Todos me conocían. Yo era el hombre más feo que había ido allí, al asedio de Troya: patizambo, cojo, los hombros encorvados y contraídos sobre el pecho; la cabeza picuda, cubierta por una rala pelusa. Era famoso porque me gustaba hablar mal de los reyes, de todos los reyes: los aqueos me escuchaban y se reían. Y, por eso mismo, los reyes de los aqueos me odiaban. Quiero explicaros lo que yo sé, para que así también vosotros comprendáis lo que yo comprendí: la guerra es una obsesión de los viejos, que envían a los jóvenes a librarla.
En su tienda, Agamenón dormía. De pronto, le pareció oír la voz de Néstor, que era el más viejo de todos nosotros, y el sabio más estimado, y escuchado. Esa voz decía: «Agamenón, hijo de Atreo, cómo es que estás aquí durmiendo, tú, que estás al mando de un ejército entero y que tantas cosas tendrías que hacer.» Agamenón no abrió los ojos. Pensó que estaba soñando. Entonces la voz se le acercó y le dijo: «Escúchame, tengo un mensaje de Zeus para ti: te mira desde lejos y siente pena y piedad por tí. Te ordena que armes de inmediato a los aqueos, porque hoy podrás apoderarte de Troya. Los dioses, rodos, estarán de tu parte, y sobre tus enemigos caerá la desgracia. No te olvides de ello, cuando la dulzura del sueño te abandone y tú te despiertes. No olvides el mensaje de Zeus.»
Luego la voz desapareció. Agamenón abrió los ojos. No vio a Néstor, el anciano, que se alejaba silenciosamente de la tienda. Pensó que había soñado. Y que en sueños se había visto vencedor. Entonces se levantó, se puso una suave túnica, nueva y hermosísima, y se echó un amplio manto encima. Se calzó las sandalias más bellas y se colgó de los hombros la espada tachonada con clavos de plata. Por último, cogió el cetro de sus ancestros y aferrándolo se encaminó hacia las naves de los aqueos, mientras la Aurora anunciaba la luz a Zeus y a todos íos inmortales. Dijo a sus heraldos que convocaran a asamblea con voz sonora a los aqueos, y cuando todos estuvieron reunidos, llamó en primer lugar a los nobles príncipes del consejo. Les explicó lo que había soñado. Luego dijo: "Hoy armaremos a los aqueos y atacaremos. Antes, sin embargo, quiero poner a prueba al ejército, estoy en mi derecho. Diré a los soldados que he decidido volver a casa y Renunciar a la guerra. Vosotros intentaréis convencerlos de que se queden y de que sigan luchando. Quiero ver qué es lo que sucede.»
Los nobles príncipes permanecieron en silencio, sin saber qué pensar. Luego se levantó Néstor, el anciano, precisamente él. Y dijo: «Amigos, príncipes y caudillos de los aqueos, si llegara uno cualquiera de nosotros y nos relatara un sueño como ése, no seguiríamos escuchándolo y pensaríamos que nos estaba mintiendo. Peto aquel que lo ha soñado se jacta de ser el mejor entre los aqueos. Por eso mismo os digo: vamos y armemos al ejército.» Luego se levantó y abandonó el consejo. Los otros lo vieron alejarse y, como siguiendo a su pastor, todos se levantaron a su vez y se marcharon a reunir a sus huestes.
