El mensaje

La verdad sea dicha: cada vez entiendo menos a la gente. Ahí está mi primo Severiano: ocho años largos hacía que no nos veíamos -nada menos que ocho años-; llego a su casa, y aquella única noche que, al cabo de tantísimo tiempo, íbamos a pasar juntos, la emplea el muy majadero -¿en qué?- ¡pues en contarme la historia del manuscrito!, una historia sin pies ni cabeza que hubiera debido hacerme dormir y roncar, pero que terminó por desvelarme. Y es que estos pueblerinos atiborran de estopa el vacío de su existencia rutinaria, convirtiendo en acontecimiento cualquier nimiedad, sin el menor-sentido de las proporciones. La visita de su primo, con quien él se había criado, y en cuya vida y milagros tanta cosa de interés hubiera podido hallar, no era nada a sus ojos, parece, en comparación de la bobada increíble que había tenido preocupado al pueblo entero, y a Severiano en primer término, durante meses y años. Me convencí entonces de que ya no restaba nada de común entre nosotros: mi primo se había quedado empantanado ahí, resignado y, conforme. ¡Quién lo hubiera dicho veinte años atrás, o veinticinco, cuando Severiano era todavía Severiano, cuando aún no estaba atrapado tan sin remedio en la ratonera de aquel almacén de herramientas agrícolas donde ha de consumir sus días -aurea mediocritas!-, envejeciendo junto a sus dos hermanas (hebras de plata: la plata de la vejez y el oro de la mediocridad), cuando soñaba con largos, fastuosos viajes, negocios colosales!… Sí, negocios sí que los ha hecho entretanto, aunque no colosales ni mucho menos; pero ¡lo que es viajes!… No, no ha tenido que molestarse en viajar: los negocios vinieron siempre a buscarlo ahí, a su ratonera, al almacén, sin que él necesitara mover un dedo. En cambio, los viajes se han quedado para mí. ¡Menuda diversión: viajante!

– Parece mentira, hombre -me había dicho aquella noche-, tú que tanto viajas, parece mentira que en ocho años no se te haya ocurrido venir a pasar unos días con nosotros. Y para colmo, llegas hoy, y te quieres ir mañana.

¡Que yo viajo mucho: vaya una razón!

– Pues precisamente por eso -le contesté- eres tú quien debiera haberse movilizado… Haber ido a verme en Madrid, o en Barcelona… Te hubieras limpiado el moho de este pueblo aburrido, y me hubieras proporcionado con ello el gustazo de enseñarte…

– No creas -me interrumpió él-, no creas que no lo he pensado a veces. Pensaba: "Le escribo al primo Roque una carta, o le pongo un telegrama diciendo: "¡Allá voy!", o hasta me presento sin previo aviso…" Más de una vez lo he pensado; pero ¿cómo? Date cuenta, Roquete -él siempre me ha obsequiado con este diminutivo, o más bien ridículo mote, que, desde niño, tanto me encocoraba-, date cuenta: yo no puedo dejar abandonado el negocio -hizo una pausa importante-. Mis hermanas, -qué te voy a decir?, ya las conoces. Agueda… -y ¡qué vieja, pensé yo al oírsela mentar, qué avejentada está Agueda, con su color amarillo verdibilioso hasta en el blanco de los ojos!; esos ojos suyos, tan brillantes, brillando como lamparillas; y la cabeza… ¿por qué demonios se aceitará la cabeza, con tantas canas como tiene?, ¡canas grasientas!-; Agueda -prosiguió-, con sus eternas dolamas y sus rabieteos domésticos, que algunos días ni ella misma se soporta. Y en cuanto a Juanita -otro diminutivo grotesco: ¡Juanita!, ¡vaya por Dios!-, ésa, siempre con sus novelones y sus novenas; pues, ¡hombre, ya lo has visto!, los años le han dado por hacerse beata.

Tantos, tantos, la verdad es que no los tiene -reflexioné-: "Juanita era tan sólo un año y siete meses mayor que yo. Claro está que para las mujeres la medida del tiempo es otra; les cuenta más… Pero, con todo…" Bueno; Severiano continuaba explicándome cómo tampoco podía dejar el negocio en manos de los empleados. Eran de confianza, por supuesto; y para la cosa diaria se desempeñaban bien. Pero luego hay los cien mil imprevistos, encargos especiales, cuentas, las consultas, los viajantes que llegan (sí, los viajantes como yo, como el primo Roque; esos tipos odiosos e impertinentes que le traen a uno los negocios a su casa). Y seguía enumerando inconvenientes, dificultades, impedimentos.

– ¿Creerás -se quejaba- que si alguna vez me resfrío y decido quedarme en cama no cesan de incomodarme?: una cuestión tras otra, que si esto, que si aquello, hasta que yo, que tampoco tengo mucha paciencia, termino por levantarme… Pero ¡vaya si me hubiera gustado echar una cana al aire!

"Una cana al aire", decía; y yo pensé: "Tiene la cabeza casi blanca, está canoso y arrugado, mucho más que yo, pensé, pese a que le llevo año y medio"; decía: "…una cana al aire; conocer, en fin, algo de mundo".

Viajes, conocer mundo, su viejo tema. Nunca ya lo vas a conocer; morirás en este agujero, ¡infeliz!, aquí, en esta misma cama en que ahora estoy yo acostado. Buen favor te hizo el tío Ruperto cuando te asoció a su tienda de azadones y almocafres para que trabajases como un burro mientras él viviera, y luego dejarte el negocio. ¡Ahí, atado al pesebre! Dinero, cada vez más; pero… aurea mediocritas! Si tal era su protección al sobrino predilecto, ¡muchas gracias!, ¡para él solito! Claro que mi vida ajetreada está lejos de ser tan brillante como acaso éste se figura. Doublé! No, no es oro todo lo que reluce, y los alicientes que pudiera tener, el uso los ha gastado hasta el aborrecimiento. ¡Viajes! ¡Conocer mundo! Ya los huesos me duelen, ¡ay de mí!, con el traqueteo de los trenes, y los comedores de fonda me han arruinado el estómago. Son años y más años sin descanso, sin darme lo que se dice un respiro, y quien me envidie no sabe bien… Supieras tú, Severianillo… Pero ¡no!, no voy a lamentarme; no creas que voy a lamentarme; te pensarías en seguida que quería pedirte algo, que era una indirecta de mi parte. No, ¡guárdate tu dinero! Además, ¿por qué había de lamentarme? Cada cual, su suerte. Yo, por lo menos, no soy un palurdo empedernido; conozco el mundo, conozco la vida.

– Es lástima -le repliqué-; nos hubiéramos divertido mucho juntos; yo te hubiera enseñado los cabarets de Madrid, o de Barcelona. O los de París. ¿Por qué no los de París?

– ¿Cómo? -saltó al oírme-. Pero ¿es que también viajas tú por el extranjero?

Estábamos ambos acostados; esta conversación era de cama a cama (él me había cedido la suya y se había tendido en un catre de tijera, armado al otro lado de la alcoba) y, aunque ya habíamos apagado la luz y charlábamos a oscuras, casi diría que vi en su voz la sorpresa de su cara, el asombro, la admiración… ¿No era cosa de reírse? A mí me resultó divertido. Y el caso es que yo no había dicho nada semejante; hablaba en hipótesis, y ni siquiera sé cómo fue el ocurrírseme aludir a París en ese momento. ¡Qué absurdo! Él había quedado atónito, y yo -se comprenderá- no iba a defraudarlo ahora. Resultaba divertido; y, total, ¿qué importancia tenía? Seguí con la broma adelante.

– Pues ¡claro está, hombre! -le dije-. Los años pasan para todos. La última vez que nos vimos, tú no vendías todavía maquinaria sino tan sólo herramientas; ahora, tienes el almacén lleno de trilladoras mecánicas. Entre tanto, yo también he tenido que ampliar mis asuntos, y con esa ocasión ¡es natural!, he salido al extranjero.

– ¡Caramba, Roquete! ¿Cómo no me habías dicho nada? Conque el primo Roque viajando por extranjis…

Estaba de veras impresionado el muy simplón: "¡Caramba, caramba!", repetía. Aquello no le cabía en la cabeza.

– Pero, dime una cosa: ¿cómo puedes entenderte por ahí, por esas tierras?

