PRIMERA PARTE EL HUÉSPED DE SÍ MISMO

1

A las ocho en punto de la mañana, Félix Maldonado llegó al Sanborns de la Avenida Madero. Llevaba años sin poner un pie dentro del famoso Palacio de los Azulejos. Pasó de moda, como todo el viejo centro de la ciudad de México, trazado de mano propia por Hernán Cortés sobre las ruinas de la capital azteca. Félix pensó esto cuando empujó las puertas de madera y cristal de la entrada. Dio media vuelta y salió otra vez a la calle. Se sintió culpable. Iba a llegar tarde a la cita. Tenía fama de ser muy puntual. El funcionario más puntual de toda la burocracia mexicana. Fácil, decían algunos, no hay competencia. Dificilísimo, decía Ruth, la esposa de Félix, lo fácil es dejarse llevar por la corriente en un país gobernado por la ley del menor esfuerzo.

Esa mañana Félix no resistió la tentación de perder un par de minutos. Se detuvo en la acera de enfrente y admiró un buen rato el esplendor de la fachada azul y blanca del viejo palacio colonial, los balcones de madera y los remates churriguerescos de la azotea. Cruzó la calle y entró rápidamente al Sanborns. Atravesó el vestíbulo comercial y empujó la puerta de vidrios biselados que conduce al patio con techo de cristales opacos transformado en restaurante. Una de las mesas era ocupada por el doctor Bernstein.

Félix Maldonado asistía todas las mañanas a un desayuno político. Pretextos para cambiar impresiones, arreglar el mundo, tramar intrigas, conjurar peligros y organizar cábalas. Pequeñas masonerías matutinas que son, sobre todo, origen de la información que de otra manera nunca se sabría. Cuando Félix divisó al doctor leyendo una revista política, se dijo que nadie entendería los artículos y editoriales allí publicados si no era asiduo concurrente a los centenares de desayunos políticos que cada mañana se celebraban a lo largo de las cadenas de cafeterías de estilo americano Sanborns Wimpys Dennys Vips.

Saludó al doctor. Bernstein se incorporó ligeramente y luego dejó caer su corpulencia sobre el raquítico asiento. Dio la mano suave y gorda a Félix y lo interrogó con la mirada mientras se guardaba la revista en la bolsa del saco. Con la otra mano le tendió un sobre a Félix y le recordó que mañana tendría lugar la entrega anual de los premios nacionales de ciencias y artes en Palacio. El propio señor Presidente de la República, como rezaba en la invitación, distinguiría a los premiados. Félix felicitó al doctor Bernstein por recibir el premio de economía y le agradeció la invitación.

– Por favor no faltes, Félix.

– Cómo se le ocurre, profesor. Antes muerto.

– No te pido tanto.

– No; además de ser su discípulo y amigo, soy funcionario público. Una invitación del señor Presidente nomás no se rechaza. Qué suerte poder darle la mano.

– ¿Lo conoces? -dijo Bernstein mirándose la piedra clara como el agua que brillaba en el anillo de su dedo de salchicha.

– Hace un par de meses asistí a una reunión de trabajo sobre reservas petroleras en Palacio. El señor Presidente asistió al final para conocer las conclusiones.

– ¡Ah, las reservas mexicanas de petróleo! El gran misterio. ¿Por qué te saliste de Petróleos Mexicanos?

– Me cambiaron -respondió Félix-. Hay la idea de que los funcionarios no se anquilosen en los puestos públicos.

– Pero tú hiciste toda tu carrera en Pemex, eres un especialista, qué tontería sacrificar tu experiencia. Sabes mucho de reservas, ¿no?

Maldonado sonrió y dijo que era extraño encontrarse en el Sanborns de Madero. En realidad quería cambiar de tema y se culpó de haberlo evocado, incluso con alguien tan respetado como su maestro de economía Bernstein. Dijo que ahora casi nadie desayunaba aquí. Todos preferían las cafeterías de los barrios residenciales modernos. El doctor lo miró seriamente y estuvo de acuerdo con él. Le pidió que ordenara y la muchacha disfrazada de nativa apuntó jugo de naranja, waffles con miel de maple, café americano.

– Lo vi leyendo una revista -dijo Félix, considerando que el doctor Bernstein quería hablar de política. Pero Bernstein no dijo nada.

– Ahora que entré -continuó Félix- se me ocurrió que nadie puede entender lo que dice la prensa mexicana si no concurre a desayunos políticos. No hay otra manera de entender las alusiones, los ataques velados y los nombres impublicables insinuados por los periódicos.

– Ni enterarse de problemas importantes como el monto de nuestras reservas de petróleo. Es curioso. Las noticias sobre México aparecen primero en los periódicos extranjeros.

– Así es -dijo con un tono neutro Félix.

– Así funciona el sistema. De todos modos, ya no viste mucho venir a ese Sanborns -le contestó con el mismo tono el profesor.

– Pero uno viene a estos desayunos para ser visto por los demás, para dar a entender que uno y su grupo saben algo que nadie más conoce -sonrió Félix.

El doctor Bernstein tenía la costumbre de sopear sus huevos rancheros con un retazo de tortilla y luego sorber ruidosamente. A veces se manchaba los anteojos sin marco, dos cristales desnudos y densos que parecían suspendidos sobre los ojos invisibles del doctor.

– Éste no es un desayuno político-dijo Bernstein.

– ¿Por eso me citó usted aquí? -dijo Félix.

– No importa. El caso es que hoy regresa Sara.

– ¿Sara Klein?

– Sí. Por eso te cité. Hoy regresa Sara Klein. Quiero pedirte un gran favor.

– Cómo no, doctor.

– No quiero que la veas.

– Sabe usted que no nos hemos visto en doce años, desde que se fue a vivir a Israel.

– Precisamente. Temo que sientan muchas ganas de volverse a ver después de tanto tiempo.

– ¿Por qué habla usted de temor? Sabe muy bien que nunca hubo nada entre ella y yo. Fue un amor platónico.

– Eso es lo que temo. Que deje de serlo.

La mesera disfrazada de india sirvió el desayuno frente a Félix. Él aprovechó y bajó la mirada para no ofender a Bernstein. Lo estaba odiando intensamente por meterse en asuntos privados. Además, sospechó que Bernstein le había hecho el favor de darle la invitación a Palacio para chantajearlo.

– Mire usted, doctor. Sara fue mi amor ideal. Usted lo sabe mejor que nadie. Pero quizás no lo entiende. Si Sara se hubiera casado sería otra historia. Pero ella sigue soltera. Sigue siendo mi ideal y no voy a destruir mi propia idea de lo bello. Pierda cuidado.

– Era una simple advertencia. Como van a coincidir en una cena esta noche, preferí que habláramos antes.

– Gracias. No se preocupe.

La resolana que se filtraba por los cristales del techo era muy fuerte. Dentro de pocos minutos, el patio encandilado de Sanborns sería un horno. Félix se despidió del doctor y salió a Madero. Vio la hora en el reloj de la Torre Latinoamericana. Era demasiado temprano para llegar a la Secretaría. En cambio, hacía años que no caminaba por Madero hasta la Plaza de la Constitución. Decía que igual que el país, la ciudad tenía partes desarrolladas y otras subdesarrolladas. Francamente, no le agradaban las segundas. El viejo centro era un caso especial. Si se mantenía la mirada alta, se evitaba el pulular desagradable de la gente de medio pelo y se podía seleccionar la belleza de ciertas fachadas y remates. Eran muy bellos el Templo de la Profesa, el Convento de San Francisco y el Palacio de Iturbide, rojas piedras volcánicas, portadas barrocas de marfil pálido. Félix se dijo que ésta era una ciudad diseñada para señores y esclavos, aztecas o españoles. No le iba esa mezcla indecisa de gente que había abandonado hace poco el traje blanco del campesino o la mezclilla azul del obrero y se vestía mal, remedando las modas de la clase media, pero de veras a medias nada más. Los indios, tan hermosos en sus lugares de origen, esbeltos, limpios, secretos, se volvían en la ciudad feos, sucios, inflados de gaseosas.

Madero es una avenida estrecha y encajonada que antiguamente se llamó Calle de Plateros. Al llegar al Zócalo, Félix Maldonado recordó esto porque lo deslumbró un sol opaco, brillante, duro, y lejanamente frío como la plata. El sol del Zócalo le cegó. Por eso no pudo ver lo que le rodeaba. Tuvo la sensación horrible del contacto inesperado e indeseado. Una lengua larga se le metió por el puño de la camisa y le lamió el reloj. Se acostumbró rápidamente a la luz y se vio rodeado de perros callejeros. Uno le lamía, los otros le miraban. Una vieja envuelta en trapos negros le pidió perdón.

– Dispense, señor, son juguetones nomás, no son malos, de veras, señor.

2

Félix Maldonado detuvo un pesero y se sentó solo en la parte de atrás. Era el primer cliente del taxi colectivo. Frente a la Catedral un hombre vestido de overol paseaba un largo tubo de aluminio sobre las baldosas. Le coronaban unos audífonos conectados al tubo y a un aparato de radio que le colgaba sobre el pecho, detenido por tirantes. Murmuraba algo. El chofer rió y le dijo vio usted al loco de Catedral, lleva años buscando el tesoro de Moctezuma.

Félix no contestó. No tenía ganas de hablar con un chofer de taxi. Quería llegar cuanto antes a su oficina en la Secretaría de Fomento Industrial, encerrarse en su cubículo y lavarse las manos. Se limpió la mano lamida por el perro con un pañuelo. El chofer rodó por la Avenida del 5 de Mayo con la mano asomada por la ventanilla y el dedo índice parado, anunciando así que el taxi sólo cobraba un peso y seguía una ruta fija, del Zócalo a Chapultepec. Anoche, Félix había dejado su auto encargado al portero del Hilton para no meterse al centro viejo con un Chevrolet que no había dónde estacionar.

En cada esquina se detuvo el taxi y tomó pasaje. Primero dos monjas se subieron en la esquina de Motolinia. Supo que eran monjas por el peinado retirado, de chongo, la ausencia de maquillaje, las ropas negras, las cuentas y los escapularios. Habían vuelto a encontrar un uniforme, porque la ley prohibía que anduvieran en la calle con sus hábitos. Prefirieron subir a la parte delantera, con el chofer. Éste las trató con gran familiaridad, como si las viera todos los días. Hola, hermanitas, qué se traen hoy, les dijo. Las monjas rieron ruborizadas, tapándose las bocas y una de ellas trató de pescar la mirada de Félix en el retrovisor.

Félix recogió las piernas cuando el taxi se detuvo en Gante para dar cabida a una muchacha vestida de blanco, una enfermera. Llevaba en las manos jeringas, tubos y ampolletas envueltas en celofán. Le pidió a Félix que se corriera. Él le contestó que no, se iba a bajar pronto. ¿Dónde? En la glorieta de Cuauhtémoc, frente al Hilton. Pues ella antes, frente al Hotel Reforma. Pronto, iba de prisa, tenía que inyectar a un turista, un turista gringo se estaba muriendo de tifoidea. La venganza de Moctezuma, dijo Félix. ¿Qué? No sea guasón, muévase para allá. Félix dijo que no, un caballero le cede el lugar a las damas. Bajó del taxi para que la enfermera subiese. Ella lo miró con sospecha y detrás del pesero los demás taxis en fila tocaron los claxons.

– Píquenle, ya me la mentaron -dijo el chofer.