Como cuando del agujero de una roca salen compactos los enjambres de abejas, uno tras otro, yendo en racimos sobre las flores de primavera y se alejan volando de aquí para allá, así de compactas eran las hileras de hombres que, salidos de las tiendas y de las naves, se dispusieron en masa frente a la orilla del mar, para la asamblea. La tierra retumbaba bajo sus pies y por todas partes reinaba el estruendo. Nueve heraldos, gritando, intentaban hacer que cesara el clamor para que todos pudiéramos oír la voz de los reyes que iban a hablar. Al final lograron que todos nos sentáramos y que cesara el estruendo. Entonces Agamenón se levantó. Aferraba en su puño el cetro que mucho tiempo antes había fabricado Hefesto. Hefesto se lo había entregado a Zeus, hijo de Cronos; y Zeus se lo dio a Hermes, el mensajero veloz. Hermes se lo entregó a Pélope, domador de caballos, y Pélope a Atreo, pastor de pueblos. Atreo, al morir, se lo dejó a Tiestes, rico en rebaños, y de Tiestes lo había recibido Agamenón, para que reinase sobre Argos y sobre las innumerables islas. Era el cetro de su poder. Lo apretó y dijo: «Dánaos, héroes, escuderos de Ares. El cruel Zeus me ha condenado a una feroz desventura. Primero me prometió y juró que regresaría después de haber destruido Ilio, la de las bellas murallas, y ahora me ordena que regrese a Argos sin gloria y después de haber enviado a la muerte a tantos guerreros. ¡Qué vergüenza! Un ejército espléndido, inmenso, está batallando contra un ejército de pocos hombres y, a pesar de todo, el final todavía no está a la vista. Nosotros somos diez veces más numerosos que los troyanos, pero ellos tienen valiosos aliados que vienen de otras ciudades, y esto va impedirme al final que conquiste la hermosa Ilio. Nueve años han pasado. Desde hace nueve años nuestras esposas y nuestros hijos nos esperan en casa. La madera de las naves está podrida y no hay cuerda que siga todavía tensa. Hacedme caso: huyamos en nuestras naves y volvamos a casa. Ya nunca conquistaremos Troya.»
Así habló. Y sus palabras nos golpearon en el corazón. La inmensa asamblea fue sacudida como un mar en plena borrasca, como un campo de trigo asolado por un viento de tempestad. Y vi a la gente precipitarse hacia las naves, gritando de alegría, levantando una inmensa nube de polvo. Unos a otros se animaban para coger las naves y arrastrarlas hasta el divino mar. Limpiaban los canales de las carenas y mientras estaban quitando ya los trabes de debajo de las quillas, otros elevaban el grito de su nostalgia. Fue en ese momento cuando vi a Ulises. El astuto. Permanecía inmóvil. No había ido hacia las naves. La angustia estaba devorándole el corazón. De pronto, arrojó su manto y corrió hacia donde estaba Agamenón. Le arrancó el cetro de la mano y sin mediar palabra se fue hacia las naves. Y a los príncipes del consejo se puso a gritarles: «Deteneos, ¿no recordáis lo que nos dijo Agamenón?, está poniéndolos a prueba, pero luego íos castigará. ¡Deteneos, y ellos, en cuanto os vean, se detendrán!» Y a los soldados con los que se cruzaba los golpeaba con el cetro mientras les gritaba: «¡Quedaos aquí, locos!, no huyáis, no sois más que unos ruines y cobardes, mirad a vuestros príncipes y aprended de ellos.» Al final consiguió detenerlos. Desde las naves y las tiendas la multitud retrocedió nuevamente, parecía el mar cuando brama adelante y atrás en la orilla, haciendo retumbar todo el océano. Fue entonces cuando decidí que yo también tenía que decir la mía. Allí, delante de todo el mundo, ese día, me puse a gritar: «¡Eh, Agamenón!, ¿qué demonios quieres, de qué te quejas? Tu tienda está llena de bronce, está llena de mujeres hermosísimas: las que tú eliges cuando nosotros te las ofrecemos después de haberlas raptado de sus casas. ¿Tal vez deseas más oro, ese que los padres troyanos te traen para rescatar a los hijos que nosotros hacemos prisioneros en el campo de batalla? ¿O es una nueva esclava lo que quieres, una esclava para llevártela al lecho, y para quedártela toda para ti? No, no es justo que un