Se da usted cuenta de que nuestros respectivos gobiernos podrían considerar que lo que hacemos es una traición? -dijo lord Palmerston pausadamente-. Se me considera, como usted bien sabe, un inconformista porque prefiero la acción directa a toda esa palabrería que se oye en el Parlamento y en el consejo de ministros de Su Majestad… -Hizo una pequeña pausa para contemplar el rojo intenso del clarete en su copa. El cristal tallado de Waterford brillaba como un rubí con el vino y la luz del fuego y se reflejaba en el atractivo rostro de Lord Palmerston. En el exterior, el silencio de la medianoche sólo quedaba roto por el suave susurro del viento naciente, que arrastraba jirones de niebla de la costa-. Sin embargo -continuó Henry Temple, lord Palmerston-, creo, capitán Dunham, al igual que los intereses que usted representa, que esta situación no nos enfrenta, y que nuestro auténtico enemigo es Napoleón. ¡Napoleón debe ser destruido!
Jared Dunham se apartó de la ventana y volvió junto a la chimenea. El joven era delgado, moreno y muy alto. Era mucho más alto que el otro hombre y Henry Temple medía más de un metro ochenta. Los ojos de Jared eran de un extraño color verde oscuro y sus párpados parecían pesados, por lo cual daban la impresión de estar siempre medio cerrados por el peso de sus espesas y largas pestañas. Su nariz larga y afilada y sus labios finos le conferían un aire de diversión burlona. Tenía manos grandes, elegantes, de uñas redondeadas y bien cuidadas. Eran unas manos fuertes.
Acomodándose en uno de los sillones de tapicería colocados ante las alegres llamas del hogar, Jared se echó hacia delante para mirar a lord Palmerston, el ministro de defensa inglés.
– Si pudiera atacar con éxito al enemigo que le está estrangulando, milord, preferiría no tener a otro enemigo a sus espaldas. ¿Me equivoco?
– En absoluto -afirmó lord Palmerston con la máxima sinceridad. Una sonrisa fría alzó la comisura de los labios del americano aunque no acabó de llegar a sus ojos verde botella.
– ¡Por Dios, señor, que sois sincero!
– Nos necesitamos, capitán -fue la franca respuesta-. Su país puede haberse independizado de Inglaterra hace veinte años, pero no puede negar sus raíces. Sus nombres son ingleses, el estilo de sus muebles y su ropa, su mismo gobierno es muy parecido al nuestro, aunque sin el rey Jorge, claro. No puede negar el lazo que nos une. Incluso usted, si mi información es correcta, va a heredar una tierra y la concesión de un título, algún día.
– Pasará mucho tiempo antes de que lo herede, milord. Mi primo Thomas Dunham, octavo lord de Wyndsong Island, goza de excelente salud, gracias a Dios. No tengo el menor deseo de llevar semejante carga en este punto de mi vida. -Calló un instante y prosiguió-: América debe disponer de un mercado para sus productos e Inglaterra nos proporciona este mercado, así como ciertas necesidades y lujos que nuestra sociedad requiere. Ya nos hemos liberado de los franceses adquiriendo el inmenso territorio de Luisiana, pero al hacerlo, nosotros, los de Nueva Inglaterra, hemos permitido que nos dominara un grupo de jóvenes exaltados que, habiendo oído historias exageradas acerca de cómo derrotamos a los ingleses en el 76, ahora están impacientes por reemprender la lucha.
“Como hombre de negocios, no me gusta la guerra. Oh, claro, puedo ganar mucho dinero forzando su bloqueo, pero al final perdemos ambos, porque no podemos pasar suficientes barcos a través del bloqueo para satisfacer las demandas de ambos bandos. Ahora mismo hay algodón pudriéndose en los muelles de Savannah y Charleston que sus fábricas necesitan desesperadamente. Sus tejedores trabajan sólo tres días a la semana, y los parados organizan disturbios. La situación en nuestros dos países es espantosa”.
Henry Temple asintió, pero Jared Dunham no había terminado aún.
– Sí, lord Palmerston, América e Inglaterra se necesitan, y quienes comprendemos esta situación trabajaremos con usted, en secreto, para ayudar a la destrucción de nuestro común enemigo, Bonaparte. No queremos extranjeros en nuestro gobierno, y ustedes los ingleses no pueden, por ahora, hacer la guerra en dos continentes.
“No obstante, el señor John Quincy Adams me ha encargado decirle que su Orden Real que nos prohíbe comerciar con otros países a menos que paremos primero en Inglaterra o en otros puertos británicos, es de una arrogancia suprema. ¡Somos una nación libre, señor!
Henry Temple, lord Palmerston, suspiró. La Real Orden había sido una acción arrogante y desesperada por parte del Parlamento inglés.
– Estoy haciendo cuanto puedo -contestó-, pero también nosotros tenemos nuestra cuota de exaltados tanto en la Cámara de los Comunes como en la de los Lores. La mayoría de ellos jamás ha manejado una espada, o una pistola, o visto una batalla, pero todos ellos saben mucho más que usted y que yo. Todavía creen que su victoria sobre nosotros fue por pura suerte y desfachatez colonial. Hasta que podamos convencer a estos caballeros de que nuestras fortunas están unidas, también yo tendré un duro camino que recorrer.
El americano asintió.
– Salgo para Prusia y San Petersburgo dentro de pocos días. Ni Federico Guillermo ni el zar Alejandro son aliados entusiastas de Napoleón. Veré si mi mensaje de una posible cooperación angloamericana puede minar dichas alianzas. Pero hay que admirar al corso. Ha barrido de un golpe casi toda Europa.
– Sí y apunta con una flecha al corazón de Inglaterra -respondió con odio salvaje lord Palmerston-. Si logra vencernos, yanqui, no tardará en cruzar el mar a por ustedes.
Jared Dunham rió, pero el sonido era más duro que alegre.
– Estoy más convencido que usted, señor, de que Napoleón nos vendió su Luisiana porque necesitaba el oro de América a fin de poder pagar a sus tropas. Tampoco podía permitirse una guarnición en una área tan vasta poblada en su mayoría por americanos angloparlantes y pieles rojas salvajes. Incluso los criollos franco parlantes de Nueva Orleans son más americanos que franceses. Después de todo, son los parientes del antiguo régimen eliminados por la revolución que impulsó a Napoleón al poder. Sé que si el emperador creyera que podría tener tanto el oro como el territorio americanos, se los quedaría. Pero no le es posible y haría bien teniendo en cuenta el resultado de la guerra entre América e Inglaterra.
– ¡Que me aspen si no es usted directo y preciso, señor!
– Un rasgo típicamente americano, milord.
– ¡Vive Dios, yanqui, que es usted de mi agrado! -replicó lord Palmerston-. Sospecho que nos llevaremos muy bien. Ya ha realizado un buen trabajo por un colonial. -Rió entre dientes y se inclinó hacia adelante para llenar su vaso y el de su invitado, de la botella que tenía a su lado-. Debo felicitarle por haber sido elegido en White's. Es una primicia para ellos. No es usted solamente un americano, sino uno que se gana su propio sustento. ¡Me sorprende que no se derrumbaran las paredes!
– Sí-convino Jared sonriente. La encantaba el sentido del humor de lord Palmerston-. Tengo entendido que soy uno de los pocos americanos que han sido admitidos en aquel jardín sagrado.
Palmerston se echó a reír.
– Cierto, yanqui, pero ya supondrá usted que las riquezas de un verdadero caballero se supone que están ahí. No importa que muchos de nuestro caballeros estén cargados de deudas y con los bolsillos vacíos: ellos siguen, a pesar de todo, sin mancillarse con un trabajo. Debe de tener usted poderosos amigos, yanqui.
– Si ahora soy socio de White's es porque usted lo ha querido así, milord, de modo que no juguemos al gato y al ratón. Y por cierto, me llamo Jared, no Yanqui.
– Y yo Henry, Jared. Si nuestra misión tiene que prosperar debe usted codearse con la flor y nata de Londres. Resultaría raro que se nos viera juntos sin ninguna relación obvia e inofensiva. Su primo, sir Richard de Dunham Hall, fue un buen punto de partida y además está su eventual herencia del actual lord de Wyndsong Manor.
– Y, naturalmente -observó irónicamente Jared-, mi muy repleta bolsa.
– Contemplada reverentemente por las mamás de cada jovencita que debute esta temporada -rió lord Palmerston.
– ¡Cielos, no! Me temo que voy a ser una gran decepción para las mamás, Henry. Disfruto demasiado con mi vida de soltero para establecerme ya. Un entretenimiento divertido, sí, pero ¿una esposa? ¡No, gracias!
– Tengo entendido que su primo, lord Thomas, acaba de llegar de América con su esposa y dos hijas. ¿Los ha visitado ya? Creo que una de las muchachas es pura perfección y que ya ha puesto a los elegantes escribiendo poemas.
– Solamente conozco a Thomas Dunham. jamás he estado en la residencia de la isla de Wyndsong, ni conozco a su familia. Creo que tiene hijas gemelas, pero no sé nada de ellas y ahora no dispongo de tiempo para debutantes tontainas. -Terminó su copa y cambió bruscamente de tema-. Me interesan los palos mayores del Báltico. Supongo que a Inglaterra le vendrá bien alguno.
– ¡Cielos, sí! Puede que Napoleón nos supere en tierra, ahora, pero Inglaterra aún controla los mares. Desgraciadamente, los únicos mástiles decentes nos vienen del Báltico.
– Veré lo que puedo hacer, Henry.
– ¿Regresará a Inglaterra después?
– No, iré directamente a casa desde Rusia. Verá, se supone que también soy un patriota visible y tan pronto como llegue a casa debo embarcar en mi clíper en Baltimore y salir a patrullar. Me dedico a recuperar marineros americanos enrolados en barcos ingleses.
– ¿De verdad? -rezongó lord Palmerston.
– Pues sí. -Jared Dunham se echó a reír-. A veces me pregunto si todo el mundo se ha vuelto loco, Henry. Aquí me tiene, trabajando como agente secreto de mi Gobierno en cooperación con el suyo, y cuando finalice mi misión aquí en Europa, me iré corriendo a casa a batallar con la armada británica. ¿No le parece que esto es ligeramente demencial?
Henry Temple no tuvo más remedio que reírse sinceramente con su invitado americano.
– Por supuesto, tiene usted un punto de vista más curioso que el mío, Jared. Todo es una locura, pero es debido a Napoleón y a su insaciable deseo de ser emperador del mundo. Una vez lo hayamos destruido todo volverá a su cauce entre nosotros. Espere y verá, amigo yanqui. ¡Espere y verá!
Los dos hombres no tardaron en despedirse. Lord Palmerston salió primero del salón reservado del Club White's, donde se habían encontrado, y Jared Dunham salió poco después.
Al encontrarse en su coche, Jared buscó sobre el asiento de terciopelo el estuche plano que había dejado allí a primera hora de aquella noche. Contenía una pulsera de diamantes de primera calidad, su regalo de despedida para Gillian. Sabía que se mostraría decepcionada, porque esperaba mucho más que una pulsera. Esperaba algo que él no podía ofrecerle.
Gillian esperaba una declaración de sus intenciones una vez hubiera enviudado, un acontecimiento que parecía inminente, pero él no tenía la menor intención de casarse… o por lo menos aún no y mucho menos con Gillian. Gillian Abbot se había acostado con la mitad de los galanes de moda, y de los que no lo eran, de Londres, y suponía que él lo ignoraba. Jared estaba dispuesto a disfrutar de sus favores por última vez, entregaría su regalo y se despediría de ella explicándole que debía regresar a América. La pulsera de brillantes la consolaría. No se hacía ilusiones acerca de la razón por la que Gillian Abbot quería casarse con él. Jared Dunham era un hombre muy rico.
Las cosas podían haber tomado otro camino, de no haber sido por la previsión de su abuela materna. Sarah Lightbody adoraba a todos sus nietos, pero comprendía objetivamente que sólo uno de ellos, Jared, tenía necesidad de su riqueza.
Su hija Elizabeth tenía tres hijos y aunque los amaba a todos por igual, su severo marido, John Dunham… un hipócrita piadoso como jamás Sarah Lightbody había visto otro igual-…, siempre elegía a su hijo menor, Jared, como blanco de sus malos tratos.
Al principio, Sarah Lightbody no había comprendido las razones del comportamiento de su yerno. Rozaba la crueldad. Jared era un niño guapo. En efecto, él y su hermano mayor, Jonathan, eran idénticos físicamente. Jared era bien educado y muy inteligente, sin embargo, si pillaban a ambos niños haciendo travesuras, era siempre Jared quien recibía la regañina y la paliza, a Jonathan sólo se le llamaba la atención. Jared recibía críticas por lo mismo que a Jonathan le merecía alabanzas. Y, de pronto, un buen día Sarah descubrió la razón. Sólo podía haber un heredero Dunham y John pensó que si conseguía destruir la moral de Jared, la herencia y la posición de Jonathan estarían protegidas. Y entonces, cuando Jonathan se hiciera cargo de los astilleros Dunham dispondría de un criado obediente y mal pagado en Jared.
Por fortuna, la ambición de los hermanos no corría pareja. Jonathan poseía la pasión Dunham por la construcción de barcos y era un diseñador naval hábil e ingenioso. Jared, en cambio, era un aventurero mercante como sus parientes Lightbody. Encontró que ganar dinero era el juego más divertido. Disfrutaba apostando en lo imposible y ganando. Poseía instinto excelente y jamás parecía perder.
Como la casa y el corazón de Sarah Lightbody estaban siempre abiertos a Jared, siempre recurría a ella y la honraba con sus confidencias y sus sueños. En su adolescencia jamás se quejó del injusto trato de su padre, y lo soportó todo estoicamente incluso cuando su abuela sentía la tentación de partir la cabeza de su desalmado yerno con un atizador. Sarah jamás comprendió el amor de su hija por aquel hombre.
Cuando Sarah Lightbody se sintió morir redactó un testamento. Después llamó a Jared a su lado y le anunció lo que había hecho. El se mostró primero estupefacto, luego agradecido, pero no protestó tontamente. Sarah comprendió que su mente sutil ya trabajaba con la herencia.
– Invierte y vuelve a invertir, tal como te he enseñado -le aconsejó-. Pero guárdate un par de ases en la manga, muchacho, y recuerda que siempre debes tener un rinconcillo para un día de lluvia.
Jared asintió.
– Nunca me quedaré corto, abuela. Pero ya supondrás que él intentará apoderarse de tu dinero. Todavía no tengo veintiún años-
– Los tendrás dentro de pocos meses, muchacho, y hasta entonces tu tío y mis abogados te ayudarán a mantenerlo a raya. No cedas terreno, Jared. Se pondrá como una fiera, pero sé perfectamente que los astilleros Dunham nunca han funcionado mejor. No dejes que te engañe. Mi fortuna debe servir para librarte de él.
– Quiere que me case con Chastity Brewster -dijo Jared.
– No te conviene, muchacho. Necesitas una criatura de fuego que mantenga tu interés. Dime, ¿qué quieres hacer ahora?
– Viajar. Estudiar, Quiero ir a Europa. Quiero ver qué productos americanos necesitan y qué pueden ofrecernos a cambio. Quiero saber algo acerca del Extremo Oriente. Creo que se puede hacer un gran negocio con China, y puedes apostar a que, si lo hay, los ingleses llegarán allí primero.
– Sí-respondió la anciana, con los ojos anegados por sueños que no había tiempo para realizar-. Se está acercando un gran momento para este país y, maldita sea, ¡ojalá estuviera yo aquí para verlo!
Unas semanas más tarde murió plácidamente mientras dormía.
Cuando se supo la noticia de su herencia, el padre de Jared trató de reclamar la fortuna para su astillero.
– Eres menor de edad -anunció fríamente, ignorando el hecho de que le faltaban sólo unas semanas para la mayoría-. Por lo tanto me corresponde administrar tu dinero. ¿Qué puedes saber tú de inversiones? Lo malgastarías.
– ¿Y cómo te propones administrar mi dinero? -preguntó Jared con la misma frialdad.
Jonathan se echó atrás, viendo cómo se acercaba el choque.
– No tengo por qué contestar a las preguntas de un crío -fue la glacial respuesta de John.
– Ni un penique, padre --declaró su hijo-. No te daré ni un solo penique para tu astillero. El dinero es mío, todo mío. Además, tú no lo necesitas.
– ¡Eres un Dunham! -tronó John-. ¡El astillero es toda nuestra vida!
– ¡La mía, no! Mi ambición va por otro lado, y gracias a la abuela Lightbody y a su generosidad ahora puedo ser independiente, libre de tu maldito astillero y libre de ti. Toca un céntimo de mi herencia y prenderé fuego a tu astillero.
– Yo te ayudaré -intervino Jonathan, que dejó a su padre estupefacto.
John Dunham se hinchó como un sapo y se puso amoratado.
– No necesitamos el dinero de Jared, padre -añadió Jonathan para calmarlo-. Míralo desde mi punto de vista. Si inviertes el dinero en el negocio de la familia quedamos obligados a él, cosa que yo no deseo. Tienes a mi hijo Jon como heredero, después de mí. Deja que Jared siga su camino.
Jared ganó e inmediatamente después de su cumpleaños zarpó hacia Europa.
Se quedó allí varios años, estudiando primero en Cambridge y después retirándose en Londres. Nunca estuvo ocioso. Hizo inversiones discretas, cosechó beneficios y volvió a invertir. Poseía un no sé qué misterioso y sus amigos londinenses lo bautizaron el Yanqui de Oro. Entre la gente bien fue un deporte tratar de descubrir cuál sería la siguiente inversión de Jared Dunham a fin de poner también su dinero. Se movió por los mejores círculos, y aunque lo acosaban en todo momento, disfrutaba de su libertad y se mantenía soltero. Compró una casa elegante en la ciudad, en una plaza pequeña y agradable cerca de Greene Park, amueblada con gusto exquisito y equipada con unos sirvientes perfectamente preparados. En los años siguientes, Jared Dunham viajó varias veces de Inglaterra a América, pese a los problemas latentes entre los dos países y Francia. Cuando no residía en Londres, la casa estaba a cargo de su competente secretario, Roger Branwell, un ex oficial naval americano.
Al primer regreso de Jared a Plymouth, Massachusetts, encontró a la gente de Nueva Inglaterra alborotada por la adquisición de Luisiana. Aunque federalista como su padre y su hermano, Jared Dunham no creía como ellos que la expansión al oeste subordinara Nueva Inglaterra y sus intereses comerciales al agrícola sur. Más bien veía un mayor mercado para sus productos. Lo que fastidiaba a los políticos y a los banqueros, creía él, era la clara posibilidad de perder su superioridad política y su fuerza: y ésta era, por supuesto, una consideración de peso.
La gente del este no se parecía a sus homólogos del sur y del oeste.
El dueño de una inmensa plantación no podía tener los mismos puntos de vista ni los mismos intereses que un príncipe del comercio de Massachusetts; pero también sus puntos de vista eran diferentes de los de un trampero de las montañas. Jared no veía un conflicto serio, aunque los federalistas sí lo temían.
En Europa había vuelto a estallar la guerra. Inglaterra agitaba constantemente San Petersburgo, Viena y Berlín contra el emperador francés, en un intento de persuadir al zar Alejandro, al emperador Francisco y al rey Federico Guillermo para que se unieran en una alianza común contra Bonaparte.
Ninguno de estos jefes quiso escuchar, esperando tal vez que, si se mantenían neutrales, los franceses no se dignarían a fijarse en ellos y los dejarían en paz. Además, el ejército francés parecía imbatible. Si bien Gran Bretaña seguía dominando los mares, un hecho que reconcomía a Napoleón, Sin embargo, media Europa estaba controlada por tierra y no por mar, así que los ingleses no servían de gran cosa.
Cuando Inglaterra se opuso con éxito a la escuadra combinada francoespañola en la batalla de Trafalgar, Napoleón declaró una guerra económica a su mayor enemigo. Desde Berlín dictó una orden de captura de todos los productos británicos existentes en su territorio y en los de sus aliados, además de prohibir la entrada a sus puertos y los de sus aliados a los navíos ingleses. Napoleón creía que Francia podía proporcionar todos los productos que antes servía Inglaterra, y que las naciones neutrales, principalmente Estados Unidos, proporcionarían los productos no europeos.
Inglaterra actuó rápidamente en respuesta al Decreto de Berlín con su Real Orden. A los barcos neutrales les estaba prohibido detenerse en los puertos vedados a los ingleses, a menos que se detuvieran primero en puertos ingleses para recoger cargamentos de productos británicos.
La siguiente maniobra de Napoleón fue declarar que cualquier barco neutral que obedeciera a la Real Orden sería confiscado y, en efecto, muchos barcos ingleses fueron capturados. Muchos otros, no obstante, lograron romper los diversos bloqueos y en general los intereses mercantes americanos prosperaron y Jared Dunham con ellos.
A principios del año 1807 era propietario de cinco barcos mercantes. Uno estaba en el Extremo Oriente en busca de especias, té, marfil y joyas. Los otros cuatro los mantuvo surcando el Atlántico y el Caribe. Jugosos sobornos solían silenciar a los más que celosos oficiales franceses, porque ya habían perdido poder en la zona del Caribe.
Jared Dunham, sin embargo, captó el aviso. La guerra se acercaba tan seguro como la primavera, y no deseaba perder sus barcos a manos de nadie. Hasta aquel momento había logrado conservar la buena voluntad de los ingleses, esquivar a los franceses y, utilizando su clíper a sus expensas personales, rescatar los suficientes marineros americanos enrolados para aparecer como un buen patriota y ocultar así sus misiones más peligrosas. Si los gobiernos funcionaran como negocios, se dijo irritado, habría menos problemas, pero desgraciadamente los egos y las personalidades se apoderaban siempre de los gobiernos.
El coche de Jared Dunham se detuvo ante la residencia de los Abbot. Después de advertir a su cochero que esperara, entró en la mansión. Una vez despojado de su capa, la doncella de Gillian lo acompañó arriba.
– ¡Mi amor! -lo saludó Gillian desde la cama con los brazos tendidos-. No te esperaba esta noche.
El le besó la mano, preguntándose por qué parecía tan nerviosa y se fijó en el modo astuto con que se cubría el pecho con las sedosas sábanas.
– He venido a despedirme, cariño.
– ¿Estás de broma, Jared?
– Vuelvo a América dentro de poco.
Gillian hizo un mohín adorable y sacudió sus rizos rojos.
– ¡No puedes! -exclamó-. No te dejaré marchar, mi amor.
– Jared se dejó atraer hacía la cama, aspirando el habitual perfume almizclado de Gillian-. ¡Oh, Jared! -musitó con voz enronquecida- Abbot no puede durar mucho más, y cuando se haya ido… ¡Oh, mi amor, estamos tan bien juntos!
Se la arrancó del cuello y dijo con voz divertida:
– Si estamos tan bien juntos, Gillian, ¿por qué consideras necesario tener otros amantes? Realmente, insisto en la fidelidad de mis amantes, por lo menos mientras las mantengo. Y te he mantenido muy bien, Gillian.
– ¡Jared! -trató de parecer dolida, pero al darse cuenta de que no le causaba el menor efecto, sus ojos color topacio se entornaron peligrosamente y pasó al ataque-: ¿Cómo te atreves a acusarme de tal cosa?
– Gillian, cariño -respondió Jared con una media sonrisa-, tu habitación apesta a ron. Y no es precisamente tu perfume, ni el mío. Por tanto, debo concluir que has recibido a otro caballero. Como solamente he venido a traerte esta prenda de mi admiración y a decirte adiós, estás en libertad de seguir con lo tuyo. -Le echó con indiferencias el estuche de joyero, se puso en pie y se dirigió a la puerta.
– ¡Jared! -Su voz tenía un tono suplicante.
Se volvió y se fijó en que Gillian había dejado caer la sábana de seda dejando al descubierto sus magníficos senos. Recordó el placer que le habían proporcionado. Viéndolo indeciso, la mujer murmuró:
– De verdad, no hay nadie más que tú, mi amor.
La vanidad requería que la creyera, pero entonces descubrió una corbata de caballero arrugada, caída sobre el brazo del canapé, así que dijo con frialdad:
– Adiós, Gillian.
Bajó la escalera decidido, reclamó su capa y abandonó la casa de los Abbot.
Oh, papá. -Los ojos azulina de Amanda Dunham se llenaron de lágrimas y sus rizos dorados temblaron-. ¿Tenemos que irnos de Londres ahora?
Thomas Dunham contempló divertido a su hija menor. Amanda se parecía mucho a su madre. Había sabido manejar a Dorothea en los últimos veinte años, de forma que no le resultaba difícil tratar a Amanda ahora.
– Me temo que sí, gatita -afirmó-. Si no nos vamos ahora nos veremos obligados a quedarnos todo el invierno en Inglaterra en un momento en que las cosas no andan muy bien entre nuestros dos países, o bien hacer un viaje incómodo, probablemente con muy mal tiempo.
– ¡Oh, quedémonos para el invierno! ¡Por favor! ¡Por favor!-Amanda dio unos saltos infantiles junto a su padre-. Adrián dice que hay maravillosas carreras de patinaje sobre el lago de Swynford Hall y por Navidad los cantantes de villancicos van de puerta en puerta. ¡Hay un inmenso árbol de Navidad, maravillosa cerveza, pasteles de Navidad y oca asada! Oh, papá, quedémonos. ¡Por favor!
– ¡Oh, Mandy! ¡No seas una tonta mal criada! -prorrumpió una voz decidida y la propietaria de la voz salió de las sombras donde estaba sentada en el quicio de una ventana-. Papá tiene que regresar a Wyndsong. Su deber está allí y por si tus juegos sociales te han impedido notarlo, las relaciones entre Inglaterra y América no son especialmente cordiales en este momento. Papá nos trajo a Londres como regalo, pero ahora será mejor que volvamos a casa.
– ¡Miranda! -gimió Amanda Dunham-. ¿ Cómo puedes ser tan cruel? ¡Sabes lo profundo de mis sentimientos por Adrián!
– ¡Bobadas! -cortó Miranda Dunham-. Desde que tenías doce años, siempre estás enamorada de uno u otro. Hace unos meses no querías marcharte de Wyndsong porque te creías enamorada de Robert Gardiner… ¿o era de Peter Sylvester? Desde que estamos en Inglaterra has sentido debilidad al menos por seis muchachos. Lord Swynford es sólo tu admirador de turno.
Amanda Dunham se echó a llorar y corrió a echarse en brazos de su madre, sollozando.
– Miranda, Miranda -reconvino Dorothea Dunham con dulzura-. No debes impacientarte así con tu hermana gemela.
Miranda lanzó una exclamación burlona y apretó los labios, un gesto que hizo reír a su padre. “Gemelas -se dijo, como solía-. Mis únicas descendientes legítimas y no parecen parientes y mucho menos gemelas”. Amanda era menuda, llenita y llena de hoyuelos como su madre, un pastel femenino blanco y rosado con grandes ojos azules y cabello amarillo como los narcisos. Era dulce, algo simplona, una burbuja de criatura que se convertiría en una esposa encantadora y una madre amorosa. Comprendía a Amanda como siempre había comprendido a la madre de ésta.
Pero no estaba seguro de Miranda, la gemela mayor. Era una criatura mucho más compleja, una muchacha de azogue y fuego. Nacida dos horas antes que su hermana menor, era diez centímetros más alta que Amanda. Miranda, como un caballito, tenía más ángulos que curvas. Las curvas, supuso, vendrían más tarde.
La cara de Amanda era redonda, pero la de Miranda tenía forma de corazón con pómulos salientes, una nariz recta y elegante, una boca grande y jugosa, y una barbilla decidida con un pequeño hoyuelo- Sus ojos de un verde azulado eran rasgados y estaban protegidos por largas y oscuras pestañas. ¿De dónde habría sacado esos ojos verde mar? Tanto él como Dorothea los tenían azules. El cabello de Miranda constituía también otro misterio: era de color de luna.
Las gemelas eran tan diferentes de temperamento como de aspecto. Miranda se mostraba decidida, confiada y valiente. Su mente era rápida y su lengua aguda. Carecía de paciencia, pero era buena. Sospechaba que su mal carácter se debía a un exceso de mimos.
Pero Miranda tenía un profundo sentido de la justicia. Odiaba la crueldad y la ignorancia, y siempre defendía al desamparado. Ojalá, pensaba Thomas con tristeza, ojalá hubiera sido el hijo que deseaba. La amaba profundamente, pero desesperaba de encontrar marido para ella. Necesitaría un hombre que comprendiera su fiero rasgo de independencia Dunham. Un hombre que la tratara con firmeza, pero con dulzura y amor.
Había explicado al joven lord Adrián, barón de Swynford, que su compromiso formal con Amanda debía esperar a que Miranda, la mayor, estuviera comprometida. Thomas Dunham no había conocido a nadie en Inglaterra que le pareciera bien para su primogénita. Tenía una idea acerca del tema, pero primero había algo que debía cambiar en su testamento.
Sonrió. ¡Pequeña Amanda! ¡Qué tierna y dulce era! Adornaría la mesa familiar de Swynford y luciría bien las joyas de la familia. Jamás sería una conversadora interesante, pero tocaba bien el piano y pintaba acuarelas deliciosas. Sería una excelente madre, esposa sumisa que jamás protestaría si su esposo se distraía alguna vez con un pasatiempo. Con Amanda, él y Dorothea habían producido una hija perfecta, pensó Thomas satisfecho de sí mismo.
En cambio, la mayor de las gemelas era una zorrita voluntariosa e independiente y que de no haberla visto él, personalmente, salir del cuerpo de su madre, habría jurado que era la hija de otra pareja.
A medida que las niñas crecían, era Miranda quien llevaba las riendas. Aprendió a andar cinco meses antes que su gemela, y hablaba con perfecta claridad al final del primer año. Amanda balbuceó por espacio de dos años antes de que su habla fuera inteligible. Sólo Miranda la entendía, a veces traduciendo su parloteo infantil y otras veces anticipándose a los deseos de su gemela en una comunicación sin palabras que asombraba a todo el mundo. Amanda era un libro abierto; Miranda, en cambio, compleja… pero se querían profundamente. Miranda podía rabiar y protestar de Mandy, pero no se lo permitía a nadie más y cuidado con quien fuera lo bastante tonto para ofender a la más dulce de las dos, porque Miranda protegía a su gemela como una tigresa a su progenie.
Ahora, sin embargo, Miranda Dunham estaba irritada:
– ¡Por el amor de Dios, Mandy, deja de lloriquear! -A Miranda le costaba contenerse-. Si Adrián Swynford te ama de verdad, pedirá tu mano antes de que regresemos a América.
– Ya lo ha hecho -respondió plácidamente Thomas Dunham.
– Oh, papá -exclamó Amanda, saltando sobre sus pies y con los ojos brillantes de alegría,
– ¿Lo ves? Ya te lo dije -añadió Miranda, como si la cosa estuviera zanjada.
– Vamos, niñas, sentaos con mamá y conmigo y os lo explicaré.-Hizo que sus hijas se acomodaran en un canapé entre él y su esposa y empezó-: Lord Swynford ha pedido la mano de Amanda en matrimonio. Yo he dado mi consentimiento con la condición de que no se haga el anuncio oficial, o se mande un artículo a la Gazette, hasta que haya arreglado también un compromiso adecuado para Miranda. Es la mayor y su compromiso debe anunciarse primero.
