Las siete cuadras siguientes

Estábamos en que Leto y el Matemático, una mañana, la del veintitrés de octubre de mil novecientos sesenta y uno habíamos dicho, un poco después de las diez, se habían encontrado en la calle principal, habían empezado a caminar juntos en dirección al Sur y el Matemático, a quien a su vez se lo había contado Botón en el puente superior de la balsa a Paraná, el sábado anterior, se había puesto a contarle a Leto la fiesta de cumpleaños de Jorge Washington Noriega, a finales de agosto, en la quinta de Basso en Colastiné, y en que, después de recorrer unas cuadras juntos, cruzaron la calle con paso idéntico y regular y, los dos al mismo tiempo, plegaron la pierna izquierda elevándola por encima del cordón, con la intención, inconsciente más que calculada, de apoyar la planta del pie en la próxima vereda, ¿no? Pues bien: apoyan nomás la planta. Y el Matemático piensa: "Si el tiempo fuese como esta calle, sería fácil volver atrás o recorrerlo en todos los sentidos, detenerse donde uno quisiera, como esta calle recta que tiene un principio y un fin, y en el que las cosas darían la impresión de estar alineadas, de ser rugosas y limpias como casas de fin de semana bien parejas en un barrio residencial". Pero dice:

– ¡Shht! Il terso conchertino dilestro armónico.

Un cocoliche inesperado desorienta a Leto, máxime que el Matemático se ha quedado inmóvil, reteniéndolo por el brazo y adoptando una pose teatral consistente en girar un poco la cabeza hacia él, sin verlo, ya que los ojos se han desplazado en sentido opuesto y, dejando de mirar lo exterior, se suman a una expectativa intensa y dulce concentrada en el índice de la mano izquierda, el cual, en el extremo del brazo elevado y ligeramente plegado, señala un punto hipotético del espacio que se extiende ante ellos y en el que el dedo, como la aguja de un detector de metales preciosos, trata de ubicar el nacimiento exacto de la música. De un modo casi simultáneo, Leto la oye a su vez, y su atraso de segundos respecto del Matemático parece provenir menos de causas sensoriales constitutivas, espaciales o acústicas, que de la distracción en que lo tienen sumido sus pensamientos. A pesar de su atraso, los dos localizan su origen al mismo tiempo: una casa de discos que se anuncia a sí misma propalando música hacia la calle, y que abre sus puertas en la vereda de enfrente. Los ruidos matinales de la calle principal, vehículos, pasos, voces, parecen una ganga sonora, indisciplinada y salvaje, en la que se engasta, organizada, la música, pero también, para el oído sutil y especulativo del Matemático, un contraste deliberado y aleatorio en el que la yuxtaposición de ruido bruto y sonido estructurado crea una dimensión sonora más rica y más compleja, una dimensión, decía, ¿no?, en la que el ruido puro, denunciando por contigüidad la naturaleza real de la música, asume un papel moral, como en esos grabados en los que la calavera demuestra, con su sola presencia, la cara verdadera de la doncella. Después de localizar la fuente musical, el dedo del Matemático se pliega y la mano comienza a efectuar en el aire ondulaciones rítmicas que la cabeza, moviéndose, acompaña, no sin que dejen de adherir también, los primeros entrecerrándose, la segunda insinuando una sonrisa arrobada, los ojos y la boca. Y cuando siguen caminando, el cuerpo entero del Matemático parece arrastrado, con discreción desde luego, por la atracción magnética de la música, ante la mirada un poco sorprendida de Leto, que no alcanza a distinguir, en esa especie de bacante moderada en que se ha convertido el Matemático, la pose del entusiasmo sincero. El arrobo del Matemático pasa, casi en el acto, como un momento de locura un poco histriónica, y aun cuando en realidad van acercándose a la fuente de la música, y la oyen por lo tanto con mayor nitidez, el Matemático recupera su actitud serena, indolente, y vuelve a ser el hombre atlético y medido, rubio, alto, todo vestido de blanco, incluso los mocasines, con la pipa apagada en la mano, realizando gestos precisos, estrictos, elegantes, que a esta altura de su vida ya ni siquiera necesita calcular, en fin, el Matemático, ¿no?, que, olvidándose del fondo de ruido y de música, le cuenta:

– Botón dice que Washington presentó al mosquito de la siguiente manera: ocho milímetros de vida palpitante.

Leto se lo representa, Botón, Washington, el mosquito. Según el Matemático, Washington, una noche del verano anterior, tuvo un encuentro casual con tres mosquitos, de cuyo comportamiento, según el Matemático, y siempre según Botón, extrajo una serie de consecuencias insospechadas, de un orden semejante, le había parecido (a Washington, ¿no?), a las que la distinguida asistencia acababa de extraer a propósito del caballo de Noca. El verano anterior, Washington se ocupaba de sus cuatro conferencias -Lugar, Linaje, Lengua, Lógica- sobre los indios Colastiné, de las que, por el momento, nadie conoce más que los títulos: sumergido en tratados de historia y de antropología, se vio obligado a trabajar de noche a causa del calor, terrible en enero y febrero. Leto, que ha ido un par de veces con Tomatis a lo de Washington en Rincón Norte, no tiene dificultad en imaginárselo sentado ante su mesa de trabajo, frente a la ventana que da al patio lateral en el que, protegidos por la sombra de eucaliptus y de paraísos se extienden, entre senderos de tierra arenosa, canteros de conejitos, de claveles, de margaritas y de malvones. Leto recuerda dos o tres laureles rosa, una glicina, un lapacho, un timbó y, bien al fondo del terreno, como un residuo del campo pretrabajado, cinco o seis aromos. En el patio trasero ha visto un huerto grande y bien cuidado, árboles frutales, un corral y hasta una conejera. Durante el sitio de Atenas, le ha oído decir a Washington, Epicuro y sus amigos se salvaron gracias a una economía de autoabatecimiento. Yo me defiendo como puedo del complot católico-liberal. En fin, la noche de verano, ¿no?, en medio del campo, después del día seco y polvoriento y de la fiebre del crepúsculo, la madrugada silenciosa pero no mucho más fresca, y el hombre en el umbral de la vejez que, protegido del exterior por las paredes blancas y por las telas metálicas lee, escribiendo de tanto en tanto notas rápidas y llenas de abreviaturas en un cuaderno. Ha pasado el día yendo y viniendo por la casa, esquivando los espacios soleados del huerto y del jardín, solo después que la hija se casó con un médico y se fue a vivir a Córdoba -se había separado de su segunda mujer en mil novecientos cincuenta-, habituado ya a la vida y a la muerte a causa de sus sesenta y cuatro años, no sin haber dejado atrás períodos de impotencia, de sopor y de locura, pero poseyendo todavía la fuerza suficiente como para mirar, sereno, la tarde de verano desde la sombra de los paraísos, y esperar la noche para ponerse a trabajar hasta la madrugada. Y su relato, según lo que queda del relato de Botón en el del Matemático, es más o menos así: una noche tranquila del último verano; son pasadas las doce. Después de una cena liviana, Washington, con una jarra de agua fría y un plato de ciruelas, se ha instalado en su estudio para leer, tomando notas de cuando en cuando, una edición facsimilar de la Relación de abandonado, del padre Quesada, que Marcos Rosemberg le ha traído de Madrid. Poco a poco, el hervor del día se ha mitigado, y el ronroneo interno que atraviesa, monótono, con su tren de apariciones, la parte iluminada de la mente, se ha ido entrecortando, gracias a la punta clara de su atención que, como el filo de un diamante, ha venido abriéndose paso para relegar, con ajustes sucesivos, los pliegues de lo oscuro. A partir de cierto momento, después de varios intentos trabajosos, los pliegues se retiran y las caras del diamante, emergiendo de la oscuridad, se concentran en la punta transparente que se estabiliza y se fija, para después alcanzar la perfección al desaparecer a su vez, diseminada en su propia transparencia, de modo tal que no únicamente el ronroneo, que es tiempo, carne y barbarie, sino también el libro y el lector desaparecen con ella, despejando un lugar en el -.que lo intemporal y lo inmaterial, no menos reales que la putrefacción y las horas, victoriosos, se despliegan. De tanto en tanto, la mano izquierda, independiente del resto del cuerpo, se desliza hasta el plato de ciruelas, recoge una y la lleva, sin error posible, a la boca que se entreabre para recibirla, triturarla con los dientes y escupir, después de unos momentos, en el hueco de la mano que se ha vuelto a elevar, el carozo casi sin rastro de pulpa, que la lengua y los dientes, por su propia cuenta, han separado con minucia y facilidad para reenviarlo después al exterior. El libro, que se mantiene apoyándose en otros apilados horizontalmente, oblicuo como una biblia sobre un atril, no manda más ruido que el que hacen los dedos del lector al aferrar, gracias al deslizamiento del índice previamente humedecido en la punta de la lengua y la presión del lugar, el ángulo inferior derecho para pasar a la página siguiente; y, sin embargo, un tumulto silencioso llena la cabeza de Washington. Espacio y tiempo, arremolinándose contra el lector inmóvil, son impotentes para disolver y hacer circular ese tumulto, y resbalan en los bordes inmateriales del cuerpo, sin poder penetrar en el núcleo inmaterial que es su corolario.

– Las famosas cuatro conferencias de Washington sobre los indios Colastiné -dice el Matemático.

Leto ha oído hablar de ellas -de un modo fragmentario, por supuesto, como, por otra parte, de todo lo relativo a Washington. Viene trabajando en ellas -Lugar, Linaje, Lengua, Lógica- desde hace cuatro o cinco años; de un modo fragmentario, ¿no?, por ejemplo, que Washington, de quien Leto, antes de mudarse desde Rosario, nunca había oído hablar, en fin, que Washington, por ejemplo, ha estado en la cárcel varias veces, sobre todo en los años veinte y treinta, y que no después, a finales de los cuarenta, ha pasado un tiempo en un psiquiátrico, que se ha casado dos veces y separado las dos, que la hija se casó con un médico y vive en Córdoba desde hace algunos años, que la casa de Rincón Norte, en todo caso el terreno, lo heredó de su padre, farmacéutico en Emilia, con el que desde 1912 hasta su muerte (la del padre, ¿no?), no se habían dirigido más la palabra, que Washington vive de una pensión por invalidez que le dieron cuando salió del psiquiátrico y de traducciones, etc., etc. -y muchas otras cosas desordenadas, que ha ido pescando al azar de las conversaciones, que le ha oído decir a Tomatis, a Barco, a César Rey, a los mellizos, etcétera.

Asintiendo, sin volver la vista hacia el Matemático, Leto sacude la cabeza. Ahora han llegado a la altura de la casa de discos, en la otra vereda, así que cuando pasan enfrente pueden oír con mayor nitidez la música que, igual que ellos por la calle recta, ha venido avanzando, por el camino más intrincado de la melodía, hasta ese encuentro pasajero. Pero la indiferencia actual del Matemático respecto de ella es tan completa que Leto siente una irritación rápida, una especie de rebeldía, como si, con esa indiferencia súbita, el Matemático lo defraudara -lo cual de algún modo es exacto, porque cuando lo ha visto absorbido por la música, Leto ha sentido por él una admiración confusa y un poco problemática. Ajeno a todo accidente exterior, el Matemático prosigue:

– Pero esa es otra historia -dice.

Las conferencias, ¿no? En la noche tranquila de Rincón Norte, en el estudio iluminado y silencioso donde el humo del cigarrillo olvidado en la muesca del cenicero sube callado y regular hacia la lámpara, Washington lee, apacible, el libro abierto sobre la mesa. Y es ahí donde los tres mosquitos hacen su aparición.

Aquí el Matemático efectúa una pausa ostentosa y satisfecha, volviendo brusco la cabeza hacia Leto que, para castigarlo por su ligereza de hace unos instantes, decide no registrar el efecto, absteniéndose de desviar la vista del punto fijo ante él muchos metros más adelante en la vereda recta en que la viene fijando, de modo que la sonrisa un poco teatral que el Matemático ha comenzado a esbozar se borra de su cara, y una expresión indescriptible, pero muy leve, de pánico y tristeza, aparece en ella. Pero casi en el mismo momento en que se lo ha propuesto, Leto, por falta de carácter o por desaprobar en el fondo lo pueril de su actitud, cede y gira la cabeza, adoptando una expresión intrigada no menos teatral que la pausa satisfecha del Matemático. El Matemático revive. Nuevos relentes del Episodio, en onda fugaces, tenues y sucesivas, lo han asaltado, relentes de los que la expresión leve de pánico y tristeza, que acaba de pasar inadvertida para Leto, ha sido únicamente la manifestación más exterior, como las lámparas de Entre Ríos que, según dicen, vibraron, parece, la noche del terremoto de San Juan. Las ondas refluyen, y en la imaginación del Matemático, Washington, absorto en la lectura, oye el triple zumbido mucho después que los mosquitos han comenzado a revolotear en la pieza, por encima de su cabeza, en algún punto entre la mesa y el techo -y esto, desde luego, según Botón, y, según Botón, según Washington.

Ahora, casi a cada puerta de calle, abierta a menudo entre dos vidrieras, corresponde un negocio. En la vereda de enfrente, por ejemplo, después de la casa de discos, que va quedando atrás, dé modo que la intensidad de la música disminuye, hay una sedería, una mueblería, el negocio de artefactos eléctricos Lux, la zapatería para damas Chez Juanita. En la vereda por la que vienen caminando, Leto y el Matemático dejan atrás sucesivamente un quiosco de cigarrillos expuesto en la vidriera de un bar americano exiguo y oscuro a pesar de sus taburetes de plástico y de su mostrador de fórmica multicolor, una florería, una confitería de lujo, una cigarrería ante cuya vidriera un hombre de cierta edad está poniéndose los lentes para estudiar, con seriedad minuciosa, los extractos de lotería. De cada negocio, desde la parte superior de la fachada, entre la planta baja y la alta, entre los balcones, se despliegan hacia la calle los letreros luminosos, verticales u horizontales, de formas diversas que, aunque apagados, forman, por decirlo de algún modo, como un palio, como se dice, que cubre, hasta donde alcanza la vista a cierta altura, la calle principal, o como una multitud de estandartes rígidos, en formación rigurosa que, si fuesen los de un ejército, impresionarían al enemigo por su inmovilidad, por su número, y por su variedad -cada uno, como la música de la casa de discos, anunciándose, tautológico, a sí mismo, repitiendo, un poco más arriba, de modo emblemático, el sentido ya desplegado en representación directa y analítica en las vidrieras, de la misma manera que algunas religiones, como si la presencia del creador no fuese evidente en la creación misma deben valerse, para demostrar su existencia, de algún signo de esencia diferente a la de los objetos creados.

Por razones estadísticas, más que de popularidad efectiva, el Matemático se ve obligado, de tanto en tanto, a saludar, ya sea con un ademán rápido, con un movimiento de cabeza, o con alguna fórmula escueta y convencional, a los conocidos que va cruzando -estadísticas que por una parte desfavorecen a Leto ya que, como vive en la ciudad desde hace poco tiempo, tiene muchos menos conocidos que el Matemático, que pertenece a ella ab orígenes, y que por otra parte, desde hace algunas cuadras, considerando el aumento gradual y sistemático del número de peatones a medida que van llegando al centro, acrecientan en favor del Matemático las posibilidades de toparse con conocidos. A decir verdad, únicamente en términos cuantitativos sale favorecido, porque en los planos estético, político, afectivo y emocional, como dicen, ¿no?, y, como dicen también, moral, y, si se quiere, y hablando mal y pronto, y como se decía antes, existencial, el Matemático abomina del grueso de sus conciudadanos, en especial los de su propia clase -la burguesía sanguinaria- contra la que, desde los ocho o nueve años, un desprecio reconcentrado y un odio inexplicable lo trabajan. A pesar de sus ideas liberales, sus padres contemporizan con jefes y poseedores los cuales, a su vez, por respeto al nombre patricio y, sobre todo, a la extensión de las tierras alrededor de Tostado, toleran en ellos el humanismo liberal, como en otros miembros de su clase la epilepsia o la pederastia. El hermano, Leandro (por… ¿no?), varios años mayor que él, en quien, según la expresión textual del Matemático, los reflejos morales parecerían inexistentes y el dinero y la figuración social los fundamentos a priori de su ontología, se ha adaptado desde la infancia al medio poseedor, a punto tal que hasta sus propios padres, a pesar del afecto genuino que sienten por él, muestran cierta prudencia en sus conversaciones cuando está presente. Leandro, por su parte, en su fuero interno, trata a sus padres de comunistas y de bohemios. Y entre el Matemático y el hermano, después de varios altercados graves, las relaciones se limitan, cuando se encuentran en familia, a un intercambio de monosílabos fríos y espesos de sobreentendidos -el Matemático sospecha, por ejemplo, que en la época en que era dirigente trotsquista, el hermano, subsecretario de gobierno, lo había hecho detener durante una semana para darle una lección. Y a pesar de eso, ¡qué caballero! No se le pasaba ningún aniversario importante para la familia, jamás se olvidaba de llamar por teléfono a su madre día por medio, a las ocho de la noche, como era la costumbre, y había que verlo en una cancha de tenis, bien engominado y bronceado, ceder con equidad a todos los reclamos justos de su adversario para después despacharlo como una aplanadora al segundo set. Y a propósito de él no puede extraerse ninguna generalización acerca de la naturaleza humana, porque es difícil determinar si, aparte de los bienes muebles e inmuebles y las veladas en el Jockey Club y en el Rotary, existe en él algún elemento propiamente humano apto para motivar una generalización -le comentaba una vez a Tomatis, con su humor característico que gusta simular el asombro y la falsa imparcialidad.

¿Por qué los odiaba tanto? Es de orden psicoanalítico -diagnosticaba Tomatis, con ligereza y desinterés-: Como tus padres son perfectos, te ves obligado a transferir el odio que deberías sentir por ellos a todos los miembros de su clase. Lo contrario de Washington que, según parece, odiaba tanto a su padre que la cuota de amor que debía sentir por él la transfirió a toda la especie humana.

