Llevaron al oso entre cuatro hombres, dos de cada lado tirando de las gruesas cuerdas, en medio de una turba enardecida. Lo arrastraron hasta el centro de la arena y lo ataron por una pata a un poste con una cadena de veinte pies y luego echaron quince minutos en desatarlo, mientras lanzaba arañazos y mordiscos con una ira de fin de mundo. Pesaba más de seiscientos kilos, tenía la piel color pardo oscuro, un ojo tuerto, varias peladuras y cicatrices de antiguas peleas en el lomo, pero era aún joven. Una baba espumosa cubría sus fauces de enormes dientes amarillos. Erguido sobre las patas traseras, dando manotazos inútiles con sus garras prehistóricas, recorría la multitud con su ojo bueno, tironeando desesperado de la cadena.
Era un villorrio surgido en pocos meses de la nada, construido por tránsfugas en un suspiro y sin ambición de durar. A falta de una arena de toros, como las que había en todos los pueblos mexicanos de California, contaban con un amplio círculo despejado que servía para la doma de caballos y para encerrar mulas, reforzado con tablas y provisto de galerías de madera para acomodar al público. Esa tarde de noviembre el cielo color acero amenazaba con lluvia, pero no hacía frío y la tierra estaba seca. Detrás de la empalizada, centenares de espectadores respondían a cada rugido del animal con un coro de burlas. Las únicas mujeres, media docena de jóvenes mexicanas con vestidos blancos bordados y fumando sus eternos cigarritos, eran tan conspicuas como el oso y también a ellas las saludaban los hombres con gritos de olé, mientras las botellas de licor y las bolsas de oro de las apuestas circulaban de mano en mano. Los tahúres, con trajes de ciudad, chalecos de fantasía, anchas corbatas y sombreros de copa, se distinguían entre la masa rústica y desgreñada. Tres músicos tocaban en sus violines las canciones favoritas y apenas atacaron con bríos "Oh Susana", himno de los mineros, un par de cómicos barbudos, pero vestidos de mujer, saltaron al ruedo y dieron una vuelta olímpica entre obscenidades y palmotazos, levantándose las faldas para mostrar piernas peludas y calzones con vuelos. El público los celebró con una generosa lluvia de monedas, y un estrépito de aplausos y carcajadas. Cuando se retiraron, un solemne toque de corneta y redoble de tambores anunció el comienzo de la lidia, seguido por un bramido de la multitud electrizada.
Perdida en la muchedumbre, Eliza seguía el espectáculo con fascinación y horror. Había apostado el escaso dinero que le quedaba, con la esperanza de multiplicarlo en los próximos minutos. Al tercer toque de corneta levantaron un portón de madera y un toro joven, negro y reluciente, entró resoplando. Por un instante reinó un silencio maravillado en las galerías y enseguida un ¡olé! a grito herido acogió al animal. El toro se detuvo desconcertado, la cabeza en alto, coronada por grandes cuernos sin limar, los ojos alertas midiendo las distancias, las pezuñas delanteras pateando la arena, hasta que un gruñido del oso captó su atención. Su contrincante lo había visto y estaba cavando a toda prisa un hoyo a pocos pasos del poste, donde se encogió, aplastado contra el suelo. A los alaridos del público el toro agachó la cerviz, tensó los músculos y se lanzó a la carrera desprendiendo una nube de arena, ciego de cólera, resollando, echando vapor por la nariz y baba por el hocico. El oso lo estaba esperando. Recibió la primera cornada en el lomo, que abrió un surco sanguinolento en su gruesa piel, pero no logró moverlo ni una pulgada. El toro dio una vuelta al trote por el ruedo, confundido, mientras la turba lo azuzaba con insultos, enseguida volvió a cargar, tratando de levantar al oso con los cuernos, pero éste se mantuvo agachado y recibió el castigo sin chistar, hasta que vio su oportunidad y de un zarpazo certero le destrozó la nariz. Chorreando sangre, trastornado de dolor y perdido el rumbo, el animal comenzó a atacar con cabezazos ofuscados, hiriendo a su contrincante una y otra vez, sin lograr sacarlo del hoyo. De pronto el oso se alzó y lo cogió por el cuello en un abrazo terrible, mordiéndole la nuca. Durante largos minutos danzaron juntos en el círculo que permitía la cadena, mientras la arena se iba empapando de sangre y en las galerías retumbaba el bramido de los hombres. Por fin logró desprenderse, se alejó unos pasos, vacilando, con las patas flojas y su piel de brillante obsidiana teñida de rojo, hasta que dobló las rodillas y se fue de bruces. Entonces un clamor inmenso acogió la victoria del oso. Entraron dos jinetes al ruedo, dieron un tiro de fusil entre los ojos al vencido, lo lacearon por las patas traseras y se lo llevaron a la rastra. Eliza se abrió paso hacia la salida, asqueada. Había perdido sus últimos cuarenta dólares.
En los meses del verano y el otoño de 1849, Eliza cabalgó a lo largo de la Veta Madre de sur a norte, desde Mariposa hasta Downieville y luego de vuelta, siguiendo la pista cada vez más confusa de Joaquín Andieta por cerros abruptos, desde los lechos de los ríos hasta los faldeos de la Sierra Nevada. Al preguntar por él al principio, pocos recordaban a una persona con ese nombre o descripción, pero hacia finales del año su figura fue adquiriendo contornos reales y eso le daba fuerza a la joven para continuar su búsqueda. Había echado a correr el rumor de que su hermano Elías andaba tras él y en varias ocasiones durante esos meses el eco le devolvió su propia voz. Más de una vez, al inquirir por Joaquín, la identificaron como su hermano aun antes que alcanzara a presentarse. En esa región salvaje el correo llegaba de San Francisco con meses de atraso y los periódicos tardaban semanas, pero nunca fallaba la noticia de boca en boca. ¿Cómo Joaquín no había oído que lo buscaban? Al no tener hermanos, debía preguntarse quién era el tal Elías y si poseía una pizca de intuición podía asociar ese nombre con el suyo, pensaba; pero si no lo sospechaba, al menos sentiría curiosidad por averiguar quién se hacía pasar por su pariente. Por las noches apenas lograba dormir, embrollada en conjeturas y con la duda pertinaz de que el silencio de su amante sólo podía explicarse con su muerte o porque no deseaba ser encontrado. ¿Y si en verdad estaba escapando de ella, como había insinuado Tao Chi´en? Pasaba el día a caballo y dormía tirada por el suelo en cualquier parte, con su manta de Castilla por abrigo y sus botas por almohada, sin quitarse la ropa. La suciedad y el sudor habían dejado de molestarla, comía cuando podía, sus únicas precauciones eran hervir el agua para beber y no mirar a los gringos a los ojos.
Para entonces había más de cien mil argonautas y seguían llegando más, desparramados a lo largo de la Veta Madre, dando vuelta el mundo al revés, moviendo montañas, desviando ríos, destrozando bosques, pulverizando rocas, trasladando toneladas de arena y cavando hoyos descomunales. En los puntos donde había oro, el territorio idílico, que había permanecido inmutable desde el comienzo de los tiempos, estaba convertido en una pesadilla lunar. Eliza vivía extenuada, pero había recuperado las fuerzas y perdido el miedo. Volvió a menstruar cuando menos le convenía, porque resultaba difícil disimularlo en compañía de hombres, pero lo agradeció como un signo de que su cuerpo había por fin sanado. "Tus agujas de acupuntura me sirvieron bien, Tao. Espero tener hijos en el futuro" escribió a su amigo, segura que él entendería sin más explicaciones. Nunca se separaba de sus armas, aunque no sabía usarlas y esperaba no encontrarse ante la necesidad de hacerlo. Sólo una vez las disparó al aire para ahuyentar a unos muchachos indios que se acercaron demasiado y le parecieron amenazantes, pero si se hubiera batido con ellos habría salido muy mal parada, pues era incapaz de dar a un burro a cinco pasos de distancia. No había afinado la puntería, pero sí su talento para volverse invisible. Podía entrar a los pueblos sin llamar la atención, mezclándose con los grupos de latinos, donde un muchacho con su aspecto pasaba desapercibido. Aprendió a imitar el acento peruano y el mexicano a la perfección, así se confundía con uno de ellos cuando buscaba hospitalidad. También cambió su inglés británico por el americano y adoptó ciertas palabrotas indispensables para ser aceptada entre los gringos. Se dio cuenta que si hablaba como ellos la respetaban; lo importante era no dar explicaciones, decir lo menos posible, nada pedir, trabajar por su comida, enfrentar las provocaciones y aferrarse a una pequeña Biblia que había comprado en Sonora. Hasta los más rudos sentían una reverencia supersticiosa por ese libro. Se extrañaban ante ese muchacho imberbe con voz de mujer que leía las Sagradas Escrituras por las tardes, pero no se burlaban abiertamente, por el contrario, algunos se convertían en sus protectores, prontos a batirse a golpes con cualquiera que lo hiciera. En esos hombres solitarios y brutales, que habían salido en busca de fortuna como los héroes míticos de la antigua Grecia, sólo para verse reducidos a lo elemental, a menudo enfermos, entregados a la violencia y el alcohol, había un anhelo inconfesado de ternura y de orden. Las canciones románticas les humedecían los ojos, estaban dispuestos a pagar cualquier precio por un trozo de tarta de manzana que les ofrecía un instante de consuelo contra la nostalgia de sus hogares; daban largos rodeos para acercarse a una vivienda donde hubiera un niño y se quedaban contemplándolo en silencio, como si fuera un prodigio.
"No temas, Tao, no viajo sola, sería una locura", escribía Eliza a su amigo. "Hay que andar en grupos grandes, bien armados y alertas, porque en los últimos meses se han multiplicado las bandas de forajidos. Los indios son más bien pacíficos, aunque tienen un aspecto aterrador, pero a la vista de un jinete desvalido pueden quitarle sus más codiciadas posesiones: caballos, armas y botas. Me junto con otros viajeros: comerciantes que van de un pueblo a otro con sus productos, mineros en busca de nuevas vetas, familias de granjeros, cazadores, empresarios y agentes de propiedades que empiezan a invadir California, jugadores, pistoleros, abogados y otros canallas, que por lo general son los compañeros de viaje más entretenidos y generosos. También andan predicadores por estos caminos, son siempre jóvenes y parecen locos iluminados. Imagínate cuánta fe se requiere para viajar tres mil millas a través de praderas vírgenes con el fin de combatir vicios ajenos. Salen de sus pueblos pletóricos de fuerza y pasión, decididos a traer la palabra de Cristo a estos andurriales, sin preocuparse por los obstáculos y desdichas del camino porque Dios marcha a su lado. Llaman a los mineros "los adoradores del becerro de oro". Tienes que leer la Biblia, Tao, o nunca vas a entender a los cristianos. A esos pastores no los derrotan las vicisitudes materiales, pero muchos sucumben con el alma rota, impotentes ante la fuerza avasalladora de la codicia. Es reconfortante verlos cuando recién llegan, todavía inocentes, y es triste toparse con ellos cuando están desamparados por Dios, viajando penosamente de un campamento a otro, con un sol tremendo sobre sus cabezas y sedientos, predicando en plazas y tabernas ante una concurrencia indiferente, que los oye sin quitarse el sombrero y cinco minutos más tarde está embriagándose con mujerzuelas. Conocí a un grupo de artistas itinerantes, Tao, eran unos pobres diablos que se detenían en los pueblos para deleitar a la gente con pantomimas, canciones picarescas y comedias burdas. Anduve con ellos varias semanas y me incorporaron al espectáculo. Si conseguíamos un piano, yo tocaba, pero si no era la dama joven de la compañía y todo el mundo se maravillaba de lo bien que hacía el papel de mujer. Tuve que dejarlos porque la confusión me estaba enloqueciendo, ya no sabía si soy mujer vestida de hombre, hombre vestido de mujer o una aberración de la naturaleza."
Hizo amistad con el cartero y cuando era posible cabalgaba con él, porque viajaba rápido y tenía contactos; si alguien podía encontrar a Joaquín Andieta sería él, pensaba. El hombre acarreaba el correo a los mineros y regresaba con las bolsas de oro para guardar en los bancos. Era uno de los muchos visionarios enriquecidos con la fiebre del oro sin haber tenido jamás una pala o una picota en las manos. Cobraba dos dólares y medio por llevar una carta a San Francisco y, aprovechando la ansiedad de los mineros por recibir noticias de sus casas, pedía una onza de oro por entregar las cartas que les llegaban. Ganaba una fortuna con ese negocio, le sobraban clientes y ninguno reclamaba por los precios, puesto que no había alternativa, no podían abandonar la mina para ir a buscar correspondencia o depositar sus ganancias a cien millas de distancia. Eliza también buscaba la compañía de Charley, un hombrecito lleno de historias, que competía con los arrieros mexicanos transportando mercadería en mulas. Aunque no temía ni al Diablo, siempre agradecía ser escoltado, porque necesitaba oídos para sus cuentos. Mientras más lo observaba, más segura estaba Eliza de que se trataba de una mujer vestida de hombre, como ella. Charley tenía la piel curtida por el sol, mascaba tabaco, juraba como un bandolero y no se separaba de sus pistolas ni de sus guantes, pero una vez alcanzó a verle las manos y eran pequeñas y blancas, como las de una doncella.
Se enamoró de la libertad. Había vivido entre cuatro paredes en casa de los Sommers, en un ambiente inmutable, donde el tiempo rodaba en círculos y la línea del horizonte apenas se vislumbraba a través de atormentadas ventanas; creció en la armadura impenetrable de las buenas maneras y las convenciones, entrenada desde siempre para complacer y servir, limitada por el corsé, las rutinas, las normas sociales y el temor. El miedo había sido su compañero: miedo a Dios y su impredecible justicia, a la autoridad, a sus padres adoptivos, a la enfermedad y la maledicencia, a lo desconocido y lo diferente, a salir de la protección de la casa y enfrentar los peligros de la calle; miedo de su propia fragilidad femenina, la deshonra y la verdad. La suya había sido una realidad almibarada, hecha de omisiones, silencios corteses, secretos bien guardados, orden y disciplina. Su aspiración había sido la virtud, pero ahora dudaba del significado de esa palabra. Al entregarse a Joaquín Andieta en el cuarto de los armarios había cometido una falta irreparable a los ojos del mundo, pero ante los suyos el amor todo lo justificaba. No sabía qué había perdido o ganado con esa pasión. Salió de Chile con el propósito de encontrar a su amante y convertirse en su esclava para siempre, creyendo que así apagaría la sed de sumisión y el anhelo recóndito de posesión, pero ya no se sentía capaz de renunciar a esas alas nuevas que comenzaban a crecerle en los hombros. Nada lamentaba de lo compartido con su amante ni se avergonzaba por esa hoguera que la trastornó, por el contrario, sentía que la hizo fuerte de golpe y porrazo, le dio arrogancia para tomar decisiones y pagar por ellas las consecuencias. No debía explicaciones a nadie, si cometió errores fue de sobra castigada con la pérdida de su familia, el tormento sepultada en la cala del barco, el hijo muerto y la incertidumbre absoluta del futuro. Cuando quedó encinta y se vio atrapada, escribió en su diario que había perdido el derecho a la felicidad, sin embargo en esos últimos meses cabalgando por el dorado paisaje de California, sintió que volaba como un cóndor. Despertó una mañana con el relincho de su caballo y la luz del amanecer en la cara, se vio rodeada de altivas secoyas, que como guardias centenarios habían velado su sueño, de suaves cerros y a la distancia altas cumbres moradas; entonces la invadió una dicha atávica jamás antes experimentada. Se dio cuenta que ya no tenía esa sensación de pánico siempre agazapada en la boca del estómago, como una rata lista para morderla. Los temores se habían diluido en la abrumadora grandiosidad de ese territorio. A medida que enfrentaba los riesgos, iba adquiriendo arrojo: le había perdido el miedo al miedo. "Estoy encontrando nuevas fuerzas en mí, que tal vez siempre tuve, pero no conocía porque hasta ahora no había necesitado ejercerlas. No sé en qué vuelta del camino se me perdió la persona que yo antes era, Tao. Ahora soy uno más de los incontables aventureros dispersos por las orillas de estos ríos translúcidos y los faldeos de estos montes eternos. Son hombres orgullosos, con sólo el cielo por encima de sus sombreros, que no se inclinan ante nadie porque están inventando la igualdad. Y yo quiero ser uno de ellos. Algunos caminan victoriosos con una bolsa de oro a la espalda y otros derrotados sólo cargan con desilusiones y deudas, pero todos se sienten dueños de sus destinos, de la tierra que pisan, del futuro, de su propia irrevocable dignidad. Después de conocerlos no puedo volver a ser una señorita como Miss Rose pretendía. Al fin entiendo a Joaquín, cuando robaba horas preciosas de nuestro amor para hablarme de libertad. De modo que era esto… Era esta euforia, esta luz, esta dicha tan intensa como la de los escasos momentos de amor compartido que puedo recordar. Te echo de menos, Tao. No hay con quien hablar de lo que veo, de lo que siento. No tengo un amigo en estas soledades y en mi papel de hombre me cuido mucho de lo que digo. Ando con el ceño fruncido, para que me crean bien macho. Es un fastidio ser hombre, pero ser mujer es un fastidio peor."
Vagando de un lado a otro llegó a conocer el abrupto terreno como si hubiera nacido allí, podía ubicarse y calcular las distancias, distinguía las serpientes venenosas de las inocuas y los grupos hostiles de los amistosos, adivinaba el clima por la forma de las nubes y la hora por el ángulo de su sombra, sabía qué hacer si se le atravesaba un oso y cómo aproximarse a una cabaña aislada para no ser recibida a tiros. A veces se encontraba con jóvenes recién llegados arrastrando complicadas máquinas de minería cerro arriba, que por último quedaban abandonadas por inservibles, o se cruzaba con grupos de hombres afiebrados que bajaban de las sierras después de meses de trabajo inútil. No podía olvidar aquel cadáver picoteado por los pájaros colgando de un roble con un letrero de advertencia… En su peregrinaje vio americanos, europeos, kanakas, mexicanos, chilenos, peruanos, también largas filas de chinos silenciosos al mando de un capataz, que siendo de su misma raza, los trataba como siervos y les pagaba en migajas. Llevaban un atado a la espalda y botas en la mano, porque siempre habían usado zapatillas y no soportaban el peso en los pies. Era gente ahorrativa, vivían con nada y gastaban lo menos posible, compraban las botas grandes porque las suponían más valiosas y se pasmaban al comprobar que el precio era el mismo de las más pequeñas. A Eliza se le afinó el instinto para eludir el peligro. Aprendió a vivir al día sin hacer planes, como le había aconsejado Tao Chi´en. Pensaba en él a menudo y le escribía seguido, pero sólo podía enviarle las cartas cuando llegaba a un pueblo con servicio de correo a Sacramento. Era como lanzar mensajes en botellas al mar, porque no sabía si él continuaba viviendo en esa ciudad y la única dirección segura que poseía era del restaurante chino. Si hasta allí sus cartas llegaban, sin duda se las darían.
Le contaba del paisaje magnífico, del calor y la sed, de los cerros de curvas voluptuosas, los gruesos robles y esbeltos pinos, los ríos helados de aguas tan límpidas que se podía ver el oro brillando en sus lechos, los gansos salvajes graznando en el cielo, los venados y los grandes osos, de la vida ruda de los mineros y el espejismo de la fortuna fácil. Le decía lo que ambos ya sabían: que no valía la pena gastar la vida persiguiendo un polvo amarillo. Y adivinaba la respuesta de Tao: que tampoco tenía sentido gastarla persiguiendo un amor ilusorio, pero ella continuaba su marcha porque no podía detenerse. Joaquín Andieta empezaba a esfumarse, su buena memoria no alcanzaba a precisar con claridad los rasgos del amante, debía releer las cartas de amor para estar cierta de que en verdad él había existido, se habían amado y las noches en el cuarto de los armarios no eran un infundio de su imaginación. Así renovaba el tormento dulce del amor solitario. A Tao Chi´en describía la gente que iba conociendo por el camino, las masas de inmigrantes mexicanos instalados en Sonora, único pueblo donde correteaban niños por las calles, las humildes mujeres que solían acogerla en sus casas de adobe sin sospechar que era una de ellas, los miles de jóvenes americanos que acudían a los placeres ese otoño, después de haber cruzado por tierra el continente desde las costas del Atlántico hasta las del Pacífico. Calculaban en cuarenta mil los recién llegados, cada uno de ellos dispuesto a enriquecerse en un pestañear y volver triunfante a su pueblo. Se llamaban "los del 49”, nombre que se hizo popular y fue adoptado también por quienes llegaron antes o después. Al este quedaron pueblos enteros sin hombres, habitados sólo por mujeres, niños y presos.
"Veo muy pocas mujeres en las minas, pero hay unas cuantas con agallas suficientes para acompañar a sus maridos en esta vida de perros. Los niños se mueren de epidemias o accidentes, ellas los entierran, los lloran y siguen trabajando de sol a sol para impedir que la barbarie arrase con todo vestigio de decencia. Se arremangan las faldas y se meten al agua para buscar oro, pero algunas descubren que lavar ropa ajena u hornear galletas y venderlas es más productivo, así ganan más en una semana que sus compañeros partiéndose las espaldas en los placeres durante un mes. Un hombre solitario paga contento diez veces su valor por un pan amasado por manos femeninas, si yo trato de vender lo mismo vestida de Elías Andieta, me darán apenas unos centavos, Tao. Los hombres son capaces de caminar muchas millas para ver a una mujer de cerca. Una muchacha instalada tomando sol frente a una taberna en pocos minutos tendrá sobre sus rodillas una colección de bolsitas de oro, regalo de los hombres embobados ante la evocadora visión de unas faldas. Y los precios siguen subiendo, los mineros cada vez más pobres y los comerciantes cada vez más ricos. En un momento de desesperación pagué un dólar por un huevo y me lo comí crudo con un chorro de brandy, sal y pimienta, como me enseñó Mama Fresia: remedio infalible para la desolación. Conocí a un muchacho de Georgia, un pobre lunático, pero me dicen que no siempre fue así. A comienzos del año dio con una veta de oro y raspó de las rocas nueve mil dólares con una cuchara, pero los perdió en una tarde jugando al "monte". Ay, Tao, no te imaginas las ganas que tengo de bañarme, preparar té y sentarme contigo a conversar. Me gustaría ponerme un vestido limpio y los pendientes que me regaló Miss Rose, para que alguna vez me veas bonita y no creas que soy un marimacho. Estoy anotando en mi diario lo que me sucede, así podré contarte los detalles cuando nos encontremos, porque de eso al menos estoy segura, volveremos a estar juntos un día. Pienso en Miss Rose y en cuán enojada estará conmigo, pero no puedo escribirle antes de encontrar a Joaquín, porque hasta ese momento nadie debe saber dónde estoy. Si Miss Rose sospechara las cosas que he visto y he oído, se moriría. Ésta es la tierra del pecado, diría Mr. Sommers, aquí no hay moral ni leyes, imperan los vicios del juego, el licor y los burdeles, pero para mí este país es una hoja en blanco, aquí puedo escribir mi nueva vida, convertirme en quien desee, nadie me conoce salvo tú, nadie sabe mi pasado, puedo volver a nacer. Aquí no hay señores ni sirvientes, sólo gente de trabajo. He visto antiguos esclavos que han juntado suficiente oro para financiar periódicos, escuelas e iglesias para los de su raza, combaten la esclavitud desde California. Conocí uno que compró la libertad de su madre; la pobre mujer llegó enferma y envejecida, pero ahora gana lo que quiere vendiendo comida, adquirió un rancho y va a la iglesia los domingos vestida de seda en coche con cuatro caballos. ¿Sabes que muchos marineros negros han desertado de los barcos, no sólo por el oro, sino porque aquí encuentran una forma única de libertad? Me acuerdo de las esclavas chinas que me mostraste en San Francisco asomadas tras unos barrotes, no puedo olvidarlas, me penan como ánimas. Por estos lados la vida de las prostitutas también es brutal, algunas se suicidan. Los hombres esperan horas para saludar con respeto a la nueva maestra, pero tratan mal a las muchachas de los "saloons". ¿Sabes cómo las llaman? Palomas mancilladas. Y también los indios se suicidan, Tao. Los echan de todas partes, andan hambrientos y desesperados. Nadie los emplea, luego los acusan de vagabundos y los encadenan en trabajos forzados. Los alcaldes pagan cinco dólares por indio muerto, los matan por deporte y a veces les arrancan el cuero cabelludo. No faltan gringos que coleccionan esos trofeos y los exhiben colgados de sus monturas. Te gustará saber que hay chinos que se han ido a vivir con los indios. Parten lejos, a los bosques del norte, donde todavía hay caza. Quedan muy pocos búfalos en las praderas, dicen."
Eliza salió de la pelea del oso sin dinero y con hambre, no había comido desde el día anterior y decidió que nunca más apostaría sus ahorros con el estómago vacío. Cuando ya no tuvo nada que vender, pasó un par de días sin saber cómo sobrevivir, hasta que salió en busca de trabajo y descubrió que ganarse la vida era más fácil de lo sospechado, en todo caso preferible a la tarea de conseguir a otro que pagara las cuentas. Sin un hombre que la proteja y la mantenga, una mujer está perdida, le había machacado Miss Rose, pero descubrió que no siempre era así. En su papel de Elías Andieta conseguía trabajos que también podría hacer en ropa de mujer. Emplearse de peón o de vaquero era imposible, no sabía usar una herramienta o un lazo y las fuerzas no le alcanzaban para levantar una pala o voltear a un novillo, pero había otras ocupaciones a su alcance. Ese día recurrió a la pluma, tal como tantas veces había hecho antes. La idea de escribir cartas fue un buen consejo de su amigo, el cartero. Si no podía hacerlo en una taberna, tendía su manta de Castilla al centro de una plaza, instalaba encima tintero y papel, luego pregonaba su oficio a voz en cuello. Muchos mineros escasamente podían leer de corrido o firmar sus nombres, no habían escrito una carta en sus vidas, pero todos esperaban el correo con una vehemencia conmovedora, era el único contacto con las familias lejanas. Los vapores del "Pacific Mail" llegaban a San Francisco cada dos semanas con los sacos de la correspondencia y tan pronto se perfilaban en el horizonte, la gente corría a ponerse en fila ante la oficina del correo. Los empleados demoraban diez o doce horas en sortear el contenido de los sacos, pero a nadie le importaba esperar el día entero. Desde allí hasta las minas la correspondencia demoraba varias semanas más. Eliza ofrecía sus servicios en inglés y español, leía las cartas y las contestaba. Si al cliente apenas se le ocurrían dos frases lacónicas expresando que aún estaba vivo y saludos para los suyos, ella lo interrogaba con paciencia y añadía un cuento más florido hasta llenar por lo menos una página. Cobraba dos dólares por carta, sin fijarse en el largo, pero si le incorporaba frases sentimentales que al hombre jamás se le habrían ocurrido, solía recibir una buena propina. Algunos le traían cartas para que se las leyera y también las decoraba un poco, así el desdichado recibía el consuelo de unas palabras de cariño. Las mujeres, cansadas de esperar al otro lado del continente, solían escribir sólo quejas, reproches o un sartal de consejos cristianos, sin acordarse que sus hombres estaban enfermos de soledad. Un lunes triste llegó un "sheriff" a buscarla para que escribiera las últimas palabras de un preso condenado a muerte, un joven de Wisconsin acusado esa misma mañana de robar un caballo. Imperturbable, a pesar de sus diecinueve años recién cumplidos, dictó a Eliza: "Querida Mamá, espero que se encuentre bien cuando reciba esta noticia y le diga a Bob y a James que me van a ahorcar hoy. Saludos, Theodore." Eliza trató de suavizar un poco el mensaje, para ahorrar un síncope a la desdichada madre, pero el "sheriff" dijo que no había tiempo para zalamerías. Minutos después varios honestos ciudadanos condujeron al reo al centro del pueblo, lo sentaron en un caballo con una cuerda al cuello, pasaron el otro extremo por la rama de un roble, luego dieron un golpe en las ancas al animal y Theodore quedó colgando sin más ceremonias. No era el primero que veía Eliza. Al menos ese castigo era rápido, pero si el acusado era de otra raza solía ser azotado antes de la ejecución y aunque ella se iba lejos, los gritos del condenado y la zalagarda de los espectadores la perseguían durante semanas.
Ese día se disponía a preguntar en la taberna si podía instalar su negocio de escribiente, cuando un alboroto llamó su atención. Justo cuando salía el público de la pelea del oso, por la única calle del pueblo entraban unos vagones tirados por mulas y precedidos por un chiquillo indio tocando un tambor. No eran vehículos comunes, las lonas estaban pintarrajeadas, de los techos colgaban flecos, pompones y lámparas chinas, las mulas iban decoradas como bestias de circo y acompañadas por una sonajera imposible de cencerros de cobre. Sentada al pescante del primer carruaje iba una mujerona de senos hiperbólicos, con ropa de hombre y una pipa de bucanero entre los dientes. El segundo vagón lo conducía un tipo enorme cubierto con unas pieles raídas de lobo, la cabeza afeitada, argollas en las orejas y armado como para ir a la guerra. Cada vagón llevaba otro a remolque, donde viajaba el resto de la comparsa, cuatro jóvenes ataviadas de ajados terciopelos y mustios brocados, tirando besos a la asombrada concurrencia. El estupor duró sólo un instante, tan pronto reconocieron los carromatos, una salva de gritos y tiros al aire animó la tarde. Hasta entonces las palomas mancilladas habían reinado sin competencia femenina, pero la situación cambió cuando en los nuevos pueblos se instalaron las primeras familias y los predicadores, que sacudían las conciencias con amenazas de condenación eterna. A falta de templos, organizaban servicios religiosos en los mismos "saloons" donde florecían los vicios. Se suspendía por una hora la venta de licor, se guardaban las barajas y se daban vuelta los cuadros lascivos, mientras los hombres recibían las amonestaciones del pastor por sus herejías y desenfrenos. Asomadas al balcón del segundo piso, las pindongas resistían filosóficamente el chapuzón, con el consuelo de que una hora más tarde todo volvería a su cauce normal. Mientras el negocio no decayera, poco importaba si quienes les pagaban por fornicar, luego las culparan por recibir la paga, como si el vicio no fuera de ellos, sino de quienes los tentaban. Así se establecía una clara frontera entre las mujeres decentes y las de vida airada. Cansadas de sobornar a las autoridades y soportar humillaciones, algunas partían con sus baúles a otra parte, donde tarde o temprano el ciclo se repetía. La idea de un servicio itinerante ofrecía la ventaja de eludir el asedio de las esposas y los religiosos, además se extendía el horizonte a las zonas más remotas, donde se cobraba el doble. El negocio prosperaba en buen clima, pero ya estaban a las puertas del invierno, pronto caería nieve y los caminos serían intransitables; ése era uno de los últimos viajes de la caravana.
