Odio a los seres humanos solo porque existen,

y los envidio cuando los veo moverse por su propia tierra.

Dentro de mi bloque de hielo estoy yo, el loco,

llevando con minuciosidad la cuenta de todas las acciones enemigas

emprendidas hacia mí por los seres humanos.

Y en el cuarto oscuro de la venganza

crece un dominador del mundo.

ELGARD JONSSON

A Kari


Un rayo cegador entra oblicuamente por entre los árboles.

El susto le hizo detenerse en seco. No estaba preparado. Se había levantado del camastro y había cruzado la casa en penumbra, aún medio dormido, hasta la losa que había fuera, delante de la puerta. Entonces lo alcanzó el sol.

Le penetró los ojos como un punzón. Se llevó bruscamente las manos a la cara, pero la luz continuó hacia dentro, traspasando cartílagos y huesos, directa hasta el fondo de la oscuridad del cráneo. Allí dentro, todo se volvió de un blanco estridente. Los pensamientos se dispersaron en todas las direcciones, reventando en átomos. Quiso gritar, pero nunca gritaba, su dignidad no se lo permitía. Optó por apretar los dientes y se quedó tan quieto como pudo sobre la losa. Algo estaba a punto de ocurrir. La piel de la cabeza se le estaba tensando, lo notaba por una creciente picazón. Permaneció de pie, temblando, y con las manos apretadas contra la cabeza. Notó que los ojos se le desviaban hacia los lados y las fosas nasales se le hinchaban, agrandándose como ojos de cerradura. Gimió débilmente, intentó controlarse, pero fue incapaz de detener las enormes fuerzas. Poco a poco se le fueron borrando las facciones. Solo quedaba un cráneo desnudo, forrado de una piel blanca y transparente.

Luchó febrilmente mientras gemía por lo bajo e intentó tocarse el rostro para comprobar si seguía en su sitio. La nariz se le había quedado blanda y repulsiva. Retiró la mano. Había estropeado lo poco que le quedaba de nariz, notó cómo se iba difuminando, perdiendo su forma igual que una ciruela podrida.

De repente, la tensión desapareció. Respiró con cuidado, notando cómo la cara volvía a su sitio. Abrió y cerró un par de veces los ojos, abrió y cerró la boca, pero en el momento de querer volver a entrar en la casa, sintió una punzada en el pecho, como las garras afiladas de una bestia a la que no podía ver. Se agachó, abrazándose para resistir la fuerza que le tiraba de la piel del pecho, cada vez con más intensidad. Los pezones desaparecieron en las axilas. La piel de su torso desnudo se volvió más fina. Las venas sobresalían como cables nudosos por los que palpitaba sangre negra. Estaba agachado, casi doblado, y lo sintió llegar, ya no pudo impedirlo.

De repente reventó como un monstruo al sol. Vísceras e intestinos salieron rodando. Él intentaba mantener todo en su lugar, logró coger los bordes de las heridas y juntarlos, pero le salían cosas entre los dedos, acumulándose delante de sus pies como restos de una matanza. El corazón, encerrado entre las costillas, seguía latiendo, latidos asustados y ruidosos. Así permaneció un buen rato, doblado por el dolor, sollozando. La cavidad peritoneal se le había quedado vacía. Abrió un ojo y, temeroso, bajó la mirada para observarse. El abdomen había dejado de chorrear. Torpemente, se dispuso a recoger el contenido. Lo metió en cualquier sitio mientras sujetaba con firmeza la piel para que no se volviera a salir. Nada se puso en el lugar correcto, se veían bultos en los lugares más extraños, pero si lograba que la herida se cerrara, nadie la vería. Él sabía que no estaba hecho como los demás, pero por fuera no se apreciaba. Mientras tenía agarrada la piel con la mano izquierda, empujaba constantemente con la derecha. Al final, consiguió meter la mayor parte y solo quedó algo de sangre en la escalera. Apretó con fuerza la herida y notó que se iba cerrando. Respiraba con mucho cuidado para que no se abriera de nuevo al tiempo que se mantenía rígido. El sol seguía inundando el bosque con su rayo blanco, afilado como una espada, pero él volvía a estar entero. Todo había sucedido muy deprisa. No debería haber ido directamente del camastro al sol sin pensar. Siempre se había movido en otro espacio, contemplando el mundo a través de un sombrío velo que le servía de protección contra la luz y los sonidos del exterior. Él mismo mantenía el velo en su sitio mediante una profunda concentración. Ahora se le había olvidado. Había salido corriendo al nuevo día, sin reservas, como un niño.

Se le ocurrió pensar que el castigo era irrazonablemente duro, pues mientras dormía en el camastro carcomido, había soñado algo que lo había hecho levantarse de repente, salir corriendo y olvidarse de lo que tenía que hacer. Cerró los ojos y evocó algunas imágenes. Veía a su madre al pie de la escalera. De la boca le manaba a chorros la sangre roja y caliente. Gorda y rechoncha con una bata blanca de flores grandes, parecía un jarrón volcado del que salía una salsa roja. Recordó su voz, siempre seguida de un tono grave de flauta. Volvió a entrar lentamente en la casa.


Esta es la historia de Errki. Empezó así: Eran las tres de la mañana cuando abandonó el manicomio. No lo llamamos manicomio, Errki, y aunque en cierto modo tienes derecho a llamarlo como quieras en tu universo privado, debes tener consideración con los demás y referirte a él de otra manera. Eso se llama amabilidad o tacto, si quieres. ¿Has oído hablar de eso?

¡Dios! La mujer era tan elocuente que a él le parecía que le salían chorros de aceite de la boca cuando hablaba. Tras las palabras llegaba su sonido, un órgano eléctrico chirriante.

Se llama Varden, dijo él con una sonrisa ácida. Los que vivimos aquí, en Varden, somos como una gran familia. Suena el teléfono. ¡Varden, dígame! ¿Alguien puede recoger el correo para Varden?

Exactamente. Solo es cuestión de acostumbrarse. Aquí todo el mundo tiene que mostrar un poco de consideración con los demás.

Yo no, contestó él en tono agrio. Estoy internado contra mi voluntad, por el artículo cinco. Un peligro para mí mismo y quizá para otros.

Se inclinó hacia ella y le susurró al oído:

Gracias a mi mierda estás ganando tan buen sueldo.

La enfermera de guardia tembló. Ese era el momento en el que más débil se sentía, esa tierra de nadie entre la noche y la madrugada, un vacío grisáceo durante el que los pájaros contenían su canto y no se sabía si alguna vez volverían a cantar, cuando todo podía ocurrir sin que ella se enterara. Se encogió un poco, sintiéndose de súbito agotada. No le quedaban fuerzas para ver su dolor, para recordar quién era él y que estaba sometido a ella. Le pareció repugnante, egocéntrico y feo.

Ya lo sé, contestó con agresividad. Pero, al fin y al cabo, llevas aquí cuatro meses, y a juzgar por lo que veo, no parece importarte demasiado.

Lo dijo con una boca tan picuda como el pico de una gallina. Del órgano salió un acorde chirriante.

Y con eso, el hombre se largó. No resultó nada difícil. La noche era cálida, y la ventana estaba abierta quince centímetros. Había un riel de acero fijado al marco, pero ese problema lo solucionó desmontándolo con la hebilla del cinturón. Los tornillos salieron sin problemas de la madera carcomida de ese edificio de más de cien años. Su habitación estaba en la planta baja. Saltó por la ventana con la ligereza de un pájaro y aterrizó sobre el césped.

No cogió el camino que pasaba por el aparcamiento, sino que se adentró en el bosque y continuó hacia la laguna, a la que llamaban el Pozo. Daba igual el camino que escogiera, lo importante era alejarse de Varden.


La laguna era bonita. No pretendía ser lo que no era, se limitaba a estar donde estaba, quieta, sin un movimiento, reposando en el paisaje, abierta y tranquila. No lo rechazaba, no lo tentaba. No lo tocaba. Solo estaba. El manicomio se encontraba a dos pasos de allí, pero los árboles lo tapaban. Néstor le pidió que descansara un momento, y así lo hizo. Clavó la mirada en el Pozo negro. Pensó de repente en Tormod, al que encontraron flotando en ese lugar, boca abajo, con los guantes de goma puestos, como siempre, y el pelo rubio meciéndose en el agua verdosa. No tenía buen aspecto, pero nunca lo había tenido. Era gordo y de movimientos lentos, con los ojos desvaídos y además, tonto. Un tipo asqueroso y blandengue que siempre andaba pidiendo perdón, temeroso de contagiarlos, de estorbar, de que alguien notara su aliento pestilente. Ahora el pobre estaba con Dios, tal vez meciéndose sobre una nube, liberado por fin de sus pegajosos guantes. Quizá se hubiera encontrado con su madre allí arriba, y ella se meciera en la nube vecina. Había amado a su madre. El pensar en los ojos errantes de Tormod, con sus pestañas claras, lo obligó a tragar saliva. Hizo un par de movimientos bruscos con su cuerpo delgado y continuó adentrándose en el bosque.


La oscura figura se distinguía muy bien en todo ese claro verdor, pero nadie lo vio. Los demás dormían. Y otro había ocupado ya el lugar de Tormod. Tras el suicidio, fue reducido a ese fenómeno práctico tan necesitado por ellos: una cama libre. Un cambio asombroso, pensó. Tormod ya no era Tormod, sino una cama libre. Él mismo también se convertiría en una cama libre, con las sábanas muy estiradas. Escuchó la voz y asintió imperceptiblemente con la cabeza. Luego continuó con su peculiar andar por el tupido bosque. Cuando por fin la enfermera del turno de noche abrió con cuidado su puerta para echar un vistazo, él ya llevaba más de dos horas andando por la carretera. Ella no se atrevió a repetir la conversación que habían mantenido. No, no me percaté de nada fuera de lo normal, él estaba como siempre. El sol ya había salido y alcanzó a la mujer en el rostro a través de la ventana del cuarto de guardias, donde se celebraba la reunión de la mañana. Las palabras le ardían en la garganta como si fueran ácido.

El hombre pasó por delante del Centro de Equitación. Oyó cómo los animales oscuros y grandes escarbaban intranquilos con los cascos. Uno de ellos había reparado en su presencia y resoplaba ruidosamente. Errki los miró con el rabillo del ojo y notó un intenso deseo de estar con ellos, de ser como ellos. Puesto que nadie se acerca a un caballo para preguntarle: ¿Quién eres? El caballo recibe la carga que en cada momento sea capaz de llevar, y luego se le deja descansar. Y el caballo malo, el que no puede hacer nada, recibe una bala en la frente. Sencillo. Así un día tras otro: dar vueltas por el cercado con un niño a la grupa, beber de la vieja bañera, dormir de pie con la cabeza colgando, sacudirse para espantar a los insectos… Hasta que llegue el momento.

Anduvo un buen rato por la carretera. Pronto la gente saldría laboriosamente de sus sábanas y edredones. Emergerían dando tumbos de hormigueros y agujeros, lo notaba aproximarse como una vibración en el aire. Dentro de poco empezaría el tráfico. Errki movió los pies más deprisa. Lo mejor sería internarse de nuevo en el bosque. De vez en cuando levantaba la cabeza. Le gustaba el bosque vibrante, la luz que centelleaba a través de las hojas de los árboles, el olor a hierba en sus grandes fosas nasales, y el sonido de ramas y brezos que cedían suavemente bajo sus pies. Árboles grises y secos que se limitaban a estar allí, bien anclados en la tierra. Arrancó un helecho con raíz. Lo sostuvo delante de los ojos murmurando: Raíz, tallo y hoja. Raíz, tallo y hoja.

Al final acabó agotado. En la lejanía vio un peñasco, y debajo de él, una sombra oscura. Fue hasta allí y se acurrucó en la hierba. Escuchaba la voz sin cesar. Susurraba constante y cálidamente dentro de su cabeza, como una central eléctrica. En el bolsillo llevaba un frasco con un tapón de rosca. El sueño es el hermano de la Muerte, pensó, y cerró los ojos.


Se encontraba al principio de una llanura.

Solo Errki andaba así, con pasos pesados y cojeando, como una corneja con el ala herida, pero a gran velocidad. Le colgaba todo: el pelo largo, la chaqueta abierta y los pantalones de perneras anchas, que llevaban mucho tiempo sin abandonar su cuerpo. Unos pantalones viejos de poliéster con un fuerte olor a sudor y orina. Iba con la cabeza ladeada, como si se le hubiera roto un tendón del cuello, y casi nunca la levantaba. Tenía la mirada clavada en el suelo y lo único que veía eran sus propios pies, que seguían andando por su cuenta. Errki no necesitaba una meta, podía andar durante horas y horas sin cansarse, con energía, como un muñeco mecánico.

Era un hombre de veinticuatro años, estrecho de hombros, pero de pelvis sorprendentemente ancha. Debido a una predisposición genética de muchas generaciones atrás, tenía las caderas débiles, razón por la que se veía obligado a hacer una rotación muy particular con ellas para poder emplear las piernas. Un movimiento irritado, como si llevara algo desagradable a la espalda de lo que quisiera librarse. Eso había hecho pensar a mucha gente que Errki andaba como una mujer. El cuello también era más delgado y largo de lo normal para un hombre, casi demasiado delgado para sostener el peso de su cabeza. No porque esta fuera inusualmente grande, sino porque su contenido era sin duda mucho más pesado que el de los demás.

Pesaba solo sesenta kilos y no comía gran cosa. Le resultaba difícil saber lo que quería. ¿Pan o cereales? ¿Salchichas o hamburguesa? ¿Manzana o plátano? ¿Cómo se arreglaba la gente para hacer todas esas elecciones de que consta la vida? ¿Cómo podían saber con toda seguridad que habían elegido correctamente?

En el bolsillo llevaba un frasco de cristal con un tapón de rosca que contenía lo que necesitaba para hacer obedecer a sus pies y para que sus pensamientos se ordenaran en filas aceptables por el pasillo de Varden, en el autobús, en el tren o mientras caminaba por la carretera.

Cuando no estaba en movimiento se quedaba inmóvil, descansando.

Tenía el pelo largo, negro e hirsuto, y le colgaba como un ramillete sucio por delante de la cara. Múltiples cicatrices de acné se dibujaban en la piel de su rostro. Aparecieron más o menos a los trece años, hinchándose como pequeños volcanes. Dejó de lavarse. Le parecía que se volvían mucho más agresivas cuando las rociaba con agua y jabón. En cambio, cuando el polvo y la grasa rancios se adherían por gruesas capas sobre la superficie de la piel, los granos ya no se notaban tanto. Debajo del pelo hirsuto se vislumbraba la cara, larga y fina, con pómulos pronunciados y cejas estrechas y negras. Tenía los ojos hundidos, y eran muy especiales, casi siempre evasivos. Pero si uno lograba captarlos, lucían con un pálido resplandor. Miraba siempre de reojo al que le hablaba, de abajo arriba, y debido al pelo y a la ropa, tenía la piel blanca a pesar del soleado verano. Los pantalones le colgaban bajos sobre las caderas, sujetos con un cinturón de cuero. La hebilla era un águila de latón con las alas extendidas y el pico encorvado. El águila tenía pequeños ojos esmaltados y la mirada fija en una presa invisible, por ejemplo, el modesto órgano sexual de Errki, escondido dentro de los sucios pantalones. Estaba poco desarrollado para un hombre de su edad y jamás había entrado en una mujer. Esto era algo que nadie sabía, un doloroso hecho que él había enterrado en el subconsciente a favor de otras cosas más importantes. Además, el águila en sí era ya bastante impresionante, meciéndose al compás de la rotación de caderas de Errki. Tal vez pudiera engañar a la gente, haciéndole pensar que la herramienta que se encontraba debajo era una auténtica fiera.

Hacía calor y las carreteras estaban tranquilas. Campos amarillos hasta donde alcanzaba la vista. A lo lejos, una chica que iba empujando un cochecito de niño divisó esa figura negra contoneándose y comprendió que tendría que pasar por su lado. No había otro camino. El hombre tenía una pinta muy rara y, conforme se iba acercando, la chica notó que se ponía tensa. Su andar se volvió rígido. Esa extraña figura que iba avanzando mostraba una combinación de miedo y de agresividad, y ella pensó que no debía mirarle a los ojos, solo pasar muy deprisa por su lado. Mejor con un aire indiferente, superior. Al menos no debería traslucirse su pavor porque, igual que un perro que no es de fiar, pensó, ese hombre olería su miedo y la atacaría.

La chica era tan rubia y bonita como Errki oscuro y feo. Ella se acercaba, a pesar del velo, como una luz aguda. Agarraba con energía el cochecito, empujándolo con irritación delante de ella a modo de escudo, como si estuviera dispuesta a sacrificar su contenido con el fin de salvar su propio pellejo, pensó Errki. Llevaba mucho rato absorto en sus pensamientos cuando se percató de esa figura que andaba con paso ligero en el límite de su campo visual. Parecía tan insignificante como un tembloroso papel blanco. Errki no levantó la cabeza. Ya hacía rato que había registrado los contornos y el movimiento que le venían al encuentro. De todas las cosas que componían el mundo conceptual de Errki, una chica con un cochecito de niño era de las más miserables. Era incapaz de entender que eso de expulsar del cuerpo a un crío llegara a producir en la cara de las mujeres una estúpida expresión de éxtasis. Y ni siquiera la miseria y los miles de millones de miserables de la Tierra podían cambiar el concepto de la vida que tenían las mujeres. Él no lo comprendía. Y, sin embargo, la miró de reojo, preguntándose a sí mismo: ¿Malas intenciones, o no tiene ninguna? Él no conocía ninguna buena. Además, nunca se dejaba engañar. No se conocía al enemigo por lo externo, lo superficial. La chica podría llevar un cuchillo escondido bajo la manta del bebé, por ejemplo. Se imaginó uno con la punta rota y el filo dentado. Nunca se sabía.

Pasaron uno al lado del otro. Errki oyó en ese momento el frágil sonido a vidrio que se rompía. La chica se agarró al manillar del cochecito y levantó la mirada un instante. Vio aterrada la extraña luz en los ojos del hombre y, dentro de la chaqueta negra, que estaba abierta, pudo leer el texto de su camiseta:


MATA A LOS OTROS.


No pudo olvidarlo. Y así ella sería de las personas que luego informarían a la policía de haber visto al hombre que buscaban ese día en la llanura.

Los demás siempre lo perseguían. No solo a su cuerpo destrozado, en el que estaban amontonados los órganos, o el corazón, duro como una piedra, temblando detrás de la rejilla de huesos. Querían entrar dentro de él, dentro de su cuarto secreto con una lámpara cegadora. Envolvían sus malvadas intenciones en palabras bonitas, predicaban la belleza de la realidad y lo emocionante y desafiante que era pertenecer a una colectividad. Resultaba insoportable.

¡Pero si él no quería!


Sacudió la cabeza, aturdido. Los pensamientos habían vagado sin control, estorbando el tiempo. Volvió a entrar tambaleándose en el pequeño cuarto y se desplomó sobre el sucio colchón. Se alegraba de haberse fugado de ese asfixiante manicomio, se alegraba de haber encontrado esa casa abandonada. Estaba tumbado de lado, con las rodillas encogidas, las manos entre los muslos y la mejilla apretada contra el colchón mohoso. Se veía muy dentro de ese sótano oscuro y polvoriento en el que, a través de un estrecho agujero en el techo, entraba un débil rayo de luz que dibujaba una mancha circular sobre el suelo de piedra. Allí estaba Néstor sentado. A su lado había un abrigo harapiento, con un aspecto bastante inocente, como de algo dejado por olvido. Pero Errki sabía que no era así. Permaneció un buen rato tumbado, quieto y expectante. Y luego volvió a dormirse. La herida necesitaba tiempo para curar. Mientras se curaba, él soñaba tranquilamente. Él aceptaba que después del castigo, siempre venía el consuelo. Formaba parte del acuerdo. Eran las seis y tres minutos del cuatro de julio, y se acercaba un terrible calor.


La casa le sorprendió repentinamente, oculta dentro de un tupido bosque. Una vieja granja que llevaba deshabitada varias décadas y que, sin embargo, presentaba un estado excepcional de conservación, aunque la mayor parte de los enseres y muebles habían sido destrozados por los vagabundos. No pocos se habían establecido allí por algún tiempo, dejando sus huellas y botellas vacías en las habitaciones destartaladas.

Permaneció un rato en el bosque, con la mirada clavada en la casa. Era de troncos de madera y delante había un pequeño rectángulo en el que crecía la hierba. Primero tanteó la pesada puerta y luego la empujó. Se detuvo un instante a husmear. Dentro encontró una cocina, un cuarto de estar y dos habitaciones. En uno de los camastros había un viejo colchón con una funda a rayas. Se deslizó de habitación en habitación, mirándolo todo, aspirando el olor a madera vieja. En ese lugar, Errki se encontraba más cerca de sus antepasados de lo que podía imaginarse. La casa era una antigua granja de verano, construida sobre los cimientos de uno de los muchos asentamientos finlandeses del siglo XVII. Mientras recorría las estancias, escuchaba atentamente a las paredes mudas. Daban la impresión de haber sido testigos de sucesos. Quedaba aún ira en esas paredes. En algunas zonas de los gruesos troncos se veían astillas, como grandes heridas, como si alguien los hubiera atacado con un hacha. No quedaba ni una sola ventana entera, solo trozos de vidrio en alguno de los marcos agrietados. Errki tuvo tres o cuatro pensamientos: Era imposible llegar a ese lugar en coche y, que él supiera, nadie lo había visto cuando abandonó la carretera y comenzó a subir la ladera. No llevaba reloj, pero sabía que había andado exactamente media hora desde que dejó la carretera principal. No le preocupaba no tener comida ni ropa, pero tenía sed. Trabajó las mandíbulas con el fin de formar un poco de saliva. Empezó a masticar su propia lengua.

Luego fue a la estancia que había servido de cocina y abrió al tuntún algunos cajones. Como faltaban los tiradores, tuvo que valerse de sus largas uñas. Encontró un tenedor con los dientes rotos y un paquete de velas, migas y telarañas, tapones de botellas de cerveza y una caja de cerillas vacía. Delante de la ventana rota colgaban los restos de un visillo de tul que, al tocarlo, se deshizo entre los dedos. Volvió al cuarto de estar. Había una ventana que daba a la parte trasera de la casa, y otra en la pared opuesta, desde la que se veía un pequeño lago. Junto a la pared había un viejo diván forrado de una tela de nudos, y en la otra pared, un armario grande. Lo abrió y miró en su interior. No había nada. El suelo de tablas estaba lleno de manchas, y los zapatos se le pegaban al andar. Se dejó caer con cuidado sobre el diván. Los muelles chirriaron y una nube de polvo se levantó del forro raído, de modo que cambió de idea y fue a la primera habitación, al camastro que tenía colchón. Se quitó la chaqueta y la camiseta y se tumbó. Estuvo ausente durante una eternidad. Cuando por fin se despertó había olvidado donde estaba. Además, había soñado, razón por la cual cometió el gran error de ir, sin pensar primero, derecho al sol. Resultó humillante tener que recoger sus propias vísceras de la escalera, mientras escuchaba la malvada risa de Néstor y los intestinos le pasaban por entre los dedos como crías de serpiente.


Se despertó por segunda vez. Se incorporó con cuidado y miró fijamente el cuarto. Se tocó el pecho y notó que estaba intacto. Solo quedaba una cicatriz roja y dentada que bajaba desde entre los pezones hasta el ombligo. El sol había subido más. Se levantó del catre. El cuarto estaba vacío, solo una mesilla de noche muy rudimentaria con apenas un cajón de madera. Cruzó despacio la habitación y sacó el cajón. Mientras lo miraba se frotó distraídamente un punto dolorido de una de sus caderas. Había estado tumbado sobre algo duro. Volvió al catre, miró el colchón y lo tocó. Había algo allí, algo estrecho y duro. Desconfiado, levantó el colchón y le dio la vuelta. Por el otro lado, había un gran agujero en la funda, y alguien había sacado parte de la gomaespuma. Metió una mano dentro de la funda y la empujó hacia dentro hasta que se topó con algo frío. Volvió a sacarla y la miró extrañado, incapaz de creer lo que estaba viendo. Allí, en ese lugar destrozado, dentro de un viejo colchón mohoso, había un revólver. Lo cogió con ambas manos y estudió el cañón. Al principio, a Errki le pareció un objeto extraño, pero cuando se lo colocó bien en la mano derecha y puso el dedo sobre el gatillo, notó lo bien que encajaba, la fuerza que tenía. Toda la fuerza del cielo y de la Tierra. Brisa, vendaval y tormenta. Lo abrió con curiosidad y lo examinó. Había una sola bala en la recámara. Alterado, la sacó para estudiarla más de cerca. Era larga, brillante y con la punta redonda. Volvió a meterla, deleitándose en lo bien que encajaba. El hallazgo le hizo mirar a su alrededor. Alguien que había pasado allí la noche había dejado el revólver. Era extraño. Tal vez esa persona hubiera sido sorprendida y no hubiera tenido tiempo de llevárselo. Tal vez estuviera aguardando en algún lugar para volver a recogerlo. Era un revólver estupendo. Errki no sabía nada de armas, pero creía que era un revólver de gran calibre de una marca cara. Leyó las pequeñas letras de la empuñadura: Colt.

