Glenn Cooper
La Biblioteca De Los Muertos

Traducción de Sergio Lledó


Grijalbo


21 de mayo de 2009,

Nueva York


David Swisher giró la bolita de su BlackBerry hasta que dio con el correo electrónico que le había enviado el director de finanzas de uno de sus clientes. El tipo quería encontrar el momento para ir a Hartford y hablar de cómo financiar una deuda. Pura rutina, la clase de trabajo que dejaba para su viaje de vuelta a casa. Empezó a teclear una respuesta mientras la limusina avanzaba por Park Avenue con continuas paradas debido al embotellamiento.

Una campanita anunció la llegada de un nuevo correo. Era de su esposa: «Tengo una sorpresa para ti».

David contestó: «Estupendo. Me muero de ganas». Al otro lado de la ventanilla de su limusina las aceras estaban llenas de neoyorquinos embriagados por los primeros brotes primaverales. La diáfana luz de la tarde y el aire cálido y liviano animaban sus pasos y exaltaban su espíritu. Los hombres, con la chaqueta al hombro y la camisa remangada, sentían la brisa en sus brazos desnudos; las mujeres, con sus ligeras minifaldas, en los muslos. Desde luego, la libido estaba por las nubes. Las hormonas, encerradas como barcos atrapados en el hielo ártico, empezaban a fluir con libertad gracias al deshielo primaveral. Esa noche la ciudad estaría agitada. En el ático de un bloque de apartamentos alguien había puesto la exuberante pieza de Stravinsky La consagración de la primavera en su equipo de música, y las notas planeaban desde las ventanas abiertas y se fundían con el bullicio de la ciudad.

David, concentrado en su brillante pantalla, no prestaba atención a nada de eso. Y, oculto tras los cristales tintados, nadie le prestaba atención a él, un banquero de treinta y seis años especialista en inversiones, acomodado, con una buena mata de pelo, un fino traje de algodón comprado en Barneys, y ese ceño fruncido que se le quedó un día que no significó nada para su carrera, su ego o su cuenta bancaria.

El vehículo se paró en su edificio de Park Avenue con la Ochenta y uno, y al caminar los cinco metros que separaban la esquina del portal se dio cuenta de que hacía buen tiempo. Como para celebrarlo, inspiró profundamente, se llenó los pulmones de aire y luego hasta sonrió al portero.

– ¿Qué tal va eso, Pete?

– Ya ve, señor Swisher. ¿Qué tal hoy la bolsa?

– Una hecatombe -dijo mientras pasaba junto a él-. Guarde su dinero bajo el colchón. -Su broma de siempre.

Su piso de nueve habitaciones, en una octava planta, le costó algo menos de cinco millones de dólares cuando lo compró, poco después del 11 de septiembre. Un robo. Los mercados financieros y los vendedores estaban de los nervios, aunque lo cierto es que se trataba de una perita en dulce, un edificio del período anterior a la guerra, con techos de cuatro metros de altura, cocina-comedor y chimenea. ¡Y en Park Avenue! Le gustaba bucear en los fondos del mercado sin importarle el tipo de mercancía. Tenía más espacio del que necesitaba una pareja sin hijos, pero era un trofeo que provocaba la admiración de sus familiares, y eso hacía que se sintiera endemoniadamente bien. Por otra parte, ahora le darían por él siete millones y medio, aunque fuera a precio de liquidación, así que, como se recordaba a menudo, había hecho un negocio redondo.

El buzón estaba vacío.

– Eh, Pete, ¿ha llegado ya mi mujer? -gritó por encima de su hombro.

– Hace unos diez minutos.

Esa era la sorpresa.

Su maletín estaba en la mesa del recibidor, sobre un montón de cartas. Cerró la puerta sin hacer ruido e intentó andar de puntillas para acercarse a ella por detrás, ponerle las manos en los pechos y apretarse contra su trasero. Su idea de pasarlo bien. El mármol italiano dio al traste con su plan cuando sus flexibles mocasines lo delataron.

– ¿David? ¿Eres tú?

– Sí. ¡Has vuelto pronto! -gritó él-. ¿Cómo es eso?

– Adelantaron mi declaración -contestó ella desde la cocina.

El perro oyó la voz de David y echó a correr como un loco desde la habitación del fondo; sus patitas resbalaron en el mármol y el caniche acabó estrellándose contra la pared cual jugador de hockey.

– ¡Bloomberg! -exclamó David-. ¿Cómo está mi pequeñín? -Dejó el maletín en el suelo y levantó a la bolita de pelo blanco, que le lamió la cara con su lengua rosada mientras su cola cortada se agitaba enérgicamente-. ¡No te mees en la corbata de papá! No lo hagas. Buen chico, buen chico. Cariño, ¿han sacado a pasear a Bloomie?

– Pete ha dicho que Ricardo lo sacó a las cuatro.

Dejó al perro en el suelo y fue a buscar el correo; lo clasificó en montones, como siempre hacía. Facturas. Comunicados. Basura. Cartas personales. Mis catálogos. Sus catálogos. Revistas. ¿Una postal?

Una postal blanca impoluta con su dirección impresa en letras negras. Le dio la vuelta. Había una fecha escrita: 22 de mayo de 2009. Y junto a ella, una imagen que le perturbó nada más verla: la inconfundible silueta de un ataúd, de unos tres centímetros de largo, dibujado con tinta.

– Helen, ¿has visto esto?

Su esposa fue hacia el recibidor, sus tacones repiqueteaban en el suelo. Tenía un aspecto magnífico: traje Armani de color turquesa claro, doble collar de perlas cultivadas justo encima de la insinuación del escote y pendientes a juego que se balanceaban bajo su peinado de peluquería. Una mujer muy guapa, cualquiera estaría de acuerdo.

– ¿Si he visto qué? -preguntó.

– Esto.

Helen le echó un vistazo.

– ¿Quién la envía?

– No hay remite -contestó David.

– Está timbrada en Las Vegas. ¿A quién conoces en Las Vegas?

– Cielos, yo qué sé. He hecho negocios por allí… pero no se me ocurre nadie.

– Tal vez sea una promoción de algo con publicidad provocadora -opinó ella mientras se la devolvía-. Seguro que mañana recibes algo más que lo explica todo.

Lo convenció. Helen era lista y normalmente tenía intuición. Aun así…

– Es de mal gusto. Un maldito ataúd… Hombre, por favor.

– No dejes que esto te cambie el humor. Estamos los dos en casa a una hora decente. ¿No te parece genial? ¿Y si vamos a Tutti's?

David dejó la postal en el montón Basura y le agarró el trasero.

– ¿Antes o después de que hagamos locuras? -preguntó él, esperando que la respuesta fuera «Después».


La postal estuvo en la cabeza de David toda la noche, aunque no volvió a sacar el tema. Pensó en ello mientras esperaban a que les sirvieran los postres, pensó en ello ya en casa justo después de que se hubiera corrido dentro de Helen y pensó de nuevo en ello cuando sacó a Bloomie para un pis rápido fuera del edificio antes de que se fueran a la cama. Y fue la última cosa en la que pensó antes de quedarse dormido, mientras Helen leía a su lado y el resplandor azulado de su lamparilla de pinza iluminaba tenuemente los oscuros contornos del dormitorio. Los ataúdes le aterrorizaban. Cuando tenía nueve años, su hermano, de cinco, murió de un tumor de Wilm, y la imagen del pequeño ataúd de caoba de Barry apoyado en un pedestal en la capilla funeraria, todavía le perseguía. Quien le hubiera enviado esa postal era un anormal. Así de claro y simple.

Desconectó la alarma del despertador unos quince minutos antes del momento en que habría sonado, a las cinco de la mañana. El caniche saltó de la cama y se puso a hacer la misma tontería de todas las mañanas: correr en círculos.

– Vale, vale -susurró-. ¡Ya voy!

Helen seguía durmiendo. Los banqueros iban a la oficina horas antes que los abogados, así que le tocaba a él sacar al perro por la mañana. Unos minutos más tarde, David saludaba al portero de noche mientras Bloomberg tiraba de la correa hacia el frío matinal. Se subió la cremallera de la chaqueta del chándal hasta el cuello justo antes de empezar su circuito habitual: hacia el norte hasta la Ochenta y dos, donde el perro hacía siempre todo lo que tenía que hacer; hacia el este hasta Lexington, donde había un Starbucks de los más madrugadores, y luego la Ochen ta y uno y de vuelta a casa. Park Avenue rara vez estaba desierta; esa mañana había muchos taxis y furgonetas de reparto.

Su mente no paraba de trabajar; el concepto «escalofriante» le parecía ridículo. Siempre pensaba en algo en concreto, pero en ese momento, mientras se acercaba a la Ochenta y dos, no estaba concentrado en ningún tema en particular sino más bien en un batiburrillo de trabajos relacionados y por hacer. De la postal, gracias a Dios, se había olvidado. Al girar hacia la oscuridad de aquella calle flanqueada por árboles, su instinto de supervivencia urbanita casi le hizo cambiar de ruta -por un momento pensó en seguir por la Ochenta y tres-, pero el implacable agente de bolsa que llevaba dentro no le permitiría flaquear.

En vez de eso, cruzó hacia el lado norte de la Ochenta y dos, así podía ver al chaval de piel morena que pululaba por la acera hacia el final de la manzana. Si el chico también cruzaba la calle, sabría que estaba en problemas, cogería a Bloomie en brazos y echaría a correr. Había hecho atletismo en la escuela. Todavía era rápido en los partidos de baloncesto. Llevaba las Nike bien atadas y ajustadas. Así que, al carajo, en el peor de los casos saldría bien parado.

El chico empezó a caminar en su dirección por el otro lado de la calle; un chaval desgarbado con capucha, de manera que David no podía verle los ojos. Esperaba que se acercara algún coche u otra persona caminando, pero la calle permaneció en silencio. Dos hombres y un perro; oía el crujir de las zapatillas nuevas del chico en el asfalto. Las casas estaban a oscuras; sus ocupantes soñaban. El único edificio con portero quedaba cerca de Lexington. Cuando ambos estuvieron a la misma altura, su corazón se aceleró. «No le mires a los ojos. No le mires a los ojos.» David pasó de largo. El chico pasó de largo y el vacío entre ellos se agrandó.

Se permitió mirar rápidamente por encima del hombro y respiró tranquilo cuando vio que el chaval giraba hacia Park Avenue y desaparecía al doblar la esquina. «Soy un cobardica -pensó-. Y además un cobardica lleno de prejuicios.»

Cuando había dado media vuelta a la manzana, Bloomie olisqueó su rincón favorito y se puso a marcar territorio. David no supo por qué no oyó al chico hasta que casi lo tuvo encima. Tal vez se había distraído pensando en su primera cita con el jefe del mercado de divisas, o mirando cómo el perro inspeccionaba su rincón, o recordando cómo Helen se había quitado el sujetador la noche anterior, o tal vez el chaval era un experto en correr por la ciudad con sumo sigilo. Pero todo eso no eran más que teorías.

Recibió un puñetazo en la sien y cayó con todo el peso sobre sus rodillas, momentáneamente fascinado, más que asustado, por la inesperada violencia. El golpe hizo que se le nublara la mente. Vio cómo Bloomie terminaba de hacer caca. Oyó algo sobre dinero y sintió que unas manos se metían en sus bolsillos. Vio la hoja de un cuchillo junto a su cara. Notó que le quitaban el reloj, y luego el anillo. Entonces se acordó de la postal, esa maldita postal, y se oyó preguntar: «¿La enviaste tú?». Le pareció que oía al chico contestar: «Sí, la mandé yo, hijo de puta».


Un año antes,

Cambridge, Massachusetts


Will Piper llegó temprano para beber una copa en la barra antes de que aparecieran los demás. El concurrido restaurante, en una bocacalle de Harvard Square, se llamaba OM; Will encogió sus anchos hombros cuando vio el moderno y ecléctico ambiente asiático del local. No era el tipo de sitio que solía frecuentar, pero en la entrada había una barra y el camarero tenía cubitos y whisky escocés, así que cumplía sus requisitos mínimos. Miró con recelo las artísticamente desiguales piedras de la pared de detrás de la barra, las instalaciones de videoarte en brillantes pantallas planas y las luces de neón azul, y se preguntó: «¿Qué estoy haciendo aquí?».

Hacía tan solo una semana las probabilidades de que acudiera al veinticinco aniversario de su licenciatura en la universidad eran cero, y a pesar de todo ahí estaba, de nuevo en Harvard con cientos de personas de cuarenta y siete y cuarenta y ocho años, preguntándose adonde habían ido a parar los mejores momentos de su vida. Jim Zeckendorf, como buen abogado que era, les había engatusado y les había acosado sin tregua vía correo electrónico hasta que habían accedido. Él no estaba dispuesto a aceptar todo el lote. Nadie le haría marchar con sus compañeros de 1983 hasta el Tercentenary Theatre. Pero le había parecido bien viajar hasta allí en coche desde Nueva York, cenar con sus compañeros, quedarse en casa de Jim, en Weston, y volver por la mañana. Ni de broma se le ocurriría malgastar más de dos días de vacaciones en fantasmas del pasado.

El vaso de Will ya estaba vacío antes de que el camarero hubiera acabado de preparar la siguiente copa. Will agitó el hielo para llamar su atención, pero a quien atrajo fue a una mujer. Estaba de pie detrás de él, haciendo gestos al camarero con un billete de veinte; una morena de unos treinta años de muy buen ver. Pudo oler su perfume especiado antes de que ella se inclinara sobre su ancha espalda y le preguntara:

– Cuando te haga caso, ¿me pedirás un chardo?.

Will se medio giró y la cachemira de su delantera le quedó a la altura de los ojos, al igual que el billete de veinte dólares, que oscilaba entre sus estilizados dedos. Se dirigió a sus pechos:

– Sí, ya te lo pido yo. -Entonces giró el cuello hasta ver una bonita cara con sombra de ojos violeta y labios rojo pasión, justo como a él le gustaban. Percibió en ella fuertes vibraciones de disponibilidad.

Ella le dio el billete con un «Gracias» cantarín y se metió en el estrecho espacio que él le dejó moviendo su taburete un par de centímetros.

Minutos después, Will sintió un golpecito en el hombro y oyó:

– ¡Ya os dije que lo encontraríamos en la barra!

Zeckendorf tenía una amplia sonrisa en su rostro de rasgos amables, casi femeninos. Aún tenía pelo suficiente para llevarlo a lo afro, y Will recordó de repente su primer día en el campus de Harvard en 1979: un patán rubio y grandullón de la franja de Florida, revoloteando como una chica bonita en la cubierta de un barco, y un chaval flacucho de pelo alborotado con el aire autosuficiente del lugareño que ha nacido para vestir los colores carmesí de la universidad. La mujer de Zeckendorf estaba a su lado, o al menos Will dio por sentado que esa matrona de anchas caderas era la novia que, la última vez que la vio, cuando se casaron en 1988, estaba como un palillo.

Los Zeckendorf llegaban con Alex Dinnerstein y su novia. Alex era de cuerpo pequeño y compacto, y lucía un bronceado impecable que le hacía parecer bastante más joven que los demás. Adornaba su buena planta y su garbo con un caro traje de corte europeo y un elegante pañuelo de bolsillo, blanco y brillante como sus dientes. Su pelo engominado seguía tan liso y negro como en el primer año de la universidad, así que Will se dijo que lo llevaba teñido; a cada cual lo suyo. El doctor Dinnerstein tenía que mantenerse joven para la preciosidad que llevaba del brazo, una modelo por lo menos veinte años más joven que él, una belleza de largas piernas con un cuerpazo realmente especial; casi consiguió que Will se olvidara de su nueva amiga, a la que había tenido la torpeza de dejar sola bebiendo su vino.

Zeckendorf se percató de que la señorita se sentía incómoda.

– ¿Qué pasa, Will, es que no vas a presentarnos?

Will sonrió avergonzado y murmuró:

– Todavía no hemos llegado tan lejos.

Alex soltó un resoplido de complicidad.

– Me llamo Gilliam -dijo la chica-, Que disfrutéis de vuestra reunión. -Se dispuso a marcharse y Will, sin decir palabra, le puso una de sus tarjetas en la mano.

Ella le echó un vistazo y el destello que iluminó su rostro reveló su sorpresa: WILL PIPER, AGENTE ESPECIAL DEL FBI.

Cuando ya se había marchado, Alex cacheó a Will con grandes aspavientos.

– Seguramente nunca había visto a un tío de Harvard con una pipa, ¿verdad, colega? Eso que llevas en el bolsillo ¿es una Beretta o es que te alegras de verme?

– Que te den, Alex. Yo también me alegro de verte.

Zeckendorf los guiaba escalera arriba hacia el restaurante cuando se dio cuenta de que faltaba uno.

– ¿Alguien ha visto a Shackleton?

– ¿Estás seguro de que todavía vive? -preguntó Alex.

– Prueba circunstancial -contestó Zeckendorf-. E-mails.

– No vendrá. Nos odiaba -afirmó Alex.

– Te odiaba a ti -dijo Will-.Tú fuiste el que le ató a la puñetera cama con cinta americana.

– Tú también estabas allí, si no recuerdo mal -dijo Alex entre risas.

Una fluida charla recorrió el restaurante, un espacio museístico de luz cálida con estatuas nepalíes y un buda encajado en una pared. Su mesa, que daba a Winthrop Street, les esperaba, pero no estaba vacía. En un extremo había un hombre solo que manoseaba su servilleta en actitud nerviosa.

– ¡Eh, mirad a quién tenemos aquí! -gritó Zeckendorf.

Mark Shackleton alzó la vista como si hubiera estado temiendo ese momento. Sus ojos, pequeños y muy juntos, ocultos parcialmente por la visera de una gorra de los Lakers, se movieron de un lado a otro examinándolos. Will reconoció a Mark al momento, y eso que habían pasado más de veintiocho años desde que había perdido el contacto con él, prácticamente un minuto después de que terminara el primer curso. La misma cara sin un gramo de grasa que hacía que su cabeza pareciera un trozo de carne clavado sobre un pedestal, los mismos labios tirantes y la misma nariz afilada. Mark no parecía un adolescente ni siquiera cuando lo era; simplemente había alcanzado ese estado natural de la mediana edad.

Los cuatro compañeros formaban un grupo de lo más variopinto: Will, el tranquilo atleta de Florida; Jim, el chaval charlatán de colegio de pago de Brooklyn; Alex, el futuro médico, loco por el sexo, de Wisconsin; y Mark, el autista y friki de la informática, de cerca de Lexington. Los metieron en una caja de cerillas en Holworthy en el polo norte del frondoso campus de Harvard, dos dormitorios diminutos con literas y una sala común con muebles medio aceptables, cortesía de los papas ricos de Zeckendorf. Will fue el último en llegar a la residencia de estudiantes aquel septiembre, pues se había quedado con el equipo de fútbol para los entrenamientos de pretemporada. Para entonces Alex y Jim se habían emparejado, y cuando Will atravesó el umbral arrastrando su petate, los dos resoplaron y señalaron la otra habitación, donde encontró a Mark plantado como un palo en la litera de abajo, reivindicándola como suya, con miedo a moverse.

– Eh, ¿qué tal? -le había preguntado Will al chaval mientras una gran sonrisa sureña brotaba en su cara de rasgos marcados-. ¿Tú cuánto pesas, Mark?

– Sesenta y cinco kilos -contestó Mark con desconfianza mientras intentaba establecer contacto visual con el chico que se alzaba frente a él.

– Bueno, es que yo en calzoncillos peso cien kilos. ¿Estás seguro de que quieres tener mi gordo culo a medio metro de tu cabeza en esta chatarra de litera?

Mark había suspirado profundamente, había cedido sin decir palabra y el orden jerárquico había quedado establecido para siempre.

Cayeron en la conversación espontánea y caótica propia de esas reuniones, desempolvando recuerdos, riéndose de situaciones embarazosas, desenterrando indiscreciones y debilidades. Las dos mujeres actuaban de público, eran la excusa para la exposición y elaboración de las historias. Zeckendorf y Alex, que habían continuado siendo buenos amigos, actuaban como maestros de ceremonias, lanzaban y respondían las bromas con la inmediatez propia de un par de cómicos intentando sacar unas risas. Will no era tan ocurrente y rápido, pero su tranquila y lenta evocación de aquel año tan peculiar los tenía embelesados. Solo Mark permanecía en silencio, sonriendo educadamente cuando ellos reían, bebiendo su cerveza y picoteando de la fusión asiática de su plato. Zeckendorf había pedido a su mujer que se encargara de las fotos, y ella daba vueltas alrededor de la mesa, los hacía posar y disparaba el flash.

Los compañeros de residencia de primer año son como un compuesto químico inestable. En cuanto el entorno cambia, el lazo se rompe y las moléculas se separan. El segundo año Will fue a Adams House, donde viviría con otros jugadores del equipo de fútbol; Zeckendorf y Alex siguieron juntos y fueron a Leverett House, y Mark consiguió una habitación individual en Currier. De vez en cuando Will veía a Zeckendorf en las clases de política, pero básicamente cada uno de ellos desapareció en su propio mundo. Después de licenciarse, Zeckendorf y Alex se quedaron en Boston y a veces llamaban a Will, normalmente porque habían leído algo acerca de él en los periódicos o lo habían visto en la televisión. Ninguno de ellos dedicó un segundo a pensar en Mark. Se evaporó, y si no hubiera sido por el sentido de la oportunidad de Zeckendorf, y porque Mark incluyó su dirección de e-mail en el libro del reencuentro, para ellos solo habría sido una pieza del pasado.

Alex estaba contando a voz en grito una escapada del primer año en la que habían participado dos gemelas de la Uni versidad de Lesley -la noche que al parecer le puso en el camino de la ginecología-, cuando su chica cambió de conversación dirigiéndose a Will. Harta de las payasadas de Alex, cada vez más achispado, miró fijamente al hombretón de pelo castaño que tenía enfrente y que bebía su whisky escocés sin pestañear y, aparentemente, sin emborracharse.

– ¿Y cómo es que acabaste en el FBI? -preguntó la modelo antes de que Alex pudiera lanzarse a contar otra anécdota sobre sí mismo.

– No era lo bastante bueno al fútbol como para dedicarme profesionalmente.

– No, en serio. -Parecía realmente interesada.

– No lo sé -contestó Will en voz baja-. Cuando me licencié no había decidido qué rumbo tomaría. Ellos ya sabían qué querían: Alex, la facultad de medicina; Zeck, la facultad de derecho; Mark, un máster en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, ¿verdad? -Mark asintió-.Yo me pasé unos cuantos años buscándome la vida en Florida, entrenando y dando clases, y entonces salió una plaza en la oficina del sheriff del condado.

– Tu padre era agente del orden público -recordó Zeckendorf.

– Ayudante del sheriff de Panamá City.

– ¿Vive todavía? -preguntó la mujer de Zeckendorf.

– No, hace ya tiempo que murió. -Dio un trago a su whisky-. Supongo que yo lo llevaba en la sangre y que aquel era el camino más fácil y todo eso, así que fui a por ello. Al poco tiempo el jefe estaba hasta el gorro de tener de ayudante a un listillo de Harvard y pidió mi traslado a Quantico para sacarme de allí como fuera. Así fue como pasó, y en menos que canta un gallo me daré cuenta de que me he jubilado.

– ¿Cuándo se cumplen los veinte años? -preguntó Zeckendorf.

– Dentro de dos.

– Y entonces, ¿qué?

– Aparte de pescar, no sé.

Alex estaba atareado sirviéndose vino de» una nueva botella.

– ¿Tienes idea de lo famoso que es este capullo? -preguntó a su chica.

Ella se mordió el labio.

– No. ¿Eres muy famoso?

– Qué va.

– ¡Y una mierda! -exclamó Alex-. ¡Este hombre que tenemos aquí es el mejor criminólogo de asesinos en serie de la historia del FBI!

– No, no, eso no es verdad -objetó Will con firmeza.

– ¿A cuántos has cogido en todos estos años? -preguntó Zeckendorf.

– No lo sé. A unos cuantos, supongo.

– ¡Unos cuantos! -exclamó Alex-. Eso es como decir que yo he hecho unos cuantos exámenes de pelvis. Se dice que eres un hombre… infalible.

– Creo que me confundes con el Papa.

