– ¡Joder, Errki, estás sangrando como un cerdo!

– Te estoy diciendo que me ha dado.

Se agachó a recoger la flecha.

– Con esta.

Morgan la miró con curiosidad y acarició las plumas amarillas y rojas.

– Vaya. ¿Estás jugando a los indios? ¿También hay un vaquero ahí fuera?

Kannick sacudió enérgicamente la cabeza.

– Sssolo essstoy entrrrenando -tartamudeó.

– ¿Entrenando? ¿Para qué?

– Para el Campeonato de juniors de Noruega.

Llevaba un buen rato sin respirar. Las palabras le salieron como sollozos. Errki oyó un sonido a gaita, no del todo puro en el tono.

– Mételo.

Morgan retrocedió para hacerles sitio. Errki empujó a Kannick mientras pensaba en qué podía atarse alrededor del muslo para detener la hemorragia.

– Tengo que irme a casa -gimió Kannick, deteniéndose en seco.

– Siéntate en el diván -dijo Morgan con rudeza-. Primero tendremos que aclarar la situación. Tal vez puedas sernos útil.

Kannick no podía dejar de mirar boquiabierto la nariz de Morgan. Estaba peor que antes, la parte suelta colgaba peligrosamente, y el color recordaba a una patata podrida. También vio la botella de whisky en el suelo, la radio en el marco de la ventana y su flecha, que vibraba en la pared. El hombre del pelo rizado estaba borracho, lo que no le tranquilizó lo más mínimo. Se dejó caer en el diván y permaneció sentado con las manos entre las rodillas sin saber qué decir. Entonces le llegó la pregunta que había temido.

– ¿Alguien sabe dónde estás?

No, nadie lo sabía. No sabrían dónde buscar. Pero si Margunn tuviera la brillante idea de mirar en el armario, vería que el arco no estaba, y pensaría que Kannick estaba en el bosque. Pero el bosque era grande. Podría pasar una eternidad hasta que lo encontraran, y además, esperarían mucho tiempo antes de salir a buscarlo. Y en todo caso, Margunn al principio solo enviaría a Karsten y Philip. Y esos dos eran muy vagos, y encima, no conocían bien el bosque.

– ¡Contesta! -dijo Morgan con un hipo.

– No -susurró-. Nadie lo sabe.

– Incómodo, ¿verdad?

Kannick bajó la cabeza. Era peor que incómodo, era el final de todo.

– ¿No tendrás una cerveza fría?

Morgan se relamió los labios. En el momento de hacer la pregunta, le sobrevino una sed indescriptible.

Kannick se esperaba algo muy diferente.

– Tengo regaliz -murmuró.

– Vale. Dame regaliz. No me queda saliva en la boca.

Kannick se metió con mucho esfuerzo la mano en el bolsillo del pantalón y sacó una cajita de pastillas de regaliz. Morgan le arrebató la caja, estuvo un rato intentando despegar las pastillas, y por fin se metió tres en la boca.

– Permíteme presentarnos -dijo haciendo mucho ruido al masticar.

– Este es Errki. Está poseído por malos espíritus y siempre anda charlando con ellos. Yo me llamo Morgan, y me están buscando por un pequeño espectáculo que di esta mañana. Estamos aquí juntos, pasando la tarde. Este loco me ha destrozado la nariz -añadió-. Te lo digo para que sepas que es un tipo con quien no debes bromear.

Kannick asintió solemnemente con la cabeza.

– Y ahora tú. ¿Quién eres?

Yo soy el que quisiera llamarse Jerónimo. El que encuentra los senderos.

– Perdona, no te he oído.

– Kannick.

– ¿Se puede llamar alguien así?

– Se hace lo que se puede -contestó el chico, falto de aliento.

– Ja, ja. ¡El chico tiene sentido del humor!

Errki se había dejado caer al suelo, se había envuelto en la chaqueta de cuero y tenía el muslo apretado con las manos.

– Lo había visto antes -dijo en voz baja.

Morgan lo miró sorprendido.

– ¿Dónde?

– Abajo, en la granja de la vieja.

– ¿Cómo?

Morgan se volvió bruscamente.

– ¿Te vio? ¿Eres el chico que estaba jugando cerca? ¿Ese chico del que hablaron en la radio?

Kannick bajó la vista.

– Ay, ay, ay, esto es grave. ¡Joder, Errki! ¡Te vio! ¡Tendremos que quitárnoslo de encima!

De Kannick salió de repente un pitido, como cuando se pisa un juguete de goma. Sus largas pestañas temblaron de miedo.

– Habrás hablado con los maderos, ¿no?

Kannick no contestó.

– Bueno, a Errki no le importa. En ese sentido es bastante raro. En realidad, tenemos buenas intenciones. Lo que pasa es que nos estamos aburriendo. Estamos aquí esperando a que llegue la noche. Hablando de la noche -añadió Morgan-, es por la noche cuando Errki se vuelve loco de verdad. Le crecen los colmillos y las orejas se le ponen picudas. ¿A qué sí, Errki?

Errki no contestó. Miró de reojo a Kannick. El miedo hacía brillar sus ojos en la cara carnosa. El chico se mordía el labio inferior sin cesar, y el color había abandonado hacía mucho sus mejillas.

– Oye -dijo Morgan-. ¿No te habrás traído bocadillo y termo? Estamos a punto de morir de hambre.

– Tengo chocolate en la maleta, pero seguro que se ha derretido.

Errki reaccionó al instante. Se levantó y agitó los dedos.

– ¡Ve a por esa maleta!

– Quieto -dijo Morgan en voz baja-. Ve tú, si no, se nos escapa. ¡Y tienes que compartirlo conmigo!

Errki salió cojeando. Se puso a buscar la maleta. Daba vueltas sin ton ni son entre los matorrales, mientras se sujetaba la herida. Al final la encontró, y más arriba estaba el arco. Lo arrastró todo hasta la casa y abrió la maleta. Dentro había más flechas, y muchas cosas para él desconocidas. Y chocolate de las marcas Mars y Snickers. Le temblaron los dedos al cogerlo. Luego entró despacio en la casa con una barrita en cada mano. Snickers y Mars, Snickers y Mars, chocolate semiderretido. Una con cacahuetes y caramelo, la otra con toffe. El papel crujía. Entró en la habitación, sopesándolas en la mano. Las dos eran buenas, la Snickers le gustaba mucho, pero Mars siempre había sido su favorita, resultaba imposible elegir, y solo tenía derecho a una. Morgan se le acercó de un salto y agarró la Snickers.

– Esta es para mí. Tú puedes quedarte con la Mars. El gordo puede tomarse un whisky a cambio.

Kannick miró de reojo la botella en el alféizar de la ventana. Nunca había rechazado un poco de cerveza. Emborracharse no estaba mal si no ocurría demasiado deprisa. Pero no toleraba el whisky. Negó con la cabeza. Los dos estaban muy ocupados en comerse el chocolate, se relamían y masticaban ruidosamente como dos niños. En medio de la desesperación, le entraron ganas de reír, pero no le salió más que un pobre sollozo.

– No te haremos nada -dijo Errki, con una extraña sonrisa.

– No hemos discutido aún sobre ese tema -señaló Morgan, tragando el chocolate.

– No tiene nada de lo que nosotros queremos, excepto chocolate.

– Tal vez el Mantecas pueda ayudarnos -dijo Morgan.

– Todo se irá al infierno de todos modos. Con o sin Jannick.

– Kannick -corrigió el chico.

Morgan se limpió la boca con el dorso de la mano.

– Supongo que querrás volver con tu mamá.

– Pues no.

– ¿Ah, no? ¿Y adónde quieres ir?

– A la Colina de los Muchachos.

La voz había adquirido un tono rebelde, como si hubiese recobrado la esperanza de que no lo matarían.

El que comieran chocolate con tanto ardor los hacía mucho más humanos.

– ¿Y eso qué es?

– Un reformatorio -murmuró.

Morgan se rió entre dientes.

– Pero joder, aquí somos todos de la misma panda. ¿Y tú qué has hecho en tu corta vida para acabar en un sitio así? Aparte de comer demasiado.

– Eso es por un trastorno de mi metabolismo -dijo Kannick.

– Eso decía también mi madre cuando estaba hecha una foca. Tómate un whisky y verás cómo se te acelera el metabolismo.

– No, gracias -susurró Kannick.

Pensaba en Margunn. Intentó imaginarse lo que estaría haciendo en ese momento, las veces que habría mirado el reloj. Pasaría un rato hasta que empezara a preocuparse. Kannick solía quedarse fuera hasta tarde. Probablemente, Margunn no empezara a preocuparse de verdad hasta que se hiciera de noche, ella sabía que él nunca se olvidaría de la cena a las ocho, de modo que a esa hora empezaría a mirar por la ventana y dejaría pasar una hora más antes de enviar a Karsten y Philip a buscarlo. ¡Y todo lo que podía ocurrir! ¡Quedaba aún mucho para la llegada de la noche, una eternidad, él solo con dos chiflados borrachos, y uno de ellos con un revólver! La desesperación le hizo mirar de reojo la botella de whisky. Morgan se dio cuenta.

– Sírvete. Aquí no se lleva la modestia.

Y Kannick bebió. Era su única posibilidad de huir. El primer sorbo le produjo una explosión interna, que empezó arriba y luego se abrió camino hacia el estómago con un ardor intenso. Jadeó y se secó algunas lágrimas.

– Otros tres o cuatro tragos -dijo en tono amable Morgan, que estaba sentado en el suelo, chupándose los dedos-. La sensación de bienestar llega poco a poco. Cuéntanos por qué estás en un reformatorio.

– No lo sé -contestó Kannick un poco cortante, de lo cual se arrepintió enseguida. Tal vez lo había ofendido.

– ¿Así que no tienes ni idea de por qué los adultos te han metido allí? No está mal. ¿Tú crees que yo echo la culpa a mi madre por ser un atracador de bancos? ¿Y crees que Errki echa la culpa a la suya de estar mal de la cabeza?

Kannick lanzó una mirada a Morgan. ¿Atracador de bancos?

– Lee el texto de su camiseta. Supongo que echa la culpa a «los otros».

Morgan levantó las cejas.

– ¿Estás vacilando o qué? ¡Errki, defiéndete, joder!

– ¿Me han atacado? -preguntó Errki con sencillez. Estaba sacándose una piedra de la suela de la zapatilla de deportes. Luego quitó el cordón para atárselo alrededor del muslo. Seguía sangrando. Kannick se retorció sobre el diván, necesitaba toda la anchura para él. Estaba esparcido como un flan y, cada vez que se movía, los muelles crujían. Morgan se sintió de repente mareado y aturdido. ¿Qué estaban haciendo realmente? ¿Cuánto tiempo iban a quedarse allí sentados? Por alguna razón, no soportaba la idea de quedarse solo. No aguantaba la idea de que los encontraran y los enviaran a cada uno a un sitio, de que Errki desapareciera y nunca volviera a verlo. Morgan no tenía a nadie más. Esa habitación calurosa y sucia, la borrachera del whisky, la voz baja y agradable de Errki, y ese chico gordo mirando al suelo… no quería que se terminara. Solo pensarlo le hacía perder el aliento. Aturdido, cogió la botella.

– Raíz, tallo y hoja -murmuró.

Kannick comprendió que los dos estaban completamente chiflados. Quizá se hubieran fugado juntos del manicomio. Dos bombas de relojería. Más valía estarse quieto.

Respiró lo más ligero que pudo. Errki se había alejado y estaba sentado con la espalda apoyada contra el viejo armario destrozado. Todo estaba tranquilo. Los tambores y las gaitas por fin se habían callado. Descansaba con las manos sobre el revólver.


