Que quede bien claro: el alma, como le dicen, es, pareciera, no cristalina sino pantanosa. Los motivos que la inducen, en esta cuadra, a dejarse llevar, como los llaman, al juego y a la exaltación, en la siguiente, con la misma arbitrariedad, y en forma no menos imprevisible, la sumen, para usar una vez más la expresión, en una intensa melancolía. En todo caso pareciera, ¿no?
Lo cierto es que el Matemático y Leto, después de cruzar la bocacalle caminando para atrás, han aminorado de golpe, y en vez de seguir por el medio de la calle, han subido de nuevo a la vereda y se han puesto a caminar normalmente, ni despacio ni rápido, ni serios ni contentos, unos pocos grados por debajo del término medio ni doloroso ni placentero quizás, por la vereda del mismo lado en la que la línea de sombra, a causa de que el sol está ya más cerca de las once que de las diez, se ha venido arrimando a la pared. El Matemático, por ejemplo, después de su ecuación exultante -al parecer se dice así-, se enfrasca, durante unos segundos, en el ronroneo arcaico, tan adentrado en la especie que aun ignorándolo por completo, nadie, por inconsciente que sea, cuando su mente se vacía, o incluso en el reverso oscuro de sus otros pensamientos, deja de rumiar: "¿Quién puso el huevo del mundo? ¿Hay un solo objeto o muchos? ¿Qué es el…?, ¿no?, etc., etc.", y después de unos momentos de errabundeo y de gravedad, comprobando que Leto, mientras camina, pasea la mirada distraída por los letreros luminosos que se extienden en la altura, sobre la calle, decide refutar, punto por punto, para poner las cosas en su lugar, las afirmaciones de Tomatis. Además, tiene la sospecha de que Leto, sin atreverse a reconocerlo, coincide con gran parte, por no decir con todas esas afirmaciones. Su aire taciturno, como se dice, podría ser muy bien una forma de recelo, una reticencia que, por discreción, y tal vez por hipocresía, no llega a manifestarse. Y está por abrir la boca, cuando Leto se le adelanta:
– Tomatis tiene un delirio galopante -dice-. Esas calumnias al hilo no lo honran mucho que digamos. Al hilo y al pedo. ¿Qué tiene que venir a meterse con Rosemberg? ¿Y los mellizos qué le hicieron? Ni Washington se salvó.
– De veras. Ni Washington.
Y en forma, hay que reconocerlo, bastante solapada, agrega el Matemático. Pero Carlitos es así. No hay nada que hacerle. Capaz de lo abyecto y de lo sublime. Que un muchacho como él pueda tener esos bajones es algo que se me escapa. Hay días en que no se controla. Yo creo que lo afectan demasiado las dificultades y cuando se le presenta un obstáculo en vez de tratar de resolverlo como cualquier hijo de vecino no se le ocurre nada mejor que empezara desparramar mierda sobre el prójimo, desarrolla a porfía, como se decía antes, el Matemático, estimulado por la alianza imprevista de Leto, a quien había creído del lado de Tomatis y en quien el descubrimiento de la coincidencia relativa aciertos juicios morales le permite, pareciera, objetivar, como se dice, sus propias críticas. Él, el Matemático, ¿no?, él, por ejemplo, prosigue, conoce bien la historia de Washington en el cuarenta y nueve, cuando los del gobierno lo habían hecho encerrar en el manicomio porque Washington quería, como él decía, disolver la Dama y el partido y organizar al pueblo en soviets. El conoce los hechos, porque en los medios de extrema izquierda, que frecuenta desde hace tanto tiempo, están bien establecidos. Washington venía de esos medios anarquistas, socialistas y comunistas, y en el año cuarenta y seis, después de una ruptura con su grupo, había encabezado una fracción que adhirió en bloque al peronismo. La extrema izquierda había llenado la ciudad de obleas con su foto, de frente y de perfil, su nombre y apellido, y las palabras traidor fascista en grandes letras rojas. El Matemático había tenido la oportunidad de ver una de esas obleas; se la había mostrado un viejo militante trotsquista que coleccionaba documentos con el fin de escribir una historia de la clase obrera en la provincia. Según el viejo, Washington pensaba en esa época que la clase obrera estaba en el peronismo y que los hombres de izquierda debían ir hacia ella y no al revés, y que el peronismo, por ser un movimiento nuevo, podía estar abierto a todos los cambios. Los peronistas le habían dado una diputación provincial. A los pocos meses de gobierno nomás, Washington representaba la oposición de izquierda en el partido. Y, conociéndolo, uno podía imaginarse lo más bien lo que debió haber sido aquello; dos por tres, las sesiones parlamentarias terminaban a los golpes. En los últimos tiempos, Washington, que recibía amenazas todos los días, iba armado a la Legislatura. La extrema izquierda lo trataba de fascista y los peronistas decían que estaba a sueldo de Moscú -él, que desde mil novecientos quince por lo menos se había tiroteado más de una vez con las bandas nacionalistas y que desde la partida de Trotsky de la Unión Soviética le había declarado la guerra al revisionismo. Lo cierto es que entre el cuarenta y siete y el cuarenta y nueve -sobre ese punto él, el Matemático, tiene información de primera mano- las cosas se degradaron tanto que Washington no dormía dos noches seguidas en la misma casa, por temor de un atentado, y cada vez que iba a la Legislatura, un grupo de hombres armados, todos miembros de su fracción, en los que todavía tenía entera confianza, lo rodeaba todo el tiempo. Una noche, le pusieron una bomba en su casa; otra, cuando iban saliendo de una pizzería, lo ametrallaron desde un auto; él salió ileso, pero uno de sus guardaespaldas murió en el atentado y otro recibió una bala en la columna vertebral que lo dejó paralítico. Cuanto más los otros trataban de hacerlo callar, más Washington se exacerbaba. Y según dos o tres que estuvieron muy cerca de él en esa época, dice el Matemático, Washington, en su empecinamiento, terminó perdiendo un poco la chaveta. No podía no saber que lo que exigía era imposible; y si no se daba cuenta de que era imposible, peor todavía. Lo cierto es que vivía excitado; casi no dormía, y solía vérselo en las esquinas gesticulando con dos o tres de sus camaradas, interrumpiendo las concentraciones oficiales con intervenciones salvajes, repartiendo volantes por las calles y en los sindicatos, organizando manifestaciones con sectores disidentes, pero muy reducidos, de la clase obrera. Si lo querían meter preso, hacía valer su inmunidad parlamentaria. A decir verdad, la mayor parte de los obreros del partido lo miraban como a un bicho raro cuando él les decía que debían tomar el poder, y una vez hasta lo sacaron a golpes de un sindicato, tratándolo de comunista. Tal vez, por desesperación, había perdido un poco de vista la realidad y la prueba de que esa vez tocó fondo es que él, que durante treinta y cinco años había luchado todos los días, un poco más tarde, cuando salió del manicomio, después de un período depresivo, abandonó para siempre la política. Por fin, en el cuarenta y nueve, hasta los de su propia fracción se distanciaron de él; algunos abandonaron el partido, otros, los principios; únicamente él, por orgullo o ceguera quizás, quería seguir tratando de hacer coincidir los dos. Ya ni siquiera iba armado a la Legislatura; y dormía siempre en el mismo lugar. En cuanto a los otros, los que le habían puesto la bomba en la casa y lo habían ametrallado a la salida de la pizzería, ya ni siquiera tenían apuro por suprimirlo; era un trabajo tan fácil que, dejándose llevar por un sentimiento de artistas buscaban, para lucirse y probarse a sí mismos en tanto que profesionales, una ocasión que presentara reales dificultades. Y es en ese momento que interviene el Centauro Cuello.
No, según el Matemático, Tomatis no tiene derecho a sugerir que Cuello conspiró contra Washington en el cuarenta y nueve; se había tratado más bien de lo contrario. Cuello viene del mismo pueblo que Washington, y aunque Washington le lleva veinte años, desde aquella época se frecuentan todo el tiempo. Como, por otra parte, la opinión general le atribuye a Cuello una inteligencia moderada, el Matemático piensa que hay que buscar las causas de esa amistad en un plano diferente al del comercio intelectual; y, según el Matemático, ese plano sería el de la gratitud de Washington hacia Cuello, en razón, justamente, de la conducta de Cuello en el cuarenta y nueve. Que fue, dice el Matemático, más o menos la siguiente: Cuello, que pertenecía a la juventud del partido, no desaprobaba por completo las posiciones de Washington, y coincidía con él de un modo oscuro y confuso, porque su formación política era más bien precaria -a decir verdad inexistente, aparte de una coincidencia general con lo popular debido a su inclinación por la literatura criolla. Si después de los años cincuenta su formación había mejorado un poco, se debía sin duda a la influencia de Washington, al que, por razones difíciles de desentrañar, admiraba hasta la idolatría. Washington había sido el gurú de muchos, fieles y renegados, pero en ninguno de sus discípulos (que él, naturalmente, no consideraba discípulos y que no se hubiesen atrevido a autoproclamarse como tales) había encontrado mayor devoción. Desde que Washington entró en el partido, Cuello se había acercado a él y nunca más lo había abandonado. Bastaba toparse con Cuello, dondequiera que estuviese, para saber que Washington no andaba lejos. E, inversamente, seguro que en todo lugar del que Washington ocupara el centro, podía deducirse que Cuello merodeaba, atento y callado, en la periferia. Nadie reparaba en él, pero todo el mundo daba por sobreentendida su presencia. Era incomprensible, si se tenía en cuenta todo lo que los separaba -lo que para Cuello eran dioses, Washington, sin, desde luego, hacérselo notar, lo despreciaba. Era difícil saber si Cuello ignoraba la perplejidad de la gente por su amistad estrecha con Washington o si, estoico, e intensificando de ese modo su devoción, perfectamente al tanto, la soportaba. Desde luego, el sobrenombre que le habían puesto, el Centauro, si alguno, por indelicadeza, podía llegar a dirigírselo directamente, nadie se hubiese atrevido a emplearlo en presencia de Washington. No era raro llegar a la tardecita a lo de Washington y encontrarlos a los dos bajo un árbol, sentados en sillas bajas, tomando mate e intercambiando frases espaciadas, lacónicas y llenas de sobreentendidos de las que resultaba difícil saber sobre qué versaban. Tal vez, como venían del mismo pueblo, experiencias comunes, puramente materiales -cosas, lugares, gente- les facilitaban la conversación, pero, según el Matemático, debía haber algo más, ya que es sabido que a menudo con la gente que tiene un origen común sucede lo contrario, a saber que más bien se esquivan cuando se topan fuera de su lugar de origen, como si el hecho de conocerse desde antes les hiciera perder un poco de consistencia. No, según el Matemático, esa fidelidad viene de finales de los años cuarenta, cuando a Washington lo encerraron en el manicomio. Y su causa, revela el Matemático, alzando un poco la voz con un tono de ligera soberbia y de rebeldía, excedido por las alusiones injustificadas de Tomatis, la causa de esa fidelidad, él lo sabe de buena fuente, no viene sino de que Cuello, en ese entonces dirigente de la juventud, se las ingenió para hacer encerrar a Washington en el manicomio y obtenerle una pensión por invalidez, evitando de ese modo que lo mataran. Según las informaciones que ha podido obtener el Matemático, su supresión era inminente, y la gente de Cuello, basándose en comportamientos bastante desmedidos de Washington en esa época, y en algunas de sus rarezas, había convencido a los partidarios de la ejecución de que Washington estaba loco y que ellos se encargarían de sacarlo de circulación. Desde luego, varios de los viejos amigos de Washington acusaron a Cuello de haber urdido, como se dice, una maquinación, y le habían enchastrado dos o tres veces el frente de la casa con pintura roja y con alquitrán, amenazándolo de muerte, pero cuando Washington empezó a recibir visitas en el manicomio -al principio lo tenían con camisa de fuerza y todo- el único miembro del partido que aceptaba ver era Cuello. En todo caso, Cuello lo visitaba todas las semanas, llevándole comida, ropa, libros -e incluso, afirma el Matemático, había tenido la delicadeza de frenar la campaña del partido, que acusaba públicamente a la extrema izquierda de haber empujado a Washington a la locura. Según el Matemático, las insinuaciones de Tomatis constituían una falta de respeto no únicamente hacia Cuello sino sobre todo, y bien mirado, hacia Washington, para quien, en esos tiempos difíciles, Cuello debe haber sido, más que un apoyo político o afectivo, un criterio de realidad. Cuando no únicamente los otros, sino incluso su propia razón parecía abandonarlo. Cuello se volvió la última referencia, el último puente con el mundo, y como al año, cuando salió del manicomio y pasó por ese período depresivo que le duró hasta fines del cincuenta y uno, Cuello era el único que lo veía y que aceptaba pasar días enteros en Rincón Norte sentado frente a Washington, que no decía una palabra y que sacudía la cabeza de tanto en tanto, emitiendo un suspiro prolongado. Pasaron muchos meses antes de que, de ese silencio aturdido y terrible, empezaran a salir, poco a poco, las frases espaciadas, lacónicas y llenas de sobreentendidos que constituían su conversación, frases, por otra parte, de las que era difícil adivinar el contenido, porque, desde que aparecía un tercero, sin disimulo ni precipitación, sino del modo más llano y natural, indefectibles, cesaban. En presencia de los demás, Cuello parecía dejar de existir y Washington mismo le dirigía la palabra muy de tanto en tanto, como para hacer notar su presencia o darle vida durante unos instantes gracias a sus frases interrogativas, respetuosas, y no exentas de una complicidad irónica y remota: ¿No le parece, Cuello?-Washington no tuteaba a nadie y nadie lo tuteaba, salvo su hija-, ¿Vio, Cuello, lo que le decía?, a las que Cuello ni siquiera contestaba, limitándose a existir, a cobrar, como se dice, consistencia y volumen en lo exterior, del mismo modo que, con alguna fórmula mágica, un hechicero materializa, en el espacio vacío, para los sentidos de la asistencia, un ser hasta entonces invisible cuya presencia dura lo que dura la invocación. Como trabajaba de secretario en la Mutual de Carniceros -la mujer era profesora de música en la Escuela Normal- nunca llegaba a Rincón Norte sin una tira de asado, que Washington ponía al fuego después de un rato de conversación, y que comían de parados cerca de la parrilla, sin platos ni nada, cortándose bocados de la misma costilla sobre una tablita. Según el Matemático, Washington tuvo escondido a Cuello en su casa durante un tiempo, porque lo buscaban los Comandos Civiles, hasta que pasaron los meses más duros y pudo reaparecer. Era extraño verlos tan cercanos y tan distintos a la vez. Cuello publicaba de tanto en tanto sus colecciones de cuentos criollos, y en diarios y revistas que para Washington representaban el colmo del ridículo e incluso de la infamia, pero no era raro llegar a su casa y ver sobre su escritorio alguno de los volúmenes de Cuello, con su correspondiente dedicatoria y un señalador sobresaliendo de entre las páginas que demostraba que Washington los leía. A veces al Matemático le parecía que, cuando había mucha gente, la expresión de Washington se alertaba un poco si creía percibir en los presentes la sombra de alguna ironía sobre Cuello -tanto que esa ironía remota era reprimida de inmediato a causa de la tensión que empezaba a pesar sobre los presentes; y únicamente cuando esa sombra se disipaba por completo, la expresión de Washington volvía a distenderse. Se hubiese dicho que, conscientes de las debilidades del otro más que de las propias, constantes y lúcidos para ellas únicamente, velaban, tácitos, uno sobre el otro. Si algo refutaba las insinuaciones de Tomatis, según el Matemático, era justamente la consideración de Washington hacia Cuello -según el Matemático, ¿no?, quien, además de desmantelar las afirmaciones de Tomatis respecto de Cuello, aprovecha de paso para invalidar las que según él, Tomatis ha tenido el coraje de lanzar sobre la Chichito: Más se quisiera él que sea virgen. Eso lo consolaría de sus intentonas. La que él no se pasa al. cuarto o es una histérica o es una burguesita.
Pero el Matemático se calla, y por dos razones: la primera, porque se considera, y sin duda lo es, como dicen, un caballero, o sea que, teniendo en cuenta que la virginidad de la Chichito, según la expresión exacta con que lo piensa, le importa tres pepinos, del mismo modo que la virginidad en general, no quiere que Leto, que lo escucha con atención, pueda pensar que está tratando de sugerir que la Chichito no es virgen y la segunda, más importante que la primera en realidad, porque no le gustaría que, si se extiende demasiado sobre el problema, Leto deduzca que la virginidad en general, ese no objeto por excelencia, pueda haber ocupado un lugar, por insignificante que sea, en sus reflexiones. Pero una tercera razón contribuye también a determinar su silencio: están llegando a la esquina, y como en el cruce la calle deja de ser peatonal, el mismo atolladero de varias cuadras antes, cuando han bajado con Tomatis a la calle y se han puesto a caminar por ella, se repite en sentido inverso. Cruzar va a ser, parece expresar la cara del Matemático, cuando se paran en el cordón y sopesan, como se dice, el panorama, un problema, pero en fin, trataremos de resolverlo -lee Leto en la cara del Matemático, cuya concentración en la tarea que se avecina se vuelve tan grande, que sacudiendo leve y pensativo la cabeza, y acariciándose, mecánico, el mentón, ante el asombro inenarrable de Leto, bajito y distraído, se pone a canturrear.
Es verdad que la situación es compleja: los coches que vienen del Oeste por la transversal, como hacia el Norte la calle principal está para uso exclusivo de peatones, se ven obligados ya sea a continuar hacia el Este, ya sea a doblar por la calle principal en dirección al Sur, en tanto que los que vienen por la calle principal de Sur a Norte, deben doblar, por las mismas razones, en dirección Este por la transversal -o deberían, mejor, porque, por el momento, las hileras diferentes de coches que se encuentran en el cruce están atascadas y no avanzan, sin exagerar, ni un milímetro, inmóviles y como desparramadas sin orden en la calle, a pesar de los esfuerzos teóricos y del revoleo de brazos del vigilante que ha abandonado su tarima y que, añadido por la experiencia histórica del maquinismo al proyecto excesivamente abstracto de Hipodamos, justifica, por su impotencia y a posteriori, la invención del semáforo, no menos abstracto a decir verdad en su periodicidad mecánica, inadecuada a la no periodicidad de los fenómenos, que la invención de Hipodamos cuyas imperfecciones pretende corregir. A Leto, entre tanto, no se le va el asombro ni, y por qué no, la decepción vaga: en primer lugar, el canturreo del Matemático, su automatismo preocupado, no condice con el autocontrol férreo que le atribuye, tal vez por su formación científica y por su origen social, y en segundo lugar porque esa letra de tango, en boca del Matemático, le suena como un anacronismo, dándole una impresión semejante a la que le produciría una voz de soprano saliendo de entre los labios de un boxeador. Además, la reacción del Matemático le parece desproporcionada en relación con el obstáculo que deben, como se dice, franquear -hay, ahora, algo atroz en su cara, no muy diferente del pánico, que el bronceado europeo parejo, que cumple la función, involuntaria desde luego, de una máscara, deja pasar al exterior. Y a eso se agrega que el canturreo, en lugar de desarrollar la melodía haciendo progresar la letra de la canción, vuelve a repetir una y otra vez el mismo dístico, sobre el mismo fragmento melódico, pero en un tiempo cada vez más acelerado, en voz cada vez más baja, con una dicción en la que aumenta el empastamiento y que de ese modo vuelve incomprensibles las palabras, a medida que la mirada en la que despunta el pánico resbala sobre los coches inmóviles de los que los paragolpes, que casi se tocan, exigirán, al que quiera cruzar, una pericia extrema. La mirada del Matemático se detiene, inquieta, en el espacio estrecho que dejan los paragolpes, y después se dirige hacia su propio pantalón. "Los pantalones", piensa Leto, que ha ido siguiendo al Matemático en todas sus fases de desolación. "La amenaza de una mancha en los pantalones." El alma, como le dicen, de la que decía hace un momento parecerle a un servidor que es, no cristalina, sino pantanosa, "el alma del Matemático", piensa Leto, sin representarse, desde luego, la palabra alma, y sin tampoco, como la mayor parte del tiempo, con nada parecido a palabras, "el alma del Matemático, que distingue con facilidad lo verdadero de lo falso, el bien del mal, y que posee la entereza suficiente como para poner las cosas en su lugar si Tomatis echa a correr la calumnia por las calles, se derrumba y deshace ante la posibilidad de una mancha en los pantalones".
