Segunda parte. 1849

La noticia

El 21 de setiembre, día inaugural de la primavera según el calendario de Miss Rose, ventilaron las habitaciones, asolearon los colchones y las mantas, enceraron los muebles de madera y cambiaron las cortinas de la sala. Mama Fresia lavó las de cretona floreada sin comentarios, convencida que las manchas secas eran orines de ratón. Preparó en el patio grandes tinajas de colada caliente con corteza de "quillay", remojó las cortinas durante un día completo, las almidonó con agua de arroz y las secó al sol; luego dos mujeres las plancharon y cuando estuvieron como nuevas, las colgaron para recibir a la nueva estación. Mientras tanto Eliza y Joaquín, indiferentes a la turbulencia primaveral de Miss Rose retozaban, sobre las cortinas de terciopelo verde, más mullidas que las de cretona. Ya no hacía frío y las noches eran claras. Llevaban tres meses de amores y las cartas de Joaquín Andieta, salpicadas de giros poéticos y flamígeras declaraciones, se habían espaciado notablemente. Eliza sentía a su enamorado ausente, a veces abrazaba a un fantasma. A pesar de la congoja del deseo insatisfecho y de la carga debilitante de tantos secretos, la muchacha había recuperado una calma aparente. Pasaba las horas del día en las mismas ocupaciones de antes, entretenida en sus libros y ejercicios de piano o afanada en la cocina y la salita de costura, sin demostrar el menor interés por salir de la casa, pero si Miss Rose se lo pedía, la acompañaba con la buena disposición de quien no tiene algo mejor que hacer. Se acostaba y levantaba temprano, como siempre; tenía apetito y parecía saludable, pero esos síntomas de perfecta normalidad levantaban horribles sospechas en Miss Rose y Mama Fresia. No le quitaban los ojos de encima. Dudaban que la embriaguez de amor se le hubiera evaporado de súbito, pero como pasaron varias semanas y Eliza no daba señales de perturbación, fueron aflojando poco a poco la vigilancia. Tal vez las velas a San Antonio sirvieron de algo, especuló la india; tal vez no era amor, después de todo, pensó Miss Rose sin mucha convicción.

La noticia del oro descubierto en California llegó a Chile en agosto. Primero fue un rumor alucinado en boca de navegantes borrachos en los burdeles de El Almendral, pero unos días más tarde el capitán de la goleta "Adelaida" anunció que la mitad de sus marineros había desertado en San Francisco.

– ¡Hay oro por todas partes, se puede recoger a paladas, se han visto pepas del tamaño de naranjas! ¡Cualquiera con algo de maña se hará millonario! -contó ahogado de entusiasmo.

En enero de ese año, en las proximidades del molino de un granjero suizo a orillas del Río Americano, un individuo de apellido Marshall había encontrado en el agua una escama de oro. Esa partícula amarilla, que desató la locura, fue descubierta nueve días después que terminó la guerra entre México y los Estados Unidos con la firma de Tratado de Guadalupe Hidalgo. Cuando se regó la noticia, California ya no pertenecía a México. Antes que se supiera que ese territorio estaba sentado sobre un tesoro de nunca acabar, a nadie le importaba demasiado; para los americanos era región de indios y los pioneros preferían conquistar Oregón, donde creían que se daba mejor la agricultura. México lo consideraba un peladero de ladrones y no se dignó enviar sus tropas para defenderlo durante la guerra. Poco después Sam Brannan, editor de un periódico y predicador mormón enviado a propagar su fe, recorría las calles de San Francisco anunciando la nueva. Tal vez no le habrían creído, pues su fama era algo turbia -se rumoreaba que había dado mal uso al dinero de Dios y cuando la iglesia mormona le exigió devolverlo, replicó que lo haría… contra un recibo firmado por Diospero respaldaba sus palabras con un frasco lleno de polvo de oro, que pasó de mano en mano enardeciendo a la gente. Al grito de ¡oro! ¡oro! tres de cada cuatro hombres abandonaron todo y partieron a los placeres. Hubo que cerrar la única escuela, porque no quedaron ni los niños. En Chile la noticia tuvo el mismo impacto. El sueldo promedio era de veinte centavos al día y los periódicos hablaban de que por fin se había descubierto El Dorado, la ciudad soñada por los Conquistadores, donde las calles estaban pavimentadas del metal precioso: "La riqueza de las minas es como las de los cuentos de Simbad o de la lámpara de Aladino; se fija sin temor a exageración que el lucro por día es de una onza de oro puro", publicaban los diarios y añadían que había suficiente para enriquecer a miles de hombres durante décadas. El incendio de la codicia prendió de inmediato entre los chilenos, que tenían alma de mineros, y la estampida rumbo a California comenzó al mes siguiente. Además estaban a mitad de camino con respecto a cualquier aventurero que navegara desde el Atlántico. El viaje de Europa a Valparaíso demoraba tres meses y luego dos más para llegar a California. La distancia entre Valparaíso y San Francisco no alcanzaba a las siete mil millas, mientras que entre la costa este de Norteamérica, pasando por el Cabo de Hornos, era casi veinte mil. Eso, como calculó Joaquín Andieta, representaba una considerable delantera para los chilenos, puesto que los primeros en llegar reclamarían los mejores filones.

Feliciano Rodríguez de Santa Cruz sacó la misma cuenta y decidió embarcarse de inmediato con cinco de sus mejores y más leales mineros, prometiéndoles una recompensa como incentivo para que dejaran a sus familias y se lanzaran en esa empresa llena de riesgos. Demoró tres semanas en preparar el equipaje para una permanencia de varios meses en aquella tierra al norte del continente, que imaginaba desolada y salvaje. Aventajaba con creces a la mayoría de los incautos que partían a ciegas con una mano por delante y otra por detrás, azuzados por la tentación de una fortuna fácil, pero sin tener idea de los peligros y esfuerzos de la empresa. No iba dispuesto a partirse la espalda trabajando como un gañán, para eso viajaba bien abastecido y llevaba servidores de confianza, explicó a su mujer, quien esperaba el segundo niño, pero insistía en acompañarlo. Paulina pensaba viajar con dos niñeras, su cocinero, una vaca y gallinas vivas para proveer leche y huevos a las criaturas durante la travesía, pero por una vez su marido se plantó firme en su negativa. La idea de partir en semejante odisea con la familia a cuestas correspondía definitivamente al plano de la locura. Su mujer había perdido el seso.

– ¿Cómo se llamaba ese capitán amigo de Mr. Todd? -lo interrumpió Paulina en la mitad de su perorata, equilibrando una taza de chocolate sobre su enorme vientre, mientras mordisqueaba un pastelito de hojaldre con dulce de leche, receta de las monjas Clarisas.

– ¿John Sommers, tal vez?

– Me refiero a ése que estaba harto de navegar a vela y hablaba de los barcos a vapor.

– El mismo.

Paulina se quedó pensando un rato, echándose pastelillos a la boca y sin prestar ni la menor atención a la lista de peligros que invocaba su marido. Había engordado y poco quedaba de la grácil muchacha escapada de un convento con la cabeza pelada.

– ¿Cuánto tengo en mi cuenta en Londres? -preguntó al fin.

– Cincuenta mil libras. Eres una señora muy rica.

– No es suficiente. ¿Puedes prestarme el doble a un interés de diez por ciento pagadero en tres años?

– ¡Las cosas que se te ocurren, mujer por Dios! ¿Para qué diablos quieres tanto?

– Para un barco a vapor. El gran negocio no es el oro, Feliciano, que en el fondo es sólo caca amarilla. El gran negocio son los mineros. Necesitan de todo en California y pagarán al contado. Dicen que los vapores navegan derecho, no tienen que someterse a los caprichos del viento, son más grandes y rápidos. Los veleros son cosa del pasado.

Feliciano siguió adelante con sus planes, pero la experiencia le había enseñado a no desdeñar las premoniciones financieras de su mujer. Durante varias noches no pudo dormir. Se paseaba insomne por los ostentosos salones de su mansión, entre sacos de provisiones, cajas de herramientas, barriles de pólvora y pilas de armas para el viaje, midiendo y pesando las palabras de Paulina. Mientras más lo pensó, más acertada le pareció la idea de invertir en transporte, pero antes de tomar ninguna decisión consultó con su hermano, con quien estaba asociado en todos sus negocios. El otro escuchó boquiabierto y cuando Feliciano terminó de explicar el asunto, se dio una palmada en la frente.

– ¡Caramba, hermano! ¿Cómo no se nos ocurrió antes?

Entretanto Joaquín Andieta soñaba, como miles de otros chilenos de su edad y de cualquier condición, con bolsas de oro en polvo y pepas tiradas por el suelo. Varios conocidos suyos ya habían partido, incluso uno de sus compinches de la Librería Santos Tornero, un joven liberal que despotricaba contra los ricos y era el primero en denunciar la corrupción del dinero, pero no pudo resistir el llamado y se fue sin despedirse de nadie. California representaba para Joaquín la única oportunidad de salir de la miseria, sacar a su madre del conventillo y buscar cura para sus pulmones enfermos; de plantarse ante Jeremy Sommers con la cabeza en alto y los bolsillos repletos a pedir la mano de Eliza. Oro… oro a su alcance… Podía ver los sacos del metal en polvo, los canastos de pepas enormes, los billetes en sus bolsillos, el palacio que se haría construir, más firme y con más mármoles que el "Club de la Unión", para tapar la boca a los parientes que habían humillado a su madre. Se veía también saliendo de la Iglesia de la Matriz del brazo de Eliza Sommers, los novios más dichosos del planeta. Sólo era cuestión de atreverse. ¿Qué futuro le ofrecía Chile? En el mejor de los casos envejecería contando los productos que pasaban por el escritorio de la "Compañía Británica de Importación y Exportación". Nada podía perder, puesto que en todo caso, nada poseía. La fiebre del oro lo trastornó, se le fue el apetito y no podía dormir, andaba en ascuas y con ojos de loco oteando el mar. Su amigo librero le prestó mapas y libros sobre California y un folleto sobre la forma de lavar el metal, que leyó ávido mientras sacaba cuentas desesperadas tratando de financiar el viaje. Las noticias en los periódicos no podían ser más tentadoras: "En una parte de las minas llamada el "dry diggins" no se necesitan otros utensilios que un cuchillo ordinario para desprender el metal de las rocas. En otras está ya separado y sólo se usa una maquinaria muy sencilla, que consiste en una batea ordinaria de tablas, de fondo redondo de unos diez pies de largo y dos de ancho en la parte superior. No siendo necesario capital, la competencia en el trabajo es grande, y hombres que apenas eran capaces de procurarse lo muy preciso para un mes, tienen ahora miles de pesos del metal precioso."

Cuando Andieta mencionó la posibilidad de embarcarse rumbo al norte, su madre reaccionó tan mal como Eliza. Sin haberse visto nunca, las dos mujeres dijeron exactamente lo mismo: si te vas, Joaquín, yo me muero. Ambas intentaron hacerle ver los innumerables peligros de semejante empresa y le juraron que preferían mil veces la pobreza irremediable a su lado, que una fortuna ilusoria con el riesgo de perderlo para siempre. La madre le aseguró que ella no saldría del conventillo aunque fuera millonaria, porque allí estaban sus amistades y no tenía adónde ir en este mundo. Y en cuanto a sus pulmones no había nada que hacer, dijo, sólo esperar que terminaran de reventar. Por su parte Eliza ofreció fugarse, en caso que no los dejaran casarse; pero él no las escuchaba, perdido en sus desvaríos, seguro de que no tendría otra oportunidad como ésa y dejarla pasar era una imperdonable cobardía. Puso al servicio de su nueva manía la misma intensidad empleada antes en propagar las ideas liberales, pero le faltaban los medios para realizar sus planes. No podía cumplir su destino sin una cierta suma para el pasaje y para apertrecharse de lo indispensable. Se presentó al banco a pedir un pequeño préstamo, pero no tenía cómo respaldarlo y al ver su pinta de pobre diablo lo rechazaron glacialmente. Por primera vez pensó en acudir a los parientes de su madre, con quienes hasta entonces nunca había cruzado palabra, pero era demasiado orgulloso para ello. La visión de un futuro deslumbrante no lo dejaba en paz, a duras penas lograba cumplir con su trabajo, las largas horas en el escritorio se convirtieron en un castigo. Se quedaba con la pluma en el aire mirando sin ver la página en blanco, mientras repetía de memoria los nombres de los navíos que podían conducirlo al norte. Las noches se le iban entre sueños borrascosos y agitados insomnios, amanecía con el cuerpo agotado y la imaginación hirviendo. Cometía errores de principiante, mientras a su alrededor la exaltación alcanzaba niveles de histeria. Todos querían partir y quienes no podían ir en persona, habilitaban empresas, invertían en compañías formadas de prisa o enviaban un representante de confianza en su lugar con el acuerdo de repartirse las ganancias. Los solteros fueron los primeros en zarpar; pronto los casados dejaban a sus hijos y se embarcaban también sin mirar hacia atrás, a pesar de las historias truculentas de enfermedades desconocidas, accidentes desastrosos y crímenes brutales. Los hombres más pacíficos estaban dispuestos a enfrentar los riesgos de pistolazos y puñaladas, los más prudentes abandonaban la seguridad conseguida en años de esfuerzo y se lanzaban a la aventura con su bagaje de delirios. Unos gastaban sus ahorros en pasajes, otros costeaban el viaje empleándose de marineros o empeñando su trabajo futuro, pero eran tantos los postulantes, que Joaquín Andieta no encontró lugar en ningún barco, a pesar de que indagaba día tras día en el muelle.

En diciembre no aguantó más. Al copiar el detalle de una carga arribada al puerto, como hacía meticulosamente cada día, alteró las cifras en el libro de registro, luego destruyó los documentos originales de desembarco. Así, por arte de ilusionismo contable, hizo desaparecer varios cajones con revólveres y balas provenientes de Nueva York. Durante tres noches seguidas logró burlar la vigilancia de la guardia, violar las cerraduras e introducirse a la bodega de la "Compañía Británica de Importación y Exportación" para robar el contenido de esos cajones. Debió hacerlo en varios viajes, porque la carga era pesada. Primero sacó las armas en los bolsillos y otras atadas a piernas y brazos bajo la ropa; después se llevó las balas en bolsas. Varias veces estuvo a punto de ser visto por los serenos que circulaban de noche, pero lo acompañó la suerte y en cada oportunidad logró escabullirse a tiempo. Sabía que contaba con un par de semanas antes de que alguien reclamara los cajones y se descubriera el robo; suponía también que sería muy fácil seguir el hilo de los documentos ausentes y las cifras cambiadas hasta dar con el culpable, pero para entonces esperaba hallarse en alta mar. Y cuando tuviera su propio tesoro devolvería hasta el último centavo con intereses, puesto que la única razón para cometer tal fechoría, se repitió mil veces, había sido la desesperación. Se trataba de un asunto de vida o muerte: vida, como él la entendía, estaba en California; quedarse atrapado en Chile equivalía a una muerte lenta. Vendió una parte de su botín a precio vil en los barrios bajos del puerto y la otra entre sus amigos de la Librería Santos Tornero, después de hacerlos jurar que guardarían el secreto. Aquellos enardecidos idealistas no habían tenido jamás un arma en la mano, pero llevaban años preparándose de palabra para una utópica revuelta contra el gobierno conservador. Habría sido una traición a sus propias intenciones no comprar los revólveres del mercado negro, sobre todo teniendo en cuenta el precio de ganga. Joaquín Andieta se guardó dos para él, decidido a usarlos para abrirse camino, pero a sus camaradas nada dijo de sus planes de marcharse. Esa noche en la trastienda de la librería, también él se llevó la mano derecha al corazón para jurar en nombre de la patria que daría su vida por la democracia y la justicia. A la mañana siguiente compró un pasaje de tercera clase en la primera goleta que zarpaba en esos días y unas bolsas de harina tostada, frijoles, arroz, azúcar, carne seca de caballo y lonjas de tocino, que distribuidas con avaricia podrían sostenerlo a duras penas durante la travesía. Los escasos reales que le sobraron se los amarró a la cintura mediante una apretada faja.

La noche del 22 de diciembre se despidió de Eliza y de su madre y al día siguiente partió rumbo a California.


Mama Fresia descubrió las cartas de amor por casualidad, cuando estaba arrancando cebollas en su estrecho huerto del patio y la horqueta tropezó con la caja de lata. No sabía leer, pero le bastó una ojeada para comprender de qué se trataba. Estuvo tentada de entregárselas a Miss Rose, porque le bastaba tenerlas en la mano para sentir la amenaza, habría jurado que el paquete atado con una cinta latía como un corazón vivo, pero el cariño por Eliza pudo más que la prudencia y en vez de acudir a su patrona, colocó las cartas de vuelta en la caja de galletas, la escondió bajo su amplia falda negra y fue a la pieza de la muchacha suspirando. Encontró a Eliza sentada en una silla, con la espalda recta y las manos sobre la falda como si estuviera en misa, mirando el mar desde la ventana, tan agobiada que el aire a su alrededor se sentía espeso y lleno de premoniciones. Puso la caja sobre las rodillas de la joven y se quedó esperando en vano una explicación.

– Ese hombre es un demonio. Sólo desgracia te traerá -le dijo finalmente.

– Las desgracias ya empezaron. Se fue hace seis semanas a California y a mí no me ha llegado la regla.

Mama Fresia se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, como hacía cuando no daba más con sus huesos, y comenzó a mecer el tronco hacia adelante y hacia atrás, gimiendo suavemente.

– Cállate, mamita, nos puede oír Miss Rose -suplicó Eliza.

– ¡Un hijo de la alcantarilla! ¡Un "huacho"! ¿Qué vamos a hacer, mi niña? ¿Qué vamos a hacer? -siguió lamentándose la mujer.

– Voy a casarme con él.

– ¿Y cómo, si el hombre se fue?

– Tendré que ir a buscarlo.

– ¡Ay, Niño Dios bendito! ¿Te has vuelto loca? Yo te haré remedio y en pocos días vas a estar como nueva.

La mujer preparó una infusión a base de "borraja" y una pócima de excremento de gallina en cerveza negra, que dio a beber a Eliza tres veces al día; además la hizo tomar baños de asiento con azufre y le puso compresas de mostaza en el vientre. El resultado fue que se puso amarilla y andaba empapada en una transpiración pegajosa que olía a gardenias podridas, pero a la semana aún no se producía ningún síntoma de aborto. Mama Fresia determinó que la criatura era macho y estaba sin duda maldita, por eso se aferraba de tal manera a las tripas de su madre. Este descalabro la superaba, era asunto del Diablo y sólo su maestra, la "machi", podría vencer tan poderoso infortunio. Esa misma tarde pidió permiso a sus patrones para salir y una vez más hizo a pie el penoso camino hasta la quebrada para presentarse cabizbaja ante la anciana hechicera ciega. Le llevó de regalo dos moldes de dulce de membrillo y un pato estofado al estragón.

La "machi" escuchó los últimos acontecimientos asintiendo con aire de fastidio, como si supiera de antemano lo sucedido.

– Ya dije, el empecinamiento es un mal muy fuerte: agarra el cerebro y rompe el corazón. Empecinamientos hay muchos, pero el peor es de amor.

– ¿Puede hacerle algo a mi niña para que bote al "huacho"?

– De poder, puedo. Pero eso no la cura. Tendrá que seguir a su hombre no más.

– Se fue muy lejos a buscar oro.

– Después del amor, el empecinamiento más grave es del oro -sentenció la "machi".

Mama Fresia comprendió que sería imposible sacar a Eliza para llevarla a la quebrada de la "machi", hacerle un aborto y regresar con ella a la casa, sin que Mis Rose se enterara. La hechicera tenía cien años y no había salido de su mísera vivienda en cincuenta, de modo que tampoco podría acudir al domicilio de los Sommers a tratar a la joven. No quedaba otra solución que hacerlo ella misma. La "machi" le entregó un palo fino de colihue y una pomada oscura y fétida, luego le explicó en detalle cómo untar la caña en esa pócima e insertarla en Eliza. Enseguida le enseñó las palabras del encantamiento que habrían de eliminar al niño del Diablo y al mismo tiempo proteger la vida de la madre. Se debía realizar esta operación la noche del viernes, único día de la semana autorizado para eso, le advirtió. Mama Fresia regresó muy tarde y exhausta, con el colihue y la pomada bajo el manto.


– Reza niña, porque dentro de dos noches te haré remedio -le notificó a Eliza cuando le llevó el chocolate del desayuno a la cama.


El capitán John Sommers desembarcó en Valparaíso el día señalado por la "machi". Era el segundo viernes de febrero de un verano abundante. La bahía hervía de actividad con medio centenar de barcos anclados y otros aguardando turno en alta mar para acercarse a tierra. Como siempre, Jeremy, Rose y Eliza recibieron en el muelle a ese tío admirable, quien llegaba cargado de novedades y regalos. La burguesía, que se daba cita para visitar los barcos y comprar contrabando, se mezclaba con hombres de mar, viajeros, estibadores y empleados de la aduana, mientras las prostitutas apostadas a cierta distancia, sacaban sus cuentas. En los últimos meses, desde que la noticia del oro aguijoneaba la codicia de los hombres en cada orilla del mundo, los buques entraban y salían a un ritmo demente y los burdeles no daban a basto. Las mujeres más intrépidas, sin embargo, no se conformaban con la buena racha del negocio en Valparaíso y calculaban cuánto más podrían ganar en California, donde había doscientos hombres por cada mujer, según se oía. En el puerto la gente tropezaba con carretas, animales y bultos; se hablaban varias lenguas, sonaban las sirenas de las naves y los silbatos de los guardias. Miss Rose, con un pañuelo perfumado a vainilla en la nariz, escudriñaba a los pasajeros de los botes buscando a su hermano predilecto, mientras Eliza aspiraba el aire en sorbos rápidos, tratando de separar e identificar los olores. El hedor del pescado en grandes cestas al sol se mezclaba con el tufo de excremento de bestias de carga y sudor humano. Fue la primera en ver al capitán Sommers y sintió un alivio tan grande que por poco se echa a llorar. Lo había esperado durante varios meses, segura que sólo él podría entender la angustia de su amor contrariado. No había dicho palabra sobre Joaquín Andieta a Miss Rose y mucho menos a Jeremy Sommers, pero tenía la certeza de que su tío navegante, a quien nada podía sorprender o asustar, la ayudaría.

Apenas el capitán puso los pies en suelo firme, Eliza y Miss Rose se le fueron encima alborozadas; él las cogió a ambas por la cintura con sus fornidos brazos de corsario, las levantó al mismo tiempo y empezó a girar como un trompo en medio de los gritos de júbilo de Miss Rose y de protesta de Eliza, quien estaba a punto de vomitar. Jeremy Sommers lo saludó con un apretón de mano, preguntándose cómo era posible que su hermano no hubiera cambiado nada en los últimos veinte años, continuaba siendo el mismo tarambana.

– ¿Qué pasa, chiquilla? Tienes muy mala cara -dijo el capitán examinando a Eliza.

– Comí fruta verde, tío -explicó ella apoyándose en él para no caerse de mareo.

– Sé que no han venido al puerto a recibirme. Lo que ustedes quieren es comprar perfumes, ¿verdad? Les diré quién tiene los mejores, traídos del corazón de París.

En ese momento un forastero pasó por su lado y lo golpeó accidentalmente con una maleta que llevaba al hombro. John Sommers se volvió indignado, pero al reconocerlo lanzó una de sus características maldiciones en tono de chanza y lo detuvo por un brazo.

– Ven para presentarte a mi familia, chino -lo llamó cordial.

Eliza lo observó sin disimulo, porque nunca había visto a un asiático de cerca y al fin tenía ante sus ojos un habitante de la China, ese fabuloso país que figuraba en muchos de los cuentos de su tío. Se trataba de un hombre de edad impredecible y más bien alto, comparado con los chilenos, aunque junto al corpulento capitán inglés parecía un niño. Caminaba sin gracia, tenía el rostro liso, el cuerpo delgado de un muchacho y una expresión antigua en sus ojos rasgados. Contrastaba su parsimonia doctoral con la risa infantil, que brotó desde el fondo de su pecho cuando Sommers se dirigió a él. Vestía un pantalón a la altura de las canillas, una blusa suelta de tela basta y una faja en la cintura, donde llevaba un gran cuchillo; iba calzado con unas breves zapatillas, lucía un aporreado sombrero de paja y a la espalda le colgaba una larga trenza. Saludó inclinando la cabeza varias veces, sin soltar la maleta y sin mirar a nadie a la cara. Miss Rose y Jeremy Sommers, desconcertados por la familiaridad con que su hermano trataba a una persona de rango indudablemente inferior, no supieron cómo actuar y respondieron con un gesto breve y seco. Ante el horror de Miss Rose, Eliza le tendió la mano, pero el hombre fingió no verla.

– Éste es Tao Chi´en, el peor cocinero que he tenido nunca, pero sabe curar casi todas las enfermedades, por eso no lo he lanzado todavía por la borda -se burló el capitán.

Tao Chi´en repitió una nueva serie de inclinaciones, lanzó otra risa sin razón aparente y enseguida se alejó retrocediendo. Eliza se preguntó si entendería inglés. A espaldas de las dos mujeres, John Sommers le susurró a su hermano que el chino podía venderle opio de la mejor calidad y polvos de cuerno de rinoceronte para la impotencia, en el caso de que algún día decidiera terminar con el mal hábito del celibato. Ocultándose tras su abanico, Eliza escuchó intrigada.

Esa tarde en la casa, a la hora del té, el capitán repartió los regalos que había traído: crema de afeitar inglesa, un juego de tijeras toledanas y habanos para su hermano, peines de concha de tortuga y un mantón de Manila para Rose y, como siempre, una alhaja para el ajuar de Eliza. Esta vez se trataba de un collar de perlas, que la chica agradeció conmovida y puso en su joyero, junto a las otras prendas que había recibido. Gracias a la porfía de Miss Rose y a la generosidad de ese tío, el baúl del casamiento se iba llenando de tesoros.

– La costumbre del ajuar me parece estúpida, sobre todo cuando ni siquiera se tiene un novio a la mano -sonrió el capitán-. ¿O acaso ya hay uno en el horizonte?

La muchacha intercambió una mirada de terror con Mama Fresia, quien en ese momento había entrado con la bandeja del té. Nada dijo el capitán, pero se preguntó cómo su hermana Rose no había notado los cambios en Eliza. De poco servía la intuición femenina, por lo visto.

El resto de la tarde se fue en oír los maravillosos relatos del capitán sobre California, a pesar de que no había ido por esos lados después del fantástico descubrimiento y sólo podía decir de San Francisco que era un caserío más bien mísero, pero situado en la bahía más hermosa del mundo. La batahola del oro era el único tema en Europa y Estados Unidos, hasta las lejanas orillas del Asia había llegado la noticia. Su barco venía repleto de pasajeros rumbo a California, la mayoría ignorantes de la más elemental noción sobre minería, muchos sin haber visto en su vida oro ni en un diente. No había forma cómoda o rápida de llegar a San Francisco, la navegación duraba meses en las más precarias condiciones, explicó el capitán, pero por tierra a través del continente americano, desafiando la inmensidad del paisaje y la agresión de los indios, el viaje demoraba más y había menos probabilidades de salvar la vida. Quienes se aventuraban hasta Panamá en barco, cruzaban el istmo en parihuelas por ríos infectados de alimañas, en mula por la selva y al llegar a la costa del Pacífico tomaban otra embarcación hacia el norte. Debían soportar un calor de diablos, sabandijas ponzoñosas, mosquitos, peste de cólera y fiebre amarilla, además de la incomparable maldad humana. Los viajeros que sobrevivían ilesos a los resbalones de las cabalgaduras por los precipicios y los peligros de los pantanos, se encontraban al otro lado víctimas de bandidos que los despojaban de sus pertenencias, o de mercenarios que les cobraban una fortuna por llevarlos a San Francisco, amontonados como ganado en destartaladas naves.

– ¿Es muy grande California? -preguntó Eliza, procurando que su voz no traicionara la ansiedad de su corazón.

– Tráeme el mapa para mostrártela. Es mucho más grande que Chile.

– ¿Y cómo se llega hasta el oro?

– Dicen que hay por todas partes…

– Pero si uno quisiera, digamos por ejemplo, encontrar a una persona en California…

– Eso sería bien difícil -replicó el capitán estudiando la expresión de Eliza con curiosidad.

– ¿Vas para allá en tu próximo viaje, tío?

– Tengo un ofrecimiento tentador y creo que lo aceptaré. Unos inversionistas chilenos quieren establecer un servicio regular de carga y pasajeros a California. Necesitan un capitán para su barco a vapor.

– ¡Entonces te veremos más seguido, John! -exclamó Rose.

– Tú no tienes experiencia en vapores -anotó Jeremy.

– No, pero conozco el mar mejor que nadie.


La noche del viernes señalado, Eliza esperó que la casa estuviera en silencio para ir a la casita del último patio a su encuentro con Mama Fresia. Dejó su cama y descendió descalza, vestida sólo con una camisa de dormir de batista. No sospechaba qué clase de remedio recibiría, pero estaba segura que iba a pasar un mal rato; en su experiencia todas las medicinas resultaban desagradables, pero las de la india eran además asquerosas. "No te preocupes, niña, te voy a dar tanto aguardiente que cuando despiertes de la borrachera no te vas a acordar del dolor. Eso sí, vamos a necesitar muchos paños para sujetar la sangre", le había dicho la mujer. Eliza había hecho a menudo ese mismo camino a oscuras a través de la casa para recibir a su amante y no necesitaba tomar precauciones, pero esa noche avanzaba muy lento, demorándose, deseando que viniera uno de esos terremotos chilenos capaces de echar todo por tierra para tener un buen pretexto de faltar a la cita con Mama Fresia. Sintió los pies helados y un estremecimiento le recorrió la espalda. No supo si era frío, miedo por lo que iba a ocurrirle o la última advertencia de su conciencia. Desde la primera sospecha de embarazo, sintió la voz llamándola. Era la voz del niño en el fondo de su vientre, clamando por su derecho a vivir, estaba segura. Procuraba no oírla y no pensar, estaba atrapada y apenas empezara a notarse su condición, no habría esperanza ni perdón para ella. Nadie podría entender su falta; no había manera alguna de recuperar la honra perdida. Ni los rezos ni las velas de Mama Fresia impedirían la desgracia; su amante no daría media vuelta a medio camino para regresar de súbito a casarse con ella antes que el embarazo fuera evidente. Ya era tarde para eso. La aterrorizaba la idea de terminar como la madre de Joaquín, marcada por un estigma infamante, expulsada de su familia y viviendo en la pobreza y la soledad con un hijo ilegítimo; no podría resistir el repudio, prefería morirse de una vez por todas. Y morir podía esta misma noche, en manos de la buena mujer que la crió y la quería más que nadie en este mundo.

La familia se retiró temprano, pero el capitán y Miss Rose estuvieron encerrados en la salita de costura cuchicheando por horas. En cada viaje John Sommers traía libros para su hermana y al partir se llevaba misteriosos paquetes que, Eliza sospechaba, contenían los escritos de Miss Rose. La había visto envolviendo cuidadosamente sus cuadernos, los mismos que llenaba con su apretada caligrafía en sus tardes ociosas. Por respeto o por una especie de extraño pudor, nadie los mencionaba, igual como no se comentaban sus pálidas acuarelas. La escritura y la pintura se trataban como desviaciones menores, nada de qué avergonzarse realmente, pero tampoco nada de lo cual hacer alarde. Las artes culinarias de Eliza eran recibidas con la misma indiferencia por los Sommers, quienes saboreaban sus platos en silencio y cambiaban de tema si las visitas los comentaban, en cambio se le daba un aplauso inmerecido a sus esforzadas ejecuciones en el piano, aunque apenas servían para acompañar al trote las canciones ajenas. Toda su vida Eliza había visto a su protectora escribiendo y nunca le había preguntado qué escribía, tal como tampoco había oído que lo hicieran Jeremy o John. Sentía curiosidad por saber por qué su tío se llevaba sigilosamente los cuadernos de Miss Rose, pero sin que nadie se lo hubiera dicho, sabía que ése era uno de los secretos fundamentales en los cuales se sostenía el equilibrio de la familia y violarlo podía desmoronar de un soplo el castillo de naipes donde vivían. Hacía ya un buen rato que Jeremy y Rose dormían en sus habitaciones y suponía que su tío John había salido a caballo después de cenar. Conociendo los hábitos del capitán, la muchacha lo imaginó de parranda con algunas de sus amigas livianas de cascos, las mismas que lo saludaban en la calle cuando Miss Rose no iba con ellos. Sabía que bailaban y bebían, pero como apenas había oído hablar en susurros de prostitutas, la idea de algo más sórdido no se le ocurrió. La posibilidad de hacer por dinero o deporte lo mismo que ella había hecho con Joaquín Andieta por amor, estaba fuera de su mente. Según sus cálculos, su tío no volvería hasta bien entrada la mañana del día siguiente, por lo mismo se llevó un tremendo susto cuando al llegar a la planta baja alguien la agarró de un brazo en la oscuridad. Sintió el calor de un cuerpo grande contra el suyo, un aliento de licor y tabaco en la cara e identificó de inmediato a su tío. Trató de soltarse mientras barajaba a la carrera alguna explicación por encontrarse allí en camisón a esa hora, pero el capitán la condujo con firmeza a la biblioteca, apenas alumbrada por unos rayos de luna a través de la ventana. La obligó a sentarse en el sillón de cuero inglés de Jeremy, mientras buscaba cerillas para encender la lámpara.

– Bien, Eliza, ahora vas a decirme qué diablos te pasa -le ordenó en un tono que no había empleado jamás con ella.

En un destello de lucidez Eliza supo que el capitán no sería su aliado, como había esperado. La tolerancia, de la cual hacía alarde, no serviría en este caso: si del buen nombre de la familia se trataba, su lealtad estaría con sus hermanos. Muda, la joven sostuvo su mirada, desafiándolo.

– Rose dice que andas en amores con un mentecato de zapatos rotos, ¿es cierto?

– Lo vi dos veces, tío John. De eso hace meses. Ni siquiera sé su nombre.


– Pero no lo has olvidado, ¿verdad? El primer amor es como la viruela, deja huellas imborrables. ¿Lo viste a solas?

– No.

– No te creo. ¿Crees que soy tonto? Cualquiera puede ver cómo has cambiado, Eliza.