– Hombre, eso no es tan difícil. Hay mucha gente que sale al extranjero, y nadie hasta ahora se ha perdido.

– Pero tú; no sabías idiomas, que yo sepa.

– Nadie nace sabiendo sino el suyo, y aun ése tiene que aprenderlo.

– ¿Me vas a decir que has aprendido idiomas?

– Y eso ¿qué tiene? Es cuestión de ponerse a ello cuando la necesidad lo exige. Mira: por ejemplo, el italiano tú lo entiendes casi sin estudiar una palabra; es igual en un todo al español, con sólo terminar en ini. Acabas las palabras en ini, y ya te tienes hablando italiano. Si ni es idioma; es el español, hablado a lo marica. Inglés y alemán, eso ya sí, son palabras mayores. Ahí si, tienes que sudar…

Yo, desde luego, hablaba en broma, pero aquel tontaina de Severiano lo tomaba en serio y me cerraba cualquier salida; de manera que no hubo sino seguirle la corriente. Y así fue como surgió la estúpida historia del manuscrito, que nos entretuvo la noche entera. Estaba yo un poco irritado ya, y quería cambiar de conversación; pero él volvía como una mosca, zumbando, zumbando: "¡De modo que has aprendido idiomas!" Reflexionaba. Hasta que, después de un mediano silencio, agregó por fin:

– Pues mañana te voy a mostrar un papelito que nos ha dado muchos quebraderos de cabeza, justamente por no haber aquí nadie que supiera idiomas.

– ¿Un papel? -pregunté con desgano, y hasta fingiendo un bostezo.

Pero él comenzaba ya su relato:

– Verás cómo fue la cosa. Estaba yo una mañana en el almacén recibiendo un envío de hoces (de esto hará como dos o tres años, quizá un poco más: tres años y medio) cuando se me acercó Antonio (tú lo conoces: el dueño del hotel) y, después de algunas vueltas, me entrega un papelito doblado para ver si yo, que tantos catálogos y prospectos recibo -me dijo-, podía leer lo que allí estaba escrito. Es cierto que recibo con relativa frecuencia catálogos de las máquinas; pero, por lo general, esos folletitos vienen escritos en dos idiomas, y las instrucciones están siempre en español: esto es lo que a mí me interesa y lo que leo; si una cosa está en español y en inglés, no voy a ser tan necio que me rompa la cabeza tratando de descifrar lo que viene en gringo, cuando puedo leerlo en cristiano. Pero ¿a qué darle tantas explicaciones? Sin duda que, en caso de apuro, podría quizá enterarme haciendo un esfuerzo: muchas palabras son iguales o muy parecidos a las nuestras; alguna vez que me entretuve en repasar esa jerigonza pude comprobarlo. Tanto que (entre paréntesis) he llegado a convencerme de que no hay idioma tan rico como el español; y por eso, todos los demás tienen que echar mano de nuestros vocablos: los disfrazan un poquito, a veces hasta los dejan tal cual, y ¡listo! Yo no sé si ese saqueo debiera permitirse: ¡que hablen español, si quieren!; pero… Bueno, en fin: éstas son explicaciones que yo no tenía por qué dárselas al Antonio, y tampoco aquí vienen muy al caso. Lo que importa es que tomé el papelito, me puse los lentes, y… Amigo, aquello no era cosa que se entendiera: nueve renglones manuscritos con buena letra, a tinta azul… Pero, ¿querrás creerlo?, yo no pude entender una sola palabra. Recorrí las líneas, volví a repasarlas. Antonio esperaba sin decir nada. "¿Qué es esto?", le pregunté. "Precisamente es lo que yo quisiera saber. Apuesto a que no lo entiendes". Me miraba con socarronería; tú sabes cómo es: para él no hay respeto, no hay distancias. El hecho de haber sido compañeros de escuela… "Pero ¿de dónde has sacado este papel?", le pregunté de nuevo. "Conque no lo entiendes". Entonces, con los mil rodeos que acostumbra, me contó que varios días antes, ausente él de la casa, había llegado a la fonda un forastero; había comido un par de huevos fritos, guiso de carnero, dulce de membrillo, y luego se había encerrado en la pieza que le dieron sin abrir el pico. La mujer había sido quien le alojó y sirvió. Regresado a su casa, Antonio quiso, según solía hacerlo, echar un párrafo con el nuevo huésped. Golpeó a la puerta y le preguntó si necesitaba de algo. "¡Nada, gracias", le contestó una voz extraña. "¿Extraña?", le interrumpí yo. "¿Por qué, extraña?" No supo qué decirme, y yo me reí para mis adentros. Tú sabes, Roque, lo curiosa que es la gente: posaderos, fondistas y demás comparsa. Les llega un cliente y, no contentos con sacarle cuanto dinero pueden, le revuelven el equipaje, le averiguan la procedencia y destino, investigan la finalidad del viaje, dan vueltas y más vueltas, antes de entregárselas, a las cartas que reciben. Imagina, pues, el mal humor de nuestro hombre al encontrarse la puerta cerrada. Él dice que golpeó para preguntar; pero dice también que la puerta estaba atrancada por dentro con cerrojo: me dirás tú cómo lo supo. Pues empuñando la falleba para hacer lo que suele: abrir la puerta, meter la cabezota con un "¿Me da licencia?" y, después de haber paseado la vista por todo el cuarto, preguntar entonces si al señor se le antoja algo. Muy seca tendrá que ser la respuesta para que no encuentre modo de enhebrar conversación: comienza a charlar desde el quicio de la puerta, y termina sentado en la cama del huésped…¡Una voz extraña! El caso es que a la mañana voló el pájaro sin que él hubiera conseguido echarle la vista encima. Cuando salía, como todas las madrugadas, para esperar en la estación el tren de las seis y treinta y cinco, dirigió una mirada a la habitación, donde no se oía ruido alguno; y cuando regresó de nuevo a la fonda acompañado de dos huéspedes que había podido reclutar, ya el otro no estaba: a poco de salir él, llamó, pidió la cuenta, pagó y se fue; esto le dijo al Antonio su mujer: de seguro, había tomado el ómnibus que sale, frente al bar de Bellido Gómez, a las siete menos cinco. Antonio entró en el cuarto, desarreglado todavía, y ahí topó con el famoso papelito que tanta guerra nos había de dar… Pero ¿me estás escuchando o te has dormido ya? -se interrumpió Severiano, extrañado de mi silencio. Y es lo cierto que yo estaba a punto ya de dormirme: en mi cansancio, veía la plaza, el bar de Bellido Gómez, y la iglesia al otro lado, muy confuso todo, casi desvanecido…

– No, hombre; te escucho -le respondí.

– Pues, como te iba diciendo, ahí apareció el célebre manuscrito. Había varios papeles blancos desparramados sobre la mesa y, entre ellos, medio oculto, ése, en el que se veían varias líneas, nueve, para ser exacto, de una escritura pareja, trazadas con la tinta azul-violeta que la patrona de la fonda había proporcionado al huésped. Habrás observado, primo -precisó Severiano-, que dije se veían y no, como suele decirse, se leían; porque es el caso que ¡ya podía uno darle vueltas!: era imposible sacar nada en limpio de lo escrito. La letra era clara, igualita; pero ¡qué había de entender Antonio, si yo mismo no entendía nada! Después de tener dos días el papel en su cartera se había decidido (como luego averigüé) a consultarlo con otro pasajero, un inspector de contribuciones que por entonces estaba en el pueblo. "¡Vea usted, don Diego, qué escritura endiablada! A ver qué le parece a usted". El tal don Diego (que, dicho sea de paso, no es mal bicho) parece que tomó el papelito con mucha prosopopeya, lo depositó sobre el hule de la mesa, lo sometió a detenido examen allí junto a la taza del café, y… ¡que si quieres! Al cabo de un rato va y se lo devuelve: que eso estaba escrito en extranjero, y que él no tenía ahora tiempo de ponerlo en claro. "Ya, ya. Ya me lo figuraba yo", le respondió el Antonio retirándose con su papel, bajo una mirada iracunda del inspector. Bueno, eso no fue sino el comienzo de su peregrinación. Después recurrió a mi ayuda. Aunque se me llegó con mucho alarde de confianza, comprenderás que no tardé en percatarme de que acudía a mí, su amigo de la infancia, después de haberle desahuciado un extraño. Son pequeñeces humanas en las que yo ni siquiera me fijo; pero tampoco la manera de abordarme resultó muy delicada: "Hombre, tú que siempre andas con esos papelotes que te llegan de fuera, a ver si me sabes leer esto". En fin: eché unas miradas al escrito, y le dije: "Déjamelo para que lo estudie despacio, pues la cosa parece que tiene sus bemoles". ¡Vaya si los tenía! Con paciencia infinita, lo repasé, una vez a solas, palabra por palabra, letra por letra, de arriba abajo y de abajo arriba. ¡Nada, nada! Ni una rendija de luz; oscuridad absoluta. ¿Concibes cosa semejante? Hasta tal punto llegó a intrigarme, que resolví tomar por mí cuenta el asunto, e investigarlo a toda costa, siquiera fuese por medios indirectos. Cuando cerré el almacén, me acerqué a la fonda en busca de Antonio…

– Pero, dime -interrumpí entonces a mi primo-, ¿a ti qué te importaba todo eso?

