DOS

Una lancha se detiene roncando junto al embarcadero y Julio Reátegui salta a tierra. Sube hasta la plaza de Santa María de Nieva -un guardia civil echa al aire una madera, un perro la atrapa al vuelo y se la trae- y cuando llega a la altura de los troncos de capirona un grupo de personas sale de la cabaña de la Gobernación. Él alza la mano y saluda: lo observan, se animan, se precipitan a su encuentro, cuánto gusto, qué sorpresa, Julio Reátegui estrecha las manos de Fabio Cuesta, ¿por qué no había avisado que venía?, de Manuel Águila, no se lo perdonaban, de Pedro Escabino, se habrían preparado para recibirlo, de Arévalo Benzas, ¿cuántos días se quedaría esta vez, don julio? Nada, era una visita relámpago, seguía viaje ahora mismo, ya sabían qué vida llevaba. Entran a la Gobernación, don Fabio destapa unas cervezas, brindan, ¿iban bien las cosas en Nieva?, ¿en Iquitos?, ¿problemas con los paganos? En las puertas y en las ventanas de la cabaña hay aguarunas de bocas anchas, ojos fríos y pómulos salientes. Más tarde, Julio Reátegui y Fabio Cuesta salen, en la plaza el guardia sigue jugando con el perro, suben la pendiente hacia la misión observados desde todas las viviendas, ah, don Fabio, las mujeres, perder un día por este asunto, llegaría al campamento de noche y don Fabio ¿para qué están los amigos, don julio? Le hubiera escrito unas líneas y él se encargaba de todo, pero claro, don Fabio, la carta habría demorado un mes, y quién aguantaba mientras tanto a la señora Reátegui. Apenas tocan, la puerta de la residencia se abre, cómo está, un grasiento mandil, madre Griselda, un hábito, fíjese quién ha venido, una cara colorada, ¿no lo reconocía?, pero si era el señor Reátegui, un gritito, pase, una mano risueña, pase, don Julio, qué gusto y a él no le extrañaba que no lo reconocieran con la facha que traía, madre. Rengueando, hablando sin cesar, la madre Griselda los guía por un pasadizo sombreado, les abre una puerta, les señala unas sillas de lona, qué alegría para la madre superiora, y, aunque tuviera mucha prisa, tenía que visitar la capilla, don Julio, ya vería cuántos cambios, volvía en seguida. En el escritorio hay un crucifijo y un mechero, en el suelo un petate de fibras de chambira y en la pared una imagen de la Virgen; por las ventanas entran suntuosas, llamativas lenguas de sol que lamen las vigas del techo. Vez que estaba en una iglesia o en un convento, a Julio Reátegui le venían sensaciones raras, don Fabio, el alma, la muerte, esos pensamientos que a uno lo desvelan tanto de muchacho y al gobernador le ocurría igualito, don julio, visitaba a las madres y salía con la cabeza llena de cosas profundas: ¿y si en el fondo los dos fueran algo místicos? Eso mismo había pensado él, don Fabio se acaricia la calva, qué gracioso, un poco místicos. La señora Reátegui se reiría si los oyera, ella que siempre decía te irás al infierno por hereje, julio, y, a propósito, el año pasado le había dado gusto por fin, fueron a Lima en octubre, ¿a la procesión?, sí, del Señor de los Milagros. Don Fabio había visto fotos, pero estar allá debía ser mucho mejor, ¿cierto que todos los negros se vestían de morado? Y también los zambos, y los cholos y los blancos, media Lima de morado, algo terrible, don Fabio, tres días en esa apretura, qué incomodidad y qué olores, la señora Reátegui quería que él también se pusiera el hábito, pero su amor no llegaba a tanto. Voces, risas, carreras invaden la habitación y ellos miran hacia las ventanas: voces, risas, carreras. Seguramente tenían recreo, ¿había muchas ahora?, por el ruido parecían cien y don Fabio unas veinte. El domingo hubo un desfile y ellas cantaron el himno nacional, muy entonadas, don julio, en un español como se pide. No había duda, don Fabio estaba contento en Santa María de Nieva, con qué orgullo contaba las cosas de acá, ¿era esto mejor que administrar el hotel?, si hubiera seguido allá, en Iquitos, tendría ahora una buena situación, don Fabio, es decir, económicamente. Pero el gobernador ya estaba viejo y, aunque le pareciera mentira al señor Reátegui, no era hombre de ambiciones. ¿Así que no aguantaría ni un mes en Santa María de Nieva?, don Julio, ya veía que aguantó y, si Dios lo permitía, no saldría nunca más de aquí. ¿Por qué se empeñó tanto en este nombramiento?, Julio Reátegui no acababa de entenderlo, ¿por qué quiso reemplazarlo, don Fabio?, ¿qué buscaba?, y don Fabio ser, que no se riera, respetado, sus últimos años en Iquitos habían sido tan tristes, don Julio, nadie podía saber las vergüenzas, las humillaciones, cuando él lo llevó al hotel vivía de la caridad. Pero que no se pusiera triste, aquí en Nieva todos lo querían mucho, don Fabio ¿no consiguió lo que buscaba? Sí, lo respetaban, el sueldo no sería gran cosa, pero con lo que el señor Reátegui le daba por ayudarlo le bastaba para vivir tranquilo, también esto se lo debía, don julio, ah, no tenía palabras. Entre las risas, las voces, las carreras de la huerta, se deslizan ladridos, cotorreos de Toritos. Julio Reátegui cierra los ojos, don Fabio queda pensativo, su mano lenta, afectuosamente recorre la calva: de veras, ¿sabía don Julio que murió la madre Asunción?, ¿recibió su carta? La había recibido y la señora Reátegui escribió a las madres dándoles el pésame, él añadió unas líneas, una buena persona la monjita y don Fabio había hecho algo que no era muy legal, poner a media asta la bandera de la Gobernación, don Julio, para asociarse al duelo de alguna manera y ¿la madre Angélica estaba bien?, ¿siempre fuerte como una roca, esa viejecita? Se oyen pasos y ellos se ponen de pie, van al encuentro de la superiora, don Julio, madre, una mano blanca, era un honor para esta casa tener de nuevo aquí al señor Reátegui, qué contenta estaba de verlo, por favor, que se sentaran y ellos justamente estaban hablando, madre, recordando a la pobre madre Asunción. ¿Pobre? Nada de pobre que estaba en el cielo, ¿y la señora Reátegui?, ¿cuándo verían de nuevo a la madrina de la capilla? La señora Reátegui soñaba con venir, pero llegar hasta aquí desde Iquitos era tan complicado, Santa María de Nieva estaba fuera del mundo y, además, ¿no era terrible viajar por la selva? No para don Julio Reátegui, la superiora sonríe, que iba a y venía por la Amazonía como por su casa, pero Julio Reátegui no lo hacía por placer, si uno mismo no estaba encima de todo, madre, las cosas se las lleva el diablo, que le perdonara la expresión. No había dicho nada incorrecto, don julio, aquí también si una se descuidaba el demonio hacía de las suyas y ahora las pupilas cantan en coro. Alguien las dirige, en cada silencio don Fabio aplaude con las yemas de los dedos, sonríe, aprueba: ¿la madre había recibido el mensaje de la señora Reátegui? Sí, el mes pasado, pero no creía que don Julio se la llevaría tan pronto. En general, prefería que salgan de la misión a fin de año, no en pleno curso, pero, ya que se dio el trabajo de venir personalmente, harían una excepción, por tratarse de él, claro. Y él, la verdad, estaba matando dos pájaros de un tiro, madre, tenía que echar un vistazo al campamento del Nieva, los materos habían encontrado palo de rosa, parecía, así que aprovechó para darse un saltito y la superiora asiente: ¿la iban a encargar de las niñas?, algo de eso decía la señora Reátegui. Ah, las niñas, madre, si las viera, estaban preciosas, don Fabio se lo figuraba, y la madre las conocía, la señora Reátegui le mandó fotos de las chiquilinas, la mayorcita una muñeca y la pequeña qué ojazos. Tenían a quien salir, por cierto, la señora Reátegui era tan guapa y don Fabio lo decía con todo respeto, don Julio. Ya hace tiempo que se les había casado el ama, madre, y ella no se figuraba lo aprensiva que era la señora Reátegui, a todas las muchachas les ponía peros, que eran sucias, que iban a contagiarles enfermedades, siempre las peores cosas, y ahí la tenían, de niñera hace dos meses. Por ese lado, don Fabio se adelanta en el asiento, la señora Reátegui podía estar bien tranquila, da una palmadita, de aquí nadie salía enferma ni sucia, sonríe, ¿no era cierto, madre?, hace una venia, daba gusto ver lo limpiecitas que las tenían y Reátegui de veras, madre, la esposa del doctor Portillo. ¿También dificultades con la servidumbre? Sí, don Fabio, cada vez resultaba más difícil hallar gente racional en Iquitos, ¿sería posible llevarle también una de las jovencitas, madre? Sí, era posible, la superiora frunce ligeramente los labios, don julio, pero que no le hablara así, su voz se adelgaza, la misión no era una agencia de domésticas y ahora Reátegui está inmóvil, serio, una mano confusa palmoteando el brazo del asiento, ¿no habría interpretado mal sus palabras, no?, es decir, la superiora examina el crucifijo, don Fabio frota su calva, se balancea en su silla, parpadea, madre, ¿no habría interpretado mal las palabras de don julio, no? Él sabía de dónde venían estas niñas, cómo vivían antes de entrar a la misión, Julio Reátegui le aseguraba, madre, había habido un error, no lo había comprendido, y después de estar aquí las niñas no tenían adónde ir, los caseríos indígenas no se estaban quietos, pero aun si pudieran localizar a las familias las niñas ya no se acostumbrarían, ¿cómo iban a vivir desnudas de nuevo?, la superiora hace un ademán amable, ¿a adorar serpientes?, pero su sonrisa es glacial, ¿a comerse los piojos? Era culpa de él, madre, se expresó mal y ella tomaba sus palabras en otro sentido, pero las niñas tampoco podían quedarse en la misión, don julio, no sería justo, ¿no era verdad?, debían dejar sitio a las otras. La idea era que ellos ayudaran a las madres a incorporar al mundo civilizado a esas niñas, don Julio, que les facilitaran el ingreso a la sociedad. Era precisamente en ese sentido que el señor Reátegui, madre, ¿acaso ella no lo conocía?, y en la misión recogían a esas criaturas y las educaban para ganar unas almas a Dios, no para proporcionar criadas a las familias, don julio, que le disculpara la franqueza. Él lo sabía de sobra, madre, por eso él y su señora siempre colaboraron con la misión, si había algún inconveniente no pasaba nada, madre, no se dijo nada, por favor que no se preocupara. La superiora no se preocupaba por ellos, don Julio, sabía que la señora Reátegui era muy piadosa y que la niña estaría en buenas manos. El doctor Portillo era el mejor abogado de Iquitos, madre, ex diputado, si no se tratara de una familia decente, conocida, ¿se habría atrevido Julio Reátegui a hacer esa gestión? Pero le repetía que no pensara más en eso, madre, y la superiora sonríe de nuevo: ¿se había enfadado con ella? No importaba, a todo el mundo le venía bien un sermón de cuando en cuando y Julio Reátegui se acomoda en el asiento, le había jalado las orejas, madre, lo había hecho sentirse en falta y si él le garantizaba a ese señor, don julio, ella le creía, ¿no importaba que le hiciera algunas preguntas? Todas las que quisiera la madre, y él comprendía eso de las precauciones, algo lógico, pero tenía que creerle, el doctor Portillo y su esposa eran de lo mejor y la muchacha sería muy bien tratada, ropa, comida, hasta salario y la superiora no lo dudaba, don Julio. Sus labios finos, furtivos, se fruncen de nuevo: ¿y lo otro? ¿Se preocuparían de que la niña conserve lo ganado aquí? ¿No destruirían por negligencia lo que le habían dado en la misión? Se refería a eso, don Julio, y era verdad que la madre no conocía a los Portillo, Angelita organizaba todos los años la Navidad de los pobres, ella misma iba a pedir donativos a las tiendas y a repartirlos en las barriadas, madre: podía estar segura que Angelita llevaría a la muchacha a cuanta procesión hubiera en Iquitos. La superiora no quería importunarlo más, pero había algo, ¿tomaría él la responsabilidad de las dos? Para cualquier reclamo o cosa que ocurra, madre, no faltaba más, la tomaría y firmaría lo necesario, con mucho gusto, en su nombre y en el del doctor Portillo. Estaban de acuerdo, pues, don Julio, y la superiora iba a buscarlas; además, seguramente la madre Griselda les había preparado unos refrescos, no les vendrían mal, ¿no es cierto?, con el calor que hacía y don Fabio eleva las manos regocijadas: siempre tan amables, ellas. La superiora sale de la habitación, los jirones de sol que abrazan las vigas ya no son brillantes sino opacos, en la huerta contigua las pupilas siguen cantando, hombre, ¿qué significaba esto? No había derecho, vaya mal rato que le hizo pasar la monja, don Fabio, y él don Julio, puro formulismo, las madres querían mucho a estas huerfanitas, les daba pena que se fueran, eso era todo, ¿pero a los oficiales de Borja les hacían las mismas preguntas?, ¿y a esos ingenieros que pasan por acá les vienen con los mismos consejos?, que le hiciera el favor, don Fabio. El gobernador tiene el rostro apenado, la madre estaría malhumorada por algo, no había que hacerle caso, don Julio y a Reátegui que no le dijeran que los milicos las iban a tratar mejor que ellos, las harían trabajar como animales, fijo, no les pagarían un cobre, seguro, ¿don Fabio sabía las miserias que ganaban los milicos? Y, además, a él lo conocían de sobra, si les recomendaba a Portillo sería por algo, don Fabio, por favor, dónde se había visto. El coro de la huerta cesa de golpe y el gobernador no comprendía, la superiora siempre tan gentil, tan educada, ya pasó, don Julio, que no se hiciera mala sangre, y él no se hacía mala sangre pero las injusticias lo sublevaban como a cualquiera: se habría acabado el recreo, los nudillos de don Fabio tamborilean en el asiento, a él también lo puso nervioso la madre, don Julio, se sintió en el confesionario, ellos se vuelven y la puerta se abre. La superiora trae una fuente, una pirámide de galletas de cantos ásperos, y la madre Griselda una bandeja de barro, vasos, una jarra llena de un líquido espumoso, las dos pupilas permanecen junto a la puerta, asustadizas, hurañas en sus guardapolvos cremas: ¡jugo de papaya, bravo! Esta madre Griselda, siempre mimándolos, don Fabio se ha puesto de pie y la madre Griselda ríe tapándose la boca con la mano, ella y la superiora reparten los vasos, los llenan. Desde la puerta, una contra otra, las pupilas miran de soslayo, una tiene la boca entreabierta y exhibe sus dientes minúsculos, limados en punta. Julio Reátegui levanta su vaso, madre, se lo agradecía de veras, estaba muerto de sed, pero debían probar las galletitas, a que no adivinaban, ¿y?, a ver, ¿y, don Fabio? No se les ocurría, madre, qué cosa más suavecita, ¿de maíz?, más delicada, ¿de camote? y la madre Griselda lanza una carcajada: ¡de yuca! Las había inventado ella misma, cuando trajera a la señora Reátegui le daría la receta y don Fabio bebe un sorbito entornando los ojos: la madre Griselda tenía manos de ángel, sólo por eso merecía el cielo, y ella calle, calle, don Fabio, que se sirvieran más jugo. Beben, sacan sus pañuelos, se limpian los finos bozales anaranjados, Reátegui tiene gotitas de sudor en la frente, la calva del gobernador rutila. Por fin la madre Griselda recoge la bandeja, la jarra y los vasos, les sonríe con picardía desde la puerta, sale, Reátegui y el gobernador miran a las pupilas inmóviles, éstas bajan la cabeza al mismo tiempo: buenas tardes, jovencitas. La superiora da un paso hacia ellas, a ver, acérquense, ¿por qué se quedaban ahí? La de los dientes limados arrastra los pies y se detiene sin levantar la cabeza, la otra queda en su sitio y Julio Reátegui tú también, hija, no había que tenerle miedo, no era el cuco. La pupila no responde y la superiora, de pronto, adopta una expresión enigmática, burlona. Mira a Reátegui, en los ojos de éste brota una pequeña luz intrigada, el gobernador está indicando con la mano a la chiquilla que se acerque y la superiora, don julio, ¿no la reconocía? Señala a la que está junto a la puerta y su sonrisa se acentúa, una señal afirmativa y Julio Reátegui se vuelve hacia la chiquilla, la examina pestañeando, mueve los labios, chasquea los dedos, ah, madre, ¿era ella?, sí. Vaya sorpresa, ni siquiera se le había pasado por la cabeza, ¿había cambiado mucho, don Julio?, tanto madre, se venía con él, la señora Reátegui estaría encantada. Pero si eran viejos amigos, hija, ¿no se acordaba de él acaso? La de los dientes limados y el gobernador miran a uno y otro con curiosidad, la pupila de la puerta alza un poco la cabeza, sus ojos verdes contrastan con su tez oscura, la superiora suspira, Bonifacia: le estaban hablando, qué modales eran ésos. Julio Reátegui la examina siempre, madre, caramba, iban para cuatro años, la vida volaba, hija, cómo has crecido, era un pedacito de mujer y ahora vean ustedes. La superiora asiente, Bonifacia, vamos, que saludara al señor Reátegui, suspira de nuevo, tenía que respetarlo mucho y lo mismo a su señora, ellos serían muy buenos. Y Reátegui que no tuviera vergüenza, hija, iban a conversar un momento, ya hablaría el español muy bien, ¿cierto? Y el gobernador da un brinquito en su asiento, ¡la de Urakusa!, se toca la frente, claro, qué tonto, ahora caía. Y la superiora deja de hacerte la boba, don Julio iba a creer que a Bonifacia le habían cortado la lengua. Pero hija, si estaba llorando, qué le ocurría, hija, por qué ese llanto y Bonifacia tiene la cabeza alta, las lágrimas mojan sus mejillas, sus gruesos labios tenazmente cerrados y don Fabio bah, bah, sonsita, inclinado y compasivo, debería estar contentísima, tendría un hogar y las niñas del señor Reátegui eran dos primores. La superiora ha palidecido, ¡esta niña!, su rostro está ahora blanco como sus manos, ¡esta tonta!, ¿de qué lloraba? Bonifacia abre los ojos verdes, húmedos, desafiantes, cruza el petate, hija, cae de rodillas ante la superiora, sonsita, atrapa una de sus manos, la acerca a su rostro, la de los dientes limados ríe un segundo y la superiora balbucea, mira a Reátegui, Bonifacia, cálmate: le había prometido, y a la madre Angélica. Su mano pugna por zafarse del rostro que se frota en ella, Reátegui y don Fabio sonríen confusos y benevolentes, los gruesos labios besan vorazmente los dedos pálidos y refractarios y la de los dientes limados ríe ya sin disimulo: ¿no veía que era por su bien?, ¿dónde la iban a tratar mejor? Bonifacia, ¿no le había prometido hacía apenas media hora?, y a la madre Angélica, ¿era así como cumplía? Don Fabio se pone de pie, se frota las manos, así eran las niñas, sensibles, lloraban de todo, hijita, que hiciera: un esfuerzo, ya vería lo bonito que era Iquitos, lo buena, lo santa que era la señora Reátegui y la superiora, don Julio, le rogaba, lo sentía. Esa chiquilla nunca fue difícil, no la reconocía. Bonifacia cálmate y Julio Reátegui no faltaba más, madre. Se había encariñado con la misión, no tenía nada de raro, y era preferible que no viniera en contra de su voluntad, preferible que se quedara con las madres. Se llevaría a la otra y que Portillo buscara un ama en Iquitos, pero, sobre todo, que no se preocupara, madre.


Miren -dijo el Pesado-. Ya para de llover.

Alargadas, azules, una rajas cuarteaban el cielo, entre las aglomeraciones grises resonaba aún, destemplada, la tormenta, y había dejado de llover. Pero en torno al sargento, los guardias y Nieves, el bosque seguía chorreando: goterones calientes rodaban desde los árboles, los filos de la carpa y las raíces adventicias hasta la playa de guijarros convertida en ciénaga y, al recibirlos, el fango se abría en diminutos cráteres, parecía hervir. La lancha se balanceaba en la orilla.

