SARPEDÓN, AYANTE DE TELAMÓN, HÉCTOR

Sarpedón


Ahí estaba aquella fosa, que rodeaba todo el muro que los aqueos habían construido para defender sus naves. Héctor nos gritaba que la franqueáramos, pero los caballos no hacían caso alguno, clavaban los cascos en el suelo y relinchaban, estaban aterrorizados. Los bordes eran empinados y los aqueos habían clavado agudas estacas en las orillas. Pensar en atravesar aquello, con nuestros carros, era una locura. Polidamante se lo dijo a Héctor, le dijo que bajar hasta allí era demasiado arriesgado, ¿y si los aqueos contraatacaban?, nos encontraríamos justo en medio de la fosa, en una trampa, y aquello sería una carnicería. Lo único factible era bajar de los carros, dejarlos antes de la fosa y atacar a pie. Héctor le dio la razón. Descendió él mismo del carro y les dijo a ¡os demás que obraran de igual modo. Nos desplegamos en cinco grupos. Héctor mandaba el primero. París, el segundo. Heleno, el tercero. Eneas, el cuarto. El quinto era el mío. Estábamos preparados para atacar, pero la verdad es que algo nos retenía todavía allí, al borde de la fosa, vacilantes. Y fue precisamente en ese momento cuando apareció en el cielo un águila. Volaba alta por encima de nosotros, y sujetaba entre sus garras una enorme serpiente, sangrante pero viva todavía. Y en un momento dado la serpiente se revolvió y mordió al águila en el pecho, justo cerca del cuello; y ella, traspasada por el dolor, soltó la presa, casi la arrojó, exactamente en medio de todos nosotros, y se fue de allí volando entre gritos agudos y horribles. Vimos caer aquella serpiente, manchada, y luego la vimos por el suelo, entre nosotros: y todos nos estremecimos. Polidamante corrió hacia Héctor y le dijo: «¿Has visto el águila? Justo cuando estábamos a punto de bajar a la fosa ha volado sobre nosotros. ¿La has visto? Ha tenido que soltar su presa, no ha conseguido llevarla hasta su nido, a sus crías. ¿Sabes qué es lo que nos diría un adivino, Héctor? Que nosotros también pensamos que estamos a punto de atrapar a nuestra presa, pero que se nos escapará. A lo mejor conseguiremos llegar hasta ¡as naves, pero no lograremos conquistarlas y, en ese momento, una vez superada la fosa, una retirada se puede convertir en una masacre.» Héctor lo miró furibundo. «Polidamante, o tú estás bromeando o es que tal vez has enloquecido. Creo en la voz de Zeus, no en el vuelo de las aves. Y esa voz me ha prometido la victoria. Aves… El único presagio en el que creo es en luchar por nuestra patria. Tú tienes miedo, Polidamante. Pero no tienes por qué preocuparte: aunque todos muriéramos al pie de aquel muro, tú no corres peligro alguno, porque no vas a llegar hasta allí, siendo tan cobarde como eres.» Y luego echó a andar, hacia la fosa, llevándonos a todos tras él.


Ayante


Se levantó una tempestad de viento que daba miedo. Había polvo por todas partes, que ascendía hasta los puentes de las naves. Los tróvanos atravesaron la fosa y arremetieron contra nuestro muro. Arrancaban las almenas de las torres, abatían los parapetos, intentaban hacer saltar las pilastras que sostenían todo aquello. Nosotros estábamos arriba de todo, protegiéndonos detrás de los escudos de cuero, y atacando siempre que podíamos. Volaban las piedras, por todas partes, como copos de nieve en una tempestad de invierno. Podíamos haberlo logrado: el muro resistía bien, pero entonces llegó Sarpedón. Con el enorme escudo de bronce y oro, sosteniéndolo delante, y empuñando dos lanzas: se nos echó encima igual que un león hambriento.


Sarpedón


Yo estaba ahí, en medio del tumulto, y Glauco estaba a mi lado. «Maldita sea, Glauco, ¿somos o no somos los mejores de entre los licios, esos a los que todos honran y a los que miran con adoración?… Pues entonces acabemos ya con esto de una vez, subamos a ese maldito muro, porque de alguna manera hay que morir: sí así tiene que ser, que sea aquí, al menos le daremos a alguien su gloria, o alguno nos la dará a nosotros.» Con Glauco, y con todos los licios, ataqué.


