Mi nombre es Pándaro. MÍ ciudad, Zelea. Cuando partí para defender Troya, mi padre, Licaón, me dijo: «Coge carro y caballos para dirigir a nuestras gentes en la batalla.» En nuestro espléndido palacio teníamos once carros, nuevos, hermosísimos, y para cada carro dos caballos alimentados con cebada blanca y escanda. Pero yo no los cogí, no escuché a mi padre y me fui a la guerra sólo con arco y flechas. Los carros eran demasiado hermosos para acabar en una batalla. Y los animales, lo sabía, sólo sufrirían hambre y fatiga. Por ello no me vi con ánimos para llevármelos conmigo. Partí con arco y flechas. Ahora, si pudiera volver atrás, con mis manos rompería ese arco, y lo echaría al fuego para que ardiera. Inútilmente lo he llevado conmigo, y triste ha sido mi destino.
Acababa Paris de desaparecer en la nada, y los ejércitos se miraban enmudecidos, para saber qué tenían que hacer. ¿El duelo había terminado? ¿Había vencido Menelao o regresaría Paris para combatir? Fue en ese momento cuando se me acercó Laódoco, el hijo de Anténor, y me dijo: «Eh, tú, Pándaro. ¿Por qué no coges una de tus flechas y disparas a Menelao, a traición, ahora? Está allí en medio, indefenso. Podrías matarlo, tú eres capaz. Te convertirías en el héroe de todos los troyanos y Paris, supongo, te cubriría de oro. ¿Lo pensarás?» Yo lo pensé. Imaginé mi flecha volar y acertar. Y vi que aquella guerra terminaba. Esa es una pregunta en la que uno podría pensar durante mil años sin encontrar nunca la respuesta: ¿es lícito hacer algo infame si así se puede detener una guerra? ¿Es perdonable la traición si se traiciona por una causa justa? Allí, en medio de mi gente armada, ni siquiera tuve tiempo para pensármelo. La gloria me atraía. Y la mera idea de cambiar la historia con un simple gesto exacto. De modo que aferré mi arco. Estaba hecho con los cuernos de una cabra montes, un animal al que yo mismo había cazado: lo había derribado acertándole bajo el esternón, mientras saltaba de una peña. Y con su cornamenta, de dieciséis palmos de largo, había hecho que me fabricaran mi arco. Lo apoyé en el suelo y lo doblé para enganchar la cuerda, hecha con nervio de buey, en la anilla de oro que estaba colocada en un extremo. Mis compañeros, a mi alrededor, debieron de entender lo que tenía en mente, porque levantaron los escudos para ocultarme y protegerme. Abrí la aljaba y de ella saqué una flecha nueva y veloz. Durante un instante dirigí mi plegaria a Apolo, el dios que nos protege a nosotros, los arqueros. Luego pinté a la vez la flecha y la cuerda de nervio y tiré de ellas hasta que la mano derecha me llegó al pecho y la punta de la flecha se detuvo sobre el arco. Con fuerza curvé el cuerno de cabra montes y tensé el nervio de buey hasta que los convertí en un círculo.
Luego, solté.
La cuerda silbó y la flecha de aguda punta voló alta, sobre los guerreros, veloz. Acertó a Menelao justo donde las hebillas de oro sujetan la coraza en el cinturón. La punta penetró a través de los ceñidores, cortó la tira de cuero que protege el abdomen y, al final, llegó a la carne de Menelao. Empezó a gotearle sangre por los muslos, a lo largo de las piernas, hasta los hermosos tobillos. Menelao se estremeció al ver su sangre negra, y también su hermano Agamenón, que enseguida corrió a su lado. Lo cogió por la mano y se puso a llorar. «Hermano mío», decía, «¿te habré mandado a la muerte sellando con los troyanos un pacto estúpido y dejándote combatir, indefenso y solo, ante nuestros ojos? Ahora los troyanos, a pesar de que habían hecho un juramento, te han disparado, pisoteando nuestros pactos…» Agamenón lloraba. Decía: «Menelao, si tú mueres, yo moriré de dolor. Ningún aqueo seguirá quedándose aquí para luchar; dejaremos a Príamo tu esposa Helena y yo me veré obligado a regresar a Argos cubierto de vergüenza. Tus huesos se pudrirán aquí, al pie de las murallas de Troya, y los soberbios troyanos los pisotearán diciendo: "¿Dónde está Agamenón, ese gran héroe, que trajo hasta aquí al ejército aqueo pata marcharse luego a casa con las naves vacías, dejando en el campo de batalla a su hermano…?" Menelao, no te mueras: si tú mueres, la tierra se abrirá bajo mis pies.»