jefe lleve a la ruina a los hijos de los dánaos. Compañeros, no seáis cobardes, volvámonos a casa y a ese de ahí dejémoslo aquí, en Troya, disfrutando de su botín, que vea de una vez si le éramos útiles o no. Ha ofendido a Aquiles, que es un guerrero mil veces más fuerte que él. Le ha quitado su parte del botín y ahora lo retiene en su poder. Eso no es cólera, porque si Aquiles en verdad ardiera de cólera, tú, Agamenón, no estarías aquí afrentándonos de nuevo.» Los aqueos me escuchaban atentamente. Muchos de ellos albergaban enojo contra Agamenón debido a aquella historia suya con Aquiles. Por eso me escuchaban con atención. Agamenón no dijo nada. Pero Ulises sí, se acercó a mí. «Hablas bien», me dijo, «pero hablas como un estúpido. Tú eres el peor, ¿lo sabes, Tersites? El peor de cuantos guerreros han venido hasta las murallas de Ilio. Te diviertes insultando a Agamenón, el rey de reyes, sólo por los muchos regalos que le habéis traído los guerreros aqueos. Pero yo te digo, y te juro, que si te sorprendo de nuevo diciendo sandeces como ésas, te agarraré, te arrancaré las ropas -el manto, la túnica, todo- y te enviaré desnudo y lloroso a las naves, cubierto de heridas que den asco.» Así habló. Y empezó a golpearme con el cetro en los hombros y en la espalda. Me encorvé bajo los golpes. La sangre me goteaba, densa, sobre el manto, y me puse a llorar por eso: por el dolor y la humillación. Temeroso, me dejé caer al suelo. Con una mirada atontada permanecí allí, enjugando mis lágrimas, mientras todos, a mi alrededor, se reían de mí. Entonces Ulises levantó el cetro, se volvió hacia Agamenón y, hablando con voz potentísima, de manera que todos lo oyeran, dijo: «Hijo de Atreo, los aqueos quieren hoy hacer de ti el más mísero de todos los mortales. Te habían prometido que vendrían para destruir la hermosa Ilio y, en cambio, ahora lloran como chiquillos, como miserables viudas, y piden regresar a sus casas. Cierto es que no puedo vituperarlos: hace nueve años que estamos aquí, cuando tan sólo un mes lejos de nuestras esposas bastaría para hacernos desear el regreso. Y, sin embargo, sería un deshonor inmenso abandonar el campo de batalla después de tanto tiempo y sin haber conseguido nada. Amigos, debemos seguir teniendo paciencia. ¿Os acordáis del día en que todos nos reunimos, en Aulide, para partir y venir a traer ia destrucción a Príamo y los troyanos? ¿Recordáis qué fue lo que sucedió? Estábamos ofreciendo sacrificios a los dioses cerca de un manantial, bajo un bellísimo plátano luminoso. Y de pronto una serpiente con un lomo rojizo, un monstruo horrendo que el mismo Zeus había creado, apareció de debajo de los altares y reptó por el árbol. Había un nido de pájaros, ahí arriba, y ella ascendió hasta devorar todo lo que encontró: ocho polluelos y la madre. E inmediatamente después de haberlos devorado se convirtió en piedra. Nosotros vimos todo eso y nos quedamos sin habla. Pero Calcante, ¿os acordáis de lo que dijo Calcante? "Es una señal", dijo. "Nos la ha mandado Zeus. Es un vaticinio de gloria infinita. Igual que la serpiente ha devorado a ocho polluelos y la madre, también nosotros deberemos combatir contra Ilio durante nueve años. Pero el décimo año tomaremos la ciudad de anchas calles." Eso nos dijo. Y hoy veis cumplirse todo esto, ante vuestros ojos. Escuchadme, aqueos de buenas armaduras. No os marchéis. Permaneced aquí. Y conquistaremos la gran ciudad de Príamo.»
Así habló. Y los aqueos lanzaron un fuerte grito y a su alrededor todas las naves resonaron de manera tremenda, debido al clamor de su entusiasmo. Fue en ese momento cuando Néstor, el anciano, otra vez él, tomó la palabra y dijo: «Agamenón, vuelve a llevarnos a la batalla con la voluntad indómita de antaño. Que nadie tenga prisa por volverse a casa antes de haber dormido con la esposa de un troyano y de haber vengado el dolor por el rapto de Helena. Y os digo que si alguno, en su locura, decide regresar a su casa, antes de que tenga tiempo de tocar su negra nave saldrá a su encuentro el destino de la muerte.»
