Se encontraban en un bosquecillo. Los árboles cedieron y abrieron paso a una pequeña llanura. Morgan lo alcanzó por fin. La bolsa cayó al suelo con un chasquido. Sus ojos brillaban.

– ¡Vaya, mira por dónde! Una casa para nosotros solos. Aquí podemos jugar a las casitas.

Parecía contento de verdad.

– Joder, qué ganas tengo de meterme en ella.

Lo adelantó y fue hacia la puerta. Errki vio la mancha oscura sobre la losa, donde habían estado sus intestinos humeantes hacía solo veinticuatro horas. Morgan no se fijó, se limitó a empujar la puerta carcomida, que se abrió lentamente con un crujido. Luego miró el interior.

– Oscuro y fresco -constató-. Ven.

Errki seguía en la hierba. Intentó acordarse de algo, pero se le escapaba como una goma elástica. Lo de tener pensamientos elásticos era algo que llevaba años molestándolo.

– Esto está muy bien. Entra.

Morgan empujó a Errki hasta lo que había sido un cuarto de estar, en los tiempos en que había pastores en ese lugar. Luego se acercó a la ventana.

– Una laguna. Perfecto. Seguro que se puede uno bañar.

Sacó la cabeza por el cristal roto e hizo un gesto afirmativo. Errki sintió de repente una tremenda flojera. Vacilante, dio unos pasos hacia la alcoba.

– ¿Y tú, adónde vas?

Morgan lo miró. Errki abrió la puerta y clavó la mirada en el colchón a rayas. Se apresuró a quitarse la chaqueta y la camiseta, y cayó sobre la cama.

– ¡Joder! ¡Un camastro!

Morgan sonrió.

– Está bien. Por mí puedes acostarte. Así te tengo localizado.

Errki no contestó. Solo pensó que lo mejor que podía hacer era dormir, porque donde él estaba, no había más que muerte y miseria, y el que duerme no peca. Su respiración era pesada y regular.

– Has sido un guía cojonudo. Hablaremos más tarde.

Comprobó la ventana del cuarto para asegurarse de que Errki no podría escaparse por ella. El cristal estaba roto, pero quedaban el marco y los listones de los cuadraditos, y la ventana no podía abrirse. Estaba reseca y fijada al marco. Si el tío intentara algo, lo oiría. Salió. Cuando sus pasos se hubieron alejado, Errki abrió los ojos. Yacía sobre algo duro, por eso se retorció un poco para librarse: el revólver.


Majestuoso y sólido, apareció el hospital entre los árboles. Sejer se quedó un instante sin aliento ante lo que estaba viendo, aparcó al borde de la carretera y salió del coche. Permaneció un rato contemplándolo, abrumado. Tuvo la sensación de que el edificio le gritaba: ¡ESTO VA EN SERIO!

Estaba ubicado en el punto más alto de la comarca. Así debía ser un manicomio, y así podía mostrar a todo el mundo que el camino hacia la lucidez no era un jardín de rosas. Y si no lo habían entendido antes, lo entenderían ahora los que llegaban hasta allí, sumidos en la más profunda desesperación, y luego eran llevados de la mano dentro de ese gigante de institución.

La carretera era mala, estrecha y llena de baches. Pensó que, en los años que hacía que no iba por allí, la habrían mejorado, pero no era así. Recordó que una vez, siendo un joven policía, condujo a una joven hasta ese lugar. La habían encontrado en los servicios de la estación de autobuses, encerrada y desnuda. Reventaron la puerta. El rostro de la chica estaba desencajado de miedo. En la mano tenía un rollo de papel higiénico que empezó a comerse al instante, como si contuviera información vital y secreta que tuviera que proteger con su propia vida. La mano de Sejer estaba suspendida en el aire entre él y ella y la chica la miraba como si fuera una garra. Él llevaba una manta que quiso echar sobre los hombros de la joven, y no paraba de hablarle en voz baja. Aunque ella escuchara, era como si lo hiciera a través de un terrible ruido y tuviera que esforzarse al máximo para oírlo. Pero su cara hablaba por sí misma: el hombre había ido para imponerle un terrible castigo. Sus palabras, sus promesas, el suave tono de su voz, toda la credibilidad que intentaba mostrarle, no hacían sino rebotar en ella. Y por eso tuvo que hacer lo que menos quería: sacarla a la fuerza. Todavía recordaba los gritos de la chica y sus hombros angulosos y delgados.

Varden era un edificio magnífico, pero de cerca, la autoridad que irradiaba a distancia se debilitaba un poco debido a su mal estado de conservación. El ladrillo rojo se veía descolorido y poco a poco había ido adquiriendo el mismo tono grisáceo que el asfalto de la calle. Se estaba sumergiendo lentamente en la eternidad. Y, sin embargo, era hermoso a la espléndida luz del sol. A Sejer no le costó mucho esfuerzo imaginárselo en otras condiciones meteorológicas, por ejemplo, en el otoño, cuando los árboles mostraban sus ramas desnudas, y el viento y la lluvia azotaban los cristales de las ventanas; entonces se parecería más al castillo de Drácula. Sobre el tejado se levantaba una impresionante torre cubierta de planchas de cobre con cardenillo. La fachada tenía hermosos saledizos, pero las ventanas eran estrechas y altas, y desentonaban con el resto del edificio. La entrada principal la constituía un precioso pórtico con una elaborada escalinata. Al lado había una entrada típica de hospital con anchas puertas de cristal, por las que se podía entrar marcha atrás con una ambulancia para meter las camillas.

Entró en el edificio y, sin darse cuenta, pasó por una recepción casi invisible.

– Perdone, ¿adónde va usted? -gritó una joven tras él.

– Lo siento. Policía. Necesito hablar con la doctora Struel -contestó identificándose.

– Tiene que subir a la primera planta. Pregunte allí.

Le dio las gracias y siguió hacia arriba. En la primera planta tuvo que preguntar de nuevo, y le indicaron una sala de espera con una ventana que daba al jardín y al bosque. Era evidente que allí no se aplicaba el racionamiento de agua impuesto por el Ayuntamiento, pues el césped estaba verde y oscuro, parecía terciopelo. Sería mejor que emplearan el dinero en otras cosas. No se imaginaba que el verdor pudiera significar algo para los que vivían allí. Aunque pensó que en realidad no sabía nada sobre ese tema. Se volvió en ese instante porque tuvo la extraña sensación de que alguien estaba mirándolo fijamente.

Había una mujer en la puerta abierta.

– Soy la doctora Struel -dijo.

Sejer estrechó la mano que ella le tendía.

– Vayamos a mi despacho.

La siguió por el pasillo hasta un espacioso despacho. La doctora le ofreció asiento en el sofá. Se sentó justo donde estaba dando el sol y empezó a sudar inmediatamente. Ella se acercó a la ventana y permaneció un instante de espaldas a él, mirando el césped mientras jugueteaba con una pobre planta que parecía no recibir muchos cuidados.

– ¿Así que usted es el hombre que está buscando a mi Errki? -Mi Errki. Había algo conmovedor en la manera en que lo dijo, sin pizca de ironía.

– ¿Realmente lo considera así?

– No hay nadie más que lo quiera -contestó con sencillez-. Pues sí, es mío. Mi responsabilidad, mi obligación. Haya o no matado a la anciana, seguirá siéndolo.

– ¿Con quién ha hablado?

– Ha llamado Gurvin. Pero me cuesta mucho creerlo -contestó-. Se lo digo ahora para que sepa mi postura. Deje que se quede por ahí fuera un tiempo, ya volverá por su cuenta.

– No creo que vuelva por su cuenta. Al menos, no pronto.

Debió de notar algo en su voz, algo muy grave que le hizo sospechar que algo iba mal.

– ¿Qué quiere decir? ¿Le ha pasado algo?

– ¿Qué le ha contado el agente Gurvin?

– Me habló del asesinato de Finnemarka. Que Errki fue visto cerca de la casa en un momento, según Gurvin, sospechoso.

– No cerca. Fue visto en la propia granja. Así que comprenderá el motivo por el que tenemos que encontrarlo. Es un lugar muy solitario.

– Es típico de Errki refugiarse en el bosque. Evita a la gente, y con mucha razón.

Era muy escueta. Sejer notó que algo le estaba subiendo por dentro, una especie de irritación.

– Perdone mi arrogancia -dijo despacio-, pero, para serle sincero, tengo que considerar esa posibilidad. Fue un crimen brutal e innecesario ya que, al parecer, lo único que falta de la vivienda es una cartera con unas cuantas coronas. El que lo ha hecho sigue suelto. La gente de la comarca está asustada.

– Siempre echan la culpa a Errki -dijo ella en voz baja.

– Lo que ocurre es que fue visto junto a la casa de la mujer, y ella vivía en un lugar muy apartado. Y como es un enfermo mental, no podemos descartar que tenga algo que ver.

– ¿Quiere decir que se sospecha de él por estar enfermo?

– Bueno, yo…

– Se equivoca. Se limita a robar en las tiendas. Chocolate y cosas por el estilo.

– Circulan muchas historias sobre él.

– Usted lo ha dicho. Historias.

– ¿Cree usted que surgen sin motivo alguno?

La doctora no contestó.

– Pero eso es solo la mitad de la historia -prosiguió Sejer-. Esta mañana se ha cometido un atraco en el centro, un atraco a mano armada en el Banco Fokus.

Ella se echó a reír.

– Sinceramente, Errki no es capaz de concentrarse para llevar a cabo tal esfuerzo. Acaba usted de perder lo último que le quedaba de credibilidad.

– No he acabado -dijo Sejer en tono cortante. No le gustó lo último, lo de la credibilidad.

– El banco fue atracado por un hombre posiblemente algo más joven que Errki. Llevaba ropa oscura y pasamontañas, y no ha sido identificado todavía, claro. Pero el problema más grave es que se llevó un rehén, un cliente del banco. Con la ayuda de un revólver lo obligó a acompañarle hasta el coche y desapareció. El rehén ha sido identificado como Errki Johrma.

Por fin se hizo el silencio. Era como si pudiera oír lo perpleja que se sentía la mujer.

– ¿Errki? -tartamudeó-. ¿Tomado como rehén? -dijo poniéndose en pie-. ¿Y no tienen idea de dónde pueden estar?

– Por desgracia, no lo sabemos. Hemos interceptado las salidas de la ciudad, posiblemente el coche en el que se fugaron sea un Megane blanco, robado en la madrugada de hoy. Seguro que ha sido aparcado y abandonado hace rato, pero no lo hemos encontrado. Tampoco sabemos nada sobre la identidad del atracador, ni si es o no peligroso. Pero disparó una bala dentro del banco, probablemente con el fin de asustar al personal, y no daba la impresión de estar muy desesperado.

Ella volvió a sentarse y cogió de la mesa algo que luego no paraba de apretar.

– ¿En qué puedo ayudar? -preguntó en voz baja.

– Necesito saber qué clase de hombre es.

– Entonces tendríamos que estar aquí sentados hasta la noche.

– No tengo tanto tiempo. Usted rechaza la posibilidad de que haya matado a la anciana. ¿Desde cuándo es paciente suyo?

– Lleva cuatro meses con nosotros. Pero ha pasado gran parte de su vida en diferentes instituciones. La serie de informes y partes sobre Errki es infinita.

– ¿Mostró alguna vez tendencias violentas?

– ¿Sabe usted? -contestó-, la verdad es que siempre está a la defensiva. Solo cuando se siente realmente acorralado puede ocurrir que ataque. Y no concibo que una anciana pueda haberlo asustado o provocado tanto como para que la matara.

– No sabemos lo que puede haber sucedido allí arriba o lo que puede haber hecho la anciana, pero su cartera ha desaparecido.

– Entonces no ha sido Errki. Solo coge chocolate y cosas así. Jamás dinero.

Sejer suspiró por lo bajo.

– Menos mal que tiene usted fe en él. Probablemente él necesite eso más que la mayoría. Y no hay nadie más que apueste por él, ¿verdad que no?

– Escúcheme -dijo ella mirando a Sejer-. No estoy del todo segura. No soporto la arrogancia de los que se creen seguros de todo. No obstante, considero mi obligación creer en su inocencia. Antes o después, tendré que contestarle a esa pregunta cuando él esté sentado en el sofá donde está usted ahora y me pregunte: ¿Tú crees que he sido yo?

La doctora Struel tendría cuarenta y tantos años. Era rubia y angulosa, con el pelo muy corto y un flequillo muy largo. Su cara resultaba sorprendentemente femenina en comparación con su cuerpo fuerte, y tenía las mejillas redondas y cubiertas de un vello muy rubio que brillaba a la luz de ese sol que entraba sin piedad por la ventana. Llevaba vaqueros y una blusa blanca, y en las axilas se le veían manchas húmedas de sudor. Se apartó el pelo de la cara con una mano, pero el largo flequillo volvió a caerle en el rostro como una ola rubia.

Sejer se enderezó en el sofá.

– Me gustaría ver la habitación de Errki.

– Está en la planta baja. Se la enseñaré. Pero, dígame… ¿de qué forma la mataron?

– Fue golpeada con una azada.

Ella hizo una mueca.

– No parece propio de Errki ni de su naturaleza tan retraída.

– Eso lo diría cualquiera que creyera en él y se sintiera responsable de sus actos.

Sejer se levantó y se secó el sudor de la frente.

– Perdóneme, pero estoy sentado justo al sol. ¿Puedo cambiarme de sitio?

Ella asintió con la cabeza, y Sejer se sentó en una silla que había junto al escritorio.

En ese momento descubrió el sapo. Estaba al acecho, tras un montón de papeles. Era grande y gordo, pardo por la parte de arriba y más claro por la de abajo. No se movía, claro, porque no era de verdad, pero no le habría extrañado nada que de repente hubiera dado un salto, de lo real que parecía. Lo levantó con curiosidad. La doctora lo siguió con la mirada y sonrió cuando Sejer lo cogió. El sapo estaba frío a pesar del calor de la habitación. Lo apretó con cuidado y entonces lo entendió. Por dentro tenía una sustancia gelatinosa que hacía que pudiera adquirir distintas formas. Apretó y empujó todo el contenido del cuerpo a las delgadas patas. Entonces se quedó completamente deformado y parecía un engendro. Siguió apretando y notó cómo el animal se le iba calentando entre las manos.

Los ojos del sapo lo miraron. Eran de color verde pálido, con una raya negra. La espalda era rugosa e irregular, pero la superficie de debajo estaba más lisa. Le dio por apretarlo en la parte baja, empujando así todo el contenido hasta la parte superior. Ahora parecía muy atlético, con los hombros anchos y el pecho hinchado.

Luego probó otra variante. Desplazó el contenido de la parte de arriba de la tripa hacia el estómago de modo que la cabeza le quedó colgando hacia un lado, como un pellejo. Lo dejó en la mesa y la gelatina no volvió a su sitio, como había pensado. Volvió a cogerlo y lo apretó como pudo para que volviera a su forma inicial. Cuando logró que de nuevo pareciera un sapo, lo dejó por fin en su sitio.

– Divertido -dijo Sejer en voz baja.

– Útil -señaló la doctora Struel, acariciando la espalda del sapo con un dedo.

– ¿Para qué sirve?

– Para tocarlo, como acaba de hacer. Y su manera de tocarlo me dice algo sobre quién es usted.

– No me lo creo -dijo, negando con la cabeza.

Ella sonrió, casi maternal.

– Sí, sí, sin duda. Me dice algo de cómo cada persona se aproxima a las cosas. Por ejemplo, usted.

Sejer escuchaba lleno de dudas, pero a la vez atraído por la voz de la mujer.

– Lo levantó con mucho cuidado, y se lo pensó un instante antes de empezar a apretar. Cuando se dio cuenta de que podía cambiar su forma, quiso probarlas todas, una por una. Muchos lo encuentran asqueroso, pero usted, no. La manera en la que ladeó la cabeza al mirarlo a los ojos me dice que se enfrenta a las cosas extrañas de la vida con una mente abierta y amable. Apretó con cuidado, casi con ternura, como si tuviera miedo de que reventara. Pero no puede reventar. Al menos tiene la garantía del fabricante de que no va a hacerlo. Si no se tienen las uñas muy afiladas, claro -añadió-. Pero usted desistió más bien pronto, quizá pensando que podía convertirse en un juego peligroso si continuaba. Y por último, aunque no menos importante: volvió a darle su forma inicial antes de dejarlo otra vez en la mesa.

Se calló un instante y lo miró.

– Eso me dice que es usted un hombre prudente, pero no carente de curiosidad. También está un poco chapado a la antigua, temeroso ante nuevas e inusuales formas. Le gusta que las cosas parezcan lo que son, que se queden como están, como aquello que conoce.

Sejer dejó escapar una risa insegura. La voz de la mujer le hizo ablandarse de un modo extraño. De hecho, se sentía un poco gelatinoso.

– Y mediante ese sapo, y otras mil pequeñas cosas, con otros juguetes y tareas, y sobre todo con ayuda de tiempo, puedo saber de usted casi más que usted mismo.

Caray, no le falta fe en sí misma.

– ¿Errki lo ha visto? -preguntó en voz alta.

– Claro. El sapo siempre está aquí.

– ¿Qué hizo con él?

– Dijo: Aparta ese asqueroso y repulsivo bicho antes de que le arranque la cabeza de un mordisco y vierta su contenido sobre la mesa.

– ¿Usted lo creyó?

– Nunca ha mentido.

– Pero dice usted que no es violento.

La doctora Struel cogió de repente el sapo y empezó a tirar de las cuatro patas con todas sus fuerzas. Se estiraron como gomas elásticas y Sejer casi sintió pena al verlo. Al final hizo un nudo, primero con las patas delanteras, y luego con las traseras. Luego lo colocó boca arriba sobre la mesa. Resultaba doloroso verlo tan desvalido. Al percatarse de la expresión de su cara, la doctora se echó a reír con cordialidad.

– Déjeme enseñarle la habitación de Errki.

– ¿No va a desatar los nudos? -preguntó Sejer pensativo.

– No -contestó ella con aire burlón.

Él sintió como una especie de marejada por dentro. Escuchó extrañado.


Contemplaron el interior de la habitación de Errki. Una habitación sencilla con una cama, una cómoda, un lavabo y un espejo, tapado con una hoja de periódico. Tal vez quisiera evitar verse a sí mismo cuando pasaba. La ventana era alta y estrecha, y la habían dejado abierta. Por lo demás, la estancia estaba totalmente desnuda. Nada en el suelo ni en las paredes.

– Se parece bastante a lo que podemos ofrecer nosotros -dijo Sejer pensativo-. A una celda, ni más ni menos.

– Nosotros no cerramos las puertas.

Sejer entró en el cuarto y se quedó de pie, apoyado contra la pared.

– ¿Qué le hizo decidirse por la psiquiatría? -preguntó mientras leía la tarjeta con el nombre de la mujer, doctora S. Struel, y pensaba qué podía significar la S. Solveig, tal vez, o Sylvia, por ejemplo.

– Porque -contestó cerrando los ojos- porque la gente normal -y acentuó la palabra «normal», como si se tratara de algo despectivo- quiero decir, los que triunfan, esos seres bien dotados que saben lo que quieren y que siguen todas las reglas, que alcanzan sus metas sin problemas, que saben relacionarse, que navegan con la mayor naturalidad, y que llegan donde quieren y consiguen lo que quieren… ¿hay algo interesante en esas personas?

Era un planteamiento curioso. Sejer no pudo reprimir una sonrisa.

– Lo único interesante en este mundo son los perdedores -prosiguió-. O a los que llamamos perdedores. En toda clase de desviaciones hay una rebelión. Y yo nunca he podido entender esa falta de rebelión.

– ¿Y usted? -preguntó de repente Sejer-. ¿No es usted uno de esos seres triunfadores que saben lo que quieren? ¿Acaso usted se rebela?

– No -admitió-. Y no lo entiendo. Porque en lo fundamental estoy tremendamente desesperada.

– ¿Tremendamente desesperada? -preguntó preocupado.

– ¿No lo está usted? No se puede ser una persona ilustrada, inteligente, social en esta Tierra, sin al mismo tiempo estar profundamente desesperado. No puede ser -dijo ella mirándolo.

¿Estoy profundamente desesperado?, pensó él.

– Además, son las personalidades íntegras las que más éxito tienen en esta sociedad -prosiguió ella-. Esas personas completas, seguras, consecuentes. Ya sabe, ¡con fuerza de carácter!

Sejer ya no pudo reprimir la risa.

– Aquí dentro tenemos sitio para la rebelión y no nos asustamos ante el barullo. Y tampoco tenemos miedo a no llegar.

Volvió a apartarse el flequillo de la cara.

– Y supongo que yo no podría haber existido en un colectivo distinto al que tenemos aquí.

Sejer estaba fascinado por la manera de pensar en voz alta de esa mujer, de hacerlo partícipe de sus pensamientos, aunque era un extraño. Al mismo tiempo, no se sentía como un extraño.

– ¿Y cómo son las cosas donde ustedes?

– ¿Donde nosotros?

Reflexionó un instante.

– Donde nosotros hay orden, estructura y un montón de asquerosas personalidades íntegras.

Le costaba un poco controlar la voz, estaba a punto de ponerse demasiado locuaz.

– Poco espacio para la improvisación y la imaginación. Gran parte de nuestro trabajo consiste en buscar minúsculas cosas físicas, como pelos, restos de sangre, huellas de zapatos o tal vez de cubiertas de coche. Y luego viene la parte filosófica que, aunque nunca llega a ocupar una parte muy grande en nuestros informes, está siempre presente. Y que, naturalmente, es la única parte emocionante del trabajo. Si no hubiera espacio para esa parte, supongo que me habría dedicado a otra cosa.

– ¿Y qué pasa con los que cogen y enjaulan?

– No empleamos precisamente esa expresión -contestó mirándola consternado.

Lo dice para provocarme, pensó. Tal vez sienta que no tiene necesidad de seguir las reglas normales de educación. Le interesa mucho la rebelión.

– Me gustaría enviarlos a otro lugar -dijo tranquilo.

Estaba tan fascinado por esa mujer, por su ancha y luminosa cara, y sus ojos oscuros con círculos claros, que estaba empezando a tener miedo de lo que pudiera llegar a decir. Él, que nunca se sorprendía a sí mismo…

– Si ese lugar existiera -añadió-, pero en nuestra pobreza no hemos conseguido más que… una jaula.

– ¿Se preocupa usted por ellos? -preguntó ella de repente.

Él tuvo que levantar la vista para ver la expresión de la cara de la mujer. En realidad, parecía estar llena de mala leche.

– Sí, me preocupo. Pero no me sobra mucho tiempo para esas cosas. Además, no soy funcionario de prisiones. Pero sé que los funcionarios de prisiones se preocupan por ellos.

– Bueno -dijo ella, encogiéndose de hombros-. Supongo que al fin y al cabo tenemos uno de los sistemas penitenciarios más humanos del mundo.

– ¿Humano?

Sejer no pudo evitar que su voz se volviera algo cortante.

– Se drogan, se escapan, saltan por las ventanas, se rompen las piernas o incluso la nuca, se vuelven locos, se violan los unos a los otros, se matan entre ellos, se matan a sí mismos. ¡Así de humano es!

Tomó aliento.

– ¡Realmente se preocupa por ellos! -sonrió ella.

– Ya se lo he dicho.

– Tenía que saberlo con seguridad.

Volvió a hacerse el silencio, y Sejer se asombró de nuevo de esa extraña conversación. Era como si a ella le faltara el respeto habitual por la autoridad que él representaba, y que siempre hacía a la gente hablar con reverencia o no decir nada en absoluto. Bueno, tendría que aguantar una excepción.

– Errki -dijo Sejer por fin-. Hábleme de Errki.

– Solo si le interesa de verdad.

– ¡Pues claro que sí!

Ella salió de la habitación.

– Vayamos a la cafetería a tomar una Coca-Cola. Tengo sed.

Se sorprendió a sí mismo siguiéndola como un perro, mientras se esforzaba por reprimir algo muy confuso, muy perturbador, que estaba dando vueltas en su cabeza, o pecho, o estómago, o donde fuera. Ya no estaba seguro de nada.

– ¿Qué dirección cree usted que tomó Errki?

– A través del bosque.

Ella señaló con el dedo, un poco a la izquierda de Varden.

– Allí hay una pequeña laguna, a la que llamamos El Pozo. Ya hemos buscado en ese lugar. Si ha seguido hacia delante, habrá llegado a la carretera principal, justo al punto donde se mete por debajo de la autovía. Si lo han visto en Finnemarka, coincide con la dirección.

Cuando unos minutos más tarde estaban sentados en la cafetería y ella echaba gotas de limón en su Coca-Cola, él preguntó con curiosidad:

– ¿Sería posible explicar a una persona normal y corriente lo que es una psicosis?