¿Qué te parece, Néstor?, murmuró por lo bajo, dando vueltas al arma. De repente se paró en seco y la arrojó. Dio un estallido contra el suelo. Se metió a toda prisa en la cocina, y permaneció un rato agachado sobre el banco. Debería haber sabido que Néstor haría propuestas asquerosas. Oyó una risa abajo, en el sótano, tan fuerte que levantaba el polvo. Después volvió a la habitación, donde permaneció un buen rato mirando de nuevo el revólver. Por fin lo metió dentro del colchón, donde lo había encontrado. No le hacía falta, tenía la otra arma. Empezó a dar vueltas por la casa, de la cocina al cuarto de estar y a la cocina otra vez, siempre con la mirada clavada en las tablas manchadas del suelo. Crujían y gemían en distintos tonos. Errki compuso una melodía entera paseando entre los cuartos. El pelo negro se le movía de manera agresiva, al igual que los pantalones y la chaqueta. Iba con los brazos tiesos, separados del cuerpo, moviendo rítmicamente los dedos al compás del crujido de los tablones. Fue absorbido por ese ritmo, andaba sin parar, no podía ni quería parar. En esa absorción encontraba paz, no tenía más misión que ir de un lado para otro, con pasos iguales y los dedos separados. Cruje, cruje, Errki, anda, adelante, atrás, de cuarto en cuarto, zas, zas, bum, bum.

No sabía cuánto tiempo llevaba andando, pero por fin se armó de valor y se colocó delante de la puerta de la casa. La abrió con cuidado. El sol inundaba el bosque. Bajó la vista y salió con cautela a la losa. Dio un par de pasos lentos sobre la hierba. Se detuvo a husmear las piñas que colgaban sobre él, y los matorrales y helechos bajo sus pies. Raíz, tallo y hoja. Por fin estaba en marcha de nuevo. No sabía adónde iría ni qué haría. Néstor dirigió sus pasos ladera abajo, hacia la población. Aún era por la mañana temprano. Las personas más sanas ya habían empezado a poner los pies en el suelo. Habían mirado por las cortinas, contemplando la hermosa mañana. Calurosa. Luminosa. Verde oscilante. Confiados por causa del espléndido tiempo y del verano tan dolorosamente breve, harían planes para el día. Una de esas personas era Halldis Horn. Vivía sola en una pequeña granja, no muy lejos del viejo lugar de Finneplass. Justo en el instante en que Errki empezaba a andar por la hierba, ella se estaba sacando el camisón por encima de la cabeza.


Hacía tiempo que había dejado atrás la primera y también la segunda juventud florida. Además, estaba demasiado gruesa. Pero, para algunas raras almas sin prejuicios, era algo digno de verse. Grande y de formas redondeadas, con el pecho alto y una trenza gris que le colgaba como una maroma por la espalda. De cara redonda y fresca, y mejillas sonrosadas, su mirada había conservado su agudeza chisporroteante, a pesar de la vejez.

Atravesó el cuarto de estar y la cocina, y abrió la puerta de fuera. Levantó el rostro hacia el sol y permaneció un rato en la escalera, con los ojos entornados y vestida con una bata de cuadros y unos zuecos. Llevaba medias hasta la rodilla, no porque hiciera frío, sino porque pensaba que las mujeres de su edad no debían mostrar demasiada carne y, aunque nunca llegaba nadie hasta allí, excepto el tendero una vez por semana, estaba Nuestro Señor y su mirada siempre presentes. Para bien y para mal, por así decirlo. Porque aunque ella era creyente, de vez en cuando enviaba hacia arriba pensamientos airados y no pedía perdón después. Ahora estaba contemplando la invasión de dientes de león. Todo el césped estaba repleto de ellos. A Halldis le parecía que se extendían como un eccema, contaminando su pequeña granja tan bien cuidada. En el transcurso del verano quitaba dos veces las malas hierbas con una azada. Una planta tras otra, con enérgicos golpes. Le gustaba trabajar, pero de vez en cuando se quejaba un poco para recordar a su difunto esposo el apuro en el que la había dejado al caer fulminado sobre el volante del tractor a causa de un tapón del tamaño de un grano de arroz que se le formó en una vena. Era incapaz de entender que ese grande y fuerte marido suyo, esa montaña de músculos, se dejara derribar de esa manera, aunque el médico intentara explicarle las causas. Lo encontraba tan incomprensible como que los aviones fueran capaces de volar o que ella pudiera llamar a su hermana Helga en la lejana ciudad de Hammerfest y oír nítidamente su voz quejumbrosa a través del auricular.

Habría que empezar con la tarea antes de que apretara el calor. Fue a buscar la azada y se encaminó hacia la hierba. Se hizo sombra con la mano sobre los ojos y contempló el terreno para planificar el trabajo. Decidió empezar por el trozo de césped más próximo a la puerta y trabajar hacia fuera en forma de abanico, pasando por el pozo, hasta los establos. Cogió de la entrada un cubo y un rastrillo. Trabajaba siguiendo un ritmo fijo, cavaba con energía hasta que se cansaba, uno o dos golpes en cada planta. Luego recogía las hierbas con el rastrillo a un ritmo más pausado, llenaba el cubo, lo vaciaba detrás de la casa, en el compost, y volvía otra vez a cavar. Su ancho trasero señalaba hacia el cielo, meciéndose al compás del ritmo de la azada. El mandil de cuadros verdes y rojos ondeaba al sol. Tenía la frente empapada de sudor, y la trenza le caía todo el rato hacia delante desde el hombro. Casi siempre la llevaba sujeta a la cabeza con horquillas, enrollada como una serpiente brillante, pero nunca antes del aseo matutino.

Le gustaba el sonido que producía la azada al atravesar la hierba. Estaba afilada como un hacha, ella misma se había encargado. A veces, cuando chocaba contra una piedra, ella se encogía de dolor pensando en la hoja brillante de finísimo filo. Conforme Halldis trabajaba, la mala hierba iba quedando en el suelo como soldados caídos en un campo de batalla. No cantaba ni tarareaba. Tenía de sobra con el trabajo, además, el Creador podría llegar a pensar que esa vida era demasiado buena, conclusión que para Halldis era una exageración. Una vez acabado el trabajo, se asearía y se prepararía el desayuno. Pan y queso hechos por ella misma.

Se incorporó. Unos pájaros gritaban en lo alto, sobre las copas de los árboles, y le pareció oír algo que pasaba velozmente por entre las hojas. Luego se hizo el silencio, pero permaneció un rato al acecho, por si acaso. Se robó un momento de descanso mientras dejaba que sus ojos repasaran el bosque, del que ningún árbol le era desconocido. Le pareció distinguir algo oscuro entre el familiar conjunto de troncos negros, algo que no estaba antes, una irregularidad.

Enfocó la vista y miró atentamente, pero como no notó ningún movimiento, lo rechazó todo como producto de su imaginación. Su mirada se detuvo junto al pozo. La hierba de alrededor estaba larga y descuidada, tal vez debería ir luego a por el cortabordes y cortarla. Volvió a agacharse y continuó con su tarea, ahora de espaldas a la puerta. Notó que el sol calentaba, aunque todavía era temprano. Su ancho trasero ardía, y el sudor le chorreaba y picaba por la cara interior de los muslos. Así era la vida de Halldis Horn: solucionar los problemas uno por uno, según iban surgiendo, sin quejarse. Era de esa clase de personas que nunca se cuestiona la creación divina o el sentido de la vida. Era algo que no se hacía, que no estaba bien. Y, además, temía la respuesta. Seguía cavando con tanta fuerza que su trasero vibraba. Muy cerca, arriba en la ladera, estaba Errki escondido detrás de un árbol, con la mirada clavada en ella.


La mujer le fascinó. Emergía de la tierra de la misma manera que los pesados abetos y acompañada de un sonido de trombón solitario y majestuoso. Permaneció un buen rato devorando con los ojos esos hombros redondos y el vestido aleteante. La había visto antes, sabía que vivía sola. Rara vez hablaba y no escuchaba otra cosa que el viento o el grito de las urracas. Dio unos pasos y algunas ramas se rompieron. El sonido de la azada se hizo más fuerte. Clavó la mirada en las manos de la mujer, manos ásperas con dedos gruesos. La fuerza de la hoja a través de la hierba era tremenda y no tenía nada de femenino. Conforme andaba, ahora del todo en silencio, vio que la mujer se había percatado de algo vivo en las cercanías. Cuando las personas viven solas, desarrollan una sensibilidad hacia todo lo que les rodea. Alteró el ritmo, primero más lento, luego más rápido, como para rechazar la idea de que algo estaba a punto de suceder. Luego la mujer se detuvo y se incorporó. Y de repente lo vio. Su cuerpo se puso rígido, tenso como un arco, con el pecho ondulante. Una cuerda de miedo vibraba entre los dos. Las manos agarraron con más fuerza la azada. Por un instante, abrió enormemente los ojos, luego se volvieron estrechos y duros. No había muchas cosas en este mundo a las que esa mujer tuviera miedo, pero en ese momento se sintió insegura.

Errki se detuvo en seco. Quería que ella siguiera trabajando. Lo único que quería era contemplar a esa mujer mientras ejecutaba su sencilla tarea, seguir su ritmo y el trasero meciéndose. Pero Halldis tuvo miedo. Errki reconoció las claras señales que emitía la mujer y se quedó parado, rígido, con los puños apretados, incapaz de moverse. La mirada de ella lo alcanzó como una lluvia de flechas.


El sol continuaba subiendo, quemando sin piedad a personas, animales y bosques resecos. El agente de policía rural, Gurvin, estaba sentado solo, absorto en sus pensamientos. Se desabrochó un botón de la camisa y se sopló el pecho. El sudor le chorreaba. Luego intentó levantarse el flequillo de la frente, pero no lo logró. Desistió e intentó bajar el ritmo cardíaco pensando intensamente en algo. Había oído decir que los viejos indios lo hacían, pero a él la profunda meditación solo le hizo sudar más. En ese instante oyó a alguien fuera, arrastrando los pies. La puerta se abrió y un chico gordo de unos doce años entró jadeando vacilante. En la mano llevaba una caja plana y gris, parecida a una maleta, pero con una forma inusual. Tal vez contuviera un instrumento musical. Un arpa, por ejemplo. Aunque el chico no tiene pinta de arpista, pensó Gurvin. Lo estudió con la mirada. El chico era muy gordo, con las piernas y los brazos tiesos, saliéndole del cuerpo como si alguien lo hubiera hinchado con gas y estuviera a punto de elevarse. Pelo castaño, ralo y grasiento, pegado a la cabeza en rayas finas. Iba descalzo, llevaba unos vaqueros descoloridos, con las perneras cortadas, y una camiseta llena de manchas. Tenía la boca medio abierta por la alteración.

– ¿Y bien?

El agente Gurvin empujó los papeles hacia un lado. No tenía mucho trabajo esos días, y una visita era de agradecer. Le fascinaba esa increíble visión que tenía delante.

– ¿Puedo ayudarte en algo, chico?

El chico se acercó a la mesa. Seguía jadeando y tenía en el pecho algo que necesitaba sacar a toda prisa. Gurvin pensó en el hurto de una bicicleta. Los ojos del chico brillaban y temblaban tanto que el hombre, sin querer, se puso a pensar en un suflé en el horno, justo antes de desmoronarse.

– ¡Halldis Horn está muerta!

La voz era una mezcla entre la clara del niño y la grave del futuro hombre. Sonaba como un fuerte catarro que debiera ser tratado. Empezó en tono grave, pero al llegar a la palabra «muerta», se hizo más aguda.

El agente había dejado de sonreír. Miró extrañado a la criatura que tenía delante; dudaba haber oído lo que creía haber oído. Pestañeó mientras se alisaba el pelo de la nuca.

– ¿Qué has dicho?

– Halldis está muerta. ¡Está justo delante de su puerta!

Recordaba a un valiente soldado que regresa al campamento para dar la terrible noticia de que toda la tropa ha caído en la batalla. Sacudido en el alma, aunque conservando una especie de dignidad forzada, acababa de completar su misión ante el alto mando.

– ¡Siéntate, chico! -dijo el agente con autoridad, señalando un sillón, pero el chico permaneció de pie.

– ¿Te refieres a la mujer de la pequeña granja de Finnemarka?

– Sí.

– ¿Vienes de allí ahora?

– Pasé por allí. Está tumbada en la entrada.

– ¿Estás seguro de que está muerta?

– Sí.

– ¿La examinaste?

El chico lo miró, incrédulo, como si la sola idea le hiciera casi desmayarse. Negó con la cabeza, y el movimiento hizo que su enorme cuerpo se bamboleara.

– ¿No la tocaste?

– No.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro de que está muerta?

– Estoy seguro -jadeó el chico.

El agente se sacó el bolígrafo del bolsillo de la camisa e hizo una anotación.

– ¿Me dices tu nombre?

– Snellingen. Kannick Snellingen.

El agente pestañeó. El nombre era tan raro como el propio chico, le pegaba ese nombre. Lo anotó en la libreta, y no mostró con ningún gesto lo que opinaba acerca de la elección de nombres por parte de algunos padres.

– ¿Entonces Kannick es tu nombre de pila? ¿No es un apodo? ¿Una abreviatura de Karl Henrik, o algo así?

– No, me llamo Kannick. Con ck.

El agente escribió con bonitos trazos y un gesto elegante.

– Perdóname que dude -dijo con cortesía-. Es un nombre poco usual. ¿Edad?

– Doce.

– ¿Y dices que Halldis Horn está muerta?

El chico asintió con la cabeza. Aún respiraba con dificultad y movía intranquilo sus pies desnudos. Tenía la maleta a su lado, en el suelo. Estaba llena de pegatinas. Gurvin se fijó en un corazón, una manzana y un par de nombres para él desconocidos.

– ¿No estarás de guasa, verdad?

– ¡No estoy de guasa!

– De todas formas, voy a llamarla antes, para ver si contesta -dijo Gurvin.

– Llama si quieres. ¡No contestará!

– Siéntate mientras tanto -repitió el hombre, señalándole por segunda vez el sillón, pero el chico permaneció de pie. Gurvin pensó que tal vez el pobre no lograra volver a levantarse si metía el trasero en el sillón. Encontró el número en la guía, a nombre de Thorvald Horn. El teléfono sonó repetidas veces. Halldis era una mujer mayor, pero bastante ágil todavía. Para asegurarse, lo dejó sonar mucho rato. Hacía un tiempo espléndido, quizá estuviera fuera de la casa y tardara en entrar a coger el teléfono. El chico lo seguía con la mirada, pasándose la lengua por los labios una y otra vez. Gurvin vio, a través del flequillo ralo, que tenía la frente, donde no le había dado el sol, más blanca que las mejillas. Su camiseta era demasiado corta y un trozo de la enorme tripa le sobresalía por encima del pantalón corto.

– Ya te lo he dicho -dijo, jadeante-. ¿Puedo marcharme ya?

– No, lo lamento -respondió el agente, colgando el auricular-. No contesta. Tengo que saber más o menos a qué hora pasaste por su granja. He de incluir esas cosas en el informe. Podrían ser importantes.

– ¿Importantes? ¡Pero si está muerta!

– Necesitamos una hora aproximada -dijo Gurvin con calma.

– No tengo reloj. Y no sé el tiempo que se tarda en venir desde su granja hasta aquí.

– ¿Qué te parece treinta minutos?

– He venido corriendo casi todo el camino.

– Entonces pondremos veinticinco.

El agente miró el reloj e hizo otra anotación. No se imaginaba que ese muchacho tan gordo fuera capaz de andar velozmente, sobre todo con una maleta a rastras. Descolgó de nuevo el auricular y volvió a marcar el número de Halldis. Lo dejó sonar ocho veces antes de volver a colgar.

En el fondo estaba satisfecho. Eso suponía una interrupción de la monotonía, y la necesitaba.

– ¿Puedo irme a casa ya?

– Déjame anotar tu número de teléfono.

De repente, el chico se puso a chillar con una voz muy aguda. La papada se movía en la cara redonda y el labio inferior le temblaba. Por fin, el agente sintió compasión. El chico transmitía la idea de que realmente había sucedido algo.

– ¿Quieres que llame a tu madre? -preguntó en voz baja-. ¿Podrá venir a recogerte?

Kannick lloriqueó.

– Vivo en la Colina de los Muchachos.

Ese dato hizo que el agente lo mirase con nuevos ojos. Fue como si un velo se posara sobre ellos, y Kannick vio con toda claridad cómo el hombre lo colocaba en su archivo interior bajo la etiqueta «de no fiar».

– ¿Conque sí, eh?

Gurvin se estiró los dedos, haciendo sonar los nudillos uno por uno, concluyendo con un profundo movimiento de cabeza.

– ¿Quieres que llame al personal para que venga alguien a buscarte?

– No hay gente suficiente. Solo está Margunn de guardia.

Volvió a mover los pies y seguía lloriqueando. El agente se suavizó de nuevo.

– Halldis Horn era muy mayor -explicó-. La gente mayor muere. Es ley de vida. Tú nunca habrás visto a una persona muerta, ¿verdad?

– ¡Pero si acabo de ver una!

Gurvin sonrió.

– Por regla general, simplemente se quedan dormidos. Por ejemplo, sentados en su mecedora. No hay que tener miedo de eso. No hay razón alguna para no dormir esta noche. ¿Me lo prometes?

– Había alguien allí -dijo de repente el chico.

– ¿En la granja?

– Errki Johrma.

Susurró el nombre como si se tratara de una palabrota.

Gurvin lo miró asombrado.

– Estaba detrás de un árbol, muy cerca del establo. Pero lo vi con toda claridad. Y luego se largó por entre los árboles.

– ¿Errki Johrma? No puede ser. Está ingresado en el manicomio. Lleva allí varios meses.

– Entonces se ha escapado.

– Eso puedo averiguarlo con una simple llamada -dijo el agente ofendido-. ¿Hablaste con él?

– ¡Estás loco!

– Lo investigaré. Pero primero tengo que averiguar lo de Halldis.

Intentó asimilar la noticia sobre Errki. No era supersticioso, pero empezaba a entender por qué algunos lo eran. Errki Johrma deslizándose entre los árboles, y Halldis muerta. O al menos desmayada. Le pareció haber oído eso antes, era una historia que se repetía.

De repente se le ocurrió algo.

– ¿Por qué llevas esa maleta? No tendréis ensayos de orquesta en medio del bosque, ¿no?

– No -contestó el chico, colocando una pierna a cada lado de la maleta, como si tuviera miedo de que se la requisaran-. Son cosas que llevo siempre. Me gusta andar por el bosque.

El agente lo miró meditabundo. El chico se había convertido de repente en un nudo de obstinación, pero debajo había, a pesar de todo, un gran temor, como si algo le hubiera asustado hasta la médula. Llamó a la Colina de los Muchachos, un orfanato para chicos con problemas de conducta y le pusieron con la directora, a quien explicó brevemente la situación.

– ¿Halldis Horn? ¿Muerta en la puerta de su casa? -La directora tenía una voz de preocupación y duda-. Me es imposible decirte si el chico miente o no. Todos mienten cuando les conviene y, de vez en cuando, les sale alguna que otra verdad. Hoy ya me ha engañado una vez pues, al parecer, se ha llevado el arco, y solo se le permite usarlo en compañía de un adulto.

– ¿El arco?

Gurvin no entendía nada.

– ¿No lleva una maleta?

El agente miró de reojo al chico y lo que sujetaba entre las piernas.

– Sí, la lleva.

Kannick adivinó de qué hablaban y apretó aún más sus gordas piernas.

– Es un arco de fibra de vidrio con nueve flechas. Va por el bosque matando cornejas con él.

La mujer no hablaba con severidad, solo con preocupación. Gurvin hizo luego otra llamada, esta vez al psiquiátrico de Varden, donde estaba ingresado Errki Johrma, o donde debía estar ingresado, pero el hombre, efectivamente, se había fugado.

Intentó quitar importancia al asunto. Los rumores sobre Errki eran ya, de antemano, lo bastante terribles. No mencionó a Halldis. Kannick se estaba poniendo cada vez más nervioso y no paraba de mirar hacia la puerta. ¿Qué ha pasado?, se preguntó Gurvin. Espero, por Dios, que el chico no la haya alcanzado con una de sus flechas.

– Al menos, Halldis murió en un día hermoso -dijo, como para animar-. Era muy mayor. Todos los que no somos ya niños soñamos con una muerte así.

Kannick Snellingen no contestó. Se limitó a hacer un gesto mudo con la cabeza y permaneció rígido y estirado, con la maleta entre las piernas. Los adultos pensaban que lo sabían todo. Pero ese agente pronto se daría cuenta de que no era así.


Gurvin condujo el coche lentamente hacia la granja. Hacía mucho tiempo que no iba por allí, tal vez un año. Dentro del pecho llevaba una piedra afilada que daba vueltas encolerizadas. Ahora que estaba solo en el coche, le surgió una pregunta: ¿Qué había visto el chico?

Kannick insistió en recorrer a pie los dos kilómetros que había hasta la Colina de los Muchachos. Margunn había prometido salir a su encuentro. Conociendo a la directora, Gurvin estaba seguro de que esperaría al chico con un refresco, un bollo y una amonestación, seguida de una suave caricia en el pelo. Lo demás tendría que esperar. Margunn sabía más que de sobra lo que necesitaba el chico en ese momento. Este ya se había tranquilizado un poco, y cuando se marchó lentamente su rostro mostraba que se estaba armando de valor.

El coche subió la ladera con la energía y el fervor de un terrier. Allí todo el mundo tenía coches con tracción a las cuatro ruedas. En el invierno, hacían falta por la nieve, y en la primavera por el barro. Las laderas eran empinadas, y resultaba difícil subirlas incluso con la carretera seca y firme como estaba ahora. Mientras conducía, pensaba en Errki Johrma. En el hospital habían confirmado la fuga del hombre a través de algo tan prosaico como una ventana abierta. Y luego, al parecer, se habría dirigido hacia esos parajes donde todo el mundo lo conocía. ¿Y por qué no? Allí se sentía en casa. No tenía la impresión de que el chico le hubiera mentido. Como casi todos los demás, Gurvin tenía una relación algo forzada con Errki pues los rumores que corrían sobre él era tan feos como el propio Errki. Tras él llegaba siempre una desgracia. Era como un mal augurio que dejaba tras de sí espanto y horror. Por fin, una vez lo detuvieron contra su voluntad, la gente empezó a sentir compasión por él: El pobre está enfermo, más vale que reciba ayuda profesional. Se decía por ahí que estaba a punto de morirse de hambre, que lo encontraron en la cama del piso que le habían facilitado los servicios sociales, desnutrido como un prisionero de guerra. Estaba tumbado boca arriba con la mirada clavada en el techo, mientras recitaba con voz monótona, una y otra vez: Guisantes, carne y tocino; guisantes, carne y tocino.

Gurvin se puso a pensar en cosas del pasado mientras miraba de vez en cuando por la ventanilla. En cierto modo, tenía la íntima esperanza de que Errki no apareciera. Era tan terriblemente diferente… Sucio, horrible y desaliñado. Los ojos eran dos rendijas estrechas que nunca se abrían del todo; a veces, uno se preguntaba si realmente había un par de ojos allí dentro, como en los demás, o si solo se abría un crudo abismo por el que podía verse hasta su cerebro retorcido.