– Venga ya. Leí en alguna parte que eres capaz de psicoanalizar a alguien en medio minuto.

– No necesito tanto tiempo para ver de qué vas tú, colega, pero, en serio, no te creas todo lo que lees.

Alex le dio un codazo a su chica.

– Hazme caso… quédate con su cara. Es un fenómeno.

Will estaba deseando cambiar de tema. Su carrera había dado un par de giros nada interesantes, y tampoco tenía ganas de rememorar las glorias del pasado.

– Supongo que a todos nos ha ido bien, teniendo en cuenta los bandazos que dimos cuando empezamos. Zeck es un pedazo de abogado mercantilista, Alex es catedrático de medicina… que Dios nos ayude, pero hablemos de Mark. ¿Qué has estado haciendo todos estos años?

Antes de que a Mark le diera tiempo de mojarse los labios para responder, Alex ya se había lanzado a su antiguo papel de torturador del empollón.

– Sí, eso hay que oírlo. Seguramente Shackleton es uno de esos millonarios puntocom con jet privado y equipo de baloncesto. ¿Inventaste el teléfono móvil o algo por el estilo? Siempre estabas escribiendo cosas en aquella libreta que tenías, y siempre con la puerta de la habitación cerrada. ¿Qué hacías ahí dentro aparte de aprenderte de memoria los números del Playboy y de gastar cajas de Kleenex?

Will y Zeckendorf no pudieron reprimir una mueca de asco, porque por aquel tiempo parecía que el chaval no paraba de comprar Kleenex. Pero Will sintió inmediatamente una punzada de culpabilidad cuando Mark le atravesó con una mirada de «¿Tú también, Brutus?».

– Me dedico a la seguridad informática -susurró Mark hacia su plato-. Por desgracia, no soy millonario. -Entonces alzó la vista y añadió con optimismo-: Aparte de eso también escribo.

– ¿Trabajas para una empresa? -preguntó Will con educación, intentando redimirse.

– He trabajado para unas cuantas, pero ahora supongo que estoy como tú. Trabajo para el gobierno.

– ¿En serio? ¿Dónde?

– En Nevada.

– Vives en Las Vegas, ¿no? -intervino Zeckendorf.

Mark asintió, sin duda le decepcionaba que ninguno hubiera hecho caso a su comentario de que escribía.

– ¿En qué rama? -preguntó Will, y cuando vio que le respondía con una mirada muda, añadió-: Del gobierno.

La angulosa nuez de Mark se movió cuando tragó.

– Es un laboratorio. Es un asunto un tanto secreto.

– ¡Shack tiene un secreto! -gritó Alex alegremente-. ¡Dadle otra copa! ¡A ver si suelta la lengua!

Zackendorf parecía fascinado.

– Vamos, Mark, ¿no puedes contarnos de qué va?

– Lo siento.

Alex se apoyó en el respaldo de la silla… -Apuesto a que cierto personaje del FBI te sacaría en qué andas metido.

– No lo creo -replicó Mark con una pizca de suficiencia.

Zeckendorf no iba a dejarlo correr; se puso a pensar en voz alta:

– Nevada, Nevada… el único laboratorio secreto del que haya oído hablar en Nevada está en el desierto… en eso que llaman… ¿Área 51? -Estaba esperando una negativa, pero lo que vio fue una cara de póquer-. Dime que no trabajas en Área 51.

Mark dudó y luego dijo tímidamente:

– No puedo decírtelo.

– ¡Guau! -exclamó la modelo, impresionada-. ¿No es ahí donde estudian los ovnis y esas cosas?

Mark sonreía como la Mona Lisa, enigmáticamente.

– Si te lo dijera, tendría que matarte -dijo Will.

Mark sacudió la cabeza con fuerza, bajó la mirada y sus ojos perdieron cualquier atisbo de diversión. Cuando habló, Will pensó que el tono mordaz de su voz era inquietante.

– No; si te lo dijera, serían otros los que te matarían.


22 de mayo de 2009,

Staten Island, Nueva York


Consuela López estaba agotada y dolorida. Se encontraba en la popa del ferry de Staten Island, sentada donde siempre, cerca de la salida para poder desembarcar enseguida. Si perdía el autobús 51, que pasaba a las 22.45, tendría que esperar un buen rato en la estación de autobuses de St. George para tomar el siguiente. El motor diesel de nueve mil caballos transmitía vibraciones a su delgado cuerpo y le daba sueño, pero desconfiaba demasiado de sus compañeros de viaje como para cerrar los ojos y que le desapareciera el bolso.

Había apoyado su inflamado tobillo izquierdo en el banco de plástico, pero había puesto un periódico debajo del talón. Poner el zapato directamente sobre el asiento habría sido una grosería y una falta de respeto. Se había hecho un esguince en el tobillo al tropezar con el cable de la aspiradora. Limpiaba oficinas en la zona baja de Manhattan y ese era el final de una larga jornada y una larga semana. Que el accidente ocurriera el viernes era una bendición porque tenía el fin de semana para recuperarse. No podía permitirse el lujo de perder un día de trabajo, así que rezó para que el lunes ya se encontrara bien. Si el sábado por la noche todavía le dolía, el domingo por la mañana iría a misa temprano y le rogaría a la Virgen María que la ayudara a curarse pronto. También quería ver al padre Rochas para enseñarle la postal que había recibido y que disipase sus miedos.

Consuela era una mujer feúcha que apenas hablaba inglés, pero era joven y tenía un cuerpo bonito, así que siempre estaba en guardia cuando se le insinuaban. Unas pocas filas más adelante había un joven hispano con una sudadera gris que no paraba de mirarla, y aunque al principio se sintió incómoda, algo en sus blancos dientes y en sus despiertos ojos le llevó a responderle con una educada sonrisa. No hizo falta más. El chico se presentó y pasó los últimos diez minutos del trayecto sentado junto a ella y compadeciéndose de su lesión.

Cuando el ferry llegó a puerto, Consuela bajó cojeando, sin aceptar la ayuda que él le ofrecía. Fue tan atento como para seguirla unos pasos por detrás a pesar de que caminaba a paso de tortuga. Le ofreció llevarla a casa pero ella dijo que no; eso estaba fuera de lugar. Pero como el ferry se había retrasado unos minutos y ella avanzaba tan despacio, acabó perdiendo el autobús y reconsideró la oferta. Parecía un buen chico. Era divertido y respetuoso. Aceptó y, cuando él se fue al aparcamiento a por el coche, Consuela se santiguó.

Cuando se acercaban a la curva que daba a su casa, en Fingerboard Road, el humor del chico cambió y ella empezó a preocuparse. La preocupación se convirtió en miedo cuando él apretó el acelerador y pasó de largo su calle sin hacer caso de sus protestas. Siguió conduciendo en silencio por Bay Street hasta que giró bruscamente a la izquierda, hacia el parque Arthur von Briesen.

Al final de la oscura carretera, ella lloraba y él gritaba y agitaba una navaja automática. La obligó a salir del coche y la arrastró del brazo, amenazándola con hacerle daño si gritaba. Su dolorido tobillo ya no le importaba. Corría tirando de ella entre los matorrales en dirección al agua. Consuela se estremecía de dolor, pero tenía demasiado miedo para hacer ruido.

La colosal superestructura del puente Verrazano-Narrows se alzaba oscura ante ellos como una presencia maléfica. No había ni un alma a la vista. En un claro de la arboleda la tiró al suelo y le arrancó el bolso de las manos. Ella empezó a sollozar y él le dijo que se callara. Rebuscó entre sus pertenencias y se embolsó los pocos dólares que llevaba. Entonces encontró la postal que le habían enviado con el dibujo hecho a mano de un ataúd y la fecha: 22 de mayo de 2009. Miró la postal y sonrió como un sádico.

– ¿Piensa que yo le envié esto? -preguntó en español.

– No sé -dijo ella entre sollozos, sacudiendo la cabeza.

– Bueno, pues ahora le voy a enviar esto -dijo riendo y quitándose el cinturón.


10 de junio de 2009,

Nueva York


Will daba por sentado que ella no habría vuelto, y sus sospechas se confirmaron en cuanto abrió la puerta y dejó la maleta con ruedas y el maletín.

El apartamento estaba como en la etapa anterior a Jennifer. Nada de velas perfumadas. Nada de manteles individuales en la mesa del comedor. Nada de cojines con volantes. Ni su ropa, ni sus zapatos, ni sus cosméticos, ni su cepillo de dientes. Salió como un torbellino del dormitorio y abrió el frigorífico. Ni siquiera esas estúpidas botellas de agua con vitaminas.

Will había pasado dos días fuera de la ciudad como parte de un curso de sensibilización que debía hacer tras el informe de su última actuación policial. Si a ella le hubiera dado por volver inesperadamente, él lo habría intentado con nuevas técnicas, pero Jennifer seguía sin aparecer.

Se aflojó el nudo de la corbata, se quitó los zapatos y abrió el mueble bar que había debajo del televisor. El sobre estaba bajo la botella de Johnny Walker Black, el mismo sitio donde lo había encontrado el día en que ella lo abandonó. En él, con su letra inconfundiblemente femenina, había escrito: «Vete a la mierda». Se sirvió una buena copa, puso los pies sobre la mesa y, por los viejos tiempos, empezó a releer aquella carta que le revelaba cosas sobre sí mismo que ya sabía. Un repiqueteo le interrumpió cuando iba por la mitad, una fotografía enmarcada que había derribado con el dedo gordo del pie.

La había enviado Zeckendorf: los compañeros del primer año en su reunión del pasado verano. Otro año que se había ido.

Una hora más tarde, confundido por la bebida, le asaltó uno de los dictámenes de Jennifer: lo tuyo no tiene remedio.

«Lo tuyo no tiene remedio», pensó. Un concepto interesante. Irreparable. Irredimible. Sin posibilidad de rehabilitación o de mejora significativa.

Puso el partido de los Mets y se quedó dormido en el sofá.


Con remedio o sin él, a las ocho de la mañana del día siguiente estaba sentado a su escritorio comprobando la bandeja de entrada de su servidor de correo. Escribió un par de respuestas rápidas y luego envió un correo a su supervisora, Sue Sánchez, agradeciéndole su diligencia y su capacidad previsora al haberle recomendado que siguiera el seminario al que acababa de asistir. Consideraba que su sensibilidad había aumentado en torno a un cuarenta y siete por ciento, y esperaba que ella pudiera ver resultados inmediatos y cuantificables. Firmó: «Con toda mi sensibilidad, Will», y le dio a enviar.

Treinta segundos después su teléfono empezó a sonar. El número de Sánchez.

– Bienvenido a casa, Will -dijo ella con voz empalagosa.

– Encantado de estar de vuelta, Susan -contestó él; los años pasados fuera de Florida se habían llevado su acento sureño.

– ¿Por qué no vienes a verme? ¿Te va bien?

– ¿Cuándo te vendría bien a ti, Susan? -preguntó él de manera afectada.

– ¡Ya! -Y colgó.

Sánchez estaba sentada ante el antiguo escritorio de Will en el antiguo despacho de Will, que gracias a Muhammad Atta disfrutaba de una bonita vista de la Estatua de la Libertad, pero lo que a él le irritaba más no era eso sino la expresión avinagrada de su tirante rostro color aceituna. Sánchez era una fanática del ejercicio que leía manuales de instrucciones y libros de autoayuda para directivos mientras hacía gimnasia. Siempre le había parecido atractiva, pero esa jeta de amargada y ese pedante tono nasal mezclado con el acento latino hacían que su interés decayera.

– Siéntate, Will -le dijo sin más demora-.Tenemos que hablar.

– Susan, si lo que planeas es darme la patada, estoy preparado para aceptarlo como un profesional. Regla número seis… ¿o era la cuatro?: «Cuando sientas que te provocan, no actúes de manera precipitada. Detente y considera las consecuencias de tus actos, después elige tus palabras con cuidado y respetando las reacciones de la persona o las personas que te han desafiado». No está mal, ¿eh? Me dieron un certificado.-Sonrió y cruzó las manos sobre su incipiente barriga.

– Hoy no estoy de humor para tu doctorado en ciencias -le dijo con voz cansada-.Tengo un problema y necesito que me ayudes a resolverlo.

– Si es por ti, cualquier cosa. Siempre y cuando no tenga que desnudarme o echar a perder mis últimos catorce meses.

Sánchez suspiró y permaneció en silencio, de modo que a Will le dio la impresión de que estaba poniendo en práctica la regla número cuatro, o la número seis. Will era consciente de que ella le consideraba su niño problemático número uno. Todos en la oficina sabían cómo iba el marcador:

Will Piper. Cuarenta y ocho años, nueve años mayor que Sánchez. Anteriormente su jefe, antes de que le largaran de su puesto para volver a ser agente especial. Anteriormente guapo como para quitar el hipo, futbolista de casi dos metros de alto con hombros como vigas de acero, ojos azul eléctrico, pelo castaño revuelto como un jovenzuelo, antes de que el alcohol y la inactividad dieran a su carne la consistencia y la palidez de la masa de pan.

Anteriormente todo un figura, antes de convertirse en un dolor de cabeza, que no veía la hora de largarse del trabajo.

– A John Mueller le dio un ataque hace un par de días -soltó Susan sin más-. Los médicos dicen que se recuperará, pero va a estar de baja un tiempo. Su ausencia, especialmente ahora, es un problema para este departamento. He estado hablando de ello con Benjamín y Ronald.

A Will la noticia lo dejó perplejo.

– ¿Mueller? ¡Pero si es más joven que tú! Si es un obseso de los maratones. ¿Cómo puñetas le ha podido dar a él un ataque?

– Tenía un defecto cardíaco congénito que nadie le había detectado -dijo Sánchez-. Se le hizo un pequeño trombo en la pierna y desde ahí fue flotando hasta el cerebro. Eso me dijeron. Da miedo que pueda pasarte algo así.

Will despreciaba a Mueller. Era borde, engreído, imbécil. Seguía las órdenes al pie de la letra. Un tipo inaguantable. Como el cabrón pensaba que Will estaba aislado por su condición de leproso, el muy hijo de la gran puta todavía le hacía comentarios sarcásticos sobre su fiasco. «Ojalá ande y hable como un tarado el resto de su vida», fue lo primero que le vino a la cabeza.

– Por Dios, qué mala suerte -dijo en cambio.

– Necesitamos que te hagas cargo del caso Juicio Final.

Tuvo que hacer un esfuerzo sobrenatural para no mandarla al carajo.

Ese caso tendría que haber sido suyo desde el principio. De hecho, había sido un ultraje que no se lo ofrecieran en cuanto el caso llegó a la oficina. Ahí estaba él, uno de los mejores expertos en asesinos en serie de la historia reciente del FBI y no le asignaban un caso de primera de su jurisdicción. Supuso que eso daba la medida de lo perjudicada que estaba su carrera. Al principio aquella puñalada le dejó una buena herida, pero consiguió reponerse rápidamente y llegó a convencerse de que se había librado de una buena.

Estaba en la última curva antes de llegar a la meta. La jubilación era un milagro acuoso que resplandecía al final del desierto, simplemente fuera de su alcance. Ya había conocido suficiente lucha y ambición, suficiente política de despacho, suficientes asesinatos y muertes. Estaba cansado, solo y atrapado en una ciudad que detestaba. Quería volver a casa. Volver a casa con una pensión.

Se tragó como pudo las malas noticias. El Juicio Final no había tardado en convertirse en el caso más difícil del departamento, el tipo de casos que requerían una intensidad que Will hacía años que no tenía. El problema no eran las largas jornadas y el adiós a los fines de semana. Gracias a Jennifer tenía todo el tiempo del mundo. El problema lo tenía ante el espejo, porque, tal como le diría a cualquiera que se lo preguntara, simplemente le importaba un bledo. Para resolver un caso de asesinatos en serie era necesario tener una ambición feroz, y esa llama hacía ya tiempo que había chisporroteado hasta consumirse. La suerte también contaba, pero por lo que sabía por experiencia, el éxito solo llegaba cuando te partías el lomo y creabas el ambiente adecuado para que la suerte hiciera su caprichosa aparición.

Aparte de eso, la compañera de Mueller era una agente especial joven, solo llevaba tres años fuera de Quantico, y estaba tan imbuida de ferviente ambición y rectitud en el obrar, que a Will le parecía una fanática religiosa. Había observado su paso presuroso por la planta veintitrés, siempre a toda mecha por los pasillos, sin sentido del humor, mojigata, tomándose tan en serio a sí misma que le ponía enfermo.

Se inclinó hacia delante, casi blanco como el papel.

– Mira, Susan -comenzó a decir alzando la voz-, no creo que eso sea buena idea. Ese tren ya pasó. Deberías haberme pedido que llevara el caso hace semanas, porque, ¿sabes?, entonces era el momento adecuado. Pero ahora no sería conveniente ni para mí, ni para Nancy ni para el departamento, ni para la agencia, ni para los ciudadanos que pagan sus impuestos, ni para las víctimas, ni, maldita sea, ¡para las víctimas que estén por venir! ¡Y lo sabes tan bien como yo!

Sánchez se levantó para cerrar la puerta y después volvió a sentarse y cruzó las piernas. El frufrú de sus medias al rozar la una con la otra lo distrajo momentáneamente de su arrebato.

– Sí, ya bajo la voz -dijo-. Pero eres tú quien se llevará la peor parte. Tú eres la que está en el ojo del huracán. Llevas Investigación de Crímenes Violentos y Delitos Mayores contra la Pro piedad, la segunda rama con más eco en Nueva York. Que cojan al gilipollas del Juicio Final es algo que está bajo tu supervisión, así que ponte las pilas. Eres mujer, eres hispana, dentro de unos años serás asistente de dirección en Quantico, o tal vez agente especial de supervisión en Washington. El límite está en el cielo. No la jodas metiéndome a mí por medio, ese es mi consejo de amigo.

Sánchez le dirigió una mirada que habría dejado helado hasta a un esquimal.

– Agradezco mucho tu asesoramiento, Will, pero no sé si debo confiar en el consejo de un hombre que está cada vez más abajo en el organigrama. Créeme, a mí tampoco me entusiasma la idea, pero ya hemos discutido esto internamente. Benjamín y Ronald se niegan a prescindir de nadie del departamento de antiterrorismo, y en la oficina de delitos financieros y en Crimen Organizado no hay nadie que haya llevado antes este tipo de casos. No quieren que venga ningún oportunista de Washington ni de ninguna otra oficina. Eso les haría quedar mal. Esto es Nueva York, no Cleveland. Se supone que tenemos los mejores profesionales. Tú tienes la experiencia adecuada… la personalidad incorrecta, tendrás que trabajar en ello, sí, pero tienes la experiencia adecuada. Es tuyo. Será tu último gran caso, Will. Te irás a lo grande. Míratelo así, y anímate.

Will lo intentó desde otro ángulo.

– Si cogiéramos a ese tipo mañana, cosa que no haremos, cuando esto llegue a juicio yo ya seré historia.

– Pues volverás para testificar. Seguro que entonces las dietas se pagan bien.

– Muy graciosa. ¿Y qué pasa con Nancy? La envenenaré. ¿Es que quieres que sea el chivo expiatorio?

– Nancy es impredecible. Puede cuidar de sí misma, y también de ti.

Acabó por ponerse huraño y dejó de buscar argumentos.

– ¿Y qué pasa con la mierda en la que estoy trabajando?

– Se la pasaré a alguien. No hay problema.

Eso fue todo. No había más que hablar. No era una democracia y negarse o que le despidieran no eran opciones. Catorce meses. Catorce malditos meses.


En un par de horas su vida había cambiado. El gerente de la oficina apareció con unos cajones de color naranja con ruedas e hizo que se llevaran de su cubículo los expedientes del caso en el que estaba trabajando. En su lugar llegaron los expedientes del caso Juicio Final que llevaba Mueller, cajas llenas de documentos recopilados durante las semanas previas a que un cúmulo de plaquetas pegajosas hicieran papilla unos cuantos mililitros de su cerebro. Will las miró como si fueran un montón de boñigas apestosas, bebió otra taza de su café requemado y luego se dignó abrir al azar una de las carpetas.

Antes de verla, le oyó aclararse la garganta a la entrada del cubículo.

– ¡Hola! -saludó Nancy-. Creo que vamos a trabajar juntos.

Nancy Lipinski iba embutida en un traje de color gris carbón. Le quedaba media talla pequeño y le apretaba en la cintura lo suficiente para que su barriga sobresaliera un poco, algo nada atractivo. Era un taponcito, descalza medía uno sesenta, y en opinión de Will tenía que perder un par de kilos de todas partes, incluso de su tersa y redonda cara. ¿Acaso había pómulos ahí debajo? No tenía para nada el típico cuerpo macizo de las graduadas que salían de Quantico. Will se preguntó cómo se las habría arreglado para pasar las revisiones de la unidad de entrenamiento físico de la academia. Allí abajo no se andaban con chiquitas y a las tías no les pasaban una. Había que admitir que era algo atractiva. La práctica media melena rojiza, el maquillaje y el brillo complementaban bien su delicada nariz, sus bonitos labios y sus expresivos ojos color miel, y su perfume habría seducido a Will de haberlo llevado otra mujer. Lo que le echaba para atrás era esa mirada de lástima. ¿Podía haberle negado cariño a un cero a la izquierda como era Mueller?

– ¿Qué tienes pensado hacer? -preguntó Will de manera retórica.

– ¿Tienes tiempo ahora?

– Mira, Nancy, prácticamente no he empezado a abrir las cajas. ¿Por qué no me das un par de horas, hasta después del mediodía, más o menos, y hablamos?

– Me parece bien, Will. Lo único que quería decirte es que, aunque esté contrariada por lo de John, voy a seguir partiéndome la espalda con este caso. No hemos trabajado nunca juntos, pero he estudiado algunos de tus casos y sé las contribuciones que has hecho en el campo. Siempre estoy dispuesta a mejorar, así que tus observaciones tendrán suma importancia para mí…

Will necesitó cortar de raíz toda esa palabrería.

– ¿Te gusta Seinfeld? -preguntó.

– ¿La serie de televisión?

Will asintió.

– Bueno, sé lo que es -contestó ella, suspicaz.

– Las personas que crearon la serie idearon unas reglas básicas para los personajes, y esas reglas básicas son las que la hacen diferente de cualquier otra comedia. ¿Quieres saber cuáles son esas reglas? Serán las reglas por las que nos vamos a regir tú y yo…

– ¡Claro, Will! -dijo Nancy con entusiasmo, deseosa al parecer de aprender la lección.

– Las reglas eran: nada de aprendizaje y nada de abrazos. Hasta luego, Nancy -dijo con la mayor frialdad posible.

Mientras ella seguía allí intentando decidir si retirarse o contraatacar, oyeron que se acercaba un ruido de pasos ligeros y rápidos, una mujer intentando correr con tacones.

– ¡Alerta Sue! -gritó Will con voz melodramática-. Diría que tiene algo que nosotros no tenemos.

En su profesión, la información dotaba al que la tenía de un poder temporal, y a Sue Sánchez eso de saber algo antes que los demás parecía que le daba alas.

– ¡Bien, los dos estáis aquí! -dijo obligando a Nancy a quedarse-. ¡Ha habido otro! El número siete, en el Bronx. -Estaba exultante, aturdida, casi se diría que llena de júbilo-. Id hasta allí antes de que los de la Cuarenta y cinco la fastidien otra vez.

Will, exasperado, alzó los brazos.

– Por Dios, Susan, todavía no sé un carajo sobre los seis primeros. ¡Dame un respiro!

Bang. Nancy hizo su aparición estelar.

– Oye, ¡solo tienes que hacer como si fuera el número uno! ¡Sin problema! En fin, te pillo por el camino.

– Ya te lo había dicho, Will -dijo Susan con una sonrisa diabólica-. Es imprevisible.


Will cogió uno de los Ford Explorer negro que el departamento usaba para los asuntos de rutina. Salió del garaje subterráneo del 26 de Liberty Plaza y navegó por carreteras de sentido único hasta que tomó rumbo al norte por el carril rápido de la autopista. El coche estaba impecable y rodaba como la seda, el tráfico no estaba mal y a él le gustaba salir pitando de la oficina. De haber estado solo habría sintonizado la WFAN para saciar su hambre de deportes, pero no lo estaba. En el asiento del copiloto, Nancy Lipinski, libretita en mano, le ponía al día mientras pasaban bajo los raíles del teleférico de Roosevelt Island, cuya cabina se deslizaba lentamente en las alturas, sobre las turbulentas aguas del río East.