– ¿Qué? -exclamaron a coro las gemelas.
– Yo no quiero casarme -gritó Miranda-. ¡No quiero marcharme de Wyndsong ni que me coloquen con algún maldito pomposo!
– ¡Y yo no quiero esperar para casarme con Adrián! -gritó Amanda, mostrando su genio-. Si a ella no le importa que yo me case primero, ¿por qué debe importaros a vosotros?
– ¡Amanda! -exclamó su madre, sorprendida-. La tradición familiar indica que la mayor debe casarse primero. Ha sido siempre así y es una regla justa. -Luego se volvió a Miranda y añadió-: Pues claro que te casarás, niña. ¿Qué otra cosa puedes hacer?
– Soy la mayor -declaró Miranda con orgullo-. ¿Acaso no heredaré Wyndsong? ¿No voy a ser la siguiente señora de la mansión? No necesito nada más, y por supuesto a ningún hombre. Nunca he conocido a ninguno, excepto papá, que me gustara.
– Una mujer respetable necesita siempre un padre o un marido, Miranda. No siempre estaré aquí para protegerte. -Thomas Dunham se sentía incómodo ante lo que tenía que decir a continuación, pero prosiguió-: Tú eres mi hija mayor. Miranda, pero no eres un varón. Tú no puedes heredar Wyndsong, porque la disposición establece que si no hay heredero varón, directo, el actual señor debe nombrar a uno entre sus parientes varones. Ya lo hice años atrás, cuando los médicos aconsejaron que vuestra madre no tuviera más hijos. El próximo señor de Wyndsong Island procede de la rama familiar de Plymouth. Tú y tu hermana podéis heredar mi fortuna personal, pero no Wyndsong.
– ¿Que no heredaré Wyndsong? -Miranda estaba estupefacta-. ¡No puedes entregárselo a un forastero, papá! ¿Quién es ese primo? ¿Lo conocemos? ¿Querrá tanto Wyndsong como yo? ¡No! ¡No!
– Mi heredero es el hijo menor de mi primo John Dunham. Nunca ha estado en Wyndsong. Se llama Jared.
– ¡Nunca dejaré que se quede con Wyndsong! ¡Nunca, papá! ¡Nunca!
– Miranda, controla tu genio -advirtió Dorothea Dunham con voz firme-. Debes casarte. Todas las jóvenes de tu clase se casan. Tal vez ahora, sabiendo que no podrás permanecer en Wyndsong, te decidas a hacer un esfuerzo por encontrar un marido apropiado.
– No quiero a nadie -fue la respuesta glacial.
– No es preciso que ames a tu marido, Miranda. El amor suele venir después.
– Amanda quiere a Adrián -declaró secamente su hija.
– Si, en efecto, y es una suerte que el objeto de su cariño haya pedido su mano y sea adecuado. De lo contrario, querida mía, no importaría lo mucho que se quisieran.
– ¿Acaso tú no querías a papá cuando te casaste? -insistió Miranda y Dorothea sintió crecer su irritación. Era típico de su hija mayor insistir en un tema hasta llevarlo a un punto conflictivo. ¿Por qué no quería entender cómo funcionaba la sociedad? Amanda sí. Dorothea empezó a sospechar, como tantas otras veces cuando discutía con Miranda, que su hija lo comprendía perfectamente pero que deliberadamente se mostraba obstinada.
– Yo no conocía a papá cuando nos comprometimos. Tus abuelos, no obstante, después de haberme buscado una pareja adecuada, nos dieron tiempo para que nos conociéramos. Para cuando nos casamos, ya empezaba a quererlo y no ha pasado ni un solo día en estos veinte años en que no lo haya amado cada vez más.
– ¿Y no te pesó dejar Torwyck? Era tu casa.
– No. Wyndsong era la propiedad de tu padre y quería estar con él. Amanda no lamentará dejar Wyndsong por Swynford Hall, ¿verdad, cariño?
– ¡Oh, no, mamá! ¡Yo quiero estar con Adrián! -fue la inmediata respuesta.
– ¿Lo ves, Miranda? Una vez hayas elegido un marido, con tal de estar con él no te importará dónde vivas.
– No -se obstinó Miranda-. Para vosotras es distinto. Ni una ni otra habéis crecido amando vuestra casa como yo amo Wyndsong, ni habéis alimentado la creencia de que lo heredaríais, como me ha sucedido a mí. ¡Amo Wyndsong hasta el último rincón! Lo conozco mejor que cualquiera de vosotras. Wyndsong es mío, diga lo que diga lo establecido, y nunca permitiré que esos mojigatos presumidos de Plymouth se queden con él. No les dejaré. -Las lágrimas brillaban como diamantes en sus ojos verde mar. Miranda salió corriendo. No solía llorar y estaba avergonzada de mostrar semejante debilidad femenina.
– ¡Oh, mamá! Es tan injusto que Miranda sea desgraciada siendo yo tan feliz. -Amanda se levantó y salió tras su hermana.
– ¿Y bien. Thomas? -Dorothea Dunham miró acusadora a su marido.
Éste se agitó incómodo.
– No me di cuenta de que se lo tomaba tan a pecho, querida.
– ¡Oh, Thomas! Has mimado a Miranda al extremo de ser demasiado indulgente, aunque no puedo censurarte. Siempre ha sido una niña difícil y, francamente, yo no le he prestado toda la atención que hubiera debido. Siempre ha sido más fácil dejar que se saliera con la suya. Ahora veo que con nuestra actitud hemos cometido un grave error. La mente de Miranda está tan llena de Wyndsong que no le queda espacio para nada más.
"Debemos encontrarle un buen marido, Thomas -continuó Dorothea-. Lord Swynford es perfecto para Amanda, pero no la esperará siempre. No puedo comprender por qué no dejas que se anuncie el compromiso ahora. -Sus ojos azules brillaban-. Yo te seguí en tu decisión de que la mayor se casara primero y por supuesto adorné la cosa cuanto pude, pero ignoro desde cuándo existe semejante costumbre en la familia.
Hizo una pausa y luego preguntó:
– ¿Qué has hecho, Thomas, que debas remediar antes de que permitas que se anuncie el compromiso de Amanda?
Thomas Dunham dedicó una sonrisa confusa a su mujer.
– Veo que me conoces bien, querida. Es la única cosa que jamás te haya ocultado. A la sazón me pareció una idea magnífica, pero… debo cambiar mi testamento antes de anunciar el compromiso de Amanda con lord Swynford. -Se pasó la mano por su pelo canoso y sus ojos azules expresaron turbación-. Verás, Doro, cuando nombré al joven Jared Dunham el siguiente lord de la heredad, me dejé llevar por cierta vanidad personal.
"Mi testamento convierte a Jared en mi heredero, pero mi fortuna personal va a ti y a las niñas. Jared no puede mantener la isla sin dinero, así que hay una cláusula donde se establece que si muero antes de que las niñas estén casadas y él es soltero, mi riqueza exceptuando tu parte de viuda, pasará a él si se compromete a casarse con una de mis hijas, la que él elija.
"No es porque crea que voy a morir pronto, pero quiero que mi sangre corra en las venas de los futuros lores de Wyndsong. Como mi testamento proporcionaba una generosa dote a la gemela restante, ¿a quién perjudicaba? Debo modificar mi testamento si Amanda se casa con lord Swynford, puesto que ahora sólo quedará disponible Miranda.
– ¡Oh, Thomas! -exclamó Dorothea, quien se llevó una mano gordezuela a la boca, tratando de ocultar su divertida sorpresa-. ¡Y dicen que las mujeres somos vanidosas! -Pero con más seriedad añadió-: Amor mío, tal vez has solucionado, sin pensarlo, nuestro problema con Miranda. ¿Por qué no arreglamos la boda entre ella y Jared Dunham? Miranda sería así la primera en comprometerse, tu sangre correría por las venas de los futuros señores de Wyndsong, y Amanda podría casarse con lord Swynford.
– Por Dios que eres astuta, Doro. ¿Por qué no se me ocurrió? ¡Es la solución perfecta! -Se golpeó el muslo entusiasmado.
– Es perfecto, siempre y cuando Jared no esté ya comprometido, casado, o liado.
– Bueno, sé que no está ni comprometido ni casado. Recientemente he recibido una carta de su padre pidiéndome que le compre una vajilla de Wedgewood amarilla para el cumpleaños de su mujer. Mencionaba que su hijo mayor, Jonathan, ha sido padre por tercera vez y que desesperaba de que Jared sentara la cabeza. Jared tiene ahora treinta años. Este plan encantaría a su padre. No tengo tiempo para enviarle una carta que nos preceda, porque zarpamos dentro de pocos días, pero le mandaré un mensaje en cuanto lleguemos.
– Ahora, antes de marcharnos, puedes anunciar el compromiso de Amanda a nuestras familias, aunque sea en privado. Sería un error no hacerlo así, Tom. La vieja lady Swynford desea ver casado a Adrián y con un heredero en camino. Me temo que si no se anuncia de algún modo este compromiso, buscará por alguna otra parte.
– Será un memo si la deja hacerlo -observó Tom Dunham.
– Thomas, sólo tiene veinte años. Y su mamá lo tuvo de muy mayor… ya tenía cuarenta años. La señora está loca por él. Si su padre viviera tendría setenta años. El pobre Adrián empieza a descubrir la libertad, pero es honrado y está muy enamorado de Amanda.
»Si se anuncia ahora a las familias y luego, en invierno, hacemos público el compromiso, podemos calcular la boda para junio en la iglesia de St. George, en Hanover Square.
– ¿Y si Miranda se niega a cooperar, cariño?
– Miranda es una joven muy inteligente, Tom, o al menos eso me dices siempre. Una vez ante el hecho de que no puede heredar Wyndsong, y que debe casarse, comprenderá lo acertado de nuestro plan. Sólo a través de Jared Dunham puede llegar a ser la señora de la mansión. No creo que permita que otra mujer le arrebate lo que, según ella, le pertenece por derecho.
Dorothea Dunham sonrió a su marido y concluyó:
– Eres un viejo zorro astuto, Tom, y te quiero.
Más tarde, a solas con sus pensamientos, Thomas cerró los ojos y trató de imaginar cómo sería Jared. Hacía tres años que no había visto al joven. Alto sí, era muy alto, algo más de metro ochenta. Delgado, con un rostro flaco de facciones talladas que más se parecía a su madre que a la familia Dunham. Cabello negro, y… ¡Santo Dios! El joven tenía los ojos verdes. No de un verde azulado como los de Miranda, sino de un curioso color verde botella.
Todo él tenía un aire elegante, creía recordar Tom. Se acordó de que Jared, en medio de la alta sociedad londinense, vestía con la ropa seria de un bostoniano. Rió entre dientes. ¡Jared poseía una marcada vena de independencia!
A los veintisiete años, cuando Thomas lo vio por última vez, Jared era un hombre con clase, cultura y buenos modales. Ahora, a los treinta, ¿podía atraerle una criatura de diecisiete? ¿Aceptaría Jared el compromiso o preferiría otro tipo de alianza?
Si Thomas Dunham abrigaba cierta preocupación se la guardó para sí y se ocupó de la preparación del regreso a América. Compró su pasaje en el Royal George. Zarparía en dirección sur siguiendo los alisios, parando primero en las Barbados y Jamaica y después las Carolinas, Nueva York y Boston.
Thomas había concertado con los propietarios del barco una parada especial frente a Orient Point, Long Island, a fin de que su yate pudiera recogerlos y llevarlos hasta la punta de Wyndsong Island, a dos millas de la aldea de Oysterponds en la bahía de Gardiner.
Se celebró la cena de despedida y el feliz anuncio del compromiso de lord Swynford con la señorita Amanda Dunham se hizo en privado. La duquesa viuda de Worcester era la única invitada que no pertenecía a la familia. Era uno de los más poderosos árbitros de sociedad. Con la duquesa como testigo de las intenciones de lord Swynford, solamente la muerte podía ser una excusa aceptable para que la pareja rompiera el compromiso.
Dorothea había decidido vestir a sus hijas gemelas con idénticos trajes de muselina rosa pálido. Amanda, por supuesto, estaba encantadora con sus senos jóvenes llenando provocativamente el gran escote cuadrado, sus brazos blancos y torneados sobresaliendo de las manguitas abultadas rematadas de encaje. El escote, las mangas y el bajo de la falda estaban bordados con una deliciosa cenefa de pequeñas rosas. Sus joyas, cuidadosamente elegidas por su mamá, eran debidamente modestas: pendientes de perlas y coral, y collares de coral a juego. Los trajes les llegaban al tobillo, y las gemelas llevaban medias de seda blancas y zapatitos de piel negra. Amanda lucia una guirnalda de capullos de rosa sobre su pelo dorado, pero Miranda no había transigido en este detalle.
Detestaba el color rosa infantil de su traje con sus bordados juveniles. Sabía que el rosa pálido era el color equivocado para su insólito colorido, pero estaba de moda y Dorothea insistió en que fueran elegantes. No obstante, cuando se sugirió que se cortara su largo cabello platino, Miranda se había limitado a negarse, pero en un tono que incluso impresionó a su madre. Mamá podía vestirla con ropa ridícula, pero no se dejaría esquilar como un cordero o que le llenaran la cabeza con estúpidos rizos.
Como Dorothea prohibió a Miranda un peinado más adulto, como un moño, asegurando que no era apropiado para una joven soltera y, dado que se negaba a llevar trenzas infantiles, se vio obligada a lucir el cabello suelto, sujeto solamente por una cinta de seda rosa.
La única satisfacción de Miranda aquella noche era la alegría de su hermana. La pequeña gemela estaba radiante de felicidad y Miranda comprendió que estaba realmente enamorada de Adrián Swynford, un joven guapo, rubio y de estatura media. Se sentía alegre y aliviada al comprobar que el joven noble inglés correspondía a los sentimientos de su prometida en la misma medida, con su brazo protector sobre los de Amanda, robándole besos cuando creía que nadie los veía. Amanda dirigía miradas de adoración a su novio, y apenas se separó de él en toda la noche. Esto forzó a la pobre Miranda a la obligada compañía de sus tres primas.
Caroline Dunham, que también había debutado aquella temporada, era una muchacha altiva de mediana belleza. Su próxima boda con el hijo mayor y heredero del conde de Afton había aumentado aún más sus sentimientos de superioridad. Pensaba que su prima Amanda tenía un mediocre compañero comparado con su querido Percival.
Pero, claro, su prima Amanda era una colonial, y un barón debía parecerle una gran cosa.
Las hermanas menores de Caroline eran dos tontainas. Miranda casi prefería la frialdad de Caroline a la estupidez de las dos pequeñas.
Por lo menos se ahorró la compañía de sus primos porque estaban profundamente absortos hablando de apuestas en las subastas de caballos de White's y en los combates de boxeo de Tattersall previstos en el gimnasio de Gentleman Jackson. Además, cuando descubrieron que su prima Miranda no estaba dispuesta a jugar a «beso y pellizco» en la oscura biblioteca, no tardaron en perder interés por ella.
Thomas Dunham y su primo sir Francis Dunham estaban enfrascados conversando junto al fuego. Dorothea, lady Millicent y la duquesa viuda de Worcester charlaban amistosamente sentadas en un sofá de seda. Miranda miró alrededor en busca de la mamá de Adrián y se sorprendió al ver a la dama a su lado. Lady Swynford era una anciana menudita, con ojos astutos bajo un turbante de seda púrpura. Ofreció a Miranda una sonrisa de oreja a oreja.
– Así que, muchacha, tus padres dicen que debes casarte antes de que mi hijo pueda hacerlo con tu hermana. ¿Tienes algún pretendiente yanqui en América?
– No, señora -respondió cortésmente Miranda, empezando a temer lo que se le venía encima.
– ¡Hmmm! -sopló lady Swynford-. Preveo un noviazgo largo y agotador para mi chico -suspiró con afectación-. ¡Con lo que deseo hacer saltar a mis nietos sobre mis rodillas! Me pregunto sí viviré tanto tiempo.
– Sospecho que sí, señora, y más -respondió Miranda-. La boda se celebrará en junio, después de codo.
– ¿Y tú estarás casada para entonces? -Lady Swynford la contempló despectiva.
– Eso no importa, puedo prometerle que Mandy y Adrián se casarán tal como está previsto.
– No te andas por las ramas, muchacha, ¿no es verdad?
– No señora. ¡No lo hago!
Lady Swynford no con ganas.
– Me pregunto si se dan cuenta de la mujer que hay en ti.
– ¿Cómo dice, señora? -preguntó Miranda, perpleja.
– Nada, niña -respondió lady Swynford en tono más amable y dejando a Miranda confusa al acariciarle la mano-. Bueno, veo que ni tú misma te has dado cuenta.
Al día siguiente de la cena, los Dunham se trasladaron en coche de Londres a Portsmouth, y veinticuatro horas más tarde debían zarpar hacia América. Cambiaron cuatro veces los caballos. Pasaron la noche en Portsmouth, en la Fountain, y subieron a bordo a la mañana siguiente para zarpar con la marea de mediodía. Los Dunham salieron a cubierta para contemplar cómo se alejaba la costa de Inglaterra, y luego pasaron a sus camarotes contiguos. Amanda, contemplando el zafiro redondo rodeado de diamantes que Adrián le había regalado, empezó a llorar al darse cuenta de que abandonaba a su amado. A Miranda le tenía sin cuidado porque no se había divertido durante su estancia en Londres y además volvía a casa, a su amado Wyndsong.
El Royal George zarpó con buen tiempo y vientos favorables. El capitán Hardy declaró que no se había encontrado con un tiempo tan bueno en todos sus viajes por el Atlántico. Llegaron a Barbados en un tiempo récord, pasaron del Caribe a Jamaica y por el Atlántico sur hacia Charleston, En cada puerro dejaban y admitían pasajeros, y desembarcaban carga.
Por fin llegaron a Nueva York. El barco pasó la noche descargando, renovando provisiones de agua y comida y almacenando una nueva carga de productos para Inglaterra. A la mañana siguiente, un día azul y dorado de octubre, el Royal George enfiló el East River hacia el estrecho de Long Island. Estarían en casa al día siguiente. Poco antes del alba del día en que verían Wyndsong, Miranda despertó a Amanda.
– Todavía está oscuro -protestó la adormilada hermana menor.
– ¿Acaso no quieres contemplar la salida del sol sobre Orient Point? -dijo Miranda mientras tiraba del cobertor- ¡Arriba, Mandy! ¡Levántate o te haré cosquillas hasta que te mueras de risa!
– Creo que me gustará más Adrián como compañero de cama, querida hermana -masculló Amanda, quien salió a regañadientes de su nido caliente-. ¡Ohhh! ¡El suelo está helado! ¡No tienes corazón, Miranda!
Sorprendida, Miranda alzó una ceja oscura mientras entregaba a Amanda su ropa interior de muselina blanca y encajes.
– ¿Que prefieres a Adrián como compañero de cama? ¡No sé si sorprenderme por tu falca de delicadeza o simplemente escandalizarme, Mandy!
– Puede que sea más joven, más baja y más tonta que tú, hermana, pero mis emociones están bien desarrolladas. Nadie ha tocado aún tu corazón. Pásame el traje, ¿quieres?
Amanda se metió en el traje de cintura alta y mangas abullonadas de tejido rosado y se volvió de espaldas a Miranda para que ésta la abrochara. No vio la mirada perpleja de su hermana. Miranda se sintió rara. No estaba resentida por la felicidad de su hermana, pero la joven Amanda nunca había sido la primera en nada. Se recobró pronto e, inclinándose, recogió su chal de cachemira.
– Mejor que cojas el tuyo, hermana, en cubierta hará frío.
Salieron a cubierta cuando un leve color empezaba a asomar por el este. El agua parecía negra y bruñida como un espejo. Una suave brisa hinchaba las velas y, mientras esperaban en la proa, avistaron la costa de Long Island a su derecha a través de la niebla gris de la mañana. A su izquierda, pero más lejos, la costa de Conneticcut estaba envuelta en niebla.
– Mi casa -suspiró Miranda, envolviéndose los hombros con el chal.
– ¿Tanto te importa? -murmuró Mandy en voz baja-. Me temo que papá y mamá se equivocan. Nunca querrás nada ni a nadie tanto como a Wyndsong. Es como si formaras parte de la misma tierra.
– Sabía que me comprenderías -sonrió Miranda-. Siempre nos hemos comprendido. ¡Oh, Mandy! No puedo creer que este primo de papá vaya a heredarlo algún día. ¡Debería ser mío!
Amanda Dunham apretó cariñosamente la mano de su gemela.
No podía hacer nada para modificar la situación y nada podía calmar el espíritu torturado de Miranda.
– Ah, de forma que este par de pícaras se han instalado aquí a semejante hora temprana. -Thomas Dunham echó los brazos sobre sus dos hijas.
– Buenos días, papá -exclamaron.
– ¿ Están mis hijas ansiosas por llegar a casa? ¿Incluso tú, Amanda?
Ambas asintieron con entusiasmo. En aquel momento una brisa ligera empezó a soplar y el resto de niebla desapareció. El sol naciente se volcó sobre las escarpaduras y tiñó de oro las aguas verde azuladas.
El cielo anunció un día precioso y despejado.
– ¡Mira, allí está el faro de Horton Point! -gritó Miranda excitada.
– ¡Entonces casi estamos en casa, cariños! -rió Dorothea Dunham, quien apareció en cubierta-. ¡Buenos días, hijas mías!
– Buenos días, mamá -respondieron al unísono-
– Buenos días, querida. -Thomas le dio un beso cariñoso que su esposa le devolvió.
La tripulación se movía a su alrededor y el capitán Hardy se reunió con los Dunham.
– Entraremos por Orient Point y anclaremos hacia el lado de la bahía, a fin de que su yate pueda maniobrar mejor. ¿Tardará mucho en estar lista su familia? Hay una buena brisa y si se mantiene podríamos llegar a Boston a última hora de la mañana.
– Mi yate debe de estar ahora frente a Orient.
– Bien, señor. Agradezco su cooperación y, si me lo permite, le diré que ha sido un placer tenerles a usted, su esposa y sus hijas a bordo de mi barco, -Después se volvió a Amanda y añadió-: Espero tener el placer de volver a llevarla a Inglaterra el verano que viene, señorita Amanda.
– Gracias, capitán -Amanda se ruborizó deliciosamente-, pero todavía no es oficial -terminó, jugueteando con el anillo.
– Entonces no la felicitaré hasta que lo sea. -Los ojos le brillaron con picardía-. Yo también tengo una esposa y una hija, y sé lo importante que es para las señoras observar las conveniencias.
– ¡Vela a la vista! -gritó el vigía desde la cofa.
– ¿Puede identificarlo? -preguntó el capitán.
– Clíper de Baltimore, señor. Bandera americana.
– ¿Nombre y puerto?
– Se trata del Dream Witch, procedente de Boston.
– Hmmm. -El capitán reflexionó un momento, luego ordenó-Mantenga el rumbo, señor Smythe.
– Sí, señor.
Permanecieron en cubierta observando cómo el clíper se dirigía hacia ellos. De pronto, una bocanada de humo escapó del otro barco, seguida de un estallido apagado que resonó sobre el agua.
– ¡Por Dios! ¡Nos han disparado a la proa! -exclamó incrédulo el capitán.
– ¡Royal George, deténgase y prepárese para ser abordado!
– Pero ¡qué insolencia! -barbotó el capitán.
– ¿Son piratas? -Miranda estaba fascinada, pero Amanda se acurrucó junto a su madre.
– No, señorita, sólo la chusma de la marina yanqui haciendo niñerías -explicó el capitán. Pero al recordar la nacionalidad de sus pasajeros, se sintió incómodo-. Les pido perdón -dijo, pero su mentalidad inglesa estaba rabiando. Dominaba de sobra el elegante barco que ahora se ponía de costado, pero llevaba pasajeros y carga.
Sabía bien que aquello era un ataque de represalia en venganza por alguna idiotez cometida por la Marina Real. Sus armadores le habían dado órdenes tajantes: a menos que vidas y carga estuvieran amenazadas, no debía disparar sus cañones.
La tripulación del clíper izó sus ganchos de abordaje al Royal George.
– No opongan resistencia -ordenó el capitán Hardy a su tripulación-. No deben alarmarse, señoras y caballeros -tranquilizó al pasaje, que se había reunido en cubierta.
Cuando ambos barcos estuvieron amarrados, un oficial muy alto y moreno saltó a bordo del Royal George desde el barco americano.
El caballero habló con el capitán Hardy en voz baja. Al principio no pudieron oír lo que estaba diciendo, pero el capitán Hardy alzó la voz.
– ¡Por supuesto que no tengo hombres enrolados a la fuerza en mi barco, señor! ¡Yo no trafico con cautivos, ni americanos ni de otra parte!
– Entonces no le importará reunir a sus hombres para una inspección, señor -respondió la bien modulada voz.
– Ya lo creo que me importa, y mucho, pero lo haré para terminar con esta estupidez. ¡Contramaestre! ¡Llame a la tripulación a cubierta!
– Sí, señor.
Thomas Dunham había estado mirando fijamente al oficial naval americano y ahora, una amplia sonrisa iluminó sus facciones. ¡Qué coincidencia! Empezó a abrirse paso entre los pasajeros reunidos, agitando su bastón de empuñadura de plata mientras avanzaba, gritando:
– ¡Jared! ¡Jared Dunham!
En la arboladura del clíper, un tirador apostado allí para vigilar la cubierta vio movimiento entre la gente. Descubrió que un hombre se abría paso para salir a cubierta y correr hacia su capitán, agitando lo que parecía tener el brillo de un arma. Por ser un exaltado y un buscador de gloria, no esperó órdenes. Por el contrario, apuntó a su blanco y disparó.
Thomas Dunham se agarró el pecho al tiempo que el eco del disparo resonaba sobre el agua. Había una expresión de sorpresa aturdida en su rostro sonriente cuando miró y descubrió la sangre que manaba entre sus dedos. Luego cayó de bruces. Por un instante, nadie se movió y reinó un absoluto silencio. Después el capitán inglés rompió el hechizo, corriendo adelante e inclinándose para tomarle el pulso. No lo encontró. Levantó la vista horrorizado.
– Está muerto -dijo.
– ¡Thomas! -Dorothea Dunham cayó desmayada y Amanda con ella.
El rostro del capitán americano estaba rojo de ira.
– ¡Ahorquen a ese hombre! -gritó, señalándolo-. ¡Había dado órdenes tajantes de que no se disparara!
Lo que sucedió a continuación ocurrió muy de prisa. De entre la gente una joven alta de cabello color platino se lanzó contra el americano.
– ¡Asesino! -gritó, golpeándolo-. ¡Has matado a mi padre! ¡Has matado a mi padre! -El capitán trató de protegerse de sus golpes sujetándole los brazos.
– Por favor, señorita, ha sido un accidente. Un accidente terrible, pero el culpable ya ha sido castigado. ¡Mire! -Señaló su barco donde el desgraciado tirador estaba ya colgando de las cuerdas, una lección espantosa para otros que pudieran sentir la tentación de desobedecer órdenes. La disciplina inflexible era la ley del mar.
– ¿De cuántas otras muertes es usted responsable, señor? -El odio que emanaba de sus ojos verdes le impresionó. Era dolorosamente joven para odiar con tal intensidad. Un extraño pensamiento le cruzó la mente. ¿Amaría con la misma violencia que odiaba? No tuvo tiempo para pensarlo. La joven se alejó de él, giró y volvió rápidamente. El capitán americano sintió un dolor agudo en su hombro izquierdo. Por un momento se le enturbió la vista y sorprendido comprendió que le había apuñalado. La sangre le empapaba la chaqueta y el hombro le dolía como un demonio.
– ¿Quién diablos es esta fierecilla? -preguntó mientras el capitán inglés la desarmaba con suavidad.
– Es la señorita Miranda Dunham -contestó el capitán Hardy-, El hombre al que han disparado es su padre, Thomas Dunham, lord de Wyndsong Island.
– ¿Tom Dunham de Wyndsong? ¡Santo Dios! ¡Es mi primo!
– El americano se arrodilló y dio la vuelta al hombre-. ¡Dios mío! ¡Primo Tom! -Su rostro reflejó horror, después Jared Dunham levantó la mirada-. Tenía dos hijas. ¿Dónde está la otra?
La gente se separó y el capitán Hardy señaló dos mujeres postradas que estaban siendo atendidas por las demás pasajeras.
– Su esposa y su hija Amanda.
Jared Dunham se levantó. Estaba pálido pero su voz conservaba autoridad.
– Trasládenlas a ellas y su equipaje a mi barco, capitán, así como el cuerpo de mi primo. Regresaré con ellas a Wyndsong. -Suspiró profundamente-. Vi por última vez a mi primo en Boston, hace tres años. Nunca he estado en la isla y me preguntó si no creía que iba siendo hora de que fuera a verla. Le dije que no, que esperaba que llegara a muy viejo. Qué macabro resulta que vea por primera vez mi herencia a la vez que traslado el cadáver de mí primo.
– ¿Su herencia? -preguntó el capitán Hardy, desconcertado.
– Mi herencia. -Jared rió con amargura-. Mi herencia, señor. Una herencia que traté de evitar. Ante usted yace el cuerpo del último lord de Wyndsong Manor. Ante usted se encuentra el nuevo lord de Wyndsong Manor- Yo era el heredero de mi primo. ¿No le parece irónico?
Miranda había estado llorando en silencio desde que la habían desarmado. Ahora el impacto de aquellas palabras penetró su mente impresionada y dolida- ¡Este hombre! ¡Este hombre arrogante, responsable de la muerte de su padre, era el Jared Dunham que iba a quitarle Wyndsong!
– ¡No! -gritó y ambos hombres se volvieron a mirarla-. ¡No! -repitió-. ¡No puedes quedarte con Wyndsong! ¡No dejaré que te quedes con Wyndsong! -Histérica, empezó de nuevo a golpearle como una salvaje.
Él estaba debilitado por la herida, que ya le dolía ferozmente. Estaba contusionado y su paciencia llegaba al límite, no obstante percibió el dolor en su joven voz. Obviamente, Se había arrebatado mucho más que a su padre, aunque no lo entendía del todo.
– Fierecilla -le dijo apesadumbrado-. Lo siento de verdad.-La joven le golpeó la barbilla con el puño, pero él tuvo que recogerla con su brazo sano cuando se desplomó. Por un instante contempló su carita mojada de lágrimas, y aquel momento fue la perdición de Jared Dunham.
Su primer oficial se adelantó y el capitán americano traspasó al hombre su carga inconsciente con pesar.
– Llévela a bordo del Dream Witch, Frank. -Luego, volviéndose al capitán Hardy, le preguntó-: ¿Cree que alguna vez me perdonará, señor?
– Eso, señor -respondió el inglés con una media sonrisa-, dependerá de la profundidad de la herida, me temo.
iranda abrió los ojos. Estaba en su propio dormitorio. Sobre su cabeza veía el conocido dosel de lino verde y blanco. Cerró los ojos. ¡Wyndsong! Estaba en casa a salvo con Mandy, mamá y papá. ¡Papá! ¡Oh, Dios, papá! Recobró la memoria. Papá estaba muerto. Jared Dunham lo había matado y ahora iba a arrebatarle Wyndsong. Miranda trató de levantarse, pero una oleada de debilidad se lo impidió. Volvió a recostarse, respiró profundamente y la cabeza se le aclaró. Por fin logró incorporarse, sacó las piernas de la cama y deslizó sus pies delgados en los zapatos. Cruzó rápidamente la alcoba y pasó por la puerta de comunicación al dormitorio de Amanda, pero su hermana no se encontraba allí.
