TERCERA PARTE. La formación de un nuevo mundo

Capítulo 34

Noviembre-diciembre de 1918

Ethel despertó temprano la mañana siguiente al día del armisticio. De pie en el suelo de piedra de la cocina, tiritando mientras esperaba a que la tetera rompiera a hervir sobre los antiguos fogones, tomó la decisión de ser feliz. Había muchos motivos para sentirse dichosa. La guerra había terminado y ella iba a tener otro hijo. Tenía un marido fiel que la adoraba. Las cosas no habían salido exactamente como ella hubiese querido, pero no dejaría que eso la hiciera desgraciada. Decidió que pintaría la cocina de un amarillo alegre. Los colores vivos en la cocina eran una nueva moda.

Sin embargo, primero tenía que intentar arreglar su matrimonio. Bernie se había aplacado con la rendición de ella, pero Ethel aún sentía rencor, y el ambiente en casa seguía viciado. Estaba furiosa, pero no quería que su distanciamiento fuera permanente. Se preguntó si podrían volver a ser amigos.

Llevó dos tazas de té al dormitorio y se metió en la cama. Lloyd todavía dormía en su cuna del rincón.

– ¿Cómo te encuentras? – le preguntó a Bernie cuando este se sentó y se puso las gafas.

– Mejor, creo.

– Guarda cama un día más, asegúrate de que te has curado del todo.

– Puede que lo haga. – Su tono era neutro, ni cálido ni hostil.

Ethel dio unos sorbos de té caliente.

– ¿Qué preferirías, un niño o una niña?

Bernie no dijo nada, y al principio ella creyó que se negaba a contestar, enfurruñado; pero lo cierto es que solo lo estaba pensando un momento, como solía hacer antes de responder a una pregunta. Al cabo, dijo:

– Bueno, ya tenemos un niño, así que estaría bien tener uno de cada.

Ella sintió un arrebato de afecto por él. Siempre hablaba de Lloyd como si fuera hijo suyo.

– Tenemos que asegurarnos de que este sea un buen país para que los niños crezcan en él – dijo Ethel -. Un país donde puedan recibir una buena educación y conseguir un trabajo y una casa digna para criar a sus propios hijos. Y que no haya más guerras.

– Lloyd George convocará elecciones anticipadas.

– ¿Tú crees?

– Es el hombre que ha ganado la guerra. Querrá ser reelegido antes de que eso se olvide.

– Yo creo que, aun así, a los laboristas no nos irá mal.

– Al menos tenemos una oportunidad en lugares como Aldgate.

Ethel dudó.

– ¿Te gustaría que te llevara yo la campaña?

Bernie no parecía convencido.

– Le he pedido a Jock Reid que sea mi consejero.

– Jock puede ocuparse de los documentos legales y las finanzas – dijo Ethel -. Yo organizar los mítines y todo eso. Puedo hacerlo mucho mejor. – De pronto sintió que estaba hablando de su matrimonio, no solo de la campaña.

– ¿Estás segura de querer hacerlo?

– Sí. Jock solo te enviaría a dar discursos. Eso tendrás que hacerlo, desde luego, pero no es tu punto fuerte. Brillas más sentado con unas cuantas personas, no muchas, charlando con una taza de té. Yo te llevaré a fábricas y almacenes, donde podrás hablar con los hombres de manera informal.

– Seguro que tienes razón – repuso Bernie.

Ethel se terminó el té y dejó la taza y el platito en el suelo, junto a la cama.

– Bueno, ¿te encuentras mejor?

– Sí.

Le cogió la taza y el platito y los dejó en el suelo, después se quitó el camisón por la cabeza. Sus pechos ya no eran tan lozanos como lo habían sido antes de que se quedara embarazada de Lloyd, pero seguían firmes y redondos.

– ¿Cuánto mejor? – preguntó.

Él se quedó mirándola.

– Mucho.

No habían hecho el amor desde aquella tarde en que Jayne McCulley había propuesto a Ethel como candidata. Ethel lo echaba muchísimo de menos. Se sostuvo los pechos con las manos. El aire frío de la habitación le había erguido los pezones.

– ¿Sabes qué es esto?

– Me parece que son tus pechos.

– Hay quien los llama tetas.

– Pues yo digo que son preciosas. – Su voz se había vuelto algo ronca.

– ¿Te gustaría jugar con ellas?

– Todo el día.

– No estoy muy segura de que se pueda – replicó ella -. Pero podríamos empezar, y ya veremos hasta dónde llegamos.

– Muy bien.

Ethel suspiró de alegría. Qué simples eran los hombres…

Una hora después, dejó a Lloyd con Bernie y se fue a trabajar. No había mucha gente en las calles: Londres estaba de resaca esa mañana. Llegó a las oficinas del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Confección y se sentó a su escritorio. Mientras pensaba en la jornada que tenía por delante, se dio cuenta de que la paz traería consigo nuevos problemas para la industria. Millones de hombres dejarían el ejército y buscarían empleo, y querrían apartar de un codazo a las mujeres que llevaban cuatro años haciendo su trabajo. Pero esas mujeres necesitaban sus salarios. No todas tenían a un hombre que volvía a casa desde Francia: muchos maridos se habían quedado allí enterrados. Necesitaban su sindicato, y necesitaban a Ethel.

Cuando llegaran las elecciones, naturalmente, el sindicato haría campaña por el Partido Laborista. Ethel pasó casi todo el día planeando reuniones.

Los periódicos de la tarde traían sorprendentes noticias sobre las elecciones. Lloyd George había decidido extender el gobierno de coalición a los tiempos de paz. No haría campaña como líder de los liberales, sino como cabeza de la coalición. Esa mañana se había dirigido a doscientos parlamentarios liberales en Downing Street y había conseguido su apoyo. Al mismo tiempo, Bonar Law había convencido a sus parlamentarios conservadores para que respaldaran la idea.

Ethel estaba perpleja. ¿Para qué se suponía que tenía que votar la gente?

Cuando llegó a casa, encontró a Bernie furioso.

– Esto no son elecciones, es una puñetera coronación – exclamó -. Su Majestad David Lloyd George. El muy traidor. Tiene la oportunidad de conseguir un gobierno de izquierda radical y ¿qué hace? ¡Se queda con sus amigotes conservadores! Es un chaquetero de mierda.

– No nos rindamos todavía – dijo Ethel.

Dos días después, el Partido Laborista se retiró de la coalición y anunció que haría campaña contra Lloyd George. Cuatro diputados laboristas que eran ministros del gobierno se negaron a dimitir y fueron elegantemente expulsados del partido. La fecha de las elecciones estaba prevista para el 14 de diciembre. Para dar tiempo a que los votos de los soldados fueran enviados desde Francia y recontados, los resultados no se anunciarían hasta después de Navidad.

Ethel empezó a elaborar el plan de campaña de Bernie.

El día después del armisticio, Maud le escribió a Walter en el papel de carta con emblema de su hermano y echó el sobre al buzón rojo de la esquina.

No tenía ni idea de cuánto tardaría en restablecerse el servicio postal normal, pero, cuando sucediera, quería que su sobre estuviera en lo alto del montón. Había redactado su carta con sumo cuidado por si todavía había censura: no mencionaba su matrimonio, sino que decía simplemente que esperaba que pudieran retomar su antigua relación ahora que sus países habían firmado la paz. Tal vez la carta fuese arriesgada de todas formas, pero ella estaba desesperada por saber si Walter seguía con vida y, en tal caso, por verlo.

Temía que los victoriosos aliados quisieran castigar al pueblo alemán, pero el discurso de Lloyd George ante los parlamentarios liberales de ese mismo día había sido tranquilizador. Según los periódicos de la tarde, había dicho que el tratado de paz con Alemania debía ser justo y recto. «No debemos permitirnos ningún sentimiento de venganza, ningún espíritu de codicia, ningún deseo avaricioso de pasar por alto los principios fundamentales de la rectitud.» El gobierno se opondría decididamente a lo que él había llamado «una idea de venganza y avaricia miserable, sórdida, básica». Eso la animó. La vida para los alemanes, de todas formas, ya sería bastante dura.

Sin embargo, a la mañana siguiente se horrorizó al abrir el Daily Mail en el desayuno. El artículo principal llevaba el título de «Los hunos deben pagar». El artículo argumentaba que había que enviar ayuda alimentaria a Alemania… solo porque «si Alemania muriera de hambre, no podría pagar lo que debe», y añadía que había que procesar al káiser por crímenes de guerra. El periódico avivaba las llamas de la venganza publicando en lo alto de su sección de cartas al director una diatriba de la vizcondesa Templetown titulada «Fuera los hunos».

– ¿Durante cuánto tiempo se supone que debemos seguir odiándonos? – le preguntó Maud a tía Herm -. ¿Un año? ¿Diez? ¿Para siempre?

Sin embargo, Maud no debería haberse sorprendido. El Mail ya había orquestado una campaña de odio contra los treinta mil alemanes que vivían en Gran Bretaña al inicio de la guerra; la mayoría residían en el país desde hacía años y lo consideraban su hogar. A consecuencia de ello se habían roto familias, y miles de personas inofensivas habían pasado años en campos de concentración británicos. Era estúpido, pero la gente necesitaba odiar a alguien y los periódicos siempre estaban dispuestos a avivar el fuego del rencor.

Maud conocía al propietario del Mail, lord Northcliffe. Igual que todos los grandes hombres de la prensa, creía sinceramente en las tonterías que publicaba. Su talento era el de expresar los prejuicios más ignorantes y necios de sus lectores como si tuvieran sentido, de modo que lo vergonzoso parecía respetable. Por eso compraban el periódico.

También sabía que Lloyd George había desairado personalmente a Northcliffe no hacía mucho. El engreído lord de la prensa se había propuesto a sí mismo como miembro de la delegación británica para la próxima conferencia de paz, y se había sentido ofendido al recibir el rechazo del primer ministro.

Maud estaba preocupada. En política, a veces había que consentir a gente despreciable, pero Lloyd George parecía haberlo olvidado. Se preguntó con inquietud cuál sería el efecto de la malévola propaganda del Daily Mail en las elecciones.

Lo descubrió pocos días después.

Fue a un mitin electoral en una sala municipal del East End de Londres. Eth Leckwith estaba entre el público, y su marido, Bernie, subido al estrado. Maud no había hecho las paces con Ethel desde su pelea, aunque hacía años que eran amigas y compañeras de trabajo. De hecho, Maud todavía temblaba de furia al recordar cómo Ethel y otros habían alentado al Parlamento a aprobar una ley que seguía dejando a las mujeres en desventaja respecto a los hombres en las elecciones. De todas formas, echaba en falta el buen ánimo de Ethel y su pronta sonrisa.

Durante las presentaciones, los asistentes se movían inquietos en sus asientos. Seguían siendo en gran parte hombres, aunque algunas mujeres ya podían votar. Maud suponía que la mayoría de las mujeres todavía no se habían acostumbrado a la idea de que era necesario que se interesaran por las discusiones políticas. Sin embargo, también tenía la sensación de que las desalentaría el tono de esos mítines políticos, donde los hombres se subían a un estrado y despotricaban mientras el público los aclamaba o los abucheaba.

Bernie fue el primero en hablar. Maud vio enseguida que no era un gran orador. Habló sobre la nueva constitución del Partido Laborista, en concreto sobre la cuarta cláusula, que exhortaba a la propiedad pública de los medios de producción. Maud pensó que aquello era interesante, ya que trazaba una clara línea entre los laboristas y los liberales que estaban a favor del libre comercio y la propiedad privada; pero enseguida se dio cuenta de que se encontraba en minoría. El hombre que estaba sentado a su lado empezó a agitarse y al final gritó:

– ¿Echaréis a los alemanes de este país?

Bernie se vio en un apuro. Masculló algo unos instantes y luego dijo:

– Yo haría cualquier cosa que beneficiase al hombre trabajador. – Maud se preguntó por la mujer trabajadora, y supuso que Ethel debía de estar pensando lo mismo. Bernie prosiguió -: Pero no veo que una acción contra los alemanes de Gran Bretaña sea una prioridad.

Eso no caló bien; de hecho, despertó unos cuantos abucheos aislados.

– Pero, volviendo a temas más importantes… – dijo Bernie.

– Y del káiser ¿qué? – gritó alguien desde el otro extremo de la sala.

Bernie cometió el error de responder al espontáneo con una pregunta.

– ¿Qué, del káiser? – replicó -. Ha abdicado.

– ¿No habría que procesarlo en un juicio?

– ¿No te das cuenta de que un juicio supone que tendrá derecho a defenderse? ¿De verdad quieres darle al emperador alemán un estrado para que desde allí proclame su inocencia ante el mundo? – preguntó Bernie con exasperación.

Maud pensó que se trataba de un argumento muy convincente, pero no era lo que el público quería oír. Los abucheos crecieron y se oyeron también gritos de «¡A la horca con el káiser!».

Los votantes británicos eran difíciles cuando se los irritaba, pensó Maud; al menos los hombres. Pocas mujeres querrían asistir jamás a mítines como esos.

– Si colgamos a nuestros enemigos vencidos, seremos unos bárbaros – argumentó Bernie.

El hombre que estaba al lado de Maud volvió a gritar:

– ¿Haréis pagar a los hunos?

Esa pregunta fue la que recibió mayor respuesta. Mucha gente se puso a vociferar «¡Que paguen los hunos!».

– Dentro de lo razonable – empezó a decir Bernie, pero no llegó más allá.

– ¡Que paguen los hunos! – El grito se extendió y, en cuestión de segundos, todo el mundo voceaba al unísono -: ¡Que paguen los hunos! ¡Que paguen los hunos!

Maud se levantó de su asiento y se fue.


Woodrow Wilson fue el primer presidente estadounidense que salía del país antes del final de su mandato.

Partió desde Nueva York el 4 de diciembre. Nueve días después, Gus lo estaba esperando en el muelle de Brest, en el extremo occidental de la franja de tierra de la Bretaña. A mediodía, la niebla se levantó y el sol salió por primera vez desde hacía días. En la bahía, buques de guerra de las armadas francesa, británica y estadounidense formaban una guardia de honor entre la cual el presidente avanzó en un vapor de transporte de la marina de guerra de Estados Unidos, el George Washington. Se dispararon salvas de bienvenida y una banda tocó el himno estadounidense.

Fue un momento muy solemne para Gus. Su presidente iba allí para asegurarse de que jamás volvía a haber una guerra como la que acababa de terminar. Los Catorce Puntos de Wilson y su Sociedad de las Naciones estaban pensados para cambiar por siempre jamás la forma en que los distintos países resolvían sus conflictos. Era una ambición estratosférica. En la historia de la civilización humana, ningún político había tenido jamás tan altas aspiraciones. Si lo conseguía, sería la formación de un nuevo mundo.

A las tres de la tarde, la primera dama, Edith Wilson, bajó la pasarela del brazo del general Pershing y seguida del presidente, con sombrero de copa.

La ciudad de Brest recibió a Wilson como a un héroe conquistador. «Vive Wilson – decían las pancartas -, Défenseur du Droit des Peuples»: Viva Wilson, defensor de los derechos de los pueblos. En todos los edificios ondeaba la bandera de Estados Unidos. En las aceras se apretaba la muchedumbre; muchas de las mujeres llevaban los altos tocados de encaje tradicionales de la Bretaña. El sonido de las gaitas bretonas se oía por todas partes. Gus habría podido prescindir de las gaitas.

El ministro de Asuntos Exteriores francés pronunció un discurso de bienvenida. Gus estaba entre los periodistas estadounidenses y se fijó en una mujer bajita que llevaba un gran sombrero de pieles. La mujer volvió la cabeza y Gus vio que la belleza de su rostro estaba estropeada por un ojo permanentemente cerrado. Le sonrió con deleite: era Rosa Hellman. Estaba impaciente por oír su opinión sobre la conferencia de paz.

Después de los discursos, toda la comitiva presidencial subió al tren nocturno para realizar el trayecto de seiscientos cuarenta kilómetros hasta París. El presidente le estrechó la mano a Gus.

– Me alegro de tenerte de nuevo en el equipo, Gus – le dijo.

Wilson quería rodearse de colaboradores conocidos durante la conferencia de paz de París. Su principal consejero sería el coronel House, el pálido texano que llevaba años aconsejándole extraoficialmente sobre política exterior. Gus sería el miembro más joven del equipo.

Wilson parecía cansado y enseguida se retiró a su compartimiento con Edith. Gus estaba preocupado. Había oído rumores que decían que el presidente tenía mala salud. Allá por 1906, a Wilson le había reventado un vaso sanguíneo en el ojo izquierdo y le había causado una ceguera transitoria; los médicos le habían diagnosticado hipertensión y le habían recomendado que se retirase. Wilson había hecho caso omiso de ese consejo y había continuado su carrera política hasta ser elegido presidente, desde luego… pero últimamente sufría unos dolores de cabeza que podían ser un nuevo síntoma de ese mismo problema de tensión arterial elevada. La conferencia de paz sería agotadora: Gus esperaba que Wilson pudiera soportarlo.

Rosa iba en el tren, y él estaba sentado frente a ella en la tapicería brocada del vagón restaurante.

– Me preguntaba si te vería – dijo la joven. Parecía contenta de que se hubieran encontrado.

– El ejército me ha concedido un permiso – dijo Gus, que todavía llevaba el uniforme de capitán.

– En casa, a Wilson le han llovido críticas por la elección de sus acompañantes. No por ti, claro…

– Yo soy un pez chico.

– Pero hay gente que dice que no debería haber traído a su mujer.

Gus se encogió de hombros. Le parecía un tema banal. Después de haber estado en el campo de batalla, se dio cuenta de que le resultaría difícil tomarse en serio muchas de las cosas que preocupaban a la gente en tiempos de paz.

– Y lo que es más importante, no ha traído a ningún republicano – dijo Rosa.

– En su equipo quiere aliados, no enemigos – replicó Gus con indignación.

– También necesita aliados en su país – arguyó Rosa -. Ha perdido el Congreso.

Gus comprendió que en eso tenía parte de razón, y recordó lo lista que era. Las elecciones a mitad de mandato habían sido un desastre para Wilson. Los republicanos se habían hecho con el control del Senado y la Cámara de Representantes.

– ¿Cómo sucedió? – preguntó -. No estoy muy al corriente de los acontecimientos.

– La gente de a pie estaba harta del racionamiento y de los altos precios, y el final de la guerra llegó demasiado tarde para que sirviera de algo. Además, los liberales detestan la Ley del Espionaje. Permitía que Wilson encarcelara a todo el que estuviera en contra de la guerra. Y la puso en práctica… Eugene Debs fue condenado a diez años. – Debs había sido candidato a la presidencia por los socialistas. Rosa parecía enfadada cuando dijo -: No se puede encarcelar a la oposición y seguir fingiendo que crees en la libertad.

Gus recordó lo mucho que le gustaba el toma y daca de las discusiones con Rosa.

– En la guerra a veces hay que comprometer la libertad – dijo.

– Está claro que los votantes americanos no creen eso. Y hay una cosa más: Wilson ha segregado al personal de sus despachos de Washington.

Gus no sabía si los negros llegarían algún día a estar al mismo nivel que los blancos, pero, igual que la mayoría de los estadounidenses liberales, pensaba que la forma de descubrirlo era darles mejores oportunidades en la vida y ver qué sucedía. No obstante, Wilson y su mujer eran sureños, y lo sentían de otra forma.

– Edith no quiso que su doncella los acompañara a Londres por miedo a que la chica se malacostumbrara – comentó Gus -. Dice que los británicos son demasiado educados con los negros.

– Woodrow Wilson ya no es la novia de la América de izquierdas – concluyó Rosa -. Lo cual significa que va a necesitar el respaldo de los republicanos para su Sociedad de las Naciones.

– Supongo que Henry Cabot Lodge se siente despreciado. – Lodge era un republicano de derechas.

– Ya conoces a los políticos – dijo Rosa -. Son tan sensibles como colegialas, y mucho más vengativos. Lodge es el presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado. Wilson tendría que haberlo traído a París.

– ¡Pero es que Lodge se opone a la idea misma de una Sociedad de las Naciones! – protestó Gus.

– La capacidad de escuchar a gente inteligente que no está de acuerdo contigo es un talento difícil de encontrar… pero un presidente debe tenerlo. Y, trayendo a Lodge aquí, lo habría neutralizado. Como miembro del equipo, no podría volver a casa y oponerse a cualquier cosa que se acordara aquí en París.

Gus supuso que tenía razón, pero Wilson era un idealista que creía que la fuerza de la rectitud superaba todos los obstáculos. Subestimaba la necesidad de dar coba, engatusar y seducir.

La comida, en honor al presidente, era muy buena. Les sirvieron lenguado fresco del Atlántico con una salsa de mantequilla. Gus no comía tan bien desde antes de la guerra. Le divirtió ver a Rosa atacar su plato con tanto apetito. Era una mujer menuda: ¿dónde metía todo lo que comía?

Al final de la cena, les sirvieron un café fuerte en taza pequeña. Gus pensó que no quería dejar a Rosa y retirarse a su compartimiento dormitorio. Le interesaba muchísimo más seguir hablando con ella.

– De todas formas, Wilson tendrá una posición fuerte en París.

Rosa parecía escéptica.

– ¿Y eso por qué? – preguntó.

– Bueno, lo primero, porque hemos ganado la guerra por ellos.

La joven asintió.

– Wilson dijo: «En Château-Thierry salvamos al mundo».

– Chuck Dixon y yo estuvimos en esa batalla.

– ¿Fue allí donde murió?

– Un impacto directo de un proyectil. La primera baja que vi. Y no la última, por desgracia.

– Lo siento mucho, sobre todo por su mujer. Hace años que conozco a Doris… teníamos el mismo profesor de piano.

– Pero no sé si salvamos al mundo – prosiguió Gus -. Entre los fallecidos hay muchos más franceses, británicos y rusos que norteamericanos. Pero nosotros conseguimos inclinar la balanza. Eso debería significar algo.

Rosa negó con la cabeza, moviendo sus rizos oscuros.

– No estoy de acuerdo. La guerra ha terminado y los europeos ya no nos necesitan.

– Hombres como Lloyd George parecen pensar que el poder militar estadounidense no puede ser desoído.

– Pues se equivoca – dijo Rosa. Gus estaba sorprendido e intrigado al oír a una mujer hablar con tanta vehemencia sobre un tema así -. Supón que los franceses y los británicos simplemente se niegan a seguir a Wilson. ¿Recurriría él al ejército para imponer sus ideas? No. Aunque quisiera, un Congreso republicano no se lo permitiría.

– Tenemos poder económico y financiero.

– No cabe duda de que es cierto que los aliados tienen una gran deuda con nosotros, pero no estoy segura de cuánta influencia nos da eso. Ya sabes lo que dicen: si debes cien dólares, el banco te tiene en su poder; pero si debes un millón, eres tú quien tiene en tu poder al banco.

Gus empezaba a ver que la tarea de Wilson podía ser más complicada de lo que había imaginado.

– Bueno, ¿y la opinión pública? Ya has visto la recepción que ha tenido nuestro presidente en Brest. Los europeos miran hacia él para crear un mundo de paz.

– Esa es su mayor baza. La gente está cansada de tanta carnicería. «Nunca más», es lo que gritan. Solo espero que Wilson pueda darles lo que quieren.

Volvieron a sus compartimientos y se dieron las buenas noches. Gus estuvo un buen rato despierto en la cama, pensando en Rosa y en lo que había dicho. La verdad es que era la mujer más inteligente que conocía. Y también era guapa. En cierta forma, enseguida te olvidabas de su ojo. Al principio parecía una deformidad terrible, pero al cabo de un rato Gus había dejado de verlo.

Rosa, sin embargo, se había mostrado pesimista en cuanto a la conferencia, y todo lo que había dicho era cierto. Gus comprendió entonces que a Wilson le esperaba una buena batalla. Se sentía muy contento de formar parte del equipo, y decidió colaborar con cuanto estuviera en su mano por hacer realidad los ideales del presidente.

Esa noche, ya de madrugada, miró por la ventanilla mientras el tren atravesaba Francia en dirección al este, echando vapor. Al cruzar una ciudad, le sorprendió ver a una muchedumbre en los andenes de la estación y en la carretera que había junto a las vías, mirando al tren. Estaba oscuro, pero se los distinguía claramente bajo la luz de las farolas. Se dio cuenta de que eran miles de personas: hombres, mujeres y niños. No aclamaban a nadie, estaban más bien en silencio. Gus vio que los hombres y los niños se quitaban los sombreros, y ese gesto de respeto lo conmovió tanto que casi lo hizo llorar. Habían esperado hasta altas horas de la noche para ver pasar el tren en que viajaba la esperanza del mundo.

Capítulo 35

Diciembre de 1918-febrero de 1919

El recuento de los votos se realizó tres días después de Navidad. Eth y Bernie Leckwith fueron al ayuntamiento de Aldgate para escuchar los resultados; Bernie en el estrado con su mejor traje, Eth entre el público.

Bernie perdió.

Él lo encajó con estoicismo, pero Ethel lloró. Para él era el final de un sueño. A lo mejor había sido un sueño tonto, pero de todas formas se sentía herido, y ella sufría por él.

El ganador fue un liberal que respaldaba la coalición de Lloyd George. No había habido ningún candidato conservador, y los conservadores, consecuentemente, habían votado a los liberales. La unión de ambas fuerzas había sido demasiado para que los laboristas los vencieran.

Bernie felicitó a su oponente ganador y bajó del estrado. Los demás miembros del Partido Laborista tenían una botella de whisky escocés y querían celebrar un velatorio, pero Bernie y Ethel se fueron a casa.

– No estoy hecho para esto, Eth – dijo Bernie mientras ella ponía agua a hervir para preparar un chocolate.

– Tú has hecho tu trabajo – lo consoló ella -. Ese maldito Lloyd George ha sido más listo que nosotros.

Bernie sacudió la cabeza.

– No soy un líder – dijo -. Soy un pensador y un planificador. Todo este tiempo he intentado hablar con la gente igual que lo haces tú y encenderlos de entusiasmo por nuestra causa, pero nunca lo he logrado. Cuando tú hablas, te adoran. Esa es la diferencia.

Ethel sabía que tenía razón.

A la mañana siguiente, los periódicos mostraron que los resultados de Aldgate se habían reflejado en todo el país. La coalición había conseguido 525 de los 707 escaños, una de las mayorías más amplias de la historia del Parlamento. La gente había votado al hombre que había ganado la guerra.

Ethel estaba amargamente decepcionada. Los hombres de siempre seguían gobernando el país. Los mismos políticos que habían propiciado millones de muertes, de pronto lo celebraban como si hubieran hecho algo maravilloso. Pero ¿qué habían conseguido? Dolor, hambre y destrucción. Diez millones de hombres y niños habían muerto sin razón alguna.

El único ápice de esperanza era que el Partido Laborista había mejorado su posición. Habían logrado sesenta escaños, más que los cuarenta y dos de antes.

Eran los liberales contrarios a Lloyd George quienes más habían sufrido. Solo habían ganado en treinta circunscripciones, y el mismísimo Asquith había perdido su escaño.

– Podría ser el fin del Partido Liberal – dijo Bernie durante la comida, echándose salsa en el pan -. Le han fallado al pueblo, y ahora los laboristas somos la oposición. Puede que sea nuestro único consuelo.

Justo antes de que se fueran a trabajar, llegó el correo. Ethel comprobó las cartas mientras Bernie le ataba a Lloyd los cordones de los zapatos. Había una de Billy, escrita en su código, así que se sentó a la mesa de la cocina para descifrarlo.

Subrayó las palabras clave con un lápiz y las escribió en una libreta. A medida que iba descifrando el mensaje, su fascinación aumentaba.

– Ya sabes que Billy está en Rusia – le dijo a Bernie.

– Sí.

– Bueno, pues dice que nuestro ejército está allí para luchar contra los bolcheviques. Y que el ejército americano también.

– No me sorprende.

– Sí, pero escucha, Bern – dijo ella -, sabemos que los blancos no pueden derrotar a los bolcheviques… pero ¿y si se les unieran ejércitos extranjeros? ¡Podría pasar cualquier cosa!

Bernie parecía meditabundo.

– Podrían restablecer la monarquía.

– La gente de este país no lo permitiría.

– La gente de este país no sabe lo que está pasando.

– Pues será mejor que se lo expliquemos – repuso Ethel -. Voy a escribir un artículo.

– ¿Quién lo publicará?

– Ya veremos. A lo mejor el Daily Herald. – El Herald era de izquierdas -. ¿Llevarás a Lloyd con la niñera?

– Sí, por supuesto.

Ethel reflexionó unos instantes y luego escribió en lo alto de una hoja de papel:


¡RUSIA NO SE TOCA!


A Maud, pasear por París la hacía llorar. En los amplios bulevares había montañas de escombros donde habían caído los obuses alemanes. Las ventanas rotas de los grandes edificios estaban reparadas con tablones, y así le recordaban dolorosamente a su apuesto hermano con su ojo desfigurado. Las avenidas de árboles estaban malogradas por los huecos surgidos al sacrificar un viejo castaño o un noble plátano por su madera. La mitad de las mujeres vestían de negro por el luto, y en muchas esquinas había soldados tullidos que mendigaban unas monedas.

Maud también lloraba por Walter. No había recibido respuesta a su carta. Había preguntado si se podía viajar a Alemania, pero era imposible. Ya le había sido bastante difícil conseguir permiso para llegar a París. Ella había esperado que Walter acompañara a la delegación alemana, pero no había tal delegación: los países vencidos no estaban invitados a la conferencia de paz. Los victoriosos aliados se proponían llegar a un acuerdo entre sí y luego presentarles a los perdedores el tratado para que lo firmaran.

Mientras tanto, escaseaba el carbón y en todos los hoteles hacía un frío de muerte. Ella tenía una suite en el Majestic, donde estaba situado el cuartel general de la delegación británica. Para protegerse de posibles espías franceses, los británicos habían sustituido a todo el personal por sus propios trabajadores. Por eso la comida era espantosa: gachas para desayunar, verduras demasiado cocidas y un café malísimo.