Estaba más excitada que un pervertido en un festival de pornografía. Este era su primer caso de asesinatos en serie, el summum en homicidios, el momento definitivo en su preadolescente carrera. Se lo habían asignado porque era la consentida de Sue y porque había trabajado ya con Mueller. Los dos se llevaban de maravilla, Nancy siempre dispuesta a fortalecer su quebradizo ego. «¡Es que eres tan listo, John!» «Pero John, ¿tienes memoria fotográfica o qué?» «Ojalá tuviera tu soltura en las entrevistas.»

A Will le costaba prestar atención. Asimilar tres semanas de datos que le estaban dando mascaditos era relativamente fácil, pero su mente se distraía y su cabeza seguía neblinosa por la cita que había tenido con Johnnie Walker la noche anterior. A pesar de todo, sabía que tardaría un suspiro en ver de qué iba el asunto. En esos veinte años había llevado ocho casos importantes de asesinatos en serie y había estado hurgando en un sinnúmero de ellos.

El primero tuvo lugar en Indianápolis durante su primer trabajo de campo, cuando no era mucho mayor que Nancy. El autor de los hechos era un psicópata retorcido al que le gustaba apagar cigarrillos en los párpados de sus víctimas, hasta que una colilla ofreció una pista.

Cuando su segunda mujer, Evie, consiguió que la admitieran en Duke para hacer el posgrado, pidió el traslado a Raleigh y, cómo no, otro pirado con una cuchilla de afeitar empezó a cargarse mujeres en Ashville y sus alrededores. Nueve meses angustiosos y cinco víctimas descuartizadas después agarró también a ese asqueroso. Y de golpe y porrazo se hizo con una reputación: era un especialista de facto. De allí le largaron, nuevo divorcio desastroso, y lo destinaron a la oficina central en Crímenes Violentos, un grupo dirigido por Hal Sheridan, el hombre que enseñó a toda una generación de agentes cómo se traza el perfil de un asesino en serie.

Sheridan era un tipo frío como el mármol, distante y apático, hasta el punto que corría un chiste por la oficina: si se producía una oleada de matanzas en Virginia, Hal estaría en la lista de sospechosos. Repartía los casos nacionales de manera cuidadosa, haciendo coincidir el perfil del criminal con el agente más apropiado. A Will le daba los casos en los que había brutalidad extrema y tortura, asesinos que dirigían toda su rabia contra las mujeres. Lo que son las cosas.

El recitado de Nancy comenzó a abrirse paso entre la niebla de su cabeza. Había que reconocer que los hechos eran pero que muy interesantes. Lo esencial lo conocía grosso modo por los medios de comunicación. ¿Quién no? No se hablaba de otra cosa. Como era de esperar, el apodo del maníaco, el Asesino del Juicio Final, era cosa de la prensa. El Post se llevó los honores. Su encarnecido rival, el Daily News, resistió unos cuantos días con el titular «Postales desde el Infierno», pero pronto capituló y las trompetas del Juicio Final resonaron en la primera plana.

Según Nancy, en las postales no había huellas dactilares interesantes; el que las había mandado seguramente había usado guantes de materiales sin fibra, posiblemente de látex. En un par de postales había unas cuantas huellas de personas que ni eran víctimas ni tenían relación alguna con ellas; las oficinas del FBI que colaboraban con ellos en ese campo estaban tratando de completar la cadena de los trabajadores de correos que participaban en los envíos entre Las Vegas y Nueva York. Las postales eran blancas de diez por quince, de las que uno puede encontrar en miles de tiendas. Se habían impreso en una impresora de inyección de tinta HP Photosmart, una de las miles que había en circulación, cargada dos veces para imprimir por ambas caras. El tipo de letra era uno de los más corrientes del menú de Word. La silueta de los ataúdes, dibujada con tinta, parecía hecha por la misma mano usando un bolígrafo negro de punta ultrafina de la marca Pentel, uno de los millones que había en circulación. El sello siempre era el mismo, de cuarenta y un céntimos, con un dibujo de la bandera estadounidense, como los cientos de millones que había en circulación, y autoadhesivo, ni rastro de ADN.

Las seis tarjetas fueron enviadas el 18 de mayo y timbradas en la oficina postal central de Las Vegas.

– Con lo cual al tipo le habría dado tiempo de volar de Las Vegas a Nueva York, pero lo habría tenido más complicado para venir en coche o en tren -intervino Will. Aquello la cogió por sorpresa, no estaba segura de que la estuviera escuchando-. ¿Habéis conseguido las listas de los pasajeros de todos los vuelos de Las Vegas que llegaron a La Guardia, Kennedy y Newark entre el 18 y el 21?

Nancy alzó la vista de su libreta.

– ¡Le pregunté a John si deberíamos hacerlo! Y me dijo que sería una pérdida de tiempo porque alguien podría haber enviado las postales por el asesino.

El Camry que tenían delante iba demasiado lento para gusto de Will, tocó el claxon y luego, viendo que no le cedía el paso, lo adelantó agresivamente por la derecha. No pudo ocultar su sarcasmo.

– ¡Sorpresa! Mueller se equivocaba. Los asesinos en serie casi nunca tienen cómplices. A veces matan en pareja, como aquellos francotiradores de Washington o los de Phoenix, pero eso es más raro que una estufa en el infierno. ¿Conseguir apoyo logístico para llevar a cabo un crimen? Sería el primer caso. Estos tíos son lobos solitarios.

Nancy apuntaba todo lo que decía.

– ¿Qué haces? -preguntó Will.

– Tomo notas.

«Por todos los santos, no estamos en la escuela», pensó.

– Ya que le has quitado el capuchón al boli, anota esto también -dijo con sorna-: En caso de que el asesino haya hecho un esprint de una punta a otra del país, comprobar las multas por exceso de velocidad en las carreteras principales.

Nancy asintió con la cabeza y luego preguntó con cautela:

– ¿Quieres que te siga contando?

– Te escucho.

La cosa quedaba así: las edades de las víctimas, cuatro varones y dos mujeres, iban de los dieciocho a los ochenta y dos años. Tres en Manhattan, una en Brooklyn, una en Staten Island y una en Queens. La de ese día era la primera en el Bronx. El modus operandi siempre era el mismo. La víctima recibe una postal con una fecha de uno o dos días más tarde, cada una con un ataúd dibujado en el dorso, y es asesinada en la fecha de la postal. Dos a puñaladas, una a tiros, otra de manera que pareciera una sobredosis de heroína, otra atropellada por un coche que se subió a la acera, se la llevó por delante y se dio a la fuga, y otra arrojada desde una ventana.

– ¿Y qué dijo Mueller de todo eso? -preguntó Will.

– Pensaba que el asesino estaba usando patrones diferentes para intentar despistarnos.

– ¿Y tú qué piensas?

– Creo que esto se sale de lo normal. No es lo que pone en los manuales.

Will se imaginó sus textos sobre criminología, párrafos marcados de manera compulsiva con fluorescente amarillo y al margen, anotaciones pulcras con una letra minúscula.

– ¿Qué hay del perfil de las víctimas? -preguntó-. ¿Alguna conexión?

No parecía haber ninguna relación entre las víctimas. Los informáticos de Washington estaban utilizando una base de datos múltiple para buscar comunes denominadores, una versión en supercomputadora de aquello de los seis grados de separación de Kevin Bacon, pero hasta el momento no había conexiones.

– ¿Agresiones sexuales?

Nancy iba pasando páginas.

– Solo una, una hispana de treinta y dos años, Consuela Pilar López en Staten Island. La violaron y la acuchillaron hasta matarla.

– Cuando terminemos con lo del Bronx, quiero que empecemos por ahí.

– ¿Por qué?

– Se puede saber mucho de un asesino por cómo trata a una señorita.

Se encontraban en la autopista Bruckner, entrarían en el Bronx por el este.

– ¿Sabes a dónde tenemos que ir? -preguntó.

Nancy encontró la información en su libreta.

– Ocho cuatro siete de Sullivan Place.

– ¡Gracias! No tengo ni puta idea de dónde está eso -gruñó-. Sé dónde está el campo de los Yankees y punto. Eso es todo lo que conozco del puto Bronx.

– Por favor, no digas tacos -dijo ella muy seria; pareció la reprimenda de una maestra-.Tengo un plano. -Lo desplegó, lo estudió un instante y miró alrededor-.Tenemos que salir en Bruckner Boulevard.

Continuaron en silencio durante más de un kilómetro. Will esperaba que Nancy acabara su exposición, pero ella miraba la carretera con cara larga.

Will por fin la miró y vio que le temblaba el labio inferior.

– ¿Qué? ¿Te has mosqueado conmigo porque digo palabrotas, hostia puta?

Ella le miró con nostalgia.

– Eres muy distinto a John Mueller.

– Por Dios -murmuró Will-. ¿Tanto has tardado en darte cuenta?

Yendo hacia el sur por EastTremont pasaron junto a la comisaría 45 de Barkley Avenue, un edificio feo y bajo con muy pocas plazas de aparcamiento para todos los coches de policía que se amontonaban a su alrededor. El termómetro casi alcanzaba los treinta grados y la calle era un hervidero de puertorriqueños que acarreaban bolsas de plástico, empujaban carritos con niños o simplemente vagaban por ahí con el móvil pegado a la oreja, entrando y saliendo de los colmados, las bodegas y los baratillos. Las mujeres llevaban las carnes al aire. Para su gusto, había demasiadas jamonas con tops y shorts demasiado cortos contoneándose por allí en chanclas. «¿De verdad se creen que son sexys?», se preguntó. En comparación, su acompañante parecía una supermodelo.

Nancy estaba absorta en el plano, intentando no fastidiarla.

– Desde aquí es la tercera a la izquierda -dijo.

Sullivan Place era una calle nada apropiada para un asesinato. Coches patrulla, vehículos sin matrícula y furgonetas de los médicos forenses, todos aparcados en doble fila frente al escenario del crimen, bloqueando el tráfico. Will hizo señas a un joven policía que intentaba hacer transitable uno de los carriles y le mostró su identificación.

– Dios -gimió el poli-, no sé dónde le voy a meter. ¿Puede dar la vuelta a la manzana? A lo mejor encuentra un sitio a la vuelta de la esquina.

– A la vuelta de la esquina -repitió Will como un loro.

– Sí, dé la vuelta a la manzana, ya sabe… un par de giros a la derecha.

Will quitó las llaves del contacto, salió del coche y le tiró las llaves al policía. Los cláxones de los coches sonaron al momento ante el instantáneo embotellamiento.

– ¿Qué hace? -vociferó el policía-. ¡No puede dejar esto aquí!

Nancy seguía sentada en el todoterreno, muerta de vergüenza.

Will la llamó.

– Vamos, no hay tiempo que perder. Y anota en tu libretita el número de placa del agente Cuneo, no sea que trate con descuido las propiedades del gobierno.

– Gilipollas -murmuró el policía.

Will se moría de ganas por tener una bronca y ese chaval le venía al pelo.

– ¡Escúchame! -dijo, conteniendo su furia-, si a ti te gusta tu patético trabajo, a mí no me jodas. Y si no te importa una mierda, entonces prueba suerte. ¡Vamos! ¡Prueba!

Dos tipos cabreados con las venas a punto de explotar, cara a cara.

– ¡Will! ¿Podemos irnos ya? -imploró Nancy-. Estamos perdiendo el tiempo.

El policía meneó la cabeza, se metió en el Explorer, arrancó, avanzó un poco y lo aparcó en doble fila, frente al coche de un detective. Will, respirando todavía profundamente, le guiñó el ojo a Nancy.

– Ya sabía yo que encontraría un sitio.

Era un bloque de apartamentos pequeño: tres plantas, seis pisos, una chapuza de ladrillo blanco sucio construida en los años cuarenta. La entrada estaba en penumbra y tenía un aspecto deprimente: suelo ajedrezado con baldosas marrones y negras, paredes color beis mugre, bombillas amarillas. Los hechos habían tenido lugar en el interior y en los alrededores del apartamento 1.° A, en la planta baja a la izquierda. Hacia el final del pasillo, cerca del hueco para las basuras, se hallaban reunidos los miembros de la familia en una desolación multigeneracional: una mujer de mediana edad sollozaba suavemente; su marido, un hombre con botas de trabajo, intentaba consolarla; una joven con un buen bombo había sufrido hiperventilación y se había sentado en el suelo para intentar calmarse; una chica vestida de domingo parecía desconcertada; un par de viejos con la camisa sin abrochar movían la cabeza y se rascaban la barbilla.

La puerta del apartamento estaba entornada. Will se coló dentro y Nancy le siguió. Cuando vio a tantos cocineros estropeando el caldo hizo un gesto de fastidio. Como mínimo había doce personas en un espacio de setenta metros cuadrados, lo cual multiplicaba astronómicamente las posibilidades de contaminación de la escena del crimen. Hizo un reconocimiento rápido con Nancy pisándole los talones y sorprendentemente nadie les detuvo ni les preguntó qué hacían allí. Salón: muebles de señora mayor y cacharritos; televisor de hacía veinte años. Se sacó un bolígrafo del bolsillo y lo usó para apartar las cortinas y así poder mirar a través de cada una de las ventanas; repitió ese mismo procedimiento en todas las habitaciones. Cocina: limpísima; ni un plato en el fregadero. Baño: también limpio; olor a polvos para los pies. Dormitorio: demasiada gente charlando como para ver algo más que un par de piernas gordotas, grises y con manchas, junto a una cama sin hacer, con un pie medio metido en una zapatilla de andar por casa.

– ¿Quién está al mando? -gritó Will.

Un silencio repentino, hasta que alguien dijo:

– ¿Quién lo pregunta?

Un detective calvo y gordo, vestido con un traje ajustado, se separó del grupo y fue hacia la entrada del dormitorio.

– FBI -dijo Will-. Soy el agente especial Piper.

Nancy parecía dolida por no haber sido presentada.

– Detective Chapman, comisaría 45.-Le tendió una mano grande y cálida que pesaba como un ladrillo. El tipo olía a cebolla.

– Detective, ¿qué le parece si dejamos esto libre para que podamos hacer una buena inspección del escenario del crimen?

– Mis chicos casi han terminado; en cuanto acaben, será todo suyo.

– Lo vamos a hacer ahora, ¿vale? La mitad de sus hombres no llevan guantes. Ninguno lleva botas. Lo están ensuciando todo, detective.

– Nadie está tocando nada -dijo Chapman a la defensiva. Entonces vio que Nancy estaba tomando notas y preguntó, nervioso-: ¿Y esta quién es? ¿Su secretaria?

– Agente especial Lipinski -dijo ella mientras agitaba con dulzura su libreta ante él-. ¿Me puede decir su nombre de pila, detective Chapman?

Will hizo esfuerzos para no sonreír.

Chapman no era dado a marcar territorio ante los federales. Habría perdido el tiempo cabreándose para acabar en el bando de los perdedores. La vida era demasiado corta.

– ¡Escuchad todos! -gritó-.Tenemos aquí al FBI, y quieren que se vaya todo el mundo, así que recoged y dejadles hacer su trabajo.

– Que nos dejen la postal -dijo Will.

Chapman metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó una bolsa de plástico con cierre; dentro estaba la tarjeta.

– Aquí la tiene.

Cuando la habitación quedó vacía, inspeccionaron el cadáver junto con el detective. Hacía calor allí dentro, y los primeros efluvios de la putrefacción ya estaban en el aire. Para haber muerto de un disparo, había muy poca sangre: algunos coágulos en su enmarañado pelo gris, un chorreón que bajaba por la mejilla izquierda, donde la sangre que manaba de la oreja había formado un afluente que le recorría el cuello y goteaba en la moqueta verde musgo. La mujer estaba boca arriba, a unos treinta centímetros de los volantes floreados de su cama sin hacer, vestida con un camisón de algodón rosa que probablemente se habría puesto mil veces. Sus ojos, más secos que una pasa, estaban abiertos, con la mirada fija. Will había visto innumerables cadáveres, muchos de ellos embrutecidos hasta no reconocerlos como humanos. La dama en cuestión tenía buen aspecto, una bonita abuela puertorriqueña de la que pensarías que con un buen meneo de hombros reviviría. Miró a Nancy para medir su reacción ante la presencia de la muerte.

Estaba tomando notas.

Chapman empezó el análisis.

– Pues tal como yo lo veo…

Will alzó la mano y lo interrumpió a media frase.

– Agente especial Lipinski, ¿por qué no nos dice lo que ha pasado aquí?

Nancy se ruborizó y sus mejillas parecieron hincharse. El rubor se extendió por el cuello y desapareció bajo su blusa blanca. Tragó saliva y se mojó los labios con la punta de la lengua.

Comenzó con calma y fue cogiendo ritmo a medida que ponía orden en sus pensamientos.

– Bien, el asesino probablemente había estado aquí antes, no necesariamente dentro del apartamento pero sí cerca del edificio. El pestillo de seguridad de una de las ventanas de la cocina se abrió de manera premeditada. Tendría que echarle otro vistazo, pero yo diría que el marco de la ventana estaba podrido. Aun así, aunque se escondiera en el callejón de al lado, no se habría arriesgado a hacer todo el trabajo en una sola noche si lo que quería era tener la seguridad de que coincidiera con la fecha de la postal. Volvió anoche, entró por el callejón y acabó de sacar el pestillo. Luego cortó el vidrio con un cortacristales y desencajó el cerrojo desde fuera. Pisó alguna porquería en el callejón y dejó huellas en el suelo de la cocina, en la entrada, aquí mismo y allí.

Señaló dos manchas que había en la moqueta, incluido un churrete sobre el que estaba Chapman, que apartó los pies como si estuviera sobre algo radiactivo.

– Probablemente la mujer oyó algún ruido, porque se sentó e intentó ponerse las zapatillas. Antes de que pudiera hacerlo, el asesino ya estaba en la habitación y le disparó un tiro a quemarropa que le penetró por la oreja izquierda. Parece que fue una bala redonda de poco calibre, probablemente del 22. La bala está dentro del cráneo, no hay herida de salida. No creo que haya habido agresión sexual, pero tendremos que comprobarlo. También habrá que averiguar si han robado algo. El lugar no ha sido saqueado, pero no he visto el bolso por ninguna parte. Probablemente el asesino se marchó por donde entró. -Hizo una pausa y se apretó la frente-. Es todo. Eso es lo que creo que ha pasado.

Will la miró con el ceño fruncido, lo que la hizo sudar durante unos segundos, y después dijo:

– Sí, eso es justamente lo que yo pienso que ha pasado. -Nancy tenía cara de haber ganado un concurso de deletreo y miró con orgullo sus zapatos de suela de goma-. ¿Coincide usted con mi socia, detective?

Chapman se encogió de hombros.

– Podría haber sido así perfectamente. Sí, una pistola del 22, estoy seguro de que esa ha sido el arma.

«El colega no tiene ni puta idea», pensó Will.

– ¿Sabe si han robado algo?

– Su hija dice que se han llevado el monedero. Ella fue quien la encontró esta mañana. La postal estaba en la mesa de la cocina, junto a otras cartas.

Will señaló los muslos de la anciana.

– ¿Ha habido agresión sexual?

– ¡No tengo ni idea! Si no les hubiera dado una patada en el culo a los forenses tal vez lo sabríamos -se quejó Chapman.

Will se inclinó y usó su bolígrafo para levantarle el camisón con cuidado. Miró en el interior de la tienda de campaña y vio ropa interior de señora mayor que no había sido mancillada.

– No lo parece -dijo-.Veamos la postal.

Will la inspeccionó con atención por delante y por detrás y se la pasó a Nancy.

– ¿Es el mismo tipo de letra que en las anteriores?

Nancy dijo que así era.

– Una Courier de cuerpo 12 -dijo Will.

Ella le preguntó cómo era posible que supiera eso; parecía impresionada.

– Soy erudito en tipos de letra -respondió él con guasa. Leyó el nombre en voz alta-: Ida Gabriela Santiago.

Según Chapman, la hija le había dicho que su madre jamás usaba su segundo nombre.

Will se irguió y estiró la espalda.

– Muy bien, por nosotros ya está -dijo-. Mantengan el área clausurada hasta que llegue el equipo forense. Estaremos en contacto por si necesitamos algo.

– ¿Tienen alguna pista sobre este descerebrado? -preguntó Chapman.

El teléfono móvil de Will empezó a entonar el Himno a la alegría dentro de su chaqueta. Mientras intentaba echarle mano contestó:

– Solo tenemos un montón de mierda, detective, pero es mi primer día en el caso. -Luego dijo al teléfono-: Aquí Piper…

Escuchó y sacudió la cabeza un par de veces.

– Cuando el río suena, agua lleva -dijo-. Dime, Mueller no se habrá recuperado milagrosamente, ¿verdad?… Mala suerte. -Colgó y alzó la vista-. ¿Preparada para una noche larga, socia?

Nancy asintió como esos muñecos que tienen un muelle en el cuello. Daba la sensación de que le gustaba que la llamara «socia», de que le gustaba mucho.

– Era Sánchez -dijo Will-.Tenemos otra postal, pero esta es un poco diferente. Lleva la fecha de hoy, y el tipo continúa vivo.


12 de febrero de 1941,

Londres


Ernest Bevin era el contacto, el intermediario. El único miembro del gabinete que había tenido cargos en los dos gobiernos. Para Clement Atlee, primer ministro laborista, Bevin era la opción lógica. «Ernest -le había dicho al secretario de Asuntos Exteriores estando los dos sentados ante la chimenea en Downing Street-, habla con Churchill. Dile que le pido ayuda personalmente.» El sudor perlaba la calva de Atlee, y Bevin observaba incómodo el arroyuelo que se deslizaba desde la frente hasta su nariz aguileña.

Encargo aceptado. Sin hacer preguntas ni plantear reservas. Bevin era un soldado, un líder laborista de la vieja escuela, uno de los fundadores del mayor sindicato de Gran Bretaña, el TGWU. Siempre pragmático, en los momentos previos a la guerra fue uno de los pocos políticos laboristas que cooperaron con el gobierno conservador de Winston Churchill y se alineó contra el bando pacifista de su propio partido.

En 1940, cuando Churchill preparó a la nación para la guerra y formó un gobierno de coalición con todos los partidos, nombró a Bevin ministro de Servicios Sociales y Nacionales y le asignó una amplia cartera que incluía la economía doméstica y creó su propio ejército de cincuenta mil hombres salidos de las fuerzas armadas para trabajar en las minas de carbón: los chicos de Bevin. Churchill lo ponía por las nubes.

Y entonces el mazazo. Tan solo unas semanas después del día de la victoria en Europa, disfrutando aún del triunfo, el hombre al que los rusos llamaban el Bulldog Británico, perdía las elecciones generales de 1945, por la victoria aplastante del Partido Laborista de Clement Atlee; el electorado no confiaba en su capacidad para reconstruir la nación. El hombre que había dicho «Defenderemos nuestra isla cueste lo que cueste, lucharemos en las playas, lucharemos en las pistas de aterrizaje, lucharemos en el campo y en las calles, nunca nos rendiremos», salía trastabillando del escenario principal, derrotado, deprimido, desanimado. Tras la derrota, Churchill lideró la oposición con desgana y dedicó la mayor parte de sus esfuerzos a su querida Chartwell House, donde escribía poesía, pintaba acuarelas y echaba pan a los cisnes negros.

Ahora, un año y medio después, Bevin, secretario de Asuntos Exteriores del primer ministro Adee, se encontraba en las profundidades de la tierra esperando al que fuera su anterior jefe. Hacía frío, así que Bevin se dejó abotonado el abrigo sobre su traje de invierno. Era un hombre corpulento, llevaba su escaso pelo cano peinado hacia atrás con gomina, tenía una cara mofletuda y papada incipiente. Había elegido ese lugar de encuentro con la intención de enviar un mensaje psicológico. El asunto que debían tratar era importante. Secreto. Ven ya, sin más demora.

A Churchill, que entraba en ese momento en escena, no le pasó por alto el mensaje, echó un vistazo a su alrededor sin sentimentalismos y dijo:

– ¿Cuál puede ser el motivo para pedirme que vuelva a este lugar olvidado de la mano de Dios?

