El regreso

I

Me decidí a regresar. Había hecho indagaciones discretas -discretas, porque me importaba mucho no llamar la atención sobre mi regreso; Pero, ¡eso sí!, lo bastante prolijas-, y pude persuadirme de que ya no correría verdadero riesgo. Pasada estaba la época en que, por una denuncia anónima, por meras sospechas, por nada, para completar acaso la carga de un camión de presos, sacaban a uno de su cama y lo llevaban a fusilar contra las tapias del cementerio. Cierto es que seguían ocurriendo cosas, y cada uno que venía de por allá se traía en el morral una buena provisión de historias espantosas que, sentados a su alrededor, en el almacén de la esquina o en casa de tal o cual paisano nuestro, el domingo a la tarde, masticábamos y masticábamos, y les dábamos mil vueltas, y terminábamos por tragar trabajosamente. Rara era la vez que entre nosotros no hubiera algún recién llegado; cada barco que entra, trae bastante gente de España; y entre ellos, nunca faltaba alguien que, ya fuera uno de tantos mozos como vienen llamados por sus parientes de aquí, ya un conocido antiguo y hasta, quién sabe, compañero de infancia de uno de nosotros, ya simple portador de recados o recomendaciones, alguien había siempre que venía a caer en nuestra tertulia con noticias frescas de la tierra. Aldeanos en su mayoría, contaban (¿qué iban a contar, los pobres?) episodios de su aldea, lo que cada cual tenía visto u oído; y aunque las atrocidades que relataban, amplificadas hasta el cansancio con la machaconería de circunstancias impertinentes y engarce de nombres propios (el aldeano cuenta las cosas a su manera: que si "¿Te acuerdas de fulano, el hijo de mengano?"; que si "Sí, hombre, si te tienes que acordar; tú lo conocías", etc.); y aunque, digo, después de tanto miedo y tanto silencio, los sucesos que referían eran exagerados, casi sin darse cuenta, dramatizados en una verdadera competición de truculencias…, ¡qué!, ¡la décima parte de todo aquello bastaba para ponerle los pelos de punta al más templado! Uno escuchaba, creyendo a cada instante no poder aguantar más ya, y con ganas de gritar: "Ya está bueno; no sigas"; pero si el portador de las sangrientas noticias callaba al fin, y vuelto hacia el hoy o el mañana, nos preguntaba algo acerca del país adonde llegaba, o quería comunicarnos su impresión de este famoso Buenos Aires que pisaba por vez primera, cualquier nueva alusión hecha por uno de nosotros nos devolvía pronto al tema, y ahí estábamos todos rumiando otra vez el amargo pasto.

Desde que tenía yo apenas veintisiete, hasta ahora con treinta y seis cumplidos, año tras año había venido ocurriendo así (¿qué va a hacer uno tampoco, si no se reúne con los suyos a recordar la patria?); de manera que ni por un momento dejé de saber durante este tiempo lo que por allá pasaba. Mas, ¡esto es lo curioso!, en todos esos casi diez años, mientras no tuve intención de regresar -intención, digo: propósito firme; ¡que ganas, Dios, nunca me faltaron!-, el montón de horrores, verdaderos como eran, con sus fechas, nombres y lugares, afectaba mi ánimo a la manera de relatos cuyo valor, más que en la exactitud misma del hecho estuviese en, ¡cómo decirlo!, en su efecto literario, en alguna especie de endiablada virtud que los ponía a vibrar y los separaba de la realidad de cada día para situarlos en el plano de lo imaginario. Que Mariana escuchara tales cuentos de miedo con ojos incrédulos y sofocando un bostezo, me daba rabia; todas las mujeres, ya lo sé, son iguales, y ella era como todas; pero me daba rabia, no obstante, su actitud, y luego, a solas en la cama, tenía que oírme. Con todo, no dejaba yo de comprender… ¿Qué tiene que una persona extraña pensara: "exageraciones y mentiras", cuando yo mismo, seguro como estaba de su verdad, las hallaba inverosímiles? ¡Si hasta en labios de quienes las contaban con autoridad de testigos parecían pertenecer a un orden distinto de la realidad, que exigiera peculiares entonaciones, a una especie de realidad superior, donde la habitual diferencia entre sucedido e inventado se perdiera, careciera de verdadero significado! Así, esa historia, tan repetida últimamente, y que se localizaba en distintos lugares atribuyéndose a personajes distintos -y ¿por qué no podía ser, en efecto, un caso reproducido con ligeras variantes en ocasiones diversas?; iguales simientes dan el mismo fruto-: la historia del huérfano que, hecho hombre, una noche, noche del aniversario, fue en busca del asesino, lo sorprendió cuando más ajeno estaba y, llevándoselo al paraje mismo, le infligió allí la muerte que diez años antes diera él a su padre, tras de lo cual, desolado y satisfecho, pasó la línea de Portugal o embarcó en una lancha, ¿no respondía en su perfección esa historia -y, sin embargo, bien pudiera ser cierta- a las exigencias de la justicia poética, tanto como la historia de Mudarra, el vengador de los infantes de Lara? Siempre se la narraba con mucho placer, un placer ante el cual poco importaba a nadie la veracidad de los detalles. Sobre la grisura de la existencia vulgar con su trama de sórdidas penurias, trabajos, pesares, el hecho siniestro centelleaba de pronto, encendiendo en indignación la voz, del rapsoda o abombándola de amenazas; y después todo pasaba y, tras un silencio, volvía a hablarse, como si nada de los mínimos incidentes de la vida, noviazgos, nacimientos, rutinarios quehaceres, enfermedades y sepelios, herencias, pleitos, en fin: de aquella espesa trama diaria, donde muchos volvían a sumirse después de pasar una temporada entre nosotros, ya por no haber encontrado en la Argentina buen acomodo, ya por no resignarse a vivir lejos de su propia tierra.

También yo -aunque mi caso no era semejante- resolví un día, de pronto, volverme a Galicia. No sé cuántos llevábamos ya en que llovía y llovía sin cesar, se trabajaba la jornada entera con la luz encendida y, terminado el trabajo, no le quedaba a uno más entretenimiento que -harto de chapotear, calada de humedad la ropa- conversar acaso con algún conocido ahí en el almacén, o estarse quieto en casa, mirando por la ventana las paredes de enfrente, la cornisa negruzca bajo la cual se cobijaban unas palomas, o la palmera desesperada del lado de allá de la verja. Aquella tarde, además, la Mariana estaba de un humor tan negro que ni me contestaba siquiera… La cosa fue así: le había pedido yo mate por distraer el aburrimiento, y ella se levantó a prepararlo con brusca impaciencia. Cuando me lo trajo y se acercó a dármelo, voy y le meto la mano por debajo de las ropas. "¡Salí, estúpido!", grita, y me vuelca encima el mate hirviendo… Que me aguantara, que mía había sido la culpa, que ésas no eran bromas. Entonces, para sorpresa de ella, que no cesaba de echarme ojeadas a hurtadillas, y también para sorpresa mía, en lugar de enfurecerme como hubiera sido lo propio, una gran tristeza se me entró por el cuerpo y, ahí mismo, en ese mismo instante, decido volverme para España en el primer barco.

Tan súbita fue la resolución como había sido la tonta ocurrencia causa del incidente; pero, adoptada ya, no volví a considerarla; era cosa hecha: ¡en el primer barco! Y ahora, cuanto a propósito de España había escuchado con tanta pasión a lo largo de años y años, me acudía de golpe a las mientes, y se me representaba con otro cariz, más amenazador si se quiere y, no obstante, por extraño modo, más soportable, aceptable incluso, en función ya de mi próximo e indefectible regreso. A partir de aquella tarde me dediqué a inquirir sobre algunos puntos muy concretos; pregunté a unos y otros, comprobé las opiniones de éste con las de aquél, y llegué a formarme así un cuadro bastante completo de la situación. No, no corría peligro si regresaba: los héroes de retaguardia, pasados sus temibles ajetreos de otrora, engordaban en puestos sedentarios de la burocracia, aplicados a velar por la más obstinada complicación del trámite administrativo; y sólo unos cuantos que, cebados con la sangre, no podían, verdaderamente no podían prescindir del plato fuerte, se ingeniaban para, si no saciar, mitigar al menos su apetito. Mas, con un poco de prudencia, bien se podía evitar la cercanía de los temibles engranajes, medio clandestinos, medio rutinarios: engancharse en ellos sería a lo sumo un accidente como otro cualquiera.

Cierto que yo era prófugo, y que si por aquel entonces llegaban a echarme el guante, no lo cuento. Pero como a la hora de empezar la danza yo no me hallaba en Santiago, y nadie tenía por qué saber adónde había ido ni lo que estaba haciendo; como, aun cuando pequeña, la ciudad no es de aquellas en que se puede llevar cuenta de cada uno; como mis pasos, después, en América, habían sido silenciosos, y mi vida oscura; en fin, como, dada mi insignificancia, ni mi muerte se hubiera notado ni se habría notado mayormente mi ausencia, entendí poder arriesgarme, pues que el riesgo era mínimo, y volver a mi tierra. Creo que también a costa de peligros mayores hubiera vuelto: ya no aguantaba lejos… Hay quienes se burlan de la morriña gallega; yo no lo sé, mas sospecho que toda persona bien nacida ha de sentir por su país ese algo que aprieta la garganta y trae lágrimas a los ojos con su memoria. Quizá otros campos menos tiernos, otros mares menos oscuros y secretos, otros cielos menos suaves, otros aires menos frescos, finos y fragantes, críen corazones descastados. De mí sé decir que, después de tantos años suspirando por mi tierra y abominando de la que pisaba, me resolví, al fin, en un rapto, a regresar.

Fue ello, como digo, en el preciso momento en que la Mariana, por desprenderse de mí, me volcó el mate, -y me escaldó con sus maneras bruscas. Los dos estábamos crispados, yo tenía los nervios de punta; eran ya muchos días lloviendo sin parar, yo estaba cansado de tanta lluvia, cansado también de darle vueltas a la carta de mi tía, donde me participaba la desgracia y, a su manera, me sugería la oportunidad de mi presencia allí. Pues sola -éste era su razonamiento, su quejumbrosa pregunta- ¿cómo iba ella, vieja cuitada, llena de alifafes, a sacar adelante el negocio? ¡Si las piernas se le negaban a sostenerla!… Aquí, en el bolsillo interior del chaleco, estaba guardada la carta, con sus garabatos enrevesados: que yo ya conocía el manejo de la casa; que, poco más o menos, todo continuaba como antes del día maldito en que me envió mi tío a Santander para ultimar el asunto de aquella cobranza, y la dichosa guerra vino a separarnos… Doce años casi habían pasado, sí, nada menos; pero todo seguía sin mayor variación, salvo que los tiempos traían ahora complicaciones infinitas, y hacía falta un hombre al frente del negocio. Muerto mi pobre tío, ¿quién sino yo? -yo, que había aprendido a trabajar a su lado, a quienes ellos miraron siempre como hijo, como al heredero de sus afanes… Ella, tampoco podría ya vivir mucho, no le quedaba demasiada cuerda… Durante un par de semanas, desde que me entregaron la carta, habían estado hurgando en mí estas reflexiones; pero no fueron ellas, sino la exasperación de un momento, lo que me dio el empujón decisivo. Así ocurre: motivos muy serios no consiguen a veces sacarle a uno de la modorra, y el aguijonazo de una avispa le hace, en cambio, saltar por los aires. No salté yo al recibir la rociada de agua caliente; me quedé muy tranquilo en mi silla. Pero por dentro… Bueno, mi idea era cosa hecha: ¡en el primer barco! Ahí, sentado, mirando caer la lluvia sobre la palmera, y ya me veía del otro lado, mientras Mariana, ¡la pobre!, no podía imaginarse ni de lejos la causa de mi asombrosa mansedumbre; algo raro, sin duda, percibía en mí esa tarde; y algo raro barruntaba en las siguientes; se daba cuenta de que yo tenía algún embuchado y, por todos sus medios, aunque en vano, procuraba astutamente sacarme de mis casillas: me provocaba, trataba de hacerme explotar. Con tanto más cariño la contemplaba yo, y hasta me daba el gustazo de compadecerla en mi fuero interno: no sabía la infeliz que me estaba despidiendo de ella, y que una semana después me habría hecho humo, dejando que ella con su mate, y Buenos Aires con sus rascacielos (¡chau, que te vaya bien!), se hundieran en el mar poco a poco.