– Estoy enferma, tío. Comí fruta verde y tengo las tripas revueltas, es todo. Justamente ahora iba a la letrina.

– ¡Tienes ojos de perra en celo!

– ¡Por qué me insulta, tío!

– Discúlpame, niña. ¿No ves que te quiero mucho y estoy preocupado? No puedo permitir que arruines tu vida. Rose y yo tenemos un plan excelente… ¿te gustaría ir a Inglaterra? Puedo arreglar para que las dos se embarquen dentro de un mes, eso les da tiempo para comprar lo que necesitan para el viaje.

– ¿Inglaterra?

– Viajarán en primera clase, como reinas, y en Londres se instalarán en una pensión encantadora a pocas cuadras del Palacio de Buckingham.

Eliza comprendió que los hermanos ya habían decidido su suerte. Lo último que deseaba era partir en dirección contraria a la de Joaquín, poniendo dos océanos de distancia entre ellos.

– Gracias, tío. Me encantaría conocer Inglaterra -dijo con la mayor dulzura que logró amañar.

El capitán se sirvió un brandy tras otro, encendió su pipa y pasó las dos horas siguientes enumerando las ventajas de la vida en Londres, donde una señorita como ella podía frecuentar la mejor sociedad, ir a bailes, al teatro y a conciertos, comprar los vestidos más lindos y realizar un buen matrimonio. Ya estaba en edad de hacerlo. ¿Y no le gustaría ir también a París o a Italia? Nadie debía morir sin haber visto Venecia y Florencia. Él se encargaría de darle gusto en sus caprichos, ¿no lo había hecho siempre? El mundo estaba lleno de hombres guapos, interesantes y de buena posición; podría comprobarlo por sí misma apenas saliera del hoyo en que estaba sumida en ese puerto olvidado. Valparaíso no era lugar para una joven tan linda y bien educada como ella. No era su culpa enamorarse del primero que se le cruzaba por delante, vivía encerrada. Y en cuanto a ese mozo ¿cómo es que se llamaba?, ¿empleado de Jeremy, no?, pronto lo olvidaría. El amor, aseguró, muere inexorablemente por su propia combustión o se extirpa de raíz con la distancia. Nadie mejor que él podía aconsejarla, mal que mal, era un experto en distancias y en amores convertidos en ceniza.

– No sé de qué me habla, tío. Miss Rose ha inventado una novela romántica a partir de un vaso de jugo de naranja. Vino un tipo a dejar unos bultos, le ofrecí un refresco, se lo tomó y después se fue. Es todo. No pasó nada y no lo he vuelto a ver.

– Si es como dices, tienes suerte: no tendrás que arrancarte esa fantasía de la cabeza.

John Sommers siguió bebiendo y hablando hasta la madrugada, mientras Eliza, encogida en el sillón de cuero, se abandonaba al sueño pensando que sus ruegos fueron escuchados en el cielo, después de todo. No fue un oportuno terremoto lo que la salvó del horrible remedio de Mama Fresia: fue su tío. En la casucha del patio la india esperó la noche entera.

La despedida

El sábado por la tarde John Sommers invitó a su hermana Rose a visitar el buque de los Rodríguez de Santa Cruz. Si todo salía bien en las negociaciones de esos días, le tocaría capitanearlo, cumpliendo al fin su sueño de navegar a vapor. Más tarde Paulina los recibió en el salón del Hotel Inglés, donde estaba hospedada. Había viajado del norte para echar a andar su proyecto, mientras su marido estaba en California desde hacía varios meses. Aprovechaban el tráfico continuo de barcos de ida y vuelta para comunicarse mediante una vigorosa correspondencia, en la cual las declaraciones de afecto conyugal iban tejidas con planes comerciales. Paulina escogió a John Sommers para incorporarlo a su empresa sólo por intuición. Se acordaba vagamente de que era hermano de Jeremy y Rose Sommers, unos gringos invitados por su padre a la hacienda en un par de ocasiones, pero lo había visto sólo una vez y apenas había cruzado con él unas cuantas palabras de cortesía. Su única referencia era la amistad común con Jacob Todd, pero en las últimas semanas había hecho indagaciones y estaba muy satisfecha de lo que había escuchado. El capitán gozaba de una sólida reputación entre las gentes de mar y en los escritorios comerciales. Se podía confiar en su experiencia y en su palabra, más de lo usual en esos días de demencia colectiva, cuando cualquiera podía alquilar un barco, formar una compañía de aventureros y zarpar. En general eran unos pinganillas y las naves estaban medio desvencijadas, pero no importaba demasiado, porque al llegar a California las sociedades fenecían, los barcos quedaban abandonados y todos disparaban hacia los yacimientos auríferos. Paulina, sin embargo, tenía una visión a largo plazo. Para empezar, no estaba obligada a acatar exigencias de extraños, pues sus únicos socios eran su marido y su cuñado, y enseguida la mayor parte del capital le pertenecía, de modo que podía tomar sus decisiones en plena libertad. Su vapor, bautizado "Fortuna" por ella, aunque más bien pequeño y con varios años de vapuleo en el mar, se encontraba en impecables condiciones. Estaba dispuesta a pagar bien a la tripulación para que no desertara en la francachela del oro, pero presumía que sin la mano férrea de un buen capitán no habría salario capaz de mantener la disciplina a bordo. La idea de su marido y su cuñado consistía en exportar herramientas de minería, madera para viviendas, ropa de trabajo, utensilios domésticos, carne seca, cereales, frijoles y otros productos no perecibles, pero apenas ella puso los pies en Valparaíso comprendió que a muchos se les había ocurrido el mismo plan y la competencia sería feroz. Echó una mirada a su alrededor y vio el escándalo de verduras y frutas de aquel verano generoso. Tanta había, que no se podía vender. Las hortalizas crecían en los patios y los árboles se quebraban bajo el peso de la fruta; pocos estaba dispuestos a pagar por lo que conseguían gratis. Pensó en el fundo de su padre, donde los productos se pudrían en el suelo porque nadie tenía interés en cosecharlos. Si pudiera llevarlos a California, serían más valiosos que el mismísimo oro, dedujo. Productos frescos, vino chileno, medicamentos, huevos, ropa fina, instrumentos musicales y ¿por qué no? espectáculos de teatro, operetas, zarzuelas. San Francisco recibía cientos de inmigrantes diarios. Por el momento se trataba de aventureros y bandidos, pero sin duda llegarían colonos del otro lado de los Estados Unidos, honestos granjeros, abogados, médicos, maestros y toda suerte de gente decente dispuesta a establecerse con sus familias. Donde hay mujeres, hay civilización, y apenas ésta empiece en San Francisco, mi vapor estará allí con todo lo necesario, decidió.

Paulina recibió al capitán John Sommers y a su hermana Rose a la hora del té, cuando había bajado algo el calor del mediodía y empezaba a soplar una brisa fresca del mar. Iba vestida con lujo excesivo para la sobria sociedad del puerto, de pies a cabeza en muselina y encaje color mantequilla, con una corona de rizos sobre las orejas y más joyas de las aceptables a esa hora del día. Su hijo de dos años pataleaba en brazos de una niñera uniformada y un perrito lanudo a sus pies recibía los trozos de pastel que ella le daba en el hocico. La primera media hora se fue en presentaciones, tomar té y hacer recuerdos de Jacob Todd.

– ¿Qué ha sido de ese buen amigo? -quiso saber Paulina, quien no olvidaría nunca la intervención del estrafalario inglés en sus amores con Feliciano.

– Nada he sabido de él en un buen tiempo -la informó el capitán-. Partió conmigo a Inglaterra hace un par de años. Iba muy deprimido, pero el aire de mar le hizo bien y al desembarcar había recuperado su buen humor. Lo último que supe es que pensaba formar una colonia utópica.

– ¿Una qué? -exclamaron al unísono Paulina y Miss Rose.

– Un grupo para vivir fuera de la sociedad, con sus propias leyes y gobierno, guiados por principios de igualdad, amor libre y trabajo comunitario, me parece. Al menos así lo explicó mil veces durante el viaje.

– Está más chiflado de lo que todos pensábamos -concluyó Miss Rose con algo de lástima por su fiel pretendiente.

– La gente con ideas originales siempre acaba con fama de loca -anotó Paulina-. Yo, sin ir más lejos, tengo una idea que me gustaría discutir con usted, capitán Sommers. Ya conoce el "Fortuna". ¿Cuánto demora a todo vapor entre Valparaíso y el Golfo de Penas?

– ¿El Golfo de Penas? ¡Eso queda al sur del sur!

– Cierto. Más abajo de Puerto Aisén.

– ¿Y qué voy a hacer por allí? No hay nada más que islas, bosque y lluvia, señora.

– ¿Conoce por esos lados?

– Sí, pero pensé que se trataba de ir a San Francisco…

– Pruebe estos pastelitos de hojaldre, son una delicia -ofreció ella acariciando al perro.


Mientras John y Rose Sommers conversaban con Paulina en el salón del Hotel Inglés, Eliza recorría el barrio El Almendral con Mama Fresia. A esa hora comenzaban a juntarse los alumnos e invitados para las reuniones de baile en la academia y, en forma excepcional, Miss Rose la había dejado ir por un par de horas con su nana como chaperona. Habitualmente no le permitía asomarse por la academia sin ella, pero el profesor de danza no ofrecía bebidas alcohólicas hasta después de la puesta de sol, eso mantenía alejados a los jóvenes revoltosos durante las primeras horas de la tarde. Eliza, decidida a aprovechar esa oportunidad única de salir a la calle sin Miss Rose, convenció a la india de que la ayudara en sus planes.

– Dame tu bendición, mamita. Tengo que ir a California a buscar a Joaquín -le pidió.

– ¡Pero cómo te vas a ir sola y preñada! -exclamó la mujer con horror.

– Si no me ayudas, lo haré igual.

– ¡Le voy a decir todo a Miss Rose!

– Si lo haces, me mato. Y después vendré a penarte por el resto de tus noches. Te lo juro -replicó la muchacha con feroz determinación.

El día anterior había visto un grupo de mujeres en el puerto negociando para embarcarse. Por su aspecto tan diferente a las que normalmente cruzaban por la calle, cubiertas invierno y verano por mantos negros, supuso que serían las mismas pindongas con las cuales se divertía su tío John. "Son zorras, se acuestan por plata y se van a ir de patitas al infierno", le había explicado Mama Fresia en una ocasión. Había captado unas frases del capitán, contándole a Jeremy Sommers de las chilenas y peruanas que partían a California con planes de apoderarse del oro de los mineros, pero no podía imaginar cómo se las arreglaban para hacerlo. Si esas mujeres podían realizar el viaje solas y sobrevivir sin ayuda, también podía hacerlo ella, resolvió. Caminaba de prisa, con el corazón agitado y media cara tapada con su abanico, sudando en el calor de diciembre. Llevaba las joyas del ajuar en una pequeña bolsa de terciopelo. Sus botines nuevos resultaron una verdadera tortura y el corsé le apretaba la cintura; el hedor de las zanjas abiertas por donde corrían las aguas servidas de la ciudad, aumentaba sus náuseas, pero caminaba tan derecha como había aprendido en los años de equilibrar un libro sobre la cabeza y tocar el piano con una varilla metálica atada a la espalda. Mama Fresia, gimiendo y mascullando letanías en su lengua, apenas podía seguirla con sus várices y su gordura. Adónde vamos, niña por Dios, pero Eliza no podía contestarle porque no lo sabía. De una cosa estaba segura: no era cuestión de empeñar sus joyas y comprar un pasaje a California, porque no había forma de hacerlo sin que se enterara su tío John. A pesar de las decenas de barcos que recalaban a diario, Valparaíso era una ciudad pequeña y en el puerto todos conocían al capitán John Sommers. Tampoco contaba con documentos de identidad, mucho menos un pasaporte, imposible de obtener porque en esos días se había cerrado la Legación de los Estados Unidos en Chile por un asunto de amores contrariados del diplomático norteamericano con una dama chilena. Eliza resolvió que la única forma de seguir a Joaquín Andieta a California sería embarcándose como polizón. Su tío John le había contado que a veces se introducían viajeros clandestinos al barco con la complicidad de algún tripulante. Tal vez algunos lograban permanecer ocultos durante la travesía, otros morían y sus cuerpos iban a dar al mar sin que él se enterara, pero si llegaba a descubrirlos castigaba por igual al polizón y a quienes lo hubieran ayudado. Ése era uno de los casos, había dicho, en que ejercía con el mayor rigor su incuestionable autoridad de capitán: en alta mar no había más ley ni justicia que la suya.

La mayor parte de las transacciones ilegales del puerto, según su tío, se llevaban a cabo en las tabernas. Eliza jamás había pisado tales lugares, pero vio a una figura femenina dirigirse a un local cercano y la reconoció como una de las mujeres que estaban el día anterior en el muelle buscando la forma de embarcarse. Era una joven rechoncha con dos trenzas negras colgando a la espalda, vestida con falda de algodón, blusa bordada y una pañoleta en los hombros. Eliza la siguió sin pensarlo dos veces, mientras Mama Fresia se quedaba en la calle recitando advertencias: "Ahí sólo entran las putas, mi niña, es pecado mortal." Empujó la puerta y necesitó varios segundos para acostumbrarse a la oscuridad y al tufo de tabaco y cerveza rancia que impregnaba el aire. El lugar estaba atestado de hombres y todos los ojos se volvieron a mirar a las dos mujeres. Por un instante reinó un silencio expectante y luego empezó un coro de rechiflas y comentarios soeces. La otra avanzó con paso aguerrido hacia una mesa del fondo, lanzando manotazos a derecha e izquierda cuando alguien intentaba tocarla, pero Eliza retrocedió a ciegas, horrorizada, sin entender muy bien lo que ocurría ni por qué esos hombres le gritaban. Al llegar a la puerta se estrelló contra un parroquiano que iba entrando. El individuo lanzó una exclamación en otra lengua y alcanzó a sujetarla cuando ella resbalaba al suelo. Al verla quedó desconcertado: Eliza con su vestido virginal y su abanico estaba completamente fuera de lugar. Ella lo miró a su vez y reconoció al punto al cocinero chino que su tío había saludado el día anterior.

– ¿Tao Chi´en? -preguntó, agradecida de su buena memoria.

El hombre la saludó juntando las manos ante la cara e inclinándose repetidamente, mientras la rechifla continuaba en el bar. Dos marineros se pusieron de pie y se aproximaron tambaleantes. Tao Chi´en señaló la puerta a Eliza y ambos salieron.

– ¿Miss Sommers? -inquirió afuera.

Eliza asintió, pero no alcanzó a decir más porque fueron interrumpidos por los dos marineros del bar, que aparecieron en la puerta, a todas luces ebrios y buscando camorra.

– ¿Cómo te atreves a molestar a esta preciosa señorita, chino de mierda? -amenazaron.

Tao Chi´en agachó la cabeza, dio media vuelta e hizo ademán de irse, pero uno de los hombres lo interceptó cogiéndolo por la trenza y dándole un tirón, mientras el otro mascullaba piropos echando su aliento pasado a vino en la cara de Eliza. El chino se volvió con rapidez de felino y enfrentó al agresor. Tenía su descomunal cuchillo en la mano y la hoja brillaba como un espejo en el sol del verano. Mama Fresia lanzó un alarido y sin pensarlo más dio un empujón de caballo al marinero que estaba más cerca, cogió a Eliza por un brazo y echó a trotar calle abajo con una agilidad insospechada en alguien de su peso. Corrieron varias cuadras, alejándose de la zona roja, sin detenerse hasta llegar a la plazuela de San Agustín, donde Mama Fresia cayó temblando en el primer banco a su alcance.

– ¡Ay, niña! ¡Si se enteran de esto los patrones, me matan! Vámonos para la casa ahora mismo…

– Todavía no he hecho lo que vine a hacer, mamita. Tengo que volver a esa taberna.

Mama Fresia se cruzó de brazos, negándose de frentón a moverse de allí, mientras Eliza se paseaba a grandes zancadas, procurando organizar un plan en medio de su confusión. No disponía de mucho tiempo. Las instrucciones de Miss Rose habían sido muy claras: a las seis en punto las recogería el coche frente a la academia de baile para llevarlas de vuelta a casa. Debía actuar pronto, decidió, pues no se presentaría otra oportunidad. En eso estaban cuando vieron al chino avanzar serenamente hacia ellas, con su paso vacilante y su imperturbable sonrisa. Reiteró las venias usuales a modo de saludo y luego se dirigió a Eliza en buen inglés para preguntarle si la honorable hija del capitán John Sommers necesitaba ayuda. Ella aclaró que no era su hija, sino su sobrina, y en un arrebato de súbita confianza o desesperación le confesó que en verdad necesitaba su ayuda, pero se trataba de un asunto muy privado.

– ¿Algo que no puede saber el capitán?

– Nadie puede saberlo.

Tao Chi´en se disculpó. El capitán era buen hombre, dijo, lo había secuestrado de mala manera para subirlo a su barco, es cierto, pero se había portado bien con él y no pensaba traicionarlo. Abatida, Eliza se desplomó en el banco con la cara entre las manos, mientras Mama Fresia los observaba sin entender palabra de inglés, pero adivinando las intenciones. Por fin se acercó a Eliza y le dio unos tirones a la bolsa de terciopelo donde iban las joyas del ajuar.

– ¿Tú crees que en este mundo alguien hace algo gratis, niña? -dijo.

Eliza comprendió al punto. Se secó el llanto y señaló el banco a su lado, invitando al hombre a sentarse. Metió la mano en su bolsa, extrajo el collar de perlas, que su tío John le había regalado el día anterior, y lo colocó sobre las rodillas de Tao Chi´en.


– ¿Puede esconderme en un barco? Necesito ir a California -explicó.

– ¿Por qué? No es lugar para mujeres, sólo para bandidos.

– Voy a buscar algo.

– ¿Oro?

– Más valioso que el oro.

El hombre se quedó boquiabierto, pues jamás había visto a una mujer capaz de llegar a tales extremos en la vida real, sólo en las novelas clásicas donde las heroínas siempre morían al final.

– Con este collar puede comprar su pasaje. No necesita viajar escondida -le indicó Tao Chi´en, quien no pensaba embrollar su vida violando la ley.

– Ningún capitán me llevará sin avisar antes a mi familia.

La sorpresa inicial de Tao Chi´en se convirtió en franco estupor: ¡esa mujer pensaba nada menos que deshonrar a su familia y esperaba que él la ayudara! Se le había metido un demonio en el cuerpo, no había duda. Eliza volvió introducir la mano en la bolsa, sacó un broche de oro con turquesas y lo depositó sobre la pierna del hombre junto al collar.

– ¿Usted ha amado alguna vez a alguien más que a su propia vida, señor? -dijo.

Tao Chi´en la miró a los ojos por primera vez desde que se conocieron y algo debe haber visto en ellos, porque tomó el collar y se lo escondió debajo de la camisa, luego le devolvió el broche. Se puso de pie, se acomodó los pantalones de algodón y el cuchillo de matarife en la faja de la cintura, y de nuevo se inclinó ceremonioso.

– Ya no trabajo para el capitán Sommers. Mañana zarpa el bergantín "Emilia" hacia California. Venga esta noche a las diez y la subiré a bordo.

– ¿Cómo?

– No sé. Ya veremos.

Tao Chi´en hizo otra cortés venia de despedida y se fue tan sigilosa y rápidamente que pareció haberse esfumado. Eliza y Mama Fresia regresaron a la academia de baile justo a tiempo para encontrar al cochero, quien las esperaba desde hacía media hora bebiendo de su cantimplora.


El "Emilia" era una nave de origen francés, que alguna vez fuera esbelta y veloz, pero había surcado muchos mares y perdido hacía siglos el ímpetu de la juventud. Estaba cruzada de viejas cicatrices marineras, llevaba una rémora de moluscos incrustada en sus caderas de matrona, sus fatigadas coyunturas gemían en el vapuleo de las olas y su velamen manchado y mil veces remendado parecía el último vestigio de antiguas enaguas. Zarpó de Valparaíso la mañana radiante del 18 de febrero de 1849, llevando ochenta y siete pasajeros de sexo masculino, cinco mujeres, seis vacas, ocho cerdos, tres gatos, dieciocho marineros, un capitán holandés, un piloto chileno y un cocinero chino. También iba Eliza, pero la única persona que sabía de su existencia a bordo era Tao Chi´en.

Los pasajeros de la primera cámara se amontonaban en el puente de proa sin mucha privacidad, pero bastante más cómodos que los demás, ubicados en cabinas mínimas con cuatro camarotes cada una, o en el suelo de las cubiertas, después de haber echado suerte para ver dónde acomodaban sus bultos. Una cabina bajo la línea de flotación se asignó a las cinco chilenas que iban a tentar fortuna en California. En el puerto del Callao subirían dos peruanas, quienes se juntarían con ellas sin mayores remilgos, de a dos por litera. El capitán Vincent Katz instruyó a la marinería y a los pasajeros que no debían tener el menor contacto social con las damas, pues no estaba dispuesto a tolerar comercio indecente en su barco y a sus ojos resultaba evidente que aquellas viajeras no eran de las más virtuosas, pero lógicamente sus órdenes fueron violadas una y otra vez durante el trayecto. Los hombres echaban de menos la compañía femenina y ellas, humildes meretrices lanzadas a la aventura, no tenían ni un peso en los bolsillos. Las vacas y cerdos, bien amarrados en pequeños corrales del segundo puente, debían proveer de leche fresca y carne a los navegantes, cuya dieta consistiría básicamente en frijoles, galleta dura y negra, carne seca salada y lo que pudieran pescar. Para compensar tanta escasez, los pasajeros de más recursos llevaban sus propias vituallas, sobre todo vino y cigarros, pero la mayoría aguantaba el hambre. Dos de los gatos andaban sueltos para mantener a raya las ratas, que de otro modo se reproducían sin control durante los dos meses de travesía. El tercero viajaba con Eliza.

En la panza del "Emilia" se apilaban el variado equipaje de los viajeros y el cargamento destinado al comercio en California, organizados de manera de sacar el máximo de partido al limitado espacio. Nada de eso se tocaba hasta la destinación final y nadie entraba allí excepto el cocinero, el único con acceso autorizado a los alimentos secos, racionados severamente. Tao Chi´en guardaba las llaves colgadas a la cintura y respondía personalmente ante el capitán por el contenido de las bodegas. Allí, en lo más profundo y oscuro de la cala, en un hueco de dos por dos metros, Eliza. Las paredes y el techo de su cuchitril estaban formados por baúles y cajones de mercadería, su cama era un saco y no había más luz que un cabo de vela. Disponía de una escudilla para la comida, una jarro de agua y un orinal. Podía dar un par de pasos y estirarse entre los bultos y podía llorar y gritar a su antojo, porque el azote de las olas contra el barco se tragaba su voz. Su único contacto con el mundo exterior era Tao Chi´en, quien bajaba con diversos pretextos cuando podía para alimentarla y vaciar la bacinilla.

Por toda compañía contaba con un gato, encerrado en la bodega para controlar las ratas, pero en las terribles semanas de navegación el infortunado animal se fue volviendo loco y al final, por lástima, Tao Chi´en le rebanó el cuello con su cuchillo.

Eliza entró al barco en un saco al hombro de un estibador, de los muchos que subieron la carga y el equipaje en Valparaíso. Nunca supo cómo se las arregló Tao Chi´en para obtener la complicidad del hombre y burlar la vigilancia del capitán y el piloto, quienes anotaban en un libro todo lo que entraba. Había escapado pocas horas antes mediante un complicado ardid, que incluía falsificar una invitación escrita de la familia del Valle para visitar su hacienda por unos días. No era una idea descabellada. En un par de ocasiones anteriores las hijas de Agustín del Valle la habían convidado al campo y Miss Rose le había permitido ir, siempre acompañada por Mama Fresia. Se despidió de Jeremy, Miss Rose y su tío John con fingida liviandad, mientras sentía en el pecho el peso de una roca. Los vio sentados a la mesa del desayuno leyendo periódicos ingleses, completamente inocentes de sus planes, y una dolorosa incertidumbre estuvo a punto de hacerla desistir. Eran su única familia, representaban seguridad y bienestar, pero ella había cruzado la línea de la decencia y no había vuelta atrás. Los Sommers la habían educado con estrictas normas de buen comportamiento y una falta tan grave ensuciaba el prestigio de todos. Con su huida la reputación de la familia quedaba manchada, pero al menos existiría la duda: siempre podían decir que ella había muerto. Cualquiera que fuese la explicación que dieran al mundo, no estaría allí para verlos sufrir la vergüenza. La odisea de salir en busca de su amante le parecía el único camino posible, pero en aquel momento de silenciosa despedida la asaltó tanta tristeza, que estuvo a punto de echarse a llorar y confesarlo todo. Entonces la última imagen de Joaquín Andieta en la noche de su partida acudió con una precisión atroz para recordarle su deber de amor. Se acomodó unas mechas sueltas del peinado, se colocó el bonete de paja italiana y salió diciendo adiós con un gesto de la mano.

Llevaba la maleta preparada por Miss Rose con sus mejores vestidos de verano, unos reales sustraídos de la habitación de Jeremy Sommers y las joyas de su ajuar. Tuvo la tentación de apoderarse también de las de Miss Rose, pero en el último instante la derrotó el respeto por esa mujer que le había servido de madre. En su habitación, dentro del cofre vacío, dejó una breve nota agradeciendo lo mucho que había recibido y reiterando cuánto los quería. Agregó una confesión de lo que se llevaba, para proteger a los sirvientes de cualquier sospecha. Mama Fresia había puesto en la maleta sus botas más firmes, así como sus cuadernos y el atado de cartas de amor de Joaquín Andieta. Llevaba además una pesada manta de lana de Castilla, regalo de su tío John. Salieron sin provocar sospechas. El cochero las dejó en la calle de la familia del Valle y sin esperar que les abrieran la puerta, se perdió de vista. Mama Fresia y Eliza enfilaron rumbo al puerto para encontrarse con Tao Chi´en en el sitio y a la hora convenidos.

El hombre las estaba aguardando. Tomó la maleta de manos de Mama Fresia e indicó a Eliza que lo siguiera. La muchacha y su nana se abrazaron largamente. Tenían la certeza de que no volverían a verse, pero ninguna de las dos vertió lágrimas.

– ¿Qué le dirás a Miss Rose, mamita?

– Nada. Ahora mismo me voy donde mi gente en el sur, donde nadie me encuentre nunca más.


– Gracias, mamita. Siempre me acordaré de ti…

– Y yo voy a rezar para que te vaya bien, mi niña -fue lo último que oyó Eliza de labios de Mama Fresia, antes de entrar a una casucha de pescadores tras los pasos del cocinero chino.

En la sombría habitación de madera sin ventanas, olorosa a redes húmedas, cuya única ventilación provenía de la puerta, Tao Chi´en entregó a Eliza unos pantalones calzonudos y un blusón muy usado, indicándole que se los pusiera. No hizo ademán de retirarse o de volverse por discreción. Eliza vaciló, jamás se había quitado la ropa delante de un hombre, sólo de Joaquín Andieta, pero Tao Chi´en no percibió su confusión, pues carecía del sentido de la privacidad; el cuerpo y sus funciones le resultaban naturales y consideraba el pudor un inconveniente, más que una virtud. Ella comprendió que no era buen momento para escrúpulos, el barco partía esa misma mañana y los últimos botes estaban llevando el equipaje rezagado. Se quitó el sombrerito de paja, desabotonó sus botines de cordobán y el vestido, soltó las cintas de sus enaguas y, muerta de vergüenza, le señaló al chino que la ayudara a desatar el corsé. A medida que sus atuendos de niña inglesa se amontonaban en el suelo, iba perdiendo uno a uno los contactos con la realidad conocida y entrando inexorablemente en la extraña ilusión que sería su vida en los próximos años. Tuvo claramente la sensación de empezar otra historia en la que ella era protagonista y narradora a la vez.

El Cuarto Hijo

Tao Chi´en no siempre tuvo ese nombre. En verdad no tuvo nombre hasta los once años, sus padres eran demasiado pobres para ocuparse de detalles como ése: se llamaba simplemente el Cuarto Hijo. Había nacido nueve años antes que Eliza, en una aldea de la provincia de Kuangtung, a un día y medio de marcha a pie de la ciudad de Cantón. Venía de una familia de curanderos. Por incontables generaciones los hombres de su sangre se transmitieron de padres a hijos conocimiento sobre plantas medicinales, arte para extraer malos humores, magia para espantar demonios y habilidad para regular la energía, "qi". El año en que nació el Cuarto Hijo la familia se encontraba en la mayor miseria, había ido perdiendo la tierra en manos de prestamistas y tahúres. Los oficiales del Imperio recaudaban impuestos, se guardaban el dinero y luego aplicaban nuevos tributos para cubrir sus robos, además de cobrar comisiones ilegales y sobornos. La familia del Cuarto Hijo, como la mayoría de los campesinos, no podía pagarles. Si lograban salvar de los mandarines unas monedas de sus magros ingresos, las perdían de inmediato en el juego, una de las pocas diversiones al alcance de los pobres. Se podía apostar en carreras de sapos y saltamontes, peleas de cucarachas o en el "fan tan", amén de muchos otros juegos populares.

El Cuarto Hijo era un niño alegre, que se reía por nada, pero también tenía una tremenda capacidad de atención y curiosidad por aprender. A los siete años sabía que el talento de un buen curandero consiste en mantener el equilibrio del "yin" y el "yang", a los nueve conocía las propiedades de las plantas de la región y podía ayudar a su padre y hermanos mayores en la engorrosa preparación de los emplastos, pomadas, tónicos, bálsamos, jarabes, polvos y píldoras de la farmacopea campesina. Su padre y el Primer Hijo viajaban a pie de aldea en aldea ofreciendo curaciones y remedios, mientras los hijos Segundo y Tercero cultivaban un mísero pedazo de tierra, único capital de la familia. El Cuarto Hijo tenía la misión de recolectar plantas y le gustaba hacerlo, porque le permitía vagar por los alrededores sin vigilancia, inventando juegos e imitando las voces de los pájaros. A veces, si le quedaban fuerzas después de cumplir con las inacabables tareas de la casa, lo acompañaba su madre, quien por su condición de mujer no podía trabajar la tierra sin atraer las burlas de los vecinos. Habían sobrevivido a duras penas, cada vez más endeudados, hasta ese año fatal de 1834, cuando los peores demonios se abatieron sobre la familia. Primero se volcó una olla de agua hirviendo sobre la hermana menor, de apenas dos años, escaldándola de la cabeza a los pies. Le aplicaron clara de huevo sobre las quemaduras y la trataron con las yerbas indicadas para esos casos, pero en menos de tres días la niña se agotó de sufrir y murió. La madre no se repuso. Había perdido otros hijos en la infancia y cada uno le dejó una herida en el alma, pero el accidente de la pequeña fue como el último grano de arroz que vuelca el tazón. Empezó a decaer a ojos vista, cada día más flaca, la piel verdosa y los huesos quebradizos, sin que los brebajes de su marido lograran demorar el avance inexorable de su misteriosa enfermedad, hasta que una mañana la encontraron rígida, con una sonrisa de alivio y los ojos en paz, porque al fin iba a reunirse con sus niños muertos. Los ritos funerarios fueron muy simples, por tratarse de una mujer. No pudieron contratar a un monje ni tenían arroz para ofrecer a los parientes y vecinos durante la ceremonia, pero al menos se cercioraron de que su espíritu no se refugiara en el techo, el pozo o las cuevas de las ratas, desde donde podría acudir más tarde a penarles. Sin la madre, quien con su esfuerzo y su paciencia a toda prueba mantuvo a la familia unida, fue imposible detener la calamidad. Fue un año de tifones, malas cosechas y hambruna, el vasto territorio de la China se pobló de pordioseros y bandidos. La niña de siete años que quedaba en la familia, fue vendida a un agente y no se volvió a saber de ella. El Primer Hijo, destinado a reemplazar al padre en el oficio de médico ambulante, fue mordido por un perro enfermo y murió poco después con el cuerpo tenso como un arco y echando espumarajos por la boca. Los hijos Segundo y Tercero estaban ya en edad de trabajar y en ellos recayó la tarea de cuidar a su padre en vida, cumplir con los ritos funerarios a su muerte y honrar su memoria y la de sus otros antepasados varones por cinco generaciones. El Cuarto Hijo no era particularmente útil y tampoco había cómo alimentarlo, de modo que su padre lo vendió en servidumbre por diez años a unos comerciantes que pasaban en caravana por las cercanías de la aldea. El niño tenía once años.