Bevin se levantó y despidió con un gesto al militar de alto rango que había acompañado a Churchill.

– ¿Estabas en Kent?

– ¡Sí, estaba en Kent! -Churchill hizo una pausa-. Nunca pensé que volvería a poner el pie en este suelo.

– No te pido el abrigo porque hace frío.

– Aquí siempre ha hecho frío -replicó Churchill.

Los dos hombres se dieron un apretón de manos sin mucho entusiasmo y luego se dispusieron a tomar asiento. Bevin condujo a Churchill ante un archivador rojo con el sello del primer ministro.

Se encontraban en el bunker de George Street, en el que Churchill y su gabinete de guerra se encerraron durante la mayor parte de la contienda. Esas salas se habían construido en la cámara subterránea del Ministerio de Obras Públicas, entre el Parlamento y Downing Street. Protegida con sacos de arena, reforzada con cemento armado y hundida bajo tierra, George Street habría podido sobrevivir al ataque directo que nunca tuvo lugar.

Se hallaban frente a frente en aquella gran mesa cuadrada de la sala del Consejo de Ministros en la que Churchill había citado a sus consejeros día y noche. Era una cámara práctica con el aire estanco. Cerca se hallaban la Sala de Mapas, todavía empapelada con los escenarios de la guerra, y la habitación privada de Churchill, que seguía apestando a puro mucho después de que el último se hubiera consumido. Siguiendo el pasillo, en una vieja habitación para las escobas reconvertida, estaba la Sala del Teléfono Transatlántico, donde el aparato de interferencias radiofónicas, cuyo nombre en clave era «Sigsaly», encriptaba las conversaciones entre Churchill y Roosevelt. Por lo que Bevin sabía, el equipo aún funcionaba. Nada había cambiado desde aquel día en que se cerró la Sala de Guerra, el día de la victoria sobre Japón.

– ¿Quieres echar un vistazo? -preguntó Bevin-. Creo que el teniente general Stuart tiene las llaves.

– No, no quiero. -Churchill empezaba a impacientarse. No le gustaba estar allí. Le cortó en seco y dijo-: Oye, ¿te importaría ir al grano? ¿Qué quieres?

Bevin dio voz a la introducción que había ensayado:

– Ha surgido un asunto de lo más inesperado, y de suma importancia. El gobierno debe abordarlo con sumo cuidado y delicadeza. Dado que Estados Unidos está implicado, el primer ministro se pregunta si no harías una excepción y le ayudarías personalmente con el problema.

– Estoy en la oposición -dijo Churchill fríamente-. ¿Por qué iba yo a querer ayudarle en nada que no fuera dejar libre Downing Street y que yo volviera a mi antigua oficina?

– Porque eres el mayor patriota que la nación ha tenido nunca. Y porque al hombre que tengo frente a mí le importa más el bienestar del pueblo británico que sus propias conveniencias políticas. Por eso creo que tal vez quieras ayudar al gobierno.

Churchill, sabedor de que estaban jugando con él, parecía perplejo.

– ¿En qué demonios os habéis metido para tocarme la fibra patriótica? Vamos, sigue, cuéntame el lío que habéis montado.

– Esa carpeta es un resumen de nuestra situación. -Bevin señaló el archivador rojo con la cabeza-. Me preguntaba si podrías echarle un vistazo. ¿Has traído las gafas de leer?

Churchill hurgó en el bolsillo interior de la chaqueta.

– Las he traído. -Se ajustó los endebles alambres a los lados de su enorme cabeza-. ¿Y tú qué? ¿Vas a quedarte ahí sentado rascándote la barriga?

Bevin asintió y se recostó en la sencilla silla de madera. Observó cómo Churchill resoplaba y abría la carpeta. Observó cómo leía el primer párrafo. Observó cómo se quitaba las gafas y le preguntaba:

– ¿Qué es esto, una broma? ¿De verdad esperas que me crea esto?

– No es una broma. Increíble, sí. Falso, no. A medida que avances en la lectura verás el trabajo preliminar que la inteligencia militar ha hecho para la autentificación de estos descubrimientos.

– No es esto lo que esperaba encontrar. Bevin asintió.

Si

Antes de terminar de leer, Churchill encendió un puro. Su antiguo cenicero aún andaba por ahí. De vez en cuando mascullaba algo ininteligible. En una ocasión exclamó: «¡Precisamente en la isla de Wight!». En un momento dado se levantó para estirar las piernas y volver a encender el puro. Cada dos por tres fruncía el ceño y se quedaba mirando a Bevin de manera inquisitiva. Diez minutos después, había acabado. Se quitó las gafas, las guardó y dio una larga calada a su habano.

– ¿Estoy incluido yo en eso?

– Desde luego, pero no conozco los detalles -dijo Bevin con seriedad.

– ¿Y tú? -preguntó Churchill. -No lo he preguntado.

De repente Churchill pareció animarse, como había pasado tantas otras veces en esa misma sala, con la sangre hirviéndole en las venas.

– ¡Esto hay que ocultarlo a la opinión pública! Todavía estamos despertando de nuestra peor pesadilla. Esto solo nos hundiría más en la oscuridad y el caos.

– Eso es justamente lo que nosotros pensamos.

– ¿Quién está al corriente? ¿Con qué precisión se puede controlar?

– El círculo es pequeño. Aparte del jefe de Gobierno, yo soy el único ministro que lo sabe. Hay menos de media docena de militares que saben lo suficiente para conectar los puntos. Y luego, por supuesto, están el profesor Atwood y su equipo.

Churchill soltó un gruñido.

– Ese sí es un problema. Hicisteis bien en aislarlos.

– Y por último -continuó Bevin-, los americanos. Dada la especial relación que tenemos con ellos, hemos creído necesario informar al presidente Truman, pero nos han asegurado que solo un pequeño número de su gente está al corriente.

– ¿Esa es la razón por la que habéis acudido a mí? ¿Los yanquis?

Bevin sintió por fin suficiente calor como para quitarse el abrigo.

– Te seré totalmente sincero. El primer ministro quiere que trates con Truman. Sus relaciones están estancadas. El gobierno desea delegar en ti esta tarea. No queremos estar implicados en esto más allá del día de hoy. Los estadounidenses se han ofrecido a tomar posesión del material, y después de un debate interno nuestra posición es permitir que se lo queden. Nosotros no lo queremos. Al parecer ellos tienen todo tipo de ideas acerca de qué hacer con ello pero, francamente, no queremos conocerlas. Debemos centrarnos en la reconstrucción del país, y no podemos permitirnos la distracción, la responsabilidad (en caso de que hubiera una filtración), ni los costes. Aparte, habrá que tomar algunas decisiones respecto a Atwood y los otros. Te pedimos que te pongas al frente de este asunto no como líder de la oposición ni como figura política, sino a título personal, como líder moral.

Churchill asentía con la cabeza.

– Inteligente. Muy inteligente. Probablemente la idea es tuya. Yo habría hecho lo mismo. Escúchame, amigo, ¿puedes darme garantías de que esto no se usará en mi contra en el futuro? Planeo tenerte a mi lado en las próximas elecciones generales, y estaría feo que quisieras lanzarme un torpedo, tocarme y hundirme.

– Te lo garantizo -respondió Bevin-. Este problema trasciende la política.

Churchill se levantó y dio una palmada en el aire.

– Si es así, lo haré. Si puedes arreglarlo, llamaré a Harry por la mañana. Después me encargaré del rompecabezas de Atwood.

Bevin se aclaró la garganta, se le había quedado seca.

– La verdad es que esperaba que pudieras encargarte del profesor Atwood enseguida. Está al final del pasillo.

– ¡Está aquí! ¿Y quieres que me ocupe de él ahora? -preguntó Churchill, sin poder dar crédito.

Bevin asintió y se levantó un poco más rápido de lo que debía, como si estuviera huyendo.

– Te dejo; voy a informar personalmente al primer ministro. -Hizo una pausa para darle más énfasis-. El teniente general Stuart te prestará ayuda logística. Te asistirá hasta que el problema esté resuelto y todo el material haya abandonado territorio británico. ¿Te parece bien?

– Sí, por supuesto. Yo me ocuparé de todo.

– Gracias. El gobierno te lo agradece.

– Sí, sí, todo el mundo me lo agradecerá menos mi mujer, que me va a matar por perderme la cena -murmuró Churchill-. Que traigan a Atwood.

– ¿Quieres verlo? No pensaba que fuera estrictamente necesario.

– No se trata de que quiera verlo o no. Me da la sensación de que no tengo alternativa.


Geoffrey Atwood, sentado ante el hombre más famoso del mundo, parecía totalmente desconcertado. Estaba fuerte y en forma después de tantos años de trabajo de campo, pero tenía cara amarillenta y parecía enfermo. Aunque tenía cincuenta y dos años, las circunstancias del momento le hacían parecer una década más viejo. Churchill percibió un pequeño temblor en el brazo cuando aquel hombre levantó la taza de té con leche para llevársela a los labios.

– Llevo retenido contra mi voluntad casi dos semanas -soltó Atwood-. Mi mujer no sabe nada de todo esto. Cinco de mis colegas han sido arrestados, entre ellos una mujer. Con el debido respeto, señor primer ministro, esto es vergonzoso. Un miembro de mi grupo, Reginald Saunders, ha muerto. Todos estamos traumatizados por los acontecimientos.

– Sí -convino Churchill-, es una vergüenza. Y también traumático. Me han informado de lo del señor Saunders. No obstante, estoy seguro de que estará de acuerdo, profesor, en que todo este asunto es de lo más extraordinario.

– Bueno, sí, pero…

– ¿Qué tareas le asignaron durante la guerra?

– Hicieron buen uso de mis habilidades, señor primer ministro. Estaba con un regimiento que se dedicaba a la preservación y catalogación de las antigüedades y obras de arte recuperadas de los saqueos que los nazis hicieron en los museos del continente.

– Ah -intervino Churchill-, eso está muy bien. Y una vez liberado volvió a sus tareas universitarias.

– Sí. Ostento la cátedra Butterworth de Arqueología y Antigüedades de Cambridge.

– ¿Y la excavación de la isla de Wight era su primer trabajo de campo desde la guerra?

– Sí, ya había estado allí antes de la guerra, pero la excavación actual se realizaba en un sector nuevo.

– Ya veo. -Churchill buscó su caja de puros-. ¿Quiere uno? -preguntó-. ¿No? Bueno, espero que no le moleste. -Encendió una cerilla y aspiró vigorosamente hasta que toda la habitación quedó entre brumas-. Usted sabe dónde estamos ahora, ¿no es así, profesor?

Atwood asintió con una mirada inexpresiva.

– Muy pocas personas han visitado este lugar. Yo mismo jamás pensé que volvería a verlo, pero me han citado aquí, sacándome del semirretiro en que me encontraba, para lidiar con esta pequeña crisis.

– Comprendo las implicaciones de mi descubrimiento, señor primer ministro, pero no consigo entender que mi libertad y la de mi equipo estén en juego -protestó Atwood-. Si esto es una crisis, se trata de una crisis elaborada.

– Sí, entiendo su punto de vista, pero tal vez haya otros que difieran -dijo Churchill con una frialdad que inquietó al profesor-. Aquí hay otros problemas más importantes. Hay consecuencias que debemos considerar. ¡No podemos dejar que salga y publique sus hallazgos en una maldita revista!

El humo hizo resollar a Atwood, que tosió unas cuantas veces.

– He pensado en esto día y noche desde que nos pusieron bajo custodia. Le pido que tenga en cuenta que fui yo quien se puso en contacto con las autoridades. No acudí corriendo a Fleet Street a contárselo a la prensa, usted lo sabe. Estoy dispuesto a llegar a un acuerdo para mantener el secreto, y estoy seguro de que puedo persuadir a mis colegas para que hagan lo mismo. Con eso deberían desaparecer las preocupaciones.

– Esa, señor, es una propuesta muy útil que sopesaré adecuadamente. Usted sabe que en el curso de la guerra he tomado muchas decisiones difíciles en esta estancia. Decisiones de vida o muerte… -Recordó mentalmente una en particular, la horrible decisión de permitir que la Luftwaffe bombardeara Coventry sin que se hubiera ordenado la evacuación. Hacerlo habría sido un claro indicio para que los nazis se percataran de que los británicos habían roto sus códigos. Murieron cientos de civiles-. ¿Tiene usted hijos, profesor?

– Dos hijas y un hijo. El mayor tiene quince años.

– Bueno, no hay duda de que querrán ver a su padre de vuelta cuanto antes.

Atwood se emocionó y mostró su vena sensible.

– Usted fue una inspiración para todos nosotros, señor primer ministro, un héroe para todos nosotros, y a día de hoy es usted mi héroe personal. Le doy las gracias de todo corazón por haber intervenido. -Estaba llorando.

A Churchill le horrorizó que un hombre permitiera que lo vieran así.

– No piense más en ello. Bien está lo que bien acaba.

Tras esto, Churchill se quedó solo allí sentado, con el puro a medio fumar. Casi podía oír los ecos de la guerra, las voces apremiantes, la electricidad estática de las transmisiones sin cable, el crujido distante del zumbido de las bombas. La columna de humo azul del puro y las espirales que formaba eran como apariciones fantasmagóricas que flotaban en el miasma subterráneo.

El teniente general Stuart, un hombre al que Churchill había conocido durante la guerra, entró en la sala y se detuvo en posición de firmes.

– Descanse, teniente general. ¿Le han contado que este lío está ahora en mis manos?

– Me han informado, señor primer ministro.

Churchill dejó el puro en su viejo cenicero.

– Tienen a Atwood y a los suyos en Aldershot, ¿correcto?

– Correcto, señor. El profesor cree que ha sido liberado.

– ¿Liberado? No. Llévelo con su gente. Estaremos en contacto. Este es un asunto delicado. No podemos precipitarnos.

El general miró a ese hombre corpulento, dio un taconazo y saludó con elegancia.

Churchill recogió su abrigo y su sombrero y salió por última vez de la Sala de Guerra sin mirar atrás.


10 de julio de 1941,

Washington, DC


Harry Truman parecía pequeño ante el enorme escritorio del Despacho Oval. Iba hecho un pincel: corbata a rayas blanquiazul anudada con cuidado, traje de verano color marengo abotonado hasta arriba, zapatos de costura inglesa negros relucientes, y cada mechón de su ralo cabello perfectamente peinado.

Estaba en el ecuador de su primer mandato y ya tenía una guerra a sus espaldas. Ningún presidente desde Lincoln había tenido que soportar esa prueba de fuego. Los caprichos de la historia le habían catapultado a una posición inconcebible. Nadie, ni siquiera él mismo, habría apostado por que ese hombre simplón y más bien mediocre llegaría a la Casa Blanca. Ni cuando vendía camisas de seda en Truman & Jacobson en Kansas City veinticinco años atrás; ni cuando, como juez del condado de Jackson, se convirtió en una garra más de la máquina democrática del jefe Pendergast; ni cuando fue senador por Missouri, otra marioneta de apoyo; ni siquiera cuando Franklin Delano Roosevelt lo eligió como candidato a la vicepresidencia, un compromiso sorprendente que se forjó en la pegajosa y caldeada trastienda de la convención de Chicago de 1944.

Pero ochenta y dos días después de que le nombraran vicepresidente Truman era citado con urgencia en la Casa Blanca para ser informado de la muerte de Roosevelt. De repente debía tomar el relevo de un hombre con el que apenas había hablado durante los tres primeros meses del mandato. En el círculo interno del presidente se le había declarado «persona non grata». Le habían dejado fuera del circuito cerrado de la planificación de la guerra. Jamás había oído hablar del Proyecto Manhattan. «Chicos, os pido que recéis por mí», les dijo a un grupo de reporteros que le esperaban, y lo dijo de todo corazón. Cuatro meses más tarde, el ex vendedor de camisas estaba autorizando el bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki.

En 1947 estaba metido en la difícil tarea de gobernar una superpotencia en un mundo caótico, pero su estilo metódico y decidido le estaba rindiendo un buen servicio y había conseguido mantener el paso. Los acontecimientos se habían desarrollado de manera rápida y vertiginosa: la reconstrucción de Europa con el Plan Marshall, la fundación de las Naciones Unidas, la lucha contra el comunismo con su Ley de Seguridad Nacional, la reactivación automática de la economía del país con su Trato Justo. «Puedo desempeñar este cargo -se decía a sí mismo-. Demonios, estoy hecho para esto.» Entonces cayó en su agenda algo de fuera de este mundo. Estaba allí, ante él, sobre su vacío escritorio, junto a su famosa placa: THE BUCK STOPS HERE.

El sobre de papel manila estaba marcado con letras rojas: PROYECTO VECTIS-ACCESO: ULTRASECRETO.

Truman recordó la llamada telefónica que había recibido de Londres cinco meses antes, uno de esos vividos acontecimientos que quedarían permanente y exquisitamente grabados en su memoria. Recordó cómo iba vestido aquel día, la manzana que se estaba comiendo, en qué estaba pensando en los momentos previos y posteriores a la llamada de Winston Churchill.

– Me alegro de oírle -le había dicho-. ¡Menuda sorpresa!

– Hola, señor presidente. Espero que esté usted bien.

– Nunca he estado mejor. ¿En qué puedo ayudarle?

A pesar del ruido estático en la línea transatlántica, Truman percibía la opresión en la voz de Churchill.

– Señor presidente, puede usted hacer mucho. Nos encontramos ante una situación extraordinaria.

– No le quepa duda de que lo haré si está en mi mano. ¿Es esta una llamada oficial?

– Lo es. Me han pedido que la haga. Al sur de nuestras costas se halla la isla de Wight.

– Sí, he oído hablar de ella.

– Un equipo de arqueólogos ha encontrado algo allí que, sinceramente, es demasiado peligroso para tratar con ello. El descubrimiento es de vital importancia, pero somos conscientes de que carecemos de la capacidad necesaria para lidiar con ello en esta situación de posguerra. En el mejor de los casos sería una distracción nacional; en el peor, una catástrofe nacional.

Truman podía imaginarse a Churchill allí sentado, inclinándose hacia el teléfono, su enorme figura apenas visible tras la columna de humo del puro.

– ¿Por qué no me dice qué han encontrado sus chicos?

El pequeño presidente imperturbable escuchaba, tenía la pluma preparada por si acaso debía hacer alguna anotación. Poco después dejó caer la pluma, que no había usado, y sus dedos tamborilearon nerviosos en el escritorio. De repente la corbata le apretaba demasiado y el trabajo le venía grande. Había creído que lo de la bomba atómica había sido su prueba de fuego. Ahora solo le parecía el precalentamiento hacia algo de mayor envergadura.

Aparte del presidente de Estados Unidos solo había seis hombres en el gobierno que tenían autorización Ultra, una denominación tan reservada que incluso su nombre era alto secreto. Cientos de personas, tal vez miles, habían tenido conocimiento del Proyecto Manhattan en su día, pero solo media docena de ellas estaban al tanto del Proyecto Vectis. El único miembro del gabinete de Truman que tenía autorización Ultra era James Forrestal. A Truman le caía bastante bien Forrestal, pero además confiaba en él plenamente. Era un tipo como él, había sido un hombre de negocios antes de comprometerse con el servicio público. Había sido secretario de Marina con Franklin Delano Roosevelt, y Truman lo mantuvo en su puesto.

Forrestal, frío, exigente y adicto al trabajo, compartía la rabiosa visión anticomunista del presidente. Truman había estado preparándolo para algo más importante. A su debido momento Forrestal asumiría el nuevo cargo de ministro de Defensa. Y el Proyecto Vectis recaería en él a tiempo completo.

Truman rompió el lacre de cera de la carpeta carmesí, una herramienta de privacidad arcaica pero efectiva. En su interior había un memorando escrito por el contraalmirante Roscoe Hillenkoetter, otro de su círculo que tenía acceso Ultra y al que Truman nombraría en breve director en jefe de una nueva agencia que se llamaría CÍA. Truman leyó el memorando, luego metió la mano dentro del paquete y sacó un puñado de recortes de periódico.

Roswell Daily Record: EL EJÉRCITO DEL AIRE CAPTURA PLATILLO VOLANTE EN UN RANCHO DE LA REGIÓN DE ROSWELL; y al día siguiente: EL GENERAL RAMEY VACÍA EL PLATILLO VOLANTE. Sacramento Bee: EL EJÉRCITO REVELA QUE SE HA ENCONTRADO UN DISCO VOLANTE EN NUEVO MÉXICO. Había unas cuantas decenas más de noticias parecidas de las diferentes asociaciones de prensa nacionales e internacionales.

«Alea jacta est», pensó Truman recordando el latín aprendido cuando era joven. César cruzó el Rubicón afirmando: «La suerte está echada», y alteró el curso de la historia al desafiar al Senado y entrar en Roma con sus legiones. Truman le quitó el capuchón a su pluma y escribió un breve mensaje a Hillenkoetter en una hoja limpia con el membrete de la Casa Blanca. Volvió a meter su carta y los demás papeles en la carpeta y sacó del primer cajón que había a la derecha en su escritorio su pintoresco kit de lacre dorado. Encendió su Zippo, prendió la mecha de un botecito de queroseno y lentamente, gota a gota, fundió sobre el cartón un trozo de cera, hasta que se formó un charquito color rojo sangre. La suerte estaba echada.


El 24 de junio de 1947 un piloto privado que sobrevolaba el monte Rainier, en el estado de Washington, informó sobre unos objetos con forma de platillos que volaban a gran velocidad y de manera errática. Unos días después eran cientos las personas que habían tenido sus propios avistamientos por todo el país y los periódicos se llenaron de platillos volantes. Roswell estaba a punto de caramelo.

Diez días más tarde, en el día de la Independencia, en el transcurso de una fiera tormenta eléctrica, el cielo nocturno de Roswell, Nuevo México, quedó iluminado por un flamante objeto azul que cayó a tierra al norte de la ciudad. Aquellos que lo vieron juraron que no fue un relámpago ni nada parecido.

A la mañana siguiente, Mack Brazel, capataz del rancho de J. B. Foster, una granja de ovejas a unos ciento veinte kilómetros al noroeste de Roswell, estaba conduciendo un rebaño hasta su abrevadero cuando descubrió un campo en el que había esparcidas piezas de metal, aluminio y goma. La densidad de desperdicios era tal que las ovejas se negaron a atravesar el pastizal y hubo que rodearlo.

Brazel, un hombre sobrio con la piel ajada por las inclemencias del tiempo, le echó un vistazo y se convenció a sí mismo de que aquello no era como los globos sonda de aluminio que había encontrado en el pasado. Eso era algo mucho más sustancioso. En las inspecciones que siguieron descubrió el dibujo entrecruzado de unas huellas de neumático que salían del campo de los residuos. «Huellas de todoterreno -pensó-. ¿Quién demonios ha estado en mis tierras?» Recogió unos pocos fragmentos de metal y acabó su labor de pastoreo. Algo más tarde llamó al sheriff del condado de Chavez, George Wilcox, y le dijo como si tal cosa: «George, ¿sabes todo eso que dicen de los platillos volantes? Pues creo que hay uno esparcido por mis tierras.»

Wilcox conocía bien a Brazel y sabía que no estaba chiflado. Si Mack decía eso, por Dios que se lo tomaría en serio. Hizo una llamada a la base de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos de Roswell, la brigada 509, y puso sobre aviso al comandante. El coronel William Blanchard, por su parte, movilizó a sus dos oficiales de alta inteligencia, Jesse Marcel y Sheridan Cavitt, para que fueran al rancho a la mañana siguiente. Después de eso hizo llegar un mensaje a su superior en el Octavo Regimiento de las Fuerzas Aéreas, el general de brigada Roger Ramey quien insistió en que se le mantuviera informado con pelos y señales de lo que ocurriera en el campo. El general creía firmemente en aquello de que «la mierda siempre sale a la superficie», así que llamó a Washington e hizo un informe preliminar a un asistente del secretario del Ejército. Se quedó a la espera de que le devolvieran la llamada.

En unos minutos el asistente le informó de que tenía a Washington al otro lado de la línea.

– ¿Secretario Patterson? -preguntó.

– No, señor -le respondieron-. Aquí el secretario de Marina, el señor Forrestal.