– Esperemos que desagüe un poco, sargento -dijo el práctico Nieves-. Con la lluvia los pongos andarán rabiosos.

– Sí, claro, don Adrián, pero no hay razón para que sigamos como sardinas -dijo el sargento-. Vamos a armar la otra carpa, muchachos. Podemos dormir aquí.

Tenían las camisetas y los pantalones empapados, costras de barro en las polainas, la piel brillante. Se frotaban el cuerpo, escurrían sus ropas. El práctico Nieves avanzó chapoteando por la playa y, cuando llegó a la lancha, era una figurilla de brea.

– Mejor calatos -dijo el Rubio-. Porque vamos a embarrarnos.

El Pesado estaba sin calzoncillos y ellos se reían de sus nalgas gordas. Salieron de la carpa, el Chiquito trastabilló, cayó sentado, se levantó maldiciendo. Cruzaron la ciénaga de la mano. Nieves les iba alcanzando los mosquiteros, las latas, los termos, ellos llevaban los paquetes al hombro hasta la carpa, volvían y, de pronto, se disforzaron: corrían lanzando alaridos, se zambullían en el fango, se aventaban pelotas de barro, mi sargento, no quedará ni una galleta seca, ataje ésta, a lo mejor también se nos jodió el anisado y para el Chiquito ya estaba bien de selva, Oscuro, ya le había llegado hasta la coronilla. Se lavaron las salpicaduras en el río, apilaron la carga bajo un árbol y allí mismo clavaron las estacas, tendieron la lona y afirmaron las sogas en raíces que irrumpían de la tierra, pardas y torcidas. A veces, bajo una piedra, aparecían retorciéndose larvas de color rosado. El práctico Nieves preparaba una fogata.

– Hicieron la carpa justito debajo del árbol -dijo el sargento-. Nos van a llover arañas toda la noche.

El montón de leña crujía, comenzaba a humear y, un momento después, brotó una llamita azul, otra roja, una llamarada. Se sentaron alrededor del fuego. Las galletas estaban mojadas, el anisado caliente.

– No nos libramos, mi sargento -dijo el Oscuro-. Habrá que aguantarse una buena requintada ahora, en Nieva.

– Era cosa de locos salir así -dijo el Rubio-. El teniente debió darse cuenta.

– Él sabía que era de balde -se encogió de hombros el sargento-. Pero, ¿no vieron cómo estaban las madres y don Fabio? Nos mandó por darles gusto, nomás.

– Yo no me hice guardia civil para andar de niñera -dijo el Chiquito-. ¿No le friegan estas cosas, mi sargento?

Pero el sargento llevaba diez años en el cuerpo; estaba curtido, Chiquito y ya nada lo fregaba. Había sacado un cigarrillo y lo secaba junto a la llama, haciéndolo girar entre sus dedos.

– ¿Y para qué te hiciste tú guardia civil? -dijo el Pesado-. Todavía eres nuevecito, estás naciendo. Para nosotros todo este ajetreo es pan comido, Chiquito. Ya aprenderás.

No era eso, el Chiquito había estado un año en Juliaca, y la puna era más brava que la montaña, Pesado. Los bichos y los chaparrones no le fregaban tanto como que lo mandaran al monte a perseguir criaturas. Bien hecho que no las pescaran.

– A lo mejor volvieron solitas, las mocosas -dijo el Oscuro-. A lo mejor nos las encontramos en Santa María de Nieva.

– Las muy pendejas -dijo el Rubio-. Son capaces. Les daría unos azotes.

El Pesado, en cambio, les haría unos cariñitos, y se rió, mi sargento: ¿no es cierto que las mayorcitas ya estaban a punto? ¿Las habían visto, los domingos, cuando iban a bañarse al río?

– No piensas en otra cosa, Pesado -dijo el sargento-. Desde que te levantas hasta que te acuestas, dale con las mujeres.

– Pero si es cierto, mi sargento. Aquí se desarrollan tan rápido, a los once años ya están maduras para cualquier cosa. No me diga que si se le presenta la ocasión no les haría unos cariñitos.

– No me abras el apetito, Pesado -bostezó el Oscuro-. Fíjate que ahora tengo que dormir con el Chiquito.

El práctico Nieves alimentaba el fuego con ramitas. Ya oscurecía. El sol agonizaba a lo lejos, aleteando entre los árboles como un ave rojiza, y el río era una plancha inmóvil, metálica. En los matorrales de la ribera croaban las ranas y en el aire había vapor, humedad, vibraciones eléctricas. A veces, un insecto volador era atrapado por las llamas de la fogata, devorado con un chasquido sordo. Con las sombras, el bosque enviaba hacia las carpas olores de germinación nocturna y música de grillos.

– No me gusta, en Chicais casi me enfermo -repitió el Chiquito con una mueca de fastidio-. ¿No se acuerdan de la vieja de las tetas? Mal hecho arrancharle así a sus criaturas. Me he soñado dos veces con ellas.

– Y eso que a ti no te rasguñaron como a mí -dijo el Rubio, riendo; pero se puso serio y añadió-: Era por su bien, Chiquito. Para enseñarles a vestirse, a leer y a hablar en cristiano.

– ¿O prefieres que se queden chunchas? -dijo el Oscuro.

– Y, además, les dan de comer y las vacunan, y duermen en camas -dijo el Pesado-. En Nieva viven como no han vivido nunca.

– Pero lejos de su gente -dijo el Chiquito-. ¿A ustedes no les dolería no ver más a la familia?

No era lo mismo Chiquito, y el Pesado sacudió compasivamente su cabeza: ellos eran civilizados y las chunchitas ni siquiera sabían qué quería decir familia. El sargento se llevó el cigarrillo a la boca y lo encendió inclinándose hacia la fogata.

– Además, sólo les dolerá al principio -dijo el Rubio-. Para eso están las madrecitas, que son buenísimas.

– Quién sabe lo que pasa adentro de la misión -gruñó el Chiquito-. A lo mejor son malísimas.

Alto ahí, Chiquito: que se lavara la boca antes de hablar de las madres. El Pesado permitía todo, pero eso sí, más respeto con las creencias. También el Chiquito levantó la voz: claro que era católico, pero hablaba mal de quien le diera la gana, y qué pasaba.

– ¿Y si me enojo? -dijo el Pesado-. ¿Y si te cae un sopapo?

– Nada de peleas -el sargento arrojó una bocanada de humo-. Deja de dártelas de matón, Pesado.

– Yo entiendo razones, pero no amenazas, mi sargento -dijo el Chiquito-. ¿Acaso no tengo derecho a decir lo que pienso?

– Tienes -dijo el sargento-. Y en parte yo estoy de acuerdo contigo.

El Chiquito miró a los guardias burlonamente, ¿veían?, y a boca de jarro al Pesado: ¿quién tenía razón?

– Es una cosa para discutirse -dijo el sargento-. Yo creo que si las churres se escaparon de la misión, es porque no se acostumbran ahí.

– Pero, mi sargento, eso qué tiene que ver -protestó el Pesado-. ¿Usted no hizo mataperradas de chico?

– ¿Usted también preferiría que siguieran siendo chunchas, mi sargento? -dijo el Oscuro.

– Está muy bien que las culturicen -dijo el sargento-. Sólo que por qué a la fuerza.

– Y qué van a hacer las pobres madres, mi sargento -dijo el Rubio-. Usted sabe cómo son los paganos. Dicen sí, sí, pero a la hora de mandar a sus hijas a la misión, ni de a vainas, y desaparecen.

– Y si ellos no quieren civilizarse, qué nos importa -dijo el Chiquito-. Cada uno con sus costumbres y a la mierda.

– Te compadeces de las criaturas porque no sabes cómo las tratan en sus pueblos -dijo el Oscuro-. A las recién nacidas les abren huecos en las narices, en la boca.

– Y cuando los chunchos están masateados se las tiran delante de todo el mundo -dijo el Rubio-. Sin importarles la edad que tengan, y a la primera que encuentran, a sus hijas, a sus hermanas.

– Y las viejas las rompen con las manos a las muchachitas -dijo el Oscuro-. Y después se comen las telitas para que les traiga suerte. ¿No es verdad, Pesado?

– Verdad, con las manos -dijo el Pesado-. Si lo sabré yo. No me ha tocado ni una virgencita hasta ahora. Y eso que he probado chunchas.

El sargento agitó las manos: le estaban haciendo cargamontón al Chiquito y eso no valía.

– Usted porque está de su parte, mi sargento -dijo el Rubio.

– Lo que pasa es que esas churres me apenan -confesó el sargento-. Todas, las que están en la misión, porque seguro sufrirán lejos de su gente. Y las otras, por lo mal que viven en sus pueblos.

– Se nota que es usted piurano, mi sargento -dijo el Oscuro-. Todos los de su tierra son unos sentimentales.

– Y a mucha honra -dijo el sargento-. Y ayayay si alguien habla mal de Piura.

– Sentimentales y también regionalistas -dijo el Oscuro-. Pero en eso los arequipeños se los ganan a los piuranos, mi sargento.


Era de noche ya y la fogata chisporroteaba, el práctico Nieves seguía arrojándole ramitas, hojas secas. El termo de anisado iba de mano en mano y los guardias habían encendido cigarrillos. Todos transpiraban, y en sus ojos se repetían, minúsculas, danzantes, las lenguas de la fogata.

– Pero son lo más limpio que hay -dijo el Chiquito-. Y, en cambio, ¿vieron bañarse alguna vez a las madres en el viaje a Chicais?

El Pesado se atoró: ¿otra vez con las madres?, comenzó a toser fuertemente, carajo ¿otra vez se metía con las madres?

– Me resongas pero no me contestas -dijo el Chiquito-. ¿Es cierto o no es cierto lo que digo?

– Qué bruto eres -dijo el Rubio-. ¿Querías que las monjitas se bañaran delante de nosotros?

– A lo mejor se bañaron a escondidas -dijo el Oscuro. -No las vi nunca -dijo el Chiquito-. Ni tampoco ustedes las vieron.

– Ni tampoco las viste hacer sus necesidades -dijo el Rubio-. Eso no significa que se aguantaran la caca y los meaditos todo el viaje.

Un momento, el Pesado las había visto: cuando estaban acostados, ellas se levantaban sin hacer ruido y se iban al río como fantasmitas. Los guardias rieron, y el sargento este Pesado, ¿las espiaba?, ¿quería verlas calatas?

– Mi sargento, por favor -dijo el Pesado, confuso-. No diga barbaridades, cómo se le ocurre. Lo que pasa es que soy desvelado y por eso las vi.

– Cambiemos de tema -dijo el Oscuro-. No hay que hacer esas bromas con las madres. Y, además, no lo vamos a convencer a éste. Eres terco como una mula, Chiquito.

– Y un pelotudo -dijo el Pesado-. Comparar a las chunchas con las monjitas, me das pena, te juro.

– Ahora sí se acabó -dijo el sargento, atajando al Chiquito que iba a hablar-. Vamos a dormir para partir temprano.

Quedaron callados, los ojos fijos en las llamas. El termo de anisado dio todavía una vuelta. Luego, se levantaron, entraron a las carpas, pero un momento después el sargento volvió hacia la fogata con un cigarrillo en la boca. El práctico Nieves le alcanzó una pajita prendida.

– Siempre tan callado, don Adrián -dijo el sargento-. ¿Por qué no discutió también?

– Estuve oyendo -dijo Nieves-. No me gustan las discusiones, sargento. Y, además, prefiero no meterme con ellos.

– ¿Con los muchachos? -dijo el sargento-. ¿Le han hecho algo? ¿Por qué no me avisó, don Adrián?

– Son orgullosos, desprecian a los que hemos nacido aquí -dijo el práctico, en voz baja-. ¿No ha visto cómo me tratan?

– Son creídos como todos los limeños -dijo el sargento-. Pero no hay que hacerles caso, don Adrián. Y, si alguna vez le faltan, me lo dice y yo los pongo en su sitio.

– En cambio, usted es una buena persona, sargento -dijo Nieves-. Hace tiempo que estoy por decírselo. El único que me trata con educación.

– Porque lo estimo mucho, don Adrián -dijo el sargento-. Siempre le he dicho que me gustaría ser su amigo. Pero usted no se junta con nadie, es un solitario.

– Ahora será mi amigo -sonrió Nieves-. Un día de éstos vendrá a comer a mi casa y le presentaré a Lalita. Y a esa que hizo escapar a las niñas.

– ¿Cómo? ¿La Bonifacia esa vive con ustedes? -dijo el sargento-. Yo creía que se había ido del pueblo.

– No tenía donde ir y la hemos recogido -dijo Nieves-. Pero no lo cuente, no quiere que sepan dónde está, porque es medio monja todavía, se muere de miedo de los hombres.

– ¿Has contado los días, viejo? -dijo Fushía-. Yo he perdido la noción del tiempo.

– Qué te importa el tiempo, para qué sirve eso -dijo Aquilino.

– Parece mil años que salimos de la isla -dijo Fushía-. Además, sé que es por gusto, Aquilino, tú no conoces a la gente. Ya verás, en San Pablo llamarán a la policía y se tirarán la plata.

– ¿Otra vez te estás poniendo triste? -dijo Aquilino-. Ya sé que el viaje es largo, pero qué quieres, hay que ir con cuidado. No te preocupes por San Pablo, Fushía, te he dicho que conozco a un tipo de ahí.

– Es que estoy rendido, hombre, no es broma corretear así, te has sacado la lotería conmigo -dijo el doctor Portillo-. Mira la cara de cansancio del pobre don Fabio. Pero al menos ya estamos en condiciones de informarte. Por lo pronto, agarra una silla, te vas a caer sentado con las noticias.

– Las plantaciones muy bien, muy bonitas, señor Reátegui -dijo Fabio Cuesta-. El ingeniero es amabilísimo y ya terminó el desmonte y la siembra. Todos dicen que es una región ideal para el café.

– Por ese lado todo anda normal -dijo el doctor Portillo-. Lo que está fallando es el negocio del jebe y de los cueros. Un asunto de bandidos, compadre.

– ¿Portillo? No me suena nada, Fushía -dijo Aquilino-. ¿Es un médico de Iquitos?

– Un abogado -dijo Fushía-. El que le ganaba todos sus pleitos a Reátegui. Un orgulloso, Aquilino, un soberbio.

– No es culpa de los patrones, señor Reátegui, le juro -dijo Fabio Cuesta-. Si ellos están más furiosos que nadie, ¿no ve que son los más perjudicados? Parece que los bandidos existen de verdad.

El doctor Portillo también había pensado, al principio, que los patrones estaban haciendo comercio a ocultas, Julio, que habían inventado a los bandidos para no venderle el jebe a él. Pero no eran ellos, lo cierto es que les cuesta cada vez más trabajo conseguir mercadería, compadre, él y don Fabio se metieron por todas partes, averiguaron, hay bandidos, y don Fabio se portó como un señor, se enfermó con tanto viaje y, a pesar de todo, siguió con él, julio, y claro que fue útil ir de brazo con la autoridad, el gobernador de Santa María de Nieva inspiraba respeto por allá.

– Tratándose del señor Reátegui, cualquier cosa -dijo Fabio Cuesta-. Eso y mucho más, usted lo sabe, don Julio. Lo que más lamento es esto de los bandidos, con lo que costó convencer a los patrones que en lugar de vender al banco, le vendieran a usted.

– Había que ver cómo me trataba -dijo Fushía-. Desde qué altura. ¿Crees que me invitó a su casa una sola vez en Iquitos? No sabes qué odio le tenía a ese abogaducho, Aquilino.

– Siempre lleno de odios, Fushía -dijo Aquilino-. Te pasa algo y te pones a odiar a alguien. Dios te va a castigar por esto también.

– ¿Más todavía? -dijo Fushía-. Si me está castigando desde antes que le hiciera nada, viejo.

– En la guarnición de Borja nos ayudaron mucho -dijo el doctor Portillo-. Nos dieron guías, prácticos. Tienes que agradecerle al coronel, julio, escríbele unas líneas.

– Una bellísima persona el coronel, señor Reátegui -dijo Fabio Cuesta-. Muy servicial, muy dinámico.

Ellos podían actuar contra los bandidos si recibían una orden de Lima, compadre, lo mejor es que Reátegui se diera un salto a la capital e hiciera gestiones, que intervinieran los milicos y se arreglaría todo. Sí, hombre, claro que era para tanto.

– No queríamos creerles, señor Reátegui -dijo Fabio Cuesta-. Pero todos los patrones nos juraban y requetejuraban lo mismo. No podía ser que se hubieran puesto de acuerdo.

Era muy sencillo, compadre: cuando los patrones llegaban a las tribus no encontraban nada, ni jebe ni cueros, sólo chunchos llorando y pataleando, nos robaron, nos robaron, bandidos, diablos, etcétera.

– Subió por el Santiago con don Fabio, que era gobernador de Santa María de Nieva, y con soldados de Borja -dijo Fushía-. Antes estuvieron donde los aguarunas, y también donde los achuales, averiguando.

– Pero si yo me los encontré en el Marañón -dijo Aquilino-. ¿Acaso no te conté? Estuve dos días con ellos.

Era el segundo o tercer viaje que hacía a la isla. Y don Fabio, y ese otro, cómo dijiste ¿Portillo?, me comían a preguntas y yo pensaba ahora las pagas todas, Aquilino. Sentía un miedo.

– Lástima que no llegaran -{lijo Fushía-. La cara que habría puesto el abogaducho si me ve, y lo que le hubiera contado al perro de Reátegui. ¿Y qué es de don Fabio, viejo? ¿Ya se murió?

– No, sigue de gobernador en Santa María de Nieva -dijo Aquilino.

– No soy tan tonto -dijo el doctor Portillo-. Lo primero que pensé, si no son los patrones son los chunchos, están repitiendo la broma de Urakusa, lo de la cooperativa. Por eso fuimos hasta las tribus. Pero no eran los chunchos, tampoco.

– Las mujeres nos recibían llorando, señor Reátegui -dijo Fabio Cuesta-. Porque los bandidos no sólo se llevan el caucho, la leche caspi y las pieles, sino también las muchachitas, claro.

No estaba mal pensado como negocio, compadre: Reátegui adelantaba la plata a los patrones, los patrones adelantaban la plata a los chunchos, y cuando los chunchos volvían del monte con el jebe y con los cueros, los cabrones les caían encima y se quedaban con todo. Sin haber invertido un centavo, compadre, ¿no era un negocio redondo?, que fuera a Lima e hiciera gestiones, Julio, y lo más pronto mejor.

– ¿Por qué siempre has buscado negocios sucios y peligrosos? -dijo Aquilino-. Es como una manía tuya, Fushía.

– Todos los negocios son sucios, viejo -dijo Fushía-. Lo que pasa es que yo no tuve un capitalito para comenzar, si tienes plata puedes hacer los peores negocios sin peligro.

– Si yo no te hubiera ayudado, habrías tenido que irte al Ecuador, nomás -dijo Aquilino-. No sé por qué te ayudé. Me has hecho pasar unos años terribles. He vivido asustado, Fushía, con el corazón en la boca.

– Me ayudaste porque eres buena gente -dijo Fushía-. Lo mejor que he conocido, Aquilino. Si fuera rico te dejaría todo mi dinero, viejo.

– Pero no eres, ni lo serás nunca -dijo Aquilino-. Y para qué me serviría ya tu dinero, si me moriré de un momento a otro. En eso nos parecemos un poco, Fushía, estamos llegando al final tan pobres como nacimos.

– Hay toda una leyenda ya sobre los bandidos -dijo el doctor Portillo-. Hasta en las misiones nos han hablado. Pero ni los frailes ni las monjas saben gran cosa, tampoco.

– En un pueblo aguaruna del Cenepa, una mujer nos dijo que ella los había visto -dijo Fabio Cuesta-. Y que había huambisas entre ellos. Pero sus informaciones no servían de mucho. Los chunchos, usted sabe, señor Reátegui.