Gracias a uno de esos eventos fortuitos que a menudo habrían de hacerlo cambiar de rumbo, ese tiempo de esclavitud, que pudo ser un infierno para el muchacho, resultó en realidad mucho mejor que los años transcurridos bajo el techo paterno. Dos mulas arrastraban una carreta donde iba la carga más pesada de la caravana. Un enervante quejido acompañaba cada vuelta de las ruedas, que adrede no engrasaban con el fin de espantar a los demonios. Para evitar que escapara, ataron al Cuarto Hijo, que lloraba desconsolado desde que se separó de su padre y hermanos, con una cuerda a uno de los animales. Descalzo y sediento, con la bolsa de sus escasas pertenencias a la espalda, vio desaparecer los techos de su aldea y el paisaje familiar. La vida en esa choza era lo único que conocía y no había sido mala, sus padres lo trataban con dulzura, su madre le contaba historias y cualquier pretexto había servido para reírse y celebrar, aún en los tiempos de mayor pobreza. Trotaba tras la mula convencido de que cada paso lo adentraba más y más en el territorio de los espíritus malignos y temía que el chirrido de las ruedas y las campanillas colgadas de la carreta no fueran suficientes para protegerlo. Apenas lograba entender el dialecto de los viajeros, pero las pocas palabras agarradas al vuelo le iban metiendo en los huesos un miedo pavoroso. Comentaban de los muchos genios descontentos que deambulaban por la región, almas perdidas de muertos sin recibir un funeral apropiado. La hambruna, el tifus y el cólera habían sembrado la región de cadáveres y no quedaban vivos suficientes para honrar a tantos difuntos. Por suerte los espectros y demonios tenían reputación de lerdos: no sabían voltear una esquina y se distraían fácilmente con ofrecimientos de comida o regalos de papel. A veces, sin embargo, nada lograba apartarlos y podían materializarse dispuestos a ganar su libertad asesinando a los forasteros o introduciéndose en sus cuerpos para obligarlos a realizar impensables fechorías. Habían pasado unas horas de marcha; el calor del verano y la sed eran intensos, el chiquillo tropezaba cada dos pasos y sus nuevos amos impacientes lo azuzaban sin verdadera maldad con varillazos por las piernas. Al ponerse el sol decidieron detenerse y acampar. Aliviaron a los animales de la carga, hicieron un fuego, prepararon té y se dividieron en pequeños grupos para jugar "fan tan" y "mah jong". Por fin alguien se acordó del Cuarto Hijo y le pasó una escudilla con arroz y un vaso de té, que él atacó con la voracidad acumulada en meses y meses de hambre. En eso los sorprendió un clamor de aullidos y se vieron rodeados por una polvareda. Al griterío de los asaltantes se sumó el de los viajeros y el chiquillo aterrorizado se arrastró bajo la carreta hasta donde dio la cuerda que llevaba atada. No se trataba de una legión infernal, como se supo de inmediato, sino una banda de salteadores de las muchas que, burlándose de los ineficientes soldados imperiales, azotaban los caminos en esos tiempos de tanta desesperanza. Apenas los mercaderes se recuperaron del primer impacto, cogieron sus armas y enfrentaron a los forajidos en una batahola de gritos, amenazas y disparos que duró tan sólo unos minutos. Al asentarse el polvo uno de los bandidos había escapado y los otros dos yacían por tierra mal heridos. Les quitaron los trapos de la cara y comprobaron que se trataba de adolescentes cubiertos de harapos y armados de garrotes y primitivas lanzas. Entonces procedieron a decapitarlos a toda prisa, para que sufrieran la humillación de dejar este mundo en pedazos y no enteros como llegaron, y empalaron las cabezas en picotas a ambos lados del camino. Cuando se tranquilizaron los ánimos, se vio que un miembro de la caravana se revolcaba por tierra con una brutal herida de lanza en un muslo. El Cuarto Hijo, quien había permanecido paralizado de terror bajo la carreta, salió reptando de su escondrijo y pidió respetuosamente permiso a los honorables comerciantes para atender al herido y, como no había alternativa, lo autorizaron a proceder. Pidió té para lavar la sangre, luego abrió su bolso y produjo un pomo con "bai yao". Aplicó esa pasta blanca en la herida, vendó la pierna apretadamente y anunció sin la menor vacilación que en menos de tres días el corte habría cerrado. Así fue. Ese incidente lo salvó de pasar los diez años siguientes trabajando como esclavo y tratado peor que un perro, porque dada su habilidad, los comerciantes lo vendieron en Cantón a un afamado médico tradicional y maestro de acupuntura -un "zhong yi"- que necesitaba un aprendiz. Con ese sabio el Cuarto Hijo adquirió los conocimientos que jamás habría obtenido de su rústico padre.


El anciano maestro, era un hombre plácido, con la cara lisa de la luna, voz lenta y manos huesudas y sensibles, sus mejores instrumentos. Lo primero que hizo con su sirviente fue darle un nombre. Consultó libros astrológicos y adivinos para averiguar el nombre correspondiente al muchacho: Tao. La palabra tenía varios significados, como vía, dirección, sentido y armonía, pero sobre todo representaba el viaje de la vida. El maestro le dio su propio apellido.

– Te llamarás Tao Chi´en. Ese nombre te inicia en el camino de la medicina. Tu destino será aliviar el dolor ajeno y alcanzar la sabiduría. Serás un "zhong yi", como yo.

Tao Chi´en… El joven aprendiz recibió su nombre agradecido. Besó las manos a su amo y sonrió por primera vez desde que saliera de su hogar. El impulso de alegría, que antes lo hacía bailar de contento sin motivo ninguno, volvió a palpitar en su pecho y la sonrisa no se le borró en semanas. Andaba por la casa a saltos, saboreando su nombre con fruición, como un caramelo en la boca, repitiéndolo en voz alta y soñándolo, hasta que se identificó plenamente con él. Su maestro, seguidor de Confucio en los aspectos prácticos y de Buda en materia ideológica, le enseñó con mano firme, pero con gran suavidad, la disciplina conducente a hacer de él un buen médico.

– Si logro enseñarte todo lo que pretendo, algún día serás un hombre ilustrado -le dijo.

Sostenía que los ritos y ceremonias son tan necesarios como las normas de buena educación y el respeto por las jerarquías. Decía que de poco sirve el conocimiento sin sabiduría, no hay sabiduría sin espiritualidad y la verdadera espiritualidad incluye siempre el servicio a los demás. Tal como le explicó muchas veces, la esencia de un buen médico consiste en la capacidad de compasión y el sentido de la ética, sin los cuales el arte sagrado de la sanación degenera en simple charlatanería. Le gustaba la sonrisa fácil de su aprendiz.

– Tienes un buen trecho ganado en el camino de la sabiduría, Tao. El sabio es siempre alegre -sostenía.

El año entero Tao Chi´en se levantaba al amanecer, como cualquier estudiante, para cumplir con una hora de meditación, cánticos y oraciones. Contaba con un solo día de descanso para la celebración del Año Nuevo, trabajar y estudiar eran sus únicas ocupaciones. Antes que nada, debió dominar a la perfección el chino escrito, medio oficial de comunicación en ese inmenso territorio de centenares de pueblos y lenguas. Su maestro era inflexible respecto a la belleza y precisión de la caligrafía, que distinguía al hombre refinado del truhán. También insistía en desarrollar en Tao Chi´en la sensibilidad artística que, según él, caracterizaba al ser superior. Como todo chino civilizado, sentía un desprecio irreprimible por la guerra y se inclinaba, en cambio, hacia las artes de la música, pintura y literatura. A su lado Tao Chi´en aprendió a apreciar el encaje delicado de una telaraña perlada de gotas de rocío a la luz de la aurora y expresar su deleite en inspirados poemas escritos en elegante caligrafía. En opinión del maestro, lo único peor que no componer poesía, era componerla mal. En esa casa el muchacho asistió a frecuentes reuniones donde los invitados creaban versos en la inspiración del instante y admiraban el jardín, mientras él servía té y escuchaba, maravillado. Se podía obtener la inmortalidad escribiendo un libro, sobre todo de poesía, decía el maestro, quien había escrito varios. A los rústicos conocimientos prácticos que Tao Chi´en había adquirido viendo trabajar, a su padre, añadió el impresionante volumen teórico de la ancestral medicina china. El joven aprendió que el cuerpo humano se compone de cinco elementos, madera, fuego, tierra, metal y agua, que están asociados a cinco planetas, cinco condiciones atmosféricas, cinco colores y cinco notas. Mediante el uso adecuado de las plantas medicinales, acupuntura y ventosas, un buen médico podía prevenir y curar diversos males, y controlar la energía masculina, activa y ligera, y la energía femenina, pasiva y oscura -"yin" y "yang" Sin embargo, el propósito de ese arte no era tanto eliminar enfermedades como mantener la armonía. "Debes escoger tus alimentos, orientar tu cama y conducir tu meditación según la estación del año y la dirección del viento. Así estarás siempre en resonancia con el universo", le aconsejaba el maestro.

El "zhong yi" estaba contento de su suerte, aunque la falta de descendientes pesaba como una sombra en la serenidad de su espíritu. No había tenido hijos, a pesar de las yerbas milagrosas ingeridas regularmente durante una vida entera para limpiar la sangre y fortalecer el miembro, y de los remedios y encantamientos aplicados a sus dos esposas, muertas en la juventud, así como a las numerosas concubinas que las siguieron. Debía aceptar con humildad que no había sido culpa de esas abnegadas mujeres, sino de la apatía de su licor viril. Ninguno de los remedios para la fertilidad que le habían servido para ayudar a otros dio resultado en él y por fin se resignó al hecho innegable de que sus riñones estaban secos. Dejó de castigar a sus mujeres con exigencias inútiles y las gozó a plenitud, de acuerdo con los preceptos de los hermosos "libros de almohada" de su colección. Sin embargo, el anciano se había alejado de esos placeres hacía mucho tiempo, más interesado en adquirir nuevos conocimientos y explorar el angosto sendero de la sabiduría, y se había deshecho una a una de las concubinas, cuya presencia lo distraía en sus afanes intelectuales. No necesitaba tener ante sus ojos a una muchacha para describirla en elevados poemas, le bastaba el recuerdo. También había desistido de los hijos propios, pero debía ocuparse del futuro. ¿Quién lo ayudaría en la última etapa y a la hora de morir? ¿Quién limpiaría su tumba y veneraría su memoria? Había entrenado aprendices antes y con cada uno alimentó la secreta ambición de adoptarlo, pero ninguno fue digno de tal honor. Tao Chi´en no era más inteligente ni más intuitivo que los otros, pero llevaba por dentro una obsesión por aprender que el maestro reconoció al punto, porque era idéntica a la suya. Además era un chiquillo dulce y divertido, resultaba fácil encariñarse con él. En los años de convivencia le tomó tanto aprecio, que a menudo se preguntaba cómo era posible que no fuese hijo de su sangre. Sin embargo, la estima por su aprendiz no lo cegaba, en su experiencia los cambios en la adolescencia suelen ser muy profundos y no podía predecir qué clase de hombre sería. Como dice el proverbio chino: "Si eres brillante de joven, no significa que de adulto sirvas para algo." Temía equivocarse de nuevo, como le había sucedido antes, y prefería esperar con paciencia que la verdadera naturaleza del chico se revelara. Entretanto lo guiaría, tal como hacía con los árboles jóvenes de su jardín, para ayudarlo a crecer derecho. Al menos éste aprende rápido, pensaba el anciano médico, calculando cuántos años de vida le quedaban. De acuerdo a los signos astrales y a la observación cuidadosa de su propio cuerpo, no tendría tiempo para entrenar a otro aprendiz.

Pronto Tao Chi´en supo escoger los materiales en el mercado y en las tiendas de yerbas -regateando como correspondía- y pudo preparar los remedios sin ayuda. Observando trabajar al médico llegó a conocer los intrincados mecanismos del organismo humano, los procedimientos para refrescar a los afiebrados y a los de temperamento fogoso, dar calor a los que padecían el frío anticipado de la muerte, promover los jugos en los estériles y secar a aquellos agotados por flujos. Hacía largas excursiones por los campos buscando las mejores plantas en su punto preciso de máxima eficacia, que luego transportaba envueltas en trapos húmedos para preservar frescas durante el camino a la ciudad. Cuando cumplió los catorce años su maestro lo consideró maduro para practicar y lo mandaba regularmente a atender prostitutas, con la orden terminante de abstenerse de comercio con ellas, porque tal como él mismo podía comprobarlo al examinarlas, llevaban la muerte encima.

– Las enfermedades de los burdeles matan más gente que el opio y el tifus. Pero si cumples con tus obligaciones y aprendes a buen ritmo, en su debido momento te compraré una muchacha virgen -le prometió el maestro.

Tao Chi´en había pasado hambre de niño, pero su cuerpo estiró hasta alcanzar mayor altura que cualquier otro miembro de su familia. A los catorce años no sentía atracción por las muchachas de alquiler, sólo curiosidad científica. Eran tan diferentes a él, vivían en un mundo tan remoto y secreto, que no podía considerarlas realmente humanas. Más tarde, cuando el súbito asalto de su naturaleza lo sacó de quicio y andaba como un ebrio tropezando con su sombra, su preceptor lamentó haberse desprendido de las concubinas. Nada distraía tanto a un buen estudiante de sus responsabilidades como el estallido de las fuerzas viriles. Una mujer lo tranquilizaría y de paso serviría para darle conocimientos prácticos, pero como la idea de comprar una le resultaba engorrosa -estaba cómodo en su universo únicamente masculino- obligaba a Tao a tomar infusiones para calmar los ardores. El "zhong yi" no recordaba el huracán de las pasiones carnales y con la mejor intención daba a leer a su alumno los "libros de almohada" de su biblioteca como parte de su educación, sin medir el efecto enervante que tenían sobre el pobre muchacho. Lo hacía memorizar cada una de las doscientas veintidós posturas del amor con sus poéticos nombres y debía identificarlas sin vacilar en las exquisitas ilustraciones de los libros, lo cual contribuía notablemente a la distracción del joven.

Tao Chi´en se familiarizó con Cantón tan bien como antes había conocido su pequeña aldea. Le gustaba esa antigua ciudad amurallada, caótica, de calles torcidas y canales, donde los palacios y las chozas se mezclaban en total promiscuidad y había gente que vivía y moría en botes en el río, sin pisar jamás tierra firme. Se acostumbró al clima húmedo y caliente del largo verano azotado por tifones, pero agradable en el invierno, desde octubre hasta marzo. Cantón estaba cerrado a los forasteros, aunque solían caer de sorpresa piratas con banderas de otras naciones. Existían algunos puestos de comercio, donde los extranjeros podían intercambiar mercancía solamente de noviembre a mayo, pero eran tantos los impuestos, regulaciones y obstáculos, que los comerciantes internacionales preferían establecerse en Macao. Temprano en las mañanas, cuando Tao Chi´en partía al mercado, solía encontrar niñas recién nacidas tiradas en la calle o flotando en los canales, a menudo destrozadas a dentelladas por perros o ratas. Nadie las quería, eran desechables. ¿Para qué alimentar a una hija que nada valía y cuyo destino era terminar sirviendo a la familia de su marido? "Preferible es un hijo deforme que una docena de hijas sabias como Buda", sostenía el dicho popular. De todos modos había demasiados niños y seguían naciendo como ratones. Burdeles y fumaderos de opio proliferaban por todas partes. Cantón era una ciudad populosa, rica y alegre, llena de templos, restaurantes y casas de juego, donde se celebraban ruidosamente las festividades del calendario. Incluso los castigos y ejecuciones se convertían en motivo de fiesta. Se juntaban multitudes a vitorear a los verdugos, con sus delantales ensangrentados y colecciones de afilados cuchillos, rebanando cabezas de un solo tajo certero. La justicia se aplicaba en forma expedita y simple, sin apelación posible ni crueldad innecesaria, excepto en el caso de traición al emperador, el peor crimen posible, pagado con muerte lenta y relegación de todos los parientes, reducidos a la esclavitud. Las faltas menores se castigaban con azotes o con una plataforma de madera ajustada al cuello de los culpables por varios días, así no podían descansar ni tocarse la cabeza con las manos para comer o rascarse. En plazas y mercados se lucían los contadores de historias que, como los monjes mendicantes, viajaban por el país preservando una milenaria tradición oral. Los malabaristas, acróbatas, encantadores de serpientes, travestís, músicos itinerantes, magos y contorsionistas se daban cita en las calles, mientras bullía a su alrededor el comercio de seda, té, jade, especias, oro, conchas de tortuga, porcelana, marfil y piedras preciosas. Los vegetales, las frutas y las carnes se ofrecían en alborotada mezcolanza: repollos y tiernos brotes de bambú junto a jaulas de gatos, perros y mapaches que el carnicero mataba y descueraba de un solo movimiento ha pedido de los clientes. Había largos callejones sólo de pájaros, pues en ninguna casa podían faltar aves y jaulas, desde las más simples hasta las de fina madera con incrustaciones de plata y nácar. Otros pasajes del mercado se destinaban a peces exóticos, que atraían la buena suerte. Tao Chi´en siempre curioso, se distraía observando y haciendo amigos y luego debía correr para cumplir su cometido en el sector donde se vendían los materiales de su oficio. Podía identificarlo a ojos cerrados por el penetrante olor de especias, plantas y cortezas medicinales. Las serpientes disecadas se apilaban enrolladas como polvorientas madejas; sapos, salamandras y extraños animales marinos colgaban ensartados en cuerdas, como collares; grillos y grandes escarabajos de duras conchas fosforescentes languidecían en cajas; monos de todas clases aguardaban turno de morir; patas de oso y de orangután, cuernos de antílopes y rinocerontes, ojos de tigre, aletas de tiburón y garras de misteriosas aves nocturnas se compraban al peso.

Para Tao Chi´en los primeros años en Cantón se fueron en estudio, trabajo y servicio a su anciano preceptor, a quien llegó a estimar como a un abuelo. Fueron años felices. El recuerdo de su propia familia se esfumó y llegó a olvidar los rostros de su padre y sus hermanos, pero no el de su madre, porque ella se le aparecía con frecuencia. El estudio pronto dejó de ser una tarea y se convirtió en una pasión. Cada vez que aprendía algo nuevo volaba donde el maestro a contárselo a borbotones. "Mientras más aprendas, más pronto sabrás cuán poco sabes" se reía el anciano. Por propia iniciativa Tao Chi´en decidió dominar mandarín y cantonés, porque el dialecto de su aldea resultaba muy limitado. Absorbía los conocimientos de su maestro a tal velocidad, que el viejo solía acusarlo en broma de robarle hasta los sueños, pero su propia pasión por la enseñanza lo hacía generoso. Compartió con el muchacho cuanto éste quiso averiguar, no sólo en materia de medicina, también otros aspectos de su vasta reserva de conocimiento y su refinada cultura. Bondadoso por naturaleza, era sin embargo severo en la crítica y exigente en el esfuerzo, porque como decía, "no me queda mucho tiempo y al otro mundo no puedo llevarme lo que sé, alguien ha de usarlo a mi muerte". Sin embargo, también lo advertía contra la voracidad de conocimientos, que puede encadenar a un hombre tanto como la gula o la lujuria. "El sabio nada desea, no juzga, no hace planes, mantiene su mente abierta y su corazón en paz", sostenía. Lo reprendía con tal tristeza cuando fallaba, que Tao Chi´en hubiera preferido una azotaina, pero esa práctica repugnaba al temperamento del "zhong yi", quien jamás permitía que la cólera guiara sus acciones. Las únicas ocasiones en que lo golpeó ceremoniosamente con una varilla de bambú, sin enfado pero con firme ánimo didáctico, fue cuando pudo comprobar sin la menor duda que su aprendiz había cedido a la tentación del juego o pagado por una mujer. Tao Chi´en solía embrollar las cuentas del mercado para hacer apuestas en las casas de juego, cuya atracción le resultaba imposible de resistir, o para un consuelo breve con descuento de estudiante en brazos de alguna de sus pacientes en los burdeles. Su amo no demoraba en descubrirlo, porque si perdía en el juego no podía explicar dónde estaba el dinero del vuelto y si ganaba resultaba incapaz de disimular su euforia. A las mujeres las olía en la piel del muchacho.

– Quítate la camisa, tendré que darte unos vergajazos, a ver si por fin entiendes, hijo. ¿Cuántas veces te he dicho que los peores males de la China son el juego y el burdel? En el primero los hombres pierden el producto de su trabajo y en el segundo pierden la salud y la vida. Nunca serás buen médico ni buen poeta con tales vicios.


Tao Chi´en tenía dieciséis años en 1839, cuando estalló la Guerra del Opio entre China y Gran Bretaña. Para entonces el país estaba invadido de mendigos. Masas humanas abandonaban los campos y aparecían con sus harapos y sus pústulas en las ciudades, donde eran repelidas a la fuerza, obligándolos a vagar como manadas de perros famélicos por los caminos del Imperio. Bandas de forajidos y rebeldes se batían con las tropas del gobierno en una interminable guerra de emboscadas. Era un tiempo de destrucción y pillaje. Los debilitados ejércitos imperiales, al mando de oficiales corruptos que recibían de Pekín órdenes contradictorias, no pudieron hacer frente a la poderosa y bien disciplinada flota naval inglesa. No contaban con apoyo popular, porque los campesinos estaban cansados de ver sus sembrados destruidos, sus villorrios en llamas y sus hijas violadas por la soldadesca. Al cabo de casi cuatro años de lucha, China debió aceptar una humillante derrota y pagar el equivalente a veintiún millones de dólares a los vencedores, entregarles Hong Kong y otorgarles el derecho a establecer "concesiones", barrios residenciales amparados por leyes de extraterritorialidad. Allí vivían los extranjeros con su policía, servicios, gobierno y leyes, protegido por sus propias tropas; eran verdaderas naciones foráneas dentro del territorio chino, desde las cuales los europeos controlaban el comercio, principalmente del opio. A Cantón no entraron hasta cinco años más tarde, pero al comprobar la degradante derrota de su venerado emperador y ver la economía y la moral de su patria desplomarse, el maestro de acupuntura decidió que no había razón para seguir viviendo.

En los años de la guerra al viejo "zhong yi" se le descompuso el alma y perdió la serenidad tan arduamente conseguida a lo largo de su existencia. Su desprendimiento y distracción respecto a los asuntos materiales se agudizó al punto que Tao Chi´en debía darle de comer en la boca cuando pasaban los días sin alimentarse. Se le enmarañaron las cuentas y empezaron los acreedores a golpear su puerta, pero los desdeñó sin mayores consideraciones, pues todo lo referente al dinero le parecía una carga oprobiosa de la cual los sabios estaban naturalmente libres. En la confusión senil de esos últimos años olvidó las buenas intenciones de adoptar a su aprendiz y conseguirle una esposa; en verdad estaba tan ofuscado que a menudo se quedaba mirando a Tao Chi´en con expresión perpleja, incapaz de recordar su nombre o de ubicarlo en el laberinto de rostros y eventos que asaltaban su mente sin orden ni concierto. Pero tuvo ánimo sobrado para decidir los detalles de su entierro, porque para un chino ilustre el evento más importante en la vida era su propio funeral. La idea de poner fin a su desaliento por medio de una muerte elegante lo rondaba desde hacía tiempo, pero esperó hasta el desenlace de la guerra con la secreta e irracional esperanza de ver el triunfo de los ejércitos del Celeste Imperio. La arrogancia de los extranjeros le resultaba intolerable, sentía un gran desprecio por esos brutales "fan güey" fantasmas blancos que no se lavaban, bebían leche y alcohol, eran totalmente ignorantes de las normas elementales de buena educación e incapaces de honrar a sus antepasados en la forma debida. Los acuerdos comerciales le parecían un favor otorgado por el emperador a esos bárbaros ingratos, que en vez de doblarse en alabanzas y gratitud, exigían más. La firma del tratado de Nanking fue el último golpe para el "zhong yi". El emperador y cada habitante de la China, hasta el más humilde, habían perdido el honor. ¿Cómo se podría recuperar la dignidad después de semejante afrenta?

El anciano sabio se envenenó tragando oro. Al regresar de una de sus excursiones al campo a buscar plantas, su discípulo lo encontró en el jardín reclinado en cojines de seda y vestido de blanco, como señal de su propio luto. Al lado estaban el té aún tibio y la tinta del pincel fresca. Sobre su pequeño escritorio había un verso inconcluso y una libélula se perfilaba en la suavidad del pergamino. Tao Chi´en besó las manos de ese hombre que tanto le había dado, luego se detuvo un instante para apreciar el diseño de las alas transparentes del insecto en la luz del atardecer, tal como su maestro hubiera deseado.

Al funeral del sabio acudió un enorme gentío, porque en su larga vida había ayudado a miles de personas a vivir en salud y a morir sin angustia. Los oficiales y dignatarios del gobierno desfilaron con la mayor solemnidad, los literatos recitaron sus mejores poemas y las cortesanas se presentaron ataviadas de seda. Un adivino determinó el día propicio para el entierro y un artista de objetos funerarios visitó la casa del difunto para copiar sus posesiones. Recorrió la propiedad lentamente sin tomar medidas ni notas, pero bajo sus voluminosas mangas hacía marcas con la uña en una tablilla de cera; luego construyó miniaturas en papel de la casa, con sus habitaciones y muebles, además de los objetos favoritos del difunto, para ser quemados junto con fajos de dinero también de papel. No debía faltarle en el otro mundo lo que había gozado en éste. El ataúd, enorme y decorado como un carruaje imperial, pasó por las avenidas de la ciudad entre dos filas de soldados en uniforme de gala, precedidos por jinetes ataviados de brillantes colores y una banda de músicos provistos de címbalos, tambores, flautas, campanas, triángulos metálicos y una serie de instrumentos de cuerda. La algarabía resultaba insoportable, tal como correspondía a la importancia del extinto. En la tumba apilaron flores, ropa y comida; encendieron velas e incienso y quemaron finalmente el dinero y los prolijos objetos de papel. La tablilla ancestral de madera cubierta de oro y grabada con el nombre del maestro se colocó sobre la tumba para recibir al espíritu, mientras el cuerpo volvía a la tierra. Al hijo mayor correspondía recibir la tablilla, colocarla en su hogar en un sitio de honor junto a las de sus otros antepasados masculinos, pero el médico no tenía quien cumpliera esa obligación. Tao Chi´en era sólo un sirviente y hubiera sido una absoluta falta de etiqueta ofrecerse para hacerlo. Estaba genuinamente conmovido, en la multitud era el único cuyas lágrimas y gemidos correspondían a un auténtico dolor, pero la tablilla ancestral fue a parar a manos de un sobrino lejano, quien tendría la obligación moral de colocar ofrendas y rezar ante ella cada quince días y en cada festividad anual.

Una vez realizados los solemnes ritos funerarios, los acreedores se dejaron caer como chacales sobre las posesiones del maestro. Violaron los sagrados textos y el laboratorio, revolvieron las yerbas, arruinaron las preparaciones medicinales, destrozaron los cuidadosos poemas, se llevaron los muebles y objetos de arte, pisotearon el bellísimo jardín y remataron la antigua mansión. Poco antes Tao Chi´en había puesto a salvo las agujas de oro para la acupuntura, una caja con instrumentos médicos y algunos remedios esenciales, así como algo de dinero sustraído poco a poco en los últimos tres años, cuando su patrón comenzó a perderse en los vericuetos de la demencia senil. Su intención no fue robar al venerable "zhong yi", a quien estimaba como a un abuelo, sino usar ese dinero para alimentarlo, porque veía acumularse las deudas y temía por el futuro. El suicidio precipitó las cosas y Tao Chi´en se encontró en posesión de un recurso inesperado. Apoderarse de esos fondos podía costarle la cabeza, pues sería considerado crimen de un inferior a un superior, pero estaba seguro de que nadie lo sabría, salvo el espíritu del difunto, quien sin duda aprobaría su acción. ¿No preferiría premiar a su fiel sirviente y discípulo en vez de pagar una de las muchas deudas de sus feroces acreedores? Con ese modesto tesoro y una muda de ropa limpia, Tao Chi´en escapó de la ciudad. La idea de volver a su aldea natal se le ocurrió fugazmente, pero la descartó al punto. Para su familia él sería siempre el Cuarto Hijo, debía sumisión y obediencia a sus hermanos mayores. Tendría que trabajar para ellos, aceptar la esposa que le escogieran y resignarse a la miseria. Nada lo llamaba en esa dirección, ni siquiera las obligaciones filiales con su padre y sus antepasados, que recaían en sus hermanos mayores. Necesitaba irse lejos, donde no lo alcanzara el largo brazo de la justicia china. Tenía veinte años, le faltaba uno para cumplir los diez de servidumbre y cualquiera de los acreedores podía reclamar el derecho a utilizarlo como esclavo por ese tiempo.

Tao Chi´en

Tao Chi´en tomó un sampán rumbo a Hong Kong con la intención de comenzar su nueva vida. Ahora era un "zhong yi", entrenado en la medicina tradicional china por el mejor maestro de Cantón. Debía eterno agradecimiento a los espíritus de sus venerables antepasados, que habían enderezado su karma de manera tan gloriosa. Lo primero, decidió, era conseguir una mujer, pues estaba en edad sobrada de casarse y el celibato le pesaba demasiado. La falta de esposa era signo de indisimulable pobreza. Acariciaba la ambición de adquirir una joven delicada y con hermosos pies. Sus "lirios dorados" no debían tener más de tres o cuatro pulgadas de largo y debían ser regordetes y mórbidos al tacto, como de un niño de pocos meses. Le fascinaba la manera de andar de una joven sobre sus minúsculos pies, con pasos muy breves y vacilantes, como si estuviera siempre a punto de caer, las caderas echadas hacia atrás y meciéndose como los juncos a la orilla del estanque en el jardín de su maestro. Detestaba los pies grandes, musculosos y fríos, como los de una campesina. En su aldea había visto de lejos algunas niñas vendadas, orgullo de sus familias que sin duda podrían casarlas bien, pero sólo al relacionarse con las prostitutas en Cantón tuvo entre sus manos un par de aquellos "lirios dorados" y pudo extasiarse ante las pequeñas zapatillas bordadas que siempre los cubrían, pues por años y años los huesos destrozados desprendían una sustancia maloliente. Después de tocarlos comprendió que su elegancia era fruto de constante dolor, eso los hacía tanto más valiosos. Entonces apreció debidamente los libros dedicados a los pies femeninos, que su maestro, coleccionaba, donde enumeraban cinco clases y dieciocho estilos diversos de "lirios dorados". Su mujer también debía ser muy joven, pues la belleza es de breve duración, comienza alrededor de los doce años y termina poco después de cumplir los veinte. Así se lo había explicado su maestro. Por algo las heroínas más celebradas en la literatura china morían siempre en el punto exacto de su mayor encanto; benditas aquellas que desaparecían antes de verse destruidas por la edad y podían ser recordadas en la plenitud de su frescura. Además había razones prácticas para preferir una joven núbil: le daría hijos varones y sería fácil domar su carácter para hacerla verdaderamente sumisa. Nada tan desagradable como una mujer chillona, había visto algunas que escupían y daban bofetones a sus maridos y a sus hijos, incluso en la calle delante de los vecinos. Tal afrenta de manos de una mujer era el peor desprestigio para un hombre. En el sampán que lo conducía lentamente a través de las noventa millas entre Cantón y Hong Kong, alejándolo por minutos de su vida pasada, Tao Chi´en iba soñando con esa muchacha, el placer y los hijos que le daría. Contaba una y otra vez el dinero de su bolsa, como si por medio de cálculos abstractos pudiera incrementarlo, pero resultaba claro que no alcanzaría para una esposa de esa calidad. Sin embargo, por mucha que fuese su urgencia, no pensaba conformarse con menos y vivir para el resto de sus días con una esposa de pies grandes y carácter fuerte.

La isla de Hong Kong apareció de súbito ante sus ojos, con su perfil de montañas y verde naturaleza, emergiendo como una sirena en las aguas color añil del Mar de la China. Tan pronto la ligera embarcación que lo transportaba atracó en el puerto, Tao Chi´en percibió la presencia de los odiados extranjeros. Antes había divisado algunos a lo lejos, pero ahora los tenía tan cerca, que de haberse atrevido los hubiera tocado para comprobar si esos seres grandes y sin ninguna gracia, eran realmente humanos. Con asombro descubrió que muchos de los "fan güey" tenían pelos rojos o amarillos, los ojos desteñidos y la piel colorada como langostas hervidas. Las mujeres, muy feas a su parecer, llevaban sombreros con plumas y flores, tal vez con la intención de disimular sus diabólicos cabellos. Iban vestidos de una manera extraordinaria, con ropas tiesas y ceñidas al cuerpo; supuso que por eso se movían como autómatas y no saludaban con amables inclinaciones, pasaban rígidos, sin ver a nadie, sufriendo en silencio el calor del verano bajo sus incómodos atuendos. Había una docena de barcos europeos en el puerto, en medio de millares de embarcaciones asiáticas de todos los tamaños y colores. En las calles vio algunos coches con caballos guiados por hombres en uniforme, perdidos entre los vehículos de transporte humano, literas, palanquines, parihuelas y simplemente individuos llevando a sus clientes a la espalda. El olor a pescado le dio en la cara como una palmada, recordándole su hambre. Primero debía ubicar una casa de comida, señalada con largas tiras de tela amarilla.

Tao Chi´en comió como un príncipe en un restaurante atestado de gente hablando y riendo a gritos, señal inequívoca de contento y buena digestión, donde saboreó los platillos delicados que en casa del maestro de acupuntura habían pasado al olvido. El "zhong yi" había sido un gran goloso durante su vida y se vanagloriaba de haber tenido los mejores cocineros de Cantón a su servicio, pero en sus últimos años se alimentaba de té verde y arroz con unas briznas de vegetales. Para la época en que escapó de su servidumbre, Tao Chi´en estaba tan flaco como cualquiera de los muchos enfermos de tuberculosis en Hong Kong. Ésa fue su primera comida decente en mucho tiempo y el asalto de los sabores, los aromas y las texturas lo llevó al éxtasis. Concluyó el festín fumando una pipa con el mayor gozo. Salió a la calle flotando y riéndose solo, como un loco: no se había sentido tan pleno de entusiasmo y buena suerte en toda su vida. Aspiró el aire a su alrededor, tan parecido al de Cantón, y decidió que sería fácil conquistar esa ciudad, tal como nueve años antes había llegado a dominar la otra. Primero buscaría el mercado y el barrio de los curanderos y yerbateros, donde podría encontrar hospedaje y ofrecer sus servicios profesionales. Luego pensaría en el asunto de la mujer de pies pequeños…


Esa misma tarde Tao Chi´en consiguió hospedaje en el ático de una casona dividida en compartimentos, que albergaba una familia por habitación, un verdadero hormiguero. Su pieza, un tenebroso túnel de un metro de ancho por tres de largo, sin ventana, oscuro y caliente, atraía los efluvios de comidas y bacinicas de otros inquilinos, mezclados con la inconfundible pestilencia de la suciedad. Comparada con la refinada casa de su maestro equivalía a vivir en un agujero de ratas, pero recordó que la choza de sus padres había sido más pobre. En su calidad de hombre soltero, no necesitaba más espacio ni lujo, decidió, sólo un rincón para colocar su esterilla y guardar sus mínimas pertenencias. Más adelante, cuando se casara, buscaría una vivienda apropiada, donde pudiera preparar sus medicamentos, atender a sus clientes y ser servido por su mujer en la forma debida. Por el momento, mientras conseguía algunos contactos indispensables para trabajar, aquel espacio al menos le ofrecía techo y algo de privacidad. Dejó sus cosas y fue a darse un buen baño, afeitarse la frente y rehacer su trenza. Apenas estuvo presentable, partió de inmediato en busca de una casa de juego, resuelto a duplicar su capital en el menor tiempo posible, así podría iniciarse en el camino del éxito.