– Pues ahí está -me contestó-; no me importaba un bledo. Pero ya me había picado, no sé si la curiosidad o el amor propio, y me propuse averiguar. Ante todo le pedí a Antonio que volviera a contarme con todos sus detalles lo relativo al huésped. "Mira", me dijo después de repetirme que el huésped había cenado huevos fritos y carnero (¡qué interesante circunstancia! ¿no?; pues nunca la omitía) y que a la mañana había desaparecido de improviso: "mira, yo creo que ese papel debe contener alguna explicación de su huida". "¿Cómo? Pero ¿es que se fue sin pagar?" Me extrañaba; conozco a mi gente; y según suponía yo: "No -me dijo-; sin pagar no se fue; bueno hubiera estado eso. A mí, hasta ahora nadie me ha llamado tonto. Pero se esfumó sin que tan siquiera pudiese yo verle la jeta, dejándome -(¡dejándome! ¡si se creería Antonio que el tonto soy yo!), dejándome ese papel escrito…" "Pero, dime -insistí-, ¿qué especie de pájaro era?: ¿un corredor de comercio, un misionero, qué?" "¿Y cómo he de saberlo yo, si no pude ni verlo? Llegó aquí el sábado a la noche, cuando yo había ido a completar los encargos para la semana, y se marchó el domingo tempranito, en el ómnibus seguramente, mientras yo estaba en la estación. Lo atendió mi mujer. Pero -comentó el Antonio- las mujeres son así: se fijan en lo que no debieran, y se les escapan las mejores. Tú, Severiano, tienes la gran suerte de estar soltero; no sabes lo que…" Todo este comentario me lo hacía en voz bien alta, con la intención aviesa de mortificar a su mujer que lo estaba oyendo desde la cocina (hablábamos en el panecillo de atrás; tú te acuerdas de la fonda, ¿no?), hasta que por fin saltó ella: se asomó a la ventana, toda roja de ira, y le largó a gritos cuanto se le vino a la boca: entre improperios, le decía que si pensaba acaso que ella no tenía más que hacer sino espiar a los pasajeros; que, tanto hablar de la curiosidad femenina, y los hombres… Etcétera.

– No le faltaba razón a la pobre mujer -opiné yo entonces desde mi cama-; pero, de todas maneras, lo extraño es…

– Todo es extraño en este asunto, Roque -vibró, en la oscuridad, excitada, la voz de mi primo-. Figúrate que hube de terciar en la disputa entre marido y mujer, pues aquello se enredaba sin ton ni son, y pasándome a la cocina, le pregunté cómo era el misterioso huésped que nadie sino ella había visto. Pero la buena señora estaba hecha una furia, toda encendida, arrebatada, como un basilisco y, echando chispas por los ojos, se negaba a dar ningún detalle.

"Muy raro todo, en efecto", reflexionaba yo sin decir esta boca es mía. Mientras mi primo Severiano me contaba eso, se me había ocurrido por un instante maliciar que tal vez entre el viajero y la patrona hubiera sucedido uno de aquellos episodios que, en fondas y pensiones, son el pan nuestro de cada día (pues a mí ¡qué me van a contar, después de tanto haber rodado por capitales de provincia, pueblos y poblachos, al cabo de años y años de viajante a comisión! Es una rutina más del oficio: pellizco, revolcón, y a otra cosa). Pero ¿acaso ello hubiera explicado nada? Al contrario, en tal supuesto la mujer se hubiera apresurado a dar, verdaderos o imaginarios -y ¿por qué, tampoco, imaginarios?-, los detalles que se le pedían, quedándose tan oronda. "Además -rectifiqué para mí mismo- esa doña Tal (que ya no me acuerdo cómo se llama) debe de estar demasiado vieja para semejantes trotes, ha de ser algo mayor que yo, lo que para una mujer ya es bastante, y además… No -deseché-; eso era una tontería".

– … y hubo que dejarla en paz -continuaba entre tanto mi primo-: no le daba la gana de decir nada. Me llevé, pues, el papelito, y seguí preocupado por averiguar lo que contenía. Aquí, ya lo sabes, es poca la gente con quien puedes consultar una cosa así. Se me ocurrió hablarles al cura y al boticario. Los boticarios, por su profesión, están acostumbrados a leer manuscritos enrevesados… Claro que el de marras no era lo que se dice de escritura difícil; al contrario: letra por letra podía ser deletreado, con sus mayúsculas y minúsculas, sus puntos y sus comas. Sólo que tú no entendías, lo que se llama entender, ni una jota. Y eso fue lo que le pasó al farmacéutico pese a la fama que ellos tienen. Eso fue también lo que le pasó al cura, cuando, poco rato después, se reunió con nosotros en la rebotica. "¿De qué le valen a usted todos sus latinos -le dije yo (claro que por chanza; pero, al fin y al cabo, ¿no era muy cierto?)-, de qué le valen todos los latinos al padre cura, si no es capaz de entender cuatro frases escritas en idioma extranjero?" Se molestó un poco; replicó que nada tenía que ver el latín con aquellas pamplinas, y que dejase en paz las cosas santas. Pero ya no hubo otro tema en la tertulia, ni esa tarde, ni luego a la noche, en el bar de Bellido, que es donde nos reunimos a tomar café, ni al día siguiente, ni en los que vinieron después. Comenzaron las conjeturas y, como puedes suponer, se multiplicaron los más inverosímiles disparates. Había buen margen para todo, pues nadie (¿podrás creerlo?), nadie en el pueblo había visto al viajero dichoso… Eso, al principio; que luego, como siempre ocurre, lo habían visto ya todos, todos empezaron a acordarse: el uno, le vio subir al ómnibus; el otro a punto de entrar en el hotel; quién, bajándose del tren en la estación; quién, cuando ponía un telegrama en la oficina de Correos. ¡Hasta el Antonio mismo declaró por último haberle visto! Te vas a reír: confesó que, antes de retirarse de la puerta atrancada de la pieza, echó una miradita por el ojo de la cerradura y logró así divisar al tipo; que, desde luego -podía asegurarlo-, no era español: los zapatones que llevaba y los calcetines de lana de colores vivos son cosas que nadie usa; ningún español incurre en tales extravagancias, y sólo los ingleses… (La propia abundancia de su locuacidad nos aclaró en seguida lo que era por demás cierto: estaba describiéndonos el calzado de un inglés que meses antes había pasado un par de días en el pueblo, ocupado en preguntar acerca de los molinos de viento, averiguar apellidos y tomar notas en un cuaderno.) El boticario le alabó entonces a Antonio su arte para conocer a los extranjeros por las patas, y él, ¡bueno es el hombre para aguantar soflamas!, soltó una rociada de groserías sacando a relucir en seguida la dignidad de su oficio, tan decente como el que más (afirmaba), pues mejor era dar de comer al hambriento, aunque fuera por su dinero, que extraérselo al harto con purgantes y lavativas. Etcétera: ¡ya conoces el género! Poco faltó para que se liaran a golpes. El tal Antonio es un perfecto borrico… Pero no quiero cansarte con tanta minucia: cuando te quieras dormir, me lo dices, y me callo.