Y, sin embargo, era incapaz de creer la historia del chico sobre que Halldis hubiera muerto. Gurvin había conocido a Halldis y Thorvald desde siempre, le parecía que esa mujer era inmortal y era incapaz de imaginarse la pequeña granja vacía y abandonada. Llevaba allí toda la vida. El chico tenía que haber visto otra cosa, algo que no había entendido, pero que le había asustado. Por ejemplo, Errki Johrma observando desde detrás de un árbol. Eso sería suficiente para sacar a cualquiera de quicio. Sobre todo, a un chico excitable y con un pie en la delincuencia. Llevaba abiertas las dos ventanillas y, no obstante, no paraba de sudar. Ya casi había llegado, podía vislumbrar el tejado de los establos de Halldis. Le asombraba que una mujer tan mayor fuera capaz de mantenerlo todo tan hermoso a su alrededor, se la imaginaba siempre trabajando con el rastrillo o la hoz. Y así era de hecho. La hierba lucía verde y frondosa a pesar de la sequía. En todos los demás jardines, el césped estaba amarillo. Solo Halldis era capaz de desafiar a las fuerzas de la naturaleza. Contempló la casa. Una casa baja, pintada de blanco, con los marcos de las ventanas rojos. La puerta estaba abierta. En ese momento tuvo el primer sobresalto. En el umbral se veían una cabeza y un brazo. Se estremeció. Extrañado, paró el motor. Aunque solo podía ver la cabeza y el brazo, comprendió inmediatamente que Halldis estaba muerta. ¡El chico había dicho la verdad, caray! Vaciló al abrir la puerta del coche. Porque, aunque la muerte nos espera a todos, y Halldis era una mujer ya muy mayor, se encontraba de repente a solas con la muerte.

No es que Gurvin no hubiera visto muertos antes, lo que pasaba era que se había olvidado un instante de lo extraña que resultaba esa sensación inconcebible de estar solo, más solo que de costumbre, de ser el único. Salió sin prisa del coche y se acercó con pasos cortos, como si quisiera aplazarlo todo el máximo tiempo posible. Miró instintivamente por encima del hombro. No había mucho que hacer, salvo acercarse a ella y ponerle un dedo en el cuello para constatar que estaba muerta, aunque el ángulo que formaba la cabeza con el brazo blanco, y la manera en la que estaban separados los dedos no dejaba lugar a dudas. Pero había que constatarlo. Luego podría ir a sentarse tranquilamente en el coche, llamar a la ambulancia y esperar con un cigarrillo y la música de la radio. No tenía sentido investigar nada dentro de la casa. Se trataba de una muerte natural, y no encontraba ninguna razón para hacer más averiguaciones. Casi había llegado, cuando se detuvo en seco. Algo gris y lechoso corría por los escalones. Tal vez Halldis tuviera algo en las manos y lo soltara en el momento de caer fulminada. Recorrió los últimos metros con el corazón en vilo.

Lo que vio lo dejó completamente abatido. Permaneció un par de segundos mirando al vacío antes de ser capaz de interpretar lo que estaba viendo. La mujer estaba tumbada boca arriba y con las piernas separadas. En medio de su cara rolliza, en la cavidad del ojo izquierdo, tenía clavada una azada. Una pequeña parte de la brillante hoja quedaba a la vista. Tenía la boca abierta y la prótesis dental se le había caído hacia la parte inferior de la boca, lo cual transformaba ese rostro, que él conocía tan bien, en una mueca terrible. Retrocedió unos pasos jadeando. Quiso arrancar la azada de la cabeza, pero no pudo. Se dio la vuelta a toda prisa, y le dio justo tiempo a llegar al césped antes de que todo el contenido de su estómago le saliera violentamente. Mientras vomitaba, pensó en Errki. Halldis muerta, Errki cerca. Tal vez estuviera todavía arriba en el bosque, oculto tras un árbol, mirándolo. Gurvin oyó su propia voz sonando como campanas en su interior: Todos los que no somos ya unos niños soñamos con una muerte así.


Menos de sesenta minutos más tarde, la pequeña granja era un hervidero de gente.

El inspector Konrad Sejer examinó el ojo intacto de la mujer. La cara de él era inexpresiva, la de ella estaba enrojecida por hemorragias internas. Entró en la casa y le extrañó el orden imperante, el silencio que allí reinaba. Cuando le echó un vistazo a la pequeña cocina, no le pareció que hubiera nada que desentonara. Repasó el correo, sacó una carta, y anotó algo en su libreta. Permaneció mucho tiempo de pie examinando todo lo que veía. En principio, no había nada fuera de lo normal.

La mayor parte de las personas allí congregadas tenía sus tareas específicas y bien definidas, y de esa manera lograron salir indemnes de la jornada, intentando concentrarse en su trabajo. Pero sabían que todo lo rememorarían más adelante, en los días malos. Los pocos profesionales que, durante breves períodos de tiempo, tenían que esperar su turno daban la espalda a la escalera y se encendían un cigarrillo. Luego volvían a meter meticulosamente la colilla en el paquete. Mira por dónde andas y cuidado con lo que tocas. Estate tranquilo, deja trabajar al fotógrafo, este es solo un caso más, llegarán más casos, tú no la conocías. Otros llevarán luto por ella. O así es de esperar.

Gurvin estaba de pie, junto al pozo, fumando. Había fumado sin cesar desde que llegaron los coches y, en ese momento, se volvió a contemplar a los hombres. Oía su voces, bajas, escuetas, marcadas por la gravedad. Se notaba entre ellos un respeto hacia ella, hacia Halldis. Halldis, que tal vez se hubiera imaginado a sí misma, como él pensaba que hacía la gente mayor cuando se acercaba a los ochenta y al final de sus vidas, metida en un ataúd abierto, con un vestido precioso y las manos juntas sobre el pecho. Tal vez un discreto colorete en las mejillas, aplicado por una persona atenta, conocedora de su profesión y cuya tarea era dejarla lo más bonita posible para su encuentro con el Salvador. Pero no sería así. No estaba nada bonita. Tenía media cabeza destrozada, y nadie en el mundo sería capaz de arreglarla. Gurvin se encendió otro cigarrillo. Involuntariamente miró hacia el bosque, como si pensara que Errki todavía estaba mirándolos desde lejos, con ojos ardientes. ¿Por qué?, pensó. ¿Podía una anciana como ella haber parecido amenazadora a Errki, o era que todo el mundo con quien él se topaba era su enemigo? ¿Qué podría haber dicho o hecho Halldis para provocar en él tal terror que le hubiera obligado a liquidarla? Gurvin pensaba que entendía muchas cosas, al menos cuando ponía buena voluntad en ello. Entendía a los dieciseisañeros que vagaban sin meta por las calles durante la noche, en busca de emociones. Chicos que hacían puentes a los coches y atravesaban velozmente la ciudad con una botella para repartir entre todos. La velocidad. La embriaguez. El que alguien los persiguiera, el que alguien por fin los viera. Entendía que un hombre pudiera violar. La ira, la impotencia ante el género femenino que siempre y a toda costa querían ser enigmas que el hombre estaba obligado a descifrar para poder tener acceso a ellas. Y, en momentos muy dolorosos, hasta entendía a los hombres que pegaban. Pero no entendía esto, cómo algo podía crecer y crecer dentro de un hombre y extenderse lentamente, como un veneno, borrando toda clase de inhibiciones hasta convertirlo en un animal salvaje. Luego no recordaba nada. El homicidio se convertiría en un mal sueño, y nunca del todo real, ni siquiera aunque un día, y contra todo pronóstico, lograran vencer su enfermedad, llegaran a la lucidez y alguien les contara que eso tan terrible lo habían hecho ellos. Pero claro, estaban enfermos.

Clavó su mirada en el inspector Sejer, cuyo rostro no revelaba ninguna emoción, solo alguna que otra vez se pasaba la mano por el pelo corto, como para mantenerlo en su lugar. De vez en cuando daba órdenes y hacía preguntas, todo con una autoridad natural que emanaba del tono grave de su voz y una altura de casi dos metros. Gurvin levantó la vista en el momento en que el cuerpo de Halldis desaparecía dentro del saco de caucho. Quedaba la casa, con las ventanas y puertas abiertas de par en par. Probablemente fuera vendida a algún tipo tonto de la ciudad que hubiera albergado el sueño de tener una granja en el bosque. Tal vez llegaran por primera vez niños a ese lugar, y se colocaran columpios y un cajón de arena. Bonitos juguetes de plástico se dispersarían por el césped. Gente joven, con poca ropa, que tal vez fuera bueno que Halldis jamás viera. Pero, por dentro, había algo que le mordía, algo que era incapaz de expulsar.


Cinco de julio, y seguía haciendo el mismo calor.

El inspector Konrad Sejer se dejó llevar por un impulso. Cambió de rumbo y entró lentamente en el bar del Hotel Park. Nunca iba de bares. Pensándolo bien, se dio cuenta de que no había estado allí desde antes de que muriera Elise. La decisión de entrar le pareció inteligente. El interior del local estaba confortablemente sombrío y más fresco que la calle. Las espesas alfombras atenuaban el sonido de sus pasos, y la estancia en penumbra le permitía abrir del todo los ojos.

El local estaba casi vacío, pero había una mujer sentada junto a la barra. Se la distinguía muy bien porque estaba sola y llevaba un espectacular vestido rojo. La vio de perfil. Estaba buscando algo dentro del bolso. El vestido era bonito: suave, ajustado, rojo como una amapola. Tenía el pelo rubio y ondulado por detrás de las orejas. De repente levantó la vista y sonrió. Sorprendido, le devolvió el saludo. Había algo en ella que le resultaba familiar. Se parecía a la joven subinspectora de la Comisaría de cuyo nombre nunca se acordaba. No había ninguna copa delante de ella en la barra; al parecer, acababa de llegar.

– Buenas tardes -dijo, arrimándose lentamente-. Hace mucho calor estos días. ¿Quieres beber algo?

Le salió sin pensarlo. Se inclinó hacia la barra, un poco sorprendido de su descaro. Tal vez se debiera al calor o a la edad, que en algunos momentos empezaba a pesarle. Había cumplido ya los cincuenta, y todo caía en picado hacia una oscuridad misteriosa.

Pero ella hacía gestos amables y sonreía. Él podía ver muy dentro de su escote. El pecho contra la tela roja lo dejó sin aliento. Y los hombros, rectos y delgados justo debajo de la piel. De súbito se sintió avergonzado. Pero si no era la joven subinspectora, sino Astrid Brenningen, la recepcionista de los Juzgados. ¡Qué tonto era! Además, ella le sacaba veinte años a la otra y no se parecían en nada. Sería por esa luz tan escasa.

– Un Campari, por favor -dijo la mujer con una sonrisa socarrona, mientras él se buscaba la cartera en el bolsillo trasero, intentando aparentar serenidad.

No esperaba encontrarla allí, sola, sin compañía. Pero, por Dios, ¿y por qué Astrid no podía darse una vuelta y tomar una copa, y por qué no iba él a invitarla? Eran, por así decirlo, compañeros de trabajo al fin y al cabo. La verdad era que casi nunca hablaban, pero porque él nunca tenía tiempo para detenerse. Casi siempre iba camino de algo, camino de algo más importante que un pequeño ligue en la recepción. Además, él nunca ligaba, de manera que no entendía nada de lo que le estaba pasando.

Ella se tomó a pequeños y elegantes sorbos el Campari y de repente sonrió de un modo familiar. Él notó una especie de picor en la nuca. Tuvo que inclinarse sobre la barra para no caerse. Las rodillas le flaqueaban y el corazón le dio un vuelco. ¡Pero si no era Astrid Brenningen, sino su propia Elise!

Empezó a sudar, incapaz de entender cómo de repente ella estaba allí, sentada delante de él, después de todos esos años, sonriendo como si nada.

– ¿Dónde has estado? -tartamudeó, secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano.

En ese momento vio su propio brazo desnudo. De nuevo estaba a punto de desmayarse. ¡Ni siquiera llevaba camisa! ¡Se encontraba en el bar del Hotel Park con el torso desnudo! Desesperado, rodó hacia un lado de la cama, tapándose con el edredón. Y entonces abrió los ojos. Parpadeó un par de veces perplejo hacia la luz. El perro estaba sentado junto a la cama, mirándolo. Eran las seis de la mañana.

El perro tenía los ojos grandes y brillantes, como castañas pulidas. Ladeó la cabeza de un modo muy seductor y el pesado rabo se agitó optimista dos veces. Sejer intentó recuperarse tras el sueño.

– Te están saliendo canas -dijo, mirando el hocico del perro y observando que el pelo del animal había adquirido la misma tonalidad que su propio pelo.

– Hoy estar en casa. Tú cuidar de todo.

Las palabras sonaron más severas de lo que había pretendido, como si quisiera ocultar su turbación tras ese sueño. Salió de la cama. El perro gimió, ofendido, y se encogió sobre el suelo. Sonaba como cuando alguien suelta patatas de un saco desde poca altura. Lanzó una mirada herida a su amo. Esa mirada tan desgarradora nunca dejaba de asombrar a Sejer, ni cómo un animal de setenta kilos, con un cerebro del tamaño de una albóndiga, podía provocar en él esos sentimientos.

Se duchó con la mirada baja, tardando más de lo habitual, de espaldas a la puerta, como para que quedara claro quién era el jefe.

No le gustaban los días tan calurosos. Si pudiera elegir, elegiría días ligeramente nublados, sin viento, con una temperatura de catorce o quince grados, agosto o septiembre, con noches oscuras y agradables.

Esa mañana se tomó mucho tiempo. Leyó el periódico desde la primera hasta la última página. El asesinato de Finnemarka estaba en portada y también le dedicaron el primer lugar en las noticias de la radio. Esa tragedia llenaría los días de Sejer durante las siguientes semanas. Escuchó la entrevista con el agente de policía rural, Gurvin, y desayunó. Después sacó al perro de paseo. Dejó la ventana de la cocina entreabierta, bajó los toldos y comprobó que la copia de la llave estaba en su sitio, en el jarrón de flores al lado de la puerta. Si tardaba mucho en volver a casa, un amable vecino le sacaría al perro.

Cuando por fin se puso a andar por las calles, camino de su trabajo, eran ya las ocho. En su interior llevaba todavía el sueño de esa noche. Algo había tocado un punto dolorido de su corazón y lo había removido. Aún se sentía herido. Elise no estaba. Más que eso, Elise no existía desde hacía nueve años, y él seguía arrastrándose por la vida. Sus piernas funcionaban a la perfección, se lavaba y se aseaba, comía y trabajaba, se sentía incluso a gusto la mayor parte del tiempo. ¿O era una exageración afirmar algo así? La impotencia solo se apoderaba de él en forma de breves punzadas, como después de ese sueño o cuando estaba solo por las noches, escuchando música, la música que a ella le gustaba, la que habían escuchado juntos: Eartha Kitt, Billy Holiday.

Por la calle peatonal circulaba una corriente constante de personas vestidas de verano. Era viernes. Por delante se presentaba un largo fin de semana, y la expectativa de lo que podía traer se reflejaba en todos los rostros. Él no tenía ningún plan. No cogería vacaciones hasta mediados de agosto, y además, ahora, en época de vacaciones, la comisaría estaba bastante tranquila. Es decir, si no llegaba a hacer tanto calor que la gente se volviera loca. Por el momento llevaba tres semanas haciendo calor, y ya, a las ocho y trece de la mañana, el termómetro del tejado de los Grandes Almacenes marcaba veintiséis grados.

Puesto que los juzgados se encontraban en las afueras de la ciudad, él tenía la sensación de ir contra corriente. En la calle a rebosar, tenía que ir esquivando todo el rato a la gente que iba en dirección contraria, camino de las oficinas y tiendas situadas alrededor de la gran plaza. Echó un vistazo al cielo despejado. Exhibía un color etéreo y claro dentro del que desaparecieron sus ojos. Detrás de ese fino velo de luz había una oscuridad grande y fría. ¿Por qué de repente pensaba eso?

Sejer miraba velozmente las caras de la multitud. Por una décima de segundo, su mirada se encontraba con las de ellos, una por una. Los otros hacían lo mismo. Miraban un breve instante antes de bajar la vista. Lo que veían era a un hombre alto y nervudo, canoso y de piernas largas. Si se les hubiera preguntado, habrían contestado que seguramente se trataba de un hombre con un puesto de directivo. Bien vestido, pero algo conservador. Pantalones color crudo, camisa entre azul y gris y una estrecha corbata azul en la que apenas podía verse una pequeña cereza bordada.

En la mano llevaba una cartera negra, con cerradura de latón y las iniciales KS grabadas en la solapa. Los zapatos eran negros y estaban recién abrillantados. Sus ojos, escrutadores y sorprendentemente oscuros bajo el pelo plateado. Pero la mayor parte de él no era visible. Había nacido y se había criado en la dulce Dinamarca, y el día de su nacimiento supuso un tremendo trabajo tanto para él como para su madre. Cincuenta años después, todavía se apreciaba una pequeña hendidura del fórceps en la parte superior de la frente. Se rascaba a menudo en esa zona, como un recuerdo lejano. Los que pasaban a su lado por la calle tampoco podían ver que padecía de psoriasis, que debajo de la camisa recién planchada había algunas manchas de piel escamosa. Era una ansiedad de su cuerpo que iba y venía. Muy dentro de su universo privado tenía un punto débil. Jamás había exteriorizado el dolor por la pérdida de Elise, sino que había ido creciendo en su interior hasta convertirse en un agujero negro que de vez en cuando le atraía hacia él.

El flujo de personas a su alrededor volvió a hacerse real. En medio de todo lo ligero, luminoso y veraniego se acercaba un hombre que se distinguía de todos los demás. Un hombre de unos veintipocos años bajaba la calle pegado a la pared, a paso rápido. Iba muy abrigado a pesar del calor, con pantalones oscuros y un jersey negro. Llevaba zapatos marrones de cuero con cordones y, alrededor de la garganta, a pesar del sofocante calor de julio, un cuello de punto. Y sin embargo, no era la ropa lo que le distinguía del resto de las personas en la calle bulliciosa. Ni por un instante levantó la cabeza. Su paso rápido y decidido, y el hecho de que no mirara por donde iba, sino que tuviera la mirada clavada en el asfalto, hacía que la gente le cediera el paso. Sejer descubrió al hombre cuando se encontraba a unos quince o veinte metros de distancia y avanzaba a toda prisa. El paso rápido y lo enérgico del hombre, además de su indumentaria tan poco adecuada, despertó su curiosidad. Sejer acababa de pasar por el Banco Fokus y había oído el pequeño clic de la cerradura electrónica, lo que le indicó que justo en ese momento estaban abriendo. El cuello de punto del hombre era grande y doblado varias veces, como una serpiente bajo la barbilla. Podía tratarse, por ejemplo, de una capucha con la que con un solo movimiento de la mano, el hombre podría taparse la cabeza, dejando solo una rendija para los ojos. Llevaba una bolsa al hombro. Y no solo eso: la bolsa estaba abierta y la mano derecha del hombre reposaba dentro de ella. La mano izquierda la tenía metida en el bolsillo. Era imposible ver si llevaba guantes.

Sejer seguía andando. En unos segundos, el hombre estaba a solo unos metros delante de él. Una ocurrencia súbita le hizo acercarse más a la pared y andar de la misma manera que el joven, con la mirada clavada en el asfalto. Decidió seguir así para ver si el otro se echaba a un lado o si simplemente chocaban. Sonreía pensando en sus elucubraciones, y se dio cuenta de que llevaba demasiado tiempo trabajando en la policía. A la vez, había algo en ese hombre que le inquietaba. Aceleró el paso y más que ver, intuyó la figura oscura acercarse. Justo como había pensado: no llegaron a chocar. De repente, el otro desvió sus pasos, se alejó de la pared y lo sorteó, lo que significaba que no iba del todo absorto en sus pensamientos. Estaba atento. Tal vez anduviera así para que nadie le viera la cara ni pudiera recordarla. Pero Sejer la recordaría. Una cara ancha y carnosa, con barbilla redonda y pelo rubio y rizado. Cejas rectas. Nariz corta y ancha.

Ya había pasado. Volvió a acercarse a la pared, andando aún más deprisa. Sejer lo siguió con los ojos entornados, y notó un cosquilleo cuando el hombre entró en el Banco Fokus. Tal vez habían transcurrido treinta segundos desde que oyó el clic de la cerradura. En su mente repasó el local del banco. Tenía allí su nómina. Primero, los clientes tenían que pasar por la puerta de cristal y luego por un pequeño pasillo que giraba a la izquierda, por lo que el local en sí no era visible desde la calle peatonal. Dentro, el mostrador quedaba a la izquierda, las estanterías con los impresos, junto a la salida, y a la derecha había un sofá de cuatro o cinco plazas. En total, había sitio para cinco empleados detrás del mostrador, en las horas de más afluencia. En ese momento, lo más probable es que hubiera solo uno, porque no había mucho público a esa hora tan temprana. El cliente, ya despachado, tenía luego la posibilidad de salir por otra puerta que daba a la plaza. Por ejemplo, un atracador podía estacionar un vehículo allí, dejar las llaves puestas, dar la vuelta a la manzana, entrar por la puerta de cristal, atracar el banco y a continuación desaparecer en solo unos segundos. En la calle peatonal no era posible aparcar un vehículo sin llamar la atención. En cambio, el banco disponía de cuatro plazas de aparcamiento delante de la entrada que daba a la plaza. Sejer permaneció de pie, con la mirada fija, incapaz de calmarse. Con un resignado encogimiento de hombros volvió decidido sobre sus pasos. No tendría por qué contárselo a nadie. Abrió la puerta, avanzó por el pequeño pasillo y llegó a los mostradores. Ya había dos clientes dentro, el hombre de la bolsa y una joven. Una empleada del banco se estaba poniendo las gafas, dispuesta a inclinarse sobre el teclado de su ordenador. El hombre de la bolsa estaba de espaldas, rellenando un impreso. No levantó la vista cuando Sejer entró en el local. Parecía tener mucha prisa.

Sejer miró confuso a su alrededor. Tenía que inventarse una razón para estar allí, así que, muy resuelto, cogió de un soporte en la pared un folleto sobre un plan de pensiones. Luego volvió a salir. Ya está bien, se dijo severamente. Además, iba ya unos minutos tarde y no tenía por costumbre llegar al trabajo en el último momento. Se encontró de nuevo en la calle peatonal y empezó a andar aún más deprisa rumbo a los juzgados. Pasó por la joyería, por la floristería Brunner y Pino Pino, donde Elise solía comprarse la ropa. Aquel vestido rojo, por ejemplo. Al cabo de un instante, podía avistar el tejado de los juzgados. Justo en ese momento se oyó un tiro a cierta distancia, pero sin embargo, muy claro. Alguien empezó a chillar.


La mayor parte de la gente se detuvo. Solo algunos se encogieron de hombros y continuaron andando echando rápidas miradas por encima del hombro. Otros se apretaron contra las paredes de los edificios del lado opuesto al banco. Una madre puso un brazo protector alrededor de su hijo. Un anciano, tal vez sordo, miró extrañado a su alrededor, preguntándose por qué todo el mundo se detenía. Se quedó boquiabierto al ver a Sejer, que llegaba disparado por la calle, con la cartera colgando. Corría bien, pero el maletín le entorpecía el ritmo y le hacía parecer desmañado. Una mujer salió tambaleándose del banco. Se apoyó contra la pared y se tapó la cara con las manos. Sejer la reconoció, era la cajera. En ese instante, la mujer se desplomó y se quedó sentada sobre el asfalto.

– Policía -dijo Sejer sin aliento-. ¿Qué ha pasado? ¿Hay heridos?

– ¿Policía?

La mujer lo miró asombrada.

– Me ha atracado -dijo jadeando-. Me ha atracado y ha salido corriendo hacia la plaza. Ha huido en un coche blanco.

Sejer abrió los ojos de par en par al oír la continuación del relato.

– Se ha llevado a una chica.

– ¿Qué dice?

– La ha tomado como rehén. Salió del banco y se metió en el coche.

– ¿Se ha llevado a una rehén?

– ¡Le puso el revólver en la oreja!

Sejer miró atónito la plaza. El agua salía de la fuente en escasos chorros y las palomas turcas picoteaban migas en paz y tranquilidad. No tenían por qué preocuparse. Sejer dejó a la mujer y se acercó a dos jóvenes que estaban discutiendo enérgicamente junto a la fuente, desde donde se tenía una buena vista del banco y la calle principal.

– ¿Habéis visto en qué dirección se ha ido?

Se callaron y lo miraron.

– Policía -dijo Sejer, dejando la cartera en el suelo.

– ¡Joder! ¡Qué rapidez! -exclamó uno de los dos, un chico delgado como un palillo, con el pelo de dos colores y gafas de sol sobre la cabeza. El pelo en realidad era negro, pero en medio tenía un mechón rubio. Se volvió y señaló la calle principal, que desaparecía entre el parque de bomberos y el restaurante Diamanten.

– Iba empujando a una chica. Luego la metió a la fuerza en el coche.

– ¿Qué tipo de coche? -preguntó deprisa, mientras se palpaba el cinturón buscando el teléfono móvil.

– Uno pequeño, blanco. Un Renault, tal vez.

– Quédate aquí -dijo Sejer, sacando la antena del teléfono.

– En realidad, íbamos a trabajar -dijo el otro, expectante-. Además, no era un Renault, más bien un Peugeot.