Miranda salió al claro rellano del piso superior de la casa y bajó.
Percibió un murmullo de voces procedentes del salón de la parte trasera. Entró corriendo en la estancia. Jared Dunham estaba sentado en el sofá de seda a rayas, su madre a un lado y Amanda en el otro. La ira la invadió. ¿Cómo se atrevía aquel animal arrogante a estar allí, en su casa? Al ver que todos la miraban, exclamó furiosa:
– ¿Qué hace este hombre aquí? ¡No tiene ningún derecho! Confío en que a alguien se le ocurra mandar a buscar a las autoridades. ¡El asesino de papá debe ser castigado!
– Ven, Miranda -dijo Dorothea sin alterarse. Sus ojos azules estaban enrojecidos-. Ven -repitió- y saluda a tu primo Jared.
– ¿Que le salude? Mamá, ¿estás loca? ¡Este hombre mató a mi padre! ¡Antes le haría una reverencia al propio diablo!
– Miranda. -La voz de Dorothea fue tajante-. El primo Jared no mató a Thomas. Fue un terrible error lo que causó la muerte de tu padre. Jared no tuvo la culpa. Simplemente ocurrió. Todo ha terminado y por más que patalees no vas a devolver la vida a Tom. Ahora, saluda a tu primo Jared.
– ¡Jamás! ¡No pienso saludar a este usurpador!
Dorothea suspiró.
– Jared, debo excusarme en nombre de mi hija mayor. Me gustaría poder decirte que es el dolor, pero lamento tener que admitir que, desde pequeña Miranda ha sido una niña testaruda y mal educada. Sólo su padre parecía ejercer cierta autoridad sobre ella.
– No necesitas excusarte en mi nombre, mamá. Sé que Mandy es tu preferida y que sin papá me he quedado sola. No os necesito a ninguna.
Ambas, Dorothea y Amanda, se deshicieron en llanto y Jared Dunham increpó a Miranda, furioso.
– ¡Pide perdón a tu madre! ¡Quizá tu padre te mimó, pero yo no lo haré!
– ¡Vete al infierno, demonio! -le espetó con los ojos relampagueantes.
Antes de que Miranda pudiera moverse, él ya estaba fuera del sofá y al otro lado de la estancia. La arrastró a través del salón y volvió a sentarse echándola sobre sus rodillas. Avergonzada, Miranda sintió que le levantaban las faldas y una manaza bajaba sobre su pequeño trasero con un golpe seco.
– ¡Canalla! -chilló Miranda, pero la mano siguió pegándole sin compasión hasta que de pronto la joven se echó a llorar. Después sollozó como loca con todo su dolor al descubierto. Entonces, con dulzura, Jared le bajó la ropa, la levantó y la cogió entre sus brazos, con un gesto de dolor cuando ella apoyó la cabeza en el hombro herido. Miranda, ahora, lloraba amargamente.
– Venga, venga, fierecilla -la calmó dulcemente, sorprendido por lo que hacía. Aquella fiera color platino lo había atraído de un modo increíble. Tan pronto lo enfurecía como, a continuación, se sentía delicadamente protector. Sacudió la cabeza y sus ojos se encontraron con la mirada de Dorothea Dunham. Le desconcertó la comprensión divertida que leyó en ella.
Los sollozos de Miranda fueron cediendo. De repente, al darse cuenta de dónde se encontraba, la joven bajó de sus rodillas, rabiosa como un gato mojado.
– ¡Me… me has pegado!
– Sí, te di unos azotes, fierecilla. Necesitabas una buena azotaina.
– Jamás me habían pegado en toda mi vida.-La calma de Jared la enfurecía.
– Un gran error por parte de tus padres.
Miranda, furiosa, se volvió a su madre.
– ¡Me ha pegado! Me ha pegado y tú te has quedado tan fresca.
Dorothea ignoró a su hija.
– No tienes idea de cuántas veces he querido hacerlo, pero Tom no me dejaba-dijo a Jared.
Ofendida, Miranda salió del salón y subió corriendo la escalera hacia su alcoba. Amanda siguió a su gemela porque conocía los signos de una terrible pataleta.
– Ayúdame con el maldito traje, Mandy.
Amanda empezó a desabrocharla.
– ¿Qué vas a hacer, Miranda? -preguntó-. ¡Oh, por favor no seas tonta! El primo Jared es un hombre excelente y está muy apenado porque uno de sus hombres disparó accidentalmente contra papá. No deseaba instalarse aún, pero ahora que Wyndsong es responsabilidad suya cree que debe hacerlo.
– Destruiré la isla -masculló Miranda entre dientes.
– ¿Y adonde iremos? El primo Jared ha asegurado a mamá que la isla sigue siendo su hogar.
– Podemos volver a Inglaterra. Te casarás con Adrián y mamá y yo viviremos contigo.
– Querida hermana, cuando me case con Adrián nadie compartirá nuestra casa excepto nuestros hijos.
– ¿Y qué me dices de la anciana lady Swynford? -A Miranda le sorprendía el tono firme y tranquilo de la voz de su gemela.
– Vivirá en la casa asignada a la lady viuda, en Swynford Hall. Adrián y yo ya lo hablamos y estamos de acuerdo.
Miranda se arrancó el traje, la chambra y la enagua.
– ¡Entonces, montaremos nuestra propia residencia! Pásame los pantalones de montar, Mandy. Ya sabes dónde están.
Abrió su cómoda, y de un cajón sacó una suave y bien planchada camisola de algodón, se la puso y la abrochó. Amanda le tendió sus viejos calzones de pana verde y Miranda se los puso.
– Medias y botas, por favor. -Amanda obedeció-. Gracias. Ahora, cariño, corre a las caballerizas y di a Jed que me ensille Sea Breeze.
– Oh, Miranda, ¿crees que está bien?
– ¡Sí!
Amanda salió suspirando de la alcoba. Miranda se calzó primero las ligeras medias de lana y después sus viejas y cómodas botas de cuero marrón. Todavía le escocía el trasero y se ruborizó ante la idea de que Jared Dunham le había visto los pantalones. ¡Qué bestia tan odiosa era! ¡Y mamá le había permitido que la lastimara! En toda su vida, nadie, y por supuesto ningún hombre, la había tocado así. No podía permanecer en Wyndsong por mucho tiempo. Una lágrima de autocompasión resbaló por su pálida mejilla. Cuando se leyera el testamento de papá serían ricas y Jared Dunham podría irse al infierno. Ahora, iba a disfrutar de su isla. Salió por la escalera trasera de la casa y cruzó la cocina.
Jed y Sea Breeze ya estaban fuera de la cuadra. El gran castrado tordo bailaba al extremo de la rienda ansioso por salir corriendo. Una vez montada en su caballo, oliendo el familiar aire salado, Miranda casi creía ser la misma, pero de pronto la voz de Jared irrumpió en su sueño.
– ¿Adonde vas. Miranda?
Bajó la vista hacia él, mirándolo de lleno a la cara por primera vez, y pensó en lo increíblemente guapo que era. Tenía un rostro sensible. Su cara bronceada y oval era tan angular como la de ella. El cabello oscuro estaba revuelto y sobre la frente le caía un mechón que a Miranda le hubiera gustado tocar y devolver a su sitio. Bajo sus cejas espesas y negras los ojos verde botella brillaban por debajo de unos párpados pesados. Los labios delgados eran ligeramente burlones. Una oleada de algo familiar la envolvió y casi se atragantó. Pero el enfado y el dolor aparecieron de nuevo y respondió con malos modos.
– El caballo es mío, señor. Supongo que no se opondrá a que lo monte. -Tiró de la cabeza de Sea Breeze y salió disparada.
Jared movió la cabeza. Le habían encargado una misión que consistía en detener cualquier barco inglés que encontrara, lo registrara y recuperara a todo marinero americano que viajara a bordo. De momento sus misiones en Europa habían terminado y estaba libre de intrigas. Ahora, por culpa de aquel loco desobediente de Elias Bailey, un buen hombre había muerto y a él le había caído una herencia que no esperaba recibir hasta bien entrada la madurez. Y peor, mucho peor, sospechaba que debería encargarse de la familia de su difunto primo. Por supuesto, era su deber. La deliciosa viuda, sólo doce años mayor que él, no le causaría problemas. Ni tampoco se los daría la encantadora pequeña Amanda, que iba a casarse con lord Swynford el próximo junio, en Inglaterra. En cuanto a la otra… ¡Cielos! ¿Qué iba a hacer con aquella Miranda obstinada y de mal carácter?
Thomas Dunham, octavo lord de Wyndsong Manor, estuvo dos días de cuerpo presente en el salón delantero de la casa. Sus amigos y vecinos acudieron de ambos brazos de Long Island… de las aldeas de Oysterponds, Greenport y Southhold en la costa norte, y de East Hampton y Southampton en la costa sur y de las islas vecinas de Gardiner, Robin, Plum y Shelter. Fueron a presentar sus respetos, consolar a la familia y conocer al heredero.
El día del entierro se levantó gris, ventoso e inclemente. Después de que el ministro anglicano dirigiera la ceremonia en el salón y se enterrara a Thomas Dunham en el cementerio familiar en una colina cercana a la casa, los acompañantes volvieron a beber un vaso de vino en memoria de Thomas Dunham. Después se marcharon todos. Solamente quedó el abogado Younge para leer el testamento.
Había los habituales legados a sirvientes leales, y el reconocimiento oficial de Jared Dunham como heredero legal y lord de Wyndsong Island. Dorothea esperaba en silencio la revelación que aún no había aparecido, pero que cuando ocurriera iba a ser peor de lo que ella creía. Porque Tom, al parecer, no se lo había dicho todo. Thomas Dunham no se había limitado a sugerir que su heredero se casara con una de sus hijas, había hecho lo imposible para que Jared tuviera que casarse con una de ellas. La viudedad de Dorothea estaba a salvo, pero el resto del dinero pasaría a una iglesia local a menos que Jared Dunham se casara con una de las gemelas de Thomas Dunham.
Sólo en este caso la fortuna se repartiría de este modo: una dote generosa a la gemela no elegida y el resto de la fortuna al marido de la novia.
Los cinco ocupantes de la estancia se quedaron mudos de asombro. Younge se agitó incómodo, mientras sus ojos oscuros iban de uno a otro de los cuatro Dunham. Finalmente, Jared dijo:
– ¿Y qué demonios hubiera ocurrido si ya estuviera casado? ¿Se habrían quedado las muchachas sin un céntimo?
– Cambiábamos regularmente el testamento, señor… -declaró Younge.
– Tom sabía que no estabas… comprometido con nadie.
– Entonces, si debo salvar la fortuna Dunham de la iglesia, ¿tengo que casarme con una de las muchachas?
– Sí, señor.
Jared se volvió a las gemelas y pareció estudiarlas detenidamente. Ambas se arrugaron bajo su escrutinio.
– Amanda es mucho más dulce que su hermana -declaró Jared-, pero me temo que sin una buena dote, lord Swynford no podría casarse con ella. En cambio, me temo que ni siquiera con una sustanciosa dote nadie querrá cargar con la endemoniada Miranda. ¡Vaya dilema!
Sus ojos se posaron fugazmente sobre Amanda para descansar en la otra gemela, y Miranda, furiosa, sintió que se ruborizaba. Después de un largo silencio, Jared declaró:
– Amanda ya está comprometida, no voy a hacerla desgraciada obligándola a casarse conmigo cuando ama a lord Swynford. Por lo tanto, debo elegir a Miranda.
«Loado sea el cielo -pensó Dorothea-.Bueno,.Tom, algo bueno habrá salido de tu terrible muerte."
Amanda estaba sentada, quieta, aliviada, con las piernas aún temblorosas bajo su traje. ¡Gracias a Dios!, pensó. ¡Cuánto deseaba que llegara junio!
El abogado Younge carraspeó.
– Bien, pues, todo está arreglado. Señor Dunham, permítame felicitarle tanto por su herencia como por su próximo enlace. Pero hay algo más. Tom pidió que se llevara solamente un mes de luto por él.
– En este caso, arreglaremos la boda para diciembre -replicó Jared tranquilamente.
– No tengo intención de casarme con él. -Miranda había recobrado finalmente la voz-. Papá debía de estar loco para hacer semejante testamento.
– Si te niegas, hundes a tu hermana Amanda.
– Mamá puede darle una dote.
– No, Miranda, no puedo- Si debo mantenerme durante el resto de mi vida, no puedo prodigarme con lo poco que tengo.
– ¡Ah! -exclamó Miranda-. Ahora lo entiendo. Amanda tiene permiso para ser feliz. Tú, mamá, también puedes ser feliz. Sin embargo, yo debo ser el cordero del sacrificio.
– Tienes diecisiete años, fierecilla, y soy tu tutor legal hasta que cumplas veintiuno -dijo Jared-. Me temo que debes obedecerme. Nos casaremos en diciembre.
Miranda miró al abogado en busca de confirmación.
– ¿Puede hacerme esto? -preguntó.
El abogado asintió sin querer cruzar sus ojos con los de la joven.
«Debería estar avergonzado -se dijo Miranda-. Esto no es mejor que la esclavitud.»
– ¿ Quieren dejarnos todos, por favor? -pidió Jared-. Me gustaría hablar a solas con Miranda.
Todos se levantaron rápidamente, encantados de marcharse. El abogado Younge cogió a Dorothea del brazo y la acompañó fuera de la estancia, Amanda los siguió.
El nuevo lord esperó a que la puerta se cerrara tras los tres. Entonces, alargando la mano, hizo que Miranda se pusiera en pie y la atrajo hacia sí.
– ¿Por qué te resistes a mí, fierecilla? -preguntó con dulzura.
Una respuesta rápida y cruel llegó a los labios de Miranda, pero la contuvo al mirarlo a los ojos. Estaban llenos de una extraña ternura.
– Saquemos el mejor partido de una situación difícil. Wyndsong no puede estar sin su dueña, y yo debo tener una esposa. Tú amas Wyndsong, Miranda. Cásate conmigo y siempre será tuyo. Muchos buenos matrimonios han empezado desde menos que el nuestro y te prometo que seré bueno contigo.
– Pe… pero yo no te conozco -protestó-, y no te amo.
– ¿No podrías aprender a quererme, fierecilla? -preguntó con dulzura y su boca se cerró sobre la de Miranda. Terminó en un instante. Sus labios, suaves como pétalos, le dieron su primer beso, un beso tierno, sin pasión, que no obstante aceleró los latidos de su corazón.
– ¿Por qué has hecho esto? -preguntó de pronto, intimidada.
– No puedo estar pegándote siempre -respondió con una sonrisa.
– ¡Oh, eres odioso! -exclamó al recordar el episodio, consciente de que él se acordaría con igual claridad de su azotaina de unos días atrás.
– Aún no me has dado tu respuesta, Miranda. Si te casas conmigo, Amanda podrá casarse con lord Swynford y ser feliz. Sé que quieres mucho a tu hermana.
– Sí -exclamó-, Amanda tendrá a Adrián… y tú la fortuna de papá. ¿Estás seguro de que no es esto lo que quieres?
– Oh, fierecilla -rió-, ¡qué criatura tan suspicaz eres! No necesito el dinero de tu padre. Heredé una bonita fortuna de mi abuela y en los diez últimos años la he triplicado. Si te casas conmigo pondré el dinero de tu padre en un fondo para ti. Podrás disponer de la mitad la próxima primavera, cuando cumplas dieciocho años, y el resto cuando cumplas veintiuno. Será todo tuyo.
– ¿Y si me niego?
– Tú, tu madre y Amanda tendréis siempre un hogar aquí, pero nada más. Tampoco dotaré a ninguna de las dos.
– Entonces no tengo más remedio que casarme contigo, señor.
– Pero te aseguro que tu suerte no será peor que la muerte.
– Esto lo veremos -replicó con aspereza.
– La vida contigo no será aburrida, ¿verdad, fierecilla? -comentó riendo, pero ella se limitó a alzar elegantemente una ceja en respuesta y él rió de nuevo. Qué adorable brujita, pensó, y qué mujer sería algún día-. ¿Puedo decir a tu madre que has aceptado mi proposición, entonces?
– Sí.
– Sí, Jared. Me gustaría oírte decir mi nombre, Miranda.
– Sí, Jared -repitió con voz dulce y el corazón del hombre se aceleró. Pero estaba desconcertado. ¿Por qué tenía aquel efecto sobre él?
Dorothea y Amanda recibieron la noticia con exclamaciones de alegría, que Miranda silenció brutalmente.
– No es una unión por amor, mamá. Necesita una esposa y ha ofrecido poner el dinero en un fondo para mí. Quiero que Amanda sea feliz con lord Swynford. Jared conseguirá su esposa, yo tendré el dinero y Mandy se casará con Adrián. Un arreglo perfecto.
Jared tuvo que contenerse para no reír. Dorothea, su dulce y dolorosamente convencional futura suegra, parecía avergonzada. Miranda entonces dedicó un agudo comentario a su prometido.
– ¿Te quedarás en Wyndsong hasta que nos casemos, señor, o volverás a tu barco?
– Yo no pertenezco a la armada, Miranda, pero tengo derecho a hacer de corsario para el gobierno. En los últimos seis meses mi barco ha rescatado treinta y tres marineros americanos enrolados a la fuerza en barcos ingleses. Quiero que siga navegando, aunque yo no viaje en él.
– Eres perfectamente libre de hacerte a la mar, señor -declaró con dulzura.
Jared le besó la mano y dijo tranquilamente:
– No me perdería nuestra luna de miel ni por el honor de mi amado país, querida fierecilla.
Ruborizándose violentamente le dirigió una mirada venenosa y él le devolvió una sonrisa. Iba a disfrutar viéndola crecer, pensó, y disfrutaría especialmente ayudándola a hacerse mujer, Pero primero tenía que ganarse su confianza y eso, se dijo con cierta tristeza, no le resultaría fácil.
– Mañana tendré que volver al Dream Witch, Miranda. Voy a llevarlo a Newport, donde lo entregaré a mi amigo Ephraim Snow. Será su capitán y continuará su misión, pero después yo iré a Plymouth para ver a mis padres y anunciarles nuestra boda. Creo que el seis de diciembre será una buena fecha para la ceremonia, si te parece bien.
Miranda asintió, pero no pudo contener una pregunta.
– ¿Asistirán tus padres a la boda?
– Vendrá toda mi familia. Mis padres, mi hermano Jonathan, su esposa Charity y sus tres hijos; mi hermana Bess, su marido Henry Cabot y sus dos hijos también vendrán. Estoy impaciente por presentarles a mi adorada, dulce y educada novia.
Los ojos verdes de Miranda relampaguearon.
– Prometo no decepcionarte, Jared -murmuró con inocencia y él rió mientras Dorothea y Amanda se miraban confusas, preguntándose qué estaba pasando.
El día había aclarado. Jared contempló a su retadora prometida y preguntó:
– ¿Saldrás a caballo conmigo. Miranda? Me gustaría mucho ver la isla y sospecho que tú eres quien mejor la conoce. ¿Me enseñarás nuestra propiedad?
Era la forma apropiada. Muerto su padre, Miranda empezaba a aceptar el hecho de que Jared Dunham fuera el nuevo amo de la isla. Pero ella iba a ser la dueña de la mansión. ¿Acaso no era realmente esto lo que deseaba? Después de todo, no perdía Wyndsong. Una sonrisa radiante iluminó su rostro encantador, la primera sonrisa sincera que jamás le viera él y Jared de nuevo se sintió perdido.
– Dame unos minutos para cambiarme -gritó y salió corriendo del salón.
– Si se da cuenta de que te has enamorado de ella abusará de ti vergonzosamente -le advirtió Amanda dulcemente.
– ¿Tanto se nota, paloma? -Casi parecía un muchacho en su desencanto.
La boca de Amanda se entreabrió en una sonrisa.
– Me temo que sí, hermano Jared. Miranda puede ser, a veces, el bicho más odioso.
– ¡Amanda Elizabeth Dunham! -Dorothea estaba avergonzada.
– ¡Oh, mamá! Es verdad y tú lo sabes. ¿No crees que Jared debe estar sobre aviso? Pues yo sí. Verás -continuó, volviéndose hacia él-, Miranda nunca ha estado enamorada. Yo he estado enamorándome desde que tenía doce años, pero me figuro que era algo necesario para que pudiera reconocer el amor verdadero cuando se presentara. Verás, yo soy mucho más lenta que Miranda. Para ella sólo será una vez. Ella es así. Hasta ahora nadie ha llegado a su corazón.
– ¿Crees que yo puedo llegar, paloma?
– Ya lo creo, pero no debe saber que tú la quieres. Si piensa que te domina, te pisoteará el corazón y le dará una patada si ve debilidad en ti. Para Miranda el único premio digno de ser conseguido es el que resulte más difícil de obtener. Tendrás que hacerla confesar que te quiere antes de que admitas tu amor por ella.
Jared se inclinó y la besó en la mejilla.
– Muchas gracias, tendré muy en cuenta tu consejo, paloma.
Media hora más tarde, montado en un precioso caballo como nunca había visto uno igual salió de la casa con Miranda cabalgando, Sea Breeze a su lado. La joven llevaba sus viejos pantalones verdes y la camisa blanca que Jared le había visto el otro día. Sus pequeños senos redondos brillaban como nácar a través del tejido. Era totalmente inconsciente de su sexualidad o del efecto sensual que su ropa de muchachito causaba sobre su prometido.
– En el futuro -le dijo con voz tranquila-, ponte una chambra debajo de la camisola. Miranda.
– ¿Eres acaso un arbitro de la moda, señor?
– No tiene nada que ver con la moda. Preferiría que nadie, excepto yo, disfrutara de la visión de tus bellos senos, que resultan perfectamente visibles a través de la camisa. Ya no eres una niña, Miranda, aunque a veces te portas como tal.
– ¡Oh! -Avergonzada bajó la vista y se ruborizó-. Nunca pensé… Siempre he llevado esta camisa para montar.
Jared alargó su gran mano y cubrió con ella la manita de Miranda.
– Eres muy hermosa, y me hace feliz saber que eres aún inocente. Una temporada en Londres no te ha maleado. Pensé que los adoradores te harían perder la cabeza. -Esto la tranquilizó y ahora retiró la mano. Cabalgaron pierna contra pierna.
– Era demasiado sincera para convenir a los petimetres londinenses. Oír un halago como que mis ojos son «verdes como un límpido estanque en el calor de agosto» me molesta más que me complace.
– Eso espero-replicó Jared-. Los límpidos estanques en agosto suelen ser verdes debido a un exceso de algas.
Miranda se echó a reír encantada.
– Eso es lo que pensé yo, pero debes darte cuenta de que la mayoría de esos elegantes caballeros de la buena sociedad jamás ha visto un verdadero estanque en el bosque en agosto, como tú y yo hemos visto. Además, soy demasiado alta y el color de mi pelo no está de moda. Amanda fue la perfecta incomparable. La temporada pasada se puso de moda estar enamorado de ella. Tuvo lo menos dos docenas de proposiciones, incluyendo la del duque de Whitley.
– Yo no te encuentro demasiado alta y tu cabello es exquisito-declaró a media voz-. Seguro que todas las bellezas de Londres envidiarán tu perfecta tez.
Lo observó con cuidado.
– ¿Me estás halagando, señor?-¿Era eso un cortejo?
Jared se detuvo y simuló considerar el asunto. Luego dijo:
– Creo que sí, que te estoy halagando, fierecilla. Tendré que dejar de hacerlo. -Encontró delicioso su aire decepcionado.
Cabalgaron en silencio. Jared estaba impresionado. La isla de tres mil acres era sumamente fértil, con campos por una de sus secciones que llegaban hasta el mismo borde del agua. La luz de la tarde sobre aquellos campos era de tai claridad y color que le hubiera gustado saber pintar. En ninguna parte del mundo había visto Jared semejante luz, excepto en los Países Bajos de Europa y en ciertas partes de la costa de Inglaterra.
Vacas gordas pastaban en los prados y había caballos preciosos. Los caballos de Wyndsong eran muy apreciados entre los aficionados a las carreras. La isla era virtualmente autosuficiente y parte de las cosechas ya habían sido recogidas. Había cuatro depósitos de agua dulce en la isla, varios prados de heno salado, un bosque de árboles madereros tales como robles, arces, hayas, abedules y castaños, y también un pequeño bosque de pinos.
La tierra ondulaba hacia el extremo norte de la isla y la mansión se alzaba en lo alto. A sus pies se extendía una maravillosa playa de arena blanca y un pequeño puerto bien protegido conocido como Little North Bay.
La mansión original se había construido con madera en el año 1663. A lo largo de los cincuenta años siguientes se le habían añadido varias alas que fueron cobijando diversas generaciones de Dunham, porque los hombres de la familia eran especialmente longevos. Durante una violenta tormenta de verano, en 1713, un rayo cayó en la casa y el edificio ardió hasta los cimientos. A la sazón, el primer lord contaba setenta y cinco años, su hijo cincuenta y dos y su meto veintisiete. A la semana siguiente se instaló en la isla un horno para cocer ladrillos.
La casa nueva con su tejado de pizarra negra cortada a mano era más airosa y espaciosa que su predecesora. Era una casa preciosa, de tres pisos, con chimeneas en ambos extremos. La entrada principal estaba en el centro, flanqueada por altos ventanales que corrían a lo largo de la casa. La estructura estaba dividida por un vestíbulo central, a un lado del cual se abrían dos salones: uno para las visitas en el frente y otro familiar en la parte de atrás. Del otro lado del vestíbulo estaba el comedor. Detrás de él una gran cocina. El segundo piso contenía también un amplio distribuidor central con ventanas en ambos extremos, y cuatro grandes dormitorios, uno en cada esquina de la casa. El tercer piso era un gran ático con varias habitaciones más pequeñas para niños y servicio, y un cuarto mayor para desván.
Al contemplar la casa desde una colina cercana, Jared Dunham sintió un extraño orgullo y cuando su vista abarcó la isla encera comprendió la pasión de Miranda por aquel pequeño reino, fundado ciento cuarenta y ocho años atrás por su antepasado. También comprendía la tristeza de Thomas sabiendo que su linaje terminaría con él. Y ahora, por fin, Jared se daba cuenta de la razón por la que el testamento de Thomas Dunham había forzado la boda entre Miranda y él.
Miró a la muchacha montada en su caballo, a su lado. «Dios -pensó-, si alguna vez llegara a mirarme como mira a esta isla, comprenderé que me ama de verdad.» El día se había vuelto fresco y despejado, y desde su puesto de ventaja en la colina se divisaba la costa de Connecticut y de Rhode Island y el perfil borroso de Block Island.
– Debes contarme todo lo referente a Wyndsong -le pidió-. ¡Por Dios que sí hay algún lugar más bello sobre la Tierra, no sé dónde está!
A Miranda le sorprendió su vehemencia.
– Dicen que cuando el primer Thomas Dunham vio Wyndsong por primera vez, comprendió que había llegado a su casa. Era inglés y exiliado. Cuando vino la Restauración se le regaló esta isla como recompensa por su lealtad. Los holandeses reclamaban toda el área y no comprendo cómo el rey Carlos II tuvo el valor de regalar esta tierra incierta a Thomas Dunham.
Le explicó mucho más y él comentó:
– Conoces bien tu historia. Pensé que las niñas sólo aprendían buenas maneras, pintura, canto, piano y francés.
– Amanda es muy competente en todo ello -rió-. Es lo que atrajo a lord Swynford. Yo, por desgracia, no tengo modales… como ya sabes. No tengo talento para la pintura, canto como un cuervo y los instrumentos musicales se encogen a mi contacto. Pero sí tengo buen oído para los idiomas y me han enseñado historia y matemáticas. Esto va con mi naturaleza mucho mejor que las acuarelas y las quejumbrosas baladas. -Lo miró por entre las pestañas-. Espero que seas un hombre culto, Jared.
– Me gradué en Harvard. Confío en que te satisfaga, mi amor. También pasé un año en Cambridge, y otro año recorriendo Europa. Yo también hablo varias lenguas y he estudiado historia y matemáticas. ¿Por qué te preocupa tanto?
– Si vamos a casarnos debemos conocernos bien. Sabiendo cómo has sido educado, sé que por lo menos tendremos algo de qué hablar en las frías noches de invierno.
– ¿Que?
La miró para convencerse de que estaba siendo deliberadamente provocativa, pero no era así. En ciertos aspectos era dolorosamente joven, así que mientras recorrían el bosque otoñal, le dijo:-Sospecho que sabes muy poco de las relaciones entre un hombre y una mujer. Miranda. ¿No es así?
– Sí -respondió sin inmutarse-. Mamá nos aseguró a Amanda y a mí que cualquier cosa que necesitáramos saber, nuestros maridos nos la explicarían. Amanda, con todas sus amigas de Londres, ha aprendido mucho este invierno. Sospecho que habrá practicado con Adrián.
– No todo, espero sinceramente -observó Jared con burlona severidad-. Sentiría tener que desafiar a lord Swynford por seducir a una de mis pupilas.
– ¿Qué diablos quieres decir?
– Creo, Miranda, que será mejor que me digas exactamente lo que sabes. -Habían llegado a una preciosa charca de agua dulce. Allí se detuvieron; Jared desmontó y la ayudó a bajar-. Deja que los caballos pasten un poco y daremos la vuelta al estanque mientras hablamos -sugirió, tomándola de la mano.
– Me haces sentirme torpe como una colegiala -protestó.
– No quiero que te sientas incómoda, fierecilla, pero eres como una colegiala y estamos empezando a confiar el uno en el otro. Si no te tratara bien ahora podría perder esta confianza. Dentro de unas semanas estaremos casados y, oh Miranda, hay más en un matrimonio de lo que te imaginas. Pero la confianza es la parte más importante.
– Me figuro que sé muy poco acerca de lo que ocurre entre un hombre y una mujer -confesó ella con cierta timidez.
– Seguro que alguno de los caballeros que conociste en Londres, en las fiestas, intentó seducirte.
– No.
– ¿No? ¡Increíble! ¿Estaban todos ciegos?
Miranda volvió la cabeza. En voz baja contestó:
– Yo no tuve éxito en Londres. Soy demasiado alta, como ya te he dicho, y mi color no está de acuerdo con la moda. Mandy, con su tez de crema y melocotón, su cabello de oro puro y sus preciosos ojos azules, robaba todos los corazones. Era redondita, menuda y muy atractiva. Los pocos que me buscaron lo hicieron con la esperanza de que yo los ayudara con Mandy.
A Jared no se le escapó el dolor en su voz.
– ¡Qué tontos! Tu tez es como el marfil y las rosas silvestres, un perfecto complemento para tus ojos verde mar y tu cabello platino, que me recuerda la luna llena de abril. No te encuentro demasiado alta. -Se detuvo y para demostrárselo la acercó a él-. Me llegas al hombro, Miranda. Creo que eres absolutamente perfecta. Aunque Amanda no hubiera estado comprometida, yo te hubiera elegido a ti.
Sobresaltada, Miranda alzó los ojos hacia él, buscando indicios de burla. No los había. Los ojos verde botella se fijaron en los de ella, reflejando una expresión que Miranda no supo cómo interpretar. De pronto, ruborizándose, apartó la cabeza, pero Jared le cogió la barbilla, le alzó la cabeza, y buscó sus labios.