II

Una mañana, a comienzos de octubre, desembarqué, pues, en el puerto de Vigo. Nunca antes había estado yo en Vigo; no me gustó la ciudad; la hallé sucia y desoladora, y me sentí en ella desamparado, tanto si no más, como en Buenos Aires cuando, acabada nuestra guerra civil, arribé a su puerto. Sí; por mucho que fuera predispuesto a las emociones patrióticas, no pude evitar la sensación de hallarme en tierra extraña, y ese recelo, esa soledad, lejos de disiparse, aumentó hasta verme en Santiago. Y cuando ahí estuve, y el tren me hubo dejado en la estación, y comencé a andar, maleta en mano, por las calles de grandes losas húmedas, resbaladizas, hacia casa, me pareció que regresaba no tanto a mi ciudad como a un sueño que ya había transitado antes por dos o tres veces: me pareció estar soñando de nuevo esta pesadilla que, tiempo atrás, en Buenos Aires, me había angustiado tanto: vuelto, quién sabe cómo, a Santiago, alguien me reconocía, o yo sospechaba que me había reconocido, y quería señalarme y hacerme prender, y yo, aunque la situación era todavía ambigua, huía, escapaba, me escabullía por unas y otras callejas, siempre con los perros a los talones, mas sin atreverme a correr por no llamar la atención de la gente. Andaba; las puertas y ventanas me miraban con recelo, pero yo, afectando seguridad, aplomo, indiferencia, seguía adelante, mientras que, dentro de mi pecho, el corazón me tundía a puñetazos…

Y ¿pertenecían al sueño, o a la realidad, aquella mujer que arrastraba a un niño de la mano, aquel perro que miraba y desaparecía, el portazo que de pronto oigo a mi derecha, seguido de un confuso regaño, los dos curas que atraviesan, ante mí, por la bocacalle? ¿Era soñada o real esa figura que de repente veo venir calle arriba, por la misma acera que yo, cada vez más cerca, y en la que pronto reconozco a Benito Castro, el barbero? En toda mi ausencia, para nada me había acordado del santo de su nombre; y ahora ¡ahí estaba, y se venía sobre mí! Aún no me había conocido: mirábame como a un viajero que llega de la estación con su equipaje a rastras. ¿Lo saludaría? Claro; lo mejor era saludarlo. Ya, ya me había reconocido, a casi un metro de distancia, y se apeaba de la acera para dejarme paso; me decía adiós, y seguía adelante. ¡Qué cosa rara! Después de no habernos visto durante tantísimos años -doce… (treinta, cuarenta, cien más, hubiera podido vivir yo sin que su figura hiciera acto de presencia en mi memoria)-, al cabo del tiempo llego, me doy con él de manos a boca, y… ni vacilar siquiera: adiós, como si ayer mismo hubiera estado afeitándome en su barbería; y él también, sencillamente, me dice adiós y sigue su camino como si tal cosa, como si no hubieran pasado doce años, y una guerra, y… ¿Qué habría estado haciendo este quídam durante la gran batahola? Miré hacia atrás de reojo y -¡lo que suponía!- comprobé que se había vuelto a mirarme. Trabajo me costó no salir de estampida, mantener mi paso tranquilo; pero no estaba soñando, no: dominé el impulso y sólo una vez doblada la esquina apresuré un poquito el paso.

Cuando gracias a Dios llegué a la casa, veréis de qué tenía ganas: de echarme en la cama y dormir. Empujé la puertecilla de cristales -qué ruin me pareció la entrada de la tiendecita, con el escaparate lleno de velas rizadas para primera comunión, de devocionarios, de pequeñas imágenes!; ¡todavía estaba allí, matando moros, el Santiago a caballo!-, empujé, sonó la campanilla, entré adentro con la maleta.

"¡Tú!", exclamó al verme mi tía. Había levantado la cabeza: el mismo peinado, pero más canas; las manos con que revolvía en el cajón del mostrador habían quedado colgando, medio encogidas, en el aire; me había mirado con susto, y había exclamado: "¡Tú!" Sólo cuando rodeó el mostrador y cruzó, renqueando, a atrancar la puerta, me di cuenta de que estaba coja. Cerró, pues, con llave y cerrojo, y pasamos a la habitación del fondo.

Y ahora, ya estaba yo ahí, medio retrepado en el viejo diván, y ella frente a mí, en su butaca; y yo, invadido de una absurda pereza, no decía nada: miraba la cara de mi tía, llena toda de arrugas, sus ojillos vivaces tras las gafas montadas en plata; miraba la moldura negra de la butaca, el dibujo de las paredes, el fanal sobre la cómoda con su santo abrumado de flores -jamás lograba recordar qué santo era-; miraba el postigo de la ventana, con sus marcas y tachas, todo, mientras que mi tía, callada, en el regazo las manos, espiaba mis miradas.

– Esa cortina no es la de antes -observé-; quería pintarme en el recuerdo la antigua cortina.

– Sí; hubo que cambiarla, poco antes de morir tu tío… Pero, hijo, voy a darte algo de comer. ¡Espera! ¿Qué podría darte? Café, no tengo. ¿Qué te daría yo? Quizá una copita, ¿no?

Me trajo, ya servida, una copita de aguardiente; la bebí de un trago; me cayó bien; se lo agradecía con una sonrisa, y ella: "Bueno, ya estás aquí, loado sea Dios. ¿Muy cansado, hijo?", preguntó.

No, no estaba muy cansado; cansado propiamente no lo estaba. Sentía, sí, una especie de distensión, de triste desmadejamiento, de aburrimiento casi.

– Estás bastante cambiado -notó-; más viejo y gordo; pero con buen aspecto.

– Sí, allá uno engorda sin querer. Todo el mundo engorda allá.

Hubo otra pausa.

– ¿Cómo ha sido lo de la pierna, tía? -me creí en el caso de preguntarle. Varias veces, antes, había tenido intención de preguntarlo; por fin, lo pregunté ahora-. ¿Cómo ha sido eso de la pierna? Nunca me mandó a decir nada.

– Y ¿para qué te lo había de mandar a decir? -echó una miradita al borde de su falda-. Fue a poco de tú irte; cuando vinieron en tu busca.

– ¿En mi busca? ¿Cómo en mi busca? ¿A buscarme para qué? ¿Quiénes vinieron a buscarme? -incorporado, tieso en el asiento del diván, escrutaba yo ahora su cara impasible-. ¿Quiénes eran los que vinieron a buscarme? -volví a preguntarle tras de un instante, algo más tranquila y un tanto opaca mi voz.

– ¡Qué sé yo! ¿Había de conocerlos? Muchos, una patulea -replicó-. Y ¿sabes quién los traía? Pues los traía, ¿quién dirás? Era el único conocido: aquel amigote tuyo al que yo, la verdad, nunca pude tragar, y ¡qué razón tenía, hijo mío!…

– Abeledo.

– Ese mismo. ¿Lo sabías? ¿Te lo habían dicho?

– Me lo he figurado; nadie me había dicho nada.

Y lo cierto es que Abeledo era el último de mis "amigotes" en quien hubiera debido pensar; pero, sin que me pueda explicar por qué, apenas mi tía habló de que habían ido a buscarme, fue en él en quién pensé y no en otro. Pues sí, Abeledo…

– Y ¿dónde anda ahora ése? ¿Qué hace?

– ¡Cualquiera sabe! Vinieron en tropel; al decirles que no estabas, que habías ido a La Coruña (les dije que habías ido a La Coruña; no quise decirles que estabas en Santander), entonces entraron a registrar por todas partes, hicieron el destrozo que les dio la gana y, al salir, ¡bestias!, me empujan por la escalera. Total: dos meses de hospital, tu pobre tío de la ceca a la meca, el negocio abandonado… ¡Ay, Dios, qué falta que nos hizo en aquellas horas, amargas el dinero que habías ido a cobrar en Santander y que, por cierto, a la fecha no sé todavía si pudiste, hijo, cobrarlo o no; aunque supongo, infeliz, que habrás necesitado gastarlo durante todas esas miserias!…

Entonces me puse a contarle a mi tía, sumariamente, los pasados avatares de mi vida. Le conté que, al día siguiente de mi llegada a Santander, pude, en efecto, cobrar, tras de una empeñada discusión y no sin tener que consentir alguna rebaja, el saldo que se nos adeudaba; y que en seguida, antes de alcanzar a coger el tren de vuelta para Santiago, esparcidos rumores y noticias, cundida la alarma, iniciado el desorden, ya no tuve otro remedio, pese a toda mi diligencia, que quedarme allí. No le conté mi entusiasmo, ni la participación exaltada que desde un comienzo tomé en todo: mi correr, excitado, desde el Gobierno civil hasta la Casa del Pueblo, desde la Casa del Pueblo hasta el Ayuntamiento, desde el Ayuntamiento hasta la redacción de El Montañés, desde ahí otra vez hasta la Casa del Pueblo… Le conté que, por razón de mi edad, debía incorporarme al ejército e ir al frente; no le conté que lo hice como voluntario, y transido de alegre fervor, que me entregué a la guerra en cuerpo y alma. ¿Qué hubiera podido comprender ella de mi abnegación miliciana, de mi responsable ufanía como capitán, de mi confianza, de mi fe, de mis angustias, si al cabo de los años casi ni yo mismo entiendo aquellos sentimientos tan intensos y tan puros que un día llenaron mi pecho? Fue una especie de arrebato que hoy me extraña como si se lo viese sufrir a otra persona, a alguien un tanto disparatado en sus motivos, en sus reacciones y actitudes. Necesito evocarlo en medio de la atmósfera santanderina, tan clara, despejada, ventilada, abierta al mar, tan estimulante con la vibración de sus colores enteros, sus brillos, su diáfana lejanía. Ahí me veo a mí mismo -me veo con burlona lástima y cierta sutil repulsión- rebosante de fogosa generosidad, jugándome alma y vida… Le conté, pues, cómo, forzado por las circunstancias, había tenido que hacer la guerra, y que, terminado todo para los que estábamos luchando en la zona norte, y habiendo alcanzado ya el grado de capitán, temí por momentos quedarme encerrado en la ratonera: como oficial no hubiera escapado tan de rositas; pero que, a última hora, conseguí ser de los evacuados, pasar a Francia… luego le conté mi vida en América, mi excelente empleo en los escritorios del molino aceitero La Andaluza, S. A., donde tan considerado estaba; donde me apreciaban tanto que, al despedirme en vísperas de embarcar, me habían rogado, me habían ofrecido, sí, el oro y el moro para que renunciara al viaje y continuara al servicio de la empresa…

Y mientras le contaba todo eso: Abeledo, este nombre resonaba dentro de mí, incesante, oscuro, bajo las palabras y las frases con que mi boca iba urdiendo la escueta relación. Abeledo GonzáIez… Manuel Abeledo González… ¿Por qué, Señor, por qué?… Me preguntaba por qué había querido perseguirme Abeledo. Hablaba de los días esperanzados o turbios de Santander, me veía capitán, y… Abeledo; hablaba de Buenos Aires, la oficina, los aceites de girasol y maní marca " La Andaluza ", y… Abeledo, siempre Abeledo, somormujo, insidioso. No podía comprender, ¡era inconcebible!, que Abeledo hubiese querido dañarme así; en vano me esforzaba por imaginármelo: si aquel día llega a encontrarme, ¿con qué cara se me hubiera enfrentado?, ¿qué hubiera dicho? No, no conseguía ni pintarme su gesto, su talante, en circunstancias tales, ni oír su voz. Y, sin embargo, fue él, fue su nombre, Abeledo, el que acudió a mis labios cuando lo supe, y ni un solo instante de vacilación tuve: él, él había sido; una especie de evidencia ciega me lo aseguraba. ¿Por qué? Menester sería pensar en ello, darle vueltas y vueltas hasta desentrañar el porqué: "¡Mañana!"

