El teniente deja de hacer adiós cuando la embarcación es sólo una lucecita blanca sobre el río. Los guardias se echan las maletas al hombro, suben el embarcadero, en la plaza de Santa María de Nieva se detienen y el sargento señala las colinas: entre las dunas boscosas reverberan unos muros blancos, unas calaminas, ésa era la misión, mi teniente, la cuestecilla pedregosa estaba vacía, a eso le decían la residencia, ahí vivían las monjitas, mi teniente, y a la izquierda la capilla. Siluetas indígenas circulan por el pueblo, los techos de las cabañas son de fibras y parecen capuchones. Unas mujeres de cuerpos fangosos y ojos indolentes muelen algo al pie de dos troncos pelados. Siguen avanzando y el oficial se vuelve hacia el sargento: casi no había podido hablar con el teniente Cipriano, ¿por qué no se quedó siquiera hasta ponerlo al corriente? Pero es que si no aprovechaba la lancha hubiera tenido que esperar un mes, mi teniente, y estaba loco por irse, el teniente Cipriano. Que no se preocupara, el sargento lo pondría al tanto en un dos por tres y el Rubio deposita en el suelo un maletín y muestra la cabaña: ahí la tenía, mi teniente, la comisaría más pobre del Perú, y el Pesado ésa del frente sería su casa, mi teniente, y el Chiquito más tarde le conseguirían un par de sirvientas aguarunas, y el Oscuro las sirvientas era lo único que andaba botado en este pueblo perdido. Al pasar, el teniente toca el escudo que cuelga de una viga y brota un sonido metálico. La escalerilla de la cabaña no tiene baranda, las tablas del suelo y del tabique son bastas, desiguales, y en la primera habitación hay sillas de paja, un escritorio, un banderín descolorido. Una puerta está abierta al fondo: cuatro hamacas, unos fusiles, una hornilla, un basurero, vaya miseria. ¿Se tomaría una cervecita el teniente? Estarían frías, las habían metido en un balde de agua desde la mañana. El oficial asiente y el Chiquito y el Oscuro salen de la cabaña -¿se llamaba Fabio Cuesta el gobernador?; sí, un viejito simpático, pero que fuera a saludarlo más tarde, mi teniente, a estas horas dormía la siesta- y vuelven con vasos y botellas. Beben, el sargento brinda por el teniente, los guardias preguntan por Lima, el oficial quiere saber cómo es la gente en Santa María de Nieva, quién es quién, ¿buenas personas las monjitas de la misión?, y si los chunchos dan dolores de cabeza. Bueno, seguirían conversando a la noche, el teniente quería descansar un rato. Ellos le habían encargado a Paredes una comidita especial, mi teniente, para festejar su llegada y el Rubio era el dueño de la cantina, mi teniente, donde él comían todos, y el Oscuro también carpintero y el Pesado para colmo medio brujo, ya se lo presentarían, buena gente ese Paredes. Los guardias llevan las maletas a la cabaña del frente, el oficial los sigue bostezando, entra y se tumba en el camastro que ocupa el centro de la habitación. Con voz soñolienta despide al sargento. Sin levantarse, se saca el quepí, los zapatos. Huele a polvo y a tabaco negro. No hay muchos muebles: una cómoda, dos banquitos, una mesa, un mechero que pende del techo. Las ventanas tienen rejillas metálicas: las mujeres siguen moliendo en la plaza. El teniente se pone de pie, la otra habitación está vacía y tiene una pequeña puerta. La abre: la tierra está dos metros más abajo, oculta por yerbales y a unos pasos de la cabaña ya hay bosque cerrado. Se desabotona el pantalón, orina y cuando regresa al primer cuarto, el sargento está allí de nuevo: otra vez ese fregado, mi teniente, un aguaruna que se llama Jum. Y el intérprete: diablo diciendo, aguaruna, soldado mintiendo, y silabariolima y limagobierno. Señor. Arévalo Benzas mira hacia arriba protegiéndose los ojos con las manos, no era ningún cojudo, don Julio, el pagano quería hacerles creer que estaba loco, pero Julio Reátegui niega con la cabeza: no era eso, Arévalo, todo el tiempo repetía la misma cantaleta y él se la sabía ya de memoria. Algo se le había metido en la cabeza con eso de los silabarios, pero quién diablos le entendía. El sol rojizo y ardiente abraza Santa María de Nieva y los soldados, indígenas y patrones aglomerados alrededor de las capironas pestañean, sudan y murmuran. Manuel Águila se hace aire con un abanico de paja: ¿estaba muy cansado, don Julio? ¿Les habían dado mucho trabajo en Urakusa? Un poco, ya les contaría con calma, ahora Reátegui tenía que subir a la misión un momento, ya volvía, y ellos asienten: lo esperarían en la Gobernación, el capitán Quiroga y Escabino ya estaban allá. Y el intérprete: yendo y viniendo, práctico escapando, urakusapatria, carajo, banderagobierno. Manuel Águila utiliza el abanico como un escudo contra el sol, pero aun así lagrimea: que no se cansara, era por gusto, el que las hacía las pagaba, intérprete, traduciéndole eso. El teniente se abotona el pantalón calmadamente, y el sargento pasea por la habitación, las manos en los bolsillos: qué iba a ser la primera vez que venía, mi teniente. Un montón de veces ya, hasta que una vez el teniente Cipriano se calentó, le pegó un susto y así el pagano dejó de venir. Pero qué sabido, seguro supo que el teniente Cipriano se iba de Santa María de Nieva, y vino corriendo a ver si con el nuevo teniente le ligaba. El oficial termina de anudarse los zapatos, se pone de pie. ¿Al menos era tratable? El sargento hace un gesto vago: no se ponía maldito pero, eso sí, la terquedad andante, una mula, nadie le sacaba lo que tenía en la tutuma. ¿Cuándo había sido ese lío? Cuando era gobernador el señor Julio Reátegui, antes de que hubiera una comisaría en Nieva, y el teniente cierra la puerta de la cabaña con furia, era el colmo, ni dos horas que había llegado y ya tenía trabajo, el chuncho podía haberse aguantado hasta mañana ¿no? Y el intérprete: ¡cabodelgado diablo! ¡Diablo capitanartemio! Mi cabo. Pero el cabo Roberto Delgado no se enoja, se ríe igual que los soldados y algunos indígenas también ríen: que se las siguiera dando de maldito nomás, insultándonos a él y al capitán, que siguiera, ya vería quién reía el último. Y el intérprete: hambreando, mi cabo, mareado, carajo, barriga bailando, mi cabo, sed diciendo, ¿le daban agua? No, primero se la chupaba al cabo, y alza la voz: si alguien le alcanzaba agua o comida se las entendía con él, que les tradujera eso a todos los paganos de Santa María de Nieva, porque podían hacerse los tontos y los risueños, pero en el fondo estarían rabiando. Y el intérprete: la putesumadre, mi cabo, escabinodiablo, insultando. Ahora los soldados sólo sonríen, miran al cabo a hurtadillas y él muy bien, que le mentara la madre otra vez, que ya vería cuando lo bajaran. Un hombre flaco y bronceado les sale al encuentro, se quita el sombrero de paja y el sargento hace las presentaciones: Adrián Nieves, mi teniente. Sabía aguaruna y a veces les servía de intérprete, era el mejor práctico de la región y desde hacía dos meses trabajaba para la comisaría. El teniente y Nieves se dan la mano y el Oscuro, el Chiquito, el Pesado y el Rubio se apartan del escritorio, ahí estaba, mi teniente, ése era el pagano -así les decían acá a los chunchos- y el oficial sonríe: él creía que éstos se dejaban crecer la peluca hasta los pies, no se esperaba ver a un calvito. Una menuda pelusa cubre la cabeza de Jum y una cicatriz recta y rosácea secciona su frente minúscula. Es de mediana estatura, grueso, viste una itípak raída que cae desde su cintura hasta sus rodillas. En su pecho lampiño un triángulo morado ensarta tres discos simétricos, tres rayas paralelas cruzan sus pómulos. También tiene tatuajes a ambos lados de la boca: dos aspas negras, pequeñitas. Su expresión es tranquila pero en sus ojos amarillos hay vibraciones indóciles, medio fanáticas. Desde esa vez que lo pelaron, se seguía pelando solito, mi teniente, y era rarísimo porque nada les dolía más a éstos que les tocaran la peluca. El práctico Nieves se lo podía explicar, mi teniente: era una cosa de orgullo, justamente de eso habían estado hablando mientras esperaban que viniera. Y el sargento a ver si con don Adrián se entendían mejor que con el pagano, porque la vez pasada hizo de intérprete el brujo Paredes y nadie comprendía nada, y el Pesado es que el cantinero se hacía el que sabía aguaruna, no era cierto, lo chapurreaba apenitas. Nieves y Jum rugen y accionan, teniente, que no podía regresar a Urakusa hasta que le devolvieran todo lo que le quitaron, pero le venían ganas de volver y por eso se cortaba la peluca, para no poder volver ni queriendo, y el Rubio ¿no era una cosa de loco? Sí, y ahora que explicara de una vez qué quería que le devolvieran. El práctico Nieves se acerca al aguaruna, le gruñe señalando al oficial, gesticula y Jum, que escucha inmóvil, de pronto asiente y escupe: ¡alto ahí!, esto no era un chiquero, que no escupiera. Adrián Nieves se vuelve a colocar el sombrero, era para que el teniente viera que decía la verdad, y el sargento una costumbre de los chunchos, el que no escupía al hablar mentía y el oficial no faltaba más, iba a bañarlos en saliva entonces. Que le creían, Nieves, que no escupiera. Jum cruza los brazos y los aros de su pecho se deforman, el triángulo se arruga. Comienza a hablar reciamente, casi sin pausas, y sigue escupiendo a su alrededor. No aparta los ojos del teniente que taconea y observa disgustado la trayectoria de cada gargajo. Jum agita las manos, su voz es muy enérgica. Y el intérprete: robando carajo, urakusajebe, muchacha, soldadomireátegui, mi cabo. ¡Cabeza caliente! Para protegerse los ojos del sol, el cabo Roberto Delgado se ha sacado la cristina y la sostiene estirada junto a su frente: que siguiera haciéndose el disforzado nomás, que chillara, que se estaba hinchando de risa. Y que le preguntara dónde aprendió tantas lisuras. Y el intérprete: contratoescontrato, listo, patrón Escabino, entiende, listo, bajando, mi cabo. Los soldados están desnudándose y algunos corren ya hacia el río, pero el cabo Delgado sigue al pie de las capironas: ¿bajando? Ni de a vainas, ahí se quedaba y que agradeciera que el capitán Artemio Quiroga era buena gente, que si por él fuera se iba a acordar toda su vida. ¿Por qué no le mentaba la madre de nuevo, a ver? Que se atreviera, que se hiciera el macho delante de sus paisanos que lo estaban mirando y el intérprete: bueno, la putesumadre. Mi cabo. Que otra vez, que se la mentara de nuevo, que para eso se había quedado el cabo aquí y el teniente cruza las piernas y echa la cabeza atrás: historia absurda, sin pies ni cabeza, ¿de qué silabarios hablaba este bendito? Unos libros con figuras, mi teniente, para enseñar el patriotismo a los salvajes; en la Gobernación quedaban algunos todavía, muy apolillados, se los podía enseñar don Fabio. El teniente mira indeciso a los guardias y, mientras tanto, el aguaruna y Adrián Nieves siguen gruñéndose a media voz. El oficial se dirige al sargento, ¿era cierto lo de la muchacha? Y Jum ¡muchacha!, violentísimo, ¡carajo!, y el Pesado chist, que estaba hablando el teniente, y el sargento pst, quién sabía, aquí se robaban muchachas todos los días, podía ser cierto, ¿no decían que esos bandidos del Santiago se habían hecho su harén? Pero el pagano lo mezclaba todo, y uno no sabía qué tenían que ver los silabarios con el jebe que reclamaba y con lo de esa muchacha, mi compadre tenía un enredo de los mil diablos en la tutuma. Y el Chiquito si habían sido los soldados ellos no tenían nada que ver, ¿por qué no iba a quejarse a la guarnición de Borja?, rugen y accionan y el práctico Nieves: ya había ido dos veces y nadie le había hecho caso, teniente. Y el Rubio, había que ser rencoroso para seguir con ese asunto después de tanto tiempo, mi teniente, ya podía haberse olvidado. Rugen y accionan y Nieves: que en su pueblo le echan la culpa y no quería regresar a Urakusa sin el jebe, los cueros, los silabarios y la muchacha, para que vieran que Jum tenía razón. Jum habla de nuevo, despacio ahora, sin alzar las manos. Las dos aspas minúsculas se mueven con sus labios, como dos hélices que no pueden arrancar del todo comienzan a girar y retroceden y otra vez y retroceden. ¿De qué hablaba ahora, don Adrián? Y el práctico: se estaba acordando, y además insultando a esos que lo colgaron y el teniente deja de taconear: ¿lo habían colgado? El Chiquito señala vagamente la plaza de Santa María de Nieva: de esas capironas, mi teniente. Paredes se lo podía contar, él estaba, parecía un paiche dice, así colgaban a los paiches para que se secaran. Jum lanza un chorro de gruñidos, esta vez no escupe pero hace ademanes frenéticos: porque les decía las verdades lo colgaron de las capironas, teniente, y el sargento dale que dale con la misma historia, y el oficial ¿las verdades? Y el intérprete: ¡piruanos!, ¡piruanos, carajo! Mi cabo. Pero el cabo Delgado ya sabía, no necesitaba que le tradujeran eso, no hablaría pagano pero sí tenía oídos, ¿lo creía un pobre cojudo? Ah, Señor, el teniente golpea el escritorio, ah, qué vaina, no acabarían nunca a este paso, ¿piruanos quería decir peruanos, no?, ¿ésas eran las verdades? Y el intérprete: pior que sangrando, pior que muriendo, mi cabo. Y boninopérez y teofilocañas, no entiende. Mi cabo. Pero el cabo Delgado sí entendía: así se llamaban esos subversivos. Que era por gusto que los llamara que estaban muy lejos, y que si vinieran también a ellos los colgaban. El Oscuro está sentado en una orilla del escritorio, los otros guardias siguen de pie, mi teniente, había sido un escarmiento, decían. Y que todos los patrones y los soldados estaban furiosos, que querían cargárselos pero que los atajó el gobernador de entonces, el señor Julio Reátegui. ¿Y quiénes eran esos tipos? ¿No habían vuelto por aquí? Unos agitadores, parecía, que se hicieron pasar por maestros, mi teniente, y en Urakusa les habían hecho caso, los paganos se pusieron bravos y estafaron al patrón que les compraba el jebe, y el Pesado un tal Escabino, y Jum ¡Escabino! Ruge ¡carajo! Y el oficial chitón, Nieves, que lo callara. ¿Dónde estaba ese sujeto? ¿Se podía hablar con él? Bastante difícil, mi teniente, Escabino ya se había muerto, pero don Fabio lo conoció y lo mejor es que hablara con él: le contaría los detalles y además el gobernador era amigo de don Julio Reátegui. ¿Tampoco Nieves estaba aquí cuando esos incidentes? Tampoco, teniente, él sólo llevaba un par de meses en Santa María de Nieva, vivía lejos antes, por el Ucayali y el Oscuro: no sólo estafaron a su patrón, había también el asunto del cabo ese de Borja, se juntaron las dos cosas. Y el intérprete: ¡cabodelgado diablo! ¡Carajo! El cabo Delgado suelta todos los dedos de sus manos y los muestra: diez mentadas de madre, las tenía contaditas. Que podía seguir dándose gusto si quería, aquí se quedaba él para que siguiera mentándosela. Sí, un cabo que iba a Bagua con licencia, y con él iban un práctico y un sirviente y en Urakusa los aguarunas los asaltaron, apalearon al cabo y al sirviente, el práctico desapareció y unos decían que lo mataron y otros que desertó, mi teniente, aprovechando la ocasión. Y por eso se había organizado una expedición, soldados de Borja y el gobernador de aquí, y por eso se lo habían traído a éste y lo habían escarmentado en las capironas. ¿No había sido así, más o menos, don Adrián? El práctico asiente, sargento, era lo que había oído, pero como él no estaba acá quién sabía. Ajá, ajá, el teniente mira a Jum y Jum mira a Nieves, entonces no era tan santito como parecía. El práctico gruñe y el urakusa replica, áspero y gesticulante, escupiendo y pataleando: lo que él contaba era muy distinto, teniente, y el teniente lógico ¿cuál era la versión de mi compadre? Que el cabo se estaba robando cosas y que lo obligaron a devolverlas, el práctico se escapó nadando y que el patrón era tramposo con el jebe y que por eso no habían querido venderle. Pero el teniente no parece escuchar y sus ojos examinan al aguaruna de pies a cabeza, con curiosidad y cierto asombro: ¿cuánto tiempo lo habían tenido colgado, sargento? Un día lo tuvieron, y después le habían dado unos azotes, decía el brujo Paredes, y el Oscuro ese mismo cabo de Borja se los había dado, y el Rubio en venganza de los que le darían a él los paganos de Urakusa, mi teniente. Jum da un paso, se coloca ante el oficial, escupe. La expresión de su rostro es casi risueña ahora y sus ojos amarillos revolotean maliciosamente, una mueca juguetona rasga sus labios. Se toca la cicatriz de la frente y lento, ceremonioso como un ilusionista, gira sobre los talones, exhibe su espalda: desde los hombros bajan hasta su cintura unos surcos pintados de achiote, rectilíneos, paralelos y brillantes. Ésa era otra de sus locuras, mi teniente, siempre que venía se pintarrajeaba así, y el Chiquito cosa de él, porque los aguarunas no acostumbran pintarse la espalda, y el Rubio los boras sí, mi teniente, la espalda, la barriga, los pies, el poto, todito el cuerpo se pintaban, y el práctico Nieves para no olvidarse de los azotes que le dieron, ésa era la explicación que daba, y Arévalo Benzas se seca los ojos: se le habían asado los sesos ahí arriba, ¿qué gritaba? Piruanos, Arévalo, Julio Reátegui está apoyado de espaldas en la capirona, todo el viaje se la había pasado gritando piruanos. Y el cabo Roberto Delgado asiente, señor, no paraba de insultar a todo el mundo, al capitán, al gobernador, a él mismo, no se le bajaban los humos por nada. Julio Reátegui lanza una mirada rápida hacia arriba, ya se le bajarían, y cuando inclina la cabeza tiene los ojos mojados, un poco de paciencia, cabo, qué sol había, lo cegaba a uno. Y el intérprete: su pelo diciendo, silabario, muchacha. Señor. Cojudeando dice, y Manuel Águila: parecía borracho, así deliraban cuando estaban masateados, pero mejor iban de una vez que los estaban esperando, ¿quería que él lo acompañara donde las madres? No, a la madres no les tocaba meterse, mi teniente, ¿no veía que eran extranjeras? Pero el brujo Paredes decía que la madre Angélica -la más viejita de la misión, mi teniente, ahora que se había muerto la madre Asunción- había venido de noche a la plaza a pedir que lo bajaran, y que incluso se peleó con los soldados. Se compadecería la viejita, era la más renegona de todas, pura arruga ya, y el Oscuro: por último le quemaron las axilas con huevos calientes, el cabo ese, lo harían saltar hasta el cielo y Jum ¡carajo! ¡Piruanos! El teniente taconea de nuevo, no era la manera, caramba, y con los nudillos golpea el escritorio, se habían cometido excesos, sólo que qué iban a hacer ellos ahora, todo eso ya había pasado. ¿Qué decía ahora? Que le devolvieran nomás eso que le quitaron, teniente, y que se iría a Urakusa, y el sargento ¿no le había dicho que era terco? Ese jebe ya sería suela de zapatos, y las pieles ya serían carteras, maletas, y quién sabe dónde andaba la muchacha: se lo habían explicado cien veces, mi teniente. El oficial reflexiona, el mentón sobre el puño: siempre podía dirigirse a Lima, reclamar al Ministerio, a lo mejor la Dirección de Asuntos Indígenas lo indemnizaba, a ver, que Nieves le sugiriera eso. Se gruñen y, de pronto, Jum asiente muchas veces, ¡limagobierno!, los guardias sonríen, sólo el práctico y el teniente permanecen serios: ¡silabariolima! El sargento descruza los brazos: ¿no veía que era un salvaje, mi teniente? Cómo le iban a meter en la cabeza semejantes cosas, qué querría decir para él Lima, o Ministerio, y, sin embargo, Adrián Nieves y Jum se gruñen con vivacidad, cambian escupitajos y ademanes, el aguaruna calla a ratos y cierra los ojos, como meditando, luego, cautelosamente, pronuncia unas frases, señalando al oficial: ¿que lo acompañara? Hombre, vaya si le gustaría darse un paseíto a Lima, que no era posible y ahora Jum señala al sargento. No, no, ni el teniente, ni el sargento, ni los guardias, Nieves, no podían hacer nada, que buscara al Reátegui ese, volviera a Borja o lo que fuera, la comisaría no iba a estar desenterrando a los muertos ¿no?, resolviendo los líos de antaño ¿no? Él se moría de cansancio, no había dormido, sargento, que acabaran de una vez. Además, si los que lo habían fajado eran soldados de la guarnición, y autoridades de aquí, ¿quién le iba a dar la razón? Adrián Nieves interroga con los ojos al sargento, ¿qué le decía, por fin?, y al teniente: ¿todo eso? El oficial bosteza, entreabre perezosamente una boca desalentada y el sargento se inclina hacia él: lo mejor decirle que bueno, mi teniente. Le iban a devolver el jebe, las pieles, los silabarios, la muchacha, todo lo que quisiera y el Pesado qué le pasaba, mi sargento, quién le iba a devolver si Escabino ya era difunto, y el Chiquito ¿no sería de sus sueldos, no? Y el sargento para más seguridad le darían un papelito firmado. Ya lo habían hecho alguna vez con el teniente Cipriano, mi teniente, daba resultados. Le pondrían una estampilla de a medio en el papel y listo: ahora anda a buscar con eso al señor Reátegui y al Escabinodiablo para que te devuelvan todo. Y el Oscuro ¿una cojudeada en regla, mi sargento? Pero al teniente no lo convencían esas cosas, él no podía firmar ningún papel sobre este asunto tan viejo, y, además, pero el sargento papel periódico nomás, una firmita de a mentiras y así se iría tranquilo. Éstos eran tercos pero creían lo que se les decía, se pasaría meses y años buscando al Escabino y al señor Reátegui. Bueno, y que ahora le dieran algo de comer y se fuera sin que nadie más le pusiera un dedo encima, capitán, por favor que se lo repitiera él mismo. Y el capitán con mucho gusto, don Julio, llama al cabo: ¿entendido? Se había acabado el escarmiento, ni un dedo encima, y Julio Reátegui: lo importante era que volviera a Urakusa. Nunca más pegando a soldados, nunca engañando patrón, que si los urakusas se portan bien los cristianos se portan bien, que si los urakusas se portan mal los cristianos mal: que le tradujera eso, y el sargento lanza una carcajada que alegra todo su rostro redondo: ¿qué le había dicho, mi teniente? Sí, se habían librado de él, pero al oficial no le gustaba, no estaba acostumbrado a estos procedimientos, y el Pesado: la montaña no era Lima, mi teniente, aquí había que lidiar con chunchos. El teniente se pone de pie, sargento, la cabeza le daba vueltas con este lío, que no lo despertaran aunque se cayera el mundo. ¿No quería otra cervecita antes de irse a dormir?, no, ¿que le llevaran una tinaja con agua?, más tarde. El teniente hace un saludo con la mano a los guardias y sale. La plaza de Santa María de Nieva está llena de indígenas, las mujeres que muelen sentadas en el suelo forman una gran ronda, algunas llevan criaturas prendidas a las mamas. El teniente se para en medio de la trocha y, atajando el sol con la mano, contempla un momento las capironas: robustas, altas, masculinas. Un perro flaco pasa junto a él y el oficial lo sigue con la vista y entonces ve al práctico Adrián Nieves. Viene hacia él y le muestra en su mano los pedacitos blanquinegros de papel periódico, teniente: no era tan cojudo como se creía el sargento, había hecho trizas el papel y lo había tirado en la plaza, él acababa de encontrarlo.
– Un secreto que usted ni se huele, mi sargento -dijo el Pesado, bajando la voz-. Pero que no oigan los otros.
El Oscuro, el Chiquito y el Rubio conversaban en el mostrador con Paredes, que les servía unas copas de anisado. Un chiquillo salió de la cantina con tres ollitas de barro, cruzó la desierta plaza de Santa María de Nieva y se perdió en dirección a la comisaría. Un sol fuerte doraba las capironas, los techos y los tabiques de las cabañas, pero no llegaba hasta la tierra, porque una bruma blancuzca, flotante, que parecía venir del río Nieva, lo contenía a ras del suelo y lo opacaba.
– No están oyendo -dijo el sargento-. ¿Cuál es el secreto?
– Ya sé quién es la que está donde los Nieves -el Pesado escupió unas pepitas negras de papaya y se limpió con el pañuelo la cara sudada-, esa que nos dio tanta curiosidad la otra noche.
– ¿Ah, sí? -dijo el sargento-. ¿Y quién es?
– La que sacaba las basuras de las madres -susurró el Pesado, mirando de reojo hacia el mostrador-, la que botaron de la misión porque ayudó a escaparse a las pupilas.
El sargento se registró los bolsillos, pero sus cigarros estaban sobre la mesa. Encendió uno y chupó hondo, disparó una bocanada de humo: una mosca revoloteó con angustia dentro de la nube y escapó zumbando.
– ¿Y cómo averiguaste? -dijo el sargento-. ¿Te la presentaron los Nieves?
Haciéndose el tonto, mi sargento, el Pesado se iba a dar sus vueltecitas por la cabaña del práctico, y esa mañana la había visto, trabajando en la chacra con la mujer de Nieves: Bonifacia, así se llamaba. ¿No se habría equivocado el Pesado? Por qué iba a estar ésa con los Nieves, ¿acaso no era medio monja? No, desde que la botaron ya no era, no se ponía el uniforme y el Pesado la había reconocido ahí mismo. Un poco retaca, mi sargento, aunque tenía formas. Y debía ser jovencita, pero, sobre todo, que no les dijera nada a los otros.
– ¿Crees que soy un chismoso? -dijo el sargento-. Déjate de recomendaciones tontas.
Paredes trajo dos copitas de anisado y permaneció junto a la mesa, mientras el sargento y el Pesado bebían. Luego limpió el tablero con un trapo y volvió al mostrador. El Oscuro, el Rubio y el Chiquito salieron de la cantina y, en la puerta, una resolana rosada encendió sus rostros, sus cuellos. La bruma había crecido y, de lejos, los guardias parecían ahora mutilados, o cristianos vadeando un río de espuma.
– No te metas en líos con los Nieves que son mis amigos -dijo el sargento.
¿Y quién se iba a meter con ellos? Pero sería de locos no aprovechar la ocasión, mi sargento. Ellos eran los únicos que sabían, así que como buenos compañeros ¿no?, el Pesado le hacía el trabajito, ¿miti-miti, claro?, y se la pasaba ¿de acuerdo? Pero el sargento comenzó a toser, no le gustaban esos repartos, echaba humo por la nariz y por la boca, qué concha, por qué le iban a tocar las sobras.
– ¿Acaso no la vi primero, mi sargento? -dijo el Pesado-. Y averigüé quién era y todo. Pero fíjese, qué hace por aquí el teniente.
Señaló hacia la plaza y por allí venía el teniente, medio cuerpo afuera de la mancha gaseosa, pestañeando bajo el sol, con camisa limpia. Cuando emergió de la bruma, tenía húmedas de vapor la mitad inferior del pantalón y las botas.
– Venga conmigo, sargento -ordenó desde la escalerilla-. Don Fabio quiere vernos.
– No se olvide lo que le dije, mi sargento -murmuró el Pesado.
El teniente y el sargento se hundieron en la bruma hasta la cintura. El embarcadero y las cabañas bajas del contorno ya habían sido devorados por las olas de vapor, que arremetían ahora, altas y ondulantes, contra las techumbres y los barandales. En cambio, una luz diáfana abarcaba las colinas, los locales de la misión relumbraban intactos, y los árboles de troncos diluidos por la niebla, lucían sus copas limpias, y sus hojas, sus ramas y sus plateadas telarañas destellaban.
– ¿Subió donde las madrecitas, mi teniente? -dijo el sargento-. Les habrán dado unos azotes a las churres ¿no?
– Ya las perdonaron -dijo el teniente-. Esta mañana las sacaron al río. La superiora me dijo que la enfermita estaba mejor.
En la escalerilla de la cabaña del gobernador se sacudieron los pantalones mojados y frotaron sus suelas llenas de barro contra los peldaños. El cuadriculado de la tela metálica que protegía la puerta era tan diminuto que ocultaba el interior. Les abrió una aguaruna vieja y descalza, entraron y adentro hacía fresco y olía a verduras. Las ventanas estaban cerradas, el cuarto permanecía en la penumbra, y se distinguían confusamente los arcos, fotografías, pucunas y haces de flechas prendidos en las paredes. Unas mecedoras floreadas circundaban la alfombra de chamira y don Fabio había aparecido en el umbral de la pieza contigua, teniente, sargento, risueño y enjuto bajo la calva luminosa, la mano estirada: ¡había llegado la orden, figúrense! Dio una palmada al oficial en el hombro, ¿cómo estaban?, hacía gestos afables, ¿qué les parecía la noticia?, pero antes ¿un refresco?, ¿unas cervecitas?, ¿no parecía mentira? Dio una orden en aguaruna y la vieja trajo dos botellas de cerveza. El sargento apuró su vaso de un trago, el teniente pasaba el suyo de una mano a la otra y tenía los ojos errabundos y preocupados, don Fabio bebía, como un pajarito, sorbos ligerísimos.
– ¿Les comunicaron la orden por radio a las madres? -dijo el teniente.
Sí, esta mañana, y a don Fabio le habían avisado de inmediato. don Julio decía siempre ese ministro está torpedeando la cosa, es mi peor enemigo, no saldrá nunca. Y era la pura verdad, ya veían, cambió el Ministerio y la orden vino volando.
– Después de tanto tiempo -dijo el sargento-. Yo hasta me había olvidado de los bandidos, gobernador.
Don Fabio Cuesta sonreía siempre: tenían que partir cuanto antes para estar de regreso antes de las lluvias, no les recomendaba las crecidas del Santiago, las palisadas y los remolinos del Santiago, ¿a cuántos cristianos se habrían cargado esas crecidas?
– Sólo tenemos cuatro hombres en el puesto y no es bastante -dijo el teniente-. Porque, además, tiene que quedarse un guardia aquí, cuidando la comisaría.
Don Fabio guiñó un ojo con picardía, pero si el nuevo ministro era amigo de don julio, amigo. Había dado todas las facilidades y no iban a ir solos sino con soldados de la guarnición de Borja. Y ellos ya habían recibido la orden, teniente. El oficial bebió un trago, ah, y asintió sin entusiasmo: bueno, ése era otro cantar. Pero no se lo explicaba, y movía perplejamente la cabeza, ese asunto ahora era como la resurrección de Lázaro, don Fabio. Así andaban las cosas en nuestra patria, teniente, qué quería él, ese ministro demoraba y demoraba creyendo perjudicar sólo a don Julio, sin darse cuenta qué terrible daño les hacía a todos. Más valía tarde que nunca ¿no?
– Pero si ya no hay denuncias contra esos ladrones, don Fabio -dijo el teniente-. Si la última fue al poco tiempo de llegar yo a Santa María de Nieva, fíjese cuánto ha pasado.
¿Y eso qué importaba, teniente? No habría denuncias por este lado, pero sí por otro, y además, esos forajidos tenían que pagar su deuda, ¿les servía más cervecita? El sargento aceptó y, nuevamente, vació su vaso de un trago: no era por eso, gobernador, sino que a lo mejor hacían un viaje de balde, qué iban a estar los rateros ahí todavía. Y si se adelantaban las lluvias, cuánto tiempo podían quedarse enterrados en el monte. Nada, nada, sargento, tenían que estar en la guarnición de Borja dentro de cuatro días, y otra cosa que el teniente debía saber: éste era un asunto que don Julio se tomaba muy a pecho. Los forajidos le habían hecho perder tiempo y paciencia, algo que él no perdonaba. ¿No decía el teniente que soñaba con salir de aquí? don Julio lo ayudaría si todo iba bien, la amistad de ese hombre valía oro, teniente, don Fabio lo sabía por experiencia.
– Ah, don Fabio -sonrió el oficial-, qué bien me conoce usted. Ya puso el dedo en la llaga.
– Y hasta el sargento saldrá beneficiado -replicó el gobernador, palmoteando feliz-. ¡Claro! ¿No les digo que don Julio y el nuevo ministro son amigos?
Estaba bien, don Fabio, harían lo que se pudiera. Pero que les convidara otra copita, para reaccionar, la noticia los había dejado medio atontados. Acabaron las cervezas y charlaron y bromearon en la fresca y olorosa penumbra, luego el gobernador los acompañó hasta la escalerilla y desde allí les hizo adiós. La bruma lo cubría todo ahora y, entre sus velos y danzas ambiguas, las cabañas y los árboles flotaban suavemente, se oscurecían y aclaraban, y había siluetas huidizas circulando por la plaza. Una voz menuda y tristona canturreaba a lo lejos.
– Primero a corretear tras las churres y ahora esto -dijo el sargento-. A mí no me hace gracia surcar el Santiago en esta época, va a ser una horrible moledera de huesos, mi teniente. ¿A quién va a dejar en el puesto?
– Al Pesado, que se cansa de todo -dijo el teniente-. Te hubiera gustado quedarte ¿no?
– Pero el Pesado tiene muchos años en la montaña -dijo el sargento-; eso da experiencia, mi teniente. ¿Por qué no el Chiquito, que es tan enclenque?
– El Pesado -dijo el teniente-. Y no pongas esa cara. A mí tampoco me gusta esta vaina, pero ya oíste al gobernador, de repente después de este viajecito cambia la suerte y salimos de aquí. Anda a llamar a Nieves y tráete a los otros a mi casa, para hacer el plan de trabajo.
El sargento quedó un momento inmóvil en la bruma, las manos en los bolsillos. Luego, cabizbajo, cruzó la plaza, pasó junto al embarcadero sumergido bajo una densa capa de vapor, se internó en la trocha y avanzó por un paisaje humoso y resbaladizo, cargado de electricidad y de graznidos. Cuando llegó frente a la cabaña del práctico, hablaba solo, sus manos estrujaban el quepí y sus polainas, su pantalón y su camisa tenían salpicaduras de barro.
– Qué milagro a estas horas, sargento -Lalita se escurría los cabellos, inclinada sobre la baranda; su rostro, sus brazos y su vestido chorreaban-. Pero pase, suba, sargento.
Indeciso, pensativo, siempre moviendo los labios, el sargento trepó la escalerilla, en la terraza dio la mano a Lalita y, cuando se volvió, Bonifacia estaba junto a él, también empapada. Su vestido color crudo se adhería a su cuerpo, sus cabellos húmedos ceñían su rostro como una toca, y sus ojos verdes miraban al sargento contentos, sin embarazo. Lalita exprimía el ruedo de su falda, ¿había venido a visitar a su alojada, sargento?, y gotitas transparentes rodaban sobre sus pies: ahí la tenía. Habían estado pescando y se habían metido al río con esta niebla, figúrese, no veían nada pero el agua estaba tibiecita, rica, y Bonifacia se adelantó: ¿traía comida? ¿Anisado? En vez de responder, Lalita lanzó una carcajada y entró a la cabaña.
– Te has hecho ver con el Pesado esta mañana -dijo el sargento-. ¿Por qué te hiciste ver? ¿No te dije que no quería?
– La está usted celando, sargento -dijo Lalita, desde la ventana, entre risas-. Qué le importa que la vean. ¿No querrá que la pobre se pase la vida escondiéndose, no?
Bonifacia escudriñaba el rostro del sargento, muy seria, y en su actitud había algo asustado y confuso. Él dio un paso hacia ella y los ojos de Bonifacia se alarmaron, pero no se movió y el sargento alzó un brazo, la tomó del hombro, chinita, no quería que hablara con el Pesado, y tampoco con ningún cristiano, señora Lalita.
– Yo no puedo prohibirle -dijo Lalita y Aquilino, que había aparecido en la ventana, se rió-. Y usted tampoco, sargento, ¿acaso es su hermano? Sólo siendo su marido podría.
– Yo no lo vi -tartamudeó Bonifacia-. Será mentira, no me habrá visto, diría nomás.
– No te humilles, no seas tonta -dijo Lalita-. Más bien dale celos, Bonifacia.
El sargento pegó a Bonifacia contra él, que nunca la viera con el Pesado mejor, y con dos dedos le levantó la barbilla, que nunca la viera con ningún hombre, señora, y Lalita lanzó otra carcajada y junto al rostro del Aquilino habían surgido otros dos. Los tres chiquillos se comían al sargento con los ojos y con ninguno la habría de ver, Bonifacia cogió la camisa del sargento y los labios le temblaban: se lo prometía.
– Eres tonta -dijo Lalita-. Cómo se ve que no conoces a los cristianos, sobre todo a los uniformados.
– Tengo que salir de viaje -dijo el sargento, abrazando a Bonifacia-. No volveremos antes de tres semanas, quizás un mes.
– ¿Conmigo sargento? -Adrián Nieves, en calzoncillos, estaba en la escalerilla, sacudiéndose con la mano el cuerpo bruñido y huesoso-. No me diga que otra vez se escaparon las pupilas.
Y cuando volviera se casarían, chinita, y la voz se le quebró y se puso a reír como un idiota, mientras Lalita gritaba e irrumpía en la terraza, resplandeciente, los brazos abiertos y Bonifacia salía a su encuentro y se abrazaban. El práctico Nieves estrechó la mano del sargento que hablaba soltando gallos, don Adrián, es que se había emocionado un poco: quería que ellos fueran los padrinos, claro. Ya veía, señora Lalita, había caído en su trampa nomás y Lalita sabía desde el principio que el sargento era un cristiano correcto, que la dejara abrazarlo. Harían una gran fiesta, ya vería cómo lo festejarían. Bonifacia, aturdida, abrazaba al sargento, a Lalita, besaba la mano del práctico, cogía a los chiquillos en vilo, y ellos con mucho gusto serían los padrinos, sargento, que se quedara a comer esta noche. Los ojos verdes relampagueaban, y Lalita se harían su casa aquí al ladito, se entristecían, ellos los ayudarían, se alegraban y el sargento tenía que cuidársela mucho, señora, no quería que ella viera a nadie mientras él estuviera de viaje y Lalita por supuesto, ni a la puerta saldría, la amarrarían.
– ¿Y adónde vamos ahora? -dijo el práctico-. ¿Otra vez con las madrecitas?
– Ojalá fuera eso -dijo el sargento-. Nos van a sacar el alma, don Adrián. Figúrese que llegó la orden. Nos vamos al Santiago, a buscar a los fascinerosos esos.
– ¿Al Santiago? -dijo Lalita. Se había demudado, estaba rígida y boquiabierta y el práctico Nieves, apoyado en la baranda, examinaba el río, la bruma, los árboles. Los chiquillos continuaban revoloteando alrededor de Bonifacia.
– Con gente de la guarnición de Borja -dijo el sargento-. ¿Pero por qué se pusieron así? No hay peligro, vamos a ir muchos. Y a lo mejor esos rateros ya se murieron de viejos.
– Pintado vive allá abajo -dijo Adrián Nieves, señalando el río oculto por la niebla-. Conoce bien la región y es un práctico de los buenos. Hay que avisarle ahorita, a veces sale de pesca a estas horas.
– Pero cómo -dijo el sargento-. ¿Usted no quiere venir con nosotros, don Adrián? Son más de tres semanas, se sacará su buena platita.
– Es que estoy enfermo, con las fiebres -dijo el práctico-. Vomito todo y la cabeza me da vueltas.
– Pero, don Adrián -dijo el sargento-. No me diga eso, qué va a estar usted enfermo. ¿Por qué no quiere ir?
– Tiene las fiebres, se va a acostar ahora mismo -dijo Lalita-. Vaya rápido donde Pintado, sargento, antes que salga de pesca.
Y al anochecer ella escapó como él le dijo, bajó el barranco y Fushía por qué te demoraste tanto, rápido, a la lanchita. Se alejaron de Uchamala con el motor apagado, casi a oscuras, y él todo el tiempo ¿no te habrán visto, Lalita?, pobre de ti si te vieron, me estoy jugando el pescuezo, no sé por qué lo hago y ella, que iba de puntero, cuidado, un remolino y a la izquierda rocas. Por fin se refugiaron en una playa, escondieron la lancha, se tumbaron en la arena. Y él estoy celoso, Lalita, no me cuentes del perro de Reátegui, pero necesitaba una lancha y comida, nos esperan días amargos pero ya verás, saldré adelante, y ella, saldrás, yo te ayudaré, Fushía. Y él hablaba de la frontera, todos andarán diciendo se fue al Brasil, se cansarán de buscarme, Lalita, a quién se le va a ocurrir que me vine de este lado, si pasamos al Ecuador no hay problema. Y de repente desnúdate, Lalita, y ella me han de picar las hormigas, Fushía, y él aunque sea. Después llovió toda la noche y el viento arrebató el abrigo que los protegía y ellos se turnaban para espantar los zancudos y los murciélagos. Embarcaron al amanecer y hasta que aparecieron los rápidos el viaje fue bueno: un barquito y se escondían, un pueblo, un cuartel, un avión y se escondían. Pasó una semana sin lluvias; viajaban desde que salía el sol hasta que se iba y, para ahorrar las conservas, pescaban anchovetas, bagres. En las tardes buscaban una isla, un banco de arena, una playa y dormían protegidos por una fogata. Cruzaban los pueblos de noche, sin encender el motor, y él: dale, fuerza Lalita, y ella no me dan los brazos, hay mucha corriente, y él fuerza, carajo, que ya falta poco. Cerca de Barranca se dieron de cara con un pescador y comieron juntos y ellos estamos huyendo y él ¿puedo ayudarlos? y Fushía queremos comprar gasolina, se me está acabando y él déme la plata, voy al pueblo y se la traigo. Tardaron dos semanas en pasar los pongos, luego se internaron por caños, cochas y aguajales, se extraviaron, se volcó la lancha dos veces, se acabó la gasolina y una madrugada Lalita, no llores, ya llegamos, mira, son huambisas. Se acordaban de él, creían que venía como otras veces a comprarles jebe. Les dieron una cabaña, comida, dos barbacoas y así pasaron muchos días. Y él ¿ves lo que te pasa por pegarte a mí?, mejor te hubieras quedado en Iquitos con tu madre y ella ¿si un día te matan, Fushía? Y él serás mujer de huambisa, andarás con las tetas al aire y te pintarás con añil, rupiña y achiote, te tendrán mascando yuca para hacer masato, fíjate lo que te espera. Ella lloraba, los huambisas se reían y él tonta, era broma, quizá seas la primera cristiana que han visto éstos, hace un montón de tiempo llegué hasta aquí con uno de Moyabamba y nos mostraron la cabeza de un cristiano que entró al Santiago buscando oro, ¿te da miedo?, y ella sí Fushía. Los huambisas les traían lonjas de chosca y majaz, bagres, yucas, una vez gusanos verdes y ellos vomitaron, de cuando en cuando un venado, una gamitana o un zúngaro. Él conversaba con ellos de la mañana a la noche y ella cuéntame, qué les preguntas, qué te dicen y él cosas, no te preocupes, la primera vez que vinimos con Aquilino los conquistamos con trago y vivimos seis meses con ellos, les traíamos cuchillos, telas, escopetas, anisado y ellos nos daban jebe, pieles y hasta ahora no puedo quejarme, eran mis clientes, son mis amigos, sin ellos ya estaría muerto, y ella sí pero vámonos, Fushía, ¿no está cerca la frontera? Y él mejores que los caucheros, Lalita, empezando por ese perro de Reátegui y si no fíjate cómo se portó conmigo, le hice ganar tanta plata y no quería ayudarme, es la segunda vez que los huambisas me salvan. Y ella pero cuándo pasamos al Ecuador, Fushía, ahorita comienzan las lluvias y ya no podremos. Y él dejó de hablar de la frontera y pasaba las noches sin dormir, sentado en la barbacoa, caminaba, hablaba solo, y ella qué te pasa, Fushía, déjame aconsejarte, para eso soy tu mujer y él silencio que estaba pensando. Y una mañana él se levantó, bajó a saltos el barranco y ella desde arriba no hagas eso, te lo imploro por el Cristo de Bagazán, santo, santo, y él siguió macheteando la lancha hasta desfondarla y hundirla y cuando subió al barranco traía los ojos contentos. ¿Ir al Ecuador sin ropas, sin plata y sin papeles? Una locura, Lalita, las policías se pasan la voz de un país al otro, sólo nos quedaremos un tiempito más, aquí me puedo hacer rico, todo depende de éstos y de que encuentre al Aquilino, es el hombre que nos hace falta, ven y te explico y ella qué has hecho, Fushía, Dios santo. Y él por aquí no vendrá nadie y cuando salgamos se habrán olvidado de mí y además tendremos plata para taparle la boca a cualquiera. Y ella Fushía, Fushía, y él tengo que encontrar al Aquilino y ella por qué la hundiste, no quiero morirme en el monte, y él so cojuda, había que borrar las huellas. Y un día partieron en una canoa, con dos remeros huambisas, en dirección al Santiago. Los escoltaban jejenes, lluvias de zancudos, el canto ronco de los trompeteros y en las noches, a pesar del fuego y de las mantas, los murciélagos planeaban sobre sus cuerpos y mordían en lugares blandos: los dedos del pie, la nariz, la base del cráneo. Y él nada de acercarse al río, por aquí hay soldados. Surcaban caños angostos, oscuros, bajo bóvedas de follaje hirsuto, lodazales pútridos, a veces lagunas erizadas de renacos, y también trochas que abrían los huambisas a machetazos, llevando la canoa al hombro. Comían lo que encontraban, raíces, tallos de jugo ácido, cocimientos de yerbas y un día cazaron una sachavaca, carne para una semana. Y ella no llego Fushía, ya no tengo piernas, me arañé la cara, y él falta poco. Hasta que apareció el Santiago y allí comieron chitaris que capturaban bajo las piedras del río y cocinaban al humo, y un armadillo cazado por los huambisas, y él ¿viste que llegamos, Lalita?, ésta es buena tierra, hay comida y todo está saliendo y ella me arde la cara, Fushía, te juro que ya no puedo. Hicieron campamento un día y después siguieron, Santiago arriba, deteniéndose a dormir y a comer en poblados huambisas de dos, tres familias. Y, una semana más tarde, abandonaron el río y durante horas navegaron por un caño estrecho donde no entraba el sol y tan bajo que sus cabezas tocaban el bosque. Salieron y él Lalita, la isla, mírala, el mejor sitio que existe, entre el monte y los pantanos, y antes de desembarcar hizo que los huambisas dieran vueltas por todo el contorno y ella ¿vamos a vivir aquí? Y él está oculta, en todas las orillas hay bosque alto, esa punta está bien para el embarcadero. Desembarcaron y los huambisas revolvían los ojos, mostraban los puños, gruñían y Lalita qué les pasa, Fushía, de qué están rabiosos y él miedosos de porquería, quieren regresar, se han asustado de las lupunas. Porque en lo alto del barranco y a lo largo de toda la isla, como una compacta y altísima valla, había lupunas de troncos ásperos, hinchados de jorobas y grandes aletas rugosas que les servían de asiento. Y ella no los grites tanto, Fushía, van a enojarse. Estuvieron discutiendo, gruñéndose y gesticulando y por fin los convenció y entraron tras ellos a la maleza que cubría la isla. Y él ¿oyes Lalita?, está llena de pájaros, hay guacamayos, ¿no sientes?, y cuando hallaron un huacanhuí comiéndose una culebrita negra los huambisas chillaron y él perros miedosos y ella estás loco, si todo es bosque, Fushía, cómo vamos a vivir aquí, y él ¿crees que no pienso en todo?, aquí viví con Aquilino y aquí viviré de nuevo y aquí me haré rico, verás cómo cumplo. Regresaron al barranco, ella bajó a la canoa y él y los huambisas se internaron nuevamente y de repente por encima de las lupunas su bió una columna de humo plomizo y comenzó a oler a quemado. Él y los huambisas volvieron corriendo, saltaron a la canoa, cruzaron la cocha y acamparon en la otra orilla, junto a la boca del caño. Y él cuando termine la quema habrá un claro grande, Lalita, que no llueva, y ella que no haya viento Fushía, que no se venga el fuego hasta aquí y se prenda el bosque. No llovió y el fuego duró casi dos días y ellos permanecieron en el mismo sitio, recibiendo el humo espeso, hediondo, de las lupunas y catahuas, las cenizas que iban y venían por el aire, mirando las llamas azules, filudas, las chispas que se estrellaban chasqueando en la cocha, oyendo cómo crujía la isla. Y él ya está, se quemaron los diablos, y ella no los provoques, son sus creencias, y él no me entienden y además se están riendo, los curé para siempre del miedo a las lupunas. El fuego iba limpiando la isla y despoblándola: de entre la humareda salían bandadas de pájaros y en las orillas aparecían maquisapas, frailecillos, shimbillos, pelejos que chillando saltaban a los troncos y ramas flotantes; los huambisas entraban al agua, los cogían a montones, les abrían la cabeza a machetazos y él qué banquete se están dando, Lalita, ya se les pasó la furia y ella yo también quiero comer, aunque sea carne de mono, tengo hambre. Y cuando volvieron a la isla había varios claros, pero el barranco seguía intacto y en muchos lugares sobrevivían reductos de bosque cerrado. Comenzaron el desmonte, todo el día lanzaban a la cocha troncos muertos, aves carbonizadas, culebras, y él dime que estás contenta y ella estoy, Fushía, y él ¿crees en mí? Y ella sí. Y luego quedó un sector de tierra plana y los huambisas cortaron árboles y unieron las rajas de madera con bejucos y él fíjate, Lalita, es como una casa y ella no tanto pero mejor que dormir en el monte. Y a la mañana siguiente, cuando despertaron, un páucar hacía su nido delante de la cabaña, sus plumas negras y amarillas relucían entre la hojarasca y él buena suerte, Lalita, ese pájaro es sociable, si vino es porque sabe que aquí nos quedamos.
