QUINTA PARTE. El secreto del liberto

de viernes, 12 de octubre a viernes, 26 de octubre

CAPÍTULO 39

El hombre blanco, de cincuenta y cuatro años, vestido con un traje de Brooks Brothers, estaba sentado en una de sus dos oficinas de Manhattan, ocupado en un debate que mantenía consigo mismo.

¿Sí o no?

La pregunta era importante, se trataba literalmente de un asunto de vida o muerte.

Elegante y de constitución robusta, William Ashberry Jr. se reclinó sobre una silla que rechinaba y miró hacia el horizonte de Nueva Jersey. Esa oficina no era tan elegante ni tan moderna como la del sur de Manhattan, pero era su favorita. La habitación estaba en la histórica mansión Sanford, en el Upper West Side, propiedad del banco del que él era el directivo de más antigüedad.

Sopesaba: ¿sí o no?

Ashberry era un financiero y empresario de la vieja escuela, lo cual quería decir, por ejemplo, que no hizo el menor caso de Internet cuando la red se encontraba en su momento cumbre, y no le quitó el sueño cuando la realidad desmintió a los expertos, aunque sí consoló de manera superficial a algunos clientes que habían desoído sus consejos. Este rechazo a dejarse seducir por las novedades, combinado con sólidas inversiones en empresas fiables y, sobre todo, en negocios inmobiliarios en Nueva York, habían generado para ambos, él y el Banco y Fondo de Inversiones de Sanford, una enorme suma de dinero.

De la vieja escuela, sin duda, pero sólo en un sentido. Porque él llevaba un estilo de vida asegurado por un salario anual que superaba el millón de dólares, junto con los venerados dividendos que constituían los pilares de Wall Street, varias casas, miembro de agradables clubes de campo, hijas bonitas y bien educadas y relaciones con un número de instituciones de caridad a las que él y su esposa se complacían en ayudar. Y el Grumman, su avión privado para los frecuentes viajes transoceánicos, era un importante privilegio adicional.

Pero Ashberry era también atípico para los ejecutivos del nivel de la revista Forbes. Si uno araña un poco la superficie, encontrará al mismo niño bravucón del sur de Filadelfia, cuyo padre era un duro obrero de fábrica y cuyo abuelo falsificaba libros de cuentas, y hacía los trabajos difíciles para Angelo Bruno, el capo de la mafia de Filadelfia, y más tarde para Phil Testa, su sucesor. Ahsberry mismo se había juntado con un grupo de bravucones, había hecho dinero a cuchillo y a golpes, y había hecho otras cosas que, de no haberse asegurado de que estaban enterradas para siempre, podrían haber regresado del pasado para amenazarle. Pero con poco más de veinte años tuvo la presencia de ánimo como para darse cuenta de que, si seguía haciendo de prestamista y rompiendo cabezas para conseguir dinero a cambio de protección y vagando en Filadelfia por las calles Dickson y Reed, su única recompensa sería el cambio de una hamburguesa y un tiro en la cárcel. Si hacía más o menos lo mismo en el mundo de los negocios, pasando el rato en el sur de Broadway y en el norte del West Side de Manhattan, se haría rico de cojones y tendría sus buenas oportunidades en Albany o Washington. Y hasta podría ocupar el puesto de Frank Rizzo. ¿Por qué no?

De modo que iba de noche a la Facultad de Derecho, tenía su licencia de agente inmobiliario y más tarde consiguió un trabajo en el Banco Sanford, primero en la caja y luego logrando ascensos de rango a rango. Y, en efecto, empezó a hacer dinero, lentamente al principio, y luego en flujo constante. Pronto llegó a ser el director de la sucursal más importante del banco, la de las operaciones inmobiliarias, aplastando a sus competidores -tanto dentro como fuera del banco- con su manera peculiar de afrontar los negocios. En aquel momento consiguió con malas artes el puesto de director de la Fundación Sanford, el lado filantrópico del banco, que era, según se informó, el mejor modo de establecer contactos políticos.

Otra ojeada al horizonte de Jersey, otro momento de debate, frotándose compulsivamente el muslo con la mano, macizo por sus sesiones de tenis, jogging, golf, vela. ¿Sí o no?

Vida y muerte…

Calculando, con un pie puesto para siempre en la calle 17 del sur de Filadelfia, Bill Ashberry jugaba con tipos peligrosos.

Por ejemplo, con hombres como Thompson Boyd.

Ashberry había conseguido el nombre del asesino a sueldo a través de un pirómano que había cometido el error de reducir a cenizas una de las propiedades comerciales de Ahsberry -y le cogieron mientras lo hacía- hacía unos años. Cuando Ashberry se dio cuenta de que tenía que matar a Geneva Settle, contrató a un detective privado para que localizara al pirómano, que estaba en libertad condicional, y le había pagado 20.000 dólares para que le pusiera en contacto con un asesino a sueldo. Ese hombre desaliñado (por el amor de Dios, llevaba un peinado imposible) había sugerido a Boyd. Ahsberry había quedado impresionado con la elección. Boyd daba verdadero miedo, pero no a la manera exagerada del sur de Filadelfia. Lo que resultaba espeluznante era el hecho de que fuera tan calmado, tan frío. No había ni un atisbo de emoción en sus ojos y nunca se le escapaba un «gilipollas» o un «joder».

El banquero le había explicado lo que necesitaba y habían acordado el pago: un cuarto de millón de dólares (ni siquiera esa cantidad había despertado en Boyd el más mínimo gesto; parecía más interesado -tampoco podría decirse que ansioso- ante la perspectiva de matar a una jovencita, como si nunca hubiera hecho algo así antes).

Durante un tiempo pareció que las cosas le saldrían bien a Boyd y que la chica moriría, y con eso se resolverían todos los problemas de Ashberry.

Pero luego vino el desastre: Boyd y su cómplice, esa tal Frazier, estaban en la cárcel.

De ahí el dilema: sí, no… ¿Debería matar él mismo a Geneva?

Con su peculiar manera de enfrentarse a los negocios, consideró los riesgos.

A pesar de su personalidad de zombi, Boyd había sido tan sagaz como aterrador. Conocía el negocio de la muerte, también sabía de investigación de homicidios y cómo manejar los móviles para enviar a la policía en la dirección equivocada. Había utilizado varios móviles falsos para despistar a los agentes. En primer lugar, un intento de violación; pero eso no había funcionado. El segundo era más sutil. Había plantado unas semillas que estaba seguro, por los tiempos que corrían, de que crecerían bien: la conexión terrorista. Él y su cómplice habían encontrado a un pobre inútil que repartía comida de Oriente Próximo a carritos y restaurantes cerca de una joyería. El edificio estaba enfrente de donde Geneva Settle debía ser asesinada. Boyd había localizado el restaurante para el que trabajaba y había revisado el sitio y conseguido saber cuál era su furgoneta. Boyd y su compañera habían dejado una serie de pistas para hacer creer que el pobre árabe era un terrorista a punto de cometer un atentado y quería matar a Geneva porque ella le había visto planear el ataque.

Boyd se había tomado la molestia de robar pedazos de papel de oficina de la basura en la parte de atrás de la joyería. Había dibujado un mapa en una hoja, y en otra había escrito una nota acerca de la chica en un inglés teñido de árabe (una página web de lengua árabe había sido de gran ayuda en ese punto), para engañar a los policías. Boyd iba a dejar esas notas cerca del escenario del crimen, pero resultó mejor aún; la policía las había hallado en el escondite de Boyd antes de que él lograra colocarlas, lo que daba aún mayor credibilidad a la conexión terrorista. Habían utilizado comida de Oriente Próximo como pistas y hecho falsas amenazas de bombas al FBI desde teléfonos públicos de la zona.

Boyd no pensaba continuar con esa farsa. Pero después una maldita policía -la detective Sachs- había aparecido por la fundación ¡para rebuscar en sus archivos! Ashberry aún recordaba cuánto había tenido que esforzarse en mantener la calma, hablando de nimiedades con la bonita pelirroja y ofreciéndole la posibilidad de que ella misma revisara los archivos. Había necesitado mucha fuerza de voluntad para no bajar él y preguntarle como el que no quería la cosa qué estaba buscando. Pero había demasiado riesgo de que eso levantara sospechas. Se había mostrado conforme con que ella se llevara algunos materiales y cuando examinó los archivos, después de que ella se fuera, no encontró nada que pareciera preocupante.

Sin embargo, su mera presencia en la fundación y el hecho de que quisiera examinar algunos materiales sugería al banquero que los policías no habían mordido el anzuelo del móvil terrorista. Ashberry había llamado a Boyd y le había ordenado hacer más creíble la historia. El asesino había comprado una bomba al pirómano que había puesto a Ashberry en contacto con él. Había plantado el dispositivo en la furgoneta, junto con una carta desafiante para el Times acerca de los sionistas. Boyd había sido arrestado justo después de esto, pero su compañera -la mujer negra de Harlem- había hecho detonar la bomba, y finalmente la policía había entendido el mensaje: terrorismo.

Y como aquel inútil estaba muerto, le habían quitado la protección a la chica.

Ésta fue la oportunidad de Alina Frazier para acabar con el encargo.

Pero la policía la había desenmascarado también, y la había detenido.

Ahora, la gran pregunta era: ¿creería la policía que la amenaza para la chica se había diluido finalmente, al haber muerto el cerebro, y habiendo sido detenidos los dos asesinos a sueldo?

Pensó que no estarían convencidos por completo, pero bajarían la guardia.

¿Cuál sería, entonces, el riesgo si él mismo seguía adelante?

Mínimo, se dijo.

Geneva Settle tenía que morir. Necesitaba sólo una oportunidad. Boyd había dicho que la chica había dejado la casa de West Harlem y estaba ahora en otro sitio. La única conexión de Ashberry era el instituto. Se levantó, salió de la oficina y tomó el ornamentado ascensor para dirigirse a la planta baja. Luego caminó hasta Broadway y buscó una cabina. («Siempre cabinas, nunca líneas privadas. Y nunca jamás móviles». Gracias, Thompson).

Consiguió el número en la guía telefónica, y lo marcó.

– Instituto Langston Hughes -respondió una mujer.

Echó un vistazo al lateral de un camión de un comercio al por menor de por allí cerca y luego dijo a la recepcionista:

– Habla el detective Steve Macy, del departamento de policía. Me gustaría hablar con la persona responsable.

Unos momento después le comunicaron con el subdirector.

– ¿Qué desea? -preguntó, preocupado, el hombre. Ashberry oía muchas voces de fondo. (El empresario no guardaba buen recuerdo de su época de estudiante).

Se identificó una vez más y añadió:

– Estoy siguiendo un incidente relacionado con una de sus alumnas, Geneva Settle.