Arrebujada en un abrigo de pieles de antes de la guerra, Maud fue a encontrarse con Johnny Remarc en el Fouquet’s, en los Campos Elíseos.

– Gracias por conseguirme el permiso para venir a París – le dijo.

– Por ti, cualquier cosa, Maud. Pero ¿por qué tenías tanto interés en venir?

No iba a decirle la verdad, y menos aún a alguien a quien le encantaban los chismorreos.

– Para ir de compras – respondió -. Hace cuatro años que no me compro un vestido nuevo.

– Ay, perdóname, pero no hay casi nada que comprar, y lo que queda cuesta un dineral. ¡Mil quinientos francos por un vestido! Incluso Fitz habría puesto reparos. Me parece a mí que debes de tener un mon chéri francés.

– Ojalá fuera así. – Maud cambió de tema -. He encontrado el coche de Fitz. ¿Sabes dónde puedo conseguir gasolina?

– Veré qué puedo hacer.

Pidieron la comida.

– ¿Crees que de verdad vamos a obligar a los alemanes a pagar miles de millones en reparaciones de guerra? – preguntó Maud.

– No están en muy buena situación para negarse – dijo Johnny -. Después de la guerra franco-prusiana obligaron a Francia a pagar cinco mil millones de francos… lo cual los franceses consiguieron hacer en tres años. Y el marzo pasado, en el Tratado de Brest-Litovsk, Alemania hizo prometer a los bolcheviques seis mil millones de marcos, aunque, desde luego, ahora ya no los pagarán. De cualquier forma, la justificada indignación alemana tiene el sonido huero de la hipocresía.

Maud detestaba que la gente hablara con dureza de los alemanes. Era como si el hecho de que hubieran perdido los convirtiera en unas bestias. «¿Y si los perdedores hubiésemos sido nosotros? – sintió ganas de replicar Maud -. ¿Nos habríamos visto obligados a decir que la guerra había sido culpa nuestra y pagar por ello?»

– Pero nosotros les estamos pidiendo mucho más: veinticuatro mil millones de libras, les requerimos, y los franceses hablan del doble.

– Es difícil discutir con los franceses – dijo Johnny -. A nosotros nos deben seiscientos millones de libras, y más aún a los americanos; pero, si les negamos las reparaciones de Alemania, dirán que no pueden pagarnos.

– ¿Pueden pagar los alemanes lo que les pedimos?

– No. Mi amigo Pozzo Keynes dice que podrían pagar más o menos una décima parte, unos dos mil millones de libras, aunque eso podría paralizar su país.

– ¿Te refieres a John Maynard Keynes, el economista de Cambridge?

– Sí. Nosotros le llamamos Pozzo.

– No sabía que fuera uno de tus… amigos.

Johnny sonrió.

– Pues sí, querida, muchísimo.

Maud sufrió un arrebato de celos por el alegre libertinaje de Johnny. Ella había reprimido con fiereza su necesidad de amor físico. Hacía casi dos años desde la última vez que un hombre la había tocado con cariño. Se sentía como una monja vieja, arrugada y seca.

– ¡Qué mirada más triste! – A Johnny no se le escapaban muchas cosas -. Espero que no estuvieras enamorada de Pozzo.

Maud rió, y luego encaminó la conversación hacia la política.

– Si sabemos que los alemanes no pueden pagar, ¿por qué insiste tanto Lloyd George?

– Yo mismo le hice esa pregunta. Lo conozco bastante bien, desde que era ministro de Municiones. Dice que todos los países beligerantes acabarán pagando sus propias deudas, y que nadie hablará de reparaciones de ningún tipo.

– Entonces, ¿por qué esta farsa?

– Porque, al final, serán los contribuyentes de cada país quienes paguen la guerra… pero el político que les diga eso jamás volverá a ganar ningunas elecciones.


Gus asistía a las reuniones diarias de la Comisión de la Sociedad de las Naciones, el grupo que estaba encargado de redactar el pacto que constituiría la sociedad. El propio Woodrow Wilson presidía el comité, y tenía prisa.

Wilson había dominado por completo el primer mes de la conferencia. Había conseguido dejar de lado el orden del día francés, que tenía como máxima prioridad las reparaciones alemanas y relegaba la sociedad al último punto, y había insistido en que la sociedad debía formar parte de cualquier tratado firmado por él.

La Comisión de la Sociedad de las Naciones se reunía en el lujoso hotel Crillon, en la plaza de la Concordia. Los ascensores hidráulicos eran viejos y lentos, y a veces se paraban entre dos pisos mientras se restablecía la presión del agua; Gus pensaba que se parecían mucho a los diplomáticos europeos, que de nada disfrutaban más que de una discusión pausada, y no tomaban una decisión a menos que se vieran obligados. Observó divertido, aunque sin dar muestras de ello, que tanto diplomáticos como ascensores hacían que el presidente de Estados Unidos se inquietara y mascullara con furiosa impaciencia.

Los diecinueve comisionados se sentaban alrededor de una gran mesa cubierta con un mantel rojo; sus intérpretes detrás, susurrándoles al oído; sus ayudantes repartidos por la sala, con expedientes y cuadernos. Gus vio que a los europeos les impresionaba la capacidad de su jefe de avanzar con el orden del día. Algunos habían dicho que la redacción del pacto se alargaría durante meses, cuando no años; otros decían que las naciones jamás llegarían a un acuerdo. Sin embargo, para deleite de Gus, al cabo de diez días ya estaban muy cerca de terminar un primer borrador.

Wilson tenía que marcharse a Estados Unidos el 14 de febrero. Regresaría pronto, pero estaba decidido a tener un borrador del pacto que llevarse a casa.

Por desgracia, la tarde antes de partir, los franceses presentaron un importante escollo. Propusieron que la Sociedad de las Naciones tuviera su propio ejército.

Wilson, desesperado, cerró los ojos.

– Imposible – refunfuñó.

Gus sabía por qué. El Congreso no permitiría que nadie más controlara las tropas estadounidenses.

El delegado francés, el antiguo primer ministro Léon Bourgeois, argumentó que la sociedad no tendría poder real a menos que contara con una forma de obligar a que sus decisiones se cumplieran.

Gus compartía la frustración de Wilson. La Sociedad de las Naciones tenía otras maneras de presionar a los países canallas: diplomacia, sanciones económicas y, como último recurso, un ejército ad hoc, formado para llevar a cabo una misión específica y desmantelado cuando el trabajo se hubiera terminado.

Sin embargo, Bourgeois decía que nada de eso habría protegido a Francia de Alemania. Los franceses no podían concentrarse en nada más. A lo mejor era comprensible, pensó Gus, pero no era forma de crear un nuevo orden mundial.

Lord Robert Cecil, quien había realizado gran parte de la redacción, alzó un dedo huesudo para pedir la palabra. Wilson asintió: le gustaba Cecil, que era un férreo defensor de la sociedad. No todo el mundo pensaba igual: Clemenceau, el primer ministro francés, decía que, cuando Cecil sonreía, se parecía a un dragón chino.

– Discúlpenme por ser tan directo – dijo Cecil -. La delegación francesa parece decir que, puesto que la sociedad a lo mejor no será tan fuerte como ellos esperaban, la rechazarán por completo. Permítanme señalar con toda franqueza que, en tal caso, es casi seguro que se produzca entre Gran Bretaña y Estados Unidos una alianza bilateral que no le ofrecería nada a Francia.

Gus reprimió una sonrisa. «Eso sí que es decir las cosas», pensó.

Bourgeois puso cara de espanto y retiró su enmienda.

Wilson le dirigió una mirada de gratitud a Cecil, al otro lado de la mesa.

El delegado japonés, el barón Makino, quería la palabra. Wilson asintió y consultó su reloj.

Makino se refirió a una cláusula ya acordada del pacto, la cual garantizaba la libertad de culto. Deseaba añadir una enmienda a efecto de que todos los miembros trataran a los ciudadanos de los demás países de forma igualitaria, sin discriminaciones raciales.

A Wilson se le heló la expresión.

El discurso de Makino era elocuente, aun en su traducción. Las diferentes razas habían luchado en la guerra codo con codo, señaló.

– Se ha establecido un vínculo común de simpatía y gratitud.

La sociedad sería una gran familia de naciones. ¿No habrían de tratarse, sin duda, como iguales?

Gus estaba preocupado, aunque no sorprendido. Los japoneses llevaban hablando de ello una o dos semanas, y ya había causado consternación entre los australianos y los californianos, que querían mantener a Japón fuera de sus territorios. A Wilson lo había desconcertado, ya que ni por un instante creía que los negros estadounidenses fueran sus iguales. Pero sobre todo había molestado a los británicos, que gobernaban sin ninguna clase de democracia sobre cientos de millones de personas de diferentes razas y no querían que pensaran que eran igual de buenos que sus caciques blancos.

De nuevo, fue Cecil quien habló.

– Vaya por Dios, se trata de un asunto muy controvertido – dijo, y Gus casi podía haberse creído su tristeza -. La mera sugerencia de que pudiera discutirse ya ha generado discordancias.

Se produjo un murmullo de aquiescencia en toda la mesa.

Cecil prosiguió:

– En lugar de retrasar el acuerdo de un borrador del pacto, quizá deberíamos posponer la discusión de… hmmm… la discriminación racial a una fecha posterior.

El primer ministro griego tomó la palabra:

– Toda esta cuestión de la libertad religiosa también es un asunto peliagudo. A lo mejor deberíamos dejarlo correr de momento.

– ¡Mi gobierno jamás ha firmado un tratado que no apelara a Dios! – exclamó el delegado portugués.

Cecil, un hombre profundamente religioso, replicó:

– Puede que esta vez todos tengamos que arriesgarnos.

Se oyeron algunas risas, y Wilson, con evidente alivio, dijo:

– Si estamos de acuerdo, sigamos adelante.


A la mañana siguiente, Wilson fue al Ministerio de Asuntos Exteriores francés, en el Quai d’Orsay, y leyó el borrador en una sesión plenaria de la conferencia de paz, en el famoso Salón del Reloj, bajo unas enormes arañas de luz que parecían estalactitas en una cueva del Ártico. Esa noche regresaba a su país. El día siguiente era un sábado, y por la noche Gus salió a bailar.

París, puesto el sol, era una fiesta. La comida seguía escaseando, pero parecía haber litros y litros de alcohol. Los jóvenes dejaban abiertas las puertas de sus habitaciones de hotel para que las enfermeras de la Cruz Roja pudieran entrar siempre que necesitaran compañía. Era como si la moralidad convencional hubiera quedado en suspenso. La gente no intentaba ocultar sus aventuras amorosas. Los afeminados abandonaron toda pretensión de masculinidad. Larue’s se convirtió en el restaurante de las lesbianas. Corría el rumor de que la escasez de carbón era un mito inventado por los franceses para que todo el mundo se mantuviera caliente por la noche durmiendo con sus amigos.

Todo era caro, pero Gus tenía dinero. Contaba también con otras ventajas: conocía París y hablaba francés. Fue a las carreras de Saint-Cloud, disfrutó de La Bohème en la Ópera y vio un musical subidito de tono que se titulaba Phi Phi. Como era uno de los hombres cercanos al presidente, lo invitaban a todas las fiestas.

Sin saber cómo, cada vez pasaba más tiempo con Rosa Hellman. Tenía que andarse con cuidado cuando hablaba con ella, decirle solo aquello que no le importara ver impreso, pero la costumbre de la discreción ya había llegado a ser algo automático en él. Rosa era una de las personas más inteligentes a las que había conocido. Le gustaba, pero no había nada más. Siempre estaba dispuesta a salir con él, pero ¿qué reportero rechazaría la invitación de un ayudante del presidente? Gus nunca podría estrecharle las manos, ni intentar darle un beso de buenas noches por si Rosa pensaba que estaba aprovechándose de su cargo, siendo alguien a quien ella no podía permitirse ofender.

Habían quedado en el Ritz para tomar unos cócteles.

– ¿Qué es un cóctel? – preguntó Rosa.

– Un licor fuerte camuflado para que parezca más respetable. Te lo prometo, están a la última.

Rosa también estaba a la última. Llevaba el pelo a lo garçon. Su sombrerito le cubría las orejas, igual que el casco de acero de un soldado alemán. Las curvas y los corsés habían quedado anticuados, y el vestido drapeado de Rosa caía recto desde los hombros hasta una cintura asombrosamente baja. Al ocultar sus formas, paradójicamente, el vestido hacía pensar a Gus en lo que había debajo. Rosa llevaba carmín en los labios y polvos de maquillaje, algo que las europeas aún consideraban atrevido.

Tomaron un martini cada uno y luego siguieron camino. Atrajeron muchísimas miradas al cruzar juntos el alargado vestíbulo del Ritz: el desgarbado hombre de cabeza grande y su menudita compañera tuerta; él de etiqueta, ella de seda azul plata. Cogieron un taxi para ir al Majestic, donde los sábados por la noche los británicos celebraban un baile al que iba todo el mundo.

La sala estaba abarrotada. Jóvenes ayudantes de las delegaciones, periodistas de todo el mundo y soldados liberados de las trincheras disfrutaban del jazz junto a enfermeras y mecanógrafas. Rosa enseñó a Gus a bailar el fox-trot, después lo dejó solo y bailó con un apuesto hombre de ojos oscuros de la delegación griega.

Gus, celoso, empezó a pasear por la sala y estuvo charlando con conocidos hasta que se encontró con lady Maud Fitzherbert, que llevaba un vestido morado y zapatos de punta.

– ¡Hola! – exclamó con sorpresa.

La joven parecía alegrarse de verlo.

– Tienes muy buen aspecto.

– Me ha favorecido la suerte. Estoy de una pieza.

Ella le tocó la cicatriz de la mejilla.

– Casi.

– Es solo un rasguño. ¿Te apetece bailar?

La estrechó entre sus brazos. Estaba muy delgada: Gus le notaba los huesos a través del vestido. Bailaron un vals lento.

– ¿Cómo está Fitz? – preguntó Gus.

– Bien, creo. Está en Rusia. Seguramente se supone que no debo decirlo, pero es un secreto a voces.

– Ya he visto esos periódicos británicos que claman «¡Rusia no se toca!».

– Esa campaña la dirige una mujer a la que conociste en Ty Gwyn, Ethel Williams, ahora Eth Leckwith.

– No la recuerdo.

– Era el ama de llaves.

– ¡Dios santo!

– Se está convirtiendo en un personaje de peso en la política británica.

– Cómo ha cambiado el mundo…

Maud lo acercó más hacia sí y bajó la voz:

– Supongo que no tendrás noticias de Walter…

Gus recordó al oficial alemán que le había resultado conocido y al que había visto caer en Château-Thierry, pero no estaba ni mucho menos seguro de que fuera Walter, así que dijo:

– Nada, lo siento. Debe de resultarte difícil.

– De Alemania no llega ninguna información, ¡y no permiten que nadie viaje allí!

– Me temo que tendrás que esperar hasta que se firme el tratado de paz.

– Y eso ¿cuándo será?

Gus no lo sabía.

– El pacto de la Sociedad de las Naciones está prácticamente terminado, pero todavía queda mucho para llegar a un acuerdo sobre cuánto debe pagar Alemania en reparaciones.

– Es estúpido – dijo Maud con acritud -. Necesitamos que los alemanes sean prósperos para que las fábricas británicas puedan venderles coches, estufas y cepillos mecánicos para las alfombras. Si paralizamos su economía, Alemania se hará bolchevique.

– La gente clama venganza.

– ¿Te acuerdas de 1914? Walter no quería la guerra. Igual que la mayoría de los alemanes. Pero el país no era una democracia. El káiser fue incitado por los generales y, en cuanto los rusos se movilizaron, no les quedó otra opción.

– Claro que lo recuerdo. Pero la mayoría de la gente no.

El baile terminó. Rosa Hellman se acercó y Gus presentó a las dos mujeres. Estuvieron hablando un minuto, pero Rosa estuvo muy poco amable (algo rarísimo en ella) y Maud los dejó enseguida.

– Ese vestido cuesta una fortuna – dijo Rosa, refunfuñando -. Es de Jeanne Lanvin.

Gus estaba perplejo.

– ¿No te ha caído bien Maud?

– A ti sí, es evidente.

– ¿Qué quieres decir?

– Bailabais muy pegaditos.

Rosa no sabía nada de Walter, pero a Gus de todas formas le sentó mal que lo acusaran falsamente de coquetear.

– Quería hablarme de algo bastante confidencial – dijo, con un deje de indignación.

– Me figuro que sí.

– No sé por qué te pones así – replicó Gus -. Tú te has ido con ese griego empalagoso.

– Es muy guapo, y no tiene nada de empalagoso. ¿Por qué no habría de bailar con otros hombres? Ni que estuvieras enamorado de mí.

Gus se quedó mirándola.

– Ay – dijo -. Ay, madre mía. – De pronto se sentía confundido e inseguro.

– Y ahora ¿qué te pasa?

– Acabo de darme cuenta de algo… creo.

– Y ¿vas a contarme qué es?

– Supongo que no tengo más remedio – dijo él, titubeante, y se quedó callado.

Rosa esperó a que hablara.

– ¿Y bien? – preguntó con impaciencia.

– Que estoy enamorado de ti.

Ella le devolvió la mirada en silencio. Al cabo de un largo rato, inquirió:

– ¿Lo dices en serio?

Aunque la idea lo había pillado por sorpresa, Gus no tenía ninguna duda.

– Sí. Te quiero, Rosa.

Ella sonrió con debilidad.

– Imagínate…

– Creo que a lo mejor llevo enamorado de ti sin saberlo desde hace bastante tiempo.

Rosa asintió, como si le hubieran confirmado una sospecha. La banda empezó a tocar una canción lenta. Se le acercó.

Gus la estrechó automáticamente entre sus brazos, pero estaba demasiado nervioso para bailar bien.

– No estoy seguro de poder seguir…

– No te preocupes. – Ella sabía lo que estaba pensando -. Finge que sí.

Gus arrastró los pies durante unos cuantos pasos. Tenía la mente agitada. Rosa no había dicho nada acerca de sus propios sentimientos. Por otro lado, tampoco se había alejado de él. ¿Había alguna posibilidad de que le correspondiera su amor? Estaba claro que le gustaba, pero eso no era ni mucho menos lo mismo. ¿Se estaría preguntando en ese mismo instante qué era lo que sentía? ¿O estaba intentando elaborar una suave disculpa de rechazo?

Rosa lo miró, y él pensó que estaba a punto de darle una respuesta.

– Llévame a algún otro sitio, por favor, Gus – dijo entonces.

– Desde luego.

Ella recogió su abrigo. El portero les paró un taxi Renault rojo.

– A Maxim’s – dijo Gus.

El trayecto era corto y lo recorrieron en silencio. Gus anhelaba saber qué estaba pensando Rosa, pero no quería atosigarla. Pronto tendría que decírselo.

El restaurante estaba lleno hasta los topes, las pocas mesas que quedaban libres estaban reservadas para clientes que llegarían más tarde. El maître estaba désolé. Gus buscó su cartera, sacó un billete de cien francos y dijo:

– Una mesa tranquila en un rincón. – Una tarjeta que decía Réservée desapareció y ellos se sentaron.

Escogieron una cena ligera, y Gus pidió una botella de champán.

– Has cambiado mucho – comentó Rosa.

Él se sorprendió.

– No lo creo.

– Eras un joven muy diferente, allá en Buffalo. Creo que incluso te sentías cohibido conmigo. Ahora te paseas por París como si fueras el dueño.

– Ah, vaya… eso suena arrogante.

– No, solo seguro de ti mismo. A fin de cuentas, has trabajado para un presidente y has luchado en una guerra… esas cosas lo cambian a uno.

Les sirvieron la cena, pero ninguno de los dos comió mucho. Gus estaba demasiado tenso. ¿En qué estaba pensando Rosa? ¿Lo quería o no? Tenía que saberlo, ¿verdad? Dejó el cuchillo y el tenedor, pero, en lugar de preguntarle lo que lo tenía preocupado, dijo:

– Tú siempre has parecido muy segura de ti misma.

Rosa se echó a reír.

– ¿No es asombroso?

– ¿Por qué?

– Supongo que me sentí segura hasta que cumplí unos siete años. Y entonces… bueno, ya sabes cómo son las niñas del colegio. Todas quieren ser amigas de la más guapa. Yo tuve que jugar con las niñas gordas y las feas, y las que se vestían con ropa heredada. Así llegué a la adolescencia. Incluso trabajar para el Buffalo Anarchist fue algo típico de inadaptada. Cuando me hicieron directora, sin embargo, empecé a recuperar la autoestima. – Dio un sorbo de champán -. Tú me ayudaste.

– ¿Yo? – Gus estaba sorprendido.

– Fue por cómo me hablabas, como si yo fuera la persona más lista y la más interesante de todo Buffalo.

– Seguramente lo eras.

– Salvo por Olga Vyalov.

– Ah. – Gus se sonrojó. Al recordar cómo se había encaprichado con Olga se sintió tonto, pero no quería decirlo, ya que eso habría sido como criticarla, lo cual habría sido muy poco caballeroso.

Cuando terminaron los cafés y Gus pidió la cuenta, todavía no sabía qué sentía Rosa por él.

En el taxi, le cogió la mano y se la llevó a los labios.

– Oh, Gus, eres una joya – dijo ella.

Gus no sabía qué quería decir con eso. Sin embargo, Rosa tenía el rostro vuelto hacia él de una forma que casi parecía expectante. ¿Quería que él…? Se armó de valor y la besó en la boca.

Se produjo un gélido momento en el que ella no respondió, y él pensó que se había equivocado al obrar así. Después, Rosa suspiró con alegría y separó los labios.

«Oh – pensó Gus, feliz -. Entonces va todo bien.»

La rodeó con sus brazos y se besaron hasta que llegaron al hotel. El trayecto resultó demasiado corto. De repente, un portero abrió la portezuela del coche.

– Límpiate los labios – le dijo Rosa mientras bajaba.

Gus sacó un pañuelo y se frotó la cara a toda prisa. La tela blanca acabó roja del pintalabios de ella. Él lo dobló con cuidado y se lo volvió a guardar en el bolsillo.

La acompañó hasta la puerta.

– ¿Puedo verte mañana? – preguntó.

– ¿Cuándo?

– Temprano.

Rosa rió.

– Nunca finges nada, ¿verdad, Gus? Me encanta eso de ti.

Aquello estaba bien. «Me encanta eso de ti» no era lo mismo que «Te quiero», pero era mejor que nada.

– Pues hasta mañana temprano – dijo.

– ¿Qué haremos?

– Es domingo. – Gus dijo lo primero que se le pasó por la cabeza -. Podríamos ir a la iglesia.

– De acuerdo.

– Deja que te lleve a Notre Dame.

– ¿Eres católico? – preguntó Rosa, sorprendida.

– No, episcopaliano, si es que soy algo. ¿Y tú?

– Lo mismo.

– Está bien, podemos sentarnos al fondo. Me enteraré de a qué hora hay misa y te llamaré al hotel.

Ella le tendió la mano y se la estrecharon como dos amigos.

– Gracias por una velada tan bonita – dijo Rosa con formalidad.

– Ha sido un placer. Buenas noches.

– Buenas noches – repuso ella, dio media vuelta y desapareció en el vestíbulo de su hotel.

Capítulo 36

Marzo-abril de 1919

Cuando la nieve se derritió y la tierra rusa, dura como el hierro, se convirtió en un fango húmedo y fértil, los ejércitos blancos realizaron un descomunal esfuerzo por librar a su país de la maldición del bolchevismo. La fuerza de cien mil hombres del almirante Kolchak, pertrechada a medias con uniformes y armamento británicos, salió atropelladamente de Siberia y atacó a los rojos en un frente que se extendía a lo largo de 1.125 kilómetros de norte a sur.

Fitz seguía a los blancos unos cuantos kilómetros por detrás. Estaba al mando de los Aberowen Pals, así como de algunos canadienses y unos cuantos intérpretes. Su trabajo consistía en respaldar a Kolchak supervisando las comunicaciones, los servicios secretos y el aprovisionamiento.

Fitz tenía grandes esperanzas. Puede que encontraran dificultades, pero era inimaginable que los blancos permitieran que Lenin y Trotski les robaran Rusia.

A principios de marzo se encontraba en la ciudad de Ufa, en el lado europeo de los Urales, leyendo una pila de periódicos británicos de hacía una semana. Las noticias de Londres eran contradictorias. Fitz estaba encantado con que Lloyd George hubiera nombrado a Winston Churchill ministro de Guerra. De los principales políticos, Winston era el más firme defensor de la intervención en Rusia. Sin embargo, algunos periódicos defendían la opinión contraria. A Fitz no le sorprendió del Daily Herald y el New Statesman, que, a su parecer, de todas formas ya eran publicaciones más o menos bolcheviques. Pero incluso el conservador Daily Express llevaba un titular que decía «Retírense de Rusia».

Por desgracia, también contaban con detalles muy precisos de lo que estaba sucediendo. Sabían incluso que los británicos habían ayudado a Kolchak con el golpe que había abolido el directorio y lo había convertido a él en gobernante supremo. ¿De dónde sacaban la información? Levantó la mirada del periódico. Estaba acuartelado en la Escuela de Comercio de la ciudad, y su edecán ocupaba el escritorio que había frente al suyo.

– Murray – dijo -, la próxima vez que haya una tanda de correo de los hombres para enviar a casa, tráigamela antes a mí.

Aquello era irregular, y Murray parecía tener dudas.

– ¿Señor?

Fitz pensó que sería mejor explicarlo.

– Sospecho que está saliendo información desde aquí. El censor debe de estar dormido al volante.

– A lo mejor creen que pueden aflojar ahora que la guerra en Europa ha terminado.

– Sin duda. De todos modos, quiero ver si la filtración procede de nuestra parte de la cañería.

La contraportada del periódico traía una fotografía de la mujer que encabezaba la campaña de «Rusia no se toca», y Fitz se quedó mudo de asombro al ver que era Ethel. En Ty Gwyn había sido doncella, pero ahora, según decía el Express, era la secretaria general del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Confección.

Fitz se había acostado con muchas mujeres desde entonces; la última, en Omsk, una rubia rusa espectacular, la amante aburrida de un general zarista que estaba demasiado borracho y era demasiado vago para tirársela él mismo. Pero Ethel aún brillaba en su recuerdo. Se preguntó cómo sería su hijo. El conde seguramente tenía media docena de bastardos repartidos por todo el mundo, pero el de Ethel era el único del que conocía su existencia.

Y era ella la que estaba azuzando la protesta contra la intervención en Rusia. De pronto, Fitz supo de dónde procedía la información. Ese condenado hermano de Ethel era sargento de los Aberowen Pals. Siempre había sido un alborotador, y a Fitz no le cabía ninguna duda de que era él quien le estaba enviando información. «Bueno – pensó Fitz -, lo atraparé, y entonces se armará una buena.»

En el transcurso de las siguientes semanas, los blancos siguieron avanzando a toda velocidad y espantando ante sí a los sorprendidos rojos, que habían creído que el gobierno siberiano era una fuerza muerta. Si los ejércitos de Kolchak lograban conectar con sus partidarios de Arcángel, en el norte, y con el Ejército Voluntario de Denikin, en el sur, formarían una fuerza semicircular, una curva cimitarra oriental de más de mil kilómetros de largo que avanzaría implacablemente hacia Moscú.

Pero entonces, a finales de abril, los rojos contraatacaron.

En aquel momento, Fitz se encontraba en Buguruslán, una ciudad tristemente empobrecida de un territorio boscoso unos ciento sesenta kilómetros al este del río Volga. Las ruinas de algunas iglesias de piedra y edificios municipales asomaban por encima de los tejados de las bajas casas de madera como malas hierbas en un vertedero. El conde estaba sentado en una gran sala del ayuntamiento junto a la unidad de los servicios secretos, cribando informes de interrogatorios de prisioneros. No sabía que algo fuera mal hasta que miró por la ventana y vio a los harapientos soldados del ejército de Kolchak ocupando toda la carretera principal que atravesaba la ciudad y avanzando en la dirección equivocada. Envió a un intérprete norteamericano, Lev Peshkov, para preguntar a los hombres que se batían en retirada.

Peshkov volvió con una historia lamentable. Los rojos habían atacado con fuerza desde el sur y habían golpeado el esforzado flanco izquierdo del avance del ejército de Kolchak. Para evitar que su frente se viera partido en dos, el comandante blanco local, el general Belov, les había ordenado retirarse y reagruparse.

Unos minutos después le llevaron a un desertor rojo para que lo interrogara. Había sido coronel del ejército del zar. Lo que tenía que decir consternó a Fitz. Explicó que a los rojos les había sorprendido la ofensiva de Kolchak, pero que enseguida se habían reagrupado y habían vuelto a abastecerse. Trotski había declarado que el Ejército Rojo debía continuar la ofensiva en el este.

– Trotski cree que, si los rojos titubean, los aliados reconocerán a Kolchak como gobernante supremo y, en cuanto lo hagan, enviarán a Siberia grandes cantidades de hombres y suministros.

Era exactamente lo que Fitz esperaba. En su inseguro ruso, preguntó:

– Entonces, ¿qué ha hecho Trotski?

La respuesta fue rápida, y Fitz no entendió lo que decía hasta que oyó la traducción de Peshkov.

– Trotski realizó levas especiales de reclutas del partido bolchevique y de los sindicatos. Su respuesta fue asombrosa. Veintidós provincias enviaron destacamentos. ¡El Comité Provincial de Novgorod movilizó a la mitad de sus miembros!

Fitz intentó imaginar a Kolchak obteniendo una respuesta así de sus partidarios. Jamás sucedería.

Volvió a sus dependencias para empaquetar su equipo. Casi no le dio tiempo: los Pals salieron justo antes de que llegaran los rojos, y algunos hombres incluso se quedaron atrás. Aquella misma noche, el Ejército Occidental de Kolchak estaba batiéndose en retirada total y Fitz se encontraba en un tren, regresando hacia los Urales.