– Pues hoy llegaréis tarde -dijo Sejer escuetamente-. Eso puede sucederle a cualquiera. ¿Llevaba pasamontañas?

– Sí.

– ¿Jersey negro y pantalones de pana?

– ¿Sabes quién es?

– No.

– ¿Tenemos que ir a la comisaría?

– Probablemente.

Puede que todo estuviera planeado. Quizá fueran cómplices. Tal vez fuera su novia. Una rehén falsa. Dos personas en el banco treinta segundos después de abrir. ¿Era eso probable? Hoy en día, la gente era muy ocurrente.

Los grupos de gente se iban disolviendo, pero algunos seguían allí, tal vez con la esperanza secreta de ser interrogados. Por lo demás, no se veía nada. El hombre había desaparecido. Todo había acabado en un par de segundos. Algunos se extrañaban de lo fácil que había sido. Y conociendo la zona, con la ayuda de un coche veloz se podía llegar lejos en solo media hora.

El niñato se bajó las gafas hasta la nariz.

– Lo tenéis todo en vídeo, ¿no?

– Esperemos -murmuró Sejer. Su experiencia con la vigilancia por vídeo no era del todo positiva. Se volvió en el momento en que un coche de la policía entró en la plaza. De él salió de un salto Goran Soot, lo que le hizo fruncir el ceño. A continuación salió Karlsen. Sejer respiró aliviado.

– Hay un rehén. Una joven. Y lleva cargada el arma. Disparó una bala dentro del banco.

Karlsen miró sin disimulo al chico con el pelo de tejón.

– Hay que interrogar a estos dos. Vieron al atracador y el coche. Entrad a por la grabación del vídeo cuanto antes. Tenemos que averiguar quién es la rehén. Hay que interceptar el tráfico en la E18 y en la E76. Usa la emisora local. El coche es pequeño y blanco, seguramente francés.

– ¿Se llevó mucha cantidad?

Karlsen miró con los ojos entornados la puerta del banco.

– Aún no lo sabemos. ¿De cuántos hombres podemos disponer?

– No de muchos. Envié a Skarre al agente de policía rural Gurvin, cuatro están en un seminario, y otros cuatro han empezado las vacaciones.

– Tendremos que pedir refuerzos. Ahora hay que centrarse en la rehén.

– ¡Ojalá abra la puerta y la tire a la cuneta!

– Nadie te prohíbe tener esperanzas -dijo Sejer secamente.

Los dos chicos tuvieron que esperar en el asiento de atrás de un coche de servicio, pero no les importó lo más mínimo. Sejer y Karlsen entraron en el banco, donde la cajera se había sentado en el sofá que había junto a la ventana, acompañada por el director del banco, que estaba en la cámara acorazada y no se enteró de lo ocurrido hasta que oyó el tiro. En ese momento no se atrevió a subir. No hasta que oyó las sirenas.

Sejer miró a la joven que acababa de sufrir el atraco. Estaba lívida y sudorosa, pero nadie la había tocado. Lo único que había hecho era levantar una mano, coger unos cuantos fajos de billetes de la estantería y ponerlos sobre el mostrador. Y, sin embargo, era obvio para todo el mundo que su vida cambiaría a partir de entonces. Incluso puede que hiciera testamento. No porque tuviera muchas posesiones, sino porque esas cosas deberían arreglarse mientras se está a tiempo. Sejer se sentó a su lado y dijo con voz compasiva:

– ¿Está usted bien?

La mujer se permitió unos sollozos.

– Sí -contestó, con toda la firmeza que fue capaz de mostrar-. Estoy bien. Pero cuando pienso en la chica que se llevó… Debería usted haber oído lo que le dijo. No quiero ni pensar en lo que le estará haciendo.

– Bueno, bueno -dijo Sejer con calma-. No anticipemos acontecimientos. Se la llevó para salir sin impedimentos hasta el coche. ¿La había visto antes?

– Nunca.

– ¿Puede decirme las palabras que pronunció delante del mostrador?

– Puedo repetir cada una de sus palabras -contestó-. Nunca las olvidaré. Se acercó a ella por detrás. Primero le puso un brazo debajo de la barbilla y la arrastró hasta el mostrador, luego la tiró al suelo y le puso un pie en la cabeza. Y entonces empezó a gritarme: ¡Si te demoras un solo segundo, le aplastaré el cráneo! Y luego disparó. Al techo, se entiende. Las placas volaron. El pelo se me llenó de yeso.

Se secó el sudor con la manga de la blusa. Sejer le concedió un descanso, mientras miraba a Karlsen, que estaba cogiendo la cámara del techo para sacar el rollo de la película.

– ¿Hablaba noruego?

– Sí.

– ¿Sin acento?

– Sí. Tenía una voz aguda. Un poco afónico tal vez.

– Y la mujer, ¿dijo algo?

– Ni una palabra. Estaba muerta de miedo. El tipo sabía lo que hacía. Actuaba lleno de desprecio. Seguro que ha atracado antes.

– Bueno, ya veremos -la interrumpió Sejer, y cogió la cinta-. ¿Tendría la amabilidad de acompañarnos hasta la comisaría a ver el vídeo?

– Tengo que hacer una llamada.

– Nosotros la ayudaremos.

Karlsen la miró.

– ¿Podría decirnos aproximadamente la cantidad de dinero que le dio?

– ¿Que le di? -gritó, mirándolo enloquecida-. ¿Qué manera de hablar es esa? ¡No le di nada, me atracó!

Sejer pestañeó y miró al techo.

– Perdóneme -dijo Karlsen-, quiero decir si tiene idea de cuál fue el botín.

– Es viernes -contestó la mujer ofendida-. Tenía unas cien mil coronas en la caja.

Sejer miró a través de la puerta abierta.

– Reunamos a la gente de la calle que los vio. Fueron varios. Al menos tendremos una buena descripción.

Al decir estas palabras, suspiró hondo pues él mismo había visto al hombre perfectamente, a unos metros de distancia. ¿De cuánto sería capaz de acordarse?

– Era un coche blanco y parecía nuevo. Bastante pequeño -dijo la mujer-. No pude ver mucho más. Estaba abierto y seguramente con las llaves puestas, porque lo puso en marcha casi antes de haber cerrado la puerta. Cruzó la plaza y se fue derecho hacia la carretera.

– Lo más probable es que se trate de un coche robado. Tal vez tenga el suyo aparcado en algún lugar a lo largo del itinerario. Es posible que se trate de un hombre peligroso. Lo de llevarse una rehén debió de ser algo impulsivo. Si es que realmente lo hizo. No podía contar con que hubiera algún cliente en el banco nada más abrir. Y ella, ¿entró por la otra puerta?

– Sí.

Sejer miró los agujeros del techo y frunció el ceño.

– Al parecer, es un hombre dinámico. O tal vez, desesperado.

Otro coche de policía llegó y aparcó delante del banco. Entraron dos técnicos con monos de trabajo. Miraron hacia el techo y vieron el agujero producido por la bala.

– Me pregunto cuántas le quedan -dijo uno de ellos.

– No quiero ni pensarlo -dijo Sejer, sombrío-. Pero no cabe duda de que se trata de un tipo duro. Primero coge una rehén y luego, en la hora punta de la mañana, dispara un arma.

– Muy eficaz -dijo el técnico-. Todo el mundo se queda paralizado. Tenía una sola idea en la cabeza: que el atraco fuera rápido. Nada de demoras, deprisa, deprisa. ¿Llevaba guantes?

La cajera asintió con un gesto.

– Guantes finos de lana.

Sejer se maldijo a sí mismo por no haberse quedado un rato más en el banco y haber interrumpido los planes del atracador. Pero en ese caso, el tipo habría vuelto otro día. Miró de nuevo los ojos de la cajera. Habían adquirido ese brillo particular que las personas tienen cuando se les arranca de su vida normal y obvia. Él lo entendía y no lo entendía.

– De acuerdo -dijo-. Tenemos mucho que hacer. Pongámonos en marcha.


Respiraba entrecortadamente. Se inclinó sobre el volante como queriendo ayudar al vehículo a salir de la ciudad. Llevaba mucho tiempo planeándolo. Había repasado una y otra vez el atraco en su mente, imaginándose, con todo lujo de detalles, cómo lo llevaría a cabo. Había descubierto errores. Todo había ocurrido muy deprisa. Tenía el dinero, así tenía que suceder y, sin embargo, no del todo así. Alguien iba sentado en el asiento de al lado.

Las calles estaban repletas de gente con prisa. Nadie miraba el coche blanco. Pisó el embrague y atravesó el cruce, fijando la vista obstinado en la carretera, dejando salir el aire caliente de sus pulmones. Después de haber pasado la primera manzana, se quitó el pasamontañas. Se sintió desnudo y, por eso, no se giró a mirar a la rehén, pero no tenía elección. No podía seguir conduciendo con el pasamontañas puesto. Todos los coches que venían en dirección contraria hubieran reparado en ello, y anotarían la marca del coche y la matrícula. La rehén estaba sentada en el asiento de al lado, con la cabeza agachada, inmóvil. Pasaron por delante del Salón de las Novias. Redujo la velocidad, vio acercarse por la izquierda un Mercedes y se concentró en clavar la mirada en la carretera. Hasta ahora, después de dos minutos, cuando su pulso se había calmado un poco, no se le había ocurrido que un extraño silencio reinaba en el coche. Miró de reojo a la rehén. Había algo que no encajaba. Sintió náuseas y, con la náusea, llegó el miedo y, con el miedo, el pavor a equivocarse, equivocarse más de lo que ya había hecho.

¿Qué coño iba a hacer con la rehén?

No había pensado en ello. Se había concentrado únicamente en alejarse lo más deprisa posible, en asegurarse de que nadie se le echara encima y lo tirara al suelo. Había leído sobre eso en los periódicos, sobre gente que jugaba a ser héroes.

– Me has visto la cara -dijo con voz ronca.

Su voz era frágil en comparación con su cuerpo fuerte.

– ¿Y qué se te ocurre que podemos hacer con eso?

Justo en ese instante pasaron por delante de una funeraria, y su mirada se posó en un ataúd blanco que había en el escaparate. Manillas de latón. Una corona de flores blancas y rojas encima. Llevaba años expuesta y era de plástico, claro. Daba la impresión de estar a punto de derretirse por el calor, lo mismo que él. El jersey se le pegaba al cuerpo, y a los pantalones de pana les faltaba poco para desprender vapor. Redujo la velocidad y frenó ante un taxi que venía por la derecha. La rehén no contestaba, pero sus hombros temblaban ligeramente. El atracador pensó: por fin reacciona. Para él sería un alivio. Lo necesitaba después de tanto esfuerzo. Una reacción fuerte, por ejemplo un rugido por la ventanilla medio abierta. Temblaba mientras se esforzaba por controlarse.

– Te he preguntado qué podemos hacer con eso.

Sonó muy pobre. Oyó su propio miedo, cómo presionaba la voz hasta alcanzar ese tono agudo y chillón. De repente sintió una imperiosa necesidad de estar solo, pero aún era demasiado pronto para parar. Primero tendrían que alejarse del centro y llegar a algún lugar desierto donde por fin poder sacar del coche a esa mujer no deseada. ¡A esa testigo!

Seguían en silencio. Se estaba poniendo cada vez más nervioso. Tras semanas de planificación, noches sin dormir, desasosiego y dudas, empezaban a pesarle muchas cosas. Generalmente, se limitaba a ir de chófer, sin responsabilidad sobre la planificación. De eso se encargaban otros, él esperaba fuera, con el coche en marcha, ni siquiera solía llevar arma. Había hecho una promesa y la había cumplido. Pero llevaba una rehén. En aquel momento, en aquel lugar, le había parecido una decisión inteligente. Fuera del banco, la gente se había quedado paralizada, no movieron ni un dedo por miedo a que se le disparara el arma y la rehén se hiciera trizas ante sus ojos. Y ahora no sabía qué hacer. Y tampoco estaba recibiendo ayuda alguna. El silencio era total.

– Solo hay dos posibilidades, claro -carraspeó.

Ya no aguantó el silencio.

– O sigues conmigo o te dejo en la carretera, en un estado en el que ya no podrás explicar nada.

La pasajera seguía callada.

– ¿Qué coño hacías en el banco tan temprano?

Como ella seguía sin responder, él bajó la ventanilla y notó cómo el aire le soplaba en el rostro ardiente. Pasaban coches. No debía mostrar su rostro, ni siquiera debía hablar, pero no estaba preparado para ese cúmulo de emociones que le subía por dentro, esa sensación de estar a punto de explotar. Había esperado mucho tiempo, había estado solo una eternidad, ya no era más que una goma cercana a romperse, y para más inri, había alguien sentado a su lado, mirándolo.

Todavía estaba saliendo de la ciudad, pasó por el hospital, giró repentinamente al llegar al Instituto Ortopédico, cruzó la calle principal, cogió la Calle Mayor Alta, pasó por la antigua farmacia, en dirección al Garaje Central, volvió a girar a la izquierda, atravesó el viejo puente y volvió por la parte sur, a través de las zonas industriales. Se estaba acercando a una vía de ferrocarril. En ese momento, el semáforo se puso rojo. Por un instante estuvo a punto de girar bruscamente, pero cambió de idea. No debía llamar la atención.

– Quédate quieta y cállate. El revólver está cargado -murmuró entre dientes.

La orden era innecesaria. De la rehén no salía ni una palabra. Por el espejo vio acercarse un Volvo rojo que se detuvo justo detrás de él. El conductor tamborileaba sobre el volante. Sus miradas se cruzaron en el espejo. Él clavó la suya en los raíles, esperando que apareciera el tren, ya lo oía rugir a lo lejos. Por un momento, su corazón enmudeció. Lo increíble era que la rehén siguiera quieta y callada, mirando por la ventanilla. Luego pasó el tren haciendo mucho ruido. Pero la barrera no se movía. Cambió de punto muerto a primera y esperó. El coche de atrás se acercó aún más, casi le rozaba el parachoques. Al otro lado había un Citroën verde. Al atracador le chorreaba el sudor hasta los ojos, y la barrera seguía sin moverse. Por un horrible instante, pensó que la policía la había bloqueado, que en cualquier momento se le acercaría y lo sacaría a la fuerza a punta de pistola. Estaba atrapado. No había sitio suficiente para dar la vuelta y regresar, ¿por qué coño no se levantaba la barrera? El tren ya se había alejado un buen trecho. El conductor del Volvo aceleró. El atracador levantó la mano en la que llevaba el revólver, y se la pasó por la frente. En ese momento pensó que quizá el hombre del Citroën de al lado hubiera visto que llevaba un arma. Por fin, la barrera se levantó, despacio y vacilante. Cruzó con prudencia. El Volvo de atrás desapareció por la derecha. Había pensado atravesar el río, de ese modo, pasaría por la plaza donde estaban los coches de policía y la aglomeración de gente por el lado opuesto. Mientras la policía estaba ocupada en interrogar a los testigos, él pasaría por delante de sus narices, a solo unos treinta metros. Su propio plan lo impresionó. El problema era la rehén. De pronto frenó y se detuvo. El coche quedó medio escondido detrás de un contenedor de basura, junto a la Estación de Autobuses. Echó el freno de mano.

– Lo que me pregunto -espetó- es qué coño hacías en el banco tan temprano.

Más silencio.

– ¿Estás sorda? Me cago en la puta, ¿es que no me oyes?

La rehén levantó la cabeza. Por primera vez, el atracador clavó la mirada en los ojos errantes. En el coche reinaba el silencio y el calor aumentaba. Inseguro, intentó interpretar la expresión facial de la pálida chica. Muy a lo lejos oyó una sirena, primero muy débil, luego un poco más fuerte y, al final, el sonido se extinguió. Tuvo la extraña sensación de que no había atracado un banco, sino que estaba teniendo un sueño sin acción lógica en el que figuras extrañas entraban y salían sin que él entendiera qué papeles estaban desempeñando.

– Bueno -dijo, dando un pequeño empujón a la rehén con el revólver.

– También el sordo oye, si le tocas el hombro.

Puso el motor en marcha, cruzó el puente y pasó por delante del banco. Había decidido no mirar en aquella dirección, pero fue incapaz de controlar su miedo. Echó un rápido vistazo a la izquierda. Un montón de gente se había congregado en torno a la entrada del banco. Una persona destacaba por encima de todas las demás. Un poste de hombre, con pelo corto, color plata.


Debería estar trabajando en el asesinato de Finnemarka. Pero en lugar de eso, estaba sentado junto a un escritorio, con la mirada clavada en una hoja de un blanco estridente. Cuando cerraba los ojos, veía claramente en su interior el rostro del atracador, casi como si de una foto se tratara. El problema residía en transmitirlo al hombre que estaba sentado al otro lado de la mesa.

Así habían estado muchos antes que él, sudando y esforzándose por recordar un rasgo característico, el color de los ojos, si la nariz era larga o corta. Opinaba de sí mismo que tenía buena memoria y que era una persona observadora, que se fijaba en los detalles. Pero ahora empezaba a dudar. Estaba seguro de que el hombre era rubio, pero luego se le ocurrió que el sol brillaba con mucha fuerza en la calle peatonal y que podría haber dejado un brillo dorado sobre algo que no lo era. Además, el hombre llevaba ropa oscura, lo que podía provocar que el pelo pareciera más rubio de lo que en verdad era. Pero la boca era pequeña, de eso estaba seguro. El color de la piel, ligeramente bronceado por el sol, tal vez un poco enrojecido. Y recordó la vestimenta. Era un hombre muy musculoso, seguramente se entrenaba. No tan alto como él mismo, en realidad no era nada alto para ser hombre.

Sejer clavó la mirada en el dibujante que tenía enfrente. En sus orígenes era un dibujante de periódico que aterrizó en ese puesto por pura coincidencia y resultó ser especialmente apto, sobre todo en el aspecto psicológico.

– Primero tendrás que conseguir que me relaje -dijo Sejer sonriendo-. Luego tendrás que establecer una relación de confianza, ¿verdad que sí? Demostrarme que me escuchas y que me crees.

El dibujante esbozó una sonrisa ácida.

– No tengas tanto miedo a perder el control, Konrad -dijo secamente-. En este momento no eres el jefe. Eres un testigo.

Sejer levantó una mano, retrocediendo.

– Lo primero que quiero que hagas -dijo el dibujante- es olvidarte del rostro del hombre.

Sejer lo miró asombrado.

– Olvida los detalles. Cierra los ojos. Intenta ver la figura en tu mente y concéntrate en la impresión que te causó, en la clase de señales que emitía ese hombre. Caminaba hacia ti en una calle muy luminosa y, por alguna razón, te fijaste en él. ¿Por qué?

– Daba la impresión de ir muy concentrado y decidido.

Sejer cerró los ojos, como le había pedido el dibujante. Pero la cara que veía en su mente no era más que un punto nublado en la memoria.

– Pasos duros y rápidos. Los hombros, como encogidos. Una mezcla de miedo y determinación. El pánico al acecho, justo debajo de la superficie. Tan asustado que ni siquiera se atrevía a levantar la vista para mirar a alguien. No necesariamente un atracador profesional. Demasiado desesperado.

El dibujante asintió con la cabeza y anotó un par de cosas en la parte inferior de la hoja.

– Intenta describir su cuerpo, cómo se movía al andar.

– Se movía poco. Pequeños movimientos bruscos. Nada de oscilar los brazos, balancearse de un lado para otro ni cojear. Iba derecho hacia delante. Las piernas, rectas. Los hombros, rígidos.

– Piensa en las proporciones -prosiguió el dibujante-. Brazos y piernas en relación al torso. El tamaño de la cabeza. La longitud del cuello. El tamaño de los pies.

– Ni los brazos ni las piernas largos. Más bien un poco cortos. La verdad es que llevaba una mano en la bolsa, y la otra en el bolsillo, pero creo que no eran largas. Cuello corto y grueso. No tenía los pies grandes. Más pequeños que los míos, calzo un cuarenta y cuatro. Llevaba ropa suelta, pero su cuerpo daba la impresión de ser musculoso y abultado.

Nuevos gestos aprobadores. El lápiz alcanzó por primera vez el papel y oyó el ligero roce del grafito contra la superficie. Debido a la estructura del papel, el trazo adquirió un tembloroso realismo, como si se estuviera moviendo.

– Los hombros, ¿anchos o estrechos?

– Anchos. Redondos. Esos hombros que se te desarrollan cuando haces levantamiento de pesas. No como los míos -añadió.

– Bueno, los tuyos no son estrechos.

– No, pero no están hinchados. Son más planos y huesudos, no sé si me entiendes.

Se rieron un poco. El dibujante, cuyo apellido era Riste, pero que era conocido por el apodo de el Esbozo era bajito y rechoncho, calvo, con gafas pequeñas y ovaladas, y dedos largos y finos.

– ¿Y la cabeza?

– Grande. Redonda. Mucha mejilla, pero no exactamente mofletes. Barbilla redonda. Ni angular ni decidida. Ninguna cicatriz ni nada por el estilo.

– ¿Cómo se asentaba la cabeza sobre el cuerpo? No sé si entiendes lo que quiero decir.

– Muy encajada en los hombros. Como si colgara un poco por delante del cuerpo. Como en un niño enfurruñado.

– Excelente -dijo-. ¿La línea del pelo?

– ¿Eso es importante?

– Sí, es importante. La línea del pelo de una persona contribuye a decidir gran parte de su rostro. Mírate a ti mismo. Tienes la línea del pelo casi perfecta. Recta y regular sobre la frente, y bien arqueada hacia las sienes. Igual de poblada por todas partes. De hecho, no es muy corriente.

– ¿Ah, no?

Sejer hizo un gesto negativo con la cabeza. No era muy vanidoso. Al menos ya no, y lo último a lo que dedicaría tiempo sería a su línea del pelo. Reflexionó.

– Arqueada, no recta. Tal vez un pequeño pico hacia el centro de la frente. Llevaba el pelo muy corto, por eso pude verlo bien.

Esa manera lenta de aproximarse a los rasgos hizo que el hombre le apareciera más nítido que nunca. Ese dibujante sabía lo que hacía. Sejer miró fascinado el papel, observando cómo poco a poco iba emergiendo una figura, como el negativo de una foto en un baño de revelado.

– Y ahora el pelo.

No paraba de dibujar trazos ligeros para poder añadir constantemente otros nuevos encima y al lado. No usaba goma de borrar. Los múltiples trazos finos también contribuían a dar vida a la figura.

– Rizado y poblado, casi tipo afro. Crecía derecho hacia arriba, pero estaba cortado al cero, como lo llevo yo.

Al decirlo, se alisó el pelo, hirsuto y corto como un cepillo.

– ¿Color?

– Rubio. Posiblemente rubio claro, pero sobre este punto la verdad es que estoy dudando. ¿Sabes? Hay pelos muy rubios en algunas situaciones, y que pueden parecer rubios oscuros cuando están mojados. O depende de la luz. No sé seguro. Un color parecido al tuyo, tal vez.

– ¿Al mío? -el Esbozo levantó la vista-. Pero si yo no tengo pelo.

– No, pero como el pelo que tenías antes, tal vez.

– ¿Y cómo sabes tú cómo era mi pelo?

Sejer vaciló. No sabía si lo había ofendido, o si había hecho el ridículo, o qué.

– No sé -dijo-. Me limito a adivinar.

– Adivinas bien. Mi pelo es… es decir… era… casi rubio claro. Bien adivinado. Eres observador.

El dibujo empezaba a parecerse.

– Hemos llegado a los ojos.

– Eso será más difícil. No pude vérselos. El tipo iba con la mirada clavada en el asfalto y, dentro del banco, estuvo más bien de espaldas a mí.

– Qué pena. Pero la cajera los vio, y luego le tocará a ella.

– Es más que una pena, es una catástrofe que no me quedara un rato más. Tengo edad suficiente para tomar en serio mi intuición.

– Bueno, uno no puede con todo. ¿La nariz?

– Muy corta y bastante ancha. Un poco afro también la nariz.

– ¿La boca?

– Boca pequeña, como si estuviera de morros.

– ¿Las cejas?

– Más oscuras que el pelo. Rectas. Anchas. Casi unicejo.

– ¿Los pómulos?

– Invisibles. La cara demasiado carnosa.

– ¿Ningún rasgo característico en la piel?

– Ninguno en absoluto. Piel tersa. Nada de barba visible. Ninguna sombra sobre el labio superior. Recién afeitado.

– O mal equipado por parte de la naturaleza. ¿Algo especial en la ropa?

– No que yo recuerde. Y, sin embargo, había algo.

– ¿Como qué?

– Como si no fuera su ropa. Como si él no vistiera así. Era como anticuada.

