El capitán Ephraim Snow contempló a la mujer de su amo desde su metro noventa de altura.
– Mire, señora Dunham -le dijo con voz pausada-, yo no voy a dejarla desembarcar hasta que descubramos dónde está Jared. No me fío de estos rusos. Ya he tenido tratos con ellos anteriormente.
– Enviaré un mensaje al embajador británico, capitán -contestó Miranda-. Supongo que él sabrá dónde está mi marido.
– Muy bien, señora. ¡Willy! ¿Dónde estás, muchacho?
– Aquí, señor. -Un joven marinero se acercó corriendo y saludó.
– La señora Dunham va a escribir una nota para que la lleves a la embajada inglesa dentro de unos minutos. Espera.
– Sí, señor.
Miranda volvió al salón del yate y escribió rápidamente un mensaje pidiendo noticias de su marido. El mensaje, sencillo y directo, fue llevado a la embajada por el joven Willy, a quien indicaron que esperara respuesta. Miranda no estaba dispuesta a dejarse engatusar por un diplomático. El mensajero volvió al cabo de una hora con una invitación para cenar en la embajada. El coche del embajador pasaría a recogerla a las siete.
– ¡Oh, cielos! No tengo nada que ponerme -se lamentó Miranda.
Ephraim Snow sonrió.
– Me parece estar oyendo a mi Abbie. Ella también se queja de lo mismo infinidad de veces.
– En mi caso es lamentablemente cierto -se rió Miranda-. No sólo he venido de viaje sin mi doncella, sino que tampoco he traído ropa de noche. Después de todo, no venía para hacer vida de sociedad, Eph. Usted conoce la ciudad, ¿hay algún sitio donde pueda conseguir un traje de noche decente y zapatos?
– El Emporium de Levi Bimberg es el lugar, pero la acompañaré yo, señora Dunham. No estaría bien visto que fuera sola.
Pidieron un coche de un caballo y Miranda y el capitán Snow se fueron en él. Dio la dirección en cuidadoso francés, idioma que todos los cocheros hablaban, y se dirigieron a la Perspectiva Nevski, la avenida principal de la ciudad. Miranda estaba fascinada por la ciudad en aquel hermoso día de verano. Los bulevares eran anchos y bordeados de árboles. Había inmensos parques verdes y plazas llenas de flores. A lo largo del río Neva discurría un precioso y largo paseo donde incluso ahora, a primera hora de la tarde, paseaban unas cuantas parejas bien vestidas.
– Pero ¡es precioso! -exclamó Miranda-. San Petersburgo es tan hermoso como París o Londres.
– Sí, sí, es precisamente lo que el zar quiere que vean los visitantes-comentó agriamente el capitán.
– ¿Cómo, Eph? ¿Qué quiere decir?
– Ya veo que usted no sabe mucho de Rusia, señora Dunham. Básicamente, hay dos clases: el zar y sus nobles, y los siervos. Los siervos son como esclavos. Sus únicos derechos son los que sus dueños quieren darles. Existen solamente para la conveniencia y el placer de sus amos y viven en una increíble pobreza; si uno muere, no tiene la menor importancia dado que quedan muchos más para ocupar su puesto.
“También hay una escasa clase media. Este mundo no puede trabajar sin tenderos y los pocos labriegos libres que les dan de comer, pero si pudiera ver cómo están de abarrotados los barrios bajos de la ciudad interior, se le helaría la sangre. Hay astilleros aquí, importantes metalurgias y fábricas textiles. Pagan una miseria a los obreros, y los que no viven en los tugurios, ocupan unos barracones cerca de las fábricas, que son poco mejores”.
– ¡Pero eso es terrible, Eph!
– Sí, se alegra uno de ser un salvaje americano, ¿verdad? -observó secamente el capitán.
– No puedo creer que a un ser humano le complazca tratar mal a otro. Detesto la esclavitud.
– No todos los de Nueva Inglaterra piensan así, señora Dunham. Muchos de ellos trafican con esclavos africanos para las plantaciones del sur. -Miranda se estremeció y al instante Ephraim Snow se sintió culpable por haberla disgustado-. Vamos, señora, no debe preocuparse por semejantes asuntos. Piense en Jared y en lo mucho que se sorprenderá al verla. ¿Cree que estará en la embajada esta noche?
– No, ni siquiera estoy segura de que esté en San Petersburgo ahora. No me cabe duda de que la embajada habría dicho algo si él estuviera aquí.
– Probablemente. Mire, señora, ahí está el Emporium de Levi Bimberg. Si no encuentra ahí lo que busca, no lo hallará en ninguna otra parte. Ésta es una de las mejores tiendas de la ciudad. Tiene las últimas importaciones.
El carruaje se detuvo ante una gran tienda tan elegante como cualquiera que Miranda hubiera visto en Londres. Ephraim Snow bajó y ayudó a Miranda.
– Espere -ordenó al cochero, y la acompañó al interior.
Miranda eligió un traje de la mejor seda de Lion, dorada, muy transparente y entretejida de hilos metálicos. Estaba salpicada de pequeñas estrellas plateadas y las finas cintas que ceñían el busto eran también de plata. Le sentaba como un guante. Lo llevaría aquella noche.
Compró otros dos trajes, uno de un rosa oscuro a listas plateadas y otro morado sujeto con cintas doradas. También compró ropa interior de seda y medias, delicados zapatos de cabritilla dorada y plateada, cintas y bolsos a juego, y un chal con grandes flecos de color crema. Era la primera vez que Miranda compraba ropa confeccionada, pero la costurera de la tienda comprendió en seguida los pequeños retoques que debía hacer.
El coche del embajador llegó puntual y el capitán Snow la acompañó hasta el pie de la pasarela para dejarla a salvo en el carruaje. El traje dorado brillaba a la luz del atardecer, porque en San Petersburgo la noche era muy corta. Aunque había traído poca ropa de Inglaterra, si había pensado en su joyero, de forma que se había adornado el cuello con un magnífico collar de amatistas rosadas y oro, con ovalados pendientes a juego. Una vez sentada, se alisó el traje con los guantes de cabritilla dorada.
– Debo ser puntual, Eph -dijo y el carruaje se puso en marcha lentamente.
Al otro lado de la calle, frente al fondeadero, el príncipe Alexei Cherkessky observaba la escena desde una ventana de una agencia de importación-exportación.
– Tienes toda la razón, Sasha -observó-. La mujer me parece perfecta para mi propósito. Pero antes de actuar, debo descubrir quién es. Sigue el coche hasta la embajada inglesa y averigua lo que puedas.
– Sí, amo -respondió Sasha-. ¡Sabía que te gustaría! ¿Acaso no sé siempre lo que te gusta?
– Hum, sí -murmuró distraído el príncipe, siguiendo el coche con la mirada- ¡Apresúrate, Sasha!
Sasha salió corriendo y el príncipe bajó lánguidamente la escalera hasta la planta principal de la agencia, observando con curiosidad la hilera de empleados sentados en altos taburetes frente a los libros de cuentas. El propietario de la agencia se apresuró a interpelarlo.
– Espero haberle sido útil, alteza.
– Bien -respondió el príncipe, que abandonó el local sin molestarse siquiera en mirar al hombre y se metió en su coche.
Sasha corrió por la Perspectiva Nevsky, sin perder de vista el coche. Era un hombre guapísimo, esbelto y de estatura mediana. Tenía el cabello oscuro y rizado, el rostro como el de un cupido travieso y los ojos eran como cerezas negras. Sus ropas -una camisa blanca bordada, abierta por el cuello y con anchas mangas, grandes pantalones bombachos, negros- parecían las de un aldeano, pero los tejidos eran de gran calidad, y las botas de hermosa piel. Alrededor del cuello llevaba un fino collar de oro.
El coche salió de la avenida, dio varias vueltas por calles secundarias y al fin traspasó la verja de hierro abierta de una gran residencia de cuatro pisos, de ladrillo, sobre el río Neva. Sasha se detuvo en la verja y se mantuvo observando hasta que el coche se detuvo. La hermosa dama con su brillante traje dorado recibió ayuda para bajar del coche y la acompañaron hasta el interior de la embajada.
Sasha observó mientras llevaban el vehículo a la cochera y se metió en el jardín de la embajada para seguirlo.
– Eh, tú -le gritó el cochero del embajador.
– Buenas noches -le contestó Sasha en su mejor inglés. El único hijo de la doncella favorita de la difunta princesa Cherkessky había sido educado con su amo, e! príncipe, y hablaba con soltura diversos idiomas. Era un trato insólito incluso para un siervo privilegiado, pero la princesa se había divertido educando a Sasha y el muchacho había actuado como acicate para su hijo, que encontraba al aldeano tan inteligente como a sí mismo. La presencia de Sasha animaba al príncipe Alexei a esforzarse en los estudios, porque era del todo impensable que un siervo lo superara.
El cochero miró a Sasha con suspicacia y le preguntó de mal talante:
– ¿Qué quieres? -Le molestaba trabajar en Rusia, pero el embajador le pagaba un suplemento por ello.
Sasha sonrió al desagradable sirviente. ¡Cómo odiaba a aquellos arrogantes extranjeros! Pero preguntó con buenos modales:
– La hermosa señora que acaba de llegar, ¿quién es?
– ¿Quién desea saberlo?
– Mi amo, el príncipe. -Sasha hizo saltar una moneda de plata y el cochero la cogió al vuelo. A los cinco minutos, Sasha tenía toda la información que poseía el cochero.
– Gracias, amigo -le dijo, y se alejó rápidamente de la embajada.
Puesto que conocía San Petersburgo como la palma de su mano, tomó diversos atajos a fín de llegar lo antes posible al palacio Cherkessky. Entró en el edificio por una puerta lateral y se apresuró a subir a los aposentos privados de su amo, donde encontró al príncipe en la cama, entretenido con su amante de turno. A Sasha no le simpatizaba la mujer, una extranjera, pero claro, siempre estaba celoso de los amantes del príncipe, varones o hembras. Ésta era una fulana realmente irritante, una rubia de pelo pajizo con extraños ojos ambarinos. Llevaba una bata diáfana, que, tal como pensó Sasha amargado, era como si no llevara nada. La mujer se apoyaba en el príncipe con una sonrisa socarrona en los labios.
– ¿Y bien? -preguntó el príncipe-. ¿Qué has descubierto para mí?
– A decir verdad, nada, alteza. El cochero del embajador sólo me pudo decir el nombre de la dama. No sabía nada más. Le ordenaron que fuera a recogerla al barco y la trajera a la embajada.
La amante del príncipe se incorporó:
– ¿Acaso quieres sustituirme, Alexei? -preguntó agresiva.
– No pensaba hacerlo, querida -fue la suave respuesta-, pero si vuelves a emplear este tono de voz conmigo, lo haré.
El rostro de la mujer reflejó inmediata preocupación y rodeó al príncipe con sus brazos blancos y gordezuelos, esbozando un mohín.
– ¡Oh, Alexei, es que te quiero tanto! La idea de perderte hace que me porte como una tonta.
– Hazme por lo menos el favor de considerarme un caballero, querida. Cuando me canse de ti, por lo menos tendré la educación de advertírtelo.
– Entonces dime, ¿por qué Sasha anda siguiendo mujeres por las calles?
El príncipe esbozó una sonrisa aviesa y sus dientes blancos resaltaron en el rostro moreno. Era un hombre atractivo, de elegante figura, de pecho y hombros anchos, cintura y caderas finas y largas piernas. Llevaba corto el cabello, negro y liso. Sus ojos eran oscuros y tan inexpresivos como dos bolas de ágata. La nariz clásica, impecable, los labios delgados y un tanto crueles. Se zafó del abrazo de su amante y dijo:
– No hay razón para que no debas saberlo, querida mía. Cuando Sasha se encontraba hoy en el Emporium de Bimberg comprando esos guantes perfumados que tu corazoncito ávido ansiaba, vio a una mujer de increíble belleza, la mujer que llevo años buscando. He visto a esa mujer.!Es precisamente lo que quiero!
– ¿Para qué la quieres, Alexei?
– Para la granja, querida. Hace tiempo que busco la pareja perfecta para uno de mis mejores sementales. Lucas. Lucas produce niñas, al contrario que su hermano Paulus, que produce niños. He encontrado para Paulus varias parejas perfectas en los últimos cinco años y han producido ya dieciocho hijos: rubios, hermosos, unos niños que sin duda se venderán por una fortuna en los bazares del Lejano y Medio Oriente. Aunque el propio Lucas ha tenido diversas parejas, no son mujeres que se le parezcan y hace tiempo que ando buscando una hembra de su mismo colorido. Quiero conseguir un montón de hijas de color oro plateado. Los turcos me pagarán una fortuna por esas niñas, y podré empezar a venderlas desde los cinco años.
Se volvió a mirar a Sasha.
– ¿Quiénes la mujer?
– Lo único que he podido averiguar es su nombre, alteza. Es lady Miranda Dunham.
– ¿Qué? -gritó la ámame del príncipe, levantándose de repente-. ¿Cómo has dicho que se llama?
– Lady Miranda Dunham.
– ¿Rubia platino, delgada, ojos verde azulado?
– Sí.
– ¿La conoces? -preguntó interesado el príncipe.
– Sí. Conozco a esa zorra -respondió con voz venenosa Gillian Abbott-. Gracias a ella no podré volver a Inglaterra. Debo recorrer la Tierra, desterrada, a la merced de canallas como tú, Alexei. ¡Ya lo creo que conozco a Miranda Dunham!
Sasha observó que el príncipe rodeaba a la mujer con el brazo.
– Cuéntame, dolfceka -le murmuró al oído mientras su mano elegante se acercaba a acariciar uno de los senos pendulares de Gillian-. Cuéntame.
Pero Gillian tampoco era la ingenua estúpida que creía el príncipe. Si le contaba toda la verdad, él podía abandonar su propósito y ella perdería su oportunidad de vengarse.
– Miranda Dunham -murmuró- es una americanita sin importancia y sin amistades relevantes.
– ¿Sin importancia? Viaja en su propio yate y tiene un título, querida.
– Alexei, ¡no comprendes nada! ¡Es americana!
– Casada con un noble inglés.
– ¡No! ¡No! Era la hija de Thomas Dunham, un americano cuyas propiedades fueron en su origen una concesión real. La familia mantuvo siempre su título inglés y tiene derecho a usarlo en Inglaterra. Cuando murió el padre de Miranda, su primo Jared Dunham heredó el título y la propiedad. La hermana de la señorita Dunham iba a casarse y así lo hizo. Su madre también volvió a casarse. Pero, por desgracia, Jared había sido nombrado tutor de su prima. Ella trató de provocar una boda entre ambos, pero naturalmente él no aceptó ninguna coacción y decidió convertirla en su amante. Desde entonces ella se ha vuelto insoportable. -Gillian se felicitó por su rapidez de improvisación.
– ¿Puedo preguntarte cómo sabes todo esto, Gillian?
– No voy a fingir recato contigo, Alexei. Yo también fui la amante de Jared Dunham, durante una época. Esa pequeña me sustituyó en su cama. Jared es un hombre implacable. Sin embargo, le debo un favor, porque fue él quien me avisó de que me iban a detener por espía después de la muerte de Abbott. ¿Qué mayor favor puedo hacerle a Jared Dunham que librarlo de esta molestia? Si quieres a la muchacha para tu granja de esclavos en Crimea, quédatela en buena hora. Lord Dunham respirará tranquilo Si se la quitas de encima. No tiene ningún derecho a usar el título, Alexei. Es pura pretensión por su parte. En cuanto al yate, imagino que lord Dunham le permitió utilizarlo a fín de librarse de ella durante cierto tiempo. Si no vuelve no la echará de menos, te lo aseguro. Ni él ni nadie.
– ¿Ni su madre, ni su otra hermana? Seguro que protestarán por su desaparición.
– Ambas están en América -mintió tranquilamente Gillian.
El príncipe reflexionó sobre la situación.
– ¡Hazlo esta noche, Alexei! Quién sabe cuánto tiempo va a quedarse en San Petersburgo -le urgió Gillian-. Piensa en el tiempo que llevas buscando una rubia platino de ojos claros para tu semental. Las niñas que conciba te producirán una fortuna.
Sasha observó atentamente a!a mujer de su amo. No le gustó el tono ansioso de su voz ni el exagerado brillo de sus ojos. Consideraba si estaba diciendo la verdad, y en efecto sospechaba que mentía.
– Mi señor príncipe -dijo a media voz en ruso, una lengua que Gillian no comprendía-. No estoy seguro de que te esté diciendo la verdad. Sé lo mucho que necesitas a esta mujer, pero recuerda que el zar te advirtió que si había otro escándalo relativo a la granja, te desterraría a tus propiedades.
El príncipe levantó la mirada y señaló la cama.
– Ven y siéntate, Sasha. Dime lo que piensas de todo esto, mi amor. Tú siempre has velado por mi interés. Eres la única persona en el mundo en quien confío.
Sasha sonrió tranquilizado y se tendió en la cama junto a su amo. Apoyado sobre un codo, continuó.
– Tu amante busca vengarse.
– Y no lo ha disimulado -respondió el príncipe.
– Es más que esto, alteza. Su historia es demasiado perfecta. No creo que un hombre rico permitiera a su amante el uso de su yate cuando no está con ella. La esposa puede llevarse el yate, pero nunca la amante.
– ¿Qué marido en su sano juicio dejaría que tan bella esposa viajara sin él? ¿Sin acompañantes? ¿Sin carabina?
– Siempre hay circunstancias atenuantes, mi príncipe.
– Estoy seguro de que tienes razón, pero deseo a esa mujer y no quiero escándalos. Tengo un plan perfecto. Escúchame y dime qué te parece. Raptaremos a la americana; naturalmente sus servidores a bordo del yate irán a la policía al ver que no regresa. Tú, querido Sasha, la llevarás a la granja y vigilarás su apareo con Lucas. Quiero que te quedes hasta que haya dado a luz felizmente a su primera hija. No debes temer que nadie la encuentre, porque lady Miranda Dunham figurará como muerta. El cuerpo de una mujer rubia -y ahí el príncipe se inclinó y besó ligeramente a Gillian- será encontrado flotando en el Neva. Llevará las ropas de lady Dunham y parte de sus joyas. Después de varios días en el río, resultará difícil averiguar quién es en realidad, pero la ropa y las joyas les convencerá de que se trata de lady Dunham. Bien, Sasha, ¿verdad que soy listo?
– Amado príncipe, estoy impresionado por tu sutil astucia.
– Vuelve junto al cochero inglés. Ya se habrá enterado de más cosas que puedan ayudarnos en la captura de nuestra presa.
Sasha cogió la mano del príncipe y se la besó.
– Estoy encantado de obedecerte, mi amo -le aseguró levantándose de la cama y abandonando la habitación.
– ¿Qué era toda esa palabrería con tu amiguito? -preguntó Gillian en su impecable francés.
– Sasha no te cree, querida -respondió el príncipe.
– Ese gusano está muerto de celos -comentó Gillian-. Seguro que no le harás caso, Alexei.
– Le he tranquilizado, amor -murmuró el príncipe Cherkessky, sibilino- Bésame ahora.
En la embajada británica Miranda se vio obligada a tener paciencia. Cuando llegó vio que era una más entre muchos invitados a una gran cena donde era absolutamente imposible hablar con el embajador. Sin embargo, su compañero de mesa era el secretario, quien le aseguró que el embajador la recibiría en privado al día siguiente para hablar de su marido.
– Dígame sólo una cosa -suplicó Miranda-. ¿Está vivo?
– ¡Santo Dios, claro que sí! Cielos, milady, ¿acaso lo dudaba?
Miranda se esforzó por mantener la voz baja.
– Lord Palmerston no quiso decirme nada.
– ¡Maldito idiota! -masculló el secretario, al comprender lo que lady Dunham había estado pasando durante meses-. Perdón, señora-se apresuró a añadir.
– He llamado cosas mucho peores a lord Palmerston, señor Morgan -confesó Miranda con un brillo de picardía en los ojos, y el secretario se rió.
Fuera, en el atardecer rosado de Rusia, Sasha había vuelto a entablar conversación con el cochero.
– ¿Qué, otra vez de vuelta? -preguntó en inglés.
– Mí amo me ha azotado por no haber descubierto más acerca de la hermosa señora dorada -sonrió amablemente Sasha-. Me ha enviado para que averigüe más cosas o repetirá la paliza.
El cochero se mostró comprensivo.
– Sí, estos ricachones son todos iguales. Quieren lo que quieren y no aceptan un no por respuesta, como tenemos que hacer todos los demás. Bien, muchacho, resulta que ya sé mucho más acerca de la dama. Me enteré en la cocina mientras estaba cenando. Ha venido a buscar a su marido, que ha estado en San Petersburgo por asuntos de negocios. El embajador es amigo suyo, asi que la invitó a cenar. Sin embargo, como lord Dunham ignoraba que su esposa iba a venir, hace una semana dejó la ciudad camino de Inglaterra. La volveré a traer mañana por la tarde, a tomar el té, a fin de que el embajador pueda decírselo.
– Bueno, ahora sí que mi amo estará contento -dijo Sasha. Se metió la mano en el bolsillo y sacó otra moneda de plata-. Gracias, amigo mío. -Se despidió dejando la moneda en la palma de la mano del cochero. Después marchó a toda prisa.
Miranda estaba sumamente apenada al descubrir que debía esperar por las noticias de Jared, pero por lo menos sabía que estaba bien. Después de la cena hubo un baile y no le faltaron parejas. La mayoría eran miembros de la comunidad diplomática, caballeros engolados, reblandecidos y atrevidos debido a los buenos vinos del embajador.
No obstante, uno de ellos destacaba. Era el príncipe Mirza Eddin Khan, hijo de una princesa turca y un príncipe georgiano. El príncipe era el representante oficioso de la corte otomana en la corte rusa, y por lo que se refería a Miranda, era el único hombre interesante en el salón, aquella noche.
El príncipe le resultaba sumamente atractivo; medía más de metro ochenta, su cabello rizado y el bigote recortado sobre sus labios sensuales eran de un brillante color castaño oscuro, sus ojos de un azul intenso y su tez de color dorado. Por el hecho de ser musulmán no bailaba y cuando Miranda rechazó a diferentes caballeros a fin de recobrar el aliento, se acercó a ella y comentó con voz divertida:
– Es usted demasiado bonita para fruncir así el ceño. Tengo entendido que ese gesto produce infinidad de arrugas.
Miranda se volvió a mirarlo y él, ante la belleza de aquellos ojos verde mar, se quedó sin aliento.
– No soy una muñequita, alteza, sino una americana franca y sin pelos en la lengua. No quiero ofenderlo, pero por favor, no venga a decirme bobadas como los otros caballeros. Sospecho que es más inteligente que todo eso.
– Acepto la corrección, milady. Si prefiere la pura verdad, déjeme decirle que en mi opinión es usted una de las mujeres más hermosas que jamás haya visto.
– Gracias, alteza -respondió Miranda sin bajar la vista, aunque el rubor de sus mejillas aumentó.
Al príncipe le encantó verla confundida.
Hablaron de asuntos personales y encontraron fácil el intercambio de confidencias.
– Jamás he deseado los bienes ajenos, no obstante envidio algo de su marido -dijo el príncipe, al fin.
– ¿Qué es? -preguntó sinceramente curiosa.
Sus ojos azul oscuro parecieron devorarla, envolviéndola en un calor que abrasó todo su cuerpo.
– Usted -confesó el príncipe Mirza y antes de que ella se recobrara de la sorpresa, le cogió la mano derecha y se la besó-. Adiós, lady Dunham.
Ella contempló asombrada cómo desaparecía a través del abarrotado salón, sus pantalones de seda blanca, su casaca persa y su turbante contrastando entre los trajes negros de etiqueta de los demás caballeros.
Fue entonces cuando Miranda decidió que había llegado la hora de regresar al Dream Witch. Después de todo, tenía una cita allí mismo al día siguiente y debía descansar un poco. Eran pasadas las once cuando el coche cruzó las calles silenciosas de San Petersburgo de vuelta al puerto. La noche rusa no era oscura. Miranda encontró que la media luz a semejante hora era desconcertante. Luego también estaba el inquietante recuerdo del príncipe Mirza Eddin Khan. Nunca se había sentido tan atraída hacia un desconocido y eso la turbaba. ¿Por qué este príncipe oriental con sus misteriosos ojos la fascinaba de tal modo?
Los caballeros londinenses que la habían cortejado habían sido firmemente rechazados. Miranda había escandalizado a toda la alta sociedad por estar abierta y apasionadamente enamorada de su marido e indiferente a todos los demás. Los londinenses habían reaccionado poniéndole el mote de la Reina de Hielo. Y para delicia del señor Brummel, Miranda consideró aquello un gran cumplido.
A la mañana siguiente, después de una noche inquieta, Miranda subió a cubierta a tomar el sol. Ante su sorpresa, un pequeño coche cerrado, con el escudo del embajador británico en la portezuela, estaba acercándose al Dream Witch. Sentado en el pescante había un joven ruso con traje aldeano. Al verla, le gritó:
– ¿Es usted lady Dunham?
– Sí -contestó.
– Con los saludos del embajador, milady. Debe cambiar su cita con usted. Le pide que vaya ahora, por favor.
– Sí, naturalmente-respondió Miranda-. Recogeré mi chal y el bolso y bajaré en seguida. -Bajó corriendo a su camarote para recoger aquellas prendas y se detuvo en el salón, camino de la salida, para advertir al capitán Snow de su marcha.
– Bien -dijo Ephraim Snow-. Espero que hoy se entere de todo.
Miranda bajó apresuradamente por la pasarela hacia el coche que la esperaba, donde el cochero le mantenía la puerta abierta. La ayudó a subir, cerró la puerta de golpe tras ella y saltó al pescante. Dio unos latigazos a los caballos y el coche arrancó. No estaba sola en el vehículo. Frente a ella se sentaba un caballero elegante que vestía un uniforme blanco y dorado.
– Soy lady Dunham -se presentó cortésmente en su mejor francés-. ¿Puedo preguntarle quién es usted?
– Soy el príncipe Alexei Cherkessky -fue la respuesta.
– ¿También está citado con e! embajador, príncipe Cherkessky?
– No, querida, yo no -le dijo.
Miranda descubrió disgustada que la observaba descaradamente. Su mirada era totalmente diferente a nada que hubiera experimentado, y no le gustó en absoluto. Sus ojos parecían carecer de vida.
– Si no tiene una cita con el embajador, ¿por qué está usted en su coche? -le preguntó.
– Porque éste no es el coche del embajador, querida, es mío -declaró sin inmutarse.
Miranda comprendió de pronto que estaba en gran peligro.
– Príncipe Cherkessky, debo exigirle que me devuelva inmediatamente a mi yate -dijo con una firmeza que ocultaba su pulso acelerado y las rodillas temblorosas.
El príncipe lanzó una carcajada.
– ¡Bravo, querida! Su valentía es digna de encomio. Es usted en verdad todo lo que esperaba que fuera y no me he equivocado al juzgarla.
– ¿Qué desea de mí, señor? ¿Por qué ha recurrido a este subterfugio a fin de que entrara en su coche?
El príncipe Cherkessky pasó a sentarse a su lado.
– En realidad, no quiero nada personal de usted. No debe tenerme miedo. No me propongo violarla ni asesinarla. Sin embargo, la quiero. Hace mucho tiempo que busco una mujer exquisita con su color de pelo. -La cogió por la barbilla con firmeza y la miró intensamente-. Sus ojos son como esmeraldas y, sin embargo, hay un diminuto brillo de llama azul en ellos. ¡Perfecto!
Miranda apartó la cabeza bruscamente.
– ¡Usted desvaría, señor! -exclamó-. ¿Por qué me ha atraído a su coche? ¡Exijo una respuesta!
– ¡Exige! ¿Exige? Será mejor que sepa de una vez por todas cuál va a ser su lugar en la vida. No tiene derecho a exigir nada. No tiene ningún derecho. Ahora, usted es de mi propiedad. Desde el momento en que entró en mi coche pasó a ser propiedad mía, pero no debe temer que vaya a maltratarla. La voy a enviar a mi granja de esclavos, en Crimea, donde será la pareja principal de uno de mis mejores esclavos sementales. Espero de usted que me dé niños hermosos.
Más indignada que asustada, Miranda estalló:
– ¿Está usted loco? Soy lady Dunham, esposa de Jared Dunham y señora de Wyndsong Manor. ¿Se da cuenta de quién soy? ¡Devuélvame inmediatamente a mi yate! No mencionaré esto porque de seguro que está usted borracho, señor -exclamó asustada y dolorida cuando unos dedos crueles se cerraron sobre su muñeca.
Sujetándola con un brazo, el príncipe cubrió su boca y nariz con un trapo oloroso. Miranda se debatió como loca y abrió la boca para gritar. Pero no pudo hacerlo, porque sus pulmones se inundaron del ardiente y mareante dulzor. La fuerza del príncipe era inquebrantable y aunque ella se revolvió como loca para escapar de aquella negrura que la iba invadiendo, se sintió dominada por unos dedos implacables que la iban sumiendo en el oscuro torbellino.
El coche adquirió velocidad al dejar el centro de la ciudad para entrar en las afueras. Al poco rato, el coche del príncipe entró en un bosque y avanzó por un camino poco transitado, para detenerse ante una pequeña vivienda. Sasha trasladó a la inconsciente mujer al interior. El príncipe los siguió y contempló con genuino placer a su víctima, ahora inmóvil sobre una cama.
– ¡San Basilio! -juró-. Es aún más hermosa de lo que pudimos ver a distancia. ¡Fíjate en el colorido, Sasha! El rosa de sus mejillas, la leve sombra violeta sobre sus ojos. -Entonces, se inclinó, y con dulzura fue quitándole las horquillas del cabello, soltando su pálida cabellera, palpando su textura-. ¡Tócalo, Sasha, es como seda!
Sasha se inclinó para tomar entre sus dedos un mechón del cabello de Miranda, maravillándose ante su suavidad.
– Es una auténtica aristócrata, amo. ¿Qué dijo cuando le anunciaste su destino?
El príncipe Cherkessky se encogió de hombros.
– Tonterías acerca de que era la esposa de Jared Dunham. Pero no importa.
Sasha pareció preocupado.
– Alteza -dijo-, opino que deberías creerla. ¡Mírala! Es un ángel, y tu amante es la propia hija del mismísimo diablo. Creo que lady Gillian se venga de lord Dunham por haberse casado con esta belleza en lugar de desposarla a ella. Devolvamos la dama a su gente. Puedo hacerlo con discreción.
– ¡No! Maldita sea, Sasha. Hace tres años que ando buscando a una mujer como ésta, y es más perfecta de lo que me atrevería a esperar. No pienso devolverla. Incluso me niego el placer de su cuerpo a fin de emparejarla con Lucas lo antes posible. Venga, ayúdame a desnudaría. Necesito llevarme su ropa.
Entre los dos quitaron a Miranda su elegante traje de muselina a rayas verdes y blancas, sus enaguas, chambra y pantaloncitos ribeteados en encaje. El príncipe le quitó también sus zapatos negros mientras Sasha hacía bajar sus medias de seda blanca. Por un momento contemplaron el cuerpo desnudo de su víctima y Sasha murmuró:
– Qué hermosa es. Fíjate en la delicadeza de su estructura ósea, amo. Aunque sus piernas son muy largas, están perfectamente proporcionadas.
El príncipe alargó la mano y acarició un seno de Miranda, suspirando.
– ¡Oh, cómo me sacrifico, Sasha! Ya sabes que siempre pruebo la mercancía de la granja, pero no debo contaminar las entrañas de esta esclava tan especial con mi oscura simiente.
– Eres un buen amo -murmuró Sasha, quien cayó de rodillas, rodeó al príncipe con sus brazos y se frotó contra su sexo dilatado-. Deja que Sasha te consuele. Dame tu permiso, amado señor. ¿Acaso no nací y fui educado para ello? ¿No he sido siempre tu verdadero amor?
El príncipe Alexei Cherkessky acarició con ternura la oscura y rizada cabeza.
– Tienes mi permiso, amado Sasha -murmuró abandonándose al dulce placer que su siervo le proporcionaba siempre.
Varios minutos después, desaparecida la tensión sexual de su cuerpo, volvió al asunto que le preocupaba. Vistieron a Miranda con la falda, enaguas, blusa y botas de fieltro de una sierva bien cuidada. Silenciosamente, Sasha trenzó su larga cabellera y sujetó las puntas con lana de colores. Luego, volvieron a llevarla fuera y la instalaron en el coche. El príncipe percibió un destello de oro en la mano de Miranda y juró entre dientes.