Un leñador giró su Massey Ferguson rojo y cruzó por delante del mirador. Se dirigía al pequeño camino forestal para aparcar y entonces descubrió asombrado la lona verde. A continuación apagó el motor y salió del coche.

Apartó la tela verde y lisa del techo del coche y miró adentro. Vacío. Excepto un frasco con tapón de rosca en el suelo del asiento delantero. Abrió la puerta, cogió el frasco y leyó lo que ponía en la etiqueta. Trilafón, 25 miligramos, mañana, mediodía y noche. Recetado a un tal Errki Johrma por la doctora S. Struel. Un coche blanco y pequeño abandonado. Abierto. Recordó haber oído algo de un atraco esa mañana, lo habían dicho en las noticias. El coche era un Renault Megane. Volvió al tractor, dio la vuelta y regresó a casa.

Menos de una hora más tarde, llegaron dos coches al lugar. Cinco hombres y tres perros bajaron de él. Los tres pastores alemanes gruñían y ladraban excitados. Primero salió Sharif, un macho de cinco años que tenía erizados el pelo, las orejas y todos los sentidos. Luego Nero, un poco más claro y ligero, e igual de intranquilo que Sharif. Tiraba de la correa y quería ponerse en marcha ya. El tercero tenía el pelo más largo y movimientos más lentos. Con ocho años, ya se encontraba peligrosamente cerca de la jubilación. Se llamaba Zeb, y su amo, Ellmann. Cada vez que salían a patrullar, Ellmann pensaba que tal vez sería la última. Bajó la vista y miró la oscura cabeza del perro. El tiempo se le estaba agotando. No sabía si quería volver a empezar con uno nuevo. Le parecía que después de Zeb, cualquier otro animal sería un retroceso.

El punto de partida era malo: un bosque seco del que se había evaporado toda la humedad, y que, por consiguiente, no conservaba las huellas mucho tiempo.

Sharif se lanzó dentro del coche abandonado. Olfateó el asiento delantero y el suelo de fieltro bajo las alfombrillas de goma. Luego se pasó al otro asiento. No paraba de mover el rabo. Después salió del coche y se puso a olfatear la tierra seca, sin dejar de mover el rabo. Fue hacia el sendero. Los otros perros lo siguieron. El procedimiento se repitió. Los hombres miraron hacia el tupido bosque y luego se hicieron un gesto con la cabeza. Los perros los seguían atentos con la mirada, esperando la palabra mágica, la palabra clave.

Los hombres iban armados. Esa dura pesadez del cinturón proporcionaba seguridad y miedo a la vez. La misión tenía mucha emoción. Con cosas como esa habían soñado cuando eran jóvenes policías y solicitaron entrar en guías caninos. Los tres eran hombres adultos, si tener entre treinta y cuarenta es ser adulto, como solía comentar Sejer secamente, aunque con humor. Habían buscado muchas cosas a lo largo de sus años de servicio y también habían encontrado mucho. Les encantaba ese silencio del bosque, la incógnita, la colaboración con los perros, el sonido del jadeo de los animales, de ramas que se partían, de hojas que crujían, y el zumbido de miles de insectos. Todos los sentidos en alerta, la mirada siempre clavada en el suelo para captar cada detalle, alguna colilla, una rama rota, restos de una hoguera… Había que estudiar a los perros, fijarse en si movían el rabo enérgicamente o si, de repente, lo bajaban y todo se detenía. A la vez, esperaban noticias de la Comisaría que dijeran que habían encontrado a esos dos tipos en otro sitio, que el atracador había vuelto a atracar, que habían encontrado sano y salvo al rehén o que estaba tirado en una cuneta, con el cráneo destrozado. Todo era posible. Lo de no saber era lo que les estimulaba, el que ningún día se pareciera a otro. Encontrar a alguien colgado de un árbol o sentado, apoyado en un tronco, agotado, feliz de que por fin lo hubieran encontrado, o muerto por una sobredosis. Y luego el desahogo. La tensión que desaparecía. Pero esto de hoy era distinto. Dos individuos huyendo, seguramente desesperados.

¡Busca!

¡La palabra mágica! Los perros reaccionaron al instante. Unos segundos más tarde, estaban dando vueltas justo en el punto donde nacía el sendero. Se pusieron en camino a toda prisa, absortos en su única misión: seguir el olor encontrado en el coche. Ellmann susurró: «No cabe duda. Los perros están sobre una pista».

Los demás asintieron conformes. Con sus impresionantes músculos, los perros los condujeron hacia arriba. Todos iban sueltos. Sharif encabezaba el grupo. Los hombres los seguían jadeando, los monos les daban mucho calor. Los perros iban siempre juntos. Habían bebido hasta saciarse antes de iniciar la marcha y tenían una resistencia que los hombres solo podían envidiar. Los policías estaban muy entrenados debido al trabajo con los perros. Año tras año, un entrenamiento durísimo. Pero ese maldito calor los dejaba sin fuerzas. ¿Hasta dónde podrían haber llegado los dos hombres?

El bosque estaba como muerto, pedía agua a gritos. Llevaban mapas y podían ver la dirección en la que iban los senderos, dónde estaban los viejos asentamientos. Uno de los hombres se puso a buscar un chicle en el bolsillo, a la vez que seguía a Nero con la mirada. El hocico del perro rastreaba sin cesar, siempre en la misma dirección. Alguna que otra vez daba una pequeña vuelta, como si quisiera regresar al punto de partida. Pero luego continuaba. Sharif seguía delante. La cabeza y parte del lomo eran negros, el pelo brillaba bajo el sol crepuscular. El rabo tenía una franja dorada y las patas eran anchas y fuertes. Para esos hombres no había nada más hermoso que un pastor alemán bien cuidado. Era el perro, ese era el aspecto que debía tener un perro. Al cabo de quince minutos cambiaron y dejaron que Zeb fuera delante. Inmediatamente, a los perros se les despertó el instinto competidor y se concentraron otra vez, aunque empezaron a dudar y dejaron de mover los rabos, ya no olfateaban con tanta diligencia. Nero y Sharif no sabían si avanzar o retroceder. Los hombres fueron pacientes. Aprovecharon la ocasión para descansar un poco tras la laboriosa subida. Se encontraban en lo alto de una colina, desde donde podían ver la carretera principal y la barrera.

– Estoy seguro de que hicieron una pausa aquí -dijo Sejer en voz baja.

Los demás estuvieron de acuerdo. Desde aquí echarían un vistazo a la barrera y a la patrulla, y luego seguirían, ¿pero en qué dirección?

– Aquí hay una colilla.

Skarre la recogió.

– Un cigarrillo liado. Papel Big Ben. -La metió en una bolsa de plástico y se la guardó en el bolsillo. Siguió buscando, pero no encontró nada más.

– Dejemos a Zeb que continúe, y a los otros los ponemos a dar vueltas -sugirió Ellmann.

Nero y Sharif empezaron a rastrear a ambos lados del sendero en un diámetro de unos cincuenta metros y Zeb seguía avanzando en línea recta, pero las señales eran difusas. El perro ya no se mostraba tan interesado, a veces se detenía y parecía poco concentrado. Miraron hacia atrás. Seguro que no habían ido a la granja de la víctima, pero puede que se hubieran dirigido a los viejos asentamientos. Era bastante probable que con ese calor hubieran entrado a descansar en una de las viejas granjas de verano. En ese caso, los perros encontrarían más huellas allí que en ese terreno seco.

El bosque estaba muy tranquilo, no como en el otoño, con la caza y la recogida de bayas. Además, hacía demasiado calor para ir de excursión si uno no estaba obligado, le pagaban por ello o padecía un incurable afán de aventuras, de ese que se mete en la sangre como hormigas minúsculas, sin dejar descansar al que lo sufre.

Sejer se pasó la mano por la frente y comprobó que llevaba el arma. En los entrenamientos le salía muy bien, pero sospechaba que eso no le ayudaría si se produjera un tiroteo. Le preocupaba. Una sola decisión equivocada podría acarrear consecuencias fatales. Suspensión de empleo, invalidez, muerte, cosas terribles. Por alguna razón se sentía vulnerable, como si la vida le importara de una forma diferente. Se esforzó por pensar en otra cosa y aceleró el paso. Miró a Skarre, que se había tapado la frente con la visera para protegerse del calor.

– Dios sabe lo que puede haberle pasado a ese pobre del manicomio -murmuró Sejer.

– Creo que hay las mismas razones para temer por el otro -dijo Skarre, mirándolo de reojo.

– No sabemos si realmente lo hizo él. Solo que estuvo allí.

Skarre llevaba gafas con montura metálica y cristales de sol sueltos y colocados encima de los fijos.

– Mira a tu alrededor -dijo-. No es un lugar muy concurrido, ¿verdad?

– Lo digo solo para ser ecuánime. Digamos que los dos están en igualdad de condiciones.

– Excepto que uno de los dos va armado -objetó Skarre.

Siguieron andando. Los perros se adentraron en la amplia zona forestal. A veces atravesaban tupidos matorrales, en otras partes, el sendero estaba abierto y despejado. La sangre ardía en los cuerpos de los perros. La luz era hermosa, dorada y rebosante, y los matices verdes de los árboles infinitos: oscuros en la profundidad de las sombras, dorados en las partes más despobladas; ramas de abetos; hojas caducas, unas suaves, otras ásperas; agujas que pinchaban, hierbas que les acariciaban los pies; ramas que les golpeaban en la cara, insectos que se posaban en ellos. Pronto dejaron de ahuyentarlos, costaba demasiado esfuerzo. Solo en una ocasión, Skarre intentó defenderse de una colérica avispa que quería adentrarse en su pelo rizado. Más adelante se detuvieron a beber en un arroyo del que manaba poca agua. Dejaron beber a los perros, y los hombres se refrescaron con agua helada la cara y la nuca. Los animales seguían concentrados en su misión y en el olor de esos dos hombres a los que estaban buscando, aunque fuera débil. Eran resistentes y enérgicos, no resignados, como los seres humanos cuando tienen que andar mucho. Tal vez los fugitivos estuvieran descansando en alguna sombra, con los pies metidos en un charco. La idea de un chapuzón penetró en la mente de todos. Era ridículo, pero se les había metido en la cabeza y no podían rechazarla. Agua helada y burbujeante, sumergir el cuerpo ardiendo, quitarse el sudor del pelo.

– En Vietnam -dijo Ellmann de repente- cuando los americanos atravesaban los bosques a la hora más calurosa del día, sus cerebros comenzaban a hervir bajo los cascos.

– ¿Hervir? ¡Venga ya!

Sejer hizo un gesto de resignación.

– Nunca volvieron a ser los mismos.

– Nunca volvieron a ser los mismos, hirviesen o no sus cabezas. Pero en serio -se volvió hacia ellos-, ¿creéis que sería posible?

– Claro que no.

– Pero tú no eres médico -dijo Skarre, colocándose bien la gorra.

Se rieron. Los perros seguían su camino, indiferentes a la conversación de los hombres. A veces olfateaban hacia los lados. Andaban despacio, pero manteniendo el rumbo. El grupo de hombres pensaba que los fugitivos habrían preferido seguir un sendero a intentar abrirse paso a través del impenetrable bosque.

– Los encontraremos -afirmó Sejer con resolución.

– Se me ocurre pensar -dijo Ellmann, siguiendo a Zeb con la mirada y dejando escapar un suspiro- en lo trágico del destino del varón.

– ¿Qué dices? -preguntó Skarre volviéndose.

– La testosterona. Lo que hace agresivo al hombre es la testosterona, ¿no?

– ¿Sí, y qué?