Y ese mismo sábado unos vecinos recuperaron el cadáver y, envuelto en una sábana, lo llevaron al rancho de la lavandera. El velorio congregó a muchos hombres y mujeres de la Gallinacera en el solar de Juana Baura y ésta lloró toda la noche, una y otra vez besó las manos, los ojos, los pies de la muerta. Al amanecer unas mujeres sacaron a Juana de la habitación y el padre García ayudó a instalar los restos en el ataúd comprado por colecta popular. Ese domingo el padre García ofició la misa en la capilla del Mercado, y encabezó el cortejo fúnebre, y del cementerio regresó a la Gallinacera junto a Juana Baura: los vecinos lo vieron cruzar la plaza de Armas rodeado de mujeres, pálido, los ojos fulminantes, los puños crispados. Mendigos, lustrabotas, vagabundos se sumaron al cortejo y al llegar al Mercado éste ocupaba todo el ancho de la calle. Allí, subido en una banca, el padre García comenzó a vociferar y, en el contorno, se abrían puertas, las placeras abandonaban sus puestos para oírlo y a dos municipales que trataban de despejar el lugar los insultaron y los apedrearon. Los gritos del padre García se oían en el camal y, en La Estrella del Norte, los forasteros callaron, sorprendidos: ¿de dónde venía ese rumor, adónde iban tantas mujeres? Secreta, femenina, pertinaz corría una voz por la ciudad y, mientras tanto, bajo un cielo de turbios gallinazos, el padre García seguía hablando. Vez que callaba, se oía chillar a Juana Baura, arrodillada a sus pies. Entonces las mujeres comenzaron a agitarse sordamente, a murmurar. Y cuando llegaron los guardias con sus varas de la ley, un mar embravecido les salió al paso, el padre García a la cabeza, iracundo, un crucifijo en la mano derecha, y cuando quisieron cerrar el camino a las mujeres, hubo lluvia de piedras, amenazas: los guardias retrocedían, se refugiaban en las casas, otros caían y el mar los embestía, sumergía, dejaba atrás. Así entraron las enfurecidas olas a la plaza de Armas, rugientes, encrespadas, armadas de palos y de piedras y, a su paso, caían las tranqueras de las puertas, se cerraban los postigos, los principales se precipitaban a la catedral y los forasteros, guarecidos en los pórticos, presenciaban atónitos el avance del torrente. ¿Había forcejeado con los guardias el padre García? ¿Lo habían agredido? Su sotana desgarrada mostraba un pecho flaco y lechoso, unos largos brazos huesudos. Llevaba siempre el crucifijo en alto y daba roncas voces. Y así pasó el torrente por La Estrella del Norte, salpicó piedras y los cristales de la cantina volaron en pedazos, y cuando las mujeres entraron al Viejo Puente, el añoso esqueleto crujió, se bamboleó como un beodo y, al franquear el Río Bar y pisar Castilla, muchas mujeres tenían ya antorchas en las manos, corrían y de las bocas de las chicherías salían gentes, más rugidos, más antorchas. Llegaron al arenal y creció una polvareda, un gigantesco trompo ingrávido, dorado, y en el corazón de la espiral se divisaban rostros de mujeres, puños, llamas.
Replegada bajo la nívea, cegadora claridad del mediodía, cerradas sus puertas y sus ventanas, la Casa Verde parecía una mansión desierta. Los muros vegetales centellaban dulcemente en la resolana, se esfumaban en las esquinas con una especie de timidez y, como en un venado herido, en la quietud del local había algo indefenso, dócil, temeroso, ante la multitud que se acercaba. El padre García y las mujeres llegaron a las puertas, el griterío cesó y hubo una súbita inmovilidad. Pero entonces se escucharon los chillidos y, al igual que las hormigas desertan sus laberintos cuando el río los anega, surgieron las habitantas, empujándose y aullando, pintarrajeadas, a medio vestir, y la palabra del padre García se elevó, tronó sobre el mar y, entre las olas y los tumbos, tentáculos innumerables se alargaban, atrapaban a las habitantas, las derribaban y en el suelo las golpeaban. Y, luego, el padre García y las mujeres inundaron la Casa Verde, la colmaron en unos segundos y, desde el interior, provenía un estruendo de destrucción: estallaban vasos, botellas, se quebraban mesas, se rasgaban sábanas, cortinas. Desde el primer piso, el segundo y el torreón, comenzó un minucioso diluvio doméstico. Por el aire calcinado volaban macetas, bacinicas, lavadores desportillados y bateas, platos, colchones despanzurrados, cosméticos y una salva de vítores saludaba cada proyectil que describía una parábola y se clavaba en el arenal. Ya muchos curiosos, y aun mujeres, se disputaban los objetos y las prendas y había encontrones, disputas, violentísimos diálogos. En medio del desorden, magulladas, sin voz, temblando todavía, las habitantas se ponían de pie, caían unas en brazos de otras, lloraban y se consolaban. La Casa Verde ardía: púrpuras, agudas, dislocadas se veían las llamas dentro del humo ceniciento que ascendía hacia el cielo piurano en lentos remolinos. La muchedumbre comenzó a retroceder, los gritos fueron amainando; por las puertas de la Casa Verde, las invasoras y el padre García abandonaban el local a la carrera, sacudidos de tos, llorando de humo.
Desde la baranda del Viejo Puente, el Malecón, las torres de las iglesias, los techos y balcones, racimos de personas contemplaban el incendio: una hidra de cabezas encarnadas y celestes crepitando bajo un toldo negruzco. Sólo cuando el esbelto torreón se desplomó y hacía rato que, impulsados por una brisa ligera, llovían sobre el río carbones, astillas y cenizas, aparecieron los guardias y municipales. Se mezclaron con las mujeres, impotentes y tardíos, confusos y fascinados como los demás por el espectáculo del fuego. Y, de repente, hubo codazos, movimientos, mujeres y mendigos susurraban, decían «ya viene, ahí viene».
Venía por el Viejo Puente: gallinazas y curiosos se volvían a mirarlo, se apartaban de su camino, nadie lo detenía y él avanzaba, rígido, los cabellos alborotados, la cara sucia, increíblemente espantados los ojos, la boca trémula. Lo habían visto la víspera, bebiendo en una chichería mangache en la que apareció al atardecer, el arpa bajo el brazo, lloroso y lívido. Y allí pasó la noche, canturreando entre hipos. Los mangaches se le acercaban, «cómo ha sido, don Anselmo?, ¿qué ha pasado?, ¿cierto que usted se vivía con la Antonia? ¿que la tenía en la Casa Verde? ¿Cierto que ha muerto?». Él gemía, se quejaba y por fin rodó al suelo, borracho. Durmió y al despertar pidió más trago, siguió bebiendo, pellizcando el arpa, y así estaba cuando un churre entró a la chichería: «¡La Casa Verde, don Anselmo! ¡Se la están quemando! ¡Las gallinazas y el padre García, don Anselmo!».
En el Malecón, unos hombres y mujeres le salieron al encuentro, «tú te robaste a la Antonia, tú la mataste», y le desgarraron la ropa y cuando huía le lanzaron piedras. Sólo en el Viejo Puente comenzó a gritar y a implorar y la gente es un cuento, tiene miedo de que la linchen, pero él seguía clamando y las asustadas habitantas con la cabeza que sí, que era cierto, que a lo mejor estaba adentro. Él se había hincado en el arenal, suplicaba, ponía de testigo al cielo y, entonces, brotó una especie de malestar entre la gente, los guardias y municipales interrogaban a las gallinazas, surgían voces contradictorias, ¿y si era cierto?, que fueran a ver, que se movieran, que llamaran al doctor Zevallos. Envueltos en crudos mojados, unos mangaches se zambulleron en el humo y emergieron instantes después, sofocados, derrotados, no se podía entrar, era el infierno ahí dentro. Hombres, mujeres, hostigaban al padre García, ¿y si era verdad?, padre, padre, Dios lo castigaría. Él miraba a unos y a otros como ensimismado, don Anselmo se debatía entre los guardias, que le dieran un crudo, él entraría, que se apiadaran. Y cuando apareció Angélica Mercedes y todos comprobaron que era cierto, que allí estaba, indemne, en los brazos de la cocinera, y vieron cómo el arpista se emocionaba, agradecía al cielo, y besaba las manos de Angélica Mercedes, muchas mujeres se enternecieron. En alta voz compadecían a la criatura, consolaban al arpista, o se encolerizaban contra el padre García y le hacían reproches. Estupefacta, aliviada, conmovida, la muchedumbre rodeaba a don Anselmo, y nadie, ni las habitantas, ni las gallinazas, ni los mangaches miraban ya la Casa Verde, la hoguera que la consumía y que ahora la puntual lluvia de arena comenzaba a apagar, a devolver al desierto donde había, fugazmente, existido.
Los inconquistables entraron como siempre: abriendo la puerta de un patadón y cantando el himno: eran los inconquistables, no sabían trabajar, sólo chupar, sólo timbear, eran los inconquistables y ahora iban a culear.
– Sólo te puedo contar lo que se oyó esa noche, muchacha -dijo el arpista-; te habrás dado cuenta que casi no veo. Eso me libró de la policía, a mí me dejaron tranquilo.
– Ya está caliente la leche -dijo la Chunga, desde el mostrador-. Ayúdame, Selvática.
La Selvática se levantó de la mesa de los músicos, fue hacia el bar y ella y la Chunga trajeron una jarra de leche, pan, café en polvo y azúcar. Las luces del salón estaban encendidas aún, pero el día entraba ya por las ventanas, caliente, claro.
– La muchacha no sabe cómo fue, Chunga -dijo el arpista, bebiendo su leche a sorbitos-. Josefino no le contó.
– Le pregunto y cambia de conversación -dijo la Selvática-. Por qué te interesa tanto, dice, no sigas que me da celos.
– Además de sinvergüenza, hipócrita y cínico -dijo la Chunga.
– Sólo había dos clientes cuando entraron -dijo el Bolas-. En esa mesa. Uno de ellos era Seminario.
Los León y Josefino se habían instalado en el bar y gritaban y brincaban, muy disforzados: te queremos Chunga Chunguita, eres nuestra reina, nuestra mamita, Chunga Chunguita.
– Déjense de cojudeces y consuman, o se mandan mudar -dijo la Chunga. Se volvió a la orquesta-: ¿Por qué no tocan?
– No podíamos -dijo el Bolas-. Los inconquistables hacían una bulla salvaje. Se los notaba contentísimos.
– Es que esa noche estaban forrados de billetes -dijo la Chunga.
– Mira, mira -el Mono le mostraba un abanico de libras y se chupaba los labios-. ¿Cuánto calculas?
– Qué angurrienta eres, Chunga, qué ojos has puesto -dijo Josefino.
– Seguro que es robado -repuso la Chunga-. ¿Qué les sirvo?
– Estarían tomados -dijo la Selvática-. Siempre les da por hacer chistes y cantar.
Atraídas por el ruido, tres habitantas aparecieron en la escalera: Sandra, Rita, Maribel. Pero, al ver a los inconquistables, parecieron defraudadas, abandonaron sus gestos orondos y se oyó la gigantesca carcajada de la Sandra, eran ellos, qué ensarte, pero el Mono les abrió los brazos, que vinieran, que pidieran cualquier cosa, y les mostró los billetes.
También sírveles algo a los músicos, Chunga -dijo Josefino.
– Muchachos amables -sonrió el arpista-. Siempre andan convidándonos. Yo conocí al padre de Josefino, muchacha. Era lanchero y cruzaba las reses que venían de Catacaos. Carlos Rojas, tipo muy simpático.
La Selvática llenó de nuevo la taza del arpista y le echó azúcar. Los inconquistables se sentaron en una mesa con la Sandra, la Rita y la Maribel y recordaban una partida de póquer que acababan de disputar en el Reina. El Joven Alejandro bebía su café con aire lánguido: eran los inconquistables, no sabían trabajar, sólo chupar, sólo timbear, eran los inconquistables y ahora iban a culear.
– Les ganamos limpiamente, Sandra, te juro. Nos ayudaba la suerte.
– Escalera real tres veces seguidas, ¿alguien ha visto cosa igual?
– Les enseñaban la letra a las muchachas -dijo el arpista, con voz risueña y benévola-. Y después se vinieron donde nosotros, para que les tocáramos su himno. Por mí lo haría, pero pídanle permiso primero a la Chunga.
– Y tú nos hiciste señas que sí, Chunga -dijo el Bolas.
– Estaban consumiendo como nunca -explicó la Chunga a la Selvática-. Por qué no les iba a dar gusto.
– Así comienzan a veces las desgracias -dijo el joven, con un gesto melancólico-. Por una canción.
– Canten, para pescar la música -dijo el arpista-. A ver, Joven, Bolas, abran bien las orejas.
Mientras los inconquistables coreaban el himno, la Chunga se balanceaba en su mecedora como una apacible ama de casa, y los músicos seguían el compás con el pie y repetían la letra entre dientes. Después, todos cantaron a voz en cuello, con acompañamiento de guitarra, arpa y platillos.
– Se acabó -dijo Seminario-. Basta de cantitos y de groserías.
– Hasta entonces no había hecho caso de la bulla y estuvo muy pacífico, conversando con su amigo -dijo el Bolas.
– Yo lo vi pararse -dijo el Joven-. Como una furia, creí que se nos echaba encima.
– No tenía voz de borracho -dijo el arpista-. Le hicimos caso, nos callamos, pero él no se calmaba. ¿Desde qué hora estaba aquí, Chunga?
– Desde temprano. Se vino de frente de su hacienda, con botas, pantalón de montar y pistola.
– Un toro de hombre ese Seminario -dijo el joven-. Y una mirada maligna. Más fuerte eres, más malo eres.
– Gracias, hermano -dijo el Bolas.
– Tú eres la excepción, Bolas -dijo el joven-. Cuerpo de boxeador y almita de oveja, como dice el maestro.
– No se ponga así, señor Seminario -dijo el Mono-. Sólo cantábamos nuestro himno. Permítanos invitarle una cerveza.
– Pero él estaba de malas -dijo el Bolas-. Se había picado por algo y buscaba pelea.
– ¿Así que ustedes son los gallitos que arman líos por calles y plazas? -dijo Seminario-. ¿A que no se meten conmigo?
Rita, Sandra y Maribel se alejaban de puntillas hacia el bar y el Joven y el Bolas escudaban con sus cuerpos al arpista que, sentado en su banquito, la expresión tranquila, se había puesto a ajustar las clavijas del arpa. Y Seminario seguía, él también era un pendejo, contoneándose, y sabía divertirse, golpeándose el pecho, pero trabajaba, se rompía los lomos en su tierra, no le gustaban los vagabundos, corpulento y locuaz bajo la bombilla violeta, los muertos de hambre, esos que se dan de locos.
– Somos jóvenes, señor. No estamos haciendo nada malo.
– Ya sabemos que usted es muy fuerte, pero no es una razón para insultarnos.
– ¿De veras que una vez levantó en peso a un catacaos y lo tiró a un techo? ¿De veras, señor Seminario?
– ¿Se le rebajaban tanto? -dijo la Selvática-. No me lo creía de ellos.
– Qué miedo me tienen -reía Seminario, aplacado-. Cómo me soban.
– A la hora de la hora, los hombres siempre se despintan -dijo la Chunga.
– No todos, Chunga -protestó el Bolas-. Si se metía conmigo, yo le respondía.
– Estaba armado y los inconquistables tenían razón de asustarse -sentenció el joven, suavemente-: El miedo es como el amor, Chunga, cosa humana.
– Te crees un sabio -dijo la Chunga-. Pero a mí me resbalan tus filosofías, por si no lo sabes.
– Lástima que los muchachos no se fueran en ese momento -dijo el arpista.
Seminario había vuelto a su mesa, y también los inconquistables, sin rastros de la alegría de un momento atrás: que se emborrachara y vería, pero no, andaba con pistola, mejor aguantarse las ganas para otro día, ¿y por qué no quemarle la camioneta?, estaba ahí afuerita, junto al Club Grau.
– Más bien salgamos y lo dejamos encerrado aquí y metemos fuego a la Casa Verde -dijo Josefino-. Un par de latas de kerosene y un fosforito bastarían. Como hizo el padre García.
– Ardería como paja seca -dijo José-. También la barriada y hasta el Estadio.
– Mejor quememos todo Piura -dijo el Mono-. Una fogata grandisisísima, que se vea desde Chiclayo. Todo el arenal se pondría retinto.
– Y caerían cenizas hasta en Lima -dijo José-. Pero, eso sí, habría que salvar la Mangachería.
– Claro, no faltaba más -dijo el Mono-. Buscaríamos la forma.
– Yo tenía unos cinco años cuando el incendio -dijo Josefino-. ¿Ustedes se acuerdan de algo?
– No del comienzo -dijo el Mono-. Fuimos al día siguiente, con unos churres del barrio, pero nos corrieron los cachacos. Parece que los que llegaron primero se robaron muchas cosas.
– Me acuerdo sólo del olor a quemado -dijo Josefino-. Y que se veía humo, y que muchos algarrobos se habían vuelto carbones.
– Vamos a decirle al viejo que nos cuente -dijo el Mono-. Le invitaremos unas cervezas.
– ¿Acaso no era de mentiras? -dijo la Selvática-. ¿O estaban hablando de otro incendio?
– Cosas de los piuranos, muchacha -dijo el arpista-. Nunca les creas cuando te hablen de eso. Puros inventos.
– ¿No está cansado, maestro? -dijo el Joven-. Van a ser las siete, podríamos irnos.
– Todavía no tengo sueño -dijo don Anselmo-. Que haga su digestión el desayuno.
Acodados en el mostrador, los inconquistables trataban de convencer a la Chunga: que lo dejara un ratito, qué le costaba, para conversar un poco, que la Chunga Chunguita no fuera malita.
– Todos lo quieren mucho a usted, don Anselmo -dijo la Selvática-. Yo también, me hace acordar de un viejecito de mi tierra que se llamaba Aquilino.
– Tan generosos, tan simpáticos -dijo el arpista-. Me llevaron a su mesa y me ofrecieron una cervecita.
Estaba transpirando. Josefino le puso un vaso en la mano, él se lo tomó de una vuelta y quedó boqueando. Luego, con su pañuelo de colores, se limpió la frente, las tupidas cejas blancas y se sonó.
– Un favor de amigos, viejo -dijo el Mono-. Cuéntenos lo del incendio.
La mano del arpista buscó el vaso y, en vez del suyo, atrapó el del Mono; lo vació de un trago. De qué hablaban, cuál incendio, y volvió a sonarse.
– Yo estaba churre y vi las llamas desde el Malecón. Y a la gente corriendo con crudos y baldes de agua -dijo Josefino-. ¿Por qué no nos cuenta, arpista? Qué le hace, después de tanto tiempo.
– No hubo ningún incendio, ninguna Casa Verde -afirmaba el arpista-. Invenciones de la gente, muchachos.
– ¿Por qué se hace la burla de nosotros? -dijo el Mono-. Anímese, arpista, cuéntenos siquiera un poquito.
Don Anselmo se llevó dos dedos a la boca y simuló fumar. El joven le alcanzó un cigarrillo y el Bolas se lo encendió. La Chunga había apagado las luces del salón y el sol entraba en el local a chorros, por las ventanas y las rendijas. Había llagas amarillas en las paredes y en el suelo, la calamina del techo reverberaba. Los inconquistables insistían, ¿cierto que se chamuscaron unas habitantas?, ¿de veras fueron las gallinazas las que la incendiaron?, ¿él estaba adentro?, ¿lo hizo el padre García por pura maldad o por cosas de la religión?, ¿cierto que doña Angélica salvó a la Chunguita de morir quemada?
– Pura fábula -aseguraba el arpista-, tonterías de la gente para hacer rabiar al padre García. Deberían dejarlo en paz, al pobre viejo. Y ahora tengo que trabajar, muchachos, con permiso.
Se levantó y, a pasitos cortos, las manos adelante, regresó al rincón de la orquesta.
– ¿Ven? Se hace el cojudo, como siempre -dijo Josefino-. Yo sabía que era por gusto.
– A esa edad se les ablanda el cerebro -dijo el Mono-, a lo mejor se ha olvidado de todo. Habría que preguntarle al padre García. Pero quién se atreve.
Y en eso se abrió la puerta y entró la ronda.
– Esos conchudos -murmuró la Chunga-. Venían a gorrearme trago.
– La ronda, es decir Lituma y dos cachacos más, Selvática -dijo el Bolas-. Caían por acá todas las noches.
Bajo la sombra curva de los plátanos, Bonifacia se enderezó y miró hacia el pueblo: hombres y mujeres cruzaban la plaza de Santa María de Nieva a la carrera, agitando las manos muy excitadas en dirección al embarcadero. Se inclinó de nuevo sobre los surcos rectilíneos pero, un momento después, volvió a empinarse: la gente fluía sin tregua, alborotada. Espió la cabaña de los Nieves; Lalita seguía canturreando en el interior, una serpentina de humo gris escapaba por entre las cañas del tabique, aún no aparecía en el horizonte la lancha del práctico. Bonifacia contorneó la cabaña, invadió los matorrales de la orilla y, el agua en los tobillos, avanzó hacia el pueblo. Las copas de los árboles se confundían con las nubes, los troncos con las lenguas ocres de las riberas. Había comenzado la creciente; el río arrastraba corrientes parásitas, de aguas más rubias o más morenas, y también arbustos, flores degolladas, líquenes y formas que podían ser pedruzcos, caca o roedores muertos. Mirando a todos lados, despacio, cautelosamente como un rastreador recorrió un bosquecillo de juncos y, al vencer un recodo, divisó el embarcadero: la gente estaba inmóvil entre las estacas y las canoas y había una balsa detenida a unos metros del muelle flotante. El crepúsculo azulaba las itípak y los rostros de las aguarunas y había también hombres, los pantalones remangados hasta las rodillas, el torso desnudo. Podía ver el cordel que cedía o se estiraba con el vaivén de la balsa del recién llegado, el pilote de la proa y, muy nítida, la choza armada en la popa. Una bandada de garzas sobrevoló el bosquecillo y Bonifacia oyó, muy próximo, el batir de las alas, alzó la cabeza y vio los cuellos finos, albos, los cuerpos rosados alejándose. Entonces siguió avanzando, pero muy inclinada y ya no por la orilla sino internada en la maleza, arañándose los brazos, la cara y las piernas con los filos de las hojas, las espinas y las lianas ásperas, entre zumbidos, sintiendo viscosas caricias en los pies. Casi donde cesaba el bosque, a poca distancia de la gente aglomerada, se detuvo y se puso en cuclillas: la vegetación se cerró sobre ella y ahora podía verlo a través de una complicada geometría verde de rombos, cubos y ángulos inverosímiles. El viejo no se daba ninguna prisa; muy calmado iba y venía por la balsa, acomodando con minuciosa exactitud los cajones y la mercadería ante los espectadores que cuchicheaban y hacían gestos de impaciencia. El viejo entraba a la choza y volvía con un género, unos zapatos, una sarta de collares de chaquira y, serio, cuidadoso, maniático, los ordenaba sobre los cajones. Era muy delgado, cuando el viento hinchaba su camisa parecía un jorobado pero, de pronto, la pechera y la espalda se hundían casi hasta tocarse y revelaban su verdadera silueta, fina, angostísima. Llevaba un pantalón corto y Bonifacia veía sus piernas, flacas como sus brazos, su rostro de piel quemada y casi tinta, y la fantástica, sedosa cabellera blanca que ondulaba sobre sus hombros. El viejo estuvo un buen rato todavía trayendo utensilios domésticos y adornos multicolores, apilando ceremoniosamente telas estampadas. El cuchicheo crecía cada vez que el viejo sacaba algo de la choza y Bonifacia podía ver el arrobo de las paganas y de las cristianas, sus fascinadas, codiciosas ojeadas a las mostacillas, peinetas, espejitos, pulseras y talcos, y los ojos de los hombres fijos en las botellas alineadas en el canto de la balsa, junto a latas de conservas, cinturones y machetes. El viejo consideró su obra un momento, se volvió hacia la gente y ésta corrió en tumulto, chapoteó en torno a la embarcación. Pero el viejo agitó su melena blanca y los contuvo a manazos. Blandiendo su pértiga como una lanza, los obligó a retroceder, a subir en orden. La primera fue la mujer de Paredes. Gorda, torpe, no conseguía trepar a bordo, el viejo tuvo que ayudarla y ella estuvo tocándolo todo, olfateando los frascos, manoseando nerviosamente las telas y jabones, y la gente murmuró y protestó hasta que ella regresó al embarcadero, el agua a la cintura, sosteniendo en alto un vestido floreado, un collar, unos zapatos blancos. Así fueron subiendo a la balsa, una tras otra, las mujeres. Algunas eran lentas y desconfiadas para elegir, otras porfiaban interminablemente por el precio y había quienes lloriqueaban o amenazaban pidiendo rebajas. Pero todas venían de la balsa con algo en las manos, algunos cristianos con costales repletos de provisiones y algunas paganas con apenas una bolsita de mostacillas para ensartar. Cuando el embarcadero quedó desierto, anochecía: Bonifacia se incorporó. El Nieva estaba en plena llena, olitas crespas y canosas corrían bajo el ramaje y morían junto a sus rodillas. Tenía el cuerpo manchado de tierra, yerbas prendidas a los cabellos y al vestido. El viejo guardaba la mercadería, metódico y preciso disponía los cajones en la proa y, sobre Santa María de Nieva, el cielo era una constelación de alquitrán y ojos de búho, pero al otro lado del Marañón, sobre la ciudadela sombría del horizonte, una franja azul resistía aún a la noche y la luna despuntaba tras los locales de la misión. El cuerpo del viejo era una escuálida mancha, en la penumbra su cabellera destellaba plateada como un pez. Bonifacia miró hacia el pueblo: había luces en la Gobernación, donde Paredes, y unos mecheros titilaban sobre las colinas, en las ventanas de la residencia. La oscuridad se iba tragando a bocados lentos las cabañas de la plaza, las capironas, el sendero escarpado. Bonifacia abandonó su refugio y corrió agazapada hacia el embarcadero. El fango de la orilla estaba blando y caliente, el agua del remanso parecía inmóvil y ella la sintió subir por su cuerpo y sólo a unos metros de la ribera comenzaba la corriente, una templada fuerza obstinada que la obligó a bracear para no desviarse. El agua le llegaba a la barbilla cuando se cogió a la balsa y vio el pantalón blanco del viejo, el ruedo de su cabellera: era tarde, que volviera mañana. Bonifacia se izó un poco sobre la borda, apoyó en ella los codos y el viejo, inclinado hacia el río, la escudriñó: ¿hablaba cristiano?, ¿entendía?
– Sí, don Aquilino -dijo Bonifacia-. Tenga buenas noches.
– Es hora de dormir -dijo el viejo-. Ya se cerró la tienda, regresa mañana.
– Sea bueno -dijo Bonifacia-. ¿Me deja subir un ratito?
– Le has sacado la plata a tu marido a escondidas y por eso vienes a esta hora -dijo el viejo-. ¿Y si él me reclama mañana?
Escupió al agua y se rió. Estaba en cuclillas, sus cabellos caían espumosos y libres en torno a su rostro y Bonifacia veía su frente oscura, limpia de arrugas, sus ojos como dos animalitos ardientes.
– Qué me importa -dijo el viejo-, yo sólo hago mi negocio. Anda, sube.
Alargó una mano, pero Bonifacia había subido ya, elásticamente, y, sobre la cubierta, se escurría el vestido y se restregaba los brazos. ¿Collares? ¿Zapatos? ¿Cuánta plata tenía? Bonifacia comenzó a sonreír con timidez, ¿no necesitaba un trabajito, don Aquilino?, y sus ojos observaban la boca del viejo con ansiedad, ¿que le hicieran la comida mientras se quedaba en Santa María de Nieva?, ¿que le fueran a recoger fruta?, ¿que le limpiaran la balsa no necesitaba? El viejo se acercó a ella, ¿de dónde la conocía?, y la examinó de arriba abajo: ¿la había visto antes, no es cierto?
– Quisiera una telita -dijo Bonifacia y se mordió los labios. Señaló la choza y, un instante, sus ojos se iluminaron-. Esa amarilla que guardó al último. Se la pago con un trabajito, usted me dice cuál y yo se lo hago.
– Nada de trabajitos -dijo el viejo-. ¿No tienes plata?
– Para un vestido -susurró Bonifacia, suave y tenaz-. ¿Le traigo fruta? ¿Prefiere que le sale el pescado? Y rezaré para que no le pase nada en sus viajes, don Aquilino.
– No necesito rezos -dijo el viejo; la miró muy de cerca y, de pronto, chasqueó los dedos-. Ah, ya te reconocí.
– Voy a casarme, no sea malo -dijo Bonifacia-. Con esa telita me haré un vestido, yo sé coser.
– ¿Por qué no estás vestida de monja? -dijo don Aquilino.
Ya no vivo donde las madres -dijo Bonifacia-. Me botaron de la misión y ahora voy a casarme. Déme esta telita y le hago un trabajito y la próxima vez que venga se la pago en soles, don Aquilino.
El viejo puso una mano en el hombro de Bonifacia, la hizo retroceder para que el resplandor de la luna le diera en la cara, calmadamente examinó los ojos verdes anhelantes, el menudo cuerpo que goteaba: ya era mujer. ¿La habían botado las madrecitas porque se enredó con un cristiano? ¿Con ése con el que iba a casarse? No, don Aquilino, se había enredado después y nadie sabía en el pueblo dónde estaba, ¿y dónde estaba?, la habían recogido los Nieves, ¿le hacía ese trabajito, por fin?
– ¿Estás viviendo con Adrián y Lalita? -dijo don Aquilino.
– Ellos me presentaron al que va a ser mi marido -dijo Bonifacia-. Han sido muy buenos conmigo, como mis padres han sido.
– Yo voy ahora donde los Nieves -dijo el viejo-. Ven conmigo.
– ¿Y la telita? -dijo Bonifacia-. No se haga rogar tanto, don Aquilino.
El viejo saltó al agua sin ruido, Bonifacia vio flotar la cabellera hacia el embarcadero, la vio regresar. Don Aquilino trepó con el cordel sobre el hombro, lo enrolló y con la pértiga impulsó la balsa río arriba, pegada a la orilla. Bonifacia levantó la otra pértiga y, de pie en la borda opuesta, imitó al viejo que hundía y sacaba el madero diestramente, sin esfuerzo. A la altura del bosquecillo de juncos, la corriente era más fuerte y don Aquilino tuvo que maniobrar para que la embarcación no se apartara de la orilla.
– Don Adrián salió de pesca temprano, pero ya habrá vuelto -dijo Bonifacia-. Lo invitaré al matrimonio, don Aquilino, pero me dará la telita ¿no? Voy a casarme con el sargento, ¿usted lo conoce?
– ¿Con un cachaco? Entonces no te la doy dijo el viejo.
– No hable así, él es un cristiano de buen corazón -dijo Bonifacia-. Pregúnteles a los Nieves, ellos son amigos del sargento.
Unos mecheros ardían en la cabaña del práctico y se divisaban siluetas junto a la baranda. La balsa atracó frente a la escalerilla, hubo voces de bienvenida, y Adrián Nieves entró al agua para coger el cordel y sujetarlo a un horcón. Trepó luego a la balsa y él y don Aquilino se abrazaron y después el viejo subió a la terraza y Bonifacia lo vio tomar a Lalita de la cintura y ofrecerle el rostro, y vio que ella lo besaba muchas veces en la frente, ¿había hecho buen viaje?, en las mejillas, y los tres chiquillos se habían prendido de las piernas del viejo, chillando, y él les acariciaba las cabezas, algunas lluviecitas, sí, se habían adelantado este año las bandidas.
– Ahí estabas tú -dijo Lalita-. Te buscamos por todas partes, Bonifacia. Le diré al sargento que fuiste al pueblo y viste hombres.
– Nadie me ha visto -dijo Bonifacia-. Sólo don Aquilino.
– No importa, se lo diremos para darle celos -rió Lalita.
– Vino a ver los géneros -dijo el viejo; había cargado al menor de los chiquillos y los dos se revolvían los cabellos-. Estoy cansado, me tuvieron trabajando todo el día.
– Voy a servirle una copita, mientras está lista la comida -dijo el práctico.
Lalita trajo una silla a la terraza para don Aquilino, volvió al interior, se oyó el chisporroteo del brasero y comenzó a oler a fritura. Los chiquillos se subían a las rodillas del viejo y éste les hacía gracias mientras brindaba con Adrián Nieves. Se habían acabado la botella cuando vino Lalita, secándose las manos en la falda.
– Tan linda su cabeza -dijo, acariciando los cabellos de don Aquilino-. Cada vez más blanca, más suavecita.
– ¿Quieres darle celos a tu marido también? -dijo el viejo.
Ya iba a estar lista la comida, don Aquilino, le había preparado cosas que le gustarían y el viejo agitaba la cabeza tratando de librarse de las manos de Lalita: si no lo dejaba en paz se cortaría los pelos. Los chiquillos estaban formados ante él, lo observaban mudos ahora y con los ojos inquietos.
– Ya sé qué esperan -lijo el viejo-. No me olvido, hay regalos para todos. Para ti, un terno de hombre, Aquilino.
Los ojos rasgados del mayorcito se encendieron y Bonifacia se había apoyado en la baranda. Desde allí vio al viejo pararse, bajar la escalerilla, retornar a la terraza con paquetes que los chiquillos le arrebataron de las manos, y lo vio luego aproximarse a Adrián Nieves. Se pusieron a conversar en voz baja y, de rato en rato, don Aquilino la miraba de soslayo.
– Tenías razón -dijo el viejo-. Adrián dice que el sargento es un buen cristiano. Anda y coge la telita, es regalo de matrimonio.
Bonifacia quiso besarle la mano, pero don Aquilino la retiró con un gesto de fastidio. Y mientras ella volvía a la balsa, hurgaba entre los cajones y sacaba la tela, oía al viejo y al práctico susurrando misteriosamente, y los divisaba, las dos caras juntas, hablando y hablando. Subió a la terraza y ellos callaron. Ahora la noche olía a pescado frito y una brisa rápida estremecía el monte.
– Mañana lloverá -dijo el viejo, husmeando el aire-. Malo para el negocio.
– Ya deben estar en la isla -dijo Lalita más tarde, mientras comían-. Partieron hace más de diez días. ¿Le ha contado Adrián?
– Don Aquilino los encontró por el camino -dijo el práctico Nieves-. Además de los guardias, iban algunos soldados de Borja. Era cierto lo que dijo el sargento.
Bonifacia vio que el viejo la miraba a ella de reojo, sin dejar de masticar, como intranquilo. Pero, un momento después, sonreía de nuevo y contaba anécdotas de sus viajes.
La primera vez que salieron en expedición, regresaron a los quince días. Ella estaba en el barranco, el sol enrojecía la cocha y, de repente, aparecieron a la salida del caño: una, dos, tres canoas. Lalita se paró de un salto, hay que esconderse, pero los reconoció: en la primera Fushía, en la segunda Pantacha, en la tercera huambisas. ¿Por qué volvieron tan pronto si él dijo un mes? Bajó corriendo al embarcadero y Fushía ¿llegó Aquilino, Lalita?, ella no todavía y él la puta que lo parió al viejo. Sólo traían unas cuantas pieles de lagarto, Fushía estaba furioso, vamos a morirnos de hambre, Lalita. Los huambisas reían mientras descargaban, sus mujeres revoloteaban entre ellos, locuaces, gruñonas, y Fushía míralos qué contentos, esos perros, llegamos al pueblo y los shapras no estaban, éstos lo quemaron todo, le cortaron la cabeza a un perro, nada, pura pérdida, viaje de balde, ni una bola de jebe, sólo esos cueros que no valen nada y éstos felices. Pantacha estaba en calzoncillos, rascándose las axilas, hay que ir más adentro, patrón, la selva es grande y está llena de riquezas y Fushía bruto, para ir más lejos necesitamos un práctico. Fueron hacia la cabaña, comieron plátanos y yucas fritas. Fushía hablaba todo el tiempo de don Aquilino, qué le habrá pasado al viejo, nunca me falló hasta ahora, y Lalita ha llovido mucho estos días, se habrá guarecido en algún sitio para que no se moje lo que le encargamos. Pantacha, tumbado en la hamaca, se rascaba la cabeza, las piernas, el pecho, ¿y si se le hundió la lancha en los pongos, patrón?, y Fushía entonces estamos fregados, no sé qué haremos. Y Lalita no te asustes tanto, los huambisas han sembrado por toda la isla, hasta hicieron corralitos y Fushía pura mierda, eso no dará hasta cuándo y los chunchos pueden vivir de yuca pero no un cristiano, esperaremos dos días y si no llega Aquilino tendré que hacer algo. Y un rato después Pantacha cerró los ojos, comenzó a roncar y Fushía lo sacudió, que los huambisas tendieran las pieles antes de que se emborrachen, y Pantacha primero una siestecita, patrón, ando molido de tanto remar y Fushía bruto, ¿no entiendes?, déjame solo con mi hembra. Pantacha, la boca abierta, quién como usted que tiene una mujer de veras, patrón, los ojos desconsolados, hace años que no sé lo que es una blanca y Fushía largo, anda vete. Pantacha se fue lloriqueando y Fushía ya está, se va a soñar, desnúdate pronto Lalita, qué esperas, ella estoy sangrando y él qué importa. Y al atardecer, cuando Fushía despertó, fueron al pueblo que olía a masato, los huambisas se caían de borrachos y Pantacha no estaba por ninguna parte. Lo encontraron al otro extremo de la isla, se había llevado su barbacoa a la orilla de la cocha y Fushía qué te dije, está soñando a su gusto. Hablaba entre dientes, la cara oculta en las manos, el fogón seguía ardiendo bajo la ollita repleta de yerbas. Unos escarabajos caminaban por sus piernas y Lalita ni los siente. Fushía apagó el fuego, de un patadón tiró al agua la ollita, a ver si lo despertamos, y entre los dos lo remecieron, lo pellizcaron, lo cachetearon y él, entre dientes, era cusqueño de casualidad, su alma nació en el Ucayali, patrón, y Fushía ¿lo oyes?, ella lo oigo, parece loco, y Pantacha su corazón era triste. Fushía lo sacudía, lo pateaba, serrano de porquería, no es hora de sueños, hay que estar despierto, vamos a morirnos de hambre y Lalita no te oye, está en otro mundo, Fushía. Y él, entre dientes, veinte años en el Ucayali, patrón, se contagió de los paiches, tenía el cuerpo duro como la chonta, los jejenes no entran. Él esperaba los globitos, ya salen los paiches a tomar aire, pásame el arpón, Andrés, duro, fuerza, ensártalo, yo lo amarro, patrón, él dormía a los paiches al primer palazo y la canoa se les volcó en el Tamaya, él salió y el Andrés no salió, te ahogaste hermano, las sirenas te arrastraron al fondo, ahora serás su marido, por qué te moriste, charapita Andrés. Se sentaron a esperar que despertara del todo y Fushía tiene para rato, no me conviene perder a este cholo, soñador pero me sirve, y Lalita por qué siempre con los cociditos y Fushía para no sentirse solo. Cucarachas y escarabajos se paseaban por la barbacoa y por su cuerpo y él por qué se habría hecho matero, patrón, mala vida la del monte, preferible el agua y los paiches, yo sé lo que son las tercianas, Pantacha, esa tembladera, te vienes conmigo, yo te pago más, ten cigarrillos, te invito un trago, eres mi hombre, llévame donde haya cedros, palo de rosa, consígueme habilitados, madera balsa, y él se iba con ellos, patrón, cuánto me adelantas, y quería tener una casa, una mujer, hijos, vivir en Iquitos como los cristianos. Y, de repente, Fushía, Pantachita, ¿qué pasó en el Aguaytía?, cuéntame que soy tu amigo. Y Pantacha abrió los ojos y los cerró, los tenía colorados como trasero de mono y, entre dientes, ese río llevaba sangre, patrón, y Fushía ¿sangre de quién, cholo?, y él caliente, espesa como jebecito chorreando de la shiringa, y también los caños, cochas de por ahí, una pura herida, patrón, créame si quiere, y Fushía claro que te creo, cholo, pero ¿de qué tanta sangre caliente?, y Lalita déjalo Fushía, no le preguntes, está sufriendo, y Fushía calla puta, anda Pantachita, quién sangraba, y él, entre dientes, el tramposo Bákovic, ese yugoslavo que los engañó, peor que diablo, patrón, y Fushía, ¿por qué lo mataste, Pantacha?, y cómo, cholo, con qué, y él no quería pagarles, no hay bastante cedro, vamos más adentro y sacaba el winchester y también le pegó a un cargador que le robó una botella. Y Fushía ¿le pegaste un tiro, cholo? y él con mi machete, patrón, se le había dormido el brazo de darle y comenzó a patalear y a llorar y Lalita fíjate cómo se ha puesto, Fushía, se ha enfurecido y Fushía le saqué un secreto, ahora ya sé de qué andaba escapando cuando lo encontró Aquilino. Volvieron a sentarse junto a la barbacoa, esperaron, él se calmó y acabó por despertar. Se levantó trastabilleando, rascándose con furia, patrón, no te enojes, y Fushía los cociditos te volverán loco y un día lo echaba a patadas y Pantacha no tenía a nadie, su vida era triste, patrón, usted tiene su mujer, y los huambisas también y hasta los animales pero él estaba solo, que no se enojara, patrón, usted tampoco, patrona.
Esperaron dos días más, Aquilino no llegaba, los huambisas fueron hasta el Santiago a averiguar y volvieron sin noticias. Entonces buscaron un lugar para la pileta y Pantacha al otro lado del embarcadero, patrón, es más caído el barranco y así el agua de las lupunas le chorreará encima, y las cabezas de los huambisas que sí y Fushía, bueno, hagámosla ahí. Los hombres tumbaron los árboles, las mujeres desherbaban y, cuando quedó un claro, los huambisas hicieron estacas, les sacaron filo y las clavaron en círculo. La tierra era negra en la superficie, adentro roja y las mujeres la recogían en sus itípak, la echaban a la cocha mientras los hombres cavaban el pozo. Luego llovió y en pocos días la pileta estuvo llena, lista para las charapas. Salieron al amanecer, el caño andaba crecido, las raíces y lianas les salían al encuentro para rasguñarlos, y en el Santiago Lalita se puso a temblar, tuvo fiebres. Viajaron dos días, Fushía hasta cuándo y los huambisas señalaban adelante con sus dedos. Por fin un banco de arena y Fushía dicen que ahí, ojalá, y atracaron, se escondieron entre los árboles, y Fushía no te muevas, no respires, si te sienten no vendrán, y Lalita tengo mareos, creo que estoy preñada, Fushía, y él carajo, cállate. Los huambisas se habían convertido en plantas, inmóviles entre las ramas brillaban sus ojos y así oscureció, comenzaron a cantar los grillos, a roncar las ranas y un hualo gordísimo se subió al pie de Lalita, qué ganas de machucarlo, sus lagañas, su panza blancuzca y él no te muevas, ya salió la luna y ella no puedo seguir como muerta, Fushía, tengo ganas de llorar a gritos. La noche estaba clara, tibia, corría una brisa ligera y Fushía nos cojudearon, no se ve ni una, estos perros, y Pantacha cállese, patrón, ¿no las ve?, ya salen. Con las olitas del río llegaban como redondelas, oscuras, grandes, quedaban varadas y, de pronto, se movían, avanzaban despacito y sus conchas se encendían con luces doradas, dos, cuatro, seis, acercándose, arrastrándose sobre la arena, las cabezotas afuera, rugosas, meneándose, ¿nos estarán viendo, oliendo?, y algunas ya escarbaban para hacer sus nidos, otras salían del agua. Y, entonces, silenciosamente, surgieron de entre los árboles rápidas siluetas cobrizas, y Fushía vamos, corre, Lalita, y cuando llegaron a la playa, Pantacha fíjese patrón, muerden, casi me sacan un dedo, las hembras son las más feroces. Los huambisas habían volteado a muchas y se gruñían, contentos. Tumbadas, la cabeza hundida, las charapas movían sus patas y Fushía cuéntalas, ella hay ocho y los hombres les abrían huecos en las conchas, las ensartaban en bejucos y Pantacha comámonos una, patrón, la espera le había dado hambre. Allí durmieron y al día siguiente viajaron de nuevo y en la noche otra playita, cinco charapas, otro collar, y durmieron, viajaron y Fushía menos mal que es época de desove y Pantacha ¿lo que hacemos está prohibido, patrón? y Fushía se pasaba la vida haciendo cosas prohibidas, cholo. El regreso fue muy lento, las canoas iban de surcada remolcando los collares y las charapas resistían, los frenaban y Fushía qué hacen, perros, no las apaleen, las van a matar y Lalita ¿me has oído?, hazme caso, tengo vómitos, Fushía, estoy esperando un hijo y él se te ocurren siempre las peores cosas. En el caño, las charapas se enganchaban a las raíces del fondo y a cada momento debían parar, los huambisas saltaban al agua, las charapas los mordían y ellos trepaban a la canoa rugiendo. Al entrar a la cocha vieron la lancha y a don Aquilino, en el embarcadero, saludándolos con su pañuelo. Traía conservas, ollas, machetes, anisado y Fushía viejo querido, creí que te habías ahogado y él se había topado con una lancha llena de soldados y los acompañó para disimular. Y Fushía ¿soldados?, y Aquilino hubo un lío en Urakusa, los aguarunas le habían pegado a un cabo, parecía, y matado a un práctico, el gobernador de Santa María de Nieva iba con ellos a pedirles cuentas, les sacarían el alma si no se escapaban. Los huambisas subieron las charapas a la pileta, les dieron de comer hojas, cáscaras, hormigas, y Fushía ¿así que el perro de Reátegui anda por aquí?, y Aquilino los soldados querían que les vendiera las conservas, tuve que engañarlos, y Fushía ¿no decían que el perro ese de Reátegui se volvía a Iquitos y dejaba la Gobernación?, y Aquilino sí, dice que después de arreglar este lío se va, y Lalita menos mal que llegó, don Aquilino, no me gustaba eso de comer tortuga todito el invierno.
