Había ocho cubiertos en la mesa, y yo ocupaba la cabecera puesto que era mi cumpleaños. Papá estaba al otro extremo, para poder ir y venir de la cocina siempre que advirtiera que se había olvidado de algo. Los abuelos se sentaban a un lado, con un sitio vacío en medio, donde se suponía que debía estar mamá. Y frente a ellos se hallaban Luke Kennedy, su madre y Benjamin Benson, que mantenía viva la conversación.
– Mi padre pasó la mayor parte de la guerra en la cárcel -nos contó-. Fue objetor de conciencia, ¿saben? No pudo soportar tantos combates. Fue un pacifista toda su vida.
– Vaya, no me diga -repuso el abuelo, arqueando una ceja.
Algo me dijo que no tenía muy buena opinión de la gente que había objetado; en el colegio habíamos leído cosas sobre el tema, pero yo no lo entendía demasiado.
– Se pasó media vida manifestándose por la paz -continuò el señor Benson-. Consiguió que volvieran a meterlo en chirona en los setenta, cuando Nixon, ese viejo belicista, vino de visita. Verán, fue entonces cuando empecé a interesarme en las leyes. Por la forma como trataron a un hombre sencillo que no quería hacer daño a nadie.
– Tiene usted mucha razón -repuso en tono jovial mi abuelo-. Probablemente habría sido mucho mejor que todos hubiésemos acabado hablando alemán y marchando a paso de ganso por Trafalgar Square.
Ya eran las siete y cuarto; mamá se retrasaba quince minutos, pero nadie lo comentaba.
– ¿Te han hecho regalos bonitos, Danny? -quiso saber la señora Kennedy.
– No me han regalado nada -contesté, negando con la cabeza como si no pudiera dar crédito.
– ¿Que no te han regalado nada? -repitió Luke, asombrado-. ¿En tu cumpleaños?
– Eso no es verdad, Danny -se apresuró a intervenir mi padre-. La abuela te compró un bonito jersey, ¿no?
– Ah, sí -repuse, acordándome del suéter de punto verde que había metido en el armario y que no pensaba ponerme ni aunque ine mataran-. Es verdad, ya se me había olvidado. Y mi abuelo me ha dado dinero.
– ¿Dinero? -repitió la abuela, mirando al abuelo y esbozando una mueca-. ¿Qué te había dicho?
– Oh, sólo han sido unas libras para el chaval -repuso él-. Cierra el pico, mujer.
– Yo también tengo algo para ti, Danny -intervino la señora Kennedy-. No es gran cosa, solamente un libro. Te lo daré después de cenar.
– Y yo había olvidado darte esto -dijo papá tendiendo una mano hacia el aparador para entregarme un sobre-. Llegó en el correo de la tarde.
Sonreí al reconocer la caligrafía. Dentro había una tarjeta de «Feliz Jubilación» en lugar de una de cumpleaños; típico de Pete, pues lo encontraba gracioso: nunca compraba la tarjeta adecuada para la ocasión. Y había también un billete de diez libras. Leí rápidamente la felicitación y me sentí aliviado, ya que creía que se había olvidado de mí. Me pregunté si aparecería para la fiesta, pero había llamado un par de noches antes desde Ámsterdam y sólo había dicho tonterías por teléfono. Papá me había quitado el auricular de las manos y le había advertido que no se molestara en volver a telefonear hasta que tuviera la cabeza más despejada.
– Entonces ¿por qué has dicho que no te habían regalado nada? -quiso saber Luke.
– Se refería a que ni su madre ni yo le hemos hecho un regalo -explicó papá-. Pero este fin de semana saldremos los tres para comprarle algo especial.
– Pero no es lo mismo -opinó Luke-. Tienes que recibirlo el día de tu cumpleaños, o no cuenta.
– Calla y come, Luke -le espetó su madre.
– Pero si todavía no nos han servido la cena -repuso él sorprendido, y tuve que morderme el labio para no reír.
– Luke tiene razón -dijo papá consultando el reloj-. Ya se retrasa veinticinco minutos.
– Ahora vendrá, Russell, ya verás -lo tranquilizó la abuela.
– Me alegra que estés tan segura.
– Uno de nosotros debería haberla acompañado -añadió la abuela-. Para asegurarse de que estuviera bien.
– Quizá debería ir a echar un vistazo -sugirió la señora Kennedy-. A lo mejor fue a dar un paseo.
– No es muy recomendable pasear por la zona de noche -comentó Benjamin Benson rascándose la barba-. Lo más probable es que te atraquen, te maten o algo peor.
– Tu padre tiene una forma bastante graciosa de ver las cosas -le dijo el abuelo a Luke.
– No es mi padre -contestó él.
– Podría darme una vuelta rápida por el barrio para ver si…
– ¡No! -exclamó papá dando un puñetazo en la mesa que nos sobresaltó a todos. Por un momento, nadie habló. Nos limitamos a mirarlo fijamente-. Lleva media hora de retraso y todos tenemos hambre; además, es el cumpleaños de Danny. Es hora de cenar. -Miró a la abuela-. Belinda, tal vez podrías ayudarme a servir.
Y a continuación se fue a la cocina; entonces supe que en mi cena de cumpleaños el octavo asiento seguiría vacío el resto de la velada.
Estábamos tomando el pastel cuando a las nueve menos cuarto se abrió la puerta y mi madre entró en el comedor, silenciosa como un fantasma.