Dicen que ya no quedan caballeros dijo la enfermera y le ofreció un Chiclet Adams a Félix, quien lo tomó para no ofender. Tampoco quería abusar de la muchacha. Respetó el espacio vacío entre los dos. No tardó en llenarse. Frente al Palacio de Bellas Artes una mujer prieta y gorda detuvo el taxi. Félix intentó bajar para probarle a la enfermera que era caballeroso lo mismo con las bonitas que con las feas pero la señora gorda traía prisa. Cargaba una canasta colmada y entró con ella al taxi. Cayó de bruces sobre las piernas de Félix y la cabeza pegó sin ruido contra el regazo de la enfermera. Las monjas rieron. La señora gorda abandonó su canasta sobre las rodillas de Félix mientras se acomodaba, quejándose. De la canasta salieron velozmente docenas de polluelos amarillos que se regaron alrededor de los pies de Félix, se le subieron a los hombros, piaron y Félix tuvo miedo de pisarlos.

La placera trató de incorporarse, abrazada a su canasta vacía. Cuando vio que los pollos se le habían salido, soltó con alboroto la canasta que fue a dar contra las cabezas de las monjas, se agarró del cuello de Félix y empezó a reunidos incómodamente, logrando desparramar un plumaje semejante al bozo de la adolescencia sobre el rostro de Félix.

El taxi se detuvo para dar cabida a un nuevo pasajero, un estudiante con una pila de libros bajo el brazo que desde lejos hacía señas. Félix, tosiendo por la cantidad de plumitas que se le metieron por la nariz, protestó y la enfermera le secundó. No cabía más gente. El taxista dijo que sí, sí cabían. Atrás había cupo para cuatro. Adelante también, rió una de las monjas. La señora gorda gritó Dios nos coja confesados y una de las monjitas rió Dios nos coja punto. El chofer dijo que él se ganaba la vida como podía y al que no le gustara que se bajara y tomara un taxi para él solito, a dos cincuenta el puro banderazo. El estudiante corrió hacia el taxi detenido, ligero con sus zapatos tennis, a pesar de la cantidad de libros. Corrió con los brazos cruzados sobre el pecho. Maldonado notó ese detalle curioso, chiflando. La muchacha con cabeza de rizos salió detrás de la estatua titulada «Malgré tout», agarró al estudiante de la mano y los dos subieron a la parte de atrás del taxi. Pidieron perdón pero pisotearon a varios pollitos. La placera volvió a gritar, le pegó al estudiante con la canasta y la novia del estudiante dijo que si era taxi o mercado sobre ruedas de la CEIMSA. Félix miró con ensueño la estatua que se alejaba, esa mujer de mármol en postura abyecta, desnuda, dispuesta a los ultrajes de la sodomía, «Malgré tout».

Los libros cayeron abiertos al piso, matando a más pollitos y el estudiante logró acomodarse sobre las rodillas de la enfermera. Ella no pareció molestarse. Félix dejó de mirar la estatua para mirar con sorna y rabia a la enfermera por el hueco del brazo de la placera gorda y jaló a la novia del estudiante, obligándola a sentarse en sus rodillas. La chica le dio una cachetada a Félix y luego le gritó al estudiante este cochino me anda metiendo mano, Emiliano. El estudiante aprovechó para voltearse, dándole la cara a la enfermera, guiñándole y acariciándole las corvas. Ahoritita nos bajamos, le dijo a Félix, ahorita nos damos un entre, usted lo quiso, no yo.

El estudiante hablaba con la voz gangosa y su novia lo animaba, dale en toditita la torre, Emiliano, no me toque a mi noviecita santa. Un vendedor de billetes de lotería metió una mano llena de papeles olorosos a tinta fresca, morados, negros, por la ventana abierta, frente a las narices de Félix. Aquí está el esperado, señor. Terminado en siete. Para que se pueda casar con la señorita. ¿Con cuál?, preguntó Félix con cara de inocencia. No me busque que me encuentra, gruñó el estudiante. Las monjas rieron y pidieron bajada. La novia vio que el estudiante miraba con cariño a la enfermera y dijo vámonos al frente, Emiliano.

Al mismo tiempo que descendieron las monjas, el estudiante se bajó por el lado derecho para evitar rozarse con Félix y el chofer le dijo no le hagas, pinche baboso, la multa me la ponen a mí y la novia con la cabecita de borrego negro le pellizcó una rodilla a Félix antes de bajar. Sólo Félix se dio cuenta en medio de la confusión de que las monjitas se habían detenido junto a la estatua de un prócer en el Paseo de la Reforma y reían. Una de ellas se levantó las faldas y movió una pierna como si bailara el cancán. El taxi arrancó y el estudiante y su novia se agarraron a cachetadas en plena calle, luego él recordó los libros, gritó los libros y corrió detrás del taxi pero ya no lo alcanzó.

– Se bajaron sin pagar -le dijo Félix al chofer con un absurdo rubor por meterse en lo que no le importaba.

– Yo no les pedí que se subieran -contestó el taxista.

– ¿Piensa cobrarse con los libros? -insistió Félix.

– Usted me oyó: les pedí que no se subieran -dijo de manera terminante el taxista.

– Eso no es cierto -dijo con escándalo Félix-, usted quería que se subieran, los que protestamos fuimos la señorita enfermera y yo…

– Me llamo Licha y trabajo en el Hospital de Jesús -dijo la enfermera tamborileando con un dedo sobre el hombro del chofer y descendió frente al Hotel Reforma.

Félix tomó nota mental pero la gorda le dio un nuevo canastazo en la cabeza y le dijo usted es el culpable, no se haga el inocente, no ponga cara de menso, si nomás se hubiera corrido tantito, pero no, cómo iba a correrse si lo que quería era tentarles las posaderas a todas las viejas al subirse y al bajarse, conozco a los léperos como este individuo. Lo acusó de matarle a sus pollitos pero Félix no le hizo caso. Había pollos muertos en el piso y sobre los asientos y algunos embarrados contra los vidrios y libros regados, abiertos y pisoteados, con huella negras de zapato sobre las huellas negras de la tinta.

– Me van a multar a mí, señor -dijo el chofer-. Así no se vale.

– Aquí tiene mi tarjeta -dijo Félix, entregándosela al chofer.

Bajó en Insurgentes y miró al taxi alejarse con la gorda asomando la cara y el puño por la ventanilla, amenazándole como la estatua de Cuauhtémoc parecía amenazar a la ciudad vencida con su lanza en alto. Llegó a la puerta del Hilton y el portero lo saludó llevándose la mano a la visera del gorro militar azul polvo como su uniforme. Le entregó a Félix las llaves del Chevrolet y Félix le dio un billete de cincuenta pesos. La silueta recortada en cartón del viejo señor Hilton pedía detrás de la puerta de cristales, Sea mi huésped.

3

En la oficina sólo estaba la señorita Malena y al principio no vio llegar a Félix Maldonado. La señorita Malena tenía un más de cuarenta años pero su peculiaridad consistía en fingir que era niña. No simplemente joven, sino verdaderamente infantil. Usaba fleco y trenzas, trajes floridos de muñeca, calcetines blancos y zapatitos de charol. Era bien sabido en el Ministerio que de esta manera la señorita Malena daba gusto a su mamá, que desde pequeñita le había dicho Ojalá que siempre te quedes así, ruego a Dios que nunca crezcas.

La oración fue escuchada pero ello no impedía que la señorita Malena fuese una eficaz secretaria. Ahora estaba doblando un pañuelito de encaje sobre la mesa y Maldonado tosió para anunciarse y no sorprenderla. Pero no pudo evitarlo. La señorita Malena levantó la mirada y dejó de doblar el pañuelo, abriendo tamaños ojos de muñeca.

– ¡Ay! -gritó.

– Perdón -dijo Maldonado-, ya sé que es demasiado temprano, pero pensé que podríamos adelantar algunos asuntos.

– Qué gusto volverlo a ver -logró murmurar la señorita Malena.

– Lo dice usted como si me hubiera ido hace mucho -rió Maldonado, dirigiéndose a la puerta del cancel que decía con letras negras Departamento de Análisis de Precios Jefe Lic. Félix Maldonado.

Malena se incorporó nerviosamente, estrujando el pañuelo, adelantando un brazo como si quisiera detener a Maldonado. El Jefe del Departamento de Análisis de Precios notó ese movimiento, le pareció curioso pero no le prestó importancia. Abrió la puerta y sintió el ligero desfallecimiento de la secretaria. La señorita suspiró como si se rindiera ante lo inevitable.

Maldonado prendió las luces neón de su cubículo sin ventanas, se quitó el saco, lo colgó de una percha y se sentó en la silla giratoria de cuero frente a su mesa de trabajo. Cada uno de estos actos fue acompañado por un movimiento nervioso de parte de Malena, como si quisiera impedirlos y luego, al no poder hacerlo, se sintiese obligada a ruborizarse.

– Si quiere usted traerse su bloque de taquigrafía -dijo Maldonado mirando con creciente curiosidad a la señorita Malena-, y su lápiz, señorita.

– Perdón -tartamudeó Malena, acariciándose nerviosamente los bucles de tirabuzón-, ¿qué asunto vamos a tratar? Maldonado estuvo a punto de decirle, ¿qué le importa?, pero era un hombre cortés: El programa integrado y la indexación internacional de precios de materias primas.

El rostro de Malena se iluminó de alegría. Ese expediente lo tiene el Señor Subsecretario, dijo. Maldonado se encogió de hombros. Entonces las importaciones de papel del Canadá. Ese expediente está bajo llave, suspiró con alivio Malena. La verdad, concluyó la secretaria, es que llegó usted demasiado temprano, señor licenciado, todavía no dan las diez. El archivista no está aquí y dejó todo bajo llave. ¿Por qué no sale a tomarse un café, señor licenciado, se lo ruego, por favor, señor licenciado?

Entonces la simpática e infantil Malena estaba protegiendo al archivista en retraso y eso lo explicaba todo. Él tenía la culpa, se dijo Maldonado mientras se ponía el saco, por llegar antes que nadie.

– Comuníqueme con mi esposa, señorita.

Malena lo miró con espanto, petrificada en el dintel de la puerta.

– ¿No me oyó?

– Perdón, señor licenciado, ¿puede darme el número?

Esta vez Félix Maldonado no pudo contenerse. Rojo de cólera le dijo, señorita Malena, yo sé su número de teléfono de memoria, ¿cómo es posible que usted no sepa el mío?, lleva seis meses, la doceava parte de un sexenio, comunicándome dos o tres veces al día con mi esposa, ¿sufre usted de amnesia súbita?

Malena se soltó llorando, se cubrió la cara con el pañuelo y salió rápidamente del cubículo de Maldonado. El jefe de la oficina suspiró, se sentó junto al teléfono y compuso él mismo el número.

– ¿Ruth? Llegué hoy temprano de Monterrey en el primer vuelo. Tuve que irme directamente a un desayuno político. Perdona que hasta ahora te avise que llegué bien. ¿Tú estás bien, amor?

– Sí. ¿A qué horas nos vemos?

– Tengo una comida a las dos. Luego recuerda que vamos a cenar a casa de los Rossetti.

– Cuántas comidas.

– Te prometo ponerme a dieta la semana entrante.

– No te preocupes. Nunca engordarás. Eres demasiado nervioso.

– Paso a cambiarme como a las ocho. Por favor, está lista.

– No voy a ir a la cena, Félix.

– ¿Por qué?

– Porque va a estar allí Sara Klein.

– ¿Quién te dijo?

– Ah, ¿es un secreto? Angélica Rossetti, cuando nadamos juntas hoy en la mañana en el Deportivo.

– Me acabo de enterar en el desayuno. Además, hace doce años que no la veo.

– Escoge. Te quedas conmigo en casa o vas a ver a tu gran amor.

– Ruth, Rossetti es el secretario privado del Director General, ¿recuerdas? -Adiós.

Se quedó con la bocina hueca en la mano. Apretó un timbre del aparato sin colgarla y oyó la voz de Malena en la extensión.