– Que hay huambisas entre ellos es un hecho -dijo el doctor Portillo-. Todos son formales en eso, los han reconocido por el idioma y los vestidos. Pero los huambisas están ahí para machucar, ya sabes que les gusta la pelea. Sólo que no hay modo de saber quiénes son los blancos que los dirigen. Dos o tres, dicen.

– Uno de ellos es serrano, don Julio -dijo Fabio Cuesta-. Nos lo dijeron los achuales, que chapurrean algo de quechua.

– Pero aunque no lo reconozcas, has tenido suerte, Fushía -dijo Aquilino-. Nunca te agarraron. Sin estas desgracias, hubieras podido pasarte la vida en la isla.

– Se lo debo a los huambisas -dijo Fushía-; después de ti, ellos son los que más me ayudaron, viejo. Y ya ves cómo les he respondido.

– Pero hay motivos de sobra, ni a ellos ni a ti les convenía que te quedaras en la isla -dijo Aquilino-. Cómo eres, Fushía. Te lamentas por haber dejado al Pantacha y a los huambisas, y, en cambio, tus maldades no te parecen maldades.

También eso estaba debidamente comprobado, compadre: las compras de jebe no habían bajado en la región, incluso habían aumentado en Bagua, a pesar de que ellos no vendían ni la mitad que antes. Porque los bandidos eran muy vivos, señor Reátegui, ¿sabía lo que hacían? Vendían lejos sus robos, seguro por medio de terceras personas. Qué les importaría rematar el jebe baratito si a ellos les salía gratis. No, no, compadre, los administradores del Banco Hipotecario no habían visto caras nuevas, los proveedores eran los de siempre. Hacían bien sus cosas, los zamarros, no se arriesgaban. Se habrían conseguido un par de patrones que les comprarían los robos a bajo precio, y ellos los revendían al banco, como eran conocidos no había control posible.

– ¿Valía la pena tanto peligro para tan poca ganancia? -dijo Aquilino-. La verdad, no creo, Fushía.

– Pero no ha sido mi culpa -dijo Fushía-. Yo no podía trabajar como los demás, a ellos no los perseguía la policía, yo tenía que agarrar el negocio que me salía al encuentro.

– Vez que me hablaban de ti, sudaba frío dijo Aquilino-. Qué te hubieran hecho si te agarraban en las tribus, Fushía. No sé quién te tenía más ganas.

– Una cosa, viejo, de hombre a hombre -dijo Fushía-. Ahora puedes franquearte conmigo. ¿Nunca te sacaste tus comisiones?

– Ni un solo centavo -dijo Aquilino-. Mi palabra de cristiano.

– Es algo que va contra la razón, viejo -dijo Fushía-. Ya sé que no me mientes, pero no me cabe en la cabeza, palabra. Yo no lo hubiera hecho por ti, ¿sabes?

– Claro que sé -dijo Aquilino-. Tú me hubieras robado hasta el alma.

– Hemos sentado denuncias en todas las comisarías de la región -dijo el doctor Portillo-. Pero eso es lo mismo que nada. Toma el avión a Lima y que intervenga el Ejército, julio. Eso les dará un susto.

– El coronel dijo que ayudaría con mucho gusto, señor Reátegui -dijo Fabio Cuesta-. Sólo esperaba órdenes. Y yo en Santa María de Nieva ayudaré también, en lo que sea. A propósito, don julio, todos lo recuerdan con mucho cariño.

– ¿Por qué has parado? -dijo Fushía Todavía no es de noche.

– Porque estoy cansado -dijo Aquilino-. Vamos a dormir en esa playita. Y, además, ¿no ves el cielo? Ahorita comienza a llover.


En el extremo norte de la ciudad hay una pequeña plaza. Es muy antigua y, en un tiempo, sus bancos fueron de madera pulida. y de metales lustrosos. La sombra de unos algarrobos esbeltos caía sobre ellos y, a su amparo, los viejos de las cercanías recibían el calor de las mañanas, y veían a los niños corretear en torno a la fuente: una circunferencia de piedra y, en el centro, en puntas de pie, las manos en alto como para volar, una señora envuelta en velos de cuya cabellera brotaba el agua. Ahora, los bancos están resquebrajados, la fuente vacía, la bella mujer tiene el rostro partido por una cicatriz y los algarrobos se curvan sobre sí mismos, moribundos.

A esa placita iba a jugar Antonia cuando venían los Quiroga a la ciudad. Ellos vivían en la hacienda de La Huaca, una de las más grandes de Piura, un mar al pie de las montañas. Dos veces al año, para la Navidad y para la procesión de junio, los Quiroga viajaban a la ciudad y se instalaban en la casona de ladrillos que forma esquina precisamente en esa plaza que ahora lleva su nombre. Don Roberto usaba gruesos bigotes, los mordía suavemente al hablar y tenía modales aristocráticos. El agresivo sol de la comarca había respetado las facciones de doña Lucía, mujer pálida, frágil, muy devota: ella misma tejía las coronas de flores que depositaba en el anda de la Virgen cuando la procesión hacía un alto en la puerta de su casa. La noche de Navidad, los Quiroga celebraban una fiesta a la que asistían muchos principales. Había regalos para todos los invitados y, a medianoche, desde las ventanas, llovían monedas hacia los mendigos y vagabundos agolpados en la calle. Vestidos de oscuro, los Quiroga acompañaban la procesión las cuatro lentísimas horas, a través de barrios y suburbios. Llevaban a Antonia de la mano, discretamente la amonestaban cuando descuidaba las letanías. Durante su estancia en la ciudad, Antonia aparecía muy temprano en la placita y, con los niños de la vecindad, jugaba a ladrones y celadores, a las prendas, trepaba a los algarrobos, disparaba terrones a la señora de piedra o se bañaba en la fuente, desnuda como un pez.

¿Quién era esta niña, por qué la protegían los Quiroga? La trajeron de La Huaca un mes de junio, antes de saber hablar, y don Roberto refirió una historia que no convenció a todo el mundo. Los perros de la hacienda habrían ladrado una noche y cuando él, alarmado, salió al vestíbulo, descubrió a la niña en el suelo, bajo unas mantas. Los Quiroga no tenían hijos, y los parientes codiciosos aconsejaron el hospicio, algunos se ofrecían a criarla. Pero doña Lucía y don Roberto no siguieron los consejos, ni aceptaron las ofertas, ni parecieron incómodos con las habladurías. Una mañana, en medio de una partida de rocambor en el Centro Piurano, don Roberto anunció distraídamente que habían decidido adoptar a Antonia.

Pero no llegó a ocurrir, porque ese fin de año los Quiroga no llegaron a Piura. Nunca había pasado: hubo inquietud. Temiendo un accidente, el veinticinco de diciembre un pelotón de jinetes salió por el camino del norte.

Los encontraron a cien kilómetros de la ciudad, allí donde la arena borra la huella y destruye todo signo y sólo imperan la desolación y el calor. Los bandoleros habían golpeado salvajemente a los Quiroga, y les habían robado las ropas, los caballos, el equipaje, y también los dos sirvientes yacían muertos, con pestilentes heridas que hervían de gusanos. El sol seguía llagando los cadáveres desnudos y los jinetes tuvieron que apartar a tiros a los gallinazos que picoteaban a la niña. Entonces, comprobaron que ésta vivía.

Por qué no murió? -decían los vecinos-. ¿Cómo pudo vivir si le arrancaron la lengua y los ojos?

– Difícil saberlo -respondía el doctor Pedro Zevallos, moviendo perplejo la cabeza-. Tal vez el sol y la arena cicatrizaron las heridas y evitaron la hemorragia.

– La Providencia -afirmaba el padre García-. La misteriosa voluntad de Dios.

– La lamería una iguana -decían los brujos de los ranchos-. Porque su baba verde no sólo aguanta el aborto, también seca las llagas.

Los bandoleros no fueron hallados. Los mejores jinetes recorrieron el desierto, los más hábiles rastreadores exploraron los bosques, las grutas, llegaron hasta las montañas de Ayabaca sin encontrarlos. Una y otra vez, el prefecto, la Guardia Civil, el Ejército, organizaron expediciones que registraban las aldeas y caseríos más retirados. Todo en vano.

Los barrios se volcaron al cortejo que seguía los ataúdes de los Quiroga. En los balcones de los principales había crespones negros, y el obispo y las autoridades asistieron al entierro. La desgracia de los Quiroga se divulgó por el departamento, perduró en los relatos y en las fábulas de los mangaches y de los gallinazos.

La Huaca fue seccionada en muchas partes y, al frente de cada una, quedó un pariente de don Roberto o de doña Lucía. Al salir del hospital, Antonia fue recogida por una lavandera de la Gallinacera, Juana Baura, que había servido a los Quiroga. Cuando la niña aparecía en la plaza de Armas, una varilla en la mano para detectar los obstáculos, las mujeres la acariciaban, le obsequiaban dulces, los hombres la subían al caballo y la paseaban por el Malecón. Una vez estuvo enferma y Chápiro Seminario y otros hacendados que bebían en La Estrella del Norte obligaron a la banda municipal a trasladarse con ellos a la Gallinacera y a tocar la retreta frente a la choza de Juana Baura. El día de la procesión, Antonia iba inmediatamente detrás del anda, y dos o tres voluntarios hacían una argolla para aislarla del tumulto. La muchacha tenía un aire dócil, taciturno, que conmovía a las gentes.


Ya los habían visto, mi capitán, el cabo Roberto Delgado señala lo alto del barranco, ya se habían ido a avisar: las lanchas encallan una tras otra, los once hombres saltan a tierra, dos soldados amarran las embarcaciones a unos pedruscos, Julio Reátegui bebe un trago de su cantimplora, el capitán Artemio Quiroga se quita la camisa, el sudor empapa sus hombros, su espalda, y la exprime, don julio, este maldito calor les iba a asar los sesos. Enjambres de mosquitos asedian al grupo y en lo alto se oyen ladridos: ahí venían, mi capitán, que mirara arriba. Todos alzan la vista: nubes de polvo y muchas cabezas han aparecido en la cima del barranco. Algunas siluetas de torsos pálidos se deslizan ya por la arenosa pendiente y, entre las piernas de los urakusas, brincan perros ruidosos, los colmillos al aire. Julio Reátegui se vuelve hacia los soldados, a ver, que les hicieran adiós y usted, cabo, agache la cabeza, póngase detrás, que no lo reconocieran y el cabo Roberto Delgado sí señor gobernador, ya lo había visto, ahí estaba Jum, mi capitán. Los once hombres agitan las manos y algunos sonríen. En el declive hay cada vez más urakusas; descienden casi en cuclillas, gesticulando, chillando, las mujeres son las más bulliciosas y el capitán ¿les salían al encuentro, don julio?, porque él no se fiaba nada. No, nada de eso, capitán, ¿no veía lo contentos que bajaban? Julio Reátegui los conocía, lo importante era ganarles la moral, que lo dejaran, cabo, ¿cuál era Jum? El de adelante, señor, el que tenía la mano alzada y Julio Reátegui atención: iban a correr como chivatos, capitán, que no se les escaparan todos, y, sobre todo, mucho ojo con Jum. Amontonados al filo del barranco, en un angosto terraplén, semidesnudos, tan excitados como los perros que saltan, menean los rabos y ladran, los urakusas miran a los expedicionarios, los señalan, cuchichean. Mezclado a los olores del río, la tierra y los árboles, hay ahora un olor a carne humana, a pieles tatuadas con achiote. Los urakusas se golpean los brazos, los pechos, rítmicamente y, de pronto, un hombre cruza la polvorienta barrera, ése era mi capitán, ése, y avanza macizo y enérgico hacia la ribera. Los demás lo siguen y Julio Reátegui que era el gobernador de Santa María de Nieva, intérprete, que venía a hablar con él. Un soldado se adelanta, gruñe y acciona con desenvoltura, los urakusas se detienen. El hombre macizo asiente, describe con la mano un trazo lento, circular, indicando a los expedicionarios que se aproximan, éstos lo hacen y Julio Reátegui: ¿Jum de Urakusa? El hombre macizo abre los brazos, ¡Jum!, toma aire: ¡piruanos! El capitán y los soldados se miran, Julio Reátegui asiente, da otro paso hacia Jum, ambos quedan a un metro de distancia. Sin prisa, sus ojos tranquilamente posados en el urakusa, Julio Reátegui libera la linterna que cuelga de su cinturón, la sujeta con todo el puño, la eleva despacio, Jum extiende la mano para recibirla, Reátegui golpea: gritos, carreras, polvo que lo cubre todo, la estentórea voz del capitán. Entre los aullidos y los nubarrones, cuerpos verdes y ocres circulan, caen, se levantan y, como un pájaro plateado, la linterna golpea una vez, dos, tres. Luego el aire despeja la playa, desvanece la humareda, se lleva los gritos. Los soldados están desplegados en círculo, sus fusiles apuntan a un ciempiés de urakusas adheridos, aferrados, trenzados unos a otros. Una chiquilla solloza abrazada a las piernas de Jum y éste se tapa la cara, por entre sus dedos sus ojos espían a los soldados, a Reátegui, al capitán, y la herida de su frente ha comenzado a sangrar. El capitán Quiroga hace danzar su revólver en un dedo, gobernador, ¿había oído lo que les gritó? ¿Piruanos querría decir peruanos, no? Y Julio Reátegui se imaginaba dónde oyó esa palabreja este sujeto, capitán: lo mejor sería empujarlos arriba, en el pueblo estarían mejor que aquí, y el capitán sí, habría menos zancudos: ya oyó, intérprete, ordéneles, hágalos subir. El soldado gruñe y acciona, el círculo se abre, el ciempié comienza a andar, pesado y compacto, nuevamente se levantan nubecillas de polvo. El cabo Roberto Delgado se echa a reír: ya lo había reconocido, mi capitán, estaba que se lo quería comer con los ojos. Y el capitán también a Jum, cabo, qué espera para subir. El cabo empuja a Jum y éste avanza muy tieso, las manos siempre en la cara. La chiquilla sigue prendida a sus piernas, estorba sus movimientos y el cabo la coge de los cabellos, zafa, trata de separarla, súeltate, del cacique y ella resiste, araña, chilla como un frailecillo, mierda, el cabo le pega con la mano abierta y Julio Reátegui qué pasa, carajo: ¿cómo trataba así a una niña, carajo?, ¿con qué derecho, carajo? El cabo la suelta, señor, no quería pegarle, sólo hacerla que soltara a Jum, que no se molestara, señor, y además ella lo había arañado.


Ya se oye el arpa -dijo Lituma-. ¿O estoy soñando, inconquistables?

– Todos la oímos, primo -dijo José-. O todos estamos soñando.

El Mono escuchaba, la cara ladeada, los ojos enormes y admirados:

– ¡Es un artista! ¿Quién dice que no es el más grande?

– Lástima, nomás, que esté tan viejo -dijo José-. Sus ojos ya no le sirven, primo. Nunca anda solo, el Joven y el Bolas tienen que llevarlo del brazo.

La casa de la Chunga está detrás del Estadio, poco antes del descampado que separa a la ciudad del Cuartel Grau, no lejos del matorral de los fusilicos. Allí, en ese paraje de yerba calcinada y tierra blanda, bajo las ramas nudosas de los algarrobos, en los amaneceres y crepúsculos se apostan los soldados ebrios. A las lavanderas que vuelven del río, a las criadas del barrio de Buenos Aires que van al Mercado, las atrapan entre varios, las tumban sobre la arena, les echan las faldas por la cara, les abren las piernas, uno tras otro se las tiran y huyen. Los piuranos llaman atropellada a la víctima, y a la operación fusilico, y al vástago resultante lo llaman hijo de atropellada, fusiliquito, siete leches.

– Maldita la hora en que me fui a la montaña -dijo Lituma-. Si me hubiera quedado aquí, me habría casado con la Lira y sería hombre feliz.

– No tan feliz, primo -dijo José-. Si vieras lo que parece ahora la Lira.

– Una vaca lechera -dijo el Mono-. Una panza que parece un bombo.

– Y paridora como una coneja -dijo José-. Ya tiene como diez churres.

– La una puta, la otra una vaca lechera -dijo Lituma-. Qué buen ojo con las mujeres, inconquistable.

– Colega, me has prometido y estás faltando a tu palabra -dijo Josefino-. Lo pasado, pisado. Si no, no te acompañamos donde la Chunga. ¿Vas a estar tranquilito, no es cierto?

– Como operado, palabra -dijo Lituma-. Ahora estoy bromeando, nomás.

– ¿No ves que a la menor locura te friegas, hermano? -dijo Josefino-. Ya tienes antecedentes, Lituma. Te encerrarían de nuevo, y quién sabe por cuánto tiempo esta vez.

– Cómo te preocupas por mí, Josefino -dijo Lituma.

Entre el Estadio y el descampado, a medio kilómetro de la carretera que sale de Piura y se bifurca luego en dos rectas superficies oscuras que cruzan el desierto, una hacia Palta, la otra hacia Sullana, hay una aglomeración de chozas de adobe, latas y cartones, un suburbio que no tiene ni los años ni la extensión de la Mangachería, más pobre que ésta, más endeble, y es allí donde se yergue, singular y céntrica como una catedral, la casa de la Chunga, llamada también la Casa Verde. Alta, sólida, sus muros de ladrillo y su techo de calamina se divisan desde el Estadio. Los sábados en la noche, durante los combates de box, los espectadores alcanzan a oír los platillos de Bolas, el arpa de don Anselmo, la guitarra del Joven Alejandro.

– Te juro que la oía, Mono -dijo Lituma-. Clarito, era de partir el alma. Como la oigo ahora, Mono.

– Qué mala vida te darían, primito -dijo el Mono.

– No hablo de Lima, sino de Santa María de Nieva -dijo Lituma-. Noches como la muerte, Mono, cuando estaba de guardia. Nadie con quien hablar. Los muchachos estaban roncando, y, de repente, ya no oía a los sapos ni a los grillos, sino el arpa. En Lima, no la oí nunca.

La noche estaba fresca y clara, en la arena se dibujaban de trecho en trecho los perfiles retorcidos de los algarrobos. Avanzaban en una misma línea, Josefino frotándose las manos, los León silbando y Lituma, que iba cabizbajo, las manos en los bolsillos, a ratos elevaba el rostro y escrutaba el cielo con una especie de furor.

– Una carrera, como cuando éramos churres -dijo el Mono-. Una, dos, tres.

Salió disparado, su pequeña figura simiesca desapareció en las sombras. José franqueaba invisibles obstáculos, emprendía una carrera, iba y volvía, encaraba a Lituma y a Josefino:

– El cañazo es noble y el pisco traidor -rugía-. ¿Y a qué hora cantamos el himno?

Cerca ya de la barriada, encontraron al Mono, tendido de espaldas, resollando como un buey. Lo ayudaron a levantarse.

– El corazón se me sale, miéchica, parece mentira.

– Los años no pasan en balde, primo -dijo Lituma.

– Pero que viva la Mangachería -dijo José.


La casa de la Chunga es cúbica y tiene dos puertas. La principal da al cuadrado, amplio salón de baile cuyos muros están acribillados de nombres propios y de emblemas: corazones, flechas, bustos, sexos femeninos como medialunas, pingas que los atraviesan. También fotos de artistas, boxeadores y modelos, un almanaque, una imagen panorámica de la ciudad. La otra, puertecilla baja y angosta, da al bar, separado de la pista de baile por un mostrador de tablones, tras el cual se hallan la Chunga, una mecedora de paja y una mesa cubierta de botellas, vasos y tinajas. Y frente al bar, en un rincón, están los músicos. Don Anselmo, instalado sobre un banquillo, utiliza la pared como espaldar y sostiene el arpa entre las piernas. Lleva anteojos, los cabellos barren su frente, entre los botones de su camisa, en su cuello y en sus orejas asoman mechones grises. El que toca la guitarra y tiene la voz tan entonada es el huraño, el lacónico, el joven Alejandro que, además de intérprete, es compositor. El que ocupa la silla de fibra y manipula un tambor y unos platillos, el menos artista, el más musculoso de los tres, es Bolas, el ex camionero.

– No me abracen así, no tengan miedo -dijo Lituma-. No estoy haciendo nada, ¿no ven? Sólo buscándola. Qué hay de malo en que quiera mirarla. Suéltenme.

– Ya se iría, primito -dijo el Mono-. Qué te importa. Piensa en otra cosa. Vamos a divertirnos, a festejar tu regreso.