Haciéndose cargo de la situación, y simulando no haber percibido ningún cambio en la actitud del Matemático que ahora, aunque no menos inquieto, ha dejado por fin de canturrear, hecho que comprueba con alivio, Leto se pone a buscar, por entre los paragolpes demasiado juntos, algunos que les permitan pasar a la vereda de enfrente. Hay por lo menos tres filas atascadas en la transversal, aunque en el caso actual la noción misma de fila es inadecuada, debido a la posición irregular de los coches, encastrados en los espacios que han ido quedando libres como si hubiesen hecho su aparición únicamente con el fin de llenarlos -pero ahora, en toda la transversal, no queda un solo espacio libre y habría que ponerse en puntas de pie y otear por lo menos una cuadra y media hacia el Oeste para ver los últimos vehículos que todavía se mueven, agregándose con prudencia, si puede usarse la expresión, a los que ya no consiguen avanzar. Decidido, Leto inspecciona, teniendo en cuenta toda clase de detalles, los paragolpes, y después levanta la vista y ve que en la vereda de enfrente cuatro o cinco personas buscan también un paso en sentido opuesto, pero cuando encuentra un espacio de unos pocos centímetros se vuelve hacia el Matemático -paralizado por la ineluctabilidad de la mancha, todo el ser concentrado en los pantalones blancos deslumbrantes- y haciéndole un gesto casi imperceptible lo incita a seguirlo. Una lucha interior se manifiesta en la expresión del Matemático, lucha cuyo resultado, incierto al principio, termina por confirmar, de un modo provisorio desde luego, la tesis, por usar alguna expresión, humanista como la llaman, a estar con la cual, en el ente llamado hombre, los elementos llamados racionales -en la actualidad dios, patria, hogar, tecnología, conciliación de clases- terminan siempre por sobreponerse a los irracionales -excremento, succión o masticación, esperma, sangre, autodestrucción- de un modo constante y según una curva ascendente indefinida, de modo que después de una vacilación rápida y mal disimulada, imitando a Leto, en cuyas manos, ciego e inerme, ha depositado todo el poder de decisión, el Matemático abandona la vereda y se aventura, lento, por la calle.
Leto hace un gesto nervioso, superfluo, consistente en sacarse los lentes y volvérselos a poner en el acto y, un poco de costado, después de estimar de un vistazo sus posibilidades de éxito, empieza a pasar, despacio, entre los dos paragolpes, seguido, a medio metro de distancia más o menos -y siempre más o menos, ¿no?-, por el Matemático al que la corpulencia proporcionada y musculosa, tan necesaria para llevar, esquivando a sus adversarios, la pelota ovalada de una punta de la cancha a la otra no le es, en la circunstancia actual, de ninguna utilidad; más bien al contrario: el corte ancho, flotante, de los pantalones blancos, en oposición deliberada a la estrechez arbitraria de la moda presente, también contribuye a volver más dificultoso su desplazamiento, a diferencia de Leto, a quien la flacura relativa y la ausencia de fijación fetichista con su pantalón de mala calidad le facilitan, como se dice, la tarea. Pero por discreción, para no humillar demasiado al Matemático, Leto magnifica sus propias dificultades: le basta con haber vislumbrado las grietas de su alma, como la llaman, y, consciente de lo ineluctable de nuestras desilusiones acepta, ensombreciéndose un poco por dentro, que los mitos claudiquen cuando irrumpe el principio, que le dicen, de realidad. Sin embargo, tratando de no ser sorprendido, vigila los pantalones blancos mientras atraviesan, volviendo discreto la cabeza., deseando a su vez que la mancha no se produzca, no por identificación simpática, sino por temor de que la mancha remache la abyección, la complete y, ante sus ojos, el Matemático, que a pesar de las insinuaciones de Tomatis, le parece alguien digno de amor y de cierta admiración, no naufrague en la zona oscura y pastosa de la que el aire claro de la mañana es el reverso endeble y pasajero. Pero por suerte, con prudencia y pericia, logran atravesar. Una etapa, por lo menos, ha quedado atrás, por decirlo de algún modo, pero a decir verdad, si antes de bajar a la calle han estado bloqueados pero libres de volver, como se dice, sobre sus pasos, ahora retroceder es imposible, y la salida del primer pasaje entre los paragolpes los pone frente, no a un nuevo pasaje, sino a la carrocería roja de un auto que les impide pasar. Leto explora, por encima del auto rojo las posibilidades de seguir adelante que les ofrece la disposición de los autos detenidos en la calle y comprueba que, de la vereda de enfrente, el grupo que estudiaba a su vez un itinerario posible se ha aventurado a la calle, desviando unos metros hacia el Este, y ahora cruza en fila india entre dos coches, lo que lo induce a tomar a su vez la dirección Este; costeando el auto rojo, no sin asegurarse de que, sumiso, el Matemático lo sigue, verifica, con desaliento, que el paragolpes delantero del coche rojo está casi pegado al paragolpes trasero del coche siguiente, y cuando alza la cabeza para analizar los movimientos del grupo de la vereda de enfrente advierte que si han debido desviar hacia el Este para atravesar el primer espacio libre entre los paragolpes, ahora deben volver atrás, en busca de un segundo pasaje que les permita atravesar la segunda fila de coches. Con celeridad -la palabra pareciera estar bien empleada- Leto sopesa -se dice así- las dos posibilidades, Oeste o Este, consciente de que debe tomar una decisión en la fracción de segundo que se avecina, ante la disyuntiva de lanzarse, a ciegas, por un terreno inexplorado, o confiar en la experiencia adquirida de los otros, que vienen en sentido opuesto, confirmando, en cierto modo únicamente, ¿no?, y por decir así, el carácter reversible del espacio, y eligiendo esta segunda posibilidad gira brusco, llevándose por delante al Matemático que, dócil, lo ha venido siguiendo de muy cerca, espiando ansioso -el Matemático, ¿no?- por encima de su cabeza, las posibilidades de éxito que les ofrece el terreno. Confusos, tratan de cederse el paso mutuamente, varias veces, impidiéndose avanzar cada vez, ya que de un modo evidente, el Matemático se resiste a encabezar la marcha pero se abstiene de ponerse de costado por temor de que si se apoya contra un auto, los pantalones, cuyas botamangas y piernas está tratando de preservar, no reciban la mancha tan temida en los fundillos. Leto comprende, y apoyándose de espaldas contra el auto rojo, deja pasar al Matemático, se desliza sobre la carrocería limpiándola bien de polvo con sus propios pantalones y, sacudiéndoselos sin ostentación para no generar remordimientos en el Matemático, o tal vez por temor de que aun advirtiendo su sacrificio el Matemático, inhibido en sus reacciones morales a causa del apego desmedido a sus propios pantalones, ni siquiera sienta esos remordimientos, comienza a desandar el trayecto recorrido y a dirigirse hacia el Oeste. Un prurito -podría decirse- último de responsabilidad lo hace echar una ojeada rápida hacia atrás para asegurarse de que el Matemático lo sigue.
Ahora bien: apenas han puesto un pie en la calle, como si el contacto de las suelas de sus zapatos con el asfalto hubiese desencadenado un mecanismo complejo de estimulación sonora, los numerosos autos inmóviles, relativamente silenciosos, por protestar tal vez contra alguna señal del vigilante, o por imitación gregaria, o por la simple voluptuosidad de existir de una manera un poco más intensa gracias al anuncio repetitivo de la índole musical del propio ser, como le dicen, han comenzado, casi al unísono, a llenar la mañana inocente y soleada con el ruido de sus bocinas. Todo el espacio alrededor se descompone en planos sonoros, de los que los diferentes timbres e intensidades marcan los límites, el perímetro, la distancia, la ubicación respecto de Leto y del Matemático, que en el centro del horizonte de ruidos artificiales parecen avanzar como en un medio más resistente que el aire, a juzgar por la subexpresión, podría decirse, de esfuerzo y de desagrado que acompaña, igual que la misma salsa los diferentes platos de un banquete o la eternidad en tanto que subespecie la contingencia pasajera, la sucesión de emociones que van generando en ellos los accidentes del cruce. Por fin encuentran un espacio lo suficientemente ancho entre dos paragolpes como para cruzar; pero se ven obligados a detenerse y a esperar, porque el grupo de la vereda de enfrente, encabezado por un hombre canoso, en mangas de camisa, que lleva un portafolios en la mano -un abogado que viene de Tribunales, casi seguro, o un alto empleado de la casa de gobierno que se dirige al centro a realizar operaciones bancarias- que ha encontrado el pasaje antes que ellos, ya ha empezado a atravesarlo en fila india. El hombre canoso sale de entre los paragolpes con la cabeza baja, perdido en sus pensamientos, llevándole cierta ventaja a sus seguidores, pero la mujer que lo sigue, un ama de casa que ha salido a hacer gestiones administrativas y que aprieta contra su pecho la libreta de familia de la que sobresale una hoja de papel sellado, les lanza una mirada que Leto, a diferencia del Matemático, bloqueado a todo comercio social, recoge al pasar con un gesto de connivencia, para tranquilizarla, porque le ha parecido vislumbrar, en la mirada de la mujer, cincuentona y redonda, de origen bastante modesto, como se dice, una especie de culpabilidad excesiva por el hecho de que ella, una simple señora de barrio, haya tenido la audacia de pasar antes que ellos dos, que parecen jóvenes cultos y de buena familia. La mirada de Leto trata de expresar, infructuosa, porque la señora nunca lo admitiría, el origen común de la humanidad, a partir de las llamadas ramas colaterales de ciertos primates, como les dicen, en África oriental, unos setenta millones de años atrás, en números redondos, más la idea formulada por no pocas religiones según la cual todos los seres humanos son iguales ante el sufrimiento, más su convicción personal de que la mejor organización social sería un orden igualitario, con rotación de roles, un mínimo de gobierno y socialización de los bienes de producción, pero apenas sus miradas se han cruzado una fracción de segundo, el lapso indispensable para expresar su culpabilidad a los dos jóvenes diplomados, la mujer baja otra vez los ojos, un poco avergonzada de haberse atrevido a hacerlo, confusa por la mirada connivente que le ha devuelto uno de los jóvenes, llena de sobreentendidos que ella no logra ni desea desentrañar. Al tercero de la fila, el Matemático no puede ignorarlo; es un conocido, el ingeniero Gamarra, adjunto de Química Orgánica, con quien sabía jugar al ping-pong en el club universitario. Sesentón y bien trajeado, se viene acariciando la punta de la corbata a rayas oblicuas, anchas, amarillas y verdes, y lo saluda con una inclinación de cabeza y un monosílabo cortante que Leto, que lo observa imparcial desde el exterior, atribuye a lo humillante de la situación; por último, una mujer joven, vestida con un trajecito floreado, y de la que la cartera de cocodrilo que cuelga de su brazo roza la carrocería de uno de los autos mientras atraviesa sin siquiera dignarse mirarlos. El paso actual, más exiguo que el primero y que ha obligado a los que lo cruzaron en sentido inverso a girar un poco el cuerpo y a desplazarse de costado, presenta mayores dificultades, y el hecho de pasar de costado pone en peligro las dos piernas del pantalón a la vez, y cuando se internan en él, las bocinas entre cuyo sonido han venido como chapaleando, todas al mismo tiempo, dejan de oírse. Una sola insiste, una vez más, en algún punto de la calle principal, pero después no recomienza. Cuando dejan atrás los paragolpes, Leto, sin detenerse, toma hacia el Este y encuentra sin mayor esfuerzo el paso que han descubierto los que venían en dirección opuesta -ancho, llano, abierto, con el cordón de la vereda en el otro extremo, tan fácil de atravesar que, sin darse vuelta, Leto comprende que el Matemático, a sus espaldas, ya está recomponiéndose una personalidad, y que cuando pisen la vereda de enfrente y se pongan a caminar a la par, será otra vez el tipo rubio, alto, elegante, bronceado, todo vestido de blanco, incluso los mocasines, que usa sin medias y de los que no sabe que han sido comprados el mes antes en Florencia, el Matemático, perfecto en su género igual que un modelo publicitario, que habla pausado y preciso, y que ha salido esa mañana a distribuir a los diarios el comunicado de la asociación de estudiantes de Ingeniería Química relativo al viaje a Europa que la nueva promoción de egresados o de egresados inminentes acaba de realizar.
Pero se equivoca. Al llegar a la vereda, el Matemático no ha terminado todavía de luchar consigo mismo -al menos le parece a Leto que, cuando se pone a caminar junto a él, del lado de la pared, no deja de advertir su ofuscación sorda mientras elabora la humillación de haber sido, durante unos instantes, el rehén de su propio pantalón, y Leto, aliviado, siente despuntar, a través del silencio del Matemático, el remordimiento sincero, la resolución de ser mejor en el futuro, la certidumbre de que nunca más volverá a empastarse en esa penumbra irracional de la que acaba de salir, la convicción de que esas debilidades son simples automatismos pasajeros que el sabio va eliminando, gracias a la inteligencia liberadora, le parece a Leto que va pensando el Matemático, en su evolución ascendente. Llegan a la esquina. Doblan. Y ahora que retoman la calle principal, en dirección al Sur, como decía hace un momento, ¿no?, el Matemático, habiéndose reconstituido de su eclipse compulsivo, después de carraspear dos o tres veces, emerge otra vez al sol de la mañana. Pero Leto está pensando: "Darían todo a la humanidad, salvo el pantalón. Aceptarían cualquier cosa, menos que les manchen el pantalón. Se comportan como corderos siempre y cuando no esté en peligro su pantalón. Desconfiar de ellos, aun cuando lo hayan dado todo y pretendan no haberse guardado más que el pantalón". Con el plural, adscribe al Matemático a un vasto campo enemigo, a la legión de los que, atrincherados en la defensa de sus propios pantalones, constituyen, egoístas y ciegos, una amenaza constante para el resto de la humanidad. Pero la voz del Matemático, un poco aflautada al principio por el carraspeo vergonzoso, recupera el tono imparcial, el preciosismo calculado y, Leto debe admitirlo, el timbre agradable de las cuadras anteriores.
– En varios puntos, Botón es más verosímil que Tomatis -dice, retomando la conversación como si no hubiera pasado nada. "Será", piensa, malévolo, Leto, dispuesto a escucharlo pero a controlar, severo, a cada paso, por decir así, y también en sentido literal en el caso presente, su credibilidad. Pero como todas las otras veces, sus proyectos rigoristas ceden en forma casi simultánea a su formulación, arrastrados por un relativismo orgánico, podría decirse, que proviene de su inseguridad tal vez, o de un rigorismo de signo contrario, dirigido contra sí mismo; a decir verdad, no le disgustaría ser como el Matemático, o sea capaz de deslindar lo auténtico o por lo menos lo probable del acaecer problemático, y al mismo tiempo estar tan incorporado a la historicidad como para saber que debe evitarse, a cualquier precio, una mancha en el pantalón. Por otra parte coincidir con él en un juicio negativo sobre Tomatis lo iguala no solamente en una visión semejante de las cosas, sino también en la intimidad del propio Tomatis, intimidad que, paradójico, el juicio negativo acrecienta en vez de disminuir. Y por último, esos dichosos mosquitos de Washington han terminado por intrigarlo: en el ir y venir de pensamiento, recuerdos, asociaciones, de imágenes falsas que a partir de ahora, y para siempre, llevará en él como recuerdos verdaderos, los mosquitos revolotean, grises y definidos, pasan una y otra vez por la zona despejada de su mente en la que desfilan, igual que en un teatro de variedades, las representaciones que hacen surgir, como se dice, los comentarios detallados del Matemático. El cual, pasando lo más orondo de la preservación obsesiva de su pantalón a la refutación imparcial y fácil de la maledicencia tomatiana, prosigue de esta forma: ¿Rita Fonseca, cuando tiene unas copas encima quiere mostrarle las tetas a todo el mundo? Él, el Matemático, no dice que no. Es probable. ¿Pero no es cierto que tiene derecho? Y haciendo un ademán amplio y teatral, después de pararse de golpe, semejante al prestidigitador que hace aparecer de un modo súbito a su linda ayudante en malla de lentejuelas en un punto del escenario hasta entonces completamente vacío, estira el brazo en dirección a una vidriera y se queda señalándola con la mano abierta y una sonrisa amplia y satisfecha.
Dócil, parándose a su vez, Leto mira la vidriera que indica la mano abierta del Matemático. Detrás, el local, todavía cerrado, está en una semipenumbra, a pesar de las paredes blancas que emiten, en esa penumbra, una especie de resplandor. En el fondo, los únicos muebles, un escritorio y un par de sillones, se esfuman un poco en la semipenumbra que se va disipando en las cercanías de las vidrieras que flanquean la puerta de calle oculta detrás de una cortina metálica acanalada. De las paredes blancas cuelgan varios cuadros sin marco, de distinto formato, bastante grandes en general, en los que pueden adivinarse, desde la vereda, las líneas abstractas. Pero, bien expuesto en la vidriera que señala el Matemático, también sin marco, apoyado contra un soporte de madera blanca, uno de los cuadros se exhibe para ser visto desde el exterior del local, a través de la vidriera. Junto al cuadro hay una tarjeta blanca donde se lee: Galería de arte – Rita Fonseca – Drippings – 1959/1960.