– ¡No! -musitó sobresaltada, con el corazón desbocado.
– ¡Sí! -respondió con voz ronca, reteniéndole el rostro con ambas manos-. ¡Oh, sí, Miranda, mi amor!
Su boca cubrió la de Miranda en un beso apasionado que la dejó locamente estremecida. Los labios de Jared la consumieron como nada hasta entonces. Ya no le sujetaba el rostro pero los labios permanecían unidos. Muy despacio, Jared deslizó un brazo y le rodeó su cintura, la otra mano le enredó el pelo. Jadeando, Miranda apartó la boca y echó la cabeza hacia atrás, pero ante su asombro la boca de Jared marcó una línea de besos ardientes por su garganta hasta llegar al suave hueco del cuello con su pulso enloquecido.
– Por favor -suplicó Miranda, y a través de la bruma de su deseo percibió el miedo y la confusión de su voz. Levantó la cabeza poco a poco, sin ganas.
– Está bien, fierecilla. Bien sabe Dios que me has tentado, pero te prometo portarme como es debido.
Los ojos de la ¡oven eran enormes y se tocaba los labios magullados con dedos temblorosos, asombrada.
– ¿Es esto lo que los hombres hacen a las mujeres?
– A veces. Generalmente se les empuja a ello. Si te he asustado, Miranda, te pido perdón. No he podido resistirme.
– ¿Es todo lo que hacen los hombres?
– No. Hay otras cosas.
– ¿Qué otras cosas?
– ¡Por el amor de Dios! Cosas que te explicaré cuando estemos casados.
– ¿No crees que debería saberlo antes de casarme?
– ¡Por supuesto que no! -rió Jared.
– ¿Por qué no? -Ahora la expresión de sus ojos amenazaba tormenta; en ellos brillaba la rebeldía.
– Debes confiar en mi juicio, fierecilla, porque yo tengo experiencia y tú no. Recuerda, mi amor, que dentro de pocas semanas jurarás ante Dios y ante los hombres obedecerme.
– Y tú, Jared Dunham, Jurarás no separarte de mí. Considero que si vamos a casarnos deberíamos averiguar si congeniamos en todos los aspectos.
– Hace un instante estabas medio loca de miedo -le recordó con cariño.
Miranda se ruborizó, pero insistió-Me has dicho que había más. ¿Qué más? ¿Quieres aterrorizarme en nuestra noche de bodas, cuando yo ya no pueda hacer nada? Quizás eres el tipo de hombre que ansia encontrar una novia temblorosa y asustada.
– ¿Acaso deseas que te seduzca, mi amor?
– No, no quiero ser seducida. Una cosa que a mamá le encanta decirnos es que nadie va a comprar la vaca si puede obtener la leche gratis.
Jared rió. Era muy propio de Dorothea Dunham.
– Entonces, ¿qué quieres, fierecilla?
– Quiero saber qué más forma parte del acto del amor, ¿Cómo puedo aprender si no sé lo que hay que hacer? ¿Cómo puedo saber si me gustará?
La cogió de la mano y la llevó a la ribera musgosa que bordeaba el estanque.
– Debo de estar loco -murmuró-. Ahora soy un maestro dando clases de amor. Muy bien, fierecilla, acércate. Terminaremos lo que dejamos a medias. -Le pasó un brazo por los hombros y la atrajo. Los dedos de su otra mano recorrieron dulcemente la línea de la mandíbula, provocándole pequeños estremecimientos-. Confías mucho en mi capacidad de controlar lo que generalmente se llaman las bajas pasiones.
– Confío en ti, Jared -respondió con dulzura.
– ¿De veras, mi amor? No sé si es prudente. -Y su boca cubrió la de ella en un beso ardiente. Ante su encantada sorpresa, Miranda le devolvió el beso con una pasión incierta que fue floreciendo cuando aquel beso se fundió en otro. Miranda empezó a sentirse mareada por la dulzura que la iba embargando. Sintió que la envolvía una deliciosa languidez y alzó los brazos para rodear el cuello de su prometido.
Momentos más tarde, Jared le levantó los brazos por encima de la cabeza y le hizo apoyar la espalda contra el ribazo. Tenía los ojos cerrados y sus oscuras pestañas batían las pálidas mejillas. La contempló unos instantes pensando en lo hermosa e inocente que era. Ya se disponía a iniciarla a su propia naturaleza sensual, una naturaleza que probablemente Miranda ni siquiera sospechaba que existiera. Apoyó la oscura cabeza sobre el pecho cubierto de batista y oyó el desbocado latido de su corazón.
Por un instante permaneció inmóvil para que Miranda se acostumbrara a el, luego levantó la cabeza y le besó el pezón. Apretó la cara contra ella. Los botones de la camisola se soltaron de pronto y su boca caliente y ansiosa se posó sobre su carne. Miranda gimió a media voz y le agarró el cabello con sus finas manos.
– ¡Jared!
El se incorporó y la miró burlón.
– ¿Has aprendido suficiente por ahora, Miranda?
La joven se debatía entre sentimientos contradictorios. Se oyó responder valerosamente:
– No… no.
Jared volvió a abrazarla mientras sus largos dedos acariciaban perezosamente los senos tiernos y redondos. La piel era sedosa y cálida al tacto y entre tanto Miranda lo contemplaba a través de sus ojos entornados, respirando entrecortadamente. Con dulzura, Jared le cogió un seno y con el pulgar empezó a frotar el gran pezón rosado, sintiendo el estremecimiento en lo más profundo de ella.
– Los senos de una mujer -explicó- forman parte de sus muchos encantos. ¡Qué bella eres, mi amor!
– ¿Y no hay más? -preguntó Miranda sin aliento.
– ¡Qué curiosa fierecilla estás resultando! -rió Jared-. Creo que debería poseerte ahora mismo y aquí, sobre este blando ribazo…-Y qué fácil resultaría, pensó, dolorido-. Pero soy demasiado viejo para desflorar a una virgen en un bosque umbrío. Prefiero una estancia hermosa a la luz de las velas, una cama cómoda y una botella de buen vino blanco junto con mi seducción. -La sentó, le abrochó la camisa, la besó ligeramente y se levantó.
– ¡Me has enseñado muy poco! -protestó Miranda.
– Te guste o no, tendrás que aceptar que yo sé más que tú en este asunto. -La hizo ponerse en pie-. Ahora, muestra al señor de la mansión el resto de sus dominios.
Furiosa, Miranda corrió a su caballo, con la intención de huir al galope. Que se las compusiera solo. Con suerte, se metería en un marjal salado. Pero él, riendo, la alcanzó. Le hizo dar media vuelta y besó su boca rabiosa.
– ¡Te odio! -le gritó Miranda-. Eres odioso y demasiado superior para convenirme. ¡Nuestro matrimonio será terrible! ¡He cambiado de idea!
– Pero yo no. Después de que el recuerdo de tu adorable trasero me haya tentado estos últimos días, no me echaría atrás ni por mil islas con mansión.
A Miranda se le fue la mano. Le pegó con todas sus fuerzas, y la mano fina chocó con su mejilla con un ruido seco y fuerte. Después se lanzó sobre Sea Breeze y huyó galopando a través del bosque.
– Maldición -juró Jared entre dientes.
No había pretendido molestarla. Pero ahora la había ofendido. Era una criatura bastante más complicada de lo que había creído, y tan arisca como un pequeño erizo. Se frotó la mejilla sonriendo. Pese a su aire de seguridad, era sumamente vulnerable debido, sospechaba Jared, a su temporada londinense.
Le sorprendió que aquellos jovenzuelos perfumados de Londres hubieran preferido a la gatita bonita que era Amanda a su encantadora hermana. La belleza de Miranda era insólita y cuando madurara y aprendiera a vestirse se convertiría en una mujer elegante y formidable. Algún día volvería a llevarla a Londres y contemplaría cómo la sociedad la aclamaba.
Pero ahora, sin embargo, su tarea consistía en llevarlas al altar y ponerlas a salvo en el matrimonio. ¡La vida! ¿Quién podía predecirla? Pocos días atrás apenas conocía la existencia de Miranda Dunham y ahora faltaban pocas semanas para que se convirtieran en marido y mujer. Era tan joven… quizá demasiado joven… y excesivamente voluntariosa. No obstante, la deseaba y eso, de por sí, lo intrigaba.
Ya en su adolescencia, a Jared nunca le habían faltado mujeres. Él y su hermano mayor, Jonathan, con sólo dos años de diferencia, habían tenido juntos infinidad de aventuras amorosas hasta que, a los veinte años, Jonathan conoció a la señorita Charity Cabot, se enamoró perdidamente y -con la satisfecha aprobación de su padre- se casó con ella. Jared, no obstante, continuó con sus breves amoríos, aunque nunca se enamoraba muy profundamente de las mujeres implicadas.
Pero a Jared también le había llegado el amor, como a su hermano. Había llegado a él puños en alto, cabello platino alborotado, de un modo muy poco convencional, dado que el cadáver de su padre estaba entre ellos. Se había enamorado a primera vista de la fierecilla, pero la pequeña Amanda tenía razón al advenirle que no alardeara de su amor. Hasta que Miranda estuviera dispuesta a declarar sus sentimientos, él no debía exponer los suyos.
A través del estanque vio aparecer un gran gamo saltando entre los árboles para ir a beber. Jared se quedó quieto, sin apenas moverse, cuando el animal bajó la cabeza de magnífica cornamenta. Era un macho de por lo menos dieciocho puntas, marrón oscuro y precioso.
Jared pensó en cuánto se parecía esta hermosa criatura salvaje a Wyndsong y a Miranda. El gamo terminó de beber y, alzando la cabeza, emitió una especie de respingo. Inmediatamente, de entre las matas apareció una delicada hembra y dos crías, que se adelantaron y se acercaron al agua. Cuando hubieron terminado de beber, los cuatro volvieron al bosque dejando a Jared Dunham con una extraña sensación de pérdida.
Montó a caballo y volvió por el camino que había tomado en la ida, siguiendo Hill Brook, que desembocaba al estanque, y luego Short Creek, que empezaba a dos colinas de la mansión. Solamente había visto una tercera parte de la isla, pero tendría tiempo de sobra para explorar Wyndsong cuando estuvieran casados. Se hacía tarde, el sol anaranjado se hundía por momentos y de pronto el aire se hizo frío. Sin embargo, se detuvo un momento en la cresta de la colina que dominaba la casa para mirar a su alrededor.
Hacia el norte, el cielo ya tenía un color azul oscuro, y la estrella vespertina se alzaba brillante como una joya. El bosque a sus espaldas aún tenía luz porque el sol poniente se reflejaba en el rojo y el oro de los árboles otoñales. Una leve bruma violeta se extendía sobre los campos y los marjales del sur y el oeste. En la punta de la isla, los pinares parecían envueltos en luz dorada. Mientras miraba, una pequeña bandada de patos canadienses pasó sobre su cabeza cruzando el cielo nocturno y fue a posarse en Hill Pond, cerca de la casa.
– ¡Maldición, me gusta esta isla! -dijo en voz baja.
– Qué suerte entonces que ya sea tuya -replicó una voz impertinente.
– ¿De dónde sales? -preguntó, volviéndose a ella. Le divertía que lo hubiera pillado.
– Oh, Sea Breeze y yo fuimos a pasarnos el mal humor. He vuelto a buscarte. No estaría bien que te perdiera. Sabe Dios quién sería entonces el nuevo lord, y yo tendría que casarme con él. Por lo menos contigo ya sé lo que tengo. No eres demasiado viejo y supongo que podría decir que eres razonablemente atractivo.
Jared disimuló una sonrisa. Miranda no iba a ceder ni un centímetro, pero él tampoco.
– Muy amable por tu parte. Miranda -murmuró-. ¿Seguimos hasta la casa?
Sus caballos avanzaron juntos colina abajo y hasta la próxima cuesta hacia la casa donde Jed, el mozo de cuadra, los estaba esperando.
– Unos minutos más y habría salido a buscarlos con los perros-les espetó secamente.
– Pero ¿por qué? -preguntó Miranda-. He recorrido esta isla a caballo toda mi vida.
– Pero él no.
– Estaba conmigo.
– Ya -replicó el mozo, taciturno-. Eso era precisamente lo que me preocupaba.
– No necesitas temer por Miranda, Jed -dijo Jared sin alzar la voz-. Me ha hecho el honor de aceptarme en matrimonio. Nuestra boda se celebrará el seis de diciembre. Mi primo Thomas dejó dispuesto que el luto durara solamente un mes.
– ¡Ahhh! -suspiró el mozo con un asomo de sonrisa en su rostro curtido-. Esto es otra cosa, señor Jared. -Cogió los caballos y se dirigió a las cuadras-. Buenas noches a los dos.
Jared rió.
– Se preocupa más de las conveniencias que tú, fierecilla, incluso después de tu estancia en Londres.
– Aborrecí Londres -replicó la joven con vehemencia-. Nunca pude respirar tranquila. Era sucia, ruidosa y todo el mundo tenía siempre prisa.
– Ésta es la maldición de las grandes ciudades, Miranda, pero no seas demasiado dura con Londres. Puede ser un lugar precioso y si esta situación europea no termina en guerra te llevaré otra vez allí algún día.
– Debemos volver la próxima primavera para la boda de Amanda-le recordó.
– Sí, en efecto. Pero vas a estar demasiado ocupada gastando tu tiempo y mi dinero en compras.
Miranda le sonrió con picardía.
– Las modas cambian, mi señor. Me veré obligada a comprarme un vestuario enteramente nuevo. No estaría bien que la señora de Wyndsong Manor luciera ropa de la temporada anterior.
– ¡Dios nos libre! -exclamó burlón, alzando la vista al cielo.
Entraron en la casa, donde Dorothea los estaba esperando.
– ¿Cuándo puedo decir a la cocinera que sirva la cena, Jared? Estará dispuesta en cualquier momento.
– ¿Dentro de una hora. Miranda?
Ella asintió halagada porque se lo había pedido y corrió escaleras arriba gritando a Jemima, la doncella que compartía con Amanda, que le preparara el baño. Pero al entrar en su alcoba se encontró con la bañera humeante que la esperaba.
– ¿Cómo te las arreglas siempre para hacerlo? -preguntó.
– Si se lo dijera no tendría secretos, ¿verdad? -saltó la deslenguada Jemima, una mujer alta, flaca, de cabello gris-. Vamos, niña, esta ropa huele a demonios. Ha estado montando mucho, señorita Miranda. -Miró de reojo a la muchacha mientras le quitaba las botas-. ¿Logró alcanzarla?
Miranda mantuvo la cara vuelta a otro lado a fin de ocultar su rubor.
– Nadie, ni siquiera el nuevo amo de Wyndsong, puede alcanzarme, Mima. Deberías saberlo. -Pasó tras el biombo pintado para despojarse de su ropa de montar y se la echó a la doncella-. Llévatela para que la laven. Yo me bañaré sola y te llamaré cuando te necesite.
Jemima, decepcionada, salió. Había sido la niñera de las gemelas y cuando crecieron se había quedado para servirlas como doncella personal. No se acostumbraba a que fueran mayores. Quería sus confidencias como cuando eran niñas. Naturalmente, Amanda se sentía más inclinada a confiar en Mima que Miranda. La mayor siempre había sido muy reservada.
El baño esperaba y, después de probar el agua con el dedo gordo del pie, Miranda se sujetó el cabello, entró y se hundió en el agua perfumada. La bañera era de porcelana color crema, decorada con rositas. Tenía un alto cabezal y, por haber sido fabricada especialmente para ella en París, era mayor de lo habitual y acomodaba bien sus largas piernas.
Por unos minutos permaneció sentada inmóvil, dejando que el calor del agua penetrara en su cuerpo, sin pensar en nada. El aire era tibio y perfumado con su esencia personal, alelí, un perfume ligeramente exótico aunque inocente que parecía curiosamente indicado para ella. Salió del baño, alcanzó la toalla que se calentaba ante el fuego y lentamente fue secándose.
Su mente se iba despejando. Esta tarde había sido toda una revelación, aunque nunca lo reconocería ante Jared. Gracias a Dios que la boda tardaría aún seis semanas. ¿Cómo lograban las mujeres luchar contra los sentimientos que les despertaban los hombres? ¿Ceder a ellos significaba acaso la pérdida de su personalidad?
– No perteneceré a nadie excepto a mí misma -musitó-, ¡No quiero!
Desnuda, cruzó la estancia hasta la cama donde tenía ropa limpia preparada, y se puso sus pantalones de batista blanca, medias blancas de seda, con ligas de puntillas, chambra y enagua. Toda su ropa interior estaba adornada con finas puntillas hechas a mano. Recordó la escandalosa moda de París. ¡Las señoras francesas prescindían de ropa interior, de forma que iban desnudas bajo sus trajes de seda! ¡Algunas llegaban a mojar los trajes para que se les pegaran al cuerpo!
Su vestido para la cena era de seda tornasolada verde manzana, que según la luz parecía plateada. Tenía el escote cuadrado y bajo, y la cintura la ceñía bajo el pecho al estilo imperio. Las mangas eran cortas y abullonadas. Sonrió satisfecha con su imagen en el espejo y se sujetó un collar de perlas alrededor del cuello; los pendientes eran de perlas, a juego. Se sacó las horquillas y se cepilló vigorosamente el cabello, lo trenzó y se colocó las trenzas en forma de corona sobre la cabeza. Era un estilo serio, pero los rizos de Amanda, a la última moda, no favorecían a Miranda. Por fin se puso un poco de esencia de alelí y, después de calzarse sus zapatillas sin tacón de seda verde manzana, abandonó la alcoba.
Fue a llamar a la puerta de su gemela y preguntó:
– ¿Estás lista, Mandy?
– Nos encontraremos en el rellano -respondió Amanda.
La muchacha iba vestida con su color preferido, rosa pálido, y juntas bajaron por la escalera principal de la casa y entraron en el salón familiar donde Jared y su madre esperaban.
– Caramba -murmuró Amanda de forma que sólo su gemela pudiera oírla-, qué guapo es… nuestro tutor, tu prometido.
– ¡Buenas noches, mamá! ¡Buenas noches, señor! -saludaron ambas al unísono.
Se anunció la cena y Jared ofreció el brazo a Dorothea mientras las jóvenes los seguían. La comida era relativamente sencilla. Empezó con una espesa crema de verduras, seguida de un ragú de pecho de ternera, un plato de perdices y codornices rellenas de albaricoques, ciruelas y arroz, otra fuente de langostas hervidas, un suflé de calabaza con jarabe de arce y canela, un bol de guisantes tardíos y una coliflor entera salpicada de migas con mantequilla. El segundo plato consistía en pasteles de manzana espolvoreados de azúcar, natillas y pastel de queso con chocolate. Con el primer plato se sirvieron vinos blanco y tinto, y café y té con el segundo.
Después de la cena, los cuatro pasaron al gran salón, y Amanda cantó acompañándose al piano. Jared saboreó un magnífico brandy. Al fin dejó su copa y después de felicitar a Amanda, dijo a Dorothea:-Quiero que dispongas la boda de Miranda como si Tom estuviera vivo. No repares en gastos e invita a quien quieras.
– No deseo una gran boda -protestó Miranda-. ¿No podemos casarnos en privado? La boda de Amanda va a ser el acontecimiento social de la temporada, y esto debería bastarnos.
– Amanda se casará en Londres y ninguno de nuestros buenos amigos y vecinos, así como muchos de nuestros parientes, podrán asistir. No puedes negar a tanta gente la oportunidad de ver una de vuestras bodas -observó Dorothea.
– ¡Es una tontería, mamá! Este es un matrimonio de conveniencia, no una boda por amor. Me sentiré idiota rodeada de un montón de gente diciendo sandeces y deseándome felicidad.
– Por el hecho de que sea un matrimonio de conveniencia no hay razón para que no puedas ser feliz -le replicó secamente Dorothea.
– ¡Bah, haced lo que queráis! -exclamó Miranda-. ¡Lo haréis de todos modos!
Se levantó y salió por los ventanales a la terraza que sobresalía de la colina y daba una gran vista a! mar. Sus manos largas y delicadas se abrían y se cerraban sobre la piedra de la barandilla de la terraza. Siempre le habían fastidiado los jaleos y éste iba a ser un jaleo monumental. Se estremeció por el frescor de la noche de octubre y le agradó sentir que le echaban un chal sobre los hombros.
Un brazo le rodeó la cintura, y se vio en brazos de Jared. Cuando éste le habló, Miranda sintió su aliento caliente junto al oído.
– Pensé que a todas las mujeres les gustaba preparar sus bodas.
– Si les hace ilusión su boda, supongo que sí, Pero yo no te amo. ¡No te amo!
– Me amarás, Miranda. Ya lo creo. ¡Haré que me ames! -murmuró. La volvió hacia él, se inclinó y cubrió su boca con un beso.
¡Y ocurrió de nuevo! Miranda se estremeció violentamente. Su corazón empezó a latir desbocado. La sangre se agolpó en sus oídos. «¡Lucha! -dijo su cerebro-, ¡Lucha o te dominará!» Pero sus miembros habían perdido toda su fuerza. Se derretía contra él y sus labios le devolvían los besos. Jared alzó la cabeza, dejó sus labios y le besó los párpados cerrados y estremecidos.
– ¡Me amarás, Miranda! -le susurró-. Así lo quiero y no soy un hombre que acepte negativas. -Después la mantuvo tiernamente abrazada hasta que su respiración se calmó y dejó de temblar.
Miranda se sentía impotente contra él y se preguntó si sería siempre igual entre ellos. ¿Por qué la debilitaba con sólo un beso? Se sentía confusa y casi lo odiaba por ello.
– No te veré mañana por la mañana, fierecilla -le anunció con ternura-. Zarpamos con la primera marea mucho antes de que abras esos ojos tuyos verde mar. Te autorizo a comprar cualquier cosa que consideres necesaria para la boda.
Miranda se apartó bruscamente y él inmediatamente experimentó una sensación de pérdida. Furiosa, replicó:
– ¿Me autorizas? No necesito tu permiso para gastar mi dinero-declaró, indignada.
Jared trató de hacérselo comprender con la máxima diplomacia.
– Me temo que sí. Miranda. Legalmente eres menor de edad y soy tu tutor.
– Oh.
– Mi dulce Miranda, no pelees conmigo.
– Nunca dejaré de pelear contigo -murmuró de pronto, rabiosa-. ¡Nunca!
– Creo -le respondió gravemente- que llegará el día en que tendrás que hacerlo, querida. -Se inclinó para volver a tomarla en sus brazos, tocó sus labios en un beso rápido y salvaje que la dejó sin aliento. Luego la soltó y le dijo-: Buenas noches, querida fierecilla. Te deseo felices sueños.
Y se fue.
Miranda permaneció al aire frío de la noche arrebujándose nerviosamente en su chal. Todo estaba sucediendo demasiado deprisa. Iba a casarse con un hombre a quien ni siquiera conocía, un hombre que podía dejarla desarmada con un beso y que prometía… no, que la amenazaba con voz que no admitía negativas de que un día lo amaría.
¿Por qué tenía tanto miedo de enamorarse? Los hombres, según le habían enseñado, eran superiores a las mujeres. ¿Acaso no decía la Biblia que Dios creó primero al hombre, y después, como si se le ocurriera de pronto, creó a la mujer? Miranda se había preguntado muchas veces cómo, sí las mujeres eran tan insignificantes, se había molestado Dios en crearlas. No quería tener dueño. Se casaría con Jared Dunham porque era el único medio de conservar Wyndsong y la fortuna de su padre, pero nunca lo amaría. Porque amarlo sería como darle ventaja sobre ella.
Resuelto el problema, volvió al salón. Estaba vacío, solamente iluminado por el rescoldo, cuidadosamente recogido para la noche.
Fuera, en el vestíbulo, le habían dejado una palmatoria encendida; la cogió y subió. La casa estaba en silencio. Utilizó la vela para encender sus propios candelabros y encontró su camisón preparado, así como una palangana de agua tibia.
Se desnudó rápidamente porque el aire era fresco, y se lavó la cara, las manos y los dientes. Deslizándose bajo los cobertores agradeció a Jemima que hubiera colocado un ladrillo caliente envuelto en franela a los pies de la cama.
– ¡Miranda! -le llegó un susurro.
– Mandy, te creía dormida.
– ¿Puedo pasar?
– Sí -respondió Miranda, apartando la ropa de cama.
Amanda dejó su palmatoria sobre la mesita y se apresuró a meterse en la cama de su hermana.
– ¿Estás bien, hermana? -preguntó Amanda, angustiada.
– Sí.
– Jared es muy autoritario. Estoy encantada de haber estado ya comprometida con Adrián. ¿Te desmayaste cuando te besó?
– No he dicho que me hubiera besado.
– Bien, pero no puedo creer que no lo hiciera.
– Pues, sí.
– ¿Y no te desmayaste?
– ¡Claro que no!
– ¡Vamos, hermanita! Sé perfectamente que Jared ha sido el primero en besarte. ¿Vas a decirme que no sentiste nada? No puedo creerte.
– Yo… ¡me sentí poseída! No me gustó.
– Oh, Miranda, Jared compartió tus sentimientos porque, si te sentiste poseída, también lo poseíste a él. Es el efecto de un beso entre dos personas -explicó dulcemente Amanda.
– Hablas con mucha autoridad, hermanita -fue la burlona respuesta, pero Amanda notó confusión en la burla.
– ¡0h, Miranda, qué boba eres! Claro que hablo con autoridad, puesto que he estado besando desde que tenía doce años. Y en cinco años y medio he aprendido algo acerca de besos. -Soltó una risita-. Debes escucharme, hermana, porque mamá no te dirá nada el día de tu boda, excepto que obedezcas a tu marido. Y aunque los hombres dan una gran importancia a la virginidad de la novia, la absoluta inocencia puede resultar peligrosa. Nuestro tutor es un hombre magnífico y me imagino que cuando finalmente hagáis el amor, será como una tormenta maravillosa y desatada.
– ¡Amanda! -Miranda estaba avergonzada y de pronto la intimidó su gemela, porque le parecía una desconocida-. ¿ Cómo puedes saber tantas cosas? ¡Espero que no te habrás atrevido a hacer algo inconveniente!
Al principio Amanda pareció ofendida, después se echó a reír con picardía.
– Oh, hermanita, si pasaras más tiempo con mujeres y menos tiempo con tus libros, sabrías lo mismo que yo… y sin poner tu virtud en peligro. Las mujeres intercambian información.
– Tengo sueño, Mandy -murmuró Miranda, turbada.
– ¡Ah, no, Miranda! No te escaparás de mis lecciones. Vamos, cariño, ¿no me ayudabas tú con los estudios cuando éramos pequeñas? Déjame que ahora te devuelva el favor.
Miranda suspiró.
– Si no hay más remedio… Estoy viendo que no vas a dejarme en paz hasta que me lo hayas contado todo. -Se incorporó, cruzó las piernas y empezó a trenzar su larga cabellera, una tarea que había olvidado hacer antes de acostarse.
Amanda disimuló una sonrisa mientras tiraba del cobertor sobre sus hombros para calentarse. Sus ricitos rubios escapaban de su gorro de dormir de batista y encaje. El gorro se sujetaba bajo la barbilla con cintas de seda rosa.
– ¿Te ha tocado Jared? -preguntó.
– ¿Qué? -El tono de voz de Miranda era una confirmación.
– ¡Vaya, veo que es atrevido! -murmuró Amanda-. Casi te envidio, pero no creo que fuera capaz de soportar tanta pasión como veo en esos ojos verdes. ¿Dónde te tocó?
– En… en el pecho -fue la respuesta musitada.
– ¿Te gustó?
– ¡No! ¡No! Me hizo sentir calor y frío… y desamparo. ¡No quiero tener esa sensación!
– Bien, también él lo sentirá más tarde -fue la sorprendente respuesta.
– ¿También?
– Si. Primero debes ceder tú a él, luego él cederá contigo y al fin, juntos, alcanzaréis el paraíso.
– ¿Cómo puedes saber tantas cosas?
– Mis amigas de Londres, Miranda. Las que tú consideras demasiado tontas para disfrutar su compañía.
– Pues las considero aún más tontas después de haber oído lo que me has contado hasta ahora, Mandy. ¿Cómo puedes creer semejantes sandeces?
– Sé que cuando Adrián me besa, muero mil veces, y cuando me acaricia los pechos me siento en la gloria. ¡Deseo que llegue el día en que podamos ser realmente uno solo! Había esperado tener la oportunidad de instruirte en estos asuntos por experiencia personal, pero de pronto vas a casarte antes que yo, así que sólo puedo contarte lo que he aprendido hasta ahora y lo que me han contado mis amigas casadas.
– Vamos a acostarnos, Amanda.
– No. ¿Has visto alguna vez a un hombre desnudo?
– ¡Santo Cielo, no! -Y con curiosidad añadió-: ¿Y tú?
– ¡Yo sí!
– Oh, Amanda, ¿qué has hecho?
Su hermana se echó a reír, encantada.
– ¡Vaya, Miranda, creo que te he escandalizado! -Volvió a reírse-. ¿Recuerdas el verano pasado cuando me fui de excursión con unos amigos fuera de Londres? Éramos todo un grupo y llevábamos a lord y lady Bradley de carabinas. Era un día muy caluroso y a eso de media tarde decidimos bañarnos en el arroyo que cruza el prado en el que habíamos comido.
"Los chicos se fueron a un recodo del arroyo, mientras que nosotras nos quedamos allá. Nos quitamos los trajes y las enaguas y nos dejamos sólo las chambras y los pantalones. Gracias a ti sé nadar y lo mismo mi amiga Suzanne. Decidimos ir arroyo abajo y esperar a los hombres, y así lo hicimos.
“Conseguimos mucho más de lo que esperábamos, te lo aseguro. ¡Los chicos estaban completamente desnudos! Miranda… ¿te has fijado en cómo están hechos los caballos?
Al ver que su hermana guardaba silencio, Amanda continuó. Miranda estaba silenciosa, bien porque no supiera nada, o porque prefería no discutir lo que había observado en el reino animal. Miranda, siendo como era, no iba a hablar a menos que deseara hacerlo. Respirando profundamente, Amanda prosiguió:
– Los hombres tienen, bueno… unos apéndices que les cuelgan entre las piernas, lo mismo que los animales. Unos los tienen grandes y otros, pequeños, unos más largos, otros cortos. Pero todos los tienen. Y tienen un triángulo peludo, como nosotras. Algunos incluso tienen pelo en el pecho y en brazos y piernas.
– ¡Y os quedasteis allí, mirándolos! -exclamó Miranda, horrorizada.
– ¡Óyeme! No tardaron en llegar unas muchachas. Eran gitanas, estoy segura… muchachas descaradas con grandes pechos y pelo oscuro. Llamaron a los chicos, bromearon con ellos, y luego las invitaron a nadar. Pues bien. Miranda, esas chicas se quitaron la ropa, faldas y blusas… no llevaban nada debajo: ni chambras, ni medias, ni nada… y se quedaron tan desnudas como los hombres.
»No les daba ninguna vergüenza saltar en el agua y juguetear con los hombres. Durante un rato fue lo único que hicieron y entonces los apéndices de los hombres cambiaron de aspecto, crecieron y sobresalieron de sus cuerpos.