– …creo que sí, alguna vez lo vi, lo recuerdo vagamente, pero la mera verdad no sé quién es, señor licenciado, si usted quisiera pasar a ver, me pide expedientes reservados, se comporta como si fuera el dueño de la oficina, si usted quisiera… Maldonado colgó, salió al vestíbulo y miró fijamente a la secretaria. Malena se llevó una mano a la boca y colgó el teléfono. Maldonado se acercó, plantó los puños sobre la funda de la máquina de escribir y dijo en voz muy baja:

– ¿Quién soy, señorita?

– El jefe, señor…

– No, ¿cómo me llamo?

– Este… el señor licenciado.

– ¿El señor licenciado qué?

– Este… nomás, el señor licenciado… igual que todos…

Se soltó llorando inconteniblemente, pidiendo la presencia inmediata de su mami y volvió a esconder el rostro en el pañuelito de encaje, que tenía polluelos amarillos bordados alrededor de la inicial, M.

4

Durante más de una hora, Félix Maldonado caminó sin rumbo, confuso. Lo malo de la Secretaría es que estaba en una parte tan fea de la ciudad, la Colonia de los Doctores. Un conjunto decrépito de edificios chatos de principios de siglo y una concentración minuciosa de olores de cocinas públicas. Los escasos edificios altos parecían muelas de vidrio descomunalmente hinchadas en una boca llena de caries y extracciones mal cicatrizadas.

Se fue hasta Doctor Claudio Bernard tratando de ordenar sus impresiones. Lo distrajeron demasiado esos olores de merenderos baratos abiertos sobre las calles. Dio la vuelta para regresar a la Secretaría. Se topó con un puesto de peroles hirvientes donde se cocinaban elotes al vapor. Se abrió paso entre las multitudes de la avenida llena de vendedores ambulantes. Se rebanaban jicamas rociadas de limón y polvos de chile. Se surtían raspados de nieve picada que absorbían como secante los jarabes de grosella y chocolate.

Más que nada, sintió que su voluntad desfallecía. Respiró hondo pero los olores lo ofendieron. Se metió por Doctor Lucio y una cuadra antes de llegar a la Secretaría vio a una mendiga sentada en la banqueta con un niño en brazos. Era demasiado tarde para darles la espalda. Sintió que los ojos negros de la limosnera lo observaban y lo juzgaban. Era lo malo de caminar a pie por la ciudad de México. Mendigos, desempleados, quizás criminales, por todos lados. Por eso era indispensable tener un auto, para ir directamente de las casas privadas bien protegidas a las oficinas altas sitiadas por los ejércitos del hambre.

Reflexionó y se dijo que en cualquier otra ocasión habría hecho una de dos cosas. Seguir adelante, imperturbable, sin mirar siquiera a la mujer con la mano adelantada y el niño en brazos. O darles la espalda y regresar por donde había venido. Pero esta mañana sólo se atrevió a cruzar a la acera de enfrente. Sin duda, la solución más cobarde y menos digna. ¿Qué le costaba pasar frente a la triste pareja y darles veinte centavos?

Desde la acera de enfrente, vio que la mujer era una niña indígena, de no más de doce años. Descalza, morena, tiñosita, con el bebé en brazos, tapadito por el rebozo.

¿Es suyo, se preguntó Félix Maldonado, es su hijo o es sólo su hermanito?

¿Es suyo?, repitió, como si alguien le hiciese la pregunta a él y él dijo en voz baja:

– No, señor, no es mío.

La niña lo miró intensamente, con la mano extendida. Félix tenía que regresar con urgencia a la oficina para aclarar las cosas. Redobló el paso hasta llegar a la Avenida Cuauhtémoc. Volteó una vez más, sin poder impedirlo, para ver a la pareja de la niña madre y del niño hermano. Dos monjas se inclinaban junto a la pareja de desvalidos. Las reconoció por las faldas negras, el peinado restirado, de chongo. Una de ellas levantó la mirada y Félix creyó reconocer a una de las religiosas que viajaron con él en el taxi esa misma mañana. La monja le dio la espalda, tapándose la cara con un velo, tomó a su compañera del brazo y las dos se alejaron de prisa, sin voltear a mirarlo.


5

Entró a la Secretaría y se dirigió al ascensor. Con suerte encontraría a un amigo al subir. El elevadorista lo conocía, claro. Perdón, el elevadorista está ausente, se ruega al respetable público usar el automático de la izquierda. Félix recordó al elevadorista, lo recordó nítidamente. Un hombrecito sin edad,

muy moreno, con pómulos altos y ojos llorosos, un bigote muy ralo y uniforme gris con botonadura de cobre y unas iniciales bordadas sobre el pecho, S.F.I. Si él recordaba al elevadorista, se dijo Félix mientras ascendía rodeado de desconocidos, lo lógico era que el elevadorista lo reconociera a él. Generalmente, la señorita Malena le cobraba su quincena en la pagaduría y él se limitaba a firmar la nómina. Hoy decidió ir personalmente. Salió del ascensor y se acercó a la ventanilla. Había cola. Se unió a ella, sin hacer valer sus prerrogativas de funcionario. Le precedían dos muchachas de hablar nervioso e inmediatamente detrás de él se colocó el elevadorista, su conocido, el hombre moreno. Félix le sonrió pero el hombrecito estaba absorto en la contemplación de una moneda.

– ¿Cómo le va? ¿Qué mira usted? -le dijo Félix. -Este peso de plata -dijo el elevadorista sin levantar la mirada-, ¿no ve usted?

– Sí, claro -contestó Félix, deseando que el elevadorista lo mirara-, ¿qué le llama tanto la atención?, ¿nunca ha visto una moneda de a peso antes?

– L'águila y la serpiente -dijo el elevadorista-, estoy mirando l'aguilita y la serpiente de la moneda. Félix se encogió de hombros:

– Es el escudo nacional, hombre. Está en todas partes. ¿Qué tiene de raro?

El elevadorista meneó la cabeza sin dejar de mirar la moneda de plata ennegrecida:

– Nada de raro. Nomás es muy bonito. Una águila sobre un nopal, devorando una serpiente. Me gusta más que el valor.

– ¿Cómo dice?

– Que no me importa el valor de la pieza. Me gusta el dibujito.

– Ah. Ya veo. Oiga, ¿no quiere verme? El elevadorista levantó por fin la mirada y observó a Félix con los ojos llorosos y una sonrisa de piedra.

– Todos los días subo a mi oficina en el elevador que usted maneja -dijo abruptamente Félix.

– Sube tanta gente. Si usted supiera.

– Pero yo soy un alto funcionario, el jefe de…

Exasperado, Félix dejó la frase en el aire.

– Yo soy el que no se mueve. Todos me miran, yo no miro a nadie -dijo el elevadorista y siguió observando su moneda.

Félix tuvo que prestar atención a lo que decían las dos secretarias para no quedarse allí como bobo, mirando al elevadorista que miraba el águila y la serpiente. Ya estaban cerca de la ventanilla de cobros.

– Si tú misma no te das a respetar, ¿quién?

– Tienes toda la razón. Además, todos parejos. Ay sí.

– Ojalá. Pero como ella es su preferida, de plano.

– No es nada democrático. Yo se lo dije. Ay sí.

– ¿De veras? ¿Te atreviste?

– ¿No me crees? Me canso, ganso. Ay sí. Usted le da trato distinto a Chayo, a la legua se ve. Eso le dije. Ay sí.

– En cambio, ¿se dignó venir a nuestra posada el año pasado? No, ¿verdad? Perdóname, pero eso se llama discriminación.

– ¿Eso le dijiste?

– Pues casi casi. Me dieron ganas. Mangos Méndez de Manila. Ay sí.

– Dispénsame, pero yo sí que se lo hubiera dicho, todas tenemos nuestra dignidad. Nomás porque nos ve usted más humilditas no es razón para ofendernos, señor licenciado.

– Ay, si lo que pasa es que la Chayito se siente la divina garza. No es culpa de ella, hasta eso el lic Maldonado es bastante gente…

Cobraron, firmaron y se fueron contando los billetes en sus sobres de papel manila. Félix dudó entre seguirlas o cobrar. El empleado de la ventanilla lo miró con impaciencia.

– ¿Diga?

– Maldonado -dijo Félix-, Análisis de Precios.

– Perdón, pero nunca lo he visto antes. ¿Tiene con qué identificarse?

– No. Mire, mi secretaria viene siempre a cobrar por mí.

– Lo siento, señor. Necesita identificarse. -Sólo traigo mi tarjeta de crédito. Tome.

– ¿Se llama usted American Express? No hay nadie en la nómina que se llame así.

– ¿No basta mi firma? Puede compararla con la de todas las quincenas.

El empleado negó severamente y Félix abandonó la ventanilla decidido a buscar su permiso de manejar, su pasaporte, su credencial del Partido Revolucionario Institucional, su acta de nacimiento si necesario. ¿Cómo era posible que Malena cobrara en nombre suyo cada quince días sin ningún problema y él, el titular del puesto, necesitase identificarse? Caminó enojado hasta la puerta del ascensor. Buscó inútilmente a las dos secretarias que hablaron de él. ¿No había otro licenciado Maldonado en la Secretaría? ¿Por qué no? No era un nombre tan raro.

6

Dentro del ascensor automático, rodeado de desconocidos, se dijo que lo más sencillo era enviar a Malena, como siempre, Malenita, dése una vuelta por la pagaduría, ¿quiere? Salió en el piso de su oficina contrariado porque ya nunca traía encima nada que lo identificara. Caminó por el pasillo estrecho y atestado de gente apremiada, miró los techos bajos y planos de la Colonia de los Doctores, llenos de tinacos de agua.

Su vida era tan previsible, se dijo, tan ordenada, sólo iba a lugares donde le conocían, le daban trato especial, los bares y restaurantes donde le bastaba firmar su tarjeta de crédito del American Express, con eso bastaba y suelto para las propinas. Pero ese idiota cajero pedía lo que nadie le pedía en el Hilton o el Jacarandas: una foto que lo identificara.

– Puro subdesarrollo, murmuró al entrar a su oficina, ese cajero idiota todavía no se entera de la existencia de las tarjetas de crédito, le han de pagar con cuentas de cristal, pendejo.

Frente a la puerta de su privado, estaban reunidas con las cabecitas pegadas Malena y las dos secretarias que cobraron delante de él. Parecía un conciliábulo de fútbol americano. Tosió y Malena se estremeció, las tres se separaron nerviosamente, las dos jóvenes de prisa diciendo ahí nos vemos, Male, dile a tu mami que te deje ir a la charreada del domingo y Malena no se contuvo y gritó:

– ¡No sean de a tiro! ¡No me dejen solita!

Sollozó y se sentó frente a la máquina de escribir, protegida por el bulto de la Underwood vieja.

– ¿Por qué no se pone de capuchón la funda de la máquina, bruja? -le dijo brutalmente Félix.

Malena se tranquilizó súbitamente, se arregló los moños de seda en la cabeza, tomó el teléfono, marcó un número corto y dijo sin resabio de llanto pero con una mueca que Félix notó, de niña vengativa y chismosa:

– Ya está aquí. Ya regresó.

Félix Maldonado entró a su oficina privada, prendió la luz neón y sacó automáticamente el plumón de fieltro para firmar los oficios y correogramas de esta mañana. De costumbre, la eficaz Malena le tenía la firma lista pasadita la una. Pero esta vez, con la pluma en la mano, Félix vio que no estaba frente a él la carpeta de firma.