«¿La marina? Pero ¿qué diantres está pasando aquí?», se preguntó.


El domingo por la mañana el calor ya estaba horneando el barro rojo cuando Mack Brazel se encontró con los dos oficiales de inteligencia, junto a una patrulla de soldados, a la entrada del rancho. El convoy siguió la camioneta de Brazel por los caminos polvorientos hasta la frondosa ladera de la colina en la que estaban la mayoría de los residuos. Las tropas, arrastrando los pies con dificultad bajo el sol abrasador, marcaron el perímetro, en tanto que el comandante Marcel, un joven pensativo, fumaba un cigarrillo detrás de otro mientras hurgaba entre los restos. Cuando Brazel señaló hacia las huellas de las ruedas y le preguntó si el ejército había pasado por allí con anterioridad, el comandante dio una calada especialmente larga y respondió: «Le aseguro que no tengo conocimiento de eso, señor».

En unas horas las tropas habían recogido cosas del lugar, habían cargado un montón de residuos en sus camionetas cubiertas con lonas y se habían marchado. Brazel observó cómo el convoy desaparecía en el horizonte y sacó un trozo de metal de su bolsillo. Era tan fino y tan ligero como el papel de aluminio que hay dentro de los paquetes de tabaco. Pero había algo extraño en él. Brazel era un tipo fuerte con manos como palas, pero por más que lo intentaba no podía doblarlo ni un poquito.

Durante los dos días siguientes Brazel observó el ir y venir del ejército del lugar del impacto. Le dijeron que se mantuviera a distancia. El martes por la mañana estuvo seguro de haber visto la estrella de un general de brigada en un todo terreno que pasó a toda velocidad. Era inevitable que toda la ciudad supiera que algo estaba pasando en el rancho de Foster, y el martes por la tarde el ejército ya no podía encubrir más la historia. El coronel Blanchard envió a la prensa un comunicado oficial de las Fuerzas Aéreas en el que se admitía que un granjero local había encontrado un platillo volante. El artefacto había sido recuperado por la Oficina de Inteligencia base y había sido transferido a unas dependencias de mayor capacidad. Esa misma tarde el Roswell Daily Record dio el campanazo con una edición especial y comenzó el frenesí en todos los medios de comunicación.

Curiosamente, una hora después del anuncio oficial de Blanchard, el general Ramey estaba al teléfono con la agencia internacional de prensa cambiando la versión de la historia. No era un platillo volante ni nada por el estilo. Se trataba de un globo sonda ordinario con un radar reflector, nada como para llevarse las manos a la cabeza. ¿Podría la prensa tomar fotos de los restos? El general contestó que bueno, que Washington había levantado un cerco de seguridad en toda la zona pero que vería qué podía hacer para ayudarles. Poco después había invitado a los fotógrafos a su oficina de Texas para que tomaran fotos de un globo sonda laminado en aluminio que yacía sobre su moqueta. «Aquí lo tienen, caballeros. Este es el culpable de tanto alboroto.»

En una semana la historia perdería fuelle a nivel nacional. Aunque en Roswell había rumores sobre extraños acontecimientos que habían tenido lugar desde las primeras horas y hasta días después del impacto. Se decía que el ejército había estado en el lugar antes de que llegara Brazel, que había un platillo prácticamente intacto, y que por la mañana temprano se recogieron cinco pequeños cuerpos que no eran de seres humanos y a los que se les realizó la autopsia en la base militar.

Más tarde, una enfermera del ejército que había estado presente durante las autopsias hablaría en Roswell con un agente funerario amigo suyo y le dibujaría en una servilleta bocetos en los que aparecían unos seres enclenques de cabezas alargadas y ojos inmensos. El ejército retuvo en su custodia a Mack Brazel por un tiempo y después de esto sus ganas de hablar disminuyeron ostensiblemente. En los días siguientes al suceso, todos aquellos que habían sido testigos del impacto y de la recuperación de los restos, o cambiaron sus historias, o se les sellaron los labios o les enviaron lejos de Roswell; de algunos de ellos nunca más se supo.


Truman respondió a la línea que le conectaba con su secretaria. -Señor presidente, el secretario de Marina ha llegado.

– Está bien. Hágale pasar.

Forrestal, un hombre pulcro cuyo rasgo más significativo eran sus prominentes orejas, tomó asiento ante Truman con la espalda como un cirio y con el mismo aspecto que cuando era un banquero con traje de raya diplomática.

– Jim, me gustaría que me pusieras al día del Vectis -comenzó Truman, saltándose los saludos. Eso a Forrestal le iba perfecto, pues era un hombre que usaba las mínimas palabras posibles para dejar las cosas claras.

– Yo diría que todo va como habíamos previsto, señor presidente.

– La situación en Roswell… ¿cómo va eso?

– Estamos revolviendo el caldo en su justa medida, según mi opinión.

Truman asintió enérgicamente.

– Esa es la impresión que tengo por los recortes de la prensa. ¿Y cómo se están tomando los chicos del ejército eso de recibir órdenes directas del secretario de Marina? -dijo Truman entre risas.

– No les complace demasiado, señor presidente.

– ¡No, estoy seguro de que no! No me equivoqué al elegirte. Ahora se trata de una operación de la marina, así que los chicos tendrán que empezar a acostumbrarse a ello. Ahora cuéntame sobre ese sitio de Nevada. ¿Cómo están las cosas por allí?

– Groom Lake. La semana pasada visité el escenario. No es muy acogedor. Yo diría que eso que llaman lago lleva seco unos cuantos siglos. Es un lugar remoto, limita con nuestra zona de pruebas deYucca Fíats. No habrá problema con los visitantes, pero incluso en caso de que alguien intentara encontrarlo, geográficamente, con toda esa multitud de colinas y montañas en los alrededores, resulta bastante defendible. El Cuerpo de Ingenieros del Ejército está haciendo excelentes progresos. Van adelantados respecto al plan previsto. Han construido una pista, hangares y barracones rudimentarios.

Truman se puso las manos detrás del cuello y se relajó ante las buenas noticias.

– Eso está bien. Sigue.

– Las excavaciones de las dependencias subterráneas ya han terminado. Están poniendo cemento y en breve comenzarán los trabajos de ventilación y electricidad. Confío en que las dependencias estarán a pleno nivel de operatividad en el tiempo previsto.

Truman parecía satisfecho. Su hombre estaba haciendo bien su trabajo.

– ¿Qué se siente al ser contratista general del proyecto de edificación más secreto del mundo? -preguntó.

Forrestal reflexionó.

– Una vez construí una casa en el condado de Westchester. En cierto modo este proyecto es menos exigente.

El rostro de Truman se contrajo.

– Porque tu mujer no está mirando por encima de tu hombro, ¿me equivoco?

– No se equivoca, señor -contestó Forrestal sin frivolidad ninguna.

Truman se inclinó hacia delante y bajó el tono de voz.

– ¿El material británico sigue arriado en Maryland?

– Sería más fácil si lo tuviéramos en Fort Knox.

– ¿Cómo vas a hacer para cruzar el país hasta Nevada?

– El almirante Hillenkoetter y yo aún estamos discutiendo el tema del transporte. Yo estoy a favor de un convoy de camiones. Él prefiere aviones de cargamento. Cada opción tiene sus ventajas y sus inconvenientes.

– ¡Qué leches! -dijo Truman soltando un gallo-. Eso es cosa vuestra, chicos. No seré yo quien os condene. Dime solo una cosa más. ¿Cómo vamos a llamar a esta base?

– Su nomenclatura cartográfica oficial es NTS 51, señor presidente. El cuerpo de ingeniería la llama Área 51.


El 28 de marzo del año 1949, James Forrestal dimitió de su cargo como ministro de Defensa. A Truman no le llegó el eco de ningún problema hasta una semana antes, cuando el hombre de repente parecía desquiciado. Su comportamiento se volvió imprevisible, tenía un aspecto desaseado y el pelo alborotado, no comía ni dormía, y no había duda de que no estaba en condiciones de prestar servicio. Se corrió la voz de que había sufrido un auténtico colapso mental por estrés en el trabajo, y el rumor se confirmó cuando le ingresaron en el Hospital Naval Bethesda. Forrestal jamás salió de su confinamiento. El 22 de mayo encontraron su cadáver: suicidio; un muñeco de trapo ensangrentado tirado sobre el tejado de la tercera planta bajo el piso dieciséis de su pabellón. Se las había ingeniado para abrir una de las ventanas de la cocina que había frente a su habitación.

En los bolsillos de su pijama encontraron dos trozos de papel. Uno era un poema de una tragedia de Sófocles, Ayax, escrito con la mano temblorosa de Forrestal:


Ante la oscura visión de la tumba abismal

apiádate de la madre cuando su día acabe,

apiádate de su desolado corazón y sus grises sienes

cuando ella tenga que soportar

la historia del que más quiere susurrada en su oído:

«Ay, ay», será el grito.

No hay murmullo más calmo que el tembloroso quejido

del pájaro solitario, el ruiseñor lastimero.


En el otro trozo de papel solo había una línea escrita: «Hoy es 22 de mayo del año 1949, el día en que yo, James Vincent Forrestal, debo morir».


11 de junio de 2009,

Nueva York


Aunque vivía en Nueva York, Will no era neoyorquino. Estaba allí como una nota adhesiva que puedes arrancar sin esfuerzo y pegar en cualquier otro sitio. Nunca se hizo al lugar, no conectaban. Ni sentía su ritmo ni poseía su ADN. Pasaba de todo lo nuevo y lo que estaba de moda: restaurantes, galerías, exposiciones, espectáculos, clubes. Él venía de fuera y no quería estar dentro. Si la ciudad fuera una tela, él sería una hebra deshilachada. Comía, bebía, dormía, trabajaba y de vez en cuando copulaba en Nueva York, pero aparte de eso nada le interesaba. Tenía su bar preferido en la Segunda Ave nida, una buena cena griega en la calle Veintitrés, buena comida china para llevar en la Veinticuatro, una tienda de comestibles y una amable licorería en la Tercera Avenida. Ese era su microcosmos, un insulso cuadrado de asfalto con su propia banda sonora: el constante gemido de las ambulancias luchando contra el tráfico para hacer llegar los restos de la ciudad hasta Bellevue. Catorce meses serían tiempo suficiente para hacerse una idea de dónde quería que estuviese su hogar, pero ya sabía que no sería en Nueva York.

No era extraño que no estuviera al tanto de que Hamilton Heights era un barrio que se estaba poniendo de moda.

– ¡Venga ya! -contestó con desinterés-. ¿En Harlem?

– ¡Sí! En Harlem -afirmó Nancy-. Muchos profesionales se han mudado a la zona norte. Tienen un Starbucks.

El tráfico estaba alborotado, avanzaban a paso de tortuga en hora punta, y ella hablaba por los codos.

– Ahí está el City College de Nueva York -añadió con entusiasmo-. Hay un montón de estudiantes y de profesionales, unos cuantos restaurantes fabulosos, cosas así, y es mucho más barato que la mayoría de los barrios de Manhattan.

– ¿Has estado allí alguna vez?

Aquí Nancy se desinfló un poco.

– Pues no.

– Entonces, ¿cómo sabes tanto?

– Lo he leído, ya sabes, la revista New York, el Times.

A Nancy, al contrario que a Will, le encantaba la ciudad. Había crecido en las afueras, en White Plains. Sus abuelos todavía vivían en Queens, emigrantes polacos que parecían no haber salido aún del barco, con su marcado acento y las costumbres de su país de origen. El hogar de Nancy era White Plains, pero la ciudad había sido su parque de juegos, el lugar donde había aprendido sobre música y arte, donde había tomado su primera copa, donde había perdido la virginidad en su habitación en la facultad de justicia criminal John Jay, donde había superado el listón tras graduarse como la mejor de su clase en la Facultad de Derecho de la Universidad de Fordham, donde había conseguido su primer trabajo en el departamento después de Quantico. No tenía el tiempo ni el dinero necesarios para vivir la experiencia de Nueva York al máximo, pero estaba decidida a tomarle el pulso a la ciudad.

Cruzaron sobre las turbias aguas del río Harlem y se abrieron paso hasta el cruce de la calle Ciento cuarenta Oeste con Nicholas Avenue, donde el edificio de doce plantas estaba convenientemente rodeado por media docena de coches patrulla de la comisaría 32 de Manhattan Norte. St. Nicholas Avenue era ancha y limpia. Estaba bordeada por una franja de césped verde menta, un cortafuegos entre el vecindario y el City College de Nueva York. La zona tenía un aspecto sorprendentemente próspero. En la cara de satisfacción de Nancy se leía: «Te lo dije».

El apartamento de Lucius Robertson estaba en el ático. Sus amplios ventanales abarcaban todo St. Nicholas Park, el compacto campus de la universidad y, más allá, el río Hudson y el boscoso New Jersey Palisades. En la lejanía, una barcaza color ladrillo, larga como un campo de fútbol, resoplaba hacia el sur arrastrada por un remolcador. El sol brilló en un antiguo telescopio dorado que descansaba sobre un trípode y Will sintió su atracción, ese impulso infantil de poner el ojo en la mirilla.

Se resistió, hizo destellar su placa e informó de su llegada.

– ¡Ha llegado la caballería! -dijo un sargento, un fornido afroamericano deseoso de acabar su jornada.

También los policías de uniforme y los detectives parecieron aliviados. Les habían ampliado el horario y aspiraban a hacer mejor uso de su preciosa tarde de verano. En su lista de prioridades, la cerveza fría y las barbacoas estaban antes que el hacer de niñeras.

– ¿Dónde está nuestro chico? -preguntó Will al sargento.

– En la habitación. Se ha echado. Hemos registrado todo el apartamento. Incluso tiene un perro. Esto está limpio.

– ¿Tienen la postal?

Estaba embolsada y etiquetada: «Lucius Jefferson Robertson, calle Ciento cuarenta Oeste, 384, Nueva York, NY 10030». En la parte de atrás, el ataúd y la fecha: 11 de junio de 2009.

Will se la pasó a Nancy y examinó el lugar. El mobiliario era moderno, caro, un par de adornos orientales bonitos y paredes con pintura mate llenas de óleos del siglo XX de galerías de postín. Había un mural lleno de vinilos y CD enmarcados. Junto a la cocina, un Steinway de cola con algunas partituras. En un armario se apretujaban un equipo de música de lujo y cientos de CD.

– ¿Ese tipo es músico? -preguntó Will.

El sargento asintió.

– Jazz. Yo no había oído hablar de él, pero Monroe dice que es famoso.

– Sí que es famoso, sí -dijo al momento un poli blanco y flacucho.

Tras una breve discusión estuvieron de acuerdo en que en adelante el FBI «custodiaría» al señor Robertson, y lo tendría en observación el tiempo que considerara necesario. Lo único que les quedaba era conocer a la persona que tendrían a su cargo.

– Señor Robertson -llamó el sargento desde la puerta del dormitorio-, ¿puede usted salir? El FBI quiere verlo.

– Está bien. Ya voy -se oyó al otro lado de la puerta.

Robertson parecía un viajero cansado; delgado, encorvado, salió de su habitación arrastrando las pantuflas; pantalones anchos, la camisa Chambray y una fina chaqueta de punto de color amarillo. Era un tipo de sesenta y seis años que aparentaba más. Las líneas que le surcaban el rostro eran tan profundas que se habría podido colar una moneda de diez centavos entre ellas. El color de su piel era negro puro, sin rastro de marrón, salvo en las palmas de sus manos de largos dedos, que eran pálidas, café con leche. Llevaba el pelo y la barba muy cortos, y tenía el cabello más cano que oscuro.

Vio a los recién llegados.

– Hola, ¿qué tal? -dijo a Will y Nancy-. Siento mucho causar tanto alboroto.

Will y Nancy se presentaron de manera formal.

– No me llamen señor Robertson, por favor -protestó el hombre-. Mis amigos me llaman Clive.


La policía no tardó en despejar la zona. El sol descendía sobre el río Hudson y comenzó a sumergirse y expandirse como un enorme pomelo. Will cerró las cortinas del comedor y bajó las persianas del dormitorio de Clive. En ninguno de los casos había intervenido un francotirador, pero el asesino del Juicio Final no paraba de mezclar las cosas. Nancy y él volvieron a inspeccionar cada palmo del apartamento, y mientras ella se quedaba con Clive, Will hizo un barrido del vestíbulo y el hueco de la escalera.

La entrevista fue rápida, no había mucho que contar. Clive había llegado a la ciudad a media tarde después de una gira por tres ciudades con su quinteto. Nadie tenía llave del apartamento y, por lo que él sabía, no habían tocado nada en su ausencia. Tras un vuelo sin incidencias desde Chicago, había tomado un taxi en el aeropuerto hasta su casa, donde encontró la postal enterrada entre el montón de correo de la semana. La reconoció de inmediato, llamó al 911 y eso era todo.

Nancy le recitó los nombres y las direcciones de las víctimas del Juicio Final, pero Clive sacudió la cabeza con tristeza. No conocía a ninguno de ellos.

– ¿Por qué puede querer ese tipo hacerme daño? -se lamentó con su ronca voz-. Solo soy un pianista.

Nancy cerró su libreta y Will se encogió de hombros. Con eso bastaba. Eran casi las ocho. Quedaban cuatro horas para que terminara el día del Juicio Final.

– Tengo la nevera vacía porque he estado fuera, si no les ofrecería algo de comer.

– Pediremos algo -dijo Will-. ¿Qué hay de bueno por aquí? -Enseguida añadió-: Paga el gobierno.

Clive les aconsejó las costillas del Charley´s, que estaba en Frederick Douglass Boulevard; llamó por teléfono y realizó un complicado pedido con cinco platos diferentes.

– Use mi nombre -susurró Will al tiempo que se lo escribía en mayúsculas.

Mientras esperaban idearon un plan. No perderían de vista a Clive hasta la medianoche. No contestaría al teléfono. Mientras durmiera, velarían su sueño desde el salón, y a la mañana siguiente volverían a evaluar el nivel de amenaza e idearían un nuevo plan de protección.

Se sentaron en silencio. Clive, nervioso, no paraba de moverse en su sillón favorito, enarcaba las cejas, se rascaba la barba. No estaba cómodo ante las visitas, y menos ante mojigatos agentes del FBI que bien podían haber llegado a su salón procedentes de otro planeta.

Nancy estiró el cuello y examinó los cuadros hasta que sus párpados se alzaron de golpe y exclamó:

– Eso no será un De Kooning…

Apuntaba hacia un lienzo de grandes dimensiones con trazos abstractos y manchas de colores primarios.

– Muy bien jovencita, eso es justo lo que es. Conoce el arte de su país.

– Es increíble -dijo entusiasmada-. Debe de valer una fortuna.

Will miró el cuadro de reojo. Le pareció el tipo de cosa que los niños llevaban a casa para colgarlo en la puerta de la nevera.

– Es muy valioso -dijo Clive-. Willem me lo regaló hace muchos años. Yo le puse su nombre a una pieza musical, así que estamos en paz, pero creo que salí ganando.

A partir de aquí los dos se enzarzaron en una charla atropellada sobre arte moderno, un tema del que Nancy parecía saber bastante. Will se aflojó el nudo de la corbata, miró su reloj y escuchó los rugidos de su estómago. Había sido un día muy largo. De no ser por ese defecto en el corazón de Mueller, estaría en su sofá viendo la televisión y metiéndose unos lingotazos de whisky Cada vez odiaba más a Mueller.

Unos nudillos golpearon la puerta principal. Will desenfundó su Glock.

– Llévalo al dormitorio.

Nancy cogió a Clive por la cintura y se apresuró a quitarle de en medio mientras Will echaba un vistazo por la mirilla.

Era un policía con una bolsa de papel enorme.

– Sus costillas -gritó-. Si no las quieren, los chicos y yo nos las comeremos.

Las costillas estaban buenas… No, estaban deliciosas. Se sentaron los tres alrededor de la pequeña mesa del comedor de Clive y comieron con ganas. Se sirvieron puré de patatas, macarrones con queso, maíz dulce y arroz con judías y acelgas, y masticaron y tragaron en silencio. La comida estaba demasiado buena para estropearla con una conversación banal. Primero acabó Clive y después Will, los dos a punto de reventar.

Nancy siguió a lo suyo durante unos cinco minutos más, siempre con el tenedor cargado. Los dos hombres la miraban con una especie de reservada admiración mientras mataban el tiempo educadamente abriendo unos paquetes con toallitas mojadas y limpiándose la salsa de barbacoa de los dedos de manera escrupulosa.

En el instituto Nancy era pequeñita y atlética. En el equipo de béisbol femenino jugaba de segunda base, y en el equipo de fútbol de la universidad jugaba de extremo. Durante el primer año que pasó fuera de casa sucumbió al síndrome del novato y comenzó a ganar peso. Engordó en la universidad, y siguió engordando en la escuela jurídica, con lo cual acabó bastante rechonchita. A mediados del segundo año de su especialización en Fordham decidió que quería hacer carrera en el FBI, pero su asesor de estudios le dijo que para eso tendría que ponerse en forma. Así pues, con una determinación suicida, siguió una dieta exprés e hizo jogging, hasta que se quedó en cincuenta y cinco kilos.

Que la destinaran a la oficina de Nueva York fue una buena y una mala noticia. La buena noticia era Nueva York. La mala noticia era Nueva York. Su rango como agente GS-10 conllevaba un salario base de unos 38.000 dólares, con un suplemento por disponibilidad absoluta como agente del orden público de 9.500 dólares. ¿Y dónde viviría ella en Nueva York ganando menos de cincuenta de los grandes? La respuesta era volver a su casa de White Plains, lo que incluía su antigua habitación, la cocina de mamá y fiambreras llenas de comida. Sus jornadas eran muy largas, y jamás vio un gimnasio por dentro. En tres años su peso aumentó de nuevo y rellenó su pequeña silueta.

Will y Clive la miraban como si estuviera participando en un concurso de comedores de perritos calientes. Avergonzada, se ruborizó y soltó los cubiertos.

Recogieron la mesa y lavaron los platos como si fueran una pequeña familia. Eran casi las diez de la noche.

Con un dedo, Will apartó las cortinas un par de centímetros. Era noche cerrada. Se puso de puntillas para poder ver lo que había abajo y vio a dos policías en el borde de la acera, donde se suponía que tenían que estar. Dejó que las cortinas se cerraran y comprobó el pestillo de la puerta principal. ¿Cuán decidido era el asesino? Ante un cordón policial, ¿qué haría? ¿Se retiraría y aceptaría la derrota? Al fin y al cabo, había asesinado a una anciana hacía menos de veinticuatro horas. Los asesinos en serie no eran tipos con energías de sobra, pero ese mataba por docenas. ¿Entraría echando abajo el muro del apartamento contiguo? ¿Se colgaría de una cuerda desde el tejado para entrar volando por la ventana? ¿Haría saltar por los aires el edificio para así matar a su víctima? Will no sabía a qué atenerse en cuanto al autor de los asesinatos; su comportamiento era atípico y.el hecho de que fuera impredecible le incomodaba enormemente.

Clive, sentado de nuevo en su sillón favorito, intentaba convencerse de que el tiempo era su mejor amigo. Estaba haciendo buenas migas con Nancy, que parecía entrar en trance con la cadencia lenta y precisa de su voz. Hablaban de música. A Will le daba la impresión de que ella también sabía lo suyo sobre el tema.

– Me está tomando el pelo. ¿Ha tocado con Miles?

– Sí, sí, he tocado con todos esos. Toqué con Herbie, con Dizzy con Sonny, con Ornette. He tenido suerte.

– ¿Cuál le gustaba más?

– Bueno, no podía ser otro sino Miles, jovencita. No necesariamente como ser humano, ya me entiende, pero como músico… ¡por todos los santos! Lo que tenía entre las manos no era una trompeta, era un cuerno de la abundancia enviado por el Señor. No, no, no era de este mundo. No hacía música, hacía magia. Cuando tocaba con él pensaba que las puertas del cielo se abrirían y aparecerían ángeles por todos lados. ¿Quiere que ponga algo de Miles para que vea a qué me refiero?

– Preferiría escuchar algo de su propia música -contestó Nancy.

– ¿Está intentando seducirme, señorita FBI? ¡Pues lo ha conseguido! ¿Sabía que su compañera es una seductora? -le dijo a Will.