– ¡San Basilio! ¡Sus joyas! Casi se me olvidaba. -Le quitó las sortijas y los pendientes-. ¿Algo más? -preguntó a Sasha.
– Llevaba un camafeo en el traje, pero nada más -fue la respuesta.
– Ve a buscar agua al pozo, Sasha -ordenó el príncipe-. Si debemos mantener a tu pasajera tranquila, ya va siendo hora de que le administremos la primera dosis de opio. Empieza a despertar.
El príncipe mezcló agua y la oscura tintura en una pequeña taza de plata. Después, ambos hombres subieron al coche y mientras Sasha incorporaba a la apenas consciente Miranda a una posición casi sentada, el príncipe, con sumo cuidado, le introdujo el líquido y se lo hizo bajar por la garganta. Ella tragó el líquido frío con ansia porque la calmaba. Su cerebro estaba confuso y antes de que pudiera relacionar unas cosas con otras, volvió a sumirse en una cómoda oscuridad.
Por el estrecho camino del bosque llegaba un faetón.
– ¡Bien! -exclamó el príncipe-. Boris Ivanivich llega a tiempo. Ahora, escúchame bien, Sasha. Quiero que vayas directamente a Crimea, sin paradas. Haz lo que tengas que hacer para tus necesidades, y come mientras cambian los caballos. La quiero en la granja dentro de dos semanas. Cuando lleguéis, déjala descansar unos días y luego aparéala. Recuerda que cuanto más tardes, más tiempo estaremos separados, mi amado Sasha.
– ¿Debo quedarme hasta que dé a luz? ¿No puedo volver durante su embarazo, siempre y cuando esté de vuelta para el nacimiento?
– No -respondió con firmeza el príncipe-. No quiero correr el menor riesgo con ella. Es una esclava demasiado valiosa, Sasha. Mantenía en la casa contigo, porque no la quiero mezclada con las demás mujeres. No es como las otras; esas malditas cerdas aldeanas podrían hacerle daño. Dale todo lo que desee… siempre que sea razonable… para tenerla feliz.
Sasha miró amorosamente a su príncipe, luego le cogió las manos y se las cubrió de besos.
– Nunca nos hemos separado, mi amado señor. Cada día lejos de tí será una eternidad.
– Tú eres el único en quien puedo confiar para que haga esto por mí, mi querido Sasha -le dijo el príncipe.
Sasha volvió a besar las manos del príncipe, luego trasladó a Miranda a otro coche. El vehículo empezó a moverse cuando hubo cerrado la puerta.
El príncipe Cherkessky marchó solo de vuelta a su palacio en la ciudad, donde Gillian lo estaba esperando.
– ¿Dónde has estado? -preguntó enfurruñada. Como tenía por costumbre llevaba solamente una prenda de seda que no dejaba ninguna concesión a la imaginación.
Como respuesta la abrazó y la besó, y su boca cruel forzó a que Gillian abriera la suya. Rápidamente inflamada le correspondió ardorosamente, apretando su cuerpo voluptuoso contra el príncipe, gozando con el dolor que los botones de metal de su uniforme infligían a su tierna carne, por el sufrimiento que le producían aquellas manos al estrujar sus nalgas. El príncipe la empujó a un sofá, se arrodilló ante ella y buscó la dulzura oculta entre sus piernas abiertas; la atacó con su lengua sabia, mordisqueó su pequeño botón de amor hasta que ella gritó de placer. Luego, con la misma rapidez con que había iniciado el ataque, se detuvo, se levantó y compuso sus vestidos.
Por un momento Gillian se quedó jadeando, incrédula, luego le increpó:
– ¡Canalla! ¡No me dejes así colgada!
Alexei rió con crueldad.
– Esta noche, douceka. Me reservo para esta noche. Tengo un regalo especial para ti, algo que nunca has experimentado y que jamás volverás a experimentar, te lo prometo. Ahora, termina tú sola. Vamos, adelante. Me gusta ver cómo te lo haces.
– ¡Maldito canalla! -rugió, pero sus dedos ya estaban trabajando febrilmente su ansiosa carne. Nunca era lo mismo que con un hombre de verdad, pero tenía que hacer algo o estallaría de deseo insatisfecho.
El príncipe Cherkessky encendió un fino purito negro y se sentó para contemplar a su amante, que se retorcía ante él. Era probablemente la hembra más insaciable que jamás hubiera encontrado. Era capaz de cualquier cosa que él le pidiera y siempre de buen grado. La echaría de menos, pero era demasiado peligrosa para tenerla cerca por más tiempo. Sabía que ella confiaba en chantajearlo para conseguir casarse con él, pero no tenía la menor intención de que una aristocrática ramera que espiaba en favor de Napoleón fuera la siguiente princesa Cherkessky. Reservaba ese honor para una joven prima del zar, la princesa Tatiana Romanova, y aunque nadie de la sociedad de San Petersburgo lo supiera, excepto sus futuros suegros, el compromiso se anunciaría al cabo de un mes, el día del decimoséptimo cumpleaños de Tatiana; la boda se celebraría al siguiente mes.
Naturalmente, tenía que atar ciertos cabos sueltos. Sasha era uno, pero lo tenía a buen recaudo, camino de la granja. En cualquier momento, se dijo el príncipe, le escribiré para hablarle de Tatiana, pero no puedo permitir que regrese hasta que ella me haya dado varios hijos. Puede que Sasha sea la única persona a la que realmente quiero, pero no puede darme hijos que aseguren la continuidad de mi familia.
Un gemido de Gillian penetró sus pensamientos y volvió a fijarse en ella; observó su rostro, interesado, cuando ella alcanzó su clímax.
– ¡Muy bien, querida mía! Ahora te recompensaré contándote dónde he estado hoy. He organizado que tu antigua rival viajara hacia el sur en compañía de Sasha. Ya han cubierto una buena parte del camino.
– ¡Alexei! -Gillian se echó en sus brazos-. ¡Oh, cuánto te adoro!
– Me encanta poder hacerte feliz tan fácilmente -sonrió con frialdad-. Ve y báñate en espera de nuestra noche juntos, mi amor.
Gillian se levantó y corrió a sus habitaciones. Iba preguntándose qué maravillosa sorpresa le tenía preparada. ¿Sería el collar y los pendientes de zafiros que había admirado la semana pasada en la joyería?
Para una proposición matrimonial era demasiado pronto. Sin embargo, ahora que compartían el secreto de Miranda Dunham, se casaría con ella para silenciarla. Parecía lógico, pero si no se le ocurría la idea, se la sugeriría. No era un estúpido. Comprendería las ventajas de un matrimonio con ella.
Una vez en sus habitaciones, el príncipe se preparó: encargó caviar negro y champaña helado. Se bañó y sorprendió a sus criados dándoles la noche libre. A las nueve de la noche todo estaba dispuesto. Las cortinas estaban echadas y su alcoba se iluminaba con el suave resplandor de las velas.
El cabello de Gillian había sido rojo y corto en Londres. En San Petersburgo, lo tenía largo, ondulado y rubio: un disfraz perfecto. Esta noche lo llevaba suelto y estaba completamente desnuda excepto por un collar de diamantes y zapatillas de satén rosa. El príncipe vestía solamente una bata de seda.
Gillian estaba sofocada. Había pasado las pocas horas separada del príncipe imaginando la suerte de Miranda. Y después de beber dos copas de champaña, preguntó atrevida:
– Dime, ¿qué va a ser de ella, Alexei?
– ¿Quién?
– Miranda Dunham. ¿Qué le sucederá en la granja?
– Lamento decepcionarte, querida, pero va a llevar una vida cómoda. ¿Acaso los criadores ingleses de caballos no prodigan todos sus cuidados a la yeguas de cría? Pues bien, también yo dedico excelentes cuidados a mis reproductores de raza.
– ¿Y si se niega a cooperar? -insistió Gillian-. ¿Y si entorpece tu intento de cruzarla con Lucas? Una mujer puede luchar, ¿sabes?
– Si no coopera de buen grado, Gillian, la obligarán.
– ¿Cómo?
– La atarán para que Lucas pueda cumplir con su obligación-respondió el príncipe con sequedad-. ¿Te complace oír esto, Gillian?
– Sí -admitió con voz ronca-. Oh, Dios, ¡cómo me gustaría que Jared Dunham lo supiera! Saber que otro hombre está usando lo que él consideraba suyo.
El príncipe entornó los ojos. Así que Sasha tenía razón después de todo. Sin embargo, eso ya carecía de importancia. La belleza rubia platino iba camino de la granja. La estúpida Gillian ni siquiera se había dado cuenta, en su ansia de venganza, de que descubría su mentira acerca de que Miranda no estaba casada.
– No perdamos tiempo en las funciones de los siervos, querida. Hay modos mucho más agradables de divertirnos. -Después de despojarse de su bata de seda, le quitó el collar de brillantes y la tomó de la mano para llevarla a la cama-. Por la tarde he sido cruel contigo, douceka, pero esta noche prometo darte lo que más deseas.
El corazón de Gillian le dio un vuelco. ¿Lo habría juzgado mal? ¿Iba a hacerle la proposición esta noche?
El príncipe la atrajo hacia sí.
– Ah, diouceka, qué gran placer me das.
Con el dedo recorrió la línea de su barbilla. Ella se estremeció de placer y los ojos oblicuos de Alexei se entornaron. Cayeron juntos sobre la cama. Gillian encima del príncipe, y los fuertes brazos masculinos la alzaron para sentarla sobre su lanza enhiesta. Gillian chilló de placer y agitó su trasero redondo y provocativo sobre los muslos del príncipe. Las manos de él se adelantaron para jugar con sus senos, haciendo girar sus pezones parecidos a cerezas entre el pulgar y el índice.
– Eres como un pequeño cosaco sensual, querida -le murmuró mientras ella lo montaba-. Pero estás demasiado ansiosa de placer. Esta noche tendrás que esperar un poco. -Con estas palabras se la quitó de encima.
– ¡No! -protestó Gillian-. ¡Maldito seas, Alexei, puedo correrme cien veces por ti, y quiero hacerlo!
– No, no, douceka -la regañó- Esta noche nos acercaremos al climax muchas veces, pero sólo te permitiré un orgasmo. Sin embargo, va a ser más intenso que cualquiera que hayas conocido o vayas a conocer. Te prometo que será perfecto, mi amor.
La puso boca abajo, y sin que ella se diera cuenta cogió el látigo que había dejado convenientemente junto a la cama. Se sentó sobre sus hombros, mirando a los pies, y aplicó violentamente el látigo contra sus nalgas. Gillian gritó y trató de zafarse, pero no pudo, y él no dejó de azotarla hasta que las nalgas fueron una masa de verdugones oscuros y rojizos. Después, mientras ella lloraba indefensa, la penetró por detrás como hubiera hecho con alguno de sus amantes masculinos, manejándola hábilmente hasta que sus sollozos de dolor empezaron a transformarse en gemidos de naturaleza totalmente distinta. Cuando Gillian estuvo al bordo del climax, salió de ella y la obligó a girarse. Le colocó las piernas sobre sus hombros y enterró la cabeza dentro de ella, lamiéndola con maravillosa habilidad, para retirarse con increíble instinto sólo un instante antes de que Gillian pasara el límite.
Ella lo maldijo una y otra vez, sirviéndose de todas las palabrotas que podía recordar en tres lenguas por lo menos, y él rió encantado.
Al fin, Alexei Cherkessky consideró que su amante estaba a punto para el placer final. Ahora gemía y se aferraba a su sexo, así que le murmuró:
– Está bien, douíceka, ahora te joderé.
Introdujo su órgano hinchado dentro de ella. Giilian suspiró al recibirlo, alzando el cuerpo hacia arriba para facilitar el contacto. Alexei sonrió ante la expresión de puro placer que apareció en el rostro de Gillian: había cerrado los ojos, los párpados le temblaban.
Siempre experto, la condujo hacia un orgasmo perfecto, moviendo las caderas al ritmo de su amante. Con las manos le rodeó el blanco cuello con su pulso desbocado y empezó a hablarle dulcemente al oído.
– Voy a concederte tu mayor deseo, Gillian, mi douceka. Te he facilitado tu venganza sobre lord Dunham por haber preferido su exquisita Miranda a ti. -Los dedos del príncipe empezaron a presionar el cuello de Gillian-. Me temo que lord Dunham la buscará a menos que no haya nada que buscar. Tu querías ser lady Dunham en vida, pero no fue tu sino. No obstante, serás lady Dunham en la muerte. Los ojos de Gillian se abrieron ante el espantoso descubrimiento de lo que iba suceder. Sus manos se engarfiaron en las de Alexei en un esfuerzo por desasirse. Abrió la boca, buscando aire desesperadamente, tratando de gritar, pero las manos del príncipe eran implacables. En el mismo momento en que Gillian experimentaba el mayor orgasmo de toda su vida, él empezó a arrancarle la vida. La supervivencia luchó con el placer sexual y la mujer encontró fuerzas para luchar contra él mientras cerraba los ojos.
– Encontrarán tu cuerpo en el Neva, douceka, con las ropas y las joyas de lady Dunham. Se te identificará como ella, y te enterrarán en su tumba, con su nombre en tu lápida. ¿No me das las gracias, douceka?
El cuerpo de Gillian Abbotí se estremeció en una combinación de orgasmo y estertor de la muerte, y después se quedó quieta. El príncipe Alexei siguió penetrándola hasta conseguir su propio placer, un instante después. Luego, se retiró de ella, dejó la cama y se dirigió a su vestidor para lavarse. Bebió una copa de champaña para tranquilizar sus nervios. Estaba aún impresionado por lo que consideraba su mayor y más excitante experiencia que jamás hubiera experimentado.
Sintió que había estado más magnífico de lo que se había atrevido a esperar, había transformado en una masa de pasión su orgasmo y su muerte. Suspiró con tristeza al comprender que jamás volvería a experimentarlo. Ninguna mujer que hubiera conocido había sido tan primitivamente sexual como Gillian. Era única y la añoraría. Pero nada debía poner en peligro su matrimonio con la joven prima del zar.
Se vistió despacio y a continuación vistió el cuerpo de Gillian, que se enfriaba rápidamente, con las ropas de Miranda. No pudo abrochar la camisola sobre los pechos más que generosos de Gillian, así que la dejó. Los pantaloncitos la ajustaban demasiado porque Gillian tenía el trasero más prominente que Miranda, pero consiguió ponérselos. Solucionó el problema del corpiño excesivamente ceñido del traje, desgarrándolo por delante como si los ladrones lo hubieran hecho para arrancar el camafeo. Después de ponerle las ligas para sujetar las medias blancas, no la calzó porque los pies de Gillian no iban a entrar en los finos zapatos de Miranda. Por fin, el príncipe colocó la alianza en el dedo de su amante muerta, levantó su cuerpo sin vida y la bajó desde sus habitaciones a la terraza del palacio que daba al Neva.
El palacio estaba desierto. Nadie lo vio. Al borde de la terraza se detuvo para levantar el cadáver de Gillian a la balaustrada. Sostuvo su cuerpo por los brazos y la fue bajando al río, donde la corriente la envolvió rápidamente y se la llevó. Alexei Cherkessky lo observó con gran satisfacción. Todo se había resuelto tan perfectamente como lo había planeado. Por la mañana, haría que Marya, su vieja ama, vaciara la habitación de Gillian. No sería necesaria ninguna explicación. Las amantes iban y venían. Los siervos bien entrenados no hacen preguntas y sus siervos estaban tan bien entrenados como la violencia física y el miedo descarnado podían conseguir.
Introdujo la mano en la guerrera, sacó un puro fino y negro y lo encendió en una de las antorchas del jardín. Luego, aspirando despacio el rico aroma del tabaco, borró a Gillian Abbott de su mente y empezó a contemplar a la princesa Tatiana Romanova, su inocente futura novia. No tenía la esperanza de que una bien educada virgen de diecisiete años fuera tan interesante como Gillian. No obstante, si no tenía prejuicios sobre el deporte de la cama y se mostraba buena alumna, podía enseñarla y se llevarían muy bien. Bien considerado, era una idea que lo animaba.
11
Jared Dunham subía a galope la avenida de Swynford Hall con el corazón marcándole un alegre ritmo: ¡Miranda! ¡Miranda! ¡Miranda! La verde campiña inglesa le parecía maravillosa después de su larga estancia en la monotonía de Rusia. ¡Once meses! ¡Había estado fuera casi un año! ¿Qué le había impulsado a aceptar aquella misión? ¿Qué le había empujado a abandonar a Miranda?
Un mozo de cuadra corrió a recogerle el caballo al llegar ante la puerta de entrada al vestíbulo y un lacayo bajó corriendo la escalera para darle la bienvenida.
– Creíamos que estaba aún en Escocia, milord. No lo esperábamos hasta dentro de una semana.
– ¿Dónde está lady Dunham? -preguntó Jared.
Una expresión extraña se reflejó un instante en el rostro del lacayo, pero antes de que pudiera contestar, Amanda y una deliciosa joven de cabello cobrizo se apresuraron hacia él.
– Gracias, William. -Amanda despidió al sirviente y luego se volvió a su compañera-. ¿Cuál de ellos es? -le preguntó.
No hubo ni un instante de vacilación.
– Es lord Dunham, Amanda, no Jon.
– ¡Jared! ¡Loado sea Dios! ¿Viene Miranda contigo?
Jared creyó haber entrado en un manicomio.
– ¿Qué quieres decir, Amanda? No te entiendo.
– Milord -dijo la otra joven-. Creo que será preferible que entremos. Mandy, vamos. Creo que en la biblioteca estaremos bien.
Una vez en la biblioteca Jared se encaró furioso con su bonita cuñada.
– ¿Qué demonios has querido decir al preguntarme si Miranda venía conmigo? ¿Dónde está mi mujer? -Amanda se echó a llorar y Jared continuó-. ¡Maldita sea, gatita, que no es hora de lloriquear! ¡Quiero una explicación! -Pero Mandy sólo supo llorar con más fuerza. Abrumado, Jared se volvió a la otra joven-. Señora.
– Soy Anne Bowen Dunham, milord, tu nueva cuñada.
– ¿Qué?
– Por favor, siéntate. Me temo que mi explicación va a ser larga. ¿Quieres un jerez?
Jared se la quedó mirando, inquisitivo.
– Tengo la impresión, mi señora Anne, de que voy a necesitar algo más fuerte. Un whisky, creo.
Anne se dirigió serenamente a la mesa donde estaban preparadas las bebidas y los vasos. Después de elegir cuidadosamente un vaso bajo tallado sirvió una generosa ración de whisky escocés y se lo entregó. Amanda lloriqueaba en un sofá cercano.
Jared tomó un buen trago de whisky y miró directamente a Anne.
– ¿Señora?
– ¿Estabas enterado, milord, de que lord Palmerston trajo a Inglaterra a tu hermano Jonathan, en otoño, para que ocupara tu lugar?
– Jared asintió con un gesto y Anne prosiguió-. Lord Palmerston pensó que tu ausencia no debía hacerse pública y como tu cuñada Charity había muerto en un accidente en el mar, Jon estaba libre y dispuesto a venir, y se hizo pasar por ti durante todo este tiempo.
– ¿Lo sabía mi mujer?
– Naturalmente, pero era muy duro para ella, milord. Te quiere con locura, ¿lo sabes? Estar sola durante su embarazo fue especialmente difícil. -El rostro de Jared reflejó un completo asombro al oírla-. ¡Milord! -Anne le cogió las manos-. ¡Oh, cielos! ¿Tampoco estabas enterado? -Abrumado, Jared movió negativamente la cabeza-. Milord, eres padre. Tu hijo nació el trece de abril. Es un chiquillo sano y hermoso.
– ¿Y cómo se llama?
– Thomas.
– Sí, me parece bien -respondió disimulando una sonrisa-. ¿Dónde está Miranda, Anne?
– Fue a San Petersburgo a buscarte.
– ¿Cómo?
– Escúchame hasta el fínal, por favor -insistió Anne-. Tu hermano y yo nos conocimos y nos enamoramos. Miranda arregló las cosas para que nos pudiéramos casar en secreto. Quería que fuéramos felices, bendita sea. Pero ella se sentía muy desgraciada, más desgraciada de lo que nadie pueda imaginar. Al menos, así me lo pareció.
– ¡Es cierto, Jared! -interrumpió Amanda-. Suplicó a lord Palmerston que le diera noticias tuyas, pero él no quiso decirle nada. Le decía: «Cuando yo tenga noticias, también las tendrá usted.» Ya conoces el tono de voz glacial y desagradable que emplea cuando no quiere que le den la lata. ¡Ojalá se hubiera molestado en tranquilizarla, Jared! ¿Dónde estabas tú, que tardaste tanto en volver?
– En la cárcel, gatita. De no ser por eso habría vuelto a los pocos meses.
– ¿Cárcel? ¿Y por qué te metieron en la cárcel? ¿Quién lo hizo?-quiso saber Amanda.
– El zar, gatita, pero no te preocupes. Me trataron muy bien. Estuve confinado en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, y vivía en un apartamento de dos habitaciones con una hermosa vista sobre el río Neva. Mi criado, Mitchum, estaba conmigo y excepto por la falta de libertad estábamos muy bien.
– Pero ¿porqué?-insistió Amanda.
– Cuando Napoleón tomó Moscú, el zar se asustó. Temió infinidad de cosas: que los franceses llegaran hasta San Petersburgo, que el emperador descubriera que el zar contemplaba una alianza contra los franceses. Creo que la caída de Moscú lo llenó de pánico. Ordenó que se me encarcelara en la fortaleza, pero que no se me maltratara. Se me debían asignar habitaciones cómodas y no en los sótanos. Mi criado debía estar conmigo y disponer de comida, vino y fuego, así como otras atenciones como libros y un tablero de ajedrez. Como sólo unos pocos de la embajada británica sabían que me encontraba en San Petersburgo, mi desaparición de la escena no implicaba ningún problema. El embajador, por supuesto, hizo cuanto pudo, pero tenía las manos atadas ya que él mismo estaba en posición precaria.
– ¿Lo sabía lord Palmerston? -preguntó Amanda.
– Por supuesto.
– Entonces, ¿por qué no se lo dijo a Miranda?
– Probablemente pensó que podía poner en peligro su salud y la del niño.
– En ese caso, ¿por qué se obstinó en su silencio después del nacimiento de Tom?
Jarea sacudió la cabeza.
– No lo sé, Amanda. Sencillamente, no lo sé.
– ¡Pues yo sí! -estalló Amanda, ya recuperada y lanzada a su tema-. Lord Palmerston cree que es la ley. Tu misión no había salido bien y no quería que se lo recordaran. Además, en su opinión, las mujeres son poco más que objetos decorativos. Considerando su admiración por la vieja lady Melbourne y la intimidad con su hija, lady Cowper, me sorprende que no advirtiera la inteligencia de Miranda y confiara en ella.
Su actitud abocó a Miranda a la desesperación. Si le hubiera ofrecido una sola migaja de esperanza jamás hubiera abandonado al pequeño Tom y zarpado hacia San Petersburgo en tu busca. ¡Todo esto ha sucedido por su culpa! -De nuevo se echó a llorar.
Anne se levantó rápidamente y puso su brazo consolador sobre los hombros de Amanda.
– Mandy, no debes ponerte así. Me entristece verte. Sube a la habitación de los niños y di que los preparen para ver a lord Dunham. Yo terminaré la explicación. -Acompañó a Amanda a la puerta y la sacó con dulzura de la habitación. Al volverse para hablar con Jared la desconcertó ver que la observaba con una expresión divertida, así que le preguntó en un tono más áspero de lo que se había propuesto:
– ¿Ves algo divertido, milord?
– Tú, florecita inglesa. Me pregunto si mi hermano Jon se da cuenta del tesoro que tiene.
Anne se ruborizó.
– Vaya, veo que tu reputación es merecida.
– Vamos a ser amigos, Anne -rió. De pronto preguntó intrigado-: ¿Qué niños? Has dicho niños.
– Amanda ha sido mamá hace mes y medio. Tu Tom tiene un primo, Edward, o Neddie como lo llamamos.
Jared estaba deslumbrado.
– ¿Por qué he ido a Escocia?-preguntó.
– A una partida de pesca en la propiedad de lord Steward.
– ¡Santo Dios, con lo que Jon odia pescar! Le falta paciencia. Dice que hay algo degradante en adoptar una expresión orgullosa después de engañar a un pez.
Anne rió.
– Sí, siempre tan práctico, mi Jon. A propósito, milord… Jared… porque él es tú, en público sigo siendo la señora Bowen. Solamente Amanda conoce nuestro secreto y nadie más. Ni siquiera lord Swynford, ni los criados, ni mis dos hijos. En su papel de Jared, Jon fingió que lord Palmerston le había llamado y así pudimos disfrutar de una breve luna de miel. Después se marchó a Escocía a reunirse con los demás.
– ¿Cuándo van a volver? Me parece recordar que el lacayo que me recibió dijo algo acerca de la próxima semana.
– Sí, a mediados de semana.
– En este caso no merece la pena mandar un mensajero. Llegarán igualmente pronto. No obstante, quizá convendría que me reuniera con ellos antes de que lleguen aquí. Será más fácil recobrar nuestras identidades fuera de Swynford. Me imagino que entonces mi hermano y tú os encontraréis públicamente, os enamoraréis y os rugaréis para casaros.
– Parece lo más sencillo -admitió Anne.
– ¿Sabe alguien por qué camino van a llegar? -preguntó sonriendo.
– Amanda debe de saberlo, pero estoy casi segura de que pararán en la Bridled Cow, en Shrewsbury, para pasar la noche anterior a su llegada.
– Entonces, Jon y yo intercambiaremos nuestras identidades en Shrewsbury. Dime, ¿cómo se fue a Rusia mi mujer?
– No debes preocuparte, Jared. Miranda viajó en el Dream Witch.
– ¡Menos mal! Mi capitán es un hombre sensato que se ocupará de ella. Irá a San Petersburgo, descubrirá que he vuelto a casa, y regresará a Inglaterra.
– ¿Cómo has venido tú?
– Bien, como indudablemente has sabido -rió Jared-, la retirada de Napoleón de Moscú fue un desastre. Estuvo esperando a que Alejandro le ofreciera condiciones de rendición, en cambio Alejandro permaneció en San Petersburgo esperando a que Napoleón se marchara. Los franceses, claro, tardaron demasiado y se vieron atrapados en un invierno ruso especialmente crudo. No precisamente las condiciones ideales para una retirada. No obstante, el zar seguía preocupado por si los franceses volvían. Sólo pasado el mes de junio se convenció de que él y San Petersburgo estaban a salvo. Fue entonces cuando por fin me soltaron. Como compensación por mi encarcelamiento, me enviaron con dos cargamentos completos de la mejor madera del Báltico para mástiles. Uno de los barcos iba destinado al astillero de mi padre, en Plymouth, y el otro era un regalo para lord Palmerston. Pero al embajador inglés en San Petersburgo se le escapó decir lo tensas que estaban las relaciones entre Estados Unidos e Inglaterra, así que pedí al barco destinado a Inglaterra que me dejara en la costa inglesa cerca de Welland Beach y luego lo envié junto con su compañero a través del Atlántico, a Massachusetts- Creo que lord Palmerston me debe ese regalo de madera y ahora que sé lo mal que se ha portado con Miranda, me siento totalmente justificado.
Anne asintió.
– Puedes estar orgulloso de ella, Jared. Ha sido muy valerosa, pero al final no ha podido aguantar más. Y como soy la mujer de tu hermano, te aseguro que no la censuro. Vosotros, los Dunham, tenéis un curioso modo de retener a vuestras mujeres -sonrió. Creo que ya es hora de que conozcas a tu hijo.
– Pero todavía no he besado a la novia -objetó; se levantó y la dominó con su estatura. Anne se quedó helada, pero Jared se inclinó y rozó dulcemente su boca-. Bienvenida a la familia, Anne. Tengo la impresión de que vas a ser una gran adquisición.
– Gra… gracias -balbuceó. Se sentía idiota, pero el parecido entre los dos hermanos era sorprendente.
– Me pregunto si Miranda tuvo el mismo problema -observó Jared, con una sonrisa pícara.
Anne no pudo evitar reírse.
– ¡Qué malo eres, Jared Dunham! Sospecho que en el fondo eres un niño travieso. Ven conmigo y verás al joven Thomas.
Se preparó. Debía considerar que el personal de los niños estaría presente y que, para las niñeras, lord Dunham había visto a su hijo cientos de veces. Pero Amanda, recuperada de sus emociones, había tenido el buen juicio de despedir al personal y se había quedado sola con los dos bebés. Sostenía un niñito rubio de ojos celestes, carita redonda y boca de rosa que ahora babeaba.
– Este es mi Neddie, Jared, ¿verdad que es un encanto?
Anne rió por lo bajo. Querida y boba Amanda. Cruzó rápidamente la habitación hacia la cuna llena de encajes y con ternura levantó al otro niño.
– Aquí tienes a tu hijo, Jared.
Dunham se acercó lentamente con los ojos fijos en la criatura. Sin decir palabra le tomó el niño de los brazos y le devoró con la mirada la pelusilla negra y los ojos que se veía que iban a ser verdes. El niño tenía la tez de Miranda, rosa y crema, pero por lo demás era como si se mirara en un espejo.
– Hola, Tom -le dijo dulcemente-. Soy tu padre y debo decirte que, a primera vista, eres todo lo que yo podía desear de un hijo.
El bebé miró fijamente a su padre sin sonreír. Reconociendo la expresión como muy suya, Jared rió encantado y le tendió un dedo que el niño se apresuró a agarrar.
– Desde luego, es un chico fuerte comparado con el bebé de Amanda -observó Jared.
– Tiene dos meses más que él -explicó Anne-. Tu Tom tiene tres meses y medio, Neddie sólo seis semanas. Creo que este caballerito va a ser tan grande como su papá.
– ¿Sabes lo que esto significa para mí? Ni siquiera sabía que Miranda estuviera embarazada. He perdido casi un año de mi vida de casado, ¿y para qué? Jamás conoceré la alegría que experimentan otros hombres al enterarse de que van a ser padres por primera vez. Nunca la he visto con nuestro hijo en su seno. He renunciado a estos placeres para jugar a la guerra. -Acunó al pequeño entre sus brazos-. Ah, hijo mío, te pido perdón. Ahora, si lo consigo de tu madre, podré redimirme de algún modo.
Anne apoyó una mano consoladora sobre el brazo de su cuñado.
– No jugabas a la guerra -le reprochó con dulzura-. Al contrario, intentabas hacer la paz, y siempre se me enseñó, Jared, que debía bendecir a quienes hacen la paz.
Jared le entregó el niño y declaró con intensidad:
– Si mi hermano no te trata como la reina que eres, yo personalmente lo estrangularé.
Y salió de la habitación.
– Cielos -exclamó Anne algo impresionada-, qué hombre tan fiero.
Amanda, que estaba metiendo el niño en la cuna, se enderezó para comentar:
– Son iguales los dos, y cuando veas juntos a Miranda y a Jared hay algo en ellos… un aura… una fuerza… como si juntos pudieran hacer cualquier cosa.
– ¿Y separados? -preguntó Anne.
Amanda suspiró.
– Juntos pueden ser peligrosos, pero separados tienden a destruir, y esa destrucción generalmente va dirigida a sí mismos. Se vuelven introvertidos y secretos. Sólo espero que Miranda se apresure a regresar de San Petersburgo.
Jared estuvo impaciente en Swynford Hall durante los días siguientes: cabalgó imprudentemente por la propiedad sobre un gran caballo negro que Adrián había comprado para semental, visitó a Anne y a sus hijos en la casita, jugó con su hijo. Por fin tuvieron noticias de Jonathan y Adrián, una tarde a primera hora. Metió en una bolsa algunas de las ropas típicamente americanas de Jonathan y cabalgó hacia Bridled Cow en Shrewsbury. El trayecto le llevó varias horas y cuando al atardecer llegó a la posada le satisfizo comprobar que se trataba de un establecimiento próspero y bien dirigido. El edificio de dos pisos, con vigas a la vista, era probablemente de la época isabelina, pensó Jared al observar las graciosas ventanas con vidrios en forma de rombos y sus jardineras de madera pintadas de rojo y rebosantes de alegres flores. La verdad era que había flores por todas partes en Bridled Cow, así como un jardincito perfumado de hierbaluisa y lavanda.
Al entrar en e! patio de la posada, un mozo se apresuró a retenerle el caballo.
– ¿Pasará la noche, señor? -preguntó.
