TERCERA PARTE

TREINTA Y OCHO

Aquisgrán 18.15 horas


Malone siguió al grupo de turistas hasta el octógono central de la capilla de Carlomagno. Dentro había diez grados más que fuera, y dio gracias por dejar atrás el frío. La guía hablaba en inglés. Habían sacado tiques unas veinte personas, entre las cuales no estaba Cara Chupada. Por algún motivo, su perseguidor había decidido esperar fuera. Quizá el reducido espacio aconsejara ser prudente. Y era probable que el hecho de que no hubiera mucha gente también hubiese influido en su decisión. Las sillas que había bajo la cúpula estaban desocupadas, tan sólo el grupo de turistas y aproximadamente una docena de visitantes deambulaban por el lugar.

Un fogonazo iluminó los muros cuando alguien sacó una fotografía. Uno de los guardas fue hacia la responsable.

– Hay que pagar por hacer fotos -susurró Christl.

Malone vio que la mujer sacaba unos euros y el hombre le proporcionaba una pulserita.

– ¿Ahora es legal? -inquirió él.

Christl sonrió.

– Mantener esto cuesta dinero.

Él escuchó las explicaciones que daba la guía acerca de la capilla, la mayoría de las cuales eran una repetición mecánica de lo que él había leído en los libros. Había insistido en unirse a la visita sólo porque los grupos que pagaban podían entrar en determinadas partes, sobre todo arriba, donde se hallaba el trono imperial.

Entraron con el resto en una de las siete capillas laterales que sobresalían del núcleo carolingio. Ésa era la de San Miguel, que había sido restaurada recientemente, según explicó la guía. Frente a un altar de mármol había unos bancos de madera. Varias personas del grupo se detuvieron a encender velas. Malone reparó en una puerta que se abría en lo que determinó era el muro occidental y recordó que debía de tratarse de la otra salida que había descubierto al leer las guías. El pesado bloque de madera estaba cerrado. Malone se paseó como si tal cosa por la capilla, débilmente iluminada, mientras la guía seguía con la cantinela de la historia, y al llegar a la puerta se detuvo y comprobó el cerrojo de prisa. Nada.

– ¿Qué hace? -quiso saber Christl.

– Resolver su problema.

Siguieron al grupo, que pasó por delante del altar mayor en dirección al coro gótico, otra zona abierta únicamente a las visitas guiadas. Malone se detuvo dentro del octógono a estudiar una inscripción en mosaico que rodeaba los arcos inferiores, palabras en latín negras sobre un fondo dorado. Christl llevaba la bolsa de plástico con las guías. Él no tardó en dar con la que recordaba, un fino folleto titulado adecuadamente «Miniguía de la catedral de Aquisgrán», y observó que el latín del texto impreso coincidía con el mosaico:


CUM LAPIDES VIVI PACIS CONPAGE LIGANTUR INQUE PARES NUMEROS OMNIA CONVENIUNT CLARET OPUS DOMINI TOTAM

QUI CONSTRUIT AULAM EFFECTUSQUE PIIS DAT STUDIIS

HOMINUM QUORUM PERPETUI DECORIS STRUCTURA MANEBIT SI PERFECTA AUCTOR PROTEGAT ATQUE REGAT SIC DEUS HOC TUTUM STABILI

FUNDAMINE TEMPLUM QUOD

KAROLUS PRINCEPS CONDIDIT ESSE VELIT.


Christl se percató de su interés.

– Es la consagración de la catedral -explicó-. Originalmente estaba pintada en la piedra, los mosaicos son un añadido reciente.

– Pero las palabras, ¿son las mismas que en tiempos de Carlomagno? -preguntó él-. ¿Están en el mismo sitio?

Ella asintió.

– Que se sepa, sí.

Malone sonrió.

– La historia de este lugar es como mi matrimonio: nadie parece saber nada.

– Y ¿qué fue de Frau Malone?

Él captó la curiosidad en su tono.

– Decidió que Herr Malone era un coñazo.

– Puede que tuviera razón.

– Créame, Pam siempre tenía razón en todo.

Sin embargo, añadió en silencio una salvedad que no había logrado comprender hasta años después de que se hubieron divorciado: «Casi.» En lo tocante a su hijo ella se había equivocado, pero no estaba dispuesto a hablar de Gary con aquella desconocida.

Estudió la inscripción de nuevo. Los mosaicos, el piso y los muros recubiertos de mármol tenían menos de doscientos años de antigüedad. En la época de Carlomagno, que era la misma que la de Eginardo, la piedra que lo rodeaba habría sido basta y estaría pintada. Hacer en la actualidad lo que pedía Eginardo -«comienza en la nueva Jerusalén»- podía resultar desalentador, ya que allí no había prácticamente nada de hacía mil doscientos años. Sin embargo, Hermann Oberhauser había resuelto el enigma, pues ¿cómo si no habría encontrado nada? De modo que allí, en aquella estructura, se hallaba la respuesta.

– Tenemos que alcanzar al grupo -dijo él.

Corrieron en su busca y llegaron al coro justo cuando la guía estaba a punto de colocar un cordón de terciopelo que impedía la entrada. Al otro lado, el grupo se había reunido en torno a un relicario dorado; el pedestal, similar a una mesa, medía más de un metro y era de cristal.

– El relicario de Carlomagno -musitó Christl-. Data del siglo XIII y contiene los huesos del emperador, noventa y dos. En el tesoro hay otros cuatro, y el resto ha desaparecido.

– ¿Los cuentan?

– En ese relicario hay un diario que recoge cada vez que se ha abierto la tapa desde 1215. Naturalmente que los cuentan, sí.

Christl lo cogió suavemente del brazo y lo llevó hasta un punto situado frente al relicario. El grupo se había situado tras él, la guía explicaba que el coro había sido consagrado en 1414. Christl señaló una placa conmemorativa incrustada en el suelo.

– Aquí debajo es donde enterraron a Otón m. Se supone que a nuestro alrededor hay sepultados otros quince emperadores.

La guía sorteaba preguntas relativas a Carlomagno mientras el grupo tomaba fotografías. Malone examinó el coro, un osado diseño gótico donde las paredes de piedra parecían desvanecerse en las monumentales ventanas. Se fijó en la unión del coro y el corazón carolingio, las partes superiores invadían el octógono, sin que ninguna de las dos construcciones perdiera su eficacia.

Escudriñó la parte alta del coro, centrándose en la galería del segundo piso, que rodeaba el octógono central. Después de estudiar los planos de las guías pensó que desde un punto estratégico allí, en el coro, vería lo que quería ver.

Y estaba en lo cierto.

Todo el segundo nivel parecía unido.

Por el momento, bien. El grupo volvía a la entrada principal de la capilla, donde subió lo que la guía denominó la «escalera del emperador», un camino circular que llevaba a la galería superior, cada uno de los escalones de piedra estaba levemente desgastado por el trasiego. La guía mantuvo abierta una cancela de hierro y explicó que arriba sólo podían subir los emperadores romanos.

La escalera conducía hasta una amplia galería superior que daba al octógono abierto. La mujer llamó la atención de los visitantes sobre un burdo batiburrillo de piedra que conformaba unos peldaños, unas andas, una silla y un altar que sobresalía de la parte trasera de la plataforma elevada. Una decorativa cadena de hierro forjado protegía el extraño conjunto de los visitantes.

– Éste es el trono de Carlomagno -contó la guía-. Se encuentra en el nivel superior y en una posición elevada para que se asemejara a los tronos de las cortes bizantinas. Y, al igual que éstos, se sitúa en el eje de la iglesia, frente al altar mayor y de cara al este.

Malone escuchó a la guía decir que componían la silla imperial cuatro bloques de mármol de Paros unidos mediante simples grapas de latón. Los seis peldaños de piedra que llevaban hasta ella habían sido tallados a partir de una antigua columna romana.

– Se escogieron seis para que casara con el trono de Salomón, tal y como se informa en el Antiguo Testamento -explicó la guía-. Salomón fue el primero en mandar construir un templo, el primero en instaurar un reinado de paz y el primero en ocupar un trono, todo ello similar a lo que logró Carlomagno en el norte de Europa.

Malone recordó parte de lo que había escrito Eginardo: «Pero sólo aquellos que sepan apreciar el trono de Salomón y la frivolidad romana hallarán el camino hacia el cielo.»

– Nadie sabe a ciencia cierta cuándo se colocó este trono -decía la mujer-. Hay quien afirma que data de la época de Carlomagno; otros arguyen que es posterior, del siglo Xy Otón I.

– Qué soso -comentó uno de los turistas-. Es incluso feo.

– Por el grosor de las cuatro piezas de mármol que se utilizaron para realizar la silla, que, como pueden observar, es distinto, se sabe que eran losas del suelo. Romanas, sin lugar a dudas. Debieron de ser rescatadas de algún lugar especial. Al parecer, revestían tanta importancia que su aspecto era indiferente. En esta sencilla silla de mármol con el asiento de madera era coronado el emperador romano, y a continuación sus príncipes le rendían homenaje.

Después señaló debajo del trono un pequeño pasadizo que iba de un lado a otro.

– Los peregrinos pasaban por debajo del trono agachados, rindiendo su propio homenaje. Durante siglos éste fue un lugar venerado.

Condujo al grupo al otro lado.

– Ahora miren esto. -La mujer señaló algo-. Fíjense en el dibujo que aparece grabado.

Ésa era la razón de la presencia de Malone en ese sitio: las guías incluían fotografías y diversas explicaciones, pero él quería verlo con sus propios ojos.

En la tosca superficie de mármol se veían unas líneas poco marcadas: un cuadrado dentro de un segundo cuadrado que a su vez estaba contenido en un tercero. De la mitad de los lados del mayor salía una raya que atravesaba el segundo cuadrado y se detenía en la cara del central. No se conservaban todas las raras, pero sí las suficientes para que Malone pudiera reproducir mentalmente la imagen completa.



– Ésta es la prueba de que los bloques de mármol procedían de un piso romano -aclaró la guía-. Se trata del tablero que se utilizaba para jugar al juego del molino, una mezcla de damas, ajedrez y backgammon. Se trataba de un juego sencillo que les encantaba a los romanos. Para jugar, grababan los cuadrados en una piedra. El juego también gozaba de popularidad en la época de Carlomagno y se sigue jugando hoy en día.

– ¿Qué hace en el trono real? -preguntó alguien.

La guía negó con la cabeza.

– Nadie lo sabe. Pero es interesante, ¿no les parece?

Malone le indicó a Christl que lo siguiera. La guía continuó con su sonsonete sobre la galería superior y vieron más flashes de cámara. El trono parecía ser un imán fotográfico y, por suerte, todo el mundo exhibía su pulserita oficial.

Él y Christl dieron la vuelta a uno de los arcos superiores y perdieron de vista al resto.

Los ojos de Malone escrutaron la penumbra.

Abajo, desde el coro, había deducido que el trono se encontraba en la galería occidental. Allí arriba, en alguna parte, darían con un lugar para esconderse.

Llevó a Christl hasta un oscuro recoveco del muro exterior y se sumió en la sombra. A continuación le pidió por señas que no hiciera ruido. Oyeron que el grupo abandonaba la galería superior y se dirigía a la parte de abajo.

Malone consultó su reloj: las 19.00.

La hora del cierre.

TREINTA Y NUEVE

Garmisch 2030 horas


Dorothea se encontraba en un dilema. Por lo visto, su marido lo sabía todo acerca de Sterling Wilkerson, lo que la sorprendía. Pero también estaba al tanto de la búsqueda con Christl, y eso, junto con el hecho de que al parecer Werner tenía retenido a Wilkerson, se le antojaba preocupante.

¿Qué demonios estaba pasando?

Subieron al tren de las 18.40 que salía de Munich con destino al sur, a Garmisch. Durante los ochenta minutos que duró el trayecto, Werner no dijo nada, se limitó a permanecer sentado leyendo tranquilamente un periódico muniqués. A ella siempre le había resultado irritante su forma de devorar cada palabra, leyendo incluso las esquelas y los anuncios, comentando aquí y allá todo aquello que le llamaba la atención. Le habría gustado saber a qué se refería con lo de «a ver a nuestro hijo», pero resolvió no preguntar. Por primera vez en veintitrés años ese hombre había demostrado que tenía agallas, de modo que Dorothea decidió no decir nada y esperar a ver cómo se desarrollaban las cosas.

Ahora se dirigían al norte por una carretera oscura, alejándose de Garmisch, el monasterio de Ettal y Reichshoffen. Un coche los esperaba en la estación de tren; las llaves estaban bajo la alfombrilla delantera. Dorothea cayó en la cuenta de adonde iban, un lugar que había evitado durante los últimos tres años.

– No soy idiota, Dorothea -dijo Werner al cabo-. Tú piensas que sí, pero no.

Ella decidió no darle ninguna satisfacción.

– La verdad, Werner, es que ni siquiera pienso en ti.

Él pasó por alto la pulla y siguió conduciendo bajo el frío. Por suerte, no nevaba. Ir por esa carretera le traía recuerdos que ella se había esforzado en borrar. De hacía cinco años, cuando el coche de Georg salió despedido en una carretera sin quitamiedos de los Alpes tiroleses. Había estado esquiando y había llamado justo antes de sufrir el accidente para decirle que se quedaría en el hostal que solía frecuentar. Estuvieron charlando unos minutos, de nada en particular, una conversación breve, informal entre madre e hijo, como de costumbre.

Pero fue la última vez que habló con él.

La siguiente vez que vio a su único hijo, él yacía en un ataúd, ataviado con un traje gris, listo para ser enterrado.

La sepultura de la familia Oberhauser se hallaba junto a una antigua iglesia bávara, a unos kilómetros al oeste de Reichshoffen. Después del funeral, la familia financió allí una capilla en nombre de Georg, y durante los dos primeros años ella acudió con regularidad a encender una vela.

Sin embargo, en los tres últimos no había vuelto.

Vio aparecer la iglesia, las vidrieras tenuemente iluminadas. Werner aparcó delante.

– ¿Por qué hemos venido aquí? -quiso saber ella.

– Créeme, si no fuera importante no habríamos venido.

Salió a la noche y ella lo siguió hasta la iglesia. Dentro no había nadie, pero la cancela de hierro de la capilla de Georg estaba abierta.

– Hace tiempo que no vienes -observó él.

– Eso es asunto mío.

– Yo vengo a menudo.

A ella no le sorprendió.

Se acercó a la cancela. Ante un pequeño altar había un reclinatorio de mármol. En la parte superior, grabado en la piedra, se veía a san Jorge a lomos de un caballo plateado. Dorothea no acostumbraba a rezar, y se preguntaba incluso si sería creyente. Su padre era ateo convencido; su madre, católica no practicante. Si existía un Dios, ella no sentía sino ira hacia él por haberla privado de la única persona a la que había querido de manera incondicional.

– Ya está bien, Werner. ¿Qué es lo que quieres? Ésta es la tumba de Georg, merece nuestro respeto. No es el lugar adecuado para airear nuestras diferencias.

– ¿Y tú lo respetas faltándome al respeto a mí?

– No tengo nada que ver contigo, Werner. Tú tienes tu vida y yo la mía.

– Se acabó, Dorothea.

– Estoy de acuerdo. Nuestro matrimonio se acabó hace mucho tiempo.

– No me refería a eso: se acabaron los hombres. Soy tu marido y tú eres mi mujer.

Ella rompió a reír.

– Debes de estar de broma.

– Lo digo muy en serio.

– Y ¿qué te ha hecho ser un hombre de pronto?

Él retrocedió hasta la pared.

– Llega un momento en el que los vivos han de dejar marchar a los muertos. Para mí ese momento ha llegado.

– ¿Me has traído hasta aquí para decirme eso?

Su relación había empezado por mediación de sus respectivos padres. No se trataba de un matrimonio concertado en el sentido estricto, pero sí planeado. Por suerte, nació la atracción, y los primeros años fueron felices. El nacimiento de Georg supuso una gran dicha para ambos, y su infancia y adolescencia también fueron estupendas. Pero su muerte hizo aflorar diferencias irreconciliables. Había que encontrar culpables, y cada uno de ellos dirigió su frustración contra el otro.

– Te he traído hasta aquí porque era necesario -repuso él.

– En mi caso todavía no ha llegado ese momento del que hablas.

– Es una pena -observó él, fingiendo no haberla oído-. Habría sido un gran hombre.

Ella opinaba lo mismo.

– El chico tenía sueños, ambiciones, y nosotros podríamos haber avivado sus deseos. Habría sido mejor que nosotros. -Se volvió para mirarla-. Me pregunto qué pensaría de nosotros ahora.

A Dorothea le extrañó el comentario.

– ¿Qué quieres decir?

– No nos hemos tratado bien.

– Werner, ¿qué estás haciendo? -quiso saber ella.

– Puede que él esté escuchando y quiera saber qué piensas.

A ella le molestó la presión.

– Mi hijo habría aprobado todo cuanto yo hiciera.

– ¿Ah, sí? ¿Habría aprobado lo que hiciste ayer? Mataste a dos personas.

– ¿Y tú cómo lo sabes?

– Ulrich Henn te sacó las castañas del fuego.

Ella estaba confusa y preocupada, pero no iba a hablar del tema allí, en aquel lugar sagrado. Se acercó a la cancela, pero él le impidió el paso y espetó:

– Esta vez no vas a huir.

El desasosiego se apoderó de ella. Lo odiaba por profanar el santuario de Georg.

– Aparta.

– ¿Tienes idea de lo que estás haciendo?

– Vete al infierno, Werner.

– Vives al margen de la realidad.

Su expresión no era de enfado ni de miedo, de manera que a Dorothea le picó la curiosidad.

– ¿Quieres que pierda frente a Christl?

La expresión de él se suavizó.

– No sabía que fuera una competición, más bien lo consideraba un desafío. Pero ésa es la razón de que yo esté aquí: quiero ayudarte.

Dorothea tenía que averiguar qué sabía él y cómo lo sabía, pero lo único que pudo decir fue:

– Un hijo muerto no une a un matrimonio. -Lo traspasó con la mirada-. No necesito tu ayuda. Ya no.

– Te equivocas.

– Quiero irme -afirmó ella-. ¿Te importaría dejarme pasar?

Su marido siguió como si tal cosa, y por un instante ella sintió miedo. Werner siempre se había aferrado a las emociones como alguien que se ahoga a un salvavidas. Se le daba bien iniciar peleas y fatal ponerles fin, así que, cuando se apartó de la entrada, a ella no le sorprendió.

Pasó por delante de él.

– Hay algo que tienes que ver -aseguró su marido.

Dorothea se detuvo, se volvió y vio algo que llevaba mucho tiempo sin ver en aquel hombre: confianza. Volvió a ser presa del miedo.

Werner salió de la iglesia y regresó al coche con ella a la zaga. Acto seguido cogió una llave y abrió el maletero. Dentro, una débil luz le permitió ver el rostro crispado, muerto de Sterling Wilkerson, en medio de la frente tenía un orificio sangriento.

Profirió un grito ahogado.

– Esto es muy serio, Dorothea.

– ¿Por qué? -preguntó ella-. ¿Por qué lo has hecho?

Él se encogió de hombros.

– Tú lo estabas utilizando y él te estaba utilizando a ti. La cuestión es que él ha muerto y yo no.

CUARENTA

Washington, D. C. 14.40 horas


Hicieron pasar a Ramsey al salón del almirante Raymond Dyals hijo, cuatro estrellas, retirado, Marina estadounidense. Aquel hombre de noventa y cuatro años, oriundo de Missouri, había combatido en la segunda guerra mundial, en Corea y en Vietnam, y se había retirado a principios de la década de los ochenta. En 1971, cuando se perdió el NR-1A, Dyals era jefe de operaciones navales, el hombre que firmó la orden clasificada de no poner en marcha una operación de búsqueda y salvamento del submarino que había desaparecido.

Por aquel entonces, Ramsey era teniente de navío, Dyals lo escogió para la misión y posteriormente informó personalmente al almirante sobre la visita secreta del Holden a la Antártida. Después no tardó en ascender a capitán de corbeta y pasó a formar parte del personal de Dyals. A partir de ese instante, los ascensos habían sido rápidos y fáciles.

Todo se lo debía a aquel anciano.

Y sabía que Dyals todavía cortaba el bacalao.

Era el oficial superior vivo de más edad. Los presidentes le consultaban, y el actual no era una excepción. Sus opiniones se consideraban sensatas y valiosas, la prensa lo trataba con gran deferencia, y los senadores acostumbraban a peregrinar a la estancia donde ahora entraba Ramsey. Dyals se hallaba ante un fuego vivo, con una manta de lana sobre las flacas piernas y un peludo gato en el regazo. Incluso le habían adjudicado un sobrenombre, el Halcón de Invierno, que, como bien sabía Ramsey, al hombre le entusiasmaba.

Los arrugados ojos de Dyals brillaron al verlo entrar.

– Me gusta que vengas a verme.

Ramsey permaneció en pie respetuosamente hasta que su mentor lo invitó a tomar asiento.

– He pensado que tendría noticias tuyas -observó Dyals-. Me he enterado esta mañana de lo de Sylvian. En su día trabajó para mí. No lo hacía mal, pero era demasiado intransigente. Sin embargo, parece que le fue bien, toda su vida está repleta de informes entusiastas.

Ramsey decidió ir al grano.

– Quiero su puesto.

Las melancólicas pupilas del almirante se iluminaron en señal de aprobación.

– La Junta de Jefes de Estado Mayor. Yo nunca llegué tan alto.

– Podría haber llegado.

El anciano negó con la cabeza.

– Reagan y yo no nos llevábamos bien. El tenía sus favoritos, o al menos sus asesores tenían sus favoritos, y yo no figuraba en esa lista. Además, había llegado la hora de que me fuera.

– ¿Qué hay de usted y Daniels? ¿Figura en su lista de favoritos?

Captó algo áspero e inflexible en la expresión de Dyals.

– Langford -dijo éste-, sabes que el presidente no es nuestro amigo. Ha sido duro con el Ejército. Ha recortado drásticamente los presupuestos, reducido programas. Ni siquiera cree necesaria la Junta de Jefes.

– Se equivoca.

– Puede, pero es el presidente y goza de popularidad. Como Reagan, sólo que con una filosofía diferente.

– Seguro que hay oficiales a los que respeta, hombres que usted conoce. Su apoyo a mi candidatura podría cambiarlo todo.

Dyals acarició suavemente al gato.

– Muchos de ellos querrán el puesto para sí mismos.

Ramsey no dijo nada.

– Todo este asunto, ¿no te resulta desagradable? -preguntó Dyals-. Pedir favores, confiar en políticos corruptos para hacer carrera. Ése fue uno de los motivos por los que lo abandoné todo.

– Así es el mundo. Nosotros no dictamos las normas, sino que nos limitamos a jugar conforme a las que ya existen.

Ramsey sabía que muchos oficiales de alta graduación y un buen número de esos «políticos corruptos» podían agradecerle a Ray Dyals sus respectivos empleos. El Halcón de Invierno tenía infinidad de amigos y sabía cómo sacarles partido.

– No he olvidado lo que hiciste -musitó Dyals en voz queda-. Pienso a menudo en el NR-1A. Esos hombres… Vuelve a contármelo, Langford, ¿cómo fue?


Un inquietante brillo azulado se colaba por el hielo de la superficie. El color se volvía más intenso con la profundidad, para tornarse finalmente una negrura añil Ramsey llevaba un grueso traje seco de la Marina con las costuras selladas y doble capa, nada quedaba al descubierto salvo una mínima franja de piel alrededor de los labios que se le había quemado nada más entrar en el agua, y que ahora tenía insensibilizada. Unos pesados guantes hacían que sus manos parecieran inútiles. Por suerte, el agua anulaba el peso, y flotando en aquella vastedad transparente como el aire era como si volara en lugar de nadar.