El Matemático sacudía la cabeza: Tchtchtchtch… no. Aceptar esa interpretación hubiese sido facilitarles las cosas. Plegarse de plano a la hipótesis subjetiva equivalía a ignorar las buenas razones objetivas que existían para detestarlos: por ejemplo la avidez y el cálculo con que acumulaban la riqueza y la crueldad que ponían en evidencia al defenderla; la ignorancia egocéntrica y el narcisismo compulsivo que los hacía aislarse del resto del mundo y el mimetismo rastrero que empleaban en copiar a los modelos extranjeros, los ingleses y los franceses primero, los americanos más tarde -un tío de él, del Matemático, ¿no?, había propuesto en los años treinta que el país pasara a las órdenes de la corona de Inglaterra-; eran malos perdedores, revanchistas, llevaban el genocidio en la sangre, el racismo en el alma, la soberbia en el corazón, y estaban dispuestos a aniquilar en todo momento todo lo que fuese heterogéneo a lo que ellos consideraban su propia esencia, y todo lo que no reflejara con pelos y señales la supuesta imagen de lo que pretendían ser. En una palabra, terminaba diciendo siempre el Matemático después de esos hervores oratorios, tratando de reencontrar un tono equilibrado y jovial, en una palabra, no son interesantes.

Ese odio añejo, ya casi rancio, del Matemático por su propia clase, aparte de exteriorizarse en confidencias ocasionales, no transparentaba casi nunca en sus gestos ni en sus actos, no porque tratara de disimularlos, sino por una especie de fatalismo -no valía la pena ocuparse de ellos, no eran interesantes, para qué perder el tiempo en escupirles la cara si la vida entera no le alcanzaría para meditar la Ética de Spinoza o la paradoja EPR. Sin embargo, algo salía a veces de ese odio al exterior, puesto que el Matemático, que era atento, cordial, respetuoso, en algunos casos hasta la afectación según Tomatis, cuando estaba frente a un patricio, a un pudiente cualquiera, un sobrino de obispo, un ministro, o un hijo de general, no podía reprimir una condescendencia irónica ante lo que él consideraba, de antemano y sin apelación, las inepcias del otro. Si el encuentro tenía lugar en presencia de algún testigo, de alguien a quien respetaba o admiraba, esa ironía no estaba exenta de crueldad, como si con ella tratase de diferenciarse al máximo de su interlocutor. El Matemático, ¿no? ¡Y cómo lo habían marcado los mismos que detestaba! Basta verlo ahora, en la calle principal, todo vestido de blanco, incluso los mocasines comprados en Florencia, bronceado bien parejo, alto, rubio, al abrigo de la imperfección y de la contingencia para quien, como Leto, lo observa desde el exterior, a tal punto que su sola presencia, sus expresiones exactas y pausadas, el cúmulo aparente de sus atributos positivos, refuerzan todavía más en Leto su sentimiento de exclusión, de torpeza, de ser no el capricho, sino el error irredimible del Todo.

Pero ya han llegado a la esquina, ese ángulo recto que, en los cálculos sumarios de Hipodamos, interrumpiendo abrupto la vereda, introduciendo un hiato evidente para conductores y peatones, facilitando la orientación, la circulación y la visibilidad, geometrizando de un modo ilusorio el espacio que, a decir verdad, no tiene forma ni nombre, pondría un orden convencional en las mañanas del Pireo. Sombra, baldosas grises, sol lateral, cordón, empedrado, cordón, baldosas grises, sol lateral, sombra: ya están, sin novedades ni mayores modificaciones de ritmo o velocidad, ni sobre todo de trayectoria, caminando por la vereda siguiente. El Matemático dice que Washington, cuando oye el triple zumbido, levanta, un poco extrañado, la cabeza, y ve los tres mosquitos revoloteando no lejos de la lámpara. Extrañado porque el último verano ha sido demasiado seco como para que las larvas, y después las ninfas, como les dicen, de esos así llamados dípteros, hayan podido acrecentar su prole, o sea, como se dice, proliferar. Mosquitos, a decir verdad, no escasean en la región y si en invierno hacen, como quien dice, las valijas y desaparecen, después, a partir de noviembre, cuando el calor comienza a apretar, si ha llovido lo suficiente como para que larvas y después ninfas prosperen, el aire se pone negro al atardecer, y los animales de sangre caliente se ven obligados a desplazarse a los cabezazos entre nubes insistentes, rapaces y zumbadoras. El hombre -el hombre, ¿no?, el ser humano, que compone, en su conjunto, lo que llaman la humanidad, o sea la suma de individuos desde la aparición de la especie, como la llaman, en, pareciera, el África oriental, por salto cualitativo en ramas evolutivas colaterales, y los atributos específicos que él mismo se atribuye-, el hombre decíamos, o decía, mejor, el que suscribe, le ha puesto ese nombre, diminutivo o peyorativo de mosca, siguiendo sin duda una clasificación anatómica por tamaño, bastante imprecisa de todos modos, pero en fin, de todos modos, en forma imprecisa y todo, no hay otra salida, hay que nombrar. Todo esto, desde luego, según el Matemático, más o menos y siempre según Botón, y, según Botón, decía, según Washington. Pensándolo bien, nadie dice los mosquitos, todos dicen el mosquito, como si fuera siempre el mismo y como si, por medio de esa sinécdoque, que le dicen, se tratara de escamotear o, quizás, al contrario, de sugerir, el problema fundamental: ¿uno o muchos? ¿Es siempre el mismo mosquito que, rehaciéndose una y otra vez del golpe que lo aplasta contra la pared blanca, vuelve a la carga cada anochecer de verano, o nuevas hordas de individuos, flamantes e igualmente transitorias, brotan todos los días, ávidas, de los pantanos, en busca de su sangre necesaria, para, después de haber sido larva, ninfa, punta volátil y zumbadora, si ha logrado escapar al manotazo asesino, digerir burguesamente, decaer y morir? ¿Forma parte de los que, definitivamente, nacen y mueren, o mecanismos intercambiables y biodegradables vienen a rellenar sucesivos un ente de ocho milímetros que pica y zumba, esencia invariable sin contingencia ni destino, exterior al melodrama espacio-temporal, y sin diferenciación individual? ¿Su función es ser alguien en la vida o palpitación anónima que va absorbiendo, a medida que aparece, para brillar inmutable, imperecedera, aun cuando no tuviese más cuerpitos grises que devorar, insaciable, la esencia? Y previa, dicen algunos, extrafáctica, postempírica, ultramaterial, etc., etc. -en fin, más o menos, según el Matemático seguramente no según Botón, pero sí, seguro, piensa, a través de Botón, según Washington.

Leto va siguiendo, no sin dificultad, el relato del Matemático que lo explaya sin concesiones pedagógicas y sin preciosidad pero que, pareciera, va cobrando orden y sentido a medida que es proferido en frases claras y bien construidas, no solamente para el oyente, sino también, e incluso en mayor medida, para el relator, más atento a la coherencia del relato que su oyente, ya que, concentrándose en la formación de sus frases, de sus conceptos, estructurando sus recuerdos, sus interpretaciones, sus fragmentos de recuerdos y de interpretaciones, el Matemático es menos vulnerable a las interferencias sensoriales que Leto, para quien la historia de la que el Matemático parece tan empapado y satisfecho es un compuesto heterogéneo de palabras vagas y opacas, a las que casi no presta atención, y de tramos transparentes gracias a los cuales su imaginación, que se enciende y se apaga con intermitencias, fabrica visiones expresivas y nítidas: hubo una comilona en lo de un tal Basso, en Colastiné, a fines de agosto, para festejar el cumpleaños de Washington y se pusieron a discutir de un caballo que había tropezado; al Matemático -es Tomatis el que le puso el sobrenombre- se lo había contado Botón el sábado anterior en la balsa de Paraná, Botón, un tipo al que había oído nombrar muchas veces, pero que no tenía el gusto de conocer, y después Washington había dicho que el ejemplo del caballo no era adecuado para aplicarlo al problema que estaban discutiendo -Leto se pregunta oscuramente, sin atreverse a plantearle el caso al Matemático por temor de que el Matemático lo desprecie un poco, cuál diablos podría ser ese dichoso problema-, que el mosquito, si Leto ha entendido bien, sería un ente más apropiado, en razón de su carencia de finalismo antropocentrista, para utilizarlo como objeto de discusión y que justamente él, Washington, ¿no?, el verano anterior, después de medianoche, mientras trabajaba en sus cuatro conferencias -Lugar, Linaje, Lengua, Lógica- sobre los indios Colastiné, había tenido la ocasión de observar tres mosquitos que por su conducta singular, adquirían valor paradigmático y servían, más que el caballo, sobrecargado de proyecciones, para esclarecer el debate, todo eso, en la imaginación de Leto, ilustrado con pinturas esporádicas y fugaces, Basso y Botón puteando en el fondo de un patio impreciso, en un atardecer de invierno benigno, Beatriz armando un cigarrillo, el auto celeste de Marcos Rosemberg, llegando, cintilante y sin ruido, ante la casa de Basso que Leto nunca visitó, los amarillos y los moncholos envueltos en hojas de La Región de la víspera, untadas de aceite, Tomatis y los mellizos Garay, Barco, un tal Dib, que tiene un autoservicio, Silvia Cohen, Cohen, un tal Cuello al que le dicen el Centauro porque es medio animal, la noche lenta bajo el quincho, la noche de invierno que va enfriándose, en el fondo, entre los mandarinos -se quedaron, parece, hasta la madrugada, hasta el alba, incluso, los últimos, y después se volvieron, excitados y soñolientos, a la ciudad, entre los primeros rayos del sol y el rocío helado, y él, Leto, ¿no?, hubiese podido ir si hubiese querido, y sobre todo, si hubiese sabido, era demasiado íntimo de Tomatis como para necesitar invitación, resultaba incluso curioso que Tomatis no le hubiese dicho nada, tal vez por considerar que era imposible que no lo supiese y que eran tan íntimos que ni siquiera valía la pena explicitar la invitación, pero en fin, había que rendirse ante la evidencia: no lo invitaron.

Leto alza el brazo y señala la vereda de enfrente, unos veinte metros más adelante.

– Tomatis -dice.

El Matemático se interrumpe y mira en la dirección que Leto acaba de señalar, un poco desorientado primero, como si saliera de un semisueño, y, cuando comprende, sacude afirmativo la cabeza y empieza a esbozar una sonrisa.

– En efecto. Pane lucrando -dice.

En efecto; y, como diría el Matemático, pane lucrando. En mangas de camisa, la cara vuelta hacia el Sur, en el escalón superior de los dos de granito reconstituido que conducen a la entrada principal de La Región, interceptando la puerta, entre las dos vidrieras que exhiben las pizarras de felpa negra en las que se difunden, pegando letras móviles de latón blanco, las noticias principales del día. Tomatis está encendiendo un cigarrillo, con el fósforo protegido en el hueco de las palmas aunque no sopla la más mínima brisa y hubiese podido por lo tanto exponer la llama al aire matinal sin ningún peligro de que se apague. Un hombre alto, bien trajeado, que lleva un portafolios bajo el brazo, y al que Tomatis, ocupado en encender su cigarrillo, le impide salir del diario, le da un golpecito en el hombro de modo que Tomatis, sorprendido y serio, se da vuelta y se desplaza unos centímetros al mismo tiempo, para dejarle paso, con bastante mala voluntad, bajando un escalón y sin dignarse responder cuando el otro, al pasar, le lanza un agradecimiento de pura cortesía. Desde el escalón inferior, mientras se guarda los fósforos en el bolsillo, sin sacarse el cigarrillo de entre los labios, sigue oteando el Sur, indiferente al tumulto de la calle. Los autos pasan, muy lentos, en ambas direcciones, interceptando, intermitentes, la vereda del diario, de modo que la presencia de Tomatis. parado en el primer escalón de la entrada principal, se borra y reaparece, para Leto y el Matemático, discontinua y fragmentaria. Pareciera de mal humor -dice el Matemático, menos como resultado de una observación verídica que para exhibir, en presencia de Leto, un conocimiento íntimo de Tomatis; y Leto, por razones muy semejantes: Pareciera.

Pero no es exactamente eso, no -no mal humor. No. Tomatis, que tiene la cara vuelta hacia el Sur, como decía, hacia el pleno centro en rigor de verdad, y a pesar de los autos que pasan, de la gente que va y viene, del sol de la mañana -porque es, como decía nomás hace un momento, la mañana- del exceso rugoso y cambiante de lo perceptible, que podría ser uno de los nombres adecuados para darle a eso, está, desde que abrió los ojos en su cama, en un estado turbio y doloroso, del que la camisa arrugada, el pantalón lleno de manchas y la barba de tres días son la manifestación exterior, del mismo modo que la expresión ausente y preocupada. Desde el despertar, la realidad lo amenaza -la realidad, ¿no?, que es otro nombre, y de los menos felices, posible para eso, y que puede ser, a causa de su opacidad obstinada, adversidad y amenaza. De tanto en tanto, esas crecidas de amenaza lo visitan y cubren, oscureciéndolas, sin excepciones, las cosas. Ayer ha estado lo más bien, en acuerdo consigo mismo y con el mundo, y aunque el día ha transcurrido sin exaltación particular, él, Tomatis, ¿no?, lo ha ido atravesando también sin divergencias, bien amoldado a su envoltura, contemporáneo estricto de sus actos e idéntico a cada uno de ellos, el despertar, el trabajo, la comida, recuerdos neutros y proyectos tranquilos, las conversaciones, un paseo por la costanera al atardecer, aprovechando el buen tiempo, y un poco de lectura a la luz de la lámpara, en su cuarto de la terraza, después de la cena -un día entero, homogéneo, de primavera, sin accidentes, con su tinte apacible de permanencia, de continuidad, de existencia inequívoca y llana, uno de esos días que, por su naturalidad lisa y repetitiva, deben haber dado origen a la noción de eternidad. A eso de medianoche, sin novedades, se ha ido a acostar y él, Tomatis, a quien de tanto en tanto, y durante semanas, el insomnio lo hace dar vueltas cada vez más desesperadas en la cama hasta que, como dicen, lo sorprende el alba, anoche, justamente anoche, se ha dormido en el acto, sin soñar nada, con un sueño tan tranquilo que a la mañana, al despertar, lo primero que ha comprobado es que la cama con él bien encastrado entre las dos sábanas está casi intacta, como si acabara de entrar en ella. Sin embargo, al mismo tiempo, inesperada, no bien abre los ojos, sin razón aparente, ya se ha instalado en él, como otras veces, indefinible y ensombrecedora, la amenaza. Desde bien temprano, las cosas naufragan en ella -o la Cosa, más bien, el universo, ¿no?, que puede ser también, y si se quiere, otra manera de llamar a eso, lo que está o acaece o en lo que se está y se acaece, o ambas cosas a la vez, como si se fuese pasando por zonas, por regiones, inerme y ciego, ente únicamente, ni individuo, ni carácter, ni persona, como dicen, problemático, y mortal sobre todo, chapoteando en lo empírico hasta que sobreviene, inconcebible, el apagón. Naufragan. Y Tomatis, incierto, indeciso, espera, durante el día plagado de peligro, recibir un golpe desde no sabe bien dónde, ni desde luego, por qué, la mente un poco sucia, como un vidrio semienterrado, recubierto, podría decirse, de ceniza reseca y, si se quiere, lleno de burbujas y de nudos que le son constitutivos y deforman la visión. Ahí está ahora, chupando, ansioso, con demasiada frecuencia, el cigarrillo, mordiéndose distraído el labio superior, ajeno al tumulto soleado de la calle principal que va adensándose hacia el Sur. Desde la vereda de enfrente, a medida que se acercan, Leto y el Matemático sienten la misma euforia tenue que produce siempre el encuentro inesperado con alguien cuya compañía resulta placentera, observando la actitud agobiada de Tomatis, los hombros redondos, la inmovilidad contraída que de tanto en tanto perturban movimientos del brazo o de la cabeza torpes y como mal, como se dice, coordinados. Al llegar a la altura de Tomatis, se detienen en el borde de la vereda, llamándolo por entre los autos, y deben silbar, chistar, gritarle dos o tres veces, antes de sacarlo de su distracción, pero cuando por fin los oye, y los descubre gritando y gesticulando en la vereda de enfrente, después de haberlos buscado con una mirada turbia y extrañada en varios puntos diferentes de la calle, una risa amplia, sin la menor duda postiza, en la que persisten todavía vestigios de ansiedad, aparece en su cara sombría. Tomatis se acerca a su vez al cordón de la vereda, y, riéndose y sacudiendo la cabeza, grita algo incomprensible en dirección al Matemático.

– ¿Eh? -dice el Matemático, inclinándose un poco hacia la vereda de enfrente para oír mejor, y cuando Tomatis vuelve a dirigirse a él, alzando un poco más la voz, el ruido de una motoneta que acelera entre las dos filas de autos tapa otra vez sus palabras. El Matemático hace muecas exageradas, tratando de escuchar, sacude varias veces la cabeza sin dejar de reírse, para mostrar su contrariedad, y después, haciendo un ademán repetido con el que le indica a Tomatis que no se precipite, baja a la calle y, sorteando con rapidez, y a los saltitos, los autos que pasan lentos, empieza a cruzar. Más prudente, Leto, del que el Matemático parece haberse olvidado por completo, se resigna a seguirlo, pensando, mientras llega junto a ellos, en la vereda de enfrente, con un par de metros de retraso, maravillado por el contraste que presentan, en su aspecto exterior, Tomatis y el Matemático: "Por el modo de vestirse, cada uno hace de su cuerpo una ficción".

Ahí están, en efecto, abrazándose, en la vereda, dándose palmadas en los hombros, en la espalda, en los brazos: el Matemático, todo vestido de blanco, incluso los, etc., etc., ¿no?, como decía, y Tomatis, el pelo oscuro y revuelto, la barba de tres días, la camisa y el pantalón que hubiese debido cambiarse esta mañana, después de afeitarse y darse una buena ducha tibia, si la amenaza, ocupando el lugar del Todo -que podría ser otro nombre, ¿no?- no le hubiese arrebatado a cada uno de sus actos, incluso los más banales, necesidad, gusto y sentido: "Si de todos modos voy a… y el universo entero tarde o temprano también va a… para qué diablos darse una ducha y cambiarse el pantalón", piensa, con estremecimientos minúsculos y depresivos, más que con imágenes claras o palabras, abandonándose, entre uñas negras y pies mal lavados, a una descomposición anticipada. Separándose del Matemático, Tomatis le lanza a Leto una mirada severa y chistosa al mismo tiempo.