Ayante


Los vieron llegar, desde una de las torres, y empezaron a pedir ayuda, pero nadie los oía, tal era el estruendo que había… Al final enviaron a un mensajero, llegó hasta mí y me dijo: «Ayante, los licios han atacado el muro en tropel, por la torre que Teucro defiende. Corre, necesitan ayuda.» Eché a correr y al llegar allí vi que estaban en aprietos. Había una piedra enorme, apoyada sobre el parapeto del muro, la cogí y la levanté en vilo; no sé con qué fuerzas lo hice, de verdad, era enorme; pero la levanté y la arrojé sobre las cabezas de los licios. Y mientras tanto, Teucro, con su arco, alcanzó a Glauco en el brazo: justo cuando estaba a punto de superar el muro, lo alcanzó en el brazo, y Glauco se dejó caer muro abajo.


Sarpedón


Lo habían alcanzado, y él retrocedió para esconderse, no quería que ningún aqueo viera que estaba herido, ¿comprendéis?, no le quería dar a nadie esa gloria. Yo ya no pude ver nada más a causa de la rabia. Estaba justo encima del muro, entre mis manos aferré el parapeto, con toda la fuerza que tenía, y lo arranqué, lo juro. Se desgajó un buen pedazo: al diablo con el parapeto, ahora sí que íbamos a pasar.


Ayante


Y entonces nos dimos de bruces con él, con Sarpedón. Se había colocado el escudo a la espalda, para escalar el muro, y ahora venía a nuestro encuentro así, sin defensa. Teucro le lanzó una flecha directamente al pecho, pero aquel hombre tenía una gran suerte: la flecha acabó justo sobre la correa de cuero del escudo, que le cruzaba el pecho, y fue a clavarse exactamente ahí.


Sarpedón


Yo me puse a gritar a los demás: «¡Maldita sea!, ¿es que he de tomar yo solo este muro? ¿Dónde está vuestro coraje y vuestro valor?» Y entonces se lanzaron todos hacia la brecha, donde se entabló una lucha tremenda. Los escudos ligeros cedían bajo las puntas de bronce, la torre se cubrió de sangre troyana y aquea; atacábamos, pero no lo conseguíamos, era como una balanza que oscilaba, siempre en equilibrio, no se decidía a inclinar el plato del lado de los aqueos, parecía que aquello no iba a terminar nunca, cuando de repente oímos la voz de Héctor gritando: «Adelante, adelante, a! muro, a las naves», y fue como si aquella voz nos empujara hacia lo alto, del otro lado del muro…


Ayante


Héctor estaba justo delante de una de las puertas del muro. Se acercó a un peñasco enorme, estaba apoyado en el suelo y terminaba con una aguda punta, cortante. Lo levantó, y juro que era algo enorme, dos hombres a duras penas podrían haberlo levantado, pero él lo levantó en vilo, por encima de su cabeza. Lo vimos dar algunos pasos hacia la puerta del muro y luego, con todas sus fuerzas, lanzar aquel peñasco contra los batientes. Fue un golpe tal que los goznes saltaron por los aires, la madera de la puerta se partió, los cerrojos cedieron de golpe: rápido como la noche avanzó Héctor en el abismo que se abría, espléndido en el bronce que lo vestía, con dos lanzas en la mano, los ojos ardientes como el fuego. Os digo que sólo un dios podría haberlo detenido en aquel momento. Se dio la vuelta hacia sus guerreros y les gritó que avanzaran, que pasaran el muro. Los vimos llegar, pasaban por la puerta destruida, o superaban el muro por todas partes. Todo estaba perdido. Tan sólo podíamos huir, y huimos hacia nuestras naves, hacia lo único que nos quedaba.