La señal del transpondedor que había captado Herbert Rowland los condujo a través de la nieve hasta una angosta ensenada donde el glacial océano lamía la helada costa, un lugar en el que focas y aves se habían congregado para pasar el verano. La intensidad de la señal exigía una inspección de primera mano, de manera que se enfundó el traje con ayuda de Sayers y Rowland. Sus órdenes eran claras. Sólo él se sumergió en el agua.

Comprobó a qué profundidad se hallaba: doce metros.

Era imposible saber cuánto quedaba para el fondo, pero esperaba al menos ver algo, lo bastante para confirmar la suerte que había corrido el submarino. Rowland le había dicho que la fuente se encontraba más hacia el interior, hacia las montañas que se elevaban desde la costa.

Avanzaba por el agua dando pies.

A su izquierda se alzaba una pared de roca volcánica negra salpicada de un deslumbrante despliegue de anémonas anaranjadas, esponjas,

estrellas de mar rosas y moluscos de un verde amarillento. De no ser por el hecho de que el agua estaba a dos grados bajo cero, podría haberse encontrado en un arrecife de coral. La luz se fue atenuando arriba, en el helado techo, y lo que no hacía mucho parecía un cielo nublado con distintas tonalidades de azul poco a poco se volvió negro.

Al parecer, el hielo de la parte superior se había visto sustituido por piedra.

Cogió la linterna del cinturón y la encendió. A su alrededor flotaba algo de plancton. No vio sedimentos. Apuntó con la luz y el haz se tornó invisible, ya que no había nada que retrorreflejara los fotones: éstos simplemente quedaban suspendidos en el agua, dejándose ver tan sólo cuando chocaban con algo.

Como una foca, que pasó a toda velocidad sin apenas mover un músculo.

Aparecieron más focas.

Ramsey oyó su vibrante llamada e incluso la sintió en el cuerpo, como si lo hubiese detectado un sonar. Menuda misión. La oportunidad de demostrar su valía ante hombres que podían forjar literalmente su carrera. Por eso se había ofrecido voluntario sin pensarlo dos veces. Además, había escogido personalmente a Sayers y a Rowland, dos hombres de los que sabía podía fiarse. Rowland había dicho que lafuente de la señal podía hallarse a unos doscientos metros al sur, no más. Él calculaba que ya había recorrido por lo menos esa distancia. Barrió las profundidades con la luz, que se adentró unos quince metros. Esperaba ver la torreta naranja del NR-1A surgiendo del fondo.

Parecía estar flotando en una enorme cueva subterránea que se abría directamente al continente antártico, rodeado ahora de roca volcánica.

Escudriñó el lugar: nada. Tan sólo agua fundiéndose con la negrura.

Sin embargo, la señal persistía.

Decidió explorar un centenar de metros más.

Otra foca pasó disparada y luego otra más. Ante sus ojos, su ballet resultaba fascinante. Vio cómo se deslizaban sin esfuerzo alguno. Una de ellas describió una amplia vuelta y a continuación emprendió una precipitada retirada ascendente.

Él la siguió con la luz.

El animal desapareció.

Una segunda foca movió las aletas y ascendió. También atravesó la superficie. ¿Cómo era posible?

Se suponía que sobre su cabeza sólo había roca.


– Increíble -observó Dyals-. Menuda aventura.

Ramsey coincidía.

– Cuando subí tenía los labios como si hubiese estado besando metal congelado.

El almirante soltó una risita.

– Me habría encantado hacer lo que hiciste.

– La aventura aún no ha acabado, almirante.

El terror tiñó sus palabras, y el anciano comprendió que la visita tenía un doble propósito.

– Habla.

Ramsey le contó que Magellan Billet se había hecho con el expediente de la investigación sobre el NR-1 A, la participación de Cotton Malone, su fructífero intento de recuperar el expediente y el acceso de la Casa Blanca a la hoja de servicios de Zachary Alexander, Herbert Rowland y Nick Sayers. Sólo omitió lo que se traía entre manos Charlie Smith.

– Alguien está husmeando -afirmó.

– Sólo era cuestión de tiempo -musitó Dyals-. Ya no es fácil guardar secretos.

– Puedo detenerlo -aseguró Ramsey.

Los ojos del anciano se entornaron.

– Pues hazlo.

– He adoptado medidas. Pero hace tiempo usted ordenó que lo dejaran en paz.

No era preciso dar nombres. Ambos sabían a quién se refería ese «lo».

– Así que has venido para ver si la orden se mantiene, ¿no es eso?

Él asintió.

– Para que sea completo hay que incluirlo a él.

– Ya no puedo darte órdenes.

– Usted es el único hombre al que obedezco de buena gana. Cuando nos disolvimos, hace treinta y ocho años, usted dio una orden: dejarlo en paz.

– ¿Aún vive? -inquirió Dyals.

Ramsey afirmó con la cabeza.

– Tiene sesenta y ocho años, vive en Tennessee y da clases en una facultad.

– ¿Sigue soltando las mismas paparruchas?

– No ha cambiado nada.

– ¿Y los otros dos tenientes que estaban contigo?

Ramsey no contestó; no hacía falta.

– Has estado ocupado -comentó el almirante.

– Tuve un buen maestro.

Dyals continuó acariciando al gato.

– Corrimos un riesgo en el 71. Cierto, la dotación de Malone aceptó las condiciones antes de zarpar, pero no teníamos por qué obligarlos. Pudimos cuidar de esos hombres. No he dejado de preguntarme si hice bien.

– Lo hizo.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro?

– Corrían otros tiempos. Ese submarino era nuestra arma más secreta. No podíamos revelar su existencia, y mucho menos anunciar que se había hundido. ¿Cuánto habrían tardado los soviéticos en encontrar el pecio? Y luego estaba lo del NR-1. Por aquel entonces cumplía misiones, y sigue en funcionamiento. Hizo usted bien, no cabe la menor duda.

– ¿Crees que el presidente intenta averiguar lo que pasó?

– No. Está unos peldaños más abajo en la escalera, pero ese hombre goza de la confianza de Daniels.

– Y tú crees que todo esto podría arruinar las posibilidades de que te nombren, ¿no es así?

– Sin duda.

No era preciso añadir lo evidente: «Y de paso arruinar su reputación.»

– En tal caso, revoco esa orden. Haz lo que estimes oportuno.

CUARENTA Y UNO

Aquisgrán 21.50 horas


Malone se sentó en el suelo de una estrecha habitación vacía de la galería superior. Él y Christl se habían refugiado allí tras dar esquinazo al grupo de turistas. Malone había visto por debajo de la puerta, que se separaba dos centímetros del suelo, cómo bajaban las luces de la capilla y cerraban las puertas durante la noche. De eso hacía ya más de dos horas, y desde entonces no habían oído ningún ruido, salvo el murmullo del mercado navideño, que se colaba por la única ventana de la estancia, y los leves silbidos del viento que azotaba los muros exteriores.

– Este sitio es extraño -musitó Christl-. Tan silencioso.

– Necesitamos tiempo para explorarlo sin que nadie nos interrumpa.

También esperaba que su desaparición confundiera a Cara Chupada.

– ¿Cuánto más vamos a esperar? -quiso saber ella.

– Es preciso que fuera se calme la cosa. Nunca se sabe, podría entrar alguien antes de que termine la noche. -Decidió aprovechar la soledad-. Hay algunas cosas que debo saber.

Con la luz verdosa que proyectaban los focos del exterior, vio que el rostro de ella se iluminaba.

– Me preguntaba cuándo lo diría.

– Los santos. ¿Qué le hace pensar que son reales?

A ella pareció sorprenderle la pregunta, como si esperase otra cosa, más personal. Sin embargo, mantuvo la compostura y respondió:

– ¿Ha oído hablar del mapa de Piri Reis?

– Sí. Supuestamente era obra de un pirata turco y databa de 1513.

– Se encontró en 1929 -contó ella-. Tan sólo es un fragmento del original, pero en él aparecen representadas Sudamérica y África occidental en la longitud correcta. Los navegantes del siglo XVI no tenían forma de confirmar la longitud, esa noción no se perfeccionó hasta el siglo XVIII. Gerardo Mercator tenía un año cuando se trazó el mapa de Piri Reis, de modo que éste es anterior a su método de proyectar la Tierra sobre una superficie plana, señalando latitudes y longitudes. Sin embargo, el mapa hace precisamente eso, y además detalla la costa norte de la Antártida. Ese continente no se descubrió hasta 1818, y sólo en 1949 se realizaron los primeros sondeos con sonar bajo el hielo. Desde entonces se hace lo mismo con sofisticados georradares. El mapa de Piri Reis reproduce casi a la perfección la costa real de la Antártida, cubierta de hielo.

»Asimismo, en el mapa hay una nota que indica que quien lo trazó utilizó información que databa de la época de Alejandro Magno como material de referencia. Alejandro vivió en la primera mitad del siglo IV antes de Cristo. Por aquel entonces, la Antártida estaba cubierta de kilómetros de hielo, de modo que ese material de referencia que muestra la costa original tendría que datar de entre unos diez mil años y pico antes de Cristo, cuando había mucho menos hielo, y cincuenta mil años antes de Cristo. Además, no hay que olvidar que un mapa no sirve de nada sin notaciones que indiquen lo que uno está viendo. Imagine un mapa de Europa sin nada escrito: no le diría gran cosa. Por lo general se reconoce que la escritura en sí nace con los súmenos, unos tres mil quinientos años antes de Cristo. El hecho de que Reis usara mapas de referencia que debían de tener mucho más de tres mil quinientos años significa que el arte de la escritura es más antiguo de lo que pensábamos.

– En ese argumento hay muchos puntos que escapan a la lógica.

– ¿Siempre es usted tan escéptico?

– He descubierto que es una sana costumbre cuando me juego el pellejo.

– Como parte de mi tesis estudié mapas medievales y aprecié una interesante dicotomía: los mapas terrestres de la época eran rudimentarios: Italia aparecía unida a España, Inglaterra era deforme, las montañas no estaban en su sitio, los ríos se dibujaban de manera inexacta; pero las cartas de navegación son otra historia: se las llamaba portulanos, que significa «de puerto a puerto», y eran muy precisas.

– Y cree que quienes las trazaron contaron con ayuda.

– Estudié muchos portulanos. El de Dulcert, de 1339, plasma el recorrido de Galway a Rusia con gran precisión. Otro mapa turco de 1559 representa el mundo desde el norte, como si se situara sobre el polo norte. ¿Cómo fue posible? Un mapa de la Antártida publicado en 1737 mostraba el continente dividido en dos islas, cosa que, como sabemos hoy en día, es cierta. En un mapa de 1531 que examiné, la Antártida aparecía sin hielo, con ríos e incluso montañas que se encuentran sepultadas debajo, como se sabe en la actualidad. No se disponía de esa información cuando se crearon dichos mapas, y sin embargo éstos son tremendamente precisos, con un margen de error de menos de un grado en la longitud, lo cual es increíble teniendo en cuenta que se supone que los cartógrafos ni siquiera conocían ese concepto.

– Pero los santos sabían lo que era la longitud, ¿no?

– Para surcar los océanos del mundo tendrían que conocer la navegación estelar o la longitud y la latitud. En mi investigación descubrí semejanzas entre los portulanos; demasiadas para tratarse de una mera coincidencia. Así que si hace tiempo existió una sociedad de navegantes, una que realizó estudios siglos antes de que se produjeran las grandes catástrofes geológicas y meteorológicas que asolaron el mundo alrededor de diez mil años antes de Cristo, es lógico que dicha información se transmitiera, sobreviviera y quedara plasmada en esos mapas.

Él seguía teniendo sus dudas, pero después del rápido recorrido efectuado por la capilla y de pensar en el testamento de Eginardo, empezaba a reconsiderar las cosas.

Se acercó a la puerta sin hacer ruido y miró por debajo: reinaba la calma. Se apoyó en la puerta.

– Hay algo más -añadió ella.

Malone era todo oídos.

– El meridiano cero. Prácticamente todos los países que acabaron recorriendo los mares establecieron uno: tenía que haber un punto de partida longitudinal. Al final, en 1884, las principales naciones del mundo se reunieron en Washington, D. C., y escogieron una línea que atravesaba Greenwich como la longitud cero grados, una constante universal que todavía se utiliza. Pero los portulanos cuentan una historia distinta: por increíble que parezca, todos ellos parecían usar un punto situado a treinta y un grados ocho minutos oeste como meridiano cero.

Él no entendía el significado de esas coordenadas, tan sólo que se hallaban al este de Greenwich, en algún lugar más allá de Grecia.

– Esa línea atraviesa la Gran Pirámide de Giza -explicó ella-. En esa misma conferencia celebrada en Washington en 1884, se alegaron razones para que el meridiano cero pasara por ese punto, pero fueron rechazadas.

Él no veía el sentido.

– Todos los portulanos que yo utilicé se servían de la noción de longitud. No me malinterprete, esos mapas antiguos no tenían paralelos ni meridianos como los conocemos hoy en día. Utilizaban un método más sencillo: escogían un punto central, trazaban un círculo a su alrededor y lo dividían. Luego repetían la operación hacia el exterior, creando una forma de medición rudimentaria. Cada uno de esos portulanos que he mencionado usaban el mismo centro, un punto situado en Egipto, cerca de lo que en la actualidad es El Cairo, donde se halla la pirámide de Giza.

Malone tenía que reconocer que eran muchas coincidencias.

– Esa línea de longitud que pasaba por Giza se prolonga hacia el sur hasta la Antártida, exactamente donde los nazis realizaron sus exploraciones en 1938, en su Nueva Suabia. -Hizo una pausa-. Tanto mi abuelo como mi padre estaban al tanto de esto, y yo supe de estos conceptos leyendo sus notas.

– Creía que su abuelo chocheaba.

– Dejó algunas notas históricas, no muchas, y mi padre también. Ojalá hubieran hablado más de ello.

– Esto es un disparate -espetó él.

– ¿Cuántas realidades científicas actuales empezaron así? No es un disparate, es real. Ahí fuera hay algo a la espera de ser encontrado. Algo en cuya búsqueda tal vez hubiera muerto el padre de Malone.

Este consultó su reloj.

– Será mejor que bajemos. Quiero comprobar algunas cosas.

Apoyó una rodilla en el suelo con la intención de levantarse, pero ella lo detuvo con la mano en la pernera de su pantalón. Malone había escuchado sus explicaciones y había concluido que no estaba chiflada.

– Le agradezco lo que está haciendo -dijo ella en voz baja.

– No he hecho nada.

– Está aquí.

– Como bien dijo usted, lo que le ocurrió a mi padre tiene que ver con esto.

Ella se acercó y lo besó, deteniéndose lo suficiente para que él supiera que lo estaba disfrutando.

– ¿Siempre besa en la primera cita? -quiso saber Malone.

– Sólo a los hombres que me gustan.

CUARENTA Y DOS

Baviera


Dorothea estaba conmocionada; los ojos muertos de Sterling Wilkerson la miraban.

– ¿Lo has matado? -le preguntó a su marido.

Werner negó con la cabeza.

– Yo no, pero estaba presente cuando ocurrió. -Cerró el maletero de un portazo-. No llegué a conocer a tu padre, pero tengo entendido que él y yo nos parecemos mucho: dejamos que nuestra mujer haga lo que se le antoja siempre y cuando nosotros podamos permitirnos el mismo lujo.

A la cabeza de Dorothea afloraron todo tipo de ideas confusas.

– ¿Cómo es que sabes cosas de mi padre?

– Se las he contado yo -dijo otra voz.

Ella se volvió en redondo: su madre se hallaba en la puerta de la iglesia. Tras ella, como siempre, Ulrich Henn. Ahora lo tenía claro.

– Ulrich mató a Sterling -dijo Dorothea a la noche.

Werner pasó por su lado.

– Así es. Y yo diría que bien podría matarnos a todos si no nos comportamos debidamente.


Malone fue el primero en salir del escondite a la galería superior del octógono. Se detuvo en la barandilla de bronce -carolingia, recordaba haber oído decir a Christl, original de la época de Carlomagno- y miró hacia abajo. Un puñado de candelabros de pared iluminaban la noche. El viento seguía causando destrozos en los muros exteriores, y el mercado navideño parecía que empezaba a decaer. Sus ojos se clavaron al otro lado del espacio abierto, en el trono del extremo, que tenía por telón de fondo unas ventanas con parteluz que derramaban un brillo luminoso sobre el elevado asiento. Estudió el mosaico en latín que envolvía el octógono de debajo El desafío de Eginardo no era para tanto.

Bien por las guías y las mujeres listas.

Miró fijamente a Christl.

– Hay un púlpito, ¿no?

Ella asintió.

– En el coro. El ambón: es muy antiguo, del siglo XI.

Malone sonrió.

– Siempre hay una clase de historia.

Ella se encogió de hombros.

– Es de lo que sé.

Malone dio la vuelta a la galería superior, dejó atrás el trono y bajó por la escalera circular. Curiosamente, la cancela de hierro permanecía abierta por la noche. Una vez abajo, atravesó el octógono y entró en el coro. Un púlpito de cobre dorado salpicado de excepcionales ornamentos y adosado al muro sur se alzaba sobre la entrada a otra de las capillas laterales. Hasta él conducía una pequeña escalera. Malone pasó por encima de un cordón de terciopelo y subió los peldaños de madera. Por suerte, lo que buscaba estaba allí: una biblia.

Depositó el libro en el dorado facistol y lo abrió por el Apocalipsis, capítulo 21.

Christl, que se había quedado abajo, lo miró mientras él leía en voz alta.

– «Me llevó en espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la ciudad santa, Jerusalén, que descendía del cielo, de parte de Dios, que tenía la gloria de Dios. Tenía un muro grande y alto y doce puertas, y sobre las doce puertas, doce ángeles y nombres escritos, que son los nombres de las doce tribus de los hijos de Israel. El muro de la ciudad tenía doce hiladas, y sobre ellas los nombres de los doce apóstoles del Cordero. El que hablaba conmigo tenía una medida, una caña de oro, para medir la ciudad, sus puertas y su muro. La ciudad estaba asentada sobre una base cuadrangular y su longitud era tanta como su anchura. Midió con la caña la ciudad, y tenía doce mil estadios, siendo iguales en su longitud, su latitud y su altura. Midió su muro, que tenía ciento cuarenta y cuatro codos, medida humana, que era la del ángel. Y las hiladas del muro de la ciudad eran de todo género de piedras preciosas. Las doce puertas eran doce perlas.»

»El Apocalipsis es fundamental para este sitio. El candelabro que donó el emperador Barbarroja lo cita, el mosaico de la cúpula se basa en él. Carlomagno llamó a este lugar su «nueva Jerusalén», y esta relación no es ningún secreto: lo leí en todas las guías. Un pie carolingio equivalía a alrededor de la tercera parte de un metro, es decir, un pie. El polígono exterior, el hexadecágono, mide treinta y seis pies carolingios, o sea, ciento cuarenta y cuatro pies actuales.2El perímetro exterior del octógono mide lo mismo, treinta y seis pies carolingios, otros ciento cuarenta y cuatro pies. La altura también es precisa: originalmente, ochenta y cuatro pies3 sin la cúpula, que se añadió siglos después. La capilla entera es un factor de siete y doce, su anchura y altura son iguales. -Señaló la biblia-. Se limitaron a trasladar las dimensiones de la ciudad celestial del Apocalipsis, la «nueva Jerusalén», a esta construcción.

– Eso lleva estudiándose siglos -apuntó ella-. ¿Qué relación guarda con lo que estamos haciendo?

– Recuerde lo que escribió Eginardo: «Las revelaciones serán claras una vez haya sido descifrado el secreto de tan maravilloso lugar.» Utilizó ingeniosamente la palabra «revelación» o, lo que es lo mismo, «Apocalipsis». No sólo el Apocalipsis es claro -señaló la biblia-, sino que también hay otras revelaciones claras.


Por primera vez en años, Dorothea sintió que no tenía el control. No había visto venir nada de aquello y ahora, de nuevo en el interior de la iglesia, frente a su madre y su marido, con el obediente Ulrich Henn a un lado, pugnaba por mantener su habitual compostura.

– No lamentes la pérdida de ese americano -dijo Isabel-. Era un oportunista.

Ella se encaró con Werner.

– ¿Y tú no?

– Yo soy tu marido.

– Sólo nominalmente.

– Porque tú lo has querido así -terció Isabel alzando la voz. Hizo una pausa y al cabo añadió-: Entiendo lo de Georg. -La mirada de la anciana se dirigió hacia la capilla lateral-. Yo también lo echo de menos, pero se ha ido, y no hay nada que podamos hacer al respecto.

Dorothea siempre había despreciado la forma que tenía su madre de rechazar el dolor. No recordaba haberla visto verter una lágrima cuando su padre murió. A esa mujer no parecía perturbarla nada. Sin embargo, Dorothea era incapaz de librarse de la mirada inerte de Wilkerson. Cierto, era un oportunista, pero ella pensaba que su relación quizá podría haberse convertido en algo más sustancial.

– ¿Por qué lo mataste? -le preguntó a su madre.

– Habría causado un sinfín de problemas a esta familia, y de todas maneras los americanos habrían acabado matándolo.

– Fuiste tú quien metió por medio a los americanos. Eras tú quien quería ese informe sobre el submarino. Me pediste que Wilkerson se ocupara de ello. Me incitaste a que me hiciera con ese informe, me pusiera en contacto con Malone y lo desanimara. Me incitaste a robar los papeles de mi padre y las piedras del monasterio. Hice ni más ni menos lo que tú me pediste.

– ¿Acaso te dije que mataras a esa mujer? No. Fue idea de tu amante. Cigarrillos envenenados…, ridículo. Y ¿qué hay de la cabaña? Ahora está en ruinas, con dos hombres muertos dentro, unos hombres enviados por los americanos. ¿A cuál de los dos mataste, Dorothea?

– Había que hacerlo.

Isabel comenzó a pasearse por el piso de mármol.

– Siempre tan práctica: «Había que hacerlo.» Cierto, por culpa de tu americano. Si hubiese seguido en esto, las consecuencias habrían sido devastadoras. Esto no era asunto suyo, así que puse fin a su participación. -Su madre se acercó a ella y se detuvo a escasos centímetros-. Lo enviaron a espiarnos. Yo me limité a alentarte a que sacaras partido de sus debilidades, pero fuiste demasiado lejos. Sin embargo, he de admitir que subestimé el interés de los americanos por nuestra familia.

Dorothea apuntó con el dedo a Werner.

– ¿Por qué lo has metido en esto?

– Necesitas ayuda, y él te la proporcionará.

– No necesito nada de él. -Hizo una pausa-. Ni tampoco de una anciana.

Su madre levantó el brazo y abofeteó el rostro de Dorothea.

– No te atrevas a hablarme así. Ni ahora ni nunca.

Ella no se movió, a sabiendas de que, aunque tal vez pudiera vencer a su anciana madre, Ulrich Henn sería harina de otro costal. Se pasó la lengua por el interior de la mejilla.

Las sienes le palpitaban.

– He venido aquí esta noche para dejar las cosas claras -prosiguió Isabel-. Ahora Werner forma parte de esto porque así lo he decidido. Esta búsqueda es cosa mía. Si no quieres aceptar las normas, le pondré fin ahora mismo y tu hermana se hará con el control de todo.

Los ojos de su madre la atravesaron, y ella vio que no se trataba de una amenaza hecha a la ligera.

