano. Siena es una imagen rojiza, elevada en la bruma caliente del atardecer; París, una lluvia inesperada; Londres, un problema de alojamiento y unos manuscritos en el Museo Británico. Mientras lo escucha, Leto va poniendo imágenes en los nombres que resuenan en la mañana tibia, y esas imágenes, que forma con recuerdos heterogéneos salvados de experiencias dispares y sin relación real con los nombres que escucha, no son ni más ni menos pertinentes y satisfactorias que los recuerdos del Matemático, incapaces de volver más accesible la cosa aun cuando provengan de lo que el Matemático podría llamar su experiencia. Los nombres de ciudades van pasando como adosados a una sierra sin fin o a una calesita, de modo tal que, periódicos, a pesar de las variantes y de las nuevas inclusiones, tarde o temprano los mismos nombres reaparecen en la memoria del Matemático, que los hace resonar para los oídos de Leto como a un instrumento: La Baule, a pesar de que era pleno verano el mar estaba helado; Praga, gran parte de la obra de Kafka se explica cuando uno llega; Brujas, pintaban lo que veían; París, una lluvia inesperada. De pronto, el Matemático, que viene caminando del lado de la pared, da un salto al costado empujando consigo a Leto que, manteniéndose firme, trastabilla un poco pero sigue caminando: como están llegando a la esquina, el Matemático, concentrado en su relato, se ha sobresaltado al ver aparecer, brusco, aunque manteniendo siempre su pedaleo plácido y ondulante, al chico de la bicicleta que, en el tiempo que ellos han puesto para recorrer la cuadra, ha dado la vuelta manzana. Un silencio colérico, un poco ostentoso, interrumpe, después del salto, la ristra de recuerdos del Matemático, que se para y se da vuelta y ve alejarse, por la vereda gris, bajo los árboles, la bicicleta lenta con sus ruidos metálicos, discretos y complicados. Leto, que ha continuado su marcha, le saca algunos pasos de ventaja y se queda a esperarlo, más allá del borde oblicuo de la sombra de las casas. El Matemático lo alcanza, sonriendo y sacudiendo la cabeza. Si te atropella, dice Leto, te engrasa los pantalones. Lo rompo a patadas, dice, mostrando con su tono jovial que de ningún modo lo haría, el Matemático. Parece menos un ser de carne y hueso que uno de esos arquetipos que aparecen en los afiches publicitarios, de los que toda contingencia inherente a lo humano ha desaparecido. Su aspecto físico, perfeccionado por el bronceado europeo y por la blancura de su vestimenta, no es otra cosa que la consecuencia de sus perfecciones biográficas: a pesar de haber sido una de las estrellas del equipo de rugby del club Universitario tiene, según la expresión de Tomatis, algo un poco más denso en la cabeza que lo que suelen tener adentro, una vez infladas, las pelotas de rugby. Aun cuando no pocas hectáreas en el Norte de la provincia, cerca de Tostado, le pertenezcan, el padre del Matemático, yrigoyenista escrupuloso, abomina de oligarcas y militares y es uno de los viejos abogados liberales cuyo nombre figura al pie de los recursos de habeas corpus de casi todos los presos políticos de la ciudad; y el Matemático, a diferencia de su hermano mayor que es también abogado pero que ha aceptado cargos oficiales de casi todos los gobiernos, el Matemático, decía, ¿no?, no solamente ha seguido la tradición liberal de su padre y de su abuelo materno sino que, en determinado momento, cuatro o cinco años atrás, ha estado entre los miembros fundadores de esos grupos trotsquistas o de renovación socialista que, después de 1955, empezaron a proliferar. Pero el Matemático es un pensador y no un activista; un contemplativo, no un organizador; y no un práctico sino un teórico. Le gustan más los tratados que las reuniones de célula, y prefiere los manifiestos futuristas a los constructores de futuro. Sus estudios de ingeniería son, sin duda, el resultado de alguna estrategia familiar destinada a afrontar, con el diploma correspondiente, el desarrollo nacional que obligará un día a los herederos a pasar de la propiedad pasiva de la tierra a la inversión industrial. Serán todo lo liberales que quieras, sabe comentar, malévolo, Tomatis, pero no dan puntada sin hilo. El Matemático, que tal vez presiente, en la reserva dicharachera de Tomatis, el escepticismo o la desconfianza, sigue impasible en el papel que se ha asignado: el de aportar, sin que, en verdad, nadie se lo haya pedido por no haber notado su ausencia, el rigor lógico en las discusiones y una exactitud en la información que, por su insistencia, termina resultando molesta. En realidad, lo que Tomatis le reprocha es que el Matemático lo tome demasiado al pie de la letra. Si, por ejemplo, en medio de una discusión Tomatis cita a un filósofo alemán, a la semana siguiente el Matemático ha leído ya todas sus obras y vuelve dispuesto a retomar el punto en que la discusión ha quedado la semana anterior. Tomatis ha citado a ese filósofo debido al azar de sus asociaciones, no porque considere que es imprescindible perder la juventud y quemarse las pestañas leyendo sus tratados, pero es demasiado vanidoso como para esquivar la discusión. A causa de su credulidad, el Matemático tiene más información que todos los otros, porque le basta oír mencionar a un autor para ponerse a leer sus obras completas y aparecerse quince días más tarde, fresco y tranquilo, a conversar sobre ellas. "Bien mirado, hay pocos reproches que hacerle", piensa Leto. Porque ni siquiera es de los que quieren ganar a toda costa las discusiones; es amable, discreto y servicial. "Salvo", piensa Leto, "salvo cuando se vale, sin darse cuenta él mismo, estoy seguro, de sus dichosos axiomas, postulados y definiciones. Entonces le aparece en la mirada algo semejante a lo que le venía con la luna llena al hombre lobo o en presencia de las putas ajadas a Jack el Destripador".

Mientras cruzan, el Matemático condesciende a retomar, sin mucha convicción, la lista de nombres que traen pegados, en el reverso, expresiones y recuerdos inamovibles y simplificados: Roma, se la imaginaba de otra manera; Viena, todos sus habitantes parecen creer en el análisis terminable; Florencia, también ellos pintaban lo que veían; Aviñón, un calor matador; Ginebra, la chacra asfaltada; Londres, un problema de alojamiento y unos manuscritos en el Museo Británico. Dejan atrás la calle, el cordón de la vereda, el sol lateral, y entran en la sombra tibia de la cuadra siguiente. Un viejo está abriendo los postigos de una ventana en la planta baja. El Matemático que, de un modo brusco, unos segundos antes, ha interrumpido su relato, lo saluda con una inclinación de cabeza y sigue caminando, pensativo. A pesar de la diferencia de estatura, Leto y el Matemático llevan el mismo paso, ni lento ni rápido, tan bien coordinado que no puede saberse si es el Matemático el que reduce la extensión de sus trancos para igualarlos a los pasos de Leto o si, por el contrario, las piernas más flacas y más cortas de Leto se acomodan, sin esfuerzo visible, a la marcha del rugbyman adepto a la scientia recte judicandi. Durante unos metros, parecen no saber de qué hablar. Está lo que se había dicho más arriba ¿no?, que el Matemático, por temor de que un entusiasmo excesivo por su gira europea lo descalifique un poco entre los que se han quedado, se muestra reticente en cuanto a la transmisión de sus recuerdos. Y, por otra parte, con la ansiedad propia de los ausentes que temen que la realidad haya sido más intensa mientras ellos no estaban, viene reteniendo, desde que se encontró con Leto, la pregunta que no se atreve a formular para no demostrar tampoco un interés excesivo, semejante al celoso que, para no traicionar la obsesión que lo ha poseído durante su ausencia, busca el momento oportuno para comenzar su interrogatorio disimulándolo con una serie de preguntas desinteresadas y banales. Mientras tanto, Leto está pensando: "Habría que ver si Lopecito se lo creyó. Sin embargo, es demasiado escrupuloso como para rechazar la idea de plano. Ha sido, durante veinticinco años, el jamón del sandwich. Y, desde que él murió, las cosas se le empeoraron. El podría inclinarse en favor de la tesis de mamá aunque ni aun así es seguro de que obtenga lo que viene prometiéndole sin comprometerse demasiado desde que jugaban a la casita, pero si lo acepta en su fuero interno como lo hace públicamente corre el riesgo de que el supuesto enfermo incurable se le esté riendo en el otro mundo".

Observándolo, discreto y un poco cortado, el Matemático percibe la expresión retraída de Leto, de modo que aprovecha para decir: ¿Y por aquí, cómo anduvo la cosa todo este tiempo?, mordiendo la pipa apagada hasta tal punto que, en vez de proferir, farfulla su pregunta entre los dientes apretados y la lengua que, sin libertad de movimiento, se enreda con la boquilla de la pipa y la hace vibrar contra el filo de los dientes. El Matemático ignora que a Leto le sobran razones para sentirse, aun estando presente, mucho más excluido que él de los ramalazos de intensidad que, arbitraria, la realidad podría dispensar a los círculos que frecuenta: que, por empezar, hace apenas un poco menos de un año que vive en la ciudad, y es, por lo tanto, un mero agregado tardío, un recién llegado; que, por otra parte, como tiene apenas veintiún años, es bastante más joven que varios de los más jóvenes, que no interviene casi nunca en las discusiones y que si lo invitan a algún lado es únicamente en tanto que apéndice de Tomatis; que, único sostén de madre viuda, tiene que llevar varias contabilidades para poder mantenerla y que, en definitiva, algo en su interior, como la carcoma al mueble, roe por anticipado su expectativa ante toda posible intensidad, lo cual explica un poco sus ausencias y sus silencios; y él quisiera, ¿no es cierto?, de tanto en tanto, que algo fuese posible. Leto, dejando escapar mucho humo por los labios entreabiertos, de los que acaba de retirar, con dedos cuidadosos, el cigarrillo, responde: él ha visto poco a la gente; él sale poco; de esos tres meses, tiene poco y nada que contar.

Imaginémonos un jugador que, desde hace un buen rato, tiene en su poder la carta que va a permitirle ganar la partida pero que durante muchas vueltas no puede jugarla porque, de los otros jugadores, ninguna le da la ocasión de hacerlo; durante vueltas y vueltas, el jugador va tirando cartas inútiles, indiferentes, que no cambian para nada el curso de la partida, hasta que, de pronto, la combinación que necesita se forma sobre la mesa, permitiéndole lanzar, con euforia y decisión, la carta ganadora. La confesión retraída de Leto ha puesto.al Matemático en esa situación superior.

– ¿Cómo? -dice-. ¿No estuviste en el cumpleaños de Washington?

Leto niega con un sacudimiento de cabeza, mientras piensa: "Y hoy todavía, esta mañana, cuando ella dice que él ha sufrido tanto es menos para recordarme ese sufrimiento que para controlar si creo en él o no". Y el Matemático, observándolo sin mirarlo, mirando la vereda recta frente a sí más bien, pero observándolo sin embargo con el costado derecho de su cuerpo, es decir, el que casi roza, durante la marcha, el costado izquierdo del cuerpo de Leto, el Matemático, decía, ¿no?, a su vez, aunque es siempre, como decía hace un momento, la misma vez, piensa: "No lo invitaron".

Leto sale como de bajo el agua. Ha estado pensando, acordándose de su madre, de la muerte de su padre, de Lopecito, hundiéndose durante unos segundos en esos pensamientos y recuerdos como en un canal subterráneo paralelo al aire de primavera, y, al emerger, al volver a la superficie, se encuentra con que ese tipo rubio, buen mozo, de unos veintisiete años, vestido todo de blanco, al que Tomatis le dice el Matemático, que acaba de volver de Europa y que ha salido a distribuir a los diarios comunicados de la Asociación de Estudiantes de Ingeniería Química, acaba, también, hace unos segundos, de preguntarle si ha estado en el cumpleaños de Washington, y como él, con un movimiento de cabeza, ha respondido que no, teme ahora que el otro, que está como acechándolo, esté acechándolo no con desprecio, sino con extrañeza y con cierta compasión. "En primer lugar, no hubiese necesitado que me invitaran. Hubiese podido ir si hubiese querido, sin necesidad de que me invitaran. Pero sobre todo, no hubiese querido que me invitaran porque eso significaría que no me consideran tan íntimo como para que resulte de cajón que tengo que ir. Ahora bien, sentado esto, hay que rendirse ante la evidencia: no me invitaron."

– Yo también me lo perdí. Ese día estábamos visitando fábricas en Francfort. No podía tomar un jet desde Francfort para venir porque no tienen vuelos directos a Rincón -dice el Matemático-. Pero tengo la versión completa, en tecnicolor, copia nueva y subtitulada.

Manteniendo su fachada de jovialidad, aprieta un poco más la pipa con los dientes, obligado por un recuerdo que le vuelve, súbito, y que todavía le hace daño; uno de esos recuerdos o emociones de los que a veces sabe decir, con un fruncimiento irónico de la nariz que, si bien no son mensurables, en esta etapa de nuestros conocimientos al menos, no parecería haber razón para que un día de éstos se resistan a entrar en una teoría general o en una estructura pasibles de formulación matemática.

– No digas -le oye decir a Leto.

– Sí, sí, me lo contaron -se oye decir a su vez.

