QUINTA PARTE

SETENTA Y CUATRO

Ossau, Francia

13.20 horas


Malone había leído lo suficiente de la traducción de Christl para saber que debía ir a la Antártida. Si tenía que llevar consigo a cuatro pasajeros, qué se le iba a hacer. Era evidente que Eginardo había vivido algo extraordinario, algo que también había cautivado a Hermann Oberhauser. Por desgracia, el viejo alemán presintió la inminencia del funesto destino que le aguardaba y devolvió el libro al lugar donde había descansado durante mil doscientos años con la esperanza de que su hijo emprendiera el viaje. Pero Dietz fracasó, arrastrando consigo a la dotación del NR-1 A. Si había una posibilidad, por mínima que fuera, de dar con el submarino hundido, él debía arriesgarse.

Hablaron con Isabel y le contaron lo que habían encontrado.

Christl estaba terminando la traducción, puliéndola para asegurarse de que la información fuera precisa.

Malone salió del hotel, esa tarde hacía un frío que pelaba, y fue hacia la plaza mayor de Ossau, haciendo crujir la nieve a cada paso. Había cogido el móvil y mientras caminaba marcó el número de Stephanie, que respondió a la cuarta señal:

– Esperaba que me llamaras -dijo ella.

– Eso no suena bien.

– Que te tomen por tonto nunca suena bien. -Le refirió lo que había sucedido durante las últimas doce horas y lo de Biltmore Estate-. Vi cómo le volaban la tapa de los sesos a ese hombre.

– Intentaste que no fuera a la cacería, pero no te hizo caso. ¿Ni rastro del tirador?

– Entre nosotros y él se extendía un bosque. No habrá manera de encontrarlo. Escogió bien el sitio.

Malone comprendía su frustración, pero apuntó:

– Todavía tenéis una pista para llegar hasta Ramsey.

– Más bien estamos en sus manos.

– Pero conocéis al enlace. Tarde o temprano cometerá un error. Y dices que Daniels te contó que Diane McCoy fue a Fort Lee y que Ramsey estuvo allí ayer. Piénsalo, Stephanie. El presidente no te ha dado esa información porque sí.

– Eso mismo pensé yo.

– Me da la impresión de que sabes cuál será tu próximo movimiento.

– Esto es una mierda, Cotton. Scofield ha muerto porque no usé la cabeza.

– Nadie dijo que fuera justo. Las reglas son duras; y las consecuencias, más aún. Te diré lo que tú me dirías: haz tu trabajo y no le des más vueltas, pero no vuelvas a cagarla.

– ¿El alumno enseñando al profesor?

– Algo por el estilo. Y ahora necesito un favor, y de los gordos.


Stephanie llamó a la Casa Blanca. Tras escuchar la petición de Malone, le dijo que se mantuviera a la espera. Ella opinaba lo mismo: había que hacerlo. También opinaba que Danny Daniels tramaba algo.

Utilizó una línea privada para hablar directamente con el jefe de gabinete. Cuando éste cogió el teléfono, ella le explicó lo que necesitaba. A los pocos minutos se puso el presidente, que preguntó:

– ¿Scofield ha muerto?

– Y es culpa nuestra.

– ¿Cómo está Edwin?

– Hecho una furia. ¿Qué están haciendo usted y Diane McCoy?

– No está mal. Y yo que me creía tan listo.

– No, el cerebro es Cotton Malone; yo me limité a escucharlo.

– Es complicado, Stephanie, pero digamos que no confiaba en el planteamiento de Edwin todo lo que me habría gustado, y según parece no me equivocaba.

Eso era algo indiscutible.

– Cotton necesita un favor, y tiene que ver con esto.

– Adelante.

– Ha establecido una relación entre Ramsey, el NR-1 A, la Antártida y ese almacén de Fort Lee. Las piedras con la escritura: ha dado con la forma de leerlas.

– Albergaba la esperanza de que así fuera -contestó Daniels.

– Nos va a mandar por e-mail un programa de traducción. Sospecho que ése es el motivo de que el NR-1A fuera hasta allí en 1971: averiguar más cosas sobre esas piedras. Ahora Malone necesita ir a la Antártida, a la base Halvorsen. Inmediatamente. Con cuatro pasajeros.

– ¿Civiles?

– Eso me temo. Pero forman parte del trato: saben dónde está el emplazamiento. Sin ellos no hay manera de llegar hasta allí. Necesitará transporte por aire y por tierra, y también equipo. Cree que podría ser capaz de resolver el misterio del NR-1 A.

– Estamos en deuda con él. Hecho.

– Volvamos a mi pregunta: ¿qué andan tramando usted y Diane McCoy?

– Lo siento. Ventajas de ser presidente. Pero hay algo que debo saber: ¿vais a ir a Fort Lee?

– ¿Podemos usar el jet privado que utilizó el servicio secreto para venir hasta aquí?

Daniels dejó escapar una risita.

– Es tuyo durante todo el día.

– En ese caso, sí, iremos.


Malone se sentó en un banco helado y observó pasar a grupos de personas, todas ellas riendo, con espíritu festivo. ¿Qué le aguardaba en la Antártida? Imposible saberlo pero, por alguna razón, sentía miedo.

Estaba solo, las emociones tan inestables y frías como el aire que soplaba. Apenas se acordaba de su padre, pero desde que tenía diez años no había pasado un solo día sin que pensara en él. Cuando entró en la Marina conoció a muchos de sus coetáneos y no tardó en saber que Forrest Malone había sido un oficial muy respetado. Él nunca había sentido la presión de tener que dar la talla, tal vez porque nunca había sabido cuál era, pero le habían dicho que se parecía mucho a él. Directo, resuelto, leal. Siempre lo había considerado un cumplido, pero lo cierto es que quería conocer a ese hombre por sí mismo.

Por desgracia, se lo había impedido la muerte.

Y seguía enfadado con la Marina por haber mentido.

Stephanie y el informe de la comisión de investigación le habían explicado algunos de los motivos del engaño: la naturaleza secreta del NR-1 A, la guerra fría, la singularidad de la misión, el hecho de que la dotación accediera a no ser rescatada. Pero nada de ello le resultaba satisfactorio. Su padre había muerto en una empresa insensata, buscando algo disparatado. Y, sin embargo, la Marina norteamericana había autorizado esa locura y la invención de una tapadera descarada.

¿Por qué?

El teléfono vibró en su mano.

– El presidente ha dado el visto bueno a todo -dijo Stephanie cuando él lo cogió-. Por regla general, hay que hacer un montón de preparativos y seguir numerosos procedimientos antes de ir a la Antártida: entrenamiento, vacunas, reconocimientos médicos, pero ha ordenado que los suspendan. Hay un helicóptero en camino. Te desea lo mejor.

– Enviaré el programa de traducción por correo electrónico.

– Cotton, ¿qué esperas encontrar?

Él respiró profundamente para calmar sus crispados nervios.

– No estoy seguro, pero algunos de nosotros tenemos que hacer ese viaje.

– A veces es mejor dejar en paz a los fantasmas.

– Que yo recuerde, no opinabas lo mismo hace unos años, cuando los fantasmas eran tuyos.

– Lo que estás a punto de hacer es peligroso, en más de un sentido.

Malone fijó la vista en la nieve, con el teléfono pegado a la oreja.

– Lo sé.

– Ten cuidado, Cotton.

– Tú también.

SETENTA Y CINCO

Fort Lee, Virginia 14.40 horas


Stephanie conducía un coche que habían alquilado en el aeropuerto de Richmond, donde había aterrizado el jet del servicio secreto tras recorrer el breve trayecto que lo separaba de Asheville. Davis iba a su lado, el rostro y el ego aún lastimados. Lo habían tomado por idiota dos veces: la primera, Ramsey con Millicent, hacía años, y el día anterior, el tipo que tan hábilmente habían matado a Douglas Scofield. La policía local estaba enfocando la muerte como si se tratara de un homicidio, basándose únicamente en la información proporcionada por Stephanie y Edwin, aunque no habían encontrado ni rastro del agresor. Ambos eran conscientes de que el asesino se habían marchado hacía tiempo, y ahora su cometido era determinar adonde. Pero primero tenían que ver de qué iba todo aquel follón.

– ¿Cómo piensas entrar en el almacén? -le preguntó Stephanie-. Diane McCoy no lo consiguió.

– No creo que vaya a ser un problema.

Ella sabía a qué o, mejor dicho, a quién se refería.

Stephanie se acercó a la entrada principal de la base y se detuvo en el control de seguridad. Le enseñó la acreditación de ambos al uniformado centinela y le dijo:

– Hemos de tratar un asunto con el comandante de la base. Confidencial.

El cabo entró en el puesto y salió al poco con un sobre en la mano.

– Esto es para usted, señora.

Ella lo aceptó y el soldado les indicó que podían pasar. Después le entregó el sobre a Davis y reanudó la marcha mientras él lo abría.

– Es una nota -informó él-. Dice que hay que seguir estas indicaciones.

Obedeciendo las instrucciones de Davis, Stephanie atravesó la base hasta llegar a un recinto repleto de almacenes con las paredes de metal dispuestos uno al lado del otro como si de medias barras de pan se tratara.

– El 12E -dijo él.

Ella vio que un hombre los esperaba fuera. Piel oscura, cabello negro azabache, corto, los rasgos más árabes que europeos. Aparcó y ambos bajaron del coche.

– Bienvenidos a Fort Lee -los saludó el hombre-. Soy el coronel William Gross.

Llevaba puestos unos pantalones vaqueros, botas y una camisa de leñador.

– Extraño uniforme -apuntó Davis.

– Salí de caza. Me llamaron para decirme que viniera tal cual estaba y fuese discreto. Tengo entendido que quieren echar un vistazo ahí dentro.

– Y ¿quién se lo ha dicho? -preguntó ella.

– A decir verdad, el presidente de Estados Unidos. Mentiría si dijese que no es la primera vez que recibo una llamada suya, pero hoy ha sido así.

Ramsey miraba a la reportera del Washington Post, sentada al otro lado de la mesa de reuniones. Era la novena entrevista que concedía ese día, y la primera en persona. Las otras habían sido telefónicas, lo que había acabado siendo el procedimiento habitual para una prensa cuyos plazos eran apretados. Fiel a su palabra, Daniels había anunciado el nombramiento cuatro horas antes.

– Estará usted entusiasmado -observó la mujer. Se encargaba de las noticias relacionadas con el Ejército desde hacía varios años y ya lo había entrevistado antes. No es que fuera muy brillante, pero a todas luces ella no pensaba lo mismo.

– Es un buen puesto en el que finalizar mi carrera en la Marina. -Ramsey rió-. Admitámoslo, siempre ha sido el último cargo para el que ser elegido. No se puede subir mucho más alto.

– La Casa Blanca.

Se preguntó si la mujer estaría informada o si simplemente le estaba tendiendo una trampa. Seguro que lo último, de manera que decidió divertirse a su costa.

– Es cierto que podría jubilarme y presentarme candidato a la presidencia. No parece mala idea.

Ella sonrió.

– Doce militares lo consiguieron.

Él alzó una mano para dar a entender que se rendía.

– Le aseguro que no entra dentro de mis planes, en absoluto.

– Varias de las personas con las que he hablado hoy han mencionado que sería usted un excelente candidato político. Su carrera ha sido ejemplar, sin un solo escándalo; se desconoce cuál es su filosofía política, lo que significa que ésta podría moldearse a su antojo; ninguna afiliación política, con lo cual tiene alternativas, y los americanos siempre han sentido debilidad por un hombre uniformado.

Justo lo que él pensaba: creía firmemente que un sondeo pondría de manifiesto que gozaba de aprobación generalizada, como persona y como líder. Aunque su nombre no era muy conocido, su carrera hablaba por sí sola. Había consagrado su vida al Ejército, había estado destinado en el mundo entero, había prestado sus servicios en todas las zonas conflictivas imaginables. Había recibido veintitrés distinciones, tenía numerosas amistades entre los políticos; algunas las había cultivado él mismo, como el Halcón de Invierno Dyals o el senador Kane, otras se habían visto atraídas hacia su persona sencillamente por ser un oficial de alta graduación que ocupaba un puesto delicado y podía ser de ayuda cuando fuera necesario.

– ¿Sabe qué? Dejaré que sea otro militar quien se beneficie de ese honor. Mi único deseo es formar parte de la Junta de Jefes. Va a ser un gran desafío.

– Tengo entendido que Aatos Kane es su paladín. ¿Qué hay de cierto en ello?

Esa mujer estaba mucho más informada de lo que él creía.

– Si el senador ha hablado en mi favor, le estoy agradecido. Pendiente como estoy de confirmación, siempre es bueno contar con amigos en el Senado.

– ¿Cree que la confirmación supondrá un problema?

Él se encogió de hombros.

– Ni creo ni dejo de creer. Simplemente espero que los senadores me consideren digno del cargo. En caso contrario, terminaré con mucho gusto mi carrera donde estoy.

– Da la impresión de que no le importa conseguir ese empleo.

Había un consejo sencillo y claro que más de un candidato había desoído: no parecer nunca ansioso ni confiado.

– No es eso lo que he dicho, y usted lo sabe. ¿Cuál es el problema? ¿Que como no hay ninguna noticia aparte del nombramiento usted intenta fabricar una?

A la mujer no pareció gustarle la reprimenda, por tácita que fuera.

– Seamos realistas, almirante: el suyo no era el nombre que más sonaba para este nombramiento. Rose en el Pentágono, Blackwood en la OTAN, estos dos habrían sido lógicos, pero ¿Ramsey? Un hombre salido de la nada, me resulta fascinante.

– Cabe la posibilidad de que esos a quienes acaba de mencionar no estuvieran interesados.

– Lo estaban, lo he comprobado. Pero la Casa Blanca apostó directamente por usted y según mis fuentes, gracias al senador Aatos Kane.

– Eso tendrá que preguntárselo a Kane.

– Ya lo he hecho. Su despacho dijo que se pondrían en contacto conmigo para darme una respuesta. Eso fue hace tres horas.

Había llegado el momento de apaciguarla.

– Me temo que aquí no hay nada siniestro, al menos, no por mi parte. Sólo soy un militar de edad avanzada que se siente agradecido por poder seguir trabajando unos años más.


Stephanie entró en el almacén detrás del coronel Gross, que accedió pulsando un código numérico e introduciendo el pulgar en un escáner.

– Superviso personalmente el mantenimiento de todos los almacenes -informó Gross-. Mi presencia aquí no levantará sospechas.

Precisamente ésa era la razón por la cual Daniels había solicitado su ayuda, pensó Stephanie.

– Es usted consciente del carácter secreto de esta visita, ¿no? -preguntó Davis.

– Mi comandante me lo ha explicado, al igual que el presidente.

Entraron en una pequeña antesala. El resto del almacén, poco iluminado, se extendía ante ellos, al otro lado de una ventana acristalada que dejaba ver una hilera tras otra de estanterías de metal.

– Se supone que he de contarles la historia -dijo Gross-. La Marina alquila este depósito desde octubre de 1971.

– Antes de que zarpara el NR-1A -mencionó Davis.

– Yo de eso no sé nada -aseguró el coronel-, pero sí sé que el edificio lleva desde entonces en manos de la Marina. Cuenta con una cámara frigorífica independiente -señaló a través de la ventana- que se encuentra tras la última fila de estanterías y sigue en funcionamiento.

– ¿Qué hay dentro? -inquirió ella.

Gross vaciló.

– Creo que será mejor que lo vean ustedes mismos.

– ¿Es ése el motivo de que estemos aquí?

El hombre se encogió de hombros.

– Ni idea. Pero Fort Lee se ha asegurado de que este almacén se mantuviese en perfecto estado durante los últimos treinta y ocho años, seis de los cuales han estado a mi cargo. Nadie aparte del almirante Ramsey entra aquí sin que yo lo acompañe. Los trabajos de limpieza o reparación se realizan delante de mí, y mis predecesores hicieron lo mismo. Los escáneres y los cierres electrónicos se instalaron hace cinco años. Se lleva un registro informático de todo el que entra, que se envía diariamente al despacho de los servicios de inteligencia de la Marina, el que se encarga de supervisar directamente la gestión del alquiler. Todo lo que se ve aquí es material clasificado, y todo el personal entiende lo que eso significa.

– ¿Cuántas veces ha venido Ramsey? -quiso saber Davis.

– Sólo una en los últimos cinco años, según el registro. Hace dos días. También entró en el compartimento refrigerado, cuyo acceso se registra aparte.

Stephanie estaba inquieta.

– Llévenos hasta allí.


Ramsey acompañó hasta la puerta a la periodista del Post. Hovey ya le había comunicado que tenía otras tres entrevistas, dos para la televisión, la tercera para la radio, y se realizarían abajo, en una sala de reuniones, donde los equipos lo estaban preparando todo. Empezaba a gustarle aquello. Era muy distinto de vivir en la sombra. Sería un excelente jefe de la Junta y, si todo salía según lo previsto, un vicepresidente aún mejor.

Nunca había entendido por qué el número dos no podía ser más activo. Dick Cheney había demostrado las posibilidades que tenía, convirtiéndose en un discreto forjador de políticas sin atraer continuamente la atención de la prensa. Si él fuera vicepresidente, podría vincularse a lo que quisiera cuando quisiera. Y desvincularse con idéntica facilidad, ya que -como tan sabiamente apuntó John Nance Garner, primer vicepresidente de Franklin Delano Roosevelt- la mayoría de la gente pensaba que el cargo no valía «ni un jarro de saliva tibia», aunque según la leyenda él no utilizó la palabra «saliva», sino que el cambio fue cosa de los periodistas.

Sonrió.

Vicepresidente Langford Ramsey. Le gustaba.

El móvil lo arrancó de su ensoñación con un sonido apenas audible. Lo cogió de la mesa y vio que quien llamaba era Diane McCoy.

– Tengo que hablar contigo -afirmó ella.

– No lo creo.

– Nada de trucos, Langford. Di tú el lugar.

– No tengo tiempo.

– Pues sácalo de donde sea; de lo contrario, no habrá nombramiento.

– ¿Por qué sigues amenazándome?

– Iré a tu despacho. Seguro que ahí te sientes a salvo.

Así era; sin embargo, quiso saber:

– ¿De qué va esto?

– Tiene que ver con un tal Charles C. Smith hijo. Es un alias, pero así es como lo llamas.

Nunca había oído pronunciar ese nombre a nadie. Hovey se encargaba de efectuar todos los pagos, pero los hacía a otro nombre en un banco extranjero, protegido por la Ley de Seguridad Nacional.

Y, sin embargo, Diane McCoy estaba al tanto.

Consultó el reloj del escritorio: las 16.05.

– Muy bien, pásate por aquí.

SETENTA Y SEIS

Malone se acomodó en el LC-130. Acababan de realizar un vuelo de diez horas de Francia a Ciudad del Cabo, Sudáfrica. Un helicóptero del Ejército francés los había transportado de Ossau a Cazau, La-Teste-de-Buch, la base militar francesa más cercana, a unos doscientos cincuenta kilómetros. Allí se habían subido a un C-21A, la versión militar del Leaijet, con el que habían cruzado el Mediterráneo y el continente africano a una velocidad de casi Mach 1, efectuando tan sólo dos rápidas paradas para repostar.

En Ciudad del Cabo les estaban esperando dos tripulaciones de la 109 Brigada aerotransportada de la Guardia Nacional de Nueva York en un LC-130 Hércules con los depósitos llenos y los motores en marcha. Malone comprendió que el viaje en el C-21A les iba a parecer lujoso en comparación con lo que él y sus adláteres estaban a punto de vivir durante los más de cuatro mil kilómetros en dirección sur que los separaban de la Antártida, el trayecto a través de un océano azotado por tempestades a excepción de los últimos mil kilómetros, que serían por hielo.

Tierra de nadie, ciertamente.

El equipo ya estaba a bordo. Malone sabía cuál era la palabra clave: capas. Y sabía cuál era el objetivo: eliminar la humedad del cuerpo sin que éste se congelara. Primero, para mantener la piel seca, ropa interior de Under Armour hecha de un material de secado rápido; después, un mono de lana transpirable y antihumedad; encima, una chaqueta y unos pantalones de nailon con forro polar, y, por último, un anorak de forro polar de Gore-Tex y unos pantalones cortavientos para climas fríos. Todo ello con estampado de camuflaje digital, cortesía del Ejército norteamericano. Guantes y botas de Gore-Tex, además de dos pares de calcetines por cabeza, se encargarían de preservar las extremidades. Malone había facilitado las tallas hacía horas y se percató de que las botas eran medio número mayor que la talla solicitada para que cupieran los gruesos calcetines. Un pasamontañas de lana negro protegía el rostro y el cuello, con aberturas únicamente para los ojos, que a su vez protegerían unas gafas ahumadas. Como dar un paseo por el espacio, pensó, una imagen que no era muy desacertada. Había oído contar que el frío de la Antártida hacía que los empastes de los dientes se contrajeran y se cayeran.

Cada uno de ellos llevaba una mochila con efectos personales, y Malone vio que les habían proporcionado una versión para climas fríos, más gruesa y mejor aislada.

El Hércules avanzó hacia la pista.

Él se dirigió a los otros, que ocupaban sendos asientos de lona con el respaldo de red frente a él. Ninguno se había puesto aún el pasamontañas, de manera que el rostro quedaba a la vista.

– ¿Están todos bien?

Christl, que iba sentada a su lado, asintió.

Malone observó que todos se sentían incómodos con aquella ropa.

– Os aseguro que en este vuelo no va a hacer calor, y esa ropa está a punto de convertirse en vuestra mejor aliada.

– Puede que esto sea demasiado -admitió Werner.

– Ésta es la parte fácil -aclaró él-. Pero si te resulta insoportable siempre puedes quedarte en la base. Los campamentos de la Antártida son bastante cómodos.

– Nunca he hecho esto antes -dijo Dorothea-. Es toda una aventura para mí.

Más bien la aventura de toda una vida, ya que supuestamente ningún ser humano había puesto un pie en la Antártida hasta 1820, y sólo unos pocos lo hacían en el presente. Él sabía que existía un tratado, firmado por veinticinco países, según el cual el continente entero era un lugar pacífico donde regía el libre intercambio de información científica, sin nuevas reivindicaciones de territorio ni actividades militares ni explotaciones mineras a menos que todos los firmantes del tratado estuviesen conformes. Tenía una superficie de casi catorce millones de kilómetros cuadrados, más o menos el tamaño de Estados Unidos y México juntos, el ochenta por ciento de los cuales se hallaba envuelto en un sudario de hielo de un kilómetro y medio de grosor -el setenta por ciento de las reservas de agua dulce del planeta-, lo que convertía la meseta resultante en una de las más elevadas del planeta, con una altitud media de más de dos mil cuatrocientos metros.

Sólo había vida en las orillas, ya que el continente recibía menos de cincuenta milímetros de lluvia al año. Era seco como un desierto. Su blanca superficie era incapaz de absorber luz o calor, reflejaba toda la radiación y mantenía una temperatura media de unos setenta grados bajo cero.

Malone también conocía la situación política por sus dos visitas anteriores, que realizó cuando trabajaba para Magellan Billet. En la actualidad, siete países -Argentina, Gran Bretaña, Noruega, Chile, Australia, Francia y Nueva Zelanda- reivindicaban ocho territorios, definidos mediante grados de longitud que se cortaban en el polo sur. Ellos volaban rumbo a la parte que reclamaba Noruega, conocida como Tierra de la Reina Maud, que se extendía desde 44° 38' E hasta 20° O. Un pedazo considerable de la parte occidental -de los 20° E a los 10° O- había sido reclamado por Alemania en 1938 y denominado Nueva Suabia. Y aunque la guerra puso fin a esas pretensiones, la región seguía siendo una de las menos conocidas del continente. Ellos se dirigían a la base Halvorsen, que era gestionada por Australia en el sector noruego y se hallaba en la costa norte, de cara a la punta meridional de África.

Les habían dado tapones de espuma -que, como Malone pudo comprobar, todos se habían puesto-, pero el ruido persistía. Tenía metido en la cabeza el acre olor del combustible, pero sabía por otros vuelos que pronto dejaría de notarlo. Estaban sentados en la parte de delante, cerca de la cabina, a la que se accedía por una escalera de cinco peldaños. Dado que el vuelo era largo, había dos tripulaciones. En una ocasión él había pasado a la cabina mientras aterrizaban en la Antártida, toda una experiencia. Y allí estaba de nuevo.

Ulrich Henn no había dicho nada desde que habían despegado de Francia, y ahora permanecía sentado impasible junto a Werner Lindauer. Malone sabía que era problemático, pero no acababa de decidir cuál era el objeto de su interés, si él o alguno de los otros. Lo mismo daba: Henn era quien poseía la información que necesitarían cuando estuviesen en tierra, y un trato era un trato.