– Quieres esto, Dorothea, lo sé. Eres muy parecida a mí. No te he perdido de vista: has trabajado con ahínco en los negocios de la familia, eres buena en lo que haces. Le pegaste un tiro al hombre de la casa. Tienes valor, algo que a veces le falta a tu hermana. Ella tiene visión, algo que tú a veces pasas por alto. Es una lástima que no se pueda fundir en una persona lo mejor de ambas. De alguna manera, hace tiempo todo en mí era caos, y por desgracia las dos habéis sufrido.

Dorothea clavó la vista en Werner.

Tal vez ya no lo quisiera, pero, qué caray, en ocasiones lo necesitaba de una forma que sólo quienes habían perdido a un hijo podían entender. El suyo era un vínculo creado por el dolor. La agonía paralizadora que provocó la muerte de Georg había levantado unos muros que ambos habían aprendido a respetar. Y si bien su matrimonio se tambaleaba, su vida al margen de él prosperaba. Su madre estaba en lo cierto: los negocios eran su pasión. La ambición era una poderosa droga que lo eclipsaba todo, incluido el afecto.

Werner entrelazó las manos a la espalda y se puso erguido, como un guerrero.

– Quizá antes de morir deberíamos disfrutar lo que nos quede de vida.

– No sabía que desearas morir. Gozas de buena salud y podrías vivir muchos años.

– No, Dorothea. Puedo seguir respirando muchos años; vivir es algo completamente distinto.

– ¿Qué es lo que quieres, Werner?

Éste agachó la cabeza y se acercó a una de las oscurecidas ventanas.

– Dorothea, nos hallamos ante una encrucijada. En los próximos días podría producirse la culminación de toda tu vida.

– ¿Podría? Cuánta seguridad.

Él torció el gesto.

– No quería ofenderte. Aunque no estamos de acuerdo en muchas cuestiones, no soy tu enemigo.

– ¿Quién lo es, Werner?

Los ojos de su marido se endurecieron como el hierro.

– A decir verdad, no te hacen falta enemigos: te bastas tú sola.


Malone bajó del púlpito.

– El Apocalipsis es el último libro del Nuevo Testamento. En él, san Juan describe su visión de un nuevo cielo, una nueva tierra, una nueva realidad. -Señaló el octógono-. Ese edificio simbolizó esa visión. «Y serán su pueblo y el mismo Dios será con ellos.» Eso es lo que dice el Apocalipsis. Carlomagno construyó esto y vivió aquí, con ellos. Sin embargo, había dos cosas fundamentales: la longitud, la altura y la anchura debían ser las mismas, y los muros debían medir ciento cuarenta y cuatro codos, doce por doce.

– Se le da muy bien esto -observó ella.

– El ocho también era un número importante: el mundo se creó en seis días, y Dios descansó el séptimo. El octavo, cuando todo estaba hecho, representaba a Jesús, su resurrección, el comienzo de la gloriosa obra suprema final. Por eso hay un octógono dentro de un hexadecágono. Luego, quienes proyectaron esta capilla fueron más lejos.

«Resolved esta búsqueda aplicando la perfección del ángel a la santificación del señor.» Eso es lo que dijo Eginardo. El Apocalipsis se centra en los ángeles y en lo que hicieron para crear la «nueva Jerusalén». Doce puertas, doce ángeles, doce tribus de los hijos de Israel, doce hiladas, doce apóstoles, doce mil estadios, doce piedras preciosas, doce piedras eran doce perlas. -Hizo una pausa-. El número doce, la perfección según los ángeles.

Abandonó el coro y volvió al octógono.

A continuación señaló la franja de mosaico que lo rodeaba.

– ¿Podría traducirlo? Mi latín no es malo, pero el suyo es mejor.

Un ruido sordo rebotó en los muros, como si se forzara algo.

Otra vez.

Malone identificó su procedencia: una de las capillas laterales, San Miguel, donde se hallaba la otra salida.

Fue corriendo hasta ella y rodeó los desocupados bancos para llegar a la sólida puerta de madera, que un cerrojo de hierro mantenía cerrada. Oyó algo al otro lado.

– Están forzando la puerta.

– ¿Quiénes? -inquirió Christl.

Malone empuñó el arma.

– Más problemas.

CUARENTA Y TRES

Dorothea quería marcharse, pero no había escapatoria. Estaba a merced de su madre y su marido, por no hablar de Ulrich. Henn llevaba más de una década trabajando para la familia, aparentemente asegurándose de mantener Reichshoffen en buen estado, pero ella siempre había intuido que prestaba un amplio abanico de servicios. Ahora lo sabía: ese hombre mataba.

– Dorothea -dijo su madre-, tu marido quiere desagraviarte, quiere que volváis a estar como antes. Es evidente que aún sientes algo, de lo contrario te habrías divorciado de él hace tiempo.

– Si no lo hice fue por nuestro hijo.

– Tu hijo ha muerto.

– Pero no su recuerdo.

– Cierto, no, pero estás inmersa en una batalla por tu herencia. Párate a pensar y acepta lo que se te ofrece.

– ¿A qué viene tanto interés? -quiso saber ella.

Isabel cabeceó.

– Tu hermana persigue la gloria, la vindicación de nuestra familia, pero eso atraería muchas miradas ajenas, algo que ni tú ni yo queremos. Es tu deber impedirlo.

– ¿Cómo es que es mi deber?

Su madre parecía asqueada.

– Sois tan parecidas a vuestro padre… ¿Es que no hay nada mío en vosotras? Escúchame, hija: el camino que sigues no sirve de nada. Yo sólo intento ayudarte.

A Dorothea le ofendieron su falta de confianza y su condescendencia.

– He averiguado muchas cosas leyendo las publicaciones y las notas de la Ahnenerbe. Mi abuelo escribió un informe de lo que rieron en la Antártida.

– Hermann era un soñador, un hombre anclado en la fantasía.

– Hablaba de zonas en las que la nieve daba paso a la piedra, donde había lagos no helados donde no debería haberlos. Hablaba de montañas huecas y cuevas de hielo.

– Y ¿qué nos reportan todas esas fantasías? Dime, Dorothea. ¿Estamos más cerca de encontrar algo?

– Fuera tenemos a un hombre muerto en el maletero del coche.

Su madre exhaló un largo suspiro.

– No tienes remedio.

Sin embargo, la paciencia de Dorothea también se había agotado.

– Fuiste tú quien fijó las normas de este desafío. Querías saber qué fue de nuestro padre; querías que Christl y yo colaboráramos. Nos diste una parte del puzzle a cada una. Si tan lista eres, ¿por qué estamos haciendo nosotras todo esto?

– Permíteme que te cuente una cosa, algo que tu padre me contó hace mucho tiempo.


Carlomagno escuchó sobrecogido las palabras de Eginardo. Se hallaban seguros en la capilla del palacio, en la estancia de la galería superior del octógono. Era verano y finalmente había caído la noche, las ventanas de fuera estaban oscuras y en la capilla reinaba la calma. Eginardo acababa de regresar de su largo viaje el día anterior. El rey lo admiraba: era un hombre menudo, pero, al igual que la abeja que hace una miel exquisita o la laboriosa hormiga, capaz de grandes hazañas. Lo llamaba Besalel, como en el Éxodo, en referencia a su gran habilidad. No habría enviado a ningún otro y ahora escuchaba a Eginardo hablar de una ardua travesía por mar que lo había llevado hasta un lugar cuyos muros de nieve eran tan luminosos que el sol teñía la parte superior de tonalidades azules y verde jade. En uno de ellos había una cascada de aguas argénteas, y a Carlomagno aquello le recordó a las dentadas montañas del sur y el este. Hacía un frío indecible, contó Eginardo, y una de sus manos comenzó a temblar al recordarlo. El viento soplaba con tal fuerza que ni siquiera la capilla que los rodeaba se habría mantenido en pie. Carlomagno lo dudó, si bien no dijo nada. Aquí las gentes viven en chozas de barro, dijo Eginardo, sin ventanas, con una única abertura en el techo para que salga el humo. Sólo los privilegiados duermen en camas, las ropas son de cuero sin forrar. Allí las cosas son muy diferentes. Todas las casas son de piedra y están amuebladas y caldeadas. Las ropas son gruesas y de abrigo. No hay clases sociales, ni ricos ni pobres. Es una tierra de igualdad donde la noche no tiene fin y las aguas permanecen en calma como la muerte, pero son bellísimas.


– Eso es lo que escribió Eginardo -dijo Isabel-. Tu padre me contó lo que su padre le contó a él. Estaba en el libro que te di, el de la tumba de Carlomagno. Hermann aprendió a leerlo, y ahora hemos de hacerlo nosotros. Ésa es la razón de este desafío. Quiero que tú y tu hermana encontréis las respuestas que necesitamos.

Sin embargo, el libro que le había dado su madre estaba escrito en un galimatías, lleno de imágenes fantásticas de cosas irreconocibles.

– Recuerda las palabras del testamento de Eginardo -apuntó Isabel-: «La segunda, que conferiría la plena comprensión de la sabiduría del cielo que aguarda con mi señor Carlos, comienza en la nueva Jerusalén.» Tu hermana está allí ahora mismo, en la nueva Jerusalén, muy por delante de ti.

Dorothea no daba crédito a lo que estaba oyendo.

– Esto no es ficción, Dorothea. No todo el pasado es ficción. En tiempos de Carlomagno, la palabra «cielo» tenía un significado muy diferente del actual. Los carolingios lo denominaban ha shemin, que quería decir «tierras altas». No estamos hablando de religión ni de Dios, sino de un pueblo que vivía muy lejos, en un país montañoso de nieve y hielo y noches interminables, un lugar que Eginardo visitó, el lugar en el que murió tu padre. ¿No quieres saber por qué?

Sí quería saberlo, maldita sea, sí.

– Tu marido está aquí para ayudarte -añadió su madre-. Con Herr Wilkerson he eliminado un problema en potencia. Ahora esta búsqueda puede continuar sin intromisiones. Me aseguraré de que los americanos encuentren su cuerpo.

– No hacía falta matarlo -insistió ella.

– ¿Ah, no? Ayer un hombre irrumpió en nuestra casa e intentó matar a Herr Malone. Confundió a tu hermana contigo y trató de matarla. Menos mal que Ulrich lo impidió. Los americanos no te tienen mucha consideración, Dorothea.

Los ojos de ésta buscaron a Henn, que asintió con la cabeza para corroborar lo que había dicho su madre.

– Entonces supe que había que hacer algo. Dado que eres una criatura de costumbres, di contigo en Múnich, donde sabía que estarías. Imagínate: si yo te encontré así de fácil, ¿cuánto habrían tardado en hacerlo los americanos?

Ella recordó el pánico que sentía Wilkerson cuando habló por teléfono.

– Hice lo que había que hacer, y ahora, hija mía, tú harás lo mismo.

Sin embargo, Dorothea estaba perdida.

– ¿Qué tengo que hacer? Acabas de decir que lo que he estado haciendo ha sido una pérdida de tiempo.

Su madre negó con la cabeza.

– Estoy segura de que los conocimientos que has adquirido sobre la Ahnenerbe serán de utilidad. ¿Está ese material en Múnich?

Ella asintió.

– Ulrich lo traerá. Dentro de poco tu hermana seguirá el camino correcto; es imprescindible que te unas a ella. Hay que apaciguarla. Los secretos de la familia deben seguir en la familia.

– ¿Dónde está Christl? -volvió a preguntar ella.

– Esforzándose por hacer lo que intentabas tú.

Dorothea era toda oídos.

– Confiar en un americano.

CUARENTA Y CUATRO

Aquisgrán


Malone agarró a Christl, salió corriendo de la capilla de San Miguel y regresó al polígono exterior, desde donde se volvió hacia el pórtico y la entrada principal.

De San Miguel llegaron más ruidos sordos.

Malone encontró la puerta principal, que esperaba se abriera desde dentro, y oyó un ruido: alguien estaba forzando los cerrojos exteriores. Por lo visto, Cara Chupada no trabajaba solo.

– ¿Qué pasa? -quiso saber Christl.

– Nuestros amigos de la otra noche nos han encontrado. Llevan todo el día siguiéndonos.

– ¿Y me lo dice ahora?

Malone se alejó a la carrera de la entrada y volvió al octógono. Sus ojos escrutaron el poco iluminado lugar.

– Supuse que no le apetecía que la aburriera con detalles.

– ¿Detalles?

Él oyó que la puerta de San Miguel cedía, y a su espalda el chirrido de los antiguos goznes confirmó que la puerta principal se había abierto. Vio la escalera circular y subió a la velocidad del rayo, abandonando toda precaución en favor de la velocidad.

Oyó voces procedentes de la parte inferior y le indicó a Christl que no hiciera ruido.

Quería que ella estuviese a salvo, de manera que no podían andar paseándose por la galería superior. Ante él se alzaba el trono imperial. Bajo la tosca silla de mármol se abría una oscura oquedad por la que pasaban los peregrinos, recordó haberle oído explicar a la guía: un espacio situado bajo las andas y los seis escalones de piedra. Debajo del altar que sobresalía de la parte posterior había otra abertura, ésta protegida por una puerta de madera con cierres de hierro. Pidió a Christl por señas que se metiera bajo el trono, y ella respondió con una mirada burlona. Malone no estaba de humor para discutir, de modo que la empujó hacia la cadena de hierro y le ordenó que se metiera debajo.

«No haga ruido», le dijo moviendo mudamente los labios.

Oyó pasos en la escalera de caracol. Sólo tenían unos segundos. Ella pareció comprender el aprieto en que se hallaban, se aplacó y desapareció debajo del trono.

Malone tenía que alejarlos. Antes, cuando había inspeccionado la galería superior, había reparado en un estrecho saledizo rematado por un perfil que recorría los arcos inferiores, marcando la línea divisoria entre las plantas, y era lo bastante ancho para subirse a él.

Pasó por delante del trono, rodeó las andas y saltó la reja de bronce, que le llegaba por la cintura. A continuación se mantuvo en equilibrio sobre la cornisa, con la espalda pegada a las columnas superiores, que sustentaban los ocho arcos del octógono interior. Por suerte, las columnas eran dobles y medían unos sesenta centímetros de ancho, lo que significaba que lo protegía más de un metro de mármol.

Oyó unas suelas de goma por el piso de la galería superior.

Malone se replanteó lo que estaba haciendo, subido a un saliente de veinticinco centímetros, con una arma que tan sólo tenía cinco balas, a más de seis metros del suelo. Se arriesgó a echar un vistazo y vio dos bultos en un extremo del trono. Uno de los hombres, armado, avanzó por detrás de las andas y el otro se situó al fondo: uno tanteaba y el otro lo cubría, una táctica inteligente que implicaba entrenamiento.

Apoyó la cabeza en el mármol de nuevo y miró al otro lado del octógono. La luz que entraba por las ventanas que había tras el trono bañaba en una luz difusa los lustrosos pilares del otro extremo, y la borrosa sombra del imperial asiento resultaba claramente visible. Vio que otra sombra rodeaba el trono y se situaba en el lado más próximo a donde se hallaba él.

Tenía que hacer que el atacante se acercara más.

Su mano izquierda registró con cuidado el bolsillo del chaquetón y encontró un euro del restaurante. Lo sacó, extendió el brazo a un lado y acto seguido tiró la moneda suavemente ante la reja de bronce; aterrizó tres metros más allá, en el saliente, donde se alzaba el siguiente par de columnas. La moneda tintineó y después cayó abajo, al suelo de mármol, resonando en el espacio en medio del silencio. Malone esperaba que los sicarios creyeran que él era el causante, avanzaran y miraran a la izquierda, de forma que él pudiera atacar por la derecha.

Sin embargo, ello no tenía en cuenta lo que haría el otro hombre armado.

La sombra situada a su lado del trono aumentó de tamaño. Malone tendría que calcular su movimiento a la perfección. Pasó el arma de la mano derecha a la izquierda.

La sombra se acercó a la reja. Un arma quedó a la vista.

Malone se volvió, agarró al hombre por el abrigo y lo arrojó por la barandilla.

Fue a parar al octógono.

Malone saltó la balaustrada y rodó por el suelo justo cuando sonó un disparo y un proyectil procedente del otro hombre golpeaba el mármol. Oyó cómo se estrellaba el cuerpo seis metros más abajo, en medio de un estruendo de sillas. Efectuó un disparo al otro lado del trono y aprovechó el momento para ponerse en pie a toda prisa y ocultarse tras la columna de mármol, sólo que esa vez en la galería y no en el saliente.

Sin embargo, su pie derecho resbaló y se golpeó la rodilla en el suelo. Una oleada de dolor le recorrió la espalda. Malone hizo caso omiso y trató de recobrar el equilibrio, pero había perdido toda ventaja.

– Nein, Herr Malone -dijo un hombre.

Estaba a cuatro patas, con el arma en la mano.

– Levántese -le ordenó el desconocido.

Él se puso de pie despacio.

Cara Chupada había rodeado el trono y ahora se hallaba en el lado más próximo a Malone.

– Tire el arma -le ordenó.

Él no estaba dispuesto a rendirse así como así.

– ¿Para quién trabaja?

– Tire el arma.

Malone necesitaba ganar tiempo, pero dudaba que el tipo fuera a permitirle muchas más preguntas. Detrás de Cara Chupada, cerca del suelo, algo se movió. Vio dos suelas de zapato, la puntera hacia arriba, en la oscuridad que reinaba bajo del trono. Las piernas de Christl abandonaron su escondrijo y golpearon las rodillas de Cara Chupada.

El asaltante, cogido por sorpresa, se desplomó hacia atrás.

Malone aprovechó el momento para abrir fuego y una bala alcanzó al hombre en el pecho. Cara Chupada profirió un grito de dolor, pero pareció recuperarse en el acto y alzó el arma. Malone disparó de nuevo y el hombre cayó al suelo, inmóvil.

Christl salió de debajo de las andas.

– Tiene usted agallas -alabó él.

– Necesitaba ayuda.

A Malone le dolía la rodilla.

– Pues sí, la verdad.

Después de tomarle el pulso al hombre y comprobar que no tenía, se acercó a la barandilla y miró abajo: el otro matón yacía contorsionado entre sillas rotas; la sangre se extendía por el piso de mármol.

Christl se aproximó. Para ser alguien que no había querido ver el cadáver del monasterio, parecía no tener problema alguno con esos otros.

– Y ahora, ¿qué? -preguntó.

Él señaló la parte de abajo.

– Como le decía antes de que nos interrumpieran, necesito que me traduzca esa inscripción en latín.

CUARENA Y CINCO

Virginia 17.30 horas


Ramsey mostró sus credenciales y entró en Fort Lee. El trayecto en coche al sur de Washington le había llevado poco más de dos horas. La base, llamada así en honor al hijo predilecto de Virginia, el general Robert E. Lee, era uno de los dieciséis campamentos militares levantados en los albores de la primera guerra mundial. Desmantelada en los años veinte y transformada en una reserva natural estatal, el lugar había sido reactivado en 1940 y se había convertido en un concurrido centro de actividad bélica. A lo largo de las últimas dos décadas, gracias a su cercanía a Washington, las instalaciones habían sido ampliadas y modernizadas.

Sorteó un laberinto de construcciones destinadas a instrucción y puestos de mando que satisfacían distintas necesidades del Ejército, principalmente logística y administración. La Marina tenía arrendados tres almacenes en un extremo, entre una hilera de depósitos de material militar. El acceso estaba restringido por códigos numéricos y verificación digital. Dos de los almacenes los gestionaba la jefatura de la Marina; el tercero, los servicios de inteligencia de la Marina.

Aparcó, bajó del coche y se arrebujó en el abrigo. A continuación se refugió bajo un porche de metal, introdujo un código y deslizó el pulgar en el escáner digital.

La puerta se abrió con un clic.

Entró en una pequeña antesala cuyas luces cenitales se activaron al captar su presencia. Se dirigió hacia una batería de interruptores e iluminó el espacio cavernoso que se abría más allá, visible a través de una ventana de vidrio cilindrado.

¿Cuándo había estado allí por última vez? ¿Hacía seis años?

No, lo más probable es que fuesen ocho o nueve.

Sin embargo, la primera vez había sido treinta y ocho años antes. Observó que dentro las cosas no habían cambiado mucho, aparte de la moderna seguridad. Por aquel entonces lo había llevado el almirante Dyals, también un ventoso día de invierno, en febrero, unos dos meses después de su regreso de la Antártida.


– Hemos venido aquí por un motivo -dijo Dyals.

Él se había estado preguntando cuál era el propósito de ese viaje. El mes anterior había pasado mucho tiempo en el almacén, pero aquello había terminado bruscamente unos días antes, cuando el grupo fue disuelto. Rowland y Sayers volvieron a sus respectivas unidades, el almacén fue sellado y a él lo destinaron al Pentágono. Por el camino, al sur de Washington, el almirante no había hablado mucho. Dyals era así. Muchos lo temían, no por su genio, que rara vez manifestaba, ni tampoco porque soltara improperios, que evitaba por irrespetuosos, sino más bien por una mirada glacial de unos ojos que parecían no pestañear jamás.

– ¿Has estudiado el expediente de la operación «Salto de altura»? -inquirió Dyals-. ¿El que te di?

– A fondo.

– Y ¿qué has notado?

– Que el lugar de la Antártida donde estuve se corresponde exactamente con una zona que exploró el equipo de la «Salto de altura».

Tres días antes, Dyals le había hecho entrega de un expediente que tenía estampado el sello de «Confidencial». La información que contenía no formaba parte del informe oficial presentado por los almirantes Cruzen y Byrd después de la misión que llevaron a cabo en la Antártida. Aquel informe lo había realizado un equipo de especialistas del Ejército que se había sumado a los cuatro mil setecientos hombres que participaron en la «Salto de altura». El propio Byrd se había puesto al mando de ellos en una misión especial de reconocimiento de la costa septentrional. Sus informes habían ido a parar únicamente a manos de Byrd, que a su vez había informado personalmente al que era jefe de operaciones navales por aquel entonces. Lo que había leído lo había dejado atónito.

– Con anterioridad a la operación «Salto de altura» estábamos convencidos de que los alemanes habían levantado bases antárticas en la década de 1940 -contó Dyals-. Tanto durante la guerra como poco después de que ésta finalizó se habían avistado submarinos por todo el Atlántico Sur. Los alemanes organizaron allí una misión de exploración a gran escala en 1938, y pretendían volver. Nosotros creímos que lo habían hecho y no se lo habían contado a nadie, pero todo ello fue una paparrucha, Langford, una auténtica paparrucha. Los nazis no fueron a la Antártida a levantar bases. Él era todo oídos.

– Fueron a buscar su pasado.

Dyals entró en el almacén y se abrió paso entre cajas de madera y estanterías de metal. Se detuvo y señaló una hilera de estantes repletos de piedras que exhibían una curiosa mezcla de sinuosidades y arabescos.



– Nuestro equipo de la «Salto de altura» localizó parte de lo que los nazis encontraron en el 38. Los alemanes se guiaban por una información que databa de la época de Carlomagno. La había descubierto uno de los suyos: Hermann Oberhauser.

Ramsey reconoció el apellido, de la dotación del NR-1A: Dietz Oberhauser, especialista de campo.

– Abordamos a Dietz Oberhauser hace alrededor de un año -dijo Dyals-. Nuestro departamento de I+D estaba investigando documentos alemanes recopilados durante la guerra. Los alemanes creían que en la Antártida tal vez se pudieran aprender cosas, y Hermann Oberhauser estaba convencido de que allí vivía una cultura avanzada anterior a la nuestra. Pensaba que eran arios desaparecidos hacía mucho tiempo, y Hitler y Himmler querían saber si tenía razón. También creían que si la civilización era más avanzada quizá supiera cosas provechosas. Por aquel entonces, todo el mundo quería abrir brecha.