Los vagones recorrieron la calle y se detuvieron a la salida del pueblo, seguidos por una procesión de hombres envalentonados por el alcohol y la pelea del oso. Hacia allá se dirigió también Eliza para ver de cerca la novedad. Comprendió que le faltarían clientes para su oficio epistolar, necesitaba encontrar otra forma de ganarse la cena. Aprovechando que el cielo estaba despejado, varios voluntarios se ofrecieron para desenganchar las mulas y ayudar a bajar un aporreado piano, que instalaron sobre la yerba bajo las órdenes de la madame, a quien todos conocían por el nombre primoroso de Joe Rompehuesos. En un dos por tres despejaron un pedazo de terreno, colocaron mesas y aparecieron por encantamiento botellas de ron y pilas de tarjetas postales de mujeres en cueros. También dos cajones con libros en ediciones vulgares, que fueron anunciadas como "romances de alcoba con las escenas más calientes de Francia". Se vendían a diez dólares, un precio de ganga, porque con ellas podían excitarse cuantas veces quisieran y además prestarlas a los amigos, eran mucho más rentables que una mujer de verdad, explicaba la Rompehuesos y para probarlo leyó un párrafo que el público escuchó en sepulcral silencio, como si se tratara de una revelación profética. Un coro de risotadas y chistes acogió el final de la lectura y en pocos minutos no quedó un solo libro en las cajas. Entretanto había caído la noche y debieron alumbrar la fiesta con antorchas. La madame anunció el precio exorbitante de las botellas de ron, pero bailar con las chicas costaba la cuarta parte. ¿Hay alguien que sepa tocar el condenado piano? preguntó. Entonces Eliza, a quien le crujían las tripas, avanzó sin pensarlo dos veces y se sentó frente al desafinado instrumento, invocando a Miss Rose. No había tocado en diez meses y no tenía buen oído, pero el entrenamiento de años con la varilla metálica en la espalda y los palmotazos del profesor belga acudieron en su ayuda. Atacó una de las canciones pícaras que Miss Rose y su hermano, el capitán, solían cantar a dúo en los tiempos inocentes de las tertulias musicales, antes que el destino diera un coletazo y su mundo quedara vuelto al revés. Asombrada, comprobó cuán bien recibida era su torpe ejecución. En menos de dos minutos surgió un rústico violín para acompañarla, se animó el baile y los hombres se arrebataban a las cuatro mujeres para dar carreras y trotes en la improvisada pista. El ogro de las pieles quitó el sombrero a Eliza y lo puso sobre el piano con un gesto tan resuelto, que nadie se atrevió a ignorarlo y pronto fue llenándose de propinas.
Uno de los vagones se usaba para todo servicio y dormitorio de la madame y su hijo adoptivo, el niño del tambor, en otro viajaban hacinadas las demás mujeres y los dos remolque estaban convertidos en alcobas. Cada uno, forrado con pañuelos multicolores, contenía un catre de cuatro pilares y baldaquín con colgajo de mosquitero, un espejo de marco dorado, juego de lavatorio y palangana de loza, alfombras persas desteñidas y algo apolilladas, pero aún vistosas, y palmatorias con velones para alumbrarse. Esta decoración teatral animaba a los parroquianos, disimulaba el polvo de los caminos y el estropicio del uso. Mientras dos de las mujeres bailaban al son de la música, las otras conducían a toda prisa su negocio en los carromatos. La madame, con dedos de hada para los naipes, no descuidaba las mesas de juego ni su obligación de cobrar los servicios de sus palomas por adelantado, vender ron y animar la parranda, siempre con la pipa entre los dientes. Eliza tocó las canciones que sabía de memoria y cuando se le agotaba el repertorio empezaba otra vez por la primera, sin que nadie notara la repetición, hasta que se le nubló la vista de fatiga. Al verla flaquear, el coloso anunció una pausa, recogió el dinero del sombrero y se lo metió a la pianista en los bolsillos, luego la tomó de un brazo y la llevó prácticamente en vilo al primer vagón, donde le puso un vaso de ron en la mano. Ella lo rechazó con un gesto desmayado, beberlo en ayunas equivalía a un garrotazo en plena nuca; entonces él escarbó en el desorden de cajas y tiestos y produjo un pan y unos trozos de cebolla, que ella atacó temblando de anticipación. Cuando los hubo devorado levantó la vista y se encontró ante el tipo de las pieles observándola desde su tremenda altura. Lo iluminaba una sonrisa inocente con los dientes más blancos y parejos de este mundo.
– Tienes cara de mujer -le dijo y ella dio un respingo.
– Me llamo Elías Andieta -replicó, llevándose la mano a la pistola, como si estuviera dispuesta a defender su nombre de macho a tiros.
– Yo soy Babalú, el Malo.
– ¿Hay un Babalú bueno?
– Había.
– ¿Qué le pasó?
– Se encontró conmigo. ¿De dónde eres, niño?
– De Chile. Ando buscando a mi hermano. ¿No ha oído mentar a Joaquín Andieta?
– No he oído de nadie. Pero si tu hermano tiene los cojones bien puestos, tarde o temprano vendrá a visitarnos. Todo el mundo conoce a las chicas de Joe Rompehuesos.
El capitán John Sommers ancló el "Fortuna" en la bahía de San Francisco, a suficiente distancia de la orilla como para que ningún valiente tuviera la audacia de lanzarse al agua y nadar hasta la costa. Había advertido a la tripulación que el agua fría y las corrientes despachaban en menos de veinte minutos, en caso que no lo hicieran los tiburones. Era su segundo viaje con el hielo y se sentía más seguro. Antes de entrar por el estrecho canal del Golden Gate hizo abrir varios toneles de ron, los repartió generosamente entre los marineros y cuando estuvieron ebrios, desenfundó un par de pistolones y los obligó a colocarse boca abajo en el suelo. El segundo de a bordo los encadenó con cepos en los pies, ante el desconcierto de los pasajeros embarcados en Valparaíso, que observaban la escena en la primera cubierta sin saber qué diablos ocurría. Entretanto desde el muelle los hermanos Rodríguez de Santa Cruz habían enviado una flotilla de botes para conducir a tierra a los pasajeros y la preciosa carga del vapor. La tripulación sería liberada para maniobrar el zarpe del barco en el momento del regreso, después de recibir más licor y un bono en monedas auténticas de oro y plata, por el doble de sus salarios. Eso no compensaba el hecho de que no podrían perderse tierra adentro en busca de las minas, como casi todos planeaban, pero al menos servía de consuelo. El mismo método había empleado en el primer viaje, con excelentes resultados; se jactaba de tener uno de los pocos barcos mercantes que no había sido abandonado en la demencia del oro. Nadie se atrevía a desafiar a ese pirata inglés, hijo de la puta madre y de Francis Drake, como lo llamaban, porque no les cabía duda alguna que era capaz de descargar sus trabucos en el pecho de cualquiera que se alzara.
En los muelles de San Francisco se apilaron los productos enviados por Paulina desde Valparaíso: huevos y quesos frescos, verduras y frutas del verano chileno, mantequilla, sidra, pescados y mariscos, embutidos de la mejor calidad, carne de vacuno y toda suerte de aves rellenas y condimentadas listas para cocinar. Paulina había encargado a las monjas pasteles coloniales de dulce de leche y tortas de milhojas, así como los guisos más populares de la cocina criolla, que viajaron congelados en las cámaras de nieve azul. El primer envío fue arrebatado en menos de tres días con una utilidad tan asombrosa, que los hermanos descuidaron sus otros negocios para concentrarse en el prodigio del hielo. Los trozos de témpano se derretían lentamente durante la navegación, pero quedaba mucho y a la vuelta el capitán pensaba venderlo a precio de usurero en Panamá. Fue imposible mantener callado el éxito apabullante del primer viaje y la noticia de que había unos chilenos navegando con pedazos de un glaciar a bordo corrió como pólvora. Pronto se formaron sociedades para hacer lo mismo con icebergs de Alaska, pero resultó imposible conseguir tripulantes y productos frescos capaces de competir con los de Chile y Paulina pudo continuar su intenso negocio sin rivales, mientras conseguía un segundo vapor para ampliar la empresa.
También las cajas de libros eróticos del capitán Sommers se vendieron en un abrir y cerrar de ojos, pero bajo un manto de discreción y sin pasar por las manos de los hermanos Rodríguez de Santa Cruz. El capitán debía evitar a toda costa que se levantaran voces virtuosas, como había ocurrido en otras ciudades, cuando la censura los confiscaba por inmorales y terminaban ardiendo en hogueras públicas. En Europa circulaban secretamente en ediciones de lujo entre señorones y coleccionistas, pero las mayores ganancias se obtenían de ediciones para consumo popular. Se imprimían en Inglaterra, donde se ofrecían clandestinamente por unos centavos, pero en California el capitán obtuvo cincuenta veces su valor. En vista del entusiasmo por esa clase de literatura, se le ocurrió incorporar ilustraciones, porque la mayoría de los mineros sólo leía títulos de periódicos. Las nuevas ediciones ya se estaban imprimiendo en Londres con dibujos vulgares, pero explícitos, que a fin de cuentas era lo único que interesaba.
Esa misma tarde John Sommers, instalado en el salón del mejor hotel de San Francisco, cenaba con los hermanos Rodríguez de Santa Cruz, quienes en pocos meses habían recuperado su aspecto de caballeros. Nada quedaba de los hirsutos cavernícolas que meses antes buscaban oro. La fortuna estaba allí mismo, en limpias transacciones que podían hacer en los mullidos sillones del hotel con un whisky en la mano, como gente civilizada y no como patanes, decían. A los cinco mineros chilenos traídos por ellos a fines de 1848, se habían sumado ochenta peones del campo, gente humilde y sumisa, que nada sabía de minas, pero aprendía rápido, acataba órdenes y no se sublevaba. Los hermanos los mantenían trabajando en las orillas del Río Americano al mando de leales capataces, mientras ellos se dedicaban al transporte y al comercio. Compraron dos embarcaciones para hacer la travesía de San Francisco a Sacramento y doscientas mulas para transportar mercadería a los placeres, que vendían directamente sin pasar por los almacenes. El esclavo fugitivo, quien antes hacía de guardaespaldas, resultó un as para los números y ahora llevaba la contabilidad, también vestido de gran señor y con una copa y un cigarro en la mano, a pesar de los rezongos de los gringos, quienes apenas toleraban su color, pero no tenían más recurso que negociar con él.
– Su señora manda decir que en el próximo viaje del "Fortuna" se viene con los niños, las criadas y el perro. Dice que vaya pensando dónde se instalarán, porque no piensa vivir en un hotel -le comunicó el capitán a Feliciano Rodríguez de Santa Cruz.
– ¡Qué idea tan descabellada! La explosión del oro se acabará de repente y esta ciudad volverá a ser el villorrio que fue dos años atrás. Ya hay signos de que el mineral ha disminuido, se acabaron esos hallazgos de pepas como peñascos. ¿Y a quién le importará California cuando se termine?
– Cuando vine por primera vez esto parecía un campamento de refugiados, pero se ha convertido en una ciudad como Dios manda. Francamente, no creo que desaparezca de un soplido, es la puerta del Oeste por el Pacífico.
– Eso dice Paulina en su carta.
– Sigue el consejo de tu mujer, Feliciano, mira que tiene ojo de lince -interrumpió su hermano.
– Además no habrá modo de detenerla. En el próximo viaje ella viene conmigo. No olvidemos que es la patrona del "Fortuna" -sonrió el capitán.
Les sirvieron ostras frescas del Pacífico, uno de los pocos lujos gastronómicos de San Francisco, tórtolas rellenas con almendras y peras confitadas del cargamento de Paulina, que el hotel compró de inmediato. El vino tinto también provenía de Chile y la champaña de Francia. Se había corrido la voz de la llegada de los chilenos con el hielo y se llenaron todos los restaurantes y hoteles de la ciudad con parroquianos ansiosos por regalarse con las delicias frescas antes que se agotaran. Estaban encendiendo los puros para acompañar el café y el brandy, cuando John Sommers sintió un palmotazo en el hombro que por poco le tumba el vaso. Al volverse se encontró frente a Jacob Todd, a quien no había visto desde hacía más de tres años, cuando lo desembarcó en Inglaterra, pobre y humillado. Era la última persona que esperaba ver y demoró un instante en reconocerlo, porque el falso misionero de antaño parecía una caricatura de yanqui. Había perdido peso y pelo, dos largas patillas le enmarcaban la cara, vestía un traje a cuadros algo estrecho para su tamaño, botas de culebra y un incongruente sombrero blanco de Virginia, además asomaban lápices, libretas y hojas de periódico por los cuatro bolsillos de su chaqueta. Se abrazaron como viejos camaradas. Jacob Todd llevaba cinco meses en San Francisco y escribía artículos de prensa sobre la fiebre del oro, que se publicaban regularmente en Inglaterra y también en Boston y Nueva York. Había llegado gracias a la intervención generosa de Feliciano Rodríguez de Santa Cruz, quien no había echado en saco roto el servicio que debía al inglés. Como buen chileno, nunca olvidaba un favor -tampoco una ofensa- y al enterarse de sus cuitas en Inglaterra, le mandó dinero, pasaje y una nota explicando que California era lo más lejos que se podía ir antes de empezar a volver por el otro lado. En 1845 Jacob Todd había descendido del barco del capitán John Sommers con renovada salud y pleno de energía, dispuesto a olvidar el bochornoso incidente en Valparaíso y dedicarse en cuerpo y alma a implantar en su país la comunidad utópica con la cual tanto había soñado. Llevaba su gruesa libreta, amarillenta por el uso y el aire de mar, repleta de anotaciones. Hasta el menor detalle de la comunidad había sido estudiado y planeado, estaba seguro de que muchos jóvenes -los viejos no interesaban- abandonarían sus fatigosas existencias para unirse a la hermandad ideal de hombres y mujeres libres, bajo un sistema de absoluta igualdad, sin autoridades, policías ni religión. Los candidatos potenciales para el experimento resultaron mucho más tercos de entendimiento de lo que supuso, pero al cabo de unos meses contaba con dos o tres dispuestos a intentarlo. Sólo faltaba un mecenas para financiar el costoso proyecto, se requería un terreno amplio, porque la comunidad pretendía vivir alejada de las aberraciones del mundo y debía satisfacer todas sus necesidades. Todd había iniciado conversaciones con un lord algo desquiciado, quien disponía de una inmensa propiedad en Irlanda, cuando el rumor del escándalo en Valparaíso lo alcanzó en Londres, acosándolo como un perro tenaz sin darle respiro. También allí se le cerraron las puertas y perdió a los amigos, los discípulos y el noble lo repudiaron y el sueño de la utopía se fue al diablo. Una vez más Jacob Todd intentó encontrar consuelo en el alcohol y de nuevo se sumió en el atolladero de los malos recuerdos. Vivía como una rata en una pensión de mala muerte, cuando le llegó el mensaje salvador de su amigo. No lo pensó dos veces. Se cambió el apellido y se embarcó hacia los Estados Unidos, dispuesto a iniciar un nuevo y flamante destino. Su único propósito era enterrar la vergüenza y vivir en anonimato hasta que surgiera la oportunidad de reavivar su idílico proyecto. Lo primordial sería conseguir un empleo; su pensión se había reducido y los tiempos gloriosos del ocio estaban terminando. Al llegar a Nueva York se presentó a un par de periódicos ofreciéndose como corresponsal en California y luego hizo el viaje al Oeste por el Istmo de Panamá, porque no le dio el coraje para hacerlo por el Estrecho de Magallanes y volver a pisar Valparaíso, donde la vergüenza lo esperaba intacta y la hermosa Miss Rose volvería a oír su nombre mancillado. En California su amigo Feliciano Rodríguez de Santa Cruz lo ayudó a instalarse y conseguir empleo en el diario más antiguo de San Francisco. Jacob Todd, ahora convertido en Jacob Freemont, se puso a trabajar por primera vez en su existencia, descubriendo pasmado que le gustaba hacerlo. Recorría la región escribiendo sobre cuanto asunto captaba su atención, incluyendo las masacres de indios, los inmigrantes provenientes de todos los rincones del planeta, la especulación desenfrenada de los mercaderes, la justicia rápida de los mineros y el vicio generalizado. Uno de sus reportajes por poco le cuesta la vida. Describió con eufemismos, pero con perfecta claridad, la forma en que operaban algunos garitos con dados marcados, naipes aceitados, licor adulterado, drogas, prostitución y la práctica de intoxicar con alcohol a las mujeres hasta dejarlas inconscientes, para vender por un dólar el derecho a violarlas a cuantos hombres desearan participar en la diversión. "Todo esto amparado por las mismas autoridades que debieran combatir tales vicios", escribió como conclusión. Le cayeron encima los gángsteres, el jefe de la policía y los políticos, debió hacerse humo por un par de meses hasta que se enfriaran los ánimos. A pesar del tropiezo, sus artículos aparecían regularmente y se estaba convirtiendo en una voz respetada. Tal como le dijo a su amigo John Sommers: buscando el anonimato estaba encontrando la celebridad.
Al finalizar la cena Jacob Freemont invitó a sus amigos a la función del día: una china que se podía observar, pero no tocar. Se llamaba Ah Toy y se había embarcado en un clíper con su marido, un comerciante de edad provecta que tuvo el buen gusto de morirse en alta mar y dejarla libre. Ella no perdió tiempo en lamentos de viuda y para animar el resto de la travesía se convirtió en amante del capitán, quien resultó ser un hombre generoso. Al bajar en San Francisco, rozagante y enriquecida, notó las miradas de lascivia que la seguían y tuvo la brillante idea de cobrar por ellas. Alquiló dos cuartos, perforó agujeros en la pared divisoria y por una onza de oro vendía el privilegio de mirarla. Los amigos siguieron a Jacob Freemont de buen humor y con unos cuantos dólares de soborno pudieron saltarse la fila y entrar entre los primeros. Los condujeron a una habitación estrecha, saturada de humo de tabaco, donde se apretujaba una docena de hombres con la nariz pegada a la pared. Se asomaron por los incómodos agujeros, sintiéndose como escolares ridículos, y vieron en el otro cuarto a una hermosa joven vestida con un kimono de seda abierto en ambos lados de la cintura a los pies. Debajo estaba desnuda. Los espectadores rugían ante cada uno de los lánguidos movimientos que revelaban parte de su delicado cuerpo. John Sommers y los hermanos Rodríguez de Santa Cruz se doblaban de risa, sin poder creer que la necesidad de mujeres fuera tan agobiante. Allí se separaron y el capitán con el periodista fueron a tomar una última copa. Después de escuchar el recuento de los viajes y aventuras de Jacob, el capitán decidió confiar en él.
– ¿Se acuerda de Eliza, la niña que vivía con mis hermanos en Valparaíso?
– Perfectamente.
– Escapó de la casa hace casi un año y tengo buenas razones para creer que está en California. He tratado de encontrarla, pero nadie ha oído de ella o de alguien con su descripción.
– Las únicas mujeres que han llegado solas aquí son prostitutas.
– No sé cómo vino, en caso que lo haya hecho. El único dato es que partió en busca de su enamorado, un joven chileno de nombre Joaquín Andieta…
– ¡Joaquín Andieta! Lo conozco, fue mi amigo en Chile.
– Es un fugitivo de la justicia. Lo acusan de robo.
– No lo creo. Andieta era un joven muy noble. En realidad tenía tanto orgullo y sentido del honor, que resultaba difícil acercarse a él. ¿Y me dice que Eliza y él están enamorados?
– Sólo sé que él se embarcó para California en diciembre de 1848. Dos meses más tarde desapareció la niña. Mi hermana cree que vino siguiendo a Andieta aunque no puedo imaginar cómo lo hizo sin dejar rastro. Como usted se mueve por los campamentos y los pueblos del norte, tal vez logre averiguar algo…
– Haré lo que pueda, capitán.
– Mis hermanos y yo se lo agradeceremos eternamente, Jacob.
Eliza Sommers se quedó con la caravana de Joe Rompehuesos, donde tocaba el piano y se repartían las propinas a medias con la madame. Compró un cancionero de música americana y otro de latina para animar las veladas y en horas ociosas, que eran muchas, enseñaba a leer al niño indio, ayudaba en las múltiples tareas cotidianas y cocinaba. Como decían los de la comparsa: jamás habían comido mejor. Con la misma carne seca, frijoles y tocino de siempre, preparaba sabrosos platos creados en el entusiasmo del momento; compraba condimentos mexicanos y los agregaba a las recetas chilenas de Mama Fresia con deliciosos resultados; hacía tartas sin más ingredientes que grasa, harina y fruta en conserva, pero si conseguía huevos y leche su inspiración se elevaba a celestiales cumbres gastronómicas. Babalú, el Malo, no era partidario de que los hombres cocinaran, pero era el primero en devorar los banquetes del joven pianista y optó por callarse los comentarios sarcásticos. Acostumbrado a montar guardia durante la noche, el gigante dormía a pierna suelta gran parte del día, pero apenas el tufillo de las cacerolas alcanzaba sus narices de dragón, despertaba de un salto y se instalaba cerca de la cocina a vigilar. Sufría de un apetito insaciable y no había presupuesto capaz de llenar su grandiosa barriga. Antes de la llegada del Chilenito, como llamaban al falso Elías Andieta, su dieta básica consistía en animales que lograba cazar, partía a lo largo, aliñaba con un puñado de sal gruesa y colocaba sobre las brasas hasta carbonizarlos. Así podía tragar un venado en un par de días. En contacto con la cocina del pianista se le refinó el paladar, salía de caza a diario, escogía las presas más delicadas y se las entregaba limpias y descueradas.
Por los caminos Eliza encabezaba la caravana montada en su robusto jamelgo, que a pesar del triste aspecto resultó tan noble como un alazán de pura sangre, con el rifle inútil atravesado en la montura y el niño del tambor en la grupa. Se sentía tan cómoda en ropa de hombre que se preguntaba si alguna vez podría vestirse nuevamente de mujer. De una cosa estaba segura: no se pondría un corsé ni para el día de su casamiento con Joaquín Andieta. Si llegaban a un río, las mujeres aprovechaban para juntar agua en barriles, lavar ropa y bañarse; ésos eran los momentos más difíciles para ella, debía inventar pretextos cada vez más rebuscados para asearse sin testigos.
Joe Rompehuesos era una fornida holandesa de Pennsylvania, quien encontró su destino en la inmensidad del Oeste. Tenía talento de ilusionista para los naipes y los dados, el juego con trampa la apasionaba. Se había ganado la vida apostando hasta que se le ocurrió montar el negocio de las chicas y recorrer la Veta Madre "buscando oro", como llamaba a esa forma de practicar la minería. Estaba segura que el joven pianista era homosexual y por lo mismo le tomó un cariño similar al que sentía por el indiecito. No permitía que sus chicas le hicieran burla o Babalú lo llamara con sobrenombres: no era culpa del pobre muchacho haber nacido sin pelos en la barba y con ese aspecto de alfeñique, igual como no era suya haber nacido hombre en cuerpo de mujer. Eran cuchufletas que se le ocurrían a Dios para joder no más. Había comprado el niño por treinta dólares a unos vigilantes yanquis, que habían exterminado al resto de la tribu. Entonces tenía cuatro o cinco años, era apenas un esqueleto con la panza llena de gusanos, pero a los pocos meses de alimentarlo a la fuerza y domarle las rabietas para que no destrozara cuanto caía en sus manos ni se diera de cabezazos contra las ruedas de los vagones, la criatura creció un palmo y apareció su verdadera naturaleza de guerrero: era estoico, hermético y paciente. Lo llamó Tom Sin Tribu, para que no se le olvidara el deber de la venganza. "El nombre es inseparable del ser", decían los indios y Joe así lo creía, por eso había inventado su propio apellido.
Las palomas mancilladas de la caravana eran dos hermanas de Missouri, quienes habían hecho el largo viaje por tierra y por el camino perdieron a sus familias; Esther, una joven de dieciocho años, escapada de su padre, un fanático religioso que la azotaba; y una hermosa mexicana, hija de padre gringo y madre india, quien pasaba por blanca y había aprendido cuatro frases en francés para despistar a los distraídos, porque según el mito popular, las francesas eran más expertas. En aquella sociedad de aventureros y rufianes también había una aristocracia racial; los blancos aceptaban a las mestizas color canela, pero despreciaban cualquier mezcla con negro. Las cuatro mujeres agradecían la suerte de haberse encontrado con Joe Rompehuesos. Esther era la única sin experiencia anterior, pero las otras habían trabajado en San Francisco y conocían la mala vida. No les habían tocado salones de alta categoría, sabían de golpes, enfermedades, drogas y la maldad de los alcahuetes, habían contraído incontables infecciones, aguantado remedios brutales y tantos abortos que habían quedado estériles, pero lejos de lamentarlo, lo consideraban una bendición. De aquel mundo de infamias, Joe las había rescatado llevándoselas lejos. Después las sostuvo en el largo martirio de la abstinencia para quitarles la adicción al opio y al alcohol. Las mujeres le pagaron con una lealtad de hijas, porque además las trataba con justicia y no les robaba. La presencia tremebunda de Babalú desalentaba a clientes violentos y borrachos odiosos, comían bien y los vagones itinerantes les parecían un buen aliciente para la salud y el ánimo. En esas inmensidades de cerros y bosques se sentían libres. Nada fácil ni romántico existía en sus vidas, pero habían ahorrado un poco de dinero y podían irse, si así lo deseaban, sin embargo no lo hacían porque ese pequeño grupo humano era lo más parecido a una familia que tenían.
También las chicas de Joe Rompehuesos estaban convencidas de que el joven Elías Andieta, esmirriado y con voz aflautada, era marica. Eso les daba tranquilidad para desvestirse, lavarse y hablar cualquier tema en su presencia, como si fuera una de ellas. La aceptaron con tal naturalidad, que Eliza solía olvidar su papel de hombre, aunque Babalú, se encargaba de recordárselo. Había asumido la tarea de convertir a ese pusilánime en un varón y lo observaba de cerca, dispuesto a corregirlo cuando se sentaba con las piernas juntas o sacudía su corta melena en un gesto nada viril. Le enseñó a limpiar y engrasar sus armas, pero perdió la paciencia tratando de afinarle la puntería: cada vez que apretaba el gatillo, su alumno cerraba los ojos. No se impresionaba por la Biblia de Elías Andieta, por el contrario, sospechaba que la usaba para justificar sus ñoñerías y era de opinión que si el muchacho no pensaba convertirse en un maldito predicador para qué demonios leía sandeces, mejor se dedicaba a los libros cochinos, a ver si se le ocurrían algunas ideas de macho. Escasamente era capaz de firmar su nombre y leía a duras penas, pero no lo admitía ni muerto. Decía que le fallaba la vista y no alcanzaba a ver bien las letras, aunque podía dar un tiro entre los ojos a una liebre despavorida a cien metros de distancia. Solía pedir al Chilenito que leyera en voz alta los periódicos atrasados y los libros eróticos de la Rompehuesos, no tanto por las partes cochinas como por el romance, que siempre lo conmovía. Se trataban invariablemente de amores incendiarios entre un miembro de la nobleza europea y una plebeya, o veces al revés: una dama aristocrática perdía el seso por un hombre rústico, pero honesto y orgulloso. En estos relatos las mujeres eran siempre bellas y los galanes incansables en su ardor. El telón de fondo era una seguidilla de bacanales, pero a diferencia de otras novelitas pornográficas de diez centavos que se vendían por allí, éstas tenían argumento. Eliza leía en voz alta sin manifestar sorpresa, como si viniera de vuelta de los peores vicios, mientras a su alrededor Babalú y tres de las palomas escuchaban pasmados. Esther no participaba en esas sesiones, porque le parecía mayor pecado describir aquellos actos que cometerlos. A Eliza le ardían las orejas, pero no podía menos que reconocer la inesperada elegancia con que esas porquerías estaban escritas: algunas frases le recordaban el estilo impecable de Miss Rose. Joe Rompehuesos, a quien la pasión carnal en ninguna de sus formas interesaba en lo más mínimo y por lo mismo esas lecturas la aburrían, cuidaba personalmente que ni una palabra de aquello hiriera las inocentes orejas de tom Sin Tribu. Lo estoy criando para jefe indio, no para alcahuete de putas, decía, y en su afán de hacerlo macho tampoco permitía que el chiquillo la llamara abuela.
– ¡Yo no soy abuela de nadie, carajo! Yo soy la Rompehuesos, ¿me has entendido, condenado mocoso?
– Sí, abuela.
Babalú, el Malo, un ex-convicto de Chicago, había atravesado a pie el continente mucho antes de la fiebre del oro. Hablaba lenguas de indios y había hecho de un cuanto hay para ganarse la vida, desde fenómeno en un circo ambulante, donde tan pronto levantaba un caballo por encima de su cabeza, como arrastraba con los dientes un vagón cargado de arena, hasta estibador en los muelles de San Francisco. Allí fue descubierto por la Rompehuesos y se empleó en la caravana. Podía hacer el trabajo de varios hombres y con él no se necesitaba más protección. Juntos podían espantar a cualquier número de contrincantes, como lo demostraron en más de una ocasión.
– Tienes que ser fuerte o te demolerán, Chilenito -aconsejaba a Eliza-. No creas que yo he sido siempre como me ves. Antes yo era como tú, enclenque y medio pánfilo, pero me puse a levantar pesas y mírame los músculos. Ahora nadie se atreve conmigo.
Babalú, tú mides más de dos metros y pesas como una vaca. ¡Nunca voy a ser como tú!
– el tamaño nada tiene que ver, hombre. Son los cojones los que cuentan. Siempre fui grande, pero igual se reían de mí.
– ¿Quién se burlaba de ti?
– Todo el mundo, hasta mi madre, que en paz descanse. Te voy a decir algo que nadie sabe…
– ¿Sí?
– ¿Te acuerdas de Babalú, el Bueno?… Ése era yo antes. Pero desde hace veinte años soy Babalú, el Malo, y me va mucho mejor.
En diciembre el invierno descendió de súbito a los faldeos de la sierra y millares de mineros debieron abandonar sus pertenencias para trasladarse a los pueblos en espera de la primavera. La nieve cubrió con un manto piadoso el vasto terreno horadado por aquellas hormigas codiciosas y el oro que aún quedaba volvió a descansar en el silencio de la naturaleza. Joe Rompehuesos condujo su caravana a uno de los pequeños pueblos recién nacidos a lo largo de la Veta Madre, donde alquiló un galpón para invernar. Vendió las mulas, compró una gran batea de madera para el baño, una cocina, dos estufas, unas piezas de tela ordinaria y botas rusas para su gente, porque con la lluvia y el frío eran indispensables. Puso a todos a raspar la mugre del galpón y hacer cortinas para separar cuartos, instaló las camas con baldaquino, los espejos dorados y el piano. Enseguida partió en visita de cortesía a las tabernas, el almacén y la herrería, centros de la actividad social. A modo de periódico, el pueblo contaba con una hoja de noticias hecha en una vetusta imprenta que había atravesado el continente a la rastra, de la cual se valió Joe para anunciar discretamente su negocio. Además de sus muchachas, ofrecía botellas del mejor ron de Cuba y Jamaica, como lo llamaba, aunque en verdad era un brebaje de caníbales capaz de torcer el rumbo del alma, libros "calientes" y un par de mesas de juego. Los clientes acudieron con prontitud. Había otro burdel, pero siempre la novedad era bienvenida. La madame del otro establecimiento declaró una guerra solapada de calumnias contra sus rivales, pero se abstuvo de enfrentar abiertamente al dúo formidable de la Rompehuesos y Babalú, el Malo. En el galpón se retozaba detrás de las improvisadas cortinas, se bailaba al son del piano y se jugaban sumas considerables bajo la custodia de la patrona, quien no aceptaba peleas ni más trampas que las suyas bajo su techo. Eliza vio hombres perder en un par de noches la ganancia de meses de esfuerzo titánico y llorar en el pecho de las chicas que habían ayudado a esquilmarlos.