Y así terminó de mangache don Anselmo. Pero no de la noche a la mañana, como un hombre que elige un lugar, hace su casa y se instala; fue lento, imperceptible. Al principio aparecía por las chicherías, el arpa bajo el brazo y los músicos (casi todos habían tocado para él alguna vez), lo aceptaban como acompañante. A la gente le gustaba oírlo, lo aplaudían. Y las chicheras, que le tenían estimación, le ofrecían comida y bebida y, cuando estaba borracho, una estera, una manta y un rincón para dormir. Nunca se lo veía por Castilla, ni cruzaba el Viejo Puente, como decidido a vivir lejos de los recuerdos y del arenal. Ni siquiera frecuentaba los barrios próximos al río, la Gallinacera, el camal, sólo la Mangachería: entre su pasado y él se interponía la ciudad. Y los mangaches lo adoptaron, a él, y a la hermética Chunga que, encogida en una esquina, el mentón en las rodillas, miraba hurañamente el vacío mientras don Anselmo tocaba o dormía. Los mangaches hablaban de don Anselmo, pero a él le decían arpista, viejo. Porque desde el incendio había envejecido: sus hombros se desmoronaron, se hundió su pecho, brotaron grietas en su piel, se hinchó su vientre, sus piernas se curvaron y se volvió sucio, descuidado. Todavía arrastraba las botas de sus buenas épocas, polvorientas, muy gastadas, su pantalón iba en hilachas, la camisa no conservaba ni un botón, tenía el sombrero agujereado y las uñas largas, negras, los ojos llenos de estrías y de legañas. Su voz se enronqueció, sus maneras se ablandaron. En un comienzo, algunos principales lo contrataban para tocar en sus cumpleaños, bautizos y matrimonios; con el dinero que ganó así, convenció a Patrocinio Naya que los alojara en su casa y les diera de comer una vez al día a él y a la Chunga, que ya comenzaba a hablar. Pero andaba siempre tan desastrado y tan bebido que los blancos dejaron de llamarlo y entonces se ganó la vida de cualquier manera, ayudando en una mudanza, cargando bultos o limpiando puertas. Se presentaba en las chicherías al oscurecer, de improviso, arrastrando a la Chunga con una mano, en la otra el arpa. Era un personaje popular en la Mangachería, amigo de todos y de ninguno, un solitario que se quitaba el sombrero para saludar a medio mundo, pero apenas cambiaba palabra con la gente, y su arpa, su hija y el alcohol parecían ocupar su vida. De sus antiguas costumbres, sólo el odio a los gallinazos perduró: veía uno y buscaba piedras y lo bombardeaba e insultaba. Bebía mucho, pero era un borracho discreto, nunca pendenciero, nada bullicioso. Se lo reconocía ebrio por su andar, no zigzagueante ni torpe, sino ceremonioso: las piernas abiertas, los brazos tiesos, el rostro grave, los ojos fijos en el horizonte.
Su sistema de vida era sencillo. Al mediodía abandonaba la choza de Patrocinio Naya y, a veces llevando a la Chunga de la mano, a veces solo, se lanzaba a la calle con una especie de urgencia. Recorría el dédalo mangache a paso vivo, iba y venía por los tortuosos, oblicuos senderos, y así subía hasta la frontera sur, el arenal que se prolonga hacia Sullana, o bajaba hasta los umbrales de la ciudad, esa hilera de algarrobos con una acequia que discurre al pie. Iba, regresaba, volvía, con breves escalas en las chicherías. Sin el menor embarazo entraba y, quieto, mudo, serio, esperaba que alguien le invitara un clarito, una copa de pisco: agradecía con la cabeza y luego salía y proseguía su marcha o paseo o penitencia, siempre al mismo ritmo febril hasta que los mangaches lo veían detenerse en cualquier parte, dejarse caer a la sombra de un alero, acomodarse en la arena, taparse la cara con el sombrero, y permanecer así horas, impávido ante las gallinas y las cabras que olisqueaban su cuerpo, lo rozaban con sus plumas y barbas, lo cagaban. No tenía reparo en detener a los transeúntes para pedirles un cigarrillo, y, cuando se lo negaban, no se enfurecía: continuaba su camino, altivo, solemne. En la noche, regresaba donde Patrocinio Naya en busca del arpa, y volvía a las chicherías, pero esta vez a tocar. Demoraba horas afinando las cuerdas, repasándolas con delicadeza y, cuando estaba muy ebrio, las manos no le obedecían y el arpa desentonaba, se ponía murmurador, los ojos se le entristecían.
Iba a veces al cementerio y allí se le vio rabioso por última vez, un dos de noviembre, cuando los municipales lo atajaron en la puerta. Los insultó, forcejeó con ellos, les lanzó piedras y por fin unos vecinos convencieron a los guardianes que lo dejaran entrar. Y fue en el cementerio, otro dos de noviembre, donde Juana Baura vio a la Chunga, que estaría por cumplir seis años, sucia, en harapos, correteando entre tumbas. La llamó, le hizo cariños. Desde entonces, la lavandera venía de cuando en cuando a la Mangachería, arreando el piajeno cargado de ropa, y preguntaba por el arpista y por la Chunga. A ella le traía comida, un vestido, zapatos, a él cigarrillos y unas monedas que el viejo corría a gastar en la chichería más cercana. Y un día dejó de verse a la Chunga en las callejuelas mangaches y Patrocinio Naya contó que Juana Baura se la había llevado, para siempre, a la Gallinacera. El arpista seguía su vida, sus caminatas. Estaba más viejo cada día, más mugriento y rotoso, pero todos se habían habituado a verlo, nadie volvía el rostro cuando los cruzaba, calmo y rígido, o cuando tenían que desviarse para no pisar su cuerpo tumbado en la arena, bajo el sol.
Sólo años después comenzó a aventurarse el arpista fuera de los límites de la Mangachería. Las calles de la ciudad crecían, se transformaban, se endurecían con adoquines y veredas altas, se engalanaban con casas flamantes y se volvían ruidosas, los chiquillos correteaban tras los automóviles. Había bares, hoteles y rostros forasteros, una nueva carretera a Chiclayo y un ferrocarril de rieles lustrosos unía Piura y Palta pasando por Sullana. Todo cambiaba, también los piuranos. Ya no se los veía por las calles con botas y pantalones de montar, sino con ternos y hasta corbatas y las mujeres, que habían renunciado a las faldas oscuras hasta los tobillos, se vestían de colores claros, ya no iban escoltadas de criadas y ocultas en velos y mantones, sino solas, el rostro al aire, los cabellos sueltos. Cada vez había más calles, casas más altas, la ciudad se dilataba y retrocedía el desierto. La Gallinacera desapareció y en su lugar surgió un barrio de principales. Las chozas apiñadas detrás del camal ardieron una madrugada; llegaron municipales, policías, el alcalde y el prefecto al frente, y con camiones y palos sacaron a todo el mundo y al día siguiente comenzaron a trazar calles rectas, manzanas, a construir casas de dos pisos y al poco tiempo nadie hubiera imaginado que en ese aseado rincón residencial habitado por blancos habían vivido peones. También Castilla creció, se convirtió en una pequeña ciudad. Pavimentaron las calles, llegó el cine, se abrieron colegios, avenidas y los viejos se sentían transportados a otro mundo, protestaban incomodidades, indecencias, atropellos.
Un día, el arpa bajo el brazo, el viejo avanzó por esa ciudad renovada, llegó a la plaza de Armas, se instaló bajo un tamarindo, comenzó a tocar. Volvió la tarde siguiente, y muchas otras, sobre todo los jueves y los sábados, días de retreta. Los piuranos acudían por decenas a la plaza de Armas a escuchar a la banda del Cuartel Grau y él se adelantaba, ofrecía su propia retreta una hora antes, pasaba el sombrero y, apenas reunía unos soles, volvía a la Mangachería. Ésta no había cambiado, tampoco los mangaches. Allí seguían las chozas de barro y caña brava, las velas de sebo, las cabras y, a pesar del progreso, ninguna patrulla de la Guardia Civil se aventuraba de noche por sus calles ásperas. Y, sin duda, el arpista se sentía mangache de corazón, porque el dinero que ganaba dando conciertos en la plaza de Armas venía siempre a gastárselo en el barrio. En las noches seguía tocando donde la Tula, la Gertrudis o donde Angélica Mercedes, su ex cocinera, que ahora tenía chichería propia. Nadie podía ya concebir la Mangachería sin él, ningún mangache imaginar que a la mañana siguiente no lo vería rondando hieráticamente por las callejuelas, apedreando gallinazos, saliendo de las chozas con bandera roja, durmiendo al sol, que no escucharía su arpa, a lo lejos, en la oscuridad. Hasta en su manera de hablar, las pocas veces que hablaba, cualquier piurano reconocía en él a un mangache.
– Los inconquistables lo llamaron a su mesa -dijo la Chunga-. Pero el sargento se hacía el que no los veía.
– Tan educado siempre -dijo el arpista-. Vino a saludarme y a abrazarme.
– Con sus bromas, estos fregados van a hacer que mis subordinados me pierdan el respeto, viejo -dijo Lituma. Los dos guardias se habían quedado en el bar, mientras el sargento conversaba con don Anselmo; la Chunga les sirvió cerveza y los León y Josefino dale que dale. -Mejor no sigan que la Selvática se está poniendo triste -dijo el joven-. Además es tarde, maestro.
– No te pongas triste, muchacha -la mano de don Anselmo revoloteó sobre la mesa, derribó una taza, palmeó el hombro de la Selvática-. La vida es así y no es culpa de nadie. Esos traidores, se uniformaban y ya no se sentían mangaches, ni saludaban, ni querían mirar.
– Los guardias no sabían que era por el sargento -dijo la Chunga-. Tomaban su cerveza de lo más tranquilos, conversando conmigo. Pero él sí sabía, los fusilaba con los ojos, y con la mano esperen, cállense.
– ¿Quién invitó a esos uniformados? -dijo Seminario-. A ver, ya se están despidiendo. Chunga, hazme el favor de botarlos.
– Es el señor Seminario, el hacendado -dijo la Chunga-. No le hagan caso.
– Ya lo reconocí -dijo el sargento-. No lo miren, muchachos, estará borracho.
– Ahora se mete con los cachacos -dijo el Mono-.
Se las trae el puta.
– Nuestro primo podría responderle, que le sirva para algo el uniforme -dijo José.
El Joven Alejandro tomó un traguito de café:
– Llegaba aquí tranquilo, pero a las dos copas se enfurecía Debía tener alguna pena terrible en el corazón, y la desfogaba así, con lisuras y trompadas.
– No se ponga así, señor -dijo el sargento-. Estamos haciendo nuestro trabajo, para eso nos pagan.
– Ya vigilaron bastante, ya vieron que todo está pacífico -dijo Seminario-. Ahora váyanse y dejen a la gente decente disfrutar en paz.
– No se moleste por nosotros -dijo el sargento-. Siga disfrutando nomás, señor.
El rostro de la Selvática estaba cada vez más afligido y, en su mesa, Seminario se retorcía de cólera, también el cachaco lo sobaba, ya no había machos en Piura, qué le habían hecho a esta tierra, maldita sea, no era justo. Y entonces se le acercaron la Hortensia y la Amapola y con zalamerías y bromas lo calmaron un poco.
– La Hortensia, la Amapola -dijo don Anselmo-. Qué nombres les pones, Chunguita.
– ¿Y ellos qué hacían? -dijo la Selvática-. Les daría furia eso que dijo de Piura.
– Echaban bilis por los ojos -dijo el Bolas-. Pero qué iban a hacer, se morían de miedo.
Ellos no lo creían a Lituma tan rosquete, estaba armado y debió emparársele, el Seminario se pasaba de vivo, no hay que buscarle tres pies al gato sabiendo que tiene cuatro, y la Rita más despacio que ahorita los iba a oír, y la Maribel va a haber lío, y la Sandra con sus carcajadas. Y, al poco rato, la ronda se fue, el sargento acompañó hasta la puerta a los dos guardias y regresó solo. Fue a sentarse a la mesa de los inconquistables.
– Mejor se hubiera ido también -dijo el Bolas-. El pobre.
– ¿Por qué pobre? -protestó la Selvática, con vehemencia-. Es un hombre, no necesita que lo compadezcan.
– Pero tú dices siempre pobrecito, Selvática -dijo el Bolas.
– Yo soy su mujer -explicó la Selvática y el Joven esbozó una vaga sonrisa.
Lituma los sermoneaba, ¿por qué le hacían burlas delante de su gente? Y ellos tienes dos caras, te haces el serio en su delante y después los despides para gozar a tu gusto. De uniforme les daba pena, era otra persona, y a él ellos le daban más pena y al ratito se amistaron y cantaron: eran los inconquistables, no sabían trabajar, sólo chupar, sólo timbear, eran los inconquistables y ahora iban a culear.
– Hacerse un himno para ellos solos -dijo el arpista-. Ah, esos mangaches, son únicos.
– Pero tú ya no eres, primo -dijo el Mono-. Te dejaste conquistar.
– No sé cómo no se te ha caído la cara, primo -dijo José-. Nunca se vio un mangache de cachaco.
– Se estarían contando sus chistes o sus borracheras -dijo la Chunga-. De qué querías que hablaran si no.
– Diez años, coleguita -suspiró Lituma-. Terrible cómo se pasa la vida.
– Salud, por la vida que se pasa -propuso José, el vaso en alto.
– Los mangaches son un poco filósofos cuando están tomados. Se han contagiado del Joven -dijo el arpista-. Estarían hablando de la muerte.
– Diez años, parece mentira -dijo el Mono-. ¿Te acuerdas del velorio de Domitila Yara, primo?
– Al día siguiente de llegar de la selva me encontré con el padre García y no me contestó el saludo -dijo Lituma-. No nos ha perdonado.
– Nada de filósofo, maestro -dijo el joven, ruborizándose-. Sólo un modesto artista.
– Más bien, recordarían cosas -dijo la Selvática-. Siempre que se juntaban, se ponían a contar lo que hacían de churres.
– Ya estás hablando a lo piurano, Selvática -dijo la Chunga.
– ¿Nunca te has arrepentido, primo? -dijo José.
– Cachaco o cualquier cosa, qué más da -se encogió de hombros Lituma-. De inconquistable mucha jarana y mucha timba, pero también mucha hambre, colegas. Ahora, al menos, como bien, mañana y tarde. Ya es algo.
– Si fuera posible, me tomaría otro poquito de leche -dijo el arpista.
La Selvática se levantó, don Anselmo: ella se lo preparaba.
– Lo único que te envidio es que has corrido mundo, Lituma -lijo Josefino-. Nosotros nos moriremos sin salir de Piura.
– Habla por ti solo -dijo el Mono-. A mí no me entierran sin conocer Lima.
– Buena muchacha -dijo Anselmo-. Siempre se anda comidiendo a todo. Qué servicial, qué simpática. ¿Es bonita?
– No mucho, muy retaca -dijo el Bolas-. Y cuando está con tacos, da risa como camina.
– Pero tiene lindos ojos -afirmó el joven-. Verdes, grandazos, misteriosos. Le gustarían, maestro.
– ¿Verdes? -dijo el arpista-. Seguro que me gustarían.
– Quién hubiera creído que ibas a terminar casado y de cachaco -dijo Josefino-. Y prontito de padre de familia, Lituma.
– ¿De veras que en la selva andan botadas las mujeres? -dijo el Mono-. ¿Son tan sensuales como dicen?
– Mucho más de lo que dicen -afirmó Lituma-. Hay que andarse defendiendo. Te descuidas y te exprimen, no sé cómo no salí de ahí con los pulmones puro agujero.
– Entonces uno se comerá a las que le da la gana elijo José.
– Sobre todo si es costeño -dijo Lituma-. Los criollos las vuelven locas.
– Será buena gente, pero hay que ver qué sentimientos -dijo el Bolas-. Putea para el amigo del marido, y el pobre Lituma en la cárcel.
– No hay que juzgar tan rápido, Bolas -dijo el joven, apenado-. Habría que averiguar qué fue lo que pasó. Nunca es fácil saber lo que hay detrás de las cosas. No tires nunca la primera piedra, hermano.
– Y después dice que no es filósofo -dijo el arpista-. Escúchalo, Chunguita.
– ¿En Santa María de Nieva había muchas hembras, primo? -insistía el Mono.
– Se podía cambiar a diario -dijo Lituma-. Muchas, y calientes como las que más. De todo y al por mayor, blancas, morenitas, bastaba estirar la mano.
– Y si eran tan buenas mozas, ¿por qué te casaste con ésa? -rió Josefino-. Porque, no me digas, Lituma, es puro ojos, lo demás no vale nada.
– Pegó un puñetazo en la mesa que se oyó en la catedral -dijo el Bolas-. Se pelearon de algo, parecía que Josefino y Lituma se iban a mechar.
– Son chispitas, fosforitos, se encienden y se apagan, nunca les dura la cólera -dijo el arpista-. Todos los piuranos tienen buen corazón.
– ¿Ya no sabes aguantar las bromas? -decía el Mono-. Cómo has cambiado, primo.
– Si es mi hermana, Lituma -exclamaba Josefino-. ¿Crees que lo decía de veras? Siéntate, colega, brinda conmigo.
– Lo que pasa es que la quiero -dijo Lituma-. No es pecado.
– Bien hecho que la quieras -dijo el Mono-. Baja más cerveza, Chunga.
– La pobre no se acostumbra, anda asustada entre tanta gente -decía Lituma-. Esto es muy distinto de su tierra, tienen que comprenderla.
– Claro que la comprendemos -dijo el Mono-. A ver, un brindis por nuestra prima.
– Es buenisisísima, cómo nos atiende, qué comilonas nos prepara -dijo José-. Si los tres la queremos mucho, primo.
– ¿Está bien así, don Anselmo? -dijo la Selvática-. ¿No quedó muy caliente?
– Muy bien, muy rica -dijo el arpista, paladeando-. ¿De veras tienes los ojos verdes, muchacha?
Seminario había girado hacia ellos con silla y todo, qué era esa bulla, ¿ya no se podía conversar tranquilo?, y el sargento, con todo respeto, que se estaba propasando, nadie se metía con él, que no se metiera con ellos, señor. Seminario levantó la voz, quiénes eran para responderle, y claro que se metía con ellos, con los cuatro y también con la puta que los había parido, ¿lo oyeron?
– ¿Les mentó la madre? -dijo la Selvática, pestañeando.
– Varias veces en la noche, ésa fue la primera -dijo el Bolas-. Esos ricos porque tienen tierras creen que pueden mentarle la madre a cualquiera.
La Hortensia y la Amapola salieron volando y, desde el mostrador, Sandra, Rita y Maribel alargaban las cabezas. El sargento tenía la voz rajada de la cólera, la familia no tenía nada que ver con esto, señor.
– Si no te gustó, ven y conversamos, cholito -dijo Seminario.
– Pero Lituma no fue -dijo la Chunga-. Lo contuvimos con la Sandra.
– ¿Por qué mentar a la madre cuando el pleito es entre hombres? -dijo el joven-. La madre es lo más santo que hay.
Y la Hortensia y la Amapola habían vuelto a la mesa de Seminario.
– Ya no los oí reír ni volvieron a cantar su himno -dijo el arpista-. Se quedaron desmoralizados con esa mentada de madre, los muchachos.
– Se consolaron tomando -dijo la Chunga-. No cabían más botellas en su mesa.
– Por eso yo creo que las penas que uno lleva adentro lo explican todo -dijo el joven-. Por eso terminan unos de borrachos, otros de curas, otros de asesinos.
– Voy a mojarme la cabeza -dijo Lituma-. Este tipo me amargó la noche. Tuvo razón de enojarse, Josefino -dijo el Mono-. A nadie le gustaría que le dijeran tu mujer es fea.
– Me carga con tantas ínfulas -dijo Josefino-. Me he comido cien hembras, conozco medio Perú, me he dado la gran vida. Se pasa el día sacándonos pica con sus viajes.
– En el fondo le tienes tanta cólera porque su mujer no te hace caso -dijo José.
– Si supiera que la persigues, te mata -dijo el Mono-. Está enamorado de su hembra como un becerro.
– Es su culpa -dijo Josefino-. ¿Por qué presume tanto? En la cama es puro fuego, se mueve así, asá. Que se friegue, quiero ver si son ciertas esas maravillas.
– ¿Apostamos un par de libras que no te liga, hermano? -dijo el Mono.
– Ya veremos -dijo Josefino-. La primera vez quiso cachetearme, la segunda sólo me insultó y la tercera ni siquiera se hizo la resentida y hasta pude manosearla un poco. Ya está aflojando, yo conozco a mi gente.
– Si cae, ya sabes -dijo José-. Donde pasa un inconquistable, pasan los tres, Josefino.
– No sé por qué le tengo tantas ganas -dijo Josefino-. La verdad es que no vale nada.
– Porque es de afuera -dijo el Mono-. A uno siempre le gusta descubrir qué secretos, qué costumbres se traen de sus tierras.
– Parece un animalito -dijo José-. No entiende nada, se pasa la vida preguntando por qué esto, por qué lo otro. Yo no me hubiera atrevido a probar primero. ¿Y si le contaba a Lituma, Josefino?
– Es de las asustadizas -dijo Josefino-. La calé ahí mismo. No tiene personalidad, se moriría de vergüenza antes que contarle. Lástima nomás que la preñara. Ahora hay que esperar que dé a luz para hacerle el trabajito.
– Después se pusieron a bailar de lo más bien -dijo la Chunga-. Parecía que se había pasado todo.
– Las desgracias caen de repente, cuando uno menos se las espera -dijo el Joven.
– ¿Con quién bailaba él? -dijo la Selvática.
– Con la Sandra -la Chunga la observaba con sus ojos apagados y hablaba despacio-: Muy pegaditos. Y se besaban. ¿Tienes celos?
– Era una pregunta, nomás -dijo la Selvática-. Yo no soy celosa.
Y Seminario, de repente, sólido, que se fueran, destemplado, o los sacaba a patada limpia, rugiente, a los cuatro juntos.
– Ni un ruido toda la noche, ni una luz -dijo el sargento-. ¿No le parece raro, mi teniente?
– Deben estar al otro lado -dijo el sargento Roberto Delgado-. La isla parece grande.
– Ya clarea -dijo el teniente-. Que traigan las lanchas, pero no hagan bulla.
Entre los árboles y el agua, los uniformes tenían una apariencia vegetal. Apiñados en el estrecho reducto, calados hasta los huesos, los ojos ebrios de fatiga, guardias y soldados se ajustaban los pantalones, las polainas. Los envolvía una claridad verdosa que se filtraba por el laberíntico ramaje y, entre las hojas, ramas y lianas, muchos rostros lucían picaduras, arañazos violetas. El teniente se adelantó hasta la orilla de la laguna, separó el follaje con una mano, con la otra se llevó los prismáticos a los ojos y escudriñó la isla: un barranco alto, laderas plomizas, árboles de troncos robustos y crestas frondosas. El agua reverberaba, ya se oía cantar a los pájaros. El sargento vino hacia el teniente, agazapado, bajo sus pies el bosque crujía y chasqueaba. Detrás de ellos, las siluetas difusas de guardias y soldados se movían apenas entre la maraña, silenciosamente destapaban cantimploras y encendían cigarrillos.
– Ya no discuten -dijo el teniente-. Nadie diría que se pasaron el viaje peleando.
– La mala noche los hizo amigos -dijo el sargento-. El cansancio, la incomodidad. No hay como esas cosas para que los hombres se entiendan bien, mi teniente.
– Vamos a hacerles una buena tenaza antes que sea día del todo -dijo el teniente-. Hay que emplazar un grupo en la orilla del frente.
– Sí, pero para eso hay que cruzar la cocha -dijo el sargento, apuntando la isla con un dedo-. Son como trescientos metros, mi teniente. Nos van a cazar como a palomitas.
El sargento Roberto Delgado y los otros se habían acercado. El barro y la lluvia igualaban los uniformes y sólo las cristinas y los quepís distinguían a los guardias de los soldados.
– Mandémosles un propio, mi teniente- dijo el sargento Roberto Delgado-. No les queda más remedio que rendirse.
– Sería raro que no nos hayan visto -dijo el sargento-. Los huambisas tienen el oído fino, como todos los chunchos. Puede ser que ahora mismo nos estén apuntando desde las lupunas.
– Lo veo y no lo creo -dijo el sargento Delgado-. Paganos viviendo entre lupunas, con el pánico que les tienen.
Soldados y guardias escuchaban: pieles lívidas, pequeños abcesos de sangre coagulada, ojeras, pupilas inquietas. El teniente se rascó la mejilla, había que ver, junto a su sien tres granitos formaban un triángulo cárdeno, ¿los dos sargentos se le cagaban de miedo?, y un mechón de pelos sucios le caía sobre la frente semioculta bajo la visera. ¿Qué? Tal vez sus guardias tendrían miedo, mi teniente, el sargento Roberto Delgado no sabía cómo se comía eso.
Brotó un murmullo y, en un mismo movimiento que agitó el follaje, el Chiquito, el Oscuro y el Rubio se apartaron de los soldados: era ofensa, mi teniente, no permitían, ¿con qué derecho?, y el teniente se tocó la cartuchera: le podría costar caro, si no estuvieran en misión vería.
– Sólo era una broma, mi teniente -tartamudeó el sargento Roberto Delgado-. En el Ejército les hacemos pasadas a los oficiales y ellos nunca se enojan. Yo creí que en la policía era lo mismo.
Un rumor de agua invadida sumergió sus voces y se oyó un cuidadoso chapaleo de remos, un desliz. Bajo la cascada de lianas y de juncos, aparecieron las lanchas. El práctico Pintado y el soldado que las conducían estaban sonrientes y ni sus gestos ni sus movimientos revelaban fatiga.
– Después de todo, tal vez sea mejor pedirles la rendición -dijo el teniente.
– Claro, mi teniente -dijo el sargento Roberto Delgado-. No se lo aconsejé por miedo, sino por estrategia. Si quieren escapar, desde aquí haremos tiro al blanco con ellos.
– En cambio, si vamos nosotros allá, pueden hacernos puré al cruzar la cocha -dijo el sargento-. Sólo somos diez y ellos quién sabe cuántos. Y qué armas tendrán.
El teniente se volvió y guardias y soldados quedaron tensos: ¿quién era el más antiguo? Algo anhelante en todos los rostros ahora, rictus en las bocas, parpadeos llenos de alarma, y el sargento Roberto Delgado señaló a un soldado bajito y cobrizo, que dio un paso al frente: soldado Hinojosa, mi teniente. Muy bien, que el soldado Hinojosa se llevara a los de Borja al otro lado de la laguna y los emplazara frente a la isla, sargento. El teniente se quedaría aquí con los guardias, vigilando la boca del caño.
¿Y para qué había venido entonces el sargento Roberto Delgado, mi teniente? El oficial se quitó el quepí, ¿para qué? se alisó los cabellos con la mano, se lo iba a decir y, al calzarse de nuevo la gorra, el mechoncito de su frente había desaparecido: los dos sargentos irían a pedirles la rendición. Que tiraran las armas y formaran en el barranco, las manos en la cabeza, sargento, los llevaría Pintado. Los sargentos se miraron, sin hablar, soldados y guardias, mezclados otra vez, susurraban y en sus ojos ya no había temor sino alivio, chispas burlonas. Precedidos por Hinojosa los soldados subieron a una de las lanchas que bailoteó y se hundió algo. El práctico levantó la pértiga y, de nuevo, un delicado chasquido, la vibración del ramaje, las cristinas desaparecieron bajo los helechos y los bejucos y el teniente examinó las camisas de los guardias, Chiquito, que se la quitara: la suya era la más blanca. El sargento la amarraría en su fusil y, ya sabía, si se les ponían malditos, bala, sin contemplaciones. Los sargentos estaban en la lancha y, cuando el Chiquito les alcanzó su camisa, Pintado impulsó la embarcación con la tangana. La dejó flotar lentamente entre el follaje pero, apenas ingresaron a la laguna, encendió el motor y, con el ruido monótono, el aire se pobló de aves que escapaban de los árboles, bulliciosamente. Un resplandor anaranjado crecía detrás de las lupunas, también en la espesura del contorno se reflejaban las primeras lanzas del sol, y las aguas de la cocha se veían limpias y quietas.
– Ah, compañero, yo estaba por casarme -dijo el sargento.
– Pero levanta más ese fusil -dijo el sargento Delgado-, que vean bien la camisa.
Cruzaron la laguna sin apartar la mirada del barranco y de las lupunas. Pintado mantenía el rumbo con una mano y con la otra se rascaba la cabeza, la cara, los brazos, aquejado de una repentina y generalizada picazón. Divisaban ya una playita angosta, fangosa, con arbustos pelados y unos troncos flotantes que debían servir de embarcadero. En la orilla opuesta, atracaba la lancha de los soldados y éstos descendían a la carrera, se apostaban en descubierto, apuntaban a la isla con sus fusiles. Hinojosa tenía buena voz, bonitos esos huaynitos que había cantado anoche en quechua ¿no? Sí, pero qué pasaba que no se los veía, ¿por qué no salían? El Santiago estaba lleno de huambisas, compañero, los que los vieron venir les avisarían y habrían tenido tiempo de sobra para escaparse por los caños. La lancha enfiló hacia el embarcadero. Amarrados con gruesos bejucos, los troncos flotantes hervían de musgo, hongos y líquenes. Los tres hombres contemplaban el barranco casi vertical, las lupunas curvas y jibosas: no había nadie, mis sargentos, pero qué susto habían pasado. Los sargentos saltaron, chapotearon en el barro, comenzaron a trepar, los cuerpos aplastados contra la pendiente. El sargento llevaba el fusil en alto, un viento caliente hacía ondear la camisa del Chiquito y, cuando pisaron la cumbre, un sol hiriente les hizo cerrar los ojos y frotárselos. Trenzas de lianas cubrían los espacios entre lupuna y lupuna, un denso humor putrefacto bañaba sus rostros cada vez que espiaban entre la maleza. Por fin hallaron una abertura, avanzaron enterrados hasta la cintura en yerba salvaje y rumorosa, luego siguieron una trocha que se estiraba, sinuosa, minúscula, entre avenidas de árboles, se perdía y reaparecía junto a un matorral o a un plumero de helechos. El sargento Roberto Delgado se ponía nervioso, carajo, que alzara bien ese fusil y vieran que iban con bandera blanca. Las copas de los árboles formaban una compacta bóveda que sólo filamentos de sol perforaban a ratos, jirones dorados que eran como vibraciones y había voces de invisibles pájaros por todas partes. Los sargentos se protegían el rostro con las manos, pero siempre recibían hincones, desgarrones ardientes. la trocha terminó de pronto, en un claro de superficie lisa y arenosa, limpia de yerba y ellos vieron las cabañas: ah, compañero, mira eso. Altas, sólidas, estaban sin embargo medio devoradas por el bosque. Una había perdido el techo y un agujero como una llaga redonda tiznaba su fachada; de la otra emergía un árbol, disparaba impetuosamente sus brazos peludos por las ventanas y los tabiques de ambas desaparecían bajo costras de hiedra. En todo el derredor había yerba alta; las escalerillas derruidas, prisioneras de enredaderas, servían de asiento a tallos y raíces, y en los escalones y pilotes se divisaban también nidos, hinchados hormigueros. Los sargentos merodeaban en torno a las cabañas, alargaban los pescuezos para ver el interior.
– No se fueron anoche sino hace tiempo -dijo el sargento Delgado-. El monte ya casi se las ha tragado.
– No son chozas de huambisas sino de cristianos -dijo el sargento-. Los paganos no las hacen tan grandes y, además, se llevan a cuestas sus casas cuando se mudan.
– Aquí había un claro -dijo el sargento Delgado-. Los árboles son tiernitos. Aquí vivía bastante gente, compadre.
– El teniente va a rabiar -dijo el sargento-. Estaba seguro de agarrar a unos cuantos.
– Vamos a llamarlo -dijo el sargento Delgado; apuntó con su fusil a una cabaña, disparó dos veces y el eco repitió los disparos, a lo lejos-. Van a creer que nos están cocinando los rateros.
– En confianza, yo prefiero que no haya nadie -dijo el sargento-. Voy a casarme, no estoy para que me vuelen la cabeza, a mis años.
– Vamos a registrar antes que lleguen los otros -dijo el sargento Delgado-. A lo mejor queda algo que valga la pena.
Sólo encontraron residuos de objetos herrumbrosos, convertidos en aposentos de arañas y las maderas apolilladas, minadas por las termitas, se rajaban bajo sus pies o se hundían blandamente. Salieron de las cabañas, recorrieron la isla y aquí y allá se inclinaban sobre leños carbonizados, latas oxidadas, añicos de cántaros. En un declive había una poza de aguas estancadas y, entre exhalaciones hediondas, planeaban nubes de mosquitos. La cercaban dos hileras de estacas como una filuda red y eso qué era, el sargento Roberto Delgado nunca había visto. Qué sería, cosas de chunchos, pero mejor que se fueran de aquí, olía mal y había tanta avispa. Volvieron a las cabañas y el teniente, los guardias y los soldados evolucionaban como sonámbulos en el claro, encañonaban los árboles, inquietos y perplejos.
– ¡Diez días de viaje! -gritó el teniente-. ¡Tanta cojudez para eso! ¿Cuándo calculan que se fueron?
– Para mí, hace meses, mi teniente -dijo el sargento-. Quizá más de un año.
– No eran dos, sino tres cabañas, mi teniente -dijo el Oscuro-. Aquí había otra, un ventarrón la arrancaría de cuajo. Todavía se ven los horcones, fíjese.
– Para mí, hace varios años, mi teniente -dijo el sargento Delgado-. Por ese árbol que ha crecido ahí adentro.
Después de todo qué más daba, el teniente sonrió desencantado, un mes o diez años, fatigado: ellos se habían ensartado lo mismo. Y el sargento Delgado, a ver, Hinojosa, un buen registro y que le empaquetaran lo comible, lo bebible y lo ponible y los soldados se derramaron por el claro y se perdieron entre los árboles, y el Rubio que hiciera un poco de café para que se les fuera el mal sabor de la boca. El teniente se acuclilló, se puso a escarbar el suelo con una ramita. Los sargentos encendieron cigarrillos; enjambres zumbantes pasaban sobre sus cabezas mientras charlaban. El práctico Pintado cortó ramas secas, hizo una fogata y, entre tanto, dos soldados arrojaban al voleo desde las cabañas, botellas, jarras de greda, mantas deshilachadas. El Rubio calentó un termo, sirvió café humeante en unos vasitos de latón, y el teniente y los sargentos estaban terminando de beber cuando se oyeron gritos, ¿qué?, y aparecieron dos soldados corriendo, ¿un tipo?, el oficial se había parado de un salto, ¿qué cosa? y el soldado Hinojosa: un muerto, mi teniente, lo habían encontrado en una playita de ahí abajo. ¿Huambisa? ¿Cristiano? Seguido de guardias y soldados el teniente corría ya y, durante unos momentos, sólo se oyó crepitar la hojarasca pisoteada, el suave runrún de la yerba agredida por los cuerpos. Veloces y en montón contornearon las estacas, se lanzaron por el declive, salvaron un hoyo salpicado de pedruscos y, al llegar a la playita, se detuvieron en seco, alrededor del tendido. Estaba boca arriba, su pantalón desgarrado ocultaba apenas los miembros mugrientos y enclenques, la piel oscura. Sus axilas eran dos matas negruzcas, apelmazadas, y tenía muy largas las uñas de manos y pies. Costras y llagas resecas roían su torso, sus hombros, un trozo de lengua blancuzca pendía de sus labios agrietados. Guardias y soldados lo examinaban y, de pronto, el sargento Roberto Delgado sonrió, se agachó y aspiró, su nariz junto a la boca del tendido. Soltó una risita entonces, se incorporó y pateó al hombre en las costillas: oiga, huevas, que no le pateara así al muerto y el sargento Roberto Delgado, pateando otra vez, qué muerto ni que ocho cuartos, ¿no olía, mi teniente? Todos se inclinaron, husmearon el cuerpo rígido e indiferente. Nada de muerto, mi teniente, mi compadre estaba soñando. Con una especie de creciente, enfurecida alegría descargó más puntapiés y el tendido se contrajo, algo ronco y hondo escapó de su boca, caramba: era verdad. El teniente empuñó los cabellos del hombre, lo remeció y, de nuevo, débilmente, ese ronquido interior. Estaba soñando el pendejo y el sargento sí, miren, ahí tenía su cocimiento. Junto a las cenizas plateadas y las rajitas de leña de una fogata, había una olla de barro, chamuscada, repleta de yerbas. Decenas de curhuinses de largas tijeras y negrísimo abdomen la escalaban mientras otras, formadas en círculo, protegían el asalto. Si hubiera estado muerto, ya se lo habrían comido los bichos, mi teniente, no le quedarían sino los huesos, y el Rubio pero habían comenzado ya, por las piernas. Algunas curhuinses subían por las curtidas plantas de sus pies y otras inspeccionaban sus empeines, sus dedos, sus tobillos, tocaban la piel con sus finas antenas y, a su paso, dejaban un reguero de puntos morados. El sargento Roberto Delgado pateó de nuevo, en el mismo sitio. Una hinchazón había brotado en las costillas del tendido, un túmulo oblongo de vértice oscuro. Seguía inmóvil pero, de rato en rato, profería su hueco ronquido y su lengua se enderezaba, difícilmente lamía los labios. Estaba en el paraíso el maldito, no sentía nada y el teniente agua, rápido, y que le limpiaran los pies, carajo, se lo estaban comiendo las hormigas. El Chiquito y el Rubio aplastaron a las curhuinses, dos soldados trajeron agua de la laguna en sus cristinas y rociaron la cara del hombre. Éste trataba ahora de mover los miembros, la crispación encogía su rostro, su cabeza caía a derecha e izquierda. De pronto eructó y uno de sus brazos se plegó lenta, torpemente, su mano palmoteó su cuerpo, palpó la hinchazón, la acarició. Ahora respiraba con ansiedad, tenía el pecho crecido, sumido el vientre y su lengua se estiraba, blanca, con coágulos de saliva verde. Sus ojos seguían sellados, y el teniente a los soldados más agua: estaba que quería y no quería, muchachos, había que despertarlo. Soldados y guardias iban a la laguna, volvían y vertían sobre el hombre chorritos de agua y él abría la boca para recibirlos, su lengua afanosamente, ruidosamente sorbía las gotitas. Su quejido era ya más natural y continuo, y también las contracciones de su cuerpo que parecía liberado de invisibles ligaduras.
– Denle un poco de café, reanímenlo como sea -dijo el teniente-. Y sigan echándole agua.
– No creo que llegue hasta Santa María de Nieva como está, mi teniente -dijo el sargento-. Se nos morirá por el camino.
– Me lo llevo a Borja, que está más cerca -dijo el teniente-. Regresa ahora mismo con los muchachos a Nieva y dile a don Fabio que cogimos a uno. Que ya caerán los otros. Yo me voy con los soldados a la guarnición y allá haré que lo vea un médico. Éste no se me muere ni de a vainas.
Apartados unos metros del grupo, el teniente y el sargento fumaban. Guardias y soldados trajinaban alrededor del tendido, lo mojaban, lo sacudían y él parecía ejercitar con desconfianza su lengua, su voz, tenazmente ensayaba nuevos movimientos y sonidos.
– ¿Y si no es de la banda, mi teniente? -dijo el sargento.
– Por eso me lo llevo a Borja -dijo el teniente-. Ahí hay aguarunas de pueblos que fueron saqueados por los bandidos, veremos si lo reconocen. Dile a don Fabio que haga avisar a Reátegui.
– El tipo ya habla, mi teniente -gritó el Chiquito-. Venga para que lo oiga.
– ¿Entendieron lo que dijo? -preguntó el teniente. -De un río que sangre, de un cristiano que se murió -dijo el Oscuro-. Cosas así, mi teniente.
– Sólo falta que esté loco, para mi maldita suerte -dijo el teniente.
– Siempre se zafan un poco cuando están soñando -dijo el sargento Roberto Delgado-. Después se les pasa, mi teniente.
Estaba anocheciendo, Fushía y don Aquilino comían yuca cocida, tomaban aguardiente a pico de botella, y Fushía ya oscurece, Lalita, préndete el mechero, ella se agachaba y ayayay, el primer dolor, no podía enderezarse, se cayó al suelo llorando. La levantaron, la subieron a la hamaca, Fushía encendió el mechero y ella creo que ya me llegó, tengo miedo. Y Fushía nunca he visto una mujer que se muera pariendo y Aquilino yo tampoco, no te asustes, Lalita, era el mejor paridor de la selva, ¿podía tocarla, Fushía?, ¿no tenía celos?, y Fushía estás viejo para que te tenga celos, anda, tócala. Don Aquilino le había alzado la falda, se arrodillaba para ver y entró Pantacha corriendo, patrón, se estaban peleando, y Fushía quiénes, y Pantacha los huambisas con el aguaruna que trajo don Aquilino, don Aquilino ¿con Jum? Pantacha abría mucho los ojos y Fushía le pegó en la cara, perro, mirando a la mujer ajena. Él se sobaba la nariz, perdoncito, patrón, sólo venía a avisar, los huambisas quieren que se vaya Jum, usted sabe que odian a los aguarunas, se habían puesto rabiosos y él y Nieves no podían atajarlos, ¿la patrona estaba enferma? Y don Aquilino mejor anda a ver, Fushía, no lo vayan a matar, con el trabajo que me costó convencerlo que se viniera a la isla y Fushía puta carajo, hay que masatearlos, que se emborrachen juntos, se matan o se hacen amigos. Salieron y don Aquilino se acercó a Lalita, le sobó las piernas, para que se te ablanden los músculos, la barriga, y la criatura salga suavecita, verás, y ella riendo llorando, le iba a contar a Fushía que él se estaba aprovechando para manosear, él se reía y ayayay, otra vez, en los huesos de la espalda, ayayay, se estarían rompiendo, y don Aquilino toma un traguito para que te calmes, ella tomó, vomitó y manchó a don Aquilino que estaba meciendo la hamaca, arrurrú Lalita, muchacha bonita, y el dolor se iba pasando. Unas luces coloradas bailaban alrededor del mechero, fíjate, Lalita, los cocuyos, las ayañahuis, uno se muere y su espíritu se vuelve mariposita nocturna, ¿sabía?, y anda en las noches alumbrando el bosque, los ríos, las cochas, cuando él se muriera, Lalita, siempre tendría a su lado una ayañahui, te serviré de mechero. Y ella tengo miedo, don Aquilino, no hable de la muerte y él no te asustes, mecía la hamaca, era para distraerte, con un trapo mojado le refrescaba la frente, no te pasará nada, nacerá antes del amanecer, al tocarte vi que es varón. La cabaña se había impregnado de olor a vainilla y el viento húmedo traía también murmuraciones boscosas, ruido de chicharras, ladridos y las voces de una pelea destemplada. Y ella tiene usted manos bien suaves, don Aquilino, eso me descansa un poco, y qué rico huele, ¿pero no oye a los huambisas?, vaya a ver, don Aquilino, ¿y si matan a Fushía? Y él era lo único que no podía pasar, Lalita, ¿no sabes que es como diablo? Y Lalita cuánto hace que se conocen, don Aquilino, y él van para diez años, nunca salió mal parado pese a buscarse los peores líos, Lalita, cosas feísimas, se escurre de sus enemigos como culebra de río. Y ella ¿se hicieron amigos en Moyobamba?, y don Aquilino yo era aguatero, él me metió a comerciante, y ella ¿aguatero?, y don Aquilino de casa en casa con su burro y sus tinajas, Moyobamba es pobre, la poca ganancia se iba en comprar metileno para mejorar el agua y si no multas, y una mañana llegó Fushía, se fue a vivir a un ranchito junto al mío y así se hicieron amigos. Y ella ¿cómo era entonces, don Aquilino?, y él de dónde vendría, le preguntaban y él puro misterio y mentira, apenas hablaba cristiano, Lalita, hacía unas mescolanzas con el brasileño. Y Fushía anímate, hombre, vives como un perro, ¿no estás harto?, dediquémonos al comercio y él es cierto, como perro. Y Lalita ¿qué hicieron, don Aquilino? y él una gran balsa y Fushía compraba sacos de arroz, tocuyos, percalitas y zapatos, la balsa se hundía con tanto peso, ¿y si nos roban, Fushía? Y Fushía calla, puto, también me compré un revólver. Y Lalita ¿así comenzaron, don Aquilino?, y él íbamos por los campamentos, y los caucheros, los materos y los buscadores de oro tráiganos esto y esto en el próximo viaje y les traían, y después se metieron a las tribus. Buen comercio, el mejor, mostacillas por bolas de jebe, espejitos y cuchillos por pieles y así conocieron a éstos, Lalita, se hicieron grandes amigos con Fushía, ya has visto cómo lo ayudan, es dios para los huambisas. Y Lalita ¿les iba muy bien, entonces? Y él nos hubiera ido mejor si Fushía no fuera diablo, les robaba a todos y al final los corrían de los campamentos y los guardias los buscaban, tuvieron que separarse y él se vino donde los huambisas un tiempo y después se fue a Iquitos, y ahí comenzó a trabajar con Reátegui, ¿fue ahí donde lo conociste, Lalita? Y ella ¿usted qué hizo, don Aquilino? Y a él se le había metido en la sangre la vida libre, Lalita, eso de andar con la casa a cuestas como una charapa, sin sitio fijo, y siguió haciendo comercio solo, pero de manera honrada. Y Lalita ¿estuvo por todas partes, no es cierto, don Aquilino?, y él en el Ucayali, en el Marañón y en el Huallaga, y al principio no iba al Amazonas por la mala fama que dejó Fushía, pero después de unos meses volvió y un día, en un campamento del Itaya, no lo creía aunque lo estaba viendo, me lo encontré a Fushía, Lalita, convertido en negociante, con habilitados y ahí me contó su negocio con Reátegui. Y Lalita qué contentos se pondrían al verse de nuevo, don Aquilino, y él lloramos, nos emborrachamos recordando, Fushía, la fortuna te sonríe, sienta cabeza, sé limpio, no te metas en más líos, y Fushía te quedas conmigo, Aquilino, es como una lotería, ojalá dure la guerra, y él ¿así que es jebe para contrabando?, y Fushía al por mayor, hombre, vienen a buscarlo a Iquitos, se lo llevan escondido en cajones que dicen tabaco, Reátegui se hará millonario y yo también, no te dejo ir, Aquilino, te contrato y ella ¿por qué no se quedó con él?, y él ya se estaba poniendo viejo, Fushía, no quería sustos ni ir a la cárcel, y ayayay, me muero, la espalda, ahora sí se viene, que no se asustara, dónde tenía un cuchillo y lo estaba calentando en el mechero cuando entró Fushía. Don Aquilino ¿no le hicieron nada a Jum?, y Fushía ahora están chupando juntos, y también Pantacha y Nieves. No dejaría que lo maten, lo necesitaba, sería un buen contacto con los aguarunas, pero cómo lo pusieron, ¿quién le quemó las axilas?, chorrean pus, viejo, y las llagas de la espalda, lástima si se infectaran y se muriera de tétano, y don Aquilino en Santa María de Nieva, los soldados y los patrones de ahí, y el que le partió la frente fue tu amigo Reátegui, ¿sabía que se fue a Iquitos, por fin? Y Fushía también lo raparon y estaba más feo que un renaco, y ayayay, los huesos, mucho, mucho, y don Aquilino se las dio de vivo y al patrón que les compraba el caucho le dijo no, nosotros mismos iremos a venderlo a Iquitos, un tal Escabino, parecía, y para colmo le sonaron a un cabo que llegó a Urakusa y mataron a su práctico, y Fushía cojudeces, está vivito y coleando, es Adrián Nieves, el que recogí el mes pasado, y don Aquilino ya sé, pero es lo que dicen y ella se partía en dos, dame algo, Fushía, por lo que más quieras. Y Fushía ¿odia a los cristianos?, mejor que mejor, que convenza a los aguarunas que me den el jebe a mí, grandes proyectos, viejo, antes de un par de años volvería a Iquitos, rico, verás cómo me reciben los que me dieron la espalda, y don Aquilino hierve agua, Fushía, ayuda, no parece que fueras el padre. Fushía llenó la tinaja, prendió el fogón, y ella cada vez más fuertes, seguiditos, respiraba ahogándose, tenía hinchada la cara y ojos de pescado muerto. Don Aquilino se arrodilló, la sobó, ya se abría su poquito, Lalita, se venía, no te impacientes. Y Fushía aprende de las huambisas que se van al monte solas y regresan cuando ya han parido. Don Aquilino quemaba el cuchillo y las voces de afuera se perdían entre chasquidos y silbos, Fushía ¿ven?, ya no pelean, están íntimos, y el viejo sería varón, Lalita, qué le dijo, que oyera, las capironas estaban cantando, no se equivocaba nunca. Y Fushía es un poco callado y don Aquilino pero comedido, todo el viaje lo estuvo ayudando, decía que dos cristianos desgraciaron a Urakusa con sus engaños y Fushía, viejo, en tu próximo viaje ganarás horrores, don Aquilino cuándo no estarás soñando y él ¿no había progresado desde la primera vez? Y Aquilino no hubiera vuelto a la isla si no fuera por ti, Lalita, le había caído bien, y ella cuando usted llegó nos moríamos de hambre, don Aquilino, ¿se acuerda cómo lloré al ver las conservas y los fideos?, y Fushía qué banquete, viejo, se enfermaron por la falta de costumbre, y cómo tuve que rogarte, ¿por qué no quería ayudarlo?, si además ganarás plata. Y el viejo pero son robadas, Fushía, me meterán preso, no he de venderte ese jebe ni esos cueros, y Fushía todo el mundo sabe que tú eres honrado, ¿acaso los caucheros, los materos y los chunchos no te pagan en cueros, en jebe y en pepitas de oro? Si le preguntaban diría son mis ganancias, y el viejo nunca tuve tantas, y Fushía no te llevarás todo en un viaje, de a poquitos y ayayay, de nuevo, don Aquilino, las piernas, la espalda, Fushía ayayay. Y don Aquilino no quiero, los chunchos se quejarían tarde o temprano, vendría la policía, y los patrones no se iban a rascar los huevos mientras él les madrugaba el negocio, y Fushía shapras, aguarunas y huambisas se matan entre ellos, ¿no se odiaban?, a nadie se le ocurriría que había cristianos metidos en esto, y el viejo, no, de ninguna manera, y Fushía se llevaría lejos la mercadería, bien escondida, Aquilino, la venderás a los mismos caucheros más barata y estarán felices. Y el viejo por fin aceptó y Fushía por primera vez le pasaba esto, Lalita, depender de la honradez de un cristiano, si el viejo quiere me ensarta, vendía todo y se embolsillaba la plata, sabe que estoy preso acá, y hasta puede rematarla diciendo a la policía ese que buscan está en una islita, Santiago arriba. Demoró cerca de dos meses y Fushía mandaba remeros hasta el Marañón y los huambisas volvían no hay, no está, no viene, ese perro, y una tarde se apareció bajo un aguacero en la boca del caño y traía ropa, comida, machetes y quinientos soles. Y Lalita ¿podía abrazarlo, besarlo como a su padre?, y Fushía nunca había visto, viejo, qué honrado, no olvidaría, Aquilino, cómo te portas conmigo, él en su lugar se escapaba con la plata y el viejo tú no tienes alma, para él valía más la amistad que el negocio, el agradecimiento, Fushía, por ti dejé de ser el perro de Moyobamba, el corazón no olvidaba, ayayay, ayayay, y don Aquilino había empezado de veras, Lalita, puja, puja para que no se ahogue saliendo, puja con todita tu alma, grita. Tenía el cuchillo en la mano y ella reza, ayayay, Fushía y don Aquilino iba a sobarla pero puja, puja, Fushía acercó el mechero y miraba, el viejo consuélala un poco, agárrale la mano, hombre, y ella que le dieran agua, se le rompían, que la Virgen la ayudara, que el Cristo de Bagazán la ayudara, santo, santo, que le prometía y Fushía aquí tienes agua, no grites tanto y cuando Lalita abrió los ojos Fushía miraba el petate y don Aquilino te estoy secando las piernas, Lalita, ya pasó todo, ¿viste qué rápido? Y Fushía sí, viejo, es macho, pero ¿está vivo?, no se mueve ni respira. Don Aquilino se agachó, lo levantó del petate y era oscuro y grasoso como un monito y lo sacudió y él chilló, Lalita, míralo, cuánto miedo por gusto y que se durmiera ahora, y ella sin usted me hubiera muerto, quería que su hijo se llame Aquilino, y Fushía que sea por la amistad pero qué nombre más feo, don Aquilino ¿y Fushía? Y él raro ser padre, viejo, habrá que festejar un poco, y don Aquilino descansa, muchacha, ¿quería tenerlo?, tenlo, estaba sucio, límpialo un poco. Don Aquilino y Fushía se sentaron en el suelo, tomaban aguardiente a pico de botella y afuera seguían los ruidos, los huambisas, el aguaruna, Pantacha, el práctico Nieves estarían vomitando y el cuarto ardía de maripositas, los cocuyos rebotaban contra las paredes, quién hubiera dicho que nacería tan lejos de Iquitos, en el monte como los chunchitos.