El recuerdo es como una fotografía o una imagen sombría estampada en el interior de su cabeza y las emociones y los sentimientos de humillación o de cólera forman unos agujeros de bordes negros y resquebrajados como si la imagen estuviese siendo atravesada en muchos puntos de su superficie por la brasa de un cigarrillo. Tres o cuatro años atrás, un poeta de Buenos Aires vino a la ciudad a dar una conferencia. El Matemático, que se había carteado con él durante seis o siete meses a raíz de un problema de versificación, esperaba con impaciencia su llegada, y había anotado una serie de temas numerados de discusión que, después de la conferencia, pensaba abordar por orden con el poeta durante la cena. Un poco antes de que terminara el debate que había seguido la conferencia, el Matemático había ido a buscar el auto de su padre que no había podido cedérselo más temprano porque recién llegaba de Tostado a las nueve de la noche. Su padre se había demorado un poco, y cuando el Matemático volvió con el auto a la sala donde tenía lugar la conferencia, la encontró cerrada. Un ordenanza le dijo que el conferenciante se había ido con cuatro o cinco de los organizadores a una fiesta, o a comer algo -en fin, no sabía bien adonde. El Matemático sintió en ese momento el primer ramalazo de cólera porque, antes de irse a buscar el auto, había tomado la precaución de advertir a varios de los organizadores acerca de su ausencia momentánea pidiéndoles que lo esperaran, pero no se había sentido muy seguro porque sabía que los organizadores pertenecían a ese tipo de gente que secuestra a las celebridades que vienen de la capital y que como él no los frecuentaba demasiado porque no le gustaba codearse con los círculos semioficiales, tampoco ellos se desvivían por tener en cuenta sus recomendaciones. El Matemático, al enterarse de la venida del poeta, se había puesto a trabajar fuerte, durante por lo menos un mes y medio, sobre problemas de versificación. Su tesis era que cada metro correspondía a un sentimiento específico y que podría elaborarse un sistema de notación tan perfeccionado, si se diversificaban suficientemente los metros cuyas combinaciones no eran todavía bastante sutiles, que bastaría el empleo métrico de meras sonoridades, para que el poema transmitiese los sentimientos deseados. El Matemático debía tener unos veintitrés años para esa época; se consideraba un simple teórico y le hubiese gustado que el poeta, que le llevaba veinte años y que había alcanzado una gran reputación, aplicara sus teorías, como esos geólogos que han forjado una hipótesis sobre la composición del suelo lunar y mandan un astronauta a la Luna para verificarla. El Matemático salió de la sala de conferencias, ya un poco enceguecido por la rabia, y empezó a buscar al poeta. Se puso a recorrer, en el auto del padre, de una punta a la otra, la ciudad: dejaba el motor en marcha frente a un restaurante, frente a una parrilla, bajaba a buscarlos, al poeta y al grupo de organizadores, y si no los encontraba seguía hasta la parrilla siguiente y realizaba la misma acción que trataba de encubrir detrás de una fachada tranquila y mundana, paseando su vista displicente por las mesas animadas, como si buscase una vacía o mirase por simple curiosidad. Era meritorio que pudiese mantener su elegancia y su fachada indiferente porque a medida que pasaban los minutos iban aumentando su furia y su indignación. Por momentos, sentía como si le estuviese hirviendo el interior de la cabeza. Después de haber recorrido, infructuoso, todos los restaurantes abiertos, entró en un bar, pidió una cerveza, la guía telefónica y un montón de fichas y se puso a llamar a las casas de los organizadores con la esperanza de que estuviesen en alguna de ellas o de que algún miembro de la familia supiese dónde diablos podían haber ido a parar. Pero nadie sabía nada o, si sabía, no parecía dispuesto a decírselo. En el tono casual y desprevenido con que le respondían, al Matemático le parecía percibir los ecos inequívocos de alguna consigna o confabulación. Todos sabían, la ciudad entera sabía y, a propósito, se lo ocultaban. Después de todos esos rodeos inútiles, se puso a recorrer al azar las calles en el auto, con la esperanza de cruzarse con el poeta y su comitiva y más de una vez, a causa de falsas alarmas, se encontró persiguiendo a toda velocidad algún coche que parecía ser el de alguno de los organizadores o abordando un grupo sorprendido de gente en alguna calle oscura. Los Catorce puntos relativos a toda métrica futura, que se había tomado el trabajo de elaborar y de copiar a máquina en las últimas semanas, no eran en ese momento más que una hoja doblada en cuatro y perdida en uno de los compartimentos de su billetera, en el fondo del bolsillo interior del saco. Incluso él mismo había perdido todo atributo subjetivo y se había vuelto un ser puramente exterior, que ya no razonaba ni le aplicaba ninguna estrategia a la realidad, sino que era el ente pasivo de un modo incontrolable de organización de los acontecimientos, que lo desviaban de su propio ser como el viento desvía de su trayectoria la pelotita de ping-pong a pesar de la fuerza y la determinación con que la ha golpeado la paleta del jugador. Por fin, en una de sus idas y venidas por las calles oscuras, por las avenidas iluminadas, después de recorrer por centésima vez los mismos lugares se acordó que, antes de la conferencia, uno de los organizadores, hablando con otro, había mencionado un club de tenis del que su hermano el abogado era socio pero que él, por desprecio por la burguesía sanguinaria, como le gustaba, no sin razón, adjetivar, no frecuentaba. Un portero lo había interceptado en la entrada y lo había hecho esperar. El Matemático se quedó en el portón que daba a las canchas de tenis oscuras y desiertas más allá de las cuales se divisaban, detrás de unos pinos, las ventanas iluminadas de las instalaciones. Un rectángulo amarillo, más alto y más estrecho que los de las ventanas, se formó en la negrura, detrás de los pinos, cuando el poeta, seguido por el portero, abrió la puerta de las instalaciones y se aproximó al portón de entrada, atravesando la oscuridad de los pinos y la penumbra rojiza segregada por el ladrillo molido que recubría el suelo en las canchas de tenis. Venía comiendo una pata de pollo, y debía tener la mano libre llena de grasa, a juzgar por el ademán con que la mantenía rígida y lejos del cuerpo, los dedos estirados y separados, para no mancharse los pantalones. El Matemático creyó que venía para reconocerlo y para hacerlo entrar a la comida en la que, durante algún aparte, podrían discutir los Catorce puntos, de modo que lo esperó con una sonrisa comprensiva y aliviada, pero el poeta venía en realidad a explicarle que le había sido imposible esperarlo, que se estaba aburriendo mucho en esa comida pero que no tenía más remedio que quedarse hasta el final y que tal vez más tarde, en algún bar, cuando se hubiese desembarazado de esos pesados, podrían tal vez tomar una copa y, según sus propias palabras, dar al mundo, a dúo, el tan esperado texto definitivo sobre la teoría de la versificación. Antes de que el Matemático hubiese podido hacer la menor objeción, el poeta ya había desaparecido, masticando sus bocados de pollo, después de proferir el nombre de un bar con la boca llena, bordeando con paso decidido las canchas de tenis, borrándose un momento bajo la masa negra de los pinos, y volviendo a mostrar su silueta en el rectángulo amarillo que se formó un momento entre las ventanas iluminadas y que a su vez, después de unos segundos, desapareció. El Matemático quedó inmóvil, con la vista clavada en algún punto del aire oscuro entre el portón de entrada y la negrura multiplicada de los pinos, sintiendo en la nuca la mirada satisfecha del portero, cuyo acto instintivo de no haberlo dejado entrar acababa de ver corroborada su pertinencia gracias a la visita relámpago del homenajeado. Después dio media vuelta, se alejó sin saludar y, sacando la llave del auto del bolsillo, volvió a pararse unos metros más adelante, manteniendo la llave en el aire, en posición de entrar en una cerradura, sacudiendo de vez en cuando la cabeza, como si discutiera consigo mismo. En realidad, la actitud inesperada del poeta lo había dejado sin capacidad de reacción, como si su vida interior funcionara a electricidad y, desde hacía dos o tres minutos, alguien hubiese venido desde la oscuridad y lo hubiese desenchufado. Pero no se trataba más que de un simple atascamiento, o un enfriamiento, como le ocurre a ciertos motores, que, con la misma arbitrariedad con que se han detenido, se ponen otra vez a funcionar: cuando volvió a caminar, sus pasos ya no eran distraídos sino furiosos; entró en el auto dando un portazo y, después de arrancar, se alejó no sin antes maniobrar frente a la entrada del club con mucho ruido de motor, frenos y cubiertas. Manejaba ensordecido por sus pensamientos indignados y tumultuosos, que entraban y salían, entrechocándose en su cabeza como si, a diferencia de unos momentos antes, el motor estuviese ahora demasiado recalentado y a punto de explotar. Fue directamente a su casa y, como en esa época vivía todavía con su familia, cruzó el vestíbulo casi sin detenerse y se encerró en su cuarto. Ahora, es decir en el ahora subsiguiente al ahora en el que había hecho arrancar el auto y al ahora en que había venido manejando hasta su casa, ¿no?, en ese ahora, no es cierto, digo, trataba de mantenerse sereno, de encontrar en la situación los detalles que le permitirían transformar la furia en desprecio y el desprecio en autosatisfacción. Pero no lo conseguía: muy por el contrario, poco a poco, y eso que ya se había desvestido y tirado en la cama, empezó a preguntarse si no estaba juzgando mal al poeta, que en definitiva le había dado una prueba de confianza y amistad al venir hasta el portón para explicarle que se encontraba en situación incómoda y citarlo para más tarde, y si no estaba cometiendo un error dejándolo plantado en vez de ir a esperarlo al bar tal como habían convenido. La hora de la cita se acercaba y, como un enamorado, el Matemático no lograba decidir lo que haría, cambiando de idea cada quince o veinte segundos, llevado y traído, como una hoja seca por el viento del atardecer, por esos sentimientos y emociones que, si bien no son mensurables, en esta etapa de nuestros conocimientos al menos, no parecería haber razón para que un día de éstos se resistan a entrar en una teoría general o en una estructura pasibles de formulación matemática. Por fin, después de haber decidido con argumentos sólidos que no iría, se levantó con un salto de su cama, se vistió y se fue a la cita en el bar. Llegó quince minutos adelantado, echando, desde el auto, antes de ir a estacionar, una mirada rápida y discreta para ver si el poeta ya había llegado. Pero el bar estaba casi vacío y, sobre todo, vacío del poeta que sin duda debía estar tratando, desde hacía un buen rato, de sacarse de encima a los organizadores. El Matemático entró al bar y se sentó a esperar. Para matar el tiempo, sacó el texto de los Catorce puntos y se puso a ajustarlo aquí y allá, de modo que, cuando llegara el momento de discutirlo, todas las posibles objeciones ya estuviesen previstas y refutadas de antemano. Durante unos veinte minutos, el Matemático, gracias a su concentración total en el texto de los Catorce puntos, mantuvo esos sentimientos y emociones que si bien etc., etc., ¿no?, en las tinieblas exteriores al cubo cristalino y bien iluminado que ocupaba el espacio entero de su mente. Pero a medida que pasaba el tiempo, las superficies pulidas y transparentes se empezaron a agrietar, filtrando, poco a poco, el exterior indiferenciado y viscoso sobre el que, durante unos veinte minutos, había parecido reinar. Como ya era más de medianoche, el bar se llenó un poco con la gente que salía de los cines y que entraba a tomarse el último café antes de irse para la cama, comentando la película, hablando de bueyes perdidos, o haciendo planes para el día siguiente, pero cerca de la una empezó a vaciarse otra vez, a tal punto que a la una y media no quedaban más que el Matemático, una pareja que se peleaba cuchicheando en un rincón y un borracho insistente en el mostrador. Por fin el borracho se hizo expulsar con suavidad por el barman, la mujer de la pareja, en un arranque de cólera, se levantó y salió a la calle de modo que el hombre que la acompañaba no tuvo más remedio que pagar rápido en la caja y correr detrás de ella, y el Matemático, que ya iba por su segundo café, quedó solo en el bar, en el que, con discreción pero con firmeza, empezaban a poner las sillas, invertidas, sobre las mesas, y a pasar el trapo. Al cabo de un rato, como ya eran las dos de la mañana y el poeta había dicho doce menos cuarto doce, y como la mesa que ocupaba era el único islote estrecho rodeado por un mar de sillas dadas vueltas sobre las mesas y el suelo en el que apoyaba sus pies el único fragmento, de dos metros cuadrados, en que el piso no relucía listo para la apertura del día siguiente, el Matemático plegó en cuatro los Catorce puntos, recogió su pipa apagada, pagó los dos cafés, y salió a la calle. Un sentimiento nuevo se mezclaba a su humillación y a su rabia: la desesperación que sentimos cuando comprobamos que, por intenso que sea nuestro deseo, los planes de lo exterior no lo tienen en cuenta. Apenas salió, las luces del bar se apagaron a sus espaldas. A no ser por los focos de las esquinas, y, de tanto en tanto, por los faros fugaces de algún auto con el que se cruzaba, hubiese podido jurar que, en el universo entero, la única luz encendida que quedaba pendía en el interior de su cabeza y que algo, al pasar, le había dado un sacudón, y ahora luces y sombras se sacudían con violencia en ese recinto demasiado estrecho en el que pensamientos, recuerdos, emociones, incontrolados y rápidos estallaban y desaparecían como fuegos artificiales o como granadas. Llegó enfrente de su casa, estacionó. Cerró la puerta del auto y se quedó parado un momento en la vereda oscura. Desde hacía un buen rato, el tiempo estaba corriendo por atrás y, del mismo modo que, por el paisaje inesperado que empieza a ver, sin reconocerlo, por la ventanilla, el viajero comprende, no sin pánico, que se ha equivocado de tren, el Matemático empezó a sentir que la persona que creía ser se desmantelaba pieza por pieza, y en su lugar flotaban a la deriva astillas y fragmentos de un ente desconocido que tenían, con un propio ser, un aire de familia, pero parecían, respecto de las ideas, emociones y sentimientos habituales, arcaicos y desmesurados. Atravesó, en puntas de pie, la casa oscura, entró en su pieza y, sin encender la luz, se desvistió y se acostó. Por momento, chispazos de serenidad le hacían decirse "Vamos, vamos, no vale la pena hacerse mala sangre por una grosería o, incluso, por una serie de acontecimientos que han venido mal barajados y de los que nadie es culpable", pero, como eran fugaces, entraban en el torbellino y se convertían a la especie arcaica que lo asolaba, de modo que, incapaz de dormir, a medida que el alba empalidecía el dormitorio por la claraboya y las rendijas de la ventana, él iba perdiendo realidad y los pocos lazos que lo unían al mundo conocido lo iban abandonando. Echado en la cama oscura comprendía, por primera vez en su vida, a su propia costa, que, cuando es lo bastante intenso, como el sufrimiento físico, el moral también se vuelve a partir de un punto determinado innombrable y sin contenido, casi abstracto, y que lo que en cierto momento podríamos llamar pena, culpa, humillación, se convierte, múltiple y casi sin fondo, en hormigueo, estampida, turbulencia, punzadas, explosiones. Durante horas estuvo revolviéndose en la cama, con los ojos bien abiertos, atravesado por esas astillas centelleantes y continuas que lo quemaban por dentro produciéndole un sufrimiento que, mucho más tarde, cuando, a pesar de todos sus esfuerzos por reprimirlo, se acordaba de él, se le aparecía con la imagen única y repetitiva de una cara humana que alguien tajeaba, despacio y decidido, con un vidrio de botella. Por fin, a eso de las once de la mañana, se durmió. Como tenía la costumbre de pasarse noches enteras estudiando en su cuarto, durante el día nadie lo molestó, así que a eso de las seis se despertó solo, poco a poco, pensando que emergía a otro mundo o que él, en todo caso, ya no era el mismo, y durante mucho tiempo, cada vez que encontraba en la calle a alguno de los organizadores de la conferencia trataba de esconderse, o, si no podía, adoptaba una actitud de jovialidad exagerada, sin dejar traslucir el más mínimo reproche a tal punto que, durante unos meses, su preocupación mayor no era interrogarse a fondo sobre lo que le había ocurrido, sino evitar a toda costa que nadie se diese cuenta. Y lo había conseguido. Esa quemadura, que durante semanas había transformado su interior en una llaga viva, y que, hasta que fue cicatrizando, había sido el reverso de su exterior limpio, tranquilo, bien proporcionado, que profería frases sonrientes y exactas, esa especie de quemadura, decía, ¿no?, que, teniendo en cuenta la insignificancia de la chispa que le había dado origen, parecía haberse producido más bien por generación espontánea, había pasado desapercibida, del mimo modo que su reminiscencia dolorosa, para el resto de la humanidad. Y él, en secreto, para sí mismo, cuando lo sopesaba a la distancia, llamaba a esos días, irónico, y con mayúscula, el Episodio.

– ¿Ah, sí? -dice Leto-. ¿Y quién te lo contó?

– Botón -dice el Matemático.

Leto sacude, afirmativo, la cabeza. Ese nombre, o sobrenombre, mejor, Botón, aparece de vez en cuando en las conversaciones, pero a Leto no le evoca ninguna representación precisa, porque nunca ha visto a su titular. Le parece que es entrerriano, que estudia derecho, que fue dirigente reformista, que se lo ve mucho en vernissages y en conferencias, y que toca la guitarra. Tres o cuatro veces le ha oído pronunciar a Tomatis, hablando con un tercero, frases tales como: Anoche lo encontramos a Botón que se caía en el bar de la Terminal, o, una vez, refiriéndose a una pintora: Botón le baja la caña. Pero Leto nunca lo ha visto. A decir verdad, cuando oye el sobrenombre, lo primero que se representa es un verdadero botón, un botón negro con cuatro agujeritos en el centro, y recién después de una corrección rapidísima empieza a ver la imagen de una persona, un tipo de pelo lacio y piel oscura, picado de viruela, que no corresponde a ningún recuerdo pero que llena, con su aparición servicial, la ausencia de experiencia. "Siempre tiene que haber algo", piensa Leto. "Si no hay nada uno piensa que no hay nada y ese pensamiento ya es algo."

Sí, en efecto, Botón, acaba de repetir el Matemático. Botón, que, aunque no estaba previsto, se encontró por casualidad con el Gato Garay en la escuela de Bellas Artes y prometió llevar la guitarra. Pero que, como no había vuelto a su casa después del encuentro, ni siquiera había llevado la guitarra y, luego de hacer un par de diligencias en el centro, había sido el primero en llegar a Colastiné, donde era la fiesta. Había comprado tres botellas de vino blanco. Por si faltaba, dice el Matemático. Siempre tiene miedo de que falte. Según Botón, y, desde luego, según el Matemático, ¿no?, como no debían ser más de las cinco y el sol estaba alto todavía, y Basso, el dueño de la quinta, acababa de levantarse de la siesta, se habían ido al fondo y se habían puesto a puntear. Basso según el Matemático tiene un huerto biológico, cría gallinas y, con unas rentas que le dejó la abuela materna, puede vivir sin trabajar. Leto, que no conoce ni a Basso ni a Botón ni nunca ha estado en esa esquina, ve dos tipos punteando tierra negra, contra el sol declinante de un fin de invierno benigno, en el fondo de un patio cuya imagen proviene, sin que él mismo se dé cuenta, de dos o tres quintas diferentes a las que ha ido, desde que se mudó de Rosario, en Colastiné y en Rincón. Y el lugar en el que esa quinta se levanta, como el nombre de Colastiné abarca una extensión material que excede por lejos su experiencia, es un punto aproximativo, un poco fabuloso, que Leto ubica, sin saber por qué ni tampoco preguntárselo, en una zona fronteriza entre su experiencia y los muchos fragmentos puramente imaginarios que incluye la palabra Colastiné y que él nunca ha visitado.

