Francisco Ayala
La cabeza del cordero

Proemio

A los veinte años, uno escribe porque le divierte, y ¿para qué más justificación? A los cuarenta, ya es otra cosa: hay que pensarlo; pues sería absurdo agregar todavía, porque sí, un libro más a la multitud de los que, incesante y desconcertadamente, apelan al público, sin motivos que aspiren a valer como razonables fuera del particular gusto y gana del autor. Yo, además, no podría invocar siquiera la mediocre razón de la carrera literaria; yo no hago carrera literaria, ni apenas -me parece- el ejercicio de la literatura puede valer como una carrera entre nosotros. Y aunque nadie negaría títulos profesionales a quien irrumpió, adolescente, en el campo de las letras para nunca desde entonces abstenerse de publicar escritos bajo su firma, lo cierto es que en el escalafón correspondiente no he mostrado -lo confieso- ni continuidad satisfactoria ni excesivo celo funcionario. Al contrario: he procurado sustraerme al encasillamiento; he desdibujado adrede, una vez y otra, mi perfil público; y, volviendo en mi siempre de nuevo, he renunciado a las ventajas, comodidades y tranquilo progreso que son premio de quienes, fieles a un prototipo de actuación social, ni inquietan a los demás, una vez adoptado, ni se inquietan mayormente ellos mismos… Sería equivocación -me adelanto- entender como alarde estas palabras. Expresan -simplemente, y quizá con pena, con nostalgia- la condición a que me ha forzada un mundo en disloque: otras circunstancias me hubieran hecho hacer otra figura; pero cada cual es hijo, tanto como de sus obras, de su tiempo -las obras engendran la figura del autor en la matriz del tiempo.

A los dieciocho años escribí una novela -su fecha de edición, 1925- que fue saludada en Madrid con buenos auspicios; se titulaba Tragicomedia de un hombre sin espíritu y era fruto de lecturas voraces y diversas. Al año siguiente, una segunda novela, Historia de un amanecer, recibida con el demasiado normal comentario de la crítica, me dejó, tras de publicarla, insatisfecho, desorientado y persuadido a buscar nuevos caminos. Si antes había leído en confusión los clásicos, los románticos, Galdós, el 98 y sus epígonos, Pérez de Ayala, Gabriel Miró, ahora, y sólo ahora, entré en contacto con los grupos llamados de vanguardia, y me puse a tantear algo por mi propia cuenta. Varias fantasías alimentaron entonces relatos que -antes de aparecer, algunos, recogidos en volumen- publicó la Revista de Occidente; relatos "deshumanizados", cuya base de experiencia se reducía a cualquier insignificancia, o vista o soñada, desde la que se alzaba la pura ficción en formas de una retórica nueva y rebuscada, cargada de imágenes sensoriales.

¿Quién no recuerda la tónica de aquellos años, aquel impávido afirmar y negar, hacer tabla rasa de todo, con el propósito de construir -en dos patadas, digamos- un mundo nuevo, dinámico y brillante? Se había roto con el pasado, en literatura como en todo lo demás; los jóvenes teníamos la palabra: se nos sugería que la juventud, en sí y por sí, era ya un mérito, una gloria; se nos invitaba a la insolencia, al disparate gratuito; se tomaban en serio nuestras bromas, se nos quería imitar… El balbuceo, la imagen fresca, o bien el jugueteo irresponsable, los ejercicios de agilidad, la eutrapelia, la ocurrencia libre, eran así los valores literarios de más alta cotización.