Ayante


Desde su tienda, Néstor, el anciano, nos vio: huyendo, dejando a nuestras espaldas el muro destruido, y a los troyanos pisándonos los talones, empujándonos hacia las naves como una llamarada, como una tempestad. Salió corriendo a buscar a los otros reyes que yacían heridos en sus tiendas: Diomedes, Ulises, Agamenón. Todos juntos se pusieron a observar el campo de batalla, apoyados en las lanzas, con el corazón encogido por la angustia. Agamenón fue el primero en hablar: «Héctor lo había prometido. Ya dijo que no se detendría hasta haber prendido fuego a las naves. Y ahora ahí lo tenéis, a punto de llegar. ¡Ay de mí, siento que todos los aqueos abrigan ira contra mí, como si fueran tantos otros Aquiles, y antes o después se negarán a seguir luchando.» Néstor miraba fijamente hacia aquella rendición desesperada. «Por desgracia ha caído el muro que confiábamos que sirviera como defensa infranqueable para nosotros y nuestras naves», dijo. «Esto es un hecho, y ni siquiera un dios podría ya cambiarlo. Ahora hemos de pensar qué tenemos que hacer. Los nuestros están en fuga, y en el caos más espantoso intentan huir de esa masacre. Hay que hacer algo. Pero no creo que tengamos que combatir: vosotros estáis heridos y yo soy viejo: no es esto lo que podemos hacer.» Entonces Agamenón dijo: «Si no podemos luchar, huyamos.» Lo dijo precisamente él, el rey de reyes. «Éstas son mis órdenes. Esperemos a que llegue la noche y luego, con la oscuridad a nuestro favor, echemos las naves al mar y marchémonos de aquí. No es vergonzoso escapar a una catástrofe. Y si la única manera de salvarse es huyendo, entonces huir es lo que tenemos que hacer.» Ulises lo miró con ojos feroces. «¿Qué palabra es la que se te ha escapado de entre los dientes, desgraciado? Ve a dar órdenes de esta clase a cualquier otro, pero no nos las des a nosotros, que somos hombres de honor, y que tenemos por destino devanar un ovillo de duras batallas, desde la juventud a la vejez, hasta la muerte. ¿Quieres abandonar Troya, después de que por ella hemos sufrido tantas desgracias? Cállate, que los aqueos no te oigan. Son palabras que nunca deberían salir de los labios de un hombre que empuña el cetro del mando.» Agamenón bajó la mirada. «Tú hieres mi corazón, Ulises, con tus palabras. Y es verdad, yo no quiero ordenaros huir, si vosotros no queréis hacerlo. Pero ¿qué otra cosa podemos hacer? ¿Hay alguien, joven o viejo, que tenga una idea? Yo lo escucharé con atención.» Entonces se levantó de un brinco Diomedes, que era el más joven de todos nosotros. «Escúchame, Agamenón. Sé que soy más joven que tú, pero olvídate de envidias o rencores, y escúchame. Aunque estemos heridos, regresemos a la batalla. Mantengámonos alejados del corazón de la lucha, pero dejemos que nos vean por allí en medio, es necesario que nos vean: nos verán y volverán a encontrar el coraje y las ganas de combatir.» Era el más joven, pero al final lo escucharon con atención. Porque no podían hacer otra cosa. Y porque su destino, el nuestro, era devanar un ovillo de duras batallas, desde la juventud a la vejez, hasta la muerte.


Sarpedón


Cargamos en tropel, todos detrás de Héctor. Como un peñasco que cae desde lo alto de un monte, que rueda y rebota, haciendo resonar la selva a su paso, y no se detiene hasta que llega a la llanura, así quería aquel hombre llegar hasta el mar, a las naves, a las tiendas de los aqueos, sembrando la muerte. A su alrededor, se intensificaba la batalla que aniquila a los hombres, erizada de lanzas cortantes. Avanzábamos por todas partes, cegados por los destellos de un resplandor hecho de yelmos relucientes, luminosas corazas y escudos brillantes. Cómo poder olvidar aquel resplandor…, pero yo os lo digo: no hay ni un solo corazón tan valiente como para poder mirar aquella belleza sin quedar aterrado.

Y también aterrados estábamos nosotros, allí, fascinados pero aterrados, mientras Héctor nos impelía hacia delante, como si no viera nada más que aquellas naves allá abajo, a las que alcanzar y destruir. Desde la retaguardia los aqueos nos acribillaban con flechas y piedras, mientras que en primera línea los nuestros se encontraban frente a los mejores de sus guerreros. Empezamos entonces a desbandamos, a perdernos. Polidamante, de nuevo, corrió hasta Héctor, estaba furioso. «¡Héctor! ¿Quieres escucharme de una vez? ¿Sólo porque eres el más fuerte te crees también el más sabio y no quieres escuchar a los demás? ¡Escúchame! La batalla se extiende a nuestro alrededor como una corona de fuego, ¿y no ves que tus troyanos se están dispersando por todas partes? No saben si volver hacia el muro o si seguir avanzando. Necesitamos detenernos y elaborar un plan. Corremos el riesgo de llegar a las naves en inferioridad, y yo no me olvido de que allí abajo sigue estando Aquiles, esperándonos, ávido de guerra.» Tenía razón. Y Héctor lo entendió. Retrocedió, entonces, para reunir a sus mejores guerreros, para reagrupar al ejército, y fue allí cuando se dio cuenta de que muchos de nosotros no se habían librado, que habían sido alcanzados en el muro: Deífobo, Heleno, Otrioneo, los buscaba pero no los encontraba. Halló a París, y se lanzó sobre él, como si fuera culpa suya que los otros hubieran desaparecido. «Todos los demás están muertos, Héctor», le gritó París. «Muertos o heridos. Sólo quedamos nosotros para luchar. Deja ya de buscar a los muertos. Y llévanos contigo, lánzanos a la batalla, hacia las naves, toda nuestra fuerza está contigo, y te seguirá.» Y, como hiciera antes con Polidamante, Héctor hizo de nuevo con Paris: lo escuchó con atención, y fue así como se lanzó de nuevo al ataque, poniéndose al frente de todos, y arrastrándonos consigo.


