Todo el mundo nace con algún talento especial y Eliza Sommers descubrió temprano que ella tenía dos: buen olfato y buena memoria. El primero le sirvió para ganarse la vida y el segundo para recordarla, si no con precisión, al menos con poética vaguedad de astrólogo. Lo que se olvida es como si nunca hubiera sucedido, pero sus recuerdos reales o ilusorios eran muchos y fue como vivir dos veces. Solía decirle a su fiel amigo, el sabio Tao Chi´en, que su memoria era como la barriga del buque donde se conocieron, vasta y sombría, repleta de cajas, barriles y sacos donde se acumulaban los acontecimientos de toda su existencia. Despierta no era fácil encontrar algo en aquel grandísimo desorden, pero siempre podía hacerlo dormida, tal como le enseñó Mama Fresia en las noches dulces de su niñez, cuando los contornos de la realidad eran apenas un trazo fino de tinta pálida. Entraba al lugar de los sueños por un camino muchas veces recorrido y regresaba con grandes precauciones para no despedazar las tenues visiones contra la áspera luz de la consciencia. Confiaba en ese recurso como otros lo hacen en los números y tanto afinó el arte de recordar, que podía ver a Miss Rose inclinada sobre la caja de jabón de Marsella que fuera su primera cuna.
– Es imposible que te acuerdes de eso, Eliza. Los recién nacidos son como los gatos, no tienen sentimientos ni memoria -sostenía Miss Rose en las pocas ocasiones en que hablaron del tema.
Sin embargo, esa mujer mirándola desde arriba, con su vestido color topacio y las hebras sueltas del moño alborotadas por el viento, estaba grabada en la memoria de Eliza y nunca pudo aceptar la otra explicación sobre su origen.
– Tienes sangre inglesa, como nosotros -le aseguró Miss Rose cuando ella tuvo edad para entender-. Sólo a alguien de la colonia británica se le habría ocurrido ponerte en una cesta en la puerta de la "Compañía Británica de Importación y Exportación". Seguro conocía el buen corazón de mi hermano Jeremy y adivinó que te recogería. En ese tiempo yo estaba loca por tener un hijo y tú caíste en mis brazos enviada por el Señor, para ser educada en los sólidos principios de la fe protestante y el idioma inglés.
– ¿Inglesa tú? Niña, no te hagas ilusiones, tienes pelos de india como yo -refutaba Mama Fresia a espaldas de su patrona.
El nacimiento de Eliza era tema vedado en esa casa y la niña se acostumbró al misterio. Ése, como otros asuntos delicados, no lo mencionaba ante Rose y Jeremy Sommers, pero lo discutía en susurros en la cocina con Mama Fresia, quien mantuvo invariable su descripción de la caja de jabón, mientras que la versión de Miss Rose fue adornándose con los años hasta convertirse en un cuento de hadas. Según ella, la cesta encontrada en la oficina estaba fabricada del mimbre más fino y forrada en batista, su camisa era bordada en punto abeja y las sábanas orilladas con encaje de Bruselas, además iba arropada con una mantita de piel de visón, extravagancia jamás vista en Chile. Con el tiempo se agregaron seis monedas de oro envueltas en un pañuelo de seda y una nota en inglés explicando que la niña, aunque ilegítima, era de muy buena estirpe, pero Eliza nunca vislumbró nada de eso. El visón, las monedas y la nota desaparecieron convenientemente y de su nacimiento no quedó rastro. La explicación de Mama Fresia, sin embargo, se parecía más a sus recuerdos: al abrir la puerta de la casa una mañana a finales del verano, encontraron una criatura de sexo femenino desnuda dentro de una caja.
– De mantita de visón y monedas de oro, nada. Yo estaba allí y me acuerdo muy bien. Venías tiritando en un chaleco de hombre, ni un pañal te habían puesto, y estabas toda cagada. Eras una mocosa colorada como una langosta recocida, con una pelusa de choclo en la coronilla. Ésa eras tú. No te hagas ilusiones, no naciste para princesa y si hubieras tenido el pelo tan negro como lo tienes ahora, los patrones habrían tirado la caja en la basura -sostenía la mujer.
Al menos todos coincidían en que la niña entró en sus vidas el 15 de marzo de 1832, año y medio después de la llegada de los Sommers a Chile, y por esa razón designaron la fecha como la de su cumpleaños. Lo demás siempre fue un cúmulo de contradicciones y Eliza concluyó finalmente que no valía la pena gastar energía dándole vueltas, porque cualquiera que fuese la verdad, de ningún modo podía remediarse. Lo importante es lo que uno hace en este mundo, no cómo se llega a él, solía decirle a Tao Chi´en durante los muchos años de su espléndida amistad, pero él no estaba de acuerdo, le resultaba imposible imaginar su propia existencia separado de la larga cadena de sus antepasados, quienes habían contribuido no sólo a darle sus características físicas y mentales, sino que también le habían legado el karma. Su suerte, creía, estaba determinada por las acciones de los parientes que habían vivido antes, por eso se debía honrarlos con oraciones diarias y temerlos cuando aparecían en espectrales ropajes a reclamar sus derechos. Tao Chi´en podía recitar los nombres de todos sus antepasados, hasta los más remotos y venerables tatarabuelos muertos hacía más de un siglo. Su mayor preocupación en los tiempos del oro consistía en regresar a morir en su pueblo en China para ser enterrado junto a los suyos; de lo contrario su alma vagaría para siempre a la deriva en tierra extranjera. Eliza se inclinaba naturalmente por la historia de la primorosa cesta -a nadie en su sano juicio le gusta aparecer en una caja de jabón ordinario- pero en honor a la verdad no podía aceptarla. Su olfato de perro perdiguero recordaba muy bien el primer olor de su existencia, que no fue el de sábanas limpias de batista, sino de lana, sudor de hombre y tabaco. El segundo fue un hedor montuno de cabra.
Eliza creció mirando el mar Pacífico desde el balcón de la residencia de sus padres adoptivos. Encaramada en las laderas de un cerro del puerto de Valparaíso, la casa pretendía imitar el estilo en boga entonces en Londres, pero las exigencias del terreno, el clima y la vida de Chile habían obligado a hacerle modificaciones sustanciales y el resultado era un adefesio. Al fondo del patio fueron naciendo como tumores orgánicos varios aposentos sin ventanas y con puertas de mazmorra, donde Jeremy Sommers almacenaba la carga más preciosa de la compañía, que en las bodegas del puerto desaparecía.
– Éste es un país de ladrones, en ninguna parte del mundo la oficina gasta tanto en asegurar la mercadería como aquí. Todo se lo roban y lo que se salva de los rateros, se inunda en invierno, se quema en verano o lo aplasta un terremoto -repetía cada vez que las mulas acarreaban nuevos bultos para descargar en el patio de su casa.
De tanto sentarse ante la ventana a ver el mar para contar los buques y las ballenas en el horizonte, Eliza se convenció de que era hija de un naufragio y no de una madre desnaturalizada capaz de abandonarla desnuda en la incertidumbre de un día de marzo. Escribió en su diario que un pescador la encontró en la playa entre los restos de un barco destrozado, la envolvió en su chaleco y la dejó ante la casa más grande del barrio de los ingleses. Con los años concluyó que ese cuento no estaba mal del todo: hay cierta poesía y misterio en lo que devuelve el mar. Si el océano se retirara, la arena expuesta sería un vasto desierto húmedo sembrado de sirenas y peces agónicos, decía John Sommers, hermano de Jeremy y Rose quien había navegado por todos los mares del mundo y describía vívidamente cómo el agua bajaba en medio de un silencio de cementerio, para volver en una sola ola descomunal, llevándose todo por delante. Horrible, sostenía, pero al menos daba tiempo para escapar hacia las colinas, en cambio en los temblores de tierra las campanas de las iglesias repicaban anunciando la catástrofe cuando ya todo el mundo escapaba entre los escombros.
En la época en que apareció la niña, Jeremy Sommers tenía treinta años y empezaba a labrarse un brillante futuro en la "Compañía Británica de Importación y Exportación". En los círculos comerciales y bancarios gozaba fama de honorable: su palabra y un apretón de manos equivalían a un contrato firmado, virtud indispensable para toda transacción, porque las cartas de crédito demoraban meses en cruzar los océanos. Para él, carente de fortuna, su buen nombre era más importante que la vida misma. Con sacrificio había logrado una posición segura en el remoto puerto de Valparaíso, lo último que deseaba en su organizada existencia era una criatura recién nacida que viniera a perturbar sus rutinas, pero cuando Eliza cayó en la casa no pudo dejar de acogerla, porque al ver a su hermana Rose aferrada a la chiquilla como una madre, le flaqueó la voluntad.
Entonces Rose tenía sólo veinte años, pero ya era una mujer con pasado y sus posibilidades de hacer un buen matrimonio podían considerarse mínimas. Por otra parte, había sacado sus cuentas y decidido que el matrimonio resultaba, aún en el mejor de los casos, un pésimo negocio para ella; junto a su hermano Jeremy gozaba de la independencia que jamás tendría con un marido. Había logrado acomodar su vida y no se dejaba amedrentar por el estigma de las solteronas, por el contrario, estaba decidida a ser la envidia de las casadas, a pesar de la teoría en boga de que cuando las mujeres se desviaban de su papel de madres y esposas les salían bigotes, como a las sufragistas, pero le faltaban hijos y ésa era la única congoja que no podía transformar en triunfo mediante el ejercicio disciplinado de la imaginación. A veces soñaba con las paredes de su habitación cubiertas de sangre, sangre ensopando la alfombra, sangre salpicada hasta el techo, y ella al centro, desnuda y desgreñada como una lunática, dando a luz una salamandra. Despertaba gritando y pasaba el resto del día desorbitada, sin poder librarse de la pesadilla. Jeremy la observaba preocupado por sus nervios y culpable por haberla arrastrado tan lejos de Inglaterra, aunque no podía evitar cierta satisfacción egoísta con el arreglo que ambos tenían. Como la idea del matrimonio jamás se le había pasado por el corazón, la presencia de Rose resolvía los problemas domésticos y sociales, dos aspectos importantes de su carrera. Su hermana compensaba su naturaleza introvertida y solitaria, por eso soportaba de buen talante sus cambios de humor y sus gastos innecesarios. Cuando apareció Eliza y Rose insistió en quedarse con ella, Jeremy no se atrevió a oponerse o expresar dudas mezquinas, perdió galantemente todas las batallas por mantener al bebé a la distancia, empezando por la primera cuando se trató de darle un nombre.
– Se llamará Eliza, como nuestra madre, y llevará nuestro apellido -decidió Rose apenas la hubo alimentado, bañado y envuelto en su propia mantilla.
– ¡De ninguna manera, Rose! ¿Qué crees que dirá la gente?
– De eso me encargo yo. La gente dirá que eres un santo por acoger a esta pobre huérfana, Jeremy. No hay peor suerte que no tener familia. ¿Qué sería de mí sin un hermano como tú? -replicó ella, consciente del espanto de su hermano ante el menor asomo de sentimentalismo.
Los chismes fueron inevitables, también a eso debió resignarse Jeremy Sommers, tal como aceptó que la niña recibiera el nombre de su madre, durmiera los primeros años en la pieza de su hermana e impusiera bullicio en la casa. Rose divulgó el cuento increíble de la lujosa cesta depositada por manos anónimas en la oficina de la "Compañía Británica de Importación y Exportación" y nadie se lo tragó, pero como no pudieron acusarla de un desliz, porque la vieron cada domingo de su vida cantando en el servicio anglicano y su cintura mínima era un desafío a las leyes de la anatomía, dijeron que el bebé era producto de una relación de él con alguna pindonga y por eso la estaban criando como hija de familia. Jeremy no se dio el trabajo de salir al encuentro de los rumores maliciosos. La irracionalidad de los niños lo desconcertaba, pero Eliza se las arregló para conquistarlo. Aunque no lo admitía, le gustaba verla jugando a sus pies por las tardes, cuando se sentaba en su poltrona a leer el periódico. No había demostraciones de afecto entre ambos, él se ponía rígido ante el mero hecho de estrechar una mano humana, la idea de un contacto más íntimo le producía pánico.
Cuando apareció la recién nacida en casa de los Sommers aquel 15 de marzo, Mama Fresia, que hacía las veces de cocinera y ama de llaves, opinó que debían desprenderse de ella.
– Si la propia madre la abandonó, es porque está maldita y más seguro es no tocarla -dijo, pero nada pudo hacer contra la determinación de su patrona.
Apenas Miss Rose la levantó en brazos, la criatura se echó a llorar a pulmón abierto, estremeciendo la casa y martirizando los nervios de sus habitantes. Incapaz de hacerla callar, Miss Rose improvisó una cuna en una gaveta de su cómoda y la cubrió con cobijas, mientras salía disparada a buscar una nodriza. Pronto regresó con una mujer conseguida en el mercado, pero no se le ocurrió examinarla de cerca, le bastó ver sus grandes senos estallando bajo la blusa para contratarla apresuradamente. Resultó ser una campesina algo retardada, quien entró a la casa con su bebé, un pobre niño tan mugriento como ella. Debieron remojar al crío largo rato en agua tibia para desprender la suciedad que llevaba pegada en el trasero y zambullir a la mujer en un cubo de agua con lejía para quitarle los piojos. Los dos infantes, Eliza y el del aya, se iban en cólicos con una diarrea biliosa ante la cual el médico de la familia y el boticario alemán resultaron incompetentes. Vencida por el llanto de los niños, que no era sólo de hambre sino también de dolor o de tristeza, Miss Rose lloraba también. Por fin al tercer día intervino Mama Fresia de mala gana.
– ¿No ve que la mujer esa tiene los pezones podridos? Compre una cabra para alimentar a la chiquilla y déle tisana de canela, porque si no se va a despachar antes del viernes -refunfuñó.
En ese entonces Miss Rose apenas chapuceaba español, pero entendió la palabra cabra, mandó al cochero a comprar una y despidió a la nodriza. Apenas llegó el animal la india colocó a Eliza directamente bajo las ubres hinchadas, ante el horror de Miss Rose quien nunca había visto un espectáculo tan vil, pero la leche tibia y las infusiones de canela aliviaron pronto la situación; la niña dejó de llorar, durmió siete horas seguidas y despertó chupando el aire frenética. A los pocos días tenía la expresión plácida de los bebés sanos y era evidente que estaba subiendo de peso. Miss Rose compró un biberón cuando se dio cuenta que si la cabra balaba en el patio, Eliza empezaba a olisquear buscando el pezón. No quiso ver crecer a la chica con la idea peregrina de que ese animal era su madre. Esos cólicos fueron de los escasos malestares que soportó Eliza en su infancia, los demás fueron atajados en los primeros síntomas por las yerbas y conjuros de Mama Fresia, incluso la feroz peste de sarampión africano llevada por un marinero griego a Valparaíso. Mientras duró el peligro, Mama Fresia colocaba por las noches un trozo de carne cruda sobre el ombligo de Eliza y la fajaba apretadamente con un paño de lana roja, secreto de naturaleza para prevenir el contagio. En los años siguientes Miss Rose convirtió a Eliza en su juguete. Pasaba horas entretenida enseñándole a cantar y bailar, recitándole versos que la chiquilla memorizaba sin esfuerzo, trenzándole el pelo y vistiéndola con primor, pero apenas surgía otra diversión o la atacaba el dolor de cabeza, la mandaba a la cocina con Mama Fresia. La niña se crió entre la salita de costura y los patios traseros, hablando inglés en una parte de la casa y una mezcla de español y mapuche -la jerga indígena de su nana- en la otra, vestida y calzada como una duquesa unos días y otros jugando con las gallinas y los perros, descalza y mal cubierta por un delantal de huérfana. Miss Rose la presentaba en sus veladas musicales, la llevaba en coche a tomar chocolate a la mejor pastelería, de compras o a visitar los barcos en el muelle, pero igual podía pasar varios días distraída escribiendo en sus misteriosos cuadernos o leyendo una novela, sin pensar para nada en su protegida. Cuando se acordaba de ella corría arrepentida a buscarla, la cubría de besos, la atiborraba de golosinas y volvía a ponerle sus atuendos de muñeca para llevarla de paseo. Se ocupó de darle la más amplia educación posible, sin descuidar los adornos propios de una señorita. A raíz de una pataleta de Eliza a propósito de ejercicios de piano, la cogió por un brazo y sin esperar al cochero la llevó a la rastra doce cuadras cerro abajo a un convento. En el muro de adobe, sobre un grueso portón de roble con remaches de hierro, se leía en letras desteñidas por el viento salino: Casa de Expósitas.
– Agradece que mi hermano y yo nos hemos hecho cargo de ti. Aquí vienen a parar los bastardos y los críos abandonados. ¿Es esto lo que quieres?
Muda, la chica negó con la cabeza.
– Entonces más vale que aprendas a tocar el piano como una niña decente. ¿Me has entendido?
Eliza aprendió a tocar sin talento ni nobleza, pero a fuerza de disciplina consiguió a los doce años acompañar a Miss Rose durante las veladas musicales. No perdió la destreza, a pesar de largos períodos sin practicar, y varios años más tarde pudo ganarse el sustento en un burdel trashumante, finalidad que jamás pasó por la mente de Miss Rose cuando se empeñaba en enseñarle el sublime arte de la música.
Muchos años después, en una de esas tardes tranquilas tomando té de la China y conversando con su amigo Tao Chi´en en el jardín delicado que ambos cultivaban, Eliza concluyó que aquella inglesa errática fue una muy buena madre y le estaba agradecida por los grandes espacios de libertad interior que le dio. Mama Fresia fue el segundo pilar de su niñez. Se colgaba de sus anchas faldas negras, la acompañaba en sus tareas y de paso la volvía loca a preguntas. Así aprendió leyendas y mitos indígenas, a descifrar los signos de los animales y del mar, a reconocer los hábitos de los espíritus y los mensajes de los sueños y también a cocinar. Con su olfato infatigable era capaz de identificar ingredientes, yerbas y especias a ojos cerrados y, tal como memorizaba poesías, recordaba cómo usarlos. Pronto los complicados platos criollos de Mama Fresia y la delicada pastelería de Miss Rose perdieron su misterio. Poseía una rara vocación culinaria, a los siete años podía sin asco quitar la piel a una lengua de vaca o las tripas a una gallina, amasar veinte "empanadas" sin la menor fatiga y pasar horas perdidas desgranando frijoles, mientras escuchaba boquiabierta las crueles leyendas indígenas de Mama Fresia y sus coloridas versiones sobre las vidas de los santos.
Rose y su hermano John habían sido inseparables desde niños. Ella se entretenía en invierno tejiendo chalecos y calcetas para el capitán y él se esmeraba en traerle de cada viaje maletas repletas de regalos y grandes cajas con libros, varios de los cuales iban a parar bajo llave al armario de Rose. Jeremy, como dueño de casa y jefe de familia, tenía facultad para abrir la correspondencia de su hermana, leer su diario privado y exigir copia de las llaves de sus muebles, pero nunca demostró inclinación por hacerlo. Jeremy y Rose mantenían una relación doméstica basada en la seriedad, poco tenían en común, salvo la mutua dependencia que a ratos les parecía una forma secreta de odio. Jeremy cubría las necesidades de Rose pero no financiaba sus caprichos ni preguntaba de dónde salía el dinero para sus antojos, asumía que se lo daba John. A cambio, ella manejaba la casa con eficiencia y estilo, siempre clara en las cuentas, pero sin molestarlo con detalles mínimos. Poseía un buen gusto certero y una gracia sin esfuerzo, ponía brillo en la existencia de ambos y con su presencia contrarrestaba la creencia, muy difundida por esos lados, de que un hombre sin familia era un desalmado en potencia.
– La naturaleza del varón es salvaje; el destino de la mujer es preservar los valores morales y la buena conducta -sostenía Jeremy Sommers.
– ¡Ay, hermano! Tú y yo sabemos que mi naturaleza es más salvaje que la tuya -se burlaba Rose.
Jacob Todd, un pelirrojo carismático y con la más hermosa voz de predicador que se oyera jamás por esos lados, desembarcó en Valparaíso en 1843 con un cargamento de trescientos ejemplares de la Biblia en español. A nadie le extrañó verlo llegar: era otro misionero de los muchos que andaban por todas partes predicando la fe protestan I te. En su caso, sin embargo, el viaje fue producto de su curiosidad de aventurero y no de fervor religioso. En una de esas fanfarronadas de hombre vividor con demasiada cerveza en el cuerpo, apostó en una mesa de juego en su club en Londres que podía vender biblias en cualquier punto del planeta. Sus amigos le vendaron los ojos, hicieron girar un globo terráqueo y su dedo cayó en una colonia del Reino de España, perdida en la parte inferior del mundo, donde ninguno de esos alegres compinches sospechaba que hubiera vida. Descubrió pronto que el mapa estaba atrasado, la colonia se había independizado hacía más de treinta años y ahora era la orgullosa República de Chile, un país católico donde las ideas protestantes no tenían entrada, pero ya la apuesta estaba hecha y él no estaba dispuesto a echarse atrás. Era soltero, sin lazos afectivos o profesionales y la extravagancia de semejante viaje lo atrajo de inmediato. Considerando los tres meses de ida y otros tres de vuelta navegando por dos océanos, el proyecto resultaba de largo aliento. Vitoreado por sus amigos, quienes le vaticinaron un final trágico en manos de los papistas de aquel ignoto y bárbaro país, y con el apoyo financiero de la "Sociedad Bíblica Británica y Extranjera", que le facilitó los libros y le consiguió el pasaje, inició la larga travesía en barco rumbo al puerto de Valparaíso. El desafío consistía en vender las biblias y volver en el plazo de un año con un recibo firmado por cada una. En los archivos de la biblioteca leyó cartas de hombres ilustres, marinos y comerciantes que habían estado en Chile y describían un pueblo mestizo de poco más de un millón de almas y una extraña geografía de impresionantes montañas, costas abruptas, valles fértiles, bosques antiguos y hielos eternos. Tenía la reputación de ser el país más intolerante en materia religiosa de todo el continente americano, según aseguraban quienes lo habían visitado. A pesar de ello, virtuosos misioneros habían intentado difundir el protestantismo y sin hablar palabra de castellano o de idioma de indios llegaron al sur, donde la tierra firme se desgranaba en un rosario de islas. Varios murieron de hambre, frío o, se sospechaba, devorados por sus propios feligreses. En las ciudades no tuvieron mejor suerte. El sentido de hospitalidad, sagrado para los chilenos, pudo más que la intolerancia religiosa y por cortesía les permitían predicar, pero les hacían muy poco caso. Si asistían a las charlas de los escasos pastores protestantes era con la actitud de quien va a un espectáculo, divertidos ante la peculiaridad de que fuesen herejes. Nada de eso logró descorazonar a Jacob Todd, porque no iba como misionero, sino como vendedor de biblias.
En los archivos de la Biblioteca descubrió que desde su independencia en 1810, Chile había abierto sus puertas a los inmigrantes, que llegaron por centenares y se instalaron en aquel largo y angosto territorio bañado de cabo a rabo por el océano Pacífico. Los ingleses hicieron fortuna rápidamente como comerciantes y armadores; muchos llevaron a sus familias y se quedaron. Formaron una pequeña nación dentro del país, con sus costumbres, cultos, periódicos, clubes, escuelas y hospitales, pero lo hicieron con tan buenas maneras, que lejos de producir sospechas eran considerados un ejemplo de civilidad. Acantonaron su escuadra en Valparaíso para controlar el tráfico marítimo del Pacífico y así, de un caserío pobretón y sin destino a comienzos de la República, se convirtió en menos de veinte años en un puerto importante, donde recalaban los veleros provenientes del Atlántico a través del Cabo de Hornos y más tarde los vapores que pasaban por el Estrecho de Magallanes.
Fue una sorpresa para el cansado viajero cuando Valparaíso apareció ante sus ojos. Había más de un centenar de embarcaciones con banderas de medio mundo. Las montañas de cumbres nevadas parecían tan cercanas que daban la impresión de emerger directamente de un mar color azul de tinta, del cual emanaba una fragancia imposible de sirenas. Jacob Todd ignoró siempre que bajo esa apariencia de paz profunda había una ciudad completa de veleros españoles hundidos y esqueletos de patriotas con una piedra de cantera atada a los tobillos, fondeados por los soldados del Capitán General. El barco echó el ancla en la bahía, entre millares de gaviotas que alborotaban el aire con sus alas tremendas y sus graznidos de hambre. Innumerables botes capeaban las olas, algunos cargados con enormes congrios y róbalos aún vivos, debatiéndose en la desesperación del aire. Valparaíso, le dijeron, era el emporio comercial del Pacífico, en sus bodegas se almacenaban metales, lana de oveja y de alpaca, cereales y cueros para los mercados del mundo. Varios botes transportaron los pasajeros y la carga del velero a tierra firme. Al descender al muelle entre marineros, estibadores, pasajeros, burros y carretones, se encontró en una ciudad encajonada en un anfiteatro de cerros empinados, tan poblada y sucia como muchas de buen nombre en Europa. Le pareció un disparate arquitectónico de casas de adobe y madera en calles angostas, que el menor incendio podía convertir en ceniza en pocas horas. Un coche tirado por dos caballos maltrechos lo condujo con los baúles y cajones de su equipaje al Hotel Inglés. Pasó frente a edificios bien plantados en torno a una plaza, varias iglesias más bien toscas y residencias de un piso rodeadas de amplios jardines y huertos. Calculó unas cien manzanas, pero pronto supo que la ciudad engañaba la vista, era un dédalo de callejuelas y pasajes. Atisbó a lo lejos un barrio de pescadores con casuchas expuestas a la ventolera del mar y redes colgando como inmensas telarañas, más allá fértiles campos plantados de hortalizas y frutales. Circulaban coches tan modernos como en Londres, birlochos, fiacres y calesas, también recuas de mulas escoltadas por niños harapientos y carretas tiradas por bueyes por el centro mismo de la ciudad. Por las esquinas, frailes y monjas mendigaban la limosna para los pobres entre levas de perros vagos y gallinas desorientadas. Observó algunas mujeres cargadas de bolsas y canastos, con sus hijos a la rastra, descalzas pero con mantos negros sobre la cabeza, y muchos hombres con sombreros cónicos sentados en los umbrales o charlando en grupos, siempre ociosos.