Dos días después, estaba de vuelta en la Escuela de Comercio de Ufa.

En el transcurso de esos dos días, el ánimo de Fitz se oscureció. Se sentía amargado y embargado por la ira. Llevaba cinco años en la guerra y era capaz de reconocer el cambio de la marea; conocía las señales. La guerra civil rusa estaba prácticamente acabada.

Los blancos eran demasiado débiles y no había más que hacer. Los revolucionarios ganarían. A menos que se produjera una invasión aliada, nada podría volver las tornas… y eso no iba a suceder: Churchill ya tenía bastantes problemas con lo poco que estaba haciendo. Billy Williams y Ethel se estaban asegurando de que los ansiados refuerzos nunca llegaran a enviarse.

Murray le llevó una saca de correo.

– Me pidió usted ver las cartas que los hombres envían a casa, señor – dijo, con un deje de reprobación en la voz.

Fitz no hizo caso de los escrúpulos de Murray y abrió la saca. Buscó una carta del sargento Williams. Al menos podría castigar a alguien por la catástrofe.

Encontró lo que quería. La carta del sargento Williams iba dirigida a E. Williams, su apellido de soltera: sin duda, temía que al usar el de casada llamaría la atención sobre su carta traidora.

Fitz la leyó. La letra de Billy era grande y de trazo seguro. A primera vista, el texto parecía inocente, aunque algo extraño. Sin embargo, Fitz había trabajado en la Sala 40 y sabía de códigos. Se sentó a descifrar aquel.

– En otro orden de cosas, señor, ¿ha visto al intérprete americano, Peshkov, este último par de días? – preguntó Murray.

– No – dijo Fitz -. ¿Qué le ha pasado?

– Parece que lo hemos perdido, señor.


Trotski estaba cansadísimo, pero no abatido. Las arrugas de tensión que se veían en su rostro no apagaban el brillo de esperanza de sus ojos. Grigori, con admiración, pensaba que se sustentaba gracias a una creencia inamovible en lo que estaba haciendo. Sospechaba que todos ellos la tenían; también Lenin, y Stalin. Estaban convencidos de saber qué era lo correcto, fuera cual fuese el problema, desde la reforma agraria hasta las tácticas militares.

Grigori no era así. Con Trotski intentaba idear la mejor forma de combatir a los ejércitos blancos, pero nunca se sentía seguro de haber tomado la decisión correcta hasta conocer los resultados. Tal vez por eso Trotski era famoso en todo el mundo y Grigori no era más que otro comisario.

Igual que muchas otras veces, Grigori estaba sentado en el tren personal de Trotski con un mapa de Rusia sobre la mesa.

– Prácticamente no tenemos que preocuparnos por los contrarrevolucionarios del norte – dictaminó Trotski.

Grigori estaba de acuerdo.

– Según nuestros servicios secretos, allí hay motines entre los soldados y los marineros británicos.

– Y han perdido toda esperanza de conectar con Kolchak. Sus ejércitos están regresando a toda prisa a Siberia. Podríamos perseguirlos hasta el otro lado de los Urales… pero me parece que tenemos asuntos más importantes en otras zonas.

– ¿En el oeste?

– Allí la situación pinta bastante mal. Los blancos están reforzados por nacionalistas reaccionarios en Letonia, Lituania y Estonia. Kolchak ha nombrado a Yudénich comandante en jefe y ha respaldado a la flotilla de la armada británica que tiene a nuestra flota inmovilizada en Kronstadt. Pero estoy aún más preocupado por el sur.

– El general Denikin.

– Cuenta con unos ciento cincuenta mil hombres, está apoyado por tropas francesas e italianas y recibe suministros de los británicos. Creemos que está planeando un ataque hacia Moscú.

– Si se me permite decirlo, creo que la clave para derrotarlo sería política, no militar.

Trotski parecía intrigado.

– Sigue.

– Allá adonde va, Denikin se gana enemigos. Sus cosacos roban por todas partes. Cada vez que toma una ciudad, hace una redada de judíos y los ajusticia. Si las minas de carbón no llegan a los objetivos de producción, mata a uno de cada diez mineros. Y, desde luego, ejecuta a todos los desertores de su ejército.

– Nosotros también – replicó Trotski -. Y matamos a los aldeanos que esconden a desertores.

– Y a los campesinos que se niegan a entregarnos su cereal. – Grigori había tenido que endurecer su corazón para aceptar esa brutal necesidad -. Pero conozco a los campesinos; mi padre lo era. Lo que más les importa es la tierra. Muchas de esas personas se hicieron con considerables extensiones de terreno en la revolución y quieren aferrarse a ellas… pase lo que pase.

– ¿Y bien?

– Kolchak ha anunciado que la reforma de la tierra debería basarse en el principio de la propiedad privada.

– Lo cual significa que los campesinos tendrían que devolver los campos que le han arrebatado a la aristocracia.

– Y todo el mundo lo sabe. Me gustaría imprimir lo que proclama Kolchak y colgarlo en la puerta de todas las iglesias. No importa lo que hagan nuestros soldados, los campesinos nos preferirán a nosotros, y no a los blancos.

– Hazlo – dijo Trotski.

– Una cosa más. Anunciar una amnistía para los desertores. Durante siete días, cualquiera que regrese a filas eludirá el castigo.

– Otra maniobra política.

– No creo que exhorte a la deserción, porque solo será una semana; pero a lo mejor nos permite recuperar a algunos hombres… sobre todo cuando se den cuenta de que los blancos quieren quitarles la tierra.

– Inténtalo – lo animó Trotski.

Un ayudante entró y saludó.

– Un extraño informe, camarada Peshkov, que he pensado que le gustaría oír.

– Está bien.

– Es sobre uno de los prisioneros que hicimos en Buguruslán. Estaba con el ejército de Kolchak, pero llevaba uniforme estadounidense.

– Los blancos tienen soldados de todo el mundo. Los imperialistas capitalistas apoyan a la contrarrevolución, naturalmente.

– No es eso, señor.

– Entonces, ¿qué?

– Señor, dice que es su hermano.


El andén era largo y había una espesa niebla matutina, así que Grigori no veía el extremo final del tren. Seguramente se trataba de un error, pensó; una confusión de nombres o un fallo de traducción. Intentó prepararse para llevarse una decepción, pero no lo consiguió del todo: el corazón le latía más deprisa y parecía tener los nervios a flor de piel. Habían pasado casi cinco años desde la última vez que había visto a su hermano. A menudo había pensado que Lev debía de estar muerto. Esa podía ser aún la terrible realidad.

Caminó despacio, escudriñando la arremolinada neblina con la mirada. Si de verdad se trataba de Lev, era evidente que habría cambiado. En los últimos cinco años, Grigori había perdido un incisivo y la mayor parte de una oreja, y seguramente había cambiado también en otras cosas que él mismo no percibía. ¿Cuánto se habría transformado Lev?

Tras unos momentos, dos figuras salieron de la niebla blanca: un soldado ruso, con uniforme ajado y zapatos de confección casera; y, junto a él, un hombre que parecía estadounidense. ¿Era ese Lev? Llevaba el pelo muy corto, al estilo americano, y se había afeitado el bigote. Tenía ese aspecto de cara redondeada de los soldados estadounidenses bien alimentados, con hombros rollizos bajo el elegante uniforme nuevo. Un uniforme de oficial, comprobó Grigori con creciente incredulidad. ¿Podía ser Lev un oficial estadounidense?

El prisionero lo miraba fijamente y, al acercarse, Grigori vio que sí, era su hermano. En efecto, estaba diferente, y no era solo por ese aspecto general de pulcra prosperidad. Era la forma en que se movía, la expresión de su rostro y, sobre todo, la mirada de sus ojos. Había perdido su engreimiento infantil y había adquirido un aire precavido. De hecho, había madurado.

Cuando estuvieron lo bastante cerca para tocarse, Grigori pensó en todas las veces que lo había decepcionado Lev, y a sus labios afluyeron una horda de reproches; pero no pronunció ninguno de ellos y, en lugar de eso, abrió los brazos y abrazó a su hermano. Se dieron dos besos en las mejillas, se dieron palmadas en la espalda con cariño, volvieron a abrazarse y Grigori se sorprendió al verse llorar.

Al cabo de un rato, hizo subir a Lev al tren y lo llevó al vagón que utilizaba como despacho. Grigori le dijo a su ayudante que les trajera té. Se sentaron en dos sillones raídos.

– ¿Estás en el ejército? – preguntó Grigori con incredulidad.

– En Estados Unidos el servicio militar es obligatorio – dijo Lev.

Eso tenía sentido. Lev jamás se habría alistado voluntariamente.

– ¡Y eres oficial!

– Igual que tú – contestó Lev.

Grigori sacudió la cabeza.

– En el Ejército Rojo hemos abolido los rangos. Soy comisario militar.

– Pero todavía hay hombres que piden té y otros que lo sirven – repuso Lev cuando el ayudante entró con las tazas -. ¿No estaría orgullosa mamá?

– A más no poder. Pero ¿por qué no me escribiste nunca? ¡Pensaba que habías muerto!

– Ay, maldita sea, lo siento – dijo Lev -. Me sentía tan mal por haberme quedado con tu billete que quería escribir y decirte que podía pagarte un pasaje a ti también. No hacía más que retrasar la carta hasta que tuviera el dinero.

Era una excusa endeble, pero muy típica de Lev. No iba a una fiesta a menos que tuviera una chaqueta elegante que ponerse, y se negaba a entrar en un bar si no tenía dinero para invitar a una ronda de copas.

Grigori recordó otra traición.

– No me dijiste que Katerina estaba embarazada cuando te marchaste.

– ¡Embarazada! No lo sabía.

– Sí que lo sabías. Le dijiste que no me lo contara.

– Ah. Supongo que lo olvidé. – Lev parecía tonto, pillado en plena mentira, pero no tardó mucho en recuperarse y contraatacar con su propia acusación -: ¡Ese barco en el que me enviaste ni siquiera iba a Nueva York! Me dejaron en tierra en una ciudad de mala muerte llamada Cardiff. Tuve que trabajar durante meses para ahorrar y poder comprar otro billete.

Grigori incluso se sintió culpable un instante; después recordó cómo le había suplicado su hermano ese billete.

– A lo mejor no debería haberte ayudado a escapar de la policía – dijo, arisco.

– Supongo que hiciste lo mejor para mí – repuso Lev a regañadientes. Después le dirigió esa cálida sonrisa con la que siempre conseguía el perdón de Grigori -. Como has hecho siempre – añadió -. Desde que murió mamá.

Grigori sintió un nudo en la garganta.

– De todas formas – dijo, concentrándose en que su voz sonara firme -, deberíamos castigar a la familia Vyalov por engañarnos.

– Yo ya tuve mi venganza – dijo Lev -. Hay un Josef Vyalov en Buffalo. Me follé a su hija y la dejé embarazada, y él tuvo que permitir que me casara con ella.

– ¡Dios mío! ¿Ahora formas parte de la familia Vyalov?

– Después lo lamentó, y por eso se encargó de que me llamaran a filas. Espera que me maten en el campo de batalla.

– Joder, ¿todavía piensas con la polla?

Lev se encogió de hombros.

– Supongo que sí.

También Grigori tenía que darle algunas noticias, y estaba nervioso por cómo hacerlo. Empezó por decir con cautela:

– Katerina tuvo un niño, tu hijo. Lo llamó Vladímir.

Lev parecía satisfecho.

– Ah, ¿sí? ¡Conque tengo un hijo!

Grigori no tuvo valor para revelarle que Vladímir no sabía nada de Lev, y que lo llamaba «papá» a él. En lugar de eso, dijo:

– Yo he cuidado de él.

– Sabía que lo harías.

Grigori sintió una punzada de indignación familiar al ver cómo Lev daba por sentado que otros asumirían las responsabilidades que él iba dejando por el camino.

– Lev – dijo -, me casé con Katerina. – Esperó a ver la reacción de ultraje.

Pero Lev permaneció calmado.

– También sabía que harías eso.

Grigori no salía de su asombro.

– ¿Qué?

Lev asintió.

– Siempre estuviste loco por ella, y Katerina necesitaba a un hombre fuerte y digno de confianza para criar a su hijo. Estaba convencido de que sucedería así.

– ¡Pasé un infierno! – exclamó Grigori. ¿Había sufrido tanto por nada? -. Me torturaba la idea de haberte sido desleal.

– Diablos, no. Yo la dejé en la estacada. Os deseo lo mejor.

Grigori se enfureció al ver que Lev se lo tomaba todo tan a la ligera.

– ¿No te preocupábamos ni un poco? – preguntó, dolido.

– Ya me conoces, Grishka.

Por supuesto que Lev no se había preocupado por ellos.

– Casi ni pensabas en nosotros.

– Claro que pensaba en vosotros. No seas tan santurrón. Tú la querías; durante una temporada mantuviste las distancias, puede que unos años; pero al final te la tiraste.

Era la pura verdad. Lev tenía una forma muy molesta de rebajar a todo el mundo a su nivel.

– Tienes razón – dijo Grigori -. De todas formas, ahora tenemos también una niña, Anna. Tiene un año y medio.

– Dos adultos y dos niños. No importa. Tengo bastante.

– ¿De qué estás hablando?

– He hecho un poco de dinero vendiéndoles whisky de los almacenes del ejército británico a los cosacos a cambio de oro. He acumulado una pequeña fortuna. – Lev se metió una mano por dentro de la camisa del uniforme, desabrochó una hebilla y sacó una faltriquera -. ¡Aquí hay bastante para pagar los pasajes de los cuatro y que os vengáis a América! – Le dio la faltriquera a su hermano.

Grigori estaba atónito y emocionado. Lev, después de todo, no se había olvidado de su familia. Había ahorrado para un pasaje. Naturalmente, tenía que realizar la entrega del dinero con un gesto ampuloso: así era el carácter de Lev. Pero había mantenido su promesa.

Qué lástima que no sirviera de nada.

– Gracias – dijo Grigori -. Estoy orgulloso de ti al ver que has hecho lo que dijiste. Pero, desde luego, ya no es necesario. Puedo conseguir que te liberen y ayudarte a recuperar una vida normal en Rusia. – Le devolvió el cinturón con el dinero.

Lev lo aceptó y lo sostuvo en las manos sin dejar de mirarlo.

– ¿Qué quieres decir?

Grigori vio que Lev estaba ofendido y comprendió que lo había herido al rechazar su regalo. Sin embargo, le preocupaba más otra cosa. ¿Qué sucedería cuando Lev y Katerina se reencontraran? ¿Volvería ella a enamorarse del hermano más atractivo? A Grigori se le heló el corazón al pensar que podía perderla después de todo lo que habían pasado juntos.

– Ahora vivimos en Moscú – dijo -. Tenemos un apartamento en el Kremlin; Katerina, Vladímir, Anna y yo. Me resultará bastante fácil conseguirte uno a ti también…

– Espera un momento – lo interrumpió Lev, y en su rostro apareció una expresión de incredulidad -. ¿Crees que quiero volver a Rusia?

– Ya lo has hecho – repuso Grigori.

– ¡Pero no para quedarme!

– No es posible que quieras regresar a América.

– ¡Claro que quiero! Y tú deberías venir conmigo.

– ¡Pero es que no hay necesidad! Rusia ya no es como antes. ¡El zar ya no está!

– Me gusta América – dijo Lev -. A ti también te gustará, a todos vosotros, sobre todo a Katerina.

– ¡Pero aquí estamos haciendo historia! Hemos inventado una nueva forma de gobierno, el sóviet. Esto es la nueva Rusia, el nuevo mundo. ¡Te lo estás perdiendo todo!

– Eres tú el que no lo entiende – replicó Lev -. En América tengo mi propio coche. Hay más alimentos de los que puedas comer. Todo el alcohol que quieras, todos los cigarrillos que puedas fumar. ¡Tengo cinco trajes!

– ¿De qué sirve tener cinco trajes? – preguntó Grigori con frustración -. Es como tener cinco camas. ¡Solo se usa uno a la vez!

– No es así como yo lo veo.

Lo que hacía que la conversación resultara tan exasperante era que estaba claro que Lev creía que era Grigori el que no entendía nada. Grigori ya no sabía qué más decir para hacer cambiar de opinión a su hermano.

– ¿De verdad es eso lo que quieres? ¿Cigarrillos, demasiada ropa y un coche?

– Es lo que desea todo el mundo. Será mejor que los bolcheviques lo recordéis bien.

Grigori no pensaba dejar que Lev le diera ninguna lección de política.

– Los rusos quieren pan, paz y tierra.

– De todas formas, en América tengo una hija. Se llama Daisy. Tiene tres años.

Grigori arrugó la frente, dubitativo.

– Sé lo que estás pensando – dijo Lev -. No me ocupé del hijo de Katerina… ¿cómo has dicho que se llamaba?

– Vladímir.

– Piensas que él no me importó, así que, ¿por qué debería importarme Daisy? Pero es diferente. A Vladímir no llegué a conocerlo. Solo era una cosa diminuta en el vientre de su madre cuando me fui de Petrogrado. Pero a Daisy la quiero y, lo que es más importante, ella me quiere a mí.

Al menos eso sí que lo entendía Grigori. Se alegraba de que Lev tuviera suficiente corazón para sentirse unido a su hija. Y, aunque lo soliviantaba que prefiriese Estados Unidos, en el fondo se sentiría enormemente aliviado si Lev no volvía a casa. Porque seguro que querría conocer a Vladímir y, entonces, ¿cuánto tiempo pasaría antes de que el niño se enterase de quién era su verdadero padre? Y, si Katerina decidía dejar a Grigori por Lev y llevarse a Vladímir con ella, ¿qué pasaría con Anna? ¿La perdería Grigori también a ella? Para él, pensó con culpabilidad, era mucho mejor que Lev volviera a Estados Unidos solo.

– Creo que estás tomando la decisión equivocada, pero no voy a obligarte – dijo.

Lev sonrió.

– Tienes miedo de que me lleve a Katerina, ¿verdad? Te conozco demasiado, hermano.

Grigori se estremeció.

– Sí – dijo -. Que te la lleves, y luego vuelvas a abandonarla y dejes que sea yo quien recoja los pedazos una segunda vez. También yo te conozco a ti.

– Pero me ayudarás a volver a América.

– No. – Grigori no pudo evitar sentir una punzada de satisfacción al ver la expresión de miedo que asomó al rostro de Lev, pero no prolongó la agonía -. Te ayudaré a volver al ejército blanco. Ellos podrán llevarte a América.

– ¿Cómo lo haremos?

– Iremos en coche hasta la línea de batalla, algo más allá. Allí te liberaré en tierra de nadie. Después de eso, estarás solo.

– Podrían dispararme.

– A los dos podrían dispararnos. Esto es una guerra.

– Supongo que tendré que arriesgarme.

– No te pasará nada, Lev – sentenció Grigori -. Nunca te pasa nada.


Llevaron escoltado a Billy Williams a pie por las polvorientas calles de la ciudad desde la cárcel municipal de Ufa hasta la Escuela de Comercio que el ejército británico estaba utilizando como acuartelamiento provisional.

El consejo de guerra tuvo lugar en un aula. Fitz estaba sentado al escritorio del profesor, con su edecán, el capitán Murray, a su lado. También se hallaba presente el capitán Gwyn Evans, con una libreta y un lápiz.

Billy iba sucio y sin afeitar, y había dormido mal junto a los borrachos y las prostitutas de la ciudad. Fitz llevaba un uniforme perfectamente planchado, como siempre. El muchacho sabía que tenía graves problemas. El veredicto era de prever: las pruebas eran claras. Había revelado secretos militares en cartas codificadas a su hermana. Sin embargo, estaba decidido a no dejar que notaran que tenía miedo. Iba a dar una buena imagen de su persona.

Fitz tomó la palabra:

– Esto es un consejo de guerra sumarísimo de campaña, permitido cuando el acusado está en servicio activo en el extranjero y no es posible celebrar el consejo de guerra habitual. Solo se necesitan tres oficiales en el papel de jueces, o dos, si no se dispone de más. Se puede enjuiciar a un soldado de cualquier rango por cualquier tipo de infracción, y tiene potestad para imponer la pena capital.

La única posibilidad de Billy era influir en la sentencia. Entre los posibles castigos estaban el encarcelamiento o la deportación con trabajos forzados y la muerte. Sin duda, Fitz querría enviar a Billy al pelotón de fusilamiento, o al menos condenarlo a muchos años de cárcel. El objetivo del sargento era sembrar en la mente de Murray y Evans suficientes dudas sobre la imparcialidad del juicio para hacerles optar por un breve período de prisión.

– ¿Dónde está mi abogado? – preguntó entonces.

– No nos es posible ofrecerle representación legal – respondió Fitz.

– Está seguro de eso, ¿verdad, señor?

– Hable solo cuando se lo digan, sargento.

– Que conste en acta que se me ha negado el acceso a un abogado – dijo Billy. Miró a Gwyn Evans, el único que tenía una libreta. Como Evans no hacía nada, Billy añadió -: ¿O será el acta de este juicio un embuste? – Puso muchísimo énfasis en la palabra «embuste», sabiendo que ofendería al conde. Era parte del código del caballero inglés decir siempre la verdad.

Fitz le hizo un gesto con la cabeza a Evans, que tomó nota.

«Primer punto para mí», pensó Billy, y se alegró un poco.

– William Williams, se le acusa según la Primera Parte de la Ley del Ejército. La acusación consiste en que, a sabiendas y estando de servicio, ha cometido un acto calculado para poner en peligro el éxito de las fuerzas de Su Majestad. La pena es la muerte, o un castigo menor que le imponga este tribunal.

El repetido énfasis en la pena de muerte hizo que Billy se estremeciera, pero mantuvo el rostro impertérrito.

– ¿Qué tiene que decir?

Billy respiró hondo. Habló con voz clara e imprimió en su tono toda la burla y el desprecio que fue capaz de reunir.

– Tengo que decir que cómo se atreve – espetó -. ¿Cómo se atreve a fingirse un juez imparcial? ¿Cómo se atreve a actuar como si nuestra presencia en Rusia fuese una operación legítima? Y ¿cómo se atreve a acusar de traición a un hombre que ha luchado a su lado durante tres años? Eso es lo que tengo que decir.

– No seas insolente, Billy, muchacho. Así no harás más que empeorar las cosas – intervino Gwyn Evans.

Billy no iba a permitir que Evans fingiera ser benevolente.

– Y yo le aconsejo que se marche ahora y no tenga nada más que ver con este tribunal desautorizado – dijo Billy -. Cuando corra la voz… y, créame, esto saldrá publicado en la portada del Daily Mirror… descubrirá que es usted el que ha caído en desgracia, no yo. – Miró a Murray -. Todo el que haya tenido algo que ver con esta farsa caerá en desgracia.

Evans parecía incómodo. Era evidente que no había pensado que aquello pudiera hacerse público.

– ¡Ya basta! – exclamó Fitz con voz imperiosa y airada.

«Bien – pensó Billy -; ya lo he sacado de quicio.»

– Veamos las pruebas, por favor, capitán Murray – prosiguió Fitz.

Murray abrió una carpeta y sacó una hoja de papel. Billy reconoció su letra. Tal como esperaba, era una carta suya para Ethel.

Murray se la enseñó y dijo:

– ¿Ha escrito usted esta carta?

– ¿Cómo ha llegado a su poder, capitán Murray? – contestó Billy.

– ¡Responda la pregunta! – bramó Fitz.

– Fue usted a la escuela de Eton, ¿verdad, capitán? – dijo Billy -. Un caballero jamás leería el correo de otra persona, o eso nos decían. Pero, según tengo entendido, solo el censor oficial tiene derecho a examinar las cartas de los soldados. De manera que doy por hecho que ha llegado a su poder a través del censor. – Hizo una pausa. Tal como esperaba, Murray se resistía a responder. Prosiguió -: ¿O acaso se ha obtenido la carta de manera ilegal?

– ¿Ha escrito usted esta carta? – repitió Murray.

– Si se ha obtenido ilegalmente, entonces no puede utilizarse en un juicio. Me parece que eso es lo que diría un abogado. Pero aquí no hay ninguno. Eso es lo que hace que esto sea un tribunal desautorizado.

– ¿Ha escrito esta carta?

– Responderé la pregunta cuando me hayan explicado cómo llegó a sus manos.

– Ya sabe que puede ser castigado por desacato al tribunal – dijo Fitz.

«Me estoy enfrentando a una pena de muerte – pensó Billy -; ¡qué estúpido por parte de Fitz amenazarme!» Pero dijo:

– Quiero defenderme llamando la atención sobre la irregularidad de este tribunal y la ilegalidad del proceso. ¿Va a prohibírmelo… señor?

Murray se rindió.

– El sobre lleva escrita la dirección de remite y el nombre del sargento Billy Williams. Si el acusado desea afirmar que no la ha escrito, debería decirlo ahora.

Billy no dijo nada.

– Esta carta es un mensaje codificado – siguió diciendo Murray -. Se puede descifrar leyendo una de cada tres palabras, y la letra mayúscula inicial de títulos de canciones y películas. – Murray le pasó la carta a Evans -. Descodificada así, dice lo siguiente…

La carta de Billy describía la incompetencia del régimen de Kolchak y decía que, a pesar de todo el oro que tenían, no habían llegado a pagar al personal del ferrocarril Transiberiano, de manera que continuaban teniendo problemas de suministro y transporte. También detallaba la ayuda que intentaba ofrecer el ejército británico. La información se había mantenido en secreto para el público de Gran Bretaña, que pagaba al ejército y cuyos hijos estaban arriesgando la vida.

– ¿Niega haber enviado este mensaje? – le dijo Murray a Billy.

– No puedo comentar nada sobre una prueba que ha sido obtenida de manera ilegal.

– La destinataria, E. Williams, es de hecho la señora Ethel Leckwith, impulsora de la campaña «Rusia no se toca», ¿verdad?

– No puedo comentar nada sobre una prueba que ha sido obtenida de manera ilegal.

– ¿Le ha escrito otras cartas codificadas?

Billy no respondió.

– Y ella ha utilizado la información que le ha dado usted para publicar artículos de prensa hostiles que desacreditan al ejército británico y ponen en peligro el éxito de nuestras acciones aquí.

– De ninguna manera – replicó Billy -. El ejército ha sido desacreditado por los hombres que nos enviaron en una misión secreta e ilegal sin el conocimiento ni el consentimiento del Parlamento. La campaña «Rusia no se toca» es el primer paso necesario para devolvernos nuestro legítimo papel como defensores de Gran Bretaña, en lugar de ser el ejército privado de una pequeña conspiración de generales y políticos de derechas.

El rostro cincelado del conde estaba congestionado de ira, y Billy se sintió muy satisfecho al verlo.

– Creo que ya hemos oído suficiente – zanjó Fitz -. El tribunal debe deliberar ahora su veredicto. – Murray murmuró algo y Fitz dijo -: Ah, sí. ¿Tiene algo que añadir el acusado?

Billy se levantó.

– Llamo como mi primer testigo al coronel, el conde Fitzherbert.

– No sea ridículo – dijo Fitz.

– Que conste en acta que el tribunal se ha negado a permitirme interrogar a un testigo, aunque estaba presente en el juicio.

– Prosiga de una vez.

– Si no se me hubiera negado mi derecho a llamar a un testigo, le habría preguntado al coronel qué relación tenía con mi familia. ¿Acaso no me guarda un rencor personal a causa del papel de mi padre como líder de los mineros? ¿Cuál fue su relación con mi hermana? ¿No la empleó como su ama de llaves y luego la despachó misteriosamente? – Billy estuvo tentado de decir más acerca de Ethel, pero eso habría sido arrastrar su nombre por el fango y, además, seguramente con la insinuación bastaba -. Le habría preguntado por su interés personal en esta guerra ilegal contra el gobierno bolchevique. ¿No es su mujer una princesa rusa? ¿No es su hijo heredero de propiedades rusas? ¿No está aquí el coronel, en realidad, para defender sus intereses económicos personales? ¿No son todas estas cuestiones la verdadera explicación de por qué ha convocado esta farsa de tribunal? Y ¿no lo descalifica eso completamente para ser juez en este caso?

Fitz lo miraba impertérrito, pero tanto Murray como Evans estaban desconcertados. No sabían nada de todos esos asuntos personales.

– No tengo más que añadir – dijo Billy -. El káiser de Alemania está acusado de crímenes de guerra. Se argumenta que declaró la guerra exhortado por sus generales y en contra de la voluntad del pueblo alemán, tal como expresaron claramente sus representantes en el Reichstag, su Parlamento. Por el contrario, se argumenta que Gran Bretaña le declaró la guerra a Alemania solo tras un debate en la Cámara de los Comunes.

Fitz fingía aburrirse, pero Murray y Evans escuchaban con atención.

– Pensemos ahora en esta guerra de Rusia – prosiguió Billy -. Jamás se ha debatido en el Parlamento británico. Sus hechos se ocultan al pueblo de Gran Bretaña bajo la pretensión de la seguridad operativa… la excusa que se da siempre para los secretos vergonzosos del ejército. Estamos luchando, pero no se ha declarado ninguna guerra. El primer ministro británico y los suyos se encuentran exactamente en la misma situación que el káiser y sus generales. Son ellos los que actúan ilegalmente… no yo. – Billy se sentó.

Los dos capitanes hicieron corrillo con Fitz. Billy se preguntó si había ido demasiado lejos. Había sentido la necesidad de ser mordaz, pero puede que hubiera ofendido a los capitanes, en lugar de ganarse su apoyo.

No obstante, parecía haber divergencia de opiniones entre los jueces. Fitz hablaba con vehemencia y Evans negaba con la cabeza. Murray parecía sentirse violento allí. Billy pensó que eso seguramente era buena señal. De todas formas, estaba más asustado que nunca. Ni cuando se había enfrentado a las ametralladoras en el Somme ni cuando había vivido una explosión en el pozo de la mina había sentido tanto miedo como el que estaba experimentando al ver su vida en manos de unos oficiales malévolos.

Por fin parecían haber llegado a un acuerdo.

Fitz miró a Billy y ordenó:

– Levántese.