La orquesta nació donde Patrocinio Naya. El joven Alejandro y el camionero Bolas iban a almorzar allí, encontraban a don Anselmo que se estaba levantando y, mientras Patrocinio cocinaba, los tres se ponían a conversar. Dicen que el joven fue el primero en hacerse su amigo; él, que era tan solitario como don Anselmo, también músico y triste, vería en el viejo un alma gemela. Le contaría su vida, sus penas. Después de comer, don Anselmo cogía el arpa, el Joven la guitarra y tocaban: Bolas y Patrocinio los oían, se emocionaban, aplaudían. A veces, el camionero los acompañaba tocando cajón. Don Anselmo aprendió las canciones del Joven y comenzó a decir «es un artista, el mejor compositor mangache», y Alejandro «no hay arpista como el viejo, nadie lo gana», y lo llamaba maestro. Los tres se volvieron inseparables. Pronto corrió la voz en la Mangachería que había una nueva orquesta y, a eso del mediodía, las muchachas venían a pasear en grupo frente a la choza de Patrocinio Naya para escuchar la música. Todas miraban al Joven con ojos lánguidos. Y un buen día se supo que Bolas había dejado la Empresa Feijó, donde estuvo de chofer diez años, para ser artista, igual a sus dos compañeros.
En ese tiempo Alejandro era joven de verdad, tenía el pelo retinto, muy largo, crespo, la piel pálida, los ojos hondos y desconsolados. Era delgado como una cañita y los mangaches decían «no se tropiecen con él, al primer encontrón muere». Hablaba poco y despacio, no era mangache de nacimiento sino de elección, como don Anselmo, Bolas y tantos otros. Había sido de familia principal, nacido en el Malecón, educado en el Salesiano y estaba por viajar a Lima para entrar a la universidad, cuando una muchacha de buena familia se fugó con un forastero que pasó por Piura. El joven se cortó las venas y estuvo muchos días en el hospital, entre la vida y la muerte. Salió de allí decepcionado del mundo y bohemio: pasaba las noches en blanco, bebiendo, jugando a las cartas con gente de lo peor. Hasta que su familia se cansó de él, lo echó y, como tantos desesperados, naufragó en la Mangachería y aquí se quedó. Comenzó a ganarse la vida con la guitarra, en la chichería de Angélica Mercedes, pariente del Bolas. Así conoció al camionero, así se hicieron hermanos. El joven Alejandro tomaba mucho, pero el alcohol no lo incitaba a pelear ni a enamorar, sólo a componer canciones y versos que referían siempre una decepción y llamaban a las mujeres ingratas, traidoras, insinceras, ambiciosas y castigadoras.
Desde que se hizo amigo del Bolas y del joven Alejandro, el arpista cambió de costumbres. Se volvió hombre dulce y su vida pareció ordenarse. Ya no ambulaba como un alma en pena todo el santo día. En las noches iba donde Angélica Mercedes, el Joven lo urgía a tocar y hacían dúos. Bolas entretenía a los parroquianos con anécdotas de sus viajes y, entre pieza y pieza, el viejo y el guitarrista se reunían con Bolas en una mesa, bebían un trago, charlaban. Y cuando Bolas estaba chispado, los ojos llenos de estrellas, se sentaba ante un cajón o cogía una tabla y les llevaba el compás, hasta cantaba con ellos y su voz, aunque ronca, no sonaba mal. Era un hombrón el Bolas: espaldas de boxeador, manos enormes, frente minúscula, una boca como un embudo. En la choza de Patrocinio Naya, don Anselmo y el guitarrista le enseñaron a tocar, le afinaron el oído y las manos. Los mangaches espiaban entre las cañas, veían enfurecerse al arpista cuando Bolas perdía el compás, olvidaba la letra o soltaba un gallo, y escuchaban al Joven Alejandro instruir melancólicamente al camionero sobre las misteriosas frases de sus canciones: ojos de rosicler, celajes rubios de amanecer, veneno que regaste un día, malvada mujer, con tu querer, en mi dolido corazón.
Era como si la cercanía de esos dos jóvenes, hubiera devuelto a don Anselmo el gusto de la vida. Ya nadie lo encontraba durmiendo a pierna suelta en la arena, ya no andaba como los sonámbulos, y hasta su odio contra los gallinazos disminuyó. Siempre iban juntos los tres, el viejo entre el Joven y Bolas, abrazados como churres. Don Anselmo parecía menos sucio, menos harapiento. Un día los mangaches lo vieron estrenar un pantalón blanco, y creyeron que era regalo de Juana Baura, o de alguno de esos viejos principales que al encontrarlo en una chichería lo abrazaban y le invitaban un trago, pero había sido un obsequio de Bolas y el Joven por la Navidad.
Fue por esa época que Angélica Mercedes contrató a la orquesta de manera formal. Bolas se había conseguido un tambor y unos platillos, los manejaba con habilidad y era incansable: cuando el joven y el arpista abandonaban el rincón para mojarse los labios y entonar el cuerpo, Bolas seguía, ejecutaba solos. Tal vez fuera el menos inspirado de los tres, pero era el más alegre, el único que se permitía de cuando en cuando una canción de humor.
De noche tocaban donde Angélica Mercedes, de mañana dormían, almorzaban juntos en casa de Patrocinio Naya y allí ensayaban en las tardes. En el ardiente verano se iban río arriba, hacia el Chipe, se bañaban y discutían las nuevas composiciones del Joven. Se habían ganado el corazón de todos, los mangaches los tuteaban y ellos tuteaban a grandes y chicos. Y cuando la Santos, comadrona y abortera, se casó con un municipal, la orquesta vino a la fiesta, tocó gratis y el Joven Alejandro estrenó un vals pesimista sobre el matrimonio, que ofende al amor, lo seca y quema. Y, desde entonces, en cada bautizo, confirmación, velorio o noviazgo mangache, la orquesta tocaba infaliblemente y de balde. Pero los mangaches les correspondían con regalitos, invitaciones, y algunas mujeres llamaron a sus hijos Anselmo, Alejandro, hasta Bolas. La fama de la orquesta se consolidó y esos que se llamaban inconquistables la propagaron por la ciudad. A casa de Angélica Mercedes acudían principales, forasteros y, una tarde, los inconquistables trajeron a la Mangachería a un blanco vestido de chasqui, que quería dar una serenata. Vino a buscar a la orquesta de noche, en una camioneta que levantó polvo. Pero a la media hora regresaron los inconquistables, solos: «El padre de la muchacha se calentó, llamó a los cachacos, se los han llevado a la comisaría». Los tuvieron presos una noche y, a la mañana siguiente, don Anselmo, el joven y Bolas volvieron contentos; habían tocado para los guardias y éstos les invitaron café y cigarrillos. Y, poco después, ese mismo blanco se robó a la muchacha de la serenata, y cuando regresó con ella para el matrimonio, contrató a la orquesta para tocar en la boda. De todas las chozas venían mangaches donde Patrocinio Naya, para que don Anselmo, el Joven y Bolas pudieran ir bien vestidos. Unos prestaban zapatos, otros camisas, los inconquistables proporcionaron trajes y corbatas. Desde entonces fue costumbre que los blancos contrataran a la orquesta para sus fiestas y sus serenatas. Muchos conjuntos mangaches se deshacían y rehacían luego con nuevos miembros, pero éste siguió siendo el mismo, no creció ni disminuyó, y don Anselmo tenía blancos los pelos, curva la espalda, arrastraba los pies, y el joven había dejado de serlo, pero su amistad y su sociedad se conservaban intactas.
Años después murió Domitila Yara, la santera que vivía frente a la chichería de Angélica Mercedes, Domitila Yara la beata siempre vestida de negro, rostro velado y medias oscuras, la única santera que nació en el barrio. Pasaba Domitila Yara y los mangaches, arrodillados, le pedían la bendición: ella musitaba unos rezos, los persignaba en la frente. Tenía una imagen de la Virgen, con cintas rosadas, azules y amarillas que hacían de cabellera, y forrada en papel celofán. Pendían de la imagen unas flores de alambre y serpentina y, bajo el corazón lacerado, se veía una oración escrita a mano, encarcelada en un marquito de lata. La imagen se mecía en la punta de un palo de escoba y Domitila Yara la llevaba siempre consigo, en alto, como un gallardete. Donde había partos, muertes, enfermedades, desgracias, acudía la santera con su imagen y sus rezos. De sus dedos apergaminados, colgaba hasta el suelo un rosario de cuentas enormes como cucarachas. Decían que Domitila Yara había hecho milagros, que hablaba con santos y, en las noches, se azotaba. Era amiga del padre García y solían pasear juntos, lentos y sombríos, por la plazuela Merino y la avenida Sánchez Cerro. El padre García vino al velorio de la santera. No podía entrar, a empellones apartaba a los mangaches amontonados frente a la choza, y ya renegaba cuando consiguió llegar al umbral. Vio entonces a la orquesta, tocando tristes junto a la muerta. Se enloqueció: desfondó el tambor de Bolas de un patadón y también quiso romper el arpa y arrancar las cuerdas de la guitarra, y, mientras tanto, a don Anselmo, «peste de Piura», «pecador», «fuera de aquí». «Pero padre», balbuceaba el arpista, «le tocábamos en homenaje», y el padre García «profanan una casa limpia», «dejen en paz a la difunta». Y los mangaches acabaron por exasperarse, no era justo, insultaba al viejo por las puras, no permitían. Y al fin entraron los inconquistables, alzaron en peso al padre García y las mujeres pecado, pecado, todos los mangaches se condenarían. Lo llevaron hasta la avenida, debatiéndose en el aire como una tarántula, y los churres que gritaban «quemador, quemador, quemador». El padre García no volvió a pisar la Mangachería y, desde entonces, habla en el púlpito de los mangaches como modelos de malos ejemplos.
La orquesta siguió mucho tiempo donde Angélica Mercedes. Nadie hubiera creído que un día se iría a tocar a la ciudad. Pero así fue y, al principio, los mangaches censuraron esa deserción. Después comprendieron que la vida no era como la Mangachería, cambiaba. Desde que comenzaron a abrirse casas de habitantas, las propuestas llovían sobre la orquesta y hay tentaciones que no se resisten. Además, aunque se fueran a tocar a Piura, don Anselmo, el Joven y Bolas siguieron viviendo en el barrio y tocando gratis en todas las fiestas mangaches.
Esta vez se puso feo de veras: la orquesta dejó de tocar, los inconquistables se quedaron inmóviles en la pista, sin soltar a sus parejas, mirando a Seminario y el Joven Alejandro dijo:
– Ahí comenzó verdaderamente la desgracia, porque ahí salieron a relucir los cachorritos.
– ¡Borracho! -gritó la Selvática-. Los provocaba todo el tiempo. Bien hecho que se muriera. ¡Abusivo!
El sargento soltó a la Sandra, dio un paso, ¿creía que estaba hablando a sus sirvientes, señor?, y Seminario, atorándose, así que eres respondoncito, también dio un paso, ¡so pedazo de!, otro, su formidable silueta onduló en las tablas bañadas de luz azul, verde y violeta y se detuvo de golpe, la cara llena de asombro. La carcajada de la Sandra se volvió chillido.
– Lituma lo estaba apuntando con la pistola -dijo la Chunga-. La sacó tan rápido que nadie se dio cuenta, como un jovencito en las de cowboys.
– Tenía derecho -balbuceó la Selvática-. No podía rebajarse más.
Inconquistables y habitantas se habían corrido hacia el bar, el sargento y Seminario se medían con los ojos. A Lituma no le gustaban los matones, señor, no le hacían nada y él los trataba como a sirvientes. Lo sentía, pero no se iba a poder, señor.
– No me eches el humo a la cara, Bolas -dijo la Chunga.
– ¿Y él también sacó su revólver? -dijo la Selvática.
– Sólo se pasaba la mano por la cartuchera -dijo el Joven-. Le hacía cariños como a un cachorrito.
– ¡Tenía miedo! -exclamó la Selvática-. Lituma le bajó los humos.
– Creí que ya no había hombres en mi tierra -dijo Seminario-. Que todos los piuranos se habían amujerado y amariconado. Pero todavía queda este cholo. Ahora sólo te falta ver quién es Seminario.
– Por qué tendrán siempre que pelearse, por qué no pueden vivir en paz y disfrutar juntos -dijo don Anselmo-. Qué linda sería la vida.
– Quién sabe, maestro -dijo el joven-. A lo mejor sería aburridísima y más triste que ahora.
– Le has quitado todas las gracias de una sola, primo -dijo el Mono-. ¡Bravo!
– Pero no te fíes, coleguita -dijo Josefino-. A la primera que te descuides saca su revólver.
– No sabes quién soy -repetía Seminario-. Por eso te empalas, cholito.
– Usted tampoco sabe quién soy yo -dijo el sargento-. Señor Seminario.
– Si no tuvieras esa pistola, no serías tan empalado, cholito -dijo Seminario.
– La cosa es que la tengo -dijo el sargento-. Y a mí nadie me trata como a su sirviente, señor Seminario.
– Y entonces la Chunga vino corriendo y se les puso en medio. ¡Eres más valiente! -dijo el Bolas.
– ¿Y ustedes por qué no la atajaron? -la mano del arpista hizo una tentativa para tocar a la Chunga, pero ella se replegó en el asiento y los dedos del viejo sólo la rozaron-. Estaban armados, Chunguita, era peligroso.
– Ya no, porque habían comenzado a discutir -dijo la Chunga-. Uno viene aquí a divertirse, nada de peleas. Hagan las paces, vengan al mostrador, tómense una cerveza, la casa invita.
Obligó a Lituma a guardar el revólver, hizo que se estrecharan la mano y los llevó al bar, cogidos del brazo, debía darles vergüenza, se portaban como churres, ¿sabía lo que eran?, un par de cojudos, a ver, a ver, a que no sacaban sus pistolitas y la mataban a ella y ellos se rieron, Chunga, Chunguita, mamita, reinita cantaban los inconquistables.
– ¿Se pusieron a tomar juntos a pesar de los insultos? -dijo la Selvática, asombrada.
– ¿Te lamentas por lo que no se balearon de una vez? -dijo el Bolas-. Qué mujeres, cómo les gusta la sangre.
– Pero si la Chunga los había invitado -dijo el arpista-. No podían desairarla, muchacha.
Bebían acodados en el mostrador, muy amigos, y Seminario le pellizcaba los cachetes a Lituma, era el último macho de su tierra, cholito, todos los demás rosquetes, cobardes, la orquesta inició un vals y el racimo humano del bar se desgranó, inconquistables y habitantas invadieron la pista de baile, Seminario le había quitado el quepí al sargento y se lo probaba, ¿qué tal se veía, Chunga?, no tan horrible como este cholo, seguro, pero no te enojes.
– Será un poco gordo, pero no es horrible -dijo la Selvática.
– De joven era delgado como el joven -recordó el arpista-. Y un verdadero diablo, peor todavía que sus primos.
– Pegaron tres mesas y se sentaron juntos -dijo el Bolas-. Los inconquistables, el señor Seminario, su amigo y las habitantas. Parecía que todo se había arreglado.
– Se notaba que era cosa forzada y que no iba a durar -dijo el Joven.
– Nada de forzada -dijo el Bolas-. Estaban contentísimos y el señor Seminario hasta cantó el himno de los inconquistables. Después bailaron y se hacían bromas.
– ¿Lituma bailaba siempre con la Sandra? -dijo la Selvática.
– Ya no me acuerdo por qué comenzaron a discutir de nuevo -dijo la Chunga.
– Por eso de la hombría -dijo el Bolas-. Seminario estaba dale que dale con el tema, que ya no había hombres en Piura, y todo para alabar a su tío.
– No hables mal de Chápiro Seminario que era un gran hombre, Bolas -dijo el arpista.
– En Narihualá se cargó a tres ladrones a puñetazo limpio y los trajo a Piura amarrados del pescuezo -dijo Seminario.
– Apostó con amigos que todavía podía y se vino aquí y ganó la apuesta -dijo la Chunga-. Al menos, es lo que dijo la Amapola.
– No hablo mal de él, maestro -dijo el Bolas-. Pero ya resultaba cargante.
– Un piurano tan grande como el almirante Grau -dijo Seminario-. Vayan a Huancabamba, Ayabaca, Chulucanas, de todas partes salen cholas orgullosas de haber dormido con mi tío Chápiro. Tuvo lo menos mil bastardos.
– ¿No sería mangache? -dijo el Mono-. En el barrio hay muchos tipos así.
Y Seminario se puso serio, tu madre será mangache, y el Mono por supuesto y a mucha honra, y Seminario, furibundo, Chápiro era un señor, sólo iba a la Mangachería de cuando en cuando, a tomar chicha y a tirarse una zambita, y el Mono dio un manotazo en la mesa: ya estaba ofendiendo de nuevo, señor. Todo iba muy bien, como entre amigos, y de repente él comenzaba a insultar, señor, a los mangaches les dolía que hablaran mal de la Mangachería.
– Siempre se venía de frente donde usted el viejecito, maestro -dijo el Joven-. Con qué sentimiento lo abrazaba. Parecía el encuentro de dos hermanos.
– Nos conocimos hace muchísimo tiempo -dijo el arpista-. Yo lo quería a Chápiro, me dio una pena enorme cuando se murió.
Seminario se paró, eufórico: que la Chunga cerrara la puerta, esta noche serían los dueños, sus rozos estaban cargados, que viniera el arpista a hablar de Chápiro, qué esperaban, cargados de algodón, que trancaran la puerta, él pagaba.
– Y a los clientes que venían a tocar, los espantaba el sargento -dijo el Bolas.
– Ésa fue la equivocación, no debieron quedarse solos -dijo el arpista.
– No soy adivina -dijo la Chunga-. Cuando los clientes pagan, se les da gusto.
– Por supuesto, Chunguita -se excusó el arpista-. No lo decía por ti, sino por todos nosotros. Claro que nadie podía adivinar.
– Las nueve, maestro -dijo el joven-. Le va a hacer daño, déjeme ir a buscar un taxi de una vez.
– ¿De veras que usted y mi tío se trataban de tú? -dijo Seminario-. Cuénteles a éstos algo de ese gran piurano, viejo, de ese hombre como no habrá otro.
– Los únicos hombres que quedan, están en la Guardia Civil -afirmó el sargento.
– Se había contagiado de Seminario con los tragos -dijo el Bolas-. Dale a hablar de la hombría él también.
El arpista carraspeó, tenía la garganta seca, que le dieran un traguito. Josefino le llenó un vaso y don Anselmo sopló la espuma antes de beber. Quedó con la boca abierta, respirando fuerte: lo que más llamaba la atención a la gente, era la resistencia de Chápiro. Y que fuera tan honrado. Seminario se puso contento, abrazaba al arpista, que vieran, que oyeran, ¿qué les había dicho?
– Era un matón y un pobre diablo, pero tenía el orgullo de la familia -reconoció el Joven.
Se venía del campo en su caballo, las muchachas subían a la torre para verlo, y eso que les estaba prohibido, pero a ellas Chápiro las ponía medio locas, y don Anselmo bebió otro traguito, y en Santa María de Nieva a las chunchas el teniente Cipriano también las ponía locas, y también el sargento bebió su traguito.
– Cuando se le subía la cerveza, le daba por hablar de ese teniente -dijo la Selvática-. Le tenía admiración.
El muy farolero venía levantando polvo, frenaba el caballo y lo hacía arrodillarse ante las muchachas. Con Chápiro entraba la vida, las que estaban tristes se alegraban, y las contentas se ponían más, y qué resistencia, subía, bajaba, más timba, más trago, subía de nuevo, con una, con dos, y así la noche entera y al amanecer se volvía a su chacra, a trabajar, sin haber pegado un ojo, era un hombre de hierro, y don Anselmo pidió más cerveza, y una vez hizo la ruleta rusa, delante de él, el sargento se golpeó el pecho y miró alrededor como esperando aplausos. El único, además, que respondía siempre al crédito, el único que le pagó hasta el último centavo, el dinero es para gastarlo decía, era el más invitador y, por calles y plazas, el mismo sermón: fue Anselmo el que trajo la civilización a Piura. Pero no fue por apuesta, sólo porque se aburría, al teniente Cipriano la montaña lo desesperaba.
– Pero parece que fue de a mentiras -dijo la Selvática-, que su revólver no tenía balas y que lo hizo sólo para que los guardias lo respetaran más.
Y el mejor de los amigos, se topó con él en la puerta del Reina, lo abrazó, se había enterado tarde, hermano, si él hubiera estado en Piura no la quemaban, Anselmo, él ponía en su sitio al cura y a las gallinazas.
– ¿De qué desgracia hablaba Chápiro, arpista? -dijo Seminario-. ¿De qué lo compadecía a usted?
Estaba lloviendo a cántaros, y él aquí uno ya no es humano, no había mujeres ni cine, si se quedaba dormido en el monte a uno le crecía un árbol en la barriga, era costeño, que se metieran la selva donde no le diera el sol, se la regalaba, no aguantaba más y sacó el revólver, dio dos vueltas al tambor y se disparó en la cabeza, el Pesado decía no tiene balas, es truco, pero tenía, a él le constaba: el sargento se golpeó el pecho de nuevo.
– ¿Una desgracia, don Anselmo? -dijo la Selvática-. ¿Algo que le pasó a usted?
– Estábamos recordando a un gran tipo, muchacha -dijo don Anselmo-. Chápiro Seminario, un viejo que se murió hace tres años.
– Ah, arpista, ¿ve cómo es un mentiroso? -dijo el Mono-. No quiso contarnos de la Casa Verde y ahora sí. Ande, ¿cómo fue lo del incendio?
– Qué muchachos -dijo don Anselmo-. Qué disparates, qué tonterías.
– Otra vez se nos pone porfiado, viejo -dijo José-. Si ahorita nomás estuvo hablando de la Casa Verde. ¿Adónde era que llegaba entonces el Chápiro con su caballo? ¿Qué muchachas ésas que salían a verlo?
– Llegaba a su chacra -dijo don Anselmo-. Y las que salían a verlo eran las apañadoras del algodón.
Golpeó la mesa, cesaron las risas, la Chunga traía otra fuente de cervezas, y el teniente Cipriano sopló el caño de su arma lo más tranquilo, ellos lo veían y no lo creían y Seminario estrelló un vaso contra la pared: el teniente Cipriano era un hijo de puta, no se podía tolerar que este cholo interrumpiera tanto.
– ¿Le mentó la madre de nuevo? -dijo la Selvática, pestañeando muy de prisa.
– No a él, sino al teniente ese -dijo el Joven.
– Usted en nombre del tal Chápiro, yo en el del teniente Cipriano -propuso el sargento con toda calma-. Una ruleta rusa, a ver quién es más hombre, señor Seminario.
– ¿Usted cree que el práctico se habrá escapado, mi teniente? -dijo el sargento Roberto Delgado.
– Claro, ni tonto que fuera -dijo el teniente-. Ahora ya sé por qué se hizo el enfermo y no vino con nosotros. Se escaparía apenas nos vio salir de Santa María de Nieva.
– Pero tarde o temprano caerá -dijo el sargento Delgado-. El gran cojudo no se cambió de nombre, siquiera.
– El que me interesa es el otro -dijo el teniente-. El pez gordo. ¿Cómo se llama, por fin? ¿Tushía? ¿Fushía?
– A lo mejor no sabe dónde está -{lijo el sargento Delgado-. A lo mejor se lo comió una boa de veras.
– Bueno, vamos a seguir -dijo el teniente-. A ver, Hinojosa, tráete al tipo.
El soldado, que dormitaba en cuclillas arrimado contra el tabique, se incorporó como un autómata, sin pestañear ni responder, y salió. Apenas cruzó el umbral lo empapó la lluvia, alzó las manos, avanzó por el fango dando traspiés. El aguacero azotaba salvajemente el poblado y, entre las trombas de agua y las ráfagas de viento silbante, las chozas aguarunas parecían animales chúcaros, sargento. En la selva, el teniente se había vuelto fatalista, todos los días estaba esperando que lo mordiera una jergón, o que lo tumbaran las fiebres. Ahora se le ocurría que la maldita lluvia seguiría, y que aquí se quedarían un mes, como ratas en una cueva. Ah, todo se estaba yendo al diablo con esta espera y cuando cesó su voz agria, se oyó de nuevo el chasquido del aguacero en el bosque, el minucioso gotear de los árboles y las cabañas. El claro era una gran charca color ceniza, decenas de manantiales corrían hacia el barranco, el aire y el monte humeaban, hedían, y ahí venía Hinojosa, jalando de una soga a un bulto que tropezaba y gruñía. El soldado subió a saltos la escalerilla de la cabaña, el prisionero cayó de bruces frente al teniente. Tenía las manos atadas a la espalda y se incorporó ayudándose con los codos. El oficial y el sargento Delgado, sentados en un tablón apoyado en los caballetes, siguieron conversando un rato sin mirarlo, y luego el teniente hizo una seña al soldado: café y trago, ¿quedaban?, sí y que se fuera donde los demás, lo interrogarían ellos solos. Hinojosa volvió a salir. El prisionero goteaba igual que los árboles, alrededor de sus pies había ya una lagunita. El pelo le cubría las orejas y la frente, unas ojeras de zorro circundaban sus ojos, dos carbones desconfiados y saltones. Hilachas de piel lívida y rasguñada asomaban entre los pliegues de su camisa y su pantalón, también en ruinas, dejaba al aire una nalga. El temblor sacudía su cuerpo, Pantachita, y sus dientes castañeteaban: no se podía quejar, lo habían cuidado como a niñito de pecho. Primero lo habían curado, ¿no era cierto?, después lo defendieron de los aguarunas que querían hacerlo papilla. A ver si hoy se entendían mejor. El teniente tenía mucha paciencia contigo, Pantachita, pero no había que abusar tampoco. La soga abrazaba el cuello del prisionero como un collar. El sargento Roberto Delgado se inclinó, recogió el cabo de la soga y obligó a Pantacha a dar un paso hacia el tablón.
– En el Sepa estarás bien comido y tendrás donde dormir -dijo el sargento Delgado-. No es una cárcel como las otras, no tiene paredes. A lo mejor puedes escaparte.
– ¿No es mejor eso que un balazo? -dijo el teniente-. ¿No es mejor que te mande al Sepa que les diga a los aguarunas les regalo a Pantachita, vénguense en él de todos los ladrones? Ya has visto qué ganas te tienen. Así que hoy no te hagas la loca.
Pantacha, la mirada evasiva y ardiente, temblaba muy fuerte, sus dientes chocaban con furia y se había encogido y sumía y sacaba el estómago. El sargento Delgado le sonrió, Pantachita, no sería tan tonto para cargar solo con tanto robo y tanta muerte de chunchos ¿no? Y el teniente también sonrió: lo mejor era que acabaran rápido, Pantachita. Después le darían las yerbas que le gustaban y él mismo se haría su cocimiento ¿qué tal? Hinojosa entró a la cabaña, dejó sobre el talón un termo de café y una botella, salió a la carrera. El teniente descorchó la botella y la alargó hacia el prisionero, que acercó su rostro a ella, murmurando. El sargento dio un fuerte tirón a la soga, pendejo, y Pantacha cayó entre las piernas del teniente: todavía no, primero hablar, después chupar. El oficial cogió la soga, hizo girar la cabeza del prisionero hacia él. La maraña de pelos se agitó, los carbones seguían fijos en la botella. Apestaba como el teniente nunca había visto, Pantachita, lo tenía mareado su olor, y ahora abría la boca, ¿un traguito?, y jadeaba roncamente, señor, para el frío, se estaba helando por dentro, ¿señor?, nomás unito quería y el teniente de acuerdo, sólo que fueran por partes, ¿dónde se había escondido ese Tushía?, todo a su debido tiempo, ¿o Fushía?, ¿dónde estaba? Pero él ya le había contado, señor, temblando de pies a cabeza, se escapó a la oscurecida y no lo vieron, y parecía que sus dientes se iban a quebrar, señor: que le preguntara a los huambisas, la yacumama vendría de noche decían, y entraría y se lo llevaría al fondo de la cocha. Por sus maldades sería, señor.
El teniente miraba al prisionero, la frente arrugada, los ojos deprimidos. De pronto se ladeó, su bota golpeó en la nalga descubierta y Pantacha se dejó caer con un gruñido. Pero, desde el suelo, siguió mirando oblicuamente la botella. El teniente jaló la soga, la greñuda cabeza chocó contra el suelo dos veces, Pantachita, ya estaba bien de cojudeces ¿no? ¿Dónde se había metido? Y por propia iniciativa Pantacha a la oscurecida, señor, rugió, y estrelló su cabeza en el suelo otra vez: despacito vendría, y se treparía por el barranco, y se metería en su cabaña, con su cola le taparía la boca, señor, y así se lo llevaría, pobrecito, y que le diera siquiera un traguito, señor. Así era la yacumama, calladita, y la cocha se abriría seguro, y los huambisas decían volverá y nos tragará, y por eso se habían ido ellos también, señor, y el teniente lo pateó. Pantacha calló, se puso de rodillas: se había quedado solito, señor. El oficial bebió un trago del termo y se pasó la lengua por los labios. El sargento Roberto Delgado jugaba con la botella y el Pantachita quería que lo mandaran al Ucayali, señor, rugía de nuevo y los pucheros hundían sus mejillas, donde se había muerto su amigo el Andrés. Ahí quería morirse él también.
– Así que a tu patrón se lo llevó la yacumama -dijo el teniente, con voz calmada. Así que el teniente es un pelotudo y el Pantachita puede meterle el dedo a su gusto. Ah, Pantachita.
Incansables, fervientes, los ojos de Pantacha contemplaban la botella y, afuera, el aguacero se había embravecido, a lo lejos retumbaban los truenos y los relámpagos encendían de cuando en cuando los techos flagelados por el agua, los árboles, el barro del poblado.
– Me dejó solo, señor -gritó Pantacha, y su voz se enfureció, pero su mirada era siempre quieta y arrobada-, le di de comer y él no salía de su hamaca, pobrecito, y me dejó y los otros también se fueron. ¿Por qué no crees, señor?
– A lo mejor es mentira lo del nombre -dijo el sargento Delgado-. No conozco a nadie en la montaña que se llame Fushía. ¿No lo pone nervioso éste, con sus delirios? Yo le pegaría un balazo de una vez, mi teniente.
– ¿Y el aguaruna? -dijo el teniente-. ¿También a Jum se lo llevó la yacumama?
– Se fue, señor -roncó Pantacha-, ¿ya no te he dicho? O se lo llevaría también, señor, quién sabe.
– Lo tuve en mi delante toda una tarde a ese Jum de Urakusa -dijo el teniente-, y hacía de intérprete el otro zamarro, y yo los oía y me tragaba sus cuentos. Ah, si hubiera sido adivino. Ése fue el primer chuncho que conocí, sargento.
– La culpa es del que era gobernador de Nieva, mi teniente, el Reátegui ese -dijo el sargento Delgado-. Nosotros no queríamos soltarlo al aguaruna. Pero él ordenó, y ya ve usted.
– Se fue el patrón, se fue Jum, se fueron los huambisas -sollozó Pantacha-. Solo con mi tristeza, señor, y un frío terrible estoy que siento.
– Pero a Adrián Nieves juro que lo agarro -dijo el teniente-. Se ha estado riendo en nuestras barbas, ha estado viviendo de lo que le pagábamos nosotros.
Y todos tenían sus mujeres allá. Las lágrimas corrían entre sus pelos y suspiraba hondo, señor, con mucho sentimiento, y sólo había querido una cristiana, aunque fuera para hablarle, unita, y hasta la shapra se la habían llevado también, señor, y la bota subió, golpeó y Pantacha quedó encogido, rugiendo. Cerró los ojos unos segundos, los abrió y, mansamente ahora, miró la botella: nomás unito, señor, para el frío, se estaba helando por dentro.
– Tú conoces bien esta región, Pantachita -dijo el teniente-. ¿Cuánto más va a durar esta maldita lluvia, cuándo podremos partir?
– Mañana despeja, señor -balbuceó Pantacha-. Pídele a Dios y verás. Pero compadécete, dame unito. Para el frío, señor.
No había quien aguantara, maldita sea, no había quien aguantara y el teniente levantó la bota pero esta vez no golpeó, la apoyó en la cara del prisionero hasta que la mejilla de Pantacha tocó al suelo. El sargento Delgado bebió un traguito de la botella, luego un traguito del termo. Pantacha había separado los labios y su lengua, afilada y rojiza, lamía, señor, delicadamente, uno solito, la suela de la bota, para el frío, la puntera, señor, y algo vivaz y pícaro y servil bullía en los carbones desorbitados, ¿unito?, mientras su lengua mojaba el cuero sucio, ¿señor?, para el frío y besó la bota.
– Te las sabes todas -dijo el sargento Delgado-. Cuando no nos trabajas la moral, te haces la loca, Pantachita.
– Dime dónde está Fushía y te regalo la botella -dijo el teniente-. Y además te dejo libre. Y encima te doy unos soles. Contesta pronto o me desanimo.
Pero Pantacha se había puesto a lloriquear de nuevo y todo su cuerpo se adhería al suelo de tierra buscando calor y era recorrido por breves espasmos.
– Llévatelo -dijo el teniente-. Me está contagiando sus locuras, ya me están dando ganas de vomitar, ya estoy viendo a la yacumama, y la lluvia sigue de lo lindo, la puta de su madre.
El sargento Roberto Delgado cogió la soga y corrió, Pantacha iba tras él, a cuatro patas, como un perro saltarín. En la escalerilla, el sargento dio un grito y apareció Hinojosa. Se llevó a Pantacha, brincando, entre chorros de agua.
– ¿Y si nos lanzamos a pesar de la lluvia? -dijo el teniente-. Después de todo la guarnición no está tan lejos.
– Nos volcamos a los dos minutos, mi teniente -dijo el sargento Delgado-. ¿No ha visto cómo está el río?
– Quiero decir a patita, por el monte -dijo el teniente-. Llegaremos en tres o cuatro días.
– No se desespere, mi teniente -dijo el sargento Delgado-. Ya parará de llover. Es por gusto, convénzase, no podemos movernos con este tiempo. Así es la selva, hay que tener paciencia.
– ¡Ya van dos semanas, carajo! -dijo el teniente-. Estoy perdiendo un traslado, un ascenso, ¿no te das cuenta?
– No se caliente conmigo -dijo el sargento Delgado-. No es mi culpa que llueva, mi teniente.
Ella estaba solita, siempre esperando, para qué contar los días, lloverá, no lloverá, ¿volverán hoy día?, todavía, es demasiado pronto. ¿Traerán mercadería? Que traigan, Cristo de Bagazán, santo, santo, mucha, jebe, pieles, que llegue don Aquilino con ropa y comida, ¿cuánto vendió?, y él bastante, Lalita, a buen precio. Y Fushía, viejo querido. Que se hicieran ricos, Virgencita, santa, santa, porque entonces saldrían de la isla, volverían donde los cristianos y se casarían, ¿cierto Fushía?, cierto, Lalita. Y que él cambiara y la quisiera de nuevo y en las noches ¿a tu hamaca?, sí, ¿desnuda?, sí, ¿le chupaba?, sí, ¿le gustaba?, sí. ¿más que las achuales?, sí, ¿que la shapra?, sí, sí, Lalita, y que tuvieran otro hijo. Fíjese, don Aquilino, ¿no se me parece?, mírelo cómo ha crecido, habla huambisa mejor que cristiano. Y el viejo ¿sufres, Lalita? Y ella un poco porque ya no la quería, y él ¿es muy malo contigo?, ¿te dan celos las achuales, la shapra? Y ella cólera, don Aquilino, pero eran su compañía, a falta de amigas, ¿sabía?, y le daba pena que se las pase a Pantacha, Nieves o los huambisas, ¿volverán hoy día? Pero esa tarde no llegaron ellos, sino Jum y era la hora de la siesta cuando la shapra entró a la cabaña gritando, sacudió la hamaca y sus pulseras bailaban, sus espejitos y sus sonajas y Lalita ¿ya vinieron?, y ella no, vino el aguaruna que se escapó. Lalita salió a buscarlo y ahí estaba, en la pileta de las charapas, salando unos bagres y ella Jum, dónde te fuiste, por qué, qué había hecho tanto tiempo, y él callado, creían que no volverías, y él respetuoso, Jum, le alcanzó los bagres, esto te he traído. Venía como se fue, la cabeza pelada, en la espalda rayas de achiote como latigazos, y ella salieron en expedición, lo necesitaban tanto, para arriba, ¿por qué no te despediste?, hacia el lago Rimachi, ¿conocía a los muratos?, ¿son bravos?, ¿se pelearían con el patrón o le darían el jebe de a buenas?, Jum. Los huambisas fueron a buscarlo y Pantacha a lo mejor lo mataron, patrón, lo odian y el práctico Nieves no creo, ya se han hecho amigos, y Fushía son capaces, esos perros, y Jum no me mataron, me fui por ahí y ahora volví, ¿se iba a quedar?, sí. El patrón lo reñiría pero no te vayas, Jum, se le pasaba prontito y, además, ¿en el fondo no lo estimaría?, y Fushía un poco loco, Lalita, pero útil, un convencedor. ¿De veras diablos cristianos, aguaruna aj?, ¿les discurseaba?, Jum, ¿patrón cojudando, mintiendo, aj?, Lalita, si vieras cómo los trabaja, los grita, les ruega, les baila y ellos sí, sí, aguaruna aj, con las manos y las cabezas, aj, y siempre les daban el jebe de a buenas. Qué les dices, Jum, cuéntame cómo los convences, y Fushía pero un día se lo matarían y quién mierda lo reemplazaría. Y ella ¿cierto que no quieres volver a Urakusa?, ¿odias tanto a los cristianos, cierto?, ¿también a nosotros?, y Pantacha sí, patrona, porque le pegaron y Nieves entonces por qué no nos mata dormidos, y Fushía somos su venganza, y ella ¿cierto lo colgaron de una capirona?, y él es loco, Lalita, no bruto, ¿gritaste cuando te quemaron?, y vivísimo para hacer trampas, nadie lo ganaba cazando y pescando, ¿tenía mujer?, ¿la mataron?, y si no hay comida Jum se mete al bosque y trae paujiles, añujes, perdices, ¿te pintas para recordarte de los chicotazos?, y una vez lo vieron matar una chuchupe con su cerbatana, Lalita, él sabe que sus enemigos son ésos, ¿cierto, Jum?, a los que Fushía deja sin mercadería, no creas que me ayuda por mi linda cara. Y Pantacha hoy lo vi junto al barranco, se tocó la cicatriz de la frente, discurseaba al viento, y Fushía mejor para mí que trabaje así, la venganza no me cuesta nada, y él en aguaruna, no le entendí. Porque cuando llegaba la lancha de don Aquilino, los huambisas caían desde las lupunas al embarcadero como una lluvia de cotos, y chillando y brincando recibían sus raciones de sal y de anisado, y las hachas y los machetes que Fushía les repartía reflejaban ojos borrachos de alegría y Jum se fue, ¿dónde?, por ahí, ya volví, ¿no quería?, no, ¿una camisa? no, ¿aguardiente?, no, ¿machete?, no, ¿sal?, no y Lalita el práctico se pondrá contento porque has vuelto, Jum, él sí es tu amigo ¿no?, y él sí y ella gracias por los pescaditos pero lástima que los salaste. Y el práctico Nieves no sabía sus nombres, patrona, no le había dicho, dos cristianos nada más, le metieron odio contra los patrones y decía que lo desgraciaron y ella ¿te engañaron?, ¿te robaron?, y él me aconsejaron y ella quisiera que habláramos, Jum, ¿por qué le volvía la espalda cuando lo llamaba?, y él callado, ¿tenía vergüenza?, y él te traje para ti y las huambisas le estaban sacando la sangre, y ella ¿un venadito?, y él un venadito, respetuoso, sí y Lalita vamos, se lo comerían, que cortara leña, y Jum ¿tienes hambre?, y ella mucha, mucha, desde que se fueron no comía carne, Jum y después volvieron y ella entra a la cabaña, mira al Aquilino, ¿no ha crecido, Jum?, y él sí, y hablaba pagano mejor que cristiano, y él sí, ¿YJum tenía hijos?, y él tenía pero ya no tiene, y ella ¿muchos? y él pocos y entonces comenzó a llover. Nubes espesas y oscuras, inmóviles sobre las lupunas, vaciaron agua negra dos días seguidos y toda la isla se convirtió en un charco fangoso, la cocha en una niebla turbia y muchos pájaros caían muertos a la puerta de la cabaña y Lalita pobres, estarán viajando, que tapen los cueros, el jebe, y Fushía rápido, carajo, perros, se cargaba a todos, en esa playita, busquen un refugio, una cueva para hacer candela y Pantacha cociendo sus yerbas y el práctico Nieves mascando tabaco como los huambisas. Y Lalita ¿también le traería esta vez?, ¿collares?, ¿pulseras?, ¿plumas?, ¿flores?, ¿la quería?, y ella si el patrón supiera y él aunque supiera, ¿en las noches pensaría en ella?, y él no es nada malo, sólo un regalito porque usted fue buena cuando estuve enfermo, y ella es limpio, educado, se quita el sombrero para saludarme, y que Fushía no me insulte tanto, ¿era granujienta?, podía vengarse Fushía, los ojos del práctico se vuelven calientes cuando paso cerca, ¿soñaba con ella?, ¿quería tocarla?, ¿abrazarla?, desnúdate, métete a mi hamaca, ¿que ella lo besara?, ¿en la boca?, ¿en la espalda?, santo, santo, que vuelvan hoy día.
Aparecieron ese año millonario: los agricultores celebraban mañana y tarde sus doce cargas de algodón, y en el Centro Piurano y en el Club Grau se brindaba con champagne francés. En junio, para el aniversario de la ciudad, y en las Fiestas Patrias, hubo corso, bailes populares, media docena de circos levantaron sus carpas en el arenal. Los principales traían orquestas limeñas para sus bailes. Fue también año de acontecimientos: la Chunga comenzó a trabajar en el barcito de Doroteo, murieron Juana Baura y Patrocinio Naya, el Piura entró caudaloso, no hubo plagas. Voraces, en enjambres, caían sobre la ciudad los agentes viajeros, los corredores de algodón, las cosechas cambiaban de dueño en las cantinas. Aparecían tiendas, hoteles, barrios residenciales. Y un día corrió la voz: «Cerca del río, detrás del camal hay una casa de habitantas».