Mañana, sí. Ahora estaba demasiado rendido, y solamente deseaba sentirme aparte, como un enfermo, aparte como la maleta que se quedó ahí, junto a la puerta, ahí. Ni abrirla siquiera, mañana sería otro día; mientras la vieja, estúpida, me explicaba cosas del negocio, ¿cómo iba a prestarle atención hoy?: vender y comprar, amistades, influencias, conchavos, estraperlo, ayer mismo sin ir más lejos, mañana a más tardar… De pronto, la interrumpí: "¿Y Abeledo? ¿Qué hace ahora?" Sin darle mayor importancia -lo que (recuerdo) me produjo asombro, pero no desagrado- respondió a esto que no tenía idea; que cuando a ella la dieron de alta en el hospital debió ocuparse sin tardanza de tanta y tanta cosa, lo único que le interesaba, y ¡cómo!, "pues te imaginarás, hijo, todo abandonado…, tiempos muy duros, muy duros, sí. Pero -suspendió de pronto el tono lastimero-, pero voy a dejarte solo; te estás cayendo de sueño, muchacho; ya te dejo, sí; anda, duerme…"

III

Abrí a la mañana siguiente los ojos y, no bien me encontré allí y recordé, y me di cuenta de que estaba en Santiago y que desde ahí tendría que seguir viviendo; saltar de aquella cama donde había dormido, salir del cuarto y de la casa, y echarme a andar, la idea de que en cualquier momento, apenas pusiera el pie en la calle, podía tropezar con Abeledo, me paralizaba, me aterraba. Yo no soy cobarde; en la guerra, expuse mi vida sin vacilar y de todas maneras: alegremente, con exuberante brío, a la cabeza de un grupo de milicianos, cuando al comienzo todavía no se habían constituido los frentes, ni, en puridad, cabía hablar de un frente y de una retaguardia, y el enemigo podía salir de improviso por cualquier parte; serenamente, luego, cuando penetrado del valor de la disciplina, al mando de mi compañía de ametralladoras ("de ametralladoras" digo: ¡una sola máquina, y ésa, la pobre, en tal lamentable estado!, esto era todo nuestro equipo), en fin, cuando a la cabeza de mi compañía estaba dispuesto siempre a dejarme el pellejo por sostener una posición, por defender una cota; y fríamente, con indiferencia estoica, cada vez que, por ejemplo, era necesario soportar un bombardeo, tendidos boca abajo en el suelo y, cruzadas las manos tras de la nuca, animaba a los muchachos con chistes o salidas jocosas. No, no soy un cobarde. Ni era tampoco miedo, a decir verdad, lo que sentía ahora ante la incierta perspectiva de tropezarme con Abeledo. En primer lugar, seguro estaba de que nada grave podía acontecerme: ya aquellos tiempos habían pasado! y además… ¿qué?, ¿acaso no lo conocía?: él se echaría sobre mí con los brazos abiertos apenas me viera, me saludaría con hipócrita alborozo y -no teniendo a quién entregarme con su beso ni cómo prometerse sino, a lo sumo, ocasionarme disgustos y molestias, pero matarme… ¡como no fuera de asco!- prolongaría la comedia de la cordialidad hasta exagerar las manifestaciones obsecuentes, los ofrecimientos, los halagos… ¡si lo conocería yo! "Genio y figura…", dicen. Sólo quince años o dieciséis teníamos, y ¿qué fue lo que hizo, allá en el Seminario, cuando el celador nos pilló desapercibidos mientras escribíamos lo que calificaron los curas de versos indecentes y obscenos? ¡caramba: entre amigo, hay que compartir los riesgos y las penas, como los gustos!¿Qué hizo él? Me había enseñado un soneto que escribiera a propósito de una aldeana a quien el día antes, desde la ventana de los dormitorios, vimos pasar meneando las caderas. Tanto le había excitado a él ese meneo que, entre otras cosas, le dio por ponerse a menear la pluma hasta que segregó un soneto. Soneto, ¡bueno!; si es que a eso podía llamársele un soneto. "Trae, chapucero, que te lo corrija", le digo. Y ¡manos a la obra!: tacho, arreglo, reformo, aquí mejoro una rima, allí rectifico la medida de un verso; y, en seguida, me pongo a pasarlo en limpio a su dictado. En ello estábamos cuando, de repente, ¡el celador que nos cae encima! Yo no tenía escapatoria; me habían sorprendido con las manos en la masa; pluma en ristre me quedé, y con la boca abierta, al ver cómo una manaza brutal arrebataba por los aires la prueba del delito; era muy natural que, pues Abeledo había conseguido esconder, en cambio, la hoja original escrita de su puño y letra si bien con correcciones mías, tratara de eludir el castigo; mas ¡no echando todavía leña al fuego y cargando sobre mis espaldas la culpa que se quitaba!… Sus alardes, luego, de solidaridad, sus apreciaciones joviales y sus disimuladas justificaciones y explicaciones no podían sino empeorar las cosas; y aunque nada le reproché, aunque nada le dije, ni yo, ni él tampoco, olvidamos el caso: él menos que yo. De entonces acá, nunca después habíamos dejado de ser amigos y éramos tenidos por compañeros inseparables. Pero, puesto uno a recordar el curso de esa amistad, fácil era darse cuenta de que la situación y actitudes origen de aquel resquemor se habían reproducido varias veces más tarde en forma diversa, con episodios distintos, aun después de que ambos hubimos colgado los hábitos de seminaristas y seguíamos caminos diferentes por el mundo: estaba en su carácter; no lo conocería yo! Ahora, cuando me lo encontrara -y un día u otro me lo había de encontrar- se precipitaría, pues, el amigo Abeledo con muchos aspavientos a estrujarme en un gran abrazo, me haría en seguida reproches cordiales por mi largo silencio; pero, en seguida, antes de que yo hubiera podido decir una palabra, se haría cargo de mis motivos, se mostraría comprensivo y respetuoso ante mis razones, aludiría a ellas en términos de un sentimiento fraterno que está por encima de cualesquiera diferencias…¿Y yo?, ¿qué haría yo?, ¿qué me quedaba por hacer? Endosaría todo eso: que sí, que ¡cómo no!, que ¡muy bien! Esto es lo que está en mi carácter; también me conozco… De modo que, a la postre, ¡aquí no ha pasado nada!

Nada tenía, por lo tanto, que temer, y estas reflexiones que yo me estaba haciendo, ahí, metido en la cama, apenas despierto, no podían ser más tranquilizadoras. Sin embargo, miraba escurrir, mansita, la lluvia por el vidrio de la ventana, y el pensar que hoy mismo, dentro de un rato, una vez levantado y desayunado, debería, en fin, echarme a la calle e iniciar mi nueva existencia en este Santiago donde sería inevitable, antes o después, el encuentro con Abeledo, me era tan duro, tan insoportable, que todas esas representaciones, anticipo de una ya inminente realidad, resbalaban sobre mí sin calarme, como si pertenecieran a otro mundo del que yo estuviese definitivamente separado, como si yo no hubiera de salir jamás de aquella cámara y, tendido ahí en mi cama, inmóvil entre las sábanas, viera impasible, a través de los cristales, caer la lluvia y, tras la lluvia, imaginara ese mundo de afanes, problemas, sufrimientos y alegrías para mí tan ajenos, inconsistentes y fantasmales como los de las ciudades remotas -Sidney, Ciudad del Cabo- que suele presentar el cine en añejos noticiarios.

Pero, no obstante, la realidad vino pronto, perentoria, a golpear en la puerta con los nudillos de mi tía.

IV

– Dígame, tía; una cosa quisiera preguntarle: ¿qué ha sido de la Rosalía en todo este tiempo? A lo mejor se ha casado…

Hice la pregunta no sin alguna aprensión: yo no me había portado bien con esta Rosalía. Rosalía y yo -¡tan extraña como ahora me parecía!, ¡tan fríamente como la consideraba!- éramos novios cuando, al estallar la guerra, quedamos separados, ella en Santiago, yo en Santander, y entre los dos la línea del frente. En un principio, ni me preocupé: ya volveríamos a encontrarnos; nadie pensaba que aquello pudiera durar sino días, semanas a lo sumo: duró años. Y mientras pasaban, el afán de cada hora, de cada jornada, no me permitió pensar en ninguna otra cosa; en medio del tráfago, pronto se disipaban los asaltos periódicos de inquietud que su separación me producía. Y cuando, todo acabado, me vi en América y pude volver en mí, me di cuenta de que, en el fondo, no me desagradaba hallar aflojado por la fuerza mayor de los acontecimientos un compromiso que, según comprobaba ahora, nada me decía. "He de escribirle, he de ponerme en contacto otra vez con ella", pensé; pero al pensarlo, más que en ella misma pensaba en mi tío, padrino suyo y verdadero promotor de nuestro noviazgo. Pensaba también que restablecer el contacto -desde Buenos Aires, al cabo de tres años largos y por medio de una carta- no implicaba reanudar nuestro compromiso, sino tan sólo cumplir en cierto modo, presentar una excusa y, al explicar siquiera tácitamente y por alusión mi largo silencio, no quedar al menos como un cerdo. Quedé como un cerdo; no le escribí nunca. Y hasta, por su causa, demoré más de lo necesario y conveniente el darle a mis tíos señales de vida, haciéndolo, cuando lo hice, en una forma imprecisa, insuficiente y -como yo bien sabía- taimada. En las espaciadas, desganadas cartas que entre nosotros se cruzaron, no se hizo, creo, una sola mención de Rosalía. Y ahora, desaparecido mi pobre tío, aún hube de vencer un último empacho para preguntarle por ella a mi tía, que, después de averiguar si había dormido a gusto y de servirme el agua suda a la que llamaba café con leche, se había sentado al otro lado de la mesa.

– Casóse -fue la respuesta. Y añadió: – No era mujer para ti; yo nunca quise intervenir, ella era ahijada de tu tío (que en paz descanse), pero, no porque tuviera aquellas cuatro pesetejas que luego se hicieron humo, polvo y ceniza, era la mujer que te convenía. Se casó, tiene un montón de hijos, está hecha una guarra…

Intenté por un momento imaginármela envejecida, "hecha una guarra", a ella que tan presumida era, y no tuve ni la curiosidad de saber con quién se había casado; de seguro, ella hubiera tenido mis noticias con igual indiferencia. En tono indiferente, hice a mí tía la segunda pregunta que tenía preparada. Puesta en alto la taza delante de mis narices, le pregunté:

– Y de aquel Abeledo ¿no sabe usted nada?; ¿en qué se ocupa?; ¿qué hace? Viéndola fruncir el labio inferior en signo de ignorancia y mover la cabeza de un lado a otro, sugerí: Usted me contó anoche, ¿no?, que él había venido con otros… ¿Qué fue lo que dijo?; ¿preguntó por mí, verdad?

– Claro, preguntó por ti.

No había caso; el demonio de la vieja no quería ser más explícita. Me bebí de un trago el resto de la taza, y la deposité sobre el platillo.

– Voy a ir a la peluquería -murmuré como para mis adentros, empujando la silla-. Me hace falta un corte de pelo; voy a pelarme.

V

Sí, iría a la peluquería de Benito Castro. Por algún agujero tenía que asomar la cabeza al mundo, y aquél no era malo: una peluquería es un mentidero público. Lo único que me preocupaba era no recordar a punto fijo si me tuteaba con Castro o nos tratábamos de usted, aun cuando estaba casi seguro de que nunca existió entre nosotros confianza bastante para el tuteo, bien que, en España y entre gente joven, poco motivo hace falta… De todas maneras, yo no tenía con él más trato que el de la barbería… Claro que, muchas veces, a fuerza de frecuentar un establecimiento… Aunque ¡frecuentar! ¡Bueno, problema tonto!, ¿qué importaba?; ¿qué importaba eso? Ya veríamos… Y dándole vueltas en el magín, llegué sin sentir hasta la esquina donde pendía la muestra, aquella misma bacía deslucida, mohosa, que siempre estuvo colgada al lado de la puerta para recordarle a uno el yelmo de Mambrino. Pasé de largo, pero nada había conseguido distinguir a través del sucio vidrio cruzado por una tira de papel dócil a la sinuosidad de una trizadura. Volví, pues, sobre mis pasos -¿a dónde iba, caramba?-, empujé la puerta y ¡dentro! "Buenos días". "Buenos". Silencio. Benito estaba allí, solo; por el espejo me seguía con la vista mientras yo, despacio, me dirigía hacia la percha para dejar mi boina; y, al volverme, ya señalaba con el dedo el sillón próximo a la puerta y me preguntaba si cortar el cabello. "Sí", le respondí, a la vez que me acomodaba en el sillón; y, viéndole manipular de espaldas en el cajoncito adosado entre ambos espejos, consideré con inquietud la eventualidad de que todo nuestro diálogo se redujera a un trivial cambio de frases sobre mi arreglo capilar o sobre la temperatura ambiente. Para impedirlo, exclamé, apresurado: "¡Cuánto hace, ¿eh?, que no nos veíamos!" "Hace, sí -corroboró-: así es: el tiempo pasa; la gente se va; y luego, vuelve; es así…" ¿Qué se proponía sugerir con eso? Mejor, no cavilar en ello.

– Y por acá ¿qué novedades hay? -me adelanté a preguntar entonces.

– Ninguna. ¿Novedades? ¡Ninguna!