– ¿Qué pasa aquí? -preguntó-. Oh, vaya, me había olvidado. Esta noche cocinabas tú, ¿no?
– Para cenar a las siete -respondió papá-. Dijiste que estarías de vuelta a esa hora.
– Me he retrasado. Lo siento si he…
– Eso no es suficiente -la interrumpió papá con voz firme-. No es suficiente en absoluto. Es el cumpleaños de Danny y dijiste que…
– Russell, ya he dicho que lo siento -espetó mi madre-. Me he retrasado.
– No tenías intención de venir.
– ¡Oh, calla ya, Russell, por el amor de Dios! -exclamó mamá, y todos nos sobresaltamos excepto mi padre, que permaneció inmóvil, antes de levantarse y acercarse a ella.
– A mí no me grites -dijo muy despacio, espaciando mucho las palabras.
– Rachel, querida, qué tal si te sientas y te caliento un poco de…
– Se queda sin cenar -declaró papá volviéndose hacia la abuela, que calló de inmediato y asintió con la cabeza, comprendiendo quién estaba al mando-. Si no es capaz de llegar a casa a tiempo, pues no cena.
Oí jadear a mamá, pero no quise mirarla. Entonces soltó un bufido que pareció casi una carcajada.
– ¿Que si no llego a tiempo no ceno? -preguntó con tono de sorpresa-. ¿Cuántos años tengo, ocho? Sí, mamá, si pudieses calentarme algo te lo agradecería.
– Quédate donde estás, Belinda -ordenó papá, y se acercó más a mi madre sin hablar, sólo mirándola como si ya no la reconociera.
Todos observamos la escena conteniendo el aliento. En esa ocasión, cuando mi madre habló, la voz se le quebró un poco, como si supiera que iba a desencadenarse una pelea largo tiempo postergada y en realidad quisiera aplazarla aún más. Sólo un par de días. Hasta que se sintiera un poco más fuerte.
– Lo siento -musitó con lágrimas en los ojos.
– Ya no aguanto más esta situación, Rachel -dijo papá-. Ninguno de nosotros puede más.
– ¿Que no aguantas más? -exclamó ella, recuperando de pronto su tono habitual. Comprendí que ésa era ahora mi madre: una persona de la que no sabías qué esperar-. ¿Que no aguantas más? Tú no tienes este peso terrible en la conciencia, Russell. Tú no estuviste a punto de matar a un niño. Tú no has de cargar con ello, ¿verdad?
– Y tú tampoco -respondió él mostrándose firme-. Fue un accidente. El niño aún está vivo. Pero Danny también lo está, por si no te habías dado cuenta.
Y lo mismo Pete. ¿Qué me dices de los chicos, Rachel? ¿No puedes pensar en ellos por una vez?
Me volví en la silla para mirarla, sintiéndome también a punto de llorar. Me observó un instante y negó con la cabeza.
– Sólo hay uno que importa -declaró, y supe que no estaba pensando en mí.
Normalmente habría supuesto que se refería a Pete, porque era su favorito, pero en ese instante me di cuenta de el único niño que importaba era Andy.
Esa misma noche mucho más tarde, pasadas las once, estaba sacando a la calle los cubos de basura para la recogida de la mañana cuando oí una voz que susurraba mi nombre:
– ¡Danny! ¡Danny! ¡Estoy aquí!
Miré alrededor con rapidez, buscando de dónde procedía, y en ese momento ella salió de detrás de un árbol.
– Sarah -dije, yendo a su encuentro-. Has vuelto.
– Lo siento. No estaba segura de si debía hacerlo.
– Me alegro de que hayas venido.
– No puedo quedarme mucho rato -explicó-. Si se percatan de que no estoy en casa voy a meterme en un buen lío.
Asentí en silencio. Quise contarle que era mi cumpleaños, pero no me salían las palabras. Me pregunté qué haría Sarah si lo supiera. Si me daría un beso.
– Quiero pedirte una cosa -dijo.
– ¿Qué?
– ¿Qué haces el lunes?
– Nada.
– Por la tarde iré al hospital sola. Mis padres no acudirán hasta la noche. ¿Querrás acompañarme?
Titubeé, no muy seguro de si en realidad deseaba ver qué le había hecho mi madre a su hermano. Miré el suelo, consciente de que tal vez no fuera buena idea.
– Por favor, Danny -insistió-. Me gustaría que lo vieras.
– ¿Por qué dijiste que había sido culpa tuya?
– ¿Qué?
– El otro día, en el parque. Dijiste que fue culpa tuya, no de mi madre. ¿A qué te referías?
Ahora la que titubeó fue ella. Apartó la vista un instante, luego volvió a mirarme y asintió con la cabeza.
– Porque… -empezó, pero entonces se abrió la puerta lateral y oí salir a papá.
– ¿Danny? -llamó-. Danny, ¿estás ahí fuera? ¿Por qué tardas tanto?
– El lunes a las cuatro en punto -susurró Sarah cogiéndome del brazo-. En la puerta del hospital. Te lo explicaré todo, te lo prometo. -Y salió disparada calle abajo.
– Danny -repitió mi padre, acercándose-. ¿Qué haces aquí fuera solo? Vamos, vuelve adentro.
Asentí con un gesto.
– Sí, ahora iba.