En silencio, todos lo escuchaban atentamente. Los ancianos… Agamenón casi se agachó: «Una vez más, anciano, hablas con sabiduría.» Luego levantó su mirada hacia todos nosotros y dijo: «Id a prepararos, porque hoy atacaremos. Comed, afilad bien las lanzas, preparad los escudos, dad una buena comida a los veloces caballos, examinad vuestros carros: tendremos que combatir todo el día, y sólo la noche podrá separar la furia de los hombres. El pecho chorreará de sudor bajo el grandísimo escudo, y la mano se cansará de empuñar la lanza. Pero aquel que se atreva a huir de la batalla y a refugiarse junto a las naves, ése será hombre muerto.»
Entonces todos lanzaron un grito altísimo y se dispersaron luego entre las naves. Cada uno fue a prepararse para la batalla. Unos comían, otros afilaban las armas, había quien oraba y quien hacía un sacrificio a sus dioses, implorando escapar de la muerte. En poco tiempo, los reyes de estirpe divina agruparon a sus hombres y los fueron colocando en formación para la batalla, corriendo entre ellos, incitándolos a ponerse en marcha. Y, de pronto, para todos nosotros el combate fue más dulce que el retorno a la patria. Marchábamos, con nuestras armas de bronce, y parecíamos un incendio que devora el bosque y que puede verse desde lejos, puedes ver sus luminosos y brillantes resplandores subir hasta el cielo. Bajamos hasta la llanura del Escamandro como una inmensa bandada de pájaros que desciende desde el cielo y se posa con gran estrépito, batiendo las alas sobre los prados. La tierra retumbaba terriblemente bajo los pies de los hombres y los cascos de los caballos. Nos detuvimos cerca del río, delante de Troya. Éramos millares. Incontables como lo son las flores en primavera. Y tan sólo reñíamos un deseo: la sangre de la batalla.
Héctor y los príncipes extranjeros aliados suyos reunieron entonces a sus hombres y se lanzaron fuera de la ciudad, a pie o a caballo. Nosotros oímos un inmenso estruendo. Los vimos ascender por la colina de Batiea, una colina que se erguía solitaria, en mitad de la llanura. Allí fue donde se desplegaron, a las órdenes de sus jefes. Luego empezaron a avanzar hacia nosotros, gritando como pájaros que graznan en el cielo anunciado una lucha mortal. Y nosotros marchamos hacia ellos, pero en silencio, con la rabia escondida en el corazón. Los pasos de nuestros ejércitos levantaron una polvareda que, como una niebla, como una noche, lo engulló todo.
Al final estuvimos los unos frente a los otros. Nos detuvimos. Y, entonces, de repente, de las filas de los troyanos salió Paris, semejante a un dios, con una piel de pantera sobre los hombros. Iba armado con un arco y una espada. Sujetaba en una mano dos lanzas con punta de bronce, y las blandía hacia nosotros desafiando a un duelo a los príncipes aqueos. Cuando Menelao lo vio, se alegró como el león que se lanza contra el cuerpo de un ciervo y lo devora. Pensó que había llegado el momento de vengarse del hombre que le había robado a su esposa. Y saltó a tierra desde su carro, empuñando las armas. Paris lo vio y el corazón le tembló. Se replegó entre los suyos, para huir de la muerte. Como un hombre que ha visto una serpiente y da un salto hacia atrás, y tiembla, y huye, pálidas sus mejillas. Así lo vimos huir. Hasta que Héctor lo detuvo, gritándole: «Maldito Paris, mujeriego, mentiroso. ¿No ves que los aqueos se están riendo de tí? Creían que eras un héroe, sólo porque se dejaban impresionar por tu belleza. Pero ahora saben que no tienes valentía y que no hay fuerza en tu corazón. Precisamente tú, que, siendo huésped de Menelao en tierra extranjera, te llevaste a su esposa, y regresaste a tu casa junto a esa mujer hermosísima. Pero aquélla era gente guerrera, Paris, y tú te has convertido en la ruina de tu padre, de tu ciudad, de todo el pueblo. ¿Y ahora no quieres enfrentarte a Menelao? Lástima, así podrías descubrir qué clase de hombre es ese al que le robaste la esposa. Y te revolcarías en el polvo, descubriendo lo inútiles que son tu cítara y tu hermosísimo rostro y tu melena. ¡Ah, qué cobardes somos nosotros, los troyanos! Si no fuera así, ya estarías sepultado bajo un montón de piedras, para expiar todo el mal que has hecho.»