Al poco tiempo los mineros tomaron afecto a Joe. A pesar de su aspecto de corsario, la mujer tenía un corazón de madre y ese invierno las circunstancias lo pusieron a prueba. Se desencadenó una epidemia de disentería que tumbó a la mitad de la población y mató a varios. Apenas se enteraba de que alguien estaba en trance de muerte en alguna cabaña lejana, Joe pedía prestado un par de caballos en la herrería y se iba con Babalú, a socorrer al desgraciado. Solía acompañarlos el herrero, un cuáquero formidable que desaprobaba el negocio de la mujerona, pero estaba siempre dispuesto a ayudar al prójimo. Joe hacía de comer para el enfermo, lo limpiaba, le lavaba la ropa y lo consolaba releyendo por centésima vez las cartas de su familia lejana, mientras Babalú y el herrero despejaban la nieve, buscaban agua, cortaban leña y la apilaban junto a la estufa. Si el hombre estaba muy mal, Joe lo envolvía en mantas, lo atravesaba como un saco en su cabalgadura y se lo llevaba a su casa, donde las mujeres lo cuidaban con vocación de enfermeras, contentas ante la oportunidad de sentirse virtuosas. No podían hacer mucho, fuera de obligar a los pacientes a beber litros de té azucarado para que no se secaran por completo, mantenerlos limpios, abrigados y en reposo, con la esperanza de que la cagantina les vaciara el alma y la fiebre no les cocinara los sesos. Algunos morían y el resto demoraba semanas en volver al mundo. Joe era la única que se daba maña para desafiar el invierno y acudir a las cabañas más aisladas, así le tocó descubrir cuerpos convertidos en estatuas de cristal. No todos eran víctimas de enfermedad, a veces el tipo se había dado un tiro en la boca porque no podía más con el retortijón de tripas, la soledad y el delirio. En un par de ocasiones Joe debió cerrar su negocio, porque tenía el galpón sembrado de petates por el suelo y sus palomas no daban a basto cuidando pacientes. El "sheriff" del pueblo temblaba cuando ella aparecía con su pipa holandesa y su apremiante vozarrón de profeta a exigir ayuda. Nadie podía negársela. Los mismos hombres que con sus tropelías dieron mal nombre al pueblo, se colocaban mansamente a su servicio. No contaban con nada parecido a un hospital, el único médico estaba agobiado y ella asumía con naturalidad la tarea de movilizar recursos cuando se trataba de una emergencia. Los afortunados a quienes salvaba la vida se convertían en sus devotos deudores y así tejió ese invierno la red de contactos que habría de sostenerla durante el incendio.
El herrero se Llamaba James Morton y era uno de esos escasos ejemplares de hombre bueno. Sentía un amor seguro por la humanidad completa, incluso sus enemigos ideológicos, a quienes consideraba errados por ignorancia y no por intrínseca maldad. Incapaz de una vileza, no podía imaginarla en el prójimo, prefería creer que la perversidad ajena era una desviación del carácter, remediable con la luz de la piedad y el afecto. Venía de una larga estirpe de cuáqueros de Ohio, donde había colaborado con sus hermanos en una cadena clandestina de solidaridad con los esclavos fugitivos para esconderlos y llevarlos a los estados libres y a Canadá. Sus actividades atrajeron la ira de los esclavistas y una noche cayó sobre la granja una turba y le prendió fuego, mientras la familia observaba inmóvil, porque fiel a su fe no podía tomar armas contra sus semejantes. Los Morton debieron abandonar su tierra y se dispersaron, pero se mantenían en estrecho contacto porque pertenecían a la red humanitaria de los abolicionistas. A james buscar oro no le parecía un medio honorable de ganarse la existencia, porque nada producía y tampoco prestaban servicios. La riqueza envilece el alma, complica la existencia y engendra infelicidad, sostenía. Además el oro era un metal blando, inútil para fabricar herramientas; no lograba entender la fascinación que ejercía en los demás. Alto, fornido, con una tupida barba color avellana, ojos celestes y gruesos brazos marcados por incontables quemaduras, era la reencarnación del dios Vulcano iluminado por el resplandor de su forja. En el pueblo había sólo tres cuáqueros, gente de trabajo y familia, siempre contentos de su suerte, los únicos que no juraban, eran abstemios y evitaban los burdeles. Se reunían regularmente para practicar su fe sin aspavientos, predicando con el ejemplo, mientras esperaban con paciencia la llegada de un grupo de amigos que venía del Este a engrosar su comunidad. Morton frecuentaba el galpón de la Rompehuesos para ayudar con las víctimas de la epidemia y allí conoció a Esther. Iba a visitarla y le pagaba por el servicio completo, pero sólo se sentaba a su lado a conversar. No podía comprender por qué ella había escogido esa clase de vida.
– Entre los azotes de mi padre y esto, prefiero mil veces la vida que tengo ahora.
– ¿Por qué te golpeaba?
– Me acusaba de provocar lujuria e incitar al pecado. Creía que Adán todavía estaría en el Paraíso si Eva no lo hubiera tentado. Tal vez tenía razón, ya ves cómo me gano la vida…
– Hay otros trabajos Esther.
– Éste no es tan malo, James. Cierro los ojos y no pienso en nada. Son sólo unos minutos y pasan rápido.
A pesar de las vicisitudes de su profesión, la joven mantenía la frescura de sus veinte años y había un cierto encanto en su manera discreta y silenciosa de comportarse, tan diferente a la de sus compañeras. Nada tenía de coqueta, era rellena, con un rostro plácido de ternera y firmes manos de campesina. Comparada con las otras palomas, resultaba la menos agraciada, pero su piel era luminosa y su mirada suave. El herrero no supo cuándo empezó a soñar con ella, a verla en las chispas de la fragua, en la luz del metal caliente y en el cielo despejado, hasta que no pudo seguir ignorando esa materia algodonosa que le envolvía el corazón y amenazaba con sofocarlo. Peor desgracia que enamorarse de una mujerzuela no podía ocurrirle, sería imposible de justificarlo ante los ojos de Dios y su comunidad. Decidido a vencer aquella tentación con sudor, se encerraba en la herrería a trabajar como un demente. Algunas noches se oían los feroces golpes de su martillo hasta la madrugada.
Apenas tuvo una dirección fija, Eliza escribió a Tao Chi´en al restaurante chino de Sacramento, dándole su nuevo nombre de Elías Andieta y pidiéndole consejo para combatir la disentería, porque el único remedio que conocía contra el contagio era un trozo de carne cruda atado al ombligo con una faja de lana roja, como hacía Mama Fresia en Chile, pero no estaba dando los resultados esperados. Lo echaba de menos dolorosamente; a veces amanecía abrazada a Tom Sin Tribu imaginando en la confusión de la duermevela que era Tao Chi´en, pero el olor a humo del niño la devolvía a la realidad. Nadie tenía aquella fresca fragancia de mar de su amigo. La distancia que los separaba era corta en millas, pero la inclemencia del clima volvía la ruta ardua y peligrosa. Se le ocurrió acompañar al cartero para seguir buscando a Joaquín Andieta, como había hecha en otras ocasiones, pero esperando una oportunidad apropiada fueron pasando semanas. No sólo el invierno se atravesaba en sus planes. En esos días había explotado la tensión entre los mineros yanquis y los chilenos al sur de la Veta Madre. Los gringos, hartos de la presencia de extranjeros, se juntaron para expulsarlos, pero los otros resistieron, primero con sus armas y luego ante un juez, quien reconoció sus derechos. Lejos de intimidar a los agresores, la orden del juez sirvió para enardecerlos, varios chilenos terminaron en la horca o lanzados por un despeñadero y los sobrevivientes debieron huir. En respuesta se formaron bandas dedicadas al asalto, tal como hacían muchos mexicanos. Eliza comprendió que no podía arriesgarse, bastaba su disfraz de muchacho latino para ser acusada de cualquier crimen inventado.
A finales de enero de 1850 cayó una de las peores heladas que se había visto por esos lados. Nadie se atrevía a salir de sus casas, el pueblo parecía muerto y durante más de diez días no acudió un solo cliente al galpón. Hacía tanto frío que el agua en las palanganas amanecía sólida, a pesar de las estufas siempre encendidas, y algunas noches debieron meter el caballo de Eliza al interior de la casa para salvarlo de la suerte de otros animales, que amanecían presos en bloques de hielo. Las mujeres dormían de a dos por cama y ella lo hacía con el niño, con quien había desarrollado un cariño celoso y feroz, que él devolvía con taimada constancia. La única persona de la compañía que podía competir con Eliza en el afecto del chiquillo era la Rompehuesos "Un día voy a tener un hijo fuerte y valiente como Tom Sin Tribu, pero mucho más alegre. Esta criatura no se ríe nunca" le contaba a Tao Chi´en en las cartas. Babalú, el Malo, no sabía dormir de noche y pasaba las largas horas de oscuridad paseando de un extremo a otro del galpón con sus botas rusas, sus aporreadas pieles y una manta sobre los hombros. Dejó de afeitarse la cabeza y lucía una corta pelambrera de lobo igual a la de su chaqueta. Esther le había tejido un gorro de lana color amarillo patito, que lo cubría hasta las orejas y le daba un aire de monstruoso bebé. Fue él quien sintió unos débiles golpes aquella madrugada y tuvo el buen criterio de distinguirlos del ruido del temporal. Entreabrió la puerta con su pistolón en la mano y encontró un bulto tirado en la nieve. Alarmado llamó a Joe y entre los dos, luchando con el viento para que no arrancara la puerta de cuajo, lograron arrastrarlo al interior. Era un hombre medio congelado.
No fue fácil reanimar al visitante. Mientras Babalú lo friccionaba e intentaba echarle brandy por la boca, Joe despertó a las mujeres, animaron el fuego de las estufas y pusieron a calentar agua para llenar la bañera, donde lo sumergieron hasta que poco a poco fue reviviendo, perdió el color azul y pudo articular unas palabras. Tenía la nariz, los pies y las manos quemados por el hielo. Era un campesino del estado mexicano de Sonora, que había venido como millares de sus compatriotas a los placeres de California, dijo. Se llamaba Jack, nombre gringo que sin duda no era el suyo, pero tampoco los demás en esa casa usaban sus nombres verdaderos. En las horas siguientes estuvo varias veces en el umbral de la muerte, pero cuando parecía que ya nada se podía hacer por él, regresaba del otro mundo y tragaba unos chorros de licor. A eso de las ocho, cuando por fin amainó el temporal, Joe ordenó a Babalú que fuera a buscar al doctor. Al oírla el mexicano, quien permanecía inmóvil y respiraba a gorgoritos como un pez, abrió los ojos y lanzó un ¡no! estrepitoso, asustándolos a todos. Nadie debía saber que estaba allí, exigió con tal ferocidad, que no se atrevieron a contradecirlo. No fueron necesarias muchas explicaciones: era evidente que tenía problemas con la justicia y ese pueblo con su horca en la plaza era el último del mundo donde un fugitivo desearía buscar asilo. Sólo la crueldad del temporal pudo obligarlo a acercarse por allí. Eliza nada dijo, pero para ella la reacción del hombre no fue una sorpresa: olía a maldad.
A los tres días Jack había recuperado algo de sus fuerzas, pero se le cayó la punta de la nariz y empezaron a gangrenársele dos dedos de una mano. Ni así lograron convencerlo de la necesidad de acudir al médico; prefería pudrirse de a poco que acabar ahorcado, dijo. Joe Rompehuesos reunió a su gente en el otro extremo del galpón y deliberaron en cuchicheos: debían cortarle los dedos. Todos los ojos se volvieron hacia Babalú, el Malo.
– ¿Yo? ¡Ni de vaina!
– ¡Babalú, hijo de la chingada, déjate de mariconerías! -exclamó Joe furiosa.
– Hazlo tú, Joe, yo no sirvo para eso.
– Si puedes destazar un venado, bien puedes hacer esto. ¿Qué son un par de miserables dedos?
– Una cosa es un animal y otra muy distinta es un cristiano.
– ¡No lo puedo creer! ¡Este hijo de la gran puta, con permiso de ustedes, muchachas, no es capaz de hacerme un favor insignificante como éste! ¡Después de todo lo que he hecho por ti, desgraciado!
– Disculpa, Joe. Nunca he hecho daño a un ser humano…
– ¡Pero de qué estás hablando! ¿No eres un asesino acaso? ¿No estuviste en prisión?
– Fue por robar ganado -confesó el gigante a punto de llorar de humillación.
– Yo lo haré -interrumpió Eliza, pálida, pero firme.
Se quedaron mirándola incrédulos. Hasta Tom Sin Tribu les parecía más apto para realizar la operación que el delicado Chilenito.
– Necesito un cuchillo bien afilado, un martillo, aguja, hilo y unos trapos limpios.
Babalú se sentó en el suelo con su cabezota entre las manos, horrorizado, mientras las mujeres preparaban lo necesario en respetuoso silencio. Eliza repasó lo aprendido junto a Tao Chi´en cuando extraían balas y cosían heridas en Sacramento. Si entonces pudo hacerlo sin pestañear, igual podría hacerlo ahora, decidió. Lo más importante, según su amigo, era evitar hemorragias e infecciones. No lo había visto hacer amputaciones, pero cuando curaban a los infortunados que llegaba sin orejas, comentaba que en otras latitudes cortaban manos y pies por el mismo delito. "El hacha del verdugo es rápida, pero no deja tejido para cubrir el muñón del hueso", había dicho Tao Chi´en. Le explicó las lecciones del doctor Ebanizer Hobbs, quien tenía práctica con heridos de guerra y le había enseñado cómo hacerlo. Menos mal en este caso son sólo dedos, concluyó Eliza.
La Rompehuesos saturó de licor al paciente hasta dejarlo inconsciente, Mientras Eliza desinfectaba el cuchillo calentándolo al rojo. Hizo sentar a Jack en una silla, le mojó la mano en una palangana con whisky y luego se la puso al borde de la mesa con los dedos malos separados. Murmuró una de las oraciones mágicas de Mama Fresia y cuando estuvo lista hizo una señal silenciosa a las mujeres para que sujetaran al paciente. Apoyó el cuchillo sobre los dedos y le dio un golpe certero de martillo, hundiendo la hoja, que rebanó limpiamente los huesos y quedó clavada en la mesa. Jack lanzó un alarido desde el fondo del vientre, pero estaba tan intoxicado que no se dio cuenta cuando ella lo cosía y Esther lo vendaba. En pocos minutos el suplicio había terminado. Eliza se quedó mirando los dedos amputados y tratando de dominar las arcadas, mientras las mujeres acostaban a Jack en uno de los petates. Babalú, el Malo, quien había permanecido lo más lejos posible del espectáculo, se acercó tímidamente, con su gorro de bebé en la mano.
– Eres todo un hombre, Chilenito -murmuró, admirado.
En marzo Eliza cumplió calladamente dieciocho años, mientras esperaba que tarde o temprano apareciera su Joaquín en la puerta, tal como haría cualquier hombre en cien millas a la redonda, como sostenía Babalú. Jack, el mexicano, se repuso en pocos días y se escabulló de noche sin despedirse de nadie, antes que cicatrizaran sus dedos. Era un tipo siniestro y se alegraron cuando se fue. Hablaba muy poco y estaba siempre en ascuas, desafiante, listo para atacar ante la menor sombra de una provocación imaginada. No dio muestras de agradecimiento por los favores recibidos, al contrario, cuando despertó de la borrachera y supo que le habían amputado los dedos de disparar, se lanzó en una retahíla de maldiciones y amenazas, jurando que el hijo de perra que le había malogrado la mano iba a pagarlo con su propia vida. Entonces a Babalú se le agotó la paciencia. Lo cogió como un muñeco, lo levantó a su altura, le clavó los ojos y le dijo con la voz suave que usaba cuando estaba a punto de estallar.
– Ése fui yo: Babalú, el Malo. ¿Hay algún problema?
Apenas se le pasó la fiebre, Jack quiso aprovechar a las palomas para darse un gusto, pero lo rechazaron en coro: no estaban dispuestas a darle nada gratis y él tenía los bolsillos vacíos, como habían comprobado cuando lo desvistieron para meterlo en la bañera la noche en que apareció congelado. Joe Rompehuesos se dio el trabajo de explicarle que si no le cortan los dedos habría perdido el brazo o la vida, así es que más le valía agradecer al cielo haber caído bajo su techo. Eliza no permitía que Tom Sin Tribu se acercara al tipo y ella sólo lo hacía para pasarle la comida y cambiar los vendajes, porque el olor de la maldad le molestaba como una presencia tangible. Tampoco Babalú podía soportarlo y mientras estuvo en la casa se abstuvo de hablarle. Consideraba a esas mujeres como sus hermanas y se ponía frenético cuándo Jack se insinuaba con comentarios obscenos. Ni en caso de extrema necesidad se le habría ocurrido utilizar los servicios profesionales de sus compañeras, para él equivalía a cometer incesto, si su naturaleza lo apremiaba iba a los locales de la competencia y le había advertido al Chilenito que debía hacer lo mismo, en el caso improbable que se curara de sus malas costumbres de señorita.
Mientras servía un plato de sopa a Jack, Eliza se atrevió finalmente a interrogarlo sobra Joaquín Andieta.
– ¿Murieta? -preguntó él, desconfiado.
– Andieta.
– No lo conozco.
– Tal vez se trata del mismo -sugirió Eliza.
– ¿Qué quieres con él?
– Es mi hermano. Vine desde Chile para encontrarlo.
– ¿Cómo es tu hermano?
– No muy alto, con el pelo y los ojos negros, la piel blanca, como yo, pero no nos parecemos. Es delgado, musculoso, valiente y apasionado. Cuando habla todos se callan.
– Así es Joaquín Murieta, pero no es chileno, es mexicano.
– ¿Está seguro?
– Seguro no estoy de nada, pero si veo a Murieta le diré que lo buscas.
A la noche siguiente se fue y no supieron más de él, pero dos semanas más tarde encontraron en la puerta del galpón una bolsa con dos libras de café. Poco después Eliza la abrió para preparar el desayuno y vio que no era café, sino oro en polvo. Según Joe Rompehuesos podía provenir de cualquiera de los mineros enfermos que ellas habían cuidado durante ese período, pero Eliza tuvo la corazonada de que Jack la había dejado como una forma de pago. Ese hombre no estaba dispuesto a deber un favor a nadie. El domingo supieron que el "sheriff" estaba organizando una partida de vigilantes para buscar al asesino de un minero: lo habían encontrado en su cabaña, donde pasaba solo el invierno, con nueve puñaladas en el pecho y los ojos reventados. No había ni rastro de su oro y por la brutalidad del crimen echaron la culpa a los indios. Joe Rompehuesos no quiso verse en líos, enterró las dos libras de oro debajo de un roble y dio instrucciones perentorias a su gente de cerrar la boca y no mencionar ni por broma al mexicano de los dedos cortados ni la bolsa de café. En los dos meses siguientes los vigilantes mataron media docena de indios y se olvidaron del asunto, porque tenían entre manos otros problemas más urgentes, y cuando el jefe de la tribu apareció dignamente a pedir explicaciones, también lo despacharon. Indios, chinos, negros o mulatos no podían atestiguar en un juicio contra un blanco. James Morton y los otros tres cuáqueros del pueblo fueron los únicos que se atrevieron a enfrentar a la muchedumbre dispuesta al linchamiento. Se plantaron sin armas formando un círculo en torno al condenado, recitando de memoria los pasajes de la Biblia que prohibían matar a un semejante, pero la turba los apartó a empujones.
Nadie supo del cumpleaños de Eliza y por lo tanto no lo celebraron, pero de todos modos esa noche del 15 de marzo fue memorable para ella y los demás. Los clientes habían vuelto al galpón, las palomas estaban siempre ocupadas, el Chilenito aporreaba el piano con sincero entusiasmo y Joe sacaba cuentas optimistas. El invierno no había sido tan malo, después de todo, lo peor de la epidemia estaba pasando y no quedaban enfermos en los petates. Esa noche había una docena de mineros bebiendo a conciencia, mientras afuera el viento arrancaba de cuajo las ramas de los pinos. A eso de las once se desató el infierno. Nadie pudo explicar cómo comenzó el incendio y Joe siempre sospechó de la otra madame. Las maderas prendieron como petardos y en un instante empezaron a arder las cortinas, los chales de seda y los colgajos de la cama. Todos escaparon ilesos, incluso alcanzaron a echarse unas mantas encima y Eliza cogió al vuelo la caja de lata que contenía sus preciosas cartas. Las llamas y el humo envolvieron rápidamente el local y en menos de diez minutos ardía como una antorcha, mientras las mujeres a medio vestir, junto a sus mareados clientes, observaban el espectáculo en total impotencia. Entonces Eliza echó una mirada contando a los presentes y se dio cuenta horrorizada que faltaba Tom Sin Tribu. El niño había quedado durmiendo en la cama que ambos compartían. No supo cómo le arrebató una cobija a Esther de los hombros, se cubrió la cabeza y corrió atravesando de un empellón el delgado tabique de madera ardiendo, seguida por Babalú, quien intentaba detenerla a gritos sin entender por qué se lanzaba al fuego. Encontró al chico de pie en la humareda, con los ojos despavoridos, pero perfectamente sereno. Le tiró la manta encima y trató de levantarlo en brazos, pero era muy pesado y un acceso de tos la dobló en dos. Cayó de rodillas empujando a Tom para que corriera hacia afuera, pero él no se movió de su lado y los dos habrían quedado reducidos a ceniza si Babalú no aparece en ese instante para coger uno en cada brazo como si fueran paquetes y salir con ellos a la carrera en medio de la ovación de quienes esperaban afuera.
– ¡Condenado muchacho! ¡Qué hacías allí adentro! -reprochaba Joe al indiecito mientras lo abrazaba, lo besaba y le daba cachetazos para que respirara.
Gracias a que el galpón quedaba aislado, no ardió medio pueblo, como señaló después el "sheriff", quien tenía experiencia en incendios porque ocurrían con demasiada frecuencia por esos lados. Al resplandor acudió una docena de voluntarios encabezados por el herrero a combatir las llamas, pero ya era tarde y sólo pudieron rescatar el caballo de Eliza, del cual nadie se había acordado en la pelotera de los primeros minutos y todavía estaba amarrado en su cobertizo, loco de terror. Joe Rompehuesos perdió esa noche cuanto poseía en el mundo y por primera vez la vieron flaquear. Con el niño en los brazos presenció la destrucción, sin poder contener las lágrimas, y cuando sólo quedaron tizones humeantes escondió la cara en el pecho enorme de Babalú, a quien se le habían chamuscado cejas y pestañas. Ante la debilidad de esa madraza, a quien creían invulnerable, las cuatro mujeres rompieron a llorar a coro en un racimo de enaguas, cabelleras alborotadas y carnes temblorosas. Pero la red de solidaridad comenzó a funcionar aún antes que se apagaran las llamas y en menos de una hora había alojamiento disponible para todos en varias casas del pueblo y uno de los mineros, a quien Joe salvó de la disentería, inició una colecta. El Chilenito, Babalú, y el niño -los tres varones de la comparsa- pasaron la noche en la herrería. James Morton colocó dos colchones con gruesas cobijas junto a la forja siempre caliente y sirvió un espléndido desayuno a sus huéspedes, preparado con esmero por la esposa del predicador que los domingos denunciaba a grito abierto el ejercicio descarado del vicio, como llamaba a las actividades de los dos burdeles.
– No es el momento para remilgos, estos pobres cristianos están tiritando -dijo la esposa del reverendo cuando se presentó en la herrería con su guiso de liebre, una jarra de chocolate y galletas de canela.
La misma señora recorrió el pueblo pidiendo ropa para las palomas, que seguían en enaguas, y la respuesta de las otras damas fue generosa. Evitaban pasar frente al local de la otra madame, pero habían tenido que relacionarse con Joe Rompehuesos durante la epidemia y la respetaban. Así fue como las cuatro pindongas anduvieron un buen tiempo vestidas de señoras modestas, tapadas del cuello hasta los pies, hasta que pudieron reponer sus atuendos rumbosos. La noche del incendio la esposa del pastor quiso llevarse a Tom Sin Tribu a su casa, pero el niño se aferró del cuello de Babalú y no hubo poder humano capaz de arrancarlo de allí. El gigante había pasado horas insomne, con el Chilenito acurrucado en uno de su brazos y el niño en el otro, bastante picado por las miradas sorprendidas del herrero.
– Sáquese esa idea de la cabeza, hombre. No soy maricón -farfulló indignado, pero sin soltar a ninguno de los dos durmientes.
La colecta de los mineros y la bolsa de café enterrada bajo el roble sirvieron para instalar a los damnificados en una casa tan cómoda y decente, que Joe Rompehuesos pensó renunciar a su compañía itinerante y establecerse allí. Mientras otros pueblos desaparecían cuando los mineros se movilizaban hacia nuevos lavaderos, éste crecía, se afirmaba e incluso pensaban cambiarle el nombre por uno más digno. Cuando terminara el invierno volverían a subir hacia los faldeos de la sierra nuevas oleadas de aventureros y la otra madame se estaba preparando. Joe Rompehuesos sólo contaba con tres chicas, porque era evidente que el herrero pensaba arrebatarle a Esther, pero ya vería cómo se las arreglaba. Había ganado cierta consideración con su obras de compasión y no deseaba perderla: por primera vez en su agitada existencia se sentía aceptada en una comunidad. Eso era mucho más de lo que tuvo entre holandeses en Pennsylvania y la idea de echar raíces no estaba del todo mal a su edad. Al enterarse de esos planes, Eliza decidió que si Joaquín Andieta -o Murieta- no aparecía en la primavera, tendría que despedirse de sus amigos y seguir buscándolo.
A finales del otoño Tao Chi´en recibió la última carta de Eliza que había pasado de mano en mano durante varios meses siguiendo su rastro hasta San Francisco. Había dejado Sacramento en abril. El invierno en esa ciudad se le hizo eterno, sólo lo sostuvieron las cartas de Eliza, que llegaban esporádicamente, la esperanza de que el espíritu de Lin lo ubicara y su amistad con el otro "zhong yi". Había conseguido libros de medicina occidental y asumía encantado la paciente tarea de traducirlos línea por línea a su amigo, así ambos absorbían al mismo tiempo esos conocimientos tan diferentes a los suyos. Se enteraron que en Occidente poco se sabía de plantas fundamentales, de prevenir enfermedades o del "qi", la energía del cuerpo no se mencionaba en esos textos, pero estaban mucho más avanzados en otros aspectos. Con su amigo pasaba días comparando y discutiendo, pero el estudio no fue suficiente consuelo; le pesaba tanto el aislamiento y la soledad, que abandonó su casucha de tablas y su jardín de plantas medicinales y se trasladó a vivir en un hotel de chinos, donde al menos oía su lengua y comía a su gusto. A pesar de que sus clientes eran muy pobres y a menudo los atendía gratis, había ahorrado dinero. Si Eliza regresara se instalarían en una buena casa, pensaba, pero mientras estuviera solo el hotel bastaba. El otro "zhong yi" planeaba encargar una joven esposa a China e instalarse definitivamente en los Estados Unidos, porque a pesar de su condición de extranjero, allí podía tener mejor vida que en su país. Tao Chi´en lo advirtió contra la vanidad de los "lirios dorados", especialmente en América, donde se caminaba tanto y los "fan güey" se burlarían de una mujer con pies de muñeca. "Pídale al agente que le traiga una esposa sonriente y sana, todo lo demás no importa", le aconsejó, pensando en el breve paso por este mundo de su inolvidable Lin y en cuanto más feliz hubiera sido con los pies y los pulmones fuertes de Eliza. Su mujer andaba perdida, no sabía ubicarse en esa tierra extraña. La invocaba en sus horas de meditación y en sus poesías, pero no volvió a aparecer ni siquiera en sus sueños. La última vez que estuvo con ella fue aquel día en la bodega del barco, cuando ella lo visitó con su vestido de seda verde y las peonías en el peinado para pedirle que salvara a Eliza, pero eso había sido a la altura del Perú y desde entonces había pasado tanta agua, tierra y tiempo, que Lin seguramente vagaba confundida. Imaginaba al dulce espíritu buscándolo en ese vasto continente desconocido sin lograr ubicarlo. Por sugerencia del "zhong yi" mandó pintar un retrato de ella a un artista recién llegado de Shanghai, un verdadero genio del tatuaje y el dibujo, quien siguió sus precisas instrucciones, pero el resultado no hacía justicia a la transparente hermosura de Lin. Tao Chi´en formó un pequeño altar con el cuadro, frente al cual se sentaba a llamarla. No entendía por qué la soledad, que antes consideraba una bendición y un lujo, ahora le resultaba intolerable. El peor inconveniente de sus años de marinero había sido la falta de un espacio privado para la quietud o el silencio, pero ahora que lo tenía deseaba compañía. Sin embargo la idea de encargar una novia le parecía un disparate. Una vez antes los espíritus de sus antepasados le habían conseguido una esposa perfecta, pero tras esa aparente buena fortuna había una maldición oculta. Conoció el amor correspondido y ya nunca más volverían los tiempos de la inocencia, cuando cualquier mujer con pies pequeños y buen carácter le parecía suficiente. Se creía condenado a vivir del recuerdo de Lin, porque ninguna otra podría ocupar su lugar con dignidad. No deseaba una sirvienta o una concubina. Ni siquiera la necesidad de tener hijos para que honraran su nombre y cuidaran su tumba le servía de aliciente. Trató de explicárselo a su amigo, pero se enredó en el lenguaje, sin palabras en su vocabulario para expresar ese tormento. La mujer es una criatura útil para el trabajo, la maternidad y el placer, pero ningún hombre culto e inteligente pretendería hacer de ella su compañera, le había dicho su amigo la única vez que le confió sus sentimientos. En China bastaba echar una mirada alrededor para entender tal razonamiento, pero en América las relaciones entre esposos parecían diferentes. De partida, nadie tenía concubinas, al menos abiertamente. Las pocas familias de "fan güey" que Tao Chi´en había conocido en esa tierra de hombres solos, le resultaban impenetrables. No podía imaginar cómo funcionaban en la intimidad, dado que aparentemente los maridos consideraban a sus mujeres como iguales. Era un misterio que le interesaba explorar, como tantos otros en ese extraordinario país.