Iba a sonar la chicharra para llamar a la secretaria. En vez, entró sin pedir permiso un hombre menudo, rubio, uno de esos güeritos chaparos que se sienten muy salsas y nada acomplejados nomás porque son blanquitos y bonitos. Estos muñecos convierten su pequeñez en arma de agresión, como si ser enano autorizara todos los excesos y exigiera todos los respetos, se dijo Félix. Pero este particular petiso agredía más que nada por su olor, un perfume penetrante de clavo que emanaba del pañuelo que le colgaba de la bolsa en el pecho del saco. Le hubiera gustado decirle todo esto de entrada al impertinente.

– ¿Qué se le ofrece?

– Perdón. ¿Puedo sentarme?

– ¿Más?

– ¿Cómo dice?

– Cómo no, sírvase -dijo Félix, al cabo contento-, si me pide permiso reconoce que está en mi oficina.

– Me presento, Ayub, Personal, Simón. Este… ¿cómo le diré? -tosió.

– Diga nomás -dijo fríamente Félix y pensó Ayub, qué raro un siriolibanés rubio, si oía el nombre sin ver a su dueño se hubiera imaginado a un bigotón color aceituna.

– Sucede… ¿señor licenciado…? -dijo Ayub con tono de interrogación prudente-, sucede que hemos constatado una anomalía en las tarjetas de entrada y salida de personal.

– Usted dirá, señor Ayub. Yo soy funcionario. No poncho.

– El hecho… señor licenciado… es que desde esta mañana buscamos desesperadamente a un señor que… normalmente… trabaja en esta dependencia… inútilmente…

– Exprésese con claridad. ¿Trabaja inútilmente o lo buscan sin éxito?

– Esto es, señor licenciado, esto es.

– ¿Qué?

– No lo encontramos.

– ¿Cómo se llama?

– Félix Maldonado.

– Soy yo.

El güerito miró a Félix con desesperación. Tragó varias veces antes de hablar.

– No le conviene, créame, ¿señor licenciado?

– ¿No me conviene ser yo mismo? -interrogó Félix, disfrazando su desconcierto con un puñetazo sobre la mesa que rajó el cristal protector.

– No me malinterprete -dijo entre tosidos Ayub-, estamos tratando de contemplar el caso globalmente.

Félix miró con irritación la vena verdosa del vidrio roto que corría como una cicatriz sobre la foto de Ruth, su mujer.

– Tendrá usted que pagar desperfectos causados a bienes de la Nación -dijo con la voz más neutra del mundo Ayub, mirando la rajada sobre la mesa del funcionario.

Félix consideró indigno dar respuesta.

– El Director General le ruega que lo vea hoy a las seis de la tarde -dijo para terminar Ayub, se levantó y salió excusándose, desparramando olor a clavo-, buenas tardes, buen provecho.

Esto le recordó a Félix que debía llegar a una comida en el Restaurante Arroyo por el rumbo de Tlalpam y con el tráfico se tardaría una buena hora en llegar. Miró su reloj: era la una y media. Cuando salió al vestíbulo, la señorita Malena ya se había ido. La máquina estaba perfectamente cubierta, una violeta respiraba dentro de una flauta de cristal y un osito de peluche viejo se sentaba en la silla secretarial de Malenita.

El resto de la Secretaría de Fomento Industrial parecía funcionar como un reloj, suavemente, en silencio. La hora normal de salida era entre dos y media y tres de la tarde.

7

Tardó un poco más de la hora prevista en llegar manejando su Chevrolet a Tlalpam. Era viernes y mucha gente se iba de fin de semana largo a Cuernavaca. Pasó muchos minutos perdidos, detenido en medio del tráfico estrangulado y una vez hasta se quedó dormido y lo despertó el concierto de cláxones furiosos.

Desde la carretera se oían los mariachis del Arroyo. Trató de recordar el motivo de la comida mientras estacionaba y tuvo un escalofrío. No podía darse el lujo de olvidar nada, de olvidar a nadie, él menos que nadie.

Agresivo, rozagante, con las patillas canas y el bigote negro, el rostro burdo, feo, coloradote, Félix lo saludó y sólo pudo retener una impresión: era un hombre feo con manos hermosas. Y ella estaba a su lado, recibiendo a los invitados.

– Hola, Félix.

– Hola, Mary.

Su aturdimiento era natural, se dijo cuando logró soltar la mano de la mujer y encaminarse hacia las mesas donde estaban las botanas. No sólo había tocado la mano y mirado los ojos de la mujer que más le gustaba tocar y mirar del mundo. Además, esa mujer lo había reconocido, le había dicho con toda naturalidad hola Félix. Claro, se empinó el vasito de tequila añejo, el hombre de la cara fea y las manos hermosas era su marido. Jamás lo hubiera reconocido solo, sin ella, ¿quién iba a recordar al dueño de una cadena de supermercados? La presencia de Mary era indispensable para situarlo. Eso era todo. No es que lo hubiera, verdaderamente, olvidado. El marido de Mary, a pesar de su aspecto florido y sus ademanes agresivos, carecía de personalidad. Eso era todo, se repitió cuando Mary se acercó a él y le dijo que la comida era muy informal, cada quien se sirve, cada quien se sienta donde más le guste y con quien más le guste.

– Además, los mariachis son ideales para disfrazar las conversaciones íntimas, ¿no? -dijo Mary velando un poco más sus ojos violeta como la solitaria flor en el escritorio de la señorita Malena.

Ojos violeta con destellos dorados, reconstruyó Félix comiendo botanas, totopos con guacamole, una hermosísima muchacha judía de pelo negro y escotes profundos que se untaba lubricante entre los senos para que brillara mucho la línea que los separaba.

La siguió de lejos cuando pasaron las quesadillas de huitlacoche y los mariachis berreaban en la distancia pero lo invadían todo. Ella sabía que los ojos de Félix no la dejaban sola un instante. Se movía como una pantera, negra, lúbrica y perseguida, hermosa porque se sabe perseguida y lo demuestra: Mary.

Félix miró de reojo la hora. Las tres y media y aún no empezaba la comida. Tequila y antojitos nada más. Le exasperaban estas comidas mexicanas de cuatro o cinco horas de duración. A las seis en punto lo esperaba el Director General. Mary le guiñó desde lejos cuando los meseros entraron con las cazuelas de barro llenas de mole, arroz hervido, chiles en nogada y los platos de tortillas humeantes y chiles variados, chipotles, piquines, serranos, jalapeños.

Se sirvió un plato colmado y se acercó a Mary. La señora de ojos violeta le sonrió y le ofreció una cerveza. Se alejaron juntos de la mesa, balanceando los platos y los vasos de cerveza, hablando con las voces apagadas por el estruendo de los mariachis, en medio de los invitados que Mary seguía saludando.

– ¿Cuál es el motivo de la fiesta? -preguntó Félix.

– Mi décimo aniversario de bodas -rió Mary.

– ¿Tanto?

– Es muy poco.

– Es el mismo tiempo que llevamos sin vernos. Es mucho.

– Pero si a cada rato nos encontramos en cocteles, bodas y entierros.

– Quiero decir sin tocamos, Mary, como antes.

– Eso es fácil de remediar.

– Sabes que sólo me gusta tocarte, ¿verdad?

– ¿Quieres decir que nunca me amaste? Lo sé muy bien. Yo tampoco.

– Algo más. Nunca te deseé.

– Ah. Eso es novedad.

– Sólo puedo tocarte sin desearte. Tocarte mucho, besarte, cogerte pero sin deseo. ¿Lo entiendes?

– No, pero me basta. Y me excita. Me gusta cómo me tocas. Diez años es mucho tiempo. Mira. Vete al hotel de paso que está aquí al lado. Deja tu coche afuera del bungalow para que pueda ver dónde te pusieron. Así yo entro al garaje con mi auto y corro la cortina. Espérame allí.

– Tengo una cita muy importante a las seis.

– No, si al rato me desaparezco. Abby ni se da cuenta. Míralo.

Félix no quiso mirar a un hombre del que jamás se acordaba y apretó el brazo de Mary.

– Y oye Félix -dijo Mary fingiendo desparpajo-, ya no soy la misma de antes, he tenido cuatro hijos.

Félix no dijo nada; se alejó de ella y Abby anunció con gestos agresivos e ilusorios pases por alto que se iban a torear cuatro vaquillas como fin de fiesta. Se rasuraba mal; tenía varias pequeñas cortadas en el mentón.

Cuando todos se fueron hacia el ruedo taurino junto al restaurante, Félix salió y condujo su auto hasta el hotelito vecino. Siguió las indicaciones de Mary y se instaló en una recámara de sábanas mojadas y olor de desinfectantes. Seguramente se durmió un rato. Lo despertaron las agruras y los palpitos. Momentáneamente se imaginó a la orilla del mar, lejos de la altura de la ciudad de México, dirigiendo normalmente en un paraíso imposible de comidas breves, sencillas y a horas fijas.

Por la ventana del bungalow entraron los olés de la placita de toros. Imaginó a Abby toreando con gestos agresivos, cara colorada y hermosas manos escondidas por un trapo rojo. Sin duda era el primer torero judío. Poca gente sabe que México recibió a muchos fugitivos de la Europa hitleriana que se asimilaron sin dificultad a las costumbres e incluso a los ritos hispanomexicanos, como si sintieran nostalgia de la expulsión de España. Rió. Un judío en un ruedo, frente a un burel bufante, era la venganza sefardita contra Isabel la Católica.

También imaginó a Mary sentada en las gradas, mirando los desplantes absurdos de su marido. No la deseó. Necesitaba verla para tocarla cuanto antes. La relación física con Mary no toleraba ni el tiempo de un sueño ni el espacio de una separación. No toleraba el deseo.

8

El aguacero comenzó cuando Félix Maldonado, eructando dolorosamente, manejaba su auto por la Avenida Universidad. Era una lluvia vespertina de trópico alto, un chubasco reservado para la selva virgen y que sólo gracias a una perversidad del relieve venía a azotar una friolenta meseta de más de dos mil metros de altura.

Ningún clima templado vería jamás una cortina de agua como la que esa tarde, parda y humeante, azotó los parabrisas del Chevrolet de Félix. Los limpiadores se negaron a funcionar. Félix tuvo que bajar para ponerlos en marcha con la mano, bajo la lluvia. Mientras se empapaba, rió un poco pensando en Abby aguado, las vaquillas mojadas, la corrida frustrada y Mary inmóvil bajo la lluvia mirando las montañas violetas como sus ojos.

Consultó nerviosamente su Rolex cuando estacionó el auto en el sótano de la Secretaría. Las seis y diez, diez minutos de retraso, se repitió cuando tomó el ascensor manejado por el hombrecito que lo saludó amablemente, como si lo reconociera. No; simplemente reconocía a todo el mundo, era su obligación cuando manejaba el ascensor. Fuera de las horas de servicio, les correspondía a los demás reconocerlo.

Félix salió del elevador y llegó caminando de prisa, mojado y sin aliento a la antesala del Director General. La secretaria era una rubia oxigenada, opulenta, de busto alto y nalga apretada. Se pintaba de negro los lunares rojos de la cara.

– Qué tal, licenciado.

Félix cerró los ojos. Con un gran esfuerzo recordó, esta es Chayo, la presumida, de la que hablaban dos secretarias envidiosas esta mañana, frente a la ventanilla de pagos.

– Quihubo, Chayo.

Esperó la reacción de la secretaria. No hubo ninguna. Era imposible saber si lo reconocía o no.

– Tengo cita con el Director General.

Chayo afirmó con la cabeza:

– ¿Gusta sentarse y esperar tantito?

– El vicio latino de llegar tarde me enferma, Chayito -dijo Maldonado cuando se sentó-, me molesta a mí mucho más que a las personas a las que yo hago esperar, ¿me entiende usted?

Chayo volvió a decir que sí con la cabeza y siguió tecleando al ritmo del chicle que mascaba o viceversa. Se escuchó un timbre y la señorita Chayo se levantó meneando el busto en vez de las caderas que la faltaban y le dijo a Félix si gusta pasar. Maldonado la siguió por un largo corredor forrado de cedro y adornado con fotos de los antiguos presidentes de la República a partir de Ávila Camacho.