Pero, a la vez que mi juventud primera, pasó pronto la oportunidad y el ambiente de aquella sensual alegría que jugaba con imágenes, con metáforas, con palabras, y se complacía en su propio asombro del mundo, divirtiéndose en estilizarlo. Todo aquel poetizar florido, en que yo hube de participar también a mi manera, se agostó de repente; se ensombreció aquella que pensábamos aurora con la gravedad hosca de acontecimientos que comenzaban a barruntarse, y yo por mí, me reduje a silencio. Requerido -creía- por otras urgencias e interés, pero sin duda bajo la presión de una causa más profunda, puse tregua a mi gusto de escribir ficciones, y acudí con mi pluma al empeño de dilucidar los temas penosísimos, oscuros y desgraciados que tocaban a nuestro destino, al destino de un mundo repentinamente destituido de sus ilusiones. Recuerdo bien que un hispanista alemán, excelente amigo cuya suerte ulterior ignoro, Walter Pabst, que había colaborado desde su país con un libro admirable a nuestro combativo y vindicador centenario de Góngora, interpretó en un artículo la que por entonces sería mi última narración, "Erika ante el invierno", como reflejo del dolor desesperado que afligía por entonces el corazón de Europa. Yo, en verdad, no me había propuesto reflejar eso, ni reflejar nada, sino acaso seguir tanteando en la dirección estética elegida; pero al considerarlo después, compruebo su razón y que, en efecto, mi permanencia en Berlín por los años 29 y 30 (los años de despliegue del nazismo; los mismos, veo, que pasó allí un joven inglés de mi edad, Isherwood, para escribir ahora, retrospectivamente, su significativo Adiós a Berlín) infundió en mi ánimo la intuición -y por cierto, la noción también- de las realidades tremendas que se incubaban, ante cuya perspectiva ¿qué sentido podía tener aquel jugueteo literario, estetizante y gratuito a que estábamos entregados? Poco después…

Cuando, como en nuestro caso, se produce una súbita y descomunal mutación histórica, uno puede captar su propio pasado personal como algo desprendido y ajeno, y pronunciarse acerca de la suerte, no ya de las generaciones inmediatamente anteriores, sino también de su propia generación, con notable objetividad y hasta -por eso mismo- con un cierto aire de impudicia. A la altura de hoy ¡qué lejano se ve el ayer!

Cuando yo asomé a ellas, la situación de las letras españolas era espléndida. En fresca madurez, dominaba la constelación del 98; Ortega y Gasset, con sus coetáneos, alcanzaba la plenitud; y una nueva muchedumbre de escritores, indefinidos todavía -y no, precisamente, por falta de autodefiniciones-, bullía, asumiendo ya, algunos, perfiles positivos que luego confirmarían. ¡Cuánta variedad, cuánta riqueza, dentro de este sumario esquema! Y ¡qué contraste con la actual desolación!

La historia de este cambio es la historia de pocos años. La sociedad española (apartada España, aislada, al margen de Europa) se había desarrollado muy aprisa, tanto material como espiritualmente, durante el primer cuarto de siglo; y por fin rompía, en pujante proceso de crecimiento, sus viejos moldes institucionales, entrando en vibración como cuerpo político. Pero en las peripecias de un proceso interno que era normal y sano prendió el gran conflicto general, la gran crisis del Occidente que debía triturar al mundo entero después de haber arrasado y consumido a España.

Vino, pues, la Guerra Civil y, para las letras, la dispersión o el aplastamiento; vino la Guerra Civil, y sorprendió a mi generación en la treintena de su edad. Los más viejos habían cumplido ya -y ¡cómo!- su obra, ejerciendo mediante ella una descomunal influencia sobre el país, sobre el ámbito mayor de la cultura hispánica y, más allá de ese ámbito, marcando una impronta bien perceptible en otras zonas del Occidente. Unamuno, Valle-Inclán, Azorín, Machado mismo, a la vez que hacían época en la historia literaria, personificaban un "momento" -lo dinámico y activo, lo creador- en la vida social española. Y ¿qué decir de Ortega, cuya palabra era escuchada como un oráculo? Raras veces las opiniones de un intelectual han tenido una eficacia inmediata tan decisiva y tan voluminosa como la que tuvieron las suyas, por quince o veinte años, en España… La guerra civil clausuró, para todos ellos, una actuación que, en lo sustancial, estaba completa. Unos han muerto; otros, sobreviven y callan; y los que continúan escribiendo, escriben también como supervivientes. No es que hagan labor inferior, no; pero lo que a la fecha escribe Azorín, lo que Baroja escribe, retrocede, por así decirlo, hasta unirse e incorporarse a su obra pasada, a redondearla, como si, de pronto, Quevedo, o don Juan Valera, pudiesen escribir ahora todavía un nuevo libro, o como si -para no salir de lo verosímil- se descubriese un nuevo tratado de Gracián que los historiadores debieran apresurarse a agregar a sus bibliografías. Hasta hombres más jóvenes, como Gómez de la Serna, engruesan en vano, incansablemente, su producción de 1920 a 1930.