– Te veo hasta en la sopa -dice. Y después, al Matemático, volviéndose a reír y aludiendo a los gritos de hace unos instantes-: No, yo decía si ese bronceado viene de la Costa Azul.

– En parte -responde, modesto, el Matemático.

– ¿Y? -dice Tomatis-. ¿Dónde la tienen las europeas?

– Una en cada axila -dice el Matemático.

– ¡No digas!

– Palabra -dice el Matemático-. Que te caigas muerto ahora mismo.

– ¡Guá, Matemático! -dice Tomatis, con admiración distraída. Algún pensamiento extraño lo atraviesa, porque se queda en silencio unos segundos, mirando con atención sombría y rápida la brasa de su cigarrillo, y después se vuelve hacia Leto-: ¿Cómo va la cosa?

– La cosa bien. Yo más o menos -dice Leto.

Tomatis se echa a reír.

– Qué humor tan fino -dice. Y al Matemático-: ¿Hay humor así de fino en Europa?

– Hay, hay -contesta el Matemático, ratificando su afirmación con un movimiento solemne de la cabeza.

– Entonces respiro -dice Tomatis.

Y así, en fin, más o menos. Leto y el Matemático han, como se dice, registrado el cambio brusco en su actitud, cada uno por su lado, y los dos están convencidos en su fuero interior de ser el único que se da cuenta, a diferencia de Tomatis que, desde luego, no parece enterado y sigue actuando de modo tal que los otros perciben, a través de su euforia dicharachera, la confusión turbia y el agobio, apelmazados en el revés de sus risas hábiles y de sus sentencias ingeniosas. La diferencia entre la expresión ausente y ansiosa que han sorprendido desde la vereda de enfrente y la jovialidad actual, tan repentina y mecánica, produce en Leto y en el Matemático cierta incomodidad, como si en el disimulo repentino de Tomatis hubiese algo obsceno y vergonzante, mientras Tomatis, ajeno a esas impresiones y persistiendo en su retórica mundana, alza hacia el Matemático la cara oscurecida por la barba: no, fuera de broma, ¿cómo le ha ido por Europa? El Matemático vacila. Un sentimiento de pena y de irritación lo traba unos segundos ante la jovialidad compulsiva de Tomatis -desearía, no es cierto, que Tomatis, al tanto de que los otros lo han sorprendido en medio de una perturbación íntima, mostrase menos duplicidad o mayor lucidez adecuando su comportamiento a su estado de ánimo verdadero, pero al mismo tiempo se dice, el Matemático, ¿no?, que se trata tal vez de un orgullo semejante al que lo induce a él mismo a ocultarle al mundo, con precauciones minuciosas, los signos del Episodio, y Leto, que sin que el Matemático lo sospeche, está experimentando los mismos sentimientos, llega casi al mismo tiempo que él a la misma conclusión: "Tanta alegría de vernos muestra más desconfianza que amor"; todo esto, desde luego, sin palabras ni imágenes precisas y, desde luego, más o menos.

Después de esa vacilación que Tomatis, obcecado, no percibe, y que Leto atribuye, no sin cierta razón, al cansancio anticipado del Matemático que ya ha debido salmodiarla muchas veces, el Matemático empieza a proferir, monocorde, su lista de ciudades: Aviñón, un calor matador; Barcelona, la quintaesencia del alma rosarina; Copenhague, parecieran más orgullosos de An-dersen que de Kierkegaard; Nápoles, el mismo ambiente que en el Mercado de Abasto; Bruselas, por el Censo de Belén; Fribourg, el Herr Professor debía estar de vacaciones; Roma, se la imaginaba de otra manera; Nantes, el término medio meteorológico. Como Tomatis parece no escucharlo, ocupado, con seriedad, en darle la última chupada al cigarrillo y tirarlo después a la vereda, el Matemático se interrumpe, pero una mirada impaciente y un poco sorprendida de Tomatis lo incita a proseguir: Rennes, a las siete de la tarde, las calles se vacían; Atenas, Pergamino más el Partenón; Lisboa, les parecía que podía verse Entre Ríos desde la plaza del Comercio; Varsovia, no dejaron nada; Oxford, una manga de snobs. Fugaces, sucesivas, pulidas y simplificadas por la memoria caprichosa, las imágenes que las palabras del Matemático van sacando al exterior, al aire soleado de la mañana, parecen rebotar contra la expresión deshecha, oscurecida por la barba, de Tomatis -Tomatis, ¿no?, pálido y barbudo, con el pelo revuelto, la camisa arrugada y el pantalón lleno de manchas que, entre Leto y el Matemático, no sólo por su posición en la vereda sino también por su estatura e incluso por su edad, ha adoptado, sin mirar a ninguna parte aunque con la cabeza ligeramente alzada hacia el Matemático, tal actitud de inmovilidad que el sacudimiento rápido y un poco nervioso de sus párpados para defenderse de la luz parece una facultad autónoma, un poco extraña y sin relación con el resto del cuerpo; Tomatis, decía, ¿no?, asido, por decir así, desde el despertar, por la amenaza, lo sin nombre, que lo tendrá el día entero, la semana entera quizás, en una zona ensombrecida; y mientras oye hablar al Matemático piensa: "si voy a… y el universo entero también va a… tarde o temprano va a… va a…", en tanto que el Matemático, sin dejar de vigilar la expresión ruinosa de Tomatis ni de recitar, con aplicación, sus impresiones europeas, está pensando: "Ahora, por lo menos, no simula escuchar". Y Leto: "Por su versión de los hechos, más larga y más irónica, se nota que lo estima más que a mí".

En fin, todo eso, más o menos, ¿no? -y después de todo, qué más da. Han visitado, concluye el Matemático, varios centros científicos importantes. ¿Científicos?, lo interrumpe Tomatis, sacudiendo con violencia rencorosa la cabeza y clavando la mirada en los ojos límpidos y ahora contentos del Matemático, a quien la rabia súbita de Tomatis, más genuina que su volubilidad bonachona, parece producirle una gran satisfacción. ¿Científicos?, repite casi gritando Tomatis. Y después, de esta manera: mercachifles a sueldo de la policía más bien, que pretenden conocer lo que ellos llaman realidad porque creen saber que lo que han decidido sin consultar a nadie que son plantas necesitan efectuar algo a lo que le han puesto el nombre arbitrario de fotosíntesis para lo que ellos dicen que es crecer.

– En cierto sentido, no estoy en desacuerdo -dice, imperturbable, el Matemático, sin ignorar que, de algún modo, sus estudios de ingeniería y tal vez su persona entera están incluidos en la caracterización de Tomatis. Y metiendo la mano en el bolsillo y sacando una hoja doblada en cuatro, agrega-: Ya que estamos, ¿te sería incómodo alcanzarle a tu colega correspondiente el comunicado de la Asociación? Gracias.

Con la misma convicción y buena voluntad que si se tratara de una víbora cascabel, Tomatis agarra la hoja doblada en cuatro que le tiende el Matemático. De mil amores, dice, desviando la mirada. Si lo escribió un ingeniero, va a haber que controlar la ortografía.

Se echa a reír. Leto y el Matemático se ríen; esta vez, la risa de Tomatis parece sincera, espontánea, como si, venciendo el agobio, el hecho de no ser un ingeniero sin sutileza ni elegancia en la expresión bastase, en las maquinaciones curiosas que se despliegan en su interior, para hacer retroceder, por alguna razón desconocida y durante unos momentos, la amenaza. Toda su persona es clarificada por la risa -la risa, ¿no?, esa euforia repentina, que sale a la cara entre estremecimientos corporales y destellos en el interior, abstracta y presente, de la que no se podría decir por qué ciertas imágenes y no otras liberan el chorro instantáneo y brillante que actualiza, durante unos instantes, la coincidencia con las cosas. Dejándose llevar por el impulso de un buen humor, Tomatis mete la mano en el bolsillo del pantalón y saca otra hoja doblada en cuatro, casi idéntica a la que acaba de darle el Matemático.

– Yo también escribí un comunicado esta mañana -dice, y, sin otra aclaración, se pone a leer lo que está escrito en la hoja: En uno que se moría / mi propia muerte no vi, /pero en fiebre y geometría / se me fue pasando el día /y ahora me velan a mí. El Matemático, que ha entrecerrado los ojos y ha adoptado una expresión de placer anticipándose a la lectura, para demostrar sin duda -y sin duda a causa de la presencia de Leto- que ya ha gozado muchas veces de la prerrogativa de una lectura privada de los poemas de Tomatis, el Matemático, digo, cuando Tomatis termina su lectura, lenta y un poco aflautada, pero bastante monocorde, se vuelve hacia Leto interrogándolo con ojos extasiados. Y Tomatis, haciendo, como dicen, silencio, se pone a mirar, con indiferencia deliberada, la vereda soleada, el cielo azul, los autos, la gente que pasa por la calle. Soberbio, se apresura a decir el Matemático. Y Leto, después, por el contrario, de una vacilación: ¿No podrías leerlo de nuevo? Hay cosas que se me escaparon.

Una sombra tenue pasa, rápida, por la cara de Tomatis. Sin haberlo pensado nunca, sabe que un pedido de relectura es una forma velada de indicar que el efecto buscado por el lector no ha alcanzado al oyente y que el oyente, o sea Leto, ¿no?, para no verse en la obligación de ensalzar lo que no le ha hecho ningún efecto, utiliza el pedido de relectura con fines dilatorios y también para preparar, durante la relectura, un comentario convencional que deje satisfecho a Tomatis. Pero en rigor de verdad, Leto no lo ha escuchado: mientras leía, recuerdos desteñidos, sin orden, y casi sin imágenes ni contenido, lo han arrancado de la mañana de octubre, llevándolo muchos meses atrás, al período durante el cual, gracias a la diligencia de Lopecito y a causa de la fuga compulsiva de Isabel, se han venido a vivir a la ciudad. Leto percibe la humillación leve, a su juicio injustificada, de Tomatis, cuando comienza a leer por segunda vez el poema y siente, sobre todo, mientras asume una expresión mucho más atenta que la que hubiese bastado a una atención natural, la mirada que clava en su rostro, desde un poco más arriba que su cabeza, el Matemático, quien parece haber asumido, solidarizándose con Tomatis, un control severo sobre la emoción estética que, perentoria, la lectura debe despertar en él, control que, desde luego, produce un efecto inverso al deseado, ya que por su presión excesiva sobre Leto se convierte en un motivo de distracción. La voz monocorde, aflautada y lenta de Tomatis, un poco diferente de su voz natural, va profiriendo las sílabas, las palabras, los versos del poema, estructurando, gracias a su entonación artificial, un fragmento sonoro de esencia paradójica, como se dice, ¿no?, que al mismo tiempo pertenece y no pertenece al universo físico-así, físico, ¿no?, que es, también, otro modo que tienen de decirle a eso, el magma ondulatorio y material, tan desmedido en su exterioridad, menos apto al rito que a la deriva, aunque el animal soñoliento que lo atraviesa, fugaz, sospechando su existencia, se obstine en naufragar contra él en asaltos clasificatorios y obcecados. Austera o lapidaria, la voz de Tomatis declama: En uno que se moría / mi propia muerte no vi, / pero en fiebre y geometría / se me fue pasando el día / y ahora me velan a mí.

– Redondo -estima por fin Leto.

– ¿No tenés una copia? -pregunta el Matemático. Tomatis vacila un segundo, y después, desprendido y grandioso, le entrega la hoja al Matemático.

– Intercambio oficial de comunicados entre la Asociación de Estudiantes de Ingeniería Química y Carlos Tomatis -proclama.

– Unos años más, y esto vale millones -dice el Matemático, echándole una mirada admirativa a los versos mecanografiados en el centro de la hoja, y metiéndose la hoja en el bolsillo después de darle un beso ostentoso y de doblarla en cuatro con cuidado y facilidad, siguiendo los dobleces previos hechos por Tomatis. Y después-: ¿Caminamos un poco?

– Unas cuadras -accede Tomatis con reticencia.

Se ponen en marcha, siguiendo por el sol, y ocupando todo el ancho de la vereda, a tal punto que Leto, que va del lado de la calle, camina casi sobre el cordón y de tanto en tanto se ve obligado a echar miradas rápidas por encima de su hombro para que no lo rocen los autos que pasan lentos a su lado. Como Tomatis ha quedado en el medio, forman un grupo decreciente, del Matemático a Leto, no únicamente en cuanto a estatura y corpulencia, sino también a edad, ya que Tomatis tiene un par de años menos que el Matemático y tres o cuatro más que Leto. Pero el peso de la amenaza, que ha vuelto a surgir, distingue a Tomatis de los otros dos, a causa de la palidez excesiva, de la barba de tres días, de la ropa arrugada y manchada, pero sobre todo de su mirada inconstante, de su expresión ruinosa, de los sacudimientos leves de su cuerpo, de sus movimientos de cabeza bruscos, inacabados y caprichosos. Simulando no prestarle atención, Leto y el Matemático no dejan de percibirlo. Y después de caminar unos metros en silencio, el Matemático, de un modo impersonal e indirecto, lo interroga: él, Tomatis, que ha estado presente, ¿qué versión puede darles del cumpleaños de Washington? Porque ellos, Leto y el Matemático, ¿no?, tienen la de Botón, plagada de interpretaciones inverificables, de afirmaciones subjetivas y, sospecha, de anacronismos. El se ha encontrado con Botón en la balsa, el sábado anterior y, justamente, venía refiriéndole a Leto lo que Botón le contó. Como Tomatis no responde, limitándose a sacudir la cabeza con desdén contenido, el Matemático lo mira: ¿algún problema?

– Más vale me callo -dejan pasar, sobreentendiendo el colmo de la abyección, los labios nerviosos de Tomatis y, demostrando triunfales la inconsistencia del plano denotativo, prosiguen sin transición (y más o menos): poco más o menos, el cumpleaños de Washington ha sido un rejuntado de borrachones, pistoleros y cabareteras. Por ejemplo, sin ir más lejos, Sadi y Miguel Ángel Podio, que se presentan como la vanguardia de la clase obrera, no bien pierden una elección desalojan a balazos del sindicato a los miembros de la lista ganadora; él, Tomatis, no se explica cómo esa noche vinieron sin sus guardaespaldas. De Botón, ni hablar: se había querido violar a la Chichito en el fondo del patio; la salvaron sus reflejos de burguesita y el hecho de que Botón estaba tan borracho que no únicamente ya ni se le paraba, sino que las piernas apenas si lo sostenían. Y la prueba de que estaba borracho la suministra el hecho de haber elegido justamente a la Chichito, inabordable para todo el que no haya pasado antes por el Civil, cuando había entre las mujeres presentes dos o tres que hubiesen ido con mucho gusto a darse una vuelta por el fondo, y tan livianas que hasta Botón les hubiese parecido un partido interesante -de Nidia Basso, por ejemplo, se decía que sufría de fiebre uterina, y él había oído decir que a Rosario, la mujer de Pirulo, que trabajaba de enfermera en una clínica, le gustaba sangrarse de tanto en tanto con una jeringa. ¿No habían visto lo pálida que era?

Por encima de la cabeza de Tomatis, echada un poco hacia adelante en razón de la fuerza de sus disquisiciones, Leto y el Matemático cruzan una mirada perpleja y rápida con la que sellan, en esa situación de emergencia, un pacto del que la mirada fugaz da por sobreentendidas las cláusulas principales: 1°) esta mañana, Tomatis parece encontrarse en un estado de ánimo especial; 2°) los esfuerzos por retrotraerlo a un sistema relacional medianamente normal se han mostrado hasta este momento infructuosos; 3°) el estado de ánimo especial de esta mañana induce a Tomatis a presentar los acontecimientos relativos al cumpleaños de Washington de manera distorsionada, apelando sin pudor a la caricatura e incluso a la calumnia en su manera de referir los hechos; 4°) las partes se invitan mutuamente, por medio del presente pacto, a tomar con pinzas la versión de Tomatis. "Sí", piensa Leto, a quien le quedan algunos escrúpulos de lealtad para con Tomatis, desviando la mirada: "Pero cuando el río suena, agua trae". A su vez, el Matemático: "No es posible que no reaccione". Y Tomatis, por debajo del chorro de palabras malévolas que le gustaría poder retener pero que el pujo de la amenaza lanza hacia el exterior: "…el universo va a… va a… y yo voy a…" -en fin, en pocas palabras, y otra vez, aunque siga siendo la Misma, como decía hace un momento, todo eso.

Ignorando el pacto que acaba de establecerse por encima de su cabeza e incapaz de percibir en el silencio discreto y un poco avergonzado en el que caen sus palabras una muestra de reprobación, de escepticismo o de incomodidad, Tomatis prosigue: para colmo, después de la comida, a eso de medianoche, habían caído Héctor y Elisa, que andan siempre a las patadas, y Rita Fonseca, la pintora a la que, entre otros, se mueve Botón, y que cuando está borracha quiere mostrarle las tetas a todo el mundo. Y por último, a las cuatro de la mañana, había llegado Gabriel Giménez, que hacía tres noches que no se acostaba y que quería hacerle aspirar a toda costa a Washington un papelito de cocaína. El taxi que lo esperaba en la puerta, según Tomatis, lo tenía alquilado desde la mañana anterior.

El Matemático ya le ha oído contar la historia a Botón, el sábado anterior, en el banco de popa, y aun viniendo de fuente tan sospechosa, su versión le ha parecido más verosímil, o en todo caso más elegante que la de Tomatis: según Botón, como decíamos, o decía. mejor, hace un momento, un servidor, según Botón, decía, ¿no?, Gabriel Giménez, en efecto, llegó en taxi a eso de las cuatro de la mañana, excitado sin duda a causa de sus papelitos de cocaína, y según Botón según el propio Giménez, después de tres noches consecutivas de no haberse acostado -algo frecuente en el caso de Giménez, en el caso de Botón y, sobre todo, en el caso de Tomatis y, en el caso de Tomatis, no pocas veces en compañía del propio Giménez, con quien son inseparables- de modo que, piensa el Matemático, Tomatis debería observar algunas reglas elementales, por ejemplo abstenerse de juzgar en los demás lo que cuando se trata de sí mismo suele considerar con tanta benevolencia. Y, según Botón, Giménez no sólo no había perturbado la fiesta a causa de su estado, sino que habría agregado, con su delicadeza innata y su amor sincero por Washington que, en tiempos normales, Tomatis sería el primero en reconocer, una pizca de sal a los acontecimientos: para estar con Botón, Gabriel se acercó a Washington y, haciendo una serie de reverencias lentas y gentiles, en la que todos los presentes podían reconocer una gracia superior, le presentó, con un gesto semejante al del ofertorio de la eucaristía, el papelito de cocaína, especie de hostia oblonga muy apreciada que Washington, halagado por la distinción que suponía el ofrecimiento, con una sonrisa cortés y una caricia rápida en la mejilla de Giménez, rechazó argumentando no comulgar con la secta pero declarándose al mismo tiempo partidario de la tolerancia religiosa.