– Sí, claro, ella fue testigo de algo, ¿no?

– Sí. Necesito llevarle algunos papeles esta tarde. El fiscal del distrito formulará cargos contra algunas de las personas involucradas en el caso y necesitamos su firma en la declaración. ¿Puedo hablar con ella?

– Claro, espere un momento. -Una pausa mientras el subdirector preguntaba a alguien de la habitación qué horario tenía la chica. A Ahsberry le pareció oír que estaba ausente. El hombre volvió al aparato-. Hoy no está en el instituto. Volverá el lunes.

– ¿Está en casa?

– Espere un momento…

Otra voz le sugería algo al subdirector.

Por favor, pensaba Ashberry…

El hombre regresó a la línea.

– Una de sus profesoras cree que hoy por la tarde estará en Columbia, trabajando en un proyecto.

– ¿La universidad?

– Sí. Pregunte por el profesor Mathers. No sé cuál es su nombre, lo siento.

El subdirector parecía preocupado, pero para asegurarse de que el hombre no llamaría a la policía para comprobar su identidad, Ashberry dijo como no dándole importancia:

– Ya sabe, simplemente llamaré a los oficiales que la están custodiando. Gracias.

– Claro, hasta luego.

Ashberry colgó y se quedó allí, mirando la calle ajetreada. Él sólo quería la dirección de la chica, pero podría funcionar mejor, a pesar de que el subdirector no se sorprendió cuando Ashberry mencionó a los guardias, lo que significaba que alguien estaría aún protegiéndola. Tendría que tomar en cuenta ese hecho. Llamó a la centralita de Columbia y le dijeron que el horario de ese día del profesor Mathers era de una a seis.

¿Cuánto tiempo estaría allí Geneva?, se preguntó Ashberry. Confiaba en que permaneciera allí casi todo el día; él tenía mucho que hacer.


Esa tarde, a las cuatro y media, William Ashberry cruzaba Harlem en su BMW M5, mirando alrededor. No pensaba en aquel sitio en términos culturales o raciales. Lo veía como una oportunidad. Para él, el valor de un hombre estaba determinado por su habilidad para pagar a tiempo sus deudas, en particular y desde una perspectiva egoísta, la habilidad de un hombre para pagar el alquiler o la hipoteca de alguno de los proyectos de rehabilitación que el Banco Sanford tenía en marcha en Harlem. Que el prestatario fuera negro o hispano o blanco o asiático, traficante o ejecutivo publicitario… carecía de importancia. A condición de que todos los meses firmara el cheque.

En aquel instante, en la calle 125, pasaba ante uno de los edificios que su banco estaba rehabilitando. Habían quitado los graffitis, el interior estaba destripado y había un montón de materiales en el piso inferior. Los antiguos inquilinos habían recibido incentivos para trasladarse a otro sitio. A algunos reacios se les había «urgido» a hacerlo y habían entendido el aviso. Muchos de los nuevos inquilinos habían firmado arrendamientos altos, aun cuando faltaran seis meses para que se terminara la construcción.

Dobló hacia una calle comercial, llena de gente, mirando a los vendedores. No era lo que necesitaba. El banquero continuó su búsqueda, la última tarea de una tarde que había sido frenética, por decirlo suavemente. Después de salir de su oficina en la Fundación Sanford había conducido a toda velocidad a su casa de fin de semana de Nueva Jersey. Allí había abierto el armario de las armas y había cogido su escopeta de dos cañones. En la mesa de trabajo del garaje había serrado los cañones, recortando el arma hasta una longitud aproximada de 45 centímetros: una tarea sorprendentemente dura, que le había costado media docena de cuchillas eléctricas. Tiró el doble cañón en el pozo que había detrás de la casa; luego hizo un alto y miró a su alrededor, pensando que allí, en el plazo de un año, se casaría su hija tras graduarse en Vassar.

Permaneció allí durante un buen rato, con la mirada perdida en el sol que se reflejaba en el agua fría y azul. Luego había cargado la escopeta recortada y la había metido, junto con una docena de proyectiles, en una caja de cartón, cubriéndola con algunos libros viejos, periódicos y revistas. No necesitaría más accesorios; el profesor y Geneva no vivirían lo suficiente para mirar dentro de la caja.

Vestido con un traje y una chaqueta deportiva mal combinados, el pelo hacia atrás, con gafas compradas en una farmacia -el mejor disfraz que se le ocurrió-, Ashberry había cruzado el puente de George Washington a toda prisa y había entrado en Harlem, en donde se encontraba en aquellos momentos, buscando el último elemento del drama.

Ajá, allí…

El banquero aparcó y salió del coche. Caminó hasta un vendedor ambulante de la Nación del Islam y compró un sombrero islámico, sin que el hombre mostrara el menor atisbo de sorpresa. Ashberry, que cogió el sombrero con una mano enguantada (gracias otra vez, Thompson), regresó al coche. Cuando le pareció que no miraba nadie, se agachó y frotó el sombrero en el suelo de la cabina telefónica, donde suponía que habría estado de pie una buena cantidad de personas en los días anteriores. Al sombrero se adherirían suciedad y otras pruebas -idealmente uno o dos pelos- que darían a la policía aún más pistas falsas hacia la conexión terrorista. Frotó el interior del gorro contra el auricular del teléfono para recoger saliva y sudor para futuras pruebas de ADN. Deslizó el gorro dentro de la caja con el arma, las revistas y los libros, se montó en el coche y condujo hacia Morningside Heights y hacia el campus de Columbia.

Pronto dio con el viejo edificio de la facultad donde estaba la oficina de Mathers. El ejecutivo divisó un patrullero aparcado en la puerta, un oficial sentado en el asiento delantero, observando atentamente la calle. De modo que sí que tenía escolta.

No le preocupaba mucho. Había sobrevivido a situaciones más difíciles en las calles del sur de Filadelfia y en las salas de juntas de Wall Street. La sorpresa era la mejor carta, se pueden superar los inconvenientes más abrumadores si uno hace algo inesperado.

Continuó por la calle, hizo un giro y aparcó detrás del edificio. El coche quedó en un lugar discreto y en dirección hacia la autopista para asegurar una rápida escapada. Descendió y miró a su alrededor. Sí, podría funcionar, podría acercarse a la oficina por un lateral, luego deslizarse por la puerta principal cuando el oficial estuviera mirando a otro lado.

Para salir, había una puerta trasera en el edificio. Y dos ventanas en el nivel de la calle. Si el policía corría dentro del edificio al escuchar los disparos, Ashberry podría dispararle desde una de las ventanas del frente. En cualquier caso tendría tiempo suficiente de arrojar el gorro árabe como prueba y alcanzar su coche antes de que llegasen otros policías.

Encontró una cabina telefónica. Llamó a la centralita de la universidad.

– Universidad de Columbia -respondió una voz.

– Con el profesor Mathers, por favor.

– Un momento.

Una voz con inflexión negra respondió:

– ¿Hola?

– ¿Profesor Mathers?

– Exacto.

De nuevo con el nombre de Steve Macy, Ashberry explicó que era un autor de Filadelfia que estaba haciendo una investigación en la Biblioteca Lehman, el complejo de Columbia dedicado a las ciencias sociales y al periodismo. (La Fundación Sanford había dado mucho dinero a bibliotecas y colegios como ésos. Ashberry había obtenido algunos beneficios de esa colaboración: podía describirlo si se lo requerían). Entonces dijo que uno de los bibliotecarios había oído que Mathers estaba investigando sobre la historia de Nueva York en el siglo XIX, en particular la época de la reconstrucción. ¿Era cierto?

El profesor lanzó una risa de sorpresa.

– Sí, en efecto. Pero no es para mí. Estoy ayudando a una estudiante de instituto. Ella está conmigo en este momento.

Gracias a Dios. La chica aún estaba allí. Puedo terminar con todo ahora y seguir con mi vida.

Ashberry dijo que había traído bastante material de Filadelfia. ¿Les interesaría, a su alumna y a él, echar un vistazo al material?

El profesor dijo que por supuesto, se lo agradeció y le preguntó cuándo le vendría bien pasarse por allí.

Cuando tenía diecisiete años, Billy Ashberry mantuvo un cúter contra el muslo de un viejo tendero para recordarle que el pago por la protección había vencido hacía tiempo. Le cortaría un centímetro por cada día de pago vencido, a menos que saldara la deuda al instante. Su voz era tan serena entonces como en ese momento, cuando le dijo a Mathers:

– Me voy esta noche, pero podría acercarme ahora. Puede hacer una copia si lo desea. ¿Tiene una fotocopiadora?

– Sí, claro.

– Estaré allí en unos minutos.

Colgaron. Ashberry buscó en la caja y quitó el seguro de la escopeta. Luego levantó la caja y se encaminó hacia el edificio, entre un remolino de hojas de otoño que giraban en pequeños círculos con la fresca brisa.

CAPÍTULO 40

– ¿Profesor?

– ¿Usted es Steve Macy? -El desaliñado profesor, que lucía una pajarita y una chaqueta de tweed, estaba sentado detrás de un montón de papeles que tapaba su escritorio.

Sonrió.

– Sí, señor.

– Soy Richard Mathers. Ella es Geneva Settle.

Una pequeña adolescente, con la piel tan oscura como la del profesor, lo recorrió con la mirada y le saludó con la cabeza. Luego clavó los ojos en la caja que él acarreaba. Era tan joven. ¿Podría realmente matarla?

Luego, una imagen de la boda de su hija en su casa de veraneo se le cruzó por la cabeza, seguida de una serie de pensamientos rápidos: el Mercedes AMG que quería su esposa, su afiliación al campo de golf de Augusta, los planes de ese día para cenar en L'Étoile, al que The New York Times acababa de dar tres estrellas.

Esas imágenes contestaron la pregunta.

Ashberry colocó la caja en el suelo. No había policías dentro, se fijó con alivio. Le dio la mano a Mathers. Y pensó: «Maldición, pueden sacar huellas dactilares de la piel». Después de los disparos tendría que tomarse un tiempo para limpiar las manos del hombre. (Recordó lo que le había dicho Thompson Boyd: cuando llega la hora de la muerte, hay que seguir a rajatabla las reglas, o dejar el trabajo).

Ashberry sonrió a la chica. No le dio la mano. Miró a su alrededor, analizando los ángulos.

– Lamento el desorden -dijo Mathers.

– Mi despacho no está mucho mejor -dijo él con una leve risa. La habitación estaba llena de libros, revistas y montones de fotocopias. En la pared había varios diplomas. Resultó que Mathers no era profesor de historia, sino de derecho. Y al parecer uno bastante conocido. Ashberry estaba mirando una fotografía del profesor con Bill Clinton y otra con el alcalde Giuliani.