Jared asintió y lanzó una moneda de plata al muchacho.
– Se llama Ebony y es un poco inquieto, pero es un buen animal y no es resabiado. Paséalo bien antes de darle agua, muchacho.
– Sí, señor.
– ¿Ha llegado ya lord Swynford?
– Sí, señor. Hará cosa de una hora.
Jared se apresuró a entrar en la posada y lo introdujeron a una salita. Encargó al posadero que hiciera pasar a Jonathan y Adrián cuando bajaran a cenar. No tardó en abrirse la puerta y Jonathan y Adrián entraron charlando amigablemente. Se detuvieron en seco.
– Le ruego que nos disculpe, señor, pero esta habitación ya está ocupada. Debe de haber algún error.
– Ningún error -dijo Jared, quien se volvió hacia los dos hombres-. Hola, hermano Jonathan.
– ¡Jared! -El rostro de Jonathan reflejó sorpresa y alegría-.Cielos, hombre! ¡Cómo me alegro de verte! Gracias a Dios que has vuelto sano y salvo.
– Sí, y comprendo bien tu alegría, Jon -observó Jared, malicioso-. He conocido a Anne. Por supuesto, es mucho mejor de lo que te mereces.
Ambos hombres se abrazaron efusivamente mientras Adrián Swynford miraba a uno y a otro con una expresión de absoluta confusión en su atractivo rostro. Cuando por fin se acordaron de él, los dos hermanos se echaron a reír y pusieron una copa de jerez en la mano del joven lord Swynford.
– No, Adrián, no te has vuelto loco. El caballero que has tenido en tu casa estos meses es mi hermano mayor Jonathan. Acabo de regresar de Rusia hace sólo unos días.
Adrián Swynford se tomó el jerez.
– Vaya, que me aspen si entiendo algo. ¿Quieres decir que has estado en Rusia casi todo un año?
– Sí.
– Entonces, cuando llegaste el invierno pasado, ¿no eras tú?
– No, era Jon, que ocupó mi puesto a fin de que no se supiera que me había marchado.
Adrián enrojeció.
– ¿Lo sabía Miranda?
– ¡Ya lo creo que sí! -se apresuró a decir Jonathan y Lord Dunham contuvo la risa-. Apuesto a que has tenido un recibimiento de lo más caluroso, ¡eh, Jared!
– No, Jon. No ha sido así. Por lo visto mi esposa esperó a que tú y Adrían estuvierais lejos. Entonces corrió a San Petersburgo en mi busca para traerme a casa. Quiso la mala suene que yo abandonara San Petersburgo el mismo día que Miranda dejaba Swynford. No obstante, espero que al descubrir que ya me he ido. Miranda habrá dado media vuelta y estará de regreso. Me figuro que la tendremos en Inglaterra entre el seis y el ocho de agosto. En todo caso, yo iré a Welland Beach a recibirla. Parece como si siempre tuviera que esperar a Miranda viniendo por mar -rió-. Imagino, Jon, que no querrás esperarla conmigo.
– No, gracias, milord Dunham. Soy muy feliz por haber recobrado al fin mi identidad. Cuanto antes podamos hacer público nuestro noviazgo Anne y yo, antes podremos anunciar la boda. ¿Lo comprendes, Jared?
– Sí, Jon.
– ¿Anne? -preguntó Adrián totalmente confuso-. ¿Quién es Anne?
– Anne Bowen
– ¿La hija del vicario? ¿La conoces?
– Ya lo creo. Adrián. En realidad, nos casamos hace un mes con permiso especial. No obstante, como Jonathan Dunham no estaba oficialmente en Inglaterra hace un mes, y tampoco conocía personalmente a Anne Bowen, pensando en la gente debemos empezar por el principio.
En aquel momento, el capitán Ephraim Snow hacía pasar al salón principal del Dream Witch al secretario del embajador británico, señor Morgan, y a un oficial de la policía del zar.
– ¿Brandy, señores? -Ambos hombres asintieron y el capitán les pasó las copas después de llenarlas-. Bien, ¿qué noticias tienen? ¿La han encontrado?
– Posiblemente -respondió el señor Morgan-, pero la noticia, capitán, dista mucho de ser buena. -Se metió la mano en el bolsillo, sacó algo y se lo entregó-. ¿Reconoce esto, capitán?
Impresionado, Ephraim Snow se encontró mirando la alianza de Miranda. Era imposible confundir la delicada cinta de oro rosa con sus diminutas estrellas de diamantes. No obstante, tenía que asegurarse, así que tomó la alianza de manos del señor Morgan. Dentro, llevaba grabado De Jared a Miranda. 6 de diciembre de 1812.
– Es su anillo de boda -murmuró-. No cabe la menor duda.
El señor Morgan se volvió al corpulento agente de policía.
– Le presento a Nicolai Ivanovich, capitán. Habla muy bien nuestro idioma y quiere formularle unas preguntas.
– Por favor -suplicó el ruso, quien revolvió en una bolsa de cuero que llevaba coleada al hombro y sacó una prenda-. ¿Reconoce esto?
Horrorizado, Ephraim Snow tomó la prenda empapada y descolorida que le tendía el hombre. Era el traje de muselina a rayas verdes y blancas que vestía Miranda unos días atrás, cuando desapareció. Había sufrido demasiado suspense y no era ningún tonto. La noticia era muy mala y deseaba conocerlo todo.
– Dígame la verdad, Nicolai Ivanovich.
El ruso lo miró con tristeza.
– Una pregunta más, capitán. ¿Su señora era una dama rubia?
– Ephraim Snow movió afirmativamente la cabeza-. Entonces nuestra identificación es completa. El cuerpo de una mujer rubia, vestida con este traje y con esta alianza fue sacado del Neva esta mañana. Lamento tener que decirle que lady Dunham ha muerto. Víctima, desgraciadamente, de un robo. ¿Recuerda si llevaba otras joyas cuando se marchó?
– Sí, claro que sí. Llevaba unos pendientes de perlas y brillantes, una pulsera de oro, un broche de camafeo con un brillante y por lo menos otras dos sortijas. No estoy seguro de cómo eran, pero recuerdo muy bien que llevaba joyas.
– ¡Ya ve, señor Morgan, es lo que suponía! -aseguró Nicolaí Ivanovich, ceñudo.
– No -protestó el capitán Snow-. ¡No es tan sencillo como esto! ¿Cómo diablos explican el coche que vino a recogerla?
– No puedo explicarlo -confesó el policía-, pero es evidente que alguien la vio a ella y a sus joyas, averiguó que era extranjera y buscó la mejor manera de engañarla. Éste es un incidente tristemente desagradable, capitán, pero sólo puedo ofrecerle las más avergonzadas excusas de parte de mi gobierno.
Ephraim Snow había tratado otras veces con rusos. Eran gente obstinada. Una vez expuesta su posición en el asunto, nadie ni nada les obligaría a cambiar su punto de vista. Con los labios apretados, reclamó:
– ¿Puedo ver el cuerpo?
– Me temo que no. Nos hemos visto obligados a enterrarla rápidamente, capitán. Llevaba varios días en el agua y estaba terriblemente desfigurada. Además, los peces se habían comido parte del cuerpo y del rostro. Tratamos de identificarla y la enterramos en el cementerio inglés. Le he traído el anillo y el traje a fín de obtener una identificación final.
Ephraim Snow, asqueado, dio a entender que lo comprendía.
– ¡Por Dios bendito! ¿Cómo voy a decírselo a mi patrón Jared? ¡Cielo santo, qué clase de animal querría matar a una mujer tan hermosa!
– El gobierno del zar está profundamente apenado por este incidente, capitán Snow -comentó con simpatía Nicolai Ivanovich.
– Tal vez sería mejor que nos fuéramos ahora, Nicolai Ivanovich-sugirió amablemente el señor Morgan.
– Da! Tiene razón.
Al llegar a la puerta, Ephraim Snow les gritó.
– Quiero levar anclas ahora mismo. Ocúpese de que no se me retenga, Nicolai Ivanovich.
– Da, amigo mío, y vaya con Dios, que vela sobre todos nosotros.
El día 10 de octubre, el Dream Witch llegó de regreso a la aldea de Welland Beach, en la costa inglesa. Había encontrado mal tiempo casi desde el momento en que abandonó San Petersburgo y hasta llegar al mar del Norte tuvo que navegar despacio. Por alguna razón, el capitán Snow no se sorprendió al distinguir una silueta familiar esperando en el muelle, cuando llevó el yate a salvo a su amarradero. Suspiró y se bebió un buen trago de ron de Jamaica del frasco que llevaba en el bolsillo. No le sirvió de nada. El Dream 'Witch fue debidamente amarrado y Jared Dunham subió rápidamente a bordo.
– ¡Eh, Eph, llegas dos días más tarde de lo que esperaba! ¿Dónde está esa fíerecilla mía?
Incapaz de mirar directamente a su patrón, Snow le dijo:
– Venga al salón principal, señor Jared.
Sin molestarse siquiera a esperar respuesta, lo precedió al interior del barco. No había modo de cumplir con su deber fácilmente, así que se volvió a mirar a Jared y las palabras se le escaparon bruscas, a borbotones, con brutalidad. Terminó poniendo la alianza de Miranda en la mano de Jared y estalló en sollozos. Las lágrimas resbalaron sin la menor vergüenza por su rostro curtido hasta llegar a su barba entrecana mientras Jared, rígido por la impresión, miraba fijamente el anillo de oro con sus diminutas estrellitas, que parecían burlarse de él con su brillo. Luego, ante el horror del capitán Snow, Jared Dunham gritó:
– ¡Maldita sea! ¡Maldita hasta el infierno por su insensata inquietud! Cualquier otra mujer se hubiera quedado esperando, ¡pero ella no! ¡Ella no! -Se guardó violentamente la sortija en el bolsillo-. No te hago responsable, Eph -dijo ya más tranquilo, y salió del barco a toda prisa.
Después de recorrer el muelle, Jared se dirigió decidido al Mermaid. Cerró de un portazo, llegó a la barra, pidió una botella de brandy y procedió a emborracharse. Ephraim Snow siguió discretamente a su patrón, enfermo de preocupación, pero el posadero reconocía a un hombre desesperado cuando lo veía y ya había mandado llamar a los criados de lord Dunham. Cuando Ephraim Snow entró en la posada los encontró: el ayuda de cámara de Jared, Mitchum; Martin, el cochero, y la doncella de Miranda, Perky. Ephraim les indicó que lo siguieran y angustiado les contó la tragedia.
– Que Dios se apiade de ella -sollozó Perky-. Era una buena ama, lo era. Quería que cuantos la rodeaban fueran felices.
– Creo -observó el señor Mitchum, que era el criado más antiguo- que ha sido mejor dejar que su señoría se emborrachara. Cuando se caiga lo subiremos en el coche y regresaremos a Swynford Hall. El hermano de lord Dunham y su cuñado sabrán cómo manejar una situación como ésta.
Ephraim Snow asintió.
– Me parece una buena idea. Iré con ustedes, si no les importa.
– Le agradeceré toda la ayuda que pueda prestarnos, capitán. Será un trayecto difícil.
Alfred Mitchum no sospechaba lo terrible que podía ser un viaje en berlina. Miranda sí. Durante los primeros días después de su rapto, Sasha la mantuvo bajo la influencia de las drogas. Ocasionalmente, Miranda era consciente del movimiento del coche, pero cuando él se daba cuenta de que su prisionera empezaba a despertar, volvía a hacerle beber aquel agua amarga que la sumía otra vez en una oscuridad de sueños. Pasados unos días, en los escasos momentos de lucidez que tuvo. Miranda comprendió que debía impedirle que siguiera drogándola. Necesitaba reflexionar sobre su situación.
A la vez siguiente que comenzaba su peligroso retorno a la consciencia, tuvo cuidado de no alterar el ritmo de su respiración ni abrir los ojos. Poco a poco, sus ideas fueron centrándose, pero tenía un dolor de cabeza espantoso. Por fui, después de varias horas, le fue imposible mantener la posición encogida y, con gran sorpresa por parte de Sasha, la joven se incorporó y se sentó. Rápidamente él alargó la mano hacia el frasco de plata, pero Miranda le paró la mano.
– Por favor, basta de esa pócima que me ha estado dando. Soy su prisionera. Ni siquiera sé dónde me encuentro. -El se la quedó mirando-. Por favor. Me duele muchísimo la cabeza. Le prometo que no voy a darle motivo de preocupación.
– De acuerdo -accedió Sasha al fin-. Pero cualquier movimiento extraño por su parte, y le vacío todo el frasco en la garganta.
– Gracias.
– No me dé las gracias. Estoy harto de hacerle de niñera. Ahora por lo menos no tendré que cambiarle los pañales. Así podrá atender sus propias necesidades.
– ¡Oh! -Miranda enrojeció.
– Bueno, demonios -masculló, pero esta vez con menos acritud-. El coche habría apestado si no me hubiera cuidado de usted.
– ¡Por favor, señor!
Sasha se echó a reír.
– Toda una dama, ¿verdad? Llámeme Sasha. En realidad soy Pieter Vladimirnovich, pero siempre me han llamado Sasha. Su nombre es Miranda, lo sé, pero ¿cómo se llamaba su padre?
– Thomas.
– Entonces su verdadero nombre es Miranda Tomasova, aunque yo voy a llamarla Mirushka.
– No, soy Miranda Dunham, esposa de Jared Dunham, lord de Wyndsong Manor.
– ¿Era realmente su esposa? Ella nos aseguró que era su amante.
– ¿Quién lo dijo?
– La amante del príncipe Alexei, Gillian.
– ¿Gillian Abbott?
– Sí. Era una mala bestia. Dijo que usted le había robado a lord Dunham y que él te agradecería que lo libráramos de usted. Dijo que le debía un favor.
– ¡Entonces ella es la responsable de mi situación! ¡Dios, la estrangularé con mis propias manos!
– ¡Calma, calma, Mirushka! -la tranquilizó Sasha con la mano sobre el frasco de plata.
Por un instante sus ojos verde mar brillaron airados, pero luego cambió de actitud.
– No estoy enfadada con usted, Sasha, pero han engañado a su príncipe. La reputación de lady Abbott en Londres no era buena. Siempre se arrimaba al mejor postor, incluso cuando el pobre y anciano lord Abbott aún vivía. Por favor, Sasha, dé la vuelta al coche hacía San Petersburgo. Mi marido le recompensará por mi vuelta,
– No. Yo la vi primero, sabe, en la tienda de! judío. Los judíos no suelen ser tolerados en San Petersburgo, pero éste goza de la protección del zar. Además, saben regentar muy bien las tiendas, y si no lo hicieran ellos, ¿quién lo haría? -rió-. En cualquier caso yo la vi en Bimberg's. Estaba allí comprando unos guantes de cabritilla lila para la amante del príncipe, y usted entró con un capitán de barco.
– El capitán Snow.
– Alexei Vladimirnovich anda buscando una mujer con su colorido desde hace años. Lucas es igual. En cuanto la vi, me precipité a advertir al príncipe. Si su amante no lo hubiera convencido de que usted no era importante, tal vez no la habría raptado.
– Pero en mi mundo soy importante -declaró Miranda, en un intento desesperado de que regresara-. ¡Soy una gran heredera y estoy casada con un americano muy importante!
– América está muy lejos de Rusia, Mirushka, y es una tierra lejana, salvaje y sin importancia. América no importa.
– El título de mi marido es inglés, Sasha, y mi hermana está casada con un lord inglés muy importante.
– Gillian dijo que su hermana estaba en América con su madre.
– Les mintió, Sasha. Nuestra madre está en América, casada con un hombre rico y poderoso, pero mi hermana es la duquesa de Swynford y su marido es muy amigo del príncipe regente. -Mientras hablaba se preguntó si su hermana apreciaría su nuevo rango.
– Yo ya sospeché que Gillian no decía la verdad -asintió Sasha con cierto orgullo-. Así se lo dije al príncipe, pero por si su amante mentía, él inventó un plan para que su desaparición no levantara sospechas. Sea quien fuere en realidad, no la echarán en falta. Su vida, ahora, está aquí en la granja de producción de esclavos de Alexei Vladimirnovich. Estará magníficamente atendida, Mirushka. Lo único que debe hacer es tener niños.
«Debo de sufrir una horrible pesadilla», pensó Miranda.
– ¿Por qué no se cuestionará mi desaparición, Sasha?
– Porque está muerta -fue la plácida respuesta de Sasha.
Miranda se estremeció, pero su voz no traslucía el pánico que sentía.
– No comprendo, Sasha.
– La amante del príncipe, Gillian, se dejó crecer el cabello y se lo tiñó de rubio cuando huyó de Inglaterra -empezó a contar Sasha. Se lo explicó todo.
Cuando hubo terminado, Miranda se quedó muy quieta escuchando el rítmico galope de los caballos. ¡Muerta! ¡Muerta! ¡Muerta!, fue el burlón estribillo. ¡Jared!, gritó mentalmente. ¿No te lo creas! ¡Oh, mi amor, no los creas! ¿No los creas! ¡Estoy viva! ¡Estoy viva!
– Mirushka, ¿está bien? -La voz de Sasha sonaba angustiada.
– Soy Miranda Dunham, la esposa del lord de Wyndsong Manon ¡Y no estoy muerta! ¡Nadie lo creerá! ¡Gillian Abbott no se me parece nada!
– ¿Sabe el aspecto que tiene un cuerpo después de estar varios días bajo el agua y ser devorado por los peces, Mirushka? -Ella palideció, pero Sasha siguió hablando-. Además, ¿quién puede relacionar su desaparición con Alexei Vladimirnovich? No se habían visto nunca excepto cuando se la llevó en su coche, y nadie podía identificar el coche como suyo. No se parece al caso de la institutriz de la princesa Tumanova.
– ¿Qué quiere decir, Sasha?
– Hace dos anos, mi amo se interesó mucho por una francesita que había venido para ser institutriz de los hijos de la princesa Tumanova. Era sin duda una criatura exquisita, de cabello dorado, sedoso, y ojos grises. Alexei Vladimirnovich la quiso para Lucas, así que se la llevó de San Petersburgo. Por desgracia, la muy estúpida dejó una nota a la princesa. La princesa se enfureció y fue a quejarse al zar, quien advirtió al príncipe que no quería más escándalos relacionados con la granja. Por supuesto, la reprimenda no fue muy severa, porque Alexei Vladimirnovich entrega a los Romanov una generosa renta todos los años, renta que procede del negocio de la granja.
– ¿Qué le ocurrió a la chica francesa? -preguntó Miranda.
– Pues que sigue en la granja, claro. Se enamoró de Lucas y ya le ha dado dos hijos. Usted también querrá a Lucas. Todas sus mujeres lo aman. Es un poco simple, pero muy bueno.
– Yo no voy a amar a Lucas, Sasha. No quiero que me apareen como a un animal con pedigrí. No pienso producir hijos para el mercado de esclavos. ¡Odio la esclavitud! ¡Antes preferiría morir!
– No sea tonta, Mirushka. No tiene elección. Tiene que hacer lo que se le mande, como todos.
– No puede obligarme, Sasha -replicó ceñuda.
– Si, Mirushka, podemos. Si no coopera, la forzarán a ello. Vamos, preciosa, no lo ponga más difícil. Lucas no es ninguna bestia enloquecida. Cumplirá con su deber porque sabe que el amo espera que así lo haga, pero preferirá ser bueno y paciente con usted, lo sé.
– ¿Dónde estamos? -preguntó, fingiendo que deseaba cambiar de tema.
– Al sur de Kiev -respondió Sasha, sin pensar que no debía decírselo-. Llegaremos a Odessa a última hora de la tarde, y a la granja por la noche. Está a unos cincuenta kilómetros de Odessa.
Miranda recorrió mentalmente el mapa de Rusia. Gracias a Dios, había prestado atención a las aburridas clases de geografía a las que su institutriz las obligaba.
– ¡Cielos! -exclamó-. ¿Cuánto tiempo llevamos viajando?
– Casi seis días.
– ¡Seis días! ¡Es imposible!
– No. Hemos viajado sin parar. ¿Tiene hambre, Mirushka? Pronto pararemos para cambiar los caballos. ¿Le apetece un poco de sopa, pollo y algo de fruta?
Asintió con la cabeza. Luego, acurrucada en una esquina del coche, guardó silencio. Odessa estaba en el mar Negro. El imperio otomano quedaba cerca y los turcos eran aliados de los ingleses. Necesitaría tiempo para orientarse. ¿Podría mantener a Sasha a distancia, sin olvidar al tal Lucas, mientras preparaba un plan? No debía dejarse ganar por el pánico. Por encima de todo, debía evitar el pánico.
El coche siguió su camino a través de la campiña. Se preguntó dónde estaría la frontera turca y cuánto habría de allí hasta Estambul. Sí la granja del príncipe Cherkessky estaba junto al mar, quizá pudiera robar un bote. Probablemente sería más seguro huir por mar. Nada de granjas, ni gente, ni perros que la rastrearan. Si ocultaba su cabello… no, tendría que cortárselo muy cono, probablemente teñirlo también, pero si lo hacía y lo escondía bajo un gorro y se vestía como un muchacho… Se miró apenada los pechos, ahora más desarrollados, redondos y llenos desde el nacimiento del pequeño Tom. Bueno, se los apretaría con una tela para disimularlos. En un bote pequeño y a distancia, nadie adivinaría que era una mujer.
¡Una brújula! Necesitaría una brújula. ¿Tendrían este tipo de aparatos en este rincón del mundo? Sería fatal escapar en la dirección equivocada. ¡Cómo se reiría Jared de ella! Jared. Sintió que se le escapaban las lágrimas. ¿Creería que había muerto? ¡Santo cíelo!, ¿qué otra cosa podía creer en vista de tantas evidencias? Te quiero, Jared, se repetía una y otra vez. ¡Te quiero! ¡Te quiero!
Sasha la dejó que pensara. Las mujeres no le importaban demasiado, porque nunca había recibido ninguna amabilidad de su parte. Su madre, que no se había casado, había sido la primera doncella de la madre de Alexei Vladimirnovich y aunque jamás nadie se lo había dicho, sabia que su padre era el propio príncipe Vladimir en persona.
Había nacido siete meses después que la hermana pequeña de su amo. Sasha había tenido suerte. Podían haberlo abandonado en cualquiera de las propiedades de los Cherkessky para que lo criaran como a un siervo sin educación, pero la princesa Alexandra lo consideró un niño precioso y quiso honrar a su doncella favorita. Lo trasladaron al cuarto de los niños de la familia y con una nodriza también de la familia. Cuando cumplió cinco años y Alexei ocho, lo asignaron al muchacho que iba a ser su amo para que estudiara con él. En realidad, estaba allí como receptor de los castigos del príncipe. Si Alexei Vladimirnovich se descuidaba en sus estudios, el pequeño Sasha era quien recibía los azotes, porque era del todo impensable que una humilde institutriz o un preceptor tocara la persona del príncipe.
Durante los seis primeros meses en la clase, fue raro el día en que no recibiera una azotaina a manos de la institutriz, una amargada francesa noble, que escapó por los pelos de la Revolución de su tierra natal. Empobrecida, se vio obligada a ganarse la vida. Sasha encarnaba para ella a los campesinos de su propia tierra que se habían atrevido a rebelarse tan violentamente contra sus amos y contra el orden natural de las cosas. Descargaba su furia contra el niño desamparado. Desgraciadamente para Sasha, el príncipe era un mal estudiante. Sin embargo, el niño más pequeño tema una memoria fenomenal y rápidamente alcanzó al otro. Pronto, con gran vergüenza de Alexei Vladimirnovich, sobrepasó al maestro. El príncipe empezó a aprender sus lecciones y mademoiselle se vio obligada a disminuir sus palizas a Sasha. Cuando el príncipe cumplió doce años, les asignaron un preceptor inglés, el señor Bradbury, cuyo sentido del fair play le hizo tratar a ambos niños como iguales. Alexei Vladimirnovich lo toleró, porque hacía de su siervo un compañero y confidente más interesante, y ahora era ya el príncipe Cherkessky, porque su padre había muerto en una loca carrera sobre el Neva helado. Cinco nobles habían participado en la carrera de trineos en la que murió el príncipe Alexei Cherkessky y su amante del momento, otros tres resultaron heridos y una mujer quedó inválida de por vida.
El príncipe contaba catorce años a la sazón, y aunque orgulloso de su posición, necesitaba la amistad de un hombre maduro. El señor Bradbury le había proporcionado de buen grado aquella amistad y pronto inició afectuosamente al muchacho en su primera experiencia sexual. Un año después, Sasha empezó a compartir su placer. Al inglés y al príncipe también les gustaban las mujeres. En cambio, a Sasha, no. Había aprendido desde muy joven a desconfiar de las mujeres. Su propia madre jamás le había tenido en brazos y mucho menos lo había besado o acariciado.
No, a Sasha no le gustaban las mujeres, pero la que viajaba con él no parecía una mala persona. Había esperado histeria, incluso un intento de violencia física, cuando recobrara el conocimiento. Había esperado tener que mantenerla drogada durante todo el camino, quizás incluso los primeros días en la granja, pero ahí estaba, al último día del viaje, totalmente consciente y tranquila. Le había formulado preguntas relativamente inteligentes, tenía el buen sentido de guardar silencio, de no parlotear constantemente.
En un instante fugaz la miró y se entristeció. La historia que le había contado de su vida sin duda era la verdad. Ni por un momento había creído a esa zorra de Gillian.
El coche siguió avanzando por el camino mal empedrado que cruzaba la meseta central y conducía a la ciudad de Odessa. La ciudad, que se desplegaba en terrazas desde lo alto, había sido en su origen el emplazamiento de una comunidad griega. La primera ciudad había desaparecido en el siglo IV de nuestra era. En el siglo XIV, un jefe tártaro levantó un fuerte en aquel lugar, que fue capturado dos siglos después por los turcos otomanos. Luego, diecisiete años antes de que Miranda visitara la ciudad, los rusos la habían capturado y edificado un fuerte y una base naval.
Era una ciudad preciosa, con calles trazadas en secciones rectangulares bordeadas de árboles. El coche disminuyó la marcha para acomodarse al tráfico de la ciudad pero ninguno de los dos viajeros se despertó. El cuerpo joven y sano de Miranda iba desprendiéndose rápidamente de los efectos de varios días de elíxir de opio, de forma que dormía relajada y profundamente, segura de que encontraría el medio de escapar de todo aquello. A su lado, Sasha, convencido de que su compañera se comportaría con sensatez, roncaba ligeramente.
Despertaron simultáneamente cuando el coche se detuvo ante la verja de la inmensa propiedad del príncipe Cherkessky.
– ¡Eh, Sasha, despierta! -El dialecto ruso penetró su consciencia y ambos despenaron.
– Hola, Misha, abre la puerta. Traigo un cargamento precioso para la granja.
– ¿Para quien va a ser ésta?
– Para Lucas. Alexei Vladimirnovich encontró por fin la pareja perfecta.
El portero echó una mirada a Miranda y emitió unos ruiditos apreciativos.
– ¡Uau! Menudo bombón. Este Lucas es un canalla con suerte, y sé que disfrutará tirándose a ésta, aunque no creo que la francesita se sienta muy feliz. Lleva mucho tiempo siendo su favorita.
– ¡Peor para ella! Abre ya. El viaje ha sido muy largo y cuanto antes tenga a Mirushka instalada, antes podremos empezar a trabajar.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó Miranda ruborizada, no del todo segura de que necesitara una traducción.
– La estaba admirando y envidiando a Lucas -fue la respuesta.
– Oh. -Guardó silencio un instante, y luego preguntó-: ¿ Cómo podré hablar con ese Lucas? No sé ruso.
– Entonces tendrá que aprenderlo, ¿no le parece? -Pero al ver su expresión angustiada cambió de tono. Después de todo, el príncipe la quería feliz-. Lucas tiene un don especial para las lenguas, Mirushka. Conoce infinidad de dialectos rusos; un poco de alemán porque dos de sus mujeres proceden del valle del Rin; y su francés es excelente gracias a la muchacha francesa, Mignon. De todos modos, no creo que hablen mucho los dos.
– ¡Es usted asqueroso! -exclamó furiosa-. No obstante, si su Lucas habla francés le explicaré mi situación. De seguro que no querrá violar a la legítima esposa de otro hombre. Me temo que los planes del príncipe para mí se van a torcer y tendrá que dejarme marchar. Podría decirle al príncipe que he muerto y regresar a San Petersburgo para estar junto a él. Me doy cuenta de que ya lo está añorando.
Sasha ignoró la primera parte de su discurso. ¿Por qué molestarse en explicarle que Lucas haría lo que se le ordenaba porque era un esclavo cumplidor?
– Si yo volviera a San Petersburgo y dijera al principe que estaba muerta, me mataría -admitió con sencillez-. Y tendría razón, porque usted es un bien precioso para él y se me ha confiado su cuidado. He servido a Alexei Vladimirnovich desde que tenía cinco años y jamás le he fallado.
Miranda se apañó de él y miró por la ventanilla del coche. Había valido la pena intentarlo. Ahora sabía que su lealtad era inquebrantable. Contempló la propiedad. Parte consistía en bosques y parte en campos de cultivo. Ante ella veía ahora la casa principal, que se alzaba sobre una colina verde por encima del mar. Veía dorados campos de trigo, viñedos cargados de uvas negras y verdes, y huertas. Vio vacas, corderos y cabras pastando en jugosos prados. Era una hermosa visión, aparentemente ignorante de su verdadero propósito.
Sasha le habló como si anticipara sus pensamientos.
– La granja es casi autosuficiente. Todo lo que necesitamos se cultiva aquí o se consigue mediante trueques. La granja se divide en varias secciones. Los niños, por ejemplo, viven en la parte más alejada de la sección principal para que no molesten a las mujeres. Los recién nacidos son separados inmediatamente de las madres después del alumbramiento y los llevan a las guarderías. Tenemos cinco guarderías, cada una con su personal y capaz para el cuidado de diez niños. Hay una niñera para cada dos niños y se les mantiene en la guardería hasta los tres anos, cuando son trasladados a la sección infantil.
"Ahí separan a los niños según su sexo, diez para cada vivienda supervisada por dos mujeres mayores. Cada grupo duerme en una habitación, pero todos los niños comen juntos en una sala común. Son chiquillos felices, activos, bien alimentados. No podemos vender criaturas apocadas o feas. Los niños con castrados muy jóvenes, porque la mayoría son muy guapos y tendrán mucho éxito como eunucos. Las niñas, claro, están destinadas a los harenes, aunque en ocasiones guardamos algunas para disponer de hembras frescas. Pero tenemos mucho cuidado de no cruzarlas con sus propios padres. En el pasado no se tenía tanto cuidado y obtuvimos niños deformes o idiotas. El príncipe es muy prudente y cuando tuvimos más cuidado en los apareamientos eliminamos estos problemas.
Sin duda se enorgullecía al detallar las operaciones de la propiedad, explicando qué se enseñaba a los niños a fin de aumentar su valor y de agradar a sus futuros amos. Miranda casi rió de la absurda obscenidad de todo aquello. Dos años atrás, por esa misma época, era más inocente que un niño de diez años de la granja de esclavos del príncipe Cherkessky.
– Ahora bien, las mujeres que crían -tenemos casi un centenar- viven en grupos de diez. Cada edificio consta de cinco alcobas de dos plazas y de una sala común para comer y distraerse. Dos mujeres mayores las atienden. Su único trabajo consiste en parir niños sanos y guapos.
– Disponemos de diez sementales, cuyas viviendas son como las de las mujeres. A propósito, de momento usted no vivirá en la sección de mujeres, sino que permanecerá en la villa de Alexei Vladimiroovich, conmigo. Pensó que se encontraría más cómoda ahí hasta que se acostumbre a su nuevo entorno. Su felicidad es muy importante para el príncipe.
– Es la amabilidad personificada -murmuró ella dulcemente.
Sasha ignoró el claro sarcasmo.
– Hay chozas de apareamiento y baños en las secciones, también disponemos de varias comadronas. Para un caso difícil tenemos un médico en la propiedad, pero se encarga sobre todo de los niños.
Llena de curiosidad a pesar suyo, Miranda preguntó:
– ¿Cuánto tiempo hace que tiene esta granja el príncipe?