«Poco después, las muchachas se tendieron en la hierba con las piernas abiertas y cada hombre se arrodilló entre las piernas de una muchacha, luego empujaron el apéndice tieso adentro y afuera de sus cuerpos hasta que ellos se desplomaron. Las muchachas gritaban, pero no parecía que lo hicieran por dolor. Vimos que cuando los hombres se incorporaron sus apéndices volvían a estar blandos.
– ¿Y qué hacían los hombres con las gitanas?
– ¡Hacían el amor! Caroline dice que tener a un hombre dentro de una es una sensación deliciosa, aunque debo confesar que las gitanas me parecieron raras. Lo mismo que los hombres. En todo caso, Caroline asegura que la primera vez duele, cuando una es virgen todavía, pero que después de esa vez no vuelves a sentir dolor. Y…
Amanda se calló, casi impresionada por su propio conocimiento.
Luego añadió alegremente:
– ¡Oh, sí! Los niños nacen por la abertura que utilizamos para hacer el amor.
– Pero ¿cómo puede ser, Amanda? -Miranda empezaba a experimentar dudas-. ¿Todo un niño pasando por allí? No me parece normal.
– Caroline dice que el cuerpo se ensancha. Debería saberlo. ¡Ya tiene un hijo! -exclamó Amanda, defendiendo valientemente a su amiga.
– Por lo visto Caroline sabe muchas cosas -bufó Miranda-. Me pregunto por qué no dejó que esto lo explicara mamá.
– El día en que te cases con Jared Dunham -rió Amanda- mamá no te explicará nada. Te dirá que confíes en Dios y que obedezcas en todo a tu marido. Si se ha tomado suficiente ponche de ron, te dirá que hay ciertas cosas en el matrimonio que son necesarias pero desagradables. ¡Te dejará creyendo que los niños se encuentran bajo las setas y las coles!
Miranda estaba asombrada. ¡Durante todos esos años había creído que protegía a Amanda, la dulce, la menos lista, de la brutalidad del mundo! Ahora resultaba que la pequeña Amanda sabía bastante más de lo necesario para sobrevivir en un mundo de hombres. A su modo plácido, Amanda era muy fuerte.
– ¿Tienes más preguntas? -preguntó Amanda, tranquila.
– No. Parece que las has contestado todas.
– ¡Bien! La verdad, no es justo mandar a una chica al lecho matrimonial ignorante de todo -concluyó Amanda.
– Una cosa más, hermana.
– Si se supone que una joven es virgen en su noche de bodas, entonces, ¿de dónde han sacado los hombres su experiencia?
– Miranda, en el mundo hay chicas buenas y chicas malas. No todas las malas son necesariamente gitanas.
El gran reloj del vestíbulo dio las diez.
– Acuéstate, Amanda -dijo la hermana mayor.
– ¡Muy bien! Me siento mucho mejor después de haber hablado contigo, Miranda. -Bajó de la cama, recogió su vela casi extinguida y le dijo-: Sueña con los angelitos, cariño. -Luego se marchó y cerró la puerta tras ella.
Miranda ahuecó los almohadas, tiró del cobertor hasta cubrirse los hombros y pensó irritada: «Vaya sarta de molestias va a ser todo esto.»
«Ahora voy a ser una mujer -se dijo con tristeza-, y creo que no me gustará en absoluto, Pero ¡oh, papá!, no voy a abandonar Wyndsong. Haré lo que debo.»
Con esta resolución se sumió en un sueño tranquilo.
Una muerte trágica, y maldita sea… perdón, señoras… condenadamente innecesaria -exclamó John Dunham, acariciándose las grises patillas-. Así que, Jared, estás en posesión de tu herencia y vas a ser lord de Wyndsong Manor, ¿Has tenido oportunidad de ver si en la isla hay espacio para un astillero? No te preocupes por los trabajadores especializados, porque tenemos más que suficientes; les construiremos una aldea junto al astillero. Tengo entendido que hay un gran bosque de maderas duras y blandas. ¡Bien! No tendremos que importar madera para construir los barcos.
Imaginando la reacción de Miranda al discurso de su padre, Jared casi se echó a reír. En cambio dijo con voz tranquila:
– No construiremos ningún astillero en Wyndsong, padre. La finca es extremadamente próspera como granja y los caballos que se crían en ella tienen merecida fama. Un astillero dejaría aquella tierra verde y fértil completamente yerma en pocos años. Mi herencia no valdría gran cosa. Si destruyo Wyndsong, ¿qué recibirán mis hijos?
– Debes casarte para tener hijos, Jared -observó su madre, cazando la oportunidad al vuelo.
– Otra parte de mis noticias, madre, es que voy a casarme dentro de poco. He venido precisamente a casa para invitaros a que asistáis a mi boda.
– ¡Cielos! -Elizabeth Lightbody Dunham se recostó en su silla, jadeando. Su hija, Bess Cabot, y su nuera Charity empezaron a abanicarla Inmediatamente y a darle palmadas en las muñecas.
– ¡Enhorabuena! -exclamó Jonathan, sonriente-. No me cabe duda de que estará hecha a tu medida.
– Hermano, John, no tienes idea de cuánta razón tienes
– Aunque tengas treinta años -tronó John Dunham-, debo aprobar la elección o no tendrás mi bendición. Has evitado a toda muchacha respetable de Plymouth desde que te hiciste hombre y ahora me vienes con que has heredado Wyndsong y que vas a casarte. ¿Quién diablos es esta mujer? ¡Alguna cazadora de fortunas sin duda! ¡Nunca has tenido cabeza! ¡Te negaste a ocupar tu puesto aquí en los astilleros y yéndote a Europa continuamente!
Jared sintió que la indignación bullía en su interior, pero logró contenerse. Le divertía oír a su padre amenazándolo con dejarlo sin su bendición. El viejo le había estado atosigando durante años para que se casara.
– Creo que aprobarás mi elección de esposa, padre. Es joven, es una heredera y de una familia distinguida que tú conoces personalmente. Como John, me enamoré a primera vista.
– ¿Y cómo se llama ese mirlo blanco?
– Miranda Dunham, la hija del primo Thomas.
– ¡Por Dios! ¡Ya lo creo que lo apruebo, Jared!
– Me encanta que mi elección sea de tu agrado. -El padre no captó el sarcasmo.
Después de una gran cena familiar, ambos hermanos se fueron juntos al jardín. Jared y su hermano eran casi idénticos de aspecto. Había un centímetro de diferencia en su estatura. Jared era el más alto. Jared llevaba el cabello cortado a cepillo, mientras que el de Jonathan era largo y se lo recogía detrás. Había otras diferencias sutiles. Los pasos de Jonathan no eran tan largos ni tan seguros, sus manos menos elegantes que las de Jared y sus ojos eran de un color verde gris en contraste con los ojos verde botella de Jared.
– ¿Amor a primera vista, Jared? -preguntó Jonathan.
– Para mí, sí.
– Así que por fin el destino te ha devuelto el golpe que tanto mereces, mi conquistador hermano. Hablame de Miranda Dunham. ¿Es bajita, rubia y llenita como su mamá Van Seen?
– Así es su hermana gemela, Amanda. Amanda se casará el próximo verano con un rico lord inglés.
– Si son gemelas, deben de parecerse.
– Son gemelas, pero tan distintas como el día y la noche. Miranda es alta y esbelta, con ojos verde mar y un cabello sedoso como el oro a la luz de la luna. Es una criatura como una hada, inocente como una gacela y tan evasiva como el viento. Es orgullosa y retadora, y será difícil de manejar, pero la amo, Jon.
– Dios Santo, Jared, realmente estás enamorado. Desde luego, nunca imaginé que te vería dominado por tan tierna pasión.
– Pero ella no sabe lo que siento, Jon. -Jared rió divertido.
– Entonces, ¿por qué le pediste que se casara contigo? -preguntó Jonathan, desconcertado.
Su hermano se lo explicó.
– Así que te has comportado como un perfecto caballero, ¿eh, Jared? ¿Y qué habrías decidido si la chica hubiese sido fea como un pecado?
– Como no lo es…
– Sólo desabrida. Éste es un problema con el que nunca te enfrentaste.
– Es muy joven, John, y ha estado muy protegida. Además, pese a haber pasado una temporada en Londres, es muy inocente.
– ¡Y la quieres! ¡ Que Dios te ayude, Jared! -Jonathan sacudió la cabeza-. ¿Cuándo se celebrará la boda?
– El seis de diciembre, en Wyndsong.
– ¡Válgame Dios, no pierdes el tiempo! ¿Y qué hay del periodo de luto por la muerte del primo Thomas?
– En su testamento decía que pasado un mes terminara el luto. No puedo dejar la finca abandonada en invierno, y soy demasiado joven para vivir solo en la isla con una viuda deliciosa que sólo tiene doce años más que yo y dos jovencitas trece años menores que yo.
¡Qué terreno abonado para chismes!
"Así que el día de San Nicolás la bella Miranda y yo nos casaremos. Estáis todos invitados a la boda. He organizado que vayáis por tierra hasta New London, donde mi yate os esperará para que crucéis el estrecho de Long Island hasta Wyndsong. Me gustaría que estuvierais allí una semana antes de la boda para que podáis conocer bien a Miranda y su familia.
– ¿Cuándo regresas?
– Dentro de unos días. Necesitaré tiempo para domar a mi fierecilla antes de que lleguéis. Ya ha sido duro para ella que yo heredara Wyndsong, pero que estuviera mezclado en la muerte de su padre fue demasiado. Necesitamos conocernos mejor.
– ¿No podías haber encontrado una muchacha más dulce y tranquila, Jared?
– Las muchachas dulces me cansan.
– Ya lo sé. -Jonathan Dunham se echó a reír-. ¿Te acuerdas de cuando seguimos a Chastity Brewster…? -Y se lanzó a comentar un recuerdo que pronto tuvo a los dos hermanos riendo como locos.
Pocos días después Jared Dunham abandonó Plymouth y regresó a Wyndsong Island. Viajó en el yate familiar que Dorothea se había preocupado de mandar costa arriba a Buzzards Bay. Un marinero había cabalgado, una vez en tierra, para informarle de que su barco lo esperaba. La expresión admirada de su hermano Jonathan le sorprendió y Jared comprendió de pronto su nueva importancia.
La primera vez que se acercó a Wyndsong estaba demasiado entristecido por la muerte de su primo para fijarse en la belleza de la isla. Ahora, de pie en la proa de su barco, empujados por un fuerte viento de popa, contemplaba cómo iba apareciendo la isla en el horizonte.
Recordó lo que Miranda le había contado… que la primera vez que su antepasado Thomas Dunham vio Wyndsong, sintió que llegaba a casa. «Y yo también -pensó Jared, sorprendido-. Siento que vuelvo a casa.»
Desembarcó después de dar órdenes de amarrar el barco. Era un día de finales de octubre y las colinas resplandecían con los colores otoñales. Los arces habían empezado a perder las hojas y crujían bajo sus pies al andar hacía la casa. Sin embargo, los robles rojos conservaban obstinadamente todas sus hojas. Un arrendajo le chilló, ronco, desde las ramas de un abedul dorado. Se rió del pájaro y sus ojos, de pronto, captaron movimiento en lo alto del sendero. ¿Miranda? ¿Acaso había venido a recibirlo?
En su escondrijo tras los árboles, Miranda mantenía quieto a Sea Breeze mientras contemplaba a su prometido, quien subía desde la playa. Ignoraba que la había descubierto. Le gustaba su modo de andar elástico, fácil. En Jared había algo tranquilizador.
Al volver a verlo después de varias semanas, sus sentimientos fueron aún más confusos. Sabía que Jared Dunham era un hombre fuerte y bueno, y sospechaba que su espíritu era tan orgulloso y decidido como el suyo propio. Sería un magnífico señor de la finca, su padre había acertado al elegirlo.
No obstante, desde un punto de vista personal, la cosa cambiaba. Para ella significaba una amenaza, física y emocional, aunque se resistía a reconocerlo. Nunca se había debatido con sentimientos como aquellos. De pronto se encontró recordando su beso y lo indefensa que se había sentido. Eso la enfureció. ¡Ojalá le permitiera acostumbrarse! Pero no había tiempo. Suspirando, se adentró cabalgando en el bosque, porque de pronto no quería verlo.
Cabalgó por toda la isla hasta muy tarde y él, comprendiéndola, permaneció en la casa. Dorothea y Amanda lo distrajeron con planes para la boda y aquello le hizo simpatizar más con Miranda. No llegó a casa hasta que ya estaban cenando, entrando en el comedor en traje de montar.
– Oh -simuló sorprenderse-, has vuelto… -Y se dejó caer en la silla.
– Buenas noches. Miranda. Me encanta volver a estar en casa.
– ¿Puedo tomar un poco de vino? -pidió, ignorando su sarcasmo.
– No, querida, no puedes. Lo cierto es que vas a marcharte y te subirán una bandeja a la habitación. Permito la ropa de montar a la hora del desayuno y del almuerzo, pero no durante la cena. También exijo puntualidad por la noche.
Abrió la boca, indignada.
– Aún no estamos casados, señor.
– No, no lo estamos. Miranda, pero soy el cabeza de esta familia. Ahora, levántate de la mesa, jovencita.
Miranda se levantó bruscamente y salió corriendo escaleras arriba hacia su alcoba. Rabiosa, se quitó la ropa y se bañó, despotricando contra el agua fría. Después se puso el camisón y se metió en la cama. ¿Cómo se atrevía a hablarle de aquel modo? ¡La había tratado como a una niña! La puerta se abrió y entró Jemima con una bandeja. La doncella colocó su carga sobre una mesita junto al fuego.
– Le he traído la cena.
– No la quiero.
Jemima volvió a coger la bandeja.
– A mí me da lo mismo -dijo mientras se dirigía a la puerta con la cena de Miranda.
Miranda se revolvió furiosa en su cama. Unos minutos después la puerta volvió a abrirse y Miranda oyó el ruido de la bandeja puesta de nuevo encima de la mesa.
– ¡Te he dicho que no quería la cena!
– ¿Por qué?-preguntó la voz de Jared-. ¿Estás enferma, fierecilla?
Después de una larga pausa, Miranda espetó:
– ¿Qué haces en mi habitación?
– He venido a ver si te encontrabas bien. Como despediste a Jemima con la bandeja…
– Estoy muy bien. -Empezaba a sentirse como una tonta. Había llamado su atención cuando pretendía todo lo contrario.
– Entonces, sal de la cama y ven a cenar como una buena chica.
– No puedo.
– ¿Por qué?
– Porque estoy en camisón.
Jared rió ante la súbita modestia.
– Tengo una hermana, Bess, y cuántas veces no la habré visto en camisón. Además, nos casamos dentro de cinco semanas, Miranda. Creo que puede perdonárseme esta pequeña informalidad. -Se acercó a la cama, apartó las ropas y le tendió la mano.
Atrapada, no opuso resistencia y salió de la cama. La acompañó a la mesa junto al fuego, la ayudó galantemente a sentarse y después lo hizo él frente a ella. Miranda observó la bandeja con suspicacia y levantó la servilleta que la cubría. Había una sopa de almejas, un plato de pan de maíz recién hecho, mantequilla y miel, una tarta de crema y una tetera.
– Teníais ternera asada para cenar -protestó- y jamón, y he visto tarta de manzana v de calabaza.
– Si llegas tarde a mi mesa, Miranda, no esperes que se te sirva lo mismo. Pedí a la cocinera que te preparara algo sano y nutritivo. Ahora cómete!a sopa antes de que se enfríe.
Miranda cogió obediente la cuchara, pero sus ojos verde mar le estaban diciendo lo que no se atrevía a pronunciar en voz alta y él contuvo una risita. Comió rápidamente hasta que el plato estuvo vacío, luego cogió el pan de maíz y preguntó:
– ¿Por qué te empeñas en tratarme como a una niña?
– ¿Por qué te empeñas en portarte como tal? Llegaste tarde para la cena simulando que mi presencia era una completa sorpresa para ti, mientras que ambos sabemos que estabas en el bosque por encima de Little North Bay esta mañana, viéndome desembarcar.
Miranda se ruborizó y bajó la vista.
– ¿Por qué no me dijiste nada?
– Porque, Miranda, supuse que querías estar sola. Yo intenté respetar tus deseos, cariño. Sé que esto no es fácil para ti, pero tampoco lo es para mí. ¿Se te ocurrió pensar alguna vez que yo no deseaba casarme? ¿O que quizás había otro amor en mi vida? Como una niña mimada, sólo has pensado en ti misma. Dentro de unas semanas vendrá mi familia y antes de que llegue tendrás que aprender a comportarte como la mujer que yo sé que existe bajo esta máscara de mocosa-terminó con firmeza.
– Tengo miedo -murmuró, bajando de pronto sus defensas.
– ¿De qué? -su voz era tierna ahora.
Lo miró y para sorpresa de Jared la joven tenía los ojos llenos de lágrimas, que le resbalaron de pronto por las mejillas. Miranda trató de contenerlas.
– Me temo que estoy creciendo. Me dan miedo los sentimientos que despiertas en mí, porque son ambiguos y confusos. Tengo miedo de no poder ser una buena señora de la mansión. Amo Wyndsong, pero soy un terrible fracaso en sociedad. Amanda sabía exactamente lo que debía hacer en Londres, pero pese a que se me habían enseñado las mismas cosas, pese a que se me considera más inteligente, yo me mostraba tonta y torpe mientras mi hermana brillaba. ¿Cómo puedo ser tu esposa, Jared? Debemos recibir invitados, y yo no sé conversar. Soy demasiado inteligente para ser mujer y mi forma de hablar es brusca.
Una oleada de piedad lo envolvió, pero ofrecerle su simpatía sería, estaba seguro, enconarla aún más. Deseaba tomarla sobre sus rodillas y asegurarle que todo saldría bien, pero animarla ahora en su puerilidad sería un terrible error. Se inclinó por encima de la mesa y le tomó las manos.
– Mírame, fierecilla, y escucha. Ambos tenemos que madurar. Yo he evitado la responsabilidad de mi condición con cierto éxito durante demasiado tiempo. De pronto me encuentro con la responsabilidad de esta propiedad y de su bienestar cuando preferiría estar persiguiendo a los ingleses o engañando a los franceses. Pero todo esto ya ha terminado para mí, como para ti ha terminado la infancia. Hagamos un trato, tú y yo. Te prometo madurar si tú también lo haces.
– ¿Hay alguien?
– ¿Cómo?
– ¡Que si hay alguien con quien preferirías casarte!
– No, fierecilla, no hay nadie más. -A Miranda le brillaron los ojos-. ¿Estás aliviada o decepcionada?
– Aliviada -respondió simplemente.
– ¿Me atrevo a esperar que sientas por mí lo que en sociedad se llama un «sentimiento tierno»?
– No. Sencillamente no quería perder mi fortuna.
Jared soltó una carcajada.
– ¡Válgame Dios, Miranda, tienes una lengua acerada! ¿Nadie te ha enseñado a tener tacto? Uno puede ser sincero sin necesidad de ser tan franco… -le besó las puntas de los dedos y ella, intimidada, retiró las manos.
– ¿Qué tenía que haber dicho? -preguntó arriesgándose a mirarle a los ojos.
– Podías haberme dicho que era demasiado pronto para estar segura de tus pensamientos -le sonrió-. Una dama a la moda se habría ruborizado deliciosamente y habría dicho: «!Oh, señor! ¡Qué malo es haciendo semejantes preguntas!» Me doy cuenta de que éste no es tu estilo, Miranda, pero comprendes lo que quiero decir, ¿verdad?
– Sí, aunque me parece una bobada adornar la verdad.
– Una bobada, pero a veces es necesario, fierecilla. La verdad desnuda asusta a la gente. Confía en mí. Miranda, y maduraremos juntos. -Se puso en pie, dio la vuelta a la mesa y la atrajo hacia sí de modo que quedaron de frente-. Acerca de la otra cuestión. Dices que te dan miedo los sentimientos que despierto en ti. ¿Sabes que a mí me ocurre lo mismo?
– ¿ Sí? -Lo tenía muy cerca ahora. Percibía su aroma viril; sentía el calor de su cuerpo largo y delgado; veía cómo el pulso en la base del cuello latía lentamente. Su mano grande y elegante le acarició el cabello platino.
– En efecto -murmuró su voz profunda y estrechó la fina cintura.
Miranda casi dejó de respirar. Sus ojos se abrieron y oscurecieron. Jared se inclinó y besó aquellos labios con dulzura, tiernamente.
– Oh, sí. Miranda, has enloquecido mis sentidos -murmuró contra su boca. Dulcemente le mordisqueó los labios mientras con una mano revolvía la sedosa mata de cabello largo, precioso. La sostuvo en un abrazo firme pero tranquilo y con un gemido entrecortado Miranda cayó contra él. Jared le besó el hoyuelo de la barbilla, luego recorrió la sedosa longitud del cuello hasta los senos. Las cintas que sujetaban las dos partes de su camisón desaparecieron. Con un suspiro, la levantó, la llevó a través de la alcoba y la depositó sobre la cama. Se echó junto a ella, enteramente vestido, y la abrazó. La besó con una pasión que la dejó casi inerme, pero consciente aún de sus sentidos recién despertados. Sintió el poco control que tenía sobre sí misma cuando él hundió la cara entre sus senos. Una boca ansiosa y húmeda se cerró sobre un pezón hinchado, dolorido, y mientras chupaba, ella experimentó una extraña sensación en un lugar oculto entre sus piernas. Los dedos de Jared no tardaron en encontrarlo y la acariciaron con dulzura.
Después de lo que parecía una eternidad, él se puso boca arriba, y tomó la fina manecita y la colocó sobre su virilidad cubierta. Sin palabras le enseñó el ritmo y se estremeció bajo su tacto delicado hasta que finalmente la detuvo y con voz extrañamente enronquecida le dijo:
– ¿Ves, Miranda? Si te sientes indefensa bajo mi contacto, también me ocurre a mí con el tuyo.
– No lo sabía -respondió ella en un murmullo.
– Hay muchas cosas que no sabes, fierecilla, pero te las enseñaré si me dejas. -Después, inclinándose sobre ella, volvió a anudar sus cintas, le alisó el cabello revuelto y le dio las buenas noches con un beso.
La puerta se cerró tras él y Miranda permaneció temblando unos minutos. ¡Así que aquello era el amor! Se dio cuenta de que al mostrarse enteramente sincera con él le había dado un arma poderosa contra ella. Sin embargo, Jared no había utilizado ese arma. Había sido igualmente sincero con ella.
Ser una mujer casada presuponía ciertas responsabilidades. Pero si incluso podía ser madre al cabo de un año. ¡Madre! La idea le produjo un montón de dudas. Desde luego, tendría que madurar antes de poder criar a un hijo. ¡Oh, Dios! ¿En qué se estaba metiendo?
En los días siguientes. Miranda estuvo extrañamente mansa y su madre temió que hubiese caído enferma. No montaba a caballo, sino que se quedaba en casa, vagando por la mansión y haciendo preguntas sobre cosas domésticas. Amanda comprendía y se preguntó qué podía haberle dicho Jared para transformar a su rebelde hermana en semejante y dócil criatura. También se preguntó cuánto tiempo duraría. La pregunta quedó contestada en el curso de la semana, cuando una Miranda apagada y exhausta por todo un día de hacer mermelada rompió a llorar en la mesa.
Jared se levantó de un salto y estuvo al instante a su lado, claramente preocupado, para gran diversión de Amanda.
– ¡No puedo hacerlo! -sollozaba Miranda-. Simplemente, no puedo. ¡Odio las tareas del hogar! Oh, Jared, ¿cómo puedo llegar a ser una buena ama de casa? He quemado la mermelada, he estropeado todo un bacalao al salarlo demasiado, mis tartas de calabaza están demasiado especiadas, el jabón que he hecho huele más a cerdo que a perfume, y mis velas humean.
Jared, tranquilizado, contuvo la risa.
– Oh, fierecilla, no me comprendiste. No quiero que seas lo que no eres. Sólo quería que comprendieras cómo se lleva una casa. No es necesario que tú hagas mermelada, o jabón o que sales el bacalao. Tenemos servicio para estos trabajos. Tú sólo necesitas saber cómo se hace, para supervisar. -Le cogió una mano y le besó la palma-. Esta manita es más hábil para otras cosas -murmuró de modo que sólo ella pudiera oírlo, y el rubor tiñó las mejillas de Miranda.
Dorothea se preguntó acerca de esta intimidad entre su hija y Jared. Cierto, iban a casarse dentro de poco, pero ¿era correcto que rodeara a Miranda con su brazo? Se había enterado por Jemima que la otra noche él había subido la bandeja al dormitorio de Miranda y que tardó más de media hora en salir. Dorothea descubrió sorprendida que estaba celosa. Después de todo, aún era joven para amar. La visión de Miranda y Jared le dolía al recordar cómo estaban las cosas entre ella y Thomas. Suspiró por lo bajo. ¿Había terminado la vida para ella? ¿Quién sabía?
Las siguientes semanas transcurrieron rápidamente como preparación final para la boda. Tanto el novio como la novia las pasaron por alto, cabalgaban por la isla cuando el tiempo era bueno y se encerraban en la biblioteca cuando era malo. A veces Amanda los acompañaba, y estaba entusiasmada al ver lo bien que se adaptaban.
Los Dunham de Plymouth llegaron en masa: seis adultos y cinco niños. Después de un primer momento incómoda, ambas familias encajaron. Elizabeth Lightbody Dunham y Dorothea van Steen Dunham se hicieron amigas rápidamente. La madre de Jared estaba encantada con Miranda, que se portaba de maravilla. Dorothea, que estaba más acostumbrada a que la felicitaran por Amanda, lo reconoció.
– Naturalmente -asintió Elizabeth-. Tu pequeña Amanda es una perfección y sin duda será una esposa perfecta para lord Swynford. Pero no habría servido para Jared. Miranda tiene espíritu. Llevará a mi hijo por el camino de la amargura, que es exactamente lo que necesita. Nunca estará del todo seguro de ella y en consecuencia siempre la tratará divinamente. Sí, mi querida Dorothea, estoy más que satisfecha con Miranda.
El día de San Nicolás amaneció claro y frío. Apenas asomó el sol por el horizonte, proyectando sus cálidos dedos dorados sobre el agua azul de la bahía, cuando los botes zarparon de ambas rías de Long Island en dirección a Wyndsong Manor. Entre los invitados estarían los Horton, Young, Tutill, y Albertson; Jewel, Boisseau, Latham, y Goldsmith; Terry, Welles y Edwards. Los Sylvester de Sheker Island asistirían, así como los Fiske de Plum Island y los Gardiner de la isla vecina de Wyndsong. La casa estaba ya llena de Dunham y, desde unos días antes, habían empezado a llegar parientes y amigos íntimos de Dorothea desde el valle del Hudson y de la ciudad de Nueva York.
La abuela Van Steen de las gemelas, Judith, vivía aún con su cabello rojizo ahora completamente blanco, pero con los ojos tan azules como siempre. Lo mismo que su hija Dorothea y su nieta Amanda, era menuda y llenita. Cuando vio a Jared por primera vez, comentó:
– Parece un pirata… un pirata elegante, pero pirata al fin. Será la pareja perfecta para esa salvaje Miranda, no cabe duda.
– ¡Santo Dios, madre! ¡Qué cosas dices! -Cornelius van Steen, el joven dueño de Torwyck Manor, parecía turbado-. Debo excusarme por mi madre, damas y caballeros. -Se inclinó ante los Dunham y Van Steen reunidos.
– Nadie, Cornelius, debe excusarse en mi nombre -exclamó la vieja señora Van Steen-. ¡Válgame Dios, qué puritano eres! No puedo entender cómo engendré semejante hijo. Mi observación quería ser un cumplido y Jared lo entendió así, ¿no es cierto, muchacho?
– En efecto, señora, he comprendido exactamente lo que ha querido decir -respondió Jared, y los ojos le brillaron cuando alzó la enjoyada y gordezuela mano para besarla.
– ¡Bendito sea! ¡Y además es un pícaro! -añadió la anciana.
– ¡En efecto, también lo soy!
– Ja, ja, ja -rió la vieja señora-. ¡Ah, ojalá fuera treinta años más joven, muchacho!
– No me cabe la menor duda de cómo sería, señora -fue la inmediata respuesta y para puntuar su observación alzó una de sus negras cejas.
Miranda rió al recordar el incidente. Estaba mirando por la ventana de su alcoba la salida del sol. Iba a ser un día maravilloso. Detrás de ella el fuego de leña de manzano crepitaba en la chimenea. Amanda, adormilada, preguntó desde la cama:-¿Ya estás levantada? -El número de invitados hacía necesario que compartieran una cama aquellos últimos días.
– Sí, estoy despierta. No podía dormir.
Miranda miró a su alrededor. Hoy dormiría en la habitación principal, recién decorada, y durante muchos días había vivido con aquella idea. Toda su vida, ésta había sido su alcoba. Su cama ancha, de baldaquino con doseles de lino blanco y verde tejido en casa. Las columnas de la cama, de cerezo, eran torneadas. De pequeña, tendida en la cama, había imaginado lo que sería deslizarse por ellas, girando y girando hasta que se quedara mareada y dormida. Había una preciosa cómoda de cerezo con remates flameados contra un macetero de la habitación, con sus tiradores de cobre siempre relucientes. El tocador se lo regalaron cuando cumplió catorce años, con un espejo incluido, precioso, perfecto, sin manchas. Había una mesilla redonda junto a la chimenea y al otro lado un sillón de madera, de brazos, con un cojín de terciopelo verde.
La alcoba principal había sido redecorada de nuevo para ella y Jared. El trabajo había durado semanas. No tenía ni idea de cómo sería, porque él había querido darle una sorpresa. Por lo menos no había sido el dormitorio de sus padres, pensó con alivio. Cuando Thomas y Dorothea se casaron, los abuelos aún estaban viviendo en la casa. Su bisabuelo había muerto en 1790 y sus abuelos habían pasado a ocupar la habitación principal. Pero cuando su abuela Dunham murió, el abuelo no abandonó el dormitorio. Cuando falleció, cuatro años atrás, sus padres decidieron quedarse en la alcoba donde habían vivido durante más de veinte años. Así que en realidad era la alcoba del abuelo la que se había rehecho para ella y Jared.
El pequeño reloj de la repisa de la chimenea, con su esfera pintada, marcaba las siete y media y Amanda protestó:
– ¿Por qué demonios elegiste las diez de la mañana para casarte? Yo no pienso hacerlo hasta la tarde.
– Fue idea de Jared.
– ¿Hace buen día?
– Sí. Cielo azul, sin nubes, soleado. La bahía está llena de barcos; vienen de todas partes. Me recuerda los desayunos de caza que solía organizar papá.
Amanda salió a regañadientes de la cama, protestando por la frialdad del suelo.
– Será mejor que empecemos a prepararnos -suspiró.
En aquel momento llegó Jemima con una bandeja muy cargada.
– No me digan que no van a comer, porque Dios sabe cuándo volverán a hacerlo, sobre todo con la plaga de langosta que hay abajo. «Sírvales un desayuno ligero», dijo mamá, así que la cocinera ha preparado seis jamones y montones de huevos, pan, café, té y chocolate. Tres de los jamones ya han desaparecido y falta aún la mitad de los invitados. -Plantó la bandeja encima de la mesa-. Dentro de una hora tendré el agua caliente para sus baños. -Luego salió disparada.
– ¡Estoy hambrienta! -anunció Miranda.