En cambio, la generación subsiguiente, la mía, que sólo había alcanzado a manifestarse en su fase juvenil, fue sorprendida ahí por la conflagración, y quedó en suspenso, cortada. Habíase revelado durante la pausa nacional impuesta por la dictadura de Primo de Rivera, que, liquidados los más combatidos aspectos del pretérito, arrastraría consigo, en su consunción y caída, el resto de la vieja estructura. En una atmósfera de paréntesis y espera como ésa, la nueva generación se manifestó muy desligada de las realidades inmediatas, a través de actitudes estéticas que pretendían el máximo distanciamiento respecto del ambiente social. Las distorsiones formales más arriesgadas y las mayores extravagancias temáticas, la apelación al folklore, a lo tradicional y local, la revivificación de las formas cultas, clásicas y barrocas, y hasta una veta neorromántica, eran tendencias que convivían, pugnaces, pero harto entremezcladas, y todas coincidentes en su prescindencia de la realidad social inmediata, en los tanteos de esa generación. A ella pertenecen extremos tan dispares como el ultraísmo y el gongorismo, cuyos secuaces respectivos precisarán fechas, límites, y se negarán, celosos, toda concomitancia; pero ¿cómo no ver en ellos, a la distancia, figuras de un mismo cuadro, más emparentadas de lo que quisieran? ¿Cómo desconocer, por ejemplo, que el Lorca de Poeta en Nueva York es el mismo autor de Mariana Pineda, del Romancero gitano; que Alberti escribió Sobre los ángeles después de haber escrito Marinero en tierra; que Gerardo Diego llegó a dividir intencionadamente su poesía en dos estilos contradictorios?, por más que otros permanecieron siempre fieles a una sola manera. Las obras juveniles de varios pasarán a los manuales y antologías como maravilla de una precoz y felicísima floración -cuyo compás está marcado ya en la historia de la literatura española-; floración que en algunos pocos casos individuales (de los que aduciré un solo ejemplo: Jorge Guillén, aunque varios lo merezcan) ha proseguido mediante el solitario impulso de la intimidad, a favor de personalidades líricas muy definidas, muy unívocas y ya bastante hechas, capaces de alimentarse con la sola sustancia de su propio bulbo, como los jacintos. Mas, para el resto de esa generación, ¡qué cementerio de promesas!

La prosa, sobre todo, quedó en meros experimentos, por cuanto la mayor entidad de su elemento ideológico requiere muy amplias, complejas y cabales correspondencias objetivas, sin que por lo común adquieran plenitud sus posibilidades expresivas en manos de escritores jóvenes, ni -en ningún caso- sea indiferente la posición que el literato mantenga frente al mundo cuyos materiales de experiencia ha de elaborar. Por eso, mientras algunas nuevas voces líricas unen su queja, desde las ruinas, a los acentos familiares de poetas ya conocidos de antes, el campo de la creación en prosa permanece poco menos que yermo…

Pero no voy a analizar aquí el actual estado de la literatura española. española. Recientemente lo ha hecho, ciñéndose a España, Ricardo Gullón (revista Realidad, de Buenos Aires, número 12, noviembre-diciembre 1948); y yo mismo, con particular referencia a la situación de los escritores emigrados, en Cuadernos Americanos, de México (número 1 de 1949); al tiempo que en la reciente Historia de la literatura española, de Ángel del Río, puede leerse también un último capítulo, " La Guerra Civil y sus consecuencias", que aprieta la garganta de pena, y más aún por el derroche de la buena voluntad que su autor ha puesto al redactarlo. Se asombra en él de que, hasta su fecha, apenas hubiera adquirido estado la Guerra Civil en las letras españolas, sino que más bien parecieran los escritores tratar de soslayarla, reanudando, como si tal cosa, el hilo de su anterior producción.

Y en principio llama la atención, es cierto, el hecho de que, mientras otros países sometidos después a experiencias tan crueles, Inglaterra, Francia, Italia, han digerido en seguida sus peripecias tremendas elaborando con ellas una literatura copiosa y, en casos, excelente, no haya sucedido así con la guerra española, que, en cambio, plumas extranjeras -Malraux, Hemingway, por no citar sino dos entre las más ilustres- tomaron como tema.