En menos de dos horas apostando al "fan tan", Tao Chi´en perdió todo el dinero y no perdió también sus instrumentos de medicina porque no se le ocurrió llevarlos. El griterío en la sala de juego era tan atronador que las apuestas se hacían con señales a través del espeso humo de tabaco. El "fan tan" era muy simple, consistía en un puñado de botones bajo una taza. Se hacían las apuestas, se contaban los botones de a cuatro a la vez y quien adivinara cuantos quedaban, uno, dos, tres o ninguno, ganaba. Tao Chi´en apenas podía seguir con la vista las manos del hombre que echaba los botones y los contaba. Le pareció que hacía trampa, pero acusarlo en público habría sido una ofensa de tal magnitud, que de estar equivocado podía pagarla con la vida. En Cantón se recogían a diario cadáveres de perdedores insolentes en las cercanías de las casas de juego; no podía ser diferente en Hong Kong. Regresó al túnel del ático y se echó en su esterilla a llorar como un crío, pensando en los varillazos recibidos de mano de su anciano maestro de acupuntura. La desesperación le duró hasta el día siguiente, cuando comprendió con abismante claridad su impaciencia y su soberbia. Entonces se echó a reír de buena gana ante la lección, convencido que el espíritu travieso de su maestro se la había puesto por delante para enseñarle algo más. Había despertado en medio de una oscuridad profunda con el bullicio de la casa y de la calle. Era tarde en la mañana, pero ninguna luz natural entraba a su cuchitril. Se vistió a tientas con su única muda de ropa limpia, todavía riéndose solo, tomó su maletín de médico y partió al mercado. En la zona donde se alineaban los tenderetes de los tatuadores, cubiertos de arriba abajo con trozos de tela y papel exhibiendo los dibujos, se podía escoger entre miles de diseños, desde discretas flores en tinta azul índigo, hasta fantásticos dragones en cinco colores, capaces de decorar con sus alas desplegadas y su aliento de fuego la espalda completa de un hombre robusto. Pasó media hora regateando y por fin hizo un trato con un artista deseoso de cambiar un modesto tatuaje por un tónico para limpiar el hígado. En menos de diez minutos le grabó en el dorso de la mano derecha, la mano de apostar, la palabra "no" en simples y elegantes trazos.

– Si le va bien con el jarabe, recomiende mis servicios a sus amigos -le pidió Tao Chi´en.

– Si le va bien con mi tatuaje, haga lo mismo -replicó el artista.

Tao Chi´en siempre sostuvo que aquel tatuaje le trajo suerte. Salió del tenderete al bochinche del mercado, avanzando a empujones y codazos por los estrechos callejones atestados de humanidad. No se veía un solo extranjero y el mercado parecía idéntico al de Cantón. El ruido era como una cascada, los vendedores pregonaban los méritos de sus productos y los clientes regateaban a grito pelado en medio de la ensordecedora bullaranga de los pájaros enjaulados y los gemidos de los animales esperando turno para el cuchillo. Era tan densa la pestilencia de sudor, animales vivos y muertos, excremento y basura, especias, opio, cocinerías y toda clase de productos y criaturas de tierra, aire y agua, que podía palparse con los dedos. Vio a una mujer ofreciendo cangrejos. Los sacaba vivos de un saco, los hervía unos minutos en un caldero cuya agua tenía la consistencia pastosa del fondo del mar, los extraía con un colador, los ensopaba en salsa de soya y los servía a los pasantes en un trozo de papel. Tenía las manos llenas de verrugas. Tao Chi´en negoció con ella el almuerzo de un mes a cambio del tratamiento para su mal.

– ¡Ah! Veo que le gustan mucho los cangrejos -dijo ella.

– Los detesto, pero los comeré como penitencia para que no se me olvide una lección que debo recordar siempre.

– Y si al cabo de un mes no me he curado, ¿quién me devuelve los cangrejos que usted se ha comido?

– Si en un mes usted sigue con verrugas, yo me desprestigio. ¿Quién compraría entonces mis medicinas? -sonrió Tao.

– Está bien.

Así comenzó su nueva vida de hombre libre en Hong Kong. En dos o tres días la inflamación cedió y el tatuaje apareció como nítido diseño de venas azules. Durante ese mes, mientras recorría los puestos del mercado ofreciendo sus servicios profesionales, comió una sola vez al día, siempre cangrejos hervidos, y bajó tanto de peso que podía sujetar una moneda entre las ranuras de las costillas. Cada animalito que se echaba a la boca venciendo la repugnancia, lo hacía sonreír pensando en su maestro, a quien tampoco le gustaban los cangrejos. Las verrugas de la mujer desaparecieron en veintiséis días y ella, agradecida, repartió la buena nueva por el vecindario. Le ofreció otro mes de cangrejos si le curaba las cataratas de los ojos, pero Tao consideró que su castigo era suficiente y podía darse el lujo de no volver a probar esos bichos por el resto de su existencia. Por las noches regresaba extenuado a su cuchitril, contaba sus monedas a la luz de la vela, las escondía bajo una tabla del piso y luego calentaba agua en la hornilla a carbón para pasar el hambre con té. De vez en cuando, si comenzaban a flaquearle las piernas o la voluntad, compraba una escudilla de arroz, algo de azúcar o una pipa de opio, que saboreaba lentamente, agradecido de que hubieran en el mundo regalos tan deslumbrantes como el consuelo del arroz, la dulzura del azúcar y los sueños perfectos del opio. Sólo gastaba en su alquiler, clases de inglés, afeitarse la frente y mandar lavar su muda de ropa, porque no podía andar como un pordiosero. Su maestro se vestía como un mandarín. "La buena presencia es signo de civilidad, no es lo mismo un "zhong yi" que un curandero de campo. Mientras más pobre el enfermo, más ricas deben ser tus vestiduras, por respeto" le enseñó. Poco a poco se extendió su reputación, primero entre la gente del mercado y sus familias, luego hacia el barrio del puerto, donde trataba a los marineros por heridas de riñas, escorbuto, pústulas venéreas e intoxicación.

Al cabo de seis meses Tao Chi´en contaba con una clientela fiel y empezaba a prosperar. Se cambió a una habitación con ventana, la amuebló con una cama grande, que le serviría cuando se casara, un sillón y un escritorio inglés. También adquirió unas piezas de ropa, hacía años que deseaba vestirse bien. Se había propuesto aprender inglés, porque pronto averiguó donde estaba el poder. Un puñado de británicos controlaba Hong Kong, hacía las leyes y las aplicaba, dirigía el comercio y la política. Los "fan güey" vivían en barrios exclusivos y sólo tenían relación con los chinos ricos para hacer negocios, siempre en inglés. La inmensa multitud china compartía el mismo espacio y tiempo, pero era como si no existiera. Por Hong Kong salían los más refinados productos directamente a los salones de una Europa fascinada por esa milenaria y remota cultura. Las "chinerías" estaban de moda. La seda hacía furor en el vestuario; no podían faltar graciosos puentes con farolitos y sauces tristes imitando los maravillosos jardines secretos de Pekín; los techos de pagoda se usaban en glorietas y los motivos de dragones y flores de cerezo se repetían hasta las náuseas en la decoración. No había mansión inglesa sin un salón oriental con un biombo Coromandel, una colección de porcelanas y marfiles, abanicos bordados por manos infantiles con la "puntada prohibida" y canarios imperiales en jaulas talladas. Los barcos que acarreaban esos tesoros hacia Europa no regresaban vacíos, traían opio de la India para vender de contrabando y baratijas que arruinaron las pequeñas industrias locales. Los chinos debían competir con ingleses, holandeses, franceses y norteamericanos para comerciar en su propio país. Pero la gran desgracia fue el opio. Se usaba en China desde hacía siglos como pasatiempo y con fines medicinales, pero cuando los ingleses inundaron el mercado se convirtió en un mal incontrolable. Atacó a todos los sectores de la sociedad, debilitándola y desmigajándola como pan podrido.

Al principio los chinos vieron a los extranjeros con desprecio, asco y la inmensa superioridad de quienes se sienten los únicos seres verdaderamente civilizados del universo, pero en pocos años aprendieron a respetarlos y a temerlos. Por su parte los europeos actuaban imbuidos del mismo concepto de superioridad racial, seguros de ser heraldos de la civilización en una tierra de gente sucia, fea, débil, ruidosa, corrupta y salvaje, que comía gatos y culebras y mataba a sus propias hijas al nacer. Pocos sabían que los chinos habían empleado la escritura mil años antes que ellos. Mientras los comerciantes imponían la cultura de la droga y la violencia, los misioneros procuraban evangelizar. El cristianismo debía propagarse a cualquier costo, era la única fe verdadera y el hecho de que Confucio hubiera vivido quinientos años antes que Cristo nada significaba. Consideraban a los chinos apenas humanos, pero intentaban salvar sus almas y les pagaban las conversiones en arroz. Los nuevos cristianos consumían su ración de soborno divino y partían a otra iglesia a convertirse de nuevo, muy divertidos ante esa manía de los "fan güey" de predicar sus creencias como si fueran las únicas. Para ellos, prácticos y tolerantes, la espiritualidad estaba más cerca de la filosofía que de la religión; era una cuestión de ética, jamás de dogma.

Tao Chi´en tomó clases con un compatriota que hablaba un inglés gelatinoso y desprovisto de consonantes, pero lo escribía con la mayor corrección. El alfabeto europeo comparado con los caracteres chinos resultaba de una sencillez encantadora y en cinco semanas Tao Chi´en podía leer los periódicos británicos sin atascarse en las letras, aunque cada cinco palabras necesitaba recurrir al diccionario. Por las noches pasaba horas estudiando. Echaba de menos a su venerable maestro, quien lo había marcado para siempre con la sed del conocimiento, tan perseverante como la sed de alcohol para el ebrio o la de poder para el ambicioso. Ya no contaba con la biblioteca del anciano ni su fuente inagotable de experiencia, no podía acudir a él para pedir consejo o discutir los síntomas de un paciente, carecía de un guía, se sentía huérfano. Desde la muerte de su preceptor no había vuelto a escribir ni leer poesía, no se daba tiempo para admirar la naturaleza, para la meditación ni para observar los ritos y ceremonias cuotidianas que antes enriquecían su existencia. Se sentía lleno de ruido por dentro, añoraba el vacío del silencio y la soledad, que su maestro le había enseñado a cultivar como el más precioso don. En la práctica de su oficio aprendía sobre la compleja naturaleza de los seres humanos, las diferencias emocionales entre hombres y mujeres, las enfermedades tratables solamente con remedios y las que requerían además la magia de la palabra justa, pero le faltaba con quien compartir sus experiencias. El sueño de comprar una esposa y tener una familia estaba siempre en su mente, pero esfumado y tenue, como un hermoso paisaje pintado sobre seda, en cambio el deseo de adquirir libros, de estudiar y de conseguir otros maestros dispuestos a ayudarlo en el camino del conocimiento se iba convirtiendo en una obsesión.

Así estaban las cosas cuando Tao Chi´en conoció al doctor Ebanizer Hobbs, un aristócrata inglés que nada tenía de arrogante y, al contrario de otros europeos, se interesaba en el color local de la ciudad. Lo vio por primera vez en el mercado escarbando entre las yerbas y pócimas de una tienda de curanderos. Hablaba sólo diez palabras de mandarín, pero las repetía con voz tan estentórea y con tal irrevocable convicción, que a su alrededor se había juntado una pequeña muchedumbre entre burlona y asustada. Era fácil verlo desde lejos, porque su cabeza sobresalía por encima de la masa china. Tao Chi´en nunca había visto a un extranjero por esos lados, tan lejos de los sectores por donde normalmente circulaban, y se aproximó para mirarlo de cerca. Era un hombre todavía joven, alto y delgado, con facciones nobles y grandes ojos azules. Tao Chi´en comprobó encantado que podía traducir las diez palabras de aquel "fan güey" y él mismo conocía por lo menos otras tantas en inglés, de modo que tal vez sería posible comunicarse. Lo saludó con una cordial reverencia y el otro contestó imitando las inclinaciones con torpeza. Los dos sonrieron y luego se echaron a reír, coreados por las amables carcajadas de los espectadores. Comenzaron un anhelante diálogo de veinte palabras mal pronunciadas de lado y lado y una cómica pantomima de saltimbanquis, ante la creciente hilaridad de los curiosos. Pronto había un grupo considerable de gente impidiendo el paso del tráfico, todos muertos de la risa, lo cual atrajo a un policía británico a caballo, quien ordenó disolver la aglomeración de inmediato. Así nació una sólida alianza entre los dos hombres.

Ebanizer Hobbs estaba tan consciente de las limitaciones de su oficio, como lo estaba Tao Chi´en de las suyas. El primero deseaba aprender los secretos de la medicina oriental, vislumbrados en sus viajes por Asia, especialmente el control del dolor mediante agujas insertadas en los terminales nerviosos y el uso de combinaciones de plantas y yerbas para el tratamiento de diversas enfermedades que en Europa se consideraban fatales. El segundo sentía fascinación por la medicina occidental y sus métodos agresivos de curar, lo suyo era un arte sutil de equilibrio y armonía, una lenta tarea de enderezar la energía desviada, prevenir las enfermedades y buscar las causas de los síntomas. Tao Chi´en nunca había practicado cirugía y sus conocimientos de anatomía, muy precisos en lo referente a los diversos pulsos y a los puntos de acupuntura, se reducían a lo que podía ver y palpar. Sabía de memoria los dibujos anatómicos de la biblioteca de su antiguo maestro, pero no se le había ocurrido abrir un cadáver. La costumbre era desconocida en la medicina china; su sabio maestro, quien había practicado el arte de sanar toda su vida, rara vez había visto los órganos internos y era incapaz de diagnosticar si se topaba con síntomas que no calzaban en el repertorio de los males conocidos. Ebanizer Hobbs en cambio, abría cadáveres y buscaba la causa, así aprendía. Tao Chi´en lo hizo por vez primera en el sótano del hospital de los ingleses, en una noche de tifones, como ayudante del doctor Hobbs, quien esa misma mañana había colocado sus primeras agujas de acupuntura para aliviar una migraña en el consultorio donde Tao Chi´en atendía a su clientela. En Hong Kong había algunos misioneros tan interesados en curar el cuerpo como en convertir el alma de sus feligreses, con quienes el doctor Hobbs mantenía excelentes relaciones. Estaban mucho más cerca de la población local que los médicos británicos de la colonia y admiraban los métodos de la medicina oriental. Abrieron las puertas de sus pequeños hospitales al "zhong yi". El entusiasmo de Tao Chi´en y Ebanizer Hobbs por el estudio y la experimentación los condujo inevitablemente al afecto. Se juntaban casi en secreto, porque de haberse conocido su amistad, arriesgaban su reputación. Ni los pacientes europeos ni los chinos aceptaban que otra raza tuviera algo que enseñarles.


El anhelo de comprar una esposa volvió a ocupar los sueños de Tao Chi´en apenas se le acomodaron un poco las finanzas. Cuando cumplió veintidós años sumó una vez más sus ahorros, como hacía a menudo, y comprobó encantado que le alcanzaban para una mujer de pies pequeños y carácter dulce. Como no disponía de sus padres para ayudarlo en la gestión, tal como exigía la costumbre, debió recurrir a un agente. Le mostraron retratos de varias candidatas, pero le parecieron todas iguales; le resultaba imposible adivinar el aspecto de una muchacha -y mucho menos su personalidad- a partir de esos modestos dibujos a tinta. No le estaba permitido verla con sus propios ojos o escuchar su voz, como hubiera deseado; tampoco tenía un miembro femenino de su familia que lo hiciera por él. Eso sí, podía ver sus pies asomando bajo una cortina, pero le habían contado que ni siquiera eso era seguro, porque los agentes solían hacer trampa y mostrar los "lirios dorados" de otra mujer. Debía confiar en el destino. Estuvo a punto de dejar la decisión a los dados, pero el tatuaje en su mano derecha le recordó sus pasadas desventuras en los juegos de azar y prefirió encomendar la tarea al espíritu de su madre y al de su maestro de acupuntura. Después de recorrer cinco templos haciendo ofrendas, echó la suerte con los palitos del I Chin, donde leyó que el momento era propicio, y así escogió la novia. El método no le falló. Cuando levantó el pañuelo de seda roja de la cabeza de su flamante esposa, después de cumplir las ceremonias mínimas, pues no tenía dinero para un casamiento más espléndido, se encontró ante un rostro armonioso, que miraba obstinadamente al suelo. Repitió su nombre tres veces antes que ella se atreviera a mirarlo con los ojos llenos de lágrimas, temblando de pavor.

– Seré bueno contigo -le prometió él, tan emocionado como ella.

Desde el instante en que levantó esa tela roja, Tao adoró a la joven que le había tocado en suerte. Ese amor lo tomó por sorpresa: no imaginaba que tales sentimientos pudieran existir entre un hombre y una mujer. Jamás había oído manifestar tal clase de amor, sólo había leído vagas referencias en la literatura clásica, donde las doncellas, como los paisajes o la luna, eran temas obligados de inspiración poética. Sin embargo, creía que en el mundo real las mujeres eran sólo criaturas de trabajo y reproducción, como las campesinas entre las cuales se había criado, o bien objetos caros de decoración. Lin no correspondía a ninguna de esas categorías, era una persona misteriosa y compleja, capaz de desarmarlo con su ironía y desafiarlo con sus preguntas. Lo hacía reír como nadie, le inventaba historias imposibles, lo provocaba con juegos de palabras. En presencia de Lin todo parecía iluminarse con un fulgor irresistible. El prodigioso descubrimiento de la intimidad con otro ser humano fue la experiencia más profunda de su vida. Con prostitutas había tenido encuentros de gallo apresurado, pero nunca había dispuesto del tiempo y del amor para conocer a fondo a ninguna. Abrir los ojos por las mañanas y ver a Lin durmiendo a su lado lo hacía reír de dicha y un instante después temblar de angustia. ¿Y si una mañana ella no despertaba? El dulce olor de su transpiración en las noches de amor, el trazo fino de sus cejas elevadas en un gesto de perpetua sorpresa, la esbeltez imposible de su cintura, toda ella lo agobiaba de ternura. ¡Ah! Y la risa de los dos. Eso era lo mejor de todo, la alegría desenfadada de ese amor. Los "libros de almohada" de su viejo maestro, que tanta exaltación inútil le habían causado en la adolescencia, probaron ser de gran provecho a la hora del placer. Como correspondía a una joven virgen bien criada, Lin era modesta en su comportamiento diario, pero apenas perdió el temor de su marido emergió su naturaleza femenina espontánea y apasionada. En corto tiempo esa alumna ávida aprendió las doscientas veintidós maneras de amar y siempre dispuesta a seguirlo en esa alocada carrera, sugirió a su marido que inventara otras. Por fortuna para Tao Chi´en, los refinados conocimientos adquiridos en teoría en la biblioteca de su preceptor incluían innumerables formas de complacer a una mujer y sabía que el vigor cuenta mucho menos que la paciencia. Sus dedos estaban entrenados para percibir los diversos pulsos del cuerpo y ubicar a ojos cerrados los puntos más sensibles; sus manos calientes y firmes, expertas en aliviar los dolores de sus pacientes, se convirtieron en instrumentos de infinito gozo para Lin. Además había descubierto algo que su honorable "zhong yi" olvidó enseñarle: que el mejor afrodisíaco es el amor. En la cama podían ser tan felices, que los demás inconvenientes de la vida se borraban durante la noche. Pero esos inconvenientes eran muchos, como fue evidente al poco tiempo.

Los espíritus invocados por Tao Chi´en para ayudarlo en su decisión matrimonial cumplieron a la perfección: Lin tenía los pies vendados y era tímida y dulce como una ardilla. Pero a Tao Chi´en no se le ocurrió pedir también que su esposa tuviera fortaleza y salud. La misma mujer que parecía inagotable por las noches, durante el día se transformaba en una inválida. Apenas podía caminar un par de cuadras con sus pasitos de mutilada. Es cierto que al hacerlo se movía con la gracia tenue de un junco expuesto a la brisa, como hubiera escrito el anciano maestro de acupuntura en algunas de sus poesías, pero no era menos cierto que un breve viaje al mercado a comprar un repollo para la cena significaba un tormento para sus "lirios dorados". Ella no se quejaba jamás en alta voz, pero bastaba verla transpirar y morderse los labios para adivinar el esfuerzo de cada movimiento. Tampoco tenía buenos pulmones. Respiraba con un silbido agudo de jilguero, pasaba la estación de las lluvias moqueando y la temporada seca ahogándose porque el aire caliente se le quedaba atascado entre los dientes. Ni las yerbas de su marido ni los tónicos de su amigo, el doctor inglés, lograban aliviarla. Cuando quedó encinta sus males empeoraron, pues su frágil esqueleto apenas soportaba el peso del niño. Al cuarto mes dejó de salir por completo y se sentó lánguida frente a la ventana a ver pasar la vida por la calle. Tao Chi´en contrató dos sirvientas para hacerse cargo de las tareas domésticas y acompañarla, porque temía que Lin muriera en su ausencia. Duplicó sus horas de trabajo y por primera vez acosaba a sus pacientes para cobrarles, lo cual lo llenaba de vergüenza. Sentía la mirada crítica de su maestro recordándole el deber de servir sin esperar recompensa, pues "quien más sabe, más obligación tiene hacia la humanidad". Sin embargo, no podía atender gratis o a cambio de favores, como había hecho antes, pues necesitaba cada centavo para mantener a Lin con comodidad. Para entonces disponía del segundo piso de una casa antigua, donde instaló a su mujer con refinamientos que ninguno de los dos había gozado antes, pero no estaba satisfecho. Se le puso en la mente conseguir una vivienda con jardín, así ella tendría belleza y aire puro. Su amigo Ebanizer Hobbs le explicó -en vista que él mismo se negaba a contemplar las evidencias- que la tuberculosis estaba muy avanzada y no habría jardín capaz de curar a Lin.

– En vez de trabajar de la madrugada hasta la medianoche para comprarle vestidos de seda y muebles de lujo, quédese con ella lo más posible, doctor Chi´en. Debe gozarla mientras la tenga -le aconsejaba Hobbs.

Los dos médicos acordaron, cada uno desde la perspectiva de su propia experiencia, que el parto sería para Lin una prueba de fuego. Ninguno era entendido en esa materia, pues tanto en Europa como en China había estado siempre en manos de comadronas, pero se propusieron estudiar. No confiaban en la pericia de una mujerona burda, como juzgaban a todas las de ese oficio. Las habían visto trabajar, con sus manos asquerosas, sus brujerías y sus métodos brutales para desprender al niño de la madre, y decidieron librar a Lin de tan funesta experiencia. La joven, sin embargo, no quería dar a luz frente a dos hombres, especialmente si uno de ellos era un "fan güey" de ojos desteñidos, quien ni siquiera podía hablar la lengua de los seres humanos. Le rogó a su marido que acudiera a la partera del barrio, porque la decencia más elemental le impedía separar las piernas delante de un diablo extranjero, pero Tao Chi´en, dispuesto siempre a complacerla, esta vez se mostró inflexible. Por último transaron en que él la atendería personalmente, mientras Ebanizer Hobbs permanecía en la habitación del lado para darle apoyo verbal, en caso de necesitarlo.

El primer anuncio del alumbramiento fue un ataque de asma que por poco le cuesta la vida a Lin. Se confundieron los esfuerzos por respirar con los del vientre por expeler a la criatura y tanto Tao Chi´en, con todo su amor y su ciencia, como Ebanizer Hobbs con sus textos de medicina, fueron impotentes para ayudarla. Diez horas más tarde, cuando los gemidos de la madre se habían reducido al áspero borboriteo de un ahogado y el crío no daba señales de nacer, Tao Chi´en salió volando a buscar a la comadrona y, a pesar de su repulsión, la trajo prácticamente a la rastra. Tal como Chi´en y Hobbs temían, la mujer resultó ser una vieja maloliente con la cual fue imposible intercambiar ni el menor conocimiento médico, porque lo suyo no era ciencia, sino larga experiencia y antiguo instinto. Empezó por apartar a los dos hombres de un empellón, prohibiéndoles asomarse por la cortina que separaba los dos aposentos. Tao Chi´en nunca supo lo ocurrido tras aquella cortina, pero se tranquilizó cuando oyó a Lin respirar sin ahogarse y gritar con fuerza. En las horas siguientes, mientras Ebanizer Hobbs dormía extenuado en un sillón y Tao Chi´en consultaba desesperadamente al espíritu de su maestro, Lin trajo al mundo a una niña exangüe. Como se trataba de una criatura de sexo femenino, ni la comadrona ni el padre se preocuparon de revivirla, en cambio ambos se dieron a la tarea de salvar a la madre, quien iba perdiendo sus escasas fuerzas a medida que la sangre se escurría entre sus piernas.

Lin escasamente lamentó la muerte de la niña, como si adivinara que no le alcanzaría la vida para criarla. Se repuso con lentitud del mal parto y por un tiempo intentó ser otra vez la compañera alegre de los juegos nocturnos. Con la misma disciplina empleada en disimular el dolor de los pies, fingía entusiasmo por los apasionados abrazos de su marido. "El sexo es un viaje, un viaje sagrado", le decía a menudo, pero ya no tenía ánimo para acompañarlo. Tanto deseaba Tao Chi´en ese amor, que se las arregló para ignorar uno a uno los signos delatorios y seguir creyendo hasta el final que Lin era la misma de antes. Había soñado por años con hijos varones, pero ahora sólo pretendía proteger a su esposa de otra preñez. Sus sentimientos por Lin se habían transformado en una veneración que sólo a ella podía confesar; pensaba que nadie podría entender ese agobiante amor por una mujer, nadie conocía a Lin como él, nadie sabía de la luz que ella traía a su vida. Soy feliz, soy feliz, repetía para apartar las premoniciones funestas, que lo asaltaban apenas se descuidaba. Pero no lo era. Ya no se reía con la liviandad de antes y cuando estaba con ella apenas podía gozarla, salvo en algunos momentos perfectos del placer carnal, porque vivía observándola preocupado, siempre pendiente de su salud, consciente de su fragilidad, midiendo el ritmo de su aliento. Llegó a odiar sus "lirios dorados", que al principio de su matrimonio besaba transportado por la exaltación del deseo. Ebanizer Hobbs era partidario de que Lin diera largos paseos al aire libre para fortalecer los pulmones y abrir el apetito, pero ella apenas lograba dar diez pasos sin desfallecer. Tao no podía quedarse junto a su mujer todo el tiempo, como sugería Hobbs, porque debía proveer para ambos. Cada instante separado de ella le parecía vida gastada en la infelicidad, tiempo robado al amor. Puso al servicio de su amada toda su farmacopea y los conocimientos adquiridos en muchos años de practicar medicina, pero un año después del parto Lin estaba convertida en la sombra de la muchacha alegre que antes fuera. Su marido intentaba hacerla reír, pero la risa les salía falsa a los dos.

Un día Lin ya no pudo salir de la cama. Se ahogaba, las fuerzas se le iban tosiendo sangre y tratando de aspirar aire. Se negaba a comer, salvo cucharaditas de sopa magra, porque el esfuerzo la agotaba. Dormía a sobresaltos en los escasos momentos en que la tos se calmaba. Tao Chi´en calculó que llevaba seis semanas respirando con un ronquido líquido, como si estuviera sumergida en agua. Al levantarla en brazos comprobaba cómo iba perdiendo peso y el alma se le encogía de terror. Tanto la vio sufrir, que su muerte debió llegar como un alivio, pero la madrugada fatídica en que amaneció abrazado junto al cuerpo helado de Lin, creyó morir también. Un grito largo y terrible, nacido del fondo mismo de la tierra, como un clamor de volcán, sacudió la casa y despertó al barrio. Llegaron los vecinos, abrieron a patadas la puerta y lo encontraron desnudo al centro de la habitación con su mujer en los brazos, aullando. Debieron separarlo a viva fuerza del cuerpo y dominarlo, hasta que llegó Ebanizer Hobbs y lo obligó a tragar una cantidad de láudano capaz de tumbar a un león.

Tao Chi´en se sumió en la viudez con una desesperación total. Hizo un altar con el retrato de Lin y algunas de sus pertenencias y pasaba horas contemplándolo desolado. Dejó de ver a sus pacientes y de compartir con Ebanizer Hobbs el estudio y la investigación, bases de su amistad. Le repugnaban los consejos del inglés, quien sostenía que "un clavo saca otro clavo" y lo mejor para reponerse del duelo era visitar los burdeles del puerto, donde podría escoger cuántas mujeres de pies deformes, como llamaba a los "lirios dorados", se le antojaran. ¿Cómo podía sugerirle semejante aberración? No existía quien pudiera reemplazar a Lin, jamás amaría a otra, de eso Tao Chi´en estaba seguro. Sólo aceptaba de Hobbs en ese tiempo sus generosas botellas de whisky. Durante semanas pasó aletargado en el alcohol, hasta que se le acabó el dinero y poco a poco debió vender o empeñar sus posesiones, hasta que un día no pudo pagar la renta y tuvo que trasladarse a un hotel de baja estopa. Entonces recordó que era un "zhong yi" y volvió a trabajar, aunque cumplía a duras penas, con la ropa sucia, la trenza despelucada, mal afeitado. Como gozaba de buena reputación, los pacientes soportaron su aspecto de espantajo y sus errores de ebrio con la actitud resignada de los pobres, pero pronto dejaron de consultarlo. Tampoco Ebanizer Hobbs volvió a llamarlo para tratar los casos difíciles, porque perdió confianza en su criterio. Hasta entonces ambos se habían complementado con éxito: el inglés podía por primera vez practicar cirugía con audacia, gracias a las poderosas drogas y a las agujas de oro capaces de mitigar el dolor, reducir las hemorragias y acortar el tiempo de cicatrización, y el chino aprendía el uso del escalpelo y otros métodos de la ciencia europea. Pero con las manos tembleques y los ojos nublados por la intoxicación y las lágrimas, Tao Chi´en representaba un peligro, más que una ayuda.


En la primavera de 1847 el destino de Tao Chi´en nuevamente viró de súbito, tal como había ocurrido un par de veces en su vida. En la medida que perdía sus pacientes regulares y se extendía el rumor de su desprestigio como médico, debió concentrarse en los barrios más desesperados del puerto, donde nadie pedía sus referencias. Los casos eran de rutina: contusiones, navajazos y perforaciones de bala. Una noche Tao Chi´en fue llamado de urgencia a una taberna para coser a un marinero después de una monumental riña. Lo condujeron a la parte trasera del local, donde el hombre yacía inconsciente con la cabeza abierta como un melón. Su contrincante, un gigantesco noruego, había levantado una pesada mesa de madera y la había usado como garrote para defenderse de sus atacantes, un grupo de chinos dispuestos a darle una memorable golpiza. Se lanzaron en masa encima del noruego y lo hubieran hecho picadillo si no acuden en su ayuda varios marineros nórdicos, que bebían en el mismo local, y lo que comenzó como una discusión de jugadores borrachos, se convirtió en una batalla racial. Cuando llegó Tao Chi´en, quienes podían caminar habían desaparecido hacía mucho rato. El noruego se reintegró ileso a su nave escoltado por dos policías ingleses y los únicos a la vista eran el tabernero, la víctima agónica y el piloto, quien se las había arreglado para alejar a los policías. De haber sido un europeo, seguramente el herido habría terminado en el hospital británico, pero como se trataba de un asiático, las autoridades del puerto no se molestaron demasiado. A Tao Chi´en le bastó una mirada para determinar que nada podía hacer por ese pobre diablo con el cráneo destrozado y los sesos a la vista. Así se lo explicó al piloto, un inglés barbudo y grosero.

– ¡Condenado chino! ¿No puedes restregar la sangre y coserle la cabeza? -exigió.

– Tiene el cráneo partido, ¿para qué coserlo? Tiene derecho a morir en paz.

– ¡No puede morirse! ¡Mi barco zarpa al amanecer y necesito a este hombre a bordo! ¡Es el cocinero!

– Lo siento -replicó Tao Chi´en con una respetuosa venia, procurando disimular el fastidio que aquel insensato "fan güey" le producía.

El piloto pidió una botella de ginebra e invitó a Tao Chi´en a beber con él. Si el cocinero estaba más allá de cualquier consuelo, bien podían tomar una copa en su nombre, dijo, para que después no viniera su jodido fantasma, maldito sea, a tironearles los pies por la noche. Se instalaron a pocos pasos del moribundo a emborracharse sin prisa. De vez en cuando Tao Chi´en se inclinaba para tomarle el pulso, calculando que no debían quedarle más de unos minutos de vida, pero el hombre resultó más resistente de lo esperado. Poca cuenta se daba el "zhong yi" de cómo el inglés le suministraba un vaso tras otro, mientras él apenas bebía del suyo. Pronto estaba mareado y ya no podía recordar por qué se encontraba en ese lugar. Una hora más tarde, cuando su paciente sufrió un par de convulsiones finales y expiró, Tao Chi´en no lo supo, porque había rodado por el suelo sin conocimiento.

Despertó a la luz de un mediodía refulgente, abrió los ojos con tremenda dificultad y apenas logró incorporarse un poco se vio rodeado de cielo y agua. Tardó un buen rato en darse cuenta que estaba de espaldas sobre un gran rollo de cuerdas en la cubierta de un barco. El golpe de las olas contra los costados de la nave repicaba en su cabeza como formidables campanazos. Creía escuchar voces y gritos, pero no estaba seguro de nada, igual podía encontrarse en el infierno. Logró ponerse de rodillas y avanzar a gatas un par de metros cuando lo invadió la náusea y cayó de bruces. Pocos minutos más tarde sintió el garrotazo de un balde de agua fría en la cabeza y una voz dirigiéndose a él en cantonés. Levantó la vista y se encontró ante un rostro imberbe y simpático que lo saludaba con una gran sonrisa a la cual le faltaba la mitad de los dientes. Un segundo balde de agua de mar terminó de sacarlo del estupor. El joven chino que con tanto afán lo mojaba se agachó a su lado riéndose a gritos y dándose palmadas en los muslos, como si su patética condición tuviera una gracia irresistible.

– ¿Dónde estoy? -logró balbucear Tao Chi´en.

– ¡Bienvenido a bordo del "Liberty"! Vamos en dirección al oeste, según parece.

– ¡Pero yo no quiero ir a ninguna parte! ¡Debo bajar de inmediato!

