SEGUNDA PARTE EL AGENTE MEXICANO

13

Tardó mucho en despertar. Pensó vagamente, como suele ocurrir en el sueño, que estaba muerto. Luego que dormía para siempre, lo que viene a ser lo mismo y sólo después que estaba dormido vivo pero en estado vegetal; al fin que el largo tiempo que le tomaba despertar no era nada comparado con el tiempo que estuvo dormido.

La mirada se le extravió a lo largo de dos túneles blancos. Debía mantenerla fija, siguiendo más o menos el norte imaginario de la punta de la nariz, para vencer la longitud de los túneles gemelos. El campo normal de visión le era vedado. Apenas movía los ojos hacia la derecha o la izquierda, se topaba con muros negros. Pero si miraba rectamente sólo veía un espacio blanco de ondulaciones inciertas.

No veía nada pero la nada que veía era algo pequeñísimo, distante, la visión bifocal a corta vista que todo lo minimiza. Las voces también le llegaban de lejos y reducidas, como a través de muros blandos, de algodón, blancos como la mirada. Cuando se estaba acostumbrando a la conjunción de lo que lograba ver y escuchar, las voces neutras y el espacio blanco, ambos se volvieron a desconectar y Félix Maldonado se quedó solo.

Volvió a hundirse en un sueño sin sueño, sin quererlo, sin contar borregos, repitiéndose nada más la misteriosa información de que la lengua española no distingue entre el hecho de dormir y el hecho de soñar, argumentando contra un enemigo sin rostro que era Félix Maldonado: a cambio de esa aparente Pobreza, es la única lengua que diferencia el verbo ser del verbo estar, eso es distinto, pero no el sueño, el sueño es único, el sueño es todo, el sueño es idéntico a sí mismo.

Despertó más tarde, con sobresalto. Ahora no veía nada, nada, por más que intentara perforar la oscuridad de los túneles. Hizo girar febrilmente los ojos en las órbitas secas. Tuvo la horrible sensación de que los globos de la mirada raspaban el lecho de nervios, tejidos y sangre en el que normalmente reposaban, deshebrándose como queso parmesano sobre una lijadura de metal.

Estuvo a punto de hundirse otra vez en ese sueño pesado y sin escapatoria que le acosaba desde siempre y para evitarlo se preguntó o más bien le preguntó a Félix Maldonado si era o estaba, si esto que acontecía ellos, los dos, lo actuaban o lo padecían. Para evadirse del sueño, intentó cerciorarse de su integridad física. Estaba inmóvil. Era inmóvil.

Trató sin éxito de levantar los brazos. Las articulaciones de todos los miembros le pesaban como una montaña de plomo. Apeló a sus nervios y a sus músculos. Invocó pacientemente un temblor en la punta de los dedos de la mano derecha, un espasmo latente en la boca del estómago, una cosquilla en la planta de un pie, una contracción del esfínter, una sensación de savia fluyente en los testículos. Estaba completo. Era único. Estaba acostado.

Mucho tiempo después, se sintió con fuerzas para incorporarse. La tiniebla no cedía una pulgada. Recorrió a tientas el espacio que le rodeaba. Las manos no le comunicaron sensación alguna. Movió las piernas hasta saber que caían. Buscó con los pies un piso. Cuando lo encontró, permaneció un rato sentado al filo de lo que imaginó ser una cama. Se decidió a levantarse.

Los pies no tenían base real de sustento. Eran como dos ruedas de piedra. Sintió que giraba, que caía, extendió los brazos pesados y fue a chocar, de pie pero tambaleante, contra una superficie plana. Se detuvo como pudo, arañando ese espacio Uso y gruñó con una extraña alegría. La enorme cabeza de algodón silencioso que era la de Félix Maldonado le devolvió, apoyada contra la cosa fría y lisa, una prueba de vida, un vaho, una humedad.

Ciñó con los brazos abiertos el contorno del objeto que le mantenía de pie y respiraba con él, contra él, al mismo tiempo que él. Temió que fuese algo vivo, otro ser que lo abrazaba, y lo detenía para que no cayera muerto.

Las luces se encendieron y Félix miró el reflejo de una momia, envuelta en vendajes, sin más ventanas que los hoyos de los ojos la nariz y la boca.

14

Ahora lo despertaron los rumores minuciosos de vidrio y metal, chocando entre sí, ruidos conocidos e inconfundibles, el líquido de una botella que se vacía, una cucharilla removiendo el contenido de un vaso, pisadas ligeras, como de zapatos tennis, pisadas de gato que chirrean sobre un piso de material plástico.

Luego sintió una punzada terrible en el interior del antebrazo y escuchó una voz de mujer:

– No se mueva. Por favor estése tranquilo. No mueva el brazo. Le hace falta su suero. Lleva cuarenta y ocho horas sin comer.

Movió el otro brazo y se tocó el cuerpo. Una sábana le cubría de vientre para abajo y una bata de mangas cortas arriba. Se tocó la cabeza y se dio cuenta de que estaba envuelta en trapos.

– Le digo que se esté quieto. No le encuentro la vena. Como no puede apretar el puño, es difícil.

Félix Maldonado respiró hondo y sólo ubicó la neutralidad aséptica del algodón mojado en alcohol y una lejana sospecha de cloroformo que parecía colgar del techo como una bruma matinal que al huir se encuentra con un cielo recalcitrante.

Repentinamente se unió a esos olores el de lavanda de clavo.


Félix giró desesperadamente los ojos dentro de las cuencas irritadas. No había nadie en su campo visual.

– Déjanos solos, Lichita -dijo la voz de Simón Ayub.

– Está muy delicado. Que no vaya a mover el brazo.

– Nosotros nos ocupamos de él. Es él quien no sabe ocuparse de sí mismo, lió una voz tajante y hueca.

La risa se suspendió abruptamente, a la mitad, cortada! como un hilo. Félix movió la cabeza vendada y por los túneles de los ojos vio al Director General sentado frente a él.

– Tengan cuidado, por favor -dijo la voz femenina.

Félix la quiso reconocer, alguna vez la había escuchado, pero lo agotó el esfuerzo y no le importaba; seguramente esa mujer era una enfermera y lo estuvo atendiendo durante las cuarenta y ocho horas a las que hizo alusión antes.

No importaba, sobre todo, porque ahora sabía perfectamente quiénes estaban allí: Simón Ayub, fuera de su visión pero presente por el aroma de clavo y el Director General, inverosímil en el claustro reverberante de una sala de enfermo, acaso un hospital: los lentes ahumados no domarían el brillo! de esmaltes blancos que hería los ojos del alto funcionario, obligado una y otra vez a quitarse los pince-nez con el pulgar y el índice de la mano izquierda y a frotarse los ojos resecos, privados de sombra bienhechora.

– Baja las persianas, Ayub -dijo el Director General-, corre las cortinas.

Félix escuchó estos movimientos. El Director General volvió a montar los lentes color violeta en el caballete de la nariz y miró inquisitivamente a Félix.

– Por el momento, usted no puede hablar -dijo el Director General cuando Ayub logró ensombrecer el cuarto-. Mejor. Así no hará preguntas innecesarias. Recuerdo su bufonería displicente cuando lo recibí en mi despacho. Se sentía usted muy gallo. Quizás ahora escuche razón. Repito que lo que hacemos es por su bien.

Félix intentó hablar; sólo logró emitir un sonido camuflado semejante al estertor de un moribundo. Aceptó, amedrentado, su posición pasiva y Simón Ayub rió discretamente.

El Director General, con un gesto violento que Félix sólo vio concluir, atrapó del nudo de la corbata a Simón Ayub y lo acercó grotescamente, como a una marioneta. Félix pudo ver al fin al pequeño siriolibanés, con la boca abierta y casi de rodillas frente a su jefe.

– No te burles de nuestro amigo -dijo el Director General con un tono ecuánime que contrastaba con la violencia del acto-. Nos ha servido y vamos a demostrarle que lo queremos mucho.

Soltó a Ayub y volvió a mirar fijamente a Félix.

– Sí, nos ha servido, aunque no con la discreción que hubiésemos deseado. ¿No le molesta que fume?

El Director General extrajo un cigarrillo inglés con filtro de corcho de un estuche de plata labrada.

– El día que me visitó, le pedí prestado su nombre. Nada más. Usted se sintió obligado a interponer su persona física en un asunto que no le concernía. Pero ese es un mal secundario y reparable. Por eso está usted aquí: para reparar el mal. Todo estaba preparado, ¿sí?, para que sólo su nombre fuese culpable. Usted entendería lo sucedido y aceptaría el trato que le ofreceríamos, sin necesidad de todas estas complicaciones. Se lo dije en mi despacho. No me gustan los procedimientos engorrosos, los trámites prolongados, el red tape, en suma. Voy a decirle exactamente lo que pasó, ¿cómo? Ni más ni menos. Los hechos. Si usted se propone averiguar más, lo hará por su cuenta y riesgo. Se lo advierto una vez más, ¿sí? Usted no es culpable de nada. Pero su nombre sí.

– Usted es el culpable -interjectó con rabia Simón Ayub-, usted no impidió que este tipo fuera a la ceremonia en Palacio.

– Es que el licenciado, en el fondo, es muy sensiblero sonrió el Director General-. Creímos con Rossetti que el inevitable pleito en su casa con Bernstein bastaría para que nuestro amigo se abstuviera, ¿cómo?, por decencia, orgullo o coraje, de asistir a la premiación del doctor. Qué barbaridad. Pudieron más su gratitud y su nostalgia de antiguo alumno de Bernstein.

– Está usted tarolas -rió Ayub-. Fue por puritita vardad. Quería saludar al señor Presidente.

– Y sin duda -continuó el Director General pasando por alto la impertinencia-, en este instante nuestro amigo se pregunta si en efecto el Primer Magistrado de la Nación lo reconoció y le dio la mano, ¿cómo?

– Lo que se ha de estar preguntando es por qué siempre le dice usted nuestro amigo y no su nombre -dijo con sarcasmo Ayub.

El Director General arrojó una bocanada de humo directamente a la cara de Félix. El humo se coló por los hoyos del vendaje y Félix comenzó a toser dolorosamente.

– No sea de a tiro -dijo Ayub sofocando la risa con un tono de seriedad burlona-, ¿qué nos dijo la enfermera?, está muy delicado.

– Pues bien, mi amigo -prosiguió el Director General-, no hubo tiempo. El señor Presidente no llegó hasta usted. ¿Cómo le diré? Hubo un accidente. Un instante antes de llegar a usted, sonó un disparo. Los guaruras del Primer Mandatario lo cubrieron con sus cuerpos, obligándolo a caer de rodillas. Espectáculo nunca visto, si me permite usted manifestar mi asombro, ¿sí? En la confusión que siguió, todos los ojos estaban puestos en el señor Presidente, quien en seguida se incorporó con dignidad, librándose del celo de los guardaespaldas y murmuró alguna frase de cajón, muero por México o pueden matarme a mí pero a la patria no, algo de esa índole, ¿cómo? Imagino que todos los jefes de Estado tienen una frase célebre lista para el momento fatal.

El Director General rió huecamente, con su risa seca que se detuvo en el punto más alto del regocijo.

– ¿Me oye usted bien, mi amigo? Afirme con la cabeza. ¿No le duele?

Félix asintió mecánicamente, luego negó, luego admitió pasivamente que era algo peor que un prisionero de estos dos, hombres: era una lombriz con la que jugaban cruelmente, cortándola en pedacitos y picándola con una vara para ver si seguía moviéndose.

– Sigue vivo y nos oye -dijo Ayub pasándose el pañuelo perfumado por la nariz-. Aquí apesta todavía a cloroformo.

– ¡Cuántas medidas drásticas e innecesarias! -suspiró el Director General-. Si sólo nos hubiese permitido actuar, haciéndose ojo de hormiga.

– Le advertí que era muy contreras, muy altanero y celoso de su dignidad -olfateó con desdén el pequeño Simón Ayub.

– ¡Como si eso importase en estos casos! -levantó las manos, como un sacerdote egipcio ultrajado por la presencia de un monoteísta, el Director General.

Dejó que la calidad de su ultraje trascendiera y adornó su discurso en francés:

Passons. Bref, la pistola estaba en manos de usted, mi amigo, y lo único que nadie se explica es que habiendo podido asesinar al señor Presidente de la República a tan corta distancia, a quemarropa como se dice, su bala se haya desviado para ir a atravesarle un hombro al señor doctor Bernstein, miembro del Colegio Nacional, profesor de la UNAM y premio nacional de economía…

– Y agente a sueldo del Estado de Israel, lagrimeó en son de farsa el diminuto Ayub.

– ¿No hay un cenicero? -dijo fríamente el Director General y aplastó la colilla encendida contra la solapa de Simón Ayub.

– ¡ Mi mejor Cardin! -exclamó con cólera Ayub.

– No sé por qué soporto a un asistente tan inútil y tan alzado -rió huecamente el Director General.

– ¡ Lo sabe muy bien! -chilló Ayub-, ¡ porque me tiene agarrado de las pelotas!

– Decididamente -continuó sin perturbarse el Director General-, ha de ser que tengo un lugarcito débil en mi corazón para ti. Imbécil. La culpa es mía. ¿Cómo se me pudo ocurrir que una cucaracha como tú iba a disuadir a nuestro amigo de asistir a la ceremonia? Pero prefiero la disuasión a la violencia.

Félix pudo ver a Simón Ayub cuando se acercó peligrosamente al Director General, amenazándolo con el puño delicado, las uñas manicuradas, los anillos de topacio y cimitarra.

– Me estoy hartando -gritó histéricamente-, ayer este Romeo de barrio me llamó enano del carajo y ahora usted me trata de imbécil, un día no voy a aguantar, D. G., un día voy a estallar…

– Cálmate, Simón, siéntate quietecito. Sabes muy bien que no vas a hacer nada por el estilo. Lo acabas de decir muy gráficamente.

– Un día…

– Un día vas a amanecer huerfanito, ¿ sí? -dijo con afabilidad el Director General y volvió a mirar a Félix-: Al grano, señor licenciado. Tal y como se lo advertí durante nuestra cordial entrevista, usted no es responsable del conato de magnicidio, pero su nombre sí. Y su nombre, señor licenciado, ha dejado de existir.

– Dígale el nombre, dígaselo -gimió Ayub como un perro castigado.

El Director General suspiró con alivio:

– Al fin. Félix Maldonado.

Rió; cortó la risa en su punto más alto.

– Déjeme saborear las sílabas, como un buen coñac, mejor como un Margaux. Fé-lix-Mal-do-na-do. Aaaaah. Sólo un nombre. ¿Cómo? El hombre detrás del nombre ya no existe, Simón, rápido, recuerda la recomendación de la enfermera, No se sobresalte, mi amigo. Mire que con esos movimientos bruscos se le zafa la aguja. Ensártasela de vuelta, Simón.

Ayub se acercó con fruición al cuerpo yacente de Félix y Félix concentró todas sus fuerzas para voltearle un golpe con la mano. Ayub lo recibió en pleno pecho, cayó, se levantó tosiendo y se arrojó sobre Félix, quien apretó los dientes| para soportar el dolor de la jeringa zafada. El Director General alargó una pierna y Ayub, de un traspiés, fue a dar contra el filo metálico de la cama de hospital.

Se levantó gimiendo, buscando el pañuelo de estampados Liberty que le asomaba por la bolsa del pecho del saco.

La cabeza de la hidra

– No sé a cuál de los dos odio más -dijo secándose con el pañuelo perfumado la sangre que le escurría de la boca.

– No tiene la menor importancia -dijo el Director General pero si te reconforta saberlo, a nuestro amigo le dolió más que a ti. En fin. Déjese colocar la jeringa, licenciado. No queremos que se nos muera de inanición.

El siriolibanés se acercó con delectación a Félix. En la mano de Ayub, la aguja parecía una más de las cimitarras que adornaban los anillos de topacio.

– Además, continuó el Director General, su calvario dista de haber concluido. Debe usted recuperar fuerzas para resistir lo que le espera aún. Estábamos diciendo, ¿cómo?, su presencia en la ceremonia complicó nuestros planes, pero al cabo todo salió bien. Félix Maldonado, el presunto magnicida, intentó escapar anteayer en la noche del Campo Militar Número Uno, donde fue encarcelado para mayor seguridad y en vista de la naturaleza de su crimen. Como suele suceder en estos caso, se le aplicó la ley de fuga, ¿sí?

El Director General se quitó los espejuelos morados y miró con los párpados entrecerrados a su prisionero.

– Tres balazos bien puestos en la espalda y la vida oficial y privada de Félix Maldonado concluyó. El entierro tuvo lugar ayer a las diez de la mañana, con la discreción del caso. No se trata de sobreexcitar a la opinión pública, ¿cómo? Bastantes teorías se elaboran sobre el frustrado intento de matar al Presidente, Mire cómo son las cosas. Existe un mito internacional según el cual un presidente mexicano nunca muere en su cama. En realidad, Obregón es el último mandatario asesinado, y eso pasó en 1928. En cambio en un país tan civilizado, ¿sí?, como los Estados Unidos, los presidentes caen como moscas y sus familiares y partidarios también. Mitos, mitos.

Ayub terminó de reintroducir la jeringa en la vena de Félix. El suero volvió a fluir.

– Detenle el brazo, Simón. Nuestro paciente es muy emotivo. ¿Qué estará pensando de todo esto? Lástima que no nos lo pueda decir. Yo quiero tranquilizarlo y contarle que los familiares y amigos del licenciado Félix Maldonado, en grupo reducido, asistieron a la ceremonia en el Panteón Jardin. La esposa del difunto, la señora Ruth Maldonado, en primer lugar. Muy digna en su dolor, ¿cómo? Y algunas mujeres interesantes, la señora Mary Benjamín por ejemplo y la señorita Sara Klein, recién llegada de Israel, creo que también concurrió a la cita con el polvo, ¿sí? Mi propio secretario, Mauricio Rossetti y Angélica su esposa, que le perdonaron a Maldonado sus horribles groserías de la otra noche. Se siguió el rito hebraico, claro está.

El Director General cruzó las manos flacas sobre el chaleco y se permitió el lujo de una sonrisa satisfecha, sin emitir su acostumbrado ruido hueco y cortado.