Se fijó en que la Coca-Cola se iba aclarando con el limón.

– ¿Es usted una persona normal y corriente?

Había algo burlón en su voz. Sejer no sabía si era un cumplido u otra cosa. En la confusión, se puso a tocar el teléfono móvil que llevaba en el cinturón.

– Por un lado, es imposible, es algo muy abstracto -contestó ella en voz baja-. Pero la veo como un escondite. Se trata de que todos los mecanismos normales de defensa están pisoteados. Incluso el acercamiento más inocente se percibe como un ataque del enemigo. Errki ha encontrado un escondite. Intenta sobrevivir creándose una estrategia interior de supervivencia, una especie de instancia correctora que poco a poco se va imponiendo por completo y reduce su libertad y la posibilidad de hacer sus propias elecciones. ¿Lo ha entendido?

Ella bebió un trago de Coca-Cola y se secó la boca con el dorso de la mano.

Sejer asintió con la cabeza.

– ¿Desea él salir de esa situación?

– Probablemente no, ese es el problema. Toda clase de enfermedades reporta un beneficio, claro. ¿Sabe? Alguien que te cuida cuando estás en la cama con fiebre. Es muy agradable.

Es fácil para ti decir eso, pensó él, nostálgico.

– ¿Y Errki está muy enfermo?

– Tiene bastantes problemas. Pero al menos se ha levantado de la cama. Consigue comer algo, toma sus medicinas. En otras palabras, colabora un poco.

– ¿Y… la esquizofrenia? ¿Qué es?

– La llamamos así a falta de algo más preciso, porque resulta práctico tener casillas en las que poder meter las cosas, cuando la psicosis ha durado algún tiempo en serio, digamos unos meses.

– ¿Errki lleva mucho tiempo enfermo?

– Es una de esas personas que, de alguna manera, ha sido abandonado por muchos. Ha ido de sitio en sitio como una especie de reclamación.

La doctora suspiró hondo.

– Si ha matado a esa mujer -prosiguió- me temo que ya no habrá esperanza para él. No tendrá más ayuda. No de la manera en la que quiero ayudarle.

– Pero… -la miró y levantó el vaso-. ¿Qué sabe de la causa de la enfermedad de Errki?

– No mucho. Pero tengo algunas teorías.

– ¿Puede decirme algo sobre ellas?

– A veces me he preguntado si tuvo algo que ver con la muerte de su madre.

– Según los rumores que corren, fue Errki quien la mató -dijo Sejer deprisa, un poco demasiado deprisa en realidad.

– Sí, sí, también yo lo he oído. Él mismo lo ha extendido.

– ¿Pero por qué?

– Porque cree que es así.

– ¿Y qué cree usted?

– Prefiero dejar abierta la cuestión. Todos necesitamos una oportunidad -dijo con firmeza.

Sí, pensó él. Yo también necesito una oportunidad. Pero seguramente no la aprovecharía aunque me la sirvieran en bandeja. No lleva alianza, pero eso no tiene por qué significar nada. Antes era siempre una señal segura. Resultaba muy fácil distinguir a los que no tenían pareja. Como él había hecho con Elise. Dedos largos y lisos, sin alianza. ¿En qué demonios estoy pensando?, se dijo de repente.

– ¿Cómo murió su madre? -preguntó.

– Se cayó por una escalera.

– ¿No la empujó él?

– Tenía ocho años.

– A esa edad se empuja y se salta todo el rato. Por ejemplo, sin querer o jugando. Errki estaba en la casa, ¿no?

– Fue testigo de lo que ocurrió.

– ¿Y nadie más?

– No.

– ¿Qué es lo que usted sabe exactamente?

– Casi nada. Errki estaba sentado en la escalera cuando llegó la ayuda. Seguramente llevaba mucho tiempo allí, incapaz de moverse.

Se metió una mano en el bolsillo del pantalón y sacó un paquete de tabaco light.

– Hace mucho tiempo de eso -añadió.

– Otra cosa: el agente Gurvin mencionó que Errki vivió algún tiempo en Estados Unidos.

– Vivió durante siete años en Nueva York con su padre y su hermana. Venían a Noruega regularmente, en Navidades y fechas así.

– ¿Y… es cierto que tuvo contactos con un tipo algo especial?

Ella sonrió de repente.

– No he podido comprobarlo. He hablado con su padre, y admite que no sabe muy bien lo que hacía el chico en su tiempo libre. Se preocupaba más por la hija, la hermana de Errki que, al contrario que el chico, tenía éxito en todo lo que hacía, sobre todo socialmente. Pero está usted pensando en ese mago, ¿verdad?

– Tal vez le metiera ideas extrañas en la cabeza.

– Me temo que ya las tenía. Pero, por supuesto, no mejoraría la situación. Lo peor es…

De pronto se calló y clavó la mirada en la Coca-Cola. Era evidente que estaba dudando si continuar o no, si sería traspasar el límite.

– Lo peor es -repitió- que a veces he pensado si de verdad no tiene esa capacidad. Si realmente no ve más que los demás y de hecho hace que sucedan cosas mediante una profunda concentración. No se puede explicar de otra manera el que ponga en marcha cosas con la fuerza de la mente.

Bueno, ya estaba dicho.

Sejer frunció el ceño. Qué mala suerte, ahora que esa mujer estaba empezando a gustarle, descubrir que no estaba del todo bien de la cabeza, que no era esa mujer realista e inteligente que él había pensado al principio. ¡Mala suerte!

– Cuénteme -dijo.

Ella fijó la mirada en una estatua de fuera, una estatua de una muchacha desnuda, de rodillas, mirando al recinto hospitalario.

– Le contaré cómo fue el primer encuentro que tuvimos Errki y yo. Todos los pacientes tienen su terapeuta fijo, a la vez que forman parte de un grupo con el que reciben terapia en grupo. Había llegado el día y la hora. Estaba sentada en mi despacho esperando, quería comprobar si Errki lograba llegar puntual después de haberle enseñado dónde estaba. Y llegó justo a la hora. Señalé el sofá que hay junto a la ventana y él se sentó o, mejor dicho, más bien se tumbó y se quedó callado. No pude ver sus ojos. La habitación estaba en silencio. Hay algo mágico justo en ese momento, en el primer encuentro entre médico y paciente, las primeras palabras.

Hablaba en voz baja y muy despacio. Sejer notaba cómo se dejaba meter en los pensamientos de esa mujer, casi le parecía estar en la habitación en la que estuvieron sentados los dos.

– Tenemos exactamente una hora -empecé-. Y hoy decides tú cómo quieres que la empleemos. Él no contestó. Dejé que el silencio se prolongara, no me asusta el silencio, es normal que no digan mucho, o nada, si de eso se trata, la primera vez. Y la segunda. De modo que no me extrañó nada. Él estaba cómodamente sentado, relajado, como descansando. No estaba nervioso ni atormentado. Pasado un rato, opté por hablar yo sobre mí misma, en voz baja y calmada.

– ¿De qué habló? ¿Pueden entonces hablar de ustedes mismos?

– Claro, dentro de unos límites.

Su voz se volvió didáctica.

– He de ser personal sin ser íntima, interesada sin parecer invasora, decidida sin ser cortante o autoritaria, compasiva sin parecer sentimental, etcétera. Dije a Errki que lo que haríamos sería buscar un lenguaje especial para nosotros, un lenguaje que solo entenderíamos él y yo, y que nadie más entendería. Por «nadie más» quería decir las voces interiores que lo empujan de un lado para otro, amargándole la vida. Le dije que podíamos buscar una manera de comunicarnos y que podríamos mantenerla en secreto. Una clave. Que si quería decirme algo, podría hacerlo en clave, si lo prefería, que yo la entendería con un poco de tiempo, y que lo de descifrarla era mi problema.

Se paró para tomar aliento.

– Pero él seguía callado, el tiempo transcurría, y yo no dejaba de esperar una señal. Por fin entré en un estado de somnolencia. Errki tiene una manera de ser tranquilizadora. Allí estaba, como si fuera el dueño de la habitación. Cuando por fin se levantó, me sobresalté. Sin mirarme, fue hacia la puerta. Va en contra de las reglas, de manera que lo detuve. Él se limitó a señalar su muñeca izquierda, en la que no llevaba reloj. La hora había pasado. No había ningún reloj en la habitación. Y sin embargo, era la hora justa, habían transcurrido sesenta minutos.

– ¿Y qué hizo usted? -preguntó Sejer curioso.

Ella se rió por lo bajo.

– Intenté un truco. Dije que aún quedaban cinco minutos, pero lo dije con una sonrisa. Entonces pronunció su primera palabra, la primera palabra que me dirigió: Mentirosa.

Sejer miró el césped a través de las ventanas de la cafetería. Se dio cuenta de que era tarde, pronto debería volver a la Comisaría, a poder ser, con algunas notas relevantes. Ni siquiera había hecho ninguna llamada telefónica en todo el tiempo que llevaba allí. Tal vez hubieran encontrado ya a esos dos, mientras él andaba perdido en la psiquiatría y sus secretos. O en esa mujer, en todo lo que podía haber sido, en un futuro diferente al que él se había imaginado.

– Luego -prosiguió ella- anoté en mi diario: Uno cero a favor de Errki.

– ¿Cómo cree usted que reaccionará Errki si se siente amenazado?

La mujer lo miró y en su rostro apareció un aire de preocupación, como si estuviera pensando en cómo estaría Errki.

– Se encierra en sí mismo hasta que no puede más. Siempre está a la defensiva.

– Pero si no puede retraerse, si lo amenazan o le provocan lo suficiente, ¿entonces qué hace?

– Intenté decírselo antes, pero usted no captó mi insinuación. Simplemente muerde.

– ¿Muerde? ¿El qué?

– Lo que puede.


Errki dormía. Morgan lo observaba desde la puerta. Una cicatriz roja y dentada iba desde la garganta hasta el ombligo. Se le había cerrado muy mal. Morgan reflexionó, incapaz de encontrar una explicación razonable a la causa de esa cicatriz tan fea. Se quedó mirándolo fijamente, aunque había ido con el propósito de despertarlo. Llevaba mucho tiempo sentado en el viejo diván del cuarto de estar, mirando la pared. Escuchó la radio, no había ninguna novedad. Cien mil coronas, dijeron. Morgan las había contado, era correcto.

Permaneció inmóvil. Estar observando a un hombre dormido le pareció demasiado íntimo. Mirar a una chica habría sido diferente. O así le parecía a él. Errki respiraba levemente y sus párpados vibraban, como si estuviera soñando. Su chaqueta negra y su camiseta estaban en un montón en el suelo. ¿Por qué quiero despertarlo?, pensó Morgan. ¿Estoy aquí como un perro ávido de compañía, sintiéndome solo? ¿Por qué coño no le dejo dormir? Si de todos modos no habla, está demasiado preocupado por su jodido interior como para escucharme a mí. Y sin embargo, cuando duerme se parece a todos los demás.

Se preguntó si la locura del hombre también estaría presente mientras dormía, si también sus sueños eran de loco o si muy dentro tenía un lugar donde todo era normal, algo que él no quería admitir.

Se estremeció. Sin previo aviso, Errki había abierto los ojos. En cuestión de un segundo estaba despierto. No se había movido un ápice antes, como suele hacer la gente al despertarse, retorciéndose un poco, gruñendo, gimiendo. Él se limitó a abrir los ojos. Eran sorprendentemente grandes antes de enfocar a Morgan. Luego se estrecharon.

– ¿Qué te has hecho en el pecho? -preguntó Morgan, incapaz de resistirse a hacer la pregunta-. Parece un harakiri fallido.

Errki se calló, porque los dos del Sótano estaban haciendo ruidos y moviéndose para tomar posiciones. A veces eran muy lentos.

– Tengo ganas de charlar -dijo Morgan. Le pareció mejor ser sincero-. Es tarde. ¿Nos tomamos un whisky?

Errki se levantó despacio de la cama. No ocurrió nada. Miró de reojo el revólver de Morgan, se puso la camiseta y lo siguió hasta el cuarto de estar. Morgan había colocado la radio en el marco de la ventana, con la antena saliendo por los vidrios rotos. La temperatura dentro de la vieja casa era agradable, pero sobre el bosque había una calurosa bruma, y le pareció ver brillar la laguna muy a lo lejos en el calor.

– Tengo hambre -dijo Morgan-. Así que me tomaré un trago de whisky.

Sacó la botella de la bolsa y desenroscó el tapón. Era una botella de litro. Errki estaba a la expectativa observándolo. Como de costumbre, miraba de abajo arriba y daba la impresión de estar tramando algo.

– El whisky es un buen remedio contra cualquier cosa -señaló Morgan, mientras seguía extrañándose por esa mirada intensa que parecía preservar un conocimiento muy especial, algo funesto sobre la vida y la muerte que nadie más que él hubiera visto-. Sirve de remedio contra el hambre y la sed, contra las penas de amor y el aburrimiento, las desesperaciones y angustias.

Dio un buen trago.

– No hay nada tan agradable como un problema moderado con drogas legales -prosiguió-. ¿Entiendes lo que quiero decir con la palabra moderado?

Errki lo entendía. Morgan se secó la boca.

– Yo bebo regular y constantemente. Pero nunca por la mañana ni tampoco demasiado, y menos cuando tengo que conducir. Yo tengo el control, no el alcohol.

Dio otro trago.

– Y si ahora crees que voy a emborracharme para que te puedas escapar, estás muy equivocado.

Ofreció la botella a Errki, que la miró extrañado. No le gustaba mucho el alcohol, pero se sentía vacío y agotado por dentro, y como era lo único que tenían, no necesitaba hacer una elección. Solo había eso, una botella de whisky. Y él no lo había pedido, el otro casi le obligaba a beber. Estudió la etiqueta y dio la vuelta lentamente a la botella. Luego olió su contenido.

– Venga ya, no es veneno.

Se llevó la botella a la boca y bebió. No salió ni una lágrima de sus ojos mientras el whisky le corría por la garganta.

Un súbito calor se le extendió por el diafragma, llenándole el estómago. Poco a poco le fue subiendo ese sabor dulzón, como si se tratara de bombones.

– Bueno, ¿verdad?

Morgan sonrió.

– ¿Dónde vives? Tendrás una casa, ¿no?

Al lado del mar, pensó Errki. En un lugar en medio de la naturaleza, pagado por el ayuntamiento. Una habitación, cocina y baño. Encima vive ese viejo que se pasea sin cesar por las noches y que alguna vez llora. Lo oigo, pero no me meto. Si le doy la mano y lo escucho, le doy esperanza, y no hay esperanza para nadie.

– ¿Por qué tienes que ser tan jodidamente reservado? -prosiguió Morgan, agarrando la botella de nuevo.

– Allí huele mal -dijo Errki en voz baja.

Morgan se sobresaltó al oír su voz.

– ¿Qué huele mal? ¿Tu casa? No me extrañaría. Tú también hueles mal. Tal vez sea hora de que salgas al aire libre.

– La carne cruda huele mal. Sobre todo con este calor.

– ¿De qué estás hablando?

– Está sobre el banco. La como todos los días para desayunar.

Lo decía muy serio. Morgan lo miró con desconfianza.

– ¿Estás bromeando o tienes alucinaciones? Bromeando, ¿verdad? No dudo que estés chiflado, pero me niego a creer que comas carne cruda para desayunar.

Notó que una especie de espanto le bajaba por la espalda, a pesar del calor. ¿Qué clase de ser humano era ese hombre que tenía delante?

– Tómate otro whisky. A lo mejor te sienta mal no poder tomar las medicinas. Pero yo creo que casi te irá mejor el whisky.

Se dejó caer al suelo, con el arma al lado.

– Oye, cuéntame. ¿Cuándo te diste cuenta de que estabas a punto de volverte loco?

Errki lo miró.

– ¿Fue como lo que se lee en los libros, que te levantaste una mañana sintiéndote fatal, fuiste al espejo, y allí viste, para tu espanto, que te salían gusanos rojos de los orificios de los ojos?

Se rió por lo bajo y tapó la botella.

Errki cerró los ojos. Un suave zumbido subía desde el Sótano, como una advertencia.

– No fueron gusanos -dijo con esa voz clara y tranquila-. Fueron escarabajos con caparazones brillantes. Relucían con la luz que entraba por la ventana, negros como el petróleo.

Morgan parpadeó perplejo.

– Estás bromeando, ¿verdad? No ocurre así. Aunque seas idiota, no puedes tratarme como si yo también lo fuera. Supongo -dijo meditabundo- que se convierte en algo muy importante averiguar por qué uno enfermó. Por eso te lo he preguntado. Tal vez sea hereditario. ¿Tu madre también estaba loca?

Errki callaba y escuchaba las palabras que salían de la boca del otro como basura, como papel mojado, cáscaras de patata, posos de café y corazón de manzana.

– ¿Y tú? -preguntó Errki tranquilamente-. ¿Cuándo te diste cuenta tú?

– ¿Cuándo me di cuenta de qué?

Morgan parpadeó y volvió a mirar por la ventana.

– No resulta nada fácil mantener una conversación contigo. Si hay algún tema que te parezca bien, podemos hablar de eso. Tú decides.

Lanzó un profundo suspiro.

– Falta mucho para que se haga de noche.

Nueva pausa. Errki estaba sentado en el diván con las piernas encogidas.

– Muchas partes del mundo están en guerra -dijo por fin.

– ¿Ah, sí? Pues puede ser. Cuéntame algo del manicomio -dijo Morgan, con una voz casi suplicante.

Podría si le diese la gana. Podría hablarle de Ragne, por ejemplo, que no era capaz de asumir el hecho de que había nacido niña, y a quien encontraban cada dos por tres llena de cortes, en medio de un charco de sangre en la cama o en la ducha, después de haber intentado cortarse los genitales, lo cual no resulta fácil tratándose de una chica. Refrescos, té y café, pensó Errki, cerveza, vino, licor. Contárselo a ese tonto de pelo rizado. Jamás.

– Vale, déjalo -dijo Morgan desalentado, mirando a Errki-. ¿Eres un genio? ¿Un cerebro brillante? No estoy bromeando, no descarto la posibilidad de que seas muy inteligente, aunque no lo parezcas.

Errki no contestó. El hombre no solo era un tonto, sino realmente miserable.

Morgan suspiró. Se sentía agotado. El otro no quería hablar. Morgan ya no aguantaba oír su propia voz, de todos modos no decía más que sandeces. Tampoco podía echarse a dormir ni beber más whisky. No estaba habituado a estar sentado en una habitación con otro hombre y no recibir respuesta alguna. Le ponía nervioso.

– ¿En qué vas a emplear el dinero? -dijo Errki de repente, con esmerada amabilidad.

– ¿El dinero?

– El dinero del atraco. ¿Te vas a comprar una Nintendo? Todos los chicos piden una Nintendo.

Morgan se levantó bruscamente y se acercó a la ventana, desde donde se quedó mirando la laguna. Brillaba como el cristal y tenía un color rojizo oscuro, como de mineral. Miró el islote desnudo y el pino reseco que se inclinaba hacia fuera. Pronto habría otra vez noticias. Luego pensó en el coche, en si lo habrían encontrado. En ese caso lo sabrían, sabrían que los dos habían subido por el bosque.

– Tengo que mear -dijo, saliendo de la habitación-. Tú quédate aquí. Estaré justo fuera.

Salió e inhaló el aire caliente. Era la hora más calurosa del día. Añoraba una oscuridad que no llegaría hasta el otoño. Todo es un rollo, pensó desanimado.

Errki se levantó del diván y se sentó en el suelo, apoyándose contra la pared. Oyó caer el chorro sobre la hierba seca y el pequeño clic cuando Morgan se subió la cremallera. El whisky le calentaba alegremente el cuerpo. Quería más. Morgan entró. Podría pedirle más, pero iba en contra de un principio que no se podía infringir bajo ninguna circunstancia. El de pedir algo. No, era impensable. Ahí llegaba Morgan, con pasos obstinados. Pasó por encima de la bolsa y se quedó de espaldas tocando la radio. Volvió a girar un poco la antena. Errki miró fijamente la camiseta y luego las piernas musculosas del hombre. Era curioso, un hombre dotado de todo lo que tiene que tener un hombre y, sin embargo, con un aspecto tan poco armonioso, como compuesto al azar por piezas sueltas que no encajaban las unas en las otras. Todo estaba en silencio. Errki se disponía a rezar una oración. No podía recordar cuándo había rezado por algo, hacía muchos años. Tuvo la sensación de que las palabras se le amontonaban, convirtiéndose en un nudo que no subía.

Clavó la mirada en la bolsa. Concentró toda su fuerza en un ojo y sintió su propia mirada como un rayo a través de la habitación. Alcanzó la lona negra de la bolsa y pronto salió una fina columna de humo de la tela. Luego notó un suave olor a quemado. Morgan se volvió. Empezó a oír ruidos desde el Sótano, como si enormes piedras se hubieran desprendido de algún lugar y se acercaran rodando. El ruido iba en aumento, se oían como truenos. Néstor se inflamó. Al poco rato, Errki vio cómo algo emergía a través del sucio suelo de tarima. Un río de sangre. Lo miró fijamente. Estaba a una pulgada de sus pies. La bolsa estaba al otro lado.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Morgan inseguro-. ¿Te encuentras mal?

Errki miró fijamente la bolsa.

– Oye, ¿por qué no te tomas otro whisky? Tal vez te alivie.

Parecía preocupado. Errki permaneció sentado, con la mirada clavada en la sangre.

– Te he dicho que puedes dar otro trago.

Pero Errki seguía sentado. No llegaría a la bolsa con la mano, tendría que dar un paso para alcanzarla y los pies le resbalarían en la pegajosa sangre.

– ¡Joder! ¿Por qué todo tiene que ser tan difícil contigo? ¿Quieres que le ponga una tetina a la botella y te la coloque en los brazos?

Morgan buscó violentamente la botella en la bolsa, la encontró y se la dio. Errki la cogió y bebió. La bolsa dejó de arder.

Has tenido suerte. No esperes tanto la próxima vez.

– No soy tacaño -dijo Morgan de repente-. Puedes decir lo que quieras de Morgan, pero no que sea tacaño.

Miró de reojo a Errki, que bebía con avidez.

Luego se fue a la cocina. Errki comprendió que era verdad. Morgan era muchas cosas raras, pero no tacaño. Estaba buscando algo en los cajones, y luego Errki lo oyó abrir la puerta de la despensa. Mientras estuvo fuera de su vista, Errki dio varios tragos. Morgan maldecía por lo bajo y tiraba las cosas con movimientos enérgicos. Luego se oyó un crujido. Eso significaba que estaba tocando las velas, empaquetadas en plástico. A continuación, se metió en la alcoba. Errki bebió más y oyó cómo el otro golpeaba las paredes. Luego sonó su voz, como un eco por toda la casa:

– ¡Me cago en la mar, mira!

Errki se levantó y lo siguió balanceándose.

– ¿Ha llamado, señor?

Seguía con la botella en la mano. Morgan había dejado el revólver en la ventana.

– ¡Mira lo que he encontrado debajo de la cama! -dijo Morgan enseñándole unos papeles marrones y resecos, doblados varias veces-. Un mapa de Finnemarka. Veamos dónde estamos.

Leyó en voz alta:

– Mapa de Finnemarka, Mapas del Estado, 1965. Ayúdame, Errki.

Morgan cogió el revólver y volvió al cuarto de estar. ¿Puedes averiguar dónde se encuentra esta casa?

Desdobló el mapa, que casi se le deshizo entre los dedos. Errki echó un vistazo. Luego señaló con el dedo una pequeña mancha azul y dijo:

– Estamos aquí.

– ¿Tan fácil es? -preguntó Morgan mirando atentamente-. ¿Cómo puedes saberlo con tanta seguridad?

– Mira la laguna de fuera -dijo Errki-. Mira la forma que tiene. Compara con el mapa. Se llama la laguna del Cielo.

– Joder. Al menos tienes algunos momentos de lucidez.

Morgan fue hacia la ventana y miró por ella. La laguna tenía exactamente la misma forma que la del mapa.

– Joder, ¿tan bien conoces esto? En realidad, no hemos andado tanto -añadió-. Esta noche puedo cruzar la colina y bajar por ahí -dijo señalando el mapa de nuevo-. Para divertirnos, podemos cambiarnos la ropa.

Cogió la botella de whisky. Por fin se sentía mejor. Sabía dónde estaban. Ya no se encontraba dentro de una mancha blanca, ahora todo tenía un nombre, cimas y lagunas rodeadas por la red de carreteras, claramente enumeradas.

– Tú vuelves por el mismo camino por el que hemos venido. Y yo continúo hacia… hacia el noreste. Te dejo mi pantalón corto. Vas a tener una pinta estupenda con mis pantalones hawaianos. Entonces te soltaré. Entre las doce y la una de esta noche.