Y la situación no había cambiado.

– Pero Oberhauser cayó en desgracia. Cabreó a Hitler. Así que lo hicieron callar y lo arrinconaron. Sus ideas fueron abandonadas. Ramsey señaló las piedras.

– Por lo visto, tenía razón. Había algo que encontrar.

– Has leído el expediente y has estado allí. Dime, ¿tú qué crees?

– Nosotros no encontramos nada así.

– Sin embargo, Estados Unidos gastó millones de dólares en enviar casi cinco mil hombres a la Antártida, cuatro de los cuales murieron en la empresa. Ahora hay once más muertos y hemos perdido un submarino de cien millones de dólares. Vamos, Ramsey, piensa.

Él no quería decepcionar a un hombre que había depositado tanta confianza en sus aptitudes.

– Imagina una cultura que se desarrolló decenas de miles de años antes de todo cuanto conocemos -prosiguió Dyals-. Antes que los sumerios, los chinos, los egipcios. Observaciones y mediciones astronómicas, pesos, volúmenes, una noción realista de la Tierra, cartografía avanzada, geometría esférica, técnicas de navegación, matemáticas. Digamos que sobresalieron durante todos esos siglos antes que nosotros. ¿Te imaginas lo que podrían haber aprendido? Dietz Oberhauser nos contó que su padre fue a la Antártida en 1938. Vio cosas, aprendió cosas. Los nazis eran unos idiotas: pedantes, provincianos, arrogantes, así que no fueron capaces de apreciar el significado de todo aquello.

– Sin embargo, almirante, da la impresión de que también nosotros adolecimos de ignorancia. Leí el expediente: las conclusiones de la «Salto de altura» fueron que estas piedras, las que están en este almacén, pertenecían a una raza antigua, tal vez una raza aria, cosa que da la impresión de que preocupaba a todo el mundo. Al parecer, nos tragamos el mito que los nazis crearon sobre sí mismos.

– Cierto, y ése fue nuestro error. Pero corrían otros tiempos. La gente de Truman pensó que esa historia era demasiado política para tratarla públicamente. No querían nada que pudiera dar crédito a Hitler o a los alemanes, así que clasificaron la operación «Salto de altura» como secreta y lo sellaron todo. Pero no nos hicimos ningún favor.

Dyals señaló una puerta de acero cerrada que tenía delante.

– Deja que te enseñe lo que no viste cuando estuviste allí.


Ahora Ramsey se hallaba delante de esa misma puerta. Un compartimento refrigerado.

El mismo en el que había entrado hacía treinta y ocho años por primera y única vez. Ese día, el almirante Dyals le había dado una orden, una orden que él había cumplido desde entonces: «Déjalo en paz.» Ahora esa orden había sido revocada, pero, antes de actuar, había acudido a asegurarse de que seguía allí.

Puso la mano en el cerrojo.

CUARENTA Y SEIS

Aquisgrán


Malone y Christl bajaron a la planta inferior. La bolsa de las guías descansaba en una silla de madera que había salido indemne. Malone sacó uno de los folletos y dio con una traducción del mosaico en latín:


SI LAS PIEDRAS VIVAS ENCAJASEN EN ARMONÍA,

SI LOS NÚMEROS Y LAS DIMENSIONES CONCORDARAN,

LA OBRA DEL SEÑOR QUE ERIGIÓ ESTE GRAN LUGAR

RESPLANDECERÁ Y SERÁ GARANTÍA DEL

ÉXITO DE LOS PÍOS ESFUERZOS DEL HOMBRE CUYAS OBRAS SIEMPRE SON UN ORNAMENTO

IMPERECEDERO.

SI EL CONSEJERO TODOPODEROSO LA PROTEGE Y VIGILA, QUIERA DIOS QUE ESTE TEMPLO PERDURE SOBRE LOS FIRMES CIMIENTOS PUESTOS POR EL EMPERADOR

CARLOS.


Le entregó el folleto a Christl.

– ¿Es correcta?

En el restaurante se había dado cuenta de que algunos de los otros libros incluían traducciones, todas ellas ligeramente distintas.

Ella estudió el texto, miró el mosaico y comenzó a comparar ambos. El cuerpo yacía a escasos metros, con las extremidades formando extraños ángulos y un charco de sangre en el suelo, y los dos parecían fingir que no estaba allí. Malone se preguntó si alguien habría oído los disparos, pero lo dudaba, dado el grosor de los muros y el viento que soplaba fuera. Al menos, por el momento, no había acudido nadie a investigar.

– Está bien -contestó ella-. Hay algunas variantes de poca importancia, pero nada que cambie el significado.

– Antes me ha dicho que la inscripción es original, sólo que se trata de un mosaico en lugar de una pintura. La consagración (una palabra que significa lo mismo que «santificación») de la capilla. «Resolved esta búsqueda aplicando la perfección del ángel a la santificación del señor.» El número doce es la perfección del ángel, según el Apocalipsis, y este octógono era un símbolo de esa perfección. -Apuntó con un dedo el mosaico-: Podría ser cada doce letras, pero yo creo que hay que contar cada doce palabras.

Una cruz indicaba el principio y el final de la inscripción. Malone vio cómo contaba Christl.

– Claret -dijo al llegar a doce. A continuación, otras dos palabras en las posiciones vigesimocuarta y trigesimosexta-: Quorum, Deus. Es todo. La última palabra, velit, es la número once.

– Interesante, ¿no? Tres palabras, la última es la número once, de manera que no hay más.

– Claret quorum Deus: la irradiación de Dios.

– Enhorabuena -aprobó él-. Acaba de resolver la búsqueda.

– Usted ya lo sabía, ¿no?

Malone se encogió de hombros.

– Probé en el restaurante con una de las traducciones y también di con esas tres palabras.

– Podría haberlo dicho, eso y que nos seguían.

– Podría, sí, pero usted también podría haber dicho algo.

Ella lo miró con perplejidad, pero Malone no se lo tragó:

– ¿Por qué está jugando conmigo? -inquirió.


Dorothea clavó la mirada en su madre.

– ¿Sabes dónde está Chritl?

Isabel asintió.

– Vigilo a mis dos hijas.

Ella intentó aparentar tranquilidad, pero una ira creciente complicó dicho cometido.

– Tu hermana se ha aliado con Herr Malone.

Las palabras hicieron mella en Dorothea.

– Tú me obligaste a despacharlo, dijiste que era un problema.

– Lo era y lo es, pero tu hermana habló con él después de que se reuniera contigo.

La preocupación dio paso a una sensación de estupidez.

– ¿Fue cosa tuya?

Su madre afirmó con la cabeza.

– Tú tenías a Herr Wilkerson, así que le di a Malone a ella.

Dorothea tenía el cuerpo entumecido, el cerebro paralizado.

– Tu hermana está en Aquisgrán, en la capilla de Carlomagno, haciendo lo que hay que hacer. Ahora tú debes hacer lo mismo.

El rostro de su madre era imperturbable. Si su padre era alegre, cariñoso, afable, ella era disciplinada, fría, distante. Christl y ella se habían criado con niñeras, y siempre habían reclamado la atención de su madre, compitiendo por el escaso afecto de que podían disfrutar. Algo que, en opinión de Dorothea, había sido el principal motivo de la animosidad existente entre ambas: el deseo de cada una de las hijas de ser especial, agravado por el hecho de que eran idénticas.

– Para ti esto es sólo un juego, ¿no? -preguntó.

– Es mucho más que eso. Es hora de que mis hijas se hagan mayores.

– Te desprecio.

– Por fin te enfadas. Si eso va a impedir que hagas estupideces, ódiame, por el amor de Dios.

Dorothea no podía más y avanzó hacia su madre, pero Ulrich se interpuso entre ambas. Isabel levantó una mano para detenerlo, como haría con un animal adiestrado, y Henn retrocedió.

– ¿Qué harías? -quiso saber la madre-. ¿Agredirme?

– Si pudiera.

– Y de ese modo, ¿conseguirías lo que quieres?

La cuestión la detuvo. Las emociones negativas se esfumaron, dejando únicamente una sensación de culpa. Como de costumbre.

A los labios de su madre asomó una sonrisa.

– Debes escucharme, Dorothea. He venido a ayudarte, de veras.

Werner observaba con cierta reserva. Dorothea lo señaló.

– Mataste a Wilkerson y me has dado a éste. ¿Va a quedarse Christl con su americano?

– No sería justo. Aunque Werner es tu marido, no es un ex agente americano. Me ocuparé de ello mañana.

– Y ¿cómo sabes dónde estará mañana?

– Ahí quería llegar, hija. Sé exactamente dónde estará, y voy a decírtelo.


– ¿Tiene dos másteres y, sin embargo, el testamento de Eginardo le suponía un problema? -le preguntó Malone a Christl-. Déjese de historias, usted ya sabía todo esto.

– No voy a negarlo.

– Soy un idiota por meterme en medio de este desastre. He matado a tres personas en las últimas veinticuatro horas por culpa de su familia.

Ella se sentó en una silla.

– Conseguí resolver la búsqueda hasta este punto. Tiene razón: fue relativamente fácil. Pero para alguien que viviera en los años oscuros lo más probable es que fuese insalvable, ya que por aquel entonces casi nadie sabía leer y escribir. Debo admitir que sentía curiosidad por ver lo bueno que era usted.

– ¿He aprobado?

– Sin duda.

– «Pero sólo aquellos que sepan apreciar el trono de Salomón y la frivolidad romana hallarán el camino hacia el cielo.» Es lo siguiente, así que, ¿adonde vamos?

– Lo crea o no, desconozco la respuesta. Hace tres días me detuve llegada a ese punto y volví a Baviera…

– ¿A esperarme?

– Mi madre me llamó para que fuera a casa y me contó lo que pensaba hacer Dorothea.

Malone quería dejar algo claro.

– Estoy aquí únicamente por mi padre. Me he quedado porque a alguien le incomoda que yo haya leído ese expediente, y la trama llega directamente a Washington.

– ¿No me tuvo en cuenta a la hora de tomar su decisión?

– Un beso no implica una relación.

– Y yo que creía que le había gustado…

Había llegado el momento de enfrentarse con la realidad.

– Dado que los dos sabemos lo mismo de esta búsqueda, podemos resolver el resto por separado.

Malone se dirigió hacia la salida, pero se detuvo ante el cadáver. ¿A cuánta gente había matado a lo largo de los años? A demasiada. Pero siempre por un motivo; por Dios y por la patria; por obligación y por honor.

¿Y esa vez?

No supo responder.

Se volvió y vio a Christl Falk, que seguía indiferente en la silla.

Y se fue.

CUARENTA Y SIETE

Charlotte

17.20 horas


Stephanie y Edwin Davis se hallaban acurrucados en el bosque, a menos de cincuenta metros de la casa del lago de Herbert Rowland. Este último había llegado hacía un cuarto de hora y había entrado a toda prisa con una pizza. Luego había salido en el acto para coger tres troncos de la leñera. Ahora, la tosca chimenea de piedra despedía humo. A Stephanie le habría encantado tener una fogata.

Por la tarde habían pasado un par de horas comprando ropa de invierno adicional, guantes gruesos y gorros de lana. También se habían provisto de tentempiés y bebidas antes de volver y apostarse en un lugar desde donde pudieran vigilar la casa sin problemas. Davis dudaba que el asesino fuera a volver antes de que cayera la noche, pero quería estar en su sitio por si acaso.

– No va a volver a salir -susurró.

Aunque los árboles paraban la brisa, el seco aire se volvía más helador con cada minuto que pasaba. La oscuridad se iba cerniendo sobre ellos a un ritmo casi de ameba. La ropa que habían comprado era de cazador, toda ella con aislamiento térmico de última generación. Stephanie no había ido de caza en su vida y se había sentido rara comprando las prendas en una tienda de artículos de camping cercana a uno de los elegantes centros comerciales de Charlotte.

Se hallaban a los pies de un robusto árbol de hoja perenne, sobre un lecho de agujas de pino. Ella masticaba una barrita de Twix; los dulces eran su debilidad. En su despacho de Atlanta tenía un cajón lleno de tentaciones.

Seguía sin estar segura de que estuvieran haciendo lo correcto.

– Deberíamos llamar al servicio secreto -dijo en voz muy baja.

– ¿Siempre eres tan negativa?

– No deberías descartar la idea tan de prisa.

– Ésta es mi batalla.

– Parece que también es la mía.

– Herbert Rowland se encuentra en aprietos, pero jamás nos creería si llamáramos a la puerta y se lo dijéramos. Y el servicio secreto tampoco. No tenemos pruebas.

– Salvo el tipo que estaba hoy en la casa.

– ¿Qué tipo? ¿Quién es? Dime qué sabemos.

Ella no pudo responder.

– Vamos a tener que pillarlo in fraganti -afirmó él. -¿Porque crees que mató a Millicent?

– La mató.

– ¿Y si me cuentas qué es lo que está pasando realmente aquí? Millicent no tiene nada que ver con un almirante muerto, Zachary Alexander o la operación «Salto de altura». Esto es más que una vendetta personal.

– Ramsey es el denominador común, y lo sabes.

– A decir verdad, todo lo que sé es que tengo agentes que han sido entrenados para hacer esta clase de cosas y, sin embargo, aquí estoy yo, pelándome de frío con un empleado resentido de la Casa Blanca.

Se terminó la chocolatina.

– ¿Te gustan esas cosas? -inquirió él.

– No cambies de tema.

– Porque a mí me parecen un asco. Bueno, las Baby Ruth son otra cosa, ésa sí que es una chocolatina de verdad.

Stephanie metió la mano en la bolsa y sacó una.

– Estoy de acuerdo.

Él se la quitó.

– No te importa, ¿verdad?

Ella sonrió. Davis era irritante y enigmático a un tiempo.

– ¿Por qué no te has casado? -le preguntó.

– ¿Cómo sabes que no lo he hecho?

– Es evidente.

Él pareció apreciar su perspicacia.

– Nunca me lo he planteado.

Ella se preguntó de quién habría sido la culpa.

– Trabajo -añadió él mientras comía la chocolatina-. Y quería evitarme el dolor.

Eso Stephanie podía entenderlo: su propio matrimonio había sido un desastre. Terminó con un largo distanciamiento al que siguió el suicidio de su marido, quince años antes. Mucho tiempo para estar sola. Sin embargo, Edwin Davis tal vez fuera uno de los pocos que lo comprendiesen.

– Hay más cosas además de dolor -dijo ella-. También hay muchas alegrías.

– Pero siempre hay dolor, ése es el problema.

Ella se arrimó más al árbol.

– Tras la muerte de Millicent me destinaron a Londres -contó Davis-. Un día me encontré una gata, enclenque, preñada. La llevé al veterinario y la salvó a ella, pero no a las crías. Después me la llevé a casa. Era un buen animal, no arañó a nadie ni una sola vez. Manso, cariñoso. Me gustaba. Un buen día murió de repente. Lo pasé mal, muy mal. Fue entonces cuando decidí que las cosas que quería tendían a morir. Y eso se había acabado.

– Suena fatalista.

– Más bien realista.

El móvil de Stephanie vibró contra su pecho. Tras comprobar la pantalla -era Atlanta-, lo cogió. Estuvo escuchando un instante y repuso:

– Pásamelo. Es Cotton -le dijo a Davis-. Es hora de que sepa lo que está pasando.

Pero Davis seguía comiendo, con la mirada fija en la casa.

– Stephanie -le dijo Malone-, ¿has averiguado lo que necesito saber?

– Las cosas se han complicado. -Y, protegiéndose la boca, le contó parte de lo que había sucedido. Luego preguntó-: ¿Y el expediente?

– Probablemente haya desaparecido.

Y ella se mantuvo a la escucha mientras Malone le relataba lo que había ocurrido en Alemania.

– ¿Qué estás haciendo ahora? -quiso saber él.

– Si te lo contara, no me creerías.

– Teniendo en cuenta las estupideces que he hecho los últimos dos días, creería cualquier cosa.

Ella se lo contó.

– Yo diría que no es ninguna bobada -aseguró Malone-. Aquí me tienes a mí, congelándome a la puerta de una iglesia carolingia. Davis tiene razón: ese tío va a volver.

– Es lo que me temo.

– Alguien está muy interesado en el Blazek, o el NR-1A, o comoquiera que se llame el puñetero submarino. -El enfado de Malone parecía haber dado paso a la incertidumbre-. Si la Casa Blanca ha dicho que los servicios de inteligencia de la Marina han estado haciendo preguntas, eso significa que Ramsey está involucrado. Seguimos rumbos paralelos, Stephanie.

– A mi lado hay un tío masticando una Baby Ruth que dice lo mismo. Tengo entendido que habéis hablado.

– Siempre que alguien me salva el culo le estoy agradecido.

Stephanie también se acordaba de Asia Central, pero había algo que quería saber:

– ¿Adonde conduce tu camino, Cotton?

– Buena pregunta. Te llamaré. Ten cuidado.

– Lo mismo digo.


Malone colgó. Se hallaba al fondo del patio donde estaba montado el mercado de Navidad, en el punto elevado de la pendiente, cerca del ayuntamiento de Aquisgrán, a unos cien metros de cara a la capilla. El nevado edificio desprendía un brillo verde fosforescente. La nieve seguía cayendo en silencio, pero al menos el viento había dejado de soplar.

Consultó su reloj: casi las once y media.

Todos los puestos estaban cerrados, los remolinos de voces y cuerpos en calma hasta el día siguiente. Tan sólo pululaban un puñado de personas. Christl no había salido tras él de la capilla y, después de hablar con Stephanie, estaba todavía más confuso.

La irradiación de Dios.

La locución había de ser relevante en época de Eginardo, algo que tuviera un significado claro. ¿Revestían aún alguna importancia esas palabras?

Había una forma sencilla de averiguarlo.

Pulsó «Safari» en su iPhone, se conectó a Internet y accedió a Google. Tecleó «Irradiación de Dios Eginardo» y a continuación hizo clic en «Buscar».

La pantalla titiló y acto seguido mostró los primeros veinticinco resultados.

El primero de ellos respondió a su pregunta.

CUARENTA Y OCHO

Charlotte

Jueves, 13 de diciembre 0.40 horas


Stephanie oyó algo. No era un ruido fuerte, pero sí lo bastante regular como para saber que allí había alguien. Davis se había quedado dormido y ella lo había dejado; lo necesitaba. Estaba preocupado y Stephanie quería ayudar, igual que Malone la había ayudado a ella, aunque todavía cuestionaba si lo que estaban haciendo era buena idea.

Empuñaba una arma y escrutaba la oscuridad a través de los árboles, el claro que rodeaba la casa de Rowland. En las ventanas no se veía luz desde hacía al menos dos horas. Aguzó los oídos y captó otro chasquido, a la derecha. Las ramas de un pino se movieron, y ella identificó su ubicación: a unos cincuenta metros.

Le tapó la boca a Davis y le dio unos golpecitos en el hombro con la pistola. Él despertó sobresaltado y Stephanie incrementó la presión de la mano.

– Tenemos visita -anunció.

Él asintió con la cabeza.

Stephanie le señaló el origen.

Un nuevo chasquido.

Seguido de movimiento cerca de la camioneta de Rowland. De pronto apareció un bulto oscuro que se fundió con los árboles y se desvaneció por completo un instante antes de reaparecer para dirigirse a la casa.

Charlie Smith se acercó a la puerta. La casa de Herbert Rowland ya llevaba a oscuras lo suficiente.

Había pasado la tarde en el cine y después había saboreado el filete que tanto le apetecía en Ruths Chris. En general había sido un día bastante tranquilo. Había leído artículos de periódico donde se hablaba de la muerte del almirante David Sylvian, satisfecho de que no se hiciera alusión a un asesinato. Había regresado hacía dos horas y había estado esperando en el frío bosque, alerta.

Pero parecía reinar la calma.

Entró en la casa por la puerta principal tras forzar con facilidad la cerradura y el cerrojo, y agradeció el calor del interior. En primer lugar fue sin hacer ruido a la nevera para comprobar el estado del vial de insulina: no cabía duda de que el nivel había bajado. Smith sabía que cada uno contenía cuatro inyecciones, y calculó que faltaba una cuarta parte de la solución salina. Depositó el vial en una bolsa de plástico con las manos enguantadas.

Después echó un vistazo a las botellas de whisky y vio que el contenido de una había bajado considerablemente. Por lo visto, Herbert Rowland había disfrutado de su nocturna libación. En la basura de la cocina encontró una jeringuilla usada, que asimismo echó a la bolsa.

Acto seguido entró de puntillas en la habitación.

Rowland descansaba bajo una colcha de patckwork, respirando esporádicamente. Le tomó el pulso: lento. El reloj de la mesilla marcaba casi la una de la madrugada. Probablemente hubieran pasado siete horas desde que se había puesto la inyección. Según el informe, Rowland se medicaba todas las tardes antes de las noticias de las seis y a continuación empezaba a beber. Esa noche, sin insulina en la sangre, el alcohol había actuado de prisa, provocando un coma diabético profundo. La muerte no tardaría en llegar.

Acercó una silla de un rincón. Tendría que quedarse hasta que Rowland muriera, pero decidió no actuar tontamente: los dos de antes no se le iban de la cabeza, así que regresó al salón y cogió dos de las escopetas de caza que había visto anteriormente. Una de ellas era preciosa: una Mossberg de corredera con munición de alta velocidad. Siete disparos, gran calibre, equipada con una impresionante mira telescópica. La otra era una Remington de calibre doce, uno de los modelos conmemorativos de la empresa Ducks Unlimited, si no se equivocaba. Había estado a punto de comprarse una. Debajo del armero había un armario repleto de munición. Cargó ambas armas y volvió junto a la cama.

Ahora estaba preparado.


Stephanie agarró por el brazo a Davis, que ya se había puesto en pie, listo para avanzar.

– ¿Qué haces?

– Tenemos que irnos.

– Y ¿qué vamos a hacer cuando lleguemos allí?

– Detenerlo. En este preciso momento se dispone a matar a ese hombre.

Stephanie sabía que él tenía razón.

– Yo entraré por delante -propuso-. Sólo hay otra forma de salir por las cristaleras de la terraza. Tú cubrirás esa salida. Trataremos de darle un susto de muerte y hacer que cometa un error.

Davis echó a andar.

Ella fue tras él, preguntándose si su aliado se habría enfrentado alguna vez a una amenaza similar. De no ser así, era un hijo de puta con agallas; en caso contrario era idiota.

Llegaron al camino y avanzaron de prisa hacia la casa, haciendo el menor ruido posible. Davis dio la vuelta en dirección al lago y ella lo vio subir de puntillas los peldaños que conducían a la terraza elevada. Observó que las puertas de cristal correderas tenían las cortinas echadas por dentro. Davis se dirigió en silencio al otro extremo de la terraza. Satisfecha al verlo en posición, Stephanie fue hasta la puerta principal y decidió ser directa.

Aporreó la puerta con fuerza.

Y a continuación salió corriendo de allí.


Smith se levantó de la silla de un salto: alguien llamaba a la puerta. Después oyó golpes en la terraza. Alguien llamó de nuevo, esta vez a las cristaleras.

– ¡Sal fuera, cabrón! -gritó un hombre.

Herbert Rowland no oyó nada. Su respiración seguía siendo fatigosa mientras su cuerpo continuaba apagándose. Smith cogió ambas armas y enfiló hacia el salón.


Stephanie oyó cómo Davis desafiaba a Smith. ¿Qué demonios estaba haciendo?

Smith entró en el salón a la carrera, apoyó la escopeta en la encimera de la cocina y descerrajó dos tiros a las cortinas que cubrían las puertas de cristal correderas. Entró un aire frío cuando el cristal se hizo añicos, y él aprovechó ese momento de confusión para volver a la cocina, donde se agachó bajo la encimera.