– La duda permanecerá siempre, mi amigo. ¿Quiso Félix Maldonado vengarse del profesor Bernstein porque le aventajó en los favores de la señorita Klein? ¿O fue todo parte de una conspiración contra la vida del señor Presidente? Supongamos, ¿cómo?, supongamos simplemente que tanto el gobierno como la opinión prefieran la segunda hipótesis. Se lo digo, [señor licenciado, para que trate de entender lo que se jugaba. Ponga una crisis política interna de repercusión internacional en un platillo de la balanza y en la otra su miserable vida de tenorio de pacotilla y burócrata de segunda. Usted, un judío convertido, un hombre inestable, como lo prueban sus actos recientes, un loco que lo mismo puede arrojar al fuego | los anteojos de su maestro, provocar escandalosas escenas de celos, insultar inopinadamente a todo mundo, vengarse del Bernstein… o cubrir con estas actitudes irracionales un propósito frío y calculado de magnicidio. Pero al cabo, ¿cómo?, la duda persiste, nadie sabe a ciencia cierta si a última hora el deseo de venganza venció al propósito político, se apoderó de Félix Maldonado una como esquizofrenia límite, quiso matar al mismo tiempo a Bernstein y al Presidente. Misterios i que nunca se aclararán, porque Félix Maldonado está muerto y enterrado.

El Director General sonrió y se miró las uñas:

Tiens, esa frase me salió en verso. Verso de corrido, el corrido de Félix Maldonado.

Dejó de sonreír, se incorporó con rapidez y le ordenó con energía a Ayub que llamara a la enfermera y se quedara con ella mientras le retiraban el vendaje al paciente.

– Todo hubiera salido como a mí me gusta, limpiamente ejecutado, si usted no se entromete. Lástima -dijo el Director General-, y adiós para siempre, señor licenciado.

15

Durante unos quince minutos Félix Maldonado se supo solo sin más guardián que el pequeño siriolibanés. Quién sabe qué era peor, quedarse allí impotente, vendado de cabeza, sin nadie que lo cuidara, o ser atendido por un enano humillado y vengativo. De todos modos, cualquier extravagancia cruel de Simón Ayub era mejor que lo que el Director General le había obligado a soportar.

«Nunca me volverá a pasar esto», se dijo Félix Maldonado, «nunca más permitiré que alguien me obligue a tragar impunemente las palabras ajenas sin que pueda contestarlas».

– ¿Viste todo lo que me tuve que tragar por tu culpa? -le preguntó con insolencia Ayub como si le leyese el pensamiento. Pues ahora vamos a ver cuánto eres capaz de tragar tú, pendejo. A ver, Licha, quítale las vendas.

– Es demasiado pronto, va a quedar desfigurado -dijo la voz femenina.

– Pícale, cabrona -dijo Ayub con una voz que pretendía ser autoritaria, imitando la del Director General, pero le salía demasiado tipluda para dar órdenes.

Félix escuchó los movimientos, los pasos rápidos y nerviosos de la mujer llamada Licha, las cortinas apartadas bruscamente. La luz prohibida por el fotofóbico funcionario inundó la pieza y la mujer exclamó, no seas salvaje, Simón, no le puedo quitar las vendas con ese luzarrón y Ayub dijo que sólo al jefe le molestaba la luz, que los demás se jodieran.

– Puede dañarle la vista -protestó la mujer.

– Para lo que ha de ver -contestó Ayub.

Licha apareció por fin dentro del limitado campo visual de Félix cuando se sentó junto a él en la cama para colocar correctamente la jeringa que Ayub ensartó sin pericia. El brazo de Félix se veía morado.

Si en vez de corazón Félix Maldonado hubiera tenido un canguro guardado en el pecho, no habría saltado más lejos que en el momento de ver y reconocer a la misma muchacha que subió al taxi en la esquina de Gante cargada de jeringas y ampolletas envueltas en celofán.

«Me llamo Licha y trabajo en el Hospital de Jesús», había dicho al bajarse frente al Hotel Reforma; iba a inyectar a un turista yanqui enfermo de tifoidea.

Quizás ahora ella pudo penetrar hasta el fondo de la mirada de Félix perdida en los túneles blancos del vendaje; quizás sólo sintió el pulso acelerado de su paciente. Levantó los ojos de su tarea y miró a Félix suplicándole que no la reconociera, ahora no, enfrente de Ayub no.

Licha le apretó la muñeca cuando terminó y dijo que iba bastante bien.

Ayub se frotó con la palma abierta de una mano los anillos de topacio de la otra, como si se entrenara para boxear.

– Ese golpe bajo me lo debe, palabra que me lo debe -dijo-. Apúrate, Lichita, quiero que le quites las vendas de la cabeza.

Licha dijo que primero debía vendarle bien el brazo hinchado, pero Ayub la hizo a un lado y él mismo comenzó a arrancarle las vendas de la cabeza a Maldonado. Félix trató de cerrar los puños y sintió que se iba a desmayar de dolor.

– No seas bruto -gritó la enfermera-, déjame a mí, hay que zafar los alfileres de seguridad primero.

Félix cerró los ojos. Junto con su dolor, se alejó el aroma de Ayub, clavo fresco y transpiración agria acompañando un jadeo entrecortado.

– Mira en la que te metiste por pendejo -dijo Ayub mientras Licha retiraba cuidadosamente las vendas-, todo estaba tan bien planeado por el jefe, tú no tenías que estar allí ni meterte en nada, en el rebumbio después del tiro nadie se iba a fijar más que en el Presi, todos hubieran creído que el criminal logró escaparse con todo y arma, no se habría encontrado ni al asesino ni a la pistola y a estas horas todos los servicios seguirían buscando al prófugo Maldonado, te teníamos todo listo para que te salvaras y nomás nos dejaras tu nombre, toditito listo, el pasaporte, los pasajes, la lana, para ti y para tu vieja, todo, ¿para qué te metiste?, ¿quién te puso la pistola en la mano?, trata de recordar eso al menos, a ver si nos enterneces, pendejo porque ahora te quedaste sin nada, sin lana, sin pasaporte, sin pasajes, sin esposa, sin nombre, sin nada…

Ayub, con un movimiento brusco y nervioso como sus palabras, colocó un espejo de hospital ovalado, enmarcado en un ribete plomizo que poco a poco perdía su baño de platino, frente al rostro develado de Félix.

Él se llamaba Félix Maldonado. El rostro reflejado en el espejo necesariamente tenía otro nombre porque no era el rostro de su nombre. Sin bigote, con el pelo rizado cortado al rape y exterminado en ciertos lugares, una lisura herida en las sienes, unas entradas ralas en la frente, como si su cabeza fuese un campo de trasplantes e injertos. El rostro estaba dañado en algunas partes que no acababan de cicatrizar, estirado en otras y sostenido como una máscara desechable por grapas detrás de las orejas. Los ojos hinchados tenían un aire oriental. Una costura invisible le paralizaba la boca.

Félix Maldonado miró la máscara que le ofrecía Simón Ayub con un sentimiento de fascinación ciega. No pudo mantener abiertos los párpados demasiado tiempo y oyó a Licha decirle a Ayub, a ver si no le estropeaste los ojos, baboso, lárgate de una vez.

Ayub preguntó:

– ¿Cuándo crees que pueda hablar?

Licha no contestó, Ayub dijo avísanos en cuanto pueda hablar y salió dando un portazo.

16

– No te preocupes, ya verás -le dijo Licha mientras le curaba las heridas del rostro-, en cuanto se te baje la hinchazón se verán mejor tus facciones, poquito a poquito te acostumbrarás, acabarás por reconocerte…

Luego le cambió los algodones de los ojos y le dijo que esa misma tarde le quitaría las grapas. Fue un buen trabajo, añadió, no trajeron a uno de esos carniceros, sino a un buen cirujano, no hay que juzgar por los primeros días, después te acostumbras y hasta te dices que así has sido siempre, hay cosas que no cambian, como la mirada por ejemplo.

Se quedó con la mano de Félix entre las suyas, sentada al lado de la cama.

– ¿No te importa que te hable de tú, verdad?

Félix negó con la cabeza y Licha sonrió. La describió. Era lo que se llamaba una chaparrita cuerpo de uva, pequeña pero bien formada, todo en su lugar, torneadita. Intentaba atenuar la oscuridad de la piel con el pelo pintado de rubio ceniza, pero sólo lograba el efecto contrario, se veía bien morenita. No había ido en algún tiempo al salón de belleza y las raíces negras le invadían un buen tramo de la raya que separaba la mitad de la cabellera. Era discreta en el maquillaje, como si en la escuela le hubieran advertido que una enfermera pintarrajeada no inspira confianza.

Sonrió satisfecha de que Félix aceptara el tuteo. Pero en seguida se separó de él, nerviosa, sin saber qué decir después de haber roto el turrón. Fue y vino sin propósito, fingiendo que se ocupaba de pequeños detalles de la curación, en realidad buscando palabras para reanudar la plática.

Finalmente, de espaldas a Félix le dijo que seguramente él se preguntaba qué había pasado en realidad y podía andarse creyendo que ella estaba enterada. Pues no. No sabía más de lo que le había contado a él Simón Ayub. Simón la contactó para este trabajo, pidió licencia en el Hospital de Jesús donde trabajaba habitualmente y siguió al pie de la letra las instrucciones de Ayub.

– Más vale que lo sepas cuanto antes -dijo volteándose a mirar a Félix como si se impusiera una penitencia religiosa-, fui amante de Simón, pero de eso hace mucho tiempo.

Se detuvo esperando una mirada o un comentario de Félix hasta darse cuenta de que ni una ni otro iban a serle devueltos.

– Bueno, como un año -continuó-. Es muy tenorio y con esa cara de gente decente y sus trajes elegantiosos engatuza fácil. Y como es guapito y chaparrito, le saca a una la ternura. Sólo después se entera una de cómo es en realidad. Primero habla muy bonito pero después que agarra confianza se vuelve muy lépero. De todos modos, no me quejo. Fue como quien dice una experiencia y hasta le guardé cariño porque la verdad me dio buenos momentos.

Hizo una mueca contradictoria, entre pedir perdón y decir que le importaba madre, con un chasquido de la lengua contra el paladar. Parecía indicar que confesado lo anterior, pasaba a hablar de cosas serias.

– Cuando me pidió que lo ayudara en este asunto, me pareció fácil. Subirme a un taxi y luego atender a un operado de cirugía facial. Simón nunca me explicó nada y sé lo mismo que tú. Me pareció una manera fácil de ganar bastante lana en poco tiempo. En el Hospital donde trabajo no pagan muy bien que digamos. Pero es seguro y tengo mi póliza y luego va una acumulando horas extras y antigüedad. No está mal, aunque sea un hospital de beneficencia pública y se vea allí mucha pobreza, mucha gente bien amolada que nomás va a morirse allí porque para curarse no tienen tiempo ni lana. Por lo menos para morirse todos tienen tiempo, qué va. Esta clínica es otra cosa. Hay muy pocos cuartos, todos individuales con tele y todo. Hay mucha seguridad. Nadie puede entrar sin un pase especial y hasta hay guardias abajo. Ha de costar un ojo de la cara. Perdón. No debí decir eso. ¿Te sientes bien?

Félix volvió a afirmar con la cabeza, impotente, con las preguntas en la punta de la lengua inmóvil.

– Qué bueno. No te preocupes, yo te curo bien y no me separo de ti ni un momento. La verdad, no me dejan salir. Me contrataron para que me quedara a dormir aquí mientras tú estés malo.

Ahora Licha se ocupó de sus trabajos con alegría, como si el tuteo se hubiera justificado por la confesión que hizo de sus amores con Simón Ayub y luego por la seriedad directa con que le explicó a Félix su situación profesional.

– No sabía que no estabas de acuerdo con todo este relajo, te lo juro -dijo sin darle la cara mientras se ocupaba de poner en orden vendas, algodones y botellas de alcohol sobre una repisa-. Supuse que tú mismo habías pedido la cirugía facial, aunque me pregunté por qué. Con lo mono que eres.

Le ha de haber parecido cobarde decir esto sin darle la cara. Dejó sus quehaceres y lo miró.

– Palabra que me gustaste desde que te vi por primera vez en el taxi. Palabra que me pudo tu manera de ser, tu tipo, toditito.

Félix aprovechó que la enfermera lo miraba para hacer una mímica con las manos. Extendió los brazos y Licha lo entendió como una invitación. Se fue acercando poco a poco con una mezcla de timidez y coquetería, pero Félix movía las manos como quien hojea un periódico. Licha se detuvo desconcertada. Félix insistió en la mímica de lector inquieto, pasando rápidamente las hojas invisibles, escudriñando columnas y señalando, a todo lo ancho, los ilusorios encabezados.

– ¿Qué te pasa? ¿Qué quieres? ¿No oíste lo que dije? -dijo Licha con otra de sus actitudes mezcladas, esta vez de curiosidad y resentimiento-, ¿no me pelas o qué?, oye, ¿me estás haciendo el feo o qué?, ah, ¿quieres que te lea?, ¿quieres leer algo?, no, te haría daño, ¿quieres que te lea algo?, ¿una revista?

Licha rió y los pómulos morenos se le encendieron con un color alto y perdido de campesina india, color de manzana y madrugada fría en la sierra.

Fue hasta la ventana para cerciorarse de que estaba bien cerrada, corrió aún más, inútilmente, las cortinas cerradas y fue a sentarse al lado de Félix Maldonado. Lo tomó de las caderas.

– Has de querer averiguar algo que no viene en los periódicos. No te preocupes de tu cara. Te digo que vas a quedar bien. Yo te voy a cuidar mucho, mucho. ¿No quieres averiguar mejor si todavía eres macho?

17

En la tarde, Licha le quitó las grapas y las puntadas a Félix. Alternó su actividad profesional con caricias, ternuras súbitas, acurrucándose contra el pecho de Félix, temerosa de herirle, buscando las partes intocadas de su cuerpo, todo menos la cabeza, preguntándole, ¿a poco no fue bonito?, ¿a poco no estuvo padre?

La enfermera dormitó un rato, recostada contra el pecho de Félix. Luego levantó la cabeza y lo miró con ojos de ternera amarrada, suplicando extrañamente un amor que la liberara, eso vio Félix en la mirada de la chaparrita cuerpo de uva, ámame o voy a ser siempre una esclava.

– Al rato vas a poder hablar -le dijo-. Ya no te repetí la inyección de novocaína. ¿No sientes que mueves mejor la lengua? Mira, antes de que puedas hablar óyeme tantito. Dirás que no soy muy valiente de aprovecharme, pero prefiero que me oigas y no me digas nada ahorita. Luego si me dices que sí qué bueno y si no me dices nada te entiendo.

Volvió a esconder la cara contra el pecho de Félix y le acarició lentamente una tetilla.

– ¿Te gustó? ¿A poco no estuvo bonito?

Félix tocó la cabeza teñida de Licha.

– ¿Sí? -dijo la muchacha-, ¿me oyes? Mira, pensé que ahora que eres otro, como dijo Simón… y no tienes a nadie ni eres nada… pensé que puedes quererme tantito… y vivir conmigo aunque sea un rato, mientras te compones… y si te gusta, puede que…

Levantó la cara y miró a Félix con miedo y deseo.

– Soy rete ofrecida, ¿verdad? Pero palabra que me puedes, nunca he conocido a nadie como tú, quién te manda, ¿por qué me tomaste de esa manera?, ¿quién te enseñó así?

Félix movió la lengua pastosa y seca, retraída lejos de los labios heridos.

– Ah…ah…uda…me…

– ¿Qué quieres? -dijo con ansias Licha, pegando la nariz al cuello de Félix-, lo que tú quieras, amorcito.

Con un gesto de desesperación, Félix la alejó tomándola de los hombros y agitándola, ya sabes, le dijo con la lengua trabada, un periódico. Licha se levantó, sin enojo, casi contenta de que Félix la tratara así, con familiaridad violenta, se arregló con las manos el pelo y le dijo que había órdenes estrictas de que no entrara ni saliera nada del cuarto de Félix, estaba aislado por ser un caso muy particular.

Mira, le dijo Licha sonando el timbre junto a la cama del enfermo, está desconectado, mira, dijo apartando con una violencia similar a la de Félix las cortinas y abriendo las ventanas, este cuarto está en el tercer piso y es el único con barrotes, es el que reservan para casos particulares, loquitos, perdón, enfermos mentales.

Sacó un chicle de la bolsa del uniforme y se quedó pensativa. Ya estuvo, dijo de repente, a las seis pasan las afanadoras a limpiar los cuartos, van dejando en el pasillo las cubetas de basura, seguro que echan allí los periódicos viejos.

Hizo tiempo recostada otra vez contra Félix, repitiendo qué bonito, ¿quién te enseñó?, sin manos ni nada, sin tocar, nomás mirando, palabra que nunca antes un hombre se vino nomás de verme desnuda, nunca, ¿quién te enseñó?, se siente rete bonito, palabra que se siente una rete halagada.

– Eres muy linda y muy tierna -dijo Félix pronunciando claramente las sílabas y Licha se le arrojó llorando al cuello, se enroscó como culebra y le besó la nuca muchas veces.

Regresó como a las seis y media con un ejemplar arrugado rnanchado de huevo de las 'Últimas Noticias del mediodía. Felix miró con desesperación y desaliento los encabezados principales. No había una sola referencia a lo que buscaba. Ni una palabra sobre un atentado al Presidente de la República o sus secuelas, ni un comentario editorial, nada, mucho menos, sobre la suerte del presunto magnicida Félix Maldonado, nada, nada.

Tragó espeso y con un gesto desolado dobló el periódico. Recordó la conversación en Sanborns con Bernstein. Los hechos políticos reales nunca aparecen en la prensa mexicana. Pero esto era demasiado, absolutamente increíble. No se podía controlar la prensa al grado de impedir que se supiera la noticia de un atentado contra el Jefe del Estado en el Salón del Perdón del Palacio Nacional de México, durante una ceremonia oficial y enfrente de varias decenas de testigos, fotógrafos y cámaras de televisión.

La cabeza le dio vueltas. No podía dar crédito a sus ojos ardientes, no estaba ciego, no deliraba, checó varias veces la fecha del periódico, la ceremonia en Palacio fue un 10 de agosto, el periódico estaba fechado el 12 de agosto, no cabía duda, pero no había ni la más mínima referencia a los hechos de hace apenas tres días, sólo había habido dos atentados antes, uno contra Ortiz Rubio y otro contra Ávila Camacho, eso se supo, se publicó, no era posible. Licha lo miró con alarma y se acercó a él.

– No te excites -le dijo-, no te hace bien, no te levantes. ¿Quieres que mejor te lea yo? Déjame leerte la nota roja, es siempre lo más entretenido del periódico.