– La granja pertenece al príncipe desde hace unos doce años, pero ha sido de la familia desde doscientos años atrás. El abuelo materno del príncipe era el señor tártaro de esta región: el príncipe Batu. Cuando Rusia conquistó esta tierra, los hijos y nietos del viejo tártaro fueron asesinados o ejecutados. El zar, naturalmente, estuvo encantado de que la propiedad pasara a Alexei Vladimirnovich cuando murió el príncipe Batu, de forma que las tierras quedaron en la familia. Los esclavos de esta granja son justamente apreciados y muy cotizados en los mejores mercados de esclavos de Estambul desde hace ciento cincuenta años.
Mientras Miranda iba digiriendo toda esta información el coche salió de la avenida y fue a parar ante el edificio de piedra. Dos jóvenes corrieron a sujetar los caballos y otro salió de la casa para abrir la puerta del coche.
– Bienvenido, Pieter Vladimirnovich. Hace dos días llegó la paloma mensajera anunciando tu venida. Todo está preparado.
Sasha se apeó y ofreció su mano a Miranda. Ella la tomó, se puso en pie y se desplomó.
– ¡Sasha, las piernas no me sostienen! -exclamó asustada.
– No pasa nada, Mirushka, es sólo temporal. -Luego se volvió al lacayo y ordenó-: ¡Ayúdala! Llévala a su habitación,
El hombre se acercó y la sacó del coche como si se tratara de un ramo de flores. Estaba mareada por un olor desagradable que, según descubrió muy pronto, procedía de sí misma. Roja de vergüenza, se acordó del comentario de Sasha acerca de sus pañales.
– ¡Quiero inmediatamente un baño! -ordenó.
– Tranquilícese, ya está preparado y esperándola -rió al comprender su malestar. Las piernas le volverán a funcionar después de un baño caliente. La veré más tarde, Mirushka.
El lacayo entró rápidamente en la casa y se desplazó tan de prisa que Miranda no tuvo tiempo de orientarse. La llevó a una habitación cuadrada, alicatada, llena de humo, donde la recibieron media docena de bonitas jóvenes que inmediatamente se apoderaron de ella, gorjeando y cloqueando mientras le quitaban las ropas y, con gran vergüenza por su parte, su maloliente panal. No comprendía ni una palabra de lo que decían. Le indicaron que bajara dos peldaños de un precioso recipiente cuadrado y tibio que, obviamente, servía como baño. Dos de las jóvenes se quedaron junto a ella y la arrastraron dulcemente por el agua hasta una esquina del baño donde había una hilera de frascos de cristal perfectamente ordenados. Rápidamente los fueron destapando y se los presentaron de uno en uno a fin de que pudiera elegir el perfume que más le gustara. Rechazó el de rosas, gardenia, jazmín, muguet, almizcle y flores silvestres. Quedaban tres frascos. El primero olía a violeta, el segundo a azahar y, suspirando, olió el tercero. Una sonrisa iluminó su rostro.
– ¡Alhelí! -exclamó y se lo indicó a sus acompañantes.
Sonrientes, ellas vertieron generosamente el aceite perfumado a la piscina y cada una tomó una pastilla de jabón, dispuestas a enjabonarla. Miranda les quitó el jabón de las manos, sacudió la cabeza y empezó a lavarse. Ellas asintieron y le entregaron un cepillo de cerdas duras.
– ¡No! -exclamó, pensando que le destrozaría la piel.
Pero dos muchachas la agarraron y sujetaron con fuerza, mientras que las demás saltaban a la bañera. Aunque Miranda protestaba ruidosamente, ellas se lanzaron a la tarea y la frotaron vigorosamente. A continuación le lavaron el pelo y luego la sacaron del agua para secarla cuidadosamente. Tampoco le sirvió de nada protestar cuando cuatro de las muchachas le masajearon todo el cuerpo con una espesa crema perfumada, mientras las otras dos secaban y cepillaban su larga cabellera hasta que estuvo suave y vaporosa y empezó a brillar como oro blanco a la luz de las velas que iluminaban la habitación.
Fue entonces cuando una de ellas señaló sus ojos y su cabello y dijo algo, excitada. No obstante, la única palabra que llegó a comprender fue «Lucas». Las demás asintieron vigorosamente y a continuación la condujeron desnuda a una habitación deliciosa con vistas al mar. Una de las jóvenes le entregó una túnica rosa y transparente para que se la pusiera y después la ayudó a entrar en la cama mientras las demás abandonaban la habitación. La muchacha le hizo una alegre reverencia, salió y cerró la puerta a sus espaldas.
Miranda suspiró y movió encantada los dedos de los pies. Hacía mucho tiempo que no se encontraba tan cómoda. No había tomado un baño de verdad desde que abandonó Inglaterra, tiempo atrás. De pronto descubrió dos cosas. ¡Sus piernas funcionaban! Parecían un poco débiles por la obligada inactividad de los últimos días, pero ¡funcionaban! La otra cosa curiosa eran las muchachas que la habían servido. Todas eran rubias, rubias de diversos tonos, pero rubias al fin y al cabo. Tendría que preguntárselo a Sasha y, como respondiendo a su llamada, el criado entró en la alcoba sin llamar.
– ¿Se encuentra mejor? -preguntó amablemente.
– Sí, gracias, pero tengo hambre.
– Marya le subirá la cena dentro de poco. Es una buena doncella, además, sabe hablar francés. No dude en pedirle cualquier cosa que necesite.
– Las criadas que me bañaron… ¿por qué son todas rubias? Casi podrían ser hermanas.
– Algunas de ellas probablemente lo son… por lo menos hermanastras. Pertenecen a la granja. Saber bañar debidamente a una persona es una habilidad importante en la vida de Oriente Medio. Suelen practicar entre ellas. La razón de que sean rubias es porque criamos rubias. Las esclavas rubias, de piel y ojos claros, son las más valiosas, las que mejor se venden. Oh, en ocasiones, alguna de las mujeres pare una pelirroja, que también dan mucho dinero, pero las que prefieren los pachas y los jeques son las rubias. Nunca comprenderé qué importancia puede tener esto a oscuras, pero ¡hay que ver cómo se venden esas cabezas doradas!
Antes de que Miranda pudiera contestarle, se abrió la puerta y entró una vieja con una bandeja en las manos.
– Buenas noches, Miranda Tomasova. Le traigo la cena -anunció-. ¡Ahueca estas almohadas, Sasha! ¿Cómo puede comer tumbada?
Sasha sonrió a la anciana y se apresuró a obedecer sus órdenes.
– En realidad, Marya es quien lleva las riendas en la granja. Incluso Alexei Vladimirnovich la obedece cuando le riñe. -Ahuecó las almohadas y ayudó a Miranda a incorporarse.
Marya depositó la bandeja con suavidad sobre las rodillas de Miranda.
– ¿Podrá comer sola, querida, o quiere que se lo dé? -preguntó en francés.
– Podré arreglarme sola, gracias.
– Muy bien, entonces la dejaré tranquila. Si me necesita, sólo tiene que tirar del cordón de la campanilla. -Salió y Sasha acercó una silla a la cama.
– La acompañaré mientras come, Mirushka -dijo-. Un buen descanso esta noche la ayudará a recuperarse.
Miranda empezó a levantar las tapaderas de las fuentes. Un aroma tentador emergía de la bandeja. Había un bol de sopa roja, con una mancha blanca en el centro.
– ¿Qué es esto? -preguntó.
– Borsch… sopa de remolacha. Lo blanco es nata agria. ¡Pruébela, está muy buena!
Obedeció y la encontró muy sabrosa. El borsch desapareció rápidamente. El plato siguiente, según descubrió al levantar la tapa, eran dos pasteles de hojaldre llenos de una carne picada, especiada, cebolla y unos granos. Era kasha, le explicó, una especie de trigo que crecía en la propiedad. Había un pequeño plato de guisantes y una tarta de melocotón con crema. Toda la comida era deliciosa, y al acabarse la última migaja suspiró apenada.
– Tiene buen apetito, Mirushka -la felicitó-. Dentro de pocos días se habrá recobrado de su viaje, El príncipe sugirió que le dejara tiempo para aclimatarse. Descansará y tal vez demos un paseo por los jardines y por la playa.
– ¿Y después?-Santo Dios, ¿por qué se le había ocurrido la pregunta?
– Después, empezarán sus visitas a la choza de Lucas. -Sasha se levantó-, Voy a llevarme la bandeja. La veré mañana.
Se marchó. Miranda se quedó sola y en silencio. Se sentía abrigada, bien alimentada, pero de ningún modo tranquilizada por toda aquella amabilidad. Por supuesto, todos se mostraban amables. Era un producto valioso, pero que no creyeran que iba a quedarse quieta, mansa y cooperadora, para que la llevaran al matadero como un inocente corderito. Necesitaba tiempo para orientarse. Le había dicho que pasearían por la playa al día siguiente y eso le daría la oportunidad de fijarse en el puerto y la cosca. Si pudiera convencerlo de que le mostrara el camino de Turquía, cuando decidiera escapar podría seguir la costa en esa dirección. Tratar de conseguir una brújula podía resultar peligroso.
Iba a resultar una tremenda decepción para Sasha, pero claro, ni él ni su amo habían tropezado antes con una americana. No eran importantes, había dicho el príncipe. Obviamente, los rusos no entendían nada del mundo que se extendía más allá de las fronteras de su atrasado país. América, pensó, es sencillamente joven, pero algún día se convertirá en una potencia a tener en cuenta, porque nuestro pueblo es vital y ambicioso, y son estas cosas las que conforman una gran nación.
Empezaba a relajarse y miró a su alrededor con curiosidad. La habitación no era muy grande, con enormes ventanales a su derecha y una pequeña chimenea de mosaico frente a la cama. Las paredes eran rústicas, albeadas. El techo era de oscuras vigas vistas y el suelo de mosaico rojo. Sólo había tres piezas de mobiliario: un alto armario de roble pintado, una cama a juego y un sillón con asiento trenzado. Un candelabro con una vela y pedernal. Sobre la cama, un crucifijo de madera que parecía absolutamente fuera de lugar, pensó Miranda, teniendo en cuenta el lugar donde se encontraba.
Las ventanas, con cortinas sencillas de algodón crudo y bordadas de alegres colores, habían quedado entreabiertas y por ellas le llegaba el aroma de las flores del jardín. La cama era una maravilla de comodidad, con un buen somier y un colchón de pluma. Las sábanas, frescas y perfumadas de lavanda, estaban cubiertas por una colcha de raso rojo, una incongruencia en aquella alcoba rústica. Agradecía el calor de la ropa porque la noche estaba refrescando. Al otro lado de las ventanas percibió el brillo de las luciérnagas enamoradas y oyó el chirrido de los primeros coros de grillos. Es como estar en casa, en Wyndsong, pensó, y una lágrima le resbaló por la mejilla seguida inmediatamente de un pequeño diluvio que humedeció su almohada.
Furiosa, se increpó por aquella debilidad, pero a la vez se sintió más fuerte, liberada de sus tensiones, y no tardó en caer en un sueño sin pesadillas.
Las luciérnagas se diseminaron por los bosques para jugar al escondite con los árboles y las matas; el coro de grillos dio paso al rumor sibilante del viento nocturno y una luna tardía se alzó para platear los campos, las playas, los bosques y el mar. Miranda durmió plácidamente, sin oír que una ventana se abría para dar paso a la figura de un hombre alto. La luz de la luna hacía innecesaria la vela, y el hombre se acercó a la cama para contemplar a Miranda.
Dormía echada sobre la espalda como un niño, con las piernas algo encogidas, un brazo alargado y el otro doblado por encima de la cabeza. Había apartado la ropa y él se agachó para cerrar el camisón que se había abierto, respirando con dificultad a la vista de su pecho firme, redondo, plateado por la luna y el esbelto torso. Se movió ligeramente y él la cubrió con la ropas. Fijándose en las huellas de lágrimas, acarició tiernamente su mejilla en un gesto de simpatía y rozó su cabellera color platino, después se volvió y salió por donde había llegado.
A la mañana siguiente Marya fue a despertar a Miranda.
– Levántese, querida, el sol lleva ya dos horas brillando.
Abrió despacio sus ojos verde mar y por un instante fugaz creyó encontrarse en Wyndsong. Jemima la llamaba para que se levantara. Pero cuando la visión se aclaró, vio a la menuda anciana de pelo blanco. ¡Qué desencanto!
– Buenos días -murmuró.
La anciana le sonrió.
– Bien, ya está despierta. Hoy voy a mimarla, querida, y dejaré que Marta le suba el desayuno a la cama. No obstante, mañana deberá levantarse y desayunar con nuestro Sasha. Él no se lo habrá dicho pero le gusta su compañía. -Tiró del cordón de la campanilla-. ¿Le gustó la cena de anoche?
Tiró del cordón de la campanilla.
– Sí, era deliciosa -le felicitó Miranda.
– Debe decirme las comidas que le gustan. Miranda Tomasova, porque mi obligación es complacerla. Si desea que le prepare un plato especial, dígamelo. Si no lo sé hacer, lo aprenderé.
Marta llegó con la bandeja del desayuno y Miranda se incorporó impaciente por ver lo que le deparaba esta vez la cocina de Marya. La bandeja de mimbre, blanca, sostenía una porcelana delicada salpicada de capullos color rosa.
– ¿Qué es esto? -Miranda señaló un pequeño cuenco lleno de una sustancia cremosa y dorada sobre cuya superficie se veían unos granos de uva verde
– Yogur con miel fresca y un poco de canela.
– ¿Qué es yogur?
– Se hace con leche, querida. Pruébelo, creo que le gustará.
Al principio el curioso sabor sorprendió a Miranda y no estuvo segura de si le iba a gustar ese yogur, pero antes de darse cuenta el bol estaba vacío. Un plato de huevos revueltos, ligeros, y los cruasanes crujientes siguieron al yogur. Había una tetera de delicado té verde que bebió, golosa, en una taza de finísima porcelana.
Con una sonrisa aprobadora, Marya retiró ta bandeja mientras Marta ayudaba a Miranda a vestirse. Le entregó varias enaguas blancas, una falda negra, una blusa de aldeana, blanca, de mangas cortas y un par de zapatos negros. La falda le llegaba por debajo de las rodillas, lo que le pareció sumamente impúdico. No le dieron medias, por lo que llevaba las piernas desnudas. Tampoco le dieron pantalones, pero cuando protestó por esta omisión mediante señas a Marta, la joven levantó su propia falda revelando un trasero descubierto. Miranda estaba horrorizada, pero Marta se limitó a reír.
Miranda se recogió el pelo en una sola trenza y avanzando sobre piernas ya seguras y fuertes, salió a reunirse con Sasha, en compañía de Marta, que le mostró el camino. La estaba esperando en una estancia soleada y cómoda, con mesas policromadas y sillones y sofas excesivamente rellenos. Con él había un hombre delgado y bajito.
– Adelante, Mirushka -le dijo alegremente-. ¿Ha dormido bien? ¿Ha desayunado?
– Sí y sí -respondió-. ¿Vamos a ir de paseo ahora? Ya me encuentro bien y no estoy acostumbrada a la inactividad, Sasha.
– Iremos de paseo, pero primero debe conocer a Dimitri Gregorivich, el capataz de la granja del príncipe.
– Bienvenida, Miranda Tomasova -le dijo el capataz en un francés cuidadoso-. Va a ser una aportación valiosa.
– No estoy aquí por mi voluntad -le cortó Miranda
– Pero aquí está y al igual que el resto de nosotros, cumplirá las órdenes de nuestro amo. -Se volvió a Sasha y siguió hablando como si ella no estuviese-. Si estuviera a mi cuidado, unos azotes acabarían con su descaro. Hay modos de hacerlo sin dejar marcas en la piel.
Pero Alexei Vladimirnovich la ha puesto en sus manos.
– Mirushka solamente necesita tiempo para adaptarse, Dimitri Gregorivich -lo tranquilizó Sasha-. Es completamente distinta de nuestras otras mujeres. Es una auténtica dama.
– Pues nos traerá problemas, Pieter Vladimirnovich. Si realmente es una dama, ¿cómo podrá adaptarse a la vida que le ofrecemos? ¡Mírala! ¡Y además, juraría que es culta! Orgullosa y -la miró de nuevo- y rica. Es usted rica, ¿verdad, Miranda Tomasova?
Ella asintió.
– Soy una heredera y mí marido es también muy rico.
– Una pobre aceptaría su suerte, pero ella no se adaptará -declaró tajante el capataz-. Alexei Vladimirnovich ha cometido un error. Sólo se fijó en su apariencia.
– Tiene razón, Sasha -terció Miranda-. ¡Déjeme ir! Digan que me quité la vida antes que enfrentarme con el futuro que me ofrecían.
– Lo aceptará todo -declaró Sasha, positivo-. ¿Cuánto tiempo ha pasado, Mirushka, desde que hizo el amor con un hombre? Me contó que su marido llevaba varios meses fuera y que acababa de tener un niño. Hace mucho, mucho tiempo, Mirushka, que no ha estado con un hombre. ¿No desea hacer el amor con alguien fuerte y apasionado? He estado muchas veces con el príncipe fuera de la choza de apareamiento y he oído los gritos de placer que el arte magistral de Lucas arranca a una mujer. A menos que sea usted frígida… y ni por un instante creo que lo sea… no tardará en gritar de placer. Vamonos ahora, vamos a dar una vuelta.
Furiosa, deseaba rehusar y volver a su habitación, pero en cambio lo siguió mansamente, ante la sorpresa de Dimitri Gregorivich. Tenía que ver la playa, asegurarse del camino de la libertad, escapar a toda costa. Contuvo el mal genio y charló con Sasha acerca de la flora y la fauna del área de Crimea, un tema sobre el que estaba bien enterado. Finalmente, llegaron a la playa que daba al mar Negro.
– Mí hogar es una isla -le explicó-. ¡Me gusta tanto el mar! Lo engañó.
«Bien -pensó él-, se acostumbrará a estar aquí porque es como su hogar. Después, Lucas le hará olvidar a su marido.»
– ¿Por dónde vinimos? -quiso saber ella-. Quiero decir, ¿dónde está Odessa? ¡Cuánto lamento haber dormido parte del camino!
– Odessa está a unos treinta kilómetros siguiendo la costa -le contestó, señalando a la izquierda-. Estamos a unos nueve kilómetros de la frontera de Besarabia en la otra dirección. Las pocas bandas de tártaros que quedan a veces atacan pequeñas granjas de los alrededores para llevarse el ganado y alguna muchacha. Después, cruzan apresuradamente la frontera de Besarabia y no podemos hacer nada.
– ¿Han atacado la granja alguna vez?
– ¡Cielos, no! Recuerde que el príncipe Cherkessky es medio tártaro. Nunca se han atrevido a llegar hasta aquí. Además somos demasiado numerosos para que una pequeña banda nos ataque.
Retrocedieron en dirección a la villa; Miranda estaba llena de optimismo. Había conseguido la información. Si Odessa se encontraba a la izquierda, la libertad estaría a la derecha. Había visto un elegante yate fondeado en la cala. Supuso que pertenecía al príncipe. No podía robarlo, pero a lo largo de la playa había visto varias barcas similares a los dories con los que estaba familiarizada. La diferencia era que estas barcas tenían un mástil y una sola vela. Sonrió para sí. «Nadie sabe manejar un pequeño velero mejor que yo», pensó. Unos días más para acabar de recobrar fuerzas y se marcharía. Ya se había fijado en que no había guardias de ningún tipo protegiendo la propiedad. Obviamente, a nadie se le había ocurrido escapar. ¿Por qué iban a hacerlo? La mayoría de los residentes en la granja del príncipe Cherkessky probablemente no conocían otro tipo de vida. Y comparados con los siervos o con la clase media baja de Rusia, los esclavos de la granja del príncipe vivían con lujo y comodidad. ¿Por qué iban a querer marcharse?
Sería fácil salir por la planta baja, por la noche. Pero primero debía familiarizarse con la cocina de la villa, porque necesitaría comida y botellas de agua. La falta de previsión podía costarle la vida.
Los dos días siguientes pasaron agradablemente; Marya la atiborraba de su maravillosa comida y Sasha le ofrecía una compañía agradable entre paseos y partidas de ajedrez. Su traje campesino fue reemplazado al día siguiente por una larga túnica suelta que, según le explicó Sasha, se llamaba caftán. Era una prenda de Oriente Medio, muy cómoda, y con la que se sentía menos expuesta que con las faldas cortas y blusas escotadas.
En su tercera velada tomaron un camino diferente, no hacia la playa, sino a través de una huerta cercana. Los frutales estaban cargados de manzanas maduras y percibía su suave aroma. Suspiró.
– Se acerca el otoño -dijo casi para sí, y pensó en Wyndsong. Sasha no dijo nada. Ante ellos se extendía un campo de flores silvestres. Caminaron hacia allí y entonces se fijó que había una construcción baja al borde del campo-. ¿Qué es esto? -le preguntó.
– Venga, se lo enseñaré -dijo Sasha al llegar. Abrió la puerta y se apartó cortésmente para que Miranda pudiera ver el interior. La estructura consistía en una habitación con chimenea y en la penumbra había un mueble que no logró distinguir. Entró para ver más; se volvió para interrogarlo en el momento en que la puerta se cerraba tras ella y un largo cerrojo encajaba en su soporte de hierro.
– ¡Sasha! -Su corazón latió enloquecido.
– Lo siento, Mirushka, si esta noche le hubiera dicho que íbamos a visitar por primera vez la choza de apareamiento, no hubiera querido venir.
La ira dio paso al pánico.
– ¡Desde luego que no hubiera querido venir! -le gritó-. ¡Abra esta puerta, maldito canalla!
– No, Mirushka, no pienso hacerlo. Está más que recuperada de su viaje y cuanto antes empecemos, antes podré marcharme de este bucólico lugar y regresar junto a Alexei Vladimirnovich. Me está vedada su compañía hasta que tenga usted su primer hijo. Cómo mínimo tardaré nueve meses en regresar a San Petersburgo.
– ¡No quiero ser violada por su maldito esclavo semental! -chilló-. Si intenta tocarme, me defenderé. Le arrancaré los ojos. Patearé y arañaré todo lo que pueda. Le advierto, Sasha, lo inutilizaré para el servicio si le obliga a que me fuerce.
– Mirushka, Lucas es grande y fuerte y no podrá hacerle daño. Por favor, coopere.
Miranda empezó a golpear enloquecida contra la gruesa puerta, pero sus puños batían un tamborileo fútil. Golpeó hasta que los nudillos le empezaron a sangrar y el rostro se le cubrió de lágrimas. De pronto, giró en redondo, asustada, preguntándose si estaba realmente sola. Contuvo el aliento y esperó un momento para asegurarse de si podía oír otra respiración, pero la habitación estaba silenciosa y cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra comprobó que no había nadie más. Llamó a Sasha y sólo le respondió el silencio. La había dejado.
Miranda distinguió el mueble. Era una cama baja, con cuerda trenzada por somier y una fina colchoneta sobre las cuerdas. Se sentó encima, temerosa. Aquello no estaba hecho para ofrecer comodidad, pero tampoco era aquélla la función de la cama. Se estremeció. La habitación carecía de ventanas, pero por entre las maderas mal ajustadas se filtraba una media luz. A medida que anochecía, la estancia fue quedándose más y más oscura y sus temores se acrecentaron. Lloró, su llanto se fue haciendo más y más intenso hasta que se sumió en un sueño nervioso, de agotamiento.
Despertó sobresaltada. A través de una rendija vislumbraba la luna. Repentinamente se dio cuenta de que ya no estaba sola. El aliento se le quebró en la garganta y se esforzó por oír, pero sólo percibía los latidos enloquecidos de su propio corazón. Se quedó rígida. Quizá si consiguiera hacerle creer que estaba dormida la dejaría tranquila. Estaba asustadísima y, pese a su valor, incapaz de dejar de temblar. Miranda, al fin, ya no pudo soportar más la tensa espera y emitió un sollozo entrecortado.
– ¿Tienes miedo? -preguntó una voz cálida y profunda-. Me han dicho que no eres virgen. ¿Por qué tienes miedo? No voy a hacerte daño.
Distinguió una forma oscura en una esquina, junto a la puerta. Se alzó a una altura desmesurada y avanzó hacia la cama.
– ¡No! -chilló, histérica-. ¡Quédate donde estás! No te acerques más.
– Me llamo Lucas. Dime, ¿por qué tienes miedo?
– No puedo hacer lo que nos ordenan -murmuró-. Me robaron a mi marido. Por favor, compréndelo. No soy una esclava.
– No eras una esclava -la corrigió dulcemente-, pero me temo que ahora sí lo eres. Tardarás en acostumbrarte, lo sé. -Hablaba en un francés culto.
– ¿No naciste esclavo? -le preguntó, curiosa al fin y al cabo, pese al miedo.
Lucas empezó su relato sin moverse de donde se encontraba.
– No. No nací esclavo. Mi hermano Paulus y yo procedemos del norte de Grecia. Nuestro padre era un sacerdote ortodoxo griego. Nuestra madre murió cuando nosotros teníamos doce y catorce años, y padre entonces volvió a casarse con una mujer de la aldea que tenía una hija. Mamá era la mujer más hermosa del pueblo y, aunque mi padre no lo sabía, también la más corrupta. No llevaba un año en la casa cuando se acostó con los dos. Entonces nuestro padre empezó a enfermar y no tardó en morir. Supongo que lo estaba envenenando, pero yo entonces no lo sabía. Nuestra amante madrastra arregló rápidamente un matrimonio entre su fea hija y el hijo mayor del hombre más rico del pueblo. Oíamos comentar continuamente en el pueblo la enorme dote de Daphne, pero lo que no entendíamos era de dónde saldría la tal dote. Entre tanto, nos mantenía felices y satisfechos en su cama.
»Sólo faltaba una semana para la boda de nuestra hermanastra, cuando un grupo de jinetes llegó a nuestra aldea. Eran mercaderes de esclavos. Como "madre" nuestra, tema derecho a vendernos, y le pagaron una gran suma. El dinero, claro, era para la dote de nuestra hermanastra. Sin dote, nuestra hermanastra no hubiera conseguido ningún marido; ¡mucho menos uno rico! Oí a Mamá regatear nuestro precio con el jefe del grupo y, créeme, le sacó hasta la última moneda y más. -Rió entre dientes-. ¡Qué mujer! "Ambos pueden joder como sementales -dijo al mercader-. Yo misma les he enseñado, y ambos son potentes como diablos. ¡En el año pasado he abortado siete veces!"
– ¡Es horrible! -exclamó Miranda-. ¡Qué mala fue al venderos como esclavos!
– Ahora pienso que nos hizo un favor -fue la sorprendente respuesta-. Nuestra aldea era pobre y nuestro padre había sido el sacerdote. Éramos los más pobres de todos. Cuando Mamá nos vendió, sabía que nos mandarían a una granja de esclavos, porque éramos demasiado mayores para que nos castraran. Por eso le dijo al mercader que nuestra semilla era muy potente. Las granjas andan siempre buscando material fresco y los esclavos de las granjas reciben un trato privilegiado.
"Paulus y yo fuimos llevados a Estambul y allí Dimitri Gregorivich nos compró a los dos. Había ido a comprar para el príncipe Cherkessky, que acababa de heredar la propiedad. Aquí hemos sido felices y tú también lo serás, te lo prometo. Es cuestión de tiempo.
– Mi historia no es como la tuya -empezó Miranda-. Tú eras un aldeano y la esclavitud ha mejorado tu vida. Cuando te trajeron no dejabas nada detrás de tí. Tus padres habían muerto los dos, tu madrastra y su hija significaban poco para ti, no tenías nada. Yo lo tenía todo.
»Soy rica por derecho propio. ¡Tengo un marido y un hijo a quienes amo, una madre, una hermana y un hogar! No pertenezco aquí.
»Tu príncipe me raptó de mi yate, en San Petersburgo, porque, al parecer, mi colorido es como el tuyo. Me han dicho que engendras hijas, y que el príncipe Cherkessky cree que una raza de hijas nuestras le haría mucho más rico. ¡Pero si me tocas, me mataré!
– Yo no soy una yegua de cría. Soy Miranda Dunham, de Wyndsong Island, esposa de Jared Dunham, lord del mismo nombre.
– ¡Pobre pajarito! -suspiró el hombre-. Ahora todo ha cambiado. Estás aquí y ésta es tu vida. No quiero verte desgraciada porque soy hombre de corazón tierno y me apena ver a una mujer triste.
Se acercó a ella.
– ¡No! -gritó Miranda, retrocediendo al fondo de la cama.
– Miranda, Miranda -la reconvino, paladeando su nombre por primera vez-. Nunca he tomado una mujer a la fuerza y te prometo que no te violaré. Confía en mí, pajarito. Sólo quiero sentarme a tu lado y cogerte la mano. Te cortejaré como solían hacer los muchachos de mi aldea con las chicas bonitas.
– Será inútil. Nunca me entregaré a ti y cuando descubran que no has hecho lo que quieren, nos forzarán. Sasha roe lo ha advertido.
– ¡Sasha! -La voz de Lucas estaba cargada de desprecio-. Es el preferido del príncipe. ¿ Qué puede saber de un hombre y una mujer? Dimitri Gregorivich sabe que cumpliré con mi deber y confía en mí juicio en estos asuntos. Llegaremos a hacer el amor. Miranda, y con la gracia de Dios concebirás mi hija, pero no debes temer que te vaya a violar. Vendrás a mí voluntariamente, pajarito.
– ¡N… no!
Lucas se sentó al borde de la cama.
– Dame la mano, pajarito. Verás que puedes confiar en mí.
– Está demasiado oscuro y no te veo.
– Pon la mano en el centro de la cama. Yo la encontraré.
Indecisa, dejó resbalar su mano por encima del colchón. Al instante, una gran mano la cubrió y ella se estremeció, amedrentada por el contacto.
– No, Miranda. No ocurre nada. No voy a hacerte daño -la tranquilizó.
Guardaron un instante de silencio y entonces Miranda oyó su respiración tranquila y pausada. Resultaba curioso estar allí sentada casi plácidamente con aquel desconocido, hablando de amor.
– Tu francés es excelente -comentó al fin, esforzándose para romper aquel extraño silencio.
El hombre rió como si comprendiera sus pensamientos y el sonido le resultó reconfortante.
– Una de mis mujeres es francesa. Llego hace más de dos años y no podíamos comunicarnos. Así que, como había sido maestra, empezó a enseñarme su idioma y yo le enseñé alguno de los dialectos rusos que conozco.
– ¿Y se adaptó a este… este modo de vida, después de haber sido libre? -preguntó Miranda.
– Sí.
– Yo no, Lucas.
– Sí lo harás, Miranda. Me has dicho que tienes un marido y un hijo. Si te amaba como tú lo amas, ¿por qué no fue en tu busca?
– Porque el príncipe le convenció de que yo morí ahogada en el río Neva -exclamó ella.
– Por lo que se refiere a tu familia, estás muerta. Tarde o temprano tu marido volverá a casarse, porque es ley de hombre. Tendrá otros hijos y tu propio hijo te olvidará. Entretanto, tú estarás aquí, solitaria y sin amor. ¿Es ésta la vida que deseas? Si tu marido busca una nueva vida, ¿por qué tú no?
– Jared cree honradamente que estoy muerta, ¡pero no lo estoy! ¡Si vuelve a casarse, su error será sincero; pero si yo te entregara mi cuerpo seria una adúltera, una prostituta! ¡No pienso hacerlo!
– ¿Es porque amas a tu marido, Miranda, o porque tu espíritu orgulloso no puede transgredir la moral que te enseñaron de niña? Debes pensar en eso detenidamente, porque Dimitri Gregorivich es paciente hasta cierto punto, y el príncipe no lo es en absoluto.
– ¡Prefiero morir antes que ser esclava! -exclamó con fervor.
– Pajarito, no te dejarán morir. A la larga, exigirán que te fuerce. Y yo sentiré una gran vergüenza, porque nunca he forzado a una mujer. O tal vez el príncipe te entregue a los demás para que jueguen contigo como un ejemplo para las que pudieran sentir la tentación de imitarte. Yo te quiero y seré bueno contigo. Eres muy hermosa.
– ¿Cómo lo sabes? No puedes verme aquí en la oscuridad.
– Te he visto antes de hoy.
– ¿Paseando con Sasha?
– No.
– ¿Cu…, cuándo?
– He venido a tu habitación cada noche cuando ya estabas dormida, y te he contemplado. Ellos no lo saben.
No podía decir nada. No casaba con lo que había imaginado. Había esperado un bruto, y era tierno y comprensivo. Deseaba poder ver qué aspecto tenía. Empezaba a refrescar y sintió frío con su fino caftán de algodón.
– ¿Tienes frío? -preguntó, solícito-. Ven, deja que te abrace, pajarito.