– Tiene derecho, ¿no? -insiste, orgulloso y entusiasta, el Matemático, señalando la tela expuesta en la vidriera, que Leto ha comenzado a observar. Y como, molesto por su insistencia, Leto no dice nada, el Matemático hace silencio, como se dice, sin poder abstenerse de vigilar, como ya lo ha hecho durante la lectura de Tomatis, la reacción estética de Leto. Pero esta vez, Leto se olvida de su presencia y penetra, por decir así, en la superficie cubierta de pintura hasta los bordes, sustrayéndose tanto y de un modo tan súbito, al mundo exterior, que ni siquiera oye las bocinas que, durante unos segundos, se ponen a sonar otra vez y después paran, porque las filas de autos que habían estado atascadas en la esquina recomienzan, a paso de hombre, a avanzar. Leto nunca ha visto un cuadro semejante: es un rectángulo de un metro de alto más o menos y de unos ochenta centímetros de ancho, sin ningún tipo de representación, ninguna figura o silueta, ninguna forma ni siquiera vaga o distorsionada, sino una acumulación de gotas, manchas, regueros, salpicaduras de pintura fluida de varios colores que se superponen, contrastan, se anulan, se mezclan, se combinan y que, en tanto que conjunto, se equilibran, milagrosos, a pesar del ritmo irregular y frenético y del azar vertiginoso con que la pintura ha chorreado sobre la tela. "Le mostrará las tetas a todo el mundo, pero qué bien pinta", piensa, maravillado, mitigando con una parodia de grosería, que le sirve también para expresar su admiración, la emoción violenta, inequívoca, que le produce el cuadro. Ningún color predomina, a no ser por las titilaciones, no periódicas porque su distribución en el conjunto no obedece a ninguna periodicidad, con que sobresalen de tanto en tanto, y siempre en relación estrecha, como se dice, con los demás, en distintos puntos de la superficie; el chorreo, más bien fino o mediano en general, se adensa por momentos en remolinos, en manchas superpuestas varias veces, en gotas de tamaño diferente que, al estrellarse, cayendo de distinta altura, lanzadas con distinta fuerza o constituidas por distintas cantidades de pintura más o menos diluidas, se estampan por lo tanto de manera distinta cada vez, no únicamente por el tamaño, sino sobre todo por la individuación perfecta que adquieren al desparramarse en la tela. Por otra parte, las manchas y los regueros tortuosos continúan hasta los bordes, los cuatro costados clavados al bastidor, de modo tal que como se comprueba que lo que ha quedado detrás del bastidor es la continuación de la superficie visible, puede deducirse con facilidad que esa parte visible no es más que un fragmento, y el ojo, al llegar a los bordes en los que se pliega la superficie, adivina la prolongación indefinida de esa aparición intrincada que va dejando, en su combinación imprevisible de colores, de densidades, de velocidades, de sobresaltos y de acumulaciones, de giros bruscos y de temperaturas, la materia atormentada. No son formas, sino formaciones -rastros temporariamente fijos de un fluir incesante, ¿no?, aglomeración sensible, podría decirse, en un punto preciso de la sucesión, que relacionando tensa y frágil, sin anularlos, azar y deliberación, le añade, liberadora, a lo existente, delicia y radiaciones. Leto sacude la cabeza, varias veces, en tanto que, haciendo sobresalir el labio inferior, oculta en él al superior, para expresar su perplejidad admirativa. El Matemático, que ha estado mirando el cuadro al mismo tiempo que él, no sin seguir vigilando sus reacciones, lo acompaña, dispuesto y agradecido, cuando se da vuelta y continúa caminando.
Hay como un orgullo múltiple en el Matemático, primero por haberle señalado a Leto la presencia de un artista de valor, ya que siempre es agradable y tranquilizador haber sido de los primeros en cualquier cosa, después porque se ha dado cuenta de que la admiración de Leto es sincera lo cual confirma en cierto modo su propio gusto artístico, ¿no?, y por último, a causa de la refutación, sin gasto de argumentos, con la simple presentación de pruebas, de otra calumnia de Tomatis, o en todo caso de su selección tendenciosa, como dicen, ¿no?, de los hechos. Porque en rigor de verdad, dice el Matemático con una sonrisa benévola que quiere dejar sentada su total prescindencia de juicios morales en el asunto, es un error grosero pretender que Rita, cuando está borracha, quiere mostrarle las tetas a todo el mundo, porque de todos modos siempre está borracha, y la mayor parte del tiempo tiene el torso completamente cubierto. No, si hace eso de tanto en tanto, según el Matemático, no sería por alcoholismo o exhibicionismo, sino más bien por timidez: ¿qué hacer, de qué hablar, cómo comportarse en sociedad? ¿Similar interés por las conversaciones estúpidas o asumir poses pretenciosas, tratar de refutar argumentos inatacables pero enteramente falsos, justificar por qué nos gusta más el dulce de membrillo que el de batata o Miró que Dalí? ¡Ah, no! mejor quedarse callados en un rincón, tomando ginebra tras ginebra, sin decir una palabra, fumando tabaco fuerte hasta que, en un momento dado de la noche, de un modo brusco, por pasar por fin a la acción después de un marasmo insoportable, sin saber qué comportamiento justo asumir o qué palabra verdadera proferir, para descargar angustia, zas, las tetas al aire. Eso desde luego sin ninguna deliberación, de un modo compulsivo más bien, cuando, no únicamente los demás, sino ella misma menos se lo espera. El, el Matemático, ha tenido la suerte de verla trabajar varias veces en su taller; pinta sin caballete; pone un rectángulo de tela directamente en el suelo, y todo alrededor de la tela los tarros de pintura fluida en los que sumerge unos palos de distinto diámetro -pedazos de mangos de escoba, varillas, ramas de árbol o de arbusto peladas con un cuchillo, mangos de pinceles- y que después deja chorrear sobre la tela; otras veces echa pintura en un colador que pasea después sobre la tela y si no agujerea directamente el fondo de los tarros y va rociando la tela con ellos. Cerca, en una mesita, tiene una botella de ginebra, vasos, y una sopera de aluminio, toda abollada y llena de hielo, y un montón de paquetes de Colmena o Gavilán. A veces, si la tela es demasiado ancha, va recorriéndola por los cuatro costados con sus palos, sus tarros o sus coladores, pero si la anchura se lo permite, va pasando por encima, con las piernas bien abiertas, para no pisar la tela, todo el día inclinada hacia el suelo, de modo que uno de sus chistes preferidos, que son dos o tres, siempre los mismos, y que la hacen reír a ella sola, es que para pintar hay que tener riñones de campesino y que, justamente, la ginebra no es para encontrar la inspiración sino para calmar el dolor de cintura. Lo cierto, dice el Matemático, es que de vez en cuando se para un ratito, se toma un buen trago, y vuelve al trabajo, con el cigarrillo colgando de los labios entreabiertos, milagroso, y la cabeza rígida para que la ceniza no caiga sobre la tela; de tanto en tanto, se para para sacudir la ceniza a un costado e ir considerando el resultado. A él, al Matemático, ¿no?, le parece curioso que sea tan amiga de Héctor, el otro pintor, porque es difícil concebir dos modos tan diferentes de trabajar y de representarse la pintura -eso, aparte de que son dos personalidades tan distintas. Héctor necesita semanas, meses, para terminar un cuadro; ella, en ciertos períodos, pinta tres o cuatro por día. Cuando tiene una idea, Héctor la pone en práctica con minucia, paciente, haciendo cálculos, teorías, y cada uno de sus cuadros, o cada una de sus pinceladas incluso, tiene un fundamento teórico, sin contar con el hecho de que sus cuadros son a veces monocromos, o utilizan uno o dos colores, o distintos tonos de un mismo color, y son casi siempre geométricos. Héctor encuentra lo que busca antes de empezar a pintar; ella pinta todo el tiempo y para de pintar cuando encuentra algo. El, el Matemático, ¿no?, le ha oído decir una vez que ser un buen pintor consiste en saber dejar de pintar, en saber cuándo pararse; y en efecto, los cuadros que no le salen bien, porque justamente ha ido demasiado lejos -lo cual ocurre la mayor parte del tiempo- los arruga todos y los tira a la basura. Varias veces por día tiene que tirar el resultado de horas de trabajo -varias veces por día, y todo porque la mano, que ha estado paseándose incansable sobre la tela, dejando chorrear sobre ella pintura bien diluida, no ha realizado el movimiento exacto destinado a estampar las manchas finales mediante las cuales el conjunto, hasta ese instante contingencia y caos, comience a irradiar, para nuestra exaltación, dice más o menos el Matemático, necesidad y gracia. Y ella, inclinada sobre la tela, vacilando un poco a causa de los vasos de ginebra, sacudiendo al costado, sin prestarle atención, la ceniza del cigarrillo, tiene que ser la primera en descubrir, en ese desorden aparente, la evidencia mágica. No únicamente en eso se diferencian con Héctor -y lo curioso es que sienten uno por el otro una admiración sincera y recíproca y que dos o tres veces por semana se encuentran en el bar de la galería y se emborrachan juntos hasta el amanecer. Héctor habla todo el tiempo, en tanto que ella no pronuncia una palabra, a menos que, en vez de desabotonar su blusa, cuando se ha tomado una botella de ginebra, no se ponga a hablar sin parar, a gritar, a reírse de cualquier cosa, hasta terminar insultando, nadie sabe bien por qué y ella menos que nadie, a sus interlocutores. Los dos tienen alrededor de treinta años y han estudiado un tiempo juntos en la escuela de Bellas Artes, pero en tanto que Héctor ha pasado una temporada en Europa, visitando museos y manteniendo discusiones teóricas con la crema de la vanguardia europea, ella nunca ha salido de la ciudad. Héctor se compra sus pulóveres en Buenos Aires, y a veces incluso se los hace mandar de Roma o de París; ella anda siempre con la misma pollera y el mismo saco, manchados de pintura, lo mismo que las manos e incluso a veces el pelo, los pies enfundados en unos zapatones de hombre todos gastados, la cara sin maquillar, siempre con un Gavilán o un Colmena colgando entre los labios, las uñas desparejas no pocas veces decoradas de un reborde negro, siempre buscando alguien, hombre o mujer, le da lo mismo, para traérselo con ella a pasar la noche al taller, porque no soporta quedarse sola y es raro que se duerma antes del alba, yendo y viniendo todo el tiempo a llenar su vaso de ginebra y a sacar hielo de la sopera abollada. Justamente, Botón, de quien las malas lenguas ya no saben qué murmurar, porque tiene novia oficial en Diamante, el tiro al aire de Botón justamente, dice más o menos el Matemático, aturdido y todo como es, es uno de los pocos, junto con Héctor, desde luego, que saben cómo llevarla. Es el lado desconocido de Botón, que él mismo oculta con cuidado, prefiriendo presentar al mundo, quién sabe por qué razones complicadas, su faceta de mujeriego y de alcohólico. Lo cierto es que Botón dejaría cualquier cosa, a cualquier hora del día o de la noche, si ella lo mandase a llamar. El, el Matemático, ¿no?, piensa que si entre ellos existió algún tipo de relación sexual, debe haber sido solamente al principio y que, si es cierto que se emborrachan juntos la mayor parte del tiempo, es únicamente en su compañía que Botón se cuida porque sabe que al alba tendrá que hacerse cargo de ella, y si el día del cumpleaños se emborrachó como lo pretende Tomatis, es porque no podía prever que ella vendría con Héctor y Elisa para quedarse hasta el alba -el alba, ¿no?, cuando después de un día entero de decepción en espera de la noche salvadora, se comprende por fin, al final de la negrura infructuosa, en la primera luz cenicienta, que una vez más el día, transparencia mortal y sin salida, recomienza.
El Matemático no vacila en poner en la balanza, como se dice, defectos y virtudes de Botón, para gran contrariedad de Leto, que debe corregir la imagen un poco sumaria que ha venido elaborando; para él se trataba de un entrerriano morocho, picado de viruelas, estudiante de abogacía, más afecto al vino y a la guitarra que a los apuntes de Derecho Civil, violador aficionado en sus ratos libres, más bien populachero en sus gustos literarios, de inteligencia un poco obtusa, y ahora resulta que se trata de un muchacho exquisito, protector del arte de vanguardia, una especie de santo, capaz del más grande de los sacrificios -mantenerse sobrio- si un fin superior -es la expresión que se utiliza en estos casos- se lo exige. Una sospecha empieza a apoderarse, como dicen, de Leto, a saber que el Matemático, por oponerse en forma radical a Tomatis, ha perdido el sentido crítico y exagera el lado bueno de las cosas, o peor aún, entronca Leto con una intuición delicada aunque, como venía diciendo, con nada parecido a palabras, peor aún, decía, ¿no?, el Matemático, habiendo probado el gusto de la abyección humana, capaz de reducir a nada el todo con tal de no recibir una mancha en el propio pantalón, para redescubrir, podría decirse, la miel de la existencia, el bien disperso en el mundo, ve virtudes hasta en Botón. Pero estos pensamientos pasan rápido, como chispazos silenciosos o fogonazos apagados, en la trastienda de su mente, concentrada ahora en el salto imprevisto que su cuerpo debe dar, junto al del Matemático, para desembocar en la esquina, y el conductor de un auto que los ve llegar frena despacio e, inclinándose un poco para mirarlos a través del parabrisas, les hace una seña amable con la mano indicando que pueden pasar -lo que hacen acto seguido, como se dice, apurándose con una ostentación que, a decir verdad, no les permite ganar tiempo, pero que les sirve para responder con todo el cuerpo a la amabilidad del conductor, un apuro ostentoso que, más o menos, significaría nos apuramos todo lo que podemos, tanto, que ni siquiera podemos darnos el lujo de inclinarnos para responder a su señal de amabilidad pero, justamente, nuestra propia amabilidad consiste en apurarnos y que, después de todo, aunque no les haga ganar mucho tiempo, ya que lo que ha ido en aumento es la ostentación y no la velocidad, los traslada, quieras que no, a la vereda de enfrente.
Cosa curiosa: Botón, justamente, el sábado anterior, en el puente superior de la, etc., etc., ¿no?, le ha contado, al Matemático, ¿no?, la llegada de Rita, Héctor y Elisa al cumpleaños de Washington -como a las dos de la mañana, parece, Rita y Héctor bastante cargaditos, según el diminutivo elocuente, como se dice, empleado por Botón, y Elisa, como de costumbre, seria y retraída, con aire de estar ahí contra su voluntad, negándose a sentarse con el pretexto de que ha venido siguiendo a Héctor y a Rita que pasan únicamente a saludar. Por supuesto que serán los últimos en irse, Rita porque es incapaz de acostarse antes del alba, Héctor a causa de las discusiones interminables en las que se enreda con unos y otros, sobre cualquier tema, y Elisa parada cerca de la parrilla y cerca de la puerta más tarde cuando el frío de la madrugada los obliga a entrar en la casa, apretando la cartera contra su vientre, sin tomar nada ni hablar con nadie, para dejar claro de ese modo que es por culpa de Héctor y de Rita que está ahí y contra su voluntad. ¿No? Todos esos detalles él los conoce por Botón, dice el Matemático; Leto sacude otra vez la cabeza, afirmativo, para demostrar que ha entendido, lo que alienta al Matemático a continuar: a esa hora, a las dos de la mañana, la cosa estaba en lo mejor -al Matemático se le escapa una risita, durante un par de segundos, que Leto interpreta como divertida, por el reconocimiento de lo típico del comportamiento de los presentes, la mayor parte de los cuales el Matemático conoce bien, de modo que ese reconocimiento de lo típico de cada uno y de lo típico de todos reunidos le produce alegría dándole el sentimiento de estar familiarizado con el mundo, y como nostálgica -que Leto interpreta, ¿no?-, a causa de lo irreparable de no haber estado ahí, de haber estado el mismo día y a la misma hora visitando fábricas en Francfort, víctima de la inadecuación humana -si puede usarse la expresión- al tiempo y al espacio, como los llaman, risita de dos o tres segundos que, traducida a palabras, vendría a querer decir más o menos: ¡Ah, qué bien que me los imagino! ¡Ah, qué bien que puedo verlos ahora desde aquí! ¡Ah, qué bien que puede recomponer esa noche sin que la hayan captado previamente mis sentidos! ¡Qué macana haber estado en Francfort! ¡Qué macana que el viaje a Europa haya coincidido justo con el cumpleaños de Washington! ¡Qué macana que el ser humano, el ser viviente en general, prisionero de la sucesión, se vea obligado a asistir en forma empírica a un solo punto del espacio por vez, y no le sea posible abstraer las transiciones sucesivas que se requieren para pasar de un determinado punto del espacio a otro!, del mismo modo que Leto, que, como decíamos, o decía, mejor, un etc., etc., tampoco ha estado presente, y siempre sin nada parecido a etc., etc., no deja de pensar algo, de experimentar algo en alguna parte de su ser que, vertido en forma verbal aproximativa, podría dar más o menos lo siguiente: Dos o tres alusiones de Tomatis indicarían que el hecho de que no me invitaran fue decidido con premeditación, pero también podrían indicarlo contrario, a saber que, si no me invitaron, fue a causa de un olvido involuntario, aunque pensándolo bien las alusiones no hayan sido más que una sonda para averiguar por qué razón, teniendo en cuenta que ellos creían que no era necesario invitarme para que fuera, yo me abstuve de ir, lo cual mostraría que serían ellos los ofendidos, pero aún admitiendo esta última posibilidad, o sea que me consideran demasiado íntimo de Barco, de los mellizos y de Tomatis como para que haya habido necesidad de invitarme, desde cualquier punto de vista que se examine la cosa, no hay nada que hacerle, los hechos obligan a rendirse ante la evidencia, no me invitaron.
Y así. A decir verdad -es un decir, ¿no?- Botón, en el banco de popa, había, casi en seguida de empezar, hablado de eso, de la llegada de Rita, Elisa y Héctor, para referirle el estado de ebriedad avanzada, como se dice, de los dos pintores, puesto que, un poco culpable de haber perdido la balsa de las diez a causa, seguro, de la trasnochada de la víspera, hacía un intento inconsciente como dicen, de minimizar su propio comportamiento exagerando el de los otros. Y, según el Matemático y siempre, y hasta nuevo aviso, según Botón, apenas le llegaron a Héctor los primeros ecos de la discusión de un rato antes -sobre Noca, sobre el caballo de Noca, sobre los mosquitos de Washington, ¿no?- Héctor empezó a querer averiguar con uno y con otro cómo había sido la cosa, qué había dicho Noca sobre el caballo y por qué, qué crédito podía otorgarse a sus afirmaciones, cómo Cohen, Barco y Beatriz las habían interpretado o comentado, y, sobre todo, y ante esta parte del cuestionario Washington permanecía impasible y sonriente como si no lo escuchara, y, sobre todo, decía que dice el Matemático que le dijo Botón, cómo había sido exactamente la intervención de Washington y de qué modo se relacionaba con el caballo de Noca, si es que se relacionaba, y sobre todo también a querer, Héctor, ¿no?, que se le refiriese el asunto paso por paso, en todos sus detalles, que él creía entrever de qué se trataba y podría tal vez aclarar un poco los puntos oscuros del problema, cosa que, desde luego, teniendo en cuenta su estado, cargadito, ¿no?, como diría Botón, despertó en los presentes el más vivo escepticismo. A todo esto Washington, otra vez, como si nada. Y el Matemático se ve en la obligación de aclararle a Leto que esa impasibilidad es una broma clásica de Washington, consistente, cuando se le reclama una explicación, en simular que no ha escuchado nada, broma que, por otra parte, hace únicamente con los que ya la conocen, ya que en el caso contrario podría ser interpretada como orgullo o agresión, dos actitudes extrañas al comportamiento de Washington, broma inocente por otra parte ya que los que lo conocen saben muy bien que lo divierte quedarse mudo y sonriente durante un buen rato y que, de todas maneras, esa broma precede siempre a una de sus intervenciones. Otra de las bromas clásicas de Washington, acota, satisfecho, el Matemático, ya que esa broma reconforta sus inclinaciones, consiste en presentar a Omar Kayam como el autor de un tratado sobre ecuaciones cúbicas, simulando ignorar que también escribió las Rubayat. Lo cierto es que ese silencio de Washington casi pasa inadvertido en medio de la gritería y las risas que genera la insistencia de Héctor. ¡Anda a dormir la mona, jabibi!, le gritaba Dib desde la otra punta de la mesa mientras introducía, en su larga boquilla desmontable, una de cuyas dos mitades, enchapada en oro, hace juego con la cigarrera, el anillo macizo y el reloj pulsera del mismo metal, que ponen un poco de brillo en su cuerpo mate, delgadísimo, rematado en una cabeza un poco equina y una cara dividida en dos partes desiguales -la de arriba más larga que la de abajo- bajo la gran nariz que sostiene los lentes de patillas doradas, por un bigotito negro y bien recortado.
