El sargento echa una ojeada a la madre Patrocinio y el moscardón sigue allí. La lancha cabecea sobre las aguas turbias, entre dos murallas de árboles que exhalan un vaho quemante, pegajoso. Ovillados bajo el pamacari, desnudos de la cintura para arriba, los guardias duermen abrigados por el verdoso, amarillento sol del mediodía: la cabeza del Chiquito yace sobre el vientre del Pesado, el Rubio transpira a chorros, el Oscuro gruñe con la boca abierta. Una sombrilla de jejenes escolta la lancha, entre los cuerpos evolucionan mariposas, avispas, moscas gordas. El motor ronca parejo, se atora, ronca y el práctico Nieves lleva el timón con la izquierda, con la derecha fuma y su rostro muy bruñido permanece inalterable bajo el sombrero de paja. Estos selváticos no eran normales, ¿por qué no sudaban como los demás cristianos? Tiesa en la popa, la madre Angélica está con los ojos cerrados, en su rostro hay lo menos mil arrugas, a ratos saca una puntita de lengua, sorbe el sudor del bigote y escupe. Pobre viejita, no estaba para estos trotes. El moscardón bate las alitas azules, despega con suave impulso de la frente rosada de la madre Patrocinio, se pierde trazando círculos en la luz blanca y el práctico iba a apagar el motor, sargento, ya estaban llegando, detrás de esa quebradita venía Chicais. Pero al sargento el corazón le decía no habrá nadie. Cesa el ruido del motor, las madres y los guardias abren los ojos, yerguen las cabezas, miran. De pie, el práctico Nieves ladea la tangana a derecha e izquierda, la lancha se acerca a la orilla silenciosamente, los guardias se incorporan, se ponen las camisas, los quepís, se acomodan las polainas. La empalizada vegetal de la margen derecha se interrumpe bruscamente pasado el recodo del río y hay un barranco, un breve paréntesis de tierra rojiza que desciende hasta una minúscula ensenada de fango, guijarros, matas de cañas y de helechos. No se divisa ninguna canoa a la orilla, ninguna silueta humana en el barranco. La embarcación encalla, Nieves y los guardias saltan, chapotean en el lodo plomizo. Un cementerio, el corazón no engañaba, tenían razón los mangaches. El sargento está inclinado sobre la proa, el práctico y los guardias arrastran la lancha hacia la tierra seca. Que ayudaran a las madrecitas, que les hicieran sillita de mano, no se fueran a mojar. La madre Angélica permanece muy grave en los brazos del Oscuro y del Pesado, la madre Patrocinio vacila cuando el Chiquito y el Rubio unen sus manos para recibirla y, al dejarse caer, enrojece como un camarón. Los guardias cruzan la playa bamboleándose, depositan a las madres donde acaba el fango. El sargento salta, llega al pie del barranco y la madre Angélica trepa ya por la pendiente, muy resuelta, seguida por la madre Patrocinio, ambas gatean, desaparecen entre remolinos de polvo colorado. La tierra del barranco es floja, cede a cada paso, el sargento y los guardias avanzan hundidos hasta las rodillas, agachados, ahogados en el polvo, el pañuelo contra la boca, el Pesado estornudando y escupiendo. En la cima se sacuden los uniformes unos a otros y el sargento observa: un claro circular, un puñado de cabañas de techo cónico, breves sembríos de yucas y de plátanos y, en todo el rededor, monte tupido. Entre las cabañas, arbolitos con bolsas ovaladas que penden de las ramas: nidos de paucares. Él se lo había dicho, madre Angélica, dejaba constancia, ni un alma, ya veían. Pero la madre Angélica va de un lado a otro, entra a una cabaña, sale y mete la cabeza en la de al lado, espanta a palmadas a las moscas, no se detiene un segundo y así, de lejos, desdibujada por el polvo, no es una anciana sino un hábito ambulante, erecto, una sombra muy enérgica. En cambio, la madre Patrocinio se halla inmóvil, las manos escondidas en el hábito y sus ojos recorren una vez y otra el poblado vacío. Unas ramas se agitan y hay chillidos, una escuadrilla de alas verdes, picos negros y pecheras azules revolotea sonoramente sobre las desiertas cabañas de Chicais, los guardias y las madres los siguen hasta que se los traga la maleza, su griterío dura un rato. Había loritos, bueno saberlo por si faltaba comida. Pero daban disentería, madre, es decir, se le soltaba a uno el estómago. En el barranco aparece un sombrero de paja, el rostro tostado del práctico Nieves: así que se espantaron los aguarunas, madrecitas. De puro tercas, quién les mandó no hacerle caso. La madre Angélica se acerca, mira aquí y allá con los ojitos arrugados, y sus manos nudosas, rígidas, de lunares castaños, se agitan ante la cara del sargento: estaban por aquí cerca, no se habían llevado sus cosas, tenían que esperar que vuelvan. Los guardias se miran, el sargento enciende un cigarrillo, dos paucares van y vienen por el aire, sus plumas negras y doradas relucen con brillos húmedos. También pajaritos, de todo había en Chicais. Salvo aguarunas y el Pesado ríe. ¿Por qué no caerles a la descuidada?, la madre Angélica jadea, ¿acaso no los conocía, madrecita?, el plumerito de pelos blancos de su mentón tiembla suavemente, les daban miedo los cristianos y se escondían, que ni se soñara que iban a volver, mientras estuvieran aquí no les verían ni el polvo. Pequeña, rolliza, la madre Patrocinio está allí también, entre el Rubio y el Oscuro. Pero si el año pasado no se escondieron, salieron a recibirlos y hasta les regalaron una gamitana fresquita, ¿no se acordaba el sargento? Pero entonces no sabían, madre Patrocinio, ahora sí, que se diera cuenta. Los guardias y el práctico Nieves se sientan en el suelo, se descalzan, el Oscuro abre su cantimplora, bebe y suspira. La madre Angélica alza la cabeza: que hagan las carpas, sargento, un rostro ajado, que pongan los mosquiteros, una mirada líquida, esperarían a que regresaran, una voz cascada, y que no le pusiera esa cara, ella tenía experiencia. El sargento arroja el cigarrillo, lo entierra a pisotones, qué más le daba, muchachos, que se sacudieran. Y en eso brota un cacareo y un matorral escupe una gallina, el Rubio y el Chiquito lanzan un grito de júbilo, negra, la corretean, con pintas blancas, la capturan y los ojos de la madre Angélica chispean, bandidos, qué hacían, su puño vibra en el aire, ¿era suya?, que la soltaran, y el sargento que la soltaran pero, madres, si iban a quedarse necesitaban comer, no estaban para pasar hambres. La madre Angélica no permitiría abusos, ¿qué confianza podían tenerles si les robaban sus animalitos? Y la madre Patrocinio asiente, sargento, robar era ofender a Dios, con su rostro redondo y saludable, ¿no conocía los mandamientos? La gallina toca el suelo, cacarea, se espulga las axilas, escapa contoneándose y el sargento se encoge de hombros: por qué se harían ilusiones si ellas los conocían tanto o más que él. Los guardias se alejan hacia el barranco, en los árboles chillan de nuevo los loritos y los paucares, hay zumbido de insectos, una brisa leve agita las hojas de yarina de los techos de Chicais. El sargento se afloja las polainas, regaña entre dientes, tiene la boca torcida y el práctico Nieves le da una palmadita en el hombro, sargento: que no se pusiera de malhumor y aceptara las cosas con calma. Y el sargento furtivamente señala a las madres, don Adrián, estos trabajitos le reventaban el alma. La madre Angélica tenía mucha sed y a lo mejor un poco de fiebre, el espíritu seguía animoso pero el cuerpo ya estaba lleno de achaques, madre Patrocinio y ella no, no, que no dijera eso, madre Angélica, ahora que subieran los guardias tomaría una limonada y se sentiría mejor, ya vería. ¿Murmuraban de su persona?, el sargento observa el contorno con ojos distraídos, ¿lo creían un cojudo?, se abanica con el quepí, ¡ese par de gallinazas!, y de repente se vuelve hacia el práctico Nieves: secretos en reunión era falta de educación y él que mirara, sargento, los guardias volvían corriendo. ¿Una canoa?, y el Oscuro sí, ¿con aguarunas?, y el Rubio mi sargento sí, y el Chiquito sí, y el Pesado y las madres sí, sí, van y preguntan y vienen sin rumbo y el sargento que el Rubio volviera al barranco y avisara si subían, que los demás se escondieran y el práctico Nieves recoge las polainas del suelo, los fusiles. Los guardias y el sargento entran a una cabaña, las madres siguen en el claro, madrecitas, que se escondieran, madre Patrocinio, rápido, madre Angélica. Ellas se miran, cuchichean, dan brinquitos, entran a la cabaña del frente y, desde las matas que lo ocultan, el Rubio apunta con un dedo al río, ya bajaban mi sargento, amarraban la canoa, ya subían mi sargento y él calzonazos, que viniera y se escondiera, Rubio, que no se durmiera. Tendidos de barriga, el Pesado y el Chiquito espían el exterior por los intersticios del tabique de rajas de chonta; el Oscuro y el práctico Nieves están parados al fondo de la cabaña y el Rubio llega corriendo, se acuclilla junto al sargento. Ahí estaban, madre Angélica, ahí estaban ya y la madre Angélica sería vieja pero tenía buena vista, madre Patrocinio, los estaba viendo, eran seis. La vieja, melenuda, lleva una pampanilla blancuzca y dos tubos de carne blanda y oscura penden hasta su cintura. Tras ella, dos hombres sin edad, bajos, ventrudos, de piernas esqueléticas, el sexo cubierto con retazos de tela ocre sujetos con lianas, las nalgas al aire, los pelos en cerquillo hasta las cejas. Cargan racimos de plátanos. Después hay dos chiquillas con diademas de fibras, una lleva un pendiente en la nariz, la otra aros de piel en los tobillos. Van desnudas como el niño que las sigue, él parece menor y es más delgado. Miran el claro desierto, la mujer abre la boca, los hombres menean las cabezas. ¿Iban a hablarles, madre Angélica? Y el sargento sí, ahí salían las madres, atención muchachos. Las seis cabezas giran al mismo tiempo, quedan fijas. Las madres avanzan hacia el grupo a pasos iguales, sonriendo, y simultáneos, casi imperceptibles, los aguarunas se arriman unos a otros, pronto forman un solo cuerpo terroso y compacto. Los seis pares de ojos no se apartan de las dos figuras de pliegues oscuros que flotan hacia ellos y si se respingaban había que pegar la carrera, muchachos, nada de tiritos, nada de asustarlos. Las dejaban acercarse, mi sargento, el Rubio creía que se escaparían al verlas. Y qué tiernecitas las criaturas, qué jovencitas, ¿no, mi sargento?, este Pesado no tenía cura. Las madres se detienen y, al mismo tiempo, las chiquillas retroceden, estiran las manos, agarran las piernas de la vieja que ha comenzado a golpearse los hombros con la mano abierta, cada palmada estremece sus larguísimas tetas, las columpia: que el Señor fuera con ellos. Y la madre Angélica da un gruñido, escupe, lanza un chorro de sonidos crujientes, toscos y silbantes, se interrumpe para escupir y, ostentosa, marcial, sigue gruñendo, sus manos evolucionan, dibujan trazos solemnes ante los inmóviles, pálidos, impasibles rostros aguarunas. Los estaba palabreando en pagano, muchachos, y escupía igualito que las chunchas la madrecita. Eso tenía que gustarles, mi sargento, que una cristiana les hablara en su idioma, pero que hicieran menos bulla, muchachos, si los oían se espantaban. Los gruñidos de la madre Angélica llegan hasta la cabaña muy nítidos, robustos, destemplados y también el Oscuro y el práctico Nieves espían ahora el claro, las caras pegadas al tabique. Se los había metido al bolsillo, muchachos, qué sabida la monjita, y las madres y los dos aguarunas se sonríen, cambian reverencias. Y además cultísima, ¿sabía el sargento que en la misión se la pasaban estudiando? Más bien sería rezando, Chiquito, por los pecados del mundo. La madre Patrocinio sonríe a la vieja, ésta desvía los ojos y sigue muy seria, sus manos en el hombro de las chiquillas. Qué se andarían diciendo, mi sargento, cómo conversaban. La madre Angélica y los dos hombres hacen muecas, ademanes, escupen, se quitan la palabra y, de pronto, los tres niños se apartan de la vieja, corretean, ríen muy fuerte. Los estaba mirando el churre, muchachos, no quitaba la vista de aquí. Qué flaquito era, ¿se había fijado el sargento?, tremenda cabezota y tan poquito cuerpo, parecía araña. Bajo la mata de pelos, los ojos grandes del chiquillo apuntan fijamente a la cabaña. Está tostado como una hormiga, sus piernas son curvas y enclenques. De repente alza la mano, grita, muchachos, malparido, mi sargento y hay una violenta agitación tras el tabique, juramentos, encontrones y estallan voces guturales en el claro cuando los guardias lo invaden corriendo y tropezando. Que bajaran esos fusiles, alcornoques, la madre Angélica muestra a los guardias sus manos iracundas, ah, ya verían con el teniente. Las dos chiquillas ocultan la cabeza en el pecho de la vieja, aplastan sus senos blandos y el varoncito permanece desorbitado, a medio camino entre los guardias y las madres. Uno de los aguarunas suelta el mazo de plátanos, en alguna parte cacarea la gallina. El práctico Nieves está en el umbral de la cabaña, el sombrero de paja hacia atrás, un cigarrillo entre los dientes. Qué se creía el sargento, y la madre Angélica da un saltito, ¿por qué se metía si no lo llamaban? Pero si bajaban los fusiles se harían humo, madre, ella le muestra su puño pecoso y él que bajaran los máuseres, muchachos. Suave, continua, la madre Angélica habla a los aguarunas, sus manos tiesas dibujan figuras lentas, persuasivas, poco a poco los hombres pierden la rigidez, ahora responden con monosílabos y ella risueña, inexorable, sigue gruñendo. El chiquillo se aproxima a los guardias, olfatea los fusiles, los palpa, el Pesado le da un golpecito en la frente, él se agazapa y chilla, era desconfiado el puta y la risa sacude la fláccida cintura del Pesado, su papada, sus pómulos. La madre Patrocinio se demuda, desvergonzado, qué decía, por qué les faltaba así el respeto, so grosero y el Pesado mil disculpas, menea su confusa cabeza de buey, se le escapó sin darse cuenta, madre, tiene la lengua trabada. Las chiquillas y el varoncito circulan entre los guardias. Los examinan, los tocan con la punta de los dedos. La madre Angélica y los dos hombres se gruñen amistosamente y el sol brilla todavía a lo lejos, pero el contorno está encapotado y sobre el bosque se amontona otro bosque de nubes blancas y coposas: llovería. A ellos la madre Angélica los había insultado enantes, madre, y ellos qué habían dicho. La madre Patrocinio sonríe, pedazo de bobo, alcornoque no era un insulto sino un árbol duro como su cabeza y la madre Angélica se vuelve hacia el sargento: iban a comer con ellos, que subieran los regalitos y las limonadas. Él asiente, da instrucciones al Chiquito y al Rubio señalándoles el barranco, plátanos verdes y pescado crudo, muchachos, un banquetazo de la puta madre. Los niños merodean en torno al Pesado, al Oscuro y al práctico Nieves, y la madre Angélica, los hombres y la vieja disponen hojas de plátano en el suelo, entran a las cabañas, traen recipientes de greda, yucas, encienden una pequeña fogata, envuelven bagres y bocachicos en hojas que anudan con bejucos y los acercan a la llama. ¿Iban a esperar a los otros, sargento? Sería de nunca acabar y el práctico Nieves arroja su cigarrillo, los otros no volverían, si se fueron no querían visitas y éstos se irían al primer descuido. Sí, el sargento sabía, sólo que era de balde pelearse con las madrecitas. El Chiquito y el Rubio regresan con las bolsas y los termos, las madres, los aguarunas y los guardias están sentados en círculo frente a las hojas de plátano y la vieja ahuyenta los insectos a palmadas. La madre Angélica distribuye los regalos y los aguarunas los reciben sin dar muestras de entusiasmo, pero luego, cuando las madres y los guardias comienzan a comer trocitos de pescado que arrancan con las manos, los dos hombres, sin mirarse, abren las bolsas, acarician espejitos y collares, se reparten las cuentas de colores y en los ojos de la vieja se encienden súbitas luces codiciosas. Las chiquillas se disputan una botella, el varoncito mastica con furia y el sargento se enfermaría del estómago, miéchica, le vendrían diarreas, se hincharía como un hualo barrigudo, le crecerían pelotas en el cuerpo, reventarían y saldría pus. Tiene el trozo de pescado a orillas de los labios, sus ojitos parpadean y el Oscuro, el Chiquito y el Rubio también hacen pucheros, la madre Patrocinio cierra los ojos, traga, su rostro se crispa y sólo el práctico Nieves y la madre Angélica alargan las manos constantemente hacia las hojas de plátano y con una especie de regocijo presuroso desmenuzan la carne blanca, la limpian de espinas, se la llevan a la boca. Todos los selváticos eran un poco chunchos, hasta las madres, cómo comían. El sargento suelta un eructo, todos lo miran y él tose. Los aguarunas se han puesto los collares, se los muestran uno al otro. Las bolitas de vidrio son granates y contrastan con el tatuaje que adorna el pecho del que lleva seis pulseras de cuentecillas en un brazo, tres en el otro. ¿A qué hora partirían, madre Angélica? Los guardias observan al sargento, los aguarunas dejan de masticar. Las chiquillas estiran las manos, tímidamente tocan los collares deslumbrantes, las pulseras. Tenían que esperar a los otros, sargento. El aguaruna del tatuaje gruñe y la madre Angélica sí, sargento, ¿veía?, que comiera, los estaba ofendiendo con tantos ascos que hacía. Él no tenía apetito pero quería decirle algo, madrecita, no podían quedarse en Chicais más tiempo. La madre Angélica tiene la boca llena, el sargento había venido a ayudar, su mano menuda y pétrea estruja un termo de limonada, no a dar órdenes. El Chiquito había oído al teniente, ¿qué había dicho?, y él que volvieran antes de ocho días, madre. Ya llevaban cinco y ¿cuántos para volver, don Adrián?, tres días siempre que no lloviera, ¿veía?, eran órdenes, madre, que no se molestara con él. Junto al rumor de la conversación entre el sargento y la madre Angélica hay otro, áspero: los aguarunas dialogan a viva voz, chocan sus brazos y comparan sus pulseras. La madre Patrocinio traga y abre los ojos, ¿y si los otros no volvían?, ¿y si se demoraban un mes en volver?, claro que era sólo una opinión, y cierra los ojos, a lo mejor se equivocaba y traga. La madre Angélica frunce el ceño, brotan nuevos pliegues en su rostro, su mano acaricia el mechoncito de pelos blancos del mentón. El sargento bebe un trago de su cantimplora: peor que purgante, todo se calentaba en esta tierra, no era el calor de su tierra, el de aquí pudría todo. El Pesado y el Rubio se han tumbado de espaldas, los quepís sobre la cara, y el Chiquito quería saber si a alguien le constaba eso, don Adrián, y el Oscuro de veras, que siguiera, que contara, don Adrián. Eran medio pez y medio mujer, estaban al fondo de las conchas esperando a los ahogados y apenas se volcaba una canoa venían y agarraban a los cristianos y se los llevaban a sus palacios de abajo. Los ponían en unas hamacas que no eran de yute sino de culebras y ahí se daban gusto con ellos, y la madre Patrocinio ¿ya estaban hablando de supersticiones?, y ellos no, no, ¿y se creían cristianos?, nada de eso, madrecita, hablaban de si iba a llover. La madre Angélica se inclina hacia los aguarunas gruñendo dulcemente, sonriendo con obstinación, tiene enlazadas las manos y los hombres, sin moverse del sitio, se enderezan poco a poco, alargan los cuellos como las garzas cuando se asolean a la orilla del río y surge un vaporcito, y algo asombra, dilata sus pupilas y el pecho de uno se hincha, su tatuaje se destaca, borra, destaca y gradualmente se adelantan hacia la madre Angélica, muy atentos, graves, mudos, y la vieja melenuda abre las manos, coge a las chiquillas. El varoncito sigue comiendo, muchachos, se venía la parte brava, atención. El práctico, el Chiquito y el Oscuro callan. El Rubio se incorpora con los ojos enrojecidos y remece al Pesado, un aguaruna mira al sargento de soslayo, luego al cielo y ahora la vieja abraza a las chiquillas, las incrusta contra sus senos largos y chorreados y los ojos del varoncito rotan de la madre Angélica a los hombres, de éstos a la vieja, de ésta a los guardias y a la madre Angélica. El aguaruna del tatuaje comienza a hablar, lo sigue el otro, la vieja, una tormenta de sonidos ahoga la voz de la madre Angélica que niega ahora con la cabeza y con las manos y de pronto, sin dejar de roncar ni de escupir, lentos, ceremoniosos, los dos hombres se despojan de los collares, de las pulseras y hay una lluvia de abalorios sobre las hojas de plátano. Los aguarunas estiran las manos hacia los restos del pescado, entre los que discurre un delgado río de hormigas pardas. Ya se habían puesto chúcaros, muchachos, pero ellos estaban listos, mi sargento, cuando él mandara. Los aguarunas limpian las sobras de carne blanca y azul, atrapan con las uñas a las hormigas, las aplastan y con mucho cuidado envuelven la comida en las hojas venosas. Que el Chiquito y el Rubio se encargaran de las churre, se las recomendaba el sargento y el Pesado qué suertudos. La madre Patrocinio está muy pálida, mueve los labios, sus dedos aprietan las cuentas negras de un rosario y eso sí, sargento, que no olvidaran que eran niñas, ya lo sabía, ya lo sabía, y que el Pesado y el Oscuro tuvieran quietos a los calatos y que la madre no se preocupara y la madre Patrocinio ay si cometían brutalidades y el práctico se encargaría de llevar las cosas, muchachos, nada de brutalidades: Santa María, Madre de Dios. Todos contemplan los labios exangües de la madre Patrocinio, y ella Ruega por nosotros, tritura con sus dedos las bolitas negras y la madre Angélica cálmese, madre, y el sargento ya, ahora era cuando. Se ponen de pie, sin prisa. El Pesado y el Oscuro sacuden sus pantalones, se agachan, cogen los fusiles y hay carreras ahora, chillidos y en la hora, pisotones, el varoncito se tapa la cara, de nuestra muerte, y los dos aguarunas han quedado rígidos amén, sus dientes castañetean y sus ojos perplejamente miran los fusiles que los apuntan. Pero la vieja está de pie forcejeando con el Chiquito y las chiquillas se debaten como anguilas entre los brazos del Rubio. La madre Angélica se cubre la boca con un pañuelo, la polvareda crece y se espesa, el Pesado estornuda y el sargento listo, podían irse al barranco, muchachos, madre Angélica. Y al Rubio quién lo ayudaba, sargento, ¿no veía que se le soltaban? El Chiquito y la vieja ruedan al suelo abrazados, que el oscuro fuera a ayudarlo, el sargento lo reemplazaría, vigilaría al calato. Las madres caminan hacia el barranco tomadas del brazo, el Rubio arrastra dos figuras entreveradas y gesticulantes y el Oscuro sacude furiosamente la melena de la vieja hasta que el Chiquito queda libre y se levanta. Pero la vieja salta tras ellos, los alcanza, los araña y el sargento listo, Pesado, se fueron. Siempre apuntando a los dos hombres retroceden, se deslizan sobre los talones y los aguarunas se levantan al mismo tiempo y avanzan imantados por los fusiles. La vieja brinca como un maquisapa, cae y apresa dos pares de piernas, el Chiquito y el Oscuro trastabillean, Madre de Dios, caen también y que la madre Patrocinio no diera esos grito. Una rápida brisa viene del río, escala la pendiente y hay activos, envolventes torbellinos anaranjados y granos de tierra robustos, aéreos como moscardones. Los dos aguarunas se mantienen dóciles frente a los fusiles y el barranco está muy cerca. ¿Si se le aventaban, el Pesado disparaba? Y la madre Angélica bruto, podía matarlos. El Rubio coge de un brazo a la chiquilla del pendiente, ¿por qué no bajaban, sargento?, a la otra del pescuezo, se le zafaban, ahorita se le zafaban y ellas no gritan pero tironean y sus cabezas, hombros, pies y piernas luchan y golpean y vibran y el práctico Nieves pasa cargado de termos: que se apurara, don Adrián, ¿no se le quedaba nada? No, nada, cuando el sargento quisiera. El Chiquito y el Oscuro sujetan a la vieja de los hombros y los pelos y ella está sentada chillando, a ratos los manotea sin fuerza en las piernas y bendito era el fruto, madre, madre, de su vientre y al Rubio se le escapaban, Jesús. El hombre del tatuaje mira el fusil del Pesado, la vieja lanza un alarido y llora, dos hilos húmedos abren finísimos canales en la costra de polvo de su cara y que el Pesado no se hiciera el loco. Pero si se le aventaba, sargento, él le abría el cráneo, aunque fuera un culatazo, sargento, y se acababa la broma. La madre Angélica retira el pañuelo de su boca: bruto, ¿por qué decía maldades?, ¿por qué se lo permitía el sargento?, y el Rubio ¿podía ir bajando?, estas bandidas lo despellejaban. Las manos de las chiquillas no llegan a la cara del Rubio, sólo a su cuello, lleno ya de rayitas violáceas, y han desgarrado su camisa y arrancado los botones. Parecen desanimarse a veces, aflojan el cuerpo y gimen y de nuevo atacan, sus pies desnudos chocan contra las polainas del Rubio, él maldice y las sacude, ellas siguen sordamente y que la madre bajara, qué esperaba, y también el Rubio y la madre Angélica ¿por qué las apretaba así si eran niñas?, de su vientre Jesús, madre, madre. Si el Chiquito y el Oscuro la soltaban la vieja se les echaría encima, sargento, ¿qué hacían?, y el Rubio que ella las cogiera, a ver, madre, ¿no veía cómo lo arañaban? El sargento agita el fusil, los aguarunas respingan, dan un paso atrás y el Chiquito y el Oscuro sueltan a la vieja, quedan con las manos listas para defenderse pero ella no se mueve, se restriega los ojos solamente y ahí está el varoncito como segregado por los remolinos: se acuclilla y hunde la cara entre las tetas líquidas. El Chiquito y el Oscuro van cuesta abajo, una muralla rosada se los traga a poco, y cómo mierda iba a bajarlas el Rubio solito, qué les pasaba, sargento, por qué se iban ésos y la madre Angélica se le acerca braceando con resolución: ella lo ayudaba. Estira las manos hacia la chiquilla del pendiente pero no la toca y se dobla y el pequeño puño pega otra vez y el hábito se hunde y la madre Angélica lanza un quejido y se encoge: qué le decía, el Rubio remece a la chiquilla como un trapo, madre, ¿no era una fiera? Pálida y plegada, la madre Angélica reincide, atrapa el brazo con las dos manos, Santa María, y ahora aúllan, Madre de Dios, patalean, Santa María, rasguñan, todos tosen, Madre de Dios y en vez de tanto rezo que fueran bajando, madre Patrocinio, por qué chucha se asustaba tanto y hasta qué hora, y hasta cuándo, que bajaran que el sargento ya se calentaba, miéchica. La madre Patrocinio gira, se lanza por la pendiente y se esfuma, el Pesado adelanta el fusil y el del tatuaje retrocede. Con qué odio miraba, sargento, parecía rencoroso, puta de tu madre, y orgulloso: así debían ser los ojos del chulla-chaqui, sargento. Los nubarrones que envuelven a los que descienden son más distantes, la vieja llora, se contorsiona y los dos aguarunas observan el cañón, la culata, las bocas redondas de los fusiles: que el Pesado no se muñequeara. No se muñequeaba, sargento, pero qué manera de mirar era ésta, caracho, con qué derecho. El Rubio, la madre Angélica y las chiquillas se desvanecen también entre oleadas de polvo y la vieja ha reptado hasta la orilla del barranco, mira hacia el río, sus pezones tocan la tierra y el varoncito profiere voces extrañas, ulula como un ave lúgubre y al Pesado no le gustaba tenerlos tan cerca a los calatos, sargento, qué iban a hacer para bajar ahora que estaban solitos. Y en eso ronca el motor de la lancha: la vieja calla y alza la cara, mira al cielo, el varoncito la imita, los dos aguarunas la imitan y los cojudos estaban buscando un avión, Pesado, no se daban cuenta, ahora era cuando. Retroceden el fusil y lo adelantan de golpe, los dos hombres saltan hacia atrás y hacen gestos y ahora el sargento y el Pesado bajan de espaldas, siempre apuntando, hundiéndose hasta las rodillas y el motor ronca cada vez más fuerte, envenena el aire de hipos, gárgaras, vibraciones y sacudimientos y en la pendiente no es como en el claro, no hay brisa, sólo vaho caliente y polvo rojizo y picante que hace estornudar. Borrosamente, allá en lo alto del barranco unas cabezas peludas exploran el cielo, pendulan suavemente buscando entre las nubes y el motor estaba ahí y las churres llorando, Pesado, y él ¿qué?, mi sargento, no podía más. Cruzan el fango a la carrera y cuando llegan a la lancha acezan y tienen las lenguas afuera. Ya era hora, ¿por qué se habían demorado tanto? Cómo querían que el Pesado subiera, qué bien se habían acomodado conchudos, que le hicieran sitio. Pero él tenía que enflaquecer, que se fijaran, subía el Pesado y la lancha se hundía y no era momento para bromas, que partieran de una vez, sargento. Ahorita mismo partían, madre Angélica, de nuestra muerte amén.