Christl le dio unos golpecitos en el brazo y le dio las gracias moviendo los labios.

Él asintió agradecido.

Las turbohélices del Hércules rugieron a toda potencia y el aparato enfiló la pista de aterrizaje. Primero despacio y luego más de prisa, hasta acabar despegando y sobrevolando el océano.

Casi era medianoche.

E iban camino de quién sabía qué.

SETENTA Y SIETE

Fort Lee, Virginia


Stephanie vio que el coronel Gross liberaba el cierre electrónico y abría la puerta de acero del compartimento refrigerado. Los recibió un aire frío en forma de heladora niebla. Gross esperó unos segundos a que desapareciera y les indicó que pasaran.

– Ustedes primero.

Stephanie entró, seguida de Davis. El compartimento medía menos de un metro cuadrado. Dos de las paredes eran de metal y la tercera contaba con estantes de suelo a techo que albergaban libros. Cinco hileras, una tras otra. Ella calculó que habría unos doscientos.

– Llevan aquí desde 1971 -contó Gross-. Antes no sé dónde se guardaban, pero debía de ser en un lugar frío, ya que, como pueden ver, se encuentran en muy buen estado.

– ¿De dónde habrán salido? -preguntó Davis.

El coronel se encogió de hombros.

– No lo sé, pero las piedras de fuera son todas de la operación «Salto de altura», de 1947, y la «Molino de viento», del 48. Así que cabe suponer que los libros también salieron de ahí.

Stephanie se acercó a los estantes y estudió los volúmenes: eran pequeños, de unos quince centímetros por veinte, encuadernados en madera y sujetos mediante tensas cuerdas, las páginas bastas y gruesas.

– ¿Puedo echarle un vistazo a uno? -le preguntó a Gross.

– Me han dicho que les deje hacer lo que quieran.

Ella sacó con sumo cuidado uno de los volúmenes. Gross tenía razón: se conservaba en perfecto estado. Un termómetro próximo a la puerta indicaba que la temperatura era de doce grados bajo cero. Stephanie había leído una vez un relato de las expediciones de Amundsen y Scott al polo sur según el cual, décadas después, cuando se hallaron sus reservas de alimentos, el queso y las verduras todavía eran comestibles, las galletas continuaban estando crujientes, la sal, la mostaza y las especias seguían intactas. Hasta las páginas de las revistas se encontraban como el día en que fueron imprimidas. La Antártida era un congelador natural: allí no existían ni la putrefacción ni el óxido, la fermentación, el moho, las enfermedades. No había humedad, polvo ni insectos. Nada que descompusiera ningún resto orgánico.

Como, por ejemplo, unos libros con tapas de madera.

– Una vez leí una propuesta -contó Davis-. Alguien sugería que la Antártida sería el depósito perfecto para instalar una biblioteca internacional. El clima no afectaría a una sola página. Me pareció una idea ridícula.

– Puede que no lo sea.

Stephanie dejó el libro en el estante. Estampado en la cubierta, de un color beis claro, se veía un símbolo desconocido.



Examinó con delicadeza las tiesas páginas, cada una de las cuales estaba escrita de arriba abajo. Arabescos, sinuosidades, círculos. Una extraña escritura en cursiva, apretada y compacta. También había dibujos: de plantas, personas, artefactos. Todas las hojas eran idénticas: escritas con nítida tinta marrón, sin un solo borrón en parte alguna.

Antes de abrir el compartimento refrigerado, Gross les había enseñado las estanterías del almacén, que contenían numerosas piedras en las que se distinguían caracteres similares grabados.

– ¿Una especie de biblioteca? -preguntó Davis a Stephanie.

Ella se encogió de hombros.

– Señora -dijo el coronel.

Stephanie se volvió. Él alargó el brazo y cogió del último estante un diario encuadernado en piel y envuelto en una tela.

– El presidente dijo que le diera esto. Es el diario personal del almirante Byrd.

Stephanie recordó en el acto lo que había dicho Herbert Rowland al respecto.

– Es material clasificado desde 1948 -informó Gross-. Lleva aquí desde el 71.

Ella reparó en varias tiras de papel utilizadas a modo de marcador.

– Han señalado las páginas relevantes.

– ¿Quién? -quiso saber Davis.

El militar sonrió.

– El presidente dijo que haría usted esa pregunta.

– Y ¿cuál es la respuesta?

– Lo llevé antes a la Casa Blanca y esperé hasta que el presidente lo hubo leído. Me dijo que les dijese que, a diferencia de lo que ustedes y otros pudieran pensar, aprendió a leer hace mucho tiempo.


Volvimos al valle seco, punto 1.345. Montamos el campamento. El tiempo era bueno, el cielo estaba despejado y hacía poco viento. Localizamos un asentamiento alemán anterior. Las revistas, las reservas de alimentos, el equipo…, todo apunta a la exploración de 1938. La cabaña de madera que se levantó entonces sigue en pie. Los muebles son escasos: una mesa, sillas, un hornillo, una radio. En el emplazamiento no había nada significativo. Nos desplazamos veintidós kilómetros al este, punto 1.356, otro valle seco. Localizamos piedras talladas al pie de la montaña. La mayoría eran demasiado grandes para cargar con ellas, así que cogimos las más pequeñas. Llamamos a los helicópteros. Examiné las piedras e hice un calco.



En el año 38, Oberhauser informó de hallazgos similares. Éstos suponen la confirmación de los archivos incautados después de la guerra. Es evidente que los alemanes estuvieron aquí. Las pruebas físicas son irrefutables.

Investigamos una grieta de la montaña en el punto 1.578 que daba paso a una pequeña habitación excavada en la roca. En las paredes hallamos escritura y dibujos similares a los del punto 1.356. Personas, barcos, animales, carros, el sol, representaciones del cielo, los planetas, la luna. Tomamos fotografías. Una observación personal: Oberhauser vino en el 38 en busca de los desaparecidos arios. Es evidente que aquí vivió una civilización. Las imágenes muestran a una raza de estatura alta, cabello abundante, musculosa, con rasgos caucásicos. Las mujeres tienen generosos pechos y el cabello largo. Verlos me impresionó. ¿Quiénes eran? Con anterioridad a este día pensaba que las teorías de Oberhauser con respecto a los arios eran ridículas. Ahora no sé qué pensar.

Llegamos al punto 1.590. Vimos otra cámara. Pequeña. Con más escritura en las paredes. Pocas imágenes. Dentro encontramos 212 volúmenes encuadernados en madera, apilados sobre una mesa de piedra. Tomamos fotografías. En los libros se repite la misma escritura desconocida de las piedras. No queda mucho tiempo. La operación finaliza dentro de dieciocho días. El verano toca a su fin. Los barcos han de zarpar antes de que regresen los hielos. Ordené meter los libros en cajas y llevarlas al barco.


Stephanie alzó la vista del diario de Byrd.

– Es increíble. Encontraron todo esto y no hicieron nada con ello.

– Señal de los tiempos que corrían -respondió Davis en voz queda-. Estaban demasiado ocupados preocupándose por Stalin y lidiando con una Europa destruida. Las civilizaciones perdidas importaban poco, en particular una que tal vez tuviera un nexo con Alemania. Es evidente que a Byrd le resultaba inquietante. -Miró a Gross-. En el diario se mencionan fotografías. ¿Podemos verlas?

– El presidente lo intentó, pero han desaparecido. A decir verdad, ha desaparecido todo salvo este diario.

– Y los libros y las piedras -puntualizó ella.

Davis ojeó el diario y leyó otros pasajes en voz alta.

– Byrd visitó un montón de lugares. Es una lástima que no tengamos un mapa. Sólo aparecen identificados por números, no hay coordenadas.

Eso mismo pensaba ella, sobre todo por el bien de Malone. Pero contaban con una baza: el programa de traducción del que había hablado Malone. Lo que Hermann Oberhauser encontró en Francia. Stephanie salió de la cámara, sacó el móvil y llamó a Atlanta. Cuando su ayudante le informó de que Malone había enviado un correo electrónico, sonrió y colgó.

– Necesito uno de esos libros -le dijo a Gross.

– Han de seguir congelados. Es la forma de conservarlos.

– En ese caso quiero volver aquí. Tengo un portátil, pero necesitaré conexión a Internet.

– El presidente dijo que lo que quisiera.

– ¿Tienes algo? -preguntó Davis.

– Eso creo.

SETENTA Y OCHO

18.30 horas


Una vez finalizada la última entrevista del día, Ramsey volvió a su despacho. Allí estaba Diane McCoy, esperando donde él le había dicho a Hovey que lo hiciera. Cerró la puerta.

– Muy bien, ¿qué es eso tan importante?

Habían realizado un barrido electrónico y comprobado que no llevaba oculta ninguna escucha. Ramsey sabía que el despacho era seguro, de manera que se sentó confiado.

– Quiero más -espetó ella.

Vestía un traje de chaqueta de tweed de pata de gallo en tonos marrones y ocres con un jersey negro de cuello vuelto debajo. Un tanto informal y caro para una empleada de la Casa Blanca, pero con estilo. El abrigo descansaba en una silla.

– Más, ¿de qué? -preguntó él.

– Hay un tipo que se hace llamar Charles C. Smith hijo. Trabaja para ti desde hace mucho. Le pagas bien, aunque a través de diversos nombres falsos y cuentas numeradas. Es tu matón, el que se encargó del almirante Sylvian y de otros cuantos.

Ramsey estaba asombrado, pero mantuvo la compostura.

– ¿Tienes pruebas?

Ella se echó a reír.

– ¡A ti te lo voy a contar! Basta con decir que lo sé, eso es lo que importa. -Sonrió-. Es posible que seas la primera persona en la historia del Ejército de Estados Unidos que ha llegado tan alto cometiendo asesinatos. Vaya, vaya, Langford, eres un hijo de puta ambicioso.

– ¿Qué quieres? -le preguntó él.

– Tienes tu nombramiento, es lo que querías. Estoy segura de que no es todo, pero sí por el momento. Hasta ahora, las reacciones han sido buenas a este respecto, así que parece que vas bien encaminado.

Él pensaba lo mismo. Los problemas graves no tardarían en presentarse una vez se supiese que él era el elegido del presidente. En ese momento se empezarían a efectuar llamadas anónimas a la prensa y comenzaría la política destructiva. Al cabo de ocho horas aún no se había oído nada, pero ella estaba en lo cierto: había llegado hasta allí matando, de manera que, gracias a Charlie Smith, todo el que podía suponer un problema ya había muerto.

Lo que le hizo recordar algo: ¿dónde estaba Smith?

Había estado tan liado con las entrevistas que se había olvidado por completo de él. Le había dicho a ese idiota que se ocupara del profesor y volviese antes de que anocheciera, y el sol ya se estaba poniendo.

– No has perdido el tiempo -observó él.

– No he perdido el norte. Ni te imaginas las redes de información a las que tengo acceso.

Ramsey no lo dudaba.

– Y ¿piensas perjudicarme?

– Pienso machacarte.

– ¿A menos que…?

Soltó una risotada. La muy zorra lo estaba pasando en grande.

– Tiene que ver contigo, Langford.

El aludido se encogió de hombros.

– ¿Quieres formar parte de lo que suceda después de Daniels? Me encargaré de que así sea.

– ¿Acaso tengo pinta de haberme caído de un guindo?

Él sonrió.

– Ahora hablas como Daniels.

– Eso es porque él me dice eso mismo por lo menos dos veces a la semana. Por lo general, me lo merezco, dado que se la estoy jugando. Es listo, lo admito, pero yo no soy idiota. Quiero mucho más.

Ramsey tenía que dejarla hablar, pero una extraña inquietud venía a unirse a su santa paciencia.

– Quiero dinero.

– ¿Cuánto?

– Veinte millones de dólares.

– ¿Por qué esa cifra?

– Puedo vivir con desahogo de los intereses durante el resto de mi vida. He estado haciendo números.

A sus ojos asomó un placer casi sexual.

– Supongo que lo querrás en un paraíso fiscal, en una cuenta oculta a la que sólo tú tengas acceso, ¿no?

– Igual que Charles C. Smith hijo. Con algunas condiciones más, pero ésas pueden esperar.

Él procuró conservar la calma.

– ¿A qué viene esto?

– Vas a joderme. Yo lo sé y tú lo sabes. Intenté grabarte, pero fuiste demasiado listo, así que pensé: «Pon las cartas boca arriba, dile lo que sabes, haz un trato, saca algo bueno en limpio.» Considéralo un anticipo, una inversión. De ese modo lo pensarás dos veces antes de joderme más adelante. Me habrás comprado y pagado, podrás utilizarme.

– ¿Y si me niego?

– En ese caso acabarás en la cárcel o, mejor aún, puede que busque a Charles C. Smith hijo para ver lo que tiene que decir.

Ramsey guardó silencio.

– O quizá te entregue a la prensa.

– Y ¿qué les dirás a los periodistas?

– Empezaré por Millicent Senn.

– ¿Qué sabes tú de ella?

– Era una joven oficial de la Marina, destinada a tu despacho en Bruselas. Mantenías una relación con ella. Y de pronto, mira tú por dónde, se queda embarazada y a las pocas semanas aparece muerta. Fallo cardíaco. Los belgas dictaminaron muerte natural. Caso cerrado.

McCoy estaba bien informada. A Ramsey le preocupó que su silencio pudiera ser más explícito que una respuesta, de manera que dijo:

– Nadie lo creería.

– Tal vez no ahora, pero daría pie a una gran historia, de esas que les encantan a la prensa, sobre todo a Extra e Inside Edition. ¿Sabías que el padre de Millicent sigue creyendo, a día de hoy, que fue asesinada? Se pondría delante de las cámaras con mucho gusto. El hermano de Millicent (que es abogado, por cierto) también alberga dudas. Naturalmente, ellos no saben nada de ti ni de la relación que mantenías con ella. Tampoco saben que te gustaba zurrarle. ¿Qué crees que ellos, las autoridades belgas o la prensa harían con todo esto?

Lo tenía en sus manos, y lo sabía.

– Esto no es mía trampa, Langford. No se trata de que admitas nada, no me hace falta. Se trata de cuidar de mí misma. Quiero di-ne-ro.

– Y, sólo por curiosidad, si accediera, ¿qué te impediría volver a sacarme más?

– Nada absolutamente -contestó ella con los dientes apretados.

Ramsey se permitió sonreír y soltar una risilla.

– Eres un bicho de cuidado.

Ella le devolvió el cumplido:

– Parece que estamos hechos el uno para el otro.

A él le gustó el tono amistoso de su voz. Nunca habría creído que por sus venas corría un carácter tan transgresor. Nada le gustaría más a Aatos Kane que librarse de su compromiso, y el menor indicio de escándalo le daría al senador la oportunidad perfecta. «Yo estoy dispuesto a mantener mi parte del trato -diría Kane-, eres tú el que causa problemas.»

Y no podría hacer nada al respecto.

A los periodistas les llevaría menos de una hora comprobar que su estancia en Bruselas coincidía con la de Millicent. Edwin Davis también había estado allí, y a ese tonto romántico le hacía tilín Millicent. Él lo sabía entonces, pero le importaba un pimiento. Davis era débil e insignificante, pero ya no. A saber dónde andaba, llevaba varios días sin tener noticias de él. Sin embargo, la mujer que tenía enfrente era harina de otro costal. Tenía una arma cargada que lo apuntaba directamente y sabía dónde debía disparar.

– Muy bien, pagaré.

Ella se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un papel.

– El banco y el número de ruta. Haz el pago, todo, en una hora.

Lo arrojó sobre la mesa. Ramsey no se movió. Ella sonrió.

– No pongas esa cara.

Él no dijo nada.

– A ver qué te parece esto -añadió ella-. Para que veas que tengo buena fe y que estoy dispuesta a colaborar contigo de forma permanente, cuando el pago se haya confirmado te daré algo más que sé que te interesa.

Se levantó de la silla.

– ¿De qué se trata? -se interesó él.

– De mí. Seré tuya mañana por la noche. Siempre y cuando me pagues en el plazo de una hora.

SETENTA Y NUEVE

Sábado, 15 de diciembre 0.50 horas


Dorothea se sentía infeliz. El avión avanzaba a trompicones por el accidentado firmamento como un camión por una pista llena de baches, lo que le traía recuerdos de su infancia y de excursiones a la cabaña con su padre. A ambos les encantaba estar al aire libre. Mientras que Christl rechazaba las armas y la caza, a ella le apasionaban ambas cosas. Era algo que ella y su padre compartían. Por desgracia, sólo habían disfrutado de un puñado de temporadas: ella tenía diez años cuando él murió o, mejor dicho, cuando no volvió a casa. Y ese triste pensamiento le abrió otro cráter en la boca del estómago, intensificando un vacío que parecía no remitir jamás.

Tras la desaparición de su padre, ella y Christl se distanciaron. Diferentes amigos, intereses, gustos, vidas. ¿Cómo podían dos personas nacidas del mismo óvulo llegar a ser tan distintas?

Sólo había una explicación: su madre.

Durante décadas las había obligado a competir, y esa rivalidad había engendrado resentimiento. Lo siguiente fue la antipatía, y de ahí al odio sólo había un paso.

Estaba afianzada al asiento, embutida en el equipo. Malone no se equivocaba con respecto a la ropa. Aquella tortura no finalizaría hasta que pasaran al menos otras cinco horas. La tripulación había distribuido cajas con comida al embarcan un bocadillo de queso, galletas, una chocolatina, unos caramelos y una manzana, pero ella era incapaz de probar bocado. La sola idea de hacerlo le daba náuseas. Pegó la espalda al respaldo del asiento y procuró ponerse cómoda. Una hora antes, Malone había desaparecido en la cabina. Henn y Werner se habían dormido, pero Christl parecía completamente despierta.

Tal vez también estuviese inquieta.

Era el peor vuelo de su vida, y no sólo por la incomodidad. Volaban hacia su destino. ¿Habría algo allí? En caso afirmativo, ¿sería bueno o malo?

Después de ponerse la ropa especial cada cual había hecho la mochila que les habían entregado. Ella sólo había metido una muda, un cepillo de dientes, algunos artículos de aseo y una pistola automática que le había pasado su madre de tapadillo en Ossau. Dado que el vuelo no era comercial, no habían tenido que pasar por controles de seguridad. Aunque le molestaba haber permitido que su madre decidiese una vez más por ella, se sentía mejor con el arma a su lado.

Christl volvió la cabeza y sus miradas se cruzaron en la penumbra. Qué amarga ironía que estuvieran allí, en ese avión, juntas. ¿Serviría de algo hablar con ella? Decidió probar.

Se soltó las correas y se levantó del asiento. A continuación cruzó el angosto pasillo y se sentó al lado de su hermana.

– Hemos de poner fin a esto -le dijo en voz alta para hacerse oír con el ruido.

– Eso pretendo. En cuanto encontremos lo que sé que hay allí.

La expresión de Christl era tan fría como el interior del avión. Dorothea probó de nuevo.

– Nada de eso importa.

– A ti no, nunca te importó. Lo único que te preocupaba era legar la fortuna a tu querido Georg.

Las palabras le hirieron, y quiso saben

– ¿Por qué tenías celos de él?

– Era todo lo que yo nunca podría tener, querida hermana.

Ella captó la amargura mientras lidiaba con sus propias emociones encontradas. Se había pasado dos días llorando junto al ataúd de su hijo, intentando con todas sus fuerzas librarse de su recuerdo. Christl había asistido al funeral, pero se había marchado pronto. Ni siquiera le había dado el pésame.

Nada.

La muerte de Georg había supuesto un punto de inflexión en la vida de Dorothea. Todo cambió: su matrimonio, su familia y, lo más importante, ella misma. No le gustaba la persona en la que se había convertido, pero aceptó de buena gana la ira y el resentimiento como sustitutos de un hijo al que había adorado.

– ¿Eres estéril? -quiso saber.

– ¿Acaso te importa?

– ¿Sabe mamá que no puedes tener hijos? -le preguntó.

– ¿Qué más da? Esto ya no tiene que ver con los hijos, sino con el legado de los Oberhauser, con aquello en lo que creía esta familia.

Dorothea vio que su esfuerzo era en vano. El abismo que las separaba era demasiado grande para llenarlo o salvarlo.

Hizo ademán de ponerse en pie.

Christl la agarró por la muñeca.

– Así que no te dije que lo sentía cuando murió. Al menos tú sabes lo que es tener un hijo.

La mezquindad del comentario la dejó anonadada.

– Pobre del niño que hubieras tenido. Jamás te habría importado, eres incapaz de sentir esa clase de amor.

– Al parecer, tú no lo hiciste tan bien: el tuyo murió.

Maldita fuera.

Cerró el puño de la mano derecha, impulsó el brazo hacia arriba y le propinó un golpe a Christl en la cara.


Ramsey se hallaba sentado a su mesa, preparándose para lo que se le venía encima. Sin duda, más entrevistas y prensa. El funeral del almirante Sylvian se celebraría al día siguiente, en el cementerio militar de Arlington, y él se recordó que había de mencionar tan triste acontecimiento a todo el que lo entrevistara. «Céntrate en el compañero caído, sé humilde con respecto a haber sido elegido para seguir sus pasos, lamenta la pérdida de un oficial de alta graduación de la Marina.» El funeral sería una ceremonia de gala con honores. No cabía duda de que el Ejército sabía enterrar a los suyos, lo había hecho bastante a menudo.

Su móvil sonó. Una llamada internacional, desde Alemania. Ya era hora.

– Buenas tardes, almirante -saludó una áspera voz de mujer.

– Frau Oberhauser. Esperaba su llamada.

– Y ¿cómo sabía que iba a llamar?

– Porque es usted una vieja nerviosa a la que le gusta tener el control.

Ella soltó una risita.

– Así es. Sus hombres hicieron un buen trabajo: Malone ha muerto.

– Prefiero esperar hasta que ellos me den ese dato.

– Me temo que va a ser imposible: ellos también han muerto.

– Entonces es usted quien tiene un problema: necesito confirmación.

– ¿Ha sabido algo de Malone en las últimas doce horas? ¿Ha tenido noticias de lo que anda haciendo?

No.

– Yo lo vi morir.

– En ese caso, no hay más que hablar.

– Sólo que me debe usted una respuesta. ¿Por qué no volvió mi esposo?

«¿Qué demonios? Díselo.»

– Se produjo un fallo en el submarino.

– ¿Y la dotación? ¿Y mi esposo?

– No sobrevivieron.

Silencio.

Al cabo, la anciana inquirió:

– ¿Vio usted el submarino y a la dotación?

– Así es.

– Cuénteme lo que vio.

– No creo que quiera saberlo.

Tras otra larga pausa la mujer preguntó:

– ¿Por qué fue necesario esconderlo?

– El submarino era secreto; su misión, también. Por aquel entonces no había elección: no podíamos arriesgarnos a que los soviéticos lo encontraran. A bordo sólo iban once hombres, de modo que fue sencillo ocultar los hechos.

– ¿Y los dejaron allí?

– Su marido aceptó las condiciones, sabía cuáles eran los riesgos.

– Y ustedes, los americanos, dicen que los alemanes son despiadados.

– Somos prácticos, Frau Oberhauser. Nosotros protegemos el mundo, ustedes intentaron conquistarlo. Su esposo accedió a formar parte de una misión peligrosa. A decir verdad, fue idea suya. No es el primero que ha hecho esa elección.

Esperaba no volver a saber más de ella. Su exasperación era algo que le sobraba.

– Adiós, almirante. Espero que se pudra en el infierno.

Ramsey percibió la emoción en su voz, si bien le importaba muy poco.

– Le deseo lo mismo.

Y colgó.

Anotó mentalmente que debía cambiar de número de móvil. Así no tendría que volver a hablar con esa alemana loca.


A Charlie Smith le encantaban los desafíos. Ramsey le había encomendado un quinto objetivo, pero había dejado claro que debía realizar el trabajo ese día. Nada absolutamente podía despertar sospechas. Algo limpio, sin regusto. Por regla general, eso no supondría ningún problema, pero carecía de información, sólo contaba con un puñado de datos facilitados por Ramsey, y tenía doce horas de plazo. Si salía airoso, Ramsey le había prometido una bonificación impresionante. Lo bastante para pagar Bailey Mili y tener de sobra para las reformas y el mobiliario.

Había regresado de Asheville y estaba en su apartamento, por primera vez en un par de meses. Había conseguido dormir unas horas y estaba listo para lo que le esperaba. Oyó un suave sonido procedente de la mesa de la cocina y consultó la pantalla del móvil: un número desconocido, aunque de Washington. Quizá fuese Ramsey, que llamaba desde otro teléfono. A veces lo hacía. El tipo era un paranoico.