Al ver esas fotos, el remordimiento volvió a brotarle en la conciencia, pero ahora no era más que un punto minúsculo en la pantalla. Ashberry se sentía tranquilo pensando que estaba en el cuarto con dos personas muertas.

Conversaron durante unos minutos; Ashberry hablaba vagamente sobre escuelas y bibliotecas de Filadelfia, evitando cualquier comentario sobre la investigación. Siguió a la ofensiva y preguntó al profesor:

– ¿Qué es exactamente lo que está investigando?

Mathers le señaló a la chica, que explicó que estaban tratando de dar con su ancestro, Charles Singleton, un liberto.

– Era bastante extraño -dijo ella-. La policía creía que había alguna conexión entre él y unos crímenes que acaban de suceder. Pero resultó que era algo disparatado, vamos, que estaban equivocados. Pero todos tenemos curiosidad por saber qué fue de él. Nadie parece saberlo.

– Echemos un vistazo a lo que usted ha traído -dijo Mathers, haciendo sitio en una mesa de centro frente a su escritorio-. Traeré otra silla.

Éste es el momento, pensó Ashberry. El corazón empezó a latirle con fuerza. Entonces recordó la navaja deslizándose dentro de la carne del muslo del tendero, cortando cuatro centímetros por los cuatro días que no había pagado, mientras casi ni oía los gritos del hombre.

Rememoró todos los días de romperse la espalda trabajando para llegar donde había llegado.

Recordó los ojos muertos de Thompson Boyd.

Se tranquilizó de inmediato.

En cuanto Mathers salió al pasillo, el banquero echó un vistazo a la ventana. El policía aún estaba en el coche, a unos ciento cincuenta metros, y el edificio era tan sólido que lo más probable era que no oyese los disparos. Con el escritorio entre él y Geneva, se agachó, rebuscando entre los papeles. Cogió la escopeta.

– ¿Ha encontrado alguna fotografía? -preguntó Geneva-. La verdad es que me gustaría ver cómo era el barrio por aquel entonces.

– Tengo algunas, creo.

Mathers regresaba.

– ¿Café? -dijo desde el pasillo.

– No, gracias.

Ashberry se volvió hacia la puerta.

¡Ahora!

Comenzó a incorporarse, sacando el arma de la caja y manteniéndola fuera del alcance de los ojos de Geneva.

Apuntó a la puerta, con el dedo en el gatillo.

Pero algo iba mal, Mathers no aparecía.

Fue entonces cuando Ashberry sintió que algo metálico le tocaba en la oreja.

– William Ashberry, queda usted detenido. Tengo un arma. -Era la voz de la chica, pero con un sonido diferente, una voz de adulta-. Ponga el arma en el escritorio. Despacio.

Ashberry se quedó helado.

– Pero…

– La escopeta. Déjela ahí. -La chica hizo presión con la pistola en la cabeza del banquero-. Soy oficial de policía. Y haré uso de mi arma de fuego.

Oh, Dios, no… ¡Todo era una trampa!

– Será mejor que haga lo que ella le dice. -Éste era el profesor, pero, por supuesto, no se trataba de Mathers. También era un agente encubierto, un policía que fingía ser el profesor. Miró a un lado. El hombre había regresado a la oficina por una puerta lateral. De su cuello colgaba una tarjeta de identificación del FBI. Él también sostenía una pistola. ¿Cómo diablos habían llegado hasta él?, se preguntaba Ashberry con fastidio.

– Y no mueva el cañón del arma ni el más mínimo milímetro. ¿Estamos todos de acuerdo?

– No volveré a decírselo -dijo la chica con voz serena-. Llágalo ahora mismo.

Ashberry pensó en su abuelo, el gánster, pensó en el tendero que gritaba, pensó en la boda de su hija.

¿Qué haría Thompson Boyd?

Sigue las reglas al pie de la letra y date por vencido.

De ninguna manera. Ashberry se acuclilló y dio media vuelta, como un rayo, alzando el arma.

– ¡No lo haga! -gritó alguien.

Fueron las últimas palabras que oyó.

CAPÍTULO 41

– ¡Qué vistas! -dijo Thom.

Lincoln Rhyme echó una ojeada por la ventana hacia el río Hudson, las rocas de los acantilados de la otra orilla y las lejanas colinas de Nueva Jersey. Puede que también Pensilvania. Se volvió de inmediato; la expresión de su cara delataba que las vistas panorámicas, al igual que la gente que las apreciaba, le aburrían sobremanera.

Estaban en la oficina de William Ashberry en la Fundación Sanford, en el último piso de la mansión Hiram Sanford en la calle 82 del West Side. Wall Street aún estaba digiriendo las noticias del hombre muerto y su relación con una serie de crímenes sucedidos en los últimos días. Ése no era motivo para que la comunidad financiera interrumpiera sus actividades; comparado con, digamos, las traiciones de ejecutivos hechas a los accionistas y empleados de Enron y Global Crossing, la muerte de un ejecutivo deshonesto de una compañía rentable no era una noticia interesante.

Amelia Sachs ya había revisado la oficina y extraído pruebas que conectaban a Ashberry con Boyd, y había clausurado algunas partes de la habitación. La reunión ocurría en un área limpia, provista de ventanas con vidrieras y paneles de palisandro.

Sentados junto a Rhyme y Thom estaban Geneva Settle y el procurador Wesley Goades. A Rhyme le divertía la idea de haber contemplado durante unos momentos la posibilidad de que Goades estuviera implicado en el caso, debido a su inmediata aparición en el apartamento de Rhyme, buscando a Geneva, y la relación de la Decimocuarta Enmienda con la intriga; el abogado habría tenido una razón de peso para asegurarse de que nada pusiera en peligro un arma importante para los libertarios civiles. Rhyme se había preguntado si quizá la lealtad del hombre respecto a sus antiguos jefes de la compañía aseguradora le habría llevado a traicionar a Geneva.

Pero Rhyme no había hablado con nadie de sus sospechas respecto al abogado y por eso no había necesidad de disculpas. Después de que Rhyme y Sachs hubieran descubierto que el caso había tomado una dirección inesperada, el criminalista había sugerido contratar a Goades para lo que vendría después. Geneva Settle, por supuesto, era totalmente partidaria de que le contrataran.

Al otro lado de la mesita de mármol estaban Gregory Hanson, presidente del Banco y Fondo de Inversiones de Sanford, su secretaria, Stella Turner, y el socio mayoritario del bufete de abogados de Sanford, un elegante abogado que rondaba los cuarenta llamado Anthony Cole. Rezumaban una inquietud colectiva que, según creía Rhyme, debía de haber surgido el día anterior por la tarde cuando él llamó a Flanson para proponerle una reunión en la que discutir el «asunto Ashberry».

Hanson se mostró de acuerdo, pero se apresuró a añadir con desaliento que estaba tan impactado como cualquiera por la muerte del hombre durante el tiroteo en la Universidad de Columbia días antes. No sabía nada del asunto -tampoco del robo a una joyería ni de un ataque terrorista-, excepto lo que había leído en las noticias. ¿Qué era exactamente lo que querían Rhyme y la policía?

Rhyme había respondido con la típica jerga policíaca:

– Sólo respuestas a un par de preguntas rutinarias.

Una vez intercambiados los cumplidos de rigor, Hanson preguntó:

– ¿Puede decirnos de qué se trata todo esto?

Rhyme fue directo al grano: explicó que William Ashberry había contratado a Thompson Boyd, un asesino a sueldo, para matar a Geneva Settle.

Tres miradas horrorizadas a la delgada chica que tenían enfrente. Ella los miró uno a uno con calma.

El criminalista continuó diciendo que para Ashberry era vital que nadie supiera la razón de que quisiera matar a la chica, de manera que él y Boyd habían preparado varios móviles falsos para el asesinato. Originalmente, estaba planeado que el asesinato pareciera una violación. Pero Rhyme había visto de inmediato que, mientras continuaban con la búsqueda del asesino, él y su equipo habían hallado lo que parecía ser la verdadera razón del crimen: que Geneva podía identificar a un terrorista que planeaba un ataque.

– Pero teníamos ciertos problemas con eso: la muerte del terrorista debería haber terminado con la necesidad de matar a Geneva. Pero no fue así. La compañera de Boyd lo había intentado de nuevo. ¿Qué estaba pasando? Investigamos al hombre que vendió la bomba a Boyd, un pirómano de Nueva Jersey. El FBI le arrestó. Había algunas facturas entre sus objetos personales que se relacionaban con el escondite de Boyd. Eso le hacía cómplice de asesinato y solicitó un abogado. Nos dijo que había puesto a Ashberry en contacto con Boyd y…

– Pero la cuestión del terrorismo -dijo escéptico el abogado del banco, con una risa mordaz-. ¿Bill Ashberry con terroristas? No…

– Enseguida llegamos a eso -dijo Rhyme con la misma mordacidad. Puede que con más. Prosiguió su explicación: la declaración del fabricante de bombas no era suficiente para autorizar el arresto de Ashberry. De modo que Rhyme y Sellitto decidieron que había que hacer que él se moviera. Pusieron un subdirector en el instituto de Geneva, un hombre que se hizo pasar por subdirector. A cualquiera que llamase preguntando por Geneva debían decirle que estaba en Columbia con un profesor de la Facultad de Derecho. El verdadero profesor había estado de acuerdo no sólo en que usaran su nombre, sino también su propia oficina. Fred Dellray y Jonette Monroe, la chica que había hecho de pandillera en el instituto de Geneva, estaban más que contentos de representar los papeles de alumna y profesor. Habían hecho un trabajo rápido, hasta compuesto algunas fotografías de Dellray con Bill Clinton y Rudy Giuliani para asegurarse de que Ashberry no sospechara el engaño y huyera.

Rhyme explicó estos sucesos a Hanson y Cole, y añadió algunos detalles del intento de asesinato en la oficina de Mathers.

Sacudió la cabeza.

– Tendría que haber imaginado que el sujeto tenía algunas conexiones con un banco. Había sido capaz de retirar grandes sumas de dinero y adulterado los respectivos extractos de cuenta. Pero -Rhyme hizo una seña al abogado-, ¿qué diablos se traía entre manos? Según tengo entendido, los episcopalianos no son un buen caldo de cultivo para el terrorismo fundamentalista.

Nadie sonrió. Rhyme pensó: «Banqueros, abogados: no tienen ningún sentido del humor». Continuó:

– Entonces volví a las pruebas y vi algo que me preocupó: no había ningún transmisor para detonar la bomba. Tendría que haber aparecido entre los restos de la furgoneta, pero no estaba.

»¿Por qué no estaba? Una conclusión era que Boyd y su ayudante habían colocado la bomba y se habían quedado el transmisor para matar al árabe repartidor de comida como maniobra de distracción, con el fin de mantenernos alejados del verdadero motivo para matar a Geneva.