– ¡No!
– Miranda, aquí hay humedad y hace frío -insistió paciente, como si razonara con un niño-. Solamente hay fuego y mantas en invierno. El resto del ano se supone que generamos nuestro propio calor. Déjame que te coja y te caliente. No serás desleal a tu marido si evitas una pulmonía. -Su voz tenía una nota de ironía.
– ¡No! -repitió y a continuación estornudó no una, sino tres veces.
Sin decir más él la alcanzó en la oscuridad y tiró de ella a través de la cama con su fuerza de oso. Miranda se debatió, pero él la retuvo.
– Calma, pajarito, ya te he dicho que no te forzaré. Ahora estate quieta y deja que te caliente.
– ¡Pero estás desnudo! -protestó Miranda.
– Sí-respondió simplemente.
Al apoyar la mejilla contra su pecho velludo, Miranda enrojeció de vergüenza. Estaba cómodamente instalada en su regazo y aunque en un principio se resistió, rígidamente, poco a poco fue relajándose. Era un hombre enorme. Tímidamente movió el brazo para encontrar una posición más cómoda, y sintió que los músculos superiores de su pecho se movían bajo la mano. Olía a limpio, pero claramente a hombre, y sintió que las lágrimas se agolpaban en sus ojos al asaltarla mil recuerdos dichosos.
– Soy muy paciente, pajarito -le murmuró Lucas como si leyera sus pensamientos.
– ¿Por qué me llamas pajarito? -preguntó Miranda, tratando de cambiar de tema.
– Porque eres graciosa, dorada y suave, como un canario que tuvo mi madre. Vivía en una pequeña jaula de caña en la ventana de nuestra casa. Cuando ella falleció, él también murió.
– Eres muy grande -observó.
– Mido algo más de metro ochenta. Mi hermano es un poco más alto.
Sentía latir su corazón bajo la mejilla. Estaba muy seguro de sí mismo. De pronto Miranda se dio cuenta de lo afortunada que era. Lucas era bueno. Le había dicho que sería paciente y se le ocurrió que podría mantenerlo así hasta que lograra escapar. Su corazón latió con más fuerza al pensarlo. Fuera, las criaturas de la noche zumbaban y cantaban a la luz de la luna, cuando el calor de aquel cuerpo la fue envolviendo. Miranda volvió a sentir sueño. No estaba nada mal aquel lugar sin ventanas, a salvo y abrigada en brazos de este gigante tierno.
Instintivamente se acurrucó un poco más y una gran mano empezó a acariciarle la cabeza dulcemente.
– ¡Buenos día. Miranda Tomasova! -oyó decir a la voz jovial de Marya, y el sol brilló en los ojos confusos de Miranda.
¡Estaba otra vez en su habitación!
– Levántese, querida. Sasha y su desayuno la están esperando. Le he traído una jarra de agua caliente para que se lave, aunque tal vez más tarde quiera darse un baño. Todas las muchachas dicen que Lucas es un toro insaciable, pero claro, soy demasiado vieja para saberlo, ¡qué lástima! -Salió de la alcoba riendo.
¿Cómo había vuelto de la choza de apareamiento? Seguramente la había traído él. Miranda bajó los pies de la cama y se levantó para despojarse del arrugado caftán. Se lavó la cara y las manos, los dientes con una hoja de menta; luego se dirigió a su ropero, eligió un nuevo caftán y se lo puso. Se cepilló furiosamente el pelo. Tenía algo que discutir con Sasha.
– ¡Gusano! -le espeló en cuanto entró en el pequeño salón comedor-. ¡Me mentiste!
– No mentí -protestó él.
– No me dijiste lo que te proponías hacer anoche, ¡ gusano asqueroso! ¡Me engañaste!
– Si te lo hubiera dicho, ¿habrías cooperado?
– ¡No!
– ¿No te gustó Lucas? ¿No te satisfizo? -inquirió intimidado-. Tengo entendido que siempre deja a sus mujeres muy complacidas.
Miranda rió burlona y respondió triunfante:
– ¡No me ha tocado!
Sasha contrajo el rostro. Cruzó de un salto el espacio que les separaba y la agarró por su cabellera rubio platino.
– ¡Perra! ¿Qué has hecho? -le gritó a la cara-. Cada vez que te niegas a cooperar me obligas a quedarme un día más.
– Te lo advertí-exclamó, apartándose de él-. ¡No quiero que se me trate como a un animal! Soy Miranda Dunham, esposa de Jared Dunham, lord de Wyndsong Manor.
El primer golpe la cogió desprevenida.
– ¡Perra! Miranda Dunham está muerta. Tú eres Mirushka, una esclava que pertenece al príncipe Cherkessky. -Volvió a pegarle-. Tu función es parir y si no cooperas juro por Dios que me quedaré junto a ese aldeano gigantesco y le obligaré a cumplir con su deber.
Miranda vio acercarse el tercer golpe y alzó las manos para defenderse.
– ¡Pieter Vladimirnovich! ¡No le hagas daño! ¡Acuérdate del príncipe!
Dimitri Gregorivich se interpuso entre los dos. La cara de cupido de Sasha estaba roja de ira. El capataz se volvió a Miranda y le dijo a media voz:
– ¡Pequeña imbécil! ¡Vuelva a su alcoba antes de que Sasha pierda el control por completo!
Miranda huyó agradecida y él se volvió a Sasha, que ahora lloriqueaba a solas.
– Nunca he estado separado de Alexei Vladimirovich. No puedo soportarlo, Dimitri. «No puedo confiar en nadie más que en ti, Sasha.» Eso fue lo que me dijo, Dimitri. ¡Y ahora estoy separado de su dulce presencia hasta que esta perra tenga su primera hija! -Sus redondos ojos negros brillaban de autocompasión e ira maliciosa-. ¿Es verdad? ¿Lo es? ¿Porqué no la jodió? ¡Por qué!
– Cálmate, Sasha, cálmate. Tú mismo dijiste que Miranda Tomasova debía aclimatarse a su nueva vida. Lucas está de acuerdo contigo. No la forzó porque desea ganarse su confianza. Es un hombre considerado.
– ¡Me tienen sin cuidado todos estos remilgos! ¡Debía joderla! ¡No lo hizo! Por lo tanto, no hay posibilidad de que quede preñada, lo que significa que tengo que quedarme exiliado aquí mucho más tiempo; ¡quiero que lo azoten!
– No -respondió Dimitri Gregorivich-. Alexei Vladimirnovich envió la mujer especialmente para Lucas, y aunque yo tenga mis reservas, es perfecta para él. Si la toma a la fuerza la hará desgraciada. Las mujeres desgraciadas crean problemas. Jamás hemos tenido problemas aquí, y el príncipe no estaría contento si los hubiera. Tú no puedes ser un experto en relaciones entre hombre y mujer. Dejaré que Lucas la maneje a su aire y le dé tiempo. Si tratas de interferir, me quejaré a Alexei Vladimirnovich.
– ¡Odio estar aquí!
– Lo odias porque te sientes solo y añoras San Petersburgo. No quisiera ofenderte, Sasha, pero entre nuestros jóvenes hay un muchacho encantador y afectuoso que podría representar un gran consuelo para ti. Deja que te presente a Vanya. Lucas cumplirá con su deber como siempre, pero debe hacerlo a su aire. Si te preocupas menos por el tiempo, sucederá más deprisa. Si te distraes, serás más feliz.
– No lo sé -murmuró Sasha.
– Deja que te muestre al muchacho -lo tentó Dimitri-. Es una delicia.
– No te prometo que me guste, pero supongo que no pierdo nada por verlo. ¿Qué edad tiene?
– Doce años -fue la respuesta suave, y Dimitri Gregorivich se dio cuenta de que había ganado.
Aquella noche fue él quien acompañó a Miranda a la choza, porque Sasha estaba ocupado con su nuevo amiguito.
Miranda se sentía muy satisfecha de Sí, porque después de haber huido del enfurecido Sasha, había encontrado las cocinas. Aprovechándose de la simpatía de la vieja Marya, había desayunado allí, lo que le permitió disponer de tiempo para observarlo todo. Había visto dónde se guardaban el pan y la fruta y dónde estaban colgadas las bolsas de agua. Sí, estaba muy satisfecha consigo misma.
– ¿Dónde está Lucas? -preguntó al capataz.
– Estará esperándola.
– Puedo ir desde aquí sin que me acompañe.
– ¿Está ansiosa por volver a ver a Lucas?-le preguntó y a continuación le dijo-: Quítese el caftán.
– ¿Qué? -exclamó Miranda, horrorizada.
– Quítese el caftán -repitió Dimitri.
– Por favor, Dimitri Gregorivich, anoche lo llevaba y estaba muerta de frío.
– Si cumple con su deber. Miranda Tomasova, no necesitará la ropa -tendió la mano y Miranda comprendió que no había nada que hacer. Encogiéndose de hombros, fatalista, accedió a su petición y entró en la pequeña estructura. Al cerrarse la puerta, vislumbró el bulto de Lucas en la penumbra, pero la habitación estaba demasiado oscura para poder distinguir sus facciones.
– Veo que ya no me tienes miedo -comentó burlón.
– Anoche fuiste muy bueno conmigo.
– Me gustaría ser aún mejor esta noche.
De pronto se sintió intimidada.
– Por favor…
– Mi hermano opina que soy demasiado complaciente contigo-sonrió-, pero es que no quiero que me odies. Esta noche compartiremos la cama. Miranda, pero nos limitaremos a dormir el sueño de la inocencia. -Alargó la mano y tomó la de ella-. Ven, pajarito.
Miranda se tendió en la cama y notó que el somier de cuerda cedía cuando Lucas se echó a su lado.
– Esta noche también tú estás desnuda -observó-. Fuiste una visión deliciosa en la puerta, el sol poniente te iluminaba por detrás, pajarito. Una sola palabra amable y seré tu esclavo en lugar de serlo del príncipe -bromeó.
– Por favor, volveré a avergonzarme.
– Me gustaría rodearte con el brazo -anunció, aunque ya estaba haciéndolo.
Se quedó rígida al sentir el contacto, pero poco apoco fue relajándose.
– Dime cómo eres -le rogó ella.
– Solamente un hombre -confesó Lucas con modestia-. Mi cabello es del mismo color que el tuyo, tengo los ojos azules como las turquesas persas. Prefiero afeitarme, mientras que mi hermano lleva barba. Paulus es de color rubio dorado con ojos azules claros.
La atrajo hacia sí y sus caderas se unieron. Miranda se alegraba de que él no pudiera ver su turbación.
– Tengo sueño -le dijo-. Buenas noches.
– Buenas noches -le respondió Lucas amablemente.
Poco después, él roncaba ligeramente mientras ella permanecía aterida y despierta. Dios, qué largas eran sus piernas, y tan peludas como su pecho. Dormitó brevemente para despertar cuando él la atrajo y empezó a acariciarle el pecho. Iba ya a protestar cuando oyó que murmuraba: «Mignon, cariño», y Miranda comprendió que debía de estar sonando. Como su pulgar siguió acariciándole el pezón, se puso tensa. Empezó a sentir un ansia entre sus piernas y con horror se dio cuenta de que estaba experimentando deseo. Pero ¿era posible?
¿Cómo podía sentir algo parecido al amor por un hombre cuyo rostro no había visto nunca, un hombre que no era Jared? Se separó de él para refugiarse en el rincón más alejado de la cama. Confusa y temblorosa, empezó a llorar hasta que se quedó dormida.
Miranda despertó en su cama. Podía oír el ruido de una lluvia insistente. Se levantó, se vistió y bajó a la cocina, donde la vieja Marya mascullaba indignada:
– ¡Lluvia, lluvia, lluvia! Un tormento para mis huesos. Ojalá este año no se adelante la estación de las lluvias. -Llenó un pequeño bol con kasha y lo plantó en la mesa delante de Miranda-. Tómelo, querida. Su calor la resguardará de! frío. -Luego llenó un tazón de té hirviendo, le echó un buen chorro de miel y lo dejó junto al bol-. Le pido perdón por tan sencilla comida esta mañana. Miranda Tomasova, pero todo el mundo se ha levantado tarde porque anoche Pieter Vladimirnovich los retuvo hasta muy tarde. Nos mandó preparar un banquete para dos, como jamás había visto ninguno, -Su tono de voz y toda su persona demostraba extrema desaprobación.
Miranda contuvo la risa. Así que esta mañana había sido Pieter VIadimirnovich, ¿eh? Por lo visto Marya no apreciaba a Sasha. Miranda se tomó el desayuno; luego descubrió una hilera de capas colgadas en la puerta trasera, cogió una y se lanzó al exterior. Con Sasha ocupado y todo el mundo en casa, disponía de una oportunidad de examinar las barcas de la playa. A menos que la lluvia se transformara en una auténtica tormenta, se proponía huir aquella misma noche.
Sabía que aquel día no la mandarían a la choza. La costumbre de la granja para las mujeres era dos noches de apareamiento y una de descanso. Dimitri Gregorivich se lo había contado la noche anterior. Aquel día podía descansar y se proponía aprovecharse de ello. Si la lluvia persistía era virtualmente imposible que nadie saliera y tendría la huida asegurada. Sasha estaba agradablemente entretenido con su nuevo amigo y probablemente seguiría estándolo el resto del día y de la noche. El día anterior por la tarde, cuando él y el niño estaban jugando desnudos en el mar, ella se había escabullido en su habitación para robarle un par de pantalones, una camisa y una gorra. Sasha estaba tan absorto con el muchacho que no parecía haber echado de menos las prendas.
El viento húmedo y salado tiraba de sus cabellos, agitándolos con violencia cuando llegó a la playa. El mar había subido algo más de lo normal, con alguna ola de sesenta centímetros, pero la lluvia seguía siendo mansa. Aunque racheado, el viento no era fuerte. La experiencia le decía que por la noche la tormenta amainaría. Sospechó que la lluvia cesaría. Un tiempo ideal, se dijo satisfecha.
Había cuatro barcas varadas en la arena húmeda. Las inspeccionó cuidadosamente e inmediatamente descubrió que dos de ellas no le servirían, porque eran demasiado viejas y tenían las tablas sueltas. Podían pasar para un día de pesca en la seguridad de la rada, pero no para un viaje de centenares de millas por el mar Negro. Las dos últimas barcas eran prácticamente nuevas y resultarían impermeables y seguras. Por desgracia, sólo una de ellas tenía una vela. La otra la tenía rasgada. Ésta, pues, sería su barca. La marea estaba baja, pero distinguía la línea de alta mar, que terminaba justo pasada la parte rocosa de la playa. Inclinándose, empujó la barca, pero se había varado en la arena. Durante varios minutos empujó hasta que por fín la embarcación cedió y se deslizó hacia adelante. La movió de atrás adelante varias veces a fín de borrar la huella en la arena y conseguir que la barquita se moviera con facilidad. Dios, cómo deseaba marcharse en aquel mismo instante, pero era demasiado arriesgado. Tenía que esperar. Sus peores errores los había cometido siempre por su impaciencia, y por lanzarse precipitadamente de cabeza a ciertas situaciones sin pararse antes a pensarlo bien.
De mala gana, se apartó de las barcas y se dirigió a la villa, atravesando la playa, colina arriba. ¡Esta noche! Iba a escaparse. ¡Pasaría mucho tiempo antes de que el príncipe Cherkessky se enredara de nuevo con una americana!
– ¡Oh, Jared! -exclamó en voz alta-. ¡Me voy a casa, contigo, mi amor! ¡Me voy a casa!
Le subieron la cena a su habitación
– Por orden de Sasha -explicó Marya con desaprobación-. Él y ese pequeño granuja, Vanya, se han hecho los dueños del comedor. Cuando el chico se enteró de que usted solía comer con Sasha montó una escena, por lo que la han desterrado hasta nueva orden.
Miranda se echó a reír.
– Prefiero mil veces comer sola antes que oír otro recital de las virtudes de Alexei Vtadimornovich. Además, ésta es mi noche de descanso, Marya. Me acostaré inmediatamente después de la cena. ¿Me creerá muy perezosa si pidiera que me dejen dormir hasta tarde, mañana? A Sasha no le importará.
– ¿Por qué no, querida? Según tengo entendido, Lucas es capaz de agotar a la mujer más fuerte. -Acarició con ternura la mejilla de Miranda-. ¡Qué buena chica es usted! Hace tiempo tuve una niña, bonita como usted, pero murió. -La voz de la anciana se apagó con tristeza un instante, pero se sobrepuso y añadió sonriendo-: Que tenga felices sueños, Miranda Tomasova. Buenas noches.
Una vez sola, Miranda saboreó despacio la excelente pechuga de pavo que le había traído Marya. ¿Quedaría algo en la cocina, algo que pudiera llevarse? Tal vez un jamón. La carne salada duraba más en el mar. ¿Pan? Claro. Fruta. Un cuchillo. Cielos, ¡claro! No podía marcharse sin un cuchillo. A lo mejor había un sedal en la barca. Se daba cuenta de que el viaje le llevaría cerca de un mes, siempre y cuando no tropezara con excesivas dificultades. ¿ Por qué no se había preocupado de buscar una caña de pescar?
Una vez terminada la cena, se tumbó en la cama. No se atrevía a salir aún. Era demasiado pronto y oía el trajín de las sirvientas, mientras que del comedor le llegaban risas excitadas. El pequeño reloj de la chimenea dio las siete, echó un sueño y despertó cerca de las once.
Ahora todo estaba en silencio excepto por el insistente tamborileo de la lluvia sobre las tejas rojas del tejado. Se levantó. Dejó el caftan y se vistió con los pantalones de Sasha. Eran de su medida. Una toalla de hilo sirvió para comprimir sus senos y encima se puso la camisa. Conservó sus zapatillas negras porque nadie vería sus pies en la barca y si acaso se veía obligada a correr no tendría que hacerlo con zapatos que no le vinieran bien. Decidió no cortarse su hermoso pelo platino y en cambio se hizo una sola trenza, que ocultó debajo de la gorra de Sasha. Estaba dispuesta.
Después de coger una funda de almohada de su habitación, salió cautelosamente de su alcoba y corrió a la cocina. Los pellejos de agua colgaban llenos y rápidamente se decidió a llenar la funda de comida.
¡El cuchillo! No debía olvidar el cuchillo. Eligió uno del montón que estaba junto a la tabla de trinchar de Marya. Después, apoderándose de una gruesa capa colgada de uno de los ganchos junto a la puerta trasera, salió silenciosamente a la noche.
Caminaba despacio, los pellejos de agua le pesaban mucho y la oscuridad la desconcertaba un poco. Paró para recordar el camino que había recorrido de día. Algo más confiada, siguió decidida adelante. No tardó en oír el rumor del mar y tuvo que contenerse para no echar a correr.
La lluvia era ahora torrencial y apenas podía ver. El viento no soplaba tal como había anticipado. Era viento de mar y soplaba a ráfagas violentas y por segunda vez le asaltó la duda de si debía marcharse con aquella tormenta. Llegó junto a la barca, dejó la bolsa de comida dentro y empezó a descargar los pellejos de agua.
– Miranda, ¿adonde vas? -preguntó Lucas con dulzura.
Estuvo en un tris de desmayarse. No podía verlo, pero no cabía duda de que estaba muy cerca. Sigilosamente, empezó a empujar la barca, que se deslizó con facilidad hacía las encrespadas olas. Sintió que el agua tiraba de la barca y saltó rápidamente dentro.
– ¡Miranda!
Enloquecida, trató de izar la vela, pero había desaparecido. Desesperadamente buscó los remos, tampoco estaban. Sabía que había remos. ¿Dónde estarían? Sollozando, trató de remar con las manos, pero los vientos la devolvían a la playa y él estaba allí, inmenso ante ella, arrastrándola a la orilla.
– ¡No!-le gritó-. ¡No! ¡No!
En su desesperación se lanzó al mar con violencia. ¡Mejor la muerte que esto! "Jared! ¡Jared'! -llamaba mentalmente-. ¡0h, amor mío, ayúdame! ¡Ayúdame!»
Lucas vio su oscura silueta erguida por un instante fugaz antes de lanzarse al agua, así que soltó la barca y se echó tras ella, agarrándola por la mojada y pesada capa para devolverla a buen recaudo. La arrastró sobre la playa. Miranda tosía, lloraba y le increpaba en una lengua que él no podía comprender. Lucas le arrancó la capa para agarrarla mejor, pero ella se debatió como loca, arañando, golpeando, mordiéndole. Durante varios minutos luchó, salvaje, contra él y Lucas se quedó asombrado de su fuerza. Pero al poco sintió que se debilitaba hasta que por fin se desplomó contra él, llorando desconsoladamente.
Lucas la llevó playa arriba hacia el refugio más próximo: la choza. Abrió la puerta empujando con el pie y la dejó encima de la cama. Miranda sollozaba amargamente. Lucas cerró la puerta y recogió leña de una cesta donde la había dejado antes. Encendió el fuego, se quitó la ropa mojada y luego la incorporó para despojarla de sus prendas empapadas. Cuidadosamente las extendió en el suelo cerca del fuego para que se secaran. Había perdido la gorra y el pelo le chorreaba. Deshizo la trenza y dejó el cabello suelto, que cayó, mojado, sobre su espalda.
Miranda se quedó desnuda, tiritando, desesperada, incapaz de dejar de llorar. Lucas la abrazó y la atrajo hacia sí. Por fin, cuando cedió su llanto, él empezó a hablarle con dulzura.
– Jamás se puede volver atrás en la vida, Miranda. Sólo podemos ir hacia delante. Te amo. Te quise desde el primer momento en que te vi, hace unas noches. No voy a permitir que te destruyas en pos de una vida que ya no te pertenece. Ahora eres mi mujer. El príncipe te entregó a mí y nunca te dejaré marchar.
– ¡No! -exclamó con voz ronca.
– ¡Sí! -fue la firme respuesta y acto seguido le levantó la cabeza para que lo mirara. Una boca ansiosa y cálida bajó sobre la suya. La besó despacio, enteramente, saboreándola, probando el regusto salado de sus labios. Besó sus párpados cerrados y temblorosos, su nariz, sus pómulos prominentes, el hoyuelo de su barbilla, y luego volvió a besarle dulcemente los labios, pero ella apartó la cabeza.
– ¡Me prometiste que no me forzarías! -gimió.
– No te estoy forzando.
– Entonces, suéltame.
– No -dijo reteniéndola.
– ¿Cómo te enteraste?
– Te observé esta mañana mientras examinabas las barcas. Luego esperé la noche. Eres muy valiente, Miranda, inteligente, llena de recursos, pero también muy tonta.
– ¿Por qué me lo has impedido? -preguntó con voz angustiada.
– Porque habrías muerto. Miranda. No podía dejarte morir.
– Si realmente me quisieras -musitó-, deberías dejarme ir.
– No. No soy tan altruista. Miranda. Un caballero tal vez se habría sacrificado, pero yo no soy más que un simple aldeano y no he podido hacerlo. -Hizo una pausa y continuó-: Cualquier hombre que pudiera ser tan noble, no te merece. Los aldeanos aprendemos a no desperdiciar nada, y eso incluye a las personas.
Dulcemente le acarició el hombro y el brazo desnudo, y Miranda se estremeció.
– ¡No! -dijo vivamente.
Lucas le respondió con una risa baja e insinuante.
– ¿Por qué no? -insistió, mientras la joven trataba de apartarse, consciente, de pronto, de que sus cuerpos desnudos estaban en contacto del pecho a la cadera, Con la mano libre le apartó la cabellera y le oprimió dulcemente primero una nalga, luego la otra. Notó sus pezones endurecidos apoyados en su propio pecho y aunque ella trataba de disimularlo, su respiración se hizo repentinamente entrecortada.
– Por favor… por favor… para -le murmuró-. ¡Me prometiste que no me forzarías! Me lo prometiste.
Lucas la tumbó en la cama.
– No te estoy forzando, Miranda. ¿No has experimentado deseo, pajarito?
– ¡Con Jared! ¡Pero yo amo a Jared!
– ¿Nunca con otros hombres que te hayan cortejado? Me parece difícil de creer.
– Nunca me ha cortejado nadie más -respondió, y él comprendió de pronto lo que no había intuido antes. Aunque se había casado y tenido un hijo, Miranda había llevado una vida muy resguardada. Ningún otro hombre, excepto su marido, la había tocado. Por ello no comprendía que un cuerpo pudiera experimentar deseo hacia otro, aun sin amor. Si se lo decía, lucharía con más fuerza porque no era el tipo de mujer que aceptara la simple lujuria. Sería mejor dejar que creyera que se estaba enamorando de él. Cuanto antes aceptara su suerte, más fácil le resultaría todo.
Lucas no había mentido al decir a Miranda que la amaba. Creía sinceramente que así era. La primera visión que tuvo de ella, tan inocentemente dormida a la luz plateada de la luna, le había llegado al corazón. Era diferente de todas sus otras mujeres… las dos gordas e imperturbables alemanas, la media docena que había nacido allí, en la granja, o la apasionada francesa, Mignon, que tenía varios años más que él. El príncipe le había regalado a Mignon porque era inteligente y el príncipe creía que concebiría hijas inteligentes.
Mujeres inteligentes, había dicho Alexei Vladimirnovich, bien situadas, podían ser de sumo valor para la madre Rusia. A Lucas le había divertido y asombrado semejante comentario. El príncipe Chernessky sólo se había dignado hablar una vez, antes. En aquella ocasión, el amo le había felicitado por la calidad de los hijos que engendraba y su índice de productividad. Él había dado cortésmente las gracias al príncipe. Fue entonces cuando Alexei Vladimirnovich le había prometido una rubia platino a juego con su propio colorido.
Había tardado cinco años en cumplir su promesa.
La rodeó con su brazo y la atrajo. Encontró sus senos y los acarició tiernamente. Miranda tembló cuando él inclinó la cabeza y le lamió primero un pezón y luego el otro. Chupó hambriento su seno derecho y ella gimió asustada. Su cuerpo se estaba enfebreciendo y se sentía confusa por las sensaciones que la asaltaban. ¡Estos sentimientos estaban mal! ¡Tenían que estar mal y no obstante empezaba a desearlo! ¡Y él no era Jared! Pero aquellos labios sobre su cuerpo eran tiernamente insistentes, dulces y de algún modo… de algún modo… oh. Dios, no entendía nada, pero tampoco quería que parara. ¡Con gran vergüenza por su parte, no quería que él parara!
– Pajarito -murmuró con su aliento caliente junto al oído-, tus pechos son como pequeños melones de verano, tiernos y dulces.
Acarició de nuevo los firmes globos y escondió la cabeza entre ellos, aspirando su aroma.
Sus manos le recorrieron todo el cuerpo y su cabeza bajó al ombligo. Miranda sabía, mientras él la besaba, que su boca ávida sólo tardaría un segundo en descubrirla. Al llegar el momento gritó desesperada, alargando las manos para asir su espesa cabellera en su afán de apartarlo, pero todo fue en vano. Su lengua hábil parecía conocer el punto exacto que despertaría su pasión y cuando creyó que no podía resistir más, aquel gran cuerpo cubrió su cuerpo ardiente. Agarró su manita esquiva y la llevó a tocar su tensa virilidad.
– Te daré mucho placer, pajarito. -Su voz profunda la calmaba-. Te daré mucho placer. -Mientras, su mano le separó dulcemente los muslos y lenta, tiernamente, la penetró.
Miranda volvió la cabeza a un lado y las lágrimas mojaron su rostro. Lucas le había prometido que no la forzaría y no lo había hecho. Ella no se había entregado por completo, pero tampoco había evitado con éxito que la tomara, porque la verdad era que no deseaba que él parara. La poseyó con fuerza, llevándola a cumbres de pasión y al mismo tiempo reteniendo, retrasando su climax. Miranda empezó a perder el poco control que le quedaba y se aferró a su espalda con dedos desesperados. Yacía jadeante, impotente bajo aquel hombretón que la amaba con tanta pericia y su risa triunfante resonó en la pequeña estancia.
– ¡Ah, pajarito, pajarito, eres una pareja a mi medida! ¡Qué hijas tan maravillosas, tan bellas, vamos a crear entre los dos!
Entonces la acometió con fuerza, profundamente, una y otra vez, y otra más que la llevó al climax con un grito salvaje, rabioso, y su potente semen la inundó. Los labios de Lucas trazaron una senda de fuego en su garganta y le murmuró palabras de amor en francés y en otra lengua que ella no entendió. Al volver, flotando, a la Tierra, pensó impresionada en que aún no había visto su rostro. Una vez probado su cuerpo, Lucas se volvió insaciable. En total la tomó cinco veces aquella noche y ella casi ni se dio cuenta de la última, tan agotada estaba.
Volvió a despertarse en su alcoba. No sólo la había devuelto sana y salva, sino que había encontrado tiempo para vestir su cuerpo magullado por el amor con una túnica de suave gasa. Permaneció tumbada contemplando silenciosamente el despertar del día. Ya no le quedaban lágrimas. Ya no le quedaba nada. Su cuerpo la había traicionado de un modo que jamás hubiera creído posible.
Una vez Jared le había dicho que tenía aún muchas cosas que aprender acerca del amor y le había prometido enseñárselas. Pero no se las había enseñado todas. No había tenido tiempo. La había abandonado por su misión. Y ahora la creía muerta. Pero no estaba muerta. Al contrario, era propiedad de otro hombre, y la noche anterior, ese hombre le había enseñado que la pasión y el amor no iban necesariamente unidos. Era una lección agridulce, una lección que jamás olvidaría.
Aunque Lucas había impedido que huyera la noche anterior, no cejaría. Su vida como esposa de Jared Dunham parecía terminada. Ahora no la querría, porque ¿qué hombre respetable querría tenerla? pero estaba su hijo, el pequeño Toni, y también Wyndsong. Lo peor ya quedaba atrás, y ya no estaba tan asustada o desesperada. Sentía una extraña placidez.
Más tarde, en la cocina, preguntó a la vieja Marya dónde vivían los hombres. Se proponía satisfacer su curiosidad. No podía seguir haciendo el amor con un desconocido sin rostro. La vieja gorjeó encantada al comentar:
– Así que quieres estar con tu amante, Mirushka. Bien, no es ningún mal, cariño, y aquí no está prohibido, sino que lo alientan. Voy a decirte dónde está la vivienda de los hombres, y si no te importa podrás hacerme un recado. Mis dos hermanas cuidan de los hombres y les he prometido algo de la mermelada de ciruelas que yo hago. Iba a mandar a Marfa, pero puedes ir tú si quieres.
– Iré yo -respondió Miranda y poco después se puso en camino.
Ahora comprendía por qué Lucas la había visto el día anterior junto a las barcas. La residencia de los hombres se erguía en la cima de una colína, cerca de la costa. Al ir acercándose se dio cuenta de que se sentía casi feliz. Era un magnífico día de septiembre, tibio y soleado, y sólo un asomo de brisa agitaba su caftán de color azul persa y despeinaba sus cabellos.
Había seis jarras de loza en la cesta que llevaba y empezó a tararear una melodía mientras avanzaba. Rió para sí, ¡se trataba de Yankee Doodle! Lucas se sorprendería al verla. Volvió a preguntarse qué aspecto tendría. ¿Sería guapo? ¿Tendría los rasgos finos o los de un vulgar campesino? ¿Modificaría en algo sus propios sentimientos?
Sencillamente, aún no se lo había planteado. Tenía la impresión de que debía sentir algo por el hombre que le hacía el amor, pero también se dio cuenta de que su experiencia no le ofrecía respuestas. Estaba aprendiendo aún, y no parecía saber gran cosa.
Allí, frente a ella, se alzaba la vivienda de los hombres: un edificio de madera, de una sola planta, blanqueado. Fuera había vanos jóvenes atractivos jugando con una pelota. Se ruborizó al descubrir que sólo llevaban taparrabos. Le recordaron una pintura de un grupo de atletas de la antigua Grecia, que Amanda tenía en su casa de Londres. ¡Todos ellos eran rubios y de ojos claros!
Cuando la vieron empezaron a bailar a su alrededor, haciendo con los labios ruido de besos y gestos procaces. Uno consiguió darle un beso fugaz en la mejilla. Girando sobre sus pies, Miranda lo abofeteó con fuerza ante la algazara de los demás. Se alegró de no comprender lo que los jóvenes decían, porque se hubiera sentido más avergonzada de lo que ya estaba. Mirando recto al frente, anduvo decidida hacia el edificio mientras ellos continuaban riéndose,
– ¡Christos, qué belleza!
– ¿Quién es?
– Con este colorido tiene que ser la nueva mujer de Lucas.