Sonó un portazo, la superiora levantó el rostro del escritorio, la madre Angélica irrumpió como una tromba en el despacho, sus manos lívidas cayeron sobre el espaldar de una silla.
– ¿Qué pasa, madre Angélica? ¿Por qué viene así?
– ¡Se han escapado, madre! -balbuceó la madre Angélica-. No queda ni una sola, Dios mío.
– Qué dice, madre Angélica -la superiora se había puesto de pie de un salto y avanzaba hacia la puerta-. ¿Las pupilas?
– ¡Dios mío, Dios mío! -asentía la madre Angélica con movimientos de cabeza cortos, idénticos, muy rápidos, como una gallina picoteando granos.
Santa María de Nieva se alza en la desembocadura del Nieva en el Alto Marañón, dos ríos que abrazan la ciudad y son sus límites. Frente a ella, emergen del Marañón dos islas que sirven a los vecinos para medir las crecientes y las vaciantes. Desde el pueblo, cuando no hay niebla, se divisan, atrás, colinas cubiertas de vegetación y, adelante, aguas abajo del río ancho, las moles de la cordillera que el Marañón escinde en el pongo de Manseriche: diez kilómetros violentos de remolinos, rocas y torrentes, que comienzan en una guarnición militar, la de teniente Pinglo, y acaban en otra, la de Borja.
– Por aquí, madre -dijo la madre Patrocinio-. Vea, la puerta está abierta, por aquí ha sido.
La madre superiora alzó la lamparilla y se inclinó: la maleza era una sombra uniforme anegada de insectos. Apoyó su mano en la puerta entreabierta y se volvió hacia las madres. Los hábitos habían desaparecido en la noche, pero los velos blancos resplandecían como plumajes de garzas.
– Busque a Bonifacia, madre Angélica -susurró la superiora-. Llévela a mi despacho.
– Sí, madre, ahora mismo -la lamparilla iluminó un segundo la barbilla trémula de la madre Angélica, sus ojitos que pestañeaban.
– Vaya a advertir a don Fabio, madre Griselda -dijo la superiora-. Y usted al teniente, madre Patrocinio. Que salgan a buscarlas ahora mismo. Dense prisa, madres.
Dos halos albos se apartaron del grupo en dirección al patio de la misión. La superiora, seguida de las madres, caminó hacia la residencia, pegada al muro de la huerta, donde un graznido ahogaba, a intervalos caprichosos, el aleteo de los murciélagos y el chirrido de los grillos. Entre los frutales surgían guiños y destellos ¿cocuyos?, ¿ojos de lechuzas? La superiora se detuvo ante la capilla.
– Entren ustedes, madres -dijo suavemente-. Ruéguenle a la Virgen que no ocurra ninguna desgracia. Yo vendré luego.
Santa María de Nieva es como una pirámide irregular y su base son los ríos. El embarcadero está sobre el Nieva y en torno al muelle flotante se balancean las canoas de los aguarunas, los bores y lanchas de los cristianos. Más arriba está la plaza cuadrada de tierra ocre, en cuyo centro se elevan dos troncos de capirona, lampiños y corpulentos. En uno de ellos izan los guardias la bandera en Fiestas Patrias. Y alrededor de la plaza están la comisaría, la casa del gobernador, varias viviendas de cristianos y la cantina de Paredes, que es también comerciante, carpintero y sabe preparar pusangas, esos filtros que contagian el amor. Y más arriba todavía, en dos colinas que son como los vértices de la ciudad, están los locales de la misión: techos de calamina, horcones de barro y de pona, paredes enlucidas de cal, tela metálica en las ventanas, puertas de madera.
– No perdamos tiempo, Bonifacia -dijo la superiora-. Dímelo todo.
– Estaba en la capilla -dijo la madre Angélica-. Las madres la descubrieron.
– Te he hecho una pregunta, Bonifacia -dijo la superiora-. ¿Qué esperas?
Vestía una túnica azul, un estuche que ocultaba su cuerpo desde los hombros hasta los tobillos, y sus pies descalzos, del color de las tablas cobrizas del suelo, yacían juntos: dos animales chatos, policéfalos.
– ¿No has oído? -dijo la madre Angélica-. Habla de una vez.
El velo oscuro que enmarcaba su rostro y la penumbra del despacho acentuaban la ambigüedad de su expresión, entre huraña e indolente, y sus ojos grandes miraban fijamente el escritorio; a veces, la llama del mechero agitada por la brisa que venía de la huerta, descubría su color verde, su suave centelleo.
– ¿Te robaron las llaves? -dijo la madre superiora.
– ¡No cambiarás nunca, descuidada! -la mano de la madre Angélica revoloteó sobre la cabeza de Bonifacia-. ¿Ves en qué han terminado tus negligencias?
– Déjeme a mí, madre -dijo la superiora-. No me hagas perder más tiempo, Bonifacia.
Sus brazos colgaban a sus costados y mantenía la cabeza baja, la túnica revelaba apenas el movimiento de su pecho. Sus labios rectos y espesos estaban soldados en una mueca hosca y su nariz se dilataba y fruncía ligeramente, a un ritmo muy parejo.
– Voy a enfadarme, Bonifacia, te hablo con consideración y tú como si oyeras llover -dijo la superiora-. ¿A qué hora las dejaste solas? ¿No cerraste con llave el dormitorio?
– ¡Habla de una vez, demonio! -la madre Angélica estrujó la túnica de Bonifacia-. Dios te ha de castigar ese orgullo.
– Tienes todo el día para ir a la capilla pero en la noche tu deber es cuidar a las pupilas -dijo la superiora-. ¿Por qué saliste del cuarto sin permiso?
Dos breves golpecillos sonaron en la puerta del despacho, las madres se volvieron, Bonifacia alzó un poco los párpados y, un segundo, sus ojos fueron más grandes, verdes e intensos.
Desde las colinas del pueblo se divisa, cien metros más allá, en la banda derecha del río Nieva, la cabaña de Adrián Nieves, su chacrita, y después sólo un diluvio de lianas, matorrales, árboles de ramas tentaculares y altísimas crestas. No lejos de la plaza está el poblado indígena, aglomeración de cabañas erigidas sobre árboles decapitados. El lodo devora allí la yerba salvaje y circunda charcos de agua hedionda que hierven de renacuajos y de lombrices. Aquí y allá, diminutos y cuadriculados, hay yucales, sembríos de maíz, huertas enanas. Desde la misión un sendero escarpado desciende hasta la plaza. Y detrás de la misión un muro terroso resiste el empuje del bosque, la furiosa acometida vegetal. En ese muro hay una puerta clausurada.
– Es el gobernador, madre -dijo la madre Patrocinio-. ¿Se puede?
– Sí, hágalo pasar, madre Patrocinio -dijo la superiora.
La madre Angélica levantó el mechero y rescató de la oscuridad del umbral a dos figuras borrosas. Envuelto en una manta, una linterna en la mano, don Fabio entró haciendo venias:
– Estaba acostado y salí como pude, madre, discúlpeme esta facha -dio la mano a la superiora, a la madre Angélica-. Cómo ha podido pasar esto, le juro que no podía creerlo. Ya me imagino cómo se sienten, madre.
Su cráneo calvo parecía húmedo, su rostro flaco sonreía a las madres.
– Siéntese, don Fabio -dijo la superiora-. Le agradezco que haya venido. Alcáncele una silla al gobernador, madre Angélica.
Don Fabio se sentó y la linterna que pendía de su mano izquierda se encendió: una redondela dorada sobre la alfombra de chambira.
– Ya salieron a buscarlas, madre -dijo el gobernador-. El teniente también. No se preocupe, seguro que las encuentran esta misma noche.
– Esas pobres criaturas por ahí, de su cuenta, don Fabio, figúrese -suspiró la superiora-. Felizmente que no llueve. No sabe qué susto nos hemos llevado.
– Pero cómo ha sido esto, madre -dijo don Fabio-. Todavía me parece mentira.
– Un descuido de ésta -dijo la madre Angélica, señalando a Bonifacia-. Las dejó solas y se fue a la capilla. Se olvidaría de cerrar la puerta.
El gobernador miró a Bonifacia y su rostro asumió un aire severo y dolido. Pero un segundo después sonrió e hizo una venia a la superiora.
– Las niñas son inconscientes, don Fabio -dijo la superiora-. No tienen noción de los peligros. Eso es lo que más nos inquieta. Un accidente, un animal.
– Ah, qué niñas -dijo el gobernador-. Ya ves, Bonifacia, tienes que ser más cuidadosa.
– Pídele a Dios que no les pase nada -dijo la superiora-. Si no, qué remordimientos tendrías toda tu vida, Bonifacia.
– ¿No las sintieron salir, madre? -dijo don Fabio-. Por el pueblo no han pasado. Se irían por el bosque.
– Se salieron por la puerta de la huerta, por eso no las sentimos -dijo la madre Angélica-. Le robaron la llave a esta tonta.
– No me digas tonta, mamita -dijo Bonifacia, los ojos muy abiertos-. No me robaron.
– Tonta, tonta rematada -dijo la madre Angélica-. ¿Todavía te atreves? Y no me digas mamita.
– Yo les abrí la puerta -Bonifacia despegó apenas los labios-. Yo las hice escapar, ¿ves que no soy tonta?
Don Fabio y la superiora alargaron las cabezas hacia Bonifacia, la madre Angélica cerró, abrió la boca, roncó antes de poder hablar:
– ¿Qué dices? -roncó de nuevo-. ¿Tú las hiciste escapar?
– Sí, mamita -dijo Bonifacia-. Yo las hice.
Ya te estás poniendo triste otra vez, Fushía -dijo Aquilino-. No seas así, hombre. Anda, conversa un poco para que se te pase la tristeza. Cuéntame de una vez cómo fue que te escapaste.
– ¿Dónde estamos, viejo? -dijo Fushía-. ¿Falta mucho para entrar al Marañón?
– Hace rato que entramos -dijo Aquilino-. Ni cuenta te diste, roncabas como un bendito.
– ¿Entraste de noche? -dijo Fushía-. ¿Cómo no he sentido los rápidos, Aquilino?
– Estaba tan claro que parecía madrugada, Fushía -dijo Aquilino-: El cielo purita estrella y el tiempo era el mejor del mundo, no se movía ni una mosca. De día hay pescadores, a veces una lancha de la guarnición, de noche es más seguro. Y cómo ibas a sentir los rápidos si me los conozco de memoria. Pero no pongas esa cara, Fushía. Puedes levantarte si quieres, debes estar acalorado ahí debajo de las mantas. No hay nadie, somos los dueños del río.
– Me quedo aquí nomás -dijo Fushía-. Estoy sintiendo frío y me tiembla todo el cuerpo.
– Sí, hombre, como te sientas mejor -dijo Aquilino-. Anda, cuéntame de una vez cómo fue que te escapaste. ¿Por qué te habían metido adentro? ¿Qué edad tenías?
Él había estado en la escuela y por eso el turco le dio un trabajito en su almacén. Le llevaba las cuentas, Aquilino, en unos librotes que se llaman el Debe y el Haber. Y aunque era honrado entonces, ya soñaba con hacerse rico. Cómo ahorraba, viejo, sólo comía una vez al día, nada de cigarrillos, nada de trago. Quería un capitalito para hacer negocios. Y así son las cosas, al turco se le metió en la cabeza que él le robaba, pura mentira, y lo hizo llevar preso. Nadie quiso creerle que era honrado y lo metieron a un calabozo con dos bandidos. ¿No era la cosa más injusta, viejo?
– Pero eso ya me lo contaste al salir de la isla, Fushía -dijo Aquilino-. Yo quiero que me digas cómo fue que te escapaste.
– Con esta ganzúa -dijo Chango-. La hizo Iricuo con el alambre del catre. La probamos y abre la puerta sin hacer ruido. ¿Quieres ver, japonesito?
Chango era el más viejo, estaba allí por cosas de drogas, y trataba a Fushía con cariño. Iricuo, en cambio, siempre se burlaba de él. Un bicho que había estafado a mucha gente con el cuento de la herencia, viejo. Él fue el que hizo el plan.
– ¿Y resultó tal cual, Fushía? -dijo Aquilino.
– Tal cual -dijo Iricuo-. ¿No ven que en Año Nuevo todos se mandan mudar? Sólo ha quedado uno en el pabellón, hay que quitarle las llaves antes que las tire al otro lado de la reja. Depende de eso, muchachos.
– Abre de una vez, Chango -dijo Fushía-. Ya no aguanto, Chango, ábrela.
– Tú deberías quedarte, japonesito -dijo Chango-. Un año se pasa rápido. Nosotros no perdemos nada, pero si falla tú te arruinas, te darán un par de años más.
Pero él se empeñó y salieron y el pabellón estaba vacío. Encontraron al guardián durmiendo junto a la reja, con una botella en la mano.
– Le di con la pata del catre y se vino al suelo -dijo Fushía-. Creo que lo maté, Chango.
– Vuela idiota, ya tengo las llaves -dijo Iricuo-. Hay que cruzar el patio corriendo. ¿Le sacaste la pistola?
– Déjame pasar primero -dijo Chango-. Los de la principal también andarán borrachos como éste.
– Pero estaban despiertos, viejo -dijo Fushía-. Eran dos y jugaban a los dados. Qué ojazos pusieron cuando entramos.
Iricuo los apuntó con la pistola: abrían el portón o empezaba la lluvia de balas, putos. Y al primer grito que dieran empezaba, y se apuraban o empezaba, putos, la lluvia de balas.
– Amárralos, japonesito -dijo Chango-. Con sus cinturones. Y mételes sus corbatas a la boca. Rápido, japonesito, rápido.
– No le hacen, Chango -dijo Iricuo-. Ninguna es la del portón. Nos quemamos en la puerta del horno, muchachos.
– Una de ésas tiene que ser, sigue probando -dijo Chango-. Qué haces, muchacho, por qué los pateas.
– ¿Y por qué los pateabas, Fushía? -dijo Aquilino-. No entiendo, en ese momento uno piensa en escapar y en nada más.
– Les tenía rabia a todos esos perros -dijo Fushía-. Cómo nos trataban, viejo. ¿Sabes que los mandé al hospital? En los periódicos decían crueldad de japonés, Aquilino, venganzas de oriental. Me daba risa, yo no había salido nunca de Campo Grande y era más brasileño que cualquiera.
– Ahora eres un peruano, Fushía -dijo Aquilino-. Cuando te conocí en Moyobamba, todavía podías ser brasileño, hablabas un poco raro. Pero ahora hablas como los cristianos de acá.
– Ni brasileño ni peruano -dijo Fushía-. Una pobre mierda, viejo, una basura, eso es lo que soy ahora.
– ¿Por qué eres tan bruto? -dijo Iricuo-. ¿Por qué les pegaste? Si nos agarran nos matan a palos.
– Todo está saliendo, no hay tiempo de discutir -dijo Chango-. Nosotros a escondernos, Iricuo, y tú apúrate, japonesito, sacas el carro y vienes volando.
– ¿En el cementerio? -dijo Aquilino-. Eso no es cosa de cristianos.
– No eran cristianos sino bandidos -dijo Fushía-. En los periódicos decían se metieron al cementerio para abrir las tumbas. Así es la gente, viejo.
– ¿Y te robaste el carro del turco? -dijo Aquilino-. ¿Cómo fue que a ellos los agarraron y a ti no?
– Se quedaron toda la noche en el cementerio, esperándome -dijo Fushía-. La policía les cayó al amanecer. Yo ya estaba lejos de Campo Grande.
– Quiere decir que los traicionaste, Fushía -dijo Aquilino.
– ¿Acaso no he traicionado a todo el mundo? -dijo Fushía-. ¿Qué es lo que he hecho con el Pantacha y los huambisas? ¿Qué es lo que he hecho con Jum, viejo?
– Pero entonces no eras malo -dijo Aquilino-. Tú mismo me dijiste que eras honrado.
– Antes de entrar a la cárcel -dijo Fushía-. Ahí dejé de serlo.
– ¿Y cómo te viniste al Perú? -dijo Aquilino-. Campo Grande debe estar lejísimos.
– En el Mato Grosso, viejo -dijo Fushía-. Los periódicos decían el japonés se está yendo a Bolivia. Pero yo no era tan tonto, estuve por todas partes, un montón de tiempo escapando, Aquilino. Y al fin llegué a Manaos. De ahí era fácil pasar a Iquitos.
– ¿Y ahí fue donde conociste al señor Julio Reátegui, Fushía? -dijo Aquilino.
– Esa vez no lo conocí en persona -dijo Fushía-. Pero oí hablar de él.
– Qué vida has tenido, Fushía -dijo Aquilino-. Cuánto has visto, cuánto has viajado. Me gusta oírte, no sabes qué entretenido es. ¿A ti no te da gusto contarme todo eso? ¿No sientes que así el viaje se pasa más rápido?
– No, viejo -dijo Fushía-. No siento nada más que frío.
Al cruzar la región de los médanos, el viento que baja de la cordillera se caldea y endurece: armado de arena, sigue el curso del río y, cuando llega a la ciudad, se divisa entre el cielo y la tierra como una deslumbrante coraza. Allí vacía sus entrañas: todos los días del año, a la hora del crepúsculo, una lluvia seca y fina como polvillo de madera, que sólo cesa al alba, cae sobre las plazas, los tejados, las torres, los campanarios, los balcones y los árboles, y pavimenta de blanco las calles de Piura. Los forasteros se equivocan cuando dicen «las casas de la ciudad están apunto de caer»: los crujidos nocturnos no provienen de las construcciones, que son antiguas pero recias, sino de los invisibles, incontables proyectiles minúsculos de arena al estrellarse contra las puertas y las ventanas. Se equivocan, también, cuando piensan: «Piura es una ciudad huraña, triste». La gente se recluye en el hogar a la caída de la tarde para librarse del viento sofocante y de la acometida de la arena que lastima la piel como una punzada de agujas y la enrojece y llaga, pero en las rancherías de Castilla, en las chozas de barro y caña brava de la Mangachería, en las picanterías y chicherías de la Gallinacera, en las residencias de principales del malecón y la plaza de Armas, se divierte como la gente de cualquier otro lugar, bebiendo, oyendo música, charlando. El aspecto abandonado y melancólico de la ciudad desaparece en el umbral de sus casas, incluso las más humildes, esas frágiles viviendas levantadas en hilera a las márgenes del río, al otro lado del camal.
La noche piurana está llena de historias. Los campesinos hablan de aparecidos; en su rincón, mientras cocinan, las mujeres cuentan chismes, desgracias. Los hombres beben culitos de chicha rubia, ásperos vasos de cañazo. Éste es serrano y muy fuerte: los forasteros lloran cuando lo prueban por primera vez. Los niños se revuelcan sobre la tierra, luchan, taponean las galerías de los gusanos, fabrican trampas para las iguanas o, inmóviles, sus ojos muy abiertos, atienden las historias de los mayores: bandoleros que se apostan en las quebradas de Canchaque, Huancabamba y Ayabaca, para desvalijar a los viajeros y, a veces, degollarlos; mansiones donde penan los espíritus; curaciones milagrosas de los brujos; entierros de oro y plata que anuncian su presencia con ruido de cadenas y gemidos; montoneras que dividen a los hacendados de la región en dos bandos y recorren el arenal en todas direcciones, buscándose, embistiéndose en el seno de descomunales polvaredas, y ocupan caseríos y distritos, confiscan animales, enrolan hombres a lazo y pagan todo con papeles que llaman Bonos de la Patria, montoneras que todavía los adolescentes vieron entrar a Piura como un huracán de jinetes, armar sus tiendas de campaña en la plaza de Armas y derramar por la ciudad uniformes colorados y azules; historias de desafíos, adulterios y catástrofes, de mujeres que vieron llorar a la Virgen de la Catedral, levantar la mano al Cristo, sonreír furtivamente al Niño Dios.
Los sábados, generalmente, se organizan fiestas. La alegría recorre como una onda eléctrica la Mangachería, Castilla, la Gallinacera, las chozas de la orilla del río. En todo Piura resuenan tonadas y pasillos, valses lentos, los huaynos que bailan los serranos golpeando el suelo con los pies descalzos, ágiles marineras, tristes con fuga de tondero. Cuando la embriaguez cunde y cesan los cantos, el rasgueo de las guitarras, el tronar de los cajones y el llanto de las arpas, de las rancherías que abrazan a Piura como una muralla, surgen sombras repentinas que desafían el viento y la arena: son parejas jóvenes, ilícitas, que se deslizan hasta el ralo bosque de algarrobos que ensombrece el arenal, las playitas escondidas del río, las grutas que miran hacia Catacaos, las más audaces hasta el comienzo del desierto. Allí se aman.