Lo cogió.

– Me gustaría hablar con Charlie Smith -dijo una voz de mujer. El empleo de ese nombre lo puso en guardia. Sólo lo utilizaba con Ramsey.

– Se ha equivocado de número.

– No lo creo.

– Me temo que sí.

– Yo que usted no colgaría -advirtió la mujer-. Lo que tengo que decir podría cambiarle la vida o arruinársela.

– Ya se lo he dicho, señora, se ha equivocado.

– Mató a Douglas Scofield.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo cuando cayó en la cuenta de quién era.

– Estaba usted allí, con un hombre, ¿no?

– Yo no, pero trabajan para mí. Lo sé todo sobre ti, Charlie.

Él no dijo nada, pero el hecho de que ella tuviese su número de teléfono y conociera su alias era un grave problema. A decir verdad, una catástrofe.

– ¿Qué quiere?

– Tu pellejo.

Él se rió.

– Pero estoy dispuesta a cambiarlo por el de otro.

– A ver si lo adivino: ¿Ramsey?

– Eres un tipo listo.

– Supongo que no va a decirme quién es usted.

– No me importa. A diferencia de ti, no llevo una doble vida.

– Entonces, ¿quién coño es?

– Diane McCoy, viceconsejera de Seguridad Nacional del presidente de Estados Unidos.

OCHENTA

Malone oyó gritar a alguien. Se encontraba en la cabina, hablando con la tripulación, y corrió hacia la portezuela de popa para echar un vistazo al interior del LC-130, similar a un túnel. Dorothea estaba al otro lado del pasillo, junto a Christl, que pugnaba por zafarse de los correajes y chillaba. Le salía sangre de la nariz y tenía el anorak manchado. Werner y Henn se habían despertado y se estaban soltando las correas.

Malone se deslizó por la escalera apoyando ambas manos en las barandillas y fue directo al embrollo. Henn había conseguido apartar a Dorothea.

– ¡Zorra demente! -exclamó Christl-. ¿Qué haces?

Werner agarró a Dorothea. Malone se rezagó y se quedó mirando.

– Me ha dado un puñetazo -explicó Christl mientras se llevaba la manga del anorak a la nariz.

Malone encontró una toalla en uno de los portaequipajes de acero y se la lanzó.

– Debería matarte -escupió su hermana-. No mereces vivir.

– ¿Lo ves? -chilló la otra-. Es a esto a lo que me refiero: está loca. Completamente loca. Como una cabra.

– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó Werner a su esposa-. ¿A qué ha venido eso?

– Odiaba a Georg -contestó Dorothea mientras forcejeaba con Werner.

Christl se levantó y se encaró con su hermana.

Werner soltó a su mujer y dejó que las dos leonas midieran sus fuerzas, ambas tratando de atisbar un propósito oculto en la otra. Malone las observaba, la gruesa ropa idéntica, el rostro idéntico, la cabeza tan distinta.

– Ni siquiera estuviste presente cuando lo enterramos -dijo Dorothea-. Los demás se quedaron, pero tú no.

– Odio los funerales.

– Y yo te odio a ti.

Christl se volvió hacia Malone, la toalla contra la nariz. Él vio su mirada y adivinó de prisa la amenaza en sus ojos. Antes de que pudiera reaccionar, Christl tiró la toalla, se volvió y golpeó a Dorothea en el rostro, lo que la lanzó contra Werner.

Después apretó el puño, dispuesta a propinarle otro golpe.

Malone le agarró la muñeca.

– Le debías uno. Nada más.

El rostro de Christl se había ensombrecido y una mirada furiosa le dijo a Malone que ése no era asunto suyo. Ella se zafó y cogió la toalla del suelo.

Werner ayudó a Dorothea a sentarse mientras Henn miraba, como de costumbre, sin decir palabra.

– Muy bien, se acabó el combate -dijo Malone-. Os sugiero que durmáis un poco. Nos quedan menos de cinco horas de viaje y tengo pensado ponerme en marcha en cuanto aterricemos. El que se queje o no sea capaz de seguir el ritmo se quedará en la base.


Smith estaba en la cocina, la vista clavada en el teléfono que descansaba en la mesa. Al expresar sus dudas sobre la identidad de la mujer, ésta le había dado un número de contacto y después había colgado. Smith cogió el aparato y marcó el número. Después de tres señales una voz agradable le informó de que había llamado a la Casa Blanca y le preguntó con quién quería hablar.

– Con el despacho del consejero de Seguridad Nacional -dijo con voz débil.

La mujer le pasó.

– Has tardado bastante, Charlie -dijo una mujer. La misma voz-. ¿Satisfecho?

– ¿Qué quiere?

– Contarte algo.

– La escucho.

– Ramsey pretende poner fin a su relación contigo. Tiene planes, grandes planes, y en ellos no estás incluido tú, ya que podrías entrometerte.

– Se equivoca de persona.

– Eso mismo es lo que diría yo, Charlie, pero te lo voy a poner fácil. Tú escucha lo que te diga. Así, si crees que te estoy grabando, dará igual. ¿Cómo lo ves?

– Si tiene usted tiempo, adelante.

– Eres el que resuelve los problemas personales de Ramsey. Te ha utilizado durante años, te paga bien. Durante estos últimos días has estado muy ocupado: Jacksonville, Charlotte, Asheville. ¿Voy bien, Charlie? ¿Quieres que dé nombres?

– Puede decir lo que le dé la gana.

– Ahora Ramsey te ha hecho un nuevo encargo. -Hizo una pausa y al cabo añadió-: Yo. Y, a ver si lo adivino, ha de ser hoy. Tiene sentido, ya que ayer lo exprimí. ¿Te lo ha contado, Charlie?

Él no contestó.

– No, eso pensaba. Veamos, está haciendo planes que no te incluyen, pero no tengo la menor intención de acabar como los otros, por eso estamos hablando. Y, por cierto, si yo fuera tu enemiga, el servicio secreto estaría en tu puerta ahora mismo y mantendríamos esta charla en un lugar privado, solos tú y yo y alguien grande y fuerte.

– Eso ya lo había pensado.

– Sabía que serías razonable. Y para que entiendas que sé muy bien de lo que hablo, te diré que posees tres cuentas en paraísos fiscales, las que Ramsey utiliza para ingresarte el dinero. -Recitó los bancos y los números de cuenta, incluidas las contraseñas, dos de las cuales él había cambiado hacía tan sólo una semana-. En realidad ninguna de esas cuentas es privada, Charlie. Sólo hay que saber dónde y cómo buscar. Por desgracia para ti, puedo embargarlas en un abrir y cerrar de ojos. Pero, para que veas que tengo buena fe, no las he tocado.

Muy bien. Era con ella con quien tenía que negociar.

– ¿Qué quiere?

– Como te he dicho, Ramsey ha decidido que sobras. Ha cerrado un trato con un senador, y el trato no te incluye. Dado que, de todas formas, casi estás muerto, y teniendo en cuenta que careces de identidad, raíces y familia, ¿cuánto costaría hacerte desaparecer definitivamente? Nadie te echaría de menos. Muy triste, Charlie.

Pero cierto.

– Así que tengo una idea mejor -propuso ella.


Ramsey estaba ya muy cerca de su meta. Todo había salido según lo planeado. Sólo había un obstáculo: Diane McCoy.

Seguía sentado a la mesa, al lado un vaso de whisky con hielo. Pensó en lo que le había contado a Isabel Oberhauser. Sobre el submarino. Lo que había recuperado del NR-1A y todavía conservaba: el diario del comandante Forrest Malone.

A lo largo de los años había echado un vistazo de vez en cuando a esas páginas manuscritas, más por curiosidad malsana que por verdadero interés. Sin embargo, el diario constituía el recuerdo de un viaje que había cambiado profundamente su vida. No era un tipo sentimental, pero había momentos que merecía la pena recordar. Para él, uno de ellos llegó bajo el hielo antártico.

Cuando seguía a la foca.

En dirección ascendente.


Atravesó la superficie y sacó la linterna del agua. Se hallaba en una cueva de roca y hielo, de unos cien metros de largo y la mitad de ancho, débilmente iluminada y envuelta en un silencio gris y púrpura. Oyó ladrar a una foca a su derecha y vio que el animal se sumergía en el agua. Se puso la máscara en la frente, se quitó él regulador de la boca y saboreó el aire. Entonces lo vio: una torreta de un naranja brillante atrofiada, más pequeña de lo normal, su forma inconfundible.

El NR-1A.

¡Virgen santa!

Se dirigió hacia la embarcación.

Había servido a bordo del NR-1, lo que era uno de los motivos por los que había sido elegido para esa misión, de forma que conocía el revolucionario diseño del submarino. Alargado y estrecho, la vela en la parte delantera, cerca de la proa del casco, que tenía forma de cigarro puro. Una superestructura plana de fibra de vidrio montada sobre el casco permitía a la dotación recorrer él barco a lo largo. El casco contaba con pocas aberturas para poder sumergirse profundamente minimizando los riesgos.

Se acercó nadando y tocó el negro metal. No se oía nada, no se percibía movimiento alguno. Nada. Tan sólo el agua golpeando él casco.

Estaba cerca de la proa, de manera que avanzó por babor. Contra el casco descansaba una escalera de cuerda, la cual, como bien sabía él, se utilizaba para subir y bajar de los botes hinchables. Se preguntó para qué se habría empleado.

La agarró y dio un tirón.

Firme.

Se quitó las aletas y se las colgó de la muñeca izquierda. A continuación se afianzó la linterna al cinturón, asió la escalera y salió del agua. Una vez arriba se dejó caer en la cubierta para descansar y se despojó del cinturón de lastre y déla botella. Tras retirarse la fría agua del rostro, se mentalizó, cogió la linterna y, usando las aletas de la vela a modo de escalera, subió hasta lo alto de la torreta.

La escotilla principal estaba abierta.

Se estremeció. ¿Sería él frío? ¿O él hecho de pensar en lo que aguardaba abajo?

Descendió.

Al fondo de la escalera vio que habían levantado las planchas del piso. Alumbró allí donde sabía que se encontraban las baterías de la embarcación. Todo estaba carbonizado, lo que podía explicar qué había sucedido. Un incendio habría sido catastrófico. Se le pasó por la cabeza el reactor del submarino, pero, con todo oscuro como boca de lobo, por lo visto lo habían apagado.

Pasó por el compartimento de proa hasta la sala de mando. Las sillas estaban desocupadas; los instrumentos, a oscuras. Comprobó algunos circuitos: sin electricidad. Inspeccionó la sala de máquinas: nada. El compartimento del reactor se hallaba sumido en el silencio. Encontró el rincón del comandante, nada de camarote, el NR-1A era demasiado pequeño para tales lujos, tan sólo una litera y una mesa afianzada al mamparo. Vio el diario del comandante, lo abrió y lo ojeó hasta dar con lo último que había escrito.


Ramsey lo recordaba con exactitud: «Hielo en sus dedos, hielo en su cabeza, hielo en sus ojos vidriosos.» Cuánta razón tenía Forrest Malone.

Ramsey había dirigido la búsqueda a la perfección. Todo el que podía suponer un problema había muerto. El legado del almirante Dyals estaba a salvo, al igual que el suyo. También la Marina estaba a salvo. Los fantasmas del NR-1A seguirían donde debían estar: en la Antártida.

Su móvil cobró vida con luz, pero sin sonido. Lo había puesto en modo silencio hacía horas. Consultó la pantalla: por fin.

– Sí, Charlie, dime.

– Tenemos que vernos.

– Es imposible.

– Pues hazlo posible. Dentro de dos horas.

– ¿Por qué?

– Hay un problema.

Cayó en la cuenta de que la línea no era privada y había que elegir las palabras con cuidado.

– ¿Grave?

– Lo bastante como para que debamos vernos.

Ramsey miró el reloj.

– ¿Dónde?

– Donde siempre. No faltes.

OCHENTA Y UNO

Fort Lee, Virginia. 21.30 horas


Los ordenadores no eran el punto fuerte de Stephanie, pero Malone le había explicado en el correo cómo funcionaba el programa de traducción. El coronel Gross le había proporcionado un escáner portátil de alta velocidad y una conexión a Internet, y ella se había descargado el programa en cuestión y había probado con una página, introduciendo la imagen escaneada en el ordenador.

Una vez aplicado el programa de traducción, el resultado había sido extraordinario: la extraña mezcla de sinuosidades, ondulaciones y arabescos primero se habían convertido en latín y después en inglés. Tosco en algunos puntos, con partes que faltaban aquí y allá, pero había sido suficiente para que ella se enterase de que el compartimento refrigerado albergaba un tesoro de preciosa información.



De una jarra de cristal, suspender dos bolas metálicas de un hilo fino. Frotar con brío contra un paño una reluciente varilla metálica. No se producirá sensación alguna, ni hormigueo ni dolor. Acercar la varilla a la jarra y las dos esferas se alejarán y permanecerán alejadas incluso después de retirarla. La fuerza que desprende la varilla se dirige hacia el exterior, no se ve ni se siente, pero así y todo existe y hace que las bolas se alejen. Al cabo de un rato las bolas descenderán, impulsadas a hacerlo por la misma fuerza que impide que todo cuanto es lanzado al aire permanezca allí.

Construir una rueda con una manija en la parte posterior y afianzar pequeñas láminas metálicas al borde. Deberían fijarse dos varillas de metal, de manera que un manojo de alambres que salga de cada una de ellas toque ligeramente las láminas metálicas. De las varillas sale un alambre que llega hasta dos esferas de metal. Separarlas quince centímetros. Hacer girar la rueda con la manija. Allí donde las láminas metálicas entran en contacto con los alambres se originará un destello. Hacer girar la rueda más de prisa y de las esferas de metal saldrá un rayo azul silbante. Se notará un olor extraño, el mismo que se percibe tras una fuerte tormenta en lugares donde llueve en abundancia. Saborear el olor y el rayo, ya que esa fuerza y la fuerza que separa las bolas metálicas es la misma, sólo que generada de distinta forma. Tocar las esferas metálicas resulta tan inofensivo como tocar las varillas metálicas que se frotaron contra el paño.

Triturar piedra de la luna, crownchaka, cinco leches del baniano, higo, piedra imán, mercurio, polvos de mica, aceite de saarasvata y nákha en partes iguales, purificados, y dejar asentar hasta que espese. Sólo entonces, incorporar aceite de bael y hervir hasta que se forme una resina perfecta. Extender el barniz de manera homogénea sobre una superficie y dejarlo secar antes de exponerlo a la luz. Para calmar el dolor añadir a la mezcla raíz de akkalkadha, matang, cauris, sal de tierra, grafito y arena granítica. Aplicar generosamente en cualquier superficie para aumentar la fortaleza.

El peetha ha de medir noventa centímetros de ancho y quince de alto, y puede ser cuadrado o redondo. En su centro hay un eje y delante se sitúa una vasija de gugulón. En el oeste se encuentra el espejo para realzar la oscuridad, y en el este se fija el tubo que atrae los rayos solares. En el medio está la rueda que pone en funcionamiento el alambre, y en el sur, el interruptor principal. Al girar la rueda hacia el sureste, el espejo de dos caras afianzado al tubo acumulará rayos solares. Al mover la rueda hacia el noroeste, el gugulón se activará. Al hacer girar la rueda al oeste, el espejo potenciador de la oscuridad entrará en funcionamiento. Al girar la rueda central, los rayos atraídos por el espejo incidirán en el cristal y lo envolverán. Entonces deberá hacerse girar a gran velocidad la rueda principal para que genere un calor envolvente.

Arena, cristal y sal suvarchala en partes iguales dentro de un crisol, introducidos en un horno y fundidos, darán como resultado una cerámica pura, clara, fuerte y fresca. Las tuberías así fabricadas conducirán e irradiarán calor, y se pueden unir entre sí firmemente con mortero de sal. Los pigmentos de color elaborados con hierro, arcilla, cuarzo y calcita son intensos y duraderos, y además se adhieren bien después del fundido.


Stephanie clavó la vista en Edwin Davis.

– Por un lado, empezaban a tontear con la electricidad y, por otro, creaban compuestos y mecanismos de los que no hemos oído hablar nunca. Hemos de averiguar la procedencia de estos libros.

– Va a ser difícil, ya que, por lo visto, toda la información relativa a la «Salto de altura» ha desaparecido. -Davis sacudió la cabeza-. Menudos idiotas; todo alto secreto. Un puñado de mentes estrechas tomaron decisiones monumentales que afectaban a todos. Aquí hay una fuente de conocimientos que bien podría cambiar el mundo. También podría ser basura, claro está, pero nunca lo sabremos. Ten en cuenta que, en las décadas que han transcurrido desde que se encontraron estos libros, ahí abajo se han ido acumulando metros de nieve. El paisaje es completamente distinto de lo que era entonces.

Ella sabía que la Antártida era la pesadilla de los cartógrafos. El litoral cambiaba constantemente a medida que aparecían y desaparecían plataformas de hielo, que se desplazaban a su antojo.

Davis tenía razón: dar con que mencionaba Byrd podía resultar imposible.

– Sólo hemos ojeado un puñado de páginas de unos cuantos volúmenes escogidos al azar -observó ella-. A saber que habrá en los demás.

Otra página llamó su atención, y con un dibujo de dos plantas con sus raíces y demás elementos.

Stephanie la escaneó y la tradujo.



La gyra crece en recovecos oscuros y húmedos y debería ser extraída de la tierra antes de que desaparezca el sol estival. Sus hojas, machacadas y quemadas, bajan la fiebre. Pero hay que procurar que la gyra no se humedezca, pues las hojas mojadas no surten efecto y pueden ser causa de enfermedad. Lo mismo ocurre con las hojas amarillentas. Son preferibles las de color rojo intenso o anaranjado. También producen somnolencia y pueden utilizarse para aplacar los sueños. El exceso puede resultar dañino, de manera que hay que administrarlas con cuidado.


Stephanie imaginó lo que debía haber sentido un explorador al verse en una costa virgen, contemplando una tierra nueva.

– Hay que precintar este almacén -afirmó Davis.

– No es una buena idea: pondrá sobre aviso a Ramsey.

Él pareció ver lo acertado de la observación.

– Operaremos a través de Gross: si alguien se acerca a este escondrijo, él nos lo comunicará y podremos detenerlo.

Ésa era una idea mejor.

Stephanie pensó en Malone: debía de estar llegando a la Antártida. ¿Estaría siguiendo la pista acertada?

Sin embargo, ellos todavía tenían cosas que hacen dar con el asesino.

Oyó que una puerta se abría y se cerraba en el cavernoso interior. El coronel Gross había estado vigilando en la antesala para concederles privacidad, de modo que Stephanie supuso que debía de ser él. Pero entonces oyó el resonar de dos pares de pies en la oscuridad. Ellos se hallaban sentados a una mesa a la puerta del compartimento refrigerado, con tan sólo dos lámparas encendidas. Stephanie alzó la vista y vio salir a Gross de la negrura seguido de otro hombre: alto, de cabello abundante, vestido con una cazadora azul marino y unos pantalones de estilo informal; en el pecho, a la izquierda, el emblema del presidente de Estados Unidos. Danny Daniels.

OCHENTA Y DOS

Maryland 22.20 horas


Ramsey dejó la oscura carretera y se adentró en el bosque, hacia la granja de Maryland en la que se había reunido con Charlie Smith unos días antes.

Según Smith, se llamaba Bailey Mill.

No le había hecho ninguna gracia el tono de Smith. Listillo, chulo, irritante, así era Charlie Smith; pero ¿enfadado, exigente, agresivo? De ninguna manera.

Algo iba mal.

Ramsey parecía haber ganado un nuevo aliado en la persona de Diane McCoy, uno que le había costado veinte millones de dólares. Por suerte, tenía mucho más en distintas cuentas repartidas por el mundo, un dinero que había ido a parar a sus manos a raíz de operaciones que habían finalizado antes de tiempo o habían sido abortadas. Gracias a Dios, una vez se estampaba el sello de «Clasificado» en un expediente, éste rara vez era objeto de escrutinio por parte de un contador. La política era devolver los recursos que se hubieran invertido, pero ése no siempre era el caso. Necesitaba fondos para pagar a Smith -capital para financiar investigaciones encubiertas-, pero esa necesidad cada vez era menor. Sin embargo, a medida que la necesidad se complicaba, también lo hacían los riesgos.

Como en ese caso.

Los faros le permitieron distinguir la granja, un granero y otro coche. No había ninguna luz. Después de aparcar, metió la mano en el compartimento central, sacó su Walther automática y salió a la fría noche.

– ¡Charlie! -gritó-. No tengo tiempo para bobadas. Sal ahora mismo.

Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, percibieron movimiento a su izquierda. Ramsey apuntó y efectuó dos disparos. Las balas se estrellaron contra la vieja madera. Más movimiento, pero vio que no era Smith.

Perros.

Huían del porche y de la casa, salían despavoridos en dirección al bosque. Como la última vez. Suspiró aliviado.

A Smith le encantaban los juegos, así que decidió complacerlo.

– A ver qué te parece esto, Charlie. Te desinflaré las cuatro ruedas y pasarás la noche aquí pelado de frió. Llámame mañana, cuando estés dispuesto a hablar.

– Qué aburrido eres, almirante -afirmó una voz-. No tienes el más mínimo sentido del humor.

Smith salió de las sombras.

– Tienes suerte de que no te mate -espetó él.

El otro avanzó desde el porche.

– ¿Por qué ibas a hacerlo? He sido un buen chico, he hecho todo lo que querías. He liquidado a los cuatro, limpiamente. Luego oigo por la radio que vas a entrar a formar parte de la Junta de Jefes. Te mudas a la zona este, a ese apartamento de lujo en el cielo, como decían en esa serie de televisión, «Los Jefferson».

– Eso carece de importancia -dejó claro Ramsey-. No es asunto tuyo.

– Lo sé. Yo sólo soy un sicario. Lo importante es que me pagues. -Te he pagado. Hace dos horas. Todo.

– Bien. Estaba pensando en cogerme unas vacaciones, ir a algún sitio donde haga calor.

– No hasta que te ocupes del nuevo encargo.

– Apuntas alto, almirante. Directamente a la Casa Blanca.

– Apuntar alto es la única manera de conseguir cosas.

– Quiero el doble por éste, la mitad por adelantado, el resto después.

A Ramsey le daba lo mismo lo que costara.

– Hecho.

– Y hay algo más -añadió Smith.

Algo se le clavó en las costillas, a través del abrigo, por detrás.

– Tranquilito, Langford -ordenó una voz de mujer-. O te pego un tiro antes de que te muevas.

Diane McCoy.


Malone consultó el cronómetro del avión -las 7.40- y contempló desde la cabina el panorama que se extendía debajo de ellos. La Antártida le recordaba a un tazón boca abajo con el reborde desconchado. Una vasta meseta de hielo de unos tres kilómetros de grosor ribeteada en al menos dos terceras partes de su circunferencia por dentadas montañas negras surcadas de glaciares repletos de grietas que avanzaban hacia el mar; abajo, la costa nordeste no era ninguna excepción.

El piloto anunció que había iniciado la maniobra de aproximación final a la base Halvorsen. Era hora de prepararse para el aterrizaje.

– Esto no es muy habitual -comentó el piloto a Malone-. El tiempo es excelente. Tiene usted suerte. Y los vientos también son favorables. -Ajustó los mandos y asió la palanca-. ¿Quiere encargarse usted?

Malone desechó la idea con un gesto de la mano.

– No, gracias. Es mucho para mí.

Aunque había hecho aterrizar cazas en portaaviones, depositar un avión de cuarenta y cinco toneladas sobre el peligroso hielo era una emoción de la que podía prescindir.

La pelea entre Dorothea y Christl le seguía preocupando. Durante las últimas horas se habían comportado, pero su amargura y sus discrepancias podían ser enojosas.

El avión comenzó a descender de manera pronunciada. Aunque el ataque había hecho sonar las alarmas, a Malone le preocupaba más aún otra cosa que había observado: había cogido desprevenido a Ulrich Henn.

Se había fijado en la momentánea confusión que había reflejado el rostro de Henn antes de volver a endurecer la máscara. Era evidente que no se esperaba lo que había hecho Dorothea.

El aparato se situó en posición horizontal y las turbinas redujeron la velocidad.

El Hércules iba equipado con patines de aterrizaje, y él oyó al copiloto confirmar que estaban desplegados. Continuaron bajando, el blanco suelo aumentando en tamaño y grado de detalle. Un rebote. Y otro.

Después, Malone oyó el chirriar de los patines contra el crujiente hielo al deslizarse sobre él. No había forma de frenar. Sólo los detendría la fricción. Por suerte había espacio más que suficiente. Finalmente el Hércules se detuvo.