Nuevas carcajadas acogieron sus intenciones. Cuando por fin logró controlar su hilaridad, el hombre le explicó que había sido "contratado", tal como lo había sido él mismo un par de meses antes. Tao Chi´en sintió que iba a desmayarse. Conocía el método. Si faltaban hombres para completar una tripulación, se recurría a la práctica expedita de emborrachar o aturdir de un trancazo en la cabeza a los incautos para engancharlos contra su voluntad. La vida de mar era ruda y mal pagada, los accidentes, la malnutrición y las enfermedades hacían estragos, en cada viaje moría más de uno y los cuerpos iban a parar al fondo del océano sin que nadie volviera a acordarse de ellos. Además los capitanes solían ser unos déspotas, que no debían rendir cuentas a nadie y cualquier falta castigaban con azotes. En Shanghai había sido necesario llegar a un acuerdo de caballeros entre los capitanes para limitar los secuestros a hombres libres y no arrebatarse mutuamente a los marineros. Antes del acuerdo, cada vez que uno bajaba al puerto a echarse unos tragos al cuerpo, corría el riesgo de amanecer en otra nave. El piloto del "Liberty" decidió reemplazar al cocinero muerto por Tao Chi´en -a sus ojos todos los "amarillos" eran iguales y daba lo mismo uno u otro- y después de embriagarlo lo hizo trasladar a bordo. Antes que despertara estampó la huella de su dedo pulgar en un contrato, amarrándolo a su servicio por dos años. Lentamente la magnitud de lo ocurrido se perfiló en el cerebro embotado de Tao Chi´en. La idea de rebelarse no se le ocurrió, equivalía a un suicidio, pero se propuso desertar apenas tocaran tierra en cualquier punto del planeta. El joven lo ayudó a ponerse de pie y a lavarse, luego lo condujo a la cala del barco, donde se alineaban los camarotes y las hamacas. Le asignó su lugar y un cajón para guardar sus pertenencias. Tao Chi´en creía haber perdido todo, pero vio su maleta con los instrumentos médicos sobre el entarimado de madera que sería su cama. El piloto había tenido la buena idea de salvarla. El dibujo de Lin, sin embargo, había quedado en su altar. Comprendió horrorizado que tal vez el espíritu de su mujer no podría ubicarlo en medio del océano. Los primeros días navegando fueron un suplicio de malestar, a ratos lo tentaba la idea de lanzarse por la borda y acabar sus sufrimientos de una vez por todas. Apenas pudo sostenerse de pie fue asignado a la rudimentaria cocina, donde los trastos colgaban de unos ganchos, golpeándose en cada vaivén con un barullo ensordecedor. Las provisiones frescas obtenidas en Hong Kong se agotaron rápidamente y pronto no hubo más que pescado y carne salada, frijoles, azúcar, manteca, harina agusanada y galletas tan añejas que a menudo debían partirlas a golpes de martillo. Todo alimento se regaba con salsa de soya. Cada marinero disponía de una pinta de aguardiente al día para pasar las penas y enjuagarse la boca, porque las encías inflamadas eran uno de los problemas de la vida de mar. Para la mesa del capitán Tao Chi´en contaba con huevos y mermelada inglesa, que debía proteger con su propia vida, como le indicaron. Las raciones estaban calculadas para durar la travesía si no surgían inconvenientes naturales, como tormentas que los desviaran de la ruta, o falta de viento que los paralizara, y se complementaban con pescado fresco atrapado en las redes por el camino. No se esperaba talento culinario de Tao Chi´en, su papel consistía en controlar los alimentos, el licor y el agua dulce asignados a cada hombre y luchar contra el deterioro y las ratas. Debía también cumplir con las tareas de limpieza y navegación como cualquier marinero.

A la semana comenzó a disfrutar del aire libre, el trabajo rudo y la compañía de aquellos hombres provenientes de los cuatro puntos cardinales, cada uno con sus historias, sus nostalgias y sus habilidades. En los momentos de descanso tocaban algún instrumento y contaban historias de fantasmas del mar y mujeres exóticas en puertos lejanos. Los tripulantes provenían de muchas partes, tenían diversas lenguas y costumbres, pero estaban unidos por algo parecido a la amistad. El aislamiento y la certeza de que se necesitaban unos a otros, convertía en camaradas a hombres que en tierra firme no se hubieran mirado. Tao Chi´en volvió a reírse, como no lo hacía desde antes de la enfermedad de Lin. Una mañana el piloto lo llamó para presentarlo personalmente al capitán John Sommers, a quien sólo había visto de lejos en la escotilla de mando. Se encontró ante un hombre alto, curtido por los vientos de muchas latitudes, con una barba oscura y ojos de acero. Se dirigió a él a través del piloto, quien hablaba algo de cantonés, pero él respondió en su inglés de libro, con el afectado acento aristocrático aprendido de Ebanizer Hobbs.

– ¿Me dice mister Oglesby que eres alguna clase de curandero?

– Soy un "zhong yi", un médico.

– ¿Médico? ¿Cómo médico?

– La medicina china es varios siglos más antigua que la inglesa, capitán -sonrió suavemente Tao Chi´en, con las palabras exactas de su amigo Ebanizer Hobbs.

El capitán Sommers levantó las cejas en un gesto de cólera ante la insolencia de aquel hombrecillo, pero la verdad lo desarmó. Se echó a reír de buena gana.

– A ver, mister Oglesby, sirva tres vasos de brandy. Vamos a brindar con el doctor. Éste es un lujo muy raro. ¡Es la primera vez que llevamos nuestro propio médico a bordo!


Tao Chi´en no cumplió su propósito de desertar en el primer puerto que tocara el "Liberty", porque no supo dónde ir. Regresar a su desesperada existencia de viudo en Hong Kong tenía tan poco sentido como seguir navegando. Aquí o allá daba lo mismo y al menos como marinero podría viajar y aprender los métodos de curar usados en otras partes del mundo. Lo único que realmente lo atormentaba era que en ese deambular de ola en ola, Lin tal vez no podría ubicarlo, por mucho que gritara su nombre a todos los vientos. En el primer puerto descendió como los demás con permiso para permanecer en tierra por seis horas, pero en vez de aprovecharlas en tabernas, se perdió en el mercado buscando especias y plantas medicinales por encargo del capitán. "Ya que tenemos un doctor, también necesitamos remedios", había dicho. Le dio una bolsa con monedas contadas y le advirtió que si pensaba escapar o engañarlo, lo buscaría hasta dar con él y le rebanaría el cuello con su propia mano, pues no había nacido todavía el hombre capaz de burlarse impunemente de él.

– ¿Está claro, chino?

– Está claro, inglés.

– ¡A mí me tratas de señor!

– Sí, señor -replicó Tao Chi´en bajando la vista, pues estaba aprendiendo a no mirar a los blancos a la cara.

Su primera sorpresa fue descubrir que China no era el centro absoluto del universo. Había otras culturas, más bárbaras, es cierto, pero mucho más poderosas. No imaginaba que los británicos controlaran buena parte del orbe, tal como no sospechaba que otros "fan güey" fueran dueños de extensas colonias en tierras lejanas repartidas en cuatro continentes, como se dio el trabajo de explicarle el capitán John Sommers el día en que le arrancó una muela infectada frente a las costas de África. Realizó la operación limpiamente y casi sin dolor gracias a una combinación de sus agujas de oro en las sienes y una pasta de clavo de olor y eucalipto aplicada en la encía. Cuando terminó y el paciente aliviado y agradecido pudo terminar su botella de licor, Tao Chi´en se atrevió a preguntarle adónde iban. Lo desconcertaba viajar a ciegas, con la línea difusa del horizonte entre un mar y un cielo infinitos como única referencia.

– Vamos hacia Europa, pero para nosotros nada cambia. Somos gente de mar, siempre en el agua. ¿Quieres volver a tu casa?

– No, señor.

– ¿Tienes familia en alguna parte?

– No, señor.

– Entonces te da lo mismo si vamos para el norte o el sur, para el este o el oeste, ¿no es así?

– Sí, pero me gusta saber dónde estoy.

– ¿Por qué?

– Por si me caigo al agua o nos hundimos. Mi espíritu necesitará ubicarse para volver a China, sino andará vagando sin rumbo. La puerta al cielo está en China.

– ¡Las cosas que se te ocurren! -rió el capitán-. ¿Así es que para ir al Paraíso hay que morir en China? Mira el mapa, hombre. Tu país es el más grande, es cierto, pero hay mucho mundo fuera de China. Aquí está Inglaterra, es apenas una pequeña isla, pero si sumas nuestras colonias, verás que somos dueños de más de la mitad del globo.

– ¿Cómo así?

– Igual como hicimos en Hong Kong: con guerra y con trampa. Digamos que es una mezcla de poderío naval, codicia y disciplina. No somos superiores, sino más crueles y decididos. No estoy particularmente orgulloso de ser inglés y cuando tú hayas viajado tanto como yo, tampoco tendrás orgullo de ser chino.

Durante los dos años siguientes Tao Chi´en pisó tierra firme tres veces, una de las cuales fue en Inglaterra. Se perdió entre la muchedumbre grosera del puerto y anduvo por las calles de Londres observando las novedades con los ojos de un niño maravillado. Los "fan güey" estaban llenos de sorpresas, por una parte carecían del menor refinamiento y se comportaban como salvajes, pero por otra eran capaces de prodigiosa inventiva. Comprobó que los ingleses padecían en su país de la misma arrogancia y mala educación demostrada en Hong Kong: lo trataban sin respeto, nada sabían de cortesía o de etiqueta. Quiso tomar una cerveza, pero lo sacaron a empujones de la taberna: aquí no entran perros amarillos, le dijeron. Pronto se juntó con otros marineros asiáticos y encontraron un lugar regentado por un chino viejo donde pudieron comer, beber y fumar en paz. Oyendo las historias de los otros hombres, calculó cuánto le faltaba por aprender y decidió que lo primero era el uso de los puños y el cuchillo. De poco sirven los conocimientos si uno es incapaz de defenderse; el sabio maestro de acupuntura también había olvidado enseñarle aquel principio fundamental.

En febrero de 1849 el "Liberty" atracó en Valparaíso. Al día siguiente el capitán John Sommers lo llamó a su cabina y le entregó una carta.

– Me la dieron en el puerto, es para ti y viene de Inglaterra.

Tao Chi´en tomó el sobre, enrojeció y una enorme sonrisa le iluminó la cara.

– ¡No me digas que es una carta de amor! -se burló el capitán.

– Mejor que eso -replicó, guardándola entre el pecho y la camisa. La carta sólo podía ser de su amigo Ebanizer Hobbs, la primera que le llegaba en los dos años que había pasado navegando.

– Has hecho un buen trabajo, Chi´en.

– Pensé que no le gusta mi comida, señor -sonrió Tao.

– Como cocinero eres un desastre, pero sabes de medicina. En dos años no se me ha muerto un solo hombre y nadie tiene escorbuto. ¿Sabes lo que eso significa?

– Buena suerte.

– Tu contrato termina hoy. Supongo que puedo emborracharte y hacerte firmar una extensión. Tal vez lo haría con otro, pero te debo algunos servicios y yo pago mis deudas. ¿Quieres seguir conmigo? Te aumentaré el sueldo.

– ¿Adónde?

– A California. Pero dejaré este barco, me acaban de ofrecer un vapor, ésta es una oportunidad que he esperado por años. Me gustaría que vinieras conmigo.

Tao Chi´en había oído de los vapores y les tenía horror. La idea de unas enormes calderas llenas de agua hirviendo para producir vapor y mover una maquinaria infernal, sólo podía habérsele ocurrido a gente muy apresurada. ¿No era mejor viajar al ritmo de los vientos y las corrientes? ¿Para qué desafiar a la naturaleza? Corrían rumores de calderas que estallaban en alta mar, cocinando viva a la tripulación. Los pedazos de carne humana, hervidos como camarones, salían disparados en todas direcciones para alimento de peces, mientras las almas de aquellos desdichados, desintegradas en el destello de la explosión y los remolinos de vapor, jamás podían reunirse con sus antepasados. Tao Chi´en recordaba claramente el aspecto de su hermanita menor después que le cayó encima la olla con agua caliente, igual como recordaba sus horribles gemidos de dolor y las convulsiones de su muerte. No estaba dispuesto a correr tal riesgo. El oro de California, que según decían estaba tirado por el suelo como peñascos, tampoco lo tentaba demasiado. Nada debía a John Sommers. El capitán era algo más tolerante que la mayoría de los "fan güey" y trataba a la tripulación con cierta ecuanimidad, pero no era su amigo y no lo sería jamás.

– No gracias, señor.

– ¿No quieres conocer California? Puedes hacerte rico en poco tiempo y regresar a China convertido en un magnate.

– Sí, pero en un barco a vela.

– ¿Por qué? Los vapores son más modernos y rápidos.

Tao Chi´en no intentó explicar sus motivos. Se quedó en silencio mirando el suelo con su gorro en la mano mientras el capitán terminaba de beber su whisky.

– No puedo obligarte -dijo al fin Sommers-. Te daré una carta de recomendación para mi amigo Vincent Katz, del bergantín "Emilia", que también zarpa hacia California en los próximos días. Es un holandés bastante peculiar, muy religioso y estricto, pero es buen hombre y buen marino. Tu viaje será más lento que el mío, pero tal vez nos veremos en San Francisco y si estás arrepentido de tu decisión, siempre puedes volver a trabajar conmigo.

El capitán John Sommers y Tao Chi´en se dieron la mano por primera vez.

El viaje

Encogida en su madriguera de la bodega, Eliza comenzó a morir. A la oscuridad y la sensación de estar emparedada en vida se sumaba el olor, una mezcolanza del contenido de los bultos y cajas, pescado salado en barriles y la rémora de mar incrustada en las viejas maderas del barco. Su buen olfato, tan útil para transitar por el mundo a ojos cerrados, se había convertido en un instrumento de tortura. Su única compañía era un extraño gato de tres colores, sepultado como ella en la bodega para protegerla de los ratones. Tao Chi´en le aseguró que se acostumbraría al olor y al encierro, porque a casi todo se habitúa el cuerpo en tiempos de necesidad, agregó que el viaje sería largo y no podría asomarse al aire libre nunca, así es que más le valía no pensar para no volverse loca. Tendría agua y comida, le prometió, de eso se encargaría él cuando pudiera bajar a la bodega sin levantar sospechas. El bergantín era pequeño, pero iba atestado de gente y sería fácil escabullirse con diversos pretextos.

– Gracias. Cuando lleguemos a California le daré el broche de turquesas…

– Guárdelo, ya me pagó. Lo necesitará. ¿Para qué va a California?

– A casarme. Mi novio se llama Joaquín. Lo atacó la fiebre del oro y se fue. Dijo que volvería, pero yo no puedo esperarlo.

Apenas la nave abandonó la bahía de Valparaíso y salió a alta mar, Eliza comenzó a delirar. Durante horas estuvo echada en la oscuridad como un animal en su propia porquería, tan enferma que no recordaba dónde se encontraba ni por qué, hasta que por fin se abrió la puerta de la bodega y Tao Chi´en apareció alumbrado por un cabo de vela, trayéndole un plato de comida. Le bastó verla para darse cuenta que la muchacha nada podía echarse a la boca. Dio la cena al gato, partió a buscar un balde con agua y regresó a limpiarla. Empezó por darle a beber una fuerte infusión de jengibre y aplicarle una docena de sus agujas de oro, hasta que se le calmó el estómago. Poca cuenta se dio Eliza cuando él la desnudó por completo, la lavó delicadamente con agua de mar, la enjuagó con una taza de agua dulce y le dio un masaje de pies a cabeza con el mismo bálsamo recomendado para temblores de malaria. Momentos después ella dormía, envuelta en su manta de Castilla con el gato a los pies, mientras Tao Chi´en en la cubierta enjuagaba su ropa en el mar, procurando no llamar la atención, aunque a esa hora los marineros descansaban. Los pasajeros recién embarcados iban tan mareados como Eliza, ante la indiferencia de los que llevaban tres meses viajando desde Europa y ya habían pasado por esa prueba.

En los días siguientes, mientras los nuevos pasajeros del "Emilia" se acostumbraban al vapuleo de las olas y establecían las rutinas necesarias para el resto de la travesía, en el fondo de la cala Eliza estaba cada vez más enferma. Tao Chi´en bajaba cuantas veces podía para darle agua y tratar de calmar las náuseas, extrañado de que en vez de disminuir, el malestar fuera en aumento. Intentó aliviarla con los recursos conocidos para esos casos y otros que improvisó a la desesperada, pero Eliza poco lograba mantener en el estómago y se estaba deshidratando. Le preparaba agua con sal y azúcar y se la daba a cucharaditas con infinita paciencia, pero pasaron dos semanas sin mejoría aparente y llegó un momento en que la joven tenía la piel suelta como un pergamino y ya no pudo levantarse para hacer los ejercicios que Tao le imponía. "Si no te mueves se entumece el cuerpo y se ofuscan las ideas", le repetía. El bergantín tocó brevemente los puertos de Coquimbo, Caldera, Antofagasta, Iquique y Arica y en cada oportunidad trató de convencerla que desembarcara y buscara la forma de volver a su casa, porque la veía debilitarse por momentos y estaba asustado.

Habían dejado atrás el puerto del Callao, cuando la situación de Eliza dio un vuelco fatal. Tao Chi´en había conseguido en el mercado una provisión de hojas de coca, cuya reputación medicinal conocía bien, y tres gallinas vivas que pensaba mantener escondidas para sacrificarlas de a una, pues la enferma necesitaba algo más suculento que las magras raciones del barco. Cocinó la primera en un caldo saturado de jengibre fresco y bajó decidido a darle la sopa a Eliza aunque fuera a viva fuerza. Encendió un farol de sebo de ballena, se abrió paso entre los bultos y se acercó al cuchitril de la muchacha, que estaba con los ojos cerrados y pareció no percibir su presencia. Bajo su cuerpo se extendía una gran mancha de sangre. El "zhong yi" lanzó una exclamación y se inclinó sobre ella, sospechando que la desdichada se las había arreglado para suicidarse. No podía culparla, en semejantes condiciones él hubiera hecho lo mismo, pensó. Le levantó la camisa, pero no había ninguna herida visible y al tocarla comprendió que aún estaba viva. La sacudió hasta que abrió los ojos.

– Estoy encinta -admitió ella por fin con un hilo de voz.

Tao Chi´en se agarró la cabeza a dos manos, perdido en una letanía de lamentos en el dialecto de su aldea natal, al cual no había recurrido en quince años: de haberlo sabido jamás la hubiera ayudado, cómo se le ocurría partir a California embarazada, estaba demente, lo que faltaba, un aborto, si se moría él estaba perdido, tamaño lío en que lo había metido, por tonto le pasa, cómo no adivinó la causa de su apuro por escapar de Chile. Agregó juramentos y maldiciones en inglés, pero ella había vuelto a desmayarse y se encontraba lejos de cualquier reproche. La sostuvo en sus brazos meciéndola como a un niño, mientras la rabia se le iba convirtiendo en una incontenible compasión. Por un instante se le ocurrió la idea de acudir al capitán Katz y confesarle todo el asunto, pero no podía predecir su reacción. Ese holandés luterano, que trataba a las mujeres de a bordo como si fueran apestadas, seguramente se pondría furioso al enterarse de que llevaba otra escondida y para colmo encinta y moribunda. ¿Y qué castigo reservaría para él? No, no podía decírselo a nadie. La única alternativa sería esperar que Eliza se despachara, si tal era su karma, y luego echar el cuerpo al mar junto con las bolsas de basura de la cocina. Lo más que podría hacer por ella, si la veía sufriendo demasiado, sería ayudarla a morir con dignidad.

Iba camino a la salida, cuando percibió en la piel una presencia extraña. Asustado, levantó el farol y vio con perfecta claridad en el círculo de trémula luz a su adorada Lin observándolo a poca distancia con esa expresión burlona en su rostro translúcido que constituía su mayor encanto. Llevaba su vestido de seda verde bordado con hilos dorados, el mismo que usaba para las grandes ocasiones, el cabello recogido en un sencillo moño sujeto con palillos de marfil y dos peonías frescas sobre las orejas. Así la había visto por última vez, cuando las mujeres del vecindario la vistieron antes de la ceremonia fúnebre. Tan real fue la aparición de su esposa en la bodega, que sintió pánico: los espíritus, por buenos que hubieran sido en vida, solían portarse cruelmente con los mortales. Trató de escapar hacia la puerta, pero ella le bloqueó el paso. Tao Chi´en cayó de rodillas, temblando, sin soltar el farol, su único asidero con la realidad. Intentó una oración para exorcizar a los diablos, en caso que hubieran tomado la forma de Lin para confundirlo, pero no pudo recordar las palabras y sólo un largo quejido de amor por ella y nostalgia por el pasado salió de sus labios. Entonces Lin se inclinó sobre él con su inolvidable suavidad, tan cerca que de haberse atrevido él hubiera podido besarla, y susurró que no había venido de tan lejos para meterle miedo, sino para recordarle los deberes de un médico honorable. También ella había estado a punto de irse en sangre como esa muchacha después de dar a luz a su hija y en esa ocasión él había sido capaz de salvarla. ¿Por qué no hacía lo mismo por aquella joven? ¿Qué le pasaba a su amado Tao? ¿Había perdido acaso su buen corazón y estaba convertido en una cucaracha? Una muerte prematura no era el karma de Eliza, le aseguró. Si una mujer está dispuesta a atravesar el mundo sepultada en un agujero de pesadilla para encontrar a su hombre, es porque tiene mucho "qi".

– Debes ayudarla, Tao, si se muere sin ver a su amado nunca tendrá paz y su fantasma te perseguirá para siempre -le advirtió Lin, antes de esfumarse.

– ¡Espera! -suplicó el hombre extendiendo una mano para sujetarla, pero sus dedos se cerraron en el vacío.

Tao Chi´en quedó postrado en el suelo por largo rato, procurando recuperar el entendimiento, hasta que su corazón demente dejó de galopar y el tenue aroma de Lin se hubo disipado en la bodega. No te vayas, no te vayas, repitió mil veces, vencido de amor. Por fin pudo ponerse de pie, abrir la puerta y salir al aire libre.

Era una noche tibia. El océano Pacífico refulgía como plata con los reflejos de la luna y una brisa leve hinchaba las viejas velas del "Emilia". Muchos pasajeros ya se habían retirado o jugaban naipes en las cabinas, otros habían colgado sus hamacas para pasar la noche entre el desorden de máquinas, aperos de caballos y cajones que llenaban las cubiertas, y algunos se entretenían en la popa contemplando a los delfines juguetones en la estela de espuma de la nave. Tao Chi´en levantó los ojos hacia la inmensa bóveda del cielo, agradecido. Por primera vez desde su muerte, Lin lo visitaba sin timidez. Antes de iniciar su vida de marinero la había percibido cerca en varias ocasiones, sobre todo cuando se sumía en profunda meditación, pero entonces era fácil confundir la tenue presencia de su espíritu con su añoranza de viudo. Lin solía pasar por su lado rozándolo con sus dedos finos, pero él se quedaba con la duda de si sería ella realmente o sólo una creación de su alma atormentada. Momentos antes en la bodega, sin embargo, no tuvo dudas: el rostro de Lin se le había aparecido tan radiante y preciso como esa luna sobre el mar. Se sintió acompañado y contento, como en las noches remotas en que ella dormía acurrucada en sus brazos después de hacer el amor.

Tao Chi´en se dirigió al dormitorio de la tripulación, donde disponía de una angosta litera de madera, lejos de la única ventilación que se colaba por la puerta. Era imposible dormir en el aire enrarecido y la pestilencia de los hombres, pero no había tenido que hacerlo desde la salida de Valparaíso, porque el verano permitía echarse por el suelo en cubierta. Buscó su baúl, clavado al piso para protegerlo del vapuleo de las olas, se quitó la llave del cuello, abrió el candado y sacó su maletín y un frasco de láudano. Luego sustrajo sigilosamente una doble ración de agua dulce y buscó unos trapos de la cocina, que le servirían a falta de algo mejor.

Se encaminaba de vuelta a la bodega cuando lo atajó una mano sobre su brazo. Se volvió sorprendido y vio a una de las chilenas quien, desafiando la orden perentoria del capitán de recluirse después de la puesta del sol, había salido a seducir clientes. La reconoció al punto. De todas las mujeres a bordo, Azucena Placeres era la más simpática y la más atrevida. En los primeros días fue la única dispuesta a ayudar a los pasajeros mareados y también cuidó con esmero a un joven marinero que se cayó del mástil y se partió un brazo. Se ganó así el respeto incluso del severo capitán Katz, quien a partir de entonces hizo la vista gorda ante su indisciplina. Azucena prestaba gratis sus servicios de enfermera, pero quien se atreviera a poner una mano encima de sus firmes carnes debía pagar en dinero contante y sonante, porque no había que confundir el buen corazón con la estupidez, como decía. Éste es mi único capital y si no lo cuido estoy jodida, explicaba, dándose alegres palmadas en las nalgas. Azucena Placeres se dirigió a él con cuatro palabras comprensibles en cualquier lengua: chocolate, café, tabaco, brandy. Como siempre hacía al cruzarse con él, le explicó con gestos atrevidos su deseo de canjear cualquiera de aquellos lujos por sus favores, pero el "zhong yi" se desprendió de ella con un empujón y siguió su camino.


Buena parte de la noche estuvo Tao Chi´en junto a la afiebrada Eliza. Trabajó sobre ese cuerpo exhausto con los limitados recursos de su maletín, su larga experiencia y una vacilante ternura, hasta que ella expulsó un molusco sanguinolento. Tao Chi´en lo examinó a la luz del farol y pudo determinar sin lugar a dudas que se trataba de un feto de varias semanas y estaba completo. Para limpiar el vientre a fondo colocó sus agujas en los brazos y piernas de la joven, provocando fuertes contracciones. Cuando estuvo seguro de los resultados suspiró aliviado: sólo quedaba pedir a Lin que interviniera para evitar una infección. Hasta esa noche Eliza representaba para él un pacto comercial y al fondo de su baúl estaba el collar de perlas para probarlo. Era sólo una muchacha desconocida por la cual creía no sentir interés personal, una "fan güey" de pies grandes y temperamento aguerrido a quien le habría costado mucho conseguir un marido, pues no mostraba disposición alguna para agradar o para servir a un hombre, eso se podía ver. Ahora, malograda por un aborto, no podría casarse jamás. Ni siquiera el amante, quien por lo demás ya la había abandonado una vez, la desearía por esposa, en el caso improbable de encontrarlo algún día. Admitía que para ser extranjera Eliza no era del todo fea, al menos había un leve aire oriental en sus ojos alargados y tenía el pelo largo, negro y lustroso, como la orgullosa cola de un caballo imperial. Si hubiera tenido una diabólica cabellera amarilla o roja, como tantas que había visto desde su salida de China, tal vez no se hubiera acercado a ella; pero ni su buen aspecto ni la firmeza de su carácter la ayudarían, su mala suerte estaba echada, no había esperanza para ella: terminaría de prostituta en California. Había frecuentado a muchas de esas mujeres en Cantón y en Hong Kong. Debía gran parte de sus conocimientos médicos a los años practicando sobre los cuerpos de aquellas desventuradas maltratados por golpes, enfermedades y drogas. Varias veces durante esa larga noche pensó si no sería más noble dejarla morir, a pesar de las instrucciones de Lin, y salvarla así de un destino horrible, pero le había pagado por adelantado y debía cumplir su parte del trato, se dijo. No, no era ésa la única razón, concluyó, puesto que desde el comienzo había cuestionado sus propios motivos para embarcar a esa chica de polizón en el barco. El riesgo era inmenso, no estaba seguro de haber cometido tamaña imprudencia sólo por el valor de las perlas. Algo en la valiente determinación de Eliza lo había conmovido, algo en la fragilidad de su cuerpo y en el bravo amor que profesaba por su amante le recordaba a Lin…

Finalmente al amanecer Eliza dejó de sangrar. Se volaba de fiebre y tiritaba a pesar del calor insoportable de la bodega, pero tenía mejor pulso y respiraba tranquila en su sueño. Sin embargo, no estaba fuera de peligro. Tao Chi´en deseaba quedarse allí para vigilarla, pero calculó que faltaba poco para el amanecer y pronto repicaría la campana llamando a su turno para el trabajo. Se arrastró extenuado hasta la cubierta, se dejó caer de bruces sobre las tablas del piso y se durmió como una criatura, hasta que una amistosa patada de otro marinero lo despertó para recordarle sus obligaciones. Sumergió la cabeza en un balde de agua de mar para despercudirse y, aún aturdido, partió a la cocina a hervir la mazamorra de avena que constituía el desayuno a bordo. Todos la comían sin comentarios, incluso el sobrio capitán Katz, salvo los chilenos que protestaban en coro, a pesar de estar mejor apertrechados por haber sido los últimos en embarcarse. Los demás habían dado cuenta de sus provisiones de tabaco, alcohol y golosinas en los meses de navegación que soportaron antes de tocar Valparaíso. Se había corrido la voz que algunos chilenos eran aristócratas, por eso no sabían lavar sus propios calzoncillos o hervir agua para el té. Los que viajaban en la primera cámara llevaban sirvientes, a quienes pensaban utilizar en las minas de oro, porque la idea de ensuciarse las manos personalmente no se les pasaba por la mente. Otros preferían pagar a los marineros para que los atendieran, ya que las mujeres se negaron en bloque a hacerlo; podían ganar diez veces más recibiéndolos por diez minutos en la privacidad de su cabina, no había razón para pasar dos horas lavándoles la ropa. La tripulación y el resto de los pasajeros se burlaban de aquellos señoritos consentidos, pero nunca lo hacían de frente. Los chilenos tenían buenos modales, parecían tímidos y hacían alarde de gran cortesía y caballerosidad, pero bastaba la menor chispa para inflamarles la soberbia. Tao Chi´en procuraba no meterse con ellos. Esos hombres no disimulaban su desprecio por él y por dos viajeros negros embarcados en Brasil, quienes habían pagado su pasaje completo, pero eran los únicos que no disponían de camarote y no estaban autorizados a compartir la mesa con los demás. Prefería a las cinco humildes chilenas, con su sólido sentido práctico, su perenne buen humor y la vocación maternal que les afloraba en los momentos de emergencia.

Cumplió su jornada como un sonámbulo, con la mente puesta en Eliza, pero no tuvo un momento libre para verla hasta la noche. A media mañana los marineros lograron pescar un enorme tiburón, que agonizó sobre la cubierta dando terribles coletazos, pero nadie se atrevió a acercarse para ultimarlo a garrotazos. A Tao Chi´en en su calidad de cocinero, le tocó vigilar la faena de descuerarlo, cortarlo en pedazos, cocinar parte de la carne y salar el resto, mientras los marineros lavaban la sangre de la cubierta con cepillos y los pasajeros celebraban el horrendo espectáculo con las últimas botellas de champaña, anticipando el festín de la cena. Guardó el corazón para la sopa de Eliza y las aletas para secarlas, porque valían una fortuna en el mercado de los afrodisíacos. A medida que pasaban las horas ocupado con el tiburón, Tao Chi´en imaginaba a Eliza muerta en la cala del barco. Sintió una tumultuosa felicidad cuando pudo bajar y comprobó que aún estaba viva y parecía mejor. La hemorragia había cesado, el jarro de agua estaba vacío y todo indicaba que había tenido momentos de lucidez durante aquel largo día. Agradeció brevemente a Lin por su ayuda. La joven abrió los ojos con dificultad, tenía los labios secos y la cara arrebolada por la fiebre. La ayudó a incorporarse y le dio una fuerte infusión de "tangkuei" para reponer la sangre. Cuando estuvo seguro que la retenía en el estómago, le dio unos sorbos de leche fresca, que ella bebió con avidez. Reanimada, anunció que sentía hambre y pidió más leche. Las vacas que llevaban a bordo, poco acostumbradas a navegar, producían poco, estaban en los huesos y ya se hablaba de matarlas. A Tao Chi´en la idea de beber leche le parecía asquerosa, pero su amigo Ebanizer Hobbs lo había advertido sobre sus propiedades para reponer la sangre perdida. Si Hobbs la usaba en la dieta de heridos graves, debía tener el mismo efecto en este caso, decidió.

– ¿Me voy a morir, Tao?

– No todavía -sonrió él, acariciándole la cabeza.

– ¿Cuánto falta para llegar a California?

– Mucho. No pienses en eso. Ahora debes orinar.

– No, por favor -se defendió ella.

– ¿Cómo que no? ¡Tienes que hacerlo!

– ¿Delante de ti?

– Soy un "zhong yi". No puedes tener vergüenza conmigo. Ya he visto todo lo que hay por ver en tu cuerpo.

– No puedo moverme, no podré aguantar el viaje, Tao, prefiero morirme… -sollozó Eliza apoyándose en él para sentarse en la bacinilla.

– ¡Ánimo, niña! Lin dice que tienes mucho "qi" y no has llegado tan lejos para morirte a medio camino.

– ¿Quién?

– No importa.

Esa noche Tao Chi´en comprendió que no podía cuidarla solo, necesitaba ayuda. Al día siguiente, apenas las mujeres salieron de su cabina y se instalaron en la popa, como siempre hacían para lavar ropa, trenzarse el pelo y coser las plumas y mostacillas de los vestidos de su profesión, le hizo señas a Azucena Placeres para hablarle. Durante el viaje ninguna había usado sus atuendos de meretriz, se vestían con pesadas faldas oscuras y blusas sin adornos, calzaban chancletas, se arropaban por las tardes en sus mantos, se peinaban con dos trenzas a la espalda y no usaban maquillaje. Parecían un grupo de sencillas campesinas afanadas en labores domésticas. La chilena hizo un guiño de alegre complicidad a sus compañeras y lo siguió a la cocina. Tao Chi´en le entregó un gran trozo de chocolate, robado de la reserva de la mesa del capitán, y trató de explicarle su problema, pero ella nada entendía de inglés y él empezó a perder la paciencia. Azucena Placeres olió el chocolate y una sonrisa infantil iluminó su redonda cara de india. Tomó la mano del cocinero y se la puso sobre un seno, señalándole la cabina de las mujeres, desocupada a esa hora, pero él retiró su mano, cogió la de ella y la condujo a la trampa de acceso a la bodega. Azucena, entre extrañada y curiosa, se defendió débilmente, pero él no le dio oportunidad de negarse, abrió la trampa y la empujó por la escalerilla, siempre sonriendo para tranquilizarla. Durante unos instantes permanecieron en la oscuridad, hasta que encontró el farol colgado de una viga y pudo encenderlo. Azucena se reía: al fin ese chino estrafalario había entendido los términos del trato. Nunca lo había hecho con un asiático y tenía gran curiosidad por saber si su herramienta era como la de otros hombres, pero el cocinero no hizo ademán de aprovechar la privacidad, en cambio la arrastró por un brazo abriéndose camino por aquel laberinto de bultos. Ella temió que el hombre estuviera desquiciado y empezó a dar tirones para desprenderse, pero no la soltó, obligándola a avanzar hasta que el farol alumbró el cuchitril donde yacía Eliza.