– No estoy haciendo nada -repitió Lituma-. Sólo acordándome. ¿Por qué me abrazan así, inconquistables?

Estaban en el umbral de la pista de baile, bajo la espesa luz que derramaban tres lamparillas envueltas en celofán azul, verde y violeta, frente a una apretada masa de parejas. Grupos borrosos atestaban los rincones, y de ellos venían voces, carcajadas, choques de vasos. Un humo inmóvil, transparente, flotaba entre el techo y las cabezas de los bailarines, y olía a cerveza, humores y tabaco negro. Lituma se balanceaba en el sitio, Josefino lo tenía siempre del brazo pero los León lo habían soltado.

– ¿Cuál fue la mesa, Josefino? ¿Aquélla?

– Ésa misma, hermano. Pero ya pasó, ahora comienzas otra vida, olvídate.

– Anda saluda al arpista, primo -dijo el Mono-. Y al Joven y a Bolas que siempre te recuerdan con cariño.

– Pero no la veo -dijo Lituma-. Por qué se me esconde, si no voy a hacerle nada. Sólo mirarla.

– Yo me encargo, Lituma -dijo Josefino-. Palabra que te la traigo. Pero tienes que cumplir; lo pasado, pisado. Anda a saludar al viejo. Yo voy a buscarla.

La orquesta había dejado de tocar, las parejas de la pista eran ahora una compacta masa, inmóvil y siseante. Alguien discutía a gritos junto al bar. Lituma avanzó hacia los músicos, tropezando, don Anselmo del alma, con los brazos abiertos, viejo, arpista, escoltado por los León, ¿ya no se acuerda de mí?

– Si no te ve, primo -dijo José-. Dile quién eres. Adivine, don Anselmo.

– ¿Qué cosa? -la Chunga se paró de un salto y la mecedora siguió moviéndose-. ¿El sargento? ¿Tú lo has traído?

– No hubo forma, Chunga -dijo Josefino-. Llegó hoy día y se puso terco, no pudimos atajarlo. Pero ya sabe y le importa un carajo.

Lituma estaba en los brazos de don Anselmo, el joven y Bolas le daban palmadas en la espalda, los tres hablaban a la vez y se los oía desde el bar, excitados, sorprendidos, conmovidos. El Mono se había sentado ante los platillos, los hacía tintinear y José examinaba el arpa.

– O llamo a la policía -dijo la Chunga-. Sácalo ya mismo.

– Está borrachisísimo, Chunga, apenas puede caminar, ¿no lo estás viendo? -dijo Josefino-. Nosotros lo cuidamos. No habrá ningún lío, palabra.

– Ustedes son mi mala suerte -dijo la Chunga-. Tú sobre todo, Josefino. Pero no se va a repetir lo de la vez pasada, te juro que llamo a la policía.

– Ningún lío, Chunguita -dijo Josefino-. Palabra. ¿La Selvática está arriba?

– Dónde va a estar -dijo la Chunga-. Pero si hay lío, puta de tu madre, te juro.

– Aquí me siento bien, don Adrián -dijo el sargento-. Así son las noches de mi tierra. Tibias y claritas.

– Es que no hay como la montaña -dijo Nieves-. Paredes estuvo el año pasado en la sierra y volvió diciendo es triste, ni un árbol, sólo piedras y nubes.

La luna, muy alta, iluminaba la terraza y en el cielo y el río había muchas estrellas; tras el bosque, suave valla de sombras, los contrafuertes de la cordillera eran unas moles violáceas. Al pie de la cabaña, entre los juncos y los helechos, chapoteaban las ranas y, en el interior, se oía la voz de Lalita, el chisporroteo del fogón. En la chacra, los perros ladraban muy fuerte: se peleaban por las ratas, sargento, cómo las cazaban, si viera. Se ponían bajo los plátanos haciéndose los dormidos y, cuando una se les acercaba, bum, al pescuezo. El práctico les había enseñado.

– En Cajamarca la gente come cuyes -dijo el sargento-. Los sirven con uñas, ojitos y bigotes. Son igualitos que las ratas.

– Una vez Lalita y yo hicimos un viaje muy largo, por el monte -dijo Nieves-. Tuvimos que comer ratas. La carne huele mal, pero es blandita y blanca como la del pescado. El Aquilino se intoxicó, casi se nos muere.

– ¿Se llama Aquilino el mayorcito? -dijo el sargento-. ¿El que tiene los ojitos chinos?

– Ese mismo, sargento -dijo Nieves-. ¿Y en su pueblo hay muchos platos típicos?

El sargento alzó la cabeza, ah, don Adrián, unos segundos quedó como extasiado, si entrara a una picantería mangache y probara un seco de chabelo. Se moriría del gusto, palabra, nada en el mundo se podía comparar y el práctico Nieves asintió: no había como la tierra de uno. ¿A veces no le daban ganas de volver a Piura al sargento? Sí, todos los días, pero uno no hacía sus gustos cuando era pobre, don Adrián: ¿él había nacido aquí, en Santa María de Nieva?

– Más abajo -dijo el práctico-. El Marañón es muy ancho ahí, y con la niebla no se ve la otra orilla. Pero ya me acostumbré en Nieva.

– Ya está lista la comida -dijo Lalita, desde la ventana. Sus cabellos sueltos caían en cascada sobre el tabique y sus brazos robustos parecían mojados-. ¿Quiere comer ahí afuera, sargento?

– Me gustaría, si no es molestia -dijo el sargento-. En su casa me siento como en mi tierra, señora. Sólo que nuestro río es más angostito y ni siquiera tiene agua todo el año. Y, en vez de árboles, hay arenales.

– No se parece en nada, entonces -rió Lalita-. Pero seguro que Piura también es lindo como aquí.

– Quiere decir que hay el mismo calorcito, los mismos ruidos -dijo Nieves-. A las mujeres la tierra no les dice nada, sargento.

– Era por bromear -dijo Lalita-. ¿Pero usted no se habrá molestado, no, sargento?

Qué ocurrencia, a él le gustaban las bromas, lo hacían entrar en confianza y, a propósito, ¿la señora era de Iquitos, no es cierto? Lalita miró a Nieves, ¿de Iquitos? Y, un instante, mostró su rostro: piel metálica, sudor, granitos. Al sargento le había parecido por la manera de hablar, señora.

– Salió de allá hace muchos años -dijo Nieves-. Raro que le notara el cantito.

– Es que tengo un oído de seda, como todos los mangaches -dijo el sargento-. Yo cantaba muy bien de muchacho, señora.

Lalita había oído que los norteños tocaban bien la guitarra y que eran de buen corazón, ¿cierto?, y el sargento, claro: ninguna mujer resistía las canciones de su pueblo, señora. En Piura cuando un hombre se enamoraba, iba a buscar a los amigos, todos sacaban guitarras y la muchacha caía a punta de serenatas. Había grandes músicos, señora, él conocía a muchos, a un viejo que tocaba el arpa, una maravilla, a un compositor de valses, y Adrián Nieves señaló a Lalita el interior de la cabaña: ¿no iba a salir ésa? Lalita encogió los hombros:

– Tiene vergüenza, no quiere salir -dijo-. No me hace caso. Bonifacia es como un venadito, sargento, de todo para las orejas y se asusta.

– Que al menos venga a dar las buenas noches al sargento -dijo Nieves.

– Déjenla, nomás -dijo el sargento-. Que no salga si no le provoca.

– No se puede cambiar de vida tan rápido -dijo Lalita-. Sólo ha estado entre mujeres, y la pobre tiene miedo a los hombres. Dice que son como víboras, le habrán enseñado eso las madrecitas. Ahora se ha ido a esconder a la chacra.

– Tienen miedo al hombre hasta que lo prueban -dijo Nieves-. Entonces cambian, se vuelven devoradoras.

Lalita se hundió en la habitación y, un momento después, regresó su voz, a ella no le caía, ligeramente enojada, nunca le habían dado miedo los hombres y no era devoradora, ¿por quién decía eso, Adrián? El práctico se rió a carcajadas y se inclinó hacia el sargento: era una buena mujer la Lalita pero, eso sí, tenía su carácter. Pequeño, muy delgado, de piel clara y ojos rasgados y vivaces, Aquilino salió a la terraza, buenas noches, traía el mechero porque estaba oscuro, y lo colocó sobre la baranda. Tras él, otros dos chiquillos -pantalones cortos, cabellos lacios, pies descalzos-, sacaron una mesita. El sargento los llamó y, mientras les hacía cosquillas y reía con ellos, Lalita y Nieves trajeron frutas, pescados cocidos al humo, yucas, qué buena cara tenía todo eso, señora, unas botellas de anisado. El práctico distribuyó raciones de comida a los tres chiquillos y éstos partieron, en dirección a la escalerilla de la chacra: sus churres eran muy graciosos, don Adrián, así decían en Piura a las criaturas, señora, y al sargento, en general, le gustaban los churres.

– Salud, sargento -dijo Nieves-. Por el gusto de tenerlo aquí.

– Bonifacia se asusta de todo pero es muy trabajadora -dijo Lalita-. Me ayuda en la chacra y sabe cocinar. Y cose muy bonito. ¿Vio los pantaloncitos de los chicos? Se los hizo ella, sargento.

– Pero tienes que aconsejarla -dijo el práctico-. Así, tan tímida, nunca encontrará marido. Usted no sabe lo callada que es, sargento, sólo abre la boca cuando le preguntamos algo.

– Eso me parece bien -dijo el sargento-. A mí no me gustan las loras.

– Entonces, Bonifacia le gustará mucho -dijo Lalita-. Se puede pasar la vida sin decir ni ay.

– Le voy a contar un secreto, sargento -dijo Nieves-. Lalita quiere casarlo con Bonifacia. Así me anda diciendo, por eso me hizo invitarlo. Cuídese, todavía está a tiempo.

El sargento adoptó una expresión entre risueña y nostálgica, señora, él había estado una vez por casarse. Acababa de entrar a la Guardia Civil y encontró una mujer que lo quería y él también a ella, su poquito. ¿Cómo se llamaba?, Lira, ¿qué pasó?, nada, señora, lo trasladaron de Piura y Lira no quiso seguirlo y así se acabó el romance.

– Bonifacia iría con su compañero a cualquier parte -dijo Lalita-. En la montaña, las mujeres somos así, no ponemos condiciones. Tiene que casarse con alguna de aquí, sargento.

– Ya ve usted, cuando a Lalita se le mete algo en la cabeza, no para hasta que se cumple -dijo Nieves-. Las loretanas son unas bandidas, sargento.

– Qué simpáticos son ustedes -dijo el sargento-. En Santa María de Nieva dicen qué huraños los Nieves, nunca se juntan con nadie. Y, sin embargo, señora, en tanto tiempo que llevo aquí, ustedes son los primeros que me invitan a su casa.

– Es que a nadie le gustan los guardias, sargento -dijo Lalita-. ¿No ve que son tan abusivos? Arruinan a las muchachas, las enamoran, las dejan encinta y se mandan mudar.

– ¿Y entonces cómo quieres casar a Bonifacia con el sargento? -dijo Nieves-. Una cosa no va con la otra.

– ¿No me dijiste acaso que el sargento era distinto? -dijo Lalita-. Pero quién sabe si será cierto.

– Es cierto, señora -dijo el sargento-. Soy un hombre derecho, un buen cristiano, como dicen acá. Y un amigo como no hay dos, ya verá. Les estoy muy agradecido, don Adrián, de veras, porque me siento muy contento en su casa.

– Puede volver cuando quiera -dijo Nieves-. Venga a visitar a Bonifacia. Pero no se meta con la Lalita, porque soy muy celoso.

– Y con razón, don Adrián -dijo el sargento-. Es tan buena moza la señora, que yo también sería celoso.

– Muy bonita su atención, sargento dijo Lalita-. Pero ya sé que lo dice por decir, ya no soy buena moza. Antes sí, de joven.

– Pero si usted es una muchacha todavía -protestó el sargento.

– Ya no me fío -dijo Nieves-. Será mejor que no venga cuando yo no esté, sargento.

En la chacra, los perros seguían ladrando y, a ratos, se oían las voces de los chiquillos. Los insectos revoloteaban en torno al mechero de resina, los Nieves y el sargento bebían, charlaban, bromeaban, ¡práctico Nieves!, los tres volvieron la cabeza hacia el follaje de la ribera: la noche ocultaba la trocha que subía hasta Santa María de Nieva. ¡Práctico Nieves! Y el sargento: era el Pesado, qué pesado, qué le pasaba, a qué venía a molestarlo a estas horas, don Adrián. Los tres chiquillos invadieron la terraza. Aquilino fue hacia el práctico y le habló en voz baja: que subiera.

– Parece que hay que salir de viaje, sargento -dijo el práctico Nieves.

– Estará borracho -dijo el sargento-. No hay que hacerle caso al Pesado, cuando toma se le ocurren cosas.

La escalerilla crujió, tras el Aquilino surgió la gruesa silueta del Pesado, vaya, mi sargento, al fin lo encontraba, el teniente y los muchachos lo andaban buscando por todas partes, y que tuvieran buenas noches.

– Estoy franco -gruñó el sargento-. ¿Qué quieren conmigo?

– Las encontraron a las pupilas -dijo el Pesado-. Una cuadrilla de materos, cerca de un campamento, río arriba. Hace un par de horas llegó un propio a la misión. Las madres han levantado a todo el mundo, sargento. Parece que una de las criaturas está con fiebre.

El Pesado estaba en mangas de camisa, se hacía aire con el quepí, y ahora Lalita lo acosaba a preguntas. El práctico y el sargento se habían puesto de pie, sí, qué vaina, señora, había que irlas a buscar ya mismo. Ellos querían esperar hasta mañana, pero las monjitas convencieron a don Fabio y al teniente, y el sargento ¿iban a partir de noche? Sí, mi sargento, las madres tenían miedo que los materos se pasaran por las armas a las mayorcitas.

– Las madrecitas tienen razón -dijo Lalita-. Las pobres, tantos días en el monte. Apúrate Adrián, anda.

– Qué vamos a hacer -dijo el práctico-. Tómese un trago con el sargento, mientras voy a echar gasolina a la lancha.

– Me caerá bien, gracias -dijo el Pesado-. Qué vida nos dan ¿no es cierto, sargento? Siento haberlos interrumpido en media comida.

– ¿Las encontraron a todas? -dijo una voz, desde el tabique. Ellos miraron: una melena corta, un borroso perfil, un busto de mujer recortado junto a la ventana. La luz del mechero llegaba ralamente hasta allí.

– Menos a dos -dijo el Pesado, inclinándose hacia la ventana-. Menos a ésas de Chicais.

– ¿Por qué no las trajeron en vez de mandar avisar? -dijo Lalita-. Pero menos mal que las encontraron, gracias a Dios que las encontraron.

Si no tenían en qué traerlas, señora, y el Pesado y el sargento adelantaban las cabezas hacia el tabique, pero la silueta se había corrido y apenas asomaba ahora un fragmento de rostro, una sombra de cabellos. Al otro lado de la baranda, Adrián Nieves daba órdenes y se oía a los chiquillos agitando el agua, chapaleos, idas y venidas entre los helechos. Lalita les sirvió anisado y ellos bebieron a su salud, mi sargento, y el sargento a la salud de la señora, más bien, cacaseno.

– Ya sé que el teniente me cargó el trabajito -dijo el sargento-. Supongo que no iré solo, ¿no?, a buscar a las churres; ¿quién me acompaña?

– El Chiquito y yo -dijo el Pesado-. Y también va una monjita.

– ¿La madre Angélica? -dijo la voz del tabique y ellos volvieron a torcer los cuellos.

– Seguramente, porque la madre Angélica sabe de medicina -dijo el Pesado-. Para que cure a la enfermita.

– Denle quinina -dijo Lalita-. Pero un viaje no bastará, no entrarán todas en la lancha, tendrán que hacer dos o tres.

– Suerte que hay luna -dijo el práctico Nieves, desde la escalerilla-. En media hora estaré listo.

– Anda a avisarle al teniente que ya vamos, Pesado -dijo el sargento.

El Pesado asintió, dio las buenas noches y se alejó por la terraza. Al pasar junto a la ventana, la vaga silueta se hizo atrás, desapareció y reapareció cuando el Pesado descendía ya la escalerilla, silbando.

– Ven, Bonifacia -dijo Lalita-. Voy a presentarte al sargento.

Lalita tomó del brazo al sargento, lo llevó hasta la puerta y, segundos después, surgió un contorno de mujer en el umbral. El sargento estuvo con la mano tendida, observando confuso unas chispitas inmóviles, hasta que una pequeña forma sombría cortó la penumbra, unos dedos rozaron los suyos, mucho gusto, y escaparon: a sus órdenes, señorita. Lalita sonreía.

– Yo creí que él era como tú -dijo Fushía-. Y ya ves, viejo, qué equivocación tan terrible.

– A mí también me engañó un poco -dijo Aquilino-. No lo creía capaz de eso a Adrián Nieves. Parecía tan despreocupado de todo. ¿Nadie se dio cuenta cómo empezó la cosa?

– Nadie -dijo Fushía-; ni Pantacha, ni Jum; ni los huambisas. Maldita la hora en que nacieron esos perros, viejo.

– Ya está el odio otra vez en tu boca, Fushía -dijo Aquilino.

Y entonces Nieves la vio, arrinconada entre la jarra de greda y el tabique: grande, felpuda, negrísima. Se incorporó muy despacio de la barbacoa, su mano buscó ropas, unas zapatillas de jebe, una cuerda, porongos, una cesta de chambira, nada que sirviera. Ella seguía en el rincón, agazapada, sin duda lo espiaba por debajo de sus patas finas y retintas, reflejadas como una enredadera en la rojiza comba de la jarra. Dio un paso, descolgó el machete y ella no había huido, seguía al acecho, seguramente registraba cada movimiento suyo con sus ojillos perversos, su panza colorada estaría latiendo. De puntillas avanzó hacia el rincón, ella se replegó con súbita angustia, él golpeó y hubo como un crujido de hojarasca. Luego, el petate tenía una raja y manchitas negras, rojas; las patas estaban intactas, su vello era negro, largo, sedoso. Nieves colgó el machete y, en vez de volver a la barbacoa, permaneció junto a la ventana, fumando. Recibía en la cara el aliento y los rumores de la selva, con la brasa del cigarrillo trataba de quemar las alas de los murciélagos que rondaban por la tela metálica.

– ¿Nunca se quedaron solos en la isla? -dijo Aquilino.

– Una vez, porque el perro ese se enfermó -dijo Fushía-. Pero al principio todavía. En ese tiempo no pudo comenzar la historia, no se hubieran atrevido, me tenían miedo.

– ¿Hay algo que asuste más que el infierno? -dijo Aquilino-. Y, sin embargo, la gente hace maldades. El miedo no frena a la gente en todas las cosas, Fushía.

– Al infierno nadie lo ha visto -dijo Fushía-. Y ésos me veían a mí todo el tiempo.

– Más que sea, cuando un cristiano y una cristiana se tienen ganas no hay quien los pare -dijo Aquilino-. El cuerpo les quema, como si tuvieran llamas adentro. ¿Acaso no te ha pasado?

– Ninguna mujer me hizo sentir eso -dijo Fushía-. Pero ahora sí, viejo, ahora sí. Como si tuviera carbones bajo la piel, viejo.

Hacia la derecha, entre los árboles, Nieves divisaba fogatas, instantáneos perfiles de huambisas; a la izquierda, en cambio, donde había armado su cabaña Jum, todo era oscuridad. En lo alto, contra un cielo añil, se mecían los penachos de las lupunas y la luna blanqueaba la trocha que, después de bajar una pendiente de arbustos y de helechos, contorneaba la pileta de las charapas y seguía hasta la playita; la cocha debía estar azul, quieta y desierta. ¿Habrían seguido bajando las aguas de la pileta? ¿Estarían ya en seco las estacas, la red? Pronto aparecerían las charapas varadas en la arena, los rugosos pescuezos estirándose hacia el cielo, los ojos llenos de asfixia y de legañas, y habría que hacer saltar sus conchas con el filo del machete, cortar la carne blanca en cuarteles y salarlos antes que los corrompieran el sol, la humedad. Nieves tiró el cigarrillo e iba a soplar el mechero cuando tocaron el tabique. Levantó la tranca de la puerta y entró Lalita, envuelta en una itípak huambisa, sus cabellos hasta la cintura, descalza.