– Bienvenidos al fin del mundo -anunció el piloto al grupo.


Stephanie se levantó de su silla. La fuerza de la costumbre. Davis hizo otro tanto.

Pero Daniels les indicó que no se movieran.

– Es tarde y todos estamos cansados. Sentaos. -Cogió una silla-. Gracias, coronel. ¿Le importaría asegurarse de que no nos molestan?

Gross echó a andar hacia la parte delantera del almacén.

– Tenéis muy mala cara los dos -comentó Daniels.

– Eso es lo que pasa cuando uno ve cómo le vuelan la cabeza a un hombre -respondió Davis.

El presidente suspiró.

– Yo lo he visto una o dos veces. Dos incursiones en Vietnam. No se olvida jamás.

– Un hombre ha muerto por culpa nuestra -se lamentó Davis.

Daniels apretó los labios.

– Pero Herbert Rowland sigue vivo gracias a vosotros.

«Pobre consuelo», pensó Stephanie, y a continuación preguntó:

– ¿Qué lo trae por aquí?

– Me escabullí de la Casa Blanca y puse rumbo al sur en el Marine One. Bush lo puso de moda: solía ir en helicóptero a Iraq antes de que nadie se enterara. Ahora contamos con procedimientos para hacerlo. Estaré en la cama antes de que nadie sepa que me he ido. -La mirada de Daniels se dirigió hacia la puerta de la cámara refrigerada-. Quería ver qué hay ahí dentro. El coronel Gross me lo ha dicho, pero quería verlo.

– Podría cambiar nuestra manera de entender la civilización -dijo ella.

– Increíble. -Stephanie vio que el presidente estaba realmente impresionado-. ¿Tenía razón Malone? ¿Podemos leer los libros?

Ella asintió.

– Lo bastante como para que tengan sentido.

El presidente parecía mantener a raya un carácter por lo común bullicioso. Stephanie había oído que era una ave nocturna y dormía poco. El personal no paraba de quejarse.

– Perdimos al asesino -contó Davis.

Stephanie captó la derrota en su tono, tan distinto de la primera vez que habían trabajado juntos, cuando derrochaba un optimismo contagioso que la había empujado a viajar a Asia Central.

– Edwin, lo has hecho lo mejor que has podido -replicó el presidente-. Pensé que estabas chalado, pero tenías razón.

Los ojos de Davis eran los de alguien que había renunciado a esperar recibir buenas noticias.

– Así y todo, Scofield ha muerto, Millicent ha muerto.

– La cuestión es, ¿quieres coger al que los mató?

– Como le he dicho, lo perdimos.

– Verás, ése es el quid: yo lo he encontrado -repuso Daniels.

OCHENTA Y TRES

Maryland


Ramsey tomó asiento en una desvencijada silla de madera, las manos, el pecho y los pies atados con cinta americana. Se había planteado atacar a McCoy fuera, pero comprendió que Smith sin duda iría armado y no podría zafarse de los dos, de manera que no hizo nada. Decidió esperar el momento adecuado y que alguno metiera la pata.

Quizá no hubiese sido buena idea.

Lo metieron en la casa. Smith encendió un pequeño camping gas que iluminaba débilmente la estancia y daba un calor agradable. Qué interesante: habían abierto una parte de la pared del dormitorio, el rectángulo que se extendía al otro lado, negro como boca de lobo. Ramsey necesitaba saber qué querían esos dos, cómo se habían aliado y cómo apaciguarlos.

– Esta mujer dice que he pasado a formar parte de la lista de los prescindibles -dijo Smith.

– No deberías escuchar a desconocidos.

McCoy estaba de pie, apoyada en el antepecho de una ventana, empuñando una pistola.

– ¿Quién dice que no nos conocemos?

– Eso es algo fácil de deducir -repuso él-: los dos jugáis a dos bandas. Charlie, ¿te ha dicho que me ha sacado veinte millones?

– Algo mencionó, sí. Otro problema.

Ramsey se enfrentó a McCoy.

– Estoy impresionado: identificaste a Charlie y te pusiste en contacto con él.

– No fue tan difícil. ¿Crees que nadie presta atención? Sabes que los móviles se pueden controlar, que se puede seguir el rastro de las transferencias bancarias, servirse de acuerdos confidenciales entre gobiernos para acceder a cuentas y documentos a los que nadie más podría acceder.

– No sabía que tuvieras tanto interés en mí.

– Querías que te ayudara, y eso es lo que estoy haciendo.

Ramsey tiró de las ataduras.

– No es lo que tenía en mente.

– Le he ofrecido a Charlie la mitad de esos veinte millones.

– Y por adelantado -añadió el aludido.

Ramsey cabeceó.

– Eres un idiota desagradecido.

Smith se adelantó y le cruzó la cara con el dorso de la mano.

– Llevo mucho tiempo queriendo hacer esto.

– Charlie, te juro que lo vas a lamentar.

– He hecho lo que me has pedido durante quince años -replicó él-. Querías que alguien muriera y entonces yo lo mataba. Sabía que tramabas algo, siempre lo he sabido. Ahora es el Pentágono, la Junta de Jefes de Estado Mayor. ¿Qué será lo siguiente? Nunca estarás satisfecho, no te retirarás. No es propio de ti. Así que me he convertido en un estorbo.

– ¿Quién ha dicho eso?

Smith señaló a McCoy.

– ¿Y la crees?

– Lo que dice tiene sentido. Y también tenía veinte millones de dólares, porque ahora la mitad son míos.

– Y tú estás en nuestras manos -terció McCoy.

– Ninguno de vosotros tiene agallas para matar a un almirante, jefe de los servicios de inteligencia de la Marina y candidato a la Junta de Jefes. Os costará taparlo.

– ¿De veras? -intervino Smith-. ¿A cuántas personas he liquidado para ti? ¿Cincuenta? ¿Cien? ¿Doscientas? Ni siquiera me acuerdo. Y ni una sola de esas muertes ha sido considerada asesinato. Yo diría que las tapaderas son mi especialidad.

Por desgracia, esa rata engreída tenía razón, así que Ramsey decidió probar con la vía diplomática.

– ¿Qué puedo hacer para convencerte, Charlie? Llevamos mucho tiempo juntos, y voy a necesitarte en años venideros.

Smith no dijo nada.

– ¿A cuántas mujeres ha matado? -quiso saber McCoy.

Ramsey se preguntó a qué vendría eso.

– ¿Acaso importa?

– Me importa a mí.

Entonces cayó en la cuenta: Edwin Davis era su compañero.

– Esto tiene que ver con Millicent, ¿no?

– ¿La mató el señor Smith?

Él decidió ser sincero y asintió con la cabeza.

– ¿Estaba embarazada?

– Eso me dijo, pero ¿quién sabe? Las mujeres mienten.

– Así que la quitaste de en medio.

– Me pareció la forma más sencilla de atajar el problema. Charlie trabajaba para nosotros en Europa, así fue como nos conocimos. Hizo bien el trabajo y es mío desde entonces.

– No soy tuyo -escupió Smith, el desdén tiñendo su voz-. Trabajo para ti, me pagas.

– Y hay mucho más dinero que puede ser tuyo -dejó claro el almirante.

Smith se acercó a la abertura practicada en la pared.

– Por ahí se baja a un sótano oculto. Probablemente fuese útil durante la guerra civil. Es un buen sitio para esconder cosas.

Ramsey captó el mensaje: como un cadáver.

– Charlie, matarme no sería en absoluto un buena idea.

Smith se volvió y lo apuntó con su arma.

– Puede ser, pero estoy completamente seguro de que me hará sentir mejor.


Malone dejó atrás el radiante sol y entró en la base Halvorsen seguido de los demás. Su anfitrión, que los estaba esperando en el hielo cuando bajaron del avión para ser recibidos por una ráfaga de aire helado, era un australiano moreno y con barba -bajo, fornido y con pinta de competente- llamado Taperell.

La base constaba de distintos edificios de alta tecnología enterrados bajo una gruesa capa de nieve que funcionaban mediante modernos sistemas de energía solar y eólica. «Lo último», aseguró Taperell, y acto seguido añadió:

– Han tenido suerte: hoy sólo hay trece grados bajo cero, lo que no está nada mal para esta parte del mundo. -Los condujo hasta una amplia habitación con las paredes revestidas de madera, llena de mesas y sillas, que olía a comida. Un termómetro digital en la pared del fondo marcaba diecinueve grados-. En un pispás les servirán hamburguesas, patatas fritas y algo de beber -ofreció-. He pensado que querrían comer algo.

– Buena idea -apuntó Malone.

– Claro, amigo -contestó el risueño australiano.

– ¿Podemos ponernos en marcha después?

Taperell asintió.

– Ningún problema, ésas son mis órdenes. Tengo un helicóptero listo. ¿Adonde se dirigen?

Malone miró a Henn.

– Su turno.

Christl se adelantó.

– A decir verdad, soy yo quien tiene lo que necesitas.


Stephanie vio que Davis se levantaba de la silla y le preguntaba al presidente:

– ¿Cómo que lo ha encontrado?

– Hoy le he ofrecido a Ramsey la vacante en la Junta de Jefes. Lo llamé y aceptó.

– Supongo que tendrá un buen motivo para haber hecho eso -apuntó Davis.

– ¿Sabes, Edwin? Da la impresión de que nuestros papeles están cambiados. Es como si tú fueras el presidente y yo el viceconsejero de Seguridad Nacional, y lo digo poniendo especial énfasis en lo de vice.

– Sé quién es el jefe, usted sabe quién es el jefe. Sólo díganos por qué ha venido aquí en mitad de la noche.

Ella vio que Daniels no se molestaba por tan impertinente insolencia.

– Cuando fui a Gran Bretaña hace unos años me pidieron que me uniera a la caza del zorro -explicó el presidente-. A los británicos les encanta toda esa gaita: vestirse de punta en blanco a primera hora de la mañana, subirse a un caballo maloliente e ir detrás de un puñado de perros aulladores. Me dijeron que era estupendo. Salvo, claro está, si eres el zorro. En ese caso es una putada. Siendo el alma compasiva que soy, no paraba de pensar en el zorro, así que rehusé.

– ¿Vamos a salir de caza?

Stephanie vio el brillo en los ojos del presidente.

– Pues sí, pero lo bueno de esta cacería es que los zorros no saben que vamos hacia allá.


Malone observó a Christl desplegar un mapa y extenderlo en una de las mesas.

– Nuestra madre me lo explicó.

– Y ¿qué te hace tan especial? -quiso saber Dorothea.

– Supongo que pensó que no perdería la cabeza, aunque por lo visto me considera una soñadora vengativa dispuesta a arruinar a la familia.

– Y ¿lo eres? -le preguntó su hermana.

Christl la atravesó con la mirada.

– Soy una Oberhauser, la última de un largo linaje, y tengo intención de honrar a mis antepasados.

– ¿Y si nos centramos en el problema que tenemos? -terció Malone-. Hace un tiempo excelente, y hemos de aprovecharlo mientras podamos.

Christl había llevado consigo el mapa de la Antártida con el que Isabel lo había tentado en Ossau, el más reciente, que entonces no quiso enseñarle. Ahora él veía que aparecían señaladas todas las bases del continente, la mayoría situadas a lo largo de la costa, incluida Halvorsen.

– Mi abuelo estuvo aquí y aquí -dijo Christl al tiempo que señalaba dos lugares marcados como puntos 1 y 2-. Según sus notas, la mayoría de las piedras que llevó proceden del emplazamiento 1, aunque pasó mucho tiempo en el 2. La expedición transportó una cabaña, desmontada, para que fuese erigida en algún lugar y así reivindicar los derechos de Alemania. Decidieron levantar la cabaña en el emplazamiento 2, aquí, cerca de la costa.

Malone le había pedido a Taperell que se quedara. Llegado ese momento, lo miró y le preguntó:

– ¿Dónde está eso?

– Lo conozco. A unos ochenta kilómetros al oeste de aquí.

– ¿Sigue en pie la cabaña? -se interesó Werner.

– Sin duda -aseguró el australiano-. La encontrará en buen estado, aquí la madera no se pudre. Estará como el día en que la montaron. Y sobre todo allí: la zona entera ha sido declarada área protegida. Se trata de un emplazamiento de «especial interés científico», según la Ley de Conservación de la Antártida. Sólo se puede visitar con el visto bueno de Noruega.

– ¿Por qué? -inquirió Dorothea.

– La costa pertenece a las focas, es una zona de cría. No está permitido el acceso de personas. La cabaña se sitúa en uno de los valles secos del interior.

– Mi madre dice que mi padre le contó que iba a llevar a los americanos al emplazamiento 2 -dijo Christl-. Mi abuelo siempre quiso volver para seguir explorando, pero no lo dejaron.

– ¿Cómo sabemos que ése es el lugar? -preguntó Malone.

Captó la mirada traviesa de Christl, que metió la mano en la mochila y sacó un libro delgado y colorido con el título en alemán. Él lo tradujo para sí: De visita a Nueva Suabia. Cincuenta años después.

– Es un libro ilustrado que se publicó en 1988. Una revista alemana envió un equipo de filmación y un fotógrafo. Mi madre se topó con él hace cinco años. -Se puso a hojearlo en busca de una página en concreto-. Ésta es la cabaña. -Les enseñó una sorprendente imagen en color a dos páginas de una estructura de madera gris enclavada en un valle de piedras negras, veteada de reluciente nieve y eclipsada por peladas montañas grises. Pasó la página-. Ésta es una foto del interior.

Malone la estudió. No había muchas cosas: una mesa con revistas, unas sillas, dos literas, cajas de embalar convertidas en estanterías, un hornillo y una radio.

Christl lo miró risueña.

– ¿Ves algo?

Estaba haciendo lo mismo que él había hecho en Ossau, de modo que aceptó el desafío y escudriñó la fotografía a conciencia, al igual que el resto.

Entonces lo vio. En el suelo, grabado en una de las tablas.



– Es el mismo símbolo que aparece en la tapa del libro que se encontró en la tumba de Carlomagno -dijo Malone, señalándolo.

Ella sonrió.

– Tiene que ser el sitio. Y además hay esto. -Sacó una hoja de papel doblada del libro, una página de una vieja revista, amarillenta y deteriorada, con una imagen granulosa en blanco y negro del interior de la cabaña.

– Estaba entre la documentación de la Ahnenerbe que conseguí -intervino Dorothea-. Recuerdo haberla visto en Múnich.

– Nuestra madre la recuperó y se fijó en esta foto -explicó su hermana-. Mira el suelo: se ve claramente el símbolo. Esto se publicó en la primavera de 1939, era un artículo que escribió el abuelo sobre la expedición del año anterior.

– Le dije que esa documentación era valiosa -afirmó Dorothea.

Malone se dirigió entonces a Taperell.

– Al parecer, es ahí adonde vamos.

El australiano señaló el mapa con el dedo.

– Esta zona de aquí, en la costa, es una plataforma de hielo con agua de mar debajo. Se extiende unos ocho kilómetros hacia el interior, formando lo que sería una bahía considerable de no estar congelada. La cabaña se encuentra al otro lado de una cordillera, a un kilómetro y medio desde lo que sería la orilla occidental de la bahía. Podemos dejarlos ahí y recogerlos cuando estén listos. Como ya les dije, creo que han tenido suerte con el tiempo, hoy hace un calor de mil demonios.

Trece grados bajo cero no era precisamente lo que Malone consideraba un calor tropical, pero entendió a qué se refería.

– Necesitamos equipo de emergencia, por si acaso.

– Tenemos dos trineos preparados. Les estábamos esperando.

– No hace usted muchas preguntas, ¿eh? -observó Malone.

Taperell negó con la cabeza.

– No, amigo. Yo sólo estoy aquí para hacer mi trabajo.

– Pues entonces demos cuenta de esa comida y en marcha.

OCHENTA Y CUATRO

Fort Lee


– Señor presidente -dijo Davis-. ¿No podría usted explicarse sin más? Sin anécdotas ni acertijos. Es muy tarde, y no tengo fuerzas para ser paciente ni respetuoso.

– Edwin, me caes bien. La mayoría de los capullos con los que trato me dicen o bien lo que creen que quiero oír o lo que no me hace falta saber. Tú eres distinto: me dices lo que tengo que oír. Sin dorarme la píldora, sin rodeos. Por eso, cuando me hablaste de Ramsey, te escuché. Si me lo hubiera dicho otra persona, me habría entrado por un oído y salido por el otro. Pero contigo, no. Sí, me mostré escéptico, pero tenías razón.

– ¿Qué es lo que ha hecho usted? -inquirió el aludido.

Stephanie también había captado algo en el tono del presidente.

– Sencillamente, darle lo que quería: el puesto. No hay ninguna nana mejor que el éxito. Si lo sabré yo: han usado esa táctica muchas veces conmigo. -La mirada del presidente se dirigió al compartimento refrigerado-. Lo que me fascina es lo que hay ahí dentro: el testimonio de un pueblo desconocido, que vivió hace mucho tiempo e hizo cosas, pensó cosas. Y, sin embargo, no sabíamos nada de su existencia. -Daniels se metió la mano en el bolsillo y sacó un papel-. Echadle un vistazo a esto.



»Es un petroglifo del templo de Hator en Dendera. Lo vi hace unos años. Ese sitio es inmenso, con unas columnas imponentes. Y bastante reciente para Egipto, data del siglo I antes de Cristo. Esos sirvientes sostienen lo que parece una especie de lámparas que se apoyan en un pilar, por lo que debían de ser pesadas, y están conectadas a una caja que se ve en el suelo mediante un cable. Mirad la parte superior de las columnas, bajo las dos bombillas: parece un condensador, ¿no?

– No tenía idea de que le interesaran tanto estas cosas -comentó Stephanie.

– Lo sé. Nosotros, los paletos tontainas, no somos capaces de valorar nada.

– No quería decir eso, es sólo que…

– No te apures, Stephanie. Esto es algo que no suelo contar, pero me encanta. Todas esas tumbas que se encontraron en Egipto y en las pirámides: ni una sola de las cámaras está dañada por el humo. ¿Cómo demonios las iluminaban ahí abajo para trabajar? Lo único que tenían era fuego, y las lámparas quemaban un aceite humeante.

– Señaló el dibujo-. Puede que contaran con algo más. En el templo de Hator hay una inscripción que lo dice todo. La he apuntado, -Le dio la vuelta al dibujo-: «El templo fue construido según un plano escrito en una antigua lengua sobre un rollo de piel de cabra que data de la época de los compañeros de Horas.» ¿Os imagináis? Ahí dice que recibieron ayuda de hace mucho tiempo,

– ¿No creerá de veras que los egipcios conocían la luz eléctrica? -terció Davis.

– No sé qué pensar. Además ¿quién ha dicho que fuera eléctrica? Podría haber sido química. El Ejército tiene lámparas de fósforo y gas tritio que alumbran durante años sin necesidad de electricidad. No sé qué pensar. Lo único que sé es que ese petroglifo es real.

Cierto, lo era.

– Pongámoslo así -continuó el presidente-: Hubo una época en que los presuntos expertos creían que los continentes eran inmóviles. No cabía duda: la tierra siempre ha estado donde está ahora, punto. Luego la gente empezó a darse cuenta de que África y Sudamérica parecían encajar, y Norteamérica, Groenlandia y Europa, también. Una coincidencia, sentenciaron los expertos, nada más. Luego encontraron fósiles idénticos en Inglaterra y América del Norte, y también la misma clase de piedras. Demasiada coincidencia. Después se localizaron placas bajo los océanos que se mueven, y los presuntos expertos se percataron de que la tierra podía moverse sobre esas placas. Por último, en la década de 1960 se demostró que los expertos se equivocaban: los continentes estuvieron unidos en su día y luego se separaron. Lo que antes era fantasía ahora es ciencia.

Stephanie recordó el mes de abril y la conversación que habían mantenido en La Haya.

– Creía que me había dicho que no sabía usted ni papa de ciencias.

– Y así es, pero eso no significa que no lea y preste atención.

Ella sonrió.

– Es usted una contradicción andante.

– Lo consideraré un cumplido. -Daniels señaló la mesa-. ¿Funciona el programa de traducción?

– Eso parece. Y tiene usted razón: éste es el testimonio de una civilización perdida, una que existió durante bastante tiempo y por lo visto se relacionó con gentes de todo el planeta, incluidos, según Malone, los europeos en el siglo IX.

Daniels se levantó de la silla.

– Nos creemos muy listos y muy modernos, somos los primeros en todo. Chorradas. Ahí fuera hay un montón de cosas que desconocemos.

– Por lo que hemos traducido hasta ahora, al parecer, poseían conocimientos técnicos -contó Stephanie-. Hay cosas extrañas. Entenderlas nos llevará tiempo. Y también trabajo de campo.

– Puede que Malone lamente haber ido allí -musitó Daniels.

– ¿Por qué? -quiso saber ella.

Los oscuros ojos del presidente la escrutaron.

– El combustible que utilizaba el NR-1A era uranio, pero a bordo había miles de litros de petróleo lubrificante. No se encontró una sola gota. -Daniels guardó silencio-. Los submarinos presentan escapes cuando se hunden. Además, está el diario de a bordo, como supisteis por Rowland; seco, sin un borrón. Lo que significa que el submarino estaba intacto cuando Ramsey lo encontró. Y, a juzgar por lo que dijo Rowland, se hallaban en el continente cuando Ramsey se sumergió. Cerca de la costa. Malone está siguiendo la pista de Dietz Oberhauser, lo mismo que hizo el NR-1 A. ¿Y si los caminos se cruzan?

– Ese submarino no puede seguir existiendo -afirmó ella.

– ¿Por qué no? Es la Antártida. -Daniels hizo una pausa-. Hace media hora me han dicho que Malone y su séquito se encuentran en la base Halvorsen.

Stephanie vio que al presidente le preocupaba de verdad lo que estaba pasando, tanto allí como en el sur.

– Muy bien, allá va -dijo Daniels-. Según me han informado, Ramsey contrató a un asesino a sueldo que se hace llamar Charles C. Smith hijo.

Davis permanecía inmóvil en su silla.

– Ordené que la CIA investigara a fondo a Ramsey e identificaron al tal Smith. No me preguntéis cómo, pero lo hicieron. Por lo visto utiliza un montón de nombres, y Ramsey le ha entregado un dineral. Probablemente fuera ese Smith quien mató a Sylvian, Alexander y Scofield, y él cree que mató también a Herbert Rowland…

– Y a Millicent -añadió Davis.

Daniels asintió.

– ¿Ha encontrado a Smith? -preguntó ella, recordando lo que había dicho el presidente hacía un momento.

– Por así decirlo. -Daniels vaciló-. He venido a ver todo esto, quería saber de qué iba. Pero también he venido a deciros cómo creo que podemos poner fin a este circo.


Malone miraba por la ventanilla del helicóptero, el ruido de los rotores palpitaba en sus oídos. Volaban hacia el oeste. Un sol radiante atravesaba los cristales tintados que protegían sus ojos. Iban bordeando la costa, las focas repantigadas en el hielo como babosas gigantescas, las oreas surcando las aguas, patrullando las orillas en busca de una presa incauta. Frente a la costa se alzaban las montañas, erguidas cual lápidas sobre un cementerio blanco infinito, su oscuridad marcando un fuerte contraste con la brillante nieve.

El aparato viró hacia el sur.

– Estamos entrando en el área restringida -anunció Taperell por los auriculares.

El australiano ocupaba el asiento delantero derecho, junto al piloto noruego. El resto se hacinaban en la parte trasera, sin calefacción. Problemas mecánicos en el Huey los habían retrasado tres horas. Nadie se había quedado atrás, todos parecían ansiosos por saber qué había allí. Hasta Dorothea y Christl se habían tranquilizado, aunque estaban sentadas lo más lejos posible la una de la otra. Christl llevaba un anorak de otro color, conseguido en la base en sustitución del que se le había manchado de sangre en el avión.

Dieron con la helada bahía con forma de herradura del mapa, una barrera de icebergs guardando la entrada. En el hielo azul de los icebergs se reflejaba una luz cegadora.

El helicóptero cruzó una cordillera con cimas demasiado escarpadas para que la nieve se aferrara a ellas. La visibilidad era excelente; los vientos, flojos, y tan sólo unos tenues cirros haraganeaban en el luminoso cielo azul.

Delante, Malone vio algo distinto.

En la superficie había poca nieve. En su lugar, el suelo y las paredes rocosas presentaban vistosos trazos irregulares de dolerita negra, granito gris, pizarra marrón y caliza blanca. El paisaje estaba sembrado de rocas graníticas de todas las formas y los tamaños.