En el corazón de la ciudad, en los cuadriláteros que cercan la plaza de Armas, en casonas de muros encalados y balcones con celosías, viven los hacendados, los comerciantes, los abogados, las autoridades. En las noches se congregan en las huertas, bajo las palmeras, y hablan de las plagas que amenazan este año el algodón y los cañaverales, de si entrará el río a tiempo y vendrá caudaloso, del incendio que devoró unos rozos de Chápiro Seminario, de la pelea de gallos del domingo, de la pachamanca que se organiza para recibir al flamante médico local: Pedro Zevallos. Mientras ellos juegan rocambor, dominó o tresillo, en los salones llenos de alfombras y penumbras, entre óleos ovalados, grandes espejos y muebles con forro de damasco, las señoras rezan el rosario, negocian los futuros noviazgos, programan las recepciones y las fiestas de beneficencia, se sortean las obligaciones para la procesión y el adorno de los altares, preparan kermeses y comentan los chismes sociales del periódico local, una hoja de colores que se llama Ecos y Noticias.
Los forasteros ignoran la vida interior de la ciudad. ¿Qué detestan de Piura? Su aislamiento, los vastos arenales que la separan del resto del país, la falta de caminos, las larguísimas travesías a caballo bajo un sol abrasador y las emboscadas de los bandoleros. Llegan al Hotel La Estrella del Norte, que está en la plaza de Armas y es una mansión descolorida, alta como la glorieta donde se toca la retreta de los domingos y a cuya sombra se instalan los mendigos y los lustrabotas, y deben permanecer allí encerrados, desde las cinco de la tarde, mirando a través de los visillos cómo la arena se posesiona de la ciudad solitaria. En la cantina de La Estrella del Norte beben hasta caer borrachos. «Aquí no es como en Lima», dicen, «no hay donde divertirse; la gente piurana no es mala, pero qué austera, qué diurna». Quisieran antros que llamearan toda la noche para quemar sus ganancias. Por eso, cuando parten, suelen hablar mal de la ciudad, llegan a la calumnia.
¿Y acaso hay gente más hospitalaria y cordial que la piurana? Recibe a los forasteros en triunfo, se los disputa cuando el hotel está lleno. A esos tratantes de ganado, a los corredores de algodón, a cada autoridad que llega, los principales los divierten lo mejor que pueden: organizan en su honor cacerías de venado en las sierras de Chulucanas, los pasean por las haciendas, les ofrecen pachamancas. Las puertas de Castilla y la Mangachería están abiertas para los indios que emigran de la sierra y llegan a la ciudad hambrientos y atemorizados, para los brujos expulsados de las aldeas por los curas, para los mercaderes de baratijas que vienen a tentar fortuna en Piura. Chicheras, aguateros, regadores, los acogen familiarmente, comparten con ellos su comida y sus ranchos. Cuando se marchan, los forasteros siempre se llevan regalos. Pero nada los contenta, tienen hambre de mujer y no soportan la noche piurana, donde sólo vela la arena que cae del cielo.
Tanto deseaban mujer y diversión nocturna estos ingratos, que al fin el cielo («el diablo, el maldito cachudo», dice el padre García acabó por darles gusto. Y así fue que apareció, bulliciosa y frívola, nocturna, la Casa Verde.
El cabo Roberto Delgado merodea un buen rato ante la oficina del capitán Artemio Quiroga, sin decidirse. Entre el cielo ceniza y la guarnición de Borja pasan lentamente nubes negruzcas y, en la explanada vecina, los sargentos entrenan a los reclutas: atención carajo, descanso carajo. El aire está cargado de vapor húmedo. Total, una requintada cuando más y el cabo empuja la puerta y saluda al capitán que está en su escritorio, echándose aire con una mano: qué había, qué quería y el cabo una licencia para ir a Bagua ¿se podría? Qué le pasaba al cabo, el capitán se abanica ahora furiosamente con las dos manos, qué bicho le había picado. Pero al cabo Roberto Delgado no le picaban los bichos porque era selvático, mi capitán, de Bagua: quería una licencia para ver a su familia. Y ahí estaba, de nuevo, la maldita lluvia. El capitán se pone de pie, cierra la ventana, vuelve a su asiento con las manos y el rostro mojados. Así que no le picaban los bichos, ¿no sería que tenía mala sangre?, no querrían envenenarse, por eso no le picarían y el cabo consiente: podía ser, mi capitán. El oficial sonríe como un autómata y la lluvia ha impregnado la habitación de ruidos: los goterones caen como pedradas sobre la calamina del techo, el viento silba en los resquicios del tabique. ¿Cuándo había tenido el cabo la última licencia?, ¿el año pasado? Ah, bueno, ése era otro cantar y el rostro del capitán se crispa. Entonces le tocaba una licencia de tres semanas y su mano se eleva, ¿iba a ir a Bagua?, le haría unas compras, y golpea su mejilla y ésta enrojece. El cabo tiene una expresión muy grave. ¿Por qué no se reía?, ¿no era chistoso que el capitán se diera manotazos en la cara? Y el cabo no, qué ocurrencia, mi capitán, qué iba a ser. Una chispa jovial cruza los ojos del oficial, endulza su boca ácida, cholito: se reía a carcajadas o no había licencia. El cabo Roberto Delgado mira confuso a la puerta, a la ventana. Por fin abre la boca y ríe, al principio con risa desganada y artificial, después naturalmente y, al final, con alegría. El zancudo que había picado al capitán era una hembrita, y el cabo está estremecido de risa, sólo las hembras picaban, ¿sabía?, los machos eran vegetarianos y el capitán lárgate de una vez, el cabo enmudece: cuidado se lo comieran los animales en el camino a Bagua por gracioso. Pero no era gracia sino cosa científica, sólo las hembritas chupaban la sangre: se lo había explicado el teniente De la Flor, mi capitán, y al capitán qué chucha que fueran hembras o machos si ardía lo mismo y quién le había preguntado, ¿se las daba de sabihondo? Pero el cabo no se estaba burlando, mi capitán y fíjese, había un remedio que no fallaba, una pomada que se echaban los urakusas, le traería un botellón, mi capitán y el capitán quería que le hablaran en cristiano, quiénes eran los urakusas. Sólo que cómo iba a hablarle en cristiano el cabo si así se llamaban los aguarunas, esos que vivían en Urakusa, y ¿acaso había visto el capitán que a un chuncho lo picaran los bichos? Ellos tenían sus secretos, se hacían sus pomadas con las resinas de los árboles y se embadurnaban, zancudo que se acercaba moría y él se lo traería, mi capitán, un botellón, palabra que se lo traía. Qué buen humor se gastaba esta mañana el cabo, a ver qué cara ponía si los paganos le achicaban la tutuma y el cabo qué buena, qué buena, mi capitán: ya estaba viendo su cabeza de este tamañito. ¿Y a qué iba a ir el cabo a Urakusa? ¿A traerle esa pomadita, nomás? Y el cabo claro, claro, y además porque cortaba camino, mi capitán. Si no, se pasaría la licencia viajando y ya no podría estar con la familia y los amigos. ¿Toda la gente de Bagua era como el cabo?, y él peor, ¿tan conchuda?, mucho peor, mi capitán, no podía saber y el capitán ríe a sus anchas y el cabo lo imita, lo observa, lo mide con sus ojos entrecerrados y de pronto ¿se llevaba un práctico, mi capitán?, ¿un sirviente?, ¿podría? Y el capitán Artemio Quiroga ¿cómo? Se creía muy sabido el cabo, ¿no?, lo ablandaba con payasadas, el capitán se reía y él quería meterle el dedo, ¿no? Pero solito el cabo se iba a demorar horrores, mi capitán, ¿acaso había caminos?, cómo podía ir y venir a Bagua en tan pocos días sin un práctico, y todos los oficiales le harían encargos, hacía falta alguien que ayudara con los paquetes, que lo dejara llevarse un práctico y un sirviente, palabra que le traería esa pomadita matabichos, mi capitán. Ahora le trabajaba la moral: se las sabía todas el cabo, y el cabo usted es una gran persona, mi capitán. Entre los reclutas que llegaron la semana pasada había un práctico, que se llevara a ése y a un sirviente que fuera de la región. Eso sí, tres semanas, ni un día más y el cabo ni uno más, mi capitán, se lo juraba. Choca los talones, saluda y en la puerta se detiene con perdón, mi capitán, ¿cómo se llamaba el práctico? Y el capitán Adrián Nieves y el cabo ya se estaba yendo que él tenía trabajo atrasado. El cabo Roberto Delgado abre la puerta, sale, un viento húmedo y ardiente invade la habitación, revuelve ligeramente los cabellos del capitán.
Tocaron la puerta, Josefino Rojas salió a abrir y no encontró a nadie en la calle. Ya oscurecía, aún no habían encendido los faroles del jirón Tacna, una brisa circulaba tibiamente por la ciudad. Josefino dio unos pasos hacia la avenida Sánchez Cerro y vio a los León, en un banco de la plazuela, junto a la estatua del pintor Merino. José tenía un cigarrillo entre los labios, el Mono se limpiaba las uñas con un palito de fósforos.
– ¿Quién se murió? -dijo Josefino-. Por qué esas caras de entierro.
– Agárrate bien que te vas a caer de espaldas, inconquistable -dijo el Mono-. Llegó Lituma.
Josefino abrió la boca pero no habló; estuvo pestañeando unos segundos, con una sonrisa perpleja y apática que fruncía todo su rostro. Comenzó a frotarse las manos, suavemente.
– Hace un par de horas, en el ómnibus de la Roggero -dijo José.
Las ventanas del Colegio San Miguel estaban iluminadas y, desde el portón, un inspector apuraba a los alumnos de la nocturna dando palmadas. Muchachos en uniforme venían conversando bajo los susurrantes algarrobos de la calle Libertad. Josefino se había metido las manos en los bolsillos.
– Sería bueno que vinieras -dijo el Mono-. Nos está esperando.
Josefino volvió a atravesar la avenida, cerró la puerta de su casa, regresó a la plazuela y los tres echaron a andar, en silencio. Unos metros después del jirón Arequipa, se cruzaron con el padre García que, envuelto en su bufanda gris, avanzaba doblado en dos, arrastrando los pies y jadeando. Les mostró el puño y gritó «¡impíos!». «¡Quemador!», repuso el Mono, y José «¡quemador!, ¡quemador!». Iban por la calzada de la derecha, Josefino al centro.
– Pero si los de la Roggero llegan de mañanita o de noche, nunca a estas horas -dijo Josefino.
– Se quedaron plantados en la cuesta de Olmos -dijo el Mono-. Se les reventó una llanta. La cambiaron y después se les reventaron otras dos. Vaya suertudos.
– Nos quedamos helados cuando lo vimos -dijo José.
– Quería salir a festejar ahí mismo -dijo el Mono-. Lo dejamos alistándose mientras veníamos a buscarte.
– Me ha tomado desprevenido, maldita sea -dijo Josefino.
– ¿Qué vamos a hacer ahora? -dijo José.
– Lo que tú mandes, primo -dijo el Mono.
– Tráiganse al coleguita, entonces -dijo Lituma-. Nos tomaremos unas copitas con él. Vayan a buscarlo, díganle que volvió el inconquistable número cuatro. A ver qué cara pone.
– ¿Estás hablando en serio, primo? -dijo José.
– Muy en serio -dijo Lituma-. Ahí traje unas botellas de Sol de Ica, nos vaciaremos una con él. Tengo unas ganas de verlo, palabra. Vayan, mientras me cambio de ropa.
– Ves que habla de ti dice el coleguita, el inconquistable -dijo el Mono-. Te estima tanto como a nosotros.
– Me imagino que se los comió a preguntas -dijo Josefino-. ¿Qué le inventaron?
– Te equivocas, no hablamos de eso para nada -dijo el Mono-. Ni siquiera la nombró. A lo mejor se ha olvidado de ella.
– Ahora que lleguemos nos soltará una andanada de preguntas -dijo Josefino-. Hay que arreglar esto hoy mismo, antes que le vayan con el cuento.
– Te encargarás tú -dijo el Mono-. Yo no me atrevo. ¿Qué le vas a decir?
– No sé -dijo Josefino-; depende cómo se presenten las cosas. Si por lo menos hubiera avisado que venía. Pero caernos así, de sopetón. Maldita sea, no me lo esperaba.
– Ya deja de frotarte tanto las manos -dijo José-. Me estás contagiando tus nervios, Josefino.
– Ha cambiado mucho -dijo el Mono-. Se le notan un poco los años, Josefino. Y ya no está tan gordo como antes.
Los faroles de la avenida Sánchez Cerro acababan de encenderse y las casas eran todavía amplias, suntuosas, de paredes claras, balcones de madera labrada y aldabas de bronce, pero al fondo, en los estertores azules del crepúsculo, aparecía ya el perfil contrahecho y borroso de la Mangachería. Una caravana de camiones desfilaba por la pista, en dirección al Puente Nuevo y, en las aceras, había parejas acurrucadas contra los portones, pandillas de muchachos, lentos ancianos con bastones.
– Los blancos se han vuelto valientes -dijo Lituma-. Ahora se pasean por la Mangachería como por su casa.
– La culpa es de la avenida -dijo el Mono-. Ha sido un verdadero fusilico contra los mangaches. Cuando la estaban construyendo, el arpista decía nos fregaron, se acabó la independencia, todo el mundo vendrá a meter la nariz en el barrio. Dicho y hecho, primo.
– No hay blanco que no remate ahora sus fiestas en las chicherías -dijo José-. ¿Ya has visto cómo ha crecido Piura, primo? Hay edificios nuevos por todas partes. Aunque eso no te llamará la atención viniendo de Lima.
– Les voy a decir una cosa -dijo Lituma-. Se acabaron los viajes para mí. Todo este tiempo he estado pensando y me he dado cuenta que la mala me vino por no haberme quedado en mi tierra, como ustedes. Al menos eso he aprendido, que quiero morirme aquí.
– Puede ser que cambie de idea cuando sepa lo que pasa -dijo Josefino-. Le dará vergüenza que la gente lo señale con el dedo en la calle. Y entonces se irá.
Josefino se detuvo y sacó un cigarrillo. Los León hicieron una pantalla con sus manos para que la brisa no apagara el fósforo. Siguieron andando, despacio.
– ¿Y si no se va? -dijo el Mono-. Piura les va a quedar chica a los dos, Josefino.
– Está difícil que Lituma se vaya, porque ha vuelto piurano hasta el tuétano -dijo José-. No es como cuando regresó de la montaña, que todo lo de aquí le apestaba. En Lima se le despertó el amor por la tierra.
– Nada de chifas -dijo Lituma-. Quiero platos piuranos. Un buen seco de chabelo, un piqueo, y clarito a mares.
– Vamos donde Angélica Mercedes entonces, primo -dijo el Mono-. Sigue siendo la reina de las cocineras. ¿No te has olvidado de ella, no?
– Mejor a Catacaos, primo -dijo José-. Al Carro Hundido, ahí el clarito es el mejor que conozco.
– Qué contentos se han puesto con la venida de Lituma -dijo Josefino-. Parecen de fiesta, los dos.
– Después de todo, es nuestro primo, inconquistable -dijo el Mono-. Siempre da gusto ver de nuevo a alguien de la familia.
– Tenemos que llevarlo a alguna parte -dijo Josefino-. Entonarlo un poco, antes de hablarle.
– Pero espérate, Josefino -dijo el Mono-, no te acabamos de contar.
– Mañana iremos donde doña Angélica -dijo Lituma-. O a Catacaos, si prefieren. Pero hoy ya sé dónde festejar mi regreso, tienen que darme gusto.
– ¿Dónde mierda quiere ir? -dijo Josefino-. ¿Al Reina, al Tres Estrellas?
– Donde la Chunga Chunguita -dijo Lituma.
– Qué cosas -dijo el Mono-. A la Casa Verde, nada menos. Date cuenta, inconquistable.
– Eres el mismo demonio -dijo la madre Angélica y se inclinó hacia Bonifacia, tendida en el suelo como una oscura, compacta alimaña-. Una malvada y una ingrata.
– La ingratitud es lo peor, Bonifacia -dijo la superiora lentamente-. Hasta los animales son agradecidos. ¿No has visto a los frailecillos cuando les tiran unos plátanos?
Los rostros, las manos, los velos de las madres parecían fosforescentes en la penumbra de la despensa; Bonifacia seguía inmóvil.
– Algún día te darás cuenta de lo que has hecho y te arrepentirás -dijo la madre Angélica-. Y si no te arrepientes, te irás al infierno, perversa.
Las pupilas duermen en una habitación larga, angosta, honda como un pozo; en las paredes desnudas hay tres ventanas que dan sobre el Nieva, la única puerta comunica con el ancho patio de la misión. En el suelo, apoyados contra la pared, están los catrecitos plegables de lona: las pupilas los enrollan al levantarse, los despliegan y tienden en la noche. Bonifacia duerme en un catre de madera, al otro lado de la puerta, en un cuartito que es como una cuña entre el dormitorio de las pupilas y el patio. Sobre su lecho hay un crucifijo y, al lado, un baúl. Las celdas de las madres están al otro extremo del patio, en la residencia: una construcción blanca, con techo de dos aguas, muchas ventanas simétricas y un macizo barandal de madera. Junto a la residencia están el refectorío y la sala de labores, que es donde aprenden las pupilas a hablar en cristiano, deletrear, sumar, coser y bordar. Las clases de religión y de moral se dan en la capilla. En una esquina del patio hay un local parecido a un hangar, que colinda con la huerta de la misión; su alta chimenea rojiza destaca entre las ramas invasoras del bosque: es la cocina.
– Eras de este tamaño pero ya se podía adivinar lo que serías -la mano de la superiora estaba a medio metro del suelo-. Sabes de qué hablo ¿no es cierto?
Bonifacia se ladeó, alzó la cabeza, sus ojos examinaron la mano de la superiora. Hasta ese rincón de la despensa llegaba el parloteo de los loros de la huerta. Por la ventana, el ramaje de los árboles se veía oscuro ya, inextricable. Bonifacia apoyó los codos en la tierra: no sabía, madre.
– ¿Tampoco sabes todo lo que hemos hecho por ti, no? -estalló la madre Angélica que iba de un lado a otro, los puños cerrados-. ¿Tampoco sabes cómo eras cuando te recogimos, no?
– Cómo quieres que sepa -susurró Bonifacia-. Era muy chica, mamita, no me acuerdo.
– Fíjese la vocecita que pone, madre, qué dócil parece -chilló la madre Angélica-. ¿Crees que vas a engañarme? ¿Acaso no te conozco? Y con qué permiso me sigues diciendo mamita.
Después de las oraciones de la noche, las madres entran al refectorio y las pupilas, precedidas por Bonifacia, se dirigen al dormitorio. Tienden sus camas y, cuando están acostadas, Bonifacia apaga las lamparillas de resina, echa llave a la puerta, se arrodilla al pie del crucifijo, reza y se acuesta.
– Corrías a la huerta, arañabas la tierra y, apenas encontrabas una lombriz, un gusano, te lo metías a la boca -dijo la superiora-. Siempre andabas enferma y ¿quiénes te curaban y te cuidaban? ¿Tampoco te acuerdas?
– Y estabas desnuda -gritó la madre Angélica- y era por gusto que yo te hiciera vestidos, te los arrancabas y salías mostrando tus vergüenzas a todo el mundo y ya debías tener más de diez años. Tenías malos instintos, demonio, sólo las inmundicias te gustaban.
Había terminado la estación de las lluvias y anochecía rápido: detrás del encrespamiento de ramas y hojas de la ventana, el cielo era una constelación de formas sombrías y de chispas. La superiora se hallaba sentada en un costal, muy erguida, y la madre Angélica iba y venía, agitando el puño, a veces se corría la manga del hábito y asomaba su brazo, una delgada viborilla blanca.
– Nunca hubiera imaginado que serías capaz de una cosa así -dijo la superiora-. ¿Cómo ha sido, Bonifacia? ¿Por qué lo hiciste?
– ¿No se te ocurrió que podían morirse de hambre o ahogarse en el río? -dijo la madre Angélica-. ¿Que cogerían fiebres? ¿No pensaste en nada, bandida?
Bonifacia sollozó. La despensa se había impregnado de ese olor a tierra ácida y vegetales húmedos que aparecía y se acentuaba con las sombras. Olor espeso y picante, nocturno, parecía cruzar la ventana mezclado a los chirridos de grillos y cigarras, muy nítidos ya.
– Eras como un animalito y aquí te dimos un hogar, una familia y un nombre -dijo la superiora-. También te dimos un Dios. ¿Eso no significa nada para ti?
– No tenías qué comer ni qué ponerte -gruñó la madre Angélica-, y nosotras te criamos, te vestimos, te educamos. ¿Por qué has hecho eso con las niñas, malvada?
De cuando en cuando, un estremecimiento recorría el cuerpo de Bonifacia de la cintura a los hombros. El velo se le había soltado y sus cabellos lacios ocultaban parte de su frente.
– Deja de llorar, Bonifacia -dijo la superiora-. Habla de una vez.
La misión despierta al alba, cuando al rumor de los insectos sucede el canto de los pájaros. Bonifacia entra al dormitorio agitando una campanilla: las pupilas saltan de los catrecillos, rezan avemarías, se enfundan los guardapolvos. Luego se reparten en grupos por la misión, de acuerdo a sus obligaciones: las menores barren el patio, la residencia, el refectorio; las mayores, la capilla y la sala de labores. Cinco pupilas acarrean los tachos de basura hasta el patio y esperan a Bonifacia. Guiadas por ella bajan el sendero, cruzan la plaza de Santa María de Nieva, atraviesan los sembríos y, antes de llegar a la cabaña del práctico Nieves, se internan por una trocha que serpea entre capanahuas, chontas y chambiras y desemboca en una pequeña garganta, que es el basural del pueblo. Una vez por semana, los sirvientes del alcalde Manuel Águila hacen una gran fogata con los desperdicios. Los aguarunas de los alrededores vienen a merodear cada tarde por el lugar, y unos escarban la basura en busca de comestibles y de objetos caseros mientras otros alejan a gritos y a palazos a las aves carniceras que planean codiciosamente sobre la garganta.
– ¿No te importa que esas niñas vuelvan a vivir en la indecencia y en el pecado? -dijo la superiora-. ¿Que pierdan todo lo que han aprendido aquí?
– Tu alma sigue siendo pagana, aunque hables cristiano y ya no andes desnuda -dijo la madre Angélica-. No sólo no le importa, madre, las hizo escapar porque quería que volvieran a ser salvajes.
– Ellas querían irse -dijo Bonifacia-, se salieron al patio y vinieron hasta la puerta y en sus caras vi que también querían irse con esas dos que llegaron ayer.
– ¡Y tú les diste gusto! -gritó la madre Angélica-. ¡Porque les tenías cólera! ¡Porque te daban trabajo y tú odias el trabajo, perezosa! ¡Demonio!
– Cálmese, madre Angélica -la superiora se puso de pie.
La madre Angélica se llevó una mano al pecho, se tocó la frente: las mentiras la sacaban de quicio, madre, lo sentía mucho.
– Fue por las dos que trajiste ayer, mamita -dijo Bonifacia-. Yo no quería que las otras se fueran, sólo esas dos porque me dieron pena. No grites así, mamita, después te enfermas., siempre que te da rabia te enfermas.
Cuando Bonifacia y lis pupilas de la basura regresan a la misión, la madre Griselda y sus ayudantas han preparado el refrigerio de la mañana: fruta, café y un panecillo que se elabora en el horno de la misión. Después del refrigerio, las pupilas van a la capilla, reciben lecciones de catecismo e historia sagrada y aprenden las oraciones. A mediodía vuelven a la cocina y, bajo la dirección de la madre Griselda -colorada, siempre movediza y locuaz-, preparan la colación del mediodía: sopa de legumbres, pescado, yuca, dos panecillos, fruta y agua del destiladero. Después, las pupilas pueden corretear una hora por el patio y la huerta, o sentarse a la sombra de los frutales. Luego suben a la sala de labores. A las novatas, la madre Angélica les enseña el castellano, el alfabeto y los números. La superiora tiene a su cargo los cursos de historia y de geografía, la madre Ángela el dibujo y las artes domésticas y la madre Patrocinio las matemáticas. Al atardecer, las madres y las pupilas rezan el rosario en la capilla y éstas vuelven a repartirse en grupos de trabajo: la cocina, la huerta, la despensa, el refectorio. La colación de la noche es más ligera que la de la mañana.
– Me contaban de su pueblo para convencerme, madre -dijo Bonifacia- Todo me ofrecían y me dieron pena.
– Ni siquiera sabes mentir, Bonifacia -la superiora desenlazó sus manos que revolotearon blancamente en las tinieblas azules y se juntaron de nuevo en una forma redonda-. Las niñas que trajo la madre Angélica de Chicais no hablaban cristiano, ¿ves cómo pecas en vano?
– Yo hablo pagano, madre, sólo que tú no sabías. -Bonifacia levantó la cabeza, dos llamitas verdes destellaron un segundo bajo la mata de cabellos-: Aprendí de tanto oírlas a las paganitas y no te conté nunca.
– Mentira, demonio -gritó la madre Angélica y la forma redonda se partió y aleteó suavemente-. Fíjese lo que inventa ahora, madre. ¡Bandida!
Pero la interrumpieron unos gruñidos que habían brotado como si en la despensa hubiera oculto un animal que, súbitamente enfurecido, se delataba aullando, roncando, ronroneando, chisporroteando ruidos altos y crujientes desde la oscuridad, en una especie de salvaje desafío:
– ¿Ves, mamita? -dijo Bonifacia-. ¿No me has entendido mi pagano?