Félix se recostó exhausto. Licha comenzó a leer con una voz monótona, titubeante, con una tendencia a convertir las palabras desconocidas en esdrújulas, pasándose a la torera la puntuación y resistiéndose como una yegua joven ante los obstáculos de los diptongos. Enumeró fastidiosamente un estupro, un robo en la Colonia San Rafael, un asalto a la sucursal Masaryk del Banco de Comercio, leyó un crimen particularmente brutal, esta mañana a primera hora fue descubierto el cadáver brutalmente degollado de una mujer en una suite de las calles de Génova.

La víctima había pedido la noche anterior que el portero la despertara a las seis de la mañana dado que debía tomar un avión a primera hora. Gracias a ello, el portero, inquieto de que la víctima no contestara a sus repetidos llamados, entró con la llave maestra y encontró sobre la cama el cadáver desnudo, degollado de oreja a oreja. Se excluye la hipótesis del suicidio toda vez que no se encontró arma punzocortante alguna cerca de la occisa, aunque los encargados de la investigación no excluyen que el arma haya sido retirada con posterioridad al suicidio por persona o personas animadas por motivos que se desconocen para hacer creer en un crimen alevoso. La hora de la muerte fue situada por el médico legista entre las doce de la noche y la una de la madrugada de ayer. Otro hecho que arroja duda sobre el caso es que la occisa había empacado perfectamente todas sus prendas y objetos personales, lo cual indica claramente su voluntad de llevar a cabo el viaje anunciado. Sólo se encontraron en la suite ocupada por la presunta suicida los enseres propios del servicio de hotelería, una pasta de dientes a medio usar, una caja nueva de servilletas sanitarias femeninas, la televisión, el tocadiscos y la colección de discos de 45 r.p.m. que según dicho del portero son de la propiedad del edificio. La revisión del contenido de las maletas no arrojó luz alguna sobre las circunstancias de la muerte. Los únicos documentos personales encontrados en la bolsa de viaje fueron un talonario de cheques de viajero, un boleto de avión ida y vuelta Tel Aviv-México-Tel Aviv usado en el trayecto de venida y confirmado para el regreso hoy vía Eastern Air Lines a Nueva York y vía El Al de la urbe de hierro a Roma y Tel Aviv. El pasaporte de la occisa la declara de nacionalidad israelita, nacida en Heidelberg, Alemania, contando con treinta y cinco años de edad y de nombre Sara Klein aunque la Embajada de Israel en ésta, interrogada a temprana hora por nuestro reportero en la persona de un segundo secretario, no quiso hacer comentario alguno y se negó a establecer la identidad de la desaparecida…

Licha leyó embájada, nuévayor, y Félix se dijo Sara no estuvo en mi entierro, ya estaba muerta, todos me están mintiendo, pero suprimió la emoción lo mismo por fuera que por dentro; se dijo que no debía dilapidarla ni en este ni en muchos momentos, sino reunirla para un solo instante, ahora no sabía cuál, ya vendría. Eso merecía Sara Klein, su amor por Sara Klein, un solo acto final que consagrara la emoción de haberla conocido, perdido una primera vez, reencontrado una noche en casa de los Rossetti antes de perderla para siempre.

Tampoco quiso hacer conjeturas sobre las razones o circunstancias de la muerte de la muchacha judía con la que salió a bailar una noche a un cabaret de moda de la época, ¿en dónde? el Versalles del Hotel del Prado. Bailaron para celebrar los veinte años de Félix Maldonado. La orquesta tocaba la Balada de Mackie. La había vuelto a poner de moda Louis Armstrong.

Le pidió a Licha que lo ayudara a salir del hospital. La enfermera le dijo que iba a ser difícil. Lo miró con sospecha, como si temiera que Félix ya la quería botar. Desechó la idea y repitió va a ser difícil, además piensa en mí, Ayub no me lo va a perdonar y Ayub me da miedo.

– ¿No me crees capaz de protegerte contra ese renacuajo? -dijo Félix besando la mejilla de Licha.

Licha dijo que sí acariciando la mano de Félix.

– ¿Cómo se puede salir de aquí, Lichita?

– No hay cómo, palabra. Te digo que es un lugar rete exclusivo. En la puerta hay guardias.

– ¿Dónde está mi ropa?

– Se la llevaron.

– ¿Hay elevadores?

– Sí, hay dos. Uno de tres personas y otro más grande para camillas y sillas de ruedas.

– ¿Son automáticos?

– No. Los manejan unos tipos bien doblados.

– ¿Hay montacargas?

– Sí. Recorre los tres pisos. La cocina está en el primero.

– ¿Hay alguien de noche en la cocina?

– No. A partir de las diez las enfermeras preparan algo si hace falta.

– ¿No hay salida de la cocina a la calle?

– No. Hay que pasar por la entrada principal. Nadie entra o sale sin vigilancia. Se necesitan tarjetas y los guardias llevan una lista de entradas y salidas del personal, los enfermos, las visitas, los mensajeros, todo mundo.

– ¿Dónde está situado el hospital?

– En la calle de Tonalá, entre Durango y Colima.

– ¿Qué clase de enfermos hay aquí?

– Turcos casi todos, está casi reservada a ellos, es de la beneficencia de los árabes.

– No, enfermos de qué…

– Hay muchas parturientas en el segundo piso, el primero está reservado para accidentes, acá arriba los casos graves, corazón, cáncer, de todo…

– ¿No puedes sacarme vendado, diciendo que soy otro?

– Me conocen. Saben que sólo puedo cuidarte a ti, a nadie más.

– ¿Nadie se muere? ¿No puedo salir en lugar de un muerto?

Licha rió mucho.

– Se necesita un certificado. No derrapes. Te verían la cara y te resucitarían veloz con un pellizco bien dado. Cómo serás vacilador.

– Entonces no hay más que una manera.

– Tú mandas.

– Si no puedo salir como el Conde de Montecristo, vamos a hacerles creer que el Conde de Montecristo ya no está aquí.

– Palabra que no ligo, corazón.

– ¿Puedes robarte unos pantalones y unos zapatos de hombre?

– Veré si hay algún paciente dormido y trato. ¿Cuál es la onda, tú?

– Como no puedo salir de aquí solo, Lichita, voy a salir con todo el mundo: pacientes, enfermeras y guardias.

– De plano no te adivino.

– Tú haz lo que te digo. Por favor.

– Ya sabes cómo me gustas. Y además me cae de variedad darle una puñalada trapera al malcriado de Simón, sobre todo ahora que sé lo que te hizo. Anda, dime qué debo hacer, pero no estés triste. Vale lo que te dije, de veras. Si quieres estar conmigo después, suave. Si no, no te sientas privado.

– Lichita, eres a todo dar. No sé si estoy a tu altura, palabra de honor.

– Estás triste, amorcito, eso cualquiera lo ve.

– No te preocupes. Me cuesta dejar a una mujer.

– ¿A cualquier mujer, corazón?

– Sí -sonrió un poco forzadamente Félix-. A veces me las arrebatan. Pero yo las arrastro a todas, vivas o muertas, como un caracol con su concha, toda la vida.

– Suave.

18

Licha cumplió su cometido a la perfección. Félix Maldonado miró el incendio de la clínica privada de la calle de Tonalá desde la banqueta de enfrente, perdido entre los enfermos, algunos tirados inconscientes en la calle, otros presas del shock, muy pocos de pie pero muy pocos también encamillados o en silla de ruedas, algunas mujeres llorando, los niños recién nacidos protegidos mal que bien por las enfermeras, envueltos en colchas, chillando, una enfermera gritando que el niño se moría fuera de la incubadora, un hombre quejándose lúgubremente del dolor cardíaco en el brazo, las enfermera.s nerviosas y confundidas que mantenían en alto las botellas de suero que lograron salvar del terror súbito, la mujer anunciando a gritos el parto precipitado por el miedo, algunos asfixiados a medias por el humo y un hombre amarillo, prácticamente evacuado de la vida, sonriente, divertido, agarrado a un arbolito raquítico, el mismo que sostenía a Félix Maldonado, silencioso, vendado, indistinguible en el remolino humano del pánico.

Licha lloraba histéricamente, alegando con uno de los guardias masculinos de la clínica, señalando hacia la izquierda y luego hacia la derecha, confusa, el pañuelo agitado entre los dedos.

– Pero por qué no lo buscan, no sean tarados, no puede haberse ido muy lejos, en el estado que estaba, ¿cómo?

– Cállate mensa, ésta fue una operación bien planeada -le contestó con espuma en los labios el guardia, vas a tener que responder de esto, me lleva…

– Ay, si yo solo fui al baño un minuto, ¿que ni pipí puede una hacer?, si él no podía moverse…

– Claro, lo sacaron sus cómplices, ¿pero cómo?

Félix se calzó y se puso los pantalones. Licha lo llevó hasta el montacargas en el tercer piso y allí se escondió como sardina Félix, rogando que nadie llamara a esa hora el aparato. Licha reunió los papeles, periódicos, kleenex, que encontró en botes de basura y dispensarios, junto con las sábanas sucias, las fundas de almohada, las toallas, lo reunió todo en la pieza de Félix encima del colchón y le vació las botellas de alcohol, lo encendió con un cerillo y salió gritando por los pasillos, fuego, fuego, apretó el botón del montacargas para que descendiera al primer piso, las pacientes y las enfermeras empezaron a correr, oliendo el humo que venía de la pieza de Félix. Licha bajó corriendo por la escalera al primer piso, se metió a la cocina, abrió el montacargas y llegó gritando a la puerta:

– Se escapó el del 33, fui a hacer pipí y al regresar ya no estaba.

– Por aquí no ha salido -dijo uno de los guardias.

– Tiene que estar en el edificio -dijo otro-, vente -y salió corriendo escaleras arriba a cerciorarse, pero el tropel de enfermeras bajó gritando fuego y el guardia trató de detenerlas:

– Bola de irresponsables, regresen con los enfermos.

– ¡El elevador está lleno de humo! -gritó una enfermera.

El guardia que quedaba en la entrada lanzó un carajo y corrió a los ascensores; lo arrollaron los enfermos que podían moverse solos y que buscaban aterrados la salida.

Félix salió de la cocina y se unió, vendado, gritando, a los grupos de enfermos y el guardia de la puerta regresó al teléfono para llamar a los bomberos.

Tardaban en llegar; los guardias y las enfermeras seguían sacando enfermos y Licha prolongaba su escena de histeria hasta que el guardia se hartó, la llamó pendeja, por eso estamos como estamos.

– Pero vas a pagar caro tu irresponsabilidad, prietita, en ningún hospital te volverán a dar chamba, ya párale de gritar, sirve para algo, por lo menos atiende a la clientela, esto nos va a arruinar.

Félix permaneció un rato entre los enfermos, invisible en la confusión.

Se fue separando poco a poco, mezclándose con los curiosos que habían salido de las casas vecinas.

A ver si esto tampoco sale en los periódicos, murmuró secamente y caminó sin prisa rumbo a la Plaza Río de Janeiro. Tomó por Colima que era una callecita tranquila y oscura. Se quitó las vendas de la cara y las arrojó dentro dé una cubeta gris conserve limpia su ciudad suciedad.

Atravesó la plaza desierta y se dirigió a la esquina de Durango. Vio de lejos el edificio de ladrillo, la primera casa de apartamentos construida en la ciudad a principios de siglo, una monstruosidad roja con torreones feudales y techos de pizarra con forma de cucurucho de bruja: un castillo de cuatro pisos, construido para resistir las ventiscas invernales de la costa normanda.

Esta anomalía arquitectónica trasplantada a la meseta tropical había descendido socialmente hasta convertirse en lo que ahora era: una casa de vecindad para gente de muy pocos recursos. Aquí le dijo Licha que viniera y escribió a lápiz un mensaje en los bordes de la edición de las Últimas Noticias que Félix guardaba, doblada en cuatro, en la bolsa trasera del pantalón robado a un paciente dormido.

Apartó la reja de fierro oxidado y entró al pasaje oscuro y húmedo. La segunda puerta de la derecha, le dijo Licha, en la planta baja. Félix tocó una vez con los nudillos. Un dolor insoportable le recorrió los brazos.

Pegó lastimosamente con el periódico sobre la puerta, pero era apenas como un rasguño de gato herido. Así se sintió; un enorme cansancio le cayó sobre las espaldas y se le instaló para siempre en la nuca. Golpeó fuerte con la mano y una voz dijo desde el otro lado de la puerta, voy, voy, no coman ansias.

La puerta se abrió y un hombre en camiseta, con los tirantes colgándole hasta las rodillas y los pantalones flojos le preguntó:

– ¿Qué se le ofrece?

Félix cinéfilo de la Calle 53 recordó amp; Raimu en La mujer del panadero. Era el chófer del taxi colectivo que lo condujo en el trayecto entre el Zócalo y el Hilton. Miró con sospecha a Félix y Félix olvidó a Raimu y recordó que él podía reconocer al chofer pero el chofer no reconocería la nueva cara de Félix.

– Me manda Licha -dijo sin ánimo Félix y le tendió el periódico doblado al chofer.

El taxista leyó el mensaje y se rascó el hombro peludo.

– Esa vieja es una hermanita de la caridad -gruñó.

Le dio la espalda a Félix, haciendo un gesto con la mano.

– Pásele. ¿Qué le pasó en la careta? ¿Dónde se hirió? No, no me diga nada. Mi esposa cree que todas las casas son hospitales. La muy mensa dice que tiene vocación de curar, que el dolor le duele. Más le valdría ocuparse de su hogar. Mire nomás el desorden. Dispense, ¿eh?

El cuarto tenía una cama deshecha y arrugada, una con patas de tubo y un par de sillas de hulespuma. Félix buscó el teléfono; Licha le aseguró que había uno. El chofer señaló hacia un calentador eléctrico con dos parrillas y una portavianda.

– Allí hay unos frijoles refritos en el sartén y tortillas en el portavianda. Están fríos pero sabrosos. Queda una botella de Delaware a medias. Sírvase mientras le busco la ropa. Ah que mi Lichita, si no estuviera tan buena…

– ¿No me devuelve el periódico? -dijo Félix.

– Ahí te va.

El chofer se lo aventó sobre la mesa y Félix volvió a leer la noticia de la muerte de Sara Klein mientras devoraba los frijoles y las tortillas. Pasó las hojas hasta encontrar la página de anuncios de decesos. Allí estaba la información que buscaba.

El taxista le dio una camisa limpia, calcetines y un saco. Lo miró curiosamente a los ojos cuando le entregó las prendas.

– Oye, ¿qué te pasó en los ojos? No, ni me digas. Parecen huevos fritos. Mira, ponte estos anteojos negros. Se me hace que hasta la luna te hace parpadear.

Félix se vistió, se puso las gafas oscuras, pensó en el Director General fotofóbico y pidió permiso para telefonear, ¿tenía teléfono, verdad?

– Imagínese un chofer de taxi sin teléfono -rió-. Me costó un huevo obtenerlo y la mitad de otro pagar las cuentas. Es mi lujo.

Levantó una almohada. El aparato estaba debajo, como un pato negro celosamente incubado. Félix se sintió como un hombre obligado a saltar de la cubierta de un barco en llamas al mar. Midió visualmente las fuerzas del chofer; era corpulento pero no macizo, tenía un cuerpo de masa floja, horas sentado manejando, demasiadas gaseosas y frijoles. Se arrojó al mar.

– ¿Puedo usarlo?

– Sírvase.

Marcó el número y le contestó la telefonista del Hilton.

– Páseme la administración… Bueno. Habla Maldonado, del 906…

Vio el gesto del taxista: se detuvo súbitamente, se le paró la cuerda. En seguida reaccionó y se dirigió a la mesa. Tomó la botella de Delaware Punch que Félix no había probado.

– Sí. Cómo le va. Mire, no tengo tiempo. Estoy en el aeropuerto.

Mientras hablaba, iba pensando qué era más dura, una botella de refresco o una bocina telefónica, con cuál de las dos se sorrajaba mejor la cabeza. El taxista empinó la botella hasta vaciarla.

– Al rato va a pasar un enviado mío. Lleva una nota escrita por mí con mis instrucciones. Que reúna en una maleta lo que quiera. Claro que es grave. Despierte al gerente. Gracias.

El taxista colocó la botella vacía sobre la mesa. Miró con una especie de sorna humilde a Félix. Félix colgó la bocina.

– No hay que meterse con los muertos, ¿verdad? -dijo el chofer.

– No, es mejor dejarlos en paz.

– A uno le pagan y ya, ¿verdad?

– A ti te van a pagar el doble, prometido.

Félix salió dándole las gracias al chofer.

– De nada, jefecito. No te cases nunca. Si no estuviera tan buena la Lichita.

19

Mostró la nota escrita en la clínica sobre un papel salvado por Licha de los botes de basura. El encargado nocturno de la administración del Hilton reconoció la letra. El licenciado Félix Maldonado era un viejo cliente. El gerente había sido avisado y bajaría en un instante.

El encargado lo acompañó al 906 y Félix reunió en una maleta ligera algunas prendas de vestir, objetos de aseo personal y cheques de viaje, Folleteó éstos; todos estaban firmados en la parte superior izquierda por Félix Maldonado. Luego marcó un número de teléfono. Al escuchar mi voz Félix dijo:

When shall we two meet again?1

When the battle's lost and won,2 -le contesté.

I have but little gold of late, brave Timón,3 -me dijo Félix.

Wherefore art thou?4 -le pregunté.

At my lodging?5 -respondió.

Aü is well ended if this suit be won6 -le dije para concluir y colgué la bocina.


1. ¿Cuándo nos volveremos a encontrar los dos? Macbetb, i, 1, 1.

2. Cuando la batalla haya sido perdida y ganada. Ibíd., i, 1, 4.

3. Carezco de oro, valiente Timón. Timón de Atenas, iv, 3, 90.

4. ¿Dónde estás? Romeo y Julieta, ii, 2, 33.

5. Donde me alojo. Otelo, ii, 1, 381.

6. Todo terminará bien si gana nuestra pretensión. All's Well that Ends Well, epílogo, 2.


Al bajar, el gerente estaba allí, con la cabeza plateada, impecable como si fuesen las diez de la mañana y le dijo que tenían que estar seguros, él comprendía, que dispensara, era para proteger los intereses del propio señor Maldonado, tan buen cliente, pero la letra de la carta parecía, bien estudiada, un poco insegura y el papel de calidad muy extraña. ¿Podía ofrecer mayores seguridades?, le preguntó al hombre mal vestido, con gafas oscuras, la cabeza rapada y herida, una barba de varios días y la maleta de Félix Maldonado en la mano.