Billy puso de pie.

– Sargento William Williams, este tribunal lo considera culpable de la acusación. – Lo miró fijamente, como confiando ver en su cara la vergüenza de la derrota.

Pero Billy ya esperaba el veredicto de culpabilidad. Era la sentencia lo que temía.

– Queda sentenciado a diez años de trabajos forzados – dijo Fitz.

Billy no pudo seguir manteniendo la inexpresividad de su rostro. No era la pena capital, pero… ¡diez años! Cuando saliera tendría treinta años. Estarían en 1929. Mildred tendría treinta y cinco. Podría haber pasado ya la mitad de sus vidas. Su fachada de desafío se desmoronó y se le saltaron las lágrimas. Una expresión de profunda satisfacción iluminó el rostro de Fitz. – Retírese – dijo. Se llevaron a Billy custodiado para que empezara su sentencia en prisión.

Capítulo 37

Mayo y junio de 1919

El primero de mayo, Walter von Ulrich le escribió una carta a Maud y la envió en la ciudad de Versalles.

No sabía si estaba viva o muerta. No había tenido noticias suyas desde su encuentro en Estocolmo. Todavía no había servicio postal entre Alemania y Gran Bretaña, así que era la primera oportunidad que tenía de escribirle en dos años.

Walter y su padre habían viajado a Francia el día anterior junto con ciento ochenta políticos, diplomáticos y funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores, como parte de la delegación alemana de la conferencia de paz. Los ferrocarriles franceses habían reducido la marcha de su tren especial hasta hacerlos cruzar el paisaje devastado del nordeste de Francia a una velocidad de a pie.

– Como si nosotros fuéramos los únicos que dispararon obuses aquí – comentó Otto, malhumorado.

Desde París los habían llevado en autobús hasta la pequeña ciudad de Versalles y los habían dejado en el Hôtel des Réservoirs. Su equipaje fue descargado en el patio, donde de bastante mala manera les dijeron que lo entraran ellos mismos. Walter pensó que estaba claro que los franceses no iban a ser magnánimos en la victoria.

– No han ganado, eso es lo que les pasa – dijo Otto -. Puede que tampoco hayan perdido, o no del todo, porque los británicos y los norteamericanos los han salvado… pero de eso no pueden alardear mucho. Los hemos vencido, y ellos lo saben, por eso se sienten heridos en su descomedido orgullo.

El hotel era frío y lúgubre, pero los magnolios y los manzanos de fuera estaban en flor. Los alemanes tenían permiso para pasear por las tierras del gran château y visitar las tiendas. Siempre había un pequeño corrillo frente al hotel. La gente normal no era tan maligna como los funcionarios. En ocasiones los abucheaban, pero la mayoría de las veces simplemente sentían curiosidad por ver al enemigo.

Walter le escribió a Maud el primer día. No mencionó su matrimonio; no estaba convencido de que fuera seguro y, de todas formas, era difícil romper la costumbre del secretismo. Le dijo dónde estaba, describió el hotel y sus alrededores y le pidió que le contestara. Fue andando a la ciudad, compró un sello y envió la carta.

Esperaba la respuesta con anhelante impaciencia. Si seguía viva, ¿lo amaría aún? Estaba casi seguro de que sí. Sin embargo, habían pasado dos años desde que Maud lo abrazara con ansia en aquella habitación de hotel de Estocolmo. El mundo estaba lleno de hombres que habían regresado de la guerra y se habían encontrado con que sus novias o sus esposas se habían enamorado de otro durante los largos años de separación.

Unos cuantos días después, los jefes de las delegaciones fueron convocados en el hotel Trianon Palace, al otro lado del parque, donde se les hizo entrega con gran ceremonia de copias impresas del tratado de paz esbozado por los victoriosos aliados. Estaba en francés. De vuelta en el Hôtel des Réservoirs, las copias fueron entregadas a los equipos de traductores. Walter era el jefe de uno de estos. Dividió su trabajo en secciones, las repartió y se sentó a leer.

Era aún peor de lo que había esperado.

El ejército francés ocuparía la región fronteriza de Renania durante quince años. La región alemana del Sarre se convertiría en protectorado de la Sociedad de las Naciones y los franceses controlarían sus minas de carbón. Alsacia y Lorena serían devueltas a Francia sin plebiscito: el gobierno francés temía que la población votara por seguir siendo alemana. El nuevo estado de Polonia era tan vasto que abarcaba los hogares de tres millones de alemanes y los yacimientos de carbón de Silesia. Alemania perdería todas sus colonias: los aliados se las habían repartido como ladrones dividiendo el botín. Y los alemanes tendrían que acceder a pagar una cantidad sin especificar en concepto de reparaciones: dicho de otro modo, firmarían un cheque en blanco.

Walter se preguntó qué clase de país querían que fuera Alemania. ¿Tenían en mente un gigantesco campo de esclavos donde todo el mundo viviría de raciones de campaña y se mataría a trabajar para que los caciques se quedaran con la producción? Si él mismo iba a ser un esclavo en esas condiciones, ¿cómo podía plantearse formar un hogar con Maud y tener hijos?

Sin embargo, lo peor de todo era la cláusula de la culpabilidad de la guerra.

El artículo 231 del tratado decía: «Los gobiernos aliados y asociados afirman, y Alemania acepta, que Alemania y sus aliados son responsables de haber causado todas las pérdidas y los daños a los que se han visto sujetos los gobiernos aliados y asociados, así como sus ciudadanos, como consecuencia de la guerra que les fue impuesta por la agresión de Alemania y sus aliados».

– Eso es mentira – dijo Walter con enfado -. Una maldita mentira atroz, perversa, ignorante y estúpida.

Alemania no era inocente, lo sabía, y él lo había discutido mucho con su padre, una y otra vez. Pero había vivido en primera persona las crisis diplomáticas del verano de 1914, conocía hasta el último paso del camino que había conducido a la guerra, y no había ninguna nación que fuera culpable. La principal preocupación de los mandatarios de ambos lados había sido proteger sus países, y ninguno de ellos había tenido intención de abocar al mundo a la mayor guerra de la historia: ni Asquith, ni Poincaré, ni el káiser, ni el zar, ni el emperador austríaco. Incluso Gavrilo Princip, el asesino de Sarajevo, se había sentido horrorizado, por lo visto, al darse cuenta de lo que había empezado. Sin embargo, ni siquiera él era responsable de «todas las pérdidas y los daños».

Walter se encontró con su padre algo pasada la medianoche, cuando los dos se estaban dando un pequeño descanso, tomando un café para permanecer despiertos y seguir trabajando.

– ¡Esto es indignante! – bramó Otto -. Accedimos a un armisticio basado en los Catorce Puntos de Wilson… ¡pero este tratado no tiene nada que ver con ello!

Por una vez, Walter estaba de acuerdo con su padre.

Por la mañana ya se habían impreso copias de la traducción y se enviaron a Berlín con un mensajero especial: un ejercicio clásico de la eficiencia alemana, pensó Walter, a quien le resultaba más fácil ver las virtudes de su país ahora que lo estaban denigrando. Demasiado agotado para dormir, decidió ir a pasear hasta que se sintiera lo bastante relajado para acostarse.

Salió del hotel y fue al parque. Los rododendros estaban brotando. Era una mañana buena para Francia; sombría para Alemania. ¿Qué efecto causarían las propuestas en el apurado gobierno socialdemócrata alemán? ¿Se desesperaría la gente y abrazarían el bolchevismo?

Estaba solo en el gran parque, salvo por una mujer que llevaba un ligero abrigo de primavera y que estaba sentada en un banco, bajo un castaño. Absorto en sus pensamientos, Walter se llevó la mano al borde del sombrero de fieltro con educación al pasar junto a ella.

– Walter – dijo la mujer.

Se le detuvo el corazón. Conocía esa voz, pero no podía ser ella. Se volvió y la miró fijamente.

La mujer se levantó.

– Oh, Walter – dijo -. ¿No me has reconocido?

Era Maud.

La sangre de Walter parecía cantar al recorrer sus venas. Dio dos pasos hacia ella y Maud se lanzó a sus brazos. La estrechó con fuerza. Hundió su rostro en la curva del cuello de Maud e inhaló su fragancia, todavía tan familiar a pesar de los años transcurridos. Le besó la frente, las mejillas y luego la boca. Le hablaba y la besaba a la vez, pero ni las palabras ni los besos podían expresar todo lo que guardaba en su corazón.

Al final, fue ella quien habló.

– ¿Todavía me quieres? – preguntó.

– Más que nunca – respondió él, y volvió a besarla.

Maud pasó las manos por el torso desnudo de Walter mientras estaban tumbados en la cama después de haber hecho el amor.

– Estás muy delgado – dijo.

El vientre de Walter formaba una curva cóncava, y los huesos de las caderas le sobresalían. Ella quería engordarlo a base de cruasanes con mantequilla y foie gras.

Estaban en una habitación de una fonda a algunos kilómetros de París. La ventana permanecía abierta, y una suave brisa primaveral hacía ondear las cortinas amarillo pálido. Maud había descubierto aquel lugar hacía muchos años, cuando Fitz lo había usado para sus citas con una mujer casada, la comtesse de Cagnes. El establecimiento, poco más que una casa grande en un pueblo pequeño, ni siquiera tenía nombre. Los hombres hacían una reserva para la comida y cogían una habitación para la tarde. Tal vez hubiera lugares así en las afueras de Londres, pero, en cierta forma, aquel sistema parecía muy francés.

Se registraron como el señor y la señora Wooldridge, y Maud se puso la alianza de boda que había escondido durante casi cinco años. Sin duda, la discreta propietaria dio por supuesto que solo fingían estar casados. Eso no les importaba, siempre que no sospechara que Walter era alemán, lo cual podría traerles problemas.

Maud no podía quitarle las manos de encima. Estaba tan agradecida de que hubiera vuelto a ella con su cuerpo intacto… Le recorrió la larga cicatriz de la espinilla con las yemas de los dedos.

– Me la hicieron en Château-Thierry – explicó Walter.

– Gus Dewar estuvo en esa batalla. Espero que no fuera él quien te disparó.

– Tuve suerte de que curase bien. Muchos hombres murieron de gangrena.

Hacía tres semanas que se habían reencontrado. Durante ese tiempo, Walter había estado trabajando día y noche en la respuesta alemana al borrador del tratado, y solo salía una media hora al día para dar un paseo con ella por el parque o a sentarse en la parte de atrás del Cadillac azul de Fitz mientras el chófer conducía dando vueltas.

Maud estaba tan asombrada como Walter por las duras condiciones que les habían ofrecido a los alemanes. El objeto de la conferencia de París era crear un nuevo mundo justo y pacífico; no permitir que los ganadores se vengaran de los perdedores. La nueva Alemania debía ser democrática y próspera. Ella quería tener hijos con su marido, y estos serían alemanes. A menudo pensaba en ese pasaje del Libro de Rut que empezaba diciendo: «Dondequiera que vayas, iré yo». Tarde o temprano tendría que decirle eso a Walter.

No obstante, le había reconfortado saber que no era la única a quien no le parecían bien las propuestas del tratado. Había más gente del lado de los aliados que creía que la paz era más importante que la venganza. Doce miembros de la delegación estadounidense habían dimitido en señal de protesta. En Gran Bretaña, en unas elecciones para cubrir un escaño que había quedado vacío, había ganado el candidato que abogaba por una paz no vengativa. El arzobispo de Canterbury había declarado públicamente que se sentía «muy incómodo» y decía hablar en nombre de un silencioso cuerpo de opinión que no estaba representado en los periódicos «antihunos».

El día anterior, los alemanes habían presentado su contrapropuesta: más de un centenar de páginas rigurosamente argumentadas que se basaban en los Catorce Puntos de Wilson. Esa mañana, la prensa francesa estaba que echaba humo. Indignados hasta más no poder, dijeron que el documento era un monumento a la insolencia y una payasada detestable.

– Nos acusan de arrogancia… ¡los franceses! – exclamó Walter -. ¿Cómo es ese dicho de un puchero?

– Apártate que me tiznas, dijo la sartén al cazo – contestó Maud.

Walter se tumbó de lado y empezó a jugar con el vello púbico de ella. Era oscuro, rizado y exuberante. Maud se había ofrecido a recortárselo, pero él le dijo que le gustaba tal como estaba.

– ¿Qué vamos a hacer? – preguntó -. Es romántico verse en un hotel y acostarse por la tarde, como dos amantes ilícitos, pero no podemos seguir así para siempre. Tenemos que decirle al mundo que somos marido y mujer.

Maud estaba de acuerdo. También ella esperaba con impaciencia el día que pudiera dormir con él todas las noches, aunque no lo decía: le daba un poco de vergüenza lo mucho que le gustaba disfrutar del sexo con él.

– Podríamos formar un hogar, simplemente, y dejar que sacaran sus propias conclusiones.

– No me sentiría cómodo con eso – dijo Walter -. Parecería que los dos nos avergonzamos.

Ella sentía lo mismo. Quería anunciar su felicidad a los cuatro vientos, no ocultarla. Estaba orgullosa de Walter: era guapo, valiente y tenía una inteligencia fuera de lo común.

– Podríamos volver a casarnos – propuso -. Nos prometemos, lo anunciamos, organizamos una ceremonia, y nunca le diremos a nadie que ya llevábamos casados casi cinco años. No es ilegal casarse dos veces con la misma persona.

Walter lo meditó bien.

– Mi padre y tu hermano se opondrían. No podrían detenernos, pero sí hacérnoslo todo muy desagradable… lo cual marchitaría la felicidad de la ocasión.

– Tienes razón – dijo ella, entristecida -. Fitz diría que puede que algunos alemanes sean hombres de bien, pero que de todas maneras a nadie le gusta que se casen con su hermana.

– De modo que debemos anunciarles un hecho consumado.

– Podemos contárselo, y luego lo publicamos en la prensa – dijo Maud -. Diremos que es un símbolo del nuevo orden mundial. Un matrimonio angloalemán al mismo tiempo que el tratado de paz.

Él parecía dudarlo.

– ¿Cómo podríamos conseguirlo?

– Hablaré con el director de la revista Tatler. Me tienen en estima; les he proporcionado muchísimo material.

Walter sonrió y dijo:

– Lady Maud Fitzherbert siempre va vestida a la última moda.

– ¿Qué dices?

Walter cogió su billetera de la mesilla de noche y sacó un recorte de periódico.

– La única fotografía que tenía de ti – dijo.

Maud se la arrebató. Estaba desgastada por los años y su color se había desvanecido hasta quedar arenoso. Miró la foto con atención.

– Es de antes de la guerra.

– Y ha estado conmigo desde entonces. Como yo, ha sobrevivido.

Los ojos de Maud se llenaron de lágrimas y la imagen se emborronó más aún.

– No llores – dijo él, abrazándola.

Maud apretó su rostro contra el torso desnudo de Walter y siguió llorando. Había mujeres que lloraban por cualquier cosa, pero ella nunca había sido de esas. En ese momento, sin embargo, gimoteaba sin poder contenerse. Lloraba por los años perdidos, por los millones de jóvenes que yacían en su tumba y por el desperdicio estúpido e inútil que había supuesto la guerra. Estaba derramando todas las lágrimas reprimidas durante cinco años de autocontrol.

Cuando terminó y se le secaron los ojos, lo besó con avidez y volvieron a hacer el amor.


El 16 de junio, el Cadillac azul de Fitz recogió a Walter en el hotel y lo llevó al centro de París. Maud había decidido que la revista Tatler querría una fotografía de ellos dos. Walter llevaba puesto un traje de tweed confeccionado en Londres antes de la guerra. Le venía demasiado ancho en la cintura, pero todos los alemanes iban por ahí con ropa que les quedaba grande.

Walter había montado un pequeño departamento de los servicios secretos en el Hôtel des Réservoirs, y desde allí hacían un seguimiento de los periódicos franceses, británicos, estadounidenses e italianos, además de recopilar todos los chismes de los que se enteraba la delegación alemana. Sabía que había enconadas discusiones entre los aliados sobre las contrapropuestas alemanas. Lloyd George, un político que pecaba de flexible, estaba dispuesto a reconsiderar el borrador de tratado. Pero el primer ministro francés, Clemenceau, decía que ya había sido bastante generoso y resoplaba de indignación ante cualquier insinuación de enmienda. Sorprendentemente, Woodrow Wilson también se mostraba obstinado. Creía que el borrador era un acuerdo justo, y siempre que tomaba una decisión hacía oídos sordos a cualquier crítica.

Los aliados también estaban negociando tratados de paz para los socios de Alemania: Austria, Hungría, Bulgaria y el Imperio otomano. Estaban creando nuevos países como Yugoslavia y Checoslovaquia, y repartiéndose Oriente Próximo en zonas británicas y francesas. También discutían sobre si firmar la paz con Lenin. La gente estaba cansada de la guerra en todos los países, pero quedaban unos cuantos hombres poderosos que aún insistían en luchar contra los bolcheviques. El diario británico Daily Mail había descubierto una conspiración de financieros judíos internacionales que apoyaban al régimen de Moscú: una más de las inverosímiles fantasías de ese periódico.

En el tratado para Alemania, Wilson y Clemenceau habían invalidado la posición de Lloyd George, y ese mismo día, algo antes, el equipo alemán del Hôtel des Réservoirs había recibido un impaciente mensaje que les daba tres días para aceptar.

Walter, sentado en la parte de atrás del coche de Fitz, pensaba en el futuro de su país con pesimismo. Sería como una colonia africana, se dijo, donde los primitivos habitantes no trabajan más que para enriquecer a sus amos extranjeros. No querría educar a sus hijos en un lugar así.

Maud lo esperaba en el estudio del fotógrafo, maravillosa, con un vaporoso vestido veraniego que, según le dijo, era de Paul Poiret, un modisto tan famoso que incluso Walter había oído hablar de él.

El fotógrafo tenía un fondo pintado en el que se veía un jardín repleto de flores, pero Maud decidió que era de mal gusto, así que posaron frente a las cortinas del comedor, que por suerte eran lisas. Al principio se colocaron uno al lado del otro, sin tocarse, como dos desconocidos. El fotógrafo propuso que Walter se arrodillara frente a Maud, pero aquello resultaba demasiado sentimental. Al final encontraron una postura que les gustó a todos: ellos dos dándose la mano y mirándose a los ojos en lugar de a la cámara.

El hombre prometió que al día siguiente ya tendrían listas las copias de la fotografía.

Se fueron a comer a la fonda.

– Los aliados no pueden ordenar a Alemania que firme y ya está – dijo Maud -. Eso no es una negociación.

– Es lo que han hecho.

– ¿Qué pasará si os negáis?

– No lo han dicho.

– Y ¿qué vais a hacer?

– Unos cuantos de la delegación vuelven a Berlín esta noche para consultar con nuestro gobierno. – Suspiró -. Me temo que me han elegido para acompañarlos.

– Entonces, este es el momento para hacer nuestro anuncio. Volveré a Londres mañana, después de recoger las fotografías.

– Está bien – accedió él -. Yo se lo contaré a mi madre en cuanto llegue a Berlín. Ella se lo tomará bien. Después se lo diré a mi padre. Con él será otra cosa.

– Yo hablaré con tía Herm y la princesa Bea, y le escribiré a Fitz a Rusia.

– O sea que esta será la última vez que nos veamos en una temporada.

– Pues acaba de comer y vayamos a la cama.


Gus y Rosa habían quedado en el Jardín de las Tullerías. París empezaba a recobrar la normalidad, pensó Gus con alegría. El sol lucía, los árboles tenían hojas y había hombres con claveles en el ojal que se sentaban a fumar un cigarro y a ver pasar a las mujeres mejor vestidas del mundo. A un lado del parque, la rue de Rivoli bullía de coches, camiones y carros tirados por caballos; al otro, las barcazas de carga navegaban por el Sena. Tal vez el mundo se recuperara, después de todo.

Rosa estaba deslumbrante con su vestido rojo de algodón ligero y un sombrero de ala ancha. «Si supiera pintar – pensó Gus al verla -, la pintaría así.»

Él llevaba una chaqueta azul y un canotier de paja muy de moda. Nada más verlo, Rosa se echó a reír.

– ¿Qué pasa? – preguntó Gus.

– Nada. Estás muy guapo.

– Es por el sombrero, ¿verdad?

Ella reprimió otra risilla.

– Estás adorable.

– Me hace parecer estúpido. No puedo evitarlo. Los sombreros me sientan mal. Es porque tengo la misma forma que un martillo de bola.

Ella le dio un beso suave en los labios.

– Eres el hombre más atractivo de todo París.

Lo asombroso era que lo sentía de verdad. «¿Cómo he tenido tanta suerte?», pensó Gus.

La agarró del brazo.

– Vamos a pasear. – Y se la llevó hacia el Louvre.

– ¿Has visto el Tatler? – preguntó Rosa.

– ¿La revista de Londres? No, ¿por qué?

– Parece que tu íntima amiga lady Maud se ha casado con un alemán.

– ¡Oh! – exclamó -. ¿Cómo lo han descubierto?

– ¿Me estás diciendo que ya lo sabías?

– Lo suponía. Vi a Walter en Berlín en 1916 y me pidió que le llevara una carta a Maud. Supuse que eso significaba que, o estaban prometidos, o estaban casados.

– ¡Qué discreto eres! Nunca me dijiste nada.

– Era un secreto peligroso.

– Puede que aún lo sea. El Tatler se porta bien con ellos, pero otras publicaciones podrían seguir una línea diferente.

– Maud ya ha sido víctima de la prensa en otras ocasiones. Es bastante dura.

Rosa parecía avergonzada.

– Supongo que era de eso de lo que hablabais aquella noche, cuando te vi teniendo aquel tête-à-tête con ella.

– Exacto. Me estaba preguntando si tenía alguna noticia de Walter.

– Me siento boba por haber sospechado que coqueteabas.

– Te perdono, pero me reservo el derecho a recordártelo la próxima vez que me critiques injustificadamente. ¿Puedo preguntarte una cosa?

– Lo que tú quieras, Gus.

– En realidad son tres preguntas.

– Qué mal presagio. Como en un cuento popular. Si no adivino las respuestas, ¿desapareceré?

– ¿Sigues siendo anarquista?

– ¿Te molestaría?

– Supongo que me pregunto si la política podría separarnos.

– El anarquismo es la creencia de que nadie está legitimado para gobernar. Todas las filosofías políticas, desde el derecho divino de los reyes hasta el contrato social de Rousseau, intentan justificar la autoridad. Los anarquistas creen que todas esas teorías fallan, y que por tanto ninguna forma de autoridad es legítima.

– Irrefutable, en teoría. Imposible de llevar a la práctica.

– Lo pillas todo al vuelo. En efecto, todos los anarquistas se oponen a la clase dirigente, pero difieren muchísimo en su visión de cómo debería funcionar la sociedad.

– Y ¿cuál es tu visión?

– Ya no lo tengo tan claro como antes. Cubrir la información de la Casa Blanca me ha dado una perspectiva diferente de la política, pero todavía creo que la autoridad debe justificarse.

– Me parece que nunca nos pelearemos por eso.

– Bien. ¿Siguiente pregunta?

– Cuéntame lo de tu ojo.

– Nací así. Podría operarme para abrirlo. Detrás del párpado no tengo más que una masa de tejido inútil, pero podría llevar un ojo de cristal. Sin embargo, nunca se cerraría. Supongo que este es el mal menor. ¿Te incomoda?

Gus dejó de caminar y se volvió para mirarla de frente.

– ¿Puedo darle un beso?

Ella dudó.

– Está bien.

Se inclinó y le dio un beso en el párpado cerrado. El tacto contra sus labios no tenía nada de extraño. Era igual que darle un beso en la mejilla.

– Gracias – le dijo.

– Nadie lo había hecho nunca – repuso ella en voz baja.

Él asintió. Suponía que podía ser una especie de tabú.

– ¿Por qué has querido hacerlo? – le preguntó Rosa.

– Porque me gustas toda tú, y quiero asegurarme de que lo sepas.

– Ah. – Se quedó callada un rato, y él se dio cuenta de que estaba embargada por la emoción; pero entonces sonrió y recuperó ese tono burlón que tanto le gustaba -. Bueno, si hay alguna otra cosa extraña que quieras besar, házmelo saber.

Gus no estaba muy seguro de cómo responder a ese ofrecimiento vagamente incitante, así que lo archivó para futuras reflexiones.

– Tengo una pregunta más.

– Dispara.

– Hace cuatro meses te dije que te quería.

– No se me ha olvidado.

– Pero tú no me has dicho lo que sientes por mí.

– ¿No es evidente?

– A lo mejor, pero me gustaría que me lo dijeras. ¿Me quieres?

– Oh, Gus, ¿no lo entiendes? – Su rostro se transformó, parecía angustiada -. No soy lo bastante buena para ti. Tú eras el mejor partido de Buffalo, y yo la anarquista tuerta. Se supone que debes enamorarte de una chica elegante, guapa y rica. Yo soy hija de un médico… mi madre era doncella. No soy la persona adecuada, digna de tu amor.

– ¿Me quieres? – preguntó él con tranquila insistencia.

Rosa se puso a llorar.

– Claro que sí, bobo, te quiero con todo mi corazón.

La abrazó.

– Pues eso es lo único que importa – dijo.

Tía Herm dejó el Tatler.

– Ha sido muy poco apropiado por tu parte casarte en secreto – le dijo a Maud. Después sonrió con complicidad -. Pero ¡qué romántico!

Estaban en el salón de la casa de Fitz en Mayfair. Bea la había redecorado después del final de la guerra siguiendo el nuevo estilo art déco, con sillas de aspecto utilitario y baratijas modernistas de plata de Aspreys. Con Maud y tía Herm estaban Bing Westhampton, el granuja amigo de Fitz, y la mujer de este. La temporada de Londres estaba en pleno apogeo y ellos se disponían a ir a la ópera en cuanto Bea estuviese lista. La princesa les estaba dando las buenas noches a Boy, que ya tenía tres años y medio, y a Andrew, de dieciocho meses.

Maud cogió la revista y volvió a mirar el artículo. No es que la fotografía le gustara demasiado. Había imaginado que retrataría a dos personas enamoradas. Por desgracia, semejaba una escena de una película sentimental. Walter parecía depredador, sosteniéndole la mano y mirándola a los ojos como un perverso Lothario, y ella la ingenua a punto de caer víctima de sus artimañas.

Sin embargo, el texto era justo lo que había esperado. El redactor recordaba a los lectores que lady Maud había sido «la moderna sufragista» de antes de la guerra que había fundado la publicación The Soldier’s Wife para luchar por los derechos de las mujeres que se habían quedado en casa y había ido a la cárcel por protestar en defensa de Jayne McCulley. Decía que Walter y ella habían tenido intención de anunciar su compromiso de la manera habitual, pero que el estallido de la guerra se lo había impedido. Su precipitado matrimonio secreto quedaba retratado como un intento desesperado por hacer lo correcto en unas circunstancias que se salían de lo normal.

Maud había insistido en que la citaran textualmente, y la revista había mantenido su promesa. «Sé que hay británicos que odian a los alemanes – había dicho -, pero también sé que Walter y muchos otros compatriotas suyos hicieron cuanto pudieron por evitar la guerra. Ahora que se ha terminado, debemos crear paz y amistad entre los antiguos enemigos, y espero sinceramente que la gente vea nuestra unión como un símbolo del nuevo mundo.»

A lo largo de sus años de campañas políticas, Maud había aprendido que a veces se podía conseguir el apoyo de una publicación dándole una buena historia en exclusiva.

Walter había regresado a Berlín, tal como habían planeado. Los alemanes habían recibido los abucheos de la muchedumbre al salir hacia la estación del ferrocarril para volver a su país. Una secretaria resultó herida por una piedra que lanzó alguien. El comentario francés había sido: «Recordad lo que le hicieron a Bélgica». La secretaria todavía estaba en el hospital. Entretanto, el pueblo alemán se mostraba furiosamente contrario a la firma del tratado.

Bing estaba sentado al lado de Maud en el sofá. Por una vez, no intentaba coquetear con ella.

– Cómo me gustaría que tu hermano estuviera aquí para aconsejarte sobre esto – dijo, señalando la revista con un gesto de la cabeza.

Maud había escrito a Fitz para darle la noticia de su matrimonio, y había incluido el recorte del Tatler para demostrarle que lo que había hecho era aceptado por la sociedad londinense. No tenía idea de cuánto tardaría su carta en llegar a dondequiera que estuviera Fitz, y no esperaba recibir respuesta hasta al cabo de unos meses. Entonces ya sería demasiado tarde para que su hermano protestara. No podría más que sonreír y felicitarla.

Maud se enfureció al oír la insinuación de que necesitaba a un hombre para que le dijera qué hacer.

– Y ¿qué podría decirme Fitz?

– Que, en el futuro inmediato, la vida de la esposa de un alemán va a ser dura.

– No necesito a un hombre para que me diga eso.

– En ausencia de tu hermano, siento cierto grado de responsabilidad.

– Por favor, no te molestes. – Maud intentó no ofenderse. ¿Qué consejo podía darle Bing a nadie, aparte de cómo apostar y beber en los garitos nocturnos de todo el mundo?

Bing bajó la voz:

– Tengo mis dudas al decirte esto, pero… – Miró con intensidad a tía Herm, que captó la indirecta y fue a servirse algo más de café -. Si pudieras decir que el matrimonio nunca se consumó, tal vez podría ser anulado.

Maud pensó en la habitación de las cortinas amarillo pálido y tuvo que contener una sonrisa de felicidad.

– Pero no puedo…

– Por favor, no me expliques nada. Solo quiero asegurarme de que comprendes las opciones que tienes.

Maud reprimió su creciente indignación.

– Sé que lo haces con toda tu buena intención, Bing…

– También existe la posibilidad del divorcio. Siempre hay una forma, ya sabes, de que el hombre le dé motivos a la mujer…

Maud ya no pudo contener más su furia.

– Por favor, deja el tema ahora mismo – dijo alzando la voz -. No tengo el menor deseo de conseguir ni una anulación ni el divorcio. Amo a Walter.