– De acuerdo -dijo Hanson-. ¿Cuál era el motivo real?

– Tuve que reflexionar mucho sobre ello. En un principio pensé que tal vez Geneva había visto cómo desalojaban ilegalmente a unos inquilinos mientras ella quitaba graffitis de algún viejo edificio para un promotor. Pero comprobé lo que había ocurrido y me encontré con que el Banco Sanford no estaba relacionado con esos edificios. De modo que, ¿dónde nos dejaba eso? Lo único que podía hacer era volver a aquello en lo que habíamos pensado originalmente…

Les explicó que Boyd había robado un número de la revista Coloreds' Weekly Illustrated.

– Había olvidado que alguien había seguido el rastro de la revista antes de que Geneva supuestamente hubiera visto la furgoneta y al terrorista. Pensé que Ashberry había tropezado con el artículo cuando la Fundación Sanford restauró las dependencias de sus archivos el mes pasado. Y que luego investigó un poco más y encontró algo de verdad preocupante, algo que podía arruinar su vida. Se deshizo de la copia perteneciente a la fundación y decidió que debía destruir to dos los ejemplares de la revista. En las últimas semanas había encontrado la mayoría de los ejemplares. Pero había una que faltaba en la zona: el bibliotecario del Museo de Cultura e Historia Afroamericana en el Midtown había pedido el número al almacén y debió de haber dicho a Ashberry que, casualmente, había una chica interesada en el mismo tema. Ashberry sabía que debía destruir el artículo y matar a Geneva, junto con el bibliotecario, porque ése podría relacionarlos.

– Pero sigo sin entender por qué -dijo Cole, el abogado. Su sarcasmo había florecido y dado paso a la pura irritación.

Rhyme les explicó cuál era la última pieza del rompecabezas. Les relató la historia de Charles Singleton, la granja que su amo le había dado y el robo al Fondo para los Libertos, y el hecho de que el antiguo esclavo tuviera un secreto.

Ésa era la respuesta de por qué habían tendido una trampa a Charles en 1868. Y la respuesta de por qué Ashberry tenía que matar a Geneva.

– ¿Un secreto? -preguntó Stella, la secretaria.

– Sí, un secreto. Finalmente entendí de qué se trataba. Recordé algo que el padre de Geneva me había contado. Dijo que Charles había enseñado en una escuela de africanos libres cerca de su casa y que vendía sidra a los trabajadores que fabricaban embarcaciones junto a la carretera. -Rhyme sacudió la cabeza-. Asumí algo sin pensar. Sabíamos que tenía la granja en el Estado de Nueva York… lo que era cierto. Sólo que no estaba en la parte norte del Estado, como había creído hasta entonces.

– ¿No? ¿Dónde estaba? -preguntó Hanson.

– Fácil de imaginar -continuó Rhyme-, si se tiene en cuenta que hasta finales del siglo XIX había granjas aquí en la ciudad.

– ¿Quiere decir que la granja estaba en Manhattan? -preguntó Stella.

– No sólo eso -dijo Rhyme, permitiéndose un tono coloquial-. Estaba exactamente debajo de este edificio.

CAPÍTULO 42

Hallamos un dibujo de Gallows Heights de la década de 1800 que muestra tres o cuatro grandes haciendas, llenas de árboles. Una de ellas ocupaba esta manzana y las de alrededor. Enfrente había una escuela de africanos libres. ¿Pudo haber sido su escuela? ¿Y sobre el río Hudson? -Rhyme echó un vistazo por la ventana-. Allí mismo, en la calle 81, había un muelle de secado y un astillero. ¿Podían ser ésos los trabajadores a quienes Charles vendía la sidra?

»Pero la finca, ¿era suya? Sólo había una manera de averiguarlo. Thom fue a la oficina catastral de Manhattan y encontró el registro de una escritura de cesión del amo de Charles en beneficio de Charles. Sí, lo era. Entonces todo lo demás encajó. Todas las referencias que encontramos sobre reuniones en Gallows Heights con políticos y líderes de los derechos civiles. Era la casa de Charles donde se reunían. Ése era su secreto: que era dueño de seis hectáreas de la mejor tierra de Manhattan.

– ¿Pero por qué era un secreto?

– No se atrevía a decirle a nadie que era el dueño. Por mucho que quisiera. Por eso estaba tan atormentado: estaba orgulloso de tener una gran finca en la ciudad. Creía que podría ser un modelo para otros libertos. Mostrarles que podían ser tratados como hombres íntegros, respetados. Que podían ser dueños de la tierra y labrarla, ser miembros de la comunidad. Pero había visto los disturbios, los linchamientos de negros, los incendios provocados. De modo que él y su esposa fingieron ser los cuidadores del lugar. Temía que alguien pudiera descubrir que un liberto poseía una gran parcela de la mejor tierra y destruirla. O, más con mayor probabilidad, robársela.

– Que es exactamente lo que ocurrió -dijo Geneva.

Rhyme siguió adelante:

– Cuando Charles fue condenado le confiscaron todas sus propiedades, incluyendo la granja, y las vendieron… Ahora bien, eso es una bonita teoría: quitar de en medio a alguien con cargos falsos para robarle la propiedad. ¿Pero había alguna prueba? Buscar una era mucho pedir después de ciento cuarenta años, hablando de casos desestimados… Pues bien, había pruebas. Las cajas fuertes Exeter Strongbow, del tipo de la que se acusó a Charles de forzar en el Fondo para los Libertos, se fabricaban en Inglaterra. De modo que llamé a un amigo de Scotland Yard. Habló con un cerrajero forense, que dijo que era imposible abrir una Exeter del siglo XIX con sólo un martillo y un cincel. Hasta con los taladros a vapor de aquella época le hubiera costado entre tres y cuatro horas, y el artículo acerca del robo decía que Charles había estado en el edificio durante veinte minutos.

»Siguiente conclusión: otra persona atracó el lugar, plantó las herramientas de Charles en el escenario del robo y luego sobornó a alguien para que testificara en su contra. Creo que el verdadero ladrón fue el hombre que hallamos enterrado en el sótano de la taberna Potters' Field. -Les habló entonces sobre el anillo de Winskinskie y del hombre que lo llevaba, que era un oficial del corrupto aparato político del Tammany Hall.

– Era uno de los compinches del Boss Tweed. Y otro de ellos era William Simms, el detective que arrestó a Charles. Más tarde Simms fue acusado de soborno y de dejar pruebas falsas en sospechosos. Simms, el hombre Winskinskie, el juez y el fiscal pergeñaron la condena de Charles. Y se quedaron con el dinero del fondo fiduciario que no había sido recuperado.

»De modo que establecimos que Charles era dueño de una bonita hacienda en Gallows Heights y lo quitaron de en medio para que alguien pudiera robársela. -Rhyme enarcó una ceja-. ¿La siguiente pregunta lógica? ¿La importante?

Nadie se animó.

– Es obvia: ¿quién diablos era el criminal? -dijo Rhyme-. ¿Quién robó a Charles? Dado que el móvil era robarle la finca, todo lo que tuve que hacer era ver a manos de quién había pasado el título de propiedad de la tierra.

– ¿Quién era? -preguntó Hanson, preocupado y al parecer fascinado con aquel drama histórico.

La secretaria se colocó la falda y se aventuró a decir:

– ¿El Boss Tweed?

– No. Fue un colega suyo. Un hombre a quien se veía habitualmente en la taberna de Potters' Field, junto con algunas otras figuras notorias de aquellos tiempos: Jim Fisk, Jay Gould y el detective Simms. -Miró a cada uno de los reunidos al otro lado de la mesa-. Su nombre era Hiram Sanford.

La mujer parpadeó.

– El fundador de nuestro banco -dijo después de un momento.

– El mismo y nadie más.

– Eso es ridículo -dijo Cole, el abogado-. ¿Cómo pudo hacerlo? Era uno de los pilares de la sociedad de Nueva York.

– ¿Como William Ashberry? -preguntó con sarcasmo el criminalista-. El mundo de los negocios no era muy diferente de lo que es ahora. Mucha especulación financiera: una de las cartas de Charles cita al Tribune de Nueva York refiriéndose a las «burbujas explosivas» de Wall Street. Los ferrocarriles eran las compañías de Internet de aquel tiempo. Sus acciones estaban sobrevaloradas y quebraron. Es probable que Sanford perdiera su fortuna cuando eso ocurrió y Tweed aceptó darle un aval. Pero, siendo Tweed, trató de usar el dinero de otro para hacerlo. De modo que los dos se quitaron de en medio a Charles, y Sanford compró el huerto en una subasta amañada por una mínima parte de su valor. Echó abajo la casa de Charles y construyó su mansión sobre ella, aquí mismo en donde estamos sentados ahora. -Y señaló con la cabeza hacia las manzanas de alrededor-. Y más tarde él y sus herederos explotaron la tierra o la fueron vendiendo poco a poco.

– ¿Charles no dijo que era inocente? ¿No contó lo que había ocurrido? -preguntó Hanson.

Rhyme se mofó.

– ¿Un liberto contra el aparato antinegro del Tammany Hall Democratic? ¿Cómo habría podido funcionar? Además, él había matado al hombre en la taberna.

– Entonces era un asesino -señaló rápidamente el abogado, Cole.

– Por supuesto que no -le espetó Rhyme-. Necesitaba a ese Winskinskie con vida, para probar su inocencia. El asesinato fue en defensa propia. Pero Charles no tuvo otra elección que enterrar el cuerpo y ocultar el tiroteo. Si le descubrían, le colgaban.

Hanson sacudió la cabeza.

– Hay una cosa que no tiene sentido. ¿Por qué habría de afectar a Bill Ashberry lo que hizo Hiram Sanford? Seguro que es una mala publicidad, el fundador de un banco robándole la propiedad a un liberto. Ésos serían unos feos diez minutos en el telediario de la noche. Pero, francamente, existen expertos que podrían haber borrado las pruebas de un asunto así. No vale la pena matar a nadie por eso.

– Ah -asintió Rhyme-. Muy buena pregunta… Hemos investigado un poco. Ashberry estaba a cargo de la división inmobiliaria, ¿no es así?

– Así es.

– Y si estuviera a punto de quebrar, él habría perdido su trabajo y la mayor parte de su fortuna, ¿no?

– Supongo que sí. ¿Pero por qué iba a quebrar? Es nuestra unidad más rentable.

Rhyme miró a Wesley Goades.

– Su turno.