Pero al rato nomás, dice el Matemático, habían empezado a llegar los otros: los mellizos Garay, que hubiesen querido prestar la casa de Rincón pero que debieron desistir a último momento porque la madre había decidido desratizarla esa semana, y Cuello, el escritor. ¿Cuello?, dice Leto. Cuello. Sí, El Centauro, El Centauro Cuello, dice el Matemático. ¿El Centauro?, repite Leto, intrigado. El Matemático se echa a reír. Sí. El Centauro. Porque es medio animal. Leto también se ríe, sacudiendo la cabeza. La risa, que expelen gargantas humanas y que chispea, al mismo tiempo, en ojos humanos, sale al aire tibio del exterior. Un peatón que los cruza, un hombre en mangas de camisa que lleva un portafolios bajo el brazo, cuarentón regordete y casi calvo, se ríe a su vez, sin que ellos lo adviertan, contagiado por la eclosión de risa súbita que acaba de presenciar. Y el Matemático continúa: Cuello venía temprano, había dicho Botón (al que se lo había dicho el Gato en Bellas Artes) por si Noca, un pescador, que debía traer un cargamento de moncholos y amarillos, fallaba a último momento, ya que en ese caso, como trabajaba en la Mutual de Carniceros, hubiese podido procurar, Cuello, ¿no?, a último momento, un asado de recambio. Pero Noca no falló; casi en el mismo momento que Cuello, pero viniendo desde la costa y no desde la ciudad, había llegado con dos canastos llenos de amarillos y moncholos que, después de pescarlos, se había tomado el trabajo de vaciar de sus órganos y de lavar en el agua misma del río. A juzgar por el modo como lo cuenta el Matemático, Botón ha trasmitido la llegada de Noca valiéndose del ditirambo; pero a medida que la repite, el Matemático, aplicando un protocolo riguroso, desmantela la versión de su informante: Botón, que es gringo, se apaisana a discreción; tiene un gusto excesivo por el barbarismo; los criterios de verdad se los suministran el rasguido doble y la chamarrita. A Noca, él lo conoce: en vez de ir a pescar él mismo, se lo pasa en el boliche; le compra el pescado a los verdaderos pescadores, y se lo revende a los puebleros que tienen quinta en la región. Va a terminar acopiador. Sin embargo, es la versión de Botón la que, por entre las objeciones sociológicas definitivas aunque desinteresadas del Matemático, Leto adopta y retiene: el Noca mítico buscando, con pericia inmemorial, por el río salvaje, los últimos amarillos, prevalece en desmedro del trashumante de clases a causa de la movilidad social que produce la urbanización creciente de la región litoral. Pero, de percibirla, al Matemático la reticencia de Leto no le iría ni le vendría: en realidad, del mismo modo que a ningún crítico de arte se le ocurriría invalidar un retrato sosteniendo que el modelo representado es feo, o viejo, u hombre o mujer, sino que atacaría la técnica del pintor, al Matemático el objeto Noca en su objetividad objetiva le importa, dice, hablando mal y pronto, tres pepinos, pero no así la descripción hecha por Botón, compuesta, según el Matemático, de apriorismos estereotipados y no de verdaderos datos empíricos. Puro material radiotelefónico, dice el Matemático.

Leto ya no se ríe. La palabra radiotelefónico trae, como pegada en el reverso, la imagen de su padre: pero no es la tristeza lo que ha borrado la risa de su cara, sino esa gravedad un poco mecánica que asumimos cuando, con su llamado insistente, un pensamiento o un recuerdo tratan de atraernos hacia el interior. Durante unos segundos, la narración del Matemático, intensa y bien detallada, se vuelve, poco a poco, palabras sueltas, ruido carente de sentido, rumor lejano, como si, a pesar del ritmo idéntico de la marcha y de los brazos que casi se rozan, caminasen por espacios disociados, probando en qué medida un recuerdo puede separar a dos hombres, hasta que, por fin, el llamado se desvanece, no sin dejar una huella imprecisa en su interior, como una mancha de la que se ignora el origen impresa en una pared blanca, de modo que la expresión de Leto se vuelve otra vez sonriente y atenta y las palabras del Matemático que, como veníamos diciendo, ¿no?, le está contando a Leto el cumpleaños de Washington Noriega, salen del horizonte de ruido y continúan llenando de imágenes, no siempre adecuadas, su cabeza. Y los mellizos… dice el Matemático. Empiezan a cruzar; un auto colorado frena en la esquina, esperando para doblar por San Martín; vacilan, lo sortean, atraviesan la transversal que a diferencia de las anteriores es asfaltada y no empedrada, y llegan a la vereda de enfrente. Dejan atrás la esquina soleada y avanzan bajo la sombra de los árboles. Al bajar a la calle, el Matemático se ha callado, posponiendo lo que estaba por decir, y adoptando una expresión vigilante al ver venir el auto colorado, un aire de vacilación ostentosa cuando el auto, parándose en la esquina, les corta el paso; y, cuando dejan atrás el auto, al aire vacilante lo sucede un sacudimiento distraído y reprobatorio de la cabeza, que se detiene cuando llegan a la vereda de enfrente. "Los mellizos Garay", va, por su parte, pensando Leto. Los mellizos, retoma el Matemático cuando entran en la sombra de los árboles, consiguieron una serpentina para instalar un barril de chop. En el patio hipotético, situado en un lugar fabuloso, las figuras humanas, simplificadas por la imaginación de Leto, se dispersan y se mueven, activas, recortándose contra el crepúsculo: el Centauro, la señora de Basso con las dos nenas, Botón y Basso que puntean en el fondo, los mellizos que instalan, en la entrada de la cocina, el barril de chop, cubriendo de hielo la serpentina, y el sulky de Noca que se aleja hacia la costa por un camino arenoso que Leto y Barco han recorrido una vez a pie, tres meses antes, un domingo a la mañana, para ir a pescar. Y a medida que el Matemático va profiriendo nuevos nombres, la imagen más o menos fija, formada de recuerdos heterogéneos, se puebla de nuevas figuras que pasan a ocupar en ella un lugar y una función: Cohen, y Silvia, su mujer, Tomatis y Beatriz, Barco y la Chichito -los Cohen que han llegado por su lado, en colectivo-, y Beatriz, Barco y la Chichito que han pasado a buscar a Tomatis a la salida del diario en el auto del padre de la Chichito y lo han visto salir por la puerta principal con un paquete de diarios de la víspera destinados a envolver los pescados para ponerlos en la parrilla. Según le ha dicho Basso o Botón, dice el Matemático, Marcos Rosemberg trajo el vino la víspera, veinticuatro botellas, y era el que se encargaba de pasar a buscar a Washington para llevarlo a lo de Basso. Por fin llegan, antes de que anochezca; el auto celeste de Marcos Rosemberg estaciona frente a la quinta. Para ser exactos, el Matemático dice únicamente en el auto de Marcos Rosemberg, pero como Leto lo conoce por haber subido dos o tres veces en él, se lo representa con el color adecuado, de modo que ve, en el crepúsculo, la máquina celeste llegar, ondulante y silenciosa, cintilando un poco en la última luz, ante el frente de la quinta imaginaria. Le hicieron un recibimiento apoteósico, dice, irónico, el Matemático, citando la expresión textual de Botón. Evidentemente, la canilla de chop estaba mal instalada -salía pura espuma-, de modo que Barco, que tiene genio práctico, desmontó y volvió a montar la instalación. ¿Tira? ¿Tira?, indagaban, en círculo, alrededor, varias caras ansiosas. Por fin empezó a tirar. Como a la noche iba a refrescar, habían preparado una mesa grande, que todavía no estaba puesta, bajo el quincho, cerca de la parrilla. Superando una fracción de segundo de confusión, Leto se ve obligado a instalar el quincho imprevisto entre los árboles del fondo. Nidia Basso y Tomatis preparaban ensalada amarga en la cocina. Cohen, el psicólogo, que iba a ser el asador, encendía fuego en la parrilla. Barco llenaba vasos de cerveza y Basso cortaba cubitos de queso fuerte y de mortadela sobre una tabla y la pasaba entre la concurrencia. Beatriz armaba un cigarrillo. Washington, que acababa de desprenderse de su viejo bolso de Aerolíneas Argentinas lleno de libros y papeles, tenía en la mano, sin decidirse a tomar el primer trago, un vaso de cerveza. ¿Y Botón? Botón, durante horas, parecía haberse omitido de su relato, como si el papel de observador le vedara intervenir en la acción. Introduciendo una variación refinada, el Matemático comenta que, a decir verdad, la versión que Botón le ha dado de los acontecimientos exige, teniendo en cuenta la personalidad de Botón, una corrección continua destinada a trasladar los hechos del terreno del mito al de la historia, pero Leto, en ese momento, por debajo de la imagen persistente de un patio en la costa, en un anochecer de invierno, lleno de rostros conocidos y desconocidos que se entreveran vagamente, Leto, digo, ¿no?, casi sin darse cuenta, y aunque sea siempre la misma, está pensando otra vez en Isabel, en la enfermedad incurable, en Lopecito hablándole con los ojos llenos de lágrimas junto al cajón cerrado: Tu viejo fue un pionero de la televisión. Tenía el genio de un inventor. Yo le debo todo.

– La idea de festejarle los sesenta y cinco años vino de los mellizos -dice el Matemático-. Y hay que sacarles el sombrero por haber logrado juntar gente tan diversa. Como en el dicho: no están todos los que son ni son todos los que están.

Leto lo mira: ¿es una cortesía hacia su persona? Pero su mirada rebota contra el perfil perfecto del Matemático que, con la vista fija en un punto del aire intermedio entre la vereda y las copas de los árboles, un poco ausente, rememora: una noche del verano anterior en que estaban conversando con Washington, Tomatis y Silvia Cohen en la terraza de los Cohen, como Tomatis, que había estado llenando sin parar su vaso de ginebra con hielo se había puesto a maldecir, por pura parodia, el destino de los humanos, alzando el puño amenazador hacia el cielo estrellado y él, el Matemático, le empezó a tomar el pelo, Washington, sin distraerse mucho de su conversación con Silvia Cohen le había dicho, simulando dirimir una verdadera cuestión teórica, que lo dejara, que desde el punto de vista lógico está más cerca de la verdad el que, lisa y llanamente, se pone a lloriquear bajo las estrellas, espantado por lo absurdo de la situación, que el que, dándoselas de heroico o de creyente en la historicidad, trata, a pesar de todo, de sacar adelante una familia, o de ganar la faja de honor de la SADE. Una sonrisa rápida, discreta y distraída, aparece y se borra en los ojos del Matemático. Pero, por alguna razón oscura, de la que ni él mismo es consciente, en vez de contar esa anécdota de Washington cuenta otra, en la que no ha pensado desde hace mucho tiempo y que, una fracción de segundo antes de que haya comenzado a decirla en voz alta, estaba ausente de sus representaciones.

– Dice que una vez un autor de cuentos fantásticos que lo vino a visitar de Buenos Aires le preguntó si nunca pensaba escribir una novela. Dice que Washington puso cara de espanto, como si el otro lo estuviese amenazando. Y dice que después de un momento le contestó: yo, como Heráclito de Efeso y el general Mitre en el Paraguay, no viá dejar más que fragmentos.

Se ríen. Avanzan. El Matemático piensa: "Noca dijo que, si llegaba un poco tarde, era porque uno de sus caballos había tropezado". Y Leto: "Le robó el amor de su vida, lo transformó en solterón, le dejó a cargo su familia, y él dice sin embargo que le debe todo". Según parece, dice el Matemático, Noca le dijo a Basso que llegaba tarde porque uno de sus caballos había tropezado y se había quebrado una pata. Estaban, había dicho Botón, cinco o seis alrededor de Cohen, masticando cubitos de mortadela y tomando cerveza como aperitivo, y observando a Cohen que manipulaba brasas y leña, no sin hacer toda clase de muecas y lagrimear entre el calor y el humo del que los espectadores se mantenían a distancia confortable. Y cuando, según Botón, Basso había comentado la excusa de Noca, Cohen había interrumpido bruscamente su trabajo y, sin dejar de lagrimear y de hacer muecas dolorosas, se había plantado, perentorio, frente a Basso: ¿Desde cuándo los caballos tropiezan?, había dicho.

– ¿Cómo? ¿No tropiezan? -dice Leto.

– Tropiezan. Tropiezan -dice, conciliador, el Matemático. Y después de una pausa dubitativa-: En fin, depende.

– ¿Depende de qué? -dice Leto.

– Depende de lo que se entienda por tropezar.

Según el Matemático, y siempre según Botón, ¿no?, el argumento de Cohen había sido el siguiente: si un tropezón es una equivocación y los caballos, como el resto de los animales, actúan únicamente por instinto, ¿no es contradictorio atribuirle al instinto una equivocación? El instinto sería lo que, por definición, no se equivoca. El instinto, dijo, Cohen antes de volverse triunfal hacia las llamas, es necesidad pura. Cuando le dio la espalda a los espectadores para ponerse a trabajar con dedicación exagerada con el fuego, pudo percibirse, para su satisfacción, un silencio general. Pero después de un momento, Basso volvió a intervenir: él no hacía más que transmitir lo que Noca le había dicho, a saber que, si llegaba un poco tarde, era porque uno de sus caballos había tropezado y… Sí, sí, eso ya lo sabemos, lo interrumpió, con impaciencia bonachona, Barco, que había dejado su puesto en la canilla de chop y había llegado bajo el quincho justo para oír el relato de Basso y la objeción de Cohen. Lo que, según él, en cambio, había que preguntarse, eran dos cosas: la primera, si es verdad que el instinto no se equivoca; la segunda, si tropezar es una equivocación. Silencio caviloso de la concurrencia. Basso volvió a intervenir: el problema con Noca era que nunca podía saberse cuándo fabulaba y cuándo decía la verdad. Y como no dio muchos detalles estaban obligados a adivinar si el caballo había tropezado solo o mientras alguien lo montaba: Leto evoca, sin dificultad, la imagen de un hombre a caballo; y el Matemático piensa: "El problema se plantea únicamente con un caballo sin jinete. En el caso contrario, el error es del jinete y no del caballo". En ese momento, sin embargo, y siempre según Botón, se produjo un revuelo: Tomatis, en un enorme fuentón de plástico ("amarillo", piensa Leto) traía los pescados que había vuelto a lavar en la pileta de la cocina. Hay que volverlos a lavar porque siempre les queda un poco de arena, dice el Matemático que le dijo Botón que dijo Tomatis. Y agrega: Para que Tomatis haya lavado las ensaladas y vuelto a lavar los pescados, tiene que estimarlo mucho a Washington. El y el Gato son sus preferidos. A Washington, que no es ni una cosa ni la otra, le gustan los cínicos y los orgullosos. "Pero ni Tomatis es cínico ni el Gato orgulloso", piensa Leto. "¿O será al revés?" Después, según el Matemático, es fácil imaginar las operaciones que siguieron: los moncholos gordos que ofrecen el don de su persona el año entero y los amarillos metálicos que, por prudencia, no se asoman más que en invierno, fueron sometidos al tratamiento adecuado que pone de relieve, perfeccionándolas incluso, sus cualidades: después de rellenarlos con un buen amasijo de cebolla y un poco de perejil y de laurel, untaban con aceite los diarios de la víspera y, previo espolvoreo de sal y pimienta, los envolvían en ellos y los iban colocando, cuidadosos y bien alineados, en la parrilla bajo la cual las brasas escasas impedirían que la carne tan frágil de los pescados se arrebatara. "Y pensar que dice que Botón es folklórico", piensa Leto con cierta mala fe ya que puede percibirse, en la descripción del Matemático, un dejo de ironía. Porque, como corresponde, el Matemático sostiene que el que quiere nadar con cierta soltura en el río incoloro de postulados, modos de silogismo, conjuntos y definiciones, debe acompañar sus estudios de un régimen alimenticio estricto: a fuerza de yogures y de verduras retiradas al primer hervor, el orden abstracto del todo, en su simplicidad superior, se revelaría, estático y radioso, para el asceta consecuente y recién bañado.