Parecía contento. Tenía una meta.

– Las noticias -dijo de repente, y se levantó de un salto. Fue dando tumbos hasta la radio y subió el volumen. Ahora era una mujer la que leía las noticias. Errki volvió a dejarse caer en el suelo y cerró los ojos. Tenía los labios entumecidos y agradablemente laxos por efecto del whisky.

Y ahora al asesinato de Finnemarka. El brutal asesinato cometido en la persona de Halldis Horn, de setenta y seis años, sigue siendo la prioridad absoluta de la policía, además del atraco al Banco Fokus. La policía declara que está siguiendo una pista que podría llevarles al autor del crimen, pero con el fin de no entorpecer la investigación, no dice nada más sobre el asunto. No obstante, confía en una pronta solución del caso.

Morgan miró a Errki.

– ¿Dónde crees que vivía esa mujer? ¿Tú la conocías?

Se rascó la cabeza.

– ¿Podrían venir aquí a buscarnos? ¿Puedes entender cómo alguien es capaz de hacer algo tan horrible?

Errki movió la cabeza con tanta fuerza que su pelo bailó, pero no contestó.


– ¿Por qué lo ingresaron a la fuerza? -preguntó Sejer-. ¿Amenazó a alguien?

La doctora Struel negó con la cabeza.

– Dejó de comer. Cuando llegó aquí, estaba muy desnutrido.

– ¿Por qué no comía?

– No conseguía decidir lo que quería comer. Se sentó a comer y no hacía más que llevar la mano de un fiambre o queso a otro.

– ¿Y qué hizo usted?

– Cuando se dio por vencido y subió a su habitación, le preparé una rebanada de pan con salchichón y se la llevé. Nada de leche ni café para acompañar, solo el pan con salchichón. Se lo dejé en la mesilla de noche y no lo tocó.

– ¿Por qué?

– Cometí un gran error. Partí la rebanada en dos, y no sabía qué rebanada comerse primero.

– ¿Quiere decir que es posible dejarse morir de hambre por tener problemas para tomar una decisión?

Sejer sacudió la cabeza mientras intentaba entender lo difícil que podía llegar a ser la vida para algunos.

– ¿Y cree realmente que ese hombre tiene poderes fuera de lo normal?

Ella hizo un gesto desalentador con las manos.

– Yo solo le cuento lo que vi. Otros cuentan otras cosas.

– ¿Le ha preguntado a él cómo lo hace?

– Una vez le pregunté: ¿Quién te lo ha enseñado? Sonrió y dijo: The Magician. El mago de Nueva York.

– ¿Pero no son más bien casualidades?

– No lo creo. En el transcurso de la vida, ocurren cosas que no somos capaces de explicar.

– A mí no me pasan -dijo Sejer con una sonrisa.

– ¿No? -preguntó ella con aire burlón-. ¿De manera que es usted de los que entienden casi todo?

Se sintió ridiculizado.

– No he querido decir eso. ¿Qué más cosas sabe hacer?

– Una vez estaba jugando a las cartas con un grupo en la sala de fumar. Errki también estaba allí, pero no jugaba. Odia jugar a cualquier cosa. Era tarde y fuera estaba oscuro, y la lámpara estaba encendida. De repente, Errki dijo de esa manera suya tan rara, tan calmada: Deberíamos tener una vela en la mesa. Es verdad, pensé, resultaría más acogedor con una vela encendida. Le pregunté si quería ir a la cocina a buscar una, pero no quiso. Los otros tampoco. Dijeron que una vela entorpecería el juego. Entonces Errki me dio pena. Por primera vez había sugerido algo y nadie lo escuchó. En ese momento se fue la luz. La sala de fumar se quedó completamente a oscuras y también el resto del edificio. Se formó un gran barullo mientras nos movíamos a tientas buscando una vela. Intenté avisar, dijo Errki escuetamente.

»Pero no siempre acertaba con todo lo que hacía. Entre otras cosas, quiso aprender a volar, y en una ocasión saltó por la ventana desde un segundo piso. Fue un milagro que no se matara. Aterrizó sobre un aparcamiento de bicicletas y le quedó una cicatriz bastante fea en el pecho. Ocurrió mientras vivían en Nueva York.

– ¿Consumía LSD o algo así?

– No lo sé. El padre tampoco lo sabía. No se preocupaba mucho de su hijo.

– ¿Es tan feo como dicen?

– ¿Feo?

Lo miró aturdida.

– No es feo. Poco aseado, tal vez.

– ¿Es infeliz?

Su propia pregunta le pareció estúpida, pero la doctora no se rió.

– Naturalmente. Pero él no lo sabe. No deja aflorar esa clase de sentimientos.

– ¿Y cuáles son los sentimientos que deja aflorar?

– Desprecio, condescendencia, arrogancia.

– Eso no suena tan bien.

La doctora suspiró hondo.

– En el fondo, no es más que aquel niño superdotado que solo quería el bien, que quería hacerlo todo correctamente y que tenía tanto miedo de cometer un error que se quedó paralizado. En el colegio no era muy bueno en la parte oral, se limitaba a quedarse sentado junto a la ventana, murmurando, y nadie lograba oír lo que decía. Pero en la parte escrita era un as indiscutible.

– ¿Y usted le hizo hablar poco a poco?

– Habla cuando le conviene. A veces puede llegar a ser extremadamente elocuente, incluso divertido. Tiene un sentido del humor muy cáustico.

– ¿Ha intentado alguna vez quitarse la vida?

– Aparte de ese vuelo por la ventana en Nueva York, que no he podido estudiar a fondo, no creo.

– ¿De modo que no tiene tendencias suicidas?

– No. Pero en este negocio nunca hay nada seguro.

– ¿Usted lo entendería si llegara a hacerlo?

– Claro que sí. Suicidarse es un derecho humano.

– ¿Un derecho humano? ¿Eso opina?

La doctora se miró las manos.

– No me gustan nada esos terapeutas que dicen al paciente: Has de entender que la muerte no es la solución. Claro que es la solución para la persona en cuestión. El que algunos elijan la muerte es una consecuencia lógica y clarísima de nuestra capacidad de elección, y una solución que el ser humano ha conocido y algunos han elegido en todos los tiempos.

– Pero usted hará todo lo que pueda para evitarlo, ¿no?

– Digo: Es tu elección. Y no siempre me siento bien cuando debo meterles la vida por la fuerza o cuando les robo una psicosis que ellos, al fin y al cabo, viven como su única vía de escape.

No voy a poder dormir esta noche, pensó Sejer. La cara de esta mujer flotará ante mí en la oscuridad, sujetándome. Sus palabras me retumbarán en los oídos. Se sorprendió a sí mismo dando vueltas a la alianza, pensando que si ella, contra toda razón, hubiera sentido cierto interés por él en ese aspecto, necesariamente habría tenido que descartarlo enseguida. Tal vez debería dejar de ponérsela. Por otra parte, hacía mucho tiempo que había decidido que siempre estaría en su dedo y que se la llevaría a la tumba. Y sin embargo, esa alianza indicaba que existía una mujer. La doctora también la había visto. La idea le molestaba.

– A Errki le gusta andar por el bosque y a lo largo de la carretera. ¿Y nunca suele acercarse donde hay gente?

– No -admitió ella.

– Si ahora es eso lo que al parecer ha hecho, es decir, ha ido hasta el centro de la ciudad e incluso ha entrado en un banco, ¿cree usted que eso puede significar que algo le pesa? ¿Que sentía que necesitaba ayuda porque había sucedido algo?

De repente, la doctora pareció muy preocupada. Sejer volvió a sentir una especie de marejada por dentro. Cuando se retiró, se miró el corazón, que desde hacía tiempo era una playa abandonada. Por primera vez en muchos años había en él una mujer.


– ¿Ha pasado algo?

Skarre lo miró.

– ¿Qué quieres decir?

– Has tardado mucho.

Sejer no contestó. Estaba de espaldas, junto al lavabo. Skarre se sintió inseguro. El jefe era a veces bastante reservado, pero ahora su espalda recta indicaba que algo se estaba fraguando.

– Tengo algunos datos que pueden sernos útiles -contestó Sejer, sin volverse. Abrió los grifos y se echó agua fría en la cara sofocada. Por fin, cuando se había secado esmeradamente y alisado el pelo corto con los dedos, preguntó:

– ¿Hemos recibido las fotos de las huellas que vimos en el lugar de los hechos?

– Aún no, pero están a punto de llegar. Según los del laboratorio, se trata de unas magníficas fotos en blanco y negro. Apuestan a que son zapatillas de deporte. Se trata del mismo dibujo en zigzag que tiene esa clase de calzado. Las huellas miden treinta y nueve centímetros de largo, lo que corresponde a un cuarenta y tres de número de zapato. Es lo que sé por ahora.

– A la doctora Struel le cuesta imaginarse que Errki haya podido matar a alguien. Dice que el hombre muerde si le provocan.

– ¿La doctora? ¿Que Errki muerde?

Skarre lo miró con interés.

– ¿El doctor era una doctora? ¿Te dijo algo sobre cómo cree que se comportaría Errki de rehén?

– Cree que se encerraría en sí mismo. Dice que solo se defiende si lo atacan. Pero tampoco sabemos gran cosa del atracador o de qué tipo de hombre es.

– Quizá se estén divirtiendo.

– No sería la primera vez. Pero se me está ocurriendo algo. ¿Qué crees que pasaría si el atracador se enterara de que al rehén que acaba de llevarse lo está persiguiendo la policía por un caso de homicidio?

Skarre sonrió.

– Tal vez le entrara miedo y lo soltara.

– Tal vez. Y tampoco es improbable que esté escuchando las noticias con el fin de averiguar cómo está la situación.

– Pero la prensa no sabe que el rehén es el hombre que fue visto en la granja de Halldis.

– Es cuestión de poco tiempo ya, ¿no crees?

Miró la puerta, que daba a un largo pasillo en el que los despachos estaban colocados en fila.

– Aquí trabaja mucha gente. No tardará mucho en saberse.

– Y entonces podría ser peligroso, ¿verdad?

Sejer lo miró.

– ¿Qué harías tú? Piensa con la parte criminal de tu cerebro.

– ¡Ah, es tan pequeña esa parte! -se quejó Skarre-. Me asustaría y lo mandaría a paseo. Y como es un enfermo mental, supongo que no es fácil de tratar. Pero si han conectado -prosiguió- puede que se apoyen el uno en el otro. ¿Y por qué iba uno a denunciar al otro? Los dos están fuera de la ley. Pero si se desencadenara un conflicto…

– Y uno está loco y el otro armado… Tenemos que encontrarlos antes de que se maten el uno al otro -dijo Sejer-. Propongo que hagamos llegar la información a la radio.

– ¿Crees que lo soltará?

– Tal vez. Mientras tanto, tú irás a la tienda de comestibles de Briggen a hablar con el tendero de Halldis. Es el único que hablaba con ella a intervalos regulares, una vez por semana durante muchos años. Se conocerían bien. También tienes que averiguar quién es ese Kristoffer que le envió la carta. ¿Has comido algo?

– Yo sí, ¿y tú?

– Yo iré a la Colina de los Muchachos a hablar con el chiquillo que encontró el cadáver. Luego me pasaré por el Hospital General de Oslo.

– ¿Para qué?

– Para ver si hay papeles sobre la madre de Errki, datos sobre su muerte.

– ¡Pero si hace dieciséis años de eso!

– Seguro que encuentro algo. ¡Pero una cosa antes de que te vayas! Ve al pasillo y coge un palo para fregar suelos.

– ¿Un qué?

– En el armario de los utensilios de limpieza. Un palo de esos a los que se ata el trapo de fregar el suelo.

– Nadie friega ya con palos de esos -dijo Skarre con indulgencia-. Se utilizan fregonas.

– Entonces ve a buscar una fregona. Algo que tenga un palo largo.

Skarre se fue y volvió con una fregona. Igual que en la azada de Halldis, el mango era de fibra de vidrio. Sejer tomó posiciones.

– Yo soy Halldis Horn -dijo muy serio-. Y tú eres el homicida.

– No me costará mucho esfuerzo -indicó Skarre colocándose delante de él.

– Estoy fuera, con la azada en la mano. Bien es verdad que soy más alto que ella. Pero seguramente la tendría cogida así, con las manos juntas en el centro del mango.

Skarre asintió con la cabeza.

– Tú vienes hacia mí desde dentro de la casa e intentas coger la azada. Hazlo, Jacob.

Miró por un instante el mango y lo agarró con las dos manos. Automáticamente, puso una mano por encima de la de Sejer y la otra por debajo.

– Quédate así.

Sejer miró con atención las cuatro manos.

– Las huellas de Halldis estaban más o menos así, en el centro de la azada. Muy arriba encontramos otra huella pequeña. Y esa misma, muy abajo en la azada. Significa que él le arrebató la azada así, con un solo movimiento, luego la arrancó violentamente de sus manos, la levantó y la golpeó. Pero dime, Jacob, ¿dónde están sus huellas dactilares o los restos de ellas?

Skarre no se lo pudo decir.

– ¿Y si las limpió a toda prisa y solo consiguió quitar algunas?

– ¿Mientras las de ella quedan en medio del mango? No parece probable.

– ¿Y si por alguna razón u otra, los dedos de él dejan malas huellas?

– ¿Debido a qué, por ejemplo?

– Ni idea. Pero si alguna vez se ha quemado los dedos, las huellas serán imposibles de sacar.

– Me parece que estás especulando muchísimo.

– Tienes razón -dijo Skarre parpadeando-. Yo tampoco lo entiendo.

– ¿Coinciden con las huellas que se han encontrado dentro de la casa?

– Siguen comparándolas en el laboratorio.

– Hay algo muy extraño en todo esto -dijo Sejer.

– Yo no creo en cosas extrañas -objetó Skarre-. Creo que habrá una explicación lógica. Suele haberla. Puede que Errki se muerda los dedos. He oído hablar de eso. Tal vez se esté comiendo sus huellas. Es un tipo raro. ¿Su doctora no te dijo nada de eso?

– ¿De que se muerda los dedos?

– Mira -dijo Skarre, extendiendo una mano-. Mira la punta de mi dedo índice. ¿Qué ves?

– La verdad que no mucho. Está… como pelada.

– Así es. Este dedo no deja huella. ¿Sabes por qué?

– ¿Porque te lo has quemado?

– No. Fue por un pegamento de esos fortísimos, hace mucho tiempo.

– Pero ese es solo uno de diez dedos.

– Solo digo que hay una explicación lógica. ¿Así que la doctora no cree que su paciente pudiera llegar a matar? -preguntó.

– Así es.

– ¿Tú la crees?

– No cabe duda de que ella sabe bastante sobre la manera de ser de Errki y de que tiene una sólida experiencia en su profesión.

– Pero tú no sueles tener en cuenta esas cosas. Yo personalmente creo que es fácil. Creo que fue él.

– Has hablado demasiado con Gurvin.

– Me limito a usar la lógica, Errki se crió allí. Sabía quién era Halldis. Nunca iba nadie a su casa, salvo el tendero. Errki fue visto en la granja la mañana del asesinato. Y está muy enfermo.

– ¿Estás dispuesto a apostar? -preguntó Sejer con una sonrisa.

– Sí, por qué no.

– Entonces yo apuesto en contra.

– Si pierdes, vendrás conmigo al pub a emborracharte.

Sejer se estremeció solo de pensarlo.

– Y si pierdes tú, saltarás en paracaídas. ¿De acuerdo?

– Eh… De acuerdo.

– ¿Me lo das por escrito?

– ¿No te fías de la palabra de un cristiano?

– Claro que sí.

Sejer sacudió la cabeza y dejó el palo apoyado en la pared.

– Vete ya. Pero que sepas una cosa. Los seres humanos no podemos explicarlo todo con la razón. -Se puso a buscar algo en un cajón para indicar que la conversación había terminado-. Y vete comprando un par de botas altas -concluyó.

– ¿Para qué?

– Para el salto en paracaídas. Para evitar roturas de tobillo.

Skarre se puso pálido y desapareció.

Sejer tomó deprisa y corriendo unas notas sobre la reunión con la doctora Struel. Al acabar, abrió la guía telefónica por la S, sin perder de vista la puerta como si tuviera miedo de que lo pillaran in fraganti. Enseguida encontró el nombre. Estaba entre Strougal y Stryken. Struel, Sara. Médico.

Y debajo: Struel, Gerhard. Médico. El mismo número de teléfono. Suspiró profundamente y cerró la guía con un estruendo. Sara y Gerhard. Sonaba muy bien. Decepcionado como un niño, empujó la guía hacia un lado.


La tienda de comestibles de Briggen estaba tan llena de carteles y anuncios publicitarios que parecía una feria. Letreros de color naranja, rosa y amarillo chillón por todas partes. Albóndigas caseras, hígado de buey congelado…

Si no fuera por los carteles, la casa habría resultado bonita: pintada de rojo y con dos plantas. Skarre supuso que el propio Briggen vivía en la planta de arriba. Aparcó el coche y entró. La tienda tenía dos cajas, y en una de ellas había una chica sentada, leyendo una revista. Su cabeza redonda estaba aprisionada en una dura permanente. Levantó la mirada y descubrió el uniforme. La revista se le cayó al suelo.

Skarre era guapo. Guapo en todos los sentidos, con un rostro amable y una nube de rizos rubios en la cabeza. Y tenía esa rara capacidad de prestar la misma y sincera atención a todo el mundo, también a aquellos que no le interesaban, como era el caso de esa chica. Ella llevaba gafas y le sobraban al menos diez kilos. Skarre la miró con una sonrisa deslumbrante.

– ¿Está por aquí tu jefe?

– ¿Odd? Está en el almacén desembalando congelados. Si pasas por donde la leche, allí al fondo, y sales por la puerta que hay junto a las verduras, lo encontrarás.

Skarre se dirigió al fondo de la tienda. En ese instante, entraba Briggen con una caja de pescado congelado en los brazos.

– ¿Policía? Vayamos al despacho. Sígame.

La cajera volvió a abrir la revista, pero ya no leía. Giró la cabeza hacia la izquierda y vio su propio reflejo en el plexiglás que protegía la caja. El pelo y la cara aparecían suaves y poco nítidos, y si se quitaba las gafas, se parecía un poco a una versión de Shirley Temple en mayor. En su cabeza repasó todo lo que sabía sobre Halldis Horn, porque no descartaba que el policía también quisiera hablar con ella. Por eso se preparó a fondo. En dos o tres minutos estaría junto a la caja y, si aprendía algunas respuestas de memoria, podría dedicarse a admirarle y a fijarse en cada detalle. Qué pena que no supiera nada realmente importante que él pudiera llevarse. Eso le habría proporcionado un lugar en la memoria de ese hombre. «Ah, sí, la cajera rellenita de Briggen, la que me aportó esa información decisiva, gracias a la cual pudimos resolver el caso. ¿Cómo se llamaba esa chica?»

Le daba pena tener un nombre tan desastroso. Volvió a echar un vistazo a la revista, a la foto de Claudia Schiffer. Desde el despacho le llegaban las voces, un murmullo secreto.

– ¿Cuántos años -dijo Jacob Skarre sacando su libreta de notas del bolsillo- lleva usted subiendo la compra a Halldis Horn?

Briggen se desabrochó la bata de nailon verde antes de contestar.

– Creo que pronto hará ocho años. Hasta entonces, era Thorvald quien se ocupaba de comprar lo que necesitaban. También a él lo conocía bien. Siempre han vivido aquí.

El tendero, que tendría entre cincuenta y sesenta años, era grande y regordete, con un buen color de cara, ojos oscuros, mejillas sonrosadas, y el pelo espeso, muy corto, y con flequillo. Tenía la boca un poco torcida, los brazos y las piernas cortos, y las manos pequeñas con dedos regordetes que entrelazaba constantemente. Un poco excitado tal vez, impaciente como un niño por contribuir a la solución de ese terrible asunto. Tenía las uñas muy mordidas, solo le quedaba un pequeño trozo junto a la cutícula.

– ¿Qué solía comprar? -quiso saber Skarre.

– Solo lo indispensable: leche, mantequilla, café, rollos de papel y huevos. No se permitía muchos lujos. No porque no pudiera, porque sí podía. Según ella misma, tenía bastante dinero. Supongo que ahora su hermana Helga Mai, que vive en Hammerfest, lo heredará todo.

– ¿Ella le contó que tenía dinero ahorrado?

– Sí que lo hizo. Estaba orgullosa de ello.

– ¿Lo sabía más gente?

– Supongo.

Skarre pensó que cuando corre el rumor de que alguien tiene dinero, corre tan deprisa como una lagartija en arena caliente. El hecho de que ese dinero se encuentre en el banco hace que se esfume el deseo de meterle mano. Al final, el rumor pudo haber adquirido grandes dimensiones. ¡Halldis tiene dinero, muchísimo dinero! Y tal vez lo tenga debajo del colchón o en un sitio parecido. ¿No es ahí donde suelen tenerlo los viejos? Ella había considerado poco arriesgado confesárselo al tendero, a quien conocía muy bien. Luego bastaría una sonrisa secreta, una pequeña insinuación y ya lo sabría todo el mundo. Tal vez cuando murió su marido y la gente se preguntaba por su situación económica comentara a alguno de sus clientes: Ah, ¿sabes? Halldis no es lo que se dice pobre. Muchos podrían haberlo oído. Al menos, Briggen se enteró.

– ¿Sabe usted? -prosiguió Briggen-, no tuvieron hijos. Por eso ahorraron mucho y, además, no les interesaba el lujo. Thorvald cuidaba de su tractor como de un niño. Se pasaba el día engrasándolo y sacándole brillo. Dios sabe en qué tenían pensado usar ese dinero. Bueno, si es que había tanto como ella insinuaba.

Skarre anotó: comprobar la cuenta corriente de Halldis Horn.

– ¿Y su hermana? ¿La del norte de Noruega?

– Vive bien, tiene marido, hijos y nietos.

– De modo que si Halldis tenía dinero, serán ellos los que lo disfruten.

– Eso creo. Thorvald no tenía familia, solo un hermano que murió hace mucho tiempo. Parte del dinero procedía de la herencia que él dejó.

– Así que usted solía subir a la granja una vez por semana. ¿El mismo día todas las semanas?

– No, ella llamaba y podía cambiarlo. Pero casi siempre eran los jueves.

– ¿Cuándo estuvo allí por última vez?

– El miércoles.

– ¿Cuántas personas le ayudan en la tienda?

– Solo Johnna. La que está en la caja.

– ¿Nadie más?

– Ahora no.

– ¿Antes sí?

– Hace mucho tiempo. Un joven. Se fue pronto.

– ¿Conoció él a Halldis?

– Supongo que sí. Iba conmigo alguna vez a entregar a domicilio, pero no parecía muy interesado -contestó Briggen, sin dejar de entrelazar los dedos

En su voz había algo molesto y negativo al hablar de eso.

– Tendrá que decirme su nombre.

Briggen daba la impresión de querer mantenerlo en secreto. Se retorció en la silla y se puso a abrocharse la bata, a pesar del calor.

– Tommy. Tommy Rein.

– ¿Era joven?

– Veintipocos. Pero jamás mostró interés por ninguno de nosotros ni por esta aldea.

– ¿Sabe usted dónde está ahora?

– No.

– Usted dijo que ella siempre guardaba la cartera en la panera. ¿Es así?

– Así es. Pero nunca había mucho dinero allí. Bueno, no es que yo hurgara en ella, pero Halldis la abría para sacar el dinero cuando iba a pagarme. No solía haber más que unos cuantos billetes de cien.

Skarre anotó.

– Y Errki Johrma, ¿sabe usted quién es?

– Claro. Venía a menudo a la tienda.

– ¿Qué solía comprar?

– Nada. Cogía lo que necesitaba y luego se marchaba. Si le gritaba, se volvía en la puerta, como sorprendido, y levantaba la mano para enseñarme lo que había cogido, como para decirme que solo se llevaba una tableta de chocolate. Y como es así, yo nunca lo perseguía. No es la clase de tío a quien te apetece tocar el hombro. Y claro, nunca se trataba de sumas importantes, no eran más que pequeñas cosas. Pero de vez en cuando me cabreaba de verdad. Le importan un bledo las leyes y las reglas.

– Entiendo -dijo Skarre-. En su opinión, ¿quién, además de usted, podía saber que Halldis guardaba su cartera en la panera?

– Nadie, que yo sepa.

– Pero Tommy Rein pudo saberlo, ¿no?

– Eh, bueno, no sé.

– ¿Y los vendedores ambulantes y predicadores? También llegarán hasta aquí, ¿no? ¿La visitaban de vez en cuando? ¿Mencionó ella algo al respecto?