– Eso hace que casi nunca busquemos a mujeres en estas excursiones. ¡Os imagináis lo ligeras de ropa que irían con este calor!

Sejer sonrió entre dientes. Luego pensó en Sara. En el círculo de sus ojos. Skarre descubrió esa repentina expresión en la cara de Sejer.

– ¿Preocupado, Konrad?

– Bueno, voy tirando.

Los hombres estaban de un excelente humor. De pronto, una avioneta blanca y brillante apareció en el cielo azul. Sejer la miró con añoranza. Haría más fresco allá arriba y soplaría más el aire. Se imaginó a sí mismo dentro de la avioneta con el paracaídas a la espalda, abriendo la puerta y mirando a la tierra. Luego se tiraría, primero en caída libre, antes de empezar a volar agradablemente sobre una columna de aire.

– ¿La ves, Jacob? -preguntó, volviéndose y señalando con el dedo.

Skarre miró preocupado la avioneta. Su imaginación se puso a trabajar con energía.


– ¿Alguien tiene un espejo?

Morgan intentó mirarse la nariz, poniéndose bizco.

– El que tiene amigos, no necesita espejo -dijo Errki con voz poco clara desde su sitio junto al armario.

– Este tío es increíble, tiene respuesta para todo -dijo Morgan, mirando a Kannick.

– Tengo uno en la maleta -contestó Kannick en voz baja. Todavía le costaba mirar a Errki a los ojos. Tal vez en ese momento estuviera ideando una manera asquerosa de matarlo. Tenía una cara muy extraña.

– Cógelo, Errki -ordenó Morgan.

Errki no contestó. Sentía una agradable somnolencia y un placentero cansancio. Morgan desistió. Salió a la escalera donde estaba la maleta y la arrastró dentro de la casa, con arco y todo. Rebuscó entre flechas y otros objetos, y encontró el espejo. Era pequeño, cuadrado, tal vez de diez por diez centímetros. Vaciló antes de acercárselo a la cara.

– ¡Hostia! ¡Es lo más horrible que he visto en mi vida!

A Kannick no se le había ocurrido que Morgan no se hubiera visto la nariz. Y era verdad. Tenía una pinta horrible.

– ¡Está infectada, Errki! ¡Lo sabía! -Morgan pateó el suelo con el espejo en la mano.

– El mundo entero está infectado -murmuró Errki-. Enfermedad, muerte y miseria.

– ¿Cuánto tiempo tarda en desarrollarse el tétanos? -preguntó Morgan. El temblor de su mano hizo vibrar el espejo.

– Varios días -contestó Kannick.

– ¿Estás seguro? ¿Sabes algo de eso?

– No.

Morgan suspiró como un niño de morros y tiró el espejo. Verse la nariz casi acabó con él. Ya no le dolía tanto, y tampoco tenía náuseas. Solo estaba muy flojo, pero eso se debía a otras cosas. La falta de agua, por ejemplo. Tendría que pensar en algo distinto. Clavó la mirada en Kannick y entornó los ojos.

– De manera que has sido testigo de un asesinato. ¡Háblame de ello! ¿Qué te pareció?

– No -dijo-. No fui testigo -contestó Kannick abriendo los ojos como platos.

– ¿Ah, no? Pues lo dijeron en la radio.

Fue como si Kannick quisiera esconder la cabeza.

– Solo lo vi marcharse corriendo -susurró.

– ¿Está ese hombre presente en la sala? Levante la mano y señale ante el jurado a esa persona -dijo Morgan en tono solemne.

Kannick no paraba de entrelazarse las manos. Jamás en la vida señalaría a Errki.

– ¿Tuviste que chivarte a la policía?

– No me chivé. Me interrogaron. Me preguntaron si había visto algo. No hice más que responder a sus preguntas -se defendió Kannick.

Morgan se inclinó hacia él para oír mejor.

– No mientas. Claro que te chivaste. ¿Conocías a esa mujer?

– Sí.

Errki había ladeado la cabeza. Daba la impresión de estar dormido.

– No lo pudo remediar -dijo Morgan-. Está mal de la cabeza.

– ¿Mal?

– Ni siquiera lo recuerda.

– ¿No recuerda nada?

– Tal vez ni siquiera recuerde que lo tomé como rehén cuando atraqué el Banco Fokus esta mañana.

Miró sonriente al chico.

– Lo tenía a mano en el banco y lo necesitaba para escapar. ¿Sabes una cosa? -Morgan se rió de nuevo-. Atracar un banco y coger a un rehén es como comprar un huevo Kinder sorpresa. Algunos tienen suerte y les toca una figura entera. A mí solo me ha tocado un montón de piezas sueltas para componer.

Por un instante se olvidó de la nariz.

– No recuerda nada. Y además, solo actúa cumpliendo órdenes de sus voces interiores. Tú no puedes entender esas cosas. Hay que sentir pena por Errki. ¿Sabes? -Se acordó de repente, se volvió a sentar en el suelo y miró muy serio a Kannick-. Cuando yo era pequeño, iba a la guardería. Cada mañana teníamos una pequeña reunión. Teníamos que sentarnos en el suelo en círculo mientras una de las profes nos leía o cantaba. Hacíamos un ejercicio -intentó recordar y una sonrisa se dibujó en sus labios- que consistía en captar un pensamiento. La profe nos miraba profundamente a los ojos y susurraba: ¡Pensad en algo! Y pensábamos tanto que nos crujían las cabezas. Luego gritaba: ¡Captadlo, captadlo! En ese momento, alargaba la mano como para captar uno de ellos. Y nosotros hacíamos lo mismo.

Se tomó un descanso antes de proseguir.

– ¡Sujetadlo! -gritaba y nosotros apretábamos la mano, muertos de miedo por si se nos escapaba. Y claro que se nos escapaba porque, cuando abríamos las manos, no había nada en ellas, solo mierda y sudor. Se suponía que era un ejercicio de concentración, pero siempre acabábamos desesperados. Joder, las cosas tan raras que hacen los adultos con los niños.

Sacudió la cabeza al pensar en ello.

– Errki tiene el mismo problema. O está aturdido y no llega a captar sus pensamientos, o piensa la misma cosa una y otra vez. Eso se llama tener ideas compulsivas. Yo sé de esas cosas porque he trabajado con gente así.

Oyeron a Errki gruñir por lo bajo junto al armario.

– ¿Sabes por qué me mordió la nariz?

– Ni idea -contestó Kannick.

– Quise que se metiera en esa laguna de allí abajo y no quiso. No sabe nadar. No le gusta que le demos la lata. No le des la lata. De repente se tiraría a tu oreja o a cosas peores.

– ¿Puedo marcharme ya?

La voz de Kannick era como un hilo. Hablaba lo más bajo que podía para que Errki no lo oyera.

Morgan elevó los ojos al cielo.

– ¿Que si puedes irte? ¿Por qué coño vas a irte? ¿Vas a tenerlo más fácil que nosotros? ¿Te lo has merecido? Este es nuestro destino -dijo muy serio-, estamos atrapados aquí, esperando a que la policía nos meta en chirona. Pero nos negamos a entregarnos voluntariamente porque somos orgullosos y valientes, y no nos entregaremos sin luchar.

La voz de Morgan estaba llena de carga emocional, provocada por la borrachera. Habla como Jerónimo, pensó Kannick con tristeza. No solo Errki estaba loco. Los dos estaban locos. Puede que él mismo también estuviera loco. También estaba en una institución. No exactamente en un manicomio, ¿o era un manicomio? De pronto se sintió muy desanimado e intentó tragar saliva para hacer desaparecer una especie de nudo que le estaba creciendo en la garganta. En cierto modo ese era su sitio, con esos dos hombres. Lo sabía.

– ¿Tu madre vive? -preguntó de repente Morgan. Había sacado la flecha de Kannick de la pared y la estaba estudiando.

– Creo que sí -dijo el chico desafiante.

– Pero mira cómo habla.

Morgan era sarcástico.

– ¿Tan amargado estás, chico? No creas que vas a hacerme creer que no sabes si tu madre está viva o muerta. La mía está jubilada por enfermedad. Y tengo una hermana que tiene un salón de belleza.

– Entonces ella puede arreglarte la nariz.

– Deja la ironía para otra ocasión. Mi hermana está bastante bien situada. ¿Tu madre vive, Kannick?

– Sí.

– ¿A costa del Estado?

– ¿Eh?

– Digo si tiene trabajo o recibe una pensión.

– No lo sé.

– ¿Te envía dinero?

– Solo algún paquete de vez en cuando.

– Voy a darte un consejo para tu próximo cumpleaños. Pídele un paquete de Nutrilett. [1]

Kannick no sabía lo que era Nutrilett. Se quedó pensando en su madre, a quien veía muy de tarde en tarde. Iba cuando Margunn la llamaba para darle la lata. Solía llevarle chocolate. A Kannick le resultaba difícil recordar su cara, nunca hablaban mucho.

En realidad, la madre no lo veía, no lo miraba, solo alguna que otra vez y un momento, entonces se estremecía y daba un paso atrás del susto. De repente se acordó de un episodio que había ocurrido hacía mucho tiempo. Él iba a cuarto de básica y llegaba del colegio. Se paró en la puerta de la cocina y la miró. Parecía distinta. El pelo le había crecido de repente treinta centímetros durante el tiempo que él había estado en clase.

– ¿Te has comprado una peluca? -tartamudeó.

Ella tiró la revista que estaba leyendo y lo miró de mala gana.

– Claro que no. Es pelo de verdad, me lo han pegado.

– ¿Cómo dices?

Kannick se sorprendió tanto que se dejó caer sobre la silla. Y no era solo el pelo. Las uñas también se le habían alargado de repente, las tenía rojas y resplandecientes, como la pintura de un coche recién abrillantado.

– ¿Cómo pegado? -preguntó con curiosidad-. ¿Está fijo?

– Sí. Durará semanas.

Y se echó el pelo hacia atrás, como para demostrarlo. La nueva melena le había dado una nueva dignidad. La expresión de su cara era distinta, el porte más elegante, se movía como una reina.

La tentación pudo con él. Se lanzó sobre la mesa, y, con la mano sucia, le agarró la punta de uno de los mechones rubios y tiró con fuerza de él. No se soltó, era increíble.

– ¡Idiota! -gritó ella, levantándose de la mesa-. ¿Sabes lo que me ha costado?

– Has dicho que estaba fijo.

– Pero tú has tenido que intentar destrozarlo, ¿verdad?

– ¿Quién te lo ha hecho? -quiso saber Kannick.

– El peluquero.

– ¿Cuánto te ha costado? -preguntó malhumorado.

– Te gustaría saberlo, ¿verdad? Pues no tienes por qué saberlo. Tú no ganas nada.

– No, ni siquiera me das una paga.

– ¿Para qué quieres tú una paga? ¡Nunca me ayudas en nada!

– Tampoco me lo pides nunca.

La madre se inclinó de repente sobre la mesa de la cocina, mirándolo desafiante.

– ¿Sabes hacer algo, Kannick?

Kannick hurgó un instante con la uña en una mancha de mermelada del mantel. No se le ocurrió nada, ni una sola cosa. Leía bastante mal y se le daba fatal jugar a la pelota. Pero a tirar flechas no le ganaba nadie. Eso no lo mencionó.

Más tarde, su madre estaba en la ducha, con el nuevo pelo cubierto con un gorro de plástico. Él hurgó en su bolso, aunque sabía que no tenía el dinero ahí, era más lista que Margunn y se lo llevaba a la ducha. Pero Kannick encontró el recibo de la peluquería. Le resultó difícil leer la letra de adulto, pero por una vez se esforzó. Extensiones de cabello. Uñas postizas. Pagado coronas dos mil trescientas. Kannick estuvo a punto de perder el aliento. Entró torpemente en el baño y tiró con fuerza de la cortina de la ducha.