Chayo apretó tres veces un botón rojo opaco junto a una puerta. El botón se iluminó y la secretaria empujó suavemente la puerta. Félix entró al despacho de luces bajas del Director General. Chayo desapareció y la puerta se cerró.

Félix tuvo dificultad en ubicar al Director General en la vasta penumbra del despacho sin ventanas, voluntariamente sombrío, donde los escasos focos parecían dispuestos para deslumbrar al visitante y proteger al Director General, cuya fotofobia era bien conocida.

Al cabo, Félix pudo distinguir el reflejo de los anteojos ahumados, unos pince-nez que sólo el Director General se atrevía a usar. Como que habían sido el trademark del villano número uno de la historia moderna de México, Victoriano Huerta. Pero el Director General tenía la excusa de sufrir fotofobia.

La voz de su anfitrión lo guió; también otro fulgor, el de un anillo matrimonial de oro. La mano pálida lo invitó, tome asiento, licenciado, se lo ruego, aquí mismo, frente a mí, en la mesa.

Félix buscó atropelladamente el lugar indicado por el Director General y dijo también de manera precipitada:

– Le ruego que me perdone. La falta de puntualidad me vuelve loco. Me imagino en el lugar del que me espera y me odio como odio a los que me hacen desesperar esperando.

El Director General rió huecamente. Tenía una risa seca, lúe se detenía repentinamente en el punto más alto del regocijo. Una vez más, el Director General pasó sin transición de la risa a la severidad:

– Sabemos que es usted muy puntual, licenciado Maldonado. Es usted un hombre de muchas virtudes. Algunos dicen que demasiadas.

– ¿Para alcanzar una posición económica y social más sólida, como dijo usted hace rato?

– Por qué no. Le repito: comprenda que queremos ayudarlo. Déjese desconocer.

– Señor Director, no entiendo una palabra de lo que me dice. Es como si le hablara usted a otra persona, de plano.

– Es que usted es otra persona. No se queje, hombre. Tiene tantas personalidades. Pierda una y quédese con las demás. ¿Qué más le da?

– No entiendo, señor Director. Lo que me inquieta de todo este asunto es sólo esto, que usted me habla como si yo fuese otro.

– ¿No recuerda usted el tema mismo de esta entrevista? ¿No será que usted ha olvidado de qué le estoy hablando?

– ¿Eso sería grave?

– Sumamente.

– ¿Qué me recomienda?

– No haga nada. Estése tranquilo. Las situaciones se presentarán. Si usted es inteligente, se dará cuenta y obrará en consecuencia.

El Director General se incorporó, perdiéndose en las alturas de la sombra. Las luces sólo iluminaron su vientre flaco y la mano en reposo cordial sobre los botones del chaleco.

– Y recuerde bien esto. No nos interesa usted. Nos interesa su nombre. Su nombre, no usted, es el criminal. Buenas noches, señor licenciado…

– Félix Maldonado -dijo agresivamente Félix.

– Cuidadito, cuidadito -se fue apagando la voz hueca del Director General.

Félix se detuvo con la mano en la perilla bronceada de la puerta y preguntó sin voltear a ver a su superior:

– Ya se me andaba olvidando. ¿Qué crimen se le invita o se le obliga a cometer el tercero en jerarquía?

– Eso le toca averiguarlo al interesado -dijo la voz hueca, lejana, como de grabación, del Director General.

En seguida añadió:

– No manipule la perilla. Es sólo de adorno.

Apretó un botón y la puerta se entreabrió electrónicamente Ni esa libertad me dejó, ni la puerta pude abrir, me tenebroseó de a feo, como títere se sintió Félix y se fue sin mijar a los ojos de la señorita Chayo.

9

Manejó rendido por la fatiga de la Secretaría a su apartamento en la Colonia Polanco. Quiso recordar la conversación con el Director General, era fundamental no olvidar un solo detalle, reconstruir fielmente cada una de las palabras pronunciadas por el superior. Aletargado, Félix se asustó, se pellizcó un muslo como para mantenerse despierto y evitar un accidente. Debería tomar un café antes de salir a la cena. Volvió a pellizcarse. ¿Con quién acababa de hablar? ¿Qué le había dicho? Abrió apresuradamente la ventanilla. Entró el aire barrido y frío de las primeras horas después de la lluvia.

Tocó tres veces el claxon para anunciarle su llegada a Ruth. Era una vieja y cariñosa costumbre. Estacionó frente al condominio de doce pisos. Subió al noveno. Quizás debería contar las veces que subía y bajaba diariamente en un elevador. Quizá le haría falta un uniforme de lana gris con botonadura de bronce y las iniciales bordadas sobre el pecho, S.F.I. Quizá sólo así lo reconocerían en la oficina de ahora en adelante.

Dijo varias veces en voz alta, Ruth, Ruth, al entrar al apartamento. ¿Por qué necesitaba anunciarse desde la calle y ahora al entrar, si sabía perfectamente que Ruth estaba enojada, metida en la cama, esperándolo, fingiendo que no, hojeando una revista, con la televisión prendida sin ruido, vestida con camisón y mañanita de seda, como si se dispusiera a dormir temprano pero no era cierto, no se había quitado el maquillaje, no se había embarrado las cremas, estaba disponible, la podía persuadir aún de que la acompañara a casa de los Rossetti?

Antes de abrir la puerta de la recámara, miró la reproducción tamaño natural del autorretrato de Velázquez que colgaba en el vestíbulo. Era una broma privada que tenían él y Ruth. Cuando vieron el original en el Museo del Prado, los dos rieron de esa manera nerviosa con que se rompe la solemnidad de los museos y no se atrevieron a decir que Félix era el doble del pintor. «No, Velázquez es tu doble», dijo Ruth y a la salida se compraron la reproducción. Abrió la puerta de la recámara. Ruth estaba acostada mirando la televisión. Pero no se había peinado y se desmaquillaba con kleenex. Esto desconcertó a Félix. La saludó, hola Ruth, pero ella no contestó y Félix se fue directamente a la sala de baño. Desde allí le dijo en voz alta disfrazada por los grifos abiertos y la máquina de afeitar:

– Son las ocho, Ruth, la invitación es a las nueve. No vas a estar lista.

Miró su cara en el espejo y recordó el parecido con Velázquez, los ojos negros rasgados, la frente alta y aceitunada, la nariz corta y curva, árabe pero también judía, un español hijo de todos los pueblos que pasaron por la península, celtas, griegos, fenicios, romanos, hebreos, musulmanes, godos, Félix Maldonado, una cara del Mediterráneo, pómulos altos y marcados, boca llena y sensual, comisuras hondas, pelo negro, espeso, ondulado, cejas separadas pero gruesas, ojos negros que serían redondos, casi sin blanco, si la forma de avellana no los orientalizara, bigote negro. Pero Félix no tenía la sonrisa de Velázquez, la satisfacción de esos labios que acaban de masticar ciruelas y naranjas.

– No vas a estar lista, repitió en voz alta. Yo nada más me rasuro, me doy un regaderazo y me cambio de ropa. A ti te toma más tiempo. Ya sabes que no me gusta llegar con retraso.

Pasaron varios segundos y Ruth no contestó. Félix cerró los grifos y desconectó la máquina. Paciencia y piedad, les había pedido el rabino que los casó, ahora recordó esas dos palabras y las estuvo repitiendo bajo la ducha. Paciencia y piedad, mientras se frotaba vigorosamente con la toalla, se rociaba abundantemente con Royall Lyme, se untaba Right Guard bajo los brazos y se pesaba la taleguilla de los testículos, veía el tamaño del miembro, no de arriba abajo porque así siempre se ve chiquito, sino de lado, de perfil ante el espejo de cuerpo entero, ese es el tamaño que ven las mujeres. Sara, Sara Klein.

Salió desnudo a propósito a la recámara, fingiendo que se secaba las orejas con la toalla y repitió lo que antes había gritado, ¿no me oíste, Ruth?

– Sí te oí. Qué bueno que te bañaste y te perfumaste, Félix. Es tan desagradable cuando vas a las cenas con el sudor de todo el día, los olores de tu oficina y los calzoncillos sucios. A mí me toca recogerlos.

– Sabes que a veces no hay tiempo. Me gusta ser puntual.

– Sabes que no voy a ir. Por eso te bañas y te perfumas.

– No digas tonterías y apúrate. Vamos a llegar tarde.

Ruth le arrojó con furia el ejemplar de Vogue que había estado hojeando. Félix lo esquivó; recordó las hojas abiertas de los libros del estudiante en el taxi, como navajas, matando a los pollitos.

– ¡Tarde, tarde! Es todo lo que te preocupa, sabes muy bien que si llegamos a la hora no habrá nadie en casa de los Rossetti, él no habrá llegado de la oficina y ella se estará prendiendo los chinos. ¿A quién engañas? Cómo me irritas. Sabes perfectamente que si nos invitan a las nueve es para que lleguemos a las diez y media. Sólo los extranjeros ignorantes de nuestras costumbres llegan puntuales y embarazan a todo el mundo.

– Abochornan o ponen en aprietos, pochita -dijo con ligereza Félix.

– ¡Deja de pasearte encuerado, como si me llamara la atención tu pajarito arrugado! -gritó Ruth y Felix rió:

– Se veía más grande antes de que me obligaras a la circuncisión, mira que circuncidarme a los veintiocho años, sólo para darte gusto.

Empezó a vestirse con furia, se le acabó la paciencia, así era siempre, primero mucho humor, luego abruptamente una cólera verdadera, no fingida como la de Ruth, sólo por ti,

cambié de religión, de dieta, de prepucio y me casé con un pinche gorrito puesto.

Ella lo observó:

– Estaba pensando…

– ¿Tú?

– Te vas a arrancar los botones, Félix.

– Llámame Pilón.

– No te hagas el gracioso. Ven, siéntate aquí junto a mí. Déjame ponerte bien las mancuernas. Nunca le atinas. No sé qué harías sin mí. Estaba pensando que desde hace varios meses sólo seguimos unidos como enemigos, como para convencernos de que debemos separarnos.

– Es probable. La vida que hacemos es el mejor argumento para separarnos.

– Te ausentas tanto. ¿Qué quieres que piense?

– Es mi trabajo. Respétalo.

– Perdóname, Félix. Es que tengo miedo.

Ruth se abrazó a su marido y el corazón de Félix dio un vuelco. Estuvo a punto de preguntarle, ¿sabes algo, entiendes algo de lo que está pasando? Ella se adelantó a disipar la duda:

– Félix, yo entiendo muy bien cuál ha sido mi papel en tu vida.

– Yo te amo, Ruth. Debes sentirlo.

– Espera. Entiendo muy bien por qué me escogiste a mí por encima de Sara y de Mary.

– Oye, ¿Por qué dices por encima, como si fueras inferior a ellas?

– Es que lo era. No soy tan inteligente como Sara ni tan guapa como Mary. Me pasé el día pensándolo. A Sara siempre la quisiste de lejos. Con Mary te acostabas. Pero para ti un amor puro y hasta intelectual o el puro sexo sin amor, no resuelve nada. Tú necesitas una mujer como yo, que te resuelva problemas prácticos, de tu carrera y tu vida social, y si las cosas diarias caminan bien, entonces puedes amar y coger a gusto con la misma mujer, a una sola mujer, que soy yo. Yo puedo ser tu ideal intocable por momentos, tu puta a veces, pero siempre la mujer que te tiene listo el desayuno, planchados los trajes, hechas las maletas, todo, las cenas para los jefes, todo. ¿Tengo razón?