Pero Héctor no es de los que se dejan impresionar: inteligente, un poco pedante, con obras premiadas en San Pablo y en Venecia y cinco o seis cuadros en museos de Europa colgados en las salas de la vanguardia internacional, siempre con la vaga sospecha, que puede pasar inadvertida para el exterior, de que todo lo que ocurre en su ausencia forma o podría formar parte de una vasta conspiración contra su persona. Según el Gato, la posibilidad de una competición dialéctica con Washington lo excita de un modo particular, manía que, por delicadeza, Washington finge no percibir, lo que produce un efecto contrario al deseado, ya que Héctor se exacerba todavía más. Cohen lo califica de ambivalente y, refiriéndose a él, una vez se valió de la tirada siguiente: querría que lo quisieran más de lo que lo quieren; que no quieran querer más que a él; que los que lo quieren no se quieran entre sí; querría no querer a los que quiere ni querer que lo quieran; querría poder no querer y poder que no lo quieran. Pero él, el Matemático, ¿no?, a pesar de todo, le reconoce un interés genuino, cosa rara en un pintor, tanto por el quadrivium (aritmética, geometría, astronomía, música) como por el trivium (gramática, lógica, retórica), con lo que quiere decir, le parece a Leto, que Héctor, aparte de su talento para la pintura, no es indigno de pertenecer, a juicio del Matemático, a vaya saber qué círculo extremadamente estrecho y muy versado en ciertas cuestiones universales.
Leto sacude la cabeza, con expresión más bien vaga, para demostrar que ha comprendido no únicamente que Héctor es muy versado en ciertas cuestiones, sino también, y sobre todo, cuáles son esas cuestiones. Pero el Matemático ni siquiera lo ve, ocupado como está en ir precisando y organizando los detalles de recuerdos que ha obtenido, gracias a Botón, el sábado anterior, en el banco de popa, en el puente superior de la balsa, y que desde entonces lo acompañan para el resto de sus días; recuerdos parasitarios, podría decirse, de experiencias ajenas, que no por eso pierden fuerza, sentido y cohesión; es verdad que la mayor parte de los detalles le son familiares y que, por esa razón, no le es difícil reconstituir el todo, a diferencia de Leto que, recién llegado a la ciudad, o relativamente recién llegado, debe remendar, por decirlo de algún modo, con recuerdos heterogéneos que no se aplican a los objetos que evoca, o con imágenes vagas que no provienen de ninguna experiencia relacionada con los hechos, la imagen fragmentaria, intermitente, confusa por momentos, que el relato genera en él y que, de modo paradójico, ¿no?, a causa de su fragmentariedad y también de su carácter no empírico semejante al de las historias fabulosas, va dejando rastros profundos y vivos en su memoria: la quinta de Basso, Silvia Cohen, más inteligente que su marido, la mesa bajo el quincho y la discusión, Beatriz armando un cigarrillo, la balsa a Paraná, los silencios socarrones de Washington, la mujer de Pirulo desangrándose con la jeringa, los tres mosquitos de Washington que, diminutos y grises, empiezan a revolotear en la noche de verano, en el estudio iluminado, en Rincón Norte, zumbando nítidos, el caballo de Noca tropezando en un campo de la costa constituido por un término medio de campos de la costa ya visitados y transferidos a lo Anterior -todo eso, ¿no?, mezclando además, y sin elaboración cuidadosa, las afirmaciones contradictorias de Tomatis y del Matemático. El cual, reconcentrado y etéreo, como se dice, continúa: Hasta que Washington cede y dice -Washington, ¿no?- no, yo decía que el verano pasado… etc., etc., ante el silencio atento y un poco retobado de Héctor, que lo escucha con cierta severidad, con una expresión de inminencia que significaría más o menos: escucho, escucho, pero de todos modos, digas lo que digas, ya tengo preparada la refutación. La expresión de Washington, en cambio, obra maestra y pieza única de un arte fino y muy controlado, sin mostrar para nada que percibe la severidad amenazadora de Héctor, la expresión de Washington decía, del mismo modo que sus palabras y la entonación con que las profiere, van componiendo algo que, en forma organizada o, como se dice, discursiva, podría formularse más o menos así: No sé qué le han dado a entender los otros, pero yo en su lugar no les haría caso. No pierda el tiempo ocupándose de mis devaneos, no hay nada que refutar. Aquí están todos un poquito excitados por el alcohol y la fiesta. Hoy no los para nadie. Yo soy un señor mayor-sesenta y cinco abriles hoy justamente- que vive en Rincón Norte, jubilado, y se ocupa exclusivamente de su quintita. Vigilar la achicoria cosa que no se vaya en semilla y regar bien durante los meses de calor no me deja casi tiempo para más. Son muy exagerados los amigos aquí, no crea. Usted que se ve a la legua que es un hombre inteligente no ignora lo alocados que son. Pero ya que es tan amable en permitirme robarle su tiempo y como veo que insiste por gusto de oírme desvariar, le cuento que el verano pasado, después de la cena, me puse a leer algo, ya no me acuerdo qué, las Rimas de Mitre, tal vez, o alguna novela de Cambaceres, cuando en el silencio de la noche aparecieron tres mosquitos que se pusieron meta zumbar y revolotear a mi alrededor, hasta que me distrajeron de la lectura. Y eso es todo. Como ve, los amigos aquí se alborotan al cuete. Héctor, según el Matemático, y siempre según Botón, consciente de haber sido inmovilizado por las artimañas oratorias de Washington, de las que se ve obligado a reconocer, en su fuero interno, que son eficaces, ya que, evitando todo discurso afirmativo, como se sabe decir, lo obligan a renovar su pedido de información, desmantelando su refutación asesina, Héctor, decíamos, o decía, mejor, un servidor, simulando una curiosidad desinteresada debido a ciertas informaciones fragmentarias que no le disgustaría ampliar, a causa justamente de la poca fe que le merece el estado de los presentes, estado al que Washington parece no haber sucumbido, recomienza: ¿pero no habían dicho algo de Noca, el pescador? ¿El había oído mal o alguien había mencionado el caballo de Noca? ¿No había habido durante la cena una discusión sobre si los caballos podían o no tropezar y no había sido a causa de eso justamente que Washington había traído a colación los mosquitos? Washington, no sin antes perder un buen momento tratando de sacarse, con dedos particularmente infructuosos, una brizna de tabaco del labio inferior, después de escuchar con mucha atención las preguntas de Héctor, y siempre según el Matemático, y según el Matemático según Botón, mirando de un modo fugaz los ojos de Héctor y clavando después la mirada en el patio oscuro, más allá del quincho, el patio oscuro que ya empieza a enfriar la madrugada, responde despacio, y si pudiesen resumirse sus palabras y, como de todas maneras siempre hay que resumir, podría resumírselas de este modo: Así es, así es, no digo que no: algo dijo el amigo Noca de su caballo. Dijo que si demoró con los pescados, fue porque su caballo tropezó esta tarde en la costa, aserto, convendrá conmigo, eminentemente inverificable. Noca, que es casi de mi generación, no anda, lo mismo que yo, por el primer boleto. Y como los amigos Cohen y Barco se pusieron a discutir sobre si un caballo podía o no tropezar yo manifesté mi modesta reticencia -no es que quiera prohibirle a los caballos que tropiecen, no vaya a creer, no, nada de eso. Lo que pasa es que el amigo Noca es una amenaza andante al principio de razón suficiente y que, para discutir de algo, más vale no tener en cuenta sus afirmaciones. Por eso yo, con toda cautela, y sin querer extraer ninguna conclusión, conté lo que me había pasado con tres mosquitos. Basso, usted que tiene cerca la botella, ¿podría hacerme la gauchada de servirme un dedito de whisky? Gracias. Y, según el Matemático, sin decir una palabra más, Washington se puso a paladear la bebida y clavando una mirada deferentísima en Beatriz, que lo escuchaba frunciendo la frente y esbozando una especie de sonrisa malévola, le dijo: ¿Sabe, Beatriz, que ese vestido de terciopelo le queda muy bonito? Gracias, Washington, dice el Matemático que le dijo Botón que respondió Beatriz, simulando seguirle la corriente, pero con una entonación un poco exagerada destinada a mostrar que no se le escapaban sus maniobras diversivas.
Y así. Según Botón, según el Matemático, ¿no?, Héctor, al oír la respuesta de Beatriz vaciló un poco, no sin pánico, pensando tal vez -aunque siga siendo siempre la misma- y tal vez no sin parte de razón esta vez, que la vasta conspiración, de la que no eran inocentes ni sus cosas más queridas, como se dice, ni Paolo Ucello ni las estrellas, estaba llegando en ese momento a una fase decisiva, de modo que si quería desmantelar la organización que había acabado con su maestro Malevich, que con maniobras sombrías había logrado que algunas mujeres no se enamoraran de él y que a veces gastaba en los codos sus pulóveres Pierre Cardin, debía emplear toda su astucia y también su inteligencia que, y por qué no reconocerlo, dice el Matemático, es de tipo superior, capaz de nadar con gracia y facilidad tanto en las aguas del trivium como en las del cuadrivium. La mejor manera consistía en demostrar que, al tanto de la conspiración, había entendido todo y puesto que los miembros activos de la organización se negaban a confesar, él les explicaría paso por paso, y con lujo de detalles, cómo era la cosa. De la manera siguiente: Noca no tenía nada que ver; había que considerar la aserción y olvidarse del sujeto; si Washington había traído a colación los mosquitos era porque quería mejorar la proposición incluida en el aserto de Noca, y el hecho de haber traído a colación los mosquitos parecía otorgarle a Noca cierta credibilidad. Esto si él había interpretado bien los indicios que había recogido de unos y otros, aunque, para ser francos, los presentes no habían estado muy locuaces. Uno de los mosquitos nunca se había acercado a Washington, el otro se acercaba todo el tiempo y cuando Washington lo quería aplastar, levantaba vuelo y se alejaba, y el tercero se había dejado aplastar al primer manotazo. Era eso, ¿no? No se equivocaba, ¿no? Según él, para Washington, puesto que era Washington el que había sugerido la aproximación, el mosquito que se deja aplastar se encuentra en situación semejante a la de un caballo, sin jinete, por supuesto, que tropieza. Era Washington el que sugería eso. El no hacía más que poner en claro lo que había dicho Washington. El no estaba ni en pro ni en contra, ni de la afirmación de Washington ni de Washington. Si existían objeciones, había que dirigírselas a Washington. Y si él había expuesto mal las cosas, esperaba que Washington formulara las aclaraciones correspondientes.
Según Botón, Washington se acomodó despacio la chalina, que estaba bien acomodada sobre los hombros por otra parte, y dirigiéndose a la expectativa algo ansiosa de Héctor, que sobresalía un poco en la expectativa general, sacudió la cabeza diciendo que no, que Héctor no había expuesto mal las cosas, sino, muy por el contrario, de manera casi perfecta, que nadie, y sobre todo él, Washington, lo hubiese hecho mejor, y que por esa razón, naturalmente, no era necesario hacer la más mínima aclaración. Que algunos podían considerar excesiva la identificación caballo/mosquito, un poco sumaria tal vez, y que se corría el riesgo de que Hormiga Negra y Ricardo III publicaran sendos comunicados, pero él, Washington, no se iba a poner a buscarle cinco patas al gato, y que no se le escapaba que, por la necesidad de la exposición, y teniendo en cuenta la escasez de datos disponibles en materia tan espinosa, las simplificaciones eran inevitables y era al interlocutor esclarecido a quien correspondía introducir los matices necesarios.
– Entiendo. Entiendo -dice Leto-. Pero ojo con el cordón.
Es que el Matemático, enredado en la controversia Héctor-Washington, no parece advertir que han llegado a la esquina soleada y que en dos pasos más estarán en el borde de la vereda, tan enredado a decir verdad, lo cual sigue siendo, y ahora doblemente, un decir, que Leto, que después del incidente del pantalón asume de un modo instintivo una actitud protectora hacia el Matemático, teme que distraído por su marcha abstraída, con los ojos fijos en el porvenir, es decir en el fondo de la calle, el Matemático se abstenga de percibir el desnivel de varios centímetros entre la vereda y la calle y se venga al suelo. Lo teme por no pocas razones, entre las cuales la integridad física, como se dice, del Matemático goza, si vale la expresión, de un lugar considerable, pero no, ni mucho menos, del principal, que recae en su aprensión de que un error de traslación, un accidente incluso banal de desplazamiento, un paso en falso, desmoronen del todo la imagen armoniosa del Matemático que, después de cuarenta y cinco minutos, en números redondos, de caminata, ha comenzado a apreciar y cuyas grietas recientes, ocasionadas por el incidente del pantalón, están ya a punto de cerrarse. Una caída después de ese incidente podría transformar en algo dramático una situación que, en general, forma parte del repertorio de la comedia -la comedia, ¿no?, que es, si se piensa bien, tardanza de lo irremediable, silencio bondadoso sobre la progresión brutal de lo neutro, ilusión pasajera y gentil que celebra el error en lugar de maldecir, hasta gastar la furia inútil y la voz, su confusión nauseabunda.
El temor de Leto tiene también su justificación exterior: la esquina está casi desierta; ya han dejado atrás lo que se llama, de un modo convencional por cierto, el centro, en el que un grumo un poco más denso de negocios, de vehículos, de letreros luminosos apagados y de gente, producía un tumulto particular que ellos han atravesado no sin cierta indiferencia, debida al trabajo interno exigido por sus intercambios verbales y a la inversión de energía moral, podría decirse, que les costó oponer a la maledicencia insistente y ciega de Tomatis. Y como, por paradójico que parezca, la disminución del peligro aumenta en cierto sentido los riesgos ya que la vigilancia se relaja -en todo caso le parece a Leto, ¿no?- tiene la impresión de que, entusiasmándose otra vez después de los malos momentos pasados dos cuadras antes, el Matemático, a causa de su olvido de sí, está ahora más expuesto. Pero se equivoca: en pleno dominio de sus, como las llaman, facultades físicas e intelectuales, el Matemático se adapta a la transición del cordón, y cruza a su lado sin perder el hilo -lo que es también un decir- del relato, el cual, en razón de su alerta innecesaria, es al propio Leto a quien se le escapa. La distracción de Leto tiene también otros motivos: mientras va cruzando la calle, ahora que la mayor parte de los negocios ha desaparecido, como podría decirse, dejando paso, si se quiere, otra vez, a los consultorios, estudios y despachos de diversos profesionales, las viejas casas de una planta con sus frentes ornamentados y sus balcones de hierro y de bronce, le evocan la comparación obstinada con panteones de las que las chapas de bronce junto a la puerta, anunciando el nombre del propietario y la índole de su diploma, vendrían a ser la lápida. Al mismo tiempo, ese aglutinamiento por profesiones, por clase, del que no desconoce las razones así llamadas económicas y sociales, le hace concebir la ciudad no como si estuviese dividida en barrios o en zonas, sino en territorios en su acepción de espació animal, de demarcación arcaica y violenta, de fortificación ritual y sanguinaria. Y tan absorto está en esa sensación depresiva que, sin advertir que ya han llegado a la vereda de enfrente, es él el que se lleva él cordón por delante. "Y pensar que yo me preocupaba por él, a causa del amor excesivo que le tiene a sus pantalones", piensa, no sin cierta puerilidad regresiva, mientras todo se revuelve en el interior de su cabeza, cuando sale proyectado hacia la vereda. Y mientras lo piensa, en el aire casi, una sensación agradable e inesperada lo sorprende: los brazotes del Matemático, que han hecho temibles y famosos sus tackles en todos los campos universitarios del litoral, e incluso en Buenos Aires, en Córdoba, en La Plata y hasta en Montevideo, gracias a sus reflejos exactos y rápidos, y a la ocasión única que le presenta el destino de demostrarle al mundo y sobre todo a sí mismo de que es capaz de estar atento a fenómenos y objetos exteriores distintos de su pantalón, lo sostienen, fraternales y fuertes, impidiendo su caída. Durante algunos segundos, Leto se encuentra inclinado hacia adelante, con los pies que casi no tocan el suelo, encastrado, entre los brazos cálidos del Matemático, sintiendo el contacto de la camisa blanca inmaculada contra su mejilla, los lentes medio salidos que el pecho del Matemático oprime por la patilla contra su oreja para impedirles caer, los cigarrillos y los fósforos, que llevaba en el bolsillo de la camisa, dispersos en la vereda a causa de la violencia del sacudón que los ha proyectado hacia adelante.
– Salvados -le oye decir, calma y un poco irónica, a la voz del Matemático, desde algún punto ubicado encima de su cabeza inclinada hacia las baldosas grises de la vereda.
– Gracias -dice Leto, irguiéndose y desembarazándose un poco de los brazos que no se deciden a soltarlo. Se acomoda los lentes, no sin antes verificar que no han sufrido ningún daño y se dispone a recoger los cigarrillos y los fósforos pero el Matemático, adelantándosele, ya los tiene en la mano y terminando de volver a meter, no sin dificultad, los cigarrillos que se han salido del paquete, se los extiende.
– Gracias -repite Leto, a quien toda esa solicitud humilla un poco ya que, ofuscado por la rapidez del accidente, es incapaz de percibir el modo discreto con que el Matemático disimula su auténtica compasión.
– Bien, bien, ¿dónde estábamos? -dice Leto, sacando un cigarrillo un poco torcido del paquete y guardándose el paquete en el bolsillo de la camisa. Apurándose un poco, para superar la situación, como se dice, pero con manos todavía temblorosas, enciende el cigarrillo y se guarda los fósforos. Su sombra, un poco más corta, se proyecta sobre las baldosas grises junto a la del Matemático.