– Un valle seco -informó Taperell-. No ha llovido en dos millones de años. Por aquel entonces las montañas se elevaban más a prisa de lo que los glaciares podían abrirse paso por ellas, de manera que el hielo quedó atrapado en la otra cara. Los vientos soplan de la meseta desde el sur y mantienen el suelo prácticamente libre de hielo y nieve. Hay muchos en la zona meridional del continente, no tantos por aquí.

– ¿Ha sido explorado éste? -quiso saber Malone.

– Vienen buscadores de fósiles, este sitio está lleno. También de meteoritos. Pero las visitas están limitadas por el tratado.

De pronto apareció la cabaña, una extraña visión al pie de un pico inhóspito e inaccesible.

El aparato sobrevoló el prístino terreno rocoso y, tras escoger el lugar donde realizaría el aterrizaje, descendió sobre el pedregal.

Bajaron todos, el último Malone, al que le fueron entregados los trineos y el equipo. Taperell le guiñó un ojo cuando le entregó su mochila, dándole a entender que había hecho lo que le había pedido. Los ruidosos rotores y ráfagas de un aire helador embotaron sus sentidos.

Entre los bultos se incluían dos radios. Malone ya había organizado que establecerían contacto dentro de seis horas. El australiano les había dicho que, de ser preciso, podían guarecerse en la cabaña, pero la previsión meteorológica para las siguientes diez o doce horas era buena. La luz no era un problema, ya que el sol no volvería a ponerse hasta marzo.

Malone levantó los pulgares y el helicóptero se alejó. El rítmico soniquete de las palas del rotor fue disminuyendo a medida que el aparato desaparecía por la cordillera.

El silencio los envolvió.

La respiración era trabajosa y silbante; el aire, seco como un viento del Sahara. Sin embargo, la calma no iba acompañada de una sensación de paz.

La cabaña se hallaba a menos de cincuenta metros.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Dorothea.

Malone echó a andar.

– Yo diría que empezar por lo más evidente.

OCHENTA Y CINCO

Malone se acercó a la cabaña. Taperell no se equivocaba: setenta años de antigüedad y, sin embargo, sus paredes, de un pardo blanquecino, eran como si acabasen de salir del aserradero, y no había ni rastro de herrumbre en un solo clavo. Un rollo de cuerda cerca de la puerta parecía nuevo. Sendos postigos protegían las dos ventanas existentes. Malone calculó que la construcción debía de medir cerca de dos metros cuadrados, y tenía aleros y un tejado de chapa a dos aguas que atravesaba el cañón de una chimenea. Contra una pared había una foca destripada, de un negro grisáceo, con sus ojos vidriosos y sus bigotes, tendida como si en lugar de estar congelada únicamente durmiera.

La puerta no tenía pestillo, de manera que Malone empujó y se quitó las gafas. De las vigas del techo, aseguradas mediante abrazaderas de hierro, colgaban pedazos de carne de foca y trineos. Las mismas estanterías de las fotos, hechas con cajas, se apilaban contra una pared con manchas marrones, en ellas los mismos botes y latas de conservas, las etiquetas todavía legibles. Las dos literas con sacos de dormir de pieles, la mesa, las sillas, el hornillo de hierro y la radio seguían allí. Incluso se conservaban las revistas de la foto. Era como si sus ocupantes se hubiesen marchado el día anterior y pudieran volver en cualquier momento.

– Qué inquietante -observó Christi.

Él opinaba lo mismo.

Dado que no había ácaros del polvo ni insectos que descompusieran los restos orgánicos, Malone cayó en la cuenta de que el sudor de los alemanes perduraba, congelado, en el suelo, además de escamas de su piel y excrecencias corporales, y esa presencia nazi se cernía pesadamente en el silente aire de la cabaña.

– El abuelo estuvo aquí -dijo Dorothea mientras se aproximaba a la mesa y las revistas-. Éstas son publicaciones de la Ahnenerbe.

Malone se sacudió la incómoda sensación y se dirigió hacia el lugar donde el símbolo debería estar grabado en el suelo. Lo vio: era el mismo de la tapa del libro. Junto a él, otro burdo dibujo.



– El blasón de nuestra familia -dijo Christl.

– Parece que el abuelo tenía reivindicaciones personales -apuntó Malone.

– ¿Qué quiere decir? -inquirió Werner.

Henn, que permanecía cerca de la puerta, al parecer lo entendió y cogió una barra de hierro que había junto al hornillo. En ella no había ni rastro de óxido.

– Veo que usted también sabe cuál es la respuesta -observó Malone.

Henn no dijo nada. Se limitó a introducir la punta chata bajo las tablas y hacer palanca, dejando al descubierto un negro agujero en el suelo y la parte superior de una escalera de madera.

– ¿Cómo lo has sabido? -le preguntó Christl.

– La cabaña está en un sitio extraño, lo cual no tiene sentido a menos que su misión sea proteger algo. Cuando vi la foto en el libro supe cuál debía de ser la respuesta.

– Necesitaremos linternas -dijo Werner.

– Fuera hay dos, en el trineo. Le pedí a Taperell que las metiera junto con pilas de repuesto.


Smith despertó. Estaba en su apartamento. Eran las 8.20. Sólo había podido dormir tres horas, pero el día ya era estupendo. Tenía diez millones de dólares más gracias a Diane McCoy, y le había dejado bien claro a Langford Ramsey que a él no se lo ninguneaba.

Encendió el televisor y encontró una reposición de «Embrujadas». Le encantaba esa serie. Algo que iba de tres brujas sexis le gustaba. Eran traviesas y majas, dos adjetivos que también eran los que mejor definían a Diane McCoy. Esa mujer había aguantado el tipo sin inmutarse en la confrontación con Ramsey, a todas luces estaba insatisfecha y quería más…, y por lo visto sabía cómo conseguirlo.

Vio cómo Paige orbitaba fuera de la casa. Menudo poder: desaparecer de un sitio y aparecer en otro. Más o menos como él: entraba sin que nadie se diera cuenta, hacía su trabajo y salía con la misma habilidad.

Su móvil sonó. Reconoció el número.

– Dígame, ¿qué puedo hacer por usted? -le preguntó a Diane McCoy al cogerlo.

– Otra limpia.

– Vaya día que llevamos.

– Los dos de Asheville que casi alcanzan a Scofield. Trabajan para mí y saben demasiado. Ojalá tuviéramos tiempo para sutilezas, pero no es así. Hay que eliminarlos.

– Y ¿sabe usted cómo?

– Sé exactamente cómo vamos a hacerlo.


Dorothea vio cómo Cotton Malone se adentraba en la abertura de la cabaña. ¿Qué había encontrado su abuelo? La idea de ir allí se le había antojado inquietante, tanto por los riesgos que entrañaba como por unas implicaciones personales no deseadas, pero ahora se alegraba de haber hecho el viaje. Tenía la mochila a escasos metros, y el arma le proporcionaba un renovado consuelo. En el avión había perdido los papeles; su hermana sabía provocarla, sacaría de quicio, tocarle la fibra más sensible, y se dijo que tenía que dejar de morder el anzuelo.

Werner estaba junto a Henn, cerca de la puerta de la cabaña; Christl, sentada a la mesa de la radio.

Abajo, la linterna de Malone atravesaba la oscuridad.

– Es un túnel -gritó-. Se interna en la montaña.

– ¿Cuánto? -quiso saber Christl.

– Una barbaridad.

Malone asomó la cabeza.

– Necesito ver una cosa.

Salió fuera y los demás lo siguieron.

– Me dan que pensar los tramos de nieve y hielo que recorren el valle. Hay suelo pelado y piedras por todas partes y luego unos caminos desiguales que se entrecruzan aquí y allá. -Apuntó hacia la montaña y una senda nevada de unos seis o siete metros de ancho que partía de la cabaña y moría en su base-. El recorrido del túnel.

Ahí abajo el aire es mucho más frío que en la superficie, así que hay nieve.

– ¿Cómo lo sabe? -inquirió Werner.

– Ya lo verá.


Henn fue el último en bajar por la escalera, y Malone vio la cara de asombro que ponían todos. El túnel, de unos seis metros de ancho, se extendía en línea recta. Las paredes eran de piedra volcánica negra, y el techo, de un azul luminoso, lo envolvía en un brillo crepuscular.

– Esto es increíble -observó Christl.

– El casquete de hielo se formó hace mucho tiempo, pero contó con ayuda. -Malone señaló con la linterna lo que parecían un montón de piedras esparcidas por el suelo, que sin embargo irradiaban un resplandor titilante-. Cuarzo de algún tipo. Están por todas partes. Miren las formas: yo diría que se formaron en el techo, acabaron cayendo y el hielo permaneció formando un arco natural.

Dorothea se agachó para examinar una de ellas. Henn, que sostenía la otra linterna, la alumbró. Cogió algunas: encajaban como piezas de un puzzle.

– Tiene razón: se acoplan.

– ¿Adonde lleva esto? -quiso saber Christl.

– Estamos a punto de averiguarlo.

El aire allí era más frío que el de fuera. Malone consultó su termómetro de muñeca: veinte grados bajo cero. Frío, pero soportable.

No se equivocaba en cuanto a la longitud: el túnel medía unos sesenta metros y estaba repleto de cuarzo. Antes de descender habían introducido el equipaje en la cabaña, incluidas las dos radios. Bajaron con la mochila, y él cargó con pilas de más para las linternas, aunque el resplandor fosforescente que emanaba del techo les permitía ver fácilmente el camino.

El brillante techo terminaba allí donde, según sus cálculos, comenzaba la montaña, con un imponente arco flanqueado por pilares negros y rojos que sostenían un tímpano repleto de inscripciones similares a las de los libros. Malone apuntó con la luz y reparó en que las columnas, cuadradas, se estrechaban por el interior hacia la base, el reflejo de la pulida superficie de una belleza etérea.

– Parece que éste es el lugar -comentó Christl.

Había dos puertas, de unos tres metros de alto, cerradas. Malone se acercó y las tocó: bronce.

Cenefas de espirales decoraban la lisa superficie, y una barra de metal afianzada mediante gruesas abrazaderas la atravesaba de punta a punta; seis pesados goznes se abrían hacia ellos.

Malone cogió la barra y la retiró.

Acto seguido Henn agarró el tirador de una de las puertas y la abrió hacia afuera. Malone echó mano del otro, sintiéndose como Dorothy al entrar en Oz. La otra cara de la puerta presentaba las mismas espirales decorativas y abrazaderas de bronce. La abertura era lo bastante ancha para que pudieran entrar todos a la vez.

Lo que por la parte superior parecía una única montaña cubierta de nieve en realidad eran tres picos apiñados, las anchas hendiduras entre ellos fraguadas con hielo de un azul translúcido: antiguo, frío, duro y sin rastro de nieve. El interior en su día había estado revestido de más bloques de cuarzo, como una vidriera imponente, las juntas gruesas y dentadas. Buena parte del muro interior se había derruido, pero en pie quedaba lo suficiente para ver que aquella proeza arquitectónica debía de haber sido impresionante. A través de tres junturas ascendentes, cual inmensas barras de luz, se colaba una lluvia iridiscente de rayos azulados que proporcionaba una iluminación sobrenatural al cavernoso espacio.

Ante ellos tenían una ciudad.


Stephanie había pasado la noche en casa de Davis, un modesto piso de dos dormitorios y dos baños en el edificio Watergate Towers. Paredes oblicuas, cuadrículas entrecruzadas, techos a distintas alturas y abundancia de curvas y círculos hacían de las estancias una composición cubista. El minimalismo decorativo y el color pera madura de las paredes producían una sensación extraña, pero no desagradable. Davis le explicó que el piso ya estaba amueblado y él había acabado acostumbrándose a su simplicidad.

Habían vuelto a Washington con Daniels, a bordo del Marine One, y habían conseguido dormir unas horas. Stephanie se duchó, y Davis se ocupó de que ella pudiera comprar algo de ropa en una de las boutiques de la planta baja. Eran prendas caras, pero no tenía elección: a las que llevaba ya les había dado bastante uso. Había ido de Atlanta a Charlotte pensando que sería para un día a lo sumo; ya llevaban tres y sin visos de que aquello fuera a terminar. Davis también se había aseado, afeitado y cambiado de ropa. Se había puesto unos pantalones de pana azul marino y una camisa Oxford amarillo claro. Todavía tenía el rostro magullado de la pelea, pero su aspecto era mejor.

– Podemos comer algo abajo -propuso él-. No sé ni poner a hervir agua, así que como bastante ahí.

– El presidente es tu amigo -se sintió obligada a decir Stephanie, consciente de que a él no se le iba de la cabeza la noche anterior-. Está corriendo muchos riesgos por ti.

Él esbozó una sonrisa crispada.

– Lo sé. Y ahora nos toca actuar a nosotros.

Stephanie había terminado admirando a Davis. No era en absoluto como se lo imaginaba. Un tanto demasiado audaz para su propio bien, pero comprometido.

Sonó un teléfono y Davis lo cogió. Estaban a la espera.

En el silencio del piso ella pudo oír cada palabra de la llamada.

– Edwin, tengo el lugar -dijo Daniels.

– Dígame -repuso el aludido.

– ¿Estás seguro? Es tu última oportunidad. Puede que no salgas vivo de ésta.

– Usted dígame cuál es el sitio.

A Stephanie la incomodó su impaciencia, pero Daniels tenía razón: tal vez no salieran con vida. Davis cerró los ojos.

– Tan sólo déjenos hacer esto. -Hizo una pausa-. Señor.

– Apunta.

Davis cogió un papel y un lápiz de la encimera y anotó de prisa la información que le iba facilitando Daniels.

– Ten cuidado, Edwin -pidió el presidente-. No sabes lo que te espera.

– Y uno no se puede fiar de las mujeres, ¿no?

El presidente soltó una risita.

– Me alegro de que lo hayas dicho tú y no yo.

Davis colgó y clavó la vista en ella, sus ojos eran un caleidoscopio de emociones.

– Es mejor que te quedes aquí.

– Ni de coña.

– No tienes por qué hacer esto.

La frialdad de la afirmación la hizo reír.

– ¿Desde cuándo? Eres tú quien me ha metido en esto.

– Me equivoqué.

Ella se acercó y le acarició con ternura el magullado rostro.

– Si yo no hubiera estado allí, habrías matado al hombre equivocado en Asheville.

Davis la cogió por la muñeca y le dio un leve abrazo, la mano temblorosa.

– Daniels tiene razón: esto es totalmente impredecible.

– Ya, Edwin, así es mi vida.

OCHENTA Y SEIS

Malone había visto cosas impresionantes: el tesoro de los templarios, la biblioteca de Alejandría, la tumba de Alejandro Magno. Pero ninguna de ellas podía compararse con ésa.

Ante ellos se extendía un camino procesional de losas irregulares y pulidas; a ambos lados, construcciones apretadas de diversas formas y tamaños. Las calles se cruzaban y se cortaban. La envoltura de roca que revestía el asentamiento se alzaba más de un centenar de metros, el muro más alejado tal vez estuviese a dos campos de fútbol de distancia. Más impresionantes aún eran las caras de piedra verticales, que se erguían como monolitos, la superficie lisa del suelo al techo, exhibiendo símbolos, letras y dibujos grabados. La linterna de Malone dejó al descubierto en la pared más cercana a él una combinación de cuñas de arenisca de un amarillo blanquecino, pizarra de un rojo verdoso y dolerita negra. Como si fuese mármol, como si se hallaran dentro de un edificio en lugar de estar en una montaña.

A lo largo de la calle se alzaban pilares a intervalos regulares sustentando el cuarzo, que desprendía un brillo suave, como de lamparilla, y lo envolvía todo en un tenue halo de misterio.

– El abuelo tenía razón -dijo Dorothea-. Existe de veras.

– Sí que la tenía -coreó Christl, alzando la voz-. En todo.

Malone captó el orgullo, notó su agitación.

– Todos vosotros creíais que era un soñador -añadió ella-. Nuestra madre los reprendió, a él y a nuestro padre, pero los dos eran visionarios, tenían razón en todo.

– Esto lo cambiará todo -afirmó Dorothea.

– Y tú no tienes ningún derecho a compartirlo -espetó su hermana-. Yo siempre creí en sus teorías, por eso seguí esos estudios. Vosotros os reísteis de ellas. Ahora nadie volverá a reírse de Hermann Oberhauser.

– ¿Y si dejamos los elogios para después y echamos un vistazo? -sugirió Malone.

Se situó a la cabeza del grupo, escudriñando las bocacalles hasta donde les permitían las linternas. Sentía una gran aprensión, pero la curiosidad lo impulsaba a continuar. No le habría extrañado que la gente saliera de los edificios para saludarlos, pero tan sólo se oían sus pasos.

Las construcciones eran una mezcla de cuadrados y rectángulos con las paredes de piedra labrada muy junta, pulida y unida sin argamasa. Las dos luces revelaron fachadas llenas de color, marrón rojizo, pardo, azul, amarillo, blanco, dorado. Los tejados, de escasa inclinación, exhibían frontones repletos de intrincados diseños en espiral y más escritura. Todo era pulcro, práctico y estaba bien organizado. El congelador antártico lo había conservado todo, aunque el efecto de la actividad geológica se dejaba sentir: muchos de los bloques de cuarzo de las imponentes grietas luminosas se habían caído, algunos muros se habían derrumbado y en la calle se veían baches.

La avenida desembocaba en una plaza circular bordeada de más edificios, uno de los cuales era una estructura similar a un templo con columnata, los cuadrados pilares bellamente decorados. En medio de la plaza se repetía el mismo símbolo del libro, un inmenso monumento rojo brillante rodeado de bancos de piedra dispuestos en gradas. Su memoria eidética recuperó en el acto lo que escribiera Eginardo:


Los consejeros aprobaban las leyes estampando un sello con el símbolo de la justicia. Este símbolo, tallado en piedra roja, ocupa el centro de la ciudad y preside sus deliberaciones anuales. En la parte superior se encuentra el sol, un semicírculo resplandeciente y esplendoroso. Luego viene la lieira, un simple círculo, y los planetas, fe representados mediante un punto dentro del círculo. La cruz les recuerda a la tierra, mientras que debajo ondea el mar.


La plaza estaba salpicada de columnas cuadradas de unos tres metros de altura, todas ellas color carmesí y coronadas con arabescos y ornamentos. Malone contó dieciocho. En ellas, formando apretadas líneas, se distinguía más escritura.


Las leyes son promulgadas por los consejeros y grabadas en las Columnas de los Justos de la plaza central de cada ciudad para que todo el mundo tenga conocimiento de ellas.


– Eginardo estuvo aquí -dijo Christl. Por lo visto, ella también había caído en la cuenta-. Es cómo él lo describe.

– Dado que no compartiste con nosotros lo que escribió, vete a saber -apuntó Dorothea.

Malone observó que Christl ignoraba a su hermana y estudiaba una de las columnas.

Caminaban sobre un collage de mosaicos. Henn escrutó el pavimento con la linterna: animales, personas, escenas de la vida cotidiana, todo ello con vivos colores. A unos metros vieron un murete de piedra circular que debía de medir unos diez metros de diámetro y uno de alto. Malone se acercó a echar una ojeada. En la tierra se abría un orificio recubierto de piedra negra. Los otros se aproximaron.

Encontró una piedra del tamaño de un melón pequeño y la arrojó al vacío. Transcurrieron diez segundos, veinte, treinta, cuarenta; un minuto. Y seguían sin oír el fondo.

– Es profundo -comentó.

Parecido al aprieto en el que se encontraba.


Cuando Dorothea se apartó del pozo, Werner la siguió.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó.

Ella asintió, de nuevo incómoda con tanta preocupación conyugal.

– Tenemos que poner fin a esto -susurró-. Haz algo.

Él asintió con la cabeza.

Malone estudiaba uno de los cuadrados pilares rojos. Respirar le secaba la boca a Dorothea.

– ¿No iríamos más de prisa si nos dividiésemos en dos grupos, echásemos un vistazo y después nos reuniéramos aquí? -le dijo Werner a Malone.

El aludido se volvió.

– No es mala idea. Nos quedan cinco horas para establecer contacto por radio y el túnel es largo. Sólo podemos recorrerlo una vez.

Nadie objetó nada.

– Para que no haya peleas, yo iré con Dorothea -propuso Malone-. Usted y Christl, con Henn.

Dorothea miró de reojo a Ulrich y sus ojos le dijeron que estaba conforme, de manera que no replicó.


Malone decidió que si tenía que suceder algo, ése era el momento, de modo que aceptó de prisa la sugerencia de Werner. Se mantenía a la expectativa para ver quién haría el primer movimiento. Mantener separadas a las dos hermanas y al matrimonio parecía oportuno, y por lo visto nadie tenía nada que objetar.

Lo que significaba que habría de jugar con la mano que él mismo se había repartido.

OCHENTA Y SIETE

Malone y Dorothea dejaron la plaza central y se adentraron en la ciudad. Los edificios estaban pegados los unos a los otros como fichas de dominó en una caja. Algunas estructuras eran tiendas, con una o dos habitaciones, que se abrían directamente a la calle sin otra función obvia; otras se hallaban apartadas, el acceso por pasajes que discurrían entre las tiendas y finalizaban en puertas principales. Malone reparó en que no había cornisas, aleros ni canalones. La arquitectura mostraba predilección por los ángulos rectos, las diagonales y las formas piramidales, las curvas utilizadas con moderación. Unas tuberías de cerámica unidas mediante gruesas juntas grises pasaban de casa en casa y recorrían arriba y abajo los muros exteriores. Aunque todas estaban bellamente pintadas, formaban parte de la decoración, él dedujo que también eran prácticas.

Malone y Dorothea decidieron inspeccionar una de las viviendas, a la que entraron por una puerta de bronce esculpida. Los recibió un patio central con el piso de mosaico rodeado de cuatro estancias cuadradas, cada una de las cuales había sido tallada en la roca con una profundidad y una precisión manifiestas. Las columnas, de ónice y topacio, parecían más ornamentales que funcionales. Una escalera conducía a la planta superior. No había ventanas. En cambio, el techo era de cuarzo, las piezas formando un arco con ayuda de mortero. La débil luz del exterior se refractaba y se veía aumentada, haciendo que las habitaciones refulgieran con más intensidad.

– Están todas vacías -aseguró Dorothea-. Es como si lo hubieran cogido todo y se hubiesen marchado.

– Puede que fuera precisamente eso lo que sucedió.

Las paredes estaban repletas de imágenes: grupos de mujeres bien vestidas sentadas a una mesa, rodeadas de más gente. Al fondo, una orea -un macho, a juzgar por la gran aleta dorsal- surcaba un mar azul. Más cerca flotaban icebergs dentados, moteados de colonias de pingüinos. También había un barco, alargado, estrecho, con dos mástiles y el símbolo de la plaza, de un rojo brillante, en las cuadradas velas. Daba la impresión de que se concedía importancia al realismo, las proporciones eran buenas. La pared reflejaba el haz de luz de la linterna, y Malone se sintió impulsado a acercarse para tocar la superficie.

En todas las estancias había más tuberías de cerámica del suelo al techo, el exterior pintado de forma que se fundiera con las imágenes.

Malone las examinó sin ocultar su asombro.

– Ha de tratarse un sistema de calefacción. Debían de contar con algo que les proporcionara calor.

– ¿La fuente?

– Geotérmica. Esta gente era lista pero no conocía muchos adelantos mecánicos. Yo diría que ese pozo de la plaza principal era un respiradero geotérmico que caldeaba todo el lugar. Después canalizaban más calor por las tuberías para que llegara a toda la ciudad. -Frotó el reluciente exterior-. Pero si la fuente del calor se consumía, debían de verse en apuros. Vivir aquí debía de ser una lucha diaria.

Una grieta afeaba una de las paredes interiores; Malone la recorrió con la linterna.

– Este sitio se ha visto afectado por algunos terremotos a lo largo de los siglos. Es increíble que siga en pie.

Ella no había respondido a ninguna de sus observaciones, de modo que él se volvió.

Dorothea Lindauer se hallaba al otro lado de la estancia, apuntándole con un arma.


Stephanie estudió la casa a la que llegaron siguiendo las indicaciones de Danny Daniels: vieja, destartalada, aislada en medio de la campiña de Maryland, rodeada de densos bosques y prados. En la parte posterior se alzaba un granero. No se veía vehículo alguno. Los dos iban armados, de manera que se bajaron del coche pistola en ristre. Ninguno dijo nada.

Se acercaron a la puerta principal, que estaba abierta. La mayoría de las ventanas carecían de cristales. Stephanie calculó que la casa debía de tener entre doscientos y trescientos metros cuadrados. Su época de esplendor era cosa del pasado.

Entraron con cautela.