«No tengas miedo, Agamenón», le dijo entonces Menelao, «y no asustes a los aqueos. Mira, la punta de la flecha no está toda dentro de la carne, todavía asoma por la piel. Primero la coraza y luego el cinturón la frenaron. Es sólo una herida…»
«Oh, que así sea», dijo Agamenón. Luego ordenó que llamaran a Macaón, hijo de Asclepio, que tenía fama como médico. Los heraldos lo encontraron en medio del ejercito, entre los suyos, y lo llevaron donde el rubio Menelao yacía herido. A su alrededor estaban todos los mejores guerreros aqueos. Macaón se agachó sobre Menelao. Arrancó la flecha de la carne, observó la herida. Luego succionó la sangre y hábilmente aplicó los dulces fármacos que tiempo arras el centauro Quirón, con ánimo amistoso, le había regalado a su padre.
Todavía estaban todos alrededor de Menelao cuando nosotros, los troyanos, empezamos a avanzar. Todos habíamos cogido las armas de nuevo, y en nuestro corazón teníamos únicamente el deseo de presentar batalla. En aquel momento oímos a Agamenón gritando a los suyos: «Argi-vos, recuperad el coraje y la fuerza. Zeus no ayuda a los traidores y esos a los que habéis visto violar los pactos acabarán siendo devorados por los buitres, mientras que nosotros nos llevaremos de aquí a sus esposas y a sus hijos en nuestras naves, después de haber conquistado su ciudad.» Ya no era el Agamenón indeciso y dubitativo que conocíamos. Aquéi era un hombre que quería la gloria de la batalla.
Avanzamos gritando. Éramos de tierras y de pueblos distintos, y cada uno gritaba en su lengua. Éramos un rebaño de animales con mil voces diferentes. Los aqueos. en cambio, avanzaban en silencio, se oía tan sólo la voz de los comandantes que impartían órdenes, y era increíble ver a todos los demás obedeciendo, temerosos, sin decir ni una palabra. Venían hacia nosotros como olas contra los escolios, brillaban sus armas como la espuma del mar cuando salpica sobre la cresta del agua.
Cuando los dos ejércitos se embistieron, inmenso fue entonces el estruendo de escudos y de lanzas y el furor de los armados en sus corazas de bronce. Chocaban los escudos de cuero, ya convexos, y se elevaban trenzándose los gritos de gloria y de dolor, de los muertos y de los vivos, entremezclados en un único fragor colosal sobre la sangre que inundaba la tierra.
Eneas
El primero en matar fue Antíloco. Arrojó su lanza hacia Equépolo y se la clavó en mitad de la frente: la punta de bronce penetró en el hueso del cráneo, bajo el yelmo empenachado. Equépolo cayó como una torre, en medio de la brutal disputa. Entonces Elefénor, jefe de los intrépidos abantes, lo agarró por los pies e intentó arrastrarlo fuera de la lucha para quitarle las armas cuanto antes. Pero mientras arrastraba el cadáver tuvo que descubrir su costado y, precisamente ahí, donde su escudo no podía llegar, le dio de lleno Agénor. La lanza de bronce le penetró en la carne y se llevó su fuerza. Sobre su cuerpo se desencadenó entre troyanos y aqueos una lucha tremenda; eran como lobos que se lanzaban unos sobre otros y se mataban por la presa.