Continúan. En los pliegues de sus así llamadas almas, de las que decíamos, o decía, mejor, el que suscribe, es decir un servidor, hace un momento, parecerles que son, no cristalinas sino pantanosas, mientras tratan de mostrarse impasibles y calmos en el exterior, luchan con sentimientos que los indignan y que desearían no ver despuntar dentro de sí mismos, humillados por la creencia de que el otro, a causa de su impasibilidad aparente, es demasiado noble como para experimentarlos. En el caso de Leto se trata de la convicción, tenue, es verdad, pero muy presente, de que lo que acaba de suceder le arrebata toda pretensión de superioridad respecto del Matemático, acompañada de la impresión penosa de estar excluido de cualquier otra esfera en la cual podría sentirse igual o superior a él, en tanto que al Matemático, la euforia creciente que empieza a experimentar, la alegría casi, por haber salvado a Leto de la caída, gesto en el que adivina componentes ajenos al altruismo, lo llena de culpabilidad. Pero entendámonos bien: como se supone que estamos de acuerdo en que todo esto -lo venimos diciendo desde el principio- es más o menos, que lo que parece claro y preciso pertenece al orden de la conjetura, casi de la invención, que la mayor parte del tiempo la evidencia se enciende y se apaga rápido más allá, o más acá, si se prefiere, de lo que llaman palabras, como se supone que desde el principio estamos de acuerdo en todo, digámoslo por última vez, aunque siga siendo la misma, para que quede claro: todo esto es más o menos y si se quiere -y después de todo, ¡qué más da!
Salvados, hubiese podido decir de nuevo el Matemático. El personaje -es el nombre exacto que, en las circunstancias presentes, le corresponde- que camina por la vereda unos metros más adelante, se da vuelta al oír sus voces, y se para a esperarlos. A la misma edad en que otros se sentían, como consta, en una selva oscura, él posee autosatisfacción de sobra y su traje cruzado y liviano, marrón claro, hecho a medida, el nudo de la corbata bien ajustado al cuello de la camisa a pintitas rosa imperceptibles, el pelo bastante largo pero engominado en los costados, el bronceado del mismo color del traje o sea un poco más claro que el del Matemático lo cual despierta, como se dice, su admiración, atestiguan esa autosatisfacción -incluso más, la proclaman. Parado en medio de la vereda, los espera con una sonrisa vasta, dirigida exclusivamente al Matemático quien, le parece percibir a Leto, se la devuelve con reticencia. Pero cuando llegan junto a él, el Matemático le tiende, blanda, una mano displicente que el otro estrecha y sacude con dedicación, llegando incluso a cubrirla con su mano izquierda mientras lo hace. Y Leto está a punto de empezar a sentirse otra vez transparente, como en presencia de Tomatis, cuando en forma inesperada, perentorio, el Matemático los presenta: ¿Se conocen? Mi amigo Leto. El doctor Méndez Mantaras. Y después, como para disculparse ante Leto, agrega: Somos medio parientes. El medio pariente extiende la punta de los dedos, dejándolos rozar apenas por la mano de Leto, y después clava en el Matemático una mirada de reprobación, que significa más o menos: como si la familia no tuviese bastante con las excentricidades de tus padres y con tus rarezas, tenías que venir a presentarme a uno de tus amigos comunistas para incinerarme en pleno San Martín -pero el Matemático, sin vacilaciones, le responde con una mirada penetrante y severa: ¿hay algo que no le gusta? Si es así que largue prenda de una vez y si no que afloje -más o menos de ese modo, ¿no?, las cejas un poco enarcadas, como se dice, ¿no?, mirándolo tan desde arriba que Leto tiene la impresión de que el Matemático, en forma mágica, semejante a los super-héroes de ciertas historietas, ha aumentado súbitamente de estatura. El medio pariente que, bien mirado, no es menos corpulento que el Matemático, o en todo caso no mucho menos, como si la diferencia de tamaño fuese de un orden distinto al puramente físico, no se abstiene de recibir, en forma inmediata, la advertencia perentoria, y, ante el asombro de Leto, que espera una reacción proporcionada a la severidad inequívoca de la mirada, esboza una sonrisa huidiza, convencional, y comienza a soltar banalidades: ¿Cómo está la familia? ¿Linda mañana, no? Sigamos hasta la esquina, ya que vamos para el mismo lado, etc., etc., a las que el Matemático, al mismo tiempo que empiezan a caminar, va respondiendo de una manera condescendiente e incluso desdeñosa que el otro, imperturbable, se empeña en no registrar, o que tal vez no escucha más que a medias, ocupado como está en hurgar en su reserva de banalidades para ir sacándolas una por una, con su entonación falsamente jovial y falsamente familiar, al aire de la mañana. ¿Qué tal Tostado? ¿Ha ido a ver el partido de rugby del sábado a Paraná? Y ahora que se acuerda, ¿cómo le fue por Europa? A esta última pregunta, después de vacilar contrariado, como si no pudiese decidir de qué modo tomarla, el Matemático comienza a propinar -es la palabra que sienta mejor- una respuesta metódica, rápida, sumaria y abundante a la vez, en la que su ristra de ciudades y de imágenes que las acompañan, si cuando las evoca para los que estiman salen con el ritmo pausado y plácido de una calesita, en el caso presente tienen la energía, la frecuencia y el efecto sobre el otro de una serie de martillazos: Varsovia, no dejaron nada; La Rochelle, blanca y centelleante; París, una lluvia inesperada; Bruselas, por el censo de Belén; Brujas, pintaban lo que veían; Viena, todos sus habitantes parecen creer en el análisis terminable; Biarritz, no podía no gustarle a nuestros oligarcas; Palermo, los dioses picaron cerca antes de desaparecer; Venecia, la verdadera puerta de Oriente y no Estambul; Segovia, ardua entre el trigo amarillo, etc., etc., de manera rápida, precisa, fingiendo creer que el medio pariente está al tanto de lo que encierran sus alusiones, pero, le parece a Leto, formulándolas de la manera más escueta y más críptica posible para que el otro, que parece estar realizando un esfuerzo desmedido de concentración con el fin de no perderse nada, no las entienda. Leto tiene además la impresión de que el Matemático, simulando hablar con su medio pariente es a él, a Leto, ¿no? a quien se dirige en realidad, como si estuviese efectuando una demostración práctica de la inepcia total del otro, de modo tal que cada una de sus palabras y de sus expresiones parece decir no lo que significaría habitualmente, sino la misma fórmula demostrativa corroborada una y otra vez por los detalles que se van acumulando: ¿Viste? ¿Viste? No vale la pena ocuparse de él, no es interesante. Incluso los recuerdos europeos, fugaces, fragmentarios, excesivamente condensados y simplificados, que ya le son un poco extranjeros, los presenta con una vivacidad exagerada y una naturalidad postiza con la intención de que parezcan más familiares, actitud que en cierto modo atenúa la complicidad ya que Leto, igual o quizá más que el medio pariente, cree en la posesión real de esos recuerdos y en el aura que confieren al que los posee. Más, sin duda: lo que para Leto representa, como podría decirse, un lugar donde proyectar, si vale la expresión, su energía imaginaria, para el medio pariente no es nada más que otra rareza de uno de los miembros de la rama más extravagante de la familia. Por otra parte, las frases del Matemático no parecen dejar rastros en él, ya que en los segundos de silencio que les suceden, el medio pariente tiene tiempo en encontrar un nuevo tema de conversación, o de monólogo más bien, ya que, obliterando de antemano toda réplica, empieza a hablar: la noche anterior ha ido con su señora -que en realidad es una prima segunda del Matemático- a ver El viento en Florida, el estreno que están dando en un cine del centro, y la película parece haberle causado una impresión imborrable, como se dice, ya que recomendándosela vivamente, como se dice también, al Matemático, ¿no?, dado que la existencia de Leto sigue siendo todavía problemática para él, y bajo el efecto de la empatía, como la llaman, renovada que le produce la rememoración, se pone a contarle el argumento. Según él, es la historia de una familia de pioneros en la península de Florida -al parecer allá le dicen así- que después de pelear durante años contra los indios, instala un ranchito que poco a poco se va transformando en una gran propiedad. En la película aparecen tres generaciones, el abuelo pionero, el padre terrateniente, y los dos hijos, uno malo y uno bueno, que se enamoran de la misma mujer, viuda de un pequeño propietario muerto en una refriega por problemas limítrofes entre él y el terrateniente; al viuda se enamora primero del malo, pero cuando comprende se enamora del bueno y al final, las pasiones estallan, al mismo tiempo que sobreviene un huracán y la casona señorial es destruida por un incendio. El Matemático, que ha escuchado ostentando, deliberado, un escepticismo creciente, en lugar de plegarse a la expectativa de su medio pariente que desearía, de parte de los otros, sacudido por el pathos de su reminiscencia, una identificación, debe resignarse, después del silencio reprobatorio con que es recibido su relato, a una contraexplicación del mismo por parte del Matemático, más o menos en estos términos: por lo visto, se trata de un nuevo bodrio destinado a justificar las matanzas de indios, la anexión brutal de territorios mexicanos -aunque pase en Florida la historia es evidentemente una metáfora de todo el Sur- y la absorción del pequeño comercio por los grandes monopolios; con el presidente del Club de Leones disfrazado de terrateniente, la cabaretera de turno que quieren hacer pasar por viuda metodista, y los dos cajetillas que interpretan el papel de los hermanos, el bueno rubio, engominado y lampiño, y el malo morocho, crespo y barbudo, para sugerir de paso que los anglosajones son una raza física y moralmente superior. Y al final, qué coincidencia, ¿no?, justo cuando se desencadenan las pasiones, se levanta el huracán y se declara el incendio. Tenía que pasar todo junto y él -el Matemático veníamos diciendo, ¿no?- él se juega la cabeza de que si el incendio estalla al mismo tiempo que empieza a soplar el huracán es para que la lluvia pueda apagar las llamas, cosa que, después de un susto sin consecuencias, el cajetilla rubio y la cabaretera, una vez exterminados todos los malvados de piel oscura, empiecen a reconstruir la mansión y sigan explotando como si nada a sus semejantes, para que los nietos después vayan a tirar lo más tranquilos sus bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Y el Matemático termina su interpretación con una risita corta, satisfecha, un poco exagerada en la que, aunque Leto no lo sepa, se concentra una especie de requisitoria, de la que la contraexplicación de la película es una demostración complementaria: no son interesantes. Son ignorantes y ambiciosos y su visión del mundo se estructura a partir de un solipsismo carnicero. Odian lo que no comprenden, desprecian lo que no se les parece. Aunque gracias a mi esfuerzo personal y a componentes misteriosos de mi temperamento haya logrado diferenciarme lo máximo posible, el drama de mi vida seguirá siendo hasta la muerte haber nacido entre ellos. Por mantener o acrecentar sus privilegios, son capaces de avergonzarse de sus propios padres, de mandar a la cárcel al propio hermano si vislumbran en él la sombra de una contradicción. Por perpetuarse como casta, harían escombros el universo. Darles un trato diferente del que yo les doy sería un error peligroso. Todo lo que se pueda hacer para bajarles el copete o neutralizarlos es útil para preservarse a sí mismo, pero aparte de eso, para las cosas que realmente cuentan, no vale la pena ocuparse de ellos, no son interesantes.
Y así. Ese encarnizamiento tenue, un poco febril y pasajero, especie de cortesía violenta dirigida a Leto con la intención de mostrarle su diferenciación total respecto del personaje -la expresión no podría ser más adecuada- que los acompaña, no alcanza, en rigor de verdad, como se dice, su objetivo, o al menos no lo alcanza por completo, ya que si Leto no deja de percibir en la hostilidad despectiva del Matemático una réplica instintiva a los aires pretenciosos del otro, esa réplica le parece desproporcionada, y los esfuerzos del medio pariente por simular que caminan trabados en la más normal de las conversaciones, le produce menos un placer malévolo que cierta compasión. A la risita corta y poco disimulada del Matemático, el medio pariente responde con otra, de un estilo semejante, menos eficaz por tratarse de una reacción defensiva, que podría significar más o menos a nosotros, la gente normal, esas interpretaciones retorcidas de una linda película nos entran por un oído y nos salen por el otro, pero el hecho de proferirla evitando la mirada del Matemático, prueba que no es un adversario de peso, como se dice, y las nuevas banalidades que se pone a balbucear lo confirman: juraría que los mocasines blancos del Matemático son italianos. ¿Se equivoca? ¿Está enterado de que en el interclubes de tenis en la categoría simples cadetes su nene ha salido campeón? Las frutillas de Coronda este año no tienen gusto a nada, pero en cambio los espárragos salieron de primera, etc., etc.; sus frases, pronunciadas con cuidado y cierta exigencia de respuesta obligatoria, semejantes a una carta certificada con aviso de retorno, podría decirse, parecen disolverse en el aire antes de llegar a los oídos del Matemático que no sólo no las registra sino que, con la cabeza vuelta hacia Leto, ostenta ignorar hasta la presencia física de quien las profiere -más todavía, mientras el otro habla, el Matemático se ocupa en formular de un modo más amplio, y en términos más precisos, que no hubiese valido la pena dilapidar con su medio pariente, los mecanismos del desenlace del El viento en Florida-, creer que las pasiones siempre deben desencadenarse al final, dice más o menos, equivale a ignorar que la objetividad es lo bastante inabarcable como para que sus catástrofes pasen inadvertidas y puedan llegar a ser otra cosa que un sobresalto anónimo incluido en algún índice de frecuencia o en alguna estadística; por otra parte, la coincidencia entre la eclosión de las pasiones y el incendio pertenece, le parece a él, al Matemático, a ese orden de comparaciones tan obvias que lindan con la tautología. Los monólogos se entremezclan y Leto que, por cortesía y curiosidad trata de escucharlos a la vez, no logra concentrarse en ninguno, hasta que, consciente del carácter competitivo, como se dice, de la situación -quién demostrará de un modo más acabado la inepcia inenarrable del otro-, se desinteresa de ambos. Además, y Leto se pregunta si la distracción no es deliberada, el corpachón del Matemático absorto en sus explicaciones, mantiene al medio pariente tan a distancia mientras camina, que al medio pariente no le queda para avanzar más que una franja estrecha del lado de la calle, lo que lo obliga a realizar un equilibrio constante sobre el cordón. De modo que cuando llegan a la esquina, gracias a la ochava -se la llama de esa manera- que amplía la vereda, el medio pariente, dejando de hablar, aprovecha para deslizarse por detrás de Leto y el Matemático y, apurándose un poco campea, como se dice, en el espacio soleado de la esquina, esperándolos, tres metros más adelante, con una expresión triunfal que, lejos de afectar al Matemático se transforma, por el contrario, en el elemento clave, como se dice, de su demostración: porque en el momento en que Leto, por reflejos de urbanidad, que no le ocultan sin embargo el carácter vagamente de-mencial y, podría decirse, exclusivamente intrafamiliar de la querella tácita en la que no se siente implicado para nada, del mismo modo que los turistas extranjeros son indiferentes a las luchas intestinas, como las llaman, de los países que visitan, en el momento en que Leto, por reflejos de urbanidad, decíamos, o decía, mejor, un servidor, está por dirigirse hacia el medio pariente que los espera con expresión satisfecha en el centro de la vereda, el Matemático, aferrándolo del brazo, lo retiene y lo induce a continuar la marcha sin desviar la trayectoria, la mano del Matemático que años de rugby y remo han dotado de una fuerza, podría decirse, más que mediana, mientras la derecha se alza y baja rápida para un saludo fugaz acompañado de un gruñido inaudible y desdeñoso que, Leto lo adivina sin verlo, o viéndolo apenas al pasar, transforma la sonrisa satisfecha del medio pariente en una mueca ultrajada y atónita mientras ellos bajan del cordón a la calle y empiezan a cruzar la transversal soleada y casi vacía.
– Es una víbora venenosa -le murmura el Matemático, sin soltarle el brazo, mientras cruzan-. Frecuenta los servicios de inteligencia y la misa de once.
Leto lanza una espesa bocanada de humo y se echa a reír, agradecido. El, hasta el año anterior, iba a misa, de tanto en tanto, en forma cada vez más espaciada, y aunque ha dejado de ir sin demasiados escrúpulos, que alguien coloque la misa de once entre las referencias fundamentales de la bajeza humana le sirve para confortar, a posteriori, el carácter justo de su defección. Pero también, y sobre todo, se siente agradecido porque le ha parecido percibir, en el desprecio un poco brutal del Matemático por su medio pariente, un acto de seducción hacia su propia persona, que, inesperado y fugaz, lo hace existir de un modo más intenso. Elementos de sí mismos dispersos y heterogéneos, de golpe, mientras van cruzando, gracias a esos signos inequívocos de amor, se reúnen, y el chisporroteo inconstante y fragmentario que, emergiendo del fondo negro de su interioridad en el que casi de inmediato sus destellos vuelven a perderse, las llamitas tenues y fosforescentes de conciencia, los viejos recuerdos sobados y arbitrarios que lo asaltan cuando ellos quieren, el ir y venir de remordimientos, idiotismos, de desvaríos, de dudas y de fantasmas, el flujo arcaico y solitario que viene de lo inacabado, como decíamos, o decía, mejor, y más o menos, hace un momento, parecerle a un servidor, organizándose, se convierten en un destello sólido, un todo límpido y estable, casi un objeto delicado, real pero frágil, como un anillo de humo o una pompa de jabón, que ocupa su interior hasta los últimos intersticios y del que emana una especie de bienestar que es él, él, Ángel Leto, ¿no?, bien diferenciado y espeso entre las presencias que llena, dispersas en la transparencia hospitalaria, la mañana. La fuerza de ese sentimiento es tan grande, que oculta su carácter esporádico o transitorio, y ya cuando están llegando a la otra vereda, cuando suben al cordón, el tono un poco pedante con que el Matemático, recuperándose de sus contrariedades intrafamiliares, retoma su relato, comienza a roer desde los bordes su certidumbre pasajera: Con esa respuesta, como te decía, dio por terminada la cuestión -dice el Matemático.
– Claro. Es evidente -dice Leto.
– La intención de Washington al traer a colación los mosquitos se explica con esa respuesta a las objeciones de Héctor. ¿No te parece? -dice el Matemático, soltándole el brazo después de mirar la pipa vacía que lleva en la mano y metérsela en el bolsillo del pantalón, sacando del otro bolsillo las hojas plegadas del comunicado de la Asociación para asegurarse de que siguen ahí y volviéndolas a guardar.
Leto aprovecha la distracción fugaz del Matemático para lanzar, sin mucho entusiasmo, una respuesta afirmativa. Lo fastidioso, como se dice, del asunto, es que no puede acordarse cuál ha sido esa respuesta tan fundamental de Washington que, según el Matemático, elucidaría el famoso tema de discusión sobre el que un rato antes, a pesar de sus humores y sus versiones diferentes, Tomatis y el Matemático, sin ni siquiera sospechar su perplejidad un poco ofuscada, parecían tan de acuerdo. Por más que lo intenta, la respuesta de Washington no vuelve a aparecer, como podría decirse, en su memoria -su memoria, ¿no?, o sea ese espejo un poco cóncavo tal vez, o plano, qué más da, en el que ciertas imágenes familiares, gracias a las cuales el universo entero se acoge a la continuidad, por momentos claras y por momentos confusas, con un ritmo ingobernable que les es propio, fugitivas, se reflejan. Y Leto comprende después de un momento de esfuerzo infructuoso, como se dice, que la famosa respuesta, la explicación final de esa serie de sobreentendidos que a partir de una noche de fin de invierno, transitarán a través de evocaciones cada vez más inciertas y borrosas, que las frases rebuscadas y acriolladas de Washington que parecían ser la resolución del enigma, el Matemático, cuya referencia es Botón, ha debido proferirlas en un momento en que él no lo escuchaba, sin duda cuando cruzaban la calle en la cuadra anterior, unos segundos antes de que él -Leto, ¿no?- absorto en sus propios pensamientos, se llevara por delante el cordón.