Una hora después de descender del barco, Jacob Todd se encontraba sentado en el elegante salón del Hotel Inglés fumando cigarros negros importados de El Cairo y hojeando una revista británica bastante atrasada de noticias. Suspiró agradecido: por lo visto no tendría problemas de adaptación y administrando bien su renta podría vivir allí casi tan cómodamente como en Londres. Esperaba que alguien acudiera a servirlo -al parecer nadie se daba prisa por esos lados- cuando se acercó John Sommers, el capitán del velero en que había viajado. Era un hombrazo de pelo oscuro y piel tostada como cuero de zapato, que hacía alarde de su condición de recio bebedor, mujeriego e infatigable jugador de naipes y dados. Habían hecho buena amistad y el juego los mantuvo entretenidos en las noches eternas de navegación en alta mar y en los días tumultuosos y helados bordeando el Cabo de Hornos al sur del mundo. John Sommers venía acompañado por un hombre pálido, con una barba bien recortada y vestido de negro de pies a cabeza, a quien presentó como su hermano Jeremy. Difícil sería encontrar dos tipos humanos más diferentes. John parecía la imagen misma de salud y fortaleza, franco, ruidoso y amable, mientras que el otro tenía un aire de espectro atrapado en un invierno eterno. Era una de esas personas que nunca están del todo presentes y a quienes resulta difícil recordar, porque carecen de contornos precisos, concluyó Jacob Todd. Sin esperar invitación ambos se arrimaron a su mesa con la familiaridad de los compatriotas en tierra ajena. Finalmente apareció una criada y el capitán John Sommers ordenó una botella de whisky, mientras su hermano pedía té en la jerigonza inventada por los británicos para entenderse con la servidumbre.
– ¿Cómo están las cosas en casa? -inquirió Jeremy. Hablaba en tono bajo, casi en un murmullo, moviendo apenas los labios y con un acento algo afectado.
– Desde hace trescientos años no pasa nada en Inglaterra -dijo el capitán.
– Disculpe mi curiosidad, Mr. Todd pero lo vi entrar al hotel y no pude dejar de notar su equipaje. Me pareció que había varias cajas marcadas como biblias… ¿me equivoco? -preguntó Jeremy Sommers.
– Efectivamente, son biblias.
– Nadie nos avisó que nos mandaban otro pastor…
– ¡Navegamos durante tres meses juntos y no me enteré que era usted pastor, Mr. Todd -exclamó el capitán.
– En realidad no lo soy -replicó Jacob Todd disimulando el bochorno tras una bocanada del humo de su cigarro.
– Misionero, entonces. Piensa ir a Tierra del Fuego, supongo. Los indios patagones están listos para la evangelización. De los araucanos olvídese, hombre, ya los atraparon los católicos -comentó Jeremy Sommers.
– Debe quedar un puñado de araucanos. Esa gente tiene la manía de dejarse masacrar -anotó su hermano.
– Eran los indios más salvajes de América, Mr. Todd. La mayoría murió peleando contra los españoles. Eran caníbales.
– Cortaban pedazos de los prisioneros vivos: preferían su cena fresca. -Añadió el capitán-. Lo mismo haríamos usted y yo si alguien nos mata a la familia, nos quema la aldea y nos roba la tierra.
– Excelente, John, ¡ahora defiendes el canibalismo¡ -replicó su hermano, disgustado-. En todo caso, Mr. Todd, debo advertirle que no interfiera con los católicos. No debemos provocar a los nativos. Esta gente es muy supersticiosa.
– Las creencias ajenas son supersticiones, Mr. Todd. Las nuestras se llaman religión. Los indios de Tierra del Fuego, los patagones, son muy diferentes a los araucanos.
– Igualmente salvajes. Viven desnudos en un clima horrible -dijo Jeremy.
– Lléveles su religión, Mr. Todd, a ver si al menos aprenden a usar calzones -anotó el capitán.
Todd no había oído mentar a aquellos indios y lo último que deseaba era predicar algo en lo cual él mismo no creía, pero no se atrevió a confesarles que su viaje era el resultado de una apuesta de borrachos. Respondió vagamente que pensaba armar una expedición misionera, pero aún debía decidir cómo financiarla.
– Si hubiera sabido que venía a predicar los designios de un dios tiránico entre esas buenas gentes, lo lanzo por la borda en la mitad del Atlántico, Mr. Todd.
Los interrumpió la criada con el whisky y el té. Era una adolescente frutal enfundada en un vestido negro con cofia y delantal almidonados. Al inclinarse con la bandeja dejó en el aire una fragancia perturbadora de flores machacadas y plancha a carbón. Jacob Todd no había visto mujeres en las últimas semanas y se quedó mirándola con un retorcijón de soledad. John Sommers esperó que la muchacha se retirara.
– Tenga cuidado, hombre, las chilenas son fatales -dijo.
– No me lo parecen. Son bajas, anchas de caderas y tienen una voz desagradable -dijo Jeremy Sommers equilibrando su taza de té.
– ¡Los marineros desertan de los barcos por ellas¡ -exclamó el capitán!.
– Lo admito, no soy una autoridad en materia de mujeres. No tengo tiempo para eso. Debo ocuparme de mis negocios y de nuestra hermana, ¿lo has olvidado?
– Ni por un momento, siempre me lo recuerdas. Ve usted. Mr. Todd yo soy la oveja negra de la familia, un tarambana. Si no fuera por el bueno de Jeremy…
– Esa muchacha parece española -interrumpió Jacob Todd siguiendo con la vista a la criada, quien en ese momento atendía otra mesa-. Viví dos meses en Madrid y vi muchas como ella.
– Aquí todos son mestizos, incluso en las clases altas. No lo admiten, por supuesto. La sangre indígena se esconde como la plaga. No los culpo, los indios tienen fama de sucios, ebrios y perezosos. El gobierno trata de mejorar la raza trayendo inmigrantes europeos. En el sur regalan tierras a los colonos.
– Su deporte favorito es matar indios para quitarles las tierras.
– Exageras, John.
– No siempre es necesario eliminarlos a bala, basta con alcoholizarlos. Pero matarlos es mucho más divertido, claro. En todo caso, los británicos no participamos en ese pasatiempo, Mr. Todd. No nos interesa la tierra. ¿Para qué plantar papas si podemos hacer fortuna sin quitarnos los guantes?
– Aquí no faltan oportunidades para un hombre emprendedor. Todo está por hacerse en este país. Si desea prosperar vaya al norte. Hay plata, cobre, salitre, guano…
– ¿Guano?
– Mierda de pájaro -aclaró el marino.
– No entiendo nada de eso, Mr. Sommers.
– Hacer fortuna no le interesa a Mr. Todd, Jeremy. Lo suyo es la fe cristiana, ¿verdad?
– La colonia protestante es numerosa y próspera, lo ayudará. Venga mañana a mi casa. Los miércoles mi hermana Rose organiza una tertulia musical y será buena ocasión de hacer amigos. Mandaré mi coche a recogerlo a las cinco de la tarde. Se divertirá -dijo Jeremy Sommers, despidiéndose.
Al día siguiente, refrescado por una noche sin sueños y un largo baño para quitarse la rémora de sal que llevaba pegada en el alma, pero todavía con el paso vacilante por la costumbre de navegar, Jacob Todd salió a pasear por el puerto. Recorrió sin prisa la calle principal, paralela al mar y a tan corta distancia de la orilla que lo salpicaban las olas, bebió unas copas en un café y comió en una fonda del mercado. Había salido de Inglaterra en un gélido invierno de febrero y después de cruzar un eterno desierto de agua y estrellas, donde se le embrolló hasta la cuenta de sus pasados amores, llegó al hemisferio sur a comienzos de otro invierno inmisericorde. Antes de partir no se le ocurrió averiguar sobre el clima. Imaginó a Chile caliente y húmedo como la India, porque así creía que eran los países de los pobres, pero se encontró a merced de un viento helado que le raspaba los huesos y levantaba remolinos de arena y basura. Se perdió varias veces en calles torcidas, daba vueltas y más vueltas para quedar donde mismo había comenzado. Subía por callejones torturados por infinitas escaleras y orillados de casas absurdas colgadas de ninguna parte, procurando discretamente no mirar la intimidad ajena por las ventanas. Tropezó con plazas románticas de aspecto europeo coronadas por glorietas, donde bandas militares tocaban música para enamorados, y recorrió tímidos jardines pisoteados por burros. Soberbios árboles crecían a la orilla de las calles principales alimentados por aguas fétidas que bajaban de los cerros a tajo abierto. En la zona comercial era tan evidente la presencia de los británicos, que se respiraba un aire ilusorio de otras latitudes. Los letreros de varias tiendas estaban en inglés y pasaban sus compatriotas vestidos como en Londres, con los mismos paraguas negros de sepultureros. Apenas se alejó de las calles centrales, la pobreza se le vino encima con el impacto de un bofetón; la gente se veía desnutrida, somnolienta, vio soldados con uniformes raídos y pordioseros en las puertas de los templos. A las doce del día se echaron a volar al unísono las campanas de las iglesias y al instante cesó el barullo, los transeúntes se detuvieron, los hombres se quitaron el sombrero, las pocas mujeres a la vista se arrodillaron y todos se persignaron. La visión duró doce campanas y enseguida se reanudó la actividad en la calle como si nada hubiera ocurrido.
El coche enviado por Sommers llegó al hotel con media hora de atraso. El conductor llevaba bastante alcohol entre pecho y espalda, pera Jacob Todd no estaba en situación de elegir. El hombre lo condujo en dirección al sur. Había llovido durante un par de horas y las calles se habían vuelto intransitables en algunos trechos, donde los charcos de agua y lodo disimulaban las trampas fatales de agujeros capaces de tragarse un caballo distraído. A los costados de la calle aguardaban niños con parejas de bueyes, preparados para rescatar los coches empantanados a cambio de una moneda, pero a pesar de su miopía de ebrio el conductor consiguió eludir los baches y pronto comenzaron a ascender una colina. Al llegar a Cerro Alegre, donde vivía la mayor parte de la colonia extranjera, el aspecto de la ciudad daba un vuelco y desaparecían las casuchas y conventillos de más abajo. El coche se detuvo ante una quinta de amplias proporciones, pero de atormentado aspecto, un engendro de torreones pretenciosos y escaleras inútiles, plantada entre los desniveles del terreno y alumbrada con tantas antorchas, que la noche había retrocedido. Salió a abrir la puerta un criado indígena con un traje de librea que le quedaba grande, recibió su abrigo y sombrero y lo condujo a una sala espaciosa, decorada con muebles de buena factura y cortinajes algo teatrales de terciopelo verde, recargada de adornos, sin un centímetro en blanco para descanso de la vista. Supuso que en Chile, como en Europa, una pared desnuda se consideraba signo de pobreza y salió del error mucho después, cuando visitó las sobrias casas de los chilenos. Los cuadros colgaban inclinados para apreciarlos desde abajo y la vista se perdía en la penumbra de los techos altos. La gran chimenea encendida con gruesos leños y varios braceros con carbón repartían un calor disparejo que dejaba los pies helados y la cabeza afiebrada. Había algo más de una docena de personas vestidas a la moda europea y varias criadas de uniforme circulando bandejas. Jeremy y John Sommers se adelantaron a saludarlo.
– Le presento a mi hermana Rose -dijo Jeremy conduciéndolo hacia el fondo del salón.
Y entonces Jacob Todd vio sentada a la derecha de la chimenea a la mujer que le arruinaría la paz del alma. Rose Sommers lo deslumbró al instante, no tanto por bonita como por segura de sí misma y alegre. Nada tenía de la grosera exuberancia del capitán ni de la fastidiosa solemnidad de su hermano Jeremy, era una mujer de expresión chispeante como si estuviera siempre lista para estallar en una risa coqueta. Cuando lo hacía, una red de finas arrugas aparecía alrededor de sus ojos y por alguna razón eso fue lo que más atrajo a Jacob Todd. No supo calcular su edad, entre veinte y treinta tal vez, pero supuso que dentro de diez años se vería igual, porque tenía buenos huesos y porte de reina. Lucía un vestido de tafetán color durazno e iba sin adornos, salvo sencillos pendientes de coral en las orejas. La cortesía más elemental indicaba que se limitara a sugerir el gesto de besar su mano, sin tocarla con los labios, pero se le turbó el entendimiento y sin saber cómo le plantó un beso. Tan inapropiado resultó aquel saludo, que durante una pausa eterna se quedaron suspendidos en la incertidumbre, él sujetando su mano como quien agarra una espada y ella mirando el rastro de saliva sin atreverse a limpiarlo para no ofender a la visita, hasta que interrumpió una chica vestida como una princesa. Entonces Todd despertó de la zozobra y al enderezarse alcanzó a percibir cierto gesto de burla que intercambiaron los hermanos Sommers. Procurando disimular, se volvió hacia la niña con una atención exagerada, dispuesto a conquistarla.
– Ésta es Eliza, nuestra protegida -dijo Jeremy Sommers.
Jacob Todd cometió la segunda torpeza.
– ¿Cómo es eso, protegida? -preguntó.
– Quiere decir que no soy de esta familia -explicó Eliza pacientemente, en el tono de quien le habla a un tonto.
– ¿No?
– Si me porto mal me mandan donde las monjas papistas.
– ¡Qué dices, Eliza¡ No le haga caso, Mr. Todd. A los niños se les ocurren cosas raras. Por supuesto que Eliza es de nuestra familia -interrumpió Miss Rose, poniéndose de pie.
Eliza había pasado el día con Mama Fresia preparando la cena. La cocina quedaba en el patio, pero Miss Rose la hizo unir a la casa mediante un cobertizo para evitar el bochorno de servir los platos fríos o salpicados de paloma. Ese cuarto renegrido por la grasa y el hollín del fogón era el reino indiscutible de Mama Fresia Gatos, perros, gansos y gallinas paseaban a su antojo por el piso de ladrillos rústicos sin encerar; allí rumiaba todo el invierno la cabra que amamantó a Eliza, ya muy anciana, que nadie se atrevió a sacrificar, porque habría sido como asesinar a una madre. A la niña le gustaba el aroma del pan crudo en los moldes cuando la levadura realizaba entre suspiros el misterioso proceso de esponjar la masa; el del azúcar de caramelo batida para decorar tortas; el del chocolate en peñascos deshaciéndose en la leche. Los miércoles de tertulia las mucamas -dos adolescentes indígenas, que vivían en la casa y trabajaban por la comida- pulían la plata, planchaban los manteles y sacaban brillo a los cristales. A mediodía mandaban al cochero a la pastelería a comprar dulces preparados con recetas celosamente guardadas desde los tiempos de la Colonia. Mama Fresia aprovechaba para colgar de un arnés de los caballos una bolsa de cuero con leche fresca, que en el trote de ida y vuelta se convertía en mantequilla.
A las tres de la tarde Miss Rose llamaba a Eliza a su aposento, donde el cochero y el valet instalaban una bañera de bronce con patas de león, que las mucamas forraban con una sábana y llenaban de agua caliente perfumada con hojas de menta y romero. Rose y Eliza chapoteaban en el baño como criaturas hasta que se enfriaba el agua y regresaban las criadas con los brazos cargados de ropa para ayudarlas a ponerse medias y botines, calzones hasta media pierna, camisa de batista, luego un refajo con relleno en las caderas para acentuar la esbeltez de la cintura, enseguida tres enaguas almidonadas y por fin el vestido, que las cubría entera I mente, dejando al aire sólo la cabeza y las manos. Miss Rose usaba además un corsé tieso mediante huesos ballena y tan apretado que no podía respirar a fondo ni levantar los brazos por encima de los hombros; tampoco podía vestirse sola ni doblarse porque se quebraban las ballenas y se le clavaban como agujas en el cuerpo. Ése era el único baño de la semana, una ceremonia sólo comparable a la de lavarse los cabellos el sábado, que cualquier pretexto podía cancelar, porque se consideraba peligroso para la salud. Durante la semana Miss Rose usaba jabón con cautela, prefería friccionarse con una esponja empapada en leche y refrescarse con "eau de toilette" perfumada a la vainilla, como había oído que estaba de moda en Francia desde los tiempos de Madame Pompadour; Eliza podía reconocerla a ojos cerrados en medio de una multitud por su peculiar fragancia a postre. Pasados los treinta años mantenía esa piel transparente y frágil de algunas jóvenes inglesas antes de que la luz del mundo y la propia arrogancia la vuelvan pergamino. Cuidaba su apariencia con agua de rosas y limón para aclarar la piel, miel de hamamelis para suavizarla, camomila para dar luz al cabello y una colección de exóticos bálsamos y lociones traídos por su hermano John del Lejano Oriente, donde estaban las mujeres más hermosas del universo, según decía. Inventaba vestidos inspirados en las revistas de Londres y los hacía ella misma en su salita de costura; a punta de intuición e ingenio modificaba su vestuario con las mismas cintas, flores y plumas que servían por años sin verse añejas. No usaba, como las chilenas, un manto negro para cubrirse cuando salía, costumbre que le parecía una aberración, prefería sus capas cortas y su colección de sombreros, a pesar de que en la calle solían mirarla como si fuera una cortesana.
Encantada de ver un rostro nuevo en la reunión semanal, Miss Rose perdonó el beso impertinente de Jacob Todd y tomándolo del brazo, lo condujo a una mesa redonda situada en un rincón de la sala. Le dio a escoger entre varios licores, insistiendo que probara su "mistela", un extraño brebaje de canela, aguardiente y azúcar que él fue incapaz de tragar y lo vació disimuladamente en un macetero. Luego le presentó a la concurrencia: Mr. Appelgren, fabricante de muebles, acompañado por su hija, una joven descolorida y tímida; Madame Colbert, directora de un colegio inglés para niñas; Mr. Ebeling dueño de la mejor tienda de sombreros para caballeros y su esposa, quien se abalanzó sobre Todd pidiéndole noticias de la familia real inglesa como si se tratara de sus parientes. También conoció a los cirujanos Page y Poett.
– Los doctores operan con cloroformo -aclaró admirada Miss Rose.
– Aquí todavía es una novedad, pero en Europa ha revolucionado la práctica de la medicina -explicó uno de los cirujanos.
– Entiendo que en Inglaterra se emplea regularmente en obstetricia. ¿No lo usó la reina Victoria? -añadió Todd por decir algo, puesto que nada sabía del tema.
– Aquí hay mucha oposición de los católicos para eso. La maldición bíblica sobre la mujer es parir con dolor, Mr. Todd.
– ¿No les parece injusto, señores? La maldición del hombre es trabajar con el sudor de su frente, pero en este salón, sin ir más lejos, los caballeros se ganan la vida con el sudor ajeno -replicó Miss Rose sonrojándose violentamente.
Los cirujanos sonrieron incómodos, pero Todd la observó cautivado. Hubiera permanecido a su lado la noche entera, a pesar de que lo correcto en una tertulia de Londres, según recordaba Jacob Todd era partir a la media hora. Se dio cuenta que en esa reunión la gente parecía dispuesta a quedarse y supuso que el círculo social debía ser muy limitado y tal vez la única reunión semanal era la de los Sommers. Estaba en esas dudas cuando Miss Rose anunció la entretención musical. Las criadas trajeron más candelabros, iluminando la sala de día claro, colocaron sillas en torno a un piano, una vihuela y un arpa, las mujeres se sentaron en semicírculo y los hombres se colocaron atrás de pie. Un caballero mofletudo se instaló al piano y de sus manos de matarife brotó una melodía encantadora, mientras la hija del fabricante de muebles interpretaba una antigua balada escocesa con una voz tan exquisita, que Todd olvidó por completo su aspecto de ratón asustado. La directora de la escuela para niñas recitó un heroico poema, innecesariamente largo; Rose cantó un par de canciones pícaras a dúo con su hermano John, a pesar de la evidente desaprobación de Jeremy Sommers, y luego exigió a Jacob Todd que los regalara con algo de su repertorio. Eso dio oportunidad al visitante de lucir su buena voz.
– ¡Usted es un verdadero hallazgo, Mr. Todd¡ No lo soltaremos. ¡Está usted condenado a venir todos los miércoles¡ -exclamó ella cuando cesó el aplauso, sin hacer caso de la expresión embobada con que la observaba el visitante.
Todd sentía los dientes pegados de azúcar y la cabeza le daba vueltas, no sabía si sólo de admiración por Rose Sommers o también a causa de los licores ingeridos y del potente cigarro cubano fumado en compañía del capitán Sommers. En esa casa no se podía rechazar un vaso o un plato sin ofender; pronto descubriría que ésa era una característica nacional en Chile, donde la hospitalidad se manifestaba obligando a los invitados a beber y comer más allá de toda resistencia humana. A las nueve anunciaron la cena y pasaron en procesión al comedor, donde los aguardaba otra serie de contundentes platos y nuevos postres. Cerca de medianoche las mujeres se levantaron de la mesa y continuaron conversando en el salón, mientras los hombres tomaban brandy y fumaban en el comedor. Por fin, cuando Todd estaba a punto de desmayarse, los invitados comenzaron a pedir sus abrigos y sus coches. Los Ebeling, vivamente interesados en la supuesta misión evangelizadora en Tierra del Fuego, ofrecieron llevarlo a su hotel y él aceptó de inmediato, asustado ante la idea de regresar en plena oscuridad por esas calles de pesadilla con el cochero ebrio de los Sommers. El viaje le pareció eterno, se sentía incapaz de concentrarse en la conversación, iba mareado y con el estómago revuelto.
– Mi esposa nació en África, es hija de misioneros que allí difunden la verdadera fe; sabemos cuántos sacrificios eso significa, Mr. Todd. Esperamos que nos otorgue el privilegio de ayudarlo en su noble tarea entre los indígenas -dijo Mr. Ebeling solemne al despedirse.
Esa noche Jacob Todd no pudo dormir, la visión de Rose Sommers lo aguijoneaba con crueldad y antes del amanecer tomó la decisión de cortejarla en serio. Nada sabía de ella, pero no le importaba, tal vez su destino era perder una apuesta y llegar hasta Chile sólo para conocer a su futura esposa. Lo habría hecho a partir del día siguiente, pero no pudo levantarse de la cama, atacado por cólicos violentos. Así estuvo un día y una noche, inconsciente a ratos y agonizando en otros, hasta que logró reunir fuerzas para asomarse a la puerta y clamar por ayuda. A petición suya, el gerente del hotel mandó avisar a los Sommers, sus únicos conocidos en la ciudad, y llamó un mozo para limpiar la habitación, que olía a muladar. Jeremy Sommers se pre I sentó al hotel a mediodía acompañado por el sangrador más conocido de Valparaíso, quien resultó poseer ciertos conocimientos de inglés y, después de sangrarlo en piernas y brazos hasta dejarlo exangüe, le explicó que todos los extranjeros al pisar Chile por primera vez se enfermaban.
– No hay razón para alarmarse, que yo sepa, son muy pocos los que se mueren -lo tranquilizó.
Le dio a tomar quinina en unas obleas de papel de arroz, pero él no pudo tragarlas, doblado por las náuseas. Había estado en la India y conocía los síntomas de la malaria y otras enfermedades tropicales tratables con quinina, pero este mal no se parecía ni remotamente. Apenas partió el sangrador volvió el mozo a llevarse los trapos y lavar el cuarto nuevamente. Jeremy Sommers había dejado los datos de los doctores Page y Poett, pero no hubo tiempo de llamarlos porque dos horas más tarde apareció en el hotel una mujerona que exigió ver al enfermo. Traía de la mano a una niña vestida de terciopelo azul, con botines blancos y un bonete bordado de flores, como una figura de cuentos. Eran Mama Fresia y Eliza, enviadas por Rose Sommers, quien tenía muy poca fe en las sangrías. Las dos irrumpieron en la habitación con tal seguridad, que el debilitado Jacob Todd no se atrevió a protestar. La primera venía en calidad de curandera y la segunda de traductora.
– Dice mi mamita que le va a quitar el pijama. Yo no voy a mirar -explicó la niña y se volteó contra la pared mientras la india lo desnudaba de dos zarpazos y procedía a friccionarlo entero con aguardiente.
Pusieron en su cama ladrillos calientes, lo envolvieron en mantas y le dieron a beber a cucharaditas una infusión de yerbas amargas endulzada con miel para apaciguar los dolores de la indigestión.
– Ahora mi mamita va a "romancear" la enfermedad -dijo la niña.
– ¿Qué es eso?
– No se asuste, no duele.
Mama Fresia cerró los ojos y empezó a pasarle las manos por el torso y la barriga mientras susurraba encantamientos en lengua mapuche. Jacob Todd sintió que lo invadía una modorra insoportable, antes que la mujer terminara dormía profundamente y no supo cuando sus dos enfermeras desaparecieron. Durmió dieciocho horas y despertó bañado en sudor. A la mañana siguiente Mama Fresia y Eliza regresaron para administrarle otra vigorosa fricción y un tazón de caldo de gallina.
– Dice mi mamita que nunca más beba agua. Sólo tome té bien caliente y que no coma fruta, porque le volverán las ganas de morirse -tradujo la chiquilla.