El abogado echó un vistazo a la gente del otro lado de la mesa, luego bajó la vista. El hombre no podía mirar a nadie a los ojos. Tampoco estaba acostumbrado a dar largas explicaciones como Rhyme, ni a sus digresiones ocasionales. Dijo simplemente:

– Estamos aquí para informarles de que la señorita Settle pretende iniciar una demanda contra su banco para que se le compense de su pérdida.

Hanson arrugó el ceño y miró a Cole, que le observó con comprensión.

– Según los datos que me han dado, hacer una demanda ilegal contra el banco por infligir daño emocional probablemente no llegue muy lejos. Miren, el problema es que el señor Ashberry actuaba por su cuenta, no como empleado del banco. No somos responsables de sus acciones. -Una mirada hacia Goades, que puede que fuera o no condescendiente-. Tal como les dirá su buen consejero. -Y añadió rápidamente, dirigiéndose a Geneva-: Pero entendemos muy bien lo que has pasado. -Stella Turner asintió-. Te compensaremos por ello. -Le ofreció una sonrisa-. Creo que descubrirás que podemos ser muy generosos.

El abogado añadió lo que debía:

– Dentro de lo razonable.

Rhyme observó con atención al presidente del banco. Gregory Hanson parecía un tipo majo. Joven a los cincuenta y de sonrisa fácil. Probablemente era un empresario nato, de ésos que eran jefes y padres de familia decentes, hacían su trabajo competentemente, trabajaban largas horas para los accionistas, volaban en clase económica a expensas de la compañía y recordaban los cumpleaños de sus empleados.

El criminalista casi se sentía mal por lo que se avecinaba.

Wesley Goades, sin embargo, no mostró ningún remordimiento al decir:

– Señor Hanson, los daños de los que hablamos no son por el intento de asesinato de su empleado contra la señorita Settle, tal como nosotros denominamos el hecho, ni tampoco por el «daño emocional». No, su demanda es en representación de los herederos de Charles Singleton, para recobrar la propiedad robada por Hiram Sanford, así como los perjuicios monetarios…

– Un momento -murmuró el presidente, dejando escapar una leve risa.

– … perjuicios equivalentes a los alquileres y ganancias que su banco ha hecho de esta propiedad desde la fecha en que el tribunal transfirió el título. -Consultó un papel-. Es decir, desde el 4 de agosto de 1868. El dinero será puesto en un fondo fiduciario a beneficio de todos los descendientes del señor Singleton, cuya distribución será supervisada por el tribunal. No tenemos aún la cifra exacta. -Finalmente levantó la cabeza y miró a Hanson a los ojos-. Pero un cálculo aproximado arroja una cantidad no inferior a novecientos setenta millones de dólares.

CAPÍTULO 43

– Era por eso por lo que William Ashberry estaba dispuesto a matar -explicó Rhyme-. Para mantener el secreto del robo de la propiedad de Charles. Si alguien lo descubría y sus herederos presentaban una demanda, sería el final de la división inmobiliaria y podría llevar a todo el banco a la quiebra.

– Vamos, eso es absurdo -bramó el abogado desde el otro lado de la mesa. Los dos oponentes legales eran altos y delgados, pero Cole estaba más bronceado. Rhyme intuía que Wesley Goades no iba muy a menudo a las pistas de tenis o a los campos de golf-. Mire a su alrededor. Está todo urbanizado. No queda ni un metro cuadrado libre.

– Nuestra demanda no es por la construcción -dijo Goades, como si esto fuera evidente-. Sólo queremos el título de la tierra, y las rentas que han sido pagadas respecto a ella.

– ¿Por ciento cuarenta años?

– No es problema nuestro el que ésa haya sido la fecha en que Sanford robó a Charles.

– Pero la mayor parte de la tierra está vendida -dijo Hanson-. El banco sólo es dueño de los dos edificios de apartamentos en esta manzana y esta mansión en la que estamos.

– Pues bien, vamos a establecer una acción contable para calcular las ganancias de la propiedad que su banco vendió ilegalmente.

– Pero llevamos más de cien años disponiendo de las parcelas.

Goades habló hacia el extremo de la mesa.

– Lo diré una vez más: ése es su problema, no el nuestro.

– No -les espetó Cole-. Olvídenlo.

– En verdad, la señorita Settle está siendo bastante moderada en su demanda por daños. Tenemos un buen argumento en el hecho de que sin la propiedad de su ancestro, el banco hubiera quebrado en la década de 1860 y que por eso ella estaría facultada para disponer de todas las ganancias del banco a nivel mundial. Pero no buscamos eso. Ella no quiere que los accionistas actuales del banco sufran demasiado.

– Muy generosa -murmuró el abogado.

– Fue decisión suya. Yo estaba a favor de hacerles quebrar.

Cole se inclinó hacia delante.

– Escuche, ¿por qué no se toma una píldora de la realidad aquí mismo? Usted no tiene ningún caso. Para empezar, el plazo para iniciar acciones judiciales ha caducado. Le echarán a puntapiés del tribunal.

– ¿Se han fijado alguna vez -preguntó Rhyme, incapaz de resistirse- cómo la gente siempre se aferra al argumento más débil? Lo siento, discúlpenme la nota al pie.

– En cuanto al código legal -dijo Goades-, podemos argumentar sólidamente que el plazo de prescripción no es válido y estamos completamente facultados a llevar el pleito judicial según los principios de la equidad.

El abogado había explicado a Rhyme que en algunos casos el tiempo límite para presentar una demanda podía ser «doblado» -extendido- si el acusado oculta un crimen, de modo que las víctimas no saben lo que ocurrió, o cuando no están en condiciones de entablar una demanda, como cuando los tribunales y los fiscales actúan en connivencia con el criminal, lo que había ocurrido en el caso de Singleton. Goades reiteró todo esto en la habitación.

– Pero no importa lo que haya hecho Hiram Sanford -señaló el otro abogado-, no tiene nada que ver con mi cliente, el banco actual.

– Hemos seguido la pista de la propiedad del banco hasta el banco original, el Banco y Fondo de Inversiones de Sanford, que fue la entidad que se apropió del título de propiedad de la finca de Singleton. Sanford usó el banco como una tapadera. Lamentablemente… para usted, así es. -Goades dijo esto con tanta alegría como puede hacerlo un hombre que jamás sonríe.

Pero Cole no iba a darse por vencido.

– ¿Y qué pruebas tiene de que la propiedad hubiera pasado de mano en mano a través de la familia? Este Charles Singleton podría haberla vendido por quinientos dólares en 1870 y derrochado el dinero por ahí.

– Tenemos pruebas de que pretendía mantener la finca para su familia. -Rhyme se volvió hacia Geneva-. ¿Qué es lo que decía Charles?

La chica no necesitó valerse de ninguna nota.

– En una carta a su mujer le dice que pretendía que la finca no se vendiera jamás. Dice: «Deseo que esta tierra pase intacta a nuestro hijo y a sus descendientes; los trabajos y los negocios van y vienen, los mercados financieros son caprichosos, pero la tierra es la gran constante de Dios, y nuestra granja, finalmente, traerá a nuestra familia respetabilidad a los ojos de aquellos que ahora no nos respetan. Será la salvación de nuestros hijos, y la de las generaciones venideras».

– Piensen en cómo reaccionará el jurado ante eso. Ni un ojo quedará seco -dijo Rhyme, disfrutando de su papel de animador.

Colérico, Cole se inclinó hacia Goades.

– Sé muy bien lo que está pasando aquí. Están haciendo que parezca que es una víctima. Pero esto no es más que un chantaje. Como todas esas tonterías de reparaciones de esclavitud, ¿no es cierto? Lamento que Charles Singleton fuera un esclavo. Lamento también que él o su padre fueran traídos aquí contra su voluntad. -Cole alzó un brazo como si espantara una abeja y luego se dirigió a Geneva-. Muy bien, señorita, eso pasó hace mucho, mucho tiempo. Mi abuelo murió porque tenía los pulmones negros. Y ya ve usted, yo no he demandado a la carbonera West Virginia Coal and Shale en busca de dinero fácil. Usted y su gente tienen que superarlo. Seguir con sus vidas. Si uno pasa demasiado tiempo…

– Ya está bien -le espetó Hanson. Su secretaria y él miraron al abogado.

Cole se pasó la lengua por los labios y se reclinó nuevamente en el asiento.

– Lo lamento. No pretendía decirlo de esa forma. He dicho «su gente», pero no he querido… -Estaba mirando a Wesley Goades.

Pero fue Geneva quien habló.

– Señor Cole, yo siento lo mismo. Por eso creo en lo que decía Frederick Douglass: «Es posible que la gente no reciba todo aquello por lo que ha trabajado, pero sin duda debe trabajar por todo lo que recibe». Yo tampoco quiero dinero fácil.

El abogado la miró confundido. Luego bajó la vista. Geneva no lo hizo. Y continuó hablando.

– ¿Sabe? He hablado con mi padre acerca de Charles. He descubierto algunas cosas sobre él. Por ejemplo, que su padre fue secuestrado por traficantes de esclavos y separado de su familia en la tierra de los yorubas y enviado a Virginia. El padre de Charles murió cuando tenía cuarenta y dos años porque a su amo le pareció que era más barato comprar uno nuevo, un esclavo más joven, que tratarle la neumonía. He descubierto que a su madre la vendieron a una plantación en Georgia cuando Charles tenía doce años y nunca volvió a verla. Pero, ¿sabe qué? -preguntó ella con calma-. No les pido ni un centavo por esas cosas. No. Es muy sencillo. A Charles le arrebataron algo que amaba. Y haré todo lo que tenga que hacer para que el ladrón pague por ello.

Cole murmuró otra disculpa, pero sus genes legales le impedirían abdicar de la causa de su cliente. Echó un vistazo a Hanson y luego continuó:

– Comprendo lo que dice y ofreceremos un arreglo basado en las acciones del señor Ashberry. Pero con respecto a la demanda de la propiedad, no podemos aceptarla. Ni siquiera sabemos si tienen fundamento legal para presentar una demanda judicial. ¿Qué pruebas tiene usted de que verdaderamente es descendiente de Charles Singleton?

Lincoln Rhyme movió el dedo del touch-pad y acercó la silla a la mesa de manera impositiva.

– ¿No va siendo hora de que alguien se pregunte por qué he venido yo? -Silencio-. No salgo mucho, como pueden imaginarse. ¿Por qué creen que me he desplazado hasta aquí?

– Lincoln -le reprendió Thom.

– Vale, de acuerdo, iré al grano. Prueba A.

– ¿Qué prueba? -preguntó Cole.

– Estaba frivolizando. La carta. -Miró a Geneva. Ella abrió su mochila y sacó un archivador. Deslizó una fotocopia sobre el escritorio. El área Sanford de la mesa se acercó a estudiarla.

– ¿Una de las cartas de Singleton? -preguntó Hanson.