– Sí -dice el Matemático-. Botón me contó.

Tomatis no parece escucharlo. Están llegando a la esquina: un atolladero de autos y de colectivos que se interceptan unos a otros trata de fluir en el cruce, a causa de que en la esquina la calle se vuelve exclusivamente peatonal, de modo que los autos que vienen desde el Norte se ven obligados a doblar por la transversal, para evitar las barreras que impiden seguir adelante, y los que vienen por la transversal únicamente pueden seguir derecho o doblar hacia el Norte. De tanto en tanto alguna bocina connota, mediante la producción artificial de, como las llaman, ondas sonoras convencionales, la impaciencia y, podría decirse, la excitación nerviosa de los conductores, lo que, sumado al pito perentorio pero inconsecuente de un agente de tránsito que revolea los brazos sobre una tarima, y al rumor general de la ciudad sobre el que resaltan los ruidos más cercanos y diferenciados, agrega algunas variables imprevistas al esquema ideal de intersecciones periódicas concebido por Hipodamos. Leto, Tomatis y el Matemático se dispersan, adoptando estrategias separadas para cruzar, mediante tanteos, desvíos, avances y retrocesos, por entre los vehículos inmovilizados, y cuando llegan al otro lado, casi en el mismo momento, retoman la posición inicial, de mayor a menor, y siguen caminando juntos, esta vez por el medio de la calle, desembarazada, por varias cuadras y durante algunas horas, de toda clase de vehículos -Tomatis en el medio, refractario al silencio circunspecto de los que lo acompañan, a la reticencia un poco desolada que genera, hosco y desprevenido, su relato, y que, enceguecido por la compulsión amarga de la amenaza, no se abstiene de continuar: no, la verdad, no fue una buena idea haber invitado a toda esa gente, a todos ésos, varios de los cuales, por otra parte, no tenían ningún derecho a estar presentes; debió haberse hecho algo más íntimo, con los verdaderos amigos, los que, cuando Washington se da vuelta, no tienen la costumbre de clavarle la puñalada por la espalda: Pirulo, por ejemplo, que se cree con derecho a mirarlo desde arriba porque Washington no comparte su culto supersticioso por los criterios cuantitativos en sociología, o el Centauro Cuello, que ahora pretende ser uno de sus íntimos, pero que cuando en el cuarenta y nueve los peronistas, para neutralizarlo políticamente a Washington que pedía todo el poder para el pueblo, lo habían hecho encerrar en el manicomio, él, que estaba entre los dirigentes de la juventud, se había lavado las manos; y todavía él, Tomatis, ¿no?, no está seguro de que Cuello no haya estado metido hasta el ídem en la maquinación. Lo mismo podría decirse de Dib, que, cuando fue dirigente del Centro de Estudiantes de Filosofía en Rosario, se las ingenió, con pretextos políticos, para boicotear una conferencia que los Cohen le habían obtenido a Washington con el fin de mitigar su miseria, porque hacía un año que no le pagaban la pensión -y de la vocación y del rigor filosófico de Dib puede poseerse, dice Tomatis, una prueba palpable cuando no se ignora que Dib, en cuya boca la palabra idealista es el peor de los insultos, apenas dispuso de capitales que le dejó su padre al morir, abandonó los estudios y se volvió a la ciudad para instalar un autoservicio, no sin dejar de calcular, él que se dice marxista, que la ventaja principal de un autoservicio es que puede funcionar, como las estancias de la oligarquía, con muy poco personal. De todos modos, dice Tomatis, haber sido dirigente del Centro de Estudiantes, ya es una prueba suficiente de su vocación de negrero, porque entre las costumbres de esos señores figura en primer lugar mandar al frente a la tropa durante las manifestaciones y reservarse para ellos los puestos de la jerarquía. No, a decir verdad, había varios que estaban de más esa noche. Y varios que no estaban y que deberían haber estado.

Leto le echa una mirada discreta, de reojo, para ver si la última frase ha querido reparar la falta de no haberlo invitado, pero el perfil pálido de Tomatis no se modifica cuando lo roza su mirada; y, del otro lado, el Matemático, a quien también la frase acaba de llamar la atención, dictamina, en su fuero interno que, casi seguro, esa frase está dirigida a sus oyentes, no porque la ausencia de sus oyentes en la fiesta de cumpleaños le parezca una injusticia capital, sino porque, para mitigar un poco la malevolencia de su discurso, Tomatis estimula sin proponérselo de un modo deliberado la vanidad de sus oyentes para equilibrar la negrura de sus descripciones. La pausa de Tomatis le parece una confirmación, de modo que discreto pero no menos perentorio, aprovechando la cesura, se atreve a sugerir: ¿no está exagerando un poco? Está bien que la versión de Botón no es muy de fiar, sobre todo cuando pretende, en vez de atenerse con circunspección a los hechos, aderezarlos con sus propias interpretaciones, pero por lo que él -el Matemático, ¿no?- sabe de la gente que estuvo presente, le parece que, después de todo, la versión de Botón, dejando de lado algunas fantasías, no debe andar muy lejos de la verdad. Y por último, las caracterizaciones psicológicas de Tomatis -aquí el Matemático trata sin resultado de cruzar una mirada rápida de complicidad con Leto por encima de la cabeza de Tomatis-. si bien no son injustas o incorrectas en ciertos casos, le parecen más bien secundarias: ¿así que Botón se mama? ¡Chocolate por la noticia! ¿Que las concepciones de Pirulo son de lo más limitadas y que Cohen siempre la embarra con su psicologismo rudimentario? Ya se habían puesto de acuerdo sobre eso veinte veces. No; por lo que a él le ha dicho Botón, el interés de la fiesta no está en todas esas banalidades, sino en la discusión sobre el caballo de Noca y los tres mosquitos de Washington. Al terminar su tirada, el Matemático se pone la pipa vacía en la boca y, sin siquiera mirar a Tomatis, dispuesto a no hacer más concesiones, se queda esperando una respuesta.

– El caballo de Noca, el caballo de Noca, los tres mosquitos… ¡Ah, sí! Ya me acuerdo -concede poquito a poco Tomatis, simulando tener que hurgar con mucho esfuerzo en su memoria para actualizar esos detalles insignificantes. Y agrega, exagerando su escepticismo: Sí, sí. Podría ser.

Aunque, a su juicio, hay que mostrarse prudente. Si se propusiesen, por una vez, ser rigurosos, las objeciones sobrarían: en primer lugar que el caballo de Noca haya tropezado o no es un hecho inverificable por toda la eternidad, porque las fabulaciones de Noca son conocidas en la costa entera, desde la ciudad hasta San Javier y más al Norte todavía, y las razones que lo inducen a elaborarlas, de índole pragmática o artística según los casos, pero siempre estimuladas por el vino abocado, pueden variar hasta el infinito; existen por lo tanto muchas probabilidades de estar discutiendo a partir de algo que nunca sucedió. Además, si él se acuerda bien, Noca le habría dado esa explicación, motivada por la demora de los pescados, a Basso, el dueño de casa, fuente, como es bien sabido, más que discutible, en razón de su total incapacidad para el manejo de cualquier clase de criterio de verdad, a causa ir, de su pretendido orientalismo, mal leído y peor interpretado; y por último, si la memoria no le falla, el que lanzó la polémica fue Cohen, mientras preparaba el fuego, y ya se sabe que Cohen tiene una tendencia particular para exponer problemas que se presentan como fundamentales nada más que porque adopta formulaciones que parecen sutiles y expresiones que él supone muy entendidas para exponerlo; y todo eso porque Silvia, su mujer, es más inteligente que él cosa que él soporta a duras penas. Además-agrega Tomatis antes de quedarse pensativo unos segundos- habría que ver si, como él lo pretende, el instinto es necesidad pura.

– Instigado por -dice el Matemático, sacándose la pipa de la boca, sacudiéndola en el aire, y volviéndola a colocar entre los dientes-. Yo le decía a Leto, hace un momento.

Tomatis no parece escucharlo. Habría que ver, repite. Además, prosigue, vehemente, las intervenciones de Barco, que participó mucho en la primera parte de la discusión, son bastante dudosas, porque se la pasaba yendo y viniendo del quincho, donde Cohen estaba preparando el fuego, al barril de chop que había instalado en la entrada de la cocina, de modo que había que repetirle la mitad de las cosas que se decían mientras desaparecía para ir a tirar lisos, ya que no permitía que nadie tocara la canilla, por miedo de que se venga abajo la instalación bastante precaria que había hecho de la serpentina. Por otra parte, él se pregunta: ¿a quién, pero a quién entre los presentes podía interesarle una discusión así? Sin contar a Cohen, que, como acaba de decir, gusta presentarse en público como un dialéctico consumado a causa de los complejos que le origina la superioridad intelectual de su mujer, dejando de lado a Basso y su irracionalismo de tres por cinco, eliminando al Gato, que durante ese tipo de polémicas se limita a mirar con aire sardónico a los diferentes participantes, a Pichón, que no es de los que gastan mucha saliva en las conversaciones, a Silvia y a Beatriz, que cuando empezó la cosa estaban en la cocina, a Washington que no dijo nada hasta después de la comida, y a Marcos Rosemberg que desde que la mujer lo plantó con César Rey no abre la boca, y a Barco que, como acaba de decir, se la pasaba yendo y viniendo del barril al quincho y del quincho al barril, ¿qué otro de los presentes podía tener la menor idea de lo que se estaba discutiendo?

Y Tomatis sacude la cabeza, agobiado por la cantidad de invitados al cumpleaños de Washington incapaces de estar a la altura de la discusión. Pero el Matemático, alerta, no se deja impresionar: en todos los que, según Tomatis, serían capaces de mantener una controversia de calidad, reconoce, sin dificultades, a los mejores amigos del propio Tomatis quien, sin el menor escrúpulo, ha relegado al resto de la humanidad a las tinieblas exteriores. ¿Y él, Tomatis? Como si hubiese adivinado la interrogación mental del Matemático, Tomatis continúa, refiriéndose justo a su propia persona: él no intervino para nada, todo ese despliegue inútil de supuesta dialéctica tenía la capacidad de hincharlo soberanamente, así que se limitó a quedarse mudo en la punta de la mesa comiendo lo más tranquilo su amarillo y tomando piola su vino blanco -lo cual, si el Matemático se atiene a la versión de Botón, sería más bien falso, puesto que, según Botón, Tomatis, por cuyas arterias ya circulaban, desde antes de llegar a la fiesta con Barco y las chicas, tres o cuatro whiskies, si bien es cierto que no intervino de modo directo en la discusión, se la pasó todo el tiempo hostigando a unos y a otros, ridiculizando con juegos de palabras de segundo orden las diferentes intervenciones y reduciendo al absurdo, por pura volubilidad, la mayor parte de los argumentos. Mudo en la punta de la mesa comiendo lo más tranquilo su amarillo y tomando piola su vino blanco, pretende por segunda vez Tomatis, igual que un segundo martillazo que se da por las dudas para que el clavo entre del todo y bien, sospechando de un modo difuso que la cifra de su credibilidad ante el Matemático, y aun ante Leto que sigue silencioso la conversación, no dista mucho de ser equivalente a cero. Pero la amenaza es más fuerte que el amor propio: de Washington, por ejemplo, insiste, es difícil saber cuándo habla en broma o en serio, y el hecho de que haya permanecido en silencio durante tanto tiempo antes de intervenir a él le da bastante mala espina. Tal vez su intervención tan tardía fue un modo socarrón de decir que también él estaba harto. Esa historia de los tres mosquitos, uno que no se aventura, uno que se aventura y que levanta vuelo y se va cada vez que la mano sube para aplastarlo, y uno que a la primera tentativa nomás se deja aplastar contra la mejilla, le parece, a él, a Tomatis, que lo conoce bien a Washington, ¿no?, de lo más dudosa. Aun cuando la cosa haya ocurrido de verdad y que, sin duda alguna, los tres mosquitos hayan existido, apareciendo en las circunstancias consignadas y comportándose de la manera descripta por Washington, aun así, habría que ver primero si traerlos a colación podía ser algo más que un modo indirecto por parte de Washington de decirles a Cohen, Barco y compañía, que como se habían puesto a delirar sobre un caballo por qué no deliraban ya que estaban sobre tres mosquitos, de manera tal que, puesto que se les había dado por delirar, deliraran en serio, no a costa de un pobre caballo sobrecargado desde el vamos de delirio insensato por la especie humana, sino, si eran capaces, y ya que tanto les gustaba delirar, de tres mosquitos, grises, diminutos y neutros, un modo elegante de sugerirles que, cuanto más irrisorio es el objeto, más claro resulta el tamaño del delirio. Y, segundo, si se acepta la posibilidad de que Washington haya hablado en serio, no hay que dejar de considerar que, después de todo, Washington no es infalible. ¿Por qué no analizan un poco, a ver? Ahora, él, Tomatis, se acuerda -curioso, se le había borrado casi por completo. No conoce la versión de Botón pero como en cambio lo conoce a Botón, le basta y sobra. Por ende, la deja de lado. Además él, Tomatis, ha estado presente, y aunque no le haya interesado participar, o tal vez por esa razón, no se considera, después de todo, tan poco autorizado para reproducirla. Por otra parte, si alguien puede jactarse de conocerlo bien a Washington y ser capaz de captar las intenciones múltiples que a veces se vislumbran en lo que dice, no resultaría demasiado forzado admitir que él, Tomatis, podría ser esa persona. Pues bien, desde su punto de vista (el de él, el de Tomatis, ¿no?), si, desde luego, no se trató de una tomadura de pelo descomunal -el gusto de Washington por la cachada pocos se dan cuenta de lo pronunciado que es-, la intervención de Washington habría consistido en una meditación, indirecta desde luego, sobre la noción de destino, y no de un curso acelerado sobre aspectos oscuros de alguna rama marginal de la entomología. Puesto que para él, Tomatis, Washington, que se ha divorciado dos veces y que por lo tanto no se siente obligado, cada vez que está en público, a demostrar que es más inteligente que su mujer, no es tan ingenuo tampoco como para creer que cuando se pone a hacer fiorituras sobre el comportamiento de tres mosquitos, está hablando en verdad de esos tres mosquitos y no de otra cosa. Porque el que dice, del mosquito, que es tal o cual cosa, no dice, dice Tomatis, a decir verdad, del mosquito, nada. Dice de él, no del mosquito, dice Tomatis, y lo repite, tan fuerte en la mañana soleada y en la calle principal, que una mujer que cruza en ese momento, levanta la cabeza y lo mira sorprendida: ¡Dice de él! ¡Dice de él!, con el tono, no exento de pasión, de quien, demostrando poco a poco un complot, profiere por fin la revelación fundamental que, como se dice, echará por tierra de un modo definitivo la superchería.

Incluso Leto lo mira, no sin asombro, echando un poco la cabeza hacia atrás para dar por registrada la vehemencia; Leto que, desde que el Matemático ha visto a Tomatis parado en la puerta del diario y ha comenzado a gesticular hacia él desde la otra vereda, tiene la impresión de haberse vuelto transparente, en razón de la atención excesiva que se acuerdan, mutuos, Tomatis y el Matemático, formando una especie de aura común, impalpable y vivaz, de la que se siente excluido. Y sin embargo, en la cuadra anterior, el Matemático lo ha mirado por encima de la cabeza de Tomatis para crear con él una especie de complicidad destinada a neutralizar las tiradas arbitrarias y compulsivas que Tomatis no puede abstenerse de proferir a causa, sin que ellos lo sepan, de las titilaciones tenaces de la amenaza. La exclusión penosa que lo vuelve como transparente incita a Leto, paradójica, a sonreír todo el tiempo, tal vez para ocultar sus sentimientos verdaderos, pero los músculos de la cara, que deberían obedecer a sus intenciones y configurar su sonrisa, se le resisten, como si tuviese la piel tirante y dura, a punto tal que, de tanto esforzarse por sonreír o a causa de su impresión agobiadora de transparencia, siente un dolorcito esporádico en la mandíbula.

Según Tomatis, entonces, los famosos mosquitos habían sido, para Washington, un pretexto -y Tomatis recuerda que Washington asintió con la cabeza cuando Cohen, al terminar Washington su relato, hizo la sugerencia siguiente: si Washington había matado a uno de los mosquitos, a ése de entre los tres que, precisamente, se había dejado atrapar al primer manotazo, la razón había que buscarla no en el mosquito sino en Washington. A esa sugerencia de Cohen, Washington asintió con la cabeza, dice Tomatis. Y también que cuando alguien objetó que si uno de los mosquitos había venido a picarlo hasta su mejilla dejándose matar de un manotazo, se debía tal vez al simple hecho de que son las hembras y no los machos los que pican y que podía deducirse que la que había venido a picarlo era una hembra y los dos que se habían mantenido a distancia eran machos, Washington lo refutó diciendo que en primer lugar uno de los otros dos mosquitos había venido a asentarse varias veces en su mejilla o en las cercanías lo cual probaba que también debía tratarse de una hembra, y en segundo lugar, y esto era, al parecer por el tono firme con que lo dijo, su argumento mayor, que en el plano al que él se estaba refiriendo, el sexo no es una determinación principal."

"¡La putísima madre!", piensa Leto. "No largan prenda sobre ese dichoso plano. Mejor. Total, me importa una mierda." Pero no es cierto. La prueba es que dieciséis, diecisiete años más tarde, se seguirá acordando todavía de los mosquitos de Washington.