– Lo más probable es que ya se haya cambiado. ¿Calzado?

– Zapatos marrones con cordones.

– ¿Y las manos?

– No se las vi. Si guardan proporción con el resto del cuerpo, son cortas y redondas.

– ¿Y la edad, Konrad?

– Entre diecinueve y… veinticuatro.

Una vez más tuvo que cerrar los ojos para excluir de su vista al dibujante.

– ¿Altura?

– Bastante más bajo que yo.

– Todo el mundo es más bajo que tú -comentó el Esbozo secamente.

– Tal vez un metro setenta.

– ¿Peso?

– De complexión fuerte. Más de ochenta kilos, creo. No me has preguntado por las orejas -dijo Sejer.

– ¿Cómo eran sus orejas?

– Pequeñas y bien formadas. Lóbulos redondeados. Sin pendientes.

Sejer se echó hacia atrás en la silla y sonrió contento.

– Ya solo falta averiguar a qué partido vota.

El dibujante se rió entre dientes.

– ¿Tú qué crees?

– Supongo que no vota.

– ¿Qué pudiste ver de la rehén?

– Casi nada. Estaba de espaldas. Tendrás que hablar con la cajera -añadió-. Esperemos que tenga aguante.


Gurvin esperaba al inspector jefe, pero, como a primera hora de la mañana se había cometido un atraco a mano armada en el centro, solo habían enviado a un sargento raso a recoger el informe.

Jacob Skarre parecía un monaguillo adolescente, con rizos rubios y delicadas facciones. El uniforme le sentaba muy bien, parecía hecho a medida para su cuerpo esbelto. Sin embargo, Gurvin nunca se sentía a gusto con esa prenda. O tal vez era por su figura. Lo cierto era que el uniforme no se le adaptaba al cuerpo.

La expresión satisfecha del rostro del joven policía le hizo sentirse incómodo. Inconscientemente, le hizo reflexionar sobre su propia vida. De todos modos, lo hacía a intervalos regulares, pero le gustaba decidir por su cuenta cuándo.

Su primera sensación de espanto por el asesinato de Halldis se había atenuado. Gurvin estaba siendo objeto de más atención de lo que lo había sido en mucho tiempo. Tuvo que admitir para sus adentros que le gustaba. Pero conocía a Halldis. De repente se acordó de algo que ella solía decir cuando, de chico, él y sus amigos se presentaban en su casa para pedirle alguna cosa.

¡Sois demasiados! ¡Cuando yo era joven, solo sobrevivían los chiquillos más duros!

– ¿Qué te parece? -preguntó Gurvin prudentemente, al descubrir el paquete de tabaco de Skarre que sobresalía del bolsillo de su camisa-. ¿Nos atrevemos a infringir la ley antitabaco?

Skarre asintió con la cabeza y se sacó el paquete del bolsillo.

– Yo me crié con Halldis y Thorvald -empezó a decir Gurvin, inhalando el humo-. Nos dejaban coger frambuesas y ruibarbo detrás de la leñera. Y tampoco era tan vieja. Setenta y seis no son nada. Estaba en forma. Y Thorvald, también. Pero murió de un infarto hace siete años.

– ¿De modo que vivía sola?

Skarre sopló el humo hacia el techo.

– No tuvieron hijos. Su único familiar era una hermana más pequeña que vivía en Hammerfest.

– Has hecho un informe, ¿verdad? -preguntó Skarre-. ¿Puedo verlo?

Gurvin sacó una carpeta de plástico del cajón del escritorio y se la dio. Skarre leyó el informe minuciosamente.

– «Todavía no se sabe si falta algo de la vivienda.» ¿Habéis comprobado cajones y armarios?

– ¿Sabes? -dijo Gurvin-. La verdad es que Halldis tenía muchos objetos de plata…, cubertería y cosas así. Todo seguía allí, en un armario del salón. Y lo mismo algunas joyas que guardaba en el dormitorio.

– ¿Y dinero en efectivo?

– No sabemos si tenía.

– Pero, ¿habéis encontrado su bolso, por ejemplo?

– Estaba colgado de una percha en el dormitorio.

– ¿Y alguna cartera?

– No hemos encontrado ninguna cartera, es verdad.

– Algunos no buscan más que dinero en efectivo -señaló Skarre-. Como, por ejemplo, los que tienen problemas para vender los objetos de valor, los tipos que no tienen contactos. Puede que no fuera su intención matarla. Tal vez se viera sorprendido. Quizá la mujer estuviera fuera y él se metiera en la cocina a sus espaldas.

– Y entonces, inesperadamente, ella apareciera en la cocina, ¿es eso lo que quieres decir?

– Sí, por ejemplo. Tenemos que averiguar si se ha sustraído dinero en efectivo. ¿Ella misma se ocupaba de las compras y esas cosas?

– Iba a la ciudad muy de vez en cuando, siempre en taxi. Pero el tendero del lugar le subía la compra hasta la granja una vez por semana.

– Así que el tendero le entregaba la compra en casa. ¿Le pagaba al contado? ¿O iba anotándolo todo en un libro?

– No lo sé.

– Llámalo -dijo Skarre-. Tal vez sepa dónde guardaba Halldis el dinero, si es que ella le tenía suficiente confianza.

– Yo diría que sí -contestó Gurvin cogiendo el teléfono. Consiguió hablar con el tendero y estuvo murmurando un rato en el auricular-. Dice que Halldis solía tener una cartera en la panera, una panera de metal que hay en la encimera de la cocina. De hecho, yo abrí esa panera. Dentro no había más que medio pan. Me ha dicho que era roja, con un dibujo imitando piel de cocodrilo y un cierre de latón.

Skarre volvió a hojear el informe.

– Se dice que alguien llamado Errki Johrma fue visto cerca de la granja. Háblame de él. Y ese chico que lo vio, ¿es de fiar?

– Eso es discutible.

El agente sonrió al acordarse de Kannick.

– Pero si dice la verdad, se abren unas probabilidades vertiginosas. Errki estaba ingresado contra su voluntad en el psiquiátrico de Varden y ahora se ha fugado. Se ha criado aquí. En otras palabras: no sería extraño que volviera a este lugar y que ahora esté errando por estos bosques.

– ¿Pero sería capaz de matar a alguien?

– Errki no es del todo normal.

– Cuéntame algo más sobre él. ¿Quién es realmente?

– Un joven de tu edad. Nacido en Valtimo, Finlandia. Se crió con los padres y una hermana más pequeña. Siempre ha sido diferente. No sé qué diagnóstico le han dado, pero al menos da la impresión de ser totalmente inaccesible. Y lleva así muchos años.

– ¿Es peligroso?

– La verdad es que no lo sabemos. Se cuentan muchas historias sobre él, pero no creo que sean todas ciertas. Se ha convertido en una figura casi mítica, de las que se usan para asustar a los chicos cuando no quieren entrar en casa por las noches. Yo mismo me incluyo.

– Pero fue internado en contra de su voluntad. ¿No significa eso que es peligroso?

– Tal vez represente ante todo un peligro para sí mismo. Lo que pasa es que, cada vez que sucede algo malo en este lugar, se le echa la culpa a Errki. Así ha sido siempre, desde que era un chiquillo. Y aunque él no tenga la culpa, parece como si se las arreglara para que acaben echándosela. No me preguntes qué quiere conseguir con ello. Y además habla solo.

– ¿Entonces es psicótico?

– Estoy seguro. Y es típico de Errki deambular cerca de la granja de Halldis justo el día que la matan. Pero nunca se le ha podido relacionar directamente con nada. Flota en el aire como un mal augurio, como el pájaro negro que en los cuentos presagia la muerte. Perdóname mi falta de objetividad -suspiró Gurvin-. No hago sino intentar describirlo como la gente de este lugar lo describiría.

– ¿Cuánto tiempo lleva enfermo?

Skarre sacudió la ceniza del cigarrillo en la taza de café del agente.

– No lo sé exactamente, pero creo que siempre ha estado así. Siempre fue diferente, raro y huraño. No tenía amigos, ni creo que quisiera tenerlos. Su madre murió cuando él tenía ocho años, creo que fue cuando empezó todo. Tras la muerte, el padre se llevó a Errki y a la hermana de este a Estados Unidos. Estuvieron siete años en Nueva York. Corrían rumores de que Errki era el discípulo de un mago allí.

– ¿Un mago?

Skarre sonrió.

– ¿Quieres decir un prestidigitador?

– No sé muy bien. Más bien una especie de mago, creo. Y cuando volvieron a Noruega, empezaron a correr los rumores. Se decía que Errki podía hacer que ocurrieran cosas. Con la fuerza de la mente, ¿sabes?

– Madre mía -exclamó Skarre, sacudiendo la cabeza.

– Sí, tú ríete, pero conozco a gente más espabilada que tú y que yo, que cuenta cosas extrañas de Errki Johrma. Thorvald Horn, por ejemplo, contaba que su perro siempre agachaba las orejas y gruñía cuando Errki estaba cerca. O más bien un rato antes de que apareciera, como si el perro oliera al tío a distancia. Hablando de olores, ahora suele oler bastante mal, siempre va desaliñado y sucio. Se cuentan historias de caballos que se alejan corriendo al verlo aparecer por el camino. Se dice que los relojes se paran, las bombillas estallan y las puertas se cierran solas. Ese hombre es como una repentina e inesperada ráfaga de viento que hace que se levanten las hojas secas del suelo. Y luego, su mirada, como si procediera de un universo muy superior. Perdóname -dijo de pronto Gurvin-. No estoy hablando muy bien de él, pero resulta imposible encontrar algún atenuante. Es oscuro, terrible y feo en todos los sentidos.

– No podemos convertirle en asesino porque sea un hábil ilusionista al que le gustan los efectos especiales o porque padezca alguna enfermedad -dijo Skarre pensativo-. Nos pondremos en contacto con el hospital para hablar con el médico que lo trataba. Seguro que podrá contarnos muchas cosas. Sea como sea, tendremos que encontrar a ese tipo para saber lo que hizo allí arriba. ¿Eran poco claras las huellas dactilares de la azada?

– Había dos huellas insignificantes aparte de las de la propia Halldis. El mango de la azada era de fibra de vidrio y las huellas de ella eran muy nítidas. Él no pudo haber limpiado la azada sin haber eliminado también las de ella. Pero dentro de la casa encontramos muchas huellas dactilares. También había otras huellas en la sangre que había sobre la losa delante de la puerta, y en la entrada y en la cocina. Puede tratarse de unas zapatillas de deporte. El dibujo de la suela es muy claro, debería proporcionarnos bastante información. Los técnicos harán esbozos en blanco y negro. Pero como sabes, el asesinato ocurrió en la entrada. Halldis estaría de espaldas a la puerta, y él iría hacia ella desde dentro. Tal vez fuera la mujer la que llevara la azada en un principio, y él pudo arrebatársela. Lo lógico sería que hubiera dejado unas buenas huellas dactilares. Por otra parte, no entiendo por qué tuvo que matarla. Podría haberse limitado a quitarle el dinero y salir corriendo. Ella no lo hubiera alcanzado. Pero conozco a Halldis. Era terca. Apuesto a que se plantaría en la puerta y se negaría a moverse. Me la imagino -añadió en voz baja-. La Halldis rabiosa, llena de ira justificada.

– El hecho de que la matara puede significar que se trata de alguien a quien ella conocía, alguien a quien sin duda habría denunciado.

– Sí -contestó Gurvin pensativo-. Y ella sabía muy bien quién era Errki. Él acababa de fugarse del psiquiátrico, lo que significa que no tenía nada de dinero. Necesitaba dinero.

Skarre asintió con la cabeza.

– Pero el botín no habrá sido muy grande -prosiguió el agente Gurvin-. No creo que guardara mucho dinero en casa. Vivía sola.

– Sí, pero muy alejada de la gente. La idea de ser atracada a lo mejor no era su mayor miedo. ¿Había sufrido antes alguna agresión?

– No, y además era una mujer muy valiente. No me extrañaría que hubiera atacado al asesino con la azada.

– En ese caso, él podría estar herido.

– ¿Has visto las fotos del cadáver?

– Sí, un momento.

– No son muy bonitas, ¿verdad?

Por un instante, Skarre se sintió débil al pensar en el encargo que había recibido esa mañana.

– ¿Dónde vive el padre de Errki Johrma?

– Ha vuelto a Estados Unidos.

– ¿Y la hermana?

– También.

– ¿No tienen contacto?

– No. No porque ellos no quieran, sino porque Errki no quiere verlos.

– ¿Sabes por qué?

– Se siente superior a ellos.

– ¿Ah, sí?

– Se siente superior a todos. Vive en su propio mundo, tiene sus propias leyes. Y en ese universo reina él. No resulta fácil explicarlo. Tienes que verlo para entenderlo.

– Pero si está tan enfermo se sentirá muy desesperanzado.

– ¿Desesperanzado?

Gurvin saboreó la palabra, como si la idea jamás le hubiera pasado por la mente.

– En ese caso, lo disimula muy bien.

Skarre miró hacia fuera.

– Hemos ordenado su búsqueda. ¿Me subes hasta allí? Me gustaría ver la casa de Halldis.

Gurvin cogió la chaqueta del respaldo de la silla. Se detuvo un instante.

– Vamos en el Subaru -dijo en voz baja-. La subida hasta la granja de Halldis es muy empinada.


El bosque que rodeaba la granja parecía más espeso que de costumbre, como si los árboles se hubieran puesto rectos por respeto a la pérdida de la mujer que había conservado vivo todo aquello. Y, aunque nunca había cosas esparcidas, ni herramientas, ni carretillas, ni ropa al sol en el banco, el lugar parecía ahora completamente abandonado. Ya no respiraba. Bajo la ventana de la cocina, las flores agonizaban, en solo veinticuatro horas el sol abrasador las amenazaba de muerte. Habían fregado la losa de la puerta, pero todavía se veía una mancha oscura. Skarre miró hacia el bosque.

– ¿Qué estaba haciendo aquí ese chico?

– Matando cornejas con flechas y arco.

– ¿Le permiten hacerlo?

– Claro que no. Hace lo que quiere. Vive en la Colina de los Muchachos.

Lo último debería explicarlo todo. Skarre lo entendió.

– ¿Y él sabía quién era Errki?

– Sí. Errki es fácilmente reconocible. Ese chiquillo me da pena de verdad. Primero encuentra muerta a Halldis. Luego descubre a Errki entre los árboles. Llega a la comisaría con los pulmones a punto de reventar. Pensaría que él sería la siguiente víctima.

– ¿Errki se dio cuenta de que lo habían visto?

– El chico creía que sí.

– ¿Y no hizo nada para detenerlo?

– Al parecer, no. Desapareció entre los árboles.

– Entremos.

Gurvin se adelantó para abrir. Atravesaron la pequeña entrada y llegaron a la cocina. La imagen de Halldis Horn se estaba formando en la mente de Jacob Skarre al pisar el suelo de linóleo y ver esa cocina tan ordenada. Las cacerolas de cobre estaban relucientes, al igual que la vieja pila con un borde de goma verde y la nevera. El periódico del día anterior estaba doblado en el alféizar de la ventana. La estancia se veía limpia y recién fregada. Skarre levantó la tapa de la panera.

– ¿Dónde encontrasteis las huellas dactilares?

– En los pomos de las puertas y en el marco de la puerta de la cocina. Ninguna huella en la panera, salvo la de la propia Halldis. Si las huellas pertenecían al asesino, ¿por qué se veían tan débiles en la azada? ¿Y por qué no había ninguna en la panera? ¿Cómo pudo coger la cartera sin dejar huellas si tocó otras muchas cosas en la casa? No lo entiendo.

Skarre frunció el ceño.

– Pero alguien pasaría por aquí de vez en cuando, ¿no? Gente que también dejaría sus huellas dactilares.

– Casi nunca. Por cierto, encontramos una carta -señaló Gurvin- franqueada en Oslo esta misma semana. «Me pasaré por ahí un día de estos. Saludos de Kristoffer.»

– ¿Un pariente suyo?

– Aún no lo sabemos. Pero yo creo que la mató alguien que la conocía. La estadística está de mi parte. Le entraría pánico.

– Los seres humanos somos muy frágiles.

Skarre entró en el pequeño salón. Allí estaba la mecedora, con una manta de pelo. La levantó y la husmeó con cuidado, notó el olor a jabón y alcanfor. Un pelo le hizo cosquillas en la nariz. Lo cogió con dos dedos. Medía tal vez medio metro y era del color de la plata.

– ¿Tenía el pelo tan largo? -se extrañó.

Gurvin hizo un gesto afirmativo.

– De joven era una belleza. Los chicos no lo entendíamos, simplemente nos parecía gorda y maravillosa. Allí puedes verla en la foto de la boda.

Skarre se acercó. Ver a Halldis Horn de novia podía dejar sin aliento a cualquiera.

– Ese vestido está hecho de seda de paracaídas -dijo Gurvin-. Y el velo es una vieja cortina de hilo inglés. Ella nos lo contaba. Y nosotros escuchábamos cortésmente, como hacen los niños, pues algo teníamos que hacer a cambio de frambuesas y ruibarbo.

Se giró de repente y volvió a la cocina.

– ¿Dónde está el dormitorio? -gritó Skarre.

– Detrás de esa cortina verde.

La descorrió hacia un lado. La habitación era pequeña y estrecha, y la cama, alta. El lado donde había dormido Thorvald estaba intacto. Desde la ventana del dormitorio se veía el bosque y un extremo de la leñera. Un verso enmarcado colgaba encima de la cama:


Lo habían visto entre los halcones.

Llegó del sur, ardiente.

Sacadlo todo, no dejéis nada atrás.

Pues incluso por aquel mosquito

que escondiste en una grieta

te pedirá cuentas.


Debajo, alguien, tal vez la propia Halldis, había escrito el siguiente comentario con tinta azul: ¡Qué cosa tan horrenda!

Una sonrisa se dibujó en el rostro de Skarre. Luego descubrió que el agente estaba fuera. Fue hacia él y se puso a buscar por la hierba, esperando alguna que otra revelación, algo que los demás pudieran haber ignorado: una colilla, una cerilla, cualquier cosa. Volvió a mirar hacia la casa. Justo debajo de la ventana de la cocina, las tablas de madera presentaban un desperfecto ya reparado y, sin embargo, aún visible.

– Es del día en que Thorvald murió -explicó Gurvin señalando con la mano.

– Halldis se encontraba en la cocina. Thorvald estaba sentado en el tractor. Ella le hizo una seña con la mano, indicándole que la comida estaría enseguida. Le pareció que su marido iba a más velocidad que de costumbre, como si de repente se hubiera vuelto juguetón en su vejez y quisiera presumir un poco. El tractor rodaba con un enorme rugido. Al instante, chocó contra la pared. Halldis se encontraba junto a la ventana, mirando la cabina. Vio que Thorvald estaba caído sobre el volante. Había muerto instantáneamente.

Skarre volvió a mirar hacia el bosque.

– ¿Por dónde te parece que debemos buscar a Errki?

Gurvin cerró los ojos hacia el sol.

– Estará vagando por ahí, durmiendo en cualquier sitio. No ha ido al piso, al menos no hasta ahora. Tal vez esté todavía en el bosque.

– ¿Y por aquí arriba no hay más que bosque deshabitado?

– Más o menos. Un bosque deshabitado de cuatrocientos treinta kilómetros cuadrados. Al otro lado de la colina hay algunas casas de verano. Y además, están los cimientos de antiguos asentamientos finlandeses. Sobre algunos se han levantado granjas de verano. Los cazadores las emplean a menudo en otoño, y los que vienen a coger frutas del bosque descansan y comen sus bocadillos allí. Errki es un buen senderista. El problema es que resultaría bastante desesperado lanzarse al bosque y empezar a buscar al tuntún. Tal vez esté escondido en el sótano del hospital, o puede que haya hecho autostop y vaya camino de Suecia o de vuelta a Finlandia. Es de esas personas que siempre están en camino.

– Si es tan especial como dices, ¿no sería muy fácil de encontrar?

– No creo que sea tan fácil. Ese hombre merodea por todas partes. De repente está ahí, sin que nadie lo haya oído llegar.

– Tenemos unos perros muy bien adiestrados -dijo Skarre optimista.

– ¿Sabes si está tomando algún medicamento?

– Pregúntalo en el hospital. ¿Por qué quieres saberlo?

Skarre se encogió de hombros.

– Simplemente me pregunto qué puede pasar si de repente deja de tomarlo.

– Tal vez las voces interiores lo dominen.

– Supongo que todos tenemos alguna voz interior -afirmó Skarre sonriente.

– Sí, sí, ya lo creo -asintió Gurvin-. Pero no nos dan órdenes sin parar.


Gurvin, al bajar por el bosque, conducía el coche con cuidado. De las huellas que dejaba subía una nube de polvo.

– Donde aparece Errki, siempre sucede algo horrible -dijo con voz tensa-. Su madre murió cuando él tenía ocho años, ¿te lo dije?

Skarre asintió con la cabeza.

– Se cayó por una escalera y se mató. Errki se culpó de ello.

– ¿Se autoinculpó?

– Asustaba con eso a los demás niños. Estaban aterrados y lo esquivaban. Creo que era lo que pretendía.

Unos años más tarde, se encontró el cadáver de un campesino mayor junto a la iglesia. Oficialmente se dijo que se había caído de una escalera de tijera, pero se vio a Errki alejarse corriendo del lugar de los hechos. Así que, como comprenderás, tenga o no algo que ver con el asesinato de Halldis, este pueblo ya se ha formado una opinión. Y si me preguntas, me inclino a pensar lo mismo. ¡Mira a tu alrededor! Este es un lugar muy solitario. Nadie viene hasta aquí sin conocerlo de antemano. Errki lo conoce, se crió aquí.

– Y, sin embargo, es un hecho -señaló Skarre, esforzándose por no parecer pedante- que el mito sobre los pacientes psiquiátricos y su tendencia a la violencia es muy exagerado. Se trata de prejuicios, miedo e ignorancia. Tendrás que mantenerte sereno, tú que estás en medio de todo esto, y que lo conoces y conocías a Halldis. En cuanto los periódicos se enteren, lo presentarán como un monstruo.

Gurvin lo miró.

– Ese es el problema. Como siempre está solo, esquivando a la gente, y casi nunca habla con nadie, no sabemos realmente quién es. O qué es.

– Un enfermo -afirmó Skarre.

– Eso dicen. Pero no lo entiendo bien -dijo Gurvin sacudiendo la cabeza-. No entiendo cómo unas voces extrañas puedan invadir la cabeza de un hombre y conseguir que haga cosas de las que luego no se acuerde.

– No sabemos si lo ha hecho él.

– Tenemos huellas dactilares y de pisadas. Puede estar loco y olvidar en un instante, pero no puede escapar a las pruebas técnicas. Esta vez tenemos pruebas técnicas.

– Parece como si quisieras verlo inculpado.

La voz de Skarre sonó inocente. Gurvin no lo caló.

– Estaría bien. Estuvo muy bien para todos cuando por fin pudieron internarlo por el artículo cinco. Por fin sabíamos dónde lo teníamos. Ahora anda otra vez por ahí fuera hablando solo. Dios me ampare, al menos mis hijos tendrán que llegar a casa pronto por las noches mientras él ande suelto.

– Tal vez Errki tenga más miedo que tus hijos -dijo Skarre en voz baja.

Gurvin apretó los labios y aceleró.

– Tú no eres de aquí. No lo conoces.

– No -sonrió Skarre-. Pero admito que has despertado mi curiosidad.

– Está bien que tengas el don de creer en los seres humanos -dijo Gurvin-. Pero no debes olvidar que Halldis está muerta. Alguien tiene que haberlo hecho. Alguien estuvo allí, levantó la azada y se la clavó en el ojo. Sea Errki u otra persona, me parece una barbaridad que esa persona tenga derecho a una defensa por un acto que no se puede defender en absoluto.

– El acto no puede defenderse. Solo al ser humano que está detrás -corrigió Skarre-. Y no sabemos nada de por qué murió. ¿Puedo fumar en el coche?

Gurvin asintió y se puso a buscar sus propios cigarrillos.

– ¿Cómo es tu jefe? Háblame de él.

Skarre sonrió, una reacción inmediata cuando alguien mencionaba a Konrad Sejer.

– Severo y gris. Un poco autoritario. Introvertido. Muy competente. Afilado como un hacha. Minucioso, paciente, fiable y resistente. Siente debilidad por los niños y por las señoras mayores.

– ¿Y no por las del medio?

– Es viudo -contestó Skarre mirando por la ventanilla-. Se ha olvidado de que la única promesa que hizo fue la de estar con ella hasta que la muerte los separara. Cree que significa hasta que él muera también.


Sejer miró con atención la pantalla gris.