– Es nuestro primer día juntos.

– Tiene personalidad. Con eso ya se puede llegar lejos. -Clive se levantó de la silla con esfuerzo y se dirigió hacia el piano. Se sentó en el taburete y abrió y cerró las manos para desentumecer las articulaciones-. A esta hora tendré que tocar algo suave, por los vecinos.

Empezó a tocar. Era una música lenta, fresca, de una rara ternura, cautivadoras melodías solo insinuadas que desaparecían entre la bruma y volvían a aparecer a su debido momento. Tocó durante un buen rato con los ojos cerrados; de vez en cuando tarareaba algún compás de acompañamiento. Nancy estaba embelesada, pero Will permanecía alerta, miraba la hora, buscaba entre las notas de música algún golpe, crujido o ruido nocturno.

Cuando Clive terminó, cuando la última nota se disolvió hasta la nada más absoluta, Nancy dijo:

– Cielo santo, ha sido maravilloso. Muchísimas gracias.

– No, gracias a usted por escuchar y por cuidar de mí esta noche. -Volvió a hundirse en su cómodo sillón-. Gracias a los dos. Hacen que me sienta realmente seguro y se lo agradezco mucho. Oiga, jefe -le dijo a Will-, ¿se me permite una copa antes de dormir?

– ¿Qué quiere? Yo se lo traigo.

– En la cocina, en el armario que hay a la derecha del fregadero hay una buena botella de Jack. No vaya a ponerle hielo…

Will encontró la botella, estaba medio llena. Le quitó el tapón y la olió. ¿Podrían haberla envenenado? ¿Así era como iba a ocurrir? Entonces tuvo una revelación: «Debo proteger a ese hombre y no me vendría mal un trago». Se sirvió un par de dedos y se lo bebió de una vez. Sabía como sabe el bourbon. Sintió un agradable zumbido en la cabeza. «Esperaré un par de minutos para ver si me muero; si no, ese buen hombre podrá tomarse su copita antes de acostarse», pensó, impresionado por su propia lógica.

– Jefe, ¿lo encuentra? -gritó Clive desde el salón.

– Sí, ya voy.

Había sobrevivido, así que sacó un vaso y se lo tendió a Clive, que olió su aliento y dijo:

– Hombre, me alegra ver que ya se ha servido. Nancy lo miró fijamente.

– Control de calidad, como el catador de comidas de los romanos -dijo Will, pero Nancy parecía estupefacta.

Clive comenzó a darle a la bebida y a la lengua.

– ¿Sabe, señorita FBI? Le voy a enviar algunos cedes de mi banda, los Clive Robertson Five. Somos una panda de carcas, pero seguimos dándole caña a lo nuestro, ya me entiende. Seguimos cocinando a fuego lento, y Harry Smiley, el batería, tiene fuego para dar y regalar.

Casi una hora después todavía estaba hablando de la vida en la carretera, de estilos de teclados, del negocio de la música. Se había acabado la copa. Su voz se fue apagando, los ojos se le cerraron de golpe y empezó a roncar suavemente.

– ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó Nancy en voz baja.

– Falta una hora hasta la medianoche. Que se quede ahí mientras esperamos.

Will se levantó.

– ¿Adónde vas?

– Al baño. ¿Te parece bien?

Nancy asintió con cara de enfado.

– ¿Qué? -dijo Will-. ¿Te creías que iba a ponerme otra copa? Por el amor de Dios, tenía que estar seguro de que no lo habían envenenado.

– Autosacrificio -comentó ella-. Admirable.

Cuando volvió de cambiarle el agua al canario estaba cabreado. Se esforzó por controlar el volumen de su voz.

– ¿Sabes, socia? Si quieres trabajar conmigo, tendrás que dejar de pontificar. ¿Cuántos años tienes?

– Treinta.

– Bien, cariño, cuando yo empecé a jugar a esto, tú todavía estabas en pañales, ¿vale?

– ¡No me llames «cariño»! -dijo Nancy entre dientes,

– Tienes razón, eso ha sido del todo inapropiado. No conseguirías mi cariño ni en un millón de años.

Ella respondió con una explosión de furia expresada en susurros.

– Pues me alegro, porque la última vez que saliste con alguien de la oficina faltó poco para que te despidieran. Felicidades, Will. Recuérdame que nunca me deje aconsejar por ti acerca de mi carrera.

Clive resopló y se medio estiró. Will y Nancy permanecieron en silencio, mirándose el uno al otro.

A Will no le sorprendió que ella estuviera al tanto de su accidentado pasado, no era lo que se dice un secreto de Estado, pero le impresionó que lo hubiera sacado a relucir tan pronto. Normalmente le costaba más tiempo poner a una mujer a punto de ebullición. La chica los tenía bien puestos, eso había que admitirlo.

Había aceptado el traslado a Nueva York seis años atrás, cuando Hal Sheridan le dio la patada definitiva y lo sacó del nido tras convencer a los de recursos humanos en Washington de que Will sería capaz de desempeñar funciones de dirección. La oficina de Nueva York consideró que era un candidato aceptable para el puesto de inspector del departamento de Robos a Gran Escala y Crímenes Violentos. Volvieron a mandarlo a Quantico para que hiciera un curso de dirección y allí le llenaron la cabeza con todo lo que un inspector moderno del FBI necesita saber. Por supuesto, sabía que no debía hacérselo con las de administración, aunque fueran de otro departamento, pero en Quantico jamás le pusieron una foto de Rita Mather en los manuales.

Rita era tan escultural, olía tan bien, era tan apetitosa, y sobre todo se suponía que era tan buena en la cama que Will no tuvo elección. Ocultaron el lío durante meses, hasta que el jefe de Rita en la oficina de delitos financieros no le concedió el aumento de sueldo que ella esperaba y le pidió a Will que interviniera. Cuando este puso pegas, Rita explotó y cortó con él. Y a continuación el desastre: escuchas disciplinarias, abogados saliendo hasta de debajo de las piedras y los de recursos humanos metiendo la directa. Le faltó poco para que lo despidieran, pero Hal Sheridan intervino y consiguió que solo le degradaran para que pudiera completar sus veinte años de servicio. El viernes Sue Sánchez estaba a las órdenes de Will; el lunes era Will el que estaba a las órdenes de Sue.

Él, por supuesto, se planteó la dimisión, pero, cielos, la pensión tan anhelada estaba tan cerquita… Aceptó su destino, hizo un curso obligatorio sobre acoso sexual, cumplió con su trabajo de manera adecuada y subió un pelín sus índices de alcohol.

Antes de que pudiera replicar, Clive se removió en el sillón y abrió los ojos. Durante unos instantes se sintió perdido hasta que se acordó de dónde estaba. Tenía los labios resecos. Se los humedeció y comprobó, nervioso, que aún llevaba en la muñeca su viejo Cartier.

– Bueno, todavía no estoy muerto. ¿Le parece bien que vaya a hacer un pis yo sólito, sin ayuda federal, jefe?

– No hay problema.

Clive se dio cuenta de que Nancy estaba enfadada.

– ¿Está bien, señorita FBI? Parece mosqueada. No se habrá mosqueado conmigo, ¿no?

– Claro que no.

– Entonces con el jefe.

Clive se balanceó hasta ponerse en posición vertical y enderezó dolorosamente sus artríticas rodillas.

Dio un par de pasos y se paró en seco. Su cara era una mezcla de alarma y sorpresa.

– ¡Por Dios!

Will recorrió rápidamente la habitación con la mirada. ¿Qué estaba pasando?

Descartó un posible tiro en una fracción de segundo.

Ni cristales rotos, ni un impacto sordo, ni chorros de sangre.

– ¡Will! -gritó Nancy al ver que Clive perdía el equilibrio y se estampaba contra el suelo.

El golpe fue tal que se le pulverizaron los huesos de la nariz por el impacto y la moqueta quedó salpicada con un estampado sanguinolento que parecía una pintura de Jackson Pollock. De haber sido un lienzo, a Clive le habría encantado añadirlo a su colección.


Siete meses antes,

Beverly Hills, California


Peter Benedict se vio reflejado y le maravilló cómo su imagen quedaba fragmentada y difuminada por la óptica del cristal. La fachada del edificio era una superficie cóncava que alzaba sus diez pisos de altura sobre Wilshire Boulevard y prácticamente te absorbía desde la acera hasta su vestíbulo oval de dos plantas. Había un austero patio de entrada con suelo de pizarra, frío y completamente vacío excepto por una escultura de bronce de Henry Moore, una estructura angulosa que recordaba a algo humano que se hallaba a un lado. El cristal del edificio era un espejo infalible que capturaba el humor y el color de los alrededores y, tratándose de Beverly Hills, el humor solía ser radiante y el color de un celeste intenso. La concavidad era tan marcada que el cristal recogía también imágenes de otros vidrios y las devolvía cual una ensalada de nubes, edificios, la escultura de Moore, los transeúntes y los coches, todo revuelto. Era maravilloso. Ese era su momento.

Había llegado a la cima. Tenía una cita planeada y confirmada para ver a Bernie Schwartz, uno de los dioses de Artist Talent Inc.

Peter había revisado todo su ropero. Nunca había tenido una cita como esa y le daba demasiada vergüenza preguntar cómo debía ir vestido. ¿Llevaban traje los agentes? ¿Y los escritores? ¿Debería intentar parecer conservador u hortera? ¿De corbata o más natural? Optó por algo intermedio: pantalones grises, camisa blanca, americana azul, mocasines negros. A medida que se acercaba se veía cada vez menos distorsionado y, consciente de su aspecto esquelético y de sus prominentes entradas, que normalmente escondía bajo una gorra, apartó la vista rápidamente. Sabía que cuanto más joven era un escritor, mejor, y le horrorizaba que esa cocorota calva le hiciera parecer demasiado viejo. ¿Por qué tenía que saber el mundo que pronto sería un cincuentón?

Las puertas giratorias lo llevaron hasta el aire frío. El mostrador de recepción era de madera noble pulida y seguía la concavidad del edificio. Incluso el suelo era cóncavo, fabricado con finos tablones de bambú curvado y resbaladizo. El diseño interior era luminoso, espacioso y lujoso. Había un montón de recepcionistas del tipo coristas con auriculares inalámbricos que decían al unísono: «ATI, ¿con quién le pongo? ATI, ¿con quién le pongo?».

Una y otra vez, una y otra vez; parecía que cantaran.

Giró el cuello en torno a aquel espacio acristalado y en lo más alto de las galerías vio a un ejército de jóvenes modernos que se movían con rapidez, y sí, los agentes llevaban traje. Aquello era Armania.

Se acercó al mostrador y tosió para que le prestaran atención. La mujer más hermosa que había visto en su vida le preguntó:

– ¿En qué puedo ayudarle?

– Tengo una cita con el señor Schwartz. Me llamo Peter Benedict.

– ¿Cuál de ellos?

Parpadeó con estupefacción y tartamudeó: -No… no… no sé a qué se refiere. Peter Benedict soy yo.

– ¿A qué señor Schwartz se refiere? -dijo ella con voz gélida-. Tenemos tres.

– ¡Ah, claro! Bernard Schwartz.

– Siéntese, por favor. Llamaré a su ayudante.

Si uno no supiera que Bernie Schwartz era uno de los mejores agentes de talentos de Hollywood, tampoco lo intuiría al ver su despacho en una octava planta. Quizá coleccionista de arte o antropólogo. No había ni carteles de películas, ni fotos junto a estrellas o políticos, ni premios, ni cintas de casete, ni DVD, ni pantallas de plasma ni revistas del sector. Nada salvo arte africano, todo tipo de esculturas de madera, cacharros decorativos, escudos, lanzas, pinturas geométricas, máscaras. Para ser un judío de Pasadena bajito, gordo y entrado en años, lo suyo con el continente negro era algo serio.

– ¿Me recuerdas el motivo de que reciba a este tipo? -gritó desde la puerta a uno de sus cuatro ayudantes.

– Víctor Kemp -dijo una voz de mujer.

Schwartz agitó la mano izquierda.

– Vale, vale. Ya me acuerdo. Dame la carpeta con la portada y entra a interrumpirme dentro de diez minutos como mucho. Mejor cinco.

Cuando Peter entró en la oficina del agente de inmediato se sintió incómodo en presencia de Bernie, a pesar de que el hombrecillo tenía una gran sonrisa y agitaba la mano desde detrás del escritorio como si fuera el oficial de cubierta de un portaaviones.

– Pasa, pasa.

Peter se acercó fingiendo estar contento, asaltado por todos esos primitivos artefactos africanos.

– ¿Qué puedo ofrecerte? ¿Un café, tal vez? Tenemos expreso, café con leche, lo que quieras. Soy Bernie Schwartz. Encantado de conocerte, Peter.

La escuálida mano de Peter quedó espachurrada por una mano pequeña y regordeta que la agitó unas cuantas veces.

– ¿Podría ser agua?

– Roz, ¿te importaría traerle agua al señor Benedict? Siéntate, siéntate allí. Ya me acerco yo al sofá.

En unos segundos, una chica china, otra belleza, se materializó allí con una botella de agua y un vaso. Todo en ese lugar se movía rápido.

– ¿Y qué, has venido en avión, Peter? -le preguntó Bernie.

– No, he venido en coche.

– Listo, muy listo. Te diré una cosa, no pienso volver a volar, al menos en un vuelo comercial. Todavía me parece que fue ayer el 11 de septiembre. Podría haber estado en uno de esos aviones. La hermana de mi mujer vive en Cape Cod. ¡Roz! ¿Me puedes traer un té? Así que eres escritor. ¿Cuánto tiempo llevas haciendo guiones?

– Unos cinco años, señor Schwartz.

– ¡Llámame Bernie, por favor!

– Unos cinco años, Bernie.

– ¿Cuántos tienes?

– ¿Contando solo los que están acabados?

– Sí, sí, proyectos acabados -dijo Bernie con impaciencia.

– El que le envié es el primero.

Bernie cerró los ojos con fuerza, como si se estuviera comunicando telepáticamente con su secretaria: «¡Cinco minutos, no diez!».

– Y bien, ¿eres bueno? -preguntó.

Peter reflexionó. Le había enviado el guión hacía dos semanas. ¿Acaso Bernie no lo había leído?

Para Peter aquel guión era un texto sagrado envuelto en un aura casi mágica. Había puesto el alma en él, y siempre tenía una copia en su escritorio, bien a la vista, un manuscrito con tres anillas doradas resplandecientes. Su primera obra completa. Todas las mañanas, antes de salir de casa, acariciaba la portada como si fuera un amuleto o la panza de Buda. Era su billete hacia otro tipo de vida y estaba ansioso por que se lo validaran. Aún más, el tema que trataba era para él muy importante: un himno a la vida y al destino. Cuando era estudiante le fascinaba El puente de San Luis Rey, aquella novela de Thornton Wilder sobre cinco desconocidos que perecen juntos en un puente que se derrumba. Lógicamente, cuando comenzó su nuevo trabajo en Nevada se puso a divagar sobre los conceptos de sino y predestinación. Había decidido embarcarse en una versión moderna de aquella narración clásica en la que -en su obra- las vidas de esos desconocidos se cruzan en el momento de un ataque terrorista.

Trajeron el té de Bernie.

– Gracias, querida. Estate alerta a mi siguiente cita, ¿vale?

Roz quedó fuera del campo de visión de Peter y le guiñó un ojo a su jefe.

– Bueno, yo creo que es bueno -contestó Peter-. ¿Ha podido echarle un vistazo?

Bernie hacía años que no leía un guión. Había otros que los leían por él y escribían sus comentarios en la portada.

– Sí, sí, aquí mismo tengo mis notas. -Abrió la carpeta y echó un vistazo a la portada.

Trama endeble.

Diálogos horribles.

Pobre desarrollo de los personajes, etcétera, etcétera. Recomendación: pase.

Bernie se mantuvo en su papel, sonrió y preguntó:

– Dime, Peter, ¿de qué conoces a Víctor Kemp?


Un mes antes Peter Benedict se encaminaba hacia el Constellation con un hálito de esperanza. Prefería el Constellation a cualquier otro casino de Las Vegas. Era el único que tenía un componente intelectual y, lo que es más importante, cuando Peter era un chaval había sido un apasionado de la astronomía. En la cúpula-planetario se proyectaba con láser el cielo nocturno de Las Vegas tal como lo verías si en ese momento sacaras la cabeza por la ventana y se apagaran los cientos de millones de bombillas y de tubos de neón. Si mirabas con atención, ibas allí a menudo y eras estudiante de la materia, con el tiempo llegarías a distinguir cada una de las ochenta y cinco constelaciones. La Osa Mayor, Orion, Andrómeda… eran las más fáciles. Pero Peter identificaba también algunas más ocultas: Corvus, Delfinus, Erídano, el Sextante. De hecho solo le faltaba Coma Berenices, la Cabellera de Berenice, un grupito difuminado en el cielo de septentrión que quedaba entre Los Lebreles y Virgo. Algún día también las encontraría.

Estaba jugando al blackjack en una mesa de apuestas altas: mínimo cien dólares y máximo cinco mil; una gorra de los Lakers le cubría la calva. Casi nunca sobrepasaba el mínimo, pero prefería esas mesas porque el espectáculo era más interesante. Jugaba bien y era disciplinado; solía terminar la noche ganando unos cientos de dólares, pero de vez en cuando se iba mil dólares más rico o más pobre, dependiendo de la suerte que tuviera esa noche con las cartas. Pero las verdaderas emociones las vivía a través de los demás, cuando observaba a los que apostaban elevadas sumas hacer malabarismos a tres manos: cambiar cartas, doblar las apuestas, arriesgar de una vez quince o veinte de los grandes. Le habría encantado poder inyectarse ese tipo de adrenalina, pero sabía que con su salario eso era algo que jamás iba a pasar.

El crupier, un húngaro que se llamaba Sam, se dio cuenta de que no estaba teniendo una buena noche e intentó animarle: «No te preocupes, Peter, la suerte va a cambiar. Ya lo verás».

Peter no pensaba lo mismo. El dispensador de cartas llevaba una cuenta de menos quince, lo que favorecía bastante a la banca. Aun así, Peter no cambió su juego, por más que cualquier contador de cartas se habría retirado durante un rato y habría vuelto cuando el conteo hubiera subido.

Como contador Peter era un fenómeno. Contaba simplemente porque podía hacerlo. Su cerebro trabajaba tan rápido y le costaba tan poco esfuerzo hacerlo que una vez que aprendió la técnica no podía evitar contarlas. Las cartas altas (del diez al as) estaban a menos uno; las cartas medias (del dos al seis) estaban a más uno. Un buen contador solo tenía que hacer dos cosas bien: llevar la cuenta del total para cuando sacaran la sexta baraja del dispensador, y calcular el número de cartas que había sin repartir. Si la cuenta iba a la baja, apostabas el mínimo o abandonabas la mesa. Si iba al alza, apostabas cuanto podías. Si lo hacías bien podías conseguir que las leyes de la probabilidad se inclinaran a tu favor y ganar de manera sistemática. Es decir, hasta que el crupier, el jefe de sala o el ojo celestial te pillaran, te echaran a puntapiés y te vetaran la entrada.

De vez en cuando Peter tomaba alguna decisión en función del conteo, pero como nunca variaba su apuesta no le era posible capitalizar su conocimiento. Le gustaba el Constellation. Disfrutaba jugando tres, cuatro o cinco horas en las mesas, y le daba miedo que le echaran de su antro favorito. Era parte del mobiliario.

Aquella noche solo había otros dos jugadores a la mesa: un anestesista de Denver de cara somnolienta que había ido a una convención médica y un ejecutivo canoso muy bien vestido que era el único que apostaba elevadas sumas. Peter había perdido seiscientos dólares y se balanceaba sobre sus pies mientras bebía una cerveza.

Cuando quedaban un par de manos para que volvieran a cargar el dispensador, llegó un tipo de unos veintidós años vestido con camiseta y pantalones de faena, se plantó en una de las dos sillas que había libres y pidió fichas por valor de uno de los grandes. El pelo le llegaba a los hombros y tenía ese encanto despreocupado propio de la gente del oeste.

– Hey ¿cómo va la cosa esta noche? ¿Es buena esta mesa?

– No para mí -dijo el ejecutivo-. Si cambia contigo, serás bienvenido.

– Encantado de ayudar en lo que pueda -dijo el chico. Se fijó en la tarjeta con el nombre del crupier-. Dame cartas, Sam.

Apostando lo mínimo, convirtió una mesa silenciosa en una mesa animada. Les contó que era estudiante de la Universidad de Las Vegas, que se estaba especializando en gobernación y, empezando por el médico, les preguntó de dónde eran y a qué se dedicaban. Tras decir un par de tonterías acerca de un dolor en uno de sus hombros, se volvió hacia Peter.

– Yo soy de aquí -dijo Peter-.Trabajo con ordenadores.

– Vaya, chaval, eso está muy bien.

– Lo mío son los seguros -dijo el ejecutivo.

– ¿Vendes seguros, tío?

– Bueno, sí y no. Llevo una compañía de seguros.

– ¡Genial! ¡Tú sí que apuestas fuerte, colega! -exclamó el chico.

Sam puso una baraja nueva en el dispensador y Peter volvió a contar por puro instinto. Cinco minutos más tarde ya habían gastado buena parte del dispensador y el conteo estaba subiendo. Peter iba tirando, le iba algo mejor, había ganado unas cuantas manos más que las que había perdido.

– ¡Te lo había dicho! -exclamó Sam alegremente después de que ganara tres manos seguidas.

El médico había perdido dos de los grandes, pero el de los seguros ya llevaba perdidos más de treinta mil y empezaba a mostrarse irascible. El chico apostaba sin ton ni son, como si no tuviera ni idea del juego, pero solo había perdido doscientos. Pidió un ron con Coca-Cola y jugueteó con el mezclador hasta que este cayó accidentalmente desde su boca al suelo.

– Ups -dijo en voz baja.

Una rubia de casi treinta años, con téjanos ajustados y camiseta ceñida de color lima-limón, se acercó a la mesa y se sentó en el asiento que quedaba libre. Se colocó su caro bolso Vuitton bajo los pies para tenerlo a buen recaudo y puso sobre la mesa diez mil dólares en cuatro fajos bien ordenados.

– Hola -dijo tímidamente. No era guapísima, pero tenía un cuerpo de impresión y una voz suave y sexy que los dejó sin habla-. Espero no molestar…

– ¡Qué va! -dijo el chico-. Hacía falta una rosa entre tantas espinas.

– Me llamo Melinda.

Ellos se presentaron al estilo minimalista de Las Vegas. Ella era de Virginia. Señaló su anillo de bodas. Hubby estaba en la piscina.

Peter la observó apostar durante varias manos. Era rápida y atrevida, apostaba quinientos por mano y se plantaba siempre al límite, lo cual estaba dándole muy buenos resultados. El chico perdió tres manos seguidas, se recostó en la silla y dijo:

– Estoy gafado.

Gafado.

Peter se percató de que el conteo iba sobre trece y quedaban unas cuarenta cartas en el dispensador. Gafado.

La rubia empujó un montón de fichas por valor de tres mil quinientos. Al verlo, el de los seguros subió la apuesta y puso el máximo.

– Haces que me envalentone -le dijo.

Peter siguió con sus cien, lo mismo que apostaron el médico y el chaval.

Sam repartió rápidamente y dio un buen diecinueve a Peter, catorce al de los seguros, diecisiete al médico, doce al chico y un par de jotas, veinte, a la rubia. El crupier mostraba un seis. «Esta no falla -pensó Peter-. Conteo alto, el crupier probablemente se retire y pierda, con el veinte va sobrada.»

– Quiero cambiar una carta, Sam -dijo la rubia.

Sam parpadeó y asintió mientras ella ponía otros tres mil quinientos dólares sobre el tapete.

¡ Joder! Peter se había quedado a cuadros. ¿Quién cambia un diez?

A no ser que…

Peter y el médico se plantaron, el chico sacó un seis y se quedó en dieciocho. El de los seguros se pasó con un diez.

– ¡Su puta madre! -se le escapó del disgusto.

La rubia contuvo el aliento y apretó los puños hasta que Sam le dio una reina en una mano y un siete en la siguiente. La chica aplaudió y soltó el aire al mismo tiempo.