También el Matemático que, una mañana de mil novecientos setenta y nueve, a bordo de un avión que viene desde París y que empieza a bajar hacia el aeropuerto de Estocolmo, mientras espera, paciente, el aterrizaje, saca la billetera del bolsillo y, de entre los billetes, las tarjetas de crédito, las credenciales, retira la hoja doblada en cuatro que Tomatis le regaló en la puerta del diario, la hoja cuyos dobleces ya están más marrones que amarillos y, tan gastados que, para abrirla sobre la mesita plegadiza de la que la azafata acaba de llevarse la bandeja con los restos del desayuno, el Matemático toma infinitas precauciones, por miedo de que los dobleces, ya rasgados en parte, se separen por completo. Pero el Matemático ni siquiera lee los cinco versos mecanografiados -se limita a recorrerlos con la mirada, ya que la hoja, después de tantos años y de tanto ser transportada por pura costumbre de una billetera a otra, de un saco a otro, de un continente a otro, únicamente a medias guarecida de los años en los bolsillos tibios del Matemático, ha perdido ya su carácter de mensaje para volverse objeto y, sobre todo, reliquia, a caballo entre su presencia material y, como quien dice, el gran fondo de olvido que tarde o temprano dará cuenta de ella; o vestigio, más bien, no de Tomatis, desde luego, de quien ha estado hablando el día anterior nomás con Pichón Garay, mientras paseaban por Saint-Germain des Prés. viniendo desde la Assemblée Nationale en dirección a la Place Maubert, no, no de Tomatis, sino de la mañana en que, acabando de volver de su primer viaje a Europa, se encontró con Leto en la calle principal y caminaron juntos hacia el Sur. El Matemático mira la hoja, sacude la cabeza, la vuelve a plegar con cuidado y, después de meterla otra vez en la billetera, y de guardar la billetera en el bolsillo interior del saco sport, se pone la pipa vacía en la boca y, cruzando las manos sobre la mesita plegadiza, se queda pensativo. A decir verdad, la primera vez que la puso en la billetera fue porque, a punto de cambiar de pantalón, en el anochecer del mismo día en que Tomatis se la regaló, sacó todos los objetos de su bolsillo, pañuelo, llaves, la pipa vacía -la llenaba y la encendía muy de cuando en cuando-, una copia del comunicado de la Asociación y, como la hoja plegada en cuatro estaba entre ellos, la guardó rápido en la billetera porque si no llegaría tarde a la reunión de la Asociación, y durante meses la tuvo olvidada en un compartimiento, hasta que un día, cuando la billetera estuvo demasiado gastada, en los dobleces también, como la hoja, y su madre le regaló una nueva para sus veintiocho años, al pasar papeles y billetes de una a otra la volvió a encontrar. Estuvo a punto de dejarla en su escritorio, para después ponerla en un cajón con otros papeles, pero una vacilación supersticiosa lo detuvo: le vino la intuición, desagradable por cierto porque lo sometía a una especie de servidumbre, de que si se desprendía de esa hoja de papel, algo grave sucedería. Con un sacudimiento de cabeza y una sonrisita corta y escéptica, característica de quien se concede una debilidad pasajera que no coincide con su personalidad y que cuenta corregir apenas tenga tiempo de ocuparse a fondo del problema, guardó la hoja en la billetera nueva y volvió a olvidarla durante varios meses. Un día en que estaba leyendo en su cuarto se acordó de que la tenía y de la vacilación que lo asaltó cuando había tratado de desprenderse de ella y, como estaba de humor excelente y se sentía limpio, organizado y sólido por dentro, decidió sacarla de la billetera para abolir con un gesto decidido el malestar que, después de todo, le había dejado su reacción supersticiosa, de modo que abrió el ropero en el que estaba colgado su saco, retiró la billetera del bolsillo, la hoja de la billetera, volvió a guardar la billetera en el bolsillo del saco, cerró la puerta del ropero y, abriendo un cajón del escritorio se dispuso a dejar caer la hoja doblada en cuatro sobre unos papeles que, como se dice, dormían en el fondo del cajón, pero a último momento se dijo que si obraba de esa manera se trataría de un acto compulsivo y que era más conveniente, en lugar de esconderla en el cajón del escritorio, dejarla un tiempo, con naturalidad, sobre la mesa, como hubiese hecho con un objeto cualquiera. Así que dejó la hoja sobre la mesa y se sentó a leer. Se hizo de noche. Había estado concentrado un buen rato en la lectura, distrayéndose únicamente para encender la lámpara cuando advirtió que oscurecía, y de golpe alzó la cabeza y vio el rectángulo de papel blanco bien nítido sobre la mesa, expuesto a la luz intensa de la lámpara que, colocada con mucha estrategia, proyectaba un círculo luminoso sobre una porción de la mesa en que estaban sus manos, el libro y el papel, y dejaba el resto de la habitación en penumbras. Pero únicamente el papel parecía estar presente; presa de otra de esas emociones que, como a él le gustaba decir, si bien no son mensurables, en esta etapa de nuestros conocimientos por lo menos, no parecería haber razón para que un día de éstos se resistan a, etc., etc., ¿no?, presa otra vez de una de esas emociones, decía, que ponían al desnudo su fragilidad, el Matemático percibió, con la misma claridad con que podía percibir la energía que irradiaba la materia combustible al arder, que ese papel tirado sobre la mesa irradiaba peligro, que la hoja plegada en cuatro estaba en relación secreta con fragmentos heterogéneos del universo, y que si él quería preservarlos de la destrucción no debía desprenderse de ella de ninguna manera -el Matemático, ¿no?, que después de pensar en forma bien clara y serena lo que antecede, sacudió la cabeza como la primera vez, y emitió la misma risita incrédula y breve. Decidió salir, dar una vuelta por el bar de la galería, comer un sandwich o una pizza cerca de la terminal de ómnibus y volver para seguir trabajando hasta medianoche. Pero cuando después de peinarse un poco, ajustarse la corbata y ponerse el saco se resolvió a dejar la habitación, un obstáculo insuperable, que no obstante haberse levantado en su interior parecía bloquear, invisible pero corpóreo, el hueco de la puerta, lo hizo pararse de un modo brusco en la entrada. Eran las radiaciones de peligro que, fulgurando sobre la mesa, mandaba la hoja blanca doblada en cuatro. La vacilación intensa lo hizo ponerse de costado en el hueco de la puerta, de modo que quedó con una mitad del cuerpo en el pasillo y la otra en la habitación, la cara vuelta hacia la mesa sobre la que el rectángulo blanco reverberaba en la luz cruda -el rectángulo blanco del que dependían, inermes y anónimos, pero ya unidos a él por vínculos secretos, fragmentos del mundo exterior, personas quizás, procesos, cosas, no sabía, algo que él, con una decisión tan banal en apariencia, podía contribuir a exterminar. Pensó que no debía ceder y, apagando la luz y cerrando la puerta tras de sí, resolvió que no cedería. Salió a la calle con determinación y, durante los primeros pasos que dio en la vereda, que le insumieron pocos segundos a causa de la velocidad que llevaba, se olvidó del papel, pero casi en seguida nomás empezó a aminorar hasta que, sacudiendo la cabeza, contrariado, como se dice, más que temeroso, se paró por completo. Y cuando volvió a buscar el papel, para neutralizarlo, y lo guardó otra vez en la billetera, se dijo que lo hacía menos por temor de que esos vínculos temibles existiesen realmente, que porque no quería que sus rumiaciones le arruinaran el paseo. Con el mundo a salvo en un compartimiento de su billetera se podía pensar mejor, y así en frío no le costaba mucho darse cuenta de que ni los versos de Tomatis ni Tomatis tenían nada que ver con esa especie de energía nefasta que se había acumulado en la hoja, sino que, por una de esas casualidades, se había producido un encuentro entre la hoja de papel, hasta ese momento neutra o inscripta en otra red de relaciones, y un instante de debilidad de su propia persona, debido tal vez al cansancio, a una transformación pasajera que, para reorganizar los elementos constitutivos de su personalidad, los traía a la superficie a todos sin excepción, incluso los más secundarios o los más arcaicos, con el fin de realizar una nueva síntesis que relegaría de un modo definitivo los componentes inútiles, del mismo modo que, cuando limpiaba su escritorio, sacaba y leía todos los papeles que guardaba en los cajones, los que conservaría y los que había decidido tirar. Era una buena explicación y el Matemático no le daba, a esa rareza pasajera, la misma jerarquía que al Episodio pero, aunque pensaba en ella muy de cuando en cuando, y siempre con la misma sonrisita interior escéptica y breve, dieciocho años más tarde todavía llevaba la hoja doblada en cuatro en un compartimiento de su billetera y, aunque conocía los versos de memoria, de vez en cuando la sacaba y le echaba una mirada, de un modo mecánico, no premeditado, con los gestos grises y un poco ajados de la costumbre, como esa mañana sobre la mesa plegadiza de la que la azafata acababa de llevarse la bandeja del desayuno cuando el avión que, como decíamos, o decía mejor, el que suscribe, hace un momento, había despegado un par de horas antes en París, empezaba a bajar hacia el aeropuerto de Estocolmo.

A pesar de que todavía era el mes de febrero, en París, cosa curiosa, había hecho buen tiempo, un sol húmedo y todavía frío, y habían venido volando a nueve mil quinientos metros, de modo que el sol, de tanto en tanto, entraba pálido por las ventanillas. Distraído, el Matemático le echó una mirada, sabiendo que ahora, en Upsala, durante algunos meses, hasta mayo por lo menos, estaría ausente, y justo cuando alzó la vista hacia las ventanillas -estaba sentado del otro lado del pasillo, en los asientos del medio- el avión se hundió en una niebla grisácea y muy espesa, que eran las nubes y que parecieron amortiguar, de golpe, el ruido monótono y ya de por sí discreto de los reactores. Si el limbo estaba en algún lugar entre esas nubes, sin duda en ese momento el avión empezaba a atravesarlo. Por el momento, antes de las maniobras finales de aterrizaje, daba una impresión más fuerte de inmovilidad, pero como esa inmovilidad sucedía a un cambio brusco, el del hundimiento en la masa espesa de nubes, la impresión era la de una inmovilidad fijada en pleno movimiento, como si fuese el tiempo entero y no la mera máquina móvil lo que se hubiese detenido. No menos inmóvil, apoyado contra el respaldo de su asiento, las manos abandonadas sobre la mesita plegadiza, el Matemático, con los ojos fijos en un punto impreciso de la enorme cabina vacía, estaba tan ausente del avión que, como consecuencia sin duda de la inmovilidad ilusoria y súbita de la máquina, parecía el personaje de una de esas historias maravillosas a los que un hechizo traslada instantáneamente a un mundo mágico, mientras el mundo real del que provienen permanece detenido y como congelado, durante el tiempo que duran sus aventuras.

Está en el bulevar Saint-Germain con Pichón Garay; vienen caminando desde l'Assemblée Nationale en dirección a la Place Maubert; en este momento, se encuentran a la altura de la rué du Bac; en la entrada de l'Assemblée se han separado del resto de la delegación -un grupo de exilados que acaba de ser recibido por el bloque de diputados socialistas y que les ha prometido, el bloque, ¿no?, ocuparse del asunto, las masacres, las desapariciones, las torturas, los asesinatos en plena calle y en pleno día, etc., etc., en fin, como decíamos, ya desde el principio nomás, o decía mejor, un servidor, y más o menos, ¿no?, todo eso. Los dos cuarentones vestidos con ropas juveniles, se han separado del resto de, como se dice, compatriotas, y se han puesto a caminar despacio bajo el sol inesperado de febrero, frío, y húmedo sobre todo, como ya ha sido consignado por otros, no es cierto, muchas veces, aunque se trate, como decía un servidor desde el principio, de la misma, siempre, también desde el principio y hasta el fin, si hubo, como dicen, los que dicen saber, principio y si habrá, como pretenden, fin -decía, ¿no?, la misma Vez, en el mismo, ¿no?, como ya dije varias veces, en el Mismo, a pesar de la ciudad, de Buenos Aires, de París, de Upsala, de Estocolmo, y más afuera, todavía, como decía, Lugar. En una palabra, entonces, o en dos mejor para ser más exactos, todo eso.

El año anterior, en mayo, Washington ha muerto de un cáncer de próstata; en junio, el Gato y Elisa, que estaban viviendo juntos en la casa de Rincón desde que Elisa y Héctor se separaron, han sido secuestrados por el ejército y desde entonces no se tuvo más noticias de ellos. Y para los mismos días, aunque se haya sabido un poco más tarde, Leto, Ángel Leto, ¿no?, que desde hacía años vivía en la clandestinidad, se ha visto obligado, a causa de una emboscada tendida por la policía, a morder por fin la pastillita de veneno que, por razones de seguridad, los jefes de su movimiento distribuyen a la tropa para que, si los sorprende, como dicen, el enemigo, no comprometan, durante las sesiones de tortura, el conjunto de la organización. Y Leto ha mordido la pastilla. El Matemático, por otra parte, está bastante al tanto de todas esas cosas, puesto que, sin estar muy de acuerdo con sus ideas, ha compartido con su mujer, durante varios años, hasta que la mataron, en mil novecientos setenta y cuatro, esa existencia singular. ¡El casamiento del Matemático! Tomatis, para quien todo ejemplar del sexo femenino cuyas medidas de torso, cintura y caderas no coincidan con las de Miss Universo es un ente borroso o transparente, una noche de mil novecientos setenta, sentado con Barco en un banco de la costanera después de una larga caminata, comentaba el matrimonio en términos más o menos semejantes a éstos: El Matemático era uno de los hombres más buenos mozos, inteligentes, elegantes y ricos que había conocido; más de una vez, lo había visto permanecer impenetrable a los asaltos de las chicas más lindas de la ciudad; cada vez que una mujer entraba en una reunión, en la que el Matemático estaba presente, se advertía de un modo inmediato que los ojos de la susodicha mujer, giraban, inevitables, en dirección al Matemático. A Tomatis le constaba que, durante un par de años, Beatriz, que él había intentado seducir sin resultado, estuvo enamorada en secreto del rugbyman leibniziano. Y después de años de soltería imperturbable y misteriosa, el Matemático se había puesto en concubinato con Edith. ¡Noticia bomba!, dice Tomatis. Y al año nomás se casaban. A Edith, Tomatis la conoce: al Matemático le lleva catorce años, y es baja, gorda, fea, judía, feminista, trotsquista y viuda de un trotsquista que, militando en la clandestinidad desde mil novecientos sesenta y siete, murió en una refriega con matones sindicales, en un bar del gran Buenos Aires. Los padres (del Matemático, ¿no?) no creo que hayan hecho la menor objeción: pero a Leandro, el hermano, y al resto de la familia, ya les estoy viendo la cara. Se le fue la mano. Alevoso, dijo Tomatis, sacudiéndose todo a causa de las carcajadas. Pero se equivocaba; conscientemente, por lo menos, según podría decir el propio Tomatis, no había habido premeditación ni intención de provocar; el Matemático sentía por Edith un respeto sincero, un afecto igualitario, y cuando unos años antes habían militado juntos en un grupo trotsquista, había estado un poco enamorado de ella. De todos modos, no se veían mucho, y aunque el Matemático no aprobaba del todo la lucha armada y discutían sobre esas cosas con calma y a menudo, confiaban ciegos uno en el otro y, de tanto en tanto, experimentaban la necesidad intensa de verse, él, para estar frente a alguien que mereciese la cuota de admiración y de respeto sin la cual no podía vivir y que ya, a medida que envejecía, muy pocos le inspiraban, ella, porque confiaba en su inteligencia y en su lealtad y porque le suministraba, con sus críticas implacables, el criterio de realidad que la acción desdibujaba. Ya cuando se conocieron, a pesar de que él tenía veinte años y ella un poco más de treinta, habían sido como una pareja de viejos, unidos en secreto por una especie de entereza desesperada que les maravillaba, a causa de sus diferencias, encontrar en el otro, convencidos, por distintas razones sin duda, de que nada era posible, pero actuando a cada momento como si todo lo fuese. Habían estado años sin verse, la activista intratable y el niño bien, condenados a unir sus vidas por una componente común, que les había tocado en suerte, la conciencia moral, y que entre tantos errores, locuras y violencias, de los que no eran sin duda enteramente inocentes, los hacía reaccionar con la misma intransigencia. Tenían un departamento común, oficial, en Buenos Aires, y una casita en las sierras de Córdoba, ignorada de todo el mundo, a la que llamaban, por razones de seguridad, el falansterio, en la que en los momentos difíciles se encontraban en secreto. Ella escribía a máquina todo el tiempo, y le sometía lo que llamaba el material, informes, análisis políticos, proclamas, que el Matemático leía con cuidado, sacudiendo la cabeza, con gesto negativo la mayor parte del tiempo, marcando con biromes de diferentes colores los distintos temas de discusión -se había ido a trabajar en la industria química en Buenos Aires, después había entrado como profesor en la universidad y siempre había guardado la costumbre de marcar con lápices o biromes de colores los informes industriales, los apuntes y los deberes de los estudiantes. Hasta que por fin, en el año setenta y cuatro, la mataron. Todo pasó muy rápido, y el miedo principal del Matemático, es decir, como se veían de tanto en tanto y ella desaparecía y volvía a desaparecer en forma asistemática, de que la mataran sin que él llegara a enterarse resultó infundado, porque un anochecer de julio un llamado telefónico anónimo le avisó que la habían matado esa misma mañana y que él debía desaparecer porque de un momento a otro la policía allanaría su departamento. Con calma pero con rapidez llenó una valija de ropa, libros y papeles y se tomó el ómnibus para Córdoba, con la esperanza de que la noticia fuese falsa y ella estuviese esperándolo en el falansterio, pero si bien había rastros de una estadía reciente en la casa, ella no apareció. No se hacía ilusiones: el llamado telefónico podía provenir de algún compañero de armas de Edith a quien ella misma hubiese expresado en un momento dado su deseo de hacerle comunicar a él su muerte, pero también podía venir, el llamado, ¿no?, de los mismos que la habían matado, puesto que, aunque su hermano no estaba todavía en el gobierno, al que recién entraría en el setenta y seis, tenía sin embargo la influencia y la confianza suficiente entre las fuerzas de seguridad como para protegerlo. Si era eso último lo que en realidad había sucedido, tampoco se ilusionaba mucho: con Leandro, hacía más de diez años que no se veían ni se dirigían la palabra, desde el entierro del padre, y si a veces se cruzaban en la calle, se ignoraban mutuamente, de modo que si Leandro lo había protegido era para preservar el nombre de la familia, como él podía decir y, sobre todo, su propia carrera política -con muy buen resultado por otra parte, ya que, saliendo airoso de masacres, enfrentamientos, atentados, tiroteos, torturas, campos de concentración, explosiones y golpes de estado, había llegado a ser ministro de gobierno de la provincia en el setenta y seis, sin perder para nada su aspecto saludable y bronceado, calmo y elegante, sin haber faltado a una sola misa de once los domingos ni haber dejado de llamar por teléfono a su madre día por medio a las ocho en punto de la noche una sola vez en veinte años. Al día siguiente de su partida para Córdoba, un grupo de hombres armados allanó su departamento en Buenos Aires y, no sin antes llevarse todos los objetos de valor, lo redujo a escombros. Sobre eso, tampoco se hacía ilusiones; si era Leandro el que lo había hecho prevenir del allanamiento, debía ser él también sin duda el responsable de la demolición de su departamento para escarmentarlo por haberse apartado de las normas que regían la vida de su tribu -la burguesía sanguinaria- como aquella vez en que, siendo ya subsecretario en otro gobierno de facto, lo había hecho meter preso durante varios días para darle una lección. En Córdoba estuvo seguro un par de meses -únicamente Edith y él conocían la casa- pero como su aparición brusca en el pueblo, su soledad y su estadía demasiado larga podían despertar las sospechas de los vecinos, se volvió a Buenos Aires. Un amigo sueco lo alojó en su departamento y le consiguió trabajo en la Universidad de Upsala. A principios de noviembre, aterrizaba por primera vez en Estocolmo. El invierno negro y terrible que lo esperaba lo desorientó un poco, pero en la primavera empezó a pasearse, bien abrigado y con la pipa apagada en la boca, por entre las residencias y los jardines de la universidad, y los domingos a la tarde miraba los programas deportivos en la televisión. El resto del tiempo leía a sus sempiternos filósofos y los recortes de diarios que le mandaban, preparaba sus cursos y, cuando llegaban las vacaciones, bajaba hacia el Sur, hacia París, donde estaba Pichón Garay, hacia Madrid o hacia Roma, y a veces se daba también un salto a Copenhague, que seguía gustándole a pesar de que, como acostumbraba decir, en sus calles parejas y bien barridas se sentía más la influencia de Andersen que la de Kierkegaard o la de la Interpretación.