– ¡Jesús, María y José! -exclamó Azucena persignándose aterrada al verla.

– Dile que nos ayude -pidió Tao Chi´en a Eliza en inglés, sacudiéndola para que se reanimara.

Eliza demoró un buen cuarto de hora en traducir balbuceando las breves instrucciones de Tao Chi´en, quien había sacado el broche de turquesas del bolsito de las joyas y lo blandía ante los ojos de la temblorosa Azucena. El trato, le dijo, consistía en bajar dos veces al día a lavar a Eliza y darle de comer, sin que nadie se enterara. Si cumplía, el broche sería suyo en San Francisco, pero si decía una sola palabra a alguien, la degollaría. El hombre se había quitado el cuchillo del cinto y se lo pasaba ante la nariz, mientras en la otra mano enarbolaba el broche, de modo que el mensaje quedara bien claro.

– ¿Entiendes?

– Dile a este chino desgraciado que entiendo y que guarde ese cuchillo, porque en un descuido me va a matar sin querer.


Durante un tiempo que pareció interminable, Eliza se debatió en los desvaríos de la fiebre, atendida por Tao Chi´en de noche y Azucena Placeres de día. La mujer aprovechaba la primera hora de la mañana y la de la siesta, cuando la mayoría de los pasajeros dormitaba, para escabullirse sigilosa a la cocina, donde Tao le entregaba la llave. Al principio bajaba a la bodega muerta de miedo, pero pronto su natural buena índole y el broche pudieron más que el susto. Empezó por refregar a Eliza con un trapo enjabonado hasta quitarle el sudor de la agonía, luego la obligaba a comer las papillas de leche con avena y los caldos de gallina con arroz reforzados con "tangkuei" que preparaba Tao Chi´en, le administraba las yerbas tal como él le ordenaba, y por propia iniciativa le daba una taza al día de infusión de "borraja". Confiaba a ciegas en ese remedio para limpiar el vientre de un embarazo; "borraja" y una imagen de la Virgen del Carmen eran lo primero que ella y sus compañeras de aventura habían colocado en sus baúles de viaje, porque sin aquellas protecciones los caminos de California podían ser muy duros de recorrer. La enferma anduvo perdida en los espacios de la muerte hasta la mañana en que atracaron en el puerto de Guayaquil, apenas un caserío medio devorado por la exuberante vegetación ecuatorial, donde pocos barcos atracaban, salvo para negociar con frutos tropicales o café, pero el capitán Katz había prometido entregar unas cartas a una familia de misioneros holandeses. Esa correspondencia llevaba en su poder más de seis meses y no era hombre capaz de eludir un compromiso. La noche anterior, en medio de un calor de hoguera, Eliza sudó la calentura hasta la última gota, durmió soñando que trepaba descalza por la refulgente ladera de un volcán en erupción y despertó ensopada, pero lúcida y con la frente fresca. Todos los pasajeros, incluyendo las mujeres, y buena parte de la tripulación descendieron por unas horas a estirar las piernas, bañarse en el río y hartarse de fruta, pero Tao Chi´en se quedó en el barco para enseñar a Eliza a encender y fumar la pipa que él llevaba en su baúl. Tenía dudas sobre la forma de tratar a la muchacha, ésa era una de las ocasiones en que hubiera dado cualquier cosa por los consejos de su sabio maestro. Comprendía la necesidad de mantenerla tranquila para ayudarla a pasar el tiempo en la prisión de la bodega, pero había perdido mucha sangre y temía que la droga le aguara la que le quedaba. Tomó la decisión vacilando, después de suplicar a Lin que vigilara de cerca el sueño de Eliza.

– Opio. Te hará dormir, así el tiempo pasará rápido.

– ¡Opio! ¡Esto produce locura!

– Tú estás loca de todos modos, no tienes mucho que perder -sonrió Tao.

– Quieres matarme, ¿verdad?

– Cierto. No me resultó cuando estabas desangrándote y ahora lo haré con opio.

– Ay, Tao, me da miedo…

– Mucho opio es malo. Poco es un consuelo y te voy a dar muy poco.

La joven no supo cuánto era mucho o poco. Tao Chi´en le daba a beber sus pócimas -"hueso de dragón" y "concha de ostra"- y le racionaba el opio para darle unas pocas horas de misericordiosa duermevela, sin permitirle que se perdiera por completo en un paraíso sin retorno. Pasó las semanas siguientes volando en otras galaxias, lejos de la madriguera insalubre donde su cuerpo yacía postrado, y despertaba sólo cuando bajaban a darle de comer, lavarla y obligarla a dar unos pasos en el estrecho laberinto de la bodega. No sentía el tormento de pulgas y piojos, tampoco el olor nauseabundo que al principio no podía tolerar, porque las drogas aturdían su prodigioso olfato. Entraba y salía de sus sueños sin control alguno y tampoco podía recordarlos, pero Tao Chi´en tenía razón: el tiempo pasó rápido. Azucena Placeres no entendía por qué Eliza viajaba en esas condiciones. Ninguna de ellas había pagado su pasaje, se habían embarcado con un contrato con el capitán, quien obtendría el importe del pasaje al llegar a San Francisco.

– Si los rumores son ciertos, en un solo día puedes echarte al bolsillo quinientos dólares. Los mineros pagan en oro puro. Llevan meses sin ver mujeres, están desesperados. Habla con el capitán y págale cuando llegues -insistía en los momentos en que Eliza se incorporaba.

– No soy una de ustedes -replicaba Eliza aturdida en la dulce bruma de las drogas.

Por fin en un momento de lucidez Azucena Placeres consiguió que Eliza le confesara parte de su historia. Al punto la idea de ayudar a una fugitiva de amor se apoderó de la imaginación de la mujer y a partir de entonces cuidó a la enferma con mayor esmero. Ya no sólo cumplía con el trato de alimentarla y lavarla, también se quedaba junto a ella por el gusto de verla dormir. Si estaba despierta le contaba su propia vida y le enseñaba a rezar el rosario que, según decía, era la mejor forma de pasar las horas sin pensar y al mismo tiempo ganar el cielo sin mucho esfuerzo. Para una persona de su profesión, explicó, era un recurso inmejorable. Ahorraba rigurosamente una parte de sus ingresos para comprar indulgencias a la Iglesia, reduciendo así los días de purgatorio que debería pasar en la otra vida, aunque según sus cálculos, nunca serían suficientes para cubrir todos sus pecados. Transcurrieron semanas sin que Eliza supiera del día o la noche. Tenía la sensación vaga de contar a ratos con una presencia femenina a su lado, pero luego se dormía y despertaba confundida, sin saber si había soñado a Azucena Placeres o en verdad existía una mujercita de trenzas negras, nariz chata y pómulos altos, que parecía una versión joven de Mama Fresia.


El clima refrescó algo al dejar atrás Panamá, donde el capitán prohibió bajar a tierra por temor al contagio de fiebre amarilla, limitándose a enviar un par de marineros en un bote a buscar agua dulce, pues la poca que les quedaba se había vuelto pantano. Pasaron México y cuando el "Emilia" navegaba en las aguas del norte de California, entraron en la estación del invierno. El sofoco de la primera parte del viaje se transformó en frío y humedad; de las maletas surgieron gorros de piel, botas, guantes y refajos de lana. De vez en cuando el bergantín se cruzaba con otras naves y se saludaban de lejos, sin disminuir la marcha. En cada servicio religioso el capitán agradecía al cielo los vientos favorables, porque sabía de barcos desviados hasta las costas de Hawai o más allá en busca de impulso para las velas. A los delfines juguetones se sumaron grandes ballenas solemnes acompañándolos por largos trechos. Al atardecer, cuando el agua se teñía de rojo con los reflejos de la puesta del sol, los inmensos cetáceos se amaban en un fragor de espuma dorada, llamándose unos a otros con profundos bramidos submarinos. Y a veces, en el silencio de la noche, tanto se acercaban al barco, que se podía oír con nitidez el rumor pesado y misterioso de sus presencias. Las provisiones frescas habían desaparecido y las raciones secas escaseaban; salvo jugar a las cartas y pescar, no había más diversiones. Los viajeros pasaban horas discutiendo los pormenores de las sociedades formadas para la aventura, algunas con estrictos reglamentos militares y hasta con uniformes, otras más relajadas. Todas consistían básicamente en unirse para financiar el viaje y el equipo, trabajar las minas, transportar el oro y luego repartirse las ganancias con equidad. Nada sabían del terreno o las distancias. Una de las sociedades estipulaba que cada noche los miembros debían regresar al barco, donde pensaban vivir durante meses, y depositar el oro del día en una caja fuerte. El capitán Katz les explicó que el "Emilia" no se alquilaba como hotel, porque él pensaba regresar a Europa lo antes posible, y las minas quedaban a cientos de millas del puerto, pero lo ignoraron. Llevaban cincuenta y dos días de viaje, la monotonía del agua infinita alteraba los nervios y las peleas estallaban al menor pretexto. Cuando un pasajero chileno estuvo a punto de descargar su trabuco sobre un marinero yanqui con quien Azucena Placeres coqueteaba demasiado, el capitán Vincent Katz confiscó las armas, incluso las navajas de afeitar, con la promesa de devolverlas a la vista de San Francisco. El único autorizado para manejar cuchillos fue el cocinero, quien tenía la ingrata tarea de matar uno a uno a los animales domésticos. Una vez que la última vaca fue a parar a las ollas, Tao Chi´en improvisó una elaborada ceremonia para obtener el perdón de los animales sacrificados y limpiarse de la sangre vertida, luego desinfectó su cuchillo, pasándolo varias veces por la llama de una antorcha.

Tan pronto la nave entró en las aguas de California, Tao Chi´en suspendió paulatinamente la yerbas tranquilizantes y el opio a Eliza, se dedicó a alimentarla y la obligó a hacer ejercicios para que pudiera salir de su encierro por sus propios pies. Azucena Placeres la jabonaba con paciencia y hasta improvisó la manera de lavarle el pelo con tacitas de agua, mientras le contaba de su triste vida de meretriz y su alegre fantasía de hacerse rica en California y volver a Chile convertida en una señora, con seis baúles de vestidos de reina y un diente de oro. Tao Chi´en dudaba de qué medio se valdría para desembarcar a Eliza, pero si había podido introducirla en un saco, seguramente podría emplear el mismo método para bajarla. Y una vez en tierra, la chica ya no era su responsabilidad. La idea de desprenderse definitivamente de ella le producía una mezcla de tremendo alivio y de incomprensible ansiedad.

Faltando pocas leguas para llegar a destino el "Emilia" fue bordeando la costa del norte de California. Según Azucena Placeres era tan parecida a la de Chile, que seguro habían andado en círculos como las langostas y estaban otra vez en Valparaíso. Millares de lobos marinos y focas se desprendían de las rocas y caían pesadamente al agua, en medio de la agobiante algazara de gaviotas y pelícanos. No se vislumbraba un alma en los acantilados, ni rastro de algún poblado, ni sombra de los indios que, según decían, habitaban esas regiones encantadas desde hacía siglos. Por fin se aproximaron a los farallones que anunciaban la cercanía de la Puerta de Oro, la famosa Golden Gate, umbral de la bahía de San Francisco. Una espesa bruma envolvió al barco como un manto, no se veía a medio metro de distancia y el capitán ordenó detener la marcha y echar el ancla por temor a estrellarse. Estaban muy cerca y la impaciencia de los pasajeros se había convertido en alboroto. Todos hablaban al mismo tiempo, preparándose para pisar tierra firme y salir disparados rumbo a los placeres en busca del tesoro. La mayoría de las sociedades para explotar las minas se había deshecho en los últimos días, el tedio de la navegación había creado enemigos entre quienes antes fueran socios y cada hombre pensaba sólo en sí mismo, sumido en propósitos de inmensa riqueza. No faltaron quienes declararon su amor a las prostitutas, dispuestos a pedir al capitán que los casara antes de desembarcar, porque oyeron que lo más escaso en aquellas tierras bárbaras eran las mujeres. Una de las peruanas aceptó la proposición de un francés, quien llevaba tanto tiempo en el mar que ya no recordaba ni su propio nombre, pero el capitán Vincent Katz se negó a celebrar la boda al enterarse que el hombre tenía esposa y cuatro hijos en Avignon. Las otras rechazaron de plano a los pretendientes, pues habían hecho tan penoso viaje para ser libres y ricas, dijeron, no para convertirse en sirvientas sin sueldo del primer pobretón que les propusiera casamiento.

El entusiasmo de los hombres se fue apaciguando a medida que pasaban las horas inmóviles, sumergidos en la lechosa irrealidad de la neblina. Por fin al segundo día se despejó súbitamente el cielo, pudieron levantar ancla y lanzarse con velas desplegadas a la última etapa del largo viaje. Pasajeros y tripulantes salieron a cubierta para admirar la estrecha apertura del Golden Gate, seis millas de navegación impulsados por el viento de abril, bajo un cielo diáfano. A ambos lados se alzaban cerros costaneros coronados de bosques, cortados como una herida por el trabajo eterno de las olas, atrás quedaba el océano Pacífico y al frente se extendía la espléndida bahía como un lago de aguas de plata. Una salva de exclamaciones saludó el fin de la ardua travesía y el principio de la aventura del oro para esos hombres y mujeres, así como para los veinte tripulantes, quienes decidieron en ese mismo instante abandonar la nave a su suerte y lanzarse ellos también a las minas. Los únicos impasibles fueron el capitán holandés Vincent Katz, quien permaneció en su puesto junto al timón sin revelar ni la menor emoción porque el oro no lo conmovía, sólo deseaba regresar a Amsterdam a tiempo para pasar la Navidad con su familia, y Eliza Sommers en el vientre del velero, quien no supo que habían llegado hasta muchas horas más tarde.


Lo primero que asombró a Tao Chi´en al entrar a la bahía, fue un bosque de mástiles a su derecha. Era imposible contarlos, pero calculó más de cien barcos abandonados en un desorden de batalla. Cualquier peón en tierra ganaba en un día más que un marinero en un mes de navegación; los hombres no sólo desertaban por el oro, también por la tentación de hacer dinero cargando sacos, horneando pan o forjando herraduras. Algunas embarcaciones vacías se alquilaban como bodegas o improvisados hoteles, otras se deterioraban cubiertas de algas marinas y nidos de gaviotas. Una segunda mirada reveló a Tao Chi´en la ciudad tendida como un abanico en las laderas de los cerros, un revoltijo de tiendas de campaña, cabañas de tablas y cartón y algunos edificios sencillos, pero de buena factura, los primeros en aquella naciente población. Después de botar el ancla acogieron al primer bote, que no fue de la capitanía del puerto, como supusieron, sino de un chileno presuroso por dar la bienvenida a sus compatriotas y recoger el correo. Era Feliciano Rodríguez de Santa Cruz, quien había cambiado su resonante nombre por Felix Cross, para que los yanquis pudieran pronunciarlo. A pesar de que varios viajeros eran sus amigos personales, nadie lo reconoció, porque del petimetre con levita y bigote engominado que habían visto por última vez en Valparaíso, nada quedaba; ante ellos apareció un cavernícola hirsuto, con la piel curtida de un indio, ropa de montañés, botas rusas hasta medio muslo y dos pistolones al cinto, acompañado por un negro de aspecto igualmente salvaje, también armado como un bandolero. Era un esclavo fugitivo que al pisar California se había convertido en hombre libre, pero como no fue capaz de soportar las penurias de la minería, prefirió ganarse la vida como matón a sueldo. Cuando Feliciano se identificó fue recibido con gritos de entusiasmo y llevado prácticamente en andas hasta la primera cámara, donde los pasajeros en masa le pidieron noticias. Su único interés consistía en saber si el mineral abundaba como decían, a lo cual replicó que había mucho más y produjo de su bolsa una sustancia amarilla en forma de caca aplastada y anunció que era una pepa de medio kilo de peso y estaba dispuesto a canjearla mano a mano por todo el licor de a bordo, pero no hubo trato porque sólo quedaban tres botellas, el resto había sido consumido en el viaje. La pepa había sido hallada, dijo, por los bravos mineros traídos de Chile, que ahora laboraban para él en los márgenes del Río Americano. Una vez que brindaron con la última reserva de alcohol y el chileno recibió las cartas de su mujer, procedió a informarles sobre cómo sobrevivir en esa región.

– Hace unos meses teníamos un código de honor y hasta los peores rufianes se comportaban con decencia. Se podía dejar el oro en una carpa sin vigilancia, nadie lo tocaba, pero ahora todo ha cambiado. Impera la ley de la selva, la única ideología es la codicia. No se separen de sus armas y anden en parejas o en grupos, esto es tierra de forajidos -explicó.

Varios botes habían rodeado la nave, tripulados por hombres que proponían a gritos diversos tratos, decididos a comprar cualquier cosa, pues en tierra la vendían en cinco veces su valor. Pronto los incautos viajeros descubrirían el arte de la especulación. En la tarde apareció el capitán del puerto acompañado de un agente de aduana y atrás dos botes con varios mexicanos y un par de chinos que se ofrecieron para trasladar la carga del barco al muelle. Cobraban una fortuna, pero no había alternativa. El capitán de puerto no demostró intención alguna de revisar pasaportes o averiguar la identidad de los pasajeros.

– ¿Documentos? ¡Nada de eso! Han llegado al paraíso de la libertad. Aquí no existe el papel sellado -anunció.

Las mujeres, en cambio, le interesaron vivamente. Se vanagloriaba de ser el primero en catar a todas y cada una de las que desembarcaban en San Francisco, aunque no eran tantas como desearía. Contó que las primeras en aparecer por la ciudad, hacía ya varios meses, fueron recibidas por una muchedumbre de hombres eufóricos, que hicieron cola por horas para ocupar su turno a precio de oro en polvo, en pepitas, en monedas y hasta en lingotes. Se trataba de dos valientes muchachas yanquis, quienes habían hecho el viaje desde Boston cruzando al Pacífico por el Istmo de Panamá. Remataron sus servicios al mejor postor, ganando en un día los ingresos normales de un año. Desde entonces habían llegado más de quinientas, casi todas mexicanas, chilenas y peruanas, salvo unas cuantas norteamericanas y francesas, aunque su número resultaba insignificante comparado con la creciente invasión de hombres jóvenes y solos.

Azucena Placeres no oyó las noticias del yanqui, porque Tao Chi´en la llevó a la bodega apenas se enteró de la presencia del agente de aduana. No podría bajar a la muchacha en un saco al hombro de un estibador, como había subido, porque seguramente los bultos serían revisados. Eliza se sorprendió al verlo, ambos estaban irreconocibles: él lucía blusón y pantalones recién lavados, su apretada trenza brillaba como aceitada y se había afeitado cuidadosamente hasta el último pelo de la frente y la cara, mientras Azucena Placeres había cambiado su ropa de campesina por atuendos de batalla y llevaba un vestido azul con plumas en el escote, un peinado alto coronado por un sombrero y carmín en labios y mejillas.

– Terminó el viaje y aún estás viva, niña -le anunció alegremente.

Pensaba prestar a Eliza uno de sus rumbosos vestidos y sacarla del barco como si fuera una más de su grupo, idea nada descabellada, pues seguramente ése sería su único oficio en tierra firme, como explicó.

– Vengo a casarme con mi novio -replicó Eliza por centésima vez.

– No hay novio que valga en este caso. Si para comer, hay que vender el poto, se vende. No puedes fijarte en detalles a estas alturas, niña.

Tao Chi´en las interrumpió. Si durante dos meses había siete mujeres a bordo, no podían bajar ocho, razonó. Se había fijado en el grupo de mexicanos y chinos que habían subido a bordo para descargar y que esperaba en cubierta las órdenes del capitán y del agente de aduana. Le indicó a Azucena que peinara el largo cabello de Eliza en una coleta como la suya, mientras él iba a buscar una muda de su propia ropa. Vistieron a la chica con unos pantalones, un blusón amarrado a la cintura con una cuerda y un sombrero de paja aparasolado. En esos dos meses chapoteando en los médanos del infierno, Eliza había perdido peso y se veía escuálida y pálida como papel de arroz. Con las ropas de Tao Chi´en, muy grandes para ella, parecía un niño chino desnutrido y triste. Azucena Placeres la envolvió en sus robustos brazos de lavandera y le plantó un beso emocionado en la frente. Le había tomado cariño y en el fondo se alegraba que tuviera un novio esperándola, porque no podía imaginarla sometida a las brutalidades de la vida que ella soportaba.

– Te ves como una lagartija -se rió Azucena Placeres.

– ¿Y si me descubren?

– ¿Qué es lo peor que puede pasar? Que Katz te obligue a pagar el pasaje. Puedes pagarlo con tus joyas, ¿no es para eso que las tienes? -opinó la mujer.

– Nadie debe saber que estás aquí. Así el capitán Sommers no te buscará en California -dijo Tao Chi´en.

– Si me encuentra, me llevará de vuelta a Chile.

– ¿Para qué? De todos modos ya estás deshonrada. Los ricos no aguantan eso. Tu familia debe estar muy contenta de que hayas desaparecido, así no tendrán que echarte a la calle.

– ¿Sólo eso? En China te matarían por lo que has hecho.

– Bueno, chino, no estamos en tu país. No asustes a la chiquilla. Puedes salir tranquila, Eliza. Nadie se fijará en ti. Estarán distraídos mirándome a mí -le aseguró Azucena Placeres, despidiéndose en un remolino de plumas azules, con el broche de turquesas prendido en el escote.

Así fue. Las cinco chilenas y las dos peruanas, en sus más exuberantes atuendos de conquista, fueron el espectáculo del día. Bajaron a los botes por escalas de cuerda, precedidas por siete afortunados marineros, quienes se habían rifado el privilegio de sostener sobre la cabeza las posaderas de las mujeres, en medio de un coro de rechiflas y aplausos de centenares de curiosos amontonados en el puerto para recibirlas. Nadie prestó atención a los mexicanos y a los chinos que, como una fila de hormigas, se pasaban los bultos de mano en mano. Eliza ocupó uno de los últimos botes junto a Tao Chi´en, quien anunció a sus compatriotas que el muchacho era sordomudo y un poco imbécil, así es que resultaba inútil intentar comunicarse con él.

Argonautas

Tao Chi´en y Eliza Sommers pusieron por primera vez los pies en San Francisco a las dos de la tarde de un martes de abril de 1849. Para entonces millares de aventureros habían pasado brevemente por allí rumbo a los placeres. Un viento pertinaz dificultaba la marcha, pero el día estaba despejado y pudieron apreciar el panorama de la bahía en su espléndida belleza. Tao Chi´en presentaba un aspecto estrambótico con su maletín de médico, del cual jamás se separaba, un atado a la espalda, sombrero de paja y un "sarape" de lanas multicolores comprado a uno de los cargadores mexicanos. En esa ciudad, sin embargo, la facha era lo de menos. A Eliza le temblaban las piernas, que no había usado en dos meses y se sentía tan mareada en tierra firme como antes lo había estado en el mar, pero la ropa de hombre le daba una libertad desconocida, nunca se había sentido tan invisible. Una vez que se repuso de la impresión de estar desnuda, pudo disfrutar de la brisa metiéndose por las mangas de la blusa y por los pantalones. Acostumbrada a la prisión de las enaguas, ahora respiraba a todo pulmón. A duras penas lograba cargar la pequeña maleta con los primorosos vestidos que Miss Rose había preparado con la mejor intención y al verla vacilando, Tao Chi´en se la quitó y se la puso al hombro. La manta de Castilla enrollada bajo el brazo pesaba tanto como la maleta, pero ella comprendió que no podía dejarla, sería su más preciada posesión por la noche. Con la cabeza baja, escondida bajo su sombrero de paja, avanzaba a tropezones en la pavorosa anarquía del puerto. El villorrio de Yerba Buena, fundado por una expedición española en 1769, contaba con menos de quinientos habitantes, pero apenas se corrió la voz del oro empezaron a llegar los aventureros. En pocos meses aquel pueblito inocente despertó con el nombre de San Francisco y su fama alcanzó hasta el último confín del mundo. No era todavía una verdadera ciudad, sino apenas un gigantesco campamento de hombres de paso.

La fiebre del oro no dejó a nadie indiferente: herreros, carpinteros, maestros, médicos, soldados, fugitivos de la ley, predicadores, panaderos, revolucionarios y locos mansos de variados pelajes habían dejado atrás familia y posesiones para cruzar medio mundo en pos de la aventura. "Buscan oro y por el camino pierden el alma", había repetido incansable el capitán Katz en cada uno de los breves oficios religiosos que imponía los domingos a los pasajeros y la tripulación del "Emilia", pero nadie le hacía caso, ofuscados por la ilusión de una riqueza súbita capaz de cambiar sus vidas. Por primera vez en la historia el oro se encontraba tirado por el suelo sin dueño, gratis y abundante, al alcance de cualquiera resuelto a recogerlo. De las más lejanas orillas llegaban los argonautas: europeos escapando de guerras, pestes y tiranías; yanquis ambiciosos y corajudos; negros en pos de libertad; oregoneses y rusos vestidos con pieles, como indios; mexicanos, chilenos y peruanos; bandidos australianos; hambrientos campesinos chinos que arriesgaban la cabeza por violar la prohibición imperial de abandonar su patria. En los enlodados callejones de San Francisco se mezclaban todas las razas.

Las calles principales, trazadas como amplios semicírculos cuyos extremos tocaban la playa, estaban cortadas por otras rectas que descendían de los cerros abruptos y terminaban en el muelle, algunas tan empinadas y llenas de barro, que ni las mulas lograban treparlas. De repente soplaba un viento de tempestad, levantando torbellinos de polvo y arena, pero al poco rato el aire volvía a estar calmo y el cielo límpido. Ya existían varios edificios sólidos y docenas en construcción, incluso algunos que se anunciaban como futuros hoteles de lujo, pero el resto era un amasijo de viviendas provisorias, barracas, casuchas de planchas de hierro, madera o cartón, tiendas de lona y cobertizos de paja. Las lluvias del reciente invierno habían convertido el muelle en un pantano, los escasos vehículos se atascaban en el barro y se requerían tablones para cruzar las zanjas cubiertas de basura, millares de botellas rotas y otros desperdicios. No existían acequias ni alcantarillas y los pozos estaban contaminados; el cólera y la disentería causaban mortandad, salvo entre los chinos, que por costumbre tomaban té, y los chilenos, criados con el agua infecta de su país e inmunes, por lo tanto, a las bacterias menores. La heterogénea muchedumbre pululaba presa de una actividad frenética, empujando y tropezando con materiales de construcción, barriles, cajones, burros y carretones. Los cargadores chinos balanceaban sus cargas en los extremos de una pértiga, sin fijarse a quienes golpeaban al pasar; los mexicanos, fuertes y pacientes, se echaban a la espalda el equivalente a su propio peso y subían los cerros trotando; los malayos y los hawaianos aprovechaban cualquier pretexto para iniciar una pelea; los yanquis se metían a caballo en los improvisados negocios, despachurrando a quien se pusiera por delante; los californios nacidos en la región exhibían ufanos hermosas chaquetas bordadas, espuelas de plata y sus pantalones abiertos a los lados con doble hilera de botones de oro desde la cintura hasta las botas. El griterío de peleas o accidentes, contribuía al barullo de martillazos, sierras y picotas. Se oían tiros con aterradora frecuencia, pero nadie se alteraba por un muerto más o menos, en cambio el hurto de una caja de clavos atraía de inmediato a un grupo de indignados ciudadanos dispuestos a hacer justicia por sus manos. La propiedad era mucho más valiosa que la vida, cualquier robo superior a cien dólares se pagaba con la horca. Abundaban las casas de juego, los bares y los "saloons", decorados con imágenes de hembras desnudas, a falta de mujeres de verdad. En las carpas se vendía de un cuanto hay, sobre todo licor y armas, a precios exuberantes porque nadie tenía tiempo de regatear. Los clientes pagaban casi siempre en oro sin detenerse a recoger el polvo que quedaba adherido a las pesas. Tao Chi´en decidió que la famosa "Gum San", la Montaña Dorada de la cual tanto había oído hablar, era un infierno y calculó que a esos precios sus ahorros alcanzarían para muy poco. La bolsita de joyas de Eliza sería inútil, pues la única moneda aceptable era el metal puro.

Eliza se abría paso en la turba como mejor podía, pegada a Tao Chi´en y agradecida de su ropa de hombre, porque no se vislumbraban mujeres por parte alguna. Las siete viajeras del "Emilia" habían sido conducidas en andas a uno de los muchos "saloons", donde sin duda ya empezaban a ganar los doscientos setenta dólares del pasaje que le debían al capitán Vincent Katz. Tao Chi´en había averiguado con los cargadores que la ciudad estaba dividida en sectores y cada nacionalidad ocupaba un vecindario. Le advirtieron que no se acercara al lado de los rufianes australianos, donde podían atacarlos por simple afán de diversión, y le señalaron la dirección de un amontonamiento de carpas y casuchas donde vivían los chinos. Hacia allá echó a andar.

– ¿Cómo voy a encontrar a Joaquín en esta pelotera? -preguntó Eliza, sintiéndose perdida e impotente.

– Si hay barrio chino, debe haber barrio chileno. Búscalo.

– No pienso separarme de ti, Tao.

– En la noche yo vuelvo al barco -le advirtió él.

– ¿Para qué? ¿No te interesa el oro?

Tao Chi´en apuró el paso y ella ajustó el suyo para no perderlo de vista. Así llegaron al barrio chino -"Little Canton", como lo llamaban- un par de calles insalubres, donde él se sintió de inmediato como en su casa porque no se veía una sola cara de "fan güey", el aire estaba impregnado de los olores deliciosos de la comida de su país y se oían varios dialectos, principalmente cantonés. Para Eliza en cambio, fue como trasladarse a otro planeta, no entendía una sola palabra y le parecía que todo el mundo estaba furioso, porque gesticulaban a gritos. Allí tampoco vio mujeres, pero Tao le señaló un par de ventanucos con barrotes por donde asomaban unos rostros desesperados. Llevaba dos meses sin estar con una mujer y ésas lo llamaban, pero conocía demasiado bien los estragos de los males venéreos como para correr el riesgo con una de tan baja estopa. Eran muchachas campesinas compradas por unas monedas y traídas desde las más remotas provincias de China. Pensó en su hermana, vendida por su padre, y una oleada de náusea lo dobló en dos.

– ¿Qué te pasa, Tao?

– Malos recuerdos… Esas muchachas son esclavas.

– ¿No dicen que en California no hay esclavos?

Entraron a un restaurante, señalado con las tradicionales cintas amarillas. Había un largo mesón atestado de hombres que codo a codo devoraban de prisa. El ruido de los palillos contra las escudillas y la conversación a viva voz sonaban a música en los oídos de Tao Chi´en. Esperaron de pie en doble fila hasta que lograron sentarse. No era cosa de elegir, sino de aprovechar lo que cayera al alcance de la mano. Se requería pericia para atrapar el plato al vuelo antes que otro más avispado lo interceptara, pero Tao Chi´en consiguió uno para Eliza y otro para él. Ella observó desconfiada un líquido verdoso, donde flotaban hilachas pálidas y moluscos gelatinosos. Se jactaba de reconocer cualquier ingrediente por el olor, pero aquello ni siquiera le pareció comestible, tenía aspecto de agua de pantano con guarisapos, pero ofrecía la ventaja de no requerir palillos, podía sorberse directamente del tazón. El hambre pudo más que la sospecha y se atrevió a probarlo, mientras a su espalda una hilera de parroquianos impacientes la apuraba a gritos. El platillo resultó delicioso y de buena gana hubiera comido más, pero Tao Chi´en no le dio tiempo y cogiéndola de un brazo la sacó afuera. Ella lo siguió primero a recorrer las tiendas del barrio para reponer los productos medicinales de su maletín y hablar con el par de yerbateros chinos que operaban en la ciudad, y luego hasta un garito de juego, de los muchos que había en cada cuadra. Era éste un edificio de madera con pretensiones de lujo y decorado con pinturas de mujeres voluptuosas a medio vestir. El oro en polvo se pesaba para cambiarlo por monedas, a dieciséis dólares por onza, o simplemente se depositaba la bolsa completa sobre la mesa. Americanos, franceses y mexicanos constituían la mayoría de los clientes, pero también había aventureros de Hawai, Chile, Australia y Rusia. Los juegos más populares eran el "monte" de origen mexicano, "lasquenet" y "vingt-et-un". Como los chinos preferían el "fan tan" y arriesgaban apenas unos centavos, no eran bienvenidos a las mesas de juego caro. No se veía un solo negro jugando, aunque había algunos tocando música o sirviendo mesas; más tarde supieron que si entraban a los bares o garitos recibían un trago gratis y luego debían irse o los sacaban a tiros. Había tres mujeres en el salón, dos jóvenes mexicanas de grandes ojos chispeantes, vestidas de blanco y fumando un cigarrito tras otro, y una francesa con un apretado corsé y espeso maquillaje, algo madura y bonita. Recorrían las mesas incitando al juego y a la bebida y solían desaparecer con frecuencia del brazo de algún cliente tras una pesada cortina de brocado rojo. Tao Chi´en fue informado que cobraban una onza de oro por su compañía en el bar durante una hora y varios cientos de dólares por pasar la noche entera con un hombre solitario, pero la francesa era más cara y no trataba con chinos o negros.