– Si tuviera que escoger a uno de los dos para vengarme, sería ella, Aquilino -dijo Fushía-, la perra esa. Porque ella comenzó, seguro, cuando me vio enfermo.

– La tratabas mal, le pegabas y, además, las mujeres tienen su orgullo, Fushía -dijo Aquilino-. ¿Qué cristiana hubiera aguantado? En cada viaje te traías una mujer y se la metías por las narices.

– ¿Crees que tenía cólera de las chunchas? -dijo Fushía-. Qué tontería, viejo. La perra esa estaba caliente porque yo ya no le podía.

– Mejor no hables de eso, hombre -dijo Aquilino-. Ya sé que te pone triste.

– Pero si empezó con eso, con no poderle a la Lalita -dijo Fushía-. Pero acaso no ves qué desgracia, Aquilino, qué cosa terrible.

– ¿No lo desperté, diga? -dijo Lalita, con voz soñolienta.

– No, no me despertó -dijo Nieves-. Buenas noches. Mande, nomás.

Trancó la puerta, se acomodó el pantalón y cruzó los brazos sobre el torso desnudo, pero al instante los descruzó y siguió de pie, indeciso. Por fin señaló la jarra de greda: se había metido una de las peludas y acababa de matarla. Sólo hacía una semana que había rellenado los agujeros, Lalita se sentó en la barbacoa, pero cada día abrían otros, las peludas.

– Es que tienen hambre -dijo Lalita-, así es en esta época. Una vez desperté y no podía mover la pierna, le digo. Tenía una manchita y después se hinchó. Los huambisas me ponían la pierna sobre un brasero para que sudara. Me ha quedado la marca.

Sus manos bajaron hasta el ruedo de la itípak, la alzaron, aparecieron sus muslos, lisos, color mate, firmes, y una cicatriz como un pequeño gusano:

– ¿De qué se asusta? -dijo Lalita-. ¿Por qué se voltea, diga?

– No me asusto -dijo Nieves-. Sólo que está desnuda y yo soy hombre.

Lalita se rió y soltó la itípak; su pie derecho jugaba con un porongo, distraídamente lo acariciaba con el empeine, los deditos, el talón.

– Perra, puta, peores cosas si quieres -dijo Aquilino-. Pero yo le tengo cariño a la Lalita y no me importa. Es como mi hija.

– Una que hace eso porque ve morirse a su hombre es peor que perra, peor que puta -dijo Fushía-. No existe palabra para lo que es.

– ¿Morirse? En San Pablo, la mayoría se mueren de viejos y no de enfermos, Fushía -dijo Aquilino.

– No lo dices para consolarme, sino porque te arde que insulte a ésa -dijo Fushía.

– Se lo dijo en mi delante -susurró Nieves-. Otra vez sin nada bajo la itípak y te hago comer por las taranganas, ¿ya no se acuerda?

– Otras veces dice te regalo a los huambisas, te saco los ojos -dijo Lalita-. Al Pantacha todo el tiempo te mato, la estás espiando. Cuando amenaza no hace nada, la furia se le va con las palabras. ¿A usted le da pena cuando me pega, diga?

– Y también cólera -Nieves manoteó torpemente la tranca de la puerta-: Sobre todo cuando la insulta.

A solas era todavía peor, aj, se te caen los dientes, aj, tienes toda la cara picada, aj, tu cuerpo ya no es el de antes, aj, se te chorrea, pronto vas a estar como las viejas huambisas, aj, y todo lo que se le ocurría, ¿le daba pena?, y Nieves cállese.

– Pero creía en ti y eso que te conocía -dijo Aquilino-. Yo llegaba a la isla y la Lalita pronto me sacará de aquí, si este año hay mucho jebe nos iremos al Ecuador y nos casaremos. Sea buenito, don Aquilino, venda la mercadería a buen precio. Pobre Lalita.

– No se largó antes porque esperaba que me hiciera rico -dijo Fushía-. Qué bruta, viejo. No me casé con ella cuando era durita y sin granos, y creía que iba a casarme con ella cuando ya no calentaba a nadie.

– A Adrián Nieves lo calentó -dijo Aquilino-. Si no, no se la hubiera llevado.

– ¿Y a ellas también se las va a llevar al Ecuador el patrón? -dijo Nieves-. ¿También se va a casar con ellas?

– Su mujer soy yo sola -dijo Lalita-. Las otras son sirvientas.

– Diga lo que diga, yo sé que eso le duele -dijo Nieves-. No tendría alma si no le doliera que le meta otras mujeres a su casa.

– No las mete a mi casa -dijo Lalita-. Duermen en el corral con los animales.

– Pero se las tira en su delante -dijo Nieves-. No se haga la que no me entiende.

Se volvió a mirarla y Lalita se había aproximado al canto de la barbacoa, tenía las rodillas juntas, los ojos bajos y Nieves no quería ofender, tartamudeó y miró de nuevo por la ventana, le había dado cólera cuando dijo que se iba a ir con el patrón al Ecuador, el cielo color añil, las fogatas, los cocuyos chispeantes entre los helechos: le pedía perdón, él no quería ofender, y Lalita levantó los ojos:

– ¿Acaso no te las da a ti y al Pantacha cuando no le gustan? -dijo-. Tú haces lo mismo que él.

– Yo estoy solo -balbuceó Nieves-. Un cristiano necesita estar con mujeres, por qué me compara con el Pantacha, además me gusta que me hable de tú.

– Sólo al principio, aprovechándose de mis viajes -dijo Fushía-. Las rasguñaba, a una de las achuales la dejó sangrando. Pero después se acostumbró y eran como sus amigas. Les enseñaba cristiano, se entretenía con ellas. No es como tú crees, viejo.

– Y todavía te quejas -dijo Aquilino-. Todos los cristianos sueñan con eso que tú has tenido. ¿A cuántos conoces que cambiaran así de mujer, Fushía?

– Pero eran chunchas -dijo Fushía-, chunchas, Aquilino, aguarunas, achuales, shapras, pura basura, hombre.

– Y, además, son como animalitos -dijo Lalita-, se encariñan conmigo. Más bien me dan pena del miedo que les tienen a los huambisas. Si tú fueras el patrón, serías como él, hasta me insultarías.

– ¿Acaso me conoce para que me juzgue? -dijo Nieves-. Yo no le haría eso a mi compañera. Menos si fuera usted.

– Aquí el cuerpo se les afloja rápido -dijo Fushía-. ¿Es mi culpa acaso si la Lalita envejeció? Y, además, hubiera sido tonto desperdiciar la ocasión.

– Por eso te las robabas tan chicas -dijo Aquilino-. Para que fueran duritas ¿no?

– No sólo por eso -dijo Fushía-; a mí me gustan las doncellitas como a cualquier hombre. Sólo que esos perros de los paganos no las dejan crecer sanas, a las más criaturas ya las han roto, la shapra fue la única sanita que encontré.

– Lo único que me duele es acordarme de cómo era yo, en Iquitos -dijo Lalita-. Los dientes blancos, igualitos, y ni una mancha siquiera en la cara.

– Le gusta inventarse cosas para sufrir -dijo Nieves-. ¿Por qué no deja el patrón que los huambisas se acerquen a este lado? Porque a todos se les van los ojos cuando usted pasa.

– También al Pantacha y a ti -dijo Lalita-. Pero no porque sea bonita, sino porque soy la única cristiana.

– Yo siempre he sido educado con usted -dijo Nieves-. ¿Por qué me iguala con el Pantacha?

– Tú eres mejor que el Pantacha -dijo Lalita-. Por eso he venido a visitarte. ¿Ya no tienes fiebre?

– ¿No te acuerdas que no bajé al embarcadero a recibirte? -dijo Fushía-. ¿Que tú viniste y me encontraste en la cabaña del jebe? Fue esa vez, viejo.

– Sí me acuerdo -dijo Aquilino-. Parecías durmiendo despierto. Creí que el Pantacha te había dado cocimiento.

– ¿Y no te acuerdas que me emborraché con el anisado que trajiste? -dijo Fushía.

– También me acuerdo -dijo Aquilino-. Querías quemar las cabañas de los huambisas. Parecías diablo, tuvimos que amarrarte.

– Es que traté como diez días y no le podía a esa perra -dijo Fushía-, ni a la Lalita ni a las chunchas, viejo, de volverse loco, viejo. Me ponía a llorar solo, viejo, quería matarme, cualquier cosa, diez días seguidos y no les podía, Aquilino.

– No llores, Fushía -dijo Aquilino-. ¿Por qué no me contaste lo que te pasaba? Tal vez te hubieras curado, entonces. Hubiéramos ido a Bagua, el médico te habría puesto inyecciones.

– Y las piernas se me dormían, viejo -dijo Fushía-, les pegaba y nada, les prendía fósforos y como muertas, viejo.

– Ya no te amargues con esas cosas tristes -dijo Aquilino-. Fíjate, acércate al borde, mira cuántos pececitos voladores, esos que tienen electricidad. Fíjate cómo nos siguen, qué bonitas se ven las chispitas en el aire y debajo del agua.

– Y después ronchas, viejo -dijo Fushía-, y ya no podía quitarme la ropa delante de la perra esa. Tener que disimular todo el día, toda la noche, y no tener a quién contárselo Aquilino, chuparme esa desgracia yo solito.

Y en eso rascaron el tabique y Lalita se puso de pie. Fue hasta la ventana y, la cara pegada a la tela metálica, comenzó a gruñir. Afuera alguien gruñía también, suavemente.

– El Aquilino está enfermito -dijo Lalita-. Vomita todo lo que come el pobre. Voy a verlo. Si mañana no ha vuelto todavía, vendré a hacerte la comida.

– ojalá que no hayan vuelto -dijo Nieves-. No necesito que me cocine, me basta con que venga a verme.

– Si yo te digo tú, puedes decirme tú -dijo Lalita-. Al menos cuando no haya nadie.

– Los podría coger a montones si tuviera una red, Fushía -dijo Aquilino-. ¿Quieres que te ayude a levantarte para que los veas?

– Y después los pies -dijo Fushía-. Caminar cojeando, viejo, y en eso a pelarme como las serpientes, pero a ellas les sale otra piel y a mí no, viejo, yo punta llaga, Aquilino, no es justo, no es justo.

– Ya sé que no es justo -dijo Aquilino-. Pero ven, hombre, mira qué lindos los pececitos eléctricos.


Todos los días, Juana Baura y Antonia salían de la Gallinacera a la misma hora, hacían siempre el mismo recorrido. Dos cuadras rectas, polvorientas, y era el Mercado: las placeras comenzaban a tender sus mantas al pie de los algarrobos, a ordenar sus mercancías. A la altura de la tienda Las Maravillas -peines, perfumes, blusas, polleras, cintas y pendientes- doblaban a la izquierda y, doscientos metros adelante, aparecía la plaza de Armas, una ceñida ronda de palmeras y de tamarindos. La abordaban por la bocacalle opuesta a La Estrella del Norte. Durante el trayecto, una de las manos de Juana Baura hacía adiós a los conocidos, la otra iba en el brazo de Antonia. Al llegar a la plaza, Juana observaba las bancas de varillas y elegía la más sombreada para la joven. Si la muchacha permanecía impasible, la lavandera regresaba a su casa trotando suavemente, desataba su piajeno, reunía la ropa por lavar y emprendía la marcha hacia el río. Si, por el contrario, las manos de Antonia asían las suyas con ansiedad, Juana tomaba asiento a su lado y la calmaba con mimos. Repetía su silenciosa interrogación hasta que la muchacha la dejaba partir. Volvía a buscarla a mediodía, la ropa ya fregada y, a veces, Antonia retornaba a la Gallinacera subida en el asno. No era raro que Juana Baura encontrase a la joven dando vueltas en torno a la glorieta con una vecina cariñosa, no era raro que un lustrabotas, un mendigo o jacinto le dijeran: la llevaron donde fulano, a la iglesia, al Malecón. Entonces Juana Baura volvía sola a la Gallinacera y Antonia aparecía al atardecer, de la mano de una sirvienta, de un principal caritativo.

Ese día salieron más temprano, Juana Baura debía llevar al Cuartel Grau un uniforme de parada. El Mercado estaba desierto, unos gallinazos dormitaban sobre el tejado de Las Maravillas. No habían pasado aún los barrenderos y los desperdicios y charcos despedían mal olor. En la solitaria plaza de Armas corría una brisa tímida y el sol asomaba en un cielo sin nubes. Ya no caía arena. Juana Baura limpió la banca con su pollera, halló las manos de la muchacha sosegadas, le dio una palmada en la mejilla y partió. En el camino de regreso, encontró a la mujer de Hermógenes Leandro, el del camal, y juntas continuaron andando mientras el sol crecía en el cielo, ya alanceaba los techos altos de la ciudad. Juana iba encorvada, frotándose de rato en rato la cintura y su amiga estás enferma y ella tengo calambres desde hace tiempo, sobre todo en las mañanas. Hablaron de enfermedades y remedios, de la vejez, de lo atareada que es la vida. Luego Juana se despidió, entró en su casa, salió jalando al piajeno cargado de ropa sucia y, bajo el brazo, el uniforme envuelto en números viejos de Ecos y Noticias. Fue al Cuartel Grau bordeando el arenal y la tierra estaba caliente, rápidas iguanas corrían de pronto entre sus pies. Un soldado vino a su encuentro, el teniente se iba a enojar, por qué no había traído el uniforme más temprano. Le arrebató el paquete, le pagó y ella se dirigió entonces al río. No hasta el Viejo Puente, donde solía lavar, sino hacia una playita redonda, más arriba del camal, donde encontró a otras dos lavanderas. Y las tres estuvieron toda la mañana, arrodilladas en el agua, fregando y conversando. Juana terminó primero, partió, y ahora las calles, deslumbrantes bajo un sol vertical, se hallaban repletas de vecinos y forasteros. No estaba en la plaza, ni los mendigos ni Jacinto la habían visto y Juana Baura regresó a la Gallinacera; sus manos alternativamente golpeaban al animal y frotaban su cintura. Comenzó a tender la ropa, a medio trabajo fue a echarse en su colchón de paja. Cuando abrió los ojos, ya caía arena. Refunfuñando, trotó al solar: algunas prendas se habían ensuciado. Corrió el toldo que protegía los cordeles, acabó de colgar la ropa, volvió a su cuarto, rebuscó bajo el colchón hasta encontrar la medicina. Empapó un trapo con el líquido, se levantó la pollera, vigorosamente se frotó las caderas y el vientre. La medicina olía a meados y a vómitos, Juana esperó tapándose la nariz que la piel se secara. Se preparó unas menestras y, cuando estaba comiendo, tocaron a la puerta. No era Antonia, sino una sirvienta con una canasta de ropa. De pie en el umbral, conversaron. Llovía suave, los granitos de arena no se veían, se los sentía en la cara y en los brazos como patitas de araña. Juana hablaba de calambres, de las malas medicinas y la sirvienta protesta, que te dé otra o te devuelva tu plata. Luego se fue, pegada al muro, bajo los aleros. Sola, sentada en su colchón, Juana seguía iré el domingo a tu rancho, ¿crees que porque soy vieja me vas a engañar?, con tu medicina me tiembla la cintura, ladrón. Luego se tendió y, al despertar, había oscurecido. Encendió una vela, Antonia no había llegado. Salió al solar, el asno enderezó las orejas, rebuznó. Juana cogió una manta, se la echó sobre los hombros ya en la calle: estaba negro, por las ventanas de la Gallinacera se veían candeleros, lámparas, fogones. Caminaba muy rápido, tenía revueltos los cabellos y, cerca del Mercado, desde un pórtico, alguien dijo una aparecida. Ella trotaba, me das otra medicina para el sueño que me viene a cada rato o me devuelves la plata. Había poca gente en la plaza. Se acercó a todos y nadie sabía. La arena bajaba ahora densa, visible y Juana se cubrió la boca y la nariz. Recorrió muchas calles, tocó muchas puertas, repitió veinte veces la misma pregunta y, cuando regresó a la plaza de Armas, corría trabajosamente, se apoyaba en las paredes. Dos hombres, con sombrero de paja, conversaban en una banca. Ella dijo dónde está Antonia, y el doctor Pedro Zevallos buenas noches, doña Juana, ¿qué hace en la calle a estas horas? Y el otro, con voz de forastero, hay tanta arena que nos va a partir el cráneo. El doctor Zevallos se quitó el sombrero, se lo alcanzó a Juana y ella se lo puso; era grande, le tapaba las orejas. El doctor dijo la fatiga no la. deja hablar, siéntese un rato, doña Juana, cuéntenos y ella dónde está Antonia. Los dos hombres se miraron y el otro dijo sería bueno llevarla a su casa y el doctor sí, yo conozco, es por la Gallinacera. La tomaron de los brazos, la llevaban casi en el aire y, bajo el sombrero, Juana Baura rugía: esa que es ciega, ¿la han visto?, y el doctor Zevallos tranquilícese, doña Juana, ahora que lleguemos nos cuenta, y el otro qué huele tanto y el doctor Zevallos a remedio de curandero, pobre vieja.