– Nunca llegan hasta casa de Halldis. Se cansan antes. Está demasiado apartada, y la carretera es mala. Olvídese de esa posibilidad. Céntrese en Errki. Al fin y al cabo, fue visto en la granja.

– ¿Así que usted lo sabía?

– Lo sabe todo el mundo.

– Esa cartera -prosiguió Skarre- era roja, ¿no?

– De un color rojo vivo, con una cerradura de latón. Llevaba en ella una foto de Thorvald, una vieja, de antes de que perdiera el pelo. ¿Sabe usted? -añadió el hombre-, me sentí aliviado cuando por fin Errki ingresó en el hospital. Y ahora espero que lo encuentren, y que sea el culpable.

– ¿Por qué?

Briggen cruzó los brazos. Apenas le alcanzaban para rodear su tripa.

– Así lo tendremos colocado de una vez por todas. Es un hombre peligroso. Y si por fin se le puede inculpar, mediante pruebas físicas, quiero decir, tal vez nunca vuelva a salir. Así estaremos en paz algún tiempo. Y digo yo, ¿quién puede haber sido, sino él?

– ¿Halldis nunca recibía visitas?

– Casi nunca.

– ¿Cuál es la excepción?

– Su hermana Helga tiene un nieto que vive en Oslo. Sé que estuvo alguna vez allí arriba, pero no muchas, desde luego.

– ¿Sabe usted su nombre?

– Su apellido es Mai. Kristian o Kristoffer.

Kristoffer, pensó Skarre. El que envió la carta.

– Creo recordar que trabajaba en la cocina de algún restaurante. Y no quiero ser malvado, pero no era precisamente de cuatro estrellas.

– ¿Por qué no?

– Alguna vez vi al chico. Lo digo por la pinta que tenía.

Skarre se puso a pensar en la pinta que tenían los pinches de cocina de los restaurantes de cuatro estrellas en comparación con otros pinches de cocina de Oslo.

– De modo que Mai. Y Tommy Rein. ¿Han estado aquí ya los de la prensa?

– De los periódicos y de la emisora local de radio. Y la gente ha llamado.

– ¿Y usted ha hablado con ellos?

– Nadie me dijo que no lo hiciera.

No, por desgracia, pensó Skarre con tristeza.

– Necesitamos que venga a la Comisaría en el transcurso de hoy, si puede ser.

– ¿Que me necesitan? ¿Para qué?

– Tenemos que estudiar las huellas dactilares de la casa de Halldis.

Briggen dio la impresión de tener problemas para respirar.

– ¿Van a tomarme las huellas?

– Eso pensamos -sonrió Skarre.

– ¿Y por qué iban a estar en casa de Halldis?

– Porque usted ha ido allí una vez por semana durante ocho años -contestó Skarre con calma.

– ¡Yo solo iba a entregarle la compra! -exclamó con cara de pánico.

– Lo sabemos.

– ¿Y entonces para qué las necesitan?

– Para aislarlas.

¿Qué?

Skarre intentó mantener la calma.

– En ese caos de huellas dactilares tenemos que averiguar cuáles son de cada cual. Algunas son de Halldis. Otras podrían pertenecer a ese tal Kristoffer, y otras a usted. Y otras pueden ser del autor del crimen. ¿Entiende?

Briggen recuperó su color habitual de piel.

– Espero que lo mantengan en secreto. La gente podría pensar que tengo algo que ver.

– No los que tienen la más mínima noción de lo que es el trabajo policial -lo consoló Skarre.

Dio las gracias al tendero y salió a la tienda. Johnna estaba pensando en depilarse las cejas cuando de repente el policía apareció junto a la caja. Una cosa era la belleza de sus ojos, pero, ¡y la boca!, pensó, pues la boca era lo primero que solía mirar cuando se encontraba con un hombre. Le abrumó la sensibilidad de esa boca. La boca de Skarre era perfecta, una boca ancha, con labios carnosos, no demasiado arqueada, pues en ese caso habría resultado demasiado femenina. Era recta y simétrica, y los dientes, perfectos. Ese suave arco que constituía el labio superior se repetía en sus cejas.

– Jacob Skarre -dijo él sonriente.

Ya lo sabía, tenía que ser algo bíblico, pensó ella.

– ¿Puedo preguntarte algo rápidamente? ¿Has estado alguna vez en la granja de Halldis?

– Una vez, con Odd -asintió con un gesto de la cabeza. No se le movió ni un rizo-. Un sábado por la tarde -añadió- que se me había estropeado el coche, y se ofreció a llevarme a casa si antes iba con él a llevar el café a Halldis. Se le había acabado. Hace mucho tiempo de eso.

La joven se había quitado las gafas y las había dejado sobre las rodillas.

– ¿Sabes si otras personas pueden haber subido a la granja?

Ella se quedó pensando un instante.

– Un tipo que trabajó aquí una temporada. Llamaron de la CDL preguntando si teníamos un puesto para él.

– ¿CDL? -preguntó Skarre sorprendido.

– Cuidados de Delincuentes en Libertad -explicó la joven-. Se pusieron en contacto con Odd para ver si el chico podía trabajar un tiempo aquí, de prueba. En realidad es una especie de ayuda para ex presidiarios, y…

– Lo sé -dijo Skarre-. ¿Tommy Rein?

– Sí, así se llamaba.

– ¿Subió él alguna vez con tu jefe?

– Una vez o dos. Se fue enseguida, esto le parecía muy aburrido. Ni siquiera un miserable pub. Bueno, no sé dónde está ahora, no lo he visto desde entonces.

– ¿A ti te gustaba?

Ella reflexionó un instante intentando recordar la cara del joven, pero solo se acordó de los oscuros tatuajes azules que llevaba en los brazos y de la intranquilidad que sentía cuando él estaba cerca, aunque, en realidad, nunca la miraba, al menos no como un hombre mira a una mujer. Pensándolo bien, se había sentido un poco herida en su orgullo por eso. Ni siquiera un simple delincuente se dignaba a mirar a Johnna.

– ¿Si me gustaba? En absoluto -contestó vengativa.

– Briggen no mencionó que el chico fuera un ex presidiario -dijo Skarre con prudencia, a la vez que le lanzó una mirada que ella no pudo resistir.

– Claro que no. Es su sobrino, y supongo que se avergüenza de tener parientes así. Tommy es hijo de la hermana de Odd.

– ¡Ah, sí!

Evitó anotar lo que acababa de decir, para que no tuviera la sensación de haberse chivado.

– ¿Sabes por qué estuvo en prisión?

– Por un simple robo.

– ¿Briggen está casado?

– Es viudo.

– Ajá.

– Ya lleva solo once años.

– Comprendo. Once años -sonrió paciente Skarre.

– Ella se quitó la vida -susurró de pronto la joven en ese tono de voz que emplea la gente cuando habla de infidelidades.

Skarre hizo un gesto elocuente con la cabeza. Esas cosas explican casi todo, sobre la gente y la vida, pensó, y sobre por qué las cosas son como son. Le lanzó una mirada que indicaba que apreciaba la información.

– ¿Cuánto tiempo llevas trabajando aquí? -preguntó en tono amable.

– Ocho años. Desde antes de que muriera el marido de Halldis.

Se esforzaba por contestar con claridad y no añadir cosas innecesarias, pues ese policía sería un hombre muy ocupado y seguro que no aguantaría a los testigos bobos. Pero mientras ella hablara, él tendría que quedarse, y no se veía a ningún cliente cerca.

– ¿Conocías a Errki Johrma?

– No lo conocía, pero sé quién es.

– ¿Le tienes miedo?

– No exactamente. Pero si me lo encontrara por una carretera oscura, yendo sola, sí me asustaría. Aunque en ese caso, me asustaría ante cualquiera.

Excepto ante ti, pensó. Tú pareces un ángel.

– ¿Y cómo va el negocio? -preguntó Skarre-. Trece setenta y siete por un pan integral es demasiado, ¿no? -añadió señalando el cartel que había junto a la estantería del pan.

La joven suspiró resignada.

– Me temo que con precios tan altos no puede competir en el mercado. Viene poca gente. No ganamos mucho. Y ahora van a construir un nuevo centro comercial a media hora de aquí. Entonces esto se irá a pique.

De repente pareció preocupada.

– ¿Un centro comercial?

Él le sonrió alentador.

– Seguro que tendrás posibilidad de encontrar un trabajo allí. Si Briggen tiene que dejar esto, quiero decir.

Le sorprendió oír eso, pues había soñado con ello, aunque nunca se lo había confesado a nadie.

– Oye -dijo él en voz baja, inclinándose hacia ella-. Solo para asegurarme del todo. ¿Estuvo Briggen ayer todo el día en la tienda?

– Ayer no. Solo estuve yo. Él fue a un curso al Instituto de Comercio.

– ¿Y en esos casos tú llevas el negocio sola?

– ¡Qué remedio!

Skarre se enderezó.

– Si oyes o ves algo, o si recuerdas algo que pudiera ser importante, sería estupendo que me llamaras. Por ejemplo, si apareciera Errki para robaros chocolatinas.

Le guiñó un ojo y sacó una tarjeta del bolsillo. Ella la cogió con dedos temblorosos. Nunca ocurriría. No se presentaría ninguna razón en el mundo lo suficientemente importante como para poder ponerse en contacto con ese hombre. Él se marchó y todo había acabado. La joven se puso las gafas. Ya no quería ver su reflejo en el plexiglás. Briggen la llamó para que lo ayudara con el pescado y la miró con desconfianza.


Morgan miró fijamente por la ventana rota. Allí abajo estaba la laguna, resplandeciente y fresca. Se sentía pesado de calor y cansancio, y tenía una enorme necesidad de refrescarse.

– Zambullirse en el agua -murmuró-. ¿A que apetece, Errki?

Errki no contestó. La mera idea le hizo estremecerse. El whisky lo había dejado medio atontado, y se encontraba en un estado de letargo. Él nunca se bañaba, ni siquiera en la bañera. El cuerpo se comportaba de un modo extraño en el agua, y a él no le gustaba.

– Voy a darme un baño y tú vendrás conmigo -dijo Morgan de repente, muy resuelto.

Errki empezó realmente a inquietarse. Notó que se estaba poniendo tenso. No soportaba pensar en ello. Todo podría ocurrir en el agua negra.

– Tú puedes bañarte -dijo en voz baja- mientras yo puedo sostenerte el revólver.

– No me hagas reír. Los dos vamos a bañarnos, y tú entrarás primero.

– Yo nunca me baño.

– Tú te bañas cuando yo lo exijo.

Errki se vio forzado a hacer algo que no le gustaba en absoluto. Tuvo que levantar la voz.

– ¡No lo entiendes! ¡Nunca me baño!

– ¡Pues falta te hace, joder! Venga, no estoy de broma.

Errki seguía sin moverse. Nada en el mundo lograría meterle en el agua, ni siquiera un revólver. Antes morir. Aún no estaba preparado y quería dejar la Tierra con cierta elegancia, pero si no se podía, no se podía.

– ¡Vamos!

Morgan estaba decidido. Hablaba casi con todo el cuerpo, fue hasta el diván, agarró a Errki por la camiseta y lo levantó a la fuerza. Errki estuvo a punto de perder el equilibrio.

– Nos metemos un momento y salimos enseguida. Nos llevará un par de minutos. Aclara las ideas, excepto las tuyas.

Empujó a Errki con el revólver hasta el exterior de la casa.

– Baja por la izquierda, así llegaremos al islote.

Errki miró la roca desnuda y encogió los hombros. ¡Jamás se metería en esa agua negra! Desde el Sótano no se oía ni un sonido. Nadie quería ayudarle, parecía como si estuvieran escuchando, esperando a ver qué hacía. Le empezó a picar el cuerpo. Un picor alarmante. No sabía nadar. No podía desnudarse y mostrarse desnudo, no podía ser humillado de esa manera. Bajó vacilante la cuesta reseca, cubierta de brezo y hierba. Hacía mucho tiempo había habido allí un sendero, ahora estaba tapado. Miró el agua y pensó que, si había mucha profundidad, iría derecho al fondo. Morgan hablaba animado detrás de él.

– Apuesto a que el agua está helada. Me vendrá de perlas.

Dio un empujón a Errki.

– Quítate ya esos trapos. O báñate con ellos, me da igual, pero métete ya.

Errki se quedó como una estatua de piedra, mirando el agua. Ahí, en la orilla, ya no parecía roja, solo negra y profunda. No podía ver el fondo. Solo alguna hierba larga y suave que flotaba y que se enredaría en sus piernas como dedos asquerosos. Puede que también hubiera peces, o peor aún, anguilas.

– ¿Vas a saltar o quieres que te empuje? -Morgan estaba impaciente. Ese baño se había convertido en una obsesión.

– No sé nadar -murmuró Errki, que seguía de espaldas. La comisura de los labios se le movía peligrosamente.

– No importa. Puedes quedarte en la orilla. Venga ya, estoy sudando como un pollo.

Errki seguía sin moverse.

– ¿Qué decides? ¿Quieres que cargue el revólver?

Errki oyó un agudo clic en medio del torbellino de tambores. Morgan había tenido una idea, y ahora había que ponerla en práctica a cualquier precio. Se acercó unos pasos más hacia el agua y notó cómo le zumbaban las sienes. El agua era para él un elemento tan impensable como un mar de llamas. Sus mejillas, siempre tan blancas, ardían. Se volvió lentamente. Ya no veía el revólver, puede que Morgan lo hubiera escondido en el brezo. Ahora se le estaba acercando con una expresión amenazadora y las manos levantadas.

– Quiero ver cómo actúas cuando estás asustado -dijo con malicia.

Errki se echó hacia un lado y se encogió, listo para atacar. Morgan vaciló y lo miró desconfiado, pero siguió avanzando. Entonces Errki se lanzó hacia delante y hacia arriba como una fiera. De súbito hincó los dientes en la nariz de Errki. Las mandíbulas se le cerraron como tijeras y notó cómo los dientes afilados atravesaban la piel y el cartílago y llegaban hasta el hueso. Morgan se tambaleó, intentando mantener el equilibrio, mientras agitaba violentamente los brazos, pero Errki seguía colgado de él y así estuvo un buen rato hasta que volvió en sí. Entonces por fin lo soltó.

De Morgan no salió ni una palabra, no al principio. Miró sorprendido a Errki, y transcurrieron un par de segundos hasta que comprendió lo que había sucedido. La punta de la nariz estaba suelta, casi colgando. Luego llegó la sangre. Morgan gritó. Levantó las manos y se las llevó a la nariz, notó cómo chorreaba la sangre, notó el sabor a ella en la boca, seguido de un extraño entumecimiento.

– ¡Ay, Dios mío! -chilló, arrodillándose-. ¡Errki! ¡Ayúdame, estoy sangrando!

Tenía una pinta deplorable: arrodillado en el brezo, tapándose la nariz con las manos y chorreando sangre. Errki se quedó mirándolo fijamente mientras se mecía sin cesar, por un lado aterrado ante tanta sangre, y por otro más tranquilo porque se había defendido a mordiscos. Ahora todo sería diferente. Oyó los ruidos procedentes del Sótano, estaban contentísimos con su esfuerzo, lo vitorearon como a un héroe, los aplausos no cesaban.

– No tenías que haberte puesto tan pesado conmigo. ¡No lo soporto!

Ahora vas a llorar de nuevo. Qué asco.

– ¡Se me infectará la herida!

Morgan sollozaba y gemía.

– ¿Eres capaz de comprender lo que has hecho? Estás loco de remate. Lo que tienes que hacer es volver al puto manicomio. ¡Me voy a morir de esto, coño!

– Intenté avisarte -dijo Errki con serenidad- pero no quisiste escucharme.

– ¡Dios mío, qué puedo hacer!

– Puedes ponerte un trozo de musgo sobre la herida -sugirió Errki.

Lo que estaba viendo era realmente algo inusual: Morgan con esos pantalones cortos tan chillones y la nariz suelta.

– Muchas partes del mundo están en guerra -sentenció muy serio.

– ¡No tengo nada con qué limpiar la herida, coño! ¿No sabes lo peligrosa que es la mordedura humana? Nunca se cerrará. ¡Maldito loco!

– Eres diferente cuando estás asustado.

– ¡Cállate la boca!

– Te habrán puesto la vacuna del tétanos como a todo el mundo, ¿no?

Morgan no contestó. Errki pensó que ya era hora. Hablaba demasiado, y esa casa de allí arriba ya estaba llena de la basura de ese hombre.

– Hace años -sollozó Morgan-. Puede que ya no tenga efecto. En solo unas horas puede convertirse en septicemia. ¡No sabes lo que has hecho! ¡Estúpido!

– Límpiala con whisky -sugirió Errki con aire indulgente-. Te dejo mis calzoncillos para hacer una venda.

– ¡Cállate ya, me oyes! ¡Joder, no aguanto más esto!

Morgan empezó de repente a tantear el brezo, buscando el revólver con una mano, mientras se tapaba la nariz con la otra. Errki lo vio, brillaba entre lo verde. Los dos se lanzaron hacia él, pero Errki era más rápido. Lo cogió y lo sopesó. Morgan se echó a temblar. Emitió unos sonidos aterrados mientras intentaba alejarse torpemente. Abrió la boca, y Errki le vio varios empastes negros. Una persona aterrada no resulta nada hermosa, pensó. Luego levantó el revólver muy alto y lo tiró con todas sus fuerzas, formando un gran arco sobre la laguna. Sonó un débil chapoteo.

– ¡Puto cabrón!

Morgan se derrumbó de nuevo, en una mezcla de alivio y desesperación.

– Debería haberte pegado un tiro sin más. Debería haberlo hecho al principio, coño.

Le temblaba la boca.

– ¡Debería haberte puesto el culo del revés a balazos! ¡Me puedo morir en menos de una hora! ¡Tendría que ir derecho a Urgencias! ¿Quién coño te crees que eres?

– Soy Errki Peter Johrma. Solo estoy de visita.

Morgan seguía sollozando. Se imaginó la putrefacción, carne podrida y sangre envenenada que se extendía a la velocidad del rayo hasta las venas, y luego de golpe derecha al corazón. Estaba a punto de desmayarse.

– Donde puedas caer debes poner paja -dijo Errki sabiamente.

Empezó a subir por el sendero. Se oyó un bramido detrás de él.

– ¡No te vayas!

– La mosca que no se despega del cadáver lo acompañará a la tumba -prosiguió Errki. Pero se detuvo. Nunca nadie le había pedido nada, nadie lo había necesitado. Ver a Morgan con la nariz destrozada lo conmovió. Morgan ya no era miserable, no de esa manera asquerosa.

– ¡Di algo! Ayúdame con la herida. Jamás podré mostrarme ante la gente -sollozó Morgan.

– No, no puedes. Has atracado un banco, y la policía tiene una descripción muy buena de ti.

– ¿Subes conmigo?

– Subo contigo.

– Date prisa, está sangrando.

– ¿Por qué tanta prisa? No hay ningún incendio por aquí -dijo Errki, poniéndose en marcha. Luego se volvió. Morgan iba detrás, dando tumbos. Escupía y carraspeaba para quitarse el sabor a sangre de la boca.

– Sabes a manteca -dijo Errki pensativo-. Dulce y empalagoso como la manteca. Como salchichas inglesas.

– ¡Jodido caníbal! -lloriqueó Morgan.


Estaba tumbado en el diván, pálido, pero sereno. Errki fue a por la botella de whisky y tapó parcialmente el cuello con el pulgar para que unas gotas de Long John Silver cayeran sobre la nariz mordida de Morgan, que chilló como un becerro. Errki tuvo la sensación de que la cabeza le iba a reventar.

– ¡Basta, basta! También quiero beber -gimoteó Morgan.

– No te toques la herida con los dedos. Habrán tocado de todo, supongo, hasta las partes innombrables- dijo Errki alcanzándole la botella.

Le resultaba fácil hablar. Las palabras le salían volando de la boca y se movían en el aire como el polen de los árboles.

– Siento náuseas -gimió Morgan, y dio un largo trago. Luego volvió a tumbarse en el diván y cerró los ojos.

– ¿No sería mejor arrancar la punta? -sugirió Errki-. Está completamente suelta.

– ¡Eso jamás! Tal vez los médicos puedan coserla.

Errki se le quedó mirando. De nuevo estaban juntos en esa habitación. Él no tenía adónde ir. Había tranquilidad, lo único que se escuchaba era la respiración entrecortada de Morgan. Era como si algo les cayera encima desde el techo, un fino velo que él jamás había notado. La habitación estaba más oscura, y por eso daba la sensación de ser más acogedora. Y Morgan ya no era el jefe. Curiosamente, parecía aliviado de haber dejado ese papel. Mejor así, que fueran iguales. Ahora tal vez pudieran relajarse un poco, incluso dormir. El día había sido muy ajetreado. Errki notó que necesitaba descansar, ordenar los pensamientos.

– Pon la radio.

La voz de Morgan había adquirido ese pequeño temblor que uno tiene cuando está enfermo y necesita cuidados. Una pena lo de la nariz, pensó Errki, ya era muy pequeña antes y ahora no queda apenas nada.

– Es hora de las noticias. Pon la radio.

Errki apretó todos los botones, uno por uno, antes de que saliera el sonido. Tuvo algún problema con el del volumen antes de lograr usarlo correctamente. A continuación se sentó en el suelo y miró a Morgan. Bebiendo whisky parecía un bebé con biberón. Al acabar la música, llegaron las noticias. Ahora era un hombre el que leía.

En relación con el asesinato de Halldis Horn, de setenta y seis años, la policía está buscando al hombre de veinticinco años, Errki Peter Johrma, que desapareció del hospital psiquiátrico de Varden en la madrugada de ayer. El hombre, que fue visto por un muchacho que estaba jugando por los alrededores, parece que conocía a la víctima. La policía busca a Johrma para que testifique, y ruega a todos los que puedan haberlo visto, se pongan en contacto con la comisaría más cercana. El hombre mide uno setenta, tiene el pelo largo y negro, vestía ropa negra y llevaba un cinturón con una hebilla de latón en el momento de su desaparición. Tiene una forma muy peculiar de andar, balanceándose hacia los lados.

Un silencio de muerte se extendió por la habitación. Morgan se levantó despacio del diván. La nariz estaba empezando a hinchársele y tenía la camiseta empapada de sangre.

– ¿Estuviste cerca de su casa?

En sus ojos se veía un creciente temor.

– ¿Viste algo?

Errki retorció las manos y volvió a clavar la mirada en el agua. Se alegró de haber escapado de la laguna. Iba a morir de todos modos, pero no quería que fuera ahogado. Tendría que haber otros caminos que no fuera el agua fría que condujeran a la eternidad.

– ¿La mataste tú? ¿Lo hiciste, Errki?

Errki dio unos pasos vacilantes.

– ¡Fuera! ¡No te acerques más!

Morgan encogió las rodillas y retrocedió.

– Cuando te cojan, les dirás que no recuerdas nada, ¿verdad? O que las voces te ordenaron hacerlo, así no tendrás que ir a la cárcel. ¡Siéntate! ¿Me oyes? ¡Quiero que te sientes! -gritó agudizando la voz.

Intentó ordenar los pensamientos. El bobo no solo era bobo, sino algo mucho peor. Estaba loco de remate, había matado a una vieja indefensa y ahora estaba allí, en esa habitación. El miedo le pinchaba la sudorosa espalda. Cuando por fin habló, lo hizo como si Errki estuviera histérico y hubiera que tranquilizarlo.

– Ahora vas a escucharme a mí. Siéntate y relájate. Tranquilo, no pasa nada. Yo no diré nada de ti, y tú no dirás nada de mí. Podemos repartirnos el dinero, hay de sobra para los dos. ¡Tendremos que cruzar la frontera de Suecia!

Bebió un largo trago de whisky mientras tenía su mirada alterada clavada en Errki. Se imaginaba que en cualquier momento iba a matarlo con los dientes.

Errki no hizo ningún comentario. Morgan luchaba desesperadamente por digerir la noticia, y la nariz había comenzado a latirle de un modo desagradable. Se imaginó que el proceso de la infección ya estaba en marcha. Errki había vuelto a sentarse en el suelo, debajo de la ventana que daba a la parte de delante. Morgan se sentía mejor cuando no estaba tan cerca. Pero en realidad parecía pacífico, además ya llevaban juntos mucho tiempo. Si el otro quisiera matarle, ya lo habría hecho, por ejemplo, cuando estuvieron abajo, junto a la laguna. Aún no era de noche, pero la luz había cambiado y era más tenue. ¿Qué había sucedido realmente? ¿Un manillar que se había salido de su sitio y lo había desviado hacia una vía muerta? ¿O una bajada sin frenos en la que resultaba imposible parar?