Las primeras cartas de Eliza llegaron al restaurante y como la comunidad china conocía a Tao Chi´en, no tardaron en entregárselas. Esas largas cartas, llenas de detalles, eran su mejor compañía. Recordaba a Eliza sorprendido de su añoranza, porque nunca pensó que la amistad con una mujer fuera posible y menos con una de otra cultura. La había visto casi siempre en ropas masculinas, pero le parecía totalmente femenina y le extrañaba que los demás aceptaran su aspecto sin hacer preguntas. "Los hombres no miran a los hombres y las mujeres creen que soy un chico afeminado" le había escrito ella en una carta. Para él, en cambio, era la muchacha vestida de blanco a quien quitó el corsé en una casucha de pescadores en Valparaíso, la enferma que se entregó sin reservas a sus cuidados en la bodega del barco, el cuerpo tibio pegado al suyo en las noches heladas bajo un techo de lona, la voz alegre canturreando mientras cocinaba y el rostro de expresión grave cuando lo ayudaba a curar a los heridos. Ya no la veía como una niña, sino como una mujer, a pesar de sus huesitos de nada y su cara infantil. Pensaba en cómo cambió al cortarse el cabello y se arrepentía de no haber guardado su trenza, idea que se le ocurrió entonces, pero la descartó como una forma bochornosa de sentimentalismo. Al menos ahora podría tenerla en sus manos para invocar la presencia de esa amiga singular. En su práctica de meditación nunca dejaba de enviarle energía protectora para ayudarla a sobrevivir las mil muertes y desgracias posibles que procuraba no formular, porque sabía que quien se complace en pensar en lo malo, acaba por convocarlo. A veces soñaba con ella y amanecía sudando, entonces echaba la suerte con sus palitos del I Chin para ver lo invisible. En los ambiguos mensajes Eliza aparecía siempre en marcha hacia la montaña, eso lo tranquilizaba un poco.
En setiembre de 1850 le tocó participar en una ruidosa celebración patriótica cuando California se convirtió en otro Estado de la Unión. La nación americana abarcaba ahora todo el continente, desde el Atlántico hasta el Pacífico. Para entonces la fiebre del oro empezaba a transformarse en una inmensa desilusión colectiva y Tao veía masas de mineros debilitados y pobres, aguardando turno para embarcarse de vuelta a sus pueblos. Los periódicos calculaban en más de noventa mil los que retornaban. Ya no desertaban los marineros, por el contrario, no alcanzaban las naves para llevarse a todos los que deseaban partir. Uno de cada cinco mineros había muerto ahogado en los ríos, de enfermedad o de frío; muchos perecían asesinados o se daban un balazo en la sien. Todavía llegaban extranjeros, embarcados con meses de anterioridad, pero el oro ya no estaba al alcance de cualquier audaz con una batea, una pala y un par de botas, el tiempo de los héroes solitarios estaba terminando y en su lugar se instalaban poderosas compañías provistas de máquinas capaces de partir montañas con chorros de agua. Los mineros trabajaban a sueldo y los que se hacían ricos eran los empresarios, tan ávidos de fortuna súbita como los aventureros del 49, pero mucho más astutos, como aquel sastre judío de apellido Levy, que fabricaba pantalones de tela gruesa con doble costura y remaches metálicos, uniforme obligado de los trabajadores. Mientras muchos se marchaban, los chinos, en cambio, seguían llegando como silenciosas hormigas. A menudo Tao Chi´en traducía los periódicos en inglés para su amigo, el "zhong yi", a quien le gustaban especialmente los artículos de un tal Jacob Freemont, porque coincidían con sus propias opiniones:
"Millares de argonautas regresan a sus casas derrotados, pues no han conseguido el Vellocino de Oro y su Odisea se ha tornado en tragedia, pero muchos otros, aunque pobres, se quedan porque ya no pueden vivir en otra parte. Dos años en esta tierra salvaje y hermosa transforman a los hombres. Los peligros, la aventura, la salud y la fuerza vital que se gozan en California no se encuentran en ningún lugar. El oro cumplió su función: atrajo a los hombres que están conquistando este territorio para convertirlo en la Tierra Prometida. Eso es irrevocable…", escribía Freemont.
Para Tao Chi´en, sin embargo, vivían en un paraíso de codiciosos, gente materialista e impaciente cuya obsesión era enriquecerse a toda prisa. No había alimento para el espíritu y en cambio prosperaban la violencia y la ignorancia. De esos males derivaban todos los demás, estaba convencido. Había visto mucho en sus veintisiete años y no se consideraba mojigato, pero le chocaba la debacle de las costumbres y la impunidad del crimen. Un lugar así estaba destinado a sucumbir en la ciénaga de sus propios vicios, sostenía. Había perdido la esperanza de encontrar en América la paz tan ansiada, definitivamente no era un lugar para un aspirante a sabio. ¿Por qué entonces lo atraía de tal modo? Debía evitar que esa tierra lo embrujara, tal como ocurría a cuantos la pisaban; pretendía regresar a Hong Kong o visitar a su amigo Ebanizer Hobbs en Inglaterra para estudiar y practicar juntos. En los años transcurridos desde que fuera secuestrado a bordo del "Liberty", había escrito varias cartas al médico inglés, pero como andaba navegando, no obtuvo respuesta por mucho tiempo, hasta que al fin en Valparaíso, en febrero de 1849, el capitán John Sommers recibió una carta suya y se la entregó. En ella su amigo le contaba que estaba dedicado a la cirugía en Londres, aunque su verdadera vocación eran las enfermedades mentales, un campo novedoso apenas explorado por la curiosidad científica.
En "Dai Fao", la "ciudad grande", como llamaban los chinos a San Francisco, planeaba trabajar durante un tiempo y luego embarcarse rumbo a China, en caso que Ebanizer Hobbs no respondiera pronto a su última carta. Le asombró ver cómo había cambiado San Francisco en poco más de un año. En vez del fragoroso campamento de casuchas y tiendas que había conocido, lo recibió una ciudad con calles bien trazadas y edificios de varios pisos, organizada y próspera, donde por todas partes se levantaban nuevas viviendas. Un incendio monstruoso había destruido varias manzanas tres meses antes, todavía se veían restos de edificios carbonizados, pero aún no habían enfriado las brasas cuando ya estaban todos martillo en mano reconstruyendo. Había hoteles de lujo con verandas y balcones, casinos, bares y restaurantes, coches elegantes y una muchedumbre cosmopolita, mal vestida y mal agestada, entre la cual sobresalían los sombreros de copa de unos pocos dandis. El resto eran tipos barbudos y embarrados, con aire de truhanes, pero allí nadie era lo que parecía, el estibador del muelle podía ser un aristócrata latinoamericano y el cochero un abogado de Nueva York. Al minuto de conversación con cualquiera de esos tipos patibularios se podía descubrir a un hombre educado y fino, quien al menor pretexto sacaba del bolsillo una sobada carta de su mujer para mostrarla con lágrimas en los ojos. Y también ocurría al revés: el petimetre acicalado escondía un cabrón bajo el traje bien cortado. No le tocó ver escuelas en su trayecto por el centro, en cambio vio niños que trabajaban como adultos cavando hoyos, transportando ladrillos, arreando mulas y lustrando botas, pero apenas soplaba la ventolera del mar corrían a encumbrar volantines. Más tarde se enteró que muchos eran huérfanos y vagaban por las calles en pandillas hurtando comida para sobrevivir. Todavía escaseaban las mujeres y cuando alguna pisaba airosa la calle, el tráfico se detenía para dejarla pasar. Al pie del cerro Telegraph, donde había un semáforo con banderas para señalar la procedencia de los barcos que entraban a la bahía, se extendía un barrio de varias cuadras en el cual no faltaban mujeres: era la zona roja, controlada por los rufianes de Australia, Tasmania y Nueva Zelanda. Tao Chi´en había oído de ellos y sabía que no era un lugar donde un chino pudiera aventurarse solo después de la puesta de sol. Atisbando las tiendas vio que el comercio ofrecía los mismos productos que había visto en Londres. Todo llegaba por mar, incluso un cargamento de gatos para combatir las ratas, que se vendieron uno a uno como artículos de lujo. El bosque de mástiles de los barcos abandonados en la bahía estaba reducido a una décima parte, porque muchos habían sido hundidos para rellenar el terreno y construir encima o estaban convertidos en hoteles, bodegas, cárceles y hasta un asilo para locos, donde iban a morir los infortunados que se perdían en los delirios irremediables del alcohol. Hacía mucha falta, porque antes ataban a los lunáticos a los árboles.
Tao Chi´en se dirigió al barrio chino y comprobó que los rumores eran ciertos: sus compatriotas habían construido una ciudad completa en el corazón de San Francisco, donde se hablaba mandarín y cantonés, los avisos estaban escritos en chino y sólo chinos había por todas partes: la ilusión de encontrarse en el Celeste Imperio era perfecta. Se instaló en un hotel decente y se dispuso a practicar su oficio de médico por el tiempo necesario para juntar algo más de dinero, porque tenía un largo viaje por delante. Sin embargo algo ocurrió que echaría por tierra sus planes y lo retendría en esa ciudad. "Mi karma no era encontrar paz en un monasterio de las montañas, como a veces soñé, sino pelear una guerra sin tregua y sin fin" concluyó muchos años más tarde, cuando pudo mirar su pasado y ver con claridad los caminos recorridos y los que le faltaban por recorrer. Meses después recibió la última carta de Eliza en un sobre muy manoseado.
Paulina Rodríguez de Santa Cruz descendió del "Fortuna" como una emperatriz, rodeada de su séquito y con un equipaje de noventa y tres baúles. El tercer viaje del capitán John Sommers con el hielo había sido un verdadero tormento para él, el resto de los pasajeros y la tripulación. Paulina hizo saber a todo el mundo que el barco era suyo y para probarlo contradecía al capitán y daba órdenes arbitrarias a los marineros. Ni siquiera tuvieron el alivio de verla mareada, porque su estómago de elefanta resistió la navegación sin más consecuencias que un incremento del apetito. Sus hijos solían perderse en los vericuetos de la nave, a pesar de que las nanas no les quitaban los ojos de encima, y cuando eso sucedía sonaban las alarmas a bordo y debían detener la marcha, porque la desesperada madre chillaba que habían caído al agua. El capitán procuraba explicarle con la máxima delicadeza que si ése era el caso había que resignarse, ya se los habría tragado el Pacífico, pero ella mandaba echar los botes de salvamento al mar. Las criaturas aparecían tarde o temprano y al cabo de unas cuantas horas de tragedia podían proseguir el viaje. En cambio su antipático perro faldero resbaló un día y cayó al océano delante de varios testigos, que se quedaron mudos. En el muelle de San Francisco la aguardaba su marido y su cuñado con una fila de coches y carretas para transportar a la familia y los baúles. La nueva residencia construida para ella, una elegante casa victoriana, había llegado en cajas de Inglaterra con las piezas numeradas y un plano para armarla; también importaron el papel mural, muebles, arpa, piano, lámparas y hasta figuras de porcelana y cuadros bucólicos para decorarla. A Paulina no le gustó. Comparada con su mansión de los mármoles en Chile parecía una casita de muñecas que amenazaba con desmoronarse cuando se apoyaba en la pared, pero por el momento no había alternativa. Le bastó una mirada a la efervescente ciudad para darse cuenta de sus posibilidades.
– Aquí nos vamos a instalar, Feliciano. Los primeros en llegar se convierten en aristocracia a la vuelta de los años.
– Eso ya lo tienes en Chile, mujer.
– Yo sí, pero tú no. Créeme, ésta será la ciudad más importante del Pacífico.
– ¡Formada por canallas y putas!
– Exactamente. Son los más ansiosos de respetabilidad. No habrá nadie más respetable que la familia Cross. Lástima que los gringos no puedan pronunciar tu verdadero apellido. Cross es nombre de fabricante de quesos. Pero en fin, supongo que no se puede tener todo…
El capitán John Sommers se dirigió al mejor restaurante de la ciudad, dispuesto a comer y beber bien para olvidar las cinco semanas en compañía de esa mujer. Traía varios cajones con las nuevas ediciones ilustradas de libros eróticos. El éxito de los anteriores había sido estupendo y esperaba que su hermana Rose recuperara el ánimo para la escritura. Desde la desaparición de Eliza se había sumido en la tristeza y no había vuelto a coger la pluma. También a él le había cambiado el humor. Me estoy poniendo viejo, carajo, decía, al sorprenderse perdido en nostalgias inútiles. No había tenido tiempo de gozar a esa hija suya, de llevársela a Inglaterra, como había planeado; tampoco alcanzó a decirle que era su padre. Estaba harto de engaños y misterios. Ese negocio de los libros era otro de los secretos familiares. Quince años antes, cuando su hermana le confesó que a espaldas de Jeremy escribía impúdicas historias para no morirse de aburrimiento, se le ocurrió publicarlas en Londres, donde el mercado del erotismo había prosperado, junto con la prostitución y los clubes de flagelantes, a medida que se imponía la rígida moral victoriana. En una remota provincia de Chile, sentada ante un coqueto escritorio de madera rubia, sin más fuente de inspiración que los recuerdos mil veces aumentados y perfeccionados de un único amor, su hermana producía novela tras novela firmadas por "una dama anónima". Nadie creía que esas ardientes historias, algunas con un toque evocativo del Marqués de Sade, ya clásicas en su género, fueran escritas por una mujer. A él tocaba la tarea de llevar los manuscritos al editor, vigilar las cuentas, cobrar las ganancias y depositarlas en un banco en Londres para su hermana. Era su manera de pagarle el favor inmenso que le había hecho al recoger a su hija y callarse la boca. Eliza… No podía recordar a la madre, si bien de ella debió heredar sus rasgos físicos, de él tenía sin duda el ímpetu por la aventura. ¿Dónde estaría? ¿Con quién? Rose insistía en que había partido a California tras un amante, pero mientras más tiempo pasaba, menos lo creía. Su amiga Jacob Todd -Freemont, ahora- que había hecho de la búsqueda de Eliza una misión personal, aseguraba que nunca pisó San Francisco.
Freemont se encontró con el capitán para cenar y luego lo invitó a un espectáculo frívolo en uno de los garitos de baile de la zona roja. Le contó que Ah Toy, la china que habían vislumbrado por unos agujeros en la pared, tenía ahora una cadena de burdeles y un "salón" muy elegante, donde se ofrecían las mejores chicas orientales, algunas de apenas once años, entrenadas para satisfacer todos los caprichos, pero no era allí donde irían, sino a ver las danzarinas de un harén de Turquía, dijo. Poco después fumaban y bebían en un edificio de dos pisos decorado con mesones de mármol, bronces pulidos y cuadros de ninfas mitológicas perseguidas por faunos. Mujeres de varias razas atendían a la clientela, servían licor y manejaban las mesas de juego, bajo la mirada vigilante de chulos armados y vestidos con estridente afectación. A ambos costados del salón principal, en recintos privados, se apostaba fuerte. Allí se reunían los tigres del juego para arriesgar millares en una noche: políticos, jueces, comerciantes, abogados y criminales, todos nivelados por la misma manía. El espectáculo oriental resultó un fiasco para el capitán, quien había visto la auténtica danza del vientre en Estambul y adivinó que esas torpes muchachas seguramente pertenecían a la última partida de pindongas de Chicago recién arribadas a la ciudad. La concurrencia, compuesta en su mayoría por rústicos mineros incapaces de ubicar Turquía en un mapa, enloquecieron de entusiasmo ante esas odaliscas apenas cubiertas por unas falditas de cuentas. Aburrido, el capitán se dirigió a una de las mesas de juego, donde una mujer repartía con increíble destreza las cartas del "monte". Se le acercó otra y cogiéndolo del brazo le sopló una invitación al oído. Se volvió a mirarla. Era una sudamericana rechoncha y vulgar, pero con una expresión de genuina alegría. Iba a despedirla, porque planeaba pasar el resto de la noche en uno de los salones caros, donde había estado en cada una de sus visitas anteriores a San Francisco, cuando sus ojos se fijaron en el escote. Entre los pechos llevaba un broche de oro con turquesas.
– ¡De dónde sacaste eso! -gritó cogiéndola por los hombros con dos zarpas.
– ¡Es mío! Lo compré -balbuceó aterrada.
– ¡Dónde! -y siguió zamarreándola hasta que se acercó uno de los matones.
– ¿Le pasa algo, mister? -amenazó el hombre.
El capitán hizo seña de que quería a la mujer y se la llevó prácticamente en vilo a uno de los cubículos del segundo piso. Cerró la cortina y de una sola bofetada en la cara la lanzó de espaldas sobre la cama.
– Me vas a decir de dónde sacaste ese broche o te voy a volar todos los dientes, ¿está bien claro?
– No lo robé, señor, se lo juro. ¡Me lo dieron!
– ¿Quién te lo dio?
– No me va a creer si se lo digo…
– ¡Quién!
– Una chica, hace tiempo, en un barco…
Y Azucena Placeres no tuvo más remedio que contarle a ese energúmeno que el broche se lo había dado un cocinero chino, en pago por atender a una pobre criatura que se estaba muriendo por un aborto en la cala de un barco en medio del océano Pacífico. A medida que hablaba, la furia del capitán se transformaba en horror.
– ¿Qué pasó con ella? -preguntó John Sommers con la cabeza entre las manos, anonadado.
– No lo sé, señor.
– Por lo que más quieras, mujer, dime qué fue de ella -suplicó él, poniéndole en la falda un fajo de billetes.
– ¿Quién es usted?
– Soy su padre.
– Murió desangrada y echamos el cuerpo al mar. Se lo juro, es la verdad -replicó Azucena Placeres sin vacilar, porque pensó que si esa desventurada había cruzado medio mundo escondida en un hoyo como una rata, sería una imperdonable canallada de su parte lanzar al padre tras su huella.
Eliza pasó el verano en el pueblo, porque entre una cosa y otra, fueron pasando los días. Primero a Babalú, el Malo, le dio un ataque fulminante de disentería, que produjo pánico, porque la epidemia se suponía controlada. Desde hacía meses no había casos que lamentar, salvo el fallecimiento de un niño de dos años, la primera criatura que nacía y moría en ese lugar de paso para advenedizos y aventureros. Ese chico puso un sello de autenticidad al pueblo, ya no era un campamento alucinado con una horca como único derecho a figurar en los mapas, ahora contaba con un cementerio cristiano y la pequeña tumba de alguien cuya vida había transcurrido allí. Mientras el galpón estuvo convertido en hospital se salvaron milagrosamente de la peste, porque Joe no creía en contagios, decía que todo es cuestión de suerte: el mundo está lleno de pestes, unos las agarran y otros no. Por lo mismo no tomaba precauciones, se dio el lujo de ignorar las advertencias de sentido común del médico y sólo a regañadientes hervía a veces el agua de beber. Al trasladarse a una casa hecha y derecha todos se sintieron seguros; si no se habían enfermado antes, menos sucedería ahora. A los pocos días de caer Babalú, les tocó a la Rompehuesos, las chicas de Missouri y la bella mexicana. Sucumbieron con una cagantina repugnante, calenturas de fritanga y tiritones incontrolables, que en el caso de Babalú remecían la casa. Entonces se presentó James Morton, vestido de domingo, a pedir formalmente la mano de Esther.
– Ay, hijo, no podías haber elegido un peor momento -suspiró la Rompehuesos pero estaba demasiado enferma para oponerse y dio su consentimiento entre lamentos.
Esther repartió sus cosas entre sus compañeras, porque nada quiso llevar a su nueva vida, y se casó ese mismo día sin muchas formalidades, escoltada por Tom Sin Tribu y Eliza, los únicos sanos de la compañía. Una doble fila de sus antiguos clientes se formó a ambos lados de la calle cuando pasó la pareja, disparando tiros al aire y vitoreándolos. Se instaló en la herrería, determinada a convertirla en hogar y a olvidar el pasado, pero se daba maña para acudir a diario a visitar la casa de Joe, llevando comida caliente y ropa limpia para los enfermos. Sobre Eliza y Tom Sin Tribu recayó la ingrata tarea de cuidar a los demás habitantes de la casa. El doctor del pueblo, un joven de Philadelphia que llevaba meses advirtiendo que el agua estaba contaminada con desperdicios de los mineros río arriba sin que nadie le diera boleto, declaró el recinto de Joe en cuarentena. Las finanzas se fueron al diablo y no pasaron hambre gracias a Esther y los regalos anónimos que aparecían misteriosamente en la puerta: un saco de frijoles, unas libras de azúcar, tabaco, bolsitas de oro en polvo, unos dólares de plata. Para ayudar a sus amigos, Eliza recurrió a lo aprendido de Mama Fresia en su infancia y de Tao Chi´en en Sacramento, hasta que por fin uno a uno fueron recuperándose, aunque anduvieron durante un buen tiempo trastablilleantes y confundidos. Babalú, el Malo, fue quien más padeció, su corpachón de cíclope no estaba acostumbrado a la mala salud, adelgazó y las carnes le quedaron colgando de tal manera que hasta sus tatuajes perdieron la forma.
En esos días salió en el periódico local una breve noticia sobre un bandido chileno o mexicano, no había certeza, llamado Joaquín Murieta, quien estaba adquiriendo cierta fama a lo largo y ancho de la Veta Madre. Para entonces imperaba la violencia en la región del oro. Desilusionados al comprender que la fortuna súbita, como un milagro de burla, sólo había tocado a muy pocos, los americanos acusaban a los extranjeros de codiciosos y de enriquecerse sin contribuir a la prosperidad del país. El licor los enardecía y la impunidad para aplicar castigos a su amaño les daba una sensación irracional de poder. Jamás se condenaba a un yanqui por crímenes contra otras razas, peor aún, a menudo un reo blanco podía escoger su propio jurado. La hostilidad racial se convirtió en odio ciego. Los mexicanos no admitían la pérdida de su territorio en la guerra ni aceptaban ser expulsados de sus ranchos o de las minas. Los chinos soportaban calladamente los abusos, no se iban y continuaban explotando el oro con ganancias de pulga, pero con tan infinita tenacidad que gramo a gramo amasaban riqueza. Millares de chilenos y peruanos, que habían sido los primeros en llegar cuando estalló la fiebre del oro, decidieron regresar a sus países, porque no valía la pena perseguir sus sueños en tales condiciones. Ese año 1850, la legislatura de California aprobó un impuesto a la minería diseñado para proteger a los blancos. Negros e indios quedaron fuera, a menos que trabajaran como esclavos, y los forasteros debían pagar veinte dólares y renovar el registro de su pertenencia mensualmente, lo cual en la práctica resultaba imposible. No podían abandonar los placeres para viajar durante semanas a las ciudades a cumplir con la ley, pero si no lo hacían el "sheriff" ocupaba la mina y la entregaba a un americano. Los encargados de hacer efectivas las medidas eran designados por el gobernador y cobraban sus sueldos del impuesto y las multas, método perfecto para estimular la corrupción. La ley sólo se aplicaba contra extranjeros de piel oscura, a pesar de que los mexicanos tenían derecho a la ciudadanía americana, según el tratado que puso fin a la guerra en 1848. Otro decreto acabó de rematarlos: la propiedad de sus ranchos, donde habían vivido por generaciones, debía ser ratificada por un tribunal en San Francisco. El procedimiento demoraba años y costaba una fortuna, además los jueces y alguaciles eran a menudo los mismos que se habían apoderado de los predios. En vista de que la justicia no los amparaba, algunos se colocaron fuera de ella, asumiendo a fondo el papel de malhechores. Quienes antes se contentaban con robar ganado, ahora atacaban a mineros y viajeros solitarios. Ciertas bandas se hicieron célebres por su crueldad, no sólo robaban a sus víctimas, también se divertían torturándolas antes de asesinarlas. Se hablaba de un bandolero particularmente sanguinario, a quien se le atribuía, entre otros delitos, la muerte espantosa de dos jóvenes americanos. Encontraron sus cuerpos atados a un árbol con huellas de haber sido usados como blanco para lanzar cuchillos; también les habían cortado la lengua, reventado los ojos y arrancado la piel antes de abandonarlos vivos para que murieran lentamente. Llamaban al criminal Jack Tres-Dedos y se decía que era la mano derecha de Joaquín Murieta.
Sin embargo, no todo era salvajismo, también se desarrollaban las ciudades y brotaban pueblos nuevos, se instalaban familias, nacían periódicos, compañías de teatro y orquestas, construían bancos, escuelas y templos, trazaban caminos y mejoraban las comunicaciones. Había servicio de diligencias y el correo se repartía con regularidad. Iban llegando mujeres y florecía una sociedad con aspiración de orden y moral, ya no era la debacle de hombres solos y prostitutas del comienzo, se procuraba implantar la ley y volver a la civilización olvidada en el delirio del oro fácil. Al pueblo le pusieron un nombre decoroso en una solemne ceremonia con banda de música y desfile, a la cual asistió Joe Rompehuesos vestida de mujer por primera vez y respaldada por toda su compañía. Las esposas recién llegadas hacían respingos ante las "caras pintadas", pero como Joe y sus chicas habían salvado la vida de tantos durante la epidemia, pasaban por alto sus actividades. En cambio contra el otro burdel desataron una guerra inútil, porque todavía había una mujer por cada nueve hombres. A fines del año James Morton dio la bienvenida a cinco familias de cuáqueros, que cruzaron el continente en vagones tirados por bueyes y no venían por el oro, sino atraídos por la inmensidad de aquella tierra virgen. 97
Eliza ya no sabía qué pista seguir. Joaquín Andieta se había perdido en la confusión de esos tiempos y en su lugar comenzaba a perfilarse un bandido con la misma descripción física y un nombre parecido, pero que a ella le resultaba imposible identificar con el noble joven a quien amaba. El autor de las cartas apasionadas, que guardaba como su único tesoro, no podía ser el mismo a quien se atribuían crímenes tan feroces. El hombre de sus amores jamás se habría asociado con un desalmado como Jack Tres-Dedos, creía, pero la certeza se le hacía agua en las noches cuando Joaquín se le aparecía con mil máscaras diferentes, trayéndole mensajes contradictorios. Despertaba temblando, acosada por los delirantes espectros de sus pesadillas. Ya no podía entrar y salir a voluntad de los sueños, como le había enseñado en la infancia Mama Fresia, ni descifrar visiones y símbolos, que le quedaban rodando en la cabeza con una sonajera de piedras arrastradas por el río. Escribía incansable en su diario con la esperanza de que al hacerlo las imágenes adquirieran algún significado. Releía las cartas de amor letra a letra, buscando signos aclaratorios, pero el resultado era sólo más perplejidad. Esas cartas constituían la única prueba de la existencia de su amante y se aferraba a ellas para no trastornarse por completo. La tentación de sumergirse en la apatía, como una forma de escapar al tormento de seguir buscando, solía ser irresistible. Dudaba de todo: de los abrazos en el cuarto de los armarios, de los meses enterrada en la bodega del barco, del niño que se le fue en sangre.
Fueron tantos los problemas financieros provocados por el casamiento de Esther con el herrero, que privó a la compañía de un cuarto de sus ingresos de un solo golpe, y por las semanas que pasaron los demás postrados por la disentería, que Joe estuvo a punto de perder la casita, pero la idea de ver a sus palomas trabajando para la competencia le daba ínfulas para seguir luchando contra la adversidad. Habían pasado por el infierno y ella no podía empujarlas de vuelta a esa vida, porque muy a pesar suyo, les había tomado cariño. Siempre se había considerado un grave error de Dios, un hombre metido a la fuerza en un cuerpo de mujer, por lo mismo no entendía esa especie de instinto maternal que le había brotado cuando menos le convenía. Cuidaba a Tom Sin Tribu celosamente, pero le gustaba señalar que lo hacía "como un sargento". Nada de mimos, no estaban en su carácter, y además el niño debía hacerse fuerte como sus antepasados; los melindres sólo servían para jorobar la virilidad, advertía a Eliza cuando la encontraba con el chiquillo en los brazos contándole cuentos chilenos. Esa ternura nueva por sus palomas resultaba un serio inconveniente y para colmo ellas se daban cuenta y habían empezado a llamarla "madre". El apodo le reventaba, se los había prohibido, pero no le hacían caso. "Tenemos una relación comercial, carajo. No puedo ser más clara: mientras trabajen tendrán ingresos, techo, comida y protección, pero el día que se enfermen, se me pongan flojas o les salgan arrugas y canas ¡adiós! Nada más fácil que reemplazarlas, el mundo está lleno de mujerzuelas", mascullaba. Y entonces, de repente, llegaba a enredarle la existencia ese sentimiento dulzón, que ninguna alcahueta en su sano juicio podía permitirse. "Estas vainas te pasan por ser buena gente" se burlaba Babalú, el Malo. Y así era, porque mientras ella había gastado un tiempo precioso cuidando enfermos que ni siquiera conocía de nombre, la otra madame del pueblo no admitió a nadie con la peste cerca de su local. Joe estaba cada vez más pobre, mientras la otra había engordado, tenía el pelo teñido de rubio y un amante ruso diez años más joven, con músculos de atleta y un diamante incrustado en un diente, había ampliado el negocio y los fines de semana los mineros se alineaban ante su puerta con el dinero en una mano y el sombrero en la otra, pues ninguna mujer, por muy bajo que hubiera descendido, toleraba el sombrero puesto. Definitivamente no había futuro en esa profesión, sostenía Joe: la ley no las amparaba, Dios las había olvidado y por delante sólo se vislumbraba vejez, pobreza y soledad. Se le ocurrió la idea de dedicarse a lavar ropa y hacer tartas para vender, manteniendo siempre el negocio de las mesas de juego y los libros cochinos, pero sus chicas no estaban dispuestas a ganarse la vida en labores tan rudas y mal pagadas.
– Este es un oficio de mierda, niñas. Cásense, estudien para maestras, ¡hagan algo con sus vidas y no me jodan más! -suspiraba tristemente.
También Babalú, el Malo, estaba cansado de hacer de chulo y guardaespaldas. La vida sedentaria lo aburría y la Rompehuesos había cambiado tanto, que poco sentido tenía seguir trabajando juntos. Si ella había perdido entusiasmo por la profesión, ¿qué le quedaba a él? En los momentos desesperados confiaba en el Chilenito y los dos se entretenían haciendo planes fantásticos para emanciparse: iban a montar un espectáculo ambulante, hablaban de comprar un oso y entrenarlo en el boxeo para ir de pueblo en pueblo desafiando a los bravos a batirse a puñetes con el animal. Babalú andaba tras la aventura y Eliza pensaba que era buen pretexto para viajar acompañada en busca de Joaquín Andieta. Fuera de cocinar y tocar el piano no había mucha actividad donde la Rompehuesos, también a ella el ocio la ponía de mal humor. Deseaba recuperar la libertad inmensa de los caminos, pero se había encariñado con esa gente y la idea de separarse de Tom Sin Tribu le partía el corazón. El niño ya leía de corrido y escribía aplicadamente, porque Eliza lo había convencido de que cuando creciera debía estudiar para abogado y defender los derechos de los indios, en vez de vengar a los muertos a balazos, como pretendía Joe. "Así serás un guerrero mucho más poderoso y los gringos te tendrán miedo", le decía. Aún no se reía, pero en un par de ocasiones, cuando se instalaba a su lado para que ella le rascara la cabeza, se había dibujado la sombra de una sonrisa en su rostro de indio enojado.