Todos los días hay misa, antes del refrigerio de la mañana. La ofician los jesuitas de una misión vecina, generalmente el padre Venancio. La capilla abre sus puertas laterales los domingos, a fin de que los habitantes de Santa María de Nieva puedan asistir al oficio. Nunca faltan las autoridades y a veces vienen agricultores, caucheros de la región y muchos aguarunas que permanecen en las puertas, semidesnudos, apretados y cohibidos. En la tarde, la madre Angélica y Bonifacia llevan a las pupilas a la orilla del río, las dejan chapotear, pescar, subirse a los árboles. Los domingos la colación de la mañana es más abundante y suele incluir carne. Las pupilas son unas veinte, de edades que van de seis a quince años, todas aguarunas. A veces, hay entre ellas una muchacha huambisa, y hasta una shapra. Pero no es frecuente.
– No me gusta sentirme inútil, Aquilino -dijo Fushía-. Quisiera que fuera como antes. Nos turnaríamos, ¿te acuerdas?
– Me acuerdo, hombre -dijo Aquilino-. Si fue por ti que me volví lo que soy.
– De veras, todavía seguirías vendiendo agua de casa en casa si yo no hubiera llegado a Moyobamba -dijo Fushía-. Qué miedo le tenías al río, viejo.
– Sólo al Mayo porque casi me ahogué ahí, de muchacho -dijo Aquilino-. Pero en el Rumiyacu me bañaba siempre.
– ¿El Rumiyacu? -dijo Fushía-. ¿Pasa por Moyobamba?
– Ese río mansito, Fushía -dijo Aquilino-, el que cruza las ruinas, cerca de donde viven los lamistas. Hay muchas huertas con naranjas. ¿Tampoco te acuerdas de las naranjas más dulces del mundo?
– Me da vergüenza verte todo el día sudando y yo aquí, como un muerto-dijo Fushía.
– Si no hay que remar ni nada, hombre -dijo Aquilino-, sólo llevar el rumbo. Ahora que pasamos los pongos el Marañón hace el trabajo solito. Lo que no me gusta es que estés callado, y que te pongas a mirar el cielo como si vieras el chulla-chaqui.
– Nunca lo he visto -dijo Fushía-. Aquí en la selva todos lo vieron alguna vez, menos yo. Mala suerte también en eso.
– Más bien di buena suerte -dijo Aquilino-. ¿Sabías que una vez se le apareció al señor Julio Reátegui? En una quebrada del Nieva, dicen. Pero él vio que cojeaba mucho, y en una de ésas le descubrió la pata chiquita y lo corrió a balazos. A propósito, Fushía, ¿por qué te peleaste con el señor Reátegui? Le harías una de ésas, seguro.
Él le había hecho muchas y la primera antes de conocerlo, recién llegadito a Iquitos, viejo. Mucho después se lo contó y Reátegui se reía, ¿así que tú eras el que ensartó al pobre don Fabio?, y Aquilino ¿al señor don Fabio, al gobernador de Santa María de Nieva?
– Para servirlo, señor -dijo don Fabio-. Qué se le ofrece. ¿Se quedará mucho en Iquitos?
Se quedaría un buen tiempo, tal vez definitivamente. Un negocio de madera, ¿sabía?, iba a instalar un aserradero cerca de Nauta y esperaba a unos ingenieros. Tenía trabajo atrasado y le pagaría más, pero quería un cuarto grande, cómodo, y don Fabio no faltaba más, señor, estaba ahí para servir a los clientes, viejo: se la tragó entera.
– Me dio el mejor del hotel -dijo Fushía-. Con ventanas sobre un jardín donde había bombonajes. Me invitaba a almorzar con él y me hablaba hasta por los codos de su patrón. Yo le entendía apenas, mi español era muy malo en ese tiempo.
– ¿No estaba en Iquitos el señor Reátegui? -dijo Aquilino-. ¿Ya entonces era rico?
– No, se hizo rico de veras después, con el contrabando -dijo Fushía-. Pero ya tenía ese hotelito y comenzaba a comerciar con las tribus, por eso se fue a meter a Santa María de Nieva. Compraba caucho, pieles y las vendía en Iquitos. Ahí fue donde se me ocurrió la idea, Aquilino. Pero siempre lo mismo, se necesitaba un capitalito y yo no tenía un centavo.
– ¿Y te llevaste mucha plata, Fushía? -dijo Aquilino.
– Cinco mil soles, don Julio -dijo don Fabio-. Y mi pasaporte y unos cubiertos de plata. Estoy amargado, señor Reátegui, ya sé lo mal que pensará usted de mí. Pero yo le repondré todo, le juro, con el sudor de mi frente, don Julio, hasta el último centavo.
– ¿Nunca has tenido remordimientos, Fushía? -dijo Aquilino-. Hace un montón de años que estoy por hacerte esta pregunta.
– ¿Por robarle al perro de Reátegui? -dijo Fushía-. Ése es rico porque robó más que yo, viejo. Pero él comenzó con algo, yo no tenía nada. Ésa fue mi mala suerte siempre, tener que partir de cero.
– ¿Y para qué le sirve la cabeza entonces? -dijo Julio Reátegui-. Cómo no se le ocurrió siquiera pedirle sus papeles, don Fabio.
Pero él se los había pedido y su pasaporte parecía nuevecito, ¿cómo podía saber que era falso, don Julio? Y, además, llegó tan bien vestido y hablando de una manera que convencía. Él, incluso, se decía ahora que vuelva el señor Reátegui de Santa María de Nieva se lo presentaré y juntos harán grandes negocios. Incauto que uno era, don Julio.
– ¿Y qué llevabas entonces en esa maleta, Fushía? -dijo Aquilino.
– Mapas de la Amazonía, señor Reátegui -dijo don Fabio-. Enormes, como los que hay en el cuartel. Los clavó en su cuarto y decía es para saber por dónde sacaremos la madera. Había hecho rayas y anotaciones en brasileño, vea qué raro.
– No tiene nada de raro, don Fabio -dijo Fushía-. Además de la madera, también me interesa el comercio. Y a veces es útil tener contactos con los indígenas. Por eso marqué las tribus.
– Hasta las del Marañón y las de Ucayali, don Julio -dijo don Fabio-, y yo pensaba qué hombre de empresa, hará una buena pareja con el señor Reátegui.
– ¿Te acuerdas cómo quemamos tus mapas? -dijo Aquilino-. Pura basura, los que hacen mapas no saben que la Amazonía es como mujer caliente, no se está quieta. Aquí todo se mueve, los ríos, los animales, los árboles. Vaya tierra loca la que nos ha tocado, Fushía.
– Él también conoce la selva a fondo -dijo don Fabio-. Cuando venga del Alto Marañón se lo presentaré y se harán buenos amigos, señor.
– Aquí en Iquitos todos me hablan maravillas de él -dijo Fushía-. Tengo muchas ganas de conocerlo. ¿No sabe cuándo viene de Santa María de Nieva?
– Tiene sus negocios por allá y además la gobernación le quita tiempo, pero siempre se da sus escapaditas -dijo don Fabio-. Una voluntad de hierro, señor, la heredó del padre, otro gran hombre. Fue de los grandes del caucho, en la época próspera de Iquitos. Cuando el derrumbe se pegó un tiro. Perdieron hasta la camisa. Pero don Julio se levantó, solito. Una voluntad de hierro, le digo.
– Una vez en Santa María le dieron un almuerzo y le oí decir un discurso -dijo Aquilino-. Habló de su padre con mucho orgullo, Fushía.
– El padre era uno de sus temas -dijo Fushía-. A mí también me lo citaba para todo cuando trabajamos juntos. Ah, ese perro de Reátegui, suertudo de mierda. Siempre le tuve una envidia, viejo.
– Tan blanquito, tan cariñoso -dijo don Fabio-. Y pensar que le hacía gracias, le lamía los pies, él entraba al hotel y el Jesucristo paraba la colita, contentísimo. Qué hombre maldito, don Julio.
– En Campo Grande, pateando a los guardias y en Iquitos matando a un gato -dijo Aquilino-. Vaya despedidas las tuyas, Fushía.
– La verdad, don Fabio, eso no me parece tan grave -dijo Julio Reátegui-. Lo que siento es que se cargara mi plata.
Pero a él le dolía mucho, don julio, ahorcado del mosquitero con una sábana, y entrar al cuarto y, de repente, verlo bailando en el aire, tieso, con sus ojitos saltados. La maldad por la maldad era cosa que no comprendía, señor Reátegui.
– El hombre hace lo que puede para vivir y yo comprendo tus robos -dijo Aquilino-. Pero para qué hacerle eso al gato, ¿era cosa de la cólera, por lo que no tenías ese capitalito para comenzar?
– También eso -dijo Fushía-. Y, además, el animal apestaba y se orinó en mi cama un montón de veces.
Y también cosa de asiáticos, don julio, tenían unas costumbres más canallas, nadie podía saber y él había averiguado y, por ejemplo, los chinos de Iquitos criaban gatos enjaulas, los engordaban con leche y después los metían a la olla y se los comían, señor Reátegui. Pero él quería hablar ahora de las compras, don Fabio, para eso había venido de Santa María de Nieva, que olvidaran las cosas tristes, ¿había comprado?
– Todo lo que usted encargó, don Julio -dijo don Fabio-, los espejitos, los cuchillos, las telas, la mostacilla, y con buenos descuentos. ¿Cuándo regresa usted al Alto Marañón?
– No podía meterme al monte solo a hacer comercio, necesitaba un socio -dijo Fushía-. Y tenía que buscarlo lejos de Iquitos, después de ese lío.
– Por eso te viniste hasta Moyobamba -dijo Aquilino-. Y te hiciste mi amigo para que te acompañara a las tribus. Así que comenzaste imitándolo a Reátegui antes de haberlo visto siquiera, antes de ser su empleado. Cómo hablabas de la plata, Fushía, vente conmigo Aquilino, en un año te haces rico, me volvías loco con ese cantito.
– Y ya ves, todo por gusto -dijo Fushía-. Me he sacrificado más que cualquiera, nadie ha arriesgado tanto como yo, viejo. ¿Es justo que acabe así, Aquilino?
– Son cosas de Dios, Fushía -dijo Aquilino-. A nosotros no nos toca juzgar eso.
Una calurosa madrugada de diciembre arribó a Pinta un hombre. En una mula que se arrastraba penosamente, surgió de improviso entre las dunas del sur: una silueta con sombrero de alas anchas, envuelta en un poncho ligero. A través de la rojiza luz del alba, cuando las lenguas del sol comienzan a reptar por el desierto, el forastero descubriría alborozado la aparición de los primeros matorrales de cactus, los algarrobos calcinados, las viviendas blancas de Castilla que se apiñan y multiplican a medida que se acercan al río. Por la densa atmósfera avanzó hacia la ciudad, que divisaba ya, a la otra orilla, reverberando como un espejo. Cruzó la única calle de Castilla, desierta todavía y, al llegar al Viejo Puente, desmontó. Estuvo unos segundos contemplando las construcciones de la otra ribera, las calles empedradas, las casas con balcones, el aire cuajado de granitos de arena que descendían suavemente, la maciza torre de la catedral con su redonda campana color hollín y, hacia el norte, las manchas verdosas de las chacras que siguen el curso del río en dirección a Catacaos. Tomó las riendas de la mula, cruzó el Viejo Puente y, golpeándose a ratos las piernas con el fuete, recorrió el jirón principal de la ciudad, aquel que va, derecho y elegante, desde el río hasta la plaza de Armas. Allí se detuvo, ató el animal a un tamarindo, se sentó en la tierra, bajó las alas de su sombrero para defenderse de la arena que acribillaba sus ojos sin piedad. Debía haber realizado un largo viaje: sus movimientos eran lentos, fatigados. Cuando, acabada la lluvia de arena, los primeros vecinos asomaron a la plaza enteramente iluminada por el sol, el extraño dormía. A su lado yacía la mula, el hocico cubierto de baba verdosa, los ojos en blanco. Nadie se atrevía a despertarlo. La noticia se propagó por el contorno, pronto la plaza de Armas estuvo llena de curiosos que, dándose codazos, murmuraban acerca del forastero, se empujaban para llegar junto a él. Algunos se subieron a la glorieta, otros lo observaban encaramados en las palmeras. Era un joven atlético, de hombros cuadrados, una barbita crespa bañaba su rostro y la camisa sin botones dejaba ver un pecho lleno de músculos y vello. Dormía con la boca abierta, roncando suavemente; entre sus labios resecos asomaban sus dientes como los de un mastín: amarillos, grandes, carniceros. Su pantalón, sus botas, el descolorido poncho estaban en jirones, muy sucios, y lo mismo su sombrero. No iba armado.
Al despertar, se incorporó de un salto, en actitud defensiva: bajo los párpados hinchados, sus ojos escrutaban llenos de zozobra la multitud de rostros. De todos lados brotaron sonrisas, manos espontáneas, un anciano se abrió camino hasta él a empellones y le alcanzó una calabaza de agua fresca. Entonces, el desconocido sonrió. Bebió despacio, paladeando el agua con codicia, los ojos aliviados. Había un murmullo creciente, todos pugnaban por conversar con el recién llegado, lo interrogaban sobre su viaje, lo compadecían por la muerte de la mula. Él reía ahora a sus anchas, estrechaba muchas manos. Luego, de un tirón arrebató las alforjas de la montura del animal y preguntó por un hotel. Rodeado de vecinos solícitos, cruzó la plaza de Armas y entró a La Estrella del Norte: estaba lleno. Los vecinos lo tranquilizaron, muchas voces le ofrecieron hospitalidad. Se alojó en casa de Melchor Espinoza, un viejo que vivía solo, en el malecón, cerca del Viejo Puente. Tenía una pequeña chacra lejana, a orillas del Chira, a la que iba dos veces al mes. Aquel año, Melchor Espinoza obtuvo un récord: hospedó a cinco forasteros. Por lo común, éstos permanecían en Piura el tiempo indispensable para comprar una cosecha de algodón, vender unas reses, colocar unos productos; es decir, unos días, unas semanas cuando más.
El extraño, en cambio, se quedó. Los vecinos averiguaron pocas cosas sobre él, casi todas negativas: no era tratante de ganado, ni recaudador de impuestos, ni agente viajero. Se llamaba Anselmo y decía ser peruano, pero nadie logró reconocer la procedencia de su acento: no tenía el habla dubitativa y afeminada de los limeños, ni la cantante entonación de un chiclayano; no pronunciaba las palabras con la viciosa perfección de la gente de Trujillo, ni debía ser serrano, pues no chasqueaba la lengua en las erres y las eses. Su dejo era distinto, muy musical y un poco lánguido, insólitos los giros y modismos que empleaba, y, cuando discutía, la violencia de su voz hacía pensar en un capitán de montoneras. Las alforjas que constituían todo su equipaje debían estar llenas de dinero: ¿cómo había atravesado el arenal sin ser asaltado por los bandoleros? Los vecinos no consiguieron saber de dónde venía, ni por qué había elegido Piura como destino.
Al día siguiente de llegar, apareció en la plaza de Armas, afeitado, y la juventud de su rostro sorprendió a todo el mundo. En el almacén del español Eusebio Romero compró un pantalón nuevo y botas; pagó al contado. Dos días más tarde, encargó a Saturnina, la célebre tejedora de Catacaos, un sombrero de paja blanca, de esos que pueden guardarse en el bolsillo y luego no tienen ni una arruga. Todas la mañanas, Anselmo salía a la plaza de Armas e, instalado en la terraza de La Estrella del Norte, convidaba a los transeúntes a beber. Así se hizo de amigos. Era conversador y bromista, y conquistó a los vecinos celebrando los encantos de la ciudad: la simpatía de las gentes, la belleza de las mujeres, sus espléndidos crepúsculos. Pronto aprendió las fórmulas del lenguaje local y su tonada caliente, perezosa: a las pocas semanas decía que para mostrar asombro, llamaba churres a los niños, piajenos a los burros, formaba superlativos de superlativos, sabía distinguir el clarito de la chicha espesa y las variedades de picantes, conocía de memoria los nombres de las personas y de las calles, y bailaba el tondero como los mangaches.
Su curiosidad no tenía límites. Mostraba un interés devorador por las costumbres y los usos de la ciudad, se informaba con lujo de detalles sobre vidas y muertes. Quería saberlo todo: quiénes eran los más ricos, y por qué, y desde cuándo; si el prefecto, el alcalde y el obispo eran íntegros y queridos y cuáles eran las diversiones de la gente, qué adulterios, qué escándalos conmovían a las beatas y a los curas, cómo cumplían los vecinos con la religión y la moral, qué formas adoptaba el amor en la ciudad.
Iba todos los domingos al Coliseo y se exaltaba en los combates de gallos como un viejo aficionado, en las noches era el último en abandonar la cantina de La Estrella del Norte, jugaba a las cartas con elegancia, apostando fuerte, y sabía ganar y perder sin inmutarse. Así conquistó la amistad de comerciantes y hacendados y se hizo popular. Los principales lo invitaron a una cacería en Chulucanas y él deslumbró a todos con su puntería. Al cruzarlo en la calle, los campesinos lo llamaban familiarmente por su nombre y él les daba palmadas rudas y cordiales. Las gentes apreciaban su espíritu jovial, la desenvoltura de sus maneras, su largueza. Pero todos vivían intrigados por el origen de su dinero y por su pasado. Empezaron a circular pequeños mitos sobre él: cuando llegaban a sus oídos, Anselmo los celebraba a carcajadas, no los desmentía ni los confirmaba. A veces recorría con amigos las chicherías mangaches y terminaba siempre en casa de Angélica Mercedes, porque allí había un arpa y él era un arpista consumado, inimitable. Mientras los otros zapateaban y brindaban, él hora tras hora, en un rincón, acariciaba las hebras blancas que le obedecían dócilmente y, a su mando, podían susurrar, reír, sollozar.
Los vecinos deploraban solamente que Anselmo fuera grosero y mirase a las mujeres con atrevimiento cuando estaba borracho. A las sirvientas descalzas que atravesaban la plaza de Armas en dirección al Mercado, a las vendedoras que, con cántaros o fuentes de barro en la cabeza, iban y venían ofreciendo jugos de lúcuma y de mango y quesillos frescos de la sierra, a las señoras con guantes, velos y rosarios que desfilaban hacia la iglesia, a todas les hacía propuestas a voz en cuello, y les improvisaba rimas subidas de color. «Cuidado, Anselmo», le decían sus amigos, «los piuranos son celosos. Un marido ofendido, un padre sin humor lo retará a duelo el día menos pensado, más respeto con las mujeres». Pero Anselmo respondía con una carcajada, levantaba su copa y brindaba por Pinta.
El primer mes de su estancia en la ciudad, nada ocurrió.
No es para tanto y, además, todo se arreglaba en este mundo, el sol centellea en los ojos de Julio Reátegui y las botellas están en una tinaja llena de agua. Él mismo sirve los vasos; la espuma blanca burbujea, se infla y rompe en cráteres: no debían preocuparse y, ante todo, otro vasito de cerveza. Manuel Águila, Pedro Escabino y Arévalo Benzas beben, se secan los labios con las manos. A través de la tela metálica de las ventanas se divisa la plaza de Santa María de Nieva, un grupo de aguarunas muele yucas en unos recipientes barrigudos, varios chiquillos corretean alrededor de los troncos de capirona. Arriba, en las colinas, la residencia de las madres es un rectángulo ígneo y, en primer lugar, era un proyecto a largo plazo y aquí los proyectos no prosperaban, Julio Reátegui creía que se alarmaban en vano. Pero Manuel Águila no, nada de eso, gobernador, se pone de pie, ellos tenían pruebas, don julio, un hombrecillo bajo y calvo, de ojos saltones, ese par de tipos los habían maleado. Y Arévalo Benzas también, don julio, se pone de pie, dejaba constancia, él había dicho detrás de esas banderas y de esas cartillas hay otra cosa y él se opuso a que los maestros vinieran, don Julio, y Pedro Escabino golpea la mesa con su vaso, don julio: la cooperativa era un hecho, los aguarunas iban a vender ellos mismos en Iquitos, se habían reunido los caciques en Chicais para hablar de eso y ésa era la verdadera situación y lo demás ceguera. Sólo que Julio Reátegui no conocía un solo aguaruna que supiera lo que es Iquitos o una cooperativa, ¿de dónde había sacado semejante historia Pedro Escabino?, y les rogaba que hablaran uno por uno, señores. El vaso suena seco y sordo de nuevo contra la mesa, don Julio, él se pasaba mucho tiempo en Iquitos, tenía muchos negocios y no se daba cuenta que la región andaba agitada desde que vinieron ese par de tipos. La voz de Julio Reátegui es siempre suave, don Pedro, la Gobernación le había hecho perder tiempo y plata, pero sus ojos se han endurecido y él no quería aceptarla y Pedro Escabino fue uno de los que más insistió, que le hiciera el favor de medir sus palabras. Pedro Escabino sabía cuánto le debían y no quería ofenderlo: sólo que acababa de llegar de Urakusa y, por primera vez en diez años, don julio, seco y sordo dos veces contra la mesa, los aguarunas no quisieron venderle ni una bolita de jebe, pese a los adelantos y Arévalo Benzas: hasta le enseñaron la cooperativa. Don julio, que no se riera, habían hecho una cabaña especial y la tenían repleta de jebe y de cueros y a Escabino no quisieron venderle y le dijeron que iban a vender a Iquitos. Y Manuel Águila, bajo y calvo tras sus ojos saltones: ¿veía el gobernador? Esos tipos no debieron ir nunca a las tribus, Arévalo tenía razón, sólo querían malearlos. Pero no vendrían más, señores, y Julio Reátegui llena los vasos. Él no iba a Iquitos sólo por sus asuntos, también por los de ellos y el Ministerio, había anulado el plan de extensión cultural selvícola, y se habían acabado las brigadas de maestros. Pero Pedro Escabino seco y sordo por tercera vez: ya habían venido y el mal estaba hecho, don Julio. ¿Así que no podrían ni entenderse con los chunchos? Ya veía que se entendieron muy bien y ellos le habían traído al intérprete que ese par de tipos se llevaron a Urakusa y él mismo se lo contaría, don julio, y vería. El hombre cobrizo y descalzo que está en cuclillas junto a la puerta se incorpora, avanza confuso hacia el gobernador de Santa María de Nieva y Bonino Pérez a cuánto le compraban el kilo de jebe, que le preguntara eso. El intérprete comienza a rugir, mueve mucho las manos, escupe y Jum escucha en silencio, los brazos cruzados sobre el pecho desnudo. Dos aspas finas, rojizas, decoran sus pómulos verdosos y en su nariz cuadrada hay tatuadas tres barras horizontales, delgadas como gusanitos, su expresión es seria, solemne su postura: los urakusas apiñados en el claro están inmóviles y el sol alancea los árboles, las cabañas de Urakusa. El intérprete calla y Jum y un viejo diminuto gruñonamente gesticulan y mascullan y el intérprete de buena calidad dos, de regular un sol el kilo, patrón, diciendo, y Teófilo Cañas pestañea, costando, un perro ladra a lo lejos. Bonino Pérez lo sabía, hermano, la puta que los parió, qué cabrones tan cabrones, y al intérprete: malos peruanos, ellos lo vendían a veinte el kilo, los patrones cojudeándolos, que no se dejaran, hombre, que llevaran el caucho y las pieles a Iquitos, nunca más comercio con esos patrones: tradúcele eso. Y el intérprete ¿diciéndoles?, y Bonino sí, ¿patrones robándoles diciéndoles?, y Teófilo sí, ¿malos peruanos diciéndoles?, sí, sí, ¿patrón cojudeando diciendo? y ellos sí, sí, carajo, sí: diablos, ladrones, malos peruanos, que no se dejaran, sí, carajo, sin miedo, traduciendo eso. El intérprete gruñe, ruge, lanza escupitajos y Jum gruñe, ruge, lanza escupitajos y el viejo se golpea el pecho, su piel tiene plieguecillos ásperos y el intérprete Iquitos no viniendo nunca, patrón Escabino viniendo, trayendo cuchillo, machete, telita y Teófilo Cañas es por gusto, hermano, creen que Iquitos es un hombre, no sacarían nada, Bonino, y el intérprete diciendo, cambiando con jebe. Pero Bonino Pérez se acerca a Jum, señala el cuchillo que éste tiene en la cintura, a ver, cuántos kilos de caucho le costó: pregúntale eso. Jum saca su cuchillo, lo eleva, el sol inflama la hoja blanca, disuelve sus bordes y Jum sonríe con arrogancia y detrás de él los urakusas sonríen y muchos sacan cuchillos, los elevan y el sol los enciende y los deshace y el intérprete: veinte bolas el de Jum, diciendo, los otros diez, quince bolas, costando y Teófilo Cañas quería regresarse a Lima, hermano. Tenía fiebre, Bonino, y estas injusticias y éstos que no comprendían, mejor olvidarse y Bonino Pérez suma y resta con sus dedos, Teófilo, nunca le entraron los números, ¿salía a unos cuarenta soles el cuchillo de Jum, no?, y el intérprete ¿diciendo?, ¿traduciendo? y Teófilo no, y Bonino más bien esto: patrón diablo, ese cuchillo no costaba ni una bola, se recogía en la basura, Iquitos no era patrón sino ciudad, río abajo, Marañón abajo, que llevaran allá el jebe, lo venderían cien veces mejor, se comprarían los cuchillos que quisieran, o lo que fuera y el intérprete ¿señor?, no entendía, repitiendo despacito y Bonino tenía razón: hay que explicarles todo, hermano, desde el principio, no te me desmoralices, Teófilo y tal vez tendrían razón pero Julio Reátegui insistía: no había que perder la cabeza. ¿No se habían ido esos tipos? Nunca volverían y sólo eran los aguarunas los que andaban alzados, él había hecho comercio con los shapras como siempre y, además, todo tenía remedio. Sólo que él creía que iba a terminar su gestión de gobernador tranquilo, señores, y que vieran y Arévalo Benzas: eso no era todo, don Julio. ¿No sabía lo que pasó en Urakusa con un cabo, un práctico y un sirviente de la guarnición de Borja? La semanita pasada, nomás, don Julio y él qué, qué había pasado.