Morgan dejó la botella en el suelo. Estaba solo, con un asesino que además padecía una enfermedad mental, y era importante mantener la cabeza despejada. Por cierto, ya no se sentía tan despejado, más bien ofuscado. Empezó a preguntarse en serio por qué se había llevado a ese jodido rehén. Habría logrado salir de todos modos.

– Así que te vio un chico -dijo despacio, clavando la mirada en Errki, que parecía estar dormido.

– Un chico gordo -murmuró-. Un adolescente grande como un dirigible, con unas tetas tan grandes como las de mi madre.

Se volvió y lanzó una mirada enigmática a Morgan.

– El cerebro de la mujer chorreaba por los escalones.

– ¡Cállate, no quiero oírlo!

El pánico estaba en el fondo de su voz, como un intenso zumbido.

– Tienes miedo -constató Errki.

– ¡No quiero oírte! ¡No salen más que cosas enfermas de tu boca! Será mejor que hables con tus voces, ellas te comprenderán mejor.

Siguió un largo silencio. El suave zumbido de las moscas junto al marco de la ventana era lo único que se oía. Morgan se preguntó si debería marcharse a Oslo y esconderse en casa de su hermana. Ella se enfadaría con él, pero no lo entregaría a la policía. Era una pija desesperante, pero él era su hermano pequeño, un hermano que, aunque había atracado un banco, nunca había matado a nadie, coño, y menos a una vieja.

– ¡No! -gritó Errki levantándose. Se apoyó contra la ventana y miró hacia fuera.

– ¿Por qué gritas? ¿Te están dando la lata las voces? Deja esa tontería ya, me estás hartando. ¡NO HAY NADIE AHÍ DENTRO!

Errki se tapó los oídos.

– ¡Pero joder! ¿Por qué chillas tanto?

Morgan volvió a tocarse la nariz. Latía con más fuerza. Tenía ganas de echarse a llorar. Ese tío estaba loco de remate. Y tal vez ni siquiera fuera capaz de recordar que había matado a una persona a golpes.

– Oye -dijo con voz ronca-. Puede que lo mejor sería que volvieras al manicomio.

Errki apoyó la frente contra los listones carcomidos de la ventana y notó cómo el aromático calor de fuera le llenaba la nariz. Había una especie de aflicción en la estancia. Le gustaba y no le gustaba. Le recordaba a algo. Abajo, en el Sótano, se oía un suave gruñido.

– Esto es completamente ridículo -dijo Morgan preocupado-. Aquí estoy yo, con la nariz amputada y una bolsa llena de dinero, y ahí estás tú, hablando solo, y con un asesinato en tu haber. Y a los dos nos está buscando la policía. ¡Es increíble!

Cerró los ojos y dejó salir unos torpes golpes de risa.

– Me importa todo un carajo -prosiguió-. En el fondo, me importa un carajo lo que pueda suceder. De cualquier forma, todos vamos a morir. Más vale morir aquí, en este cuchitril polvoriento.

Volvió a tumbarse en el diván. Tenía la sensación de irse disolviendo poco a poco, de que por dentro le pululaba algo que despegaba y volaba. De pronto, sintió una extraña indiferencia. Tal vez se le estuviera escapando el sentido común por los poros.

– Voy a dormir un poco.

Errki seguía junto a la ventana. Intentó recordar el vestido de la mujer, pero era incapaz de acordarse de si era rojo con cuadros verdes o verde con cuadros rojos. No podía evocarlo en su mente, pero recordaba aquella trenza y la expresión obstinada al cavar la tierra para sacar el diente de león de entre la hierba. Era sencillo. Estropeaba el césped y había que erradicarlo. Y luego le gritó a él, con una voz llena de miedo…

– ¡Cállate! -gritó él, temblando.

– Perdona -dijo Morgan cansado-. Solo he dicho que me importa un carajo lo que pueda pasar.

– Hago lo que quiero. ¡Tú no decides sobre mí! -gritó Errki, sacando un puño amenazante por la ventana.

– Pero si es lo que estoy diciendo -murmuró Morgan tumbándose de lado, con la mano como un escudo delante de la nariz-. Cuando me despierte, estaré muy enfermo. Deberías bajar a la aldea a buscar ayuda. A mí no me importaría, yo ya no me meto en nada. Prometí conseguir dinero y lo he conseguido.

– Me llamo Errki Peter Johrma. Me voy a acostar.

– Haz lo que te dé la gana -murmuró Morgan. Su voz no era más que un susurro en el silencio. Errki entró en la alcoba. Se agachó y se puso a buscar dentro del colchón hasta que encontró el revólver. Luego se lo metió en la tirilla del pantalón. Estaba preparado.

A continuación se colocó la chaqueta debajo de la cabeza, se encogió y se durmió profundamente.


– Lo que Kannick necesita ahora es un trofeo -dijo Margunn resuelta-. Algo que pueda limpiar, mantener reluciente y enseñar a su madre. Podría conseguirlo, es más que capaz. Lo único que sabe hacer es pegar tiros -añadió, moviendo la cabeza como para subrayar lo que acababa de afirmar.

Estaban sentados en el despacho de Margunn, la directora de la Colina de los Muchachos. Sejer sonrió y pensó que se alegraría con el chico.

– ¿Tiene problemas para asimilar lo sucedido? -preguntó, mirando fascinado la cara de la mujer. No era guapa, parecía un hombre, con la frente alta, la piel arrugada y un incipiente bigote. Su voz era muy grave, pero estaba llena de una inquebrantable fe en la bondad del ser humano, y en particular, en la de esos seres a los que tenía la obligación de cuidar. Su buena voluntad reposaba como un bonito y sonrosado velo sobre el tosco rostro.

– Se maneja bien. Al menos es capaz de concentrarse en el arco, y así mantiene alejado lo demás. Por otra parte, debe tener en cuenta que los chicos de este lugar han visto muchas cosas. Se necesita mucho para que pierdan la compostura.

– Comprendo -dijo Sejer-. Hábleme de él.

Ella movió la silla y sonrió:

– Kannick es lo que llamábamos antiguamente un verdadero accidente, el resultado de la falta de carácter y la impulsividad de la madre. Algo que, por cierto, la mujer nunca tuvo oportunidad de corregir, por lo que sé de su familia. Como Kannick, ella también estorbaba, sobraba. Cada verano vienen aquí un montón de polacos a trabajar en las granjas. Ella estaba empleada en la gasolinera adonde acudían los jornaleros todas las semanas con el fin de comprar el tabaco más barato y tal vez una revista pornográfica. Seguramente los veía como algo maravilloso. Eran diferentes, exóticos. Y, dicho por ella, mucho más galantes con las mujeres que a lo que ella estaba acostumbrada. ¡Me trataban como a una señora, Margunn!, me dijo. Y eso impresiona a una muchacha que hacía mucho que había perdido la inocencia, y que ya no se preocupaba por ello. El padre de Kannick apareció un día por la gasolinera. Llevaba cuatro meses fuera de su casa y supongo que echaría de menos ciertas cosas. No resulta difícil de entender.

Una sonrisa conciliadora se dibujó en el rostro de Margunn.

– Kannick fue engendrado en el almacén, una noche después de cerrar la gasolinera, entre cajas de patatas fritas y esponjas para abrillantar coches. Y no se le ocurrió arrepentirse hasta que se dio cuenta de que el niño estaba de camino. Kannick lloraba mucho de pequeño, y ella descubrió que, mientras estaba lleno, se quedaba callado. Enseguida comprobará usted a lo que condujo esa técnica. Ella, por su parte, estaba muy ocupada buscando a alguien que pudiera proporcionarle amor, y así sigue. No quiere que Kannick esté con ella. Pero tampoco tiene nada en contra de él. Lo que no entiende es que el chico sea su responsabilidad. Simplemente lo tuvo, como se tiene una enfermedad.

– ¿Y qué problemas hay con él para que esté aquí?

– De pequeño era extrovertido y demasiado impulsivo para una escuela normal. Pero luego la cosa cambió, y ahora está a punto de encerrarse en sí mismo. Sueña mucho despierto. Solo participa a medias en las cosas. Es incapaz de mostrar interés por nada, y no se ata emocionalmente a nadie. Le gusta que le presten atención, pero tiene que ser una atención total, entonces Kannick florece. Un monitor viene cada semana a enseñarle a tirar con arco, y en esa situación el muchacho revive. Entonces todo trata de Kannick y de lo que sabe o no sabe. Pero en la escuela no es más que uno de muchos y no participa en absoluto.

– ¿Todo o nada?

– Sí, algo así.

– ¿Dónde está su habitación?

– En la primera planta, al final del pasillo. Hay un cartel de chocolates en la puerta.

Sejer había comprado una bolsa de chocolatinas. No es que fuera a visitar a un enfermo, pero el pobre chico había tenido una terrible experiencia, y tal vez necesitara un poco de amabilidad. Pero, al ver al chico gordo tendido en la cama, se arrepintió.

– Buenos días, Kannick. Me llamo Konrad.

Se encontraba en la puerta de la habitación que Kannick compartía con Philip. El chico estaba tumbado boca arriba en la cama, leyendo tiras cómicas, mientras masticaba algo que crujía entre sus dientes. Levantó la vista. Primero miró a Sejer y luego la bolsa que llevaba en la mano.

– Soy de la policía.

Kannick tiró la revista.

– Les dije a los chicos que seguro que vendrías, pero no me creyeron. Dijeron que yo no era importante.

Sejer sonrió.

– Claro que eres importante. He estado un rato abajo, hablando con Margunn. ¿Puedo sentarme en el borde de la cama?

El chico encogió las piernas. Sejer pensó que acarrear tanta grasa sería como llevar a un colega sobre la espalda. Le dio la bolsa de chocolatinas.

– ¿Prometes compartirlas con los demás?

– Sí, vale -contestó, dejando la bolsa sobre la mesilla de noche.

– ¿Así que fuiste tú quien comunicó a Gurvin lo que habías visto?

El chico se apartó el largo flequillo de la frente. Llevaba unos vaqueros cortados y una camiseta, y en los pies, unos mocasines negros.

– Él no hacía más que preguntar por la hora. Y yo no llevaba reloj. Lo están reparando.

– Pues es una pena -dijo Sejer-. La hora es muy importante para la policía, ¿sabes? En muchos casos, la hora explica todo. O puede revelar que la gente intenta engañarnos.

Kannick lo miró asustado, como si fuera una especie de insinuación.

– Yo no puedo engañaros -dijo- porque no tengo ninguna hora. Pero sé que eran las siete cuando me fui de aquí, por ese reloj -añadió señalando un despertador que había en la mesilla de noche.

– Así que eres muy madrugador. Ahora estás de vacaciones, ¿no?

– Hacía tanto calor que no podía dormir. Además, Philip ronca porque tiene asma.

Sejer echó un vistazo a su alrededor. Había un hoyo en la cama donde Philip había estado tumbado, y algunos medicamentos y un inhalador en la mesilla. A través de la ventana vio tres cabezas, que pertenecían a tres muchachos, que estaban estudiando el coche patrulla. De vez en cuando, miraban hacia la ventana de Kannick.

– Pero de todos modos, será posible determinar la hora aproximada si nos ayudamos el uno al otro. Intenta repasar aquel día en tu mente, desde que saliste de aquí. Dices que eran las siete. ¿Y de aquí te fuiste directo al bosque?

– Sí.

– ¿Llevabas contigo el arco?

– Eh, sí -contestó mirando al suelo.

– No voy a arrestarte por eso. Es cosa de Margunn. ¿Ibas deprisa?

– No mucho.

– ¿Te paraste en el camino?

– Suelo pararme de vez en cuando para escuchar, por si hay cornejas y cosas así. Quizá un par de veces.

– Hay un lugar allí arriba adonde sueles ir a menudo, ¿es así?

Kannick tiró de la camiseta para intentar taparse la tripa.

– Un poco más arriba de la granja de Halldis hay una llanura con varios senderos, así puedo elegir. Conozco muy bien ese sitio.

El tono de su voz subía y bajaba. Estaba sentado con las piernas fuera de la cama y los muslos muy separados. Le era imposible sentarse con las piernas juntas.

– ¿De modo que subiste hasta ese lugar parándote dos veces en el camino?

– Sí.

– ¿Te sería posible calcular lo que se tarda, comparándolo con otras cosas que haces?

– Más o menos lo que dura un episodio de Expediente X.

¿Expediente X? ¿Os dejan verlo?

– Por supuesto.

– Dura unos tres cuartos de hora, ¿no?

– Humm.

– De acuerdo.

Sejer cruzó las piernas y sonrió a Kannick.

– Has llegado hasta arriba y son alrededor de las ocho menos cuarto. ¿Sí?

– Me imagino que sí.

Kannick miró de reojo la bolsa de chocolatinas. Era bastante grande. Se puso a hacer cálculos mentalmente. Sabía que contenía cincuenta y dos chocolatinas, lo cual significaba cinco para cada uno y dos para Margunn. Eso si es que las compartía con todos, como le había pedido el madero.

– ¿Entonces elegiste uno de los senderos?

– Hay cuatro. Uno cruza al otro lado de la colina. Otro baja al mirador. Uno va a los viejos asentamientos y el cuarto va a la granja de Halldis.

– ¿Y cogiste este último?

– Sí. No quería perderme el desayuno.

– Y desde donde estabas, ¿podías ver la granja? ¿Está lejos?

– No. Pero maté a una corneja en el camino, perdí dos flechas y estuve un rato buscándolas, aunque no las encontré. Son bastante caras -explicó-. Flechas de carbono. Ciento veinte coronas cada una.

Sejer asintió con la cabeza y miró su reloj.

– De modo que estás un rato buscando y luego lo dejas. Y después te diriges a la granja. ¿Tardaste más en eso que en subir?

– Un poco menos, creo.

– Digamos que eran las ocho y cuarto cuando llegaste a la granja.

– No está mal calculado.

– Cuéntame lo que viste.

Kannick parpadeó asustado.

– Vi a Halldis.

– ¿En qué momento la descubriste?

– ¿En qué momento?

– ¿Dónde te encontrabas cuando viste su cuerpo?

– Junto al pozo.

– Es decir, ¿te paraste junto al pozo y en este momento la descubriste?

– Sí.

La voz del chico era ya más dócil. No tenía ganas de recordar, pero no le quedaba más remedio.

– ¿Podrías decirme la distancia que hay entre el pozo y los escalones que hay delante de la puerta de la casa? Tú que eres tirador, sabrás de distancias…

– Me imagino que unos treinta metros.

– Suena probable. ¿Te acercaste a ella?

– No.

– ¿Pero estabas seguro de que Halldis estaba muerta?

– No era difícil saberlo.

– No -admitió Sejer-. Detengámonos ahí, en el momento en que estás junto al pozo, mirando a Halldis, te asustarías, ¿no?

– Pues sí.

– ¿Y cómo descubriste a Errki?

– Eché un vistazo por los alrededores -contestó en voz baja-. Me asusté, por eso lo hice. Empecé a mirar en todas direcciones.

– Yo también lo habría hecho. ¿Estaba él lejos?

– Un poco más arriba en el bosque.

– ¿Lo viste con toda claridad?

– Bastante. Lo reconocí por el pelo. Lleva la raya en medio. Tiene el pelo negro y largo, como una cortina. Se me quedó mirando.

– ¿Qué hizo al descubrirte?

– Nada. Parecía una estatua. Eché a correr.

– ¿Por la carretera?

– Sí, corrí todo lo que pude con la maleta.

– ¿De modo que ya habías plegado y guardado el arco en la maleta?

– Sí, y no paré de correr hasta que llegué abajo.

– ¿Conoces bien a Errki?

– No lo conozco. Pero siempre anda por las carreteras, durante todo el año. Hace algún tiempo lo metieron en el hospital. Y lleva la misma ropa en invierno que en verano, siempre negra. Lo único que no era negro era la hebilla de su cinturón. Era grande y brillante.

Sejer asintió con la cabeza.

– ¿Errki te conoce?

– Supongo que me habrá visto alguna vez.

– ¿Parecía asustado?

– Nunca parece asustado.

– ¿Y no dijo nada?

– No. Se volvió a meter entre los árboles. Oí crujir las ramas y las hojas.

– ¿Qué querías de Halldis para acercarte a su granja?

– Algo de beber, como otras veces. Tenía mucha sed. Nos conoce.

– ¿Te gustaba ella?

– Era bastante estricta.

– ¿Más estricta que Margunn? -preguntó Sejer sonriente.

– Margunn no es nada estricta.

– Pero contabas con que te daría algo de beber. Entonces era buena, ¿no?

– Buena y estricta. Siempre nos daba lo que queríamos, pero nos regañaba todo el tiempo.

– ¡Qué raros son los adultos! ¿Verdad? -sonrió Sejer-. ¿Todos los chicos la conocían?

– Todos, excepto Simon. Él lleva poco tiempo aquí.

– ¿Y subíais hasta allí de vez en cuando para hablar con ella?

– A veces íbamos a pedirle zumo y bocadillos.

– ¿Entrabais en su cocina?

En ese momento, Sejer clavó la mirada en el chico.

– No. Teníamos que quedarnos en la entrada. Siempre acababa de fregar el suelo. Lo decía cada vez: Acabo de fregar el suelo.

– Bien. ¿Y luego te fuiste corriendo hasta la Oficina de la Policía Rural para comunicar lo que habías visto?

– Sí. Gurvin pensó que estaba de broma.

– ¿Ah, sí?

– ¿Sabes? -dijo el chico resignado-, tuve que dar las señas de aquí.

– Ya. Entiendo -dijo Sejer-. Eres un buen tirador, me han dicho.

– Bastante bueno -contestó el chico con orgullo.

– ¿Quién te ha regalado ese arco? Es muy caro, ¿no?

– Lo ha pagado Asuntos Sociales para que tenga un tiempo de ocio constructivo. Cuesta dos mil coronas, pero no es nada caro. Cuando sea… cuando esté mejor de dinero me compraré un Super Meteor con palas de carbono azul celeste metalizado.

Sejer parpadeó impresionado.

– ¿Quién te enseña a tirar?

– Christian. Viene dos veces por semana. Pronto participaré en el Campeonato de Noruega. Christian dice que tengo talento.

– ¿Sabes que un arco es un arma mortal?

– Sí que lo sé -contestó con rebeldía.

Sabía lo que iba a escuchar. Agachó la cabeza y cerró los ojos mientras recibía la amonestación. Bloqueando los conductos auditivos, conseguía reducirla al zumbido de una mosca.

– Cuando vas andando por ahí sigilosamente, la gente no puede oírte. Si de repente se acerca alguien que está en el bosque, cogiendo arándanos, por ejemplo, puedes convertirte en un homicida. ¿Has pensado en ello, Kannick?

– Nunca hay gente en el bosque.

– Salvo Errki.

Kannick se sonrojó.

– Sí, salvo Errki. Pero él no coge arándanos, creo yo.

Se hizo el silencio. Sejer escuchó voces bajas fuera. El chico lo miró de reojo y se mordió el labio.

– ¿Dónde está Halldis ahora? -preguntó en voz baja.

– En el sótano del Hospital General de Oslo.

– ¿Es verdad que están en neveras?

Sejer le sonrió con tristeza.

– Bueno, es una especie de cajón largo. ¿Conocías a su marido? -preguntó para desviar el tema.

– No, pero me acuerdo de él. Siempre iba montado en su tractor. Nunca hablaba con nosotros como Halldis. A él no le interesaban los chicos; además, tenía un perro. Cuando murió Thorvald, también murió el perro. No quería comer.

Eso debía de extrañar mucho a Kannick pues se mostró incrédulo ante la mera idea.

– ¿Cuánto tiempo crees que vas a estar en la Colina de los Muchachos?

– No lo sé -contestó Kannick clavando la mirada en las rodillas-. No soy yo quien lo decide.

– ¿Ah, no? -dijo Sejer.

– De todos modos, hacen lo que quieren -contestó el chico con tristeza.

– Pero estás a gusto aquí, ¿no? Se lo he preguntado a Margunn, y me ha dicho que estás a gusto.

– Sí, no tengo otro sitio. Mi madre no es apta y yo necesito ayuda.

Sejer captó el desamparo en la voz del chico.

– La vida no es nada fácil, ¿verdad? ¿Qué es lo que te resulta más difícil?

Kannick volvió a reflexionar y repitió las palabras que tantas veces había oído:

– Primero actúo y luego pienso.

– Eso se llama ser impulsivo -lo consoló Sejer-. Y es normal en los niños. Casi todas esas cosas suelen arreglarse con el tiempo. Oye -prosiguió-, ¿pudiste ver si Errki llevaba guantes?

Kannick parpadeó extrañado y abrió los ojos de par en par.

– ¿Guantes? ¿Con este calor? No le vi las manos. Puede que las llevara en el bolsillo. No sé -concluyó con sinceridad.

– Lo pregunto -explicó Sejer- porque es importante aclarar cosas como, por ejemplo, las huellas dactilares. Y hemos encontrado varias dentro de la casa. ¿Estás seguro de que ni viste ni oíste a nadie más allí arriba?

– Sí -afirmó Kannick, moviendo la cabeza con determinación-. No vi a nadie más.

– Si hubiera habido alguien más -dijo Sejer- Errki pudo haberlo visto, aunque tú no lo vieras.

– ¿No crees que lo hiciera Errki? -preguntó el chico asombrado.

– No lo considero tan evidente.

– Pero está loco, ¿sabes?

– No es exactamente como nosotros -sonrió Sejer-. Digamos que necesita ayuda. Pero sospecho que muchos esperan que Errki sea culpable. ¿Sabes? A la gente le gusta tener razón. ¿Tú qué crees que Halldis hubiera dicho a Errki si él hubiera entrado en la granja? Ella lo conocía, ¿verdad?

– Supongo que sí.

– ¿Crees que le tenía miedo?

– Ella no tenía miedo a casi nada. Pero Errki es así, simplemente iba por las tiendas y quioscos cogiendo lo que quería. Tal vez entrara también en casa de Halldis. Él es así.

– ¿Y ella montaría en cólera?

– Halldis se enfadaba bastante si no hacíamos lo que nos ordenaba, y Errki nunca hacía lo que la gente le decía que hiciera.

– Exactamente. Creo que debemos encontrarlo, ¿no te parece?

– ¿Le pondrán una camisa de fuerza?

Sejer se rió.

– Esperemos poder evitarlo. Pero mientras esto dure, será mejor que os quedéis por aquí, cerca de la casa, y que no vayáis al bosque.

– Por mí, vale -dijo Kannick con un gesto afirmativo-. Margunn me ha quitado el arco.


Todos los demás chicos observaron a Sejer cuando se metió en el coche. No tenía tiempo para charlar con ellos, para ser un pequeño soplo del exterior en ese mundo cerrado en el que vivían. Lo miraban con una mezcla de rebeldía y reverencia. Algunos de ellos ya habían estado en contacto con la policía en varias ocasiones, a otros la posibilidad les pendía encima de la cabeza como una amenaza constante. El pequeño de piel oscura, Simon, dijo adiós con la mano. Sejer pensó en los chicos mientras se acercaba al Hospital General, ese grupo de individuos huraños que no habían sabido adaptarse. Un grupo de esos que interesaría a Sara Struel, un grupo de rebeldes.


– Elsi Johrma -dijo Sejer, mirando expectante a la enfermera-. Fecha de nacimiento: cuatro de septiembre de mil novecientos cincuenta. Falleció en un accidente, el dieciocho de enero de mil novecientos ochenta, y fue traída a este hospital. No sé si ingresó cadáver o si murió después, a causa de las lesiones. Pero en algún lugar de este hospital tiene que haber papeles sobre ella. ¿Podría usted hacerme el enorme favor de ver si encuentra algo?

La curiosidad había encendido los ojos de la enfermera. Al mismo tiempo, daba la impresión de estar abatida, era época de vacaciones, faltaba personal y hacía un calor insoportable. Sejer contempló el cuarto en el que se encontraban. Era un despacho estrecho, lleno de carpetas y libros. No era una habitación grande, pues él mismo y la enfermera la llenaban.

– Hace dieciséis años de eso -dijo ella a modo de apunte, como si él no lo hubiera calculado ya-. Entretanto, hemos pasado a la informática, así que probablemente no esté registrada. Eso significa que debo bajar al sótano a buscar.

– El año es el ochenta, y la letra, la J. Seguro que conoce usted bien el archivo -dijo Sejer-. Puedo esperar.

La enfermera tendría unos veinticinco años. Era alta, fuerte y llevaba el pelo recogido en una coleta. Se quedó mirándolo fijamente por encima de las gafas de montura roja que tenía sobre la punta de la nariz.

– Si no encuentro nada ahora, tendrá usted que volver más tarde.