Tao Chi´en se presentó en la casa de Joe Rompehuesos a las tres de la tarde de un miércoles de diciembre. Abrió la puerta Tom Sin Tribu, lo hizo pasar a la sala, desocupada a esa hora, y se fue a llamar a las palomas. Poco después se presentó la bella mexicana en la cocina, donde el Chilenito amasaba el pan, para anunciar que había un chino preguntando por Elías Andieta, pero ella estaba tan distraída con el trabajo y el recuerdo de los sueños de la noche anterior, donde se confundían mesas de lotería y ojos reventados, que no le prestó atención.
– Te digo que hay un chino esperándote -repitió la mexicana y entonces el corazón de Eliza dio una patada de mula en su pecho.
– ¡Tao! -gritó y salió corriendo.
Pero al entrar a la sala se encontró frente a un hombre tan diferente, que tardó unos segundos en reconocer a su amigo. Ya no tenía su coleta, llevaba el pelo corto, engominado y peinado hacia atrás, usaba unos lentes redondos con marco metálico, traje oscuro con levita, chaleco de tres botones y pantalones aflautados. En un brazo sostenía un abrigo y un paraguas, en la otra mano un sombrero de copa.
– ¡Dios mío, Tao! ¿Qué te pasó? 95
– En América hay que vestirse como los americanos -sonrió él.
En San Francisco lo habían atacado tres matones y antes que alcanzara a desprender su cuchillo del cinto, lo aturdieron de un trancazo por el gusto de divertirse a costa de un "celestial". Al despercudirse se encontró tirado en un callejón, embadurnado de inmundicias, con su coleta mochada y envuelta en torno al cuello. Entonces tomó la decisión de mantener el cabello corto y vestirse como los "fan güey". Su nueva figura destacaba en la muchedumbre del barrio chino, pero descubrió que lo aceptaban mucho mejor afuera y abrían las puertas de lugares que antes le estaban vedados. Era posiblemente el único chino con tal aspecto en la ciudad. La trenza se consideraba sagrada y la decisión de cortársela probaba el propósito de no volver a China e instalarse de firme en América, una imperdonable traición al emperador, la patria y los antepasados. Sin embargo, su traje y su peinado también causaban cierta maravilla, pues indicaban que tenía acceso al mundo de los americanos. Eliza no podía quitarle los ojos de encima: era un desconocido con quien tendría que volver a familiarizarse desde un principio. Tao Chi´en se inclinó varias veces en su saludo habitual y ella no se atrevió a obedecer el impulso de abrazarlo que le quemaba la piel. Había dormido lado a lado con él muchas veces, pero jamás se habían tocado sin la excusa del sueño.
– Creo que me gustabas más cuando eras chino de arriba abajo, Tao. Ahora no te conozco. Déjame que te huela -le pidió.
No se movió, turbado, mientras ella lo olisqueaba como un perro a su presa, reconociendo por fin la tenue fragancia de mar, el mismo olor confortante del pasado. El corte de pelo y la ropa severa lo hacían verse mayor, ya no tenía ese aire de soltura juvenil de antes. Había adelgazado y parecía más alto, los pómulos se marcaban en su rostro liso. Eliza observó su boca con placer, recordaba perfectamente su sonrisa contagiosa y sus dientes perfectos, pero no la forma voluptuosa de sus labios. Notó una expresión sombría en su mirada, pero pensó que era efecto de los lentes.
– ¡Qué bueno es verte, Tao! -y se le llenaron los ojos de lágrimas.
– No pude venir antes, no tenía tu dirección.
– También me gustas ahora. Pareces un sepulturero, pero uno guapo.
– A eso me dedico ahora, a sepulturero -sonrió él-. Cuando me enteré que vivías en este lugar, pensé que se habían cumplido los pronósticos de Azucena Placeres. Decía que tarde o temprano acabarías como ella.
– Te expliqué en la carta que me gano la vida tocando el piano.
– ¡Increíble!
– ¿Por qué? Nunca me has oído, no toco tan mal. Y si pude pasar por un chino sordomudo, igual puedo pasar por un pianista chileno.
Tao Chi´en se echó a reír sorprendido, porque era la primera vez que se sentía contento en meses.
– ¿Encontraste a tu enamorado?
– No. Ya no sé dónde buscarlo.
– Tal vez no merece que lo encuentres. Ven conmigo a San Francisco.
– No tengo nada que hacer en San Francisco…
– ¿Y aquí? Ya comenzó el invierno, en un par de semanas los caminos serán intransitables y este pueblo estará aislado.
– Es muy aburrido ser tu hermanito bobo, Tao.
– Hay mucho que hacer en San Francisco, ya lo verás, y no tienes que vestirte de hombre, ahora se ven mujeres por todas partes.
– ¿En qué quedaron tus planes de volver a China?
– Postergados. No puedo irme todavía.
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"Sing song girls"
En el verano de 1851 Jacob Freemont decidió entrevistar a Joaquín Murieta. Los bandoleros y los incendios eran los temas de moda en California, mantenían a la gente aterrada y a la prensa ocupada. El crimen se había desatado y era conocida la corrupción de la policía, compuesta en su mayoría por malhechores más interesados en amparar a sus compinches que a la población. Después de otro violento incendio, que destruyó buena parte de San Francisco, se creó un Comité de Vigilantes formado por furibundos ciudadanos y encabezado por el inefable Sam Brannan, el mormón que en 1848 regó la noticia del descubrimiento de oro. Las compañías de bomberos corrían arrastrando con cuerdas los carros de agua cerro arriba y cerro abajo, pero antes de llegar a un edificio, el viento había impulsado las llamas al del lado. El fuego comenzó cuando los "galgos" australianos ensoparon de keroseno la tienda de un comerciante, que se negó a pagarles protección, y luego le atracaron una antorcha. Dada la indiferencia de las autoridades, el Comité decidió actuar por cuenta propia. Los periódicos clamaban: "¿Cuántos crímenes se han cometido en esta ciudad en un año? ¿Y quién ha sido ahorcado o castigado por ellos? ¡Nadie! ¿Cuántos hombres han sido baleados y apuñalados, aturdidos y golpeados y a quién se ha condenado por eso? No aprobamos el linchamiento, pero ¿quién puede saber lo que el público indignado hará para protegerse?" Linchamientos, ésa fue exactamente la solución del público. Los vigilantes se lanzaron de inmediato a la tarea y colgaron al primer sospechoso. Los miembros del Comité aumentaban día a día y actuaban con tal frenético entusiasmo, que por primera vez los forajidos se cuidaban de actuar a plena luz del sol. En ese clima de violencia y venganza, la figura de Joaquín Murieta iba en camino a convertirse en un símbolo. Jacob Freemont se encargaba de atizar el fuego de su celebridad; sus artículos sensacionalistas habían creado un héroe para los hispanos y un demonio para los yanquis. Le atribuía una banda numerosa y el talento de un genio militar, decía que peleaba una guerra de escaramuzas contra la cual las autoridades resultaban impotentes. Atacaba con astucia y velocidad, cayendo sobre sus víctimas como una maldición y desapareciendo enseguida sin dejar rastro, para surgir poco después a cien millas de distancia en otro golpe de tan insólita audacia, que sólo podía explicarse con artes de magia. Freemont sospechaba que eran varios individuos y no uno solo, pero se cuidaba de decirlo, eso habría descalabrado la leyenda. En cambio tuvo la inspiración de llamarlo "el Robin Hood de California", con lo cual prendió de inmediato una hoguera de controversia racial. Para los yanquis Murieta encarnaba lo más detestable de los "grasientos"; pero se suponía que los mexicanos lo escondían, le daban armas y suministraban provisiones, porque robaba a los yanquis para ayudar a los de su raza. En la guerra habían perdido los territorios de Texas, Arizona, Nuevo México, Nevada, Utah, medio Colorado y California; para ellos cualquier atentado contra los gringos era un acto de patriotismo. El gobernador advirtió al periódico contra la imprudencia de transformar en héroe a un criminal, pero el nombre ya había inflamado la imaginación del público. A Freemont le llegaban docenas de cartas, incluso la de una joven de Washington dispuesta a navegar medio mundo para casarse con el bandido, y la gente lo detenía en la calle para preguntarle detalles del famoso Joaquín Murieta. Sin haberlo visto nunca, el periodista lo describía como un joven de viril estampa, con las facciones de un noble español y coraje de torero. Había tropezado sin proponérselo con una mina más productiva que muchas a lo largo de la Veta Madre. Se le ocurrió entrevistar al tal Joaquín, si el tipo realmente existía, para escribir su biografía y si fuera un fábula, el tema daba para una novela. Su trabajo como autor consistiría simplemente en escribirla en un tono heroico para gusto del populacho. California necesitaba sus propios mitos y leyendas, sostenía Freemont, era un Estado recién nacido para los americanos, quienes pretendían borrar de un plumazo la historia anterior de indios, mexicanos y californios. Para esa tierra de espacios infinitos y de hombres solitarios, tierra abierta a la conquista y la violación, ¿qué mejor héroe que un bandido? Colocó lo indispensable en una maleta, se apertrechó de suficientes cuadernos y lápices y partió en busca de su personaje. Los riesgos no se le pasaron por la mente, con la doble arrogancia de inglés y de periodista se creía protegido de cualquier mal. Por lo demás, ya se viajaba con cierta comodidad, existían caminos y servicio regular de diligencia conectando los pueblos donde pensaba realizar su investigación, no era como antes, cuando recién comenzó su labor de reportero e iba a lomo de mula abriéndose paso en la incertidumbre de cerros y bosques, sin más guía que unos mapas demenciales con los cuales se podía andar en círculos para siempre. En el trayecto pudo ver los cambios en la región. Pocos se habían enriquecido con el oro, pero gracias a los aventureros llegados por millares, California se civilizaba. Sin la fiebre del oro la conquista del Oeste habría tardado un par de siglos, anotó el periodista en su cuaderno.
Temas no le faltaban, como la historia de aquel joven minero, un chico de dieciocho años que después de pasar penurias durante un largo año, logró juntar diez mil dólares que necesitaba para regresar a Oklahoma y comprar una granja para sus padres. Bajaba hacia Sacramento por los faldeos de la Sierra Nevada en un día radiante, con la bolsa de su tesoro colgada a la espalda, cuando lo sorprendió un grupo de desalmados mexicanos o chilenos, no era seguro. Sólo se sabía con certeza que hablaban español, porque tuvieron el descaro de dejar un letrero en esa lengua, garabateado con un cuchillo sobre un trozo de madera: "mueran los yanquis". No se contentaron con darle una golpiza y robarle, lo ataron desnudo a un árbol y lo untaron con miel. Dos días más tarde, cuando lo encontró una patrulla, estaba alucinando. Los mosquitos le habían devorado la piel.
Freemont puso a prueba su talento para el periodismo morboso con el trágico fin de Josefa, una bella mexicana empleada en un salón de baile. El periodista entró al pueblo de Downieville el Día de la Independencia, y se encontró en medio de la celebración encabezada por un candidato a senador y regada con un río de alcohol. Un minero ebrio se había introducido a viva fuerza en la habitación de Josefa y ella lo había rechazado clavándole su cuchillo de monte medio a medio en el corazón. A la hora en que llegó Jacob Freemont el cuerpo yacía sobre una mesa, cubierto con una bandera americana, y una muchedumbre de dos mil fanáticos enardecidos por el odio racial exigía la horca para Josefa. Impasible, la mujer fumaba su cigarrito como si el griterío no le incumbiera, con su blusa blanca manchada de sangre, recorriendo los rostros de los hombres con abismal desprecio, consciente de la incendiaria mezcla de agresión y deseo sexual que en ellos provocaba. Un médico se atrevió a hablar en su favor, explicando que había actuado en defensa propia y que al ejecutarla también mataban al niño en su vientre, pero la multitud lo hizo callar amenazándolo con colgarlo también. Tres doctores aterrados fueron llevados a viva fuerza para examinar a Josefa y los tres opinaron que no estaba encinta, en vista de lo cual el improvisado tribunal la condenó en pocos minutos. "Matar a estos "grasientos" a tiros no está bien, hay que darles un juicio justo y ahorcarlos con toda la majestad de la ley", opinó uno de los miembros del jurado. A Freemont no le había tocado ver un linchamiento de cerca y pudo describir en exaltadas frases cómo a las cuatro de la tarde quisieron arrastrar a Josefa hacia el puente, donde habían preparado el ritual de la ejecución, pero ella se sacudió altiva y avanzó sola hacia el patíbulo. La bella subió sin ayuda, se amarró las faldas en torno a los tobillos, se colocó la cuerda al cuello, se acomodó las negras trenzas y se despidió con un valiente "adiós señores", que dejó al periodista perplejo y a los demás avergonzados. "Josefa no murió por culpable, sino por mexicana. Es la primera vez que linchan a una mujer en California. ¡Qué desperdicio, cuando hay tan pocas!", escribió Freemont en su artículo.
Siguiendo las huellas de Joaquín Murieta descubrió pueblos establecidos, con escuela, biblioteca, templo y cementerio; otros sin más signos de cultura que un burdel y una cárcel. "Saloons" había en cada uno, eran los centros de la vida social. Allí se Instalaba Jacob Freemont indagando y así fue construyendo con algunas verdades y un montón de mentiras la trayectoria -o la leyenda- de Joaquín Murieta. Los taberneros lo pintaban como un español maldito, vestido de cuero y terciopelo negro, con grandes espuelas de plata y un puñal al cinto, montado en el alazán más brioso que jamás habían visto. Decían que entraba impunemente con una sonajera de espuelas y su séquito de bandoleros, colocaba sus dólares de plata sobre el mesón y ordenaba una ronda de tragos para cada parroquiano. Nadie se atrevía a rechazar el vaso, hasta los hombres más corajudos bebían callados bajo la mirada relampagueante del villano. Para los alguaciles, en cambio, nada había de rumboso en el personaje, se trataba sólo de un vulgar asesino capaz de las peores atrocidades, que había logrado escabullirse de la justicia porque lo protegían los "grasientos". Los chilenos lo creían uno de ellos, nacido en un lugar llamado Quillota, decían que era leal con sus amigos y jamás olvidaba pagar los favores recibidos, por lo mismo era buena política ayudarlo; pero los mexicanos juraban que provenía del estado de Sonora y era un joven educado, de antigua y noble familia, convertido en malhechor por venganza. Los tahúres lo consideraban experto en "monte", pero lo evitaban porque tenía una suerte loca en las barajas y un puñal alegre que ante la menor provocación aparecía en su mano. Las prostitutas blancas se morían de curiosidad, pues se rumoreaba que aquel mozo, guapo y generoso, poseía una incansable pinga de potro; pero las hispanas no lo esperaban: Joaquín Murieta solía darles propinas inmerecidas, puesto que jamás utilizaba sus servicios, permanecía fiel a su novia, aseguraban. Lo describían de mediana estatura, cabello negro y ojos brillantes como tizones, adorado por su banda, irreductible ante la adversidad, feroz con sus enemigos y gentil con las mujeres. Otros sostenían que tenía el aspecto grosero de un criminal nato y una cicatriz pavorosa le atravesaba la cara; de buen mozo, hidalgo o elegante, nada tenía. Jacob Freemont fue seleccionando las opiniones que se ajustaban mejor a su imagen del bandido y así fue reflejándolo en sus escritos, siempre con suficiente ambigüedad como para retractarse en caso de que alguna vez se topara cara a cara con su protagonista. Anduvo de alto a bajo durante los cuatro meses del verano sin encontrarlo por parte alguna, pero con las diversas versiones construyó una fantástica y heroica biografía. Como no quiso admitirse derrotado, en sus artículos inventaba breves reuniones entre gallos y medianoche, en cuevas de las montañas y en claros del bosque. Total ¿quién iba a contradecirlo? Hombres enmascarados lo conducían a caballo con los ojos vendados, no podía identificarlos pero hablaban español, decía. La misma fervorosa elocuencia que años antes empleaba en Chile para describir a unos indios patagones en Tierra del Fuego, donde nunca había puesto los pies, ahora le servía para sacar de la manga a un bandolero imaginario. Se fue enamorando del personaje y acabó convencido de que lo conocía, que los encuentros clandestinos en las cuevas eran reales y que el fugitivo en persona le había encargado la misión de escribir sus proezas, porque se consideraba el vengador de los españoles oprimidos y alguien debía asumir la tarea de dar a él y a su causa el lugar correspondiente en la naciente historia de California. De periodismo había poco, pero de literatura había suficiente para la novela que Jacob Freemont planeaba escribir ese invierno.
Al llegar a San Francisco un año antes, Tao Chi´en se dedicó a establecer los contactos necesarios para ejercer su oficio de "zhong yi" por unos meses. Tenía algo de dinero, pero pensaba triplicarlo rápidamente. En Sacramento la comunidad china contaba con unos setecientos hombres y nueve o diez prostitutas, pero en San Francisco habían miles de clientes potenciales. Además, tantos barcos cruzaban constantemente el océano, que algunos caballeros enviaban sus camisas a lavar a Hawai o a China porque en la ciudad no había agua corriente, eso le permitía encargar sus yerbas y remedios a Cantón sin ninguna dificultad. En esa ciudad no estaría tan aislado como en Sacramento, allí practicaban varios médicos chinos con quienes podría intercambiar pacientes y conocimientos. No planeaba abrir su propio consultorio, porque se trataba de ahorrar, pero podía asociarse con otro "zhong yi" ya establecido. Una vez que se hubo instalado en un hotel, partió a recorrer el barrio, que había crecido en todas direcciones como un pulpo. Ahora era una ciudadela con edificios sólidos, hoteles, restaurantes, lavanderías, fumaderos de opio, burdeles, mercados y fábricas. Donde antes sólo se ofrecían artículos de pacotilla, se alzaban tiendas de antigüedades orientales, porcelanas, esmaltes, joyas, sedas y marfiles. Allí acudían los ricos comerciantes, no sólo chinos, también americanos que compraban para vender en otras ciudades. Se exhibía la mercadería en abigarrado desorden, pero las mejores piezas, aquellas dignas de entendidos y coleccionistas, no estaban expuestas a la vista, se mostraban en la trastienda sólo a los clientes serios. En cuartos ocultos algunos locales albergaban garitos donde se daban cita jugadores audaces. En esas mesas exclusivas, lejos de la curiosidad del público y el ojo de las autoridades, se apostaban sumas extravagantes, se hacían negocios turbios y se ejercía el poder. El gobierno de los americanos nada controlaba entre los chinos, que vivían en su propio mundo, en su lengua, con sus costumbres y sus antiquísimas leyes. Los "celestiales" no eran bienvenidos en ninguna parte, los gringos los consideraban los más abyectos entre los indeseables extranjeros que invadían California y no les perdonaban que prosperaran. Los explotaban como podían, los agredían en la calle, les robaban, les quemaban las tiendas y las casas, los asesinaban con impunidad, pero nada amilanaba a los chinos. Operaban cinco "tongs" que se repartían a la población; todo chino al llegar se incorporaba a una de estas hermandades, única forma de protección, de conseguir trabajo y de asegurar que a su muerte el cuerpo seria repatriado a China. Tao Chi´en, quien había eludido asociarse a un "tong", ahora debió hacerlo y escogió el más numeroso, donde se afiliaba la mayoría de los cantoneses. Pronto lo pusieron en contacto con otros "zhong yi" y le revelaron las reglas del juego. Antes que nada, silencio y lealtad: lo que sucedía en el barrio quedaba confinado a sus calles. Nada de recurrir a la policía, ni siquiera en caso de vida o muerte; los conflictos se resolvían dentro de la comunidad, para eso estaban los "tongs". El enemigo común eran siempre los "fan güey". Tao Chi´en se encontró de nuevo prisionero de las costumbres, las jerarquías y las restricciones de sus tiempos en Cantón. En un par de días no quedaba nadie sin conocer su nombre y empezaron a llegarle más clientes de los que podía atender. No necesitaba buscar un socio, decidió entonces, podía abrir su propio consultorio y hacer dinero en menos tiempo del imaginado. Alquiló dos cuartos en los altos de un restaurante, uno para vivir y otro para trabajar, colgó un letrero en la ventana y contrató a un joven ayudante para pregonar sus servicios y recibir a los pacientes. Por primera vez utilizó el sistema del doctor Ebanizer Hobbs para seguir la pista de los enfermos. Hasta entonces confiaba en su memoria y su intuición, pero dado el creciente número de clientes, inició un archivo para anotar el tratamiento de cada cual.
Una tarde a comienzos del otoño se presentó su ayudante con una dirección anotada en un papel y la demanda de presentarse lo antes posible. Terminó de atender a la clientela del día y partió. El edificio de madera, de dos pisos, decorado con dragones y lámparas de papel, quedaba en pleno centro del barrio. Sin mirar dos veces supo que se trataba de un burdel. A ambos lados de la puerta había ventanucos con barrotes, donde asomaban rostros infantiles llamando en cantonés: "Entre aquí y haga lo que quiera con niña china muy bonita." Y repetían en un inglés imposible, para beneficio de visitantes blancos y marineros de todas las razas: "dos por mirar, cuatro por tocar, seis por hacerlo", a tiempo que mostraban unos pechitos de lástima y tentaban a los pasantes con gestos obscenos que, viniendo de aquellas criaturas, eran una trágica pantomima. Tao Chi´en las había visto muchas veces, pasaba a diario por esa calle y los maullidos de las "sing song girls" lo perseguían, recordándole a su hermana. ¿Qué sería de ella? Tendría veintitrés años, en el caso improbable de seguir viva, pensaba. Las prostitutas más pobres entre las pobres empezaban muy temprano y rara vez alcanzaban los dieciocho años; a los veinte, si habían tenido la mala suerte de sobrevivir, ya eran ancianas. El recuerdo de esa hermana perdida le impedía recurrir a los establecimientos chinos; si el deseo no lo dejaba en paz, buscaba mujeres de otras razas. Le abrió la puerta una vieja siniestra con el pelo renegrido y las cejas pintadas con dos rayas a carbón, que lo saludó en cantonés. Una vez aclarado que pertenecían al mismo "tong", lo condujo al interior. A lo largo de un corredor maloliente vio los cubículos de las muchachas, algunas estaban atadas a las camas con cadenas en los tobillos. En la penumbra del pasillo se cruzó con dos hombres, que salían ajustándose los pantalones. La mujer lo llevó por un laberinto de pasajes y escaleras, atravesaron la manzana completa y descendieron por unos carcomidos escalones hacia la oscuridad. Le indicó que esperara y por un rato que le pareció interminable, aguardó en la negrura de aquel agujero, oyendo en sordina el ruido de la calle cercana. Sintió un chillido débil y algo le rozó un tobillo, lanzó una patada y creyó haberle dado a un animal, tal vez una rata. Volvió la vieja con una vela, y lo guió por otros pasillos tortuosos hasta una puerta cerrada con candado. Sacó la llave del bolsillo y forcejeó con la cerradura hasta abrirlo. Levantó la vela y alumbró un cuarto sin ventanas, donde por único mueble había una litera de tablas a pocas pulgadas del suelo. Una oleada fétida les dio en la cara y debieron cubrirse la nariz y la boca para entrar. Sobre la litera había un pequeño cuerpo encogido, un tazón vacío y una lámpara de aceite apagada.
– Revísela -le ordenó la mujer.
Tao Chi´en volteó el cuerpo y comprobó que ya estaba rígido. Era una niña de unos trece años, con dos patacones de rouge en las mejillas, los brazos y las piernas marcados de cicatrices. Por toda vestidura llevaba una delgada camisa. Era evidente que estaba en los huesos, pero no había muerto de hambre o de enfermedad.
– Veneno -determinó sin vacilar.
– ¡No me diga! -rió la mujer, como si hubiera oído la cosa más graciosa.
Tao Chi´en debió firmar un papel declarando que la muerte se debía a causas naturales. La vieja se asomó al pasillo, dio un par de golpes en un pequeño gong y pronto apareció un hombre, metió el cadáver en un saco, se lo echó al hombro y se lo llevó sin decir palabra, mientras la alcahueta colocaba veinte dólares en la mano del "zhong yi". Luego lo condujo por otros laberintos y lo depositó finalmente ante una puerta. Tao Chi´en se encontró en otra calle y le costó un buen rato ubicarse para regresar a su vivienda.
Al día siguiente volvió a la misma dirección. Allí estaban otra vez las niñas con sus caras pintarrajeadas y sus ojos dementes, llamando en dos idiomas. Diez años antes en Cantón había comenzado su práctica de medicina con prostitutas, las había utilizado como carne de alquiler y de experimentación para las agujas de oro de su maestro de acupuntura, pero nunca se había detenido a pensar en sus almas. Las consideraba una de las inevitables desgracias del universo, uno más de aquellos errores de la Creación, seres ignominiosos que sufrían para pagar las faltas de vidas anteriores y limpiar su karma. Sentía lástima por ellas, pero no se le había ocurrido que su suerte podía modificarse. Aguardaban el infortunio en sus cubículos sin alternativa, tal como las gallinas lo hacían en las jaulas del mercado, era su destino. Así era el desorden del mundo. Había pasado por esa calle mil veces sin fijarse en los ventanucos, en los rostros tras los barrotes o en las manos asomadas. Tenía una noción vaga de su condición de esclavas, pero en China las mujeres más o menos lo eran todas, las más afortunadas de sus padres, maridos o amantes, otras de patrones bajo los cuales servían de sol a sol y muchas eran como esas niñas. Esa mañana, sin embargo, no las vio con la misma indiferencia, porque algo había cambiado en él.
La noche anterior no había intentado dormir. Al salir del burdel se dirigió a un baño público, donde se remojó largamente para desprenderse de la energía oscura de sus enfermos y de la tremenda desazón que lo agobiaba. Al llegar a su vivienda despidió al ayudante y preparó té de jazmín, para purificarse. No había comido en muchas horas, pero no era ese el momento de hacerlo. Se desnudó, encendió incienso y una vela, se arrodilló con la frente en el suelo y dijo una oración por el alma de la muchacha muerta. Enseguida se sentó a meditar durante horas en completa inmovilidad, hasta que logró separarse del bullicio de la calle y los olores del restaurante y pudo sumirse en el vacío y silencio de su propio espíritu. No supo cuánto rato permaneció abstraído llamando y llamando a Lin, hasta que por fin el delicado fantasma lo escuchó en la misteriosa inmensidad que habitaba y lentamente fue encontrando el camino, acercándose con la ligereza de un suspiro, primero casi imperceptible y poco a poco más sustancial, hasta que él sintió con nitidez su presencia. No percibió a Lin entre las paredes del cuarto, sino dentro de su propio pecho, instalada al centro mismo de su corazón en calma.Tao Chi´en no abrió los ojos ni se movió. Durante horas permaneció en la misma postura, separado de su cuerpo, flotando en un espacio luminoso en perfecta comunicación con ella. Al amanecer, una vez que ambos estuvieron seguros de que no volverían a perderse de vista, Lin se despidió con suavidad. Entonces llegó el maestro de acupuntura, sonriente e irónico, como en sus mejores tiempos, antes que lo golpearan los desvaríos de la senilidad, y se quedó con él, acompañándolo y contestando sus preguntas, hasta que salió el sol, despertó el barrio y se oyeron los golpecitos discretos del ayudante en la puerta. Tao Chi´en se levantó, fresco y renovado, como después de un apacible sueño, se vistió y fue a abrir la puerta.
– Cierre el consultorio. No atenderé pacientes hoy, tengo otras cosas que hacer -anunció al ayudante.
Ese día las averiguaciones de Tao Chi´en cambiaron el rumbo de su destino. Las niñas tras los barrotes provenían de China, recogidas en la calle o vendidas por sus propios padres con la promesa de que irían a casarse a la Montaña Dorada. Los agentes las seleccionaban entre las más fuertes y baratas, no entre las más bellas, salvo si se trataba de encargos especiales de clientes ricos, quienes las adquirían como concubinas. Ah Toy, la astuta mujer que inventara el espectáculo de los agujeros en la pared para ser atisbada, se había convertido en la mayor importadora de carne joven de la ciudad. Para su cadena de establecimientos compraba a las chicas en la pubertad, porque resultaba más fácil domarlas y de todos modos duraban poco. Se estaba haciendo famosa y muy rica, sus arcas reventaban y había comprado un palacete en China para retirarse en la vejez. Se ufanaba de ser la madame oriental mejor relacionada, no sólo entre chinos, sino también entre americanos influyentes. Entrenaba a sus chicas para sonsacar información y así conocía los secretos personales, las maniobras políticas y las debilidades de los hombres en el poder. Si le fallaban los sobornos recurría al chantaje. Nadie se atrevía a desafiarla, porque desde el gobernador para abajo tenían tejado de vidrio. Los cargamentos de esclavas entraban por el muelle de San Francisco sin tropiezos legales y a plena luz del mediodía. Sin embargo, ella no era la única traficante, el vicio era de los negocios más rentables y seguros de California, tanto como las minas de oro. Los gastos se reducían al mínimo, las niñas eran baratas y viajaban en la cala de los barcos en grandes cajones acolchados. Así sobrevivían durante semanas, sin saber adónde iban ni por qué, sólo veían la luz del sol cuando les tocaba recibir lecciones de su oficio. Durante la travesía los marineros se encargaban de entrenarlas y al desembarcar en San Francisco ya habían perdido hasta el último trazo de inocencia. Algunas morían de disentería, cólera o deshidratación; otras lograban saltar al agua en los momentos en que las subían a cubierta para lavarlas con agua de mar. Las demás quedaban atrapadas, no hablaban inglés, no conocían esa nueva tierra, no tenían a quién recurrir. Los agentes de inmigración recibían soborno, hacían la vista gorda ante el aspecto de las chicas y sellaban sin leer los falsos papeles de adopción o de matrimonio. En el muelle las recibía una antigua prostituta, a quien el oficio había dejado una piedra negra en lugar del corazón. Las conducía arreándolas con una varilla, como ganado, por pleno centro de la ciudad, ante los ojos de quien quisiera mirar. Apenas cruzaban el umbral del barrio chino desaparecían para siempre en el laberinto subterráneo de cuartos ocultos, corredores falsos, escaleras torcidas, puertas disimuladas y paredes dobles, donde los policías jamás incursionaban, porque cuanto allí ocurría era "cosa de amarillos", una raza de pervertidos con la cual no había necesidad de meterse, opinaban.