Ayante de Telamón acertó al joven hijo de Antemión, Simoesio: le dio de lleno en el lado derecho del pecho; la lanza de bronce atravesó de parte a parte su hombro; cayó el héroe sobre el polvo, al suelo, como una rama cortada y puesta a secar en la orilla de un río. Ayante estaba despojándolo de sus armas cuando un hijo de Príamo, Ántifo, lo vio y le arrojó desde lejos su lanza. No acertó a Ayante, pero por casualidad le dio a Leuco, uno de los compañeros de Ulises: estaba arrastrando un cadáver cuando la punta de bronce le traspasó el vientre: cayó, muerto, sobre el muerto al que cogía por los brazos. Ulises lo vio caer y la cólera hinchió su corazón. Avanzó hasta las primeras filas, miró a su alrededor como buscando una presa; los troyanos que estaban delante de el retrocedieron. Levantó la lanza y la arrojó al aire, potente, veloz. Le dio a Democoonte, un hijo bastardo de Príamo. La punta de bronce le entró por la sien y le traspasó el cráneo de parte a parte. La sombra cubrió sus ojos y el héroe cayó al suelo: resonó, sobre él, su propia armadura.
Luego el caudillo de los tracios, Píroo, se enfrentó a Diores, hijo de Amarinceo. Con una piedra aguda lo golpeó en la pierna derecha, cerca del talón: cortó limpiamente tendones y huesos. Diores cayó al suelo. Se sintió morir y entonces tendió los brazos hacia sus compañeros. Pero en cambio quien llegó fue Píroo y le abrió el vientre con la lanza: las vísceras se desparramaron por el suelo, y ¡a tiniebla envolvió sus ojos.
Y sobre Píroo se lanzó Toante y le clavó la lanza en el pecho, traspasándole el pulmón. Arrancó luego la lanza de sus carnes, cogió la afilada espada y le sajó el vientre, arrancándole la vida.
Lentamente la batalla empezó a decantarse del bando de los aqueos. Sus príncipes, uno a uno, desafiaban a los nuestros, y vencían una y otra vez. El primero fue Agamenón, señor de pueblos, quien derribó de su carro al caudillo de los aíizones, el gran Odio. Y mientras éste trataba de escapar, lo traspasó con una lanzada en la espalda. Cayó el héroe con fragor, y sus armas resonaron sobre él.
Idomeneo mató a Festo, hijo de Boro de la Meonia, que había venido desde la fértil tierra de Tarne. Le dio en el hombro derecho mientras intentaba subir a su carro. Cayó de nuevo el héroe hacia atrás y la tiniebla lo envolvió. Menelao, hijo de Arreo, la clavó la lanza a Escamandrio, hijo de Estrofío. Era un extraordinario cazador, parecía que la propia Ártemis le hubiera enseñado a acertar a los animales feroces que viven entre el boscaje, por los montes. Pero ese día ningún dios lo ayudó, ni lo salvaron sus flechas mortales. Menelao, el de la lanza gloriosa, vio que se estaba escapando y le dio de lleno entre los hombros, atravesándole el pecho. Cayó hacia delante el héroe, y las armas resonaron sobre él.
Meríones mató a Fereclo, el que había construido las perfectas naves de Paris, origen de toda desventura. Con sus manos sabía forjar toda clase de cosas a la perfección. Pero Meríones lo persiguió, y le acertó en la nalga derecha: la punta de la lanza lo atravesó de parte a parte, bajo el hueso, desgarrando la vejiga. Cayó de rodillas el héroe, con un grito, y la muerte lo envolvió.
Megete mató a Pedeo, que era hijo bastardo de Anté-nor y al que, a pesar de ello, la madre había criado como si fuera hijo suyo, para complacer a su esposo. Megete le dio de lleno en la cabeza, sobre la nuca. La lanza le traspasó el cráneo y le cortó la lengua. Cayó el héroe en el polvo, apretando el gélido bronce entre los dientes.