El crupier dio la vuelta a su carta oculta, un rey, y sacó un nueve.

La banca pierde.

En medio de los chillidos de la chica, Sam hizo los pagos a la mesa y empujó siete de los grandes en fichas hacia la rubia.

Peter se excusó y se fue al baño de caballeros. Estaba hecho un lío. La maquinaria de su cabeza chirriaba. «¿En qué estoy pensando? -se dijo-. ¡Esto no es asunto mío! ¡Paso!»

Pero no podía. La vergüenza moral que sentía le abrumaba. Si él no se aprovechaba, ¿por qué iban a poder hacerlo ellos? Sin pensárselo más, giró sobre sus talones, volvió hacia las mesas de blackjack y cruzó su mirada con la del jefe de sala, quien asintió con la cabeza y sonrió. Peter se le acercó con naturalidad y dijo:

– ¿Qué, cómo va eso?

– No va mal, señor. ¿En qué puedo ayudarle esta noche?

– ¿Ve a ese chico que está en aquella mesa, y a la chica?

– Sí, señor.

– Están contando.

El jefe de sala dio un respingo. Había visto muchas cosas pero jamás que un jugador delatara a otro. ¿Qué sentido tenía?

– ¿Está seguro?

– Completamente. El chico cuenta y se lo transmite a ella.

El jefe de sala usó su intercomunicador para llamar al encargado, que a su vez habló con seguridad para que revisaran la cinta de las dos últimas manos jugadas en esa mesa. La apuesta que había hecho la rubia era bastante sospechosa.

Peter acababa de volver a la mesa cuando un regimiento de hombres de seguridad uniformados llegó y puso las manos sobre los hombros del chico. -Eh, ¿qué coño pasa?

Los jugadores de las otras mesas pararon su juego y observaron la escena.

– ¿Ustedes dos se conocen? -preguntó el jefe de sala.

– ¡No la había visto en mi vida! ¡De verdad, joder! -se quejó el chaval.

La rubia no dijo nada. Se limitó a coger su bolso, recogió las fichas y le tiró a Sam una propina de quinientos dólares.

– Hasta la vista, chicos -dijo mientras la conducían al exterior.

El jefe de sala hizo una señal con la mano y otro crupier sustituyó a Sam.

El médico y el de los seguros miraron a Peter con cara de pasmarotes.

– ¿Qué demonios acaba de pasar? -preguntó el de los seguros.

– Estaban contando -dijo Peter con naturalidad-. Los he delatado.

– ¡No, no lo has hecho! -berreó el tipo de los seguros.

– Sí lo he hecho, sí. Me estaban poniendo malo.

– ¿Y cómo podías saberlo? -preguntó el médico.

– Lo sabía. -No se sentía cómodo siendo el centro de atención. Tenía ganas de largarse de allí.

– ¡Alucinante! -dijo el tipo de los seguros meneando la cabeza-.Te invito a una copa, amigo. ¡Alucinante! -Sus ojos azules brillaban cuando echó mano de la cartera y sacó una de sus tarjetas de empresa-.Aquí tienes mi tarjeta. Mi empresa funciona a base de ordenadores. Si necesitas trabajo no tienes más que llamarme, ¿de acuerdo?

Peter cogió la tarjeta: NELSON G. ELDER, PRESIDENTE Y DIRECTOR GENERAL, COMPAÑÍA ASEGURADORA DESERT LIFE.

– Muy amable, pero ya tengo trabajo -musitó Peter con una voz apenas audible bajo la repetitiva melodía y el tintineo de las máquinas tragaperras.

– Bueno, si algún día cambian las cosas, tienes mi número.

– Les pido disculpas por lo que acaba de suceder. Señor Elder, ¿cómo le va esta noche? Hoy la bebida y la comida de todos ustedes corre a cuenta de la casa, y tengo entradas para cualquier espectáculo al que les apetezca asistir. ¿De acuerdo? Y de nuevo, siento mucho lo ocurrido.

– ¿Tanto como para devolverme lo que he perdido esta noche, Frankie?

– Ojalá pudiera, señor Elder, pero eso es imposible.

– Bueno -dijo Elder-, había que intentarlo.

El jefe de sala dio una palmadita en el hombro de Peter y le susurró:

– El encargado quiere verle. -Peter se puso pálido-, No se preocupe, es para bien.

Gil Flores, el encargado del Constellation, era un hombre pulcro y refinado, y en su presencia Peter se sintió desaliñado e inseguro. Tenía las axilas empapadas. Quería salir de allí cuanto antes. El despacho del encargado era un espacio práctico, equipado con múltiples pantallas planas con imágenes en directo de las mesas y las tragaperras.

Flores se estaba rompiendo la cabeza intentando resolver el cómo y el porqué de la cuestión. ¿Cómo un tipo corriente se había dado cuenta de algo que a sus chicos les había pasado por alto y por qué los había delatado?

– ¿Qué me he perdido? -preguntó Flores al tímido hombre.

Peter bebió un sorbo de agua.

– Yo sabía cómo iba la cuenta -admitió Peter.

– ¿Usted también estaba contando?

– Sí.

– ¿Es usted contador? ¿Me está diciendo en las narices que es un contador? -Flores había elevado la voz.

– Yo cuento pero no hago conteo.

Las buenas maneras de Flores se esfumaron.

– ¿Qué cojones significa eso?

– Sigo la cuenta, es como una costumbre que tengo, pero no la uso.

– ¿Y espera que me crea eso?

Peter se encogió de hombros.

– Lo siento, pero esa es la verdad. Llevo viniendo aquí dos años y jamás he variado mis apuestas. Pierdo un poco, gano un poco, ya sabe.

– Increíble. ¿Así que usted lleva el conteo cuando este mierdoso hace qué?

– Dijo que estaba gafado. La cuenta estaba a trece, ya sabe, lo usó como palabra en código para trece. Ella se unió a la mesa cuando el conteo estaba al alza. Creo que el chico tiró un mezclador de cóctel para indicárselo.

– Así que él contea y lanza el señuelo y la chica apuesta y recoge las ganancias.

– Probablemente tienen un código para cada conteo, como «silla» para cuatro, o «dulce» para dieciséis.

El teléfono sonó. Flores contestó y permaneció a la escucha.

– Sí, señor -dijo al rato.

»Bueno, Peter Benedict, hoy es su día de suerte -anunció Flores-.Víctor Kemp quiere verle arriba, en el ático.

Las vistas que había desde el ático eran espectaculares: toda la Strip, la franja, de Las Vegas serpenteaba hacia el oscuro horizonte como la cola de un cometa. Víctor Kemp se acercó y le tendió la mano, y Peter sintió el grosor de sus anillos de oro cuando entrelazaron sus dedos. Tenía el pelo negro y ondulado, la tez bronceada y los dientes resplandecientes. Era elegante y natural como una estrella de cine en el mejor club de la ciudad. Llevaba un traje de un azul vibrante que atrapaba la luz y jugaba con ella, una tela que no parecía de este mundo. Sentó a Peter en su enorme salón y le ofreció una bebida. Mientras una camarera iba a por una cerveza, Peter se percató de que uno de los monitores que había en la pared ofrecía un plano del despacho de Gil. Cámaras por todas partes.

Peter cogió la cerveza y por unos instantes consideró si debía quitarse la gorra. Se la dejó puesta; con gorra o sin gorra seguiría sintiéndose fuera de lugar.

– «Un hombre honrado es la más noble obra de Dios» -dijo Kemp de improviso-. Lo escribió Alexander Pope. ¡Salud! -Kemp hizo chocar su copa de vino contra la flauta que contenía la cerveza de Peter-. Me ha puesto usted de buen humor, señor Benedict, y eso tengo que agradecérselo.

– No pasa nada -dijo Peter con cautela.

– Parece usted un hombre inteligente. ¿Puedo preguntarle cómo se gana la vida?

– Trabajo con ordenadores.

– ¿Por qué será que eso no me sorprende? Se ha dado cuenta de algo que ha pasado inadvertido a todo un ejército de profesionales preparados para ello, así que por una parte estoy contento de que sea usted un hombre honrado, pero por otra estoy descontento con mi gente. ¿Ha pensado alguna vez en trabajar en un casino, en la seguridad, señor Benedict?

Peter meneó la cabeza.

– Esta es la segunda oferta de trabajo que me hacen esta noche.

– ¿Quién más se lo ha ofrecido?

– Un tipo de mi mesa de blackjack. El director general de una compañía de seguros.

– ¿Canoso, delgado, cincuentón?

– Sí.

– No puede ser sino Nelson Elder, muy buen tipo. Menuda noche la suya… Pero si está feliz con su trabajo tendré que encontrar otra forma de agradecérselo.

– Oh, no, señor. No es necesario.

– ¡No me llames señor! Tú llámame Víctor y yo te llamaré Peter. Bueno, Peter, esto es como si te hubieras encontrado al genio de la lámpara, pero como esto no es ningún cuento de hadas solo puedes pedir un deseo, así que, ya sabes, que sea realista. ¿Qué va a ser? ¿Quieres una chica, un crédito, conocer a alguna estrella de cine?

El cerebro de Peter era capaz de procesar rápidamente una cantidad de información tremenda. En apenas unos segundos su mente operó sobre varios escenarios y sus posibles consecuencias, hasta que dio con una proposición que para él era muy ambiciosa.

– ¿Conoces a algún agente de Hollywood? -preguntó con voz trémula.

Kemp soltó una carcajada.

– Pues claro que sí. Todos vienen por aquí. ¿Eres escritor?

– He escrito un guión -dijo con vergüenza.

– Entonces te voy a concertar una cita con Bernie Schwartz, que es uno de los peces gordos de la ATI. ¿Te parece bien eso? ¿Eso es lo que más te gustaría?

– Oh, sí… ¡Eso sería increíble! -dijo Peter embriagado por la dicha.

– Entonces, de acuerdo. No puedo prometerte que le gustará tu guión, Peter, pero lo que sí te prometo es que lo leerá y te recibirá. Trato hecho.

Volvieron a estrecharse la mano. Cuando salía, Kemp le puso una mano en el hombro y le dijo paternalmente:

– Y ahora no vayas a hacer conteo, ¿eh, Peter? Estás del lado de los justos.


– Pues sí que es curioso -dijo Bernie-. Víctor Kemp es Las Vegas. Ese hombre es un príncipe.

– ¿Y qué me dice de mi guión? -Peter contuvo la respiración a la espera de la respuesta.

Había llegado la hora de la verdad.

– La verdad, Peter, es que el guión, aunque es bueno, necesita pulirse un poco antes de que pueda moverlo. Pero aquí viene lo importante. Esto es una película de alto presupuesto. Hay un tren que explota y un montón de efectos especiales. Cada vez es más difícil hacer estas películas de acción, a no ser que cuenten con un público garantizado o posibilidad de franquicia. Pero lo peor de todo es que abordas el terrorismo. El 11 de septiembre lo cambió todo. Muy pocos de los proyectos que me cancelaron en el año 2001 han podido resucitarse. Nadie quiere hacer una película sobre terrorismo. No podré venderla. Lo siento, pero el mundo ha cambiado.

«Suelta el aire.» Se sentía aturdido.

Roz entró.

– Señor Schwartz, ha llegado su siguiente visita.

– ¡El tiempo vuela! -Bernie se puso en pie, y Peter hizo lo propio-. Bueno, ahora vete y escribe un guión sobre apuestas de alto voltaje y gente que hace conteos en el casino, métele un poco de sexo y de risas y te prometo que lo leeré. Me alegro mucho de haberte conocido, Peter. Dale recuerdos al señor Kemp. Y, oye, qué bien que hayas venido en coche. Yo no pienso volver a volar, al menos en un vuelo comercial.


Cuando Peter Benedict llegó a su pequeño rancho en Spring Valley esa noche, un sobre asomaba por debajo del felpudo de la entrada. Lo abrió sin demora y leyó su letra manuscrita bajo la luz del porche.


Querido Peter:

Siento que no te haya ido bien hoy con Bernie Schwartz. Permíteme que haga algo por ti. Ven esta noche a las diez, a la habitación 1834 del hotel.

Víctor


Peter estaba cansado y con la moral por los suelos, pero era viernes y tenía el fin de semana para recuperarse.

En el mostrador de recepción del Constellation había una llave de la habitación esperándole, así que subió. Era una suite enorme con unas vistas magníficas. En la mesa del salón había una cesta de frutas y una botella de Perriet Jouet puesta a enfriar. Y otro sobre. Dentro había dos tarjetas, una era un bono por valor de mil dólares para gastar en productos del centro comercial del Constellation; la otra, un crédito de cinco mil dólares para el casino.

Se sentó en el sofá, anonadado, y miró hacia el paisaje de neón.

Alguien llamó a la puerta.

– ¡Entre! -gritó Peter.

– ¡No tengo llave! -contestó una voz femenina.

Peter corrió hacia la puerta.

– Perdone -dijo-. Pensé que eran del servicio.

Era preciosa. Y joven, casi una niña. Una morenita de rostro dulce y descarado; sus ebúrneas carnes asomaban de su ceñido vestido de noche.

– Tú debes de ser Peter -dijo cerrando la puerta tras de sí-. El señor Kemp me envía para que te salude. -Tenía ese acento pueblerino, delicado y musical, de tantas chicas de Las Vegas que son de cualquier otra parte.

Peter se ruborizó de tal manera que parecía que tuviera la cara hecha de plástico rojo.

– ¡Oh!

La chica caminó lentamente hacia él, haciéndole retroceder hasta el sofá.

– Me llamo Lydia. ¿Te parezco bien?

– ¿Bien?

– Si prefieres un chico no importa. No estaban seguros.

Tenía algo de tontina que la hacía encantadora.

– ¡No me gustan los tíos! -La opresión que Peter sentía en la laringe hizo que le saliera un gallo-. ¡Me gustan las chicas!

– ¡Bueno, genial! Porque yo soy una chica -ronroneó ella; había practicado-. ¿Por qué no te sientas y abres esa botella de champán mientras averiguamos a qué tipo de juegos te gustaría jugar?

Alcanzó el sofá justo cuando las rodillas empezaban a doblársele y cayó de culo con todo su peso. Su cerebro nadaba en un mar de jugos -miedo, lujuria, vergüenza-Jamás había hecho eso. Parecía una tontería, sin embargo…

– ¡Eh, yo te conozco de algo! -dijo entonces Lydia, excitada de verdad-. ¡Sí, te he visto cientos de veces! ¡Acabo de caer!

– ¿Dónde? ¿En el casino?

– ¡No, tonto! Seguramente no me reconoces porque ahora no llevo ese estúpido uniforme. Por el día trabajo en la recepción del aeropuerto McCarran, ya sabes, en la terminal EG &G.

Se le borró el rubor de la cara.

El día ya era demasiado para él. Más que demasiado.

– ¡Tú no te llamas Peter! Te llamas Mark no sé qué. Mark Shackleton. Se me dan bien los nombres.

– Bueno, ya sabes lo que pasa con los nombres -dijo él con voz temblorosa.

– ¡Claro! Oye, que eso a mí ni me va ni me viene. Lo que pasa en Las Vegas en Las Vegas se queda, cariño. Si te digo la verdad, yo tampoco me llamo Lydia.

Cuando la vio desprenderse de su vestido negro y mostrar la artillería de encajes que llevaba debajo mientras hablaba a mil palabras por segundo Peter se quedó mudo.

– ¡Qué pasada! ¡Me moría de ganas de hablar con alguno de vosotros! Tiene que ser increíble entrar todos los días en Área 51… ¡Es tan alto secreto que me pone cachonda!

Se quedó boquiabierto.

– Sé que no se os permite hablar de eso, pero, por favor, solo di que sí con la cabeza si lo que estamos estudiando allí son ovnis. ¡Eso es lo que todo el mundo dice!

Intentó mantener la cabeza erguida y quieta.

– ¿Eso ha sido un sí? -preguntó ella-. ¿Has movido la cabeza?

– No puedo decir nada de lo que ocurre allí -consiguió contestar-. ¡Por favor!

Por un momento pareció decepcionada, pero enseguida volvió a animarse y retomó su trabajo.

– ¡Vale! Está bien. Te diré lo que vamos a hacer, Peter. -Se acercó lentamente al sofá meneando las caderas-. Esta noche yo seré tu ofni particular, objeto follador no identificado. ¿Qué te parece?


23 de junio de 2009,

Nueva York


Will tenía una resaca de mil demonios, se sentía como si una comadreja se hubiera despertado cómoda y calentita dentro de su cráneo y, aterrorizada al descubrir que estaba atrapada, arañara y mordiera para abrirse camino a través de los ojos.

La tarde había comenzado de una manera bastante benévola. De camino a casa había parado en su antro habitual, un tugurio que olía a humedad y se llamaba Dunigan's, y se había metido un par de gaseosas con el estómago vacío. Próxima parada, Pantheon Diner. Allí le gruñó a un camarero muy peludo, este le lanzó otro gruñido como respuesta y, sin intercambiar entre ellos ninguna frase completa, le sirvió el plato que Will comía dos o tres veces a la semana: kebab de cordero con arroz, regado, evidentemente, con un par de cervezas. Y luego, antes de decidirse a ir a casa, ofreció sus temblorosos respetos a su licorería amiga y se hizo con una botella de casi dos litros de Black Label, el único artículo de lujo que adornaba su vida.

Su apartamento era pequeño y espartano, y una vez despojado del toque de feminidad de Jennifer, quedó reducido a una propiedad lóbrega y sin interés: dos habitaciones exiguas, paredes blancas, suelo de parquet brillante, vistas al edificio de enfrente y unos pocos miles de dólares en muebles y alfombras del montón. Para ser sinceros, era casi demasiado pequeño para él solo. El salón era de cuatro por cinco metros; la habitación, de tres por cuatro, y la cocina y el cuarto de baño, del tamaño de un armario empotrado grande. A algunos de los criminales a los que había puesto a la sombra de por vida ese apartamento no les parecería una mejora. ¿Cómo se las había arreglado para compartir aquel piso con Jennifer durante cuatro meses? ¿De quién había sido tan brillante idea?

No quería pasarse bebiendo, pero esa botella, tan pesada y tan llena, parecía prometer tanto… Giró el tapón, rompió el precinto, la cogió por el gollete y llenó hasta la mitad su vaso preferido de whisky. Con el sonido de la televisión de fondo, bebió en el sofá y se hundió con decisión en un profundo y oscuro agujero mientras pensaba en su puñetero día, su puñetero caso y su puñetera vida.

A pesar de sus reticencias a encargarse del caso del Juicio Final, lo cierto era que los primeros días habían sido rejuvenecedores. Clive Robertson había sido asesinado delante de sus propias narices; la audacia y la complejidad del crimen le enardecían. Le recordaba a lo que sentía antes en los casos importantes, y el subidón de adrenalina concordaba exactamente con eso.

Se había zambullido en aquella maraña de hechos y, aunque sabía que los momentos epifánicos eran cosa de ficción, sentía la imperiosa necesidad de hurgar hasta el fondo y descubrir algo que se les hubiera pasado, un lazo de conexión que vinculara dos de los asesinatos, luego un tercero y después otro, hasta que el caso reventara.

La distracción de ese importante trabajo lo espoleaba. Empezó con más fuerza que nunca, devorando los archivos, alentando a Nancy, agotándose ambos en una maratón de días que se convertían en noches y noches que se convertían en días. Lo cierto es que durante un tiempo se tomó a pecho las palabras de Sue Sánchez. Ese sería su último gran caso. Quitaría de en medio a ese mamón y se retiraría con un bombazo.

Crescendo.

Decrescendo.

En una semana ya se había quemado, consumido en cuerpo y alma. Los informes de la autopsia y de los exámenes toxicológicos de Robertson no tenían ni pies ni cabeza. Los otros siete casos tampoco tenían ni pies ni cabeza. Estaba perdido en cuanto a la identidad del asesino y a la satisfacción que podían reportarle esos crímenes. Ninguna de sus ideas iniciales se confirmaba. Solo tenía un retablo de hechos aleatorios, y eso era algo que no había visto nunca en un asesino en serie.

El primer whisky fue para borrar la desagradable tarde que había pasado en Queens entrevistando a la familia de aquella víctima a la que habían matado en un abrir y cerrar de ojos, gente buena y fuerte pero imposible de consolar. El segundo whisky fue para calmar su frustración. El tercero, para llenar su vacío con recuerdos sensibleros; el cuarto, por la soledad. El quinto…


A pesar de los martillazos en la cabeza y las náuseas, su terquedad lo arrastró hasta el trabajo a las ocho. Su teoría era que si siempre llegabas al trabajo a la hora, nunca bebías en horas de servicio y nunca tocabas una gota antes del happy hour, no tenías problemas con la bebida. Aun así, no podía hacer caso omiso de ese persistente dolor de cabeza y cuando se metió en el ascensor se aferró a su café extralargo como si fuera un salvavidas. Se estremecía al pensar que se había despertado a las seis de la mañana vestido y con un tercio de la botella de whisky en el estómago. En su oficina tenía Ibuprofeno. Necesitaba llegar hasta allí.

Los informes del caso Juicio Final estaban apilados sobre su escritorio, dentro del archivador, en las estanterías y por todo el suelo, estalagmitas de notas, dossieres, investigaciones, páginas de ordenador impresas y fotos de dos escenarios de los crímenes.

Había conseguido atrincherarse allí practicando pasillos entre los montones: de la puerta a la silla del escritorio, de la silla a las estanterías, de la silla a la ventana para ajustar las persianas y protegerse los ojos del sol de media tarde. Se abrió paso entre los obstáculos, se dejó caer en la silla, echó mano a los calmantes y se los tragó con un café caliente. Se restregó los ojos con las palmas de las manos, y cuando los abrió Nancy estaba allí de pie y lo miraba como lo hacía un médico.

– ¿Te encuentras bien?

– Estoy bien.

– Pues no lo parece. Parece que estés enfermo.

– Estoy bien. -Buscó a tientas un informe al azar y lo abrió. Nancy continuaba allí-. ¿Qué?

– ¿Qué plan tenemos hoy? -preguntó.

– El plan es que yo me tome el café y que tú vuelvas dentro de una hora.

Nancy fue obediente y reapareció justo una hora más tarde. El dolor y las náuseas comenzaban a remitir pero su mente seguía en penumbra.

– Bien -comenzó Will-. ¿Qué programa tenemos?

Nancy abrió su omnipresente libretita.

– A las diez, videoconferencia con el doctor Sofer de la Johns Hopkins. A las dos, operación rueda de prensa. A las cuatro, a los barrios altos para hablar con Helen Swisher. Tienes mejor aspecto.

– Hace una hora estaba bien y ahora también -la cortó.

No pareció convencerla, con lo cual se preguntó si sabría que tenía resaca. Entonces cayó en la cuenta de que ella sí que tenía mejor aspecto. Tenía la cara un poco más delgada, el cuerpo un poco más esbelto, la falda no le apretaba tanto en la cintura. Habían sido compañeros inseparables durante diez días y acababa de darse cuenta de que ella estaba comiendo como un pajarito.

– ¿Puedo hacerte una pregunta? -dijo Will.

– Claro.

– ¿Estás a dieta o algo así? Ella se ruborizó al instante.

– Algo así. Y he empezado a hacer jogging otra vez.

– Pues te sienta bien. Sigue así.

Nancy, avergonzada, bajó los ojos.

– Gracias.

Will cambió de tema rápidamente.

– Bueno, demos un paso atrás e intentemos ver el resumen de la película -dijo-.Tantos detalles van a acabar con nosotros. Hagamos un repaso una vez más y centrémonos en las conexiones.

Fue con ella hasta la mesa de conferencias y puso los archivos sobre otro montón de archivos para trabajar sobre una superficie ordenada. Cogió una hoja en blanco, escribió en ella «Observaciones clave» y subrayó las palabras un par de veces. Le pidió a su cerebro que trabajara y se aflojó el nudo de la corbata para dejar que la sangre fluyera.

Había habido tres muertes el día 22 de mayo, otras tres el día 25, dos más el 11 de junio, y desde entonces ninguna más.

– ¿Qué nos dice esto? -preguntó. Nancy negó con la cabeza, así que se respondió él mismo-.Todos son días laborables.