– A Washington le gusta ir destilando poquito a poco lo que piensa -dice el Matemático-. Pero todo se aclara cuando alcanza la conclusión.
– ¿Y ahí era adonde quería llegar? -dice Leto, por ver si esa pregunta vaga le permite obtener indicios más satisfactorios.
– Ahí mismo -dice el Matemático.
– Instigado por -dice Leto empleando un tono pensativo y lento, que simula toda una serie de razonamientos implícitos.2
– No. No. Justamente no. Justamente lo contrario -dice el Matemático, con cierta energía que podría ser de orden pedagógico.
– Bueno, sí -dice Leto-, era otro modo de decirlo. Por elevación.
– ¿Para qué decirlo de otro modo si Washington lo dijo del modo más claro posible? -dice el Matemático.
– Eso es cierto -dice Leto. Y, desalentado, le da una última pitada al cigarrillo y lo tira a la vereda.
Dando por resuelta la cuestión, el Matemático dice que, según Botón, en seguida después de comer, le habían dado los regalos a Washington: Basso, Nidia y Barco los habían puesto todos en una gran caja de cartón, y las nenas de Basso, antes de irse para la cama, los iban sacando y dándoselos a Washington, que los desenvolvía despacio ante la expectativa general: Beatriz, un cinto; los Basso, una cajita de té de Daarjeling; Marcos Rosemberg, una regadera mecánica desmontable para la quinta; Cuello, un mate con guardas y soporte de plata; Silvia Cohen, un libro de Paul Radin; Tomatis, un álbum de grabados pornográficos japoneses del siglo XVIII; Dib tenía un cajón de vino salteño en el auto, y Héctor, Elisa y Rita Fonseca le trajeron más tarde una historia ilustrada, carísima, del arte moderno. Del resto, el Matemático no se acuerda… ah, sí, Barco una camisa a cuadros como las que le gustan a Washington y los mellizos un jamón.
– ¿Un jamón? -pregunta Leto, menos por asombro genuino que por curiosidad fingida, destinada a distraer al Matemático mientras trata de recordar, o en todo caso deducir, de las palabras del Matemático, la aclaración de esa historia de los mosquitos en la que todo el mundo, salvo justamente él, parece vislumbrar, con alusiones laterales y precisiones fragmentarias y fugaces, evidencias contundentes y capitales. Pero el Matemático responde con un movimiento afirmativo de la cabeza, rápido y distraído ya que, muy concentrado en lo que se propone decir, no está dispuesto a que un problema secundario, el del jamón que los mellizos le regalaron a Washington, perturbe sus esfuerzos mnemotécnicos y retóricos. La naturalidad con que parece considerarlo perfectamente al tanto del sentido verdadero de las palabras de Washington, admitiéndolo de ese modo en un círculo restringido, produce en Leto sentimientos ambiguos, mezcla de orgullo y de culpabilidad, como si fuese un poco estafador, pero el Matemático, ajeno a sus estados de ánimo contradictorios, da por adquirida su admisión al círculo de personas inteligentes y de buena voluntad, como se dice, bien ubicadas políticamente, y, comunicando los primeros resultados de su elaboración interna, continúa: todos esos regalos, según Botón, Marcos Rosemberg los llevaría a Rincón Norte al día siguiente. Washington estaba de lo más contento con ellos. A decir verdad, como se dice, por muy benigno que haya sido el invierno, a medida que avanzaba la noche iba haciendo cada vez más frío y los que persistían en quedarse en el exterior, bajo el quincho o lisa y llanamente en el patio, tenían que cubrirse lo más posible para aguantar, de modo que aparte de los pulóveres, sobretodos, gorras, bufandas, guantes y chalinas, los Basso empezaron a sacar ponchos y frazadas y a distribuirlos entre los presentes que, sentados alrededor de la mesa, o yendo y viniendo del quincho a la casa, o paseándose en grupitos entre los árboles del fondo, se empezaron a cubrir con los ponchos o a envolver en las frazadas, y a dejar escapar un chorrito de aliento transformado en vapor cada vez que abrían la boca para decir algo o simplemente para respirar. Según Botón, dice el Matemático, en un determinado momento fueron a buscar mandarinas al fondo, las últimas del año, de los árboles en los que incluso en la oscuridad de la madrugada podía sentirse ya la aparición de los primeros brotes que anunciaban el fin del invierno, y las mandarinas estaban tan frías que hacían doler los dientes cuando se las mordía, a tal punto que Sadi, el sindicalista, sugirió que las pusiesen a calentar un poco entre las últimas brasas y las cenizas que estaban todavía tibias, como él hacía cuando era chico con las naranjas en un brasero. Y en efecto, las habían puesto un rato entre las cenizas y el rescoldo y las habían comido tibias -y el Matemático no logra representarse el gusto que pueden tener esas mandarinas. No logro darme cuenta de cómo es eso. Desde que Botón me lo contó el sábado en la balsa estoy tentado de hacer la experiencia. Lo cual es para Leto un motivo de satisfacción porque él, en cambio, hasta donde llega su memoria, puede recordar las naranjas y mandarinas tibias que sacaban del brasero en las noches de invierno, cuando pasaba las vacaciones de julio en el pueblo, en lo de sus abuelos y, desde que el Matemático ha empezado a contarle los pormenores, como se dice, del cumpleaños es la primera vez que siente como propio uno de los detalles, de los acontecimientos de esa noche del último invierno, en la quinta de Basso en Colastiné, que nunca ha visitado y que ha debido compaginar, podría decirse, con imágenes heterogéneas de quintas diversas, mitad empíricas mitad fabulosas. El jugo tibio de las mandarinas, igual que el curso de un río dos pueblos de la costa, le sirve ahora para ligar, como quien dice, su propia vida a las evocaciones que van despertando, si vale la expresión, las palabras del Matemático, ah, las mandarinas tibias. Como siempre son las últimas, al final del invierno son las más dulces. Están llenas de jugo, que al calentarse entre las cenizas se vuelve como un licor.
El Matemático lo mira. Como todo buen racionalista, desconfía de las exageraciones líricas, sobre todo de las ajenas, y su mirada, que lo escruta sin disimulo, busca en la cara de Leto la seriedad necesaria a la credibilidad de la descripción que acaba de hacer, y una ausencia de vacilaciones que certifique la certidumbre empírica de Leto quien, por su parte, ante el careo un poco indiscreto, y consciente de haber exagerado su descripción para aumentar la importancia de su experiencia, se esfuerza por mantener a toda costa su impasibilidad. Volviendo a deslizar la mirada hacia el fondo de la calle, el Matemático da por terminada la inspección, con resultado satisfactorio en apariencia, si Leto juzga la bonhomía despreocupada con que reanuda el surtidor de sus frases bien armadas, concisas, elegantes algunas, no exentas de cierta coquetería en su exceso de precisión, cierto preciosismo refrigerante en la expresión de las emociones, y atisbos de autoironía en la mayor parte de sus supuestos desdenes. Por momentos, era la dispersión general, por momentos, volvían a juntarse todos bajo el quincho. Se paseaban en la oscuridad envueltos en ponchos y en frazadas, llevando un vaso en la mano y un cigarrillo entre el índice y el medio de la misma mano con la que aferraban el vaso, y el punto rojo de las brasas de los cigarrillos crecía un poco en la negrura, entre los mandarinos, si daban una pitada. Cuando pasaban por los rayos de luz que salían del quincho y se proyectaban en el patio y entre los árboles, podían verse los chorros de aliento blanquecino que despedían por los labios entreabiertos. A veces, en algún punto de la oscuridad, se oía susurrar a alguna pareja, y en ciertos casos, y a pesar del frío, los susurros se parecían más a espasmos finales que a cuchicheos preparatorios -todo eso, aclara el Matemático, según Botón: sacudimientos de ramas, voces, risas y gritos que se difunden y se desvanecen en el aire negro y helado, bajo las estrellas semejantes a pedacitos de hielo, formados con un agua cuyas coloraciones amarillas, o azules, o rojas o verdes, evocan, para la imaginación del Matemático, rememoraciones químicas siderales, en las que cada color particular no es otra cosa que el signo de tal o cual sustancia, o de asociaciones térmicas en las que los colores diferentes no son más que la consecuencia de diferentes temperaturas. A medida que va hablando, el Matemático se los imagina despreocupados y felices, mientras él se marchita en Francfort, los ve ir y venir por el patio oscuro bajo un cielo cargado, podría decirse, de sustancia activa. Pero esas son sus imágenes privadas, que pertenecen a lo intransmisible de sus representaciones, esas imágenes aparentemente arbitrarias y sin sentido que, sin embargo, si pudiesen estructurarse en un diagrama, mostrarían su especificidad personal, más todavía que sus impresiones digitales o los rasgos de su cara. Según Botón, dice el Matemático, algunos estaban sentados a la mesa con sobretodo, bufanda, boina, guantes; fumaban con los guantes puestos. Hasta que en un determinado momento el frío empezó a ser tan insoportable, que se habían visto obligados, los que quedaban, porque varios ya se habían ido, a trasladarse al interior. La helada los corrió del patio a la casa -dice el Matemático, que le dijo Botón que había sucedido. Según Botón, se habían sentado a tomar mate y en un determinado momento Washington había dicho que ciertas posiciones rituales del yoga tántrico eran revolucionarias. Si Botón no escuchó mal, que es lo más probable -dice el Matemático.
– Veo que el crédito del Botón ése es de lo más fluctuante -dice Leto, un poco irritado por las continuas correcciones que debe aplicar a su concepción global de Botón y por el sentimiento, que no lo abandona, de haber dejado escapar lo esencial del relato del Matemático.
– Tiene el corazón grande como una casa. Desgraciadamente, ese tamaño puede parecer a veces inversamente proporcional a sus facultades intelectuales -dice el Matemático, en forma al mismo tiempo severa y cariñosa.
– ¿Y no será también un poco…? -dice Leto.
El Matemático lanza una carcajada corta y resignada para mostrar que, aun a la defensiva, está dispuesto a ir hasta el fondo de las cosas.
– ¿Mentiroso? -dice.
Haciendo un gesto vago con los labios y también con los hombros, entrecerrando un poco los ojos y adoptando una expresión enigmática y ambigua, Leto se abstiene de responder, de modo que el Matemático expone su punto de vista: si el adjetivo incluye la más vaga sombra de juicio moral, él lo rechaza de antemano y con energía. En cambio -y aquí el timbre del Matemático se vuelve un poco aflautado, como se dice, su tono benévolo y su ritmo cantarino, como saben también decir- si se quiere significar que, propenso a la fantasía, demasiado sensible como para soportar la realidad que es siempre amarga, bienintencionado hasta el punto de presentar los hechos desde el ángulo que más gustará, tranquilizará y envanecerá a su interlocutor, de formación, ay, deficiente, y de cultura, segundo ay, a decir verdad un poco restringida, y una capacidad para el razonamiento más bien exigua, sin contar su ingestión inmoderada de ginebra que no contribuye precisamente a un esclarecimiento de sus ideas, y sobre todo que no permite ninguna certidumbre respecto de los hechos de los que es testigo ocular o incluso protagonista, si se tienen en cuenta todos esos parámetros, resume el Matemático, podría decirse que una afirmación de Botón, cualquiera sea su contenido, se presenta a priori como ligeramente problemática. Dicho esto él, el Matemático, ¿no?, no es el único dispuesto a pensar que esa ingenuidad y esa sencillez, son, entre todas sus características, las que lo hacen a Botón de lo más querible. No es para nada el caso de Noca -o tal vez en la misma fase- a quien se lo puede considerar como un virtuoso en todas las variantes o géneros; e irguiendo los dedos de la mano izquierda, plegados contra la palma, uno por uno, para cifrar su enumeración, el Matemático salmodia: exageración, omisiones, perjurio, fabulación, afirmaciones contradictorias -y habiendo empleado todos los dedos, los pliega a todos otra vez contra la palma, menos el pulgar, sobre el que recae la sexta variante -calumnia- de actitudes que atentan contra la verdad, y después continúa irguiendo los dedos uno a uno: alucinación, deformación sistemática por oscuras razones comerciales, intriga, errores groseros de apreciación, mitomanía morbosa, etc., etc., dice el Matemático, dejando de enumerar y empezando a sacudir, con movimientos circulares, las dos manos en el aire, para indicar la infinitud probable de las variantes de no verdad imputables a Noca.
Y después hace, como se dice, silencio, y deja caer los brazos a lo largo de su cuerpo. Sentados en el umbral de una puerta dos chicos, de siete u ocho años, recorren con los ojos un espacio impreciso que se encuentra en la vereda de enfrente, al que parecen otorgarle tanta importancia que Leto dirige hacia él la mirada, sin descubrir nada, lo mismo que el Matemático que no ha visto todavía a los chicos pero que, intrigado por la mirada curiosa de Leto, pasea la suya por el mismo espacio sin ver otra cosa que las casas de la vereda de enfrente, de una o dos plantas, y la vereda gris sobre las que da de lleno el sol matinal. Tan abstraídos están los dos chicos que, observa Leto, ni siquiera los ven aproximarse y ni notan cuando pasan a su lado, ni a ellos ni a la otra gente que anda por las veredas, ya que la proximidad del barrio administrativo genera un poco más de movimiento en las calles. Justamente, el Matemático reconoce, y es reconocido por, dos tipos jóvenes que avanzan en sentido contrario por la vereda de enfrente, de modo que intercambian, a través de la calle en la que en el mismo momento se cruzan dos autos, un saludo rápido, consistente en alzar el brazo, sacudir un poco la cabeza, y sonreír de un modo vago, reconocimiento pasajero que se desvanece en el espacio soleado con la misma rapidez con que se produce, a tal punto que Leto, como ninguna fórmula verbal lo acompaña, ni siquiera lo percibe, intrigado como está por la mirada vaga y sin embargo atenta de los chicos. Pero cuando pasan junto a ellos y los dejan atrás, y oye el diálogo que intercambian – Veo veo. Qué ve. Una cosa. Qué cosa. Maravillosa. Qué color- comprende de golpe la atención extrema de los chicos. Hubiese querido oír también el color de la cosa, para tratar de adivinar, en algún punto del espacio, de qué cosa se trata, pero ya se han alejado demasiado de los chicos, sobretodo que el que debe dar el indicio del color demora un poco, tal vez de modo deliberado, para disimular la dirección de su propia mirada y, desorientando al que debe encontrar el objeto elegido, espesar un poco más el enigma. "Veo veo. Qué ve. Una cosa. Qué cosa. Maravillosa Qué color", piensa Leto y, con un desencanto no exento de puerilidad, no puede abstenerse de mirar otra vez la vereda de enfrente, motivando una nueva mirada infructuosa del Matemático que, como distraído por su saludo no ha prestado atención al diálogo, acaba impacientándose ligeramente. Adrede, Leto no le da ninguna explicación. La famosa frase de Washington, que el Matemático ha debido referirle en el momento en que se llevaba por delante el cordón, en el caso de que los sobreentendidos entre el Matemático y Tomatis pudiesen haber sido una maniobra para dejarlo fuera de cierta aura en cuyo interior se transita con comodidad del trivium al cuadrivium, como diría el Matemático, esa famosa frase que, no deja de sospechar Leto, tal vez Washington nunca pronunció, lo autoriza a dejar sin explicación el interés insistente de su mirada por un fragmento impreciso del espacio en la vereda de enfrente, movido, como se dice, por un capricho infantil al que lo incita, no se sabe bien por qué, alguno de los pliegues de su así llamada alma -ente problemático si los hay, como se dice, y del que un servidor, hace un momento, ¿no?, decía parecerle que es, no cristalina, sino pantanosa. Y en ese clima de contrariedad tenue, podría decirse, llegan a la esquina.
El paisaje, por llamarlo de algún modo, ha cambiado por completo. Las casas diminutas de los particulares, con sus chapas de bronce y sus balconcitos sobre la vereda dejan lugar, como se dice, a la plaza de Mayo, flanqueada, en sus cuatro costados, por la catedral, los tribunales, el colegio de los jesuitas, la casa de gobierno. En los largos edificios de tres o cuatro pisos que rodean la plaza, almacenes de orden, poder, justicia y religión, entran y salen con legajos, portafolios, papeles, solos o en grupos reducidos, hombres y mujeres, litigantes, fieles, ciudadanos. Algunos pasan, para completar algún trámite seguro, de la Curia a los tribunales, de los tribunales a la sede del gobierno. Muchos atraviesan, en diversas direcciones, los senderos rojos de la plaza, de ladrillo picado, entre los canteros verdes bordeados de naranjos amargos, de gomeros o de palmeras. El cielo, bien azul, sin una sola nube, se despliega, podría decirse, sobre la plaza. El Matemático se para.
– Hasta aquí llego -dice.
Sorprendido, Leto lo mira, tratando de encontrar en su expresión algún encono a causa de su conducta reciente. Pero la sonrisa amplia del Matemático, y la mirada franca que se encuentra con la suya lo tranquilizan.
– Tengo que ir a entregar una copia del comunicado para aquel lado -dice, señalando con vaguedad algún punto de la ciudad ubicado más allá de la plaza, de la casa de gobierno, y de los tribunales. Y después, ironizando a su propia costa y a la de la Asociación-. No basta con viajar a Europa. También hay que publicarlo.
– Yo sigo derecho -dice Leto.
– Lástima que nos perdimos el cumpleaños, ¿no? -dice el Matemático.
– No me invitaron -dice Leto.
– Se les debe haber pasado. O a lo mejor les pareció que no hacía falta -dice el Matemático.
– Qué idea, regalarle un jamón -dice Leto.
– Es lo que más le gusta a Washington -dice el Matemático-. Pero no te preocupes. En un par de visitas, Tomatis le deja únicamente el hueso.