– No tardan en llamar -dijo Félix.

El gerente mostró una desazón evidente al escuchar la voz de Félix. En seguida le avisaron que había una llamada telefónica urgente y alargó con alarde de seguridad el brazo, mostrando, como era su intención, las mancuernas de rubíes.

Escuchó mis instrucciones con atención.

– Cómo no, señor, no faltaba más, como usted mande -me dijo el gerente y colgó.

Félix recorrió a pie el corto trecho que separa el Hilton de la funeraria Gayosso en la calle de Sullivan. La maleta era muy ligera y no le importó el dolor del brazo. Necesitaba toda la fuerza de su alma para llegar a Gayosso, más que la de su pobre cuerpo vencido. El fajo de billetes que le entregó el gerente se sentía confortable, cálido, dentro de la bolsa del pantalón.

Llegó a la puerta principal del edificio construido como un mausoleo de tres pisos de piedra gris y mármol negro. La agencia Gayosso es una simple avanzada de los cementerios dentro de la dura geografía de esta ciudad donde hasta los parques, como el que se extendía aquí entre Melchor Ocampo y Ramón Guzmán, parecían fabricados de cemento. Subió las escaleras de piedra porosa y buscó el nombre en el tablero, SARA KLEIN, SEGUNDO PISO. Un guardián uniformado de gris oscuro dormitaba, con cara de pequeño simio simpático, en la conserjería del inmueble.

La mujer estaba tendida en la capilla neutra. Desde la contigua llegaban murmullos de avemarias y poderosos olores de corona fúnebre. Aquí no había ofrendas de amistades, socios o familia. Sólo un menorah con las velas encendidas. Félix se acercó al féretro abierto. El rostro y el cuerpo de Sara estaban cubiertos por una sábana húmeda aún. El ritual del cuerpo lavado fue cumplido por alguien, ¿por quién?, se preguntó Félix al depositar la maleta al lado de la caja de plomo gris.

Sólo los pies de Sara Klein estaban descubiertos. Félix supo lo que debía hacer. Tocó los dedos desnudos de Sara, los apretó y sintió que poseía por primera y única vez el cuerpo que la vida y la muerte, en esto hermanas, le vedaron.

Con la mano apretando el pie de Sara, le pidió perdón. Era el rito. Para Félix significaba mucho más, aunque el sentido de un rito es resolver un gesto personal más que conocer las actitudes ajenas. La humedad del cuerpo lavado permitía distinguir las formas de Sara Klein como un palimpsesto sobre la sábana pegada a la carne. Miró las facciones perdidas detras de la máscara blanca. Nunca había visto ese cuerpo desnudo. Sintió una atracción irresistible y develó el cadáver de la mujer.

El rostro era el mismo pero lo separaba del resto del cuerpo una gruesa venda alrededor del cuello. Recordó que en la clínica se prometió a sí mismo reservar toda su emoción para un solo instante. Era éste en el que descubría por primera vez el misterio de un cuerpo amado. Pero no era distinto de otros. Había mirado muchas veces a muchas mujeres desnudas, recostadas, dormidas. Pocas cosas le excitaban tanto como mirar largo tiempo a una mujer poseída por el sueño, desnuda, sin defensa. Esta situación las despojaba de algo más que la ropa, que es parte de la convención amatoria consciente. Para Félix, el sueño arrebataba a una mujer todos los hábitos de la lucha contra el hombre, reticencias fingidas, pudor, invitación coqueta o descarada, negación o afirmación del cuerpo. Una mujer inconsciente, dormida, era suya por la mirada; el contrincante de Félix era igual a la situación misma de la mujer abandonada a la conquista del sueño. El sueño era entonces el rival de su pasión. Ahora ese sueño, su rival, se llamaba la muerte y Félix estuvo a punto de cubrir el cuerpo de Sara: existía, después de todo, un objeto que se entrometía entre la identidad del sueño y de la muerte, una gruesa venda que separaba la cabeza del tronco, un collar que debió ser sangriento. Lulú había sido asesinada por Jack el Destripador.

Miró el rostro de Sara. No se parecía ni al sueño ni a la muerte que deberían habitarlo. Se parecía a otra cosa y Félix tuvo que repetir las palabras que le obligaban a entrar al rito que de esa manera dejaba de ser espectáculo ajeno para convertirse en un gesto que él no miraba sino del cual participaba. Se dijo en casa de los Rossetti que la amaría siempre, lejana o cercana, limpia o sucia. Ahora debería añadir: viva o muerta.

– Viva o muerta -murmuró y vio en el rostro de Sara lo que la distinguía del sueño mortal de cualquier otra mujer, viva o muerta. El rostro inmóvil de Sara Klein era el ostro de la memoria, una memoria fatigada que ni en la muerte encontraba el reposo del olvido.

Félix había venido aquí a concentrar y consagrar su amor.

Entró dispuesto a darle eso a una mujer a la que quiso mucho.

En cambio, era ella quien le daba algo, una luz del rostro lavado, sin maquillaje, con los ojos cerrados, el misterio de un rostro que en vida hubiese aceptado la muerte a fin de | ganar el olvido prometido y que en la muerte parecía fijado para siempre con el rictus de una memoria dolorosa.

Cubrió desoladamente el cuerpo con la sábana, deja ya de recordar, le dijo nerviosamente, olvida tu niñez perseguida y huérfana, las penitencias de tu vida de mujer, Sara, y escuchó los pasos detrás de él. Las velas del candelabro judío se consumían. Seguramente el solitario guardián del cuerpo de Sara Klein entraba a cambiar los cirios. Volteó esperando encontrar a un empleado de la funeraria y miró la figura de la chaparrita cuerpo de uva, Licha.

La enfermera, tensa, tímida, se acercó a él. Félix la miró con rabia y notó que había tenido tiempo de cambiarse. Traía puesta una minifalda negra y una blusa oscura también y escotada. En vez de los zapatos blancos de suela de goma, se había encaramado en unas monstruosidades de charol negro, plataforma y tacón repiqueteante. Una bolsa acharolada le colgaba del brazo.

– ¿Qué haces aquí? -le dijo Félix con la voz apagada que imponen los lugares de la muerte.

– Me imaginé que estarías aquí -contestó Licha.

– ¿Cómo sabes?, ¿cómo te atreves? -dijo Félix vencido por la ruptura del momento único, detestando a Licha por la profanación del instante perfecto y en realidad fatigado físicamente por el traslado inconcluso de la memoria de Sara Klein a la suya, un traslado interrumpido como un coito que al no consumarse acumula todo el cansancio del mundo sobre los pobres cuerpos aplazados.

– Perdón, corazoncito, ya te dije que soy muy cobarde.

– ¿De qué hablas? -dijo con impaciencia Félix, apartando la mirada de los pies desnudos de Sara Klein. -No te pude decir antes lo de don Memo, no me atreví.

– ¿Quién carajos es don Memo?

– Mi viejo, pues, el chofer donde te mandé. Mejor que averigüe solo -me dije-, si me quiere me perdona y si no,

pues ya te lo dije, ni modo. Ya veo que te encabronaste mucho.

Félix sofocó una risa impúdica:

– ¿Crees que por eso…?

Licha tomó actitudes de niña enfurruñada, juntando las puntas de los zapatos y remoliendo el tacón sobre el piso de mármol.

– No digas nada, óyeme. Memo es un hombre muy bueno, es como mi papá más que mi marido. Tú no sabes, amorcito. De la calle del Peñón nadie sale a recibirse de enfermera. Sales de huila, criada o placera. Don Memito me dio su protección y me hizo sentirme segura. Me pagó los estudios y si no me aparezco varias noches seguidas dice que es porque cuido enfermos. No me pide explicaciones. Le basta saber que soy su vieja por lo civil, con eso se conforma. Yo le vivo agradecida, ¿me entiendes?

– Está bien, no me importa -dijo Félix.

Licha se acercó de puntúas:

– ¿De veras? ¿Entonces juega?

Se prendió cariñosamente al cuello de Félix; él la apartó para mirarle los ojos. Pero no bastó la mirada; a esta mujercita había que formularle explícitamente las preguntas, sacarle las respuestas con tirabuzón.

– ¿Qué quieres decir?

– Corazón, nunca he estado con un hombre como tú. Sólo por ti dejaría para siempre a don Memo a quien tanto le debo.

Félix había mirado la memoria dolorosa en los ojos cerrados para siempre de Sara; en los ojos bien abiertos de Licha vio una amenaza sonriente. No pudo reírse de ella ni enojarse con ella. Desvió la mirada hacia el féretro de Sara. De una panera misteriosa estas dos mujeres a las que todo en la vida separó se estaban reuniendo en un lugar de la muerte, repartiéndose un poco este y otros dolores. Súbitamente, las dos aparecían aquí como nunca habían aparecido antes, portadoras de secretos, terribles las dos.

– ¿Quién trajo aquí a esta mujer? -Félix decidió tomar por los cuernos la novedad de su visión de Lichita -¿quién puso el anuncio en el periódico comunicando el deceso, el lugar del velorio, la incineración mañana…?

– Si te digo que fueron los meros gallones de su país, ¿me vas a creer? -sonrió Licha.

– Me estás pidiendo que no te crea.

Licha le guiñó un ojito de capulín:

– Segurolas. Si chencho no eres.

– El periódico decía que la embajada de Israel se desentendió de ella. ¿Entonces quién? Bernstein fue herido, ¿está muerto también? -dijo Félix más para sí mismo que para Licha. Si no fueron ellos, ¿entonces quién?

El silencio taimado de la enfermera se prolongó como el chisporroteo de las velas agonizantes. Félix se negó a precipitar lo que temía, las palabras absurdas de Licha, las condiciones que quería imponerle esta mujer inesperada.

– Corazón, no hay más que un macho en este mundo que me pueda obligar a traicionar a don Memo que tan bueno ha sido conmigo.

– ¿Te refieres a Simón Ayub? -dijo Félix brutalmente.

Licha se le prendió de la solapa:

– Tú, corazón, tú sólo tú como dice la canción. Sólo si tú me lo pides yo te lo digo. Sólo si tú me lo das yo te lo doy, corazoncito.

– No -dijo Maldonado agarrándose a la cola de una intuición que le pasó como un cometa por la mente-, te pregunto si Simón Ayub dispuso todo esto…

Permitió que su mano señalara hacia el féretro, los pies desnudos y el menorah que se iba apagando. No era ese el lugar de su mano; acarició un seno bajo el escote de Licha, la miró como dándole a entender que sí, estaba bien, lo que ella quisiera.

– ¿Tú crees? -Licha se apartó de Félix contoneándose victoriosa, pero Félix la sintió por primera vez asustada. Licha extrajo un chicle de su bolsa acharolada y lo desenvolvió deliberadamente. Félix la tomó del brazo y se lo apretó.

– ¡Ay! No maguyes.

– ¿Sabes? -dijo Félix con la voz de familiaridad violenta que en realidad le gustaba a Licha, recordó eso, a eso sí respondía sin defensas Licha-, ¿sabes? -le dijo-, a todas las mujeres hay que aguantarlas…

– Yo no corazón, yo me hago querer -chilló quedamente la enfermera.

– A todas hay que aguantarlas -dijo Félix sin soltar el brazo adolorido de Licha-, a cualquiera o a una sola, da No hay salida. Hasta cuando las rechazas, tienes que aguantarlas.

Recogió la maleta y salió caminando de prisa del recinto fúnebre. Licha se quedó un instante con el chicle en la boca, sin mascarlo, aturdida por los cambios de actitud de Félix y en seguida corrió detrás de él, repiqueteando con sus tacones picudos. Lo alcanzó en la escalera. Trató de detenerlo tirando de la manga, se adelantó y se le plantó enfrente.

– Déjame pasar, Licha.

– Está bueno, ya no me castigues más -dijo Licha aventando hacia atrás la cabeza-, Simón se ocupó de todo, es cierto, él la trajo aquí -dijo que tú la seguirías a cualquier parte porque estabas enculado de la vieja…

El tono rispido, histérico de la voz de Licha fue cortado por una bofetada de Félix. La enfermera fue a dar contra un muro de mármol, se retiró dejando una huella húmeda, como la sábana sobre el cuerpo de Sara.

– ¿Para quién trabaja Ayub? -dijo Félix sin dejar de descender la escalera, aliviado por la presencia ultrajante de Licha, desposeído del momento que quiso consagrarle a Sara Klein por una mujercita vulgar y estúpida que se coló a la fuerza en su vida porque creía que él ya no tenía vida, ni nombre, ni nada.

– No sé, corazón, palabra.

– ¿Cómo se apoderó del cuerpo de esta mujer, quién se lo entregó, por qué dices que quiso atraerme aquí si me tenía bien encerrado en el hospital, para qué tuvimos que armar esa tramoya ridicula del incendio, para qué me escapé?

– No sé, me cae de madre -chilló Licha-, sólo dijo que te quería poner una soba de perro bailarín, así dijo…

– Me la pudo poner en el hospital.

– Más respeto -dijo el conserje con cara de mico cuando llegaron al vestíbulo-, aquí es lugar de respeto.

Félix se detuvo un instante, sorprendido, al ver de nuevo los rasgos olvidados del conserje. Giró para mirar la escaleta de piedra que lo alejaba del cadáver de Sara Klein. Recordó el rostro de la mujer, que identificaba la memoria y la muerte y sólo entonces se dio cuenta de que la había mirado con un rostro que no le pertenecía, el rostro del hombre que sustituía a Félix Maldonado. Si Sara hubiese despertado, no lo habría reconocido.

Salieron a la madrugada de la calle de Sullivan; el olor de tortilla tatemada de la ciudad renacía. Licha se le volvió a abrazar.

– A eso vine, corazón, te lo juro, a advertirte, pícale, vámonos juntos, yo sé dónde meternos, que no te encuentren, te juro que no sé nada más.

Félix detuvo un taxi, abrió la portezuela, arrojó la maleta adentro y subió sin mirar a la enfermera.

– Vámonos juntos -gimió Licha-, quiero que seas mi galán, ¿me entiendes?, por ti hago cualquier cosa…

La enfermera se quitó el zapato de tacón puntiagudo y lo arrojó con fuerza hacia el taxi que se perdía velozmente en la calle desierta.

El conserje con cara de changuito viejo los había seguido hasta la calle. Se acercó a Licha y le dijo si no quería subíi con la señorita que estaba tendida sola en el segundo piso, estaba tan sola y eso era malo para la imagen de la agencia, podían contratarla por hora, había partida para contratar a uno que otro deshalagado.

– Mejor vete al zoológico y contrata a tu pinche madre, Chita -le dijo Licha con una mirada de odio, recogió y se puso el zapato y se fue taconeando rumbo a Insurgentes.

20

Félix calculó acertadamente que en las suites de Génova le asignarían el apartamento más difícil de alquilar. Para empezar, el empleado de la recepción observó con disgusto mal disfrazado la extraña cara apenas cicatrizada y los anteojos oscuros que a su vez intentaban disfrazarla. En seguida le dijo que lo sentía mucho pero estaban totalmente llenos. Un segundo empleado le cuchicheó algo en la oreja al primero.

– En efecto, sólo hay una suite libre -dijo el primer empleado, un hombre joven, moreno y flaco con ojos y pelo nadando en aceite.

Al primer empleado Félix hubiera querido preguntarle, ¿de dónde saliste, miserable rotito, que te permites mirarme así, del Palacio de Buckingham o de la Candelaria de los Patos?; y a los dos, ¿cuántas personas han llegado por aquí pidiendo cualquier suite menos la que desocupó dos días antes, con publicidad en la prensa, el cadáver de una mujer degollada?

– ¿Su nombre, por favor? ¿Quisiera llenar la tarjeta?

Los empleados de la recepción se miraron con complicidad, como diciendo mira nomás a este payo mientras Félix escribía el nombre Diego Velázquez, Poza Rica, Veracruz, 18 diciembre 39, domicilio 3.a Poniente 82, Puebla Pue., le dije que mezclara siempre la verdad y la mentira, dudó antes de firmar con el nombre del autorretrato al cual ya no se parecía y vio al empleado flaco sacar la llave del casillero marcado 301; chocó contra su gemela de repuesto y el flaco aceitoso acompañó a Félix hasta el tercer piso, le entregó la llave y el botones depositó la valija sobre la silla plegadiza. Félix le entregó un billete de veinte dólares, el empleado flaco se fijó y los dos salieron caravaneando.

Solo, miró alrededor. Si algo quedó allí para significar el de Sara Klein, seguramente la policía lo retiró antes. le aseguraba que aquí murió la mujer sino la alianza de la imaginación y la voluntad. Bastaba. Había regresado al lugar de la muerte de Sara para concluir el homenaje interrumpido por Licha. Pero pensar en la enfermera le obligó a pensar en Simón Ayub y la idea de que el pequeño siriolibanés perfumado pudo ver y tocar el cuerpo desnudo de Sata le irritó primero y luego le produjo un asco espantoso.

Renunció a la voluntad y a la imaginación y se entregó al cansancio. Tomó un largo baño con la mano vendada col. gando fuera de la tima y después se detuvo frente al lavabo y se miró. La cara se le había deshinchado mucho y las cortadas cicatrizaban rápido. Se palpó la piel de las mejillas y las mandíbulas y las sintió menos tiernas. Sólo los párpados seguían morados y gruesos, desfigurándolo y velando las dos puntas de alfiler de la identidad imborrable de los ojos. Se dio cuenta de que el bigote naciente le devolvía el viejo parecido con el autorretrato de Velázquez que era su broma privada con Ruth. Se enjabonó con la mano libre la barba que llevaba cinco días creciendo y se rasuró cuidadosamente, con dificultad y a veces con dolor, pero respetó el crecimiento del bigote.

Pidió un desayuno y no pudo terminarlo, a pesar del hambre. Cayó dormido en la cama ancha. Tampoco tuvo fuerzas para soñar, ni siquiera en el cuerpo desnudo de Sara manoseado por Ayub. Despertó al atardecer, cuando el bullicio vespertino de la Zona Rosa se vuelve insoportable y todos los tarzancitos con coche convertible pasan pitando La Marsellesa. Se levantó a cerrar la ventana y bebió una taza de café frío. Miró con indiferencia el mobiliario típico de estos lugares, moderno, bajo, telas mexicanas de colores sólidos y audaces, mucho naranja, mucho azul añil, cortinas de manta. Encendió sin ganas el aparato de televisión; sólo encontró una serie estúpida de telenovelas dichas con voces engoladas en decorados de hoquedad.