El local del banco. Los mostradores. Las ventanas que daban a la plaza y por las que entraba la luz oblicuamente, haciendo borrosa la imagen. Lo tenía todo visto, de principio a fin. Pero la grabación era mala. Resultaba difícil identificar a alguien. El coche ya estaba lejos. Habían cerrado todas las salidas, pero no había aparecido ningún coche blanco. Tal vez estuviera aparcado ya hacía tiempo, tal vez el atracador hubiera cruzado por alguno de los puentes y continuado hacia el sur, y luego se hubiera escondido él y hubiera ocultado el coche en el centro. En su interior contaba con que el atracador hubiera soltado a la rehén, pero no podía estar seguro. Se echó hacia atrás en el sillón y estiró sus largas piernas. Se había aflojado el nudo de la corbata y remangado la camisa, que estaba ya arrugada. La cajera, el director del banco y una serie de testigos que se encontraban fuera del banco cuando salió disparado el atracador, habían sido interrogados uno por uno. Él mismo había tomado notas sobre lo que había visto. Había dado a todo cien vueltas en la cabeza, con el fin de encontrar el máximo número de detalles. El dibujante de la policía había escuchado con gran atención y había hecho un buen dibujo. Incluso Sejer lo había aprobado, encontrando un parecido sorprendente. Al menos al principio. Luego empezó a dudar. Se enderezó en el sillón cuando alguien llamó a la puerta. Skarre entró con Gurvin.

El agente Gurvin miró con gran interés a Sejer.

– Me han dicho que tienes un problema de rehén.

Jugueteó con sus gafas de sol y se sentó en una silla. Los papeles estaban cambiados. Él se encontraba de visita en la comisaría donde estaban los tíos importantes con todo su equipo moderno.

– Estoy mirando esta película -dijo Sejer con voz sombría-. La calidad es malísima.

– ¿Podemos verla? -preguntó Skarre.

– Claro que sí. Que se pongan gafas los que las usan.

Volvió a poner la cinta y se dispuso a esperar la exclamación. Se veían los mostradores. Primero apareció la joven en la entrada que daba a la plaza. Miró insegura a su alrededor y se acercó a los folletos. No transcurrieron ni quince segundos hasta que apareció el atracador. Se detuvo casi en seco al descubrir a la cliente que había llegado antes que él. Cogió un impreso y empezó a rellenarlo. Luego se abrió la puerta por tercera vez y con ello llegó la exclamación que estaba esperando.

– ¡Pero qué veo! -gritó Skarre-. ¿No eres tú, Konrad?

Miró sorprendido a su jefe. Sejer había decidido tomárselo con mucha calma. Se echó a reír. Gurvin los miró sorprendido.

– Ya lo creo que soy yo. Me encontraba en la calle peatonal, camino del trabajo, cuando se me metió en la cabeza la idea de que un hombre que venía en dirección contraria parecía sospechosamente un atracador de banco. De modo que me di la vuelta para observarlo. Lo vi meterse en el banco, y lo seguí.

– ¿Y…?

– Como ves en el vídeo, eché un vistazo al local por dentro, vi a la joven, comprobé que todo estaba tranquilo y volví a salir.

Los miró resignado.

– Simplemente me marché.

La risa de Skarre sonó como cascabeles. En ese momento, Gurvin sintió en lo más profundo de su alma la falta de sus compañeros.

– En cuanto salí del banco, el tío dio el golpe. Mirad esto.

Vieron cómo el atracador cruzaba el local y cogía a la rehén. Un instante después se oyó el tiro. Gurvin se quedó sin aliento. Pestañeó varias veces y los miró, incrédulo.

– Tenemos que encontrar a esa chica -dijo Sejer-. Si no logramos liberarla, podría ponerse de moda el tomar rehenes. Es de lo peor que puede suceder. Y como esta cinta es tan mala, resulta casi imposible identificarla si alguien nos notifica su desaparición en el transcurso del día. Y, sin embargo… -rebobinó y volvió a pasar la cinta una vez más-, hay algo que no me cuadra.

– ¿El qué? -preguntó Skarre.

– Su reacción. O mejor dicho, su falta de reacción. No grita, no mueve los brazos. Parece como si estuviera en una especie de trance. O, por decirlo con otras palabras, no se sorprende. Como si el atraco fuera algo que estuviera esperando. Tal vez lo hubieran planeado juntos.

Skarre lo miró extrañado.

– ¿Y si fuera un plan acordado entre los dos? ¿Y si ella fuera su novia?

– Dudo que sea su novia -murmuró Gurvin con voz poco clara mientras miraba fijamente la pantalla oscilante.

– Ese rehén es un hombre. Y su nombre es Errki Johrma.


De repente descubrió la verdad. Fue como un mazazo. ¡Se había llevado a un loco!

Conducía a la velocidad a la que se podía ir sin llamar la atención y controlaba en todo momento el tráfico por el espejo retrovisor. Su pulso seguía muy acelerado, su cuerpo tenso y solo renovaba el aire de la parte superior de los pulmones. Eso le hacía sentirse mareado. Miró de reojo al hombre que estaba a su lado.

– Vuelvo a preguntarte. ¿Qué hacías en el banco tan temprano?

Errki oyó sonar los tambores. Tocaron un redoble rugiente muy desacompasado. No contestó. Abrió y cerró las manos, y se puso a mirar el suelo del coche como si estuviera buscando algo. Las palabras desaparecieron con el ruido de los tambores. No moverse, no decir nada. Se meció un poco en el asiento y cerró los ojos.

– ¡He dicho que qué coño hacías en el banco tan temprano!

Ahora Errki oyó la voz colérica. El tío tenía miedo. Se fijó bien en ese punto y empezó a formular una respuesta en la mente. Néstor escuchó sus pensamientos, tenía que aprobar la respuesta antes de que él la soltara. Por eso tardaba. Néstor era muy minucioso. Néstor era…

– ¿Estás sordo, tío?

¿Estoy sordo?, pensó Errki. Esta era una nueva pregunta que requería una nueva respuesta. Dejó la primera de lado y se puso a trabajar con la segunda. Néstor seguía escuchando. El Abrigo seguía callado. No, pensó, oigo bien. Oigo el pulso latiendo en sus venas, porque en este momento la presión es demasiado grande, y él está gastando muchísima energía en algo tan sencillo como entrar en contacto conmigo. ¿Pero querrá una respuesta que no esté bien meditada? ¿No es mostrarle respeto el tomarse el tiempo necesario para pensar en la respuesta? Por otro lado, ¿se merece ese respeto? ¿O ningún respeto en absoluto?

Sacarle dinero a la fuerza a una joven no era ninguna proeza, al menos eso pensaba Errki. Además, iba armado. Pero era obvio que el hombre estaba satisfecho con su hazaña. Le presionaba tanto que sus mejillas le abultaban mucho. Ahora necesitaba aliviar la presión.

– ¿Vas a contestarme o qué?

La voz, un buen tenor, era destruida por los tambores que mezclaban las palabras del hombre y le daban un matiz chirriante. Una pena, pensó Errki. Los hombres se preocupaban por otras cosas y no por sus voces: los músculos, el peinado, llevar la marca correcta de vaqueros, cosas miserables. Errki descubrió que era capaz de llevar a un hombre adulto al borde de la locura sin tener que esforzarse nada, simplemente manteniéndose callado. Resulta difícil para la gente no recibir respuestas. No saber quién eres, qué eres. Errki seguía callado.

A su lado, el atracador respiraba con dificultad. Tenía el pelo mojado de tanto esfuerzo. Miró por el espejo, frenó, se salió a la cuneta y se detuvo. El motor seguía en marcha. Echó un rápido vistazo a Errki y resopló entre dientes:

– Tengo que quitarme algo de ropa. ¡No intentes escaparte!

Errki no tenía intención de escaparse. El revólver le molestaba. Lo notaba como un rayo picante contra el cuerpo. Pero en ese momento, el atracador dejó el arma en el salpicadero, sobre el volante. Tuvo que hacer grandes esfuerzos para quitarse con los guantes puestos el jersey y luego los pantalones de pana. El coche era pequeño, no resultaba fácil. Suspiraba y maldecía, sobre todo al quitarse los pantalones. Por fin lo logró, sudaba más que nunca. Se dejó puesto algo que debía de ser una especie de ropa de camuflaje, pensó Errki. Néstor se reía por lo bajo desde el Sótano. Debajo de los pantalones de pana llevaba un pantalón corto de colores chillones, con dibujos de frutas y palmeras. Y una camiseta azul con Donald escrito sobre el pecho. De repente se inclinó por encima de Errki y abrió la guantera. Encontró un par de gafas de sol que se colocó sobre la nariz. El atuendo era perfecto. Errki no podía dejar de mirarlo. Ese hombre fuerte tenía un aspecto curioso con el pantalón corto rojo. Luchó por controlar la voz.

– ¡De esto no tienes ni idea, así que puedes callarte! ¡Cállate hasta que te hablen!

Errki no había dicho ni una sola palabra y, a pesar de la chaqueta de cuero y el pantalón negro, no estaba sudando. Se esforzaba por mantenerse sentado sin moverse. Cuando estaba inmóvil, era casi invisible.

– ¡Joder, cómo apestas!

El atracador resopló por los orificios de la nariz para mostrar su repugnancia y abrió la ventanilla aún más. Errki se preguntó si el hombre deseaba una respuesta a esa exclamación, o si simplemente estaba vomitando un poco de mierda. Por si acaso, siguió callado. Además, Néstor estaba cantando en voz baja una canción religiosa muy bonita, y ahora que por fin estaba de buen humor, más valía disfrutarlo. No pensó mucho en adónde se dirigían o qué pasaría más adelante. Empleó todas sus fuerzas en encerrarse en sí mismo, dejando fuera todo lo demás: ese hombre, ese momento, ese revólver. Pero era incapaz de dejar quietas las manos. Se abrían y cerraban una y otra vez, cada vez más deprisa.

– ¡Estate quieto con las manos! -gritó el atracador alterado-. Parece enfermizo. ¡Joder, me estás volviendo loco!

Errki comenzó a mecerse en lugar de abrir y cerrar las manos. Allí, en el coche, resultaba imposible hacerse invisible pues llevaba en el asiento de al lado una tormenta que no se calmaría pronto. Intentó darse la vuelta para no verlo y se puso a mirar por la ventanilla. Los tambores le cansaban los oídos. Agitó levemente una mano para hacerle callar.

– A lo mejor no te interesa el dinero -dijo el atracador, ya un poco más calmado-. ¿Acaso no entiendes para qué es?

Errki escuchaba. El otro había bajado la voz. Parecía haber vuelto a la realidad, pues esa pregunta conllevaba algo de curiosidad. Interesarle el dinero. Pues sí, en cierto modo. Pero ya tenía unas cuantas coronas en el bolsillo. La respuesta era a la vez que sí y que no. ¿Debería contestar a eso?

– Me parece que te has escapado de alguna institución. Es duro tener que seguir el juego. Muchos se fugan. Y luego vuelven con el rabo entre las piernas. ¿Y tú? ¿Eres uno de ellos?

Eres uno de ellos. La pregunta era casi conmovedora en todo su interés disimulado para averiguar quién era él. Errki volvió a cerrar los ojos. La ciudad iba desapareciendo lentamente tras ellos. Malas intenciones o ninguna. Descubrió que era incapaz de saber en qué casilla colocar a ese hombre. Guisantes, carne y tocino, pensó; sangre, sudor y lágrimas. Resultaba inquietante.

El camino se empinaba. Más adelante, en lo más alto de una elevación del terreno, a la izquierda, había una especie de mirador. Lo reconoció, conocía bien esos parajes. Era esta una de las muchas carreteras por las que había andado durante años. Primero tuvieron que atravesar un túnel, y una repentina oscuridad se posó sobre el vehículo. El conductor se puso nervioso, como si temiera un ataque súbito. Iba conduciendo con el revólver en la mano derecha. De pronto se quitó violentamente las gafas de sol al darse cuenta de la oscuridad. Y enseguida volvieron a salir a la luz. Errki parpadeó varias veces. Solo quedaba un kilómetro hasta la barrera. El hombre tendría que pararse a pagar el peaje o forzar la barrera. En realidad, no era más que un palo de madera, pintado de rojo y blanco. Al parecer, el conductor había pensado lo mismo. Empezó a reducir la velocidad.

– ¡No intentes hacer ninguna tontería! -gruñó.

Errki ni soñaba con hacer alguna tontería. Solo intentaba estarse muy quieto, hacerse invisible, pero su cuerpo, incapaz de obedecer, vivía de alguna forma su propia vida.

El conductor frenó. Había tomado una decisión. Giró de repente a la izquierda y emprendió la subida hacia el mirador. Errki no estaba seguro de lo que haría el otro cuando llegaran arriba, pero todo estaba tranquilo. Aún era temprano y seguro que no habría ni un alma allí. El atracador apretó con fuerza el revólver y se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano. El coche iba levantando polvo y arena conforme subía por la ladera. La carretera principal quedaba ya lejos, y los coches que circulaban por ella parecían juguetes de colores alegres allí abajo. Dio un último giro cerrado y acercó el coche a la barandilla. Desde allí podían ver la barrera de la carretera. Y la vieron los dos al mismo tiempo. Dos coches de policía estaban aparcados justo antes de la caseta de peaje. Se oyó un respingo y, a continuación, una especie de resoplido al soltar el atracador el aire por entre los dientes apretados. Dio marcha atrás y se alejó de la barandilla. Volvió a parar. El atracador se puso a dar golpes en el volante con el revólver. Errki podía escuchar el caos que reinaba en la cabeza del otro. Se estaba inflando, el sudor estaba a punto de saltarle de la frente, y el corazón trabajaba al límite de lo que era capaz de aguantar. Un minúsculo corte en la arteria carótida en ese momento, y la sangre saldría como un rayo rojo que llegaría hasta la barrera.

– Vale, compañero. ¿Qué sugieres tú?

Compañero. Era una petición miserable. El pobre estaba desconcertado, resultaba inaguantable. Errki quería escapar. Volvió con cuidado la cabeza y miró hacia el bosque. Algo parecido a un camino forestal serpenteaba hacia su interior. Se movió rápida y casi imperceptiblemente, pero el atracador se dio cuenta. También él miró. Giró el coche y volvió a cruzar la plazuela. Al principio, el camino era lo bastante ancho para un coche durante unos quince o veinte metros, luego se estrechaba hasta convertirse en un sendero. Cuando se paró, el coche ya no era visible desde el mirador, sino que quedaba oculto por el espeso follaje. Se volvió y cogió la bolsa del asiento de atrás.

– Vamos a dar un paseo.

Errki se quedó sentado. El atracador abrió, dio la vuelta al coche y agitó el arma.

– Tú primero. El camino está seco y sin problemas. Yo puedo esperar aquí dentro hasta que se haga de noche. Esos coches de policía no se quedarán ahí mucho rato, no tienen gente suficiente para eso. ¡Venga ya! ¡Deprisa!

No moverse, no decir nada. Desde lejos oyó que el Abrigo se había despertado y empezaba a agitarse. Néstor le estaba poniendo al día de los últimos detalles. Sus risas rugían dentro de él con tanta fuerza que su cuerpo vibraba. Se puso una mano sobre el pecho para atenuar la presión.

– ¿Qué te pasa? No hace falta que te hagas el enfermo. A mí no me engañas. ¡Sal ya, joder!

Errki salió con dificultad. El atracador fue hasta la parte de atrás del coche, abrió el portaequipajes y miró dentro. En un instante de locura, Errki temió que lo encerrara en ese minúsculo espacio donde no podría moverse ni ver nada. Pero el atracador removió lo que había dentro y sacó algo, una especie de paquete de plástico. Lo abrió y extrajo una lona. Miró el follaje verde. La lona también era verde. Luego miró a Errki.

– Pon esto sobre el coche. Hay que fijarla por abajo con unos ganchos. Así el coche será casi invisible. Cuanto más tiempo tarden en encontrarlo, mejor.

Le puso la lona en los brazos y Errki se quedó con la tela verde en las manos. La lona, que era de nailon, fina, lisa y difícil de manejar, se le escapó y cayó al suelo.

– Venga. Primero tienes que abrirla bien, y luego la colocas sobre el coche.

Errki dejó la tela verde en el suelo y empezó a desdoblar las esquinas, en las que había una pequeña correa con un gancho de metal. Luego la levantó de un lado e intentó colocarla sobre el capó. Volvió a caérsele. Nunca había tenido entre las manos una cosa tan asquerosa como esa tela verde y lisa, era repugnante.

– ¡Eres un inútil, joder!

Errki lo intentó de nuevo. Notaba la culata del revólver como un pinchazo en el costado. Por fin logró que se quedara quieta sobre el techo, pero en el momento de intentar ajustarla por los lados, la lona volvió a caer al suelo. El atracador gruñía y sudaba ante tanta torpeza. Se metió el revólver en la tirilla del pantalón, arrebató la lona violentamente a Errki y la colocó en cuestión de segundos. Luego volvió a coger el arma.

– A ti hay que devolverte cuanto antes al manicomio, tío. ¿Eres capaz de vestirte solo o qué? ¿O andas siempre con la ropa puesta? Eso parece. Venga ya, vamos otra vez de paseo.

Por fin, Errki pudo andar. En eso era bueno, podía andar durante horas. Seguía un ritmo que le calmaba, contoneándose y meciéndose ladera arriba. Detrás iba el atracador, con el revólver apuntando y la bolsa al hombro. La bolsa con el dinero. El sendero se iba estrechando, el bosque se cerraba silenciosamente en torno a ellos, solo les llegaba un pequeño rayo de luz a través de tanta hoja. El atracador se relajó. Se sentía más seguro lejos de la gente. Nadie podía verlos allí. Debería haber pensado en ello antes. No buscarían en el bosque, se limitarían a controlar las carreteras y los coches.

Y había cumplido con su promesa. Tenía el dinero.

Errki daba pasos largos, y el atracador lo seguía sin aliento. Hacía calor y la bolsa pesaba. Dentro había un transistor, una botella de whisky para celebrarlo, una caja de munición y el dinero.

– Relájate ya, nadie nos persigue.

Pero Errki seguía andando. Oía cómo al otro le costaba seguirlo. Respiraba con dificultad al cabo de solo unos cientos de metros. La subida era pronunciada y el terreno bastante difícil.

– ¡Oye, tú! ¡Yo soy el jefe!

Tres tambores tocaron muy desacompasados. Errki oyó a Néstor escupir una flema, lo que sería su comentario a lo que el atracador acababa de decir. Siguió andando, sin aflojar el paso. Errki solo tenía una velocidad, o andaba, o estaba tumbado descansando. Y, sin embargo, avanzaban con más lentitud porque el sendero era cada vez más empinado. Desde arriba podrían ver la carretera nacional y comprobar si la policía seguía allí. Echaba el cuerpo delgado hacia los lados al andar, el otro hombre andaba como a sacudidas. Tenía más músculos que Errki, pero menos resistencia. Poco a poco, también el atracador fue cogiendo un ritmo. Además, los músculos se le habían calentado. Y llevaba una bolsa llena de dinero. Tuvo un acceso de euforia y decidió compartir su alegría con el loco. Carraspeó ruidosamente.

– ¿Cómo te llamas? -gritó.

La voz era casi amable. La pregunta dejó en el aire un toque débil, como si la piel del tambor se hubiera aflojado. Errki callaba y seguía andando. La pregunta parecía inocente, pero nunca podía saberse. Néstor estaba en cuclillas, mirándole desde la penumbra. El fuego de sus ojos ardía con una llama azul baja.

– ¡Al menos puedes contestarme a eso! ¿No? -prosiguió el hombre a sus espaldas ofendido-. Si no contestas, creeré de verdad que eres mudo o algo por el estilo. ¿O es que eres extranjero? Tienes pinta de ser extranjero. Gitano, por ejemplo. ¡Contéstame, coño!

Errki giró a la izquierda para evitar un enorme álamo blanco que estaba tirado sobre el sendero. Se abrió camino entre los matorrales, apartando ramas y hojas con sus flacos brazos. El hombre que le seguía debía hacer aún más esfuerzos pues tenía que sostener la bolsa con una mano, y el revólver con la otra. Ni por un instante pensó en meter los brazos por las asas y llevar la bolsa como si fuera una mochila. Estaban de nuevo en el sendero y podían ver cómo el bosque se aclaraba más arriba.

– Ya que eres tan parco en palabras, coño, yo seré algo más generoso.

Errki oyó cómo el atracador se paraba detrás de él.

– Me llamo Morgan.

Errki escuchó. Dijo Morgan con consonantes agudas, como si ese nombre fuera algo que había deseado tener desde hacía tiempo. Seguro que no se llamaba así. Néstor se rió por lo bajo. Sonaba como cuando alguien echa un vino caro en una copa con gran devoción. Podrías decir lo que quisieras de Néstor, pero tenía estilo. Errki continuó andando incansablemente y oyó al otro, al que quería llamarse Morgan, gritar tras él.

– Hagamos un pequeño descanso. ¡No tenemos prisa!

Sigue andando. No usará el revólver.

Errki se volvió. Morgan lo miró a la cara y pensó en un trozo de granito. No sonreía, no temblaba, tenía una expresión completamente inanimada. Ni siquiera parpadeaba. Se le extendió por dentro una fuerte sensación de malestar. Ese cabrón que andaba como una máquina era una piedra dura. ¿Quién coño era?

– Párate arriba en la pequeña colina. Vamos a descansar un poco.

Haz lo que te digo. Enfermedad, muerte y miseria.

Néstor susurraba entre los finos labios. Errki obedeció. Puso rumbo hacia una pequeña colina gris, a unos veinte o treinta metros de distancia.

Morgan estaba agotado. No tenía el control total que creía que le daría el arma. Tuvo que soltar algo de veneno.

– Perdona que te lo diga. ¡Pero joder, andas como una mujer!

Errki se detuvo en seco. Un pensamiento le llegó a la cabeza.

No provoques al cocodrilo hasta que hayas cruzado el río.


Sejer miró como paralizado a Gurvin.

– ¿Puedes repetir eso?

– Puedo, pero has oído bien.

– ¿Estás diciendo que el rehén es el paciente fugado del hospital psiquiátrico de Varden, el mismo al que estamos buscando por el asesinato de Halldis Horn?

Gurvin hizo un gesto con las manos.

– Estoy seguro. El atracador se habrá llevado un buen susto.

Sejer tuvo que mirar por la ventana para asegurarse de que el paisaje seguía como siempre. ¿Cuál era entonces la situación? Miró a Gurvin.

– ¿Y es peligroso?

– No sabemos con seguridad.

– ¿Cuándo se fugó exactamente?

– Antes de ayer por la noche. A través de una ventana.

Sejer volvió a poner en marcha el vídeo y lo paró en la imagen bien enfocada del rehén.

– Creía que era una chica -murmuró.

– Es comprensible -dijo Gurvin-. Es por la manera como sostiene la cabeza, por su forma de andar y por el pelo largo.

– ¿Lleva mucho tiempo enfermo?

– Desde que puedo recordar.

– ¿Esquizofrenia?

– Seguramente.

Sejer se levantó y dio unos pasos para digerir la información.

– Pues sí, en ese caso el atracador se habrá llevado una sorpresa. De modo que buscamos a dos hombres, el uno, un enfermo mental grave y tal vez asesino, y el otro, un atracador desesperado y armado. Vaya pareja. Tal vez acaben juntos.

– Nadie se junta con Errki.

Sejer lo miró con gesto grave.

– ¿El psiquiátrico de Varden? ¿Has hablado con su médico?

– Con una enfermera, que confirmó que se había escapado.

– Y ese chiquillo que lo encontró, el que lo vio en el lugar de los hechos, ¿es de fiar?

– Probablemente no. Vive en la Colina de los Muchachos. Pero en lo que se refiere a esto, estoy bastante seguro. Admito que dudé cuando vino a verme a la oficina. Daba la impresión de ser algo maniático. Pero lo que dijo resultó ser verdad. En cuanto a Errki, no hay ninguna duda. Y el chico sabe muy bien quién es Errki.

– ¿Qué hacía en el banco tan temprano? ¿Fue a que le pagaran la pensión de invalidez?

– Ni idea. Puedes contar con que el atracador le ha hecho la misma pregunta y seguramente no ha recibido ninguna respuesta sensata. Me gustaría saber lo que están haciendo esos dos en este momento. No me alcanza la imaginación -dijo Gurvin con cara seria.

– Si es que siguen juntos. Tal vez haya soltado a Johrma de puro susto.

– No me extrañaría.

– Y claro, si eso fuera cierto, no vendría aquí a entregarse. ¿Cómo demonios debemos afrontar este caso?