– ¡Qué tío con suerte! ¡Cielos, me estoy excitando sólo con mirarla! ¿Cómo se las arregla Lucas para conseguir siempre la mejor pieza?
– Probablemente, porque hace su trabajo mejor que todos nosotros. ¡Diablo con suerte!
– ¿Crees que la compartiría?
– ¿Lo harías tú?
– Claro que no.
Miranda entró en el edificio. Estaba segura de que ninguno de los que estaban fuera era Lucas. Una vez dentro de la cocina tropezó con un hombre corpulento. Lo observó con el corazón desbocado, preguntándose si el hombre de la barba dorada era Paulus, el hermano de Lucas.
Éste le levantó la cara, la contempló atrevido y le acarició la cabellera rubia.
– Como siempre -observó rudamente-, mi hermanito ha tenido una suerte increíble.
Miranda no comprendió lo que decía, pero tampoco le gustaba la expresión de su mirada. Rápidamente, las manos de Paulus le recorrieron el cuerpo para detenerse un instante en su pecho. Furiosa, se apartó y cruzó la habitación donde dos mujeres estaban ocupadas en desenvainar guisantes. Se dirigió a las dos mujeres en su excelente francés.
– He traído la mermelada de ciruelas de parte de Marya.
– Gracias, hija. ¿Quiere sentarse y tomarse una taza de té con nosotras?
– No, gracias -respondió, sintiéndose tonta y fuera de lugar.
– Por favor, dé las gracias a nuestra hermana.
– Asi lo haré. -Miranda salió prácticamente corriendo de la cocina y del edificio. Los jóvenes no la molestaron esta vez, así que cruzó rápidamente el patio y se dirigió corriendo a la playa.
La brisa ligera le rozó las mejillas. ¡Qué tonta había sido yendo allí! En realidad no le interesaba el aspecto que tenía. No le importaba lo más mínimo y probablemente era mejor no saberlo. Soportaría sus atenciones todo el tiempo que fuera necesario antes de poder escapar.
– ¡Miranda! -De pronto estaba detrás de ella.
Empezó a correr, pero Lucas la alcanzó con facilidad y la atrajo hacia sí.
– No -murmuró.
– Si quieres ver cómo soy no tienes más que volverte, pajarito.
– ¿Cómo has sabido que estaba aquí?
– Mi hermano vino y me despertó. Te admira mucho, pero, claro, siempre quiere lo que yo tengo. -La besó en el cuello, mordiéndola dulcemente-. Nunca tendré bastante de ti, pajarito. Ahora te llevo en la sangre.
Miranda se liberó de un tirón, se alejó un paso de él y, de repente, dio media vuelta. Se le quebró el aliento y sus ojos verde mar se abrieron desmesuradamente, asombrados. Ante ella estaba el ser humano más hermoso que hubiera visto en toda su vida. Su rostro ovalado era clásico, con pómulos altos y prominentes, la frente alta y despejada, la barbilla cuadrada, fírme, con un hoyuelo como el de Miranda. La nariz era larga, fina y recta. Los centelleantes ojos azul turquesa estaban ampliamente separados y bordeados de pestañas espesas y oscuras. La boca era generosa sin el inconveniente de unos labios gruesos. Su cabello rubio era corto y rizado, y su gran cuerpo estaba perfectamente proporcionado. Miranda no pudo evitar pensar cómo le sentaría la elegante ropa londinense. Las mujeres suplicarían sus atenciones. Estaba magnífico, medio desnudo ame ella, con el sol iluminándole el pecho bronceado, los muslos y los brazos.
– Eres hermoso -le dijo al fín, encontrando la voz.
Lucas dejó escapar su risa profunda al preguntarle:
– Entonces, ¿no estás decepcionada, pajarito?
– No -contestó, despacio-. Estoy asombrada de que alguien pueda ser tan… perfecto de cara y cuerpo. No obstante, tal vez voy a decepcionarte si te digo que no me hubiera importado que fueras feo.
– ¿Por qué no? -preguntó, desconcertado.
– Porque en la choza oscura, cuando yo estaba asustada, tú fuiste paciente y bueno conmigo. Te preocupaste más por mis sentimientos que por tus deseos.
– Cualquier hombre… -empezó, pero ella lo interrumpió.
– No. Otro hombre me habría violado. Tu hermano me hubiera tomado al instante para satisfacer su lujuria. Tú, Lucas, eres especial.
– Y sin más palabras dio la vuelta y echó a correr por la playa en dirección a la villa.
Lucas no la siguió. Permaneció en la playa, contemplando cómo subía corriendo la colina.
Debería tener cuidado y no enamorarse de ella. Pero bueno, ya estaba enamorado, se dijo Lucas melancólico. Su truco había consistido siempre en hacer que sus mujeres se sintieran amadas, porque una mujer amada es una criatura feliz. Pero ahora…
Esperaba poder ayudarla a adaptarse a su nueva vida. Por primera vez en varios años se preguntó cómo sería vivir como un hombre corriente. Qué maravilla tener una casa propia, donde Miranda viviría a su lado y tendrían hijos, hijos que educarían juntos. Entonces, Lucas se rió de sí mismo. Recordó los días gloriosos de su libertad, días de amarga pobreza, siempre hambriento. En la estación lluviosa del invierno pasaban frío porque nunca había suficiente leña. Como esclavo del príncipe Cherkessky tenía una vivienda abrigada y todas sus necesidades cubiertas. Era mejor así. No quería compartir a Miranda con nadie, ni siquiera con su hija. Se preguntó cómo soportaba el marido de Miranda compartirla con su hijo.
En aquel momento, Jared no sentía nada. Borracho e inconsciente, tres angustiados servidores y el capitán Ephraim Snow lo devolvían a Swynford Hall. Al oír el ruido del coche en la avenida, Amanda, lady Swynford, salió precipitadamente a recibir a su hermana y su cuñado Jared. En cambio se encontró sumida de pronto en una pesadilla. Contempló cómo bajaban a Jared del coche y frunció la nariz asqueada cuando Martin y Mitchum lo trasladaron, ¡porque simplemente apestaba! ¡Whisky! ¡Apestaba a whisky!
Perky bajó del vehículo sollozando, con su carita enrojecida e hinchada por las lágrimas. En cuanto vio a Amanda empezó a gemir:
– ¡Oh, milady! ¡0h! ¡Oh!
– ¿Dónde está Miranda? -preguntó Amanda con el corazón en un puño-. ¿Dónde está mi hermana, Perkins?
– ¡Se ha ido, milady! -sollozó-. ¡Se ha ido!
Amanda se desmayó. Cuando la reanimaron gracias a sales aromáticas y a una pluma agitada debajo de la nariz, tanto Adrián como Jonathan estaban a su lado. Con dulzura le contaron lo que les había dicho el capitán Snow y les escuchó sin tener en cuenta que las lágrimas mojaban su pequeño rostro. Cuando hubieron terminado y un silencio pesado llenó el aire, Amanda lloró en brazos de su marido sin encontrar consuelo. Por fin, pasado cierto tiempo, dijo:
– No está muerta. ¡Mi hermana no está muerta!
– Amor mío -suplicó Adrián-. Sé lo doloroso que es todo esto para ti, pero no debes engañarte. ¡No debes hacerlo!
– Oh, Adrián, ¿acaso no lo entiendes? Si Miranda estuviera realmente muerta, yo lo sabría. ¡Lo sabría! ¡Las gemelas no son como las otras hermanas, Adrián. Si Miranda hubiera muerto realmente, yo lo notaría, y no siento nada.
– Ha sufrido una conmoción -dijo Jonathan.
– Ni hablar.
– Con el tiempo lo aceptará -continuó Jonathan.
– ¡No me pasa nada! -repitió Amanda, pero no le hicieron el menor caso. En cambio le trajeron té, en el que echaron láudano para que se durmiera.
Al día siguiente, Amanda despertó con un fuerte dolor de cabeza y la convicción, aún más intensa, de que su hermana gemela no había muerto. De nuevo trató de explicárselo a Adrián, pero él sólo se mostró desesperado y pidió que fueran a buscar a su madre a su residencia para que razonara con Amanda, porque la veía ya al borde de la locura.
– No estoy loca -aseguró Amanda cuando habló con Ágata Swynford.
– Ya lo sé, hija mía -fue la respuesta.
– Entonces, ¿por qué no me escucha Adrián?
– Amanda -dijo su suegra, sonriendo-, sabes tan bien como yo que, aunque Adrián es muy bueno, carece de imaginación. Para mi hijo el mundo tiene que ser blanco o negro, carne o pescado. No puede aceptar nada intermedio. Para él la evidencia de que Miranda está muerta es inamovible, por consiguiente, está muerta.
– ¡No!
– ¿Por qué sientes con tanta fuerza que Miranda sigue con vida?
– Le expliqué a Adrían que las gemelas somos distintas, pero no consigo que lo comprenda. Miranda y yo no nos parecemos, tenemos caracteres muy distintos, sin embargo hay algo entre nosotras, una especie de sexto sentido, que hemos compartido siempre. No sabría ponerte nombre, pero Miranda y yo hemos podido comunicarnos sin palabras. Si hubiera abandonado este mundo, yo lo sabría, porque lo percibiría. Y no siento nada.
– ¿Es posible, hija mía -observó la buena mujer-, que no percibas la desaparición de este sentimiento entre tú y Miranda porque no deseas darte cuenta? La muerte es una puerta cerrada, imposible de volver a abrir. Me doy cuenta de lo unidas que estabais.
– Miranda no está muerta -repitió Amanda con firmeza.
– Entonces, ¿dónde diablos está? -preguntó Jonathan furioso, seis semanas después, al ver que Amanda persistía en su convencimiento-. Mi hermano lleva ya un mes borracho y si hay alguna probabilidad de que reaccione, deberá enfrentarse a la realidad. ¡Miranda está muerta! ¡No permitiré quedes falsas esperanzas a Jared!
– El capitán Snow no llegó a ver el cuerpo -gritó la dulce Amanda a Jonathan-. El oficial ruso dijo solamente que tenía el cadáver de una mujer rubia. Miranda no es realmente rubia, y cuando tiene el cabello mojado se ve más plateado aún.
– ¿Y qué me dices del anillo? ¿Del traje?
– Alguien pudo haber vestido a otra mujer con las ropas de Miranda. ¿Cómo podemos saber que había un cadáver?
– Santo Dios, Amanda, ¿estás loca? Haces que parezca un complot. Miranda fue la victima desgraciada de un robo.
– Un robo cometido por alguien que llegó en un coche con el escudo del embajador británico. ¿No te parece raro todo esto, Jon? Incluso el capitán Snow tiene sus dudas.
– Está bien, no puedo explicar lo del coche, pero en cualquier caso, una cosa es segura: ¡Miranda Dunham está muerta!
– ¡No! -Amanda jamás se había sentido tan frustrada o tan furiosa en toda su vida. ¿Acaso no comprendían?-. No, Jon, mi hermana no está muerta. Digas lo que digas, ¡no está muerta!
Se volvió de espaldas a él para que no viera las lágrimas que llenaban sus ojos azules. Dio un salto, sobresaltada, al notar dos manos fuertes que le sujetaron los hombros y le hicieron dar la vuelta.
– Miranda está muerta, gatita -dijo Jared Dunham. Estaba sin afeitar, envejecido, con los ojos hundidos. Pero estaba sobrio-. He pasado más de un mes huyendo de la verdad, Amanda. Estoy seguro de que casi he vaciado las bodegas de Adrián. Pero a la larga no puedo seguir escapando. Mi esposa está muerta. Mi hermosa fierecilla ha desaparecido y parte de la culpa es mía.
– Jared… -dijeron a un tiempo Jonathan y Amanda.
– No -les respondió con una triste sonrisa-. Hay otra verdad con la que debo enfrentarme. No supe valorar a mi mujer. De haberlo hecho, hubiera rechazado la propuesta del señor Adams y lord Palmerston. En cambio, monté egoístamente en mi noble corcel y galopé orgulloso para ayudar a enderezar los entuertos del mundo. Antes que nada me debía a Miranda. Le fallé en dicho deber, pero no voy a fallarle en la magnífica herencia que me ha dejado: nuestro hijo. Me lo llevo a mi casa de Londres, donde esperaremos a que termine la guerra. No creo poder enfrentarme con Windsong, aún no.
Amanda se quedó profundamente preocupada al oírlo.
– Por favor, por favor, deja al pequeño Tom aquí en Swynford con nosotros, Jared. Al menos durante un tiempo. El aire de la ciudad es muy nocivo para los niños. Sé que Miranda estaría de acuerdo. Vete a Londres si lo consideras necesario y llora a mi hermana en privado, pero deja al pequeño Tom con nosotros.
– Lloraré a Miranda el resto de mi vida -declaró Jared con tristeza, pero no volvió a sugerir que fuera a llevarse al joven heredero Dunham a Londres.
Jonathan Dunham y Anne Bowen, quienes se habían conocido en apariencia un par de meses atrás, anunciaron que se habían fugado para casarse. Amanda pensó que tal vez debieran preparar un baile para comunicar la feliz nueva, pero Adrián no quiso ni oír hablar de ello. Estaban todos de luto por Miranda. Según la historia que hicieron circular para explicar su muerte. Miranda había desaparecido de su yate durante una tormenta. La sociedad lo comentó entusiasmada. Los Dunham y los Swynford les habían proporcionado suficiente material para cotillear durante el aburrido lapso entre temporadas.
¡Qué afortunada había sido la señora Bowen pescando al yanqui! Era guapo y además muy rico… y ella con dos niños… pero, claro, también se decía que él tenía tres. Luego había también la deliciosa coincidencia de que las primeras esposas de los dos hermanos Dunham habían muerto en accidentes en el mar. Lo mejor de todo era que el elegante e inquieto lord Dunham volvería, a no tardar, al mercado del matrimonio. Había anunciado que no guardaría más de un año de luto por su bella esposa. Pasados tres meses volvería a reaparecer en sociedad.
Aunque la temporada no empezaba oficialmente hasta entrado el año nuevo, Jared Dunham marchó a Londres a primeros de diciembre. No deseaba encontrarse en Swynford el día de San Nicolás. Se cumplirían dos años de casados, y en aquella triste velada se sentó solo en su estudio, delante del fuego, sorbiendo un buen coñac francés de contrabando. En sus manos apretaba una pequeña miniatura de Miranda, pintada por Thomas Lawrence, el mejor retratista de Inglaterra.
El famoso artista había pintado un cuadro maravilloso de Miranda y Amanda, cuando volvieron a Inglaterra para la boda de Mandy. Jared había encargado el retrato para su suegra y ella lo había llevado consigo al regresar a América. Dorothea se había extasiado ante el regalo. Amanda aparecía vestida de rosa pálido sentada en una butaca Chippendale y Miranda iba vestida de azul oscuro, de píe detrás de su gemela. Sonreía a su hermana, cuya cabeza estaba medio de perfil y ligeramente erguida para contemplar a Miranda.
Lawrence había captado perfectamente a las dos jovencitas. Amanda era deliciosa con su belleza rubia de ojos azules, sólo con un leve rasgo acerado en las comisuras de su boquita de rosa. Miranda era un espíritu invicto con una expresión orgullosa y retadora en sus ojos verde mar. Jared había decidido también que el artista pintara, en miniatura, las cabezas de ambas hermanas. Luego las colocó en un marco de plata, ovalado, decorado con uvas y pámpanos en relieve. Regaló a Adrían la miniatura de Amanda el día de su boda. La de Miranda se la había quedado y se la llevó consigo a San Petersburgo. Dios Santo, ¡cuántas veces había tenido la miniatura entre sus manos en el pasado invierno! ¡Cuántas veces había contemplado su rostro como lo hacía ahora! Su cara en forma de corazón, dulce y obsesiva, con su boca generosa, la barbilla decidida con su hoyuelo, sus ojos verde mar.
¡Miranda! ¡Miranda! Llevaban dos años casados y en todo aquel tiempo sólo había estado con ella siete meses. ¡Dios! ¡Debía de estar loco!
Dos años atrás, en este mismo día, se habían casado. Dos años atrás, esta noche, se le había enfrentado asustada y retadora al otro lado de su cama. Recordaba cómo se había cubierto el pecho con la colcha, después él la había tomado entre sus brazos, besándola, y pronto el mundo estalló en pasión. Y ahora estaba muerta y era por su culpa, por haberla dejado tanto tiempo sola.
Su amor por él había sido obviamente superior al suyo, hecho que lo asombraba. Miranda había sido paciente hasta el extremo de tener a su hijo sola, y cuando ya por fin no pudo más, había salido en su busca. En el primer impacto de su muerte la había maldecido y enviado al infierno por no saber quedarse en Inglaterra, pero ¿qué esperaba? Era su fierecilla, ronroneando en un momento y arañándolo al siguiente.
De pronto, abrumado por la rabia y el dolor, Jared lanzó su copa de coñac al fuego, donde se deshizo en mil destellos, y el líquido ardió azulado por un instante. El rostro de Jared estaba mojado por las lágrimas.
– ¡Oh, fierecilla! -exclamó en el silencio de la estancia-. ¿Por qué me fuiste arrebatada? -Por primera vez en su vida, Jared Dunham parecía un niño perdido.
Si la reputación de Jared Dunham en su época de soltero había sido tranquila, ya no era así en los días de su viudez. Sin Miranda se transformó, como había predicho Amanda, en un peligro para sí mismo. Su encuentro con el alcohol después de la muerte de Miranda le había enseñado que la bebida no ayuda a olvidar y además provoca dolor de cabeza. Tenía que encontrar algo que le aliviara aquella terrible congoja.
Su cuadra aumentó hasta rebosar y empezó a frecuentar las subastas de caballos en Tattersall. Compró lo que se le antojaba, tranquilizando su conciencia diciéndose que se llevaría aquellas adquisiciones a Wyndsong, para añadir sangre nueva a la raza de la isla. Algunos de sus caballos eran de carreras y no tardó en encontrar un buen entrenador y dos jockeys. Hizo carreras con su faetón con otros jóvenes, en el camino de Brighton, pero la diversión desapareció cuando descubrió que ningún caballo podía vencer a los suyos.
Jugar le resultaba aburrido por la misma razón. Jared Dunham jamás parecía perder, ya se tratara de cartas o de apuestas de boxeo en el gimnasio de Gentleman Jackson, o algo tan simple como qué gota de lluvia llegaría antes a la parte baja del cristal de la ventana. La ironía le divertía: Tenía suerte en todo, excepto en el amor.
No obstante, Jared no dejó a las damas de lado. Por el contrario, su apetito parecía insaciable. Entre las bellezas que aceptaban la protección de un caballero se extendió rápidamente el rumor de que Jared era un amante excepcional, un amante generoso, pero un amante de corta duración. Ninguna mujer parecía ser capaz de retenerle más de unas pocas semanas.
Las mujeres casadas de su clase lo contemplaban con interés. Las mamas ambiciosas se aseguraban de que se fijara en sus lozanas y nubiles hijas. Miranda Dunham había muerto y el atractivo lord Dunham necesitaba una esposa que lo llevara por el buen camino. ¿Por qué no su Charlotte? ¿O Emily? ¿O Drusilla?
La mayoría de las adolescentes estaban aterrorizados por el alto, moreno y sombrío lord Dunham. Parecía estar siempre ceñudo y muchas pensaban si no se burlaría de ellas con sus labios finos torcidos en una sonrisa sarcástica. ¡Éste no era el trato a que estaban acostumbradas!
Sin embargo, una de las incomparables de la temporada no se arrugó ante Jared Dunham. Lady Relinda de Winter era la ahijada de la duquesa de Northampton. Menuda, de tez blanca y sonrosada, rizos negros y ojos azul oscuro. Belinda daba la impresión de pureza, inocencia y bondad. Nada más lejos de la verdad. Hija de un barón venido a menos, Belinda de Winter no se detendría ante nada por conseguir lo que quería. Y quería a Jared Dunham.
Belinda había ido a Londres invitada por su madrina, que había sido la mejor amiga de su difunta madre. El marido de tía Sophia, el duque de Northampton, tenía tres hijas propias que colocar y no le había hecho la menor gracia tener que presentar a una cuarta muchacha. Aunque era uno de los hombres más ricos de Inglaterra, no era persona a quien le gustara gastarse el dinero en la hija de otra persona.
Belinda, más perspicaz de lo que sugería su corta edad, había notado su reticencia. Pero necesitaba desesperadamente una temporada en Londres.
Su propio hogar, el Priory, estaba cerca de la propiedad de los Northampton, Rose Hill Court, y Belinda era una asidua visitante. Al acecho del momento oportuno, Belinda esperó hasta una tarde en que sabía que Rose Hill Court, iba a estar vacía, excepto por el duque y el servicio. Cazó a su tío a solas en la biblioteca y lo sedujo fríamente.
Luego lo dejó antes de que pudiera reaccionar. Se las arregló para no volver a encontrarse a solas con él antes de irse a Londres. Al duque le había escandalizado su comportamiento, escandalizado y fascinado. Nunca había encontrado una mujer más agresiva que aquel pedazo de chiquilla con su carita de ángel. Suspiraba por volver a tenerla, pero ella lo esquivaba y se reía de él tras sus manitas cruzadas, con sus ojos azules bailando enloquecidos. Por fin logró acorralarla en un concierto y se oyó suplicar como un jovencillo.
– Quiero volver a verte -le dijo.
– Si me llevas a Londres me verás todos los días -le contestó.
– Ya sabes lo que quiero decir, Belinda.
– Y tú también sabes lo que yo quiero decir, querido tío.
– Si te llevo a Londres, ¿serás buena conmigo?
– Sí -respondió, escabulléndose.
Belinda de Winter había conseguido su temporada en Londres, así como un magnífico vestuario. Pero el duque de Northampton jamás parecía poder encontrar a su ahijada a solas. Estaba demasiado ocupada con su vida de debutante londinense. Sin embargo, siguió vigilándola. Un día u otro llegaría su oportunidad.
Jared Dunham, el lord americano cuya bella esposa había sido arrastrada por las olas enfurecidas de la cubierta de su yate, era un tema inagotable de comentarios aquella temporada. Belinda observaba cómo tas otras mujeres trataban de llamar la atención del viudo. Escuchaba en silencio las habladurías que acompañaban a aquel hombre increíblemente atractivo, y se juraba que sería su segunda esposa. Era perfecto: rico, elegante, y se la llevaría de Inglaterra, lejos de su maldito padre y hermano.
Su comportamiento y reputación eran como un albatros alrededor de su bello cuello. Aunque los hombres la deseaban y había tenido varias proposiciones cuando irrumpió en la escena social de Londres, ninguno de aquellos caballeros deseaban tener como parientes al barón Chauncey de Winter y su hijo Maurice. Belinda no los podía censurar.
Aquel invierno reinó el mal tiempo en toda Europa y Miranda se vio confinada en la casa durante varios días por culpa de la lluvia. Sasha no tardó en cansarse de los celos de Vanya y pegó una paliza al muchacho un día de octubre. Después de eso, Vanya dejó de quejarse si Sasha jugaba al ajedrez o charlaba con Miranda. Y Miranda, compadecida del joven, le empezó a enseñar francés. Vanya mostraba una inteligencia sorprendente y Miranda sospechó que podía ser hijo de Lucas. No obstante, jamás lo preguntó. Era mejor no saberlo.
Una noche Miranda estaba preparando el tablero cuando llegó Sasha con una copa en la mano.
– He estado hablando con Dimitri Gregorivich. Ya no tendrás que volver a la choza, Mirushka.
Miranda levantó la vista, sorprendida.
– ¿ Por qué?
– ¿Por qué no? Vamos, Miranda, no debes ser tímida conmigo. Sabes que estás embarazada.
– ¿Qué? -parecía anonadada-. ¡No! -exclamó-. ¡no puede ser!
– Mirushka, desde que hemos llegado aquí no has tenido ni una sola pérdida de sangre, según dice Marya. ¿Cuándo tuviste la última regla? Yo sí lo sé. Fue en aquellos primeros días del viaje, cuando estabas inconsciente. Empezaste a sangrar el día después de salir de San Petersburgo. Yo te cambié las compresas. ¿Y antes de eso? ¿Lo recuerdas?
Se quedó pálida. La última menstruación que recordaba había sido una semana antes de abandonar Inglaterra, Tenía razón, hacía tiempo que no sangraba, pero lo había achacado sencillamente al cambia ¡Pero tampoco tenía otros síntomas! Por lo menos, eso creía. Oh, Dios. Volver junto a Jared como una paloma mancillad?, ya era bastante, pero volver embarazada de otro hombre sería imperdonable.
Sasha le acarició la mano.
– ¿Estás bien, Miranda? -Su voz sonaba bondadosa, sinceramente preocupada.
– Estoy bien -respondió despacio-. Bien, Sasha, esto significa que podrás volver a San Petersburgo en verano. Estarás contento.
– Sí -exclamó excitado, pero al ver su expresión desconsolada, añadió-: Esto no significa que no puedas volver a ver a Lucas, Mirushka. Puedes verlo, pero no debéis mantener relaciones amorosas hasta seis semanas después del nacimiento del niño.
– No hay amor entre nosotros ahora, Sasha. Jamás lo ha habido.
– Oh, ya sabes a qué me refiero, Mirushka. Al acto del amor.
– Hacer el amor, Sasha, no es amor, Es copular, y así lo hacen los animales. Sin amarse.
La miró con extrañeza. Era una mujer curiosa, y él no la entendía, pero claro, ¿cómo podía comprender realmente a una mujer?
– Juguemos una partida -propuso y se sentaron uno frente al otro.
Miranda jugó mal aquella noche. Su mente estaba en otra parte. Ahora no iba a poder escapar de la granja. Se vería obligada a quedarse hasta el nacimiento de la criatura. Por supuesto, en cuanto pudiera se marcharía… antes de que él volviera a impregnarla. Abandonaría al niño. De todos modos, se lo quitarían al nacer. ¿Cómo podía sentir algo por él? Era un ser ajeno, y no estaba dispuesta a que Jared conociera su vergüenza. No, no podía amar a esta criatura que crecía ahora en su seno. ¿Por qué iba a amarla?
Lucas. Pobre Lucas. Había sido una gran decepción para él, porque después de aquella primera noche, nunca más volvió a alcanzar la cima de la pasión. Aunque él se sentía frustrado, furioso y confuso, ella parecía tan tranquila. A! principio se había sentido disgustada al disfrutar en su relación con un hombre que no era su marido. Su cuerpo la había traicionado, pero sus plegarias habían sido escuchadas y ahora no sentía nada. Lo había querido así y aunque había tenido que soportar su contacto, por lo menos no permitía ningún placer a su cuerpo mientras su espíritu estaba siendo odiosamente violado.
Pero Lucas había sido bueno con ella y por él había fingido, pero al cabo de una semana o así el hombre se había detenido en pleno acto amoroso y le preguntó:
– ¿Por qué finges?
– Para que estés contento. Tú eres bueno conmigo y yo quiero hacerte feliz.
Inmediatamente se retiró de ella.
– Dios mío. Miranda, ¿por qué no te he vuelto a dar más placer?
– No es culpa tuya.
– ¡Ya lo sé! -fue la rápida y orgullosa respuesta.
– Te lo advertí desde el principio, Lucas. Soy la esposa de Jared Dunham. El príncipe no puede cambiarlo. Lo único que ha hecho el príncipe Cherkessky es separarme de mi mundo y dejarme aquí, pero mi mundo sigue allí, al igual que mÍ corazón y mi espíritu. La primera noche que me tomaste, mí cuerpo respondió al tuyo. No te lo negaré. No sé por qué ocurrió, pero he rezado para que no volviera a ocurrir. Mis plegarias se han cumplido. Siento hacerte daño porque eres mi amigo.
Lucas guardó silencio un instante, luego observó:
– Sigues con la esperanza de regresar, pajarito, pero no te será posible. Con el tiempo llegarás a aceptar el hecho, pero entre tanto quiero que sepas que no has perdido mi amor. Soy un hombre paciente y te adoro, pajarito. Pero por favor, déjate de simulaciones. Yo seguiré haciéndote el amor y el paso del tiempo fundirá el hielo en el que has envuelto tu corazón.
– ¡Jaque, mate! -fue el grito triunfal de Sasha-. ¡Mirushka! ¡Mirushka! ¿Qué te pasa? ¡He cogido tu reina con un peón!
– Perdóname, Sasha. Esta noche no estoy de humor, me muero de cansancio.
– Bueno, confío en que no te conviertas en una compañera aburrida sólo porque estás embarazada.
– Ten paciencia conmigo, Sasha -rió burlona-. Después de todo, sólo he acatado las órdenes de Alexei Vladimirnovich.
– Es verdad -se animó-. Le escribiré mañana para darle la buena noticia.
– No te olvides de incluir mis felicitaciones -dijo sarcástica, y se levantó-. Me voy a mi casto lecho. Buenas noches, Sasha.
Por la mañana se puso una capa de lana y se dirigió al edificio de los hombres en busca de Lucas.
– ¡Miranda, mi amor! -la llamó desde la cocina.
– Estoy embarazada -anunció ella.
– Me alegro.
Estuvo a punto de gritar. Dio media vuelta para irse, pero él la alcanzó y la atrajo.
– Debo volver a la villa.
– Quédate conmigo. Hablemos. Sonya, un poco de té, cariño, y otro poco de ese pastel de manzana tan bueno que haces.
– No tenemos nada que decirnos, Lucas. Estoy embarazada, tal como todo el mundo dispuso. A mediados de junio daré a luz una hermosa esclava rubia, que dentro de cinco o diez años podrá venderse en Estambul por una fortuna. Quizás incluso llegue a ser la favorita del sultán. ¡Qué propaganda para la granja de esclavos Cherkessky! ¡Es lo que siempre he deseado para una hija mía!
– ¡Por favor, pajarito, calla! -Le pasó el brazo por los hombros y la abrazó con fuerza.
Con gran pesar por su parte Miranda se deshizo en lágrimas y él la fue calmando hasta que dejó de llorar.
– ¡Maldita sea! -barbotó en inglés y Lucas se echó a reír. Le estaba enseñando inglés y la había entendido.
– ¿Por qué te ríes?
– Eres adorable y te quiero.
Miranda suspiró exasperada. Nunca la comprendería.
Pero en los meses que siguieron tuvo que confesarse que se mostraba de lo más atento y cariñoso. Había gestado sola al pequeño Tom, sin el amor y la compañía de su marido, pero eso no le importó porque deseaba el hijo de Jared. Sin embargo, no deseaba a la criatura que se agitaba sin cesar en su interior; a pesar de ello, el padre de esta criatura estaba con ella siempre que podía y, curiosamente, encontraba que su presencia la ayudaba. A medida que iba engordando y se hizo cargo de la realidad de su situación, necesitaba su sincera bondad. Creía que sin su aliento hubiera enloquecido. Estaba esperando el hijo de otro hombre mientras, muy lejos, su amado marido se creía viudo.
La primavera apareció a últimos de marzo y con ella una carta para Sasha, del príncipe Cherkessky. Miranda estaba sentada con él en el soleado salón cuando la sorprendió su gemido.
– Sasha, ¿qué te ocurre?
– ¡Dios mío! -gritó y su voz alcanzó un tono estridente y angustiado-. ¡Me ha abandonado, Mirushka! ¡Estoy solo! ¡Solo! ¡Oh, Dios! -y cayó de rodillas entre amargos sollozos.
Miranda se levantó, cruzó la estancia y se inclinó torpemente para apoderarse de la carta que Sasha estrujaba entre las manos. Leyó rápidamente la elegante misiva escrita en francés.
Alexei Vladimirnovich se había casado la víspera de la Navidad rusa con la princesa Romanova, que inmediatamente había demostrado su fertilidad. La nueva princesa Cherkessky esperaba un heredero de la fortuna familiar para primeros de otoño. Alexei Vladimirnovich consideraba más prudente que Sasha se quedara en la granja como director. Su presencia en San Petersburgo podía turbar a la princesa y en su delicada situación aquello resultaba impensable. Cuando la princesa le proporcionara dos o tres niños y asegurara la sucesión de Cherkessky, Sasha podría volver junto a su amo en San Petersburgo. Entretanto debía permanecer en Crimea. Sería solamente durante cuatro o cinco años, como mucho.
El príncipe expresaba su placer por el inminente nacimiento de la criatura de Miranda Tomasova y recordó a Sasha que no dejara de informarle en cuanto su hermosa esclava hubiera dado a luz su primer hijo. Había que devolverla a la choza de apareamiento tres meses después del parto en lugar de tos seis meses habituales, y que Lucas volviera a cubrirla. Con suerte podrían tener otra criatura en la misma época al cabo de un año.