La mujer desapareció, y él esperó pacientemente mientras buscaba en el cuarto algo que leer. No encontró nada más que una revista de la Asociación contra el Cáncer que no le tentaba. Se quedó sentado, absorto en sus propios pensamientos. En lugares como ese, nunca lograba evadirse de los recuerdos de una época en que él mismo andaba, sin reposo, por largos pasillos mientras el cuerpo de Elise era objeto de pruebas, análisis, tratamientos y radiaciones, y se iba debilitando cada vez más. Era sobre todo el olor y el sonido de voces atenuadas. Sejer se encontraba en otro lugar cuando la enfermera apareció inesperadamente por la puerta.

– Esto es todo lo que he encontrado -dijo, alcanzándole un informe de ingreso resumido en una sola página.

– Pero ¿y qué pasa con el informe de la autopsia? -preguntó Sejer.

– No estaba.

– Pero podrá seguir buscándolo, ¿no? Es muy importante.

– En ese caso tendría que ser el domingo que viene, si es que tengo un rato. Por ahora, esto es lo único que he encontrado.

– Gracias -dijo él humildemente-. ¿Puedo llevármelo?

Ella le dio un formulario y él firmó en la línea indicada.

– ¿Tiene dos minutos mientras lo leo? -le rogó-. Supongo que habrá bastantes términos que no entienda.

La enfermera cogió la hoja y leyó en voz alta:

– Ingresa cadáver el dieciocho de enero a las 16.45. Fracturas visibles en brazo y mandíbula. Considerable pérdida de sangre.

– ¡Perdone! -interrumpió Sejer-. «Considerable pérdida de sangre.» ¿No se cayó por una escalera?

– Yo no estaba aquí, tenía diez años entonces -contestó la enfermera, cortante. Pero, de nuevo, le venció la curiosidad-. ¿Así que se cayó por una escalera?

– Eso es lo que me han dicho. Su hijo estaba presente cuando ocurrió -explicó Sejer-. Pero solo tenía ocho años.

– Está bien -dijo la enfermera, insegura-. Pero no puedo ayudarle con eso mientras no tenga el informe de la autopsia.

Volvió a leer la hoja.

– Sí -dijo por fin-, es extraño. Tuvo una fuerte hemorragia que por sí sola le habría causado la muerte. Pero no sé lo que han aducido como causa de muerte.

– ¿Tanto puede uno destrozarse al caerse por una escalera?

– Bastante -contestó-. Sobre todo una persona mayor.

– Pero ella no lo era -objetó señalando la hoja-. Elsi Johrma, nacida en mil novecientos cincuenta, lo que quiere decir que tendría aproximadamente treinta años cuando murió. ¿No es así?

– ¿Y no puede usted encontrar a su hijo, el que fue testigo de su muerte?

– Pues sí -dijo Sejer pensativo-. Lo estamos buscando.

Se levantó y le dio las gracias. Al salir, se quedó un instante fuera, con la mirada clavada en el Instituto Anatómico Forense. En algún sitio, allí dentro, se encontraba Halldis. Se dirigió hacia la entrada, sin saber muy bien a qué iba. Era demasiado pronto para empezar a hurgar y preguntar, probablemente pasaría una semana o dos hasta que le tocara el turno a Halldis. Se identificó en la recepción y pudo entrar sin problemas en el resto del edificio. Como había pensado, encontró a Snorrason en una de las salas de autopsia. Estaba de espaldas a la puerta, poniéndose unos guantes de látex. Sobre la mesa había un paquete no muy grande. No más grande que un perro, pensó Sejer. La posibilidad de que fuera un bebé le hizo fruncir el ceño.

El forense se volvió y levantó una ceja.

– ¿Konrad?

– ¿Quién hay ahí? -preguntó Sejer, señalando con la cabeza el paquete blanco.

Snorrason lo miró fijamente.

– No es Halldis Horn, pero supongo que ya lo habías adivinado. Yo, por mi parte, me pregunto qué quieres a una hora tan poco cristiana.

Sejer sonrió avergonzado.

– Ya sé que no puedes haber hecho aún gran cosa, pero vine por aquí a arreglar unos asuntos y se me ha ocurrido hacerte una breve visita.

– Ya.

– Solo para verla. No por otra cosa. Para formarme algunas ideas.

– ¿Con la esperanza de que te hable?

– Algo así.

Snorrason volvió a quitarse los guantes.

– Pues no creo que te diga gran cosa.

– Ya. Solo quería verla un momento. Yo mismo puedo decir un par de palabras en caso de que el silencio se vuelva demasiado embarazoso.

– Lo que quieres es que esté a tu lado, pensando en voz alta. Eso es lo que esperas, te conozco bien. Aunque ya sabes que no hay nada que me guste menos.

– Solo un rápido vistazo.

– ¿No la viste en el lugar del crimen? ¿Y no tenéis unas fotos muy buenas?

– Sí, pero eso fue ayer.

Snorrason desistió por fin. Sejer lo siguió hasta el ascensor y bajó con él a las profundidades del sótano, hasta la sala de refrigeración donde se encontraba Halldis. Buscó el número del cajón y lo sacó del todo.

– Aquí tiene usted, señor -dijo retirando la sábana.

No era un bonito espectáculo. El ojo intacto estaba negro como la brea. Donde debería haber estado el otro, la azada había penetrado tan adentro que había partido en dos la nariz, y las hemorragias internas habían producido un color violeta oscuro en la frente y en las sienes.

– Ocho centímetros y medio de ancho. Catorce de profundidad. Exactamente la anchura y la longitud de la hoja -dijo Snorrason escuetamente-. Una insignificante lesión en el antebrazo derecho al intentar esquivarla, la hoja apenas la rozó. Un claro hematoma en el tejido conjuntivo del ojo derecho como consecuencia de la fractura de los huesos del cráneo.

Sejer se obligó a sí mismo a acercarse más al rostro de la muerta.

– ¿Puedes decir algo del ángulo?

– Una de dos -contestó Snorrason luchando contra sus principios-. Ya estaba tumbada en el suelo cuando le alcanzó la azada o estaba de pie y levantó la cabeza asustada al ver llegar la hoja. Como puedes observar, le entró en la cavidad ocular justo por debajo de la ceja y luego penetró hacia el interior de la cabeza.

– Sucedió deprisa e inesperadamente, ¿verdad?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? -contestó Snorrason, en un intento repentino de ponerse desagradable-. Por lo demás, no hay ninguna señal externa de que opusiera resistencia. Su ropa está intacta y, como recordarás, incluso llevaba puestos los zuecos cuando la encontraron. De manera que tendrás razón. Aunque me extraña. Al haber sido asesinada con su propia herramienta, supongo que no sería algo planeado. El asesino echaría mano de lo que tuviera a su alcance en un estado de pánico, una tremenda ira, un tremendo miedo o una mezcla de todo. Según las estadísticas -prosiguió- se trata de un asesinato poco frecuente. Y clarísimamente de un asesinato cometido en un estado de gran agitación. Tenéis huellas dactilares, ¿no?

– Sí -contestó Sejer-. Encontramos algunas dentro de la casa. Y dos huellas insignificantes en la azada. Es una suerte para nosotros que viviera sola. Eso limita bastante el número de personas que hayan podido tocar sus cosas.

– ¿Satisfecho?

– Sí, muchas gracias.

Snorrason volvió a cubrir el cuerpo con la sábana y empujó el cajón de Halldis hacia dentro.

– Ya sabrás de mí…


Sejer volvió a la Comisaría. Notaba cómo Sara Struel se le iba metiendo en la conciencia, alejando esa cara destrozada que acababa de ver. La piel tersa con vello claro. Los ojos oscuros con círculos claros junto a la pupila.

Todos esos años en soledad. Pero si yo he querido estar solo, pensó. ¿Por qué quiero ahora algo distinto?

Volvió a pensar en Elsi Johrma. ¿Por qué perdió el equilibrio en la escalera? Tuvo que haber alguna causa, algo que le hizo tambalearse. Se cayó por la escalera de su propia casa, una escalera que tendría que conocer muy bien y que habría subido y bajado muchísimas veces. Tal vez corriera o hubiera agua en algún escalón. En cualquier caso habría una razón, de la misma manera que habría una razón para que las lesiones le provocaran la muerte cuando, o al menos así lo creía él, podrían haber provocado una conmoción cerebral o una simple fractura de muñeca. Cuando me haga viejo, pensó de repente, me pondré a estudiar todos los casos criminales no resueltos que aún se encuentran en la Comisaría. Trabajaré en ellos sin la presión del tiempo, sin la eterna presión de la prensa y de Holthemann, bajo mis propias condiciones. Mientras esté cobrando la pensión, convertiré el trabajo en mi hobby, con mi perro Kollberg calentándome los pies, bebiendo whisky y fumándome un cigarrillo. ¡Qué placer!


Fue igual que en las Sagradas Escrituras, cuando el mar se dividió en dos. Todas esas personas ajetreadas, vestidas de blanco, se retiraron al ver a Skarre junto a la puerta abierta. Miró dentro de la enorme cocina, hacia el punto que le señalaba el cocinero. Allí, ese que está junto al fregaplatos. Ese es Kristoffer Mai.

Skarre solo podía verle la espalda, una espalda ancha, con el cuello corto y el pelo rojo e hirsuto. Era la única persona en la estancia que no se había percatado de la presencia del desconocido, estaba sacando del fregaplatos una bandeja con cuarenta copas humeantes. No reparó en el silencio que se impuso, no hasta que hubo dejado la bandeja. Entonces se volvió y miró a Skarre.

– ¿Kristoffer Mai?

El joven asintió con un gesto. Parecía buscar febrilmente en su cabeza una explicación a esa visita tan seria. Y entonces se acordó. La tía Halldis, claro. Volvió en sí y saludó con la cabeza mientras se secaba las manos y cerraba la máquina. Tenía perlas de sudor en la frente.

– ¿Podemos hablar en algún sitio?

– En la sala de descanso -contestó, y echó a andar hacia la puerta. Andaba con la vista baja porque tenía la sensación de que todo el mundo lo estaba mirando, y como hasta entonces siempre lo habían ignorado, la situación era tan inusual que no sabía cómo reaccionar ante ella.

La sala de descanso era larga y estrecha, y se sentaron en un rincón, de espaldas a la puerta. Skarre miró la cara joven y le sobrevino una repentina nostalgia. ¿A cuántas personas voy a conocer en mi vida, pensó, solo y únicamente por una muerte brutal y terrible? ¿Me va a seguir gustando este trabajo dentro de diez años? ¿Y cómo me va a afectar como persona el tener que estar siempre preguntando a gente inocente: Dónde estuviste ayer? ¿A qué hora llegaste a casa? ¿Cómo es tu situación económica?

Sacó su libreta de notas del bolsillo trasero.

– Hace mucho calor en tu lugar de trabajo -empezó a decir en tono amable, mirando de reojo la cabeza pelirroja.

– A mí me gusta -señaló Mai sonriendo-. Soy de Hammerfest. Allí siempre hace mucho frío.

Skarre ladeó la cabeza y sonrió.

– ¿Cuándo te enteraste de la muerte de tu tía abuela?

– Me llamó mi madre ayer, a las nueve de la noche.

– ¿Y qué te dijo?

Levantó la cabeza hacia el ventilador eléctrico del techo y suspiró profundamente.

– Que alguien entró en su casa para robarle el dinero, y que luego la mató a golpes y se largó.

– Fue con una azada -le corrigió Skarre.

– Eso da lo mismo -dijo el joven en voz baja-. Decían que tenía bastante dinero -prosiguió.

– ¿Sabes algo de eso?

– Tenía medio millón -contestó Mai-. Pero estaba en el banco.

– ¿Tú lo sabías?

– Claro que sí. Ella estaba muy orgullosa de su dinero.

– ¿Se lo contaste a alguien? -preguntó Skarre, mirándolo con insistencia.

– ¿A quién se refiere?

– A amigos, compañeros de trabajo, por ejemplo.

– Casi siempre estoy solo -dijo llanamente.

– Pero hablarás con alguien, supongo.

– Con el señor que me alquila la habitación, con nadie más.

Cambió de postura y lanzó una larga mirada a Skarre.

– Está usted aquí para descartar que yo tenga algo que ver con el caso, ¿verdad?

Skarre dejó la libreta a un lado y lo miró. Ni por un instante había pensado que ese joven pudiera ser un homicida que hubiera matado a su tía abuela para robarle el dinero. Pero claro, ellos lo sentían así. De repente, se preguntó cómo se sentiría él en una situación como esa. ¿Bastaba con saber que tu conciencia estaba blanca como la nieve? ¿O te generaría por dentro una especie de inquietud el saber que alguien había considerado esa posibilidad? Kristoffer Mai tenía los ojos verdes. Parecían culpables. Skarre se dio cuenta de que las personas con las que hablaba, a las que interrogaba y excluía del caso, siempre daban esa sensación. Quizá fuera porque en alguna ocasión se les había ocurrido la idea. Halldis tiene mucho dinero. Y aquí estoy yo, trajinando en esta enorme cocina con un sueldo miserable. ¿Y si…?

– La visitabas de vez en cuando, ¿verdad?

– Si tres veces al año se puede considerar de vez en cuando, sí.

– Supongo que son tres veces y no más.

Skarre intentó sonreír para suavizar la siguiente pregunta.

– ¿Hace mucho que la visitaste por última vez?

Mai miró por la ventana y se encogió de hombros.

– Puede que tres meses. Es poco y mucho, según se mire.

– ¿Le enviaste una carta hace seis días?

– Sí, es verdad. Le prometía que iría a hacerle una visita y luego no fui.

Se movió intranquilo en la silla.

– Y en eso estoy pensando ahora, en que los últimos días de su vida se los pasó esperando a alguien que nunca llegó.

– ¿Y por qué no fuiste?

– Hubo varias bajas por enfermedad aquí en el trabajo, y tuve que hacer turnos extraordinarios.

– ¿La llamaste para decirle que tenías que aplazar tus planes?

– No, por desgracia no. Soy como la mayor parte de la gente -murmuró-. Solo me ocupo de mí mismo. Este asunto me ha hecho reflexionar sobre ello.

Skarre pensó en el sentimiento de culpabilidad que siempre se presentaba cuando alguien moría. Y si uno no tenía ninguna culpa real, se la inventaba.

– ¿Estás a gusto en este lugar?

Le parecía ridículo interrogar a uno de los pocos parientes que había tenido la mujer, y que encima la había visitado. Al mismo tiempo, no entendía esa aversión que de repente sentía hacia su trabajo, pues era el trabajo que él había elegido. Puede que esté estresado, pensó. Debe de ser un síntoma incipiente de que necesito vacaciones.

– ¿Cómo se llama la persona que te alquila la habitación? -preguntó-. Porque me has dicho que vives en una habitación alquilada, ¿no?

– Bueno, en realidad es un pequeño apartamento con entrada aparte y ducha propia. Dos mil quinientas coronas al mes. Está bien, y el dueño es amable. A veces hace crepes y llama a mi puerta para ofrecerme. Está bastante solo, tiene casi setenta años. Se lo digo para que comprenda que, aunque yo le hubiera contado lo del dinero, él nunca habría podido subir hasta allí a robarlo.

Skarre sonrió.

– Te comprendo. Tampoco es probable que vaya a verlo. Digamos que el hombre está descartado por su edad.

Al decir eso, se dio cuenta de que acababa de cometer un error. ¿Y si el hombre tenía treinta o cuarenta años? Puede que pasaran mucho tiempo juntos. Quizá tomaban alguna copa mientras charlaban de sus cosas. El joven del norte estaba solo, no había conseguido encontrar amigos, pero tenía una tía abuela en algún lugar del bosque que no era pobre. Pudo soltarlo durante un whisky doble. Medio millón. Y si…

– Pero tendrás que darme el nombre de todas formas -dijo Skarre.

Mai sacó la cartera del bolsillo de la chaqueta y se puso a buscar un justificante de una transferencia, que entregó a Skarre.

– El alquiler -dijo-. Aquí figura el nombre y la dirección. Supongo que tendrá que tomar nota.

Skarre abrió los ojos de par en par. Estuvo a punto de perder el aliento de puro asombro. Una dirección de la parte este de Oslo. Y el apellido era Rein. Thomas Rein.

– Perdona -dijo en voz baja-. Tengo que comprobar otro pequeño detalle. Así que vives en casa de un hombre llamado Rein. ¿Thomas Rein? ¿No será un poco más joven de lo que dices?

Mai lo miró extrañado y se puso en guardia. En su rostro se veía una mezcla de sinceridad y miedo.

– No tiene setenta -afirmó con firmeza-. Pero tiene un hijo que se llama Tommy, y el apartamento en el que vivo en realidad es de él. Me lo alquilan porque está de viaje. Solo podré quedarme hasta que vuelva.

– ¿Y dónde está ahora?

– No lo sé. Solo sé que está de viaje.

Skarre intentó tranquilizarse. Tomó a toda prisa un montón de notas en la libreta, mientras respiraba lo más tranquilamente que podía y se esforzaba por poner cara de póquer con esa facilidad con la que lo hacía su jefe.

– ¿A qué hora llegaste a trabajar ayer?

– A las doce en punto. Ahí dentro hay más de veinte tíos que pueden corroborarlo. Pero tengo entendido que el asesinato se cometió por la mañana temprano, así que me hubiera dado tiempo de hacerlo.

El tono de su voz era desafiante. Notó que el policía estaba en alerta máxima, e intentaba protegerse contra un peligro que no era capaz de ver.

– ¿Tienes coche?

– Un viejo Volkswagen.

– Bien -dijo Skarre-. ¿Te sentías unido a Halldis?

– En realidad, no.

– ¿Pero ibas a visitarla?

– Solo porque mi madre me daba la lata. ¿Sabe? Somos sus herederos. Pero las visitas que le hice resultaron muy agradables. Uno no piensa en esas cosas hasta después, ahora que ella ya no está.

– ¿De manera que nunca has conocido a ese Tommy Rein? -preguntó Skarre.

– No. ¿Es sospechoso o qué?

– En absoluto -dijo Skarre en tono cortante-. Solo era la penúltima pregunta de mi lista.

– ¿Pura rutina? -preguntó Mai.

– Algo así.

– ¿Y cuál es la última?

– Errki Peter Johrma. ¿Has oído hablar de él?

Kristoffer Mai se levantó y dejó la silla en su sitio. El flequillo pelirrojo le cayó sobre la frente cuando volvió a meterse la cartera en la chaqueta.

– No -dijo-. Nunca he oído hablar de él.


Errki se despertó. Se colocó de costado y se quedó mirando la pared. Seguía flotando, antes de concentrar sus pensamientos y reconocer la habitación en la que se encontraba. Había dormido profundamente. Entonces se acordó del revólver. Aunque no había usado un arma en su vida, sabía que requería bastante fuerza. Atravesó la habitación con el revólver en la mano, pasó por la cocina y entró en el cuarto de estar. Morgan dormía. Su pelo rizado estaba mojado, y el sudor le brillaba en la frente. Tal vez estaba realmente a punto de sufrir una septicemia. A él no le concernía, solo lo constataba. Tampoco se sentía culpable. El abalanzarse sobre él e hincarle los dientes en la nariz había resultado inevitable. Además, no le había pedido que se lo llevara. Había ido a la ciudad porque había tenido un terrible sueño que le sacudió el alma. Primero había intentado alejarse de él corriendo, y cuando se sintió seguro, se echó a dormir en un granero, con un saco debajo de la cabeza. Al despertarse, le picaba la cara y el cuello y se fue a la ciudad. Necesitaba ver que el mundo seguía allí, la gente, los coches, y entró en el banco porque había sombra y un tentador sofá junto a la ventana. No por ninguna otra cosa.

Se detuvo al lado del diván donde dormía Morgan y escondió el arma detrás. En su imaginación se vio apretando el gatillo y cómo la cabeza rubia sobre el diván verde reventaba como un melón, mientras su contenido se dispersaba en todas las direcciones. Y adiós Morgan en cuestión de un segundo, igual que aquel anciano, junto a la iglesia.

Morgan se retorcía gimiendo en voz baja. Luego abrió los ojos.

– Estás enfermo -constató Errki.

Morgan asintió, serio. De hecho, estaba muy enfermo. Notaba que la debilidad se le iba extendiendo por el cuerpo, que se iba hundiendo poco a poco. Ojalá hubiera podido entregarse a alguien dispuesto a cuidarle y mimarle, a responsabilizarse de él.

– ¿Quieres algo? -preguntó Errki en tono amable.

Morgan gimió.

– Tendría que ser una bala en la frente.

Errki sacó el revólver, se agachó y colocó el cañón justo entre los ojos de Morgan.

– Jaque mate -sonrió-. El rey ha muerto.


– ¿Qué estás mirando? -preguntó Skarre sacando la libreta del bolsillo mientras se sentaba enfrente de Sejer.

– Huellas de zapatos -murmuró-. Llevo un rato estudiándolas y tengo la extraña sensación de que hay algo que no encaja.

Las empujó hacia el otro lado de la mesa para que Skarre las viera. Este guardó pacientemente sus propios descubrimientos.

– Dime lo que ves -dijo.

Skarre miró las fotos.

– Siete huellas de zapatos, de las cuales tres, no, cuatro, resultan casi inútiles. Pero tres son bastante nítidas, con unos dibujos muy claros. Estrías -añadió- u ondas. Un zapato bastante grande. Cuarenta y tres, ¿no era así?

Sejer asintió con la cabeza.

– Continúa.

– ¿Hay algo más que ver?

– Creo que sí.

Skarre las estudió de nuevo y descartó por fin una, quedándose con dos, las mismas que Sejer llevaba estudiando una eternidad.

– Ambas corresponden al pie derecho -dijo Skarre en voz baja-. Probablemente se trate de una zapatilla de deporte.

– Estoy de acuerdo.

– Una huella está más clara que la otra.

– Correcto.

– Y una de estas ondas -dijo señalando con el dedo- es discontinua. Tal vez un corte en la suela.

– Y no en la otra huella, ¿verdad que no? -preguntó Sejer, mirando atentamente a Skarre.

– Pero es el mismo zapato, ¿no? Los dos son del pie derecho.

– ¿Es el mismo?

– No sé dónde quieres ir a parar. Tal vez sea una piedra que se ha metido entre las estrías -añadió con diligencia-. Y produce esa mancha blanca en una de las ondas.

– Una piedra debajo del zapato que luego se cae, ¿es eso lo que quieres decir?

Continuó mirándolo atentamente.

– Sí, por ejemplo.

– U otro defecto en la goma. Además -señaló Sejer- una huella es más débil que la otra, como si esta suela estuviera más gastada.

– ¿Qué estás insinuando? -preguntó Skarre desconfiado.

– Estoy insinuando que podría tratarse de dos.

– ¿Dos homicidas?

– Sí.

– ¿Y los dos con zapatillas de deportes?

– Es el tipo de calzado que usa la gente, sobre todo los jóvenes.

– Entonces no creo que se trate de Errki -dijo despacio-. Él siempre va solo.

– Tu salto en paracaídas está cada vez más cerca -dijo Sejer con aire malicioso-. Pensaba sugerirte que saltáramos desde una altura de cinco mil pies. Así tendrás una buena experiencia.

Skarre notó que una oleada de miedo le atravesaba el pecho. Inhaló un poco más de oxígeno que de costumbre para recobrar el pulso.

– El peor momento es cuando se abre la puerta del avión -dijo Sejer sonriente-, el bramido del viento y el aire frío. Te sorprenderá el frío que hace a cinco mil pies de altura.

– Tengo algo que contarte -dijo Skarre para desviar la atención.

Abrió la libreta y señaló. Sejer leyó con el entrecejo fruncido e hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– ¿Lo encontraste?

– Según Mai, Tommy está de viaje. Dice que no sabe dónde. Fui a la casa, pero el padre no estaba, y un vecino aseguró que estaría fuera todo el fin de semana.

– Entonces volveremos a intentarlo el domingo por la tarde. Puede que haya algo por ahí. Ah, por cierto, tal vez deberías hacerte primero un seguro. Seguros Dúo. Te daré el número de teléfono.

– ¡Es curioso que el hijo esté de viaje, y que cuando voy a visitar al padre, él también esté fuera!

– Puede que tenga una cabaña para los fines de semana. Por cierto, ¿tienes un traje de esquí o algo así? Porque no necesitas comprar un traje de salto solo para una vez. Pero las botas son importantes. En la farmacia puedes comprar vendajes de apoyo, también son una especie de seguro.

Sejer se reclinó en el sillón con una sonrisa abierta y amable.

– ¿Sabes que en el pub El Escudo del Rey tienen cincuenta clases diferentes de cerveza? -dijo Skarre con veneno-. No cierran hasta las dos de la madrugada. Si empezamos sobre las ocho, nos daría tiempo para bastante. Reservaré una mesa con fácil acceso a los lavabos.