En un enorme recinto bajo tierra, llamado por ironía "Sala de la Reina", las niñas enfrentaban su suerte. Las dejaban descansar una noche, las bañaban, les daban de comer y a veces las obligaban a tragar una taza de licor para aturdirlas un poco. A la hora del remate las llevaban desnudas a un cuarto atestado de compradores de todas las cataduras imaginables, quienes las manoseaban, les inspeccionaban los dientes, les metían los dedos donde les daba la gana y finalmente hacían sus ofertas. Algunas se remataban para los burdeles de más categoría o para los harenes de los ricos; las más fuertes solían ir a parar a manos de fabricantes, mineros o campesinos chinos, para quienes trabajarían por el resto de sus breves existencias; la mayoría se quedaba en los cubículos del barrio chino. Las viejas les enseñaban el oficio: debían aprender a distinguir el oro del bronce, para que no las estafaran en el pago, atraer a los clientes y complacerlos sin quejarse, por humillantes o dolorosas que fueran sus exigencias. Para dar a la transacción un aire de legalidad, firmaban un contrato que no podían leer, vendiéndose por cinco años, pero estaba bien calculado para que nunca pudieran librarse. Por cada día de enfermedad se le agregaban dos semanas a su tiempo de servicio y si intentaban escapar se convertían en esclavas para siempre. Vivían hacinadas en cuartos sin ventilación, divididos por una cortina gruesa, cumpliendo como galeotes hasta morir. Allí se dirigió Tao Chi´en aquella mañana, acompañado por los espíritus de Lin y de su maestro de acupuntura. Una adolescente vestida apenas con una blusa lo llevó de la mano tras la cortina, donde había un jergón inmundo, estiró la mano y le dijo que pagara primero. Recibió los seis dólares, se echó de espaldas y abrió las piernas con los ojos fijos en el techo. Tenía las pupilas muertas y respiraba con dificultad; él comprendió que estaba drogada. Se sentó a su lado, le bajó la camisa e intentó acariciarle la cabeza, pero ella lanzó un chillido y se encogió mostrando los dientes dispuesta a morderlo. Tao Chi´en se apartó, le habló largamente en cantonés, sin tocarla, hasta que la letanía de su voz la fue calmando, mientras observaba los magullones recientes. Por fin ella empezó a contestar a sus preguntas con más gestos que palabras, como si hubiera perdido el uso del lenguaje, y así se enteró de algunos detalles de su cautiverio. No pudo decirle cuánto tiempo llevaba allí, porque medirlo resultaba un ejercicio inútil, pero no debía ser mucho, porque aún recordaba a su familia en China con lastimosa precisión.
Cuando Tao Chi´en calculó que los minutos de su turno tras la cortina habían terminado, se retiró. En la puerta aguardaba la misma vieja que lo había recibido la noche anterior, pero no dio muestras de reconocerlo. De allí se fue a preguntar en tabernas, salas de juego, fumaderos de opio y por último partió a visitar a otros médicos del barrio, hasta que poco a poco pudo encajar las piezas de aquel puzzle. Cuando las pequeñas "sing song girls" estaban demasiado enfermas para seguir sirviendo, las conducían al "hospital", como llamaban los cuartos secretos donde había estado la noche anterior, y allí las dejaban con una taza de agua, un poco de arroz y una lámpara con aceite suficiente para unas horas. La puerta volvía abrirse unos días más tarde, cuando entraban a comprobar la muerte. Si las encontraban vivas, se encargaban de despacharlas: ninguna volvía a ver la luz del sol. Llamaron a Tao Chi´en porque el "zhong yi" habitual estaba ausente.
La idea de ayudar a las muchachas no fue suya, le diría nueve meses más tarde a Eliza, sino de Lin y su maestro de acupuntura.
– California es un estado libre, Tao, no hay esclavos. Acude a las autoridades americanas.
– La libertad no alcanza para todos. Los americanos son ciegos y sordos, Eliza. Esas niñas son invisibles, como los locos, los mendigos y los perros.
– ¿Y a los chinos tampoco les importa?
– A algunos sí, como yo, pero nadie está dispuesto a arriesgar la vida desafiando a las organizaciones criminales. La mayoría considera que si durante siglos en China se ha practicado lo mismo, no hay razón para criticar lo que pasa aquí.
– ¡Qué gente tan cruel!
– No es crueldad. Simplemente la vida humana no es valiosa en mi país. Hay mucha gente y siempre nacen más niños de los que se pueden alimentar.
– Pero para ti esas niñas no son desechables, Tao…
– No. Lin y tú me han enseñado mucho sobre las mujeres.
– ¿Qué vas a hacer?
– Debí hacerte caso cuando me decías que buscara oro, ¿te acuerdas? Si fuera rico las compraría.
– Pero no lo eres. Además todo el oro de California no alcanzaría para comprar a cada una de ellas. Hay que impedir ese tráfico.
– Eso es imposible, pero si me ayudas puedo salvar algunas…
Le contó que en los últimos meses había logrado rescatar once muchachas, pero sólo dos habían sobrevivido. Su fórmula era arriesgada y poco efectiva, pero no podía imaginar otra. Se ofrecía para atenderlas gratis cuando estaban enfermas o embarazadas, a cambio de que le entregaran a las agonizantes. Sobornaba a las mujeronas para que lo llamaran cuando llegaba el momento de mandar a una "sing song girl" al "hospital", entonces se presentaba con su ayudante, colocaban la moribunda en una parihuela y se la llevaban. "Para experimentos", explicaba Tao Chi´en, aunque muy rara vez le hacían preguntas. La chica ya nada valía y la extravagante perversión de ese doctor les ahorraba el problema de deshacerse de ella. La transacción beneficiaba a ambas partes. Antes de llevarse a la enferma, Tao Chi´en entregaba un certificado de muerte y exigía que le devolvieran el contrato de servicio firmado por la muchacha, para evitar reclamos. En nueve casos las jóvenes estaban más allá de cualquier forma de alivio y su papel había sido simplemente sostenerlas en sus últimas horas, pero dos habían sobrevivido.
– ¿Qué hiciste con ellas? -preguntó Eliza.
– Las tengo en mi pieza. Están todavía débiles y una parece medio loca, pero se repondrán. Mi ayudante quedó cuidándolas mientras yo venía a buscarte.
– Ya veo.
– No puedo tenerlas más tiempo encerradas.
– Tal vez podamos mandarlas de vuelta a sus familias en China…
– ¡No! Volverían a la esclavitud. En este país pueden salvarse, pero no sé cómo.
– Si las autoridades no ayudan, la gente buena lo hará. Vamos a recurrir a las iglesias y a los misioneros.
– No creo que a los cristianos les importen esas niñas chinas.
– ¡Qué poca confianza tienes en el corazón humano, Tao!
Eliza dejó a su amigo tomando té con la Rompehuesos, envolvió uno de sus panes recién horneados y se fue a visitar al herrero. Encontró a James Morton con medio cuerpo desnudo, un delantal de cuero y un trapo amarrado en la cabeza, sudando ante la forja. Adentro hacía un calor insoportable, olía a humo y metal caliente. Era un galpón de madera con suelo de tierra y una doble puerta, que invierno y verano permanecía abierta durante las horas de trabajo. Al frente se alzaba un gran mesón para atender a los clientes y más atrás la fragua. De las paredes y vigas del techo colgaban instrumentos del oficio, herramientas y herraduras fabricadas por Morton. En la parte posterior, una escala de mano daba acceso al altillo que servía de dormitorio, protegido de los ojos de los clientes con una cortina de osnaburgo encerada. Abajo el mobiliario consistía en una tinaja para bañarse y una mesa con dos sillas; la única decoración eran una bandera americana en la pared y tres flores silvestres en un vaso sobre la mesa. Esther planchaba una montaña de ropa bamboleando una enorme barriga y bañada de transpiración, pero levantaba las pesadas planchas a carbón canturreando. El amor y el embarazo la habían embellecido y un aire de paz la iluminaba como un halo. Lavaba ropa ajena, trabajo tan arduo como el de su marido con el yunque y el martillo. Tres veces a la semana cargaba una carretela con ropa sucia, iba al río y pasaba buena parte del día de rodillas jabonando y cepillando. Si había sol, secaba la ropa sobre las piedras, pero a menudo debía regresar con todo mojado, enseguida venía la faena de almidonar y planchar. James Morton no había logrado que desistiera de su brutal empeño, ella no quería que su bebé naciera en ese lugar y ahorraba cada centavo para trasladar su familia a una casa del pueblo.
– ¡Chilenito! -exclamó y fue a recibir a Eliza con un apretado abrazo-. Hace tiempo que no me vienes a visitar.
– ¡Qué linda estás, Esther! En realidad vengo a ver a James -dijo pasándole el pan.
El hombre soltó sus herramientas, se secó el sudor con un paño y llevó a Eliza al patio, donde se les reunió Esther con tres vasos de limonada. La tarde estaba fresca y el cielo nublado, pero todavía no se anunciaba el invierno. El aire olía a paja recién cortada y a tierra húmeda.
En el invierno de 1852 los habitantes del norte de California comieron duraznos, albaricoques, uvas, maíz tierno, sandías y melones, mientras en Nueva York, Washington, Boston y otras importantes ciudades americanas la gente se resignaba a la escasez de la temporada. Los barcos de Paulina transportaban desde Chile las delicias del verano en el hemisferio sur, que llegaban intactas en sus lechos de hielo azul. Ese negocio estaba resultando mucho mejor que el oro de su marido y su cuñado, a pesar de que ya nadie pagaba tres dólares por un durazno ni diez por una docena de huevos. Los peones chilenos, instalados por los hermanos Rodríguez de Santa Cruz en los placeres, habían sido diezmados por los gringos. Les quitaron la producción de meses, ahorcaron a los capataces, flagelaron y cortaron las orejas a varios y expulsaron al resto de los lavaderos. El episodio había salido en los periódicos, pero los espeluznantes detalles los contó un niño de ocho años, hijo de uno de los capataces, a quien le tocó presenciar el suplicio y la muerte de su padre. Los barcos de Paulina también traían compañías de teatro de Londres, ópera de Milán y zarzuelas de Madrid, que se presentaban brevemente en Valparaíso y luego continuaban viaje al norte. Los boletos se vendían con meses de anterioridad y los días de función la mejor sociedad de San Francisco, emperifollada con sus atuendos de gala, se daba cita en los teatros, donde debía sentarse codo a codo con rústicos mineros en ropa de trabajo. Los barcos no regresaban vacíos: llevaban harina americana a Chile y viajeros curados de la fantasía del oro, que volvían tan pobres como partieron. 91
En San Francisco se veía de todo menos viejos; la población era joven, fuerte, ruidosa y saludable. El oro había atraído a una legión de aventureros de veinte años, pero la fiebre había pasado y, tal como predijo Paulina, la ciudad no había retornado a su condición de villorrio, por el contrario, crecía con aspiraciones de refinamiento y cultura. Paulina estaba en su salsa en ese ambiente, le gustaba el desenfado, la libertad y la ostentación de esa naciente sociedad, exactamente opuesta a la mojigatería de Chile. Pensaba encantada en la rabieta que sufriría su padre si tuviera que sentarse a la mesa con un advenedizo corrupto convertido en juez y una francesa de dudoso pelaje acicalada como una emperatriz. Se había criado entre los gruesos muros de adobe y ventanas enrejadas de la casa paterna, mirando hacia el pasado, pendiente de la opinión ajena y de los castigos divinos; en California ni el pasado ni los escrúpulos contaban, la excentricidad era bienvenida y la culpa no existía, si se ocultaba la falta. Escribía cartas a sus hermanas, sin mucha esperanza de que pasaran la censura del padre, para contarles de aquel país extraordinario, donde era posible inventarse una nueva vida y volverse millonario o mendigo en un abrir y cerrar de ojos. Era la tierra de las oportunidades, abierta y generosa. Por la puerta del Golden Gate entraban masas de seres que llegaban escapando de la miseria o la violencia, dispuestos a borrar el pasado y trabajar. No era fácil, pero sus descendientes serían americanos. La maravilla de ese país era que todos creían que sus hijos tendrían una vida mejor. "La agricultura es el verdadero oro de California, la vista se pierde en los inmensos potreros sembrados, todo crece con ímpetu en este suelo bendito. San Francisco se ha transformado en una ciudad estupenda, pero no ha perdido el carácter de puesto fronterizo, que a mí me encanta. Sigue siendo cuna de librepensadores, visionarios, héroes y rufianes. Viene gente de las más remotas orillas, por las calles se oyen cien lenguas, se huele la comida de cinco continentes, se ven todas las razas" escribía. Ya no era un campamento de hombres solos, habían llegado mujeres y con ellas cambió la sociedad. Eran tan indomables como los aventureros que acudieron en busca del oro; para cruzar el continente en vagones tirados por bueyes se requería un espíritu robusto y esas pioneras lo tenían. Nada de damas melindrosas como su madre y hermanas, allí imperaban las amazonas como ella. Día a día demostraban su temple, compitiendo incansables y tenaces con los más bravos; nadie las calificaba de sexo débil, los hombres las respetaban como iguales. Trabajaban en oficios vedados para ellas en otras partes: buscaban oro, se empleaban de vaqueras, arreaban mulas, cazaban bandidos por la recompensa, regentaban garitos de juegos, restaurantes, lavanderías y hoteles. "Aquí las mujeres pueden ser dueñas de su tierra, comprar y vender propiedades, divorciarse si les da la real gana. Feliciano tiene que andar con mucho cuidado, porque a la primera bribonada que me haga, lo dejo solo y pobre", se burlaba en las cartas Paulina. Y agregaba que California tenía lo mejor de lo peor: ratas, pulgas, armas y vicios.
"Uno viene al Oeste para escapar del pasado y empezar de nuevo, pero nuestras obsesiones nos persiguen, como el viento", escribía Jacob Freemont en el periódico. Él era un buen ejemplo, porque de poco le sirvió cambiar de nombre, convertirse en reportero y vestirse de yanqui, seguía siendo el mismo. El embuste de las misiones en Valparaíso había quedado atrás, pero ahora estaba fraguando otro y sentía, como antes, que su creación se apoderaba de él e iba sumiéndose irrevocablemente en sus propias flaquezas. Sus artículos sobra Joaquín Murieta se habían convertido en la obsesión de la prensa. Surgían cada día testimonios ajenos confirmando sus palabras; docenas de individuos aseguraban haberlo visto y lo describían igual al personaje de su invención. Freemont ya no estaba seguro de nada. Deseaba no haber escrito jamás esas historias y por momentos le tentaba retractarse públicamente, confesar sus falsedades y desaparecer, antes de que todo el asunto se saliera de madre y le cayera encima como un vendaval, tal como había ocurrido en Chile, pero no tenía valor para hacerlo. El prestigio se le había ido a la cabeza y andaba mareado de celebridad.
La historia que Jacob Freemont había ido construyendo tenía las características de un novelón. Contaba que Joaquín Murieta había sido un joven recto y noble, que trabajaba honestamente en los placeres de Stanislau en compañía de su novia. Al enterarse de su prosperidad, unos americanos lo atacaron, le quitaron el oro, lo golpearon y luego violaron a su novia ante su vista. No le quedó a la infortunada pareja más camino que la huida y partieron rumbo al norte, lejos de los lavaderos de oro. Se instalaron como granjeros a cultivar un idílico pedazo de tierra rodeado de bosques y atravesado por un límpido estero, decía Freemont, pero tampoco allí les duró la paz, porque nuevamente llegaron los yanquis a arrebatarles lo suyo y debieron buscar otra forma de subsistir. Poco después Joaquín Murieta apareció en Calaveras convertido en jugador de "monte", mientras su novia preparaba la fiesta del matrimonio en casa de sus padres en Sonora. Sin embargo, estaba escrito que el joven no descansaría en parte alguna. Lo acusaron de robar un caballo y sin más trámite un grupo de gringos lo ató a un árbol y lo azotó bárbaramente en medio de la plaza. La afrenta pública fue más de lo que un joven orgulloso podía soportar y el corazón se le dio vuelta. Poco después encontraron a un yanqui cortado en trozos, como un pollo para guisar, y una vez que juntaron los restos reconocieron a uno de los hombres que había degradado a Murieta con el látigo. En las semanas siguientes fueron cayendo uno a uno los demás participantes, cada uno torturado y muerto de alguna forma novedosa. Tal como decía Jacob Freemont en sus artículos: jamás se había visto tanta crueldad en aquella tierra de gente cruel. En los dos años siguientes el nombre del bandido aparecía por todos lados. Su banda robaba ganado y caballos, asaltaba las diligencias, atacaba a los mineros en los placeres y a los viajeros en los caminos, desafiaba a los alguaciles, mataba a cuanto americano pillaba descuidado y se burlaba impunemente de la justicia. A Murieta se le atribuían todos los desmanes y crímenes impunes de California. El terreno se prestaba para ocultarse, abundaban la pesca y la caza entre bosques y más bosques, cerros y hondonadas, altos pastizales donde un jinete podía cabalgar por horas sin dejar huella, cuevas profundas para guarecerse, pasos secretos en las montañas para despistar a los perseguidores. Las partidas de hombres que salían a buscar a los malhechores volvían con las manos vacías o perecían en el intento. Todo eso contaba Jacob Freemont, embrollado en su retórica, y a nadie se le ocurría exigir nombres, fechas o lugares.
Eliza Sommers llevaba dos años en San Francisco trabajando junto a Tao Chi´en. En ese tiempo partió dos veces, durante los veranos, a buscar a Joaquín Andieta con el mismo método de antes: uniéndose a otros viajeros. La primera vez se fue con la idea de viajar hasta encontrarlo o hasta que comenzara el invierno, pero a los cuatro meses regresó extenuada y enferma.
En el verano de 1852 se marchó de nuevo, pero después de repetir el mismo recorrido anterior y visitar a Joe Rompehuesos, instalada definitivamente en su papel de abuela de Tom Sin Tribu, y a James y Esther, que esperaban su segundo hijo, volvió al cabo de cinco semanas porque no pudo soportar la angustia de alejarse de Tao Chi´en. Estaban tan cómodos en las rutinas, hermanados en el trabajo y cercanos en espíritu como un viejo matrimonio. Ella coleccionaba cuanto se publicaba sobra Joaquín Murieta y lo memorizaba, tal como hacía en su niñez con las poesías de Miss Rose, pero prefería ignorar las referencias a la novia del bandido. "Inventaron a esa muchacha para vender periódicos, ya sabes cómo le fascina al público el romance", explicaba a Tao Chi´en. En un mapa quebradizo trazaba los pasos de Murieta con determinación de navegante, pero los datos disponibles eran vagos y contradictorios, las rutas se cruzaban como la tela de una araña desquiciada, sin conducir a parte alguna. Aunque al principio había rechazado la posibilidad de que su Joaquín fuera el mismo de los espeluznantes atracos, pronto se convenció de que el personaje calzaba perfectamente con el joven de sus recuerdos. También él se rebelaba contra el abuso y tenía la obsesión de ayudar a los desvalidos. Tal vez no era Joaquín Murieta quien torturaba a sus víctimas, sino sus secuaces, como aquel Jack Tres-Dedos, de quien se podía creer cualquier atrocidad.
Seguía en ropa de hombre, porque le servía para la invisibilidad, tan necesaria en la misión de disparate con las "sing song girls" en que la había matriculado Tao Chi´en. Hacía tres años y medio que no se ponía un vestido y nada sabía de Miss Rose, Mama Fresia o su tío John; le parecían mil años persiguiendo una quimera cada vez más improbable. El tiempo de los abrazos furtivos con su amante había quedado muy atrás, no estaba segura de sus sentimientos, no sabía si continuaba esperándolo por amor o por soberbia. A veces transcurrían semanas sin acordarse de él, distraída con el trabajo, pero de pronto la memoria le lanzaba un zarpazo y la dejaba temblando. Entonces miraba a su alrededor desconcertada, sin ubicarse en ese mundo al cual había ido a parar. ¿Qué hacía en pantalones y rodeada de chinos? Necesitaba hacer un esfuerzo para sacudirse la confusión y recordar que se encontraba allí por la intransigencia del amor. Su misión no consistía de ninguna manera en secundar a Tao Chi´en, pensaba, sino buscar a Joaquín, para eso había venido de muy lejos y lo haría, aunque fuera sólo para decirle cara a cara que era un tránsfuga maldito y le había arruinado la juventud. Por eso había partido las tres veces anteriores, sin embargo, le fallaba la voluntad para intentarlo de nuevo. Se plantaba resuelta ante Tao Chi´en para anunciarle su determinación de continuar su peregrinaje, pero las palabras se le atascaban como arena en la boca. Ya no podía abandonar a ese extraño compañero que le había tocado en suerte.
– ¿Qué harás si lo encuentras? -le había preguntado una vez Tao Chi´en.
– Cuando lo vea sabré si todavía lo quiero.
– ¿Y si nunca lo encuentras?
– Viviré con la duda, supongo.
Había notado unas cuantas canas prematuras en las sienes de su amigo. A veces la tentación de hundir los dedos en esos fuertes cabellos oscuros o la nariz en su cuello para oler de cerca su tenue aroma oceánico, se tornaba insoportable, pero ya no tenían la excusa de dormir por el suelo enrollados en una manta y las oportunidades de tocarse eran nulas. Tao trabajaba y estudiaba demasiado; ella podía adivinar cuán cansado debía estar, aunque siempre se presentaba impecable y mantenía la calma aún en los momentos más críticos. Sólo trastabillaba cuando volvía de un remate trayendo del brazo a una muchacha aterrorizada. La examinaba para ver en qué condiciones se encontraba y se la entregaba con las instrucciones necesarias, luego se encerraba durante horas. "Está con Lin", concluía Eliza, y un dolor inexplicable se le clavaba en un lugar recóndito del alma. En verdad lo estaba. En el silencio de la meditación Tao Chi´en procuraba recuperar la estabilidad perdida y desprenderse de la tentación del odio y la ira. Poco a poco iba despojándose de recuerdos, deseos y pensamientos, hasta sentir que su cuerpo se disolvía en la nada. Dejaba de existir por un tiempo, hasta reaparecer transformado en un águila, volando muy alto sin esfuerzo alguno, sostenido por un aire frío y límpido que lo elevaba por encima de las más altas montañas. Desde allí podía ver abajo vastas praderas, bosques interminables y ríos de plata pura. Entonces alcanzaba la armonía perfecta y resonaba con el cielo y la tierra como un fino instrumento. Flotaba entre nubes lechosas con sus soberbias alas extendidas y de pronto la sentía con él. Lin se materializaba a su lado, otra águila espléndida suspendida en el cielo infinito.
– ¿Dónde está tu alegría, Tao? -le preguntaba.
– El mundo está lleno de sufrimiento, Lin.
– El sufrimiento tiene un propósito espiritual.
– Esto es sólo dolor inútil.
– Acuérdate que el sabio es siempre alegre, porque acepta la realidad.
– ¿Y la maldad, hay que aceptarla también?
– El único antídoto es el amor. Y a propósito: ¿cuándo volverás a casarte?
– Estoy casado contigo.
– Yo soy un fantasma, no podré visitarte toda tu vida, Tao. Es un esfuerzo inmenso venir cada vez que me llamas, ya no pertenezco en tu mundo. Cásate o te convertirás en un viejo antes de tiempo. Además, si no practicas las doscientas veintidós posturas del amor, se te olvidarán -se burlaba con su inolvidable risa cristalina.
Los remates eran mucho peores que sus visitas al "hospital". Existían pocas esperanzas de ayudar a las muchachas agonizantes, que si ocurría era un milagroso regalo, en cambio sabía que por cada chica que compraba en un remate, quedaban docenas libradas a la infamia. Se torturaba imaginando cuántas podría rescatar si fuera rico, hasta que Eliza le recordaba aquellas que salvaba. Estaban unidos por un delicado tejido de afinidades y secretos compartidos, pero también separados por mutuas obsesiones. El fantasma de Joaquín Andieta se iba alejando, en cambio el de Lin era perceptible como la brisa o el sonido de las olas en la playa. A Tao Chi´en le bastaba invocarla y ella acudía, siempre risueña, como había sido en vida. Sin embargo, lejos de ser una rival de Eliza, se había convertido en su aliada, aunque la muchacha aún no lo sabía. Fue Lin la primera en comprender que esa amistad se parecía demasiado al amor y cuando su marido la rebatió con el argumento de que no había lugar en China, en Chile ni en parte alguna para una pareja así, ella volvió a reír.
– No digas tonterías, el mundo es grande y la vida es larga. Todo es cuestión de atreverse.
– No puedes imaginarte lo que es el racismo, Lin, siempre viviste entre los tuyos. Aquí a nadie le importa lo que hago o lo que sé, para los americanos soy sólo un asqueroso chino pagano y Eliza es una "grasienta". En Chinatown soy un renegado sin coleta y vestido de yanqui. No pertenezco en ningún lado.
– El racismo no es una novedad, en China tú y yo pensábamos que los "fan güey" eran todos salvajes.
– Aquí sólo respetan el dinero y por lo visto yo nunca tendré suficiente.
– Estás equivocado. También respetan a quien se hace respetar. Míralos a los ojos.
– Si sigo ese consejo me darán un tiro en cualquier esquina.
– Vale la pena probarlo. Te quejas demasiado, Tao, no te reconozco. ¿Dónde está el hombre valiente que amo?
Tao Chi´en debía admitir que se sentía atado a Eliza por infinitos hilos delgados, fáciles de cortar uno a uno, pero como estaban entrelazados, formaban cuerdas irrompibles. Se conocían hacía pocos años, pero ya podían mirar hacia el pasado y ver el largo camino lleno de obstáculos que habían recorrido juntos. Las similitudes habían ido borrando las diferencias de raza. "Tienes cara de china bonita", le había dicho él en un descuido. "Tienes cara de chileno buen mozo", contestó ella al punto. Formaban una extraña pareja en el barrio: un chino alto y elegante, con un insignificante muchacho español. Fuera de Chinatown, sin embargo, pasaban casi desapercibidos en la variopinta multitud de San Francisco.
– No puedes esperar a ese hombre para siempre, Eliza. Es una forma de locura, como la fiebre del oro. Deberías darte un plazo -le dijo Tao un día.
– ¿Y qué hago con mi vida cuando termine el plazo?
– Puedes volver a tu país.
– En Chile una mujer como yo es peor que una de tus "sing song girls". ¿Regresarías tú a China?
– Era mi único propósito, pero empieza a gustarme América. Allá vuelvo a ser el Cuarto Hijo, aquí estoy mejor.
– Yo también. Si no encuentro a Joaquín me quedo y abro un restaurante. Tengo lo que se necesita: buena memoria para las recetas, cariño por los ingredientes, sentido del gusto y el tacto, instinto para los aliños… 909
– Y modestia -se rió Tao Chi´en.
– ¿Por qué voy a ser modesta con mi talento? Además tengo olfato de perro. De algo ha de servirme esta buena nariz: me basta oler un plato para saber qué contiene y hacerlo mejor.
– No te resulta con la comida china…
– ¡Ustedes comen cosas extrañas, Tao! El mío sería un restaurante francés, el mejor de la ciudad.
– Te propongo un trato, Eliza. Si dentro de un año no encuentras a ese Joaquín, te casas conmigo -dijo Tao Chi´en y ambos se rieron.
A partir de esa conversación algo cambió entre los dos. Se sentían incómodos si se encontraban solos y aunque deseaban estarlo, empezaron a evitarse. El anhelo de seguirla cuando se retiraba a su cuarto a menudo torturaba a Tao Chi´en, pero lo detenía una mezcla de timidez y respeto. Calculaba que mientras ella estuviera prendida del recuerdo del antiguo amante, no debía acercársele, pero tampoco podía continuar haciendo equilibrio en una cuerda floja por tiempo indefinido. La imaginaba en su cama, contando las horas en el silencio expectante de la noche, también desvelada de amor, pero no por él, sino por otro. Conocía tan bien su cuerpo, que podía dibujarlo en detalle hasta el lunar más secreto, aunque no la había visto desnuda desde la época en que la cuidó en el barco. Discurría que si se enfermara tendría un pretexto de tocarla, pero luego se avergonzaba de semejante pensamiento. La risa espontánea y la discreta ternura que antes brotaban a cada rato entre ellos, fueron reemplazadas por una apremiante tensión. Si por casualidad se rozaban, se apartaban turbados; estaban conscientes de la presencia o la ausencia del otro; el aire parecía cargado de presagios y anticipación. En vez de sentarse a leer o escribir en suave complicidad, se despedían apenas terminaba el trabajo en el consultorio. Tao Chi´en partía a visitar enfermos postrados, se reunía con otros "zhong yi" para discutir diagnósticos y tratamientos o se encerraba a estudiar textos de medicina occidental. Cultivaba la ambición de obtener un permiso para ejercer medicina legalmente en California, proyecto que sólo compartía con Eliza y los espíritus de Lin y su maestro de acupuntura. En China un "zhong yi" comenzaba como aprendiz y luego seguía solo, por eso la medicina permanecía inmutable por siglos, usando siempre los mismos métodos y remedios. La diferencia entre un buen practicante y uno mediocre era que el primero poseía intuición para diagnosticar y el don de aliviar con sus manos. Los doctores occidentales, sin embargo, hacían estudios muy exigentes, permanecían en contacto entre ellos y estaban al día con nuevos conocimientos, disponían de laboratorios y morgues para experimentación y se sometían al desafío de la competencia. La ciencia lo fascinaba, pero su entusiasmo no tenía eco en su comunidad, apegada a la tradición. Vivía pendiente de los más recientes adelantos y compraba cuanto libro y revista sobre esos temas caía en sus manos. Era tanta su curiosidad por lo moderno, que debió escribir en la pared el precepto de su venerable maestro: "De poco sirve el conocimiento sin sabiduría y no hay sabiduría sin espiritualidad." No todo es ciencia, se repetía, para no olvidarlo. En todo caso, necesitaba la ciudadanía americana, muy difícil de obtener para alguien de su raza, pero sólo así podría quedarse en ese país sin ser siempre un marginal, y necesitaba un diploma, así podría hacer mucho bien, pensaba. Los "fan güey" nada sabían de acupuntura o de las yerbas usadas en Asia durante siglos, a él lo consideraban una especie de curandero brujo y era tal el desprecio por otras razas, que los dueños de esclavos en la plantaciones del sur llamaban al veterinario cuando se enfermaba un negro. No era diferente su opinión sobre los chinos, pero existían algunos doctores visionarios que habían viajado o leído sobre otras culturas y se interesaban en las técnicas y las mil drogas de la farmacopea oriental. Continuaba en contacto con Ebanizer Hobbs en Inglaterra y en las cartas ambos solían lamentar la distancia que los separaba. "Venga a Londres, doctor Chi´en, y haga una demostración de acupuntura en el "Royal Medical Society", los dejaría boquiabiertos, se lo aseguro", le escribía Hobbs. Tal como decía, si combinaran los conocimientos de ambos podrían resucitar a los muertos.