– Pónganse contentos, ya estamos en la Mangachería -dijo José.
– La arena raspa, me hace cosquillas. Voy a quitarme los zapatos -dijo el Mono.
Con la avenida Sánchez Cerro terminaban el asfalto, las fachadas blancas, los sólidos portones y la luz eléctrica, y comenzaban los muros de carrizo, los techos de paja, latas o cartones, el polvo, las moscas, los meandros. En las ventanitas cuadradas y sin cortinas de las chozas, resplandecían las velas de sebo y los candiles mangaches, familias enteras tomaban el fresco de la noche en media calle. A cada momento, los León alzaban la mano para saludar a las amistades.
– ¿Por qué están tan orgullosos? ¿De qué la alaban tanto? -dijo Josefino-. Huele mal y las gentes viven como animales. Por lo menos quince en cada casucha.
– Veinte, contando los perros y la foto de Sánchez Cerro -dijo el Mono-. Ésa es otra cosa buena de la Mangachería, no hay diferencias. Hombres, perros, cabras, todos iguales, todos mangaches.
– Y estamos orgullosos porque aquí nacimos -dijo José-. La alabamos porque es nuestra tierra. En el fondo, te mueres de envidia, Josefino.
– Toda Piura está muerta a estas horas -dijo el Mono-. Y aquí, ¿no oyes?, la vida está comenzando.
– Aquí todos somos amigos o parientes, y valemos por lo que valemos -dijo José-. En Piura sólo te consideran por lo que tienes, y si no eres blanco eres adulón de blancos.
– Me cago en la Mangachería -dijo Josefino-. Cuando la desaparezcan como a la Gallinacera, me voy a emborrachar de gusto.
– Estás con los muñecos encima y no sabes con quién desfogarte -dijo el Mono-. Pero si quieres rajar de la Mangachería, mejor habla bajito, o los mangaches te van a sacar el alma.
– Parecemos churres -dijo Josefino-. Como si éste fuera momento para discusiones.
– Amistémonos, cantemos el himno -dijo José.
La gente sentada en la arena estaba silenciosa, y todo el ruido -cantos, brindis, música de guitarras, palmas- salía de las chicherías, cabañas más grandes que las otras, mejor iluminadas, y con banderitas rojas o blancas flameando sobre la fachada, en lo alto de una caña. La atmósfera hervía de olores tibios y contrarios y, a medida que las calles se iban borrando, surgían perros, gallinas, chanchos que sombría, gruñonamente se revolcaban en la tierra, cabras de ojos enormes sujetas a una estaca, y era más espesa y sonora la fauna aérea suspendida sobre sus cabezas. Los inconquistables avanzaban sin prisa por los tortuosos senderos de la jungla mangache, esquivando a los viejos que habían sacado sus esteras al aire libre, contorneando las chozas intempestivas que brotaban en medio del camino como cetáceos del mar. El cielo ardía de estrellas, algunas grandes y de luz soberbia, otras como llamitas de fósforos.
– Ya salieron las marimachas -dijo el Mono; señalaba tres puntos altísimos, chispeantes, paralelos-. Y qué guiños hacen. Domitila Yara decía cuando las marimachas se ven tan claritas, se les puede pedir gracias. Aprovecha, Josefino.
– ¡Domitila Yara! -dijo José-. Pobre vieja. A mí me daba un poco de miedo, pero desde que se murió la recuerdo con cariño. Si nos habrá perdonado el lío de su velorio.
Josefino iba callado, las manos en los bolsillos, el mentón hundido en el pecho. Los León murmuraban todo el tiempo, a coro, «buenas noches, don», «buenas, doña», y desde el suelo voces invisibles y soñolientas les devolvían el saludo y los llamaban por sus nombres. Se detuvieron ante una choza y el Mono empujó la puerta: Lituma estaba de espaldas, vestido con un traje color lúcuma, el saco se le abultaba en las caderas, y tenía los cabellos húmedos y brillantes. Sobre su cabeza bailoteaba un recorte de diario, colgado de un alfiler.
– Aquí está el inconquistable número tres, primo -dijo el Mono.
Lituma giró como un trompo, cruzó la habitación risueño y rápido, los brazos abiertos, y Josefino le salió al encuentro. Se estrecharon con fuerza, y estuvieron un buen rato dándose palmadas, cuánto tiempo hermano, cuánto tiempo Lituma, y qué gusto tenerte aquí de nuevo, restregándose como dos sabuesos.
– Vaya telada la que tiene encima, primo -dijo el Mono.
Lituma retrocedió para que los inconquistables contemplaran a sus anchas su atavío flamante y multicolor: camisa blanca de cuello duro, corbata rosada con motas grises, medias verdes y zapatos en punta, lustrados como espejos.
– ¿Les gusta? Lo estoy estrenando en homenaje a mi tierra. Me lo compré hace tres días, en Lima. Y también la corbata y los zapatos.
– Estás hecho un príncipe -dijo José-. Buenmosisísimo, primo.
– La telada, la telada nomás -dijo Lituma, pellizcando las solapas de su saco-. La percha comienza a apolillarse. Pero todavía puedo hacer alguna conquista. Ahora que estoy solterito, me toca mi turno.
– Casi no te reconocí -lo interrumpió Josefino-. Tanto tiempo que no te veía de civil, colega.
– Di más bien tanto tiempo que no me veías -dijo Lituma y su rostro se agravó, sonrió de nuevo.
– También nosotros nos habíamos olvidado cómo eras de civil, primo -dijo José.
– Así estás mejor que disfrazado de cachaco -dijo el Mono-. Ahora vuelves a ser un inconquistable de veras.
– Qué esperamos -dijo José-. Cantemos el himno.
– Ustedes son mis hermanos -se rió Lituma-. ¿Quién les enseñó a tirarse al río desde el Viejo Puente?
– Y también a chupar y a irnos de putas -dijo José-. Tú nos corrompiste, primo.
Lituma tenía abrazados a los León, los sacudía afectuosamente. Josefino se frotaba las manos y, aunque su boca sonreía, en sus ojos inmóviles brillaba algo furtivo y alarmado, y la postura de su cuerpo, los hombros echados atrás, el pecho salido, las piernas ligeramente plegadas, era a la vez forzada, inquieta y vigilante.
– Tenemos que probar ese endote -dijo el Mono-. Usted lo prometió y lo prometido es deuda.
Se sentaron en dos esteras, bajo una lámpara de kerosene colgada del techo que, al mecerse, rescataba de las paredes de adobe sumidas en la penumbra, fugaces rajaduras, inscripciones, y una hornacina ruinosa en la que, a los pies de una Virgen de yeso con el Niño en brazos, había un candelero vacío. José encendió la vela de la hornacina y, a su luz, el recorte de periódico mostró la silueta amarillenta de un general, una espada, muchas condecoraciones. Lituma había acercado una maleta a las esteras. La abrió, sacó una botella, la descorchó con los dientes, y el Mono lo ayudó a llenar cuatro copitas hasta el tope.
– Me parece mentira estar de nuevo con ustedes, Josefino -dijo Lituma-. Los extrañé mucho, a los tres. Y también a mi tierra. Por el gusto de estar juntos de nuevo.
Chocaron las copas y bebieron al mismo tiempo, hasta vaciarlas.
– ¡Rajas, puro fuego! -bramó el Mono, los ojos llenos de lágrimas-. ¿Estás seguro que no es alcohol de cuarenta, primo?
– Pero si está suavecito -dijo Lituma-. El pisco es para limeños, mujeres y churres, no es como el cañazo.
¿Ya te olvidaste cuando tomábamos cañazo como si fuera refresco?
– El Mono siempre fue flojo para el trago -dijo Josefino-. Dos copas y ya está volteado.
– Me emborracharé rápido, pero tengo más resistencia que cualquiera -dijo el Mono-. Puedo seguir así un montón de días.
– Siempre caías el primero, hermano -dijo José-.
¿Te acuerdas, Lituma, cómo lo arrastrábamos al río y lo resucitábamos a zambullidas?
– Y a veces a cachetada limpia -dijo el Mono-. Por eso debo ser lampiño, de tanto sopapo que me dieron para quitarme las trancas.
– Voy a hacer un brindis -dijo Lituma. -Antes déjame llenar las copas, primo.
El Mono cogió la botella de pisco, comenzó a servir y el rostro de Lituma se fue entristeciendo, dos arrugas sesgaron finamente sus ojillos, su mirada pareció irse.
– A ver ese brindis, inconquistable -dijo Josefino.
– Por Bonifacia -dijo Lituma. Y alzó la copa, despacio.
– No sigas haciéndote la niña -dijo la superiora-. Has tenido toda la noche para lloriquear a tu gusto.
Bonifacia cogió el ruedo del hábito de la superiora y lo besó:
– Dime que la madre Angélica no va a venir. Dime, madre, tú eres buena.
– La madre Angélica te riñe con razón -dijo la superiora-. Has ofendido a Dios y has traicionado la confianza que te teníamos.
– Para que no le dé rabia, madre -dijo Bonifacia-. ¿No ves que siempre que le da rabia se enferma? Si no me importa que me riña.
Bonifacia da una palmada y el cuchicheo de las pupilas disminuye pero no cesa, otra más fuerte y callan: ahora sólo el roce de las sandalias contra las piedras del patio. Abre el dormitorio y, una vez que la última pupila ha cruzado el umbral, cierra y pega una oreja a la puerta: no es la bulla de todos los días, además del trajín doméstico hay ese cuchicheo sordo, secreto y alarmado, el mismo que brotó cuando las vieron llegar, al mediodía, entre la madre Angélica y la madre Patrocinio, el mismo que enfadó a la superiora durante el rezo del rosario. Bonifacia escucha un momento todavía y regresa a la cocina. Enciende un mechero, coge un plato de latón lleno de plátanos fritos, descorre el pestillo de la despensa, entra y al fondo, en la oscuridad, hay como una carrera de ratones.
Alza el mechero, explora la habitación. Están detrás de los costales de maíz: un tobillo delgado, ceñido por un aro de piel, dos pies descalzos que se frotan y curvan ¿queriendo ocultarse mutuamente? El espacio entre los costales y la pared es muy estrecho, deben hallarse incrustadas una contra otra, no se las siente llorar.
– Puede ser que el demonio me tentara, madre -dijo Bonifacia-. Pero yo no me di cuenta. Yo sólo sentí pena, créeme.
– ¿De qué sentiste pena? -dijo la superiora-. Y qué tiene que ver eso con lo que hiciste, Bonifacia, no te hagas la tonta.
– De las dos paganitas de Chicais, madre -dijo Bonifacia-. Te estoy diciendo la verdad. ¿Tú no las viste llorar? ¿No viste cómo se abrazaban? Y tampoco comieron nada cuando la madre Griselda las llevó a la cocina, ¿no viste?
– No es culpa de ellas ponerse así -dijo la superiora-. No sabían que era por su bien que estaban aquí, creían que les íbamos a hacer daño. ¿No es así siempre hasta que se acostumbran? Ellas no sabían, pero tú sí sabías que era por su bien, Bonifacia.
– Pero a pesar de eso me daba pena -dijo Bonifacia-. Qué querías que hiciera, madre.
Bonifacia se arrodilla, ilumina los costales con el mechero y allí están: anudadas como dos anguilas. Una tiene la cabeza hundida en el pecho de la otra y ésta, de espaldas contra la pared, no puede esconder la cara cuando la luz invade su escondite, sólo cierra los ojos y gime. Ni las tijeras de la madre Griselda, ni el ardiente desinfectante rojizo han pasado todavía por allí. Vastas, oscuras, hirviendo de polvo, de pajitas, sin duda de liendres, las cabelleras llueven sobre sus espaldas y muslos desnudos, son diminutos basurales. Por entre las hebras sucias y mezcladas, al resplandor del mechero se precisan los miembros enclenques, jirones de piel mate, las costillas.
– Fue como de casualidad, madre, sin pensarlo -dijo Bonifacia-. No tenía la intención, ni se me había ocurrido siquiera, de veras.
– No se te ocurrió ni tenías la intención pero las hiciste escapar -dijo la superiora-. Y no sólo a esas dos, sino también a las otras. Lo habías planeado todo con ellas hace tiempo, ¿no es cierto?
– No, madre, te juro que no -dijo Bonifacia-. Fue anteanoche, cuando les traje la comida aquí, a la despensa. Me acuerdo y me asusto, me volví otra y yo creía que era por la pena, pero a lo mejor el diablo me tentaría como dices, madre.
– Eso no es una excusa -dijo la superiora-, no te escudes tanto en el diablo. Si te tentó fue porque te dejaste tentar. Qué quiere decir eso que te volviste otra.
Bajo los matorrales de cabellos, los pequeños cuerpos entreverados se han puesto a temblar, se contagian sus estremecimientos y ese castañeteo de dientes parece el de los asustadizos maquisapas cuando los enjaulan. Bonifacia mira hacia la puerta de la despensa, se inclina y, muy despacio, desentonadamente, persuasivamente, comienza a gruñir. Algo cambia en la atmósfera, como si una bocanada de aire puro refrescara de golpe la oscuridad de la despensa. Bajo los muladares, los cuerpos dejan de temblar, dos cabecitas inician un prudente, apenas perceptible movimiento y Bonifacia sigue graznando, crepitando suavemente.
– Se habían puesto nerviosas desde que las vieron -dijo Bonifacia-. Se secreteaban entre ellas y yo me acercaba y se ponían a hablar de otra cosa. Disimulando, madre, pero yo sabía que se decían cosas de las paganitas. ¿No te acuerdas cómo se pusieron en la capilla?
– ¿De qué se habían puesto nerviosas? -dijo la superiora-. ¿Acaso era la primera vez que veían llegar dos niñas a la misión?
– No sé por qué, madre -dijo Bonifacia-. Yo te cuento lo que pasaba, no sé por qué era así. Se recordarían de cuando ellas vinieron, seguro, de eso se hablarían.
– Qué pasó en la despensa con esas criaturas -dijo la superiora.
– Prométeme primero que no me vas a botar, madre -dijo Bonifacia-. Toda la noche he rezado para que no me botes. ¿Qué haría yo solita, madre? Voy a cambiar si me prometes. Y entonces te cuento todo.
– ¿Me pones condiciones para arrepentirte de tus faltas? -dijo la superiora-. Era lo único que faltaba. Y no sé por qué quieres quedarte en la misión. ¿No hiciste escapar a las niñas porque te daba pena que estuvieran aquí? Más bien deberías estar feliz de marcharte.
Bonifacia les acerca el plato de latón y ellas no tiemblan, están inmóviles y la respiración levanta sus pechos a un ritmo idéntico y pausado. Bonifacia pone el plato a la altura de la chiquilla sentada. Gruñe siempre, a medio tono, familiarmente y, de pronto, la cabecita se yergue, tras la cascada de cabellos surgen dos luces breves, dos pececillos que van de los ojos de Bonifacia al plato de latón. Un brazo emerge y se extiende con infinita cautela, una mano medrosa se delinca a la luz del mechero, dos dedos sucios asen un plátano, lo sepultan bajo la floresta.
– Pero yo no soy como ellas, madre -dijo Bonifacia-. La madre Angélica y tú me dicen siempre ya saliste de la oscuridad, ya eres civilizada. Dónde voy a ir, madre, no quiero ser otra vez pagana. La Virgen era buena ¿cierto?, todo lo perdonaba ¿cierto? Ten compasión, madre, sé buena, para mí tú eres como la Virgen.
– A mí no me compras con zalamerías, yo no soy la madre Angélica -dijo la superiora-. Si te sientes civilizada y cristiana ¿por qué hiciste escapar a las niñas? Cómo no te importó que ellas vuelvan a ser paganas.
– Pero si las van a encontrar, madre -dijo Bonifacia-. Ya verás cómo los guardias las traen de nuevo. De ellas no me eches la culpa, se salieron al patio y quisieron irse, yo ni me daba bien cuenta de las cosas, madre, créeme que me había vuelto otra.
– Te habías vuelto loca -dijo la superiora-. O idiota, para no darte cuenta que se salían en tus narices.
– Peor qué eso, madre, una pagana igualita que las de Chicais -dijo Bonifacia-. Ahora pienso y me asusto, tienes que rezar por mí, quiero arrepentirme, madre.
La chiquilla mastica sin apartar la mano de la boca y va añadiéndose pedacitos de plátano frito a medida que traga. Ha apartado sus cabellos, que ahora enmarcan su rostro en dos bandas y, al masticar el pendiente de su nariz oscila, apenas. Sus ojos espían a Bonifacia y, de repente, su otra mano atrapa la cabellera de la chiquilla acurrucada contra su pecho. Su mano libre va hacia el plato de latón, captura un plátano y la cabecita oculta, obligada por la mano que empuña sus cabellos, gira: ésta no tiene horadada la nariz, sus párpados son dos pequeñas bolsas irritadas. La mano desciende, coloca el plátano junto a los labios cerrados que se fruncen todavía más, desconfiados, obstinados.
– ¿Y por qué no viniste a avisarme? -dijo la superiora-. Te escondiste en la capilla porque sabías que habías hecho mal.
– Tenía susto pero no de ti sino de mí, madre -dijo Bonifacia-. Me parecía una pesadilla cuando ya no las vi más y por eso entré a la capilla. Decía no es cierto, no se han ido, no ha pasado nada, me he soñado. Dime que no me vas a botar, madre.
– Te has botado tú misma -dijo la superiora-. Contigo hemos hecho lo que con ninguna, Bonifacia. Te hubieras quedado toda la vida en la misión. Pero ahora que vuelvan las niñas, no pueden verte aquí. Yo también lo siento, a pesar de lo mal que te has portado. Y sé que a la madre Angélica le va a dar mucha pena. Pero, por la misión es necesario que te vayas.
– Déjame como sirvienta nomás, madre -dijo Bonifacia-. Ya no cuidaré a las pupilas. Sólo barreré y llevaré las basuras y la ayudaré a la madre Griselda en la cocina. Te ruego, madre.
La que está tendida se resiste: tensa, los ojos cerrados, se muerde los labios, pero los dedos de la otra escarban implacables, porfían contra esa boca empecinada. Las dos transpiran con el forcejeo, tienen matitas de pelo adheridas a la piel brillante. Y, de repente, se abren: veloces, los dedos introducen en la boca abierta los restos casi disueltos del plátano y la chiquilla comienza a masticar. Con el plátano, han ingresado a su boca unas puntas de cabellos. Bonifacia se lo indica a la del pendiente con un gesto y ella eleva la mano otra vez, sus dedos cogen los cabellos atrapados y delicadamente los retiran. La chiquilla tendida traga ahora, una bolita sube y baja por su garganta. Segundos después, abre la boca de nuevo y queda así, con los ojos cerrados, esperando. Bonifacia y la del pendiente se miran a la claridad aceitosa del mechero. A un mismo tiempo, se sonríen.
– ¿Ya no quieres más? -dijo Aquilino-. Tienes que alimentarte un poco, hombre, no puedes vivir del aire.
– Me acuerdo de esa puta todo el tiempo -dijo Fushía-. Es tu culpa, Aquilino, hace dos noches que me la paso viéndola y oyéndola. Pero como era de muchacha, cuando la conocí.
– ¿Cómo la conociste, Fushía? -dijo Aquilino-. ¿Fue mucho después que nos separamos?
– Hace un año, doctor Portillo, más o menos -dijo la mujer-. Entonces vivíamos en Belén y con la llena el agua se nos entraba a la casa.
– Sí, claro, señora -dijo el doctor Portillo-. Pero hábleme del japonés, ¿quiere?
Justamente, el río se había salido, el barrio de Belén parecía un mar y el japonés pasaba todos los sábados frente a la casa, doctor Portillo. Y ella quién será, y qué raro que siendo tan bien vestido venga él mismo a embarcar su mercadería y no tenga quien se ocupe. Ésa había sido la mejor época, viejo. Comenzaba a ganar plata en Iquitos, trabajando para el perro de Reátegui, y un día una muchachita no podía cruzar la calle con el agua y él pagó a un cargador para que la cruzara y la madre salió a agradecerle: una alcahueta terrible, Aquilino.
– Y siempre se paraba a conversar con nosotras, doctor Portillo -dijo la mujer-. Antes de ir al embarcadero, o después, y todas las veces muy amable.
– ¿Ya sabía usted en qué negocio andaba? -dijo el doctor Portillo.
– Parecía muy decente y muy elegante a pesar de su raza -dijo la mujer-. Nos traía regalitos, doctor. Ropa, zapatos y una vez hasta un canario.
– Para esa patacala de su hija, señora -dijo Fushía-. Para que la despierte cantando.
Se entendían a las mil maravillas, aunque sin darse por entendidos, viejo; la alcahueta sabía lo que él quería y él sabía que la alcahueta quería plata, y Aquilino ¿y la Lalita?, qué decía ella de todo eso.
– Ya tenía sus pelos larguísimos -dijo Fushía-. Y entonces su cara era limpia, ni un granito siquiera. Qué bonita era, Aquilino.
– Venía con una sombrilla, vestido con ternos blancos y zapatos también blancos -dijo la mujer-. Nos sacaba a pasear, al cine, una vez la llevó a Lalita a ese circo brasileño que vino, ¿se acuerda?
– ¿Le daba mucho dinero a usted, señora? -dijo el doctor Portillo.
– Muy poco, casi nada, doctor -dijo la mujer-. Y muy rara vez. Nos hacía regalitos, nomás.
Y la Lalita ya estaba grande para ir al colegio: él le daría un puesto en su oficina y el sueldo sería una gran ayuda para las dos, ¿cierto que a la Lalita le gustaba la idea? Ella había pensado en el porvenir de su hija, y en las necesidades, doctor Portillo, en los apuros que pasaban: total, que la Lalita se fue a trabajar con el japonés.
– A vivir con él, señora -dijo el doctor Portillo-. No tenga vergüenza, el abogado es como un confesor para sus clientes.
– Le juro que Lalita dormía siempre en la casa -dijo la mujer-. Pregúntele a las vecinas si no me cree, doctor.
– ¿Y en qué la hizo trabajar a su hija, señora? -dijo el doctor Portillo.
En un trabajo estúpido, viejo, que lo habría hecho rico para siempre si duraba un par de añitos más. Pero alguien denunció la cosa, y Reátegui quedó sano y salvo de culpa y él tuvo que cargar con todo, escapar, y ahí comenzó lo peor de su vida. Un trabajo de lo más estúpido, viejo: recibir el jebe, almacenarlo con mucho talco para quitarle el olor, embalarlo como tabaco y despacharlo.
– ¿Estabas enamorado de la Lalita en esa época?-dijo Aquilino.
– La agarré virgencita -dijo Fushía-, sin saber nada de nada de la vida. Se ponía a llorar y, si yo estaba de malas, le daba un sopapo, y, si de buenas, le compraba caramelos. Era como tener una mujer y una hija a la vez, Aquilino.
– ¿Y por qué le echas la culpa a la Lalita también de eso? -dijo Aquilino-. Estoy seguro que ella no los denunció. Más bien sería la madre.
Pero ella sólo supo por los periódicos, doctor, se lo estaba jurando por lo más santo. Sería pobre, pero honrada como la que más, y en el depósito estuvo apenas una vez y ella qué hay ahí, señor, y el japonés tabaco y ella cándida se lo creyó.
– Ningún tabaco, señora -dijo el doctor Portillo-. Eso diría en los cajones, pero usted sabe que adentro había caucho.
– La alcahueta nunca se enteró de nada -dijo Fushía-. Fue alguno de esos perros que me ayudaban a echar talco y a embalar. En los periódicos decían que ella era otra de mis víctimas, porque le robé a su hija.
– Lástima que no guardaras esos periódicos y también los de Campo Grande -dijo Aquilino-. Sería gracioso leerlos ahora, y ver cómo fuiste famoso, Fushía.
– ¿Has aprendido a leer? -dijo Fushía-. Cuando trabajábamos juntos no sabías, viejo.
– Me los hubieras leído tú -dijo Aquilino-. Pero ¿cómo es que al señor Julio Reátegui no le pasó nada? ¿Por qué tuviste que escapar tú y él tan tranquilo?
– Injusticias de la vida -dijo Fushía-. Él ponía el capital y yo el pellejo. El jebe figuraba como mío, aunque sólo me tocaron las sobritas. A pesar de eso me habría hecho rico, Aquilino, el negocio era redondo.
La Lalita no le contaba nada, ella se la comía a preguntas y la muchacha no sé, no sé, era la pura verdad, doctor Portillo, ¿por qué iba a maliciar? El japonés estaba siempre de viaje, pero tanta gente iba de viaje y, además, cómo iba a saber ella que embarcar caucho era contrabando y tabaco no.