– Me parece muy complicado. Pero me he pasado el día oyendo interpretaciones sobre mí que me parecen referirse a un desconocido.

– No, si es rete simple. Yo no era ni tu ideal puro como Sara ni tu culo cachondo como Mary. Soy las dos a medias. Ese es el problema, ¿ves?

– Ruth, no importa que Sara Klein esté en casa de los Rossetti, hace siglos que no la veo. Lo importante es ir contigo, que nos vean juntos y felices, Ruth.

– Conmigo tienes lo que te daban cada una por su lado Sara Klein y Mary Benjamín.

– Claro, claro, por eso te preferí. No insistas.

– A mí me amas idealmente, como a tu Sara, y a mí me tocas físicamente, como a Mary.

– ¿Hay quejas? ¿Qué tiene de malo?

– Nada más que ahora ellas son tu ideal, las dos se volvieron lo que antes sólo era Sara Klein, a las dos las puedes adorar de lejos, el equilibrio está a punto de romperse, me lo dice mi intuición, Félix, si ves esta noche a Sara no vas a resistir la tentación, vas a darle otra vez su lugar. Me lo vas a quitar a mí, mi lugar, mi seguridad.

– ¿Tu lugar ideal o tu seguridad sexual, Ruth? Aclárame eso, ya que pareces saber más que yo.

– No sé. Depende. ¿Lograste acostarte hoy con Mary?

– Ruth, yo no he visto hoy a Mary.

– Ella misma llamó para preguntar si estaba enferma, por qué no fui contigo a su aniversario de bodas en el Arroyo.

– ¿A qué horas te llamó?

– A eso de las seis de la tarde.

– Pero tú ya estabas enojada desde que te llamé en la mañana.

– Por Sara Klein. Había olvidado a Mary. Mary se encargó de que me acordara de las dos. Ahora ya no estoy enojada. Estoy segura de que me has partido por la mitad,

Félix. Prefieres tener por separado lo que yo quise darte unido en mí. Como si desde hoy quisieras ser joven otra vez.

– Cabrona Mary -murmuró Félix.

Ruth miró a su marido y frunció la nariz:

– No lo hagas, Félix. Todavía eres joven.

– ¿Sabes que estás hablando como una mamá judía a su hijo?

– No te burles de mí. Acepta que vivimos juntos y nos hacemos viejos y vamos a morirnos juntos.

Félix tomó con fuerza a Ruth de los brazos y la sacudió: -No juegues conmigo a la mamá judía, no lo soporto, no soporto tus sabias advertencias de mamacita judía. Yo voy a ir a casa de los Rossetti porque Mauricio es el secretario privado del Director General y Sanseacabó. Sara Klein no tiene nada que ver y tus teorías me parecen totalmente idiotas.

– No vayas, por favor, Félix. Quédate conmigo. Te lo digo así, tranquila, sin hacer tangos. Quédate. No te expongas.

10

La mirada de Ruth lo persiguió de Polanco a San Ángel por el Periférico. Nunca lo había mirado así, con los ojos llenos de lágrimas y ternura, meneando lentamente la cabeza, frunciendo el entrecejo, advírtiéndole, como si por una vez supiera la verdad y no quisiera ofenderlo diciéndosela. Manejó pensando que acaso todas las palabras de Ruth eran el disfraz de la verdad, una mentira para darle a entender, sin herirlo, que sospechaba la gravedad de las cosas.

Nunca había usado de pretexto a Sara o a Mary. Ruth conocía a la superioridad de su simple presencia sobre cualquier aspecto del pasado de Félix, se dijo Félix habituándose a hablar de sí mismo como de un extraño, Ruth es la mujer de Félix, al estacionarse con dificultades cerca del estrecho Callejón del Santísimo, Ruth es pecosilla, se disfraza las pecas con maquillaje, igual que la señorita Chayo sus lunares rojos, las gotas de sudor se le juntan en la puntita de la nariz a Ruth, la señora Maldonado es una chica judía bonita, graciosa, activa, una geisha hebraica, Madame Butterfly con el decálogo del Sinaí en brazos en vez de un hijo, Madame Cio Cio Stein, una canasta vacía en el río. La odió, a fuerza de ridiculizarla, al entrar a la casa colonial, encalada, de los Rossetti, es cierto, Ruth me tiene las camisas planchadas y me pone las mancuernas.

De pie en el centro mismo de una alfombra blanca, con una copa entre las manos, parecía esperarlo Sara Klein. Con el fuego de la chimenea encendida a sus espaldas, nimbándola, y el enorme cuadro de Ricardo Martínez colgando como fondo. Sara Klein, suspendida dentro de una gota luminosa, en el centro del mundo, doce años después.

Temió romper la burbuja dorada. Cerró los ojos y comparó los rostros.

Vio todas las películas en el Museo de Arte Moderno cuando estudió economía en la Universidad de Columbia. Se escapaba a la hora del almuerzo, dejaba de comer a veces, para ver viejas películas en la Calle 53. El cine se convirtió para Félix Maldonado en el contrapunto y némesis de la economía. Una ciencia abstracta, triste y finalmente inocua cuando revelaba su verdadera naturaleza: la economía es la opinión personal convertida en norma dogmática, la única opinión que se sirve de números para imponerse. Y el cine es un arte concreto, alegre y finalmente engañoso cuando demuestra ser todo menos arte: un simple catálogo de rostros, gestos y cosas absolutamente individuales, nunca genéricas.

Se puso a pensar todo esto como para prolongar un coito, no venirse antes de tiempo. Todavía no. Se negó a mirar de nuevo a Sara Klein, no quiso, aún, acercarse a ella. Ruth le había implorado no vayas a esa fiesta como Mary Astor en la escena final del Halcón Maltés, incrédula, lista a transformar la mentira de su amor en la verdad de su vida si Humphrey Bogart la salvaba de ir a la silla eléctrica. Sólo que la pobre Ruth no abogó por la vida de Ruth sino, oscuramente, por la de Félix. Y ahora, aquí, Sara tan enigmática como Louise Brooks en La caja de Pandora, tan parecida, fleco y corte de paje, pelo de cuervo, diamantes helados en la mirada, disponibilidad fatal en el cuerpo. Pero la Lulú interpretada por Louise Brooks era la advertencia clara, sin engaño posible, de toda la miseria que para un hombre significa amar a una mujer promiscua. Y Sara Klein era el ideal de Félix, la intocada.

Abrió los ojos para verla como siempre. El joven Napoleón en el Puente de Arcola, una tarjeta postal del Louvre, Sara Klein peinada como Bónaparte, el mismo perfil, los mismos abrigos y trajes sastre de estilo militar. Sara Klein aguileña y trigueña. Le divertían todas esas eñes españolas.

– México es una equis -le dijo Félix cuando eran muy jóvenes-, España es una eñe, no se entiende a esos dos países sin esas letras que les pertenecen a ellos.

Y Sara la joven hebrea, la única que llegó tarde a México, aprendió tarde el español, creció en Europa, no como Ruth y Mary que nacieron aquí y eran segunda generación de judíos mexicanos. Se preguntó si Sara lo miraba. Y comprendió que algo incomprensible había pasado. El ritmo no sólo del día sino de su vida se rompió cuando entró a casa de los Rossetti y miró inmóvil, de pie sobre un tapete blanco, a Sara Klein.

En ese momento Félix Maldonado dejó de ser cómo había sido durante mucho tiempo. Pensó distinto, invocó asociaciones olvidadas, referencias al cine, la historia, la actualidad, todo lo que era Sara Klein, la mujer esencial, la intocada e intocable, pero al mismo tiempo la más herida por la historia, la muchacha europea, la que conoció el sufrimiento que ni siquiera adivinaron Ruth y Mary. Auschwitz quería decir algo para Sara. Por eso nunca la pudo tocar. Temió siempre añadir más dolor a su dolor, lastimarla de alguna manera.

– No fue lo que nos hacían a cada uno por separado. Fue lo que nos hacían a todos juntos. Lo que sólo le pasa a una persona tiene importancia para todos. El exterminio en masa deja de ser importante, es sólo un problema estadístico. Ellos lo sabían, por eso ocultaban el sufrimiento individual y glorificaban el sufrimiento colectivo. Finalmente, la víctima más importante es Anna Frank, porque conocemos su vida, su domicilio, su familia. No la pudieron convertir en una simple cifra. Ella es el testimonio más terrible del holocausto, Félix. Una niña habla por todos. Un hoyo con cincuenta cadáveres es mudo. Perdona lo que te voy a decir. Envidio a Anna Frank. Yo sólo fui una cifra en Auschwitz, otra niña judía sin nombre. Sobreviví. Mis padres murieron.

La burbuja se rompió cuando la figura alta y obesa del doctor Bernstein se acercó a Sara.

Mauricio y Sara Rossetti, los anfitriones, saludaron a Félix, disimulando la extrañeza de que el huésped no los saludase.

– Nos veremos mañana en Palacio para el premio al profesor Bernstein, ¿no es cierto? -dijo Rossetti con su voz engolada, pero Félix sólo miraba a Sara Klein.

Los Rossetti lo presentaron con Sara, ya conocía al doctor Bernstein, que lástima que Ruth se sintió mal.

Lo presentaron con Sara Klein y quiso reír, frunció la nariz para decir muchas eñes y ella lo recordó y lo comprendió, esa broma de la juventud, araña, mañana, reseña, enseña, ñuño, niño, ñoño, ñaña, ñandú, rieron juntos, moño, coño, retoño.

Félix tomó la mano de Sara y le dijo que por fortuna tenían muchas horas por delante, ¿no había olvidado los terribles horarios mexicanos? y ella dijo con la voz ronca:

– Recuerdo que todo es muy tarde, muy excitante, no como los horarios americanos. ¿Qué horas son?

– Apenas las diez y media. No cenaremos antes de las doce. Primero hay que beberse muchos whiskys para agarrar presión. Si no la fiesta es un fracaso. -¿Y luego? -sonrió Sara.

– Hay que quedarse hasta las cinco de la mañana para que la fiesta pueda considerarse un éxito y se sabe de anfitriones que se han tragado la llave para que nadie pueda irse -dijo Félix abriendo el círculo para incluir a Bernstein-, ¿verdad, doctor?

– Cómo no -dijo Bernstein mirando a la pareja con atención, achicando los ojos detrás de los vidrios gruesos de los anteojos-, los mexicanos tenemos el genio de la fiesta,

la música y el color. En cambio carecemos totalmente de talento para dos cosas fundamentales en el mundo de hoy: el cine y el periodismo. Tenías razón esta mañana cuando desayunamos juntos, Félix. Es imposible entender lo que dice un periódico mexicano si antes no se cuenta con información confidencial.

– Quién sabe. Es el punto de vista de un judío, no de un mexicano -dijo con rudeza Félix, que se largara Bernstein, que lo dejara solo con Sara, ¿iba a pasarse la noche vigilándolos?

– Tú has de saber -replicó Bernstein-, estás casado con una judía y enamorado de otra.

Sin reflexionar un instante, Félix Maldonado alargó la mano y le arrancó los anteojos sin marco, los dos cristales desnudos y densos que parecían suspendidos sobre los ojos invisibles del doctor.

– Parece mentira -dijo Félix mirando los anteojos-. Todavía tienen manchas de la salsa de jitomate del desayuno.

Los ojos desnudos del doctor Bernstein siguieron nadando asombrados en el fondo de un océano personal y luego saltaron nerviosamente sobre cubierta como dos peces asfixiados. Maldonado arrojó con desdén los anteojos al fuego. Sara gritó y Mauricio Rossetti corrió a la chimenea a salvar los anteojos. Varios invitados se reunieron, divertidos o alarmados, mientras Mauricio pescaba los anteojos con unas tenazas y Sara miraba a Félix con los ojos de diamante frío y todas las contradicciones de la complicidad; Félix sólo miró a Sara para descifrar y luego intentar la imposible separación de rechazo y atracción, desprecio, homenaje, ganas de reír, pureza perversa, se dijo Félix mirando a Sara mientras los pinches anteojos de Bernstein eran salvados por Mauricio de las llamas que todo lo purifican, conjuntivitis, legañas y manchas de salsa. Félix acercó los labios al oído de Sara:

– Mi amor, debemos arriesgarnos a otra cosa.