El Matemático se puso los lentes. En la cabina semivacía su gesto brusco y lento al mismo tiempo, contrastó con la inmovilidad ilusoria del avión asentado en medio de las nubes grisáceas, semejante a un objeto frágil protegido por una envoltura algodonosa. A la de lo exterior en equilibrio, correspondía en ese momento una especie de inmovilidad interior, desprovista de toda superioridad moral o emotiva, resultado de una cadena demasiado larga, demasiado complicada y demasiado secreta de acontecimientos como para sentirse con ganas de analizarla, pero bastante paradójica como para que, en medio de tantas malas noticias, de vuelta al Norte oscuro y a la soledad casi total por tres o cuatro meses, esa inmovilidad indudable de su interior, en el limbo inmóvil e iluminado del avión entre las nubes o coincidiendo con él, no fuese muy diferente del bienestar. ¡Y todo por el paseo que habían hecho la víspera con Pichón Garay, a la salida de l'Assemblée Nationale, caminando por el bulevar Saint-Germain en dirección a la Plaza Maubert! Después del encuentro con los diputados, los otros miembros de la delegación habían propuesto almorzar todos juntos, pero sin haberse puesto previamente de acuerdo, Pichón y el Matemático rechazaron la invitación. Con los otros miembros de la delegación, no tenían, a decir verdad, más que principios en común, muy respetables en verdad, pero sin la fuerza de la experiencia o del recuerdo. Y despidiéndose de los otros, se habían puesto a caminar.

Sin saber cómo, habían empezado a hablar del cumpleaños de Washington, tal vez porque de esa noche, había quedado una expresión, es como los mosquitos de Washington, que equivalía a decir de existencia dudosa, y que Pichón había empleado unos momentos antes aplicándola a las promesas de una posible ayuda a los refugiados por parte del gobierno francés. Esa expresión, el Matemático la conocía muy bien, pero la dispersión de los últimos años la había relegado un poco, de modo que al oírla, reavivada, igual que el cosmos periódico, gracias a un período de olvido, grandes fragmentos, intactos y claros, de su vida pasada, cobraron, como se dice, actualidad, y el Matemático empezó a evocar, sin proponérselo, recuerdos de experiencias que nunca habían realizado. No se sabía quién había utilizado por la primera vez la expresión, ni cuándo, pero, en aquellos años, después de la famosa noche, aparecía seguido en las conversaciones, y una vez, incluso, maravilloso, el Matemático se la había oído emplear a alguien que no únicamente no conocía a Washington ni a ninguno de sus allegados, sino que tampoco podía estar al tanto de la historia, no hubiese siquiera podido imaginársela y, si la hubiese oído, no la habría comprendido ni le hubiese acordado el menor interés. Pichón se había puesto a perorar sobre la expresión después de haberla empleado, evocando el cumpleaños sin advertir que el Matemático, que en ese momento estaba visitando fábricas en Francfort, sacudía afirmativo la cabeza ya que, dieciocho años más tarde, todavía le producía una especie de vergüenza o de humillación el hecho de no haber estado presente, y que sólo gracias a su fuerza de voluntad logró transformar el movimiento afirmativo de su cabeza en un sacudimiento negativo, antes de declarar, creando una confusión pasajera en los recuerdos de Pichón: Yo, desgraciadamente, no estuve. Pichón no se acordaba muy bien:…era una historia con tres mosquitos… tres mosquitos que… ¿cómo era?… ¿así que él no había estado? Curioso, porque en sus recuerdos, él lo veía patente cerca del barril de chop, discutiendo con Horacio Barco. ¿No había sido él, el Matemático, el que a la madrugada, cuando Pirulo, un poco borracho, había querido pelearse con Miguel Ángel Podio, por no se acordaba bien qué historia política, había tratado de separarlos? El Matemático sacudía la cabeza a medida que Pichón iba adjudicándole actos que nunca había realizado, sin darse cuenta de que la confusión de Pichón suprimía la desventaja posible de los ausentes y que, después de tantos años, los hechos eran tan ajenos e inaccesibles a los que habían participado de ellos como a los que únicamente los conocían de oídas. Y Pichón, que se resistía a sacarlo de sus recuerdos, y que a decir verdad nunca lo lograría, rascándose perplejo el mentón, continuaba: ¿cómo? ¿no era él, el Matemático, el que había traído a Washington en auto? ¿No había sido con él que él, Pichón, había ido a juntar mandarinas heladas para traerlas a la mesa y que viendo que un árbol se sacudía con violencia en la oscuridad se habían acercado pensando que se trataba de una lechuza para comprobar que Barco y la Chichito susurraban y se reían en voz baja, encastrados y ocultos entre las hojas? Y hubiese jurado que el Matemático también era de la partida al amanecer, cuando ya muchos se habían ido a dormir o vuelto a sus casas y únicamente quedaban seis o siete arracimados alrededor de la estufa y del brasero en el interior de la casa, tomando mate -Basso, Barco, Beatriz, Silvia Cohen, él, Pichón, ¿no?- mientras Washington, fresco y pausado, empezó a comparar, quién sabe por qué atajos de la conversación, los mûdra del Hatha Yoga con la utopía fourierista, argumentando que los mûdra, que obligan al cuerpo humano a adoptar posiciones antinaturales y a realizar actos fisiológicos considerados a priori como imposibles, refutan el fatalismo biológico, del mismo modo que la sociedad concebida por Fourier, en la que todo es deliberado y construido racionalmente en oposición a la autorregulación espontaneísta liberal, desmorona el fatalismo social que pretende fundamentar la opresión en una naturaleza humana dada de una vez y para siempre. Pichón, de los mosquitos, del caballo de Noca, casi ni se acordaba, pero a esa discusión alrededor de la estufa, en el alba helada, todavía la tenía presente. Y, sobre todo, la vuelta a la ciudad. Washington tenía que pasar a hacer unas cosas antes de volverse a Rincón Norte, cobrar la pensión o algo así, Pichón ya no se acordaba, pero de lo que le parecía estar seguro era de que habían vuelto en dos coches, el de la Chichito y el del Matemático, ¿no? Y el Matemático negaba con la cabeza: Tchttchttchtch… imposible; él, en esos momentos, estaba en Francfort, se acordaba muy bien; y Pichón se había visto obligado, no sin esfuerzo, y sin duda sin convicción, y temporariamente, a sacarlo de su recuerdo, tan fresco, nítido y ordenado, como si le viniese del día anterior; falso o verdadero, era más o menos así: excitados por el alcohol de la noche, por haberse amanecido, por las discusiones, salieron a la mañana fría para descubrir que, como la temperatura había ido bajando en la madrugada, lo que los había obligado en determinado momento a pasar del quincho a la casa, en muchos puntos del campo amarillento, el sereno había ido depositándose en manchas blancas de helada que el sol ya alto, brillando en un cielo pálido, no había logrado todavía fundir; Pichón se acordaba del aire limpio, gélido, y de que, al salir de la casa, Silvia Cohen había ido derecho a observar los primeros brotes de un árbol preguntando en voz alta a los presentes si la helada no los mataría. Todo el mundo se había puesto a mirar el cielo, el aire, los árboles, el camino arenoso. tratando de estimar, con miradas que se volvían de pronto desconfiadas y graves, la intensidad real de la helada, decididos a expedirse sobre la supervivencia posible de los brotes, hasta que por fin, después de una deliberación bien sopesada, dictaminaron, en el momento en que iban entrando en los coches, que se trataba de una helada de fuerza relativamente escasa y que los brotes, sin duda alguna, resistirían. Pichón se había echado a reír con carcajadas tan comunicativas que el Matemático, contagiado, se reía a su vez, sin ningún otro motivo, ya que la risa de Pichón provenía de una reflexión que todavía no había hecho y que recién lanzó unos segundos más tarde, a saber que, si después de ponderar con ojos, piel, pulmones, la fuerza de la helada, habían decretado su inocuidad, no era porque tuviesen la menor capacidad de realizar un examen objetivo de las condiciones climáticas, sino porque después de la noche que habían pasado, del alcohol y de la amanecida, de los toqueteos carnales y fugaces en los márgenes oscuros de la reunión, de la excitación de las discusiones, habían salido a la mañana gélida dichosos y reconciliados con el todo y deseaban, porque el olvido de sí actualizaba la esperanza, que esas ondas benévolas que los mecían se verificaran, incontrovertibles, en lo exterior.

Y así. O, si se quiere, más o menos -más o menos así, ¿no? A través de los lentes, el Matemático paseaba su mirada por la cabina iluminada, sin prestar, como se dice, demasiada atención a las cabezas inmóviles que sobresalían de las cimas de los respaldos, ni a las ventanillas bloqueadas por esa sustancia algodonosa que, interceptando la luz exterior, había acentuado, paradójica, la claridad artificial de la cabina. En todos esos años, había engordado un poco, no mucho, porque la convicción de que el deporte era la mejor manera de contrabalancear su sedentarismo lo había preservado, gracias a la práctica metódica, aunque menos obsesiva que la religión del propio cuerpo que, después del eclipse de los dioses, había hecho su aparición en Occidente, de los estragos que el tiempo hace en los cuarentones, pero su cabello rubio se había vuelto opaco y un poco ceniciento, y unas arrugas finísimas, más parecidas a las de un bebé que a las de un anciano, le ajaban la cara en paquetes de líneas más o menos paralelas, que se orientaban reproduciendo en la piel la disposición oculta de los músculos faciales. La explosión súbita de las risas en el bulevar Saint-Germain, el día anterior, resonaba en su fuero interno, con ese atributo singular de las rememoraciones sonoras que, aunque vuelven silenciosas a la memoria, no pierden ni timbre, ni color, ni intensidad. El bienestar le venía menos de la alegría implícita en la conversación, al fin y al cabo restringida, en sí misma y en el contexto en que había aparecido, que del efecto de ciertas palabras, de ciertas asociaciones las cuales, de un modo inesperado, le permitieron desplegar, o despegar más bien, porciones de su vida superpuestas entre sí y apelmazadas, igual que esos carteles que, en las paredes de las ciudades, bajo capas sucesivas de engrudo y papel impreso, forman una especie de costra de las que apenas si pueden hojearse los bordes toscos y atormentados, aunque uno sepa que en cada una de las láminas recubiertas subsiste, invisible, una imagen. Desde el día anterior, muchas de esas imágenes recubiertas habían reaparecido gracias, no a sus propios recuerdos, sino a los de Pichón -Pichón, ¿no?, que a pesar de los privilegios de la experiencia, no está menos perdido en la incertidumbre engañosa que él, que en aquellos días se había despreciado un poco por haber estado en Francfort, privándose de ese modo de atrapar, en un punto preciso de lo que es, la sucesión rugosa del acaecer con la red de sus cinco sentidos.

De golpe, el Matemático se acordó de su sueño o. mejor dicho, de su pesadilla. Estaba paseando por la cabina la mirada un poco vacua, a causa de la neutralidad emotiva en que se había ido convirtiendo, a medida que las risas se disipaban en su memoria, el bienestar de unos momentos antes -y si, como dicen, el placer no es otra cosa que ausencia de dolor, su vacuidad interior, sin error posible indolora, podía ser considerada como una consecuencia de ese bienestar. El avión persistía en su detención ilusoria en el limbo algodonoso que bloqueaba las ventanillas, ligeramente oblicuo, de manera que el Matemático, sentado en el borde de la fila de asientos, en las hileras del medio, podía ver el piso de la cabina en declive sutilísimo hacia abajo, hacia la parte delantera del aparato, y el Matemático volvió a pensar, un poco maravillado, en esa paradoja elemental de la mecánica, que demuestra que es lo inmóvil lo que crea el movimiento, que el movimiento es una simple referencia a la inmovilidad, y en ese mismo momento, la máquina, que estaba embarazada de él desde París y que iba a parirlo unos minutos más tarde en Estocolmo, como si hubiese estado atenta a sus pensamientos, corrigiendo su posición, su velocidad tal vez, su rumbo, no sabía bien, produjo, benévola, una serie de vibraciones que la hicieron temblar un poco, del mismo modo que a lo que llevaba en su interior, como si hubiese querido confirmarle al, Matemático que ese limbo era transitorio, una tregua de la diversidad, y que cada una de las vibraciones reactualizaba el tiempo, el espacio, la materia, las pasiones, hasta que, después de esas dos o tres sacudidas que introducían de nuevo el hormigueo de las distinciones en el seno de lo único, volvió a inmovilizarse por completo. Y la pesadilla del Matemático había sido la siguiente: caminando por una ciudad imprecisa y desierta, encontraba tirado en la vereda un pedazo de papel, una especie de cinta rígida de cuatro o cinco centímetros de largo y uno de ancho; durante unos momentos, se quedó observándola, sin desconfianza pero sin apuro, tratando de comprender su significación, su uso, las circunstancias probables que la habían depositado ahí, casi casi su misterio; encorvado hacia ella, pero sin decidirse a recogerla, intrigado, la observaba, hasta que por fin la levantó y la puso en la palma de su mano para estudiarla más de cerca, comprobando que se trataba, no de una simple cinta rígida sino de una hoja plegada en acordeón, cuya banda exterior, vista desde arriba, le había dado la impresión de ser una cinta plana. Ahora que la tenía cerca, se daba cuenta de que no se había fijado en lo principal: lo que le había parecido una mancha en el medio de la cinta era en realidad su propio retrato, impreso verticalmente, la cabeza y los hombros, del que no podía darse cuenta si se trataba de un dibujo o de una fotografía, su propio retrato, ¿no?, mostrando una expresión que le pareció ingenua, juvenil, un poco enternecedora. Encantado con su hallazgo, sacudiendo un poco los dedos, dio vuelta la cinta para observar la otra cara, en el sentido literal del término, ya que un nuevo retrato suyo estaba impreso en medio de la cinta, a la misma altura que la del anverso; únicamente la expresión había cambiado, hasta tal punto que, durante un instante, creyó que se trataba de otra persona; pero no, era él, él mismo. En el reverso, la expresión era ceñuda, solemne, y parecía querer demostrar una fuerza de carácter que no resultaba convincente porque era demasiado ostentosa. Todo eso le causaba cierta gracia pero acrecentaba su curiosidad, de modo que tomando cada uno de los extremos del objeto entre las yemas del índice y del pulgar, empezó a desplegar, muy despacio, el acordeón, verificando lo que presumía, a saber que en cada una de las caras de los distintos pliegues del papel, a la misma altura que los anteriores, había un nuevo retrato suyo, del que no podía juzgarse con precisión si se trataba de un dibujo o de una fotografía; en cada uno de los retratos la expresión era tan diferente que, aunque él sabía que se trataba de la misma persona, por un momento tuvo la ilusión rápida, que pasó en seguida, de que no era así. Separando los pulgares y los índices enfrentados en posición simétrica a cada extremo de la hoja, desplegó un poco más el acordeón, sabiendo que acrecentaría la variedad de retratos diminutos, impresos a la misma altura y verticalmente, que ya empezaban a formar una pequeña multitud, y de los que lo regocijaba el carácter demasiado convencional de las expresiones. Un actor de tercer orden, en la más industrial de las series de televisión, no hubiese empleado efectos más groseros para significar la inocencia, el dolor, la ingenuidad, la inteligencia, la avaricia, la resolución, el desprecio, la picardía, el deseo, emociones y rasgos de carácter que presentaban una evidencia obsecuente, tan dócil a las convenciones, que exhalaban un tufo a servidumbre y sin embargo revelaban, por detalles secretos, una actitud compasiva hacia el espectador. "Claro", pensó. "Esto es un sueño. Significa que no tenemos una personalidad sino muchas. Además, que cada una de las poses que adoptamos es insincera, incompleta y convencional. Qué sueños tan simplistas que tengo", y siguió desplegando la cinta. Ahora ya la había desplegado tanto que estaba parado en medio de la vereda con los brazos separados, y la hoja, que al principio había sido recta y rígida, ahora, a causa de la extensión que aumentaba, parecía haberse ablandado un poco y se curvaba hacia abajo. La primera inquietud que lo asaltó, borrando brusca su regocijo, fue de orden corporal, porque se daba cuenta de que, por mucho que desplegara los brazos, no lograría desplegar del todo el acordeón, pero al mismo tiempo se le ocurrió que podía soltar los extremos, aferrar con las dos manos la hoja y desplegarla a partir de ahí, para llegar por fin al final de su operación sin necesidad de estirar los brazos, sino haciendo deslizar más bien la cinta de papel con las manos, de modo tal que los extremos ya desplegados se fuesen acumulando en el suelo. Así hizo. Pero a medida que la hacía deslizar, la hoja se seguía desplegando. A sus pies, en la vereda incierta y borrosa, la cinta plegada en acordeón se acumulaba en dos montones simétricos, sin que él lograra alcanzar al fin el centro. Por momentos aceleraba el deslizamiento, pero lo único que lograba era infundir, a las efigies estampadas en los pliegues, a causa de la diversidad de las expresiones, una especie de vida caricaturesca, cuando esas expresiones estereotipadas se superponían y, por un fenómeno semejante al de la persistencia retiniana, creaban una cara contradictoria y desconocida: ahí la expresión se volvía una mueca y perdía su carácter convencional, adoptando rasgos vertiginosos y demenciales, de modo que, sintiendo que su inquietud se transformaba en angustia, decidió ir más despacio. Ahora, mientras pasaban muy lentamente, las efigies iban siendo cada vez más borrosas y carcomidas y la blancura del papel fue oscureciéndose, adquiriendo un tinte gastado y amarillento. Con angustia creciente, comprobó que la textura, la consistencia y la temperatura del papel también habían cambiado, volviéndose los de una materia que le era familiar pero que se resistía a mirar de frente; de modo que, despacio, siguió desplegando la cinta infinita con la cabeza puesta de lado y los ojos bien cerrados. Sacudiendo las manos trató de desembarazarse de la cinta, pero fue inútil. Volvió la cabeza y abrió los ojos. Estaba desnudo en la vereda y la cinta que hacía deslizar entre sus dedos era la piel que se iba despegando de su propio cuerpo, en una banda continua y regular, como una venda que se retira. Era una sola extensión infinita de piel que se desenrollaba. Y cuando gritó, sentándose en la cama del hotel, en la oscuridad, sin comprender todavía que se trataba de una pesadilla, fue porque había empezado a comprender antes de despertar que cuando la cinta terminara de desplegarse, en el lugar en el que él estaba, en el que habría estado, el lugar que ocupaba su cuerpo, no quedaría nada, ningún meollo, ningún signo, ni siquiera algo que ese cuerpo puramente exterior hubiese estado trayendo dentro -nada, ¿no?, aparte de un vacío, una transparencia, el espacio invisible y otra vez homogéneo, la cama pasiva de la luz que él había creído su reino y en el que sin embargo ninguno de sus rastros inciertos se imprimía.