Apagó y se dirigió al tocadiscos. Era un pequeño aparato viejo y maltratado, útil sólo para disquitos de 45 revoluciones por minuto. Se acercó al estante donde se encontrabas unos cuantos discos metidos en fundas maltratadas y los revisó sin interés. Sinafra, Strangers in the Night, Nat «King» Cole, Our Love (is Here to Stay), Gilbert Bécaud, Et Main¡iftattt, Peggy Lee, dos o tres conjuntos de mariachis, Armando Manzanero y Satchmo, el gran Louis Armstrong, la balada de Mackie, la canción de los veinte años, el cabaret Versalles, Sara en sus brazos, la balada amarga y jocosa de un criminal del Londres Victoriano que se preguntaba qué era peor, fundar un banco o asaltar un banco, Mack the Knife, convertida en la canción de la juventud y el amor de Sara Klein y Félix Maldonado, el ritmo sacudido del Berlín de los años treintas que unía como un puente de miserias los crímenes de entonces y los de ahora, la persecución de la niña y el asesinato de la mujer, la sucesión de asesinos, Mack la Navaja, Himmler el Carnicero, Jack el Destripador.

Era la única funda nueva. Félix tuvo la convicción de que lo había comprado Sara, para oírlo aquí. Para que él lo oyera también. Sacó el disco de la funda aún brillante, sobre todo en comparación con las fundas maltratadas, rotas, opacas de los otros discos; leyó la etiqueta del lugar donde fue adquirido, Dallis, Calle de Amberes, México D.F. Encendió el aparato y colocó el disco que cayó sin ruido, con su boca ancha, desde la torrecilla de plástico beige. Giró y la aguja se insertó sin pena. Félix esperó la trompeta de Satchmo. En vez, oyó la voz de Sara Klein.

21

«Félix. Tengo que ser breve. Sólo tengo cinco minutos de cada lado. Te amé de joven. Creímos que íbamos a vivir juntos. Tuve miedo. Me idealizabas demasiado. No compartías mi amor. Bernstein sí. Se aprovechó para convencerme. Me hizo sentir que mi deber era viajar a Israel y allí incorporarme a la construcción de una patria para mis gentes. Me dijo que no había otra manera de responder al holocausto. A la muerte y a la destrucción contestaríamos con la vida y la creación. Era cierto. Nunca he visto ojos más limpios y felices que los de todos los hombres, mujeres y niños que convertimos ese desierto en una tierra próspera y libre, con ciudades, escuelas y caminos nuevos. Me ofrecieron ser profesora de universidad. Preferí las tareas más humildes para conocer desde la base nuestra experiencia. Me hice maestra de escuela elemental. A veces pensaba en ti. Pero cada vez que lo hacía, te rechazaba, Mi afecto no debía cruzarse en el camino de mi deber. Sólo ahora me doy cuenta de que al dejar de pensar en ti dejé de pensar también en los demás. Me encerré en mi trabajo y te olvidé. El precio fue olvidar, o más bien no ver, que es lo mismo. Todo lo que, rodeándome, no tenía relación directo con mi trabajo.

»Bernstein venía a pasar dos meses al año. Nunca me habló de ti. Ni yo le pregunté. Todo era claro y definido. Mil vida en México quedó atrás. El presente era Israel. Los árabes nos amenazaban por todos lados. Eran nuestros enemigos, querían aplastarnos. Igual que los nazis. Todas mis conversaciones con Bernstein giraban en torno a esto, la amenaza árabe, nuestra supervivencia. Nuestra esperanza era nuestra convicción. Si no logramos sobrevivir esta vez, desapareceremos para siempre. Hablo en plural porque hablo de toda una cultura. Valéry dijo que las civilizaciones son mortales. No es cierto. Son los poderes los que mueren. Mi trabajo de maestra me mantenía viva en la raíz de la esperanza. Aunque cambiaran los poderes, nuestra civilización se salvaría porque yo enseñaba a los niños a conocerla y a amarla. A los niños israelitas y también a los niños palestinos que había en mi clase trataba de enseñarles que deberíamos vivir en paz dentro del nuevo estado, respetando nuestras culturas particulares para hacer una cultura común.

»Claro que conocía la existencia de campos de detención. Pero los justificaba. No exterminamos a los prisioneros de la guerra de seis días, los detuvimos y luego los canjeamos. Y los palestinos prisioneros eran terroristas, culpables de la muerte de personas inocentes. Allí cerraba yo mi expediente. Conocía demasiado lo que nos sucedió en Europa por ser sumisos. Ahora, simplemente, nos defendíamos. La razón moral imperaba, Félix. Ésta era una manera maravillosa de expiar la culpa del holocausto. Purgábamos el pecado ajeno con el esfuerzo propio. Habíamos encontrado un lugar donde ser amos y no esclavos. Pero lo más importante para mí era pensar que encontramos un lugar donde ser amos sin esclavos.

»El cambio fue para mí muy lento, muy imperceptible. Bernstein me insinuaba su cariño de una manera muy torpe. Conocía mi actitud. Te dejé a ti para seguirlo a él. Pero lo seguí a él para cumplir con el deber que él mismo me señaló. Le era difícil a Bernstein suplantarte, ofrecerse en tu lugar, desvirtuar mi sentido del deber añadiéndole el de un amor distinto al que sacrifiqué, el tuyo, Félix. Entonces quiso confundir las razones del deber con los impulsos del deseo. Empezó a jactarse de lo que había sido y de lo que había hecho, desde su participación juvenil en el ejército secreto judío durante el mandato británico hasta su actuación en el grupo terrorista Irgún y luego todos sus trabajos en el extranjero para reunir fondos para Israel. Fue Bernstein quien me recordó que Israel había empleado la violencia para instalarse en Palestina. Lo acepté como una necesidad, pero me chocó el carácter jactancioso de sus argumentos y la intención patética que había detrás de ellos, la intención de hacerme suya obligándome a confundir mi deber con la personalidad heroica que él trataba de fabricarse. Lo peor de esta situación tan equívoca es que los dos nos vedamos el contraargumento más evidente. Ni él ni yo dijimos, simplemente, que acaso los palestinos tenían tanto derecho al terror como los israelitas para reclamar una patria y que nuestras organizaciones revolucionarias y terroristas, la Hagannah, el Irgún y la banda Stern, tenían por fuerza que convocar sus gemelos históricos, la O.L.P., los Fedayin, el Septiembre Negro.

»La intención sexual de Bernstein se interponía entre esa terrible verdad y mi conciencia de las cosas. Ese vacío fue ocupado por otro: tu ausencia. Entonces vino la guerra del Yom Kippur y mi mundo y sus razones se hicieron pedazos. No de manera abrupta; a mí todo me sucede gradualmente. Una noche Bernstein fue particularmente agresivo en su requerímiento amoroso y como yo me mantuve fría y tranquila, él se avergonzó primero y luego redobló la agresividad de sus argumentos políticos. Habló como un loco sobre los territorios ocupados en 73 y dijo que jamás los abandonaríamos. Ni una pulgada, dijo. Habló del Gush Emonim que él contribuyó a fundar y a financiar para instalarnos de manera irreversible en los territorios ocupados y borrar hasta la última huella de la cultura árabe. Yo entendí que hablaba de todo esto como le hubiese gustado hablar de mí, yo su territorio ocupado, y el Gush Emonim la virilidad misma de Bernstein. Cuando me atreví a decirle que no era territorio lo que nos faltaba, porque ya teníamos algo más que territorio, teníamos nuestro ejemplo de trabajo y dignidad para defendernos y convencer, me volvió a hablar de la seguridad, los territorios eran indispensables para nuestra seguridad. Recordé los discursos de Hitler. Primero la Renania, luego Austria, los Sudetes, el corredor polaco. Al cabo, el mundo. Un mundo, Europa o el Medio Oriente, el espacio vital, la seguridad de las fronteras, el destino superior de un pueblo. ¿No entiendes esto, tú que eres mexicano?

»Decidí pedir mi traslado de Tel Aviv a una de las escuelas de los territorios ocupados. Me fue concedido porque calcularon que sería una muy eficaz enseñante de nuestros valores.

»Ahora debo evitar muchos nombres de gentes y lugares para eludir represalias. En la pequeña escuela donde fui a trabajar conocí a un muchacho palestino, maestro como yo, más joven que yo. Vivía solo con su madre, una mujer de poco más de cuarenta años. Lo llamaré Jamil. El hecho de que diera clases en árabe a los niños palestinos era una prueba de la bondad de la ocupación. Los extremistas como Bernstein no habían logrado imponer sus puntos de vista. Pero pronto supe que para Jamil la escuela era una trinchera. Lo sorprendí un día dando clase con los textos expurgados que antes se usaban en las escuelas árabes, textos llenos de odio contra Israel. Le hice notar que estaba promoviendo el odio. Me dijo que no era cierto. Había copiado a mano los viejos textos, pero sólo para que permaneciera todo lo que, junto con el odio a Israel, habían eliminado nuestras autoridades: la existencia de una identidad y una cultura palestinas, la existencia de un pueblo que exigía una patria, igual que nosotros. Leí el texto copiado por la mano de Jamil. Era cierto. Este muchacho buscaba lo mismo que yo, mantener vivas las dos culturas. Sólo que hasta ese momento yo me había reservado esa virtud, no la había extendido a ellos.

»Jamil me dijo que seguramente lo delataría pero que no me preocupara. Pertenecíamos a campos diferentes y quizás él haría lo mismo en mi lugar. En ese instante me di cuenta de que nos habíamos combatido tanto tiempo que ya no nos reconocíamos. No dije nada. Jamil siguió enseñando con sus cuadernos copiados a mano. Nos hicimos amigos. Una tarde caminamos hasta una colina. Allí, Jamil me preguntó: "¿Cuántos pueden pararse aquí como tú y yo, mirar esta tierra y decir es mi país?" Esa noche nos acostamos juntos. Con Jamil desaparecieron todas las fronteras de mi vida. Dejé de ser una niña alemana judía perseguida, pasada por el exilio en México e integrada después al estado de Israel. Me convertí, con Jamil, en una ciudadana de la tierra que pisaba, de todas sus contradicciones, sus combates y sus sueños, sus cosechas pródigas y sus frutos amargos. Vi a Palestina como lo que era, una tierra que sólo podía ser de todos, nunca de nadie o de unos cuantos…»

Terminó la primera cara del disco y Félix automáticamente lo volteó y colocó la aguja sobre la segunda.

22

«Un día, Jamil desapareció. Su madre y yo pasamos semanas sin saber de él. Entendí a esa mujer apegada a una vida simple, feudal, tradicionalista, y me pregunté si sus valores eran los del atraso y los nuestros los del progreso. Viajé a Jerusalén y agoté los recursos oficiales. No sé si me hice desde sospechosa; alegué simplemente que el muchacho era mi colega en la escuela y me extrañaba su desaparición. Nadie | sabía nada. Jamil se había esfumado. Contacté a una abogada judía comunista, la llamaré Beata. Era la única que se atrevería a ir al fondo del asunto. Entiende mis contradicciones angustiosas, Félix. Me repugna el comunismo, pero aquí sólo una comunista tenía el valor de exponerse por mí y por Jamil en nombre de la justicia. Temía una injusticia cometida contra mi amante, pero en Israel contaba con los medios para desafiarla por la vía legal. No sé si esto sería posible en los países árabes.

»Dejé todo en manos de Beata y regresé al pueblo donde enseñaba. Ahora la madre de Jamil había desaparecido. Regresó unos días después, incapaz de llorar. Creí que Jamil había muerto. Los ojos secos de la madre eran más tristes que cualquier llanto. Me dijo que no. No quiso decir más. Horas más tarde Beata me comunicó que Jamil era prisionero. Se le acusaba de ser terrorista. Estaba encarcelado en un lugar llamado la Moscobiya en Jerusalén, la antigua posada de los peregrinos rusos ortodoxos convertida en prisión militar. Mis preguntas a la madre de Jamil quedaron sin respuesta; sólo vi que la mujer ya no sabía llorar. Temblaba mucho y cayó con fiebre. Traje a un doctor; no quiso recibirlo; la obligué. Se defendió como animal acorralado contra la auscultación médica. Luego el doctor me dijo que tenía destrozada la vagina, le habían introducido un objeto duro y ancho, seguramente un palo.

»Dos días después, Beata me pidió que fuera a Jerusalén y me condujo a un hospital militar. Jamil estaba encamado. Tenía una cara vieja. Recordé los ojos alegres de Israel. Ahora miré los ojos tristes de Palestina. Esos ojos me miraron y no me reconocieron. Lloré y la abogada me dijo que Jamil había sido condenado a dos años de prisión. Me mostró copia de 1a confesión firmada por mi amante, donde se declaraba culpable de actos de terrorismo. Beata dijo que agotaría los recursos para demostrar que la confesión había sido arrancada por la tortura. Regresé a nuestro pueblo. Al año, dejaron libre a Jamil. Llegó en un camión de la Cruz Roja. Los primeros días no habló. Luego me contó poco a poco lo que pasó.

»Lo apresaron cuando regresaba de la escuela y le vendaron los ojos. Perdió todo sentido de la orientación. Varias horas después lo bajaron en un lugar cerca del cual pasaba mucho tránsito, una ciudad o una carretera. Le condujeron a un lugar donde le pidieron que confesara. Se negó. Lo golpearon brutalmente, le arrancaron mechones de pelo con la mano y lo obligaron a tragárselos. Luego le pusieron una capucha en la cabeza con dos hoyos de aire y lo llevaron en un transporte a otro sitio. Allí lo metieron en cuatro patas en una perrera. Escuchó los ladridos pero los perros nunca lo atacaron. Al día siguiente volvieron a pedirle la confesión. Como se negó, lo encerraron en un closet de cemento donde no podía recostarse ni estar de pie. Allí duró varios días. A veces lo sacaban para apretarle por atrás los testículos y luego volvía al closet. Después, lo sacaron y le quitaron el capuchón. Su madre estaba frente a él. Decidió no reconocerla para no comprometerla. Pero ella se soltó llorando y le dijo que ya no se preocupara, ella era la culpable, ella ayudaba a los terroristas, no él, ella ya había confesado. Entonces Jamil dijo que no, él era el único culpable. Lo golpearon enfrente de la madre y luego fue al hospital. Allí lo visité, pero entonces él ya había decidido no reconocer o recordar a las gentes que amaba. Pasó el año de detención en la cárcel de Sarafand. Beata logró que le redujeran la sentencia, pero un guardia le dijo que lo soltaban para que regresara a su pueblo y sirviera de escarmiento a los rebeldes como él. Beata dijo que ésta era una práctica establecida para los territorios ocupados; se escogía a una sola persona y a su familia para que su experiencia desmoralizara a los demás.

»Jamil me pidió que me alejara. Temía por mí. Yo acepté su necesidad de estar solo con su madre. Antes que nada, debía rehacer su relación con ella. Entendí que había allí algo insondable para mí y que pertenece al mundo palestino del honor. Desde esas profundidades Jamil debía aprender, en seguida, a recordarme de nuevo. Fui a Jerusalén y esperé el viaje anual de Bernstein. No le dije lo que sabía. Entiéndeme, por favor. Me hice su amante para saber más, es cierto, para derrumbar el muro de su vanidad patética y oír su voz desnuda. Insinué el problema de las torturas. Me dijo tranquilamente que eso era necesario en un combate de vida o muerte como el nuestro. ¿Sabía yo algo de las cárceles en Siria o Iraq? Le pregunté si nosotros, las víctimas del nazismo, podíamos repetir los horrores de nuestros verdugos. Me contestó que la debilidad de Israel no era comparable a la fuerza de Alemania. No me dio tiempo de contestarle que la debilidad de los palestinos no es tampoco comparable a la fuerza de los israelitas. Estaba muy ocupado explicándome en detalle que costaba mucho dinero impedir que se investigaran estas acusaciones; él lo sabía bien, porque era una de sus tareas en el extranjero.

»Pero miento, Félix. Me acosté con Bernstein para cumplir el ciclo de mi propia penitencia, para purgar en mi propio cuerpo de mujer la razón pervertida de nuestra venganza contra el nazismo: el sufrimiento nuestro, impuesto ahora a seres más débiles que nosotros. Buscamos un lugar donde ser amos y no esclavos. Pero sólo es amo de sí mismo quien no tiene esclavos. No supimos ser amos sin nuevos esclavos. Acabamos por ser verdugos a fin de no ser víctimas. Encontramos a nuestras propias víctimas para dejar de serlo. Me hundí con Bernstein en el tiempo sin fechas del sufrimiento. Lo que nos une a judíos y palestinos es el dolor, no la violencia. Cada uno mira al otro sin reconocer más que su propio sufrimiento en los ojos del enemigo. Para poder rechazar ese sufrimiento ajeno que es sin embargo gemelo del nuestro, sólo tenemos el recurso de la violencia. No miento, Félix. Me acosté con Bernstein para que tú lo odiaras tanto como yo. Jamil y yo somos aliados de la civilización que no muere; Bernstein es agente de los poderes pasajeros. Y porque se sabe pasajero, el poder siempre es cruel. Bernstein sabe que ésta es la venganza anticipada del poder contra la civilización. Él me obligó a añadir nuevos nombres a la geografía del terror. Di Dachau, Treblinka y Bergen-Belsen sólo si puedes decir Moscobiya, Ramallah y Sarafand. Puedes dudar de toda la historia de nuestro siglo, menos de la universalidad de su terror. Nadie escapa a este estigma, ni los franceses en Argelia, ni los norteamericanos en Vietnam, ni los mexicanos en Tlatelolco, ni los chilenos en Dawson, ni los soviéticos en su inmenso Gulag. Nadie. ¿Por qué íbamos a ser distintos los judíos? El pasaporte de la historia moderna sólo acepta un visado, el del terror. No importa. Regreso a mi verdadera tierra a luchar con Jamil contra la injusticia que un pueblo le impone a otro. Es la misma razón que me llevó a Israel hace doce años. Sólo así puedo ser fiel a la muerte de mis padres en Auschwitz.

»No quería partir sin despedirme de ti. Te pondré este disco en el correo del aeropuerto.»