No era una casa, sólo un inmundo callejón cerrado al exterior por un portón de garaje, con cuartitos de adobe en las márgenes; una lamparilla roja iluminaba la fachada. Al fondo, en tablones tendidos sobre barriles, estaba el bar y las habitantas eran seis: viejas, blandas, forasteras. «Han vuelto», decían los bromistas, «son las que no se quemaron». Desde el principio, la Casa del Camal fue muy concurrida. Sus contornos se volvieron masculinos y alcohólicos y en Ecos y Noticias, El Tiempo y La Industria aparecieron sueltos alusivos, cartas de protesta, exhortos a las autoridades. Y entonces surgió, inesperadamente, una segunda casa de habitantas, en pleno Castilla; no un callejón, sino un chalet, con jardín y balcones. Desmoralizados, los párrocos y las damas que recogían firmas pidiendo la clausura de la Casa del Camal, desistieron. Sólo el padre García, desde el púlpito de la iglesia de la plaza Merino, destemplado y tenaz, seguía reclamando sanciones y pronosticando catástrofes: «Dios les regaló un buen año, ahora vendrán tiempos de vacas flacas para los piuranos». Pero no ocurrió así y el año siguiente la cosecha de algodón fue tan buena como la anterior. En vez de dos, había entonces cuatro casas de habitantas y, una de ellas, a pocas cuadras de la catedral, lujosa, más o menos discreta, con blancas, no del todo maduras y, al parecer, capitalinas.
Y ese mismo año la Chunga y Doroteo se pelearon a botellazos y, en la policía, papeles a la mano, ella de mostró que era la única dueña del barcito. ¿Qué historia había detrás, qué misteriosos tráficos? En todo caso, desde entonces la propietaria fue la Chunga. Administraba el local amable y firmemente, sabía hacerse respetar de los borrachos. Era una joven sin formas, de escaso humor, de piel más bien oscura y corazón metalizado. Se la veía detrás del mostrador, los cabellos negros pugnando por escapar de una redecilla, su boca sin labios, sus ojos mirándolo todo con una indolencia que desanimaba la alegría. Usaba zapatos sin taco, medias cortas, una blusa que también parecía de hombre y nunca se pintaba los labios ni las uñas, ni se ponía colorete en las mejillas, pero, a pesar de sus vestidos y maneras, tenía algo muy femenino en su voz, aun cuando decía lisuras. Sus manos gruesas y cuadradas con igual facilidad levantaban mesas, sillas, descorchaban botellas o cacheteaban a los atrevidos. Decían que era áspera y de alma dura por los consejos de Juana Baura, quien le habría inculcado la desconfianza hacia los hombres, el amor al dinero y la costumbre de la soledad. Cuando falleció la lavandera, la Chunga le hizo un suntuoso velorio: licor fino, caldo de pollo, café toda la noche y a discreción. Y cuando entró la orquesta a la casa, el arpista a la cabeza, los que velaban a Juana Baura espiaron, rígidos, los ojos llenos de malicia. Pero don Anselmo y la Chunga no se abrazaron, ella le extendió la mano como a Bolas y al joven. Los hizo pasar, los atendió con la misma cortesía distante que a los demás, escuchó con atención cuando tocaron tristes. Se la notaba dueña de sí misma y su expresión era adusta pero muy tranquila. El arpista, en cambio, parecía melancólico y confuso, cantaba como si rezara cuando un churre vino a decir que en la Casa del Camal se impacientaban, la orquesta debía comenzar a las ocho y eran las diez pasadas. Muerta Juana Baura, decían los mangaches, la Chunga vendrá a vivir con el viejo a la Mangachería. Pero ella se mudó al barcito, cuentan que dormía en un colchón de paja bajo el mostrador. En la época en que la Chunga y Doroteo se separaron, y ella se convirtió en propietaria, la orquesta de don Anselmo ya no tocaba en la Casa del Camal, sino en la de Castilla.
El barcito de la Chunga hizo rápidos progresos. Ella misma pintó las paredes, las decoró con fotografías y estampas, cubrió la mesas con hules de florecitas multicolores y contrató una cocinera. El barcito se convirtió en restaurante de obreros, camioneros, heladeros y municipales. Doroteo, después de la ruptura, se fue a vivir a Huancabamba. Años después volvió a Pinta y, «cosas que tiene la vida» decía la gente, terminó de cliente del barcito. Sufriría viendo los adelantos de ese local que había sido suyo.
Pero un día el bar-restaurante cerró sus puertas y la Chunga se hizo humo. Una semana después volvió a la barriada capitaneando una cuadrilla de operarios que echaron abajo las paredes de adobe y levantaron otras de ladrillo, pusieron calaminas en el techo y abrieron ventanas. Activa, sonriente, la Chunga estaba todo el día en la obra, ayudaba a los trabajadores y los viejos, muy excitados, cambiaban miradas locuaces, retrospectivas, «la está resucitando, hermano», «de tal palo tal astilla», «quien lo hereda no lo hurta». En ese tiempo la orquesta ya no tocaba en la Casa de Castilla, sino en la del barrio de Buenos Aires, y al ir allá el arpista pedía al Bolas y el Joven Alejandro que hicieran un alto en la barriada. Subían por el arenal y, ante la obra, el viejo, ya casi ciego, ¿cómo va el trabajo?, ¿pusieron las puertas?, ¿se ve bien de cerca?, ¿a qué se parece? Su ansiedad y sus preguntas denotaban cierto orgullo, que los mangaches estimulaban con bromas: «Qué tal la Chunguita, arpistq se nos hace rica, ¿vio la casa que está construyendo?». Él sonreía gustoso pero, en cambio, cuando los viejos rijosos le salían al encuentro, «Anselmo, nos la está resucitando», el arpista se hacía el perplejo, el misterioso, el desentendido, no sé nada, tengo que irme, de qué me hablan, cuál Casa Verde.
El aire decidido y próspero, los pasos firmes, una mañana la Chunga se presentó en la Mangachería y avanzó por las polvorientas callejuelas preguntando por el arpista. Lo encontró durmiendo, en la choza que había sido de Patrocinio Naya. Tendido en un camastro, el brazo terciado sobre el rostro, el viejo roncaba y tenía los vellos blancos del pecho mojados de sudor. La Chunga entró, cerró la puerta y, entretanto, se propagó el rumor de esta visita. Los mangaches venían a pasear por la vecindad, miraban entre las cañas, pegaban las orejas a la puerta, se comunicaban sus descubrimientos. Un rato después, el arpista salió a la calle con rostro meditabundo, nostálgico, y pidió a los churres que llamaran a Bolas y al joven; la Chunga se había sentado en el camastro y estaba risueña. Luego, llegaron los amigos del viejo, la puerta volvió a cerrarse, «no es una visita al padre sino al músico», murmuraban los mangaches, «la Chunga quiere algo con la orquesta».
Permanecieron en la choza más de una hora y, cuando salieron, muchos mangaches se habían marchado, aburridos de esperar. Pero los vieron, desde las chozas. El arpista iba otra vez como sonámbulo, tropezándose, haciendo eses, boquiabierto. El joven parecía cortado y la Chunga le daba el brazo al Bolas y se la notaba contenta y habladora. Fueron donde Angélica Mercedes, comieron piqueos, después el joven y Bolas tocaron y cantaron algunas composiciones. El arpista miraba el techo, se rascaba las orejas, su cara cambiaba a cada momento, sonreía, se entristecía. Y cuando la Chunga partió, los mangaches los rodearon, ávidos de explicaciones. Don Anselmo seguía ido, embobado, el joven encogía los hombros, sólo el Bolas contestaba las preguntas. «No puede quejarse, viejo», decían los mangaches, «es un buen contrato, y, además, tendrá todas las gangas trabajando para la Chunguitq ¿también la pintará de verde?».
– Estaba borracho y no lo tomamos en serio -dijo el Bolas-. El señor Seminario se rió con burla.
Pero el sargento había sacado el cachorrito otra vez, lo agarraba de la cacha y de la punta y hacía fuerzas para abrirlo. A su alrededor todos comenzaron a mirarse y a reír sin ganas, a moverse en sus asientos, súbitamente incómodos. Sólo el arpista seguía bebiendo, ¿una ruletita rusa?, a sorbitos, qué era eso, muchachos.
– Una cosa para probar si los hombres son hombres -dijo el sargento-; ya va a ver, viejo.
– Me di cuenta que era en serio por la tranquilidad de Lituma -dijo el Joven.
La cara caída hacia la mesa, Seminario estaba mudo y rígido y sus ojos, siempre pendencieros, ahora parecían también desconcertados. El sargento había abierto por fin el revólver y sus manos sacaban los cartuchos, los ordenaban, verticales, paralelos, entre vasos, botellas y ceniceros atestados de colillas. La Selvática sollozó.
– A mí, más bien, me engañó con su tranquilidad -dijo la Chunga-; si no, le habría arrancado la pistola cuando la descargaba.
– Qué te pasa, cachaco -dijo Seminario-, qué gracias son ésas.
Tenía la voz partida y el Joven asintió, sí, esta vez se le habían quitado toditos los humos. El arpista dejó su vaso en la mesa, husmeó el aire, inquieto, ¿estaban peleando de veras, muchachos? Que no fueran así, que siguieran conversando amigablemente de Chápiro Seminario. Pero las habitantas huían de la mesa, Rita, Sandra, Maribel, brincando, Amapola, Hortensia, chillando como pajaritos, y, apiñadas junto a la escalera, siseaban, abrían los ojos, asustadísimas. El Bolas y el Joven cogieron al arpista de los brazos, lo llevaron casi en el aire hasta el rincón de la orquesta.
– Por qué no le hablaron -balbuceó la Selvática-. Si le dicen las cosas de buenas maneras, él entiende. Por qué no trataron al menos.
La Chunga trató, que guardara esa pistola, a quién quería meterle miedo.
– Tú has oído cómo me mentó la madre enantes, Chunguita -dijo Lituma-, y también al teniente Cipriano que ni siquiera conoce. Vamos a ver si los mentadores de madre tienen sangre fría y buen pulso.
– Qué te pasa, cachaco -aulló Seminario-, por qué tanto teatro.
Y Josefino lo interrumpió: era inútil que disimulara, señor Seminario, ¿para qué hacerse el borracho?, que confesara que tenía miedo, y se lo decía con todo el respeto.
– Y también el amigo trató de atajarlos -dijo el Bolas-. Vámonos de aquí, hermano, no te metas en líos. Pero Seminario ya se había envalentonado y le dio un manotón.
– Y a mí otro -protestó la Chunga-. Suelte, qué lisura, concha de su madre, ¡suelte!
– Marimacho de mierda -dijo Seminario-. Zafa o te agujereo.
Lituma tenía cogido el revólver con la punta de los dedos, el panzudo tambor de cinco orificios ante sus ojos, su voz era parsimoniosa, didáctica: primero se miraba si estaba vacío, es decir si no se quedó una bala adentro.
– No nos hablaba a nosotros sino al cachorrito -dijo el Joven-. Daba esa impresión, Selvática.
Y entonces la Chunga se levantó, cruzó la pista de baile corriendo y salió dando un terrible portazo.
– Cuando se los necesita nunca aparecen -dijo-; tuve que ir hasta el monumento Grau para encontrar un par de cachacos.
El sargento tomó una bala, la alzó con delicadeza, la expuso a la luz de la bombilla azul. Había que coger el proyectil e introducirlo en el arma y el Mono perdió los controles, primo, que ya bastaba, que se fueran de una vez a la Mangachería, primo, y lo mismo José, casi llorando, que no jugara con esa pistola, que hicieran lo que dijo el Mono, primo, que se fueran.
– No les perdono que no me contaran lo que estaba sucediendo -dijo el arpista-. Los gritos de los León y de las muchachas me tenían en pindingas, pero no me imaginé nunca, yo creía que se estarían trompeando.
– Quién atinaba a nada, maestro -dijo el Bolas-. Seminario también había sacado su cachorrito, se lo paseaba a Lituma por la cara y estábamos esperando que en cualquier momento se escapara un tiro.
Lituma tan tranquilo, siempre, y el Mono no los dejen, párenlos, iba a haber desgracia, usted don Anselmo, a él le harían caso. Como la Selvática, Rita y Maribel estaban llorando, la Sandra que pensara en su mujer, y José en el hijo que estaba esperando, primo, no seas porfiado, vámonos a la Mangachería. De un golpe seco, el sargento juntó la cacha y el caño: se cerraba el arma, calmosa, confiadamente, y todo está listo, señor Seminario, qué esperaba para prepararse.
– Como esos enamorados que uno les habla y les habla y es de balde porque andan en la luna -suspiró el Joven-. A Lituma lo tenía embrujado el cachorrito.
– Y él nos tenía embrujados a nosotros -dijo el Bolas-, y Seminario le obedecía como su cholito. Apenas Lituma le ordenó eso, abrió su revólver y le sacó todas las balas menos una. Le temblaban los dedos al pobre.
– El corazón le diría que iba a morir -dijo el Joven.
– Ya está, ahora apoye la mano en el tambor sin mirar, y déle vueltas para que no sepa dónde está la bala, vueltas a toda vela, como una ruleta -dijo el sargento-. Por eso se llama así, arpista, ¿se da cuenta?
– Basta de palabrería -dijo Seminario-. Empecemos, cholo de mierda.
– Cuatro veces que me insulta, señor Seminario -dijo Lituma.
– Daba escalofríos la manera como hacían girar el tambor -dijo el Bolas-. Parecían dos churres enrollando un trompo.
– Ya ves cómo son los piuranos, muchacha -dijo el arpista-.Jugarse la vida por puro orgullo.
– Qué orgullo -dijo la Chunga-. Por borrachos y para fregarme la vida.
Lituma soltó el tambor, había que sortear para ver quién comenzaba, pero qué importa, él lo convidó así que alzó la pistola, le tocaba, puso la boca del caño en su sien, se cierra los ojos y cerró los ojos, y se dispara y apretó el gatillo: tac y un castañeteo de dientes. Se puso pálido, todos se pusieron pálidos y abrió la boca y todos abrieron la boca.
– Cállate, Bolas -dijo el joven-. ¿No ves que está llorando?
Don Anselmo acarició los cabellos de la Selvática, le alcanzó su pañuelo de colores, muchacha, que no llorara, eran cosas pasadas, ya qué importaban, y el Joven encendió un cigarrillo y se lo ofreció. El sargento había colocado el revólver en la mesa y estaba bebiendo, despacio, de un vaso vacío, sin que nadie se riera. Su cara parecía salida del agua.
– Nada, no se agite -suplicaba el joven-. Le va a hacer daño, maestro, le juro que no pasó nada.
– Me has hecho sentir lo que nunca he sentido -tartamudeó el Mono-. Ahora te lo ruego, primo, vámonos.
Y José, como despertando, esto quedaría, primo, qué grande se había hecho, desde la escalera se elevó el zumbido de las habitantas, ululó la Sandra, el joven y Bolas cálmese, maestro, quédese tranquilo, y Seminario sacudió la mesa, silencio, iracundo, carajo, es mi turno, cállense.
Levantó el revólver, lo pegó a la sien, no cerró los ojos, su pecho se infló.
– Oímos el tiro cuando estábamos entrando a la barriada con los cachacos -dijo la Chunga-. Y el griterío. Pateábamos la puerta, los guardias la echaban abajo con sus fusiles y ustedes no nos abrían.
– Acababa de morir un tipo, Chunga -dijo el joven-. Quién iba a estar pensando en abrir la puerta.
– Se fue de bruces sobre Lituma -dijo el Bolas-, y con el choque se vinieron los dos al suelo. El amigo se puso a gritar llamen al doctor Zevallos, pero nadie podía moverse del susto. Y, además, ya todo era inútil.
– ¿Y él?-dijo la Selvática, muy bajito.
Él se miraba la sangre que le había salpicado, y se tocaba por todas partes creyendo seguramente que era sangre, y no se le ocurría levantarse, y aún estaba sentado, manoteándose, cuando entraron los cachacos, los fusiles a la mano, quietos, apuntando a todo el mundo, nadie se mueva, si le pasó algo al sargento verán. Pero nadie les hacía caso y los-inconquistables y las habitantas corrían atropellándose entre las sillas, el arpista daba tumbos, atrapaba a uno, quién fue, ante la escalera y obligó a retroceder a los que querían escapar. La Chunga, el Joven y Bolas se inclinaron sobre Seminario: boca abajo, todavía conservaba el revólver en la mano y una viscosa mancha crecía entre sus pelos. El amigo, de rodillas, se tapaba la cara, Lituma seguía palpándose.
– Los guardias qué pasó, sargento, ¿se le insolentó y tuvo que cargárselo? -dijo el Bolas-. Y él como mareado, diciendo que sí a todo.
– El señor se suicidó -dijo el Mono-, no tenemos nada que ver, déjennos salir, nos esperan nuestras familias.
Pero los guardias habían trancado la puerta y la custodiaban, el dedo en el gatillo del fusil, y echaban sapos y culebras por sus bocas y sus ojos.
– Sean humanos, sean cristianos, déjennos salir -repetía José-. Estábamos divirtiéndonos, no nos metimos en nada. ¿Por quién quieren que se lo juremos?
– Trae una frazada de arriba, Maribel -dijo la Chunga-. Para taparlo.
– Tú no perdiste la cabeza, Chunga -dijo el Joven.
– Después tuve que botarla, las manchas no salían con nada -dijo la Chunga.
– Les pasan las cosas más raras -dijo el arpista-. Viven distinto, mueren distinto.
– ¿De quién habla, maestro? -dijo el joven.
– De los Seminario -dijo el arpista. Tenía la boca abierta, como si fuera a añadir algo, pero no dijo nada más.
– Creo que Josefino ya no vendrá a buscarme -dijo la Selvática-. Es tardísimo.
La puerta estaba abierta y por ella entraba el sol como un incendio voraz, todos los rincones del salón ardían. Sobre los techos de la barriada, el cielo aparecía altísimo, sin nubes, muy azul, y se veía también el lomo dorado del arenal y los chatos y ralos algarrobos.
– Te llevamos nosotros, muchacha -dijo el arpista-. Así te ahorras el taxi.
Silenciosas, impulsadas por las pértigas, las canoas se arriman a la orilla y Fushía, Pantacha y Nieves saltan a tierra. Se internan unos metros en la maleza, se acuclillan, hablan en voz baja. Entretanto, los huambisas varan las canoas, las ocultan bajo el ramaje, borran las pisadas del fango de la ribera y, a su vez, entran al monte. Llevan pucunas, hachas, arcos, haces de virotes colgados del cuello y en la cintura, cuchillos y los cañutos embreados del curare. Sus rostros, torsos, brazos y piernas desaparecen bajo los tatuajes y, como para las grandes fiestas, se han teñido también los dientes y las uñas. Pantacha y Nieves llevan escopetas, Fushía sólo revólver. Un huambisa cambia unas palabras con ellos, luego se agazapa y, elásticamente, se pierde en el boscaje. ¿El patrón se sentía mejor? El patrón no se había sentido nunca mal, quién inventaba eso. Pero que el patrón no levantara la voz: los hombres se ponían nerviosos. Siluetas mudas, desparramadas bajo los árboles, los huambisas otean a derecha e izquierda, sus movimientos son sobrios y sólo el destello de sus pupilas y las furtivas contracciones de sus labios revelan el anisado y los cocimientos que estuvieron bebiendo toda la noche, en torno a una fogata, en el bajío donde acamparon. Algunos mojan en el curare los vértices forrados de algodón de los virotes, otros soplan las cerbatanas para expulsar las escorias. Quietos, sin mirarse unos a otros, esperan mucho rato. Cuando el huambisa que partió surge como un suavísimo felino entre los árboles, el sol está ya alto y sus lenguas amarillas derriten los trazos de huiro y de achiote de los cuerpos desnudos. Hay una complicada geografía de luces y de sombras, se ha acentuado el color de los matorrales, las cortezas parecen más duras, más rugosas, y viene de arriba un ensordecedor vocerío de pájaros. Fushía se incorpora, habla con el recién llegado, vuelve donde Pantacha y Nieves: los muratos están cazando en el bosque, sólo hay mujeres y criaturas, no se ve jebe ni cueros. ¿Valdrá la pena ir, de todos modos? El patrón piensa que sí, nunca se sabe, a lo mejor lo han escondido esos perros. Los huambisas hablan ahora congregados en torno al recién venido. Lo interrogan sin atropellarse, con monosílabos y él responde a media voz, apoyando sus palabras con ademanes y ligeros movimientos de cabeza. Se dividen en tres grupos, el patrón y los cristianos se ponen al frente y así avanzan, sin apuro, paralelos, precedidos de dos huambisas que van abriendo el follaje a machetazos. La tierra murmura apenas a su paso y al contacto de sus cuerpos las altas yerbas y las ramas se ladean con un mismo chasquido, luego tras ellos se enderezan y juntan. Continúan la marcha largo rato y, de repente, la luz es más cruda y próxima, los rayos atraviesan oblicuamente la vegetación que ralea y es más baja, menos monótona, más clara. Se detienen y, a los lejos, se divisa ya el lindero del monte, un vasto claro, unas cabañas y las aguas quietas del lago. El patrón y los cristianos dan todavía algunos pasos y observan. Las cabañas se aglomeran sobre una elevación de tierra calva y grisácea a poca distancia del lago y, tras el poblado que se diría desierto, se extiende una playa lisa, color ocre. Por el flanco derecho, un brazo de bosque se estira y llega casi hasta las cabañas: por ahí, que Pantacha se hiciera ver y los muratos se aventarían hacia este lado. Pantacha da media vuelta, explica, hace gestos rodeado de huambisas que lo escuchan asintiendo. Se alejan en fila india, agazapados, apartando las lianas con las manos, y el patrón, Nieves y los otros tornan los ojos una vez más hacia el poblado. Ahora da síntomas de vida: entre las cabañas se adivinan siluetas, movimientos y unas figuras van lentamente hacia el lago, en formación, con bultos a la cabeza que deben ser rodetes o cántaros, escoltadas por sombras minúsculas, tal vez perros, tal vez niños. ¿Nieves ve algo? No ve jebe, patrón, pero esas cosas tendidas sobre horcones pueden ser cueros secándose al sol. El patrón no se lo explica, en la región hay gomales, ¿no habrán venido ya los patrones a recoger el jebe? Esos muratos, siempre tan flojos, difícil que se mueran trabajando. Los diálogos de los huambisas son cada vez más roncos, más enérgicos. En cuclillas o de pie o encaramados en los arbustos, miran fijamente las cabañas, las siluetas difuminadas de la playa, las sombras rastreras y ahora sus ojos no son dóciles sino indómitos y hay en ellos algo de la codiciosa temeridad que dilata las pupilas del otorongo hambriento, y hasta sus pieles tensas han cobrado la lustrosa tersura del jaguar. Sus manos denotan exasperación, aprietan las cerbatanas, palpan los arcos, los cuchillos, se golpean los muslos, y los dientes embadurnados de huiro, limados como clavos, castañetean o mordisquean bejucos, fibras de tabaco. Fushía se les acerca, les habla y ellos gruñen, escupen y sus muecas son a la vez risueñas, beligerantes, exaltadas. Junto a Nieves, una rodilla en el suelo, Fushía observa. Las figuras vuelven del lago, evolucionan lánguidas, pesadas, entre las cabañas y en algún lugar han encendido una fogata: un arbolito gris sube hacia el cielo brillante. Ladra un perro. Fushía y Nieves se miran, los huambisas acercan las pucunas a los labios y, asomados a los umbrales del bosque, sus ojos buscan pero el perro no aparece. Ladra de rato en rato, invisible, a salvo. ¿Y si un día entraran y en las cabañas estuvieran los soldados, esperándolos? ¿Nunca se le ocurrió al patrón? Eso nunca se le ocurrió. Sí, en cambio, y en cada viaje, que cuando regresaran a la isla, los soldados estarían apuntándolos desde el barranco. Encontrarían todo quemado, muertas a las mujeres de los huambisas y a la patrona se la habrían llevado. Al principio, a él le daba un poco de miedo, ahora no, nada más nervios. ¿Nunca tuvo miedo el patrón? Nunca tuvo, porque los pobres que tienen miedo se quedan pobres toda la vida. Pero eso no le hacía, patrón, Nieves siempre había sido pobre y la pobreza no le quitaba el miedo. Es que Nieves se conformaba y el patrón no. Había tenido mala suerte pero pasaría, tarde o temprano pasaría al lado de los ricachos. Quién lo dudaba, patrón, él conseguía siempre lo que quería. Y una explosión de voces sacude la mañana: aullantes, súbitos, desnudos, emergen de la lengua de bosque y corren hacia el poblado, gesticulando ascienden la ladera y entre los veloces cuerpos distantes se divisan los calzoncillos blancos de Pantacha, se oyen sus gritos que recuerdan la sarcástica risa de la chicua y ahora ladran muchos perros y las cabañas expulsan sombras, chillidos y una tenaz agitación, una especie de hervor conmueve la ladera por donde huyen tropezando, rebotando, chocando unas con otras, figuras que vienen hacia el bosque y se distinguen, por fin, nítidamente: son mujeres. Los primeros cuerpos pintarrajeados han llegado a la cumbre. Detrás de Nieves y Fushía, los huambisas lanzan alaridos, saltan, todo el ramaje vibra y ya no se escucha a los pájaros. El patrón se vuelve, señala el descampado y las mujeres fugitivas: pueden ir. Pero ellos permanecen en el sitio todavía unos segundos, estimulándose con rugidos, jadeando y pataleando y, de pronto, uno alza la pucuna, echa a correr, cruza la angosta maleza que los separa del claro y, cuando llega al terreno descubierto, los demás corren también, los cuellos hinchados por los gritos. El práctico y Fushía los siguen y en el descampado las mujeres alzan los brazos, miran al cielo, se revuelven, estallan en grupos y los grupos en solitarias siluetas que brincan, van y vienen, caen al suelo y después desaparecen, una tras otra, sumergidas por las pieles de resplandores negros y rojizos. Fushía y Nieves avanzan y los gritos los siguen y preceden, parecen venir del polvo luminoso que los cerca mientras suben la ladera. En el poblado murato, los huambisas revolotean entre las cabañas, pulverizan a puntapiés los delgados tabiques, tumban a machetazos los techos de yarina, uno apedrea el vacío, otro apaga el fogón y todos se tambalean, ¿ebrios? ¿Atontados? ¿Muertos de fatiga? Fushía va tras ellos, los sacude, los interroga, les da órdenes y Pantacha, sentado en un cántaro, sudoroso, los ojos saltones, boquiabierto, señala una cabaña indemne todavía: había un viejo ahí. Sí, por más que él les dijo, patrón, se la cortaron. Algunos huambisas se han calmado y escarban aquí y allá, pasan cargados de pieles, bolas de jebe, mantas que amontonan en el claro. El griterío se ha concentrado ahora, brota de las mujeres acorraladas entre un esqueleto de cañas y tres huambisas que las observan inexpresivos, a unos pasos de distancia. El patrón y Nieves entran a la cabaña y en el suelo, entre dos hombres arrodillados, hay unas piernas cortas y arrugadas, un sexo oculto por un estuche de madera, un vientre, un torso enclenque y lampiño de costillas que marcan la piel terrosa. Uno de los huambisas se vuelve, les muestra la cabeza que gotea, apenas ya, puntos granates. En cambio, el boquerón abierto entre los hombros huesudos surte siempre, esos perros, bocanadas intermitentes de sangre espesa, que se fijara en sus caras. Pero Nieves ha salido de la cabaña, saltando atrás como un cangrejo, y los dos huambisas no muestran entusiasmo alguno y tienen los ojos como entumecidos. Escuchan mudos, impasibles, a Fushía que chilla y hace gestos y estruja su revólver y cuando él calla salen de la cabaña y ahí está Nieves, apoyado en el tabique, vomitando. Era mentira, no se le había quitado el miedo todavía, pero que no le diera vergüenza, a cualquiera se le malograba el estómago, esos perros. ¿De qué servía el Pantacha? ¿De qué servía que el patrón diera órdenes? Y ésos nunca aprenderían, carajo, cualquier día les cortaban la cabeza a ellos. Pero aunque fuera a tiros, carajo, a patada limpia, carajo, esos carajos le obedecerían. Regresan al claro y los huambisas se apartan y todo ha sido ordenado en el suelo: pieles de lagarto, venado, serpiente y huangana, calabazas, collares, jebe, atados de barbasco. Siempre apiñadas y ruidosas, las mujeres revuelven los ojos, los perros ladran y Fushía examina los cueros a contraluz, calcula el peso del jebe y Nieves retrocede, se sienta en un tronco caído y Pantacha viene a su lado. ¿Sería el brujo? Quién sabía pero, eso sí, no trató de escapar y cuando entraron estaba sentadito y quemando unas hierbas. ¿Gritó? Quién sabía, él no lo oyó y primero quiso pararlos y después quiso irse y se fue y le temblaban las piernas y se cagó y no sintió que se cagaba. Eso sí, el patrón estaba furioso, no tanto porque lo mataron, ¿porque no le obedecieron?, sí. Y casi no había nada, esos cueros estaban dañados y el jebe era de la peor calidad, rabiaría. Pero ¿por qué se hacía? ¿No estaba enfermo también? Eran cristianos, en la isla uno se olvidaba que los chunchos eran chunchos, pero ahora se comprendía, no se podía vivir así, si hubiera masato se emborracharía. Y, además, que se fijara, le discutían al patrón, rabiaría, rabiaría. Oculto por los huambisas que lo amurallan, la voz de Fushía truena mediocremente en la mañana soleada, y ellos truenan con vehemencia, agitan los puños, escupen y vibran. Sobre sus cabelleras lacias, aparece la mano del patrón con el revólver, apunta al cielo y dispara y los huambisas murmuran un segundo, callan, otro disparo y las mujeres también callan. Sólo los perros siguen ladrando. ¿Por qué quería partir de una vez el patrón? Los huambisas estaban cansados, Pantacha también estaba cansado, y ellos querían celebrar, era justo, ellos no se sacaban la mugre por el jebe ni los cueros, sólo por el gusto, un día se calentarían, los matarían a ellos. Es que el patrón estaba enfermo, Pantacha, quería demostrar que no, pero no podía. ¿Antes no se ponía de buen humor? ¿No le gustaba celebrar también? Ahora ni miraba a las mujeres y siempre andaba rabiando. ¿Se estaría enloqueciendo por lo que no se hacía rico como quería? Fushía y los huambisas dialogan ahora con animación, sin violencia, no hay rugidos sino un cuchicheo vivaz, nervioso, circular, y algunos rostros se muestran joviales. Las mujeres están silenciosas, soldadas unas contra otras, abrazadas a sus criaturas y a sus perros. ¿Enfermo? Claro, la noche antes que Jum se fuera de la isla, Nieves entró y lo vio, las achuales le estaban sobando las piernas con resina y él, carajo, fuera, se enfureció, no quería que supieran que andaba enfermo. Fushía da instrucciones, los huambisas enrollan las pieles, se echan al hombro las bolas de jebe, pisotean y destruyen todo aquello que el patrón ha descartado y Pantacha y Nieves se acercan al grupo. Estaban cada vez peor esos perros, no querían obedecer, se le insolentaban, carajo, pero él les enseñaría. Es que querían festejar, patrón, y, además, había tantas mujeres. ¿Por qué no los dejaba el patrón? Semejante imbécil, ¿él también?, ¿la región no estaba llena de tropa?, serrano bruto, si se emborrachaban les duraría dos días, huevón, empezando por él, podían volver los juratos, sorprenderlos los soldados. El patrón no quería líos por tan poca cosa, que llevaran la mercadería al río, huevón, y bien rápido. Varios huambisas bajan ya la ladera y Pantacha va tras ellos, rascándose, apurándolos, pero los hombres andan sin prisa y sin ganas, en silenciosas y morosas filas curvas. Los que permanecen en el poblado murmuran, merodean confusamente de un lado a otro, evitan a Fushía que los observa, el revólver en la mano, desde el centro del claro. Por fin, unos tabiques comienzan a arder. Los huambisas dejan de moverse, esperan como apaciguados que las llamas abracen en un solo torbellino la vivienda. Luego, emprenden el regreso. Al descender la ladera pelada, se vuelven a mirar a las mujeres que en la cumbre echan manotones de tierra a la cabaña en llamas. Llegan al bosque y deben abrir de nuevo una trocha a machetazos y avanzar por un delgado, precario pasadizo sombreado, entre troncos, bejucos, lianas y breves aguajales. Cuando invaden la playa, Pantacha y sus hombres han sacado las canoas del ramaje e instalado la carga. Embarcan, parten, adelante la canoa del práctico, que va midiendo con la tangana la profundidad del lecho. Navegan toda la tarde, con un breve alto para comer, y, cuando oscurece, atracan en una playa, semioculta por chambiras mellizas erizadas de espinas. Encienden una fogata, sacan los fiambres, asan unas yucas y Pantacha y Nieves llaman al patrón: no, no quiere comer: Se ha tendido en la arena, de espaldas, usa sus brazos de almohada. Ellos comen y se tumban uno junto al otro, se cubren con una manta murato. Daba no sé qué ver al patrón tan cambiado, no sólo no comía, tampoco hablaba. Sería eso de las piernas, ¿se había fijado?, caminaba que apenas podía y siempre se quedaba atrás. Debían dolerle, seguro, y, además, no se quitaba el pantalón ni las botas para nada. Los murmullos se cruzan y descruzan en la negrura, la recorren en todas direcciones: voces de insectos, voces del río que bate las peñas, la grama y la tierra de la ribera. En las tinieblas del contorno los cocuyos brillan como fuegos fatuos. Pero Pantacha lo había visto cuando él sacó ese akítai de los muratos, era más bonito, con más colores que los que hacían los huambisas, lo había visto cuando él se lo escondía en el pantalón. ¿Ah, sí? ¿Y qué creía Pantacha, por qué se escaparía Jum de la isla? Que no le cambiara de conversación, ¿le llevaba a la shapra ese akítai?, ¿se había enamorado de ella? Cómo se iba a enamorar si ni siquiera se entendía con ella, ni siquiera le gustaba mucho. ¿Se le pasaría, entonces? ¿Cuando regresaran? ¿La misma noche? Sí, la misma noche que regresaran, si quería. ¿Para quién, entonces, ese akítai? ¿Para una de las achuales? ¿El patrón le iba a pasar una achual? Para nadie, para él solito, le gustaban las cosas de plumas y, además, sería un recuerdo.
Bonifacia esperó al sargento al pie de la cabaña. El viento alzaba sus cabellos como una cresta, y también parecían de gallito su actitud satisfecha, la postura de sus piernas plantadas en la arena y su potito firme y saliente. El sargento sonrió, acarició el brazo desnudo de Bonifacia, palabra, lo había emocionado verla desde lejos, y los ojos verdes se dilataron un poco, el sol se reflejaba como una vibración de dardos minúsculos en cada pupila.
– Te has lustrado las botas -dijo Bonifacia-. Tu uniforme parece nuevo.
Una sonrisa complacida redondeó la cara del sargento y casi borró sus ojos:
– Lo lavó la señora Paredes -dijo-. Tenía miedo que lloviera pero qué suerte, ni una nubecita. Parece día piurano.
– Ni cuenta te has dado -dijo Bonifacia-. ¿No te gusta mi vestido? Es nuevo.
– De veras, no me había fijado -dijo el sargento-. Te queda bien, el color amarillo les cae justo a las morenitas.
Era un vestido sin mangas, con escote cuadrado y ruedo amplio. El sargento examinaba a Bonifacia risueño, su mano le acariciaba siempre el brazo y ella permanecía inmóvil, sus ojos en los del sargento. Lalita le había prestado zapatos blancos, se los probó anoche y le hacían doler, pero se los pondría para la iglesia, y el sargento miró los pies de Bonifacia, desnudos, ahogados en la arena: no le gustaba que andara patacala. Aquí no importaba, chinita, pero cuando se fueran, tendría que andar siempre con zapatos.
– Primero tengo que acostumbrarme -dijo Bonifacia-. ¿No ves que en la misión sólo me he puesto sandalias? No son lo mismo, no aprietan.
Lalita apareció en la baranda: qué sabía del teniente, sargento. Una cinta sujetaba sus largos cabellos y en su garganta brillaba un collar de chaquira. Tenía los labios pintados, qué buenamoza estaba la señora, colorete en las mejillas, con ella le gustaría casarse al sargento, y Lalita: ¿no había llegado el teniente?, ¿qué se sabía?
– Ninguna noticia -dijo el sargento-. Sólo que no ha llegado a la guarnición de Borja todavía. Parece que llueve fuerte, se habrán quedado botados a medio camino. Pero por qué les preocupa tanto, ni que el teniente fuera hijo de ustedes.
– Váyase, sargento -dijo Lalita, de mal modo-. Trae mala suerte ver a la novia antes de la misa.
– ¿Novia? -estalló la madre Angélica-. Querrás decir concubina, amancebada.
– No, madrecita -insistió Lalita, con voz humilde-. Novia del sargento.
– ¿Del sargento? -dijo la superiora-. ¿Desde cuándo? ¿Cómo ha sido eso?
Incrédulas, sorprendidas, las madres se inclinaron hacia Lalita, que había adoptado una actitud reservada, las manos juntas, la cabeza baja. Pero espiaba a las madres por el rabillo del ojo y su media sonrisa era engañosa.
– Si me sale mala, usted y don Adrián serán los culpables -dijo el sargento-. Ustedes me metieron en estas honduras, señora.
Reía con la boca abierta, muy fuerte, y su cuerpo, también regocijado, se estremecía de pies a cabeza. Lalita hacía conjuros con los dedos para espantar la mala suerte y Bonifacia se había alejado unos pasos del sargento.
– Váyase a la iglesia -repitió Lalita-. Se está desgraciando y la está desgraciando a ella por puro gusto. ¿A qué ha venido?
A qué iba a ser, señora, y el sargento estiró las manos hacia Bonifacia, para ver a su chinita, y ella corrió, se había antojado pues, y al igual que Lalita cruzó los dedos y exorcizó al sargento que, cada vez de mejor humor, brujas, brujas, se reía a carcajadas; ah, si vieran los mangaches a este par de brujas. Pero ellas no estaban de acuerdo y el pequeño puño trémulo de la madre Angélica escapó de la manga, batió el aire y desapareció entre los pliegues del hábito: no pondría los pies en esta casa. Estaban en el patio, frente a la residencia y, al fondo, las pupilas correteaban entre los frutales de la huerta. La superiora parecía suavemente abstraída.
– A usted es la que más extraña, madre Angélica -dijo Lalita-. Soy más suertuda que cualquiera dice, tengo muchas madres dice, y la primera su mamita Angélica. Más bien ella creía que usted me ayudaría a rogarle a la superiora, madrecita.
– Es un demonio lleno de tretas y de malas artes -el puño apareció y desapareció-. Pero a mí no me va a engatusar así nomás. Que se vaya con su sargento si quiere, aquí no entrará.
– ¿Por qué no vino ella en vez de mandarte a ti?-dijo la superiora.
– Le da vergüenza, madrecita -dijo Lalita-. No sabía si usted la recibiría o la botaría de nuevo. ¿Acaso porque nació pagana no tiene su orgullo? Perdónela, madre, fíjese que va a casarse.
– Iba a buscarlo, sargento -dijo el práctico Nieves-. No sabía que estaba aquí.
Había salido a la terraza y se apoyaba en la baranda, junto a Lalita. Vestía unos pantalones de tocuyo blanco y una camisa de manga larga, sin cuello. Iba sin sombrero, calzaba unos zapatos de suela gruesa.
– Váyanse de una vez -dijo Lalita-. Adrián, llévatelo ahora mismo.
El práctico bajó la escalerilla, las piernas tiesas como garrotes, el sargento hizo un saludo militar a Lalita y a Bonifacia le guiñó un ojo. Partieron hacia la misión, no por la trocha paralela al río, sino entre los árboles de la colina. ¿Cómo se sentía el sargento? ¿Hasta qué hora había durado la despedida anoche, donde Paredes? Hasta las dos, y el Pesado se emborrachó y se había metido al agua vestido, don Adrián, él también se trancó un poco. ¿Se sabía algo del teniente ya? Pero ¿otra vez, don Adrián? No se sabía nada, lo habrían agarrado las lluvias y estaría echando espuma. Suerte que no se habían quedado con él, entonces. Sí, a lo mejor tenía para rato, decían que por el Santiago había un verdadero diluvio. A ver, en confianza, ¿estaba contento de casarse, sargento?, y el sargento sonrió, unos segundos sus ojos se ausentaron y, de pronto, se dio una palmada en el pecho: esa mujer se le había metido aquí, don Adrián, por eso se casaba con ella.
– Se ha portado usted como un buen cristiano -dijo Adrián Nieves-. Aquí sólo se casan las parejas que tienen muchos años, las madres y el padre Vilancio se matan aconsejándolas y ellas nada. En cambio usted se la lleva ahí mismo a la iglesia, sin que esté embarazada siquiera. La muchacha está contenta. Anoche decía he de ser buena mujer.
– En mi tierra dicen que el corazón nunca engaña -dijo el sargento-. Y mi corazón me dice que será buena mujer, don Adrián.
Avanzaban despacio, evitando las charcas, pero las polainas del sargento y el pantalón del práctico se habían llenado ya de salpicaduras. Los árboles de la colina filtraban la luz del sol, le imprimían cierta frescura y la agitaban. A los pies de la misión, Santa María de Nieva yacía quieta y dorada entre los ríos y el bosque. Saltaron un montículo, subieron el sendero pedregoso y allí arriba, en la puerta de la capilla, un grupo de aguarunas se llegó a la orilla de la pendiente para verlos: mujeres de pechos caídos, niños desnudos, hombres de ojos esquivos y profusas cabelleras. Se apartaron para dejarlos pasar y algunos chiquillos alargaron las manos y gruñeron. Antes de entrar a la iglesia, el sargento se sacudió el uniforme con el pañuelo y se acomodó el quepí, Nieves desdobló la basta de su pantalón. La capilla estaba llena, olía a flores y a mecheros de resina, la calva de don Fabio Cuesta relucía como una fruta en la penumbra. Se había puesto corbata y, desde su banca, hizo adiós al sargento que se llevó la mano al quepí. Detrás del gobernador, el Pesado, el Chiquito, el Oscuro y el Rubio bostezaban, las bocas agrias y los ojos inyectados, y los Paredes y sus hijos ocupaban dos bancas: innumerables chiquillos de pelos húmedos. En el ala opuesta, detrás de una reja donde la penumbra se convertía en oscuridad, una formación de guardapolvos y melenas idénticas: las pupilas. Arrodilladas, inmóviles, sus ojos como una nube de cocuyos curiosos perseguían al sargento que, en puntas de pie, iba estrechando las manos de los asistentes, y el gobernador se tocó la calva, sargento: tenía que quitarse la gorra en la iglesia y estar con la cabeza descubierta, como él. Los guardias sonrieron y el sargento se alisaba los cabellos alborotados por el ímpetu con que se había sacado el quepí. Fue a sentarse en la primera fila, junto al práctico Nieves. ¿Habían arreglado bonito el altar, no? Muy bonito, don Adrián, eran simpáticas las monjitas. Los jarrones de greda roja ardían de flores, y también había orquídeas trenzadas en collares que bajaban desde el crucifijo de madera hasta el suelo; a ambos lados del altar, maceteros de altos helechos se alineaban en filas dobles hasta tocar las paredes, y el suelo de la capilla había sido regado y estaba brillando. De los candeleros encendidos, canutos de humo transparente y oloroso ascendían por el aire oscuro e iban a alimentar la capa densa de vapor que flotaba junto al techo: ya estaban ahí, sargento, la novia y la madrina. Hubo un murmullo, las cabezas giraron hacia la puerta. Empinada en los zapatos blancos de tacón, Bonifacia tenía ahora la misma estatura que Lalita. Un velo negro le ocultaba los cabellos, sus ojos recorrían las bancas, grandes y alarmados, y Lalita cuchicheaba con los Paredes, su vestido floreado imponía a ese sector de la capilla una vivacidad airosa, juvenil. Don Fabio se inclinó hacia Bonifacia, le dijo algo al oído y ella sonrió, pobre: estaba cortada la chinita, don Adrián, qué cara de vergüenza tenía. Después le darían trago y se alegraría, sargento, lo que pasaba es que se moría de miedo de encontrarse con las madres, creía que iban a reñirla, ¿no es cierto que eran bonitos sus ojos, don Adrián? El práctico se llevó un dedo a la boca y el sargento miró al altar y se persignó. Bonifacia y Lalita se sentaron junto a ellos y, un momento después, Bonifacia se arrodilló y se puso a rezar, las manos juntas, los ojos cerrados, los labios moviéndose apenas. Seguía así cuando chirrió la reja e ingresaron las madres a la capilla, adelante la superiora. De dos en dos, iban hacia el altar, se arrodillaban, se persignaban, sin bulla se dirigían a las bancas. Cuando las pupilas comenzaron a cantar, todos se pusieron de pie, y entró el padre Vilancio, sus rojísimas barbas como una pechera sobre el hábito morado. La superiora hizo señas a Lalita indicándole el altar, y Bonifacia, todavía de rodillas, se secaba los ojos con el velo. Luego se levantó y avanzó entre el práctico y el sargento, muy erguida, sin mirar a los lados. Y toda la misa estuvo rígida, la mirada clavada en un punto intermedio entre el altar y los collares de orquídeas, mientras las madres y las pupilas rezaban en alta voz y los demás se arrodillaban, se sentaban y se levantaban. Después el padre Vilancio se acercó a los novios, el sargento se puso en posición de firmes, las rojas barbas estaban a milímetros del rostro de Bonifacia, interrogó al sargento que chocó los tacos y dijo sí con energía, y a Bonifacia, pero la respuesta de ella no se oyó. Ahora el padre Vilancio sonreía cordialmente y alcanzaba su mano al sargento, y a Bonifacia, que la besó. La atmósfera de la capilla pareció aligerarse, las pupilas dejaron de cantar y había diálogos a media voz, sonrisas, movimientos. El práctico Nieves y Lalita abrazaban a los novios y, en la rueda formada en torno a ellos, don Fabio bromeaba, las criaturas reían, el Pesado, el Chiquito, el Oscuro y el Rubio esperaban uno detrás de otro para felicitar al sargento. Pero la superiora los dispersó, señores, estaban en la capilla, silencio, que salieran al patio, y su voz dominaba a las otras. Lalita y Bonifacia franquearon la reja, luego los invitados, al final las madres, y Lalita sonsa, que la soltara, Bonifacia, las madrecitas habían puesto una mesa con mantel blanco, llena de jugos y de pastelitos, que la soltara que todos querían felicitarla. Las piedras del patio destellaban y, en los muros blancos de la residencia, acribillados por el sol, había sombras como enredaderas. Qué vergüenza les tenía, madrecitas, ni a mirarlas se atrevía, y hábitos, susurros, risas, uniformes revoloteaban alrededor de Lalita. Bonifacia seguía abrazada a ella, la cabeza oculta en el vestido floreado y, entre tanto, el sargento recibía y distribuía abrazos: estaba llorando, madrecitas, qué sonsa. ¿Por qué se ponía así, Bonifacia? Era por ustedes, madres, y la superiora tonta, no llores, ven que te abrace. Bruscamente, Bonifacia soltó a Lalita, se volvió y cayó en los brazos de la superiora. Ahora pasaba de una madre a otra, tenía que rezar siempre, Bonifacia, sí mamita, ser muy cristiana, sí, no olvidarse de ellas, nunca las olvidaría, y Bonifacia las abrazaba muy fuerte, y ellas muy fuerte, y gruesos, involuntarios, invencibles lagrimones corrían por las mejillas de Lalita, borraban el colorete, sí, sí, las querría siempre, y descubrían los estigmas de su piel, había rezado tanto por ellas, granos, manchas, cicatrices. Estas madres no tenían precio, padre Vilancio, todo lo que les habían preparado. Pero, atención, el chocolate se les estaba enfriando y el gobernador tenía hambre. ¿Podían comenzar, madre Griselda? La superiora rescató a Bonifacia de los brazos de la madre Griselda, claro que podían, don Fabio, y la ronda se abrió: dos pupilas abanicaban la mesa atestada de fuentes y de jarras y, entre ellas, había una silueta oscura. ¿Quién le había preparado todo eso, Bonifacia? Tenía que adivinar y Bonifacia lloriqueaba, madre, dime que me has perdonado, tironeaba el hábito de la superiora, que le hiciera ese regalo, madre. Fino, rosado, el índice de la superiora apuntó al cielo: ¿había pedido perdón a Dios? ¿Se había arrepentido? Todos los días, madre, y entonces la había perdonado, pero tenía que adivinar, ¿quién había sido? Bonifacia gimoteaba, quién iba a ser, sus ojos buscaban entre las madres, ¿dónde estaba, dónde se había ido? La silueta oscura apartó a las dos pupilas y avanzó, encorvada, arrastrando los pies, la cara más huraña que nunca: al fin se acordaba de ella esa ingrata, esa malagradecida. Pero ya Bonifacia se había abalanzado y, en sus brazos, la madre Angélica trastabilleaba, el gobernador y los otros habían empezado a comer pastelitos y ella había sido, su mamita, y la madre Angélica nunca había venido a verla, demonio, pero se había soñado con ella, pensado cada día y cada noche en su mamita, y la madre Angélica que probara de ésos, de éstos, que tomara un jugo.