Pero hay que decirlo: no tan en absoluto ha carecido de efectos literarios valiosos ese conflicto nuestro, aunque haya sido a través de los géneros más aptos para incorporar en forma directa la emoción de la materia bruta: no sólo los poemas de León Felipe, algunos de los sonetos últimos de Antonio Machado, algunas de las sátiras de Rafael Alberti, alcanzarán, por ejemplo, el nivel clásico. Y sin duda, no sólo la falta del buen escritor en sazón, sino quizá, por encima de todo, las circunstancias (unas circunstancias que, bajo el título de "Para quién escribimos nosotros", procuraba estudiar yo en mi aludido artículo) han impedido que la Guerra Civil, experiencia central de mi generación, ingrese de lleno en la literatura, con toda la pujanza y dignidad que a primera vista le corresponde.

Las novelas que ahora doy al público abordan el pavoroso asunto, y quieren tratarlo -no en vano he dejado transcurrir un decenio antes de intentarlas- en forma tal que excluya todo elemento anecdótico… Pero -me pregunto- ¿será lícito que explique a mis lectores lo que me he propuesto al escribirlas? No ignoro, por supuesto, que el autor de una invención literaria sólo puede declarar sus intenciones, sin juzgar el resultado; y tampoco se me escapa que su interpretación es tan falible como cualquier otra, y no más legítima, pues en la creación artística los propósitos deliberados, aun en el caso de lograrse, lejos de cubrir la plenitud de la obra y agotar su sentido son, cuando más, un buen punto de enfoque para acercarse a ella, y, con frecuencia, mera fuente de confusión. Muchas consideraciones desaconsejan, bien lo sé, tal especie de proemios explicativos. Mas el estado de la literatura es hoy, para quienes escribimos español, tan precario que, a falta de todas las instancias organizadas en un ambiente normal de cultura, no sólo por la necesidad del propio autor, sino hasta por consideración al lector desamparado, debe aquél procurarle las aclaraciones que estén en su mano, y orientarlo algo. ¿Qué tácitos presupuestos lo harían superfluo? Hay que aceptar, pues, la humillación de aparecer quizá como vanidoso o pedante o descarado ponderador de la propia mercadería, por amor a ese servicio.

Viene este libro después de Los usurpadores, cuyas piezas proyectan sobre diferentes planos del pasado angustias muy de nuestro tiempo. Las novelas que integran el presente volumen acercan las mismas angustias a la experiencia viva de donde dimanan. Todas ellas contemplan la Guerra Civil española; todas, sí, incluso la primera, "El mensaje", que no alude para nada al conflicto y que hasta se supone discurriendo en época anterior a 1936. Pues el tema de la Guerra Civil es presentado en estas historias bajo el aspecto, permanente de las pasiones que la nutren; pudiera decirse: la Guerra Civil en el corazón de los hombres. De modo que los personajes de esta primera narración, criaturas vulgarísimas, y que ni siquiera pudieron ventear la futura tragedia, la llevaban sin saberlo escondida dentro de sus vidas rutinarias y grises, en la tensión de la envidia sofocada, de la presunción estúpida, del aburrimiento, y también en el ansia de algo extraordinario, grande, de algún asunto susceptible de apasionar, y arrebatar, y encender a todo el pueblo con lo que podría sugerirse que, en un sentido remoto, el nunca descifrado "mensaje" anunciaba eso, la Guerra Civil, y no otra cosa.

Así, "El mensaje" va en primer lugar: es el pórtico para las otras novelas, donde la guerra ha hecho ya acto de presencia con la fuerza irrevocable de lo acontecido. Los mismos sentimientos que allí daban un juego más bien cómico, que allí daban un juego más bien cómico, han tejido ahora la estofa de la guerra, trocándose de repente en sustancia trágica. Ahora, todos los personajes, inocentes-culpables o culpables-inocentes llevan sobre su conciencia el peso del pecado, caminan en su vida oprimidos por ese destino que deben soportar, que sienten merecido y que, sin embargo, les ha caído encima desde el cielo, sin responsabilidad específica de su parte. Tampoco en las dos novelas de corte paralelo, "El regreso" y "La cabeza del cordero", se presenta la guerra en su actualidad, sino ya como un pretérito consumado. Han pasado después de ella diez años; pero sigue estando ahí, gravita inexorablemente sobre uno y otro protagonista, y distintos entre sí como lo son, tanto en carácter como en circunstancias, ambos remiten a ella su destino respectivo. Están sus vidas engarzadas en la guerra; más aún: la guerra está hecha con sus vidas, con su conducta; sin embargo, el enorme acontecimiento los abruma y provoca en ellos ese horror que, en las pesadillas, nos producen a veces nuestros propios pasos; en los espejos convexos, los rasgos de nuestra propia fisonomía.