Unos disparos procedentes de su derecha, del salón, lo obligaron a pegarse al suelo.

Stephanie disparó a la ventana contigua a la puerta principal y entró abriendo fuego nuevamente. Tal vez aquello bastase para desviar la atención del intruso de la terraza, donde se encontraba un desarmado Davis.

Oyó dos escopetazos. Su intención era sorprender sin más al asesino haciéndole notar que había gente fuera esperando a que metiese la pata.

Pero, por lo visto, Davis tenía otra idea.


Smith no estaba acostumbrado a que lo acorralaran. ¿Serían los dos de antes? Tenían que serlo. ¿Policías? Lo dudaba. Habían llamado a la puerta, por amor de Dios. Uno de ellos incluso le había propuesto pelea a gritos. No, esos dos eran otra cosa. Pero el análisis podía esperar. En ese momento lo que tenía que hacer era largarse.

¿Qué haría MacGyver en una situación como ésa?

Le encantaba esa serie.

Usar el cerebro.


Stephanie se apartó del porche y salió disparada a la terraza, procurando evitar las ventanas y cubriéndose con la camioneta de Rowland. Seguía apuntando con el arma a la casa, lista para abrir fuego. No había manera de saber si era seguro avanzar, pero tenía que dar con Davis. El penoso órdago que habían echado se les había ido de las manos.

Pasó ante la casa corriendo y llegó a la escalera de la terraza justo a tiempo de ver a Edwin Davis estrellar lo que parecía una silla de hierro forjado contra las cristaleras.


Smith oyó que algo rompía el cristal que quedaba y arrancaba las cortinas de la pared. Alzó la escopeta y disparó de nuevo, aprovechando el momento para coger la otra escopeta, salir de la cocina y refugiarse en el dormitorio. Quienquiera que estuviese allí fuera tendría que vacilar, y él debía sacar el máximo partido de esos escasos segundos.

Herbert Rowland seguía en la cama. Si todavía no había muerto, le faltaba poco. Sin embargo, no había ninguna prueba de que se hubiera cometido un asesinato. El vial manipulado y la jeringuilla estaban a salvo en su bolsillo. Cierto, se habían utilizado armas, pero no había nada que pudiera revelar su identidad.

Se acercó a una de las ventanas del dormitorio, subió la hoja inferior y se apresuró a salir. En ese lado de la casa no parecía haber nadie. Cerró la ventana con cuidado. Se ocuparía de quienquiera que estuviese allí, pero ya había corrido demasiados riesgos.

Decidió que lo mejor era actuar con inteligencia.

Y, escopeta en mano, se adentró en el bosque.


– ¿Es que te has vuelto loco de remate? -chilló Stephanie a Davis desde abajo.

Su compañero seguía en la terraza.

– Se ha ido -repuso.

Ella subió la escalera con cautela, sin fiarse de él.

– Oí abrir y cerrar una ventana.

– Eso no significa que se haya ido, sino sólo que se ha abierto y se ha cerrado una ventana.

Davis cruzó las destrozadas puertas de cristal.

– Edwin…

Éste desapareció en la negrura y ella salió corriendo tras él. Davis fue directo al dormitorio. Una luz se encendió, y cuando Stephanie llegó a la puerta, vio que él le tomaba el pulso a Herbert Rowland.

– Casi no tiene pulso. Y, al parecer, no ha oído nada: está en coma.

A Stephanie le seguía preocupando que hubiese un tipo con una escopeta. Davis echó mano del teléfono y ella lo vio marcar tres números: 911.

CUARENTA Y NUEVE

Washington, D. C. 1.30 horas


Ramsey oyó el timbre de la puerta principal. Sonrió. Había estado sentado pacientemente, leyendo una novela de suspense de David Morrel, uno de sus escritores preferidos. Cerró el libro y dejó que su visita nocturna sudara un poco. Al cabo, se levantó, fue al recibidor y abrió la puerta.

Fuera, pasando frío, estaba el senador Aatos Kane.

– Maldito hijo de… -empezó Kane.

Él se encogió de hombros.

– A decir verdad, creo que mi respuesta fue bastante suave, teniendo en cuenta la grosería con que me trató tu acólito.

Kane entró como una exhalación.

Ramsey no se ofreció a cogerle el abrigo al senador. Al parecer, la agente de la tienda de mapas ya había cumplido sus órdenes y había enviado un mensaje a través del jefe de gabinete de Kane, el mismo capullo insolente que lo había intimidado en el Capitol Mall, asegurando que poseía información relativa a la desaparición de una subalterna que había trabajado para Kane tres años antes. La mujer era una atractiva pelirroja de Michigan que había muerto trágicamente a manos de un asesino en serie que asolaba la zona del Distrito Federal. Al final encontraron al criminal, después de que se suicidó, y el asunto salió en primera plana en todo el país.

– ¡Hijo de puta! -exclamó Kane-. Dijiste que aquello estaba zanjado.

– Sentémonos.

– No quiero sentarme, quiero partirte la cara.

– Eso no cambiará nada. -Le encantaba hurgar en la herida-. Seguiré teniendo ventaja. Así que lo que has de preguntarte es: ¿quieres tener alguna posibilidad de ser presidente? O ¿preferirías el descrédito?

La ira de Kane iba unida a un claro desasosiego. Ver el mundo desde el interior de la trampa era muy diferente.

Continuaron mirándose con fiereza, como dos leones que decidieran quién se daría un festín primero. Al final Kane asintió y Ramsey condujo al senador al estudio, donde tomaron asiento. La estancia era pequeña, lo que creaba una violenta intimidad. Kane parecía incómodo, tenía motivos para estarlo.

– Acudí a ti la otra noche y esta mañana en busca de ayuda -empezó Ramsey-. Se trataba de una petición sincera a alguien a quien consideraba un amigo. -Hizo una pausa-. Pero no recibí nada salvo arrogancia. Tu subordinado fue grosero y ofensivo. Naturalmente sólo cumplía tus órdenes, de ahí mi respuesta.

– Eres un cabrón y un falso.

– Y tú, un marido infiel que se las arregló para ocultar su error bajo una oportuna muerte a manos de un asesino en serie. Incluso conseguiste granjearte el apoyo de la gente por la trágica defunción de tu subalterna al mostrarte indignado con la suerte que había corrido, si mal no recuerdo. ¿Qué pensarían tus electores, tu familia, si supieran que ella acababa de abortar… y tú eras el padre?

– De eso no hay pruebas.

– Pero bien que te asustaste entonces.

– Sabes que podría haber sido mi ruina, tanto si yo era el padre como si no. Sólo habrían importado sus acusaciones.

Ramsey estaba tieso como un ajo. El almirante Dyals le había enseñado a dejar bien claro quién estaba al mando.

– Y tu amante lo sabía -apuntó él-, razón por la cual pudo manipularte, razón por la cual agradeciste tanto mi ayuda.

El recuerdo de aquel aprieto del pasado pareció calmar la ira de Kane.

– No tenía idea de lo que te proponías. Jamás habría accedido a lo que acabaste haciendo.

– ¿De veras? Fue lo mejor. La matamos, le tendimos una trampa a un asesino para incriminarlo y lo matamos también a él. Que yo recuerde, la prensa aplaudió el resultado. El suicidio impidió que se celebrara un juicio y una ejecución, y fue un filón de noticias. -Se detuvo-. Y no recuerdo que pusieras una sola objeción.

Él sabía que la amenaza más peligrosa a la que se enfrentaba un político era la acusación de un supuesto amante. Muchos habían caído así de fácilmente. Daba igual que las acusaciones fueran infundadas o incluso descaradamente falsas. Lo único que importaba era su existencia.

Kane se retrepó en la silla.

– Cuando supe lo que habías hecho no tenía mucha elección. ¿Qué es lo que quieres, Ramsey?

Ni «almirante» ni la gentileza de llamarlo por su nombre de pila siquiera.

– Quiero asegurarme mi entrada en la Junta de Jefes de Estado Mayor. Creía que lo había dejado claro hoy.

– ¿Sabes cuántos más quieren ese empleo?

– Varios, estoy seguro, pero, verás, Aatos, yo creé esa vacante, así que debería ser mía por derecho.

Kane clavó la vista en él con incertidumbre, asimilando la confesión.

– Debería haberlo sospechado.

– Te cuento esto por tres motivos: en primer lugar, sé que no se lo vas a decir a nadie; en segundo lugar, es preciso que entiendas con quién estás tratando, y, en tercer lugar, sé que quieres ser presidente. Los expertos aseguran que tienes posibilidades; el partido te respalda, los sondeos son excelentes, la competencia es insignificante. llenes los contactos y los medios para recaudar fondos. Y me han dicho que personalmente cuentas con un seguro de treinta millones de dólares de capital inicial procedente de diversos donantes.

– No has perdido el tiempo -dijo Kane con aire de afligida cortesía.

– Eres joven dentro de lo que cabe, gozas de buena salud, tu mujer te apoya en todo, tus hijos te adoran. Mirándolo bien, eres el candidato ideal.

– Salvo por el hecho de que me tiré a una subordinada hace tres años, se quedó embarazada, abortó y después decidió que me quería.

– Algo por el estilo. Por desgracia para ella, fue víctima de un asesino en serie, un criminal que, presa de la locura, se quitó la vida. Menos mal que dejó algunas pruebas que lo relacionaban con todos los crímenes, incluido el de ella, de modo que un desastre en potencia para ti pasó a ser un punto a favor.

Y Ramsey tuvo la precaución de cubrirse las espaldas consiguiendo las pruebas del aborto de la clínica del sur de Texas y una copia de la cinta de vídeo que recogía la obligatoria sesión de terapia que exigían las leyes de Texas antes de practicarse un aborto. La mujer, aunque utilizaba una identidad falsa, se vino abajo y le contó a la consejera, sin mencionar nombres, que había tenido una aventura con su jefe. No daba muchos detalles, pero sí los suficientes para sacarles jugo en «Inside Edition», «Extra» o «The Maury Show», y arruinar por completo las posibilidades de Aatos Kane de llegar a la Casa Blanca.

La agente de la tienda de mapas había hecho bien su trabajo, dejando claro al jefe de gabinete de Kane que ella era esa consejera. Quería hablar con el senador, de lo contrario llamaría a Fox News, un canal de noticias que nunca parecía tener nada bueno que decir de Kane. La reputación era más frágil que el cristal fino.

– ¿Mataste a Sylvian? -inquirió Kane.

– ¿Tú qué crees?

El senador lo estudiaba con indisimulado desdén, pero estaba tan nervioso y era tan aquiescente y tan patético que su resistencia cesó en el acto.

– Muy bien, creo que puedo concertar esa cita. Daniels me necesita.

El rostro de Ramsey se relajó y esbozó una sonrisa tranquilizadora.

– Sabía que sería así. Y ahora hablemos de la otra cosa.

A sus ojos no afloró agudeza, humor ni compasión.

– ¿Qué otra cosa?

– Yo seré tu candidato a la vicepresidencia.

Kane rompió a reír.

– Te has vuelto loco.

– Pues no. La siguiente carrera a la presidencia va a ser fácil de predecir: tres candidatos, tal vez cuatro, ninguno de los cuales está a tu altura. Habrá algo de lucha en las primarias, pero tienes demasiados recursos y demasiado potencial para que nadie te haga sombra. Ahora bien, podrías intentar cerrar la división existente en el partido seleccionando al perdedor más fuerte o a alguien inofensivo, pero ninguna de las dos opciones tendría sentido. La primera entraña rencor y la segunda resulta inútil en una lucha. Podrías intentar dar con alguien que ponga de tu parte a un sector concreto del electorado, pero ello supondría que los votantes favorecen al número uno de la lista debido a los últimos puestos, lo que la historia ha demostrado que es un disparate. Lo más realista sería que escogieras a alguien de un estado en el que el candidato a vicepresidente pueda proporcionar votos electorales, pero eso sería otro disparate. John Kerry eligió a John Edwards en 2004, pero perdió Carolina del Norte. Incluso perdió la circunscripción de Edwards.

Kane sonrió satisfecho.

– Tu mayor debilidad es tu inexperiencia en asuntos exteriores. Los senadores no tienen mucho que hacer en ese terreno, a menos que se interpongan en el proceso, cosa que has tenido la prudencia de no hacer a lo largo de los años. Yo puedo reforzar tu posición ahí, es mi punto fuerte. Mientras que tú no estás relacionado con el Ejército, yo llevo cuarenta años dentro.

– Y eres negro.

Él sonrió.

– ¿No me digas? No se te pasa nada por alto.

Kane lo miró tratando de determinar su valía.

– Vicepresidente Langford Ramsey, a un paso de…

Ramsey levantó una mano para que se detuviera.

– No pensemos en eso. Yo sólo quiero ocho años de vicepresidencia.

Kane sonrió.

– ¿Ambos mandatos?

– Naturalmente.

– ¿Has hecho todo esto para asegurarte un empleo?

– ¿Qué tiene de malo? ¿No es ése tu objetivo? De todas las personas del mundo, precisamente tú puedes entender lo que significa. A mí jamás me elegirían presidente; soy almirante, carezco de base política. Pero para ser el número dos tengo posibilidades. Lo único que he de hacer es impresionar a una persona: a ti.

Dejó que sus palabras calaran.

– Estoy seguro, Aatos, de que ves las ventajas de este arreglo. Puedo ser un aliado valioso. O, si decides no cumplir con el trato, puedo llegar a ser un rival temible.

Vio que Kane analizaba la situación. Conocía bien a ese hombre: era un hipócrita despiadado y amoral que se había pasado la vida en la administración pública, labrándose una reputación que ahora tenía intención de utilizar para alcanzar la presidencia.

Nada parecía interponerse en su camino.

Y nada se interpondría, siempre y cuando…

– Muy bien, Langford, te daré tu lugar en la historia.

Por fin el nombre de pila. Así tal vez llegaran a alguna parte.

– También puedo ofrecer otra cosa -afirmó Ramsey-. Considéralo un gesto de buena voluntad para demostrar que no soy el mal bicho que crees que soy.

Vio recelo en los atentos ojos de Kane.

– Tengo entendido que tu máximo rival, sobre todo al comienzo de las primarias, será el gobernador de Carolina del Sur. Tú y él no os lleváis bien, de manera que la lucha podría pasar rápidamente al terreno personal. Ese hombre es un problema en potencia, sobre todo en el sur. Seamos realistas: nadie puede llegar a la Casa Blanca sin el sur, demasiados votos electorales para pasarlos por alto.

– Dime algo que no sepa.

– Puedo borrar su candidatura.

Kane alzó las manos titubeante.

– No quiero que muera nadie más.

– ¿Me crees tan estúpido? No, poseo información que daría al traste con sus posibilidades antes incluso de que hayan empezado.

Ramsey reparó en que una expresión risueña afloraba al rostro de Kane. Su interlocutor aprendía de prisa, ya estaba disfrutando del arreglo. No era de extrañar: ante todo, Kane sabía acomodarse.

– Con él fuera, recaudar fondos sería mucho más fácil.

– En tal caso considéralo un regalo de un nuevo aliado. Lo tendrás fuera… -Ramsey hizo una pausa-. En cuanto yo esté en la Junta de Jefes.

CINCUENTA

Ramsey estaba encantado: todo había salido exactamente como había previsto. Aatos Kane podía ser o no el próximo presidente, pero, de conseguir tal hazaña, el legado de Ramsey estaría asegurado. Si Kane no salía elegido, él al menos se retiraría de la Marina formando parte de la Junta de Jefes de Estado Mayor.

Ventajoso para ambas partes, sin lugar a dudas.

Apagó las luces y fue arriba. Unas horas de sueño le vendrían bien, ya que el próximo día sería crítico. Cuando Kane se pusiera en contacto con la Casa Blanca, la maquinaria de la rumorología se pondría en marcha. Tenía que estar listo para mantener a raya a la prensa, sin desmentir ni confirmar nada. Se trataba de una cita con la Casa Blanca, y él debía dar la impresión de estar intimidado simplemente por la consideración con la que era tratado. Antes de que finalizara el día, los asesores políticos filtrarían la noticia de su posible nombramiento para tantear las reacciones, y a menos que pasara algo gordo, antes del día siguiente el rumor sería un hecho.

El teléfono sonó en el bolsillo de su batín, algo extraño a esas horas.

Lo sacó y vio que la pantalla no indicaba quién era.

La curiosidad le pudo. Se detuvo en la escalera y lo cogió.

– Almirante Ramsey, soy Isabel Oberhauser.

A él rara vez le sorprendía nada, pero esa afirmación consiguió sobresaltarlo. Captó la voz envejecida, bronca, el inglés teñido de acento alemán.

– Es usted una mujer de recursos, Frau Oberhauser. Ya lleva algún tiempo intentando recabar información de la Marina y ahora se ha hecho con mi número personal.

– No ha sido muy difícil: el capitán Wilkerson me lo dio. Con una arma cargada apuntando a su sien, se mostró más que dispuesto a colaborar.

Los problemas de Ramsey acababan de multiplicarse.

– Me contó muchas cosas, almirante. Quería vivir a toda costa y pensó que si respondía a mis preguntas tal vez lo consiguiera. Desafortunadamente, no pudo ser.

– ¿Ha muerto?

– Le he ahorrado a usted las molestias.

Él no estaba dispuesto a admitir nada.

– ¿Qué quiere?

– A decir verdad, lo llamo para ofrecerle algo. Pero antes, ¿podría hacerle una pregunta?

Ramsey subió la escalera y se sentó en el borde de la cama.

– Adelante.

– ¿Por qué murió mi esposo?

El almirante percibió un atisbo de emoción en el, por lo demás, frío tono, y supo en el acto cuál era el punto débil de la mujer. Decidió que lo mejor sería decir la verdad.

– Se ofreció voluntario para emprender una misión peligrosa, la misma que había emprendido su padre tiempo antes. Pero al submarino le pasó algo.

– Cuenta usted lo obvio y no ha respondido a mi pregunta.

– No sabemos cómo se hundió el submarino, sólo que fue así.

– ¿Lo encontraron?

– No regresó a puerto.

– Sigue sin responder a mi pregunta.

– Que lo encontraran o no es irrelevante: la dotación sigue estando muerta.

– A mí me importa, almirante. Habría preferido enterrar a mi esposo. Merecía descansar con sus antepasados.

Ahora era él quien tenía una pregunta.

– ¿Por qué mató a Wilkerson?

– Sólo era un oportunista. Quería vivir a costa de esta familia, y no estaba dispuesta a permitirlo. Además, era su espía.

– Parece usted una mujer peligrosa.

– Wilkerson dijo lo mismo. Me confesó que usted lo quería muerto, que le había mentido, que lo había utilizado. Era un hombre débil, almirante. Pero me contó lo que le había dicho usted a mi hija. ¿Cuáles fueron las palabras? «Ni se lo imagina.» Eso es lo que dijo usted cuando ella le preguntó si había algo que encontrar en la Antártida. De modo que responda a mi pregunta: ¿por qué murió mi esposo?

Esa mujer pensaba que llevaba las de ganar, para llamarlo en mitad de la noche e informarle de que su jefe de sección había muerto. Era audaz, sí, pero se hallaba en desventaja, ya que él sabía mucho más que ella.

– Antes de que su marido fuese abordado por lo del viaje a la Antártida, tanto él como su padre fueron objeto de una exhaustiva investigación. Lo que despertó nuestro interés fue la obsesión que tenían los nazis con su investigación. Ah, sí, claro que encontraron cosas allí abajo en 1938, usted lo sabe. Por desgracia, los nazis eran demasiado inflexibles para comprender lo que habían hallado, e hicieron callar a su suegro. Cuando éste por fin pudo hablar, después de la guerra, nadie escuchaba. Y su marido no fue capaz de averiguar lo que sabía su padre. Así que todo ello cayó en el olvido…, hasta que aparecimos nosotros, claro está.

– Y ¿qué fue lo que averiguaron?

Él soltó una risita.

– ¿Dónde estaría la gracia si se lo contara?

– Como le he dicho, lo llamo para ofrecerle algo. Envió usted a un hombre para que matara a Cotton Malone y a mi hija Dorothea.

El hombre en cuestión irrumpió en mi casa, pero subestimó nuestras defensas y murió. No quiero que le pase nada a mi hija, ya que Dorothea no supone ninguna amenaza para usted. Pero, al parecer, Cotton Malone, sí, dado que ahora está al tanto de las conclusiones a las que llegó la Marina sobre el hundimiento del submarino. ¿Me equivoco?

– La escucho.

– Yo sé exactamente dónde está Malone, y usted no.

– ¿Cómo puede estar tan segura?

– Porqué hace unas horas, en Aquisgrán, ha matado a dos hombres que pretendían matarlo a él, unos hombres enviados por usted.

Eso era una novedad, puesto que él todavía no había recibido noticias de Alemania.

– Su red de información es buena.

– Ja. ¿Quiere saber dónde se encuentra Malone?

Ramsey sentía curiosidad.

– ¿A qué está jugando?

– Lo único que quiero es que se mantenga usted al margen de los asuntos de mi familia Usted no quiere que nos metamos en los suyos, así que vayamos cada uno por nuestro lado.

Al igual que le había sucedido a Aatos Kane con él, Ramsey intuyó que la mujer podría ser una aliada, de modo que resolvió darle algo.

– Yo estuve allí, Frau Oberhauser, en la Antártida. Justo después de que se perdió el submarino. Me sumergí en el agua. Vi cosas.

– ¿Cosas que no podemos imaginar?

– Cosas que no he podido olvidar.

– Y, sin embargo, las mantiene en secreto.

– En eso consiste mi trabajo.

– Quiero conocer ese secreto. Antes de morir me gustaría saber por qué mi esposo no volvió.

– Tal vez pueda ayudarla a ese respecto.

– ¿A cambio de saber dónde está Cotton Malone en este momento?

– Sin promesas, pero soy su mejor baza.

– Por eso he llamado.

– Entonces dígame lo que quiero saber -pidió él.

– Malone se dirige a Francia, al pueblo de Ossau. Estará allí dentro de cuatro horas, un espacio de tiempo más que suficiente para que sus hombres le den la bienvenida.

CINCUENTA Y UNO

Charlotte 3.15 horas


Stephanie estaba a la puerta de la habitación del hospital que ocupaba Herbert Rowland, a su lado se encontraba Edwin Davis. Rowland había ingresado en urgencias prácticamente sin vida, pero los médicos habían logrado estabilizarlo. Ella seguía furiosa con Davis.

– Voy a llamar a mi gente -le informó.

– Ya me he puesto en contacto con la Casa Blanca.

Había desaparecido hacía media hora, y ella se preguntaba qué habría estado haciendo.

– Y ¿qué dice el presidente?

– Está durmiendo, pero el servicio secreto viene de camino.

– Ya iba siendo hora de que usaras la cabeza.

– Quería coger a ese hijo de puta.

– Tienes suerte de que no te haya matado.

– Lo vamos a pillar.

– ¿Cómo? Gracias a ti se ha ido hace tiempo. Podríamos haberlo asustado y acorralarlo en la casa al menos hasta que llegaran los polis, pero no, tenías que tirar una silla contra las cristaleras.

– Stephanie, hice lo que debía.

– Estás descontrolado, Edwin. Querías mi ayuda y te la di. Si quieres terminar muerto, estupendo, adelante, pero yo no estaré aquí para verlo.

– Si no te conociera, pensaría que te preocupas.

Echar mano del encanto no le iba a servir de nada.

– Edwin, tenías razón, hay alguien que va por ahí matando gente, pero las cosas no se hacen así, amigo mío. No, señor. Así, no.