– Ni me dejó entrar a la cocina, don Fabio -decía la madre Griselda-. Esta vez tiene que alabar a la madre Angélica. Ella le preparó todo a su engreída.
– Qué no habré hecho yo por ésta -dijo la madre Angélica-. He sido su niñera, su sirvienta, ahora su cocinera.
Su rostro se empeñaba en seguir enfurruñado y rencoroso, pero se le había quebrado la voz ya, roncaba como una pagana, y, de repente, se le aguaron los ojos, se torció su boca, y rompió en sollozos. Su vieja mano curva palmoteaba torpemente a Bonifacia y las madres y los guardias se pasaban las fuentes, llenaban los vasos, el padre Vilancio y don Fabio reían a carcajadas y uno de los chiquillos de Paredes se había trepado a la mesa, su madre le daba azotes.
– Cómo la quieren, don Adrián -dijo el sargento-. Cómo me la miman.
– ¿Pero por qué tanto lloro? -dijo el práctico-. Si en el fondo están tan contentas.
– ¿Puedo llevarles algo, mamita? -dijo Bonifacia. Señalaba a las pupilas, formadas en tres hileras ante la residencia. Algunas le sonreían, otras le enviaban adioses tímidos.
– Ellas tienen su colación especial, también -dijo la superiora-. Pero anda a abrazarlas.
– Te han preparado regalos -gruñó la madre Angélica, el rostro deformado por las lágrimas y los pucheros-. También nosotras, yo te he hecho un vestidito.
– Todos los días he de venir a verte -dijo Bonifacia-. Te ayudaré, mamita, yo seguiré sacando las basuras.
Se separó de la madre Angélica y fue hacia las pupilas, que se desbandaron y salieron a su encuentro, en medio de un vocerío. La madre Angélica se abrió paso entre los invitados, y, cuando llegó junto al sargento, su cara estaba menos pálida, hosca de nuevo.
– ¿Vas a ser un buen marido? -gruñó, sacudiéndolo del brazo-. Ay de ti si le pegas, ay de ti si te vas con otras mujeres. ¿Te portarás bien con ella?
– Pero cómo no, madrecita -repuso el sargento, confuso-. Si la quiero tanto.
– Ah, ya te despertaste -dijo Aquilino-. Es la primera vez que duermes así desde que salimos. Antes, eras tú el que me estaba mirando cuando yo abría los ojos.
– Me he soñado con Jum -dijo Fushía-. Toda la noche viendo su cara, Aquilino.
– Varias veces te sentí quejarte, y una me pareció que hasta llorabas -dijo Aquilino-. ¿Era por eso?
– Cosa rara, viejo -dijo Fushía-, yo no entraba para nada en el sueño, sólo Jum.
– ¿Y qué soñabas con el aguaruna? -dijo Aquilino.
– Que se moría, en la playita esa donde Pantacha se preparaba sus cocimientos -dijo Fushía-. Y alguien se le acercaba y le decía vente conmigo y él no puedo, me estoy muriendo. Así todo el sueño, viejo.
– A lo mejor estaba ocurriendo -dijo Aquilino-. A lo mejor se murió anoche y se despidió de ti.
– Lo habrán matado los huambisas que lo odiaban tanto -dijo Fushía-. Pero espera, no seas así, no te vayas.
– Es por gusto -dijo Lalita, acezando-, me llamas y cada vez es por gusto. Para qué me haces venir si no puedes, Fushía.
– Sí puedo -chilló Fushía-, sólo que tú quieres acabar ahí mismo, no me das tiempo siquiera y te pones furiosa. Sí puedo, puta.
Lalita se ladeó y quedó de espaldas en la hamaca que crujía al balancearse. Una claridad azul entraba a la cabaña por la puerta y las rendijas con los humores cálidos y los murmullos de la noche, pero no llegaba hasta la hamaca; éstos sí.
– Tú crees que me engañas -dijo Lalita-. Crees que soy tonta.
– Tengo preocupaciones en la cabeza -dijo Fushía-, necesito que se me olviden pero tú no me das tiempo. Soy un hombre, no un animal.
– Lo que pasa es que estás enfermo -susurró Lalita.
– Lo que pasa es que me dan asco tus granos -chilló Fushía-, lo que pasa es que te has vuelto vieja. Sólo contigo no puedo, con cualquier otra cuantas veces quiera.
– Las abrazas y las besas pero tampoco les puedes -dijo Lalita, muy despacio-. Las achuales me han contado.
– ¿Les hablas de mí, puta? -el cuerpo de Fushía contagiaba a la hamaca un ansioso y continuo temblor-. ¿A las paganas les hablas de mí? ¿Quieres que te mate?
– ¿Quieres saber adónde iba cada vez que se desaparecía de la isla? -dijo Aquilino-. A Santa María de Nieva.
– ¿A Nieva? ¿Y qué iba a hacer ahí? -dijo Fushía-. ¿Cómo sabes tú que Jum se iba a Santa María de Nieva?
– Supe hace poco -dijo Aquilino-. ¿La última vez que se escapó fue hace unos ocho meses?
– Ya casi no llevo la cuenta del tiempo, viejo -dijo Fushía-. Pero sí, hará unos ocho meses. ¿Te encontraste con Jum y él te contó?
– Ahora que estamos lejos, ya lo puedes saber -dijo Aquilino-. Lalita y Nieves están viviendo ahí. Y al poco tiempo de llegar ellos a Santa María de Nieva se les presentó Jum.
– ¿Tú sabías dónde estaban? -jadeó Fushía-. ¿Tú los ayudaste, Aquilino? ¿También tú eres un perro? ¿También tú me traicionaste, viejo?
– Por eso te da vergüenza y te escondes y no te desvistes en mi delante -dijo Lalita y la hamaca dejó de crujir-. ¿Pero acaso no huelo cómo te apestan? Las piernas se te están pudriendo, Fushía, eso es peor que mis granos.
El vaivén de la hamaca era otra vez muy activo y, de nuevo crujían las estacas, largamente, pero no era él quien ahora temblaba, sino Lalita. Fushía se había encogido, y era una forma rígida y como anonadada entre las mantas, una garganta rota tratando de hablar, y en la sombra de su rostro había dos lucecitas vivas y espantadas a la altura de los ojos.
– Tú también me insultas -balbuceó Lalita-. Y si te pasa algo yo tengo la culpa, ahora tú me llamaste y todavía te enojas. A mí también me da cólera y digo cualquier cosa.
– Son los zancudos, puta -gimió Fushía bajito y su brazo desnudo golpeó, sin fuerzas-. Me han picado y se me han infectado.
– Sí, los zancudos y es mentira que te apesten, pronto te vas a curar -sollozó Lalita-. No te pongas así, Fushía, con la cólera no se piensa, se dice cualquier cosa. ¿Te traigo agua?
– ¿Se están construyendo una casa? -dijo Fushía-. ¿Se van a quedar para siempre en Santa María de Nieva esos perros?
– A Nieves lo han contratado como práctico los guardias que hay ahí -dijo Aquilino-. Ha venido otro teniente, más joven que ese que se llamaba Cipriano. Y Lalita está esperando un hijo.
– Ojalá se le muera en la barriga, y se muera ella también-dijo Fushía-. Pero dime, viejo, ¿no fue ahí donde lo colgaron? ¿A qué iba Jum a Santa María de Nieva? ¿Quería vengarse?
– Iba por esa historia tan vieja -dijo Aquilino-. A reclamar el jebe que le quitó el señor Reátegui cuando fue a Urakusa con los soldados. No le hicieron caso, y Nieves se dio cuenta que no era la primera vez que iba a reclamar, que todas sus escapadas de la isla eran para eso.
– ¿Iba a reclamarles a los guardias mientras trabajaba conmigo? -dijo Fushía-. ¿No se daba cuenta? Pudo fregarnos a todos ese bruto, viejo.
– Más bien di cosa de loco -dijo Aquilino-. Seguir con lo mismo después de tantos años. Se estará muriendo y no se le habrá quitado de la cabeza lo que le pasó. No he conocido ningún pagano tan terco como Jum, Fushía.
– Me picaron cuando me metí a la cocha a sacar la charapa que se murió -gimió Fushía-. Los zancudos, las arañas del agua. Pero las heridas ya se están secando, bruta, ¿no ves que cuando uno se rasca se infectan? Por eso huelen.
– No huelen, no huelen -dijo Lalita-, si era cosa de la cólera, Fushía. Antes tú querías todo el tiempo y yo tenía que inventarme cosas, estoy sangrando, no puedo. ¿Por qué has cambiado, Fushía?
– Te has ablandado, estás vieja, a un hombre sólo lo arrechan las mujeres duras -chilló Fushía y la hamaca comenzó a brincar-, eso no tiene que ver con las picaduras de los zancudos, perra.
– Si ya no hablo de los zancudos -susurró Lalita-, si ya sé que te estás curando. Pero el cuerpo me duele en las noches. ¿Para qué me llamas entonces, si soy como dices? No me hagas sufrir, Fushía, no me hagas venir a tu hamaca si no puedes.
– Sí puedo -chilló él-, cuando quiero puedo, pero contigo no quiero. Sal de aquí, háblame de los zancudos y ahí donde tanto te duele te meto un balazo. Fuera, sal de aquí.
Siguió chillando hasta que ella apartó el mosquitero, se levantó y fue a echarse en la otra hamaca. Entonces, Fushía calló, pero las estacas seguían crujiendo cada cierto tiempo, con violentos sacudones, como atacadas de fiebres, y sólo mucho rato más tarde quedó apaciguada la cabaña, envuelta en las murmuraciones nocturnas del bosque. Tendida de espaldas, los ojos abiertos, Lalita acariciaba con sus manos las cuerdas de chambira de la hamaca. Uno de sus pies escapó del mosquitero y enemigos minúsculos y alados lo atacaron por docenas, vorazmente se posaron en sus uñas y en sus dedos. Hurgaban la piel con sus armas finas, largas y zumbantes. Lalita golpeó el pie contra la estaca y ellos huyeron, atolondrados. Pero unos segundos después habían vuelto.
– Entonces el perro de Jum sabía dónde estaban -dijo Fushía-. Y él tampoco me dijo nada. Todos se habían puesto contra mí, Aquilino, hasta Pantacha sabría a lo mejor.
– Quiere decir que no se ha acostumbrado y que todo lo que hace es para volver a Urakusa -dijo Aquilino-. Debe extrañar mucho su pueblo, debe tenerle cariño. ¿De veras que cuando iba contigo les discurseaba a los paganos?
– Los convencía que me dieran el jebe sin pelea -dijo Fushía-. Echaba chispas y siempre les contaba la historia de los dos cristianos esos. ¿Tú los conociste, viejo? ¿Cuál era su negocio? Nunca he podido saber.
– ¿Los que se fueron a vivir a Urakusa? -dijo Aquilino-. Una vez oí al señor Reátegui hablar de eso. Eran extranjeros que venían a levantar a los chunchos, a aconsejarlos que mataran a todos los cristianos de acá. Por hacerles caso es que le vino la mala a Jum.
– Yo no sé si los odiaba o les tenía cariño -dijo Fushía-. A veces decía Bonino y Teófilo como si quisiera matarlos, y otras como si hubieran sido sus amigos.
– Adrián Nieves decía lo mismo -dijo Aquilino-. Que Jum cambiaba de opinión todo el tiempo sobre esos cristianos, y que no se decidía, un día eran buenos y al siguiente malos, diablos malditos.
Lalita cruzó la cabaña de puntillas y salió y afuera el aire estaba cargado de un vapor que humedecía la piel y, al entrar por la boca y las narices, aturdía. Los huambisas habían apagado las fogatas, sus cabañas eran unas bolsas negras, muy espesas, quietas sobre la isla. Un perro vino a frotarse en sus pies. En el cobertizo, junto al corral, las tres achuales dormían bajo una misma manta, sus rostros brillantes de resina. Cuando Lalita llegó frente a la cabaña de Pantacha y espió, su itípak mojada de sudor se pegaba a su cuerpo: una pierna musculosa emergía de las sombras, entre los muslos lisos y sin vello de la shapra. Estuvo observando, la respiración anhelante, la boca entreabierta, una mano en el pecho. Luego, corrió hacia la cabaña vecina y empujó la puerta de bejucos. En el oscuro rincón donde estaba el camastro de Adrián Nieves hubo un ruido. El práctico debía haberse despertado ya, estaría reconociendo su silueta recortada contra la noche en el umbral, los dos ríos de cabellos que encuadraban su cuerpo hasta la cintura. Después crujieron las tablas y un triángulo blanco avanzó hacia ella, buenas noches, un contorno de hombre, ¿qué había pasado?, una voz soñolienta y sorprendida. Lalita no decía nada, sólo jadeaba y esperaba, exhausta, como al final de una larga carrera. Faltaban muchas horas para que trinos y rumores alegres reemplazaran a los graznidos nocturnos y, sobre la isla, revolotearan pájaros, mariposas de colores, y la luz clara del amanecer iluminase los troncos leprosos de las lupunas. Era todavía la hora de las luciérnagas.
– Pero te voy a decir una cosa -dijo Fushía-. Lo que más me duele de todo, Aquilino, lo que más me pesa, es haber tenido tanta mala suerte.
– Tápate, no te muevas -dijo Aquilino-. Viene un barquito, mejor que te escondas.
– Pero rápido, viejo -dijo Fushía-. Aquí no puedo respirar, me ahogo. Pásalo rápido.
Está claro como en el verano, el sol dispara rayos, los ojos lagrimean al mirarlos. Y el corazón siente ese calor, quiere cruzar la calle, pasar bajo los tamarindos, ir a sentarse a su banco. Levántate de una vez, para qué sirve la cama si no viene el sueño, una arenita fina como sus cabellos estará cayendo sobre el Viejo Puente, anda a sentarte a La Estrella del Norte, bájate el sombrero, espérala, ya llegará. No te impacientes así, y jacinto es triste la ciudad vacía, fíjese don Anselmo, ya pasaron los barrenderos y la arena lo ensució todo de nuevo. Mira la esquina del Mercado, ahí llega el burro cargado de canastas, ¿no es ahora cuando la ciudad despierta? Ahí está, liviana, silenciosa, entra en la plaza como resbalando, mira cómo la lleva junto a la glorieta, la sienta, toca sus manos, sus cabellos, y ella dócil, sus rodillas juntas, sus brazos cruzados: ahí está tu recompensa por tanto desvelo. Y ahí se va la gallinaza dando varazos al piajeno, enderézate en la silla, acomódate mejor, sigue mirándola. ¿Viene de frente el amor, la cara al aire, viene disimulado? Y tú es pena, ternura, compasión, gana de hacerle regalos. Déjale la rienda floja y que vaya como quiera, al paso, al trote, al galope, él sabe adónde, es temprano. Y, mientras tanto, haz apuestas: tanto que estará de blanco, tanto de amarillo, tanto con la cinta, veré sus orejas, tanto sin la cinta, los cabellos sueltos, hoy no las veré, tanto con sandalias, tanto que descalza. Y si ganas será jacinto el que ganará, y él por qué hoy tanta propina y ayer la mitad si consumió lo mismo, ¿cómo sabría? No sabe nada, tiene usted cara de sueño, ¿nunca duerme, don Anselmo?, tú es una vieja costumbre, no acostarme sin desayunar, el aire de la madrugada despeja el cerebro, allá todo huele a jarana, humo y alcohol, ahora regreso y comienza para mí la noche. Y él iré a visitarlo pronto, tú claro muchacho, búscame, tomaremos una copa, tienes crédito, ya sabes. Pero ahora que se vaya, que te quedes solo, que nadie ocupe tu mesa, que entre la mañana pronto, que llegue la gente, que una blanca se le acerque, que la haga dar vueltas, que la traiga a La Estrella del Norte y le convide un dulce. Y ahí, de nuevo, la tristeza, la cólera en el corazón, el tiempo no las aplacó. Y entonces llévate el café, jacinto, un trago corto, y después otro, y por fin media botella del seleccionado. Y a mediodía Chápiro, don Eusebio, el doctor Zevallos hay que subirlo al caballo, lo llevará hasta el arenal, las habitantas se encargarán de acostarlo. Préndete de la montura, pues, cabecea entre los médanos, rueda como un fardo al suelo, llega gateando al salón, y ellas que duerma aquí mismo, pesa tanto para subirlo a la torre, traigan una bacinica que está vomitando, bajen un colchón, quítenle las botas. Y ahí, ásperas, amargas, las arcadas, los riachuelos de bilis y de alcohol, la comezón de los párpados, la hediondez, la blandura borracha de los músculos. Sí, viene disimulado, al principio parecía compasión: sólo tendrá dieciséis, la desgracia que le ocurrió, la oscuridad de su vida, el silencio de su vida, su carita. Trata de imaginar: lo que sería, los gritos que daría, el terror que sentiría y cuánto asombro habría en sus ojos. Trata de ver: los cadáveres, los borbotones de sangre, las heridas, los gusanos y entonces doctor Zevallos cuénteme de nuevo, no puede ser, es tan terrible, ¿ya estaría desmayada?, ¿cómo fue que vivió? Trata de adivinar: primero círculos aéreos, negruzcos entre las dunas y las nubes, sombras que se reflejan en la arena, luego bolsas de plumas de la arena, picos curvos, ácidos graznidos y entonces saca tu revólver, mátalo, y ahí hay otro y mátalo, y las habitantas qué le pasa, patrón, por qué tanto odio con los gallinazos, qué le han hecho, y tú bala carajo, túmbalos, perfóralos. Disfrazado de pena, de cariño. Acércate tú también, qué hay de malo, cómprale natillas, melcochas, caramelos. Cierra los ojos y ahí, de nuevo, el remolino de los sueños, tú y ella en el torreón, será como tocar el arpa, une las yemas de tus dedos y siéntela, pero será más suave todavía que la seda y el algodón, será como una música, no abras los ojos aún, sigue tocando sus mejillas, no despiertes. Primero curiosidad, después algo que parecía lástima y, de repente, miedo de preguntar. Ellas hablan, los bandidos de Sechura, los asaltaron y los mataron, la señora estaba calata cuando la encontraron, bruscamente la nombran, dicen pobrecita y ahí ese súbito calor, la lengua que tartamudea, qué me pasa, las habitantas van a maliciar, qué tengo. O, si no, un principal en La Estrella del Norte, la trae, le pide un refresco, asfixia, envidia, tengo que irme, buenos días, el arenal, el portón verde, una botella de cañazo, súbete el arpa a la torre, toca. ¿Afecto, compasión? Ya se estaba quitando los disfraces. Y esa mañana es, como ahora, diáfana. Ella es vieja, no la acepte, a lo mejor enferma, que la examine antes el doctor Zevallos, tú ¿cómo has dicho que te llamas?, tienes que cambiarte el nombre, Antonia no. Y ella como usted mande, patrón, ¿así se llamaba una que usted quería? Y ahí, de nuevo, el rubor, el flujo tibio bajo la piel e, intempestiva, la verdad. La noche es perezosa, insomne, uno solo el espectáculo de la ventana: arriba las estrellas, en el aire el lento diluvio de la arena y, a la izquierda, Piura, muchos luceros en la sombra, las formas blancas de Castilla, el río, el Viejo Puente como un gran lagarto entre las dos orillas. Pero que pase pronto la noche ruidosa, que amanezca, coge el arpa, no bajes por más que te llamen, tócale en la oscuridad, cántale bajito, dulce, muy despacio, ven Toñita, te estoy dando serenata, ¿la oyes? El español no está muerto, ahí asoma, por la esquina de la catedral, su pañuelo azul en el cuello, sus botines como espejos, su chaleco bajo la levita blanca, otra vez el calorcito, las olas que engordan las venas, el activo pulso, la mirada alerta, ¿va hacia la glorita?, sí, ¿se le acerca?, sí, ¿le sonríe?, sí. Y de nuevo ella asoleándose, inmóvil, ignorante, muy tranquila, alrededor lustrabotas y mendigos, don Eusebio ante su banco. Ahora ya sabe, está sintiendo una mano en su barbilla, ¿se ha empinado en el asiento?, sí, ¿él le está hablando?, sí. Inventa que le dice: buenos días, Toñita, linda mañana, el sol calienta sin quemar, lástima que caiga arena, o si vieras la luz que hay, lo azul que está el cielo, tanto como el mar de Palta y ahí, el latido de las sienes, las olas atropellándose, el corazón desbocado, la insolación interior. ¿Vienen juntos?, sí, ¿a la terraza?, sí, ¿la tiene del brazo?, sí, y Jacinto ¿no se siente bien, don Anselmo?, se ha puesto pálido, tú un poco cansado, tráeme otro café y una copita de pisco, ¿derechito hacia tu mesa?, sí, párate, estira la mano, don Eusebio cómo está, él mi querido, esta señorita y yo vamos a hacerle compañía, ¿nos permite? Ahí la tienes ya, junto a ti, mírala sin temor, ése es su rostro, esas pequeñas aves sus cejas y tras sus párpados cerrados reina la penumbra, y tras sus labios cerrados hay también una minúscula morada desierta y oscura, esa su nariz, esos sus pómulos. Mira sus largos brazos tostados y las puntas de cabello claro que ondean sobre sus hombros, y su frente que es tersa y por instantes se frunce. Y don Eusebio a ver, a ver, ¿un cafecito con leche?, pero ya habrás desayunado, más bien un dulce, eso les gusta a los jóvenes, ¿usted no fue goloso?, digamos de membrillo, y un juguito de papaya, a ver, jacinto. Asiente, condesciende, fui goloso, esa delgada columna es su cuello, disimula la ebullición, bosteza, fuma, esas flores de tallo frágil sus manos y las breves sombras que al recibir el sol parecen rubias sus pestañas. Y háblale, sonríele, así que compró por fin la casa de al lado, así que agrandará la tienda y tomará más empleados, interésate y hostígalo, ¿abrirá sucursales en Sullana?, ¿y en Chiclayo?, cuánto te alegras, sé una voz y una mirada, de veras que hace tiempo no va a verme, su expresión es ajena y grave, está concentrada en la bebida, unas gotitas de luz naranja brillan en su boca y mientras tanto el trabajo es así, las obligaciones, la familia, pero dése una escapada, don Eusebio, una cana al aire de vez en cuando, sus dedos se abren, cogen un membrillo, lo alzan, ¿cómo están las habitantas?, extrañándolo, preguntando por usted, cuándo quiere venir y yo lo atenderé, mírala ahora que muerde, fíjate qué voraces y limpios, son sus dientes. Y entonces el piajeno y las canastas, bájate el sombrero, sonríe, conversa siempre, y ahí la gallinaza haciendo venias, son ustedes tan buenos, Toñita da la mano a los señores, yo les agradezco por ella y ahí, de nuevo, la frescura fugaz, cinco contactos suaves en tu mano, algo que entra en el cuerpo y lo sosiega. Qué calma ahora, ¿no es cierto?, qué paz y vea, don Eusebio, ésa es la razón y usted no lo sabía, ni la supo cuando murió. Y él no faltaba más, me da vergüenza, Anselmo, déjeme pagar siquiera una rueda, me hace sentir cómo. Tú nunca, ni un centavo, aquí todo es suyo, ésta es su casa, usted me quitó el miedo, la sentó en mi mesa y las gentes no pusieron mala cara ni les llamó la atención. Y ahí, la exaltación. Ahora sí, atrévete, anda a su banco todas las mañanas, toca sus cabellos, cómprale fruta, llévala a La Estrella del Norte, pasea con ella bajo el sol ardiente, quiérela tanto como en esos días.
– Los burritos -dijo Bonifacia-. Pasan todo el día frente a la casa y no me canso de mirarlos.
– ¿No hay piajenos en la montaña, prima? -dijo José-. Yo creía que allá lo que más había era animales.
– Pero no burritos -dijo Bonifacia-. Sólo uno que otro, nunca como acá.
– Ahí llegan -dijo el Mono, desde la ventana-. Los zapatos, prima.
Bonifacia se calzó, velozmente, el izquierdo no entraba, caramba, se puso de pie, fue hacia la puerta, insegura, temerosa sobre los tacones, abrió y Josefino le estiraba la mano, una bocanada de aire hirviente, Lituma, chorros de luz. La habitación se oscureció de nuevo. Lituma se quitaba la guerrera, venía medio muerto, primos, el quepí, que se tomaran una algarrobina. Se desplomó sobre una silla y cerró los ojos. Bonifacia pasó a la habitación contigua y Josefino, tendido en una estera junto a José, ese maldito calor que embrutecía a la gente. Por los postigos se filtraban prismas de luz acribillados de partículas y de insectos, y afuera todo parecía silencioso y deshabitado como si el sol hubiera disuelto a los churres y a los perros callejeros con sus ácidos blancos. El Mono se apartó de la ventana, eran los inconquistables, no sabían trabajar, sólo timbear, sólo culear, eran los inconquistables y ahora iban a chupar, pero ellos sólo cantaron después de la primera copa de algarrobina.
– Estábamos hablando de Piura con la prima -dijo el Mono-. Lo que más le llama la atención son los piajenos.
Y tanta arena y tan pocos árboles -dijo Bonifacia-. En la montaña todo es verde y aquí todo amarillo. Y el calor, también, muy distinto.
– Lo distinto es que Piura es una ciudad con edificios, autos y cinemas -explicó Lituma, bostezando-. Y Santa María de Nieva, un pueblucho con calatos, mosquitos y lluvias que lo pudren todo, comenzando por las gentes.
Dos bestiecillas se agazaparon tras unas mechas de cabellos sueltos y, verdes, hostiles, atisbaron. El pie izquierdo de Bonifacia, medio salido del zapato, forcejeaba por entrar de nuevo.
– Pero en Santa María de Nieva hay dos ríos que tienen agua todo el año, y tantísima -dijo Bonifacia, suavemente, después de un momento-. El Piura muy poquita y sólo en verano.
Los inconquistables lanzaron una carcajada, dos y dos tres, tres y dos cuatro y Bonifacia ya se calentó. Sudoroso, sin abrir los ojos, gordo, Lituma se mecía pausadamente en su silla.
– No te acostumbras a la civilización -suspiró, por fin-. Espérate un tiempito y verás las diferencias. Ni querrás oír hablar de la montaña y te dará vergüenza decir soy selvática.
Cuatro y dos son cinco, cinco y dos son seis y el primo Lituma ya le contestó. El pie había entrado en el zapato, a la mala, aplastando salvajemente el talón.
– Nunca me dará vergüenza -dijo Bonifacia-. A nadie puede darle vergüenza su tierra.
– Todos somos peruanos -dijo el Mono-. ¿Por qué no nos sirves otra algarrobina, prima?
Bonifacia se paró y, muy despacio, fue de uno a otro, llenándoles de nuevo las copas, separando apenas los pies de ese suelo resbaladizo que las humilladas bestiecillas observaban desde lo alto con desconfianza.
– Si hubieras nacido en Piura, no andarías pisando huevos -rió Lituma, abriendo los ojos-. Estarías acostumbrada a los zapatos.
– Ya no le pelee a la prima -dijo el Mono-. Que no te dé la rabieta, Lituma.
Las gotitas doradas de algarrobina caían al suelo enemigo, no a la copa de Josefino y la boca y la nariz de Bonifacia, como sus manos, también se habían puesto a temblar, pero no era pecado, e incluso su voz: Dios la había hecho así.
– Claro que no es pecado, prima, qué va a ser -dijo el Mono-. Tampoco las mangaches se acostumbran a los tacos.
Bonifacia dejó la botella en una repisa, se sentó, las bestiecillas se sosegaron y, de pronto, silenciosos, rebeldes, rapidísimos, ayudándose uno al otro, sus pies se libraron de los zapatos. Se inclinó, sin premura los colocó bajo la silla y ahora Lituma había dejado de mecerse, los inconquistables ya no cantaban y una vivaz, beligerante agitación conmovía a las figurillas verdioscuras que se exhibían con descaro.
– Ésta no me conoce todavía, no sabe con quién se mete -dijo Lituma a los León; y alzó la voz-: Ya no eres una chuncha, sino la mujer del sargento Lituma. ¡Ponte los zapatos!
Bonifacia no respondió, ni se movió cuando Lituma se puso de pie, la cara empapada y colérica, ni esquivó la cachetada que sonó breve, silbante, y los León saltaron y se interpusieron: no era para tanto, primo. Sujetaban a Lituma, que no fuera así, y lo reñían bromeándole, que controlara esa sangre mangache. La humedad había teñido el pecho y la espalda de su camisa caqui que sólo en los brazos y en los hombros seguía siendo clara.
– Tiene que educarse -dijo, meciéndose otra vez, pero más a prisa, al ritmo de su voz-. En Piura no se puede portar como una salvaje. Y, además, quién manda en la casa.
Las bestiecillas espiaban entre los dedos de Bonifacia, casi invisibles, ¿llorosas?, y Josefino se sirvió un poco de algarrobina. Los León se sentaron, no hay amor sin golpes decía la gente, y las cholas chulucanas mi marido más me pega más me quiere, pero quizás en la montaña las mujeres pensaban de otra forma y una dos y tres, que la prima lo perdone, que alce la carita, que sea buenita, una sonrisita. Pero Bonifacia siguió con la cara oculta y Lituma se paró, bostezando.
– Voy a dormir una siestecita -dijo-. Quédense nomás, séquense esa botella, después nos iremos por ahí -miró de soslayo a Bonifacia, moduló virilmente la voz-: Si no hay cariño en la casa, se busca afuera.
Hizo un guiño desganado a los inconquistables y entró al otro cuarto. Se oyó silbar una tonada, chirriaron unos resortes. Ellos siguieron bebiendo, una copa, callados, dos copas, y a la tercera comenzaron los ronquidos: hondos, metódicos. Ahí estaban las bestiecillas de nuevo, secas y crispadas detrás de los pelos.
– Esas guardias de toda la noche le malogran el humor -dijo el Mono-. No le haga caso, prima.
– Qué maneras de tratar a la mujer son ésas -dijo Josefino, buscando los ojos de Bonifacia, pero ella miraba al Mono-. Es un verdadero cachaco.
– ¿Usted sí sabe tratarlas, primo, no es cierto? -dijo José, echando una ojeada a la puerta: ronquidos prolongados, graves.
– Claro que sí -Josefino sonreía y rampaba sobre la estera hacia Bonifacia-. Si ella fuera mi mujer, yo nunca le pondría la mano encima. Es decir, para pegarle, nomás para hacerle cariños.
Ahora tímidas, asustadizas, las bestiecillas examinaban las paredes descoloridas, las vigas, las moscas azules zumbando junto a la ventana, los granitos de oro inmersos en los prismas de luz, las nervaduras del entarimado. Josefino se detuvo, su cabeza tocaba los pies descalzos que retrocedieron y los León eres el hombre-lombriz y Josefino la serpiente que tentó a Eva.
– En Santa María de Nieva no hay calles como aquí -dijo Bonifacia-. Son de tierra y llueve tanto, es puro barro. Los tacos se hundirían y las mujeres no podrían caminar.
– Pisando huevos, qué brutalidad tan bruta -dijo Josefino-. Y, además, mentira. Si camina tan bonito, cuántas quisieran caminar como ella.
Las cabezas de los León se movían sincrónicamente hacia la puerta: una iba, otra volvía. Y, una vez más, Bonifacia estaba temblando, gracias por lo que decía, sus manos, su boca, pero ella sabía que era por decir, nomás, y, sobre todo, su voz, no lo pensaba en el fondo. Y los pies retrocedieron. Josefino hundió la cabeza bajo la silla y su voz venía morosa y asfixiada, lo pensaba con todita su alma, palabras lentas, ingrávidas, llenas de miel, y mil cosas más, se las diría si no hubiera gente.
– Por mí no se moleste, inconquistable -dijo el Mono-. Estás en tu casa y aquí sólo hay un par de sordomudos. Si quieres, nos vamos a ver si llueve. Como ustedes digan.
– Vayan, vayan -relamidas, musicales-, déjenme con Bonifacia para consolarla un poco.
José tosió, se puso de pie y, de puntillas, se llegó a la puerta. Regresó risueño, de veras estaba rendido, dormía como una marmota, y las curiosas, movedizas bestiecillas exploraban incansablemente las maderas de la repisa, las patas de las sillas, el filo de la estera, el largo cuerpo yacente.
– A la prima no le gustan los piropos -dijo el Mono-. Se ha puesto colorada, Josefino.
– Todavía no conoces a los píntanos, prima -dijo José-. No pienses nada malo. Así somos, las mujeres nos jalan la lengua.
– Anda, Bonifacia -dijo Josefino-. Mándalos a ver si llueve.
– Le va a contar a Lituma si sigues -dijo el Mono-. Y el primo se va a calentar.
– Que le cuente -pegajosas, tibias-, no me importa. Ustedes ya me conocen, a mí me gusta una mujer y se lo digo, sea quien sea.
– Se te trepó la algarrobina -dijo José-. Habla más bajo.
– Y a mí Bonifacia me gusta -dijo Josefino-. Que lo sepa de una vez.
Las manos de Bonifacia se cerraron sobre sus rodillas y su rostro se elevó: los labios sonreían heroicamente bajo las espantadas bestiecillas.
– ¡Cómo corres, primo! -dijo el Mono-. Campeón de los cien metros planos.
– No sigas por ese camino -dijo José-. La estás asustando.
– Si lo oyera se enojaría -balbuceó Bonifacia; miró a Josefino, él le envió un beso volado y ella el techo, la repisa, el suelo-. Si supiera, se enojaría.
– Que se enoje, qué tanto -dijo Josefino-. ¿Quieren saber una cosa, muchachos? Bonifacia no se libra de ser mi mujer un día.
Ahora el suelo, fijamente, y sus labios murmuraron algo. Los León tosían, no quitaban los ojos del cuarto vecino: una pausa, un ronquido, otro más largo, tranquilizador.
– Basta, Josefino -dijo el Mono-. No es piurana, nos conoce apenas.
– No te atolondres, prima -dijo José-. Síguele la cuerda o dale un sopapo.
– No me asusto -susurraba Bonifacia-, sólo que si supiera y, además, si lo oyera…
– Pídele disculpas, Josefino -dijo el Mono-, dile es broma, fíjate cómo la has puesto.
– Era broma, Bonifacia -rió Josefino, rampando hacia atrás-. Te juro. No te pongas así.
– No me pongo así -balbuceaba Bonifacia-. No me pongo así.
– ¿Para qué tanto teatro, de cuándo acá tan amanerados? -dijo el Rubio-. ¿Por qué no entrar en patota y sacarlo a las buenas o a las malas?
– Es que el sargento está haciendo méritos -dijo el Chiquito-. ¿No viste qué cumplidor se ha puesto? Quiere que todo se haga como Dios manda. Será que el matrimonio lo ha maleado, Rubio.
– Y al Pesado ese matrimonio lo va a matar de envidia -dijo el Rubio-. Parece que anoche se chupó otra vez, donde Paredes, y otra vez se maldecía por no haberse adelantado, otra vez perdí mi última chance de encontrar mujer. La hembrita tendrá sus cositas, pero el Pesado exagera.
Estaban apostados entre los bejucos y encañonaban la cabaña del práctico, suspendida sobre el ramaje, a pocos metros de ellos. Un débil resplandor aceitoso crecía en su interior y alcanzaba a iluminar una esquina de la baranda. ¿No había salido nadie, muchachos? Una silueta se inclinó sobre el Rubio y el Chiquito: no, mi sargento. Y el Pesado y el Oscuro ya estaban al otro lado, sólo podría escaparse volando. Pero que no se alocaran, muchachos, el sargento hablaba despacio, si le hacían falta los llamaría, sus movimientos eran también calmados y, arriba, unas nubes ligeras filtraban la luz de la luna sin ocultarla. A lo lejos, limitada por las tinieblas del bosque y el suave relumbre de los ríos, Santa María de Nieva era un puñado de luces y de brillos furtivos. Sin apresurarse, el sargento abrió su cartuchera, sacó el revólver, le quitó el seguro, susurró algo más a los guardias. Siempre lento, tranquilo, se alejó en dirección a la cabaña, desapareció absorbido por los bejucos y la noche, y, poco después, reapareció junto a la esquina iluminada de la baranda, su rostro se retrató un segundo en la macilenta claridad que escapaba del tabique.
– ¿Te has fijado cómo anda y cómo habla? -dijo el Oscuro-. Está medio ahuevado. Algo le pasa, antes no era así.
– La chuncha lo está exprimiendo como a un limón -dijo el Pesado-. Seguro se encama con ella tres veces al día y tres en la noche. ¿Por qué crees que con cualquier pretexto se sale del puesto? Para encamarse con la chuncha, claro.
– Están en luna de miel y es justo -dijo el Oscuro-. Tú te mueres de envidia, Pesado, no disimules.
Estaban tendidos, también, en una raja minúscula de playa, tras un parapeto de matorrales, muy cerca del agua. Tenían los fusiles en la mano, pero no apuntaban la cabaña que, desde allí, se veía oblicua y en sombras, alta.
– Se le han subido los humos -dijo el Pesado-. ¿Por qué no vinimos a sacar a Nieves apenas llegó la orden del teniente, a ver? Esperemos que oscurezca, hay que hacer un plan, vamos a rodear la casa, dónde has oído tantas cojudeces juntas. Para impresionar a don Fabio, Oscuro, para darse importancia, nada más.
– El teniente se armó, le darán otro galón -dijo el Oscuro-. Y a nosotros nada, ya verás. ¿No te diste cuenta ahora que llegó el propio de Borja? El gobernador que el teniente por aquí, que por allá, y ¿acaso no fuimos nosotros los que encontramos al loco en la isla?
– La chuncha le habrá dado pusanga, Oscuro -dijo el Pesado-. Lo estará volviendo loco con esos bebedizos. Por eso anda tan cansado, durmiéndose parado.
– Maldita sea, maldita sea -dijo el sargento-. ¿Qué hace aquí, qué es lo que pasa?
Lalita y Adrián Nieves lo observaban inmóviles desde la barbacoa. A sus pies, un plato de barro reventaba de plátanos, el mechero despedía un humillo blanco y oloroso, y en el umbral proseguía el atónito parpadeo del sargento bajo la visera, ¿no le había dicho el Aquilino?, tenía la voz consternada, pero si hacía como dos horas, don Adrián, que le dijo al churre corre, es cuestión de vida o muerte, y su mano movía incrédulamente el revólver: maldita sea, maldita sea. Sí, le había dado el encargo, sargento, el práctico hablaba como masticando: había mandado a los hijos donde un conocido, a la otra banda. De las orillas de su boca dos canales avanzaban gravemente hacia sus mejillas. ¿Y ahora? ¿Por qué no se había mandado mudar él también? Si no eran los churres quienes tenían que esconderse, sino él, don Adrián: el sargento se golpeó el muslo con el revólver. Había aguantado la cosa varias horas, señora, arriesgándose, ¿qué más quería que hiciera?, le había dado tiempo de sobra, don Adrián.
– Está palabreándolo -dijo el Chiquito-. Ahora le dirá a don Fabio entré solito, lo saqué solito. Quiere repartirse el mérito con el teniente. Está trabajando su traslado como una hormiga, el piurano.
Con el resplandor, de la cabaña salía ahora un susurro que apenas conmovía la noche, flotaba en ella sin trizarla, como una onda solitaria en aguas quietas.
j-Pero cuando llegue el teniente le hablaremos -dio el Rubio-. Que nos manden a nosotros a Iquitos con los prisioneros. Así siquiera nos ligarán unos días de licencia.
– Será un poco bruja y un poco retaca y lo que quieras -dijo el Oscuro-. Pero, no me digas, Pesado, cualquiera le hubiera hecho el favor a la chuncha y tú el primero. Si cada vez que te emborrachas sólo hablas de ella, hombre.
– Me la hubiera tirado, por supuesto -dijo el Pesado-. ¿Pero tú te hubieras casado con una pagana? Nunca de la vida, hermano.
– Es muy capaz de matarlo y decir se me rebeló y tuve que cargármelo -dijo el Chiquito-. Es capaz de cualquier cosa para que le pongan su medalla, el piurano.
– ¿Y si de repente son cuentos? -dijo el Rubio-. Cuando llegó el propio de Borja y leí el parte del teniente, no podía creerlo, Chiquito. Nieves no tiene cara de bandido y parecía buena gente.
– Bah, nadie tiene cara de bandido -dijo el Chiquito-. O más bien todas las caras son de bandido. Pero yo también me quedé seco cuando leí el parte. ¿Cuántos años le darán?
– Quién sabe -dijo el Rubio-. Muchos, seguro. Le han robado a todo el mundo y los de aquí se la tienen jurada. Ya ves cómo han estado fregando tanto tiempo para que los buscáramos, aunque ya no les robaban.
– Lo que no creo es que éste fuera el jefe -dijo el Chiquito-. Además, si robó tanto como dicen, no sería un muerto de hambre.
– Qué iba a ser el jefe -dijo el Rubio-. Pero eso es lo de menos, si no aparecen los otros a Nieves y al loco los harán pagar por todos.
– Le he llorado, sargento, le he rogado -dijo Lalita-. Desde que ustedes se fueron a la isla, le estoy llorando, vámonos, escondámonos, Adrián. Y ahora que usted nos mandó avisar, los muchachos recogieron fruta, le envolvimos sus cosas, el Aquilino también le ha rogado. Pero no oye nada, no hace caso a nadie.
La luz del mechero caía de lleno sobre el rostro de Lalita, alumbraba la abrupta superficie de sus pómulos, los forúnculos, los cráteres del cuello, y las greñas oscilantes que cubrían su boca.
– A pesar de su uniforme, tiene usted buen corazón -dijo Adrián Nieves-. Por eso acepté ser su padrino.
Pero el sargento no lo escuchaba. Había dado media vuelta y, agazapado, escudriñaba la terraza, un dedo en los labios, don Adrián, se descolgaba ahorita mismo, la balaustrada, sin hacer bulla, el río, él contaría diez, el cielo y disparaba al aire, salía corriendo, muchachos, se escapó por ese lado y se llevaba a los guardias hacia el monte. Que empujara la lancha por lo oscuro, don Adrián, y no prendiera el motor hasta el Marañón, y que corriera después como alma que lleva el diablo y no se dejara agarrar, don Adrián, sobre todo eso, él podía fregarse también, que no se dejara agarrar y Lalita sí, sí, ella desataría la lancha, sacaba los remos, se iría con él, y las palabras se atropellaban en sus labios, su frente se estiraba y había un inusitado y veloz rejuvenecimiento de su piel, Adrián, la ropa estaba lista, y la comida, no hacía falta nada, y remarían y antes de llegar a la guarnición se meterían al monte. Y el sargento, alto, oteando el exterior: se aplastarían contra el fondo de la lancha, cuidado con alzar la cabeza, si los muchachos los veían dispararían y el Chiquito pegaba siempre en el blanco.
– Le agradezco, pero ya lo pensé mucho y no se puede salir por el río -dijo Adrián Nieves-. No hay quien pase el pongo ahora, sargento; ni siendo brujo. Ya ve cómo el teniente se quedó atracado en el Santiago, que es basura junto al Marañón.
– Pero, don Adrián -dijo el sargento-. Pero qué quiere entonces, no lo entiendo.
– Lo único es meterse al monte, como me metí la vez pasada -dijo Nieves-. Pero no quiero, sargento, ya lo pensé hasta cansarme, desde que ustedes fueron a la isla. No voy a pasar lo que me queda de vida corriendo por el monte. Yo sólo era su práctico, le manejaba la lancha nomás, como a ustedes, no pueden hacerme nada. Aquí siempre me porté bien y eso les consta a todos, a las madres, al teniente, también al gobernador.
– No se están peleando -dijo el Chiquito-. Se oirían gritos, parece que conversaran.
– Lo encontraría durmiendo y estará esperando que se vista -dijo el Rubio.
– O se estará tirando a la Lalita -dijo el Pesado-. Lo habrá amarrado a Nieves y se la estará comiendo en su delante.
– Las cosas que se te ocurren, Pesado -dijo el Oscuro-. Parece que a ti te hubieran dado pusanga, andas caliente día y noche. Además, ¿quién se va a comer a la Lalita con tanto grano que tiene?
– Pero es blanca -dijo el Pesado-. Yo prefiero una cristiana con granos que una chuncha sin. Sólo su cara es así, la he visto bañándose, tiene buenas piernas. Ahora se va a quedar solita y necesitará que la consuelen.
– La falta de mujer te tiene loco -dijo el Oscuro-. La verdad que a mí también, a veces.
– Para qué le sirve la cabeza, don Adrián -dijo el sargento-. Si no se tira al agua ahora se ha fregado, ¿no ve que le echarán la culpa de todo? El parte del teniente dice que el loco anda muriéndose, no sea porfiado.
– Me tendrán adentro unos meses, pero después ya viviré tranquilo y podré volver aquí -dijo Adrián Nieves-. Si me meto al monte no veré nunca más a mi mujer ni a mis hijos, y no quiero vivir como un animal hasta que me muera. Yo no maté a nadie, eso le consta al Pantacha, a los paganos. Aquí me he portado como un buen cristiano.
– El sargento te aconseja por tu bien -dijo Lalita-, hazle caso, Adrián. Por lo que más quieras, por tus hijos, Adrián.
Escarbaba el suelo, manoteaba los plátanos, se le iba la voz, y Adrián Nieves había comenzado a vestirse. Se ponía una camisa ajada, sin botones.
– No sabe cómo me siento -dijo el sargento-. Usted sigue siendo mi amigo, don Adrián. Y cómo se va a poner Bonifacia. Ella creía que usted ya andaba lejos, como yo.
– Tómalos, Adrián -sollozó Lalita-. Póntelos también.
– No necesito -dijo el práctico-. Guárdamelos hasta que vuelva.
– No, no, póntelos -insistió Lalita, gritando-. Ponte los zapatos, Adrián.
Una expresión de embarazo alteró el rostro del práctico un segundo: miró confusamente al sargento, pero se puso de cuclillas y se calzó los zapatones de gruesas suelas, don Adrián: se haría lo que se pudiera por cuidar a su familia, al menos que no se preocupara por eso. Él ya estaba de pie, y Lalita se le había arrimado y lo tenía cogido del brazo. ¿No iba a llorar, no? Habían pasado tantas cosas juntos y nunca lloró, ahora tampoco tenía que llorar. Lo soltarían pronto, entonces la vida sería más tranquila y, mientras tanto, que cuidara bien a los muchachos. Ella asentía como un autómata, vieja de nuevo, el rostro crispado y los ojos como platos. El sargento y Adrián Nieves salieron a la terraza, bajaron la escalerilla y, cuando pisaban los primeros bejucos, un alarido de mujer cruzó la noche y, en las sombras de la derecha, ¡ahí salía el pájaro!, la voz del Rubio. Y el sargento, carajo, manos a la cabeza: tranquilo o lo quemaba. Adrián Nieves obedeció. Iba adelante, los brazos en alto, y el sargento, el Rubio y el Chiquito lo seguían caminando despacio entre los surcos de la chacrita.
– ¿Por qué se demoró tanto, mi sargento? -dijo el Rubio.
– Lo estuve interrogando un poco -dijo el sargento-. Y lo dejé que se despidiera de su mujer.