El día era despejado y frío, y por las desnudas ventanas penetraba a raudales un sol radiante. Se encontraban en el recibidor, a derecha e izquierda se abrían sendos salones y enfrente arrancaba un pasillo. La casa tenía una sola planta y era laberíntica, las estancias unidas mediante anchos corredores. Los muebles saturaban las habitaciones, tapados por telas mugrientas, el papel de las paredes se desprendía a tiras y la madera del suelo estaba alabeada.

Ella oyó algo, arañazos. Después, unos suaves golpecitos. ¿Algo en movimiento? ¿Caminando?

Luego oyó un gruñido y un aullido.

Sus ojos recorrieron uno de los pasillos. Davis la adelantó y se situó a la cabeza. Llegaron a uno de los dormitorios. Él se situó tras ella, el arma en alto, y Stephanie supo lo que quería que hiciera, de forma que se acercó con cuidado a la puerta, asomó la cabeza y vio dos perros, uno leonado y blanco y el otro gris claro, ambos muy entretenidos comiendo algo. Los animales eran de buen tamaño y fibrosos. Uno de ellos notó su presencia y levantó la cabeza: tenía la boca y el morro ensangrentados. El animal soltó un gruñido.

El otro presintió el peligro y también se puso en guardia. Davis se aproximó por detrás.

– ¿Lo has visto? -le preguntó a Stephanie.

Lo había visto.

Bajo los perros, en el suelo, estaba la comida: una mano humana, cortada por la muñeca, a la que faltaban tres dedos.


Malone miró con fijeza el arma que sostenía Dorothea.

– ¿Va a pegarme un tiro?

– Está conchabado con ella. La vi entrar en su habitación.

– No creo que un revolcón implique estar conchabado con alguien.

– Mi hermana es una mala persona.

– Las dos están locas.

Malone echó a andar hacia ella, que adelantó el arma. Él se detuvo cerca de una puerta que se abría a la habitación contigua. Dorothea se hallaba a unos tres metros de distancia, ante otra pared de brillantes mosaicos.

– Van a acabar la una con la otra, a menos que paren -espetó él.

– No se llevará esto.

– ¿Qué es «esto»?

– Soy la heredera de mi padre.

– No, usted no, las dos. El problema es que ninguna de ustedes lo ve.

– Ya la ha oído, reivindicando que tenía razón. Será imposible tratar con ella.

Cierto, pero él estaba harto y ése no era el momento.

– Haga lo que tenga que hacer, pero yo me largo.

– Le pegaré un tiro.

– Hágalo.

Malone dio media vuelta e hizo ademán de cruzar la puerta.

– Lo digo en serio, Malone.

– Me está haciendo perder el tiempo.

Ella apretó el gatillo.

Clic.

El continuó andando. Dorothea apretó el gatillo de nuevo. Otro clic.

Malone se detuvo y se encaró con ella.

– Pedí que registraran su mochila mientras comíamos en la base. Encontré el arma. -Él vio que estaba avergonzada-. Me pareció prudente, después de la rabieta del avión. Mandé sacar las balas del cargador.

– Apuntaba al suelo -se disculpó ella-. No le habría hecho daño.

Él extendió el brazo y Dorothea se acercó y le entregó la pistola.

– Odio a Christl con toda mi alma.

– Eso ya ha quedado claro, pero en este momento es contraproducente. Hemos encontrado lo que su familia buscaba, lo que a su padre y su abuelo les llevó toda una vida encontrar. ¿Es que no está emocionada?

– No es lo que yo buscaba.

Él intuyó un dilema, pero decidió no indagar.

– Y ¿qué hay de lo que usted buscaba? -le preguntó ella.

Tenía razón: allí no había ni rastro del NR-1A.

– Aún está por ver.

– Puede que éste sea el sitio al que vinieron nuestros padres. Antes de que Malone pudiera responder, dos ruidos secos rompieron el silencio fuera, a lo lejos. Un tercero.

– Eso ha sido una pistola -dijo él. Y salieron corriendo de la habitación.


Stephanie vio algo más.

– Mira a la derecha.

Parte de la pared interior estaba abierta, el rectángulo que se dibujaba al otro lado sumido en la sombra. En la tierra y el polvo, Stephanie vio huellas de patas que entraban y salían.

– Por lo visto saben lo que hay ahí detrás.

Los perros se tensaron y empezaron a ladrar.

Stephanie centró su atención nuevamente en ellos.

– Tienen que irse.

Ellos seguían con el arma en alto y los perros se mantenían firmes, protegiendo su comida, de manera que Davis se situó al otro lado de la puerta.

Uno de los perros avanzó y luego se detuvo en seco.

– Voy a disparar -anunció él.

Apuntó y envió un proyectil al suelo, entre ambos animales, que lanzaron un alarido y comenzaron a moverse confusos. Davis volvió a abrir fuego y ambos salieron al pasillo a toda velocidad. Se detuvieron a menos de un metro, al caer en la cuenta de que habían olvidado su comida, pero al disparar Stephanie al suelo, los animales se volvieron, echaron a correr y salieron por la puerta principal.

Ella exhaló un suspiro.

Davis entró en la habitación y se arrodilló junto a la mano cercenada.

– Tenemos que ver lo que hay ahí abajo.

Ella no estaba muy de acuerdo -¿qué sentido tenía?-, pero sabía que Davis necesitaba verlo, de forma que se dirigió hacia la entrada. Unos estrechos escalones de madera salvaban el desnivel y a continuación doblaban a la derecha fundiéndose con la negrura.

– Probablemente sea un viejo sótano.

Stephanie empezó a bajar, seguida de él. En el descansillo vaciló. La oscuridad se fue desvaneciendo a medida que sus ojos se acostumbraban a ella, y la luz del lugar les permitió distinguir una estancia de menos de un metro cuadrado, el muro de cerramiento excavado en la roca, el suelo de polvorienta tierra. Gruesas vigas de madera atravesaban el techo, y el frío aire estaba viciado.

– Por lo menos no hay más perros -apuntó Davis.

Entonces ella lo vio: un cuerpo vestido con un abrigo; tendido boca abajo, en un brazo, un muñón. Reconoció en el acto el rostro, aunque una bala había acabado con la nariz y con un ojo.

Langford Ramsey.

– La deuda está saldada -dijo ella.

Davis la rodeó y se aproximó al cadáver.

– Ojalá lo hubiese hecho yo.

– Es mejor así.

Oyeron algo arriba, pasos. Stephanie miró el techo de madera que se alzaba sobre su cabeza.

– Eso no es un perro -susurró Davis.

OCHENTA Y OCHO

Malone y Dorothea salieron disparados de la casa a la desierta calle. Otro sonido sordo. Él determinó su procedencia.

– Por ahí -dijo.

Se resistió a echar a correr, pero aceleró el paso hacia la plaza central. Las abultadas ropas y las mochilas frenaban el avance. Rodearon el pozo circular y enfilaron al trote otra amplia calle. Allí, en el corazón de la ciudad, había más pruebas de perturbaciones geológicas. Varios edificios se habían desplomado, los muros estaban agrietados, las piedras se amontonaban en la calle. Malone iba con cuidado: en un terreno tan inestable había que mirar por dónde pisaba uno.

Algo llamó su atención cerca de uno de los brillantes cristales elevados. Se detuvo y Dorothea lo imitó.

¿Una gorra? ¿Allí? En aquel lugar vetusto y abandonado, resultaba una extraña intrusión.

Malone se aproximó: tela anaranjada, reconocible. Se agachó. Por encima de la visera, en letras bordadas, se leía:


MARINA ESTADOUNIDENSE

NR-1A


¡Virgen santa! Dorothea también lo leyó.

– No puede ser.

Malone examinó la gorra por dentro. Escrito con tinta negra se leía: «Vaught.» Recordó el informe de la comisión de investigación: a Auxiliar de máquinas de segunda clase Dough Vaught.» Uno de los miembros de la dotación del NR-1A.

– Malone.

Su apellido resonó por el vasto interior.

– Malone.

Era Christl. Aquello lo devolvió a la realidad.

– ¿Dónde estás? -gritó él.

– Aquí.


Stephanie comprendió que tenían que salir de aquella mazmorra, el último sitio donde querrían enfrentarse con nadie.

Las pisadas de un único par de pies se dirigían al otro extremo de la casa, alejándose de la habitación que había en lo alto de la escalera, de forma que Stephanie subió los peldaños de madera sin hacer ruido y se detuvo al llegar arriba. Asomó la cabeza con cuidado por la pared abierta y, al no ver a nadie, salió. A una señal suya, Davis se situó a un lado de la puerta del pasillo y ella al otro. Decidió echar un vistazo. Nada.

Davis echó a andar primero, sin esperar por ella. Stephanie lo siguió hasta el recibidor. Seguían sin ver a nadie. Entonces percibieron movimiento al otro lado del salón al que ella estaba mirando, en lo que debían de ser la cocina y el comedor.

Apareció una mujer. Diane McCoy.

Como había dicho Daniels.

Stephanie fue directa a ella y Davis abandonó su posición al otro lado del recibidor.

– El Llanero Solitario y su amigo Tonto -dijo McCoy-. ¿Qué?, ¿habéis venido a salvar el mundo?

McCoy llevaba puesto un largo abrigo de lana desabrochado, unos pantalones informales, una camisa y unas botas. No tenía nada en las manos, y el rítmico soniquete de sus tacones de piel casaba con lo que ellos habían oído abajo.

– ¿Tenéis idea de la cantidad de problemas que habéis causado? -les preguntó-. Pavoneándoos por ahí y metiéndoos en lo que no es asunto vuestro.

Davis la apuntó con la pistola.

– Me trae sin cuidado. Eres una traidora.

Stephanie no se movió.

– Vaya, vaya, qué desagradable -dijo una nueva voz, masculina.

Ella se volvió.

Un hombre enjuto y nervudo con la cara redonda apareció en el salón opuesto, apuntándolos con un HK53. Stephanie conocía bien ese fusil de asalto: cuarenta proyectiles, fuego selectivo, sucio. También supo quién era el que lo sostenía: Charlie Smith.


Malone se metió la gorra en el bolsillo del anorak y salió corriendo. Una serie de amplios escalones de unos seis metros de largo bajaban hasta una plaza semicircular que se abría frente a un alto edificio con columnata. Festoneaban su perímetro estatuas y esculturas que remataban más pilares cuadrados.

Christl se hallaba entre las columnas, en el pórtico de la construcción, con una arma en la mano, pegada al costado. Malone había hecho registrar su mochila, pero no a ella, pues de ese modo habría advertido a todo el mundo de que no era tan tonto como al parecer ellos pensaban, y no quería perder la ventaja que constituía que lo subestimaran.

– ¿Qué ha pasado? -inquirió él sin aliento.

– Es Werner. Henn lo ha matado.

– ¿Por qué? -oyó decir Malone a Dorothea.

– Piensa, querida hermana. ¿Quién da órdenes a Ulrich?

– ¿Mamá? -preguntó ella a modo de respuesta.

No era momento de discusiones familiares.

– ¿Dónde está Henn?

– Nos separamos. Yo volví justo cuando le disparó a Werner. Saqué mi arma y abrí fuego, pero Henn huyó.

– ¿Por qué llevas una pistola? -quiso saber Malone.

– Yo diría que menos mal que la he traído.

– ¿Dónde está Werner? -intervino su hermana.

– Ahí dentro -repuso Christl al tiempo que le indicaba el lugar.

Dorothea subió los escalones con Malone detrás. Entraron en el edificio por una puerta revestida de lo que parecía estaño ornamentado. Dentro había una sala alargada con el techo alto, el suelo y las paredes recubiertos de azulejos azules y dorados. Salpicaban el suelo bañeras con el fondo de guijarros erosionados, una tras otra, a ambos lados una balaustrada de piedra. Celosías de bronce protegían ventanas sin cristales y las paredes se hallaban revestidas de mosaicos. Paisajes, animales, hombres jóvenes vestidos con lo que parecían kilts y mujeres con faldas de volantes, algunas de las cuales portaban vasijas, otras cuencos, para llenar las bañeras. Fuera, Malone se había fijado en que algo parecido al cobre remataba el frontón y un brillo argénteo adornaba las columnas. Ahora vio calderos de bronce y accesorios de plata; a todas luces, la metalurgia era una forma de arte para esa sociedad. El techo era de cuarzo, un amplio arco sostenido por una viga central que recorría el rectángulo cuan largo era. Desagües en las paredes y el fondo de las bañeras confirmaron que en su día éstas contenían agua. El lugar en el que se encontraban era una casa de baños, dedujo.

Werner yacía esparrancado en una de las bañeras.

Dorothea corrió a su lado.

– Qué escena tan conmovedora -observó Christl-. La esposa buena y fiel lamentando la pérdida del querido esposo.

– Dame el arma -exigió él.

Ella le dirigió una mirada cortante, si bien le entregó la pistola. Malone vio que era de la misma marca y modelo que la de Dorothea. Por lo visto, Isabel se había asegurado de que sus hijas tuvieran las mismas posibilidades. Sacó el cargador y se metió ambas cosas en el bolsillo.

A continuación se acercó a Dorothea y vio que a Werner le habían descerrajado un único tiro en la cabeza.

– Yo le disparé dos veces a Henn -afirmó Christl. Y señaló al fondo de la sala, más allá de una plataforma con escalones bajos, hacia otra puerta-. Se fue por allí.

Malone se quitó la mochila, abrió el compartimento central y sacó una 9 mm automática. Cuando Taperell registró las pertenencias del resto y encontró el arma de Dorothea, él tuvo la precaución de pedirle al australiano que introdujera una arma en su mochila.

– Tú sigues distintas reglas, ¿no? -espetó Christl.

Él no le hizo caso.

Dorothea se puso en pie.

– Quiero a Ulrich.

Malone captó el odio en su voz.

– ¿Por qué iba a matar a Werner?

– Por mi madre, ¿por qué iba a ser? -repuso ella a gritos, sus palabras resonando en los baños-. Mató a Sterling Wilkerson sólo para apartarlo de mí, y ahora ha matado a Werner.

Christl se dio cuenta de que Malone no sabía de qué estaba hablando.

– Wilkerson era un agente americano enviado por un tal Ramsey para espiarnos, el último amante de Dorothea. Ulrich le pegó un tiro en Alemania.

Malone estaba de acuerdo: había que dar con Henn.

– Os ayudaré -se ofreció Christl-. Es mejor dos que una. Y conozco a Ulrich, sé cómo piensa.

De eso Malone estaba seguro, de manera que introdujo un cargador en el arma y se la devolvió.

– Yo también quiero la mía -pidió Dorothea.

– ¿Ha venido armada? -le preguntó su hermana a él.

Malone asintió.

– Sois las dos iguales.


Dorothea se sentía vulnerable: Christl iba armada, y Malone se había negado en redondo a devolverle la pistola.

– ¿Por qué le da ventaja? -inquirió-. ¿Es que es idiota?

– Su marido ha muerto -le recordó Malone.

Ella miró a Werner.

– No era mi marido desde hacía mucho. -En sus palabras había arrepentimiento, tristeza. Justo lo que ella sentía-. Pero eso no significa que le deseara la muerte. -Fulminó a su hermana con la mirada-. No así.

– Esta búsqueda está saliendo cara. -Malone hizo una pausa-. Para ambas.

– El abuelo tenía razón -apuntó Christl-. Los libros de historia serán reescritos, y todo gracias a los Oberhauser. Nuestro cometido es encargarnos de que eso ocurra. Por la familia.

Dorothea imaginó que probablemente su padre y su abuelo hubiesen pensado y dicho lo mismo, pero quería saber:

– ¿Qué hay de Henn?

– A saber qué le habrá ordenado hacer nuestra madre -respondió Christl-. Yo diría que matarnos a mí y a Malone. -Señaló a su hermana con la pistola-. Tú serás la única superviviente.

– Mentirosa -escupió Dorothea.

– ¿Ah, sí? Entonces, ¿dónde está Ulrich? ¿Por qué huyó cuando me enfrenté a él? ¿Por qué mató a Werner?

Su hermana no conocía las respuestas.

– No tiene sentido discutir -terció Malone-. Vayamos por él y acabemos con esto.


Malone cruzó una puerta y salió de los baños públicos. A ambos lados de un largo corredor se abrían una serie de habitaciones, espacios que daban la impresión de ser almacenes o talleres, dado que eran más sencillos en colorido y diseño y estaban desprovistos de murales. El techo seguía siendo de cuarzo, la luz refractada iluminaba el camino. Christl avanzaba a su lado, y Dorothea, detrás.

Dejaron tras de sí unas estancias minúsculas que tal vez fueran vestuarios y a continuación vieron más espacios destinados a almacenamiento y trabajo. Por el suelo, pegadas a la pared a modo de rodapié, discurrían las mismas tuberías de cerámica.

Llegaron a una intersección.

– Yo iré por ahí -dijo Christi.

El se mostró conforme.

– Nosotros, por el otro lado.

Christl dobló a la derecha y desapareció en la fría penumbra gris.

– Sabe que es una puñetera mentirosa -musitó Dorothea.

Sin perder de vista la dirección que había tomado Christi, Malone repuso:

– ¿Usted cree?

OCHENTA Y NUEVE

Charlie Smith tenía la situación bajo control. Las instrucciones de Diane McCoy habían sido acertadas: le había dicho que esperara en el granero hasta que los dos visitantes estuviesen dentro y luego se situara sin hacer ruido allí, en el salón delantero. Después ella entraría en la casa anunciando su presencia y ambos solucionarían el problema.

– Tiren las armas -ordenó él.

El metal cayó ruidosamente al suelo de madera.

– ¿Son los dos de Charlotte? -quiso saber Smith.

La mujer asintió. Stephanie Nelle. Magellan Billet. Departamento de Justicia. McCoy le había facilitado los nombres y los puestos.

– ¿Cómo supieron que estaría en casa de Rowland?

Sentía verdadera curiosidad.

– Es usted predecible, Charlie -espetó ella.

Smith lo dudaba. Con todo, se habían plantado allí. Dos veces.

– Lo conozco desde hace mucho -le dijo Edwin Davis-. No sabía cómo se llamaba, qué aspecto tenía ni dónde vivía, pero sabía que estaba ahí fuera, trabajando para Ramsey.

– ¿Le gustó el pequeño espectáculo de Biltmore?

– El profesional es usted -terció Nelle-. Ese tanto se lo apuntó usted.

– Estoy orgulloso de mi trabajo. Por desgracia, en este momento nado entre dos aguas.

Dio unos pasos hacia el recibidor.

– ¿Es consciente de que hay gente que sabe que estamos aquí? -dijo Stephanie.

Él soltó una risita.

– Eso no es lo que ella me ha dicho -repuso señalando a McCoy-. Sabe que el presidente sospecha de ella, fue él quien los envió aquí… para cogerla. ¿Por casualidad Daniels me mencionó a mí?

Nelle puso cara de sorpresa.

– Eso pensaba. Sólo supuso que estarían ustedes tres. ¿Han venido a hablar de ello?

– ¿Eso es lo que le has dicho? -le preguntó Stephanie a Diane.

– Es la verdad. Daniels os envió para cogerme. El presidente no puede permitirse que esto trascienda al público. Demasiadas preguntas. Por eso vosotros sois todo el puñetero ejército. -McCoy hizo una pausa-. Lo que yo decía, el Llanero Solitario y Tonto.


Malone no sabía adonde conducía aquel laberinto de corredores. No tenía la menor intención de hacer lo que le había dicho a Christl, de modo que le ordenó a su hermana:

– Venga conmigo.

Desanduvieron lo andado y entraron de nuevo en los baños.

En las paredes exteriores se abrían otras tres puertas. Malone le entregó la linterna.

– Vaya a ver qué hay en esas habitaciones.

Ella lo miró perpleja, pero al instante Malone vio que lo entendía. Era rápida, tenía que admitirlo. En la primera no había nada, pero en la segunda Dorothea le pidió que se acercara.

Cuando lo hizo, Malone vio a Ulrich Henn muerto, en el suelo.

– El cuarto disparo -observó-. Aunque seguro que fue el primero que hizo Christl, ya que él era quien constituía la mayor amenaza, sobre todo después de la nota que envió su madre. Su hermana pensó que ustedes tres se habían aliado contra ella.

– La muy zorra -musitó Dorothea-. Ella los mató a los dos.

– Y también quiere matarla a usted.

– ¿Y usted?

Malone se encogió de hombros.

– No veo por qué iba a dejarme marchar.

La noche anterior había bajado la guardia, se había dejado llevar por el momento. El peligro y la adrenalina tenían ese efecto. El sexo siempre había sido un modo de aliviar sus miedos, lo que ya le había metido en un lío años antes, cuando empezó en Magellan Billet.

Pero no se repetiría ahora. Echó un vistazo a la casa de baños mientras decidía cuál sería su siguiente movimiento. Estaban pasando muchas cosas de prisa. Tenía que…

Algo lo golpeó en la cabeza.

Una oleada de dolor le recorrió el cuerpo. Los baños aparecieron y desaparecieron de su vista.

Otro golpe. Más fuerte.

Los brazos le temblaron, apretó los puños.

Y su mente se sumió en la inconsciencia.


Stephanie analizó la situación: Daniels los había enviado allí con muy poca información, pero trabajando en inteligencia todo se basaba en la improvisación. Había llegado la hora de predicar con el ejemplo.

– Ramsey tuvo suerte de contar con usted -comentó-. La muerte del almirante Sylvian fue una obra de arte.

– Eso mismo pensé yo -respondió Smith.

– Provocarle una bajada de tensión. Ingenioso…

– ¿Así es como mató a Millicent Senn? -interrumpió Davis-. Negra, teniente de navío en Bruselas. Hace quince años.

Smith pareció rebuscar en su memoria.

– Sí, igual. Pero corrían otros tiempos, era otro continente.

– Yo soy el mismo -respondió Davis.

– ¿Estaba allí?

El aludido asintió.

– ¿Qué significaba ella para usted?

– Más importante aún, ¿qué significaba ella para Ramsey?

– Ahí me ha pillado. Nunca se lo pregunté. Me limité a hacer aquello por lo que me pagó.

– ¿Y Ramsey le pagó para que lo matara a él? -inquirió Stephanie.

Smith soltó una risita.

– Si no lo hubiera hecho, no habría tardado en morir yo. Fueran cuales fuesen sus planes, no me quería en medio, así que lo eliminé. -Señaló con el fusil-. Está ahí, en el dormitorio, con un agujero limpio atravesándole ese cerebro podrido.

– Tengo una sorpresita para usted, Charlie -dijo ella.

El matón le dirigió una mirada burlona.

– Ahí no hay ningún cadáver.


Dorothea golpeó por última vez a Malone con la pesada linterna de acero.

Él se desplomó y ella le quitó la pistola.

Aquello sería entre ella y Christl.

Ya mismo.


Stephanie vio que Smith estaba perplejo.

– ¿Qué ha hecho? ¿Salir por su propio pie?

– Compruébelo usted mismo.

El matón le puso el fusil de asalto en la cara.

– Usted primero.

Ella respiró profundamente y se armó de valor.

– Que uno de ustedes coja esas pistolas y las tire por la ventana -ordenó Smith sin apartar la vista de ella.

Davis obedeció.

Smith bajó el fusil.

– Muy bien, echemos un vistazo. Ustedes tres primero.

Enfilaron el corredor y entraron en el dormitorio. Allí no había más que la desnuda ventana, el vano en la pared y una mano ensangrentada.

– Se la está jugando -afirmó Stephanie-. Ella.

McCoy retrocedió al oír la acusación.

– Te he pagado diez millones de dólares.

A Smith no parecía importarle.

– ¿Dónde está el maldito cuerpo?


Dorothea siguió adelante. Sabía que Christl la esperaba. Se habían pasado la vida compitiendo, la una intentando superar a la otra. Georg había sido el único logro que Christl no había conseguido igualar.

Y ella siempre se había preguntado por qué.

Ahora lo sabía.

Se sacudió de la cabeza cualquier pensamiento perturbador y se concentró en el tenebroso escenario que tenía delante. Había cazado de noche, acechado presas en los bosques bávaros bajo una luna plateada, aguardando el momento preciso para matar. En el mejor de los casos, su hermana era una doble asesina. Todo lo que siempre había pensado de ella se había visto confirmado. Nadie la culparía por pegarle un tiro a esa zorra.

Faltaban tres metros para el final del pasillo.

Había dos puertas: una a la izquierda y otra a la derecha.

Reprimió un acceso de pánico.

¿Cuál elegir?

NOVENTA

Malone abrió los ojos y supo lo que había pasado. Se tocó un bulto que le causaba un dolor punzante en un lado de la cabeza. Lo que faltaba. Dorothea no sabía lo que hacía. Se levantó como pudo y sintió náuseas. Mierda, tal vez le hubiera fracturado el cráneo. Vaciló y dejó que el aire glacial le aclarara las ideas. Pensar. Centrarse. Había sido él quien había montado aquel tinglado, pero las cosas no estaban saliendo según lo previsto, así que se dejó de especulaciones que no venían a cuento y sacó la pistola de Dorothea, que llevaba en el bolsillo.