– ¡Habría sido suficiente para una bici! -gritó-. ¡Todos los chicos tienen bici!

Ella tiró de la cortina hacia dentro y siguió duchándose.

– El pelo crece solo -gritó Kannick-, ¡y es gratis!

– No te metas en mis cosas -contestó la madre-. Necesitas un padre que te tenga a raya. No puedo encontrar a un hombre decente si parezco una bruja. Tengo que arreglarme un poco. Lo hago por ti.

Kannick pudo ver el contorno de su cuerpo a través de la cortina blanca. No le costaría gran esfuerzo sacarla de allí si quisiera. Podría acercarse al lavabo y abrir el grifo del agua fría, entonces el agua de la ducha saldría muy caliente, y ella se quemaría. Pero no tenía fuerzas. Era un viejo truco… De repente se sintió muy cansado. Apoyó la frente en las rodillas y suspiró. También tenía hambre. Esos dos se habían comido su chocolate. Y sin embargo, sus pensamientos regresaban constantemente al pasado. Un día llegó a casa antes que ella y buscó la caja con el desatascador del desagüe en el armario de la cocina. De repente, se le ocurrió una idea divertida. Sabía muy bien cómo funcionaba. Unos granos azulados que había que echar en la pila cuando estaba atascada, lo que ocurría con demasiada frecuencia. En contacto con el agua, se convertían en un gas corrosivo y maloliente. Cogió un cartón de leche vacío, lo enjuagó bien, echó unos granos en el fondo, fue al cuarto de baño, levantó la rejilla que cubría el desagüe de la ducha, colocó el cartón dentro y volvió a ponerla en su sitio. Jamás olvidaría los gritos de su madre cuando fue a ducharse. Abrió el grifo del agua caliente y el gas venenoso llenó todo el cuarto de baño. Salió disparada, tosiendo y carraspeando, mientras gritaba las palabras más feas que sabía, y eran muchas. Kannick había construido su propia cámara de gas.

Morgan interrumpió sus pensamientos.

– ¿Qué más tienes en esa maleta? ¿Tienes por ejemplo algo que pueda servir de vendaje?

Kannick se quedó pensando. Tenía nueve flechas de distintas clases, una cuerda de repuesto, fijadores de culatines con un tubo de pegamento, cera para cuerdas, tenazas y una gamuza para limpiar el visor.

– Una gamuza -dijo.

– ¿Es suficientemente grande para mi nariz?

El chico echó un vistazo al trapo.

– Sí.

Morgan se levantó y fue hasta la maleta. La gamuza era amarilla y suave, parecida a las que se usan para sacar brillo a los coches. Kannick miró a Morgan.

– Lo único que vas a conseguir con eso es que la herida se te llene de pelusa.

– Me importa un carajo. Quiero taparla con algo. Noto cómo el aire toca la herida cuando muevo la cabeza y no lo aguanto. Veo que también tienes celo. Me puede servir. ¡Ayúdame! -dijo, agitando el trapo.

A Kannick le costó un poco, pero hizo lo que pudo con sus dedos gruesos. Le colocó el trapo y cortó el celo con los dientes. Quedó sólido como el banco.

– Elegante -comentó.

– Vamos a divertirnos un poco más -dijo Morgan con voz ronca, cogiendo de nuevo la botella-. ¡Con una botella y una chica, el tiempo pasa volando! -añadió, guiñando un ojo a Kannick.

Errki estaba dormido. Morgan tenía una pinta muy rara con la gamuza amarilla tapándole la nariz. Su madre también solía ponerse algo parecido, los primeros días de sol de la primavera, para no quemarse la nariz, pensó Kannick. Se tumbaba boca arriba en la parte de atrás de la casa, con los muslos separados, para que el sol le diera en todas partes. Kannick la miraba de vez en cuando de reojo. Podía ver un poco del vello rizado y negro en la parte de más adentro. Allí había estado el polaco, y allí lo habían engendrado a él, a Kannick. No es que la madre lo hubiese admitido directamente, pero él lo sabía de todos modos. Intentó recordar el momento preciso en que lo supo, pero no lo logró. Luego pensó en Karsten y Philip. Puede que estuvieran buscándolo. ¿Y si de repente aparecieran por allí? ¡Tal vez entraran, sin más! De vez en cuando miraba de reojo a los dos hombres. Se preguntó de qué habrían estado hablando. No entendía muy bien cómo Errki podía ser el rehén si era el que llevaba el arma. A Morgan no parecía preocuparle. Aceptó la botella y bebió un trago antes de devolvérsela al otro. Ya no le quemaba la garganta. Estaba casi anestesiado, con el cuerpo entumecido y curiosamente inerte. Tendría que escaparse de allí antes de que se durmiera.

– ¿Puedo marcharme? -preguntó en voz baja mientras miraba de reojo a Errki en el rincón.

– Errki decide -dijo Morgan escuetamente-. Él es quien manda en esta casa, y en este momento está dormido. Haz el favor de hacerme compañía. Puedo vivir mucho tiempo de una albóndiga como tú -concluyó.

Los dos empezaban a estar muy borrachos. Morgan era ya incapaz de recordar lo que estaba haciendo o qué planes tenía. Le gustaba esa habitación silenciosa y sombría en comparación con la cegadora luz de fuera, y le gustaba oír la respiración de Errki desde el rincón. Uno no debía tener planes. Nada de preocuparse por la hora. Solo estar sentado tranquilamente, dejando volar los pensamientos. El chico obeso se había encogido en el suelo. Fuera, no se oía ningún ruido. Nada de pájaros ni viento silbando en los árboles. El whisky estaba menguando peligrosamente. Eso le preocupaba un poco. Pensó que, en unas horas, volvería a estar sobrio y antes o después tendría que levantar ese cuerpo gordo del suelo y hacer algo, pero no sabía qué. Tenía dinero, pero nada de fuerzas para marcharse de la casa y volver a la carretera. Tampoco tenía amigos, excepto uno que estaba en chirona por un atraco a una oficina de correos y al que pronto soltarían. Él, Morgan, conducía el coche. Escaparon en el último momento y se separaron en cuanto estuvieron a salvo. Dos días más tarde detuvieron a su amigo, alguien lo había delatado después de ver las fotos que emitió la televisión. El muy tonto estaba endeudado y alguien había encontrado por fin la ocasión de vengarse. Había escondido el arma en el bosque, según dijo, pero encontraron el dinero, casi sin tocar, en su apartamento. Nunca delató a Morgan y eso le pareció impresionante e increíble. Había resistido la presión de la policía y asumido el castigo solo. ¡Nunca nadie había hecho algo así por él! Más tarde, le invadió la sensación de tener una deuda que jamás podría devolver. Y luego, esa insinuación en la sala de visitas:

Cuando salga no tendré nada. ¿Podrías remediarlo de alguna manera?

El atraco al Banco Fokus fue solo el principio. Cien mil coronas, la mitad para cada uno, no durarían mucho tiempo. Conocía al otro, conocía su afición por la bebida. En cuanto se hubiese acabado el dinero, volvería de nuevo. Morgan pensó desalentado que habría sido mejor que también lo hubieran cogido a él. Le zumbaba el cerebro. Tal vez estuviera a punto de volverse loco como Errki. Esta era la primera voz, un insecto que volaba en círculos queriendo salir.


Se despertó y parpadeó aturdido. Kannick estaba dormido a su lado. La barbilla se le había caído sobre el pecho, presionando la papada con una increíble masa de piel y grasa. Estiró sus piernas entumecidas y se tocó la cabeza. La nariz no le dolía tanto como antes, se le había quedado casi insensible. Quizá estuviera ya muerta y pronto se desprendería cayendo como una fruta madura.

Kannick abrió los ojos. Fuera vio la luz azul.

– Es tarde ya -susurró Morgan.

– Tengo que irme a casa -dijo Kannick perplejo-. Me estarán buscando.

Morgan miró a Errki, intentando localizar el revólver. Lo tenía metido en la tirilla del pantalón. Se levantó despacio, tambaleándose un poco para recobrar el equilibrio y fue hacia el armario. Se detuvo un instante y se quedó pensando. Luego se agachó. El rincón estaba ya bastante oscuro. Puso una pierna a cada lado del cuerpo dormido y vaciló al meter la mano en la tirilla del otro. De repente, resbaló en algo pegajoso y resbaladizo y cayó sobre Errki, con la barbilla en sus rodillas. En dos segundos se había vuelto a levantar con una expresión aturdida.

– ¡Joder!

Kannick se sobresaltó y parpadeó.

– ¿Qué pasa?

– ¡Hay sangre por todas partes! ¡Ha sangrado como un cerdo!

Kannick sintió el miedo rozarle los hombros.

– ¡Errki!

Morgan gritó y retrocedió.

– ¡Se ha desangrado! ¡Está frío!

– ¡No! -gritó el chico con voz ronca. Kannick logró incorporarse, pero enseguida tuvo que apoyarse contra la pared.

– ¡Está muerto!

Como en una pesadilla, Kannick vio a Morgan, que se volvía lentamente para mirarlo.

– ¿Te das cuenta de lo que has hecho? Has matado a Errki con tu arco. ¡Qué putada, Kannick!

Kannick sacudió la cabeza. De su boca salió un sonido, un grito que se disolvió antes de haberse formado del todo.

– Solo le di en la pierna -tartamudeó.

– Le diste en una vena de la ingle. Tal vez en la arteria.

Morgan retrocedió aún más mientras seguía con la mirada clavada en Kannick.

– Ya he tenido bastante. ¡Me voy de esta casa de locos!

Se tambaleó. Necesitaba el revólver, pero para cogerlo, tendría que tocar el cuerpo muerto y tal vez mancharse las manos de sangre.

– ¡No! ¡Tienes que ayudarme!

Kannick se aferró a la pared de troncos y se echó a llorar.

– ¡No fue a propósito! Él abrió la puerta, no pude evitarlo. Tienes que contarles cómo fue. ¡Nadie más lo vio!

Morgan se detuvo. Ese chico obeso y desesperado lo conmovió. Tragó saliva varias veces, echó otro vistazo al cuerpo muerto y se sentó en el suelo.

– Yo ya lo tengo bastante mal de antes. He atracado un banco y cogido un rehén. Me impondrán una larga condena.

– ¡Podemos tirarlo al agua y decir que se largó!

Kannick se retorció las manos, fuera de sí.

– No quería hacerlo. ¡Fue un accidente! ¡Vamos a tirarlo al agua!

– Habrá que contarles a los maderos cómo ocurrió exactamente. Pero ahora tengo que largarme.

Los ojos de Morgan se estrecharon. Su cerebro intentó concentrarse en buscar una manera de escapar.

Kannick se convirtió en un mar de lágrimas, una lluvia de desesperación.

– No sirve de nada tirarlo al agua -dijo Morgan desconcertado-. Este lugar está lleno de sangre. Hay un charco enorme.

– Podemos taparlo con el armario.

– No servirá.

– ¡Por favor!

– Nos están buscando. Puede que lleguen muy pronto. No tenemos tiempo. No podemos bajarlo hasta la laguna sin mancharnos de sangre, eso no sirve, Kannick. Además, eres demasiado joven para ir a la cárcel. Te salvarás igual que Errki por el asesinato de la vieja, porque está loco. Pero yo -gritó golpeando el suelo con los puños-, yo no me libraré de nada, joder. ¡No tengo ni una maldita excusa!

Gimió y se tiró del pelo, intentando recordar cómo había empezado el día. Le pareció que había durado una eternidad, toda una vida. Le sobrevino una tremenda parálisis. El cerebro no le funcionaba. Ese jodido alcohol tenía la culpa. Kannick estaba sollozando en el suelo.