– La presión del viento es tan grande que si abres la boca durante la caída libre, no consigues volver a cerrarla. Se tuerce hacia atrás y te hace parecer un besugo.

– Y ese whisky que tanto te gusta, Famous Grouse, lo tienen ahí, ya he preguntado.

– Tú concéntrate en el salto. Esto no es lo que pensábamos. Alguien buscaba el dinero. El que Tommy Rein haya desaparecido de la faz de la tierra puede tener sus razones. Y quizá trabaja con algún amigo.

– Lo habrían hecho de noche. No temprano por la mañana. Además, habrían ido en coche para luego poder desaparecer volando.

Se levantó y puso la mano sobre el pomo de la puerta.

– No te olvides de llenar la nevera de cerveza. Es lo único que sirve para el día siguiente.


No oyó que llamaban a la puerta. De repente allí estaba Sara, con una bolsa en la mano. Había ido a casa a cambiarse de ropa. A su casa y a la de Gerhard, pensó él.

Sara avanzó unos pasos y se detuvo delante de la mesa de Sejer. Al hombre le costó ocultar la sorpresa y las emociones que lo sobresaltaron. Sara Struel lo miró. El inspector parecía diferente, cogido por sorpresa. Era obvio que se estaba esforzando por recapacitar y recobrar el control.

– ¿En qué puedo ayudarla? -tartamudeó.

– Aún no lo sé -contestó ella, sonriendo.

Se hizo el silencio. Los círculos de los ojos de Sara bailaban. Él sonrió con cara de borrego.

– ¿No va a preguntarme por qué estoy aquí? -dijo ella, sin dejar de sonreír.

Te vas con Gerhard de vacaciones a Israel, y necesitas un pasaporte nuevo, y como la oficina de pasaportes está en la planta baja, puedes matar dos pájaros de un tiro.

– ¿No tiene curiosidad por saberlo?

Lo que tengo es miedo.

– En este momento está usted tan desamparado como el sapo -dijo Sara-. He venido porque quería verlo.

Pronto ya no sabré distinguir entre sueño y realidad, pensó él.

– Tengo mucha sed -dijo ladeando la cabeza-. ¿No tendría algo de beber?

Sejer se levantó como sonámbulo y fue a buscar algo de beber.

Tal vez Gerhard sea violento. Y ella quiere ahora salir de la situación.

– Perdone -dijo Sara en voz baja-. Lo he dejado algo turbado. Pero a mí me gusta decir las cosas como son.

– Sí, claro -dijo él serio, como si ella fuera un testigo que acabara de descubrir algo importante y él se encargara del asunto.

– Entiendo que otros puedan sentir de otra manera. Pero somos adultos, ¿no?

– Pues sí, es lógico.

Sejer se bebió el vaso de agua con gas de un trago y clavó la mirada en la mesa. En el protector del escritorio vio el mapa del continente africano arrasado por las guerras. También su interior estaba arrasado. Se sintió tan inflamable como un barril de petróleo. Una pequeña chispa lo incendiaría. Por ejemplo, si la mano de ella llegara a tocar la de él, que reposaba sobre la mesa, suave y fina, a treinta centímetros de la suya.

– No he pretendido asustarlo -sonrió Sara con clemencia, dándole golpecitos en la mano.

– ¿Asustarme? -dijo él, aturdido.

– Solo he dicho que tenía ganas de volver a verlo. Nada más.

– Agradecemos toda la ayuda que puedan prestarnos -dijo él torpemente.

Era evidente que ella acababa de recordar algo importante para el caso.

– Voy a ayudarle un poco -dijo, mirándole a los ojos-. Contésteme a una sola cosa.

Él asintió amablemente con la cabeza, aferrándose al vaso.

– ¿Se alegra de verme?

Konrad Sejer, inspector jefe de la brigada criminal, ochenta y tres kilos de peso, y uno noventa y seis de estatura, se levantó de la silla. No había pensado que fuera posible. Fue hacia la ventana y se puso a mirar el río y los barcos.

Mis defensas, pensó, se derrumban. El camino hasta la mismísima alma está abierto. No tengo dónde esconderme.

– Tengo tiempo de sobra -dijo ella en voz baja-. Estoy esperando la respuesta.

¿Pongo algo en marcha si contesto? Contrólate, hombre. No vas a confesar un homicidio. Solo vas a contestar que sí.

Se volvió despacio y se encontró con la mirada de Sara.


La información facilitada por los ciudadanos empezaba a llegar a la Comisaría. Errki había sido visto en cuatro lugares dispersos en un área tan extensa que era imposible que hubiera estado en tantos sitios tan distantes en tan poco tiempo. Una joven con un cochecito de niño se había encontrado con él en la carretera nacional 285, recordaba su camiseta. A la misma hora, una mujer en una gasolinera Shell en las afueras de Oslo lo había tenido de cliente. Había llegado y se había marchado a pie. El conductor de un camión había cruzado la frontera de Suecia con él de pasajero. Por desgracia, esto último fue lo único que llegó a oídos de Kannick Snellingen. Fue Palte quien se lo dijo. Va camino de Suecia, lo acaban de decir ahora mismo en la radio. Piensa en ese pobre conductor, Kannick. ¡No tiene ni idea de lo que lleva en el coche!

¿Asustado él? ¡Qué va! Kannick había perdido dos flechas en el bosque. Dos flechas de carbono Green Eagle con plumas auténticas, a ciento veinte coronas la flecha. Estaba impaciente por subir a buscarlas. Allá arriba había animales que podrían pisarlas, y quizá empezara a llover, entonces desaparecerían en la tierra sin dejar rastro. Recordaba muy bien dónde estaba cuando soltó las dos flechas y podía seguirlas en su mente por los matorrales hasta el punto más o menos donde habían aterrizado. La idea era ir a buscarlas enseguida, pero el tiempo pasaba, y su excursión aún no había sido aprobada por la dirección. Por eso les dio la espalda. Estaba sentado en su habitación, mirando el patio. Dejó escapar un largo y profundo eructo y le subió el sabor a puerro y nabo del guiso que habían tomado para comer. Hoy no habría excursión para ir a bañarse, y Margunn estaba siempre liada con papeles y cosas así. Su arco estaba en el despacho de la mujer, dentro del gran armario metálico donde guardaba lo poco que poseían de valor. Karsten tenía una cámara fotográfica, Philip un cuchillo de caza que solo le permitían usar en compañía de un adulto. El armario estaba cerrado, pero la llave estaba en un cajón del escritorio, en una cajita de plástico, con otras llaves importantes. Todo el mundo lo sabía.

Miró con añoranza hacia el bosque y descubrió varias cornejas grandes volando por el aire y alguna que otra gaviota, de las que se ponían las botas en el vertedero que estaba a menos de un kilómetro de allí. Vio también la espalda de Karsten, que estaba junto al horno de quemar hojas secas, agachado sobre la bicicleta, intentando fijar un portabotellas a la barra. La abrazadera era demasiado holgada y estaba metiendo un trozo de caucho para ajustarla. Se secaba constantemente la frente y tenía grasa y suciedad por toda la cara. Inga estaba a su lado, mirando. Era la más alta de todos en la Colina de los Muchachos, incluso más alta que Richard, flaca como una muñeca Barbie y hermosa como una Virgen. Karsten intentaba concentrarse, pero no resultaba fácil. E Inga se lo estaba pasando bien, era obvio.

La ventaja, pensó Kannick, de estar en la Colina de los Muchachos era que no podía ir a peor. Al menos no a mucho peor. Si se escapaba o infringía las reglas, simplemente volvían a enviarlo a casa, a la Colina de los Muchachos. Nadie podía enviarle a ningún sitio jodido por ahí, pues seguía por debajo de la mayoría de edad penal, y las famosas prisiones de Ullersmo o Ila quedaban lejos. Solo pertenecían a un posible futuro por el cual no se interesaba mucho, pero sobre el que los adultos hablaban constantemente. ¿Qué va a ser de ti en el futuro, Kannick? No hablaban del aquí y del ahora, de esa casa tan fea con todas sus reglas, de tener que compartir habitación con Philip y escuchar sus jadeos noche tras noche, de tener que fregar y pasar el aspirador por el cuarto de la tele, y de soportar las regañinas de Margunn.

De repente, se alejó de la ventana y abrió la puerta del pasillo. A lo lejos oyó la voz de Margunn y el agua corriendo, lo que significaba que la mujer estaba lavando y Simon estaría charlando a su lado como solía hacer. En ese caso, se encontraban en el cuarto de lavar, situado en la primera planta, al lado de las duchas. Y el despacho, donde estaba encerrado su arco, se encontraba en la otra punta de la casa. Kannick estaba gordo, pero eso no significaba que no fuera rápido. Salió disparado de la habitación y bajó de puntillas. Optó por la escalera exterior, que en realidad era una escalera de incendios, pero que siempre estaba abierta porque ponía en las instrucciones que tenía que estarlo. Ya habían tenido un incendio dos veces debido a que a Jaffa le interesaban muchísimo los uniformes de los bomberos. La escalera crujía. Repartió su enorme peso con mucho cuidado al bajar por los estrechos escalones y se acercó a hurtadillas hasta la puerta del despacho de Margunn. Por un instante, tuvo miedo de que la hubiera cerrado. Pero la filosofía de Margunn era que sus chicos no tuvieran la constante experiencia de encontrarse ante puertas cerradas. Entró y miró el armario. Tiró del cajón del escritorio con el dedo índice y encontró la caja de las llaves. Intentaba trabajar deprisa, pero sin hacer demasiado ruido. Abrió el pequeño candado. Allí estaba la maleta con el arco. Su Centra color burdeos con palas negras, su gran orgullo. Con el corazón latiéndole muy deprisa, sacó la maleta, cerró el armario, dejó la llave en su sitio y salió del despacho. Desde el pasillo bajó al sótano para salir por la parte de atrás. Nadie podría verlo desde la casa. A lo lejos escuchó la risa de Inga.

Conocía bien el gran bosque y tomó rápidamente un sendero por el que había andado cientos de veces. Sus pasos, ahora más pesados porque ya nadie podía oírlos, hicieron callar a los pájaros como si presintieran esa terrible arma que el chico llevaba en la maleta. Kannick se mantuvo en el sendero que subía por el oeste de la granja de Halldis. No quiso acercarse demasiado. La imagen de la mujer muerta era demasiado incómoda, y sabía que, si volvía a divisar la casa con la puerta y la losa de la escalera, todo le volvería con gran fuerza y espanto. Y además, las flechas no estaban allí. Había ido a buscarlas y, cuando las encontrara, intentaría matar solo una corneja o dos antes de volver a casa. Incluso podía intentar devolver el arco a su sitio antes de que Margunn descubriera que se lo había llevado. Ya lo había hecho otras veces.

A Kannick le hacía mucha gracia esa clase de personas a la que pertenecía Margunn, que siempre pensaba lo mejor de todos. Era para ella como una religión, algo a lo que se sentía moralmente obligada. Como aquella vez que él, Kannick, cambió un billete de mil coronas de la caja por uno de quinientas, y ella se negó a creer que alguno de ellos tuviera dinero suficiente para hacer tal maniobra. Por eso lo atribuyó a su mala memoria y a que «todos los billetes hoy en día se parecen muchísimo». Kannick seguía andando. Aunque estaba gordo, no estaba en mala forma, pero la respiración se volvió más entrecortada y sudaba mucho. Al andar, notaba cómo se iba sumergiendo lentamente en esa fantasía que tanto le gustaba, ese espacio secreto que nadie conocía en donde se olvidaba del tiempo y del lugar, los árboles que le rodeaban cambiaban de forma, convirtiéndose en un bosque exótico y, a lo lejos, sonaba el bramido de un río. Él era el gran jefe Jerónimo de las montañas del Amazonas. Le habían encargado procurarse dieciséis caballos con el fin de conseguir a la bella Alope como esposa. Tenía los ojos cerrados y solo los abría en breves instantes para no caerse.

El viento susurra Nimo, Nimo.

En la cama tenía quinientas cabelleras blancas. Acariciaba la maleta con una mano y pensó, como había pensado el gran jefe:

Todo tiene poder. Tócalo y te tocará.

Oyó a un perro ladrar de dolor a lo lejos. Por lo demás, había silencio.


Morgan notó que el sudor empezaba a chorrearle por el pelo. El cañón del revólver temblaba delante de él. Seguramente no estaba despierto. Tal vez se trataba de una reacción a esa infección que se le estaba extendiendo por todo el cuerpo, proporcionándole esas visiones, fantasías febriles.

Miró a Errki y pensó en lo terrible que era tener siempre esas visiones, amenazas de muerte, destrucción y castigo, espantosos fantasmas, año tras año.

– Estoy enfermo -gimió-. Creo que voy a vomitar.

Había estado mucho tiempo durmiendo. La luz de fuera era distinta y las sombras se habían alargado. Errki se dio cuenta de que la piel de Morgan había adquirido un matiz amarillento. Bajó el revólver.

– Vomita lo que quieras -dijo-. De todas formas, este suelo está muy sucio.

– ¿Dónde coño has encontrado ese revólver? ¡Pero si lo tiraste al agua!

Morgan se esforzó por incorporarse para mirarlo más de cerca.

– Lo has tenido durante todo el tiempo, ¿verdad?

Se enrolló como una bola para convertirse en un blanco más pequeño.

– ¿Y por qué no lo usaste con la vieja? ¡En la radio dijeron que la mataste a golpes!

Errki notó una repentina cólera subirle por las mejillas. Volvió a levantar el revólver.

– Pégame un tiro. ¡Me importa un carajo! -gritó Morgan.

Era extraño. En ese momento supo que era verdad, ya no tenía ganas de seguir participando.

– Tendrás que ir a que te vea un médico -dijo Errki meditabundo.

El revólver tembló. Si disparara ahora, seguramente alcanzaría cualquier cosa, el estómago de Morgan o el diván verde.

– ¿Y desde cuándo te preocupas por mí? ¿Crees que puedes engañarme? ¿Crees que alguien escucha lo que dice un chiflado como tú? ¿Eh? No tengo fuerzas ni para bajar a la carretera principal. Estoy muy enfermo. Me siento mareado. Sudor frío. Eso es señal de shock, ¿no?

Se tumbó y cerró los ojos. Ese loco podría llegar a usar el arma. Esperó el tiro, inmóvil, había leído que no dolía mucho cuando te pegaban un tiro, solo una fuerte sacudida del cuerpo, eso era todo.

Errki miró la nariz de Morgan. Estaba hinchándose y había adquirido un feo color azulado. Se pasó la lengua por los dientes y evocó el sabor a piel y grasa en el paladar, seguido de un empalagoso sabor a sangre.

Morgan seguía esperando. No llegó ningún disparo.

– Joder -gimió-. Vaya lío que has armado. Voy a morir de septicemia.

Errki dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo.

– Verteré una lágrima por ti.

– ¡Ni de coña!

– No eres más que un huevo en manos de un niño.

– ¡Deja de decir chorradas de loco!


Morgan estaba participando en una tragicomedia, estaba seguro de ello. Nada de todo lo que había sucedido ese día era real.

– ¿No ves que se ha infectado? Tengo escalofríos.

– Si quieres, puedes llamar a tu mamá -prosiguió Errki-. No me chivaré a nadie.

Morgan resopló miserablemente.

– Llama tú a la tuya.

– Ha muerto -dijo Errki muy serio.

– Sí, me lo imagino. Supongo que también te la cargaste a ella.

Errki quiso contestar inmediatamente. Las palabras estaban listas sobre la lengua, queriendo salir. Se puso rígido.

– ¿Me dejas tu chaqueta? -murmuró Morgan-. Joder, tengo mucho frío.

Miró a Errki.

– ¿Ya ti qué te pasa? Tienes una expresión muy rara.

– Ella perdió el equilibrio en la escalera.

Errki tensó todos los músculos y se aferró al revólver. Era muy fácil, no eran más que palabras, pero en ese momento las palabras le traicionaron, salieron por su cuenta sin que tuviera tiempo de pensar primero.

De repente se derrumbó sobre el suelo. El revólver patinó hacia la pared, oyó el pequeño estallido al llegar a ella, luego se dobló, como si tuviera espasmos, mientras intentaba frenar con las manos. Todo le salió a chorros. Notó el olor a su propio interior, carne podrida, residuos, veneno y hiel. Pequeñas ampollas brillantes que se reventaban, el gorgoteo de órganos blandos que se apretaban y vaciaban, aire y gas haciendo unos sonidos extrañísimos. Se movía desesperado por el suelo, nadando en su propia miseria.

– ¿Te estás poniendo malo? -preguntó Morgan asustado-. No te pongas malo. Tienes que ir a buscar ayuda. Prefiero pasar algún tiempo en chirona a morir del tétanos en esta casa de mierda. Sabes el camino. ¡Ve a buscar ayuda, coño, para que podamos salir de aquí!

De Errki no salió respuesta alguna. Gemía y daba tumbos por el suelo con tanta fuerza que los zapatos golpeaban la tarima. Sonaba como si alguien le estuviera pegando, como si tirasen de él y le dieran violentos empujones. Al cabo de un rato, empezó a toser y a carraspear, o tal vez estuviera vomitando, o regurgitando, o las dos cosas. Morgan se estremeció. ¡Dios, qué casa de locos! Algo de esa habitación los había envenenado a los dos. Una maldición, tal vez, en las grietas de los troncos, que lentamente comenzó a salir en el momento en que los dos entraron en ella. Le parecía que había pasado una eternidad desde que estuvo en el banco apuntando con el revólver. ¡Ya tendrían que haber enviado a gente a buscarlos, tendrían que haber encontrado el coche! Tendrían que haber comprendido que estaban en el bosque. Qué putada haberlo cubierto con la lona. Por fin se hizo el silencio en el suelo. Errki estaba intentando recobrar el aliento. Morgan miró de reojo el revólver.

– Joder, ha tenido que ser duro -dijo Morgan en voz baja-. ¿Qué te pasa?

Errki empezó a recoger su cuerpo, trozo por trozo. A Morgan le parecía que estaba buscando algo que había perdido. El pelo negro le caía sobre los ojos. Recordaba a un ciego moviéndose a tientas.

– ¿Tienes visiones? -preguntó Morgan, inseguro-. ¿Podrías ir a buscarme el whisky?

Errki logró incorporarse. Se quedó sentado, inclinado hacia delante, agarrándose el estómago con los ojos cerrados. Cada músculo de su cuerpo estaba tenso como un muelle de acero. La baba le caía por la barbilla.

– No seas pesado -murmuró.

– No quiero ser pesado, pero tengo un frío del carajo. Podrías dejarme tu chaqueta. ¿Queda algo de whisky? ¿Podrías ir a buscarlo luego, cuando haya acabado tu… ataque?

– Te he dicho que no seas pesado.

Se oyó un suave crujido de los pantalones de poliéster cuando por fin se levantó. Cruzó el cuarto, encogido como un vejestorio, aún con las manos en el estómago. Primero cogió el revólver, luego se metió en la alcoba. La chaqueta estaba sobre la cama, colocada de almohada. La cogió mientras se sujetaba el estómago con la otra mano. Luego volvió lentamente a la sala. La botella estaba al lado de la radio, sin tapón. La levantó y dio un gran sorbo mientras contemplaba la laguna. Su cuerpo necesitaba tiempo para tranquilizarse. Esta vez había reventado sin previo aviso. La vida que le esperaba no tenía buena pinta. Miró la oscura superficie del agua. Ni una ondulación. El agua estaba muerta. Todo estaba muerto. Nadie te quiere para nada. Solo quieren lo que puedas dar. Morgan quiere la chaqueta y el whisky. ¿Tienes algo que dar, Errki?

Estaba de pie, con la chaqueta en la mano, bebiendo whisky. Podía poner la chaqueta sobre Morgan. Un gesto amable. La cuestión era si haría algún efecto. ¿Haría que la vida mereciera ser vivida?

– ¡No te lo bebas todo!

Errki se encogió de hombros.

– Pero si solo tienes un problema moderado con el alcohol -dijo distante.

– El dolor de la nariz me mata.

– Robar juntos es un placer. Morir juntos es una fiesta -dijo Errki, alcanzándole la botella. Morgan bebió hasta que se le saltaron las lágrimas. Cuando por fin dejó la botella en el suelo, tuvo que jadear por falta de aire. Encogió las rodillas y se tumbó de lado, como si quisiera hacerle sitio a Errki para que se sentara en el extremo del diván. O se sentaba, o pegaba tiros. Pero ya no se sentía amenazado y no entendía por qué.

Errki dudó. Vio el espacio libre en el diván y comprendió que era para él. Vacilante, puso la chaqueta sobre los hombros de Morgan. Un coro de risas subía desde el Sótano y le zumbaba en los oídos.

– ¡Calla! -gritó irritado.

– No he dicho ni una palabra -dijo Morgan-. ¿Qué dicen esas voces tuyas? Háblame de ellas, de cómo son. Así, al menos me moriré siendo más sabio.

El whisky le quemaba en el estómago y se sentía mejor.

– ¿Por qué las escuchas? ¿No comprendes que no están ahí? He oído decir que los locos saben que están locos. Pero eso no lo entiendo. Oigo voces, dicen. Joder, y yo también, a veces. Voces interiores, en la imaginación. Pero sé que no es más que eso, imaginación, y jamás se me ocurriría hacer lo que me dicen.

– ¿Excepto cuando te piden que atraques un banco? -preguntó Errki con ironía.

– Ah, no, eso fue por decisión propia.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro?

– Reconozco mi propia voz cuando la oigo.

Errki seguía mirando el espacio libre sobre el diván. Morgan lo observaba con curiosidad.

– Háblame de ellas. ¿Puedes ver qué aspecto tienen? ¿Tienen colmillos y escamas verdes? ¿Dicen alguna vez algo agradable? No dejes que te traten así. Para ser sincero, creí que iban a matarte. Quizá yo podría hablar con ellas. ¿Escucharían a alguien ajeno? -preguntó, y se rió entre dientes.

– Se suele decir que a los perros y a los niños locos hay que mandarlos con el vecino.

Se incorporó con gran esfuerzo y se quedó sentado cerca de Errki. Levantó la mano y le dio tres golpecitos en la frente.

– ¡Escuchad, los que estáis ahí dentro! ¡Tenéis que dejar de aterrorizar al chico de esa manera! Está agotado. Buscad otro coco que atormentar. ¡Ya está bien!

Errki parpadeó, inseguro. Morgan estaba hablando en serio, luego se rió.

– ¿Hay más de uno? ¿Toda una pandilla?

– Varios. Dos.

– ¿Dos contra uno? Joder, qué cobardes. Dile a uno de ellos que se largue y luego arreglas las cosas con el jefe, de hombre a hombre.

Errki se rió, una risa entrecortada.

– Al Abrigo no hay que hacerle caso. Siempre está echado en un rincón, temblando.

– ¿El Abrigo? -preguntó Morgan, mirándolo sorprendido. Estaba empezando a entender en serio la envergadura de la locura de ese hombre.

– Estaba colgado en una percha de la entrada.

El tiempo cambió repentinamente de dirección. Todo lo que había ocurrido volvió a la mente de Errki. Entremedias vio caras y manos, ceños fruncidos, espaldas hostiles, seda y terciopelo, bobinas de hilo de muchos colores. Fue hacia atrás a toda prisa por un camino lleno de baches con la cuneta verde; ya se estaba acercando a la casa. La puerta de la calle. La estrecha entrada. La escalera que subía. Él sentado en el escalón más alto. La había hecho su padre con tablas de pino. La madera estaba llena de ojos estrechos que miraban, que siempre lo observaban.

– Estaba allí colgado. El abrigo de mi padre. No contenía nada, solo aire. Aleteaba un poco por la corriente del desván. Una vez se puso del revés, justo cuando ella se iba tambaleando por la escalera, y puso en movimiento el aire.

– ¿Tambaleando?

Morgan lo miró con curiosidad.

– Mi madre. Se tropezó en la escalera. Yo la empujé.

– ¿Por qué? ¿La odiabas? -preguntó Morgan bajando la voz.

– Dije a todo el mundo que yo la empujé.

– ¿Pero no lo hiciste? ¿O no estás seguro? ¿Entonces por qué lo dijiste?

Errki veía delante de él las imágenes, difusas sobre los bastos troncos de la pared. Levantó la mano y señaló. Morgan giró la cabeza instintivamente para seguirle la mirada. No veía más que la madera sucia. Errki se quedó callado.

– Oye -dijo Morgan, incorporándose-, sería la monda si tus voces pudieran hablar con las de los demás pacientes del manicomio en lugar de contigo. Así podrían regañar entre ellas y dejaros a vosotros en paz. Joder, a veces soy un genio. ¿Sabes cómo librarte de ellas? La estrategia de siempre. Enemistar a las unas con otras, así se aniquilarán al final entre ellas. ¡Dame la botella!