– Pues el caso es que -insistí- yo, apenas he llegado, digo: voy a acercarme hasta la peluquería, a ver qué cuenta el amigo Castro.

– Llegó ayer, ¿no? -fue su incongruente réplica-. Y, a raíz de ella, manifestó deseos de información acerca de si yo prefería muy corto el pelo, para absorberse sin demora en su trabajo profesional.

– Y ¿qué gente viene por aquí? -reincidí en preguntarle tras de una pausa-. ¿Sigue viniendo siempre la misma gente?

– La misma, poco más o menos. Ya se sabe; unos se van, otros vienen… Poco más o menos, la misma gente.

– Pues hombre -me aventuré de nuevo-, yo he pasado varios años fuera y, ahora, al regresar… El amigo Castro se habrá preguntado quizá alguna vez entre tanto por dónde andaría yo.

– ¿No estaba en Buenos Aires?

– Sí, en Buenos Aires.

¡Conque lo sabía! O ¿es que se lo habría figurado acaso, que lo habría deducido de algún detalle, quién sabe, de mi manera de hablar, algún dejo, alguna frase que se me escapara…? La cosa, ciertamente, no era para tanto sobresalto. Y, de cualquier modo, había que proseguir la exploración. Por lo pronto, ya que él no mostraba curiosidad mayor, en un alarde de espontaneidad comencé por informarlo de que en Buenos Aires me había ido bastante bien; le dije -¡bah!- que tenía un buen negocio en marcha, si no lo que se dice mío, casi como si lo fuese, y que me sentía en aquel país como en mi propia casa; canté loas de la tierra argentina, tan próspera, a la que tendría que volver, aun cuando por ahora no hubiera que pensar en ello, dados los motivos de índole familiar que me habían forzado a reintegrarme a España; y que de momento lo que más deseaba era volver a estrechar la mano de mis antiguos conocidos, de mis amigos… Me lancé resueltamente a citar nombres, a pedir noticias de unos y otros, en la esperanza de que, enredado quizá en ellos, saliera a relucir también el de Abeledo, sin necesidad de que yo, en forma especial -fulano, por ejemplo, estaba en Madrid con un buen empleo; mengano, había desaparecido; aquél heredó la zapatería de su padre; de aquel otro, más valía no hablar-, me pareció que daba en la tecla cuando -me vino a las mientes de pronto el pintoresco sujeto- le pregunté por Bernardino el Pajarero.

– ¿Bernardino el Pajarero? Ayer, precisamente, estuvo por acá. Siempre tan… ¿Que qué hace? Pues igual, igual que siempre: criar canarios.

– Bastante chiflado es el pobre; pero buena persona. Y ¿continúa de camarero en el café Cosmopolita?

– Allí sigue; el café es el que no se llama Cosmopolita; ahora se llama Nacional. Pero sus viejos divanes de peluche, ahí están, y ahí, sus cafeteras abolladas, y todo.

– ¿También la tertulia, mi tertulia? -pregunté; y el corazón se me puso a repicar más aprisa. Veía el rincón, arito a la ventana, donde nos reuníamos -Abeledo era de los que no faltaban nunca- alrededor de la mesa de mármol, alargada como lápida mortuoria, amigos, conocidos, conocidos de amigos, advenedizos, ocho, diez, quince a veces, discutiendo, diciendo chistes, armando broncas. Y me veía a mí mismo llegar, el día en que aparecí con mis galones de sargento, unos galones anchos, dorados, del codo al puño, recién cosidos sobre la manga en el lugar de los rojos galones de cabo que sólo había llevado un par de semanas, y recibir, entre avergonzado y orondo, la ovación humorística con que la peña me acogía. Recordé, incluso, la broma que me gastó Abeledo: "ahora -me dijo- tendré que cuadrarme todos los días delante de ti antes de tomar el café. ¡A la orden, mi sargento!", y se cuadró, payasesco, la mano en la sien, según el reglamento ordena -lo que me pareció un poco tonto y embarazoso, pues estábamos en lugar público, y yo, en realidad, era al final de cuentas un sargento, y él un soldado raso de uniforme. También él estaba cumpliendo el servicio militar; lo hacíamos ambos en el mismo regimiento, aunque pertenecíamos a compañías diferentes; pero a él no le convino ascender a sargento, pues, mal que bien, seguía atendiendo a sus tareas como reportero de La Hoja Compostelana, y el sueldecillo corría; el redactor-jefe, hombre bondadoso, cubría la falta si acaso no llegaba la información de la Casa de Socorro o de la Comisaría, y, por otra parte, en el cuartel su condición de periodista no dejaba de proporcionarle algunas consideraciones especiales y ciertas ventajas, a cambio de envidiejas y zancadillas menudas. Yo sí, me había presentado a examen de sargentos, y ahí estaba, dispuesto para recibir a pecho descubierto el fuego graneado que la tertulia, con su gran zalagarda, me disparaba.

– ¿La tertulia? Supongo que… En fin, usted sabe, unos se van y otros vienen… -fue la contestación de Castro, el peluquero.

En esto, irrumpió en el "salón", o saleta, alzando la cortina que daba al interior, un chico, un canijo de acaso nueve años, cargado de libros, y se encaminó a la puerta de la calle con un "Hasta luego". "Date prisa -le recomendó Benito Castro, apuntando al techo con las tijeras-, y no te olvides de recoger a la vuelta lo que te tengo encargado. ¿Me oyes?" ¡Qué había de oír! Ya había escapado. Benito miraba a través del vidrio, aún vibrante del portazo, y meneaba la cabeza. La presencia del niño me trajo a la memoria que, en efecto, poco antes de estallar la guerra se había casado; recordé que en la barbería se oyeron por entonces las consabidas bromas de mal gusto.

– ¡Tener ya un hijo tan grandote! -ponderé a media voz-. Él sonrió, satisfecho.

– ¿Usted no se ha casado?

Y mientras me metía la máquina de pelar cogote arriba, yo, con la frente gacha, miraba en el espejo mi cabezota greñuda donde algunas canas, pocas y recias, brillaban como alambres; las dos arrugas que prolongaban hada arriba el grueso pegote de mis napias, y estas cejas que habían decidido aumentar su espesura con renuevos más largos y salvajes, crecidos en todas direcciones; y abajo, la papada, aplastada entre barbilla y pescuezo. Siempre que me contemplaba en el espejo de una peluquería daba en imaginarme a mí mismo vestido con la sotana que no había querido llevar. "De haber continuado en el Seminario -pensaba-, ahora sería cura, con esta misma cara de cura trabucaire, o bien (según se mirase: dependía de la hora y el momento) con aires de cura jaranero que va a los toros fumándose un buen cigarro…" No, no me había casado. No me había casado con Rosalía, que ahora estaba cargada de hijos y hecha una guarra: tuvo que venir nada menos que una guerra civil para librarme de la coyunda; no me había casado tampoco con Mariana (¡pobre Mariana!; ¿qué estaría haciendo ahora, allá?), y el aburrimiento que me movió dejarla plantada después de haber convivido seis años justos y cabales, me decía cuán prudente fui en no casarme con ella. ¿Cuántas veces había querido hacerme caer en el cepo?… Se me distendió la boca en una sonrisa: también Abeledo tenía urdido, premeditada y alevosamente, casarme con la boba de su hermanita… Criatura insignificante la tal María Jesús: hasta este momento mismo no me había vuelto a acordar de su mínima existencia.

– No me he casado, no.

Ya el peluquero daba por terminada su obra; me ponía un espejo atrás para que la aprobara y, obtenido el visto bueno, me pasaba un cepillo suavón por el cuello y las orejas.

Nada en limpio había sacado de lo que me interesaba.

VI

Bien recortado el pelo y oliendo a perfumes, salí, pues, de la barbería con el vago propósito de darme una vuelta por el café. De mañana, apenas había peligro de caer en un grupo de conocidos. Y Bernardino el Pajarero me proporcionaría con su charla incansable y difusa cuantas noticias le pidiera. Él bien sabía qué amigos éramos Abeledo y yo: no dejaría de traerlo a colación de alguna manera… Pero, en lugar de encaminarme directamente hacia el café, me eché a andar, un poco a la buena de Dios, y sin otra guía que mi deseo de pasar antes por el Pórtico de la Gloria: el Pórtico de la Gloria es para los gallegos el último reducto de la devoción; su esplendor de piedra recoge nuestro culto cuando la fe en el Apóstol se nos ha hecho humo y convertido en literatura.

Hacia allí emprendí breve peregrinación; llegué ante el pórtico y, sin subir sus gradas, se prosternó mi espíritu, bien que -justo sea confesarlo- lo hiciera con cierta ritual frialdad y medio distraído, pues mi ánimo, absorbido como estaba en la preocupación de Abeledo, carecía de la holgura que esas emociones graciosas requieren. Por mucho que me esforzara en llevar mi atención hacia otras cosas, no podía sacarme aquella preocupación de la cabeza: una y otra vez, volvía a ella con la pertinacia de una mosca.

Y era el caso que, cuanto más lo pensaba, más incomprensible, enigmática, se me hacía la conducta de Abeledo, más me inquietaba su oscura actitud, aquel acto único, atroz, cuya casual y para mí afortunada frustración le había dejado así al descubierto ante mis ojos. Pues, ¿cómo?, si había sido mi amigo de adolescencia y juventud, inseparable un tiempo y luego siempre fiel; si jamás hubo entre nosotros un disgusto serio; si hasta las mismas discusiones políticas de última hora, cuando, en vísperas de la guerra, estaba tan envenenada la atmósfera, se mantuvieron entre nosotros en términos todavía soportables; si, obligados por nuestra afectuosa confianza, tantos favores y pequeños servicios nos teníamos prestados el uno al otro, y en verdad, más yo a él que él a mí; si hasta, ¡caramba!, ¿no había maquinado transformar nuestra amistad en parentesco, casándome con su hermana?… Tantas veces como este detalle me acudía a las mientes -no podía evitarlo- la cara se me reía. Me resultaba tan absurdo que, durante quién sabe el tiempo, en los recovecos de su fuero interno me hubiera estado prometiendo la blanca mano de la María Jesús, en quien yo ni por un instante había pensado… Muy, muy pava era la pobre María Jesús; buena, sí, como el pan; y, por lo visto, me tenía puestos los puntos de la manera tonta y zonza y boba que le era propia: bajar la vista cuando yo le hablaba, contestarme con pocas palabras, y recibir muy modosita ante mí las órdenes del hermano, que se daba aires de señor y dueño, y que siempre encontraba algunas instrucciones que impartirle cuando salíamos. En realidad, él era el jefe de la familia, que, por lo demás, se reducía a ellos dos solos: apenas el padre, viudo, murió -autoritario y raro, el viejo los destinaba, a él para cura, y a la muchacha para ama de llaves de su hermano-, colgó éste los hábitos, so pretexto de que, moralmente, estaba en el deber de sacrificar su carrera, y no tenía derecho, moralmente, a dejarla sola (a mí me consta, sin embargo, cuánta aversión sentía por el Seminario: era un sentimiento que compartíamos); y así, mientras él se afanaba en ganar unas pesetillas acá y allá, desempeñaba ella los quehaceres de la casa, tristona siempre, siempre calladita y seria, tan formal… Y no es que fuera, ni mucho menos, fea; fea, no lo era; era más bien linda, y hasta muy linda si se quiere -eso va en gustos-; y respecto a sus prendas morales, ¿qué decir?, ¡una joyita! A mí, la verdad, me daba lástima la vida que esa pobre criatura, tan insignificante, llevaba, toda abnegación, toda trabajo, encierro… Pero de eso a pensar… ¡Vamos! Tanto, que si alguna vez, puesto que era una chica decente y buena, como a mí me constaba, y nada fea, y además la tenía al alcance de la mano, se me ocurría -¡una mera ocurrencia! por aquello de que los pantalones se creen obligados a eso cada vez que se les ponen unas faldas por delante-, se me ocurría, ¿cómo diré?, ¡bueno, eso!, era para confirmar a cada nuevo intento que entre la María Jesús y un servidor nunca podría haber nada. ¿Por qué? Pues porque, bonita y todo como lo era, a mí -¡cuestión de gustos!- no me gustaba; o, para mayor exactitud, apreciaba, sí, los tesoros de que ella no parecía hacer mérito, pero, al mismo tiempo, me producía una especie de raro encogimiento. Hablarle dos palabras, preguntarle esto o lo otro, bien; pero en cuanto me esforzaba por mirarla "con ojos pecaminosos", ya estaba ahí el asco, la repulsión.