– Además -dice Tomatis- no hay que olvidar que a esa altura la cerveza y el vino blanco ya estaban empezando a surtir efecto.

No en Washington, desde luego, aclara, pero Beatriz y Silvia no son de las que le esquivan a la botella. De Cuello, ni hablar -desgraciadamente su populismo constitutivo aflora cuando tiene unas copas encima y resulta imposible disuadirlo de su idea fija, consistente en creer que el mejor modo de llenar el silencio en una reunión es ponerse a contar cuentos criollos. Pirulo, en cambio, es de mala bebida, y le da por pelear-, él, Tomatis, entiende ese resentimiento, en quien no tiene otro instrumento para manejarse con la realidad que la sociología americana. A la madrugada, ahora no se acuerda bien por qué, había empezado a darse trompadas con Dib, y él y Pichón tuvieron que ir a separarlos -Dib y Pirulo, que habían sido tan amigos en la facultad y que pretendían haber movilizado ellos solos, en el cincuenta y nueve, a todo el estudiantado rosarino. Uno entiende, sugiere Tomatis que, viviendo con Pirulo, Rosario busque compensaciones en la punta de la jeringa. La cosa es que los encontraron dándose golpes a él y a Dib en el fondo del patio -a Dib le salía sangre por la nariz y tenía unas manchas sanguinolentas así de grandes en el pulóver. Apenas él, Tomatis, ¿no?, y Pichón se descuidaron, habían empezado otra vez: Dib agarró a Pirulo del pelo y lo arrastraba por el patio, entre los mandarinos. Al final había tenido que intervenir Barco, que mide como dos metros, para separarlos. Entre los tres los habían llevado a empujones al baño, y los habían obligado a lavarse la cara, todo eso en voz baja, susurrando, para que los que estaban bajo el quincho o en la casa no se diesen cuenta. Sin resultado, desde luego, porque dos minutos más tarde ya estaban en el baño él, Tomatis. ¿no?, Pichón, Pirulo, Dib, Barco, Basso, Nidia Basso, Rosario y Botón, discutiendo en lo que se imaginaban que era voz baja y todos a la vez. Basso los quería echar pero Nidia intercedía en favor de ellos, Rosario sacudía la cabeza sin decir nada, mirando a Pirulo con una expresión que significaba más o menos Otra vez tenías que dar el espectáculo, y Botón, que una hora antes nomás había tratado de violar a la Chichito, pretendía que la conducta de Dib y Pirulo era una afrenta personal a Washington. Que Washington no se entere, por favor, decía, con tono melodramático, cuando un rato antes nomás la Chichito, toda despeinada, había entrado aullando en el quincho, sosteniéndose la pollera con la mano porque Botón le había hecho saltar el cierre relámpago. Se le había puesto en la cabeza, refiere Tomatis, que Dib y Pirulo tenían que darse un abrazo de reconciliación, idea muy del estilo de Botón, y como si hiciese falta una prueba complementaria de que Botón y la realidad son dos entidades de esencia contradictoria, se empeñaba en proferir su exhortación caballeresca mientras los demás, divididos en dos grupos, hacían esfuerzos sobrehumanos para retener a Dib y a Pirulo, que habían estado mirándose fijo durante el conciliábulo, y al menor descuido recomenzaban a los golpes. Por fin, la cosa había terminado cuando…

Brusco, Tomatis interrumpe su relato y se para, de un modo tan inesperado que Leto y el Matemático avanzan todavía dos o tres pasos antes de detenerse a su vez, para comprobar, cuando se dan vuelta, que Tomatis, parado en medio de la calle, observa, con aire preocupado, el trayecto que acaban de recorrer juntos, como si estuviese calculando la distancia. A decir verdad, desde que arrancaron en la puerta del diario, ya han hecho tres cuadras, y después de haber atravesado, no sin dificultad, a causa del embotellamiento, el primer cruce, siguiendo con facilidad por el medio de la calle gracias a la ausencia de coches, han franqueado otras dos bocacalles, sin prestarles la menor atención, Tomatis concentrado en su relato, y el Matemático y Leto en la reprobación un poco cohibida que el relato genera en ellos. Al estimar el trayecto recorrido, una expresión de hosquedad va haciéndose cada vez más intensa en la cara de Tomatis, cuya mirada, que se ha vuelto sombría y errabunda evita toparse, deliberada, con las de Leto y el Matemático. Un pensamiento amargo, humillante, lo subleva, inesperado y difuso, cuando comprende que, absorbido en los pormenores de su relato, se ha dejado arrastrar tres cuadras, algo semejante a "como si ellos no supieran que todo va a, que yo mismo voy a, que el universo entero tarde o temprano va a", ¿no?, "como si no lo supieran, y peor aún si no lo saben, qué tienen que venir a pedirme que los acompañe embarcándome en esta aventura insensata de recorrer tres cuadras y contarles el cumpleaños de Washington", pensamiento tan patente en su cara que el Matemático, que, por respeto a una hipotética, como se dice, fuerza de carácter de Tomatis, ha estado tratando de interceptar su mirada, renuncia a hacerlo y, muy por el contrario, dándose por vencido, intenta darle una ocasión de justificarse.

– Te estamos alejando demasiado del diario, tal vez -propone.

Desentendiéndose, un poco indiferente, de una situación tan delicada, Leto se ha puesto a pensar: "Puede ser que haya tenido, como ella pretende, una enfermedad incurable, pero el síntoma más importante no es la degeneración celular sino el hecho de levantar la mano con el revólver y apoyarse el caño en la sien".

– Al diario -dice Tomatis- desde el director hasta el último de los cronistas deportivos, y sobre todo al director, y sobre todo al último de los cronistas deportivos, me los paso por el forro de las pelotas -lo que significa, cree entender el Matemático, si se lo pasa en limpio, más o menos lo siguiente: el diario no tiene nada que ver con todo esto, y es por delicadeza y por no enredarme en discusiones estériles, que me abstengo de señalar a los verdaderos responsables. ¡Y todo por la presión difusa y sin nombre de la amenaza, de las turbulencias de lo neutro que, con su solo despliegue, por coincidencias inesperadas de carne y aliento, desquicia y desgarra! Durante unos segundos, se quedan los tres inmóviles -inmóviles, si se quiere, ¿no?, y si se dejan de lado, y cabe preguntarse por qué, la cohesión, si puede usarse la palabra de, como parece que les dicen, los átomos, la, si no se presenta objeciones, actividad celular o la así llamada circulación de la sangre, el pretendido trabajo muscular, las perturbaciones magnéticas del aire que los rodea, el flujo continuo de la luz, la deriva imperceptible de los continentes, la rotación y traslación, como les dicen, terrestres, la, a estar con los diarios, fuerza gravitatoria general, sin olvidar, si se toman en cuenta las últimas ocurrencias de las revistas especializadas, la expansión o, según se mire, la retracción del así llamado universo, en fin, inmóviles, si aceptamos, ya que estamos aquí para eso, la palabra, inaceptable desde luego por más vueltas que se den, ya que, pensándolo bien, lo inmóvil vendría a ser, más bien, un torbellino, una estampida fija, en su lugar; inmóviles, decíamos, entonces, ¿no?, o decía mejor, un servidor -en una palabra, o en dos más vale, para que quede claro: todo eso.

Así que se separan. Sacudiendo un poco la cabeza y dos dedos flojos a la altura de la sien como si realizara una venia informal, con la expresión de estar pensando "si ésta no me la pagan, es porque no soy rencoroso", Tomatis, sin conceder ningún otro signo de despedida, se da vuelta y empieza a caminar en dirección al diario. Corpulento y oscuro, un poco extraño en el sol de la mañana, parece ir reconstruyendo, mientras se aleja con un balanceo irregular, una especie de dignidad imaginaria que el encuentro con Leto y el Matemático le hubiese enajenado. Leto lo observa, más distraído que aliviado, preguntándose, sin darse cuenta, ahora que Tomatis se ha desembarazado de ellos, cómo, a su vez, le será posible a él, a Leto, ¿no?, desembarazarse del Matemático. Su indiferencia ante la partida abrupta y vejatoria de Tomatis no es otra cosa que una venganza módica por la complicidad fugaz de Tomatis y el Matemático que, unos momentos antes, lo han mantenido en la periferia del aura que irradiaban. El Matemático, después de sacudir con levedad la cabeza durante unos segundos, volviéndose resuelto hacia él, parece dar por terminado el incidente.

– Que me corten un huevo si sé qué mosca lo picó -dice, exagerando su contrariedad.

"Y a mí los dos si me sigo ocupando de estos papanatas", piensa Leto, pero mientras retoma la marcha junto al Matemático, que de un solo tranco ha llegado a su altura y prosigue sin detenerse, en lugar de mostrar su irritación, adopta un aire imparcial y comenta:

– Se ve a la legua que no está nada bien.

El Matemático no contesta, luchando, un poco exaltado, la cabeza bien erguida, con el enredo rápido de sus propias disquisiciones, de modo que Leto lo abandona a su silencio. De todas maneras, desde hace unos minutos, ha ido distanciándose de la calle soleada, de la mañana de octubre, para enfrascarse, como dicen, en un objeto único, el dichoso revólver que el hombre, es decir su padre, no sin insolencia según Rey, y sin duda sin vacilaciones, ha levantado el año anterior hacia la sien, cuidando de no fallar en lo relativo a los resultados -objeto discreto pero familiar que incluso él, de chico, de tanto en tanto, sabía sacar del ropero, donde estaba guardado en una caja de madera con otros chirimbolos, para jugar a los pistoleros. Una vez, durante una pelea, Isabel, melodramática, corrió al dormitorio, sacó la caja del ropero y, de la caja, el revólver que él, Leto, ¿no?, sabía que estaba descargado, mientras la tía Charo, que había llegado en medio de la pelea, forcejeaba con ella para arrebatárselo de entre las manos. Las dos lloraban y forcejeaban, en tanto que el hombre, sin decir palabra, se había encerrado en el garaje para ordenar la mesa de trabajo de la que Isabel, unos minutos antes, en la rabia de la pelea, le había tirado todo al suelo, cables, tornillos, herramientas, lámparas de radio que se habían hecho pedazos, ante el silencio imperturbable del hombre, su padre, ¿no?, que ni siquiera adoptaba la pose del estoicismo o la resignación -nada de eso, no, nada, ningún gesto teatral, ninguna desmesura, el ser de una pieza que, a diferencia de los aparatos que montaba y desmontaba, hechos de innumerables pedacitos o fragmentos interdependientes que le permitían funcionar, parecía macizo, sin tumulto interior, carente de signos exteriores que traicionaran la contradicción, absorto en la preparación del acto único que realizaría años más tarde con el fin de aniquilar, como quien se saca una pelusa del hombro de un papirotazo, el error grosero que las sombras borrosas que chapaleaban en lo exterior llamaban mundo. El debía tener ocho o nueve años en esa época -Leto y el Matemático cruzan, orondos, del mismo modo que no pocos transeúntes, que van en todas direcciones, por la calle y por la vereda, de Sur a Norte, de Norte a Sur, de Este a Oeste, de Oeste a Este, trazando trayectorias rectas, oblicuas, paralelas o diagonales, la bocacalle en la que espera, paciente y resignada, podría decirse, una fila de autos. Ocho o nueve años, no más, porque, y de eso se acuerda bien, el garaje era el de Arroyito. Debían ser las tres o cuatro de la tarde de un día de verano, una siesta silenciosa de la que las cortinas oscuras de puertas y ventanas atenuaban el resplandor, protegiendo la casa, limpia y fresca, gracias al trabajo empecinado de Isabel que, a pesar del lloriqueo de todas las noches, la limpiaba, la barría, la enceraba, sin descuidar un solo rincón, canturreando, ¿no?, todas las mañanas. El hombre estaba en el tallercito, en el garaje: Isabel, vestida para salir, esperando a la tía Charo en algún lugar de la casa; él, Leto, estirado de espaldas y de través en su cama, con la cabeza colgando un poco fuera del borde, tenía el brazo levantado y, con el dorso de la mano a cincuenta centímetros de los ojos, movía sin parar los dedos, sin plegarlos aunque manteniéndolos bien separados, fascinado por su forma y por los movimientos que eran capaces de realizar, personalizándolos un poco a cada uno, al mismo tiempo que, con la boca abierta, se entretenía en hacer vibrar sus cuerdas vocales, emitiendo una letanía gutural y un poco quebrada, cambiando el sonido de tanto en tanto, pasando de la a a la e, a la i, volviendo otra vez a la primera, o emitiendo las cinco vocales una atrás de la otra y modificando, como un virtuoso, la intensidad de las vibraciones. Con extrañeza curiosa, parecía auscultar algunas zonas de su propio cuerpo del mismo modo con que, podría decirse, ya más grande, se hubiese probado un traje nuevo la víspera de un casamiento. Tanta era la fascinación que, cuando el griterío empezó, pasó un momento bastante largo antes de empezar a oírlo, y cuando se levantó dirigiéndose despacio hacia el tallercito, de donde los gritos parecían provenir, la alarma no borró su curiosidad, sino que la hizo cambiar de objeto. Estaban los dos en el tallercito; Isabel, aullando y gesticulando, le daba golpes al hombre en el pecho y en la cara no con las manos o los puños, sino con los antebrazos, mientras el hombre, rígido y un poco echado hacia atrás, los recibía sin moverse ni reaccionar, con los ojos muy abiertos, más interrogativos y pacientes que sorprendidos, tan imperturbable que Isabel, humillada y enfurecida por la nueva decepción que el hombre le infligía, después de mirar un momento, desconcertada, a su alrededor, buscando en qué descargarse, descubrió la larga mesa de trabajo hecha de madera de cajón y, siempre con los antebrazos, manteniendo los puños bien apretados como si fuesen dos muñones, empezó a barrer la superficie de la mesa, tirando al suelo todo lo que había encima. Únicamente abría las manos cuando algún objeto se le resistía, y se veía obligada a aferrarlo para poder estrellarlo contra el piso de portland. Calmo, imperturbable, ni siquiera pálido o con labios apretados, el hombre la seguía, juntando uno a uno los objetos que caían, estimando, con imparcialidad de profesional, antes de volver a colocarlo en su lugar, el daño que podían haber sufrido. La escena duró un par de minutos hasta que Isabel, comprobando que todo lo que existía, autónomo, fuera de ella, era ingobernable y no se le doblegaba, asumió una expresión, demasiado intensa tal vez, de decisión, y empezó a correr hacia el dormitorio. El la siguió, sabiendo que el hombre, a sus espaldas, como si hubiese estado solo en la casa, continuaba juntando, lento y meticuloso, su material de trabajo. Leto vio a la tía Charo que entraba de la calle en ese momento y que, al ver a Isabel, salió corriendo detrás de ella hacia el dormitorio. Las vio forcejear, luchando por el revólver descargado, y cuando al fin Isabel cedió, Charo tomó posesión del revólver, lo guardó en la caja, y volvió a poner la caja en el ropero, y cuando cerró la puerta del ropero Leto pudo ver, reflejada en el espejo, la imagen de Isabel, parada cerca del ropero, la imagen invertida al mismo tiempo que Isabel, la imagen que, cuando la puerta se cerró del todo, desapareció de su vista. Por fin, Isabel se dejó caer sentada en el borde de la cama y durante unos minutos, la tía Charo, sollozando un poquito también ella, se dedicó a consolarla. El, Leto, ¿no?, las contemplaba desde la puerta, esperando, deseando casi, sin darse cuenta tal vez, que no advirtieran su presencia pero, como si hubiese adivinado sus pensamientos, o quizás por haberlos adivinado, Isabel, que ya había empezado a calmarse un poco, clavó los ojos en los suyos y, adoptando un aire de fatiga y conmiseración, hizo el gesto que él, al mismo tiempo que lo percibía, empezó a exorcizar con todas sus fuerzas para que no se produjera, a saber que estirara los brazos en su dirección incitándolo a que venga a acurrucarse en ellos, de modo que, cuando vio los brazos blandos y redondos que lo llamaban, salió corriendo del dormitorio y se encerró en su pieza. Estuvo en ella hasta el anochecer, sin pensar que se encerraba, sin aprensión ni culpabilidad -no, se quedó jugando y oyendo, de tanto en tanto, los ruidos de la casa, el hombre que de a ratos salía del tallercito para ir al baño o a la cocina, el regreso de Isabel que, canturreando, al parecer contenta otra vez y un poco ensimismada, empezó a preparar la cena. Cuando comprendió que llegaba la hora de comer, salió para la cocina y la ayudó a poner la mesa. Parecía fresca y tranquila, cuidadosa y ágil en sus tareas domésticas, satisfecha casi, y ya a los ocho o nueve años, esos cambios de humor inexplicables, pero que adivinaba sinceros, lo maravillaban. Cuando todo estuvo listo, ella le dijo que fuera a llamar al hombre a la mesa, de modo que Leto, sin apurarse, atravesó la casa y, por la puerta entreabierta, se asomó al tallercito instalado en el garaje.