Había confiscado la de Christl, de marca y modelo idénticos, pero al devolvérsela había aprovechado para introducir en ella el cargador vacío del arma de Dorothea. Colocó un cargador completamente lleno en la otra Heckler & Koch USP y obligó a su ofuscado cerebro a concentrarse, a sus dedos a moverse.

A continuación se dirigió a la puerta con paso tambaleante.


Stephanie estaba improvisando, utilizando lo que se le ocurría para desconcertar a Charlie Smith. Diane McCoy había desempeñado su papel a la perfección. Daniels les había informado de que había enviado a McCoy a ver a Ramsey, primero en calidad de conspiradora, luego de rival, todo ello para mantener a Ramsey en movimiento. «Una abeja no pica si está volando», había dicho el presidente. Daniels también les explicó que cuando le hablaron de Millicent Senn y le contaron lo que ocurrió en Bruselas años antes, McCoy se ofreció voluntaria en el acto. Para que el engaño surtiera efecto era preciso contar con alguien de su nivel, dado que Ramsey jamás habría tratado con subordinados ni los habría creído. Cuando el presidente supo de la existencia de Charlie Smith, a McCoy no le resultó difícil manipularlo. Smith era vanidoso y avaricioso, estaba demasiado acostumbrado a salirse con la suya. Daniels les comunicó que Ramsey había muerto -Smith le había pegado un tiro- y que Smith aparecería, pero por desgracia eso era todo lo que inteligencia había averiguado. Que McCoy se enfrentara a ellos también formaba parte del guión. Lo que pudiese suceder después era pura conjetura.

– Vayamos afuera -ordenó Smith gesticulando con el arma.

Todos se dirigieron al recibidor, entre los dos salones de la parte delantera.

– Tiene usted un buen problema -observó Stephanie.

– Yo diría que la que lo tiene es usted.

– ¿De veras? ¿Va a matar a dos viceconsejeros de Seguridad Nacional y a un alto cargo del Departamento de Justicia? No creo que le hiciera ninguna gracia el revuelo que se armaría. ¿Cargarse a Ramsey? ¿A quién le importa? Desde luego, a nosotros no, bendito sea Dios. Nadie le va a incordiar por eso, pero con nosotros la cosa cambia. -Vio que el razonamiento hacía mella en él-. Siempre ha sido tan cuidadoso -continuó-. Es su sello personal: ni huellas ni pruebas. Pegarnos un tiro no sería nada propio de usted. Y, además, quizá queramos contratarlo. Después de todo, hace usted un buen trabajo.

El matón se rió.

– Ya. Dudo que fueran a utilizar mis servicios. Dejemos las cosas claras: vine a echarle una mano a ella -señaló a McCoy-, a resolver un problema. Ella me pagó diez millones de dólares y me dejó liquidar a Ramsey, de manera que le debo un favor. Ella quería librarse de ustedes dos, pero comprendo que fue una mala idea. Creo que lo mejor será que me marche.

– Cuénteme lo de Millicent -pidió Davis.

Stephanie se preguntaba por qué habría estado tan callado.

– ¿Por qué es tan importante esa mujer? -quiso saber Smith.

– Lo es, punto. Me gustaría saber qué le pasó antes de que se vaya usted.


Dorothea se acercó con cuidado a las dos puertas, se pegó a la pared derecha del pasillo y observó en busca de algún cambio en las sombras.

Nada.

Llegó hasta el borde de la puerta y le echó un vistazo a la habitación de la derecha: unos diez metros cuadrados, iluminada desde arriba. En ella no había nada salvo una figura contra la pared del fondo.

Un hombre envuelto en una manta y ataviado con un mono enterizo de nailon naranja. Débilmente iluminado, como una vieja fotografía en blanco y negro, estaba sentado con las piernas cruzadas, la cabeza ladeada hacia la izquierda, mirándola sin parpadear. Dorothea se sintió atraída hacia él.

Era joven, tendría unos veintitantos años, el polvoriento cabello castaño y un rostro delgado y anguloso. Había muerto allí mismo y estaba en perfecto estado de conservación. A ella no le habría extrañado que empezara a hablar. No llevaba más ropa de abrigo, pero la gorra naranja era la misma que la de fuera: «Marina estadounidense, NR-1A.»

Cuando salían de caza, su padre siempre le advertía del peligro de morir congelada. El cuerpo, decía, sacrificaría dedos, manos, nariz, orejas, barbilla y mejillas para que la sangre siguiera llegando a los órganos vitales, pero si el frío persistía y no se le ponía remedio los pulmones acababan sufriendo un edema agudo y el corazón dejaba de latir. La muerte era lenta, gradual e indolora. La verdadera agonía la provocaba la larga y consciente lucha contra ella, sobre todo cuando no se podía hacer nada para impedirla.

¿Quién debía de ser ese hombre?

Oyó un ruido a su espalda y se volvió en redondo.

Alguien apareció en la habitación que había al otro lado del pasillo, a veinte metros. Una silueta negra, enmarcada por otra puerta.

– ¿A qué esperas, hermana? -gritó Christl-. ¡Ven a buscarme!


Malone volvió a los pasillos que arrancaban del fondo de los baños y oyó que Christl le hablaba a Dorothea. Giró a la izquierda, la dirección de donde parecían provenir las palabras, y enfiló otro largo corredor que desembocaba en una estancia situada a unos doce metros de distancia. Avanzaba con cautela, sin perder de vista las puertas que se abrían a izquierda y derecha. Se asomaba de prisa a ellas a medida que iba pasando: más almacenes y talleres, nada interesante en ninguna de las lúgubres habitaciones.

Se detuvo en la antepenúltima.

En el suelo había alguien.

Un hombre.

Malone entró.

Se trataba de un caucásico de mediana edad, con el cabello corto de color caoba. Estaba tendido boca abajo, los brazos a ambos lados del cuerpo, los pies rectos, como una forma humana petrificada; bajo él, una manta. Llevaba puesto el mono naranja de la Marina, en el bolsillo izquierdo un nombre bordado: «Johnson.» Malone hizo memoria: «Jeff Johnson, electricista, auxiliar de electricidad de segunda clase.» NR-1A.

El corazón le dio un vuelco.

Daba la impresión de que el marinero se había tumbado sin más y había permitido que el frío se apoderara de él. Malone había aprendido en la Marina que nadie moría congelado: a medida que el aire frío envolvía la piel desnuda, los vasos sanguíneos próximos a la superficie se estrechaban para reducir la pérdida de calor, obligando a la sangre a dirigirse hacia los órganos vitales. Lo de pies fríos, corazón caliente era más que un dicho. Recordó las señales de advertencia: primero un hormigueo, un cosquilleo, un dolor sordo, después entumecimiento, por último una palidez repentina. La muerte sobrevenía cuando la temperatura del cuerpo descendía y los órganos vitales se paralizaban.

Entonces sobrevenía la congelación.

Allí, en un mundo sin humedad, el cuerpo debería hallarse en perfecto estado, pero Johnson no había corrido esa suerte: de las mejillas y el mentón le colgaban negras tiras de piel muerta y tenía el rostro salpicado de costras amarillas, algunas de las cuales se habían endurecido y formaban una grotesca máscara; los ojos se le habían cerrado, el hielo pegado a las pestañas, y su aliento se había condensado en dos carámbanos que le llegaban de la nariz a la boca, como los colmillos de una morsa.

Malone sintió un arrebato de ira contra la Marina norteamericana. Los muy hijos de puta habían dejado morir a esos hombres.

Solos.

Indefensos.

Olvidados.

Oyó pasos y salió al pasillo. Al mirar a la derecha vio aparecer a Dorothea en la última habitación y desaparecer por otra puerta.

La dejó hacer.

Y fue tras ella.

NOVENTA Y UNO

Smith miró a la mujer: yacía en la cama, inmóvil. Había estado esperando a que perdiera el conocimiento, el alcohol haciendo las veces de sedante perfecto. Había bebido mucho, más que de costumbre, celebrando lo que ella creía sería su matrimonio con un capitán de la Marina norteamericana en ascenso. Pero se había equivocado de pretendiente: el capitán Langford Ramsey no albergaba el más mínimo deseo de casarse con ella; antes bien, la quería muerta, y había pagado generosamente para que eso sucediera.

Era preciosa: alta, el cabello sedoso, la piel suave y oscura, los rasgos herniosos. Retiró la manta y estudió su cuerpo desnudo: delgado y bonito, sin señales del embarazo del que le habían hablado. Ramsey le había proporcionado su historia médica de la Marina, en la que constaba una arritmia que había requerido dos tratamientos a lo largo de los seis últimos años. Hereditaria, lo más probable. La tensión, baja, también constituía un motivo de preocupación.

Ramsey le había prometido más trabajo si ése salía bien. A él le gustaba el hecho de que estuviesen en Bélgica, ya que creía que los europeos eran menos suspicaces que los norteamericanos. En cualquier caso, daría igual: no sería posible determinar de qué había muerto la mujer.

Cogió la jeringuilla y decidió que la axila sería el mejor lugar. Quedaría un orificio minúsculo, pero con suerte pasaría inadvertido, contando con que no se practicara la autopsia. Pero, aunque así fuera, no encontrarían nada en la sangre ni en los tejidos. Tan sólo un agujero diminuto bajo el brazo. La agarró por el codo con delicadeza e introdujo la aguja.


Smith recordaba exactamente lo que había sucedido aquella noche en Bruselas, pero tuvo la prudencia de no compartir los detalles con el tipo que tenía a menos de dos metros.

– Estoy esperando -dijo Davis.

– Murió.

– Usted la mató.

Smith sentía curiosidad.

– ¿Todo esto es por ella?

– Es por usted.

Al sicario no le gustó la amargura que destilaba la voz de Davis, de modo que repitió:

– Me largo.

Stephanie observaba mientras Davis desafiaba a su captor. Era probable que Smith no quisiera matarlos, pero no cabía la menor duda de que lo haría si era preciso.

– Era una buena persona -aseguró el viceconsejero-. No tenía que morir.

– Debería haber mantenido esta conversación con Ramsey. El era quien la quería muerta.

– Él era quien la molía a palos a todas horas.

– Puede que a ella le gustara.

Davis se adelantó, pero Smith lo detuvo con el fusil. Stephanie sabía que si el matón apretaba el gatillo, no quedaría mucho de él.

– Tiene usted los nervios de punta -afirmó Smith.

Los ojos de Davis rebosaban odio. Sólo parecía oír y ver a Charlie Smith.

Sin embargo, Stephanie percibió movimiento a espaldas de éste, al otro lado de la ventana sin cristales y del porche cubierto, donde el radiante sol era aplacado por el frío invernal.

Una sombra.

Que se aproximaba.

Acto seguido se asomó un rostro: el del coronel William Gross. Stephanie se dio cuenta de que Diane también lo había visto y se preguntó por qué Gross no mataba sin más a Smith. Seguro que iba armado, y daba la impresión de que McCoy sabía que estaba allí; dos armas que salían volando por la ventana sin duda transmitían el mensaje de que necesitaban ayuda.

Entonces cayó en la cuenta: el presidente quería a ese tipo vivo. No era prudente llamar la atención sobre la situación, de ahí que no hubiesen acudido el FBI ni los servicios secretos, pero quería a Charlie Smith de una pieza.

McCoy asintió levemente con la cabeza.

Smith lo vio y giró la cabeza.

Dorothea abandonó el edificio y bajó a la calle por una estrecha escalera. Estaba junto a la casa de baños, al otro lado de la plaza que se extendía delante, cerca del final de la cueva y de una de las paredes de piedra lisa que se alzaba cientos de metros. Giró a la derecha.

Christl se hallaba a treinta metros, corriendo por una galería en la que se alternaban la luz y la oscuridad, lo que la hacía aparecer y desaparecer.

Dorothea continuó avanzando.

Era como cazar un ciervo en el bosque: había que darle espacio, dejar que se creyera a salvo y caer sobre él cuando menos se lo esperara.

Atravesó la luminosa galería y entró en otra plaza, parecida a la que había delante de los baños en dimensiones y forma. En ella no había nada salvo un banco de piedra que ocupaba una persona. Llevaba un mono blanco especial para climas fríos parecido al suyo, sólo que el de él estaba abierto por delante, dejando al descubierto los brazos, la parte superior enrollada a la cintura, el pecho cubierto únicamente por un jersey de lana. Los ojos eran oscuras concavidades en un rostro inexpresivo, los párpados cerrados. El congelado cuello se había ladeado, el oscuro cabello le rozaba la parte superior de unas orejas de un blanco ceniciento. La barba, gris acerada, presentaba regueros de humedad congelada, y una sonrisa de felicidad asomaba a los cerrados labios. Las manos las tenía plácidamente dobladas sobre el regazo.

Su padre.

Se quedó aturdida, el corazón acelerado. Quería apartar la mirada pero no era capaz. A los cadáveres había que darles sepultura, su sitio no era un banco.

– Sí, es él -dijo Christl.

La atención de Dorothea se centró de nuevo en el peligro que la acechaba, pero no vio a su hermana, tan sólo la oyó.

– Lo he encontrado antes. Nos estaba esperando.

– No te escondas -dijo ella.

Una risotada inundó el silencio.

– Míralo, Dorothea. Se desabrochó el mono para dejarse morir, ¿te lo imaginas?

No, no se lo podía imaginar.

– Un acto de valentía -añadió la voz incorpórea-. Y pensar que mamá decía que no tenía valor, y tú que era tonto. ¿Habrías sido capaz de hacer tú eso, Dorothea?

Ella vio una salida, dos altas puertas de bronce flanqueadas por sendas columnas cuadradas, esta vez abiertas de par en par, sin una barra de metal que las mantuviera cerradas. Al otro lado había unos escalones de bajada, y Dorothea sintió una ráfaga de aire frío. Volvió a mirar el cadáver.

– Nuestro padre.

Giró en redondo. Christl estaba a unos siete metros, apuntándola con un arma.

Ella tensó el brazo y comenzó a subirlo.

– No, Dorothea -advirtió Christl-. No lo hagas.

Ella no se movió.

– Lo hemos encontrado -dijo Christl-. Hemos resuelto la búsqueda de mamá.

– Esto no arregla nada entre nosotras.

– Muy cierto.

– Yo tenía razón -aseveró Christl-. En todo. Y tú te equivocabas.

– ¿Por qué mataste a Henn y a Werner?

– Mamá envió a Henn para pararme los pies. El leal Ulrich. ¿Werner? Me parece que te alegras de que haya muerto.

– ¿También piensas matar a Malone?

– Debo ser la única que salga de aquí, la única superviviente.

– Estás loca.

– Míralo, Dorothea. Nuestro querido padre. La última vez que lo vimos temamos diez años.

Ella no quería mirar, ya había visto bastante. Y quería recordarlo como lo había conocido.

– Dudabas de él -le espetó Christl.

– Igual que tú.

– Yo nunca dudé.

– Eres una asesina.

Christl rompió a reír.

– A ver si te crees que me importa lo que piensas de mí.

Era imposible alzar la pistola y disparar antes de que Christl apretara el gatillo. Dado que de todas formas estaba muerta, decidió ser la primera en actuar.

Hizo ademán de subir el brazo y su hermana apretó el gatillo. Dorothea se preparó para recibir el impacto pero no pasó nada. Tan sólo se oyó un clic.

Christl se quedó estupefacta. Volvió a apretar el gatillo, en vano.

– No tiene balas -dijo Malone mientras entraba en la plaza-. No soy tan idiota.

Ya era suficiente.

Dorothea apuntó y abrió fuego.

El primer proyectil aceitó a Christl de lleno en el pecho y le atravesó la gruesa ropa polar. El segundo, también dirigido al pecho, estuvo a punto de desequilibrarla. El tercero, a la cabeza, le levantó la tapa de los sesos, pero el intenso frío coaguló la sangre en el acto.

Dos disparos más y Christl Falk se desplomó en el suelo. No se movía. Malone se acercó.

– Había que hacerlo -musitó Dorothea-. Era malvada.

Volvió la cabeza hacia su padre. Era como si estuviera saliendo de una anestesia, algunas ideas aclarándose, otras todavía ofuscadas y lejanas.

– Así que llegaron hasta aquí. Me alegro de que encontrara lo que estaba buscando.

Dorothea miró a Malone y vio que a él también se le había pasado por la cabeza una idea aterradora. La salida llamó la atención de ambos. No hizo falta que Dorothea dijera nada: ella había encontrado a su padre; él, no.

Aún.

NOVENTA Y DOS

Stephanie cuestionó lo acertado de la señal de McCoy. Smith, desconcertado, retrocedió y se volvió, intentando no perderlos de vista mientras echaba un vistazo por la ventana. Fuera bailoteaban más sombras.

Smith disparó una ráfaga corta que acabó con las endebles paredes, e infligió heridas dentadas a la madera. McCoy se abalanzó entonces hacia él.

Stephanie temió que él le disparara, pero Smith se limitó a girar el fusil y hundirle la culata en el estómago. McCoy se dobló sobre sí misma, respirando con dificultad, y él le propinó un rodillazo en el mentón que la derribó al suelo.

Instantáneamente, antes de que Stephanie o Davis pudieran reaccionar, Smith levantó el arma y dividió su atención entre ellos y la ventana, probablemente con la intención de decidir dónde acechaba la mayor amenaza.

Fuera no se movía nada.

– Como ya he dicho, no me interesaba matarlos a los tres -declaró el sicario-. Pero creo que ahora la cosa cambia.

McCoy yacía en el suelo en posición fetal, gimiendo, con las manos en el estómago.

– ¿Puedo ver cómo está? -preguntó Stephanie.

– Ya es mayorcita.

– Iré a ver cómo está.

Y sin esperar a que él le diera permiso se arrodilló junto a Diane.

– No saldrá de aquí -le dijo Davis a Smith.

– Valientes palabras.

Pero Charlie Smith parecía inseguro, como si estuviese atrapado en una jaula y se asomara al mundo por primera vez.

Algo se estrelló contra la pared de fuera, cerca de la ventana. Smith reaccionó haciendo girar el HK53. Stephanie intentó ponerse de pie, pero él la golpeó en el cuello con la culata metálica del fusil.

Stephanie cayó, jadeando.

Se llevó la mano a la nuez; nunca había sentido un dolor así. Mientras pugnaba por respirar, reprimiendo las ganas de devolver, rodó por el suelo y vio que Edwin Davis embestía a Charlie Smith.

Ella hizo un esfuerzo para levantarse, procurando respirar y sobreponerse al dolor punzante que sentía en la garganta. Smith no había soltado el fusil, pero éste no servía de nada, ya que él y Davis empezaron a dar vueltas entre el desvencijado mobiliario hasta chocar contra la pared del fondo. Smith se valió de las piernas para tratar de zafarse, todavía con el arma en la mano.

¿Dónde estaba Gross?

Smith perdió el fusil, pero rodeó a Davis con el brazo derecho y apareció otra arma, una pequeña automática, clavada en el cuello de Davis.

– ¡Basta! -gritó el matón.

Davis dejó de forcejear.

Ambos se levantaron y Smith soltó a Davis y lo tiró al suelo, cerca de McCoy.

– Están todos locos -aseguró Smith-. Como una puñetera cabra.

Stephanie se puso en pie despacio, sacudiéndose la neblina del cerebro, mientras Smith recuperaba el fusil de asalto. La situación se había descontrolado. Lo único en lo que ella y Davis habían coincidido durante el trayecto hasta allí era en no poner nervioso a Smith.

Justo lo que Edwin acababa de hacer.

Smith retrocedió hasta la ventana y echó una ojeada.

– ¿Quién es ése?

– ¿Puedo echar un vistazo? -logró decir ella.

Él asintió.

Stephanie se acercó despacio y vio a Gross tendido en el porche, con la pierna derecha sangrando por una herida de bala. Parecía consciente pero con intensos dolores.

«Trabaja para McCoy», dijo moviendo mudamente los labios.

Smith miró más allá del porche y escudriñó la parda pradera herbosa y el denso bosque.

– ¿Cuál de las dos es una zorra mentirosa?

Stephanie hizo acopio de fuerza.

– Pero si ella le pagó a usted diez millones.

A todas luces, Smith no supo apreciar la frivolidad.

– Difícil decisión, ¿eh, Charlie? Siempre era usted quien decidía cuándo matar. Usted elegía. Esta vez no.

– No esté tan segura. Vuelva a su sitio.

Ella obedeció, pero no pudo menos que decir:

– Y ¿quién ha movido a Ramsey?

– Cierre la puta boca -escupió Smith mientras miraba nuevamente por la ventana.

– No permitiré que se vaya -farfulló Davis.

McCoy se tumbó boca arriba y Stephanie vio la cara de dolor de su compañera.

«Bolsillo…, abrigo», dijo moviendo los labios en silencio.


Malone salió y bajó los escalones con la sensación de encaminarse a su ejecución. El miedo -prácticamente desconocido en él- le recorría la espalda.

Más abajo se extendía una enorme cueva, la mayor parte de sus paredes y techo de un hielo que arrojaba la misma luz azulada sobre la vela naranja de un submarino. El casco era corto y redondeado, y estaba coronado por una superestructura plana y completamente recubierto de hielo. Desde la escalera el embaldosado serpenteaba hasta el extremo opuesto de la caverna, a un metro o metro y medio por encima del hielo.

Una especie de muelle, concluyó Malone.

Tal vez en su día el puerto estuviese abierto al mar.

Había cuevas de hielo por toda la Antártida, y ésa parecía lo bastante grande para dar cabida a multitud de submarinos.

Obedeciendo a un impulso compartido, ambos echaron a andar. Dorothea empuñaba su pistola y él la suya, aunque la única amenaza a esas alturas provenía de sí mismos. La parte rocosa de la pared de la cueva había sido alisada y exhibía ornamentos similares a los que ya habían visto en el interior de la montaña, con símbolos y escritura. La recorrían bancos de piedra. En uno de ellos se distinguía una sombra. Malone cerró los ojos y esperó que no fuera más que una aparición, pero al abrirlos la espectral figura seguía allí.

Sentada bien erguida, como las otras, la espalda muy recta. Llevaba una camisa y unos pantalones caqui de la Marina, los pantalones metidos por dentro de las botas acordonadas; en el banco, a su lado, una gorra naranja.

Malone avanzó despacio.

La cabeza le daba vueltas, la vista se le nubló.

El rostro era el mismo que el de la foto que él tenía en Copenhague, junto a la vitrina donde guardaba la bandera que la Marina le había entregado a su madre en la ceremonia conmemorativa y ella había rechazado. La nariz larga, equina; la mandíbula prominente; pecas; el cabello rubio entrecano al rape; los ojos abiertos, mirando como en honda comunión.

La impresión paralizó su cuerpo. Sentía la boca seca.

– ¿Es su padre? -preguntó Dorothea.

Él asintió y lo atravesó un arrebato de autocompasión, una aguda flecha que le recorrió la garganta hasta llegar a las tripas, como si lo ensartaran.

Sus nervios se crisparon.

– Murieron sin más -comentó ella-. Sin abrigo ni protección, como si se sentaran a esperar la muerte.

Que, en opinión de Malone, era exactamente lo que habían hecho: no tenía sentido prolongar la agonía.

Vio unos papeles en el regazo de su padre, la escritura a lápiz tan reciente y nítida como debía de haber estado treinta y ocho años antes. La mano derecha descansaba sobre ellos, como para asegurarse de que no se perdieran. Malone alargó el brazo despacio y los cogió. Fue como si estuviera violando un lugar sagrado.

Reconoció la pesada caligrafía de su padre.

El pecho le estallaba. El mundo parecía imaginario y real a un tiempo. Se esforzó para no dar rienda suelta a un dolor acumulado. No había llorado en su vida; ni cuando se casó ni cuando nació Gary ni cuando su familia se desintegró ni cuando supo que Gary no era su hijo biológico. Para reprimir el creciente deseo de hacerlo, se recordó que las lágrimas se congelarían antes de brotar de sus ojos.

Se obligó a centrarse en las páginas que sostenía.

– ¿Le importaría leerlas en alto? -pidió Dorothea-. Quizá también afecten a mi padre.


Smith tenía que matarlos a los tres y salir de allí. Estaba trabajando desinformado por fiarse de una mujer de la que no debería haberse fiado, lo sabía. Y ¿quién había movido el cuerpo de Ramsey? Él lo había dejado en el dormitorio con la intención de enterrarlo en algún lugar de la finca.

Sin embargo, alguien lo había llevado abajo.

Miró por la ventana y se preguntó si habría alguien más. Algo le decía que no estaban solos.