Las heladas del invierno mataron de pulmonía a varias "sing song girls" en el barrio chino, sin que Tao Chi´en lograra salvarlas. Un par de veces lo llamaron cuando aún estaban vivas y alcanzó a llevárselas, pero fallecieron en sus brazos delirando de fiebre pocas horas más tarde. Para entonces los discretos tentáculos de su compasión se extendían a lo largo y ancho de Norteamérica, desde San Francisco hasta Nueva York, desde el Río Grande hasta Canadá, pero tan descomunal esfuerzo era apenas un grano de sal en aquel océano de desdicha. Le iba bien en su práctica de medicina y lo que lograba ahorrar o conseguía mediante la caridad de algunos ricos clientes, lo destinaba a comprar a las criaturas más jóvenes en los remates. En ese submundo ya lo conocían: tenía reputación de degenerado. No habían visto salir con vida a ninguna de las muchachitas que adquiría "para sus experimentos", como decía, pero a nadie le importaba lo que sucedía tras su puerta. Como "zhong yi" era el mejor, mientras no hiciera escándalo y se limitara a esas criaturas, que de todos modos eran poco más que animales, lo dejaban en paz. A las preguntas curiosas, su leal ayudante, el único que podía dar alguna información, se limitaba a explicar que los extraordinarios conocimientos de su patrón, tan útiles para sus pacientes, provenían de sus misteriosos experimentos. Para entonces Tao Chi´en se había trasladado a una buena casa entre dos edificios en el límite de Chinatown, a pocas cuadras de la plaza de la Unión, donde tenía su clínica, vendía sus remedios y escondía a las chicas hasta que pudieran viajar. Eliza había aprendido los rudimentos necesarios de chino para comunicarse a un nivel primario, el resto lo improvisaba con pantomima, dibujos y unas cuantas palabras de inglés. El esfuerzo valía la pena, eso era mucho mejor que hacerse pasar por el hermano sordomudo del doctor. No podía escribir ni leer chino, pero reconocía las medicinas por el olor y para más seguridad marcaba los frascos con un código de su invención. Siempre había un buen número de pacientes esperando turno para las agujas de oro, las yerbas milagrosas y el consuelo de la voz de Tao Chi´en. Más de alguno se preguntaba cómo ese hombre tan sabio y afable podía ser el mismo que coleccionaba cadáveres y concubinas infantiles, pero como no se sabía con certeza en qué consistían sus vicios, la comunidad lo respetaba. No tenía amigos, es cierto, pero tampoco enemigos. Su buen nombre escapaba los confines de Chinatown y algunos doctores americanos solían consultarlo cuando sus conocimientos resultaban inútiles, siempre con gran sigilo, pues habría sido una humillación pública admitir que un "celestial" tuviera algo que enseñarles. Así le tocó atender a ciertos personajes importantes de la ciudad y conocer a la célebre Ah Toy.
La mujer lo hizo llamar al enterarse que había aliviado a la esposa de un juez. Sufría de una sonajera de castañuelas en los pulmones, que a ratos amenazaba con asfixiarla. El primer impulso de Tao Chi´en fue negarse, pero luego lo venció la curiosidad de verla de cerca y comprobar por sí mismo la leyenda que la rodeaba. A sus ojos era una víbora, su enemiga personal. Conociendo lo que Ah Toy significaba para él, Eliza le puso en el maletín arsénico suficiente para despachar a un par de bueyes.
– Por si acaso… -explicó.
– Por si acaso ¿qué?
– Imagínate que esté muy enferma. No querrás que sufra, ¿verdad? A veces hay que ayudar a morir…
Tao Chi´en se rió de buena gana, pero no retiró el frasco de su maletín. Ah Toy lo recibió en uno de sus "pensionados" de lujo, donde el cliente pagaba mil dólares por sesión, pero se iba siempre satisfecho. Además, tal como sostenía ella: "Si necesita preguntar el precio, este lugar no es para usted." Una criada negra en uniforme almidonado le abrió la puerta y lo condujo a través de varias salas, donde deambulaban hermosas jóvenes vestidas de seda. Comparadas con sus hermanas menos afortunadas, vivían como princesas, comían tres veces al día y se daban baños diarios. La casa, un verdadero museo de antigüedades orientales y artilugios americanos, olía a tabaco, perfumes rancios y polvo. Eran las tres de la tarde, pero las gruesas cortinas permanecían cerradas, en esos cuartos no entraba jamás una brisa fresca. Ah Toy lo recibió en un pequeño escritorio atiborrado de muebles y jaulas de pájaros. Resultó más pequeña, joven y bella de lo imaginado. Estaba cuidadosamente maquillada, pero no llevaba joyas, vestía con sencillez y no usaba las uñas largas, indicio de fortuna y ocio. Se fijó en sus pies minúsculos enfundados en zapatillas blancas. Tenía la mirada penetrante y dura, pero hablaba con una voz acariciante que le recordó a Lin. Maldita sea, suspiró Tao Chi´en, derrotado a la primera palabra. La examinó impasible, sin revelar su repugnancia ni turbación, sin saber qué decirle, porque reprocharle su tráfico no sólo era inútil, también peligroso y podía llamar la atención sobre sus propias actividades. Le recetó "mahuang" para el asma y otros remedios para enfilar el hígado, advirtiéndole secamente que mientras viviera encerrada tras esos cortinajes fumando tabaco y opio, sus pulmones seguirían gimiendo. La tentación de dejarle el veneno, con la instrucción de tomar una cucharita al día, lo rozó como una mariposa nocturna y se estremeció, confundido ante ese instante de duda, porque hasta entonces creía que no le alcanzaba la ira para matar a nadie. Salió de prisa, seguro de que en vista de sus rudas maneras, la mujer no volvería a llamarlo.
– ¿Bueno? -preguntó Eliza al verlo llegar.
– Nada.
– ¡Cómo nada! ¿Ni siquiera tenía un poquito de tuberculosis? ¿No se morirá?
– Todos vamos a morir. Ésta se morirá de vieja. Es fuerte como un búfalo.
– Así es la gente mala.
Por su parte, Eliza sabía que se encontraba ante una bifurcación definitiva en su camino y la dirección escogida determinaría el resto de su vida. Tao Chi´en tenía razón: debía darse un plazo. Ya no podía ignorar la sospecha de haberse enamorado del amor y estar atrapada en el trastorno de una pasión de leyenda, sin asidero alguno en la realidad. Trataba de recordar los sentimientos que la impulsaron a embarcarse en esa tremenda aventura, pero no lo lograba. La mujer en que se había convertido, poco tenía en común con la niña enloquecida de antes. Valparaíso y el cuarto de los armarios pertenecían a otro tiempo, a un mundo que iba desapareciendo en la bruma. Se preguntaba mil veces por qué anheló tanto pertenecer en cuerpo y espíritu a Joaquín Andieta, cuando en verdad nunca se sintió totalmente feliz en sus brazos, y sólo podía explicarlo porque fue su primer amor. Estaba preparada cuando él apareció a descargar unos bultos en su casa, el resto fue cosa del instinto. Simplemente obedeció al más poderoso y antiguo llamado, pero eso había ocurrido hacía una eternidad a siete mil millas de distancia. Quién era ella entonces y qué vio en él, no podía decirlo, pero sabía que su corazón ya no andaba por esos rumbos. No sólo se había cansado de buscarlo, en el fondo prefería no encontrarlo, pero tampoco podía continuar aturdida por las dudas. Necesitaba una conclusión de esa etapa para iniciar en limpio un nuevo amor.
A finales de noviembre no soportó más la zozobra y sin decir palabra a Tao Chi´en fue al periódico a hablar con el célebre Jacob Freemont. La hicieron pasar a la sala de redacción, donde trabajaban varios periodistas en sus escritorios, rodeados de un desorden apabullante. Le señalaron una pequeña oficina tras una puerta vidriada y hacia allá se encaminó. Se quedó de pie frente a la mesa, esperando que ese gringo de patillas rojas levantara la vista de sus papeles. Era un individuo de mediana edad, con la piel pecosa y un dulce aroma a velas. Escribía con la mano izquierda, tenía la frente apoyada en la derecha y no se le veía la cara, pero entonces, por debajo del aroma a cera de abejas, ella percibió un olor conocido que le trajo a la memoria algo remoto e impreciso de la infancia. Se inclinó un poco hacia él, olisqueando con disimulo, en el instante mismo en que el periodista alzó la cabeza. Sorprendidos, quedaron mirándose a una distancia incómoda y por fin ambos se echaron hacia atrás. Por su olor ella lo reconoció, a pesar de los años, los lentes, las patillas y la vestimenta de yanqui. Era el eterno pretendiente de Miss Rose, el mismo inglés que acudía puntual a las tertulias de los miércoles en Valparaíso. Paralizada, no pudo escapar.
– ¿Qué puedo hacer por ti, muchacho? -preguntó Jacob Todd quitándose los lentes para limpiarlos con su pañuelo.
La perorata que había preparado se le borró a Eliza de la cabeza. Se quedó con la boca abierta y el sombrero en la mano, segura de que si ella lo había reconocido, él también; pero el hombre se colocó cuidadosamente los lentes y repitió la pregunta sin mirarla.
– Es por Joaquín Murieta… -balbuceó y la voz le salió más aflautada que nunca.
– ¿Tienes información sobre el bandido? -se interesó el periodista de inmediato.
– No, no… Al contrario, vengo a preguntarle por él. Necesito verlo.
– Tienes un aire familiar, muchacho… ¿acaso nos conocemos?
– No lo creo, señor.
– ¿Eres chileno?
– Sí.
– Yo viví en Chile hace algunos años. Bonito país. ¿Para qué quieres ver a Murieta?
– Es muy importante.
– Me temo que no puedo ayudarte. Nadie sabe su paradero.
– ¡Pero usted ha hablado con él!
– Sólo cuando Murieta me llama. Se pone en contacto conmigo cuando quiere que alguna de sus hazañas aparezcan en el diario. No tiene nada de modesto, le gusta la fama.
– ¿En qué idioma se entiende usted con él?
– Mi español es mejor que su inglés.
– Dígame, señor, ¿tiene acento chileno o mexicano?
– No sabría decirlo. Te repito, muchacho, no puedo ayudarte -replicó el periodista poniéndose de pie para dar término a ese interrogatorio, que empezaba a molestarle.
Eliza se despidió brevemente y él se quedó pensando con un aire de perplejidad mientras la veía alejarse en el barullo de la sala de redacción. Ese joven le parecía conocido, pero no lograba ubicarlo. Varios minutos más tarde, cuando su visitante se había retirado, se acordó del encargo del capitán John Sommers y la imagen de la niña Eliza pasó como un relámpago por su memoria. Entonces relacionó el nombre del bandido con el de Joaquín Andieta y entendió por qué ella lo buscaba. Ahogó un grito y salió corriendo a la calle, pero la joven había desaparecido.
El trabajo más importante de Tao Chi´en y Eliza Sommers comenzaba en las noches. En la oscuridad disponían de los cuerpos de las infortunadas que no podían salvar y llevaban a las demás al otro extremo de la ciudad, donde sus amigos cuáqueros. Una a una las niñas salían del infierno para lanzarse a ciegas a una aventura sin retorno. Perdían la esperanza de regresar a China o reencontrarse con sus familias, algunas no volvían a hablar en su lengua ni a ver otro rostro de su raza, debían aprender un oficio y trabajar duramente por el resto de sus vidas, pero cualquier cosa resultaba un paraíso comparado con la vida anterior. Las que Tao conseguía rematar se adaptaban mejor. Habían viajado en cajones y habían sido sometidas a la lascivia y brutalidad de los marineros, pero todavía no estaban completamente quebradas y mantenían cierta capacidad de redención. Las otras, libradas en el último instante de la muerte en el "hospital", nunca perdían el miedo que, como una enfermedad de la sangre, las quemaría por dentro hasta el último día. Tao Chi´en esperaba que con el tiempo aprendieran al menos a sonreír de vez en cuando. Apenas recuperaban sus fuerzas y entendían que nunca más tendrían que someterse a un hombre por obligación, pero siempre serían fugitivas, las conducían al hogar de sus amigos abolicionistas, parte del "underground railroad", como llamaban a la organización clandestina dedicada a socorrer a los esclavos evadidos, a la cual también pertenecía el herrero James Morton y sus hermanos. Recibían a los refugiados provenientes de estados esclavistas y los ayudaban a instalarse en California, pero en este caso debían operar en dirección contraria, sacando a las niñas chinas de California para llevarlas lejos de los traficantes y las pandillas criminales, buscarles un hogar y alguna forma de ganarse la vida. Los cuáqueros asumían los riesgos con fervor religioso: para ellos se trataba de inocentes mancilladas por la maldad humana, que Dios había puesto en su camino como prueba. Las acogían de tan buena gana, que a menudo ellas reaccionaban con violencia o terror; no sabían recibir afecto, pero la paciencia de esas buenas gentes iba poco a poco venciendo su resistencia. Les enseñaban unas cuantas frases indispensables en inglés, les daban una idea de las costumbres americanas, les mostraban un mapa para que supieran al menos dónde se encontraban, y trataban de iniciarlas en algún oficio, mientras esperaban que llegara Babalú, el Malo, a buscarlas.
El gigante había encontrado al fin la mejor forma de dar buen uso a sus talentos: era un viajero incansable, gran trasnochador y amante de la aventura. Al verlo aparecer, las "sing song girls" corrían despavoridas a esconderse y se requería mucha persuasión de parte de sus protectores para tranquilizarlas. Babalú había aprendido una canción en chino y tres trucos de malabarismo, que utilizaba para deslumbrarlas y mitigar el espanto del primer encuentro, pero no renunciaba por ningún motivo a sus pieles de lobo, su cráneo rapado, sus aros de filibustero y su formidable armamento. Se quedaba un par de días, hasta convencer a sus protegidas de que no era un demonio y no intentaba devorarlas, enseguida partía con ellas de noche. Las distancias estaban bien calculadas para llegar al amanecer a otro refugio, donde descansaban durante el día. Se movilizaban a caballo; un coche resultaba inútil, porque buena parte del trayecto se hacía a campo abierto, evitando los caminos. Había descubierto que era mucho más seguro viajar en la oscuridad, siempre que uno supiera ubicarse, porque los osos, las culebras, los forajidos y los indios dormían, como todo el mundo. Babalú las dejaba a salvo en manos de otros miembros de la vasta red de la libertad. Terminaban en granjas de Oregón, lavanderías en Canadá, talleres de artesanía en México, otras se empleaban como sirvientas de familia y no faltaban algunas que se casaban. Tao Chi´en y Eliza solían recibir noticias por medio de James Morton, quien seguía la pista de cada fugitivo rescatado por su organización. De vez en cuando les llegaba un sobre de algún lugar remoto y al abrirlo hallaban un papel con un nombre mal garabateado, unas flores secas o un dibujo, entonces se felicitaban porque otra de las "sing song girls" se había salvado.
A veces a Eliza le tocaba compartir por algunos días su habitación con una niña recién rescatada, pero tampoco ante ella revelaba su condición de mujer, que sólo Tao conocía. Disponía de la mejor pieza de la casa al fondo del consultorio de su amigo. Era un aposento amplio con dos ventanas que daban a un pequeño patio interior, donde cultivaban plantas medicinales para el consultorio y yerbas aromáticas para cocinar. Fantaseaban a menudo con cambiarse a una casa más grande y tener un verdadero jardín, no sólo para fines prácticos, sino también para recreo de la vista y regocijo de la memoria, un lugar donde crecieran las más bellas plantas de China y de Chile y hubiera una glorieta para sentarse a tomar té por las tardes y admirar la salida del sol sobre la bahía en las madrugadas. Tao Chi´en había notado el afán de Eliza por convertir la casa en un hogar, el esmero con que limpiaba y ordenaba, su constancia para mantener discretos ramos de flores frescas en cada habitación. No había tenido antes ocasión de apreciar tales refinamientos; creció en total pobreza, en la mansión del maestro de acupuntura faltaba una mano de mujer para convertirla en hogar y Lin era tan frágil, que no le alcanzaban las fuerzas para ocuparse de tareas domésticas. Eliza en cambio, tenía el instinto de los pájaros para hacer nido. Invertía en acomodar la casa parte de lo que ganaba tocando el piano un par de noches a la semana en un "saloon" y vendiendo "empanadas" y tortas en el barrio de los chilenos. Así había adquirido cortinas, un mantel de damasco, tiestos para la cocina, platos y copas de porcelana. Para ella las buenas maneras en que se había criado eran esenciales, convertía en una ceremonia la única comida al día que compartían, presentaba los platos con primor y enrojecía de satisfacción cuando él celebraba sus afanes. Los asuntos cuotidianos parecían resolverse solos, como si de noche espíritus generosos limpiaran el consultorio, pusieran al día los archivos, entraran discretamente a la habitación de Tao Chi´en para lavar su ropa, pegar sus botones, cepillar sus trajes y cambiar el agua de las rosas sobre su mesa.
– No me agobies de atenciones, Eliza.
– Dijiste que los chinos esperan que las mujeres los sirvan.
– Eso es en China, pero yo nunca tuve esa suerte… Me estás malcriando.
– De eso se trata. Miss Rose decía que para dominar a un hombre hay que acostumbrarlo a vivir bien y cuando se porta mal, el castigo consiste en suprimir los mimos.
– ¿No se quedó soltera Miss Rose?
– Por decisión propia, no por falta de oportunidades.
– No pienso portarme mal, pero después ¿cómo viviré solo?
– Nunca vivirás solo. No eres del todo feo y siempre habrá una mujer de pies grandes y mal carácter dispuesta a casarse contigo -replicó y él se echó a reír encantado.
Tao había comprado muebles finos para el aposento de Eliza, el único de la casa decorado con cierto lujo. Paseando juntos por Chinatown, ella solía admirar el estilo de los muebles tradicionales chinos. "Son muy hermosos, pero pesados. El error es poner demasiados", decía. Le regaló una cama y un armario de madera oscura tallada y después ella eligió una mesa, sillas y un biombo de bambú. No quiso una colcha de seda, como se usaría en China, sino una de aspecto europeo, de lino blanco bordado con grandes almohadones del mismo material.
– ¿Estás seguro que quieres hacer este gasto, Tao?
– Estás pensando en las "sing song girls"…
– Sí.
– Tú misma has dicho que todo el oro de California no podría comprarlas a todas. No te preocupes, tenemos suficiente.
Eliza retribuía de mil formas sutiles: discreción para respetar su silencio y sus horas de estudio, esmero en secundarlo en el consultorio, valor en la tarea de rescate de las niñas. Sin embargo, para Tao Chi´en el mejor regalo era el invencible optimismo de su amiga, que lo obligaba a reaccionar cuando las sombras amenazaban con envolverlo por completo. "Si andas triste pierdes fuerza y no puedes ayudar a nadie. Vamos a dar un paseo, necesito oler el bosque. Chinatown huele a salsa de soya" y se lo llevaba en coche a las afueras de la ciudad. Pasaban el día al aire libre correteando como muchachos, esa noche él dormía como un bendito y despertaba de nuevo vigoroso y alegre.
El capitán John Sommers atracó en el puerto de Valparaíso el 15 de marzo de 1853, agotado con el viaje y las exigencias de su patrona, cuyo capricho más reciente consistía en acarrear a remolque desde el sur de Chile un trozo de glaciar del tamaño de un barco ballenero. Se le había ocurrido fabricar sorbetes y helados para la venta, en vista de que los precios de las verduras y frutas habían bajado mucho desde que empezó a prosperar la agricultura en California. El oro había atraído a un cuarto de millón de inmigrantes en cuatro años, pero la bonanza estaba pasando. A pesar de ello, Paulina Rodríguez de Santa Cruz no pensaba moverse más de San Francisco. Había adoptado en su fiero corazón a esa ciudad de heroicos advenedizos, donde aún no existían las clases sociales. Ella misma supervisaba la construcción de su futuro hogar, una mansión en la punta de un cerro con la mejor vista de la bahía, pero esperaba su cuarto hijo y quería tenerlo en Valparaíso, donde su madre y sus hermanas la mimarían hasta el vicio. Su padre había sufrido una oportuna apoplejía, que le dejó medio cuerpo paralizado y el cerebro reblandecido. La invalidez no cambió el carácter de Agustín del Valle, pero le metió el susto de la muerte y, naturalmente, del infierno. Partir al otro mundo con una ristra de pecados mortales a la espalda no era buena idea, le había repetido incansable su pariente, el obispo. Del mujeriego y rajadiablo que fuera, nada quedaba, no por arrepentimiento, sino porque su cuerpo machucado era incapaz de esos trotes. Oía misa diaria en la capilla de su casa y soportaba estoico las lecturas de los Evangelios y los inacabables rosarios que su mujer recitaba. Nada de eso, sin embargo, lo volvió más benigno con sus inquilinos y empleados. Seguía tratando a su familia y al resto del mundo como un déspota, pero parte de la conversión fue un súbito e inexplicable amor por Paulina, la hija ausente. Se le olvidó que la había repudiado por escapar del convento para casarse con aquel hijo de judíos, cuyo nombre no podía recordar porque no era un apellido de su clase. Le escribió llamándola su favorita, la única heredera de su temple y su visión para los negocios, suplicándole que volviera al hogar, porque su pobre padre deseaba abrazarla antes de morir. ¿Es cierto que el viejo está muy mal?, preguntó Paulina, esperanzada, en una carta a sus hermanas. Pero no lo estaba y seguramente viviría muchos años jorobando a los demás desde su sillón de lisiado. En todo caso, al capitán Sommers le tocó transportar en ese viaje a su patrona con sus chiquillos malcriados, las sirvientas irremediablemente mareadas, el cargamento de baúles, dos vacas para la leche de los niños y tres perritos falderos con cintas en las orejas, como los de las cortesanas francesas, que reemplazaron al chucho ahogado en alta mar durante el primer viaje. Al capitán la travesía le pareció eterna y lo espantaba la idea de que dentro de poco debería conducir a Paulina y su circo de vuelta a San Francisco. Por primera vez en su larga vida de navegante pensó retirarse a pasar en tierra firme el tiempo que le quedaba en este mundo. Su hermano Jeremy lo aguardaba en el muelle y lo condujo a la casa, disculpando a Rose, que sufría de migraña.
– Ya sabes, siempre se enferma para el cumpleaños de Eliza. No ha podido reponerse de la muerte de la muchacha -explicó.
– De eso quiero hablarles -replicó el capitán.
Miss Rose no supo cuánto amaba a Eliza hasta que le faltó, entonces sintió que la certeza del amor maternal le llegaba demasiado tarde. Se culpaba por los años en que la quiso a medias, con un cariño arbitrario y caótico; las veces que se olvidaba de su existencia, demasiado ocupada en sus frivolidades, y cuando se acordaba descubría que la chiquilla había estado en el patio con las gallinas durante una semana. Eliza había sido lo más parecido a una hija que jamás tendría; por casi diecisiete años fue su amiga, su compañera de juegos, la única persona en el mundo que la tocaba. A Miss Rose le dolía el cuerpo de pura y simple soledad. Echaba de menos los baños con la niña, cuando chapoteaban felices en el agua aromatizada con hojas de menta y romero. Pensaba en las manos pequeñas y hábiles de Eliza lavándole el cabello, masajeándole la nuca, puliéndole las uñas con un trozo de gamuza, ayudándola a peinarse. Por las noches se quedaba esperando, con el oído atento a los pasos de la muchacha trayéndole su copita de licor anisado. Ansiaba sentir una vez más en la frente su beso de buenas noches. Miss Rose ya no escribía y suspendió por completo las tertulias musicales que antes constituían el eje de su vida social. La coquetería también se le pasó y estaba resignada a envejecer sin gracia, "a mi edad sólo se espera de una mujer que tenga dignidad y huela bien", decía. Ningún vestido nuevo salió de sus manos en esos años, seguía usando los mismos de antes y ni cuenta se daba que ya no estaban a la moda. La salita de costura permanecía abandonada y hasta la colección de bonetes y sombreros languidecía en cajas, porque había optado por el manto negro de las chilenas para salir a la calle. Ocupaba sus horas releyendo a los clásicos y tocando piezas melancólicas en el piano. Se aburría con determinación y método, como un castigo. La ausencia de Eliza se convirtió en buen pretexto para llevar luto por las penas y pérdidas de sus cuarenta años de vida, sobre todo la falta de amor. Eso lo sentía como una espina bajo la uña, un constante dolor en sordina. Se arrepentía de haberla criado en la mentira; no podía entender por qué inventó la historia de la cesta con las sábanas de batista, la improbable mantita de visón y las monedas de oro, cuando la verdad habría sido mucho más reconfortante. Eliza tenía derecho a saber que el adorado tío John era en realidad su padre, que ella y Jeremy eran sus tíos, que pertenecía a la familia Sommers y no era una huérfana recogida por caridad. Recordaba horrorizada cuando la arrastró hasta el orfelinato para darle un susto, ¿qué edad tenía entonces? Ocho o diez, una criatura. Si pudiera empezar de nuevo sería una madre muy diferente… De partida, la habría apoyado cuando se enamoró, en vez de declararle la guerra; si lo hubiera hecho, Eliza estaría viva, suspiraba, era culpa suya que al huir encontrara la muerte. Debió acordarse de su propio caso y entender que a las mujeres de su familia el primer amor las trastornaba. Lo más triste era no tener con quién hablar de ella, porque también Mama Fresia había desaparecido y su hermano Jeremy apretaba los labios y salía de la habitación si la mencionaba. Su pesadumbre contaminaba todo a su alrededor, en los últimos cuatro años la casa tenía un aire denso de mausoleo, la comida había decaído tanto, que ella se alimentaba de té con galletas inglesas. No había conseguido una cocinera decente y tampoco la había buscado con mucho ahínco. La limpieza y el orden la dejaban indiferente; faltaban flores en los jarrones y la mitad de las plantas del jardín languidecían por falta de cuidado. Durante cuatro inviernos las cortinas floreadas del verano colgaban en la sala sin que nadie se diera el trabajo de cambiarlas al final de la temporada.
Jeremy no hacía reproches a su hermana, comía cualquier mazamorra que le pusieran por delante y nada decía cuando sus camisas aparecían mal planchadas y sus trajes sin cepillar. Había leído que las mujeres solteras solían sufrir peligrosas perturbaciones. En Inglaterra habían desarrollado una cura milagrosa para la histeria, que consistía en cauterizar con hierros al rojo ciertos puntos, pero aquellos adelantos no habían llegado a Chile, donde todavía se empleaba agua bendita para esos males. En todo caso, era un asunto delicado, difícil de mencionar ante Rose. No se le ocurría cómo consolarla, el hábito de discreción y silencio entre ellos era muy antiguo. Procuraba complacerla con regalos comprados de contrabando en los barcos, pero nada sabía de mujeres y llegaba con objetos horrendos que pronto desaparecían al fondo de los armarios. No sospechaba cuántas veces su hermana se acercó cuando él fumaba en su sillón, a punto de desplomarse a sus pies, apoyar la cabeza en sus rodillas y llorar hasta nunca acabar, pero en el último instante retrocedía asustada, porque entre ellos cualquier palabra de afecto sonaba como ironía o imperdonable sentimentalismo. Tiesa y triste, Rose mantenía las apariencias por disciplina, con la sensación de que sólo el corsé la sostenía y al quitárselo se desmoronaba en pedazos. De su alborozo y sus travesuras nada quedaba; tampoco de sus atrevidas opiniones, sus gestos de rebeldía o su impertinente curiosidad. Se había convertido en lo que más temía: una solterona victoriana. "Es el cambio, a esta edad las mujeres se desequilibran" opinó el boticario alemán y le recetó valeriana para los nervios y aceite de hígado de bacalao para la palidez.
El capitán John Sommers reunió a sus hermanos en la biblioteca para contarles la noticia.
– ¿Se acuerdan de Jacob Todd?
– ¿El tipo que nos estafó con el cuento de las misiones en Tierra del Fuego? -preguntó Jeremy Sommers.
– El mismo.
– Estaba enamorado de Rose, si mal no recuerdo -sonrió Jeremy, pensando que al menos se habían librado de tener aquel mentiroso por cuñado.
– Se cambió el nombre. Ahora se llama Jacob Freemont y está convertido en periodista en San Francisco.
– ¡Vaya! De manera que es cierto que en los Estados Unidos cualquier truhán puede empezar de nuevo.
– Jacob Todd pagó su falta de sobra. Me parece espléndido que exista un país que ofrece una segunda oportunidad.
– ¿Y el honor no cuenta?
– El honor no es lo único, Jeremy.
– ¿Hay algo más?
– ¿Qué nos importa Jacob Todd? Supongo que no nos has reunido para hablar de él, John -balbuceó Rose tras su pañuelo empapado en perfume de vainilla.
– Estuve con Jacob Todd, Freemont, mejor dicho, antes de embarcarme. Me aseguró que vio a Eliza en San Francisco.
Miss Rose creyó que por primera vez en su vida iba a desmayarse. Sintió el corazón disparado, las sienes a punto de explotarle y una oleada de sangre en la cara. No pudo articular ni una palabra, sofocada.
– ¡A ese hombre nada se le puede creer! Nos dijiste que una mujer juró haber conocido a Eliza a bordo de un barco en 1849 y no tenía dudas de que había muerto -alegó Jeremy Sommers paseándose a grandes trancos por la biblioteca.
– Cierto, pero era una mujerzuela y tenía el broche de turquesas que yo le regalé a Eliza. Pudo haberlo robado y mintió para protegerse. ¿Qué razón tendría Jacob Freemont para engañarme?
– Ninguna, sólo que es farsante por naturaleza.
– Basta, por favor -suplicó Rose, haciendo un colosal esfuerzo por sacar la voz-. Lo único que importa es que alguien vio a Eliza, que no está muerta, que podemos encontrarla.
– No te hagas ilusiones, querida. ¿No ves que éste es un cuento fantástico? Será un golpe terrible para ti comprobar que es una falsa noticia -la previno Jeremy.
John Sommers les dio los pormenores del encuentro entre Jacob Freemont y Eliza, sin omitir que la chica estaba vestida de hombre y tan cómoda en su ropa, que el periodista no dudó que se trataba de un muchacho. Agregó que partieron ambos al barrio chileno a preguntar por ella, pero no sabían qué nombre usaba y nadie pudo, o quiso, darles su paradero. Explicó que Eliza sin duda fue a California a reunirse con su enamorado, pero algo salió mal y no se encontraron, puesto que el propósito de su visita a Jacob Freemont fue averiguar sobre un pistolero de nombre parecido.
– Debe ser él. Joaquín Andieta es un ladrón. De Chile salió escapando de la justicia -masculló Jeremy Sommers.
No había sido posible ocultarle la identidad del enamorado de Eliza. Miss Rose también debió confesarle que solía visitar a la madre de Joaquín Andieta para averiguar noticias y que la desdichada mujer, cada vez más pobre y enferma, estaba convencida de que su hijo había muerto. No había otra explicación para su largo silencio, sostenía. Había recibido una carta de California, fechada en febrero de 1849, una semana después de su llegada, en la cual le anunciaba sus planes de partir a los placeres y reiteraba su promesa de escribirle cada quince días. Luego nada más: había desaparecido sin dejar huellas.