– El tabaco no es material estratégico, señora -dijo el doctor Portillo-. El caucho sí. Tenemos que venderlo sólo a nuestros aliados, que están en guerra con los alemanes. ¿No sabe que el Perú también está en guerra?
– Debiste venderles el caucho a los gringos, entonces, Fushía -dijo Aquilino-. No hubieras tenido líos y ellos te habrían pagado en dólares.
– Nuestros aliados nos compran el caucho a un precio de guerra, señora -dijo el doctor Portillo-. El japonés lo vendía a escondidas y le pagaban cuatro veces más. ¿Tampoco sabía eso?
– Primera noticia, doctor -dijo la mujer-. Yo soy pobre, no me interesa la política, nunca hubiera dejado que mi hija saliera con un contrabandista. ¿Y será cierto que también era un espía, doctor?
– Siendo tan muchachita, le daría pena dejar a su madre -dijo Aquilino-. ¿Cómo la convenciste a la Lalita, Fushía?
La Lalita podía querer mucho a su madre, pero con él comía y se ponía zapatos, en Belén hubiera terminado de lavandera, de puta o de sirvienta, viejo y Aquilino cuentos, Fushía: tenía que estar enamorado de ella o no se la hubiera llevado. Era mucho más fácil escapar solo que arrastrando una mujer, si no la quería no se la robaba.
– Selva adentro la Lalita valía su peso en oro -dijo Fushía-. ¿No te he dicho que era bonita entonces? A cualquiera lo tentaba.
– Su peso en oro -dijo Aquilino-. Como si hubieras pensado hacer negocio con ella.
– Hice un buen negocio con ella -dijo Fushía-. ¿Nunca te contó esa puta? El perro de Reátegui no me lo habrá perdonado nunca, seguro. Fue mi venganza de él.
– Y una noche no vino, ni la siguiente, y después llegó una carta de ella -dijo la mujer-. Diciéndome que se iba al extranjero con el japonés, y que se casarían. Le he traído la carta, doctor.
Yo la guardaré, démela -dijo el doctor Portillo-. ¿Y por qué no dio parte a la policía de que se había fugado su hija, señora?
– Yo creí que era cosa de amor, doctor -dijo la mujer-. Que él sería casado y que por eso se escapó con mi hija. Sólo unos días después salió en el periódico que el japonés era un bandido.
– ¿Cuánto dinero le mandó Lalita en su carta? -dijo el doctor.
– Mucho más de lo que valían juntas esas dos perras -dijo Fushía-. Mil soles.
– Doscientos soles, fíjese qué mezquindad, doctorcito -dijo la mujer-. Pero ya me los gasté, pagando deudas.
Él conocía el alma de la vieja: más roñosa que la del turco que lo metió preso, Aquilino y el doctor Portillo quería saber si lo que declaró a la policía era lo mismo que le había contado a él, señora, ¿con puntos y comas?
– Salvo lo de los doscientos soles, doctor -dijo la mujer-. Me los hubieran quitado, usted sabe cómo son en la comisaría.
– Déjeme estudiar el asunto con calma -dijo el doctor Portillo-. Yo la llamaré apenas haya alguna novedad. Si la citan al juzgado o a la policía, yo la acompañaré. No haga ninguna declaración si no estoy presente, señora. A nadie, ¿me comprende?
– Como usted mande, doctor -dijo la mujer-. Pero, ¿y los daños y perjuicios? Todos dicen que tengo derecho. Me engañó y me quitó a mi hija, doctor.
– Cuando lo capturen, pediremos una reparación -dijo el doctor Portillo-. Yo me encargaré de eso, no se preocupe. Pero, si no quiere complicaciones, ya sabe, ni una palabra si no está su abogado presente.
– Así que volviste a verlo al señor Julio Reátegui -dijo Aquilino-. Yo creí que de Iquitos te habías ido de frente a la isla.
Y en qué quería que se fuera: ¿nadando?, ¿cruzando a pie toda la selva, viejo? No tenía sino unos cuantos soles y él sabía que el perro de Reátegui se lavaría las manos, porque él no figuraba para nada. Suerte que se llevó a la Lalita, que la gente tenga sus debilidades y Julio Reátegui estaba allí, había oído todo pero ¿sería cierto que la vieja no sabía nada? Tenía una pinta que era de desconfiar, compadre. Y, además, le preocupaba que Fushía se hubiera llevado una mujer, los enamorados hacen tonterías.
– Allá él si hace tonterías -dijo el doctor Portillo-. A ti no puede comprometerte aunque quiera. Todo está bien estudiado.
– No me dijo una palabra de la tal Lalita -dijo Julio Reátegui-. ¿Tú sabías que vivía con esa muchacha?
– Ni una palabra -dijo el doctor Portillo-. Debe ser celoso, la tendría bajo siete llaves. Lo importante es que la bendita vieja está en la luna. No creo que haya peligro, supongo que los novios estarán ya en el Brasil. ¿Comemos juntos esta noche?
– No puedo -dijo Julio Reátegui-. Me llaman de urgencia de Uchamala. Vino un peón, no sé qué diablos pasa. Trataré de volver el sábado. Supongo que don Fabio habrá llegado ya a Santa María de Nieva, hay que mandarle decir que por el momento no compre más jebe. Hasta que se calme la cosa.
– ¿Y adónde te fuiste a esconder con la Lalita? -dijo Aquilino.
– A Uchamala -dijo Fushía-. Un fundo en el Marañón de ese perro de Reátegui. Vamos a pasar cerca, viejo.
Las reses salen de las haciendas después del mediodía y entran en el desierto con las primeras sombras. Embozados en ponchos, con amplios sombreros para resistir la embestida del viento y de la arena, los peones guían toda la noche hacia el río a los pesados, lentos animales. Al alba, divisan Piura: un espejismo gris al otro lado de la ribera, una aglomeración inmóvil. No llegan a la ciudad por el Viejo Puente, que es frágil. Cuando el cauce está seco, lo atraviesan levantando una gran polvareda. En los meses de avenida, aguardan a la orilla del río. Las bestias exploran la tierra con sus anchos hocicos, tumban a cornadas los algarrobos tiernos, lanzan lúgubres mugidos. Los hombres charlan calmadamente mientras desayunan un fiambre y traguitos de cañazo, o dormitan enrollados en sus ponchos. No deben esperar mucho, a veces Carlos Rojas llega al embarcadero antes que el ganado. Ha surcado el río desde el otro confín de la ciudad, donde está su rancho. El lanchero cuenta los animales, calcula su peso, decide el número de viajes para trasbordarlos. En la otra orilla, los hombres del camal alistan sogas, sierras y cuchillos, y el barril donde hervirá ese espeso caldo de cabeza de buey que sólo los del matadero pueden tomar sin desmayarse. Terminado su trabajo, Carlos Rojas amarra la lancha a uno de los soportes del Viejo Puente y se dirige a una cantina de la Gallinacera donde acuden los madrugadores. Esa mañana había ya buen número de aguateros, barrenderos y placeras, todos gallinazos. Le sirvieron una calabaza de leche de cabra, le preguntaron por qué traía esa cara. ¿Estaba bien su mujer? ¿Y su churre? Sí, estaban bien, y el Josefino ya caminaba y decía papá, pero él tenía que contarles algo. Y seguía con la bocaza abierta y los ojos saltados de asombro, como si acabara de ver el cachudo. Diez años que trabajaba en la lancha y nunca había encontrado a nadie en la calle al levantarse, sin contar a la gente del camal. El sol no aparece todavía, está todo negro, es cuando la arena cae más fuerte, ¿a quién se le va a ocurrir, entonces, pasearse a esas horas? Y los gallinazos tienes razón, hombre, a nadie se le ocurriría. Hablaba con ímpetu, sus palabras eran como disparos y se ayudaba con gestos enérgicos; en las pausas, siempre, la bocaza abierta y los ojos saltados. Fue por eso que se asustó, caracho, por lo raro. ¿Qué es esto? Y escuchó otra vez, clarito, los cascos de un caballo. No se estaba volviendo loco, sí había mirado a todos lados, que se esperaran, que lo dejaran contar: lo había visto entrando al Viejo Puente, lo reconoció ahí mismito. ¿El caballo de don Melchor Espinoza? ¿Ese que es blanco? Sí señor, por eso mismo, porque era blanco brillaba en la madrugada y parecía fantasma. Y los gallinazos, decepcionados, se soltaría, no es novedad, ¿o a don Melchor le vino la chochera de viajar a oscuras? Es lo que él pensó, ya está, se le escapó el animal, hay que cogerlo. Saltó de la lancha y a trancones subió la ladera, menos mal que el caballito no iba apurado, se le fue acercando despacio para no espantarlo, ahora se le plantaría delante y le cogería las crines, y con la boca chas, chas, chas, no te pongas chúcaro, lo montaría a pelo y lo devolvería a su dueño. Iba al paso, ya cerquita, y lo veía apenas por la cantidad de arena, entraron juntos a Castilla, y él entonces se le cruzó y sas. Interesados de nuevo, los gallinazos qué pasó Carlos, qué viste. Sí señor, a don Anselmo que lo miraba desde la montura, palabra de hombre. Tenía un trapo en la cara y, de primera intención, a él se le pararon los pelos: perdón, don Anselmo, creía que el animal se escapaba. Y los gallinazos ¿qué hacía allí?, ¿adónde iba?, ¿se estaba escapando de Piura a escondidas, como un ladrón? Que lo dejaran acabar, maldita sea. Se rió a su gusto, lo miraba y se moría de risa, y el caballito que caracoleaba. ¿Sabían lo que le dijo? No ponga esa cara de miedo, Rojas, no podía dormir y salí a dar una vuelta. ¿Oyeron? Tal como se lo contaba. El viento era puro fuego, chicoteaba duro, durisisísimo y él tuvo ganas de responderle si le había visto cara de tonto, ¿creía que iba a creerle? Y un gallinazo pero no se lo dirías, Carlos, no se trata de mentirosa a la gente y, además, qué te importaba. Pero ahí no terminaba el cuento. Un rato después lo vio de nuevo, a lo lejos, en la trocha a Catacaos. Y una gallinaza ¿en el arenal?, pobre, tendrá la cara comida, y los ojos y las manos. Con lo que había soplado ese día. Que si no lo dejaban hablar se callaba y se iba. Sí, seguía en el caballo y daba vueltas y más vueltas, miraba el río, el Viejo Puente, la ciudad. Y después desmontó y jugaba con su manta. Parecía un churre contento, brincaba y saltaba como el Josefino. Y los gallinazos ¿no se habrá vuelto loco don Anselmo?, sería lástima, siendo tan buena persona, ¿a lo mejor estaría borracho? Y Carlos Rojas no, no le pareció loco ni borracho, le había dado la mano al despedirse, le preguntó por la familia y le encargó saludarla. Pero que vieran si no tenía razón de venir asombrado.
Esa mañana don Anselmo apareció en la plaza de Armas, sonriente y locuaz, a la hora de costumbre. Se le notaba muy alegre, a todos los transeúntes que cruzaban frente a la terraza les proponía brindis. Una incontenible necesidad de bromear lo poseía; su boca expulsaba, una tras otra, historias de doble sentido que Jacinto, el mozo de La Estrella del Norte, celebraba torciéndose de risa. Y las carcajadas de don Anselmo retumbaban en la plaza. La noticia de su excursión nocturna había circulado ya por todas partes y los piuranos lo acosaban a preguntas: él respondía con burlas y dichos ambiguos.
El relato de Carlos Rojas intrigó a la ciudad y fue tema de conversación durante días. Algunos curiosos llegaron hasta don Melchor Espinoza en busca de informaciones. El viejo agricultor no sabía nada. Y, además, no haría ninguna pregunta a su alojado, porque no era impertinente ni chismoso. Él había encontrado su caballo desensillado y limpio. No quería saber más, que se fueran y lo dejaran tranquilo.
Cuando la gente dejaba de hablar de aquella excursión, sobrevino una noticia más sorprendente. Don Anselmo había comprado a la Municipalidad un terreno situado al otro lado del Viejo Puente, más allá de los últimos ranchos de Castilla, en pleno arenal, por allí donde el lanchero lo había visto esa madrugada brincando. No era extraño que el forastero, si había decidido radicarse en Piura, quisiera construirse una casa. Pero ¡en el desierto!
La arena devoraría aquella mansión en poco tiempo, se la tragaría como a los viejos árboles podridos o a los gallinazos muertos. El arenal es inestable, blanduzco. Los médanos cambian de paradero cada noche, el viento los crea, aniquila y moviliza a su capricho, los disminuye y los agranda. Aparecen amenazantes y múltiples, cercan a Piura como una muralla, blanca al amanecer, roja en el crepúsculo, parada en las noches, y, al día siguiente, han huido y se los ve, dispersos, lejanos, como una rala erupción en la piel del desierto. En los atardeceres, don Anselmo se hallaría incomunicado y a merced del polvo. Efusivos, numerosos, los vecinos trataron de impedir esa locura, abundaron en argumentos para disuadirlo. Que adquiriera un terreno en la ciudad, que no fuera terco. Pero don Anselmo desdeñaba todos los consejos y replicaba con frases que parecían enigmas.
La lancha con soldados llega a eso del mediodía, quiere atracar de punta y no de lado como manda la razón, el agua la lleva y la trae, jefes, aguántense: Adrián Nieves los iba a ayudar. Se echa al agua, coge la tangana, arrima la lancha a la orilla y los soldados, sin decirle gracias ni por qué, le echan lazo, lo dejan atado y corren al pueblo. Tarde, jefes, casi todos los cristianos han tenido tiempo de escapar al monte, sólo atrapan a media docena y cuando llegan a la guarnición de Borja el capitán Quiroga se enoja, ¿cómo se les ocurrió llevar a un inválido?, y a Vilano lárgate, cojo, no sirves para el Ejército. La instrucción comienza a la mañana siguiente: los levantan tempranito, los rapan, les dan pantalones y camisas caquis y unos zapatones que aprietan los pies. Después, el capitán Quiroga les habla sobre la Patria y los divide en grupos. A él y a otros once se los lleva un cabo y los entrena: cuadrarse, saludar, marchar, arrojarse, pararse, atención carajo, descanso carajo. Y así todos los días y no hay manera de huir, la vigilancia es estricta, de todo llueven patadas y el capitán Quiroga no hay desertor que no caiga y entonces el servicio es doble. Y una mañana viene el cabo Roberto Delgado, un paso adelante el recluta que era práctico y Adrián Nieves a sus órdenes, mi cabo, él era. ¿Conocía bien la región, río arriba? y él como esta mano, mi cabo, río arriba y también río abajo y entonces que se preparara que se iban a Bagua. Y él llegó el momento Adrián Nieves, ahora o nunca. Parten a la mañana siguiente, ellos, la lanchita, y un sirviente aguaruna de la guarnición. El río anda crecido y van despacio, sorteando bancos de arena, gramalotes, troncos como muñones que les salen al encuentro. El cabo Roberto Delgado viaja contento, habla y habla, llegó un teniente costeño que quiso conocer el pongo, ellos es peligroso, mi teniente, ha llovido mucho, pero él quiso, y fue y la lancha se volcó y se ahogaron todos y el cabo Delgado se salvó porque se inventó una terciana para no ir, habla y habla. El sirviente no abría la boca, mi cabo, ¿el capitán Quiroga era selvático?, Adrián Nieves era el que le conversaba. Qué iba a ser, hace dos meses habían ido en misión por el Santiago y al capitán los zancudos le hincharon las piernas. Las tenía rojas, llenas de granos, las llevaba metidas en el agua y el cabo lo asustaba: cuidado con las yacumamas, cuidado lo dejen mocho, mi capitán, esas boas vienen que no se las siente, sacan la trompa y se tragan una pierna de un bocado.
Y el capitán que vinieran y se las comieran. Tanto ardor le había quitado el gusto a la vida, sólo el agua lo calmaba, carajo, qué maldita era su estrella, mierda. Y el cabo las piernas le estaban sangrando, mi capitán, la sangre llama a las pirañas ¿y si le sacaban unas cuantas lonjas? Pero el capitán Quiroga se calentó, concha de tu madre, basta de meterme miedo, y al cabo le daba asco verlas: gordas, llenas de costras, con el roce de cada ramita se le abrían y chorreaba agüita blanca. Y Adrián Nieves por eso no vinieron las pirañas, mi cabo, se la olían que si le chupaban las piernas morían envenenadas. El sirviente va callado, de puntero, midiendo el fondo con la tangana y dos días más tarde llegan a Urakusa: ni un aguaruna, todos se han metido al bosque. Se habían llevado hasta los perros, qué sabidos. El cabo Roberto Delgado está en el centro del claro, la boca abierta de par en par, ¡urakusas!, ¡urakusas!, su dentadura es de caballo, fuerte, muy blanca, ¿no tienen fama de machos?, el sol del crepúsculo la triza en radios azules, ¡vengan maricones, vuelvan! Pero para el sirviente no machos, mi cabo, cristianos asustando y el cabo que le registraran las cabañas, le hacían un paquetito con lo que hubiera de comible, ponible o vendible, ahora mismito y volando. Adrián Nieves no le aconsejaba, mi cabo, los habían de estar viendo y si les robaban se les echarían encima y ellos eran tres nomás. Pero el cabo no quería consejos de nadie, miéchica, ¿le habían preguntado algo?, y a ver que se les echaran, se cargaba a los urakusas sin necesidad de pistola, a sopapo limpio y se sienta en el suelo, cruza las piernas, prende un cigarrillo. Ellos van hacia las cabañas, vuelven y el cabo Roberto Delgado duerme pacíficamente, el pucho se consume en la tierra rodeado de hormigas curiosas.
Adrián Nieves y el sirviente comen yucas, bagres, fuman y cuando el cabo despierta se arrastra hasta ellos y bebe de la cantimplora. Luego examina el atado: un cuerito de lagarto, basura, collares de mostacilla y de conchas, ¿era todo lo que había?, platos de greda, brazaletes, ¿y lo que él le prometió al capitán?, tobilleras, diademas, ¿ni siquiera un poco de resina matabichos?, un cesto de chambira y una calabaza llena de masato, pura basura. Escarba el atado con el pie y quería saber si habían visto a alguien mientras él dormía. No, mi cabo, a nadie. Éste creía que andaban cerca y el sirviente apunta con el dedo al monte pero al cabo le importa un pito: dormirían en Urakusa y seguirían mañana temprano. Refunfuña todavía, ¿qué era eso de esconderse como si ellos fueran apestados?, se pone de pie, orina, se quita las polainas y va hacia una cabaña, ellos lo siguen. No hace calor, la noche es húmeda y rumorosa, una brisa lenta trae hasta el claro olor a plantas podridas y el sirviente yéndose, mi cabo, jodido aquí, diciendo, no quedando, no gustando y Adrián Nieves se encoge de hombros: a quién le iba a gustar, pero que no se cansara, el cabo no lo oía, ya estaba durmiendo.
– ¿Cómo te fue por allá? -dijo Josefino-. Cuenta, Lituma.
– Cómo me iba a ir, coleguita -dijo Lituma, los ojillos sorprendidos-. Muy mal.
– ¿Te pegaban, primo? -dijo José-. ¿Te tenían a pan y agua?
– Nada de eso, me trataban bien. El cabo Cárdenas me hacía dar más comida que a cualquiera. Fue subordinado mío en la selva, un zambo buena gente, le decíamos el Oscuro. Pero era una vida triste, de todas maneras.
El Mono tenía un cigarrillo en las manos y, de pronto, le sacó la lengua y le guiñó un ojo. Sonreía, desinteresado de los demás, y ensayaba muecas que abrían hoyuelos en sus mejillas y arrugas en su frente. A ratos, se aplaudía él mismo.
– Me admiraban un poco -dijo Lituma-, decían «tienes huevos de chivato, cholo».
– Tenían razón, primo, claro que sí, quién va a dudarlo.
– Todo Piura hablaba de ti, colega -dijo Josefino-. Los churres, la gente grande. Mucho tiempo después que te fuiste seguían discutiendo sobre ti.
– ¿Que me fui? -dijo Lituma-. No me fui por mi gusto.
– Nosotros tenemos los periódicos -dijo José-. Ya verás, primo. En El Tiempo te insultaron mucho, te llamaban maleante, pero en Ecos y Noticias y en La Industria siquiera te reconocían como valiente.
– Fuiste machazo, colega -dijo Josefino-. Los mangaches se sentían orgullosos.
– ¿Y de qué me ha servido? -Lituma se encogió de hombros, escupió y pisoteó la saliva-. Además, fue cosa de borrachera. En seco, no me atrevía.
– Aquí en la Mangachería todos somos urristas -dijo el Mono, poniéndose de pie de un salto-. Fanáticos del general Sánchez Cerro hasta el fondo del alma.
Fue ante el recorte de periódico, hizo un saludo militar y volvió a la estera, riéndose a carcajadas.
– El Mono ya está zampado -dijo Lituma-. Vámonos donde la Chunga antes de que se nos duerma.
– Tenemos algo que contarte, colega -dijo Josefino.
– El año pasado se vino a vivir aquí un aprista, Lituma -dijo el Mono-. Uno de estos que mataron al general. ¡Me da una cólera!
– En Lima conocí muchos apristas -dijo Lituma-. También los tenían encerrados. Rajaban de Sánchez Cerro a su gusto, decían que fue un tirano. ¿Algo que contarme, colega?
– ¿Y tú permitías que rajaran en tu delante de ese gran mangache? -dijo José.
– Piurano, pero no mangache -dijo Josefino-. Ésa es otra de las invenciones de ustedes. Seguro que Sánchez Cerro nunca pisó este barrio.
– ¿Qué tenías que contarme? -dijo Lituma-. Habla, hombre, me has dado curiosidad.
– No era uno, sino toda una familia, primo -dijo el Mono-. Se hicieron una casa cerca de donde vivía Patrocinio Naya, y pusieron una bandera aprista en la puerta. ¿Te das cuenta qué concha?
– De Bonifacia, Lituma -dijo Josefino-. En tu cara se ve que quieres saber. ¿Por qué no nos has preguntado, inconquistable? ¿Tenías vergüenza? Pero si somos hermanos, Lituma.
– Eso sí, los pusimos en su sitio -dijo el Mono-, les hicimos la vida imposible. Tuvieron que irse pitando como trenes.
– Nunca es tarde para preguntar -dijo Lituma; se enderezó un poco, apoyó las manos en el suelo y quedó inmóvil. Hablaba con mucha calma-: No me escribió ni una sola carta. ¿Qué ha sido de ella?
– Dicen que el Joven Alejandro era aprista de chico -dijo José, rápidamente-. Que una vez que llegó Haya de la Torre, desfiló con un cartel que decía «maestro, la juventud te aclama».
– Calumnias, el joven es un gran tipo, una de las glorias de la Mangachería -dijo el Mono, con voz floja.
– Cállense, ¿no ven que estamos hablando? -Lituma dio una palmada en el suelo y se elevó una nubecilla de polvo. El Mono dejó de sonreír, José había bajado la cabeza y Josefino, muy tieso y con los brazos cruzados, pestañeaba sin tregua.
– Qué pasó, colega -dijo Lituma, con suavidad casi afectuosa-. Yo no había preguntado nada y tú me jalaste la lengua. Sigue ahora, no te quedes mudo.
– Algunas cosas arden más que el cañazo, Lituma -dijo Josefino, a media voz.
Lituma lo contuvo con un gesto:
– Voy a abrir otra botella, entonces -ni su voz ni sus ademanes revelaban turbación alguna, pero su piel había comenzado a transpirar y respiraba hondo-. El alcohol ayuda a recibir las malas noticias, ¿no es cierto?
Abrió la botella de un mordisco y llenó las copas. Apuró la suya de un trago, sus ojos se enrojecieron y mojaron, y el Mono, que bebía a sorbitos, los ojos cerrados, todo el rostro contraído en una mueca, de pronto se atoró. Comenzó a toser y a golpearse el pecho con la mano abierta.
– Este Mono siempre tan maleta -murmuró Lituma-. A ver, colega, estoy esperando.
– El pisco es el único trago que vuelve al mundo por los ojos -canturreó el Mono-. Los otros con el pipí.
– Se ha hecho puta, hermano -dijo Josefino-. Está en la Casa Verde.
El Mono tuvo otro acceso de tos, su copa rodó al IV suelo y en la tierra una manchita húmeda se encogió, desapareció.
– Sus dientes les sonaban, madre -dijo Bonifacia-, les hablé pagano para quitarles el miedo. Tú hubieras visto qué parecían.
– ¿Por qué nunca nos dijiste que hablabas aguaruna, Bonifacia? -dijo la superiora.
– ¿No ves cómo de todo las madres dicen ya te salió el salvaje? -dijo Bonifacia-. ¿No ves cómo dicen ya estás comiendo con las manos, pagana? Me daba vergüenza, madre.
Las trae de la mano desde la despensa y, en el umbral de su angosta habitación, les indica que esperen. Ellas se juntan, se hacen un ovillo contra la pared. Bonifacia entra, enciende el mechero, abre el baúl, lo registra, saca el viejo manojo de llaves y sale. Vuelve a coger a las chiquillas de la mano.
– ¿Cierto que al pagano lo subieron a la capirona? -dijo Bonifacia-. ¿Que le cortaron el pelo y se quedó con la cabeza blanca?