La causa de ese asco no se me escapaba; la conocía perfectamente. Era -¡qué tontería!, pero eso era- su excesivo parecido con el hermano; era que tenía el mismo cutis moreno, las mismas cejas negrísimas, retintas y muy tendidas hacia la sien; ella, la sosa, no se las depilaba, como por entonces estaba tan de moda; no se hacía arreglo alguno, no se pintaba; nada: "me lavo con agua clara". Y lo demás que ponía Dios, la hacía semejante a su hermano Manuel: tenía la misma mirada entre huidiza y melancólica, la misma nariz corta y fina; iguales hombros redondeados y algo caídos… En una palabra: que me recordaba al Abeledo en cada facción; y ¿cómo hubiera podido yo tocarla sin pensar de inmediato en Abeledo González? Se me hubieran bajado los humos; ¡hombre!, me hubiera venido la idea de que me estaba acostando con él… Así pues nunca le hice el menor caso; la traté siempre con todo respeto. ¿Podía yo imaginarme?… Sólo más tarde, cuando se concertó mi noviazgo con Rosalía, y él lo supo y se convenció de que la cosa iba en serio, caí en la cuenta por su actitud de cuáles eran las que él venía echándose a propósito de su hermanita, y de con cuánta intención había procurado llevarme a su casa en cualquier oportunidad, citarme allí, metérmela por los ojos, y hasta dejarme a solas con ella; pues mi compromiso con la otra le sentó, ¡Dios me valga!, como un tiro: se puso seco, desabrido, incluso impertinente, produciéndome tal sorpresa su incalculable reacción que, desprevenido, desapercibido, estupefacto, nada podía comprender al comienzo…

Rememoraba yo ahora todo esto, rumbo al café Cosmopolita, sin fijarme siquiera por dónde pasaba, cuando de pronto, me quedé parado en mitad de la calle, entontecido por una ocurrencia que, cual pedrada o mazazo, acababa de golpearme la cabeza:¡Conque -se me había venido al magín-, conque por eso era por lo que había querido liquidarme! ¡Canalla! En una oleada caliente de indignación sentí que los colores me subían a la cara. "¡Canalla! ¡Requetecanalla!", estas palabras se escapaban de mí boca a borbotones: como un borracho, vacilaba y hablaba solo. ¡Qué canalla! La infamia de tantos y tantos como aprovecharon la guerra civil para satisfacer sus pequeños rencores, sus miserias inconfesables, tenía ahora un rostro: el de mi amigo Abeledo. ¡Pero qué canalla, qué recanalla! Me sentía por mi parte, ¡de veras lo digo!, libre de toda culpa frente a él. Si se había hecho ilusiones, si la propia muchacha estaba o no enamoriscada de mí (¡qué milagro, tampoco, encerrada como vivía, sin trato con ningún otro!), ¡allá ellos!; pues yo para nada alenté esas ilusiones, ni presté la más nimia base a sus esperanzas. Tanto era así que, según digo, ni siquiera había notado… Pero, es que soy estúpido; sí, tengo mucho de estúpido; para ciertas cosas soy un idiota: caigo de la rama cuando la sacuden, y no antes. ¿Cómo pude pasar por alto la intención de Abeledo a través de tanto y tanto detalle acumulado que ahora, demasiado tarde, recapitulaba en una plena evidencia; cómo no advertí todos sus planes de futuro, de que gustaba hacerme confidencia y en los que yo solía figurar como un primordial elemento; cómo no calculé que la superioridad de mi posición -heredero seguro de mis tíos-, todo eso, junto…? Estaba, sí, en Babia; mas, por suerte, jamás llegué a deslizarme ni un milímetro; siempre me conduje de modo circunspecto; no hubo ni una broma siquiera, motivo alguno de reproche. Quién sabe si no hubiera sido preferible una buena trifulca para despejar la atmósfera, o quedar enemistados de una vez por todas, claramente. Pero, Señor, ¡qué canalla! ¡Si parecía imposible! Ahora sí, ahora el miserable iba a oírme, cara a cara, mano a mano, los dos solos, de hombre a hombre, no bien me lo tropezara. Ahora, casi tenía ganas de dar con él, tan grande era mi indignación; de buscarlo, y…

VII

Llegaba con esto al café Nacional, antes Cosmopolita. Entré y, derecho, me encaminé al rincón donde solíamos reunirnos; allí me instalé solitario, junto a la ventana. Que nada había cambiado, decía Castro el barbero. Por lo pronto, ninguno de los mozos me era conocido; al menos, ninguno de los que andaban por allá. Las paredes, si mal no recuerdo, tenían un color cremoso; ahora, azules; había, creo, unos zócalos que ya no se veían; y hasta diríase que el salón mismo hubiera encogido y achicado, por más que esto, claro está, no fuese sino una falsa impresión -quizá habían suprimido espejos…

Al camarero que se me acercó le pregunté por Bernardino el Pajarero: no venía hoy; había mandado avisar que estaba enfermo. Bueno, no importaba. Me puse a revolver mi café, di un sorbo -¡qué diferencia, demonio, con el que uno toma en Buenos Aires! Antes aquí, en el Cosmopolita, no daban mal café; pero en Buenos Aires, la verdad sea dicha, el café que se toma, pensaba yo, es excelente, y no sólo el que a uno le hacía en casa la Mariana: incluso el del almacén era aceptable-; di un sorbo y… ¿o es que la felonía de Abeledo me tenía estragado el paladar y con ganas de vomitar? ¡Qué canalla el Abeledo! Quería ver yo con qué cara se presentaba delante de mí; qué cara ponía cuando yo le dijera: "¡Canalla, atorrante! Conque quisiste asesinarme, ¿eh?…" Bueno, sostendrá que jamás pretendió tal cosa, que más bien se propuso protegerme en cierto modo, al hacer que me detuvieran, cumpliendo al mismo tiempo con su deber (el deber: la gran cobertura de tantos canallas), pues -¡ay, si me parecía estarlo oyendo: bajos los ojos, pálido!-, pues -¡a empujones, a reculones, bregando con las palabras!-, pues en aquellos momentos graves, de peligro para todos, él, que me conocía bien, y sabía cómo yo pensaba, y que, como él, todos estaban al tanto de que yo era un rojo, él, amigo mío, había tenido buenas razones para estimar que lo más prudente… etcétera. ¡Sí, casi me parecía estar oyendo la confusa retahíla, como si, en efecto, alguna vez hubieran salido de su boca frases tales y ahora las reconstruyera mi memoria hasta con el mismo tono de su voz!; como si ellas fueran la natural continuación de las muchas conversaciones políticas, de las discusiones, ¡no; propiamente discusiones, no; sino pullas, piques, puntadas! No es él tipo de discutir abiertamente y sostener su opinión con franqueza. Pero es lo cierto que, poco a poco, acaso -¡qué estúpido!- por influencia del ambiente de la redacción (pues trabajaba como reportero en La Hora Compostelana, y trabajaba allí, y no en otro periódico cualquiera, como resultado de un azar en todo ajeno a la política), lo cierto es que cada día estaba más reaccionario, y a mí me irritaba la falta de fundamento con que él, que nunca tuvo dónde caerse muerto, se colocaba cada vez más y más en el bando de los ricos. Diríase que lo hacía tan sólo por llevarme la contraria. Pues, ¡en eso sí que estaba en lo cierto!, mis convicciones eran muy firmes, ardientes, y si la sublevación me hubiera sorprendido en Santiago, ni que decir tiene que hubiese puesto cuanto estuviera de mi parte por entorpecer, ya que impedir no se pudiera… ¡qué sé yo!… o bien, hubiera procurado pasarme al otro lado, a falta de cosa más útil; y me resultaba absurdo que él, por la circunstancia enteramente fortuita de trabajar en un periódico de tendencias clericales, él, que los conocía y detestaba igual que yo por haberlos padecido, apareciera convertido en paladín… ¡Qué idiota!, ¡qué falta de seso! Porque lo notable es que parecía muy convencido, convencidísimo. Y hasta, con su falta de sentido común y su fanatismo, podía haberse creído en el deber, deber patriótico, de, cual nuevo Guzmán el Bueno, sacrificar a su muy querido amigo de la infancia… Tantas cosas se vieron en esa guerra… ¿No hubo quien emprendiera todo un viaje para llegarse al pueblo en busca de su cuñado, y prenderlo, y llevárselo al matadero con otros enemigos de la causa, dejando a hermana y sobrinos en alaridos, lágrimas e insultos? Muchos pensaban que ése era su deber, y hasta les enternecía el espectáculo de la propia abnegación, aquella su admirable renuncia a todo sentimiento particular de humanidad o de afecto en aras de intereses más altos, sin que faltara siquiera un modo de sublime piedad hacia las obcecadas víctimas, expedidas al cielo no antes de, con generoso empeño, haber forzado su arrepentimiento y salvación…

Por un instante, me sumí en el recuerdo de la guerra. Estaba allí, sentado en la penumbra del viejo café Cosmopolita, que ahora se me antojaba extraño, mirando distraído a la gente que, de tarde en tarde, pasaba ante la ventana; pero mi alma se bañaba en la atmósfera de aquel Santander remoto, luminosa, radiante, agitada, llena de gritos, de excitación, de discusiones, de esperanza, de entusiasmo, de milicianos, de noticias. Lo que entonces me parecía tan natural: que quisiera exterminarse al adversario, que eso fuera considerado como un acto de legítima defensa, más aún, como un deber sagrado, y sospechoso o tibio a quien por amistad privada ocultaba al enemigo público, ahora me producía, no ya repugnancia, sino verdadero asombro. Y, sin embargo, así había sido: ni la comunidad de la sangre era excusa frente a aquella otra comunión insensata. "¡qué suerte grande -reflexioné, y mis palabras casi sonaron en un susurro-, qué inmensa suerte nos reservaba a nosotros, escondida, nuestra desgracia de perder la partida, de quedar vencidos, desamparados, desligados, absueltos, penitentes!" Pensaba: "Si, como ellos, hubiéramos tenido que endosar tanto horror, una vez decaída la exaltación beligerante…" Y en seguida me pregunté con alarma: "Pero yo… ¿Acaso yo, de haber estado él en Santander, siendo por lo tanto la situación inversa, acaso yo no?…" Con alarma, con ansiedad me interrogaba a mí mismo: "¿Qué hubiera hecho yo? ¿qué? Si, por ejemplo, teniendo la convicción plena de que Abeledo, mí amigo íntimo… ¡No! -fue mi respuesta, después de auscultarme a fondo-, ¡no! -brotó vibrante-, ¡no, no lo hubiera denunciado!" Y me sentía muy ufano, más que dichoso, al comprobar que no, que, desde luego, eso, yo no lo hubiera hecho… Tranquilizado ya, insistí, casuista, ante el tribunal de mi propia conciencia: Pero… veamos!…, pero… ¿y si, por ejemplo, hubiera yo sabido a ciencia cierta que figuraba en una organización de la "quinta columna" para sabotear la guerra?, ¿o si, constándome como me constaba cuáles eran sus ideas, me lo veo de pronto -supongamos- en un puesto de confianza desde donde pudiera ejercer y dirigir el espionaje, actuar de una manera peligrosa? ¡Qué perplejidad!… Como quiera que fuese, él no podía en manera alguna presumir que yo, desde el fondo de la cerería, iba a poner en peligro a la llamada revolución nacional -harto hubiera hecho, pobre de mí, con agazaparme y esconderme-; y, por otra arte, le cabía siempre el recurso, si tanto era su celo, de buscarme, hablarme a solas, amonestarme, amenazarme inclusive…, ¿qué sé yo? En último caso, eso es, creo, lo que yo hubiera hecho. Pero él… Suerte tuve con estar fuera; y él, él también tuvo una suerte bárbara al no encontrarme; pues si me encuentra, ¡vaya!…, por más que se dijera a sí mismo: "Es un rojo, y los momentos no son para andar con bromas; están en juego los destinos de la patria, la causa de Dios", etcétera; tampoco dejaba de saber demasiado bien quién era este rojo: su amigo de siempre, que le había inferido el imperdonable agravio de desairar sus expectativas al abstenerse de pedir la blanca mano de su señorita hermana, dejándola para vestir santos; y si tenía esa espina enconada, más se le hubiera enconado, se le hubiera infectado hasta reventar de pus, el modo de sacársela; la conciencia le estaría apretando como unos zapatos nuevos, aunque también la conciencia se doma con el uso, y hasta se agujerea… Buen servicio le hice, de todos modos, con no estar a su alcance, por mucho que la intentona lo haya dejado ante mí al descubierto, en una postura tan poco airosa. Ahora, cuando nos diéramos de manos a boca, si quería vejarme, o si prefería hacerse el magnánimo conmigo, ¡que lo hiciera! ¡Que hiciera lo que le diese la gana!… Me lo estaba imaginando: "¡Caramba, hombre! ¡Tú!", ironizaría. "¿De dónde sales, al cabo de los años?" Y si yo, acaso, le replicaba con retintín: "Te parecerá que salgo de la tumba, ¿no?", podría retrucarme en tono amenazador: "¡Más te valiera, desgraciado, estar en ella!", añadiendo, como para su capote: "Vuelven a asomar las ratas. Pues ¡que no pierdan tan pronto el miedo!"… o algo por el estilo.