– No duraría mucho -le contestó Sara ocultándole la oreja a Félix bajo el ala de cuervo de su peinado-. Ya tienes lo que yo no te doy con otras. Déjame seguir siendo la de siempre, por favor.

– ¿Me juras que tu relación conmigo no es distinta de tu relación con los demás hombres? -Félix pronunció mal esto, le estaba mordisqueando el lóbulo de la oreja a Sara. Sara se apartó riendo gravemente, era su especialidad. -Nuestra relación es única, ¿no? ¿Cómo quieres que yo sea la misma con todos si contigo soy totalmente distinta? ¿Te das cuenta de lo que me pides?

Mauricio le ordenó a un mozo que pusiera a enfriar los anteojos del doctor Bernstein y se interpuso groseramente entre Sara y Félix:

– Voy a rogarle que se retire, licenciado Maldonado. Su mala educación no tiene límites. Está usted en mi casa, no en la suya.

– ¿Qué pasó? -dijo Félix con asombro burlón-. ¿No me dice usted siempre que su casa es mi casa?

– No me explico su conducta -dijo fríamente Mauricio-. Quizá el Director General sepa explicármela mañana, cuando le cuente lo ocurrido.

Félix se rió en la cara de Rossetti: -¿Te atreves a amenazarme, pinche gondolero? -Le ruego que recapacite y se comporte, licenciado. -Pinche lambiscón.

– ¿Quién me ayuda a sacar a este infeliz? -preguntó Rossetti a la reunión en general, los invitados curiosos pero lejanos, un poco amedrentados.

Cómo cambiaba la cara de Bernstein sin los anteojos. El doctor se interpuso entre Maldonado y Rossetti. Sin lentes y sin sorpresa la cara normalmente sospechosa y tensa adquiría una bonhomía navideña. Bernstein parecía un carpintero amable que se quedó ciego tallando juguetes para los niños. Le dijo a Mauricio que él era el agraviado y le rogó que olvidara el incidente. Rossetti dijo que no, había agraviado a todos, hay que darle una lección a este majadero, doctor. -Se lo ruego yo. Por favor. Rossetti se resignó con un movimiento despreciativo de hombros y le dijo a Félix es la última vez que viene usted aquí, Maldonado.

– Ya lo sé. Está bien. Perdón -dijo Félix.

Un criado le devolvió los anteojos a Bernstein y con ellos regresó el rostro perdido del doctor. Palmeó paternalmente el hombro de Félix. El anillo con la piedra blanca como el agua lanzaba fulgores de cabezas de alfiler desde el dedo gordo del profesor.

– Nuestro anfitrión es muy italiano, aunque lleve cuatro generaciones en México. Los italianos no entienden ni lo nuevo ni lo viejo, sólo lo eterno. Los accidentes históricos les son indiferentes y hasta risibles. No entienden que los judíos somos parricidas y los mexicanos filicidas. En Cristo quisimos matar al padre, nos aterró la encarnación del Mesías en un usurpador, sobre todo si tomas en cuenta que cada vez que se aparece el redentor nuestra destrucción es aplazada. En cambio ustedes quieren matar al hijo, es la descendencia lo que les duele. La descendencia en todas sus formas es para ustedes degeneración y prueba de bastardía. No, Mauricio no sabe esto. Ignora tantas cosas. Mi figura es demasiado paternal, ¿verdad, Sara?

– Eres mi amante -dijo con voz esterilizada Sara-. ¿Qué quieres que diga?

Bernstein miró de frente, sin sonrojo pero sin victoria, a Félix.

– Tú jamás matarías a tu padre, Félix, eso es lo que no entiende el pobrecito de Mauricio. Tú sólo matarías a tus hijos, ¿verdad?

Félix miró con desolación a Sara y luego, para evitar la mirada de la mujer, se quedó observando el cuadro de Ricardo Martínez encima de la chimenea, los grandes bultos de los indios sentados en cuclillas en medio de un páramo frío y brumoso que devoraba sus contornos humanos.

Al cabo dijo:

– Entonces ya tengo los mismos derechos de todos.

– Pobre Félix -dijo Sara-. De joven no eras vulgar.

Bernstein dejó de palmear protectoramente a Maldonado y sin dejar de sonreír acercó peligrosamente el rostro al de Sara.

– Te advertí que no vinieras -le dijo a Félix el hombre gordo con el anillo acuoso como su mirada.

– Pobre Félix -repitió Sara y tocó la mano de su admirador-. Entiende que ahora soy igual a tus otras mujeres. Pobre Félix.

– Qué cosa más chispa -empezó a reír repentinamente Félix, terminó doblándose de carcajadas y fue a apoyarse contra la repisa de la chimenea adornada con pequeñas reproducciones de figuras de Jaina-. Pero qué cosa más chistosa, ahora Mary resulta la única que no he tocado, por lo menos en diez años, toda una vida, ¿no? Mary la cachonda tendrá que tomar desde ahora el lugar de mi mujer ideal, juro que jamás me acostaré con Mary…

– Está loco -perdió la compostura Sara-, le pidió al doctor, Bernstein haz algo, dile a este imbécil que él nunca me ha tocado ni me tocará, va a salir por ahí repitiendo eso, que Mary es la única que no ha tocado en los últimos diez años.

– Llevo cinco minutos de fornicación mental contigo -le dijo Félix a Sara-, ¿por qué, Sara, y por qué con Bernstein, of all people?

– ¿Puedo decirle, Bernstein? -Sara miró al doctor para pedirle permiso y el doctor asintió, pero Félix se sintió ofendido y estuvo a punto de arrancarle otra vez los anteojos a su viejo profesor.

– No me traten como si no supiera nada -dijo Félix a la pareja Klein-Bernstein, tenía que acostumbrarse a verlos como pareja, qué asco, qué ridículo, pensar que había tratado de ridiculizar a su pobre Ruth tan leal tan noble.

– Como los periódicos… -trató de interponer el doctor.

– Sí, cómo no -cortó Félix-, llevamos diez años de desayunos políticos, doctor, antes fue usted mi maestro de historia de las doctrinas económicas en la UNAM, ¿cómo no voy a saber?

– La verdad no viene en las páginas del Gide et Rist -humoreó débilmente Bernstein.

– Ato cabos. Usted ha servido la causa de los que ubican a los criminales de guerra escondidos, eso lo sé, los que sacan a los nazis de sus madrigueras en Paraguay y luego los juzgan dentro de una jaula de cristal. Y Sara se fue a vivir a Israel hace doce años. Usted viaja allá dos veces al año. ¿Okey? Me parece perfecto. ¿Cuál misterio?

– La palabra misterio, mi querido Félix, tiene muchos sinónimos -dijo con perfecta compostura el doctor Berstein.

Hubo una especie de silencio que pareció más largo de lo que realmente fue. Félix notó el mohín de Sara, el ruego silencioso de Bernstein, dejemos allí las cosas, que Maldonado crea esto, que crea lo que quiera, ¿qué importancia tiene Félix Maldonado? Sara tiró de la manga de Bernstein, pero el doctor le apartó cariñosamente la mano. Angélica Rossetti decidió apresurar las cosas e invitó a todo mundo a pasar a la mesa. Miró con franco desagrado a Félix, como a una cucaracha indigna de comer los cannelloni dispuestos en la mesa del buffet.

– ¿Quieres pasar, Sara?

Bernstein entró al comedor colonial con la dueña de casa y Sara Klein se cruzó de brazos recargada contra la repisa de la chimenea. Maldonado se dio cuenta de que era la primera vez, desde que él llegó a esta casa, que la mujer se movía de lugar. Una humedad opresiva ascendía de los pisos del salón a pesar de las buenas intenciones de la chimenea. El homenaje a la piedra fría en planta baja, la inmediatez del jardín que se trataba de meter a la casa por las puertas de cristal, el lodo después de la lluvia, las plantas del desierto hinchadas de tormenta, una monstruosidad.

Sara Klein acarició la mano de su viejo amigo y Félix sintió que le devolvía el calor y la vida. No se atrevió a mirarla, pero supo una vez más que la amaba de verdad a ella y la amaría siempre, lejana o cercana, limpia o sucia. Durante toda su vida, lo entendió ahora, había falsificado el problema Sara Klein. La verdad consistía en admitir que la amaba sin importarle quién la poseyera. El problema dejó de ser Félix o nadie.

Sara vio lo que pasaba por los ojos de su amigo. Por eso le dijo, Félix, ¿recuerdas cuando celebramos juntos tus veinte años?

Félix asintió débilmente. Sara le acarició las mejillas y luego detuvo entre las manos la cabeza de Félix, rizada, morena, delgada, viril, embigotada, morisca.

Entonces Sara Klein dijo que todas las ceremonias son tristes, porque ella recordaba muy pocas que realmente pudieron ocurrir y luego muchas que no pudieron celebrarse porque sólo había fechas pero ya no había gente.

– Tú estabas triste ese día de tu cumpleaños. Salimos a bailar. Era catorce años después de la guerra. Tú te dedicabas a enseñarme todo lo que me había perdido. Películas y libros. Canciones y modas. Bailes y automóviles. Me perdí todo eso en Alemania de niña. Entonces la orquesta comenzó a tocar Kurt Weill, la canción tema de la Dreigroschenoper. La había puesto otra vez de moda Louis Armstrong, ¿te acuerdas? Pasó algo muy misterioso. Tus veinte años, mi niñez en Alemania, esa canción que nos unió mágicamente como nada nos había unido antes.

– La canción de Mackie, recuerdo.

– Tú me hablabas de una canción de moda en 56 y yo recordaba que mis padres la tarareaban, tenían un disco cantado por Lotte Lenya, antes de la guerra, antes de la persecución, un disco rayado. Todo se juntó para que tu melancolía fuese verdadera. Esa noche nos contagiamos la tristeza. Me dijiste una cosa, ¿recuerdas?

– Cómo no, Sara. La muerte de todos empieza a los veinte años.

– Y yo te dije que era una frase muy romántica, pero para mí muy falsa, porque para mí la muerte nunca había empezado y nunca acabaría. Te dije que para mí la muerte no tiene edad. Félix, esa noche supimos por qué no podíamos casarnos. Tú eras un adolescente mexicano melancólico. Yo era una triste judía alemana sin edad. Sufrimos mucho. Es un hecho.

No tiene nada que ver con nuestro sexo, nuestro país o nuestra edad.

– Lo sé. Por eso te amo y no quiero ser causa de más dolor.

Sara Klein apartó sus labios de los de Félix Maldonado, lo apartó a él y los ojos de la mujer dejaron de ser diamantes fríos. Eran ahora el fondo turbio de una laguna artifical y poco profunda, removida violenta e inútilmente. Se apartó cada vez más hasta sólo tocar la mano, los dedos extendidos de Félix.

– Entonces, si de verdad no quieres que sufra más, deja de quererme, Félix.

– Me cuesta mucho. Ya ves, ahora sé que eres la amante de Bernstein y no dejo de quererte.

Los músculos tensos de la cara de la mujer, el brillo turbio de los ojos, como Bonaparte en Arcola.

– No pido eso.

– Entonces, ¿cómo quieres que deje de quererte, Sara?

– Ayudándome.

– No te entiendo.

– Sí. Debes ayudarme a justificar lo que hago.