– Detrás de la casa hay una cuesta muy empinada -dijo sollozando-. Podemos tirarlo y dejar que baje rodando.

– ¡Jesús! ¡No aguanto más!

Kannick se levantó, atravesó la habitación y empezó a sacudirle enérgicamente.

– ¡Tienes que hacerlo! ¡Tienes que hacerlo!

– ¡No tengo que hacerlo!

– Lo hacemos juntos y luego nos escapamos juntos. ¡Tenemos que hacerlo! -Y añadió, porque se le ocurrió de repente-: Nadie va a echarlo de menos.

– No es verdad -dijo Morgan en voz baja-. Yo sí que voy a echarlo de menos.

Se puso a mirar por la ventana mientras lloraba sin consuelo. El paisaje le pareció difuso. Tenía que escapar de ese lugar, volverse loco como Errki. Notó que podía empezar a balbucear si quería, sumergirse y desaparecer del mundo, mirar extrañado a los que hablaban porque ya no entendía lo que decían. No preocuparse por nada, dejarlos con sus cosas. No me importa. Esta sociedad es demasiado jodida. Hay que tener en cuenta demasiadas cosas, como aquel chantajista que estaba esperando en la cárcel o ese niño obeso e infeliz que tenía delante.

– ¡Tenemos que hacerlo! -gritó Kannick.

Morgan dejó caer la cabeza sobre el pecho. Oyó la respiración entrecortada de Kannick y, a lo lejos, otro ruido que se acercaba lentamente, unos perros que ladraban en la distancia.

– Es demasiado tarde -gimió-. Alguien viene.


Sejer estudió el mapa.

– Nos estamos acercando a una vieja granja de verano -dijo examinando el paisaje con los ojos entornados-. Apuesto a que están escondidos en una de estas viejas casas de por aquí.

– ¿Qué haremos cuando los encontremos? -preguntó Skarre.

Sejer los miró uno por uno.

– No me gustan mucho los dramas. Opto por detenernos a una distancia prudencial y gritar, explicarles cuántos somos y que estamos armados.

– ¿Y si sale con el rehén delante, apuntándolo en la sien con el revólver?

– Entonces dejaremos que se marche. De todos modos, no llegará muy lejos. Somos cinco contra dos.

Skarre se secó el sudor.

– Mantened las armas quietas -prosiguió Sejer-. No quiero que tengamos que llevar a ninguno en brazos a casa con este maldito calor. Cuando todo esto haya acabado, tendremos que rendir cuentas de cada minuto por escrito y bajo nuestra palabra de honor. No quiero que miréis siquiera el arma sin mi permiso. Y si cambio de idea, os lo haré saber.

Siguió adelante y los otros fueron detrás. Les gustaba mucho su jefe, pero les parecía que a veces era demasiado prudente. Misiones como esa no eran muy frecuentes. No todos habían querido ir allí, a ese bosque ardiente, pero el sabor a adrenalina era dulce.

– Creo que lo que se ve allí abajo es la Laguna del Cielo -dijo Sejer señalando-. Según el mapa, hay cerca una granja, aunque desde aquí no se ve nada. Me apuesto una ronda a que los perros se dirigen hacia allí.

– No veo ninguna casa.

Ellmann miraba haciéndose sombra con la mano y solo podía ver bosque.

– Tal vez esté detrás de esos árboles. En ese caso no podrán vernos.

Continuaron adentrándose en el bosque. Los perros iban delante. Skarre miraba al cielo de vez en cuando. Tenía que asegurarse de que el Creador los estaba siguiendo con la vista. En ese bosque silencioso había algo amenazador que le hacía dudar. El silencio era nefasto, como si se estuviera preparando un tremendo trueno. Pero no había ni una nube, solo un ligero velo que cubría los árboles. Lenta e inexorablemente, el suelo se estaba vaciando de humedad, y esta subía y se posaba como una bruma lechosa sobre el paisaje. Tal vez esos dos hombres estuvieran buscándolos con la vista desde una ventana abierta, con el arma cargada. O puede que se hubieran fugado hacía tiempo por la colina. El grupo de árboles se iba acercando. No se avistaba ninguna construcción.

Decidieron colocar a Zeb en puesto de escucha. Ellmann llamó al perro, y ataron a los otros dos. Los hombres se quedaron un rato observando al gran animal marrón. Su cabeza oscilaba hacia los lados, las orejas buscaban como dos antenas parabólicas, temblando ligeramente. De pronto se le pusieron tiesas, señalando un punto que los hombres no podían ver. En su cabeza, Ellmann trazó una línea recta desde las orejas del animal hasta el espeso grupo de árboles.

– Allí hay alguien -susurró.

Sejer fue a averiguar. Zeb quiso seguirlo, pero lo retuvieron con un tirón de la correa, y el animal emitió un agudo gemido. El pelo de Sejer brillaba como la plata en medio de todo el verdor, mientras avanzaba con mucho cuidado. Los segundos pasaban, Skarre sudaba. Los hombres acariciaron a los perros. Sejer seguía andando. Justo antes del espeso grupo de árboles, giró a la izquierda y se metió entre los matorrales. Intentó relajarse. Le pareció divisar entre los árboles algo más oscuro y sólido. Con la mano, palpó el arma. El cuero ardía contra la piel. El bosque se hizo de nuevo más escaso. Un claro se abrió ante él, y en ese claro… una casa maciza y oscura, una casa de troncos de madera. Miró hacia las ventanas, todas tenían los cristales rotos. No se veía a nadie. Se puso en cuclillas en la hierba para que no pudieran verlo desde ninguna ventana, pues podían estar dentro, aunque reinaba un gran silencio. Quizá dormirían o puede que estuvieran esperando. En el tejado de la casa crecía la hierba, seca y quemada. Las ventanas eran pequeñas, con cuadrados que no dejarían entrar mucha luz. Seguramente se estaría muy fresco y bien allí dentro. Tuvo la sensación de que en la casa había alguien, pero aún no había salido de ella ni un sonido. Y sin embargo, le pareció impensable levantarse y avanzar hasta la puerta. Podrían aparecer de golpe y pegar un tiro de puro miedo, así que permaneció agachado. No había ni un guijarro a su alrededor, solo hierba seca. Si tirara una piña contra la pared de troncos, produciría un sonido sordo. Tal vez fuera suficiente para que uno de ellos se acercara a la ventana a averiguar qué pasaba. Se puso a buscar debajo de un pino seco y encontró una gran piña. Miró hacia la casa. ¿Adónde tirarla? Tal vez contra la puerta. Si hubiera alguien allí, lo oirían. Se veía una mancha oscura y rojiza en la losa de la escalera exterior. Parecía sangre. Frunció el ceño. ¿Habría algún herido? Levantó el brazo y tiró la piña. Se oyó un leve zas y al instante volvió a agacharse. No ocurrió nada. Se concedió a sí mismo un minuto. Los segundos transcurrían. Resultaba incómodo estar en cuclillas con el mono, que apenas le llegaba hasta el tobillo. Pasó el minuto y volvió donde estaban los demás.

– Nadie contesta. Voy a entrar en la casa.

Skarre lo miró preocupado.

– No creo que estén dentro. Todo está muy tranquilo.

Zeb ha oído un ruido -señaló Ellmann.

Sejer y Skarre fueron hacia la casa, los otros se quedaron esperando con los perros. Sejer dio un empujón a la puerta.

– Policía. ¿Hay alguien ahí?

Nadie contestó. Todo estaba en silencio. No tuvo la sensación de que el atracador fuera a salir de repente a pegarle un tiro. No iba a morir así. Además, la casa parecía abandonada. Echó un vistazo al cuarto de estar. Descubrió un diván verde, un viejo armario y una maleta gris. Avanzó unos pasos más, y susurró a Skarre por encima del hombro:

– Han estado aquí.

Examinó un instante la habitación polvorienta. Sus ojos necesitaron tiempo para habituarse a la sombría luz. Entonces descubrió una figura en un rincón: un hombre delgado, con ropa y pelo negros. Estaba mitad sentado, mitad tumbado, con la cabeza apoyada contra el armario. La postura parecía muy incómoda. Ya no pensó en sí mismo o en que alguien pudiera aparecer de repente y atacarlo, sino que atravesó la habitación y se arrodilló junto al hombre sin vida. Lo primero que le llamó la atención fue lo pequeño que era. Frágil, delgado y totalmente desprovisto de fuerzas. Tenía los ojos cerrados y la cara mortalmente pálida. Su aspecto era el de un niño, un niño desnutrido, con una maraña de pelo negro que le llegaba hasta los hombros.

– Errki -susurró.

El cadáver estaba en medio de un charco de sangre. Buscó el pulso en el cuello delgado, pero no lo encontró. A simple vista no se veía ninguna herida, pero era obvio que había sido alcanzado en algún lugar del bajo vientre. Todavía quedaba algo de calor en el cuerpo. Estaba a punto de levantarse cuando oyó un ruido. Primero pensó que era Skarre que entraba, pero sintió, más que vio, que algo oscuro se metía en su campo de visión. Se oyó un desagradable chirrido. La puerta del armario se abrió lentamente, y se quedó colgando y crujiendo sobre las bisagras. El vello se le erizó, luego respiró aliviado. El crujido cesó, y no había nadie. Desde donde estaba, no veía el interior del armario, pero no podía haber nadie allí. El atracador no habría matado al rehén para luego esconderse en un viejo armario, sino que se habría fugado hacía tiempo. Seguramente la puerta se abriría al pisar él y mover las tarimas. Retrocedió unos pasos y examinó el interior del oscuro armario. Vio brillar algo de metal.

El arma temblaba. Sejer dio un respingo de sorpresa y quiso coger su propia arma, pero cambió de idea. No entendía nada. Miró a esa criatura que estaba metida en el armario observándole con pavor en el rostro, y un revólver apuntándole. Dentro del armario estaba Kannick. Se fijó en el revólver y en cómo lo tenía agarrado.

No te equivoques ahora. Quieto. El chico está a punto de reventar y es imprevisible. Mantente tranquilo, no levantes la voz. No le demuestres que tienes miedo.

– ¡No lo hice a propósito! -gritó Kannick.

Su voz reventó el silencio y Sejer se estremeció, aunque estaba preparado.

– ¡Se me puso en medio! ¡Puedes preguntárselo a Morgan!

Estaba apuntando al pecho de Sejer y si hubiera sabido tirar, sin duda habría dado en el blanco.

Sejer bajó las manos.

– El revólver no está cargado, Kannick. ¿Quién es Morgan? -preguntó.

Kannick miró estupefacto el revólver. Intentó cargarlo, pero tenía los dedos entumecidos de miedo y se negaban a obedecerle. Por fin logró su propósito, pero para entonces Sejer ya había sacado su propia arma, y detrás de Sejer había otro hombre de pelo rizado con el arma apuntándole también.

– Está en la alcoba -sollozó Kannick. Tras pronunciar esas palabras, soltó el revólver y se puso a vomitar. Seguía dentro del armario, vomitando sobre la madera carcomida. Guiso de carne y whisky, todo le salió. Se apoyó contra la pared del armario y sacó todo lo que tenía dentro. Sejer esperó hasta que hubo terminado. Cogió el revólver del suelo, dejó allí a Kannick y fue a buscar la alcoba.

Morgan se había quedado esperando detrás de la puerta. En ese momento, salió disparado de la casa y corrió en dirección al bosque, gastando las pocas fuerzas que le quedaban. Ellmann vio el pelo rubio y el pantalón corto de colores alegres a través del follaje. El pobre no tenía escapatoria. El agente se agachó, cogió al perro por la cabeza y le susurró al oído:

¡Zeb, ataca!