Un presentimiento.

Y no tenía más remedio que hacerle caso.

Cogió el fusil y se dispuso a volverse y abrir fuego. Eliminaría a los tres de dentro de una ráfaga corta y luego remataría al de fuera. Y dejaría los puñeteros cuerpos.

¿A quién le importaba? Había comprado la propiedad bajo un nombre falso y con documentación falsa y había pagado en metálico, así que no había nadie a quien buscar.

Que el gobierno se ocupara de limpiar el desaguisado.


Stephanie observó cómo Davis metía la mano derecha en el bolsillo del abrigo de McCoy. Charlie Smith seguía junto a la ventana, empuñando el HK53. A ella no le cabía la menor duda de que pensaba cargárselos, y le preocupaba que no hubiese nadie para ayudarlos. Su única esperanza se desangraba en el porche.

Davis se detuvo.

Smith volvió la cabeza hacia ellos, comprobó que todo iba bien y se centró de nuevo en la ventana.

Davis sacó la mano y, con ella, una nueve milímetros automática.

Stephanie esperó con toda su alma que supiera usarla.

Edwin bajó la mano que sostenía la pistola por el lado de McCoy, sirviéndose de su cuerpo para que Smith no la viera. Stephanie comprendió que Davis era consciente de que sus opciones eran limitadas: tendría que pegarle un tiro a Charlie Smith, pero pensar en hacerlo y hacerlo eran dos cosas muy distintas. Hacía unos meses ella había matado por vez primera. Por suerte, no tuvo ni un segundo para pensarlo: sencillamente se vio obligada a hacerlo a bote pronto. Un lujo que no podía permitirse Davis, que le daba vueltas a la cabeza, querría hacerlo y no hacerlo al mismo tiempo. Matar era algo serio, independientemente de los motivos o las circunstancias.

Sin embargo, una fría emoción pareció templar los nervios de Davis.

Sus ojos observaban a Charlie Smith, que tenía el rostro relajado e inexpresivo. ¿Qué estaba a punto de conferirle el valor necesario para matar a un hombre? ¿La supervivencia? Posiblemente. ¿Millicent? Seguro.

Smith empezó a volverse, haciendo girar el cañón del fusil en su dirección.

Davis alzó el brazo y disparó.

La bala se hundió en el delgado pecho del matón e hizo que éste se tambaleara hacia la pared del fondo. Una mano soltó el fusil mientras él intentaba recuperar el equilibrio extendiendo un brazo. Sin dejar de apuntar, Davis se puso en pie y efectuó cuatro disparos más, las balas abriéndose camino a través del cuerpo de Charlie Smith. Luego siguió disparando -cada bala como una explosión en los oídos de Stephanie- hasta vaciar el cargador.

Smith se retorció, la espalda arqueándose y doblándose involuntariamente. Por último, las piernas le fallaron y el sicario cayó hacia adelante y se estrelló contra el suelo, el inerte cuerpo rodando boca arriba, los ojos abiertos de par en par.

NOVENTA Y TRES

17 de noviembre de 1971


El incendio eléctrico que se produjo bajo el agua acabó con nuestras baterías. El reactor ya había fallado. Por suerte, el fuego avanzaba con lentitud y el radar logró localizar una brecha en el hielo por la que pudimos emerger justo antes de que el aire se volviera tóxico. Todos abandonaron la embarcación de prisa y nos sorprendió hallar una cueva de paredes pulidas donde reparamos en una escritura similar a la que habíamos visto en los bloques de piedra que descubrimos en el lecho marino. Oberhauser encontró una escalera y unas puertas de bronce que estaban cerradas por nuestro lado y que, al abrirlas, dieron paso a una ciudad increíble. Estuvo explorando el lugar varias horas, intentando dar con una salida, mientras nosotros determinábamos el alcance de los daños. Tratamos repetidas veces de volver a poner en marcha el reactor, infringiendo todos los protocolos de seguridad, pero no dio resultado. Sólo llevábamos ropa para climas fríos para tres personas, y éramos once. El frío era paralizador, implacable, insufrible. Quemamos el poco papel y los desperdicios que teníamos a bordo, pero no era gran cosa, y tan sólo nos proporcionó unas horas de alivio. Nada en la ciudad era inflamable; todo era de piedra y metal, las casas y los edificios estaban vacíos. Como si sus moradores se hubiesen llevado consigo todas sus pertenencias. Localizamos otras tres salidas, pero se hallaban cerradas por fuera. Carecíamos de equipo para forzar las puertas de bronce. Al cabo de tan sólo doce horas comprendimos que la situación era desesperada: no había manera de salir de aquella caverna. Activamos el transpondedor de emergencia, aunque dudábamos que la señal fuera a llegar muy lejos, teniendo en cuenta el espesor de la roca y el hielo y los miles de kilómetros que nos separaban del barco más cercano. Oberhauser parecía el más frustrado de todos. Había encontrado lo que habíamos ido a buscar y, sin embargo, no viviría para saber cuál era el alcance del hallazgo. Supimos que íbamos a morir.

Nadie vendría en nuestra busca, ya que habíamos aceptado esa condición antes de zarpar. El submarino ha muerto, y nosotros, también. Cada cual decidió morir a su manera: unos se fueron solos; otros, juntos. Yo me senté aquí a vigilar mi barco. Escribo estas palabras para que todos sepan que mi dotación supo morir con valentía. Cada hombre, incluido Oberhauser, aceptó su destino valientemente. Ojalá hubiera podido averiguar más cosas del pueblo que construyó este lugar. Oberhauser nos dijo que son nuestros antepasados, que nuestra cultura entronca con ellos. Ayer habría dicho que estaba loco. Qué interesante, las canas que nos reparte la vida. Me fue dado el mando del submarino más avanzado de la Marina, mi carrera estaba resuelta, los galones de capitán de navío habrían sido míos. Y ahora moriré solo en este frío lugar.

No siento dolor, tan sólo que me fallan las fuerzas. Apenas puedo escribir. He servido a mi país lo mejor que he podido, igual que mi dotación.

Sentí orgullo cuando mis hombres me estrecharon la mano y se alejaron. Ahora, cuando el mundo comienza a desvanecerse, me sorprendo pensando en mi hijo. Lo único que lamento es que nunca sabrá lo mucho que lo quería. Decirle lo que albergaba mi corazón siempre me resultó difícil. Aunque me ausentaba durante largos períodos de tiempo, no pasaba un solo instante del día sin que fuese lo primero en que pensara. Él lo era todo para mí. Sólo tiene diez años y sin duda no sabe nada de lo que la vida le tiene reservado. Siento no poder contribuir a moldear su espíritu. Su madre es la mejor mujer que conozco, y se asegurará de que se convierta en un hombre. Ruego a quienquiera que encuentre estas palabras que se las entregue a mi familia. Quiero que sepan que morí pensando en ellos. A mi esposa: sabes que te quiero.

Nunca me costó pronunciar estas palabras. A mi hijo: deja que te diga ahora lo que tan difícil me resultaba. Te quiero, Cotton.


FORREST MALONE, Marina de Estados Unidos


A Malone le tembló la voz al leer las tres últimas palabras. Sí, a su padre le había costado pronunciarlas. A decir verdad, él no recordaba haberlas oído nunca.

Pero lo sabía.

Clavó la vista en el cuerpo, el rostro congelado en el tiempo. Habían pasado treinta y ocho años. Durante ellos, Malone se había convertido en un hombre, había ingresado en la Marina y ascendido a oficial, después había sido agente del gobierno norteamericano. Y mientras tanto el comandante Forrest Malone había estado sentado allí, en un banco de piedra.

Esperando.

Dorothea pareció notar su dolor y lo cogió con suavidad del brazo. El la miró y supo lo que pensaba.

– Al parecer todos hemos encontrado lo que veníamos buscando -dijo ella.

Malone leyó en sus ojos determinación, paz.

– A mí ya no me queda nada -afirmó la mujer-. Mi abuelo era un nazi y mi padre un soñador que vivía en otro tiempo y otro espacio. Vino aquí en busca de la verdad y afrontó la muerte con valor. Mi madre se ha pasado las cuatro últimas décadas tratando de ocupar su lugar, pero lo único que ha conseguido es enfrentarnos a Christl y a mí. Incluso ahora, aquí. Procuró que siguiéramos enemistadas, y lo hizo tan bien que Christl ha muerto por su culpa. -Guardó silencio, pero sus ojos transmitían sumisión-. Cuando Georg falleció, una gran parte de mí también pereció. Pensé que amasando riqueza encontraría la felicidad, pero no es posible.

– Es usted la última Oberhauser.

– Somos una familia patética.

– Podría cambiar las cosas.

Ella negó con la cabeza.

– Para eso tendría que meterle a mi madre una bala entre ceja y ceja.

Dorothea se volvió y echó a andar hacia los escalones. El la observó con una extraña mezcla de respeto y desdén, sabía adónde se dirigía.

– Todo esto tendrá repercusiones -aseguró él-. Christl tenía razón: la historia cambiará.

Ella continuó andando.

– Me trae sin cuidado. Todo tiene su fin.

La observación se vio teñida de angustia, la voz era temblorosa. Sin embargo, estaba en lo cierto: había un final para todo. La carrera militar de Malone, su trabajo para el gobierno, su matrimonio, su vida en Georgia, la vida de su padre.

Dorothea Lindauer se disponía a elegir su final.

– Buena suerte -le deseó él.

Ella se detuvo, se volvió y le dedicó una débil sonrisa.

– Bitte, Herr Malone. -Exhaló un hondo suspiro y pareció armarse de valor-. Debo hacer esto sola -dijo con ojos suplicantes.

– Me quedaré aquí -respondió él.

La vio subir la escalera y cruzar la puerta en dirección a la ciudad.

Malone clavó la vista en su padre, cuyos muertos ojos no despedían ninguna luz. Tenía tantas cosas que decir. Quería decirle que había sido un buen hijo, un buen oficial de la Marina, un buen agente y, en su opinión, un buen hombre. Había sido condecorado en seis ocasiones. Había fracasado como marido, pero se estaba esforzando para ser un padre mejor. Quería formar parte de la existencia de Gary, siempre. Durante toda su vida adulta se había preguntado qué había sido de su padre, e imaginado lo peor Por desgracia la realidad era más terrible que cualquier cosa con la que hubiese fantaseado. Su madre había vivido igual de atormentada. No había vuelto a casarse, había preferido aguantar décadas aferrada a su dolor, haciéndose llamar siempre señora de Forrest Malone. ¿Por qué el pasado nunca parecía terminar? Se oyó un disparo, como un globo que estallase bajo una manta.

El imaginó la escena.

Dorothea Lindauer había puesto fin a su vida. Por regla general, el suicidio se consideraba el resultado de una mente enferma o de un corazón destrozado, pero en ese caso era la única forma de detener la locura. Malone se preguntó si Isabel Oberhauser alcanzaría a entender lo que había hecho. Su marido, su nieto y sus hijas habían muerto.

La soledad se coló en sus huesos mientras se embebía en el profundo silencio de la tumba. Le vinieron a la cabeza los Proverbios.

Una verdad sencilla de hacía tiempo.

«El que perturba su casa heredará viento.»

NOVENTA Y CUATRO

Washington, D.C. Sábado,22 de diciembre 16.15 horas


Stephanie entró en el despacho Oval, y Danny Daniels se levantó para saludarla. Edwin Davis y Diane McCoy ya se encontraban allí.

– Feliz Navidad -dijo el presidente.

Ella le devolvió el saludo. Daniels la había hecho viajar desde Atlanta la tarde del día anterior, facilitándole el mismo jet del servicio secreto que ella y Davis utilizaron hacía más de una semana para desplazarse de Asheville a Fort Lee.

Davis tenía buen aspecto, la cara en perfecto estado, ya sin magulladuras. Llevaba traje y corbata y estaba sentado muy erguido en una silla tapizada, el rostro nuevamente granítico. Stephanie había conseguido asomarse fugazmente a su corazón y se preguntó si ese privilegio la condenaría a no poder llegar a conocerlo mejor. No parecía de los que gustaban de desnudar el alma.

Daniels la invitó a tomar asiento junto a McCoy.

– He creído que lo mejor sería que nos reuniéramos todos -dijo el presidente desde su silla-. Las últimas semanas han sido duras.

– ¿Cómo está el coronel Gross? -se interesó ella.

– Bien. La pierna se está curando, pero esa ráfaga causó algún daño. Está un poco enfadado con Diane por delatarlo, pero agradecido por que Edwin sepa disparar.

– Debería ir a verlo -afirmó McCoy-. No era mi intención que saliera herido.

– Yo le daría una semana o así. Lo del enfado va en serio. -Los melancólicos ojos de Daniels reflejaban auténtica congoja-. Edwin, sé que odias mis historias, pero presta atención de todas formas.

Dos luces en medio de la niebla. Un almirante está en el puente de un barco y comunica por radio a la otra luz que está al mando de un acorazado y debe virar a la derecha. La otra luz responde al almirante que es él quien debe virar a la derecha. El almirante, un tipo con mal genio, como yo, insiste en que el otro barco se dirija a la derecha. Finalmente la otra luz dice: «Almirante, soy el farero, así que más le vale virar a la derecha.» Me jugué el tipo por ti, Edwin, y de qué manera. Pero tú eras el tipo del faro, el listo, y te escuché. En cuanto supo lo de Millicent, Diane se apuntó y también desafió a la suerte. A Stephanie la arrastraste tú, pero llegó hasta el final. En cuanto a Gross, se llevó un balazo.

– Y agradezco todo cuanto se ha hecho -repuso Davis-. Mucho.

Stephanie se preguntó si Edwin tendría remordimientos por haber matado a Charlie Smith. Probablemente no, pero eso no significaba que fuera a olvidarlo. Miró a McCoy.

– ¿Tú sabías algo cuando el presidente me llamó al despacho porque buscaba a Davis?

Ella negó con la cabeza.

– Me lo contó cuando colgó. Le preocupaba que las cosas pudieran salirse de madre. Creyó que tal vez fuera necesario un plan B, así que me pidió que me pusiera en contacto con Ramsey. -Hizo una pausa-. Y tenía razón, aunque hicisteis un trabajo excelente empujando a Smith hacia nosotros.

– Sin embargo, aún tenemos algo de lo que ocuparnos -apuntó Daniels.

Stephanie sabía a qué se refería. Habían comunicado que Ramsey había muerto a manos de un agente secreto. A Smith ni lo tuvieron en cuenta, ya que nadie sabía siquiera que existía. Las heridas de Gross fueron atribuidas a un accidente de caza. La mano derecha de Ramsey, un tal capitán Hovey, fue interrogado y, al ser amenazado con un consejo de guerra, lo contó todo. En cuestión de días, el Pentágono hizo una limpieza y nombró un nuevo equipo gestor para los servicios de inteligencia de la Marina, poniendo fin al reinado de Langford Ramsey y todo el que estuviera relacionado con él.

– Aatos Kane vino a verme -contó Daniels-. Quería que supiera que Ramsey había intentado intimidarlo. Naturalmente hubo muchos lamentos y pocas explicaciones.

Stephanie vio el brillo en los ojos del presidente.

– Le enseñé un informe que encontramos en casa de Ramsey, en una caja fuerte. Un material fascinante. No hace falta que entre en detalles, basta con decir que el buen senador no presentará su candidatura a la presidencia y dejará el Congreso a partir del treinta y uno de diciembre para pasar más tiempo con su familia. -A los ojos de Daniels asomó una mirada de autoridad inequívoca-. El país se verá libre de su liderazgo. -Sacudió la cabeza-. Habéis hecho un gran trabajo, los tres. Al igual que Malone.

Habían enterrado a Forrest Malone dos días antes, en un cementerio umbroso del sur de Georgia, cerca de donde vivía su viuda. El hijo, en nombre del padre, rehusó que le fuera dada sepultura en el cementerio militar de Arlington.

Y Stephanie entendía la negativa de Malone.

También habían trasladado a casa a los nueve miembros restantes de la dotación, los cuerpos habían sido entregados a sus familias, y finalmente la prensa había relatado la verdadera historia del NR-1 A. A Dietz Oberhauser lo habían enviado a Alemania, donde su esposa reclamó los restos de él y de sus hijas.

– ¿Cómo está Cotton? -preguntó el presidente.

– Enfadado.

– Por si sirve de algo, al almirante Dyals le está cayendo una buena por parte de la Marina y de la prensa. La historia del NR-1 A ha calado hondo en el público.

– Estoy segura de que a Cotton le gustaría retorcerle el pescuezo a Dyals -comentó ella.

– Y ese programa de traducción está proporcionando mucha información sobre esa ciudad y el pueblo que la habitó. Hay referencias a contactos con culturas del mundo entero. Establecieron relaciones y compartieron conocimientos, pero gracias a Dios no eran arios ni tampoco una raza superior. Ni siquiera eran belicosos. Los investigadores tropezaron ayer con un texto que podría explicar lo que fue de ellos. Vivieron en la Antártida hace decenas de miles de años, cuando no estaba cubierta de hielo, pero a medida que las temperaturas descendían ellos se iban replegando hacia las montañas. Al final sus respiraderos geotérmicos se enfriaron y ellos se fueron, resulta difícil determinar cuándo. Al parecer utilizaban un sistema de medición del tiempo y un calendario distintos. Al igual que nos sucede a nosotros, no todo el mundo tenía acceso a todos los conocimientos, de forma que no pudieron reproducir su cultura en todas partes. Tan sólo pinceladas, aquí y allá, a medida que se integraban en nuestra civilización. Los más informados, los últimos en marcharse, escribieron los textos, que dejaron a modo de testimonio. Con el paso del tiempo esos inmigrantes acabaron siendo asimilados por otras culturas y su historia se perdió, de ellos no quedó sino la leyenda.

– Es una pena -se lamentó Stephanie.

– Cierto, pero las repercusiones podrían ser enormes. La Fundación Nacional para la Ciencia va a enviar un equipo a la Antártida para que estudie el emplazamiento. Noruega ha accedido a que nos hagamos con el control de la zona. El padre de Malone y el resto de la dotación del NR-1 A no murieron en vano. Podríamos aprender muchas cosas sobre nosotros gracias a ellos.

– No estoy segura de que eso haga sentir mejor a Cotton o a esas familias.

– «Estudia el pasado si quieres adivinar el futuro» -dijo Davis-. Confucio. Es un buen consejo. -Hizo una pausa-. Para nosotros y para Cotton.

– Sí que lo es -convino Daniels-. Espero que esto haya terminado.

Davis asintió.

– Por lo que a mí respecta, sí. McCoy era de la misma opinión.

– Airear esto no tendría ningún sentido. Ramsey ha muerto, Smith ha muerto y Kane se ha ido. Todo ha terminado.

Daniels se levantó, se acercó a su mesa y cogió un diario.

– También lo encontraron en casa de Ramsey. Es el diario de a bordo del NR-1 A, del que os habló Herbert Rowland. El muy gilipollas lo mantuvo oculto todos esos años. -Se lo entregó a Stephanie-. Pensé que a Cotton tal vez le gustaría.

– Se lo daré cuando se haya tranquilizado -aseguró ella.

– Mira lo último que escribió.

Stephanie lo abrió por la última página y leyó lo que había escrito Forrest Malone: «Hielo en sus dedos, hielo en su cabeza, hielo en sus ojos vidriosos.»

– De «La balada de Bill el blasfemo» -explicó el presidente-. De Robert Service, principios del siglo XX. Escribía sobre el Yukón. A todas luces, al padre de Cotton le gustaba.

Malone le había contado a Stephanie cómo había encontrado el cuerpo congelado, «hielo en sus ojos vidriosos».

– Malone es un profesional -añadió Daniels-. Conoce las reglas, y su padre también las conocía. Es complicado juzgar a personas de hace cuarenta años según los criterios actuales. Tendrá que superarlo.

– Del dicho al hecho… -respondió ella.

– Hay que hablar con la familia de Millicent -opinó Davis-. Merece saber la verdad.

– Estoy de acuerdo -replicó el presidente-. Supongo que querrás encargarte tú.

El aludido asintió con la cabeza.

Daniels sonrió.

– Y ha habido algo positivo en todo esto. -El presidente señaló a Stephanie-. No te han despedido.

Ella sonrió.

– Estaré eternamente agradecida por ello.

– Te debo una disculpa -le dijo Davis a McCoy-. Me equivoqué contigo. No he sido muy buen compañero. Creía que eras idiota.

– ¿Siempre eres tan sincero? -inquirió ella.

– No tenías por qué hacer lo que hiciste. Te jugaste el pellejo por algo que en realidad no tenía nada que ver contigo.

– Yo no diría eso: Ramsey constituía una amenaza para la seguridad nacional. Y nosotros trabajamos en pro de esa seguridad. Y mató a Millicent Senn.

– Gracias.

McCoy asintió para expresar su gratitud.

– Esto es lo que me gusta ver -intervino Daniels-. Que todo el mundo se lleva bien. Ya veis, se pueden sacar muchas cosas buenas de luchar contra serpientes de cascabel.

La tensión que reinaba en la habitación disminuyó.

Daniels se revolvió en su silla.

– Una vez solucionado esto, por desgracia tenemos un nuevo problema, un problema que también afecta a Cotton Malone, tanto si le gusta como si no.


Malone apagó las luces de la planta baja y subió a su apartamento, en el cuarto piso. Ese día había habido jaleo en la tienda. Faltaban tres días para Navidad y los libros parecían formar parte de la lista de regalos de Copenhague. Había contratado a tres empleados para que se hiciesen cargo del establecimiento mientras él estaba fuera y se sentía agradecido. Tanto que se había asegurado de que cada uno de ellos recibiera una generosa gratificación.

Todavía estaba en conflicto con respecto a su padre.

Lo habían enterrado donde descansaba la familia de su madre. Stephanie había asistido, y también Pam, su ex mujer. Gary se había emocionado al ver a su abuelo por primera vez, en el ataúd. Gracias al intenso frío y a un embalsamador competente, Forrest Malone yacía como si hubiese fallecido tan sólo unos días antes.

Él había mandado al infierno a la Marina cuando le sugirieron enterrarlo en un cementerio militar con honores. Demasiado tarde. Daba igual que ellos no hubieran tomado parte en la inexplicable decisión de no ir en busca del NR-1A. Estaba harto de órdenes, obligaciones y responsabilidad. ¿Qué había sido del decoro, la rectitud y el honor? Esas palabras siempre parecían olvidarse cuando de verdad contaban. Como cuando desaparecieron once hombres en la Antártida y a nadie le importó un bledo.

Llegó al último piso y encendió unas lámparas. Estaba cansado. Las dos últimas semanas habían hecho mella en él y, para colmo, había visto a su madre romper a llorar cuando bajaron el ataúd. Nadie se movió del sitio cuando los trabajadores rellenaron la tumba y colocaron la lápida.

«Lo que has hecho es maravilloso -le dijo su madre-. Lo has traído a casa. Habría estado tan orgulloso de ti, Cotton. Tan orgulloso.»

Y esas palabras le hicieron llorar. Por fin.

Estuvo a punto de quedarse a pasar las Navidades en Georgia, pero decidió volver a casa. Qué curioso que ahora considerase Dinamarca su casa.

Y, sin embargo, era así. Y estaba seguro de ello.

Entró en el dormitorio y se tumbó en la cama. Eran casi las once de la noche y estaba agotado. Tenía que parar aquello; se suponía que se había retirado. Sin embargo, se alegraba de haber recurrido a Stephanie.

Al día siguiente descansaría. Los domingos siempre eran fáciles.

Las tiendas estaban cerradas. Tal vez fuera al norte, a ver a Henrik Thorvaldsen, llevaba tres semanas sin ver a su amigo. O tal vez no. Thorvaldsen querría saber dónde se había metido y lo que había pasado y él no estaba preparado para desahogarse.

Por el momento, dormiría.


Malone se despertó y se sacudió el sueño de la cabeza. El reloj de la mesilla marcaba las 2.34 de la madrugada. En el piso aún había luces encendidas. Había dormido tres horas.

Pero algo lo había despertado, un sonido. Parte del sueño que estaba teniendo, y sin embargo, no.

Lo oyó de nuevo.

Tres crujidos seguidos.

El edificio era del siglo XVIII y había sido objeto de una reforma integral hacía unos meses, tras sufrir un incendio. Después, los nuevos peldaños de madera que unían el segundo piso con el tercero siempre se dejaban oír en un orden concreto, como las teclas de un piano.

Lo que significaba que allí había alguien.

Metió la mano bajo la cama y encontró la mochila que siempre tenía lista, una costumbre heredada de sus días en Magellan Billet. Dentro, su mano derecha agarró la Beretta automática, que albergaba una bala en la recámara.

Salió del dormitorio.

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