Abrió una carpeta que había sobre la mesa, y leyó en voz alta:

– Un Renault Megane blanco nuevo fue robado en Frydenlund esta madrugada. Esos dos se marcharon en un coche parecido, puede que sea este. Tal vez hayan cambiado de coche. Puede que haya soltado a Johrma. Ojalá sea así.

Los otros dos estaban callados. Un atracador podía ser muchas cosas, rara vez eran peligrosos, pero nunca podía saberse.

– ¿A Johrma se le puede interrogar?

Gurvin se encogió de hombros.

– Supongo que sí, con un médico presente. Pero dudo que conteste a nuestras preguntas. Al menos, respuestas que podamos comprender. Y si realmente lo hizo, no creo que sea condenado por ello.

– Supongo que no.

Sejer se frotó con fuerza los ojos y volvió a abrirlos.

– ¿Estaba ingresado contra su voluntad?

– Sí.

– O sea, que representa un peligro para los demás.

– No sé mucho sobre eso. Puede que sobre todo sea un peligro para sí mismo.

– ¿Intento de suicidio?

– Ni idea. Tendrás que hablar con su médico. Lleva varios meses en ese hospital y supongo que le habrán encontrado algo. Aunque dudo mucho que se pueda sacar algo en limpio de un tío así. Me da la impresión de que es un caso crónico. Ya era diferente de pequeño.

– ¿Los padres viven?

– El padre y la hermana. En Estados Unidos.

– ¿Errki tiene una casa propia?


– Un piso para pensionistas por invalidez. Ya lo hemos investigado. Me he puesto en contacto con uno de los vecinos, que prometió avisarnos si Errki aparece. Pero, por ahora, no ha ido por allí.

– ¿Es finlandés?

– Lo es su padre. Errki nació y se crió en Valtimo. Vinieron a Noruega cuando Errki tenía cuatro años.

– ¿Ha estado metido en temas de droga?

– No, que yo sepa.

– ¿Físicamente fuerte?

– En absoluto. Sus fuerzas están en otra parte -contestó Gurvin, llevándose el dedo a la frente.

Skarre miró con atención la pantalla, intentando captar los ojos bajo el pelo negro, pero todo fue en vano.

– De alguna manera lo entiendo mejor ahora, viendo el vídeo -dijo-. Su comportamiento no es el de una persona que acaba de ser atracada en un banco y tomada como rehén. No opone ninguna resistencia. No dice ni una palabra. ¿Qué crees tú que pasa por su cabeza?

Skarre miró a Gurvin y señaló la pantalla.

– Está escuchando algo.

– ¿Voces interiores?

– Eso parece. Yo lo he visto varias veces andar moviendo la cabeza, como si estuviera escuchando un diálogo interior.

– ¿Pero nunca habla?

– Rara vez. Habla de una manera extraña, solemne. La gente no suele entender lo que dice. Y ese tipo desesperado con pasamontañas, seguro que tampoco lo ha entendido si es que han intercambiado alguna palabra, cosa que no sabemos.

– ¿Conoce bien esta región?

– Muy bien. Siempre anda vagando por los caminos y carreteras. Alguna vez hace autostop, pero poca gente se atreve a parar. Le gusta viajar de acá para allá en autocar y en tren, estar en movimiento. Duerme donde le conviene. En un banco del parque, en el bosque, en la parada del autobús.

– ¿No tiene ningún amigo?

– No quiere tenerlos.

– ¿Se lo has preguntado? -preguntó Sejer en tono brusco.

– Nadie pregunta nada a Errki. Todo el mundo se mantiene lejos de él -contestó Gurvin con sencillez.

Sejer se quedó pensativo. El sol brillaba en su pelo canoso cortado al cero. A Gurvin le recordaba a los ascetas griegos, lo único que le faltaba era la corona de laurel alrededor de la cabeza. Estaba absorto en sus pensamientos mientras se rascaba un codo con aire distraído.

– Yo creía que en el manicomio de Varden solo había viejos -dijo por fin.

– Antes sí -contestó Gurvin-. Ahora tienen un área de psiquiatría juvenil, repartida en cuatro secciones, una de las cuales está protegida, o cerrada, como decimos aquí. He estado allí una vez, con un chico de la Colina de los Muchachos.

– Tendré que averiguar quién es el médico de Errki para hablar con él. ¿Por qué resulta tan difícil saber si es peligroso o no?

– Corren muchos rumores.

Gurvin lo miró.

– Es de ese tipo de personas a quien todo el mundo echa la culpa por cualquier cosa que suceda. No conozco ni una situación en la que haya estado implicado que pueda considerarse delictiva, excepto subir sin billete al tren y robar en las tiendas. Yo ya no sé muy bien.

– ¿Qué roba?

– Chocolate.

– ¿Y no tiene ningún contacto con su familia?

– Errki no quiere verlos, y ellos tampoco pueden ayudarlo. El padre ya lo da por imposible. No se lo reprocho. La verdad es que no existe esperanza ninguna para Errki.

– Más vale que el médico de Errki no te oiga decir eso -dijo Sejer en voz baja.

– Es posible. Pero lleva enfermo toda la vida. Al menos, desde que se murió la madre, hace dieciséis años. Eso quiere decir algo.

Sejer se levantó y empujó la silla hacia la mesa.

– Vamos a tomar un café, y cuéntame todo lo que sepas.


Kannick estaba sentado en la cama como un majestuoso Buda. Asombraba a sus oyentes, sentados en semicírculo en el suelo, con su facilidad para sentarse con las piernas cruzadas, a pesar de sus kilos. Al principio, nadie lo creyó. ¿Cómo iban a creer que Kannick había encontrado un cadáver arriba, en el bosque? ¿Y encima, un cadáver hecho pedazos? Al menos eso decía. Hecho pedazos. Sobre todo le resultó difícil a Karsten, el mayor de los chicos, que poseía una especie de monopolio de la verdad. La expresión de su cara cuando la directora de la casa, Margunn, confirmó la historia, se mantenía viva dentro de Kannick. Fue uno de sus grandes triunfos. Ahora todos querían escucharlo de boca de Kannick, con todo lujo de detalles. Pero llevaban el tiempo suficiente en la Colina de los Muchachos como para saber que nada es gratuito en este mundo, y los regalos se amontonaban sobre la colcha delante de él: tabletas de chocolate, una bolsa de patatas con sal y pimienta y una cajita de bombones. Pendiente: diez cigarrillos y un mechero de los corrientes. Todos estaban esperando con los ojos brillantes, así que Kannick tenía muy claro que no se contentarían con informes escuetos y correctos. Buscaban sangre, ni más ni menos. Además, conocían a Halldis. No se trataba de una pequeña nota en la prensa, se trataba de un ser de carne y hueso. Al menos, ella lo había sido.

A Kannick le habían prohibido hablar demasiado sobre el asesinato.

Margunn quería evitar que los chicos se excitaran. Ya eran de por sí irascibles y, con los pocos recursos con que contaba la institución, le costaba mucho esfuerzo mantener bajo control a ese grupo tan variopinto.

Kannick cerró sus oscuros ojos azules. Decidió comenzar por Simon y acabar por Karsten. Simon no tenía más que ocho años y parecía un ratoncito de chocolate medio derretido, igual de gracioso, oscuro y blandito.

– Iba por ahí con el arco- empezó Kannick, clavando sus ojos en los marrones de Simon.

– Y acababa de matar una enorme corneja con la segunda flecha. Tengo dos flechas en un bolsillo secreto de la maleta. Las he encargado de Dinamarca. No se lo digas a nadie. No están permitidas en Noruega -dijo, dándose importancia.

Karsten adoptó esa expresión de sufridor que solo él sabía adoptar.

– El pájaro cayó como un saco de azúcar y aterrizó a mis pies. No se veía ni un alma en el bosque, pero tenía la incómoda sensación de que había alguien cerca. Ya me conocéis. Sabéis que siempre ando por el bosque. Noto en la sangre cuando algo se está fraguando. Tal vez porque siempre estoy en contacto con el reino de los animales.

Tomó aliento, bastante satisfecho con ese dramático prólogo. Simon le seguía. Nadie se atrevía a suspirar, por miedo a que Kannick perdiera el hilo.

– Dejé la corneja donde estaba y empecé a bajar hacia la granja de Halldis.

Ahora se volvió hacia Sivert, un chico pecoso de once años con una trenza en la nuca.

– Todo estaba en silencio. Halldis siempre se levanta muy temprano, de modo que fui a ver si la veía. Se me ocurrió que podría pedirle un vaso de zumo o algo así. No había ni un alma, pero las cortinas estaban abiertas, y pensé que a lo mejor estaba tomando café y leyendo el periódico, como siempre hacía.

Jan Farstad, apodado Jaffa, miró a Kannick a los ojos, esperando con gran emoción.

– Y entonces -prosiguió Kannick- también tendría la posibilidad de pedirle una rebanada de pan, hecho por ella, y queso. Una vez llegué a comerme ocho rebanadas, y porque no quiso darme más.

Parpadeó varias veces al recordar ese triste suceso.

– ¡Al grano, tío! -gritó Karsten, mirando los bombones, su propia aportación, que estaban sobre la colcha.

– Lo vi nada más dar la vuelta al pozo. Y os digo -tragó saliva- que lo que vi se me quedará grabado en la mente para el resto de mi vida.

– ¿Pero qué viste? -preguntó Karsten con voz aguda. Era el único de los chicos con amago de bigote y un incipiente acné alrededor de la nariz.

– ¡Vi el cadáver de Halldis Horn! -gritó Kannick, tomando aliento, pues tenía por costumbre olvidarse de respirar-. Estaba tumbada boca arriba en la puerta de su casa, con una azada clavada en el ojo. Y por el agujero chorreaba pura masa cerebral. Parecía arroz con leche. Sus ojos adquirieron de súbito una expresión ausente.

– ¿Qué quiere decir masa cerebral? -preguntó Simon en voz baja.

– El cerebro, tío -dijo Karsten desesperado.

– Pero un cerebro no puede chorrear, ¿no?

– Ya lo creo que puede, chorrea de puta madre. ¿No sabías que lo que tienes entre las orejas es como una sopa?

Simon estaba jugueteando con un hilo de su camisa y no desistió hasta que lo rompió.

– Yo he visto un cerebro en un frasco de cristal, y no chorreaba nada.

Su voz sonaba ofendida y, a la vez, un poco preocupada por haberse atrevido a protestar en medio de ese grupo de gente tan experimentada. Cuando eres el más pequeño es que eres el más pequeño.

– Que no, no chorreaba, tonto, porque estaba coagulado. Y entonces se vuelve más o menos como una seta que se puede cortar en láminas finas. Lo he visto en la tele.

– ¿Qué quiere decir coagulado?

– Cuajado -contestó Karsten-. Le echan algo para que se cuaje. Pero no tendrán que hacer eso con el cerebro de Kannick, porque ya está cuajado.

– ¡Cállate ya! Deja acabar a Kannick.

Esta vez fue Philip quien interrumpió. Si esos dos empezaban a discutir, corrían el peligro de no oír el final de la historia. Margunn podía llegar en cualquier momento. No es que ella pensara de verdad que Kannick no iba a contar nada, pues los conocía bien. La cuestión era cuánto tiempo tenían por delante, para cuántos detalles.

Kannick esperaba con la paciencia de un cura, mientras miraba de reojo los beneficios reunidos sobre la colcha. Decidió empezar por los bombones.

– El cuerpo ya había empezado a pudrirse -prosiguió, recalcando la palabra pudrirse.

¿Qué?

Karsten resopló por la nariz.

– ¡No digas chorradas! Un cadáver tarda varios días en empezar a pudrirse, ¿sabes? Si Errki aún no había tenido tiempo de alejarse, no vengas a decirme que…

– ¿Sabes el calor que hacía en el bosque?

Kannick se echó hacia delante en la cama con la voz temblorosa de indignación.

– Se pudre en minutos con este calor.

– No tienes ni idea. Se lo preguntaré a los polis, si es que vienen. Pero no debes de ser muy importante para el caso, Kannick, porque si lo fueras, ya estarían aquí.

– El agente dijo que vendrían seguro.

– Ya lo veremos. Pero deja ya lo de la putrefacción, porque no nos lo creemos. Además, he pagado para que me cuentes la verdad.

– ¡Vale! Puedo saltarme las cosas peores. Al fin y al cabo, hay niños presentes. Pero volvamos a la azada…

– ¿Qué clase de azada era?

Era Philip quien había preguntado de nuevo.

– Una de esas que se usan para cavar la tierra, para sacar patatas y las malas hierbas. Parecía un hacha, con el mango más largo. En realidad podría haber sido un hacha, porque faltaba muy poco para que la cabeza estuviera partida en dos. Y el ojo se había desprendido y le colgaba por la mejilla, hecho una piltrafa, y…

Karsten puso los ojos en blanco.

– Has visto demasiadas películas. Háblanos de Errki -dijo.

– ¿Quién es Errki? -preguntó Simon. Venía de otra ciudad y no llevaba mucho tiempo en la casa.

– El terror del bosque -se mofó Karsten, explotándose un grano.

– Escapará de esta también. Siempre se libra. Además, está completamente chiflado y a los chiflados nunca se les condena. Están encerrados en manicomios tomando pastillas, y luego vuelven a salir y vuelven a matar. Si a ese tío le pusieran una camisa de fuerza, mataría con los dientes.

– ¿Volverá a salir? -preguntó Simon preocupado.

Está fuera, tonto. Aún no lo han encontrado.

– ¿Dónde, fuera?

– Justo aquí arriba, en el bosque.

Simon lanzó una mirada asustada por la ventana a las copas de los árboles.

– Errki está loco. Pero estar loco no es lo mismo que ser tonto -explicó Kannick meditabundo-. Se dio cuenta de que lo vi. Tal vez venga a por mí. En realidad, deberían haberme puesto protección policial.

Les lanzó una mirada preocupada para ver si este último dato realmente les había llegado, si sabían lo que significaba tener una amenaza de ese tipo sobre la cabeza. Un loco vengativo pegado a tus talones. No podía ser peor.

– Bah. Estará ya muy lejos de aquí. Como has dicho, tonto no es. ¿Qué pinta tenía? -quiso saber Karsten-. ¿Estaba manchado de sangre?

– Estaba detrás de un árbol -dijo Kannick en voz baja-. De pie y con una postura muy rara, con las manos caídas y la mirada clavada en algo. Tiene unos ojos muy raros. Se parecen a los de los perros groenlandeses de mi tío. Son como blancos, igual que los de un pez muerto.

Recordó el terrible momento en que se encontraba delante de la casa de Halldis, con el corazón palpitante, mirando asustado hacia el bosque, a los árboles oscuros, y de repente divisaba esa extraña figura entre los troncos. Primero estaba inmóvil, pero luego se movió, y algo negro se inclinó hacia delante. Entonces vio que era una cara. Una cara blanca de mirada intensa. El mismo diablo no podría haber asustado más a Kannick. Corrió como una liebre camino abajo, quiso tirar la maleta con el arco, pero no pudo, y siguió corriendo sin mirar hacia atrás.

– ¿Ha matado a alguien antes? -quiso saber Jaffa, mientras libraba su cuerpo de la postura del loto para estirar sus piernas entumecidas.

– Empezó con su propia madre. Y luego siguió con ese viejo, cerca de la iglesia -afirmó Kannick muy seguro de sí mismo-. Y sin embargo, el tío anda suelto. Es terrible colocar un lugar como este -prosiguió, abarcando con la mirada la habitación y el patio-, una casa llena de menores en un pueblo en el que vive un asesino en serie.

– Estúpido -dijo Karsten con énfasis-. Este hogar estaba aquí primero, y luego Errki se volvió loco.

– Pero entonces, ¿por qué no lo encerraron?

– Lo encerraron. Pero se ha fugado. Seguro que golpeó al vigilante nocturno y robó las llaves.

Simon tenía ya demasiadas cosas en qué pensar. Se acercó a Karsten y se inclinó hacia él.

– Relájate, Simon. Tenemos cerrojos en la puerta -lo tranquilizó el mayor de los chicos.

– Además, Errki es de los que nunca se quedan en ninguna parte. Anda sin parar. En este momento estará camino de la ciudad para matar a alguien allí.

– ¿A quién? -gimoteó Simon.

– A cualquiera. Ese tipo no necesita odiar a nadie para matarlo.

– Entonces ¿por qué mata?

– Porque tiene que hacerlo. Es una necesidad interior.

Simon quería preguntar por lo de «necesidad interior», pero no se atrevió. Kannick cogió la caja de bombones y la abrió. Quitó el cartón ondulado y la hizo pasar generosamente. Su nueva posición le abrumaba. Nunca nadie había estado sentado tanto tiempo escuchándolo solo a él. Los chicos se sirvieron lo que pudieron y, por un momento, todos callaron mientras masticaban ruidosamente el chocolate. Karsten estaba de morros. No superaba no haber descubierto él el cadáver ni que fuera ese tonto de Kannick, que era dos años menor que él y además obeso, el que hubiera visto a una persona muerta. Ninguno de los demás chicos había visto un cadáver.

– ¿Tenía los ojos abiertos? -preguntó circunspecto.

Kannick meditó un instante antes de contestar, mientras continuaba masticando.

– De par en par. El que le quedaba.

De repente, Philip irrumpió en la conversación.

– Oí una vez una historia de una chica que tenía una muñeca que cobraba vida durante la noche. Empezaron a crecerle las uñas. Por la mañana, al despertarse la chica, estaba ciega. La muñeca le había sacado los ojos.

– ¡No estamos hablando aquí de una película de vídeo! -gritó Kannick irritado-. Da la casualidad de que esto es la realidad. Lo que te pasa es que no sabes distinguir entre realidad y fantasía. Por eso estás aquí, aunque no lo sepas.

Cerró los ojos para recordar mejor.

– El ojo tenía una expresión de horror, como si hubiera visto al mismísimo diablo.

– Que era más o menos lo que había visto -comentó Karsten-. Me pregunto si él le diría algo antes de hacerlo o si simplemente fue hacia ella y le clavó la azada en la cabeza, sin más. ¿Estaba tumbada en la puerta?

– Sí.

– ¿Con la cabeza dónde, fuera o dentro de la entrada?

– Fuera, sobre la losa.

– Entonces él estaría dentro de la casa buscando chocolate -razonó Karsten.

– Si se lo hubiera pedido, seguro que ella se lo habría dado.

– Errki no pide, solo coge. Eso lo sabe todo el mundo.

De repente, todos se sobrecogieron. Se abrió la puerta y allí estaba Margunn.

– ¡Qué bien estáis!

Margunn clavó la vista en el pequeño grupo de chicos sentados y en respetuoso silencio, masticando chocolate. Nadie podría decir que no se había logrado crear un ambiente de bienestar, incluso en ese lugar desalmado. Entendió lo que estaban haciendo y, sin embargo, se sintió orgullosa de ellos.

– ¿Quién está contando cuentos?

Guiñó el ojo inocentemente. Todos los chicos miraron al suelo. Parecían ángeles. Karsten hasta hizo aletear las pestañas.

– Os invito a una Coca-Cola.

Y desapareció por la puerta.

También Kannick pensó en lo de la «necesidad interior», mientras su nivel de azúcar subía y notaba esa maravillosa somnolencia que solo podían proporcionarle los dulces, un agradable cansancio e indolencia, como una suave embriaguez. En esa embriaguez, Kannick encontraba descanso. Nunca se hartaba de ella.

– Solo nos dará Coca-Cola light -suspiró y abrió una nueva tableta de chocolate. Había justo un trozo para cada uno. Ese día, su generosidad no tenía límites. Y el asesinato de Halldis los había unido de una manera a la que no estaban acostumbrados. Solían formar un grupo conflictivo y dividido en el que todos peleaban contra todos, luchando por mantener su pobre posición en esa pequeña sociedad de marginados. Ya habían dejado de soñar con el futuro, excepto Simon que, al parecer, tenía un tío rico que había insinuado que el chico iría a vivir con él a su granja, donde tenía treinta caballos de carreras. Pero primero tenía que cumplir una condena de cuatro meses, por irregularidades en la contabilidad. No quería ir a por Simon mientras estuviera esperando a cumplir condena, como él mismo decía. Empezarían de nuevo juntos, con todos los impedimentos ya vencidos.

Margunn volvió a aparecer, con la Coca-Cola sin azúcar, efectivamente, y una bandeja con vasos.

– No manchéis el suelo, chicos.

Lanzó una mirada amonestadora a Kannick. Margunn no sabía regañar porque eran sus chicos y los quería. Cualquier intento de reprimenda caía al suelo como un globo pinchado, y todos la querían porque era la única persona en sus vidas que se preocupaba por ellos. Bien es cierto que trabajaban más personas en la casa, por ejemplo, Thorleif, Inga y Richard. Eran buena gente, que hacían lo que tenían que hacer, pero eran jóvenes y procuraban encontrar algo mejor. Para ellos, los chicos eran un pedazo de terreno difícil por el que había que abrirse paso cuanto antes. Margunn, en cambio, ya había llegado a la meta. Margunn estaba cerca de los sesenta y no pretendía ir más lejos. Había acabado en esa casa fea, cubierta de planchas de asbesto, con olor a algo verde y húmedo en todas las habitaciones, y le gustaba, de la misma manera que a la gente le gusta ese cuarto mohoso en el último rincón del sótano, porque nunca abandonan la esperanza de que, algún día, encontrarán algo valioso escondido entre los trastos viejos. Los chicos se daban cuenta. Solo Simon era incapaz de sacar conclusiones. Preguntaba a los demás y creía las respuestas que recibía.

Karsten repartió la Coca-Cola y los vasos. Todas las mandíbulas estaban trabajando con los chicles. Kannick miró de reojo la colcha, preguntándose si debería repartir más o guardar el resto para días malos. Este era un momento estelar, y podría pasar mucho tiempo antes de que se diera otro igual.

– ¿Dónde está Halldis ahora? -preguntó Palte, una vez Margunn se hubo ido. En realidad, se llamaba Pal Theodor, y estaba allí por equivocación, solo que nadie lo entendía. En un punto del futuro, en su vida de adulto, le esperaba una formidable indemnización de varios millones de coronas. Eso era lo que lo mantenía a flote.

– En el depósito de cadáveres, claro -contestó Kannick, mientras bebía Coca-Cola-. Dentro de un congelador.

– Refrigerador -le corrigió Karsten-. Hay que hacerle una autopsia y si está congelada no se pueden hacer cortes en ella.

– ¿Cortes? -Los ojos de Simon se volvieron negros de miedo.

Karsten le puso un brazo alrededor del hombro.

– Cuando alguien muere, se hacen luego cortes en su cuerpo para encontrar la causa de la muerte.

– La causa fue una azada en la cabeza -comentó Philip y eructó por lo bajo.

– Tienen que saber exactamente dónde le dio. No pueden basarse en adivinanzas.

– Le dio en medio del ojo.

– Sí, pero tienen que hacer un certificado de defunción. No se puede meter a nadie en la tumba sin haberle hecho antes un certificado de defunción. Me pregunto por qué usó la azada -prosiguió Karsten-, seguro que podría haberla matado con los puños.

– Será que no quiso hacerlo así en ese momento -contestó Kannick. Luego hizo una enorme pompa que le tapó media cara hasta que reventó posándose sobre la nariz y la boca. La recogió con los dedos sucios y siguió masticando.

– Pero la policía lo está buscando ahora, ¿no? -Simon se tiraba del lóbulo de la oreja con el fin de calmarse.

– Seguro que sí. Habrá muchas patrullas buscándolo con los fusiles cargados. Y chalecos antibalas. Lo cogerán.

Karsten hizo un gesto de impaciencia.

– Lo absurdo es que siempre y a toda costa quieren cogerlos enteritos, y no heridos.

Los miró. Eso era algo de lo que él sabía.

– Es mucho más práctico en Estados Unidos. Allí les pegan un tiro y ya está. Se tiene mucha más consideración con la población. ¡Yo estoy a favor de la pena de muerte! -proclamó en tono solemne. Y con ese comentario, se levantó la sesión.


El que se hacía llamar Morgan estaba sentado entre unos matorrales. El arma estaba a su lado, sobre la hierba. Errki miró de reojo el pantalón corto con palmeras y frutas.

Morgan intentaba aclarar la situación. Podría haber sido peor. Había conseguido salir del banco, de la ciudad y del coche. Y tenía el dinero, tal y como había prometido. El coche estaba escondido, y si ese sendero era poco frecuentado, podrían pasar días hasta que lo localizaran. Dentro del coche no encontrarían sus huellas dactilares, pues no se había quitado los guantes en ningún momento. Luego se preguntó si habrían identificado al rehén. A veces, la calidad de la vigilancia por vídeo era muy mala en los bancos.