El animal dio un brinco y desapareció como un rayo peludo. Morgan corría. No oyó al perro que iba a toda velocidad tras él. Tampoco oyó gritar a nadie. En realidad, un terrible silencio inundaba el bosque. Corrió todo lo que pudo, pero las fuerzas se le acabaron enseguida. Zeb vio las manos blancas y clavó la mirada en la izquierda. No había nada agresivo en lo que estaba a punto de hacer, era el resultado de años de adiestramiento y una orden clara, nada más. Morgan se detuvo para tomar aliento. Las rodillas estaban a punto de fallarle. Tendría que comprobar si alguien lo perseguía. En ese momento, tropezó y cayó de bruces, pero enseguida dio un brinco y se quedó sentado en la hierba. Miró aterrado lo que se le estaba acercando, ese animal enorme con las fauces relucientes, la lengua roja y los dientes amarillos. El perro se encogió, listo para saltar. Esas manos blancas que había divisado ya no estaban en su campo de visión. Lo único que veía era un rostro rojo con un trapo amarillo en medio. Un blanco perfecto. Dio un enorme salto e intentó morder. Morgan sollozaba de un modo desgarrador. Cuando lo alcanzaron, estaba sentado y se tapaba la cara con las manos. Sejer permaneció un instante escuchando. El sollozo tenía un claro componente de alivio.


Sara estaba sentada muy quieta en el borde de la silla, mientras Sejer le contaba toda la historia. Ella quiso saberlo todo, cómo estaba tumbado, si tuvo dolores. Él opinaba que no habría sido doloroso. Probablemente estaría agotado, y la pérdida de sangre lo dejaría sin fuerzas. Quizá hubiera sido como irse quedando dormido. Se esforzó por recordarlo todo. Solo quedaba un pequeño detalle.

– No puedo creer que Errki haya muerto -susurró Sara-, que haya desaparecido. Lo cierto es que lo veo en otro lugar.

– ¿En qué clase de lugar? -preguntó Sejer.

Ella sonrió, un poco avergonzada.

– Volando en una gran oscuridad y mirándonos desde arriba, despreocupado de todo. Tal vez esté pensando: Si vosotros, que andáis siempre tan ajetreados, supierais lo bonito que es esto…

A Sejer le hizo sonreír la imaginación de esa mujer, una sonrisa breve, nostálgica. Buscó alguna palabra que pudiera suavizar lo que en ese momento tenía que contarle.

– Por cierto, he desatado al sapo -dijo ella de repente.

– Gracias. Es un alivio para mí.

Sara llevaba una chaqueta fina e hizo un gesto como si quisiera abrigarse con ella. Sejer no había encendido los tubos fluorescentes del techo, solo la lámpara del escritorio, que tenía una pantalla verde y proporcionaba al despacho una luz acuosa.

– Hay algo que debe usted saber.

Ella levantó la vista para interpretar la expresión de sus ojos.

– En la chaqueta de Errki encontramos una cartera, una cartera roja que pertenecía a Halldis Horn y que contenía aproximadamente cuatrocientas coronas -dijo tras carraspear.

Calló y esperó. La luz verde le hacía parecer pálida.

– Uno cero a favor de Konrad -dijo ella con tristeza.

– No he ganado -fue lo único que se le ocurrió decir.

– ¿En qué está pensando? -preguntó por fin Sara.

– ¿Viene alguien a buscarla?

La pregunta se le escapó sin pensar. Tal vez podría llevarla a casa. Pero Gerhard seguro que tenía coche, y si ella lo llamaba, acudiría enseguida. Se imaginó a su marido sentado en el cuarto de estar de su casa, mirando el reloj, y de reojo el teléfono, listo para ir a por lo que era suyo y de nadie más.

– No -dijo encogiéndose de hombros-. Vine en taxi, «el jefe» está en silla de ruedas. Tiene esclerosis múltiple.

Sejer se sorprendió. No se había imaginado a Sara con un marido inválido. Se lo había imaginado muy diferente. Un pensamiento no del todo puro le pasó por la mente.

– Déjeme llevarla a casa.

– ¿Puede?

– A mí no me espera nadie. Estoy solo.

No pasaba nada por decirlo al fin. Estoy solo.


¿Se había expresado así alguna vez? ¿O se había limitado a constatar su estado de viudedad o soltería?

Iban callados en el coche. Por el rabillo del ojo veía las rodillas de la mujer, el resto no era más que una presencia, un presentimiento, una añoranza. Sus manos reposaban sobre el volante traicionándole. Sejer tuvo la sensación de que estaban gritando a todo el mundo que necesitaban algo a qué agarrarse. ¿En qué estará pensando ella?, se preguntó, pero no se atrevió a volverse a mirarla. Errki había muerto. Ella había trabajado con él durante meses y no había logrado salvarlo.

Le fue indicando hasta que llegaron a un pequeño camino sin salida que se llamaba Fresas Salvajes. Sejer tuvo que parar, aunque hubiera deseado ir hasta el fin del mundo y luego volver con ella a su lado.

– Sé que suena estúpido -dijo ella de repente-. Pero me cuesta mucho creerlo.

– ¿Que Errki haya muerto?

– Que realmente la matara.

Sejer no sabía qué hacer con sus manos. Las retorcía una y otra vez y dijo torpemente:

– Antes dijo que a veces ocurren cosas que no sabemos explicar.

Ella se encogió de hombros.

– No me daré por vencida.

– ¿Qué quiere decir?

– Investigaré hasta que averigüe cómo ocurrió.

– ¿Y dónde va a investigar?

– En mis papeles, en mi memoria, intentando recordar cosas que él dijo y todo lo que no dijo. Necesito saberlo.

– ¿Y lo sabré yo también?

Por fin levantó la vista y sonrió.

– Acompáñeme dentro -dijo de repente.

Él no entendió por qué se lo pedía, pero la acompañó obediente hasta la puerta, observándola mientras metía la llave en la cerradura, después de haber llamado al timbre a modo de aviso. Tal vez quería hacer saber a su marido que ya estaba en casa. No le apetecía nada conocerlo. Viéndolo, las fantasías de cómo vivían se harían más claras. La casa era un chalet adosado de una planta, especial para discapacitados físicos, con las puertas muy anchas. Estaban ante la puerta que daba al salón. A Sejer esa situación le recordaba a una novela que había leído de joven. El enamoradísimo protagonista acompañó a una joven a casa. Se había enamorado de ella y creía que vivía sola. Por el camino, le contó que Johnny la estaba esperando. En ese momento, el corazón del enamorado estuvo a punto de explotar, hasta que llegaron a su casa y resultó que Johnny era un conejillo de indias. Gerhard Struel estaba sentado junto a un escritorio leyendo, con una chaqueta de lana a pesar del calor. Se volvió y saludó con la cabeza. Se quitó las gafas. El hombre era mayor que él, calvo. En el suelo, a su lado, había un pastor alemán tumbado que levantó la cabeza y lo miró.

– Papá -dijo Sara-. Este es el inspector Sejer.

Gerhard Struel no era un conejillo de Indias. ¡Era su padre!

Sejer intentaba recuperarse de la emoción mientras estrechaba la mano del hombre. ¿Por qué había querido mostrarle a su padre discapacitado? Tal vez intentaba decirle: Sácame de este lugar.

– Bueno, tendré que irme a casa con mi perro -dijo Sejer.

– Ay, perdone -dijo ella con la mano en la puerta-. No era mi intención retenerle.

Gerhard Struel miró a Sejer.

– ¿De modo que ya acabó todo?

Sí, pensó, ya acabó. Antes de empezar. No puedo tomar la iniciativa ahora. No es el momento oportuno. Se encontraba en una situación imposible, pues si quería seguir adelante, tendría que coger el teléfono y marcar su número. Ella ya había tomado la iniciativa, ahora le tocaba a él. Sara le tendió la mano.

– Hemos formado un equipo estupendo, ¿no le parece?

Le parecía que Sara había plantado una semilla. Quizá llegara a germinar.

Un equipo estupendo.


Encontró el nombre en el libro de los nombres. Sara. La princesa.

Más tarde, estaba en la cama, mirando al techo, mientras mantenía con ella una conversación imaginaria.

Sabía que llegarías. Te he estado esperando.

Cuéntame algo sobre ti, sonrió ella.

¿Qué quieres oír?

Un recuerdo de infancia. Uno bonito.

Este es bonito. El verano en que cumplí cinco años, mi padre me llevó a ver la catedral de Roskilde. Yo no sabía lo que ocultaba el edificio, dejé el caluroso sol de fuera y entré en la catedral sin haberme preparado. Estaba llena de ataúdes. Mi padre me explicó que había personas dentro de ellos, todos los sacerdotes que habían prestado sus servicios en esa iglesia. Los tenían expuestos en una fila infinita, a cada lado de los bancos de los fieles para que todo el mundo pudiera verlos. Los ataúdes estaban hechos de mármol y eran increíblemente hermosos. Hacía frío allí dentro y empecé a tiritar. Me puse a tirar una y otra vez de la mano de mi padre porque quería salir. Luego, él se puso triste. Ahí duermen su sueño eterno, sonrió. Pero nosotros tenemos que volver a casa a trabajar en el jardín, a pesar del calor. Yo cortaré el césped, y tú quitarás la mala hierba.

El recuerdo de los ataúdes no me abandonó hasta que mi madre salió al jardín y nos sirvió compota de mermelada. Estaba fresca porque la guardaba en el sótano, pero la nata estaba tibia. Me comí la compota pensando que había algo que no encajaba. Dentro de los ataúdes no había nada, solo telarañas y polvo. Y la compota sabía tan bien que me parecía imposible que la vida no durara para siempre. Miré el cielo azul y descubrí de repente una legión de ángeles con alas blancas volando. ¡Tal vez vinieran a recogernos, y nosotros aún no habíamos acabado la compota! Mi padre también los vio. Levantó la vista y sonrió con entusiasmo. ¡Mira, Konrad, lo bonitos que son!

El Ministerio de Defensa había soltado quince paracaidistas que aterrizaron en el campo de fútbol, muy cerca de casa. Nunca pude olvidar lo hermosos que eran, y lo silenciosos que bajaban.


Luego permaneció despierto un buen rato. Tenía mucho sueño, pero sus ojos estaban como iluminados desde dentro y miraban, abiertos como platos, la oscuridad. Daba vueltas en la cama y cada vez que se movía, Kollberg aguzaba el oído. Hacía demasiado calor para dormir. El cuerpo le empezó a picar. Se levantó resignado de la cama, se vistió y se fue al cuarto de estar. Kollberg lo siguió. ¿Deseaba realmente tener a una persona tan cerca, a su lado en la cama cada mañana, año tras año? ¿Qué diría Kollberg? Y dos perros machos no congeniarían.

– ¿Salimos? -susurró. El perro contestó con un pequeño ladrido y fue delante hasta la puerta. Eran las dos. El bloque de viviendas parecía una columna solitaria en la noche sin estrellas.

Primero pensó en ir al centro y pasar por el cementerio, pero luego cambió de idea. Tenía mala conciencia, era increíble. Había leído sobre esas cosas y no sabía cómo actuar. Luego pensó: Tal vez debería cambiar de casa o de coche, hacer borrón y cuenta nueva, antes y después de Elise. Pero no puedo avanzar. Hay algo que me lo impide.

Llevaba una camisa de manga corta. El soplo del aire nocturno en los brazos desnudos le alivió en parte el picor. Andaba sin cesar, como había andado Errki.