– Vuelvo en seguida -dice, inesperado, el Matemático y, sacando del bolsillo del pantalón varias hojas dobladas en cuatro, entra en el edificio de La Mañana. Leto ve el alto cuerpo bronceado y vestido de blanco penetrar, con trancos elegantes, por el portal en penumbra del matutino. "Pasado mañana, el comunicado de prensa, bien untado de aceite, va a servir para envolver amarillos y moncholos", piensa, malévolo. Y además: "Se fue de golpe para obligarme a esperarlo". Aceptando, dócil, la necesidad inexplicable de su compañía que parece sentir el Matemático, se apoya en el tronco del último árbol que bordea la vereda. Más allá de la transversal soleada, en la esquina de enfrente, la calle, brusca, se estrecha, y ya no hay árboles en los bordes de las veredas. Como han venido aproximándose al centro, empieza a verse más gente por las calles, y como la zona comercial propiamente dicha comenzará a adensarse a partir de la cuadra siguiente, a los coches que pasan, lentos y ronroneantes, se mezclan las bicicletas, los triciclos y los camioncitos de los repartidores, decorados de nombres y direcciones de casas comerciales. A pesar de la conversación, del relato del Matemático, Leto está como sumergido en su propia memoria, y la voz de Lopecito, con su acento rosarino, martillea, triste y atontada. Teníamos un tallercito donde montábamos radios, en la calle Rueda. Y cuando se empezó a hablar de televisión, durante la Segunda Guerra, tu viejo se metió a estudiar inglés y se hacía mandar revistas técnicas de Norteamérica. Vos tenías dos o tres años. ¿No te acordás que empezó a montar por su propia cuenta un aparato de televisión en el garaje que tenían en Arroyito? Te debes acordar porque ya eras más grande. ¿Te acordás? Se acuerda: dormía en la pieza de al lado. Todas las noches, Isabel, en camisón, se levantaba dos o tres veces y se iba a golpear la puerta del garaje cerrada con llave. ¿No podes contestar? ¿No podes contestar?, decía. El escuchaba el mismo lamento insistente todas las noches. Después, cuando la casa estaba oscura y silenciosa, oía la cerradura del garaje, y los pasos y la respiración que se desplazaban, en la oscuridad, en dirección al dormitorio. La voz quejumbrosa y soñolienta de Isabel volvía a oírse, y Leto, conteniendo la respiración para oír mejor, esperaba la respuesta que nunca llegaba: "No hay nada que hacer, era algo sexual", piensa, con los ojos fijos en la esquina soleada. "O algo más terrible todavía." Lopecito, mientras tanto, con los ojos llenos de lágrimas, atenuando su vehemencia con ese registro susurrante que se emplea en los velorios: ¿No te acordás que antes de que llegara la televisión a Rosario hicimos una demostración en la Sociedad Rural con el aparato que él había armado en el garaje y que salieron varios artículos en La Capital? Se hacía mandar los elementos de Buenos Aires, de los Estados Unidos y lo que no podía conseguir lo fabricaba él mismo. Isabel entraba de tanto en tanto en la pieza y los abrazaba, llorando. Vas a tener que ser muy bueno con tu mamá ahora, decía Lopecito. Y, para que Isabel no lo oyera, agregaba al oído de Leto: Mientras yo viva y tenga estas dos manos, no les va a faltar nada, te doy mi palabra. Que venía cumpliendo. Pero él, Leto, ¿no?, se sentía como sobre un escenario, no como si no tuviese nada que decir, o como si Isabel y Lopecito y todos los otros no hubiesen aprendido los papeles, sino como si actuaran, sobre el mismo escenario, sí, pero en obras diferentes. A veces, la frase de alguno de ellos lo sorprendía tanto, que Leto se quedaba mirándolo fijo, esperando que se echara a reír, porque creía que había dicho la frase por pura broma. Pero la risa no llegaba. Las caras familiares se volvían máscaras impenetrables y remotas y, por mucho que las interrogara no sacaba nada, pero nada, ¿no?, de ninguna de ellas. Eran como individuos de otra especie, como esos invasores de las películas de ciencia ficción que llegan de un planeta desconocido y adoptan forma humana para ejercer mejor su dominación. El padre, por ejemplo, que habían metido dentro de ese cajón, ¿estaba realmente muerto o simulaba? Y las frases que Isabel y Lopecito proferían relativas a su persona -a la del padre, digo, ¿no?- coincidían tan poco con la realidad empírica de Leto, que Leto las oía como expresiones convencionales aprendidas de memoria en el marco de una conspiración. Por ese hombre bueno, por ese inventor que había terminado dedicándose al corretaje de artefactos eléctricos, Leto no experimentaba ni amor ni odio, sino una expectativa neutra semejante a la que sentimos cuando nos preguntamos si a la mosca, después de haber recibido el zapatillazo, le quedan todavía reflejos motores como para seguir girando un poco más sobre las ruinas de sí misma. Había un elemento en la condición de ese hombre que nadie parecía percibir y que para Leto era la característica esencial y casi única que emanaba de su persona: una especie de expresión sardónica que significaba algo así como ya van a ver, ya van a ver cuando me decida, o cuando eso, mejor, eso de lo que él estaba al tanto y que los otros parecían ignorar, se decidiera. Esa semisonrisa interior que Leto, sin embargo, no dejaba de percibir ni un momento, les anunciaba, a las apariencias de este mundo, una catástrofe cercana, de la que su portador había visto desde el principio los signos inequívocos. "No podía ser solamente sexual", piensa Leto, sintiendo el tronco del árbol, duro y rugoso, en la espalda, a través de la tela liviana de su camisa. "Aunque César Rey pretende que, bien mirado, hasta el Billiken es una revista pornográfica." No; era, piensa, algo exterior y abarcante de lo sexual, un elemento constitutivo de su propio ser que desteñía sobre el todo y lo envenenaba. A la suma de tardes, de albas, de anocheceres que fue el tiempo de su vida, la había ido corroyendo esa sustancia mortal que él mismo segregaba y que, hiciera lo que hiciese, aun cuando se quedara inmóvil o tratase de detenerla, nunca paraba de fluir ni de dejar su rastro pestilencial sobre las cosas. Y, decía Lopecito, tu viejo fue… tenía el genio de… yo le debo… etc. Leto recuerda que, en el garaje en que se encerraba, había una especie de mesa larga, hecha con madera de cajón, adosada a la pared, y un gran desorden de aparatos de radio, llenos, vacíos, o con el interior a medio sacar, asomando por la abertura trasera del mueblecito, lámparas, tubos, tornillos, perillas, enchufes sueltos, cables de colores, alambre de cobre, revistas y libros técnicos, pinzas y destornilladores; y que, aun cuando no tomaba partido en el litigio permanente que oponía a Isabel y a su padre, y que su padre, aunque un poco distante, era más bien amistoso o indiferente, y que todas esas cosas misteriosas y coloridas que se entreveraban sobre la mesa del garaje no dejaban de tener su atractivo, él se abstenía de tocarlas, no por miedo a la reacción de su padre, que sin duda vería con satisfacción su interés, sino a esa especie de fluido que, tal vez sin darse cuenta, segregaba, y del que Leto veía los signos por todas partes, como en un terreno se adivina, por indicios imprecisos pero irrefutables, la presencia segura de la víbora o del escorpión. A esa mesa se lo imaginaba inclinado, a la luz de una lámpara, manipulando un destornillador diminuto y, por alguna razón desconocida, absteniéndose de responder cuando Isabel venía todas las noches a golpear a la puerta. Abrí la puerta. Abrí la puerta te digo, decía Isabel, con tono desesperado, hasta que, dándose por vencida, se iba por fin a acostar, no sin lloriquear un poco antes de dormirse; y, sin embargo, a la mañana siguiente se levantaba radiosa y cantaba preparando el desayuno, poniendo orden en la casa o yéndose para la feria. Ese cambio repentino intrigaba a Leto: ¿era simulado? ¿o eran el tonito desesperado de las noches y el lloriqueo en la cama lo que simulaba? ¿o todo era simulado? ¿o nada? "Y esta mañana cuando, viniendo desde el resplandor azul y circular de las hornallas de gas, dijo ese inesperado El, que sufría tanto, piensa Leto, y yo me puse a escrutar su cara sin resultado, la impenetrabilidad venía, precisamente, de la ausencia de simulación. No simula ni cuando canta ni cuando habla ni cuando se queda callada ni cuando afirma que está haciendo una cosa y en realidad está haciendo lo contrario. Vive una existencia plana, en una sola dimensión" -la de su deseo, que es deseo de nada, o más bien deseo de que no exista la contradicción. Y Lopecito, ¿no?, la noche del velorio, apenas se quedaba sólo con él: Todo le salía bien. Cuando empezó el corretaje tenía tanto trabajo que me llamó para cederme todo el Norte de la provincia si quería. Nada nos hubiese impedido instalarnos por mayor, pero a él le gustaba la libertad y, más que nada, encerrarse a trabajaren el garaje todas las noches. Era un enamorado de la técnica. Tenía un entusiasmo. Leto lo escuchaba, silencioso, diciéndose a cada momento que también el pobre Lopecito entraba en ese aura de irrealidad con una convicción que superaba todas las expectativas. Ese universo plano del que, por razones misteriosas, y sin que ellos lo sospecharan, Leto estaba excluido de modo tal que la vacuidad general de sus actos le era inmediatamente perceptible, parecía inexpugnable menos por su solidez que por su inconsistencia -difusa, versátil y omnipresente.

Absorto, como se acostumbra decir, en sus pensamientos o, y siempre si se quiere, en sus recuerdos, Leto se aleja del árbol, caminando despacio, en dirección a la bocacalle. Se acaba de olvidar del Matemático. Como el actor que hace una pirueta en el escenario y después desaparece en la oscuridad de las bambalinas o, mejor, como esas bestias marinas que, indiferentes al sol que las hace brillar, le muestran, periódico, un lomo lustroso que se hunde y reaparece a intervalos regulares, unas pocas imágenes, nítidas y bien dibujadas, lo visitan y lo abandonan. Distraído, cruza la calle y llega a la vereda de enfrente -y es su distracción también lo que lo hace efectuar el acto paradójico de detenerse en la vereda soleada y volverse hacia la esquina que acaba de abandonar, sabiendo sin darse cuenta de que espera a alguien o algo, pero sin saber exactamente quién o qué cosa-; o, mejor, y en rigor de verdad, es su cuerpo el que se vuelve y se queda esperando -el cuerpo de Leto, ¿no?, esa cosa única y enteramente exterior que, independientemente de lo que, adentro, se otorga dominio y continuidad, proyecta ahora, sobre las baldosas grises, una sombra ligeramente más corta que él, el cuerpo, digo, que, orondo y juvenil, plantado en la mañana, en la calle principal, le da al mundo la ilusión, o la prueba abusiva, tal vez, de su existencia.

Con apuro, el Matemático sale del diario. Al verlo, Leto piensa, todavía, durante una fracción de segundo. "Qué casualidad: el Matemático", hasta que se acuerda de que han venido caminando juntos desde hace varias cuadras y de que está esperándolo en la esquina desde hace unos minutos. El Matemático sale derecho hacia el centro de la vereda y al comprobar la ausencia de Leto se para, brusco y desconcertado; pero, haciendo girar la cabeza, lo divisa en la vereda de enfrente y, retomando un paso normal y una sonrisa de disculpa, empieza a caminar hacia Leto. También Leto le sonríe. Y el Matemático piensa: "¿Habría decidido irse? Tal vez se cruzó de vereda para ganar tiempo y ahora, culpable, me sonríe". El tipo de la redacción se puso a mirar el comunicado desplegado sobre su escritorio sin decidirse a tocarlo, como si hubiese sido una víbora venenosa. "Me deben tener fichado políticamente", piensa el Matemático. Pero, como un prestidigitador que hace bailar en el borde de la mesa varios platos a la vez, su pensamiento se ocupa al mismo tiempo de Leto, y el Matemático, para demostrar su buena voluntad y que la tardanza no ha sido culpa suya, se apura un poco, sin lograr avanzar demasiado sin embargo, ya que el tránsito de la transversal, de doble mano, se demora en la esquina a causa del cruce con la calle principal, obligándolo a pararse un momento en el cordón de la vereda, sonriéndole a Leto por encima de los autos que avanzan a paso de hombre.

Desde la vereda de enfrente, Leto responde a su sonrisa con un gesto impreciso: por un lado, quiere mostrar que acepta la sonrisa de disculpa que descarga su responsabilidad y que, dicho sea de paso, ya se está borrando de la cara del Matemático, pero por el otro trata de no exagerar su efusión para subrayar que, después de todo, es el Matemático el que le ha chistado en la calle y se empecina en querer acompañarlo en su caminata. Pero las señales que manda su cara en dirección del Matemático se neutralizan y su expresión es incomprensible o, por lo menos, no parece producir ningún efecto en la del Matemático. Leto lo mira: ahora, el Matemático ha logrado por fin bajar del cordón a la calle, pero un auto, que pasa casi rozándolo, le impide avanzar; y cuando lo sortea, el auto se detiene en la esquina; pero cuando llega al medio de la calle, otro auto, que viene en dirección contraria lo obliga, de nuevo, a detenerse; el auto que estaba parado en la esquina arranca a su vez; y de ese modo, la figura entera del Matemático, vestido todo de blanco, incluso los mocasines, emerge, como por la abertura que van dejando los paneles de una puerta corrediza, entre las partes traseras de los dos autos, del mismo modelo pero de distinto color, que van alejándose en dirección contraria. Está presente ahí, bien afuera. Por alguna razón que ignora y en la que, por supuesto, no está pensando, los recuerdos y los pensamientos de Leto se interrumpen y Leto ve la calle, los árboles, el edificio del diario, los autos, el Matemático, el cielo, el aire, la mañana, como una unidad nítida y viva, de la que él está un poco separado pero bien presente, en todo caso en un punto justo y necesario del espacio, o del tiempo, o de una sustancia, fluido o lugar sin nombre que es sin duda el óptimo, y en el que todas las contradicciones, sin que lo haya pedido, ni siquiera deseado, benévolas, se borran. Es un estado novedoso y placentero, pero la novedad no viene de la aparición de algo que no existía antes, sino de un aumento de evidencia en lo ya existente, y el placer, por su parte, no proviene de ningún deseo gratificado sino de una fuente desconocida. Es difícil decir si la perfección viene de Leto o de las cosas, pero de pronto, viendo avanzar, erguido y blanco, al Matemático entre las partes traseras de los dos autos que se alejan en dirección contraria, Leto empieza a ver el conjunto, con el Matemático incluido, no como autos, ni árboles, ni casas, ni cielo, ni seres humanos, sino como un sistema de relaciones, de cuya creación no es sin duda ajena la combinación de movimientos diferentes, el Matemático hacia adelante, los autos cada uno en sentido distinto, las cosas inmóviles cambiando de aspecto y lugar en correspondencia con las que se mueven, todo en proporción perfecta y casual sin duda, de modo tal que, viviéndolo, o sintiéndolo, o como deba llamarse a su estado, pero sin pensarlo, Leto experimenta una alegría súbita, franca, de la que no sabe que es alegría y que acompaña, agudizándolas, sus percepciones. El auto que corre detrás del Matemático es blanco, y el que va avanzando por delante en sentido contrario de un verde claro -un verde claro, raro, tirando a gris, como si en su composición entrase un poco de blanco y de negro, ¿no?- y el Matemático, que viene emergiendo de entre los dos, se recorta contra el fondo de árboles que forman, sobre la vereda, una penumbra luminosa en la cuadra que acaban de recorrer. Lo que va aconteciendo es al mismo tiempo rápido y muy lento. Independiente de su aspecto físico, de su vestimenta, incluso de su origen social o de una pose que esté adoptando, ni debido tampoco a una proyección afectiva de Leto, que comparte más bien las objeciones de Tomatis y lo conoce menos, el Matemático, al cruzar la calle, se ha transformado en un objeto bello, de una belleza abstracta y no relativa, que no tiene nada que ver con sus atributos preexistentes sino más bien con una coincidencia cósmica que reúne, durante unos pocos segundos, muchos elementos heterogéneos en una composición inestable y que, cuando el Matemático llega a la vereda y los dos autos se alejan un poco en dirección contraria, misteriosa, y habiendo existido únicamente para Leto, se disuelve.