Al llegar al bosquecillo de juncos, el Pesado y el Oscuro le salieron al encuentro. Se sumaron al grupo sin decir nada y así, en silencio, recorrieron la trocha hasta Santa María de Nieva. En las cabañas borrosas se oían cuchicheos a su paso, también entre las capironas y bajo los horcones había gentes que observaban. Pero nadie se les acercó ni les preguntó nada. Frente al embarcadero, una carrera de pies desnudos se oyó muy próxima, mi sargento: era la Lalita, vendría brava, les haría lío. Pero ella pasó jadeando entre los guardias y sólo se detuvo unos segundos junto al práctico Nieves: se había olvidado de la comida, Adrián. Le alcanzó un atado y se alejó a la carrera como había venido, sus pasos se perdieron en la oscuridad y, a lo lejos, cuando ya llegaban al puesto, sonó un lamento como de búho.
– ¿Ves lo que te dije, Oscuro?-lijo el Pesado-. Tiene buen cuerpo, todavía. Mejor que el de cualquier chuncha.
– Ah, Pesado -dijo el Oscuro-. No piensas en otra cosa, qué fregado eres.
– Con buen tiempo, mañana en la tarde, Fushía dijo Aquilino-. Iré yo primero, a averiguar. Hay un sitio cerca, donde te puedes quedar escondido en la lancha.
– ¿Y si no aceptan, viejo? -dijo Fushía-. ¿Qué voy a hacer, qué va a ser de mi vida, Aquilino?
– No te adelantes a lo que puede pasar -dijo Aquilino-. Si encuentro a ese tipo que conozco, él nos ayudará. Además, la plata lo arregla todo.
– ¿Les vas a dar toda la plata? -Lijo Fushía-. No seas tonto, viejo. Guárdate algo para ti, al menos que sirva para tu negocio.
– No quiero tu plata -dijo Aquilino-. Yo volveré después a Iquitos, a recoger mercadería, y haré un poco de comercio por la región. Cuando venda todo, iré a San Pablo a visitarte.
– ¿Por qué no me hablas? -dijo Lalita-. ¿Acaso yo me he comido las conservas? Todas te las he dado a ti. No es mi culpa que se hayan acabado.
– No tengo ganas de hablarte -dijo Fushía-. Y tampoco ganas de comer. Bota eso y llama a las achuales.
– ¿Quieres que te calienten agua? -dijo Lalita-. Ya lo están haciendo, yo les encargué. Siquiera come un poquito de pescado, Fushía. Es sábado, lo trajo Jum ahora.
– ¿Por qué no me diste gusto? -dijo Fushía-. Yo quería ver Iquitos de lejos, aunque fuera sólo las luces.
– ¿Te has vuelto loco, hombre? -dijo Aquilino-. ¿Y las patrullas de la Naval? Además, todo el mundo me conoce por aquí. Yo quiero ayudarte, pero no ir a la cárcel.
– ¿Cómo es San Pablo, viejo? -dijo Fushía-. ¿Has ido muchas veces?
– Algunas, de pasada -dijo Aquilino-. Llueve poco por ahí y no hay pantanos. Pero hay dos San Pablos, yo sólo estuve en la colonia, haciendo comercio. Tu vivirás al otro lado. Está a unos dos kilómetros.
– ¿Hay muchos cristianos? -dijo Fushía-. ¿Unos cien, viejo?
– Seguramente más -dijo Aquilino-. Se pasean calatos por la playa cuando hay sol. Les hará bien el sol, o será para impresionar a las lanchas que pasan. Piden a gritos comida y cigarros. Si uno no les hace caso, insultan, tiran piedras.
– Hablas de ellos con asco -dijo Fushía-. Estoy seguro que me dejarás en San Pablo y que no te veré más, viejo.
– Te he prometido -dijo Aquilino-. ¿Acaso no he cumplido siempre contigo?
– Ésta será la primera vez que no cumplirás -dijo Fushía-. Y también la última, viejo.
– ¿Quieres que te ayude? -dijo Lalita-. Déjame quitarte las botas.
– Sal de aquí -dijo Fushía-. No vuelvas hasta que te llame.
Las achuales entraron, silenciosas, trayendo dos grandes vasijas humeantes. Las colocaron junto a la hamaca, sin mirar a Fushía, y salieron.
– Soy tu mujer -dijo Lalita-. No tengas vergüenza. ¿Por qué voy a salir?
Fushía ladeó la cabeza, la miró y sus ojos eran dos rajitas ígneas: loretana puta. Lalita dio media vuelta, salió de la cabaña y había oscurecido. La atmósfera espesa parecía próxima a romper en truenos, lluvia y rayos. En el pueblo huambisa crepitaban las hogueras, su luz ardía entre las lupunas y revelaba una creciente agitación, desplazamientos, chillidos, voces roncas. Pantacha, sentado en la baranda de su cabaña, tenía las piernas balanceándose en el aire.
– ¿Qué les pasa? -dijo Lalita-. ¿Por qué hay tantas fogatas? ¿Por qué hacen tanta bulla?
– Volvieron los que fueron a cazar, patrona -dijo Pantacha-. ¿No vio a las mujeres? Se pasaron el día haciendo masato, van a festejar. Quieren que el patrón vaya, también. ¿Por qué está tan furioso, patrona?
– Por lo que no ha llegado don Aquilino -dijo Lalita-. Se han acabado las conservas y se está acabando el trago también.
– Hace como dos meses que el viejo no viene -dijo Pantacha-. Esta vez sí que ya no viene más, patrona.
– ¿Todo te da lo mismo ahora, no? -dijo Lalita-. Ya tienes mujer y no te importa nada.
Pantacha lanzó una risotada y, en la puerta de la cabaña, apareció la shapra, llena de adornos: diadema, pulseras, tobilleras, tatuajes en los pómulos y en los senos. Sonrió a Lalita y se sentó en la baranda, junto a ella.
– Ha aprendido el cristiano mejor que yo -dijo Pantacha-. La quiere a usted mucho, patrona. Ahora está asustada porque llegaron los huambisas que salieron a cazar. No les pierde el miedo por más que hago.
La shapra señaló los matorrales que ocultaban el barranco: el práctico Nieves. Venía con el sombrero de paja en la mano, sin camisa, los pantalones remangados hasta la rodilla.
– No se te ha visto todo el día -dijo Pantacha-. ¿Estuviste pescando?
– Sí, bajé hasta el Santiago -dijo Nieves-. Pero no tuve suerte. Va a haber tormenta y los peces escapan o se meten a lo más hondo.
– Ya regresaron los huambisas -dijo Pantacha-. Van a festejar esta noche.
– Por eso se habrá ido Jum -dijo Nieves-. Lo vi salir de la cocha en su canoa.
– Se quedará afuera dos o tres días -dijo Pantacha-. Ese pagano tampoco les pierde el miedo a los huambisas.
– No es miedo, sólo que no quiere que le corten la cabeza -dijo el práctico-. Sabe que borrachos se les despierta el odio contra él.
– ¿Tú también vas a celebrar con los paganos? -dijo Lalita.
– Estoy muy cansado con la surcada -dijo Nieves-. Me voy a dormir.
– Está prohibido, pero a veces salen -dijo Aquilino-. Cuando quieren reclamar algo. Se hacen sus canoas, se echan al agua y se plantan frente a la colonia. Nos dan gusto o desembarcamos, dicen.
– ¿Quiénes viven en la colonia, viejo? -dijo Fushía-. ¿Hay policías?
– No, no he visto -dijo Aquilino-. Ahí están las familias. Las mujeres, los hijos. Se han hecho sus chacritas.
– ¿Y las familias les tienen tanto asco? -dijo Fushía-. ¿A pesar de ser sus parientes, Aquilino?
– Hay casos en que el parentesco no juega -dijo Aquilino-. Será que no se acostumbran, tendrán miedo a contagiarse.
– Pero entonces nadie irá a visitarlos -dijo Fushía-. Entonces estarán prohibidas las visitas.
– No, no, al contrario, van muchas visitas -dijo Aquilino-. Hay que meterse en una lancha antes de entrar, y te dan un jabón para que te bañes y tienes que quitarte la ropa y ponerte un mandil.
– ¿Por qué me haces creer que vendrás a verme, viejo? -dijo Fushía.
– Desde el río se ven las casas -dijo Aquilino-. Buenas casas, algunas como las de Iquitos, de ladrillo. Ahí vivirás mejor que en la isla, hombre. Tendrás amigos y estarás tranquilo.
– Déjame en una playita, viejo -dijo Fushía-. Pasarás de tiempo en tiempo a traerme comida. Viviré escondido, nadie me verá. No me lleves a San Pablo, Aquilino.
– Si apenas puedes caminar, Fushía -dijo Aquilino-. ¿No te das cuenta, hombre?
– ¿Y cómo te dejaste curar las fiebres con el brujo de los huambisas si les sigues teniendo tanto miedo? -dijo Lalita. La shapra sonrió, sin responder.
– Lo traje aunque ella no quería, patrona -dijo Pantacha-. Le cantó, le bailó, le escupió tabaco en la nariz y ella no abría los ojos. Temblaba más de miedo que de fiebres. Creo que se curó con el susto.
Retumbó el trueno, comenzó a llover y Lalita se guareció bajo la techumbre. Pantacha siguió en la baranda, recibiendo el agua en las piernas. Minutos después cesó la lluvia y el claro se llenó de vapor. La cabaña del práctico ya no tenía luz, patrona, ya se dormiría, y ése fue sólo un anuncio, el aguacero de veras les caería a los huambisas en plena fiesta. El Aquilino se habría asustado con los truenos, seguro, y Lalita saltó de la escalerilla, iba a verlo, cruzó el claro y entró a la cabaña. Fushía tenía las piernas sumergidas en las vasijas y la piel de sus muslos era, como la greda del recipiente, sonrosada y escamosa. Manoteaba el mosquitero sin dejar de mirarla, Fushía, ¿por qué tenía vergüenza?, y lo arrancó y se cubrió, y ahora gruñía, ¿qué tenía de malo que lo viera?, y doblado en 46s trataba de alcanzar la bota, Fushía, si a ella no le importaba, y al fin la atrapó y se la arrojó, sin apuntar: pasó junto a Lalita, chocó contra el camastro y el niño no lloró. Lalita volvió a salir de la cabaña. Caía una lluvia fina, ahora.
– ¿Y a los que se mueren, viejo? -dijo Fushía-. ¿Los entierran ahí mismo?
– Seguro que ahí mismo -dijo Aquilino-. No los van a echar al Amazonas, no sería de cristianos.
– ¿Siempre vas a estar de un lado a otro por los ríos, Aquilino? -dijo Fushía-. ¿No has pensado que un día te puedes morir en la lancha?
– Quisiera morirme en mi pueblo -dijo Aquilino-. Ya no tengo a nadie en Moyobamba, ni familia ni amigos. Pero me gustaría que me enterraran en el cementerio de allá, no sé por qué.
– A mí me gustaría también volver a Campo Grande -dijo Fushía-. Averiguar qué fue de mis parientes, de mis amigos de muchacho. Alguien se debe acordar de mí todavía.
– A veces me arrepiento de no tener socio -dijo Aquilino-. Muchos me han ofrecido trabajar conmigo, poner un capitalito para una lancha nueva. A todos les tienta pasarse la vida viajando.
– ¿Y por qué no has aceptado? -dijo Fushía-. Ahora que estás viejo tendrías compañía.
– Yo conozco a los cristianos -dijo Aquilino-. Me hubiera llevado bien con el socio mientras le enseñaba el negocio y le presentaba a la clientela. Entonces el otro hubiera pensado para qué seguir dividiendo lo que da tan poca plata. Y como yo soy viejo, hubiera sido el sacrificado.
– Me pesa que no siguiéramos juntos, Aquilino -dijo Fushía-. Todo el viaje he pensado en eso.
– No era negocio para ti -dijo Aquilino-. Tú eras muy ambicioso, no te contentabas con las miserias que se ganan con esto.
– Ya ves para qué me ha servido la ambición -dijo Fushía-. Para acabar mil veces peor que tú, que nunca tuviste ambiciones.
– No te ayudó Dios, Fushía -dijo Aquilino-. Todas las cosas que pasan dependen de eso.
– ¿Y por qué no me ayudó a mí y a otros sí? -dijo Fushía-. ¿Por qué me fregó a mí y ayudó a Reátegui por ejemplo?
– Pregúntaselo cuando te mueras -dijo Aquilino-. Cómo quieres que yo sepa, Fushía.
– Vamos un momento, antes que caiga el aguacero, patrón -dijo Pantacha.
– Bueno, pero sólo un momento -dijo Fushía-. Para que no se resientan esos perros. ¿Nieves no viene?
– Estuvo pescando en el Santiago -dijo Pantacha-. Ya se durmió, patrón. Hace rato que apagó el mechero.
Se alejaron de las cabañas hacia los resplandores rojizos del poblado huambisa y Lalita esperó, sentada junto a los horcones de la cabaña que goteaba. El práctico apareció poco después, con pantalón y camisa: ya todo estaba listo. Pero Lalita ya no quería, mañana, ahora iba a caer tormenta.
– Mañana no, ahora mismo -dijo Adrián Nieves-. El patrón y Pantacha se quedarán festejando y los huambisas ya andan borrachos. Jum está en el caño, esperándonos, nos llevará hasta el Santiago.
– No he de dejar al Aquilino aquí -dijo Lalita-. No quiero abandonar a mi hijo.
– Nadie ha dicho que se va a quedar -dijo Nieves-. Yo también quiero que nos lo llevemos.
Entró a la cabaña, salió con un bulto en los brazos y, sin decir nada a Lalita, echó a caminar hacia la pileta de las charapas. Ella lo siguió, lloriqueando, pero, luego, en el barranco se calmó y se prendió del brazo del práctico.
Nieves esperó que ella subiera primero a la canoa, le alcanzó al niño y, poco después, la embarcación rasgaba suavemente la superficie oscura de la cocha. Detrás de la empalizada sombría de las lupunas, asomaba tenuemente la luz de las fogatas y se oían cantos.
– ¿Adónde estamos yendo? -dijo Lalita-. No me dices nada, todo lo haces solo. Ya no quiero irme contigo, quiero volver.
– Cállate -dijo el práctico-. No hables hasta que salgamos de la cocha.
– Ya está amaneciendo -dijo Aquilino-. No hemos pegado los ojos, Fushía.
– Es la última noche que estamos juntos -dijo Fushía-. Siento fuego aquí dentro, Aquilino.
– A mí también me da pena -dijo Aquilino-. Pero no podemos quedarnos aquí más tiempo, hay que seguir. ¿No tienes hambre?
– Una playita, viejo -dijo Fushía-. Por nuestra amistad, Aquilino. No a San Pablo, déjame donde sea. No quiero morirme ahí, viejo.
– Ten más carácter, Fushía -dijo Aquilino-. Fíjate, estuve calculando. Treinta días justos que salimos de la isla.
Las cosas son como son, la realidad y los deseos se confunden y si no por qué hubiera venido esa mañana. ¿Reconocía tu voz, tu olor? Háblale y mira cómo en su rostro se levanta algo risueño y ansioso, retén su mano unos segundos y descubre bajo su piel ese discreto temor, la delicada alarma de su sangre, mira cómo se fruncen sus labios, cómo se agitan sus párpados. ¿Quería saber? Por qué aprietas así mi brazo, por qué juegas con mis pelos, por qué tu mano en mi cintura y, cuando hablas, tu cara tan cerca de la mía. Explícale: para que no me confundas con los demás, porque quiero que me reconozcas, Toñita, y ese vientecito y esos ruidos de mi boca son las cosas que te estoy diciendo. Pero sé prudente, alerta, cuidado con la gente y ahora, no hay nadie, coge su mano, suéltala de una vez, tú te has asustado Toñita, ¿por qué te has quedado temblando?, pídele que te perdone. Y ahí, de nuevo, el sol que dora sus pestañas y ella, seguramente pensando, dudando, imaginando, tú no es nada malo Toñita, no me tengas miedo, y ella oscuramente esforzándose, inventado, por qué, cómo, y ahí los otros, jacinto limpia las mesas, Chápiro habla del algodón, de los gallos y de las cholas que tumba, unas mujeres ofrecen natillas y ella afanosa, angustiosamente escarbando en las tinieblas mudas, por qué, cómo. Tú soy loco, es imposible, la hago sufrir, ten vergüenza, salta al caballo, otra vez el arenal, el salón, la torre. Cierra las cortinas, que suba la Mariposa, que se desnude sin abrir la boca, ven, no te muevas, eres una niña, bésala, la quieres, sus manos son flores, ella qué cosas lindas, patrón, ¿de veras que le gusto tanto? Que se vista, que vuelva al salón, por qué hablaste, Mariposa, ella usted anda enamorado y quiere que yo la reemplace, tú anda vete, ninguna habitanta volverá a la torre. Y de nuevo la soledad, el arpa, el cañazo, emborráchate, tiéndete en la cama y hurga tú también, cava en la oscuridad, ¿tiene derecho a que la quieran?, ¿tengo derecho a quererla?, ¿me importaría si fuera pecado? La noche es lenta, desvelada, hueca sin su presencia que mata las dudas. Abajo ríen, brindan y bromean, entre guitarras bulliciosas se insinúa el delgado silbo de una flauta, se enardecen, bailan. Fue pecado, Anselmo, vas a morir, arrepiéntete, tú: no fue, padre, no me arrepiento de nada salvo de que ella muriera. Y él fue a la mala, por la fuerza, tú no fue a la mala, nos entendíamos sin que me viera, nos queríamos sin que me hablara, las cosas eran lo que eran. Dios es grande, Toñita, ¿no es cierto que me reconoces? Haz la prueba, aprieta su mano, cuenta hasta seis, ¿ella aprieta?, hasta diez, ¿ves que no suelta tu mano?, hasta quince y ahí sigue en la tuya, confiada y suave. Y, mientras tanto, ya no cae la arena, un viento fresco sube desde el río, ven a La Estrella del Norte, Toñita, tomaremos algo y ¿qué brazo buscaba su mano?, ¿en quién se apoyaba para atravesar la plaza?, tú el mío y no el de don Eusebio, en mí y no en Chápiro, ¿entonces te quiere? Siente lo que sentías: la carne adolescente y tostada, el vello lacio de su brazo y, debajo de la mesa, su rodilla junto a tu rodilla, ¿rico el jugo de lúcuma, Toñita?, y su rodilla siempre, y entonces disimula y goza, así que van bien los negocios don Eusebio, así que la tienda que abrió en Sullana es la más próspera, así que Arrese se nos muere doctor Zevallos, qué desgracia para Piura, era el hombre más leído, y ahí, dichosamente el calorcito entre las venas y los músculos, una llamita en el corazón, otra en las sienes, dos minúsculos cráteres supurando bajo las muñecas. No sólo la rodilla ahora, el pie también, se verá breve e indefenso junto a la gruesa bota, y el tobillo, y el muslo esbelto paralelo al tuyo, tú Dios es grande pero tal vez no se da cuenta, ¿será casualidad? Haz otra prueba, empuja, ¿se retira?, ¿se mantiene pegada a ti?, ¿ella también empuja?, tú ¿no estás jugando, muchachita?, ¿qué sientes por mí? Ahí, de nuevo, el ambicioso deseo: estar solos alguna vez, no aquí sino en la torre, no de día sino de noche, no vestidos sino desnudos, Toñita, no te separes, sigue tocándome. Y ahí, la sofocante mañana de verano, los lustrabotas, los mendigos, las vendedoras, la gente que sale de misa, La Estrella del Norte con sus hombres y sus diálogos, el algodón, las crecientes, la pachamanca del domingo y, de pronto, siente su mano que busca, que encuentra y atrapa la tuya, atención, cuidado, no la mires, no te muevas, sonríe, el algodón, las apuestas, las cacerías, la carne dura de los venados y las plagas traicioneras y, entretanto, oye su mano en la tuya, su misterioso mensaje, descifra esa voz de secretas presiones y leves pellizcos, y todo el tiempo Toñita, Toñita, Toñita. Ahora basta de dudas, mañana más temprano todavía, escóndete en la catedral y espía, escucha el minúsculo canto de la arena en las copas de los tamarindos, espera tenso, los ojos fijos en la esquina medio oculta por la glorieta y los árboles. Y ahí, de nuevo, el tiempo detenido bajo la bóveda y los arcos, las severas baldosas, las bancas despobladas, y la implacable voluntad y una fría secreción en la espalda, el brusco vacío en el estómago: el piajeno, la gallinaza, las canastas, una silueta que avanza flotando. Que no llegue nadie, que se vaya pronto, que no salga el cura y ahora, rápido, corriendo, la luz exterior, el atrio, las anchas gradas, la pista, el cuadrilátero sombreado. Abre los brazos, recíbela, mira cómo su cabeza se reclina en tu hombro, acaricia sus cabellos, límpialos de arena rubia y a la vez, cuidado, La Estrella del Norte se abrirá y aparecerá jacinto bostezando, vendrán los vecinos y los forasteros, adelántate. Nada de engaños, bésala y, mientras su rostro se acalora, no te asustes, eres bonita, yo te quiero, no vayas a llorar, siente tu boca en su mejilla y fíjate, su arrebato va pasando, su postura es otra vez dócil y así, como la superficie que cede bajo tus labios es de fragante la lluvia en el verano caluroso, así cuando el arcoiris ilumina el cielo. Y entonces róbatela: no podemos seguir así, vente conmigo, Toñita, la cuidarás, la engreirás, será feliz contigo, un tiempito y se irán lejos de Piura, vivirán a plena luz. Corre con ella, los aleros gotean arena todavía, las gentes duermen o se desperezan en sus camas, pero mira, observa el rededor, dale la mano, súbela al caballo. No la pongas nerviosa, háblale despacio: agárrate de mi cintura, fuerte, sólo un momentito. Y, de nuevo, el sol que se instala sobre la ciudad, la atmósfera templada, las calles desiertas, la furiosa urgencia y, de repente, mira cómo se prende, estruja tu camisa, cómo su cuerpo se adhiere al tuyo, mira esa llamarada en su rostro: ¿comprende?, ¿apúrate?, ¿que no nos vean?, ¿vámonos?, ¿quiero irme contigo?, tú Toñita, Toñita, ¿te das cuenta adónde vamos, para qué vamos, qué somos? Cruza el Viejo Puente y no entres a Castilla la madrugadora, sigue rápidamente los algarrobos de la orilla y ahora sí, el arenal, taconea con odio, que brinque, que galope, que sus cascos maltraten la lisa espalda del desierto y se alce una polvareda protectora. Ahí, los relinchos, la fatiga del animal, en tu cintura su brazo y a ratos el sabor de sus cabellos que el aire incrusta en tu boca. Taconea siempre, ya llegan, usa el látigo y, de nuevo, aspira el olor de esa mañana, el polvo y la loca excitación de esa mañana. Entra sin hacer ruido, cárgala, sube la angosta escalera de la torre, siente sus brazos en tu cuello como un collar vivo y ahí los ronquidos, la zozobra que separa sus labios, el destello de sus dientes, tú nadie nos ve, gente que duerme, cálmate Toñita. Dile sus nombres: la Luciérnaga, la Ranita, la Flor, la Mariposa. Más todavía: están rendidas, han bebido y hecho el amor y no nos sienten ni dirán nada, tú les explicarás, ellas comprenden las cosas. Pero sigue, cómo les dicen, habitantas. Cuéntale de la torre y del espectáculo, píntale el río, los algodonales, el pardo perfil de las distantes montañas y el relumbre de los techos de Piura al mediodía, las casas blancas de Castilla, la inmensidad del arenal y del cielo. Tú yo miraré para ti, le prestarás tus ojos, todo lo que tengo es tuyo, Toiiita. Que imagine cuando entra el río: esas serpientes delgaditas que un día de diciembre llegan reptando por el cauce, y cómo se juntan y crecen, y su color, tú verde marrón, y va engordando y estirándose. Que oiga el repique de las campanas y adivine la gente que sale a recibirlo, los churres que revientan cuetes, las mujeres que rocían mistura y serpentinas, y las faldas granates del obispo que bendice' las aguas viajeras. Cuéntale cómo se arrodillan en el Malecón y descríbele la feria -los quioscos, los toldos, los helados, los pregones-, nómbrale a los dichosos principales que se avientan con sus caballos a la corriente y disparan al aire y también a los gallinazos y mangaches que se bañan en calzoncillos, y a los valientes que se zambullen desde el Viejo Puente. Y dile cómo el río es río ahora, y cómo día y noche pasa hacia Catacaos, espeso y sucio. También quién es Angélica Mercedes, que será su amiga, y los platos que le hará, tú los que más te guste, Toñita, picantes, chupes, secos y piqueos, y hasta clarito, pero no quiero que te emborraches. Y no olvides el arpa, tú cada noche una serenata para ti solita. Háblale al oído, siéntala en tus rodillas, no la fuerces, ten paciencia, acaríciala apenas o mejor respírala sin tocarla, sin prisa, suavemente espera que busque tus labios. Y háblale siempre, al oído, con ternura, el peso de su cuerpo es leve y de su piel mana un perfume tibio, toca los vellos de sus brazos como las cuerdas del arpa. Háblale, murmúrale, descálzala con delicadeza, besa sus pies y ahí, de nuevo, claros y morosos, sus talones, la curva de su empeine, sus pequeños dedos ligeros en tu boca, su risa fresca en la penumbra. Ríe también, ¿te hago cosquillas?, bésala todo el tiempo, ahí sus tobillos tan delgados y sus rodillas duras y redondas. Tiéndela entonces con cuidado, acomódala, y muy lentamente, muy dulcemente, abre su blusa y tócala, ¿su cuerpo se endurece?, suéltala, tócala de nuevo, y háblale, la quieres, la mimarás como a una churre, vivirás para ella, no la estrujes, no la muerdas, cíñela apenas, guía su mano hasta su falda, que ella misma la desabotone. Tú yo te ayudo, Toñita, yo te la saco, muchachita y tiéndete a su lado. Dile qué sientes, qué son sus senos, tú dos conejitos, bésalos, los quieres, los veías en sueños, en las noches entraban a la torre blancos y brincando, ibas a cogerlos y ellos escapaban, tú pero son más dulces y más vivos y ahí, la discreta penumbra, el aleteo de las cortinas, las borrosas siluetas de los objetos, y la tersura y el resplandor inmóvil de su cuerpo. Una y otra vez alísalo y dile tus rodillas son, y tus caderas son, y tus hombros son, y lo que sientes, y que la quieres, siempre que la quieres. Tú Toñita, muchachita, churre, y estréchala contra ti, ahora sí busca sus muslos, sepáralos con timidez, sé cuidadoso, sé obediente, no la apremies, bésala y retírate, vuelve a besarla, sosiégala y, mientras, siente cómo tu mano se humedece y su cuerpo se abandona y despliega, la perezosa modorra que la invade y cómo se activa su aliento y sus brazos te llaman, siente cómo la torre comienza a andar, a abrasarse, a desaparecer entre dunas calientes. Dile eres mi mujer, no llores, no te abraces a mí como si fueras a morir, dile empiezas a vivir y ahora distráela, juega con ella, seca sus mejillas, cántale, arrúllala, dile que duerma, tú seré tu almohada, Toñita, velaré tu sueño.
– Se lo llevaron a Lima esta mañana -gimió Bonifacia-. Dicen que por muchos años.
¿Y? ¿La cárcel de Piura no era peor que chiquero?, Josefino dio unos pasos por la habitación, la gente vivía en la mugre, se apoyó en el alféizar de la ventana, los mataban de hambre, a la floja luz de un farol el Colegio San Miguel, la iglesia y los algarrobos de la plaza Merino se veían como en sueños, y a los insolentes les daban caca en vez de comida, y Lituma era insolente, y ay de ellos si no se la tragaban: mejor que lo hubieran mandado a Lima.
– Ni siquiera me dejaron despedirlo -gimió Bonifacia-. Por qué no me avisaron que se lo iban a llevar.
¿Las despedidas no eran tristes? Josefino se acercó al sofá donde ella acababa de sentarse, los pies de Bonifacia se descalzaron con ira, su cuerpo sufría bruscas sacudidas. Era preferible así, también para Lituma que se hubiera entristecido, y ella de dónde iba a sacar la plata, el pasaje era carísimo, en la Empresa Roggero se lo habían dicho. Josefino le pasó el brazo por los hombros. ¿Qué iba a hacer la pobre en Lima? Se quedaría aquí, en Piura, y él la cuidaría, y él haría que se olvidara de todo.
– Es mi marido, tengo que irme -gimió Bonifacia-. Aunque sea iré a visitarlo todos los días, le llevaré de comer.
Pero en Lima era distinto, qué tonta, les daban buena comida y los trataban bien. Josefino cerró su brazo en torno a Bonifacia, ella resistió un momento, cedió y por último, ya se estaba calentando, ¿el cachaco no era un bruto?, y ella mentira, ¿no le daba mala vida?, y ella no es cierto, pero se dejó ir contra él y de nuevo comenzó a llorar. Josefino le acarició los cabellos. Y, además, qué tanto, era una suerte, al pan pan y al vino vino, Selvática: se habían librado de él.
– Yo soy mala pero tú más que yo -lloriqueó Bonifacia-. Los dos nos vamos a condenar, y por qué me dices Selvática si sabes que no me gusta, ¿ves, ves cómo eres malo?
Josefino la apartó con suavidad, se puso de pie y eso era el colmo, ¿no se habría muerto de hambre sin él?, ¿no viviría como pordiosera? Registró en sus bolsillos apoyado en la ventana, como en sueños, y encima venía y lloraba al cachaco en su delante, sacó un cigarrillo y lo encendió: un hombre tenía su orgullo, qué diablos.
– Me estás tuteando -dijo, de pronto, volviéndose hacia Bonifacia-. Antes sólo en la cama y después siempre de usted. Qué rara eres, Selvática.
Volvió a su lado y ella inició un movimiento de repliegue, pero se dejó abrazar y Josefino rió. ¿Tenía vergüenza? ¿Cosas que le metieron en la tutuma las monjitas de su pueblo? ¿Por qué sólo en la cama de tú?
– Yo sé que es pecado y, a pesar, sigo contigo -sollozó Bonifacia-. Tú no te das cuenta, pero Dios me va a castigar, y a ti, y todo por tu culpa.
Qué hipócrita era, en eso sí se parecía a las piuranas, a toditas las mujeres, qué hipócrita era, cholita, ¿sabía o no que iba a ser su mujer esa noche que la trajo?, y ella no sabía, haciendo pucheros, no hubiera venido, no tenía adónde ir. Josefino escupió el cigarrillo al suelo y Bonifacia estaba acurrucada contra él y Josefino podía hablarle al oído. Pero le había gustado, que fuera sincera, Selvática, que confesara, sólo una vez, despacito, a él solito, chinita, ¿le gustó o no le gustó?, cholita.
– Me gustó porque soy mala -susurró ella-. No me preguntes, es pecado, no hables de eso.
¿Mejor que con el cachaco?, que jurara, nadie la oía, él la quería, ¿cierto que gozaba más?, la besó en el cuello, le mordió la oreja, bajo la falda todo era estrecho, tenso y tibio, ¿cierto que el cachaco nunca la hizo gritar?, y ella con voz ida sí, la primera, de dolor más bien, ¿cierto que él sí la hacía gritar cuando le daba su gana?, y sólo de gusto ¿cierto?, y ella que se callara, Josefino, Dios estaba oyendo, y él te toco y ahí mismo cambias, me gustas porque eres ardiente. La soltó, ella dejó de ronronear y, un momento después, lloraba de nuevo.
– Él te estaba basureando, Selvática -dijo Josefino-; perdías tu tiempo con el cachaco. ¿Por qué le tienes tanta pena?
– Porque es mi marido -dijo Bonifacia-. Tengo que irme a Lima.
Josefino se inclinó, recogió la colilla del suelo, la encendió y unos churres correteaban en la plaza Merino, uno se había trepado a la estatua y las ventanillas de la casa del padre García estaban iluminadas, no debía ser tan tarde, ¿sabía que ayer empeñó su reloj?, se olvidaba de contarle, Selvática, y cierto, cierto, qué cabeza: todo estaba listo con doña Santos, mañana temprano.
– Ahora ya no quiero -dijo Bonifacia-. No quiero, no voy a ir.
Josefino disparó el pucho hacia la plaza Merino, pero no llegó ni siquiera a la avenida Sánchez Cerro, y se retiró de la ventana y ella estaba tiesa, y él qué te pasa, ¿quería matarlo con su mirada?, ya sabía que tenía bonitos ojos, para qué los abría tanto y qué cuento era ése. Bonifacia no lloraba y tenía un aire agresivo, una voz resuelta: no quería, era el hijo de su marido. ¿Y con qué le iba a dar de comer al hijo de su marido? ¿Y qué iba a comer ella hasta que naciera el hijo de su marido? ¿Y qué iba a hacer Josefino con un entenado? Lo peor de lo peor era que la gente nunca pensaba las cosas, qué hacían con la tutuma que Dios les puso sobre el pescuezo, qué mierda hacían.
Trabajaré de sirvienta -dijo Bonifacia-. Y después me iré con él a Lima.
¿De sirvienta, barrigona? Estaba soñando, nadie querría emplearla y, si de casualidad alguien sí, la pondrían a fregar pisos y con tanto esfuerzo el hijo de su marido se le chorrearía o nacería muerto, o fenómeno, que le preguntara a un médico, y ella que se muera solo, pero ella no lo quería matar: era por gusto.
Comenzó a lloriquear de nuevo y Josefino se sentó a su lado y le pasó el brazo por los hombros. Era malagradecida, ingrata con él. ¿La trataba bien, sí o no? ¿Por qué la trajo a su casa?, porque la quería, ¿por qué le daba de comer?, porque la quería y en cambio, y encima, y a pesar de eso, ¿un entenado para que la gente se riera de él? Miéchica, un hombre no era un payaso. Y, además, ¿cuánto iba a cobrar la Santos? Un montón, una burrada de plata y, en lugar de agradecer, lloraba. ¿Por qué era así con él, Selvática? Parecía que no lo quería, y él a ella tanto, cholita, y le pellizcaba el cuello y le soplaba detrás de la oreja y ella gemía, su pueblo, las madrecitas, quería volverse, más que fuera tierra de chunchos, más que no hubiera edificios ni autos, Josefino, Josefino, volverse a Santa María de Nieva.
– Necesitas más plata para irte a tu pueblo que para hacerte una casa, cholita -dijo Josefino-. Hablas y hablas sin saber lo que estás diciendo. No hay que ser así, amor.
Sacó su pañuelo y le limpió los ojos y se los besó e hizo que medio cuerpo de ella se ladeara y la abrazó con pasión, él se preocupaba por ella, ¿por qué?, todo lo hacía pensando en su bien, ¿por qué, maldita sea, por qué?: porque la quería. Bonifacia suspiraba, el pañuelo sobre su boca: ¿cómo iba a ser por su bien que quisiera matar al hijo de su marido?
– Eso no es matarlo, sonsa, ¿acaso ya nació? -dijo Josefino-. Y por qué hablas tanto de tu marido si ya no es tu marido.
Sí era, se casaron por la iglesia y para Dios era el único que valía, y Josefino, qué manía, ¿por qué meter a Dios en todo?, Selvática, y ella ¿ves, ves?, y él cholita, sonsa, que le diera un beso, y ella no, y él qué le haría si no la quisiera tanto, meciéndola, buscándole las axilas, impidiéndole levantarse, sonsa, terquita, su Selvatiquita, ¿ves, ves?, y entre un hipo y un sollozo reía, y, por momentos, su boca se quedaba quieta y él alcanzaba a besarla. ¿Lo quería?, una vez, sólo una vez, sonsa, y ella no te quiero, y él pero yo mucho, Selvática, sólo que cómo te engríes y abusas por eso, y ella me dices pero no me quieres, y él que tocara su corazón y viera cómo latía por ella, y, además, si lo quisiera le daría gusto en todo, y bajo la falda todo era angosto, tibio, resbaloso, igual que debajo de la blusa, y también en la espalda, tibio, sediento y espeso, y la voz de Josefino comenzaba a vacilar y a ser, como la de ella, muy baja, no iría donde la Santos aunque lo quisiera, y contenida, más que la matara no iría, y perezosa, pero a él sí lo quería, y desigual y cálida.
– Pones una cara -dijo el sargento-, parece que te sacaran de aquí a la fuerza. ¿Por qué no estás contenta?
– Sí estoy -dijo Bonifacia-. Sólo que siento un poco de pena por las madrecitas.
– No pongas esa maleta tan al canto, Pintado -dijo el sargento-. Y las cajas están mal sujetas, se irán al agua al primer encontrón.
– Acuérdese de nosotros cuando esté en el paraíso, mi sargento -dijo el Chiquito-. Escríbanos, cuéntenos cómo es la vida en la ciudad. Si todavía existen las ciudades.
– Piura es la ciudad más alegre del Perú, señora -dijo el teniente-. Le va a gustar mucho.
– Así será, señor -dijo Bonifacia-. Si es tan alegre, me ha de gustar.
El práctico Pintado había ya instalado todo el equipaje en la lancha y ahora examinaba el motor, arrodillado entre dos latas de gasolina. Corría una brisa suave y las aguas del Nieva, color uva, avanzaban hacia el Marañón alborotadas de olitas, tumbos y breves remolinos. El sargento iba y venía por la lancha, diligente, risueño, verificando los bultos, las amarras y Bonifacia parecía interesada en ese trajín pero, a veces, sus ojos se apartaban de la embarcación y espiaban las colinas: bajo el cielo limpio la misión resplandecía ya entre los árboles, sus calaminas y sus muros reverberaban mansamente en la luz clara de la madrugada. El sendero pedregoso, en cambio, aparecía disimulado por hilachas de bruma que flotaban casi a ras de tierra, indemnes: el bosque desviaba la brisa que las hubiera disgregado.
– ¿No es cierto que nos pica el cuerpo por llegar a Piura, chinita? -dijo el sargento.
– Es la verdad -dijo Bonifacia-. Queremos llegar lo más pronto.
– Debe ser lejísimos -dijo Lalita-. Y la vida será tan distinta a la de aquí.
– Dicen que cien veces más grande que Santa María de Nieva -dijo Bonifacia-, con casas como se ven en las revistas de las madres. Hay pocos árboles, dicen, y arena, mucha arena.
– Me da pena que te vayas, pero por ti me alegro -dijo Lalita-. ¿Ya saben las madres?
– Me han dado muchos consejos -dijo Bonifacia-. La madre Angélica ha llorado. Qué viejita se ha puesto, ya no oye lo que se le dice, tuve que gritarle. Apenas camina, Lalita, tiene los ojos como bailando todo el tiempo. Me llevó a la capilla y rezamos juntas. Ya nunca más la veré, seguro.
– Es una vieja mala, perversa -dijo Lalita-. No barriste eso, no lavaste las ollas, y me asusta con el infierno, cada mañana ¿te has arrepentido de tus pecados? Y también me dice cosas terribles de Adrián, que es un bandido, que engañaba a todos.
– Tiene mal genio porque está viejita -dijo Bonifacia-. Se dará cuenta que se va a morir pronto. Pero conmigo es buena. Me quiere y yo también la quiero.
– Algarrobos, burros y tonderos -dijo el teniente-. Y conocerá el mar, señora, no está lejos de Piura. Eso es mejor que bañarse en el río.
– Y, además, dicen que ahí están las mujeres más lindas del Perú, señora -dijo el Pesado.
– Ah, Pesado -dijo el Rubio-. ¿Y qué le importa a la señora que haya mujeres lindas en Piura?
– Le digo para que se cuide de las piuranas -dijo el Pesado-. No vayan a dejarla sin marido.
– Ella sabe que soy serio -dijo el sargento-. Sólo sueño con ver a mis amigos, a mis primos. Para mujeres, con la mía me basta y sobra.
– Ah, cholo cínico -rió el teniente-. Cuídelo mucho, señora, y si se le suelta déle palo.
– Si es posible, me empaqueta una piurana y me la manda, mi sargento -dijo el Pesado.
Bonifacia sonreía a unos y a otros pero, al mismo tiempo, se mordía los labios y, a intervalos regulares, una expresión distinta volvía a su rostro y lo abatía, unos segundos empañaba su mirada y agitaba su boca con un leve temblor, y luego desaparecía y sus ojos sonreían de nuevo. El pueblo despertaba ya, había cristianos reunidos en la tienda de Paredes, la vieja sirvienta de don Fabio barría la terraza de la Gobernación y, bajo las capironas, pasaban aguarunas jóvenes y viejos en dirección al río, con pértigas y arpones. El sol encendía los techos de yarina.
– Sería bueno partir de una vez, sargento -dijo Pintado-. Mejor pasar el pongo ahora, después habrá más viento.
– Óyeme primero y después dices no -dijo Bonifacia-. Al menos, deja que te explique.
– Mejor nunca hagas planes -dijo Lalita-. Después, si no salen es peor. Piensa sólo en lo que está pasando en el momento, Bonifacia.
– Ya le he dicho y él está de acuerdo -dijo Bonifacia-. Me dará un sol cada semana, y yo haré trabajos para la gente, ¿no ves que las madres me enseñaron a coser? ¿Pero no se la robarán? Tiene que pasar por tantas manos, a lo mejor no te llega.
– No quiero que me mandes -dijo Lalita-. Para qué necesito plata.
– Pero ya se me ocurrió la manera -dijo Bonifacia, tocándose la cabeza-. Se la mandaré a las madres, ¿quién se va a atrever a robarles a ellas? Y las madres te la darán a ti.
– A pesar de las ganas que uno tiene de irse, siempre da un poco de tristeza -dijo el sargento-. A mí me ha dado ahorita, muchachos, por primera vez. Uno se encariña con los lugares, aunque valgan poca cosa.
La brisa se había transformado en viento y las copas de los árboles más altos inclinaban sus plumeros, los mecían sobre los árboles pequeños. Allá arriba, la puerta de la residencia se abrió, la silueta oscura de una madre salió apresurada y, mientras cruzaba el patio en dirección a la capilla, el viento hinchaba su hábito, lo encrespaba como una ola. Los Paredes habían salido a la puerta de su cabaña y, acodados en la baranda, miraban el embarcadero, hacían adiós.
– Es humano, mi sargento -dijo el Oscuro-. Tanto tiempo aquí, y, además, casado con una de aquí. Se comprende que le dé un poco de pena. A usted le dará más, señora.
– Gracias por todo, mi teniente -dijo el sargento-. Si puedo servirle de algo en Piura, ya sabe, estoy a sus órdenes para cualquier cosa. ¿Cuándo estará usted en Lima?
– Dentro de un mes, más o menos -dijo el teniente-. Tengo que ir a Iquitos antes, a liquidar este asunto. Que te vaya bien en tu tierra, cholo, de repente te caigo por ahí un día de ésos.
– Guárdate mejor la plata para cuando tengas hijos -dijo Lalita-. Adrián decía al otro mes comenzamos, y en seis meses habrá para un motor nuevo. Y nunca ahorramos ni un centavo. Pero él no gastaba casi nada, todo era para la comida y los hijos.
– Y entonces podrás ir a Iquitos -dijo Bonifacia-. Haz que las madres te guarden la plata que voy a mandarte, hasta que haya bastante para el pasaje. Entonces irás a verlo.
– Paredes me ha dicho que no volveré a verlo -dijo Lalita-. También que me moriré aquí, de sirvienta de las madres. No me mandes nada. Te hará falta allá, en la ciudad se necesita mucha plata.
¿Le permitía, cholo? El sargento asintió, y el teniente abrazó a Bonifacia que pestañeaba mucho y movía la cabeza como aturdida, pero sus labios y sus ojos, aunque húmedos, sonreían aún, tenazmente, señora: ahora les tocaba a ellos. Primero la abrazó el Pesado y el Oscuro, caramba, cuánto se demoraba y él, mi sargento, no piense mal, era un abrazo de amigo, el Rubio, el Chiquito. El práctico Pintado había soltado las amarras y mantenía la lancha junto al embarcadero, curvado sobre la pértiga. El sargento y Bonifacia subieron, se instalaron entre los bultos, Pintado levantó la pértiga y la corriente se apoderó de la embarcación, comenzó a columpiarla, a llevársela sin apuro hacia el Marañón.
– Tienes que ir a verlo -dijo Bonifacia-. Te mandaré aunque no quieras. Y cuando salga, se irán a Piura, yo los ayudaré como ustedes me han ayudado. Allá nadie lo conoce a don Adrián y podrá trabajar en lo que sea.
– Ya cambiarás de cara cuando veas Pinta, chinita -dijo el sargento.
Bonifacia tenía una mano fuera de la lancha, sus dedos tocaban el agua turbia y abrían rectos, efímeros canales que desaparecían en la espumosa confusión que iba sembrando la hélice. A veces, bajo la opaca superficie del río se divisaba un pez breve y veloz. Sobre ellos, el cielo aparecía despejado pero, a lo lejos, en dirección a la cordillera, flotaban nubes gordas que el sol hendía como una cuchilla.
– ¿Estás triste sólo por las madres? -dijo el sargento.
– También por Lalita dijo Bonifacia-. Y pienso todo el tiempo en la madre Angélica. Anoche se me prendió, no quería soltarme y no le salían las palabras de la pena.
– Las monjitas se han portado bien -dijo el sargento-. Cuántos regalos te han hecho.
– ¿Alguna vez volveremos? -dijo Bonifacia-. ¿Siquiera una vez, de paseo?
– Quién sabe -dijo el sargento-. Pero está un poco lejos para venir de paseo hasta aquí.
– No llores -dijo Bonifacia-. Te voy a escribir y te voy a contar todo lo que haga.
– Desde que salí de Iquitos no he tenido amigas -dijo Lalita-. Desde que era chica. Allá en la isla, las achuales, las huambisas casi no hablaban cristiano y no nos entendíamos sino en ciertas cosas. Tú has sido mi mejor amiga.
– Y tú también la mía -dijo Bonifacia-. Más que amiga, Lalita. Tú y la madre Angélica son lo que más quiero aquí. Anda, no llores.
– Por qué no volvías, Aquilino -dijo Fushía-. Por qué no volvías, viejo.
– No pude venir más rápido, hombre, cálmate -dijo Aquilino-. El tipo me comía a preguntas, y decía las monjas y que el doctor y no podía convencerlo. Pero lo convencí, Fushía, ya está arreglado.
– ¿Las monjas? -dijo Fushía-. ¿También viven monjas ahí?
– Son como enfermeras, cuidan a la gente -dijo Aquilino.
– Llévame a otra parte, Aquilino -dijo Fushía-, no me dejes en San Pablo, no quiero morirme ahí.
– El tipo se quedó con toda la plata, pero me ha prometido un montón de cosas -dijo Aquilino-. Te conseguirá papeles, arreglará todo para que nadie sepa quién eres.
– ¿Le diste todo lo que junté estos años? -dijo Fushía-. ¿Para eso tantos sacrificios, tanta lucha? ¿Para que un tipo cualquiera se quede con todo?
– Tuve que ir subiendo a poquitos -dijo Aquilino-. Primero quinientos y nones, después mil y nones, ni quería discutir, decía la cárcel es más cara. También me prometió que te dará mejor comida, mejores remedios. Qué vamos a hacer, Fushía, hubiera sido peor si no acepta.
Llovía a cántaros y el viejo, calado hasta los huesos, maldiciendo contra el tiempo, sacó la lancha del caño a golpes de tangana. Ya cerca del embarcadero, divisó siluetas desnudas en lo alto del barranco. A gritos, ordenó en huambisa que bajaran a ayudarlo y aquéllas desaparecieron detrás de las lupunas que el viento sacudía, y surgieron, rojizas, dando saltitos, resbalando en el barro de la pendiente. Sujetaron la lancha a unas estacas y, chapoteando bajo los goterones que salpicaban en sus espaldas, llevaron en peso a don Aquilino a tierra. El viejo comenzó a desnudarse mientras trepaba el barranco. Al llegar a la cima se había quitado la camisa y, en el poblado, sin responder a los signos amistosos que le hacían niños y mujeres desde las cabañas, se sacó el pantalón. Así, con sólo su sombrero de paja y corto calzoncillo, cruzó el boscaje hacia el claro de los cristianos, y allí algo simiesco y tambaleante se descolgó de una baranda, Pantacha, lo abrazó, estás soñando, y balbuceó torpemente en su oído, atorado de yerbas y ni siquiera puedes hablar, suéltame. Pantacha tenía los ojos atormentados e hilillos de baba chorreaban de sus labios. Muy agitado, hacía gestos señalando las cabañas. El viejo vio en la terraza a la shapra, hosca, inmóvil, el cuello y los brazos ocultos por sartas de collares y brazaletes, la cara muy pintada.