Eliza, desapercibida en su papel de muchacho oriental, se sentó en un rincón, extenuada, mientras él conversaba con uno y otro averiguando detalles del oro y de la vida en California. A Tao Chi´en protegido por el recuerdo de Lin, le resultaba más soportable la tentación de las mujeres que la del juego. El sonido de las fichas del "fan tan" y de los dados contra la superficie de las mesas lo llamaba con voz de sirena. La visión de las barajas de naipes en manos de los jugadores lo hacía sudar, pero se abstuvo, fortalecido por la convicción de que la buena suerte lo abandonaría para siempre si rompía su promesa. Años más tarde, después de múltiples aventuras, Eliza le preguntó a qué buena suerte se refería y él, sin pensarlo dos veces, respondió que a la de estar vivo y haberla conocido. Esa tarde se enteró que los placeres se encontraban en los ríos Sacramento, Americano, San Joaquín y en sus centenares de estuarios, pero los mapas no eran de fiar y las distancias tremendas. El oro fácil de la superficie empezaba a escasear. Cierto, no faltaban mineros afortunados que tropezaban con una pepa del tamaño de un zapato, pero la mayoría se conformaba con un puñado de polvo conseguido con un esfuerzo desmesurado. Mucho se hablaba del oro, le dijeron, pero poco del sacrificio para obtenerlo. Se necesitaba una onza diaria para hacer alguna ganancia, siempre que uno estuviera dispuesto a vivir como perro, porque los precios eran extravagantes y el oro se iba en un abrir y cerrar de ojos. En cambio los mercaderes y prestamistas se hacían ricos, como un paisano dedicado a lavar ropa, quien en pocos meses pudo construirse una casa de material sólido y ya estaba pensando regresar a China, comprar varias esposas y dedicarse a producir hijos varones, o el otro que prestaba dinero en un garito a diez por ciento de interés por hora, es decir, más de ochenta y siete mil por año. Le confirmaron historias fabulosas de pepas enormes, de polvo en abundancia mezclado con arena, de vetas en piedras de cuarzo, de mulas que desprendían un peñasco con las patas y debajo aparecía un tesoro, pero para hacerse rico se requería trabajo y suerte. A los yanquis les faltaba paciencia, no sabían trabajar en equipo, los vencía el desorden y la codicia. Mexicanos y chilenos sabían de minería, pero gastaban mucho; oregoneses y rusos perdían su tiempo peleando y bebiendo. Los chinos en cambio, sacaban provecho por pobre que fuera su pertenencia, porque eran frugales, no se embriagaban y laboraban como hormigas dieciocho horas sin descanso ni lamentos. Los "fan güey" se indignaban con el éxito de los chinos, le advirtieron, era necesario disimular, hacerse los tontos, no provocarlos, o si no lo pasaría tan mal como los orgullosos mexicanos. Sí, le informaron, existía un campamento de chilenos; quedaba algo apartado del centro de la ciudad, en la puntilla de la derecha, y se llamaba Chilecito, pero ya era muy tarde para aventurarse por esos lados sin más compañía que su hermano retardado.

– Yo vuelvo al barco -le anunció Tao Chi´en a Eliza cuando por fin salieron del garito.

– Me siento mareada, como si me fuera a caer.

– Has estado muy enferma. Necesitas comer bien y descansar.

– No puedo hacer esto sola, Tao. Por favor, no me dejes todavía…

– Tengo un contrato, el capitán me hará buscar.

– ¿Y quién cumplirá la orden? Todos los barcos están abandonados. No queda nadie a bordo. Ese capitán podrá desgañitarse gritando y ninguno de sus marineros regresará.

¿Qué voy a hacer con ella? se preguntó Tao Chi´en en voz alta y en cantonés. Su trato terminaba en San Francisco, pero no se hallaba capaz de abandonarla a su suerte en ese lugar. Estaba atrapado, al menos hasta que ella estuviera más fuerte, se conectara con otros chilenos o diera con el paradero de su escurridizo enamorado. No sería difícil, supuso. Por confuso que pareciera San Francisco, para los chinos no había secretos en ninguna parte, bien podía esperar hasta el día siguiente y acompañarla a Chilecito. Había caído la oscuridad, dando al lugar un aspecto fantasmagórico. Las viviendas eran casi todas de lona y las lámparas en el interior las volvían transparentes y luminosas como diamantes. Las antorchas y fogatas en las calles y la música de los garitos de juego contribuían a la impresión de irrealidad. Tao Chi´en buscó hospedaje para pasar la noche y dio con un gran galpón de unos veinticinco metros de largo por ocho de ancho, fabricado de tablas y planchas metálicas rescatadas de los barcos encallados y coronado por un letrero de hotel. Adentro había dos pisos de literas elevadas, simples repisas de madera donde podía tenderse un hombre encogido, con un mesón al fondo donde se vendía licor. No existían ventanas y el único aire para respirar entraba por las ranuras entre las planchas de las paredes. Por un dólar se adquiría el derecho a pernoctar y había que traer su ropa de cama. Los primeros en llegar ocupaban las literas, los demás aterrizaban por el suelo, pero a ellos no les dieron una, aunque había desocupadas, porque eran chinos. Se echaron en el suelo de tierra con el bulto de ropa por almohada, el "sarape" y la manta de Castilla por único abrigo. Pronto se llenó de hombres de varias razas y cataduras, que se tendían unos junto a otros en apretadas filas, vestidos y con sus armas a la mano. La pestilencia de mugre, tabaco y efluvios humanos, más los ronquidos y las voces destempladas de los que se perdían en sus pesadillas, hacían difícil el sueño, pero Eliza estaba tan cansada que no supo cómo pasaron las horas. Despertó al amanecer tiritando de frío, acurrucada contra la espalda de Tao Chi´en, y entonces descubrió su aroma de mar. En el barco se confundía con el agua inmensa que los rodeaba, pero esa noche supo que era la fragancia peculiar del cuerpo de ese hombre. Cerró los ojos, se apretó más a él y pronto volvió a dormirse.

Al día siguiente ambos partieron en busca de Chilecito, que ella reconoció al punto porque una bandera chilena flameaba oronda en lo alto de un palo y porque la mayoría de los hombres llevaba los típicos sombreros "maulinos" en forma de cono. Eran alrededor de ocho o diez manzanas atiborradas de gente, incluso algunas mujeres y niños que habían viajado con los hombres, todos dedicados a algún oficio o negocio. Las viviendas eran tiendas de campaña, chozas y casuchas de tabla rodeadas por un revoltijo de herramientas y basura, también había restaurantes, improvisados hoteles y burdeles. Calculaban en un par de miles a los chilenos instalados en el barrio, pero nadie los había contado y en realidad era sólo un lugar de paso para los recién llegados. Eliza se sintió feliz al escuchar la lengua de su país y ver un letrero en una harapienta tienda de lona anunciando "pequenes" y "chunchules". Se acercó y, disimulando su acento chileno, pidió una ración de los segundos. Tao Chi´en se quedó mirando aquel extraño alimento, servido en un trozo de papel de periódico a falta de plato, sin saber qué diablos era. Ella le explicó que se trataba de tripas de cerdo fritas en grasa.

– Ayer yo me comí tu sopa china. Hoy tú te comes mis "chunchules" chilenos -le ordenó.

– ¿Cómo es que hablan castellano, chinos? -inquirió el vendedor amablemente.

– Mi amigo no habla, sólo yo porque estuve en Perú -replicó Eliza.

– ¿Y qué buscan por aquí?

– A un chileno, se llama Joaquín Andieta.

– ¿Para qué lo buscan?

– Tenemos un mensaje para él. ¿Lo conoce?

– Por aquí ha pasado mucha gente en los últimos meses. Nadie se queda más de unos días, ligerito parten a los placeres. Algunos vuelven, otros no.

– ¿Y Joaquín Andieta.

– No me acuerdo, pero voy a preguntar.

Eliza y Tao Chi´en se sentaron a comer a la sombra de un pino. Veinte minutos más tarde volvió el vendedor de comida acompañado de un hombre con aspecto de indio nortino, de piernas cortas y espaldas anchas, quien dijo que Joaquín Andieta, había partido en dirección a los placeres de Sacramento hacía por lo menos un par de meses, aunque allí nadie se fijaba en calendarios ni llevaba la cuenta de las andanzas ajenas.

– Nos vamos para Sacramento, Tao -decidió Eliza apenas se alejaron de Chilecito.

– No puedes viajar todavía. Debes descansar un tiempo.

– Descansaré allá, cuando lo encuentre.

– Prefiero volver con el capitán Katz. California no es el lugar para mí.

– ¿Qué pasa contigo? ¿Tienes sangre de horchata? En el barco no queda nadie, sólo ese capitán con su Biblia. ¡Todo el mundo anda buscando oro y tú piensas seguir de cocinero por un sueldo miserable!

– No creo en la fortuna fácil. Quiero una vida tranquila.

– Bueno, si no es el oro, habrá otra cosa que te interese…

– Aprender.

– ¿Aprender qué? Ya sabes mucho.

– ¡Me falta todo por aprender!

– Entonces has llegado al sitio perfecto. Nada sabes de este país. Aquí se necesitan médicos. ¿Cuántos hombres crees que hay en las minas? ¡Miles! Y todos necesitan un doctor. Ésta es la tierra de las oportunidades, Tao. Ven conmigo a Sacramento. Además, si no vienes conmigo no llegaré muy lejos…


Por un precio de ganga, dadas las funestas condiciones de la embarcación, Tao Chi´en y Eliza partieron rumbo al norte, recorriendo la extensa bahía de San Francisco. La barca iba repleta de viajeros con sus complicados equipajes de minería, nadie podía moverse en aquel reducido espacio atestado de cajones, herramientas, canastos y sacos con provisiones, pólvora y armas. El capitán y su segundo eran un par de yanquis de mala catadura, pero buenos navegantes y generosos con los escasos alimentos y hasta con sus botellas de licor. Tao Chi´en negoció con ellos el pasaje de Eliza y a él le permitieron canjear el costo del viaje por sus servicios de marinero. Los pasajeros, todos con sus pistolones al cinto, además de cuchillos o navajas, escasamente se dirigieron la palabra durante el primer día, salvo para insultarse por algún codazo o patada, inevitables en aquella apretura. Al amanecer del segundo día, después de una larga noche fría y húmeda anclados cerca de la orilla ante la imposibilidad de navegar a oscuras, cada cual se sentía rodeado de enemigos. Las barbas crecidas, la suciedad, la comida execrable, los mosquitos, el viento y la corriente en contra, contribuían a irritar los ánimos. Tao Chi´en, el único sin planes ni metas, aparecía perfectamente sereno y cuando no lidiaba con la vela admiraba el panorama extraordinario de la bahía. Eliza en cambio iba desesperada en su papel de muchacho sordomudo y tonto. Tao Chi´en la presentó brevemente como su hermano menor y logró acomodarla en un rincón más o menos protegido del viento, donde ella permaneció tan quieta y callada, que al poco rato nadie se acordaba de su existencia. Su manta de Castilla estilaba agua, tiritaba de frío y tenía las piernas dormidas, pero la fortalecía la idea de aproximarse por minutos a Joaquín. Se tocaba el pecho donde iban las cartas de amor y en silencio las recitaba de memoria. Al tercer día los pasajeros habían perdido buena parte de la agresividad y yacían postrados en sus ropas mojadas, algo borrachos y bastante desanimados.

La bahía resultó mucho más extensa de lo que habían supuesto, las distancias marcadas en sus patéticos mapas en nada se parecían a las millas reales, y cuando creyeron llegar a destino resultó que aún les faltaba por atravesar una segunda bahía, la de San Pablo. En las orillas se divisaban algunos campamentos y botes atestados de gente y mercadería, más allá los tupidos bosques. Tampoco allí concluía el viaje, debieron pasar por un torrentoso canal y entrar a una tercera bahía, la de Suisun, donde la navegación se hizo aún más lenta y difícil, y luego a un río angosto y profundo que los condujo hasta Sacramento. Estaban por fin cerca de la tierra donde se había encontrado la primera escama de oro. Aquel trocito insignificante, del tamaño de una uña de mujer, había provocado una incontrolable invasión, cambiando la faz de California y el alma de la nación norteamericana, como escribiría pocos años más tarde Jacob Todd, convertido en periodista. "Estados Unidos fue fundado por peregrinos, pioneros y modestos inmigrantes, con una ética de trabajo duro y valor ante la adversidad. El oro ha puesto en evidencia lo peor del carácter americano: la codicia y la violencia."

El capitán de la embarcación les explicó que la ciudad de Sacramento había brotado de la noche a la mañana en el último año. El puerto estaba atestado de variadas embarcaciones, contaba con calles bien trazadas, casas y edificios de madera, comercios, una iglesia y un buen número de garitos, bares y burdeles, sin embargo parecía la escena de un naufragio, porque el suelo estaba sembrado de sacos, monturas, herramientas y toda suerte de basura dejada por los mineros apresurados por partir a los placeres. Grandes pajarracos negros volaban sobre los desperdicios y las moscas hacían nata. Eliza sacó la cuenta de que en un par de días podía recorrer el pueblo casa por casa: no sería muy difícil encontrar a Joaquín Andieta. Los pasajeros del lanchón, ahora animados y amistosos por la proximidad del puerto, compartían los últimos tragos de licor, se despedían con palmetazos y cantaban a coro algo sobre una tal Susana, ante el estupor de Tao Chi´en, quien no entendía tan súbita transformación. Desembarcó con Eliza antes que los demás, porque llevaban muy poco equipaje, y se dirigieron sin vacilar al sector de los chinos, donde consiguieron algo de comida y hospedaje bajo un toldo de lona encerada. Eliza no podía seguir las conversaciones en cantonés y lo único que deseaba era averiguar sobre su enamorado, pero Tao Chi´en le recordó que debía callarse y le pidió calma y paciencia. Esa misma noche al "zhong yi" le tocó componer el hombro zafado de un paisano, metiéndole el hueso de vuelta en su sitio, con lo cual se ganó de inmediato el respeto del campamento.

A la mañana siguiente partieron los dos en busca de Joaquín Andieta. Comprobaron que sus compañeros de viaje ya estaban listos para partir a los placeres; algunos habían conseguido mulas para transportar el equipaje, pero la mayoría iba a pie, dejando atrás buena parte de sus posesiones. Recorrieron el pueblo completo sin encontrar rastro de quien buscaban, pero unos chilenos creían acordarse de alguien con ese nombre que había pasado por allí uno o dos meses antes. Les aconsejaron seguir río arriba, donde tal vez darían con él, todo era cuestión de suerte. Un mes era una eternidad. Nadie llevaba la cuenta de quienes habían estado allí el día anterior, no importaban los nombres o los destinos ajenos. La única obsesión era el oro.

– ¿Qué haremos ahora, Tao?

– Trabajar. Sin dinero nada se puede hacer -replicó él, echándose al hombro unos trozos de lona que encontró entre los restos abandonados.

– ¡No puedo esperar! ¡Debo encontrar a Joaquín! Tengo algo de dinero.

– ¿Reales chilenos? No servirán de mucho.

– ¿Y las joyas que me quedan? Algo deben valer…

– Guárdalas, aquí valen poco. Hay que trabajar para comprar una mula. Mi padre iba de pueblo en pueblo curando. Mi abuelo también. Puedo hacer lo mismo, pero aquí las distancias son grandes. Necesito una mula.

– ¿Una mula? Ya tenemos una: tú. ¡Qué testarudo eres!

– Menos testarudo que tú.

Juntaron palos y unas cuantas tablas, pidieron prestadas unas herramientas y armaron una vivienda con las lonas como techo, que resultó una casucha enclenque, pronta a desmoronarse con la primera ventisca, pero al menos los protegía del rocío de la noche y las lluvias primaverales. Se había corrido la voz de los conocimientos de Tao Chi´en y pronto acudieron pacientes chinos, quienes dieron fe del talento extraordinario de aquel "Zhong yi", después mexicanos y chilenos, por último algunos americanos y europeos. Al oír que Tao Chi´en era tan competente como cualquiera de los tres doctores blancos y cobraba menos, muchos vencieron su repugnancia contra los "celestiales" y decidieron probar la ciencia asiática. Algunos días Tao Chi´en estaba tan ocupado, que Eliza debía ayudarlo. Le fascinaba ver sus manos delicadas y hábiles tomando los diversos pulsos en brazos y piernas, palpando el cuerpo de los enfermos como si los acariciara, insertando las agujas en puntos misteriosos que sólo él parecía conocer. ¿Cuántos años tenía ese hombre? Se lo preguntó una vez y él replicó que contando todas sus reencarnaciones, seguramente tenía entre siete y ocho mil. Al ojo Eliza le calculaba unos treinta, aunque en algunos momentos al reírse parecía más joven que ella. Sin embargo, cuando se inclinaba sobre un enfermo en concentración absoluta, adquiría la antigüedad de una tortuga; entonces resultaba fácil creer que llevaba muchos siglos a la espalda. Ella lo observaba admirada mientras él examinaba la orina de sus pacientes en un vaso y por el olor y el color era capaz de determinar ocultos males, o cuando estudiaba las pupilas con un lente de aumento para deducir qué faltaba o sobraba en el organismo. A veces se limitaba a colocar sus manos sobre el vientre o la cabeza del enfermo, cerraba los ojos y daba la impresión de perderse en un largo ensueño.

– ¿Qué hacías? -le preguntaba después Eliza.

– Sentía su dolor y le pasaba energía. La energía negativa produce sufrimiento y enfermedades, la energía positiva puede curar.

– ¿Y cómo es esa energía positiva, Tao?

– Es como el amor: caliente y luminosa.

Extraer balas y tratar heridas de cuchillo eran intervenciones rutinarias y Eliza perdió el horror de la sangre y aprendió a coser carne humana con la misma tranquilidad con que antes bordaba las sábanas de su ajuar. La práctica de cirugía junto al inglés Ebanizer Hobbs probó ser de gran utilidad para Tao Chi´en. En aquella tierra infectada de culebras venenosas no faltaban los picados, que llegaban hinchados y azules en hombros de sus camaradas. Las aguas contaminadas distribuían democráticamente el cólera, para el cual nadie conocía remedio, y otros males de síntomas escandalosos, pero no siempre fatales. Tao Chi´en cobraba poco, pero siempre por adelantado, porque en su experiencia un hombre asustado paga sin chistar, en cambio uno aliviado regatea. Cuando lo hacía se le presentaba su anciano preceptor con una expresión de reproche, pero él la desechaba. "No puedo darme el lujo de ser generoso en estas circunstancias, maestro", mascullaba. Sus honorarios no incluían anestesia, quien deseara el consuelo de drogas o las agujas de oro debía pagar extra. Hacía una excepción con los ladrones, quienes después de un somero juicio sufrían azotes o les cortaban las orejas: los mineros se jactaban de su justicia expedita y nadie estaba dispuesto a financiar y vigilar una cárcel.

– ¿Por qué no cobras a los criminales? -le preguntó Eliza.

– Porque prefiero que me deban un favor -replicó él.


Tao Chi´en parecía dispuesto a establecerse. No se lo dijo a su amiga, pero no deseaba moverse para dar tiempo a Lin de encontrarlo. Su mujer no se había comunicado con él en varias semanas. Eliza, en cambio, contaba las horas, ansiosa por continuar viaje, y a medida que transcurrían los días la dominaban sentimientos encontrados por su compañero de aventuras. Agradecía su protección y la forma en que la cuidaba, pendiente de que se alimentara bien, abrigándola por las noches, administrándole sus yerbas y agujas para fortalecer el "qi", como decía, pero la irritaba su calma, que confundía con falta de arrojo. La expresión serena y la sonrisa fácil de Tao Chi´en la cautivaban a ratos y en otros la molestaban. No entendía su absoluta indiferencia por tentar fortuna en las minas, mientras todos a su alrededor, especialmente sus compatriotas chinos, no pensaban en otra cosa.

– A ti tampoco te interesa el oro -replicó imperturbable, cuando ella se lo reprochó.

– ¡Yo vine por otra cosa! ¿Por qué viniste tú?

– Porque era marinero. No pensaba quedarme hasta que tú me lo pediste.

– No eres marinero, eres médico.

– Aquí puedo volver a ser médico, al menos por un tiempo. Tenías razón, hay mucho que aprender en este lugar.

En eso andaba por esos días. Se puso en contacto con indígenas para averiguar sobre las medicinas de sus chamanes. Eran escuálidos grupos de indios vagabundos, cubiertos por mugrientas pieles de coyotes y andrajos europeos, quienes en la estampida del oro habían perdido todo. Iban de aquí para allá con sus mujeres cansadas y sus niños hambrientos, procurando lavar oro de los ríos en sus finos canastos de mimbre, pero apenas descubrían un lugar propicio, los echaban a tiros. Cuando los dejaban en paz, formaban sus pequeñas aldeas de chozas o tiendas y se instalaban por un tiempo, hasta que los obligaban a partir de nuevo. Se familiarizaron con el chino, lo recibían con muestras de respeto, porque lo consideraban un "medicine man" -hombre sabio- y les gustaba compartir sus conocimientos. Eliza y Tao Chi´en se sentaban con ellos en un círculo en torno a un hueco, donde cocinaban con piedras calientes una papilla de bellotas, o asaban semillas del bosque y saltamontes, que a Eliza le parecían deliciosos. Después fumaban, conversando en una mezcla de inglés, señales y las pocas palabras en la lengua nativa que habían aprendido. Por aquellos días desaparecieron misteriosamente unos mineros yanquis y aunque no encontraron los cuerpos, sus compañeros acusaron a los indios de asesinarlos y en represalia tomaron por asalto una aldea, hicieron cuarenta prisioneros entre mujeres y niños y como escarmiento ejecutaron a siete de los hombres.

– Si así tratan a los indios, que son dueños de esta tierra, seguro que a los chinos los tratan mucho peor, Tao. Tienes que hacerte invisible, como yo -dijo Eliza aterrada cuando se enteró de lo ocurrido.

Pero Tao Chi´en no tenía tiempo para aprender trucos de invisibilidad, estaba ocupado estudiando las plantas. Hacía largas excursiones a recolectar muestras para compararlas con las que se usaban en China. Alquilaba un par de caballos o caminaba millas a pie bajo un sol inclemente, llevando a Eliza de intérprete, para llegar a los ranchos de los mexicanos, que habían vivido por generaciones en esa región y conocían la naturaleza. Habían perdido California en la guerra contra los Estados Unidos hacía muy poco y esos grandes ranchos, que antes albergaban centenares de peones en un sistema comunitario, empezaban a desmoronarse. Los tratados entre los países quedaron en tinta y papel. Al comienzo los mexicanos, que sabían de minería, enseñaron a los recién llegados los procedimientos para obtener oro, pero cada día llegaban más forasteros a invadir el territorio que sentían suyo. En la práctica los gringos los despreciaban, tanto como a los de cualquier otra raza. Comenzó una persecución incansable contra los hispánicos, les negaban el derecho a explotar las minas porque no eran americanos, pero aceptaban como tales a convictos de Australia y aventureros europeos. Miles de peones sin trabajo tentaban suerte en la minería, pero cuando el hostigamiento de los gringos se volvía intolerable, emigraban hacia el sur o se convertían en malhechores. En algunas de las rústicas viviendas de las familias que quedaban, Eliza podía pasar un rato en compañía femenina, un lujo raro que le devolvía por escasos momentos la tranquila felicidad de los tiempos en la cocina de Mama Fresia. Eran la únicas ocasiones en que salía de su obligatorio mutismo y hablaba en su idioma. Esas madres fuertes y generosas, que trabajaban codo a codo con sus hombres en las tareas más pesadas y estaban curtidas por el esfuerzo y la necesidad, se conmovían ante aquel muchacho chino de aspecto tan frágil, maravilladas de que hablara español como una de ellas. Le entregaban gustosas los secretos de naturaleza usados por siglos para aliviar diversos males y, de paso, las recetas de sus sabrosos platos, que ella anotaba en sus cuadernos, segura de que tarde o temprano le serían valiosos. Entretanto el "zhong yi" encargó a San Francisco medicinas occidentales que su amigo Ebanizer Hobbs le había enseñado a usar en Hong Kong. También limpió un pedazo de terreno junto a la cabaña, lo cercó para defenderlo de los venados y plantó las yerbas básicas de su oficio.

– ¡Por Dios, Tao! ¿Piensas quedarte aquí hasta que broten estas matas raquíticas? -clamaba Eliza exasperada al ver los tallos desmayados y la hojas amarillas, sin obtener por respuesta más que un gesto vago.

Sentía que cada día transcurrido la alejaba de su destino, que Joaquín Andieta se internaba más y más en aquella región desconocida, tal vez rumbo a las montañas, mientras ella perdía su tiempo en Sacramento haciéndose pasar por el hermano bobo de un curandero chino. Solía cubrir a Tao Chi´en con los peores epítetos, pero tenía la prudencia de hacerlo en castellano, tal como seguramente hacía él cuando se dirigía a ella en cantonés. Habían perfeccionado las señales para comunicarse delante de otros sin hablar y de tanto actuar juntos llegaron a parecerse tanto, que nadie dudaba de su parentesco. Si no los ocupaba algún paciente, salían a recorrer el puerto y las tiendas, haciendo amigos e indagando por Joaquín Andieta. Eliza cocinaba y pronto Tao Chi´en se acostumbró a sus platos, aunque de vez en cuando escapaba a los comederos chinos de la ciudad, donde podía engullir cuanto le cupiera en la barriga por un par de dólares, una ganga, teniendo en cuenta que una cebolla costaba un dólar. Ante otros se comunicaban por gestos, pero a solas lo hacían en inglés. A pesar de los ocasionales insultos en dos lenguas, pasaban la mayor parte del tiempo trabajando lado a lado como buenos camaradas y sobraban ocasiones de reírse. A él le sorprendía que con Eliza pudieran compartir el humor, a pesar de los tropiezos ocasionales del idioma y las diferencias culturales. Sin embargo, justamente esas diferencias le arrancaban carcajadas: no podía creer que una mujer hiciera y dijera tales barbaridades. La observaba con curiosidad e inconfesable ternura; solía enmudecer de admiración por ella, le atribuía el valor de un guerrero, pero cuando la veía flaquear le parecía una niña y lo vencía el deseo de protegerla. Aunque había aumentado algo de peso y tenía mejor color, todavía estaba débil, era evidente. Tan pronto se ponía el sol comenzaba a cabecear, se enrollaba en su manta y se dormía; él se acostaba a su lado. Se acostumbraron tanto a esas horas de intimidad respirando al unísono, que los cuerpos se acomodaban solos en el sueño y si uno se volvía, el otro lo hacía también, de modo que no se despegaban. A veces despertaban trabados en las mantas, enlazados. Si él lo hacía primero, gozaba esos instantes que le traían a la memoria las horas felices con Lin, inmóvil para que ella no percibiera su deseo. No sospechaba que a su vez Eliza hacía lo mismo, agradecida de esa presencia de hombre que le permitía imaginar lo que habría sido su vida can Joaquín Andieta, de haber tenido más suerte. Ninguno de los dos mencionaba jamás lo que ocurría por la noche, como si fuera una existencia paralela de la cual no tenían conciencia. Apenas se vestían, el encanto secreto de esos abrazos desaparecía por completo y volvían a ser dos hermanos. En raras ocasiones Tao Chi´en partía solo en misteriosas salidas nocturnas, de las cuales regresaba sigiloso. Eliza se abstenía de indagar porque podía olerlo: había estado con una mujer, incluso podía distinguir los perfumes dulzones de las mexicanas. Ella quedaba enterrada bajo su manta, temblando en la oscuridad y pendiente del menor sonido a su alrededor, con un cuchillo empuñado en la mano, asustada, llamándolo con el pensamiento. No podía justificar ese deseo de llorar que la invadía, como si hubiera sido traicionada. Comprendía vagamente que tal vez los hombres eran diferentes a las mujeres; por su parte no sentía necesidad alguna de sexo. Los castos abrazos nocturnos bastaban para saciar su ansia de compañía y ternura, pero ni siquiera al pensar en su antiguo amante experimentaba la ansiedad de los tiempos en el cuarto de los armarios. No sabía si en ella el amor y el deseo eran la misma cosa y al faltar el primero naturalmente no surgía el segundo, o si la larga enfermedad en el barco había destruido algo esencial en su cuerpo. Una vez se atrevió a preguntar a Tao Chi´en si acaso podría tener hijos, porque no había vuelto a menstruar en varios meses, y él le aseguró que apenas recuperara fuerza y salud retornaría a la normalidad, para eso le ponía sus agujas de acupuntura. Cuando su amigo se deslizaba silencioso a su lado después de sus escapadas, ella fingía dormir profundamente, aunque permanecía despierta por horas, ofendida por el olor de otra mujer entre ellos. Desde que desembarcaron en San Francisco, había vuelto al recato en el cual Miss Rose la crió. Tao Chi´en la había visto desnuda durante las semanas de travesía en barco y la conocía por dentro y por fuera, pero adivinó sus razones y tampoco hizo preguntas, salvo para indagar sobre su salud. Incluso cuando le colocaba las agujas tenía cuidado de no incomodar su pudor. No se desvestían en presencia del otro y tenían un acuerdo tácito para respetar la privacidad del hoyo que les servía de letrina detrás de la cabaña, pero lo demás se compartía, desde el dinero hasta la ropa. Muchos años más tarde, revisando las notas en su diario correspondientes a esa época, Eliza se preguntaba extrañada por qué ninguno de los dos reconocía la atracción indudable que sentían, por qué se refugiaban en el pretexto del sueño para tocarse y durante el día fingían frialdad. Concluyó que el amor con alguien de otra raza les parecía imposible, creían que no había lugar para una pareja como ellos en el mundo.

– Tú sólo pensabas en tu amante -le aclaró Tao Chi´en quien para entonces tenía el pelo gris.

– Y tú en Lin.

– En China se pueden tener varias esposas y Lin siempre fue tolerante.

– También te repugnaban mis pies grandes -se burló ella.

– Cierto -replicó él con la mayor seriedad.


En junio se dejó caer un verano sin misericordia, los mosquitos se multiplicaron, las culebras salieron de sus huecos a pasearse impunes y las plantas de Tao Chi´en brotaron tan robustas como en la China. Las hordas de argonautas seguían llegando, cada vez más seguidas y numerosas. Como Sacramento era el puerto de acceso, no corrió la suerte de docenas de otros pueblos, que brotaban como callampas cerca de los yacimientos auríferos, prosperaban rápido y desaparecían de súbito apenas se acababa el mineral fácil. La ciudad crecía por minutos, se abrían nuevos almacenes y los terrenos ya no se regalaban, como al principio, se vendían tan caros como en San Francisco. Había un esbozo de gobierno y frecuentes asambleas para decidir detalles administrativos. Aparecieron especuladores, leguleyos, evangelistas, jugadores profesionales, bandoleros, madames con sus chicas de vida alegre y otros heraldos del progreso y la civilización. Pasaban centenares de hombres inflamados de esperanza y ambición rumbo a los placeres, también otros agotados y enfermos que regresaban después de meses de arduo trabajo dispuestos a despilfarrar sus ganancias. El número de chinos aumentaba día a día y pronto había un par de bandas rivales. Estos "tongs" eran clanes cerrados, sus miembros se ayudaban unos a otros como hermanos en las dificultades de la vida diaria y el trabajo, pero también propiciaban corrupción y crimen. Entre los recién llegados había otro "zhong yi", con quien Tao Chi´en pasaba horas de completa felicidad comparando tratamientos y citando a Confucio. Le recordaba a Ebanizer Hobbs, porque no se conformaba con repetir los tratamientos tradicionales, también buscaba alternativas novedosas.

– Debemos estudiar la medicina de los "fan güey" la nuestra no es suficiente -le decía y él estaba plenamente de acuerdo, porque mientras más aprendía, mayor era la impresión de que nada sabía y no le alcanzaría la vida para estudiar todo lo que faltaba.

Eliza organizó un negocio de "empanadas" para vender a precio de oro, primero a los chilenos y luego también a los yanquis, quienes se aficionaron rápidamente a ellas. Empezó por hacerlas de carne de vaca, cuando podía comprarla a los rancheros mexicanos que arreaban ganado desde Sonora, pero como solía escasear, experimentó con venado, liebre, gansos salvajes, tortuga, salmón y hasta oso. Todo lo consumían agradecidos sus fieles parroquianos, porque la alternativa eran frijoles en tarro y cerdo salado, la dieta invariable de los mineros. Nadie disponían de tiempo para cazar, pescar o cocinar; no se conseguían verduras ni frutas y la leche era un lujo más raro que la champaña, sin embargo no faltaba harina, grasa y azúcar, también había nueces, chocolate, algunas especias, duraznos y ciruelas secas. Hacía tartas y galletas con el mismo éxito de las "empanadas", también pan en un horno de barro que improvisó recordando el de Mama Fresia. Si conseguía huevos y tocino ponía un letrero ofreciendo desayuno, entonces los hombres hacían cola para sentarse a pleno sol ante un mesón destartalado. Esa sabrosa comida, preparada por un chino sordomudo, les recordaba los domingos familiares en sus casas, muy lejos de allí. El abundante desayuno de huevos fritos con tocino, pan recién horneado, tarta de fruta y café a destajo, costaba tres dólares. Algunos clientes, emocionados y agradecidos porque no habían probado nada parecido en muchos meses, depositaban otro dólar en el tarro de las propinas. Un día, a mediados del verano, Eliza se presentó ante Tao Chi´en con sus ahorros en la mano.

– Con esto podemos comprar caballos y partir -le anunció.

– ¿Adónde?

– A buscar a Joaquín.

– Yo no tengo interés en encontrarlo. Me quedo.

– ¿No quieres conocer este país? Aquí hay mucho por ver y aprender, Tao. Mientras yo busco a Joaquín, tú puedes adquirir tu famosa sabiduría.

– Mis plantas están creciendo y no me gusta andar de un lado a otro.

– Bien. Yo me voy.

– Sola no llegarás lejos.

– Veremos.

Esa noche durmieron cada uno en un extremo de la cabaña sin dirigirse la palabra. Al día siguiente Eliza salió temprano a comprar lo necesario para el viaje, tarea nada fácil en su papel de mudo, pero regresó a las cuatro de la tarde apertrechada de un caballo mexicano, feo y lleno de peladuras, pero fuerte. También compró botas, dos camisas, pantalones gruesos, guantes de cuero, un sombrero de ala ancha, un par de bolsas con alimentos secos, un plato, taza y cuchara de latón, una buena navaja de acero, una cantimplora para agua, una pistola y un rifle que no sabía cargar y mucho menos disparar. Pasó el resto de la tarde organizando sus bultos y cosiendo las joyas y el dinero que le quedaban en una faja de algodón, la misma que usaba para aplastarse los senos, bajo la cual siempre llevaba el atadito de cartas de amor. Se resignó a dejar la maleta con los vestidos, las enaguas y los botines que aún conservaba. Con su manta de Castilla improvisó una montura, tal como había visto hacer tantas veces en Chile; se quitó las ropas de Tao Chi´en usadas durante meses y se probó las recién adquiridas. Luego afiló la navaja en una tira de cuero y se cortó el cabello a la altura de la nuca. Su larga trenza negra quedó en el suelo como una culebra muerta. Se miró en un trozo de espejo roto y quedó satisfecha: con la cara sucia y las cejas engrosadas con un trozo de carbón, el engaño sería perfecto. En eso llegó Tao Chi´en de vuelta de una de sus tertulias con el otro "zhong yi" y por un momento no reconoció a ese vaquero armado que había invadido su propiedad.