Bing pareció tomárselo a mal.

– Solo intentaba decir lo que creo que Fitz, como cabeza de familia, te diría si estuviera aquí. – Se levantó y le habló a su mujer -: Nos iremos ya, ¿quieres? No hay ninguna necesidad de que lleguemos todos tarde.

Unos minutos después, Bea entró con un vestido nuevo de seda rosa.

– Yo ya estoy lista – dijo, como si la que hubiese estado esperando fuera ella, y no al revés.

Su mirada se dirigió a la mano izquierda de Maud y vio en ella la alianza, pero no hizo ningún comentario. Cuando Maud le había dado la noticia, su respuesta había sido cuidadosamente neutral. «Espero que seas feliz – había dicho sin afabilidad -. Y espero que Fitz sea capaz de aceptar el hecho de que no contaras con su permiso.»

Salieron y subieron al coche. Era el Cadillac negro que Fitz había comprado después de que el azul se quedara abandonado en Francia. Maud pensó que Fitz lo proveía todo: la casa en la que vivían las tres mujeres, los vestidos fabulosamente caros que llevaban, el coche y el palco de la ópera. Sus facturas del Ritz de París habían sido enviadas a Albert Solman, el gestor de los negocios de su hermano, allí en Londres, quien las había pagado sin hacer ninguna pregunta. Fitz nunca se quejaba. Maud sabía que con Walter jamás podría llevar ese estilo de vida. Tal vez Bing estuviera en lo cierto y a ella le costaría pasar sin todos los lujos a los que estaba acostumbrada. Sin embargo, estaría junto al hombre al que amaba.

Llegaron a Covent Garden en el último minuto a causa del retraso de Bea. El público ya había ocupado sus asientos. Las tres mujeres subieron corriendo la escalera de alfombra roja y se dirigieron al palco. Maud recordó de pronto lo que le había hecho a Walter en ese palco durante Don Giovanni. Sintió vergüenza: ¿cómo se le había pasado por la cabeza arriesgarse de tal manera?

Bing Westhampton ya estaba allí con su mujer, y se levantó para sostenerle la silla a Bea. El auditorio permanecía en silencio: la representación estaba a punto de empezar. Observar a la gente era uno de los atractivos de la ópera, y muchas cabezas se volvieron para mirar a la princesa mientras tomaba asiento. Tía Herm se sentó en la segunda fila, pero Bing le sostuvo una silla también a Maud. Un murmullo de comentarios se levantó desde el patio de butacas: la mayoría habrían visto la fotografía y habrían leído el artículo del Tatler. Muchos de ellos conocían personalmente a Maud: así era la sociedad londinense, los aristócratas y los políticos, los jueces y los obispos, los artistas de éxito y los ricos hombres de negocios… y sus mujeres. Maud se quedó un momento de pie para que pudieran mirarla bien y ver lo satisfecha y orgullosa que estaba.

Fue un error.

El sonido que procedía del público cambió. El murmullo creció. No se distinguía ninguna palabra, pero de todas formas las voces adoptaron una nota de reprobación, como el cambio del zumbido de una mosca cuando se topa con una ventana cerrada. Maud se sintió desconcertada. Después oyó otro sonido, el cual se parecía horriblemente a un abucheo. Confundida y consternada, se sentó.

No sirvió de nada. Todo el mundo la estaba mirando. El abucheo se extendió por toda la platea en cuestión de segundos y después empezó también en el primer piso.

– Lo que yo decía – comentó Bing en una débil protesta.

Maud jamás se había enfrentado a un odio semejante, ni siquiera en el apogeo de las manifestaciones de las sufragistas. Sentía en el estómago un dolor, como un calambre. Deseó que empezara la música, pero también el director la estaba mirando y tenía la batuta a un lado.

Intentó devolverles la mirada con orgullo a todos ellos, pero se le saltaron las lágrimas y se le nubló la vista. Comprendió que aquella pesadilla no terminaría por sí sola. Tenía que hacer algo.

Se levantó, y los abucheos se intensificaron.

Las lágrimas le caían por las mejillas. Casi a ciegas, se volvió de espaldas, tiró la silla al suelo y se tambaleó hacia la puerta del fondo del palco. Tía Herm se levantó y dijo:

– Ay, Dios mío, Dios mío, Dios mío.

Bing se levantó también de un salto y abrió la puerta. Maud salió, seguida de cerca por tía Herm. Bing fue tras ellas. Maud oyó cómo los abucheos se desvanecían entre unas cuantas carcajadas, y luego, para horror suyo, el público arrancó a aplaudir, felicitándose por haberse librado de ella. La burla de su aplauso la siguió por el pasillo, escalera abajo y hasta salir del teatro.

El trayecto desde la puerta del parque hasta el palacio de Versalles era de un kilómetro y medio. Ese día estaba flanqueado por cientos de soldados montados de la caballería francesa con su uniforme azul. El sol estival relucía en el acero de sus cascos. Sostenían lanzas con banderines rojos y blancos en la cálida brisa.

A pesar de la vergüenza sufrida en la ópera, Johnny Remarc le había conseguido a Maud una invitación para la firma del tratado de paz, pero había tenido que viajar en la parte de atrás de un camión abierto, apretada con todas las secretarias de la delegación británica como ovejas de camino al mercado.

En cierto momento había parecido que los alemanes se negarían a firmar. El héroe de guerra y mariscal de campo Von Hindenburg había dicho que prefería una derrota honrosa a una paz vergonzosa. El gabinete alemán en pleno había dimitido para no aceptar el tratado. También lo había hecho el jefe de su delegación en París. Al final, la Asamblea Nacional había votado a favor de firmar todo, excepto la bien conocida cláusula de culpabilidad. Los aliados se habían apresurado a decir que incluso eso era inaceptable.

– ¿Qué harán los aliados si los alemanes se niegan a firmar? – le había preguntado Maud a Walter en su fonda, donde vivían juntos sin llamar la atención.

– Dicen que invadirán Alemania.

Maud sacudió la cabeza.

– Nuestros soldados no querrán luchar.

– Tampoco los nuestros.

– Estaríamos en un punto muerto.

– Solo que la armada británica no ha levantado el bloqueo, así que Alemania sigue sin suministros. Los aliados sencillamente esperarían a que estallaran disturbios por la comida en todas las ciudades alemanas y entonces podrían entrar sin encontrar resistencia.

– O sea que tendréis que firmar.

– Firmar o morir de hambre – dijo Walter con acritud.

Era 28 de junio, cinco años después del día que asesinaron al archiduque en Sarajevo.

El camión llevó a las secretarias al patio de Versalles, y ellas bajaron todo lo dignamente que pudieron. Maud entró en el palacio y subió la gran escalinata, flanqueada por más soldados franceses de excesiva gala; esta vez la Garde Républicaine, con sus cascos de plata y sus penachos de crin.

Por fin entró en el Salón de los Espejos. Era una de las salas más imponentes del mundo entero. Tenía el tamaño de tres pistas de tenis puestas en fila. A lo largo de todo un lado, diecisiete altas ventanas daban al jardín; en la pared contraria, las ventanas se reflejaban en diecisiete arcos de espejo. Y, lo que era más importante, se trataba de la misma sala en la que, en 1871, al finalizar la guerra franco-prusiana, los victoriosos alemanes habían coronado a su primer emperador y habían obligado a los franceses a firmar la concesión de Alsacia y Lorena. Esta vez los alemanes serían humillados bajo el mismo techo de bóveda de cañón. Y sin lugar a dudas, algunos de entre ellos soñarían con el momento futuro en que, a su vez, pudieran cobrarse su venganza. «Las vejaciones a las que sometes a los demás regresan, tarde o temprano, para torturarte», pensó Maud. ¿Harían esa misma reflexión los hombres de uno y otro lado en la ceremonia de ese día? Seguramente no.

Maud encontró su sitio en uno de los bancos de felpa roja. Había decenas de reporteros y fotógrafos, y un equipo cinematográfico con enormes cámaras para grabar el acontecimiento.

Los gerifaltes entraron de uno en uno y de dos en dos y se sentaron a la larga mesa: Clemenceau, relajado e irreverente; Wilson, fríamente formal; Lloyd George, como un gallito avejentado. Entonces apareció Gus Dewar, que le dijo algo al oído a Wilson antes de acercarse a la sección de la prensa y hablar con una joven y guapa reportera que tenía un solo ojo. Maud recordaba haberla visto antes. Se dio cuenta de que Gus estaba enamorado de ella.

A las tres en punto, alguien llamó al orden y se hizo un silencio reverente. Clemenceau dijo algo, se abrió una puerta y entraron los dos signatarios alemanes. Maud sabía, por Walter, que en Berlín nadie había querido que su nombre figurara en el tratado, así que al final habían enviado al ministro de Asuntos Exteriores y al ministro de Correos. Los dos hombres estaban pálidos y se los veía abochornados.

Clemenceau dio un breve discurso y luego les hizo una señal a los alemanes para que se acercaran. Ambos se sacaron una pluma del bolsillo y firmaron el papel que había en la mesa. Un momento después, a una señal oculta, las armas dispararon en el exterior, comunicándole al mundo que el tratado de paz había sido firmado.

Entonces se acercaron a dejar su firma también los demás delegados, no solo los de las principales potencias, sino los de todos los países que formaban parte del tratado. Aquello llevó su tiempo, y entre los espectadores empezó a surgir la conversación. Los alemanes permanecieron rígidamente sentados hasta que, por fin, todo hubo terminado y los acompañaron para salir.

Maud sentía náuseas de repugnancia. «Predicamos un sermón de paz – pensó -, pero no hacemos más que planear la venganza.» Salió del palacio. Fuera, el público asediaba a Wilson y a Lloyd entre celebraciones. Ella esquivó la muchedumbre, caminó hacia la ciudad y fue al hotel de los alemanes.

Esperaba que Walter no estuviera muy desanimado: había sido un día horrible para él.

Lo encontró haciendo las maletas.

– Nos vamos a Alemania esta noche – le comunicó -. Toda la delegación.

– ¡Tan pronto! – Maud casi no había pensado en lo que sucedería después de la firma. Era un acontecimiento de tan enorme importancia simbólica que no había sido capaz de ver más allá.

Walter, por el contrario, sí que lo había contemplado, y tenía previsto un plan.

– Ven conmigo – dijo simplemente.

– No me darán permiso para ir a Alemania.

– ¿De quién necesitas permiso? Te he conseguido un pasaporte alemán a nombre de frau Maud von Ulrich.

Estaba desconcertada.

– ¿Cómo lo has hecho? – preguntó, aunque no era ni mucho menos la pregunta más importante que tenía en la cabeza.

– No ha sido difícil. Eres la esposa de un ciudadano alemán. Tienes derecho a un pasaporte. Solo he usado mi influencia especial para acelerar el proceso y que fuera cuestión de horas.

Maud se quedó mirándolo. Era tan repentino…

– ¿Vendrás? – preguntó él.

En los ojos de Walter vio un miedo terrible. Pensaba que podía echarse atrás en el último momento. Al ver el pánico que tenía Walter de perderla, a Maud le dieron ganas de llorar. Se sintió muy afortunada de que la amara con tanta pasión.

– Sí – dijo -. Sí, iré contigo. Por supuesto que iré.

Walter no estaba convencido.

– ¿Estás segura de que es lo que quieres?

Ella asintió.

– ¿Recuerdas la historia de Rut, en la Biblia?

– Desde luego. ¿Por qué…?

Maud la había leído muchas veces en las últimas semanas, y en ese momento citó las palabras que tanto la habían emocionado:

– «Dondequiera que tú vayas, iré yo, y dondequiera que vivas, viviré; tu pueblo será mi pueblo y tu Dios, mi Dios; donde tú mueras…

– Se detuvo, incapaz de hablar por el nudo que le cerraba la garganta; después, tras un momento, tragó saliva y continuó -: Donde tú mueras, moriré yo, y allí seré enterrada».

Walter sonrió, pero tenía lágrimas en los ojos.

– Gracias – dijo.

– Te quiero – repuso Maud -. ¿A qué hora sale el tren?

Capítulo 38

Agosto-octubre de 1919

Gus y Rosa regresaron a Washington al mismo tiempo que el presidente. En agosto, se las ingeniaron para que les concedieran permiso a ambos simultáneamente y volvieron a casa, a Buffalo. Al día siguiente a su llegada, Gus llevó a Rosa a la residencia de sus padres para que la conocieran.

Estaba nervioso, porque lo que más deseaba en este mundo era que a su madre le gustase Rosa. Sin embargo, la mujer tenía una opinión demasiado idealizada de lo atractivo que resultaba su hijo para las mujeres, y siempre había encontrado defectos a todas las chicas a las que él había mencionado a lo largo de su vida. Ninguna era lo bastante buena para él, sobre todo socialmente. Si hubiese querido casarse con la hija del rey de Inglaterra, seguramente su madre le habría dicho: «Hijo mío, ¿es que no puedes encontrar una chica americana de buena familia?».

– Lo primero que te llamará la atención de ella es que es muy guapa – dijo Gus durante el desayuno esa mañana -. En segundo lugar, verás que solo tiene un ojo. Al cabo de unos minutos, te darás cuenta de que es muy lista, y cuando llegues a conocerla mejor, entenderás que es la muchacha más maravillosa del mundo.

– Estoy segura de que así será – dijo su madre, con su apabullante falta de sinceridad habitual -. ¿Quiénes son sus padres?

Rosa llegó poco después de mediodía, cuando la madre de Gus estaba durmiendo la siesta y el padre todavía no había vuelto de la ciudad. Gus le enseñó la casa y los alrededores.

– ¿Te das cuenta de que provengo de una familia más bien humilde? – preguntó ella, nerviosa.

– Te acostumbrarás a esto enseguida – dijo él -. Además, tú y yo no vamos a vivir rodeados de todos estos lujos, aunque es muy posible que nos compremos una casita elegante en Washington.

Jugaron al tenis. La partida no estaba muy igualada: Gus, con aquellas piernas y aquellos brazos tan largos, era demasiado bueno para ella, y la joven no sabía calcular con la necesaria precisión las distancias. Sin embargo, se enfrentó a su contrincante con una gran resolución, yendo a por cada pelota, y llegó a ganar algún set. Además, con aquel vestido de tenis blanco con el dobladillo a la altura de la pantorrilla, siguiendo la última moda, la joven estaba tan atractiva que Gus tuvo que hacer un gran esfuerzo para concentrarse en los golpes.

Para cuando llegó la hora del té, estaban sudando a mares.

– Haz acopio de todas tus reservas de tolerancia y buena voluntad – dijo Gus al otro lado de la puerta de la sala de estar -. Mamá puede ser una esnob insoportable.

Sin embargo, la madre de Gus estaba absolutamente encantadora; dio dos besos a Rosa en las mejillas y dijo:

– Pero qué aspecto tan sano tenéis los dos, así, tan acalorados después del ejercicio. Señorita Hellman, me alegro mucho de conocerla y espero que nos hagamos grandes amigas.

– Es usted muy amable – dijo Rosa -. Sería un privilegio ser su amiga.

La madre de Gus estaba muy complacida con aquel cumplido: sabía que era una grand dame de la alta sociedad de Buffalo, y consideraba muy apropiado que las mujeres más jóvenes le presentasen sus respetos. Rosa lo había adivinado de inmediato. Una chica muy lista, pensó Gus. Y generosa, además, teniendo en cuenta que, en el fondo, odiaba la autoridad bajo cualquiera de sus formas.

– Conozco a Fritz Hellman, su hermano – dijo la mujer. Fritz tocaba el violín en la Orquesta Sinfónica de Buffalo, y la madre de Gus estaba en la junta -. Tiene mucho talento.

– Gracias. Estamos muy orgullosos de él.

La madre de Gus siguió charlando de cosas triviales y Rosa dejó que llevara la voz cantante en la conversación. Gus no pudo evitar acordarse de la última vez que había llevado a casa a una chica con la que pensaba casarse: Olga Vyalov. La reacción de su madre en aquella ocasión había sido distinta: se había mostrado cortés y amigable, pero Gus sabía que no estaba siendo del todo sincera. Ese día parecía hablar con franqueza.

Le había preguntado a su madre por la familia Vyalov el día anterior. Habían enviado a Lev Peshkov a Siberia como intérprete del ejército. Olga no acudía a demasiadas reuniones sociales y parecía entregada en cuerpo y alma a la educación de su hijita. Josef había presionado al padre de Gus, el senador, para que enviase más ayuda militar a los rusos blancos.

– Parece ser que cree que los bolcheviques van a perjudicar los negocios familiares de los Vyalov en Petrogrado – le había dicho su madre.

– Es lo mejor que he oído decir sobre los bolcheviques – había contestado Gus.

Después del té, subieron a cambiarse. A Gus le turbaba la idea de pensar que Rosa estaba duchándose en la habitación de al lado. Nunca la había visto desnuda. Habían pasado horas apasionadas en su habitación del hotel de París, pero no habían llegado a mantener relaciones sexuales.

– Siento ser tan anticuada – le había dicho ella entonces, disculpándose -, pero me parece que deberíamos esperar. – En el fondo no era ninguna anarquista, ciertamente.

Los padres de Rosa estaban invitados a cenar. Gus se puso un esmoquin corto y bajó las escaleras. Preparó un whisky escocés para su padre pero no para él, pues presentía que necesitaría tener la cabeza bien despejada esa noche.

Rosa bajó ataviada con un vestido negro, con un aspecto absolutamente arrebatador. Sus padres llegaron a las seis en punto. Norman Hellman apareció vestido de rigurosa etiqueta, con frac, un atuendo no del todo adecuado para una cena familiar, aunque tal vez no tuviese ningún esmoquin. Era un hombre más bien bajito con una sonrisa encantadora, y Gus se dio cuenta de inmediato de que Rosa se parecía a él. Se bebió un par de martinis bastante rápido, el único indicio de que seguramente estaba nervioso, pero luego rechazó seguir tomando más alcohol. La madre de Rosa, Hilda, era una auténtica belleza, y tenía unas manos preciosas de dedos largos y finos. Costaba imaginársela trabajando como sirvienta. Al padre de Gus le gustó inmediatamente.

Cuando se sentaron a cenar, el doctor Hellman preguntó:

– Y dime, Gus, ¿cuáles son tus planes respecto a tu carrera profesional?

Tenía todo el derecho a hacerle aquella pregunta, pues era el padre de la mujer a la que amaba, pero lo cierto es que Gus no tenía una respuesta muy clara.

– Trabajaré para el presidente mientras me necesite – dijo.

– Ahora mismo tiene una tarea muy delicada entre manos.

– Es cierto. El Senado está planteando muchos problemas para aprobar el tratado de paz de Versalles. – Gus intentó que sus palabras no sonaran demasiado amargas -. Al fin y al cabo, fue Wilson quien consiguió persuadir a los europeos para que formaran la Sociedad de las Naciones, así que ahora me cuesta creer que sean los propios norteamericanos los que vayan a dar la espalda a la idea.

– El senador Lodge es un alborotador incorregible.

A Gus le parecía que el senador Lodge era un hijo de puta egocéntrico.

– El presidente decidió no llevarse a Lodge consigo a París, y ahora Lodge se está cobrando su venganza.

El padre de Gus, que era un viejo amigo tanto del presidente como del senador, dijo:

– Woodrow creó la Sociedad de las Naciones como parte del tratado de paz, pensando que, puesto que sería imposible que rechazásemos el tratado, no tendríamos más remedio que aceptar la sociedad. – Se encogió de hombros -. Lodge lo mandó al diablo.

– Para ser justos con Lodge – comentó el doctor Hellman -, creo que el pueblo americano tiene razón al preocuparse por el Artículo Diez. Si nos incorporamos a una sociedad que garantiza la protección de sus miembros frente a una agresión, estamos comprometiendo a las fuerzas estadounidenses a participar en conflictos desconocidos en el futuro.

La respuesta de Gus fue muy rápida.

– Si la sociedad es fuerte, nadie se atreverá a desafiarla.

– Yo no estoy tan seguro de eso como tú.

Gus no quería empezar una discusión con el padre de Rosa, pero lo cierto es que tenía sentimientos muy fuertes con respecto a la Sociedad de las Naciones.

– Yo no digo que nunca vaya a haber otra guerra – señaló en tono conciliador -, pero sí creo que las guerras serían menos frecuentes y más cortas, y los agresores obtendrían escasas recompensas.

– Y yo creo que puede que tengas razón, pero muchos votantes dicen: «Me importa muy poco el resto del mundo: a mí solo me interesa Estados Unidos. ¿No corremos el peligro de convertirnos en la policía del mundo?». Es una pregunta razonable.

Gus hizo todo lo posible por disimular su irritación. La Sociedad de las Naciones era la mayor esperanza para la paz que había tenido la humanidad en toda su historia, y corría el peligro de no llegar a ver la luz a causa de aquella estrechez de miras.

– El Consejo de la Sociedad de las Naciones – dijo – tiene que tomar decisiones unánimes para que Estados Unidos nunca se vea arrastrado a luchar en una guerra en contra de su voluntad.

– De todas maneras, no tiene ningún sentido tener la sociedad a menos que esté preparada para luchar.

Los enemigos de la Sociedad de las Naciones eran así: primero protestaban porque tendría que luchar y luego protestaban porque no tendría que hacerlo.

– ¡Esos problemas son menores en comparación con la muerte de millones de personas! – exclamó Gus.

El doctor Hellman se encogió de hombros, demasiado cortés para seguir defendiendo su punto de vista frente a un oponente tan apasionado.

– En cualquier caso – dijo -, creo que un tratado extranjero requiere el apoyo de dos tercios del Senado.

– Y ahora mismo ni siquiera contamos con la mitad – repuso Gus en tono apesadumbrado.

Rosa, encargada de escribir sobre aquel asunto para el periódico, comentó:

– Yo he contado cuarenta a favor, incluyéndolo a usted, senador Dewar. Cuarenta y tres tienen sus reservas, ocho están definitivamente en contra y cinco, indecisos.

– ¿Y qué piensa hacer el presidente? – le preguntó su padre a Gus.

– Va a dirigirse directamente a la gente, al pueblo al que representan los políticos. Tiene planeado un recorrido de dieciséis mil kilómetros por todo el país. Va a pronunciar más de cincuenta discursos en cuatro semanas.

– Un calendario agotador. Tiene sesenta y dos años y la tensión alta.

Gus advirtió que el doctor Hellman tenía algo de malicioso, pues todo cuanto decía parecía ir con segundas. Saltaba a la vista que sentía la necesidad de poner a prueba el temple del pretendiente de su hija.

– Sí, pero al final – contestó Gus -, el presidente habrá explicado al pueblo norteamericano que el mundo necesita una Sociedad de las Naciones para asegurarnos de que nunca volvamos a tener que intervenir en una guerra como la que acaba de terminar.

– Rezo a Dios por que tengas razón.

– Si hace falta explicar las complejidades políticas al ciudadano de a pie, Wilson es la persona idónea.

Se sirvió champán con el postre.

– Antes de que empecemos, me gustaría decir algo – anunció Gus. Sus padres parecían perplejos, pues él nunca pronunciaba discursos -. Doctor y señora Hellman, saben que amo a su hija, que es la muchacha más maravillosa del mundo. Ya sé que es muy anticuado, pero me gustaría pedirles permiso… – Extrajo del bolsillo una pequeña cajita roja de piel -… permiso para ofrecerle este anillo de compromiso.

Abrió la caja, que contenía un anillo de oro con un único diamante de un quilate. No era un anillo ostentoso, pero era un diamante blanco puro, el color más atractivo, de corte redondo brillante, y tenía un aspecto fabuloso.

Rosa dio un respingo.

El doctor Hellman miró a su mujer y ambos sonrieron.

– Por supuesto, cuenta con nuestro permiso – dijo.

Gus rodeó la mesa y se arrodilló junto a la silla de Rosa.

– ¿Quieres casarte conmigo, Rosa? – le preguntó.

– ¡Claro que sí, Gus, amor mío! ¡Mañana mismo, si quieres!

Gus extrajo el anillo de la caja y lo deslizó en el dedo de la joven.

– Gracias – dijo él.

Y su madre se echó a llorar.

La tarde del miércoles 3 de septiembre, a las siete, Gus estaba a bordo del tren del presidente cuando salió de la estación Union de Washington, DC. Wilson iba vestido con un blazer azul, pantalones blancos y sombrero de paja. Iba acompañado por su esposa, Edith, así como por Cary Travers Grayson, su médico personal. A bordo del tren viajaban también veintiún periodistas, entre los que se encontraba Rosa Hellman.

Gus estaba seguro de que Wilson podía ganar aquella batalla, pues siempre le había gustado el contacto directo con los votantes. Además, había ganado la guerra, ¿verdad?

El tren viajó toda la noche hasta llegar a Columbus, Ohio, donde el presidente dio su primer discurso del recorrido. Desde allí prosiguió la ruta hacia Indianápolis, realizando visitas relámpago en algunas poblaciones del camino, y al llegar a la ciudad, esa misma noche se dirigió a una multitud de veinte mil personas.

Sin embargo, Gus se había quedado un tanto descorazonado al término de la primera jornada. Los discursos de Wilson no habían sido brillantes, y su tono era apagado. Había empleado notas, y eso que siempre se le daba mejor cuando improvisaba, sin tener que recurrir a ellas, y cuando entraba en los tecnicismos del tratado que tantos quebraderos de cabeza habían dado a los participantes de París, el presidente parecía irse por las ramas y perdía la atención de su público. Sufría un dolor de cabeza, eso Gus lo sabía, tan fuerte que a veces se le nublaba la visión.

El joven estaba muy preocupado. No era solo que su amigo y mentor estuviese enfermo, es que había muchas cosas importantes en juego: el futuro de Estados Unidos y del mundo dependía de lo que sucediese a lo largo de las semanas siguientes, y solo el compromiso personal de Wilson podía salvar la Sociedad de las Naciones de sus intransigentes oponentes.

Después de la cena, Gus se dirigió al coche cama de Rosa. Era la única mujer periodista de la comitiva, de modo que disponía de un compartimiento para ella sola. Era casi tan partidaria de la sociedad como Gus, pero dijo:

– Es difícil encontrar algo positivo que decir de lo de hoy.

Se tumbaron un rato en su litera, besándose y acariciándose, luego se dieron las buenas noches y se despidieron. La fecha prevista para su boda era en octubre, después del viaje del presidente. A Gus le habría gustado que fuese antes aún, pero los padres de ambos querían tiempo para encargarse de los preparativos, y la madre de él había mascullado algo acerca de unas prisas indecentes, de modo que el joven había acabado cediendo.

Wilson trabajaba incansablemente tratando de mejorar su discurso, aporreando las teclas de su vieja máquina de escribir Underwood mientras las interminables praderas del Medio Oeste desfilaban por la ventanilla del tren. Sus intervenciones mejoraron a lo largo de las jornadas siguientes, y Gus le aconsejó que intentase hacer que el tratado resultase relevante para cada ciudad. Wilson les dijo a los principales comerciantes de San Luis que el tratado era necesario para la construcción del comercio internacional. En Omaha proclamó que el mundo sin el tratado sería como una comunidad con disputas sobre la propiedad sin resolver, con todos los granjeros apostados en las cercas de sus fincas revólver en mano. En lugar de dar largas explicaciones, trataba de hacer entender los puntos principales con frases cortas y claras.

Gus también recomendó que Wilson apelase a los sentimientos de la gente. Aquello no era meramente un asunto político, dijo, sino que afectaba directamente a los sentimientos que tenían sobre su país. En Columbus, Wilson habló de los muchachos de caqui. En Sioux Falls, dijo que quería compensar el sacrificio de las madres que habían perdido a sus hijos en el campo de batalla. Rara vez se rebajaba a emplear el lenguaje insidioso para referirse a la oposición, pero en Kansas City, hogar del cáustico senador Reed, comparó a sus oponentes con los bolcheviques. Y proclamó el atronador mensaje, una y otra vez, de que si el proyecto de la Sociedad de las Naciones fracasaba, habría otra guerra.

Gus se encargaba de las relaciones con los reporteros que iban a bordo del tren y con la prensa local cada vez que el tren se detenía. Cuando Wilson hablaba sin un discurso redactado previamente, su taquígrafo elaboraba una transcripción inmediata que Gus se encargaba de distribuir. También persuadió a Wilson para que acudiese al vagón cafetería de vez en cuando a charlar de manera informal con los periodistas.

Funcionó. El público respondía cada vez mejor. La cobertura de la prensa seguía siendo poco entusiasta, pero el mensaje de Wilson se repetía de forma constante, aun en los periódicos que se oponían abiertamente a él. Y los informes procedentes de Washington sugerían que la oposición se estaba debilitando.

Sin embargo, para Gus era evidente el desgaste que la campaña le estaba causando al presidente. Sus dolores de cabeza eran ya casi continuos, dormía mal, no podía digerir comida normal y el doctor Grayson le administraba líquidos. Sufrió una infección de garganta que se convirtió en algo similar al asma, y empezó a tener problemas para respirar. Intentó dormir incorporado.

Todo aquello se le ocultaba a la prensa, incluida Rosa. Wilson seguía dando discursos, aunque su voz era débil. Miles de personas lo vitorearon en Salt Lake City, pero parecía demacrado, y apretaba las manos con fuerza repetidas veces, en un ademán extraño que a Gus le evocaba un hombre moribundo.

Entonces, la noche del 25 de septiembre, ocurrió lo que se temía. Gus oyó a Edith llamar al doctor Grayson. Se puso un batín y acudió al coche cama del presidente.

Lo que vio allí le dejó horrorizado y consternado: Wilson tenía un aspecto espantoso. Apenas podía respirar y sufría una especie de tic facial. A pesar de todo, él quería seguir adelante, pero Grayson se mostró inflexible, insistiendo en que debía cancelar el resto de la gira por el país, y al final Wilson cedió.