– ¿Lo que hacen tú y Bernstein?

– Sí. Lo que realmente nos une, no el sexo.

– ¿Tampoco con él te acuestas?

– Sí. A veces.

– Menos mal. Sería el colmo que también fueras la virgen de Bernstein.

– No. Ayúdame a justificar que las víctimas de ayer seamos los verdugos de hoy.

Maldonado intentó acercarse a la mujer que se descomponía ante su mirada, Sara Klein que perdía la imagen de su admirador recordaba y aparecía bajo una luz inédita, cruda, yerma.

– La venganza no es una virtud -dijo Félix-, pero es explicable.

– Dime cómo disfrazar la verdad, Félix.

– Está claro. Las antiguas víctimas son ahora los verdugos de sus antiguos victimarios. Te entiendo. Lo acepto. Ésa es la verdad. ¿Para qué quieres disfrazarla? Sólo que acostarse con Bernstein me parece un precio muy alto para la verdad y para la venganza.

– No, Félix -dijo abruptamente Sara, igual que cuando eran estudiantes juntos, discípulos de Bernstein, discutiendo una de las teorías económicas expuestas en los volúmenes de Gide y Rist-, no, Félix…

Maldonado dejó caer la mano de Sara Klein. -No, Félix, eso se acabó. Ya encontramos y juzgamos a todos los que fueron nuestros verdugos. Ahora somos nuevos verdugos de nuevas víctimas.

– Eso querían los verdugos de ustedes -dijo con la voz más plana del mundo Félix.

– Creo que sí -contestó Sara. -Tú eres muy inteligente. Sabes que sí. -Qué pena, Félix.

– Sí. Quiere decir que los verdugos de ustedes acabaron por vencerlos, como querían, aunque sea desde la tumba -dijo Félix y le dio la espalda a Sara Klein.

Salió de la casa de los Rossetti y caminó a lo largo del Callejón de Santísimo atestado de autos hasta el fin del empedrado, donde comenzaba el fango de las calles de San Ángel, el lodo de muchísimas calles de la ciudad de México después de la lluvia, como si fuera campo.

De la bruma de la medianoche vecina surgieron los bultos inmóviles sobre el lodo, como las figuras del cuadro de Ricardo Martínez. Félix se preguntó si esos bultos eran realmente personas, indios, seres humanos sentados en cuclillas en el centro de la noche, desgarrados por una niebla de colmillos azules, envueltos en sus sarapes color de crepúsculo.

No lo pudo saber porque nunca antes había visto algo igual y no lo pudo descubrir porque no se atrevió a acercarse a esas "guras de miseria, compasión y horror.

11

Paciencia y piedad, paciencia y piedad les pidió el rabino que los casó. Félix manejó velozmente por el Periférico hasta la Fuente de Petróleos y allí salió como de un vórtice de cemento al Auditorio Nacional agigantado por el cielo dormido y siguió por la Reforma fresca, lavada, perfumada de eucalipto húmedo, inventando frases sin sentido, sueños de la razón, Sara, Sara Klein, de jóvenes creímos que la pureza nos salvaría del mal porque ignoramos que puede haber un mal de la pureza alimentado por la pureza del mal; ésa era la complicidad entre Félix y Sara.

Estacionó frente al Hilton, le entregó las llaves del Chevrolet al portero, él ya sabía, entró al vestíbulo, pidió su llave y el recepcionista le entregó una tarjeta, la propia tarjeta de Félix Maldonado, Jefe, Departamento de Análisis de Precios, Secretaría de Fomento Industrial. Félix interrogó al recepcionista en silencio.

– Se la dejó una señora, señor Maldonado.

– ¿Mary… Sara… Ruth? -dijo Félix con incredulidad primero, luego con alarma.

– ¿Perdón? Una señora gorda con una canasta.

– ¿Qué dijo? -preguntó, ahora con esperanza, Félix.

– Que de plano no le ponía pleito porque luego luego se veía que usted era un gallón muy influyente, eso dijo.

– ¿Eso dijo? ¿Cómo supo que tengo un cuarto aquí?

– Preguntó. Dijo que lo vio bajarse de un taxi y entrar aquí.

Félix Maldonado asintió y se guardó la tarjeta en la bolsa.

Caminó por el vestíbulo de tono verde eléctrico hacia el ascensor. Un periódico cayó abierto sobre las rodillas de su pequeño lector, sentado en un sofá del lobby. Félix lo olió; lavanda de clavo, penetrante.

El señor Simón Ayub se levantó, comedido, para saludar a Félix.

– Buenas noches, qué gusto, ¿puedo invitarle una copa?

– No -dijo Félix-, estoy rendido, gracias.

– Si quiere lo llevo a su casa -dijo tranquilamente Ayub.

– Gracias -contestó secamente Félix-, pero tengo que tratar un asunto aquí en el hotel.

– Cómo no, señor licenciado, ya entiendo -dijo Ayub con su pequeño aire de superioridad.

– No entiende usted un carajo -dijo Félix con los dientes apretados y en seguida reaccionó, iba a acabar peleado con el mundo entero -: Perdone. Piense lo que quiera.

– ¿Nos vemos mañana, señor licenciado? -inquirió con cautela Ayub.

– Ah sí. ¿Por qué?

– El señor Presidente entrega los premios nacionales en Palacio, ¿no recuerda?

– Claro que recuerdo. Buenas noches.

Félix estuvo a punto de dar media vuelta, pero Ayub hizo lo imperdonable: lo detuvo del brazo. Félix miró con asombro y rabia los dedos manicurados, las uñas esmaltadas, los anillos con cimitarras labradas en topacio y el aroma repugnante de clavo le insultó la nariz.

– ¿Qué carajos? -exclamó enrojecido Félix.

– No vaya a la ceremonia -dijo con tono meloso Ayub, entrecerrando de una manera muy mexicana y muy árabe los ojos, velando cualquier intento de amenaza-, por su bien se lo digo.

Félix lanzó una carcajada en la que el desprecio le ganaba a la rabia:

– Palabra que éste ha sido mi día. Nomás faltaba que tú también me dijeras lo que debo hacer, enano jacarandoso.

– Palabra que no le conviene, señor licenciado.

Félix se zafó violentamente de la mano delicada de Ayub.

En el ascensor un anuncio con la figura del viejo Hilton le decía Sea mi huésped. Félix Maldonado apretó la llave de la recámara en la mano olorosa a clavo después del contacto con Ayub, hay gentes que sólo son huéspedes de sí mismas, nunca de los demás, le dijo en silencio a Mr. Hilton, sólo el cuerpo hastiado de tales huéspedes puede acabar por expulsarlos con todo y chivas, resentimientos, nostalgias, ambiciones, cobardías, todas las chivas de la vida, el bagaje del alma, carajo.

Entró al cuarto.¡ No tuvo que prender la luz. Las lámparas neón del tocador iluminaban el desorden de la habitación. Iba a llamar a la administración para protestar. Olió la lavanda de clavo. Las cerraduras de los cajones transformados en archiveros habían sido forzadas. Los papeles estaban en desorden, regados sobre la alfombra.

Cayó rendido en la cama tamaño real, llamó al servicio de cuarto y pidió que le subieran el desayuno a las ocho en punto. Se durmió sin desvestirse ni apagar la luz.

12

Bebió el jugo de naranja y dos tazas de café y bajó a las ocho y media con un traje limpio y planchado, uno de los muchos que tenía colgados en el closet de su recámara del Hilton. Pidió a servicio de valet que le lavaran en seco el traje con el que asistió a la cena de los Rossetti; las valencianas estaban enlodadas.

Esperó a la entrada del Hotel hasta que el portero uniformado se detuviese con el Chevrolet frente a él. El portero le entregó las llaves.

– ¿Esta mañana no toma usted un taxi, señor licenciado? El tránsito está pesado, como siempre, a esta hora.

– No, necesito el coche más tarde, gracias -dijo Félix y le entregó un billete al portero.

Avanzó lentamente por Reforma y la Avenida Juárez, aún más lentamente por Madero y volteó en Palma para dejar el automóvil en un estacionamiento de cinco pisos. De allí se fue caminando por Tacuba hasta el Monte de Piedad, en la Plaza de la Constitución.

Apretó el paso. La gigantesca plaza le convocaba con su naciente animación matinal, su espacio desnudo, sus antiquísimas memorias de imperios indígenas y virreinatos españoles, sus tesoros perdidos en el fondo de una laguna evaporada, este escenario de levantamientos y crímenes, fiestas, engaños y duelos. Una vieja le echaba tortillas secas a una jauría de perros hambrientos frente a Catedral. Félix Maldonado entró por una de las puertas de Palacio. Mostró su invitación primero a los soldados de guardia, piel y uniforme color oliva y luego a un ujier que le pidió que subiera al Salón del Perdón, allí era la ceremonia.

Ya había muchísima gente reunida en la gran sala de brocado y nogal dominada por el cuadro histórico del insurgente Nicolás Bravo perdonando a los prisioneros españoles. Félix ubicó rápidamente los rostros que le interesaban. Simón Ayub menudo y rubio, paseándose solo. Félix no necesitó acercarse para oler el perfume de clavo, podía olerlo de lejos, como si la loción de Ayub fuese una indecente carta de amor. Más lejos, más alto, Bernstein cegatón, era uno de los premiados. Félix trató de ver si Sara Klein lo acompañaba, pero distrajo su atención la presencia del Director General con las gafas violeta, sufriendo visiblemente a causa de la luz diurna y los fogonazos de los fotógrafos de prensa y los reflectores de la televisión y Mauricio Rossetti junto a él, con cara de desvelado, hablándole al oído, mirando a Félix. Luego hubo un momento de susurro intenso seguido de un silencio impresionante.

El señor Presidente de la República entró al salón. Avanzó entre los invitados, saludando afablemente, seguramente haciendo bromas, apretando ciertos brazos, evitando otros, dando la mano efusivamente a unos, fríamente a otros, reconociendo a éste, ignorando a aquél, iluminado por la luz pareja y cortante de los reflectores, despojado intermitentemente de sombra por los flashes fotográficos. Reconociendo, ignorando.

Se acercaba.

Félix preparó la sonrisa, la mano, el nudo de la corbata.

Si el señor Presidente de la República lo saludaba esta mañana, no habría duda de que él era él, Félix Maldonado. El señor Presidente de la República no saludaba a personas que no eran quienes decían ser. Qué lección para los que quisieron arrebatarle su identidad, aunque sólo fuese la identidad de su nombre. La pesadilla de ayer pasaría para siempre, estaba en una ceremonia de entrega de los premios nacionales de ciencias y artes y allí estaban todos los que dudaban de él o le pedían que renunciara a ser él. El señor Presidente no, lo saludaría, lo reconocería, le diría qué hay Maldonado, qué dicen esos precios. Maldonado evitaría contestar con una broma ligera, preciosos, señor Presidente, sube que sube, señor Presidente, para limitarse a inclinar la cabeza en señal de honra recibida: a sus órdenes, señor Presidente, gracias por reconocerme.

Félix trató de fijar los rasgos físicos del señor Presidente, recordar su cara. No pudo. No era posible. Y no sólo a causa de la ceguera blanca impuesta por reflectores y flashes. El señor Presidente sufría del mismo mal que Félix Maldonado, no tenía cara, era sólo un nombre, un título. Era la banda presidencial, la aureola, el poder, no era una cara ni un nombre propio, era una mano protectora, dispensadora, reconocedora. Maldonado miró rápidamente al conjunto de los asistentes, buscó inútilmente a los rostros dispersados por el tumulto, obnubilados por la oscuridad blanca que rodeaba al Señor Presidente. No pudo ver a Bernstein, Ayub, Rossetti o el Director General.

El señor Presidente estaba a unos cuantos metros de Félix Maldonado.

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