Ayante


Lo vi llegar cubierto con su escudo, delante de todos, con el yelmo resplandeciente que se agitaba sobre las sienes. Entonces casi eché a correr hacia él. «¡Vamos, ven para aquí, loco!», me puse a gritar. «Quieres nuestras naves, ¿verdad? Pero nosotros también tenemos brazos para defenderlas, y con estos brazos os aniquilaremos a vosotros y a vuestra ciudad. ¡Empieza a rezar, Héctor, porque dentro de poco vas a necesitar caballos muy veloces para huir de aquí y salvar el pellejo!»


Sarpedón


«¿Qué estás diciendo, Ayante?», le gritó Héctor. «No eres más que un bravucón y un mentiroso. Éste será el día de vuestra ruina, créeme. Y tú también morirás, junto a todos los demás. ¡Ven a desafiar a mi lanza, que arde en deseos de morder tu cándida piel y dejarte en la tierra de Troya para que seas pasto de los perros y de las aves!» Y sin esperar más, arrojó su lanza contra Ayante.


Ayante


Me dio de lleno en mitad del pecho. Pero no era mi destino morir allí. La punta de bronce acabó justo en el lugar en que se cruzaban las dos gruesas correas de cuero y de plata, la del escudo y la de la espada: fue a clavarse exactamente allí. Entonces me agaché, cogí del suelo una aguda piedra y, antes de que Héctor pudiera esconderse entre los suyos, se la lancé, con todas mis fuerzas.


Sarpedón


La piedra giraba en el aire, igual que una trucha; pasó por encima del escudo y le dio a Héctor de lleno, justo debajo del cuello. Lo vimos desplomarse al suelo, como una encina abatida por un rayo.


Ayante


Un grito, se elevó un grito, y era el grito de todos los aqueos que se le estaban echando encima para llevárselo de allí, y para despedazarlo.


Sarpedón


Pero nadie consiguió ni siquiera tocarlo. Allí estábamos todos para defenderlo: Polidamante, Eneas, Agénor, Glauco, y otros mil que con los escudos hicieron a su alrededor una barrera infranqueable. Al final, lo cogí yo en brazos y me lo llevé fuera del tumulto. Retrocedí hasta el muro a toda prisa y luego atravesé la fosa, y no me detuve hasta que llegué junto a su carro. Lo cargamos en él y luego salimos corriendo, al galope, mucho más lejos, en la llanura. Sólo cuando estuvimos en el río nos detuvimos. Héctor gemía, exhausto. Lo depositamos en el suelo y le echamos agua sobre la cabeza. Abrió los ojos, se puso de rodillas y vomitó sangre negra; luego se desplomó de nuevo en el suelo, hacia atrás, y una oscura tiniebla descendió sobre sus ojos.