– Por lo menos, sépase de una vez si conseguiste averiguar lo que el papel decía -le respondí. ¡Qué pesada es esta gente cuando se pone a contar algo! Se pierden en digresiones, rodeos, detalles que no vienen al caso, y jamás acaban.

– ¿Averiguar? ¡Calla, hombre!… No; no averiguamos nada -me respondió-. Pero déjame que te cuente. Abreviaré. Como te iba diciendo, todos pretendían al final haber visto al misterioso personaje, pero nadie daba señas que coincidieran. Hasta se hizo una investigación del telegrama expedido por él, y no apareció tal telegrama; los cuatro que ese día se despacharon eran todos de personas bien conocidas en el pueblo. "Pues entonces sería una carta", dice el sujeto que lo viera poner…, y se queda tan fresco. La gente larga las mentiras con una tranquilidad… La gente tiene mucha fantasía. Pues ¿y las hipótesis? ¡Qué de disparates! Y en este terreno fue nuestro buen boticario (preciso es confesarlo) quien batió el record. ¿Sabes lo que se le ocurrió?: que el dichoso papelito debía de ser alguna propaganda comunista, y que seguramente estaba escrito en ruso, por lo que era muy natural que nadie lo entendiera. ¿Te das cuenta de la chifladura? ¡Propaganda! Pero ¡qué propaganda, señor mío (como yo le dije), una cosa que nadie puede entender!… Yo por mí estoy convencido de que la única explicación verosímil es la siguiente: se trata de un loco (¿me estás escuchando?); y ese papel no significa nada, ¡absolutamente nada! La razón es ésta:¿quién, sino un loco, llega a un pueblo desconocido, se encierra en el cuarto de un hotel, escribe, y a la mañana sale medio furtivamente, sin hablar con nadie, y dejándose una hojilla que nadie puede entender?

Severiano se quedó callado por un momento, como si esperase el efecto que su brillante interpretación producía en mí. Pues, hombre, ¡ahora vas a ver!

– Pero, vamos a cuentas, Severiano -le dije con medida calma-; escucha: ¿no dices que primero estuvo cenando en el comedor de la fonda, y que le sirvió la patrona? ¿Qué tiene de particular, si necesitaba escribir, el que deseara no ser incomodado por la charla del hotelero? Eso, a cualquiera se le ocurre. Por otro lado, si estuvo escribiendo, es fácil que esa hojilla, un borrador probablemente, se le quedase olvidada entre los pliegues sobrantes. Y luego, no sé por qué supones que salió furtivamente. ¿No me has dicho tú mismo que pagó el gasto? Ninguna obligación tenía de satisfacer la curiosidad del señor hospedero, ni de presentarle sus respetos. A mí me parece que todo eso es bien razonable, corriente y moliente…

Se lo dije con mucha flema. Pero me había indignado un poco la explicación con que mi primo se daba por satisfecho. Era una solución demasiado cómoda, ¡caramba! ¿Que no entiendes una cosa? Pues ¡es que no tiene sentido, y listo! ¡Qué propio de él ese modo perezoso, desganado; ese encogerse de hombros! Con verdad dicen que genio y figura… Este Severiano que ahora se revelaba de cuerpo entero en esa explicación fácil era el mismo que, de muchacho, aceptaba siempre mis iniciativas, las secundaba de un modo flojo, y se reía cuando trataba yo de sacudirlo un poco, de avivarlo con el encargo de tareas difíciles; el mismo que luego siguió con igual docilidad las directrices que le trazara el tío Ruperto; el mismo que se quedó ahí en el pueblo, muerto de ganas de ver mundo, pero aceptando una vida que le entregaban hecha… ¡Muy cómodo todo! Me dio rabia: por eso quise salir al paso de su teoría, y dejársela pulverizada. Y más rabia todavía me dio cuando, en lugar de discutir mis objeciones, va y se sale por la tangente -él, siempre el mismo- observando: "Pero eso que algunos me discuten de que un loco no tendría letra tan clara y pareja y perfilada, es una perfecta tontería. Hay quien no puede imaginarse a los dementes si no es dando alaridos dentro de una camisa de fuerza. Además, la fábula de la propaganda soviética, francamente, me parece pueril".

– Pues a mí, tan descabellada no me parece, ¡qué quieres que te diga! -le repliqué-. No pienso, por supuesto, que pueda tratarse de ningún escrito en ruso ni mucho menos. Pero… con todo… ¡Mira! No quiero por ahora adelantarte mi opinión. Prosigue tu historia; anda, termina.

La verdad es que se me había ocurrido una idea bastante aceptable y hasta, si se quiere, excelente; algo que a aquellos palurdos jamás se les hubiera venido al meollo, y que había de dejarlos estupefactos cuando vieran los resultados. Pues si era como yo pensaba, la cosa podía traer cola, hacer hablar a todos los periódicos durante días y semanas. Crecía mi entusiasmo al ver cómo, cuantas más vueltas daba en el magín a mi idea, más se me iba perfeccionando, más se redondeaba. Y, sin embargo, los ditirambos que pudieran dirigirse a mi perspicacia, "a la extraordinaria lucidez mental de ese modesto viajante de comercio", serían en el fondo inmerecidos, pues la idea me había brotado de golpe, y ahora era como sí creciera dentro de mi mente, sin darme otro trabajo que el de ir tomando nota, igual que se toma nota del pedido de uno de esos raros clientes a quienes no hay que sacarles con tirabuzón cada partida, y apuntando en mi memoria los sucesivos detalles que se agregaban para completar mi hipótesis y prestarle la armonía de la evidencia.

– Pero ¡si no me queda ya nada por contar! -había contestado Severiano-. Las opiniones se dividieron de mil maneras, hubo interminables discusiones, hubo hasta verdaderas riñas; muchos quedaron atravesados y resentidos los unos con los otros, y al final nos hallamos como al comienzo: sin saber nada a punto fijo, pues que todo habían sido suposiciones más o menos hueras.

– Bueno, pero el papel ¿dónde está?

– El papel, yo lo tengo. Mejor dicho: lo tiene mi hermana Juanita, a quien se lo di a guardar en espera de que alguien pueda procurarnos un poco de luz. Hasta ahora, nunca surgió la oportunidad; e incluso, te diré, casi ni lo tenía ya presente. Pero no bien te oí referir que has aprendido idiomas, ¡caramba!, en seguida se me vino a las mientes, y pensé, pienso: "A lo mejor éste puede aclararnos…" Mañana por la mañana te enseño el manuscrito y… vamos a ver. Por ahora, lo mejor será que nos durmamos. Ya es tarde, y tú debes de estar muy cansado.

Cansado sí que lo estaba; ¿no había de estarlo? Pero ya se me había pasado el sueño con tanta y tanta conversación, y mi idea acerca del papel y de su posible significado seguía trabajando ella sola en mi cabeza, como si le hubiesen dado cuerda; giraba y giraba sin sosiego alternando en sus vueltas el decaimiento con el entusiasmo… En una palabra: ya estaba desvelado por completo. Y era justamente ahora cuando este bueno de mi señor primo sentía sueño y me mandaba, como se le manda a un niño, que me durmiera.

– Pues no, señor: no estoy cansado. Además, para un día que voy a pasar contigo después de tanto tiempo que no nos vemos, no es cosa de echarse a dormir a pierna suelta. De modo que… sigamos charlando un poco, señor dormilón: anda, cuéntame algún detalle más. Ya te he dicho que se me había ocurrido una interpretación bastante cabal de todo ese suceso. Estoy atando cabos: luego te la expondré. Por el momento, lo que sobre todo importa es la personalidad del viajero. En cuanto al papel, ya lo estudiaremos por la mañana, raro será que no confirme… Pero, mientras tanto, dime: ¿qué es lo que, en concreto, se sabe del hombre?

– Pues, en concreto, ¡nada! Ya te digo que nadie lo ha visto, si apuramos los hechos. Y cuando en un momento dado todos quisieron hacerse los interesantes dando precisos detalles, nadie coincidía con nadie. ¿Te conté lo del telegrama? Toda una historia, hasta con sus discusiones agrias. Y al final resulta que no había telegrama que valga. En cuanto al chófer del ómnibus, no pudo acordarse de nada a punto fijo; no había reparado; ningún pasajero le había llamado la atención; él no se preocupaba de los pasajeros sino para cobrarles el billete y hacerles cumplir las ordenanzas según es debido.