23

El disco continuó girando. Al cabo, agotada, la aguja se retrajo abruptamente, rayándolo como un cuchillo sobre una cacerola. Félix rescató el mensaje de Sara Klein y lo guardó en la funda nueva donde los ojos de Satchmo eran dos moras alegres.

Lo detuvo largo rato entre las manos, delicadamente, parecido a una corona sin cabeza sobre la cual posarse. Luego se levantó y lo guardó en la maleta. No debía dejar rastro alguno; mientras menos pruebas quedaran en este caso, mejor. Se dirigió hacia el teléfono, marque cero para comunicaciones directas, uno si necesita el auxilio de la operadora, evocando las frases que iba a pronunciar. Se dijo una de ellas, se la aplicó a sí mismo, mi memoria tiene algunos derechos y recordó con un sobresalto doloroso que esa misma mañana Sara Klein fue incinerada. Quizá su obligación, profesional pero sobre todo personal, era estar allí. Sin embargo, la fatiga lo venció y se quedó dormido en el apartamento de la calle de Génova. Quiso olvidar, renunció a los derechos de su memoria, ya nadie podía pedirle cuentas sino a Félix Maldonado, se dijo mientras marcó un número en el teléfono.

Cuando oyó que la comunicación se había establecido y que yo esperaba en silencio en la línea, dijo:

When shall we two meet again?

When the battle's lost and won -le contesté-. news?7

Good news -respondió Félix con la voz quebrada.

– Ha, ha! -reí-. Where?8

In Genoa9 -murmuró Félix-. I pray you, which is the way to Master Jew's? 10

He hath a third in México, and other ventures he hath.11

Why doth the Jew pause?12 -preguntó Félix mirando hacia la valija que guardaba el mensaje hablado de Sara Klein,

Hurt with the same weapons, heded by the same means13 -le respondí.

Félix hizo una pausa y le pregunté:

What has been done with the dead body 14

Compunded it with dust, whereto 'tis kin15 -dijo violentamente Félix, se calmó y me preguntó con el tono neutro que convenimos-. What news? I have some rights of memory.16

– Go merrily to London17 -le aconsejé-. Within the hour they will be at your aid.18

Félix pescó de reojo al gemelo de su imagen en las ventanas opacas cerradas sobre el bullicio de la calle de Génova.

Lord, I am much changed.19

A sailor's wife had chestnuts in her lap.20 To Aleppo gone, Master o'the Tiger21 -dije y colgué.


7. ¿Buenas nuevas? Mercader de Venecia, iii, 1, 14.

8. Ja, ja. ¿Dónde? Ibíd.

9. En Génova. Ibíd.

10. Te ruego, ¿cuál es la ruta hacia el Maestro Judío? Ibíd., i, 2, 19.

11. Posee un tercio en México, mas tiene otras empresas. Ibíd., i, 2, 19.

12. ¿Por qué se demora el Judío? Ibíd.

13. Herido con las mismas armas, se cura con los mismos medíos. Ibíd., iii, 1, 65.

14. ¿Qué han hecho del cadáver? Hamlet, iv, 1, 5.

15. Confundido con el polvo, del cual es semejante. Ibíd., iv, 2, 6.

16. ¿Qué noticias? Tengo algunos derechos a la memoria. Ibíd., v, 2, 404.

17. Ve alegremente a Londres. 1.a parte de Enrique IV, ii, 2, 61.

18. Dentro de la hora acudirán en tu auxilio. 1.a parte de Enrique VI, i, 1, 143.

19. Señor, estoy muy cambiado. Mercader de Venecia, ii, 2, 109.

20. La mujer del marinero tiene castañas en el regazo. Macbeth, i, 3, 4.

21. A Aleppo se fue, el capitán del Tigre. Ibíd., i, 3, 9.


Félix escuchó un momento el zumbido muerto de la bocina y también colgó. Sin Solución de continuidad, oyó un timbre y dudó entre el teléfono y la puerta. Descolgó de nuevo la bocina y el paso de abejorros lejanos se repitió: Volvió a colgar. El timbre de la puerta repiqueteó sordo e insistente. Fue a abrir y encontró, al mirar ligeramente hacia abajo, la corta estatura de Simón Ayub con un bulto envuelto en papel periódico bajo el brazo y una llave de hotel en la mano.

– Tranquilo, mano -dijo rápidamente Ayub-, vengo en son de paz. La prueba: tengo la llave de tu cuarto en la mano pero toqué el timbre.

– Luego se ve que tu patrón te está educando.

– Diles que sean más cuidadosos en la recepción. Cualquiera puede entrar así. Basta pedir la llave y te la dan.

– Es un hotel de amantes ilícitos y turistas pendejos, ¿no sabías?

– De todos modos, debían ser más estrictos. Así ni chiste tiene.

Intentó mirar por encima del hombro de Félix, husmeando el ambiente pero invadiéndolo con su acento de clavo,

– ¿Puedo pasar?

Félix se apartó y Simón Ayub entró con esos andares de güerito conquistador que tanto le disgustaron desde que el siriolibanés lo fue a ver al despacho de la Secretaría de Fomento Industrial.

– De una vez te ahorro las preguntas inútiles -dijo Ayub columpiándose sobre los tacones cubanos que lo alturizaban, sin mirar a Félix. Tres contra uno que vendrías aquí y nueve contra diez que ocuparías este apartamento. ¿Correcto?

– Correcto -dijo Félix-. Pero no son ésas mis preguntas.

– ¿Ah, sí? -dijo con displicencia Ayub, escudriñando con la mirada los cuatro costados del apartamento.

– ¿Por qué no salió nada sobre el atentado en los periódicos?, ¿qué sucedió realmente?, ¿quién murió en mi nombre y con mi nombre?, ¿por qué fue necesario matar a otro?, ¿por qué no me capturaron y me mataron a mí?, ¿por qué tuve que escapar del hospital si eso es lo que ustedes querían?, ¿a quién sirven tú y tu patrón?

– Está bonito el lugar -sonrió Ayub, sin hacer caso de las preguntas de Félix-. ¡Las cosas que pasan en estos lugares!

– Seguro -dijo Félix acercándose con paso felino a Ayub-, ¿quién mató a Sara Klein?

– Aquí sólo vienen turistas o parejas de amantes -siguió sonriendo Ayub, permitiéndose los excesos a los que lo autorizaba ser chaparro, blanquito y bonito.

– ¿A qué vienes tú?

– No es la primera vez que vengo -dijo Ayub con su airecillo de suficiencia y Félix lo agarró de la solapa.

Ayub le acarició la mano.

– ¿Ya vamos sanando? ¿Te mando a Lichita a curarte, cuate?

– Recuerda que con una sola mano te di el descontón, enano -dijo Félix sin soltar la solapa del siriolibanés.

– No olvido nada -dijo Ayub con un rencor nublado y repentino en los ojos-, pero prefiero recordártelo en otra ocasión. Ahora no.

Retiró suavemente la mano de Félix y la sonrisa de auto-complacencia regresó a sus labios.

– Ya van dos solapas que me estropean, una el D. G. con su cigarro el otro día y ahora tú con tu manubrio. Así no me alcanza para los tacuches, de plano.

– ¿Quién te viste? ¿La Lockheed? -dijo Félix mirando el traje brillante, color avión, de Ayub.

– Ya estuvo suave, ¿no? -sonrió Ayub alisándose las solapas-. Mira nomás qué manera de recibir a un amigo. Sobre todo a un amigo que te trae un regalo.

Le ofreció a Félix el bulto envuelto en papel periódico. Félix lo recibió con desgano irremediable.

– Okey, ya estuvo bien de payasadas. ¿Qué quieres, Ayub? La soba que me prometiste va a estar difícil, a menos que traigas una patrulla de gorilas contigo. A las patadas te hago mierda.

– ¿No abres mi regalo? -sonrió Ayub como si secretamente pensara que no había mejor regalo que su presencia-. Palabra que no es una bomba -rió en seguida, rió mucho.

– Dime qué es, entonces.

– Ábrelo con cuidado, cuate. Son las cenizas de Sara Klein. No se vayan a volar.

Félix no le volteó a Ayub la bofetada que estuvo a punto de darle porque de la mirada del hombrecito oloroso a clavo y vestido de DC4 había huido toda burla suficiente, toda agresión, toda complacencia. Su actitud de gallo la negaba, pero sus ojos brillaron con una ternura que apaciguaba uno como dolor, una como vergüenza.

– Tú te ocupaste del cadáver de Sara Klein -dijo Félix con el bulto entre las manos.

– Los de la Embajada se desentendieron de ella.

– Era ciudadana del estado de Israel.

– Dijeron que allá no tenía parientes y que había vivido más tiempo aquí que allá.

– Tú no eres su pariente.

– Bastó decir que era su amigo y me ocuparía de todo para que me la soltaran. Esa mujer era como una papa caliente en manos de los israelitas, eso luego se veía. Cogieron la oportunidad al vuelo.

– Bernstein era su amante. A él le correspondía.

– El doctor está, ¿cómo se dice?, incapacitado.

– ¿Bernstein mató a Sara Klein?

– ¿Tú qué crees?

Se miraron en un duelo inútil; cada uno luchaba con dos armas parejas, la incredulidad y la certeza que se anulaban entre sí.

– Tú nomás acuérdate -dijo Ayub -que el doctor tiene fines más altos en esta vida que el amor de una vieja, por muy cuero que haya sido.

Ayub dio tres pasos hacia atrás, extendiendo las palmas abiertas.

– Calmantes montes, mi licenciado. Las cosas como son. Cuidado, que no se te caiga el paquete; se rompe la urna y luego vamos a tener que barrer juntos…

– Hijo de tu chingada -dijo Félix sin soltar el paquete-, la viste desnuda, la tocaste con tus cochinas manitas de puerco manicurado.

Ayub se quedó callado un segundo, rechazando el insulto, mirándose la mano con los anillos de topacio y cimitarras labradas.

– Sara Klein era la mujer de mi primo, un maestro de escuela en los territorios ocupados -dijo con simplicidad Ayub, desnudo de todas sus actitudes acostumbradas-. No sé si ella te contó esa historia. Quizá no tuvo tiempo. Sé que tú también la querías. Por eso te traje las cenizas a ti.

Le dio la espalda a Félix y se dirigió a la puerta con su paso recuperado de conquistador muy salsa. Se volteó a mirar a Félix cuando la abrió.

– Mucho cuidado, mi licenciadito. La próxima vez nos vamos a ver gacho de nuevo, te lo juro. Ni creas que me olvido del descontón que me diste. Te la tengo jurada, palabra. Ahora más que nunca.

Salió cerrando la puerta detrás de sí.

24

Entró a las ocho de la noche al café de la calle de Londres. El lugar trataba de imitar un pub inglés con barra de madera y bancas de cuero, pero la luz neón lo desfiguraba todo y los espejos biselados se comunicaban destellos de astro muerto.

Se acercó a la barra chapeada de cobre y pidió una cerveza. Miró a su alrededor. Al cabo, agradeció la espantosa luz neón que le permitía ver a los clientes y quizá por eso la instalaron, para que este café no se convirtiera en guarida de parejitas cachondas.

No tardó en divisarlos. El muchacho con los anchos pantalones azules y la playera a rayas anchas, azules y blancas, y una gran ancla bordada sobre el pecho. A la muchacha con el corte de pelo de borrego, negro, corto y rizado, la reconoció en seguida. El problema era que lo reconocieran a él. Se acercó a ellos con el vaso de cerveza en la mano. La muchacha pelaba lentamente las castañas que descansaban en el regazo de la minifalda. Las cáscaras se le quedaban prendidas a las medias caladas. Le ofrecía castañas con la mano al muchacho y se las ponía en la boca.

– Agosto no es época de castañas -dijo Félix.

– Mi amiguito el marinero me las trajo de muy lejos -dijo la muchacha sin levantar la mirada, empeñada en pelar las castañas.

– ¿Me permiten? -dijo Félix, al tomar asiento con ellos.

– Hazte a un lado, Emiliano -dijo la muchacha-, estas banquitas son de a tiro estrechas.

– Es que estás muy bien dada -dijo el muchacho con la boca llena de castañas-, las inglesas han de ser de nalga flaca, aunque dicen que muy alegres.

– Tú has de saber -dijo Félix-, una muchacha en cada puerto.

– No -ronroneó la muchacha acariciando el cuello de su compañero-, es mi peoresnada.

– Cabemos bien -dijo Félix-, mejor que en el taxi. ¿No recuperaste tus libros, Emiliano?

– La mera verdad, soy estudiante fósil. Me eternizo en la Prepa. ¿Verdad, Rosita?

La muchacha de cabecita rizada asintió, sonriendo.

– ¿No gustas una castaña? -le dijo a Félix, ofreciéndosela con la mano.

– Necesito saber de dónde te llegaron -dijo Félix.

– Ya te dije, me las trajo Emiliano.

– ¿De dónde llegaron? -insistió Félix.

– De muy lejos -levantó las cejas Emiliano-. Yo lo que necesito saber es en qué barco llegaron, y quién venía al timón.

– Llegaron en un barco llamado el Tigre y el capitán venía al timón -dijo Félix.

– Aja -masculló Emiliano-. El capitán te manda decir que te estés muy cool y que las castañas vienen de muy lejos, de un lugar llamado Aleppo.

– ¿No hemos viajado juntos también ustedes y yo?

– Segurolas -dijo Emiliano.

– ¿Quiénes viajaban en nuestro barco? -preguntó Félix.

– Uy, venía retacado -dijo Emiliano-. Un chofer, dos monjas, una enfermera, nosotros dos, una placera con una canasta llena de pollos y uno con cara de licenciado, clavado.

Rosita se sacudió las cascaras de castaña del regazo y los tres se miraron entre sí.

– ¿Quién mató a Sara Klein? -preguntó Félix sin mirar a la pareja.

– Los cuícos no han dado con la pista -contestó Emiliano, bajando apenas el tono de la voz.

– El crimen tuvo lugar entre la medianoche y la una de la mañana -dijo Félix-. A esa hora es fácil controlar las salidas y entradas de un lugar como las suites de Génova.

– Dile, Emiliano, no ves que la quería -dijo Rosita con los ojos brillantes.

– Rosita, dedícate a tus castañas y toma nota, pero no hables más.

– Como tú digas, bellezo -sonrió Rosita y le dijo a Félix con cara de tonta-: es mi galán. Nos queremos mucho. Por eso te entiendo. A ti esa vieja que mataron te traía por el callejón de la amargura, ¿no es cierto?

Emiliano pellizcó el muslo descubierto de Rosita.

– ¡Ay!

– Que te saques las cáscaras de las medias. Luego me andas pinchando en la cama. Siempre se te quedan cosas colgando de esas pinches medias.

– ¿Pues para qué me pides que me las deje puestas cuando nos acostamos? -mugió Rosita y se quedó quieta.

– ¿Qué me ibas a decir? -insistió Félix.

– Que el portero jura que no entró ni salió nadie sospechoso, nomás los clientes registrados.

– ¿Es de fiar?

– No ha sido más que portero toda su vida. Se ve bien menso. Lleva nueve años trabajando allí sin quejas.

– La antigüedad y la estupidez son sobornables. Investiguen.

– Seguro. El portero dice que nadie preguntó por la señorita Klein y nadie le mandó mensajes, ni paquetes, ni nada.

– Y en la calle; ¿no pasó nada?

– Lo de siempre en la Zona Rosa. Un grupito de júniores bien pedos se detuvo enfrente con un convertible y tres mariachis. Cantaron una serenata, dizque para una gringuita que no quería irse de México sin que le llevaran gallo, pero la poli los hizo rodar rápido. Y una monja llegó a pedirle al portero lo que fuera su voluntad para unas obras de caridad. Esto es lo único que le pareció raro, una monja suelta a las doce de la noche. No le dio nada y la monja se fue.

– ¿Cómo sabe que era monja?

– Tú sabes, el peinadito de chongo, cero maquillaje, vestido negro hasta el tobillo, rosario entre las manos. Lo de siempre.

– ¿Coincidieron los de la serenata y las monjas?

– Ah, eso sí no sé.

– Averigua y dile al del timón.

– Simón.

– ¿Están seguros de que en ningún momento Bernstein entró a las suites, ni estaba hospedado allí desde antes?

– ¿El maestro? Qué va. Estaba hospitalizado de un balazo que le dieron en el hombro. Esa noche estaba en el Hospital Inglés y de allí no se movió.

– ¿Dónde está ahora Bernstein?

– Eso sí lo sabemos. En Coatzacoalcos, Hotel Tropicana.

– ¿A qué fue?

– Pues a eso, a recuperarse del balazo que le dieron.

– ¿Por qué no salió nada?

– ¿Nada de qué?

– Del balazo de Bernstein.

– ¿Por qué iba a salir algo y dónde?

– En los periódicos. Lo balacearon en Palacio.

– No. Fue un accidente en su casa. No tenía por qué salir nada en los periódicos. Dijo que se accidentó limpiando una pistola. Así dice el acta de ingreso al Hospital.

– ¿No fue en Palacio, durante la entrega de premios? ¿No hubo un atentado contra el Presidente?

Emiliano y Rosita se miraron entre sí y el muchacho alargó la mano y se bebió de un golpe la cerveza de Félix. Lo miró desconcertado.

– Perdón. Es que de a tiro me dejaste… ¿Qué qué?

– Se supone que hubo un atentado en Palacio contra el Presidente -dijo con paciencia Félix, y Bernstein fue herido por equivocación…

– Jijos mano, ¿así de a feo te las truenas? -dijo Rosita.

– Cállate -dijo Emiliano. Eso no es cierto. ¿Por qué lo dices?

– Porque se supone que yo disparé el tiro -dijo Félix con frío en la nuca.

– De eso no sabemos nada -dijo Emiliano con una punta de miedo en los ojos-. Ni salió nada en los periódicos ni el capitán tiene noticias.

Félix tomó la mano del muchacho y la apretó.

– ¿Qué pasó en Palacio? Yo estuve allí…

– Cool, maestro, manténgase cool, son las instrucciones… ¿Estuviste y no te acuerdas, qué pasó?

– No. Cuéntenle al capitán lo que les digo. Es importante que lo sepa. Díganle que una mitad sabe y dice cosas que la otra mitad ignora, y al revés.

– Todos cuentan mentiras en este asunto. Eso lo sabe el capi.

– Así es -dijo con más calma Félix-. Díganle que averigüe dos cosas más. Si no las sé me voy a perder.

– Ni te emociones; para eso estamos Rosita y yo.