– Me lo querían cortar -dice, para disculparse por la demora, el Matemático.

Ahora es otra vez el Matemático, un amigo de Tomatis, alto, rubio, bronceado, rico, progresista, todo vestido de blanco, incluso los mocasines, que lleva una pipa en la mano y que acaba de volver de una gira por Europa. Leto lo mira, interrogativo.

– El comunicado -dice el Matemático.

– Ah, bueno. La aclaración me tranquiliza -dice, riéndose, Leto, pero la seriedad distraída del Matemático, que parece no haberlo escuchado, lo incita a asumir una expresión grave. Empiezan a caminar. Un poco de reojo, como cohibido, Leto observa al Matemático, que ha retomado el lado de la pared. Durante varios metros, caminan sin hablar. Leto cree que el Matemático, ofendido al comprobar que él se cruzó de vereda, dispuesto a irse si demoraba un poco más en el diario, se ha encerrado de un modo deliberado en sí mismo para mostrarle su reprobación, pero lo que en realidad pasa, lo que le da ese aire de seriedad, casi de encono, es que, hurgando en sus referencias, en sus sospechas, en su capacidad de proyección psicológica y de clasificación política de sus semejantes, atando cabos, el Matemático está ya casi seguro de que el empleado del diario, por tenerlo catalogado también él políticamente, ha tratado de ponerle obstáculos a la publicación del comunicado e incluso le ha sugerido que hasta podrían llegarlo a cortar. Y Leto piensa, o "ve", mejor, ¿no?, la cara de Lopecito, en la noche del velorio: Nunca se quejó de nada. Nunca le dolía nada. Dormía tres o cuatro horas por día. Era incansable. Nunca había estado enfermo. Siempre se le ocurrían ideas fructíferas. Nunca lo había visto deprimido. Nunca le fallaba a los amigos. Nunca dudaba de sus capacidades. Siempre tenía vistas al futuro. Siempre quería conocer cosas nuevas. Siempre le levantaba el ánimo a los demás. La imagen de Lopecito se borra; Leto se vuelve un poco hacia el Matemático y está por decirle algo, pero, sacudiendo la cabeza, como si estuviese recuperándose de un desvanecimiento, el Matemático le gana de mano y le sonríe: No-dice-. Estaba pensando en esas putas baratas que el vulgo conoce con el nombre de periodistas.

– De las que Tomatis sería el ejemplo típico -dice Leto.

– Eso es -dice el Matemático. Se ríen. Según Botón, de Noca, cuando se había armado la discusión sobre el caballo que tropezaba, Tomatis había dicho: Si el caballo iba hacia el boliche cuando tropezó, la culpa es del caballo; si volvía, la culpa es de Noca. Todos se reían, según Botón, pero en realidad no se sabía. En realidad, dice el Matemático, el caballo de Noca y, sobre todo, el testimonio de Noca, son heterogéneos al razonamiento. Basta con plantear el problema en general: los caballos tropiezan sí o no. Y después, como bien dice Barco, qué se entiende por tropezar.

A la vuelta de Europa, el sábado anterior, el Matemático se ha tomado la balsa para ir a ver un partido de rugby a Paraná. Apoyado en la borda de la cubierta superior, con la pipa encendida bien agarrada entre los dientes, mientras está mirando maniobrar los grandes camiones con acoplado que estacionan en varias filas en la cubierta inferior, ve entrar corriendo a Botón, con un bolso en la mano y el estuche de la guitarra en la otra, y que, a juzgar por la rapidez y la infalibilidad con que sube las escaleras y viene a instalarse a su lado, sin levantar la cabeza una sola vez, ya ha de haberlo visto desde el atracadero mismo, antes de subir a la balsa -Botón que, como el Matemático lo adivinó al verlo cuerpear, limpio y recién peinado y afeitado, los camiones que maniobran, ruidosos y casi a paso de hombre, para subir y estacionar en la balsa, Botón, de quien el Matemático, digo, ¿no?, ha adivinado que se dispone a pasar el fin de semana en Entre Ríos con su familia, y que, apenas se sientan en un banco de madera de la cubierta superior, en la popa, se pone a contarle, con todos sus pormenores, el cumpleaños. Han tomado la balsa de mediodía por razones diferentes; el Matemático porque, como la travesía dura dos horas y el partido empieza a las tres y media, calcula que le quedará tiempo para hacer una caminata hasta la cancha; y Botón porque, según él, hubiese debido tomar la de las diez, puesto que la combinación del colectivo para Diamante sale a las dos y media, pero se ha quedado dormido, y ahora tendrá el tiempo justo para llegar desde el puerto hasta la estación de ómnibus y saltar al colectivo. Está nublado, pero no hace frío: doble razón que les permite permanecer en el puente a mediodía. Enceguecidos por la costumbre, no ven retroceder, paulatinos, a medida que la balsa se aleja, el puente colgante en el fondo, el club de Regatas, el atracadero, Alto Verde en la orilla de enfrente, los riachos, las islas, las canoas o las lanchas que, en sentido inverso al que ellos llevan, navegan hacia la ciudad. El nublado del cielo es singular: son nubes chicas, casi cuadradas, pegadas unas a otras por los lados, que son de un gris más oscuro que el del centro un poco protuberante de cada una de ellas; inmóviles, cubren el cielo entero, hasta el horizonte, casi todas del mismo tamaño, de modo tal que el firmamento, al que nunca le ha convenido mejor la denominación, aunque ella se aplique al cielo estrellado y no, justamente, a las nubes, da la impresión de ser una bóveda cóncava y empedrada. Ese cielo pétreo, estable, durará todo el día, hasta que al anochecer, sin ruido, se irá disolviendo, no sin antes pasar por una fase lisa de un gris bien oscuro, en una llovizna cada vez más espesa que durará hasta el domingo a la noche. Pero en el mediodía del sábado, sobre la balsa, el río y las islas, conserva todavía esa inmovilidad de pavimento. Botón, que ha dejado el bolso y la guitarra sobre el banco en el que están sentados, saca del bolsillo una tableta de chocolate y, desnudándola hasta la mitad de su, y por qué no, doble vestimenta de papel impreso y de papel plateado, se la extiende al Matemático que, con cortesía distante y pensativa, la rechaza. Sin maniobras dilatorias, Botón le lanza, a quemarropa, la pregunta inevitable: ¿cómo le ha ido en el viaje? Y el Matemático, unos segundos después, con la vista fija en el punto en que la estela que va dejando la balsa empieza a borrarse de la superficie del río, se oye a sí mismo, no sin cierto desaliento, repetirle a Botón la ristra de ciudades que traen en su reverso las imágenes supuestamente empíricas que desde su paso por ellas acompañan los nombres: Venecia, la verdadera puerta de Oriente y no Estambul; Varsovia, no dejaron nada; Brujas, pintaban lo que veían; Madrid, lo que uno siente haber perdido en el extranjero lo vuelve a encontrar ahí. Botón lo observa unos segundos, sin parpadear, con la cabeza un poco inclinada, pensando ya en otra cosa, masticando su chocolate, y cuando el Matemático termina, sin hacer ningún comentario, empieza a contar algo a su vez, como si sus relatos, que no tienen nada que ver, fuesen complementarios, Botón digo, ¿no? -ese muchacho crespo pero rubio, de bigotito rubio, de ojos azules casi transparentes, que cuando canta acompañándose con la guitarra lo hace tan bajito que hay que inclinarse hacia él apoyando la mano en la oreja y poner de lado la cabeza para oír algo-; Botón, en quien, según Tomatis, la única transgresión a una observancia nacionalista rigurosa es la ingestión desmedida de cognac y de caña paraguaya que, aunque de fabricación nacional se manifestaron, en tanto que idea, más allá de nuestras fronteras. Botón dice que, a principios de septiembre, o fines de agosto tal vez, ya no se acuerda bien, se juntó un grupo numeroso en la quinta de Basso, en Colastiné Norte, para festejar el sexagésimo quinto aniversario del nacimiento de Jorge Washington Noriega (los sesenta y cinco años de Washington, dice textual Botón); que él se había encontrado a la tarde con el Gato en Bellas Artes y que el Gato lo había invitado diciéndole que llevara también la guitarra; que los invitados habían ido llegando de a poco -él primero que todos y se había puesto a puntear en el fondo del patio con Basso que recién se levantaba de la siesta. Que la cosa había durado hasta el amanecer.

– Claro -dice Leto-. Me doy cuenta.

– Sí -dice el Matemático.

Más o menos así, ¿no?: qué se entiende por tropezar. ¿Hay un simple pie exterior y un pozo o una piedra exteriores en un lugar de pura exterioridad en el que gracias a la intervención de diferentes factores espacio-temporales se produce un encuentro indebido entre la punta del pie y la protuberancia saliente de la piedra semienterrada de modo tal que la normalidad motriz se ve perturbada por el choque acarreando un desequilibrio en el sujeto, sin que nociones tales como error o intención hayan intervenido para nada en la producción del acontecimiento, considerándoselo por lo tanto como un mero hecho físico en el que coinciden masa, pero específico, velocidad, movimiento, inclinación, etc., o bien, encarándolo desde una perspectiva interna o subjetiva, se trata de un acto cuyo acaecer es únicamente posible si se admite la existencia, entre los atributos del sujeto, de una tendencia contraria a la que le permite desplazarse erguido sobre sus miembros inferiores y sortear los obstáculos sin accidente? Ni Barco bajo el quincho de lo de Basso, ni ningún otro de los presentes, ni el Matemático ni Leto en la calle recta y soleada por la que avanzan a paso regular, ha formulado así, con esas palabras, la disyuntiva, pero su esquema, irrefutable y descarnado, flota, idéntico a pesar de las carnaduras ocasionales con que cada uno lo reviste, en sus cabezas. Sí, repite el Matemático. Y Washington, que fumaba tranquilo un Gitane Filtre (Caporal) de uno de los paquetes que le había regalado el día anterior el director de la Alianza Francesa, no decía nada. Sonreía, pensativo, pero no decía nada. Mutis por el foro de Noca, del caballo de Noca, de todo ente individual de hombre o caballo: bajo el quincho de Basso, en el anochecer benigno de fin de invierno, y en la calle recta y soleada, queda el residuo duro del acontecimiento, la armazón, el límite óseo o pétreo contra el que se choca, el problema. Cohen manipulaba leña y brasas. Barco, de un solo trago, vació su vaso de cerveza y, saliendo de bajo el quincho, se dirigió a su puesto, junto al barril y la serpentina. También otros se dispersaron. Botón y Basso fueron a la heladera a verificar que el vino blanco estuviese enfriándose como era debido; Beatriz, Tomatis, el Centauro Cuello y la Chichito, se paseaban fumando, con un vaso en la mano, entre los mandarinos. Silvia Cohen y Marcos Rosemberg conversaban en el interior de la casa, cerca de la biblioteca. Bajo el quincho quedaban Nidia Basso, Cohen, Washington y los mellizos. Después, necesariamente, vuelve Botón, porque de otro modo, ¿no? -Botón, que en la popa de la balsa, le va diciendo al Matemático: Washington siempre pensativo; los mellizos presentes, Nidia Basso, y Cohen, satisfecho de haber, con su objeción, etc., etc. -los otros dispersos por el patio y la casa; en el anochecer benigno, en la quinta de Colastiné, a la que Leto, que escucha ahora al Matemático, le ha debido agregar el quincho imprevisto con la parrilla, del que ya casi no podrá prescindir puesto que la mayor parte del relato transcurre bajo su techo de paja, un quincho genérico, idea de quincho más bien, sin forma demasiado precisa, emplazado en un patio en el que no calza del todo bien, bajo el que personas conocidas y desconocidas que poseen, según las va evocando el Matemático, distinto grado de realidad, toman una cerveza que Leto nunca ha visto, olido, tocado o gustado, pero que se estampa, inequívoca, en su interior, dorada, con su borde de espuma blanca, en vasos probables y globales que, sin darse cuenta, Leto hace coincidir con, o deduce más bien, de sus recuerdos.

"¡La puta madre! ¡Y yo en Francfort!", piensa, de golpe, el Matemático. Relentes del Episodio. Pero se olvida. Debido a que, según parece, en tiempos de Temístocles, se hizo venir a un tal Hipodamos, de Mileto pretenden, para que, como le dicen a eso, urbanice el Pireo, Leto y el Matemático, tributarios de la forma ajedrezada de nuestras ciudades, van llegando a la próxima esquina en la que la cesura transversal de la calle interrumpe la recta gris de la vereda. Pasan de la sombra al sol, de la vereda a la calle, de la calle a la vereda y del sol a la sombra de nuevo sin cambiar el ritmo de su paso y sin estar obligados a detenerse una sola vez, ya que, por una de esas casualidades, ningún auto pasa en ese momento por la transversal. Tan desierta está la calle, que pueden seguir hablando mientras cruzan o, para ser más exactos, el Matemático puede su relato -o sea puede seguir contándole a Leto el recuerdo que trae, sin haber comunicado al exterior uno solo de sus detalles, desde el último sábado, del puente superior de la balsa en el mediodía nublado y opaco-, el recuerdo que, elaborado gracias a las palabras de Botón, proferidas entre bocados de chocolate, él, el Matemático, ¿no?, se imagina así: Barco, los mellizos Garay, Nidia Basso y Silvia Cohen, empiezan a poner la mesa bajo el quincho; los pescados siguen asándose; las ensaladas están listas sobre el fogón de la cocina. "Debe haber habido una gritería general antes de pasar a la mesa; idas y venidas a la cocina; sillas que se arrastran; tintineos de platos, de cubiertos, vacilaciones -¿cuántos somos? los chicos ya comieron; yo y Nidia dos, Barco, Tomatis, la Chichito y Beatriz y los mellizos ocho; Botón y Cuello diez; Washington y Marcos Rosemberg doce (Cohen: Yo no me siento, pico un poco al lado de la parrilla); Silvia trece. Faltan Dib, Pirulo con Rosario, y Sadi y Miguel Angel-. Debe haber pasado un buen rato antes de que empezaran a comer", piensa el Matemático, y dice: Es la reunión más heterogénea que se pueda concebir, en sesenta y cinco años, Washington tuvo tiempo de hacerse de amigos en todos los sectores. Por razones diferentes: Cuello, por ejemplo, que es veinte años más joven, nació en el mismo pueblo y lo decretó su maestro. Sadi y Miguel Ángel Podio, que pertenecen a la izquierda sindical, lo veneran porque en los años veinte Washington sacaba un diario anarquista. Pirulo y los Cohen discuten con él de ciencias humanas. Basso y la mujer, de budismo Zen. Beatriz (Leto se la representa armando un cigarrillo) trabaja con él en una traducción de poemas en prosa franceses del siglo diecinueve. Barco, Tomatis y los mellizos forman parte de su guardia personal, y Marcos Rosemberg es el único que queda en la ciudad de la generación de Higinio Gómez. Botón se considera uno de sus íntimos. "Y yo en Francfort", piensa el Matemático. Y Leto: "No me invitaron".