A la mañana siguiente, Gus anunció ante la prensa, con gran pesar, que el presidente había sufrido una grave crisis nerviosa. Despejaron las vías del ferrocarril para cubrir con mayor rapidez los tres mil kilómetros del trayecto de vuelta a Washington. Se anularon todos los compromisos presidenciales para las dos semanas siguientes, en detrimento, principalmente, de la reunión que debía mantener con los senadores favorables al tratado a fin de planear la estrategia para la defensa de la ratificación.

Esa noche, Gus y Rosa estaban en el compartimiento de ella, mirando por la ventanilla con aire desconsolado. La gente se aglomeraba en cada estación para ver pasar al presidente. El sol se ocultó, pero la muchedumbre seguía acudiendo para presenciar el paso del tren presidencial en la penumbra. Gus se acordó entonces del tren de Brest a París, y de la multitud silenciosa apostada junto a las vías en plena noche. De eso hacía menos de un año, pero sus esperanzas ya habían quedado rotas.

– Hemos hecho todo cuanto hemos podido – dijo Gus -. Pero hemos fracasado.

– ¿Estás seguro?

– Cuando el presidente estaba haciendo campaña, aún teníamos posibilidades, pero con Wilson enfermo, es imposible que el Senado ratifique el tratado.

Rosa le tomó la mano.

– Lo siento – dijo -. Por ti, por mí, por el mundo… – Hizo una pausa y luego añadió -: ¿Qué vas a hacer?

– Me gustaría incorporarme a un bufete de abogados de Washington especializado en derecho internacional. A fin de cuentas, tengo algo de experiencia en eso.

– Estoy segura de que ahora todos se pelearán por ofrecerte trabajo. Y puede que algún futuro presidente requiera tu ayuda.

Gus sonrió. A veces Rosa tenía una opinión desmesuradamente elevada de él.

– ¿Y tú?

– A mí me encanta lo que hago. Espero poder seguir cubriendo la Casa Blanca.

– ¿Te gustaría tener hijos?

– ¡Sí!

– Y a mí también. – Gus se puso a mirar por la ventanilla con aire pensativo -. Solo espero que Wilson se equivoque con respecto a ellos.

– ¿Con respecto a nuestros hijos? – Percibió la nota de solemnidad en su voz y preguntó en tono asustado -: ¿A qué te refieres?

– Dice que tendrán que luchar en otra guerra mundial.

– No lo quiera Dios… – exclamó Rosa con vehemencia.

En el exterior, se había hecho noche cerrada.

Capítulo 39

Enero de 1920

Daisy estaba sentada a la mesa del comedor de la casa campestre de la familia Vyalov en Buffalo. Llevaba un vestido rosa. La gran servilleta de lino que le habían puesto alrededor del cuello la cubría casi por completo. Estaba a punto de cumplir cuatro años y Lev la adoraba.

– Voy a hacer el bocadillo más grande del mundo – dijo Lev, y ella soltó una risita. Cortó dos trocitos de pan de un centímetro de lado, los untó de mantequilla con cuidado, añadió una pizca del huevo revuelto que Daisy no quería comer y juntó los dos pedacitos de pan -. Le falta un grano de sal – dijo. Se echó un poco de sal en el plato y, con gran delicadeza, cogió un único grano con la punta del dedo y lo puso en el bocadillo -. ¡Ahora ya me lo puedo comer! – exclamó.

– Lo quiero yo – dijo Daisy.

– ¿De verdad? ¿Pero no es un bocadillo de tamaño gigante para papás?

– ¡No! – respondió ella, entre risas -. ¡Es un bocadillo pequeño para niñas!

– Ah, vale – dijo Lev, y se lo metió en la boca a Daisy -. No querrás otro, ¿verdad?

– Sí.

– Pero ese era muy grande.

– ¡No lo era!

– Bueno, supongo que tendré que hacerte otro.

A Lev todo le iba viento en popa. Su situación era incluso mejor de lo que le había contado a Grigori diez meses atrás cuando coincidieron en el tren de Trotski. Llevaba una vida muy cómoda en la casa de su suegro. Dirigía tres clubes nocturnos de Vyalov, ganaba un buen sueldo más extras con los sobornos de los proveedores. Le había puesto un lujoso piso a Marga e iba a verla casi a diario. La muchacha se había quedado embarazada al cabo de una semana de su regreso, y acababa de dar a luz a un chico, a quien llamaron Gregory. Lev había logrado mantenerlo todo en secreto.

Olga entró en el comedor, le dio un beso a Daisy y se sentó. Lev adoraba a Daisy, pero no sentía nada por Olga. Marga era más atractiva y divertida. Y había muchas chicas más, tal y como había averiguado cuando Marga estaba en los últimos meses de embarazo.

– ¡Buenos días, mamá! – dijo Lev alegremente.

Daisy imitó a su padre y repitió las mismas palabras.

– ¿Te está dando de comer papá? – preguntó Olga.

En aquellos días hablaban así, a través de la niña. Habían mantenido relaciones sexuales unas cuantas veces desde que Lev había regresado de la guerra, pero no tardaron en caer de nuevo en su habitual indiferencia, y volvieron a dormir en habitaciones separadas; a los padres de Olga les dijeron que era porque Daisy se despertaba de noche, aunque raras veces lo hacía. Olga tenía la mirada de una mujer decepcionada, y a Lev no le importaba demasiado.

Josef entró en el comedor.

– ¡Aquí está el abuelo! – exclamó Lev.

– Buenos días – dijo Josef secamente.

– El abuelo quiere un bocadillo – intervino Daisy.

– No – replicó Lev -. Son demasiado grandes para él.

A Daisy le encantaba que su padre dijera cosas que estaban mal claramente.

– No lo son – replicó la niña -. ¡Son demasiado pequeños!

Josef se sentó. Al volver de la guerra, Lev se había dado cuenta de lo mucho que había cambiado su suegro: había engordado, y el traje de rayas le apretaba. Jadeaba por el mero esfuerzo de bajar las escaleras. El músculo se había convertido en grasa, el pelo negro se había encanecido y su tez rosada se había teñido de un rojo enfermizo.

Polina llegó de la cocina con una cafetera y le sirvió una taza a Josef, que abrió el Buffalo Advertiser.

– ¿Qué tal van los negocios? – preguntó Lev.

No era una pregunta vana. La Ley Volstead había entrado en vigor la medianoche del 16 de enero, e ilegalizó la producción, el transporte y la venta de las bebidas alcohólicas. El imperio Vyalov se sustentaba en bares, hoteles y en la venta al por mayor de bebidas alcohólicas. La Ley Seca era la serpiente del paraíso de Lev.

– Estamos muriendo – dijo Josef con una sinceridad muy poco habitual en él -. He cerrado cinco bares en una semana, y lo peor aún ha de llegar.

Lev asintió.

– Estoy vendiendo sucedáneo de cerveza en los clubes, pero nadie lo quiere. – La ley permitía la venta de cerveza que tuviera menos de un 0,5 por ciento de alcohol -. Tienes que beber cuatro litros para que te suba un poco.

– Podemos vender licor casero bajo mano, pero no tenemos muchas existencias y, de todos modos, la gente tiene miedo de comprar.

Olga se sorprendió. Sabía muy poco sobre los negocios de su padre.

– Pero, papá, ¿qué vas a hacer?

– No lo sé – confesó Josef.

Aquello era otro cambio. En los viejos tiempos, Josef habría actuado con previsión para evitar la crisis. Sin embargo, hacía tres meses que se había aprobado la ley y su suegro no había hecho nada para prepararse para la nueva situación. Lev había esperado que sacara un conejo de la chistera. Entonces empezó a darse cuenta, con consternación, de que no iba a suceder.

La situación era preocupante. Lev tenía una esposa, una amante y dos hijos, y todos vivían de los negocios de Vyalov. Si el imperio se derrumbaba, Lev tendría que tramar algo.

Polina avisó a Olga de que tenía una llamada de teléfono y salió al pasillo. Lev la oyó hablar.

– Hola, Ruby – dijo -. Te has levantado pronto. – Hubo una pausa -. ¿Qué? No puedo creerlo. – Se hizo un gran silencio y Olga rompió a llorar.

Josef alzó la vista del periódico y preguntó:

– ¿Qué demonios…?

Olga colgó con fuerza y regresó al comedor. Con los ojos arrasados en lágrimas señaló a Lev y dijo:

– Cabrón.

– ¿Qué he hecho? – preguntó él, aunque temía saber la respuesta.

– Maldito… maldito cabrón.

Daisy empezó a berrear.

– Olga, cariño, ¿qué te pasa? – inquirió Josef.

– ¡Ha tenido un bebé! – respondió Olga.

– Oh, mierda – dijo Lev, en voz baja.

– ¿Quién ha tenido un bebé? – preguntó Josef.

– La puta de Lev. La que vimos en el parque. Marga.

Josef se puso rojo.

– ¿La cantante del Monte Carlo? ¿Ha tenido un hijo de Lev?

Olga asintió, sollozando.

Josef se volvió hacia Lev.

– Eres un hijo de puta.

– Intentemos mantener la calma – dijo Lev.

Josef se puso en pie.

– Dios mío, creía que te había enseñado una maldita lección.

Lev echó la silla hacia atrás y se puso en pie. Se apartó de Josef, con los brazos estirados en actitud defensiva.

– Cálmate, Josef, joder – dijo.

– No te atrevas a decirme que me calme – replicó Josef.

Con una agilidad sorprendente se abalanzó sobre él y arremetió con su puño rollizo. Lev no fue lo bastante rápido para esquivar el golpe y recibió un puñetazo en el pómulo izquierdo. Le dolió mucho y retrocedió, tambaleándose.

Olga agarró a Daisy, que seguía chillando, y se dirigió hacia la puerta.

– ¡Parad! – gritó.

Josef lanzó otro puñetazo con la izquierda.

Hacía mucho tiempo que Lev no se había visto envuelto en una pelea, pero había crecido en los suburbios de Petrogrado, y aún tenía reflejos. Bloqueó el golpe de Josef, se acercó a él y le asestó dos puñetazos en la barriga, primero con la izquierda y luego con la derecha. Josef se quedó sin respiración. Entonces Lev le asestó varios directos en la cara, y le golpeó en la nariz, en la boca y en los ojos.

Josef era un hombre fuerte y un matón, pero la gente le tenía demasiado miedo para contraatacar, y había perdido práctica para defenderse. Se tambaleó y levantó los brazos en un débil intento de protegerse de los golpes de su yerno.

El instinto callejero de Lev no le permitía parar mientras el agresor se mantuviera en pie, y siguió arremetiendo contra Josef, golpeándolo en el tronco y en la cabeza, hasta que el hombre mayor tropezó con una silla, se vino abajo y cayó sobre la moqueta.

La madre de Olga, Lena, entró corriendo en el comedor, gritó y se arrodilló junto a su marido. Polina y la cocinera se asomaron por la puerta de la cocina, con cara de asustadas. Josef tenía el rostro magullado y ensangrentado, pero se apoyó en un codo y apartó a Lena. Entonces, cuando intentó levantarse, dio un grito y cayó de nuevo.

Se quedó pálido como la cera y dejó de respirar.

– Dios mío – masculló Lev.

– ¡Josef, oh, mi Joe, abre los ojos! – Lena rompió a llorar.

Lev le palpó el pecho a su suegro. El corazón no latía. Le agarró la muñeca y no le encontró el pulso.

«Ahora sí que me he metido en una buena», pensó.

Se puso en pie.

– Llama a una ambulancia, Polina.

La mujer salió al pasillo y cogió el teléfono.

Lev miró el cuerpo. Tenía que tomar una gran decisión, y tenía que hacerlo rápido. ¿Quedarse ahí, defender su inocencia, fingir pena e intentar salir indemne? No. Las probabilidades eran muy escasas.

Tenía que huir.

Subió corriendo al piso de arriba y se quitó la camisa. Había regresado de la guerra con mucho oro, gracias al whisky que les había vendido a los cosacos. Lo había convertido en poco más de cinco mil dólares, había metido los billetes en la faltriquera y la había guardado en el fondo de un cajón. En esos momentos se estaba poniendo la faltriquera, la camisa y la chaqueta.

Se puso el abrigo. Encima del armario había un viejo talego que contenía su pistola semiautomática Colt 45, modelo 1911, de oficial del ejército estadounidense. Guardó el arma en el bolsillo del abrigo. Metió una caja de munición y unas cuantas mudas de ropa interior en el talego y bajó.

En el comedor, Lena le había puesto un cojín a Josef bajo la cabeza, pero el hombre parecía más muerto que antes. Olga estaba al teléfono, en el pasillo, y decía:

– ¡Dense prisa, por favor, creo que podría morir!

«Demasiado tarde, nena», pensó Lev.

– La ambulancia tardará demasiado en llegar. Voy a buscar al doctor Schwarz – dijo. Nadie preguntó por qué llevaba el talego.

Se fue al garaje y puso en marcha el Packard Twin Six de Josef. Salió de la finca y se enfiló hacia el norte.

No iba a buscar al doctor Schwarz.

Se dirigió hacia Canadá.


Lev conducía rápido. Al dejar atrás el barrio residencial del norte de Buffalo, intentó calcular de cuánto tiempo disponía. Sin duda, los enfermeros de la ambulancia llamarían a la policía. En cuanto esta llegara a casa de los Vyalov, descubriría que Josef había muerto en una pelea. Olga no dudaría en decirles quién había noqueado a su padre: si no odiaba a Lev antes, seguro que entonces sí. A partir de ese momento, lo buscarían por homicidio.

En el garaje de los Vyalov acostumbraba a haber tres coches: el Packard, el Ford T de Lev y un Hudson azul utilizado por los matones de Josef. Aquellos inútiles no tardarían en deducir que Lev había huido en el Packard. Al cabo de una hora, calculó, la policía empezaría a buscar el coche.

Por entonces, con un poco de suerte, ya estaría fuera del país.

Había ido a Canadá con Marga en varias ocasiones. Toronto estaba solo a ciento cincuenta kilómetros, tres horas en un coche rápido. Les gustaba registrarse en el hotel como señor y señora Peters y salir por la ciudad, de tiros largos, sin tener que preocuparse de que los viera alguien que pudiera decírselo a Josef Vyalov. Lev no tenía pasaporte estadounidense, pero conocía varios pasos fronterizos en los que no había punto de control.

Llegó a Toronto a mediodía y se registró en un hotel tranquilo.

Pidió un bocadillo en la cafetería y se sentó un rato para analizar su situación. Lo buscaban por asesinato. No tenía hogar y no podía ir a visitar a ninguna de sus dos familias sin arriesgarse a que lo detuvieran. Tal vez nunca volvería a ver a sus hijos. Tenía cinco mil dólares en la faltriquera y un coche robado.

Pensó en cómo había alardeado ante su hermano tan solo diez meses antes. ¿Qué pensaría Grigori de él ahora?

Se comió el bocadillo y luego vagó por el centro de la ciudad. Se sentía deprimido. Entró en una licorería y compró una botella de vodka para llevársela a la habitación. Quizá esa noche se emborracharía. Se dio cuenta de que el whisky de centeno costaba cuatro dólares. En Buffalo, las pocas botellas que circulaban, valían diez; en la ciudad de Nueva York, quince o veinte. Lo sabía porque había intentado comprar alcohol ilícito para los clubes nocturnos.

Volvió al hotel y compró un poco de hielo. La habitación estaba sucia, tenía unos muebles descoloridos y daba al patio trasero de unas tiendas de mala muerte. Cuando empezó a anochecer, más pronto de lo que estaba acostumbrado ya que se encontraba más al norte, se dio cuenta de que nunca se había sentido tan deprimido en toda su vida. Se le pasó por la cabeza la posibilidad de salir a buscar una chica, pero se vio incapaz de hacerlo. ¿Iba a huir de todos los lugares en los que había vivido? Tuvo que irse de Petrogrado por culpa de un policía muerto, se fue de Aberowen escapando por los pelos de unos hombres a los que había timado a las cartas; ahora había huido de Buffalo como fugitivo.

Tenía que hacer algo con el Packard. La policía de Buffalo podía enviar una descripción por telegrama a Toronto. Debía cambiar la matrícula o cambiar el coche. Pero le faltaban las fuerzas.

A buen seguro Olga se alegraba de haberse librado de él. Se quedaría con toda la herencia. Sin embargo, el imperio Vyalov perdía valor cada día que pasaba.

Se preguntó si podría traer a Canadá a Marga y su bebé. ¿Estaría ella dispuesta a hacerlo? Estados Unidos era su sueño, tal y como había sido el de Lev. Canadá no era el destino anhelado de las cantantes de club nocturno. Tal vez lo seguiría a Nueva York o a California, pero no a Toronto.

Iba a echar de menos a sus hijos. Cuando pensó en la idea de que Daisy fuera a crecer sin él, se le saltaron las lágrimas. Estaba a punto de cumplir cuatro años: quizá se olvidaría de él por completo. Como mucho, guardaría un vago recuerdo. No recordaría el bocadillo más grande del mundo.

Después del tercer vaso de vodka cayó en la cuenta de que era una víctima lastimosa de la injusticia. No había querido matar a su suegro. Josef lo había atacado primero. De todos modos, en realidad no lo había matado: había muerto de una especie de ataque o infarto. Había sido mala suerte. Pero nadie iba a creerlo. Olga era el único testigo y tendría sed de venganza.

Se sirvió otro vodka y se tumbó en la cama. «Al diablo con todo», pensó.

Mientras se sumía en un sueño inquieto y alcohólico, pensó en las botellas del escaparate de la tienda. «Canadian Club, 4 $», decía el cartel. Sabía que ahí había algo importante, pero de momento no sabía exactamente qué.

Cuando se despertó a la mañana siguiente tenía la boca seca y le dolía la cabeza, pero sabía que el Canadian Club, a cuatro dólares la botella, podía ser su salvación.

Limpió el vaso y se bebió el hielo fundido que había en el fondo del cubo. Al tercer vaso ya tenía un plan.

Después de tomar zumo de naranja, café y unas aspirinas, se sintió mejor. Pensó en los peligros que lo aguardaban. Sin embargo, nunca había dejado que los riesgos lo disuadieran de algo. «Si lo hubiera permitido – pensó -, sería como mi hermano.»

Su plan tenía un gran inconveniente. Dependía de la reconciliación con Olga.

Se dirigió en coche a un barrio de mala muerte y entró en un restaurante barato que estaba sirviendo desayunos a trabajadores. Se sentó a una mesa con un grupo de hombres que parecían pintores y les dijo:

– Necesito cambiar mi coche por un camión. ¿Conocéis a alguien que podría estar interesado?

– ¿Es legal? – preguntó uno de los hombres.

Lev puso su sonrisa más encantadora.

– Dame un descanso, amigo – dijo -. Si fuera legal, ¿lo estaría vendiendo aquí?

No encontró a nadie interesado en aquel restaurante ni en los siguientes lugares donde probó suerte, pero acabó en un taller mecánico dirigido por un padre y un hijo. Intercambió el Packard por una camioneta Mack Junior de dos toneladas, con dos ruedas de recambio. Fue un trato sin papeles y sin dinero. Era consciente de que lo estaban timando, pero el mecánico sabía que estaba desesperado.

Esa misma tarde, fue a ver a un mayorista de bebidas alcohólicas, cuya dirección había encontrado en la guía telefónica de la ciudad.

– Quiero cien cajas de Canadian Club – dijo -. ¿Cuánto pides?

– Por esa cantidad, treinta y seis dólares la caja.

– Trato hecho. – Lev sacó el dinero -. Voy a abrir una taberna a las afueras de la ciudad, y…

– No hacen falta explicaciones, amigo – dijo el mayorista. Señaló hacia la ventana. En el terreno que había al lado, un grupo de albañiles estaba empezando una obra -. Mi nuevo almacén, cinco veces más grande que este. Bendita sea la Ley Seca.

Lev se dio cuenta de que no era el primero que había tenido aquella brillante idea.

Pagó al hombre y cargaron el whisky en la camioneta Mack.

Al día siguiente, Lev regresó a Buffalo.

Lev aparcó la camioneta llena de whisky en la calle, frente a la casa Vyalov. La tarde invernal daba paso al anochecer. No había coches en la entrada. Esperó un rato, en tensión, a la expectativa, listo para huir, pero no vio actividad.

Con los nervios a flor de piel, bajó de la camioneta, se dirigió a la puerta principal y entró utilizando su llave.

La casa estaba casi en silencio. Podía oír la voz de Daisy arriba y los murmullos de Polina. No se oía nada más.

Se deslizó con rapidez sobre la gruesa moqueta, cruzó el vestíbulo y echó un vistazo en el salón. Todas las mesas estaban pegadas a la pared. En el centro había una tarima cubierta con seda negra, sobre la que descansaba un ataúd de caoba negra pulida, con agarraderas de latón reluciente. En el féretro reposaba el cadáver de Josef Vyalov. La muerte había suavizado las duras facciones del hombre, y parecía inofensivo.

Olga estaba sentada a solas junto al cuerpo. Llevaba un vestido negro. Se encontraba de espaldas a la puerta.

Lev entró en el salón.

– Hola, Olga – dijo en voz baja.

Su mujer abrió la boca para gritar, pero él se la tapó con una mano para evitarlo.

– No hay nada de lo que preocuparse – le dijo -. Solo quiero hablar. – Lentamente, apartó la mano.

No gritó.

Lev se relajó un poco. Había salvado el primer obstáculo.

– ¡Mataste a mi padre! – exclamó, enfadada -. ¿De qué quieres hablar?

Lev respiró hondo. Tenía que manejar la situación de forma adecuada. No podía valerse únicamente de su encanto. Tendría que utilizar también el cerebro.

– Del futuro – dijo, en voz baja y con un tono íntimo -. Del tuyo, el mío y el de la pequeña Daisy. Estoy en problemas, lo sé… Pero tú también.

Ella no quería escucharlo.

– Yo no tengo ningún problema. – Se volvió y miró hacia el cuerpo.

Lev acercó una silla y se sentó a su lado.

– El negocio que has heredado está condenado. Se viene abajo, apenas tiene valor.

– ¡Mi padre era muy rico! – dijo, indignada.

– Era propietario de bares, hoteles y un negocio de venta de bebidas alcohólicas al por mayor. Todos pierden dinero, y solo hace dos semanas que ha entrado en vigor la Ley Seca. Tuvo que cerrar cinco bares. Dentro de poco no quedará nada. – Lev dudó y, entonces, recurrió al argumento más fuerte que tenía -: No puedes pensar solo en ti. Debes tener en cuenta cómo vas a criar a Daisy.

Aquello pareció desconcertarla.

– ¿El negocio se va a pique de verdad?

– Ya oíste lo que me dijo tu padre durante el desayuno, antes de ayer.

– No lo recuerdo bien.

– Bueno, pues no te fíes solo de mi palabra, por favor. Compruébalo tú misma. Pregúntaselo a Norman Niall, el contable. Pregúntaselo a quien quieras.

Olga lo miró gravemente y decidió tomárselo en serio.

– ¿Por qué has venido a decirme esto?

– Porque se me ha ocurrido un modo de salvar el negocio.

– ¿Cómo?

– Importando alcohol de Canadá.

– Eso es ilegal.

– Sí. Pero es tu única esperanza. Sin bebida, no tienes negocio.

Olga negó con la cabeza.

– Puedo cuidar de mí misma.

– Por supuesto – dijo él -. Puedes vender esta casa por una buena cifra, invertir los beneficios y trasladarte a un pequeño apartamento con tu madre. Seguramente te quedaría una herencia que os permitiría seguir adelante, a Daisy y a ti, durante unos años, aunque deberías meditar sobre la posibilidad de buscar trabajo…

– ¡No puedo trabajar! – replicó ella -. Nunca me he preparado para realizar ningún oficio. ¿Qué podría hacer?

– Oh, pues mira, podrías trabajar de dependienta en unos grandes almacenes, o en una fábrica…

Lev no hablaba en serio, y Olga lo sabía.

– No digas tonterías – le espetó.

– Entonces, solo te queda una opción. – Estiró un brazo para tocarla.

Ella se apartó.

– ¿Por qué te importa lo que me ocurra?

– Porque eres mi esposa.

Olga lo miró, extrañada.

Lev puso su cara más sincera.

– Sé que no te he tratado bien, pero antes nos queríamos.

Olga soltó un gruñido de desdén.

– Y tenemos una hija de la que preocuparnos.

– Pero vas a ir a la cárcel.

– A menos que digas la verdad.

– ¿A qué te refieres?

– Olga, viste lo que ocurrió. Tu padre me atacó. Mírame la cara: tengo un ojo morado que lo demuestra. Tuve que defenderme. Debía de tener problemas de corazón. Quizá ya llevaba un tiempo enfermo, lo que explicaría por qué no logró preparar los negocios para la Ley Seca. De todos modos, murió a causa del esfuerzo que hizo para agredirme, no por los golpes que le di en defensa propia. Lo único que debes hacer es contarle la verdad a la policía.

– Ya les he dicho que lo mataste.

Lev se animó: estaba progresando.

– No pasa nada – la tranquilizó -. Cuando declaraste estabas muy alterada, afectada por el dolor. Ahora que estás más calmada, te has dado cuenta de que la muerte de tu padre fue un horrible accidente, causado por su mal estado de salud y su arrebato de ira.

– ¿Me creerán?

– Un jurado sí. Pero si contrato a un buen abogado ni tan siquiera habrá juicio. ¿Cómo va a haberlo si el único testigo jura que no fue homicidio?

– No lo sé. – Cambió de tema -: ¿Cómo vas a vender el alcohol?

– Es fácil. No te preocupes de ello.

Se volvió para mirarlo a la cara.

– No te creo. Solo lo dices para que cambie la declaración.

– Ponte el abrigo y te enseñaré una cosa.

Era un momento tenso. Si lo acompañaba, la tenía en el bote.

Al cabo de un instante Olga se puso en pie.

Lev reprimió una sonrisa triunfal.

Salieron del salón. Ya en la calle, abrió las puertas traseras de la camioneta.

Olga permaneció en silencio durante un buen rato. Entonces dijo:

– ¿Canadian Club? – Lev se dio cuenta de que su tono había cambiado. Era más realista. La consternación quedó en segundo plano.

– Cien cajas. Las he comprado a tres dólares la botella. Aquí puedo sacar diez… más aún si lo servimos directamente en tus bares.

– Tengo que pensarlo.

Era una buena señal. Estaba dispuesta a aceptar, pero no quería precipitarse.

– Lo entiendo, pero no hay tiempo – dijo Lev -. Me busca la policía, tengo una camioneta llena de whisky ilegal y debo saber tu decisión de inmediato. Siento presionarte, pero ya ves que no tengo elección.

Olga asintió, pensativa, pero no dijo nada.

– Si me dices que no – prosiguió Lev -, venderé el whisky, ganaré dinero y desaparecer. Entonces, estarás sola. Te deseo buena suerte y me despido de ti para siempre, sin resentimientos. Lo entendería.

– ¿Y si digo que sí?

– Iremos a la policía de inmediato.

Hubo un largo silencio.

Al final, Olga asintió.

– De acuerdo.

Lev apartó la mirada para que no le viera el rostro. «Lo has logrado – dijo para sí -. Te has sentado con ella en la sala donde se encuentra el cuerpo de su padre, y la has recuperado.»

«Perro.»

– Tengo que ponerme un sombrero – dijo Olga -. Y tú necesitas una camisa limpia. Debemos causar buena impresión.

Era fantástico. Se había puesto de su lado.

Regresaron a la casa y se prepararon. Mientras la esperaba, Lev llamó al Buffalo Advertiser y pidió por Peter Hoyle, el director. Una secretaria le preguntó el motivo de su llamada.

– Dígale que soy el hombre a quien buscan por el asesinato de Josef Vyalov.

Al cabo de un instante, una voz gritó:

– Aquí Hoyle. ¿Quién es usted?

– Lev Peshkov, el yerno de Vyalov.

– ¿Dónde está?

Lev no hizo caso de la pregunta.

– Si envía a un periodista a los escalones de la comisaría central de policía dentro de media hora, haré una declaración para su periódico.

– Ahí estaremos.

– ¿Señor Hoyle?

– ¿Sí?

– Envíe también a un fotógrafo. – Colgó.

Olga y Lev se sentaron en la parte delantera de la camioneta, que estaba descubierta, y se dirigieron al almacén que Josef tenía junto al río. Había cajas de cigarrillos amontonadas en las paredes. En el despacho situado al fondo, encontraron a Norman Niall, el contable de Vyalov, y al grupo habitual de matones. Lev sabía que Norman era muy poco honrado pero puntilloso. El hombre estaba sentado en la silla, tras el escritorio de su difunto jefe.

Todos se sorprendieron al ver a Lev y a Olga.

– Olga ha heredado el negocio. A partir de ahora, lo dirigiré yo – dijo Lev.

Norman no se levantó de la silla.

– Eso ya lo veremos – replicó.

Lev lo fulminó con la mirada y no abrió la boca.

– El testamento debe ser validado – añadió.

Lev negó con la cabeza.

– Si esperamos a que se lleven a cabo los formalismos, no quedará nada del negocio. – Señaló a uno de los matones -. Ilya, sal ahí fuera, echa un vistazo a la camioneta y dile a Norm lo que hayas visto.

Ilya obedeció. Lev dio la vuelta al escritorio y se quedó junto a Norman. Esperaron en silencio hasta que volvió el matón.

– Cien cajas de Canadian Club. – Puso una botella sobre la mesa -. Podemos probarlo, a ver si es del de verdad.

– Voy a dirigir el negocio y a importar alcohol de Canadá. La Ley Seca es la mayor oportunidad de negocio de la historia. La gente pagará lo que sea por un trago. Vamos a ganar una fortuna. Levántate de la silla, Norm.

– Ni hablar, muchacho – replicó el contable.

Lev sacó la pistola con un gesto rápido y golpeó a Norman en ambos pómulos. El hombre gritó. Lev apuntó a los matones como quien no quiere la cosa.

Olga no gritó, lo cual dijo mucho en su favor.

– Eres un imbécil – le dijo Lev a Norman -. Maté a Josef Vyalov, ¿crees que tengo miedo de un puto contable?

Norman se puso en pie y salió del despacho apresuradamente, con una mano en la boca ensangrentada.