Julio Reátegui se limpia la frente, mira al intérprete, le había faltado a la autoridad, eso estaba mal hecho y costaba caro: tradúcele eso. El claro de Urakusa es pequeño y triangular, el bosque lo abraza de cerca, ramas y lianas se balancean sobre las cabañas suspendidas por pilares de pona y terminadas en circunferencias abolladas como colas de pato: el intérprete ruge y acciona, Jum escucha atentamente. Hay unas veinte viviendas, idénticas: techos de yarina, tabiques de rajas de chonta unidas por bejucos, escalerillas toscamente labradas en troncos. Dos soldados conversan ante la cabaña colmada de urakusas prisioneros, otros levantan las carpas cerca del barranco, el capitán Quiroga batalla contra los zancudos y la chiquilla permanece tranquila junto al cabo Roberto Delgado, a ratos mira a Jum, tiene ojos claros y en su torso de muchacho ya se insinúan dos pequeñas corolas oscuras. Ahora habla Jum, sus labios morados disparan ruidos ásperos y escupitajos, Julio Reátegui ladea las piernas para evitar la lluvia de saliva y el intérprete cabo robando, es decir queriendo, que palo carajo, y después yéndose, fuera, nunca más, que dándole canoa, su canoa misma, de Jum, y que el práctico yéndose, no viendo, que se tiró al agua, diciendo, señor. Y el cabo Delgado da un paso hacia Jum: mentira. El capitán Quiroga lo contiene con un gesto: mentira, señor, si él se iba a ver a su familia a Bagua, ¿iba a estar perdiendo su tiempo robándoles cosas a éstos?, y qué les hubiera podido robar aun queriendo, mi capitán, ¿no veía lo miserable que era Urakusa? Y el capitán: pero entonces no era cierto que mataron al recluta. ¿Era verdad o no que se tiró al Marañón? Carajo, porque si no estaba muerto era desertor y el cabo cruza sus dedos y los besa: lo mataron, mi capitán, y lo del robo era la mentira más grande. Sólo habían registrado un poquito, pero buscando esa medicina contra los zancudos que él le había dicho y éstos lo amarraron y lo apalearon, a él, al sirviente, y al práctico lo habrían matado y lo habrían enterrado para que nadie lo descubriera, mi capitán. Julio Reátegui sonríe a la chiquilla y ésta lo mira de soslayo, ¿asustada?, ¿curiosa? Viste la pampanilla aguaruna y sus cabellos abundantes y polvorientos se agitan suavemente cuando mueve la cabeza; no lleva adornos en la cara ni en los brazos, sólo en los tobillos: dos calabazas enanas. Y Julio Reátegui: ¿por qué no había hecho comercio con Pedro Escabino?, ¿por qué no le vendió este año el jebe como otras veces? Que le tradujera eso y el intérprete gruñe y acciona, Jum escucha, los brazos cruzados y el gobernador indica a la chiquilla que se le acerque, ella le vuelve la espalda, y el intérprete, señor, nunca más, diciendo: Escabino diablo, se va, fuera, ni Urakusa, diciendo, ni Chicais, ningún pueblo aguaruna, patrón cojudeando, señor, y Julio Reátegui ¿qué iban a hacer los urakusas con el jebe que no querían venderle al patrón Escabino?, suavemente, mirando siempre a la chiquilla, ¿y qué con las pieles?, tradúcele eso. El intérprete y Jum gruñen, escupen y accionan, y ahora Reátegui los observa, un poco inclinado hacia el urakusa, y la chiquilla da un paso, mira la frente de Jum: la herida se ha hinchado pero ya no sangra, el ojo derecho del cacique está muy inflamado y Julio Reátegui ¿cooperativa? Esa palabra no existía en aguaruna, hijo, ¿le había dicho cooperativa? Y el intérprete: la había dicho en español, señor, y el capitán Quiroga sí, él la había oído. ¿Qué lío era ése, señor Reátegui? ¿Por qué ya no iban a hacer comercio con Escabino? ¿De dónde sacaron eso de ir a vender el jebe a Iquitos si éstos nunca supieron lo que era Iquitos? Julio Reátegui parece abstraído, se saca el casco, se alisa los cabellos, mira al capitán: hacía diez años que Pedro Escabino les traía telas, escopetas, cuchillos, capitán, todo lo que necesitaban para entrar al bosque a sacar goma. Después Escabino volvía, ellos le entregaban el jebe reunido, y él les completaba con telas, comida, lo que les hacía falta, y este año también recibieron adelantos, pero no quisieron venderle: ésa era la historia, capitán. Los soldados que han levantado las carpas se acercaron, uno estira la mano y toca a la chiquilla que da un salto, las calabazas danzan, ruido de sonajas y el capitán: ajá, un abuso de confianza, no estaba informado, le pegaban a un militar, estafaban a un civil, no sería raro que de veras se hubieran cargado al recluta y el gobernador agárrenla, que no se escape. Tres soldados corretean tras la chiquilla, que es ágil, escurridiza. La atrapan en el centro del claro, la llevan hacia el gobernador, éste le pasa la mano por la cara: tenía una mirada despierta, y algo gracioso en sus maneras, ¿no le parecía, capitán?, era una lástima que la pobre creciera aquí y el oficial: efectivamente, don Julio, y sus ojos eran verdecitos. ¿Era su hija?, que le preguntara eso y el capitán: tampoco tenía la barriguita hinchada, porque eso era tremendo en estos niños, la cantidad de parásitos que tragaban y el cabo Roberto Delgado: chiquita y bien servida, buena para mascota de la compañía, mi capitán, y los soldados ríen. ¿Era su hija?, y el intérprete no siendo, señor, tampoco urakusa, pero sí aguaruna, naciendo en Pato Huachana, señor, diciendo y Julio Reátegui llama a dos soldados: que se la llevaran a las carpas y cuidadito con dárselas de vivos con ella. Un soldado toma a la chiquilla del brazo y ella se deja llevar sin resistir. Julio Reátegui se vuelve hacia el capitán que lucha de nuevo contra invisibles, tal vez imaginarios enemigos aéreos: por aquí habían estado unos que se decían maestros, capitán. Se metieron a las tribus con el cuento de enseñar el español a los paganos y ya veía el resultado, le daban una paliza a un cabo, arruinaban el negocio de Pedro Escabino. ¿Se figuraba el capitán lo que ocurriría si todos los paganos decidían ensartar a los patrones que les habían hecho adelantos? El capitán se rasca la barbilla, gravemente: ¿una catástrofe económica? El gobernador asiente: los que venían de fuera traían los líos, capitán. La vez pasada habían sido unos extranjeros, unos ingleses, con el cuento de la botánica; se habían metido al monte y se llevaron semillas del árbol del caucho y un día el mundo se llenó de jebe salido de las colonias inglesas, más barato que el peruano y el brasileño, ésa había sido la ruina de la Amazonía, capitán, y él: ¿de veras señor Reátegui que venían óperas a Iquitos y que los caucheros encendían sus puros con billetes? Julio Reátegui sonríe, su padre tenía un cocinero para sus perros, imagínese, y el capitán ríe, los soldados ríen, pero Jum sigue serio, los brazos cruzados, a ratos espía la cabaña atestada de urakusas prisioneros y Julio Reátegui suspira: entonces se trabajaba poco y se ganaba mucho, ahora había que sudar sangre para recibir una miserias, y todavía tener que lidiar con esta gente, resolver problemas tan tontos. El capitán está serio ahora, don julio, ya lo creía, la vida era dura para los hombres de la Amazonía, y Reátegui, la voz bruscamente severa, al intérprete: el aguaruna no podía vender en Iquitos, que tenía que cumplir sus compromisos, que esos que vinieron los habían engañado, que nada de cooperativas ni de cojudeces. Patrón Escabino volvería y que harían comercio como siempre, traduciendo eso pero el intérprete muy rápido señor, repitiendo mejorcito y el capitán te habló despacio, nada de bromas. Julio Reátegui no tenía apuro, capitán, le iba a dar gusto. El intérprete gruñe y acciona, Jum escucha, corre una brisa ligera sobre Urakusa y el ramaje del bosque ronronea débilmente, se oye una risa: la chiquilla y el soldado están jugando ante las carpas. El capitán pierde la paciencia, ¿hasta cuándo?, sacude el hombro de Jum, ¿tampoco había entendido esta vez?, ¿les tomaba el pelo? Jum alza la cabeza, su ojo sano examina al gobernador, su mano lo señala, su boca gruñe, y Julio Reátegui ¿qué había dicho?, y el intérprete: insultando, señor, tú diablo siendo, diciendo, señor.


No había nadie en el pasillo, sólo la bulla del salón, la lámpara colgada del techo tenía celofán azul y una luz de amanecer bañaba el desvaído papel de las paredes y las puertas mellizas. Josefino se acercó a la primera y escuchó, a la segunda, en la tercera alguien jadeaba, crujía un catre levemente, Josefino tocó con los nudillos y la voz de la Selvática ¿qué hay?, y una desconocida voz masculina ¿qué hay? Corrió hasta el fondo del pasillo y allí no era el amanecer sino el crepúsculo. Permaneció inmóvil, escondido en la discreta penumbra y luego chirrió una cerradura, una cabellera negra invadió la luz azul, una mano la recogió como un visillo, brillaron unos ojos verdes. Josefino se mostró, hizo una señal. Minutos después salió un hombre en mangas de camisa, que se hundió canturreando en la boca de la escalera. Josefino atravesó el pasillo y entró al cuarto: la Selvática se abotonaba una blusa amarilla.

– Lituma llegó esta tarde -dijo Josefino, como si diera una orden-. Está abajo, con los León.

Una repentina sacudida conmovió el cuerpo de la Selvática, sus manos quedaron quietas, encogidas entre los ojales. Pero no se volvió ni habló.

– No tengas miedo -dijo Josefino-. No te hará nada. Ya sabe y le importa un pito. Vamos a bajar juntos.

Ella tampoco dijo nada y siguió abotonándose la blusa, pero ahora con suma lentitud, retorciendo torpemente cada botón antes de ensartarlo, como si tuviera los dedos agarrotados de frío. Y, sin embargo, todo su rostro transpiraba y unos lamparones húmedos teñían la blusa en la espalda y en las axilas. El cuarto era minúsculo, sin ventanas, iluminado por una sola bombilla rojiza, y la ondulante calamina del techo rozaba la cabeza de Josefino. La Selvática se puso una falda crema, forcejeó un rato con el cierre relámpago antes que éste le obedeciera. Josefino se inclinó, cogió del suelo unos zapatos blancos de taco alto, los alcanzó a la Selvática.

– Estás sudando del miedo -dijo-. Límpiate la cara. No hay de qué asustarse.

Se volvió para cerrar la puerta y, cuando giró de nuevo, la Selvática lo miraba a los ojos, sin pestañear, los labios entreabiertos, las ventanillas de su nariz latiendo muy rápido, como si le costara trabajo respirar u oliese de improviso exhalaciones fétidas.

– ¿Está tomado? -dijo luego, la voz medrosa y vacilante, mientras se frotaba la boca furiosamente con una toallita.

– Un poco -dijo Josefino-. Estuvimos festejando su llegada donde los León. Trajo un buen pisco de Lima.

Salieron y, en el pasillo, la Selvática caminaba despacio, una mano apoyada en la pared.

– Parece mentira, todavía no te acostumbras a los tacos -dijo Josefino-. ¿O es la emoción, Selvática?

Ella no respondió. En la tenue luz azul, sus labios rectos y espesos semejaban un puño apretado, y sus facciones eran duras y metálicas. Bajaron la escalera y a su encuentro venían bocanadas de humo tibio y de alcohol, la luz disminuía, y cuando surgió a sus pies el salón de baile, sombrío, ruidoso y atestado, la Selvática se detuvo, quedó casi doblada sobre el pasamanos y sus ojos habían crecido y revoloteaban sobre las siluetas difusas con un brillo salvaje. Josefino señaló el bar:

– Junto al mostrador, los que están brindando. No lo reconoces porque ha enflaquecido mucho. Entre el arpista y los León, ése del terno que brilla.

Rígida, prendida del pasamanos, la Selvática tenía la cara medio oculta por los cabellos, y una respiración ansiosa y silbante hinchaba su pecho. Josefino la cogió del brazo, se sumergieron entre las parejas abrazadas, y fue como si bucearan en aguas fangosas o debieran abrirse paso a través de una asfixiante muralla de carne transpirada, pestilencias y ruidos irreconocibles. El tambor y los platillos de Bolas tocaban un corrido y a ratos intervenía la guitarra del joven Alejandro y la música se animaba, pero cuando callaban las cuerdas, volvía a ser destemplada y de una lúgubre marcialidad. Emergieron de la pista de baile, frente al bar. Josefino soltó a la Selvática, la Chunga se enderezó en su mecedora, cuatro cabezas se volvieron a mirarlos y ellos se detuvieron. Los León parecían muy alegres y don Anselmo estaba despeinado y con los anteojos caídos, y la boca de Lituma, llena de espuma, se torcía, su mano buscaba el mostrador para dejar el vaso, sus ojillos no se apartaban de la Selvática, su otra mano había comenzado a alisar sus cabellos, a asentarlos, presurosa y mecánicamente. De pronto encontró el mostrador, su mano libre alejó al Mono y todo su cuerpo se adelantó, pero sólo dio un paso y quedó tambaleándose como un trompo sin fuerzas en el sitio, los ojillos atolondrados, los León lo sujetaron cuando ya caía. Su rostro no se inmutó, seguía mirando a la Selvática, respiró hondo y sólo mientras avanzaba hacia ellos, lentísimo, con un babero de espuma y de saliva, sostenido por los León, algo terco, forzado y doloroso, un simulacro de sonrisa se desplegó en sus labios y su barbilla tembló. Gusto de verte, chinita, y la mueca ganó todo su rostro, sus ojillos mostraban ahora un malestar insoportable, gusto de verte, Lituma, dijo la Selvática, y él gusto de verte, chinita, bamboleándose. Los León y Josefino lo rodeaban, bruscamente en los ojillos hubo un destello, una especie de liberación y Lituma se ladeó, se arrimó a Josefino, hola, colega querido, cayó en sus brazos, qué gusto de verte hermano. Permaneció abrazado a Josefino, profiriendo frases incomprensibles y, a ratos, un sordo mugido, pero cuando se separó parecía más sereno, había cesado esa nerviosa danza interior en sus ojillos y también la mueca, y sonreía de veras. La Selvática estaba quieta, las manos cogidas ante la falda, el rostro emboscado tras los mechones negros y brillantes.

– Chinita, nos encontramos -dijo Lituma, tartamudeando apenas, la sonrisa cada vez más ancha-. Ven por aquí, brindemos, hay que festejar mi regreso, yo soy el inconquistable número cuatro.

La Selvática dio un paso hacia él, su cabeza se movió, sus cabellos se apartaron, dos llamitas verdes relumbraban suavemente en sus ojos. Lituma estiró una mano, tomó a la Selvática de los hombros, la llevó así hasta el mostrador y allí estaban los ojos abúlicos e impertinentes de la Chunga. Don Anselmo se había acomodado los anteojos, sus manos buscaban en el aire, cuando encontraron a Lituma y a la Selvática los palmotearon cariñosamente, así me gusta, muchachos, paternalmente.

– La noche de los encuentros, viejo querido -dijo Lituma-. Ya ve usted cómo me porté bien. Llena los vasos Chunga Chunguita, y tú también llénate uno.

Apuró su vaso de un trago y quedó acezando, el rostro húmedo de cerveza, de saliva que goteaba hasta en las solapas inmundas del saco.

– Qué corazón, primo -dijo el Mono-. ¡Como un sol de grande!

– Alma, corazón y vida -dijo Lituma-. Quiero oír ese vals, don Anselmo. Sea bueno, déme gusto.

– Sí, no descuide la orquesta -dijo la Chunga-. Ahí en el fondo están protestando, lo reclaman.

– Déjalo un rato con nosotros, Chunguita -dijo la voz de José, pegajosa, dulzona, derretida-. Que se tome unas copitas con nosotros este gran artista.

Pero don Anselmo había dado media vuelta y dócilmente regresaba hacia el rincón de los músicos, tanteando en la pared, arrastrando los pies, y Lituma, siempre abrazado a la Selvática, bebía sin mirarla.

– Cantemos el himno -dijo el Mono-. ¡Un corazón como un sol, primo!

La Chunga también se había puesto a beber. Indolentes y opacos, semimuertos, sus ojos observaban a unos y a otros, a los inconquistables y a la Selvática, a la masa oscura de hombres y habitantas que oscilaba entre murmullos y risas en la pista de baile, a las parejas que subían la escalera, y a los grupos difuminados de los rincones. Josefino, acodado en el mostrador, no bebía, miraba de soslayo a los León que chocaban sus vasos. Y entonces sonaron el arpa, la guitarra, el tambor, los platillos, un estremecimiento recorrió la pista de baile. Los ojillos de Lituma se entusiasmaron:

– Alma, corazón y vida. Ah, esos valses que traen recuerdos. Vamos a bailar, chinita.

Arrastró a la Selvática sin mirarla, los dos se perdieron entre cuerpos aglomerados y sombras, y los León llevaban el compás con las manos y cantaban. Quieta y desagradable, la mirada de la Chunga permanecía ahora fija en Josefino, como si quisiera contagiarle su infinita pereza.

– Qué milagro, Chunguita -dijo Josefino-. Estás tomando.

– Tienes más miedo -dijo la Chunga y, un instante, una lumbre burlona apareció en sus ojos-. Cómo te has asustado, inconquistable.

– No hay motivo para asustarse -dijo Josefino-. Y ya ves cómo cumplo, no hubo ningún lío.

– Un miedo que no te cabe -rió sin ganas la Chunga-, que te hace temblar la voz, Josefino.


Las piernas desnudas del sargento colgaban de la escalerilla del puesto y alrededor todo ondulaba, las colinas boscosas, las capironas de la plaza de Santa María de Nieva, hasta las cabañas se balanceaban como tumbos al paso del viento tibio y silbante. El pueblo estaba puras tinieblas y los guardias roncaban, desnudos bajo los mosquiteros. El sargento encendió un cigarrillo y daba las últimas pitadas cuando, de improviso, tras el bosquecillo de juncos, silenciosa, traída por las aguas del Nieva, apareció la lancha, su choza cónica en la popa, unas siluetas evolucionando por cubierta. No había bruma y desde el puesto el embarcadero se divisaba claramente a la luz de la luna. Una figurilla saltó de la lancha, corrió esquivando las estacas de la playita, desapareció en las sombras de la plaza y, un momento después, ya muy cerca del puesto, reapareció y ahora el sargento podía reconocer el rostro de Lalita, su andar resuelto, su cabellera, sus fornidos brazos remando en torno a sus macizas caderas. Se incorporó a medias y esperó que ella llegara al pie de la escalerilla:

– Buenas noches, sargento -dijo Lalita-. Suerte que lo encontré despierto.

– Estoy de guardia, señora -dijo él-. Muy buenas. Le pido disculpas.

– ¿Por lo que está en calzoncillos? -rió Lalita-. No se preocupe, ¿acaso los chunchos no andan peor?

– Con este calor, tienen razón de andar calatos -el sargento, casi de perfil, se escudaba en la baranda-. Pero los bichos se banquetean con uno, todo el cuerpo me arde ya.

Lalita tenía la cabeza echada hacia atrás y la luz de la lamparilla del puesto alumbraba su rostro de granitos innumerables y resecos, y sus cabellos sueltos que ondulaban también, a sus espaldas, como un manto yagua de finísimas hebras.

– Estamos yendo a Pato Huachana -dijo Lalita-. Hay un cumpleaños y los festejos comienzan de mañanita. No pudimos salir antes.

– Qué más quieren, señora -dijo el sargento-. Tómense unas copitas a mi salud.

– También nos llevamos a los hijos -dijo Lalita-. Pero Bonifacia no quiso venir. No se le quita el miedo a la gente, sargento.

– Qué muchacha tan sonsa -dijo el sargento-. Perderse una oportunidad así, con lo raras que son las fiestecitas aquí.

– Estaremos allá hasta el miércoles -dijo Lalita-. Si la pobre necesita algo, ¿quisiera ayudarla?

– Con todo gusto, señora -dijo el sargento-. Sólo que usted ya ha visto, las tres veces que fui a su casa ni salió a la puerta.

– Las mujeres son muy mañosas -.dijo Lalita-, ¿todavía no se ha dado cuenta? Ahora que está solita, no tiene más remedio que salir. Dése una vueltecita por ahí, mañana.

– De todas maneras, señora -dijo el sargento-. ¿Sabe que cuando apareció la lancha creí que era el barco fantasma? Ése de los esqueletos, que se carga a los noctámbulos. Yo no era supersticioso, pero aquí me he contagiado de ustedes.

Lalita se persignó, lo hizo callar con la mano, sargento, ¿no veía que iban a viajar de noche?, cómo hablaba de esas cosas. Hasta el miércoles entonces, ah, y Adrián le mandaba saludos. Se alejó como había venido, corriendo y, antes de entrar al puesto a vestirse, el sargento esperó que la figurilla se dibujara otra vez entre las estacas y saltara a la lancha: compañero, le estaban tendiendo la cama. Se puso la camisa, el pantalón y los zapatos, despacio, cercado por la respiración tranquila de los guardias y la lancha estaría ya alejándose hacia el Marañón entre las canoas y las barcazas y, en la popa, Adrián Nieves hundiría y sacaría la pértiga. Esos selváticos, viajaban con casa y todo, como el viejo ese del Aquilino, ¿llevaría de verdad veinte años en los ríos?, qué costumbres. Se oyó roncar el motor, un bramido poderoso que borró los aleteos y rumores, el chirrido de los grillos y luego fue aminorando, alejándose y los ruidos del monte resucitaron uno tras otro, reconquistaron la noche: ahora, una vez más, reinaba sólo el runrún vegetal animal. Un cigarrillo entre los labios, la camisa arremangada hasta los codos, el sargento bajó la escalerilla atisbando en todas direcciones y fue hasta la cabaña del teniente: una respiración sofocada, casi trémula, atravesaba la tela metálica. Avanzó por la trocha, de prisa, entre graznidos indiferenciables, pupilas luminosas de búhos o lechuzas y la menuda, exasperada melodía de los grillos, sintiendo en la piel roces furtivos, picaduras como de alfiler, aplastando matas tiernas que crujían, hojas secas que susurraban al deshacerse bajo sus pies. Al llegar frente a la cabaña del práctico Nieves se volvió: unas transparencias blancuzcas velaban el pueblo, pero en lo alto de las colinas, la residencia de las madres lucía nítidamente sus paredes claras, sus calaminas brillantes, y también se divisaba el frontón de la capilla y su torre delgada y grisácea, empinada hacia la vasta oquedad azul. La muralla circular del bosque, agitada siempre de un suave temblor, profería sin tregua un ronroneo idéntico, una especie de inacabable bostezo gutural, y en la charca donde tenía sumidos los pies el sargento, sanguijuelas de cuerpos cálidos y gelatinosos chocaban furtivamente contra sus tobillos. Se inclinó, se mojó la frente, trepó la escalerilla. El interior de la cabaña estaba a oscuras y un olor intenso, diferente al del bosque, subía desde los horcones, como si hubiera allí restos de comida o algún cadáver descompuesto y entonces, en la chacra, ladró un perro. Alguien podía estar observando al sargento desde la abertura que separaba el tabique del techo, dos de esas rumorosas lucecitas podían ser ojos de mujer y no luciérnagas: ¿era o no era un mangache?, ¿dónde se le había ido la braveza? Recorría de puntillas la terraza, mirando a todos lados, el perro seguía aullando a lo lejos. La cortina estaba corrida y el boquete negro de la cabaña exhalaba olores densos.