Si uno quiere vivir en el mundo, hay que hacer lo que hacen los vivos, pensó de repente. Se volvió y miró el bloque. Había algo en el edificio, en esa enorme columna de hormigón gris con las luces apagadas, que recordaba a la angustia de los seres humanos. Quiero mudarme de casa, pensó, quiero volver a ras de suelo. Quiero estar en la hierba, levantar la vista y ver las copas de los árboles.

– ¿Nos cambiamos de casa, Kollberg? ¿Nos vamos al campo?

Los ojos del perro se clavaron en los de su amo.

– ¿No entiendes lo que te quiero decir, verdad? Vives en otro mundo. Y, sin embargo, nos lo pasamos bien juntos. Aunque eres un poco tonto.

Kollberg husmeó su mano, feliz. Konrad se la metió en el bolsillo del pantalón y sacó una galleta para perros. Kollberg no entendía por qué le daba un premio, pero la engulló moviendo el rabo con gran energía.

– Lo peor es que nunca sabré por qué -murmuró-. ¿Qué sucedió realmente entre ellos? ¿Qué fue lo que Halldis dijo o hizo que pudo asustarle tanto? Los dos están muertos, jamás lo averiguaremos. Pero así es, de la mayoría de las cosas jamás te enterarás. Es curioso que lo aceptemos, como si durante toda la vida estuviéramos esperando algo que vendrá después, algo diferente y esclarecedor. Pero tú, tontito -dijo mirando al perro-, tú solo esperas la próxima comida.

El perro dio un brinco alocado y continuó su paseo.

– Estoy cansado -dijo Sejer en voz alta-. Volvamos a casa.

Dio la espalda a la ciudad y emprendió el camino de vuelta.

Dio la espalda al cementerio. Algo le dolía por dentro.


Skarre apareció muy fresco, recién duchado y bronceado.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Sejer.

– Nada, solo que tengo una sensación de bienestar general.

– Me parece estupendo -dijo Sejer-. ¿Sabes algo del laboratorio? ¿Han comparado las huellas?

– Las huellas de Errki están por toda la casa, hasta en el espejo. Las de la azada no son tan claras, pero siguen trabajando en ello.

– ¿Has transcrito el interrogatorio de anoche?

– Aquí está, jefe -contestó Skarre alcanzando a Sejer una carpeta de plástico con hojas-. ¿Y qué va a pasar con el chico? -preguntó.

– No mucho. Morgan confirmó que fue un accidente. Seguramente le permitan quedarse en la Colina de los Muchachos. Parece que es lo mejor. Ya ha tenido bastante por algún tiempo. Necesita tranquilidad, no que vuelvan a cambiarlo otra vez de sitio. Iré a verlo ahora. No estará en muy buena forma, pero tengo una pequeña esperanza de que haya captado algo de Errki que Morgan no ha descubierto. Ojalá pueda explicarnos algo.

– ¿Crees que eso es probable? No es más que un chico asustado -señaló Skarre, mirando a Sejer.

– Los chicos son observadores -sentenció Sejer.

– No tanto. Simplemente observan cosas diferentes a las que observan los adultos -dijo Skarre, reafirmándose en su idea.

– Y eso puede resultarnos útil.

Skarre frunció el ceño.

– Algo te pasa.

– ¿Qué quieres decir?

– Es como si no quisieras aceptar lo sucedido. Eso no es propio de ti.

– Solo tengo curiosidad -contestó Sejer cortante.

– Pareces cansado.

– Esta noche -dijo muy serio- he tenido muchos picores.

Y con esta dramática información se metió en su despacho.


¿Te llamas Morten Garpe?

Así es.

Pero dices llamarte Morgan.

Entre los amigos que no tengo me llaman Morgan.

¿Que no tienes? ¿Por qué usas ese nombre?

Porque es un poco más interesante, ¿no?

En este punto, Skarre había omitido anotar que los dos se rieron.

Bueno, Morten. ¿Eso quiere decir que estás solo en el mundo?

Pocos colegas, sí. Solo uno, y está en chirona. Y luego, una hermana en Oslo.

¿Que está en chirona?

Por atraco a mano armada. Yo conducía el coche. Él nunca me denunció. Ese dinero era para él.

¿Así que te ha tenido bien agarrado durante mucho tiempo?

.

¿Y quieres acabar con esa situación?

Bueno, ahora tendré que cumplir una condena tan larga que ya no importará.

Tienes razón. No importará. Luego hablaremos del atraco. Ahora háblame de Errki.


En este punto, Skarre había marcado la larga pausa que siguió con un doble espacio.


Me contó todo sobre su madre y lo que sucedió. Tanto Errki como yo somos Escorpión. Nació una semana más tarde que yo. Las mejores y las peores personas son Escorpión, ¿lo sabías?

No. ¿Qué quieres decir con que te contó «todo»?


Sejer dejó las hojas en la mesa y se puso a pensar en todos los especialistas que en el transcurso de los años y, con mucha astucia, habían intentado sacarle la verdad. Ese hombre lo había logrado en solo unas horas.


¿Recordaba algo del asesinato de Halldis?

No mucho. Dijo que ella gritó y lo amenazó. Al pensar en ello, su mirada se volvía distante.

¿Dijo que la había matado? ¿Lo dijo con esas palabras?

No. Me miró con sus ojos extraños, y declaró: Las cosas simplemente ocurren.

¿Te parecía una persona violenta?

Ya ves mi nariz. Tiene mal arreglo. No es que me importe demasiado. En realidad, me importa un bledo. Lo único que me hace ilusión es pensar en la cara de Tommy cuando le dé golpecitos en la pared desde la celda contigua y comprenda que no habrá nada de pasta para él.

¿Se llama Tommy?

Tommy Rein.

¿Ah, sí?


Nuevo doble espacio.


¿De qué hablasteis durante las horas que pasasteis juntos?

No me acuerdo exactamente. Dijo muchas cosas raras. Hablamos bastante de la muerte. ¿Tú has pensado en eso? ¿En que nos vamos a morir? Veo que la gente se muere a mi alrededor, pero no entiendo que vaya a pasarme a mí. He intentado pensar en ello hoy varias veces. Pero es como una ecuación matemática que no te entra en el coco. ¿Lo entiendes?

¿Que si entiendo qué?

Que vas a morir.

Pues sí, lo entiendo.

Entonces algo me pasa a mí.

No te preocupes demasiado. Antes o después lo entenderás, y conozco a mucha gente mayor que tú que ni siquiera se ha planteado la pregunta. ¿De dónde sacó Errki el revólver?

Se lo pregunté y murmuró algo rarísimo: Desea a tu vecino una vaca, y Dios te enviará un buey.

¿Estaba muy borracho al final?

No tanto como yo. No se le notaba al hablar, pero se tambaleaba al andar, y Errki ya era de por sí bastante inestable.

¿Qué se dijeron Errki y Kannick?

Apenas nada. Se vigilaban el uno al otro como perros. Kannick estaba aterrorizado y optó por no mirar a Errki.

¿Errki se mostró amenazador con el chico?

No me lo pareció. Lo tratamos bien, no le hicimos nada, solo estábamos borrachos. Cuando apareció Kannick, estábamos como una cuba. Lo curioso fue que al cabo de un rato parecía sentirse bastante a gusto allí con nosotros. Se tranquilizó. De alguna manera nos pertenecíamos los unos a los otros. Ninguno tenía fuerzas para hacer nada. Os estábamos esperando.

¿Cuál fue la reacción de Kannick cuando descubriste que Errki estaba muerto?

Se puso fuera de sí, y me rogó de rodillas que lo ayudara.

¿Que lo ayudaras a qué?

A convenceros de que había sido un accidente.

¿Y de verdad fue un accidente?

Sin duda. Apuntó a la puerta sin saber que estábamos dentro, y menos aún que Errki iba a abrirla justo en ese momento.

Bueno, ¿y qué más?

¿Qué quieres decir con eso?

¿Sugirió en algún momento que os escaparais y dejarais allí el cadáver o lo escondierais?

No, no, en absoluto. Yo lo persuadí.

¿Entonces sí que lo sugirió?

Eh, no, no realmente. No sabía lo que decía. Estaba muerto de miedo. No es raro, ¿no? Menos mal que solo tiene doce años y está por debajo de la mayoría de edad penal.


Se hundió en el asiento tras el volante y cerró la puerta del coche con un estallido. Aunque había dormido mal, se sentía de repente muy despejado. Tenía la extraña sensación de que se encontraba en un momento crucial. De repente lo entendió. El tiempo se había detenido. Miró por la ventanilla para ver si fuera había algo que pudiera explicar esa sensación, pero no encontró nada. Se sintió paralizado, incapaz de moverse. No resultaba incómodo, solo extraño. Miró sus manos sobre el volante, vio cada pelo, las finas líneas que recorrían los huesos, las uñas blancas, lisas y limpias, el reloj de pulsera, la pequeña corona de oro de la esfera. Se encontró con sus ojos en el espejo y vio una cara de más edad de lo que recordaba, pero infinitamente despierta. Le despertó el claxon de un coche en una calle vecina. Pisó el embrague y cruzó la plaza, pasando por filas de coches aparcados.


El chico tenía la espalda muy recta. Su pie izquierdo señalaba hacia fuera en diagonal, el derecho hacia delante en línea recta. Tenía la cabeza y la barbilla levantadas. Los brazos le colgaban relajados a lo largo del cuerpo. Inhaló profundamente aire una vez antes de volver a soltarlo. Luego giró la cabeza hacia la izquierda, despacio, como si fuera a atacar por sorpresa no brusca, sino suavemente. Apretó los ojos y vio la raya amarilla a treinta metros, que se iba haciendo cada vez más nítida. Volvió a inspirar y contuvo el aliento. Su enorme tórax se hinchó y el chico levantó el arco hasta la altura de los ojos. Tensó, ancló y apuntó. Vio el punto rojo tocar la parte inferior de la diana. Esta vez quería un diez.

Era lo suficientemente bueno para conseguirlo en esos momentos dorados en que todo le salía bien. La flecha salió del arco y este cayó con elegancia de la mano y se quedó suspendido de la correa de la muñeca. La flecha alcanzó la diana con un sonido agudo. Soltó el resto del aire de los pulmones y palpó el carcaj en busca de otra flecha, sin dejar de mirar la diana, sin mover los pies. La colocó con habilidad en la cuerda. Quería tres dieces. Si tuviera suerte, la flecha número dos rozaría la primera con un sonido tintineante. De nuevo dejó el arco suspendido, inspiró, cerró los ojos, volvió a abrirlos, miró fijamente la diana y las plumas rojas de la primera flecha en el centro del círculo amarillo.

Entonces oyó un sonido, pero no quiso dejarse distraer. Un buen tirador no se deja distraer, sino que continúa el proceso sin perder la concentración. Pero el ruido iba en aumento, se oía cada vez más. A Kannick no le gustó, quería acabar la serie de tres flechas. Era un coche. La flecha número dos salió de la cuerda. Un ocho. Kannick gruñó irritado y volvió la cabeza. Un coche de policía entraba lentamente en el patio.

Kannick bajó el arco y se quedó inmóvil. Sejer salió del coche, vestido de uniforme. Querría saludarlo, preguntar qué tal le iba, si había dormido bien. Era un hombre amable. No tenía nada que temer de él. Kannick sonrió inseguro.

– Buenos días, Kannick.

Sejer no sonreía. Estaba serio. No parecía amable como la otra vez, sino preocupado. Se volvió y miró la diana.

– Has hecho un diez -constató.

– Sí -contestó Kannick orgulloso.

– ¿Es difícil? -preguntó Sejer con curiosidad, mirando el arco brillante.

– Sí, bastante. Llevo ya dos años con esto. Habría conseguido otro diez si no hubieras venido a estorbarme.