– Bonita caligrafía -observó Rhyme-. En aquellos tiempos era importante. No como ahora, con toda esa mecanografía y anotaciones descuidadas… Está bien, disculpen: no habrá más digresiones.

La cuestión es la siguiente: tengo un colega, un muchacho llamado Parker Kincaid, allá en DC, que comparó la caligrafía de esta carta con la de otros escritos existentes de Charles Singleton, incluidos documentos legales en archivos de Virginia. Parker ha trabajado para el FBI, es el experto en caligrafía al que acuden los expertos cuando tienen un documento dudoso. Y ha hecho una declaración jurada en la que certifica que es idéntica a la de los otros ejemplos de caligrafía de Singleton.

– Vale -concedió Cole-, es una carta suya. ¿Y bien?

– Geneva -dijo Rhyme-, ¿qué dice Charles?

Ella hizo un gesto hacia la carta y recitó, otra vez de memoria:

– Y sin embargo, la fuente de mis lágrimas, las manchas que ves en este papel, amor mío, no es el dolor, sino el arrepentimiento por la desgracia que os he traído.

– La carta original tiene varias manchas -explicó Rhyme-. Las hemos analizado y hemos encontrado lisozima, lipocalina y lactoferrín, proteínas, por si les interesa, y una variedad de enzimas, lípidos y metabólicos. Eso, y agua, por supuesto, son los componentes de las lágrimas humanas… A propósito, ¿sabían que la composición de las lágrimas difiere bastante dependiendo de si se han derramado por dolor o a causa de una emoción? Estas lágrimas -un movimiento de cabeza dirigido al documento- fueron vertidas por la emoción. Puedo probarlo. Supongo que el jurado también encontrará esto muy emotivo.

Cole suspiró.

– Ha hecho un análisis del ADN de las lágrimas y coincide con el de la señorita Settle.

Rhyme se encogió de hombros y murmuró la consigna del día.

– Por supuesto.

Hanson miró a Cole, cuyos ojos iban una y otra vez de la carta a sus notas. El presidente dijo a Geneva:

– Un millón de dólares si tú y tu tutor firmáis una exoneración de la deuda.

– La señorita Settle insiste en buscar la restitución por el monto de los daños actuales: dinero que todos los descendientes de Charles Singleton compartirán, no sólo ella -dijo Goades con serenidad y levantó la vista para mirar otra vez al presidente del banco-. Estoy seguro de que ustedes no estaban dando a entender que el pago sería para ella sola, como un incentivo, tal vez, para que olvide informar a sus parientes sobre lo que sucedió.

– No, no, claro que no -dijo Hanson rápidamente-. Permítanme que lo consulte con nuestro consejo. Acordaremos la cifra del arreglo.

Goades reunió los papeles y los colocó en su bolso.

– En dos semanas tendré lista la querella. Si quieren discutir la creación por propia voluntad de un fondo fiduciario para los demandantes, puede llamarme a este teléfono. -Deslizó una tarjeta por encima del escritorio.

Cuando estaban en la puerta del banco, Cole, el abogado, se dirigió a la joven.

– Geneva, espere, por favor. Lamento lo que dije antes. De verdad. Fue… inapropiado. Sinceramente, siento lo que les pasó a usted y a su ancestro. Y de verdad estoy considerando sus intereses. Pero recuerde que un arreglo será con mucho lo mejor para usted y para sus familiares. Pregunte a su abogado lo difícil que sería un juicio como éste, lo que duraría, lo costoso que sería. -Sonrió-. Confíe en mí. Estamos de su parte.

Geneva alzó los ojos y le miró.

– Las batallas son las mismas de siempre. Sólo que resulta más difícil reconocer al enemigo. -Geneva se dio la vuelta y continuó hasta la puerta.

Era evidente que el abogado no sabía lo que ella había querido decir.

Lo que, pensó Rhyme, de alguna manera daba la razón a la chica.

CAPÍTULO 44

Miércoles a primera hora de la mañana; el aire otoñal, frío y claro como el hielo.

Geneva acababa de visitar a su padre en el Hospital Presbiteriano de Columbia e iba de camino al instituto Langston Hughes. Había terminado su redacción sobre Un hogar en Harlem. Al final resultó que no era un libro tan malo (pero seguía prefiriendo haber escrito sobre Octavia Butler; demonios, ¡esa mujer sí que sabía escribir!) y estaba bastante contenta con su trabajo.

Especialmente guay era que lo había escrito en un procesador de textos, en uno de los ordenadores Toshiba del laboratorio del señor Rhyme; Thom le había enseñado a usarlo. En el instituto, los pocos ordenadores que funcionaban estaban siempre tan requeridos que no se podía estar más de quince minutos en uno, y menos aún usarlo para escribir un trabajo entero. Y para encontrar datos o investigar sólo tenía que minimizar el Word y entrar en Internet. Un milagro. Lo que de otro modo le hubiera llevado dos días escribir, pudo terminarlo en unas horas.

Cruzó la calle y se dirigió al atajo a través del patio de la escuela primaria PS 288, que le ahorraba unos cuantos minutos de la caminata entre la estación de tren de la calle 8 y el Langston Hughes. El alambrado de alrededor del patio del instituto proyectaba una sombra cuadriculada sobre el asfalto gris pálido. La joven, delgada como era, pudo deslizarse a través del intersticio de la puerta, que hacía ya tiempo había sido dilatado lo suficiente para que pasasen un niño y una pelota de baloncesto. Era temprano, el patio estaba desierto. Había recorrido tres metros cuando oyó una voz que la llamaba del otro lado del alambrado.

– ¡Eh, amiga!

Geneva se detuvo.

Lakeesha estaba de pie en la acera, vestida con unos pantalones verdes y estrechos, una larga blusa naranja muy ceñida en las tetas, el bolso de los libros colgando, la bisutería y las trenzas brillando al sol. Su rostro tenía la misma expresión ensombrecida de la semana anterior, cuando esa condenada zorra de Frazier trató de matarla a ella y a su padre.

– Hola, chica, ¿dónde te has metido?

Keesh miró con desconfianza hacia la hendidura en el alambrado; jamás podría pasar por ahí.

– Acércate.

– Nos vemos en el instituto.

– No. Quiero que hablemos a solas.

Geneva dudó. El rostro de su amiga le decía que era algo importante. Se deslizó fuera por la hendidura y caminó hasta la corpulenta chica. Comenzaron a andar lentamente, la una al lado de la otra.

– ¿Dónde te has metido últimamente, Keesh? -preguntó Geneva con extrañeza-. ¿Dejas las clases?

– No me encuentro bien.

– ¿La regla?

– No, no es eso. Mi madre ha mandado una nota. -Lakeesha miró a su alrededor-. ¿Quién era el tío viejo ese que estaba contigo el otro día?

Geneva abrió la boca para mentir, pero en lugar de eso dijo:

– Mi padre.

– ¡No!

– Palabra -dijo Geneva.

– Vivía en Chicago, o algo así, me dijiste.

– Mi madre me mintió. Estaba en la cárcel. Le soltaron hace un par de meses y vino a buscarme.

– ¿Dónde está ahora?

– En el hospital. Le han herido.

– ¿Está bien?

– No. Pero se pondrá bien.

– ¿Y él y tú? ¿Tenéis buen rollo?

– Puede ser. Apenas le conozco.

– Mierda, que aparezca así, de repente, debe de haber sido una cosa extraña.

– Tienes razón, chica.

Finalmente, la corpulenta muchacha disminuyó la velocidad. Luego se detuvo. Geneva miró los ojos evasivos de su amiga y observó cómo su mano desaparecía en el bolso, como si fuera a sacar algo.

Una vacilación.

– Toma -susurró rápido la chica, alzando la mano y llevándola hacia delante. Entre sus dedos, que acababan en uñas pintadas a cuadros blancos y negros, había un collar de plata y un corazón en el extremo de la cadena.

– Pero eso es… -empezó a decir Geneva.

– Lo que me regalaste el mes pasado por mi cumpleaños.

– ¿Me lo estás devolviendo?

– No puedo quedármelo, Gen. Además, andas mal de pasta. Lo puedes empeñar.

– Pero tú estás mal de la cabeza, chica. Ni que fuera de Tiffany's.

Las lágrimas colmaban los grandes ojos de Keesh, la parte más bonita de su cara. Bajó la mano.

– Me mudo la próxima semana.

– ¿Te mudas? ¿Adónde?

– BK.

– ¿A Brooklyn? ¿Toda tu familia? ¿Los mellizos también?

– No. No va nadie de mi familia. -La chica no dejaba de mirar la acera.

– ¿De qué va todo esto, Keesh?

– Tengo que contarte lo que ha sucedido.

– No estoy de ánimo para dramas, chica -le soltó Geneva-. ¿De qué estás hablando?

– Se trata de Kevin -continuó diciendo Lakeesha con voz suave.

– ¿Kevin Cheaney?

Keesh afirmó con la cabeza.

– Lo siento, chica. Él y yo, estoy enamorada. Encontró ese sitio adonde se muda. Me voy con él.

Geneva se quedó callada durante unos instantes.

– ¿Era con quien estabas hablando cuando te llamé la semana pasada? -preguntó.

La chica asintió.

– Escucha, yo no quería que pasara, pero ha pasado. Tienes que entenderlo. Se da ese algo entre él y yo. Nunca había sentido nada igual. Sé que tú le querías. Estabas tan contenta el día que te acompañó a casa. Sé todo eso, pero seguí adelante. Chica, llevo mucho tiempo preocupada, pensando que tenía que decírtelo.

Geneva sintió un escalofrío en el alma, pero no tenía que ver con el enamoramiento hacia Kevin, que se había desvanecido en el instante en que mostró su verdadero ser en la clase de matemáticas.

– Estás embarazada, ¿verdad?

No me encuentro bien

Keesh bajó la cabeza y miró el collar que oscilaba como un péndulo.

Geneva cerró los ojos por un momento.

– ¿De cuánto estás?

– De dos meses.

– Ponte en contacto con algún médico. Iremos a la clínica, tú y yo. Vamos a…

Su amiga frunció el ceño.

– ¿Por qué iba a hacer eso? No es como si no quisiera tener un hijo suyo. Él me dijo que si yo se lo pedía, usaría preservativo, pero realmente quiere tener un bebé conmigo. Dijo que sería una parte de los dos.

– Es mentira, Keesh. Te está manipulando.

Su amiga le lanzó una mirada furibunda.

– Qué cruel eres.

No, palabra, chica. Está fingiendo. Te está manipulando por alguna razón. -Geneva se preguntó qué podría querer él de ella. No podía ser por las calificaciones, no en el caso de Keesh. Probablemente sería por dinero. Todos en el instituto sabían que ella trabajaba duramente en sus dos empleos y que ahorraba lo que ganaba. Los padres también tenían ingresos. Su madre había trabajado para Correos durante años y el padre tenía un empleo en la CBS y otro, por la noche, en el hotel Sheraton. Su hermano también trabajaba. Kevin debe de haber pensado en la pasta de toda la familia.