La idea de nuestro eventual, pero muy probable encuentro, volvió a restituirme a la situación presente, a este café Cosmopolita donde tantas y tantas veces nos habíamos sentado juntos, aquí, precisamente, en este mismo ángulo, ante este mármol, en otro tiempo, y donde podría aparecer de nuevo en cualquier momento. Sí, en cualquier momento; ahora mismo, ¿por qué no? ¿Por qué la mano que empuja ahora mismo la puerta para abrirse paso no podría ser la suya, apareciendo inmediatamente en el marco de la puerta su cabeza negra, sus ojos recelosos, sus hombros caídos?… El pensar en tal posibilidad aceleró mi pulso; me crispé, apretados los dedos al borde de la mesa, fija la vista en la puerta que cedía, como para incorporarme. Pero no; no era él; era un palurdo, un aldeano que vacilaba, y que pronto eligió asiento tras de una columna… "Lo mismo da -pensé distendido. La posibilidad es lo que importa. No ha sido esta vez, pero será la próxima, o la siguiente; y si no es aquí, hoy, será mañana, en cualquier otro sitio". Ya me lo encontraría en alguna parte, y pronto, aun sin necesidad de buscarlo… Luego traté de imaginarme cómo estaría él, con sus treinta y tantos años; si habría engordado, como yo; en qué se ocuparía. Lo veía hecho un personaje, engreído, moviéndose tal vez en un plano que hiciera poco fácil nuestro casual encuentro.

VIII

El encuentro no se producía. Aquel día pasó, y el siguiente, y otro, y otro; pasó una semana, dos semanas pasaron entre tanto, y ni yo había tropezado con él ni hubo siquiera quién me diese noticias suyas: ¡como si se lo hubiera tragado la tierra! Cierto que mis diligencias se cumplían con suma cautela, y nadie hubiera podido decir que yo andaba buscándolo. En puridad, no lo andaba buscando; pero -esto era seguro- tampoco iba a tener sosiego para ocuparme en cosa alguna mientras ese enojoso encuentro estuviera pendiente; y puesto que el azar, al que yo había desafiado con creciente audacia mostrándome por todas partes, en los más frecuentados sitios públicos, parecía tan remiso, me aventuré por fin a provocarlo, a meterme en la boca del lobo, no sin poner en juego, con todo, discretas y meticulosas precauciones.

Desde el café, para poder cortar la comunicación en el momento mismo que a mí me conviniera, telefoneé, pues, un día, a La Hora Compostelana preguntando por el señor Abeledo: que no lo conocían fue la respuesta. Tranquilizado por extraño modo, me encaminé desde allí a la redacción, e insistí en la portería: "Abeledo, sí, señor; don Manuel Abeledo González". El conserje -un viejo estúpido- no acertaba a darme razón. "¿Reportero, dice usted? Aguarde: hace ya como un siglo que no comparece por aquí. Sí, sí; ya sé quién es: Abeledo, un rapaz muy simpático, reportero, ¿no?, uno rubito, gordo…" "¡Qué rubito gordo! No, hombre de Dios: si es un tipo moreno, pelo negro, cejas…" "Pues entonces ha de ser otro… sí, sí, claro, tiene usted razón; me confundía; el que yo digo es otro, es Abelardo Martínez, uno rubito y gordo" "¡Válgame Dios!" "A ese… ¿cómo decía que se llama?, a ese tal González yo no lo he oído mentar nunca", concluyó encogiéndose de hombros. Pedí entonces ver a don Antonio Cueto -Cueto era el redactor-jefe, tan benévolo un tiempo para las faltas del joven periodista sujeto al servicio militar, y a quien yo había entregado de su parte alguna información un par de veces. ¿Qué importaba que ahora no se acordase de mí? "¿Don Antonio Cueto? Pero ¿usted no sabe que don Antonio Cueto está de gobernador civil? Pues sí, en Alicante, creo, o no sé si en Almería".

¿Gobernador civil Cueto? ¡Caramba!… En seguida se me ocurrió que tal vez se hubiera llevado consigo, como secretario, a algún redactor de La Hora, incluso al propio Abeledo, que tan simpático parecía serle. Y, puesto a imaginar, ¿por qué Abeledo mismo no había de tener, también él, un alto cargo?; uno que, sin ser demasiado notorio, le diera, en premio de sus celosos servicios al régimen, influencia y gajes, y hasta -¿quién sabe?- poder directo…

Me estremecí. Conforme iba alejándome calle abajo, un verdadero desasosiego me invadía; ahora estaba dispuesto a revolver el cielo con la tierra, sin más vacilaciones, hasta localizarlo; así no se podía hacer nada, no se podía tener sosiego, no se podía vivir… Hasta ese instante cada pequeño fracaso -cuando, por ejemplo, en el cine, me puse a recorrer la sala en todas direcciones, durante el descanso, sin tropezar con un solo conocido; o cuando me entré en el Ateneo Gallego y no dejé rincón por inspeccionar-, cada vez que concurría yo a un lugar donde hubiera podido hallarse, sin verlo (y de tales intentonas no realizaba apenas sino una por día, tras de lo cual me daba por satisfecho hasta el siguiente), cada una de esas infructuosas pruebas había sido para mí hasta el instante como un respiro, engañosa tregua que ni siquiera me traía el alivio tonto de aplazar un choque inevitable, pues si por un lado estaba -¿para qué negarlo?- temeroso, por el otro deseaba, y quizá con mayor vehemencia, enfrentarme ya de una vez con el bicho.

Que en la redacción no lo conocieran, me había trastornado por completo, causando en mí enorme excitación.

Era aquello, o me lo pareció, el primer signo a favor de una eventualidad que, antes, apenas si me atrevía a acariciar; ésta: ¿por qué la guerra, cuyos trasiegos habían convertido a mi Santiago en una ciudad extraña, repleta de extraños, donde a nadie conocía, por qué no podía haberlo alejado a él, llevándolo hacia cualquier otra parte, al otro extremo de España, a Alicante, a Almería? Si ello tomaba cuerpo y consistencia, si por fortuna era ese el caso, nada impedía entonces que yo permaneciera ahí, en un Santiago desconocido e indiferente, tan tranquilo como lo estaba en Buenos Aires, sin importárseme nada de nadie, ni a nadie tenerle que rendir cuentas de nada; en fin, como si jamás hubiera existido el tal Abeledo González.

Y así, ese día, agitado por el bullir de hasta entonces mal sofocadas esperanzas, en lugar de contentarme con la llamada telefónica a la redacción, la reforcé primero acercándome a la portería, y, luego, lleno de impacientes promesas, impaciente, impaciente ya, del todo impaciente, presto a jugarme el todo por el todo, me encaminé hacia su casa. Varias veces antes, en ocasión de ir acá o acullá, había hecho un desvío para pasar ante ella con aire naturalísimo, pero espiando el cerrado portón y las ventanas, sin jamás divisar persona. Ahora, no me limitaría a rondar la casa; tiraría de la campanilla, y aguardaría. A ver qué pasaba. Pues ¿qué podía pasar? ¿Que la María Jesús abriera ante mí la puerta, y más aún los ojos? Y aunque fuera él, el mismísimo Abeledo: aprovecharía yo el momento de su sorpresa, y le plantearía la cuestión de la manera más favorable para mí; quizá, con un golpe de audacia, disparándole a boca de jarro: "Me he enterado de que fuiste a buscarme en mi casa con unos amigos, y aquí vengo solo, a ver qué querías". (Una sonrisa me acudió a los labios: ¡devolverle la visita al cabo de diez años!) Con estos pensamientos llegué a la esquina de su calle y, moderando el paso para darle al azar más dilatada oportunidad, por dos veces consecutivas recorrí la acera de enfrente. Mas, en vano; vano parecía mi asedio a la fachada: una quietud impasible me desahuciaba; el zapatero instalado en el mismo portal donde otrora estaba un estanco, ya me había mirado cruzar para arriba y cruzar para abajo; mi firmeza empezaba a quebrantarse; me sentía de pronto cansado hasta el agotamiento, e indiferente, y triste, cuando -¿qué veo?- una mujer dobla la esquina y, al llegar ante la puerta, se para, mete una lave en la cerradura y se dispone a abrirla.

– ¡Perdón, señora! -la abordo de un salto (y toda mi laxitud había desaparecido: estaba otra vez muy sereno, quizá un poco pálido, pero resuelto, sereno-: Por favor, dígame, ¿vive aquí don Manuel Abeledo?

Se volvió, me observó despacio, yo la observé a ella: una cuarentona todavía de buen ver.

– No, señor; no; no es aquí -respondió con calma; y, desentendida, se aplicó de nuevo a hacer girar la llave en la cerradura.

Decir que esperaba esta respuesta, no sería exacto; pues, ¿cómo?, ¿con qué fundamento? Y, sin embargo, la recibí muy naturalmente, mientras que, de seguro, me hubiera desconcertado oír la afirmativa. Firme ya, alegre, insistí:

– Pues la dirección que me han dado es ésta. Este es el número, y ésta la casa, sin lugar a dudas -pausa-. ¿Usted no habrá oído, por casualidad…, no sabe, acaso?…

Ya la puerta había cedido, y yo pude colar una mirada ávida en el zaguán que tantas veces cruzara hacia adentro, hacia afuera, en compañía de Abeledo.

– ¿Abeledo, dice? ¿Don Manuel Abeledo? Estará equivocada esa dirección: aquí, desde luego, no vive; ni yo he oído tampoco por la vecindad…

– Sin embargo… El caso es, señora, que en Buenos Aires, al embarcar hacia acá… Iba a contarle que cierto amigo mío me había encargado de buscar a esa persona; pero ella, al saber que yo venía de Buenos Aires, levantó la cabeza para mirarme de nuevo e, interesada, me interrumpió:

– ¿De Buenos Aires viene usted? Pero pase, por Dios; no se quede ahí en la puerta: pase, y siéntese un momento.

No quise hacer resistencia; entré en el zaguán:

– Si pudiera ayudarme a dar con esa persona, se lo agradecería mucho. Y perdone la molestia.

Pasamos ambos a la sala baja, y nos sentamos en sendos sillones, a los lados de una mesita ridícula cubierta por un tapete de malla con borlas. Disimuladamente, inspeccionaba yo la pieza que había conocido antes alhajada en manera quizá más pobre, pero no tan ramplona, cuando, de improviso, al reconocer entre su abigarrado moblaje una cómoda que siempre estuvo en casa de Abeledo, aunque no en aquella pared -la cómoda panzona donde él acostumbraba guardar sus cosas con aparatosa solemnidad-, me dio un vuelco el corazón, como si hubiera creído distinguir al otro lado del tabique la inesperada voz de Abeledo mismo, o mejor -pues la cosa no era quizá para tanto-, el discreto trajinar de la hormiguita laboriosa, como llamaba yo a su hermana María Jesús. ¿Qué hacía allí semejante reliquia, si era verdad que esta gente no sabía nada de los anteriores inquilinos? Dos o tres hipótesis más o menos absurdas concurrieron en tropel a darme provisional respuesta; y yo procuré dominar mi turbación, y responder por mi parte a las preguntas que aquella señora me estaba haciendo. Ya había puesto en mi conocimiento que ellos también, en determinada época, habían tenido propósito de ir a Buenos Aires, donde a la fecha continuaban viviendo unos parientes suyos, un sobrino de su marido, casado, y con dos hijos ya mayorcitos… A no ser por la guerra, decía, también nosotros estaríamos allí. Me sonrió; y yo, con el sombrero entre las manos, contesté a su sonrisa: tenía una sonrisa agradable.

– A lo mejor -sugirió- usted conoce a mis sobrinos: Antonio Álvarez se llama él.

– ¿Álvarez? -dudé-. Quizá, de vista… Por el nombre no caigo en este momento. Usted sabe: sería casualidad, en una ciudad tan inmensa como Buenos Aires… ¿Dónde viven?