Lev se volvió hacia los demás hombres, sin bajar el arma, y espetó:

– Todo aquel que no quiera trabajar para mí puede irse ahora; sin rencor.

Nadie se movió.

– Bien – dijo Lev -. Porque lo del rencor era mentira. – Señaló a Ilya -. Ven con la señora Peshkov y conmigo. Conducirás tú. Los demás, descargad la camioneta.

Ilya los llevó al centro con el Hudson azul.

Lev tenía la sensación de que tal vez había cometido un error. No debería haber dicho «Maté a Josef Vyalov» delante de Olga. Aún estaba a tiempo de cambiar de opinión. Si hacía alguna referencia al respecto, le diría que no hablaba en serio, que solo lo dijo para asustar a Norm. Sin embargo, Olga no sacó el tema.

Frente a la comisaría de policía, dos hombres con abrigo y sombrero los esperaban junto a una gran cámara sobre un trípode.

Olga y Lev salieron del coche.

Lev le dijo al periodista:

– La muerte de Josef Vyalov es una tragedia para nosotros, su familia, y para la ciudad. – El hombre tomó nota en una libreta -. He venido a darle a la policía mi versión de lo sucedido. Mi esposa, Olga, la única persona presente cuando su padre se desplomó, va a testificar que soy inocente. La autopsia demostrará que mi suegro falleció de un ataque al corazón. Mi mujer y yo queremos continuar expandiendo el gran negocio que Josef Vyalov empezó aquí en Buffalo. Gracias.

– Miren a la cámara, por favor – dijo el fotógrafo.

Lev abrazó a Olga, la atrajo hacia sí y miró a la cámara.

– ¿A qué se debe ese ojo morado? – preguntó el periodista.

– ¿Esto? – dijo Lev, que se señaló el ojo -. Eso es otra historia, diablos. – Puso su sonrisa más encantadora, y el fogonazo de magnesio del fotógrafo los cegó.

Capítulo 40

Febrero-diciembre de 1920

La prisión militar de Aldershot era un lugar desolador, pensó Billy, pero era mejor que Siberia. Aldershot era una ciudad militar situada a sesenta kilómetros al sudoeste de Londres. La cárcel era un edificio moderno con galerías de tres pisos, llenos de celdas, alrededor del atrio. Estaba muy bien iluminado gracias a un techo de cristal, que le dio su apodo de «El invernadero». Gracias a las tuberías de la calefacción y a la iluminación de gas era un lugar más cómodo que la mayoría de los sitios en los que había dormido Billy durante los últimos cuatro años.

Aun así, no dejaba de ser un edificio inhóspito. Hacía más de un año que había finalizado la guerra y, sin embargo, aún estaba en el ejército. La mayor parte de sus amigos lo habían dejado, ganaban un buen sueldo e iban al cine con chicas. Billy todavía llevaba el uniforme y tenía que hacer el saludo militar, dormía en una cama del ejército y se alimentaba de comida del ejército. Trabajaba todo el día haciendo esteras, que era la principal actividad de la prisión. Lo peor de todo era que nunca podía ver a una mujer. En algún lugar ahí fuera, Mildred lo estaba esperando, probablemente. Todo el mundo conocía la historia de algún soldado que había vuelto a casa y había descubierto que su mujer o su novia se había largado con otro hombre.

No podía comunicarse con Mildred ni con nadie del exterior. Normalmente los presos – o «soldados condenados», esa era su denominación oficial – podían enviar y recibir correspondencia, pero Billy era un caso especial. Puesto que lo habían condenado por revelar secretos del ejército en sus cartas, su correo era confiscado por las autoridades. Aquello formaba parte de la venganza del ejército. Obviamente ya no podía revelar ningún secreto. ¿Qué demonios iba a contarle a su hermana? «La patata hervida siempre está un poco cruda.»

¿Sabían sus padres y su abuelo que lo habían sometido a un consejo de guerra? Los familiares más cercanos del soldado debían ser informados, pensó, pero no estaba seguro y nadie respondía a sus preguntas. De todos modos, lo más probable era que Tommy Griffiths se lo hubiera contado. Esperaba que Ethel les hubiera explicado lo que había hecho en realidad.

No recibía visitas. Sospechaba que su familia ni tan siquiera sabía que había vuelto de Rusia. Le habría gustado recurrir la prohibición de recibir correo, pero no tenía forma alguna de ponerse en contacto con un abogado, ni dinero para pagarlo. Su único consuelo era una vaga sensación de que aquella situación no podía prolongarse de manera indefinida.

Gracias a los periódicos tenía conocimiento de las noticias del mundo exterior. Fitz había vuelto a Londres y se dedicaba a pronunciar discursos en los que pedía más ayuda militar para los rusos blancos. Billy se preguntó si aquello significaba que los Aberowen Pals habían regresado a casa.

Los discursos de Fitz no sirvieron de mucho. La campaña «Rusia no se toca» de Ethel había recibido un gran apoyo y había sido refrendada por el Partido Laborista. A pesar de los acalorados discursos antibolcheviques del ministro de Guerra, Winston Churchill, Gran Bretaña había retirado sus tropas de la Rusia ártica. A mediados de noviembre, los rojos habían expulsado al almirante Kolchak de Omsk. Todo lo que Billy había dicho sobre los blancos, y que Ethel había repetido en su campaña, resultó ser cierto; todo lo que contaron Fitz y Churchill era falso. Sin embargo, Billy estaba en la cárcel y Fitz, en la Cámara de los Lores.

Tenía poco en común con los otros internos. No eran presos políticos. La mayoría había cometido delitos de verdad, robo, agresión y homicidio. Eran hombres duros, pero Billy también y no les tenía miedo. Lo trataban con una deferencia cautelosa ya que, al parecer, tenían la sensación de que su delito estaba por encima del suyo. Él se dirigía a ellos en un tono amistoso, pero los demás presos no tenían ningún interés en política. No veían nada de malo en la sociedad que los había encarcelado; tan solo estaban decididos a vencer al sistema en la siguiente oportunidad.

Durante el receso de media hora del almuerzo, leía el periódico. La mayoría de los internos eran analfabetos. Un día abrió el Daily Herald y vio una fotografía de una cara familiar. Tras un momento de sorpresa se dio cuenta de que era una fotografía suya.

Recordó cuándo se la tomaron. Mildred lo había arrastrado a un fotógrafo de Aldgate para que le hiciera una foto vestido con el uniforme. «Todas las noches la rozaré con los labios», le había dicho. Billy había pensado a menudo en aquella ambigua promesa mientras estuvo alejado de ella.

El titular decía: «¿Por qué está en la cárcel el sargento Williams?». Billy leyó con una emoción cada vez mayor.

William Williams, del 8º Batallón de los Fusileros Galeses (los «Aberowen Pals») está cumpliendo una pena de diez años en una cárcel militar, condenado por traición. ¿Es este hombre un traidor? ¿Acaso traicionó a su país, desertó y se unió al enemigo o huyó de la batalla? Al contrario. Luchó con valentía en el Somme y siguió sirviendo en Francia durante dos años, donde fue ascendido a sargento.

Billy estaba emocionado. «¡Soy yo! – pensó -. ¡Salgo en el periódico y dicen que luché con valentía!»

Luego fue destinado a Rusia. No estamos en guerra con ese país. Tal vez el pueblo británico no apruebe el régimen bolchevique, pero no atacamos a todos los regímenes con los que no estamos de acuerdo. Los bolcheviques no representan una amenaza para nuestro país ni para nuestros aliados. El Parlamento nunca ha aprobado que se lleven a cabo acciones militares contra el gobierno de Moscú. Existe una seria posibilidad de que nuestra misión en Rusia sea una violación de las leyes internacionales.

De hecho, durante unos meses, el pueblo británico no tuvo conocimiento de que su ejército estuviera combatiendo en Rusia. El gobierno realizó declaraciones engañosas, en las que aseguraba que nuestras tropas solo estaban protegiendo nuestra propiedad, organizando una retirada ordenada, o en estado de alerta. De todo ello solo cabía deducir que nuestros hombres no habían entrado en combate con las fuerzas rojas.

El hecho de que se descubriera la mentira se debe, en gran parte, a William Williams.

– Eh – dijo, sin dirigirse a nadie en particular -. Mirad esto. Gracias a William Williams.

Los hombres de su mesa se arremolinaron junto a él para leer por encima de su hombro. Su compañero de celda, un bestia llamado Cyril Parks, dijo:

– ¡Es una fotografía tuya! ¿Qué haces en el periódico?

Billy leyó el resto de la noticia en voz alta.

Su delito fue decir la verdad, en las cartas a su hermana, escritas en un sencillo código para eludir la censura. El pueblo británico tiene una deuda de gratitud con él.

Sin embargo, su acción disgustó a aquellos miembros del ejército y del gobierno responsables de utilizar en secreto a los soldados británicos para sus propios fines políticos. Williams fue sometido a un consejo de guerra y recibió una condena de diez años.

No es el único. Un gran número de militares que se negaron a formar parte del intento de contrarrevolución fueron sometidos a una serie de juicios de dudosa legalidad en Rusia y recibieron unas condenas escandalosamente largas.

William Williams y otros han sido las víctimas de unos hombres vengativos que ocupan cargos de poder. Hay que poner fin a esta situación. Gran Bretaña es un país donde existe la justicia, que es, a fin de cuentas, por lo que luchamos.

– ¿Qué te parece? – preguntó Billy -. Dicen que soy la víctima de unos hombres poderosos.

– Yo también – dijo Cyril Parks, que había violado a una chica belga de catorce años en un granero.

De repente le arrancaron el periódico de las manos. Billy alzó la mirada y vio la estúpida cara de Andrew Jenkins, uno de los celadores más desagradables.

– Tal vez tengas amigos en las putas altas instancias, Williams – dijo el hombre -. Pero aquí no eres más que un jodido preso del montón, así que regresa al trabajo de una maldita vez. – Ahora mismo, señor Jenkins – dijo Billy.

Fitz se indignó, ese verano de 1920, cuando una delegación comercial rusa fue a Londres y fue recibida por el primer ministro, David Lloyd George, en el Número Diez de Downing Street. Los bolcheviques aún estaban en guerra con Polonia, país recién reconstituido, y Fitz opinaba que Gran Bretaña debía alinearse con los polacos, pero su propuesta apenas halló apoyo. Los estibadores de Londres fueron a la huelga para no cargar barcos con fusiles para el ejército polaco, y el congreso de sindicatos amenazó con una huelga general si el ejército británico intervenía.

Fitz se resignó a no tomar posesión de las propiedades del difunto príncipe Andréi. Sus hijos, Boy y Andrew, habían perdido su herencia rusa, y tenía que aceptarlo.

Sin embargo, no pudo permanecer callado cuando supo lo que tramaban los rusos, Kámenev y Krassin, en su viaje por Gran Bretaña. La Sala 40 aún existía, aunque bajo una forma distinta, y los servicios secretos británicos interceptaban y descifraban los telegramas que los rusos enviaban a casa. Lev Kámenev, el presidente del Sóviet de Moscú, se dedicaba a hacer circular propaganda revolucionaria de forma descarada.

Fitz estaba tan encendido que reprendió a Lloyd George, a principios de agosto, en una de las últimas cenas de la temporada londinense.

Fue en la casa que lord Silverman tenía en Belgrave Square. La cena no fue tan opípara como las que había celebrado antes de la guerra. Hubo menos platos, se devolvió menos comida sin probar a la cocina y la decoración de la mesa fue más sencilla. El banquete fue servido por doncellas, en lugar de lacayos: nadie quería ser lacayo en esos días. Fitz supuso que aquellas fiestas eduardianas derrochadoras se habían acabado para siempre. Sin embargo, Silverman aún era capaz de atraer a los hombres más poderosos del país a su casa.

Lloyd George preguntó a Fitz por su hermana, Maud.

Aquel era otro tema que enfurecía al conde.

– Lamento decir que se ha casado con un alemán y que se ha ido a vivir a Berlín – explicó. No añadió que ya había dado a luz a su primer hijo, un niño llamado Eric.

– Lo entiendo – dijo Lloyd George -. Tan solo me preguntaba cómo se encontraba. Una muchacha encantadora.

El gusto del primer ministro por las muchachas encantadoras era de sobra conocido, por no decir notorio.

– Me temo que la vida en Alemania es dura – dijo Fitz.

Maud le había escrito para suplicarle que le concediera una asignación, pero él se negó en redondo. Ella no le había pedido permiso para casarse, así pues, ¿cómo podía esperar que la ayudara?

– ¿Dura? – se preguntó Lloyd George -. Tal y como debería ser, después de lo que han hecho. Aun así, lo siento por ella.

– Cambiando de tema, primer ministro – dijo Fitz -, ese tipo, Kámenev, es un bolchevique judío, debería deportarlo.

El primer ministro se mostraba afable, con una copa de champán en la mano.

– Estimado Fitz – repuso en tono amable -, al gobierno no le preocupa en exceso la desinformación rusa, que es burda y violenta. Le ruego que no subestime a los trabajadores británicos: reconocen los disparates cuando los oyen. Créame, los discursos de Kámenev están haciendo más para desacreditar al bolchevismo que nada de lo que podamos decir usted y yo.

Fitz creía que aquello era un montón de sandeces displicentes.

– ¡Incluso le ha dado dinero al Daily Herald!

– Es un gesto descortés, lo admito, que un gobierno extranjero financie uno de nuestros periódicos, pero, de verdad, ¿tenemos miedo del Daily Herald? No se puede decir que nosotros los liberales y los conservadores no tengamos nuestros propios periódicos.

– Pero se están poniendo en contacto con los grupos revolucionarios más radicales del país, ¡con unos maníacos que pretenden acabar con nuestro estilo de vida!

– A los británicos, menos les gusta el bolchevismo cuanto más lo conocen, recuerde mis palabras. Solo parece formidable cuando se observa desde lejos, a través de una niebla impenetrable. Casi se podría decir que el bolchevismo es una salvaguarda para la sociedad británica, ya que contagia a todas las clases el terror de lo que podría suceder si se destruye la organización actual de la sociedad.

– No me gusta.

– Además – prosiguió Lloyd George -, si los echamos tal vez tengamos que explicar cómo sabemos lo que traman; y si se llegara a divulgar que los espiamos, la noticia podría encender a la clase trabajadora y ponerla en contra de nosotros con una mayor efectividad que todos sus rimbombantes discursos.

A Fitz no le agradaba que le dieran lecciones sobre la realidad política, aunque lo hiciera el primer ministro, pero insistió en su argumentación porque se sentía muy furioso.

– ¡Pero no es necesario que hagamos negocios con los bolcheviques!

– Si nos negáramos a mantener relaciones comerciales con todos aquellos que utilizan sus embajadas de Londres con fines propagandísticos, no nos quedarían muchos socios. ¡Venga, Fitz, hacemos negocios con los caníbales de las islas Salomón!

Fitz no estaba muy seguro de que fuera cierto, ya que los caníbales de las islas Salomón no tenían mucho que ofrecer, pero pasó la cuestión por alto.

– ¿Tan grave es nuestra situación que tenemos que tratar con esos asesinos?

– Me temo que sí. He hablado con muchos hombres de negocios y me han asustado bastante con sus perspectivas sobre los próximos dieciocho meses. No están llegando pedidos. Los clientes no compran. Podríamos estar a punto de entrar en la peor época de desempleo que todos hayamos conocido jamás. Pero los rusos quieren comprar… y pagan con oro.

– ¡Yo no aceptaría su oro!

– Ah, pero Fitz – dijo Lloyd George -, usted ya tiene de sobra.


Hubo fiesta en Wellington Row, cuando Billy llevó a su esposa a Aberowen.

Era un sábado soleado y, por una vez, no llovía. A las tres de la tarde Billy y Mildred llegaron a la estación con las niñas de Mildred, las nuevas hijastras de Billy, Enid y Lillian, de ocho y siete años. Para entonces los mineros habían salido del pozo, se habían dado su baño semanal y se habían puesto sus trajes de domingo.

Los padres de Billy esperaban en la estación. Habían envejecido y parecían haber encogido, ya no sobresalían entre la gente que los rodeaba. Papá le estrechó la mano a Billy y dijo:

– Estoy orgulloso de ti, hijo. Te enfrentaste a ellos, tal y como te enseñé.

Billy estaba contento, aunque no se consideraba uno más de los éxitos en la vida de su padre.

Los padres de Billy habían conocido a Mildred en la boda de Ethel. David le estrechó la mano y la madre la besó.

– Es un placer verla de nuevo, señora Williams. ¿Puedo llamarla mamá? – preguntó Mildred.

Era lo mejor que podría haber dicho, y Cara se sentía encantada. Billy estaba convencido de que su padre llegaría a quererla, siempre que ella se abstuviera de decir palabras malsonantes.

Las preguntas insistentes de los parlamentarios en la Cámara de los Comunes, alimentadas con la información de Ethel, habían obligado al gobierno a anunciar la reducción de las condenas de varios soldados y marineros sometidos a consejos de guerra en Rusia acusados de amotinamiento y otros delitos. La pena de cárcel de Billy se había reducido a un año y lo habían liberado y desmovilizado. De modo que se casó con Mildred en cuanto pudo.

Aberowen le resultaba un lugar extraño. No había cambiado mucho, pero sus sentimientos eran distintos. Era una ciudad pequeña y gris, y las montañas que la rodeaban parecían muros destinados a retener a la gente. Ya no estaba seguro de que fuera su hogar. Como le sucedió cuando se puso el traje antes de partir a la guerra, le parecía que, a pesar de que todavía encajaba, ya no se sentía a gusto. Se dio cuenta de que nada de lo que sucediera allí cambiaría el mundo.

Subieron la cuesta de Wellington Row y vieron las casas decoradas con banderitas: la Union Jack, el Dragón Galés y la bandera roja. Había también un gran cartel que cruzaba la calle y decía: «Bienvenido a casa, Billy Doble». Todos los vecinos habían salido a la calle. Había mesas con jarras de cerveza y teteras, y bandejas con pasteles, tartas y bocadillos. Cuando vieron a Billy cantaron «We’ll Keep a Welcome in the Hillsides».

Billy lloró.

Le dieron una pinta de cerveza. Una multitud de jóvenes admiradores se arremolinó en torno a Mildred. Para ellos era una mujer exótica, con sus vestidos de Londres, su acento cockney y un sombrero con una gran ala que ella misma había adornado con flores de seda. Incluso cuando hacía gala de sus mejores modales no podía evitar decir cosas atrevidas como: «No podía dejar que se me pudriera en el pecho».

El abuelo parecía mayor, y caminaba encorvado, pero aún tenía la cabeza en su sitio. Se ocupó de Enid y Lillian, les dio unos caramelos que sacó de los bolsillos del chaleco y les enseñó cómo era capaz de hacer desaparecer un penique.

Billy tuvo que hablar con todas las familias de sus compañeros muertos: Joey Ponti, Jones el Profeta, Llewellyn el Manchas y los demás. Se reencontró con Tommy Griffiths, a quien había visto por última vez en Ufa, Rusia. El padre de Tommy, Len, el ateo, estaba demacrado por culpa del cáncer.

Billy iba a bajar de nuevo a la mina el lunes, y todos los mineros querían explicarle los cambios que había habido bajo tierra desde que se había ido: se habían abierto nuevos túneles que se ahondaban aún más en la mina, había más luces eléctricas y mejores medidas de seguridad.

Tommy se subió a una silla y pronunció un discurso de bienvenida, y luego tomó la palabra Billy.

– La guerra nos ha cambiado a todos – dijo -. Recuerdo cuando la gente decía que Dios había puesto a los ricos en la tierra para gobernarnos a nosotros, a la gente inferior. – La frase fue recibida con risas de desdén -. Muchos hombres dejaron de llamarse a engaño cuando tuvieron que luchar bajo las órdenes de unos oficiales de clase alta a los que ni tan siquiera se les debería confiar la organización de una excursión de domingo de un grupo de catequesis. – Los demás veteranos asintieron en un gesto cómplice -. La guerra se ganó gracias a hombres como nosotros, hombres de a pie, sin educación pero no estúpidos.

Todos se mostraron de acuerdo, y se oyeron varios «tiene razón» y «sí».

– Ahora podemos votar, y también una parte de las mujeres, aunque no todas, tal y como os dirá enseguida mi hermana Eth. – Hubo una pequeña ovación por parte de las mujeres -.

Este es nuestro país, y debemos tomar el control de él, tal y como han hecho los bolcheviques en Rusia y los socialdemócratas en Alemania. – Los hombres lo vitorearon -. Tenemos un partido de la clase trabajadora, el Partido Laborista, y somos suficientes para lograr que nuestro partido forme gobierno. Lloyd George nos jugó una mala pasada en las última elecciones, pero no volverá a salirse con la suya.

Alguien gritó:

– ¡No!

– Ahora voy a deciros por qué he vuelto. Los días de Perceval Jones como parlamentario por Aberowen están a punto de llegar a su fin. – Hubo una ovación -. ¡Quiero ver que un candidato laborista nos represente en la Cámara de los Comunes! – Billy miró a su padre, que estaba rebosante de alegría -. Gracias por vuestra fantástica bienvenida. – Bajó de la silla y todo el mundo aplaudió con entusiasmo.

– Buen discurso, Billy – lo felicitó Tommy Griffiths -. Pero ¿quién va a ser el candidato laborista?

– ¿Sabes qué, Tommy? – dijo Billy -. Te doy tres oportunidades para que lo adivines.


El filósofo Bertrand Russell fue a Rusia ese año y escribió un breve libro titulado Teoría y práctica del bolchevismo, que estuvo a punto de provocar el divorcio de los Leckwith.

Russell se mostró en contra de los bolcheviques con gran vehemencia. Y, lo que es peor aún, lo hizo desde un punto de vista de izquierdas. A diferencia de los críticos conservadores, él no afirmaba que el pueblo ruso no tuviera derecho a deponer al zar, a repartir las tierras de los nobles entre los campesinos y a dirigir sus propias fábricas. Al contrario, se mostraba conforme con todo aquello. Sin embargo, atacó a los bolcheviques, no por tener los ideales equivocados, sino por tener los ideales correctos pero ser incapaces de vivir de acuerdo con ellos. De modo que sus conclusiones no podían desecharse de plano por ser propaganda.

Bernie lo leyó primero. Como todos los bibliotecarios, no soportaba que la gente escribiera en los libros, pero en este caso hizo una excepción, y garabateó las páginas con comentarios iracundos, subrayó frases y escribió «¡Sandeces!» o «¡Argumento inválido!» con lápiz en los márgenes.

Ethel lo leyó con el bebé en brazos, que ya había cumplido un año. Le pusieron Mildred, pero siempre la llamaban Millie. La Mildred mayor se había trasladado a Aberowen con Billy y ya estaba embarazada del primer hijo de ambos. Ethel la echaba de menos, aunque se alegraba de poder utilizar las habitaciones del piso de arriba de la casa. La pequeña Millie tenía el pelo rizado y, a pesar de su corta edad, una mirada coqueta que recordaba a Ethel a todo el mundo.

Ethel disfrutó del libro. Russell era un escritor ingenioso. Con su aristocrática indiferencia, le había pedido una entrevista a Lenin, y había pasado una hora con el gran hombre. Hablaron en inglés. Lenin le dijo que lord Northcliffe era su mejor propagandista: las historias de terror que el Daily Mail contaba sobre el modo en que los rusos habían saqueado a los aristócratas tal vez aterraban a los burgueses, pero tendrían el efecto contrario en la clase trabajadora británica.

Sin embargo, Russell dejó muy claro en el libro que los bolcheviques eran totalmente antidemocráticos. La dictadura del proletariado era una verdadera dictadura, dijo, pero los gobernantes eran intelectuales de clase media como Lenin y Trotski, que solo permitían la ayuda de los proletarios que estaban de acuerdo con sus opiniones.

– Creo que esto es muy preocupante – comentó Ethel cuando acabó el libro.

– ¡Bertrand Russell es un aristócrata! – exclamó Bernie, furioso -. ¡Es el tercer conde!

– Eso no implica que sea una mala persona. – Millie dejó de mamar y se quedó dormida. Ethel le acarició sus suaves mejillas con la punta de los dedos -. Russell es socialista. Se queja de que los bolcheviques no están poniendo en práctica el socialismo.

– ¿Cómo puede decir algo así? Han aplastado a la nobleza.

– Pero también a la prensa que estaba en su contra.

– Es una necesidad temporal…

– ¿Hasta cuándo? ¡La Revolución rusa ya tiene tres años!

– Quien algo quiere, algo le cuesta.

– Dice que hay detenciones y ejecuciones arbitrarias, y que la policía secreta tiene más poder ahora que cuando mandaba el zar.

– Pero actúan para detener a contrarrevolucionarios, no a socialistas.

– El socialismo significa libertad, incluso para los contrarrevolucionarios.

– ¡No es cierto!

– Para mí sí.

Sus gritos despertaron a Millie. La niña, que sintió la ira que reinaba en la habitación, se puso a llorar.

– ¿Ves? – dijo Ethel con resentimiento -. Mira lo que has hecho.

Cuando Grigori regresó a casa de la guerra civil, se fue al confortable apartamento en el que vivían Katerina, Vladímir y Anna, situado en el enclave del gobierno en el antiguo fuerte del Kremlin. Para su gusto, tenía demasiadas comodidades. El país entero sufría escasez de comida y combustible, pero en las tiendas del Kremlin había de sobra. En el complejo disponían de tres restaurantes con cocineros de escuela francesa y, para consternación de Grigori, los camareros daban un taconazo ante los bolcheviques, tal y como habían hecho con los antiguos nobles. Katerina dejaba a los niños en la guardería mientras iba a la peluquería. Por la noche, los miembros del Comité Central iban a la ópera en coches con chófer.

– Espero que no nos estemos convirtiendo en la nueva nobleza – le dijo una noche a Katerina en la cama.

Su mujer soltó una risa de desdén.

– Si lo somos, ¿dónde están mis diamantes?

– Bueno, ya sabes, organizamos banquetes, viajamos en primera clase en el ferrocarril, etcétera.

– Los aristócratas nunca hicieron nada útil. Todos vosotros trabajáis doce, quince, dieciocho horas al día. No se puede esperar que hurguéis en la basura en busca de ramas para quemarlas y no moriros de frío, como hacen los pobres.

– Pero entonces siempre hay una excusa para que la élite tenga sus privilegios especiales.

– Ven aquí – dijo ella -. Voy a darte un privilegio especial.

Después de hacer el amor, Grigori permaneció despierto. A pesar de sus dudas, no podía reprimir un sentimiento de secreta satisfacción al ver que su familia vivía tan bien. Katerina había engordado. Cuando la conoció era una chica de veinte años voluptuosa; ahora era una madre rolliza de veintiséis. Vladímir tenía cinco años y estaba aprendiendo a leer y a escribir en la escuela, junto con los hijos de los demás nuevos gobernantes de Rusia; Anna, a la que llamaban Ania, era una niña traviesa de tres años con el cabello rizado. Su hogar había pertenecido a una de las damas de honor de la zarina. Era un piso cálido, seco y espacioso, que tenía un dormitorio para los niños y también cocina y sala de estar; en el pasado, en Petrogrado, habría servido de alojamiento para veinte personas. Había una alfombra frente al fuego, cortinas en las ventanas, tazas de porcelana para el té y un óleo del lago Baikal sobre la chimenea.

Al final Grigori se durmió y se despertó a las seis cuando alguien llamó a la puerta. La abrió y encontró a una mujer esquelética, vestida con harapos, que le resultaba familiar.

– Siento molestarlo tan pronto, excelencia – dijo, utilizando la forma antigua y respetuosa de tratamiento.

La reconoció enseguida, era la mujer de Konstantín.

– ¡Magda! – exclamó, asombrado -. Estás muy distinta, ¡pasa! ¿Qué sucede? ¿Vives en Moscú ahora?

– Sí, nos hemos trasladado aquí, excelencia.

– No me llames así, por el amor de Dios. ¿Dónde está Konstantín?

– En la cárcel.

– ¿Qué? ¿Por qué?

– Por contrarrevolucionario.

– ¡Es imposible! – dijo Grigori -. Deben de haber cometido un grave error.

– Sí, señor.

– ¿Quién lo ha detenido?

– La Cheka.

– La policía secreta. Bueno, trabajan para nosotros. Averiguaré lo que ha sucedido. Lo investigar inmediatamente después del desayuno.

– Por favor, excelencia, se lo suplico, haga algo ahora. Van a fusilarlo dentro de una hora.

– ¡Diablos! – exclamó Grigori -. Espera mientras me visto.

Se puso el uniforme. Aunque no tenía insignias de rango, era de mucha mejor calidad que el de los soldados rasos, y lo distinguía claramente como comandante.

Al cabo de unos minutos, Magda y él abandonaron el complejo del Kremlin. Estaba nevando. Recorrieron la corta distancia que los separaba de la plaza Lubianka. El cuartel de la Cheka era un enorme edificio barroco de ladrillo amarillo, que antiguamente habían sido las oficinas de una compañía aseguradora. El guardia de la puerta hizo el saludo militar a Grigori, que empezó a gritar en cuanto puso un pie en el edificio.

– ¿Quién manda aquí? ¡Traedme al oficial de servicio! Soy el camarada Grigori Peshkov, miembro del Comité Central Bolchevique. Deseo ver al prisionero Konstantín Vorotsintsev de inmediato. ¿A qué esperáis? ¡Poneos manos a la obra! – Había descubierto que aquella era la forma más rápida de hacer las cosas, aunque le traía a la mente el horrible recuerdo del comportamiento irascible de un noble malcriado.

Los guardias echaron a correr, presas del pánico, y entonces Grigori se llevó una gran sorpresa. El oficial de servicio bajó al vestíbulo. Grigori lo conocía. Era Mijaíl Pinski.

Grigori se horrorizó. Pinski había sido un matón y un animal que había pertenecido a la policía zarista: ¿era ahora un matón y un animal al servicio de la revolución?

Pinski esbozó una sonrisa empalagosa.

– Camarada Peshkov – dijo -. Qué honor.