– ¿De verdad? -Amanda se asombró-. ¿Hambrienta en la mañana de tu boda? Siempre has tenido nervios de acero, hermana.
– ¡Puedes ponerte nerviosa por mí, Mandy, y me comeré también tu parte!
– ¡No, no lo harás! Además, no es mi boda-rió Amanda descubriendo la bandeja. Había dos platos con huevos revueltos ligeros como plumas y finas rebanadas de jamón-. ¡Oh, deliciosos! Nunca he probado huevos como los que hace nuestra cocinera -observó.
– Es por la crema de leche, el queso de la granja y los cebollinos-respondió Miranda, quien embadurnaba de mantequilla un cruasán perfecto para luego recubrirlo generosamente de mermelada de frambuesa.
Amanda se quedó con la boca abierta.
– ¿Cómo sabes todo esto?
– Lo pregunté. Sírveme chocolate, ¿ quieres, cariño? El secreto del chocolate es el toque de canela.
– ¡Santo Dios! -exclamó Amanda.
Terminado el desayuno, ambas bañeras fueron preparadas y llenadas de agua caliente. Se habían lavado el pelo el día anterior, sabiendo que no tendrían tiempo por la mañana. Ya secas y en bata, esperaron a que les trajeran los trajes. Dorothea había deseado que Miranda luciera su traje de novia, pero era demasiado alta y delgada.
Si el traje se hubiera modificado para que pudiera llevarlo Miranda, Amanda no habría podido lucirlo en junio, y tal como estaba era perfecto para la menor. Así que madame Dupre, una conocida modista de Nueva York, había sido traída de la ciudad para que cosiera el traje de Miranda, el de Amanda como dama de honor y el trousseau.
El blanco puro no favorecía a Miranda, así que su traje era de terciopelo color marfil. El traje era de última moda, con mangas cortas bordeadas de encaje y una cintura justo debajo del pecho. El escote profundo y cuadrado estaba también ribeteado de encaje y la falda estaba rematada por una banda de cinco centímetros de plumas de cisne. Miranda lucía una hilera de perlas perfectamente regulares alrededor de su esbelto cuello.
El cabello oro pálido de Miranda estaba partido en el centro y recogido en un moño bajo en la nuca, excepto por un par de delgados rizos a ambos lados de su cara en forma de corazón. Como remate llevaba una coronita de pequeñas rosas blancas que sujetaba un velo largo y tan fino que parecía tejido de luz. La coronita de rosas procedía del pequeño invernadero de la mansión y hacía juego con el ramo que llevaba hojas de helecho verde además de las rosas pequeñas y blancas. El ramo llevaba un lazo de cinta oro pálido.
La menuda Amanda parecía un delicioso bombón vestida de terciopelo rosa pálido de idéntico diseño que el de su hermana. Las rosas sobre su cabello rubio eran de color rojo chino, lo mismo que las que formaban, junto con pino, su ramillete.
A las diez menos diez, las gemelas estaban listas y Amanda ordenó:
– Que llamen al tío Cornelius y empecemos ya la ceremonia.
– ¿Tan pronto? -exclamó Miranda, divertida pese a las cosquillas que de pronto se le habían manifestado en la base de su estómago-. ¿Tienes miedo de que me eche atrás, Amanda?
– ¡No! ¡No! Pero trae suerte empezar una boda cuando las agujas del reloj se mueven hacia arriba, no hacia abajo.
– Entonces, ¿a qué esperamos? Además, todas las chismosas locales dirán lo ansiosa que estaba por casarme con Jared. Las decepcionaría si hiciera lo establecido.
Amanda se echó a reír encantada. Ésta era la hermana que conocía y quería. Corrió en busca de su tío, que protestó por empezar antes de hora, hasta que Amanda le sugirió con picardía que la novia había estado dudando del matrimonio. Horrorizado por la posibilidad de un escándalo, el presumido y convencional Cornelius van Steen se apresuró a llevar a su sobrina al altar, agradecido al hacerlo de que el Señor le hubiera dado solamente hijas dóciles.
La ceremonia matrimonial se celebró en el salón principal de la casa. La estancia rectangular estaba pintada de amarillo pálido, lo que la hacía luminosa y alegre. El techo tenía molduras de yeso en forma de hojas, y una pieza central adornada con una decoración oval de rosetones en relieve.
Los largos ventanales, dos mirando al sur y tres al este, tenían cortinajes de raso blanco y amarillo. Los suelos de roble pulido y brillante se cubrían con una extraordinaria alfombra de Tabriz del siglo XVI, bordada con todo tipo de animales. Para la ceremonia se habían retirado todos los muebles de caoba Reina Ana y Chippendale, y los sillones tapizados habían sido trasladados a otra parte. Se había montado un pequeño altar delante de la chimenea decorada a ambos lados por grandes cestas de mimbre llenas de rosas, pino, nueces doradas y piñas, y encima de la chimenea pendía una corona a juego.
La estancia estaba ya abarrotada cuando Amanda, dulce y grave, precedió a su hermana a través del salón hacia el altar, donde Jared, Jonathan y el sacerdote las esperaban. La menuda gemela provocó exclamaciones de envidia por parte de las jóvenes que asistían a la ceremonia y suspiros de pena de los jóvenes del país, quienes se habían enterado de que Amanda había entregado ya su corazón a un milord inglés. El sol de la mañana inundaba la preciosa estancia, haciendo las velas innecesarias. El calor del fuego y el del sol que penetraba por las ventanas se unían para caldear la habitación y las decoraciones florales se abrieron ansiosas por perfumar el salón.
Todos los ojos se habían vuelto a la entrada del salón, donde la bella y encantadora novia apareció del brazo de su nervioso tío, y se deslizó adelante para encontrarse con su destino. Dorothea, Elizabeth y la anciana Judith lloriquearon visiblemente cuando la novia pasó ante ellas, y la hermana de Jared, Bess y su cuñada Charity se llevaron delicadamente el pañuelo a los ojos. Miranda miró la estancia repleta de gente, maravillada de que una boda pudiera haberles hecho llegar a través de varías millas de mar abierto en un día de diciembre.
Jared contemplaba tranquilo cómo venía hacía él, preguntándose qué estaría pensando. Se le hizo un nudo en la garganta al verla, porque estaba más hermosa que ninguna otra vez. Había en ella una elegancia, una serenidad que no había visto antes y halagaba su vanidad creer que en parte era responsable de esta nueva belleza.
Miranda salió de su ensueño al acercarse al pequeño altar. ¡Qué guapo estaba! Vio a varias jovencitas observándola con envidia y sonrió para sí. Realmente, era un hombre magnífico. Nunca había prestado demasiada atención a su forma de vestir, pero naturalmente hoy era diferente. Llevaba pantalones blancos ceñidos hasta la rodilla y sus altas botas de piel negra bruñidas para que brillaran. Se preguntó si empleaba para ello champaña y betún negro como hacían en Londres. Su camisa blanca era de última moda londinense, con cuello alto. La casaca era de terciopelo verde oscuro, con faldones detrás, corta por delante v adornada con botones de oro. La corbata estaba anudada al estilo llamado Cascada.
Junto a Jared se encontraba Jonathan, con un traje igual al de su hermano. Miranda había descubierto que algunas personas apenas podían distinguirlos, pero a sus ojos eran tan diferentes como el día y la noche.
Miranda, sobresaltada, sintió que su tío Cornelius entregaba su mano a Jared.
– Amados hermanos -empezó el sacerdote anglicano. Había venido de Huntingtown para celebrar la ceremonia, porque los Dunham de Wyndsong pertenecían a la Iglesia anglicana. Miranda estaba tan absorta en las palabras que ni siquiera tuvo oportunidad de mirar a Jared-. Espero y requiero de vosotros lo mismo que responderéis el terrible día del Juicio Final, cuando todos los secretos del corazón queden al descubierto -pronunció ominosamente el sacerdote, y el pulso de Miranda se aceleró. Nunca había pensado tan seriamente en el matrimonio. Lo único que quería era Wyndsong y la fortuna de papá, lo cual significaría la felicidad de Amanda con lord Swynford.
¿Estaba haciendo lo apropiado casándose con Jared cuando no lo amaba? Bueno, al menos había dejado de aborrecerlo.
Como si captara sus pensamientos, Jared estrechó su mano, tranquilizándola.
– Jared, ¿quieres tomar esta mujer por esposa, para vivir juntos según la ley de Dios en el santo estado del matrimonio? ¿La amarás, honrarás, consolarás y la mantendrás en la enfermedad y en la salud y olvidando a todas las demás, la tendrás sólo para ti mientras viváis?
– Sí, quiero. -Su voz profunda resonó con firmeza.
– Miranda Charlotte…
Se sobresaltó al oír su nombre completo y por un instante se distrajo.
– Lo amarás, honrarás, consolarás y obedecerás…
¡no lo sé! Sí, sí… pero no siempre, no sí se equivoca y yo tengo razón, pensó obstinada. ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué me lo pones tan difícil?
– … mientras viváis? -terminó el sacerdote.
La respuesta se le atragantó un instante ante la terrible idea. «Esto es para siempre», pensó fugazmente. Enloquecida, miró a través de una bruma a su hermana y a su tío, que la contemplaban ambos como si esperaran que estallara un volcán. Sus ojos se posaron en Jared y, aunque los labios del hombre no se movieron, Miranda hubiese jurado que le oyó decir dulcemente: «Calma fierecilla.» Recobró la razón:
– Sí, quiero -respondió a media voz.
La ceremonia continuó. Un precioso aro de oro salpicado de estrellitas de diamantes fue colocado suavemente en su dedo y, por alguna curiosa razón, sintió que las lágrimas le escocían. Finalmente fueron declarados marido y mujer y el sonriente sacerdote dijo a Jared: «Puede besar a la novia, señor.» Jared se inclinó con ternura y la besó mientras los asistentes aplaudían.
A los pocos minutos se encontraron en la entrada del salón recibiendo felicitaciones. Miranda no tardó en estar sonrojada por los besos de los invitados varones, quienes insistieron en el tradicional beso de suerte para la novia. Lo soportó todo, saludando graciosamente a cada invitado, cada tributo, con una palabra amable para todos. Jared se enorgulleció de ella. Ante el reto, había reaccionado bien.
Algunas de sus amistades femeninas trataron celosamente de llevarla a una demostración de su famoso carácter, pero Miranda las manejó como una veterana.
– ¡Por Dios, Miranda! -murmuró Susannah Terry con dulzura-.¡Qué noviazgo tan corto! Pero claro, no ibas a hacer lo convencional.
– Papá lo quiso así -respondió Miranda con la misma dulzura-.¿Todavía esperas a que Nathaniel Horton se te declare? ¿Cuánto tiempo lleva cortejándote? ¿Dos años?
Susannah Terry se escabulló y Miranda oyó la risita de su marido:-¡Qué lengua tan venenosa tienes, señora Dunham!
– Ah, señor mío, tenía que proteger nuestra reputación. Todos saben que Susannah es una cotilla.
– Entonces, démosle algo de qué cotillear -murmuró, besándola en el cuello, lo que la hizo sonrojarse-. Que se comente que ya deseo a mi mujer apenas terminada la ceremonia.
– ¡Jared! -suplicó.
– ¿Acaso la molesta el caballero, señora? Siempre ha sido un descarado. ¡Santo cielo, hermano, compórtate!
– La moza me enloquece, Jonathan.
– ¿Queréis dejar de hacer el tonto los dos? Me estáis poniendo en evidencia -protestó Miranda-. Voy a dejaros para dar una vuelta entre los invitados antes de que sirvan el refrigerio. -Y se perdió entre la gente.
– He estado observándote con ella toda la semana, Jared, y esta mañana, cuando ha tenido aquel momento de pánico, has estado más angustiado que nunca. La amas, pero ella aún no. ¿Sabe acaso lo que sientes por ella?
– No. Aconsejado por la dulce Amanda, no debo confesárselo hasta que ella admita sentir lo mismo por mí. Es tan inocente, Jon, que no quisiera asustarla por nada del mundo.
– Siempre has sido demasiado romántico, Jared, pero si estuviera en tu lugar la dejaría embarazada en cuanto pudiera. Nada calma a una mujer tanto como un niño.
Jared se echó a reír.
– Lo que me faltaba, Jon, una esposa infantil con un niño. No, gracias, espero pasar los próximos meses cortejando a mi mujer.
– Hacer la corte suele ocurrir antes del matrimonio, Jared, no después.
– Sólo cuando se trata de una mujer corriente, y creo que ambos estamos de acuerdo en que Miranda no lo es. Ni la situación tampoco. Ahora, hermano, pese a lo mucho que te quiero, sé que me perdonarás si me reúno con mi mujer.
Jon miró afectuosamente a su hermano. No tenía la menor duda de que con el tiempo Jared se ganaría a la esquiva Miranda. El mismo no sabía bien si hubiese tenido tanta paciencia. Prefería con mucho a su dulce y tranquila Charity. Las mujeres complicadas e inteligentes eran un agobio. Buscó a su esposa y la encontró con la mujer de Cornelius van Steen, Annette, comparando recetas de cocina. Rodeando con su brazo su cómoda cintura, la besó en la mejilla y ella se ruborizó de placer.
– ¿Por qué haces esto, Jon?
– Porque tú eres tú -le respondió.
– ¿Has tomado ponche de ron?
– Aún no, pero es una idea excelente. Señoras -galantemente les ofreció el brazo-, permitidme que os acompañe al bufé.
El comedor de gala de Wyndsong estaba frente al salón principal del otro lado del vestíbulo. Las puertas estaban abiertas de par en par. La estancia estaba pintada de un azul grisáceo y adornada con molduras blancas. Los largos ventanales tenían cortinas de raso azul oscuro salpicado de color beige y la araña de cristal con sus pantallas a prueba de viento era relativamente nueva, ya que fue el regalo del décimo aniversario de matrimonio, de Thomas a Dorothea. La mesa y las sillas Hepplewhite de caoba procedían de la tienda de Duncan Phyfe, en Nueva York. Las sillas estaban tapizadas de raso azul y beige. El aparador Hepplewhite de caoba con marquetería procedía también de Nueva York, de la tienda del ebanista Albert Anderson, que se encontraba en Maiden LaKe. A cada extremo del aparador había unas preciosas cajas de caoba para cuchillos, con un escudo de plata.
La mesa central había sido montada como un gran bufé. Cubierta con un mantel de hilo blanco, la mesa sostenía un centro de pino, acebo y rosas blancas montado sobre un gran cuenco de estaño. Estaba flanqueado por unos elegantes candelabros de plata donde ardían velas de cera perfumada.
Sobre la mesa había fuentes de ostras, mejillones y almejas, langostas pequeñas y patas de cangrejo preparadas con salsa de mostaza, así como ostras a la parrilla con mantequilla y a las hierbas. Había incluso una fuente de carne de cangrejo fría, acompañada de una salsera de estaño con mahonesa. También se veían diversas variedades de bacalao, platijas y pescado azul, abundantes en las aguas de Wyndsom.
Se habían asado cuatro enormes jamones recubiertos de azúcar moreno y salpicados de los caros y escasos clavos. Había medio ternero y medio venado, así como el plato preferido de Miranda: pavo relleno. También había dos ocas, ambas asadas y crujientes, rellenas de arroz silvestre.
Las verduras de por sí eran como un cuadro del cuerno de la abundancia. Junto a grandes cuencos de porcelana llenos de puré de calabacín regado con mantequilla fundida, había judías verdes con almendras, coliflores enteras, cebollas hervidas en leche, mantequilla y pimienta negra, y salsas. La receta de Dorothea para el puré de calabacín era la que había utilizado la cocinera, dado que era una favorita de la familia.
Había cinco fuentes hondas de porcelana a listas rojas y blancas con macarrones y queso de Chester rallado, otro de los platos preferidos de Miranda, así como patatas con salsa holandesa, puré de patata con mantequilla y suflé de pacatas, el secreto celosamente guardado de la cocinera.
Aunque era invierno, había enormes fuentes de ensalada de lechuga y pepino con una salsa suave deliciosamente perfumada y con el vinagre justo para que el paladar despertara.
El pastel de bodas… un pastel de fruta, ligero, cubierto de azúcar molido… llamaba la atención de todos. En el aparador, alrededor del pastel, había crema de pifia, buñuelos de manzana, tres tipos de pastel de queso y natillas. Los invitados se extasiaban ante los ligeros pasteles genoveses rellenos de crema de café y, pese a la reciente aparición de los pastelillos de carne dulce sobre la mesa del día de Acción de Gracias, éstos desaparecieron tan deprisa como el surtido de tartas de limón y frambuesa, los suflés y los pequeños tarros de chocolate que Miranda había preferido siempre y que no formaban oficialmente parte del menú. La cocinera había decidido que aquello era lo que Miranda necesitaba en aquel día de grandes cambios.
Incluso los invitados que no carecían de nada en sus casas estaban entusiasmados por la variedad de la comida y la elegante presentación de cada plato. Dorothea, algo más relajada ahora, los observaba divertida y con afecto, cogió por fin un plato para ella y lo llenó de pavo, suflé de calabacín, jamón, y más ensalada de la que solía comer. Había sido una semana interminable y deseaba sabor de primavera. En cierto modo, a Dorothea los pepinos siempre le recordaban la primavera.
Los refrescos líquidos eran igualmente abundantes, lo cual complacía especialmente a los caballeros. Había diversidad de vinos, tintos y blancos, cerveza, sidra, licor de manzana, ponche de ron, té y café. Se habían montado mesitas en el vestíbulo, en el salón, en la biblioteca y en el salón familiar. Los invitados, aferrando sus platos bien colmados, encontraban rápidamente asiento. Los novios estaban sentados ante una mesa de caballetes hecha con una plancha de roble delante de la chimenea. La mesa, de mediados del 1600, era una de las pocas piezas que quedaban de la primera mansión. También se sentaban con ellos Jonathan y su esposa, John Dunham y Elizabeth, Bess Dunham Cabot y su marido Henry, Amanda, Dorothea, Judith, Annette y Cornelius van Steen.
Miranda se recostó en su silla y miró divertida a los invitados. La enorme cantidad de comida que la cocinera de Wyndsong y sus ayudantes habían preparado con tanto esfuerzo iba desapareciendo rápidamente.
– ¿Cuándo crees que comieron por clima vez? -preguntó Jared solemnemente, y a Miranda se le escapó la risa-. Me gusta oírte reír, fierecilla. ¿Me atreveré a esperar que sea un día feliz para ti?
– No soy desgraciada.
– ¿Puedo traerte algo de comer? -preguntó, solícito-. He prometido mantenerte, y creo que eso incluye la comida.
Miranda le dirigió una sonrisa sincera y se le encogió el corazón.
– Gracias, mi señor. Algo ligero, por favor, y un poco de vino blanco.
Le trajo un plato con una loncha de pechuga de pavo, un poco de suflé de patata, judías verdes y puré de calabacín. En el plato de él había ostras, dos lonchas de jamón, judías verdes, macarrones y queso.
Dejó los platos sobre la mesa y pasó al comedor, de donde volvió con dos copas de vino: uno tinto y otro blanco.
Miranda comió en silencio y de pronto le dijo por lo bajo:-Ojalá se marcharan todos a sus casas. Sí tengo que volver a sonreír con dulzura a otra anciana o besar a otro caballero ligeramente piripi…
– Si partimos el pastel -le respondió-, y les echas tu ramo poco después, no tendrán más excusas para quedarse. Además, pronto oscurecerá y nuestros invitados querrán estar fuera del agua y a salvo en tierra firme.
– Tu lógica y tu sensatez me asombran, esposo -murmuró, ruborizada por haberse atrevido a utilizar esa palabra.
– Y yo deseo estar a solas contigo, esposa -respondió y el rubor de Miranda aumentó.
Cortaron el pastel con la ceremonia habitual y, mientras se ofrecía el postre a los invitados, una camarera pasó entre ellos con una bandeja de pequeños trozos de pastel metidos en cajitas para que las señoras se los llevaran de recuerdo y soñaran con el amor. Miranda dejó transcurrir un tiempo prudencial; luego subió parte de la escalera con gran alboroto y desde allí lanzó su ramo. Cayó directamente en las manos de Amanda.
Poco después, ella y Jared despidieron a sus invitados desde la puerta principal de Wyndsong House. Eran sólo las tres y medía de la tarde, pero ya el sol había empezado a desaparecer por el oeste, sobre Connecticut.
Entonces la casa quedó en silencio y ella miró a Jared con gran expresión de alivio.
– Ya te advertí que odio las grandes recepciones -musitó.
– Entonces, no daremos ninguna -le respondió él.
– Imagino que debería ocuparme del servicio.
– Hoy no es necesario. Ya tienen instrucciones.
– Debería dar a la cocinera el menú de la cena.
– Ya lo tiene.
– Entonces me reuniré con las señoras. Supongo que están en el salón familiar.
– Todo el mundo se ha ido, Miranda. Tu madre y tu hermana se fueron con tu abuela, tu tío y sus primas. Pasarán el resto del mes en Torwyck, con los Van Steen. Tu madre tenía muchas ganas de pasar una temporada con su hermano.
– ¿Estamos solos? -Miranda se apartó de él, nerviosa.
– Estamos solos. Es, según tengo entendido, el estado habitual para unos recién casados en su luna de miel.
– ¡Oh! -Su voz, de pronto, era apenas audible.
– ¡Ven! -Le tendió la mano.
– ¿Adonde?
Los ojos verde botella se posaron en la escalera.
– Pero si aún es de día -protestó ella, escandalizada.
– La caída de la tarde es un momento tan bueno como cualquier otro. No quiero regirme por el reloj cuando se trata de hacerte el amor, mi vida.
Dio un paso hacia Miranda y la joven retrocedió.
– ¡Pero no nos amamos! Cuando se concertó este matrimonio, yo traté de comprobar la idoneidad en asuntos íntimos. ¡No pareciste interesado! ¡Te reíste de mí y me trataste como a una niña! Así pues, deduje que este matrimonio sería sólo de nombre.
– ¿Qué diablos quieres decir? -gruñó Jared, quien se adelantó y la tomó en sus brazos. ¡Cielos, qué cálida carga! Por un momento hundió la cabeza en su escote y aspiró el dulce aroma. Ella se estremeció contra él y Jared, alzando la cabeza, murmuró con rabia-: ¡Ni por un minuto has creído en el fondo de tu corazón que nuestro matrimonio fuera sólo de palabra, Miranda! -Luego la tomó en sus brazos, subió la escalera y cruzó el rellano hasta su habitación. Abrió la puerta de un puntapié y dejó a Miranda firmemente en el suelo; le dio la vuelta y empezó a desabrocharle el traje.
– ¡Por favor! -murmuró-. ¡Por favor, así no!
Jared se detuvo y la oyó suspirar profundamente. Luego la abrazó y le dijo al oído con dulzura:
– Me empujas a la violencia, fierecilla. Llamaré a tu doncella para que te ayude, pero no esperaré mucho.
Miranda se quedó como clavada en el suelo y le oyó cerrar la puerta. Todavía sentía sus brazos rodeándola, brazos fuertes, brazos que no aceptaban negativas. Pensó en lo que Amanda le había contado acerca de hacer el amor y pensó en la terrible sensación que Jared le producía.
– ¿Señora? Señora, ¿puedo ayudarla?
Dio media vuelta, sorprendida.
– ¿Quién eres?
– Soy Sally Ann Browne, señora. El señor Jared me eligió para que fuera su doncella.
– No te había visto en Wyndsong antes.
– Oh, no, señora. Soy la nieta de la cocinera, de Connecticut.
– Sally Ann pasó por detrás de Miranda y empezó a desabrocharla-.Tengo dieciséis años, y llevo ya dos años trabajando. Mi antigua ama murió, pobrecilla, pero claro, tenía cerca de ochenta, años. Crucé el agua para visitar a mi abuela antes de buscar otro empleo, y he aquí que había un puesto vacante. -Le bajó el traje y ayudó a Miranda a salir de él-. Soy buena costurera y sé peinar mejor que nadie. Pese a su edad, mi vieja señora iba siempre a la última moda. Que Dios la tenga en Su Gloria.
– ¿Mi marido te contrató?
– Sí, señora. Me dijo que creía que sería usted más feliz teniendo su propia doncella, y una de edad parecida. Palabra que la vieja Jemima se disgustó mucho al principio, pero su hermana le dijo: ¿Y quién se ocupará de mí, Mima, si tú no estás?. Esto gustó tanto a Jemima que no volvió a pensar en el asunto. -Sally Ann trabajaba tan deprisa como hablaba y pronto, avergonzada, Miranda se encontró desnuda. La doncella le pasó un sencillo y delicioso camisón de seda blanca con un gran escote y mangas anchas y flotantes rematadas por encajes-.Ahora siéntese en su tocador y le cepillaré el cabello. Cielos, qué precioso color, es como oro plateado.
Miranda permaneció sentada en silencio mientras Sally Ann charlaba, y sus ojos verde mar se fijaron en la habitación. Las ventanas con sus asientos acolchados, esquinados, mirando al oeste. Las paredes estaban pintadas de oro pálido y las molduras del techo y maderas eran de color blanco marfil. Los muebles eran todos de caoba, y entre ellos destacaba la cama de estilo Sheraton con altas columnas talladas.
El dosel y las caídas eran de algodón francés de color crema estampado con pequeñas espigas verdes; se llamaba toile dejouy. Por un instante, Miranda no pudo apartar los ojos de la cama. ¡Nunca había visto nada tan grande! Con un gran esfuerzo de voluntad, apartó los ojos de aquella cama para fijarlos en el resto del mobiliario de la alcoba. Había candelabros a ambos lados de la cama, cada uno con su soporte de plata y sus matacandelas. Frente a la cama estaba la chimenea con su preciosa repisa georgiana y con la parte delantera recubierta de mosaicos pintados con ejemplares de la flora local. A la izquierda de la chimenea había un gran sillón de orejas tapizado de damasco color oro viejo. A la derecha, una mesita redonda de Filadelfia, de tres patas, de caoba de Santo Domingo con los tres pies tallados, y dos butacas también de caoba, de Nueva York, tapizadas de satén color crema con espigas verdes. Los cortinajes de las ventanas hacían juego con las caídas de la cama, y sobre el suelo había una rara y preciosa alfombra china en color blanco y oro.
– Ya está, señora. ¡Dios mío!, si yo tuviera semejante cabello sería una princesa.
Miranda miró a su doncella; en realidad es como si la viera por primera vez. Le sonrió. Sally Ann era una muchacha fuerte y torpona con un rostro bondadoso y una atractiva sonrisa. Tenía el cabello color zanahoria, los ojos oscuros. Estaba cubierta de pecas y en conjunto resultaba tan sosa como el algodón blanco.
– Gracias, Sally Ann, pero yo encuentro que mi cabello es de un color un poco raro.
– ¿Tan raro como la luz de la luna, señora?
Miranda se conmovió.
– Hay algo de poeta en ti.
– ¿Necesitará algo más, señora?
– No. Puedes retirarte, Sally Ann.
La puerta se cerró tras la doncella y Miranda se levantó del tocador para seguir explorando. A la izquierda de la chimenea había una puerta abierta; al echar un vistazo comprendió que aquello sería ahora su vestidor. Estaba recién amueblado con un armario de Newport y una cómoda panzuda. Se adelantó más y descubrió que el vestidor de Jared estaba a continuación del suyo, con un arca de cajones de Charleston. El cuarto olía a tabaco y a hombre, y huyó nerviosa hacia su alcoba, donde se sentó ame una de las ventanas. El cielo era de color fuego y morado, oro y melocotón por la puesta del sol, y la bahía estaba oscura y en calma. Los árboles, ahora sin hojas, resaltaban en relieve sobre el poniente.
Al oír que Jared entraba en la alcoba. Miranda permaneció inmóvil. El cruzó la estancia silenciosamente y se sentó a su lado, luego le pasó el brazo por la cintura y la atrajo hacia él. En silencio contemplaron cómo huía el día hacia el oeste y el cielo se llenaba de oscuridad, adquiriendo un color azul profundo, mientras el horizonte se perfilaba en oro oscuro y la estrella vespertina resplandecía. Los dedos de Jared hicieron que el camisón se deslizara del hombro y sus labios depositaron un beso en la piel sedosa. Miranda se estremeció y él murmuró:
– Oh, Miranda, no tengas miedo de mí, sólo quiero amarte.
No dijo nada y el otro lado del camisón resbaló también hasta llegar a la cintura. Las grandes manos de Jared abarcaron sus senos y apretaron dulcemente la carne, y ella exhaló un suspiro entrecortado mientras se volvía a él, que empezaba a besar su pecho.
– ¡Oh, por favor, Jared! ¡Por favor!
– ¿Qué sucede? -murmuró con voz ronca.
Miranda olió el coñac en su aliento y se sorprendió.
– Has estado bebiendo -lo acusó, sintiéndose más valiente y decidida a apartarlo. Pero Jared la miró y ella se sobresaltó al ver sus ojos.
– Sí, he estado bebiendo, fierecilla. Es lo que se llama valor holandés.
– ¿Por qué?
– Para no perder los estribos contigo, novia mía. Para que tus bonitas protestas seguidas de tu genio vivo no entorpezcan mí propósito. Oh, no estoy borracho, Miranda, no te preocupes. Sólo he bebido una copa, lo bastante para endurecer mi corazón contra tus súplicas.
– ¿Cómo puedes desearme sabiendo que no te quiero?
– Mi amor, tú no sabes lo que quieres. Las vírgenes, lo sé por experiencia, en el mejor de los casos son muy caprichosas. ¡Deshagámonos de semejante inconveniente y después veremos!
Se puso en pie para levantarla y el camisón cayó a sus pies. Entonces la cogió en brazos y se la llevó a la cama, donde la dejó caer sin ceremonias. Miranda se revolvió para incorporarse y él, medio desnudo, quedó en desventaja. La joven esposa miró enloquecida alrededor, pero no tenía dónde refugiarse. Cautelosamente, se miraron a través de la cama, ella a un lado agarrada al cobertor para cubrir su desnudez; él en el otro, sereno y desnudo.
Lo miró retadora y él se excitó con sus pequeños y hermosos senos, con sus grandes pezones. Jadeaban de pasión y él, para poseerlos de nuevo, estaba tentado de atacarla. Miranda, intuyendo su preocupación, se atrevió a su primera mirada de cerca a un cuerpo masculino.
Los hombros y el pecho eran anchos, y terminaban en un vientre plano y unas caderas estrechas, Las piernas eran largas, así como los píes. Tenía el pecho ligeramente cubierto de vello oscuro, que terminaba en una línea trazada entre el ombligo y el triángulo oscuro que destacaba entre las piernas. Apartó los ojos rápidamente, evitando el sexo, y levantó la mirada hasta sus ojos fríos y escrutadores..
Esperó rígida a que él rodeara la cama y la tomara entre sus fuertes brazos. Sus bocas se encontraron y cuando Jared sintió el primer asomo de respuesta, le abrió dulcemente los labios y tomó su boca. Su lengua sedosa acarició la de ella con un ardor que la dejó vencida.
Su propia pasión la debilitó. Al percibirlo, Jared cayó con ella sobre la cama, sin abandonar sus labios en ningún momento. Miranda cayó sobre él y, avergonzada, sintió su cuerpo duro y viril bajo el suyo. Sus muslos poderosos estaban ligeramente cubiertos de vello oscuro y suave, y ella hubiese jurado que podía sentir la sangre que circulaba por sus piernas. El tierno vientre de Miranda estaba encima de su erección. Su mano acarició la larga espalda, sus nalgas redondas y ella se debatió para escapar a su contacto, apartando la cabeza de él con una sollozante negativa.