– Soy el sargento, don Adrián -gritó-. Perdóneme que lo despierte.

Algo atolondrado, un instantáneo trajín o un gemido, y de nuevo el silencio. El sargento se llegó hasta el umbral, alzó la linterna y la encendió: una pequeña luna amarilla y redonda vagaba nerviosamente sobre jarras de greda, mazorcas, ollas, un balde de agua, don Adrián: ¿está usted ahí? Tenía que hablarle, don Adrián, y mientras el sargento balbuceaba, la luna escalaba el tabique, ligera y pálida, mostrando repisas repletas de latas, reptaba por las tablas y ávidamente iba de un brasero apagado a unos remos, de unas mantas a un rollo de cuerdas y, de pronto, una cabeza que se hundía, unas rodillas, dos brazos plegándose: buenas noches, ¿no estaba don Adrián?

La luna se había detenido sobre el bulto que formaba la mujer encogida, su luz rancia temblaba sobre unas caderas inmóviles. ¿Por qué se hacía la dormida? El sargento le estaba hablando y ella no le contestaba, por qué era así, dio dos pasos y la cabeza se hundió un poco más bajo los brazos, por qué, señorita: la piel era tan clara como el disco que la recorría, una itípak color crudo cubría su cuerpo de las rodillas a los hombros. El sargento sabía tratar a la gente, por qué le tenía miedo, ¿acaso venía a robar? El sargento se pasó la mano por la frente y la luna vibró, se enloqueció, la mujer había desaparecido y ahora la aureola amarilla la buscaba, rescataba unos pies, unos tobillos. Seguía en la misma posición, pero ahora el cuerpo tendido delataba un escalofrío, un movimiento que se repetía por ráfagas brevísimas. Él no era ladrón, sargento no era poca cosa, tenía sueldo, casa y comida, no necesitaba robarle a nadie, y tampoco estaba enfermo. ¿Por qué era así, señorita? Que se levantara, sólo quería que conversaran un rato, para conocerse mejor, ¿bueno? Dio otros dos pasos y se acuclilló. Ella había dejado de temblar y era ahora una forma rígida, no se la sentía respirar, por qué le tenía miedo, a ver, y el sargento alargó una mano, a ver, temerosamente hacia sus cabellos, no había que tenerle miedo, chinita, el contacto de unos filamentos ásperos en la yema de los dedos y, como una revolución en la sombra, algo duro se elevó, golpeó y el sargento cayó sentado, manoteando a oscuras. La luna dibujó un segundo una silueta que cruzaba el umbral, en la terraza gruñían los tablones bajo los pies precipitados que huían. El sargento salió corriendo y ella estaba en el otro extremo, inclinada sobre la baranda, sacudiendo la cabeza como una loca, chinita, no vayas a tirarte al río. El sargento resbaló, miéchica, y siguió corriendo, qué te has creído, pero que viniera, chinita, y ella seguía danzando, rebotando contra la baranda, atolondrada como un insecto prisionero en el cristal del mechero. No se tiraba al río, ni le respondía, pero cuando el sargento la atrapó por los hombros, se revolvió y lo enfrentó como un tigrillo, chinita, ¿por qué lo arañaba?, el tabique y la baranda comenzaron a crujir, ¿por qué lo mordía?, amortiguando el jadeo sordo de los dos cuerpos que forcejeaban, ¿pero por qué lo rasguñaba, chinita?, y la ansiosa, rechinante voz de la mujer. La piel, la camisa y el pantalón del sargento estaban húmedos, el aliento del bosque era una oleada solar que iba colmándolo, empapándolo, chinita. Ya había conseguido sujetar sus manos, con todo su cuerpo la aplastaba contra el tabique y, de pronto, la pateó, la hizo caer y cayó junto con ella, ¿no se había hecho daño, sonsita? En el suelo, ella se defendía apenas pero gemía más fuerte, y el sargento parecía enardecido, chinita, chinita, carajeaba apretando los dientes, ¿viste? E iba encaramándose poco a poco sobre ella, mamita. Él venía a conversar nomás, y ella había sido, bandida, ella lo había puesto así, chinita, y bajo el cuerpo del sargento el cuerpo de ella se mostraba resbaladizo pero resignado. Se movió ligeramente cuando la mano del sargento tironeó la itípak y se la arrancó, y luego permaneció quieta, mientras él le acariciaba los hombros mojados, los senos, la cintura, chinita: lo tenía loco, se soñaba con ella desde el primer día, ¿por qué se había escapado?, sonsita, ¿no estaba también arrechita? Ella lanzaba un sollozo a veces, pero no luchaba ya, y permanecía dura e inerte, o blanda e inerte, pero juntaba los muslos con obstinación, sonsa, chinita, ¿por qué hacía eso, a ver?, que lo abrazara un poquito, y la boca del sargento pugnaba por separar esos labios soldados y todo su cuerpo se había puesto a ondular, a golpear contra el otro, chinita, qué malita, qué le hacía, por qué no quería y abría su boquita, sus piernas, mamita: se soñaba con ella desde el primer día. Luego, el sargento se sosegó y su boca se apartó de los labios cerrados, su cuerpo se hizo a un lado y quedó extendido de espaldas sobre los tablones, respirando fatigosamente. Cuando abrió los ojos, ella estaba de pie, mirándolo, y sus ojos fosforecían en la penumbra, sin hostilidad, con una especie de asombro tranquilo. El sargento se incorporó, apoyándose en la baranda, estiró una mano y ella se dejó tocar los cabellos, la cara, chinita, cómo lo había dejado, qué sonsita era, tirando cintura lo había dejado, y agresivamente la abrazó y la besó. Ella no hizo resistencia y, después de un momento, con timidez, sus manos se posaron sobre la espalda del sargento, sin fuerza, como descansando, chinita: ¿nunca había conocido hombre hasta ahora, di? Ella se arqueó un poco, se empinó, pegó su boca al oído del sargento: no había conocido hasta ahora, patroncito, no.

Estábamos por el río Apaga, y los huambisas encontraron unas huellas -dijo Fushía-. Y me dejé meter el dedo a la boca por esos perros. Hay que seguirlas, patrón, estarán cargados de jebe, irán a entregar lo que han recogido en el año. Les hice caso, y seguimos las huellas, pero esos perros no iban tras el jebe, sino tras la pelea.

– Son huambisas -dijo Aquilino-. Ya debías conocerlos, Fushía. ¿Y así fue como se encontraron con los shapras?

– Sí, a las orillas del Pushaga -dijo Fushía-. No tenían ni una bola de jebe siquiera, y nos mataron un huambisa antes de desembarcar. Los otros se enfurecieron y no podíamos pararlos. No te figuras, Aquilino.

– Claro que me figuro, harían una carnicería terrible -dijo Aquilino-. Son los más vengativos de los paganos. ¿Mataron a muchos?

– No, casi todos los shapras tuvieron tiempo de meterse al monte -dijo Fushía-. Sólo había dos mujeres cuando entramos. A una le cortaron la cabeza, y la otra es la que tú conoces. Pero no fue fácil llevármela a la isla. Tuve que sacarles revólver, también a ella querían matarla. Así comenzó lo de la shapra, viejo.

¿Habían llegado dos huambisas? Lalita corrió al pueblo, el Aquilino prendido de su falda, y unas mujeres lloraban a gritos: habían matado a uno en el Pushaga, patrona, los shapras lo habían matado de un virote envenenado. ¿Y el patrón y los demás? No les había pasado nada, llegarían más tarde, venían despacio, traían mucha carga que habían recogido en un poblado aguaruna del Apaga. Lalita no regresó a la cabaña, se quedó junto a las lupunas, mirando la cocha, la boca del caño, esperando que aparecieran. Pero se cansó de esperar y estuvo andando por la isla, el Aquilino siempre prendido de su falda: la pileta de las charapas, las tres cabañas de los cristianos, el pueblo huambisa. Ya les habían perdido el miedo a las lupunas los paganos, vivían entre ellas, las tocaban, y las parientes del muerto seguían llorando, revolcándose en el suelo. El Aquilino corrió donde unas viejas que. trenzaban hojas de ungurabi. Hay que cambiar los techos, decían, o vendrá la lluvia, se entrará y nos mojará.

– ¿Cuántos años tendría la shapra cuando te la llevaste a la isla? -dijo Aquilino.

– Era muchachita, tendría unos doce -dijo Fushía-. Y estaba nueva, Aquilino, nadie la había tocado. Y no se portaba como un animal, viejo, correspondía al cariño, era mimosa como un cachorrito.

– Pobre la Lalita -dijo Aquilino-. Qué cara pondría al verla llegar contigo, Fushía.

– No te compadezcas de esa perra -dijo Fushía-. Lo que yo siento es no haberla hecho sufrir bastante a esa perra ingrata.

¿Eran feroces, peleadores? Quizá, pero buenos con el Aquilino. Le enseñaron a hacer flechas, arpones, lo dejaban jugar con las estacas que estaban limando para hacerse sus pucunas, y serían flojos para ciertas cosas, pero ¿no hicieron ellos las cabañas y los sembraditos y las mantas?, ¿no traían comida cuando se acababan las latas de don Aquilino? Y Fushía suerte que sean paganos y se contenten con la pelea y las venganzas, si hubiera que partir las ganancias con ellos nos quedaríamos pobres, y Lalita si se hacían ricos, Fushía, algún día, a los huambisas se lo deberían.

– De muchacho, en Moyobamba, íbamos en grupo a espiar a las mujeres de los lamistas -dijo Aquilino-. A veces una se alejaba y le caíamos sin ver si era vieja o joven, bonita o fea. Pero nunca puede ser lo mismo con una chuncha que con una cristiana.

– Es que con ésa me pasó una cosa distinta, viejo-lijo Fushía-. No sólo me gustaba tirármela, también quedarme echado con ella en la hamaca y hacerla reír. Y decía lástima no saber shapra para que hablásemos.

– Caramba, Fushía, te estás sonriendo -dijo Aquilino-. Te acuerdas de ésa y te pones contento. ¿Qué cosas tenías ganas de decirle?

– Cualquier cosa -dijo Fushía-, cómo te llamas, ponte de espaldas, ríete otra vez. O que ella me hiciera preguntas sobre mi vida, y yo contarle.

– Vaya, hombre -dijo Aquilino-. Te enamoraste de la chunchita.

Al principio era como si no la vieran o ella no existiera. Lalita pasaba y ellos seguían machucando la chambira, sacando las fibras y no alzaban la cabeza. Después, las mujeres comenzaron a volverse, a reírse con ella, pero no le contestaban y ella ¿no le entenderían? ¿Fushía les prohibiría que le hablaran? Pero se jugaban con el Aquilino y, una vez, una huambisa corrió, los alcanzó, le puso al Aquilino un collar de semillas y conchas, esa huambisa que partió sin despedirse y no volvió nunca más. Y Fushía eso era lo peor de todo, venían cuando querían, se iban cuando les daba la gana, volvían a los tantos meses como si tal cual: era maldito lidiar con paganos, Lalita.

– La pobre les tenía pánico, se acercaba un huambisa y se tiraba a mis pies, me abrazaba temblando -dijo Fushía-. Les tenía más miedo a los huambisas que al diablo, viejo.

– A lo mejor la mujer que mataron en el Pushaga era su madre -dijo Aquilino-. Además, ¿acaso todos los paganos no odian a los huambisas? Porque son orgullosos, desprecian a todos, y más malvados que cualquiera otra tribu.

– Yo los prefiero a los otros -dijo Fushía-. No sólo porque me ayudaron. Me gusta su manera de ser. ¿Has visto a un huambisa de sirviente o de peón? No se dejan explotar por los cristianos. Sólo les gusta cazar y pelear.

– Por eso los van a desaparecer a todos, no va a quedar ni uno de muestra -dijo Aquilino-. Pero tú los has explotado a tu gusto, Fushía. Todo el daño que han hecho en el Morona, en el Pastaza y en el Santiago era para que tú ganaras plata.

– Yo era el que les conseguía escopetas y los llevaba donde sus enemigos -dijo Fushía-. A mí no me veían como patrón sino como aliado. Qué harán con la shapra ahora. Ya se la habrán quitado al Pantacha, seguro.

Las parientes del muerto seguían llorando y se punzaban con espinas hasta que brotaba sangre, patrona, para descansar, con la sangre mala se iban las penas y los sufrimientos, y Lalita a lo mejor era cierto, un día que sufriera se punzaría y vería. Y de pronto hombres y mujeres se levantaron y corrieron hacia el barranco. Se trepaban a las lupunas, señalaban la cocha, ¿ahí llegaban? Sí, de la boca del caño salió una canoa, un puntero, Fushía, mucha carga, otra canoa, Pantacha, Jum, más carga, huambisas y el práctico Nieves. Y Lalita fíjate Aquilino, cuánto jebe, nunca había visto tanto, Dios los ayudaba, pronto se harían ricos y se irían al Ecuador, y el Aquilino chillaba, ¿comprendería?, pero pobre el huambisa que habían matado.

– Se habrá quedado sin mujer y sin patrón -dijo Fushía-. Me buscaría por todas partes, el pobre, y habrá llorado y gritado de pena.

– No puedes compadecerte del Pantacha -dijo Aquilino-. Es un cristiano sin remedio, los cocimientos lo han vuelto loco. Ni se daría cuenta que te fuiste. Cuando llegué a la isla, esta última vez, no me reconoció siquiera.

– ¿Quién crees que me dio de comer desde que se fueron esos malditos? -dijo Fushía-. Me cocinaba, iba a cazar y a pescar para mí. Yo no podía levantarme viejo, y él todo el día junto a mi cama, como un perro. Habrá llorado, viejo, te aseguro.

– Hasta yo he tomado cocimiento, alguna vez -dijo Aquilino-. Pero el Pantacha se ha enviciado y se va a morir pronto.

Los huambisas descargaban las bolas negras, las pieles, chapoteaban entre las canoas, Lalita hacía adiós desde el barranco y, entonces, ella apareció: no era huambisa, ni aguaruna, y parecía vestida de fiesta: collares verdes, amarillos, rojos, una diadema de plumas, discos en las orejas, y una itípak larga con dibujos negros. Las huambisas del barranco también la miraban, ¿shapra?, shapra, murmuraban y Lalita cogió al Aquilino, corrió hasta la cabaña y se sentó en la escalerilla. Demoraban, a lo lejos se veía pasar a los huambisas, con el jebe al hombro, y al Pantacha que hacía tender los cueros al sol. Por fin vino el práctico Nieves, el sombrero de paja en la mano: habían ido lejos, patrona, y encontraron mucho remolino, por eso duró tanto el viaje y ella más de un mes. Habían matado a un huambisa, en el Pushaga, y ella ya sabía, los que llegaron esta mañana le habían contado. El práctico se puso el sombrero y se metió en su cabaña. Más tarde vino Fushía, y ella lo seguía. También su cara estaba de fiesta, muy pintada, y al caminar sonaban los discos, los collares, Lalita: le había traído esta sirvienta, una shapra del Pushaga. Andaba asustada con los huambisas, no entendía nada, tendría que enseñarle un poco de cristiano.

– Siempre hablas mal del Pantacha -dijo Fushía-. Tienes buen corazón con todos, viejo, menos con él.

– Yo lo recogí y lo llevé a la isla -dijo Aquilino-. Si no hubiera sido por mí, ya estaría muerto hace tiempo. Pero me da asco. Se pone como un animal, Fushía. Peor que eso, mira sin mirar, oye sin oír.

– A mí no me da asco porque conozco su historia -dijo Fushía-. El Pantacha no tiene carácter y cuando sueña se siente fuerte, y se olvida de unas desgracias que le pasaron, y de un amigo que se le murió en el Ucayali. ¿Por dónde lo encontraste, viejo? ¿A esta altura, más o menos?

– Más abajo, en una playita -dijo Aquilino-. Estaba soñando, medio desnudo y muerto de hambre. Me di cuenta que andaba escapando. Lo hice comer y me lamió las manos, igual a un perro, como tú decías enantes.

– Sírveme una copita -dijo Fushía-. Y ahora voy a dormir veinticuatro horas. Hicimos un viaje malísimo, la canoa del Pantacha se volcó antes de entrar al caño. Y en el Pushaga tuvimos un encontrón con los shapras.

– Dásela al Pantacha o al práctico -dijo Lalita-. Ya tengo sirvientas, no necesito a ésta. ¿Para qué te la has traído?

– Para que te ayude -dijo Fushía-. Y porque esos perros querían matarla.

Pero Lalita se había puesto a lloriquear, ¿acaso no había sido una buena mujer?, ¿no lo había acompañado siempre?, ¿la creía tonta?, ¿no había hecho lo que él había querido? Y Fushía se desnudaba, tranquilo, arrojando las prendas al voleo, ¿quién era el que mandaba aquí?, ¿desde cuándo le discutía? Y por último qué mierda: el hombre no era como la mujer, tenía que variar un poco, a él no le gustaban los lloriqueos y, además, por qué se quejaba si la shapra no iba a quitarle nada, ya le había dicho, sería sirvienta.

– La dejaste desmayada, la bañaste en sangre -dijo Aquilino-. Yo llegué un mes después y la Lalita todavía estaba llena de moretones.

– Te contó que le pegué, pero no que ella quería matarla a la shapra -dijo Fushía-. Cuando yo me estaba durmiendo, la vi que agarraba el revólver y me dio cólera. Además, esa perra se vengó bien de las veces que le pegué.

– La Lalita tiene un corazón de oro -dijo Aquilino-. Si se fue con Nieves, no lo hizo por vengarse de ti, sino por amor. Y si quiso matar a la shapra, sería por celos, no por odio. ¿También de ella se hizo amiga, después?

– Más que de las achuales -dijo Fushía-. ¿Acaso no viste? No quería que se la pasara a Nieves, y decía mejor que se quede, es la que me ayuda. Y cuando Nieves se la pasó al Pantacha, ella y la shapra lloraron juntas. Le enseñó a hablar en cristiano y todo.

– Las mujeres son raras, es difícil entenderlas a veces -dijo Aquilino-. Vamos a comer un poco, ahora. Sólo que se han mojado los fósforos, no sé cómo voy a prender esta hornilla.

