Apartado 4: Mi respuesta a los criminales

En realidad, no me trajeron el Kama Sutra. Pero sí otras muchas cosas buenas, incluida una cinta llena de citas del Kama Sutra. Durante varias semanas me dediqué intensamente al estudio de la literatura amorosa de los humanos. Había vacíos absurdos en los textos, y todavía sigo sin saber realmente bien gran parte de lo que ocurre entre hombre y mujer. La unión de los dos cuerpos no me desconcierta, pero sí la dialéctica de la persecución, en la que el macho debe mostrarse predador y la mujer simular que no está en celo. Me confunde la moralidad de la unión temporal, tan distinta de la permanente («matrimonio»). Y no alcanzo a entender el complicado sistema de tabúes y prohibiciones que han inventado los humanos. Este ha sido mi único fallo intelectual. Al final de mis estudios, apenas sabía algo más sobre cómo debía conducirme con Lisabeth que antes de que los conspiradores empezaran a deslizarme cintas de información en secreto.

Al fin, me llamaron para que cumpliera mi parte del compromiso.

Naturalmente, no podía traicionar a la estación. Sabía que estos hombres no eran los «enemigos ilustrados de la explotación de los delfines» que ellos afirmaban ser. Por alguna razón particular deseaban que se cerrara la estación, eso era todo, y habían recurrido a sus supuestas simpatías por mi especie a fin de ganar mi cooperación. Yo no me siento explotado.

¿Estaba mal por mi parte aceptar cuanto me entregaban siendo así que no tenía intención de ayudarles? Lo dudo. Deseaban utilizarme. Muy bien, yo les había utilizado a ellos. A veces, una especie superior debe explotar a las inferiores para obtener conocimientos.

Vinieron a mí y me pidieron que atascara las válvulas aquella misma tarde. Yo dije:

—No estoy seguro de lo que realmente desean que haga. ¿Les importa repetir sus instrucciones de nuevo?

Con toda astucia, había puesto en marcha una grabadora empleada por Lisabeth en sus sesiones de estudio con los delfines de la estación. Así que me repitieron otra vez todo aquello de cómo estropear las válvulas para que el pánico invadiera la isla y llamar la atención sobre la explotación de los delfines. Les pregunté una y otra vez, pidiendo detalles, obteniendo información y dando, además a cada uno la oportunidad de dejar su voz grabada. Cuando hube conseguido que todos estuvieran suficientemente incriminados, dije:

—Muy bien. En el próximo turno haré lo que me piden…

—¿Y el resto de la escuadra de mantenimiento?

—Les ordenaré que dejen desatendidas las válvulas por el bien de nuestra especie.

Salieron de la estación aparentemente muy satisfechos de sí mismos. Una vez que se hubieron ido, apreté el botón que llamaba a Lisabeth. Ella salió rápidamente de su habitación. Le mostré la cinta en la grabadora.

—Ponla —le dije con aire pomposo—. ¡Y luego avisa a la policía de la isla!

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