En respuesta la hizo resbalar a su lado, sujetándola debajo de él. Le besó los ojos, la nariz, la boca, el pecho y luego fue deslizando los labios hacia el vientre. Ella le agarró la cabeza, enloquecida, y Jared gimió frustrado, pero volvió a subir para besarle los senos mientras la buscaba con los dedos. Cuando aquellos elegantes dedos encontraron su objetivo, ella se mordió el labio para contener un grito.
– Tranquila, fierecilla -murmuró-. Tranquila, mi amor.
– ¡Oh, no! ¡Por favor, no! -suplicó medio llorando.
– Chiss, chiss, fierecilla, no te haré daño, pero debo averiguarlo.
– Y sus dedos siguieron tanteando con dulzura.
– ¿A… averiguar qu… qué? -Dios del cielo, empezaba a doler terriblemente-. ¡No! -Un dedo penetró en ella y suavemente se movió adelante y atrás con una cadencia que la atormentaba y que Miranda iba imitando involuntariamente con las caderas, empujando para encontrarlo.
La besó en la boca y encontró la sangre salada del labio mordido.
– Debo averiguar cómo está situada tu virginidad. Miranda -le respondió-. No quiero lastimarte más de lo preciso, mi amor.
– ¿Me harás daño? -Su voz tenía un toque de histeria y Jared lo percibió.
Lentamente, retiró los dedos de su cuerpo tembloroso.
– ¿Te habló tu madre de los deberes de una esposa, Miranda?
– No, dijo solamente que cuando Amanda y yo nos casáramos, nuestros maridos nos dirían todo lo que precisáramos saber.
Juró entre dientes. Su frívola suegra podía haberle facilitado las cosas. De pronto dijo su flamante esposa:
– Amanda me contó algo de las cosas de la vida.
– ¿Qué te dijo? -preguntó, preparado para oír un montón de sandeces, pero cuando Miranda le repitió las cosas que le había contado su hermana, Jared asintió-Lo que te dijo Amanda es básicamente correcto, fierecilla. Sólo quiero decirte una cosa y es que la primera vez sentirás dolor porque hay que romper tu virginidad, y eso te dolerá. -Miranda empezó a temblar, pero él la tranquilizó-. Sólo será un momento, mi amor, sólo un momento. Ven, amor mío, tócame como hace unas semanas.-Guió la mano de Miranda a su virilidad y ella, otra vez valiente, le acarició.
Ya se había endurecido y su tacto suave le hizo gemir.
– Quiero que lo mires. Sólo lo desconocido asusta, mi amor. Quiero amarte, no atemorizarte.
La joven alzó la cabeza y sus ojos lo recorrieron hacia abajo, desorbitándose a medida que se acercaba a la meta. El emblema de su hombría estaba erguido, como una pálida torre de marfil veteada de azul.
– Es enorme -murmuró y Jared le sonrió desde la penumbra de la alcoba iluminada solamente por el fuego. En su inocencia no se daba cuenta de la verdad de sus palabras, porque era mayor que el de muchos hombres.
El hombre alargó la mano y le acarició el rostro.
– Deseo amarte -declaró con voz profunda y apasionada que la estremeció-. Déjame amarte, cariño.
La mano resbaló a su hombro, al brazo, a la curva de su cadera. Tiernamente la recostó sobre las almohadas y fue besándola en los labios y en los senos estremecidos.
– No tengas miedo de mí. Miranda.
Pero Miranda notó que su resistencia se debilitaba. En aquel momento no comprendía por qué luchaba contra Jared. Deseaba terminar de una vez con su maldita virginidad y resolver el misterio. Una vez solucionada esta cuestión, seguramente quedaría libre de aquel deseo que la roía. Colocando las palmas de las manos contra el pecho de Jared, posó los ojos verde mar en las oscuras pupilas de su esposo y la asombró la intensidad de la pasión que vio en ellos. Comprendió, sorprendida, lo mucho que se controlaba en aquel momento, y el descubrimiento la conmovió.
– Ámame -le murmuró-. Quiero que me ames.
Cuando se puso encima de ella, la luz del fuego hizo brillar los ojos de Jared. Descansó sobre los talones y fue acariciándola suavemente. Miranda, a su contacto, sintió crecer su pasión y su abandono.
Lo observó como si su mente se separara de su cuerpo y él sonrió ante su curiosidad. Jared jugueteó con sus pezones, que se irguieron endurecidos. Sus manos siguieron acariciándola, moviéndose constantemente sobre su cuerpo excitado. La respiración de Jared se aceleró, así como su ansia de poseerla. Pero aún se contuvo.
La larga cabellera color platino estaba desordenada, y una fina capa de sudor cubría el cuerpo de Miranda. Con gran suavidad, Jared deslizó una mano entre los muslos de su esposa, y ella exhaló un grito ahogado.
– Tranquila, mi amor -la calmó y sus dedos trataron de nuevo de abrir sus labios inferiores.
Miranda estaba temblando y Jared comprendió que retrasarlo más sería una crueldad. Guiándose hacia el portal de su inocencia, penetró con cuidado. Ella lanzó un grito de dolor y él se detuvo, dando a su cuerpo la oportunidad de acostumbrarse a su invasión.
– Oh, amor mío -murmuró, ansioso-, sólo un poquito más de dolor, sólo un poco más y después te juro que todo será delicioso.
Y su boca cubrió la de Miranda, amortiguando su sollozo de dolor al romper su himen, al tiempo que hundía su virilidad hasta lo más hondo de ella. Besó las lágrimas que mojaban las mejillas de Miranda, moviéndose adelante y atrás, con cuidado, hasta que para su mayor felicidad ella empezó a imitar sus movimientos, alzando las caderas para coincidir con su cadencia.
El dolor había sido terrible, y cuando su enorme verga la invadió por primera vez Miranda creyó que no podría soportarlo. Pero el dolor empezó a remitir y en su lugar apareció una deliciosa y atormentadora pasión que la envolvió. De pronto lo deseó. ¡Lo deseaba! Deseaba a aquel hombre orgulloso y tierno que la montaba con tanta dulzura. Quería proporcionarle placer y quería gozar a su vez. Hundió los dientes en la parte carnosa del hombro de Jared y él rió y aumentó el ritmo de sus acometidas. Miranda le arañó la espalda y él balbució burlón:
– Veo que muerdes y arañas, eh, fierecilla. Supongo que tendré que domarte y transformarte en una garita casera.
– ¡Jamás! -jadeó con fiereza.
– ¡Sí! -Y su cuerpo dominó el de Miranda, con acometidas profundas, rápidas hasta que la joven se entregó con un grito ahogado y se sumió en un mundo resplandeciente que la hacía girar. Se había propuesto contenerse en su primer clímax, se proponía doblar el placer de ella, pero fue demasiado hasta para un amante hábil como Jared Dunham. La expresión de su rostro, una expresión de incredulidad y maravilla seguida de un placer total, desbarató su control y su semen caliente la inundó.
– ¡Oh, fierecilla! -gimió.
Su recuperación fue más rápida que la de ella; al separarse, la joven siguió medio inconsciente, respirando apenas, con su precioso cuerpo vibrando aún. Ahuecando las almohadas de pluma, Jared se incorporó, la atrajo a la protección de sus brazos y tiró de las sábanas para cubrirse. Al hacerlo descubrió la sangre en los pálidos muslos de Miranda. «Oh, fierecilla -pensó-, te he arrancado la inocencia y has perdido la mocedad. Ahora debes ser una mujer y me pregunto si alguna vez podrás perdonarme. Me he esforzado por no hacerte daño, porque, que Dios me ampare, te amo.»
Miranda se movió a su lado y sus ojos verde mar se abrieron despacio. Ninguno de los dos habló de momento. Después, Miranda alargó la mano y acarició la mejilla de su esposo. Jared se estremeció y ella preguntó con ternura:
– ¿De veras te hago sentir esto? -El asintió y, aunque la carita no cambió de expresión, le pareció ver en ella una luz de triunfo-. ¿Te he hecho gozar, Jared?
– No creía que lo desearas, Miranda.
– No hasta el final -admitió con sinceridad-. No hasta que empecé a ver lo maravilloso que podía ser, y entonces quise que también fuera maravilloso para ti- ¡Oh, Jared!
– Me has complacido. Miranda. Me has proporcionado un enorme placer, pero es sólo el principio. Hay más… mucho más, mi amor.
– ¡Enséñamelo!
– Me temo, señora mía, que tendrás que darme un poco de tiempo para reponerme. Además -y lo dijo seriamente-, estás recién abierta, mi amor, y puede que aún te doliera.
Miranda ya había olvidado su desfloramiento. Una pasión ardiente corría por sus venas, ansiaba más amor. Apartó la ropa de la cama y buscó, juguetona, su virilidad, pero de pronto una expresión de horror apareció en su rostro.
– ¡Jared! ¡Estás sangrando!
Él contuvo la risa, maldiciendo en silencio, de nuevo, a su suegra.
– No, cariño, no estoy sangrando -respondió-. Has sido tú, pero no volverá a ocurrir. Es solamente la prueba de tu virginidad.
Entonces Miranda se miró los muslos, se ruborizó intensamente y exclamó:
– Oh, se me había olvidado. Maldita sea, Jared, estoy harta de toda esta inocencia. ¿Qué otra cosa no sé? ¿Son acaso todas las chicas de mi edad tan idiotas en su noche de bodas?
– Tú eres más inocente que algunas mujeres de tu edad, Miranda, pero como marido tuyo esto halaga más mi vanidad que demasiados conocimientos. A partir de ahora puedes preguntarme cualquier cosa que te sorprenda y yo te enseñaré lo mejor que pueda, mi amor.
Le besó la punta de la nariz y se sintió feliz cuando ella le devolvió el beso, con la boca jugosa apretada contra sus labios, saboreándolo, mordisqueando las comisuras. Le dejó que hiciera su voluntad, pensando en qué hija de Eva era realmente. Su recién despertado ardor aumentó hasta que él no pudo ya ignorarlo y rápidamente se movió de modo que Miranda quedara debajo de él. Jugueteó con sus senos y se sorprendió cuando ella le bajó la cabeza.
– Por favor -murmuró Miranda.
De buen grado la satisfizo chupando su dulce fruto hasta que empezó a gemir y a retorcerse, tirando de él y abriendo las piernas, invitándolo.
– Oh, fierecilla -murmuró, conmovido por su impaciencia, acariciándola tiernamente en un esfuerzo por calmar su estado de gran excitación.
– Tómame, Jared-reclamó-. ¡Oh, Jared, estoy ardiendo!
No podía negarse. Asombrado por su pasión, penetró profundamente su cuerpo ansioso, gozando de su dulzura. Disfrutó en su estrecho pasaje, que ceñía su verga latente en un abrazo apasionado.
Después, en medio del fuego de la lujuria la oyó gritar. Miranda arqueó el cuerpo y, por un instante, sus ojos se encontraron. Jared vio en la profundidad verde mar de los de Miranda el despertar del conocimiento, antes de que ella cayera rendida por la fuerza del orgasmo.
Sin pasión, dejó su semen y se retiró de ella. Estaba estupefacto, asombrado por aquella mujer que yacía inmóvil, respirando apenas, sumida en la agonía delapetite morte. Una hora antes había sido una virgen temblorosa y ahora yacía inconsciente como resultado de su intenso deseo. Un deseo que aún no podría comprender del todo.
Volvió a tomarla en brazos, estrechándola, calentando aquel frágil cuerpo con el suyo. Era muy joven, inexperta en la pasión, pero cuando despertara sería en la tierna seguridad de su amor.
Miranda gimió dulcemente y él apartó un mechón de cabellos de su frente. Los ojos verde mar se abrieron y, con el recuerdo de su pasión reciente, se ruborizó. Jared sonrió para tranquilizarla.
– Miranda, mi dulce y apasionada mujercita, aquí me tienes a tus pies, lleno de admiración.
– No te burles de mí -protestó, ocultando su rostro ardiente en su pecho.
– No lo hago, amor.
– ¿Qué me ha ocurrido?
– Lapetite morte.
– ¿La muerte pequeña? Sí, fue como si muriera. Pero la primera vez no me ocurrió.
– No suele ocurrir, amor. Estabas… estabas sobreexcitada por el deseo. Estoy impresionado contigo.
– ¡Te burlas de mí!
– ¡Oh, no! -se apresuró a tranquilizarla-. Estoy simplemente asombrado por tu reacción de esta noche.
– ¿Ha estado mal?
– No, Miranda, mi amor, ha estado muy bien. -La besó en la frente-. Ahora quiero que duermas. Cuando despiertes tomaremos una cena tardía y después, quizá, nos dedicaremos a refinar tu maravilloso talento natural.
– Creo que eres muy malo -murmuró tiernamente.
– Y yo creo que eres deliciosa -respondió, dejándola sobre las almohadas y cubriéndola con las sábanas.
Se quedó dormida casi inmediatamente, como él suponía que sucedería. Se tendió a su lado y no tardó en acompañarla.
No hubo cena tardía para ellos, porque Miranda durmió toda la noche de un tirón y Jared, sorprendido, también. Despertó cuando la grisácea luz del alba iluminó la alcoba. Permaneció quieto un momento, luego se dio cuenta de que ella había desaparecido. Su oído percibió rumores en el vestidor. Se desperezó, saltó de la cama y descalzo se dirigió a su propio vestidor.
– Buenos días, mujer -gritó alegremente mientras llenaba de agua la palangana de su lavabo.
– B… buenos días.
– ¡Maldición! ¡Este agua está helada! Miranda,… -Cruzó la puerta de comunicación.
– ¡No entres! -exclamó-. ¡No estoy vestida!
Pero él abrió la puerta y entró. La joven se cubrió con una toalla pequeña de lino, pero él se la arrancó.
– ¡No va a haber falsa modestia entre nosotros, señora mía! Tu cuerpo es exquisito y yo me complazco con él. ¡Eres mi mujer!
Miranda no dijo nada, pero sus ojos se desorbitaron al verlo. Jared bajó los ojos a su erección y masculló en voz baja:
– Maldita sea, fierecilla, desde luego, hay que ver el efecto que produces sobre mí.
– ¡No me toques!
– ¿Y por qué no, esposa?
– ¡Porque es de día!
– ¡En efecto! -Dio un paso hacia Miranda que, gritando, saltó a toda prisa del vestidor. Se encogió de hombros, recogió su jarra de agua caliente y, silbando, se la llevó a su vestidor, donde vertió el contenido en su palangana. Se lavó, y luego, con fingida indiferencia, volvió a la alcoba donde ella trataba frenéticamente de vestirse. Se colocó detrás de Miranda, la sujetó con brazo de hierro y, con dedos atrevidos, le desabrochó la blusa y le acarició el pecho.
– ¡Ohhh!
La blusa cayó, al igual que los pantalones de montar y los pantaloncitos de batista y encaje. La volvió hacia sí, pero ella empezó a golpearle el pecho.
– ¡Eres un monstruo! ¡Una bestia! ¡Un animal!
– ¡Soy un hombre, señora mía! Tu marido. Deseo hacer el amor contigo, y te aseguro que lo haré.
Su boca se posó, salvaje, sobre la de Miranda, forzando los labios a separarse, acariciándola con la lengua, vertiendo el dulce fuego que recorría sus venas. Elia siguió golpeándole, pero la ignoró como si se tratara de un insecto y la llevó a la cama. Su cuerpo se tendió junto al de ella y Miranda se encontró prisionera de su abrazo.
Ahora la boca de Jared se volvió tierna y apasionada, buscando su dulzura hasta que la oyó gemir. Movió las manos libremente y las deslizó por debajo de ella, acariciando su larga espalda, abarcando sus nalgas, atrayéndola hacia sí en un abrazo tan tórrido que Miranda sintió como si su cuerpo fuera abrasado por el de su marido.
Separó la cabeza, se ahogaba, y mientras estaba distraída, Jared fue bajando y sus labios le recorrieron el vientre. De pronto lanzó la lengua en busca del interior de sus muslos.
– Jared! ¡Jared! -murmuró tirando del oscuro cabello.
El se estremeció.
– Está bien, mi amor -aceptó de mala gana-, pero, maldita sea, me gustas tanto… Un día dejaré de hacerte caso y entonces vas a desearlo tanto como yo. -Se incorporó y montándola rápidamente, la tomó con un cuidado y una ternura que lo asombraron-. Ven conmigo, mi amor -le murmuró, moviéndose despacio y sintiendo la tormenta que iba creciendo dentro de ella. En el momento en que ella coronó la punta de su palpitante verga con la humedad del amor, él entregó su ardiente tributo.
Miranda se sintió vacía, pero llena; machacada, pero amada; débil, pero fuerte. Una gran calma la inundó y lo abrazó.
– Sigues siendo una bestia -murmuró débilmente a su oído.
– Te he amado bien, señora mía -sonrió al responder-, a plena luz del día, y la casa no se ha caído.
– ¡Villano! -se retorció para desasirse-. ¿Acaso no tienes vergüenza?
– Ninguna, fierecilla. ¡Nada de nada! -Cambió de postura para contemplarla-. ¡Tengo hambre!
– ¿Cómo? ¡Eres insaciable!
– Hambre de desayuno, mi amor, aunque lamento decepcionarte.
– ¡Ohhh! -Se sonrojó.
– Pero en cuanto termine, estoy a tu disposición -prometió, bajando de la cama y riendo ante su expresión indignada-. Diré a la cocinera que te prepare una bandeja, porque necesitas todo el descanso que puedas conseguir, Miranda. Me propongo sacar el máximo partido de nuestro tiempo solos antes del regreso de tu madre y Amanda.
Lo vio desaparecer en su vestidor. Tumbada entre la ropa revuelta, se sintió extrañamente relajada. Era un pillo, pensó, pero, vaya… Y una sonrisita alzó su boca machacada de besos… Estaba descubriendo que sentía una debilidad por los pillos. Aunque no pensaba confesárselo, ¡por lo menos de momento!
Cada día de su luna de miel era mejor de lo que había sido el anterior. Miranda, en un principio nerviosa como un potrillo, empezaba a calmarse algo a medida que se iba acostumbrado a la presencia de Jared en Wyndsong, en su alcoba y en su vida.
El día de Navidad, Jared despertó encontrándosela apoyada en un codo, contemplándole a la escasa luz de aquella mañana de invierno.
La miró con ojos entornados, simulando dormir. Estaba preciosa con su camisón de seda azul pálido, de largas mangas y modestamente abrochado hasta la barbilla.
Su cabello oro pálido estaba suelto después del dulce combate de la noche anterior, aunque cuando se acostó lo llevaba recogido en dos largas trenzas. Ignoraba por qué la visión de aquellas trenzas le había excitado, pero lo hicieron. Las había soltado dejando que su magnífica cabellera color platino se deslizara entre sus dedos, excitándose con las suaves y perfumadas trenzas y Miranda se rió de él. Y la había poseído de golpe, allí y entonces, y ella había seguido riendo, una risa de mujer, tierna y seductora, hasta que por fin había entregado su cuerpo. Jared sintió que esta vez ella no le había entregado nada más. Miranda maduraba.
Continuó tumbado tranquilo y ella alargó la mano para acariciarle. En sus ojos verde mar descubrió perplejidad y ternura, y asombrado pensó: «!Se está enamorando de mí!" Las mujeres empalagosas siempre le habían fastidiado, pero deseaba que ésta lo fuera un poco. No quería una desvalida, pero la quería toda ella. Alargando la mano la acarició a su vez.
– Oh! -se ruborizó sintiéndose culpable
– ¿Cuánto tiempo llevas despierto?
– Ahora mismo -mintió-. Feliz Navidad, Miranda.
– Feliz Navidad también a ti -saltó de la cama y corrió a su vestidor regresando un instante después con un paquete envuelto en alegres colores-. ¡Para ti, Jared!
Se incorporó y aceptó el regalo. Lo desenvolvió y sacó un precioso chaleco de raso color arena bordado de florecitas de oro y hojas verdes. Los botones eran de malaquita verde. También había varios pares de gruesos calcetines de lana. Supo por la ansiosa mirada en su rostro que ella había hecho ambas cosas. Cuidadosamente levantó el chaleco de su nido de papel de seda y lo examinó. Estaba maravillosamente hecho y se sintió profundamente emocionado.
– Pero, señora mía, es maravilloso. Te felicito por el trabajo. Desde luego me llevaré este magnífica prenda a Londres la próxima primavera y seré la envidia de todos los socios de White's.
– ¿De verdad te gusta? -¡Dios mío, parecía boba!-. Confío en que los calcetines merezcan también tu aprobación -terminó gravemente.
– Por supuesto que sí. Me siento halagado de que te molestaras preparándome estos regalos -la atrajo hacia sí-. Dame un beso navideño, mi amor.
Le besó ligeramente y a continuación preguntó:
– ¿Y no hay nada para mí?
Jared se rió.
– ¡Miranda! ¡Miranda! Precisamente cuando empiezo a creer que estás madurando, te me vuelves como una niña. -Pareció confusa y él continuó-: Sí, gata laminera, tengo algo para ti. Ve a mi vestidor y encontrarás dos cajas en el cajón de abajo del arcón. Tráelas para que pueda entregártelas como es debido.
Estuvo de vuelta al instante con las cajas y se las entregó. Una era grande, la otra pequeña. Las puso ante él sobre la cama y Miranda las contempló. La caja grande llevaba el nombre de una tienda de París, y la pequeña la etiqueta de un joyero de Londres.
– Bien, Miranda, ¿cuál quieres primero?
– La pequeña debe de ser más valiosa -respondió, y él se la tendió riendo-. ¡Oh! -exclamó encantada al abrir la caja. Sobre el raso blanco descansaba un gran broche de camafeo que representaba una cabeza de color cremoso y los hombros de una doncella griega con los rizos peinados hacia arriba, retenidos por cintas, sobre un fondo de tono coral. La doncella llevaba alrededor del cuello una exquisita cadena de oro de la que pendía un diamante perfecto. Era una pieza rara y Miranda comprendió que le había costado una fortuna. La sacó del estuche y suspiró complacida-. Es lo más hermoso que jamás he poseído -declaró, mientras se la prendía en el camisón.
– La vi el año pasado en Londres y la mandé pedir en cuanto nos conocimos. Al joyero se le indicó que hiciera otra si había vendido el original. No estaba seguro de que llegara a tiempo por Navidad, pero los hados han debido de oír mis ruegos. Abre la otra, cariño.
– Aún no te he dado las gracias, mi señor.
– Las palabras no son necesarias, Miranda. Veo el agradecimiento en tus bellos ojos. Ahora, abre la caja de madame Demse.
De nuevo su preciosa boca dibujó una O de alegría al levantar la prenda de la caja.
– Dime, ¿viste también esto en París la última vez que estuviste allí? -Se levantó y sostuvo la exquisita bata de seda color lima y encaje circasiano contra su esbelto cuerpo.
Los ojos verde oscuro de Jared brillaban divertidos.
– Con anterioridad ya había comprado prendas parecidas a madame Denise. Para Bess y Charity, naturalmente -añadió con picardía.
Miranda alzó la ceja en señal de incredulidad.
– Creo que la abuela Van Steen tiene razón acerca de ti, Jared.¡Eres un pícaro!
Llegó el nuevo año 1812 y con él fuertes tormentas invernales. Un barco costero de Nueva York trajo una carta de Torwyck diciendo que Dorothea y Amanda estaban sitiadas por la nieve y que ni siquiera intentarían regresar antes de la primavera, cuando tanto el río como el estrecho de Long Island estarían libres de hielo.
El mundo que los rodeaba estaba blanco y silencioso, algunos días iluminado por el sol y con el cielo tan azul que casi daba la sensación de que era verano. Otros días eran grises y soplaba el viento. El bosque estaba oscuro y tranquilo excepto por los pinos de hoja perenne, que gemían y suspiraban su soledad alrededor de Long Pond al extremo oeste de la isla. Los marjales salados estaban helados en las oscuras mañanas de febrero con una piel de hielo, y la pureza de los prados solamente rota por ocasionales huellas de zarpas. En las cuatro lagunas de agua dulce las ocas canadienses, los cisnes y patos salvajes… ánades reales, patos de flojel y otros tipos… pasaban los inviernos en una paz relativa. En los establos de la mansión los caballos y el ganado llevaban una vida aburrida, soñando en los soleados y tibios prados del verano, rota la helada monotonía por los piensos diarios y la amistosa compañía de varios gatos de corral. Incluso las aves permanecían mayormente en el interior.
Al principio Miranda encontraba extraño verse separada de su familia. Nunca había estado lejos de ellos en toda su vida y ahora incluso Wyndsong empezaba también a parecerle diferente. En el primer momento le había costado creer que era ella y no su madre, la dueña de la casa. Se había reconciliado con la idea de que Jared era el señor de la mansión, pero le costaba más aceptar su propio lugar en ella. Bajo su suave dirección, empezó a tomar las riendas de la autoridad que le correspondía como dueña y señora.
Llegó marzo y con él el deshielo. Parecía que eran una isla de barro en un mar de azul brillante. De pronto, a finales de mes, apareció una pequeña bandada de petirrojos, las colinas se salpicaron de narcisos amarillos y la tierra reverdeció. La primavera había llegado a Wyndsong. El ganado abandonó alegremente el refugio de los establos. Los potrillos y los terneros estaban asombrados pero pronto empezaron a corretear por los prados bajo la mirada tierna de sus orgullosos padres.
Miranda celebró su decimoctavo cumpleaños el 7 de abril de 1812. Su madre y su hermana habían llegado a casa el día anterior en el yate de Wyndsong, el Sprite. Las gemelas celebraban siempre juntas sus cumpleaños, incluso el año que Amanda había tenido el sarampión y la vez que Miranda se había cubierto de viruelas. A la sazón, era su padre quien se sentaba a la cabecera de la mesa y las gemelas a uno y otro lado. Esta noche Jared se sentó a la cabecera y Miranda al otro extremo, luciendo el regalo de cumpleaños de su marido: un collar de esmeraldas.
El amo de Wyndsong estaba sentado en silencio, divertido por el incesante parloteo de las tres damas que ya habían pasado el día intercambiando las noticias de los cuatro meses pasados. Miranda, según su mamá, se había perdido un maravilloso invierno en Torwyck.
– He pasado un maravilloso invierno aquí -declaró Miranda-Realmente es mucho mejor, mamá, pasar la luna de miel con el marido.
Amanda rió por lo bajo pero Dorothea pareció escandalizada.
– De verdad. Miranda, no puedo imaginar que Jared apruebe tu descaro.
– Por e! contrario, Doro, me parece muy bien.
Miranda se ruborizó, pero sus labios se estremecieron de alegría contenida. Desde su regreso a casa, Dorothea había intentado devolver a Miranda a su papel de hija, minando así, involuntariamente, la posición de Miranda como señora de Wyndsong. La observación de Jared la molestó. Amanda, cuyos ojos color de nomeolvides resplandecían de satisfacción, seguramente estaba de acuerdo con ellos, y hacía que Dorothea se sintiera vieja, cosa que en realidad no era. En aquel momento Dorothea decidió que era la hora de sus noticias.
– Bien -suspiró y sus manitas, deliciosas y gordezuelas, juguetearon en la inmaculada servilleta-. No me quedaré por mucho tiempo en Wyndsong, queridos míos. Una suegra es siempre bienvenida si sus visitas son de corta duración.
– Siempre eres bien venida aquí, Doro. Ya lo sabes.
– Gracias, Jared. Pero me casé muy joven con Tom y sigo siendo joven, aunque viuda. Este invierno, en casa de mi hermano he tenido la oportunidad de pasar mucho tiempo con un viejo amigo de la familia, Pieter van Notelman. Es viudo con cinco hijos preciosos, de los que solamente la mayor está casada. Justo antes de regresar a Wyndsong me hizo el honor de pedirme que fuera su esposa. Y lo he aceptado.
– ¡Mamá! -exclamaron a coro las gemelas.
Dorothea parecía encantada por la reacción de sus hijas.
– Felicidades -dijo Jared gravemente. Había estado dispuesto a ofrecer a su suegra un hogar permanente hasta que descubrió su efecto en Miranda. Dorothea no podía vivir cómodamente en Wyndsong ahora que su hija era la nueva señora. Así todo quedaba solventado.
– No recuerdo a Pieter van Notelman, mamá -comentó Miranda.
– Es el dueño de Highlands, tú y Amanda estuvisteis allí hace cuatro años, en una fiesta.
– Oh, sí. Aquella gran casa junto al lago, arriba en las montañas Shawgunk, detrás de Torwyck. Me parece recordar que uno de los hijos era como una gran rana y trataba siempre de acorralarnos a Mandy y a mí en los rincones oscuros para besarnos.
Amanda continuó la historia.
– Consiguió plantarme un beso mojado y yo grité, y Miranda llegó volando a salvarme. Le dejó un ojo amoratado. El muchacho pasó el resto de la fiesta explicando a la gente que había tropezado con una puerta.
Jared se rió.
– Creo, paloma, que un beso tuyo lo vale. Lord Swynford es un hombre afortunado.
Dorothea volvió a alzar la voz.
– Lamento enterarme incluso ahora de tan desgraciado incidente-reconvino a sus hijas-. El joven de quien habláis murió en un accidente de barco en el lago, hace tres años. La primera mujer de Pieter murió de melancolía debido a la desaparición de su hijo. El chico era el único varón.
– Y de las cinco chicas restantes, resulta difícil decir cuál es la más fea -declaró Amanda con picardía.
– Amanda, esto es falta de caridad -protestó Dorothea.
– ¿No nos has enseñado a decir siempre la verdad, mamá? -respondió Amanda con inocencia, mientras Jared y Miranda se reían.
– ¿Cuándo se celebrará tu boda, mamá? -preguntó Miranda, que no quería disgustar a su madre.
– A finales de verano, cuando volvamos de Londres. Yo no estaba dispuesta a casarme con Pieter hasta que Amanda estuviera a salvo con Adrián.
Jared respiró hondo. No había querido tocar el tema esta noche, pero ahora no podía evitarlo.
– Amanda no podrá ir a Londres. Bueno, no podréis ir ninguna de vosotras. Al menos de momento. Después de la declaración del presidente Madison en contra de negociar con Inglaterra, no habrá barcos que zarpen hacia Londres. Los franceses siguen apoderándose de los navíos americanos. Es demasiado peligroso. Hoy he recibido los periódicos de Nueva York y nuestro embajador en Inglaterra ha vuelto a casa. Ahora es de todo punto imposible que vayamos a Londres.
– ¿Imposible? -gritó Miranda, con los ojos echando chispas-.¡Señor mío, no estamos hablando de un viajecito de placer! Amanda debe estar en Londres el veintiocho de junio para su boda.
– ¡Es imposible, fierecilla! -le respondió tajante, tanto, que Amanda se echó a llorar. Jared la miró compasivo-. ¡Paloma, lo siento!
– ¿Que lo sientes? -exclamó Miranda-. ¿Estás destruyendo deliberadamente la vida de mi hermana y dices que lo sientes? ¡La iglesia está reservada desde hace un año! ¡Su vestido espera la última prueba en casa de madame Charpentier!