– Pareces loca -dijo la madre Angélica-, de repente sales con cada cosa.
Pero ella sabía, mamita: lo trajeron los soldados en un bote, lo amarraron al árbol de la bandera, las pupilas se subían al techo de la residencia para mirar y la madre Angélica les daba azotes. ¿Seguían con esa historia las bandidas? ¿Cuándo se la contaron a Bonifacia?
– Me la contó un pajarito amarillo que se entró volando -dijo Bonifacia-. ¿De veras le cortaron su pelo? ¿Como a las paganitas la madre Griselda?
– Se lo cortaron los soldados, tonta -dijo la madre Angélica-. No se puede comparar. La madre Griselda se los corta a las niñas para que ya no les pique. A él fue en castigo.
– ¿Y qué había hecho el pagano, mamita? -dijo Bonifacia.
– Maldades, cosas feas -dijo la madre Angélica-. Había pecado.
Bonifacia y las chiquillas salen en puntas de pie. El patio está partido en dos: la luna alumbra la fachada triangular de la capilla y la chimenea de la cocina; el otro sector de la misión es una aglomeración de sombras húmedas. El muro de ladrillos se recorta, impreciso, bajo la arcada opaca de lianas y de ramas. La residencia de las madres ha desaparecido en la noche.
– Tienes una manera muy injusta de ver las cosas -dijo la superiora-. A las madres les importa tu alma, no el color de tu piel ni el idioma que hablas. Eres ingrata, Bonifacia. La madre Angélica no ha hecho otra cosa que mimarte desde que llegaste a la misión.
– Ya sé, madre, por eso te pido que reces por mí -dijo Bonifacia-. Es que esa noche me volví salvaje, vas a ver qué horrible.
– Deja de llorar de una vez -dijo la superiora-. Ya sé que te volviste una salvaje. Yo quiero saber qué hiciste.
Las suelta, les indica silencio con un gesto y echa a correr, siempre de puntillas. Al principio les saca cierta ventaja, pero a medio patio las dos chiquillas corren a su lado. Llegan juntas ante la puerta clausurada. Bonifacia
se inclina, prueba las gruesas, enmohecidas llaves del manojo, una tras otra. La cerradura chirría, la madera está mojada y suena a hueco cuando ellas la golpean con la mano abierta, pero la puerta no se abre. La respiración de las tres es anhelante.
– ¿Yo era muy chiquita entonces? -dijo Bonifacia-. ¿De qué tamaño, mamita? Muéstrame con tu mano.
– Así, de este tamaño -dijo la madre Angélica-. Pero ya eras un demonio.
– ¿Y hacía cuánto que estaba en la misión? -dijo Bonifacia.
– Poco tiempo -dijo la madre Angélica-. Sólo unos meses.
Ya está, ya se le había metido el demonio en el cuerpo, mamita. ¿Qué decía esta loca? A ver con qué salía ahora y a Bonifacia la habían traído a Santa María de Nieva con el pagano ese. Las pupilas se lo contaron, ahora la madre Angélica tenía que ir a confesarse la mentira. Si no se iría al infierno, mamita.
– ¿Y entonces para qué me preguntas, mañosa? -dijo la madre Angélica-. Es falta de respeto y además pecado.
– Era jugando, mamita -dijo Bonifacia-. Yo sé que te vas a ir al cielo.
La tercera llave gira, la puerta cede. Pero afuera debe haber una tenaz concentración de tallos, matorrales y plantas trepadoras, nidos, telarañas, hongos y madejas de lianas que resisten y atajan la puerta. Bonifacia apoya todo su cuerpo en la madera y empuja -hay levísimos, múltiples desgarramientos y un rumor quebradizo- hasta que se forma una abertura suficiente. Sujeta la puerta entreabierta, siente en su cara el roce de suaves filamentos, escucha el murmullo del follaje invisible y, de pronto, a su espalda, otro murmullo.
– Me volví como ellas, madre -dijo Bonifacia-. La del aro en la nariz comió y a la fuerza la hizo comer a la otra paganita. Le metía el plátano a la boca con sus dedos, madre.
– ¿Y qué tiene que ver eso con el demonio? -dijo la superiora.
– Una le agarraba su mano a la otra y le chupaba sus dedos -dijo Bonifacia-, y después la otra lo mismo. ¿Ves el hambre que tenían, madre?
¿Cómo no iban a tener? Las pobrecillas no habían probado bocado desde Chicais, Bonifacia, pero la superiora ya sabía que a ella le dieron pena. Y Bonifacia apenas les entendía, madre, porque hablaban raro. Aquí iban a comer todos los días, y ellas queremos irnos, aquí iban a ser felices y ellas queremos irnos y comenzó a contarles esas historias del Niño Jesús que les gustaban tanto a las paganitas, madre.
– Es lo mejor que haces tú -dijo la superiora-. Contar historias. ¿Qué más, Bonifacia?
Y ella tiene los ojos como dos cocuyos, váyanse, verdes y asustados, vuelvan al dormitorio, da un paso hacia las pupilas, ¿con qué permiso salieron? y empujada por el bosque la puerta se cierra sin ruido. Las pupilas la observan calladas, dos docenas de luciérnagas y una sola silueta anchísima y deforme, la oscuridad disimula rostros, guardapolvos. Bonifacia mira hacia la residencia: no se ha encendido ninguna luz. De nuevo les ordena que regresen al dormitorio pero ellas no se mueven ni le responden.
– ¿El pagano ese era mi padre, mamita? -dijo Bonifacia.
– No era tu padre -dijo la madre Angélica-. Nacerías en Urakusa pero eras hija de otro, no de ese malvado.
¿No le estaba mintiendo, mamita? Pero la madre Angélica nunca mentía, loca, por qué le iba a mentir a ella. ¿Para que no le diera pena de repente, mamita? ¿Para que no se avergonzara? ¿Y no creía que su padre también había sido malvado?
– ¿Por qué iba a ser? -dijo la madre Angélica-. Podía ser de buen corazón, hay muchos paganos así. Pero qué te preocupa eso. ¿Acaso no tienes ahora un padre mucho más grande y más bueno?
Tampoco esta vez le obedecen, váyanse, vuelvan al dormitorio, y las dos chiquillas están a sus pies, temblando, prendidas de su hábito. Súbitamente, Bonifacia da media vuelta, corre hacia la puerta, empuja, la abre, señala la oscuridad del monte. Las dos chiquillas están junto a ella pero no se deciden a cruzar el umbral, sus cabezas oscilan entre Bonifacia y la sombría abertura y ahora las luciérnagas se adelantan, sus siluetas se delinean frente a Bonifacia, han comenzado a murmurarle, algunas a tocarla.
– Se los buscaban la una a la otra, madre -dijo Bonifacia-, y se los sacaban y los mataban con los dientes. No por maldad, sino jugando, madre y antes de morder se lo mostraban diciendo mira lo que te he sacado. Jugando y también por cariño, madre.
– Si ya tenían confianza en ti, podías haberlas aconsejado -dijo la superiora-. Decirles que no hicieran esas suciedades.
Pero ella sólo pensaba en el día siguiente, madre: que no llegara mañana, que la madre Griselda no les corte sus pelos, no ha de cortárselos, no ha de echarles desinfectante y la superiora ¿qué tonterías eran ésas?
– Tú no ves cómo se ponen, yo tengo que sujetarlas y veo -dijo Bonifacia-. Y también cuando las bañan y el jabón les entra a los ojos.
¿Le daba pena que la madre Griselda las fuera a librar de esos bichos que les devoraban la cabeza? ¿Esos bichos que se tragan y las enferman y les hinchan las barriguitas? Y es que ella todavía se soñaba con las tijeras de la madre Griselda. De lo que le dolió tanto, madre, por eso sería.
– No pareces inteligente, Bonifacia -dijo la superiora-. Más bien debiste sentir pena al ver a esas criaturas convertidas en dos animalitos, haciendo lo que hacen los monos.
– Te vas a enojar más todavía, madre -dijo Bonifacia-. Vas a odiarme.
¿Qué querían?, ¿por qué no le hacían caso?, y, unos segundos después, elevando la voz, ¿también irse?, ¿volverse paganas de nuevo?, y las pupilas han sumergido a las dos chiquillas, ante Bonifacia hay sólo una masa compacta de guardapolvos y ojos codiciosos. Qué le importaba, entonces, Dios sabría, ellas sabrían, que volvieran al dormitorio o se escaparan o se murieran y mira hacia la residencia: siempre a oscuras.
– Le cortaron el pelo para sacarle al diablo que tenía adentro -dijo la madre Angélica-. Y ya basta, no pienses más en el pagano.
Es que ella siempre se acordaba, mamita, de cómo sería cuando se lo cortaron y ¿el diablo era como los piojitos? ¿Qué cosas decía esta loca? A él para sacarle el diablo, a las paganitas para sacarles los piojos. Quería decir que los dos se metían al pelo, mamita, y la madre Angélica qué tonta era, Bonifacia, qué niña más tonta.
Salen una tras otra, en orden, como los domingos cuando van al río, al pasar junto a Bonifacia algunas estiran la mano y estrujan afectuosamente su hábito, su brazo desnudo, y ella rápido, Dios las ayudaría, rezaría por ellas, Él las cuidaría y resiste la puerta con la espalda. A cada pupila que se detiene en el umbral y vuelve la cabeza hacia la oculta residencia, la empuja, la obliga a hundirse en el boquerón vegetal, a hollar la tierra fangosa y perderse en las tinieblas.
– Y, de repente, se soltó de la otra y se vino donde mí -dijo Bonifacia-. La más chiquita, madre, y creí que iba a abrazarme pero también comenzó a buscarme con sus deditos, y era para eso, madre.
– ¿Por qué no llevaste a esas niñas al dormitorio? -dijo la superiora.
– De agradecida, por lo que les di de comer ¿no te das cuenta? -dijo Bonifacia-. Su cara se ponía triste porque no encontraba y yo ojalá tuviera, ojalá encontrara unito la pobre.
– Y después protestas cuando las madres te dicen salvaje -dijo la superiora-. ¿Acaso estás hablando como una cristiana?
Y ella también le buscaba en sus pelos y no le daba asco, madre, y a cada uno que encontraba lo mataba con sus dientes. ¿Asquerosa?, sí, sería y la superiora hablas como si estuvieras orgullosa de esa porquería y Bonifacia estaba, eso era lo terrible, madre, y la paganita se hacía la que le encontraba y le mostraba su mano y rápido se la metía a la boca como si fuera a matarlo. Y también la otra comenzó, madre, y ella también a la otra.
– No me hables en ese tono -dijo la superiora-. Y además basta, no quiero que me cuentes más, Bonifacia.
Y ella que entraran las madres y la vieran, la madre Angélica y también tú, madre, y hasta las hubiera insultado, qué furiosa estaba, qué odio tenía, madre y las dos chiquillas ya no están: deben haber salido entre las primeras, gateando velozmente. Bonifacia cruza el patio, al pasar junto a la capilla se detiene. Entra, se sienta en una banca. La luz de la luna llega oblicuamente hasta el altar, muere junto a la reja que separa a las pupilas de los fieles de Santa María de Nieva en la misa del domingo.
– Y, además, eras una fierecilla -dijo la madre Angélica-. Había que corretearte por toda la misión. A mí me diste un mordisco en la mano, bandida.
– No sabía lo que hacía -dijo Bonifacia-, ¿no ves que era paganita? Si te beso ahí donde te mordí ¿me perdonarás, mamita?
– Todo me lo dices con un tonito de burla y una mirada pícara que me dan ganas de azotarte -dijo la madre Angélica-. ¿Quieres que te cuente otra historia?
– No, madre -dijo Bonifacia-. Aquí estoy rezando hace rato.
– ¿Por qué no estás en el dormitorio? -dijo la madre Ángela-. ¿Con qué permiso has venido a la capilla a estas horas?
– Las pupilas se han escapado -dijo la madre Leonor-, la madre Angélica te está buscando. Anda, corre, la superiora quiere hablar contigo, Bonifacia.
– Debía ser bonita de muchacha -dijo Aquilino-. Sus pelos tan largos me llamaron la atención cuando la conocí. Lástima que le salieran tantos granos.
– Y el perro ese de Reátegui anda vete, puede venir la policía, vas a comprometerme -dijo Fushía-. Pero la puta esa se le metía por las narices todo el tiempo y fue cayendo.
– Pero si tú se lo mandabas, hombre -dijo Aquilino-. No era cosa de puterío sino de obediencia. ¿Por qué la insultas?
– Porque eres linda -dijo Reátegui-, te compraré un vestido en la mejor tienda de Iquitos. ¿Te gustaría? Pero aléjate de ese árbol; ven, acércate, no me tengas miedo.
Ella tiene los cabellos claros y sueltos, está descalza, su silueta se recorta ante el inmenso tronco, bajo una espesa copa que vomita hojas como llamaradas. El asiento del árbol es un muñón de aletas de corteza rugosa, impenetrable, color ceniza, y en su interior hay madera compacta para los cristianos, duendes malignos para los paganos.
– ¿También le tiene miedo a la lupuna, patrón? -dijo Lalita-. No me lo creía de usted.
Lo mira con ojos burlones y se ríe echando la cabeza atrás: los largos cabellos barren sus hombros tostados y sus pies brillan entre los helechos húmedos, más morenos que sus hombros, de tobillos gruesos.
– Y también zapatos y medias, chiquita -dijo Julio Reátegui-. Y una cartera. Todo lo que tú me pidas.
– ¿Y tú qué hacías mientras tanto? -dijo Aquilino-.
Después de todo era tu compañera. ¿No tenías celos?
Yo sólo pensaba en la policía -dijo Fushía-. Lo tenía loco, viejo, le temblaba la voz cuando le hablaba.
– El señor Julio Reátegui babeando por una cristiana -dijo Aquilino-. ¡Por la Lalita! Todavía no me lo creo, Fushía. Ella nunca me contó eso, y, sin embargo, yo era su confesor y su paño de lágrimas.
– Viejas sabias esas boras -dijo Julio Reátegui-, no hay manera de saber cómo preparan los tintes. Fíjate qué fuerte el rojo, el negro. Y ya tienen como veinte años, quizá más. Anda, chiquita, póntela, déjame que te vea cómo te queda.
– ¿Y para qué quería que la Lalita se pusiera la manta? -dijo Aquilino-. Vaya idea, Fushía. Pero lo que no entiendo es que te quedaras tan tranquilo. Cualquier otro sacaba cuchillo.
– El perro estaba en su hamaca y ella en la ventana -dijo Fushía-. Yo le oía todos sus cuentos y me moría de risa.
– ¿Y por qué ahora no haces lo mismo? -dijo Aquilino-. ¿Por qué tanto odio con la Lalita?
– No es lo mismo -dijo Fushía-. Esta vez fue sin mi permiso, de a ocultas, a la mala.
– Ni se lo sueñe, patrón -dijo Lalita-. Ni aunque me rezara y me llorara.
Pero se la pone y el ventilador de madera, que funciona con el balance de la hamaca, emite un sonido entrecortado, una especie de tartamudeo nervioso y, envuelta en la manta negra y roja, Lalita permanece inmóvil. La tela metálica de la ventana está constelada de nubecillas verdes, malvas, amarillas y, a lo lejos, entre la casa y el bosque, las matitas de café se divisan tiernas, seguramente olorosas.
– Pareces un gusanito en su capullo -dijo Julio Reátegui-. Una de esas maripositas de la ventana. Qué te cuesta, Lalita, dame gusto, sácatela.
– Cosa de loco -dijo Aquilino-. Primero que se la ponga y después que se la quite. Qué ocurrencias las de ese ricacho.
– ¿Nunca has estado arrecho, Aquilino? -dijo Fushía.
– Te daré lo que quieras -dijo Julio Reátegui-. Pídeme, Lalita, lo que sea, ven, acércate.
La manta, ahora en el suelo, es una redonda victoria regia y de ella brota, como la orquídea de una planta acuática, el cuerpo de la muchacha, menudo, de senos gallardos con corolas pardas y botones como flechas. A través de la camisa se transparentan un vientre liso, unos muslos firmes.
– Entré haciéndome el que no veía -dijo Fushía-, riéndome para que el perro no se sintiera avergonzado. Se paró de la hamaca de un salto y la Lalita se puso la manta.
– Mil soles por una muchacha no es de cristianos cuerdos -dijo Aquilino-. Es el precio de un motor, Fushía.
– Vale diez mil -dijo Fushía-. Sólo que estoy apurado, usted sabe de sobra por qué, don julio, y no puedo cargar con mujeres. Quisiera partir hoy mismo.
Pero así nomás a él no le iban a sacar mil soles, encima que lo había escondido. Y, además, Fushía estaba viendo que el negocio del jebe se había ido al diablo, y con las crecidas era imposible sacar madera este año y Fushía esas loretanas, don Julio, ya sabía: unos volcanes que lo incendian todo. Le apenaba dejarla, porque no sólo era bonita: cocinaba y tenía buen corazón. ¿Se decidía, don Julio?
– ¿De veras te apenaba que la Lalita se quedara en Uchamba con el señor Reátegui? -dijo Aquilino-. ¿O era por decir?
– Qué me iba a apenar -dijo Fushía-, a esa puta nunca la quise.
– No te salgas de la cocha -dijo Julio Reátegui-, voy a bañarme contigo. No estarás sin nada, ¿y si vinieran los caneros? Ponte algo, Lalita, no, espera, no todavía.
Lalita está de cuclillas en el remanso y el agua la va cubriendo, a su alrededor brotan ondas, circunferencias concéntricas. Hay una lluvia de lianas a ras del agua y Julio Reátegui los estaba sintiendo, Lalita, tápate: eran muy delgados, tenían espinas, se metían por los agujeritos, chiquita, y adentro arañaban, infectaban todo y tendría que tomar cocimientos horas y aguantar la diarrea una semana.
– No con caneros, patrón -dijo Lalita-, ¿no ve que son peces chiquitos? Y las plantas que hay en el fondo, eso es lo que se siente. Qué tibia está, qué rica ¿no es cierto?
– Meterse al río con una mujer, los dos calatos -dijo Aquilino-. Nunca se me ocurrió de joven y ahora me pesa. Debe ser algo buenazo, Fushía.
– Entraré al Ecuador por el Santiago -dijo Fushía-. Un viaje difícil, don julio, ya no volveremos a vernos. ¿Ya lo pensó? Porque parto esta noche misma. Sólo tiene quince años y yo fui el primero que la tocó.
– A veces pienso por qué no me casé -dijo Aquilino-. Pero con la vida que he llevado, no había cómo. Siempre viajando, en el río no iba a encontrar mujer. Tú sí que no te puedes quejar, Fushía. No te han faltado.
– Estamos de acuerdo -dijo Fushía-. Su lanchita y las conservas. Es un buen negocio para los dos, don Julio.
– El Santiago está lejísimos y no llegarás nunca sin que te vean -dijo Julio Reátegui-. Y, además, de surcada y en esta época tardarás un mes, y eso. ¿Por qué no al Brasil, más bien?
– Ahí es donde me están esperando -dijo Fushía-. A este lado de la frontera y también al otro, por un asunto de Campo Grande. No soy tan tonto, don Julio.
– No llegarás nunca al Ecuador -dijo Julio Reátegui.
– No llegaste, en realidad -dijo Aquilino-. Te quedaste en el Perú, nomás.
– Siempre ha sido así, Aquilino -dijo Fushía-. Todos mis planes me han salido al revés.
– ¿Y si ella no quiere? -dijo Julio Reátegui-. Tienes que convencerla tú mismo, antes que te dé la lancha.
– Ella sabe que mi vida será corretear de un lado a otro -dijo Fushía-, que pueden pasarme mil cosas. A ninguna mujer le gusta andar tras un hombre fregado. Estará feliz de quedarse, don Julio.
– Y, sin embargo, ya ves -dijo Aquilino-. Te siguió y te ayudó en todo. Hizo vida de sajino, como tú, y sin quejarse. Mal que mal, la Lalita ha sido una buena mujer, Fushía.
Fue así como nació la Casa Verde. Su edificación demoró muchas semanas; los tablones, las vigas y los adobes debían ser arrastrados desde el otro límite de la ciudad y las mulas alquiladas por don Anselmo avanzaban lastimosamente por el arenal. El trabajo se iniciaba en las mañanas, al cesar la lluvia seca, y terminaba al arreciar el viento. En la tarde, en la noche, el desierto englutía los cimientos y enterraba las paredes, las iguanas roían las maderas, los gallinazos armaban sus nidos en la incipiente construcción y, cada mañana, había que rehacer lo empezado, corregir los planos, reponer los materiales, en un combate sordo que fue subyugando a la ciudad. «¿En qué momento se dará por vencido el forastero?», se preguntaban los vecinos. Pero transcurrían los días y, sin dejarse abatir por los percances ni contagiar por el pesimismo de conocidos y de amigos, don Anselmo seguía desplegando una asombrosa actividad. Dirigía los trabajos semidesnudo, la maleza de vellos de su pecho húmeda de sudor, la boca llena de euforia. Distribuía cañazo y chicha a los peones y él mismo acarreaba adobes, clavaba vigas, iba y venía por la ciudad azuzando a las mulas. Y un día los piuranos admitieron que don Anselmo vencería, al divisar al otro lado del río, frente a la ciudad, como un emisario de ella en el umbral del desierto, un sólido, invicto esqueleto de madera. A partir de entonces, el trabajo fue rápido. Las gentes de Castilla y de las rancherías del camal, venían todas las mañanas a presenciar las labores, daban consejos y, a veces, espontáneamente, echaban una mano a los peones. Don Anselmo ofrecía de beber a todo el mundo. Los últimos días, una atmósfera de feria popular reinaba en torno a la obra: chicheras, fruteras, vendedoras de quesos, dulces y refrescos, acudían a ofrecer su mercancía a trabajadores y curiosos. Los hacendados hacían un alto al pasar por allí y, desde sus cabalgaduras, dirigían a don Anselmo palabras de estímulo. Un día, Chápiro Seminario, el poderoso agricultor, regaló un buey y una docena de cántaros de chicha. Los peones prepararon una pachamanca.
Cuando la casa estuvo edificada, don Anselmo dispuso que fuera íntegramente pintada de verde. Hasta los niños reían a carcajadas al ver cómo esos muros se cubrían de una piel esmeralda donde se estrellaba el sol y retrocedían reflejos escamosos. Viejos y jóvenes, ricos y pobres, hombres y mujeres, bromeaban alegremente por el capricho de don Anselmo de pintarrajear su vivienda de tal manera. La bautizaron de inmediato: «La Casa Verde». Pero no sólo los divertía el color, también su extravagante anatomía. Constaba de dos plantas, pero la inferior apenas merecía ese nombre: un espacioso salón cortado por cuatro vigas, también verdes, que sostenían el techo; un patio descubierto, tapizado de piedrecillas pulidas por el río y un muro circular, alto como un hombre. La segunda planta comprendía seis cuartos minúsculos, alineados ante un corredor con balaustrada de madera que sobrevolaba el salón del primer piso. Además de la entrada principal, la Casa Verde tenía dos puertas traseras, una caballeriza y una gran despensa.
En el almacén del español Eusebio Romero, don Anselmo compró esteras, lámparas de aceite, cortinas de colores llamativos, muchas sillas. Y, una mañana, dos carpinteros de la Gallinacera anunciaron: «Don Anselmo nos encargó un escritorio, un mostrador igualito al de La Estrella del Norte y ¡media docena de camas!». Entonces, don Eusebio Romero confesó: «Y a mí seis lavadores, seis espejos, seis bacinicas». Una especie de efervescencia ganó todos los barrios, una rumorosa y agitada curiosidad.
Brotaron las sospechas. De casa en casa, de salón en salón cuchicheaban las beatas, las señoras miraban a sus maridos con desconfianza, los vecinos cambiaban sonrisas maliciosas y, un domingo, en la misa de doce, el padre García afirmó desde el púlpito: «Se prepara una agresión contra la moral en esta ciudad». Los piuranos asaltaban a don Anselmo en la calle, le exigían hablar. Pero era inútil: «Es un secreto», les decía, regocijado como un colegial; «un poco de paciencia ya sabrán». Indiferente al revuelo de los barrios, seguía viniendo en las mañanas a La Estrella del Norte, y bebía, bromeaba y distribuía brindis y piropos a las mujeres que cruzaban la plaza. En las tardes se encerraba en la Casa Verde, a donde se había trasladado después de regalar a don Melchor Espinoza un cajón de botellas de pisco y una montura de cuero repujado.
Poco después, don Anselmo partió. En un caballo negro, que acababa de comprar, abandonó la ciudad como había llegado, una mañana al alba, sin que nadie lo viera, con rumbo desconocido.