– Escucha -dijo en voz baja. A Errki le pareció que el redoble del tambor sonaba más bajo, eso quería decir que había conseguido algo más de orden en su cabeza-. Al menos podrás contestar a esta pregunta.

Miró a Errki, que estaba sentado en un tocón con las rodillas juntas.

– ¿Te has fugado de algún sitio? ¿De uno de esos centros o algo por el estilo? ¿O te las arreglas por tu cuenta y tienes tu propio piso, o vives con tu madre? Es pura curiosidad, ¿sabes? No son cosas horribles de preguntar, ¿no?

Esperó, mientras sacaba un paquete de tabaco de la bolsa. Errki no contestó. Néstor estaba a punto de adoptar su postura habitual: en cuclillas, con la barbilla sobre las rodillas y las manos entrelazadas alrededor de las piernas. Esa era la postura. Cuando se sentaba así, Errki podía hablar.

– Quiero decir si te has fugado de un hospital o algo así. Si alguien te está buscando.

La pregunta hizo a Errki agitar la cabeza repetidas veces.

– Hagamos un trato -sugirió Morgan-. Yo te hago una pregunta y si me contestas, tendrás derecho a hacerme otra a mí, a la que estaré obligado a contestar, y así yo podré hacerte otra. Está bien, ¿no?

Se sintió orgulloso de esa propuesta y miró de reojo a su rehén. A pesar de la chaqueta de cuero y los pantalones oscuros, no parecía sudado. Era curioso. En cambio, él estaba empapado y tenía la camiseta llena de manchas oscuras.

– Es solo para averiguar quién eres -añadió-. No resulta muy fácil, ¿sabes?

– No se ve gran cosa allí donde el diablo lleva la vela -afirmó Errki con mucha calma.

Lo dijo con una voz cansada, como si le costara mucho esfuerzo gastar palabras en un pobre hombre como Morgan.

Morgan se estremeció al oír el sonido de su voz. Era una voz clara y hermosa, y hablaba con mucha seriedad. Errki echó la cabeza hacia un lado y escuchó con atención las murmuraciones de Néstor. La propuesta se parecía a algo que él ya conocía. Un juego al que solían jugar en el manicomio, en la terapia de grupo.

– Empiezo yo -dijo a continuación.

Morgan sonrió, aliviado por ese comentario tan normal.

– Pero vale lo mismo para ti, ¿verdad? Si yo contesto con sinceridad, tendré derecho a preguntarte, y a recibir una respuesta sincera.

Errki consintió con una mirada.

– ¿Qué piensas hacer ahora? -preguntó, y justo en ese instante oyó la risa silbante de Néstor desde las profundidades del Sótano.

Morgan frunció el ceño. Miró de reojo al hombre vestido de negro y se relamió los labios.

¿Qué piensas hacer ahora? Era una pregunta inesperada, aunque claro, podría inventar cualquier cosa porque ese chiflado no sería capaz de entenderla de todos modos. Pero habían acordado no mentir. Por cierto, parecía imposible mentir ante esos ojos brillantes. De alguna manera, se sintió muy solo. Se puso a sudar aún más. ¿Qué piensas hacer ahora? No tenía ni puta idea. Allí estaba sentado, con una bolsa llena de dinero y un tonto a quien no entendía en absoluto. Vaciló y se encogió de hombros.

– Estoy esperando la oscuridad.

Esperando la oscuridad. Néstor hizo una mueca parecida a una sonrisa. ¡Díselo, Errki! Abre los ojos a ese tío.

– No se hará de noche -dijo Errki-. Estamos en pleno solsticio de verano.

– No soy idiota -ladró Morgan.

Ah, sí, lo es, se rió Néstor, y empezó a mecerse hacia delante y hacia atrás, como una vieja desquiciada.

– Entre las doce y las dos de esta noche habrá una luz crepuscular. Cuando lleguemos a ese punto, ya veremos lo que haremos.

La voz sonaba amenazadora, y los tambores estaban tocando desacompasados.

– Ahora me toca a mí. ¿Qué te pasa?

Errki abrió los dedos. Ese gesto le daba asco a Morgan. Si no fuera por ese abrir de dedos y el asqueroso tic nervioso de la cabeza, el tío resultaría soportable.

Una respuesta sincera, pensó Errki. ¿Qué me pasa? En ese instante llegó un escalofrío que removió el polvo del suelo del Sótano. Néstor gruñó por lo bajo. ¿Qué me pasa? Miró hacia abajo. Una mancha roja como la sangre apareció en la hierba, junto a sus pies. Empezó a hincharse, creciendo lentamente. Si movía el pie un centímetro, se mancharía las zapatillas de sangre.

– ¿Bueno? ¿Vas a contestar o qué?

Morgan lo miró ofendido.

– Hemos hecho un trato. ¿Qué te pasa? Una respuesta sincera, venga.

Errki estaba como petrificado, mirándose los pies.

– Voy a ser más bueno que el pan -continuó Morgan-, al contrario que tú, que eres un poco especial. Te haré otra pregunta. Pero si no me contestas bien esta vez, entonces sí que voy a cabrearme.

Miró con dureza a Errki para recalcar la gravedad.

– Has subido muy deprisa estas cuestas. Nunca he visto nada igual. ¿Conoces esto?

– Sí -contestó Errki levantando la cabeza y cuidándose de no mover los pies. Morgan se animó.

– ¿Pero bien de verdad? Entonces tal vez conozcas un sitio donde podamos sentarnos a esperar la llegada de la noche. O también podemos hacernos una choza con ramas de abeto, ¿qué te parece?

Errki había vuelto a recibir dos preguntas. Se sintió un poco agobiado e irritado por la falta de claridad del otro. ¿Conoces esto bien de verdad? ¿Una choza con ramas de abeto?

– Sí -contestó, mientras controlaba la mancha de sangre, que había atraído a algunos insectos que estaban deleitándose con ella.

– Sí, tú conoces esto bien de verdad, y sí, haremos una choza con ramas de abeto -dijo Morgan contento-. Vale. Tú haces la choza y yo sostengo el revólver. No soporto esas ramas que pican tanto.

Señaló perezosamente con una mano la rama inferior de un abeto. Errki se quedó mirando el arma, que estaba en la hierba, a unos treinta centímetros de sus pies.

– Por cierto, veremos cómo de bueno eres para los detalles. Si tuvieras que identificarme ante los maderos, por ejemplo, no porque vaya a darse el caso, solo para divertirnos. ¿Cómo me describirías?

– Me toca a mí -susurró Errki.

– Perdona, tienes razón. Dispara.

Chupó el papel del cigarrillo liado y se lo colocó entre los labios. A continuación buscó un encendedor.

– ¿Qué te pasa a ti? -preguntó Errki.

Morgan lo miró asombrado, frunciendo descontento el ceño. Néstor se reía por lo bajo. El Abrigo aleteaba las mangas en el rincón. Siempre estaba inerte, como si no tuviera fuerzas. A veces, Errki pensaba que Néstor no era más que un mero engaño, nada más que un jodido engaño.

– ¿Qué coño va a pasarme? -contestó Morgan rudamente-. No me pasa nada. Y hasta ahora no te hecho ni un arañazo. Si la cosa va a seguir así, depende de ti y de tu voluntad de colaborar.

Morgan se sentía incómodo. Resultaba complicado entender a la gente chiflada. Eran imprevisibles. Pero tenían una especie de lógica, eso ya lo sabía. Solo había que encontrarla.

– Voy a decirte una cosa -prosiguió-. No soy del todo ajeno a tu problema. Hice el servicio social como objetor en un hospital psiquiátrico. No te lo esperabas, ¿verdad? Pues fui objetor de conciencia. Alegué pacifismo.

Miró un instante el arma en la hierba y se echó a reír con gran entusiasmo.

– Recuerdo sobre todo a un chiflado que siempre se olía los calzoncillos. Por lo demás, nunca hacía mal a nadie. ¿Y tú? ¿También tú te hueles los calzoncillos?

Fue un hecho muy fastidioso para Errki descubrir lo pueril que era ese hombre. Controló la mancha de sangre. Todavía seguía allí.

– Por cierto -dijo Morgan-, ahora me toca preguntar a mí. ¿Qué descripción harías a la policía si te lo pidieran? Venga, cuéntame lo que sabes.

Un hombre verdaderamente tonto, pensó Errki. Un payaso arrugado con unos calzoncillos ridículos. Casi siempre tiene miedo. Si pierde el revólver, se queda inválido. En el manicomio dirían que de niño fue ignorado.

Errki se puso a estudiarlo con una mirada tan ardiente que Morgan se asustó.

Estatura: Casi un metro setenta, seguro que más no.

Morgan esperaba callado.

Peso: Veinte kilos más que yo. Edad: Tal vez veintidós. Pelo espeso, color arena. Cejas rectas de color gris. Ojos azul grisáceos. Boca pequeña con labios carnosos.

Morgan se sacó el cigarrillo de la boca y suspiró con impaciencia.

Orejas pequeñas con lóbulos carnosos. Dedos cortos, como pequeñas salchichas, muslos y piernas redondas. Un poco hinchado. Atuendo: Ridículo. Inteligencia: Dentro de lo normal, tirando a baja.

Reinaba un silencio total. Incluso los pájaros se callaron. Solo Errki escuchaba la risa contenida que subía desde el Sótano. Morgan se levantó de golpe y sacó el revólver.

– Quédate con tus putos secretos. ¡Levántate, vamos a seguir!

Tenía la desagradable sensación de que alguien se burlaba de él, sin entender por qué.

– Solo eres una imagen -dijo Errki de repente.

– ¡Te he dicho que te calles!

– Una foto de esas a las que a nadie apetece dar la vuelta para leer el texto escrito al dorso.

– ¡Levántate ya!

– ¿Has pensado en ello? -preguntó Errki con insistencia-. Nadie sabe quién eres. ¿No es eso bastante jodido, Morgan?

Morgan lo miró asombrado. Errki se levantó con intencionada lentitud, dio un largo paso para no tener que pisar la asquerosa sangre y empezó a bajar hacia el mirador, donde habían dejado el coche. Desde allí podría ver el mar, frío y azul. Y la carretera con los coches.

– ¡No, joder! ¡Seguimos hacia arriba! ¿Estás tonto o qué?

– ¿Qué vas a hacer si me voy donde quiera? -preguntó Errki en voz baja.

– Meterte una jodida bala entre los ojos y encontrar un puto agujero donde tirarte. ¡Deprisa!

Y Errki anduvo más deprisa que nunca. Había descansado y se sentía mejor cuando estaba en movimiento.

– Está bien. No hace falta que vayas tan deprisa. Si de verdad conoces esto, busca una cabaña abandonada o algo por el estilo, donde podamos meternos.

Una vieja cabaña. Había varias, y casi todas se encontraban al otro lado de la colina, a un par de kilómetros. El terreno era muy accidentado y hacía un calor de muerte. Errki tenía sed. No dijo nada, pero supuso que lo mismo le pasaba a Morgan. Oyó sus gemidos detrás y, un poco más tarde, su voz ya más calmada.

– Si ves un arroyo o algo parecido, avísame, tengo muchísima sed.

Errki avanzaba. Su pelo largo y negro se movía hacia los lados, igual que la chaqueta y los pantalones de pernera ancha. Morgan lo miró perplejo. Ese hombre era completamente diferente a todos los demás seres humanos. ¿Por qué no lo suelto?, pensó. ¿Por qué voy cargando con este negro fantasma? Podría haberlo dejado en el coche. ¿Es solo por miedo a la descripción que pudiera dar a la policía? ¿O es por otra cosa? Pensó que incluso sería posible que ese tipo no hablara si cayera en manos de la policía. Miró el reloj. En media hora habría noticias en la radio y se pararía a escucharlas. Andaba como podía mientras la sed le hacía estragos en la boca y la garganta. Tenía whisky, pero también suficiente sentido común para esperar a probarlo. Los locos podían ser peligrosos. Aunque ese tipo no era gran cosa físicamente hablando, Morgan sabía que la locura y la falta de inhibiciones podían proporcionarles una fuerza insospechada. Tal vez fuera más seguro estar a bien con él, no provocarlo demasiado. Tampoco eran enemigos, se había llevado al loco por puro impulso. Salir disparado del banco con ese idiota por delante fue como proveerse de un enorme escudo. Relájate, se dijo a sí mismo. Lo que pasa es que habla muy raro. Piensa en el año que trabajaste en el manicomio, en lo miedosos que eran.

Errki se detuvo y se palpó los bolsillos de la chaqueta, primero uno, luego el otro. Se metió una mano en el bolsillo de los pantalones, se volvió y miró fijamente la hierba.

– ¿Qué pasa?

Morgan lo miró.

– ¿Has perdido algo? Algo aparte del sentido común, quiero decir.

Errki volvió a palparse de nuevo todos los bolsillos, uno por uno.

– Puedes pedirme un cigarrillo, si es eso lo que quieres.

– El frasco -murmuró Errki, mirando a su alrededor.

– ¿Qué frasco?

– Las medicinas.

– ¿Tomas medicinas? ¿Dónde las has perdido?

Errki no contestó. Sus ojos pasaron revista al bosque, y sacudió la cabeza varias veces.

– ¿Tomas de esos medicamentos antipsicóticos? Vale, los has perdido. Tendrás que arreglártelas sin ellos. Quiero decir, no te pondrás colérico por eso, ¿no?

Colérico. Néstor sacó de nuevo ese sonido semejante a cuando la electricidad pasa por un cable. Ni siquiera entiende el significado de la palabra. Errki siguió andando.

– Esos productos químicos no son más que mierda -murmuró Morgan, mientras pensaba en el problema y en las consecuencias que podría acarrear-. No hacen más que mantenerte deprimido. En compensación, te daré un poco de whisky -concluyó.

Errki volvió a detenerse. Clavó la mirada en Morgan.

– Me llamo Errki.

– ¿Errki?

– Solo estoy de visita. La mano que no puedes cortar, la debes besar.

Y echó nuevamente a andar. Morgan lo seguía, sin quitarle ojo. De repente se dio cuenta de que él, el vigilante, andaba detrás del prisionero como un perro. El hombre era rápido, andaba mucho más deprisa que él y con más facilidad. Los papeles estaban cambiados. Él iba de remolque, como una mujer. Nadie sabía dónde estaban, nadie podía ayudarle si algo sucedía. Apretó el revólver. Un tiro en el muslo sería suficiente si algo pasara. El tipo no tenía escapatoria. En cuanto se hiciera de noche, seguiría solo, tal vez lo ataría para asegurarse una ventaja. Nada más. El tío era repulsivo. Y, sin embargo, había algo en él que le fascinaba: sus ojos, sus extrañas palabras, la sensación de solemnidad que le rodeaba, la sensación de que venía de otro mundo. Se sorprendió a sí mismo haciendo esa reflexión. Tal vez fuera una mente privilegiada, un genio. Le parecía haber oído eso en alguna ocasión, que los que estaban realmente locos eran los cerebros más agudos. Tal vez fuera ese el verdadero problema. Comprendían demasiado. Algo habría aprendido Morgan durante aquel año en el manicomio. De repente descubrió que la distancia entre ellos había aumentado de un modo considerable. Se apresuró para alcanzar al otro. Al cabo de un rato, se puso nervioso. ¿Adónde se dirigían realmente? ¿Cómo acabaría todo esto?

– Nos paramos. ¡Van a empezar las noticias!

Gritó muy alto, innecesariamente alto, para subrayar su posición, como si hubiese empezado a dudar de ella, y eso le asustó. Errki continuó meciéndose, ignorándole por completo.

– ¡Oye! ¡Errki!

Los tambores sonaron y dieron varios redobles. Errki se detuvo y se volvió. Detrás de él, el hombre temblaba de ira. No hay nada tan miserable como un hombre que pierde el control, pensó.

– No hace falta que hagas una demostración cada vez que te doy una orden, coño. Yo soy el jefe aquí.

Se equivoca. Él es el que tiene el revólver.

Errki apretó los labios.

– Siéntate. Hay noticias. Quiero escuchar lo que saben.

Habían llegado casi a la cima de una colina, un poco más allá había otra, de un verde suave e infinitamente lejana a través de la bruma. Morgan buscó la radio en la bolsa. Luego ajustó la antena. Errki se tumbó boca arriba en el brezo y cerró los ojos.

– Pareces un muerto así tumbado.

Morgan intentó recapacitar. Contempló a Errki con auténtico pavor.

– ¿Cómo consigues mantenerte tan blanco con un sol tan ardiente? -Se rió por lo bajo-. Pero claro, vives en otro mundo, y en ese mundo todo está jodidamente oscuro, ¿verdad?

Encontró una emisora local. Tamborileó impaciente los dedos mientras se extinguían los últimos acordes de una cuña musical.

Y ahora, las noticias.

Se oyó crujir el papel.

Un hombre de unos veinte años atracó el Banco Fokus esta mañana y consiguió escapar con cerca de cien mil coronas. El atraco se cometió a los pocos minutos de abrir la oficina, y el atracador se llevó a una joven como rehén al abandonar el lugar de los hechos. Por ahora no hay rastro del atracador ni de su rehén, sin embargo, la policía cuenta con una buena descripción.

Morgan frunció el ceño.

– ¿Una buena descripción?

Salieron de la ciudad y desaparecieron en un pequeño turismo blanco, pero los controles en las carreteras no han dado resultado.

– ¿De qué están hablando? ¡No me quité el pasamontañas hasta que estuvimos fuera de su vista!

Dejó la radio en la hierba.

– ¡No es más que un bulo!

Irritado, buscó el tabaco en el bolsillo y se lió un cigarrillo. Errki escuchaba una mosca que zumbaba delante de sus ojos.

La policía sigue sin tener pistas sobre el asesinato de una mujer de setenta y seis años, Halldis Horn, cometido ayer por la mañana. La mujer fue encontrada junto a su casa, brutalmente golpeada con un objeto cortante. La cartera de la víctima fue sustraída de la vivienda. El cadáver quedó destrozado y fue descubierto por un menor que jugaba por los alrededores.

La mirada de Morgan se volvió distante.

– Ya ves lo que quiero decir con la auténtica maldad. ¿Entiendes la diferencia? Nadie va a echar de menos el dinero que me llevé. El banco tiene sus seguros. Nadie resulta perjudicado. Y el coche no tiene ni un rasguño. Y luego están los que matan a la gente por una miserable cartera.

Errki seguía escuchando la mosca. Estaba convencido de que quería algo de él, tanta vehemencia tenía que significar algo. Y cuánto hablaba ese payaso. No había entendido el significado de la palabra, que había que conservarla y ahorrarla para momentos importantes.

– ¡Y encima, a una vieja! No puedo entender esas cosas. Tiene que haber sido un loco.

La última palabra le hizo mirar de reojo a Errki.

– Por cierto, ¿sabes hacer chozas con ramas de abeto? ¿Habrás sido scout o algo por estilo?

Errki abrió un ojo para mirarle. Morgan pensó en una lámpara tras un visillo, pues el ojo lucía con un brillo mate.

– Tendremos que buscar agua. ¿No sabrás de un arroyo por aquí? ¿O de una pequeña laguna?

Néstor estaba en cuclillas con la barbilla sobre las rodillas, como de costumbre, y se mecía hacia los lados. A Errki siempre le impresionaba esa manera de sentarse. Néstor podía pasarse así horas, sin cansarse. El Abrigo, que no se mantenía en pie solo, ni siquiera sentado, porque no contenía nada, excepto comentarios estúpidos, agitó débilmente la solapa de un bolsillo para mostrar que seguía allí y que tenía intención de seguir allí hasta que alguien lo sacara a rastras, ya que no sabía andar por su cuenta.

– ¿Te gusta el whisky? Long John Silver, cojonudamente templado.

Morgan dio una calada al cigarrillo y miró el paisaje. Se rascó las piernas porque todo el rato había alguna paja o insecto que lo irritaba. El simplemente intentar matar insectos le hacía sudar, y por un instante miró desconfiado al otro, que yacía sobre la hierba, inmóvil.

– ¿Cómo puedes estar tan quieto? -preguntó malhumorado-. Tienes un batallón de moscas delante de los ojos.

Aplastó el cigarrillo en la hierba. Se levantó de repente y fue hacia él. Se agachó, lo cogió violentamente por el hombro y lo levantó. Errki se tambaleó.

– ¡No me toques!

– ¿Conque no te gusta que te toque, eh? ¿Tienes miedo de que te contagie algo? A mí no me pasa nada, y me duché ayer, cosa que no puede decirse de ti.

Una repentina ráfaga de viento hizo que el Abrigo se tambaleara y rodara por el suelo. Errki se estremeció y levantó las manos.

– ¿Qué te pasa?

Morgan lo miró.

– ¿Te encuentras mal? No puedo conseguirte esas medicinas, pero para ser sincero, si pudiera, lo intentaría. No soy tacaño, y ese atraco… -tragó saliva con pesadez-. Tú no puedes entenderlo, pero ese atraco fue un favor a un amigo, lo creas o no.

Las palabras fueron pronunciadas con absoluta sinceridad. Errki estaba confuso. El hombre se hinchaba de repente como un airbag y, al instante siguiente, era amable como el cura de un hospital. Se volvió y echó a andar de nuevo. Andaba tan deprisa que se había alejado un buen trecho antes de que Morgan tuviera tiempo de reaccionar.

– Tranquilo, ya voy.

Pero el otro siguió andando y desapareció parcialmente detrás de unos matorrales. Morgan oyó golpes secos de ramas que se rompían.

– Espérame ahí. ¡Yo voy cargado!

Errki seguía andando sin parar. Los dos del Sótano miraron, Néstor volvió imperceptiblemente la cabeza. Tal vez hiciera una pequeña seña al Abrigo, que agitó un brazo para captarla. Parecía que los dos estaban planeando algo o que estaban tomando una decisión importante. Aceleró el paso. Eso era lo que querían para ver lo que pasaba. Detrás de él, oyó los pasos de Morgan y su aliento entrecortado. Pensó en el revólver y en lo que podía hacer en la Tierra como en el Cielo.

– ¡Errki, joder! ¡A que disparo!

Morgan corría. Se dio cuenta de que el bosque era tan espeso que el otro podía desaparecer simplemente agachándose detrás de un arbusto y quedándose inmóvil mientras él pasaba de largo. No conocía ese paraje. ¿Encontraría el camino de regreso a la carretera principal?

– Voy a disparar, Errki, tengo más balas. ¿Sabes lo que puede hacerte esta bala si te alcanza la pierna? ¡Te la pondrá del revés!

¿La pierna? Errki tuvo que concentrarse para recordar la parte de su cuerpo que se llamaba pierna. Nunca la veía, siempre estaba detrás de él. Siguió andando hasta que oyó un agudo estrépito y algo que le pasaba silbando a la altura de la oreja. La bala le envió un pequeño soplo en el momento de pasar. Al instante, penetró en el tronco de un árbol justo delante de él. Salieron astillas blancas, como pelo hirsuto. Se detuvo.

– ¡Así! Lo has entendido. Me lo figuraba.

Morgan jadeaba como un perro.

– La próxima vez te doy en la pierna. Anda más despacio. Pronto tendremos que parar, no me da la gana seguir andando. Ya es tarde.

Errki se mordió el labio. Ya no faltaba mucho. Notó que se estaba acercando a algo, se encontraba justo al lado, y no estaba preparado. Miró a su alrededor. Sabía muy bien dónde estaban. El otro no lo sabía. Aflojó el paso. Tenía que acordarse de no irritarlo. Vio en su interior la herida en el árbol y la misma herida en su propia espalda, una explosión dentro de la médula, la piel reventada en pedazos, la sangre saliendo a chorros como de un grifo abierto y el gran salto a la eternidad.

La añoraba. Pero la iba aplazando hasta que estuviera preparado, hasta el día y la hora exactos. Sería pronto. Lo notaba en el cuerpo. Habían sucedido tantas cosas… Tal vez a ese hombre que iba detrás de él lo hubieran enviado para ayudarle. Así se lo imaginaba: se lanzaría al universo infinito, en una órbita que sería solo suya, y otros pasarían por la derecha y por la izquierda, fuera de su alcance, como simples y débiles temblores en la atmósfera, pequeños soplos que pasaban velozmente. Tal vez su madre flotara así, con los brazos extendidos como alas y la luz de las estrellas como cristales en su pelo negro. Y tras ella, el grave tono de la flauta. La alternativa era continuar como hasta ahora. Siempre con alguien jadeando detrás. Estoy agotado, pensó. ¿Quién nos ha azotado para comenzar esta carrera? ¿Quién está esperándonos en la meta, y hasta dónde coño se pretende que vayamos? Sangre, sudor y lágrimas. ¡Dolor, luto y desesperación!

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