– Tal vez ese tipo tenga un trabajo de fin de semana -apuntó Nancy.

– Vale. Tal vez. -Will introdujo su primera observación clave: «Días laborables»-. Busca los archivos de Swisher. Creo que están en la estantería.

Caso 1: David Paul Swisher, treinta y seis años, banquero especialista en inversiones en el HSBC. Park Avenue, acomodado, educación elitista. Casado, ningún lío a la vista. No parecía tener ningún negocio sucio guardado en el armario. Sacó a pasear al chucho de la familia de madrugada. Un hombre que había salido a correr lo encontró a las cinco de la mañana en un charco de sangre: reloj, anillos y cartera, desaparecidos; la carótida izquierda, seccionada limpiamente. El cuerpo aún estaba caliente; se encontraba a unos seis metros fuera del radio de la cámara del circuito cerrado de seguridad más próximo, situada en el tejado de una residencia en el lado sur de la calle Ochenta y dos. Por seis malditos metros no tenían el asesinato grabado en una cinta.

Sin embargo, sí tenían grabada a una persona: una secuencia de nueve segundos, desde las 5.02.23 hasta las 5.02.32, que había sido grabada con una cámara de seguridad situada en el tejado de un edificio de diez plantas del lado oeste de Park Avenue, entre la Ochenta y uno y la Ochenta y dos. Mostraba a un varón que caminaba hacia el interior del plano desde la calle Ochenta y dos, giraba en dirección sur en Park Avenue, para después girar sobre sus propios talones, volver por donde había venido y desaparecer una vez más por la calle Ochenta y dos. La imagen tenía poca calidad, pero los técnicos del FBI la habían mejorado. Por la coloración de las manos del sospechoso dedujeron que era negro o hispano, y tomando ciertas referencias calcularon que medía uno cincuenta y cinco y que pesaba entre setenta y ochenta kilos. Tenía la cara bañada en sombras por la capucha de una sudadera gris. Los tiempos coincidían, ya que la llamada al 911 entró a las 5.07, pero ante la ausencia de testigos no contaban con pistas acerca de su identidad.

Si no fuera por la postal, lo considerarían un asalto callejero más, pero David Swisher tenía una postal. David Swisher era la víctima número uno del caso Juicio Final.

Will sostuvo en alto una foto del hombre encapuchado y la agitó ante Nancy.

– Entonces, ¿este es nuestro hombre?

– Puede que sea el asesino de David, pero eso no le convierte en el asesino del Juicio Final -dijo ella.

– ¿Un asesino en serie que delega? Sería el primero.

Nancy lo intentó de otra manera.

– Bueno, tal vez fue un asesinato por encargo.

– Es posible. Un inversor está llamado a tener enemigos -dijo Will-. En cada trato hay un ganador y un perdedor. Pero David era diferente de las otras víctimas. Era el único que iba al trabajo vestido de etiqueta. ¿Quién iba a pagar para que se cargaran a cualquiera de los otros? -Will hojeó uno de los archivos de Swisher-. ¿Tenemos alguna lista de los clientes de David?

– El banco no está cooperando mucho -dijo Nancy-. Cada petición de información tiene que pasar por el departamento jurídico y ser firmada por el consejero general. Aún no hemos conseguido nada, pero les estoy presionando.

– Tengo el presentimiento de que él es la clave. -Will cerró el archivo de Swisher y lo apartó-. El primer asesinato de una serie tiene un significado especial para el asesino, algo simbólico. ¿Has dicho que hoy iremos a ver a su esposa?

Nancy asintió.

– Ya es hora.

Caso 2: Elizabeth Marie Kohler, treinta y siete años, encargada del drugstore Duane Reade de Queens. Muerta de un disparo en la cabeza, aparentemente para robarle. La encontraron los empleados cuando llegaron a trabajar a las 8.30. En un principio la policía pensó que la había asesinado alguien que esperaba su llegada para robar narcóticos. Algo le salió mal, disparó, la mujer cayó al suelo y él se fue corriendo. La bala era del calibre 38, un tiro en la sien a corta distancia. No había vídeo ni datos forenses de utilidad. La policía tardó un par de días en encontrar la postal y relacionarla con las otras muertes.

Will alzó la vista del expediente.

– Muy bien, ¿qué conexión existe entre un banquero de Wall Street y la encargada de un drugstore?

– No lo sé -dijo Nancy-. Más o menos tenían la misma edad, pero sus vidas no tenían ningún punto de interconexión obvio. Él jamás compró en su tienda. No tenemos nada.

– ¿Qué sabemos de su ex marido, antiguos novios, compañeros de trabajo?

– Casi todos están identificados y han testificado -contestó Nancy-. Hay un novio de la época del instituto que no hemos conseguido localizar. Su familia se trasladó a otro estado hace años. Sus ex que no tienen una coartada para su asesinato la tienen para los otros. Lleva divorciada cinco años. Su ex marido estaba conduciendo un autobús de línea regular la mañana en que le dispararon. Era una persona normal y corriente. No había complicaciones en su vida. No tenía enemigos.

– Así que si no tuviéramos esa postal, esto habría sido un caso abierto y cerrado de robo a mano armada que se tuerce.

– Eso es lo que parece a simple vista -convino Nancy.

– De acuerdo, puntos de actuación -dijo Will-. Busca si tenía algún anuario del instituto o la universidad y haz que introduzcan todos los nombres en la base de datos. Además, ponte en contacto con el dueño de la casa y consigue un listado de todos sus vecinos, los de ahora y los de antes, hasta cinco años atrás. Añádelos a la batidora.

– Hecho. ¿Quieres otro café?

– Lo estaba deseando.

Caso 3: Consuela Pilar López, treinta y dos años, inmigrante ilegal de República Dominicana, vivía en Staten Island y trabajaba en Manhattan limpiando oficinas. La encontró, pasadas las tres de la mañana, un grupo de adolescentes en un área boscosa cerca de la costa en el parque Arthur von Briesen, a menos de un par de kilómetros de su casa en Fingerboard Road. La habían violado y acuchillado repetidas veces en el pecho, la cabeza y el cuello. Esa noche había tomado el ferry de las diez en Manhattan, la cámara de videovigilancia así lo confirmaba. Después siempre tomaba el autobús del sur hacia Ford Wadsworth, pero nadie recordaba haberla visto en la estación de autobuses de la terminal St. George del ferry ni en el autobús número 51 que recorría Bay Street hacia Fingerboard.

La hipótesis que se manejaba era que alguien la había interceptado en la terminal, le había ofrecido acompañarla a casa y se la había llevado a alguna esquina oscura de la isla, donde encontraría su final bajo la imponente superestructura del puente Verrazano-Narrows. No había semen ni sobre su cuerpo ni en su interior. Al parecer el asesino había usado un condón. En la camisa de la mujer se encontraron fibras de color gris que podrían proceder de la tela de algodón de una sudadera. Según el examen de las heridas en la autopsia, la hoja del cuchillo que se utilizó tenía diez centímetros de largo, compatible con la que acabó con la vida de David. López residía en una vivienda adosada con primos y hermanos, algunos con papeles y otros sin ellos. Era una mujer religiosa, asistía a misa en la iglesia de San Silvestre, adonde acudieron en masa los sorprendidos parroquianos para rendirle honores. Según su familia y sus amigos, no tenía novio, y la autopsia señalaba que a pesar de tener treinta y dos años todavía era virgen. Todos los intentos de relacionarla con las otras víctimas habían resultado infructuosos.

Will había dedicado una cantidad de tiempo desproporcionada a ese asesinato en particular: había examinado el ferry y la estación de autobuses, había caminado por la escena del crimen y había visitado la casa y la iglesia. Los crímenes sexuales eran su fuerte. No es que aspirase a dedicarse a ello cuando empezó a ejercer (nadie en su sano juicio habría dicho en Quantico: «Algún día espero especializarme en crímenes sexuales»), pero sus primeros casos importantes tenían todos una perspectiva sexual y así era como acababan encasillándote en la agencia. Hizo algo más que seguir su propia intuición, la ambición le consumía y se formó a sí mismo como especialista en la materia. Estudió los anales sobre crímenes sexuales y se convirtió en una enciclopedia andante sobre la materia.

Había visto ese tipo de asesino antes, y el perfil del criminal le vino a la cabeza de inmediato. Se trataba de un acosador que planificaba sus actos, una persona solitaria y prudente que ponía mucho cuidado en no dejar su ADN tras de sí. Probablemente conocía bien el barrio, lo que quería decir que o vivía en Staten Island en ese momento o había vivido allí antes. Conocía ese parque como la palma de su mano y eligió el lugar exacto en el que podría llevar a cabo su propósito con la mínima probabilidad de que lo pillaran in fraganti. Había grandes probabilidades de que el tipo fuera hispano, pues consiguió que la víctima se sintiera lo suficientemente cómoda como para entrar en su coche, y el inglés de Consuela, según les habían dicho, era muy limitado. Había una probabilidad razonable de que conociera a su asesino, por lo menos de vista.

– Espera un momento -dijo Will de repente-.Aquí tenemos algo. Casi con toda certeza el asesino de Consuela tenía coche. Deberíamos buscar el mismo turismo azul oscuro que atropello a Myles Drake. -Anotó: «Turismo azul»-. Recuérdame cómo se llamaba el cura de la iglesia de Consuela.

Nancy recordó aquella cara triste y no necesitó rebuscar entre sus notas.

– Padre Rochas.

– Hay que elaborar un folleto con diferentes modelos de turismos de color azul, darle copias al padre Rochas para que los distribuya entre sus feligreses y descubrir, si alguno de ellos conoce a alguien que tenga uno. Y también cotejar los nombres de los parroquianos con los registros de Tráfico para conseguir una lista de los vehículos registrados. Presta especial atención a los varones hispanos.

Nancy asentía y tomaba notas.

Will estiró los brazos por encima de la cabeza y bostezó.

– Tengo que cambiarle el agua al canario. Después llamaremos a ese tipo.


Los patólogos forenses de la oficina central les habían aconsejado que preguntaran su opinión a Gerald Sofer, el mayor experto del país en las afecciones más raras. Que acudieran a él era la prueba de lo perdidos que estaban ante la muerte de Clive Robertson.

Will y Nancy habían practicado el masaje cardiovascular en el cuerpo sin pulso de Clive durante seis frenéticos minutos, hasta que el equipo paramédico llegó. A la mañana siguiente presenciaron cómo el forense examinaba el cuerpo de Clive abierto en canal y buscaba la causa de la muerte. Aparte del tabique nasal roto, no había evidencias de un trauma externo. Aquel pesado cerebro, que hasta hacía tan poco rebosaba música, fue cortado en finas rodajas, cual una hogaza de pan. No había signos de infarto ni de hemorragia. Todos los órganos internos eran normales para su edad. El corazón estaba un poco hinchado, las válvulas eran normales, la cantidad de arteriosclerosis de las arterias coronarias era de leve a moderada, especialmente la arteria descendente anterior izquierda, que estaba ocluida en un setenta por ciento.

– Seguramente yo las tengo más obstruidas que este tipo -carraspeó el veterano forense.

No había evidencia alguna de ataque al corazón, aunque a Will le dijeron que el examen microscópico arrojaría datos determinantes.

– Por ahora no tengo un diagnóstico -dijo el patólogo mientras se quitaba los guantes.

Will estaba ansioso por conocer los resultados de las pruebas de sangre y tejidos. Esperaba que revelaran un veneno, una toxina, pero también le interesaba conocer los resultados de la prueba del sida porque le había hecho el boca a boca sobre el rostro sanguinolento de Clive. Unos días después le dieron los resultados. Las buenas noticias eran que Clive había dado negativo en sida y hepatitis; las malas, que había dado negativo en todo. No había razón para que aquel hombre muriera.


– Sí, he podido revisar el informe de la autopsia del señor Robertson -dijo el doctor Sofer-. Es lo típico del síndrome.

Will se acercó al micrófono del teléfono.

– ¿Qué quiere decir?

– Bueno, su corazón no estaba tan mal. No había ninguna oclusión coronaria crítica, ni trombosis, ni evidencia histopatológica de que le diera un infarto de miocardio. Eso coincide con los pacientes que he estudiado que sufrían cardiomiopatía por estrés, también conocida como síndrome del corazón roto.

Según Sofer, un estrés emocional repentino, el miedo, la ira, la pena, o una conmoción podrían ser la causa de un fallo cardíaco de consecuencias devastadoras. Las víctimas solían ser personas que gozaban de buena salud y que habían sufrido una sacudida emocional repentina, como la muerte de un ser querido o un miedo aterrador.

– Doctor, le habla la agente especial Lipinski -dijo Nancy-. Leí su artículo en la New England Journal of Medicine. Ninguno de los pacientes que tenían el síndrome murió. ¿Por qué el caso del señor Robertson es diferente?

– Excelente pregunta -respondió Sofer-. A mi entender el corazón puede aturdirse y producir un fallo en el bombeo por una liberación abusiva de catecolaminas, unas hormonas del estrés, entre ellas la adrenalina, que segregan las glándulas adrenales en respuesta a la tensión o conmoción. Esta es una herramienta evolutiva básica para la supervivencia, ya que prepara al organismo para luchar o salir corriendo a la hora de afrontar un peligro de vida o muerte. Sin embargo, en algunos individuos el flujo de estas hormonas neuronales es tan enérgico que el corazón no es capaz de seguir bombeando de manera eficiente. El rendimiento cardíaco baja en picado y la presión sanguínea cae. Desafortunadamente para el señor Robertson, es probable que el fallo en el bombeo combinado con ese bloqueo moderado de su arteria coronaria izquierda llevara a una perfusión insuficiente de su ventrículo izquierdo, lo que fue el detonante de una arritmia fatal, posiblemente una fibrilación ventricular, y de la muerte repentina. Morir por el síndrome del corazón roto es raro, pero puede ocurrir. Si no lo he entendido mal, el señor Robertson estaba bajo un estrés agudo momentos antes de su muerte.

– Recibió una postal del asesino del Juicio Final -dijo Will.

– Bueno, entonces en términos profanos yo diría que al señor Robertson le dieron un susto de muerte.

– No parecía asustado -observó Will.

– Las apariencias engañan -dijo Sofer.

Cuando terminaron, Will colgó y se bebió lo que quedaba de su quinta taza de café.

– Más claro que el agua -musitó-. El asesino confió en que se cargaría al tipo dándole un susto de muerte. ¡Anda ya! -Alzó los brazos al aire, exasperado-. Bueno, no perdamos el hilo. El tío se ventila a tres personas el 22 de mayo y se da un respiro durante el fin de semana. El 25 de mayo nuestro sujeto vuelve a la carga.

Caso 4: Myles Drake, veinticuatro años, mensajero en bici originario de Queens. A las siete de la mañana está haciendo su trabajo en el distrito financiero cuando una oficinista de Broadway que está mirando por la ventana (es la única testigo) lo ve en la acera de John Street ponerse la mochila y montar en su bicicleta en el mismo momento en que un utilitario azul oscuro sube al bordillo, se lo lleva por delante y sigue su camino. Desde su posición no puede ver la matrícula del coche o identificar con seguridad la marca y el modelo. Drake sucumbe al instante; tiene el hígado y el bazo machacados. El coche, que sin duda ha sufrido algún daño en el parachoques, sigue en paradero desconocido, a pesar del extenso sondeo que se ha hecho por las chapisterías de los tres barrios de la zona. Myles vivía con su hermano mayor y era trigo limpio en todos los aspectos. No se conoce ninguna conexión directa o indirecta con otras víctimas, aunque nadie puede afirmar con seguridad que nunca hubiera estado en el Kohler's Duane Reade, el drugstore de Queens Boulevard.

– ¿No hay nada que lo vincule con drogas? -preguntó Will.

– Nada, pero recuerdo que en derecho estudiamos un caso de mensajeros en bici que distribuían cocaína a corredores de bolsa.

– No es mala idea, será nuestro asunto de drogas. -Escribió: «Buscar residuos de narcóticos en la mochila».

Caso 5: Milos Ivan Covic, un hombre de ochenta y dos años de Park Slope, Brooklyn, a media tarde se tira por la ventana de su apartamento, en una novena planta, y organiza un desastre de mil demonios en Prospect Park West, cerca de Grand Army Plaza. La ventana de su dormitorio está abierta de par en par; el apartamento, cerrado; no hay señales de allanamiento ni robo. No obstante, hechas añicos, en el suelo, junto a la ventana, hay varias fotografías enmarcadas, en blanco y negro, de un joven Covic junto a otras personas, presumiblemente familiares. No hay ninguna nota de suicidio. El hombre, un inmigrante croata que había trabajado de zapatero durante cincuenta años, no tenía parientes vivos y era tan reservado que nadie puede dar fe de su estado mental. En el apartamento solo había, sus huellas dactilares.

Will echó un vistazo al montón de fotografías antiguas.

– ¿Y no hemos identificado a ninguna de estas personas?

– A ninguna -contestó Nancy-. Hemos entrevistado a todos sus vecinos, lo hemos intentado entre la comunidad croata-americana, pero nadie lo conocía. No sé a dónde acudir. ¿Alguna idea?

Will alzó las palmas de las manos.

– Para este no se me ocurre nada.

Caso 6: Marco Antonio Napolitano, de dieciocho años, recién graduado en la escuela secundaria. Vivía con sus padres y su hermana en Little Italy. Su madre encontró la postal en su habitación y al ver el dibujo del ataúd se puso histérica. Su familia lo buscó infructuosamente durante todo el día. La policía encontró su cadáver esa misma noche en el cuarto de calderas del edificio; tenía una jeringuilla clavada en el brazo y los utensilios de la heroína y el torniquete junto a su cuerpo. La autopsia reveló sobredosis, pero la familia y sus amigos más cercanos insistieron en que no era adicto, lo cual fue corroborado por la ausencia de señales de pinchazos en su cuerpo. Lo habían pillado un par de veces en hurtos y ese tipo de cosas, pero no era un mal chico. En la jeringa había dos ADN diferentes, el suyo y el de un varón sin identificar, lo que sugería que alguien más se había chutado usando los mismos utensilios. Asimismo, en la jeringuilla y en la cuchara había dos tipos de huellas dactilares diferentes, las suyas y las de otro, las cuales, después de analizarlas, habían resultado estar limpias, con lo que los cincuenta millones de personas que había en la base de datos quedaban descartados.

– Vale -dijo Will-. En este podríamos encontrar conexiones.

Nancy también las veía.

– Sí, a ver qué te parece esto -dijo, animada-. El asesino es un adicto, mató a Elizabeth para quitarla de en medio cuando buscaba narcóticos en Duane Reade. Tuvo una riña con Marco y le inyectó una sobredosis, y tenía una cuenta que saldar con Myles, que era su proveedor.

– ¿Y qué pasa con David?

– Eso es más un atraco por dinero, lo cual también encaja con un drogadicto.

Will sacudió la cabeza con una sonrisa de impaciencia.

– Demasiado facilón -dijo mientras escribía: «¿Posible drogadicto?»-Vale, recta final. Nuestro hombre se toma dos semanas de descanso y el 11 de junio vuelve a empezar. ¿Por qué esta pausa? ¿Está cansado? ¿Ocupado con alguna otra cosa en su vida? ¿Fuera de la ciudad? ¿De vuelta en Las Vegas?

Preguntas retóricas. Nancy estudiaba el rostro de Will mientras este se estrujaba el cerebro.

– Hemos repasado todas las infracciones que se produjeron en dirección al este en las carreteras principales entre Las Vegas y Nueva York durante los intervalos entre las fechas señaladas en las postales y las fechas de los asesinatos y no hemos encontrado nada relevante. ¿Correcto?

– Correcto -contestó Nancy.

– Y hemos conseguido las listas de los pasajeros de todos los vuelos directos y con escalas entre Las Vegas y el área metropolitana de Nueva York de las fechas que nos interesan. ¿Correcto?

– Correcto.

– ¿Y qué hemos sacado en claro?

– Por ahora nada. Tenemos miles de nombres que cada pocos días cruzamos con los nombres de nuestra base de datos de víctimas. De momento no ha habido coincidencias.

– ¿Y hemos examinado el pasado criminal estatal y federal de todos los pasajeros?

– ¡Will, eso ya me lo has preguntado mil veces!

– ¡Porque es importante! -No tenía intención de disculparse-. Consígueme una lista de todos los pasajeros que tengan apellidos hispanos. -Apuntó hacia una pila de expedientes que había en el suelo, junto a la ventana-. Pásame ese. Con ese es con el que empecé.

Caso 7: Ida Gabriela Santiago, setenta y ocho años de edad, asesinada por un intruso en su propia habitación con una bala del calibre 22 que le traspasó el oído. Tal como Will sospechaba, no la habían violado, y aparte de las huellas dactilares de la víctima y de su familia no se habían encontrado más huellas por ningún sitio. Le habían robado el bolso y aún no lo habían recuperado. Una huella de pie en la tierra de debajo de la ventana de la cocina revelaba un número cuarenta y siete y el dibujo de celdas propio de unas zapatillas de baloncesto Reebok DMX 10. Teniendo en cuenta la profundidad de la huella y la humedad de la tierra, los técnicos del laboratorio calculaban que el sospechoso pesaba unos setenta y siete kilos, más o menos lo mismo que el sospechoso de Park Avenue. Habían buscado conexiones, especialmente con el caso López, pero no parecía que hubiera ninguna relación entre las vidas de las dos mujeres hispanas.

Esto les dejaba con el caso 8: Lucius Jefferson Robertson, el hombre al que habían literalmente matado de un susto. No había mucho que decir acerca de él…

– Ya está, estoy frito -anunció Will-. ¿Por qué no haces un resumen, socia?

Nancy repasó sus anotaciones recientes y echó un vistazo a sus observaciones clave.

– Supongo que habría que decir que nuestro sospechoso es un varón hispano de un metro cincuenta y cinco que pesa unos setenta y siete kilos, es drogadicto y violador, conduce un coche azul, tiene una navaja, una pistola del calibre 22 y otra del calibre 38, viene y va de Las Vegas, bien en tren bien en coche, y prefiere matar en los días laborables y volver a casa para el fin de semana.

– Magnífico perfil -dijo Will esbozando por fin una sonrisa-. Vale, vamos al grano. ¿Cómo escoge a sus víctimas y qué sentido tienen las postalitas de los cojones?

– ¡No digas tacos! -Nancy alzó la libreta en su dirección-. Puede que las víctimas tengan alguna conexión y puede que no. Cada crimen es diferente. Es casi como si fueran deliberadamente aleatorios. Tal vez también elija a sus víctimas al azar. Manda las postales para hacernos saber que los crímenes están relacionados y que es él quien decide si alguien debe morir. Lee las noticias sobre el asesino del Juicio Final que salen en los periódicos, tiene el satélite conectado las veinticuatro horas, de eso se alimenta. Es un tipo muy listo y muy retorcido. Ese es nuestro hombre.

Esperaba que Will le diera su aprobación pero lo que hizo fue pincharle el globo.

– Bueno, agente especial Lipinski, eres un hacha, ¿eh? -Se levantó y le maravilló lo bien que se sentía con la cabeza despejada y un estómago que admitía comida-.Tu síntesis solo tiene un fallo -dijo-. No me creo ni una palabra de lo que has dicho. El único archicriminal que conozco capaz de esa brillantez diabólica se llama Lex Luthor, y la última vez que lo vi fue en un tebeo. Tómate un descanso para almorzar. Ven a buscarme para ir a la rueda de prensa.

Le guiñó un ojo y se quedó mirándola mientras se retiraba. «Desde luego tiene mucho mejor aspecto», pensó.


El caso había entrado en el verano, y las actualizaciones de prensa sobre Juicio Final se hacían ahora semanalmente. Al principio había informes diarios, pero no siempre había noticias de interés. A pesar de eso la historia tenía cuerpo, tenía un cuerpo robusto, y daba pruebas de atraer a más audiencia que los casos O.J. Simpson, Jon Benet y Anna Nicole juntos. Todas las noches, en la televisión, el caso era diseccionado hasta niveles moleculares por charlatanes y una legión de ex agentes del FBI, agentes del orden público, abogados y expertos que soltaban sin descanso sus teorías de turno. En los últimos días había consenso en una cosa: el FBI no estaba haciendo progresos, por tanto los del FBI eran unos ineptos.

Загрузка...