– No dijiste eso cuando te di un puñetazo por molestar a una pobre campesina – replicó Grigori.

– Cómo han cambiado las cosas, camarada… para todos.

– ¿Por qué habéis detenido a Konstantín Vorotsintsev?

– Por llevar a cabo actividades contrarrevolucionarias.

– Eso es absurdo. Era el moderador del grupo de discusión bolchevique de la fábrica Putílov en 1914. Fue uno de los primeros representantes del Sóviet de Petrogrado. ¡Es más bolchevique que yo!

– ¿Es eso cierto? – preguntó Pinski, con un deje de amenaza.

Grigori no le hizo caso.

– Traédmelo.

– Ahora mismo, camarada.

Al cabo de unos minutos apareció Konstantín. Estaba sucio, sin afeitar y olía a pocilga. Magda rompió a llorar y lo abrazó.

– Tengo que hablar con el prisionero en privado – le dijo Grigori a Pinski -. Llévanos a tu despacho.

Pinski negó con la cabeza.

– Mi humilde oficina…

– No discutas – dijo Grigori -. A tu despacho. – Era una forma de realzar su poder. Tenía que mantener dominado a Pinski.

Subieron a una oficina del piso superior con vistas al patio interior. Pinski se apresuró a guardar un puño de acero en un cajón.

Grigori miró por la ventana y vio que amanecía.

– Espera fuera – le ordenó a Pinski.

Se sentaron y Grigori le preguntó a Konstantín:

– ¿Qué demonios está sucediendo?

– Vinimos a Moscú cuando se trasladó el gobierno – le explicó su amigo -. Creía que me nombrarían comisario político. Pero fue un error. Aquí no tengo apoyo político.

– Entonces, ¿qué has hecho hasta ahora?

– Busqué un trabajo normal. Estoy en la fábrica Tod, haciendo partes de motores, ruedas dentadas, pistones y cojinetes.

– Pero ¿por qué cree la policía que eres un contrarrevolucionario?

– La fábrica elige a un representante para el Sóviet de Moscú. Uno de los ingenieros anunció que se presentaría como candidato menchevique. Organizó un mitin y fui a escucharlo. Solo asistieron una docena de personas. No hablé, me fui a la mitad y no lo voté. Ganó el candidato bolchevique, por supuesto. Pero, después de las elecciones, todos los que asistimos al mitin menchevique fuimos despedidos. Entonces, la semana pasada, nos detuvieron.

– No podemos hacer esto – dijo Grigori, con desesperación -. Ni tan siquiera en nombre de la revolución. No podemos detener a trabajadores por el mero hecho de que escuchen un punto de vista distinto.

Konstantín lo miró extrañado.

– ¿Has estado fuera?

– Por supuesto – respondió Grigori -. Luchando contra los ejércitos contrarrevolucionarios.

– Entonces por eso no sabes lo que está sucediendo.

– ¿Te refieres a que ya ha ocurrido antes?

– Grishka, sucede a diario.

– No puedo creerlo.

– Anoche recibí un mensaje – intervino Magda -, de una amiga que está casada con un policía, en el que me decía que Konstantín y los demás serían fusilados a las ocho en punto de la mañana.

Grigori miró su reloj de pulsera del ejército. Ya eran casi las ocho.

– ¡Pinski! – gritó.

El policía entró.

– Detén la ejecución.

– Me temo que es demasiado tarde, camarada.

– ¿Quieres decir que esos hombres ya han sido fusilados?

– Aún no. – Pinski se acercó a la ventana.

Grigori hizo lo mismo. Konstantín y Magda permanecieron a su lado.

Abajo, en el patio cubierto de nieve, se había reunido ya el pelotón de fusilamiento bajo la tenue luz de los primeros rayos del día. Frente a los soldados, había una docena de hombres con los ojos vendados, que tiritaban de frío a causa de la ropa fina que llevaban. Una bandera roja ondeaba sobre ellos.

Mientras Grigori miraba, los soldados levantaron los fusiles.

Grigori gritó:

– ¡Paraos ahora! ¡No disparéis! – Pero su voz quedó amortiguada por la ventana, y nadie lo oyó.

Al cabo de un instante, se oyó el estruendo de unos disparos.

Los condenados cayeron al suelo. Grigori miró fijamente la escena, aterrado.

Alrededor de los cuerpos desplomados, unas manchas de sangre tiñeron la nieve; de un rojo brillante a juego con la bandera que ondeaba encima.

Capítulo 41

11-12 de noviembre de 1923

Maud durmió durante el día y se despertó a media tarde, cuando Walter volvió con los niños a casa de la catequesis dominical. Eric tenía tres años y Heike, dos; tenían un aspecto tan adorable vestidos con su mejor ropa que Maud pensó que el corazón le iba a estallar de amor.

Nunca había sentido algo como aquello. Ni tan siquiera su pasión arrebatadora por Walter había sido tan abrumadora. Los niños también le hacían sentir una mezcla de desesperación y ansiedad. ¿Sería capaz de alimentarlos y evitar que pasaran frío, y protegerlos de los disturbios y de la revolución?

Les dio pan con leche caliente para hacerlos entrar en calor, y luego empezó a prepararse para la noche. Walter y ella habían organizado una pequeña fiesta familiar para celebrar el cumpleaños del primo de Walter, Robert von Ulrich, que cumplía treinta y ocho años.

Robert no había muerto en la guerra, a pesar de los temores de sus padres, ¿o eran acaso sus esperanzas? Sea como fuere, Walter no se había convertido en el Graf Von Ulrich. Robert fue encerrado en un campo para prisioneros de guerra de Siberia. Cuando los bolcheviques firmaron la paz con Austria, Robert y su compañero, Jörg, tuvieron que caminar, hacer dedo y montarse en trenes de mercancías para volver a casa. Tardaron un año, pero lo consiguieron, y cuando llegaron Walter les encontró un apartamento en Berlín.

Maud se puso el delantal. En la diminuta cocina de su pequeña casa preparó una sopa con repollo, pan duro y nabos. También hizo un pastel, aunque tuvo que compensar la escasez de ingredientes con más nabos.

Había aprendido a cocinar y muchas cosas más. Una bondadosa vecina, una anciana, se apiadó de la apabullada aristócrata y le enseñó a hacer la cama, a planchar una camisa y a limpiar la bañera. Para Maud todo aquello fue un duro golpe.

Vivían en una casa de clase media, en la ciudad. No habían podido reformarla y tampoco podían permitirse los sirvientes a los que Maud estaba acostumbrada, y tenían muchos muebles de segunda mano que ella aborrecía, aunque jamás lo decía.

Habían albergado grandes esperanzas de que llegarían tiempos mejores, pero, de hecho, las cosas no habían sino empeorado: la carrera de Walter en el Ministerio de Asuntos Exteriores estaba en un punto muerto debido a su matrimonio con una inglesa; no le habría importado cambiar de trabajo, pero teniendo en cuenta el caos económico imperante podía considerarse afortunado por el mero hecho de tener empleo. Y la insatisfacción de los primeros tiempos de Maud parecía algo trivial ahora, después de cuatro años de pobreza. Los remiendos de la tapicería eran las cicatrices de los juegos de los niños, las ventanas rotas se tapaban con cartón y la pintura se descascarillaba por todas partes.

Sin embargo, Maud no se arrepentía de nada. Podía besar a Walter siempre que quería, meterle la lengua en la boca, desabrocharle los pantalones y hacer el amor con él en la cama, en el sofá o incluso en el suelo, lo que compensaba todo lo demás.

Los padres de Walter acudieron a la fiesta y llevaron medio jamón y dos botellas de vino. Otto había perdido su finca familiar, Zumwald, que ahora pertenecía a Polonia. Su ahorros habían quedado en nada por culpa de la inflación. Sin embargo, cultivaba patatas en el gran jardín de su casa de Berlín y aún le quedaba mucho vino de antes de la guerra.

– ¿Cómo ha logrado encontrar jamón? – preguntó Walter con incredulidad. Por lo general aquellos lujos solo podían comprarse con dólares estadounidenses.

– Lo he cambiado por una botella de champán añejo – respondió Otto.

Los abuelos pusieron a dormir a sus nietos. Otto les contó un cuento popular. Por lo que pudo oír Maud, trataba sobre una reina que ordenó decapitar a su hermano. Se estremeció, pero no metió baza. Luego Susanne les cantó nanas con su voz aflautada y los niños se quedaron dormidos, sin que, al parecer, les afectara el sangriento relato de su abuelo.

Robert y Jörg llegaron, luciendo unas corbatas rojas idénticas. Otto los saludó efusivamente. Parecía desconocer la verdadera naturaleza de su relación y, por lo visto, creía que Jörg no era más que el compañero de piso de su sobrino. De hecho, así era como se comportaban ambos cuando se encontraban en presencia de gente mayor. Maud creía que Susanne sospechaba la verdad. Era más difícil engañar a las mujeres que, por suerte, tenían una mentalidad más abierta.

Robert y Jörg podían ser muy diferentes cuando gozaban de compañía más liberal. En las fiestas que organizaban en su casa no ocultaban su amor. Muchos de sus amigos eran iguales. Al principio Maud se sorprendió: nunca había visto besarse a dos hombres, que alabaran la ropa del otro y que coquetearan como colegialas. Pero tal comportamiento ya no era tabú, al menos en Berlín. Y Maud había leído Sodoma y Gomorra, de Proust, que parecía sugerir que aquel tipo de comportamiento siempre había existido.

Sin embargo, esa noche Robert y Jörg hicieron gala de su mejor comportamiento. Durante la cena todo el mundo habló de lo que estaba sucediendo en Baviera. El jueves, una asociación de grupos paramilitares llamada Kampfbund había declarado una revolución nacional en una cervecería de Munich.

Últimamente a Maud le resultaba casi imposible leer las noticias. Los trabajadores se declaraban en huelga, de modo que grupos de matones de derechas se dedicaban a darles palizas. Las amas de casa organizaban marchas para protestar contra la escasez de provisiones, y sus protestas degeneraban en disturbios para conseguir comida. En Alemania todo el mundo estaba furioso por culpa del Tratado de Versalles y, sin embargo, el gobierno socialdemócrata lo había aceptado sin restricciones. La gente creía que las reparaciones estaban paralizando la economía, a pesar de que Alemania solo había pagado una pequeña parte de la cantidad estipulada y, obviamente, no tenía la menor intención de liquidar toda la deuda.

El golpe de Estado de la cervecería de Munich había exaltado a todo el mundo. El héroe de guerra Erich Ludendorff era el partidario más prominente. Las autodenominadas tropas de asalto, con sus camisas pardas, y los estudiantes de la Escuela de Oficiales de Infantería se habían hecho con el control de los principales edificios. Los concejales de la ciudad habían sido tomados rehenes, y los judíos más prominentes, detenidos.

El viernes, el gobierno legítimo contraatacó. Cuatro policías y dieciséis paramilitares murieron. A juzgar por las noticias que habían llegado a Berlín, Maud no podía saber si la insurrección se había acabado o no. Si los extremistas tomaban el control de Baviera, ¿se harían con el poder en el resto del país?

Aquella situación enfureció a Walter.

– Tenemos un gobierno elegido democráticamente – dijo -. ¿Por qué la gente no puede dejar que haga su trabajo?

– Nuestro gobierno nos ha traicionado – espetó su padre.

– Esa es su opinión. ¿Y qué? ¡En Estados Unidos, cuando los republicanos ganaron las últimas elecciones, los demócratas no se amotinaron!

– En Estados Unidos los bolcheviques y los judíos no están subvirtiendo el país.

– Si le preocupan los bolcheviques, dígale a la gente que no los vote. ¿Y a qué viene esta obsesión con los judíos?

– Son una influencia perniciosa.

– Hay judíos en Gran Bretaña. Padre, ¿no recuerda que, en Londres, lord Rothschild hizo todo lo posible para evitar la guerra? Hay judíos en Francia, en Rusia, en América. Y no están conspirando para traicionar a sus gobiernos. ¿Qué le hace pensar que los nuestros son especialmente malvados? La mayoría de ellos solo quiere ganar dinero para alimentar a sus familias y enviar a sus hijos a escuela, como todo el mundo.

Robert decidió intervenir, lo que sorprendió a Maud.

– Estoy de acuerdo con el tío Otto – dijo -. La democracia se está debilitando. Alemania necesita un liderazgo sólido. Jörg y yo nos hemos unido a los nacionalsocialistas.

– ¡Oh, Robert, por el amor de Dios! – exclamó Walter, indignado -. ¿Cómo se te ha ocurrido?

Maud se puso en pie.

– ¿Alguien quiere un pedazo de tarta de cumpleaños? – preguntó con alegría.

Maud se fue de la fiesta a las nueve para ir a trabajar.

– ¿Dónde está tu uniforme? – preguntó su suegra mientras se despedía. Susanne creía que trabajaba de enfermera para un caballero anciano y rico.

– Lo tengo en el trabajo y me cambio cuando llego – respondió Maud.

De hecho, tocaba el piano en un club nocturno llamado Nachtleben. Sin embargo, era cierto que dejaba el uniforme en su lugar de trabajo.

Tenía que ganar dinero y nunca le habían enseñado demasiado, salvo a vestirse elegante y asistir a fiestas. Había recibido una pequeña herencia de su padre, pero la había convertido en marcos cuando se trasladó a Alemania y ya no valía nada. Fitz se negó a concederle una asignación porque aún estaba furioso con ella por casarse sin su permiso. El sueldo de Walter en el Ministerio de Asuntos Exteriores subía cada mes, pero nunca al ritmo de la inflación. Para compensar todo aquello, en parte, la renta que pagaban por su casa era insignificante, y el casero ya no se molestaba en cobrársela. Pero tenían que comprar comida.

Maud llegó al club a las nueve y media. Lo habían decorado y amueblado recientemente, y tenía un buen aspecto incluso con las luces encendidas. Los camareros sacaban brillo a los vasos, el barman picaba hielo y un ciego afinaba el piano. Maud se puso un vestido de noche escotado, joyas falsas, y se maquilló con una espesa capa de polvos, lápiz de ojos y pintalabios. Estaba al piano cuando el local abrió a las diez.

Se llenó enseguida de hombres y mujeres vestidos con trajes de noche, que bailaban y fumaban. Pedían cócteles de champán y esnifaban cocaína, con discreción. A pesar de la pobreza y de la inflación, la vida nocturna de Berlín era muy agitada. Aquella gente no tenía problemas de dinero. O bien recibía ingresos del extranjero, o tenía algo mejor que el dinero: reservas de carbón, un matadero, un almacén de tabaco o, lo mejor de todo, oro.

Maud formaba parte de un grupo femenino que tocaba un nuevo tipo de música que se llamaba jazz. De haberlas visto, Fitz se habría horrorizado, pero a ella le gustaba el trabajo. Siempre se había rebelado contra las restricciones de su educación. Repetir las mismas melodías todas las noches podía resultar tedioso, pero a pesar de ello la ayudaba a liberar algo que reprimía en su interior. Se contoneaba en el taburete de su piano y lanzaba miradas coquetas a los clientes.

A medianoche llegaba su actuación en solitario: cantaba y tocaba temas popularizados por cantantes negras como Alberta Hunter, que había aprendido gracias a los discos americanos que sonaban en un gramófono del dueño del Nachtleben. La anunciaban como Mississippi Maud.

Entre canción y canción, un cliente se acercó al piano y le pidió:

– ¿Te importaría tocar «Downhearted Blues», por favor?

Conocía la canción, un gran éxito de Bessie Smith. Empezó a tocar los acordes de blues en mi bemol.

– Podría – dijo ella -. ¿A cambio de qué?

El hombre le dio un billete de mil millones de marcos.

Maud se rió.

– Con eso no paga ni el primer acorde – le dijo -. ¿No tiene moneda extranjera?

Le dio un billete de un dólar.

Maud cogió el dinero, se lo metió en la manga y tocó «Downhearted Blues».

Sintió un arrebato de alegría por tener un dólar, que equivalía a un billón de marcos. Aun así, no la abandonó del todo el sentimiento de tristeza, que había hecho mella en su corazón. Era un logro remarcable que una mujer de sus orígenes hubiera aprendido a sonsacar propinas, pero el proceso era degradante.

Después de su actuación, la abordó el mismo cliente, mientras se dirigía al camerino. Le puso una mano en la cadera y le preguntó:

– ¿Te gustaría desayunar conmigo, cielo?

La mayoría de las noches la manoseaban, a pesar de que a sus treinta y tres años era una de las mujeres mayores del club: había muchas chicas de diecinueve y veinte años. Cuando sucedía eso, no se les permitía montar un escándalo. Se suponía que debían poner la mejor de sus sonrisas, apartar la mano del caballero con delicadeza, y decir: «Esta noche no, señor». Pero en ocasiones esa respuesta no era lo bastante desalentadora, y las demás chicas le habían enseñado una réplica más efectiva:

– Tengo unos insectos pequeños en el vello púbico – le dijo -. ¿Cree que es algo que debería preocuparme?

El hombre desapareció.

Después de llevar cuatro años en el país, Maud hablaba alemán con fluidez, y gracias al trabajo en el club también había aprendido las palabras más vulgares.

El Nachtleben cerró a las cuatro de la madrugada. Maud se desmaquilló y se puso la ropa de calle. Fue a la cocina y pidió unos granos de café. Un cocinero al que le gustaba le metió unos cuantos en un cucurucho de papel.

Los músicos cobraban en efectivo cada noche. Todas las chicas llevaban unos grandes bolsos para guardar los fajos de billetes.

Cuando salía, Maud cogió un periódico que había dejado un cliente. A Walter le gustaba leerlo y no podían permitirse el lujo de comprar la prensa.

Salió del club y fue directamente a la panadería. Era peligroso conservar el dinero mucho tiempo: corría el riesgo de que al día siguiente no pudiera comprar ni una hogaza de pan con el sueldo. Ya había varias mujeres esperando frente a la tienda, pasando frío. A las cinco y media el panadero abrió la puerta y escribió los precios con tiza en una pizarra. Aquel día una hogaza de pan costaba 127.000 millones de marcos.

Maud compró cuatro hogazas. No se lo comerían todo en un día, pero no importaba. El pan duro se podía utilizar para espesar sopas: los billetes, no.

Llegó a casa a las seis. Más tarde vestiría a los niños y los llevaría a casa de sus abuelos para que pasaran el día, así ella podría dormir. Tenía una hora para estar con Walter a solas. Era el mejor momento del día.

Preparó el desayuno y lo llevó en una bandeja al dormitorio.

– Mira – le dijo -. Pan fresco, café… ¡y un dólar!

– ¡Qué lista eres! – La besó -. ¿Qué compraremos? – Se estremeció de frío a pesar de que llevaba puesto el pijama -. Necesitamos carbón.

– No hay prisa. Podemos guardarlo, si quieres. La semana que viene valdrá lo mismo. Si tienes frío, yo te haré entrar en calor.

Él sonrió.

– Pues venga.

Maud se quitó la ropa y se metió en la cama.

Comieron el pan, bebieron el café e hicieron el amor. El sexo aún era algo excitante, a pesar de que el acto en sí no duraba tanto como al principio.

Cuando terminaron, Walter leyó el periódico que Maud le había llevado.

– La intentona golpista de Munich se ha acabado – dijo.

– ¿Definitivamente?

Walter se encogió de hombros.

– Han atrapado al líder. Es Adolf Hitler.

– ¿El jefe del partido al que se unió Robert?

– Sí. Lo han acusado de alta traición. Está en la cárcel.

– Bien – dijo Maud, aliviada -. Gracias a Dios que ha acabado.

Capítulo 42

De diciembre de 1923 a enero de 1924

El conde Fitzherbert se subió a la tribuna frente al ayuntamiento de Aberowen a las tres de la tarde, el día antes de las elecciones generales. Llevaba chaqué y sombrero de copa. Hubo una ovación estruendosa por parte de los conservadores, que ocupaban las primeras filas, pero gran parte de la multitud lo abucheó. Alguien lanzó un periódico arrugado y Billy dijo:

– Basta ya, chicos, dejad que hable.

Unas nubes bajas ensombrecían la tarde invernal, y las luces de la calle ya estaban encendidas. Llovía, pero había acudido una gran multitud, unas doscientas o trescientas personas, la mayoría mineros con sus gorras, aunque se veían unos cuantos bombines en las primeras filas y algunas mujeres cobijadas bajo paraguas. Junto a la muchedumbre, los niños jugaban sobre los adoquines mojados.

Fitz hacía campaña en favor del diputado actual de la región, Perceval Jones. Empezó a hablar sobre aranceles, lo cual ya le estaba bien a Billy. Fitz podía parlotear sobre aquel tema todo el día sin llegar al corazón de la gente de Aberowen. En teoría, era el gran tema electoral. Los conservadores proponían poner fin al desempleo mediante un aumento de los impuestos a las importaciones para proteger los productos británicos. Aquella cuestión había unido a los liberales, que estaban en la oposición, ya que el punto más antiguo de su ideología era el comercio libre. Los laboristas estaban de acuerdo en que los aranceles no eran la respuesta a sus males, y proponían un programa nacional de empleo para dar trabajo a los parados, y también querían aumentar el período de educación para impedir la llegada de más jóvenes a un mercado laboral saturado.

Sin embargo, el verdadero tema era quién iba a gobernar.

– Con el fin de fomentar el empleo en el sector agrícola, el gobierno conservador proporcionar una ayuda de una libra por acre a cada campesino, siempre que pague un mínimo de treinta chelines a la semana a sus jornaleros – dijo Fitz.

Billy negó con la cabeza, divertido e indignado al mismo tiempo. ¿Por qué tenían que dar dinero a los granjeros? No se estaban muriendo de hambre. En cambio, los operarios en paro de las fábricas, sí.

El padre de Billy, que estaba a su lado, comentó:

– Ese tipo de discurso no le va a hacer ganar muchos votos en Aberowen.

Billy estaba de acuerdo. En el pasado aquella circunscripción electoral había sido un feudo de agricultores, pero aquellos días ya habían pasado. Ahora que la clase trabajadora podía votar, los mineros ganarían en número a los campesinos. Perceval Jones había conservado su escaño, en las confusas elecciones de 1922, gracias a un puñado de votos. En esa ocasión no podía revalidar el éxito.

Fitz se ponía nervioso:

– Si votáis a los laboristas, votaréis a un hombre cuyo historial militar está manchado – dijo.

A la gente no le gustó demasiado aquel comentario: conocían la historia de Billy y lo consideraban su héroe. Hubo un murmullo de disconformidad y el padre de Billy gritó:

– ¡Debería darle vergüenza!

– Un hombre que traicionó a sus compañeros de armas y a sus oficiales – prosiguió el conde -, un hombre que fue sometido a un consejo de guerra por traición y enviado a la cárcel. Os lo pido: no deshonréis a Aberowen votando a un hombre como ese.

Fitz se bajó de la tribuna entre aplausos y abucheos. Billy lo miró fijamente, pero el conde esquivó su mirada.

Billy se subió a la tribuna.

– Seguramente estáis esperando a que insulte a lord Fitzherbert tal y como ha hecho él conmigo – dijo.

Entre la muchedumbre, Tommy Griffiths gritó:

– ¡Dale su merecido, Billy!

– Pero esto no es una pelea de la mina – repuso Billy -. Estas elecciones son demasiado importantes para que se decidan con un puñado de burlas.

Los amansó. Sabía que no les gustaría su enfoque sensato. Les gustaban las burlas. Pero vio que su padre asintió con la cabeza. Sabía lo que intentaba hacer su hijo. Claro que lo sabía. Era él quien lo había educado.

– El conde ha hecho gala de un gran valor al venir aquí y expresar sus opiniones ante una multitud de mineros del carbón – prosiguió Billy -. Tal vez se equivoque, y creo que se equivoca, pero no es un cobarde. Se comportó del mismo modo durante la guerra. Al igual que muchos de nuestros oficiales. Eran valientes, pero muy tercos. Apostaron por la estrategia y la táctica erróneas, no dialogaban y sus ideas estaban desfasadas. Pero fueron incapaces de corregirse hasta que murieron millones de hombres.

El público se había quedado en silencio. Ahora estaban interesados. Billy vio a Mildred, que lo miraba orgullosa, con un bebé en cada brazo: los dos hijos de Billy, David y Keir, de uno y dos años. A Mildred no le entusiasmaba la política, pero quería que Billy se convirtiera en parlamentario para regresar a Londres y que ella pudiera poner en marcha de nuevo su negocio.

– En la guerra, ningún hombre de la clase trabajadora fue ascendido a un rango superior al de sargento. Y todos los chicos de las escuelas privadas entraban en el ejército como tenientes segundos. Todos los veteranos presentes hoy aquí pusieron su vida en riesgo de un modo innecesario por culpa de unos oficiales imbéciles, y muchos de nosotros logramos salvarnos gracias a un sargento inteligente.

Hubo un gran murmullo de asentimiento.

– He venido aquí para deciros que esos días se han acabado. En el ejército y en otros ámbitos de la vida, los hombres deberían ser ascendidos en virtud de su inteligencia, no de su cuna. – Alzó la voz y oyó en su tono la pasión que tantas veces había escuchado en los sermones de su padre -. Estas elecciones son sobre el futuro, y sobre el tipo de país en el que crecerán nuestros hijos. Debemos asegurarnos de que será distinto de aquel en el que crecimos nosotros. El Partido Laborista no quiere la revolución, es algo que ya hemos visto en otros países, y no funciona. Pero sí queremos el cambio, un cambio profundo, importante y radical.

Hizo una pausa y alzó de nuevo la voz para culminar el discurso.

– No, no voy a insultar a lord Fitzherbert ni al señor Perceval Jones – dijo, y señaló dos sombreros de copa de la primera fila -. Tan solo les digo: caballeros, son ustedes historia. – Los mineros estallaron en vítores. Billy miró más allá de la primera fila, a la multitud: hombres fuertes y valientes que habían nacido sin nada, a pesar de lo cual habían logrado labrarse un porvenir para ellos y sus familias -. Compañeros de la mina – dijo -: ¡somos el futuro!

Bajó de la tribuna.

Cuando acabaron de contar los votos, Billy había ganado por una mayoría aplastante.


Ethel también.

Los conservadores constituían el primer partido del nuevo Parlamento, pero no tenían la mayoría absoluta. Los laboristas eran el segundo partido, con 191 diputados, incluida Eth Leckwith de Aldgate y Billy Williams de Aberowen. Los liberales representaban la tercera fuerza. Los prohibicionistas escoceses obtuvieron un escaño. El partido comunista, ninguno.

Cuando se convocó la primera sesión parlamentaria, los diputados laboristas y liberales unieron sus votos para expulsar a los conservadores del gobierno, y el rey se vio obligado a preguntarle al jefe del Partido Laborista, Ramsay MacDonald, si deseaba convertirse en el primer ministro. Por primera vez, Gran Bretaña tenía un gobierno laborista.

Ethel no había estado en el interior del palacio de Westminster desde aquel día de 1916 en que fue expulsada por gritar a Lloyd George. Ahora estaba sentada en el banco de cuero verde, estrenando abrigo y sombrero, escuchando los discursos, alzando de vez en cuando la mirada a la tribuna del público, de donde la habían echado hacía ya más de siete años. Salió al pasillo y votó junto con los miembros del gabinete, famosos socialistas a los que había admirado desde la distancia: Arthur Henderson, Philip Snowden, Sidney Webb y el mismísimo primer ministro. Ethel tenía su propio escritorio en una pequeña oficina que compartía con otra parlamentaria laborista. Echó una ojeada a la biblioteca, comió tostadas con mantequilla en la sala del té y cogió unas sacas de correo para ella. Recorrió el enorme edificio, aprendiendo a orientarse en él, intentando sentir que tenía derecho a estar allí.

Un día, a finales de enero, llevó a Lloyd con ella y le enseñó el lugar. Tenía casi nueve años y nunca había estado en un edificio tan grande y lujoso. Ella quiso explicarle los principios de la democracia, pero aún era demasiado pequeño.

En una escalera estrecha, cubierta por una alfombra roja, en el límite entre la zona de los comunes y la de los lores, se encontraron con Fitz. Él también tenía un joven invitado: su hijo George, al que llamaban Boy.

Ethel y Lloyd subían, Fitz y Boy bajaban, y se cruzaron en un rellano.

Fitz la miró como si esperara que lo dejara pasar.

Los dos hijos del conde, Boy y Lloyd, su heredero al título nobiliario y el bastardo no reconocido, tenían la misma edad. Se observaron mutuamente con sincero interés.

En Ty Gwyn, recordó Ethel, siempre que se encontraba con Fitz en el pasillo, tenía que hacerse a un lado, contra la pared, y agachar la mirada mientras él pasaba.

Ahora ella estaba en medio del rellano, agarrando a Lloyd de la mano con fuerza, y miró a Fitz.

– Buenos días, lord Fitzherbert – le saludó, y alzó el mentón en un gesto desafiante.

Él le aguantó la mirada. Su rostro reflejaba un resentimiento furioso. Al final, dijo:

– Buenos días, señora Leckwith.

Ethel miró a Boy.

– Debe de ser el vizconde de Aberowen – comentó -. Encantada.

– Encantado, señora – respondió el niño, con educación.

– Y este es mi hijo, Lloyd – le dijo a Fitz.

El conde se negó a mirarlo.

Ethel no iba a permitir que Fitz se saliera con la suya tan fácilmente.

– Dale la mano al conde, Lloyd – le ordenó Ethel.

El niño le tendió la mano y saludó:

– Es un placer conocerlo, conde.

Habría sido un gesto muy indecoroso despreciar a un niño de nueve años. Fitz se vio obligado a estrecharle la mano.

Por primera vez, tocó a su hijo Lloyd.

– Y ahora les deseamos que pasen un buen día – dijo Ethel con desdén y dio un paso hacia delante.

Fitz puso cara de pocos amigos. Se hizo a un lado junto con su hijo, muy a regañadientes, y esperaron, con la espalda pegada a la pared, a que Ethel y Lloyd pasaran frente a ellos y subieran por las escaleras.

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