– Bien. Está muy bien. Pero la mujer del Antonio, ésa por lo menos es seguro que lo vio, puesto que le sirvió la cena y le dio alojamiento y le cobró el hospedaje. ¿O me vas a decir que se obstina?…

– No, hombre, no; al principio, es cierto que no quiso referir nada, por pura terquedad, enojada como estaba con el marido. Pero luego se le fue a hablar seriamente, el cura mismo le hizo algunas consideraciones, y la pobre señora contó lo que sabía. Mas, después de haber hecho la reseña mil y quinientas veces, estábamos donde antes: eran todo trivialidades.

– ¿Por ejemplo?

– Pues, por ejemplo, que estando ella arriba oyó palmadas al pie de la escalera; que acudió, y encontró allí a nuestro hombre, con un maletín en la mano y un abrigo al brazo, pidiéndole alojamiento; que le hizo subir y lo instaló en la habitación de la esquina; que le preguntó en seguida si iba a cenar: contestó él que sí y, pasado un momento, bajó al comedor, sentóse a la mesa, comenzó a leer unos papeles que llevaba consigo, y ella le fue sirviendo la comida; ya lo sabes: sopa, huevos fritos, un poco de carnero y una buena tajada de carne de membrillo, todo lo cual comió distraído en su lectura; que cuando hubo concluido se retiró de nuevo a su cuarto pidiéndole pluma, tintero y unas hojas de papel… Y por último, que a la mañana temprano volvió a aparecer en la cocina, ya con la maletita en la mano y el abrigo al brazo preguntando cuánto debía y desapareciendo no bien lo hubo pagado sin discutir ni regatear. Eso es todo.

– Pero, hombre, por favor: ¡resulta irritante, demonio! ¿Cómo es posible? ¿Nadie más había en la fonda? Y a la patrona ¿no le chocó el laconismo del tipo, o algo en su aspecto, o… qué sé yo? Yo no puedo creer que, tal como son esas mujeres, no le preguntara…

– Pues mira: otro personal no lo había (es casualidad: no creas que no se haya comentado; pero se dan casualidades); no lo había, no, ni al entrar el hombre ni al salir de mañana. Y mientras comía, fue la propia dueña quien sirvió y retiró los platos. Casualidad será, si tú quieres…

– De todas maneras, y aun siendo así… No sé; pero se diría que hay aquí empeño en hacer todavía más misterioso el asunto de lo que en realidad es. El tipo ¿cómo era? ¿joven o viejo? ¿alto o bajo? ¿rubio o moreno?

– Pues, al decir de ella, ni joven ni viejo, ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado, ni moreno ni rubio.

– Vamos, sí; señas particulares, ninguna. Y ya está completa la ficha. La vestimenta, vulgar, de seguro. ¿Y los calcetines de colores y los zapatos de que hablaba el otro?

– Ahí, ella desmiente al marido; dice que es pura invención. E invención, lo del acento extranjero: que si no llega a ser por el maldito papelucho, a nadie se le hubiera ocurrido… Ella, ¡claro!, con tal de desmentir al Antonio… ¡Cualquiera sabe!

La última observación de la hospedera me llenó, lo confieso, de súbito regocijo: confirmaba mi hipótesis. Tuve una verdadera invasión de júbilo; tanto, que no pude contenerme, y le dije a Severiano:

– Mira, primo: esa señora (y perdona que te lo diga) es la única persona que en todo este asunto ha mostrado sentido común y que sabe discurrir. ¿Por qué? Pues porque eso está muy bien observado. ¡Claro está que no era un extranjero! Fantasías, fantasías, y nada más que fantasías. Así es como se forman las leyendas: ven un papel que no pueden descifrar y, en seguida, ¿qué va a ser?: un manuscrito en lengua extranjera. Por lo tanto, extranjera tiene que ser la mano que lo escribió. Y ya eso basta para pretender haber notado acento extraño, ropas fuera de lo usual, etcétera. Pero es el caso, señor mío, que no hay nada de todo ello: todo se encuentra construido sobre una base falsa: el manuscrito no está en lengua extranjera.

– Pues claro; ya lo decía yo: son las palabras sin sentido trazadas por la mano de un loco -me contestó Severiano. ¿Habríase visto? ¡Qué bruto! ¡Sí, sí, cada loco con su tema! ¡Qué bruto! ¡qué grandísimo terco!

– ¡Ya, Ya! ¡Palabras sin sentido! -me eché a reír. En la oscuridad, a mí mismo me sonó mi risa a falsa. Estaba ya crispado, lo que es bastante comprensible, ¿no?-. ¡Palabras sin sentido! -repetí-. ¿No te das cuenta de que no hay loco capaz de inventarse de pe a pa sus palabras, sin parecido ninguno con las verdaderas? Por lo que más quieras, Severiano: un loco deforma, mezcla, combina; pero esas palabras completas, una junto a la otra, y desprovistas en apariencia de toda significación… No me vas a decir…

– Entonces…

Mi primo estaba desconcertado; lo había desconcertado mi vehemencia. Hubiera podido tocarse con la mano su estupefacción, quieto, inmóvil, paralizado, acurrucado ahí, en lo oscuro, como un bicho tímido.

– Entonces… -repitió, confuso.

– Es muy fácil, hombre -condescendí-: es el huevo de Colón. (Sólo que, claro está…) ¿No lo adivinas? Se trata de escritura cifrada.

Ya estaba dicho; eso era tal cual: escritura cifrada. Pero, por lo visto, no resultaba tan fácil para sus entendederas. Y después de todo, se explica: ¿qué podía entender Severiano de toda esa cuestión de cifras, códigos y tal?; tendría sólo una vaga noción, y le costaba mucho trabajo darse cuenta. Yo me puse a instruirle. A mí, eso me era asunto familiar, por razón de los negocios, que a veces exigen… Mas, sea que él ya tiene los sesos endurecidos, sea que yo, con el cansancio y la nerviosidad, no atinaba a poner en claro la cuestión, tuve que terminar por proponerle: "¡Anda, a ver! Da luz, que yo no sé dónde está el conmutador, y en un momento voy a mostrarte con ejemplos…" Encendió, y yo me tiré de la cama. En seguida fui a buscar mi lápiz en el bolsillo de la chaqueta, y saqué también una libreta de notas. Severiano me observaba sin decir nada. Me acerqué a su cama, aquel catre en tenguerengue, y tomé asiento en el borde, a su lado.

– Mira, fíjate -le dije-: es así; aquí están las letras del alfabeto… A, B, C, D, E, F, etcétera. Bueno: si a cada una de ellas se le asigna un valor numérico (por ejemplo, la A vale cinco; la B, ocho; la C, cuatro, etcétera), es claro que podrás escribir lo que te dé la gana con cifras, y no entenderá tu escritura sino quien ya conozca los valores convencionales que tú le has asignado a cada letra. Basta tener la clave. Veamos, por ejemplo, mi nombre: Roque Sánchez, ¿eh?

Y con toda paciencia pongo mi nombre en números, para que el muy bruto venga y me diga, me dice: "Pero ¿qué tiene eso que ver con las palabras escritas en idioma extranjero?" Le miré despacio, procurando no mostrarme exasperado: el pobre es bastante duro de mollera, pero ¿qué culpa tiene él? De todas maneras su torpeza me irritó a tal punto que ya me hice un lío, no di más pie con bola y me fue imposible llevar a término mi explicación. ¡Quién sabe tampoco si él hubiera sido capaz de comprenderla! Renuncié a nuevos ejemplos, que por fuerza hubieran sido más complicados, y le dije:

– Bueno, esto es demasiado técnico para explicarlo en unos minutos. Yo lo que te digo es que ese manuscrito está en cifra. Eso es lo que es: un texto cifrado.

– Será así como dices -me respondió-; pero entonces lo que yo no comprendo es para qué diablos iba a dejarnos ahí una cosa que nadie puede descifrar.

– ¡Ah, ésa es otra canción!