– Lo lamento mucho.

Sejer lo miró a los ojos con semblante serio.

– Te quitamos el arco y sigues tirando. ¿Cómo puedes explicarme esto?

Kannick miró al suelo.

– Es el de Christian. Me lo ha prestado.

– Pero no tienes permiso para usarlo sin vigilancia.

– Margunn ha ido al cuarto de baño. Tengo que entrenarme para el Campeonato de Noruega -dijo malhumorado.

– Lo comprendo, pero tendré que hablar con Margunn.

Sejer hizo un gesto con la cabeza, primero en dirección a la casa y luego a la alfombrilla y la diana hecha de papel reforzado. Era la única pasión de ese chico, y él se la estaba arrebatando. Odiaba esa situación. Al mismo tiempo, había algo dentro de él que se movía como el mecanismo de una bomba de relojería justo antes de explotar. Notó que su corazón latía más deprisa. No tenía por qué significar nada, pero ese pequeño detalle que de repente había descubierto podía significar todo, algo decisivo. Se esforzó por controlarse.

– Puedo practicar aquí en el patio, ¿no? -dijo Kannick, en parte como suplicando y en parte enfurruñado-, pero no en el bosque. Si quiero conseguir una buena puntuación en el Campeonato, tendré que entrenarme todos los días.

– ¿Cuándo es?

Sejer no reconoció su propia voz. Era ronca y ruda.

– Dentro de cuatro semanas.

El chico seguía con los pies en posición de tirar. Llevaba mocasines. Tenía un pie bastante grande, tal vez un cuarenta y tres. Los mocasines tenían suela de cuero y por consiguiente, ningún dibujo en zigzag, como las zapatillas de deportes. Los chicos de doce años solían llevar zapatillas de deportes. A Sejer le sorprendió que el chico llevara mocasines. Parecían zapatos de vestir y no pegaban mucho con los pantalones vaqueros cortados. Luchaba todo el tiempo contra esa sensación tan extraña que le subía por dentro.

– ¿Has dormido bien esta noche? -preguntó amable.

Kannick escuchó aturdido. La voz del policía era dulce, pero sus ojos eran fríos como la pizarra.

– He dormido como un tronco -contestó con valentía. Su propia mentira le dejó aturdido. Habían sucedido muchas cosas. Se había despertado cuando Margunn entró en la habitación para cambiar la ropa de la cama de Philip. Kannick se hizo el dormido, no soportaba tener que escuchar la voz de Margunn, intentando consolarle. A la vez, tenía miedo de dormirse pues había un sueño desagradable al acecho.

– Yo he dormido muy mal -dijo Sejer sombrío.

– ¿Ah, sí? -dijo Kannick, cada vez más inseguro porque no estaba acostumbrado a que los adultos le hicieran ese tipo de confesiones, pero ese hombre era distinto.

– ¿Quieres tirar una flecha mientras te miro? -preguntó Sejer.

Kannick vaciló.

– Vale. Pero he perdido el ritmo y entonces los tiros no suelen ser buenos.

– Solo es curiosidad -dijo Sejer en voz baja-. Nunca he visto de cerca a nadie tirando con arco.

Siguió a Kannick con la mirada. Todo el proceso, la concentración, el levantar el arco, apuntar y soltar era muy estético, incluso cuando lo realizaba esa mole de chico. El arco proporcionaba una fascinante unidad al cuerpo deforme. Kannick hizo un nueve y bajó el arco.

Sejer miró de nuevo en dirección a la casa y luego al chico.

– ¿Te pones guantes para tirar? -dijo señalando la mano del chico.

– Guantes de tiro -contestó Kannick-. Si no los llevara, la cuerda me despellejaría las puntas de los dedos. Algunos usan una dactilera de cuero, pero yo prefiero guantes. En realidad, solo se usa uno, en la mano que tensa, pero llevo guantes en las dos para guardar la simetría, y funciona muy bien. ¿Sabes? -dijo excitado-, cada tirador tiene sus manías. Christian parpadea una vez justo antes de soltar la flecha.

– Son muy raros -dijo Sejer mirando los guantes-. ¿Solo tienen tres dedos?

– Solo se usan tres dedos cuando se tensa y se suelta. Sobran el pulgar y el dedo meñique.

– Humm.

– Estos son de reserva y los he usado poco, por eso están rígidos -explicó Kannick-. Pero se ablandan enseguida.

– ¿Son nuevos? -preguntó Sejer, entornando los ojos-. ¿Por qué te has puesto unos nuevos?

Kannick se volvió, inseguro.

– Porque… bueno, porque he tirado los viejos.

– Entiendo.

Sejer no dejaba de observar al chico. Kannick se miró la mano, los tres dedos cubiertos con un cuero muy fino y las estrechas tiras fijadas a una correa de velcro atada alrededor de la muñeca.

– ¿Por qué los has tirado?

– ¿Por qué?

Kannick estaba muy inquieto.

– Porque estaban muy gastados.

– Entiendo.

– ¿Y dónde los has tirado?

Sejer respiró con pesadez por la nariz.

– ¿Dónde? Pues no me acuerdo.

Se retorcía y sudaba. Ese maldito calor no cesaba. Los chicos habían ido a nadar con Thorleif e Inga. Él no había querido ir. Se sentía miserable en bañador y necesitaba entrenarse. En algún lugar le estaba esperando un trofeo. Por primera vez en su vida ganaría a otros. ¿Por qué no volvía Margunn? ¿Qué era lo que estaba a punto de pasar?

– ¿Dónde, Kannick?

– En la incineradora -contestó, pateando el suelo.

– Me mentiste, Kannick. Dijiste que viste a Errki allí arriba.

– ¡Lo vi! ¡Lo vi!

– Errki te vio a ti. Es distinto.

Sejer tuvo que esforzarse por mantener la voz tranquila.

– Voy a decirte una cosa. Creo que dices la verdad cuando afirmas que la muerte de Errki fue un accidente. Morgan lo ha confirmado.

Por un instante, Kannick pareció aliviado.

– Pero dudo que te dé pena.

– ¿Qué? -contestó Kannick perplejo.

– Errki está muerto y no puede delatarte. Te anticipaste a él. Por eso fuiste a ver a Gurvin. Antes de que Errki tuviera tiempo de decir que habías sido tú, fuiste corriendo a decir que había sido él. Nadie iba a creer al loco de Errki.

En ese momento llegó Margunn y miró perplejo a los dos.

– ¿Pasa algo?

Sejer asintió con la cabeza, y Margunn se puso nerviosa.

– Kannick -dijo por fin, como si quisiera llenar ese terrible silencio con algo, aunque no fuera nada importante-, no quiero que te pongas esos mocasines, son para la confirmación de Karsten. ¿Qué has hecho con tus zapatillas de deportes?

El arco cayó al suelo. El corazón de Kannick se encogió de repente y bombeó un chorro de sangre caliente a su cara. El futuro había llegado.


Así podría haber sucedido: Kannick estaba en el bosque con el arco. Mató una corneja y se disponía a volver cuando se le ocurrió la idea de pasar por casa de Halldis. Quizá la encontrara trabajando en el césped, de espaldas a la puerta. Se coló dentro. Encontró la cartera en la panera. Tal vez fuera cuestión de suerte o bien supiera que la guardaba allí. Salió de puntillas. Para su gran susto, vio que Halldis estaba en la escalera con una azada en la mano. A Kannick le entró pánico. Solía actuar primero y pensar después. Le arrebató la azada, puede que forcejearan un rato antes de que ella la soltara y el arma estuviera en poder del chico. Ella lo miraría con miedo y reproche. Entonces él levantaría la azada y la golpearía. Llevaba guantes de tiro y solo dejó unas huellas muy difusas. Halldis se cayó. Kannick atravesó corriendo el césped. Se paró un momento junto al pozo para mirar hacia atrás. De repente divisó una figura negra entre los árboles. Entendió que había sido observado. Salió disparado carretera abajo, pero se le cayó la cartera. Errki se acercó a la granja y descubrió a Halldis. Probablemente entró en la casa e incrédulo dio una vuelta por dentro, apoyándose en puertas y marcos, dejando huellas de sus zapatillas de deportes por todas partes. Al salir, encontró la cartera que a Kannick se le había caído. Se la metió en el bolsillo interior de la chaqueta y, abrumado por eso tan terrible que había sucedido, bajó hasta la ciudad y la gente. Kannick fue corriendo a la policía rural para denunciarlo. Pues el que denuncia no es, claro está, el culpable. Además, podía aprovechar que había visto allí arriba al loco de Errki. ¿Qué había dicho Morgan?

Se vigilaron el uno al otro como perros.

Sacó el teléfono móvil del bolsillo de la chaqueta y marcó un número. Skarre contestó.

– ¿Qué pasa?

Miró a su alrededor.

– Muchas cosas.

Contempló por la ventanilla del coche el bosque brumoso. Ojalá pudiera meterse en el mar de cabeza, para librarse de ese polvoriento calor.

– ¿Ha llamado alguien? -preguntó con ligereza.

Skarre se calló. En el transcurso de las últimas veinticuatro horas había tenido una agradable sospecha. A pesar de estar bastante seguro, dijo en tono malicioso:

– Define «alguien».

– Yo qué sé, cualquiera.

– No ha llamado nadie -dijo Skarre por fin.

– Está bien.

Se hizo de nuevo el silencio.

– ¿Ha pasado algo? -preguntó Skarre.

– No fue Errki quien mató a Halldis.

– Justo lo que me hacía falta ahora, tener que empezar de nuevo, coger a otro, oye, no estoy para bromas.

– No estoy bromeando. No fue él.

– ¡Vale, jefe!

Hubo un silencio muy largo. Skarre se quedó un rato pensando.

– Ya -dijo por fin-. Empiezo a entender de lo que estás hablando. Ha llamado una chica, la cajera de la tienda de Briggen. Se había acordado de algo importante que yo debía saber.

– Cuéntamelo.

– Uno de los chicos de la Colina de los Muchachos subió varias veces con Briggen a casa de Halldis para ayudarle, para entrenarse para la vida laboral o algo así. ¿Adivinas quién?

– Kannick -contestó Sejer.

– Solía recibir el pago en forma de chocolate. Podía saber dónde guardaba Halldis la cartera.

Sejer hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

Skarre continuó:

– Oye, alguien vino a verte.

– Define «alguien».

– La doctora Struel.

– Ah, sí. ¿Y qué quería?

– No lo sé. Le di papel y un sobre y escribió una nota. Está sobre tu mesa.

Sejer arrancó el coche. Los pensamientos le daban vueltas en la cabeza.

– Jacob -dijo con una chispa de malicia-. Sabes lo que significa esto, ¿no?

– ¿A qué te refieres?

– Tendrás que saltar en paracaídas.

– Bueno, bueno, tendré que hacerlo.

Una larga pausa.

– Pero para que quede claro de una vez por todas: no me gustan mucho las apuestas. No me importa si se pagan o no. No te perderé el respeto aunque te eches atrás.

– Pero tampoco irá en aumento, ¿no?

– Está bien como está.

– Claro que voy a saltar.

– Tienes una fe muy sólida, ¿verdad?

– Supongo que esta será la única vez en que la pondré a prueba. Tal vez sea ya hora.


Sejer abrió la puerta de su despacho y entró. Había un sobre blanco sobre el protector del escritorio que era un mapamundi. Estaba en medio del Pacífico, como un barco con velas blancas. Cogió el sobre con cuidado. Las manos le temblaban al sacar la hoja.

Skarre entró como un trueno. Se paró en seco al ver a su jefe con la hoja en su mano temblorosa.

– Ay, perdona -tartamudeó, avergonzado.

– ¿Qué está pasando?

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