El móvil de Davis se dejó oír, y él comprobó la pantalla.

– El presidente. -Lo cogió-. Sí, señor.

Stephanie se quedó mirando mientras él escuchaba. A continuación, Davis le pasó el teléfono y dijo:

– Quiere hablar contigo.

Ella cogió el aparato y espetó:

– Su empleado está loco.

– Cuéntame qué ha pasado.

Ella le hizo un resumen. Cuando hubo terminado, Daniels dijo:

– Tienes razón…, necesito que asumas el control. Edwin es demasiado impulsivo. Sé lo de Millicent, es uno de los motivos por los que accedí a todo este tinglado. Ramsey la mató, no me cabe ninguna duda. Y también creo que mató al almirante Sylvian y al capitán Alexander. Naturalmente, demostrarlo es harina de otro costal.

– Puede que estemos en un callejón sin salida -observó ella.

– No sería la primera vez. Hallemos la forma de seguir adelante.

– ¿Por qué me meto siempre en estos líos?

Daniels se rió.

– Es un don. Por si te interesa, te diré que me han informado de que hace unas horas han encontrado dos cadáveres en la catedral de Aquisgrán. El interior estaba acribillado. A uno de los hombres le han disparado, el otro ha muerto al caer. Ambos eran sicarios a los que contrataban con regularidad nuestros servicios de inteligencia. Los alemanes han cursado una petición oficial para que les facilitemos más información. El chisme iba incluido en la sesión informativa de esta mañana. ¿Es posible que exista alguna relación?

Ella optó por no mentir.

– Malone está en Aquisgrán.

– ¿Por qué sabía que ibas a decir eso?

– Allí pasa algo, y Cotton cree que tiene que ver con lo que está sucediendo aquí.

– Probablemente tenga razón. Necesito que te ocupes de esto, Stephanie.

Ella miró con fijeza a Edwin Davis, que se hallaba a unos metros, apoyado en la empapelada pared.

La puerta de la habitación de Herbert Rowland se abrió y un hombre con un uniforme verde dijo:

– Está despierto y quiere hablar con ustedes.

– Tengo que dejarlo -dijo Stephanie a Daniels.

– Cuida de mi chico.


Malone ascendía por la pendiente en su coche de alquiler. La nieve enmarcaba el rocoso paisaje que se extendía a ambos lados del asfalto, pero las autoridades locales habían hecho un gran trabajo despejando la carretera. Se hallaba en el corazón de los Pirineos, en el lado francés, cerca de la frontera española, camino del pueblo de Ossau.

Había tomado un tren a primera hora de Aquisgrán a Toulouse y después se había dirigido en coche al suroeste, hacia las nevadas tierras altas. La noche anterior, cuando introdujo en Google «Irradiación de Dios Eginardo», había averiguado en el acto que la locución hacía referencia a un monasterio del siglo VIII ubicado en las montañas francesas. Los primeros romanos que llegaron a la zona levantaron una gran ciudad, una metrópoli en los Pirineos que acabó siendo un centro cultural y comercial. Sin embargo, durante las guerras fratricidas de los reyes francos, en el siglo VI, la ciudad fue saqueada, incendiada y destruida. No se salvó nadie, no quedó piedra sobre piedra. En los yermos campos sólo se alzaba una roca, en «silenciosa soledad», como había escrito un cronista de la época. Una situación que perduró hasta que, doscientos años después, Carlomagno llegó y ordenó construir un monasterio que incluía una iglesia, una sala capitular, un claustro y una aldea en las proximidades. El propio Eginardo supervisó la construcción y reclutó al primer obispo, Bertrand, que se hizo famoso por su piedad y por su gobierno civil. Bertrand murió en 820 a los pies del altar, y fue enterrado debajo de lo que él llamó la iglesia de Santa Estela.

El trayecto desde Toulouse lo había llevado a través de un sinfín de pintorescos pueblecitos de montaña. Había estado en la zona varias veces, la más reciente el verano anterior. Pocas eran las diferencias entre los innumerables lugares, a excepción del nombre y la fecha de nacimiento. En Ossau, una hilera desigual de casas se prolongaba sin orden ni concierto por calles sinuosas, todas ellas de tosca piedra y dotadas de ornamentos, escudos de armas y ménsulas. Tan sólo las aristas de los tejados de tejas revelaban un caos de ángulos, como ladrillos arrojados en la nieve. Las chimeneas expulsaban humo al frío aire de la mañana. El pueblo tenía alrededor de un millar de habitantes, y cuatro hostales acogían a los visitantes.

Se dirigió al centro y aparcó. Un callejón desembocaba en una plaza abierta. Gente envuelta en ropa de abrigo, la mirada impenetrable, entraba y salía de las tiendas. El reloj de Malone marcaba las diez menos veinte de la mañana.

Miró por encima de los tejados al despejado cielo matinal, siguiendo el lateral de una escarpa hasta donde se alzaba una torre cuadrada sobre un espolón rocoso. Restos de otras torres a ambos lados parecían aferrarse a él.

Las ruinas de Santa Estela.

Stephanie se encontraba junto a la cama de Herbert Rowland, Davis al otro lado. Rowland estaba atontado pero despierto.

– ¿Me han salvado la vida? -inquirió en un tono que era poco más que un susurro.

– Señor Rowland -terció Davis-, somos del gobierno. No disponemos de mucho tiempo. Tenemos que hacerle unas preguntas.

– ¿Me han salvado la vida?

Stephanie le dirigió una mirada a Davis que decía: «Déjame a mí.»

– Señor Rowland, esta noche un hombre fue a su casa a matarlo. No estamos seguros de cómo lo hizo, pero le provocó un coma diabético. Por suerte nosotros nos encontrábamos allí. ¿Se siente con fuerzas para responder a unas preguntas?

– ¿Por qué me quería muerto?

– ¿Se acuerda del Holden y la Antártida?

Ella observó mientras el parecía bucear en sus recuerdos.

– Eso fue hace mucho -respondió el enfermo.

Stephanie asintió.

– Así es, pero ésa es la razón de que fuese a matarlo.

– ¿Para quién trabajan?

– Inteligencia. -Señaló a Davis y añadió-: El, en la Casa Blanca. El capitán Alexander, el oficial que estaba al mando del Holden, fue asesinado la pasada noche. Uno de los tenientes que bajó a tierra con usted, Nick Sayers, murió hace unos años. Pensamos que tal vez usted fuera el siguiente y estábamos en lo cierto.

– Yo no sé nada.

– ¿Qué encontraron en la Antártida? -quiso saber Davis.

Rowland cerró los ojos y Stephanie se preguntó si se habría quedado dormido. Unos segundos después los abrió y cabeceó.

– Me ordenaron no hablar de ello jamás. Con nadie. Me lo dijo en persona el mismísimo almirante Dyals.

Ella había oído hablar de Raymond Dyals, antiguo jefe de operaciones navales.

– Fue él quien ordenó que el NR-1A se desplazara hasta allí -comento Davis.

Un dato que ella desconocía.

– ¿Saben del submarino? -preguntó Rowland.

Stephanie asintió.

– Leímos el informe del hundimiento y hablamos con el capitán Alexander antes de que muriera. Así que díganos lo que sabe. -Decidió dejar claro lo que estaba en juego-: Puede que su vida dependa de ello.

– Tengo que dejar de beber -admitió Rowland-. El médico me dijo que la bebida acabaría matándome. Tomo insulina…

– ¿La tomó anoche?

El asintió.

Stephanie empezaba a impacientarse.

– Los médicos nos han dicho antes que en su sangre no había insulina, por eso entró en coma…, por eso y por el alcohol. Pero ahora todo ello es irrelevante. Necesitamos saber qué encontraron en la Antártida.

CINCUENTA Y DOS

Malone echó un vistazo a los cuatro hostales de Ossau y concluyó que la mejor opción sería L'Arlequin, todo austeridad montañesa por fuera pero elegante por dentro, decorado para Navidad con aromáticas ramas de pino, un belén tallado y muérdago sobre las puertas. Su propietario señaló el libro de huéspedes, que, según le explicó, recogía el nombre de todos los famosos exploradores del Pirineo, además de numerosos personajes destacados de los siglos XIX y XX.El restaurante servía un estupendo guiso de rape y jamón, de manera que disfrutó de un almuerzo temprano que se prolongó durante más de una hora mientras esperaba, para finalizar saboreando un tronco de chocolate y castañas. Cuando su reloj marcaba las once, decidió que tal vez hubiese escogido mal.

Supo por el camarero que Santa Estela estaba cerrada durante el invierno y sólo abría de mayo a agosto para recibir a la multitud de visitantes que acudían a la zona para disfrutar de las tierras altas en verano. Allí no había gran cosa, añadió el hombre, sobre todo ruinas. Todos los años se llevaban a cabo tareas de restauración que financiaba la sociedad histórica del lugar y alentaba la diócesis católica. Aparte de eso, en la iglesia reinaba la calma.

Malone resolvió que lo suyo era ir a verla. La noche caería de prisa, sin duda antes de las cinco, así que debía aprovechar lo que quedaba de luz.

Salió del hostal armado; en la pistola le quedaban tres balas. Calculó que habría menos de cinco grados bajo cero. No había hielo, pero sí mucha nieve seca que crujía como cereales bajo sus botas. Se alegraba de haber comprado las botas antes en Aquisgrán, consciente de que se dirigía a un terreno accidentado. Un jersey nuevo bajo el chaquetón le añadía una dosis extra de calor al pecho, y unos ceñidos guantes de piel protegían sus manos.

Estaba preparado.

¿Para qué?

No estaba seguro.

Stephanie esperaba a que Herbert Rowland le respondiera a su pregunta de qué había ocurrido en 1971.

– No les debo nada a esos cabrones -farfulló Rowland-. He mantenido el juramento que hice, jamás he dicho nada. Y, sin embargo, han venido a matarme.

– Hemos de saber por qué -insistió ella.

Rowland aspiró oxígeno.

– Fue una estupidez de campeonato. Ramsey vino a la base, nos escogió a Sayers y a mí y dijo que nos íbamos a la Antártida. Éramos de operaciones especiales, estábamos acostumbrados a hacer cosas raras, pero ésta fue la más extraña. Muy lejos de casa. -Respiró de nuevo-. Fuimos en avión hasta Argentina y allí nos subimos al Holden, donde permanecimos solos. Nos ordenaron buscar con el sónar un emisor de ultrasonidos, pero no oímos nada hasta que por fin bajamos a tierra. Allí, Ramsey se puso el equipo y se sumergió en el agua. Volvió unos cincuenta minutos más tarde.


– ¿Qué has encontrado? -preguntó Rowland mientras ayudaba a Ramsey a salir del helado mar, agarrando con fuerza un hombro del traje seco y subiendo a hombre y equipo al hielo.

Nick Sayers tiraba del otro hombro.

– ¿Hay algo ahí abajo?

Ramsey se quitó la escafandra y la capucha.

– Eso está tan frío como el culo de un zapador siberiano. Incluso con este traje. Aunque ha sido una inmersión estupenda.

– Has estado abajo casi una hora. ¿Has tenido algún problema con la profundidad? -preguntó Rowland.

Ramsey negó con la cabeza.

– Me he mantenido por encima de los diez metros todo él tiempo. -Señaló a la derecha-. El océano se adentra por ahí un buen trecho, directo a la montaña.

Ramsey se quitó los guantes y Sayers le dio unos secos. En aquel entorno, la piel no podía permanecer al descubierto más de un minuto.

– Tengo que quitarme el traje y ponerme mi ropa.

– ¿Hay algo ahí abajo? -repitió Sayers.

– Unas aguas de lo más transparentes, ese sitio está lleno de color, como un arrecife coralino.

Rowland cayó en la cuenta de que los estaban dejando de lado, vero también reparó en una bolsa herméticamente cerrada que Ramsey llevaba sujeta a la cintura. Hacía cincuenta minutos esa bolsa estaba vacía.

Ahora contenía algo.

– ¿ Qué hay ahí? -se interesó.


– No me respondió -musitó Rowland-. Y no dejó que ni Sayers ni yo la tocásemos.

– ¿Qué sucedió después? -inquirió Stephanie.

– Nos fuimos. Ramsey estaba al mando. Realizamos más comprobaciones de radiación, no encontramos nada, y Ramsey ordenó al Holden que se dirigiera al norte. No dijo ni palabra de lo que había visto en esa inmersión.

– No lo entiendo -dijo Davis-. ¿Por qué es usted una amenaza?

El anciano se pasó la lengua por los labios.

– Probablemente por lo que pasó durante la vuelta.


Rowland y Sayers resolvieron arriesgarse. Ramsey se hallaba en la superestructura con el capitán Alexander, jugando a las cartas con otros oficiales, así que ellos se decidieron a ver qué había encontrado su compañero en aquella inmersión. A ninguno le gustaba que le ocultaran cosas.

– ¿Estás seguro de que sabes cuál es la combinación? -preguntó Sayers.

– Me la ha dicho el intendente. Ramsey ha andado mangoneando y éste no es su barco, así que se ha mostrado encantado de echarme una mano.

En cubierta, junto a la litera de Ramsey, había una pequeña caja fuerte. Lo que quiera que hubiese subido consigo después de la inmersión llevaba allí dentro tres días, los que les había llevado abandonar el círculo polar antártico y alcanzar el océano Atlántico Sur.

– Vigila la puerta -le pidió a Sayers. Y se arrodilló y probó la combinación que le habían facilitado.

Tres clics confirmaron que los números eran correctos.

Abrió la caja fuerte y vio la bolsa. La sacó y palpó el perímetro del rectángulo, unos veinte por veinticinco centímetros y unos dos centímetros y medio de grosor. Abrió la cremallera de la parte superior, volcó el contenido y supo de inmediato que se trataba del diario de a bordo de un barco. En la primera página, garabateado en tinta azul por una mano tosca, decía: «Comienzo de la misión: 17 de octubre de 1971, fin…» La segunda fecha habría sido añadida después de que el submarino volviera al puerto. Sin embargo, se dio cuenta de que el capitán que había efectuado esas anotaciones no tuvo ocasión de hacerlo.

Sayers se acercó.

– ¿Qué es?

La puerta del compartimento se abrió de golpe y entró Ramsey.

– Ya me imaginaba que intentaríais hacer algo así.

– Métetelo por el culo -espetó Rowland-. Tenemos la misma graduación, no eres nuestro superior.

Una sonrisa se dibujó en los negros labios de Ramsey:

– A decir verdad, aquí sí lo soy. Pero tal vez sea mejor que lo hayáis visto. Ahora sabéis lo que hay en juego.

– Vaya si lo sabemos -le dijo Sayers-. Nos ofrecimos voluntarios, igual que tú, y queremos la recompensa, igual que tú.

– Tanto si lo creéis como si no, iba a decíroslo antes de atracar -afirmó Ramsey-. Hay que hacer ciertas cosas y no puedo hacerlas solo.


– ¿Por qué era tan importante? -quiso saber Stephanie.

Davis pareció comprender.

– Es evidente.

– No para mí.

– El diario era del NR-1A -contestó Rowland.


Malone echó a andar por el pedregoso sendero, que era poco más que un fino saliente que zigzagueaba cada treinta metros por la arbolada pendiente. En uno de los lados se alzaban estaciones de hierro forjado del vía crucis en solemne procesión; al otro, las vistas poco a poco se iban tornando panorama. El sol bañaba el escarpado valle y Malone vislumbró, a lo lejos, profundos cañones dentados. Unas campanas distantes anunciaron el mediodía.

Se dirigía a uno de los circos glaciares, semicírculos rodeados de altos despeñaderos enmarcados en espacios montañosos que sólo eran accesibles a pie y resultaban habituales en los Pirineos. Salpicaban las pendientes hayas raquíticas y retorcidas, con las ramas, peladas y cubiertas de nieve, entrelazadas formando deformes nudos. Malone no perdía de vista el desigual camino, pero no había huellas, lo que no quería decir mucho, teniendo en cuenta el viento que soplaba y las acumulaciones de nieve.

Tras un último tramo semicircular quedó a la vista la entrada del monasterio, encaramada en el circo. Malone se detuvo para tomar aliento y disfrutó de otra vista sobrecogedora. La nieve, enfriada por ráfagas de viento heladoras, se arremolinaba a lo lejos.

Altos muros de mampostería se alzaban a izquierda y derecha. De creer lo que había leído, esas piedras habían visto a romanos, visigodos, sarracenos, francos y a los cruzados de las guerras contra los albigenses. Se habían librado muchas batallas para apoderarse de tan estratégico lugar. El silencio parecía una presencia física que le confería un aire solemne. Su historia probablemente estuviera enterrada con los muertos, el auténtico testimonio de su gloria no recogido ni en piedra ni en pergamino.

La irradiación de Dios.

¿Más ficción? ¿O realidad?

Recorrió los últimos quince metros, se aproximó a una verja de hierro y vio una cadena y un candado. Estupendo.

Imposible escalar los muros.

Extendió el brazo y agarró la verja. El frío le atravesó los guantes. Y ahora, ¿qué? ¿Recorrer el perímetro y ver si había alguna abertura? Parecía la única opción. Estaba cansado y conocía bien esa fase de agotamiento: la cabeza podía enredarse fácilmente en un laberinto de posibilidades y cada solución se toparía con un callejón sin salida.

Presa de la frustración, sacudió la puerta.

La cadena de hierro cayó al suelo.

CINCUENTA Y TRES

Charlotte


Stephanie digirió lo que acababa de decir Herbert Rowland y luego preguntó:

– ¿Está diciendo que el NR-1A estaba intacto?

Rowland parecía cansado, pero era preciso hacer aquello.

– Estoy diciendo que Ramsey subió de la inmersión con el diario de a bordo.

Davis miró a Stephanie.

– Te dije que ese hijo de puta andaba metido en esto.

– ¿Ha sido Ramsey el que ha intentado matarme? -quiso saber Rowland.

Ella no iba a contestar, pero Davis no opinaba lo mismo.

– Se merece saberlo -apuntó éste.

– Esto ya se nos ha ido de las manos, ¿quieres que la cosa vaya a más?

Davis se volvió hacia Rowland.

– Creemos que está detrás.

– No lo sabemos -se apresuró a añadir ella-, pero es una posibilidad nada desdeñable.

– Siempre ha sido un cabrón -aseguró Rowland-. Cuando volvimos fue él quien acaparó todos los beneficios, no Sayers o yo. Nos ascendieron, sí, pero nunca conseguimos lo que Ramsey. -Rowland se detuvo, a todas luces fatigado-. Almirante, lo más alto.

– Quizá deberíamos hacer esto más tarde -propuso ella.

– Ni hablar -negó Rowland-. Nadie va a por mí y se sale con la suya. Si no estuviera en esta cama, lo mataría.

Stephanie se preguntó si la bravata estaría fundada.

– Tomé la última copa anoche -afirmó el enfermo-. Se acabó. Lo digo en serio.

El miedo parecía una droga eficaz. Rowland tenía la mirada encendida.

– Cuéntenoslo todo -pidió ella.

– ¿Qué saben de la operación «Salto de altura»?

– Sólo lo oficial -contestó Davis.

– Que es pura basura.


El almirante Byrd se llevó seis aviones R4-D a la Antártida, cada uno de ellos equipado con sofisticadas cámaras y magnetómetros. Despegaron de un portaaviones lanzados por una catapulta de propulsión. Los aparatos pasaron más de doscientas horas en el aire y recorrieron más de treinta mil kilómetros por el continente. En uno de los últimos vuelos cartográficos, el avión de Byrd regresó de su misión con un retraso de tres horas. Según la versión oficial, perdió un motor y tuvo dificultades para volver, pero los diarios personales de Byrd, entregados al jefe de operaciones navales de entonces y revisados por él, aportaban una explicación diferente.

Byrd estuvo sobrevolando lo que los alemanes llamaron Nueva Suabia. Se hallaba en el interior; rumbo al oeste hacia un horizonte de un blanco monótono, cuando divisó una zona desnuda con tres lagos separados por masas de yermas rocas de un pardo rojizo. Los lagos en sí mostraban tonalidades rojas, azules y verdes. Byrd anotó su posición y al día siguiente envió a la zona a un equipo especial, que descubrió que el agua del lago era tibia y rebosaba de algas, las responsables de su pigmentación. El agua también era salobre, lo que indicaba una relación con el océano.

El descubrimiento entusiasmó a Byrd. Este tenía conocimiento de cierta información recabada durante la expedición alemana de 1938, que recogía observaciones similares. Byrd había puesto en duda estas observaciones, ya que había visitado el continente y conocía su naturaleza inhóspita, pero el equipo de campo especial exploró la zona unos días.


– No sabía que Byrd llevara un diario personal -comentó Davis.

– Yo lo vi -repuso Rowland-. La operación «Salto de altura» era clasificada, pero a la vuelta trabajamos en un montón de cosas y llegué a verlo. Sólo se han dado a conocer cosas de la «Salto de altura» en los últimos veinte años, la mayor parte de ellas falsas, dicho sea de paso.

– ¿Qué hicieron usted, Sayers y Ramsey cuando volvieron? -preguntó Stephanie.

– Trasladamos todo lo que Byrd trajo a casa en 1947.

– ¿Todavía se conservaba?

Rowland asintió.

– Todo ello, cajas enteras. El gobierno no tira nada.

– ¿Qué había en ellas?

– No tengo ni idea. Nosotros nos limitamos a moverlas, no abrimos nada. Ah, por cierto, me preocupa mi mujer, está en casa de su hermana.

– Déme la dirección -pidió Davis- y le diré al servicio secreto que se ponga en contacto con ella. Pero es por usted por quien va Ramsey, y todavía no nos ha dicho por qué lo considera una amenaza.

Rowland yacía inmóvil, ambos brazos unidos a sendas bolsas intravenosas.

– No me puedo creer que haya estado a punto de morir.

– El tipo al que sorprendimos allanó su casa ayer mientras usted estaba fuera -explicó Davis-. Supongo que manipuló los viales de insulina.

– La cabeza me estalla.

Stephanie quería apretarle las tuercas, pero sabía que el anciano sólo hablaría cuando estuviera listo.

– Nos aseguraremos de que cuente con protección de ahora en adelante. Sólo queremos saber por qué es necesario.

El rostro de Rowland era un caleidoscopio de emociones contradictorias. Libraba una lucha interior. Su respiración era entrecortada, en los llorosos ojos tenía una mirada de desdén.

– El maldito libro estaba completamente seco, sin una mancha de agua en ninguna página.

Stephanie comprendió a qué se refería.

– ¿El diario de a bordo?

Él asintió.

– Ramsey lo sacó del océano en la bolsa, lo que quería decir que no estaba mojado antes de que él lo encontrara.

– Madre de Dios -musitó Davis.

Stephanie cayó en la cuenta.

– ¿El NR-1A estaba intacto?

– Eso sólo lo sabe Ramsey.

– Por eso los quiere muertos a todos -razonó Davis-. Cuando le pasaste ese informe a Malone, le entró el pánico. No puede permitir que salga a la luz. ¿Te imaginas lo que supondría para la Marina?

Sin embargo, ella no estaba tan segura. Tenía que haber algo más.

Davis clavó la vista en el enfermo.

– ¿Quién más lo sabe?

– Yo. Sayers, pero ha muerto. El almirante Dyals. Él lo sabía. Estaba al mando de todo y nos ordenó guardar silencio.

El Halcón de Invierno. Así llamaba la prensa a Dyals, haciendo referencia tanto a su edad como a sus tendencias políticas. Hacía tiempo se le había comparado con otro oficial de la Marina anciano y arrogante al que al final tuvieron que echan Hyman Rickover.