El hombre, tal vez porque había llegado hasta él el olor a comida, o porque la hora habitual de la cena se aproximaba, o porque al oír canturrear a Isabel en la cocina había comprendido que después de la pelea de la tarde la rutina de la casa funcionaba de nuevo, estaba parado junto a la mesa, ordenando sus implementos, como lo hacía cada vez que salía del tallercito, aunque más no fuera para comer y estar de vuelta a la media hora. Un vistazo le bastó a Leto para darse cuenta de que todo estaba de nuevo en su lugar y que en el orden habitual del tallercito no quedaba el menor rastro de lo que había sucedido. Serio y amable, el hombre, al oírlo llegar, le dirigió una mirada rápida de asentimiento, pero durante la distracción fugacísima que esa mirada le insumió, sus dedos, que palpaban la superficie de la mesa en un sector próximo a la pared, tocaron algo, tan inesperado, intenso y brutal que el brazo se retrajo y el cuerpo entero, contraído y rígido, saltó o fue como chupado hacia atrás, mientras el hombre, con expresión dolorida, se frotaba la mano y el brazo que acababan de retraerse. Leto estaba demasiado familiarizado con sus actividades como para no darse cuenta de que el hombre había recibido una descarga eléctrica, una patada, como le decían, pero la sorpresa de ver realizarse ante sus ojos la manifestación del hecho con que venían aterrorizándolo desde que había empezado a gatear, cedió en seguida paso al asombro, casi al pánico, ante la reacción imprevista del hombre que, después de recuperarse de su sorpresa, empezó a esbozar una sonrisa extraña, malévola, y, sin dejar de frotarse el brazo, empezó a hablar, a dialogar con la fuerza invisible que lo había sacudido, a conversar casi, con un tono tierno, pero irónico y desafiante, no exento de amenaza, como hubiese podido hacerlo con algo vivo, un cachorro o un ser humano con el que lo ligase una intimidad problemática. Irónico, plagado de amor-odio, el hombre platicaba, reconviniéndolo, con lo invisible. Se acercó a la mesa y se inclinó hacia la pared en la que, poniéndose en puntas de pie, Leto alcanzó a divisar el extremo de un cable, hecho de unos filamentos desnudos y retorcidos de cobre que el hombre empezó a revocar, a torear casi, igual que con un perro excitado, con el dorso del índice, que acercaba y alejaba prudente pero atrevido, para tantear la intensidad, los límites de la fuerza, casi podría decirse su territorio, y no pocas veces se veía obligado a retirar el dedo con rapidez, invisible y vigilante, sin por eso dejar de sonreír ni de hablarle, en un susurro constante y juguetón, concentrado y familiar, un tratamiento exclusivo, mórbido de tan auténtico que, y de eso Leto estaba seguro, el hombre no dispensaba a ninguna otra presencia sobre la tierra.

El Matemático, entretanto, parece haberse calmado. A medida que avanzaban por el medio de la calle, a Leto le han ido llegando, cada vez más débiles, ráfagas de su silencio agitado. La actitud de Tomatis, después de haber generado en él -en el Matemático, ¿no?-, escepticismo y hasta una especie de rumiación confusa y acalorada en el momento de la separación, cuando Tomatis ha dado muestras francas, como se dice, de hostilidad, se han transformado ahora, a decir verdad, en una estimación psicológica no exenta de tolerancia, un renunciamiento que lo induce a minimizar lo arbitrario del comportamiento de Tomatis o a atribuirlo a una debilidad moral pasajera de la que Tomatis sería más víctima que responsable. Ha tenido que vencer, eso sí, las oleadas fugaces del Episodio que, subiendo desde la oscuridad, se manifestaron varias veces, durante el debate que ha venido llevando consigo mismo. Ha tenido que vencerlas, desde luego, pero las ha vencido. De modo que, respirando hondo, y advirtiendo que Leto, que camina silencioso junto a él, agobiado al parecer por los desplantes de Tomatis, parece emerger también de sus pensamientos y se dispone a retomar la conversación, el Matemático yergue la cabeza, satisfecho, y, enderezándose un poco, mira con euforia o firmeza la calle soleada y recta que se extiende ante él. La ve nítida, clara, viviente -le parece que, sumido en chicanas psicológicas y en lucubraciones sombrías, se ha venido perdiendo lo mejor. Su entusiasmo atenuado, que modifica incluso el ritmo de su marcha, se propaga hasta el propio Leto que, casi al mismo tiempo que él, sale de su propio ensimismamiento y siente que el hecho de estar ahí, en el presente y no en la ciénaga de la memoria, aunque no ignora que lo arcaico perdura en lo material, en los huesos y en la sangre, de estar ahí, en la luz de la mañana, le produce un temblor de gozo y un sobresalto de liberación. "Tan papanatas, después de todo, no son", piensa y alza los ojos que se encuentran, durante un instante que se prolonga, con los del Matemático, abiertos y radiosos. El incidente Tomatis, masa blanda y oscura que acaba de enchastrar la mañana con sus salpicaduras pegajosas, se desintegra en el pasado, que es tiempo y calle recta a la vez, materia y soplo o fluido o quién sabe qué entrelazados, que la sucesión cristalina pero áspera de la experiencia, con ecuanimidad insondable, va descartando y dejando atrás -atrás, ¿no?, o sea en un abismo, más allá, en lo que es, por definición, inaccesible, y de lo que, piensan Leto y el Matemático, al unísono, si se nos permite la expresión, y con nada que tenga que ver con palabras, "no vale la pena ocuparse, en este momento por lo menos, en que un capricho de la contingencia, un azar convertido en don, una concatenación de los grumos dispersos de lo visible y de lo invisible, de los cuajarones inciertos de lo sólido, de lo líquido y de lo gaseoso, de lo orgánico y de lo inorgánico, de ondas y corpúsculos, ha venido justo a depositar en nosotros, en el centro traslúcido de esta mañana y no de otra, una reconciliación salvadora".

O más o menos. El Matemático despliega frente a sí el brazo, aferrando en la mano el hornillo de la pipa, de modo tal que la boquilla negra sobresale por entre el medio y el anular, y trazando en el aire un movimiento semicircular, designa lo presente, es decir las veredas, la calle, las hileras de negocios, los letreros luminosos, la gente parada en las veredas o caminando en direcciones diferentes, los varios planos de la perspectiva que se van estrechando, en la calle recta, por ilusión óptica, a medida que se alejan hacia el horizonte, la luz matinal, el ruido de voces, pasos, risas, motores, bocinas, los olores familiares de la ciudad, del calorcito, de la primavera, la multiplicidad incesante y clara que podría ser también, y por qué no, una expresión nueva para eso.

– El acontecer -dice.

Visitado por una locuacidad repentina, Leto responde:

– La niña bonita de los filósofos. Era esta calle. Este momento. Tantos que se quemaron o se hicieron quemar.

– Que se jodan -dice el Matemático, por temor de que Leto, tan circunspecto hasta unos momentos antes, caiga, decepcionándolo, en la grandilocuencia. Pero enseguida se arrepiente: "¿Y qué tiene, al fin de cuentas? El modo en que una verdad se manifiesta es secundario. Lo importante es que la verdad se deje vislumbrar", piensa más o menos. Y después, incorregible: "Modo, verdad: llevaría años ponerse de acuerdo sobre estos términos".

Cruzan la bocacalle. Sin darse cuenta, han acelerado un poco, y vistos desde fuera se diría que, apurados, están yendo a un lugar preciso, al que llegarán a tiempo, tanto el ritmo y la expresión que llevan traducen pericia, facilidad y despreocupación. Pero, justamente, no van a ninguna parte y, desembarazados, como podría decirse, de proyectos y de destino, caminan en una actualidad íntegra, palpable, que se despliega en ellos y que ellos despliegan a su vez, organización fina y móvil de lo rugoso que delimita y contiene en lo exterior, durante un lapso imprevisible, la deriva del todo, ciega, que desalienta y despedaza. El Matemático observa que la nitidez de las cosas se agudiza y persiste, no sólo en el conjunto sino en cada uno de los detalles y que la famosa realidad, de la que ha oído hablar tanto, no resulta ser más que eso, en lo que están ahora incorporados, y que es al mismo tiempo, y de lo que él es al mismo tiempo, objeto y envoltura -siempre la misma vez, como decíamos, o decía, mejor, un servidor, y en el Mismo, ¿no?, que también podría ser otro nombre, lugar, decía, ¿no?, y el Matemático, estimulado por la persistencia de su visión, cree empezar a comprender todo, desde el principio, a abarcar, de una sola mirada que va transformándose en pensamiento, la forma y el sentido de que lo que se mueve, vibra y se espesa en ese medio cristalino, relacionando cada una de sus percepciones con nexos tan rápidos y fuertes, en evidencias tan precisas y universales que, casi molesto de estar gozando al mismo tiempo que cree comprender, se imparte, austero y decidido, una orden: Sustituir el éxtasis por la ecuación.

Que podría ser, según el Matemático, ¿no?, R = R, naturalmente, por realidad. Realidad igual a; y esa erre mayúscula, razona el Matemático, debería corresponder a una ecuación que la contenga de modo tan exhaustivo y riguroso, que cada vez que se emplee la palabra, todos los términos de la ecuación, perfectamente identificados, tendrían que estar comprendidos en ella. El primero de esos términos es él, el Matemático, ¿no?, no desde luego en tanto que individuo, sino en tanto que sujeto de la ecuación, un sujeto S, momento estructurado y transitorio, pero invariable a la vez, de la posibilidad de concebir la ecuación, y para que no se lo interprete como una pluralidad de momentos equivalentes del acto cognoscitivo, decide agregarle una s minúscula, para que la pluralidad de ese sujeto, que puede ser el Matemático o cualquiera de los que están en ese momento en la calle o en cualquier otra parte o momento, sea una constante incluida en el término. Se tendría, por lo tanto, se dice el Matemático, R = Ss para empezar. ¿Pero no es demasiado ingenuo poner Ss frente a un objeto O como si fuesen antagónicos y la adición una operación demasiado simple que destruye la unidad existente entre ambos? Sobre todo si se tiene en cuenta que Ss, en tanto que sujeto de la ecuación, ya está comprendido en O, el objeto que intenta formalizar. Luego Ss O constituye una entidad. Esa entidad, más vale denominarla x, lo que da R = x (SsO). "Al pelo", piensa el Matemático. Pero, en seguida, su entidad se desmorona: si en Ss hay ya una distinción, la minúscula que precisa el orden transindividual de S, la O mayúscula por el contrario no distingue sus diferentes componentes, entre los cuales S y Ss no son los menos importantes -en O hay que incluir Ss no como sujeto de la ecuación, sino como elemento objetivo de O, en quien se incluyen también todos los otros objetos contingentes que no son O en tanto que objeto universal y englobante de S, de Ss y de O, si con una o minúscula se designa la multiplicidad de objetos contingentes que lo integran. Lo cual da R = x SsO (S Ss O)… Lo heterogéneo y contingente designado por la o minúscula, por otra parte, es decir los momentos concretos de O presentan también no pocas dificultades, ya que su número, función, naturaleza, etc., pueden ser determinados o indeterminados -se sigue diciendo el Matemático, ¿no?- de modo que habría que designar a la vez su determinación y su indeterminación, ya que si se los designara por lo que tienen de determinado, un número indefinido de sus atributos no sería incluido en su definición. Pero como S y Ss, en tanto que objeto, no escapan tampoco a la indeterminación, en vez de escribir on, sería más exacto, se dice el Matemático, formularlo de la siguiente manera R = x SsO (S Ss o)n -y así, o en fin, y para ser más exactos, más o menos.

Leto observa que el Matemático prosigue su marcha con los ojos entrecerrados y una sonrisita pensativa que atribuye a una especie de desafío rítmico que se ha lanzado a sí mismo, o a Leto tal vez, como si, concentrándose, se preparara a adaptarse a todos los cambios de ritmo, de velocidad e incluso de trayectoria que Leto, sin avisarle, decidiese efectuar. En todo caso, es la interpretación que da Leto de su expresión, y aceptando el desafío que imagina leer en la cara del Matemático acelera un poco más, de modo tan inesperado que el Matemático, cuya modesta persona está tratando de formalizar la ecuación que de una vez por todas, válida para todo tiempo, idioma y lugar, sustituya la palabra realidad por un útil de pensamiento un poco más manejable repara, sin volver la cabeza, en la aceleración, y cambiando el paso, como en un desfile, se adapta a la marcha de Leto. Para su desgracia, el éxtasis, más afín al goce animal que las abstracciones trabajosas, desaloja de nuevo a la ecuación, y todo su cuerpo se prepara a los cambios que puedan avecinarse, mientras arriba, en el interior de su cabeza, las distinciones frágiles que por puro juego ha estado tratando de erigir, arrasadas por las exigencias de sus músculos, silenciosas, se desmoronan.

Gracias al entrenamiento de años en las canchas de rugby, el Matemático podría muy bien, si quisiese, aventajar con un par de trancos vigorosos a Leto que, en razón de sus piernas más cortas y menos preparadas, debería suministrar un esfuerzo suplementario para seguirlo, pero, justamente, no quiere, y deja que sea Leto el que diría, obligándolo a un esfuerzo contradictorio destinado a mitigar, más que estimular, la fuerza de su marcha, de modo tal que cada uno de sus pasos es medido y cuidadoso, fruto, como se dice, de una energía controlada que le produce más satisfacción estética y moral, podría decirse, que la que le produciría una aceleración continua, en una carrera, por ejemplo, llevándolo al límite de sus fuerzas; y al cabo de unos segundos se adapta tan bien al esfuerzo, al cual se agrega el aumento imperceptible pero constante de velocidad que Leto imprime a la marcha, que la idea de una ecuación que sustituya en cualquier tiempo, idioma o lugar a la palabra realidad aparece otra vez obstinada pero en forma de convicciones eufóricas o de visiones, que van sucediéndose en la parte despejada de su mente: "Es lo visible más lo invisible. En todos sus estados. Yo más todo lo que no es yo. Esta calle más todo lo que no es esta calle. Todo en todos sus estados. Todo", piensa, exaltándose un poco, el Matemático, y por ver un estado de la calle diferente del que está viendo, hace girar la cabeza, sin modificar en nada el ritmo de su marcha, y se pone a mirar, por encima del hombro izquierdo, la calle que han venido dejando atrás. Leto que, tenso y vigilante, observa todos sus gestos por el rabillo, como lo llaman, del ojo, esboza una sonrisa rígida cuando percibe el giro de la cabeza y, muy despacio, como si se tratase de algo milimétrico y ritual, realiza el mismo movimiento. El Matemático, que lo advierte a su vez, espera unos segundos durante los que efectúan dos o tres pasos y, para tomar a Leto desprevenido y hacerlo vacilar, continúa con el cuerpo entero el giro que acaba de hacer únicamente con la cabeza, sin interrumpir la marcha, de modo que ahora todo su cuerpo está de frente a la porción de la calle que han venido recorriendo y el Matemático prosigue como si nada, pero caminando para atrás. Leto efectúa, con una fracción de segundo de diferencia, el mismo movimiento satisfecho de su adaptación rápida al capricho inexplicable del Matemático. Erguidos y más tiesos todavía a causa de lo antinatural de su desplazamiento, reculando con ritmo y precaución, llegan, sin darse cuenta, a la bocacalle, subestimando el revuelo que su actitud singular va levantando en la gente que los cruza. Dos o tres deben apartarse para evitar el encontronazo. Desde las veredas, otros los miran con asombro, con indignación, o con una sonrisa incrédula y condescendiente. Un anciano se para y los sigue con la vista, sacudiendo reprobatorio la cabeza. Pero ellos los ignoran, menos por insensatez que por la concentración excesiva que les exige la marcha; y sobre todo porque, lo piensen con palabras o no, la calle recta que van dejando atrás, está hecha de ellos mismos, de sus vidas, es inconcebible sin ellos, sin sus vidas, y a medida que ellos se desplazan va formándose con ese desplazamiento, es el borde empírico del acaecer, ubicuo y móvil, que llevan consigo a donde quiera que vayan, la forma que asume el mundo cuando accede a la finitud, calle, mañana, color, materia y movimiento -todo esto, entendámonos bien para que quede claro, más o menos, y si se quiere, mientras sigue siendo la Misma, ¿no?, y en el Mismo, siempre, como decía, pero después de todo, y por encima de todo, ¡qué más da!

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