Miranda se estremeció. El príncipe era, sin duda, un ser sin entrañas. Al hombre, obviamente, sólo le importaba el dinero.
La carta terminaba con los mejores deseos del príncipe para Sasha y le recordaba que si desobedecía las órdenes de su amo, olvidaría todo lo que había habido entre ellos y la ira del príncipe y su castigo serían los más dolorosos y crueles que pudiera imaginar.
Miranda dejó la carta y contempló a Sasha. El hombre estaba hecho un ovillo en el suelo, llorando lastimeramente. Entrecerró los ojos para contemplarlo sin pasión. Ahora que Sasha había perdido a la persona amada, tal vez comprendería sus sentimientos.
De pronto, una idea maravillosa empezó a tomar cuerpo. Si podía servirse de la crueldad del príncipe para volver a Sasha contra él, tal vez, sólo tal vez, pudiera convencer al criado para que se vengara de Alexei Vladimirnovich. ¿Qué mayor venganza podía idear Sasha que dejar en libertad su tan ansiada pareja de reproducción?
Sonrió para sí. Le convencería de que los llevara, a ella y a Vanya, a Estambul en el yate del príncipe. También se llevarían el dinero que la granja cobraría en junio, cuando la granja acogía a montones de compradores de iodo el mundo en su venta anual. Su sonrisa creció. ¡Qué dulce venganza! Robarían al príncipe la cantidad máxima de las rentas anuales así como su principal reproductora. Pero, antes que nada, debía ganarse a Sasha. Se inclinó y lo abrazó maternalmente.
– ¡Sasha, Sasha! No llores más -lo tranquilizó-. Por favor, querido amigo, ven y siéntate en el sofá a mi lado. Por favor, yo no puedo levantarte.
Su tono dulce y afectuoso lo convenció: se puso en pie con dificultad, cruzó el salón con ella y se dejó caer en el sofá.
– Oh, Mirushka, ¿cómo ha podido hacerme esto? Yo sabía que debía casarse por respeto a la familia. Me hubiera portado bien, siempre me he comportado bien. Nunca le he avergonzado. Después de todo, también soy Cherkessky de sangre.
– Querido Sasha, ¿qué puedo decirte? -murmuró-. Ahora te han arrancado del lado de la única persona que amas en el mundo. Créeme, lo comprendo. Oh, sí, lo comprendo bien.
Alzó su rostro lleno de lágrimas y la contempló con tristeza.
– Yo también te comprendo ahora, Mirushka. Te comprendo y te pido perdón.
Lo acunó en sus brazos como si fuera un niño y le murmuró apenada:
– Pobre Sasha, pobre Sasha. -Pero había una sonrisa triunfante en su rostro.
Durante el mes que siguió jugó sutilmente con él, como con un delicado instrumento. Lo siguió en sus estados de ánimo, lo mimó, se indignó debidamente por él. Poco a poco, Sasha empezó a depender y a confiar en ella. Así pues. Miranda no tardó en sentirse lo bastante segura para sugerir venganza. Si elegía bien las palabras, él sólito encontraría la solución apropiada.
Debía tener mucho cuidado. Si Lucas descubría lo que estaba tramando, intentaría impedírselo. Se mostraba extremadamente atento aquellos días, la llevaba a dar largos paseos por la playa, cogiéndole la manita en su enorme manaza como hubiera podido hacer cualquier joven marido enamorado.
– Voy a pedir a Dimitri Gregorivich si puedo chupar tu pecho antes de que te den esas hierbas que cortan la leche -le dijo una vez-. Seré tu hijo único, Miranda, y acabarás queriéndome… tanto como yo te quiero a ti.
No. Lucas no debía sospechar que había concebido un plan para escapar.
El joven Vanya ya era otra cuestión. Su rostro redondo e infantil contrastaba con sus vivos ojillos azul oscuro. La observaba en su actuación con Sasha desde hacía varias semanas; por fin, una tarde, se atrevió a interpelarla a solas.
– ¿Por qué te muestras tan solícita con Sasha? -preguntó decidido.
Miranda lo miró divertida, porque tenía derecho a darle un bofetón y ordenarle que se largara. En cambio le preguntó:
– ¿Amas a Sasha?
– Naturalmente. Es la única persona que me ha querido. Para él, yo no soy simplemente uno de los niños esclavos. Soy especial.
– ¿Te gustaría estar para siempre con Sasha?
– ¡Oh, sí, Mirushka!
– Entonces, confía en mí como hace Sasha. No me preguntes más. Mantén tu mente ágil en otras cosas y no comentes con nadie tu curiosidad. Si cumples todo esto, te prometo una vida larga y feliz con Sasha.
– ¿Y si hablo con Lucas? -preguntó el niño con astucia.
– Entonces ninguno de tus sueños se hará realidad, Vanya. Aunque ahora no lo comprendas, créeme cuando te digo que yo soy la clave de ni dicha. Traicióname y te venderán este mismo año.
– ¿Puedes hacer realmente todo esto, Mirushka? -Su voz infantil sonaba impresionada.
– Sí puedo, Vanushka -le respondió Miranda con una voz tan confiada que el joven la creyó.
– Seré leal contigo -prometió Vanya con fervor.
– Sé que lo serás -le dijo sonriéndole con dulzura. Le acarició la redonda v sonrosada mejilla con una mano y le metió un chocolatín en la boca con la otra.
– Ahora vete a jugar, Vanushka. Quiero dormir un poco.
Llegó mayo y los prados se llenaron de corderos y cabritos, de potrillos y terneros, todos retozando sobre la verde hierba. Los niños jugaban en el mar y a Miranda le faltaban seis semanas para dar a luz a la criatura, como llamaba al ser no deseado que llevaba dentro. No sentía nada por él.
Solamente deseaba deshacerse de él. Cuanto antes naciera, antes podría abandonar aquel lugar.
Había dejado descansar al pobre Sasha. Si le confiaba demasiado pronto su plan de escape, le dejaría demasiado tiempo para pensarlo seriamente. Y demasiada reflexión podía hacerle cambiar de idea, porque en lo más profundo, su amor y lealtad hacía el príncipe Cherkessky seguían allí.
Sonrió para sí mientras contemplaba a los niños jugando en el mar.
– ¡Libertad! -murmuró.
Ella era Miranda Dunham, de Wyndsong Island, y había nacido libre. No cejaría en su lucha por esa libertad hasta que la muerte apagara el latido de su corazón.
Los tártaros atacaron al amanecer. Tras cruzar la frontera de Besarabia por el oeste, sorprendieron a los desamparados habitantes de la granja de esclavos del príncipe Alexei Cherkessky.
Los atacantes tártaros no encontraron resistencia, porque nadie estaba lo bastante loco para resistirse a los Jinetes del Diablo, como se les había llamado siempre. Al oír el estruendo. Miranda se levantó tan deprisa como le permitieron sus circunstancias. Sasha llegó corriendo a su alcoba.
– ¡Tártaros! -anunció-. ¡no lo comprendo! El príncipe es medio tártaro. Nunca nos habían molestado antes.
Miranda no se entretuvo en explicarle que la otra mitad del príncipe era rusa, y que los rusos habían asesinado a todos los descendientes varones del viejo príncipe Batu.
– ¿Qué nos harán? -preguntó Miranda-
– El mercado de esclavos de Estambul -fue la escalofriante respuesta que le ofreció el sollozante Sasha.
¡Maldita suerte! Precisamente cuanto todo iba tan bien.
– ¡Sasha, debes ayudarme! -dijo.
– ¿Cómo, Mirushka, cómo?
– Como no vivo con los demás, desconocerán mi situación. Diles que soy la hermana casada del embajador inglés en San Petersburgo, que el príncipe me ofreció su hospitalidad porque no podía soportar otro invierno en San Petersburgo dado mi delicado estado de salud.
Diles también que pueden conseguir un buen rescate por mi persona por parte de los ingleses.
– Pero ¿quién lo pagará?
– Pagará el embajador inglés de San Petersburgo. Ya te dije que mi marido es muy rico y que también es muy amigo de lord Palmerston, el ministro de la Guerra. Por favor, Sasha. ¡En este momento tu lealtad hacia el príncipe Alexei estaría fuera de lugar!
El dolor asomó a sus ojos oscuros y se la quedó mirando fijamente.
– ¡Por favor! -suplicó Miranda-. ¡Por favor! -Oía a los tártaros, que se iban acercando a la villa. Fue el momento más largo de su vida.
– Lo haré, Mirushka -accedió-. Te debo por lo menos una oportunidad. Pero, recuerda, tal vez no salga bien.
– Lo comprendo. Deprisa, hay que avisar a la vieja Marya.
Juntos corrieron al salón. Marya ya estaba allí, acompañada de Vanya y de las doncellas. Rápidamente, Sasha le explicó el plan para salvar a Miranda.
– Es una gran dama en su tierra y el príncipe hizo mal al robarla a su familia. Ahora debemos tratar de arreglarlo -concluyó, y el grupo aterrorizado asintió ansioso, felices de poder salvar por lo menos a uno de ellos, contentos de que se tratara de Miranda, que siempre los había tratado con bondad.
La puerta principal de la casa se abrió repentinamente de un puntapié, un acto innecesario puesto que no estaba cerrada con llave. La estancia se llenó de guerreros tártaros. Las aterrorizadas sirvientas chillaron asustadas, porque los tártaros parecían temibles. Su piel tenía un color amarillento que contrastaba dramáticamente con su corto cabello negro y ojos oblicuos. Vestían pantalones bombachos, que terminaban a la altura de las botas; llevaban camisas de colorines ceñidas a la cintura mediante eslabones metálicos y gorros de fieltro cilíndricos con largas caída laterales.
Los invasores estaban extremadamente bien organizados: separaron rápidamente a las doncellas de Vanya, las desnudaron y las echaron del salón. La vieja Marya se negó a moverse del lado de Miranda, actitud que pareció divertirlos. De momento, ignoraron a Sasha, contemplando despectivos su bata de seda roja. Pero se mostraron solícitos con Miranda: insistieron en que se sentara y le dieron palmadas en el vientre con enormes sonrisas y murmullos de aprobación.
Todos se irguieron de pronto cuando un hombre delgado y de aspecto fiero entró en la habitación. Acercándose a Sasha, el hombre habló en un francés gutural pero inteligible.
– Soy el príncipe Arik, el único nieto superviviente del príncipe Batu. ¿Quién eres tú y quién es la mujer?
Sasha se irguió, orgulloso. Conocía su destino, aunque Miranda lo ignorara.
– Soy Pieter Vladímirnovich Cherkessky, llamado Sasha, hijo del difunto príncipe Vladimir Cherkessky.
– ¿Eres el príncipe actual?
– No, mi madre era una sierva. No obstante, me educaron con mi hermanastro, Alexei, el príncipe.
– ¿Es su esposa esta mujer? ¿Su ámame?
– No, príncipe Arik. Esta mujer es lady Miranda Dunham, hermana del embajador inglés en San Petersburgo.
– ¿Y qué está haciendo aquí? -preguntó el jefe tártaro.
– Su marido, que ahora lucha en una guerra por su rey a través del gran océano occidental, la dejó con su hermano. Su médico de San Petersburgo consideró que no resistiría el severo invierno allí, y entonces el príncipe Cherkessky, mi amo, le ofreció la hospitalidad de esta finca. Es un gran amigo del embajador.
El príncipe Arik se volvió a Miranda.
– ¿Para cuándo espera a su hijo, señora?
– Dentro de una o dos semanas -mintió Miranda.
– ¿Cuándo llegó aquí?
– En noviembre. Un mes después mi marido marchó a las Américas y yo tuve la suerte de poder venir aquí con toda la nieve que había en el norte. ¡Era terrible!
– En primer lugar, ¿por qué estaba usted en San Petersburgo?
– Fuimos a visitar a mi hermano antes de que Jared tuviera que incorporarse -respondió Miranda y de pronto se irguió orgullosa, todo lo que su embarazo le permitía-. ¿ Cómo se atreve a interrogarme, príncipe Arik? Yo tenía la impresión de que el difunto príncipe Batu era el abuelo de su único nieto Alexei. Sasha, ¿estás seguro de que este hombre no es un impostor?
El príncipe Arik se echó a reír.
– Sí -dijo-, esta dama es decididamente inglesa. Siempre tan arrogante. En respuesta a su pregunta, mi señora, el príncipe Batu tenía cinco hijos que vivían aquí, en esta propiedad. Su única hija se casó con un ruso. Tenía treinta nietos. Tres eran mestizos de su hija. Había otros veintidós nietos más y cinco nietas… todos tártaros puros.
»Se estaba muriendo cuando llegaron los soldados rusos y asesinaron a toda su familia. Ni uno solo se salvó. Vi violar a mi madre y a mis tías una y otra vez. Al final, creo que los soldados profanaron a las muertas, porque todo el mundo murió en el asalto. Yo tenía sólo diez años y quedé inconsciente por un golpe en la cabeza. Quedé cubierto por los cuerpos de mis hermanos y mis primos. Me creyeron muerto, pero yo estaba decidido a sobrevivir.
»Después de la matanza, todos bajaron a la bodega de mi abuelo y se emborracharon. Cuando tuve la seguridad de estar a salvo, huí a casa de la familia de mi madre, en Besarabia. He esperado mucho tiempo la oportunidad de vengarme de los rusos. Lo haré hoy. -Se calló y miró detenidamente a Miranda-. La cuestión, querida señora, es qué voy a hacer con usted.
– Supongo que se dirigirá a Estambul para vender los esclavos de Alexei Vladimirnovich, príncipe Arik. -Cuando vio que asentía, continuó-: Entonces, lléveme con usted.
– ¿Por qué?
– Porque yo le puedo proporcionar un buen rescate. Los ingleses de Estambul le pagarán muy bien si me devuelve sana y salva.
– Pero no puede viajar en sus condiciones, milady.
– Claro que puedo -se apresuró a protestar-. No me diga que va a abandonar las esclavas embarazadas.
– No.
– ¿Cree que las embarazadas en un lugar como éste han estado menos mimadas que yo, príncipe Arik? Ya lo creo que puedo viajar.
El príncipe fíngió que estudiaba la cuestión, aunque en realidad estaba decidido a llevársela.
– Está bien -asintió al fin-. La llevaré a Estambul.
El segundo del príncipe Arik preguntó en su dialecto:
– ¿Pedirás rescate por ella?
– Claro que no -rió el príncipe-, pero dejemos que lo crea, así no tendremos problemas en el viaje. Su venta nos proporcionará mucho más de lo que los ingleses puedan pagar, Buri, amigo mío. ¡Fíjate en su pelo! ¡Y en sus ojos! Y con una criatura para demostrar su fertilidad, valdrá una fortuna. Llévala fuera mientras despachamos a esos dos.-Luego se volvió a Miranda y terminó-: Acompañe a Buri, milady. Él cuidará de usted.
– Príncipe Arik. -La voz de Sasha sonaba acuciante-. Ha sido mi deber cuidar de esta señora mientras ha estado bajo la protección del príncipe Cherkessky. ¿Puedo despedirme de ella?
El príncipe asintió y Sasha se acercó a Miranda. Ante su asombro, le habló en un inglés claro y rápido.
– ¡No confíe en los tártaros! Se proponen venderla al llegar a Estambul. La embajada inglesa está al final de una pequeña calle llamada Muchas Flores, cerca de la mezquita del sultán Ahmmet, que está junto al hipódromo. Vaya con Dios, Miranda Tomasova. Le pido perdón por todo el dolor que le he causado. -Tomó su mano y se la besó-. Para su mayor seguridad, no me demuestre afecto.
– Te perdono, Pieter Vladimirnovich. ¿Qué va a ser de ti?
– Márchese ahora -respondió Sasha, ahora en francés.
Miranda se fijó en él y de pronto comprendió.
– Oh, Dios -murmuró, horrorizada por el presentimiento.
– ¡Sáquenla de aquí! -pidió Sasha al príncipe Arik, y el capitán Buri agarró firmemente a Miranda por el brazo y la sacó de la habitación.
– Por favor -suplicó ella-, necesito mis botas. -Y señaló sus pies desnudos.
Él comprendió y la siguió a su alcoba, pero se negó a dejarla sola, de forma que se quedó de pie en medio del umbral. Miranda sacó dos caftanes del armario y se los puso sobre su transparente prenda de dormir. Había conseguido un par de botas decentes unos meses atrás, alegando que sus delicados zapatitos eran demasiado endebles para sus largas caminatas. Como el príncipe había dicho que podía tener cualquier cosa que fuera razonable, Sasha había pedido al anciano zapatero de ¡a granja que le confeccionara un par de botas de final piel roja. Le llegaban hasta las rodillas y estaban forradas de suave lana. Se las calzó y tomó también su ligera capa de lana oscura. Recogió un peine de hueso tallado del tocador y se lo guardó en el bolsillo interior de la capa.
– Estoy dispuesta -anunció.
Buri la sacó rápidamente de la casa.
El espectáculo con el que se encontró al salir le heló la sangre. Habían prendido fuego a los campos y pisoteado los viñedos hasta dejarlos irrecuperables. Donde habían estado los frutales había ahora montones de árboles derribados. Todos los edificios, excepto la villa, estaban ardiendo. Pudo ver a la banda de forajidos llevándose el ganado y las gallinas colgando de sus sillas. Pero lo más terrible de todo eran las sollozantes mujeres y los niños, todos completamente desnudos, agrupados y asustados. Los miró, pero no logró distinguir a Lucas. No vio a ninguno de los hombres.
– ¿Dónde están los hombres? -preguntó. Buri la miró sin comprenderla y se dio cuenta de que le había hablado en francés. Intentó el dialecto local que Lucas había empezado a enseñarle-. ¿Dónde están los hombres?
– Muertos.
– ¿Muertos? ¿Porqué?
– ¿Qué íbamos a hacer con ellos? No podíamos venderlos en ninguna parte, porque los sementales del príncipe Cherkessky son demasiado conocidos. El príncipe Arik quiere esta tierra totalmente destruida. Esos hombres incluso son conocidos en Estambul. La tierra es una tierra maldita y solamente cuando desaparezca todo lo que una vez fue las almas de la familia Batu podrán descansar, totalmente vengadas. -Luego preguntó con segunda intención-: ¿Por qué le preocupan los hombres?
– Porque eran animales magníficos -respondió al instante para no traicionarse-. Me disgusta lo que se malgasta, sobre todo si es de buena raza.
– Ah, ustedes los ingleses -rió-. Tan fríos siempre excepto cuando se trata de sus animales.
El príncipe Arik y el resto de sus hombres salieron cargados con todos los objetos de valor que encontraron. Los amontonaron en un carro de dos ruedas. Detrás de ellos Miranda vio el fuego que empezaba a envolver la villa y se estremeció.
– Sube al carro, mujer -le ordenó el príncipe Arik.
– Puedo andar, y con su permiso me gustaría hacerlo.
Accedió secamente. Agarró la crin de un caballito blanco y negro y se alzó sobre la silla.
– Por favor, príncipe Arik, ¿deben ir desnudas las mujeres y los niños?
– Sí-replicó, y espoleando al caballito se alejó.
– ¿Por qué deben ir desnudas? -preguntó a Buri.
– Para atemorizarlas, así aceptarán rápidamente al príncipe Arik como su nuevo amo y ni siquiera pensarán en huir. -Subió ágilmente a su silla-. Camine junto al carro con el viejo Aighu. Yo la vigilaré aunque no me vea.
La larga procesión se puso en marcha. Faltaban dos horas para el mediodía y aquella cuidada y ordenada granja que había visto nacer un glorioso día de mayo había desaparecido por completo. Mientras caminaba, Miranda vio cosas que jamás había imaginado, ni siquiera en una pesadilla. Los siervos del príncipe, exceptuando las muchachas más bonitas y los niños, habían sido asesinados. Cada mujer estaba tumbada de espaldas con las faldas levantadas, las piernas abiertas, degollada.
Buri se fue gruñendo.
– ¿Me ha conocido? ¿Cómo? -preguntó Mignon en un francés perfecto.
– Lucas me habló de usted y Sasha, naturalmente, me contó su historia.
– ¿Por qué la tratan tan bien estos animales? -te preguntó con curiosidad Mignon.
Miranda se lo explicó y Mignon asintió, suspirando.
– Tiene suerte.
– No van a pedir rescate por mí -siguió diciendo Miranda en voz baja-. Sasha me lo advirtió antes de que nos separaran, pero me dijo dónde está la embajada inglesa. Intentaré escapar en cuanto lleguemos a Estambul. ¿Quiere venir conmigo? Vamos a demostrar a estos bárbaros lo que es tratar con una americana y una francesa.
Mignon sonrió de pronto.
– Mon Dieu! ¡Sí! ¡Tendré la oportunidad de volver a Francia y créame, madame, si consigo llegar no volveré a salir de París nunca más!
– ¿Y sus hijos?
– No tengo la menor idea de cuáles son -declaró con tranquilidad-. Los eché al mundo, pero jamás volví a verlos hasta que ya era demasiado tarde para reconocerlos. Ahora estoy de cuatro meses. Tendré que quedarme con el que llevo ahora.
Buri volvió y echó un caftán a Mignon, quien miró agradecida a Miranda.
– Merci, madame! -le dijo.
Miranda hizo un movimiento de cabeza y luego se volvió al tártaro.
– ¿Qué ha dicho el príncipe?
– Que puede quedarse con la sirvienta. También me ha dicho que esta noche deben dormir las dos debajo del carro. El viejo Aighu las guardará y el príncipe ya ha dado órdenes de que nadie las moleste. De todos modos, como nuestros hombres están celebrando y bebiendo, y no se puede razonar con un borracho, estén alerta. -Luego desapareció en la oscuridad.
Miranda ofreció compartir la carne de su plato, pero Mignon rehusó.
– Ya he comido, pero coma usted. Es cordero lechal y muy bueno.
Miranda siguió et consejo de la francesa porque sabía que debía conservar las fuerzas y la mente clara. Se comió todo el cordero e incluso chupó el tuétano del hueso.
– ¿Cree que podemos beber el agua del arroyo? -preguntó a Mignon.
Ésta miró a su alrededor y respondió:
– ¿Por qué no? Están demasiado ocupados hartándose y emborrachándose para molestarnos.
Ambas mujeres se levantaron y Miranda habló a Aghu en el dialecto local.
– Queremos agua -señaló al arroyo-. ¿Podemos ir?
Asintió, se levantó y las acompañó al arroyo, riendo al ver que se agachaban modestamente detrás de unas matas a fin de aliviarse antes de beber. Una vez de regreso al carro, se sentaron en un extremo y compararon los acontecimientos que las habían llevado a la granja del príncipe Cherkessky, también se contaron sus vidas antes de haber sido secuestradas.
Mignon había nacido el año de la caída de la Bastilla. Su padre era un duque, su madre la hija de un granjero. No estaban casados. Criada por su madre en la campiña de Normandia, ella y sus parientes campesinos no conocieron el terror que acompañaba la Revolución. Su padre había huido a Inglaterra, donde su título y sus proezas sexuales le habían conseguido una esposa rica. Cuando Napoleón llegó al poder, regresó a Francia y por sus leales servicios al emperador recuperó sus propiedades.
Diez años después del nacimiento de Mignon, su madre recibió una carta de su antiguo amante. La carta se la leyó el cura del pueblo con desaprobación. En ella, el duque declaraba que su hija bastarda debía recibir educación. Enviaba dinero, y la madre de Mignon, obediente, cumplió su petición. A partir de entonces todos los años, por Año Nuevo, llegaba una carta con dinero. Mignon conoció a su padre, por primera vez, cuando cumplió quince años.
– ¿Por qué me ha mandado educar? -fue el saludo de la joven.
– Para que haya un campesino menos que se revuelva contra su amo la próxima vez -le gruñó en respuesta.
Ambas se echaron a reír. Se hicieron buenas amigas. Ella se quedó en París, donde se la envió a una excelente escuela de monjas, que llenó los baches de su educación y donde la enseñaron a ser una señora.
Dejó el convento a los dieciocho años para entrar como maestra en un buen internado de París. A los veinte obtuvo un excelente puesto como institutriz en la casa de la princesa Tumanova, en San Petersburgo. Miranda conocía el resto de la historia.
A su vez resumió su propia historia y su caída.
– No obstante, gracias a Sasha podré escapar y tú vendrás conmigo, Mignon -le confió, esperanzada.
– ¿Amabas a Lucas? -preguntó inesperadamente la francesa.
– No -respondió Miranda con sinceridad-. Era un buen hombre, pero al único que he amado es a mi mando, Jared.
– Yo sí lo amaba -confesó Mignon-, pero hasta que usted llegó no creí que nadie tocara su corazón.
– No era como nosotras -añadió Miranda-. Su vida como esclavo era mejor que la de su infancia. Para nosotras fue muy distinto. ¿Has tenido hambre alguna vez? ¿Has tenido frío? -Mignon sacudió la cabeza-. Lo suponía, y aunque no eras la hija legítima de tu padre, te quiso y se preocupó por tu bienestar.
Miranda cambió de postura porque el niño la incomodaba.
– A mí no me faltó nada. Pero el pobre Lucas careció de todas esas cosas y no podía comprender lo que era la verdadera libertad. Ni tampoco el resto de los desgraciados capturados en la granja. Pero nosotras sí, Mignon. Confía en mí, seremos libres.
– Pronto nacerá su hijo. No será fácil, Miranda,
– Lo conseguiremos -aseguró confiada.
Las dos mujeres permanecieron amigablemente sentadas unos minutos y luego se retiraron debajo del carro para dormir abrigadas por la capa de lana de Miranda. Apenas habían conciliado el sueño cuando un grito rasgó la noche. Despertaron a la vez y ambas se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo. Las mujeres que no eran vírgenes estaban siendo violadas por sus captores. Las dos se acurrucaron muy juntas, cubriéndose los oídos con las manos, intentando no oír los gritos, y a medida que el ruido fue disminuyendo gradualmente, se durmieron, nerviosas, hasta el amanecer, cuando Aighu fue a despertarlas. Les había traído tazones de té negro, dulce y caliente, y carne fría.
Miranda sacó su peine y se arregló el cabello y el de Mignon. Ambas se lo trenzaron limpiamente y se lavaron la cara y las manos en el fresco arroyo cercano. El viaje se reanudó.
– Esté atenta a las fresas silvestres -aconsejó Mignon-. Sospecho que volverán a hacernos andar todo el día sin descansar ni comer.
– ¿Por qué?
– Los prisioneros agotados no huyen. Nos alimentarán bien por la noche para que lleguemos en buenas condiciones a Estambul, pero quieren que el viaje nos agote. Busque fresas. Miranda. Su dulzor nos ayudará a seguir.
– Yo no necesito otro día de viaje para estar tan cansada que no pueda huir -comentó Miranda con tristeza-. Estoy agotada. Pero dije al príncipe Arik que resistiría, y lo haré.
Sus vidas siguieron un ritmo monótono: al amanecer, té caliente y carne fría, caminar todo el día excepto unos minutos de descanso al mediodía, cuando los tártaros daban de beber a sus caballos, parada por la noche, carne asada para comer y agua para beber y un sueño cansado. Como suplemento a su dieta comían las fresas que Miranda encontraba. Un día que caminaban junto al mar. Miranda capturó varios cangrejos grandes que envolvieron en algas y asaron aquella noche en las brasas de la pequeña hoguera de Aighu. Jamás había comido nada tan sabroso, pensó Miranda, mientras sacaba la carne caliente de la pinza de un cangrejo.
La primavera tibia del mar Negro les duró casi dos semanas y de pronto un buen día despertaron en pleno diluvio, Por el campamento circuló la orden de que descansarían todo el día en unas cuevas que les protegerían de la lluvia. Las esclavas agradecieron el descanso, porque estaban exhaustas. Durmieron mientras los niños jugueteaban. En cambio, sus captores prefirieron beber y jugar, y a media tarde estaban todos de mal humor. El viejo Aighu dormía su borrachera. Un par de tártaros se acercaron al carro donde Miranda y Mignon estaban tranquilamente hablando.
– Qué pena que la rubia plateada esté tan embarazada -observó uno de ellos-. Parece como si fuera capaz de llevar a un hombre al paraíso.
– Para mí es demasiado flaca, Kuyuk. Pero este pajarito tierno ya es más de mi agrado -declaró el segundo tártaro, quien levantó a Mignon y la abrazó con una mano mientras le acariciaba los pechos con la otra.
– Por favor -exclamó Miranda, levantándose-, mi doncella está esperando un hijo. El príncipe Arik me prometió que nadie la tocaría.
Los hombres se inmovilizaron. Pero cuando se dieron cuenta de la borrachera de Aighu, siguieron adelante.
– Túmbate, esclava -ordenó el segundo tártaro y Mignon obedeció sin chistar.
– ¡No! -gritó Miranda-. Informaré al príncipe Arik.
– ¡Amordázala! -fue la orden y Miranda se encontró con un trapo sucio metido en la boca-. Que mire, Kuyuk, y aunque está a punto de parir, sus pechos no están prohibidos.
– ¡Por Dios que tienes razón, Nogal! -se puso en cuclillas y arrastró a Miranda con él. La puso firmemente de rodillas entre sus piernas abiertas y alargando las manos agarró sus senos hinchados y apretó. Ella gimió de dolor, pero se mordió los labios. No pensaba dar a este tártaro la satisfacción de saber que le había hecho daño.
Miranda sentía que el niño se revolvía inquieto, trató de escapar de aquella incómoda postura y una inmensa ira la embargó. Mignon se sometía a fin de salvar a su niño de posibles daños y también para proteger a Miranda. Rabiosa, clavó ambos codos contra Kuyuk, de forma que lo sorprendió y lo dejó sin resuello. Con dificultad. Miranda se incorporó y echó a correr mientras se arrancaba la mordaza.
El tártaro la siguió enloquecido.
– ¡Príncipe Arik! -gritó desesperada-. ¡Príncipe Arik! ¡Príncipe Arik!
Kuyuk la alcanzó y la abofeteó varias veces. La cabeza le daba vueltas, pero siguió gritando. Sus gritos atrajeron a esclavas y tártaros que acudieron corriendo.
– ¡Cerdo tártaro! ¡Tu madre nació de un montón de mierda de perro y copuló con un mono para concebirte!
– ¡Perra! -chilló, propinándole un golpe brutal en el vientre-. Embarazada o no, voy a montarte como un semental a una yegua rebelde. Tu vientre ya no te protegerá. ¡De rodillas delante de todo el campamento, mujer!
Oleadas de dolor la recorrieron y vomitó. Haciendo acopio de las últimas fuerzas gritó aún:
– ¡Príncipe Arik! ¿Es así como se cumple la promesa de un tártaro? ¡Tu palabra no tiene ningún valor!
De pronto, la gente se separó y llegó el jefe tártaro. Sus ojos relampagueantes iban de Kuyuk desmelenado a Miranda, que ya estaba de rodillas y se sujetaba el vientre. El príncipe se arrodilló y con manos sorprendentemente tiernas le apañó el pelo de la cara. A una orden tajante trajeron un frasco y forzó un líquido ardiente entre sus labios. Miranda se atragantó pero logró conservarlo.
– Respire hondo -le ordenó y cuando el color volvió a su rostro ordenó de nuevo-: ¡Explíquese!
– Dos de sus hombres, éste y su amigo Nogal, llegaron a donde Mignon y yo descansábamos. Han violado a Mignon pese a su embarazo. Y a mí también me han tocado. Creo -y ahí la voz de Miranda se quebró y las lágrimas resbalaron por sus mejillas-, creo que la han matado.
– ¿Dónde estaba Aighu?
– Borracho.
El príncipe Arik se volvió a Buri:
– ¡Averigua!
Durante unos minutos, todos guardaron un silencio. Los guerreros tártaros y sus cautivos esperaron y al momento volvió Buri junto con Aighu y Nogal.
– Tenía razón -dijo Buri-. La francesa está muerta y el niño también. ¡Qué despilfarro!
El príncipe tártaro permaneció inmóvil, luego miró a sus soldados.
– Os prohibí a todos esta mujer y su sirvienta. No solamente habéis violado mi palabra, sino que tontamente habéis asesinado dos valiosos esclavos, la mujer y su hijo nonato. El castigo es la muerte. En cuanto a ti, Aighu, parece que te gusta más el vino que el cumplimiento del deber. Ya no eres digno de llamarte guerrero tártaro. Perderás la mano de la espada, y si no mueres desangrado, puedes seguirnos hasta Estambul, pero quedas desterrado de la vida de los tártaros para siempre. ¡Temur!