A la semana, cuando pudo ponerse en pie y se miró al espejo, comprendió que no podía presentarse con ese aspecto ante Miss Rose: había perdido varios kilos, estaba demacrado y no podía dar dos pasos sin caer jadeando sobre una silla. Cuando estuvo en condiciones de mandarle una nota para agradecer que le salvara la vida y chocolates para Mama Fresia y Eliza, supo que la joven había partido con una amiga y su mucama a Santiago en un viaje arriesgado, dadas las malas condiciones del camino y del clima. Miss Rose hacía el trayecto de treinta y cuatro leguas una vez al año, siempre a comienzos del otoño o en plena primavera, para ver teatro, escuchar buena música y hacer sus compras anuales en el "Gran Almacén Japonés", perfumado a jazmín e iluminado con lámparas a gas con globos de vidrio rosado, donde adquiría las bagatelas difíciles de conseguir en el puerto. Esta vez, sin embargo, había una buena razón para ir en invierno: posaría para un retrato. Había llegado al país el célebre pintor francés Monvoisin, invitado por el gobierno para hacer escuela entre los artistas nacionales. El maestro sólo pintaba la cabeza, el resto era obra de sus ayudantes y para ganar tiempo hasta los encajes se aplicaban directamente sobre la tela, pero a pesar de esos recursos truhanes, nada daba tanto prestigio como un retrato firmado por él. Jeremy Sommers insistió en tener uno de su hermana para presidir el salón. El cuadro costaba seis onzas de oro y una más por cada mano, pero no se trataba de ahorrar en un caso así. La oportunidad de tener una obra auténtica del gran Monvoisin no se presentaba dos veces en la vida, como decían sus clientes.
– Si el gasto no es problema, quiero que me pinte con tres manos. Será su cuadro más famoso y acabará colgado en un museo, en vez de hacerlo sobre nuestra chimenea -comentó Miss Rose.
Ése fue el año de las inundaciones, que quedaron registradas en los textos escolares y en la memoria de los abuelos. El diluvio arrasó con centenares de viviendas y cuando finalmente amainó el temporal y empezaron a bajar las aguas, una serie de temblores menores, que se sintieron como un hachazo de Dios, acabaron de destruir lo reblandecido por el aguacero. Rufianes recorrían los escombros y aprovechaban la confusión para robar en las casas y los soldados recibieron instrucciones de ejecutar sin miramientos a quienes sorprendieran en tales tropelías, pero entusiasmados con la crueldad, empezaron a repartir sablazos por el gusto de oír los lamentos y se debió revocar la orden antes que acabaran también con los inocentes. Jacob Todd, encerrado en el hotel cuidándose un resfrío y todavía débil por la semana de cólicos, pasaba las horas desesperado por el incesante ruido de campanas de las iglesias llamando a penitencia, leyendo periódicos atrasados y buscando compañía para jugar naipes. Hizo una salida a la botica en busca de un tónico para fortalecer el estómago, pero la tienda resultó ser un sucucho caótico, atestado de polvorientos frascos de vidrio azules y verdes, donde un dependiente alemán le ofreció aceite de alacranes y espíritu de lombrices. Por primera vez lamentó encontrarse tan lejos de Londres.
Por las noches apenas lograba dormir debido a las parrandas y riñas de borrachos y a los entierros, que se realizaban entre las doce y las tres de la madrugada. El flamante cementerio quedaba en lo alto de un cerro, asomado encima de la ciudad. Con el temporal se abrieron huecos y rodaron tumbas por las laderas en una confusión de huesos que emparejó a todos los difuntos en la misma indignidad. Muchos comentaban que mejor estaban los muertos diez años antes, cuando la gente pudiente se enterraba en las iglesias, los pobres en las quebradas y los extranjeros en la playa. Éste es un país estrafalario, concluyó Todd, con un pañuelo atado en la cara porque el viento acarreaba el tufo nauseabundo de la desgracia, que las autoridades combatieron con grandes hogueras de eucalipto. Apenas se sintió mejor se asomó a ver las procesiones. En general no llamaban la atención, porque cada año se repetían iguales durante los siete días de la Semana Santa y en otras fiestas religiosas, pero en esa ocasión se convirtieron en actos masivos para clamar al cielo el fin del temporal. Salían de las iglesias largas filas de fieles, encabezadas por cofradías de caballeros vestidos de negro, cargando en parihuelas las estatuas de los santos con espléndidos trajes bordados de oro y piedras preciosas. Una columna cargaba un Cristo clavado en la cruz con su corona de espinas en torno al cuello. Le explicaron que se trataba del Cristo de Mayo, traído especialmente de Santiago para la ocasión, porque era la imagen más milagrosa del mundo, única capaz de modificar el clima. Doscientos años antes, un pavoroso terremoto echó por tierra la capital y se desplomó enteramente la iglesia de San Agustín, menos el altar donde se encontraba aquel Cristo. La corona se deslizó de la cabeza al cuello, donde aún permanecía, porque cada vez que intentaban ponerla en su lugar, volvía a temblar. Las procesiones reunían innumerables frailes y monjas, beatas exangües de tanto ayuno, pueblo humilde rezando y cantando a grito herido, penitentes con burdos sayos y flagelantes azotándose las espaldas desnudas con disciplinas de cuero terminadas en filudas rosetas metálicas. Algunos caían desmayados y eran atendidos por mujeres que les limpiaban las carnes abiertas y les daban refrescos, pero apenas se recuperaban los empujaban de vuelta a la procesión. Pasaban filas de indios martirizándose con fervor demente y bandas de músicos tocando himnos religiosos. El rumor de rezos plañideros parecía un torrente de agua brava y el aire húmedo hedía a incienso y sudor. Había procesiones de aristócratas vestidos con lujo, pero de oscuro y sin joyas, y otras de populacho descalzo y en harapos, que se cruzaban en la misma plaza sin tocarse ni confundirse. A medida que avanzaban aumentaba el clamor y las muestras de piedad se volvían más intensas; los fieles aullaban clamando perdón por sus pecados, seguros que el mal tiempo era el castigo divino por sus faltas. Los arrepentidos acudían en masa, las iglesias no daban abasto y se instalaron hileras de sacerdotes bajo tenderetes y paraguas para atender las confesiones. Al inglés el espectáculo le resultó fascinante, en ninguno de sus viajes había presenciado nada tan exótico ni tan tétrico. Acostumbrado a la sobriedad protestante, le parecía haber retrocedido a plena Edad Media; sus amigos en Londres jamás le creerían. Aun a prudente distancia podía percibir el temblor de bestia primitiva y sufriente que recorría en oleadas a la masa humana. Se encaramó con esfuerzo sobre la base de un monumento en la plazuela, frente a la Iglesia de la Matriz, donde podía obtener una visión panorámica de la muchedumbre. De pronto sintió que lo tironeaban de los pantalones, bajó la vista y vio a una niña asustada, con un manto sobre la cabeza y la cara manchada de sangre y lágrimas. Se apartó bruscamente, pero ya era tarde, le había ensuciado los pantalones. Lanzó un juramento y trató de echarla con gestos, ya que no pudo recordar las palabras adecuadas para hacerlo en español, pero se llevó una sorpresa cuando ella replicó en perfecto inglés que estaba perdida y acaso él podía llevarla a su casa. Entonces la miró mejor.
– Soy Eliza Sommers. ¿Se acuerda de mí? -murmuró la niña.
Aprovechando que Miss Rose estaba en Santiago posando para el retrato y Jeremy Sommers escasamente aparecía por la casa en esos días, porque se habían inundado las bodegas de su oficina, había discurrido ir a la procesión y tanto molestó a Mama Fresia, que la mujer acabó por ceder. Sus patrones le habían prohibido mencionar ritos católicos o de indios delante de la niña y mucho menos exponerla a que los viera, pero también ella moría de ganas de ver al Cristo de Mayo al menos una vez en su vida. Los hermanos Sommers no se enterarían nunca, concluyó. De modo que las dos salieron calladamente de la casa, bajaron el cerro a pie, se montaron en una carreta que las dejó cerca de la plaza y se unieron a una columna de indios penitentes. Todo habría resultado de acuerdo a lo planeado si en el tumulto y el fervor de ese día, Eliza no se hubiera soltado de la mano de Mama Fresia, quien contagiada por la histeria colectiva no se dio cuenta. Empezó a gritar, pero su voz se perdió en el clamor de los rezos y de los tristes tambores de las cofradías. Echó a correr buscando a su nana, pero todas las mujeres parecían idénticas bajo los mantos oscuros y sus pies resbalaban en el empedrado cubierto de lodo, de cera de velas y sangre. Pronto las diversas columnas se juntaron en una sola muchedumbre que se arrastraba como animal herido, mientras repicaban enloquecidas las campanas y sonaban las sirenas de los barcos en el puerto. No supo cuánto rato estuvo paralizada de terror, hasta que poco a poco las ideas empezaron a aclararse en su mente. Entretanto la procesión se había calmado, todo el mundo estaba de rodillas y en un estrado frente a la iglesia el obispo en persona celebraba una misa cantada. Eliza pensó encaminarse hacia Cerro Alegre, pero temió que la sorprendiera la oscuridad antes de dar con su casa, nunca había salido sola y no sabía orientarse. Decidió no moverse hasta que se dispersara la turba, tal vez entonces Mama Fresia la encontraría. En eso sus ojos tropezaron con un pelirrojo alto colgado del monumento de la plaza y reconoció al enfermo que había cuidado con su nana. Sin vacilar se abrió camino hasta él.
– ¡Qué haces aquí¡ ¿Estás herida? -exclamó el hombre.
– Estoy perdida; ¿puede llevarme a mi casa?
Jacob Todd le limpió la cara con su pañuelo y la revisó brevemente, comprobando que no tenía daño visible. Concluyó que la sangre debía ser de los flagelantes.
– Te llevaré a la oficina de Mr. Sommers.
Pero ella le rogó que no lo hiciera, porque si su protector se enteraba que había estado en la procesión, despediría a Mama Fresia. Todd salió en busca de un coche de alquiler, nada fácil de encontrar en esos momentos, mientras la niña caminaba callada y sin soltarle la mano. El inglés sintió por primera vez en su vida un estremecimiento de ternura ante esa mano pequeña y tibia aferrada a la suya. De vez en cuando la miraba con disimulo, conmovido por ese rostro infantil de ojos negros almendrados. Por fin dieron con un carretón tirado por dos mulas y el conductor aceptó llevarlos cerro arriba por el doble de la tarifa acostumbrada. Hicieron el viaje en silencio y una hora más tarde Todd dejaba a Eliza frente a su casa. Ella se despidió dándole las gracias, pero sin invitarlo a entrar. La vio alejarse, pequeña y frágil, cubierta hasta los pies por el manto negro. De pronto la niña dio media vuelta, corrió hacia él, le echó los brazos al cuello y le plantó un beso en la mejilla. Gracias, dijo, una vez más. Jacob Todd regresó a su hotel en el mismo carretón. De vez en cuando se tocaba la mejilla, sorprendido por ese sentimiento dulce y triste que la chica le inspiraba.
Las procesiones sirvieron para aumentar el arrepentimiento colectivo y también, como pudo comprobarlo el mismo Jacob Todd, para atajar las lluvias, justificando una vez más la espléndida reputación del Cristo de Mayo. En menos de cuarenta y ocho horas se despejó el cielo y asomó un sol tímido, poniendo una nota optimista en el concierto de desdichas de esos días. Por culpa de los temporales y las epidemias pasaron en total nueve semanas antes que se reanudaran las tertulias de los miércoles en casa de los Sommers y varias más antes que Jacob Todd se atreviera a insinuar sus sentimientos románticos a Miss Rose. Cuando por fin lo hizo, ella fingió no haberlo oído, pero ante su insistencia salió con una respuesta apabullante.
– Lo único bueno de casarse es enviudar -dijo.
– Un marido, por tonto que sea, siempre viste -replicó él, sin perder el buen humor.
– No es mi caso. Un marido sería un estorbo y no podría darme nada que ya no tenga.
– ¿Hijos, tal vez?
– Pero ¿cuántos años cree usted que tengo, Mr. Todd?
– ¡No más de diecisiete¡
– No se burle. Por suerte tengo a Eliza.
– Soy testarudo, Miss Rose, nunca me doy por vencido.
– Se lo agradezco, Mr. Todd. No es un marido lo que viste, sino muchos pretendientes.
En todo caso, Rose fue la razón por la cual Jacob Todd se quedó en Chile mucho más de los tres meses designados para vender sus biblias. Los Sommers fueron el contacto social perfecto, gracias a ellos se le abrieron de par en par las puertas de la próspera colonia extranjera, dispuesta a ayudarlo en la supuesta misión religiosa en Tierra del Fuego. Se propuso aprender sobre los indios patagones, pero después de echar una mirada somnolienta a unos libracos en la biblioteca, comprendió que daba lo mismo saber o no saber, porque la ignorancia al respecto era colectiva. Bastaba decir aquello que la gente deseaba oír y para eso él contaba con su lengua de oro. Para colocar el cargamento de biblias entre potenciales clientes chilenos debió mejorar su precario español. Con los dos meses vividos en España y su buen oído, logró aprender más rápido y mejor que muchos británicos llegados al país veinte años antes. Al comienzo disimuló sus ideas políticas demasiado liberales, pero notó que en cada reunión social lo acosaban a preguntas y siempre lo rodeaba un grupo de asombrados oyentes. Sus discursos abolicionistas, igualitarios y democráticos sacudían la modorra de aquellas buenas gentes, daban motivo para eternas discusiones entre los hombres y horrorizadas exclamaciones entre las damas maduras, pero atraían irremediablemente a las más jóvenes. La opinión general lo catalogaba de chiflado y sus incendiarias ideas resultaban divertidas, en cambio sus burlas a la familia real británica cayeron pésimo entre los miembros de la colonia inglesa, para quienes la reina Victoria, como Dios y el Imperio, era intocable. Su renta modesta, pero no despreciable, le permitía vivir con cierta holgura sin haber trabajado jamás en serio, eso lo colocaba en la categoría de los caballeros. Apenas descubrieron que estaba libre de ataduras, no faltaron muchachas en edad de casarse esmeradas en atraparlo, pero después de conocer a Rose Sommers, él no tenía ojos para otras. Se preguntó mil veces por qué la joven permanecía soltera y la única respuesta que se le ocurrió a aquel agnóstico racionalista fue que el cielo se la tenía destinada.
– ¿Hasta cuándo me atormenta, Miss Rose? ¿No teme que me burra de perseguirla? -bromeaba con ella.
– No se aburrirá, Mr. Todd. Perseguir al gato es mucho más divertido que atraparlo -replicaba ella.
La elocuencia del falso misionero fue una novedad en aquel ambiente y tan pronto se supo que había estudiado a conciencia las Sagradas Escrituras, le ofrecieron la palabra. Existía un pequeño templo anglicano, mal visto por la autoridad católica, pero la comunidad protestante se juntaba también en casas particulares. "¿Dónde se ha visto una iglesia sin vírgenes y diablos? Los gringos son todos herejes, no creen en el Papa, no saben rezar, se lo pasan cantando y ni siquiera comulgan", mascullaba Mama Fresia escandalizada cuando tocaba el turno de realizar el servicio dominical en casa de los Sommers. Todd se preparó para leer brevemente sobre la salida de los judíos de Egipto y enseguida referirse a la situación de los inmigrantes que, como los judíos bíblicos, debían adaptarse en tierra extraña, pero Jeremy Sommers lo presentó a la concurrencia como misionero y le pidió que hablara de los indios en Tierra del Fuego. Jacob Todd no sabía ubicar la región ni por qué tenía ese nombre sugerente, pero logró conmover a los oyentes hasta las lágrimas con la historia de tres salvajes cazados por un capitán inglés para llevarlos a Inglaterra. En menos de tres años esos infelices, que vivían desnudos en el frío glacial y solían cometer actos de canibalismo, dijo, andaban vestidos con propiedad, se habían transformado en buenos cristianos y aprendido costumbres civilizadas, incluso toleraban la comida inglesa. No aclaró, sin embargo, que apenas fueron repatriados volvieron de inmediato a sus antiguos hábitos, como si jamás hubieran sido tocados por Inglaterra o la palabra de Jesús. Por sugerencia de Jeremy Sommers se organizó allí mismo una colecta para la empresa de divulgación de la fe, con tan buenos resultados que al día siguiente Jacob Todd pudo abrir una cuenta en la sucursal del Banco de Londres en Valparaíso. La cuenta se alimentaba semanalmente con las contribuciones de los protestantes y crecía a pesar de los giros frecuentes de Todd para financiar sus propios gastos, cuando su renta no alcanzaba a cubrirlos. Mientras más dinero entraba, más se multiplicaban los obstáculos y pretextos para postergar la misión evangelizadora. Así transcurrieron dos años.
Jacob Todd llegó a sentirse tan cómodo en Valparaíso como si hubiera nacido allí. Chilenos e ingleses tenían varios rasgos de carácter en común: todo lo resolvían con síndicos y abogados; sentían un apego absurdo por la tradición, los símbolos patrios y las rutinas; se jactaban de individualistas y enemigos de la ostentación, que despreciaban como un signo de arribismo social; parecían amables y controlados, pero eran capaces de gran crueldad. Sin embargo, a diferencia de los ingleses, los chilenos sentían horror de la excentricidad y nada temían tanto como hacer el ridículo. Si hablara correcto castellano, pensó Jacob Todd estaría como en mi casa. Se había instalado en la pensión de una viuda inglesa que amparaba gatos y horneaba las más célebres tartas del puerto. Dormía con cuatro felinos sobre la cama, mejor acompañado de lo que nunca antes estuvo, y desayunaba a diario con las tentadoras tartas de su anfitriona. Se conectó con chilenos de todas clases, desde los más humildes, que conocía en sus andanzas por los barrios bajos del puerto, hasta los más empingorotados. Jeremy Sommers lo presentó en el "Club de la Unión", donde fue aceptado como miembro invitado. Sólo los extranjeros de reconocida importancia social podían vanagloriarse de tal privilegio, pues se trataba de un enclave de terratenientes y políticos conservadores, donde se medía el valor de los socios por el apellido. Se le abrieron las puertas gracias a su habilidad con barajas y dados; perdía con tanta gracia, que pocos se daban cuenta de lo mucho que ganaba. Allí se hizo amigo de Agustín del Valle, dueño de tierras agrícolas en esa zona y rebaños de ovejas en el sur, donde jamás había puesto los pies, porque para eso contaba con capataces traídos de Escocia. Esa nueva amistad le dio ocasión de visitar las austeras mansiones de familias aristocráticas chilenas, edificios cuadrados y oscuros de grandes piezas casi vacías, decoradas sin refinamiento, con muebles pesados, candelabros fúnebres y una corte de crucifijos sangrantes, vírgenes de yeso y santos vestidos como antiguos nobles españoles. Eran casas volcadas hacia adentro, cerradas a la calle, con altas rejas de hierro, incómodas y toscas, pero provistas de frescos corredores y patios internos sembrados de jazmines, naranjos y rosales.
Al despuntar la primavera Agustín del Valle invitó a los Sommers y a Jacob Todd a uno de sus fundos. El camino resultó una pesadilla; un jinete podía hacerlo a caballo en cuatro o cinco horas, pero la caravana con la familia y sus huéspedes salió de madrugada y no llegó hasta bien entrada la noche. Los del Valle se trasladaban en carretas tiradas por bueyes, donde colocaban mesas y divanes de felpa. Seguían una recua de mulas con el equipaje y peones a caballo, armados de primitivos trabucos para defenderse de los bandoleros, que solían esperar agazapados en las curvas de los cerros. A la enervante lentitud de los animales se sumaban los baches del camino, donde se trancaban las carretas, y las frecuentes paradas a descansar, en que los sirvientes servían las viandas de los canastos en medio de una nube de moscas. Todd nada sabía de agricultura, pero bastaba una mirada para comprender que en esa tierra fértil todo se daba en abundancia; la fruta caía de los árboles y se pudría en el suelo sin que nadie se diera el trabajo de recogerla. En la hacienda encontró el mismo estilo de vida que había observado años antes en España: una familia numerosa unida por intrincados lazos de sangre y un inflexible código de honor. Su anfitrión era un patriarca poderoso y feudal que manejaban en un puño los destinos de su descendencia y ostentaba, arrogante, un linaje trazable hasta los primeros conquistadores españoles. Mis tatarabuelos, contaba, anduvieron más de mil kilómetros enfundados en pesadas armaduras de hierro, cruzaron montañas, ríos y el desierto más árido del mundo, para fundar la ciudad de Santiago. Entre los suyos era un símbolo de autoridad y decencia, pero fuera de su clase se lo conocía como un rajadiablos. Contaba con una prole de bastardos y con la mala fama de haber liquidado a más de uno de sus inquilinos en sus legendarios arrebatos de mal humor, pero esas muertes, como tantos otros pecados, no se ventilaban jamás. Su esposa estaba en los cuarenta, pero parecía una anciana trémula y cabizbaja, siempre vestida de luto por los hijos fallecidos en la infancia y sofocada por el peso del corsé, la religión y aquel marido que le tocó en suerte. Los hijos varones pasaban sus ociosas existencias entre misas, paseos, siestas, juegos y parrandas, mientras las hijas flotaban como ninfas misteriosas por aposentos y jardines, entre susurros de enaguas, siempre bajo el ojo vigilante de sus dueñas. Las habían preparado desde pequeñas para una existencia de virtud, fe y abnegación; sus destinos eran matrimonios de conveniencia y la maternidad.
En el campo asistieron a una corrida de toros que no se parecía ni remotamente al brillante espectáculo de valor y muerte de España; nada de trajes de luces, fanfarria, pasión y gloria, sino una pelotera de borrachos atrevidos atormentando al animal con lanzas e insultos, revolcados a cornadas en el polvo entre maldiciones y carcajadas. Lo más peligroso de la corrida fue sacar del ruedo a la bestia enfurecida y maltrecha, pero con vida. Todd agradeció que ahorraran al toro la indignidad última de una ejecución pública, pues su buen corazón de inglés prefería ver muerto al torero que al animal. Por las tardes los hombres jugaban "tresillo" y "rocambor", atendidos como príncipes por un verdadero ejército de criados oscuros y humildes, cuyas miradas no se elevaban del suelo ni sus voces por encima de un murmullo. Sin ser esclavos, lo parecían. Trabajaban a cambio de protección, techo y una parte de las siembras; en teoría eran libres, pero se quedaban con el patrón, por déspota que éste fuese y por duras que resultaran las condiciones, dado que no tenían adónde ir. La esclavitud se había abolido hacía más de diez años sin mayor bulla. El tráfico de africanos nunca fue rentable por esos lados, donde no existían grandes plantaciones, pero nadie mencionaba la suerte de los indios, despojados de sus tierras y reducidos a la miseria, ni de los inquilinos en los campos, que se vendían y se heredaban con los fundos, como los animales. Tampoco se hablaba de los cargamentos de esclavos chinos y polinésicos destinados a las guaneras de las Islas Chinchas. Si no desembarcaban no había problema: la ley prohibía la esclavitud en tierra firme, pero nada decía del mar. Mientras los hombres jugaban naipes, Miss Rose se aburría discretamente en compañía de la señora del Valle y sus numerosas hijas. Eliza, en cambio, galopaba a campo abierto con Paulina, la única hija de Agustín del Valle que escapaba al modelo lánguido de las mujeres de esa familia. Era varios años mayor que Eliza, pero ese día se divirtió con ella como si fueran de la misma edad, ambas con el pelo al viento y la cara al sol fustigando sus cabalgaduras.
Eliza Sommers era una chiquilla delgada y pequeña, con facciones delicadas como un dibujo a plumilla. En 1845, cuando cumplió trece años y comenzaron a insinuarse pechos y cintura, todavía parecía una mocosa, aunque ya se vislumbraba la gracia en los gestos que habría de ser su mejor atributo de belleza. La implacable vigilancia de Miss Rose dio a su esqueleto la rectitud de una lanza: la obligaba a mantenerse derecha con una varilla metálica sujeta a la espalda durante las interminables horas de ejercicios de piano y bordado. No creció mucho y mantuvo el mismo engañoso aspecto infantil, que le salvó la vida más de una vez. Tan niña era en el fondo, que en la pubertad seguía durmiendo encogida en la misma camita de su infancia, rodeada por sus muñecas, y chupándose el dedo. Imitaba la actitud desganada de Jeremy Sommers, porque pensaba que era signo de fortaleza interior. Con los años se cansó de fingirse aburrida, pero el entrenamiento le sirvió para dominar su carácter. Participaba en las tareas de los sirvientes: un día para hacer pan, otro para moler el maíz, uno para asolear los colchones y otro para hervir la ropa blanca. Pasaba horas acurrucada detrás de la cortina de la sala devorando una a una las obras clásicas de la biblioteca de Jeremy Sommers, las novelas románticas de Miss Rose, los periódicos atrasados y toda lectura a su alcance, por fastidiosa que fuese. Consiguió que Jacob Todd le regalara una de sus biblias en español y procuraba descifrarla con enorme paciencia, porque su escolaridad había sido en inglés. Se sumergía en el Antiguo Testamento con morbosa fascinación por los vicios y pasiones de reyes que seducían esposas ajenas, profetas que castigaban con rayos terribles y padres que engendraban descendencia en sus hijas. En el cuarto de los trastos, donde se acumulaban vejestorios, encontró mapas, libros de viajes y documentos de navegación de su tío John, que le sirvieron para precisar los contornos del mundo. Los preceptores contratados por Miss Rose le enseñaron francés, escritura, historia, geografía y algo de latín, bastante más de lo que inculcaban en los mejores colegios para niñas de la capital, donde a fin de cuentas lo único que se aprendía eran rezos y buenos modales. Las lecturas desordenadas, tanto como los cuentos del capitán Sommers, echaron a volar su imaginación. Ese tío navegante aparecía en la casa con su cargamento de regalos, alborotándole la fantasía con sus historias inauditas de emperadores negros en tronos de oro macizo, de piratas malayos que juntaban ojos humanos en cajitas de madreperla, de princesas quemadas en la pira funeraria de sus ancianos maridos. En cada visita suya todo se postergaba, desde las tareas escolares hasta las clases de piano. El año se iba en esperarlo y en poner alfileres en el mapa imaginando las latitudes de alta mar por donde iba su velero. Eliza tenía poco contacto con otras criaturas de su edad, vivía en el mundo cerrado de la casa de sus benefactores, en la ilusión eterna de no estar allí, sino en Inglaterra. Jeremy Sommers encargaba todo por catálogo, desde el jabón hasta sus zapatos, y se vestía con ropa liviana en invierno y con abrigo en verano, porque se regía por el calendario del hemisferio norte. La chica escuchaba y observaba con atención, tenía un temperamento alegre e independiente, nunca pedía ayuda y poseía el raro don de volverse invisible a voluntad, perdiéndose entre los muebles, las cortinas y las flores del papel mural. El día que despertó con la camisa de dormir manchada por una sustancia rojiza fue donde Miss Rose a comunicarle que se estaba desangrando por abajo.