– Primero, quién fue encarcelado con mi nombre en el Campo Militar Número Uno el diez de agosto y fusilado esa misma noche mientras trataba de huir. Segundo, quién está enterrado con mi nombre en el Panteón Jardín. Ah, y el número de placas del convertible de la serenata.

– Okey. Dice el capi que no dejes pistas y te estés muy cool y dice sobre todo que te entiende pero que no dejes que tus sentimientos personales se metan en todo esto. Así dijo.

– Recuérdale que me dejó libertad para actuar como yo lo entienda mejor.

– Con comas y todo se lo digo.

– Dile que no confunda nada de lo que hago con motivos personales ni venganzas.

Emiliano sonrió muy satisfecho:

– El capi dice que todos los caminos conducen a Roma. Uno se culturiza con él.

– Adiós.

– Ahí nos vidrios.

– Cuídate -dijo Rosita con ojos de borreguito negro. A ver cuándo nos invitas a pasear en taxi otra vez. Me gustó sentarme en tus rodillas.

– A mí también me gustó acariciarle las corvas a la enfermerita -dijo con saña Emiliano.

– Cómo serás tirano Emiliano -gimió Rosita.

– No, si nomás digo que donde caben tres caben cuatro, gorda.

– Ay, qué recio nos llevamos esta noche -rió Rosita y tarareó el bolero Perfidia.

Ni voltearon a mirar a Félix cuando se levantó y al salir del pub balín todavía los vio disputándose entre bromas, aliándose puyas, anónimos como dos novios comunes y corrientes. Se dijo que el bravo Timón se rodeaba de ayudantes singulares.

Pasó al dispensario de la Cruz Roja en la Avenida Chapultepec para que le revisaran la cara. Le dijeron que iba cicatrizando bien y sólo necesitaba una pomada, se la untaron y que se la siguiera untando varios días, ¿quién le hizo semejante carnicería?

Compró la pomada en una farmacia y regresó a las suites de la calle de Génova. Iban a dar las once y los jóvenes y aceitosos empleados ya se habían ido. Le abrió el portero, un indio viejo con cara de sonámbulo vestido con un traje azul marino brillante de uso.

Las ventanas de su apartamento estaban abiertas de par en par y la cama preparada para dormir, con un chocolatito sobre la almohada. Abrió la maleta. El paquete con las cenizas seguía allí, pero el disco con Satchmo en la portada había desaparecido.

25

Aterrizó en el aeropuerto de Coatzacoalcos a las cuatro de la tarde. Desde el aire, vio la extensión de la refinería de Petróleos Mexicanos en Minatitlán, el golfo borrascoso al fondo, la ciudadela industrial tierra adentro, un alcázar moderno de torres, tubos y cúpulas como juguetes de papel plateado brillando bajo el sol haíto de tormenta y luego el puerto sofocado donde las vías férreas se prolongaban hasta los muelles y los buquetanques largos, negros y de cubiertas desnudas.

Al descender del avión, respiró el calor húmedo cargado de aromas de laurel y vainilla. Se quitó el saco y tomó un taxi desvencijado. Una rápida visión de bosques de cocoteros, cebús pastando en llanos color ladrillo y el Golfo de México preparando su agitación vespertina fue vencida por la de una ciudad portuaria chata, de edificios feos con los vidrios rotos por los huracanes, anuncios luminosos sucios y apagados a esta hora, todo un mundo del consumo instalado en el trópico, supermercados, tiendas de televisores y refacciones, y enfrente el eterno mundo mexicano de tacos, cerdos, moscas y niños desnudos en muda contemplación.

El taxi se detuvo frente a un mercado. Félix lo vio todo en rojo, los largos cadáveres de reses sangrientas colgando de los garfios, los racimos de plátanos incendiados, los equípales de cuero rojo, maloliente a bestia recién sacrificada y los machetes de plata negra, lavada de sangre y hambrienta de sangre. El chofer cargó la maleta hasta la entrada de un palacio rococó de principios de siglo con tres pisos; el más alto estaba arruinado por el fuego y convertido espontáneamente en palomar cucurrucante.

– Le cayó un rayo -dijo el chofer.

Más alto, volaban en grandes círculos los zopilotes.

El título luminoso del Hotel Tropicana salía como un dedo llagado de la fachada de estucos esculpidos, ángeles nalgones y cornucopias frutales pintados de blanco pero devorados de negro por el liquen y el trabajo incesante del aire, el mar y el humo de la refinería y el puerto. Se registró como Diego Silva y siguió al empleado cambujo vestido con camisa blanca y pantalones negros lustrosos por un patio cubierto de altos emplomados de colores que tamizaban la luz caliente. Muchos vidrios estaban rotos y no habían sido reparados; grandes cuadros de sol jugaban a instalarse con precisión en el piso de ajedrez, mármol blanco y negro.

Al llegar al cuarto, el empleado abrió con una llave el candado que lo cerraba y puso a funcionar el ventilador de aspas de madera que colgaba como un buitre más del techo. Félix le dio diez pesos y el cambujo salió mostrando los dientes de oro. Un aviso colgaba sobre la cama de bronce y mosquitero,


SU RECÁMARA VENCE A LA 1 P.M.

YOUR ROOM WINS AT ONE P.M.

VOTRE CHAMBRE EST VAINCU A 13 HRS .

Félix pidió por teléfono la recámara del doctor Bernstein. El cuarto número 9, le dijeron, pero estaba fuera y no regresaría antes de la puesta del sol. Colgó, se quitó los zapatos y cayó sobre la cama crujiente. Se fue durmiendo poco a poco, tranquilo, arrullado por la dulzura novedosa con la que el trópico recibe a sus visitantes antes de mostrar las uñas de su desesperación inmóvil. Pero ahora se sintió liberado del peso de la ciudad de México cada vez más fea, estrangulada en su gigantismo mussoliniano, encerrada en sus opciones inhumanas: el mármol o el polvo, el encierro aséptico o la intemperie gangrenosa. Tarareó canciones populares y se le ocurrió, adormilado, que existen canciones de amor para todas las grandes ciudades del mundo, para Roma, Madrid, Berlín, Nueva York, San Francisco, Buenos Aires, Río, París; ninguna canción de amor para la ciudad de México, se fue durmiendo.

Despertó en la oscuridad con un sobresalto; la pesadilla se cerró donde el sueño se inició: una pena muda, un alarido de rabia, esa era la canción del D.F. y nadie podía cantarla, Se incorporó con terror; no sabía dónde estaba, si en su recámara con Ruth, en el hospital con Licha, en las suites de Génova con el cadáver de Sara; palpó la almohada con delirio e imaginó la presencia junto a él, esta noche cachonda, del cuerpo desnudo de Mary Benjamín, sus pezones parados, su vello negro y húmedo, sus olores de judía insatisfecha y sensual, la había olvidado y sólo una pesadilla se la devolvía, la cita galante en el hotelito junto al restaurante Arroyo se frustró, la muy cabrona llamó a Ruth.

Se levantó bañado en sudor y caminó atarantado al baño, se dio una ducha helada y se vistió rápidamente con ropa inapropiada para el calor, calcetines, zapatos, pantalón de meseta y sólo una camisa. Se miró a sí mismo con atención en el espejo: el bigote crecía rápidamente, el pelo de la cabeza con más lentitud, los párpados estaban menos hinchados, las cicatrices visibles pero cerradas. Llamó al conmutador y le dijeron que el profesor había regresado. Sacó el paquete envuelto en papel periódico de la maleta. Salió del cuarto y caminó por el corredor de macetones de porcelana y vidrio incrustado hasta el número 9.

Tocó con los nudillos. La puerta se abrió y los ojos cegatones de Bernstein, nadando en el fondo de las espesas gafas sin marco, lo miraron sin sorpresa. Mantenía un brazo en cabestrillo. Con la otra mano lo invitó a entrar.

– Pasa, Félix. Te estaba esperando. Bienvenido a Marienbad en el Trópico.

26

Félix se tocó involuntariamente la cara. La mirada acuosa de Bernstein se volvió impermeable. El antiguo alumno sacudió la cabeza como para librarse de un nido de arañas. Entró a la recámara del profesor decidido a no caer en ninguna trampa y sin duda Bernstein traía en las bolsas de su saco de verano color mostaza, ligero pero abultado, más de una treta.

– Pasa Félix. ¿De qué te extrañas?

– ¿Me reconoce? -murmuró Maldonado.

Bernstein se detuvo con una sonrisa de ironía asombrada.

– ¿Por qué no te iba a reconocer? Te conozco desde hace veinte años, cinco en la Universidad, nuestros desayunos, nunca te he dejado de ver… o de querer. ¿Quieres un whisky? Con este calor, no se sube. Pasa, toma asiento, querido Félix. Qué gusto y qué sorpresa.

– ¿No acaba de decir que me estaba esperando? -dijo Félix al sentarse en un equipal rechinante.

– Siempre te espero y siempre me sorprendes -rió Bernstein mientras se dirigía a una mesita llena de botellas, vasos y cubitos de hielo nadando en un platón sopero.

Vació una porción de J amp;B en un vaso y le añadió agua de sifón y hielo:

– Desde que te conocí me dije, ese muchacho es muy inteligente y llegará muy lejos si no se deja llevar por su excesiva fantasía, si se vuelve más reservado y no anda metiéndose en lo que no le concierne…

– Hay algo que nos concierne a los dos -dijo Félix y le tendió el paquete al profesor.

Bernstein rió agitándose como un flan. En el trópico, sudando, parecía un gigantesco helado de vainilla a punto de derretirse.

– ¿No le perdonarás a un viejo que haya amado ridiculamente a una joven? Espero más de tu generosidad, dijo avanzando con el vaso de whisky destinado a Félix. -Tome-insistió Félix en ofrecer el paquete. Bernstein volvió a reír.

– No tengo más que una mano libre. Veo que tú también. Qué curiosa coincidencia, como dirían Ionesco y Alicia, ¿Qué vienes arrullando?

Bernstein detenía el vaso de escocés con su mano sana, nerviosa, el anular adornado por el anillote de piedra tan clara que parecía vidrio. Félix contestó sin hacer caso de las bufonadas de] profesor:

– Son las cenizas de Sara.

Era imposible que Bernstein, con su cara de helado de vainilla, palideciera. Pero lo logró. Dejó caer el vaso con el que jugueteaba. Se hizo añicos sobre el piso de mármol blanco y negro.

– Perdón -dijo Bernstein, súbitamente rojo, limpiándose con la mano el saco abultado. Félix temió que las artimañas que traía en los bolsillos se le desinflaran, aguadas.

– Me las entregó la única persona que se ocupó de Sara. Creyó que yo tenía derecho a ellas porque la quise -dijo sin emoción Félix-. Pero nunca la poseí. Prefiero dárselas a alguien que sí se acostó con ella. ¿Por lo menos esa obligación aceptará usted?

Bernstein le arrebató con la mano el paquete a Félix y lo apretó contra el pecho lastimosamente. Gruñó como un animal herido y lo arrojó sobre la cama. Se tambaleó y estuvo a punto de caer junto al paquete. Félix resistió el impulso de levantarse y detenerlo. El profesor controló la gravedad de su masa gelatinosa y fue a sentarse sobre un sillón de ratán.

Durante algunos segundos, sólo se escuchó el zumbido de las aspas del ventilador.

– ¿Crees que yo la maté? -dijo Bernstein con la voz espumosa.

– No creo nada. Dicen que estaba usted en el hospital cuando Sara fue asesinada.

– Es cierto. No la volví a ver después de la cena de los Rossetti. Le hice una escena de celos. Te advertí que no la volvieras a ver.

Dijo esto con la mirada puesta en la punta de sus zapatos tropicales de agujero.

– ¿Mi ausencia de la cena hubiera evitado su muerte? -preguntó Félix.

Bernstein levantó rápidamente la cabeza y miró a Félix con ojos de basilisco enfermo.

– ¿Tú la viste antes de morir?

– No. Pero me habló.

Bernstein se apoyó sobre el brazo del sillón que le sentaba como un trono.

– ¿Cuándo?

– Cuatro días después de su muerte.

– No juegues conmigo, Félix -dijo Bernstein modulando su infinito repertorio de tonos como sobre un teclado-, los dos la quisimos. Pero ella te quiso más a tí.

– Yo nunca la toqué.

– Es que tú nunca deberías tocar lo que no te corresponde. Hay sufrimientos que no te tocan para nada. Da gracias de ello.

– Sigo esperando el whisky que me ofreció.

Bernstein se incorporó penosamente y Félix añadió:

– Hay algo que sí me concierne. ¿Qué sucedió en Palacio la mañana de los premios?

– ¡Cómo! ¿Nadie te lo ha contado? Pero si es el chiste de todos los desayunos. ¿Dónde has estado la última semana?

– Encerrado en un hospital, con la cara vendada.

– ¿Ves?, las malas compañías -dijo Bernstein midiendo la porción de whisky con ojos miopes, entrecerrados-. Cuando el señor Presidente se acercó a ti, te desmayaste. Un black-out súbito -añadió al dejar caer, uno tras otro, tres cubos de hielo en el vaso-, algo sin importancia, una pequeña escena, un incidente. Te sacaron perdido entre ese gentío. El señor Presidente no se inmutó y siguió saludando. La ceremonia se desarrolló normalmente.

Bernstein suprimió una risa temblorosa y picara.

– Se hicieron muchas bromas. Un funcionario menor de la S.F.I. se desmayó nada más de ver al señor Presidente. Qué emoción. Desde Moctezuma no se veía nada igual.

– ¿Y usted se hirió solo, limpiando una pistola?

Bernstein le tendió el vaso a Félix con solemnidad:

– Alguien me disparó esa tarde en mi casa, cuando estaba solo. Mal tiro.

– Quizás no intentaba matarlo.

– Quizás.

– ¿Por qué? Es difícil fallar con un tipo de su corpulencia.

Bernstein no contestó. Se preparó su propio vaso de whisky y lo levantó, como si fuera a brindar.

– Por los metiches -dijo-, que el diablo les corte las narices.

Le dio la espalda a Félix. El sudor dibujaba un continente en su espalda.

– En tu recámara del Hilton tenías un expediente con todos mis datos.

– ¿Ustedes revolvieron mis archivos?

– No tiene importancia -contestó Bernstein siempre de espaldas a Félix-. Sé que conoces toda mi carrera. Pero esa información la poseen muchos. No es un secreto. Puedes repetirla como perico y no pasará nada.

– ¿Como en la escuela? -sonrió Félix-. Pero es que sí tiene importancia. Leopoldo Bernstein, nacido el 13 de noviembre de 1915 en Cracovia con todos los handicaps: polaco, judío e hijo de militantes obreros socialistas; emigrado a Rusia con sus padres después de la Revolución de Octubre, becado por el gobierno soviético para realizar estudios de economía en Praga pero encargado de establecer relaciones con universitarios checos y funcionarios del gobierno de Benes en vísperas de la guerra; cumple mal su encargo y en vez de seducir se deja seducir por los círculos sionistas de Praga; ante la inminencia del conflicto, se refugia en México después de Munich; autor de un panfleto contra el pacto Ribbentrop-Molotov; sus padres desaparecen y mueren en los campos estalinianos; la Unión Soviética lo juzga desertor; profesor de la escuela de economía de la Universidad de México, pide licencia y viaja por primera vez a Israel; combate en el Hagannah, el ejército secreto judío pero acaba considerándolo demasiado tibio y se une al grupo terrorista Irgún; participa en múltiples acciones de asesinato, represalias y voladuras de lugares civiles; regresa a México y obtiene la nacionalidad en el 52; a partir de entonces, es encargado de procurar fondos entre las comunidades judías de la América Latina y después de la guerra del 73 ayuda a fundar el Gush Emonim para oponerse a la devolución de los territorios ocupados…

– Puedes publicarlo en los periódicos -interrumpió Bernstein-, instalado de nuevo en su trono de ratán.

– ¿También puedo publicar que por celos mandó usted encarcelar y torturar a un profesor palestino, lo obligó a ver a su madre con el coño destruido y se lo devolvió hecho un guiñapo a Sara para vengarse de ella?

– No sé cómo te habló Sara después de muerta, pero veo que te habló-dijo Bernstein con ojos de celuloide.

– ¿Quién mató a Sara?

– Lo ignoro. Como pareces saberlo, también ella andaba en malas compañías.

– La embajada de Israel no quiso hacerse cargo del cadáver.

– Se había pasado al enemigo. No es motivo para matarla. Simplemente, ya no éramos responsables de ella.

– Pero entonces el otro bando tenía menos motivos aún para matarla.

– Ve tú a saber. Los conflictos internos de los palestinos no son una partida de tennis. Si te congracias con un grupo, te malquistas en seguida con otro.

– Usted sabrá. Los terroristas judíos de los cuarenta también tenían sus desavenencias.

Bernstein se encogió de hombros:

– Sara era muy dada a dejar mensajes. Y tú a tragártelos.

– ¿No es verdad? -dijo tranquilamente Félix.

– En su contexto, sí. Fuera de él, no. Ese muchacho era un terrorista.

– Igual que usted en el Irgún. Y por los mismos motivos.

Bernstein cruzó las piernas gordas con dificultad.

– ¿Recuerdas tus clases de derecho? Palestina, desde que nos fue arrebatada, es una tierra de nadie, res nullius, por la cual han pasado todos los ejércitos y todos los pueblos. Todos la han reclamado, romanos, cruzados, musulmanes, imperialistas europeos, pero sólo nosotros tenemos derecho original a ella. Esperamos dos mil años. Ese es el único derecho que existe sobre Palestina. El de nuestra paciencia.

– ¿A costa del dolor del pueblo que realmente vivía allí desde hace siglos, con derecho o sin él? Ustedes están enfermos de la pérdida del Paraíso.

Bernstein volvió a mover con impaciencia los hombros.

– ¿Quieres devolverle la isla de Manhattan a los Algonquins? ¿Vamos a lanzarnos a lo que los franceses llaman la eterna discusión del Café du Commerce?

– ¿Por qué no? Escuché las razones de Sara. Puedo escuchar las de usted.

– Temo aburrirte, mi querido Félix. Un judío es tan viejo como su religión y un mexicano tan joven como su historia. Por eso ustedes la recomienzan a cada rato y cada vez imitan un modelo nuevo que pronto se hace viejo. Entonces lo recomienzan todo y así lo pierden todo. En fin, si así mantienen la ilusión de la juventud perpetua… Nosotros hemos persistido durante dos mil años. Nuestro único error fue esperar siempre que el enemigo que nos odiaba nos dejara en paz, paz en Berlín, Varsovia o Kiev. Por primera vez, hemos decidido ganar nuestra paz en vez de esperar que nos la concedan. ¿Sólo en el suplicio nos respetan los que nada se juegan en el asunto, como tú?