– Calle Santiago del Estero -anunció con énfasis, como quien hace una revelación muy decisiva; y se quedó fija, aguardando. Al oírla, la calle Santiago del Estero se precipitó a mi imaginación con extraordinaria vivacidad y alegría, en aquel trozo próximo a la plaza Constitución, con árboles muy verdes y un sol matutino inundándome toda el alma. Fue por aquellos parajes donde conocí a Mariana; en el bar de la vuelta, sobre la plaza, donde nos citamos las primeras veces; y en un hotelucho próximo, donde solíamos encontrarnos antes de ir a instalarnos juntos…

– No; creo que no conozco a su sobrino; o al menos, no me acuerdo.

– Y… ¿usted vuelve para allá? -se interesó-. Le dije que aún no sabía; quizá sí, quizá no; aunque lo más probable, cuando uno ha vivido en un sitio tantos años, se han dejado amigos…

– Pues allá estaríamos nosotros, de no ser por la guerra. Pero con la guerra, ya mi marido no pudo abandonar sus tareas. (¿Cuáles serían, pensé yo, las tareas del marido? Ahí estaba, en el testero de la sala, severo, muy afilados los bigotes, haciendo pendant con el retrato de ella, joven, atusada y hermosa.) Y no es -prosiguió- que desde entonces se nos hayan pasado las ganas, pero…

La mujer hablaba con seriedad, y su expresión era más bien apacible; mas tenía en los ojos un algo de risueño que atraía. Observaba yo el movimiento de sus labios al hablar; una boca ya muy hecha, con arrugas marcando bien las comisuras, pero todavía fresca; observaba la vibración de su cuello, un poco grueso; y de ahí volvía a mirarle los ojos, mientras a cuanto decía prestaba una decorosa atención. Me estaba preguntando por Buenos Aires; quería saber si se encuentran en Buenos Aires muchas facilidades.

– ¡Qué voy a decirle, señora! Allá, todo el mundo vive; unos mejor y otros peor, claro está; pero… ¡es un país magnífico! -concluí-. ¡Magnífico! -reforcé. Ella reflejaba en su complacencia mi repentino entusiasmo; luego se le arrugó un poquito la frente para decirme que su sobrino, cada vez que escribía, era quejándose. Y yo rectifiqué: – Por supuesto que aquello no es la sucursal del Paraíso; y, sobre todo, a uno siempre le tira su tierra. De no ser así, yo mismo ¿qué hubiera venido a buscar en Santiago? Nos quedamos callados por un momento, y yo volví a mi asunto en seguida: ¿Sabe usted, señora, lo que pienso? Puede que la dirección de ese Abeledo estuviera bien dada, solo que sea antigua, el tipo se haya mudado y… ¿Hace mucho que ustedes ocupan esta casa?

– ¡Uf, sí! Bastantes años; desde que se terminó la guerra y trasladaron a mi marido desde La Coruña a Santiago…

– No sabe quién la ocupaba antes.

– No; no, señor; a nosotros nos la adjudicó el Comisariado. Y, por cierto, que no es la que hubiera correspondido a los méritos de mi marido; pero, ni había mucho donde elegir, ni tampoco es él hombre que exija, reclame, intrigue; de manera que…

– Así -atajé- ¿nunca ha oído nada de los anteriores inquilinos…, qué fue de ellos?… Mi amigo me dijo que se trataba de dos hermanos: el tal Abeledo, y una hermana más joven… A mí se me ocurre que, así como a ustedes los trasladaron a Santiago, a ellos los trasladarían a otra parte.

– No tengo idea, la verdad. Como no sea que mi marido…

– Pues no quiero molestarla más-. Le di las gracias, le hice ofrecimientos, sin mencionar, no obstante, mi nombre, y me volví por donde había venido.

IX

De aquella entrevista saqué el corazón aliviado; ni rastros de preocupación quedaban en mí: salí silbando de la casa y pasé ante el zapatero pisando fuerte; bajé la calle, me dirigí hacia el centro, fui a tomarme una cerveza, puse un tango y eché la moneda en el gramófono eléctrico, miré el programa de los cines y, desde luego -para celebrar la liberación de mi ánimo; pues ¡buen peso se me había quitado de encima!-, resolví obsequiarme aquella noche con alguna pequeña expansión.

En una ciudad provinciana donde, además, uno era, aunque nacido en ella, forastero, poca variedad de diversiones se le ofrecen al hombre. Y tampoco yo vacilé mucho acerca de lo que el cuerpo me pedía. Por suerte o por desgracia, no soy de los que pueden renunciar a ciertos naturales placeres durante semanas y meses. Acodado en la mesita del bar, repasaba yo mentalmente la cuenta de mis dineros sobrantes, y también la de mis días disipados en la estúpida obsesión de encontrar a Abeledo, días tontos, vacíos, en cuya grisura más de una vez se había hecho sentir, como oscura punzada, el recuerdo de Mariana, el deseo de Mariana. En el barco, mientras la travesía duró (cuando la amistad pasajera con una mujercilla de retorno a su aldea me proporcionaba sobresaltados refocilos), Mariana solía presentarse a mi imaginación hecha un basilisco; era su cara, su boca voluntariosa, lanzándome ristras de aquellos improperios a cuyo alcance me había sustraído; y yo me reía a solas de pensar en el chasco. Mas ahora, tantísimos días después del desembarco, empezaba a considerar como una idea del diablo la que había tenido al zafarme así de sus garras y dejarla burlada; y su cara de rabia ya no me daba risa: se me seguía apareciendo irritada y áspera, sí, pero con una aspereza muy hermosa, excitante, como si el apretado ceño, los ojos chispeantes y los labios entreabiertos de desprecio, anticiparan… En fin, ¿de qué valía entregarse a las ardientes nostalgias, si la cosa ya no tenía remedio? Hecho estaba el mal; y ahora…

Pues ahora, había, como digo, resuelto remediarme con una fiestecita íntima; y aunque -a la verdad- me repugnaba un poco -siempre me había repugnado- el "amor venal", llegada la noche -¿qué hacerle?- me encaminé, firme cual un romano, hacia el prostíbulo, sintiendo, ya ante coitum, la clásica tristitia.

¡Ay, qué gran sorpresa me aguardaba allí! Después de tantos días huecos y vanos, ¡qué día! Entro -aquella casa non sancta me era conocida desde tiempos de mi desamparada juventud-; entro, acuden las pupilas, y ¿a quién me veo entre el rebaño? A María Jesús; sí, a ella en persona, a la señorita doña María Jesús de Abeledo y González, virgo prudentissima, metida a… ¡Bendito sea Dios! Yo me restregaba los ojos; pero no, no era ni un sueño, ni una alucinación: allí estaba, en cuerpo y alma, y era ella, ella misma, como lo delataban sus miradas de angustia, sus conatos de disimulo, su actitud de "¡qué se me importa a mí!", medio oculta a la zaga de sus compañeras.

La elegí a ella, por supuesto; la saqué de su parapeto y, cuando estuvimos solos, y nos miramos a las caras, yo debía de estar más blanco, más azorado y más descompuesto que ella misma. Ella fue quien habló primero; dijo con voz opaca:

– Hombre, mentira parece que no hayas podido ocupar a otra. Tendrías que haberme respetado, aunque más no fuera, en consideración a…

Temblaba, creo que no tanto de ira como de humillación. O quizá de ira; sólo que no tenía la costumbre de la ira, y resultaba lastimosa. Se miraba con encono las pintadas uñas, y sus pestañas negrísimas echaban sombra a los ojos; pero, encima, unas cejas depiladas y rectificadas, que no eran ya las suyas, le daban un detestable aire payasesco.

– Mejor estabas antes, con las cejas sin arreglar -fue mi incongruente respuesta-. Me atisbó entonces como un animalito acosado (de veras, que tuve lástima), y no replicó nada.

Entretanto, pude yo urdir un infundio; le dije con aplomo:

– Vengo a verte. Tras de mucho buscar, he sabido que estabas aquí y, ¡ya ves, mujer!, vengo a verte.

Se comprenderá que los impulsos carnales cuya urgencia me llevó a recalar en aquel puerto, habían amainado; un pesado descontento me llenaba, un raro malestar, desánimo. Tanto, como para producirme estupefacción la seguridad con que mi propia voz sonaba profiriendo aquel embuste. Pues ¡tan pronto me había sobrepuesto al desconcierto! Porque la sorpresa había sido, ¡caramba!, descomunal.

Ella fue (y se explica: uno entra de la calle…), fue ella quien primero me reconoció a mí en el cliente recién llegado. Y el susto de su mirada hizo que yo me fijara en seguida en ella, y que, no sin algún trabajo -pues, ¿no era increíble?-, la descubriera ahí, a la María Jesús, e identificara bajo el disfraz de las dibujadas cejas, lineales y bobas, sus ojos; identificara sus mejillas, un poquito abultadas, pálidas bajo el colorete; identificara su cuerpo, también algo más gordo y pesado que antes, cuerpo de paloma buchona… ¿Cómo me vería ella a mí? Muy cambiado no debía estar, puesto que tan pronto me había reconocido. Ahora, al oír lo que yo le decía: que iba a verla; que estaba allí para verla, alzó la cabeza, pequeña bajo la balumba de un peinado cómicamente recogido arriba, y se puso a escrutarme con mucha seriedad y apreciable alivio: la mentira inventada para salvar mi decoro había tenido un piadoso efecto.

Corroborativo, persuasivo, añadí todavía:

– Imagínate, mujer, después de tanto tiempo… Quería verte; saber, en fin, qué ha sido de tu vida.

La pregunta era torpe; no tenía otra respuesta que la que me dio la pobre.

– Pues, hijo, ya lo estás viendo.

Pero el caso es que, al cabo de un rato, muy pronto casi en seguida, ambos nos sentimos a gusto el uno junto al otro, y hasta, ¡cosa notable!, creo que nunca había hablado con ella tan sosegada y afectuosamente como entonces, en aquel impropio lugar, mientras que ella misma -y ¡cuidado, que su situación era aflictiva!- parecía tener mayor aplomo que jamás antes en mi presencia. Se había sentado al borde de la cama; y yo, frente a ella, en un taburete de raso celeste muy manchado; conversábamos.

Evitando herirla, discurría yo al comienzo mediante generalidades y sobreentendidos; pero no tardó en tomar la palabra y empezó a desahogarse conmigo en quejas menudas contra aquella vida mísera que llevaba: peleas, malquerencias, pequeños hurtos, la comida, envidias y cien mil porquerías. Se expresaba con frases que no eran suyas, de la María Jesús, sino pertenecientes a un repertorio común que había asimilado y del que apenas si conseguía yo sacarla, como si ya no fuera capaz de hablar más que en frases hechas, cuando lo que a mí me interesaba eran las circunstancias personales que la habían llevado hasta ahí, y, sobre todo, averiguar el paradero de su hermano. Hallarla así, sumida en las sórdidas estancias del lugar común, era cosa que exasperaba mi curiosidad, pero que, al mismo tiempo, calmaba definitivamente mis pasadas inquietudes, sin ponerme de momento a razonar la causa; de manera que, como quien tiene ya la pieza asegurada y, dándola por suya, no se apresura a cobrarla, postergaba yo la pregunta preparada sobre Abeledo. "¿Y Manolo, tu hermano; qué es de él?", para soltarla con tono indiferente en el momento oportuno. Entretanto, el nombre de Manolo salió a relucir en sus labios, sin que yo hubiera tenido necesidad de mentarlo, cuando, en el curso de sus inconexas y farragosas lamentaciones, aludió a lo ocurrido, o a la desgracia, no sé cómo.

– ¿Lo de Manolo? ¿Qué es lo de Manolo? ¿A qué te refieres? -inquirí yo entonces en repentino sobresalto.

– A la desgracia -aclaró ella con naturalidad, casi con indiferencia, para proseguir-: Y por eso, al verme sola…

– Pero cuéntame, ¿qué fue ello? No sé nada.

Se extrañó de mi ignorancia, se me quedó fija como si no lo creyera; y luego me notificó lo asombroso, lo que yo escuché atónito, y lo que, al oírlo, me dejó helado y, durante un buen rato, mudo: Abeledo había muerto; sí, había caído asesinado, sin que nunca se averiguara por mano de quién, durante el barullo de la guerra.