– No hables de esto con nadie, es muy privado. Ya eres una mujer y tendrás que conducirte como tal, se acabaron las chiquilladas. Es hora que vayas al colegio para niñas de Madame Colbert -fue toda la explicación de su madre adoptiva, lanzada de un tirón y sin mirarla, mientras producía del armario una docena de pequeñas toallas ribeteadas por ella misma.
– Ahora te fregaste, niña, te cambiará el cuerpo, se te nublarán las ideas y cualquier hombre, podrá hacer contigo lo que le venga en gana -le advirtió más tarde Mama Fresia, a quien Eliza no pudo ocultar la novedad.
La india sabía de plantas capaces de cortar para siempre el flujo menstrual, pero se abstuvo de dárselas por temor a sus patrones. Eliza tomó esa advertencia en serio y decidió mantenerse vigilante para impedir que se cumpliera. Se vendó apretadamente el torso con una faja de seda, segura que si ese método había funcionado por siglos para reducir los pies de las chinas, como decía su tío John, no había razón para que fallara en el intento de aplastar los senos. También se propuso escribir; por años había visto a Miss Rose escribiendo en sus cuadernos y supuso que lo hacía para combatir la maldición de las ideas nubladas. En cuanto a la última parte de la profecía -que cualquier hombre podría hacer con ella lo que le viniera en gana- no le dio la misma importancia, porque simplemente fue incapaz de ponerse en el caso que hubiera hombres en su futuro. Todos eran ancianos de por lo menos veinte años; el mundo estaba desprovisto de seres de sexo masculino de su misma generación. Los únicos que le gustaban para marido, el capitán John Sommers y Jacob Todd estaban fuera de su alcance, porque el primero era su tío y el segundo estaba enamorado de Miss Rose, como todo Valparaíso sabía.
Años después, recordando su niñez y su juventud, Eliza pensaba que Miss Rose y Mr. Todd habrían hecho buena pareja, ella habría suavizado las asperezas de Todd y él la habría rescatado del tedio, pero las cosas se dieron de otro modo. A la vuelta de los años, cuando los dos peinaban canas y habían hecho de la soledad un largo hábito, se encontrarían en California bajo extrañas circunstancias; entonces él volvería a cortejarla con la misma intensidad y ella volvería a rechazarlo con igual determinación. Pero todo eso fue mucho más tarde.
Jacob Todd no perdía oportunidad de acercarse a los Sommers, no hubo visitante más asiduo y puntual a las tertulias, más atento cuando Miss Rose cantaba con sus trinos impetuosos ni más dispuesto a celebrar sus humoradas, incluso aquellas algo crueles con que solía atormentarlo. Era una persona llena de contradicciones, pero ¿no lo era él también? ¿No era acaso un ateo vendiendo biblias y embaucando a medio mundo con el cuento de una supuesta misión evangelizadora? Se preguntaba por qué siendo tan atrayente no se había casado; una mujer soltera a esa edad no tenía futuro ni lugar en la sociedad. En la colonia extranjera se murmuraba sobre un cierto escándalo en Inglaterra, años atrás, eso explicaría su presencia en Chile convertida en ama de llaves de su hermano, pero él nunca quiso averiguar los detalles, prefiriendo el misterio a la certeza de algo que tal vez no habría podido tolerar. El pasado no importaba mucho, se repetía. Bastaba un solo error de discreción o de cálculo para manchar la reputación de una mujer e impedirle hacer un buen matrimonio. Habría dado años de su futuro por verse correspondido, pero ella no daba señales de ceder al asedio, aunque tampoco intentaba desanimarlo; se divertía con el juego de darle rienda para luego frenarlo de golpe.
– Mr. Todd es un pajarraco de mal agüero con ideas raras, dientes de caballo y las manos sudadas. Nunca me casaría con él, aunque fuera el último soltero en el universo -le confesó riendo Miss Rose a Eliza.
A la chica el comentario no le hizo gracia. Estaba en deuda con Jacob Todd no sólo por haberla rescatado en la procesión del Cristo de Mayo, también porque calló el incidente como si jamás hubiera sucedido. Le gustaba ese extraño aliado: olía a perro grande, como su tío John. La buena impresión que le causaba se convirtió en cariño leal cuando, oculta tras la pesada cortina de terciopelo verde de la sala, lo escuchó hablar can Jeremy Sommers.
– Debo tomar una decisión respecto a Eliza, Jacob. No tiene la menor noción de su lugar en la sociedad. La gente empieza a hacer preguntas y Eliza seguramente se imagina un futuro que no le corresponde. Nada hay tan peligroso como el demonio de la fantasía agazapado en el alma femenina.
– No exagere, mi amigo. Eliza todavía es una chiquilla, pero es inteligente y seguro encontrará su lugar.
– La inteligencia es un estorbo para la mujer. Rose quiere enviarla a la escuela de señoritas de Madame Colbert, pero no soy partidario de educar tanto a las muchachas, se ponen inmanejables. Cada uno en su lugar, es mi lema.
– El mundo está cambiando, Jeremy. En Estados Unidos los hombres libres son iguales ante la ley. Se han abolido las clases sociales.
– Estamos hablando de mujeres, no de hombres. Por lo demás, Estados Unidos es un país de comerciantes y pioneros, sin tradición ni sentido de la historia. La igualdad no existe en ninguna parte, ni siquiera entre los animales y mucho menos en Chile.
– Somos extranjeros, Jeremy, apenas chapuceamos el castellano. ¿Qué nos importan las clases sociales chilenas? Nunca perteneceremos a este país…
– Debemos dar buen ejemplo. Si los británicos somos incapaces de mantener nuestra propia casa en orden ¿qué se puede esperar de los demás?
– Eliza se ha criado en esta familia. No creo que Miss Rose acepte destituirla sólo porque está creciendo.
Así fue. Rose desafió a su hermano con el repertorio completo de sus males. Primero fueron cólicos y luego una jaqueca alarmante, que de la noche a la mañana la dejó ciega. Durante varios días la casa entró en estado de quietud: se cerraron las cortinas, se caminaba en puntillas y se hablaba en murmullos. No se cocinó más, porque el olor de comida aumentaba los síntomas, Jeremy Sommers comía en el Club y regresaba a la casa con la actitud desconcertada y tímida de quien visita un hospital. La extraña ceguera y múltiples malestares de Rose, así como el silencio taimado de los empleados de la casa, fueron minando rápidamente su firmeza. Para colmo Mama Fresia, enterada misteriosamente de las discusiones privadas de los hermanos, se constituyó en formidable aliada de su patrona. Jeremy Sommers se consideraba un hombre culto y pragmático, invulnerable a la intimidación de una bruja supersticiosa como Mama Fresia, pero cuando la india encendió velas negras y echó humo de salvia por todas partes con el pretexto de espantar a los mosquitos, se encerró en la biblioteca entre atemorizado y furioso. Por las noches la oía arrastrando los pies descalzos al otro lado de su puerta y canturreando a media voz ensalmos y maldiciones. El miércoles encontró una lagartija muerta en su botella de brandy y decidió actuar de una vez por todas. Golpeó por primera vez la puerta del aposento de su hermana y fue admitido en aquel santuario de misterios femeninos que él prefería ignorar, tal como ignoraba la salita de costura, la cocina, la lavandería, las celdas oscuras del ático donde dormían las criadas y la casucha de Mama Fresia al fondo del patio; su mundo eran los salones, la biblioteca con anaqueles de caoba pulida y su colección de grabados de caza, la sala de billar con la ostentosa mesa tallada, su aposento amueblado con sencillez espartana y una pequeña habitación de baldosas italianas para su aseo personal, donde algún día pensaba instalar un excusado moderno como los de los catálogos de Nueva York, porque había leído que el sistema de bacinicas y de recolectar los excrementos humanos en baldes para ser usados como fertilizante, era fuente de epidemias. Debió aguardar que sus ojos se acostumbraran a la penumbra, mientras aspiraba turbado una mezcla de olor a medicamentos y de persistente perfume de vainilla. Rose apenas se vislumbraba, demacrada y suficiente, de espaldas en su cama sin almohada, con los brazos cruzados sobre el pecho como si estuviera practicando su propia muerte. A su lado Eliza estrujaba un paño con infusión de té verde para colocarle en los ojos.
– Déjanos solos, niña -dijo Jeremy Sommers, sentándose en una silla junto a la cama.
Eliza hizo una discreta venia y salió, pero conocía al dedillo las flaquezas de la casa y con la oreja pegada al delgado tabique divisorio pudo oír la conversación, que después repitió a Mama Fresia y anotó en su diario.
– Está bien, Rose. No podemos seguir en guerra. Pongámonos de acuerdo. ¿Qué es lo que quieres? -preguntó Jeremy, vencido de antemano.
– Nada, Jeremy… -suspiró ella con una voz apenas audible.
– Jamás aceptarán a Eliza en el colegio de Madame Colbert. Allí sólo van las niñas de clase alta y hogares bien constituidos. Todo el mundo sabe que Eliza es adoptada.
– ¡Yo me encargaré que la acepten¡ -exclamó ella con una pasión inesperada en una agonizante.
– Escúchame Rose, Eliza no necesita educarse más. Debe aprender un oficio para ganarse la vida. ¿Qué será de ella cuando tú y yo no estemos para protegerla?
– Si tiene educación, se casará bien -dijo Rose, lanzando la compresa de té verde al suelo e incorporándose en la cama.
– Eliza no es precisamente una belleza, Rose.
– No la has mirado bien, Jeremy. Está mejorando día a día, será bonita, te lo aseguro. ¡Le sobrarán pretendientes¡
– ¿Huérfana y sin dote?
– Tendrá dote -replicó Miss Rose, saliendo de la cama a trastablillones y dando unos pasitos de ciega, desgreñada y descalza.
– ¿Cómo así? Nunca habíamos hablado de esto…
– Porque no había llegado el momento, Jeremy. Una muchacha casadera requiere joyas, un ajuar con suficiente ropa para varios años y todo lo indispensable para su casa, además de una buena suma de dinero que le sirva a la pareja para iniciar algún negocio.
– ¿Y puedo saber cuál es la contribución del novio?
– La casa y además tendrá que mantener a la mujer por el resto de sus días. En todo caso, faltan varios años para que Eliza esté en edad de casarse y para entonces tendrá dote. John y yo nos encargaremos de dársela, no te pediremos ni un real, pero no vale la pena perder tiempo hablando de eso ahora. Debes considerar a Eliza como si fuera tu hija.
– No lo es, Rose.
– Entonces trátala si fuera hija mía. ¿Estás de acuerdo en eso, al menos?
– Sí, lo estoy -cedió Jeremy Sommers.
Las infusiones de té resultaron milagrosas. La enferma mejoró por completo y a las cuarenta y ocho horas había recuperado la vista y estaba radiante. Se dedicó a atender a su hermano con una solicitud encantadora; nunca había sido más dulce y risueña con él. La casa volvió a su ritmo normal y de la cocina salieron rumbo al comedor los deliciosos platos criollos de Mama Fresia, los panes aromáticos amasados por Eliza y los finos pasteles, que tanto habían contribuido a la fama de buenos anfitriones de los Sommers. A partir de ese momento Miss Rose modificó drásticamente su conducta errática con Eliza y se esmeró con una dedicación maternal nunca antes demostrada en prepararla para el colegio, mientras al mismo tiempo iniciaba un irresistible asedio a Madame Colbert. Había decidido que Eliza tendría estudios, dote y reputación de bella, aunque no lo fuera, porque la belleza, según ella, es cuestión de estilo. Cualquier mujer que se comporte con la soberana seguridad de una beldad, acaba por convencer a todo el mundo de que lo es, sostenía. El primer paso para emancipar a Eliza sería un buen matrimonio, en vista de que la chica no contaba con un hermano mayor para servirle de pantalla, como en su propio caso. Ella misma no veía la ventaja de casarse, una esposa era propiedad del marido, con menos derechos que un sirviente o un niño; pero por otra parte, una mujer sola y sin fortuna estaba a merced de los peores abusos. Una casada, si contaba con astucia, al menos podía manejar al marido y con algo de suerte hasta podía enviudar temprano…
– Yo daría contenta la mitad de mi vida por disponer de la misma libertad de un hombre, Eliza. Pero somos mujeres y estamos fritas. Lo único que podemos hacer es tratar de sacarle partido a lo poco que tenemos.
No le dijo que la única vez que ella intentó volar sola se estrelló de narices contra la realidad, porque no quería plantar ideas subversivas en la mente de la chiquilla. Estaba decidida a darle un destino mejor que el suyo, la entrenaría en las artes del disimulo, la manipulación y la artimaña, porque eran más útiles que la ingenuidad, de eso estaba cierta. Se encerraba con ella tres horas en la mañana y otras tres en la tarde a estudiar los textos escolares importados de Inglaterra; intensificó la enseñanza del francés con un profesor, porque ninguna muchacha bien educada podía ignorar esa lengua. El resto del tiempo supervisaba personalmente cada puntada de Eliza para su ajuar de novia, sábanas, toallas, mantelería y ropa interior bordada con primor, que luego guardaban en baúles envueltas en lienzos y perfumadas con lavanda. Cada tres meses sacaban el contenido de los baúles y lo tendían al sol, evitando así la devastación de la humedad y las polillas durante los años de espera hasta el matrimonio. Compró un cofre para las joyas de la dote y encargó a su hermano John la tarea de llenarlo con regalos de sus viajes. Se juntaron zafiros de la India, esmeraldas y amatistas de Brasil, collares y pulseras de oro veneciano y hasta un pequeño prendedor de diamantes. Jeremy Sommers no se enteró de los detalles y permaneció ignorante de la forma en que sus hermanos financiaban tales extravagancias.
Las clases de piano -ahora con un profesor llegado de Bélgica que usaba una palmeta para golpear los dedos torpes de sus estudiantes- se convirtieron en un martirio diario para Eliza. También asistía a una academia de bailes de salón y por sugerencia del maestro de danza, Miss Rose la obligaba a caminar por horas equilibrando un libro sobre la cabeza con el fin de hacerla crecer derecha. Ella cumplía con sus tareas, hacía sus ejercicios de piano y caminaba recta como una vela aunque no llevara el libro sobre la cabeza, pero de noche se deslizaba descalza al patio de los sirvientes y a menudo el amanecer la sorprendía durmiendo sobre un jergón abrazada a Mama Fresia.
Dos años después de las inundaciones cambió la suerte y el país gozaba de buen clima, tranquilidad política y bienestar económico. Los chilenos andaban en ascuas; estaban acostumbrados a las desgracias naturales y tanta bonanza podía ser la preparación de un cataclismo mayor. Además se descubrieron ricos yacimientos de oro y plata en el norte. Durante la Conquista, cuando los españoles recorrían América buscando esos metales y llevándose todo lo que encontraban al paso, Chile se consideraba el culo del mundo, porque comparado con las riquezas del resto del continente tenía muy poco que ofrecer. En la marcha forzada por sus inmensas montañas y por el desierto lunar del norte se agotaba la codicia en el corazón de aquellos conquistadores y si algo quedaba, los indómitos indios se encargaban de transformarla en arrepentimiento. Los capitanes, exhaustos y pobres, maldecían esa tierra donde no les quedaba más remedio que plantar sus banderas y echarse a morir, porque regresar sin gloria era peor. Trescientos años más tarde esas minas, ocultas a los ojos de los ambiciosos soldados de España y surgidas de pronto por obra de encantamiento, fueron un premio inesperado para sus descendientes. Se formaron nuevas fortunas, a las que se unieron otras de la industria y el comercio. La antigua aristocracia de la tierra, que había tenido siempre la sartén por el mango, se sintió amenazada en sus privilegios y el desprecio por los ricos de reciente factura pasó a ser un signo de distinción.
Uno de esos ricachos se enamoró de Paulina, la hija mayor de Agustín del Valle. Se trataba de Feliciano Rodríguez de Santa Cruz, próspero en pocos años gracias a una mina de oro explotada a medias con su hermano. De sus orígenes poco se conocía, salvo la sospecha de que sus antepasados eran judíos conversos y su sonoro apellido cristiano había sido adoptado para quitarle el cuerpo a la Inquisición, razón de sobra para ser rechazado de plano por los soberbios del Valle. Jacob Todd distinguía a Paulina entre las cinco hijas de Agustín, porque su carácter atrevido y alegre le recordaba a Miss Rose. La joven tenía una manera sincera de reírse que contrastaba con las sonrisas veladas tras los abanicos y las mantillas de sus hermanas. Al enterarse de la intención del padre de encerrarla en un convento de clausura para impedir sus amores, Jacob Todd decidió, contra toda prudencia, ayudarla. Antes de que se la llevaran, se las arregló para cruzar un par de frases a solas con ella en un descuido de su dueña. Consciente de que no disponía de tiempo para explicaciones, Paulina se sacó del escote una carta tan doblada y vuelta a doblar que parecía un peñasco y le rogó que la hiciera llegar a su enamorado. Al día siguiente la joven partió, secuestrada por su padre, en un viaje de varios días por caminos imposibles hacia Concepción, una ciudad del sur cerca de las reservas indígenas, donde las monjas cumplirían con el deber de devolverle el juicio a punta de rezos y ayunos. Para evitar que tuviera la peregrina idea de rebelarse o escapar, el padre ordenó que le afeitaran la cabeza. La madre recogió las trenzas, las envolvió en un paño de batista bordada y las llevó de regalo a las beatas de la Iglesia de la Matriz para destinarlas a pelucas de santos. Entretanto Todd no sólo logró entregar la misiva, también averiguó con los hermanos de la muchacha la ubicación exacta del convento y pasó el dato al atribulado Feliciano Rodríguez de Santa Cruz. Agradecido, el pretendiente se quitó el reloj de bolsillo con su cadena de oro macizo e insistió en dárselo al bendito emisario de sus amores, pero éste lo rechazó, ofendido.
– No tengo cómo pagarle lo que ha hecho -murmuró Feliciano, turbado.
– No tiene que hacerlo.
Jacob Todd no supo de la infortunada pareja por un buen tiempo, pero dos meses más tarde la sabrosa noticia de la huida de la señorita era el comidillo de toda reunión social y el orgulloso Agustín del Valle no pudo impedir que se le agregaran más detalles pintorescos, cubriéndolo de ridículo. La versión que Paulina relató a Jacob Todd meses después, fue que una tarde de junio, de esas tardes invernales de lluvia fina y oscuridad temprana, logró burlar la vigilancia y huyó del convento vestida con hábito de novicia, llevándose los candelabros de plata del altar mayor. Gracias a la información de Jacob Todd, Feliciano Rodríguez de Santa Cruz se trasladó al sur y mantuvo contacto secreto con ella desde el comienzo, esperando la oportunidad de reencontrarse. Esa tarde la aguardaba a corta distancia del convento y al verla tardó varios segundos en reconocer a esa novicia medio calva que se desmoronó en sus brazos sin soltar los candelabros.
– No me mires así, hombre, el pelo crece -dijo ella besándolo de lleno en los labios.
Feliciano se la llevó en un coche cerrado de vuelta a Valparaíso y la instaló temporalmente en la casa de su madre viuda, el más respetable escondite que pudo imaginar, con la intención de proteger su honra hasta donde fuera posible, aunque no había forma de evitar que el escándalo los mancillara. El primer impulso de Agustín fue enfrentar en duelo al seductor de su hija, pero cuando quiso hacerlo se enteró que andaba en viaje de negocios en Santiago. Se dio entonces a la tarea de encontrar a Paulina, ayudado por sus hijos y sobrinos armados y decididos a vengar el honor de la familia, mientras la madre y las hermanas rezaban a coro el rosario por la hija descarriada. El tío obispo, que había recomendado enviar a Paulina a las monjas, intentó poner algo de cordura en los ánimos, pero esos protomachos no estaban para sermones de buen cristiano. El viaje de Feliciano era parte de la estrategia planeada con su hermano y Jacob Todd. Se fue sin bulla a la capital mientras los otros dos echaban a rodar el plan de acción en Valparaíso, publicando en un periódico liberal la desaparición de la señorita Paulina del Valle, noticia que la familia se había guardado muy bien de divulgar. Eso salvó la vida de los enamorados.
Por fin Agustín del Valle aceptó que ya no estaban los tiempos para desafiar la ley y en vez de un doble asesinato más valía lavar la honra con una boda pública. Se establecieron las bases de una paz forzada y una semana después, cuando todo estuvo preparado, regresó Feliciano. Los fugitivos se presentaron en la residencia de los del Valle acompañados por el hermano del novio, un abogado y el obispo. Jacob Todd se mantuvo discretamente ausente. Paulina apareció vestida con un traje muy sencillo, pero al quitarse el manto pudieron ver que llevaba desafiante una diadema de reina. Avanzó del brazo de su futura suegra, quien estaba dispuesta a responder por su virtud, pero no la dieron ocasión de hacerlo. Como lo último que la familia deseaba era otra noticia en el periódico, Agustín del Valle no tuvo más remedio que recibir a la hija rebelde y a su indeseable pretendiente. Lo hizo rodeado de sus hijos y sobrinos en el comedor, convertido en tribunal para la ocasión, mientras las mujeres de la familia, recluidas en el otro extremo de la casa, se enteraban de los detalles por las criadas, quienes atisbaban tras las puertas y corrían llevando cada palabra. Dijeron que la chica se presentó con todos esos diamantes brillando entre los pelos parados de su cabeza de tiñosa y enfrentó a su padre sin asomo de modestia o temor, anunciando que aún tenía los candelabros, en realidad los había tomado sólo para jorobar a las monjas. Agustín del Valle levantó una fusta para caballos, pero el novio se puso por delante para recibir el castigo, entonces el obispo, muy cansado, pero con el peso de su autoridad intacto, intervino con el argumento irrefutable de que no podría haber casamiento público para acallar los chismes si los novios estaban con la cara machucada.
– Pide que nos sirvan una taza de chocolate, Agustín, y sentémonos a conversar como gente decente -propuso el dignatario de la Iglesia.
Así lo hicieron. Ordenaron a la hija y a la viuda Rodríguez de Santa Cruz que aguardaran afuera, porque ése era un asunto de hombres, y tras consumir varias jarras de espumoso chocolate llegaron a un acuerdo. Redactaron un documento mediante el cual los términos económicos quedaron claros y el honor de ambas partes a salvo, firmaron ante el notario y procedieron a planear los detalles de la boda. Un mes más tarde Jacob Todd asistió a un sarao inolvidable en que la pródiga hospitalidad de la familia del Valle se desbordó; hubo baile, canto y comilona hasta el día siguiente y los invitados se fueron comentando la hermosura de la novia, la felicidad del novio y la suerte de los suegros, que casaban a su hija con una sólida, aunque reciente, fortuna. Los esposos partieron de inmediato al norte del país.
Jacob Todd lamentó la partida de Feliciano y Paulina, había hecho una buena amistad con el millonario de las minas y su chispeante esposa. Se sentía tan a sus anchas entre los jóvenes empresarios, como incómodo empezaba a sentirse entre los miembros del "Club de la Unión". Como él, los nuevos industriales estaban imbuidos de ideas europeas, eran modernos y liberales, a diferencia de la antigua oligarquía de la tierra, que permanecía atrasada en medio siglo. Le quedaban aún ciento setenta biblias arrumbadas bajo su cama de las cuales ya no se acordaba, porque la apuesta estaba perdida desde hacía tiempo. Había logrado dominar suficientemente el español como para arreglarse sin ayuda y, a pesar de no ser correspondido, seguía enamorado de Rose Sommers, dos buenas razones para quedarse en Chile. Los continuos desaires de la joven se habían convertido en una dulce costumbre y ya no lograban humillarlo. Aprendió a recibirlos con ironía y devolvérselos sin malicia, como un juego de pelota cuyas misteriosas reglas sólo ellos conocían. Se relacionó con algunos intelectuales y pasaba noches enteras discutiendo a los filósofos franceses y alemanes, así como los descubrimientos científicos que abrían nuevos horizontes al conocimiento humano. Disponía de largas horas para pensar, leer y discutir. Había ido decantando ideas que anotaba en un grueso cuaderno ajado por el uso y gastaba buena parte del dinero de su pensión en libros encargados a Londres y otros que compraba en la Librería Santos Tornero, en el barrio El Almendral donde también vivían los franceses y estaba ubicado el mejor burdel de Valparaíso. La librería era el punto de reunión de intelectuales y aspirantes a escritores. Todd solía pasar días enteros leyendo; después entregaba los libros a sus compinches, quienes con penuria los traducían y publicaban en modestos panfletos circulados de mano en mano.
Del grupo de intelectuales, el más joven era Joaquín Andieta, de apenas dieciocho años, pero compensaba su falta de experiencia con una fluida vocación de liderazgo. Su personalidad electrizante resultaba aún más notable, dadas su juventud y pobreza. No era hombre de muchas palabras este Joaquín, sino de acción, uno de los pocos con claridad y valor suficientes para transformar en impulso revolucionario las ideas de los libros, los demás preferían discutirlas eternamente en torno a una botella en la trastienda de la librería. Todd distinguió a Andieta desde un comienzo, ese joven tenía algo inquietante y patético que lo atraía. Había notado su aporreado maletín y la tela gastada de su traje, transparente y quebradiza como piel de cebolla. Para ocultar los huecos en las suelas de las botas, nunca se sentaba pierna arriba; tampoco se quitaba la chaqueta porque, Todd presumía, su camisa debía estar cubierta de zurcidos y parches. No poseía un abrigo decente, pero en invierno era el primero en madrugar para salir a repartir panfletos y pegar pancartas llamando a los trabajadores a la rebelión contra los abusos de los patrones, o a los marineros contra los capitanes y las empresas navieras, labor a menudo inútil, porque los destinatarios eran en su mayoría analfabetos. Sus llamados a la justicia quedaban a merced del viento y la indiferencia humana.