Un joven guerrero saltó al frente.
– Temur, pongo a esta mujer bajo ni protección. Sé que cumplirás con tu deber mejor que Aighu. -Miró a las cautivas-. Quiero otra sirvienta -dijo y Marfa se adelantó rápidamente-. Ocúpate de la señora, muchacha, hasta que se te ordene lo contrario.
– Sí, amo. -Marfa se inclinó y ayudó a Miranda a levantarse. Miranda se tambaleó peligrosamente. Temur acostó tiernamente a Miranda. Se marchó apresuradamente y volvió al instante con una enorme brazada de ramillas de pino recién cortadas, que colocó junto al fuego. Al revolver el carro del pillaje encontró una alfombra de piel de cordero y la echó sobre las ramas. Por encima tendió un tejido de lana que Miranda reconoció como una cortina del comedor de la villa.
Volvió a cogerla en brazos, la colocó dulcemente sobre este cómodo lecho y la cubrió con la capa.
– No todos somos bestias -le dijo-. Me avergüenzo de Kuyuk y Nogal y siento lo de su amiga. Descanse ahora. Mientras yo la guarde no le ocurrirá nada. -Sacó una bolsa de su cinturón y dijo-:¡Eh, muchacha! Prepara un poco de té para tu señora. -Y le entregó un puñado de hojas.
Miranda yacía muy quieta mirando el lugar donde había estado Mignon. El cuerpo había sido retirado y una oscura mancha de su sangre era lo único que quedaba de la terrible muerte que Mignon había sufrido. Miranda lloró quedamente. Quizá se encontraba ahora con Lucas y con su hijo, pero Jamás volvería a ver su amado París.
– El té. Miranda Tomasova. Beba.
Marfa la ayudó a incorporarse y llevó el tazón de té humeante hasta sus labios. Miranda sorbió y no tardó en adormecerse. El niño estaba quieto ahora y el dolor había remitido. Se durmió, un sueno tan profundo que no oyó el grito de angustia de Aighu cuando le cortaron la mano de la espada y metieron el muñón en brea hirviendo para evitar que se desangrara. Tampoco oyó el murmullo sibilante de los espectadores ante las rápidas ejecuciones de Kuyuk y Nogal.
La lluvia arreció durante la noche y, por la mañana, el príncipe Arik decidió quedarse acampado en las cuevas. Después de la tragedia del día anterior, todo el campamento estaba profundamente abatido.
Miranda despertó torturada por un dolor terrible que iba de la espalda al vientre. Habían empezado los dolores. Demasiado pronto. La criatura no debía nacer hasta dentro de tres o cuatro semanas, pero estaba llegando ahora. Rechinó los dientes y gritó. El joven tártaro estuvo inmediatamente a su lado, con expresión de simpatía.
– Voy a tener el niño -murmuró con voz ronca-. Entre las esclavas hay comadronas. ¡Tráeme una!
– Iré yo -exclamó Marta-. Necesitará a Tasha. Es la mejor.
La joven salió corriendo.
– Yo estaré aquí -tranquilizó el tártaro a Miranda y luego anunció con orgullo-: Y si fuera necesario, también podría ayudar. He ayudado muchas veces en el parto de mis yeguas.
A Miranda casi se le escapó la risa, pero comprendió que el soldado trataba de ser amable.
– Por favor -le suplicó-, un poco de té dulce. Tengo mucha sed.
Se estaba poniendo en pie cuando otro trallazo de dolor la sacudió. Marta llegó con una mujer maciza de aspecto eficiente que se apresuró a decir:
– Soy Tasha. ¿Es el primero? -Miranda movió la cabeza y levantó dos dedos. Tasha comprendió. Se arrodilló y apañó la capa para examinar a su paciente-. Debe de haber roto aguas mientras dormía-comentó-. Será un parto seco. -Tanteó cuidadosamente a su paciente y acabó diciendo-: La cabeza del niño ya está encajada. Es solamente cuestión de empujar.
Temur le trajo un poquito de té, que Miranda sorbió ansiosamente. Tenía los labios secos y agrietados. El soldado se colocó detrás de ella y arrodillándose le sirvió de respaldo con su cuerpo. Tasha aprobó con la cabeza.
– Al próximo dolor quiero que empuje.
Miranda recordó el nacimiento de su hijo y apenas notó ningún dolor en éste. Siguió las instrucciones de Tasha y pasado un momento la oyó gritar.
– ¡Es una niña!
Entonces Miranda oyó un grito débil y nada más. Perdió el conocimiento varias veces hasta que por fin se sumió en un sueño reparador.
Cuando despertó de nuevo fue con una gran sensación de alivio. Volvía a ser libre y ahora debía recuperar ¡as fuerzas porque al cabo de varias semanas llegarían a Estambul. Huiría. Sería libre. Un gemido junto a ella hizo que Miranda volviera la cabeza. Sobresaltada vio un pequeño bulto a su lado. ¡La criatura! ¿Por qué no se la habían llevado? Entonces empezó a pensar con claridad. Solamente en la granja se habrían llevado a la niña. Aquí, en el campamento tártaro, pensaban que la criatura era la hija de su marido, y no podía rechazarla. ¡Qué inconveniente' El crío la entorpecería. Bueno, pero podría dejarla con Marfa cuando llegara el momento de escapar a la ciudad.
La niña volvió a gemir. Poniéndose de lado, acercó más a la criatura y le aflojó las ropas que la envolvían mientras recordaba su primera inspección del pequeño Tom. Esta criatura era hermosa… menuda, muy menuda- pero hermosa. Su pelusilla apenas visible, era plateada como el pelo de Miranda… ¿o tal vez el de Lucas? Sus ojos eran color violeta, pero Miranda descubrió inmediatamente algo raro en aquellos ojos preciosos. Pisó la mano por delante de la carita de la niña, pero ésta no reaccionó. ¿Estaría ciega? La pequeña tenía un hoyuelo en la barbilla, como sus padres. Miranda rozó la suave mejilla sonrosada tan parecida a la suya y la niña volvió la cabecita, descubriendo un enorme moratón.
Miranda suspiró. El cruel golpe de Kuyuk había dado en el blanco, después de todo. Al envolverla de nuevo se dio cuenta de que había estado pensando en la niña ya como suya. ¿Su niña? Sí, era su niña y ya no podía negarlo. La habían forzado a tenerla de un modo degradante, horrible, pero la pequeña era sólo una víctima más.
Miranda se esforzó por incorporarse, se desabrochó el caftán y se puso la niña al pecho. Aunque la niña parecía tocarla, no sabía tomar el pecho y chupar. Dulcemente, Miranda forzó el pezón en la boquita de la criatura y empezó a presionar. De pronto, la niña comprendió y se puso a succionar débilmente. Una sonrisa iluminó el rostro de Miranda.
– Muy bien, pequeñina -arrulló al bebé. Se lo dijo en inglés. Su hija era una americana. Sí, se dijo de nuevo, su hija.
El príncipe Arik apareció a la luz de las hogueras y se agachó a su lado. Sus ojos la contemplaron, admirados. Por Dios, pensó, ¡eso es una auténtica mujer! Parece tan frágil como una rosa temprana, pero es dura como el hierro. Señaló a la niña.
– Déjeme verla-le pidió.
Miranda apartó a la niña de su pecho por un instante.
– Es hermosa, pero la comadrona dice que no vivirá. No debería malgastar sus fuerzas amamantándola. Cuando nos marchemos, dejémosla en la colina. Será mejor.
Los ojos verde mar relampaguearon airados.
– Puede que mi hija también sea ciega. Ciega por un golpe tártaro. Pero vivirá, príncipe Arik. ¡Vivirá!
Él se levantó encogiéndose de hombros.
– Está aclarando y nos marcharemos mañana. He dicho a Temur que irá montada en el carro unos días hasta que haya recuperado las fuerzas.
– Muchas gracias -le gritó ella cuando el príncipe ya se iba. Pasó el resto del día dormitando y dando de comer a la niña. Marta le trajo un tazón de buen caldo.
– Temur me ha dado un pedazo de carne de una ternera que mataron. La he hervido durante varias horas con verduras y cebollas silvestres -declaró con orgullo.
– Está delicioso, Marfa, gracias. También tengo hambre. ¿Puedes conseguirme unas lonchas de esa ternera, las más crudas que encuentres, y un poco de jugo?
Marfa pudo conseguirlo y le llevó también unas cuantas fresas silvestres que había encontrado. Miranda se atiborró sin la menor vergüenza. Ya empezaba a sentirse más fuerte y por dos veces se levantó para dar la vuelta alrededor de su refugio, apoyada en el hombro de Temur.
En la hora anterior a la salida del sol despertó para dar el pecho a la niña. La criatura estaba muy pálida y respiraba con dificultad. El instinto maternal de Miranda despertó y estrechó la niña entre sus brazos, protectora.
– No te dejaré morir -dijo con fiereza-. No te dejaré.
Temur volvió a cargar el carro y dejó suficiente espacio para que ella viajara cómoda. Cortó más ramillas de pino para prepararle una cama nueva y la instaló. De nuevo, los días se ajustaron a una rutina.
Desde que los tártaros los habían capturado, Miranda había contado cuidadosamente los días. La granja había sido atacada el cinco de mayo y su hija nació trece días después, el dieciocho de mayo. Diez días después del nacimiento de su hija, adivinó que aún les faltaban dos semanas para llegar a Estambul. Miranda estaba ya recuperada y pronto anduvo todo el día, llevando a la niña en una especie de cabestrillo pegada a su corazón. Estaba muy preocupada. La pequeña no parecía ganar peso y estaba demasiado silenciosa.
Curiosamente le recordaba a su hijo. El pequeño Tom tenía ahora trece meses y se había perdido su infancia. No era más madura que Jared, se dijo, que había perdido los primeros meses de su matrimonio. Quizás ahora ambos habían crecido, madurado, y cuando volvieran a empezar, se comportarían de una manera más sensata. Si volvían a empezar, pensó.
A medida que se acercaban 3. la capital de Turquía, aumentó el nerviosismo. Por fin llegaron a la vista de la antigua y enorme ciudad de Constantinopla, la Roma del este, capturada por los turcos en 1453 y retenida por ellos desde entonces. Los tártaros acamparon aquella noche junto a las antiguas murallas de la ciudad, que se cerraban con llave al anochecer. Entrarían en la ciudad al día siguiente y sus cautivas serían llevadas a uno de los mejores mercaderes de esclavos de la ciudad. Los días de marcha y de ataques iban a terminar y el príncipe Arik era lo bastante inteligente para darse cuenta. Su tribu necesitaba dinero para comprar tierras a fin de poder instalarse permanentemente en alguna parte. Sabía que algunos de ellos volverían a Asia y se unirían a otras bandas de tártaros nómadas, pero como jefe del clan Batu tenía que tomar decisiones acerca de su gente. Los grandes días habían terminado y jamás volverían. Ahora sólo eran historias para contar junto a! fuego, nada más.
– ¿Señor?
El príncipe levantó la mirada.
– ¿Sí, Buri?
– ¿Y la gran señora, mi señor? ¿Quiere que le pongamos guardia ahora?
– No es necesario. La señora ha expuesto su caso y, siendo una dama noble, está acostumbrada a que se la tenga en cuenta. Supone que voy a hacer su voluntad, y dejaremos que siga creyéndolo. Primero llevaremos a los demás a la ciudad y arreglaremos con Mohammed Zadi su distribución. Le hablaré de nuestra gran dama y él organizará una subasta privada para compradores exigentes. Cuando llegue el momento, la llevaremos a los baños con algún pretexto, una vez allí la drogaremos para que se muestre dócil y terminaremos enseguida. Cuento con que una mujer de semejante belleza y con una criatura de pecho para demostrar su fertilidad alcanzará un precio muy elevado.
Buri asintió.
Los dos hombres siguieron hablando mientras que en la más densa curiosidad Miranda se alejaba silenciosamente. ¡Gracias a Dios que había aprendido su dialecto! Había esperado, a oscuras, durante varias horas después de la puesta del sol, con la esperanza de encerarse de sus planes y, desde luego, había conseguido más información de la que esperaba. Decidió que sería mejor alejarse inmediatamente. Esta noche los tártaros estarían aún entretenidos con su campamento lleno de cautivas. Sí, esta noche tendría la mejor oportunidad.
Llegó junto a su pequeña hoguera. Más allá de su resplandor vio los cuerpos abrazados de Temur y Marta. Para ella era una suerte que los dos jóvenes se hubieran gustado. Sospechaba que el joven tártaro compraría a la dulce y poco agraciada Marra para esposa. Por lo menos esta noche estarían ocupados.
Miranda se sentó junto al fuego y alimentó a la niña. Otra ventaja era que la criatura apenas lloraba. Eso le facilitaría la huida. Miranda empezaba a sospechar que además de ciega era sorda, pero ahora no podía entretenerse pensando en ello. Quizá la niña era simplemente débil.
Cuando terminó de alimentarla, cambió rápidamente el pañal de la niña, la abrigó de nuevo y la sujetó contra su pecho. Luego, observó cuidadosamente el campamento. Todo estaba tranquilo, pero se obligó a esperar una hora más sentada junto al fuego para estar absolutamente segura.
En el cielo brillaban una media luna que le ofrecía la luz suficiente para encontrar el camino. Dio un largo rodeo alrededor del campamento para evitar que alguien la detectara y se tomó con calma el trabajo de volver al camino trazado. Una vez allí, cubrió rápidamente la distancia final. Al llegar ante la puerta de la muralla, se sentó con la espalda bien apoyada contra el muro, envolviéndose en su capa oscura para disimularse y así poder dormir relativamente segura.
El ruido de las carretas que llegaban temprano, a la mañana siguiente, despertó a Miranda tal como tenía previsto. Amamantó a la niña, la cambió, y después se unió al grupo que esperaba a que se abrieran las puertas. En el mármol que remataba la vieja entrada distinguió claramente esculpida la palabra «Charisius».
El sol naciente escaló las colinas orientales con sus largos dedos dorados y desde lo alto de cada mezquita de la ciudad los muecines cantaron las alabanza del Señor y del nuevo día en un coro lastimero.
A su alrededor cayeron todos de rodillas y Miranda los imitó para no llamar la atención. Luego las puertas se abrieron, crujientes, y Miranda se apresuró con el resto de la gente, con los ojos bajos como corresponde a una mujer modesta y de clase humilde. Había cortado un rectángulo del tejido de uno de sus caftanes y se lo había fijado sobre el rostro gracias a los ornamentos de su cabello. Con el capuchón de la capa bajado sobre las cejas, parecía una mujer respetable, vestida con el tradicional yashmak negro de las pobres. No se diferenciaba del centenar de mujeres, ya que sus yashmaks las hacían anónimas a los ojos curiosos.
No tenía ni idea de dónde se encontraba, pero sabía que debía llegar pronto a la embajada británica, lo más rápidamente que pudiera, porque en cuanto sus captores descubrieran que se había ido, el príncipe Arik comprendería adonde se dirigía y saldría a impedírselo.
Miranda miró a su alrededor en busca de alguna tienda, no una tienda que sirviera al vecindario, sino que fuera atractiva para un forastero y cuyos dueños probablemente hablarían francés. Sus ojos se iluminaron al ver una joyería y, decidida, entró en la tienda.
– Tú, mujer. ¡Lárgate! ¡Lárgate antes de que llame a la policía del sultán! Éste no es lugar para mendigas.
– Por favor, señor, soy una mujer respetable. -Miranda imitó el tono lastimero que había oído frecuentemente desde su elegante carruaje en Londres. Hablaba en mal francés, con pésimo acento-. Solamente busco una dirección. No soy de esta ciudad. Su hermosa tienda seguramente sirve a los infieles ferangi, y he supuesto que me daría bien la dirección.
El joyero se la quedó mirando con menos hostilidad.
– ¿Adonde quieres ir, mujer?
– Debo encontrar la embajada de los ingleses. Mi primo Alí trabaja como portero y me han enviado a buscarlo. Nuestro abuelo se está muriendo -Calló como si pensara y añadió-: En la granja faltarán manos.
El joyero asintió. Era la estación de la cosecha y no se podía prescindir de ningún hombre, ni siquiera en una emergencia.
– Has entrado por Charicius, ¿eh?
– Sí, señor, y sé que la embajada inglesa está al final de la calle de las Muchas Flores, cerca del viejo hipódromo, pero no sé cómo llegar allí.
El joyero sonrió con superioridad.
– Esta calle donde está la tienda se llama Mese, mujer. Y es la antigua avenida comercial de la ciudad. Lo sé porque soy griego y mi familia hace mil años que vive en la ciudad.
Hizo una pausa. Sabiendo lo que esperaba aquel individuo pomposo, Miranda abrió los ojos y exclamó:
– ¡Ohhhh!
Satisfecho, el joyero prosiguió:
– Tienes que seguir la calle Mese a través de la ciudad y al final verás las ruinas del viejo hipódromo. La avenida conduce directamente a la iglesia de los Santos Apóstoles, así que no te confundas y pases a la izquierda, porque te perderías. Alrededor de las ruinas han edificado un barrio agradable. Una bocacalle antes de llegar a las ruinas, encontrarás un callejón a la derecha. Es la que buscas. La embajada está al final, muy cerca del palacio del sultán.
– Gracias, señor -dijo Miranda cortésmente mientras salía de la tienda. Se esforzó por no echar a correr. ¡Ahora estaba segura! A través de la ciudad, le había dicho.
Miró asustada hacía la puerta de la muralla, pero no se notaba ninguna actividad inusitada. Miranda empezó a andar, diciéndose que se dirigía a la seguridad. Todas las mujeres de la calle iban tan cubiertas como ella y resultaba imposible distinguirlas. Si los tártaros buscaban una mujer con un niño también estaba a salvo, porque la niña dormía plácidamente colgada de su cabestrillo debajo de la capa, invisible.
Tras ella oyó que se acercaba un grupo de jinetes y su corazón pareció llenarle la garganta, casi dejar de latir, para desbocarse a continuación violentamente. Consiguió arrimarse enloquecida a un lado de la avenida con el resto de los transeúntes mientras pasaba un grupo de hombres con capas rojas y verdes montados sobre sus oscuros caballos.
– Malditos arrogantes Yem-cheri -masculló un hombre junto a ella y Miranda casi rió aliviada.
Sintió que el sudor frío del miedo le resbalaba por la espalda. ¡Dios, cómo ansiaba un baño! Habían pasado cinco semanas y media desde su captura, y en todo este tiempo no había podido lavarse. Su cabello estaba también muy sucio y no estaba segura de no estar llena de piojos. Pero siguió caminando, fascinada pese al miedo y la necesidad de apresurarse por la maravillosa ciudad que la rodeaba.
La algarabía en la calle era increíble, una cacofonía desatada de voces, cada una gritando en una lengua diferente, cada una con algo muy importante que decir. Las tiendas eran tan variadas como fascinantes. Pasó una calle donde todo eran curtidores y zapateros y trabajadores de la píe!. Después, más adelante, había vendedores de telas de lino, hombres que sólo vendían las mejores sedas, orfebres, plateros, joyeros Los bazares al aire libre eran una maravilla donde se ofrecía de todo: desde pescado o higos, a antiguos iconos. Empezaba a levantarse el calor y de todas partes salían olores. Flotaba el intenso aroma de canela, clavo, nuez moscada y demás especias, melones, cerezas, pan y pasteles de miel, alhelíes, lilas, lirios y rosas.
Siguió avanzando y los establecimientos empezaron a perder su elegancia de gran ciudad y se convirtieron en tiendas de barrio residencial. Se estaba acercando. ¡Dios Samo, que los tártaros no llegaran antes que ella! Al frente distinguió la antigua pista del viejo hipódromo transformada ahora en un pequeño mercado al aire libre. Empezó a fijarse en las placas de las calles, a cada cruce. Estaban escritas en árabe y en francés. ¡Allí estaba! La Rué des Besucón? de Fleurs. La Mese estaba vacía y se acercó cautelosamente a su destino escudriñando la calleja por si había alguna emboscada. Pero los pajaritos en las enredaderas floridas que colgaban sobre las paredes a cada lado de la calle se mostraban activos y ruidosos, una señal de seguridad.
Miranda se volvió a mirar hacia la Mese por si alguien la perseguía, pero no descubrió a nadie. Corrió por la calle de las Muchas Flores hacia su destino… una verja de hierro negro en una pared blanca. Al acercarse vio las placas de bronce bruñido a uno y otro lado de la verja. En tres idiomas anunciaban la embajada de Su Majestad.
Al llegar a las verjas tiró decidida de la campanilla e instantáneamente apareció el portero, que salió disparado de su caseta. Una mirada y empezó a increparla.
– ¡Largo, hija mal parida de una camella! ¡No queremos mendigos! ¡No queremos mendigos!
Miranda no comprendía las palabras, pero sí su significado. Se arrancó el velo de la cara, apartó el capuchón y le gritó en inglés:
– Soy Lady Miranda Dunham. Soy inglesa. ¡Déjeme entrar, pronto! ¡Me persiguen los mercaderes de esclavos tártaros!
El portero pareció estupefacto, luego asustado.
– Por favor -insistió Miranda-. Me persiguen. Mi familia es rica. ¡Tendrá una buena recompensa!
– ¿No ha huido de ningún serrallo? -insistió el portero, aún temeroso.
– ¿ Un qué?
– El harén del sultán.
– No. No. Le he dicho la verdad. Por el amor de Dios, hombre, le vienen todos los días mujeres a la verja, como yo, hablando en correcto inglés? Déjeme entrar antes de que me cojan mis captores. ¡Le juro que recibirá una cuantiosa recompensa!
Lentamente, el portero empezó a soltar la cadena que sujetaba la verja.
– ¡Achmet! ¿Qué estás haciendo? -Un oficial de marina ingles se acercaba por la avenida de la embajada.
– La señora asegura que es inglesa, milord.
Miranda alzó la vista y de pronto sintió que se le doblaban las rodillas. Se acercó al portero para sostenerse.
– ¡Kit!-gritó-. ¡Kit Edmund! ¡Soy Miranda Dunham!
El oficial miró a la mujer que estaba al otro lado de la verja y declaró secamente.
– Lady Dunham está muerta. Lady Miranda Dunham hace tiempo que está muerta.
– ¡Christopher Edmund, marqués de Wye! -gritó-. Hermano de Darius, pretendiente de mi hermana gemela, Amanda. ¡No estoy muerta! El cadáver de San Petersburgo era de otra persona, Kít -suplicó-. Por el amor de Dios, déjame entrar. Me persiguen mis captores. ¿No recuerdas cómo nos llevaste a mamá, a Mandy y a mí a Inglaterra desde Wyndsong para que Mandy se casara con Adrián?
Miró por encima de ella y de pronto palideció.
– ¡Jesús! -exclamó entre dientes. Luego se volvió y gritó-: ¡Mírza! ¡Ayúdame! ¡Corre!
Miranda sintió que un garra de hierro le aferraba el brazo.
– Mi querida señora -siseó el príncipe Arik-. Sospeché que la encontraría aquí. -Empezó a tirar de ella hacia la calle, donde se veían caballos esperando-. Irá al estrado esta noche, mi bella dama, no le quepa la menor duda.
– Kit -gritó en inglés-. Kit, ayúdame. -Luego pasó al francés y se volvió al tártaro-: Basta, príncipe Arik. Este oficial de marina es amigo personal de mi marido. Me conoce. Le pagará mi rescate. El príncipe hizo girar a Miranda frente a él y la abofeteó.
– ¡Perra! Entérate de una vez. Me darán más por ti en el estrado y es lo que voy a hacer. Buri, impide su persecución.
Tiró de ella, calle abajo, pero Miranda se debatió furiosa y consiguió desprenderse. Soltó la capa y pasó entre Buri y sus hombres estupefactos. Corrió como sí la persiguiera el mismísimo diablo, cruzó volando la verja de la embajada, y Achmet cerró inmediatamente tras ella.
Los tártaros gritaron su rabia y agitaron las armas,
– La mujer es nuestra cautiva legal -aulló el príncipe Arik-. Me dirigiré al magistrado del sultán.
Fue entonces cuando un hombre alto, moreno, envuelto en una gran capa blanca se adelantó y, tras abrir la verja, salió a la calle.
Los tártaros lo rodearon.
– Esta mujer es una noble inglesa -les explicó-. Sólo podéis haberla obtenido por medios ilegales.
– No es ningún crimen atacar a los rusos, y la encontramos entre los rusos -respondió el príncipe Arik.
El hombre alto sonrió y sus ojos azules brillaron.
– No es ningún crimen, amigo mío, atacar a los rusos. A veces pienso que Alá sólo creó a los rusos para que sean nuestras víctimas. No obstante, la dama no es rusa, sino inglesa.
– Puedo venderla por una fortuna -gimió el príncipe Arik-. Si dejo que me la quites habré perdido mi dinero. ¡No es justo!
El príncipe estaba dispuesto a regatear. El hombre alto rió complacido.
– Tiende las manos, tártaro. Te pagaré el rescate de un rey. Será más de lo que podrías obtener por su venta, te lo prometo, y ningún intermediario mercader de esclavos se llevará comisión, ¿eh?
El príncipe Arik tendió la mano. El hombre alto sacó una bolsa de gamuza de entre sus blancas vestiduras. Aflojó los cordones, inclinó la bolsa y un chorro de gemas multicolores cayó en las manos del asombrado jefe. Había diamantes, rubíes, amatistas, zafiros, esmeraldas, topacios y perlas. El hombre alto fue dejando caer hasta que el tesoro desbordó de las manos de] tártaro. Algunas de las gemas cayeron en la calle y los otros tártaros se pelearon por recuperarlas.
El hombre alto, cerró de nuevo su bolsa, que seguía aún muy llena.
– Bien, tártaro. Me figuro que no sacarás tamo de tus otras cautivas como!o que has conseguido por esta sola mujer. ¿Estás satisfecho?
– Más que satisfecho, señor. ¿Quién sois?
– Soy el príncipe Mirza Eddin Khan -fue la respuesta.
– ¿El primo del sultán?
– Sí. Lárgate ahora, tártaro, antes de que estos ignorantes infieles se confundan y os echen los perros.
Los tártaros se fueron calle abajo, montaron en sus caballos y se alejaron al galope. El hombre alto se volvió.
– Kit, haz que traigan mi palanquín. Llevaré a lady Dunham a mi casa. Creo que contestará mejor a las preguntas después de haberse bañado y vestido debidamente.
Kit Edmund se cuadró, saludó y subió corriendo por la avenida. El gran palanquín apareció y los esclavos lo depositaron en el suelo. Mirza Khan ayudó a Miranda a subir y, después de sentarse frente a ella, dio la señal de ponerse en marcha. Corrió las cortinas del vehículo.
– ¿No teme que los tártaros preparen una emboscada? -preguntó preocupada.
– No -le respondió-. Estaban más que satisfechos. Ahora se encuentra usted a salvo.
Después de un silencio, Miranda comentó:
– Imagino que esto va a parecerle de lo más desagradecido, pero, oh, señor, ¡cómo deseo agua caliente y jabón!
– De alelí-murmuró.
– ¿Cómo?
– Su perfume es alelí, ¿verdad?
– Sí -respondió despacio, desconcertada.
¿Cómo podía recordar semejante nimiedad después de su breve encuentro tiempo atrás? Se quedó muda, turbada, y por fin oyó que le preguntaba:
– ¿La niña? ¿Es suya?
Por un instante sus ojos verde mar se llenaron de lágrimas.
– Sí, es hija mía.
– Si me hablara de ello, quizá la ayudaría. Dijeron que había muerto usted asesinada después de un robo y que la habían tirado al Neva. Eso fue hace un año. Créame, lady Dunham, puede confiar absolutamente en mí.
Miranda miró aquellos ojos azules y supo con absoluta certeza que, en efecto, podía confiar en él. Necesitaba a alguien que la ayudara en lo que sabía que iba a ser el período más difícil de su vida.
– ¿Sabe quién es el príncipe Alexei Cherkessky? -le preguntó.
– No lo conozco personalmente, pero sé quién es. Su dinero procede de una granja de esclavos situada en Crimea. Los esclavos de Cherkessky son muy apreciados aquí, en Estambul. -Los ojos azules se abrieron de pronto-. ¡Alá! ¿Intenta decirme…?-Guardó silencio cuando sus miradas se cruzaron y la vio asentir gravemente-. ¡Maldito cerdo! -exclamó Mirza Khan.
Miranda le contó su historia y concluyó:
– La niña nació prematuramente, camino de Estambul. Es hermosa, pero probablemente ciega y sorda.
– ¿Por qué puerta ha entrado? -preguntó él, en el silencio incómodo que siguió.
– Por Charisius.
La miró con abierta admiración.
– ¿Ha cruzado toda la ciudad? [es usted una mujer sorprendente, lady Dunham!
– Cruzar la ciudad ha sido un simple paseo, señor. No debe olvidar que he venido andando todo el camino desde la granja Cherkessky en Crimea.
– ¿ Ha venido andando?
– Claro. Todas. Monté en un carro durante unos días después de dar a luz, pero sobre todo anduve.
– ¡Sorprendente! -repitió en voz baja.
– No, no soy sorprendente. He sobrevivido. Juré que volvería junto a mi marido, y cumpliré mi palabra. Jared, naturalmente, podrá divorciarse si así lo desea. He concebido el hijo de otro hombre, y tiene derecho a deshacerse de mí.
– Lo ama profundamente, ¿verdad?
– Sí. Le quiero. -Luego guardó silencio, sumida en sus pensamientos.
El príncipe la observó discretamente. Un año atrás, en la imperial San Petersburgo, se había quedado impresionado por aquella mujer de una hermosura exquisita, con su traje dorado, que había conocido en la velada que ofreció el embajador inglés. Le había sorprendido su mente despierta, su ingenio.
Algunas veces, después de enterarse de su muerte, había soñado con aquella velada con una tristeza profunda, terrible. Ahora se preguntaba si no hubiera sido la muerte una suerte mejor que el futuro sombrío y sin amor que le esperaba. Era demasiado joven y demasiado hermosa y sensible para vivir sin amor. Por supuesto, los horrores que había visto la habían cambiado. No habían podido destruir su magnífico espíritu, pero algo fallaba. Sin embargo, había que empezar por lo primero. Necesitaba que la acomodaran, que la libraran del miedo, tenía que comer y dormir. Estaba excesivamente delgada y había sombras moradas bajo sus ojos.
– Yo vivo al estilo oriental, lady Dunham. Confío en que no la escandalizará el hecho de que tenga un harén.
– Es su modo de vida -respondió, moviendo la cabeza-. ¿Tiene hijos?
– No. -Miranda percibió una gran tristeza en su voz.
– ¿Le he ofendido, Mirza Khan?
– No -se apresuró a tranquilizarla-. No hay razón para que no sepa usted lo que es del dominio público. De pequeño pasé cierto tiempo en el palacio del anterior sultán, Abdulhamit, que era mi abuelo materno. En las familias otomanas, el niño de la familia que nace primero hereda el trono, no necesariamente el primogénito. Yo, ¡loado sea Alá!, no era el primero. Tenía muchos primos con derecho al trono. Estaba Selim, que era mi mejor amigo y casi de mi edad, luego estaba Mustafá, y por fin venía el pequeño Mahmud. La madre de Mustafá era una mujer sumamente ambiciosa, y no sólo respecto a su hijo, sino por sí misma. Consiguió envenenarnos a Selim y a mí, pero nos salvó la maravillosa madre de Selim, la bas-kadin, Mihrichan. Desgraciadamente, el veneno mató mi fertilidad. El pobre Selim sólo consiguió engendrar dos hijas antes de su muerte.
"Mi padre, naturalmente, estaba furioso porque yo era su heredero, pero mi madre es una mujer admirable. Tengo cuatro hermanos menores, el mayor de los cuales es el heredero de mi padre y yo, gracias al cielo, no tengo que vivir en las montañas de Georgia, sino que puedo hacerlo aquí, en esta ciudad preciosa y civilizada. Hay compensaciones para todo, lady Dunham.
– Preferiría que me llamara Miranda, Mirza Khan -y le dedicó la primera sonrisa verdadera desde que la había salvado.
– Miranda -sonrió a su vez-, del griego, que significa admirable, y ¡por Alá que lo es! Lo que ha tenido que sufrir habría vencido a la mayoría de las mujeres.
– Yo no soy como la mayoría, Mirza Khan -le dijo y sus ojos verde mar relampaguearon-. ¡Yo no me doy por vencida!