Eurípilo mató a Hipsénor, sacerdote del Escamandro, venerado por todo el pueblo como a un dios; lo persiguió cuando intentaba huir y al alcanzarlo lo hirió con la espada en un hombro, cercenándole el brazo. Cayó al suelo el brazo ensangrentado, y hasta los ojos del héroe descendieron la muerte purpúrea y un destino implacable.
Pándaro
Huíamos y al huir encontrábamos la muerte. Lo peor llegó cuando apareció Diomedes, el hijo de Tideo, en el centro mismo de la contienda. Diomedes, valeroso príncipe aqueo: las armas refulgían sobre sus hombros y su cabeza, brillaba como brilla el astro de otoño surgiendo del océano. Había bajado del carro y se movía con furia en la llanura, igual que un torrente desbordado por las lluvias. Ni siquiera podíamos saber si estaba entre los aqueos o entre nosotros, los tróvanos: era un río que había roto los márgenes y corría velozmente destruyéndolo todo a su paso. Nada parecía detenerlo: lo veía combatir y era como si un dios hubiera decidido combatir a su lado. Entonces cogí mi arco, una vez más. Tensé el nervio de buey, con todas mis fuerzas, y disparé. Le dí de lleno en el hombro derecho, sobre la hoja de la coraza. La flecha entró en la carne y la traspasó de parte a parte. Su coraza se manchó de sangre. Yo grité: «¡Al ataque, troyanos, Diomedes está herido, le he dado!» Pero vi que no se doblegaba, que no caía. Hizo que uno de sus compañeros le arrancara la flecha del hombro: su sangre salpicó la coraza y por doquier. Y luego lo vi regresar a la contienda, para buscarme: como un león que, al ser herido, no muere sino que, por el contrario, triplica su furia. Se lanzó sobre los troyanos como sobre un rebaño de ovejas aterrorizadas. Lo vi matar a Astínoo y a Hipirón: al primero le clavó la lanza en el pecho, al segundo le cortó un brazo con la espada. Ni siquiera se detuvo para recoger sus armas y se puso a perseguir a Abante y Poliído. Eran los dos hijos de Euridamante, un viejo que sabía interpretar los sueños: pero no supo leer los de sus hijos, el día en que partieron, y Diomedes a ambos aniquiló. Lo vi correr hacia Janto y Toón, los únicos hijos que tenía el viejo Fénope: Diomedes se los arrebató, dejándolo sólo con sus lágrimas y su luto. Lo vi abatir a Equemón y Cronio, hijos de Príamo. Se lanzó contra su carro como los leones se abalanzan sobre los toros para destrozarles el cuello, y los mató.
Fue en ese momento cuando Eneas vino en mi busca. «Pándalo», me dijo, «¿dónde está tu arco?, ¿y tus flechas aladas?, ¿y tu fama? ¿Has visto a ese hombre que se lanza con furia en la disputa, matando a todos nuestros héroes? Tal vez es un dios irritado con nosotros. Coge una flecha y clávasela como sólo tú eres capaz.» «No sé si es un dios», respondí. «Pero ese yelmo empenachado, el escudo y esos caballos yo los conozco: son del hijo de Tideo, Diomedes. Yo ya le he disparado una flecha, pero se le ha clavado en el hombro y él ha vuelto a luchar. Creía que lo había matado y en cambio… Este maldito arco mío hace correr la sangre de los aqueos, pero no los aniquila. Y yo no tengo caballos, ni carro al que subirme para combatir.» Entonces Eneas me dijo: «Luchemos juntos. Sube a mi carro, coge las riendas y la fusta y llévame cerca de Diomedes. Yo bajaré del carro para batirme con él.» «Coge tú las riendas», le respondí. «En caso de que nos viéramos obligados a huir, los caballos nos alejarán más veloces si es tu voz la que los guía. Lleva tú el carro y déjanos a mí y a mi lanza la tarea de combatir.» De este modo subimos al carro resplandeciente y, llenos de furor, lanzamos los veloces caballos contra Diomedes. Eran los mejores caballos que nunca se habían visto bajo la luz del sol: pertenecían a una estirpe que el mismo Zeus había creado para hacerle una ofrenda a Troo. En el campo de batalla, causaban terror. Pero Diomedes no se asustó. Nos vio llegar y no huyó. Cuando estuvimos frente a él, le grité: «Diomedes, hijo de Tideo, no te ha doblegado mi flecha veloz, mi dardo amargo. Entonces te doblegará mi lanza.» Y se la arrojé. Vi la punta de bronce traspasarle el escudo y darle en la coraza. Entonces volví a gritar: «He vencido, Diomedes, te he dado en el vientre, te he traspasado de lado a lado.» Pero él, sin miedo, me dijo: «Crees que me has dado, pero has fallado el tiro. Y ahora no saldrás vivo de aquí.» Levantó su lanza y la arrojó. La punta de bronce entró cerca del ojo, pasó a través de los dientes blancos, cortó la lengua limpiamente, por la base, y salió por el cuello. Y yo caí del carro -yo, un héroe- y resonaron sobre mí las armas resplandecientes, brillantes. La última cosa de la que guardo recuerdo son los veloces, terribles caballos corcoveando de lado, nerviosos. Luego la fuerza me abandonó y, con ella, la vida.