Mediante discretas indagaciones, Jacob Todd descubrió que su amigo estaba empleado en la "Compañía Británica de Importación y Exportación". A cambio de un sueldo mísero y un horario agotador, registraba los artículos que pasaban por la oficina del puerto. También se le exigía cuello almidonado y zapatos lustrados. Su existencia transcurría en una sala sin ventilación y mal alumbrada, donde los escritorios se alineaban unos tras otros hasta el infinito y se apilaban legajos y libracos empolvados que nadie revisaba en años. Todd preguntó por él a Jeremy Sommers, pero éste no lo ubicaba; seguramente lo veía a diario, dijo, pero no tenía relación personal con sus subordinados y escasamente podía identificarlos por sus nombres. Por otros conductos supo que Andieta vivía con su madre, pero del padre nada pudo averiguar; supuso que sería un marinero de paso y la madre una de aquellas mujeres desafortunadas que no calzaban en ninguna categoría social, tal vez bastarda o repudiada por su familia. Joaquín Andieta tenía facciones andaluzas y la gracia viril de un joven torero; todo en él sugería firmeza, elasticidad, control; sus movimientos eran precisos, su mirada intensa y su orgullo conmovedor. A los ideales utópicos de Todd oponía un pétreo sentido de la realidad. Todd predicaba la creación de una sociedad comunitaria, sin sacerdotes ni policías, gobernada democráticamente bajo una ley moral única e inapelable.
– Está usted en la luna, Mr. Todd. Tenemos mucho que hacer, no vale la pena perder tiempo discutiendo fantasías -lo interrumpía Joaquín Andieta.
– Pero si no empezamos por imaginar la sociedad perfecta ¿cómo vamos a crearla? -replicaba el otro enarbolando su cuaderno, cada vez más voluminoso, al cual había agregado planos de ciudades ideales, donde cada habitante cultivaba su alimento y los niños crecían sanos y felices, cuidados por la comunidad, puesto que si no existía la propiedad privada, tampoco se podía reclamar la posesión de los hijos.
– Debemos mejorar el desastre en que vivimos aquí. Lo primero es incorporar a los trabajadores, los pobres y los indios, dar tierra a los campesinos y quitar poder a los curas. Es necesario cambiar la Constitución, Mr. Todd. Aquí sólo votan los propietarios, es decir, gobiernan los ricos. Los pobres no cuentan.
Al principio Jacob Todd ideaba rebuscados caminos para ayudar a su amigo, pero pronto debió desistir porque sus iniciativas lo ofendían. Le encargaba algunos trabajos para tener pretexto de darle dinero, pero Andieta cumplía a conciencia y luego rechazaba de plano cualquier forma de pago. Si Todd le ofrecía tabaco, una copa de brandy o su paraguas en una noche de tormenta, Andieta reaccionaba con arrogancia helada, dejando al otro desconcertado y a veces ofendido. El joven jamás mencionaba su vida privada o su pasado, parecía encarnarse brevemente para compartir unas horas de conversación revolucionaria o lecturas enardecidas en la librería, antes de volverse humo al término de esas veladas. No disponía de unas monedas para ir con los otros a la taberna y no aceptaba una invitación que no podía retribuir.
Una noche Todd no pudo soportar por más tiempo la incertidumbre y lo siguió por el laberinto de calles del puerto, donde podía ocultarse en las sombras de los portales y en las curvas de esas absurdas callejuelas, que según la gente eran tortuosas a propósito, para impedir que se metiera el Diablo. Vio a Joaquín Andieta arremangarse los pantalones, quitarse los zapatos, envolverlos en una hoja de periódico y guardarlos cuidadosamente en su gastado maletín, de donde extrajo unas chancletas de campesino para calzarse. A esa hora tardía sólo circulaban unas pocas almas perdidas y gatos vagos escarbando en la basura. Sintiéndose como un ladrón, Todd avanzó en la oscuridad casi pisando los talones de su amigo; podía escuchar su respiración agitada y el roce de sus manos, que frotaba sin cesar para combatir los aguijonazos del viento helado. Sus pasos lo condujeron a un conventillo, cuyo acceso era uno de esos callejones estrechos típicos de la ciudad. Una fetidez de orines y excrementos le dio en la cara; por esos barrios la policía de aseo, con sus largos garfios para destapar las acequias, pasaba rara vez. Comprendió la precaución de Andieta de quitarse sus únicos zapatos: no supo lo que pisaba, los pies se le hundían en un caldo pestilente. En la noche sin luna la escasa luz se filtraba entre los postigos destartalados de las ventanas, muchas sin vidrios, tapiadas con cartón o tablas. Se podía atisbar por las ranuras hacia el interior de cuartos miserables alumbrados por velas. La suave neblina daba a la escena un aire irreal. Vio a Joaquín Andieta encender un fósforo, protegiéndolo de la brisa con su cuerpo, sacar una llave y abrir una puerta a la luz trémula de la llama. ¿Eres tú, hijo? Oyó nítidamente una voz femenina, más clara y joven de lo esperado. Enseguida la puerta se cerró. Todd permaneció largo rato en la oscuridad observando la casucha con un deseo inmenso de golpear la puerta, deseo que no era sólo curiosidad, sino un afecto abrumador por su amigo. Carajo, me estoy volviendo idiota, masculló finalmente. Dio media vuelta y se fue al "Club de la Unión" a tomar un trago y leer los periódicos, pero antes de llegar se arrepintió, incapaz de enfrentar el contraste entre la pobreza que acababa de dejar atrás y esos salones con muebles de cuero y lámparas de cristal. Regresó a su cuarto, abrasado por un fuego de compasión bastante parecido a aquella fiebre que casi lo despachó durante su primera semana en Chile.
Así estaban las cosas a finales de 1845, cuando la flota comercial marítima de Gran Bretaña asignó en Valparaíso un capellán para atender las necesidades espirituales de los protestantes. El hombre llegó dispuesto a desafiar a los católicos, construir un sólido templo anglicano y dar nuevos bríos a su congregación. Su primer acto oficial fue examinar las cuentas del proyecto misionero en Tierra del Fuego, cuyos resultados no se vislumbraban por parte alguna. Jacob Todd se hizo invitar al campo por Agustín del Valle, con la idea de dar tiempo al nuevo pastor de desinflarse, pero cuando regresó dos semanas más tarde, comprobó que el capellán no había olvidado el asunto. Por un tiempo Todd encontró nuevos pretextos para evitarlo, pero finalmente debió enfrentarse a un auditor y luego a una comisión de la Iglesia Anglicana. Se en I redó en explicaciones que se tornaron más y más fantásticas a medida que los números probaban el desfalco con claridad meridiana. Devolvió el dinero que le quedaba en la cuenta, pero su reputación sufrió un revés irremediable. Se terminaron para él las tertulias de los miércoles en casa de los Sommers y nadie en la colonia extranjera volvió a invitarlo; lo eludían en la calle y quienes tenían negocios con él, los dieron por concluidos. La noticia del engaño alcanzó a sus amigos chilenos, quienes le sugirieron discreta, pero firmemente, que no apareciera más por el "Club de la Unión" si deseaba evitar el bochorno de ser expulsado. No volvieron a aceptarlo en los juegos de críquet ni en el bar del Hotel Inglés, pronto estuvo aislado y hasta sus amigos liberales le dieron la espalda. La familia del Valle en bloque le quitó el saludo, salvo Paulina, con quien Todd mantenía un esporádico contacto epistolar.
Paulina había dado a luz a su primer hijo en el norte y en sus cartas se revelaba satisfecha de su vida de casada. Feliciano Rodríguez de Santa Cruz, cada vez más rico según decía la gente, había resultado ser un marido poco usual. Estaba convencido de que la audacia demostrada por Paulina al fugarse del convento y doblar la mano de su familia para casarse con él no debía diluirse en tareas domésticas, sino aprovecharse para beneficio de los dos. Su mujer, educada como señorita, escasamente sabía leer y sumar, pero había desarrollado una verdadera pasión por los negocios. Al principio a Feliciano le extrañó su interés por indagar detalles sobre el proceso de excavación y transporte de los minerales, así como los vaivenes de la Bolsa de Comercio, pero pronto aprendió a respetar la descomunal intuición de su mujer. Mediante sus consejos, a los siete meses de casados obtuvo grandes beneficios especulando con azúcar. Agradecido, le obsequió un servicio para el té de plata labrada en el Perú, que pesaba diecinueve kilos. Paulina, quien apenas podía moverse con el denso bulto de su primer hijo en la barriga, rechazó el regalo sin levantar la vista de los escarpines que estaba tejiendo.
– Prefiero que abras una cuenta a mi nombre en un banco de Londres y de ahora en adelante me deposites el veinte por ciento de las ganancias que yo consiga para ti.
– ¿Para qué? ¿No te doy todo lo que deseas y mucho más? -preguntó Feliciano ofendido.
– La vida es larga y llena de sobresaltos. No quiero ser nunca una viuda pobre y menos con hijos -explicó ella, sobándose la panza.
Feliciano salió dando un portazo, pero su innato sentido de justicia pudo más que su mal humor de marido desafiado. Además, aquel veinte por ciento sería un incentivo poderoso para Paulina, decidió. Hizo lo que ella le pedía, a pesar de que nunca había oído de una mujer casada con dinero propio. Si una esposa no podía desplazarse sola, firmar documentos legales, acudir a la justicia, vender o comprar nada sin la autorización del marido, mucho menos podía disponer de una cuenta bancaria y usarla a su antojo. Sería difícil explicárselo al banco y a los socios.
– Venga al norte con nosotros, el futuro está en la minas y allí puede empezar de nuevo -sugirió Paulina a Jacob Todd, cuando se enteró en una de sus breves visitas a Valparaíso que había caído en desgracia.
– ¿Qué haría yo allí, amiga mía? -murmuró el otro.
– Vender sus biblias -se burló Paulina, pero de inmediato se conmovió ante la abismal tristeza del otro y le ofreció su casa, amistad y trabajo en las empresas del marido.
Pero Todd estaba tan desanimado por la mala suerte y la vergüenza pública, que no encontró fuerzas para iniciar otra aventura en el norte. La curiosidad y la inquietud que lo impulsaban antes, habían sido reemplazadas por la obsesión de recuperar el buen nombre perdido.
– Estoy derrotado, señora, ¿que no lo ve? Un hombre sin honor es un hombre muerto.
– Los tiempos han cambiado -lo consoló Paulina-. Antes la honra mancillada de una mujer sólo se lavaba con sangre. Pero ya ve, Mr. Todd, en mi caso se lavó con una jarra de chocolate. El honor de los hombres es mucho más resistente que el nuestro. No se desespere.
Feliciano Rodríguez de Santa Cruz, quien no había olvidado su intervención en tiempos de sus amores frustrados con Paulina, quiso prestarle dinero para que devolviera hasta el último centavo de las misiones, pero Todd decidió que entre deberle a un amigo o deberle al capellán protestante, prefería lo último, puesto que su reputación de todos modos ya estaba destruida. Poco después debió despedirse de los gatos y las tartas, porque la viuda inglesa de la pensión lo expulsó con una cantaleta interminable de reproches. La buena mujer había duplicado sus esfuerzos en la cocina para financiar la propagación de su fe en aquellas regiones de invierno inmutable, donde un viento espectral ululaba día y noche, como decía Jacob Todd, ebrio de elocuencia. Al enterarse del destino de sus ahorros en manos del falso misionero, montó en justa cólera y lo echó de su casa. Mediante la ayuda de Joaquín Andieta, quien le buscó otro alojamiento, pudo trasladarse a un cuarto pequeño, pero con vista al mar, en uno de los barrios modestos del puerto. La casa pertenecía a una familia chilena y no tenía las pretensiones europeas de la anterior, era de construcción antigua, de adobe blanqueado a la cal y techo de tejas rojas, compuesta de un zaguán a la entrada, un cuarto grande casi desprovisto de muebles, que servía de sala, comedor y dormitorio de los padres, uno más pequeño y sin ventana donde dormían todos los niños y otro al fondo, que alquilaban. El propietario trabajaba como maestro de escuela y su mujer contribuía al presupuesto con una industria artesanal de velas fabricadas en la cocina. El olor de la cera impregnaba la casa. Todd sentía ese aroma dulzón en sus libros, su ropa, su cabello y hasta en su alma; tanto se le había metido bajo la piel, que muchos años más tarde, al otro lado del mundo, seguiría oliendo a velas. Frecuentaba sólo los barrios bajos del puerto, donde a nadie importaba la reputación buena o mala de un gringo con los pelos rojos. Comía en las fondas de los pobres y pasaba días enteros entre los pescadores, afanado con las redes y los botes. El ejercicio físico le hacía bien y por algunas horas lograba olvidar su orgullo herido. Sólo Joaquín Andieta continuó visitándolo. Se encerraban a discutir de política e intercambiar textos de los filósofos franceses, mientras al otro lado de la puerta correteaban los hijos del maestro y fluía como un hilo de oro derretido la cera de las velas. Joaquín Andieta no se refirió jamás al dinero de las misiones, aunque no podía ignorarlo, dado que el escándalo se comentó a viva voz durante semanas. Cuando Todd quiso explicarle que sus intenciones nunca fueron las de estafar y todo había sido producto de su mala cabeza para los números, su proverbial desorden y su mala suerte, Joaquín Andieta se llevó un dedo a la boca en el gesto universal de callar. En un impulso de vergüenza y afecto, Jacob Todd lo abrazó torpemente y el otro lo estrechó por un instante, pero enseguida se desprendió con brusquedad, rojo hasta las orejas. Los dos retrocedieron simultáneamente, aturdidos, sin comprender cómo habían violado la regla elemental de conducta que prohíbe contacto físico entre los hombres, excepto en batallas o deportes brutales. En los meses siguientes el inglés fue perdiendo el rumbo, descuidó su apariencia y solía vagar con una barba de varios días, oliendo a velas y alcohol. Cuando se propasaba con la ginebra, despotricaba como un maniático, sin pausa ni respiro contra los gobiernos, la familia real inglesa, los militares y policías, el sistema de privilegios de clases, que comparaba al de castas en la India, la religión en general y el cristianismo en particular.
– Tiene que irse de aquí, Mr. Todd se está poniendo chiflado -se atrevió a decirle Joaquín Andieta un día que lo rescató de una plaza cuando estaba a punto de llevárselo la guardia.
Exactamente así lo encontró, predicando como un orate en la calle, el capitán John Sommers, quien había desembarcado de su goleta en el puerto hacía ya varias semanas. Su nave había sufrido tanto vapuleo en la travesía por el Cabo de Hornos, que debió someterse a largas reparaciones. John Sommers había pasado un mes completo en casa de sus hermanos Jeremy y Rose. Eso lo decidió a buscar trabajo en uno de los modernos barcos a vapor apenas regresara a Inglaterra, porque no estaba dispuesto a repetir la experiencia de cautiverio en la jaula familiar. Amaba a los suyos, pero los prefería a la distancia. Se había resistido hasta entonces a pensar en los vapores, porque no concebía la aventura del mar sin el desafío de las velas y del clima, que probaban la buena cepa de un capitán, pero debió admitir finalmente que el futuro estaba en las nuevas embarcaciones, más grandes, seguras y rápidas. Cuando notó que perdía pelo, culpó naturalmente a la vida sedentaria. Pronto el tedio llegó a pesarle como una armadura y escapaba de la casa para pasear por el puerto con impaciencia de fiera atrapada. Al reconocer al capitán, Jacob Todd bajó el ala del sombrero y fingió no verlo para ahorrarse la humillación de otro desaire, pero el marino lo detuvo en seco y lo saludó con afectuosas palmadas en los hombros.
– ¡Vamos a tomar unos tragos, mi amigo¡ -y lo arrastró a un bar cercano.
Resultó ser uno de esos rincones del puerto conocido entre los parroquianos por la bebida honesta, donde además ofrecían un plato único de bien ganada fama: congrio frito con papas y ensalada de cebolla cruda. Todd, quien solía olvidarse de comer en esos días y siempre andaba corto de dinero, sintió el aroma delicioso de la comida y creyó que iba a desmayarse. Una oleada de agradecimiento y placer le humedeció los ojos. Por cortesía, John Sommers desvió la vista mientras el otro devoraba hasta la última migaja del plato.
– Nunca me pareció buena idea ese asunto de las misiones entre los indios -dijo, justamente cuando Todd empezaba a preguntarse si el capitán se habría enterado del escándalo financiero-. Esa pobre gente no merece la desgracia de ser evangelizada. ¿Qué piensa hacer ahora?
– Devolví lo que quedaba en la cuenta, pero aún debo una buena cantidad.
– Y no tiene cómo pagarla, ¿verdad?
– Por el momento no, pero…
– Pero nada, hombre. Usted dio a esos buenos cristianos un pretexto para sentirse virtuosos y ahora les ha dado motivo de escándalo por un buen tiempo. La diversión les salió barata. Cuando le pregunté qué piensa hacer me refería a su futuro, no a sus deudas.
– No tengo planes.
– Vuelva conmigo a Inglaterra. Aquí no hay lugar para usted. ¿Cuántos extranjeros hay en este puerto? Cuatro pelagatos y todos se conocen. Créame, no lo dejarán en paz. En Inglaterra, en cambio, puede perderse en la muchedumbre.
Jacob Todd se quedó mirando el fondo de su vaso con una expresión tan desesperada, que el capitán soltó una de sus risotadas.
– ¡No me diga que se queda aquí por mi hermana Rose¡
Era verdad. El repudio general habría sido algo más soportable para Todd, si Miss Rose hubiera demostrado un mínimo de lealtad o comprensión, pero ella se negó a recibirlo y devolvió sin abrir las cartas con que él intentaba limpiar su nombre. Nunca se enteró que sus misivas jamás llegaron a manos de la destinataria, porque Jeremy Sommers, violando el acuerdo de mutuo respeto con su hermana, había decidido protegerla de su propio buen corazón e impedir que cometiera otra irreparable tontería. El capitán tampoco lo sabía, pero adivinó las precauciones de Jeremy y concluyó que seguramente él habría hecho lo mismo en tales circunstancias. La idea de ver al patético vendedor de biblias convertido en aspirante a la mano de su hermana Rose le parecía desastrosa: por una vez estaba en pleno acuerdo con Jeremy.
– ¿Tan evidentes han sido mis intenciones con Miss Rose? -preguntó Jacob Todd turbado.
– Digamos que no son un misterio, mi amigo.
– Me temo que no tengo la menor esperanza de que algún día ella me acepte…
– Me temo lo mismo.
– ¿Me haría usted el inmenso favor de interceder por mí, capitán? Si al menos Miss Rose me recibiera una vez, yo podría explicarle…
– No cuente conmigo para hacer de alcahuete, Todd. Si Rose correspondiera sus sentimientos, usted ya lo sabría. Mi hermana no es tímida, se lo aseguro. Le repito, hombre, lo único que le queda es irse de este maldito puerto, aquí va a terminar convertido en un mendigo. Mi barco parte dentro de tres días rumbo a Hong Kong y de allí a Inglaterra. La travesía será larga, pero usted no tiene apuro. El aire fresco y el trabajo duro son remedios infalibles contra la estupidez del amor. Se lo digo yo, que me enamoro en cada puerto y me sano apenas vuelvo al mar.
– No tengo dinero para el pasaje.
– Tendrá que trabajar como marinero y por las tardes jugar naipes conmigo. Si no ha olvidado los trucos de tahúr que sabía cuando lo traje a Chile hace tres años, seguro me esquilmará en el viaje.
Pocos días después Jacob Todd se embarcó mucho más pobre de lo que había llegado. El único que lo acompañó al muelle fue Joaquín Andieta. El sombrío joven había pedido permiso en su trabajo para ausentarse por una hora. Se despidió de Jacob Todd con un firme apretón de mano.
– Nos volveremos a ver, amigo -dijo el inglés.
– No lo creo -replicó el chileno, quien tenía una intuición más clara del destino.
Dos años después de la partida de Jacob Todd, se produjo la metamorfosis definitiva de Eliza Sommers. Del insecto anguloso que había sido en la infancia, se transformó en una muchacha de contornos suaves y rostro delicado. Bajo la tutela de Miss Rose pasó los ingratos años de la pubertad balanceando un libro sobre la cabeza y estudiando piano, mientras al mismo tiempo cultivaba las yerbas autóctonas en el huerto de Mama Fresia y aprendía las antiguas recetas para curar males conocidos y otros por conocer, incluyendo mostaza para la indiferencia de los asuntos cotidianos, hoja de hortensia para madurar tumores y devolver la risa, violeta para soportar la soledad y verbena, con que sazonaba la sopa a Miss Rose, porque esta planta noble cura los exabruptos de mal humor. Miss Rose no logró destruir el interés de su protegida por la cocina y finalmente se resignó a verla perder horas preciosas entre las negras ollas de Mama Fresia. Consideraba los conocimientos culinarios sólo un adorno en la educación de una joven, porque la capacitaban para dar órdenes a los sirvientes, tal como hacía ella, pero de allí a ensuciarse con pailas y sartenes había una gran distancia. Una dama no podía oler a ajo y cebolla, pero Eliza prefería la práctica a la teoría y recurría a las amistades en busca de recetas que copiaba en un cuaderno y luego mejoraba en su cocina. Podía pasar días enteros moliendo especias y nueces para tortas o maíz para pasteles criollos, limpiando tórtolas para escabeche y frutas para conserva. A los catorce años había superado a Miss Rose en su tímida pastelería y había aprendido el repertorio de Mama Fresia; a los quince estaba a cargo del festín en las tertulias de los miércoles y cuando los platos chilenos dejaron de ser un desafío, se interesó en la refinada cocina de Francia, que le enseñó Madame Colbert, y en las exóticas especias de la India, que su tío John solía traer y ella identificaba por el olor, aunque no conocía sus nombres. Cuando el cochero dejaba un mensaje donde las amistades de los Sommers, presentaba el sobre acompañado por una golosina recién salida de las manos de Eliza, quien había elevado la costumbre local de intercambiar guisos y postres a la categoría de arte. Tanta era su dedicación, que Jeremy Sommers llegó a imaginarla dueña de su propio salón de té, proyecto que, como todos los demás de su hermano concernientes a la muchacha, Miss Rose descartó sin la más breve consideración. Una mujer que se gana la vida desciende de clase social, por muy respetable que sea su oficio, opinaba. Ella pretendía, en cambio, un buen marido para su protegida y se había dado dos años de plazo para encontrarlo en Chile, después se llevaría a Eliza a Inglaterra, no podía correr el riesgo de que cumpliera veinte años sin novio y se quedara soltera. El candidato debía ser alguien capaz de ignorar su oscuro origen y entusiasmarse con sus virtudes. Entre los chilenos, ni pensarlo, la aristocracia se casaba entre primos y la clase media no le interesaba, no deseaba ver a Eliza pasar penurias de dinero. De vez en cuando tenía contacto con empresarios del comercio o las minas, que hacían negocios con su hermano Jeremy, pero ésos andaban detrás de los apellidos y blasones de la oligarquía. Resultaba improbable que se fijaran en Eliza, pues poco en su físico podía encender pasiones: era pequeña y delgada, carecía de la palidez lechosa o la opulencia de busto y caderas tan de moda. Sólo a la segunda mirada se descubría su belleza discreta, la gracia de sus gestos y la expresión intensa de sus ojos; parecía una muñeca de porcelana que el capitán John Sommers había traído de China. Miss Rose buscaba un pretendiente capaz de apreciar el claro discernimiento de su protegida, así como la firmeza de carácter y habilidad para dar vuelta las situaciones a su favor, eso que Mama Fresia llamaba suerte y ella prefería llamar inteligencia; un hombre con solvencia económica y buen carácter, que le ofreciera seguridad y respeto, pero a quien Eliza pudiera manejar con soltura. Pensaba enseñarle a su debido tiempo la disciplina sutil de las atenciones cuotidianas que alimentan en el hombre el hábito de la vida doméstica; el sistema de caricias atrevidas para premiarlo y de silencio taimado para castigarlo; los secretos para robarle la voluntad, que ella misma no había tenido ocasión de practicar, y también el arte milenario del amor físico. Jamás se habría atrevido a hablar de eso con ella, pero contaba con varios libros sepultados bajo doble llave en su armario, que le prestaría cuando llegara el momento. Todo se puede decir por escrito, era su teoría, y en materia de teoría nadie más sabia que ella. Miss Rose podía dictar cátedra sobre todas las formas posibles e imposibles de hacer el amor.
– Debes adoptar a Eliza legalmente para que tenga nuestro apellido -le exigió a su hermano Jeremy.
– Lo ha usado por años, qué más quieres, Rose.
– Que pueda casarse con la cabeza en alto.
– ¿Casarse con quién?
Miss Rose no se lo dijo en esa ocasión, pero ya tenía a alguien en mente. Se trataba de Michael Steward, de veintiocho años, oficial de la flota naval inglesa acantonada en el puerto de Valparaíso. Había averiguado a través de su hermano John que el marino pertenecía a una antigua familia. No verían con buenos ojos al hijo mayor y único heredero desposado con una desconocida sin fortuna proveniente de un país cuyo nombre jamás habían escuchado. Era indispensable que Eliza contara con una dote atractiva y Jeremy la adoptara, así al menos la cuestión de su origen no sería un impedimento.
Michael Steward era de porte atlético, con una inocente mirada de pupilas azules, patillas y bigotes rubios, buenos dientes y nariz aristocrática. El mentón huidizo le quitaba prestancia y Miss Rose esperaba entrar en confianza para sugerirle que lo disimulara dejándose crecer la barba. Según el capitán Sommers, el joven daba ejemplo de moralidad y su impecable hoja de servicio le garantizaba una brillante carrera en la marina. A los ojos de Miss Rose, el hecho de que pasara tanto tiempo navegando constituía una enorme ventaja para quien se casara con él. Mientras más lo pensaba, más se convencía de haber descubierto al hombre ideal, pero dado el carácter de Eliza, no lo aceptaría sólo por conveniencia, debía enamorarse. Había esperanza: el hombre se veía guapo en su uniforme y nadie lo había visto sin él todavía.