Y sólo en el otro relato, en "El Tajo", se adelanta por fin la guerra hasta el plano de la actualidad, hace acto de presencia; pero es una guerra reducida a lucha singular, a un episodio único, alrededor del cual vuelve a surgir el equívoco de inocencia y culpa, ahora como drama de una conciencia que examina la propia conducta. Precisamente tal subjetivización del problema común ha determinado las diferencias más acusadas entre esta novela y las demás. Por de pronto, la técnica de la narración difiere aquí de la seguida en las otras, todas tres relatadas en primera persona. En "El Tajo", el relato se hace impersonal, en busca de una objetividad de la forma que compensara de la mayor interiorización del tema. Su protagonista está sometido a la observación desde dentro y desde fuera, mientras que los protagonistas de las restantes novelas son ellos quienes observan y moldean el mundo según su respectiva personalidad, que es, en todos los casos, una personalidad fuerte y directa; el yo de "El mensaje", mezquino, vanidoso y lleno de envidia; el yo de "El regreso", sano de alma, astuto y un tanto brutal; el yo de "La cabeza del cordero", inteligente, cínico, burlón, canalla… El protagonista de "El Tajo" es, en cambio, un carácter blando, solitario, soñador; es el burgués cultivado, capaz de análisis finos y de sentimientos generosos, pero no de superar el abismo abierto a sus pies por la discordia entre los hombres. Las tensiones que antes pudieron verse en acción, disimuladas primero con las argucias de la civilidad, desatadas luego en el furor de la revolución, se tiñen ahora de motivos ideológicos; pero muy tenuemente y casi tan sólo en forma alusiva, ya que las discusiones que amargan las comidas familiares en casa del protagonista se refieren, no a la Guerra Civil, donde está centrada la narración, no a ningún conflicto político interno, sino a la primera y ya remota guerra mundial, cuyos partidos diseñaron, en aquella España neutralizada, el tajo que más tarde escindiría a los españoles en dos bandos irreconciliables.

Responden, como se ve, estas nuevas invenciones literarias mías a la experiencia de la Guerra Civil; ofrecen una versión, entre tantas posibles, del modo como yo percibo, en esencia, el tremendo acontecimiento por el cual nosotros, los españoles, hubimos de abrir la grande y violenta mutación histórica a que está sometido el mundo.

Que nuestra participación, como pueblo, haya sido y deba serlo todavía oblicua, enrevesada, intrincada y ambigua en su sentido, pertenece a un destino que no corresponde discutir aquí. Ese destino dificulta, por su parte, la expresión plena y normal de tal experiencia, pero en modo alguno la anula. No menos que los pueblos que soportaron después bombardeos, invasiones, ocupación militar, exterminios y demás horrores durante la segunda, reciente guerra mundial, nos ha tocado a nosotros sondar el fondo de lo humano y contemplar los abismos de lo inhumano, desprendernos así de engaños, de falacias ideológicas, purgar el corazón, limpiarnos los ojos, y mirar al mundo con una mirada que, si no expulsa y suprime todos los habituales prestigios del mal, los pone al descubierto y, de ese modo sutil, con sólo su simple verdad, los aniquila.

Esta verdad acendrada en un ánimo sereno después de haber bajado a los infiernos, constituye, de por sí, literariamente, una orientación, y un saber qué, que faltaba lamentablemente cuando la gente sabía demasiado bien cómo; una orientación, digo; que el logro dependerá de las facultades y fortaleza espiritual de cada uno.

Yo, por mí, he sentido el apremio de dar expresión artística a aquellas graves experiencias, y me he puesto a hacerlo con una gran seguridad interior con la misma firme decisión que antes, en tiempos turbios, me hizo eludir la tarea literaria en su aspecto creador. Mas tal seguridad no excluye, ¡ay!, el azoramiento, no elimina la duda, no libera de esas penosas perplejidades que todo escritor consciente siente ante su obra…


F. A.


Buenos Aires, abril 1949

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