Eneas
La punta de bronce entró cerca del ojo, pasó a través de los dientes blancos, cortó la lengua limpiamente, por la base, y salió por el cuello. Cayó Pándaro, el héroe, y resonaron sobre él las armas resplandecientes, brillantes. La fuerza lo abandonó y, con ella, la vida. Sabía que tenía que llevármelo de allí, que no debía permitir que los aqueos se quedaran con su cuerpo y sus armas. De manera que salté del carro y me quedé de píe, junto a él, sujetando la lanza y el escudo, y gritando contra todos los que se acercaban. Me encontré frente a Diomedes. Hizo algo increíble. Levantó en vilo una piedra que ni dos hombres juntos, lo juro, podrían haber levantado. Y, pese a todo, él lo hizo, la levantó sobre su cabeza y la tiró contra mí. Me golpeó en la cadera, donde el muslo se curva. La piedra cortante me sajó la piel y me seccionó los tendones. Caí de rodillas, apoyé una mano en el suelo, sentí una noche tenebrosa descender sobre mis ojos y de pronto descubrí cuál iba a ser mi destino: no morir nunca. Oí que Diomedes se abalanzaba sobre mí, para matarme y arrancarme las armas; noté por tres veces que llegaba y, sin embargo, seguía estando vivo. Combatían, a mi alrededor, mis compañeros mientras le gritaban: «Diomedes, ¿acaso crees que eres un dios inmortal?» Oí la voz de Acamante, que era el caudillo de los tracios, gritando: «Hijos de Príamo, ¿no veis que Eneas os necesita? ¿Hasta cuándo permitiréis que los aqueos maten a vuestros hombres? ¿Es que dejaréis que os acorralen hasta las murallas de la ciudad?» Y mientras alguien me arrastraba hacia arras, oí la voz de Sarpedón, el jefe de los licios, que gritaba: «Héctor, ¿qué ha sido de tu coraje? Decías que salvarías a tu ciudad sin la ayuda de tus aliados, tú solo, tú y tus hermanos. Pero no veo aquí a ninguno de vosotros combatir, sino que permanecéis agazapados como perros en torno a un león. Y a nosotros, vuestros aliados, nos toca llevar el peso de la batalla. Mírame, vengo de muy lejos, aquí no hay nada mío que los aqueos puedan arrebatarme y llevarse, y sin embargo incito a mis soldados para que defiendan a Eneas y luchen contra Diomedes. Y tú, en cambio, ni te mueves ni ordenas a tus hombres que resistan. Acabaréis, vosotros y vuestra ciudad, siendo presa del enemigo.» Cuando abrí los ojos de nuevo, vi a Héctor, que saltaba del carro, y le vi blandir las armas y llamar a los suyos a la batalla. Las palabras de Sarpedón habían hecho mella en su corazón. Fue él quien enardeció la áspera batalla. Los troyanos finalmente se lanzaron sobre los aqueos. Los aqueos los esperaban, blanqueados por la polvareda que tos cascos de los caballos elevaban hacia el cielo. Esperaban sin miedo, quietos como las nubes que Zeus agrupa sobre las cumbres de un monte en una jornada de calma.