Según Botón, Dib que, después de haber abandonado filosofía, abrió un autoservicio, trajo tres botellas de whisky (Caballito Blanco, aclaró, admirativo) -Botón, ¿no?- y empezaron a comer. Y dice Botón que Barco dijo (más o menos): Si atribuimos un tropezón a la casualidad, es evidente que un caballo puede tropezar. Pero si consideramos que un tropezón es un error, es decir el desvío de una acción necesaria, va de cajón que los caballos no tropiezan. En eso adhiero al punto de vista del asador. Y Cohen (también más o menos): Yo no tengo ningún punto de vista. Me limito a inferir, de la noción de instinto, la consecuencia que se impone. Y Beatriz (también más o menos y, para Leto, que escucha lo que le cuenta el Matemático, siempre armando un cigarrillo): Si aceptáramos la noción de instinto que nos propone el asador, deberíamos llegar a la conclusión de que los caballos no se mueren. Dado que el instinto es necesidad pura, y la primera necesidad de un ser vivo es su propia conservación, ¿por qué un caballo se muere, puesto que es un ser vivo?

Mucho más vivo que varios de los que estamos aquí, dice el Matemático que le dijo Botón que dijo Tomatis. Leto, riéndose, sacude la cabeza. A Tomatis sí se lo imagina bien, diciendo eso, desde la otra punta de la mesa, mientras desenvuelve, despacio, su pescado y raspa, con el filo del cuchillo, la piel quemada que puede haber quedado adherida al papel de diario en las partes menos empapadas de aceite. Washington, dice el Matemático, no decía nada. No pocos de los presentes debían estar esperando que abriera la boca, pero Washington se limitaba a comer inclinado sobre su plato, con una sonrisa pensativa, empujando de tanto en tanto los bocados con un traguito de vino blanco. Botón, en el puente superior de la balsa, dice que Washington no decía nada. Dice Botón, dice el Matemático. Los dos se lo representan: el Matemático rubio, crespo, con el bigotito rubio, comiendo su tableta de chocolate para compensar el desayuno que no ha podido tomar en razón de haberse levantado demasiado tarde, los ojos casi transparentes a causa del azul tan claro, recién bañado y peinado, disponiéndose a pasar el fin de semana en Diamante, y Leto morocho, impreciso, la piel oscura, picada de viruelas, con el pelo bien lacio y un poco rebelde, de una dureza casi metálica, sin que Leto sepa, ni se haya planteado nunca el problema, ya que no lo ha visto nunca, por qué encadenamiento de asociaciones desconocidas que evoca la palabra Botón, sumadas a las características que atribuyen a su titular, se lo imagina de esa manera.

No decía nada, Washington, ¿no?, y estaba con los ojos bajos, inclinado hacia el plato, donde reposaba su amarillo, desenvuelto, abierto, con su relleno de cebolla y perejil, sobre la hoja de diario chamuscada y en algunas partes fundida, o confundida, más bien, con la piel del pescado. Pero, según el Matemático, sus ojitos sonreían pensativos, y, dos o tres veces, estuvo como a punto de decir algo, alzando la cabeza y mirando a la concurrencia en general que, salvo dos o tres, Beatriz, tal vez, o el Centauro, o uno de los mellizos, el Gato probablemente, no le prestaba ninguna atención. Parecía estar juntando, por dentro, los cabitos de una, frase, de un recuerdo, de algo que exigía un orden mínimo para dejarse proferir -proferir, o sea sacar, articulándola, gracias a una serie de combinaciones musculares y respiratorias, de entre pliegues palpables e impalpables de materia orgánica y de pensamiento, al aire de este mundo-, una música familiar que, aun cuando salga en moldes constantes y convencionales, se deja tejer y destejer en variaciones hasta el infinito.

– Instinto. Instigado por -dice que dijo Beatriz, y siempre, y más o menos, según Botón, el Matemático.

– ¿Por quién? o por qué -dice Leto.

– Qué. Sería más bien qué. Quién, según varios, ya se ha retirado -dice, críptico, el Matemático.

Ya han dejado atrás la parte ancha, residencial, de la calle, y ahora caminan por la vereda angosta, sin árboles, sobre la que se abren, cada vez más frecuentes, las vidrieras y las puertas de los negocios. Llevándose la boquilla de la pipa apagada a los labios, el Matemático, retraído, comienza a acariciárselos despacio con el borde, el hornillo oculto en la mano apretada. Ya no dice nada. Arriba de las cejas, en la frente despejada, la piel se le arruga un poco, en protuberancias horizontales, y entre los dos cepillitos rubiones le aparecen dos hendiduras oblicuas que forman un vértice en el arranque de la nariz. Leto, en cambio, se acuerda: Isabel, el año anterior, Lopecito, el velorio, el cajón cerrado, etc. -y cinco días antes de todo eso, es decir del velorio, Lopecito, etc., ¿no?, como veníamos, o venía, mejor, el que suscribe, ¿no?, diciendo: trigo verde, ya bastante alto, desde el coche motor. Han salido una hora antes desde Rosario Norte, con su madre. Van a Andino, a casa de los abuelos maternos, a pasar el fin de semana. Es un viernes de primavera avanzada. Han salido a la una de Rosario. Cuando dejan atrás el complejo industrial de San Lorenzo, a los costados de las vías empiezan a extenderse el trigo verde, ya alto, los campos de lino, y, amarillos, a veces, los girasoles. De vez en cuando alguna chacra, con su molino y sus eucaliptus que la sobrepasan interrumpe, como quien dice, la llanura, igual que los pueblos escasos que la estación divide en dos como en otros lugares del mundo un río o una carretera. Algún camino de tierra lateral separa, en el campo, los cereales geométricos de las vías -y por ese camino, de vez en cuando, un sulky solitario que avanza irreal y trabajoso y que el coche motor, lento y todo como va, deja atrás con facilidad. El, servicial y entusiasta, ha venido a acompañarlos a la estación. Ese hombre que, desde que Leto tiene uso de razón, ha sido siempre callado, distante, encerrado en sus quimeras insospechadas y en su taller de radiotécnico, desde hace más o menos un mes parece haber roto la campana de vidrio que lo separaba del universo exterior, y se ha venido mostrando eufórico, próximo, cálido y abierto. Leto lo observa a distancia, incrédulo. Al principio, el cambio es tan brusco que, escéptico, está convencido de que se trata de una comedia, de una transformación táctica, pero la persistencia y la convicción del papel son tan grandes que al escepticismo inicial lo suplanta la duda -¿es? ¿se hace?, todo eso, ¿no?, diciéndose al mismo tiempo, pero desde luego sin conceptos o palabras y casi sin darse cuenta, aunque no únicamente su mente sino incluso su cuerpo entero están como impregnados de esos pareceres que más se emparentan con el estremecimiento o con el latido sordo o la contracción de nervios, sienes, venas, músculos, diciéndose, decía, pero de ese modo, ¿no?, que si se trata de una comedia el público al que la destina no es otro que el propio Leto, porque para con Isabel, Lopecito y los demás, convencidos de antemano, ningún arte de persuasión es ya necesario-; él, ¿no?, Leto, el único que sospechaba que el hombre se guardaba cartas envenenadas en la manga, de lo que el hombre se daba cuenta -"y decidió que yo era el último obstáculo que tenía que derribar para que su círculo mágico, por fin, se cerrara; el rezagado que había que hacer entrar antes de clausurar, hermética, desde adentro, la cápsula, y propulsarla a los espacios interestelares del propio delirio", piensa Leto-, esta vez con fórmulas claras y fluidas, caminando, junto al Matemático, y siempre en dirección al Sur, por la vereda de la sombra, sobre la que se abren, cada vez más frecuentes, las puertas y las vidrieras de los negocios del centro. En la siesta de noviembre luminosa, cálida y sin viento, el coche motor va pasando entre rectángulos de linares azules, de girasoles amarillos y de trigo verde, dejando atrás la vertical repetida, regular y lenta de los postes telegráficos, mientras Leto, sentado junto a la ventanilla, observa con disimulo a Isabel que, en el asiento de enfrente hojea, apacible y serena, el último número de Damas y damitas. La comedia por la que Leto, al cabo de un par de semanas, se ha dejado al fin convencer, produce un efecto tranquilizante y a la vez euforizante en Isabel, de modo tal que sus viejos fantasmas de felicidad conyugal, éxito social, satisfacción sexual, bienestar económico, armonía familiar, paz religiosa, equilibrio corporal, parecen haber encontrado, en los últimos tiempos, su confirmación tan esperada en el mundo resistente y adverso. La atención de Isabel, ajena a la perfección intensa de la llanura, se inmoviliza sobre la página -¿algún régimen para adelgazar? ¿el horóscopo? ¿una receta interesante? ¿las declaraciones de algún artista de cine? ¿el correo sentimental?-: Leto, que no se lo pregunta, presiente ya, sin embargo, indiferente, definitivo quizás, el abismo que los separa. La revista elevada casi a la altura del pecho deja ver el vientre que, bajo la pollera decente, termina en el vértice que los muslos cruzados forman con el pubis; ha estado ahí adentro, durante nueve meses, y después, como por un embudo, ha caído en el mundo. ¿Qué sentir? Por empezar, la madre general, la llanura excelente, lo exalta en ese momento más que la propia; el vasto mundo, tan desdeñoso, parece sin embargo más familiar que el casal que lo engendró. Su frialdad no llega a ser odio -desde luego, reproches que él mismo ignora, enterrados desde hace mucho tiempo, y que presiente ahora que es demasiado tarde como para desear que ellos hubiesen sido diferentes, le hacen percibir sus propios sentimientos como si fuesen teledirigidos por otros más arcaicos y de distinta naturaleza- no, de ningún modo, no odio sino esa especie de escándalo callado y curioso que lo hace observarlos continuamente para ver hasta dónde son capaces de llegar, no sin la esperanza descabellada de que, al cabo de tanto tiempo ellos, riéndose, cambiando de actitud, terminen por decir: Bueno, ya está, la representación terminó; ahora empezamos a ser de verdad y nos volvemos reales. El, el hombre que, benévolo y servicial, los ha acompañado hasta el coche motor, en Rosario Norte, da la impresión, desde hace un mes de ser, no real, sino más bien diferente -la distancia reconcentrada se ha vuelto jovialidad, la indiferencia distraída, atención amable, la inercia mustia y depresiva comercio familiar, entusiasmo y proyectos. El día antes ha salido del tallercito con los ojos fatigados de tanto conectar cables demasiado finos y de ajustar tornillos diminutos y, mientras ayudaba a Isabel a preparar las cosas para la cena y a poner la mesa, le ha dicho a Leto que la semana siguiente, cuando ellos hubiesen vuelto del pueblo, irían juntos a pescar; cruzarían el río en canoa con Lopecito y se instalarían un par de días en la isla. Le ha incluso dado un golpe de teléfono a Lopecito que, desde luego, se ha mostrado entusiasta. Y en Rosario Norte, en el momento en que tomaban el coche motor, él, ese hombre, se lo ha vuelto a recordar: el miércoles, a más tardar, porque Lopecito estaba ocupado lunes y martes, se embarcaban para la isla. A decir verdad, Leto tiene que esforzarse un poco para demostrar que encuentra el proyecto tan atractivo como parecen encontrarlo Lopecito y él, pero la curiosidad un poco crispada, escaldada, que le despiertan esos seres diferentes, lo induce a prestarse, a insistir, con la misma prescindencia afectiva con que se observa el comportamiento de una colonia de hongos de laboratorio, a la representación de las distintas escenas de la comedia, con la esperanza de poder desentrañar al final la verdadera esencia de la intriga y de los personajes. Muchos años más tarde sabrá, gracias a evidencias sucesivas, que lo que otros llaman el alma humana nunca tuvo ni tendrá lo que otros llaman esencia o fondo, que lo que otros llaman carácter, estilo, personalidad, no son otra cosa que repeticiones irrazonables acerca de cuya naturaleza el propio sujeto que es el terreno en que se manifiestan es quien está más en ayunas, y que lo que otros llaman vida es una serie de reconocimientos a posteriori de los lugares en los que una deriva ciega, incomprensible y sin fin va depositando, a pesar de sí mismos, a los individuos eminentes que después de haber sido arrastrados por ella se ponen a elaborar sistemas que pretenden explicarla, pero por ahora, cuando recién acaba de cumplir veinte años, cree todavía que los problemas tienen solución, las situaciones desenlace, los individuos caracteres y los actos sentido. Leto contempla, no sin bienestar, el campo por la ventanilla. Cada diez o quince kilómetros, el coche motor para en una estación, unos pocos minutos, como para dejar bajar o subir las bolsas del correo, los viajantes, el comisionista, los comerciantes que vuelven de sus compras de reabastecimiento en Rosario, los paquetes de diarios y revistas, los pasajeros que!van de un pueblo a otro, escasos en comparación con los que vuelven de Rosario, como si entre esos pueblos el contacto estuviese prohibido y únicamente les fuese posible relacionarse a través de la ciudad abstracta y distante, esos pueblos de la llanura cuadriculados como el campo que consisten, regulares y estrictos, en dos hileras de casas, no pocas de ladrillos sin revocar, de cuatro cuadras de largo, una a cada lado de las vías, y separada, cada hilera de casas, ¿no?, del campito de la estación, por un alambrado, un molinillo y una calle ancha y de tierra -y en las puntas de las cuatro cuadras, dos calles laterales que cierran el cuadrilátero y se elevan un poco al llegar a las barreras, pueblos que son, por decirlo así, como una concesión mezquina de la llanura para volver un poco más rugosa, a intervalos fugaces y regulares, su geometría simplista y monótona. Para Leto esos pueblos son la infancia -la infancia, es decir, en su caso, las idas y venidas en tren o en coche motor, las vacaciones, de verano o de invierno, en casa de sus abuelos, el negocio de ramos generales de su abuelo, con sus mostradores largos y oscuros, las piezas de tejidos de colores, estampados, floreados, a rayas, a lunares, cuadriculados, o con florcitas negras y blancas de medio-luto, puestas unas encima de las otras y ordenadas en diagonal sobre las estanterías, los paquetes amarillos de yerba, acomodados con minucia, con el dibujo y las letras de la marca repetidos en varias hileras, las pirámides de latas de conserva, idénticas, levantadas en el fondo del local, los frascos de caramelos, las pilas de paquetes de cigarrillos clasificados por marca, los de tabaco rubio a la izquierda de la estantería, los de tabaco negro en el medio, toscanos, toscanitos, fósforos, tabaco y papel de armar a la derecha; los grandes cajones de azúcar, de lentejas, de garbanzos, de fideos, las pilas de bacalao rígido y cubierto de sal gruesa, las maletas para la cosecha que olían a cuero y a grasa, las botellas de vino, de aperitivo, de licor, de cerveza puestas en orden, por tipo, por marca, por tamaño, las vitrinas con artículos de tocador, la fiambrera, la balanza, el metro de madera lisa, brillante, oscura y sobada, los almanaques y las pantallas de cartón de propaganda, con fotografías de estrellas de cine, de equipos de fútbol, dibujos humorísticos o artísticos, las cajas de zapato, los tambores de querosén o de alcohol de quemar en el depósito, no lejos de las pilas de jabón de lavar la ropa, la harina, la sal, el aceite, y, sobre todo, las cajas de "Quaker Oats" con el dibujo del hombre que tiene en la mano una caja de "Quaker Oats' más chica con un hombre más chico que tiene en la mano una caja de "Quaker Oats" todavía más chica con un hombre más chico todavía que tiene una caja más chica de "Quaker Oats" con un hombre todavía más chico que tiene en la mano, ¿no?, más chica todavía, ¿no?, en fin, así, ¿no?, como… ¿no?, la infancia, decíamos, o como decía más bien, un servidor, o sea, es decir, ¿no?, la infancia: construcción interna y errabundeo externo, convalescencia de la nada, verdad corporal contra mentira social, esperanza de goce contra decepción generalizada, la misa de los domingos, la persecución, tortura y muerte de langostas y sapitos entre los árboles del fondo, las noches espantosas bajo el crucifijo que cuelga de la cabecera de la cama adornado con ramas de olivo seco del último domingo de Ramos, los camisones blancos de tías, primas, abuela, los tíos que toman cerveza fresca bajo los árboles, al atardecer, el silbato de los rápidos que atraviesan el pueblo llenándolo de trepidaciones, la infancia en la que ya Leto ha empezado a decirse, sin palabras ni conceptos, sin ni siquiera imágenes ni representaciones, ¿no?, "Esto no era lo que yo esperaba", "Todavía no es como yo pienso que debe ser", "No es posible que esto sea todo".