– Si la ama Adrián esperará. De lo contrario, es mejor que la boda se cancele definitivamente.
– ¡Ohhh! -gimió Amanda.
– Adrián esperaría -apuntó Amanda-, pero su madre no. Estaba furiosa por el compromiso con una colonia americana, como insiste en llamarnos. Adrián adora a Amanda y es perfecto para ella, pero lady Swynford se muestra obstinada. Si Amanda retrasa la boda, lady Swynford lo tomará como pretexto para separarlos definitivamente. Adrián se encontrará casado con cualquier mema más aceptable desde el punto de vista de su madre.
Amanda sollozaba desesperada.
– La guerra puede estallar de un momento a otro entre Inglaterra y América -anunció Jared.
– Razón de más para que Amanda llegue a tiempo a Londres. La guerra no tiene nada que ver con nosotras. Si los estúpidos gobiernos de Inglaterra y América desean pelear, allá ellos. Pero Amanda y Adrián se casarán felizmente.
– No hay barcos -replicó Jared, irritado.
– ¡Tú tienes barcos! ¿Por qué no podemos zarpar en uno de ellos? -insistió.
– ¡Porque no deseo perder un barco valioso y poner en peligro una tripulación, ni siquiera por ti, amada esposa!
– ¡Iremos!
– ¡No! -tronó Jared.
– ¡Miranda! ¡Jared! ¡Basta ya!-intervino Dorothea.
– ¡Madre, cállate! -rugió Miranda.
– ¡Maldita sea, callaos todas! Quiero paz en mi propia casa -gritó Jared.
– No habrá paz en ninguna parte de esta casa, Jared Dunham, a menos que nos lleves a Londres para junio -terció Miranda.
– Señora, ¿es una amenaza?
– ¿Acaso no está claro? -respondió con falsa dulzura.
Con un sollozo final, Amanda abandonó la mesa. Miranda, tras dirigir una mirada furiosa a su marido, siguió a su hermana.
– Supongo que debemos dejar el pastel para otra ocasión -observó Dorothea gravemente, y cuando Jared se echó a reír lo miró desconcertada. Aquél no era el Wyndsong al que estaba acostumbrada.
En la habitación de Amanda, su gemela la consoló.
– No te preocupes, Mandy, irás a casarte con Adrián. Te lo prometo.
– ¿Cómo? ¡Ya has oído lo que Jared ha dicho: no hay barcos!
– Hay barcos, hermanita. Solamente tenemos que encontrarlos.
– Jared no nos dejará.
– Jared debe ir a Plymouth. Ha retrasado el viaje por nuestro cumpleaños, pero dentro de unos días estará fuera. Cuando vuelva, ya nos habremos ido. Te casarás en St. George, en Hannover Square, el veintiocho de junio, tal como estaba previsto. Te lo prometo.
– Nunca me has hecho una promesa que no cumplieras, Miranda. Pero me temo que esta vez no podrás mantenerla.
– Ten fe, hermanita. Jared cree que me he vuelto una gatita mansa, pero no tardaré en demostrarle lo equivocado que está.
Miranda inició una sonrisa curiosamente picara y seductora.
– Sólo tenemos el dinero que él que nos da -observó Amanda.
– Olvidas que hoy la mitad de la fortuna de papá pasa a ser mía y puedo hacer con ella lo que quiera. Heredaré el resto cuando cumpla veinte años. Soy una mujer rica y las mujeres ricas consiguen siempre lo que se proponen.
– ¿Y si Jared tiene razón y estalla la guerra entre Inglaterra y América?
– ¿Guerra? ¡Bobadas! Además, si no llegamos a Inglaterra, perderás a Adrián con toda seguridad. Jared está penándose como un viejo amedrentado.
Llamaron a la puerta y apareció la cara redonda de Jemima.
– El amo Jared les pide que bajen las dos a tomar el postre y el café en el salón principal.
– Ahora mismo bajamos, Mima -asintió Miranda, cerrando la puerta con firmeza-. Finge estar desesperada, aunque resignada a la voluntad de Jared, Mandy. Sígueme en todo. Ambas hermanas bajaron al salón principal de la casa donde su madre y Jared esperaban. Miranda se sentó majestuosamente ante la mesita que sostenía el postre y empezó a cortar el pastel.
– Mamá, ¿querrás servir tú el café?
– Por supuesto, cariño.
Jared miró a su mujer con suspicacia.
– No puedo creer que te hayas resignado tan pronto a mis deseos, Miranda.
– No estoy resignada. Opino que te equivocas y pienso que estás destrozando la felicidad de Amanda. Pero ¿qué puedo hacer si no quieres llevarnos a Inglaterra?
– Me tranquiliza pensar que has madurado lo suficiente para aceptar mi decisión.
– Por favor, reconsidérala -dijo, a media voz.
– Mi amor, la gravedad del tiempo en que vivimos y no mi propia voluntad me ha hecho decidir. Voy a ir a Plymouth mañana, pero cuando regrese dentro de unos diez días, si la situación se ha calmado, zarparemos inmediatamente para Inglaterra. Si la guerra sigue pareciendo inminente, escribiré yo mismo a lord Swynford en nombre de Amanda.
El yate de la familia Dunham apenas había salido de Little North Bay, a la mañana siguiente, cuando Miranda galopaba ya a través de la isla hacia Pineneck Cove, donde mantenía fondeada su propia chalupa. Dejó que el caballo pastara en Long Pond, cruzó la bahía en dirección a Oysterpond, amarró su barca en el muelle del pueblo y se dirigió hacia la taberna local. Pese a su vestimenta de muchacho, saltaba a la vista que se trataba de una mujer y las aldeanas la recibieron con cierto desagrado. Entró en El ancla y el arado con gran consternación del tabernero, que se precipitó hacia ella desde su mostrador.
– ¡Oiga, señorita, no puede entrar aquí!
– ¿De veras, Eli Latham? ¿Por qué no?
– ¡Santo Cielo, si es la señorita Miranda! Es decir, la señora Dunham. Pase hacia el comedor, señora. No está bien que la vean en la taberna -dijo el hombre, nervioso.
Miranda lo siguió hasta el comedor soleado, con sus mesas de roble y los bancos. Las estanterías estaban repletas de jarras de estaño bruñidas y había jarrones azules de narcisos a cada extremo de la repisa de roble tallado de las chimenea. Los Latharn alimentaban a los viajeros que cruzaban el agua hacia y desde Nueva Inglaterra.
Miranda y los Latham se sentaron ante una mesa de la estancia vacía y, después de rehusar una invitación a sidra. Miranda preguntó:
– ¿ Qué barco inglés está ahora mismo fondeado, oculto en la costa, Eli?
– ¿Cómo? -Su rostro plácido la miró con inocencia.
– Maldita sea, hombre. ¡No soy ningún agente! No me digas que tus latas de té, café y cacao no tienen fin, porque no me engañas. Los barcos ingleses y americanos que burlan el bloqueo fondean en la costa, pese a todo. Yo necesito un barco inglés de confianza.
– ¿Por qué? -preguntó Eli Latham.
– La boda de Amanda está anunciada para el veintiocho de junio, en Londres. ¡Debido al maldito bloqueo, mi marido dice que no podemos ir, pero tenemos que hacerlo!
– No sé, señorita Miranda, si su marido se opone…
– ¡Eli, por favor! Es por Amanda. Está desesperada y temo que se consuma de dolor si no puedo llevarla a Inglaterra. Cielos, hombre, ¿qué nos importa a nosotros la política?
– Bueno, hay un barco que seguramente las llevaría sanas y salvas. Pertenece a un lord importante, así que supongo que es de confianza.
– ¿Su nombre?
– Espere, señorita Miranda. No puedo darle su nombre antes de averiguar si está dispuesto a llevar pasajeras -protestó Eli, mirando a su mujer.
– Bien, entonces que se ponga en contacto conmigo en Wyndsong.
– ¿En la mansión?
– Naturalmente, Eli. -Luego se echó a reír, al comprender su preocupación-. Mi marido ha zarpado hoy hacia Plymouth y no volverá hasta dentro de diez días.
Con todo, el posadero remoloneó.
– No sé si está bien lo que hacemos, señorita Miranda.
– ¡Por favor, Eli! Que no se trata de ningún capricho. Es por Amanda. Yo preferiría no volver a ver Londres, es un lugar sucio y ruidoso. Pero a mi hermana se le partirá el corazón y morirá si no puede casarse con Adrián Swynford.
– ¡Ponte en contacto con el inglés, Eli! No quiero tener el dolor de la pequeña sobre mi conciencia -suplicó Rachel-. Buenos días, señorita Miranda.
– Buenos días, Rachel y gracias por apoyar nuestra decisión.
– ¿Está al corriente su madre de estos proyectos?
– Lo estará. Viene con nosotras. No podemos irnos sin ella.
– No le gustará. Tengo entendido que se propone casarse otra vez.
– ¿Cómo diablos se ha…? ¡Ah, claro, Jemima!
– Verá, es mi hermana y vive con nosotros cuando no está en la isla. Vuélvase a casa ahora, señorita Miranda. Eli se pondrá en contacto con el barco que pensamos y el capitán irá a visitarla.
– No dispongo de mucho tiempo, Rachel. Preferiría llevar fuera una semana cuando volviera mi marido.
– Las seguirá. Nunca he visto a un hombre tan enamorado de una mujer como lo está de usted.
– ¿Jared? -exclamó Miranda, sorprendida.
– Cielos, ¿acaso no le ha dicho que la ama?
– No.
– ¿Le ha dicho usted alguna vez que le quiere?
– No.
Rachel Latham rió de buena gana.
– Salta a la vista que está enamorada de su marido y él de usted, y ambos probablemente se empeñan en no confesárselo. ¿Es que su frívola madre no les ha dicho nunca que la sinceridad es la primera condición de todo buen matrimonio? Cuando su marido la alcance, muchacha, dígale que le quiere y le garantizo que se salvará de los azotes que habrá estado pensando darle. -La mujer abrazó a Miranda y añadió-: Vuelva corriendo a casa, niña, Eli la ayudará a organizarlo todo.
Miranda volvió en su barquita a Wyndsong y la dejó en su amarre de Pineneck Cove. Encontró a su caballo pastando tranquilamente donde lo había dejado. Lo montó y regresó despacio, pensando en lo que Rachel Latham le había dicho. ¿Jared enamorado de ella? ¿Cómo podía ser? Nunca se lo había dicho y siempre la criticaba o se burlaba de ella. ¡No creía que esto fuera amor! En cuanto a la suposición de Rachel de que ella estaba enamorada de Jared, era una idiotez. Le parecía un hombre arrogante y testarudo, y aunque no lo odiaba, ella… ella… Miranda detuvo su caballo, confusa. Si no lo odiaba, ¿qué sentía entonces por él? Se dio cuenta de que ya no entendía nada. Fastidiada consigo misma, espoleó a Sea Breeze para que galopara y corrió a casa para darle la noticia a Amanda.
– ¿Quién es el capitán? -fue lo primero que preguntó.
– Los Latham no han querido decírmelo, pero creen que es de fiar.
– ¿Y si se equivocan? Podría apoderarse de nosotras y vendernos como esclavas. He oído decir que hay plantaciones en las Indias Occidentales donde crían esclavos blancos y andan siempre buscando mujeres guapas para… para utilizarlas.
– ¡Santo Dios, Amanda! ¿Quién ha podido contarte semejante cosa?
– Suzanne, naturalmente. Una joven de la aldea donde tienen su casa de campo fue acusada de robar el caballo del señor. En realidad no lo había robado, sólo se lo llevó por capricho, pero el señor mantuvo la acusación y la sentenciaron a ser vendida como esclava en las Indias Occidentales. Cuando por fin pudo hacer llegar una carta a su familia, dos años después, les dijo que la habían obligado a aparearse con esclavos blancos para producir otros esclavos para el amo. Ya tenía un hijo y estaba esperando otro.
Miranda se estremeció.
– Es repugnante. Me asombra que Suzanne repitiera semejante historia. Estoy segura de que no es verdad. Además, el capitán que Eli ha elegido es un aristócrata inglés. Tal vez incluso conozca a Adrián.
– ¿Ya se lo has dicho a mamá?
– No, y no se lo diré hasta que todo esté organizado.
Estaban cenando aquella noche cuando apareció Jemima con el ceño fruncido y anunció con voz seca y disgustada:
– Hay un hombre que viene a verla. Le he hecho pasar al salón de delante.
– Que no nos molesten -ordenó Miranda, quien se levantó de la mesa apresuradamente. Se alisó el cabello al salir y se sacudió unas migas de su traje color zafiro. Apoyó decidida la mano en el pomo de la puerta del salón y entró sin vacilar.
Un hombre de estatura media, de cabello rubio, peinado sorprendentemente a la última moda de Londres, esperaba junto a la chimenea. Se volvió y se le acercó sonriendo, y ella se fijó en lo perfectos y blancos que eran sus dientes. Parecía tener alrededor de los treinta años y sus ojos de un azul oscuro estaban llenos de humor.
– Señora Dunham, soy Christopher Edmund, capitán del Seahorse, de Londres. Se me ha dado a entender que puedo serle de utilidad. -Sus ojos oscuros captaron inmediatamente su juventud y su insólita belleza, así como el costoso traje con encaje color crema en el escote y en los puños de las largas y ceñidas mangas. El camafeo que llevaba al cuello era magnífico, obra de un artista.
– ¿Cómo está, capitán Edmund? -Miranda le tendió la mano, que él besó con suma corrección, y le señaló una butaca-. Siéntese, por favor. ¿Puedo ofrecerle una copa?
– Gracias, sí, señora.
Miranda se acercó despacio a la mesita que sostenía copas y botellas y sirvió el líquido ambarino en una copa de cristal Waterford y se la entregó. El capitán lo olió y sus ojos reflejaron apreciación. Miranda sonrió. Edmund se llevó el líquido a los labios, lo probó y dijo a continuación:
– Bien, señora, ¿en qué puedo serle útil? -hablaba como un inglés de clase alta.
Más tranquila, Miranda se sentó frente a él en una butaca también tapizada de brocado color crema.
– Necesito inmediatamente pasaje a Inglaterra para mí, mi hermana y mi madre.
– Mi barco no es de pasaje, señora.
– Debemos llegar a Inglaterra.
– ¿Por qué?
– No tengo la costumbre de discutir mis asuntos personales con un desconocido. Bástele saber que le pagaré el doble de lo habitual y además le proporcionaré nuestras provisiones y agua.
– Y yo no tengo por costumbre tomar a una mujer hermosa a bordo de mi barco sin ninguna información. Repito, señora, ¿por qué?
Miranda le dirigió una mirada furibunda y él casi se echó a reír porque se dio cuenta de los esfuerzos que hacía por conservar la calma. Le gustaba su carácter. Suspirando, la joven confesó:
– Mi hermana tiene que casarse el veintiocho de junio con Adrián, lord Swynford. Debido a este estúpido bloqueo no podemos ir a Inglaterra, y si no vamos…
– Ese dragón de viuda utilizará la circunstancia como excusa para casar al joven Adrián con otra heredera.
– ¿Cómo lo sabe? -Poco a poco fue comprendiendo-. ¡Christopher Edmund! Dígame, señor, ¿es usted por casualidad pariente de Darius Edmund, el duque de Whitley?
– Soy su hermano, señora. El segundón. Hay otros dos detrás de mí. Seguro que conoce esa tontería que se dice de nosotros: «Uno para duque, otro para el mar, el tercero en el ejército, y el último a la Iglesia.»
– Lo he oído -se rió-, pero no llegué a conocer a su hermano mayor. Era uno de los pretendientes de Amanda, la temporada pasada. Pero naturalmente, no hubo nadie como Adrián desde el momento en que se conocieron.
– Mi hermano estaba muy entristecido, lo sé, pero su hermana estará mucho mejor con el joven Swynford.
– ¡Qué desleal es usted, señor! -se burló Miranda.
– En absoluto. Darius tiene diez años más que yo y es un viudo de costumbres excéntricas. De haber sido más atractivo, estoy seguro de que su hermana hubiera preferido ser duquesa antes que una simple lady.
– Mi hermana se casa por amor.
– Qué deliciosamente inesperado, señora. ¿Y usted también se casó por amor?
– ¿Necesita esta información para obtener nuestro pasaje, capitán?
– Touché, señora -rió-. Bien, pese a la crueldad de su hermana para con mi hermano mayor, me complacerá proporcionar pasaje a su familia. Pero tengo que zarpar mañana con la marea de la noche. Es demasiado arriesgado quedarse por esta costa. Además, ya he vendido todas mis mercancías y mi bodega está abarrotada de productos americanos. Estoy dispuesto para zarpar hacia casa, ganar un buen pico y pasar los próximos meses disfrutando de las salas de juego y las mujercitas de Londres. Camino de casa gozaré de la compañía de tres elegantes damas de la buena sociedad.
Miranda estaba encantada. Había sido muy sencillo y estaba segura de que Jared se negaba a llevarlas a Londres por puro capricho. Por lo visto, al capitán Edmund no le preocupaba el peligro.
– Si lo considera seguro, capitán, puede fondear su barco en Little North Bay, al pie de la casa. Es un puerto profundo y bien resguardado, y puede llenar sus depósitos de agua aquí, en Wyndsong. Lamento que sea demasiado pronto para ofrecerle productos frescos, pero a primeros de abril sólo crecen narcisos.
– Muy amable por su parte, señora. Desde luego aprovecharé la oportunidad de traer el Seahorse a la seguridad de su bahía, esta noche, a cubierto de la oscuridad.
Miranda se levantó.
– Me gustaría presentarle a mamá y Amanda, ahora. ¿Quiere tomar café con nosotras?
– Gracias, señora, con sumo gusto.
Miranda tiró de la campanilla y Jemima casi cayó al entrar. Miranda tuvo que respirar hondo para evitar reírse, pero le dijo con voz pausada y clara:
– Por favor, di a mi madre y mi hermana que me gustaría que vinieran a tomar café con nosotros.
Estupefacta por el tono de voz de Miranda, Jemima hizo una media reverencia y respondió.
– Sí, señora- -Retrocedió y cerró la puerta.
Miranda quiso saber más acerca de su salvador.
– ¿Así que es usted uno de los cuatro hermanos?
– Cuatro hermanos y tres hermanas. Darius, naturalmente, es el mayor; luego nacieron las tres chicas, Claudia, Octavia y Augusta. Mamá dio por zanjado su periodo clásico con las muchachas y los tres chicos que siguieron tuvimos nombres razonablemente ingleses: Christopher, George y John. Por cierto, John estudió en Cambridge con Adrián. Va a ser sacerdote, y George es el militar. Está en el regimiento del príncipe.
– Parece que a todos les ha ido bien. No sabía que el ducado de Whitley fuera tan rico -balbució Miranda, dándose cuenta de que estaba siendo de lo más grosera.
– Y no lo es. Darius es un duque que vive bien, sobre todo gracias a su primera mujer. Pero nuestra madre tenía tres hermanos todos con título y todos solteros. Cada tío recibió a un Edmund como ahijado, y a cada uno de nosotros se nos hizo herederos de nuestros padrinos. Yo soy marqués de Wye, George es lord Studley y el joven John será barón algún día, aunque yo creo que preferiría ser obispo… -Rió Christopher Edmund. Le encantaba aquella joven simpática, y no le había molestado en absoluto su comentario acerca de la riqueza de la familia.
La puerta del salón se abrió y el capitán se puso en pie al entrar Dorothea y Amanda.
– Miranda, ¿quién es este caballero? -preguntó Dorothea intentando, como solía hacer a veces, recobrar su autoridad.
Miranda ignoró el tono de su madre y respondió con dulzura:-Mamá, permíteme que te presente al capitán Christopher Edmund, marqués de Wye. El capitán Edmund ha aceptado proporcionarnos pasaje a Londres en su barco, el Seahorse. Zarparemos mañana por la noche y, si sopla buen viento y no estalla ninguna tormenta, imagino que estaremos en Londres a mediados de mayo… con tiempo de sobra para la boda de Mandy. Capitán Edmund, mi madre, también señora Dunham. Creo que para evitar confusiones le permitiré que me llame por mi nombre, en privado.
– Solamente si usted me devuelve el cumplido llamándome Kit, como hacen todos mis amigos. -Se volvió a Dorothea e, inclinándose con elegancia, le besó la mano-. Señora Dunham, encantado, señora. Creo que mi madre tuvo el placer de tomar el té con usted, la temporada pasada, cuando mi hermano Darius estaba tan entusiasmado con su hija Amanda.
Totalmente desconcertada, Dorothea consiguió decir:
– En efecto, señor. Muy cordial, su madre.
– Y, capitán, mi hermana gemela, Amanda, que pronto se convertirá en lady Swynford.
Kit Edmund se inclinó de nuevo.
– Señorita Amanda, al conocerla por fin debo compadecer a mi hermano Darius por su pérdida. Pero la felicito por su sensatez al rechazarlo.
Los hoyuelos de Amanda aparecieron al sonreír.
– ¡Qué malo es usted! -Luego añadió con seriedad-: ¿Nos llevará de verdad a Inglaterra?
– Sí. ¿Cómo podía negarme a las súplicas de su hermana y cómo podría enfrentarme a Adrián Swynford si no las llevara?
– Gracias, señor. Sé lo peligroso que puede resultar para usted… pero…
– ¿Peligroso? ¡Tonterías! ¡Ni lo piense! Gran Bretaña gobierna los mares, ¿sabe?
– Se lo agradecemos, señor.
Jemima entró con la bandeja del café,
– ¿Dónde lo pongo? -preguntó.
– Capitán… Kit, ¿quiere acercar la mesa al fuego? Muchas gracias. Ponlo ahí. Mima, y luego puedes irte. Mamá, ¿quieres servir? Oh, cielos, no puedes, ¿verdad? Estás demasiado impresionada por nuestra suerte. -Miranda se sentó tranquilamente ante la mesita y, alzando la cafetera de plata, sirvió el oscuro líquido aterciopelado en las delicadas tacitas de porcelana-. Ésta para mamá, por favor, Amanda-dijo Miranda con dulzura, contemplando con ojos inocentes a Dorothea, que se había desplomado postrada en un sofá.
– ¿Nos acompañarán su padre y su marido en este viaje. Miranda? -preguntó Kit Edmund al recibir su taza de café.
– Papá murió hace unos meses, Kit. Y mi marido desgraciadamente no puede venir debido a sus negocios.
– ¿Miranda?
– ¿Mamá?
Dorothea se recobraba rápidamente.
– ¡Jared había prohibido este viaje!
– No, mamá, no lo prohibió. Solamente dijo que no había barcos debido al bloqueo, y que no quería arriesgar uno de sus propios barcos. En ningún momento dijo que no podíamos ir.
– Entonces, ¿por qué tanta prisa? Espera a que regrese Jared.
– El capitán Edmund no puede esperar una semana o más, mamá. Tenemos suerte de haber encontrado un barco y estoy sumamente agradecida a Kit por estar dispuesto a llevarnos.
– ¡No pienso acompañaros! No quiero ser cómplice de semejante comportamiento.
– Está bien, mamá, debemos enfrentarnos a una alternativa. Amanda y yo vamos a cruzar el Atlántico solas, lo que por supuesto parecerá muy extraño a nuestra familia y amigos ingleses. La segunda solución -ahí se detuvo para lograr un mayor efecto- es que Amanda se vaya a vivir contigo y tu nuevo marido en Highlands. Dudo, no obstante, de que Pieter van Notelman o sus feas hijas estén entusiasmadas con tal belleza en su casa, robándoles todos los pretendientes. La elección, mamá, es toda tuya.
Dorothea entornó los ojos, pasando la mirada de Miranda a Amanda. Ambas tenían expresiones angélicas. Se volvió al capitán Edmund, quien bajó rápidamente sus ojos azules pero no antes de que la señora Dunham hubiera captado el brillo burlón que bailaba en ellos. Realmente no tenía elección, y tanto ella como sus hijas lo sabían.
– Realmente eres un mal bicho. Miranda -dijo sin alzar la voz. Después añadió-: ¿Qué tipo de camarotes puede ofrecernos, capitán Edmund?
– Dos camarotes contiguos, señora, uno relativamente grande, el otro más pequeño. No dispongo de mucho espacio porque en realidad no estoy preparado para llevar pasaje.
– No te preocupes, mamá. En cuanto lleguemos a Londres tendremos un vestuario nuevo.
– Pareces tener respuesta para todo, Miranda -dijo Dorotea con aspereza, mientas se levantaba-. Le deseo una buena noche, capitán, de pronto me encuentro con mucho trabajo y poco tiempo para hacerlo.
Christopher Edmund se levantó y se inclinó.
– Señora Dunham, estoy ansioso por tenerla a bordo del Seahorse.
– Gracias, señor -respondió Dorothea. Sin siquiera mirar a sus hijas, abandonó el salón.
– Es usted un duro-adversario, Miranda -observó el inglés.
– Quiero que mi hermana sea feliz, Kit.
– ¿Ha prohibido su marido este viaje?
– No. Es tal como lo he dicho.
– Me parece que a su marido se le olvidó decir precisamente lo más importante.
– ¡Oh, por favor, capitán!-suplicó Amanda-. ¡Debe llevarnos!-Sus ojos azules se llenaron de lágrimas.
– He dado mi palabra, señorita Amanda -respondió, envidiando a Adrián Swynford a cada minuto que pasaba. Quizás haría bien quedándose en Londres la próxima temporada y buscar una dulce jovencita. Quizá necesitaba una esposa.
– Amanda, por favor, deja de llorar. Has impresionado al pobre Kit, que ya estaba bastante abrumado. Ahora no podría negarte nada.-Miranda se echó a reír-. Anda, ve corriendo a hacer el equipaje mientras yo termino los arreglos económicos.
– Oh, gracias, señor -replicó Amanda, iniciando una sonrisa en su boquita de rosa. Hizo una perfecta reverencia y salió corriendo de la estancia.
– Va a ser la perfecta esposa de un lord -suspiró el joven capitán.
– En efecto -murmuró Miranda, con sus ojos verde mar bailando divertidos. Se repetía la escena. Curiosamente, el dolor que experimentó un año antes al ver que no le hacían caso, había desaparecido. ¡Jared tenía razón! ¡Jared! Sintió una punzada de culpabilidad, que ignoró rápidamente. ¡Se iba a Londres! Acercándose al escritorio, abrió el cajón secreto del centro y sacó una pequeña bolsa-. Esto debería cubrir sobradamente el pasaje, creo -dijo al entregársela.
El capitán aceptó la pequeña bolsa de terciopelo y por el peso dedujo que la joven había sido más que generosa.
– Anclaremos en su bahía al amanecer, Miranda. Entonces pueden empezar a subir las provisiones. Pero debo pedirle una cosa. Tendrán que quedarse en sus camarotes lo más posible, durante la travesía, y cuando salgan a andar para hacer ejercicio les ruego que se vistan del modo más modesto posible y se cubran la cabeza con un velo. Verán, mi tripulación no está compuesta de caballeros. La larga cabellera de una mujer flotando al viento puede ser de lo más incitante.
Miranda sintió un estremecimiento de miedo.
– ¿Me está diciendo, Kit, que su tripulación es peligrosa?
– Querida mía, supuse que lo comprendería. La armada de Su Majestad se ha quedado con todos los navegantes decentes disponibles. Lo que queda para los barcos privados, para los que burlan el bloqueo, como yo, son la hez de los puertos. Puedo confiar en los oficiales, en el contramaestre y en Charlie, mi camarero. Mantenemos el resto de la tripulación a raya por miedo, intimidación y la promesa de dinero al final del viaje. De todos modos, son muchos para pocos oficiales. El más mínimo incidente podría desencadenar un motín. Por eso le suplico que actúen con la máxima discreción en todo momento.
De pronto Miranda comprendió las posibles consecuencias de su temeraria decisión. Jared tenía toda la razón. Era peligroso. Pero si no se iban con Kit, Amanda perdería a Adrián. «Quiero que sea feliz, como yo -pensó Miranda e inmediatamente se dio cuenta de sus sentimientos-. ¡Soy feliz! Sí, lo soy. Quizá la señora Latham tiene razón. Quizá sí amo a Jared.» Era la primera vez que lo consideraba, pero no rechazó la idea.
Sin embargo, debía hacer aquello por Amanda. Mandy también tenía derecho a la felicidad.
– Le prometo que seremos discretas, Kit, pero teniendo en cuenta su advertencia prefiero que anclen en Big North Bay en lugar de la pequeña bahía que hay al pie de la casa. Mi gente les guiará a Hidden Pond y a Hill Brook para llenar los barriles de agua. Lleve su barco a la vuelta de Tom's Point a la caída del sol y nuestro equipaje y provisiones será cargado antes de que subamos a bordo, a cubierto de la oscuridad. De este modo, su tripulación no nos verá.
– ¡Excelente! Tiene una buena cabeza sobre los hombros por ser mujer. ¡No me lo esperaba! -se levantó-. Gracias por su hospitalidad, Miranda. Esperaré impaciente verlas a bordo del Seahorse.
Mientras Kid Edmund regresaba a su barco, pensó en la hora pasada. Amanda Dunham era sin duda una joven encantadora, pero loco sería el hombre que pasara por alto a Miranda. Era una joven con belleza y carácter, y decidió conocerla mejor durante el viaje. Sospechaba que podía hablar con un hombre de cosas que le interesaran y que no se perdería en las charlas intrascendentes que la mayoría de las mujeres consideraban conversación.
Miranda acompañó a Kit hasta la puerta y después volvió al salón para apagar las velas. Después de sentarse en un sillón junto al fuego escuchó cómo se levantaba el viento y soplaba entre los robles desnudos del exterior. Siempre tardaban en sacar hojas nuevas y tardaban también en perderlas. Los sauces y los arces ya parecían verdes. Añoraría la primavera en Wyndsong, pero tan pronto como Amanda estuviera casada cogería el primer barco que encontrara para regresar. A finales de verano estaría a salvo en Wyndsong, a salvo con Jared. Nunca más le dejaría a él o a Wyndsong.
Ojalá hubiera comprendido antes que aquellos sentimientos extraños y conflictivos eran el principio de su amor por Jared. La amaba realmente, como Rachel Latham creía. Cerró los ojos verde mar y lo imaginó, recordando sus ojos oscurecidos por el deseo, su rostro moreno de ave de presa, los labios finos y sensuales inclinados sobre ella. Sintió calor en el rostro y casi le pareció oír su voz profunda diciéndole: Me amaras. Miranda, porque así lo quiero y no soy hombre que acepte negativas. Se estremeció. ¿Por qué le había dicho aquello? ¿Acaso porque la amaba? ¿O era solamente su orgullo que exigía su misión? ¿Podía ser esto?
¡Maldita sea', juró entre dientes. Quería conocer las respuestas.
Levantándose, dio unos pasos a oscuras por espacio de unos minutos antes de encender la lámpara de la chimenea y dejarla sobre el escritorio. Luego se sentó para escribirle. Sacó una hoja de grueso papel color crema del cajón y alcanzó la pluma.
El viento ululaba entre los altos robles, y unas nubes largas y oscuras cruzaron el cielo, jugando al escondite con la luna nueva. Un leño crepitó con fuerza y se estrelló en el hogar con una lluvia de chispas. Dio un salto, asustada, y la pluma le resbaló de las manos. Luego, al ceder la tensión, se echó a reír. Volvió a coger la pluma y empezó a escribir con trazos claros y seguros.