Era una vieja ya, vivía sola y su único compañero era el asno, ese piajeno de pelaje amarillento y andares lentos y rumbosos, en el que todas las mañanas cargaba las canastas con la ropa recogida la víspera en casas de principales. Apenas cesaba la lluvia de arena, Juana Baura salía de la Gallinacera, una vara de algarrobo en la mano con la que, de tanto en tanto, estimulaba al animal. Torcía donde se interrumpe la baranda del Malecón, descendía a saltitos una cuesta polvorienta, pasaba bajo los soportes metálicos del Viejo Puente y se instalaba allí donde el Piura ha mordido la orilla y forma un pequeño remanso. Sentada en un pedrusco del río, el agua hasta las rodillas, comenzaba a refregar, y el asno, mientras tanto, como lo haría un hombre ocioso o muy cansado, se dejaba caer en la mullida playa, dormía, se asoleaba. A veces había otras lavanderas con quienes conversar. Si estaba sola, Juana Baura exprimía un mantel, canturreaba, unas enaguas, curandero ladrón casi me matas, jabonaba una sábana, mañana es primer viernes, padre García me arrepiento de lo que he pecado. El río había blanqueado sus tobillos y sus manos, los conservaba lisos, frescos y jóvenes, pero el tiempo arrugaba y oscurecía cada vez más el resto de su cuerpo. Al entrar al río, sus pies acostumbraban a hundirse en un blando lecho de arena; a veces, en lugar de la débil resistencia habitual, encontraban una materia sólida, o algo viscoso y resbaladizo como un pez atrapado en el fango: esas minúsculas diferencias eran lo único que alteraba la idéntica rutina de las mañanas. Pero ese sábado oyó, de pronto, un sollozo a sus espaldas, desgarrador y muy próximo: perdió el equilibrio, cayó sentada al agua, la canasta que llevaba en la cabeza se volcó, las prendas se iban flotando. Gruñendo, manoteando, Juana recuperó la canasta, las camisas, los calzoncillos y vestidos, y entonces vio a don Anselmo: tenía la cabeza desmayada entre las manos y el agua de la orilla mojaba sus botas. La canasta cayó al río de nuevo y, antes que la corriente la colmara y sumergiera, Juana estaba en la playa, junto a aquél. Confusa, balbuceó algunas palabras de sorpresa y de consuelo, y don Anselmo seguía llorando sin alzar la cabeza. «No llore», decía Juana, y el río se adueñaba de las prendas, las alejaba silenciosamente. «Por Dios, cálmese, don Anselmo, qué le ha pasado, ¿está enfermo?, el doctor Zevallos vive al frente, ¿quiere que lo llame?, no sabe qué susto me ha dado.» El piajeno había abierto los ojos, los miraba oblicuamente. Don Anselmo debía llevar allí un buen rato, su pantalón, su camisa y sus cabellos estaban salpicados de arena, y su sombrero caído junto a sus pies casi había sido cubierto por la tierra. «Por lo que más quiera, don Anselmo», decía Juana, «qué le pasa, tiene que ser algo muy triste para que llore como las mujeres». Y Juana se persignó cuando él levantó la cabeza: párpados hinchados, grandes ojeras, la barba crecida y sucia. Y Juana «don Anselmo, don Anselmo, diga si puedo ayudarlo», y él «señora, la estaba esperando» y su voz se quebró. «¿A mí, don Anselmo?», dijo Juana, los ojos muy abiertos. Y él asintió, devolvió la cabeza a los brazos, sollozó y ella «pero don Anselmo», y él aulló «se murió la Toñita, doña Juana», y ella «¿qué dice, Dios mío, qué dice?», y él «vivía conmigo, no me odie», y la voz se le quebró. Estiró entonces con gran esfuerzo uno de sus brazos y señaló el arenal: la verde construcción relampagueaba bajo el cielo azul. Pero Juana Baura no la veía. A tropezones alcanzaba el Malecón, corría y chillaba despavorida, a su paso se abrían ventanas y asomaban rostros sorprendidos.


Julio Reátegui alza la mano: ya bastaba, que se fuera. El cabo Roberto Delgado se endereza, suelta la correa, se limpia el rostro congestionado y sudoroso y el capitán Quiroga: te pasaste, ¿era sordo o no entendía las órdenes? Se acerca al urakusa tendido, lo mueve con el pie, el hombre se queja débilmente. Se estaba haciendo, mi capitán, se las quería dar de vivo, ya iba a ver. El cabo carajea, se frota las manos, toma impulso, patea y, al segundo puntapié, como un felino el aguaruna salta, caramba, tenía razón el cabo, tipo resistente, y corre veloz, cobrizo, agazapado, el capitán creía que se les había pasado. Sólo quedaba uno, señor Reátegui, y además Jum, ¿a él también? No, a ese cabeza dura se lo llevaban a Santa María de Nieva, capitán. Julio Reátegui bebe un sorbo de su cantimplora y escupe: que trajeran al otro y acabaran de una vez, capitán ¿no estaba cansado? ¿Quería un traguito? El cabo Roberto Delgado y dos soldados se alejan hacia la cabaña de los prisioneros, por el centro del claro. Un sollozo quiebra el silencio del poblado y todos miran hacia las carpas: la chiquilla y un soldado forcejean cerca del barranco, borroso contra un cielo que oscurece. Julio Reátegui se pone de pie, hace una bocina con sus manos: ¿qué le había dicho, soldado? Que no viera, por qué no la metía a la carpa y el capitán ¡so carajo!, el puño en alto: que jugara con ella, que la entretuviera. Una lluvia menuda cae sobre las cabañas de Urakusa y del barranco suben nubecillas de vapor, el bosque envía hacia el claro bocanadas de aire caliente, el cielo ya está lleno de estrellas. El soldado y la chiquilla desaparecen en una carpa y el cabo Roberto Delgado y dos soldados vienen arrastrando a un urakusa que se para frente al capitán y gruñe algo. Julio Reátegui hace una seña al intérprete: castigo por faltar a la autoridad, nunca más pegarle a un soldado, nunca engañando patrón Escabino, sino volverían y castigo sería peor. El intérprete ruge y acciona y, mientras tanto, el cabo toma aire, se frota las manos, coge la correa, señor. ¿Traduciendo?, sí, ¿entendiendo?, sí y el urakusa, bajito, ventrudo, va de un lado a otro, brinca como un grillo, mira torcido, trata de franquear el círculo y los soldados giran, son un remolino, lo traen, lo llevan. Por fin, el hombre se queda quieto, se tapa la cara y se encoge. Aguanta a pie firme un buen rato, rugiendo a cada correazo, luego se desploma y el gobernador alza la mano: que se fuera, ¿ya estaban listos los mosquiteros? Sí, don Julio, todo listo, pero mosquiteros o no, al capitán le habían devorado la cara todo el viaje, le quemaba, y el gobernador cuidadito con Jum, capitán, no lo fueran a dejar solo. El cabo Delgado ríe: no se escaparía ni siendo brujo, señor, estaba amarrado y además habría guardia toda la noche. Sentado en el suelo, el urakusa mira de reojo a unos y a otros. Ya no llueve, los soldados traen leña seca, encienden una hoguera, brotan llamas altas junto al aguaruna que se soba el pecho y la espalda suavemente. ¿Qué esperaba, más azotes? Hay risas entre los soldados y el gobernador y el capitán los miran. Están en cuclillas ante la fogata, el chisporroteo enrojece y deforma sus rostros. ¿Por qué esas risitas? A ver, tú, y el intérprete se acerca: mareado quedando. Mi capitán. El oficial no entendía, que hablara más claro y Julio Reátegui sonríe: era el marido de una de las mujeres de la cabaña, y el capitán ah, por eso no se iba el bandido, ya entendía. Era cierto, Julio Reátegui también se había olvidado de esas damas, capitán. Sigilosos, simultáneos, los soldados se levantan y se acercan apiñados al gobernador: ojos fijos, bocas tensas, miradas ardientes. Pero el gobernador era la autoridad, don Julio, a él le tocaban las decisiones, el capitán era un simple ejecutante. Julio Reátegui examina a los soldados enquistados unos en otros; sobre los cuerpos indiferenciables, las cabezas están avanzadas hacia él, el fuego de la hoguera relumbra en las mejillas y en las frentes. No sonríen ni bajan los ojos, esperan inmóviles, las bocas entreabiertas, bah, el gobernador encoge los hombros, si tanto insistían. Impreciso, anónimo, un murmullo vibra sobre las cabezas, la ronda de soldados se escinde en siluetas, sombras que cruzan el claro, ruido de pisadas, el capitán tose y Julio Reátegui hace una mueca desalentada: éstos ya eran medio civilizados, capitán, y cómo se ponían por unos espantajos llenos de piojos, nunca acabaría de entender a los hombres. El capitán tiene un acceso de tos, ¿pero acaso en la selva no se pasaban tantas privaciones, don julio?, y manotea frenético alrededor de su cara, no había mujeres en la selva, se agarraba lo que se encontraba, se da una palmada en la frente, y por último ríe nervioso: las jovencitas tenían tetas de negras. Julio Reátegui alza el rostro, busca los ojos del capitán, éste se pone serio: naturalmente, capitán, eso también era cierto, a lo mejor se ponía viejo, a lo mejor si fuera más joven se hubiera ido con los soldados donde esas damas. El capitán se golpea ahora el rostro, los brazos, don julio, se iba a dormir, se los estaban comiendo los bichos, hasta creía haberse tragado uno, tenía pesadillas a veces, don Julio, en sueños se le venían encima nubes de mosquitos. Julio Reátegui le da una palmadita en el brazo: en Nieva le conseguiría algún remedio, era peor que estuviera fuera, de noche había tantos, que durmiera bien. El capitán Quiroga se aleja a trancos hacia las carpas, su tos se pierde entre las risotadas, carajos y llantos que estallan en la noche de Urakusa como ecos de una lejana fiesta viril. Julio Reátegui enciende un cigarrillo: el urakusa sigue sentado frente a él, observándolo de reojo. Reátegui expulsa el humo hacia arriba, hay muchas estrellas y el cielo es un mar de tinta, el humo sube, se extiende, se desvanece, y a sus pies la hoguera ya está boqueando como un perro viejo. Ahora el urakusa se mueve, va alejándose a rastras, impulsándose con los pies, parece nadar bajo el agua. Más tarde, cuando la hoguera está apagada, se oye un chillido, ¿del lado de la cabaña?, brevísimo, no, de las carpas, y Julio Reátegui echa a correr, una mano sujetando el casco, arroja la colilla al vuelo, sin detenerse cruza el umbral de la carpa y los chillidos cesan, cruje un catre y en la oscuridad hay una respiración alarmada: ¿quién estaba ahí?, ¿usted, capitán? La chiquilla estaba asustada, don Julio, y él había venido a ver, parecía que el soldado la asustó, pero el capitán ya le había echado un par de carajos. Salen de la carpa, el capitán ofrece un cigarrillo al gobernador y éste lo rechaza: él se encargaría de ella, capitán, no tenía que preocuparse, que fuera a acostarse nomás. El capitán entra a la carpa vecina y Julio Reátegui, a tientas, regresa hacia el catre de campaña, se sienta a la orilla. Su mano suavemente toca un pequeño cuerpo rígido, recorre una espalda desnuda, unos cabellos resecos: ya estaba, ya estaba, no había que tenerle miedo a ese bruto, ya se había ido ese bruto, felizmente que había gritado, en Santa María de Nieva estaría muy contenta, ya vería, las monjitas serían muy buenas, iban a cuidarla mucho, también la señora Reátegui la cuidaría mucho. Su mano acaricia los cabellos, la espalda, hasta que el cuerpo de la chiquilla se ablanda y su respiración se tranquiliza. En el claro siguen los gritos, carajos, más enardecidos y bufos y hay carreras y bruscos silencios: ya estaba, ya estaba, pobre criatura, que durmiera ahora, él vigilaría.


La música había terminado, los León aplaudían, Lituma y la Selvática volvieron al mostrador, la Chunga llenaba los vasos, Josefino seguía bebiendo solo. Bajo los anodinos chorritos de luz azul, verde y violeta, unas ralas parejas continuaban en la pista, evolucionando con aire maquinal y letárgico, al compás de los murmullos y los diálogos del contorno. Quedaba poca gente, también, en las mesas de los rincones; el grueso de hombres y de habitantas y toda la euforia de la noche, se habían concentrado en el bar. Amontonados y ruidosos tomaban cerveza, las carcajadas de la mulata Sandra parecían alaridos y un gordo de bigote y gafas enarbolaba su vaso amarillo como una bandera, había ido a la campaña del Ecuador de soldado raso, sí señor, y no se olvidaba del hambre, los piojos, el heroísmo de los cholos, ni de las niguas que se metían bajo las uñas y no querían salir ni a cañones, sí señor, y el Mono, súbitamente, a voz en cuello: ¡viva el Ecuador! Hombres y habitantas enmudecieron, los risueños ojazos del Mono distribuían guiños pícaros a derecha e izquierda y, después de unos segundos de indecisión y de estupor, el gordo apartó a José, cogió al Mono de las solapas, lo sacudió como un trapo, ¿por qué se metía con él?, que repitiera si tenía pantalones, que fuera macho y el Mono se acomodaba la ropa.

– No acepto bromas contra el patriotismo, amigo -el gordo palmeaba al Mono, sin rencor-. Me tomó usted el pelo, déjeme invitarle un trago.

– ¡Cómo me gusta la vida! -dijo José-. Cantemos el himno.

Se disolvieron todos en un solo corrillo y, aplastados contra el mostrador, reclamaron más cervezas. Así, exultantes y gregarios, los ojos ebrios, la voz chillona, mojados de sudor, bebieron, fumaron, discutieron y un joven bizco, de cabellos tiesos como una escobilla, abrazaba a la mulata Sandra, le presento a mi futura, compañero, y ella abría la boca, mostraba sus encías rojas y voraces, sus dientes de oro, estremecida de risa. De pronto, cayó sobre el joven como un gran felino, ávidamente lo besó en la boca y él se debatía entre los negros brazos, era una mosca en una telaraña, protestaba. Los inconquistables cambiaron miradas cómplices, burlonas, cogieron al bizco, lo inmovilizaron, ahí lo tienes, Sandra, te lo regalamos, cómetelo crudo, ella lo besaba, mordía y una especie de entusiasmo convulsivo invadió al grupo, nuevas parejas se le añadían y hasta los músicos abandonaron su rincón. Desde lejos, el Joven Alejandro sonreía lánguidamente y don Anselmo, seguido del Bolas, iba de un lado a otro, excitado, husmeando el bullicio, qué hay, qué pasa, cuente. Sandra soltó a su presa, al pasarse el pañuelo por la cara el bizco quedó pintarrajeado de rouge como un payaso, le alcanzaron un vaso de cerveza, él se lo echó encima, lo aplaudieron y, de repente, Josefino comenzó a buscar entre el tumulto. Se empinaba, se agachaba, acabó por salir del círculo y merodeó por todo el salón, volcando sillas, esfumándose y delineándose en el aire viciado y humoso. Volvió al mostrador a la carrera.

– Yo tenía razón, inconquistable -dijo la boca sin labios de la Chunga-. Estás con todos los muñecos encima.

– ¿Dónde están, Chunguita? ¿Subieron?

– Qué te importa -los ojos yertos de la Chunga lo escudriñaban como si fuera un insecto-. ¿Estás celoso?

– La está matando -dijo José, igual que un aparecido, jalando a Josefino del brazo-. Ven volando.

Cruzaron el grupo a empellones, el Mono estaba en la puerta con la mano extendida señalando la oscuridad, en dirección al Cuartel Grau. Salieron corriendo desbocados entre las chozas de la barriada que parecían desiertas, y luego entraron al arenal y Josefino trastabilló, cayó, se levantó, siguió corriendo, y ahora los pies se hundían en la tierra, había viento contrario y oscuros remolinos de arena y era preciso correr con los ojos cerrados, conteniendo la respiración para que el pecho no reventara. «Es su culpa, mierdas», rugió Josefino, «se descuidaron», y un momento después, con la voz rota, «pero hasta dónde, carajo», cuando ya surgía ante ellos una silueta intermedia entre la arena y las estrellas, una sombra maciza y vengativa:

– Hasta aquí, nomás, desgraciado, perro, mal amigo.

– ¡Mono! -gritó Josefino-. José!

Pero los León se habían abalanzado también contra él y, lo mismo que Lituma, le descargaban sus puños y sus pies y sus cabezas. Él estaba de rodillas y a su alrededor todo era ciego y feroz y cuando quería incorporarse y escapar de la vertiginosa ronda de impactos un nuevo puntapié lo derribaba, un puñetazo lo encogía, una mano estrujaba sus pelos y él tenía que alzar la cara y ofrecerla a los golpes y a los picotazos de la arena que parecía entrar a raudales por su nariz y su boca. Después fue como si una jauría gruñona y extenuada estuviera allí, rondando en torno a una bestia vencida, caliente todavía, olisqueándola, exasperándose por momentos, mordiéndola sin ganas.

– Se está moviendo -dijo Lituma-. ¡Sé hombre, Josefino, quiero verte, párate!

– Estará viendo a las marimachas de cerquita, primo -dijo el Mono.

– Ya déjalo, Lituma -dijo José-. Ya te has dado gusto. Qué más venganza que ésta. ¿No ves que se puede morir?

– Te mandarían de nuevo a la cárcel, primo -dijo el Mono-. Basta, no seas porfiado.

– Pégale, pégale -la Selvática se había aproximado, su voz no era violenta sino sorda-. Pégale, Lituma.

Pero, en vez de hacerle caso, Lituma se volvió contra ella, la tumbó en la arena de un empujón y la estuvo pateando, puta, arrastrada, siete leches, insultándola hasta que perdió la voz y las fuerzas. Entonces se dejó caer en la arena y empezó a sollozar como un churre.

– Primo, por lo que más quieras, ya cálmate.

– Ustedes también tienen la culpa -gemía Lituma-. Todos me engañaron. Desgraciados, traidores, deberían morirse de remordimiento.

– ¿Acaso no te lo sacamos de la Casa Verde, Lituma? ¿Acaso no te ayudamos a pegarle? Solo no hubieras podido.

– Nosotros te hemos vengado, primito. Y hasta la Selvática, ¿no ves cómo lo rasguña?

– Hablo de antes -decía Lituma, entre hipos y pucheros-. Todos estaban de acuerdo y yo allá, sin saber nada, como un cojudo.

– Primo, los hombres no lloran. No te pongas así. Nosotros siempre te hemos querido.

– Lo pasado pisado, hermano. Sé hombre, sé mangache, no llores.

La Selvática se había apartado de Josefino que, encogido en la tierra, se quejaba débilmente, y ella y los León compadecían a Lituma, que tuviera carácter, los hombres se crecen ante las desgracias, lo abrazaban, le sacudían la ropa, ¿todo olvidado?, ¿a comenzar de nuevo?, hermano, primo, Lituma. Él balbuceaba, consolado a medias, a veces se enfurecía y pateaba al tendido, luego sonreía, se entristecía.

– Vámonos, Lituma -dijo José-. A lo mejor nos vieron de la barriada. Si llaman a los cachacos tendremos un lío.

– Vamos a la Mangachería, primito -dijo el Mono-. Nos acabaremos el pisco que trajiste, eso te levantará el ánimo.

– No -dijo Lituma-. Volvamos donde la Chunga.

Echó a caminar por el arenal, a grandes trancos resueltos. Cuando la Selvática y los León lo alcanzaron entre las chozas de la barriada, Lituma se había puesto a silbar furiosamente y Josefino se divisaba a lo lejos, rengueando, quejándose y vociferando.

– Esto está que arde -el Mono sujetó la puerta para que los otros pasaran primero-. Sólo faltamos nosotros.

El gordo de bigote y gafas salió a recibirlos:

– Salud, salucita, compañeros. ¿Por qué desaparecieron así? Vengan, la noche está comenzando.

– Música, arpista -exclamó Lituma-. Valses, tonderos, marineras.

Fue a tropezones hasta el rincón de la orquesta, cayó en los brazos de Bolas y del Joven Alejandro, mientras el gordo y el joven bizco arrastraban a los León hacia el bar y les ofrecían vasos de cerveza. La Sandra arreglaba los cabellos de la Selvática, la Rita y la Maribel se la comían a preguntas y las cuatro cuchicheaban como avispas. La orquesta comenzó a tocar, el mostrador quedó despejado, media docena de parejas bailaban en la pista entre las aureolas de luz azul, verde y violeta. Lituma vino al mostrador muerto de risa:

– Chunga, Chunguita, la venganza es dulce. ¿Lo oyes? Está que grita y no se atreve a entrar. Lo dejamos medio cadáver.

– A mí no me importan los asuntos de nadie -dijo la Chunga-. Pero ustedes son mi mala suerte. Por tu culpa me multaron la vez pasada. Menos mal que ahora el lío no fue en mi casa. ¿Qué te sirvo? Aquí, el que no consume se larga.

– Qué grosera para contestar, Chunguita -dijo Lituma-. Pero estoy contento, sirve lo que quieras. Para ti también, yo te invito.

Y ahora el gordo quería llevar a la Selvática a la pista de baile y ella se resistía, mostraba los dientes.

– Qué le pasa a ésta, Chunga -dijo el gordo, resoplando.

– Qué te pasa a ti -dijo la Chunga-. Te están invitando a bailar, no seas malcriada, ¿por qué no le aceptas al señor?

Pero la Selvática seguía forcejeando:

– Lituma, dile que me suelte.

– No la suelte, compañero -dijo Lituma-. Y usted haga su trabajo, puta.

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