– ¿No les parece extraño que Jacob Todd reconociera a Eliza fuera de contexto y vestida de hombre? -preguntó Jeremy Sommers-. Cuando la conoció era una chiquilla. ¿Cuántos años hace de eso? Por lo menos seis o siete. ¿Cómo podía imaginar que Eliza estaba en California? Esto es absurdo.
– Hace tres años yo le conté lo que sucedió y él me prometió buscarla. Se la describí en detalle, Jeremy. Por lo demás, a Eliza nunca le cambió mucho la cara; cuando se fue todavía parecía una niña. Jacob Freemont la buscó por un buen tiempo, hasta que le dije que posiblemente había muerto. Ahora me prometió volver a intentarlo, incluso piensa contratar a un detective. Espero traerles noticias más concretas en el próximo viaje.
– ¿Por qué no olvidamos este asunto de una vez por todas? -suspiró Jeremy.
– ¡Porque es mi hija, hombre, por Dios! -exclamó el capitán.
– ¡Yo iré a California a buscar a Eliza -interrumpió Miss Rose, poniéndose de pie.
– ¡Tú no irás a ninguna parte¡ -explotó su hermano mayor.
Pero ella ya había salido. La noticia fue una inyección de sangre nueva para Miss Rose. Tenía la certeza absoluta de que encontraría a su hija adoptiva y por primera vez en cuatro años existía una razón para continuar viviendo. Descubrió admirada que sus antiguas fuerzas estaban intactas, agazapadas en algún lugar secreto de su corazón, listas para servirle como la habían servido antes. El dolor de cabeza desapareció por encanto, transpiraba y sus mejillas estaban rojas de euforia cuando llamó a las criadas para que la acompañaran al cuarto de los armarios a buscar maletas.
En mayo de 1853 Eliza leyó en el periódico que Joaquín Murieta y su secuaz, Jack Tres-Dedos, atacaron un campamento de seis pacíficos chinos, los ataron por las coletas y los degollaron; después dejaron las cabezas colgando de un árbol, como racimo de melones. Los caminos estaban tomados por los bandidos, nadie andaba seguro por esa región, había que movilizarse en grupos numerosos y bien armados. Asesinaban mineros americanos, aventureros franceses, buhoneros judíos y viajeros de cualquier raza, pero en general no atacaban a indios ni mexicanos, de ellos se encargaban los gringos. La gente aterrorizada trancaba puertas y ventanas, los hombres vigilaban con los rifles cargados y las mujeres se escondían, porque ninguna quería caer en manos de Jack Tres-Dedos. De Murieta, en cambio, se decía que jamás maltrataba a una mujer y en más de una ocasión salvó a una joven de ser mancillada por los facinerosos de su pandilla. Las posadas negaban hospedaje a los viajeros, porque temían que uno de ellos fuera Murieta. Nadie lo había visto en persona y las descripciones se contradecían, aunque los artículos de Freemont habían ido creando una imagen romántica del bandido, que la mayor parte de los lectores aceptaba como verdadera. En Jackson se formó el primer grupo de voluntarios para dar caza a la banda, pronto había compañías de vengadores en cada pueblo y se desató una cacería humana sin precedentes. Nadie que hablara español estaba libre de sospecha, en pocas semanas hubo más linchamientos apresurados de los que hubo en los cuatro años anteriores. Bastaba hablar español para convertirse en enemigo público y echarse encima la ira de los "sheriffs" y alguaciles. El colmo de la burla fue cuando la banda de Murieta huía de una partida de soldados americanos, que les iba pisando los talones, y se desvió brevemente para atacar un campamento de chinos. Los soldados llegaron segundos después y encontraron a varios muertos y a otros agonizando. Decían que Joaquín Murieta se ensañaba con los asiáticos porque rara vez se defendían, aunque estuvieran armados; tanto lo temían los "celestiales" que su sólo nombre producía una estampida de pánico entre ellos. Sin embargo, el rumor más persistente era que el bandido estaba armando un ejército y, en complicidad con ricos rancheros mexicanos de la región, pensaba provocar una revuelta, sublevar a la población española, masacrar a los americanos y devolver California a México o convertirla en república independiente.
Ante el clamor popular, el gobernador firmó un decreto autorizando al capitán Harry Love y un grupo de veinte voluntarios para dar caza a Joaquín Murieta en un plazo de tres meses. Se le asignó un sueldo de ciento cincuenta dólares al mes a cada hombre, lo cual no era mucho, teniendo en cuenta que debían financiar sus caballos, armas y provisiones, pero a pesar de ello, la compañía estaba lista para ponerse en camino en menos de una semana. Había una recompensa de mil dólares por la cabeza de Joaquín Murieta. Tal como señaló Jacob Freemont en el periódico, se condenaba a un hombre a muerte sin conocer su identidad, sin haber probado sus crímenes y sin juicio, la misión del capitán Love equivalía a un linchamiento. Eliza sintió una mezcla de terror y alivio, que no supo explicar. No deseaba que esos hombres mataran a Joaquín, pero tal vez eran los únicos capaces de encontrarlo; sólo pretendía salir de la incertidumbre, estaba cansada de dar manotazos a las sombras. De todos modos, era poco probable que el capitán Love tuviera éxito donde tantos otros habían fracasado, Joaquín Murieta parecía invencible. Decían que sólo una bala de plata podía matarlo, porque le habían vaciados dos pistolas a quemarropa en el pecho y seguía galopando por la región de Calaveras.
– Si esa bestia es tu enamorado, más vale que nunca lo encuentres -opinó Tao Chi´en, cuando ella le mostró los recortes de los periódicos coleccionados por más de un año.
– Creo que no lo es…
– ¿Cómo sabes?
En sueños veía a su antiguo amante con el mismo traje gastado y las camisas deshilachadas, pero limpias y bien planchadas, de los tiempos en que se amaron en Valparaíso. Aparecía con su aire trágico, sus ojos intensos y su olor a jabón y sudor fresco, la tomaba de la manos como entonces y le hablaba enardecido de la democracia. A veces yacían juntos sobre el montón de cortinas en el cuarto de los armarios, lado a lado, sin tocarse, completamente vestidos, mientras a su alrededor crujían las maderas azotadas por el viento del mar. Y siempre, en cada sueño, Joaquín tenía una estrella de luz en la frente.
– ¿Y eso qué significa? -quiso saber Tao Chi´en.
– Ningún hombre malo tiene luz en la frente.
– Es sólo un sueño, Eliza.
– No es uno, Tao, son muchos sueños…
– Entonces estás buscando al hombre equivocado.
– Tal vez, pero no he perdido el tiempo -replicó ella, sin dar más explicaciones.
Por primera vez en cuatro años volvía a tener conciencia de su cuerpo, relegado a un plano insignificante desde el instante en que Joaquín Andieta se despidió de ella en Chile, aquel funesto 22 de diciembre de 1848. En su obsesión por encontrar a ese hombre renunció a todo, incluso su feminidad. Temía haber perdido por el camino su condición de mujer para convertirse en un raro ente asexuado. Algunas veces, cabalgando por cerros y bosques, expuesta a la inclemencia de todos los vientos, recordaba los consejos de Miss Rose, que se lavaba con leche y jamás permitía un rayo de sol sobre su piel de porcelana, pero no podía detenerse en semejantes consideraciones. Soportaba el esfuerzo y el castigo porque no tenía alternativa. Consideraba su cuerpo, como sus pensamientos, su memoria o su sentido del olfato, parte inseparable de su ser. Antes no entendía a qué se refería Miss Rose cuando hablaba del alma, porque no lograba diferenciarla de la unidad que ella era, pero ahora empezaba a vislumbrar su naturaleza. Alma era la parte inmutable de sí misma. Cuerpo, en cambio, era esa bestia temible que después de años invernando despertaba indómita y llena de exigencias. Venía a recordarle el ardor del deseo que alcanzó a saborear brevemente en el cuarto de los armarios. Desde entonces no había sentido verdadera urgencia de amor o de placer físico, como si esa parte de ella hubiera permanecido profundamente dormida. Lo atribuyó al dolor de haber sido abandonada por su amante, al pánico de verse encinta, a su paseo por los laberintos de la muerte en el barco, al trauma del aborto. Estuvo tan machucada, que el terror de verse otra vez en tales circunstancias fue más fuerte que el ímpetu de la juventud. Pensaba que por el amor se pagaba un precio demasiado alto y era mejor evitarlo por completo, pero algo se le había dado vuelta por dentro en los últimos dos años junto a Tao Chi´en y de pronto el amor, como el deseo, le parecía inevitable. La necesidad de vestirse de hombre empezaba a pesarle como una carga. Recordaba la salita de costura, donde seguro en esos momentos Miss Rose estaría haciendo otro de sus primorosos vestidos, y la abrumaba una oleada de nostalgia por aquellas delicadas tardes de su infancia, por el té de las cinco en las tazas que Miss Rose había heredado de su madre, por las correrías comprando frivolidades de contrabando en los barcos. ¿Y qué sería de Mama Fresia? La veía refunfuñando en la cocina, gorda y tibia, olorosa a albahaca, siempre con un cucharón en la mano y una olla hirviendo sobre la estufa, como una afable hechicera. Sentía una añoranza apremiante por esa complicidad femenina de antaño, un deseo perentorio de sentirse mujer nuevamente. En su habitación no había un espejo grande para observar a aquella criatura femenina que luchaba por imponerse. Quería verse desnuda. A veces despertaba al amanecer afiebrada por sueños impetuosos en que a la imagen de Joaquín Andieta con una estrella en la frente, se sobreponían otras visiones surgidas de los libros eróticos que antes leía en voz alta a las palomas de la Rompehuesos. En aquel entonces lo hacía con notable indiferencia, porque esas descripciones nada evocaban en ella, pero ahora venían a penarle en sueños como lúbricos espectros. A solas en su hermoso aposento de muebles chinos, aprovechaba la luz del amanecer filtrándose débilmente por las ventanas para dedicarse a la arrobada exploración de sí misma. Se despojaba del pijama, miraba con curiosidad las partes de su cuerpo que alcanzaba a ver y recorría a tientas las otras, como hacía años atrás en la época en que descubría el amor. Comprobaba que había cambiado poco. Estaba más delgada, pero también parecía más fuerte. Las manos estaban curtidas por el sol y el trabajo, pero el resto era tan claro y liso como lo recordaba. Le parecía pasmoso que después de tanto tiempo aplastados bajo una faja, todavía tuviera los mismos pechos de antes, pequeños y firmes, con los pezones como garbanzos. Se soltaba la melena, que no se había cortado en cuatro meses y peinaba en una apretada cola en la nuca, cerraba los ojos y agitaba la cabeza con placer ante el peso y la textura de animal vivo de su pelo. Le sorprendía esa mujer casi desconocida, con curvas en los muslos y en las caderas, con cintura breve y un vello crespo y áspero en el pubis, tan diferente al cabello liso y elástico de la cabeza. Levantaba un brazo para medir su extensión, apreciar su forma, ver de lejos sus uñas; con la otra mano palpaba su costado, el relieve de las costillas, la cavidad de la axila, el contorno del brazo. Se detenía en los puntos más sensibles de la muñeca y el doblez del codo, preguntándose si Tao sentiría las mismas cosquillas en las mismas partes. Tocaba su cuello, dibujaba las orejas, el arco de las cejas, la línea de los labios; recorría con un dedo el interior de la boca y luego se lo llevaba a los pezones, que se erguían al contacto de la saliva caliente. Pasaba con firmeza las manos por sus nalgas, para aprender su forma, y luego con liviandad, para sentir la tersura de la piel. Se sentaba en su cama y se palpaba desde los pies hasta las ingles, sorprendida de la casi imperceptible pelusa dorada que había aparecido sobre sus piernas. Abría los muslos y tocaba la misteriosa hendidura de su sexo, mórbida y húmeda; buscaba el capullo del clítoris, centro mismo de sus deseos y confusiones, y al rozarlo acudía de inmediato la visión inesperada de Tao Chi´en. No era Joaquín Andieta, de cuyo rostro escasamente podía acordarse, sino su fiel amigo quien venía a nutrir sus febriles fantasías con una mezcla irresistible de abrazos ardientes, de suave ternura y de risa compartida. Después se olía las manos, maravillada de ese poderoso aroma de sal y frutas maduras que emanaba de su cuerpo.
Tres días después de que el gobernador pusiera precio a la cabeza de Joaquín Murieta, ancló en el puerto de San Francisco el vapor "Northener" con doscientos setenta y cinco sacos de correo y Lola Montez. Era la cortesana más famosa de Europa, pero ni Tao Chi´en ni Eliza habían oído jamás su nombre. Estaban en el muelle por casualidad, habían ido a buscar una caja de medicinas chinas que traía un marinero desde Shanghai. Creyeron que la causa del tumulto de carnaval era el correo, nunca se había recibido un cargamento tan abundante, pero los petardos de fiesta los sacaron de su error. En esa ciudad acostumbrada a toda suerte de prodigios, se había juntado una multitud de hombres curiosos por ver a la incomparable Lola Montez, quien había viajado por el Istmo de Panamá precedida por el redoble de tambores de su fama. Descendió del bote en brazos de un par de afortunados marineros, que la depositaron en tierra firme con reverencias dignas de una reina. Y ésa era exactamente la actitud de aquella célebre amazona mientras recibía los vítores de sus admiradores. La batahola cogió a Eliza y Tao Chi´en de sorpresa, porque no sospechaban el linaje de la bella, pero rápidamente los espectadores los pusieron al día. Se trataba de una irlandesa, plebeya y bastarda, que se hacía pasar por una noble bailarina y actriz española. Danzaba como un ganso y de actriz sólo tenía una inmoderada vanidad, pero su nombre convocaba imágenes licenciosas de grandes seductoras, desde Dalila hasta Cleopatra, y por eso acudían a aplaudirla delirantes muchedumbres. No iban por su talento, sino para comprobar de cerca su perturbadora malignidad, su legendaria hermosura y su fiero temperamento. Sin más talento que desfachatez y audacia, llenaba teatros, gastaba como un ejército, coleccionaba joyas y amantes, sufría epopéyicas rabietas, había declarado la guerra a los jesuitas y salido expulsada de varias ciudades, pero su máxima hazaña consistía en haber roto el corazón de un rey. Ludwig I de Baviera fue un buen hombre, avaro y prudente durante sesenta años, hasta que ella le salió al paso, le dio un par de vueltas mortales y lo dejó convertido en un pelele. El monarca perdió el juicio, la salud y el honor, mientras ella esquilmaba las arcas reales de su pequeño reino. Todo lo que quiso se lo dio el enamorado Ludwig, incluso un título de condesa, mas no pudo conseguir que sus súbditos la aceptaran. Los pésimos modales y descabellados caprichos de la mujer provocaron el odio de los ciudadanos de Munich, quienes terminaron por lanzarse en masa a la calle para exigir la expulsión de la querida del rey. En vez de desaparecer calladamente, Lola enfrentó a la turba armada con una fusta para caballos y la habrían hecho picadillo si sus fieles sirvientes no la meten a viva fuerza en un coche para colocarla en la frontera. Desesperado, Ludwig I abdicó al trono y se dispuso a seguirla al exilio, pero sin corona, poder ni cuenta bancaria, de poco servía el caballero y la beldad simplemente lo plantó.
– Es decir, no tiene más mérito que la mala fama -opinó Tao Chi´en.
Un grupo de irlandeses desengancharon los caballos del coche de Lola, se colocaron en sus lugares y la arrastraron hasta su hotel por calles tapizadas de pétalos de flores. Eliza y Tao Chi´en la vieron pasar en gloriosa procesión.
– Es lo único que faltaba en este país de locos -suspiró el chino, sin una segunda mirada para la bella.
Eliza siguió el carnaval por varias cuadras, entre divertida y admirada, mientras a su alrededor estallaban cohetes y tiros al aire. Lola Montez llevaba el sombrero en la mano, tenía el cabello negro partido al centro con rizos sobre las orejas y ojos alucinados de un color azul nocturno, vestía una falda de terciopelo obispal, blusa con encajes en el cuello y los puños y una chaqueta corta de torero recamada de mostacillas. Tenía una actitud burlona y desafiante, plenamente consciente de que encarnaba los deseos más primitivos y secretos de los hombres y simbolizaba lo más temido por los defensores de la moral; era un ídolo perverso y el papel le encantaba. En el entusiasmo del momento alguien le lanzó un puñado de oro en polvo, que quedó adherido a sus cabellos y a su ropa como un aura. La visión de esa joven mujer, triunfante y sin miedo, sacudió a Eliza. Pensó en Miss Rose, como hacía cada vez más a menudo, y sintió una oleada de compasión y ternura por ella. La recordó azorada en su corsé, la espalda recta, la cintura estrangulada, transpirando bajo sus cinco enaguas, "siéntate con las piernas juntas, camina derecha, no te apures, habla bajito, sonríe, no hagas morisquetas porque te llenarás de arrugas, cállate y finge interés, a los hombres les halaga que las mujeres los escuchen". Miss Rose, con su olor a vainilla, siempre complaciente… Pero también la recordó en la bañera, apenas cubierta por una camisa mojada, los ojos brillantes de risa, el cabello alborotado, las mejillas rojas, libre y contenta, cuchicheando con ella, "una mujer puede hacer lo que quiera, Eliza, siempre que lo haga con discreción". Sin embargo, Lola Montez lo hacía sin la menor prudencia; había vivido más vidas que el más bravo aventurero y lo hacía hecho desde su altiva condición de hembra bien plantada. Esa noche Eliza llegó a su cuarto pensativa y abrió sigilosamente la maleta de sus vestidos, como quien comete una falta. La había dejado en Sacramento cuando partió en persecución de su amante la primera vez, pero Tao Chi´en la había guardado con la idea de que algún día el contenido podría servirle. Al abrirla, algo cayó al suelo y comprobó sorprendida que era su collar de perlas, el precio que había pagado a Tao Chi´en por introducirla al barco. Se quedó largo rato con las perlas en la mano, conmovida. Sacudió los vestido y los puso sobre su cama, estaban arrugados y olían a sótano. Al día siguiente los llevó a la mejor lavandería de Chinatown.
– Voy a escribir una carta a Miss Rose, Tao -anunció.
– ¿Por qué?
– Es como mi madre. Si yo la quiero tanto, seguro ella me quiere igual. Han pasado cuatro años sin noticias, debe creer que estoy muerta.
– ¿Te gustaría verla?
– Claro, pero eso es imposible. Voy a escribir sólo para tranquilizarla, pero sería bueno que ella pudiera contestarme, ¿te importa que le dé esta dirección?
– Quieres que tu familia te encuentre… -dijo él y se le quebró la voz.
Ella se quedó mirándolo y se dio cuenta que nunca había estado tan cerca de alguien en este mundo, como en ese instante lo estaba de Tao Chi´en. Sintió a ese hombre en su propia sangre, con tal antigua y feroz certeza, que se maravilló del tiempo transcurrido a su lado sin advertirlo. Lo echaba de menos, aunque lo veía todos los días. Añoraba los tiempos despreocupados en que fueron buenos amigos, entonces todo parecía más fácil, pero tampoco deseaba volver atrás. Ahora había algo pendiente entre ellos, algo mucho más complejo y fascinante que la antigua amistad.
Sus vestidos y enaguas habían regresado de la lavandería y estaban sobre su cama, envueltos en papel. Abrió la maleta y sacó sus medias blancas y sus botines, pero dejó el corsé. Sonrió ante la idea de que nunca se había vestido de señorita sin ayuda, luego se puso las enaguas y se probó uno a uno los vestidos para elegir el más apropiado para la ocasión. Se sentía forastera en esa ropa, se enredó con las cintas, los encajes y los botones, necesitó varios minutos para abrocharse los botines y encontrar el equilibrio debajo de tantas enaguas, pero con cada prenda que se ponía iba conquistando sus dudas y afirmando su deseo de volver a ser mujer. Mama Fresia la había prevenido contra el albur de la feminidad, "te cambiará el cuerpo, se te nublarán las ideas y cualquier hombre podrá hacer contigo lo que le venga gana", decía, pero ya no la asustaban esos riesgos.
Tao Chi´en había terminado de atender al último enfermo del día. Estaba en mangas de camisa, se había quitado la chaqueta y la corbata, que siempre usaba por respeto a sus pacientes, de acuerdo al consejo de su maestro de acupuntura. Transpiraba, porque todavía no se ponía el sol y ése había sido uno de los pocos días calientes del mes de julio. Pensó que nunca se acostumbraría a los caprichos del clima en San Francisco, donde el verano tenía cara de invierno. Solía amanecer un sol radiante y a la pocas horas entraba una espesa neblina por el Golden Gate o se dejaba caer el viento del mar. Estaba colocando las agujas en alcohol y ordenando sus frascos de medicinas, cuando entró Eliza. El ayudante había partido y en esos días no tenían ninguna "sing song girl" a su cargo, estaban solos en la casa.
– Tengo algo para ti, Tao -dijo ella.
Entonces él levantó la vista y de la sorpresa se le cayó el frasco de las manos. Eliza llevaba un elegante vestido oscuro con cuello de encaje blanco. La había visto sólo dos veces con ropa femenina cuando la conoció en Valparaíso, pero no había olvidado su aspecto de entonces.
– ¿Te gusta?
– Siempre me gustas -sonrió él, quitándose los lentes para admirarla de lejos.
– Éste es mi vestido de domingo. Me lo puse porque quiero hacerme un retrato. Toma, esto es para ti -y le pasó una bolsa.
– ¿Qué es?
– Son mis ahorros… para que compres otra niña, Tao. Pensaba ir a buscar a Joaquín este verano, pero no lo haré. Ya sé que jamás lo encontraré.
– Parece que todos vinimos buscando algo y encontramos otra cosa.
– ¿Qué buscabas tú?
– Conocimiento, sabiduría, ya no me acuerdo. En cambio encontré a las "sing song girls" y mira el descalabro en que estoy metido.
– ¡Qué poco romántico eres, hombre por Dios¡ Por galantería debes decir que también me encontraste a mí.
– Te habría encontrado de todos modos, eso estaba predestinado.
– No me vengas con el cuento de la reencarnación…
– Exacto. En cada encarnación volveremos a encontrarnos hasta resolver nuestro karma.
– Suena espantoso. En todo caso, no volveré a Chile, pero tampoco seguiré ocultándome, Tao. Ahora quiero ser yo.
– Siempre has sido tú.
– Mi vida está aquí. Es decir, si tú quieres que te ayude…
– ¿Y Joaquín Andieta?
– Tal vez la estrella en la frente significa que está muerto. ¡Imagínate¡ Hice este tremendo viaje en balde.
– Nada es en balde. En la vida no se llega a ninguna parte, Eliza, se camina no más.
– Lo que hemos caminado juntos no ha estado mal. Acompáñame, voy a hacerme un retrato para enviar a Miss Rose.
– ¿Puedes hacerte otro para mí?
Se fueron a pie y de la mano a la plaza de la Unión, donde se habían instalado varias tiendas de fotografía, y escogieron la más vistosa. En la ventana se exhibía una colección de imágenes de los aventureros del 49: un joven de barba rubia y expresión determinada, con el pico y la pala en los brazos; un grupo de mineros en mangas de camisa, la vista fija en la cámara, muy serios; chinos a la orilla de un río; indios lavando oro con cestas de fino tejido; familias de pioneros posando junto a sus vagones. Los daguerrotipos se habían puesto de moda, eran el vínculo con los seres lejanos, la prueba de que vivieron la aventura del oro. Decían que en las ciudades del Este muchos hombres que jamás estuvieron en California, se retrataban con herramientas de minero. Eliza estaba convencida de que el extraordinario invento de la fotografía había destronado definitivamente a los pintores, que rara vez daban con el parecido.
– Miss Rose tiene un retrato suyo con tres manos, Tao. Lo pintó un artista famoso, pero no me acuerdo el nombre.
– ¿Con tres manos?
– Bueno, el pintor le puso dos, pero ella le agregó otra. Su hermano Jeremy casi se muere al verlo.
Deseaba poner su daguerrotipo en un fino marco de metal dorado y terciopelo rojo, para el escritorio de Miss Rose. Llevaba las cartas de Joaquín Andieta para perpetuarlas en la fotografía antes de destruirlas. Por dentro la tienda parecía las bambalinas de un pequeño teatro, había telones de glorietas floridas y lagos con garzas, columnas griegas de cartón, guirnaldas de rosas y hasta un oso embalsamado. El fotógrafo resultó ser un hombrecillo apurado que hablaba a tropezones y caminaba a saltos de rana sorteando los trastos de su estudio. Una vez acordados los detalles, instaló a Eliza ante una mesa con las cartas de amor en la mano y le colocó una barra metálica en la espalda con un soporte para el cuello, bastante parecida a la que le ponía Miss Rose durante las lecciones de piano.
– Es para que no se mueva. Mire la cámara y no respire.
El hombrecillo desapareció detrás de un trapo negro, un instante después un fogonazo blanco la cegó y un olor a chamusquina la hizo estornudar. Para el segundo retrato dejó de lado las cartas y pidió a Tao Chi´en que la ayudara a ponerse el collar de perlas.
Al día siguiente Tao Chi´en salió muy temprano a comprar el periódico, como siempre hacía antes de abrir la oficina, y vio los titulares a seis columnas: habían matado a Joaquín Murieta. Regresó a la casa con el diario apretado contra el pecho, pensando cómo se lo diría a Eliza y cómo lo recibiría ella.
Al amanecer del 24 de julio, después de tres meses de cabalgar por California dando palos de ciego, el capitán Harry Love y sus veinte mercenarios llegaron al valle de Tulare. Para entonces ya estaban hartos de perseguir fantasmas y correr tras pistas falsas, el calor y los mosquitos los tenían de pésimo talante y empezaban a odiarse unos a otros. Tres meses de verano cabalgando al garete por esos cerros secos con un sol hirviente sobre la cabeza era mucho sacrificio para la paga recibida. Habían visto en los pueblos los avisos ofreciendo mil dólares de recompensa por la captura del bandido. En varios habían garabateado debajo: "yo pago cinco mil", firmado por Joaquín Murieta. Estaban haciendo el ridículo y sólo quedaban tres días para que se cumpliera el plazo estipulado; si regresaban con las manos vacías, no verían un céntimo de los mil dólares del gobernador. Pero ése debió ser su día de buena suerte, porque justamente cuando ya perdían la esperanza, tropezaron con un grupo de siete desprevenidos mexicanos acampando bajo unos árboles.
Más tarde el capitán diría que llevaban trajes y aperos de gran lujo y tenían los más finos corceles, razón de más para despertar su recelo, por eso se acercó a exigirles que se identificaran. En vez de obedecer, los sospechosos corrieron intempestivamente a sus caballos, pero antes de que lograran montar fueron rodeados por los guardias de Love. El único que ignoró olímpico a los atacantes y avanzó hacia su caballo como si no hubiera oído la advertencia fue quien parecía el jefe. Sólo llevaba un cuchillo de monte en el cinto, sus armas colgaban de la montura, pero no las alcanzó porque el capitán le puso su pistola en la frente. A pocos pasos los otros mexicanos observaban atentos, listos para acudir en ayuda de su jefe al primer descuido de los guardias, diría Love en su informe. De pronto hicieron un desesperado intento de fuga, tal vez con la intención de distraer a los guardias, mientras su jefe montaba de un salto formidable en su brioso alazán y huía rompiendo filas. No llegó muy lejos, sin embargo, porque un tiro de fusil hirió al animal, que rodó por tierra vomitando sangre. Entonces el jinete, que no era otro que el célebre Joaquín Murieta, sostuvo el capitán Love, echó a correr como un gamo y no les quedó otra alternativa que vaciar sus pistolas sobre el pecho del bandido.
– No disparen más, ya han hecho su trabajo -dijo antes de caer lentamente, vencido por la muerte.
Ésa era la versión dramatizada de la prensa y no había quedado ningún mexicano vivo para contar su versión de los hechos. El valiente capitán Harry Love procedió a cortar de un sablazo la cabeza del supuesto Murieta. Alguien se fijó que otra de las víctimas tenía una mano deforme y asumieron de inmediato que se trataba de Jack Tres-Dedos, de modo que también lo decapitaron y de paso le rebanaron la mano mala. Partieron los veinte guardias al galope rumbo al próximo pueblo, que quedaba a varias millas de distancia, pero hacía un calor de infierno y la cabeza de Jack Tres-Dedos estaba tan perforada a balazos que empezó a desmigajarse y la tiraron por el camino. Perseguido por las moscas y el mal olor, el capitán Harry Love comprendió que debía preservar los despojos o no llegaría con ellos a San Francisco a cobrar su merecida recompensa, así es que los puso en sendos frascos de ginebra. Fue recibido como un héroe: había librado a California del peor bandido de su historia. Pero el asunto no era del todo claro, señaló Jacob Freemont en su reportaje, la historia olía a confabulación. De partida, nadie podía probar que los hechos ocurrieron como decían Harry Love y sus hombres, y resultaba algo sospechoso que después de tres meses de infructuosa búsqueda, cayeran siete mexicanos justo cuando el capitán más los necesitaba. Tampoco había quien pudiera identificar a Joaquín Murieta; él se presentó a ver la cabeza y no pudo asegurar que fuera la del bandido que conoció, aunque había cierto parecido, dijo.
Durante semanas exhibieron en San Francisco los despojos del presunto Joaquín Murieta y la mano de su abominable secuaz Jack Tres Dedos, antes de llevarlas en viaje triunfal por el resto de California. Las colas de curiosos daban vuelta a la manzana y no quedó nadie sin ver de cerca tan siniestros trofeos. Eliza fue de las primeras en presentarse y Tao Chi´en la acompañó, porque no quiso que pasara sola por semejante prueba, a pesar de que había recibido la noticia con pasmosa calma. Después de una eterna espera al sol, llegó finalmente su turno y entraron al edificio. Eliza se aferró a la mano de Tao Chi´en y avanzó decidida, sin pensar en el río de sudor que le empapaba el vestido y el temblor que le sacudía los huesos. Se encontraron en una sala sombría, mal alumbrada por cirios amarillos que despedían un hálito sepulcral. Paños negros cubrían las paredes y en un rincón habían instalado a un esforzado pianista, quien machacaba unos acordes fúnebres con más resignación que verdadero sentimiento. Sobre una mesa, también cubierta de trapos de catafalco, habían instalado los dos frascos de vidrio. Eliza cerró los ojos y se dejó conducir por Tao Chi´en, segura de que los golpes de tambor de su corazón acallaban los acordes del piano. Se detuvieron, sintió la presión de la mano de su amigo en la suya, aspiró una bocanada de aire y abrió los ojos. Miró la cabeza por unos segundos y enseguida se dejó arrastrar hacia afuera.
– ¿Era él? -preguntó Tao Chi´en.
– Ya estoy libre… -replicó ella sin soltarle la mano.