– Steward no es más que un tonto con buenos modales. Eliza se moriría de aburrimiento casada con él -opinó el capitán John Sommers cuando le contó sus planes.
– Todos los maridos son aburridos, John. Ninguna mujer con dos dedos de frente se casa para que la entretengan, sino para que la mantengan.
Eliza todavía parecía una niña, pero había terminado su educación y pronto estaría en edad de casarse. Quedaba algo de tiempo por delante, concluyó Miss Rose, pero debía actuar con determinación, para impedir que entretanto otra más avispada le arrebatara el candidato. Una vez tomada la decisión, se empeñó en la tarea de atraer al oficial usando cuanto pretexto fue capaz de imaginar. Acomodó las tertulias musicales para hacerlas coincidir con las ocasiones en que Michael Steward desembarcaba, sin consideración hacia los demás participantes, quienes por años habían reservado los miércoles para esa sagrada actividad. Molestos, algunos dejaron de ir. Eso justamente pretendía ella, así pudo transformar las apacibles veladas musicales en alegres saraos y renovar la lista de invitados con jóvenes solteros y señoritas casaderas de la colonia extranjera, en vez de los fastidiosos Ebeling, Scott y Appelgren, que se estaban convirtiendo en fósiles. Los recitales de poesía y canto dieron paso a juegos de salón, bailes informales, competencias de ingenio y charadas. Organizaba complicados almuerzos campestres y paseos a la playa. Partían en coches, precedidos al amanecer por pesadas carretas con piso de cuero y toldo de paja, llevando a los sirvientes encargados de instalar los innumerables canastos de la merienda bajo carpas y quitasoles. Se extendían ante la vista valles fértiles plantados de árboles frutales, viñas, potreros de trigo y maíz, costas abruptas donde el océano Pacífico reventaba en nubes de espuma y a lo lejos el perfil soberbio de la cordillera nevada. De algún modo Miss Rose se las arreglaba para que Eliza y Steward viajaran en el mismo coche, se sentaran juntos y fueran compañeros naturales en los juegos de pelota y de pantomima, pero en naipes y dominó procuraba separarlos, porque Eliza se negaba rotundamente a dejarse ganar.
– Debes conseguir que el hombre se sienta superior, niña -le explicó pacientemente Miss Rose.
– Eso cuesta mucho trabajo -replicó Eliza inconmovible.
Jeremy Sommers no logró impedir la ola de gastos de su hermana. Miss Rose compraba telas al por mayor y mantenía dos muchachas de servicio cosiendo todo el día nuevos vestidos copiados de las revistas. Se endeudaba más allá de lo razonable con los marineros del contrabando para que no les faltaran perfumes, carmín de Turquía, belladona y khol para el misterio de los ojos y crema de perlas vivas para aclarar la piel. Por primera vez no disponía de tiempo para escribir, afanada con las atenciones al oficial inglés, incluyendo galletas y conservas para que se llevara a alta mar, todo hecho en la casa y presentado en preciosos frascos.
– Eliza preparó esto para usted, pero es demasiado tímida para entregárselo personalmente -le decía, sin aclarar que Eliza cocinaba lo que le pidieran sin preguntar a quién iba destinado y por lo mismo se sorprendía cuando él le daba las gracias.
Michael Steward no fue indiferente a la campaña de seducción. Parco de palabra, manifestaba su agradecimiento con cartas breves y formales en papel con membrete de la marina y cuando estaba en tierra solía presentarse con ramos. Había estudiado el lenguaje de las flores, pero esa delicadeza caía en el vacío, porque ni Miss Rose ni nadie por esos lados, tan lejos de Inglaterra, había oído hablar de la diferencia entre una rosa y un clavel, y mucho menos sospechaba el significado del color del lazo. Los esfuerzos de Steward por encontrar flores que subieran gradualmente de tono, desde el rosa pálido, pasando por todas las variedades de encarnado, hasta el rojo más encendido, como indicio de su creciente pasión, se perdieron por completo. Con el tiempo el oficial logró superar su timidez y del silencio penoso, que lo caracterizaba al principio, pasó a una locuacidad incómoda para los oyentes. Exponía eufórico sus opiniones morales sobre nimiedades y solía perderse en explicaciones inútiles a propósito de corrientes marítimas y mapas de navegación. Donde verdaderamente se lucía era en los deportes bruscos, que ponían de manifiesto su arrojo y su buena musculatura. Miss Rose lo provocaba para que hiciera demostraciones acrobáticas colgado de una rama en el jardín y hasta logró, con cierta insistencia, que las deleitara con los zapateos, flexiones y saltos mortales de una danza ucraniana aprendida de otro marino. Miss Rose todo lo aplaudía con exagerado entusiasmo, mientras Eliza observaba callada y seria sin ofrecer su opinión. Así pasaron semanas, mientras Michael Steward pesaba y medía las consecuencias del paso que deseaba dar y se comunicaba por carta con su padre para discutir sus planes. Los atrasos inevitables del correo prolongaron la incertidumbre por varios meses. Se trataba de la decisión más grave de su existencia y necesitaba mucho más valor para enfrentarla que para combatir a los enemigos potenciales del Imperio Británico en el Pacífico. Por fin en una de las tertulias musicales, después de cien ensayos ante el espejo, logró reunir el coraje que se le deshacía en hilachas y afirmar la voz que se aflautaba de susto, para atrapar a Miss Rose en el pasillo.
– Necesito hablar con usted en privado -le susurró.
Ella lo condujo a la salita de costura. Presentía lo que iba a oír y se sorprendió de su propia emoción, sintió las mejillas encendidas y el corazón al galope. Se acomodó un crespo que se le escapaba del moño y se secó discretamente la transpiración de la frente. Michael Steward pensó que nunca la había visto tan hermosa.
– Creo que ya ha adivinado lo que tengo que decirle, Miss Rose.
– Adivinar es peligroso, Mr. Steward. Lo escucho…
– Se trata de mis sentimientos. Sin duda usted sabe de lo que hablo. Deseo manifestarle que mis intenciones son de la más irreprochable seriedad.
– No espero menos de una persona como usted. ¿Cree que es correspondido?
– Sólo usted puede contestar eso -tartamudeó el joven oficial.
Quedaron mirándose, ella con las cejas levantadas en un gesto expectante y él temiendo que el techo se desplomara sobre su cabeza. Decidido a actuar antes que la magia del momento se volviera ceniza, el galán la tomó por los hombros y se inclinó para besarla. Helada por la sorpresa, Miss Rose no atinó a moverse. Sintió los labios húmedos y los bigotes suaves del oficial en su boca, sin comprender qué diablos había salido mal y cuando por fin pudo reaccionar, lo apartó con violencia.
– ¡Qué hace! ¡No ve que tengo muchos años más que usted! -exclamó secándose la boca con el reverso de la mano.
– ¿Qué importa la edad? -balbuceó el oficial desconcertado, porque en realidad había calculado que Miss Rose no tenía más de unos veintisiete años.
– ¡Cómo se atreve! ¿Ha perdido el juicio?
– Pero usted… usted me ha dado a entender… ¡no puedo estar tan equivocado! -murmuró el pobre hombre aturdido de vergüenza.
– ¡Lo quiero para Eliza, no para mí! -exclamó Miss Rose espantada y salió corriendo a encerrarse en su habitación, mientras el desafortunado pretendiente pedía su capa y su gorra y partía sin despedirse de nadie, para nunca más volver a esa casa.
Desde un rincón del pasillo Eliza había oído todo a través de la puerta entreabierta de la salita de costura. También ella se había confundido con las atenciones hacia el oficial. Miss Rose había demostrado siempre tanta indiferencia ante sus pretendientes, que se acostumbró a considerarla una anciana. Sólo en los últimos meses, cuando la vio dedicada en cuerpo y alma a los juegos de seducción, había notado su porte magnífico y su piel luminosa. La supuso perdida de amor por Michael Steward y no se le pasó por la mente que los bucólicos almuerzos campestres bajo quitasoles japoneses y las galletas de mantequilla para aliviar los inconvenientes de la navegación, fueran una estratagema de su protectora para atrapar al oficial y entregárselo a ella en bandeja. La idea la golpeó como un puñetazo en el pecho y le cortó el aire, porque lo último que deseaba en este mundo era un matrimonio arreglado a sus espaldas. Estaba atrapada en la ventolera reciente del primer amor y había jurado, con certeza irrevocable, que no se casaría con otro.
Eliza Sommers vio a Joaquín Andieta por primera vez un viernes de mayo en 1848, cuando llegó a la casa al mando de una carreta tirada por varias mulas y cargada hasta el tope con bultos de la "Compañía Británica de Importación y Exportación". Contenían alfombras persas, lámparas de lágrimas y una colección de figuras de marfil, encargo de Feliciano Rodríguez de Santa Cruz para adornar la mansión que se había construido en el norte, una de aquellas preciosas cargas que peligraban en el puerto y era más seguro almacenar en la casa de los Sommers hasta el momento de enviarlas a su destino final. Si el resto del viaje era por tierra, Jeremy contrataba guardias armados para protegerla, pero en este caso debía mandarla a su destino final en una goleta chilena que zarpaba dentro de una semana. Andieta vestía su único traje, pasado de moda, oscuro y gastado, iba sin sombrero ni paraguas. Su palidez fúnebre contrastaba con sus ojos llameantes y su cabello negro relucía con la humedad de una de las primeras lloviznas del otoño. Miss Rose salió a recibirlo y Mama Fresia, quien siempre llevaba las llaves de la casa colgadas de una argolla en la cintura, lo guió hasta el último patio, donde se encontraba la bodega. El joven organizó a los peones en una fila y fueron pasando los bultos de mano en mano por los vericuetos del atormentado terreno, las escalas torcidas, terrazas sobrepuestas y glorietas inútiles. Mientras él contaba, marcaba y anotaba en su cuaderno, Eliza aprovechó su facultad de tornarse invisible y pudo observarlo a su antojo. Hacía dos meses que había cumplido dieciséis años y estaba pronta para el amor. Cuando vio las manos de largos dedos manchados de tinta de Joaquín Andieta y oyó su voz profunda, pero también clara y fresca como rumor de río, impartiendo secas órdenes a los peones, se sintió conmovida hasta los huesos y un deseo tremendo de acercarse y olerlo la obligó a salir de su escondite tras las palmas de un gran macetero. Mama Fresia, rezongando porque las mulas del carretón habían ensuciado la entrada y ocupada con las llaves, no se fijó en nada, pero Miss Rose alcanzó a ver con el rabillo del ojo el rubor de la muchacha. No le dio importancia, el empleado de su hermano le pareció un pobre diablo insignificante, apenas una sombra entre las muchas sombras de ese día nublado. Eliza desapareció rumbo a la cocina y a los pocos minutos regresó con vasos y una jarra de jugo de naranja endulzado con miel. Por primera vez en su vida ella, que había pasado años equilibrando un libro sobre la cabeza sin pensar en lo que hacía, estuvo consciente de sus pasos, de la ondulación de sus caderas, el balanceo del cuerpo, el ángulo de los brazos, la distancia entre los hombros y el mentón. Quiso ser tan bella como Miss Rose cuando era la joven espléndida que la rescató de su improvisada cuna en una caja de jabón de Marsella; quiso cantar con la voz de ruiseñor con que la señorita Appelgren entonaba sus baladas escocesas; quiso bailar con la ligereza imposible de su maestra de danza y quiso morirse allí mismo, derrotada por un sentimiento cortante e indómito como una espada, que le llenaba de sangre caliente la boca y que aún antes de poder formularlo, la oprimía con el peso terrible del amor idealizado. Muchos años más tarde, frente a una cabeza humana preservada en un frasco de ginebra, Eliza recordaría ese primer encuentro con Joaquín Andieta y volvería a sentir la misma insoportable zozobra. Se preguntaría mil veces a lo largo de su camino si tuvo oportunidad de huir de esa pasión abrumadora que torcería su vida, si acaso en esos breves instantes pudo dar media vuelta y salvarse, pero cada vez que se formuló aquella pregunta concluyó que su destino estaba trazado desde el comienzo de los tiempos. Y cuando el sabio Tao Chi´en la introdujo en la poética posibilidad de la reencarnación, se convenció de que en cada una de sus vidas se repetía el mismo drama: si ella hubiera nacido mil veces antes y tuviera que nacer mil veces más en el futuro, siempre vendría al mundo con la misión de amar a ese hombre de igual manera. No había escapatoria para ella. Tao Chi´en entonces le enseñó las fórmulas mágicas para deshacer los nudos del karma y liberarse de seguir repitiendo la misma desgarradora incertidumbre amorosa en cada encarnación.
Ese día de mayo Eliza colocó la bandeja sobre una banca y ofreció el refresco primero a los trabajadores, para ganar tiempo mientras afirmaba las rodillas y dominaba la rigidez de mula taimada que le paralizaba el pecho, impidiendo el paso del aire, y luego a Joaquín Andieta, quien seguía absorto en su tarea y apenas levantó la vista cuando ella le tendió el vaso. Al hacerlo, Eliza se colocó lo más cerca posible de él, calculando la dirección de la brisa para que le llevara el aroma del hombre quien, estaba decidido, era suyo. Con los ojos entrecerrados aspiró su olor a ropa húmeda, a jabón ordinario y sudor fresco. Un río de lava ardiente la recorrió por dentro, le flaquearon los huesos y en un instante de pánico creyó que en verdad se estaba muriendo. Esos segundos fueron de tal intensidad, que a Joaquín Andieta se le cayó el cuaderno de las manos como si una fuerza incontenible se lo hubiera arrebatado, mientras el calor de hoguera lo alcanzaba también a él, quemándolo con el reflejo. Miró a Eliza sin verla, el rostro de la muchacha era un espejo pálido donde creyó vislumbrar su propia imagen. Tuvo apenas una idea vaga del tamaño de su cuerpo y de la aureola oscura del cabello, pero no sería hasta el segundo encuentro, unos días más tarde, cuando podría por fin sumergirse en la perdición de sus ojos negros y en la gracia acuática de sus gestos. Ambos se agacharon al mismo tiempo a recoger el cuaderno, chocaron sus hombros y el contenido del vaso fue a dar sobre el vestido de ella.
– ¡Mira lo que haces, Eliza! -exclamó Miss Rose alarmada, porque el impacto de ese amor súbito también la había golpeado.
– Anda a cambiarte y remoja ese vestido en agua fría, a ver si sale la mancha -agregó secamente.
Pero Eliza no se movió, prendida de los ojos de Joaquín Andieta, trémula, con las narices dilatadas, oliéndolo sin disimulo, hasta que Miss Rose la tomó por un brazo y se la llevó a la casa.
– Te dije, niña: cualquier hombre, por miserable que sea, puede hacer contigo lo que quiera -le recordó la india esa noche.
– No sé de qué me hablas, Mama Fresia -replicó Eliza.
Al conocer a Joaquín Andieta aquella mañana de otoño en el patio de su casa, Eliza creyó encontrar su destino: sería su esclava para siempre. Aún no había vivido lo suficiente para entender lo ocurrido, expresar en palabras el tumulto que la ahogaba o trazar un plan, pero no le falló la intuición de lo inevitable. De manera vaga, pero dolorosa, se dio cuenta de que estaba atrapada y tuvo una reacción física similar a la peste. Por una semana, hasta que volvió a verlo, se debatió entre cólicos espasmódicos sin que de nada sirvieran las yerbas prodigiosas de Mama Fresia ni los polvos de arsénico diluidos en licor de cerezas del boticario alemán. Bajó de peso y se le pusieron los huesos livianos como los de una tórtola, ante el espanto de Mama Fresia, quien andaba cerrando ventanas para evitar que un viento marino arrebatara a la muchacha y se la llevara rumbo al horizonte. La india le administró varias mixturas y conjuros de su vasto repertorio y cuando comprendió que nada surtía efecto, recurrió al santoral católico. Sacó del fondo de su baúl unos míseros ahorros, compró doce velas y partió a negociar con el cura. Después de hacerlas bendecir en la misa mayor del domingo, encendió una ante cada santo en las capillas laterales de la iglesia, ocho en total, y colocó tres ante la imagen de San Antonio, patrono de las muchachas solteras sin esperanza, de las casadas infelices y de otras causas perdidas. La sobrante se la llevó, junto con un mechón de cabellos y una camisa de Eliza a la "machi" más acreditada de los alrededores. Era una mapuche anciana y ciega de nacimiento, hechicera de magia blanca, famosa por sus predicciones inapelables y su buen juicio para curar males del cuerpo y zozobras del alma. Mama Fresia había pasado sus años de adolescente sirviendo a esa mujer de aprendiz y sirvienta, pero no pudo seguir sus pasos, como tanto deseaba, porque no tenía el don. Nada se podía hacer: se nace con el don o se nace sin él. Una vez quiso explicárselo a Eliza y lo único que se le ocurrió fue que el don era la facultad de ver lo que hay detrás de los espejos. A falta de ese misterioso talento, Mama Fresia debió renunciar a sus aspiraciones de curandera y emplearse al servicio de los ingleses.
La "machi" vivía sola al fondo de una quebrada entre dos cerros, en una cabaña de barro con techo de paja, que parecía a punto de desmoronarse. Alrededor de la vivienda había un desorden de roqueros, leños, plantas en tarros, perros en los huesos y pajarracos negros que escarbaban inútilmente en el suelo buscando algo de comer. En el sendero de acceso se alzaba un pequeño bosque de dádivas y amuletos plantado por clientes satisfechos para indicar los favores recibidos. La mujer olía a la suma de todas las cocciones que había preparado en su vida, vestía un manto del mismo color de tierra seca del paisaje, iba descalza y mugrienta, pero adornada con profusión de collares de plata de baja ley. Su rostro era una máscara oscura de arrugas, con sólo dos dientes en la boca y los ojos muertos. Recibió a su antigua discípula sin dar muestras de reconocerla, aceptó los regalos de comida y la botella de licor de anís, le hizo una señal para que se sentara frente a ella y se quedó en silencio, esperando. Ardían unos vacilantes tizones al centro de la choza y el humo escapaba por un agujero en el techo. En las paredes negras de hollín colgaban cacharros de barro y latón, plantas y una colección de alimañas disecadas. La fragancia densa de yerbas secas y cortezas medicinales se mezclaba con el hedor de animales muertos. Hablaron en mapudungo, la lengua de los mapuches. Durante largo rato la maga escuchó la historia de Eliza, desde su llegada en la caja de jabón de Marsella, hasta la reciente crisis, después tomó la vela, el cabello y la camisa y despidió a su visitante con instrucciones de volver cuando ella hubiera completado sus encantamientos y ritos de adivinación.
– Sabido es que para esto no hay cura -anunció apenas Mama Fresia cruzó el umbral de su vivienda dos días más tarde.
– ¿Se va a morir mi niña, acaso?
– De eso no sé dar razón, pero que ha de sufrir mucho, duda no tengo.
– ¿Qué es lo que le pasa?
– Empecinamiento en el amor. Es un mal muy firme. Seguro dejó la ventana abierta en una noche clara y se le metió en el cuerpo durante el sueño. No hay conjuro contra eso.
Mama Fresia volvió a la casa resignada: si el arte de esa "machi" tan sabia no alcanzaba para cambiar la suerte de Eliza, mucho menos servirían sus escasos conocimientos o las velas de los santos.
Miss Rose observaba a Eliza con más curiosidad que compasión, porque conocía bien los síntomas y en su experiencia el tiempo y las contrariedades apagan aún los peores incendios de amor. Ella tenía apenas diecisiete años cuando se enamoró con una pasión descabellada de un tenor vienés. Entonces vivía en Inglaterra y soñaba con ser una diva, a pesar de la oposición tenaz de su madre y de su hermano Jeremy, jefe de la familia desde la muerte del padre. Ninguno de los dos consideraba el canto operístico como una ocupación deseable para una señorita, principalmente porque se practicaba en teatros, de noche y con vestidos escotados. Tampoco contaba con el apoyo de su hermano John, quien se había incorporado a la marina mercante y apenas asomaba un par de veces al año por la casa, siempre de prisa. Llegaba a trastornar las rutinas de la pequeña familia, exuberante y tostado por el sol de otras partes, luciendo algún nuevo tatuaje o cicatriz. Repartía regalos, los abrumaba con sus cuentos exóticos y desaparecía de inmediato rumbo a los barrios de las rameras, donde permanecía hasta el momento de volver a embarcarse. Los Sommers eran gentilhombres de provincia sin grandes ambiciones. Poseyeron tierra por varias generaciones, pero el padre, aburrido de ovejas torpes y cosechas pobres, prefirió tentar fortuna en Londres. Amaba tanto los libros, que era capaz de quitar el pan a su familia y endeudarse para adquirir primeras ediciones firmadas por sus autores preferidos, pero carecía de la codicia de los verdaderos coleccionistas. Después de infructuosos intentos en el comercio decidió dar curso a su verdadera vocación y acabó abriendo una tienda de libros usados y de otros editados por él mismo. En la parte de atrás de la librería instaló una pequeña imprenta, que manipulaba con dos ayudantes, y en un altillo del mismo local prosperaba a paso de tortuga su negocio de volúmenes raros. De sus tres hijos, sólo Rose se interesaba en su oficio, creció con la pasión de la música y la lectura y si no estaba sentada al piano o en sus ejercicios de vocalización, podían encontrarla en un rincón leyendo. El padre lamentaba que fuera ella la única enamorada de los libros y no Jeremy o John, quienes hubieran heredado su negocio. A su muerte los hijos varones liquidaron la imprenta y la librería, John se echó al mar y Jeremy se hizo cargo de su madre viuda y de su hermana. Disponía de un sueldo modesto como empleado de la "Compañía Británica de Importación y Exportación" y una reducida renta dejada por el padre, además de las esporádicas contribuciones de su hermano John, que no siempre llegaban en dinero contante y sonante, sino en contrabando. Jeremy, escandalizado, guardaba esas cajas de perdición en el desván sin abrirlas hasta la próxima visita de su hermano, quien se encargaba de vender su contenido. La familia se trasladó a un piso pequeño y caro para su presupuesto, pero bien ubicado en el corazón de Londres, porque lo consideraron una inversión. Debían casar bien a Rose.
A los diecisiete años la belleza de la joven empezaba a florecer y le sobraban pretendientes de buena situación dispuestos a morir de amor, pero mientras sus amigas se afanaban buscando marido, ella buscaba un profesor de canto. Así conoció al Karl Bretzner, un tenor vienés llegado a Londres para actuar en varias obras de Mozart, que culminarían en una noche estelar con "Las bodas de Fígaro", con asistencia de la familia real. Su aspecto nada revelaba de su inmenso talento: parecía un carnicero. Su cuerpo, ancho de barriga y enclenque de las rodillas para abajo carecía de elegancia y su rostro sanguíneo, coronado por una mata de crespos descoloridos, resultaba más bien vulgar, pero cuando abría la boca para deleitar al mundo con el torrente de su voz, se transformaba en otro ser, crecía en estatura, la panza desaparecía en la anchura del pecho y la cara colorada de teutón se llenaba de una luz olímpica. Al menos así lo veía Rose Sommers, quien se las arregló para conseguir entradas para cada función. Llegaba al teatro mucho antes que lo abrieran y, desafiando las miradas escandalizadas de los transeúntes, poco acostumbrados a ver una muchacha de su condición sola, aguardaba en la puerta de los actores durante horas para divisar al maestro descender del coche. En la noche del domingo el hombre se fijó en la beldad apostada en la calle y se acercó a hablarle. Trémula, ella respondió a sus preguntas y confesó su admiración por él y sus deseos de seguir sus pasos en el arduo, pero divino sendero del "bel canto", como fueron sus palabras.
– Venga después de la función a mi camerino y veremos qué puedo hacer por usted -dijo él con su preciosa voz y un fuerte acento austriaco.
Así lo hizo ella, transportada a la gloria. Cuando finalizó la ovación de pie brindada por el público, un ujier enviado por Karl Bretzner la condujo tras bambalinas. Ella nunca había visto las entrañas de un teatro, pero no perdió tiempo admirando las ingeniosas máquinas de hacer tempestades ni los paisajes pintados en telones, su único propósito era conocer a su ídolo. Lo encontró cubierto con una bata de terciopelo azul real ribeteada en oro, la cara aún maquillada y una elaborada peluca de rizos blancos. El ujier los dejó solos y cerró la puerta. La habitación, atiborrada de espejos, muebles y cortinajes, olía a tabaco, afeites y moho. En un rincón había un biombo pintado con escenas de mujeres rubicundas en un harén turco y de los muros colgaban en perchas las vestimentas de la ópera. Al ver a su ídolo de cerca, el entusiasmo de Rose se desinfló por algunos momentos, pero pronto él recuperó el terreno perdido. Le tomó ambas manos entre las suyas, se las llevó a los labios y las besó largamente, luego lanzó un do de pecho que estremeció el biombo de las odaliscas. Los últimos remilgos de Rose se desmoronaron, como las murallas de Jericó en una nube de polvo, que salió de la peluca cuando el artista se la quitó con un gesto apasionado y viril, lanzándola sobre un sillón, donde quedó inerte como un conejo muerto. Tenía el pelo aplastado bajo una tupida malla que, sumada al maquillaje, le daba un aire de cortesana decrépita.