"Bueno. Hay que despedirse y terminar", piensa Leto, pero como si hubiese adivinado su pensamiento, el Matemático ya le está tendiendo la mano. Leto se la estrecha. La mirada que cruzan cuando se despiden, afable y rápida, expresa muchas cosas que, discretos y buenos entendedores, los dos perciben y registran con escrupulosidad. La de Leto dice más o menos lo siguiente: Para ser francos, cuando me chistaste hace un rato, que me cuelguen si tenía cinco de ganas de que alguien venga a darme la lata durante quince cuadras, máxime que te conocía sobre todo por las referencias de Tomatis que son de lo más reticentes y que tu aspecto físico y tus hábitos vestimentarios no nos favorecen mucho a los pobres mortales que nos paseamos en tu compañía. Pero después de nuestra caminata debo reconocer que tu persona, aunque no exenta de pedantería, es más bien agradable, y no lo hemos pasado del todo mal. Más todavía: en un determinado momento, pensé que la cosa se echaba a perder, pero no te preocupes: para mí. el incidente del pantalón es como si no hubiese sucedido. Y la del Matemático, también más o menos, ¿no?, y, como ya ha sido dicho, sin la más imperceptible sombra de palabras: Me doy cuenta de tus reticencias. Trato de comprenderlas. Y estoy al tanto también de las de Tomatis. Pero no me importa. Ustedes, como he nacido entre gente que no es interesante, perciben en mí elementos no interesantes, que son la causa, justificada sin duda, de esas reticencias. Tomemos el caso de mi pantalón. Ya sé que no debo acordarle tanta importancia. Pero es más fuerte que yo. En determinado momento, si mí pantalón blanco está en peligro, todo mi ser parece estar en peligro, porque todo mi ser-vaya saber por qué causa, sin duda debido a esos elementos no interesantes que persisten en mí a pesar de mis esfuerzos por anularlos- aunque parezca extraño, se concentra en mi pantalón. Pero yo también podría hacer objeciones si quisiese. Tomatis por ejemplo, no estuvo muy brillante que digamos. Y en tu caso, no estoy seguro de que hayas entendido todo lo que, con tanta paciencia, detalles y respeto escrupuloso de la verdad, he estado tratando de contarte. Más de una vez te sorprendí pensando en otra cosa, y en un momento dado temí que te aprovecharas demasiado del incidente de los pantalones. Pero para qué detenerme en todo esto-son significancias que pertenecen al orden de lo no interesante. ¿No te parece que hay cosas más importantes en las que ocupar el tiempo que nos ha sido acordado? De Rerum Natura o la Etica de Spinoza, por ejemplo, o el debate que opone los partidarios de la paradoja EPR a los de la Interpretación.
Y así. Cuando se sueltan la mano, el Matemático, aprovechando el semáforo favorable, cruza la esquina en diagonal, en dirección a la plaza, bajo la mirada inexpresiva, casi indolente de Leto que, indeciso, no se resuelve a continuar. El cuerpo alto, bronceado y atlético del Matemático, cubierto por la camisa blanca, los pantalones blancos deslumbrantes que han motivado en su dueño una servidumbre pasajera, los mocasines blancos de los que Leto no sabe que han sido comprados el mes antes en Florencia y que, colmo del rebuscamiento en su exceso de simplicidad, usa sin medias, la cabeza rubia, el conjunto tan estereotipado según el ideal estético de la década que un publicitario razonable lo hubiese desterrado de un afiche de propaganda por temor de que su perfección exagerada, produciendo un efecto de rechazo, haga bajar las ventas de la mercancía que hubiese debido promover, el Matemático en una palabra, ¿no?, o en dos para ser más exactos, deja atrás la calle, y subiendo a la plaza, y siempre en diagonal, se aleja de la esquina por el sendero rojo, de ladrillo molido, entre los canteros verdes de los que se yerguen, resaltando contra el cielo azul, sin una sola nube, y en un paisaje de edificios públicos de una cuadra de largo y tres o cuatro pisos de altura, naranjos amargos, gomeros, palos borrachos y palmeras. Leto lo sigue con la mirada, más indolente que atenta, y sin ciarse cuenta, con ese estrato del pensamiento que bajo capas de rumiación arcaica y de delirio, está siempre abocado a lo esencial, indisolublemente unido, como se dice, al espejeo insondable y vistoso de lo exterior, lo ve perderse en la irrealidad de la mañana, en la sustancia traslúcida de espacio y de tiempo que, a cada paso, se lo traga y lo devuelve, una y otra vez. con un ritmo imperceptible, en una aglomeración insensata aunque estable de radiaciones, más improbable y extraño a medida que se aleja, achicándose gradual, fluctuación densa que revela, y en seguida vuelve a borrar, la luz del día. Pero cuando está llegando al centro de la plaza, un conocido, que viene en sentido opuesto, lo intercepta y se ponen a conversar. Desde la distancia a Leto le parece adivinar la charla de la que no le llegan, sin embargo, más que algunos ademanes vagos, y dos o tres movimientos de cabeza. Tiene la impresión de oír otra vez la ristra de ciudades y las imágenes que acompañan a cada una -París, una lluvia inesperada; Londres, un problema de alojamiento y unos manuscritos en el Museo Británico; Varsovia, no dejaron nada; Bruselas, por el censo de Belén; la Rochelle, blanca y centelleante, etc., etc.- y, satisfecho de representarse otra vez la imagen blanca, que había estado perdiendo realidad, recuperando, gracias a un diálogo imaginario y convencional, una familiaridad un poco más humana, empieza a cruzar la transversal.
La misma ausencia de necesidad que, unos cincuenta y cinco minutos antes, en números redondos, lo ha incitado a bajar del colectivo y, en vez de irse para el trabajo, ponerse a caminar por San Martín, lo induce ahora a continuar, aunque a su decisión contribuye el temor de que, habiéndole afirmado al Matemático su intención de seguir derecho, la figura blanca que discurre en el centro de la plaza con un conocido, no se dé vuelta y, viéndolo todavía parado en la esquina, perdiendo el tiempo o indeciso sobre qué dirección tomar, no sospeche que su afirmación era un simple pretexto para desembarazarse de ella. Pero cuando llega a la vereda de enfrente, esa aprensión desaparece. El cumpleaños de Washington, los mosquitos, el caballo de Noca, la mesa tendida bajo el quincho imaginario, persistentes y cambiantes a la vez, que desfilan en un orden complejo que les es propio, constituyen ahora un fajo de recuerdos más intensos, significativos, y no obstante más enigmáticos, podría decirse, que muchos otros que, por provenir de su propia experiencia, deberían ser más fuertes y más inmediatamente presentes en su memoria. Y sus distracciones pasajeras, la opacidad de ciertas alusiones, al parecer evidentes para Tomatis y para el Matemático, en lugar de diluir esas imágenes, las vuelven más nítidas, del mismo modo que una hendija, obligando a un rayo de luz a pasar por su abertura estrecha, contribuye, gracias a la concentración y a la oscuridad, a desplegar mejor su riqueza. Sin advertir su aspecto fabuloso, Leto los examina, los hace durar -o acepta, pasivo, su persistencia- en el círculo blanco de la atención, del mismo modo que un viajero, proyectando las imágenes artificiales de su desplazamiento reciente, tratando de poseer todo lo que ha escapado a su experiencia en el momento en que las sacó, se demora un poco estudiando, más que en las otras, los detalles de algunas de sus diapositivas. La mañana entera, con su cuerpo incluso que la atraviesa desplazándose sobre las baldosas grises, y el yo impalpable y ubicuo que lleva adentro, desaparecen detrás de las imágenes que, ya casi definitivas, son, aunque vengan de la memoria, intemporales, y más indestructibles, podría decirse, que el aliento y la carne que las contienen. En todo caso, ya están entretejidas con ellos, a pesar de que provienen de ese hálito impalpable, articulado y sonoro que, durante varias cuadras, ha venido a diseminarse en la transparencia exterior a través de los dientes blancos y regulares y de los labios bien delineados, como los de un superhéroe de historietas, del Matemático. Hasta la muerte, ciertas asociaciones, con mayor o menor fuerza, las harán volver, tan dependientes las unas de las otras que a partir de cierto momento ya no sabrá que es lo que ha recibido primero, sí la imagen o la asociación, y en algunos casos, prueba de lo indisolublemente unidas, como se dice, que están, actuarán una sobre la otra sin siquiera llegar a la conciencia, en forma de brillos fugaces, de latidos, de amagos sin nombre y sin figura que arrugarán un poco los pliegues, por usar alguna palabra, de su ser -su ser, ¿no?, o sea lo inconcebible hecho presencia continua, grumo sensible atrapado en algo sin nombre, como en un remolino lento del que formase también parte, espiral de energía y sustancia que es al mismo tiempo el vientre que lo engendró y el cuchillo, ni amigo ni enemigo, que lo desgarra.
Leto mira otra vez hacia la plaza. La figura blanca conversa, dominando a su interlocutor por una cabeza por lo menos, con ademanes lejanos y pausados, y como forma parte de un conjunto amable y florecido, los canteros de la plaza, el sol de primavera, los árboles y el cielo azul, Leto piensa que con seguridad será agradable volver a ver al Matemático y conversar con él, menos por el Matemático en sí que por la mañana entera en la que está incluido y que ya forma parte de su vida, pero a decir verdad, en los años que vendrán, apenas si estarán juntos dos o tres veces, en algunas reuniones en las que intercambiarán unas pocas palabras y, cuando se encuentren en la calle, se limitarán a cruzar un saludo, cortés sin duda, pero sin pararse a conversar -y todos esos encuentros, muy esporádicos y cada vez más espaciados. Poco a poco Leto irá dejando su trabajo, cada vez más implicado en la militancia política, en grupos cada vez más radicalizados, hasta que pasará a la clandestinidad, y del Leto habitual, salvo dos o tres reapariciones fugaces, no quedará ningún rastro, excepto para algunos amigos íntimos como Tomatis, Barco, el Gato Garay, a los que irá a visitar de tanto en tanto, siempre de un modo inesperado y fugaz, no para discutir de política, sino para estar un rato con personas a las que lo unen, no meramente principios, sino, para decirlo de nuevo, experiencias comunes y recuerdos, ya que se puede muy bien querer luchar contra la misma opresión, incluso con los mismos principios, pero por razones diferentes. Al principio dejará el trabajo -Isabel terminará casándose con Lopecito-, después su casa, después la ciudad, el país más tarde, yendo y viniendo de Europa a Cuba, a Medio Oriente, al África, a Vietnam, y por último la existencia entera, para entrar en esa clandestinidad tan rigurosa y secreta, la de los muertos. Durante dieciséis o diecisiete años irá hundiéndose en un orden regido por normas tan estrictas, tan especiales, tan organizadas en circuito cerrado que, aunque elaboradas para constituir una asociación de personas cuyo fin es modificar la realidad, lo harán pasar a una irrealidad tan grande que, detrás de la máscara impenetrable, como se dice, en que se irá transformando su cara, o bajo los disfraces diversos que irá adoptando para entrar y salir, como un actor que interpreta varios papeles de segundo orden en una misma comedia, en la vida ordinaria, detrás de la máscara impenetrable, decíamos, ¿no?, o decía mejor, como decía nomás hace un momento, un servidor, no irá quedando, después de la cólera, la fe, la duda, el arrojo, más que la obstinación sardónica, ni siquiera autocompasiva, de quien, enceguecido por una lluvia torrencial, como se dice, o por una serie ininterrumpida de explosiones, corre en línea recta, sin importarle, y tal vez sin siquiera plantearse el problema, si en la dirección en que corre lo espera un reparo o un precipicio. De todos modos, y a partir de cierto momento, llevará siempre, dondequiera que vaya, una pastilla de veneno, bien guardada contra su cuerpo en alguno de sus bolsillos, y de vez en cuando la observará para recordar no que es mortal, sino soberano. Estimando el peso de las cosas, se dirá con una satisfacción gélida que, puesto en el platillo de una balanza contra el redondelito encerrado en una cápsula de plástico en el otro, el universo entero no pesaría nada, y que ese redondelito sería capaz de soliviantar la carga sin medida de lo visible y hacerla desaparecer de un modo súbito y silencioso, a pesar de su apariencia irisada, como a una pompa de jabón. Pero todo eso irá viniendo poco a poco, bajo capas sucesivas de incertidumbre, de violencia y de decepción. A partir de cierto momento, en los últimos dos o tres años, no le quedará más que el silencio, la obstinación sardónica por dentro, y la pastilla. Después de comprobar que el universo entero es inconsistente y fútil, la pastilla, ocupando su lugar, se volverá el objeto único. Habiéndose dado cuenta al cabo de quince años que luchar a ciegas contra la opresión puede engendrar más opresión en lugar de acabar con ella, del mismo modo que ciertos métodos para combatir un incendio contribuyen más bien a acrecentar la fuerza de las llamas, y habiendo llegado demasiado lejos como para dar marcha atrás, empezará a confiar, no en estrategias, ni en organizaciones, ni en sacudimientos históricos, como los llaman, ni siquiera en su propia ametralladora, sino únicamente en la pastilla, en su pastilla, como quien podría decir, como se dice, en su sexto sentido o en su buena estrella. Como otros piensan en su cuenta bancada bien provista ante las dificultades, él pensará en su pastilla. Después de varios años, su aspecto físico cambiará bastante: el pelo revuelto en su cabeza irá haciéndose más raro y gris, de modo que la frente se volverá mucho más amplia y llena de arrugas; para desembarazarse de los anteojos, se pondrá lentes de contacto y se dejará crecer un bigote espeso y sedoso, grisáceo, que caerá curvo y afinándose sobre las comisuras, y a pesar de sus hombros estrechos, casi frágiles, y de sus piernas también estrechas y un poco torcidas, una especie de grosor apelotonado ensanchará su cuerpo a la altura del vientre, tal vez en razón de que, habiendo decidido no tomar más alcohol para no perder la lucidez ni los reflejos, padecerá, buscando su sustitución, de un gusto inmoderado, como se dice, por las gaseosas, las masas, los helados, el chocolate y los caramelos. El cambio será tan grande que, después de varios años de no haberlo visto, Barco, a quien una mañana vendrá a pedirle la llave del departamento de Tomatis, que en esos momentos andará paseando por Europa, Barco, decíamos, o decía, mejor, ¿no?, como decía, un servidor, viéndolo surgir de entre capas sucesivas y gris verdosas de lluvia matinal, no logrará reconocerlo hasta varios minutos más tarde, después de haber oído su voz, un poco ronca por los cigarrillos que encenderá para ese entonces uno con la brasa del otro, y de evocar algunas experiencias comunes. En realidad, la sacrosanta pastilla se la darán como una obligación más, envolviéndosela en discursos edificantes en los que las palabras sacrificio, causa, victoria y pueblo sobresaldrían de lejos en cualquier análisis de frecuencia lexical, pero él, de un modo secreto incluso para él mismo en los primeros tiempos, la recibirá como una promesa, un privilegio, un abracadabra. Un poco más tarde, ya empezará a blandiría interiormente, no como una prueba de omnipotencia ante sus enemigos, sino como una razón de burla y de desprecio, detrás de su cara impasible, ante sus propios aliados. Si por casualidad se encuentra en una reunión en la que, una vez más, no estará de acuerdo con ninguna de las decisiones que se tomarán, se descubrirá pensando, un poco crispado y sardónico: "Hablen nomás todo lo que quieran, que yo tengo la pastilla". Será como su bomba nuclear portátil, su arma absoluta. En varios momentos de peligro, después de verificar que se ha tratado de una falsa alarma, caerá en la cuenta de que, en tanto sus compañeros habrán llevado instintivamente las manos a las armas, él habrá palpado la pastilla primero y recién se habrá ocupado del arma un par de segundos más tarde. Espacio, tiempo, historia y materia sumida en sí misma, él aprenderá a mantenerlos a raya y como en suspenso con su dichosa pastilla. "A nadie le gusta pasar de sujeto a objeto", se dirá más de una vez, riéndose un poco en su fuero interno, puesto que para el exterior no perderá nunca más su impasibilidad hasta tal punto que sus pares -después de tantos años de peligros y violencias habrá adquirido el grado de comandante-, sus jefes inmediatos, hubiesen desconfiado de él de no haber verificado como lo harán todos los días su disciplina y su indiferencia ante el peligro. "A nadie le gusta pasar de sujeto a objeto", se dirá, decíamos, o decía, ¿no?, un servidor, como decía, "a nadie le gusta pasar de sujeto a objeto, pero con la pastilla, ¿eh?, con la pastilla qué es lo que se anula de entre los dos está todavía por discutirse". No estará lejos de pensar que, así como el big bang inaugura la creación, el clac casi inaudible de sus mandíbulas al cerrarse y de sus dientes superiores al chocar contra los inferiores para morder la pastilla la clausurará de manera definitiva. Unos meses antes de ese clac, irá a visitar a Tomatis a la casa de su madre, en la que Tomatis se habrá refugiado después de su tercer divorcio. En esos tiempos Tomatis estará sufriendo de eso a lo que los individuos que llaman psiquiatras llaman una depresión, de la que unos meses más tarde ya habrá salido a flote, pero que en los días en que Leto lo visitará estará en lo que esos mismos individuos hubiesen llamado su fase crítica. Tomatis se pasará el día entero, haciéndose servir por su hermana, encantada después de todo de tenerlo otra vez en casa, sentado en un sillón de la sala mirando la televisión desde mediodía hasta las dos o tres de la mañana, con una damajuana de vino de Caroya a un costado del sillón, en el suelo, y un vaso y un recipiente para hielo de plástico verde, a lunares blancos, en forma de manzana, con un cabito en forma de tallo para retirar la tapa sobre una mesita. Desde el dormitorio, su madre, ciega y un poco senil, como ya no se levantará de la cama, lo llamará de tanto en tanto para darle un beso, llamarlo nene, como cuando era chico, y lloriquear un poco. Será pleno verano. Desde un poco antes de Navidad, Tomatis se habrá instalado en la casa, durmiendo, gracias a la absorción meticulosa de somníferos y tranquilizantes, en el cuarto de la terraza, que su hermana había debido limpiar porque se habrá transformado en desván. Cada madrugada, cuando las sombras electrónicas, los simulacros de colores chillones, los petimetres y las muñecas Barbie miniaturizados de las series industriales americanas, interrumpidos cada cinco minutos por los cartones publicitarios concebidos por y para retardados, las propagandas del ejército invitando a los jóvenes sin trabajo a integrar sus bandas de homicidas y de torturadores para salvar la patria del cáncer de la subversión, cada madrugada, ¿no?, en la oscuridad ardiente y sucia de una pestilencia, podría decirse, de tumba anónima y de fracaso, Tomatis subirá, jadeante y un poco embrutecido por el vino de Caroya, los somníferos y los tranquilizantes, para ir a desplomarse sobre el mismo colchón en el que, veinte años antes, habrá pensado cada noche, con entusiasmo y delicia, en las fiestas carnales y en la gloria. Sin desembrutecerse del todo, se despertará cada mañana cerca de mediodía, y después de tomar unos mates en la terraza, a la sombra, volverá a sentarse, con un platito de fiambre y unos tomates, la damajuana y el recipiente para el hielo, ante el aparato de televisión, levantándose de tanto en tanto para ir a orinar, o para recibir un beso indeciso de su madre, que lo llamará nene otra vez como cuando era chico, y le palpará las mejillas ya rugosas y cubiertas por una barba dura y veteada de gris de por lo menos tres o cuatro días. Las sombras de colores desfilarán ante sus ojos inexpresivos, que a veces se entrecerrarán un poco tratando de entender los chistes insípidos de los cómicos de tercer orden, inaudibles a causa de las risas y de los aplausos pregrabados. Poniendo el sillón entre dos puertas abiertas para aprovechar alguna inexistente corriente de aire, con un calzoncillo y unas alpargatas viejas usadas como chancletas por toda vestimenta, desde mediodía hasta las dos o tres de la mañana, verá pasar sucesivamente, perdiendo a veces el hilo de las ficciones y a veces sin siquiera fijar los ojos en la pantalla, las informaciones, las series educativas, policiales o del oeste, los programas infantiles, los teleteatros, los cuentistas criollos, los programas destinados a las amas de casa, hurgándose la nariz de tanto en tanto, haciendo una bolita blanda y oscura con su pedazo de moco y dejándola caer debajo del sillón. De tanto en tanto, tendrá algún sobresalto de rebeldía: "Si te la pongo bien dura en la boca", le dirá mentalmente a la animadora del programa infantil, que se obstinará en hablar con voz aflautada y pueril, como se supone que debe hablársele a las criaturas, "si te la pongo bien dura en la boca, ya vas a ver cómo dejas de hacerte la nena". Y de tanto en tanto, a la propaganda gubernamental, en voz alta, pero con un odio un poco desleído, incorporándose algo y agarrándose con las manos el bulto fláccido de los genitales: Sí, esto. Esto, pero, desplomándose otra vez, espiará en dirección a la cocina por temor de que su hermana, convencida de que él estará pasando las vacaciones más descansadas de los últimos años, no se haya sentido ultrajada por la grosería.