– Ramsey se convirtió en el favorito de Dyals -afirmó Rowland-. Pasó a formar parte del personal del almirante. Ramsey idolatraba a ese hombre.

– ¿Lo bastante como para proteger su reputación, incluso ahora? -quiso saber Stephanie.

– No sabría decirle, pero Ramsey es un bicho raro, no piensa como el resto de nosotros. Me alegré de perderlo de vista cuando volvimos.

– Así que el único que queda es Dyals, ¿no? -recapituló Davis.

Rowland negó con la cabeza.

– Había uno más.

¿Había oído ella bien?

– Siempre hay un experto. Se trataba de un investigador de primera contratado por la Marina, un tipo extraño. Lo llamábamos el Mago de Oz. Ya saben, el tipo tras la cortina al que nunca veía nadie. Lo reclutó el propio Dyals, y sólo rendía cuentas a Ramsey y al almirante. Fue él quien abrió las cajas, a solas.

– ¿Cómo se llama? -inquirió Davis.

– Douglas Scofield, doctor, como gustaba de recordarnos a todas horas. Doctor Scofield, se hacía llamar. A nosotros no nos impresionaba. Tenía la cabeza tan metida en el culo de Dyals que nunca veía la luz.

– ¿Qué fue de él? -se interesó Stephanie.

– Ni puñetera idea.

Tenían que irse, pero había una cosa más.

– ¿Qué hay de esas cajas de la Antártida?

– Lo llevamos todo a un almacén de Fort Lee, en Virginia. Y lo dejamos en manos de Scofield. De lo que pasara después no tengo ni idea.

CINCUENTA Y CUATRO

Ossau, Francia


Malone se quedó mirando la cadena de hierro, que descansaba sobre la nieve. «Piensa. Ten cuidado. Hay un montón de cosas que no cuadran; sobre todo, el corte limpio en la cadena.» Alguien había ido provisto de una cizalla.

Sacó el arma de debajo del chaquetón y empujó la puerta.

Los helados goznes chirriaron.

Malone entró en aquella ruina salvando la desmoronada mampostería y se acercó a los arcos, venidos a menos, de una puerta romana. Descendió varios peldaños de piedra gastados que conducían a un interior negro como la tinta. La escasa luz que había se colaba junto con el viento por las desprotegidas ventanas. El grosor de los muros, el sesgo de las aberturas, la verja de hierro de la entrada, todo apuntaba a la época rudimentaria en que se habían creado. Echó un vistazo a lo que en su día fue importante, medio lugar de culto, medio ciudadela, una construcción fortificada en los alrededores de un imperio.

El aliento se volvía vaho ante sus ojos.

Seguía sin perder de vista el suelo, pero no vio huellas que indicaran la presencia de otros.

Se adentró en un laberinto de columnas que sostenían un techo indemne. La sensación de vastedad se desvanecía arriba en oscuras bóvedas. Deambuló entre las columnas como lo haría entre los altos árboles de un bosque petrificado. No estaba seguro de qué buscaba o esperaba, y se resistió al impulso de dejarse llevar por el inquietante entorno.

Por lo que había leído en Internet, Bertrand, el primer obispo, llegó a ser bastante famoso. La leyenda hablaba maravillas de sus milagrosos poderes. Cerca de allí, los caciques españoles acostumbraban a dejar tras de sí un rastro de fuego y sangre por los Pirineos y tenían aterrorizada a la población local, sin embargo, entregaron sus prisioneros a Bertrand y se retiraron para no volver.

Y luego estaba el milagro.

Una mujer había llevado a su hijo y se quejaba de que el padre no quería saber nada de ninguno. Cuando el hombre negó toda relación con ellos, Bertrand ordenó que les colocaran delante un recipiente con agua fría e introdujo en él una piedra. A continuación le pidió al hombre que sacara la piedra del agua; si mentía, Dios enviaría una señal. El hombre cogió la piedra pero sacó las manos escaldadas, como si el agua estuviese hirviendo. El padre admitió en el acto su paternidad y reparó debidamente su falta. Por su piedad, a Bertrand acabó conociéndosele como «la irradiación de Dios». Se supone que él rehuía esa etiqueta, si bien permitió que fuera aplicada al monasterio, y al parecer Eginardo la recordaría décadas después, cuando redactó su última voluntad.

Malone dejó las columnas y entró en el claustro, un trapecio de tejado irregular con arcos, columnas y capiteles. La madera del techo, que parecía nueva, debía de haber sido objeto de recientes reparaciones. De la parte derecha del claustro salían dos habitaciones vacías -una sin techo y la otra con las paredes en ruinas-, sin duda refectorios para los monjes y los huéspedes, si bien ahora sus únicos dueños eran los elementos y los animales.

Dobló una esquina y echó a andar por la cara corta de la galería, dejando atrás más espacios derruidos, todos ellos cubiertos de nieve que había entrado por los huecos de las ventanas o por la parte superior, ortigas marrones y hierbajos que contaminaban los recovecos. Encima de una de las puertas había una desvaída imagen tallada de la Virgen María. Al otro lado Malone vio una espaciosa estancia, probablemente la sala capitular, donde habían vivido los monjes. Contempló de nuevo el jardín del claustro y una pila en mal estado decorada con desvaídas hojas y cabezas, la nieve sepultando su base.

Al otro lado del claustro se movió algo.

En la galería de enfrente. Rápido y sutil, pero real.

Malone se agachó y se desplazó hasta el rincón.

El lado largo del claustro medía unos quince metros y terminaba en un arco doble sin puertas. La iglesia. Supuso que lo que quisiera que hubiese estaría allí, pero era una posibilidad remota. Con todo, alguien había cortado la cadena de fuera.

Estudió el muro interior que se alzaba a su derecha.

Entre él y el extremo del claustro se abrían tres puertas. Los arcos que tenía a su izquierda, que enmarcaban aquel jardín expuesto al viento, eran austeros, con escasos motivos ornamentales. El tiempo y los elementos habían hecho estragos. Reparó en un querubín solitario que había sobrevivido y portaba un escudo de armas. Oyó algo a su izquierda, en la galería larga.

Pasos.

Y se dirigían hacia él.


Ramsey dejó el coche y fue a buen paso hacia el edificio administrativo principal de los servicios de inteligencia de la Marina para combatir el frío. No tuvo que pasar por ningún control de seguridad. Uno de sus subordinados, un teniente, lo esperaba a la puerta. De camino a su despacho recibió los habituales informes matutinos.

Hovey lo aguardaba allí.

– Han encontrado el cuerpo de Wilkerson.

– Habla.

– En Munich, cerca del parque Olímpico. Con un tiro en la cabeza.

– Deberías estar contento.

– Es un alivio.

Pero a Ramsey no le hacía tanta gracia. Todavía tenía en mente la conversación que había mantenido con Isabel Oberhauser.

– ¿Quiere que autorice el pago de los que hicieron el trabajito?

– Aún no. -Ya había llamado al extranjero-. En este momento los tengo haciendo otra cosa, en Francia.


Charlie Smith se encontraba en Shoneys, terminando su tazón de sémola. Le encantaba la sémola, sobre todo con sal y tres nueces de mantequilla. No había dormido mucho, la última noche había sido problemática: aquellos dos iban a por él.

Logró escapar de la casa y aparcó unos kilómetros carretera abajo. Vio aproximarse a una ambulancia y la siguió hasta un hospital situado a las afueras de Charlotte. Le habría gustado entrar pero decidió no hacerlo. En cambio, prefirió volver a su hotel y procurar dormir.

Tendría que llamar a Ramsey en breve. El único informe aceptable era que los tres objetivos habían sido eliminados. Cualquier atisbo de problema convertiría al propio Smith en un blanco. Provocaba a Ramsey, se aprovechaba de la larga relación que los unía, explotaba sus éxitos, todo ello porque sabía que Ramsey lo necesitaba.

Pero eso cambiaría en el acto si él fallaba. Consultó su reloj: las 6.15 horas. Tenía que arriesgarse.

Había visto que fuera había un teléfono, de modo que pagó la cuenta y efectuó la llamada. Cuando le recitaron las opciones del hospital, seleccionó la que proporcionaba información sobre los pacientes. Dado que no sabía cuál era el número de la habitación, esperó hasta que se puso una operadora.

– Quiero saber cómo se encuentra Herbert Rowland. Es mi tío e ingresó anoche.

Tras pedirle que aguardase un instante, la mujer volvió a ponerse al aparato.

– Lamentamos comunicarle que el señor Rowland falleció poco después de ingresar.

Él fingió estar impresionado.

– Dios mío.

La mujer le dio el pésame y él se lo agradeció, colgó y exhaló un suspiro de alivio. Por los pelos.

Recobró la compostura y marcó un número conocido en el móvil. Cuando Ramsey lo cogió, dijo alegremente:

– Tres de tres. Todo un éxito, como de costumbre.

– Me alegro de que te enorgullezcas de tu trabajo.

– Nuestro objetivo es que el cliente quede satisfecho.

– En tal caso satisfáceme una vez más: el cuarto. Tienes el visto bueno. Hazlo.


Malone aguzó el oído: había alguien detrás y delante de él. Se mantuvo agazapado y se metió a la carrera en una de las habitaciones que se abrían en la galería, la cual, según pudo comprobar, tenía paredes y techo. Pegó la espalda a la pared, junto a la puerta. La oscuridad acentuaba los tenebrosos rincones de la estancia. Se encontraba a unos seis metros de la entrada de la iglesia.

Más pasos.

Procedentes de la galería, alejándose de la iglesia.

Agarró el arma y se dispuso a esperar.

Quienquiera que estuviese allí seguía avanzando. ¿Lo habrían visto entrar? Por lo visto, no, ya que no se esforzaban por amortiguar los pasos en la crujiente nieve. Malone se preparó y ladeó la cabeza, utilizando la visión periférica para vigilar la puerta. Ahora los pasos se oían en el lado opuesto del muro donde él estaba apoyado.

Apareció un bulto, camino de la iglesia.

Él giró, agarró un hombro, volvió el arma y estampó al intruso contra la pared de fuera, clavándole la pistola en las costillas.

Se encontró con una cara asustada.

Un hombre.

CINCUENTA Y CINCO

Charlotte 6.27 horas


Stephanie efectuó una llamada a la central de Magellan Billet y pidió información sobre el doctor Douglas Scofield. Ella y Davis estaban solos. Media hora antes habían llegado dos agentes del servicio secreto con un ordenador portátil seguro, del que Davis se había apropiado. A los agentes se les ordenó cuidar de Herbert Rowland, que iba a ser trasladado a otra habitación bajo otro nombre. Davis había hablado con la administradora del hospital, que había accedido a cooperar anunciando el fallecimiento de Rowland. Seguro que alguien llamaría para preguntar por él. Así había sido, la operadora que proporcionaba información sobre los pacientes anunció que había recibido una llamada hacía veinte minutos -de un hombre que había asegurado ser su sobrino- para preguntar por Rowland.

– Con eso debería darse por satisfecho -aseguró Davis-. Dudo que nuestro asesino vaya a arriesgarse a entrar. Para asegurarnos, se publicará una esquela en el periódico. Les he pedido a los agentes que se lo expliquen todo a los Rowland y consigan que cooperen.

– Es un tanto duro para los amigos y la familia -apuntó ella.

– Más duro será si el tipo ese se da cuenta de su error y vuelve para terminar lo que empezó.

El portátil anunció la llegada de un e-mail. Stephanie abrió el mensaje, procedente de su despacho:


Douglas Scofield es profesor de antropología en la Universidad de East Tennessee. Fue contratado por la Marina entre 1968 y 1972, sus actividades eran clasificadas. Es posible acceder a ellas, pero quedará rastro, así que no se ha hecho, ya que usted indicó que mantuviésemos en secreto las averiguaciones. Su obra publicada es abundante; además de las publicaciones de antropología de rigor, escribe para revistas de la new agey ciencias ocultas. Una comprobación rápida en Internet dio como resultado, entre otros temas, la Atlántida, los ovnis, los antiguos astronautas y fenómenos paranormales. Es el autor de Mapas de antiguos exploradores (1986), un exitoso relato de cómo la cartografía pudo verse influida por culturas desaparecidas. En la actualidad asiste a un simposio en Asheville, Carolina del Norte, donde dará una conferencia titulada «Antiguos misterios desvelados», que se celebra en el hotel Inn, en la finca Biltmore Estate. Hay unos ciento cincuenta participantes. Él es uno de los organizadores y figura como ponente. Parece un evento anual, ya que se anuncia como el decimocuarto simposio.


– Es el único que queda -dijo Davis, que había estado leyendo desde detrás de ella-. Asheville no está lejos de aquí.

Stephanie sabía lo que estaba pensando.

– No lo dirás en serio…

– Yo voy. Puedes venir, si quieres. Hay que abordarlo.

– Pues envía al servicio secreto.

– Stephanie, lo único que nos faltaba es hacer una demostración de fuerza. Simplemente vayamos a ver qué averiguamos.

– Es posible que nos crucemos con nuestro amigo de la otra noche.

– Ojalá.

Un nuevo sonido anunció la llegada de la respuesta a su segunda pregunta, de manera que abrió el mensaje y leyó:


La Marina tiene alquilados almacenes en Fort Lee, Virginia, desde la segunda guerra mundial. En la actualidad controla tres edificios, de los cuales sólo uno es de alta seguridad y contiene un compartimento refrigerado que fue instalado en 1972. El acceso está restringido mediante código numérico y verificación dactiloscópica por parte de los servicios de inteligencia de la Marina. Pude echarle un vistazo al registro de visitas, que forma parte de la base de datos de la Marina. Curiosamente no es material clasificado. En los últimos 180 días sólo ha entrado una persona ajena al personal de Fort Lee: el almirante Langford Ramsey.


– ¿Todavía quieres discutir conmigo? -inquirió Davis-. Sabes que estoy en lo cierto.

– Razón de más para que pidamos ayuda.

Davis negó con la cabeza.

– El presidente no nos dejará.

– No, eres tú quien no nos dejará.

El rostro de Davis transmitía desafío y sumisión.

– Tengo que hacer esto. Y ahora tal vez también tengas que hacerlo tú. Recuerda que el padre de Malone iba en ese submarino.

– Cosa que Cotton debería saber.

– Primero démosle algunas respuestas.

– Edwin, anoche podrías haber muerto.

– Pero no fue así.

– La venganza es la forma más rápida de conseguir que te maten. ¿Por qué no dejas que me ocupe de esto? Tengo agentes.

Estaban solos en una pequeña sala de reuniones que les había facilitado la administradora del hospital.

– Ni hablar -repuso él.

Stephanie vio que no tenía sentido discutir. Forrest Malone iba en ese submarino…, y Davis tenía razón, eso era suficiente estímulo para ella.

Cerró el ordenador y se puso en pie.

– Yo diría que, en coche, tardaremos unas tres horas en llegar a Asheville.


– ¿Quién es usted? -le preguntó Malone al hombre.

– Me ha dado un susto de muerte.

– Responda a mi pregunta.

– Werner Lindauer.

Malone estableció la relación.

– ¿El marido de Dorothea?

El otro asintió.

– Llevo el pasaporte en el bolsillo.

No había tiempo para comprobaciones. Apartó el arma e hizo entrar a su prisionero en la habitación lateral para sacarlo de la galería.

– ¿Qué está haciendo aquí?

– Dorothea entró aquí hace tres horas. He venido por ella.

– ¿Cómo encontró este sitio?

– Se ve que no conoce mucho a Dorothea. No suele dar explicaciones. También ha venido Christl.

Eso sí se lo esperaba Malone. Mientras aguardaba en el hotel había estado pensando que Christl o bien conocía el lugar o lo localizaría igual que lo había hecho él.

– Llegó antes que Dorothea.

Él centró su atención nuevamente en el claustro. Había llegado el momento de ver qué había en la iglesia. Agitó el arma y dijo.

– Usted primero. A la derecha y por esa puerta del fondo.

– ¿Es buena idea?

– Nada de esto lo es.

Salió a la galería en pos de Werner y acto seguido cruzó el doble arco del extremo, protegiéndose de inmediato tras una gruesa columna. Ante él se extendía una amplia nave que más columnas dispuestas a todo su largo hacían parecer estrecha. Las columnas formaban un semicírculo tras el altar, siguiendo la curvatura del ábside. A ambos costados se erguían altos muros desnudos, las naves laterales eran anchas. No había decoración alguna ni ornamentos, la iglesia era más una ruina que un edificio. La evocadora música del viento se colaba por las ventanas sin cristales, a las que dividía una cruz de piedra. Malone reparó en el altar, en un pilar de granito picado, sin embargo, lo que vio delante llamó su atención.

Dos personas. Amordazadas.

Una a cada lado, en el suelo, los brazos atados a una columna.

Dorothea y Christl.

CINCUENTA Y SEIS

Washington, D. C. 7.24 horas


Ramsey volvió a su despacho. Estaba esperando un informe de Francia y había dejado claro a sus hombres en el extranjero que lo único que quería oír era que Cotton Malone había muerto. Después centró su atención en Isabel Oberhauser, pero todavía no había decidido cuál era la mejor forma de atajar ese problema. Había estado pensando en ella durante la reunión a la que acababa de asistir, recordando algo que había oído en una ocasión: «He tenido razón y he estado paranoico, y es mejor estar paranoico.» Estaba de acuerdo.

Por suerte, sabía muchas cosas de la anciana.

Se había casado con Dietz Oberhauser a finales de la década de 1950. Él era hijo de una rica familia de aristócratas bávara; ella, hija de un alcalde. Su padre se había relacionado con los nazis durante la guerra, y en los años subsiguientes había sido utilizado por los americanos. Isabel se hizo con el control absoluto de la fortuna Oberhauser en 1972, después de que Dietz desapareció. Al cabo de un tiempo se ocupó de que lo declarasen legalmente muerto, lo que puso en marcha el testamento, en virtud del cual todo iba a parar a manos de ella, en fideicomiso, en beneficio de sus hijas. Antes de que Ramsey enviara a Wilkerson para establecer contacto había analizado dicho testamento. Resultaba interesante que la decisión relativa a cuándo asumirían las hijas el control económico quedara en manos de Isabel. Habían pasado treinta y ocho años y ella todavía seguía a cargo. Según Wilkerson, entre las hermanas existía una gran animosidad, lo que explicaría algunas cosas, pero hasta ese día le había importado poco la discordia que reinaba en la familia Oberhauser.

Sabía que Isabel llevaba ya tiempo interesada en el Blazék y no había ocultado su deseo de averiguar qué había sucedido. Había contratado a abogados que habían intentado acceder a información a través de vías oficiales, y cuando eso falló, la anciana trató de enterarse en secreto de lo que pudo recurriendo al soborno. En contraespionaje habían descubierto dichas intentonas y habían puesto al corriente a Ramsey. Ahí fue cuando él se responsabilizó personalmente e hizo entrar en el juego a Wilkerson.

Ahora su hombre había muerto. ¿Cómo?

Sabía que Isabel tenía un empleado de Alemania del Este llamado Ulrich Henn. Según la información recabada, el abuelo materno de Henn había estado al frente de uno de los campos de acogida de Hitler y supervisado la muerte de veintiocho mil ucranianos arrojándolos por un barranco. En el juicio por crímenes de guerra a que fue sometido no negó nada y afirmó con orgullo: «Estuve presente», lo que facilitó la decisión de los aliados de ahorcarlo.

A Henn lo crió su padrastro, que integró a su nueva familia en la sociedad comunista. Más tarde, Henn ingresó en la policía secreta de Alemania del Este, la antigua Stasi, su actual benefactora, nada distinta de sus jefes comunistas, pues ambos tomaban decisiones con la mente calculadora de un contable y después las ponían en práctica con los remordimientos incondicionales de un déspota.

Ciertamente, Isabel era una mujer formidable.

Tenía dinero, poder y agallas. Pero su debilidad era su marido. Quería saber por qué había muerto, y esa obsesión no había sido preocupante hasta que Stephanie Nelle accedió al informe sobre el NR-1A y lo envió al otro lado del Atlántico, a manos de Cotton Malone.

Ahora era un problema.

Un problema que Ramsey esperaba que estuviera resolviéndose en ese mismo instante en Francia.


Malone vio que Christl reparaba en él y forcejeaba para librarse de sus ataduras. Tenía la boca tapada con cinta. Sacudió la cabeza.

Dos hombres salieron de detrás de las columnas. El de la izquierda era larguirucho y de cabello moreno; el otro, fornido y rubio. Malone se preguntó cuántos más andarían al acecho.

– Vinimos por ti -anunció Moreno- y nos encontramos a estas dos.

Malone permanecía tras una columna, el arma lista. Ellos no sabían que sólo le quedaban tres balas.

– Y ¿por qué soy tan interesante?

– Me trae sin cuidado, pero me alegro de que lo seas.

Rubio acercó el cañón de una arma a la cabeza de Dorothea Lindauer.

– Empezaremos por ésta -avisó Moreno.

Malone pensaba, analizaba la situación, y tomó nota mentalmente de que no habían mencionado a Werner. Miró a Lindauer y le preguntó en voz baja:

– ¿Alguna vez ha disparado a un hombre?

– No.

– ¿Podrá hacerlo?

El aludido vaciló.

– Si es necesario… Por Dorothea.

– ¿Sabe disparar?

– Cazo desde que tengo uso de razón.

Malone decidió engrosar su historial de estupideces y le entregó la automática a Werner.

– ¿Qué quiere que haga? -preguntó éste.

– Dispare a uno de ellos.

– ¿A cuál?

– Me da lo mismo. Usted dispare antes de que ellos me disparen a mí.

Werner asintió con la cabeza.

Malone respiró profundamente unas cuantas veces, se armó de valor y abandonó la columna con las manos en alto.

– Muy bien, aquí estoy.

Ninguno de los agresores se movió. Al parecer, los había pillado por sorpresa, lo cual era la idea. Rubio apartó el arma de Dorothea Lindauer y salió de detrás de la columna. Era joven y despierto y estaba en guardia, el fusil automático en alto.

Entonces se oyó un disparo y el pecho de Rubio estalló al acertarle de lleno.

Por lo visto, Werner Lindauer sabía disparar.

Malone se lanzó a la derecha, refugiándose tras otra columna, a sabiendas de que Moreno no tardaría nada en recuperarse. Una rápida ráfaga de fuego automático y las balas rebotaron en la pared, a escasos centímetros de su cabeza. Clavó la vista en el lado opuesto de la nave y comprobó que Werner se hallaba a salvo tras un pilar.

Moreno vomitó una sarta de imprecaciones y gritó:

– Las voy a matar a las dos, ahora mismo.

– ¡Me importa un bledo! -exclamó él.

– ¿Ah, sí? ¿Estás seguro?

Malone tenía que hacer que el otro cometiera un error. Le indicó a Werner que intentara avanzar por el crucero, cubriéndose con las columnas.

Había llegado el momento de la verdad: le pidió a Werner que le tirase el arma.

Éste la lanzó y Malone la atrapó y le ordenó que no se moviera. A continuación se desplazó hacia la izquierda y salvó a la carrera el espacio que lo separaba de la siguiente columna. Más balas se dirigieron hacia él.

Vio a Dorothea y a Christl, que seguían atadas a la columna. Sólo le quedaban dos proyectiles, de manera que cogió una piedra del tamaño de una pelota de béisbol, se la arrojó a Moreno y corrió hasta el siguiente pilar. La piedra golpeó algo y produjo un ruido sordo.

Entre él y Dorothea Lindauer, atada hacia su lado de la nave, todavía había otras cinco columnas.

– Mira -dijo Moreno.

Malone se arriesgó y asomó la cabeza.