Sobre el mismo sillón donde cayó la peluca, le ofrecería Rose su virginidad un par de días después, exactamente a las tres y cuarto de la tarde. El tenor vienés la citó con el pretexto de mostrarle el teatro ese martes, que no habría espectáculo. Se encontraron secretamente en una pastelería, donde él saboreó con delicadeza cinco "éclaires" de crema y dos tazas de chocolate, mientras ella revolvía su té sin poder tragarlo de susto y anticipación. Fueron enseguida al teatro. A esa hora sólo había un par de mujeres limpiando la sala y un iluminador preparando lámparas de aceite, antorchas y velas para el día siguiente. Karl Bretzner, ducho en trances de amor, produjo por obra de ilusionismo una botella de champaña, sirvió una copa para cada uno, que bebieron al seco brindando por Mozart y Rossini. Enseguida instaló a la joven en el palco de felpa imperial donde sólo el rey se sentaba, adornado de arriba abajo con amorcillos mofletudos y rosas de yeso, mientras él partía hacia el escenario. De pie sobre un trozo de columna de cartón pintado, alumbrado por las antorchas recién encendidas, cantó sólo para ella un aria de "El barbero de Sevilla", luciendo toda su agilidad vocal y el suave delirio de su voz en interminables florituras. Al morir la última nota de su homenaje, oyó los sollozos distantes de Rose Sommers, corrió hacia ella con inesperada agilidad, cruzó la sala, trepó al palco de dos saltos y cayó a sus pies de rodillas. Sin aliento, colocó su cabezota sobre la falda de la joven, hundiendo la cara entre los pliegues de la falda de seda color musgo. Lloraba con ella, porque sin proponérselo también se había enamorado; lo que comenzó como otra conquista pasajera se había transformado en pocas horas en una incandescente pasión.
Rose y Karl se levantaron apoyándose el uno en el otro, trastabillando y aterrados ante lo inevitable, y avanzaron sin saber cómo por un largo pasillo en penumbra, subieron una breve escalinata y llegaron a la zona de los camerinos. El nombre del tenor aparecía escrito con letras cursivas en una de las puertas. Entraron a la habitación atiborrada de muebles y trapos de lujo, polvorientos y sudados, donde dos días antes habían estado solos por primera vez. No tenía ventanas y por un momento se sumieron en el refugio de la oscuridad, donde alcanzaron a recuperar el aire perdido en los sollozos y suspiros previos, mientras él encendía primero una cerilla y luego las cinco velas de un candelabro. En la trémula luz amarilla de las llamas se admiraron, confundidos y torpes, con un torrente de emociones por expresar y sin poder articular ni una palabra. Rose no resistió las miradas que la traspasaban y escondió el rostro entre las manos, pero él se las apartó con la misma delicadeza empleada antes en desmenuzar los pastelillos de crema. Empezaron por darse besitos llorosos en la cara como picotones de palomas, que naturalmente derivaron hacia besos en serio. Rose había tenido encuentros tiernos, pero vacilantes y escurridizos, con algunos de sus pretendientes y un par de ellos llegaron a rozarla en la mejilla con los labios, pero jamás imaginó que fuera posible llegar a tal grado de intimidad, que una lengua de otro podía trenzarse con la suya como una culebra traviesa y la saliva ajena mojarla por fuera e invadirla por dentro, pero la repugnancia inicial fue vencida pronto por el impulso de su juventud y su entusiasmo por la lírica. No sólo devolvió las caricias con igual intensidad, sino que tomó la iniciativa de desprenderse del sombrero y la capita de piel de astracán gris que le cubría los hombros. De allí a dejarse desabotonar la chaquetilla y luego la blusa hubo sólo unos cuantos acomodos. La joven supo seguir paso a paso la danza de la copulación guiada por el instinto y las calientes lecturas prohibidas, que antes sustraía sigilosa de los anaqueles de su padre. Ése fue el día más memorable de su existencia y lo recordaría hasta en sus más ínfimos pormenores, adornados y exagerados, en los años venideros. Ésa sería su única fuente de experiencia y conocimiento, único motivo de inspiración para alimentar sus fantasías y crear, años más tarde, el arte que la haría famosa en ciertos círculos muy secretos. Ese día maravilloso sólo podía compararse en intensidad con aquel otro de marzo, dos años más tarde en Valparaíso, cuando cayó en sus brazos Eliza recién nacida, como consuelo por los hijos que no habría de tener, por los hombres que no podría amar y por el hogar que jamás formaría.
El tenor vienés resultó ser un amante refinado. Amaba y conocía a las mujeres a fondo, pero fue capaz de borrar de su memoria los amores desperdigados del pasado, la frustración de múltiples adioses, los celos, desmanes y engaños de otras relaciones, para entregarse con total inocencia a la breve pasión por Rose Sommers. Su experiencia no provenía de abrazos patéticos con putillas escuálidas; Bretzner se preciaba de no haber tenido que pagar por el placer, porque mujeres de variados pelajes, desde camareras humildes hasta soberbias condesas, se le rendían sin condiciones al oírlo cantar. Aprendió las artes del amor al mismo tiempo que aprendía las del canto. Diez años contaba cuando se enamoró de él quien habría de ser su mentora, una francesa con ojos de tigre y senos de alabastro puro, con edad suficiente para ser su madre. A su vez, ella había sido iniciada a los trece años en Francia por Donatien-Alphonse-François de Sade. Hija de un carcelero de La Bastilla, había conocido al famoso marqués en una celda inmunda, donde escribía sus perversas historias a la luz de una vela. Ella iba a observarlo a través de los barrotes por simple curiosidad de niña, sin saber que su padre se la había vendido al preso a cambio de un reloj de oro, última posesión del noble empobrecido. Una mañana en que ella atisbaba por la mirilla, su padre se quitó el manojo de grandes llaves del cinturón, abrió la puerta y de un empujón lanzó a la chica a la celda, como quien da de comer a los leones. Qué sucedió allí, no podía recordarlo, basta saber que se quedó junto a Sade, siguiéndolo de la cárcel a la miseria peor de la libertad y aprendiendo todo lo que él podía enseñarle. Cuando en 1802 el marqués fue internado en el manicomio de Charenton, ella se quedó en la calle y sin un peso, pero poseedora de una vasta sabiduría amatoria que le sirvió para obtener un marido cincuenta y dos años mayor que ella y muy rico. El hombre se murió al poco tiempo, agotado por los excesos de su joven mujer y ella quedó por fin libre y con dinero para hacer lo que le diera la gana. Tenía treinta y cuatro años, había sobrevivido su brutal aprendizaje junto al marqués, la pobreza de mendrugos de pan de su juventud, el revoltijo de la revolución francesa, el espanto de las guerras napoleónicas y ahora tenía que soportar la represión dictatorial del Imperio. Estaba harta y su espíritu pedía tregua. Decidió buscar un lugar seguro donde pasar el resto de sus días en paz y optó por Viena. En ese período de su vida conoció a Karl Bretzner, hijo de sus vecinos, cuando éste era un niño de apenas diez años, pero ya entonces cantaba como un ruiseñor en el coro de la catedral. Gracias a ella, convertida en amiga y confidente de los Bretzner, el chiquillo no fue castrado ese año para preservar su voz de querubín, como sugirió el director del coro.
– No lo toquen y en poco tiempo será el tenor mejor pagado de Europa -pronosticó la bella. No se equivocó.
A pesar de la enorme diferencia de edad, creció entre ella y el pequeño Karl una relación inusitada. Ella admiraba la pureza de sentimientos y la dedicación a la música del niño; él había encontrado en ella a la musa que no sólo le salvó la virilidad, sino que también le enseñó a usarla. Para la época en que cambió definitivamente la voz y empezó a afeitarse, había desarrollado la proverbial habilidad de los eunucos para satisfacer a una mujer en formas no previstas por la naturaleza y la costumbre, pero con Rose Sommers no corrió riesgos. Nada de atacarla con fogosidad en un desmadre de caricias demasiado atrevidas, pues no se trataba de chocarla con trucos de serrallo, decidió, sin sospechar que en menos de tres lecciones prácticas su alumna lo aventajaría en inventiva. Era hombre cuidadoso de los detalles y conocía el poder alucinante de la palabra precisa a la hora del amor. Con la mano izquierda le soltó uno a uno los pequeños botones de madreperla en la espalda, mientras con la derecha le quitaba las horquillas del peinado, sin perder el ritmo de los besos intercalados con una letanía de halagos. Le habló de la brevedad de su talle, la blancura prístina de su piel, la redondez clásica de su cuello y hombros, que provocaban en él un incendio, una excitación incontrolable.
– Me tienes loco… No sé lo que me sucede, nunca he amado ni volveré a amar a nadie como a ti. Éste es un encuentro hecho por los dioses, estamos destinados a amarnos -murmuraba una y otra vez.
Le recitó su repertorio completo, pero lo hizo sin malicia, profundamente convencido de su propia honestidad y deslumbrado por Rose. Desató los lazos del corsé y la fue despojando de las enaguas hasta dejarla sólo con los calzones largos de batista y una camisita de nada que revelaba las fresas de los pezones. No le quitó los botines de cordobán con tacones torcidos ni las medias blancas sujetas en las rodillas con ligas bordadas. En ese punto se detuvo, acezando, con un estrépito telúrico en el pecho, convencido de que Rose Sommers era la mujer más bella del universo, un ángel, y que el corazón iba a estallarle en petardos si no se calmaba. La levantó en brazos sin esfuerzo, cruzó la habitación y la depositó de pie ante un espejo grande de marco dorado. La luz parpadeante de las velas y el vestuario teatral colgando de las paredes, en una confusión de brocados, plumas, terciopelos y encajes desteñidos, daban a la escena un aire de irrealidad.
Inerme, ebria de emociones, Rose se miró en el espejo y no reconoció a esa mujer en ropa interior, con el pelo alborotado y las mejillas en llamas, a quien un hombre también desconocido besaba en el cuello y le acariciaba los pechos a manos llenas. Esa pausa anhelante dio tiempo al tenor para recuperar el aliento y algo de la lucidez perdida en los primeros embistes. Empezó a quitarse la ropa frente al espejo, sin pudor y, hay que decirlo, se veía mucho mejor desnudo que vestido. Necesita un buen sastre, pensó Rose quien no había visto nunca un hombre desnudo, ni siquiera a sus hermanos en la infancia, y su información provenía de las exageradas descripciones de los libros picantes y unas postales japonesas que descubrió en el equipaje de John, donde los órganos masculinos tenían proporciones francamente optimistas. La perinola rosada y tiesa que apareció ante sus ojos no la espantó, como temía Karl Bretzner, sino que le provocó una irreprimible y alegre carcajada. Eso dio el tono a lo que vino después. En vez de la solemne y más bien dolorosa ceremonia que la desfloración suele ser, ellos se deleitaron en corcoveos juguetones, se persiguieron por el aposento saltando como chiquillos por encima de los muebles, bebieron el resto de la champaña y abrieron otra botella para echársela encima en chorros espumantes, se dijeron porquerías entre risas y juramentos de amor en susurros, se mordieron y lamieron y hurgaron desaforados en la marisma sin fondo del amor recién estrenado, durante toda la tarde y hasta bien entrada la noche, sin acordarse para nada de la hora ni del resto del universo. Sólo ellos existían. El tenor vienés condujo a Rose a alturas épicas y ella, alumna aplicada, lo siguió sin vacilar y una vez en la cima echó a volar sola con un sorprendente talento natural, guiándose por indicios y preguntando lo que no lograba adivinar, deslumbrando al maestro y por último venciéndolo con su destreza improvisada y el regalo apabullante de su amor. Cuando lograron separarse y aterrizar en la realidad, el reloj marcaba las diez de la noche. El teatro estaba vacío, afuera reinaba la oscuridad y para colmo se había instalado una bruma espesa como merengue.
Comenzó entre los amantes un intercambio frenético de misivas, flores, bombones, versos copiados y pequeñas reliquias sentimentales mientras duró la temporada lírica en Londres. Se encontraban donde podían, la pasión los hizo perder de vista toda prudencia. Para ganar tiempo buscaban piezas de hotel cerca del teatro, sin importarles la posibilidad de ser reconocidos. Rose escapaba de la casa con excusas ridículas y su madre, aterrada, nada decía a Jeremy de sus sospechas, rezando para que el desenfreno de su hija fuera pasajero y desapareciera sin dejar rastro. Karl Bretzner llegaba tarde a los ensayos y de tanto desnudarse a cualquier hora cogió un resfrío y no pudo cantar en dos funciones, pero lejos de lamentarlo, aprovechó el tiempo para hacer el amor exaltado por los tiritones de la fiebre. Se presentaba a la habitación de alquiler con flores para Rose, champaña para brindar y bañarse, pasteles de crema, poemas escritos a las volandas para leer en la cama, aceites aromáticos para frotárselos por lugares hasta entonces sellados, libros eróticos que hojeaban buscando las escenas más inspiradas, plumas de avestruz para hacerse cosquillas y un sinfín de otros adminículos destinados a sus juegos. La joven sintió que se abría como una flor carnívora, emanaba perfumes de perdición para atraer al hombre como a un insecto, triturarlo, tragárselo, digerirlo y finalmente escupir sus huesitos convertidos en astillas. La dominaba una energía insoportable, se ahogaba, no podía estar quieta ni un instante, devorada por la impaciencia. Entretanto Karl Bretzner chapoteaba en la confusión, a ratos exaltado hasta el delirio y otros exangüe, tratando de cumplir con sus obligaciones musicales, pero estaba deteriorándose a ojos vistas y los críticos, implacables, dijeron que seguro Mozart se revolcaba en el sepulcro al oír al tenor vienés ejecutar -literalmente- sus composiciones.
Los amantes veían acercarse con pánico el momento de la separación y entraron en la fase del amor contrariado. Discurrían escapar al Brasil o suicidarse juntos, pero nunca mencionaron la posibilidad de casarse. Por fin el apetito por la vida pudo más que la tentación trágica y después de la última función tomaron un coche y se fueron de vacaciones al norte de Inglaterra a una hostería campestre. Habían decidido gozar esos días de anonimato, antes que Karl Bretzner partiera a Italia, donde debía cumplir con otros contratos. Rose se le reuniría en Viena, una vez que él consiguiera una vivienda apropiada, se organizara y le enviara dinero para el viaje.
Estaban tomando desayuno bajo un toldo en la terraza del hotelito, con las piernas cubiertas por una manta de lana, porque el aire de la costa era cortante y frío, cuando los interrumpió Jeremy Sommers, indignado y solemne como un profeta. Rose había dejado tal rastro de pistas, que fue fácil para su hermano mayor ubicar su paradero y seguirla hasta ese apartado balneario. Al verlo ella dio un grito de sorpresa, más que de susto, porque estaba envalentonada por el alboroto del amor. En ese instante tuvo por primera vez idea de lo cometido y el peso de las consecuencias se le reveló en toda su magnitud. Se puso de pie resuelta a defender su derecho a vivir a su regalado antojo, pero su hermano no le dio tiempo de hablar y se dirigió directamente al tenor.
– Le debe una explicación a mi hermana. Supongo que no le ha dicho que es casado y tiene dos hijos -le espetó al seductor.
Eso era lo único que Karl Bretzner había omitido contar a Rose. Habían hablado hasta la saciedad, él le había entregado incluso los más íntimos detalles de sus amoríos anteriores, sin olvidar las extravagancias del Marqués de Sade que le había contado su mentara, la francesa con ojos de tigre, porque ella demostraba una curiosidad morbosa por saber cuándo, con quién y especialmente cómo había hecho el amor, desde los diez años hasta el día anterior de conocerla a ella. Y todo se lo dijo sin escrúpulos al percatarse de cuánto le gustaba a ella oírlo y cómo lo incorporaba a la propia teoría y práctica. Pero de la esposa y los críos nada había mencionado por compasión hacia esa virgen hermosa que se le había ofrecido sin condiciones. No deseaba destruir la magia de ese encuentro: Rose Sommers merecía gozar su primer amor a plenitud.
– Me debe una reparación -lo desafió Jeremy Sommers cruzándole la cara de un guantazo.
Karl Bretzner era un hombre de mundo y no iba a cometer la barbaridad de batirse a duelo. Comprendió que había llegado el momento de retirarse y lamentó no tener unos momentos en privado para tratar de explicar las cosas a Rose. No deseaba dejarla con el corazón destrozado y con la idea de que él la había seducido en mala conciencia para luego abandonarla. Necesitaba decirle una vez más cuánto de verdad la quería y lamentaba no ser libre para cumplir los sueños de ambos, pero leyó en la cara de Jeremy Sommers que no iba a permitírselo. Jeremy tomó de un brazo a su hermana, quien parecía alelada, y se la llevó con firmeza al coche, sin darle oportunidad de despedirse del amante o recoger su breve equipaje. La condujo a casa de una tía en Escocia, donde debía permanecer hasta que se revelara su estado. Si ocurría la peor desgracia, como llamó Jeremy al embarazo, su vida y el honor de la familia estaban arruinados para siempre.
– Ni una palabra de esto a nadie, ni siquiera a mamá o a John, ¿has entendido? -fue lo único que dijo durante el viaje.
Rose pasó unas semanas de incertidumbre, hasta comprobar que no estaba encinta. La noticia le trajo un soplo de inmenso alivio, como si el cielo la hubiera absuelto. Pasó tres meses más de castigo tejiendo para los pobres, leyendo y escribiendo a escondidas, sin derramar una sola lágrima. Durante ese tiempo reflexionó sobre su destino y algo se le dio vuelta por dentro, porque cuando terminó su clausura en casa de la tía era otra persona. Sólo ella se dio cuenta del cambio. Reapareció en Londres igual como se había ido, risueña, tranquila, interesada por el canto y la lectura, sin una palabra de rencor contra Jeremy por haberla arrebatado de los brazos del amante o de nostalgia por el hombre que la había engañado, olímpica en su actitud de ignorar la maledicencia ajena y las caras de duelo de su familia. En la superficie parecía la misma muchacha de antes, ni su madre pudo encontrar una grieta en su perfecta compostura que le permitiera un reproche o un consejo. Por otra parte, la viuda no estaba en condiciones de ayudar a su hija o protegerla; un cáncer la estaba devorando rápidamente. La única modificación en la conducta de Rose fue ese capricho de pasar horas escribiendo encerrada en su pieza. Llenaba docenas de cuadernos con una letra minúscula, que guardaba bajo llave. Como nunca intentó enviar una carta, Jeremy Sommers, quien nada temía tanto como el escarnio, dejó de preocuparse por el vicio de la escritura y supuso que su hermana había tenido el buen juicio de olvidar al nefasto tenor vienés. Pero ella no sólo no lo había olvidado, sino que recordaba con claridad meridiana cada detalle de lo ocurrido y cada palabra dicha o susurrada. Lo único que borró de su mente fue el desencanto de haber sido engañada. La mujer y los hijos de Karl Bretzner simplemente desaparecieron, porque nunca tuvieron lugar en el fresco inmenso de sus recuerdos de amor.
El retiro en casa de la tía en Escocia no logró evitar el escándalo, pero como los rumores no pudieron ser confirmados, nadie osó hacer un desaire abierto a la familia. Uno a uno retornaron los numerosos pretendientes que antes acosaban a Rose, pero los alejó con el pretexto de la enfermedad de su madre. Lo que se calla es como si no hubiera sucedido, sostenía Jeremy Sommers, dispuesto a matar con el silencio todo vestigio de ese episodio. La bochornosa escapada de Rose quedó suspendida en el limbo de las cosas sin nombrar, aunque a veces los hermanos hacían referencias tangenciales que mantenían fresco el rencor, pero también los unían en el secreto compartido. Años más tarde, cuando ya a nadie le importaba, Rose se atrevió a contárselo a su hermano John, ante quien siempre había asumido el papel de niña mimada e inocente. Poco después de la muerte de la madre, a Jeremy Sommers le ofrecieron hacerse cargo de la oficina de la "Compañía Británica de Importación y Exportación" en Chile. Partió con su hermana Rose, llevándose el secreto intacto hasta el otro lado del mundo.
Llegaron a fines del invierno de 1830, cuando Valparaíso era todavía una aldea, pero ya existían compañías y familias europeas. Rose consideró a Chile como su penitencia y lo asumió estoica, resignada a pagar su falta con ese destierro irremediable, sin permitir que nadie, mucho menos su hermano Jeremy, sospechara su desesperación. Su disciplina para no quejarse y no hablar ni en sueños del amante perdido la sostuvo cuando los inconvenientes la agobiaban. Se instaló en el hotel lo mejor posible, dispuesta a cuidarse de las ventoleras y la humedad, porque se había desatado una epidemia de difteria, que los barberos locales combatían con crueles e inútiles operaciones quirúrgicas practicadas a navajazos. La primavera y luego el verano aliviaron en algo su mala impresión del país. Decidió olvidarse de Londres y sacar partido a su nueva situación, a pesar del ambiente provinciano y el viento marítimo que le calaba los huesos incluso en los mediodías asoleados. Convenció a su hermano, y éste a la oficina, de la necesidad de adquirir una casa decente a nombre de la firma y traer muebles de Inglaterra. Lo planteó como una cuestión de autoridad y prestigio: no era posible que el representante de tan importante oficina se albergara en un hotel de mala muerte. Dieciocho meses más tarde, cuando la pequeña Eliza entró en sus vidas, los hermanos vivían en una gran casa en el Cerro Alegre, Miss Rose había relegado el antiguo amante a un compartimento sellado de la memoria y estaba dedicada enteramente a conquistar un lugar de privilegio en la sociedad donde vivía. En los años siguientes Valparaíso creció y se modernizó con la misma rapidez con que ella dejó atrás el pasado y se convirtió en la mujer exuberante y de apariencia feliz, que once años después conquistaría a Jacob Todd. El falso misionero no fue el primero en ser rechazado, pero ella no tenía interés en casarse. Había descubierto una fórmula extraordinaria para permanecer en un idílico romance con Karl Bretzner, reviviendo cada uno de los momentos de su incendiaria pasión y otros delirios inventados en el silencio de sus noches de soltera.
Nadie mejor que Miss Rose podía saber lo que ocurría en el alma enferma de amor de Eliza. Adivinó de inmediato la identidad del hombre, porque sólo un ciego podía dejar de ver la relación entre los desvaríos de la muchacha y la visita del empleado de su hermano con las cajas del tesoro para Feliciano Rodríguez de Santa Cruz. Su primer impulso fue descartar al joven de un plumazo por insignificante y pobretón, pero pronto comprendió que ella también había sentido su peligroso atractivo y no lograba sacárselo de la cabeza. Cierto, se fijó primero en su ropa remendada y su palidez lúgubre, pero una segunda mirada le bastó para apreciar su aura trágica de poeta maldito. Mientras bordaba furiosamente en su salita de costura, daba mil vueltas a este revés de la suerte que alteraba sus planes de conseguir para Eliza un marido complaciente y adinerado. Sus pensamientos eran una urdimbre de trampas para derrotar ese amor antes que comenzara, desde enviar a Eliza interna a Inglaterra a una escuela para señoritas o a Escocia donde su anciana tía, hasta zamparle la verdad a su hermano para que se deshiciera de su empleado. Sin embargo, en el fondo de su corazón germinaba, muy a su pesar, el deseo secreto de que Eliza viviera su pasión hasta extenuarla, para compensar el tremendo vacío que el tenor había dejado dieciocho años antes en su propia existencia.
Entretanto para Eliza las horas transcurrían con aterradora lentitud en un remolino de sentimientos confusos. No sabía si era de día o de noche, si era martes o viernes, si habían pasado unas horas o varios años desde que conociera a ese joven. De repente sentía que la sangre se le volvía espumosa y se le llenaba la piel de ronchas, que se esfumaban tan súbita e inexplicablemente como habían aparecido. Veía al amado por todas partes: en las sombras de los rincones, en las formas de las nubes, en la taza del té y sobre todo en sueños. No sabía cómo se llamaba y no se atrevía a preguntar a Jeremy Sommers porque temía desencadenar una ola de sospechas, pero se entretenía por horas imaginando un nombre apropiado para él. Necesitaba desesperadamente hablar con alguien de su amor, analizar cada detalle de la breve visita del joven, especular sobre lo que callaron, lo que debieron decirse y lo que se transmitieron con las miradas, los sonrojos y las intenciones, pero no había nadie en quien confiar. Añoraba una visita del capitán John Sommers, ese tío con vocación de filibustero que había sido el personaje más fascinante de su infancia, el único capaz de entender y ayudarla en semejante trance. No le cabía duda de que Jeremy Sommers, si llegaba a enterarse, declararía una guerra sin tregua contra el modesto empleado de su firma, y no podía predecir la actitud de Miss Rose. Decidió que mientras menos se supiera en su casa, más libertad de acción tendrían ella y su futuro novio. Nunca se puso en el caso de no ser correspondida con la misma intensidad de sentimientos, pues le resultaba simplemente imposible que un amor de tal magnitud la hubiera aturdido sólo a ella. La lógica y la justicia más elementales indicaban que en algún lugar de la ciudad él estaba sufriendo el mismo delicioso tormento.
Eliza se escondía para tocarse el cuerpo en sitios secretos nunca antes explorados. Cerraba los ojos y entonces era la mano de él que la acariciaba con delicadeza de pájaro, eran sus labios los que ella besaba en el espejo, su cintura la que abrazaba en la almohada, sus murmullos de amor los que traía el viento. Ni sus sueños escaparon al poder de Joaquín Andieta. Lo veía aparecer como una sombra inmensa que se abalanzaba sobre ella a devorarla de mil maneras disparatadas y turbadoras. Enamorado, demonio, arcángel, no lo sabía. No deseaba despertar y practicaba con fanática determinación la habilidad aprendida de Mama Fresia para entrar y salir de los sueños a voluntad. Llegó a tener tanto dominio en ese arte, que su amante ilusorio aparecía de cuerpo presente, podía tocarlo, olerlo y oír su voz perfectamente nítida y cercana. Si pudiera estar siempre dormida, no necesitaría nada más: podría seguir amándolo desde su cama para siempre, pensaba. Habría perecido en el desvarío de esa pasión, si Joaquín Andieta no se hubiera presentado una semana más tarde en la casa, a sacar los bultos del tesoro para mandarlos al cliente en el norte.
La noche anterior ella supo que vendría, pero no por instinto ni premonición, como insinuaría años más tarde cuando se lo contó a Tao Chi´en, sino porque a la hora de la cena escuchó a Jeremy Sommers dar las instrucciones a su hermana y a Mama Fresia.
– Vendrá a buscar la carga el mismo empleado que la trajo -agregó al pasar, sin sospechar el huracán de emociones que sus palabras, por diferentes razones, desataban en las tres mujeres.