– Mañana me voy, Tao. Gracias por todo, eres más que un amigo, eres mi hermano. Me harás mucha falta…

Tao Chi´en nada respondió. Al caer la noche ella se echó vestida en un rincón y él se sentó afuera en la brisa estival a contar las estrellas.

El secreto

La tarde en que Eliza salió de Valparaíso escondida en la panza del "Emilia", los tres hermanos Sommers cenaron en el Hotel Inglés invitados por Paulina, la esposa de Feliciano Rodríguez de Santa Cruz, y regresaron tarde a su casa en Cerro Alegre. No supieron de la desaparición de la muchacha hasta una semana más tarde, porque la imaginaban en la hacienda de Agustín del Valle, acompañada por Mama Fresia.

Al día siguiente John Sommers firmó su contrato como capitán del "Fortuna", el flamante vapor de Paulina. Un sencillo documento con los términos del acuerdo cerró el trato. Les bastó verse una vez para sentir confianza y no disponían de tiempo para perder en minucias legales, el frenesí por llegar a California era el único interés. Chile entero andaba enredado en lo mismo, a pesar de los llamados a la prudencia publicados en los periódicos y repetidos en apocalípticas homilías en los púlpitos de las iglesias. Al capitán le tomó tan sólo unas horas tripular su vapor, porque las largas filas de postulantes afiebrados con la peste del oro daban vueltas por los muelles. Había muchos que pasaban la noche durmiendo por el suelo para no perder su puesto. Ante el estupor de otros hombres de mar, que no podía imaginar sus razones, John Sommers se negó a llevar pasajeros, de modo que su barco iba prácticamente vacío. No dio explicaciones. Tenía un plan de filibustero para evitar que sus marineros desertaran al llegar a San Francisco, pero lo mantuvo callado, porque de haberlo divulgado no habría conseguido uno solo. Tampoco notificó a la tripulación que antes de dirigirse al norte darían un insólito rodeo por el sur. Esperaba encontrarse en alta mar para hacerlo.

– Así es que usted se siente capaz de manejar mi vapor y controlar a la tripulación, ¿no es así, capitán? -le preguntó una vez más Paulina al pasarle el contrato para la firma.

– Sí señora, no tema por eso. Puedo zarpar en tres días.

– Muy bien. ¿Sabe qué hace falta en California, capitán? Productos frescos: fruta, verduras, huevos, buenos quesos, embutidos. Eso es lo que vamos a vender nosotros allá.

– ¿Cómo? Llegaría todo podrido…

– Vamos a llevarlo en hielo -dijo ella imperturbable.

– ¿En qué?

– Hielo. Usted irá primero al sur a buscar hielo. ¿Sabe dónde queda la laguna de San Rafael?

– Cerca de Puerto Aisén.

– Me alegra que conozca por esos lados. Me han dicho que allí hay un glaciar azul de lo más bonito. Quiero que me llene el "Fortuna" con pedazos de hielo. ¿Qué le parece?

– Disculpe, señora, me parece una locura.

– Exactamente. Por eso no se le ha ocurrido a nadie. Lleve toneles de sal gruesa, una buena provisión de sacos y me envuelve trozos bien grandes. ¡Ah! Me imagino que necesitará abrigar a sus hombres para que no se congelen. Y de paso, capitán, hágame el favor de no comentar esto con nadie, para que no nos roben la idea.

John Sommers se despidió de ella desconcertado. Primero creyó que la mujer estaba desquiciada, pero mientras más lo pensaba, más gusto le tomaba a esa aventura. Además, nada tenía que perder. Ella arriesgaba su ruina; él en cambio cobraba su sueldo aunque el hielo se hiciera agua por el camino. Y si aquel disparate daba resultado, de acuerdo al contrato él recibiría un bono nada despreciable. A la semana, cuando explotó la noticia de la desaparición de Eliza, él iba rumbo al glaciar con las calderas resollando y no se enteró hasta la vuelta, cuando recaló en Valparaíso para cargar los productos que Paulina había preparado para transportar en un nido de nieve prehistórica hasta California, donde su marido y su cuñado los venderían a muchas veces su valor. Si todo salía como planeaba, en tres o cuatro viajes del "Fortuna" ella tendría más dinero del que jamás soñó; había calculado cuánto demorarían otros empresarios en copiar su iniciativa y fastidiarla con la competencia. Y en cuanto a él, bueno también llevaba un producto que pensaba rematar al mejor postor: libros.

Cuando Eliza y su nana no regresaron a casa el día señalado, Miss Rose mandó al cochero con una nota para averiguar si la familia del Valle aún estaba en su hacienda y si Eliza se encontraba bien. Una hora más tarde apareció en su puerta la esposa de Agustín del Valle, muy alarmada. Nada sabía de Eliza, dijo. La familia no se había movido de Valparaíso porque su marido estaba postrado con un ataque de gota. No había visto a Eliza en meses. Miss Rose tuvo suficiente sangre fría para disimular: era un error suyo, se disculpó, Eliza estaba en casa de otra amiga, ella se confundió, le agradecía tanto que se hubiera molestado en venir personalmente… La señora del Valle no le creyó una palabra, como era de esperar, y antes que Miss Rose alcanzara a avisar a su hermano Jeremy en la oficina, la fuga de Eliza Sommers se había convertido en el comidillo de Valparaíso.

El resto del día se le fue a Miss Rose en llanto y a Jeremy Sommers en conjeturas. Al revisar el cuarto de Eliza encontraron la carta de despedida y la releyeron varias veces rastreando en vano alguna pista. Tampoco pudieron ubicar a Mama Fresia para interrogarla y recién entonces se dieron cuenta de que la mujer había trabajado para ellos por dieciocho años y no conocían su apellido. Nunca le habían preguntado de dónde provenía o si tenía familia. Mama Fresia, como los demás sirvientes, pertenecía al limbo impreciso de los fantasmas útiles.

– Valparaíso no es Londres, Jeremy. No pueden haber ido muy lejos. Hay que buscarlas.

– ¿Te das cuenta del escándalo cuando empecemos a indagar entre las amistades?

– ¡Qué más da lo que diga la gente! Lo único que importa es encontrar a Eliza pronto, antes de que se meta en líos.

– Francamente, Rose, si nos ha abandonado de esta manera, después de todo lo que hemos hecho por ella, es que ya anda en problemas.

– ¿Qué quieres decir? ¿Qué clase de problemas? -preguntó Miss Rose aterrada.

– Un hombre, Rose. Es la única razón por la cual una muchacha comete una tontería de esta magnitud. Tú sabes eso mejor que nadie. ¿Con quién puede estar Eliza?

– No puedo imaginarlo.

Miss Rose podía imaginarlo perfectamente. Sabía quién era el responsable de ese tremendo descalabro: aquel tipo de aspecto fúnebre que llevó unos bultos a la casa meses atrás, el empleado de Jeremy. No sabía su nombre, pero iba a averiguarlo. No se lo dijo a su hermano, sin embargo, porque creyó que aún estaba a tiempo de rescatar a la muchacha de las trampas del amor contrariado. Recordaba con precisión de notario cada detalle de su propia experiencia con el tenor vienés, la zozobra de entonces estaba todavía a flor de piel. No lo amaba ya, es cierto, se lo había sacado del alma hacía siglos, pero bastaba murmurar su nombre para sentir una campana estrepitosa en el pecho. Karl Bretzner era la llave de su pasado y de su personalidad, el fugaz encuentro con él había determinado su destino y la mujer en que se había convertido. Si volviera a enamorarse como entonces, pensó, volvería a hacer lo mismo, aun sabiendo cómo esa pasión le torció la vida. Tal vez Eliza correría mejor suerte y el amor le saldría derecho; tal vez en su caso el amante era libre, no tenía hijos y una esposa engañada. Debía encontrar a la chica, confrontar al maldito seductor, obligarlos a casarse y luego presentar los hechos consumados a Jeremy, quien a la larga terminaría por aceptarlos. Sería difícil, dada la rigidez de su hermano cuando de honor se trataba, pero si la había perdonado a ella, también podría perdonar a Eliza. Persuadirlo sería su tarea. No había hecho el papel de madre durante tantos años para quedarse cruzada de brazos cuando su única hija cometía un error, resolvió.

Mientras Jeremy Sommers se encerraba en un silencio taimado y digno que, sin embargo, no lo protegió de los chismes desatados, Miss Rose se puso en acción.

A los pocos días descubrió la identidad de Joaquín Andieta, y, horrorizada, se enteró que se trataba nada menos que de un fugitivo de la justicia. Lo acusaban de haber embrollado la contabilidad de la "Compañía Británica de Importación y Exportación" y haber robado mercadería. Comprendió cuánto más grave de lo imaginado era la situación: Jeremy jamás aceptaría a semejante individuo en el seno de su familia. Peor aún, apenas pudiera echar el guante a su antiguo empleado seguramente lo mandaría a la cárcel, aunque para entonces fuera marido de Eliza. A menos que encuentre la forma de obligarlo a retirar los cargos contra esa sabandija y limpiarle el nombre por el bien de todos nosotros, masculló Miss Rose furiosa. Primero debía encontrar a los amantes, después vería cómo arreglaba lo demás. Se cuidó bien de mencionar su hallazgo y el resto de la semana se le fue haciendo indagaciones por aquí y por allá hasta que en la Librería Santos Tornero le mencionaron a la madre de Joaquín Andieta. Consiguió su dirección simplemente preguntando en las iglesias; tal como suponía, los sacerdotes católicos llevaban la cuenta de sus feligreses.

El viernes a mediodía se presentó ante la mujer. Iba llena de ínfulas, animada por justa indignación y dispuesta a decirle unas cuantas verdades, pero se fue desinflando a medida que avanzaba por las callejuelas torcidas de ese barrio, donde nunca había puesto los pies. Se arrepintió del vestido que había escogido, lamentó su sombrero demasiado adornado y sus botines blancos, se sintió ridícula. Golpeó la puerta confundida por un sentimiento de vergüenza, que se tornó en franca humildad cuando vio a la madre de Andieta. No había imaginado tanta devastación. Era una mujercita de nada, con ojos afiebrados y expresión triste. Le pareció una anciana, pero al mirarla bien comprendió que aún era joven y antes había sido bella, pero no cabía duda de que estaba enferma. La recibió sin sorpresa, acostumbrada a las señoras ricas que acudían a encargarle trabajos de costura y bordado. Se pasaban el dato unas a otras, no era extraño que una dama desconocida tocara su puerta. Esta vez se trataba de una extranjera, podía adivinarlo por ese vestido color de mariposas, ninguna chilena osaba vestirse así. La saludó sin sonreír y la hizo entrar.

– Siéntese, por favor, señora. ¿En qué puedo servirla?

Miss Rose se sentó en el borde de la silla que le ofrecía y no pudo articular palabra. Todo lo planeado se esfumó de su mente en un relámpago de compasión absoluta por esa mujer, por Eliza y por ella, mientras le corrían las lágrimas como un río, lavándole la cara y el alma. La madre de Joaquín Andieta, turbada, le tomó una mano entre las suyas.

– ¿Qué le pasa, señora? ¿Puedo ayudarla?

Y entonces Miss Rose le contó a borbotones en su español de gringa que su única hija había desaparecido hacía más de una semana, estaba enamorada de Joaquín, se habían conocido meses atrás y desde entonces la muchacha no era la misma, andaba enardecida de amor, cualquiera podía verlo, menos ella que de tan egoísta y distraída no se había preocupado a tiempo y ahora era tarde porque los dos se habían fugado, Eliza había arruinado su vida tal como ella arruinó la suya. Y siguió enhebrando una cosa tras otras sin poder contenerse, hasta que le contó a esa extraña lo que nunca le había dicho a nadie, le habló de Karl Bretzner y sus amores huérfanos y los veinte años transcurridos desde entonces en su corazón dormido y en su vientre deshabitado. Lloró a raudales las pérdidas calladas a lo largo de su vida, las rabias ocultas por buena educación, los secretos cargados a la espalda como hierros de preso para mantener las apariencias y la ardiente juventud malgastada por la simple mala suerte de haber nacido mujer. Y cuando por fin se le acabó el aire de los sollozos, se quedó allí sentada sin entender qué le había pasado ni de dónde provenía ese diáfano alivio que empezaba a embargarla.

– Tome un poco de té -dijo la madre de Joaquín Andieta después de un larguísimo silencio, poniéndole una taza desportillada en la mano.

– Por favor, se lo ruego, dígame si Eliza y su hijo son amantes. ¿No estoy loca, verdad? -murmuró Miss Rose.

– Puede ser, señora. También Joaquín andaba desquiciado, pero nunca me dijo el nombre de la muchacha.

– Ayúdeme, debo encontrar a Eliza…

– Se lo aseguro, ella no está con Joaquín.

– ¿Cómo puede saberlo?

– ¿No dice que la niña desapareció hace sólo una semana? Mi hijo se fue en diciembre.

– ¿Se fue, dice? ¿Adónde?

– No lo sé.

– La comprendo, señora. En su lugar yo también trataría de protegerlo. Sé que su hijo tiene problemas con la justicia. Le doy mi palabra de honor que lo ayudaré, mi hermano es el director de la "Compañía Británica" y hará lo que yo le pida. No diré a nadie dónde está su hijo, sólo quiero hablar con Eliza.

– Su hija y Joaquín no están juntos, créame.

– Sé que Eliza lo siguió.

– No puede haberlo seguido, señora. Mi hijo se fue a California.


El día en que el capitán John Sommers regresó a Valparaíso con el "Fortuna" cargado de hielo azul, encontró a sus hermanos esperándolo en el muelle, como siempre, pero le bastó ver sus caras para comprender que algo muy grave había sucedido. Rose estaba demacrada y apenas lo abrazó se echó a llorar sin control.

– Eliza ha desaparecido -le informó Jeremy con tanta ira que apenas podía modular las palabras.

Tan pronto como se encontraron solos, Rose le contó a John lo averiguado con la madre de Joaquín Andieta. En esos días eternos esperando a su hermano favorito y tratando de atar cabos sueltos, se había convencido de que la chica había seguido a su amante a California, porque seguramente ella habría hecho lo mismo. John Sommers pasó el día siguiente indagando en el puerto y así se enteró que Eliza no había adquirido un pasaje en barco alguno ni figuraba en las listas de viajeros, en cambio las autoridades habían registrado a un tal Joaquín Andieta, embarcado en diciembre. Supuso que la muchacha podría haberse cambiado el nombre para despistar y volvió a hacer el mismo recorrido con su descripción detallada, mas nadie la había visto. Una joven, casi una niña, viajando sola o acompañada sólo por una india habría llamado de inmediato la atención, le aseguraron; además, muy pocas mujeres iban a San Francisco, sólo aquellas de vida liviana y de vez en cuando la esposa de un capitán o un comerciante.

– No puede haberse embarcado sin dejar huella, Rose -concluyó el capitán después de un recuento minucioso de sus pesquisas.

– ¿Y Andieta?

– Su madre no te mintió. Aparece su nombre en una lista.

– Se apropió de unos productos de la "Compañía Británica". Estoy segura que lo hizo sólo porque no podía financiar el viaje de otro modo. Jeremy no sospecha que el ladrón que anda buscando es el enamorado de Eliza y espero que no lo sepa nunca.

– ¿No estás cansada de tantos secretos, Rose?

– ¿Y qué quieres que haga? Mi vida está hecha de apariencias, no de verdades. Jeremy es como una piedra, lo conoces tan bien como yo. ¿Qué vamos a hacer respecto a la niña?

– Partiré mañana a California, el vapor ya está cargado. Si allá hay tan pocas mujeres como dicen, será fácil dar con ella.

– ¡Eso no es suficiente, John!

– ¿Se te ocurre algo mejor?

Esa noche a la hora de la cena Miss Rose insistió una vez más en la necesidad de movilizar todos los recursos disponibles para encontrar a la muchacha. Jeremy, quien se había mantenido marginado de la frenética actividad de su hermana, sin ofrecer un consejo o expresar sentimiento alguno, salvo fastidio por ser parte de un escándalo social, opinó que Eliza no merecía tanto alboroto.

– Este clima de histeria es muy desagradable. Sugiero que se calmen. ¿Para qué la buscan? Aunque la encuentren, no volverá a pisar esta casa -anunció.

– ¿Eliza no significa nada para ti? -lo increpó Miss Rose.

– Ése no es el punto. Cometió una falta irrevocable y debe pagar las consecuencias.

– ¿Como las he pagado yo durante casi veinte años?

Un silencio helado cayó en el comedor. Nunca habían hablado abiertamente del pasado y Jeremy ni siquiera sabía si John estaba al tanto de lo ocurrido entre su hermana y el tenor vienés, porque él se había cuidado bien de no decírselo.

– ¿Qué consecuencias, Rose? Fuiste perdonada y acogida. No tienes nada que reprocharme.

– ¿Por qué fuiste tan generoso conmigo y no puedes serlo también con Eliza?

– Porque eres mi hermana y mi deber es protegerte.

– ¡Eliza es como mi hija, Jeremy!

– Pero no lo es. No tenemos obligación alguna con ella: no pertenece a esta familia.

– ¡Sí pertenece! -gritó Miss Rose.

– ¡Basta! -interrumpió el capitán dando un puñetazo sobre la mesa que hizo bailar los platos y las copas.

– Sí pertenece, Jeremy. Eliza es de nuestra familia -repitió Miss Rose sollozando con la cara entre las manos-. Es hija de John…

Entonces Jeremy escuchó de sus hermanos el secreto que habían guardado por dieciséis años. Ese hombre de pocas palabras, tan controlado que parecía invulnerable a la emoción humana, explotó por primera vez y todo lo callado en cuarenta y seis años de perfecta flema británica salió a borbotones, ahogándolo en un torrente de reproches, de rabia y de humillación, porque hay que ver qué tonto he sido, Dios mío, viviendo bajo el mismo techo en un nido de mentiras sin sospecharlo, convencido que mis hermanos son gente decente y reina la confianza entre nosotros, cuando lo que hay es una costumbre de patrañas, un hábito de falsedades, quién sabe cuántas cosas más me han ocultado sistemáticamente, pero esto es el colmo, por qué diablos no me lo dijeron, qué he hecho para que me traten como a un monstruo, para merecer que me manipulen de este modo, para que se aprovecharan de mi generosidad y al mismo tiempo me desprecien, porque no puede llamarse otra cosa si no desprecio esta forma de enredarme en embustes y excluirme, sólo me necesitan para pagar las cuentas, toda la vida había sido igual, desde que éramos niños ustedes se han burlado a mis espaldas…

Mudos, sin encontrar cómo justificarse, Rose y John, aguantaron el chapuzón y cuando a Jeremy se le agotó la cantaleta reinó un silencio largo en el comedor. Los tres estaban extenuados. Por primera vez en sus vidas se enfrentaban sin la máscara de las buenas maneras y la cortesía. Algo fundamental, que los había sostenido en el frágil equilibrio de una mesa de tres patas, parecía roto sin remedio; sin embargo a medida que Jeremy recuperaba el aliento, sus facciones volvieron a la expresión impenetrable y arrogante de siempre, mientras se acomodaba un mechón caído sobre la frente y la corbata torcida. Entonces Miss Rose se puso de pie, se acercó por detrás de la silla y le puso una mano en el hombro, el único gesto de intimidad que se atrevió a hacer, mientras sentía que el pecho le dolía de ternura por ese hermano solitario, ese hombre silencioso y melancólico que había sido como su padre y a quien no se había dado nunca el trabajo de mirar a los ojos. Sacó la cuenta de que en verdad nada sabía de él y que en toda su vida jamás lo había tocado.

Dieciséis años antes, la mañana del 15 de marzo de 1832, Mama Fresia salió al jardín y tropezó con una caja ordinaria de jabón de Marsella cubierta con papel de periódico. Intrigada, se acercó a ver de qué se trataba y al levantar el papel descubrió una criatura recién nacida. Corrió a la casa dando gritos y un instante después Miss Rose se inclinaba sobre el bebé. Tenía entonces veinte años, era fresca y bella como un durazno, vestía un traje color topacio y el viento le alborotaba los cabellos sueltos, tal como Eliza la recordaba o la imaginaba. Las dos mujeres levantaron la caja y la llevaron a la salita de costura, donde quitaron los papeles y sacaron del interior a la niña mal envuelta en un chaleco de lana. No había permanecido a la intemperie por mucho rato, dedujeron, porque a pesar de la ventisca de la mañana su cuerpo estaba tibio y dormía plácida. Miss Rose ordenó a la india que fuera a buscar una manta limpia, sábanas y tijeras para improvisar pañales. Cuando Mama Fresia regresó, el chaleco había desaparecido y el bebé desnudo chillaba en brazos de Miss Rose.

– Reconocí el chaleco de inmediato. Yo misma se lo había tejido a John el año anterior. Lo escondí porque tú lo hubieras reconocido también -explicó a Jeremy.

– ¿Quién es la madre de Eliza, John?

– No recuerdo su nombre…

– ¡No sabes cómo se llama! ¿Cuántos bastardos has sembrado por el mundo? -exclamó Jeremy.

– Era una muchacha del puerto, una joven chilena, la recuerdo muy bonita. Nunca volví a verla y no supe que estaba encinta. Cuando Rose me mostró el chaleco, un par de años más tarde, me acordé que se lo había puesto a esa joven en la playa porque hacía frío y luego olvidé pedírselo. Tienes que entender, Jeremy, así es la vida de los marinos. No soy una bestia…

– Estabas ebrio.

– Es posible. Cuando comprendí que Eliza era mi hija, traté de ubicar a la madre, pero había desaparecido. Tal vez murió, no lo sé.

– Por alguna razón esa mujer decidió que nosotros debíamos criar a la niña, Jeremy, y nunca me he arrepentido de haberlo hecho. Le dimos cariño, una buena vida, educación. Tal vez la madre no podía darle nada, por eso nos trajo a Eliza envuelta en el chaleco, para que supiéramos quién era el padre -agregó Miss Rose.

– ¿Eso es todo? ¿Un mugriento chaleco? ¡Eso no prueba absolutamente nada! Cualquiera puede ser el padre. Esa mujer se deshizo de la criatura con mucha astucia.

– Temía que reaccionaras así, Jeremy. Justamente por eso no te lo dije entonces -replicó su hermana.


Tres semanas después de despedirse de Tao Chi´en, Eliza estaba con cinco mineros lavando oro a orillas del Río Americano. No había viajado sola. El día en que salió de Sacramento se unió a un grupo de chilenos que partía hacia los placeres. Habían comprado cabalgaduras, pero ninguno sabía de animales y los rancheros mexicanos disfrazaron hábilmente la edad y los defectos de los caballos y las mulas. Eran unas bestias patéticas con las peladuras disimuladas con pintura y drogadas, que a las pocas horas de marcha perdieron ímpetu y arrastraban las patas cojeando. Llevaba cada jinete un cargamento de herramientas, armas y tiestos de latón, de modo que la triste caravana avanzaba a paso lento en medio de un estrépito de metales. Por el camino iban desprendiéndose de la carga, que quedaba desparramada junto a las cruces salpicadas en el paisaje para indicar a los difuntos. Ella se presentó con el nombre de Elías Andieta, recién llegado de Chile con el encargo de su madre de buscar a su hermano Joaquín y dispuesto a recorrer California de arriba abajo hasta cumplir con su deber.

– ¿Cuántos años tienes, mocoso? -le preguntaron.

– Dieciocho.

– Pareces de catorce. ¿No eres muy joven para buscar oro?

– Tengo dieciocho y no ando buscando oro, sólo a mi hermano Joaquín -repitió.

Los chilenos eran jóvenes, alegres y todavía mantenían el entusiasmo que los había impulsado a salir de su tierra y aventurarse tan lejos, aunque empezaban a darse cuenta de que las calles no estaban empedradas de tesoros, como les habían contado. Al principio Eliza no les daba la cara y mantenía el sombrero encima de los ojos, pero pronto notó que los hombres poco se miran entre ellos. Asumieron que se trataba de un muchacho y no se les extrañó la forma de su cuerpo, su voz o sus costumbres. Ocupados cada uno de lo suyo, no se fijaron en que no orinaba con ellos y cuando tropezaban con un charco de agua para refrescarse, mientras ellos se desnudaban, ella se zambullía vestida y hasta con el sombrero puesto, alegando que así aprovechaba de lavar su ropa en el mismo baño. Por otra parte, la limpieza era lo de menos y a los pocos días estaba tan sucia y sudada como sus compañeros. Descubrió que la mugre empareja a todos en la misma abyección; su nariz de sabueso apenas distinguía el olor de su cuerpo del de los demás. La tela gruesa de los pantalones le raspaba las piernas, no tenía costumbre de cabalgar por largos trechos y al segundo día apenas podía dar un paso con las posaderas en carne viva, pero los otros también eran gente de ciudad y andaban tan adoloridos como ella. El clima seco y caliente, la sed, la fatiga y el asalto permanente de los mosquitos, les quitaron pronto el ánimo para la chacota. Avanzaban callados, con su sonajera de trastos, arrepentidos antes de empezar. Exploraron durante semanas tras un lugar propicio donde instalarse a buscar oro, tiempo que Eliza aprovechó para inquirir por Joaquín Andieta. Ni los indicios recogidos ni los mapas mal trazados servían de mucho y cuando alcanzaban un buen lavadero se encontraban con cientos de mineros llegados antes. Cada uno tenía derecho a reclamar cien pies cuadrados, marcaba su sitio trabajando a diario y dejando allí sus herramientas cuando se ausentaba, pero si se iba por más de diez días, otros podían ocuparlo y registrarlo a sus nombres. Los peores crímenes, invadir una pertenencia ajena antes del plazo y robar, se pagaban con la horca o con azotes, después de un juicio sumario en que los mineros hacían de jueces, jurado y verdugos. Por todos lados encontraron partidas de chilenos. Se reconocían por la ropa y el acento, se abrazaban entusiasmados, compartían el "mate", el aguardiente y el "charqui", se contaban en vívidos colores las mutuas desventuras y cantaban canciones nostálgicas bajo las estrellas, pero al día siguiente se despedían, sin tiempo para excesos de hospitalidad. Por el acento de lechuguinos y las conversaciones, Eliza dedujo que algunos eran señoritos de Santiago, currutacos medio aristócratas que pocos meses antes usaban levita, botas de charol, guantes de cabritilla y pelo engominado, pero en los placeres resultaba casi imposible diferenciarlos de los más rústicos patanes, con quienes trabajaban de igual a igual. Los remilgos y prejuicios de clase se hacían humo en contacto con la realidad brutal de las minas, pero no así el odio de razas, que al menor pretexto explotaba en peleas. Los chilenos, más numerosos y emprendedores que otros hispanos, atraían el odio de los gringos. Eliza se enteró que en San Francisco un grupo de australianos borrachos había atacado Chilecito, desencadenando una batalla campal. En los placeres funcionaban varias compañías chilenas que habían traído peones de los campos, inquilinos que por generaciones habían estado bajo un sistema feudal y trabajaban por un sueldo ínfimo y sin extrañarse de que el oro no fuese de quien lo encuentra, sino del patrón. A los ojos de los yanquis, eso era simple esclavitud. Las leyes americanas favorecían a los individuos: cada propiedad se reducía al espacio que un hombre solo podía explotar. Las compañías chilenas burlaban la ley registrando los derechos a nombre de cada uno de los peones para abarcar más terreno.

Había blancos de varias nacionalidades con camisas de franela, pantalones metidos en las botas y un par de revólveres; chinos con sus chaquetas acolchadas y calzones amplios; indios con ruinosas chaquetas militares y el trasero pelado; mexicanos vestidos de algodón blanco y enormes sombreros; sudamericanos con ponchos cortos y anchos cinturones de cuero donde llevaban su cuchillo, el tabaco, la pólvora y el dinero; viajeros de las Islas Sandwich descalzos y con fajas de brillantes sedas; todos en una mezcolanza de colores, culturas, religiones y lenguas, con una sola obsesión común. A cada uno Eliza preguntaba por Joaquín Andieta y pedía que corrieran la voz de que su hermano Elías lo buscaba. Al internarse más y más en ese territorio, comprendía cuán inmenso era y cuán difícil sería encontrar a su amante en medio de cincuenta mil forasteros pululando de un lado a otro.

El grupo de extenuados chilenos decidió por fin instalarse. Habían llegado al valle del Río Americano bajo un calor de fragua, con sólo dos mulas y el caballo de Eliza, los demás animales habían sucumbido por el camino. La tierra estaba seca y partida, sin más vegetación que pinos y robles, pero un río claro y torrentoso bajaba a saltos por las piedras desde las montañas, atravesando el valle como un cuchillo. En ambas orillas había hileras y más hileras de hombres cavando y llenando baldes con la tierra fina, que luego arneaban en un artefacto parecido a la cuna de un infante. Trabajaban con la cabeza al sol, las piernas en el agua helada y la ropa empapada; dormían tirados por el suelo sin soltar sus armas, comían pan duro y carne salada, bebían agua contaminada por las centenares de excavaciones río arriba y licor tan adulterado, que a muchos les reventaba el hígado o se volvían locos. Eliza vio morir a dos hombres en pocos días, revolcándose de dolor y cubiertos del sudor espumoso del cólera y agradeció la sabiduría de Tao Chi´en, que no le permitía beber agua sin hervir. Por mucha que fuera la sed, ella esperaba hasta la tarde, cuando acampaban, para preparar té o "mate". De vez en cuando se oían gritos de júbilo: alguien había encontrado una pepa de oro, pero la mayoría se contentaba con separar unos gramos preciosos entre toneladas de tierra inútil. Meses antes aún podían ver las escamas brillando bajo el agua límpida, pero ahora la naturaleza estaba trastornada por la codicia humana, el paisaje alterado con cúmulos de tierra y piedras, hoyos enormes, ríos y esteros desviados de sus cursos y el agua distribuida en incontables charcos, millares de troncos amputados donde antes había bosque. Para llegar al metal se necesitaba determinación de titanes.

Eliza no pretendía quedarse, pero estaba agotada y se encontró incapaz de continuar cabalgando sola a la deriva. Sus compañeros ocuparon un pedazo al final de la hilera de mineros, bastante lejos del pequeño pueblo que empezaba a emerger en el lugar, con su taberna y su almacén para satisfacer las necesidades primordiales. Sus vecinos eran tres oregoneses que trabajaban y bebían alcohol con descomunal resistencia y no perdieron tiempo en saludar a los recién llegados, por el contrario, les hicieron saber de inmediato que no reconocían el derecho de los "grasientos" a explotar el suelo americano. Uno de los chilenos los enfrentó con el argumento de que tampoco ellos pertenecían allí, la tierra era de los indios, y se habría armado camorra si no intervienen los demás a calmar los ánimos. El ruido era una continua algarabía de palas, picotas, agua, rocas rodando y maldiciones, pero el cielo era límpido y el aire olía a hojas de laurel. Los chilenos se dejaron caer por tierra muertos de fatiga, mientras el falso Elías Andieta armaba una pequeña fogata para preparar café y daba agua a su caballo. Por lástima, dio también a las pobres mulas, aunque no eran suyas, y descargó los bultos para que pudieran reposar. La fatiga le nublaba la vista y apenas podía con el temblor de las rodillas, comprendió que Tao Chi´en tenía razón cuando le advertía la necesidad de recuperar fuerzas antes de lanzarse en esa aventura. Pensó en la casita de tablas y lona en Sacramento, donde a esa hora él estaría meditando o escribiendo con un pincel y tinta china en su hermosa caligrafía. Sonrió, extrañada de que su nostalgia no evocara la tranquila salita de costura de Miss Rose o la tibia cocina de Mama Fresia. Cómo he cambiado, suspiró, mirando sus manos quemadas por el sol inclemente y llenas de ampollas.

Al otro día sus camaradas la mandaron al almacén a comprar lo indispensable para sobrevivir y una de aquellas cunas para arnear la tierra, porque vieron cuánto más eficiente era ese artilugio que sus humildes bateas. La única calle del pueblo, si así podía llamarse ese caserío, era un lodazal sembrado de desperdicios. El almacén, una cabaña de troncos y tablas, era el centro de la vida social en esa comunidad de hombres solitarios. Allí se vendía de un cuanto hay, se servía licor a destajo y algo de comida; por las noches, cuando acudían los mineros a beber, un violinista animaba el ambiente con sus melodías, entonces algunos hombres se colgaban un pañuelo en el cinturón, en señal de que asumían el papel de las damas, mientras los otros se turnaban para sacarlos a bailar. No había una sola mujer en muchas millas a la redonda, pero de vez en cuando pasaba un vagón tirado por mulas cargado de prostitutas. Las esperaban con ansias y las compensaban con generosidad. El dueño del almacén resultó ser un mormón locuaz y bondadoso, con tres esposas en Utah, que ofrecía crédito a quien se convirtiera a su fe. Era abstemio y mientras vendía licor predicaba contra el vicio de beberlo. Sabía de un tal Joaquín y el apellido le sonaba como Andieta, informó a Eliza cuando ella lo interrogó, pero había pasado por allí hacía un buen tiempo y no podía decir cuál dirección había tomado. Lo recordaba porque estuvo involucrado en una pelea entre americanos y españoles a propósito de una pertenencia. ¿Chilenos? Tal vez, sólo estaba seguro que hablaba castellano, podría haber sido mexicano, dijo, a él todos los "grasientos" le parecían iguales.

– ¿Y qué pasó al final?

– Los americanos se quedaron con el predio y los otros se tuvieron que marchar. ¿Qué otra cosa podía pasar? Joaquín y otro hombre permanecieron aquí en el almacén dos o tres días. Puse unas mantas allí en un rincón y los dejé descansar hasta que se repusieran un poco, porque estaban muy golpeados. No eran mala gente. Me acuerdo de tu hermano, era un chico de pelo negro y ojos grandes, bastante guapo.

– El mismo -dijo Eliza, con el corazón disparado al galope.

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