Yo soy Eneas, y no puedo morir. Por eso volví a verme en la batalla. Herido, pero no muerto. Salvado por un pliegue del manto reluciente de un dios, escondido a mis enemigos, y luego arrojado, de nuevo, en el corazón del combate, frente a Cretón y Orsíloco, valerosos guerreros que en la flor de su edad siguieron a los aqueos sobre ¡as negras naves para honrar a Agamenón y Menelao. Los maté con mi lanza, y cayeron igual que unos altísimos aberos. Los vio caer Menelao, y sintió piedad por ellos. Revestido de bronce brillante avanzó hacia mí, agitando la lanza. Llegó también Antíloco, para ayudarlo. Cuando los vi, juntos, retrocedí. Llegaron hasta los cuerpos de Cretón y Orsíloco, los cogieron, los depositaron en los brazos de sus compañeros y luego se lanzaron de nuevo a la lucha. Los vi atacar a Pilémenes: combatía sobre el carro mientras su auriga, Midón, conducía los caballos. Menelao lo atravesó con su lanza y lo mató. Midón intentó alejar el carro, pero Antíloco lo alcanzó con una piedra en el codo, y las riendas blancas, decoradas con marfil, se le escaparon de las manos y cayeron en el polvo. Dando un salto Antíloco lo hirió con la espada en la sien. Midón cayó del carro, los caballos lo echaron al suelo. Llegó entonces Héctor, llevando tras de sí a todos los troyanos. Los aqueos lo vieron llegar, y empezaron a retroceder, asustados. Héctor mató a Menesres y Anquíalo, sin embargo no logró llevarse sus cadáveres.
Y Ayante mató a Anfio, pero no pudo arrebatarle las armas. Uno frente a otro se encontraron Sarpedón, caudillo de los licios, y Tlepólemo, hijo de Hércules, noble y grande. Sus lanzas salieron despedidas a la vez. A Tlepólemo le dio de lleno en el cuello, de parte a parte traspasó la punta amarga: sobre los ojos del héroe descendió la noche tenebrosa.
Y a Sarpedón se le clavó en un muslo: la punta de bronce, ávida, penetró hasta el hueso. Los compañeros lo recogieron, sin arrancarle siquiera la lanza de la carne; pesaba la larga lanza, pero se lo llevaron de todas formas, de aquella manera. Y Ulises, al ver morir a su compañero Tlepólemo, se lanzó para acabar con Sarpedón. Mató a Cérano, y a Alástor, y a Cromio, y a Alcandro, y a Halio, y a Noemón, y a Prítanis. Habría seguido matando si no hubiera visto llegar a Héctor, de repente, revestido de bronce deslumbrante, terrorífico. «Héctor»f le gritó Sarpedón, desde el suelo, herido, «no me abandones en manos de los aqueos. Sálvame, déjame que muera, si es que rengo que morir, en tu ciudad.» Héctor, sin decir nada, pasó por delante de él, intentando mantener alejados a los enemigos. Al verlo, los aqueos empezaron a retroceder, sin darse a la fuga, pero dejando de luchar. Y Héctor, mientras avanzaba, mató a Teutrante y a Orestes, y a Treco, y a Enómao y a Heleno y a Oresbio. «¡Avergonzaos, aqueos!», se puso a gritar entonces Diomedes. «Cuando el glorioso Aquiles participaba en la guerra, los troyanos entonces ni siquiera se atrevían a salir de la ciudad, aterrorizados por él. ¡Y ahora en cambio permitís que vengan a luchar contra vosotros incluso junto a vuestras naves!» Esto es lo que gritaba. Y la batalla se extendió por todas partes, por toda la llanura: los guerreros se apuntaron los unos a los otros con sus lanzas de bronce, aquí y allá entre las aguas del Janto y del Simoente. Ayante fue el primero que se abalanzó para romper las filas de los troyanos. Asestó una lanzada a Acamante, el más valeroso entre las gentes de Tracia: la punta de la lanza se le clavó en la frente y penetró dentro del hueso; la tiniebla descendió sobre sus ojos.