Ayante


Cuando vi que se lo llevaban de allí, comprendí que era el momento de atacar. Me lancé yo primero, ¡levándome a todos detrás de mí. Fue un choque salvaje. No tan fuertes suenan las olas del mar al romper contra los escollos, cuando sopla con violencia el bóreas. No tan fuerte es el fragor del incendio cuando se extiende en los valles de la montaña, devorando el bosque. No tan fuerte ulula el viento cuando arrecia entre las altas frondas de las encinas. No tan fuerte como estalló el grito de los aqueos y los troyanos cuando se lanzaron los unos sobre los otros. Y e¡ primero al que maté fue a Satnio, hijo de Enope, de una lanzada en el costado; Polidamante mató a Protoénor, atravesándole el hombro. Yo maté a Arquéloco con un golpe que le arrancó la cabeza; Acamante mató a Prómaco; y, para vengar a Prómaco, Penéleo acometió a Ilioneo y le dio una lanzada en la ceja: la punta de bronce le hizo saltar un ojo, le salió por la nuca a través del cráneo. Y entonces Penéleo desenvainó la espada y le cortó la cabeza; luego levantó la lanza, que todavía estaba hundida en aquella cabeza, y ía agitó en el aire, con la cabeza ensartada, gritando: «¡Troyanos, decid de mi parte a los padres de Ilioneo que pueden empezar a llorar por él en su casa, porque nunca más verán el cuerpo de su amado hijo!» Fue algo que aterrorizó a los troyanos. Los vimos dispersarse, y buscar con la mirada una vía por donde escapar. Sentían que el abismo de la muerte se cernía sobre ellos. De pronto, echaron todos a correr, huyendo; se alejaron de las naves, alcanzaron el muro y tampoco allí se detuvieron, no paraban de correr, atravesaron la fosa y sólo cuando estuvieron del otro lado se detuvieron, lívidos de miedo, de pie, junto a sus carros, aterrorizados.


Sarpedón


Aterrorizados como ciervos acosados hasta lo más espeso del bosque por los cazadores: con su alto bramido, despiertan a un león de tupida melena, que surge desde la oscuridad del bosque y que a todos hiela el corazón en el pecho.


Héctor


Creían que había muerto. Me vieron de repente, frente a ellos, como un espíritu escapado del más allá, como una pesadilla que no los dejaba en paz, como un león que hubiera clavado las fauces en su carne y que ahora ya no los soltaba. Se escaparon de allí casi todos, retrocediendo hacia las naves. Permanecieron sólo los más fuertes, los más valientes: Ayante, Idomeneo, Teucro, Meríones, Megete. A grandes pasos yo marchaba contra ellos, llevando a mis espaldas a todo el ejército. Cayeron uno tras otro, bajo nuestros disparos. Estiquio y Arcesilao fueron muertos por mí. Medonte y Jaso, por Eneas. Mecisteo fue muerto por Polidamante, Equio fue muerto por Polites, Clonio fue muerto por Agénor, Deíoco fue muerto por París, con un disparo en la espalda. Mientras nosotros despojábamos a los cadáveres, ellos se escapaban por todas partes. Los mejores, también: todos. Fueron regresando hasta el muro, pero el miedo no los abandonó, y también lo dejaron atrás, retirándose hacia las naves. Me puse a gritarles a mis soldados que se olvidaran de los cadáveres, de las armas y de todo lo demás, y que se subieran a los carros para continuar con la persecución. El camino estaba libre, podíamos llegar hasta las naves sin combatir siquiera. Luego me subí a mi carro y puse los caballos al galope. Llegamos hasta la fosa, la cruzamos, nos encaminamos hacia el muro y lo superamos por todas partes, cayó como un castillo de arena sometido a nuestro asalto. Yo iba delante de todos y vi, al fondo, allá, frente a mí, las naves. Los primeros cascos negros, apuntalados en la arena y luego, hasta donde alcanzaba la vista, naves, naves, naves hasta en la playa y en el mar, millares de mástiles y de quillas, proas apuntando al cielo hasta donde podías mirar. Las naves. Nadie puede entender lo que fue aquella guerra para nosotros, los troyanos, sin imaginarse el día en que las vimos llegar. Eran más de mil, en aquel pedazo de mar que estaba ante nuestros ojos desde que éramos niños, y que nunca habíamos visto ser surcado por nada que no fuera amigo, y pequeño, e insólito. Ahora estaba oscurecido hasta el horizonte por monstruos llegados desde lejos para aniquilarnos. Yo puedo comprender en qué clase de guerra combatí cuando pienso de nuevo en aquel día, y otra, vez me veo a mí, a mis hermanos, a los jóvenes varones de Troya, vistiéndonos con las armas mas hermosas, saliendo de la ciudad, marchando por la llanura y, al llegar al mar, intentando detener a aquella flota, aterradora, a pedradas. Las piedras de la playa. Se las tirábamos, ¿comprendéis? Mil naves, y nosotros con nuestras piedras.