Christl yacía en el tosco pavimento. De las muñecas le colgaban sendas cuerdas; éstas habían sido cortadas, liberándola. Moreno permanecía a cubierto, pero Malone vio el extremo del fusil, que apuntaba hacia abajo.

– ¿No te importa? -chilló Moreno-. ¿Quieres verla morir?

Una serie de disparos rebotó en el suelo, justo detrás de donde estaba Christl. El miedo la hizo avanzar a gatas por el piso, infestado de líquenes.

– ¡Alto! -le gritó Moreno.

Ella obedeció.

– La siguiente descarga le volará las piernas.

Malone se paró a pensar, sus sentidos alerta. Se acordó de Werner Lindauer. ¿Dónde estaba?

– Supongo que no admite réplica, ¿no? -preguntó.

– Tira el arma y mueve el culo hasta aquí.

Seguía sin mencionar a Werner, pero no cabía duda de que el sicario sabía que había alguien más allí.

– Ya te lo he dicho, me importa un bledo. Mátala.

Giró hacia la derecha mientras lanzaba el desafío, mejorando el ángulo ahora que estaba más cerca del altar. Con la sobrenatural luz verdosa de una tarde que declinaba vio que Moreno daba unos pasos atrás para poder disparar mejor a Christl.

Malone abrió fuego pero erró el tiro.

Sólo le quedaba una bala. Moreno volvió donde estaba.

Malone corrió hacia la siguiente columna y divisó una sombra que se aproximaba a Moreno desde la hilera de pilares que se extendía hasta el fondo de la nave. La atención de Moreno se centraba en Malone, de forma que la sombra podía avanzar sin cortapisas. Su forma y tamaño confirmaron su identidad: Werner Lindauer le echaba narices.

– Muy bien, tienes una arma -razonó Moreno-. Yo le disparo a ella y tú a mí, pero me puedo cargar a la otra hermana sin que tengas la menor oportunidad de acertarme.

Malone oyó un gruñido y después un golpe: carne y huesos golpeando algo que no había cedido. Echó una ojeada y vio a Werner Lindauer encima de Moreno, el puño en alto. Los dos hombres, en pleno forcejeo, rodaron por la nave, y Moreno se zafó de Werner de un empujón, asiendo aún el arma con ambas manos.

Christl se había puesto en pie.

Moreno empezó a levantarse.

Malone apuntó.

El estampido de un fusil resonó por las cavernosas paredes.

Del cuello de Moreno manó la sangre. El arma cayó al suelo cuando se dio cuenta de que le habían disparado y se llevó las manos al cuello, pugnando por respirar. Malone oyó otro estallido -un segundo disparo- y el sicario se puso rígido y se desplomó pesadamente, boca arriba.

El silencio se apoderó de la iglesia.

Werner estaba en el suelo; Christl, de pie; Dorothea, sentada. Malone volvió la vista a la izquierda.

En una galería superior, sobre el pórtico de la iglesia, allí donde siglos antes tal vez había cantado un coro, Ulrich Henn bajó un rifle con mira telescópica. A su lado, risueña e insolente, mirando desde su atalaya, se hallaba Isabel Oberhauser.

CINCUENTA Y SIETE

Washington, D. C.


Ramsey vio a Diane McCoy abrir la puerta del coche y subirse al asiento del acompañante. La estaba esperando a la puerta del edificio de administración. La llamada de Diane, quince minutos antes, había disparado todas las alarmas.

– ¿Qué coño has hecho? -preguntó ella.

Ramsey no estaba dispuesto a soltar prenda.

– Daniels me llamó al despacho Oval hace una hora y me echó un rapapolvo.

– ¿Vas a decirme por qué?

– No te hagas el listo conmigo. Presionaste a Aatos Kane, ¿no?

– Hablé con él.

– Y él habló con el presidente.

Ramsey mantenía la calma. Conocía a McCoy desde hacía varios años, había estudiado su historial: era cuidadosa y prudente. Su trabajo exigía paciencia. Y sin embargo ahora estaba hecha una furia. ¿Por qué?

Su móvil, que descansaba en el salpicadero, se iluminó, lo que indicaba la entrada de un mensaje.

– Perdona, he de estar localizable. -Comprobó la pantalla pero no respondió-. Puede esperar. ¿Qué ocurre, Diane? Sólo le pedí ayuda al senador. ¿Me estás diciendo que nadie más se ha puesto en contacto con la Casa Blanca con la misma idea?

– Te estoy diciendo que Aatos Kane es distinto. ¿Qué es lo que has hecho?

– No mucho. Le entusiasmó que me pusiera en contacto con él. Dijo que sería estupendo que me incorporase a la Junta de Jefes. Yo le respondí que si eso era lo que opinaba, le agradecería todo el respaldo que pudiera ofrecerme.

– Langford, estamos tú y yo solos, así que déjate de rollos. Daniels se puso hecho una fiera. Le molestaba la implicación de Kane, me echó la culpa a mí. Dijo que me había confabulado contigo.

Ramsey frunció el ceño.

– Confabulado, ¿para qué?

– Eres una caja de sorpresas. El otro día me dijiste que podías ocuparte de Kane, y vaya si lo hiciste. No quiero saber cómo ni por qué, pero sí cómo me ha relacionado Daniels contigo. Me estoy jugando el tipo.

– Y qué tipo.

Ella profirió un suspiro.

– ¿A qué viene eso ahora?

– A nada, tan sólo es una observación veraz.

– ¿Vas a proporcionarme algo que sirva de ayuda? Llevo trabajando mucho tiempo para llegar hasta aquí.

– ¿Qué dijo exactamente el presidente?

Tenía que saberlo.

Ella desechó la pregunta con un movimiento de mano.

– Que te crees tú que voy a decírtelo.

– ¿Por qué no? Me estás acusando de algo deshonesto, así que me gustaría saber qué opina Daniels.

– Una actitud muy distinta con respecto a la última vez que hablamos. -McCoy había bajado la voz.

Él se encogió de hombros.

– Que yo recuerde, tú también pensabas que mi incorporación a la Junta de Jefes sería valiosa. ¿No es tu deber, como viceconsejera de Seguridad Nacional, recomendar gente buena al presidente?

– Está bien, almirante. Haz tu papel, sé un buen soldado. El presidente de Estados Unidos sigue cabreado, y el senador Kane, también.

– No entiendo por qué. Mi conversación con el senador fue de lo más agradable, y ni siquiera he hablado con el presidente, así que no entiendo por qué está enfadado conmigo.

– ¿Vas a ir al funeral del almirante Sylvian?

Él captó el cambio de tema.

– Naturalmente. Me han pedido que forme parte de la guardia de honor.

– Tienes pelotas.

Él le dedicó la más encantadora de sus sonrisas.

– A decir verdad, me resultó conmovedor que me lo pidieran.

– He venido porque teníamos que hablar. Estoy aquí, metida en un coche parado como una idiota, porque me enredé contigo…

– Te enredaste, ¿en qué?

– De sobra sabes en qué. La otra noche dejaste bien claro que quedaría una vacante en la Junta de Jefes, una vacante que por aquel entonces no existía.

– No es eso lo que yo recuerdo. Fuiste tú quien quiso hablar conmigo. Era tarde, pero insististe. Viniste a mi casa. Te preocupaba Daniels y su actitud hacia el Ejército. Hablamos de la Junta de Jefes en abstracto. Ninguno de los dos tenía conocimiento de que fuera a producirse una vacante. Sin duda no al día siguiente. La muerte de David Sylvian es una tragedia. Era un hombre excelente, pero no consigo entender cómo nos ha enredado eso.

Diane sacudió la cabeza con incredulidad.

– Debo irme.

Él no la detuvo.

– Que pases un buen día, almirante. Y cerró dando un portazo.

Ramsey se apresuró a repasar la conversación mentalmente. Lo había hecho bien, expresándose con naturalidad. Hacía dos noches, cuando hablaron él y Diane McCoy, ella era una aliada, de eso estaba seguro. Pero las cosas habían cambiado.

El maletín de Ramsey se hallaba en el asiento trasero. Dentro había un moderno monitor que se utilizaba para determinar si había algún dispositivo electrónico grabando o emitiendo en las proximidades. Él tenía otro en su casa, y así era como sabía que no había habido nadie a la escucha.

Hovey había inspeccionado con cuidado el aparcamiento con ayuda de una serie de cámaras de seguridad fijas. El mensaje de texto que Ramsey había recibido decía: «Su coche está en la parte oeste. Listo. Receptor y grabadora dentro.» El monitor del asiento de atrás también había enviado una señal, de forma que la última frase del mensaje era clara: «Lleva micro.»

Se bajó del coche y lo cerró.

No podía ser Kane. Se había mostrado demasiado interesado en las ventajas que obtendría y no podía arriesgarse ni siquiera a ser desenmascarado. El senador sabía que una traición acarrearía consecuencias rápidas y funestas.

No.

Eso era cosa de Diane McCoy.


Malone vio cómo Werner desataba a Dorothea y ella se quitaba la cinta de la boca.

– ¿En qué estabas pensando? -chilló-. ¿Es que te has vuelto loco?

– Iba a dispararte -repuso su marido con calma-. Sabía que Herr Malone estaba aquí y tenía una arma.

Malone se encontraba en la nave, con la atención dirigida a la galería superior, a Isabel y a Ulrich Henn.

– Veo que sabe usted más de lo que quería hacerme creer -dijo.

– Esos hombres vinieron a matarlo -contestó la anciana.

– Y ¿cómo sabía usted que estarían aquí?

– Vine a asegurarme de que mis hijas estaban a salvo.

Ésa no era una respuesta, de manera que Malone se enfrentó a Christl. Sus ojos no dejaban traslucir sus pensamientos.

– Estuve esperando en el pueblo a que llegara, pero iba muy por delante de mí.

– No fue difícil relacionar a Eginardo con la irradiación de Dios. -Señaló a la parte de arriba-. Pero eso no explica cómo lo sabían ella y tu hermana.

– Hablé con mi madre la otra noche, después de que usted se hubo marchado.

Él se acercó a Werner.

– Estoy de acuerdo con su mujer: lo que ha hecho ha sido una estupidez.

– Usted necesitaba que alguien distrajera su atención. Yo no tenía arma, así que hice lo que me pareció mejor.

– Podría haberte pegado un tiro -intervino Dorothea.

– Así se habría acabado el problema que te supone nuestro matrimonio.

– Nunca he dicho que te quiera muerto.

Malone entendía el amor-odio del matrimonio. El suyo había sido igual, incluso años después de que se divorciaron. Por suerte había hecho las paces con su ex, aunque le había costado lo suyo. Sin embargo, la pareja que tenía delante parecía estar lejos de llegar a un acuerdo.

– He hecho lo que tenía que hacer -replicó Werner-. Y volvería a hacerlo.

Malone alzó la vista al coro: Henn dejó su puesto junto a la balaustrada y desapareció detrás de Isabel.

– ¿Podemos buscar ahora lo que quiera que haya que buscar? -preguntó la anciana.

Henn regresó y Malone vio que le susurraba algo al oído a su patrona.

– Herr Malone -dijo Isabel-. Enviaron a cuatro hombres. Creímos que los otros dos no serían ningún problema, pero acaban de cruzar la puerta.

CINCUENTA Y OCHO

Asheville, Carolina del Norte 10.40 horas


Charlie Smith estudió el informe sobre Douglas Scofield. Había investigado a su objetivo hacía más de un año, pero, a diferencia del resto, ese hombre siempre había sido calificado de opcional. Ya no lo era.

Por lo visto, se había producido un cambio de planes, así que él necesitaba refrescar la memoria.

Había abandonado Charlotte y se había dirigido al norte por la 321 hasta Hickory, donde había tomado la nacional 40 y había puesto rumbo al oeste a toda velocidad, hacia las montañas Great Smoky. Había comprobado en Internet que la información que poseía seguía siendo válida. El doctor Scofield tenía previsto hablar en un simposio del que era anfitrión todos los inviernos; el de ese año se celebraba en la famosa finca de Biltmore. El evento parecía una reunión de bichos raros. Ufología, fantasmas, necromancia, abducciones, criptozoología…, montones de temas estrambóticos. Aunque era profesor de antropología de una universidad de Tennessee, Scofield mostraba un profundo interés por la pseudociencia y había escrito multitud de libros y artículos. Dado que Smith no sabía cuándo tendría que actuar o si tendría que hacerlo, no le había dado muchas vueltas al fallecimiento de Douglas Scofield.

Aparcó frente a un McDonald's, a unos cien metros de la entrada a la finca, y le echó un vistazo al informe.

Los intereses de Scofield eran variados: le encantaba cazar, pasaba muchos fines de semana de invierno en busca de ciervos y jabalís. Su arma preferida era el arco, aunque poseía una impresionante colección de potentes rifles. Smith todavía llevaba consigo el que había cogido de la casa de Herbert Rowland, en el maletero, cargado, por si acaso. La pesca y el rafting eran otra de sus pasiones, si bien la época del año en que se hallaban no era la más idónea para la práctica de ambas actividades.

Smith se había descargado el programa de conferencias, procurando asimilar cualquier cosa que pudiera ser útil. Le preocupaba la aventura de la noche anterior: aquellos dos no estaban allí por casualidad. Aunque saboreaba todo el engreimiento que se agolpaba en su interior -a fin de cuentas, la seguridad en uno mismo lo era todo-, no tenía sentido ser tonto.

Era preciso que estuviera preparado.

Dos aspectos del programa llamaron su atención y dieron lugar a dos ideas: una defensiva, la otra ofensiva.

Odiaba hacer las cosas a la carrera, pero no estaba dispuesto a reconocer ante Ramsey que no podía ocuparse del asunto.

Cogió el móvil y dio con el número de Atlanta.

Menos mal que Georgia estaba cerca.


Malone reaccionó ante la advertencia de Isabel.

– Sólo me queda una bala -le dijo.

La anciana habló con Henn, que metió la mano bajo el abrigo, sacó una pistola y la lanzó abajo para que la cogiera Malone. Le siguieron dos cargadores.

– Ha venido preparada -observó él.

– Siempre -respondió Isabel.

Malone se guardó los cargadores.

– Fue muy atrevido por su parte que confiara en mí antes -comentó Werner.

– ¿Acaso tenía elección?

– Así y todo…

Malone miró a Christl y a Dorothea.

– Ustedes tres pónganse a cubierto en alguna parte. -Señaló el ábside, más allá del altar-. Eso tiene buena pinta. -Vio cómo se dirigían hacia allí y después le dijo a Isabel-: ¿Podemos coger con vida al menos a uno?

Henn ya había desaparecido.

Ella asintió.

– Depende de ellos.

Malone oyó dos disparos procedentes del interior de la iglesia.

– Ulrich se ha topado con ellos -afirmó la mujer.

Él echó a correr por la nave, llegó al pórtico y salió al claustro. Divisó a uno de los hombres en el otro extremo, escabulléndose entre los arcos. La luz menguaba, y la temperatura había experimentado un fuerte descenso.

Más disparos.

Esta vez, fuera del templo.


Stephanie salió de la I-40 en dirección a un concurrido bulevar y localizó la entrada principal de Biltmore Estate. Ya había estado allí dos veces, una, al igual que ésa, en Navidades. La finca tenía miles de hectáreas, el eje una mansión renacentista francesa de 16.000 metros cuadrados, la mayor residencia privada de Estados Unidos. Lo que en un principio había sido un refugio en el campo para George Vanderbilt construido a finales de la década de 1880 acabó siendo una atracción turística de postín, el radiante testimonio de la desaparecida Edad de Oro americana.

Una serie de casas de ladrillo y piedra proyectada, muchas de ellas con inclinados tejados a dos aguas, buhardillas con vigas de madera y amplios porches, se alzaban a su izquierda. Aceras de ladrillo festoneaban agradables calles arboladas. Adornaban las farolas ramas de pino y lazos navideños, y un sinfín de luces blancas iluminaban la mortecina tarde durante las vacaciones.

– El pueblo -dijo ella-. Donde vivían antaño los trabajadores y la servidumbre de la finca. Valderbilt les construyó su propia aldea.

– Parece como sacado de Dickens.

– Querían que pareciera un pueblecito inglés; ahora sólo hay tiendas y cafés.

– Sabes mucho de este sitio.

– Es uno de mis lugares preferidos.

Stephanie vio un McDonald's de arquitectura afín al pintoresco entorno.

– Necesito ir al servicio.

Redujo la velocidad y entró en el aparcamiento del restaurante.

– No me vendría mal un batido -dijo Davis.

– Extraña dieta, la tuya.

Él se encogió de hombros.

– Cualquier cosa que me llene el estómago.

Ella consultó su reloj: las 11.15.

– Una parada rápida antes de entrar en la finca. El hotel está dentro, a un kilómetro y medio.


Charlie Smith pidió un Big Mac sin salsa, sin cebolla, con patatas fritas y una Coca-Cola Light grande. Una de sus comidas preferidas, y dado que nunca había superado los setenta kilos, el peso no suponía ningún problema para él. Tenía la suerte de poseer un metabolismo hiperactivo; eso y un estilo de vida dinámico, ejercicio tres veces por semana y una dieta saludable. Aunque, de hecho, su idea de ejercicio era llamar al servicio de habitaciones o cargar hasta el coche con una bolsa de comida para llevar a casa. Su trabajo ya era bastante movidito.

Vivía en un apartamento alquilado a las afueras de Washington, D. C., pero rara vez estaba allí. Tenía que echar raíces. Puede que hubiese llegado el momento de comprar algo, como Bailey Mili. El día anterior le había tomado el pelo a Ramsey, pero quizá pudiera arreglar aquella vieja granja de Maryland e irse a vivir allí, en el campo. Sería pintoresco. Como las construcciones que ahora tenía alrededor. Ni siquiera el McDonald's se parecía a ningún otro: era como una casa de cuento y tenía una pianola, baldosines de mármol y una cascada reluciente. Se sentó con su bandeja.

Cuando terminara se dirigiría al Biltmore Inn, donde ya había reservado una habitación por Internet para las dos noches siguientes. Se trataba de un lugar elegante y también caro, pero a él le gustaba lo mejor. A decir verdad, se lo merecía. Y, además, Ramsey corría con los gastos, así que, ¿qué le importaba a él lo que costara?

Según el programa del decimocuarto simposio anual de «Antiguos misterios desvelados», que también estaba en la red, al día siguiente por la noche Douglas Scofield sería el orador del discurso de apertura, que se pronunciaría durante una cena que estaba incluida en la inscripción. Con anterioridad a dicho evento se serviría un cóctel en el vestíbulo del hotel.

Había oído hablar de Biltmore Estate, pero nunca había estado allí. Tal vez se diera una vuelta por la mansión para ver cómo vivían los ricos en su día, sacar ideas de decoración. Después de todo, podía permitirse calidad. ¿Quién había dicho que matar no era rentable? Él había reunido casi veinte millones de dólares entre honorarios e inversiones. También iba en serio lo que le había dicho el día anterior a Ramsey: que no tenía intención de hacer eso durante el resto de su vida, por mucho que le gustara el trabajo.

Embadurnó el Big Mac con algo de mostaza y kétchup. No le gustaba añadir mucha salsa, sólo la suficiente para que le diera sabor. Se puso a comer mientras observaba a la gente. A todas luces había muchos que estaban allí para ver Biltmore en Navidad y hacer compras en el pueblo.

El lugar entero parecía pensado para los turistas.

Lo cual era estupendo: montones de rostros desconocidos entre los que pasar inadvertido.

Malone tenía dos problemas: el primero, que perseguía a un matón desconocido por un claustro oscuro y frío; y el segundo, que estaba confiando en unos aliados que no eran en absoluto de fiar.

Lo sabía por dos cosas.

La primera, Werner Lindauer. «Sabía que Herr Malone estaba aquí y tenía una arma.» ¿De veras? Dado que durante su breve encuentro Malone no había mencionado en ningún momento quién era, ¿cómo lo sabía Werner? Nadie en la iglesia había pronunciado su nombre.

La segunda, el sicario.

A éste no le había preocupado en ningún momento que hubiese alguien más, alguien que le había disparado a su cómplice. Christl había dicho que le había contado a su madre lo de Ossau. También podía haber dicho que él iría. Sin embargo, eso no explicaba la presencia de Werner Lindauer ni cómo había sabido éste quién era él. Y si Christl había proporcionado esa información, eso demostraba un nivel de colaboración entre los Oberhauser que él creía inexistente.

Todo lo cual auguraba problemas.

Se detuvo y escuchó el silbido del viento. Permaneció agachado, bajo los arcos, las rodillas doloridas. Al otro lado del jardín, bajo la nieve que estaba cayendo, no veía movimiento alguno. El gélido aire le abrasaba la garganta y los pulmones.

No debía satisfacer su curiosidad, pero no podía evitarlo. Aunque sospechaba lo que estaba pasando, quería confirmarlo.

Dorothea observó a Werner, que sostenía confiado el arma que le había dado Malone. Durante las últimas veinticuatro horas había aprendido muchas cosas de ese hombre. Cosas que jamás habría sospechado.

– Voy a salir -anunció Christl.

Su hermana no pudo evitar decir:

– He visto cómo mirabas a Malone: te importa.

– Necesita ayuda.

– ¿La tuya?

Christl negó con la cabeza y se fue.

– ¿Estás bien? -preguntó Werner.

– Lo estaré cuando esto haya terminado. Confiar en Christl o en mi madre es un gran error. Lo sabes.

Sintió frío. Se rodeó el pecho con los brazos y buscó el consuelo de su abrigo de lana. Habían seguido el consejo de Malone y se habían retirado al ábside, cada uno desempeñando su papel. El ruinoso estado de la iglesia ejercía un hechizo premonitorio. ¿Habría encontrado su abuelo las respuestas allí?

Werner la agarró por el brazo.

– Podemos con esto.

– No tenemos elección -respondió ella, todavía a disgusto con las opciones que había propuesto su madre.

– O sacas el mayor partido posible o te opones en perjuicio tuyo. A nadie más le importa, pero a ti debería importarte, y mucho.

Dorothea captó inseguridad en sus palabras.

– Pillaste desprevenido al matón cuando lo embestiste.

Él se encogió de hombros.

– Le dijimos que se esperara una sorpresa o dos.

– Cierto.

El día tocaba a su fin. Dentro las sombras se alargaban, la temperatura bajaba.

– Es evidente que en ningún momento pensó que iba a morir -apuntó él.

– Un error por su parte.

– ¿Qué hay de Malone? ¿Crees que él es consciente?

Ella titubeó antes de contestar, recordando las reservas que había albergado en la abadía, el día que lo conoció.

– Más le vale.


Malone permaneció bajo los arcos y se retiró a una de las habitaciones que salían del claustro. Entró y sopesó sus recursos entre la nieve y los cascotes: tenía una arma y balas, así que, ¿por qué no probar con la táctica que ya había funcionado con Werner? Tal vez el pistolero que se agazapaba al otro lado del claustro fuera hacia él, dirigiéndose a la iglesia, y pudiese sorprenderlo.

– Está ahí -oyó gritar a un hombre.

Asomó la cabeza por la puerta: ahora había otro matón en el claustro, en el lado corto, pasando por delante de la entrada de la iglesia, doblando la esquina, yendo directamente hacia él. Al parecer, Ulrich Henn no había logrado detenerlo.

El hombre alzó el arma y disparó a Malone.

Éste se agachó cuando un proyectil se estrellaba contra la pared.

Otro tiro rebotó en el interior, tras atravesar la puerta, procedente del otro pistolero, el que estaba al otro lado del claustro. Su refugio carecía de ventanas, y los muros y el tejado estaban intactos. Lo que parecía una apuesta segura de pronto se había convertido en un grave problema.

No había salida.

Estaba atrapado.

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