– ¿Le has prestado dinero?

Su amiga bajó la mirada. No dijo nada. Significaba que sí.

– Teníamos un acuerdo tú y yo. Nos graduaríamos e iríamos a la universidad.

Lakeesha se enjugó las lágrimas de las mejillas con su rechoncha mano.

– Gen, estás chiflada. ¿En qué planeta vives? Hablamos, tú y yo, de la universidad y de buenos curros, pero en mi caso, eso es hablar por hablar. Tus trabajos son los mejores y haces los exámenes y siempre eres la primera en todo. Sabes que yo no soy así.

– ¿No eras tú la que iba a tener éxito con tus negocios? ¿Te acuerdas, chica? Yo seré una pobre profesora en algún sitio, comiendo atún de lata y cenando copos de maíz. eras la que ibas a dar el batacazo. ¿Qué pasa con tu tienda? ¿Y tu show en la tele? ¿Tu club?

Keesh sacudió la cabeza, y con ella su melena de trenzas.

– Mierda, chica, eran sólo sueños. Nunca haré nada de eso. A lo máximo que puedo aspirar es a hacer lo que hago ahora: servir ensaladas y hamburguesas en Friday's. O a hacer trenzas y extensiones hasta que pase la moda. Que, si quieres saber mi opinión, supongo que será dentro de seis meses.

Geneva sonrió levemente.

– Siempre hemos dicho que lo afro volvería a ponerse de moda.

– Palabra. No hace falta ser ningún artista, sólo se necesita un peine y un spray. -Se enrolló una de las extensiones rubias en un dedo y luego bajó las manos, mientras la sonrisa desaparecía-. Yo terminaré como una bolsa vieja y desgastada. Yo sólo puedo salir adelante con un hombre.

– ¿Y ahora quién está hablando de sí misma como si fuera una basura, chica? Kevin te está contando majaderías. Tú nunca habías hablado así.

– Me cuida. Estará todo el tiempo buscando trabajo. Y ha prometido que me ayudará a cuidar del bebé. Es diferente. No como la basca que está con él.

– Sí que lo es. No puedes darte por vencida, Keesh. ¡No lo hagas! Al menos sigue en el instituto. De verdad quieres un bebé, muy bien, pero quédate en el instituto. Puedes…

– Oye, que tú no eres mi madre, tía -le espetó Keesh-. Sé lo que me hago. -Le echó una mirada furibunda, tanto más desgarradora por ser la misma expresión que tenía en la cara cuando se interpuso para proteger a Geneva de las chicas de la Delano o del barrio de St. Nicholas que la abordaron en la calle.

Al suelo con ella, rajadla, rajad a esa zorra

Luego Keesh añadió suavemente:

– Lo que ocurre, tía, es que no quiere que ande contigo.

– ¿Que no quiere…?

– Kevin dice que le tratas mal en el instituto.

– ¿Que le trato mal? -Una risa fría-. Quería que le ayudara a copiar. Y le dije que no.

– Yo le respondí que era una majadería lo que estaba diciendo, que tú y yo estábamos muy unidas, y eso. Pero no quiso escucharme. No puedo volver a verte.

– Así que le escoges a él -dijo Geneva.

– No tengo elección. -La chica bajó la mirada-. No puedo aceptar ningún regalo tuyo. Toma. -Apretó el collar en la mano de Geneva y se alejó rápidamente, como si estuviera soltando una cazuela caliente. Cayó en la sucia acera.

– ¡Por favor, Keesh, no lo hagas!

Geneva alargó un brazo hacia su amiga, pero sus dedos se cerraron sobre el aire frío.

CAPÍTULO 45

Diez días después del encuentro con Gregory Hanson, el presidente del Banco Sanford, y su abogado, Lincoln Rhyme conversaba por teléfono con Ron Pulaski, el joven novato, que estaba de baja médica, aunque se esperaba que regresase al trabajo en el plazo de un mes o poco más. Estaba recuperando la memoria y empezaba a ayudarles a reunir pruebas contra Thompson Boyd.

– ¿Así que irá a la fiesta de Halloween? -preguntó Pulaski. Hizo una pausa y añadió rápidamente-: O lo que sea. -Probablemente, las últimas palabras estaban pensadas para contrarrestar cualquier metedura de pata creada por el hecho de sugerir que un tetrapléjico pueda ir a una fiesta.

Pero Rhyme le tranquilizó.

– De hecho, sí que voy. Iré como Glenn Cunningham.

Sachs lanzó una carcajada.

– ¿De veras? -preguntó el novato-. ¿Quién es exactamente?

– ¿Por qué no lo averigua, agente?

– Sí, señor. Lo haré.

Rhyme desconectó y miró hacia la principal tabla de pruebas, en cuyo extremo superior estaba adherida la carta número doce de tarot, el hombre colgado.

Tenía los ojos clavados en la carta cuando sonó el timbre de la puerta. Lon Sellitto, probablemente. Estaría a punto de regresar de una sesión de terapia. Había dejado de frotarse la imaginaria mancha de sangre y de practicar el desenfunde rápido a lo Billy el Niño, algo que todavía nadie le había explicado a Rhyme. Había tratado de preguntárselo a Sachs, pero ella no podía, o no quería, decir mucho. Lo cual estaba bien. A veces, creía firmemente Lincoln Rhyme, uno no necesita saber todos los detalles.

Pero en ese momento, resultó que su visitante no era el detective lleno de arrugas. Rhyme miró hacia la puerta y vio a Geneva Settle, ligeramente inclinada a causa de su mochila escolar.

– Bienvenida -dijo él.

Sachs también la saludó, quitándose las gafas de seguridad que tenía puestas. Estaba llenando las fichas de las pruebas para unas muestras de sangre que había recogido en el lugar de un crimen esa mañana.

Wesley Goades tenía todo el papeleo listo para presentar la demanda contra el Banco Sanford y le había informado a Geneva que había posibilidades de que el lunes Hanson le hiciera una oferta realista. De lo contrario, aquel misil jurídico había advertido a sus oponentes que iniciaría el litigo al día siguiente. Una conferencia de prensa formaría parte del evento. (La opinión de Goades era que la mala publicidad iba a durar bastante más que unos «feos diez minutos»).

Rhyme miró a la chica. El tiempo caluroso, impropio de esa época del año, hacía difícil ponerse las sudaderas de pandillero y los gorros, de modo que la chica llevaba unos vaqueros y una camiseta con la leyenda Guess! atravesándole el pecho en letras brillantes. Había engordado un poco y tenía el pelo más largo. Y hasta se había puesto algo de maquillaje (Rhyme se preguntaba qué habría en el bolso que Thom le había deslizado el otro día). La chica estaba guapa.

Había logrado cierta estabilidad en su vida. A Jax Jackson le habían dado el alta y estaba haciendo rehabilitación. Gracias a Sellitto, el hombre había sido transferido oficialmente al cuidado y provisión de las autoridades de libertad condicional de la ciudad de Nueva York. Geneva estaba viviendo en el minúsculo apartamento de su padre en Harlem, un acuerdo que no había sido tan desastroso como ella pensaba (la chica no se lo había confesado a Rhyme ni a Ronald Bell, pero sí a Thom, que se había convertido en una especie de madraza para la chica: la invitaba a la casa de Rhyme regularmente, le daba lecciones de cocina, veía con ella la tele y discutía sobre libros y política, nada en lo que Rhyme estuviera interesado). En cuanto pudieran permitirse un sitio más espacioso, ella y su padre dirían a la tía Lilly que se fuera a vivir con ellos.

La chica había renunciado a su trabajo y ahora tenía un empleo de investigadora legal y chica de los recados con Wesley Goades. También estaba ayudándole en la creación del Fondo Fiduciario Charles Singleton, que pagaría a los herederos el dinero que se obtuviera mediante el arreglo. La idea de Geneva de dejar la ciudad en cuanto pudiera para irse a vivir a Londres o a Roma no se había enfriado, pero los casos sobre los que Rhyme la oía discutir apasionadamente tenían que ver con habitantes de Harlem, discriminados por ser negros, latinos, islámicos, mujeres o pobres.

Geneva también estaba ocupada en un proyecto que ella denominaba «salvar a su amiga», del que tampoco hablaba con él; su consejera en ese asunto en particular parecía ser Amelia Sachs.

– Quería mostrarle algo. -La chica sostenía un papel amarillento que contenía varios párrafos de una caligrafía que Rhyme reconoció de inmediato como la de Charles Singleton.

– ¿Otra carta? -preguntó Sachs.

Geneva asintió. Sostenía el papel con mucho cuidado.

– La tía Lilly ha tenido noticias de ese familiar nuestro de Madison. Nos ha mandado algunas cosas que encontró en el sótano de su casa. Un marcapáginas y unas gafas de Charles. Y una docena de cartas. Quería mostrarles ésta. -Con los ojos brillantes, añadió-: La escribió en 1875, después de salir de la cárcel.

– Veámosla -dijo Rhyme.

Sachs la puso en el escáner y un minuto después la imagen apareció en varias pantallas de ordenador en todo el laboratorio. Sachs se acercó a Rhyme, puso un brazo alrededor de sus hombros y se dispusieron a mirar la pantalla.


Mi queridísima Violet:

Confío en que hayas estado disfrutando de la compañía de tu hermana, y que Joshua y Elizabeth estén contentos de pasar algún tiempo con sus primos. Que Frederick, que sólo tenía nueve años la última vez que le vi, esté tan alto como su padre es algo que se me hace difícil de imaginar.

Todo va bien en nuestra granja. Me alegro de poder decirlo. James y yo hemos cortado hielo en la orilla del río durante toda la mañana y llenamos la nave frigorífica, luego hemos cubierto los bloques con serrín. Después recorrimos unos tres kilómetros atravesando la espesa nieve para ver la huerta que está a la venta. El precio es alto pero creo que el vendedor responderá favorablemente a mi contraoferta. Es evidente que dudaba de vendérsela a un negro, pero cuando le expliqué que pagaría en papel moneda y que no necesitaba una nota de crédito, sus preocupaciones parecieron esfumarse. El dinero en efectivo es un buen igualador.

Seguro que te conmovió tanto como a mí leer que ayer en nuestro país se promulgó un Ley de Derechos Civiles. ¿Has visto los detalles? La ley garantiza a todas las personas, cualquiera que sea el color de su piel, el disfrute equitativo de todas las posadas, medios de transporte público, teatros y similares. ¡Qué gran día para nuestra causa! Ésta es exactamente la legislación sobre la que escribí largamente a Charles Summer y Benjamin Buttler el año pasado, y creo que algunas están plasmadas en este importante documento.