– Pudieron escoger enemigos menos frágiles.

– ¿Quiénes? ¿Los árabes mil veces más armados y poderosos que nosotros?

– Hubieran exigido una patria en los lugares mismos de su sufrimiento, en vez de imponérselo a otro pueblo.

– Qué bien te aleccionó Sara. Bah, nadie quiere a los palestinos, los árabes menos que nadie. Son su albratros al cuello, los utilizan como arma de propaganda y negociación, pero cuando los tienen metidos en sus países los encierran en campos de concentración. Hasta allí la farsa del socialismo árabe.

Bernstein angostó la mirada y se inclinó sobre su grueso vientre:

– Entiende bien esto, Félix. Los palestinos sólo están ligados íntimamente a nosotros los judíos. A nadie más. Tienen que vivir con nosotros o ser los parias del mundo árabe. Con nosotros reciben lo que nunca tuvieron, trabajo, buenos sueldos, escuelas, tractores, refrigeradores, televisión, radios. Con los árabes, prefiero no pensarlo…

– Los gringos nos darían lo mismo si renunciamos a ser independientes.

– ¿Y por qué no lo hacen? -sopló divertido Bernstein-. Es lo que recomendó Marx. De cualquiera manera, no son independientes, pero sin las ventajas de una integración total al mundo norteamericano. Compara a California con Coahuila. Todo el suroeste americano seguiría siendo un erial de piojos en manos de México.

– Sara dijo en su mensaje que ella creía en las civilizaciones que duran y no en los poderes que pasan.

– Y por creer lo mismo que ella durante siglos fuimos perseguidos y asesinados. La civilización sin poder ya es arqueología, aunque no lo sepa.

Se quitó las gafas para verse indefenso.

– El destino sufrido merece compasión pero el destino dominado resulta detestable. No será esta paradoja la que nos detenga. Trabajamos duro. Nada nos fue regalado. ¿Nunca te has preguntado por qué vencimos siempre a los árabes, con menos armas y menos hombres? Te lo diré. Cuando Dayan fundó el Comando 101, estableció una regla de fierro: ningún compañero herido sería abandonado jamás en el campo de batalla, a la merced del enemigo. Todos nuestros soldados lo saben. Detrás de ellos hay una sociedad trabajadora, democrática e informada que nunca los abandonará. Nuestra arma se llama solidaridad, en serio, no retórica y de ocasión como en México, ¿ves?

– Temo a una sociedad que se siente libre de toda culpa, doctor.

– Por lo visto, nuestras únicas culpas son las del destino domado. Y el destino domado, tienes razón, se llama poder. Por primera vez lo tenemos. Asumimos sus responsabilidades. Y sus accidentes necesarios. ¿Llegarías al extremo de darle la razón a Hitler porque el triunfo de la solución final hubiese evitado los conflictos de hoy? Piénsalo: sólo el exterminio total en los hornos nazis hubiese impedido la creación de Israel. Los hombres crean los conflictos. Pero los conflictos también crean a los hombres. Los británicos tenían campos de concentración de judíos y árabes en Tel Aviv y Gaza durante el mandato. ¿Con qué derecho juzgaron en Nuremberg a los alemanes por crímenes idénticos?

Volvió a ponerse las gafas; la mirada se afocó, los peces dejaron de nadar.

– En la historia sólo hay verdugos y víctimas. Resulta banal recordarlo a estas alturas. Lo es menos dejar de ser víctima, aun a costa de ser verdugo. La otra opción es ser víctima eterna. No hay poder sin responsabilidad, incluso la del crimen. La prefiero a la consolación de ser víctima a cambio del aplauso de la posteridad y la compasión de las buenas almas.

Se levantó. Caminó hasta la ventana y la abrió. El rumor de Coatzacoalcos ascendió con un vértigo de olores elementales, pulpa, bagazo, excremento, mezclados con el olor artificial de la refinería.

– Mira -indicó Bernstein hacia el mercado, sacando la mano por la ventana-, están tasajeando a las reses. Con ojos de esteta, diríase un cuadro de Soutine. En cambio, con ojos de protector de animales o vegetariano…

Cerró la ventana y se secó el sudor de la frente con la manga. Félix permaneció inmóvil con el vaso vacío en la mano.

– Profesor -le dijo al cabo-, su poder depende de otros. Las armas y el dinero. Usted consigue las dos cosas. Está bien. Pero cada día le será más difícil obtenerlos. Usted lo sabe. Las familias judías en México, en Argentina, en los propios Estados Unidos, en todas partes, se integran a nosotros, se alejan de Israel, en unos años no les darán nada. ¿Por qué no dan ustedes algo antes de que sea demasiado tarde y vuelvan a quedarse solos? Solos y nuevamente odiados y perseguidos.

Bernstein meneó varias veces la cabeza y en sus ojos apareció una extraña resignación.

– Sara me acusaba de ser un halcón. ¿Sabes? El tercer piso de este hotel fue destruido por un rayo. Gracias a eso las palomas se instalaron en las ruinas. Y como aquí nadie repara nada… Más arriba, vuelan los buitres. Sobre todo aquí, junto al matadero del mercado. Todos los días matan a uno o dos zopilotes que se lanzan sobre la carne muerta de las reses. Eso es lo que les gusta a los buitres; con las palomas no se meten. Es cierto. Algún día nos obligarán a abandonar los territorios ocupados. El petróleo pesa más que la razón. Pero habremos dejado allí ciudades y ciudadanos, escuelas y métodos políticos democráticos. Sólo habrá paz si los árabes, al regresar, respetan a nuestros nuevos peregrinos, los que se queden atrás. Allí tienes tu famoso encuentro de civilizaciones. Ésa será la prueba ácida de la paz. Y si no, todo volverá a repetirse.

Volvió a acercarse a la ventana y miró inútilmente entre los visillos. El chaparrón súbito del trópico se desató. Bernstein volteó rápidamente y le dio la cara a Félix.

– ¿En qué piensas?

– En la convicción con que nos exponía usted las doctrinas económicas en la Facultad. Todas eran persuasivas en su boca, de Quesnay a Keynes. Era el encanto de su clase. Por eso lo seguíamos y lo respetábamos. No pretendía ser objetivo, pero su pasión subjetiva resultaba ser lo más objetivo del mundo. Doctor, usted no ha venido aquí a curarse de un brazo herido por una bala misteriosa. Mucho menos a convencerme de las razones de Israel. Basta de rollos. Le voy a rogar que me entregue lo que vino a recoger aquí…

Bernstein no traía caramelos en las bolsas abultadas de su saco sudoroso y arrugado. Félix saltó de la silla y tomó al doctor del cuello gordo, le torció el brazo herido, arrancándolo del cabestrillo y Bernstein aulló de dolor con el brazo libre en alto y la pequeña Yves-Grant 32 apretada en la mano. Soltó la pistola que cayó al piso de ajedrez. Félix liberó a Bernstein y recogió la automática. La apuntó contra la barriga temblorosa del profesor.

Sin variar la dirección del arma, vació la maleta de Bernstein, separó velozmente las prendas, le ordenó que lo condujera a la sala de baño, abrió el maletín de cuero con los objetos de aseo personal, exprimió la pasta de dientes, separó los extremos de celulosa de las cápsulas de medicina, extrajo una navaja de afeitar y rasgó los forros del maletín. Regresó con Bernstein a la recámara y rebanó la tela interior de la maleta, exploró el closet y también rasgó a navajazos el único traje que colgaba allí, un seersucker de raya azul, hizo lo mismo con las almohadas y el colchón, arrancó el mosquitero para explorar el toldo amarillento, mientras Bernstein lo observaba inmóvil, sentado en su precario trono de ratán, torcido por el dolor que se iba desvaneciendo para dar paso a una sonrisa insultante.

– Desnúdese -ordenó Félix.

Escudriñó la ropa. Ahora Bernstein parecía un niño goloso convertido en el algodón azucarado que había ingerido en exceso.

– Abra la boca. Quítese los puentes.

Sólo quedaba un escondrijo. Félix se hincó. Apoyó el cañón de la pistola contra el riñón de Bernstein y le metió un dedo por el culo. Allí sintió los estertores de la risa incontenible del viejo.

– No hay nada, Félix. Es demasiado tarde.

Maldonado se levantó con la pistola en la mano y limpió el dedo contra los labios de Bernstein. El gesto de asco del profesor no logró apaciguarle la risa.

– No hay nada, Félix. Te vas con las manos vacías, aunque sucias.

Félix tenía la mirada nublada por el sudor pero la pistola apuntaba bien: la mole de Bernstein era el mejor blanco del mundo.

– Dígame nomás una cosa, doctor, para que no me vaya sin regalo. Después de todo, yo le dejé ese…

Señaló con la pistola hacia el paquete envuelto en papel periódico. Bernstein hizo un ligero movimiento nervioso. Félix volvió a apuntar y preguntó:

– ¿Cómo me reconoció usted?

Ahora Bernstein rió a carcajadas, como un Santa Claus en vacaciones, desnudo en el trópico, lejos de su taller de hielo.

– ¡Qué fantasioso! ¡ Lo dije siempre, desde la escuela!

– Contésteme. No necesito pretexto para disparar.

– Carezco de antecedentes, mi querido Félix. No sé por qué crees que no debí reconocerte.

– Esto, y esto, y esto -dijo Félix con la rabia de la fatiga inútil, pegándose con el cañón de la pistola sobre las cicatrices de la cara-, esto, y esto, tengo otro rostro, ¿no ve?

Bernstein redobló la risa, se calmó y fue a sentarse encuetado a la única silla capaz de contenerlo.

– ¿Te han hecho creer eso?

– Me veo en el espejo.

– ¿Una puntadita aquí, una ligera modificación acá? -sonrió Bernstein-, ¿la cabeza al rape, el bigote nuevo? -Cruzó las manos gordas sobre el vientre pero no logró, obviamente deseaba, asemejarse a un Buda benigno.

– Sí -respondió Félix, disponible porque sentía que sólo abandonando todo esfuerzo recuperaría su capacidad de esfuerzo y ganaría algo más, una inteligencia oscura que comenzaba a brotarle de las tripas, abriéndose paso hacia el pecho.

– Tu única cirugía es la de la sugestión -sonrió Bernstein y en seguida borró la sonrisa-: Basta saber que un hombre es buscado para que todos lo vean de manera distinta. Incluso el perseguido. Sé de lo que te hablo. Tómate un whisky. Es demasiado tarde. Relájate.

Bernstein señaló hacia la mesita colmada de botellas, vasos y hielo con el mismo movimiento del brazo con que antes había indicado hacia el mercado desde la ventana abierta. Pero el anillote de piedra clara ya no estaba en el dedo del profesor.

La semilla de inteligencia brotó de la tierra de los intestinos, se ramificó por el pecho y se instaló como una fruta solar en la cabeza de Félix.

Salió corriendo de la habitación de Bernstein con la pistola en la mano pero pudo escuchar el grito del profesor, acerado primero y luego disipado por el rumor de la calle que volvía a irrumpir por la ventana abierta:

– ¡Es demasiado tarde! ¡Cuidado! ¡Baja!

27

El mozo cambujo del Hotel Tropicana lo miró venir con una sonrisa. Félix vio de lejos el semáforo preventivo de los dientes de oro; el cambujo estaba listo, con los puños cerrados y las piernas separadas, bajo la ventana de Bernstein frente al mercado.

Félix guardó la pistola en la bolsa y flexionó las piernas para prepararse a saltar y patearle el vientre, pero el cambujo empezó a correr y se internó en el mercado, apartando velozmente los cadáveres de reses que colgaban de los garfios, volteando huacales y desparramando paja en su carrera; la de las reses manchó los hombros de Félix y los racimos plátano macho le golpearon la cara; los machetes brillaban más de noche que de día. Félix arrancó uno al azar y lo empuñó. No convenía que se escucharan tiros esa noche en Coatzocoalcos.

El cambujo siguió corriendo por el mercado trazando vericuetos y sembrando obstáculos; era un hombrecillo de piernas cortas pero ágiles, mezcla de olmeca y negro y Félix no logró alcanzarlo. Ambos salieron corriendo por el extremo del mercado que daba a las vías férreas y Félix vio al mestizo saltar como conejo entre los rieles y luego seguir la ruta de la ferrovía hacia el puerto que se perfilaba con aisladas luces amarillas a lo lejos. Félix siguió corriendo detrás de la liebre oscura que parecía conocer la disposición del enjambre de rieles porque aquí había jugado desde niño.

Maldonado cayó un par de veces al tropezar con las agujas, pero nunca perdió de vista a su presa porque el cambujo no quería ser perdido de vista y hasta se detuvo a lo lejos cuando Félix cayó por segunda vez y esperó a que se incorporase antes de seguir corriendo.

El chubasco había cesado con la misma velocidad con que se inició, liberando aún más los olores pungentes del puerto tropical; una película de laca húmeda brillaba sobre la larga extensión del muelle, los rieles moribundos, el asfalto y las lejanas masas de los barcos petroleros. El cambujo corrió como un Zatopeck veracruzano a todo lo largo del muelle, con Félix a veinte metros detrás de él y una sensación ardiente de que ésta no era una persecución normal, que el cambujo era una falsa liebre y él una falsa tortuga.

El perseguido comenzó a disminuir la velocidad y Félix acortó peligrosamente la distancia entre ambos; empuñó nerviosamente el machete; en cualquier momento, el cambujo Podía voltearse con una pistola en la mano, apenas tuviese a su perseguidor a distancia de tiro seguro. El cambujo se detuvo frente a un tanquero negro, lavado por la tormenta. Sudoroso de gotas grises de agua y aceite y Félix se arrojó contra el hombrecillo oscuro, dejando caer el machete.

Los dos hombres cayeron por tierra. El buquetanque lanzó un largo pitazo. Félix y el cambujo rodaron, pero el empleado del hotel no ofrecía resistencia. Félix se sentó sobre el pecho trémulo de su adversario extrañamente pasivo y fe clavó las rodillas en los brazos abiertos. El prisionero mantenía ambos puños cerrados, hacía gala de ello, gesticulaba con las muñecas. Por un instante, ambos se miraron sin hablar, jadeando. Pero la cara de Félix era una máscara de dolor físico y la del cambujo la careta de la comedia, negra, sudorosa y con los dientes de oro brillando sonrientes. Félix sintió que bajo sus setenta y seis kilos el hombre pequeño, correoso y moreno cedía totalmente, con excepción de esos puños cerrados.

Agarró un puño y trató de abrirlo; era peor que la manopla de fierro de un guerrero medieval, era la garra de una bestia con razones secretas para no rendirse. El petrolero lanzó un segundo pitazo, más gutural que el primero. El cambujo abrió la mano, sonriendo como las cabecitas alegres de La Venta. No había nada sobre la piel color de rosa de la palma marcada con líneas que prometían vida y fortuna eternas al mozo del hotel.

El cambujo hizo girar sus ojos redondos para mirar hacia el buque. Félix luchó contra el segundo puño. La escalerilla comenzó a retirarse del muelle hacia la puerta de babor del tanquero. Félix tomó el machete abandonado y lo atravesó de canto sobre la garganta del cambujo.

– Abre el puño o primero te corto la cabeza y luego la mano.

El cambujo abrió el puño. Allí estaba el anillo de Bernstein. Pero faltaba la piedra transparente como un vidrio. Félix se levantó rápidamente, levantó del cuello de la camisa al cambujo y palpó nerviosamente el cuerpo, la camisa, el pantalón de su adversario. Lo soltó, como el buque soltaba amarras.

Liberado, el cambujo corrió de regreso a Coatzacoalcos pero Félix ya no se preocupó por él. Un punto luminoso del buquetanque oscuro le raptó la mirada, una claraboya en el castillo de popa alumbrada doblemente por una luz blanca, tan fuerte como la de un reflector, y por un rostro brillante como una luna, enmarcado por el óvalo de la ventanilla, un rostro inolvidable e inconfundible, con el corte de pelo de fleco y ala de cuervo que resaltaba la blancura luminosa de la piel, los diamantes helados de la mirada, el perfil aguileño cuando la mujer de la ventana movió la cabeza.

La escalerilla estaba a medio camino entre el muelle y la portezuela abierta a babor. Félix guardó el anillo en la bolsa del pantalón y corrió desesperadamente con el machete en la mano, saltó para alcanzar la escalerilla, rozó apenas con el filo las gruesas cuerdas que colgaban de los peldaños. Un gringo pecoso, cuarentón, con la fisonomía borrada por los labios delgados y la nariz de manazo, le gritó desde la puerta:

Hey, are you nuts?22

– ¡Déjeme subir! Let me on! -gritó Félix.

El gringo rió.

You drunk or somethin'? 23

The woman, I mun see the woman you have on board! 24

Shove off, budy, no dames don't travel on tankers.25

Goddamit, I just saw her…26

O.K., greaser, go back to your tequila?27

Fuck you, gringo.28

El gringo rió y las pecas le bailaron.

Meet me in Galveston and we'll fuck the shit out of each other. So long, greaser.29


22. Oye, ¿estás chiflado?

23. ¿Estás borracho o algo?

24. La mujer, debo ver a la mujer que viaja a bordo.

25. Lárgate, cuate, en los tanqueros no viajan mujeres.

26. Carajo, acabo de verla.

27. Okey, grasiento, regresa a tu tequila. 28. Jodete, gringo.

29. Búscame en Galveston y nos sacamos la mierda. Nos vemos, grasiento.


Terminó de recoger la escalerilla y le hizo un gesto obsceno con el dedo a Félix.

Félix se lanzó desesperadamente contra la parte del buque aún acodada al muelle y de un machetazo intentó, como un Quijote inverosímil, cortarle el cuerpo al gigante en lento movimiento. Al desplazarse el buque, el filo del machete rayó la pintura fresca y dejó una larga herida luminosa.

El tanquero removió las aguas turbias del Golfo de México. La noche de mangos podridos y tabachines en flor se evaporó junto con los charcos del aguacero. Félix leyó la inscripción en la popa del buquetanque, S. S. Emmita, Panamá, y vio la bandera de cuatro campos y dos estrellas que flotaba lentamente en la pesada atmósfera.

No vio más que el rostro de Sara Klein asomado a la claraboya, suspendido allí como una luna de papel.

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