En fin, como se dice, y para decirlo otra vez, y aunque siga siendo siempre la Misma, ¿no?, todo eso. La cosa es que le ha dado incluso un golpe de teléfono al que él dice ser su mejor amigo, Lopecito, para proponerle ir de pesca a la isla la semana siguiente. Y Leto, en el coche motor, está dispuesto a dejarse llevar, con una placidez un poco crispada, por esos días tibios y lindos de primavera, hasta el miércoles siguiente, en la isla frente a Rosario. Esa expectativa impregna todo el fin de semana: la llegada al pueblo, el cruce de las vías y del campito de la estación, el paso por el molinillo, la entrada en casa de los abuelos, la cena, el paseo nocturno por el pueblo, el croar de las ranas, el canto intermitente de los grillos, que acompaña desde siempre, y sin duda precede, la noche humana, la. palpitación discontinua, fosforescente, de los bichos de luz, el olor de los paraísos, la reunión familiar del sábado con los parientes que han ido llegando de los pueblos vecinos en auto o en el coche motor, la abundancia ordenada, a base de objetos idénticos repetidos muchas veces, del almacén, la noche bajo el crucifijo, la misa y el asado del domingo a mediodía, los batones floreados de las mujeres, el paseo por la estación con los primos, y, sobre todo, la hora perfecta de la llanura, el atardecer, y, también, de tanto en tanto, como de a ráfagas, la proclama insensata de Isabel a la parentela, relativa a su felicidad conyugal, su éxito social, su satisfacción sexual, su bienestar económico, su armonía familiar, su paz religiosa, su equilibrio corporal, que él deja correr como un rumor de fondo del que lo intriga menos la falsedad que la repetición obstinada y la vehemencia. Esa insistencia traiciona su incertidumbre, del mismo modo que, cuando en el anochecer del domingo el coche motor está llegando a Rosario Norte, la frase que murmura, un poco distraída, Ojalá que no haya preparado nada para la cena porque con todo lo que comimos en Andino podemos llegar a reventar, puede traducirse, piensa Leto, como la manera de significar lo contrario, porque el hecho de que el hombre los esté esperando con comida caliente contribuiría a disipar la incertidumbre que la trabaja y que es de naturaleza tan curiosa que, cuando se manifiesta en el exterior, siempre se muestra como su contrario.

El hombre no está en la estación, Ha hecho bien en no venir, murmura Isabel, después de haber escrutado el andén y la entrada, ha hecho bien en no venir porque de todos modos no tenemos valijas y el tranvía nos deja a una cuadra. Leto que, después de tantos años, se ha hecho experto en el arte de simular que no ha oído nada, o de responder, de manera casi inaudible, con monosílabos imprecisos, a toda proposición irrazonable, o, como él las llama en su fuero interno, de doble fondo, proferida por Isabel, desvía la conversación a los huevos frescos, el ramo de flores, los chorizos con grasa, recién salidos de la chacra, con que los han obsequiado en el pueblo.

Bajan, lentos, del tranvía, dejando atrás las palmeras de la avenida para internarse en la cuadra oscura, arbolada, que los separa de la casa. Isabel no muestra, le parece a Leto, ningún apuro por llegar como si, mediante una prescindencia motriz, su cuerpo, a diferencia de sus razonamientos, estuviese tratando de expresar cosas más verdaderas. Dos veces, en una sola cuadra, se para unos minutos a conversar con vecinos que, sentados en sillones plegadizos en la vereda, a los costados de la puerta de calle, o, acodados en el marco de la ventana, han salido a gozar del fresco de la nochecita, mientras Leto, manteniéndose a distancia, cortés, con el canasto de huevos y chorizos con grasa en una mano y un cigarrillo sin encender en la otra, se pregunta si ella no está tratando de ganar tiempo para que él, que ella supone inocente de sus maniobras y libre de sus presentimientos, la aventaje y llegue primero a la casa -y todo eso a pesar de que, vistos desde el exterior, no son otra cosa que una madre con su hijo, un muchachón callado de unos veinte años, que vuelven respetables, nítidos y un poco cansados, de un fin de semana en el campo, gente del barrio, el marido, parece, es radiotécnico y se ocupa de televisión y se da poco con los vecinos, el muchacho estudia contabilidad, y ella bonita todavía a pesar de que anda por los cuarenta, los hombres más bien silenciosos y retraídos, en tanto que ella manifiesta tal vez, algunas veces, una tendencia a hablar un poco de más, como si no pudiese parar, o como si tratara de ocultar, de tapar, con palabras, grietas de un fondo oscuro que esas mismas palabras, contra la intención de quien las profiere, abriesen con sus aristas múltiples y secretas. Pero no cede. La espera, paciente, o un poco cruel, más bien, a cada dilación, y cuando llegan a la casa, que está oscura y silenciosa, desierta de vida humana, y pone la llave en la cerradura, y la hace girar, vuelve a sentir, al entreabrir la puerta, el rastro de la víbora, la presencia indefinible pero segura del escorpión, cuyos signos, debilitados en las últimas semanas, se han vuelto otra vez inequívocos y palpables. Cuando enciende la luz esa presencia lo atrae, lo chupa, lenta, hacia el dormitorio, y cuando ve al hombre tirado en el suelo, la cabeza destrozada por el balazo, el revólver todavía en la mano, el suelo, las paredes, los muebles, salpicados de sangre, de fragmentos de cerebro, de cabellos, de astillas de hueso, se dice, tranquilo y glacial: "Así que había sido esto". Patente: "esto" -es decir, los días, las noches, el tiempo, el ser, el mundo, la vida palpitante y gruesa, el hombre, en su tallercito de radioelectricista, los había desmontado, desarmado y separado en piezas sueltas, cablecitos de colores, alambres de cobre, tornillos dorados, dispersándolos sobre la mesa para examinarlos uno por uno, neutro y sin piedad, limitándose a realizar lo que él sin duda consideraba comprobaciones objetivas, y después, en horas lisas y minuciosas, había vuelto a armar el todo a su manera dándole la coherencia irrefutable de su delirio. Para obtener sus propósitos había debido componer una comedia, delimitando un escenario, el universo visible, y haciendo entrar en él a todos sus así llamados seres queridos, modificando a veces la trama para convencer a los más reticentes, como sucedía desde algunas semanas atrás con Leto, a causa de cuya desconfianza se había visto obligado a salir en apariencia de su "taller", transformando un poco su propio personaje y preparando, con el apoyo incondicional de Lopecito, al que se tragaba de un solo bocado, la supuesta semana de pesca en la isla para que Leto, pasando de la reticencia a la esperanza, cayera, al volver del pueblo el domingo a la noche, de unos peldaños más arriba. Dicho en forma breve, y por el hombre mismo, para sí mismo sin duda, y sin duda también sin palabras, más o menos así: Cuando yo digo bailen, todos tiene que bailar. No se aceptan objeciones.

Dos o tres días después, la autopsia revela que se ha pegado el tiro el viernes a eso de las dos de la tarde, o sea que, sonriente, los ha despedido en la estación, no sin antes recordarle que el miércoles cruzarán a la isla con Lopecito, se ha tomado, sonriendo todavía, el tranvía hasta el barrio, ha recorrido la cuadra que separa la parada de tranvías de la casa, a paso tranquilo y regular, y, sin duda sin dejar de sonreír, ha entrado en la casa, ha cruzado el vestíbulo, ha penetrado en el dormitorio, y sin vacilar ni perder la sonrisa fija y vindicativa, se ha pegado el balazo.

– Es lo que yo llamo un suicida insolente -le ha dicho César Rey, unos meses más tarde, en el bar Montecarlo, en la ciudad, mientras miran subir, a través de la ventana, el amanecer frío de otoño. Y Rey puede aseverarlo mejor que nadie, porque la víspera, precisamente, ha alquilado una pieza de hotel con la intención de cortarse las venas, pero en el momento de pasar al acto ha cambiado de idea de un modo brusco, y al salir del hotel se ha encontrado con Leto en el bar de la galería y han venido siguiendo la farra hasta el amanecer.

– El suicida insolente -dice Leto, sacudiendo la cabeza. Isabel y Lopecito han quedado como aturdidos por el acontecimiento -ellos que, en ausencia del director, ya no logran saber con exactitud qué papel interpretan en la comedia- pero Leto piensa de sí mismo que él ha sabido conservar la suficiente sangre fría como para no dejarse alcanzar por la descarga, aunque la sospecha de haber sido el blanco principal durante las últimas semanas podría ser, sin que él mismo se dé cuenta, la prueba de lo contrario.

"El suicida insolente", piensa, mirando con disimulo al Matemático, el vértice de cuyo entrecejo atestigua una reflexión laboriosa que, aunque Leto no pueda saberlo, e incluso ni siquiera le interese, es más o menos la siguiente: ¿dónde nace el instinto? ¿pertenece al individuo o a la especie? ¿hay continuidad de individuo a individuo? ¿el individuo ulterior retoma el instinto en el punto que lo ha dejado el anterior o reconstruye, a partir de cero, todo el proceso a la vez? ¿es sustancia, energía, reflejo? ¿qué es la noción de instinto? ¿cómo fue formulada por primera vez? ¿por quién? ¿dónde? ¿por oposición a qué? ¿qué cosa, en el ser viviente, no sería instinto? -y después, olvidándose de Noca, del caballo de Noca, del instinto, de las imágenes que ha construido gracias al relato de Botón en la balsa, el sábado anterior, en el puente superior, las imágenes del cumpleaños de Washington en la quinta de Basso al cual ni siquiera ha asistido pero del que ya tiene, hasta el fin de sus días, sus propios recuerdos, las otras preguntas, que martillean, continuas, en el fondo y que a veces pasan al primer plano, súbitas, y que nos acompañan, nos modelan, nos determinan, nos dan el ser, las viejas preguntas que empezaron a subir con el alba africana, que resonaban en Babilonia, que se escucharon en Tebas, en el Asia Menor, en las orillas del Río Amarillo, que cintilaban en la nieve escandinava, el soliloquio de Arabia, de Nueva Guinea, de Koenisgberg, del Matto Grosso y de Tenochtitlán, preguntas cuya respuesta es la exaltación, es la muerte, es el sufrimiento, es la locura, y que titilan en cada parpadeo, en cada latido, en cada presentimiento- ¿quién puso el huevo del mundo? ¿qué son lo interno y lo exterior? ¿qué son el nacimiento y la muerte? ¿hay un solo objeto o muchos? ¿qué es el yo? ¿qué son lo general y lo particular? ¿qué es la repetición? ¿qué estoy haciendo aquí?, es decir, ¿no?, el Matemático, o algún otro, en algún otro tiempo o lugar, otra vez, aunque haya un solo, un solo, que es siempre el mismo. Lugar, y sea siempre, como decíamos, de una vez y para siempre, la misma Vez.

Durante los veintisiete segundos, en números redondos, que le ha llevado al Matemático reconcentrarse, mudo, en sus pensamientos, y a Leto recordar, con imágenes rápidas, fragmentarias y sin orden cronológico lo que, como venía diciendo, decíamos nomás hace un momento, sus cuerpos progresan, ellos sí regulares, por la vereda estrecha, hacia el Sur. Ninguno de los dos advierte que, sin discontinuidad, y sin que sea posible, con nitidez, separar las dos dimensiones, van avanzando en el tiempo a medida que lo hacen en el espacio, como si cada paso que diesen los encaminara en direcciones opuestas, a menos que tiempo y espacio sean inseparables y el uno fuese inconcebible sin el otro, y ambos inconcebibles sin ellos dos, Leto y el Matemático, de modo tal que caminantes, calle y mañana, formasen un chorro espeso brotando apacible del surtidor del acaecer. Leto piensa (más o menos, ¿no?): "Que ella venga después de un año con la historia de la enfermedad incurable demuestra su imposibilidad de aceptar la transparencia con que nos hizo llegar su mensaje" -y podría agregarse una comparación: con medios desmesurados pero vitales para él, como esos físicos que construyen un túnel de varios kilómetros para propulsar por él una partícula infinitamente pequeña, porque del comportamiento de esa partícula depende la explicación de la materia y por ende del universo. Y el Matemático, caminando a su lado, piensa otra vez: "Instigado por", pero dice:

– Todos miraban en dirección a Washington, que no decía nada.

Siempre según Botón. Ahora bien, no decía nada, pero parecía, por la actitud reconcentrada y semisonriente, los ojos blancos, el humo del Gitane Filtre (Caporal) subiendo hacia su cara desde la mano elevada a la altura del diafragma más o menos, que estaba a punto de decir algo. Y en efecto, así era. Leto se lo imagina en la cabecera de la mesa, bajo el quincho iluminado, cerca de la parrilla, el quincho inesperado que debió encastrar con cierta precipitación entre naranjos, pomelos y mandarinos, en el patio oscuro, al final del invierno -Washington, la noche de sus sesenta y cinco años, bien abrigado en su camiseta de frisa y en su camisa de lana a cuadros, más el pulóver en V por el que sobresale el cuello abierto de la camisa, más el saco de lana y encima de los hombros tal vez un poncho o una chalina, el pelo blanco abundante y revuelto, la piel de la cara ya un poco colgante pero dura, gruesa, bien afeitada y saludable todavía, uno de esos viejos que, tal vez porque trabajan la quinta, o van de pesca, o andan mucho a caballo, o se sientan a leer el diario en el jardín durante las siestas de invierno, andan bronceados todo el año, Washington, digo, que mientras va armando, con una sonrisa cada vez más pronunciada en los ojos que se van elevando hacia sus interlocutores y cada vez más vaga en los labios, lo que está por decir, formando palabras, frases, gestos con ello, eleva a su vez, parsimonioso, el cigarrillo hacia los labios y entre chorros de humo que salen de su nariz y de su boca, empieza a hablar.

Para Washington, si él ha entendido bien, lo que es poco probable, ya que la sutileza del amigo Cohen en cuestiones de envergadura es bien conocida, y él ni siquiera posee los rudimentos que la universidad, desbrozándole de entrada no poco camino, suministra a todo pensador, sin contar los emolumentos puntuales que, cada fin de mes, contribuyen a despejar el espíritu de las preocupaciones materiales que a menudo perturban el orden del silogismo, en fin, si ha entendido bien, al caballo, por haber sido decretado ser instintivo, le estaría vedado tropezar, en razón de las características mismas del instinto, que es considerado necesidad pura, todo esto desde luego si se toma, como bien lo aclaró el amigo Barco, el tropiezo en el sentido de error o equivocación: no un mero hecho fortuito y exterior, sino una contradicción interna del caballo, entre los objetivos que se propone y una falla inesperada en su realización. ¿Se equivoca? ¿La ausencia de objeción lo autorizaría a proseguir? ¿Sí? Bueno, entonces prosigue.