Entonces Paris respondió: «Tienes razón, Héctor. Pero tu corazón es inflexible, como un hacha que se hunde en la madera, recta… Me echas en cara mi belleza…, pero tú tampoco desdeñas los dones de los dioses. Las virtudes que los dioses nos han regalado, ¿podemos rechazarlas?, ¿acaso podemos escogerlas? Escúchame: si quieres que me bata en duelo, haz que se sienten todos los troyanos y todos los aqueos, y deja que Menelao y yo, ante los ojos de los dos ejércitos, nos enfrentemos por Helena. Aquel que venza se quedará con la mujer y todas sus riquezas. Y en cuanto a vosotros, troyanos y aqueos, firmaréis un tratado de paz, y los troyanos empezarán a vivir en la fértil tierra de Troya y los aqueos volverán a Argos, junto a sus riquezas y sus mujeres, hermosísimas.»
Grande fue la alegría de Héctor cuando escuchó esas palabras. Avanzó, él solo, entre los dos ejércitos, y levantando al cielo la lanza hizo una señal a los troyanos para que se detuvieran. Y ellos lo obedecieron. Nosotros empezamos enseguida a apuntarle, con flechas y piedras, y entonces Agamenón gritó: «¡Deteneos, aqueos, no le disparéis! ¡Héctor quiere hablarnos!» Y entonces nosotros también nos detuvimos. Se hizo un gran silencio. Y en ese silencio Héctor dijo, hablando para los dos ejércitos: «¡Escuchadme! Escuchad lo que dice Paris, el que ha desencadenado esta guerra. Quiere que depongáis las armas, y pide luchar él solo contra Menelao, y decidir en un duelo quién se quedará con Helena y con sus riquezas.»
Los ejércitos permanecieron en silencio. Y entonces se oyó la voz poderosa de Menelao: «Escuchadme a mí también, que soy el ofendido y que más que cualquier otro tengo un dolor que debe ser vengado. Cesad de combatir, porque ya habéis sufrido bastante por esta guerra que Paris desencadenó. Combatiré yo, contra él, y será el destino el que decidirá quién de nosotros dos debe morir. Vosotros encontrad un modo de hacer las paces lo más rápido posible. Que los aqueos vayan a coger un cordero para ofrendárselo a Zeus. Y vosotros, troyanos, conseguid un cordero blanco y otro negro, para la Tierra y el Sol. E id a avisar al gran rey Príamo, para que sea él quien sancione las paces: sus hijos son soberbios y desleales, pero él es un anciano y los ancianos saben mirar al pasado y al futuro, juntos, y comprender lo que es mejor para todos. Que venga él y se firmen las paces: y que nadie ose infringir los pactos sancionados en el nombre de Zeus.»
Yo oí sus palabras y luego vi la alegría de aquellos dos ejércitos, unidos de manera imprevista por la esperanza de poner fin a aquella luctuosa guerra. Vi a los guerreros bajarse de los carros, y quitarse las armas que llevaban y dejarlas en el suelo, cubriendo los prados de bronce. Nunca había visto la paz tan cercana. Entonces me di la vuelta y busqué a Néstor, al viejo y sabio Néstor. Quería mirarlo a los ojos. Y en sus ojos ver morir la guerra, y la arrogancia de quien la desea, y la locura de quienes la libran.