Comencé a pasearme por la alcoba, de un lado a otro, sorteando la mesita del centro y la silla con la ropa, mientras él, sentado en su cama, seguía con interés mis movimientos y mis palabras. Yo trataba de persuadirlo ahora de la explicación más sencilla, que de seguro sería también la verdadera: que el sujeto en cuestión, ¡cualquiera sabe para qué fines!, tuviera que enviar un mensaje cifrado, y ése haya sido el borrador, traspapelado allí sobre la mesa.

– Tal vez. Pero a mí eso no me convence. (¡No me convence! -objetó-. ¡Qué aplomo! Diríase que él hubiera estado meditando la idea con toda calma, para sentenciar a la postre: "¡No me convence!"). ¿Cómo iba a dejarse olvidada -insistió- una cosa tan importante, tan importante que exige ponerla en escritura secreta?

– Olvidada, no; perdida entre los demás papeles. Puede bien ocurrir. Puede ocurrirle, o bien a un novato que se atolondra, o bien a un veterano ya muy avezado al peligro.

– ¿Al peligro, dices? ¡Según eso, piensas tú que la cosa es de cuidado!

Por fin se había dado cuenta el muy lerdo.

– Podría serlo. ¡De mucho cuidado!

Me detuve. Caí en un preocupado silencio. A mi cabeza acudían multitud de ideas, todavía un tanto confusas y mezcladas, pero… ¡multitud! Eso sí, todavía en nebulosa. No era como al comienzo, que andaban solas, sin darme trabajo, y solas se colocaban en su orden. Ahora asomaban como por un agujero y se retiraban en seguida antes de que hubiera podido apresarlas. Sentía que asomaba una; iba a echarle mano, y ya se había sumido otra vez… Severiano respetaba mi silencio, me observaba. Al cabo de un buen rato, aventuró:

– Y, ¡por supuesto!, no sabiendo la equivalencia de cada letra…

– ¿Qué? ¿La clave?

– Sí; no sabiendo la clave…

– Bien; te diré: hay especialistas que aciertan a descifrar claves secretas, lo que, como podrás imaginar, no es nada sencillo. ¡Menudos tíos! También los tipos se ganan unos sueldos formidables. Pero lo que quiero decirte es que ello no es imposible ni mucho menos, y yo, por mí, estoy deseando ponerle la vista encima al manuscrito… No vayas a pensarte que yo entiendo de eso; no. En las operaciones mercantiles, en el mundo de los negocios, que tantos puntos de contacto tiene con la diplomada y la guerra, también se emplea la cifra para comunicarse acerca de ciertas operaciones de importancia; pero de eso a descifrar textos de clave desconocida hay mucha distancia. Sin embargo, primo, tengo verdadero deseo de ver el manuscrito. Ya me has metido en curiosidad, hombre. Y, digo yo, puesto que ambos estamos despiertos y sin sueño, dime, ¿por qué no vas ahora mismo a buscarlo?

– ¿Ahora?

– Sí, hombre de Dios, ¡ahora! -¡Qué ser reacio, qué indolencia; si hasta parecía asustado, como si le hubieran propuesto lo nunca visto, la cosa más insólita y descomunal! Levantarse de la cama, ¡nada menos!, e ir a la gaveta en busca del papelito y traerlo.

– ¿Ahora? -repitió-. No; no puede ser ahora.

– Pero ¿por qué?

Se lo pregunté medio sorprendido, medio divertido, parándome junto a su cama. Y allí mismo, cruzados los brazos, aguardé la respuesta.

– Porque no puede ser -cerró los ojos-. El papel, ¿sabes?, lo tiene guardado mi hermana Juanita.

Yo insistí. Aquélla no era razón. No es que en realidad me importase nada el maldito papel ni que tuviera impaciencia alguna; pero me sentía ya irritado y, al mismo tiempo, me divertía apretarle, ponerle en un brete, sacudirle, sacarlo de su inmovilidad.

– No necesitas despertarla ni hacer ruido -aduje para persuadirle-. Eso aparte de que a estas horas probablemente ya estará ella rezando sus devociones matinales. ¡Digo yo, no sé! Pero, sobre todo, que no tienes por qué hacer ruido. Vas, rebuscas donde ella acostumbre guardar sus papeles… Claro que, a lo mejor, lo tiene escondido entre las páginas de algún devocionario.

– Eso -me contestó en un tono grave que contrastaba con mi aire de zumba maligna y, lo confieso, un poco excesiva (un contraste que, como advertí en seguida, era reflejo del que hacía su figura envuelta, recostada, inmóvil, con mi agitación, ridícula sin duda y como burlesca, recorriendo la pieza en ropas menores)-, eso, Roque, no puede ser. Yo no podría sustraerle así como tú sugieres el misterioso mensaje. Para Juanita no se trata de una cuestión baladí: le daría un disgusto muy serio el saber que andaba yo revolviendo en sus cosas y que le había sacado… ¡Dichoso manuscrito, y cuántos quebraderos de cabeza ha tenido que ocasionar!

Estas palabras, pronunciadas, como digo, en tono grave y hasta pesaroso, doliente casi, cambiaron el sesgo de la conversación. Yo volví a meterme en la cama (estaba quedándome helado) y me cubrí hasta medio cuerpo, dispuesto a escuchar con atención las confidencias de que aquellas frases parecían ser prólogo. En efecto, me contó en seguida las discusiones, querellas casi, a que el mensaje cifrado diera lugar en su casa. Primero habían sido las protestas airadas de Águeda, molesta con las idas y venidas, cabildeos, trifulcas y quimeras suscitadas por el manuscrito; pues a la gente le había dado por invadir su casa -¡claro, él era el depositario, y él tenía que aguantar las pesadeces de todo el que quisiera verlo y discutirlo!-; de manera que Águeda, con su intemperancia, su irritabilidad… Alguna vez, curiosa también ella aunque no quisiera confesarlo, había echado una mirada furtiva, por encima del hombro, al pasar por su lado, cuando él estaba examinando a solas aquella caligrafía. Y él, buscando propiciársela, había aprovechado estas raras ocasiones para invitarla: "Mira, Águeda, mujer; a ver qué te parece a ti…" Pero ella no se dejaba implicar; se salía con un "Déjame a mí de tonterías; no tengo tiempo que perder en pamplinas semejantes"; y sólo una vez llegó a tomar el papel en sus manos, aun cuando para soltarlo en seguida sobre la mesa, despectivamente: "¡Bah!"

– Mientras tanto -prosiguió Severiano su relato-, la otra, Juanita, había callado siempre, sin mezclarse en las discusiones, ajena por completo a ellas, según parecía, pero no perdiendo una sílaba de cuanto se hablaba a propósito… hasta que una vez me sorprende con esta increíble pregunta: "Severiano, ¿cuándo piensas entregarme el mensaje?" Al principio, ¡la verdad!, no entendí bien lo que quería significarme; la miré con sorpresa, y me dispuse a no hacerle demasiado caso; desde que se ha convertido definitivamente en solterona y beata alimenta su imaginación de fantasías estúpidas y gusta de emplear palabras tales como esa de mensaje misión, holocausto… Pero, ¡diantre!, ¡se refería al manuscrito! "¿Qué mensaje?" "¡Ese! ¿Cuándo me lo entregas?" Eché mano a la cartera, donde lo tenía guardado, y se lo alargo. Entonces lo coge con premura, le pasa la vista con esa expresión ansiosa que ahora suele tomar (son los gestos teatrales de la iglesia, ¿sabes?; todo se contagia; y luego, tú sabes, ese vértigo de la edad, en fin…), me lanza una mirada inquieta y… desaparece; sí, desaparece llevándose el papel a su cuarto y dejándome a mí con dos palmos de narices. Yo me quedé como quien ve visiones, sin saber ni qué decirle. ¿Qué va uno a decir ante cosa tal? Tú no puedes defenderte del absurdo. Para las cosas normales y corrientes, ya sabes bien lo que has de hacer: estás en tu mundo; pisas el suelo firme de la realidad; cada cosa es lo que es, y nada más: tiene su cuerpo, su volumen, su peso y su forma, su temperatura, su color, y se está ahí quieta hasta que a ti te da la gana de cambiarla de sitio. Pero de pronto comienzas a notar que ya no apoyas los pies sobre el suelo; quieres tocar algo, y donde creías hallar resistencia no la hallas, está frío lo que esperabas caliente, lo blando se te resiste, alargas la mano para agarrar una cosa, y resulta que se te ha escapado. Entonces, ya no sabes qué hacer… ¡Y no haces nada! Te quedas paralizado. Pues eso fue lo que me pasó a mí, y lo que me sigue pasando. Hay veces, te aseguro, en que no hay quién entienda a mi hermana; y yo me pregunto: "Pero ¿es ésta mi Juanita?" En resumidas cuentas: que se quedó con el papel, y ¡hasta ahora! Cuando volví a tenerla ante los ojos, le pregunté con cierta cautela: "Entonces, Juanita, ¿eso lo guardas tú?" "Eso ¿qué?" "¿Qué ha de ser? El papelito". Y me responde: "Pues ¡naturalmente!" ¿Qué te parece? ¡Naturalmente!… Dos o tres veces después le he hecho alguna alusión, le he preguntado, por ejemplo, que qué le pareció, y me mira ya con burla, ya con rabia, y no me contesta. Como no es cosa de armar un zipizape…