Leto lo encontrará en ese estado cuando, sospechando que tal vez faltarán las ocasiones en el futuro, decidirá ir a visitarlo. Tomatis lo recibirá con una sonrisa débil, más visible en los ojos que se entrecerrarán que en la boca, que se abrirá un poco atónita, sin que los labios se desplieguen. En los primeros minutos, ni se levantará de su sillón -será la hermana la que habrá bajado a recibirlo- y mantendrá con él un diálogo deshilvanado, echando miradas ansiosas hacia la pantalla del televisor para no perder el hilo del programa que estará mirando; pero después, justo cuando Leto empiece a arrepentirse de haber venido, realizando un esfuerzo supremo, como se dice, lo presentará a su hermana como a un amigo corredor de libros que viene de Buenos Aires y lo invitará a subir a la terraza para poder conversar más tranquilos. Tomatis le dará la manzana de plástico después de haberla llenado de hielo y, cargando la damajuana subirá, arrastrando las alpargatas raídas y tratando de sostenerse, sin mucho éxito, los calzoncillos con la mano en la que lleva los vasos, los escalones rojos que conducen a la terraza. Será el atardecer. Tomatis le ofrecerá un vaso de vino, que él rechazará; pero después de una vacilación, hasta no estar seguro de que Tomatis no tiene miedo de que su visita lo comprometa, le pedirá un caramelo, o una coca-cola, de modo que Tomatis se levantará, descalzo, sosteniéndose el calzoncillo que ni siquiera su vientre inflado alcanzará a retener e, inclinándose un poco hacia el patio interior, le pedirá un caramelo a su hermana. La hermana le traerá una bolsa de celofán llena de caramelos de fruta, anaranjados, amarillos, verdes, rojos, envueltos también ellos en papelitos de celofán con los bordes retorcidos que Leto irá desenvolviendo de tanto en tanto para mandarse los caramelos a la boca y tirar los papeles en una maceta vacía que habrá cerca de su perezosa. De tanto en tanto, Tomatis echará una mirada vagamente curiosa al bolso de lona en el que sabrá que Leto tiene una pistola. Anochecerá: Leto se sentirá perplejo, un poco desorientado: él, que habrá ido hacia Tomatis para gozar tal vez por última vez de sus chistes asesinos, de su volubilidad, de su voz algo nasal habituada a lanzar torrentes de palabras un poco tartajeantes iluminadas aquí y allá por destellos de gracia, se encontrará con un cuarentón demasiado gordo, con los ojos llorosos y brillantes pero empañados a la vez en ciertos alcohólicos, la barba de varios días más gris que negra, la cara hinchada, los pies sucios y el calzoncillo dudoso, un cuarentón que musitará alguna que otra pregunta indecisa y un poco extraña cada cinco minutos, desinteresándose casi en seguida de la respuesta, pero volviendo a formular la misma pregunta media hora más tarde, como si nunca la hubiese hecho, y desinteresándose otra vez de la respuesta para hundirse en rumiaciones insondables y trabajosas. Que no será el temor lo que retendrá a Tomatis, lo mostrará el hecho de que sus preguntas se referirán, con la misma lejanía y la misma imparcialidad, a los temas más comprometedores o más insípidos, temas que, en épocas normales, habrían podido tratar en forma viva y exhaustiva, pero que ese anochecer de enero Tomatis musitará sin convicción, y en forma interrogativa e indiferente, a la que él, Leto, ¿no?, responderá la mayor parte de las veces con monosílabos verídicos pero incompletos. Al cabo de un rato, su desconfianza se transformará en alivio y, cuando compruebe que los raros momentos de buen humor pasajero de Tomatis consistirán en un empleo sentencioso y mecánico de los slogans publicitarios televisivos, también en compasión. Un par de veces, como la televisión seguirá funcionando abajo, Tomatis se levantará, interesado por el cambio de programa, por alguna noticia sensacionalista, por el desenlace de alguna serie policial, interrogando a su hermana en voz alta a través del patio interior, y después volverá a sentarse en su sillón plegadizo, quedándose pensativo unos segundos y sirviéndose otro vaso de vino con hielo. Hasta que, en determinado momento, la pregunta final llegará a los oídos de Leto, tan abrupta e inesperada que, experimentando una emoción violenta, él, que habrá pasado entre los balazos durante años, imperturbable y casi indiferente, sentirá los latidos de su corazón más rápidos y más violentos. ¿Es cierto lo de la pastilla? ¿La llevas encima?, le preguntará Tomatis, inclinándose hacia él, con la misma sonrisa cómplice y discreta con que podría haberle hablado de una foto pornográfica. Leto no dirá ni que sí ni que no; mirando a Tomatis fijo en los ojos, buscará la sonrisa de complicidad de unos segundos antes, pero para su sorpresa, los ojos de Tomatis, desiertos del menor destello de humor, le lanzarán por primera vez desde que habrá llegado a la casa una mirada viva, casi imperativa; los ojos, que habrán estado empañados y huidizos durante todo el encuentro, brillarán ahora tan fuerte que Leto creerá, de un modo erróneo, que reflejan las luces de la terraza. Por fin, Leto desabotonará despacio el bolsillito de seguridad que se encuentra bajo el cinturón y sacará la pastilla y, abriendo de golpe la mano, la hará aparecer en el hueco de la palma, acercándola a Tomatis, y durante ese movimiento más bien rápido que lento, la cápsula de plástico en la que vendrá encerrada reflejará, al pasar, alguna de las luces. Tomatis se inclinará para observar, con sacudimiento de cabeza lentos, de corroboración, primero afirmativos, negativos después, y por último otra vez afirmativos. Exacto, exacto, dirá, como pensando en otra cosa. Y él, Leto, ¿no?, volverá a guardarse la pastilla.
Unos meses más tarde, la sacará por última vez, en Rosario justamente, y, justamente, en Arroyito. Estará solo en una casa de la que habrán dicho que es segura, en la que, le habrán dicho, no podría existir la menor posibilidad de ser descubierto. Estará echado en la cama, en la penumbra, fumando cigarrillo tras cigarrillo -encendiendo, como ya será su costumbre, uno con la brasa del otro- sin pensar en nada, viendo el contorno de los muebles escasos, la silueta de la ventana, y la penumbra un poco más clara que se filtra a través de las hendijas de la celosía. Serán más o menos las once de la noche. Una estufita a resistencia, puesta en la entrada de la habitación, en el pasillo, expandirá, a ras del suelo casi, un resplandor rojizo, del que la brasa del cigarrillo, avivándose a cada chupada, parecerá, por decirlo de algún modo, el eco luminoso o la metástasis. Estará todo vestido, ya que habrá adoptado,, desde hará unos años, la costumbre de dormir así en los períodos difíciles, menos para sentirse seguro que para ganar tiempo, con un criterio de eficacia objetiva, podría decirse, en el que sus intereses personales no entrarán para nada en consideración. En el suelo, al alcance de su mano, estarán sus armas. En el momento en que verá una sombra rápida, bastante grande, imprimirse una fracción de segundo sobre las rayas paralelas de penumbra gris clara que se filtrarán por la celosía, estará justo encendiendo un nuevo cigarrillo con la brasa del que estará terminando de fumar e, incorporándose un poco en la cama, tratando de escuchar algo, aplastará el pucho en el centro del cenicero y apoyará el que acaba de encender en la muesca, para, en el caso de una falsa alarma, no desperdiciar por precipitación un cigarrillo. Sin hacer ningún ruido, recogerá la ametralladora, desenchufará la estufita a resistencia para obtener una oscuridad más densa, y se acercará a la ventana. Al principio no verá nada, a no ser la calle vacía, las fachadas, los árboles, las veredas, los coches estacionados -todo como endurecido, filoso, lleno de reflejos oscuros a causa del aire seco, difícil de respirar, de la noche de invierno. Durante un minuto por lo menos, permanecerá inmóvil, espiando a través de la celosía, y ese minuto será tan largo y monótono que, cuando haya acabado de transcurrir, ya casi ni se acordará de la razón por la cual habrá venido sin hacer ningún ruido hasta la ventana, tanto la calle, con los contornos rectos de las cosas bien recortados en el aire helado, parecerá desierta e incluso abandonada. Ya estará por volverse a recoger el cigarrillo de la muesca del cenicero, cuando verá las sombras moverse un poco en la vereda de enfrente, más livianas que las de las casas y las de las ramas de los árboles pelados que se entrecruzarán contra las fachadas y contra la vereda -"como una telaraña", pensará, con un último reflejo literario, cuyo carácter sobado y convencional le dará un matiz irónico a su pensamiento. Y, como quien revela una fotografía y va percibiendo poco a poco los detalles, él irá descubriendo poco a poco los contornos, las siluetas inconfundibles de hombres armados que corren encogidos a ocultarse o protegerse en los umbrales, detrás de los coches o de los árboles. Igual al viajero que. antes de subir al tren, mete la mano en el bolsillo para verificar que no ha perdido el boleto, él llevará la mano al bolsillito estrecho que se encuentra bajo el cinturón, palpará la cápsula por sobre la tela y, sin dejar de espiar a través de la celosía, empezará a desabotonar el bolsillito. Al ver cruzar en dirección de la casa, rebotando sin hacer ruido contra el asfalto, a dos hombres armados, les dirá, sin proferir una sola palabra, con el pensamiento, como ya es su costumbre: "Ustedes dos, como los que están atrás de los autos y de los árboles, como los que esperan en las esquinas, como los que ya deben estar en la puerta de entrada, en el techo a lo mejor, en el fondo del patio, carecen de realidad, son como fantasmas o como nubes de humo, porque yo tengo la pastilla, la acabo de tocar con la yema de los dedos, la pastilla que anula de un solo clac el big bang, la expansión insensata y ciega de sus chafalonías y su seudoeternidad irrisoria". Y, volviendo un poco a tientas hasta la mesa de luz, y recogiendo de la muesca del cenicero el cigarrillo para darle dos o tres pitadas antes de aplastarlo, se llevará la pastilla a la boca con un gesto tan rápido que antes de morderla, sosteniéndola un instante con los dientes sin hacer presión, deberá expeler el humo de la última pitada.
Como está llegando a la esquina, Leto gira la cabeza y mira hacia la plaza. La figura blanca del Matemático, que se ha separado de su interlocutor y ha proseguido en diagonal, llega a la esquina casi al mismo tiempo que Leto, a una cuadra de distancia. Y casi al mismo tiempo que Leto también, cruza la calle, internándose en la primera paralela, detrás de la casa de gobierno, y desaparece. A su vez, Leto llega a la vereda de enfrente. Ahora, aparte del edificio colonial del museo histórico, con su techo de tejas, su galería sostenida por columnas de madera labrada, su aljibe -lo llaman de esa manera- pintado de blanco, en el espacio de hierba rala que antecede la entrada, aparte del edificio del museo decíamos, o decía, mejor, como decía nomás hace un momento, ¿no?, un servidor, aparte del edificio del museo no hay ningún otro, y su parte delantera y sus espacios verdes ocupan toda la vereda, hasta la próxima calle, ancha y desierta, más allá de la cual, detrás de palos borrachos, de lapachos florecidos y de timbós en flor, se divisa la iglesia colonial, blanca como el museo y el aljibe -lo llaman así-, y también, como el museo, con su techo de tejas. Cuando llega a la esquina, como debe esperar en el borde de la vereda el paso de un gran ómnibus verde que va a Rosario, Leto observa un momento, en dirección al Este, el edificio del museo etnográfico, en falso estilo colonial que, tratando de parecerse a los otros, no consigue más que acentuar sus diferencias. El ómnibus pasa, tomando la curva del parque Sur, acelerando después de haber aminorado en la bocacalle y Leto alcanza a ver su costado metálico pintado de verde y una hilera de caras pálidas y fugaces, algunas de las cuales le devuelven la mirada a través de las ventanillas. Protegidos, restaurados, expuestos para preservar, contener, incluso representar y aún prolongar el pasado, la iglesia y los museos, envueltos por la ubicuidad insidiosa de la luz matinal, no escapan sin embargo a la extrañeza sin nombre del presente -que podría ser tal vez, y por qué no, el nombre para eso- expuesto y disperso en esa luz, y ya museo tal vez, o incluso desde el principio, con su disposición sempiterna de objetos sin uso específico, o cuanto más arbitrario, sometidos a la variación única y monótona, podría decirse, del latido fugitivo y repetitivo a la estabilidad mineral. Viendo alejarse el colectivo bajo la hilera curva de lapachos florecidos, de un rosa intenso, que bordea el parque, Leto cruza, caminando despacio, en pleno sol, pisando su propia sombra que lo acompaña, cada vez más encogida, sobre las grandes lajas de cemento, agrietado en partes, y salpicado aquí y allá de manchas de lubricante, que recubren la calle ancha y desierta y que Leto deja atrás al tocar, con la suela del zapato, el filo del cordón.
Avanzando por la vereda del parque, deja atrás el espacio de pasto y árboles que precede a la iglesia y empieza a bordear, bajo los primeros lapachos que se levantan en la vereda, la galería lateral del convento. La vereda está llena de flores rosa, aplastadas y podridas o frescas, casi intactas, como si acabasen de caer, y, alzando un poco la cabeza, ve en efecto algunas manchas rosa que, desprendiéndose de los árboles, atraviesan el aire de la vereda y se depositan, plácidas, sobre las baldosas. Las copas florecidas de los lapachos, sin hojas, compuestas enteramente de flores, hasta que la curva de la calle desaparece muchas decenas de metros más adelante, emiten una especie de luminosidad rosa, cuya proliferación desmedida pero contenida en copas de forma casi idéntica y regular que se confunden unas con otras, formando una especie de larga nube cilíndrica y curva, cuya proliferación desmedida, como decía, ¿no?, en lugar de despertar en él, en Leto, un sentimiento estético, le produce una especie de odio, fugaz sin duda, que lo sorprende, que le gustaría retener en la conciencia para examinarlo y del que cree entrever la causa, sin desde luego nada parecido a palabras, más allá de la inocencia de las plantas, en la servidumbre ciega que las hace, cada año. insignificante pelusa del todo, pueriles y repetitivas, florecer. Brusco, lanzando una risita ante lo absurdo de sus pensamientos, desvía de la vereda y, tomando por uno de los senderos de tierra se interna entre los árboles del parque en dirección al lago. Más allá de la sombra fresca que ahora atraviesa, la claridad de la mañana y el cielo azul relumbran sobre el espacio abierto del lago. De golpe, más frágil de lo que sus objetos de piedra, hierro, asfalto y revoque quieren aparentar, la ciudad, con su entrecruzamiento prolijo y casi primitivo de calles rectas y su estruendo difuso, parece desintegrarse a sus espaldas, entrar también ella, con todas sus presencias improbables en ese lugar sin nombre al que el nombre de pasado, de tal fácil pronunciación, parece cuadrar tan bien, sin que haya sin embargo en el reverso de los sonidos que se expelen al proferirlo o de los rastros de tinta que se dejan al escribirlo, ninguna imagen precisa para representárselo.
Pero Leto no está pensando en eso. Intrigado, tiende, como se dice, el oído hacia un punto preciso del parque, en la orilla del agua tal vez, aunque siga siendo siempre la Misma, ¿no?, de donde provienen quebrando, por decirlo de algún modo, el silencio, unos chillidos agudos y excitados. Cortando por uno de los canteros, Leto se desplaza en dirección de los chillidos y cuando descubre el origen se para, sorprendido, y se pone a observar. Unos pájaros de una especie que él nunca ha visto, entre diez o quince tal vez, bastante grandes, negros en el lomo y en la cola larga y erguida, amarillos en el vientre, con picos largos y negros, con una silueta bastante extraña que a no ser por el tamaño recordaría la de las pajaritas de papel, revolotean y chillan en un punto preciso del parque, entre la rama baja de un árbol, un arbusto que crece en el borde de la barranca y el espacio que se abre entre la barranca y la orilla del lago que Leto, desde donde está parado, no alcanza a ver. Los pájaros revolotean, se asientan, vuelven a levantar vuelo, se alejan y regresan, chillando, aleteando, planeando y volviendo a asentarse sobre las ramas del arbusto o del árbol o incluso en el borde de la barranca. Sus siluetas ridículas de pajaritas de papel no excluyen, a causa de la excitación creciente que los agita, algo de patético. A veces se lanzan en dirección al agua, pero casi en seguida reaparecen, más excitados todavía, más cerca del pánico que de la furia, con precipitación, como si aterrados por haberse atrevido a rozar lo que parece causar su agitación, se alejasen otra vez, contaminados por su esencia mortífera o quemados por su incandescencia. Para no espantarlos, Leto va acercándose despacio al borde de la barranca, tratando de descubrir lo que causa su revuelo. Pero los pájaros ni notan su presencia. Observándolos de más cerca, Leto verifica que se trata de una especie desconocida para él, desviada, quién sabe por qué razón, de su trayecto migratorio. Agitación, terror, pánico, el revoloteo incesante y febril y los chillidos rápidos, agudos, casi despavoridos, y el vuelo en picada, pero interrumpido una y otra vez por un cambio brusco en dirección contraria hacia el objeto que los motiva -Leto avanza y llega tan cerca de los pájaros que más de una vez tiene que hacerse a un lado para que no lo rocen en su vuelo o se lo lleven por delante. Ahora, desde donde está parado, puede ver por fin el objeto: es una pelota grande de playa, de plástico amarillo, que algún chico ha debido olvidarse el día anterior y que, abandonada en la orilla del lago, enredada entre plantas acuáticas, se mece, despacio, con cada olita imperceptible que llega, periódica, a sacudirla. Entre los chillidos cada vez más excitados y los aleteos frenéticos de los pájaros, indiferentes a su presencia, Leto contempla la esfera amarilla que concentra o expande radiaciones intensas, presencia incontrovertible y al mismo tiempo problemática, concreción amarilla menos consistente que la nada y más misteriosa que la totalidad de lo existente, y después, no sin compasión, viendo el revoloteo enloquecido de los pájaros acrecentarse a su alrededor, él, Leto, ¿no?, que está empezando a derribar los suyos, presiente cuánto les hace falta de extravío, de espanto y de confusión a las especies perdidas para erigir, en la casa de la coincidencia, que también podría ser otro nombre, ¿no?, el santuario, superfluo en más de un sentido, de, como parece que los llaman, sus dioses.