Diomedes, el del grito poderoso, mató a Axilo, hijo de Teutra, que era rico y apreciado por los hombres. En su casa, al cabo de la calle, a todos acogía; pero nadie, ese día, vino a defenderlo de la muerte amarga. Diomedes le arrancó la vida a él y a su escudero: ambos descendieron bajo tierra.
Euríalo mató a Esepo y Pédaso, hijos gemelos de Bucolión. A ambos arrancó la vida y el vigor de su bellísimo cuerpo: de sus hombros les quitó las armas.
Polipetes mató a Hastíalo, Ulises mató a Pidites, Teucro mató a Aretaón, Eurípiío mató a Melando, Antíloco mató a Ablero, Agamenón, señor de pueblos, mató a Élato. Vi a los troyanos, a codos, retroceder, corriendo desesperadamente, hacia su ciudad. Me acuerdo de Adresto: sus caballos, enloquecidos por el miedo, tropezaron en un matorral de tamarisco, por lo que él fue desmontado y, enseguida, Menelao se le echó encima. Adresto se agarró a sus rodillas y empezó a suplicarle: «No me mates, Menelao, mi padre pagará el rescate que sea por mi vida: bronce, oro, hierro bien forjado, lo que quieras.» Menelao se dejó convencer y estaba a punto de pasárselo a un escudero suyo para que lo llevara prisionero a la nave, cuando llegó corriendo Agamenón y le gritó; «Menelao, eres débil, ¿por qué te preocupas por esta gente? ¿No recuerdas lo que hicieron los troyanos en tu casa? Ninguno de ellos tiene que escapar de nuestras manos, del abismo de la muerte; ninguno, ni siquiera el que está escondido todavía en el vientre de su madre, nadie debe escapar. Que todos perezcan junto a Troya, sin sepulcro y sin nombre.» Adresto seguía allí, en el suelo, aterrorizado. Menelao lo empujó. Y Agamenón, él mismo, le clavó la lanza en el coscado y lo mató. Luego apoyó el pie sobre su pecho y con fuerza le arrancó de la carne la punta de la lanza.
Los aqueos avanzaban resueltamente y nosotros huíamos, derrotados por el miedo. Habíamos llegado ya al pie de las murallas de Troya cuando Heleno, uno de los hijos de Príamo, llegó hasta Héctor y yo, díciéndonos: «Hay que detener a los hombres antes de que huyan a la ciudad y vayan a refugiarse en los brazos de sus esposas, para escarnio de nuestros enemigos. Eneas, quedémonos combatiendo e incitando a nuestras huestes; y tú, Héctor, sube mientras tanto a la ciudad y dile a todos que rueguen a los dioses para que al menos alejen de nosotros a Diomedes, que combate como un loco y al que ninguno de nosotros ha logrado detener. Ni siquiera de Aquiles tuvimos tanto miedo. Confía en mí, Héctor. Ve hasta nuestra madre y dile que si tiene piedad de Troya, de nuestras esposas y nuestros hijos, coja el manto más bello y más grande que hay en el palacio real y vaya a depositarlo sobre las rodillas de Atenea, la de lucientes ojos, en el templo que se encuentra sobre la ciudadela. Nosotros permaneceremos aquí, animando a los hombres y combatiendo.» Héctor lo escuchó con atención. Saltó del carro y echó a correr hacía las puertas Esceas. Lo vi desaparecer entre los hombres: corría, con el escudo echado a los hombros, y la orla de su escudo, de cuero negro, iba chocando contra su cuello y sus talones. Me di la vuelta. Los aqueos estaban frente a nosotros. Todos nos dimos la vuelta. Como si un dios hubiera descendido para luchar a nuestro lado, nos arrojamos contra ellos.