Errki cogió la botella del suelo y se quedó con ella en la mano.

– ¡Dámela! ¡Quiero más! -gritó alargando la mano para cogerla.

Errki se resistió.

– El que está en guerra contra la fuente muere de sed -dijo en tono solemne. Luego soltó la botella.

Morgan dio dos tragos.

– ¿Por qué se cayó tu madre por la escalera? Háblame de ello. Venga, cuéntaselo al tío Morgan. Conoces eso, ¿no? Háblame de ello, hijo, y todo se arreglará.

Se rió entre dientes por lo bajo. Estaba bastante borracho.

Las manos de Errki palparon torpemente las perneras del pantalón negro. Puso una mano sobre el revólver y notó cómo se calmaba. Su mano encajaba en el arma como si de un guante se tratara. Eso significaba algo, tenía algún sentido.

– Ella cosía para la gente.

– ¿Era modista?

– Vestidos de seda de novia, trajes de caballero y trajes de chaqueta para las señoras. También venían clientes con ropa vieja para que ella la deshiciera y la reformara. Eso es lo que estaba haciendo aquel día. Estaba deshaciendo un traje viejo.

– Tómate un trago -interrumpió Morgan-. Cuesta volver sobre viejos recuerdos.

Errki dio un trago. En el Sótano había silencio. El polvo se había posado, todo estaba gris. Por un instante de locura pensó que tal vez hubieran desaparecido. En el silencio, su voz se volvió clara como el cristal. Su propia voz. Las palabras no estaban planificadas de antemano, se iban formando poco a poco y, cuando dudaba de algunas, emergían nuevas exigiendo salir. Una palabra daba lugar a otra, y él no tenía fuerzas para detenerlas.

– Estaba jugando en la escalera -dijo en voz baja-. Tenía ocho años.

No estabas jugando. Estabas poniendo una trampa. No cambies la realidad, nosotros estábamos allí y lo vimos todo. El Abrigo lo vio, estaba colgado en la entrada.

Errki gimió. Su ira iba creciendo cada vez más. ¿O era la desesperación? ¿Cómo podía estar allí sentado con la boca abierta vertiendo basura? Enfermedad, muerte y miseria; babosas, gusanos y sapos. Hizo un gesto encolerizado con la cabeza. Morgan escuchaba. Errki sintió que escuchaba de una manera completamente física, piel contra piel, y él no aguantaba que lo tocaran. Ni siquiera Sara y su ola. En la mente, oía la hermosa arpa que siempre acompañaba a su voz.

– ¿Por qué en la escalera?

Morgan seguía bebiendo. Por el momento, no tenía más planes que emborracharse como una cuba. Una meta a muy corto plazo, pero también muy agradable.

– Quiero decir que hay muy poco espacio en una escalera.

– La escalera -dijo Errki con pesadumbre-. El desván. La lámpara de la entrada estaba encendida. Oía el ruido de la máquina de coser, como un reloj. Yo jugaba en la escalera porque quería estar cerca de ella.

– Ya está montado el escenario -señaló Morgan-. El drama puede empezar. La lámpara está encendida, la máquina de coser está en marcha, el pequeño Errki tiene ocho años.

– Había encontrado un viejo sedal en el sótano y había montado un teleférico que iba desde el escalón de arriba del todo, antes del desván, hasta la planta baja.

Morgan se quedó embobado.

– ¿Colgaste un jodido sedal?

– Había hecho agujeros en viejas cajas de cerillas para convertirlas en vagones, que llenaba de almendras y pasas, y las mandaba abajo por el sedal. Ella solo había bajado dos escalones cuando sonó el teléfono. Gritó: ¿Lo coges tú, Errki? No quise, estaba jugando. Acababa de llenar un vagón de almendras y estaba esperando en la escalera. Entonces ella apareció en la puerta, dio un paso, se le enganchó un pie en el sedal y cayó de cabeza escaleras abajo. Siempre era muy silenciosa, pero entonces hizo mucho ruido. Cayó dando golpes contra los escalones, como si alguien hubiera tirado un mueble por la escalera.

Morgan se había quedado mudo. Sus ojos brillaban como los de un niño que está escuchando cuentos terribles.

– Yo estaba sentado en el tercer escalón, junto a la pared. Ella bajó dando vueltas y no paró hasta llegar al suelo.

– ¿Se desnucó? -susurró Morgan-. Joder, qué raro eres. De repente eres completamente normal y hablas bien. ¿Por qué de pronto estás tan normal?

Fue como si Errki se despertara, lo miró y dijo:

– Primero me regañan porque estoy loco. Y ahora tengo que defenderme porque soy normal. Claro que soy normal. ¿Tú eres normal? Atracas bancos, y tu nariz está a punto de pudrirse.

– ¿Pero por qué se murió?

– Toda la sangre se le salió del cuerpo.

¿Qué dices?

– Toda. Por la boca. Era como si la bombearan, como una cascada, y se convirtiera en un lago entero al pie de la escalera. Podía ver la lámpara del techo reflejada en la sangre y también el Abrigo, como una sombra oscura. El teléfono sonaba, pero no pude cogerlo, porque habría tenido que meter el pie en el gran charco de sangre y extenderla por toda la casa, por las alfombras y el suelo. Por fin dejó de sonar. Solté el sedal y me lo escondí en el bolsillo. Me quedé sentado esperando sin moverme. Dejó de chorrear sangre por la boca y la cara se le quedó gris como la piedra. Antes o después llegará alguien, pensé, papá o alguna clienta, alguien. Pero nadie llegó. No hasta que toda la sangre hubo perdido su brillo en la superficie, y ya no podía verse el reflejo de la lámpara en ella.

Por fin se calló. No sintió alivio, solo vacío. Notó el revólver. Quedaba una sola bala. Eso debía de significar algo. Esa bala debía de estar destinada a él.

– Pero dices que sangró por la boca. ¿Por qué?

– Dame un trago de whisky.

– ¿Se rompió el cráneo?

– Era modista.

– Eso ya lo has dicho.

– Estaba deshaciendo un traje viejo punto por punto, con una cuchilla de afeitar. Siempre se la ponía entre los labios cuando iba a tirar un poco de la tela o a cambiar de postura en la silla. Entonces sonó el teléfono. Cruzó la habitación con la cuchilla de afeitar entre los labios, bajó el primer escalón y tropezó con el sedal. La hoja desapareció por su garganta.

Morgan dejó escapar un hipido. Instintivamente, se llevó una mano a la garganta. Notó el pulso latir bajo la piel húmeda. El pensar en cómo sería tragarse una cuchilla de afeitar casi le hizo vomitar.

– Tu coco parece cristalino -dijo con cuidado-. Quizá lo único que te pasa es que llevas demasiado tiempo en el manicomio. Lo de tu madre fue un accidente. No fue por tu culpa. Por cierto, es bastante estúpido andar con una cuchilla de afeitar entre los labios. Y bastante estúpido por tu parte asumir la culpa.

– Yo puse el sedal.

– Pero era para jugar, ¿no? Ese episodio se archiva con esto como un accidente.

Lo dijo como un consuelo, pero no pareció surtir efecto.

– Los seres humanos creemos que dirigimos nuestras propias vidas -dijo Errki lentamente-. Pero no es así. Las cosas suceden, sin más.

Los dos callaron durante un buen rato.

– ¿En qué estás pensando? -preguntó Morgan por fin.

– En un agricultor de mi pueblo, Johannes.

– Háblame de Johannes, ahora que estamos en marcha.

Morgan notó que el tiempo se había detenido. El futuro ya no existía, solo el presente. El presente eran Errki y él juntos, entre esas paredes de troncos oscuros, sombrías y agradables. El whisky le quemaba en las venas y le parecía estar volando.

Errki pensó en Johannes. Un hombre viejo, gris, arrugado y seco, con la mirada apagada. Sentía un parentesco con aquellos ojos, ojos sin esperanza. Y de repente, el viejo estaba un día en lo alto de una escalera.

– Era un borracho. Su mujer se murió, y Johannes se consumió en unos meses.

– Como mi madre cuando murió mi padre -comentó Morgan.

– Johannes empezó a beber. Bebía a todas horas, sin parar, y así durante muchos meses. La gente iba a su casa para ayudarle, pero de nada sirvió.

– ¿Y la bebida lo mató?

– No. Por fin se despertó y aterrizó, después de haber compartido una botella de alcohol con el párroco.

– Parece un tío muy majo, ese párroco.

– El párroco me vio y me llamó en voz alta, pero yo no me detuve. Pude haberlo hecho, pero salí lo más rápido que pude por la verja y me escondí detrás de los invernaderos.

– ¿Por qué te gritó el párroco?

– No seas impaciente.

Errki se volvió y cogió la botella. Morgan no opuso resistencia.

– Johannes empezó a trabajar en casa del párroco haciendo un poco de todo. Un día estaba encalando la iglesia. Se encontraba en lo alto de una escalera de tijera, trabajando arduamente. Entonces llegué yo. Johannes no me oyó porque estaba ocupado en su trabajo y además no paraba de silbar porque era feliz y había dejado de beber. Entonces me sentí decepcionado, Johannes había empezado a parecerse a los demás.

»Pero yo le grité: “¡HOLA, HOMBRE DE LA ESCALERA!”.

»¡Ah, Dios mío, qué susto se pegó! Del susto, se separó de la pared y la escalera hizo un enorme arco. Luego cayó hacia atrás.

– ¡Joder!

– Se dio contra la piedra superior de la valla. Me quedé mirando su cabeza destrozada. Sacudió varias veces la pierna antes de quedarse quieto. Entonces me escondí detrás de una lápida, vi al párroco salir, y lo oí gritar y gemir.

– ¿Y luego te echaron la culpa a ti?

– ¡Pero si tuve la culpa!

– Oye -dijo Morgan-, ¿cómo es posible que un tío tenga tan mala suerte como tú? ¿Naciste en martes y trece?

– Luego fueron a mi casa a buscarme.

– ¿Y qué les dijiste?

– Nada. Néstor me dijo que me callara.

– ¿Néstor?

Morgan se frotó los ojos.

– No entiendo cómo has podido meterte en tantos líos. Creí que yo era desgraciado. ¿Y qué pasó con esa otra? ¿Con la que encontraron ayer? ¿También fue un accidente? Puedes decirme la verdad.

Errki volvió lentamente la cara hacia él.

– Como ya te he dicho, las cosas suceden, sin más.

– Eso me parece una explicación demasiado fácil, ¿no? Los maderos te lo preguntarán. Tendrás que pensar qué vas a contestarles.

– Yo soy como una ola -dijo Errki con gran dramatismo-. Solo rompe una vez.

– Entonces debes contestar exactamente eso. Así te devolverán rápidamente al manicomio.

Morgan se secó la frente.

– Me duele la nariz- gimió.

Errki se encogió de hombros.

– Puedes arreglar tu nariz con la fuerza de tu mente, si te esfuerzas un poco.

– ¿Ah, sí, tío?

– Tienes que obligar con todas tus fuerzas a la infección a que retroceda. Tienes que curarte a ti mismo.

– No soy un jodido chino. No creo en esas cosas.

– Por eso estás tan mal.

– ¿Por qué no lo haces tú por mí? -preguntó en tono irónico-. Tampoco soy capaz de esforzarme. Estoy flojo como la gelatina.

– Tendrás que hacerlo tú mismo.

– Ya me lo figuraba -dijo Morgan desanimado-. Oye -dijo de repente-, vi una vez a un tío en la televisión que hizo estallar un vaso solo con la fuerza de su mente. Fue impresionante, pero en realidad solo es un truco de cine.

– El hacer estallar un vaso con la mente no es nada impresionante -dijo Errki-. Yo también sé hacerlo. El vidrio está en constante tensión, es fácil.

– ¡Vaya! ¡No entiendo cómo no te vas de gira y actúas por ahí!

– No me da la gana.

– ¿Y quién te lo ha enseñado?

– El mago de Central Park.

– Menos mal que tienes sentido del humor. Lo necesitaremos.

– ¿Sabes lo que sabía hacer él? -dijo Errki-. Sabía tensar la piel de sus manos hasta que reventaba.

– ¿Por qué no actúas un poco para mí? Pero no rompas la botella de whisky.

– Aquí no hay cristal -dijo Errki meditabundo-. Solo algunas ventanas rotas.

– Alguien habrá hecho antes el trabajo por ti, me imagino.

– Pero quedan algunos trozos de cristal en esa ventana -dijo Errki, señalando la ventana que daba a la parte de delante.

– Rómpelos entonces -dijo Morgan, expectante. Se estaba divirtiendo mucho, a la vez que tenía la desagradable sensación de que cualquier cosa podría suceder.

Errki se levantó lentamente del diván. Clavó la mirada en el cristal y se sentó en el suelo. Agachó la cabeza y cerró los ojos. Morgan lo miró con una mezcla de placer y nostalgia, y luego miró el trozo de cristal que quedaba arriba, a la derecha del marco. El sol lo atravesaba y lo hacía brillar. No salía ni un sonido de Errki, estaba inmóvil como una estatua. Morgan pensó confuso que debería tomar alguna decisión referente a lo que tendrían que hacer a continuación, pero el calor y el whisky lo habían dejado sin fuerzas y resultaba muy agradable quedarse quieto y dormitar. La vida no se había convertido en lo que él había pretendido. Tampoco para Errki, que parecía ridículo, sentado en el suelo como un nudo fortísimo de voluntad y fuerza. Morgan se fijó en lo delgado que estaba, frágil como un insecto. Y ahora le iba a enseñar un juego malabar. Resultaba triste pensar en la decepción que se llevaría cuando no pasara nada. Se preguntó a sí mismo qué podría decir a Errki para consolarlo. Quizá podría echar la culpa al whisky, que lo había dejado sin fuerzas.

En ese instante, el vidrio estalló. No tintineó con un sonido frágil, como se había imaginado, sino que reventó con un estampido, y llovieron cristales en la habitación. Morgan se estremeció y notó un golpe de miedo en el corazón. Errki seguía sentado en el suelo. Levantó la cabeza y miró a su alrededor. Al principio parecía sonámbulo, pero luego se quedó pensativo.

– Hay algo que no encaja -dijo, dirigiéndose hacia la puerta.

– ¿Algo que no encaja? ¿Cómo coño conseguiste hacerlo?

Morgan estaba como enloquecido.

– ¿Adónde vas? -preguntó.

– Voy afuera a comprobar una cosa -contestó Errki.


Kannick bajó el arco. Estaba a unos treinta metros de distancia, observando la ventana vacía. Dar en el blanco no era ninguna hazaña, pero apuntar a ese cristal centelleante y transparente se convirtió en un reto, y le gustó el sonido producido por la flecha en el momento de penetrar el vidrio. En su imaginación, acababa de perforar el globo ocular del general Crook. Se acercó más y miró la casa abandonada y vacía y, de alguna manera, encogida en el sol crepuscular. Sabía que encontraría la flecha dentro de la casa, vibrando todavía en una pared. Miró a su alrededor en busca de otro blanco, pues aún le quedaba otra flecha en el carcaj, y se estaba haciendo tarde. La bronca que le esperaba en casa no le preocupaba. Como sabía lo que iba a pasar, ya que lo había vivido muchas veces antes, no le daba miedo. Era tristemente previsible, nada más. Los adultos no tenían mucha imaginación. Tal vez Margunn buscara otro lugar donde esconder la llave del armario. Peor que eso no sería. Además, se alegraría de que Kannick volviera con las flechas. Y ya encontraría él el nuevo escondite de las llaves. Eso sería todo. Miró la vieja casa, la madera gris, la losa plana delante de la puerta, las ventanas vacías. Había estado dentro varias veces y revisado todos los armarios, incluso había dormido sobre un viejo diván, en la sala. Miró la puerta. En la madera había manchas oscuras y decidió apuntar a una de ellas.

Él era el jefe Jerónimo. La puerta era un soldado mejicano, y la mancha negra, su corazón. El enemigo, los que violaban y mataban a las mujeres y niños de la tribu. Los odiaba desde el fondo de su corazón de jefe indio.

Esta vez quiso tirar con la rodilla hincada en la tierra, como solían hacer los jefes. Era un reto mayor. Se arrodilló y sacó la última flecha del carcaj. Tenía dos plumas amarillas y una pluma timonera roja. Colocó el culatín en la cuerda y enderezó la espalda. Por el visor, comprobó que el arco estaba estabilizado. Vio las manchas oscuras y apuntó a una, más o menos en medio de la puerta, un poco a la izquierda de donde en algún momento hubo un pomo. Tensó el arco. Notó cómo el anclaje se le colocaba debajo de la barbilla y la cuerda reposaba justo por encima de la punta de su nariz.

The Apaches will always be!

Solo un pequeño ajuste y ya tuvo la mancha en medio del visor.

Desde la distancia, notó que algo estaba sucediendo. La puerta se abrió y apareció una figura oscura, pero el cerebro ya había dado la orden y soltado el dedo. Quiso bajar el arco, sin embargo, no pudo evitar que la flecha saliera disparada a una velocidad de más de cien metros por segundo.

No se oyó ningún sonido cuando alcanzó el blanco. Errki se quedó perplejo en la losa, delante de la puerta, y una minúscula sacudida recorrió su cuerpo. Kannick vio las plumas amarillas sobresalir de la tela negra del pantalón. Errki parecía sorprendido, pero no abrió la boca. Levantó vacilante la mano para sacar la flecha. En ese instante descubrió a Kannick, el chico gordo.

Reconoció los pantalones cortados y el cuerpo hinchado. Entonces comprendió lo que llevaba en la maleta, esa maleta que el chico no había soltado cuando salió corriendo por el camino con los ojos enloquecidos: un arco. Ahora lo había bajado, el brillo del sol lo hacía parecer rojo, y la flecha que acababa de tirar salía de su muslo derecho. No dolía. Errki se sujetó los pantalones y apretó los dientes. La flecha salió con facilidad y al momento notó algo que se aflojó, como una pinza tensa que de repente deja de apretar. El chico dio la vuelta y se alejó corriendo.

Errki hizo algo que no había hecho desde hacía muchos años: salió corriendo tras él. La sangre cálida empezó a correrle lentamente por el muslo. Kannick se estaba quedando sin aliento, pero no dejaba escapar ni un sonido de su boca mientras corría. Al cabo de un rato, soltó el arco, aunque siempre había pensado que jamás lo haría. Le estorbaba. ¡Y esa figura negra, que correspondía a Errki Johrma, lo perseguía! Al darse cuenta de la gravedad de la situación, las fuerzas lo abandonaron, y se quedó vacío en un instante. Perdió la concentración, empezó a tropezar con ramas y matorrales, y pensó que si se caía en ese momento, ya no le quedaría ninguna esperanza. Corría para salvar su vida, porque quería volver a casa, a la Colina de los Muchachos, a casa, a Margunn y todos los demás, a la vida cotidiana y segura en la fea casa, a Philip, que jadeaba en la cama vecina, a casa, a Christian, al sueño de ganar a todos en el Campeonato de Noruega, a casa, donde le esperaba la cena y el pan crujiente y casero, al televisor de pantalla borrosa y a la ropa de cama limpia cada quince días. De repente, la vida le pareció un tesoro, algo por lo que merecía la pena luchar, y una sensación vertiginosa y completamente nueva para él.

Entonces tropezó y cayó de bruces, con la frente en la hierba. No se resignó, siguió luchando, tenía que encontrar algo con que defenderse para poder matar a su perseguidor antes de que el perseguidor lo matara a él. Buscó un palo, pero no había más que ramas secas, ni siquiera una piedra que pudiera lanzarle. Agotado, veía desaparecer la vida, veía cómo se esfumaba ante sus ojos. Se resignó. Se enrolló como una pelota y se quedó tumbado. Kannick no había pensado jamás que fuera a morir tan joven. Empleó sus últimos restos de fuerzas en prepararse. Los pasos de Errki se acercaban. Por fin se detuvieron junto a él. Ese hombre estaba loco. No se comportaría como lo hubiera hecho otro. Eso era lo peor, el no saber lo que le esperaba. Todas las historias que había oído sobre Errki le pasaron por la mente.

– El que teme al lobo no debe andar por el bosque -susurró Errki.

Kannick oyó la voz baja del otro. Permaneció rígido en el suelo, ya estaba casi muerto. No se podía decir más. Y sin embargo, volvió un poco la cabeza y vio la pernera del pantalón negro de Errki, de una anchura impresionante en la parte baja. Al parecer, la herida no le preocupaba. Otra señal más de que el tío estaba loco. Seguramente no sentía dolor, ni su propio dolor, ni mucho menos el ajeno. Era insensible. Estar loco, pensó Kannick, tiene que ser lo mismo que ser insensible a todo lo que te rodea.

– Levántate.

La voz no era amenazadora. Tenía un matiz de asombro. Kannick se levantó a duras penas, con la cabeza agachada. Pronto le daría una bofetada e intentaría frenarla con la frente y la sien. Para Kannick lo peor era una bofetada en esa mejilla tan carnosa. El estallido resultaba muy humillante. Pero no ocurrió nada.

– Adentro -dijo Errki escuetamente.

El hecho de que no levantara la voz resultó amenazador para el niño. Así hablaban los sádicos, a los que les gustaba atormentar y torturar. Su voz era clara y calmada, no encajaba con el resto del cuerpo y, visto de cerca, Errki era verdaderamente siniestro. Sobre todo los ojos, a los que Kannick no se atrevió a mirar, aplazándolo todo lo que pudo porque pensaba que, si los miraba, sería su perdición.

Así que se había escondido en esa vieja casa y allí había permanecido todo el tiempo. No iba camino de Suecia, como habían dicho en la radio. Entrar en esa vieja casa en compañía de Errki era como entrar en el Reino de los Muertos. Así lo sentía. Desde dentro se oirían aún menos sus gritos de socorro. Se puso a temblar. Pensó que, a pesar de todo, le estaba llegando el castigo por todo lo que había hecho.

Si no te comportas, Kannick, no sé lo que pasará contigo en el futuro.

Ese futuro que nunca le había preocupado, no solo estaba a punto de llegarle, sino que incluso estaba a punto de desaparecer. Tal vez moriría con dolor. Lo único que Kannick temía era el dolor físico. Su cuerpo temblaba de tal manera que la grasa se movía. Ojalá se desmayara y desapareciera, sumergiéndose lentamente en el suelo del bosque, cualquier cosa con tal de escapar a ese sueño negro en el que se encontraba. Pero no tenía por dónde desaparecer y no se desmayó. Errki esperaba paciente. Era porque estaba seguro de ganar, ya que el chico no tenía la más mínima posibilidad de escapar.

Entonces descubrió el revólver. En medio de la desesperación se le ocurrió una idea, una idea de un alma casi moribunda, la idea de que una bala en la cabeza lo salvaría de tormentos y torturas. Esa era la última esperanza de Kannick. Empezó a caminar despacio por la hierba. No entendía cómo le obedecían los pies, andaban contra su voluntad hacia la casa, adonde no quería ir, hacia el fin. Errki lo seguía. Se había metido el revólver en el cinturón de la gran águila, mientras se tapaba la herida con la mano. Sangraba mucho, pero con un vendaje podría cortarse la hemorragia.

– Tienes miedo -dijo Errki.

Kannick se paró, intentando comprender lo que quería decir el loco. Tal vez se trataba de un elemento de la tortura, el hacer que se sintiera seguro para, a continuación, asestarle el golpe de gracia y alegrarse de su pavor, cuando Kannick se diera cuenta de que iba a morir de todos modos. Estaba tan absorto en sus pensamientos que seguía parado en el sendero. Errki tuvo que darle un empujón. Se estremeció y gimió por lo bajo, pero el tiro no llegó. Echó a andar de nuevo, hasta que la casa se hizo visible entre los árboles. Tenía la sensación de haber corrido durante una eternidad, pero en realidad solo habían sido unos doscientos metros. Se pararon delante de la casa. Entonces Kannick recibió el segundo susto. Un hombre rubio estaba en la puerta.

Eran dos. ¡Uno que podía sujetarlo mientras el otro lo torturaba! De nuevo intentó desmayarse dejándose caer hacia delante, pero las rodillas aguantaron. Quiero morir aquí, pensó y cerró los ojos. Con la cabeza agachada, esperó el tiro. Errki le dio otro empujón y dijo:

– Es el que quiere que le llamen Morgan.

Morgan los miró con los ojos abiertos de par en par.

– Hola, Errki. ¿Has ido al carnicero a por manteca o qué?

Apoyado contra el marco de la puerta, miraba incrédulo la impresionante papada y los muslos del chico, que tenían el mismo diámetro que la cintura de Errki.

Kannick le miró de reojo la nariz.

– Me ha dado en el muslo.

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