Este hecho, a cuya escueta noticia vendrían a sumarse después, prolijamente referidos, los detalles del caso, me dejó aturdido, y casi no pude prestar atención ya al relato que en seguida se puso a hacerme la María Jesús, entre circunloquios, digresiones y apóstrofes, de su deshonra subsiguiente por obra y gracia de una persona de influencia que le brindó protección, empleo de mecanógrafa y racionamiento especial, para luego abandonarla en el precipicio, "para que al final tuviera que caer en esto". Mientras me lo refería con precisiones excesivas e inexactitudes tan ociosas como visibles, y siempre en el lenguaje de los lugares comunes, yo no podía pensar en otra cosa que en la muerte de Abeledo. Durante todos estos días y semanas pasados había vivido yo bajo la obsesión de un próximo encuentro con él, encuentro que consideraba ineludible e inminente; que no sabía si desear o temer; hacia el que no quería adelantarme de motu proprio, pero cuya demora se me había ido haciendo cada vez más insufrible; un encuentro que, según ahora descubría, era imposible, de absoluta imposibilidad, y lo era desde hacía tantos años, desde antes que terminara la guerra civil, desde antes incluso de que yo hubiera pasado a América. Aún seguía yo luchando al frente de mi compañía en las montañas de Santander, y ya él estaba muerto aquí, en Santiago. ¿Cómo no me había pasado por las mientes en ningún momento semejante eventualidad que, sin embargo, era tan posible -probable, mejor- en tiempos de guerra? En cualquier tiempo está el hombre sujeto a la muerte; pero en tiempos de guerra… ¿No había estado yo mismo, varias veces, a punto de?… Escapé, en definitiva: pasé el charco; y mientras vivía en Buenos Aires, y trataba a otras gentes y trabajaba en los escritorios del molino aceitero, y conocía a Mariana, y nos instalábamos juntos, y pensaba en casarme con ella, y desistía luego; mientras charlaba con mi paisanos o discutía con los gringos en el almacén de Coutiño, y comentábamos un día tras otro, un año tras otro, leyendo el periódico, las noticias de la guerra mundial, y acabada la guerra, yo esperaba siempre ver cambiar lo de España, y el tiempo me iba cambiando a mí de muchacho en hombre, él, Abeledo, estaba criando malvas debajo de la tierra.

– ¿Y nunca se puso en claro su muerte? El asesinato de Manolo, digo -pregunté de pronto-. ¿Quién lo mataría?

– Nunca se averiguó. A nadie le importaba un pito. Pero si quieres que te diga la verdad…

Entonces me confió que para ella no había sido eso una sorpresa; que se lo tenía pronosticado; que hay cosas que tienen que pasar, y que esa muerte no había hecho sino cumplir sus temores, los de ella. Empezó a contarme; al principio, con el desorden sentimental e imprecatorio del lenguaje común; pero luego, poco a poco, como quien rompe una costra, con palabras propias, cada vez más suyas, más de la María Jesús, hasta expresarse casi en tímidos susurros. Me contó que, apenas comenzada la guerra, cuando todavía no era aquello sino subversión, él había desaparecido de casa durante cuatro días (ella, mientras, con el alma en un hilo), y que luego empezó a hacer tan sólo apariciones breves, en las que hablaba con apresurado énfasis y nebulosamente de tareas, de responsabilidades, de misiones a cumplir, se mudaba de ropa, traía prendas nuevas, unas espléndidas botas altas, correajes, insignias, y volvía a salir, muchas veces en un automóvil que solía esperarlo a la puerta y lo reclamaba con bocinazos. En fin, no le resultó muy difícil a ella darse cuenta de que estaba metido de lleno en la obra de "depuración" y "limpieza", lo que desde aquel punto y hora fue para la cuitada de María Jesús un continuo martirio. Cierto que, por otra parte, habían cesado las penurias y estrecheces del pasado, y no era chico alivio: cuando, al aparecer tras de su primer eclipse, ella le pidió tímidamente dinero, pues estaba debiéndolo todo, sacó él de su cartera un puñado espantoso de billetes y, sin contarlos siquiera, pues tenía mucha prisa, los echó sobre la mesa del comedor. A partir de entonces, esa cartera estuvo siempre repleta, y el antes cicatero la invitaba ahora a gastar cuanto se le antojara. Pero qué, si el asco que se le había sentado aquí, en la boca del estómago, no la dejaba disfrutar de nada… Si le entraban a veces unas lloreras… Siempre que Manolo regresaba a casa, poco después del amanecer, y se ponía a contarle, todo excitado y con obstinación de beodo, cosas que ella no quería escuchar y que sólo a medias entendía, a ella se le formaba un nudo en la garganta. ¿Qué necesidad tenía de jactarse, el muy majadero, de alardear? Si era un duro deber que cumplía por la causa, según trató de explicarle al comienzo con grandilocuencia indignada, ¿qué necesidad tenía de complicarla a ella en sus hazañas, ni de regodearse así con la faena del día? "¡A mí, por Dios, no me cuentes esas cosas!" Pero él insistía, insistía, empecinado, recreándose en los detalles más horribles: hacía burlas, morisquetas; imitaba los sudores, balbuceos y pamplinas que los tipos hacían a la hora de la verdad. Y cuando ella, no pudiéndolo soportar, rompía en lágrimas, siempre tenía él a punto la misma broma: "¡Ah, conque también tú eres una roja! Aguarda, estáte quieta, que voy a darte lo tuyo"; apoyaba la cabeza de medio lado sobre el brazo tendido, entornaba el párpado, apuntaba cuidadosamente un fusil imaginario y, ¡zas!, el muy cochino se tiraba un cuesco. En seguida, ya se sabía: entre risotadas nerviosas, se echaba en la cama y a dormir! Un día va a pasarle algo, pensaba María Jesús viéndolo agitarse en sueños. Y ¡en efecto!

Al llegar aquí en su relato descargó la congoja que ya venía preludiando: su boquita, demasiado chica y pintada de colorado, empezó a plegarse, a ocultarse entre los carrillos un tanto abultados, y la cabeza, recogido el pelo en la coronilla, se le dobló sobre la pechuga. Me alcé del taburete y, conmovido, me senté a su lado en la cama, acariciándole el cogote: "¡vamos, mujer; calma, calma!" Seguramente desde hacía mucho tiempo, quizá nunca, había desahogado así la infeliz sus pesares; y yo, tranquilo ya por completo, despejada la incógnita de Abeledo, me sentía inclinado a la compasión.

Se me abrazó con frenesí, y me regó de lágrimas el chaleco, mientras que su enhiesto moño temblaba como un plumero bajo mis narices. ¡Dios me valga! ¡Tengo que confesarlo! ¡De barro somos! Si los estímulos que me habían llevado a aquella casa se apaciguaron y parecían muertos con el estupendo hallazgo que allí tuve en la persona de María Jesús, ahora, su abundante pecho, al agitarse contra mi cuerpo en los estertores del llanto, despertó en mí, súbita y muy apremiante, la solo adormecida necesidad cuya satisfacción tenía pagada de antemano, pero a la que ella supo responder una vez y otra con eficacia no venal ni fingida. Sus transportes me instruyeron de cuánto había significado yo, en verdad, para esa pobre criatura, y me sentí afligido. Y más afligido aún, al verla llorar de nuevo, aunque ahora mansamente, con lágrimas que, gruesas y lentas, arrastraban colorete por su cara hacia la almohada, cuando cansados ya, y en voz baja, platicábamos acerca del pasado, y ella me declaró -¿para qué había de ocultármelo a la fecha?- su pena, y la indignación de Manolo, enterados de que yo andaba en relaciones formales con aquella Rosalía, y desengañados de que pudiera casarme nunca con María Jesús. Abeledo le echó a ella la culpa, hecho una furia: "Porque tú, pedazo de imbécil, te tienes la culpa. Si eres una pava, más que pava, imbécil". Se había burlado de ella, había remedado su actitud pacata, su encogimiento, sus modales, sus gestos (y bien podía remedarla: eran tan parecidos los dos hermanos…); le había dicho, frunciendo la boca y con los brazos caídos a lo largo del cuerpo: "¡Qué modosita ella, la niña, la nenita, la monjita boba!" Le había recetado luego: "¡Hay que tener más aquél, más garbo, hija!…" En fin, ¿qué no le había predicado, increpado, rezongado, gritado, insultado, criticado y befado? A partir de ese instante, ella -"y tú ni siquiera lo notaste"-, frío el corazón y sin ganas, había empezado a pintarse. "¡Eso!; ahora, ponte como un payaso; que parezcas una pendona…", la había aplaudido, sarcástico. "Pero a mí, ¡qué iba a importarme parecer esto o lo otro!"…

X

Ahora ya, sólo me resta el epílogo; me resta decir que, a la mañana siguiente, amanecí tardísimo, recordé, abrí los ojos y tuve la sensación misma de quien sale de una pesadilla; que mi vertiginosa aventura de la noche anterior y, con ella, todo lo ocurrido desde mi regreso a España, compareció de golpe ante mi conciencia, formando un bloque aislado, muy preciso de contornos, pero irreal, como esos sueños nítidos que tienen la calidad intensa de lo vivido y, sin embargo, carecen (esto sólo nos asegura que son sueños), carecen, sin embargo, de toda comunicación con el mundo cotidiano. Mi bajada a los infiernos prostibularios había clausurado aquella vaga existencia mía de casi un mes (¡un mes casi había vagado en persecución y fuga del "fantasma vano"!), la había desligado de mí, y me dejaba otra vez plantado en el punto mismo por donde ingresara en el temeroso laberinto. Increíblemente, sólo el tiempo anterior a mi regreso: Buenos Aires, la avenida de Mayo, el Dock Sud, las oficinas de la empresa y el aceite de mesa marca " La Andaluza ", el almacén de Coutiño, mi casa, Mariana, sólo eso tenía consistencia para mí, mientras que Santiago de Compostela y mi estúpido peregrinar por los alrededores del Pórtico de la Gloria durante un par de semanas largas, la ciudad toda que subsistía ahí, fuera de la ventana, más allá de este cuarto, de esta casa, de la cerería, era tan alucinatoria como el sórdido encuentro que la víspera había tenido en el burdel con aquella condenada de María Jesús. Pues ¿qué había hecho yo desde que llegué a Santiago? No había hecho nada; y ese nada había sido por nada, puro disparate.

Para colmo, entró mi tía a despertarme (yo estaba ya despierto, aunque permanecía en cama, sin rebullir siquiera, tan aplacados estaban mis espíritus); entró, y, según pude colegir por su actitud, dispuesta a reprocharme la mía, que tanto la defraudaba; con una brazada de reproches, reticentes y quejumbrosos, como correspondía a su carácter, pero no menos premeditados. Pues, tras de haberme dado los buenos días y el muy precioso informe de ser las diez y media pasadas, se sentó frente a mi cama y deslizó la apreciación de que yo quizá me había acostumbrado en América a otra manera de vivir, y que no parecía acomodarme a las cosas de España, tal cual ahora pintaban; sugiriendo, no obstante, que con un poco de buena voluntad no tardaría en recuperar mi interés por los negocios de la casa, dado que al fin y al cabo eran míos, no de otro, o cuando menos eso era lo que ella tenía pensado y hablado con el difunto tío, que tanta fe me guardó el pobre, y que a nadie hubiera querido dejar, sino a mí, el sudor de toda su vida, siempre, claro está, en la idea de que yo… ¡Bueno! Le prometí que desde mañana me metería hasta los codos en el trabajo, pues no a otra cosa había vuelto, y si hasta el momento no lo hice fue porque necesitaba salir de una cierta duda que, justamente anoche -y por eso me había recogido tan tarde-, pude al fin disipar. Le dije también que hoy, antes de entregarme a la vida ordinaria, deseaba visitar la sepultura de mi buen tío.

Deseaba visitar la sepultura de mí tío; pero deseaba, sobre todo, visitar la sepultura de Abeledo. Fue un deseo, que me sobrevino de repente, conforme hablaba con mi tía; pero tan imperioso, tan vehemente, que, disipada mi pereza, me eché de la cama sin más aguardar.

No tuve dificultad mayor, guiado por las explicaciones de mi tía, en hallar la reciente tumba de mi tío. Dar con la de Abeledo me costó mucho más trabajo; pero al cabo de tantas vueltas, leí por fin su nombre sobre un nicho: Manuel Abeledo González. La pequeña lápida rezaba: Aquí yace el camarada Manuel Abeledo González caído al servicio de la patria. Mano alevosa lo abatió el 15 de julio de 1937. Ahí estaba, pues, encerrado a piedra y lodo.

Volví la espalda, y me salí del cementerio, y bajé sin prisa para la ciudad. Por el camino adopté la resolución -que no tardaría en cumplir sino lo indispensable- de volverme a Buenos Aires.

(1948)

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