La muchacha pasó la mañana en la terraza oteando el camino que ascendía por el cerro hacia la casa. Cerca del mediodía vio llegar el carretón tirado por seis mulas y seguido por peones a caballo y armados. Sintió una paz helada, como si se hubiera muerto, sin darse cuenta que Miss Rose y Mama Fresia la observaban desde la casa.
– ¡Tanto esfuerzo para educarla y se enamora del primer mequetrefe que se cruza por su camino! -masculló Miss Rose entre dientes.
Había decidido hacer lo posible por impedir el desastre, sin demasiada convicción, porque conocía de sobra el temple empedernido del primer amor.
– Yo entregaré la carga. Dile a Eliza que entre a la casa y no la dejes salir por ningún motivo -ordenó.
– ¿Y cómo quiere que haga eso? -preguntó Mama Fresia de mal talante.
– Enciérrala, si es necesario.
– Enciérrela usted, si puede. No me meta a mí -replicó y salió arrastrando las chancletas.
Fue imposible impedir que la chica se acercara a Joaquín Andieta y le entregara una carta. Lo hizo sin disimulo, mirándolo a los ojos y con tal feroz determinación, que Miss Rose no tuvo agallas para interceptarla ni Mama Fresia para ponerse por delante. Entonces las mujeres comprendieron que el hechizo era mucho más potente de lo imaginado y no habría puertas con llave ni velas benditas suficientes para conjurarlo. El joven también había pasado esa semana obsesionado por el recuerdo de la muchacha, a quien creía hija de su patrón, Jeremy Sommers, y por lo tanto absolutamente inalcanzable. No sospechaba la impresión que le había causado y no se le pasó por la mente que al ofrecerle aquel memorable vaso de jugo en la visita anterior, le declaraba su amor, por lo mismo se llevó un susto formidable cuando ella le entregó un sobre cerrado. Desconcertado, se lo puso en el bolsillo y continuó vigilando la faena de cargar las cajas en el carretón, mientras le ardían las orejas, se le mojaba la ropa de sudor y una fiebre de tiritones le recorría la espalda. De pie, inmóvil y silenciosa, Eliza lo observaba fijamente a pocos pasos de distancia, sin darse por enterada de la expresión furiosa de Miss Rose y compungida de Mama Fresia. Cuando la última caja estuvo amarrada en la carreta y las mulas dieron media vuelta para empezar el descenso del cerro, Joaquín Andieta se disculpó ante Miss Rose por las molestias, saludó a Eliza con una brevísima inclinación de cabeza y se fue tan de prisa como pudo.
La esquela de Eliza contenía sólo dos líneas para indicarle dónde y cómo encontrarse. La estratagema era de una sencillez y audacia tales, que cualquiera podría confundirla con una experta en desvergüenzas: Joaquín debía presentarse dentro de tres días a las nueve de noche en la ermita de la Virgen del Perpetuo Socorro, una capilla erguida en Cerro Alegre como protección para los caminantes, a corta distancia de la casa de los Sommers. Eliza escogió el lugar por la cercanía y la fecha por ser miércoles. Miss Rose, Mama Fresia y los criados estarían pendientes de la cena y nadie notaría si ella salía por un rato. Desde la partida del despechado Michael Steward ya no había razón para bailes ni el invierno prematuro se prestaba para ellos, pero Miss Rose mantuvo la costumbre para desarmar los chismes que circulaban a costa suya y del oficial de la marina. Suspender las veladas musicales en ausencia de Steward equivalía a confesar que él era el único motivo para llevarlas a cabo.
A las siete ya se había apostado Joaquín Andieta a esperar impaciente. De lejos vio el resplandor de la casa iluminada, el desfile de carruajes con los convidados y los faroles encendidos de los cocheros que aguardaban en el camino. Un par de veces debió esconderse al paso de los serenos revisando las lámparas de la ermita, que el viento apagaba. Se trataba de una pequeña construcción rectangular de adobe coronada por una cruz de madera pintada, apenas un poco más grande que un confesionario, que albergaba una imagen de yeso de la Virgen. Había una bandeja con hileras de velas votivas apagadas y un ánfora con flores muertas. Era una noche de luna llena, pero el cielo estaba cruzado de gruesos nubarrones, que a ratos ocultaban por completo la claridad lunar. A las nueve en punto sintió la presencia de la muchacha y percibió su figura envuelta de la cabeza a los pies en un manto oscuro.
– La estaba esperando, señorita -fue lo único que se le ocurrió tartamudear, sintiéndose como un idiota.
– Yo te he esperado siempre -replicó ella sin la menor vacilación.
Se quitó el manto y Joaquín vio que estaba vestida de fiesta, llevaba la falda arremangada y chancletas en los pies. Traía en la mano sus medias blancas y sus zapatillas de gamuza, para no embarrarlas por el camino. El cabello negro, partido al centro, iba recogido a ambos lados de la cabeza en trenzas bordadas con cintas de raso. Se sentaron al fondo de la ermita, sobre el manto que ella puso en el suelo, ocultos detrás de la estatua, en silencio, muy juntos pero sin tocarse. Por un rato largo no se atrevieron a mirarse en la dulce penumbra, aturdidos por la mutua cercanía, respirando el mismo aire y ardiendo a pesar de las ráfagas que amenazaban con dejarlos a oscuras.
– Me llamo Eliza Sommers -dijo ella por fin.
– Y yo Joaquín Andieta -respondió él.
– Se me ocurrió que te llamabas Sebastián.
– ¿Por qué?
– Porque te pareces a San Sebastián, el mártir. No voy a la iglesia papista, soy protestante, pero Mama Fresia me ha llevado algunas veces a pagar sus promesas.
Ahí terminó la conversación porque no supieron qué más decirse se lanzaban miradas de reojo y ambos se ruborizaban al mismo tiempo. Eliza percibía su olor a jabón y sudor, pero no se atrevía a acercarle la nariz, como deseaba. Los únicos sonidos en la ermita eran el susurro del viento y de la respiración agitada de ambos. A los pocos minutos ella anunció que debía volver a su casa, antes que notaran su ausencia, y se despidieron estrechándose la mano. Así se encontrarían los miércoles siguientes, siempre a diferentes horas y por cortos intervalos. En cada uno de esos alborozados encuentros avanzaban a pasos de gigante en los delirios y tormentos del amor. Se contaron apresurados lo indispensable, porque las palabras parecían una pérdida de tiempo, y pronto se tomaron de las manos y siguieron hablando, los cuerpos cada vez más próximos a medida que las almas se acercaban, hasta que en la noche del quinto miércoles se besaron en los labios, primero tentando, luego explorando y finalmente perdiéndose en el deleite hasta desatar por completo el fervor que los consumía. Para entonces ya habían intercambiado apretados resúmenes de los dieciséis años de Eliza y los veintiuno de Joaquín. Discutieron sobre la improbable cesta con sábanas de batista y cobija de visón, tanto como de la caja de jabón de Marsella, y fue un alivio para Andieta que ella no fuera hija de ninguno de los Sommers y tuviera un origen incierto, como el suyo, aunque de todos modos un abismo social y económico los separaba. Eliza se enteró que Joaquín era fruto de un amor de paso, el padre se hizo humo con la misma prontitud con que plantó su semilla y el niño creció sin saber su nombre, con el apellido de su madre y marcado por su condición de bastardo, que habría de limitar cada paso de su camino. La familia expulsó de su seno a la hija deshonrada e ignoró al niño ilegítimo. Los abuelos y los tíos, comerciantes y funcionarios de una clase media empantanada en prejuicios, vivían en la misma ciudad, a pocas cuadras de distancia, pero jamás se cruzaban. Iban los domingos a la misma iglesia, pero a diferentes horas, porque los pobres no acudían a la misa del mediodía. Marcado por el estigma, Joaquín no jugó en los mismos parques ni se educó en las escuelas de sus primos, pero usó sus trajes y juguetes descartados, que una tía compasiva hacía llegar por torcidos conductos a la hermana repudiada. La madre de Joaquín Andieta había sido menos afortunada que Miss Rose y pagó su debilidad mucho más cara. Ambas mujeres tenían casi la misma edad, pero mientras la inglesa lucía joven, la otra estaba desgastada por la miseria, la consunción y el triste oficio de bordar ajuares de novia a la luz de una vela. La mala suerte no había mermado su dignidad y formó a su hijo en los principios inquebrantables del honor. Joaquín había aprendido desde muy temprano a llevar la cabeza en alto, desafiando cualquier asomo de escarnio o de lástima.
– Un día podré sacar a mi madre de ese conventillo -prometió Joaquín en los cuchicheos de la ermita-. Le daré una vida decente, como la que tenía antes de perderlo todo…
– No lo perdió todo. Tiene un hijo -replicó Eliza.
– Yo fui su desgracia.
– La desgracia fue enamorarse de un mal hombre. Tú eres su redención -determinó ella.
Las citas de los jóvenes eran muy cortas y como nunca se llevaban a cabo a la misma hora, Miss Rose no pudo mantener la vigilancia durante noche y día. Sabía que algo pasaba a su espalda, pero no le alcanzó la perfidia para encerrar a Eliza bajo llave o mandarla al campo, como el deber le indicaba, y se abstuvo de mencionar sus sospechas frente a su hermano Jeremy. Suponía que Eliza y su enamorado intercambiaban cartas, pero no logró interceptar ninguna, a pesar de que alertó a todos los criados. Las cartas existían y eran de tal intensidad, que de haberlas visto, Miss Rose hubiera quedado anonadada. Joaquín no las enviaba, se las entregaba a Eliza en cada uno de sus encuentros. En ellas le decía en los términos más febriles, aquello que frente a frente no se atrevía, por orgullo y por pudor. Ella las escondía en una caja, treinta centímetros bajo tierra en el pequeño huerto de la casa, donde a diario fingía afanarse en las matas de yerbas medicinales de Mama Fresia. Esas páginas, releídas mil veces en ratos robados, constituían el alimento principal de su pasión, porque revelaban un aspecto de Joaquín Andieta que no surgía cuando estaban juntos. Parecían escritas por otra persona. Ese joven altivo, siempre a la defensiva, sombrío y atormentado, que la abrazaba enloquecido y enseguida la empujaba como si el contacto lo quemara, por escrito abría las compuertas de su alma y describía sus sentimientos como un poeta. Más tarde, cuando Eliza perseguiría durante años las huellas imprecisas de Joaquín Andieta, esas cartas serían su único asidero a la verdad, la prueba irrefutable de que aquel amor desenfrenado no fue un engendro de su imaginación de adolescente, sino que existió como una breve bendición y un largo suplicio.
Después del primer miércoles en la ermita a Eliza se le quitaron sin dejar rastro los arrebatos de cólicos y nada en su conducta o su aspecto revelaba su secreto, salvo el brillo demente de sus ojos y el uso algo más frecuente de su talento para volverse invisible. A veces daba la impresión de estar en varios lugares al mismo tiempo, confundiendo a todo el mundo, o bien nadie podía recordar dónde o cuándo la habían visto y justamente cuando empezaban a llamarla, ella se materializaba con la actitud de quien ignora que la están buscando. En otras ocasiones se encontraba en la salita de costura con Miss Rose o preparando un guiso con Mama Fresia, pero se había vuelto tan silenciosa y transparente, que ninguna de las dos mujeres tenía la sensación de verla. Su presencia era sutil, casi imperceptible, y cuando se ausentaba nadie se daba cuenta hasta varias horas después.
– ¡Pareces un espíritu! Estoy harta de buscarte. No quiero que salgas de la casa ni te alejes de mi vista -le ordenaba Miss Rose repetidamente.
– No me he movido de aquí en toda la tarde -replicaba Eliza impávida, apareciendo suavemente en un rincón con un libro o un bordado en la mano.
– ¡Mete ruido, niña, por Dios! ¿Cómo voy a verte si eres más callada que un conejo? -alegaba a su vez Mama Fresia.
Ella decía que sí y luego hacía lo que le daba gana, pero se las arreglaba para parecer obediente y caer en gracia. En pocos días adquirió una pasmosa pericia para embrollar la realidad, como si hubiera practicado la vida entera el arte de los magos. Ante la imposibilidad de atraparla en una contradicción o una mentira comprobable, Miss Rose optó por ganar su confianza y recurría al tema del amor a cada rato. Los pretextos sobraban: chismes sobre las amigas, lecturas románticas que compartían o libretos de las nuevas óperas italianas, que ellas aprendían de memoria, pero Eliza no soltaba palabra que traicionara sus sentimientos. Miss Rose entonces buscó en vano por la casa signos delatores; escarbó en la ropa y la habitación de la joven, dio vuelta al revés y al derecho su colección de muñecas y cajitas de música, libros y cuadernos, pero no pudo encontrar su diario. De haberlo hecho, se habría llevado un desencanto, porque en esas páginas no existía mención alguna de Joaquín Andieta. Eliza sólo escribía para recordar. Su diario contenía de todo, desde los sueños pertinaces hasta la lista inacabable de recetas de cocina y consejos domésticos, como la forma de engordar una gallina o quitar una mancha de grasa. Había también especulaciones sobre su nacimiento, la canastilla lujosa y la caja de jabón de Marsella, pero ni una palabra sobra Joaquín Andieta. No necesitaba un diario para recordarlo. Sería varios años más tarde cuando comenzaría a contar en esas páginas sus amores de los miércoles.
Por fin una noche los jóvenes no se encontraron en la ermita, sino en la residencia de los Sommers. Para llegar a ese instante Eliza pasó por el tormento de infinitas dudas, porque comprendía que era un paso definitivo. Sólo por juntarse en secreto sin vigilancia perdía la honra, el más preciado tesoro de una muchacha, sin la cual no había futuro posible. "Una mujer sin virtud nada vale, nunca podrá convertirse en esposa y madre, mejor sería que se atara una piedra al cuello y se lanzara al mar", le habían machacado. Pensó que no tenía atenuante para la falta que iba a cometer, lo hacía con premeditación y cálculo. A la dos de la madrugada, cuando no quedaba un alma despierta en la ciudad y sólo rondaban los serenos oteando en la oscuridad, Joaquín Andieta se las arregló para introducirse como un ladrón por la terraza de la biblioteca, donde lo esperaba Eliza en camisa de dormir y descalza, tiritando de frío y ansiedad. Lo tomó de la mano y lo condujo a ciegas a través de la casa hasta un cuarto trasero, donde se guardaban en grandes armarios el vestuario de la familia y en cajas diversas los materiales para vestidos y sombreros, usados y vueltos a usar por Miss Rose a lo largo de los años. En el suelo, envueltas en trozos de lienzo, mantenían estiradas las cortinas de la sala y el comedor aguardando la próxima estación. A Eliza le pareció el sitio más seguro, lejos de las otras habitaciones. De todos modos, como precaución, había puesto valeriana en la copita de anisado, que Miss Rose bebía antes de dormir, y en la de brandy, que saboreaba Jeremy mientras fumaba su cigarro de Cuba después de cenar. Conocía cada centímetro de la casa, sabía exactamente dónde crujía el piso y cómo abrir las puertas para que no chirriaran, podía guiar a Joaquín en la oscuridad sin más luz que su propia memoria, y él la siguió, dócil y pálido de miedo, ignorando la voz de la conciencia, confundida con la de su madre, que le recordaba implacable el código de honor de un hombre decente. Jamás haré a Eliza lo que mi padre hizo a mi madre, se decía mientras avanzaba a tientas de la mano de la muchacha, sabiendo que toda consideración era inútil, pues ya estaba vencido por ese deseo impetuoso que no lo dejaba en paz desde la primera vez que la vio. Entretanto Eliza se debatía entre las voces de advertencia retumbando en su cabeza y el impulso del instinto, con sus prodigiosos artilugios. No tenía una idea clara de lo que ocurriría en el cuarto de los armarios, pero iba entregada de antemano.
La casa de los Sommers, suspendida en el aire como una araña a merced del viento, era imposible de mantener abrigada, a pesar de los braceros a carbón que las criadas encendían durante siete meses del año. Las sábanas estaban siempre húmedas por el aliento perseverante del mar y se dormía con botellas de agua caliente a los pies. El único lugar siempre tibio era la cocina, donde el fogón a leña, un artefacto enorme de múltiples usos, nunca se apagaba. Durante el invierno crujían las maderas, se desprendían tablas y el esqueleto de la casa parecía a punto de echarse a navegar, como una antigua fragata. Miss Rose nunca se acostumbró a las tormentas del Pacífico, igual como no pudo habituarse a los temblores. Los verdaderos terremotos, ésos que ponían el mundo patas arriba, ocurrían más o menos cada seis años y en cada oportunidad ella demostró sorprendente sangre fría, pero el trepidar diario que sacudía la vida la ponía de pésimo humor. Nunca quiso colocar la porcelana y los vasos en repisas a ras de suelo, como hacían los chilenos, y cuando el mueble del comedor tambaleaba y sus platos caían en pedazos, maldecía al país a voz en cuello. En la planta baja se encontraba el cuarto de guardar donde Eliza y Joaquín se amaban sobre el gran paquete de cortinas de cretona floreada, que reemplazaban en verano los pesados cortinajes de terciopelo verde del salón. Hacían el amor rodeados de armarios solemnes, cajas de sombreros y bultos con los vestidos primaverales de Miss Rose. Ni el frío ni el olor a naftalina los mortificaba porque estaban más allá de los inconvenientes prácticos, más allá del miedo a las consecuencias y más allá de su propia torpeza de cachorros. No sabían cómo hacer, pero fueron inventando por el camino, atolondrados y confundidos, en completo silencio, guiándose mutuamente sin mucha destreza. A los veintiún años él era tan virgen como ella. Había optado a los catorce por convertirse en sacerdote para complacer a su madre, pero a los dieciséis se inició en las lecturas liberales, se declaró enemigo de los curas, aunque no de la religión, y decidió permanecer casto hasta cumplir el propósito de sacar a su madre del conventillo. Le parecía una retribución mínima por los innumerables sacrificios de ella. A pesar de la virginidad y del susto tremendo de ser sorprendidos, los jóvenes fueron capaces de encontrar en la oscuridad lo que buscaban. Soltaron botones, desataron lazos, se despojaron de pudores y se descubrieron desnudos bebiendo el aire y la saliva del otro. Aspiraron fragancias desaforadas, pusieron febrilmente esto aquí y aquello allá en un afán honesto de descifrar los enigmas, alcanzar el fondo del otro y perderse los dos en el mismo abismo. Las cortinas de verano quedaron manchadas de sudor caliente, sangre virginal y semen, pero ninguno de los dos se percató de esas señales del amor. En la oscuridad apenas podían percibir el contorno del otro y medir el espacio disponible para no derrumbar las pilas de cajas y las perchas de los vestidos en el estrépito de sus abrazos. Bendecían al viento y a la lluvia sobre los tejados, porque disimulaba los crujidos del piso, pero era tan atronador el galope de sus propios corazones y el arrebato de sus jadeos y suspiros de amor, que no entendían cómo no despertaba la casa entera.
En la madrugada Joaquín Andieta salió por la misma ventana de la biblioteca y Eliza regresó exangüe a su cama. Mientras ella dormía arropada con varias mantas, él echó dos horas caminando cerro abajo en la tormenta. Atravesó sigiloso la ciudad sin llamar la atención de la guardia, para llegar a su casa justo cuando echaban a volar las campanas de la iglesia llamando a la primera misa. Planeaba entrar discretamente, lavarse un poco, cambiar el cuello de la camisa y partir al trabajo con el traje mojado, puesto que no tenía otro, pero su madre lo aguardaba despierta con agua caliente para el "mate" y pan añejo tostado, como todas las mañanas.
– ¿Dónde has estado, hijo? -le preguntó con tanta tristeza, que él no pudo engañarla.
– Descubriendo el amor, mamá -replicó, abrazándola radiante.
Joaquín Andieta vivía atormentado por un romanticismo político sin eco en ese país de gente práctica y prudente. Se había convertido en un fanático de las teorías de Lamennais, que leía en mediocres y confusas traducciones del francés, tal como leía a los enciclopedistas. Como su maestro, propiciaba el liberalismo católico en política y la separación del Estado y la Iglesia. Se declaraba cristiano primitivo, como los apóstoles y mártires, pero enemigo de los curas, traidores de Jesús y su verdadera doctrina, como decía, comparándolos a sanguijuelas alimentadas por la credulidad de los fieles. Se cuidaba mucho, sin embargo, de explayarse en tales ideas delante de su madre, a quien el disgusto hubiera matado. También se consideraba enemigo de la oligarquía, por inútil y decadente, y del gobierno, porque no representaba los intereses del pueblo, sino de los ricos, como podían probar con innumerables ejemplos sus contertulios en las reuniones de la Librería Santos Tornero y como él explicaba pacientemente a Eliza, aunque ella apenas lo oía, más interesada en olerlo que en sus discursos. El joven estaba dispuesto a jugarse la vida por la gloria inútil de un relámpago de heroísmo, pero tenía un miedo visceral de mirar a Eliza a los ojos y hablar de sus sentimientos. Establecieron la rutina de hacer el amor al menos una vez por semana en el mismo cuarto de los armarios, convertido en nido. Disponían de tan escasos y preciosos momentos juntos, que a ella le parecía una insensatez perderlos filosofando; si de hablar se trataba, prefería oír de sus gustos, su pasado, su madre y sus planes para casarse con ella algún día. Habría dado cualquier cosa porque él le dijera cara a cara las frases magníficas que le escribía en sus cartas. Decirle, por ejemplo, que sería más fácil medir las intenciones del viento o la paciencia de las olas en la playa, que la intensidad de su amor; que no había noche invernal capaz de enfriar la hoguera inacabable de su pasión; que pasaba el día soñando y las noches insomne, atormentado sin tregua por la locura de los recuerdos y contando, con la angustia de un condenado, las horas que faltaban para abrazarla otra vez; "eres mi ángel y mi perdición, en tu presencia alcanzo el éxtasis divino y en tu ausencia desciendo al infierno, ¿en qué consiste este dominio que ejerces sobre mí, Eliza? No me hables de mañana ni de ayer, sólo vivo para este instante de hoy en que vuelvo a sumergirme en la noche infinita de tus ojos oscuros". Alimentada por las novelas de Miss Rose y los poetas románticos, cuyos versos conocía de memoria, la muchacha se perdía en el deleite intoxicante de sentirse adorada como una diosa y no percibía la incongruencia entre esas declaraciones inflamadas y la persona real de Joaquín Andieta. En las cartas él se transformaba en el amante perfecto, capaz de describir su pasión con tal angélico aliento, que la culpa y temor desaparecían para dar paso a la exaltación absoluta de los sentidos. Nadie había amado antes de esa manera, ellos habían sido señalados entre todos los mortales para una pasión inimitable, decía Joaquín en las cartas y ella lo creía. Sin embargo, hacía el amor apurado y famélico, sin saborearlo, como quien sucumbe ante un vicio, atormentado por la culpa. No se daba tiempo de conocer el cuerpo de ella ni de revelar el propio; lo vencía la urgencia del deseo y del secreto. Le parecía que nunca les alcanzaba el tiempo, a pesar de que Eliza lo tranquilizaba explicándole que nadie iba a ese cuarto de noche, que los Sommers dormían drogados, Mama Fresia lo hacía en su casucha al fondo del patio y las habitaciones del resto de la servidumbre estaban en el ático. El instinto atizaba la audacia de la muchacha incitándola a descubrir las múltiples posibilidades del placer, pero pronto aprendió a reprimirse. Sus iniciativas en el juego amoroso ponían a Joaquín a la defensiva; se sentía criticado, herido o amenazado en su virilidad. Las peores sospechas lo atormentaban, pues no podía imaginar tanta sensualidad natural en una niña de dieciséis años cuyo único horizonte eran las paredes de su casa. El temor de una preñez empeoraba la situación, porque ninguno de los dos sabía cómo evitarla. Joaquín entendía vagamente la mecánica de la fecundación y suponía que si se retiraba a tiempo estaban a salvo, pero no siempre lo lograba. Se daba cuenta de la frustración de Eliza, pero no sabía cómo consolarla y en vez de intentarlo, se refugiaba de inmediato en su papel de mentor intelectual, donde se sentía seguro. Mientras ella ansiaba ser acariciada o al menos descansar en el hombro de su amante, él se separaba, se vestía de prisa y gastaba el tiempo precioso que aún les quedaba en barajar nuevos argumentos para las mismas ideas políticas cien veces repetidas. Esos abrazos dejaban a Eliza en ascuas, pero no se atrevía a admitirlo ni en lo más profundo de su conciencia, porque equivalía a cuestionar la calidad del amor. Entonces caía en la trampa de compadecer y disculpar al amante, pensando que si tuvieran más tiempo y un lugar seguro, se amarían bien. Mucho mejor que los brincos compartidos, eran las horas posteriores inventando lo que no pasó y las noches soñando lo que tal vez sucedería la próxima vez en el cuarto de los armarios.
Con la misma seriedad que ponía en todos sus actos, Eliza se dio a la tarea de idealizar a su enamorado hasta convertirlo en una obsesión. Sólo deseaba servirlo incondicionalmente por el resto de su existencia, sacrificarse y sufrir para probar su abnegación, morir por él de ser necesario. Ofuscada por el embrujo de esa primera pasión, no percibía que no era correspondida con igual intensidad. Su galán nunca estaba completamente presente. Aún en los más encabritados abrazos sobre el cúmulo de cortinas, su espíritu andaba en otra parte, presto a partir o ya ausente. Se revelaba sólo a medias, fugazmente, en un juego exasperante de sombras chinescas, pero al despedirse, cuando ella estaba a punto de echarse a llorar por hambre de amor, le entregaba una de sus prodigiosas cartas. Para Eliza entonces el universo entero se convertía en un cristal cuya finalidad única consistía en reflejar sus sentimientos. Sometida a la ardua tarea del enamoramiento absoluto, no dudaba de su capacidad de entrega sin reservas y por lo mismo no reconocía la ambigüedad de Joaquín. Había inventado un amante perfecto y nutría esa quimera con invencible porfía. Su imaginación compensaba los ingratos abrazos con su amante, que la dejaban perdida en el limbo oscuro del deseo insatisfecho.