Nueve años después, me hallé de nuevo con aquellas naves ante mis ojos. Pero estaban aprisionadas en el suelo. Y rodeadas por guerreros aterrorizados que con los brazos levantados le rogaban al cielo no morir. ¿Resulta sorprendente que me olvidara de mi herida, el golpe de Ayante, el cansancio y el miedo? Desencadené mi ejército, y éste se convirtió para aquellas naves en un mar tempestuoso, y en formidable oleaje, y en resplandeciente embate.

Escalábamos las quillas con las antorchas en la mano, para prender fuego a todo. Pero los aqueos se defendían fieramente. Era Ayante, otra vez él, quien los arengaba y los dirigía. Estaba en la popa, encima de una nave, y mataba a todo aquel que conseguía subirse o incluso sólo acercarse. Yo me fui directamente hacia él y cuando estuve lo bastante cerca le apunté y le arrojé mi lanza. La punta de bronce voló hacia lo alto pero erró su objetivo y le dio a un escudero, Licofrón. Vi que Ayante se estremecía. Luego que echaba una ojeada hacia Teucro, sin dejar de luchar. Teucro era el mejor de los arqueros aqueos. Como si Ayante le hubiera dado una orden, cogió de su aljaba una flecha, tensó la cuerda del arco, y me apuntó directamente. Levanté el escudo por instinto, pero lo que vi fue cómo se rompía la cuerda del arco y caía al suelo la flecha. Teucro, aterrado, se quedó de piedra. Parecía en verdad una señal de los dioses. Una señal propicia para mí y funesta para los aqueos. Miré a mi alrededor. Ellos se escudaban tras sus naves, combatían unidos los unos a los otros, era una muralla de bronce que nos mantenía alejados. Buscaba el punto más débil, por el que romper sus líneas, pero no lo encontraba. Y entonces fui hacia donde estaban las armas más bellas y allí ataqué, como un león que ataca un rebaño al que no podrá salvar ningún pastor. Me miraban con terror, espumaba rabia, las sienes me palpitaban bajo el yelmo reluciente, me miraban y huían; la muralla de bronce se abrió, los vi corriendo hacia sus tiendas, para su última defensa, levanté la vista y vi las naves, justo por encima de mí, tan cerca como nunca las había visto. Sólo se había quedado allí Ayante con algunos guerreros. Saltaba de una nave a otra, luchando con una pica de abordaje; su voz se elevaba hasta el cielo mientras con gritos terribles llamaba a los otros aqueos para la lucha. Elegí una nave que tenía una proa azulada. La ataqué por el lado de popa, trepando hasta la toldilla. Los aqueos se acercaron para acorralarme. Ya no era el momento de las lanzas o de las flechas, se luchaba cuerpo a cuerpo, era una batalla de espadas, puñales, segures afiladas. Veía cómo corría la sangre, ríos de sangre, cayendo desde las naves, hasta la negra tierra. Era aquélla la batalla que yo siempre había deseado: no en plena llanura, no ante las murallas de Troya, sino junto a las naves, aquellas naves, tan odiadas.

«Aqueos, guerreros, ¿dónde habéis dejado vuestra fuerza?» Era la voz de Ayante. Allí, en la toldilla, seguía luchando y gritando. «¿Por qué huís?, ¿os pensáis que detrás de vosotros queda algo donde podáis ¡r a refugiaros? Detrás de vosotros está el mar, ¡es aquí donde tenéis que salvaros!» Lo veía justo por encima de mí. Estaba cubierto de sudor, jadeaba, ya no podía casi ni respirar, y el cansancio le pesaba en los brazos. Levanté la espada y con un golpe seco le partí la lanza, justo por debajo de la punta. Él permaneció allí, con e! asta de fresno, cercenada, en la mano. Entre todo aquel estruendo pude oír el sonido de la punta de bronce cayendo sobre la madera de la toldilla. Y Avante comprendió que aquél era mi día, y que los dioses estaban conmigo. Retrocedió, por fin lo hizo: retrocedió. Y yo subí a aquella nave. Y le prendí fuego.

Es en medio de aquellas llamas como me tenéis que recordar. Héctor, el derrotado: lo tenéis que recordar de pie, en la popa de aquella nave, rodeado por el fuego. Héctor, el muerto que por tres veces sería arrastrado por Aquiles alrededor de las murallas de su ciudad. A él tenéis que recordarlo vivo, y victorioso, y resplandeciente con sus armas de plata y de bronce. De una reina aprendí las palabras que ahora me han quedado y que quiero deciros a vosotros: acordaos de mí, acordaos de mí, y olvidad mi destino.

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