– Ya, ya comprendo -le dije yo entonces a mi primo-; ya me doy cuenta de por qué no quieres ir ahora a buscarlo: le tienes miedo a tu hermanita, y eso es todo. ¡Está bien, hombre! ¡Haberlo dicho!

– Miedo, no; consideración -replicó enrojeciendo, no sé si de bochorno o de cólera; pues algo debía conservar de su antiguo amor propio, y la verdad es que yo me había excedido un tantico: no tenía ningún derecho… Además ¿qué me importaba a mí de toda aquella necia historia pueblerina? ¡Nada! Pero lo que pasa es que cuando ya uno se ha puesto nervioso, cualquier majadería es capaz de dominarlo. En esto tenía razón Severiano: el absurdo le hace perder a uno la cabeza, atrae como una sima. Yo sentía una impaciencia que a mí mismo me causaba estupor: ansiaba de tal modo ver el mensaje, que estaba cierto de no poder descansar más hasta después de haberlo tenido en las manos. Temía -así, ¡temía!- tener que tomar el tren sin haberlo visto, y hasta me había hecho el proyecto de apoderarme de él, aunque fuera en el último instante, y llevármelo: ya se lo devolvería a mi primo por correo certificado, si tanto interés tuviera en conservarlo. Pero ¿y si llegaba la hora del tren y, entre tantas vueltas y revueltas, aún no había podido verlo? Resuelto estaba, si preciso fuere, a perder el de las seis y treinta y cinco e irme en el de las once, a pesar de toda la incomodidad, inconvenientes y hasta, ¡quién sabe!, perjuicios que eso podía acarrearme. Pues ese retraso de unas cuantas horas me hubiera podido acarrear de veras un serio trastorno: estos pormenores yo no se los había contado a mi primo Severiano (ni ¡qué iban a importarle a él!), pero resulta que el gerente de Melero y Cía. me tenía fijada cita en la Fabril Manchega, S. A., para dilucidar la cuestión de las entregas descabaladas; se trataba de sorprender a estos pájaros y nevar un ataque bien combinado, fingiendo una coincidencia casual; él llegaría en su auto, mientras que yo, como viajante, pasaba mi acostumbrada visita; en fin, todo un lío; y si yo le dejaba colgado… Pues ¡a bien que no era soberbio y grosero el individuo como para hacerle semejante jugarreta! Si precisamente por comodidad suya había combinado yo el pasar esa noche sobrante en casa de mi primo, a quien, por otra parte, deseaba tanto visitar… Pero esa visita amenazaba complicarme la vida; pues, inexplicablemente, era ya para mí una necesidad imprescindible la que sentía de ver el demonio de manuscrito, y estaba dispuesto, incluso, a salir en el tren de las once, pasara lo que pasare. Por suerte, no fue necesario.

– Perdona, hombre, Severiano; parece que a ti no se te puede dar una broma -le dije para paliar el mal efecto de mi destemplada ironía-. De todas maneras, Juana madrugará bastante, ¿no? A mí me parece que debiéramos estar levantados, no sea que se vaya temprano a misa y nos quedemos…

– Descuida, Roque, descuida. Si todavía es noche cerrada -me arguyó, apaciguado, el buenazo.

– Vamos, que apuesto a que está amaneciendo -sostuve.

– Que va a estar: ni mucho menos.

– Pero sí, hombre; si ya pasan carros…

Estaban pasando carros; se oía fuera el chirrido de los ejes, las pisadas de las mulas, algún restallido, alguna blasfemia.

– Esos carros salen mucho antes que el sol.

Entre tanto, yo me había levantado, me había acercado al balcón; abrí un postigo: noche cerrada. Pero, a pesar de ello, cada vez se alzaban más ruidos en el pueblo; canto de gallos, ladridos… ¿Pensaría acaso dormirse todavía Severiano, después de haberme impedido a mí que durmiera en toda la santa noche con su estúpida historia? Ahí estaba, sin rebullir; se había vuelto para la pared, y ni siquiera rebullía. Pues lo que es si esperaba que yo apagase la luz… Fui a mirar mi reloj, que estaba en el bolsillo del chaleco, ahí colgado del respaldo de una silla con mi otra ropa: ¡Nada más que las cuatro y media! "Ya son las cinco menos veinticinco, Severiano -dije-. ¡Anda, holgazán, levántate, vamos!"

Se levantó, bostezando. No se puede negar que es un buenazo, el pobre. Añadí: "Yo creo que tu hermana ya no puede tardar mucho en salir de su cuarto". Él me dirigió una sonrisa amable y triste: "Sí -asintió-; a ver si por fin nos libramos del misterio".

¡Cómo se le notaban ahora los años, a Severiano, con el escaso pelo blancuzco todo revuelto, y aquellas ojeras! Me pareció viejo: un viejo. Fui a mirarme en el espejo del lavabo: ¡Hay que ver también los estragos que puede causar una noche en vela, y más, después de haber viajado todo el día! Y ¡es que son ya muchos años de viajante, caramba! Pero luego se afeita uno, se lava, se peina, y ¡como nuevo! Comencé a enjabonarme la cara, mientras que él se desperazaba con los brazos en cruz. Pronto pudo verse cuánta razón tenía yo: no bien salimos del cuarto -y Severiano tardó en arreglarse menos de lo que yo me hubiera temido- nos topamos con Juanita, que ya se disponía a largarse, y que se sobresaltó un poco al tropezar con nosotros en la puerta del comedor, a donde íbamos en busca de algo que tomar como desayuno. Me miró como si no me reconociera o no me recordara, y yo también le encontré a ella un no sé qué de raro, un cierto ribete cómico y hasta disparatado en la solemnidad de su manto negro, en el gesto de su mano enguantada sosteniendo libro y rosario. Seguía siendo aquella Juanita, sí; pero disfrazada de vieja beata… Su hermano la atajó:

– Mira, me alegro de que todavía no hayas salido (y ¡qué maneras de madrugar, hija!). Escucha, ¿sabes lo que quisiéramos?

– Se dan los buenos días.

– ¿Sabes lo que quisiéramos?

– Sí, lo sé -respondió ella inesperadamente-. ¡Lo sé!

Se había parado de espaldas a la puerta, un poco rígida, con los brazos caídos, y me pareció que su voz, demasiado presurosa, temblaba, de puro tensa, en los descoloridos labios.

Miré a Severiano. También él estaba pálido:

– ¿Que lo sabes? -preguntó en un parpadeo. Y con una sonrisa (¡qué fea, su forzada sonrisa jovial!)-: Imaginarás que vamos a pedirte el desayuno.

– Me vas a pedir el mensaje -le replicó ella sin vacilar. Y se quedó callada.

Severiano seguía parpadeando como si le hubiera entrado una mota en un ojo. Convencido de que él no rechistaría, y empeñado además en cerrarle la retirada:

– ¿Cómo lo has podido adivinar, prima? -le pregunté yo. Juanita descompuso su boca en una mueca bufa; en seguida se quedó seria, vieja; luego exhaló un suspiro; luego tragó saliva… Creo que Severiano estaba aterrado al ver que su hermana no decía palabra.

Otra vez me sentí en el caso de intervenir:

– Entonces, prima, ¿nos lo entregas?