Como bien podrás imaginar, estas novedades me han hecho reflexionar. He estado pensando en los terribles sucesos de hace siete años, el robo de nuestra huerta en Gallows Heights y mi encarcelamiento en penosas condiciones.

Y ahora, considerando estas noticias de Washington DC, sentado junto al fuego en nuestra cabaña, siento que esos terribles sucesos pertenecen a un mundo completamente distinto. De la misma manera que aquellos momentos de sangriento combate en la guerra o los duros años de servidumbre en Virginia, están siempre presentes, pero, de alguna forma, tan tenues como las confusas imágenes de una pesadilla que apenas se recuerda.

Tal vez en nuestros corazones sólo hay un lugar para guardar tanto la desesperación como la esperanza, y si llenas ese lugar de una expulsas por completo a la otra y de ésta queda solamente un recuerdo borroso. Y esta noche estoy henchido sólo de esperanza.

Recordarás que hace años juré que haría todo lo posible por quitarme de encima el estigma de ser considerado tres quintos de hombre. Cuando pienso en las miradas que aún recibo, a causa del color de mi piel, y en las acciones de algunas personas respecto a mí y a mi gente, creo que aún no se me considera un hombre completo. Pero me atrevería a decir que hemos progresado hasta el punto de que ya se me contempla como nueve décimos de hombre (James se rio de corazón cuando se lo dije esta noche durante la cena), y sigo teniendo fe en que llegarán a vernos como un todo en el curso de nuestras vidas, o al menos en el de las vidas de Joshua y Elizabeth.

Ahora, amor mío, debo darte las buenas noches y preparar una lección para mis estudiantes de mañana.

Dulces sueños para ti y nuestros niños, querida mía. Espero ansiosamente tu regreso.

Tu fiel Charles

Croton, Hudson

2 de marzo de 1875


– Da la impresión de que Douglass y los otros le perdonaron el robo. O creyeron finalmente que él no lo había cometido -dijo Rhyme.

– ¿De qué ley hablaba? -preguntó Sachs.

– La Ley de los Derechos Civiles de 1875 -dijo Geneva-. Prohibía la discriminación racial en hoteles, restaurantes, trenes, teatros… en cualquier sitio público. -La chica meneó la cabeza-. Pero no duró mucho. El Tribunal Supremo la declaró inconstitucional en la década de 1880. No se promulgó ninguna otra ley de derechos civiles federales hasta unos cincuenta años después.

Sachs pensó en voz alta.

– Me pregunto si Charles vivió el tiempo suficiente para saber que la habían anulado. No le hubiese gustado saberlo.

Geneva se encogió de hombros.

– No creo que le importara. Habría pensado que era sólo un revés pasajero.

– La esperanza se sobrepone al dolor -dijo Rhyme.

– Exacto -dijo Geneva. Luego echó un vistazo a su maltrecho Swatch-. Tengo que regresar al trabajo. Ese Wesley Goades… He de decir que es un chiflado. Nunca sonríe, nunca te mira… Y digo yo que a veces hay que relajarse un poco, ¿no?


Tumbados en la cama esa noche, con la habitación a oscuras, Rhyme y Sachs contemplaban la luna, una luna creciente tan fina que debería haber sido de un blanco gélido, pero que, debido a alguna afección de la atmósfera, era tan dorada como el sol.

A veces, en momentos como ése, hablaban, y a veces no. Esa noche estaban en silencio.

Hubo un leve movimiento en la repisa de la ventana, de los halcones peregrinos que anidaban allí. Un macho, una hembra y dos crías. En ocasiones ocurría que alguna visita miraba el nido y preguntaba si tenían nombres.

– Tenemos un trato -murmuraba Rhyme-. Ellos no me ponen nombre a mí y yo no se lo pongo a ellos. Y funciona.

Un halcón alzó la cabeza y miró hacia un lado, tapándoles la visión de la luna. Por alguna razón, el movimiento y el perfil del pájaro sugerían sabiduría. Peligro, también: los peregrinos adultos no tienen depredadores naturales y atacan a su presa a velocidades de hasta doscientos setenta kilómetros por hora. Pero ahora el pájaro parecía benévolo y reconcentrado, silencioso. Eran criaturas diurnas que por la noche dormían.

– ¿En qué piensas? -preguntó Sachs.

– ¿Por qué no vamos a oír música mañana? Hay una matiné, o como se les llame a los conciertos de la tarde, en el Lincoln Center.

– ¿Quién toca?

– Los Beatles, creo. O Elton John y María Callas haciendo duetos. No importa. Lo único que quiero es avergonzar a las personas arrojándoles mi silla a la cabeza… No importa quién toque. Quiero salir. Y eso no ocurre muy a menudo, como ya sabes.

– Sí, lo sé. -Sachs se inclinó hacia él y le besó-. Vale, vayamos.

Él volvió la cabeza y apoyó los labios en el cabello de Sachs. Ésta se recostó contra él. Rhyme le cogió la mano y la apretó fuerte. Ella también se la apretó.

– ¿Sabes lo que podríamos hacer? -preguntó Sachs, con un matiz de conspiración en la voz-. Introducir a escondidas una botella de vino y algo de comer. Paté y queso. Pan francés.

– Allí se puede comprar comida. Lo recuerdo. Pero el whisky es pésimo. Y cuesta una fortuna. Lo que podríamos hacer es…

– ¡Rhyme! -exclamó Sachs. Se había incorporado, sentada en la cama, con la respiración entrecortada.

– ¿Qué pasa? -preguntó él.

– ¿Qué es lo que acabas de hacer?

– Me ponía de acuerdo contigo para ver cómo podíamos meter comida de contrabando…

– No te hagas el tonto. -Sachs buscó a tientas la luz, luego la encendió. Con sus bragas negras de seda tipo bóxer y su camiseta gris, el pelo ladeado y los ojos muy abiertos, parecía una alumna que hubiera recordado en ese instante que al día siguiente a las ocho tenía un examen.

Rhyme entornó los ojos al mirar hacia la luz.

– Hay demasiada luz. ¿Es necesario?

La mujer había clavado los ojos en la cama.

– La… mano. ¡Has movido una mano!

– Supongo que sí.

– ¡Tu mano derecha! Nunca has tenido movimiento en la mano derecha.

– Divertido, ¿no?

– Has estado posponiendo los exámenes médicos, pero, ¿sabías que podías hacerlo?

– No, no lo sabía. Hasta ahora. No pensaba hacerlo, tenía miedo de que no funcionara. Estaba a punto de abandonar todos los ejercicios, de dejar de preocuparme por eso. -Se encogió de hombros-. Pero cambié de opinión. Quería intentarlo. Pero sólo nosotros, sin aparatos ni médicos alrededor.

«Yo solo, no», añadió, pero en silencio.

– ¡Y no me lo habías dicho! -Ella le dio una palmada en el brazo.

– Eso no lo he sentido.

Rieron.

– Es increíble, Rhyme -susurró ella y le abrazó fuerte-. Lo has hecho. Realmente lo has hecho.

– Lo intentaré de nuevo. -Rhyme miró a Sachs, luego a su mano.

Paró un momento, luego envió una explosión de energía desde su mente, a través de los nervios, hasta su mano derecha. Cada dedo se crispó un poco. Y luego, tan torpe como un potro recién nacido, su mano se deslizó a través de varios centímetros de manta, tan altos como el Gran Cañón, y se apoyó firmemente sobre la muñeca de Sachs. Cerró el pulgar y el dedo índice a su alrededor.

Con los ojos llenos de lágrimas, ella rio de satisfacción.

– ¿Qué te ha parecido? -dijo él.

– ¿De modo que seguirás con los ejercicios?

Asintió.

– ¿Pediremos cita para el examen con el doctor Sherman? -preguntó Sachs.

– Supongo que podemos. A menos que aparezca alguna otra cosa. Hemos estado muy ocupados últimamente.

– Pediremos cita para el examen -dijo ella con firmeza.

Apagó la luz y se echó junto a él. Algo que él podía percibir, pero no sentir.

En silencio, Rhyme se puso a mirar el techo. Cuando la respiración de Sachs se regularizó, Rhyme se inquietó, consciente de una extraña sensación que le cosquilleaba en el pecho, donde no debía tener ninguna. Al principio pensó que era una sensación imaginaria. Luego, alarmado, se preguntó si acaso no sería el comienzo de un ataque de disreflexia, o algo peor. Pero se dio cuenta de que no, eso era algo completamente distinto, algo que no estaba relacionado con nervios, músculos u órganos. Científico siempre, analizó la sensación empíricamente y notó que era similar a lo que había sentido cuando Geneva Settle se enfrentó con la mirada al abogado del banco. Similar también a la sensación de cuando leía sobre la misión de Charles Singleton de buscar justicia en la taberna Potters' Field esa terrible noche de julio de hacía tantos años, o sobre su pasión por los derechos civiles.

Entonces, de pronto, Rhyme comprendió lo que estaba sintiendo: era orgullo. Del mismo modo que había estado orgulloso de Geneva y de su ancestro, estaba orgulloso de su propio logro. Enfrentándose a los ejercicios y, esa noche, poniéndose a prueba a sí mismo, Lincoln Rhyme había afrontado lo aterrador, lo imposible. El que hubiera recuperado o no algún movimiento era irrelevante; la sensación venía de lo que sin duda había conseguido: integridad, la misma integridad de la que había escrito Charles. Se dio cuenta de que ninguna otra cosa -ni los políticos ni los demás ciudadanos ni el propio cuerpo- pueden hacer de uno tres quintos de hombre; era sólo la decisión de verse a sí mismo como una persona completa o parcial y vivir la vida acorde a ello.

Al reflexionar sobre todas estas cosas supuso que esa comprensión era tan irrelevante como el pequeño movimiento que había recobrado en la mano. Pero eso no importaba. Pensó en su profesión: en cómo una minúscula escama de pintura lleva hasta un coche que lleva hasta un párking donde una leve huella de pisada señala una puerta que revela una fibra de un abrigo con una huella dactilar en el botón de la manga: la única superficie de la que el criminal se olvidó de borrar su huella.

Al día siguiente, un equipo táctico llama a su puerta.

Y así se ha servido a la justicia, se ha salvado una víctima, una familia se ha reunificado. Todo gracias a una minúscula partícula de pintura.

Pequeñas victorias: eso era lo que el doctor Sherman había dicho. Pequeñas victorias… A veces es a lo único a lo que uno puede aspirar, reflexionó Lincoln Rhyme, mientras sentía que le invadía el sueño.

Pero a veces es lo único que uno necesita.

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