Se ha hablado tanto en Piura sobre la primitiva Casa Verde, esa vivienda matriz, que ya nadie sabe con exactitud cómo era realmente, ni los auténticos pormenores de su historia. Los supervivientes de la época, muy pocos, se embrollan y contradicen, han acabado por confundir lo que vieron y oyeron con sus propios embustes. Y los intérpretes están ya tan decrépitos, y es tan obstinado su mutismo, que de nada serviría interrogarlos. En todo caso, la originaria Casa Verde ya no existe. Hasta hace algunos años, en el paraje donde fue levantada -la extensión de desierto limitado por Castilla y Catacaos- se encontraban pedazos de madera y objetos domésticos carbonizados, pero el desierto, y la carretera que construyeron, y las chacras que surgieron por el contorno, acabaron por borrar todos esos restos y ahora no hay piurano capaz de precisar en qué sector del arenal amarillento se irguió, con sus luces, su música, sus risas, y ese resplandor diurno de sus paredes que, a la distancia y en las noches, la convertía en un cuadrado, fosforescente reptil. En las historias mangaches se dice que existió en las proximidades de la otra orilla del viejo puente, que era muy grande, la mayor de las construcciones de entonces, y que había tantas lámparas de colores suspendidas en sus ventanas, que su luz hería la vista, teñía la arena del rededor y hasta alumbraba el puente. Pero su virtud principal era la música que, puntualmente, rompía en su interior al comenzar la tarde, duraba toda la noche y se oía hasta en la misma catedral. Don Anselmo, dicen, recorría incansable las chicherías de los barrios, y aun las de pueblos vecinos, en busca de artistas, y de todas partes traía guitarristas, tocadores de cajón, rascadores de quijada, flautistas, maestros del bombo y la corneta. Pero nunca arpistas, pues él tocaba ese instrumento y su arpa presidía, inconfundible, la música de la Casa Verde.
– Era como si el aire se hubiera envenenado -decían las viejas del Malecón-.La música entraba por todas partes, aunque cerráramos puertas y ventanas, y la oíamos mientras comíamos, mientras rezábamos y mientras dormíamos.
– Y había que ver las caras de los hombres al oírla -decían las beatas ahogadas en velos-. Y había que ver cómo los arrancaba del hogar, y los sacaba a la calle y los empujaba hacia el Viejo Puente.
– Y de nada servía rezar -decían las madres, las esposas, las novias-, de nada nuestros llantos, nuestras súplicas, ni los sermones de los padres, ni las novenas, ni siquiera los trisagios.
– Tenemos el infierno a las puertas -tronaba el padre García-, cualquiera lo vería pero ustedes están ciegos. Piura es Sodoma y es Gomorra.
– Quizá sea verdad que la Casa Verde trajo la mala suerte -decían los viejos, relamiéndose-. Pero cómo se disfrutaba en la maldita.
A las pocas semanas de regresar a Piura don Anselmo con la caravana de habitantas, la Casa Verde había impuesto su dominio. Al principio, sus visitantes salían de la ciudad a ocultas; esperaban la oscuridad, discretamente cruzaban el Viejo Puente y se sumergían en el arenal. Luego, las incursiones aumentaron y a los jóvenes, cada vez más imprudentes, ya no les importó ser reconocidos por las señoras apostadas tras las celosías del Malecón. En ranchos y salones, en las haciendas, no se hablaba de otra cosa. Los púlpitos multiplicaban advertencias y exhortos, el padre García estigmatizaba la licencia con citas bíblicas. Un Comité de Obras Pías y Buenas Costumbres fue creado y las damas que lo componían visitaron al prefecto y al alcalde. Las autoridades asentían, cabizbajas: cierto, ellas tenían razón, la Casa Verde era una afrenta a Piura, pero ¿qué hacer? Las leyes dictadas en esa podrida capital que es Lima amparaban a don Anselmo, la existencia de la Casa Verde no contradecía la Constitución ni era penada por el Código. Las damas quitaron el saludo a las autoridades, les cerraron sus salones. Entre tanto, los adolescentes, los hombres y hasta los pacíficos ancianos se precipitaban en bandadas hacia el bullicioso y luciente edificio.
Cayeron los piuranos más sobrios, los más trabajadores y rectos. En la ciudad, antes tan silenciosa, se instalaron como pesadillas el ruido, el movimiento nocturnos. Al alba, cuando el arpa y las guitarras de la Casa Verde callaban, un ritmo indisciplinado y múltiple se elevaba al cielo desde la ciudad: los que regresaban, solos o en grupos, recorrían las calles riendo a carcajadas y cantando. Los hombres lucían el desvelo en los rostros averiados por la mordedura de la arena y en La Estrella del Norte referían estrambóticas anécdotas que corrían de boca en boca y repetían los menores.
– Ya ven, ya ven -decía, trémulo, el padre García-, sólo falta que llueva fuego sobre Piura todos los males del mundo nos están cayendo encima.
Porque es cierto que todo esto coincidió con desgracias. El primer año, el río Piura creció y siguió creciendo, despedazó las defensas de las chacras, muchos sembríos del valle se inundaron, algunas bestias perecieron ahogadas y la humedad tiñó anchos sectores del desierto de Sechura: los hombres maldecían, los niños hacían castillos con la arena contaminada. El segundo año, como en represalia contra las injurias que le lanzaron los dueños de tierras anegadas, el río no entró. El cauce del Piura se cubrió de hierbas y abrojos que murieron poco después de nacer y quedó sólo una larga hendidura llagada: los cañaverales se secaron, el algodón brotó prematuramente. Al tercer año, las plagas diezmaron las cosechas.
– Éstos son los desastres del pecado -rugía el padre García-. Todavía hay tiempo, el enemigo está en sus venas, mátenlo con oraciones.
Los brujos de los ranchos rociaban los sembradíos con sangre de cabritos tiernos, se revolcaban sobre los surcos, proferían conjuros para atraer el agua y ahuyentar los insectos.
– Dios mío, Dios mío -se lamentaba el padre García-. Hay hambre y hay miseria y en vez de escarmentar, pecan y pecan.
Porque ni la inundación, ni la sequía, ni las plagas detuvieron la gloria creciente de la Casa Verde.
El aspecto de la ciudad cambió. Esas tranquilas calles provincianas se poblaron de forasteros que, los fines de semana, viajaban a Piura desde Sullana, Palta, Huancabamba y aun Tumbes y Chiclayo, seducidos por la leyenda de la Casa Verde que se había propagado a través del desierto. Pasaban la noche en ella y, cuando venían a la ciudad, se mostraban soeces y descomedidos, paseaban su borrachera por las calles como una proeza. Los vecinos los odiaban y a veces surgían riñas, no de noche y en el escenario de los desafíos, la pampita que está bajo el puente, sino a plena luz y en la plaza de Armas, en la avenida Grau y en cualquier parte. Estallaron peleas colectivas. Las calles se volvieron peligrosas.
Cuando, pese a la prohibición de las autoridades, alguna de las habitantas se aventuraba por la ciudad, las señoras arrastraban a sus hijas al interior del hogar y corrían las cortinas. El padre García salía al encuentro de la intrusa, desencajado; los vecinos debían sujetarlo para impedir una agresión.
El primer año, el local albergó a cuatro habitantas solamente, pero al año siguiente, cuando aquéllas partieron, don Anselmo viajó y regresó con ocho, y dicen que en su apogeo la Casa Verde llegó a tener veinte habitantas. Llegaban directamente a la construcción de las afueras. Desde el Viejo Puente se las veía llegar, se oían sus chillidos y desplantes. Sus indumentarias de colores, sus pañuelos y afeites, centelleaban como crustáceos en el árido paisaje.
Don Anselmo, en cambio, sí frecuentaba la ciudad. Recorría las calles en su caballo negro, al que había enseñado coqueterías: sacudir alegremente el rabo cuando pasaba una mujer, doblar una pata en señal de saludo, ejecutar pasos de danza al oír música. Don Anselmo había engordado, se vestía con exceso chillón: sombrero de paja blanda, bufanda de seda, camisas de hilo, correa con incrustaciones, pantalones ajustados, botas de tacón alto y espuelas. Sus manos hervían de sortijas. A veces, se detenía a beber unos tragos en La Estrella del Norte y muchos principales no vacilaban en sentarse a su mesa, charlar con él y acompañarlo luego hasta las afueras.
La prosperidad de don Anselmo se tradujo en ampliaciones laterales y verticales de la Casa Verde. Ésta, como un organismo vivo, fue creciendo, madurando. La primera innovación fue un cerco de piedra. Coronado de cardos, cascotes, púas y espinas para desanimar a los ladrones, envolvía la planta baja y la ocultaba. El espacio encerrado entre el cerco y la casa fue primero un patiecillo pedregoso, luego un nivelado zaguán con macetas de cactus, después un salón circular con suelo y techo de esteras y, por fin, la madera reemplazó la paja, el salón fue empedrado y el techo se cubrió de tejas. Sobre la segunda planta, surgió otra, pequeña y cilíndrica como un torreón de vigía. Cada piedra añadida, cada teja o madera eran automáticamente pintadas de verde. El color elegido por don Anselmo acabó por imprimir al paisaje una nota refrescante, vegetal, casi líquida. Desde lejos, los viajeros avistaban la construcción de muros verdes, diluidos a medias en la viva luz amarilla de la arena, y tenían la sensación de acercarse a un oasis de palmeras y cocoteros hospitalarios, de aguas cristalinas, y era como si esa lejana presencia prometiera toda clase de recompensas para el cuerpo fatigado, alicientes sin fin para el ánimo deprimido por el bochorno del desierto.
Don Anselmo, dicen, habitaba el último piso, esa angosta cúspide, y nadie, ni sus mejores clientes -Chápiro Seminario, el prefecto, don Eusebio Romero, el doctor Pedro Zevallos-, tenían acceso a ese lugar. Desde allí, sin duda, observaría don Anselmo el desfile de los visitantes por el arenal, vería sus siluetas desdibujadas por los torbellinos de arena, esas hambrientas bestias que merodean alrededor de la ciudad desde que cae el sol.
Además de las habitantas, la Casa Verde hospedó en su buena época a Angélica Mercedes, joven mangache que había heredado de su madre la sabiduría, el arte de los picantes. Con ella iba don Anselmo al Mercado, a los almacenes, a encargar víveres y bebidas: comerciantes y placeras se doblaban a su paso como cañas al viento. Los cabritos, cuyes, chanchos y corderos que Angélica Mercedes guisaba con misteriosas yerbas y especias, llegaron a ser uno de los incentivos de la Casa Verde y había viejos que juraban: «Sólo vamos allá por saborear esa comidafina».
Los contornos de la Casa Verde estaban siempre animados por multitud de vagos, mendigos, vendedores de baratijas y fruteras que asediaban a los clientes que llegaban y salían. Los niños de la ciudad escapaban de sus casas en la noche y, disimulados tras los matorrales, espiaban a los visitantes y escuchaban la música, las carcajadas. Algunos, arañándose manos y piernas, escalaban el muro y ojeaban codiciosamente el interior. Un día (que era fiesta de guardar), el padre García se plantó en el arenal, a pocos metros de la Casa Verde y, uno por uno, acometía a los visitantes y los exhortaba a retornar a la ciudad y arrepentirse. Pero ellos inventaban excusas: una cita de negocios, una pena que hay que ahogar porque si no envenena el alma, una apuesta que compromete el honor. Algunos se burlaban e invitaban al padre García a acompañarlos y hubo quien se ofendió y sacó pistola.
Nuevos mitos surgieron en Piura sobre don Anselmo. Para algunos, hacía viajes secretos a Lima, donde guardaba el dinero acumulado y adquiría propiedades. Para otros, era el simple escaparate de una empresa que contaba entre sus miembros al prefecto, el alcalde y hacendados. En la fantasía popular, el pasado de don Anselmo se enriquecía, a diario se añadían a su vida hechos sublimes o sangrientos. Viejos mangaches aseguraban identificar en él a un adolescente que, años atrás, perpetró atracos en el barrio, y otros afirmaban: «Es un presidiario desertor, un antiguo montonero, un político en desgracia». Sólo el padre García se atrevía a decir: «Su cuerpo huele a azufre».
Y a la madrugada se levantan para seguir viaje, bajan el barranco y la lanchita no está. Comienzan a buscarla, Adrián Nieves de un lado, del otro el cabo Roberto Delgado y el sirviente y, de repente, gritos, piedras, calatos y ahí está el cabo, rodeado de aguarunas, le llueven palos, también al sirviente y ahora lo han visto y los chunchos corren hacia él, miéchica, Adrián Nieves, te llegó tu hora, y se tira al agua: fría, rápida, oscura, no saques la cabeza, más para adentro, que lo agarre la corriente, ¿flechas?, se lo jale río abajo, ¿balas?, ¿piedras?, miéchica, los pulmones quieren aire, la cabeza anda mareada como un trompo, cuidado con el calambre. Sale y todavía se ve Urakusa y, en el barranco, el uniforme verde del cabo, los chunchos lo están machucando, era su culpa, él se lo había advertido y el sirviente ¿escaparía?, ¿lo matarían? Se deja ir flotando aguas abajo, prendido de un tronco y, después, cuando trepa a la banda derecha del río, el cuerpo está dolorido. Ahí mismo se duerme sobre la playa, desierta, aún no le han vuelto las fuerzas y un alacrán lo está picando a su gusto. Tiene que encender una fogata y poner la mano encima, así, que transpire un poco aunque arda tanto, chupa la herida, escupe, enjuágate la boca, nunca se sabe con las picaduras, alacrán concha de tu madre. Sigue después, por el monte, no hay chunchos por ninguna parte, pero mejor salir hacia el Santiago, ¿y si una patrulla lo coge y lo regresa a la guarnición de Borja? Tampoco volver al pueblo, ahí los soldados lo descubrirían mañana o pasado y, por lo pronto, hay que fabricarse una balsa. Se demora mucho, ah, si tuvieras un machete, Adrián Nieves, las manos están cansadas y no dan las fuerzas para tumbar troncos recios. Elige tres árboles muertos, blancos y agusanados que al primer empujón se vienen abajo, los sujeta con bejucos y se hace dos pértigas, una para llevar de repuesto. Y ahora nada de salir al río grande, busca caños y cochas por donde cruzar, y no es difícil, toda la zona son aguajales. Sólo que cómo se orienta, estas tierras altas no son las suyas, las aguas han subido mucho, ¿llegará así hasta el Santiago?, una semanita más, Adrián Nieves, tú eras un buen práctico, abre mucho las narices, el olor no engaña, ésa es la buena dirección, y huevos, hombre, muchos huevos. Pero dónde anda ahora, el caño parece girar en redondo y navega casi a oscuras, el bosque es espeso, el sol y el aire entran apenas, huele a madera podrida, a fango y, además, tanto murciélago, le duelen los brazos, tiene ronca la garganta de espantarlos, una semanita más. Ni para atrás ni para adelante, ni cómo retroceder al Marañón ni cómo llegar al Santiago, la corriente lo lleva a su antojo, el cuerpo no da de fatiga, para colmo llueve, día y noche llueve. Pero al fin termina el caño y aparece una laguna, una cocha pequeñita con chambiras pura espina en las orillas, el cielo está oscureciendo. Duerme en una isla, al despertar mastica unas yerbas amargas, sigue viaje y sólo dos días más tarde mata a palazos una sachavaca flaquita, come carne medio cruda, los músculos ya no pueden ni mover la pértiga, los mosquitos lo han picoteado a sus anchas, la piel arde y tiene las piernas como el capitán Quiroga, eso que contaba el cabo, qué sería de él, ¿los urakusas lo soltarían?, estaban furiosos, ¿de repente lo matarían? Quizá hubiera sido mejor volver nomás a la guarnición de Borja, preferible ser soldado que cadáver, triste morirse de hambre o de fiebres en el monte, Adrián Nieves. Está de barriga en la balsa y así una punta de días, y cuando se termina el caño y sale a una cocha enorme, qué cosa, tan grande que parece el lago, qué cosa, ¿el lago Rimache?, no ha podido subir tanto, imposible, y en el centro está la isla y en lo alto del barranco hay una pared de lupunas. Empuja la tangana sin levantarse y, por fin, entre los árboles llenos de jorobas, siluetas desnudas, miéchica, ¿serán aguarunas?, ayúdenme, ¿serán tratables?, los saluda con las dos manos y ellos se agitan, chillan, ayúdenme, saltan, lo señalan y al atracar ve al cristiano, a la cristiana, lo están esperando y a él se le va la cabeza, patrón, no sabía qué alegría ver a un cristiano. Le había salvado la vida, patrón, creía que todo se había acabado y él se ríe y le dan otro trago, el sabor dulce, áspero del anisado y detrás del patrón hay una cristiana joven, bonita su cara, bonitos sus pelos largos, y era como si soñara, patrona, usted también me salvó: les daba las gracias en nombre del cielo. Cuando despierta ahí están ellos todavía, a su lado, y el patrón vaya, ya era hora, hombre, había dormido un día entero, por fin abría los ojos, ¿se sentía bien? Y Adrián Nieves sí, muy bien, patrón, pero ¿no había soldados por aquí? No, no había, por qué quería saberlo, qué había hecho y Adrián Nieves nada malo, patrón, no maté a nadie, sólo que se escapó del servicio, no podía vivir encerrado en un cuartel, para él no había como el aire libre, se llamaba Nieves y antes que le echaran lazo los soldados era práctico. ¿Práctico? Entonces conocería bien la montaña, sabría llevar una lancha a cualquier parte y en cualquier época y él claro que podía, patrón, era práctico desde que nació. Ahora se perdió porque se había metido en los aguajales en plena crecida, no quería que lo vieran los soldados, ¿no podría, patrón? Y el patrón sí, podría quedarse en la isla, él le daría trabajo. Aquí estaría seguro, ni soldados ni guardias vendrían nunca: ésta era su mujer, Lalita, y él Fushía.
– ¿Qué pasa, colega? -dijo Josefino-. No te muñequees.
– Me voy donde la Chunga -rugió Lituma-. ¿Vienen conmigo? ¿No? Tampoco me hacen falta, me voy solo.
Pero los León lo sujetaron de los brazos y Lituma permaneció en su sitio, congestionado, sudoroso, sus ojillos revoloteando angustiosamente por el aposento.
– Para qué, hermano -dijo Josefino-. Si aquí estamos bien. Cálmate.
– Sólo para oír al arpista de dedos de plata -gimió Lituma-. Sólo para eso, inconquistables. Nos tomamos un trago y volvemos, les juro.
– Siempre fuiste tan hombre, colega. No flaquees, ahora.
– Soy más hombre que cualquiera -balbuceó Lituma-. Pero tengo un corazón así de grande.
– Trata de llorar -dijo el Mono, tiernamente-. Eso desahoga, primo, no tengas vergüenza.
Lituma se había puesto a mirar al vacío y su terno color lúcuma estaba lleno de lamparones de tierra y de saliva. Quedaron callados un buen rato, bebiendo cada uno por su cuenta, sin brindar, y hasta ellos llegaban ecos de tonderos y de valses, y la atmósfera se había impregnado de olor a chicha y a fritura. El balanceo de la lámpara agrandaba y disminuía a un ritmo preciso las cuatro siluetas proyectadas sobre las esteras, y la vela de la hornacina, ya minúscula, exhalaba un humillo rizado y oscuro que envolvía a la Virgen de yeso como una larga cabellera. Lituma se puso de pie con gran esfuerzo, se sacudió la ropa, paseó unos ojos extraviados por el contorno y, de improviso, se llevó un dedo a la boca. Estuvo hurgándose la garganta bajo la atenta mirada de los otros; que lo vieron palidecer, y por fin vomitó, ruidosamente, con arcadas que estremecían todo su cuerpo. Luego, volvió a sentarse, se limpió la cara con el pañuelo y, exhausto, ojeroso, encendió un cigarrillo con manos temblonas.
– Ya estoy mejor, colega. Sigue contando, nomás.
– Sabemos muy poco, Lituma. Es decir, de cómo pasó la cosa. Cuando te metieron adentro nos mandamos mudar. Habíamos sido testigos y podían enredarnos, tú sabes que los Seminario son gente rica, con tantas influencias. Yo me fui a Sullana y tus primos a Chulucanas. Cuando regresamos, ella había dejado la casita de Castilla y nadie sabía dónde paraba.
– Así que se quedó solita la pobre -murmuró Lituma-. Sin un cobre y todavía encinta.
– Por eso no te preocupes, hermano -dijo Josefino-. No dio a luz. Al poco tiempo supimos que andaba por las chicherías, y una noche la encontramos en el Río Bar con un tipo, y ya no estaba encinta.
– ¿Y ella qué hizo cuando los vio?
– Nada, colega. Nos saludó lo más fresca. Y después nos topábamos con ella por aquí y por allá, y siempre estaba acompañada. Hasta que un día la vimos en la Casa Verde.
Lituma se pasó el pañuelo por la cara, chupó el cigarrillo con fuerza y arrojó una gran bocanada de humo espeso.
– ¿Por qué no me escribieron? -su voz era cada vez más ronca.
– Ya tenías bastante, encerrado lejos de tu tierra. ¿Para qué íbamos a amargarte más la vida, colega? No se dan esas noticias a uno que anda fregado.
– Basta, primo, parece que te gustara sufrir -dijo José-. Cambien de tema.
De los labios de Lituma corría hasta su cuello un hilo de saliva brillante. Su cabeza se movía, lenta, pesada, mecánica, siguiendo la exacta oscilación de las sombras en las esteras. Josefino llenó las copas. Continuaron bebiendo, sin hablar, hasta que la vela de la hornacina se apagó.
– Ya hace dos horas que estamos aquí -dijo José, señalando el candelero-. Es lo que dura la mecha.
– Estoy contento de que hayas vuelto, primo -dijo el Mono-. No pongas esa cara. Ríete, todos los mangaches van a estar felices de verte. Ríete, primito.
Se dejó ir contra Lituma, lo estrechó y estuvo mirándolo con sus ojos grandes, vivos y ardientes, hasta que Lituma le dio una palmadita en la cabeza y sonrió.
– Así me gusta, primo -dijo José-. Viva la Mangachería, cantemos el himno.
Y, súbitamente, los tres comenzaron a hablar, eran tres churres y saltaban los muros de adobe de la Escuela Fiscal para bañarse en el río o, montados en un burro ajeno, recorrían arenosos senderos, entre chacras y algodonales, en dirección a las huacas de Narihualá, y ahí estaba el estruendo de los carnavales, los cascarones y los globos llovían sobre enfurecidos transeúntes y ellos empapaban también a los cachacos que no se atrevían a ir a sacarlos de sus escondites en las azoteas y en los árboles, y ahora, en las mañanas calientes, disputaban fogosos partidos de fútbol con una pelota de trapo en la cancha infinitamente grande del desierto. Josefino los escuchaba mudo, los ojos llenos de envidia, los mangaches recriminaban a Lituma, ¿de veras que te enrolaste en la Guardia Civil?, so renegado, so amarillo, y los León y Lituma reían. Abrieron otra botella. Siempre callado, Josefino hacía argollas con el humo, José silbaba, el Mono retenía el pisco en la boca, simulaba masticarlo, hacía gárgaras, morisquetas, no siento náuseas ni fuego, sólo ese calorcito que no se confunde.
– Tranquilo, inconquistable -dijo Josefino-. Dónde vas, agárrenlo.
Los León lo alcanzaron en el umbral, José lo tenía de los hombros y el Mono le abrazaba la cintura; lo sacudía con furia, pero su voz era atolondrada y llorosa:
– Para qué, primo. No vayas, tu corazón va a sangrar. Hazme caso, Lituma, primito.
Lituma acarició con torpeza el rostro del Mono, revolvió sus cabellos crespos, lo apartó sin brusquedad y salió, tambaleándose. Ellos lo siguieron. Afuera, a las orillas de sus casas de caña brava, los mangaches dormían bajo las estrellas, formaban silenciosos racimos humanos en la arena. El bullicio de las chicherías había crecido, el Mono repetía las tonadas entre dientes y, cuando escuchaba un arpa, abría los brazos: ¡pero como don Anselmo no hay! Él y Lituma iban adelante, tomados del brazo, zigzagueantes, a veces en la oscuridad se elevaba una protesta, «¡cuidado, no pisen!», y ellos, a coro, «perdoncito, don», «mil perdones, doña».
– Esa historia que le contaste parecía una película -dijo José.
– Pero se la creyó -dijo Josefino-. No se me ocurrió otra. Y ustedes no me ayudaron, ni siquiera abrieron la boca.
– Lástima que no estemos en Palta, primo -dijo el Mono-. Me metería al agua con ropa y todo. Qué rico sería.
– En Yacila hay olas, es mar de veras -dijo Lituma-. El de Palta es un laguito, el Marañón es más bravo que ese mar. El domingo iremos a Yacila, primo.
– Metámoslo donde Felipe -dijo Josefino-. Yo tengo plata. No podemos dejar que vaya, José.
La avenida Sánchez Cerro estaba desierta, en la sombrilla de luz aceitosa de cada farol zumbaban los insectos. El Mono se había sentado en el suelo para anudarse los zapatos. Josefino se acercó a Lituma:
– Mira, colega, está abierto donde Felipe. Cuántos recuerdos en esa cantina. Ven, déjame invitarte un trago.
Lituma se zafó de los brazos de Josefino, habló sin mirarlo:
– Después, hermano, a la vuelta. Ahora, a la Casa Verde. Cuántos recuerdos allá también, más que en ninguna otra parte. ¿No es cierto, inconquistables?
Más tarde, al pasar frente al Tres Estrellas, Josefino hizo una nueva tentativa. Se precipitó hacia la puerta luminosa del bar, gritando:
– ¡Al fin un sitio donde ahogar la sed! Vengan, colegas, yo pago.
Pero Lituma siguió caminando, inconmovible. -Qué hacemos, José.
– Qué vamos a hacer, hermano. Ir donde la Chunga Chunguita.