Lo dije, quizá, algo cohibido. La actitud de Severiano, tan timorata, se me había contagiado, y yo mismo me expresaba ahora con cierta cortedad. Lo que, por otra parte, no es de extrañar si se piensa que la conducta de Juana era más que sorprendente. Insistí aún:

– ¿Nos lo entregas?

Juana revolvió los ojos al techo con gesto implorante y dirigiéndose, no a mí, sino a su hermano, le reprochó con severa amargura:

– ¡Que hayas hecho semejante cosa, hombre! ¡Semejante vileza! ¡Ah, sí!, ¡ya lo sabía! Estaba segura de que habrías de aprovechar la primera ocasión… De ti para mí, cara a cara y sin testigos, no te atrevías a ello. Pero siempre que me tirabas indirectas, o que te quedabas mirándome con ganas de decir algo, y sobre todo cuando te sorprendía (porque te he sorprendido, aunque no lo creas, más de una vez) rondando en torno a mis papeles, yo ya sabía y estaba muy segura de que, no bien se te presentara, aprovecharías la oportunidad de hacerme tal extorsión. Y la oportunidad se te ha presentado; la oportunidad ha sido esta venida de Roque… Si no es que, tal vez, como pienso, no le llamaste en tu auxilio; pues ¡cosa más extraña, la llegada de éste ahora, de improviso, tras de tantos años sin acordarse del santo de nuestro nombre!… Pero de nada te ha de servir. ¡Ah, no! ¡Yo ya no soy la que era! ¡No, a otro perro con ese hueso! No, no…

Se había erguido mientras soltaba esta retahíla incomprensible, y las flacas mejillas se le habían teñido de un rubor falso; el peto bordado con cuentas de azabache subía y bajaba, agitado por la cólera, por la angustia… Y Severiano parecía anonadado frente a aquella explosión. Anonadado, pero -a lo que me pareció- no muy sorprendido. El que estaba estupefacto era yo; tanto, que no supe qué decir (sí, lo confieso, no supe qué decir; y para que a mí lleguen a faltarme las palabras…). Aquella furia continuaba y continuaba. Se iba excitando ella solita, sin que nadie le diera pábulo -Severiano, el infeliz, no había resollado siquiera; en cuanto a mí, va digo, me había quedado como tonto, sin saber qué decir-, y poco a poco se iba subiendo a las nubes y se enredaba en una ristra de insensateces ensartadas la una en la otra sin descanso. Por último, y cuando ya se hubo despachado a su gusto, se quedó muda y hasta pareció que iba a romper en llanto: la barbilla le temblaba, se le empañaban los ojos y, en una actitud de dolorida dignidad, terminó barbotando algunas palabras: se le oyó decir, entre sollozos, que podíamos -si nos daba la gana- registrarle todos sus papeles. Y rehaciéndose con nuevo furor, concluyó:

– Tomad, ahí tenéis la nave de la gaveta para que no necesitéis forzar el mueble: revolvedlo todo, destrozadlo todo, arruinadlo todo; no respetéis cosa alguna, ¿para qué?

Tiró la llavecilla sobre la mesa del comedor, y salió para misa como alma que lleva el diablo.

– ¿Has visto? -exclamó asombrado, avergonzado, mi primo cuando nos vimos solos. Y yo:

– Pero ¿qué significa eso?

No significaba nada. Me convencí de que no había habido ningún motivo que yo ignorase; adquirí la seguridad de que Severiano no me había mentido ni ocultado cosa alguna: daba lástima verle, con aquella cara trasnochada y aquella mirada perruna, humillado y tristón. Sería difícil saber si él había llegado al convencimiento de que a su hermana se le había ido la chaveta, pero de lo que no me cabe duda es de que era el pobre una víctima de sus caprichos, de que lo tenía acoquinado.

– Pues mira, ¿sabes lo que te digo? -le interpelé cuando hubimos agotado los comentarios del caso, tales como: "¿Qué barbaridad!" "Eso es de lo que se ve y no se cree", y otros tales-; ¿sabes lo que te digo, Severiano? Que ahora mismo vamos a registrarle la gaveta.

Me pareció que era deber mío hacerlo. En primer término, aquella mujer no estaba en sus cabales, y quién sabe qué otra cosa -¡armas, incluso!- podría ocultar allí bajo llave: era -¿no es cierto?- un verdadero peligro. Además, ¿no nos lo había dicho ella misma?, ¿no nos había autorizado, aunque fuera en un rapto de ira? Sin mí, Severiano jamás se atrevería a hacerlo. Y allí se quedaría el célebre papelito, per saecula saeculorum, secuestrado bajo la custodia de aquella especie de dragón…

Mi primo recibió la propuesta con una mirada de asombro, pero no opuso resistencia alguna cuando le insistí: "¡Anda, vamos!…" Con él, no hay sino mostrarse resuelto. Sólo me pidió, con una sombra de angustia: "Cuidado, sin hacer ruido, no sea que se despierte Águeda".

Cogí la llave, y él, andando de puntillas, me condujo al cuarto de Juanita. El consabido cuarto de solterona, cerrado y todavía con olor de la noche. Abrí los postigos -ya amanecía- y, después de girar una mirada alrededor, me dirigí al pequeño pupitre, bajo una virgen del Perpetuo Socorro en bajorrelieve, de escayola pintada y dorada. Meto la llave en la cerradura (¡violación de secreto, señores!), abro, y ¡nada! Parecerá un chiste de mal gusto, una broma pesada: no había cosa alguna dentro del pupitre, nada en los cajoncillos laterales, nada en los compartimientos… ¡lo que se dice nada! Debo confesar que me sorprendí a mí mismo todo agitado, con el corazón en un hilo y apretada la garganta. Estaba parado ante el mueblecillo, y no sabía qué hacerme. Volví la vista hacia Severiano, y su expresión no decía nada: era la misma expresión triste e indiferente de antes. "¿Qué te parece esto?" -le pregunto-. "Y ¿qué quieres que te diga?" Había en su entonación una especie de renuncia, de abandono irónico; parecía burlarse de mí sutilmente; pero esta vez su flojedad no me produjo exasperación, tan desconcertado estaba yo. Me hallaba -lo confieso- anhelante, sobrecogido, desconcertado, en fin, cosa que se comprende bien con la nerviosidad de una noche en vela y la emoción de encontrarse uno de nuevo en su pueblo y entre los parientes con quienes uno se ha criado: todo eso altera la rutina de los hoteles, de las conversaciones siempre iguales que llenan los viajes de un comisionista… Le pregunté todavía a Severiano: "¿Qué hacemos, tú?" "¿Qué hemos de hacer?" Y no insistí ya en que registráramos todos los rincones de la pieza, no porque la idea no se me ocurriera (de buena gana la hubiera emprendido a coces con cuanto allí había: sillas, ropas y cuadros), sino por consideración hacía mi primo, y hasta por aburrimiento. Mi irritación había degenerado ya en aburrimiento, en ganas de escapar.

Miré el reloj. "Todavía alcanzo bien el tren de las seis y treinta y cinco", dije. "Sí; claro que alcanzas". ("¿Conque tenemos ganas de que me vaya, eh?") "Alcanzas, y también tienes tiempo de tomar tranquilamente el desayuno", confirmó Severiano, añadiendo sin embargo: "Pero será mejor que vayamos a tomarlo en el bar de Bellido Gómez".

– No; el desayuno os lo puedo preparar en seguida.

Nos volvimos: era Águeda, parada junto al quicio de la puerta, con el pringoso pelo gris enrollado en trenzas.

– Gracias, prima, gracias; pero prefiero que nos despidamos ahora. Desayunaremos en el bar y en seguida ¡al tren! Me hubiera causado un gran trastorno el perderlo, como ya le dije a éste, creo.

Así se hizo todo. Severiano me acompañó, pasamos a desayunar en el bar, y luego me dejó en el tren. "¡A ver si vuelves pronto, Roquete; que no se vayan a pasar otros ocho o diez años antes de que te acuerdes de nosotros!" "¡Descuida!"

Y allá se quedó, como un pasmarote, haciendo adiós con la mano. ¿Qué se me daba a mí de toda aquella absurda historia del manuscrito? Ni siquiera estoy seguro de que todo ello no fuera una pura quimera.

(1948)

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