Y así. Él, Washington, ¿no?, creía entender de qué se trataba. Aquí, afectuoso, casi paternal, el Matemático agarra a Leto por el brazo izquierdo, para protegerlo contra la agresión eventual de alguno de los autos que vienen por la transversal, rodando, amenazadores, desde la cuadra anterior, donde han acelerado después de atravesar la bocacalle, según el sistema habitual de conducción automovilística en las ciudades ajedrezadas: aminoración y frenos antes de llegar a la esquina, acelerador una vez pasada la bocacalle, disminución de velocidad a partir de la media cuadra, y así sucesivamente, lo cual, teniendo en cuenta que la longitud de las cuadras es más o menos constante, le da al sistema, a pesar de su esencia contradictoria, un carácter bastante regular. Por encima de la cabeza de Leto, el Matemático, en un segundo, analiza los datos que recoge de un vistazo escrutando hacia el Oeste la transversal: los autos parecen bien adaptados al sistema freno-acelerador antes y después de la bocacalle, y los tres que están llegando al cruce con San Martín, uno detrás de otro, a juzgar por la distancia invariable que los separa no obstante la velocidad decreciente del primero, pareciera que, manteniendo la tendencia de aminoración, van a detenerse para dejar pasar los autos que llegan perpendiculares por San Martín y los peatones que cruzan la bocacalle, de modo que el Matemático, decidido, arrastra a Leto por el brazo, haciéndolo trastabillar cuando bajan del cordón a la calle y obligándolo a aumentar la extensión y la velocidad de sus pasos mientras cruzan, y puede decirse que el Matemático, que no ha dejado un solo instante de vigilar alternadamente los autos que vienen por la transversal, los que podrían doblar, bruscos, desde San Martín y el cordón de la vereda hacia la que se están dirigiendo, recién se siente liberado de su responsabilidad cuando trasponen el cordón, ya que no suelta el brazo de Leto ni continúa su relato hasta que no verifica que ya pueden encaminarse sin peligro por la vereda. Así que prosigue: para estar con Botón, Washington, en la primera parte de su intervención, no opone ninguna objeción a la proposición de Cohen y de Barco -más aún, le parece pertinente y pretende percibir la perspectiva que presupone. Lo único que encuentra discutible, para la clarificación de ese tipo de problemas, es la elección del caballo como objeto de análisis. Según su modesto juicio, al caballo puede desechárselo, fácil, por varías razones. En primer lugar, el caballo está demasiado cerca del hombre (a quien se le concede, sin mayores obstáculos teóricos, la posibilidad de tropezar), lo cual contamina el razonamiento de peligros antropocéntricos, sin contar además que esa proximidad del caballo con el hombre ha hecho depositario al pobre animal de toda clase de proyecciones simbólicas, a punto tal que, bajo tantas capas de simbolismo, ya es difícil saber dónde se encuentra el verdadero caballo. Por otra parte, creemos conocer demasiadas cosas sobre el caballo -nos parece que es fuerte, que es fiel, que es noble, que es aguantador, es nervioso, que gusta de la pampa y que su mayor ambición es ganar el premio Carlos Pellegrini. Estamos convencidos de que, si militara en política, sería nacionalista, y, si hablase, lo haría como el viejo Vizcacha. Además -dice el Matemático que dijo Botón que dijo Washington- por su posición en la escala zoológica, más bien preeminente, el caballo posee una densidad biológica y ontológica excesiva: tiene demasiada carne, demasiada sangre, demasiados huesos, demasiados nervios, y a pesar de su mirada huidiza, menos indiscreta que la de la vaca, podemos concebir su presencia en este mundo no exenta de necesidad, de modo tal que, aun por negligencia metafísica, a la cual no pocos pensadores han sucumbido, hasta podría admitirse alguna categoría existencial que englobe al hombre y al caballo -en una palabra, si él ha entendido bien, lo que se quería decir en relación con el caballo de Noca, que en definitiva no es más que un pretexto para la discusión, habría que aplicarlo a algún otro ente, más diferenciado del hombre que el caballo, miembro de alguna especie viviente desde luego, pero cuyo ser, exiguo aunque irrefutable, no se preste tanto a la tergiversación. Por ejemplo, el mosquito.

Esperando el efecto de su intervención, Washington se pone de perfil respecto de la concurrencia y, alzando ligeramente la cabeza, simula interesarse en el travesaño central que sostiene el techo de dos aguas del quincho iluminado. Uno o dos, desprevenidos, alzan también la cabeza y observan, sin hallarle nada de particular, el travesaño, pero la mayoría de los asistentes no demuestra, en los segundos que siguen a la perorata de Washington, la menor reacción, de modo tal que un silencio casi general, apenas entrecortado por ruidos de cubiertos y de platos, se instala en la mesa. Casi general: porque en el mismo momento en que Washington pronuncia la última sílaba de su intervención, Nidia Basso se echa a reír. La risa de Nidia Basso que brota, por decir así, súbita bajo el quincho, resuena en los oídos sorprendidos de los comensales, repercute entre las copas de los árboles que se enfrían en la oscuridad del patio, y por último se pierde, dispersándose hacia muchos puntos diferentes y contradictorios de la noche, el cielo estrellado en particular -el cielo estrellado, o sea lo que sobre nuestras cabezas, un poco extraviadas en las cosas horizontales, brilla abarcándonos neutro, sin presencias omnipotentes y caprichosas ni desdén, el cielo estrellado, ¿no?, que, aunque no menos mortal, preso también él en lo incesante pétreo o gaseoso, con su firmeza aparente, sus dimensiones y su misterio, desmesurado y glacial, nos aniquila.

En el puente superior de la balsa, en el banco de popa, el último sábado, Botón ha creído oportuno efectuar una disgresión rápida, dedicándole una viñeta vigorosa a Nidia Basso: según Botón, en quien el tono de la voz se eleva, tiñéndose de matices rencorosos, la risa de Nidia Basso no llega a ser de por sí prueba de la comicidad del hecho o las palabras que la desencadenan, porque, justamente, y en cualquier ocasión, Nidia parece dispuesta a reírse de todo lo que se diga, sea cómico o no, de modo tal que, y siempre según Botón, esa risa no tiene la menor relación con el mundo exterior, y mucho menos con esa parte del mundo exterior constituida por las palabras que Washington acaba de pronunciar. (Por ejemplo, el mosquito.) Más aún; según Botón, resultaría difícil saber si, en este caso preciso, son las palabras de Washington o el silencio que preceden lo que la motiva. De las palabras, y aun cuando una retórica humorística transparenta a menudo en la conversación de Washington -argumenta Botón arrebatado- la emisión de una risa dócil, siempre lista y chillona, es una respuesta desproporcionada a la ironía sutil de Washington, que deja más bien pensando y puede hacer, a lo sumo, sonreír, interiormente sobre todo, a diferencia, por ejemplo, de las groserías de Tomatis, que se regodea en la chabacanería, o del supuesto sentido del humor del Gato que, para Botón, tendería más bien a burlarse del interlocutor. Escuchándolo, siempre con la vista clavada en ese punto del río en el que la estela que deja la balsa comienza a disiparse, el Matemático sospecha que con el pretexto de definir la risa peculiar de Nidia Basso Botón está aprovechando para descalificar, por alguna razón que él desconoce, al Gato y a Tomatis, pero mientras va contándole a Leto, con sus propias palabras, las distinciones de Botón, omite, no sin volver a experimentarlas mientras habla, esas sospechas. De ser entonces las palabras, refiere el Matemático, se trataría según Botón de una simple carencia de sutileza para percibir, detrás de la ironía superficial, la gravedad que transparentan siempre las palabras de Washington (o al revés), pero,, en el caso de haberla originado el silencio, habría que inclinarse por la tesis de una risa nerviosa, menos signo de la comicidad del mundo que de la neurastenia, califica Botón con resabios posmodernistas, del sujeto emisor. Botón piensa que, a decir verdad, si se intentara una clasificación general de los distintos tipos de risa en relación con las circunstancias que las provocan, se comprendería que la aplastante mayoría tiene poco y nada que ver con lo cómico. Es el caso de la risa de Nidia; de algo verdaderamente cómico, Botón dice que nunca la vio reírse, o no se fijó, o no recuerda -de todos modos, una risa motivada por algo cómico, no sería, tratándose de Nidia Basso, otra cosa que una simple excepción, un ramalazo de relación real con el mundo, un momento fugaz de inatención respecto de la autocontemplación incesante y ansiosa que ocultan sus risas subjetivas.

¿Botón es capaz de semejantes interpretaciones? Mientras habla, sin mirar a su acompañante, el Matemático se lo pregunta y no tarda en contestarse: en su opinión, no. Entre varias posibilidades, sobre el origen de la disgresión, considera dos: o bien Botón le ha oído ese tipo de explicaciones a un tercero, Tomatis, o Pichón Garay o Silvia Cohen, o ha presenciado una conversación entre ellos y se adjudica, de modo parasitario, sus conceptos, o bien él, el Matemático, ha ido interpretando, de la manera en que se las presenta a Leto, a medida que Botón le refería hechos desnudos en forma lineal, las palabras de Botón, como si éste hubiese estado contándole una adivinanza de la que el Matemático oyera, no los términos que la componen, sino la solución. Pero hay también una tercera posibilidad que el Matemático, razonador imparcial, no descarta: rechazando de plano que Botón sea el autor de la interpretación, podría conceder que Botón, de buena fe, olvida que se la debe a Silvia Cohen, o a Beatriz, o a Pichón Garay, y la repite sin darse cuenta, creyéndola suya, de tal manera que cuando él, el Matemático, ¿no?, opta por la segunda posibilidad, con la que se atribuye a sí mismo la interpretación, se encuentra en una situación semejante a la de Botón, pero intensificada, porque atribuyéndose a sí mismo sin darse cuenta la interpretación que Botón ignora haber sacado de, pongamos, Silvia Cohen, el Matemático a su vez repite los términos de Silvia Cohen, lo cual le deja al acontecimiento de referencia tan poca realidad, que el valor mismo de la interpretación se vuelve problemático.

– Así -dice el Matemático-, para Washington, lo que es confuso en el hombre y en el caballo, se clarificaría observando al mosquito.

– Al mosquito -repite Leto.

– Al mosquito, sí -dice el Matemático.

– Al mosquito -vuelve a repetir Leto, adoptando una entonación reflexiva.

– Al mosquito, al mosquito -dice, sacudiendo la cabeza, afirmativo, el Matemático.

El paso que llevan ahora, bien armonizado, es, ni lento ni rápido, más regular que nunca, como si a sus piernas, a sus cuerpos enteros, les hubiese costado varias cuadras encontrar el ritmo común que ahora los engloba, transformándolos en una especie de máquina cuyo mecanismo regula las diferencias entre los dos cuerpos y equilibra las proporciones para obtener un rendimiento común. Desde fuera, el ritmo es tan regular que parece deliberado -desde fuera, ¿no? Y, sin embargo, no podrían encontrarse dos personas más diferentes: el rugbyman atlético y razonador, tan perfecto desde el punto de vista físico como la imagen de un afiche publicitario, todo vestido de blanco, incluso los mocasines comprados en agosto en Florencia, cuyo padre, abogado yrigoyenista y liberal es, no obstante, propietario de la mayoría de los campos que circundan Tostado, el Matemático, ¿no?, afecto, como decía, a nadar, quién sabe por qué, en el río incoloro de premisas, de proposiciones, de postulados, y de quien Tomatis, que le ha puesto el sobrenombre, sabe decir que saca, de esas mismas premisas, proposiciones y postulados una satisfacción malsana, hecho que Leto, a decir verdad, nunca ha podido verificar, y que puede tratarse, usando como pretexto al Matemático, de una calumnia de Tomatis contra las ciencias exactas en general; y el otro, Leto, Ángel Leto, ¿no?, flaco, con las piernas un poco torcidas, mucho más chico y más joven, algo miope, cuya camisa y cuyo pantalón, de calidad tres o cuatro veces inferior a la vestimenta blanca del otro, se combinan con menos elegancia, Leto, que no hace ni siquiera un año que vive en la ciudad, a la que ha venido siguiendo a Isabel, su madre, la cual ha huido de la evidencia de un suicidio como de un cataclismo universal, Leto, que lleva, para sobrevivir, varias contabilidades, y que esa mañana, por razones tan inexplicables como las que inclinan al Matemático a los silogismos y a los teoremas, en vez de ir a trabajar, ha decidido bajarse del ómnibus y ponerse a caminar por San Martín hacia el Sur. Más diferentes imposible, aunque algo, a pesar de todo, los iguala: no únicamente, ¿no?, la identidad genérica en tanto que individuos pertenecientes a la misma especie, individuos que, después de todo, hablan el mismo idioma y que aunque vengan de ciudades diferentes han nacido en el mismo país e incluso en la misma provincia y poseen por lo tanto fragmentos comunes de experiencia -no, nada de eso, que, desde luego, les es propio y comparten a la vez con sus comprovincianos, sus, como se dice, compatriotas, sus congéneres; no, nada de eso, nada de eso, sino algo más particular y "sin embargo más indefinido, una impresión, un sentimiento que llevan ambos en el fondo de sí mismos, y que el hecho de ni siquiera sospechar que el otro, u otros, también lo experimentan, le da un tinte particular y, sobre todo, lo refuerza, el sentimiento, decía, de no pertenecer del todo a este mundo, ni, desde luego, a ningún otro, de no poder reducir nunca enteramente lo externo a lo interior o viceversa, de que por más esfuerzos que se hagan siempre habrá entre el propio ser y las cosas un divorcio sutil del que, por razones oscuras, el propio ser se cree culpable, el sentimiento confuso y tan inconscientemente aceptado que ya se confunde con el pensamiento y con los huesos, de que el propio ser es la mancha, el error, la asimetría que con su sola presencia irrisoria enturbia la exterioridad radiante del universo. Ahora, también, desde que empezaron a recorrer juntos la calle recta, por la vereda de la sombra, un nuevo lazo, impalpable, los emparenta: los recuerdos falsos de un lugar que nunca han visitado, de hechos que nunca presenciaron y de personas que nunca conocieron, de un día de fin de invierno que no está inscripto en la experiencia pero que sobresale, intenso, en la memoria, el quincho iluminado, el encuentro del Gato y Botón en Bellas Artes, Noca viniendo de la costa con sus canastos de pescado, el caballo que tropieza, Cohen que remueve las brasas. Beatriz armando siempre un cigarrillo, la cerveza dorada con un cuello de espuma blanca, Basso y Botón punteando en el fondo, sombras que se mueven confusas en el oscurecer, y que después, sin que se sepa bien cómo, y sobre todo por qué, se traga la noche.

Una casi enseguida después de la otra, el Matemático percibe, cuando van llegando a la esquina, dos caras conocidas: la primera es la del propietario del quiosco de revistas que se despliega en la ochava; como el hombre está sentado en un banquito en medio de su mercadería y bien contra ella para ponerse al abrigo del sol que golpea por la transversal, su busto resalta contra el fondo chato de semanarios, de mensuales y de matutinos, contra fotos en colores de estrellas de cine en bikini, dirigentes políticos y sindicales, campeones de fútbol, fotos repetidas varias veces, del mismo modo que los titulares negros y regulares de los diarios o los personajes de historietas. A causa de su repetición, las imágenes, que forman un fondo oblongo, se vuelven casi abstractas, transformándose en una especie de guarda abigarrada que parece decorar el retrato en relieve del quiosquero, cuya mirada, perdida en el fondo de la calle, el Matemático no logra encontrar para intercambiar con él el saludo que ya tiene preparado. Pero alzando otra vez la cabeza, sus ojos se encuentran con la segunda cara conocida que, ésta sí, pasando al lado de Leto, le sonríe. Es únicamente una cara conocida, ni siquiera lo que podría llamarse, con mayor precisión, un conocido. Una cara conocida -o sea, ¿no?, una cara que ocupa un lugar intermedio entre lo familiar y lo desconocido, a la que no podría ponerle un nombre pero que, de tanto pasar una y otra vez por su campo visual, ha terminado imponiendo sus rasgos peculiares a la memoria del Matemático, así como la cara del Matemático ha terminado imprimiéndose en la memoria del otro, de modo que a partir de cierto momento, cuando se cruzan en la calle, en prueba de reconocimiento, se saludan. Es verdad que, durante las ráfagas de extrañeza, también las caras familiares se vuelven, de golpe, desconocidas, pero hay una graduación que, partiendo desde ellas, y pasando, por los conocidos primero, por las caras conocidas después, y después por las caras desconocidas y los desconocidos, que son el último bastión de la experiencia, acaba llegando al horizonte oscuro y viscoso de lo desconocido -lo desconocido, ¿no?, o sea lo que, más allá del don fugaz de lo empírico, es trasfondo y persistencia, y que tratan de hacer retroceder, sin resultado, esas señales vagas que se cruzan, como perdidas, en el día.

Manteniendo el paso idéntico, regular, Leto y el Matemático bajan de la vereda a la calle y empiezan a cruzarla. Un auto lento los intercepta y, como frena en la bocacalle, lo sortean por delante, los dos al mismo tiempo, sin detenerse ni variar el paso, sin ni siquiera mirarlo, como dos robots al que un dispositivo electrónico preprogramado hiciera esquivar automáticamente los obstáculos; y cuando están llegando a la vereda de enfrente, los dos pliegan, simultáneos, la pierna izquierda, y la elevan por encima del cordón.

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