– Se escaparon, don Aquilino -gruñó por fin Pantacha, revolviendo los ojos-. Y el patrón rabiando, encerrado ahí hace meses, no quiere salir.
– ¿Está en su cabaña? -dijo el viejo-. Suéltame, tengo que hablar con él.
– Quién eres tú para mandarme -dijo Fushía-. Anda de nuevo, que el tipo te devuelva la plata. Llévame al Santiago, prefiero morirme entre gente que conozco.
– Tenemos que esperar hasta la noche -dijo Aquilino-. Cuando todos se duerman, te llevaré hasta la lancha donde hacen bañar a las visitas y ahí te recogerá el tipo. No sigas así, Fushía, ahora trata de dormir un poco. ¿O quieres comer algo?
– Así como me estás tratando tú, me tratarán ahí -dijo Fushía-. Ni me oyes, decides todo y yo tengo que obedecer. Es mi vida, Aquilino, no la tuya, no quiero, no me abandones en este sitio. Un poco de compasión, viejo, regresemos a la isla.
– Ni queriendo podría hacerte caso -dijo Aquilino-. De surcada hasta el Santiago y escondiéndose serían meses de viaje y ya no hay gasolina, ni plata para comprarla. Te he traído hasta acá por amistad, para que mueras entre cristianos, y no como un pagano. Hazme caso, duérmete un poco.
El cuerpo hinchaba apenas las mantas que lo cubrían hasta la barbilla. El mosquitero sólo protegía media hamaca y reinaba un gran desorden en torno: latas desparramadas, cáscaras, calabazas con sobras de masato, restos de comida. Había una extraña pestilencia y muchas moscas. El viejo tocó en el hombro a Fushía, éste roncó y, entonces, el viejo lo remeció con las dos manos. Los párpados de Fushía se separaron, dos brasas sanguinolentas se posaron fatigadamente en el rostro de Aquilino, se apagaron y encendieron varias veces. Fushía se incorporó algo, sobre los codos.
– Me agarró la lluvia en medio del caño -dijo Aquilino-. Estoy empapado.
Hablaba y escurría la camisa y el pantalón, los retorcía con furia; luego, los colgó en la cuerda del mosquitero. Afuera llovía muy fuerte siempre, una luz turbia bajaba hasta las charcas y el fango ceniza del claro, el viento embestía rugiendo contra los árboles. A veces, un zig zag multicolor aclaraba el cielo y, segundos después, venía el trueno.
– La puta esa se fue con Nieves -dijo Fushía, los ojos cerrados-. Se escaparon juntos ese par de perros, Aquilino.
– ¿Y qué te importa que se hayan ido? -dijo Aquilino, secándose el cuerpo con la mano-. Bah, uno está mejor solo que mal acompañado.
– La puta esa no me importa -dijo Fushía-. Pero sí que se haya ido con el práctico. Eso tiene que pagármelo.
Sin abrir los ojos, Fushía volvió el rostro, escupió, hombre, se subió las mantas hasta la boca, mejor miraba dónde escupía, le había pasado raspando.
– ¿Cuántos meses que no has venido? -dijo Fushía-. Hace siglos que te estoy esperando.
– ¿Tienes mucha carga? -dijo Aquilino-. ¿Cuántas bolas de jebe? ¿Cuántas pieles?
– Estuvimos de malas -dijo Fushía-. Sólo encontramos pueblos vacíos. Esta vez no tengo mercadería.
– Si ya no podías salir de viaje, si las piernas no te respondían ya para andar por el monte -dijo Aquilino-. ¡Morir entre conocidos! ¿Crees que los huambisas iban a seguir contigo? En cualquier momento se largaban.
– Yo podía dar órdenes desde la hamaca -dijo Fushía-. Jum y Pantacha los hubieran llevado donde yo mandara.
– No te hagas el tonto -dijo Aquilino-. A Jum lo odian y no lo mataron hasta ahora por ti. Y el Pantacha está zafado con sus cocimientos, apenas podía hablar cuando lo dejamos. Eso se había acabado, hombre, desengáñate.
– ¿Vendiste bien? -dijo Fushía-. ¿Cuánta plata me traes?
– Quinientos soles -dijo Aquilino-. No me tuerzas la cara, lo que llevé no valía más y he tenido que pelear para que me dieran eso. Pero qué ha pasado, es la primera vez que no tienes mercadería.
– La región está quemada -dijo Fushía-. Los perros esos andan prevenidos y se esconden. Iré más lejos, aunque sea a las ciudades me meteré, pero encontraré jebe.
– ¿Lalita te robó toda tu plata? -dijo Aquilino-. ¿Te dejaron algo?
– ¿Qué plata? -Fushía sujetaba las mantas junto a la boca, se había encogido más-. ¿De qué plata hablas?
– De la que te he ido trayendo, Fushía -dijo el viejo-. De las ganancias de tus robos. Ya sé que la tenías guardada. ¿Cuánto te queda? ¿Cinco mil soles? ¿Diez mil?
– Ni tú, ni tu madre ni nadie me va a quitar lo que es mío -dijo Fushía.
– No me des más pena de la que te tengo -dijo Aquilino-. Y no me mires así, tus ojos no me asustan. Más bien contéstame lo que te pregunto.
– ¿Me tendría tanto miedo o con el apuro se olvidaron de robarme la plata? -dijo Fushía-. Lalita sabía dónde la guardaba.
– También puede ser que fuera por pena -dijo Aquilino-. Diría está fregado, se va a quedar solo, al menos le dejaremos la plata para que se consuele un poco.
– Mejor debieron robársela esos perros -dijo Fushía-. Sin plata, el tipo no habría aceptado. Y tú que eres de buen corazón no me hubieras botado en el monte. Me habrías regresado a la isla, viejo.
– Vaya, por fin estás más tranquilo dijo Aquilino-. ¿Sabes qué voy a hacer? Machucar unos plátanos y hervirlos. Ya desde mañana comerás como los cristianos, será tu despedida de la comida pagana.
El viejo se rió, se tumbó en la hamaca vacía y comenzó a mecerse, impulsándose con un pie.
– Si fuera tu enemigo, no estaría aquí -dijo-. Todavía tengo esos quinientos soles, me hubiera quedado con ellos. Yo estaba seguro que esta vez no tendrías carga.
La lluvia barría la terraza, chasqueaba sordamente en el techo, y el aire caliente que venía de afuera levantaba el mosquitero, lo tenía aleteando como una cigüeña blanca.
– No necesitas taparte tanto -dijo Aquilino-. Ya sé que se te cae el pellejo de las piernas, Fushía.
– Te contó lo de los zancudos la puta esa? -murmuró Fushía-. Me rasqué y se me infectaron, pero ya está pasando. Ésos se creen que porque estoy así no iré a buscarlos. Ya veremos quién ríe último, Aquilino.
– No me cambies de tema -dijo Aquilino-. ¿De veras te estás sanando?
– Dame un poquito más, viejo -dijo Fushía-. ¿Queda todavía?
– Tómate el mío, ya no quiero más -dijo Aquilino-. A mí también me gusta. En eso soy como un huambisa, todas las mañanas cuando me despierto me machuco unos plátanos y los hiervo.
– Voy a extrañarla más que a Campo Grande, más que a Iquitos -dijo Fushía-. Me parece que la isla es la única patria que he tenido. Hasta a los huambisas voy a extrañarlos, Aquilino.
– Vas a extrañar a todos, pero no a tu hijo -dijo Aquilino-. Es el único del que no hablas. ¿No te importa nada que se lo llevara Lalita?
– A lo mejor no era mi hijo -dijo Fushía-. A lo mejor la perra esa…
– Calla, calla, ya hace años que te conozco y está difícil que me engañes -dijo Aquilino-. Dime la verdad, ¿se están sanando o están peor que antes?
– No me hables en ese tono -dijo Fushía-. No te permito, mierda.
Su voz, que carecía de convicción, se extinguió en una especie de aullido. Aquilino se levantó de la hamaca, fue hacia él y Fushía se cubrió la cara: era un bultito tímido y amorfo.
– No tengas vergüenza de mí, hombre -susurró el viejo-. Déjame ver.
Fushía no respondió y Aquilino cogió una punta de la manta y la alzó. Fushía no llevaba botas y el viejo estuvo mirando, su mano incrustada como una garra en la manta, la frente roída de arrugas, la boca abierta.
– Lo siento mucho, pero ya es hora, Fushía -dijo Aquilino-. Tenemos que irnos.
– Un ratito más, viejo -gimió Fushía-. Mira, préndeme un cigarro, me lo fumo y me llevas donde el tipo. Sólo diez minutos, Aquilino.
– Pero fúmatelo rápido -dijo el viejo-. El tipo estará esperando ya.
– Mira todo de una vez -gimió Fushía, bajo la manta-. Ni yo me acostumbro, viejo. Mira más arriba.
Las piernas se doblaron y, al estirarse, las mantas cayeron al suelo. Ahora Aquilino podía ver, también, los muslos translúcidos, las ingles, el pubis calvo, el pequeño garfio de carne que había sido el sexo y el vientre: allí la piel estaba intacta. El viejo se inclinó precipitadamente, cogió las mantas, cubrió la hamaca.
– ¿Ves, ves? -sollozó Fushía-. ¿Ves que ya ni soy hombre, Aquilino?
– También me prometió que te dará cigarros cuando quieras -dijo Aquilino-. Ya sabes, te dan ganas de fumar y le pides.
– Me gustaría morirme ahora mismo -dijo Fushía-, sin darme cuenta, de repente. Tú me envolverías en una manta y me colgarías de un árbol, como a un huambisa. Sólo que nadie me lloraría cada mañana. ¿De qué te ríes?
– De lo que te haces el que fumas, para que el cigarro dure más y se pase el tiempo -dijo Aquilino-. Pero si de todos modos vamos a ir, qué te hacen dos minutos más o menos, hombre.
– Cómo voy a viajar hasta allá, Aquilino -dijo Fushía-. Está muy lejos.
– Mejor que te mueras ahí que aquí -dijo el viejo-. Ahí te cuidarán y la enfermedad ya no seguirá subiendo. Yo conozco un tipo, con la plata que tienes te aceptará sin pedir papeles ni nada.
– No llegaremos, viejo, me agarrarán en el río.
– Yo te prometo que llegaremos -dijo Aquilino-. Aunque sea viajando sólo de noche, buscando los caños. Pero hay que partir hoy mismo, sin que nos vea el Pantacha ni los paganos. Nadie tiene que saber, es la única forma de que allá estés seguro.
– La policía, los soldados, viejo -dijo Fushía-. ¿No ves que todos me buscan? No puedo salir de acá. Hay mucha gente que quiere vengarse de mí.
– San Pablo es un sitio donde nunca te irán a buscar -dijo el viejo-. Aunque supieran que estás ahí, no irían. Pero nadie sabrá.
– Viejo, viejo -sollozó Fushía-. Tú eres bueno, te ruego, ¿crees en Dios?, por Dios hazlo, Aquilino, trata de comprenderme.
– Claro que te comprendo, Fushía -dijo el viejo levantándose-. Pero hace rato que oscureció, tengo que llevarte de una vez, el tipo se va a cansar de esperarnos.
Es otra vez de noche, la tierra es blanda, los pies se hunden hasta los tobillos y son siempre los mismos lugares: la ribera, el sendero que se adelgaza entre las chacras, un bosquecillo de algarrobos, el arenal. Tú por aquí, Toñita, nunca por allá, no los vayan a ver desde Castilla. La arena cae sin misericordia, cúbrela con la manta, ponle tu sombrero, que baje su cabecita si no quiere que le arda la cara. Los mismos ruidos: el runrún del viento en los algodonales, música de guitarras, cantos, jaleos y, al alba, los profundos mugidos de las reses. Tú ven, Toñita, sentémonos aquí, descansarán un rato y seguirán paseando. Las mismas imágenes: una cúpula negra, estrellas que parpadean, brillan fijas o se apagan, el desierto de pliegues y dunas azules y, a lo lejos, la construcción erecta, solitaria, sus luces lívidas, sombras que salen, sombras que entran y, a veces, en la madrugada, un jinete, unos peones, un rebaño de cabras, la lancha de Carlos Rojas y, en la otra orilla del río, las puertas grises del camal. Háblale del amanecer, tú ¿me oyes, Toñita?, ¿te dormiste?, cómo se divisan los campanarios, los tejados, los balcones, si lloverá y si hay neblina. Pregúntale si tiene frío, si quiere volver, abrígale las piernas con tu saco, que se apoye en tu hombro. Y ahí, de nuevo, el alboroto intempestivo, el extraño galope de esa noche, el sobresalto de su cuerpo. Incorpórate, mira, ¿quiénes corren?, ¿una apuesta?, ¿Chápiro, don Eusebio, los mellizos Temple? Tú escondámonos, agachémonos, no te muevas, no te asustes, son dos caballos y ahí, en la oscuridad, quién, por qué, cómo. Tú pasaron cerca y en caballos chúcaros, qué tales locos, van hasta el río, ahora regresan, no tengas miedo chiquita, y ahí su rostro girando, interrogando, su ansiedad, el temblor de su boca, sus uñas como clavos y su mano por qué, cómo, y su respiración junto a la tuya. Ahora cálmala, tú yo te explico, Toñita, ya se fueron, iban tan rápido, no les vi las caras y ella tenaz, sedienta, averiguando en la negrura, quién, por qué, cómo. Tú no te pongas así, quiénes serían, qué importa, qué sonsita. Una trampa para distraerla: métete bajo la manta, ocúltate, deja que te tape, ahí vienen, son montones, si nos ven nos matan, siente su agitación, su furia, su terror, que se acerque, que te abrace, que se hunda en ti, tú más, Toñita, pégate más y dile ahora que mentira, no viene nadie, dame un beso, te engañé chiquita. Y hoy no le hables, escúchala a tu lado, su silueta es un barco, el arenal un mar, ella navega, tranquilamente sortea médanos y arbustos, no la interrumpas, no pises la sombra que proyecta. Enciende un cigarrillo y fuma, piensa que eres feliz. Charla con ella y bromea, tú estoy fumando, le enseñarás cuando crezca, las niñas no fuman, se atoraría, ríete, que se ría, ruégale, tú no estés siempre tan seria, Toñita, por lo que más quieras. Y ahí, de nuevo, la incertidumbre, ese ácido que roe la vida, tú ya sé, se aburre tanto, las mismas voces, el encierro, pero espérate, falta poco, viajarán a Lima, una casa para los dos solos, no habrá que esconderse, le comprarás todo, verás, Toñita, verás. Siente otra vez esa emoción amarga, tú nunca te enojas, chiquita, que sea distinta, que se enoje alguna vez, que rompa las cosas, llore a gritos y ahí, ausente, idéntica, la expresión de su rostro, el suave latido de sus sienes, sus párpados caídos, el secreto de sus labios. Ahora sólo recuerdos y un poco de melancolía, tú por eso te miman tanto, cómo se han portado, no dijeron nada, te traen dulces, te visten, te peinan, parecen otras, entre ellas se pelean tanto, qué maldades se hacen, contigo tan buenas y tan serviciales. Diles me la he traído, me la he robado, la quieres, va a vivir contigo, tienen que ayudarte y ahí, de nuevo, su excitación, sus protestas, le juramos, prometemos, responderemos a su confianza, sus cuchicheos, su revoloteo, míralas, conmovidas, curiosas, risueñas, siente su desesperación por subir a la torre, por verla y hablarle. Y otra vez ella y tú te quieren todas, ¿porque eres joven?, ¿porque no hablas?, ¿porque les das pena? Y ahí, esa noche: el río fluye oscuramente y en la ciudad no quedan luces, la luna alumbra apenas el desierto, los sembríos son manchas borrosas y ella está lejos y desamparada. Llámala, pregúntale, Toñita ¿me oyes?, ¿qué sientes?, por qué jala así tu mano, si se ha asustado de la arena que cae tan fuerte. Tú ven Toñita, abrígate, ya pasará, ¿crees que nos va a tapar, que nos va a enterrar vivos?, de qué tiemblas, qué sientes, ¿te falta el aire?, ¿quieres volver?, no respires así. Y no te dabas cuenta, tú soy tan bruto, qué terrible no comprender, chiquita, no saber nunca qué te ocurre, no adivinar. Y ahí, de nuevo, tu corazón como un surtidor y las preguntas, su chisporroteo, cómo piensas que soy, cómo las habitantas, y las caras, y la tierra que pisas, de dónde sale lo que oyes, cómo eres tú, qué significan esas voces, ¿piensas que todos son como tú?, ¿que oímos y no respondemos?, ¿que alguien nos da la comida, nos acuesta y nos ayuda a subir la escalera? Toñita, Toñita, ¿qué sientes por mí?, ¿sabes lo que es el amor?, ¿por qué me besas? Haz un esfuerzo ahora, no le contagies tu angustia, baja la voz y suavemente dile no importa, mis sentimientos son tus sentimientos, quieres sufrir cuando ella sufra. Que olvide esos ruidos, tú nunca más, Toñita, me puse nervioso, cuéntale de la ciudad, de la pobre gallinaza que llora sus penas, del piajeno y las canastas, y lo que dice la gente en La Estrella del Norte, tú todos preguntan, Toñita, te buscan, están de duelo, pobrecita, ¿la habrán matado?, ¿un forastero se la robaría?, lo que inventa, sus mentiras, sus murmuraciones. Pregúntale si se acuerda, ¿le gustaría volver a la plaza?, ¿asolearse junto a la glorieta?, si extraña a la gallinaza, tú ¿quisieras verla de nuevo?, ¿nos la llevamos a Lima? Pero ella no puede o no quiere oír, algo la aísla, la atormenta y ahí, siempre, su mano, su temblor, su espanto, tú qué te pasa, ¿te está doliendo?, ¿quieres que te sobe? Dale gusto, toca donde ella te indica, no apoyes mucho, repasa su vientre, acaricia el mismo sitio, diez veces, cien veces, y entretanto ya sé, te duele, la comida, ¿quieres hacer pis?, ayúdala, ¿caquita?, que se acuclille, que no se preocupe, tú serás un toldo, abre la manta, ataja la lluvia sobre su cabeza, que la arena la deje tranquila. Pero es en vano y ahora sus mejillas están húmedas, ha aumentado la alarma de su cuerpo, la crispación de su rostro y saber que está llorando y no adivinar es terrible, Toñita, qué puedes hacer, qué quiere que hagas. Llévala en tus brazos, corre, bésala, tú ya llegamos, ya está sana, y que no llore, que por Dios no llore. Llama a Angélica Mercedes, que la cure, ella es un cólico, patrón, tú ¿un té caliente?, ¿unas ventosas?, ella no es nada grave, no se asuste, tú ¿yerbaluisa?, ¿manzanilla?, y su mano ahí, palpando, calentando, acariciando el mismo sitio, y qué bruto, qué bruto, no te dabas cuenta. Y ahí, las habitantas, su regocijo, sus cuerpos que atestan la torre, sus olores, cremas, talco y vaselina, sus chillidos y brincos, el patrón no se dio cuenta, qué inocente, qué churre. Míralas amontonadas, fíjate, la rodean, le hacen fiestas y le dicen cosas. Deja que la entretengan y baja al salón, abre una botella, túmbate en un sillón, brinda por ti, siente la turbación confusa, alborozada, cierra los ojos y trata de oírlas: lo menos dos, la Mariposa tres, la Luciérnaga cuatro y vaya si será tonto, ¿por qué creía, patrón, que no sangraba?, ¿cuánto que se le paró, patrón?, así sabremos justito. Siente el alcohol, su mitigada efervescencia que afloja las piernas y el remordimiento, cómo se va la inquietud, y tú nunca le llevé la cuenta. Qué te importaba, qué importa que nazca mañana o dentro de ocho meses, la Toñita engordará y después eso la tendrá contenta. Arrodíllate junto a su cama, tú no era nada, celebremos, lo engreirás, le cambiarás pañales, y si es hembrita que se le parezca. Y que ellas vayan donde don Eusebio, mañana mismo, que le compren lo que haga falta y seguramente los empleados se burlarán, ¿quién va a parir?, ¿y de quién?, y si es machito que se llame Anselmo. Anda a la Gallinacera, busca a los carpinteros, que traigan tablas, clavos y martillos, que construyan un cuartito, invéntales cualquier historia. Toñita, Toñita, ten antojos, vómitos, malhumor, sé como las otras, ¿puedes tocarlo?, ¿ya se mueve? Y una última vez pregúntate si fue mejor o peor, si la vida debe ser así, y lo que habría pasado si ella no, si tú y ella, si fue un sueño o si las cosas son siempre distintas a los sueños, y todavía un esfuerzo final y pregúntate si alguna vez te resignaste, y si es porque ella murió o porque eres viejo que estás tan conforme con la idea de morir tú mismo.
– ¿Vas a esperarlo, Selvática? -dijo la Chunga-. A lo mejor anda con otra mujer.
– ¿Quién es? -dijo el arpista, sus ojos blancos vueltos hacia la escalera-. ¿Sandra?
– No, maestro -dijo el Bolas-. Esa que empezó anteayer.
– Iba a venir a buscarme, señora, pero quizá se olvidó -dijo la Selvática-. Me iré nomás.
– Primero toma desayuno, muchacha -dijo el arpista-. Anda, Chunguita, invítala.
– Sí, claro, tráete una taza -dijo la Chunga-. En la tetera hay leche caliente.
Los músicos desayunaban en una mesa cerca del mostrador, a la luz de la bombilla violeta, la única que permanecía encendida. La Selvática se sentó entre el Bolas y el joven Alejandro: hasta ahora casi no le habían oído la voz, qué calladita era; ¿igual en su pueblo, todas las mujeres? Por las ventanas se divisaba la barriada, a oscuras, y en lo alto tres estrellas débiles ¿las marimachas? No, señora, más bien hablan y hablan, parecían papagayos. El arpista mordisqueaba una rebanada de pan, ¿papagayos?, y ella sí, un animalito que había en su pueblo, y él dejó de masticar, ¿cómo?, muchacha, ¿ella no había nacido en Piura? No, señor, era de muy lejos, de la montaña. No sabía en qué parte nació, pero había vivido siempre en un sitio que se llamaba Santa María de Nieva. Chiquito, señor, sin autos, ni edificios, ni cinemas como en Piura ¿sabía? El arpista siguió masticando, ¿la montaña?, ¿papagayos?, la cabeza alta, sorprendida y, de pronto, se calzó los lentes rápido, muchacha: ya se había olvidado que existía eso. ¿A orillas de qué río estaba Santa María de Nieva?, ¿cerca de Iquitos?, ¿lejos?, la montaña, qué curioso. Idénticas y continuas al salir de la boca del Joven, las argollas de humo crecían, se deformaban, se desvanecían sobre la pista de baile. A él también le hubiera gustado conocer la Amazonía, escuchar la música de los chunchos. No se parecía en nada a la criolla ¿no es cierto? En nada, señor, los de por allá cantaban poco, y sus cantos no eran alegres como la marinera o el vals, más bien tristes, y tan raros. Pero al joven le gustaba la música triste. ¿Y cómo eran las letras de sus canciones? ¿Muy poéticas? ¿Porque ella comprendería su idioma, no? No, ella no hablaba su idioma, y bajó la vista, de los chunchos, tartamudeó, una que otra palabrita apenas, de tanto oírlos ¿se daba cuenta? Pero que no se creyera, allá había blancos también, muchos, y a los chunchos se los ve poco porque paran en el monte.
– ¿Y cómo fuiste a caer en manos de ése? -dijo la Chunga-. Qué le has visto al pobre diablo de Josefino.
– Eso qué importa, Chunga -dijo el joven-. Son cosas de amor y el amor no entiende razones. Tampoco acepta preguntas ni da respuestas, como decía un poeta.
– No te asustes -rió la Chunga-. Te preguntaba porque sí, en broma. A mí me resbala la vida de todo el mundo, Selvática.
– ¿Qué le pasa, maestro? ¿Por qué se quedó tan pensativo? -dijo el Bolas-. Se le está enfriando la leche.
– A usted también, señorita -dijo el Joven-. Tómesela de una vez. ¿Quiere más pan?
– ¿Hasta cuándo vas a tratar de usted a las habitantas?-dijo el Bolas-. Qué gracioso eres, Joven.
– Trato igual a todas las mujeres -dijo el joven-. Habitantas o monjas para mí no hay diferencia, las respeto lo mismo.
– Y entonces por qué las insultas tanto en tus canciones -dijo la Chunga-. Pareces un compositor rosquete.
– No las insulto, les canto las verdades -dijo el joven. Y sonrió, débilmente, lanzando una última argolla, blanca y perfecta.
La Selvática se puso de pie, señora, tenía bastante sueño, ya se iba, y muchas gracias por el desayuno, pero el arpista la agarró de un brazo, muchacha, dando un respingo, que esperara. ¿Iba a casa del inconquistable, ahí por la plaza Merino? Ellos la llevaban, y que Bolas fuera a buscar un taxi, él también tenía sueño. El Bolas se levantó, salió a la calle y una estela de aire fresco vino hasta la mesa al cerrarse la puerta: la barriada seguía en la oscuridad. ¿Se fijaban qué caprichoso era el cielo de Piura? Ayer, a estas horas, el sol estaba alto y quemante, no caía arena y las chozas como lavaditas. Y hoy la noche remolona no se iba, qué fuera si se quedaba ahí para siempre, y el joven apuntó con la mano el cuadradito de cielo retratado en la ventana: él, por su parte, feliz, pero a muchos no les gustaría. La Chunga se tocó la sien: las cosas que lo preocupaban a éste, vaya chiflado. ¿Eran las seis?, la Selvática cruzó las piernas y apoyó los codos en la mesa, en la selva amanecía tempranito, a estas horas todo el mundo andaba levantado y el arpista sí, sí, el cielo se ponía rosado, verde, azul, de todos colores, y la Chunga cómo, y el joven cómo, maestro, ¿él conocía la selva? No, cosas que se le ocurrían y si quedaba leche en la tetera se la tomaría con gusto. La Selvática le sirvió y le echó azúcar, la Chunga miraba al arpista con desconfianza y ahora su expresión era hosca. El Joven encendió otro cigarrillo y, de nuevo, transparentes, efímeros, flotantes, unos aros grises salían de su boca en dirección al cuadradito negro de la ventana, se alcanzaban a medio camino, y a él le ocurría lo contrario que a la gente con lo de la luz, se mezclaban y eran como nubecillas, otros se ponían contentos y optimistas con el sol y la noche los entristecía, y por fin se adelgazaban tanto que se hacían invisibles, y él en cambio de día se sentía amargo y sólo al oscurecer se le levantaba el espíritu. Es que ellos eran nocturnos, joven, como los zorros y las lechuzas: la Chunguita, el Bolas, él y ahora ella también, muchacha, y se oyó un portazo. En el umbral, Bolas sujetaba a Josefino de la cintura, que vieran a quién había encontrado, la Selvática se levantó, hablando solo, en la carretera.
– Qué buena vida te das, Josefino -dijo la Chunga-. Te estás cayendo.
– Buenos días, muchacho -dijo el arpista-. Creíamos que ya no vendrías a buscarla. La íbamos a llevar nosotros.
– Ni le hable, maestro -dijo el joven-. Está en las últimas.
La Selvática y el Bolas lo trajeron hasta la mesa, y Josefino no estaba en las últimas, qué cojudeces, la del estribo era de él, que nadie se mueva, y que la Chunguita se bajara una cervecita. El arpista se ponía de pie, muchacho, le agradecía la intención, pero era tarde y el taxi estaba esperando. Josefino hacía muecas, eufórico, todos se iban a enronchar, chillón, tomando leche, alimento de churres, y la Chunga sí, bueno, hasta luego, que se lo llevaran. Salieron y hacia el Cuartel Grau apuntaba ya una rayita azul horizontal y en la barriada soñolientas siluetas se movían tras la caña brava, se oía el chisporroteo de un brasero y el aire acarreaba olores rancios. Cruzaron el arenal, el arpista cogido de los brazos por el Bolas y el joven, Josefino apoyado en la Selvática y en la carretera entraron todos en un taxi, los músicos al asiento de atrás. Josefino se reía, la Selvática estaba celosa, viejo, le decía por qué tomas tanto, y dónde estuviste, y con quién, quería confesarlo, arpista.
– Bien hecho, muchacha -dijo el arpista-. Los mangaches son lo peor que hay, no te fíes nunca de él.
– ¿Qué cosa? -dijo Josefino-. ¿Te las das de vivo? ¿Qué cosa? No la toque, compañero, puede correr sangre, compañero, ¿qué cosa?
– Yo no me meto con nadie -dijo el chofer-. No es mi culpa si el auto es angosto. ¿Acaso la he tocado, señorita? Yo hago mi trabajo y no busco líos.
Josefino se rió con la boca abierta, no entendía las bromas, compañero, a carcajadas, que la tocara si le provocaba, tenía su consentimiento y el chofer se rió también, señor: se la había creído de veras. Josefino se volvió hacia los músicos, era el cumpleaños del Mono, que se vinieran con ellos, lo celebrarían juntos, los León lo quieren tanto, viejo. Pero el maestro estaba cansado y tenía que descansar, Josefino, y el Bolas le dio una palmada. Josefino se resentía, se resentía y bostezó y cerró los ojos. El taxi pasó frente a la catedral y los faroles de la plaza de Armas estaban ya apagados. Las siluetas terrosas de los tamarindos cercaban rígidamente la glorieta circular de techo curvo como el de un paraguas y la Selvática que no fuera así, malo, tanto que se lo había pedido. Verdes, grandes, asustados, sus ojos buscaban los de Josefino y él alargó burlonamente una mano, era malo, se los comía crudos y de un bocado. Tuvo un acceso de risa, el chofer lo observó de reojo: bajaba por la calle Lima, entre La Industria y las rejas de la alcaldía. Ella no querría pero el Mono cumplió ayer cien años, y la estaba esperando, y los León eran sus hermanos y él les daba gusto en todo.
– No molestes a la muchacha, Josefino -dijo el arpista-. Debe estar cansada, déjala tranquila.
– No quiere ir a mi casa, arpista -dijo Josefino-. No quiere ver a los inconquistables. Dice que le da vergüenza, figúrese. Pare, compañero, aquí nos quedamos.
El taxi frenó, la calle Tacna y la plaza Merino estaban a oscuras, pero la avenida Sánchez Cerro brillaba con los faros de una caravana de camiones que iban hacia el Puente Nuevo. Josefino bajó de un salto, la Selvática no se movió, comenzaron a forcejear y el arpista no se peleen, muchacho, amístense, y Josefino que vinieran, y el chofer también, el Mono estaba viejísimo, cumplía mil años. Pero el Bolas dio una orden al chofer y éste partió. Ahora también la avenida estaba a oscuras y los camiones eran unos guiños rojos y rugientes alejándose hacia el río. Josefino se puso a silbar entre dientes, tomó del hombro a la Selvática y ella no ofrecía ahora resistencia alguna y marchaba a su lado muy tranquila. Josefino abrió la puerta, la cerró tras ellos y, doblado en un sillón, la cabeza bajo una lamparilla de pie, estaba el Mono, roncando. Un humillo picante vagabundeaba por la habitación sobre botellas vacías, copas, puchos y restos de comida. Se habían rendido, ¿ésos eran los mangaches?, Josefino daba saltos, ¿los invencibles mangaches?, y una voz incoherente surgió en el cuarto vecino: José se había metido a su cama, lo mataba. El Mono se incorporó sacudiendo la cabeza, quién mierda se había rendido, y sonrió y le brillaron los ojos, pero Dios mío, y aflautó la voz, pero quién estaba aquí, y se levantó, pero cuánto tiempo, y avanzó dando traspiés, pero qué gustazo de verla, primita, apartando las sillas con las manos, las botellas del suelo con los pies, con las ganas que tenía de verla de nuevo, y Josefino ¿cumplo o no cumplo?, ¿su palabra valía o no valía tanto como la de un mangache? Los brazos abiertos, despeinado, una ancha sonrisa en la boca, el Mono avanzaba sinuosamente, tanto tiempo y, además, qué buena moza me he puesto, y por qué se retiraba, primita, tenía que felicitarlo, ¿no sabía que era su cumpleaños?
– Es cierto, cumple un millón de años -dijo Josefino-. Basta de respingos, Selvática, dale un abrazo.
Se dejó caer en un sillón, atrapó una botella y se la llevó a la boca, y bebió, y la cachetada resonó como un pedrusco en el agua, primita mala, Josefino se rió, el Mono se dejó cachetear otra vez, primita mala, y ahora la Selvática iba de un lado a otro, se quebraban copas, el Mono tras ella, resbalando y riendo, y en el cuarto vecino eran los inconquistables, no sabían trabajar, sólo chupar, y la voz de José iba y Josefino canturreaba también, enroscado bajo la lamparilla de pie, la botella se le escurría de la mano a poquitos. Ahora la Selvática y el Mono estaban quietos en un rincón, y ella lo cacheteaba siempre, primita mala, ya le dolía de veras, ¿por qué le pegaba?, y se reía, que lo besara más bien, y ella también se reía de las payasadas del Mono, y hasta el invisible José se reía, primita bonita.
El gobernador da tres suaves toques con los nudillos, la puerta de la residencia se abre: el rostro rosado de la madre Griselda porfía por sonreír a Julio Reátegui, pero sus ojos se desvían llenos de azoro hacia la plaza de Santa María de Nieva y su boca tiembla. El gobernador entra, la chiquilla lo sigue dócilmente. Avanzan por un sombreado pasadizo hacia el despacho de la superiora y el vocerío del pueblo es ahora apagado y lejano, como el bullicio de los domingos, cuando las pupilas bajan al río. En el despacho, el gobernador se deja caer en una de las sillas de lona. Suspira con alivio, cierra los ojos. La chiquilla permanece en la puerta, la cabeza gacha, pero un momento después, al entrar la superiora, corre hacia Julio Reátegui, madre, que se ha incorporado: buenos días. La superiora le responde con una sonrisa glacial, le indica con la mano que vuelva a sentarse y ella queda de pie, junto al escritorio. Le había dado pena verla hecha una salvajita en Urakusa, madre, con los ojos inteligentes que tenía, Julio Reátegui pensaba que en la misión podrían educarla, ¿había hecho bien? Muy bien, don julio, y la superiora habla como sonríe, fría y distante, sin mirar a la chiquilla: para eso estaban ellas aquí. No entendía nada de español, madre, pero lo aprendería pronto, era muy viva y no les había dado ninguna molestia en todo el viaje. La superiora lo escuchaba con atención, tan inmóvil como el crucifijo de madera clavado en la pared y, cuando Julio Reátegui calla, ella no asiente ni pregunta, espera con sus manos enlazadas sobre el hábito y la boca levemente fruncida, madre: entonces se la dejaba. Julio Reátegui se pone de pie, tenía que irse ahora, y sonríe a la superiora. Había sido muy penoso todo esto, muy pesado, tuvieron lluvias e inconvenientes de toda clase, y todavía no podía ir a acostarse como le hubiera gustado, los amigos habían preparado un almuerzo y, si no iba se resentirían, la gente era tan susceptible. La superiora estira la mano y en ese instante el ruido aumenta de volumen, unos segundos resuena muy próximo, como si exclamaciones y gritos no subieran desde la plaza sino estallaran en la huerta, en la capilla. Luego disminuye y continúa como antes, moderado, difuso, inofensivo, y la superiora pestañea una vez, se detiene antes de llegar a la puerta, se vuelve hacia el gobernador, don julio, sin sonreír, pálida, los labios húmedos: el Señor tendría en cuenta lo que hacía por esta niña, la voz apenada, ella sólo quería recordarle que un cristiano debe saber perdonar. Julio Reátegui asiente, inclina un poco la cabeza, cruza los brazos, su postura es a la vez grave, mansa y solemne, don Julio: que lo hiciera por Dios. La superiora habla con calor ahora, y también por su familia, y sus mejillas se han encendido, don julio, por su esposa que era tan buena y tan piadosa. El gobernador asiente de nuevo, ¿no era un pobre hombre acaso, un infeliz?, el rostro cada vez más preocupado, ¿acaso había recibido educación?, su mano izquierda acaricia reflexivamente la mejilla, ¿sabía lo que hacía?, y han brotado unos pliegues en su frente. La chiquilla los mira de soslayo, entre sus pelos brillan sus ojos, asustadizos, verdes y salvajes: a él le dolía más que a nadie, madre. El gobernador habla sin levantar la voz, era algo que iba contra su naturaleza y contra sus ideas, con cierta pesadumbre, pero no se trataba de él que ya se iba de Santa María de Nieva, sino de los que se quedaban, madre, de Benzas, de Escabino, de Águila, de ella, de las pupilas y de la misión: ¿no quería que ésta fuera una tierra habitable, madre? Pero un cristiano tenía otras armas para poner remedio a las injusticias, don julio, ella sabía que él tenía buenos sentimientos, no podía estar de acuerdo con esos métodos. Que tratara de hacerlos entrar en razón, aquí le obedecían todos, que no hicieran eso con el desdichado. Iba a decepcionarla, madre, lo sentía mucho pero él también pensaba que era la única manera. ¿Otras armas? ¿Las de los misioneros, madre? ¿Cuántos siglos estaban aquí? ¿Cuánto se había avanzado con esas armas? Sólo se trataba de evitar lamentaciones futuras, madre, ese forajido y su gente habían golpeado bárbaramente a un cabo de Borja, matado a un recluta, estafado a don Pedro Escabino y, de golpe, la superiora no, niega con cólera, no, no, eleva la voz: la venganza era inhumana, cosa de salvajes, y eso es lo que estaban haciendo ellos con el desdichado. ¿Por qué no juzgarlo? ¿Por qué no a la cárcel? ¿No se daba cuenta que era horrible, que no se podía tratar así a un ser humano? No era venganza, ni siquiera era un castigo, madre, y Julio Reátegui baja la voz y acaricia con la punta de los dedos los pelos sucios de la chiquilla: se trataba de prevenir. Lo entristecía irse de aquí dejando ese mal recuerdo en la misión, madre, pero era necesario, por el bien de todos. Él tenía cariño a Santa María de Nieva, la Gobernación lo había hecho descuidar sus asuntos, perder dinero, pero no se arrepentía, madre, ¿cierto que había hecho progresar al pueblo? Ahora había autoridades, pronto se instalaría un puesto de Guardia Civil, la gente viviría en paz, madre: eso no podía perderse. La misión era la primera en agradecerle lo que había hecho por Santa María de Nieva, don Julio, ¿pero qué cristiano podía comprender que mataran a un pobre infeliz? ¿Qué culpa tenía él que nadie le enseñara lo bueno y lo malo? No iban a matarlo, madre, tampoco lo mandarían a la cárcel, era seguro que él prefería también esto a que lo metieran preso. No le tenían odio, madre, sólo querían que los aguarunas aprendieran eso, qué era bueno y qué era malo, si sólo entendían así no era culpa de ellos, madre. Quedan en silencio unos segundos, luego el gobernador da la mano a la superiora, sale y la chiquilla lo sigue pero apenas da unos pasos, la superiora la coge del brazo y ella no intenta zafarse, sólo baja la cabeza, don Julio, ¿tenía nombre?, porque había que bautizarla. ¿La niña, madre? No sabía, de todos modos no tendría un nombre cristiano, que ellas le buscaran uno. Hace una venia, sale de la residencia, cruza a trancos el patio de la misión y baja muy rápido el sendero. Al llegar a la plaza mira a Jum: las manos atadas sobre la cabeza, cuelga como una plomada de las capironas y entre sus pies suspendidos en el vacío y las cabezas de los mirones hay un metro de luz. Benzas, Águila, Escabino ya no están allí, sólo el cabo Roberto Delgado, unos soldados, y aguarunas viejos y jóvenes reunidos en un grupo compacto. El cabo ya no vocifera, Jum está callado también. Julio Reátegui observa el embarcadero: las lanchas se balancean vacías, ya terminaron de descargar. El sol es crudo, vertical, de un amarillo casi blanco.
Reátegui da unos pasos hacia la Gobernación, pero al pasar ante las capironas se detiene y vuelve a mirar. Sus dos manos prolongan la visera del casco y aun así los rayos agresivos hincan sus ojos. Sólo se divisa su boca, ¿está desmayado?, que parece abierta, ¿lo ve a él?, ¿va a gritar piruanos otra vez?, ¿va a insultar de nuevo al cabo? No, no grita nada, a lo mejor tampoco tiene la boca abierta. La posición en que se halla ha sumido su estómago y alargado su cuerpo, se diría un hombre delgado y alto, no el pagano fortachón y ventrudo que es. Algo extraño transpira de él, así como está, quieto y aéreo, convertido por el sol en una esbelta forma incandescente. Reátegui sigue andando, entra a la Gobernación, el humo espesa la atmósfera, tose, estrecha algunas manos, abraza y lo abrazan. Se oyen bromas y risas, alguien pone en sus manos un vaso de cerveza. Lo bebe de un trago y se sienta. A su alrededor hay diálogos, cristianos que transpiran, don Julio, les iba a hacer falta, lo iban a extrañar. Él también, mucho, pero ya era tiempo que volviera a ocuparse de sus cosas, tenía descuidado todo, las plantaciones, el aserradero, el hotelito de Iquitos. Aquí había perdido plata, amigos, y también envejecido. No le gustaba la política, su elemento era el trabajo. Manos solícitas llenan su vaso, lo palmean, reciben su casco, don Julio, toda la gente había venido a festejarlo, hasta los que vivían al otro lado del pongo. Estaba cansado. Arévalo, dos noches que no dormía y le dolían los huesos. Se seca la frente, el cuello, las mejillas. A ratos, Manuel Águila y Pedro Escabino se apartan y, entre los cuerpos, aparece la rejilla metálica de la ventana, a lo lejos las capironas de la plaza. ¿Están allí los curiosos todavía o ya los ahuyentó el calor? No se divisa a Jum, su cuerpo terroso se ha disuelto en chorros de luz o se confunde con la cobriza corteza de los troncos, amigos: que no se les muriera. Para que fuera un buen escarmiento, el pagano tenía que regresar a Urakusa y contar a los otros lo que había pasado. No se moriría, don julio, hasta le haría bien asolearse un poco: ¿Manuel Águila? Que no dejara de pagarle la mercadería, don Pedro, que no se dijera que hubo abusos, sólo habían puesto las cosas en su sitio. Por supuesto, don julio, les pagaría la diferencia a esos zamarros, Escabino lo único que pedía era hacer comercio con ellos, como antes. ¿Seguro que el tal don Fabio Cuesta era hombre de confianza, don Julio?: ¿Arévalo Benzas? Si no fuera, no lo habría hecho nombrar. Hacía años que trabajaba con él, Arévalo. Un hombre un poco apático, pero leal y servicial como pocos, se llevarían bien con don Fabio, les aseguraba. Ojalá que no hubiera más líos, era terrible el tiempo que se perdía, y Julio Reátegui estaba ya mejor, amigos: cuando entró se sintió como mareado. ¿No sería hambre, don Julio? Mejor ir a almorzar de una vez, el capitán Quiroga los estaba esperando. Y, a propósito, ¿qué tal gente ese capitán, don Julio? Tenía sus debilidades, como cualquier ser humano, don Pedro: pero, en general, buena gente.
– Más de un año que no has venido -grita Fushía.
– No te entiendo -dice Aquilino, una mano en la oreja, como una bocina; sus ojos vagan sobre las copas entreveradas de las chontas y de las capanahuas o, furtivos y temerosos, aguaitan las cabañas asomadas tras una valla de helechos, al fondo del sendero-. ¿Qué dices, Fushía?
– Más de un año -grita Fushía-. Más de un año que no has venido, Aquilino.
Esta vez el viejo asiente y sus ojos, velados por legañas, se posan en Fushía, un instante. Luego, vuelven a errar por el agua fangosa de la orilla, los árboles, los meandros del sendero, el boscaje: no haría tanto, hombre, sólo unos meses. De las cabañas no viene ruido alguno y todo parece desierto pero él no se fiaba, Fushía, ¿y si se aparecían, como esa vez, aullantes, calatos, y cubrían el sendero, y corrían hacia él y tenía que lanzarse al agua? ¿Seguro que no vendrían, Fushía?
– Un año y una semana -dice Fushía-. Cuento todos los días. Ahora que te vayas comenzaré a contar, lo primero que hago cada mañana son las rayitas. Al principio no podía, ahora manejo el pie como una mano, agarro el palito con dos dedos. ¿Quieres ver, Aquilino?
El pie sano avanza, raspa la arena, escarba un montoncito de piedras, los dos dedos intactos se separan como la tenaza de un alacrán, se cierran sobre un trocito de roca, se elevan, el pie se mueve veloz, roza la arena, se retira y queda una rayita recta y minúscula que el viento rellena en pocos segundos.
– ¿Para qué haces esas cosas, Fushía? -dice Aquilino.
– ¿Viste, viejo? -dice Fushía-. Así todos los días, rayas chiquitas, cada vez más chiquitas para que entren en la pared que me toca, las de este año son montones, como veinte filas de rayitas. Y cuando vienes le doy mi comida al enfermero y él echa cal y las borra y yo puedo marcar de nuevo los días que faltan. Esta noche le daré mi comida y mañana él echará cal.
– Sí, sí -la mano del viejo pide a Fushía que se calme-, como tú digas, hace un año, bueno, no te pongas nervioso, no grites. No pude venir antes, ya no es fácil para mí estar viajando, me quedo dormido, los brazos no me dan. ¿No ves que los años pasan? No quiero morirme en el agua, el río está bien para vivir, no para morir, Fushía. ¿Por qué chillas así todo el tiempo, no te duele la garganta?
Fushía da un salto, se coloca frente a Aquilino, pone su rostro bajo la cara del viejo y éste retrocede haciendo muecas, pero Fushía gruñe y brinca hasta que Aquilino lo mira: ya, ya había visto, hombre. El viejo se tapa la nariz y Fushía vuelve a su sitio. Por eso no le entendía lo que hablaba, Fushía; ¿podía comer así, con la boca vacía? ¿No le hacían falta los dientes, no se atoraba? Fushía niega con la cabeza, varias veces.
– La monja me lo moja todo -grita-. El pan, las frutas, todo en el agua hasta que se ablanda y se deshace, entonces puedo pasarlo. Sólo para hablar es jodido, la voz no sale.
– No te enojes si me tapo -Aquilino oprime las ventanillas de su nariz con dos dedos y su voz suena gangosa-. Me mareo con el olor, me da vueltas la cabeza. La última vez me llevé el olor, Fushía, me daba vómitos en la noche. Si hubiera sabido que tanto te cuesta comer, no te habría traído galletas. Te van a raspar las encías. La próxima vez te traeré cervecitas, unas colas. Ojalá me acuerde porque, fíjate, mi cabeza no está bien, las cosas se me olvidan, todo se va. Ya estoy viejo, hombre.
– Y eso que ahora no hay sol -dice Fushía-. Cuando hay y salimos a la playita, hasta las monjas y el doctor se tapan, dicen que apesta mucho. Yo no siento nada, ya me acostumbré. ¿Sabes qué es?
– No grites tanto -Aquilino mira las nubes: gruesos rollos grisáceos y manchitas blancas salpicadas aquí y allá ocultan el cielo, una luz plomiza desciende lentamente sobre los árboles-. Creo que va a llover, pero aunque llueva tengo que irme. No voy a dormir aquí, Fushía.
– ¿Te acuerdas de esas flores que había en la isla? -Fushía brinca en el sitio, como un monito lampiño y colorado-. Esas amarillas que se abren con el sol y se cierran al oscurecer, ésas que los huambisas decían son espíritus. ¿Te acuerdas?
– Me voy aunque llueva a torrentes -dice Aquilino-. No dormiré aquí.
– Así, igualito que esas flores -grita Fushía-. Se abren con el sol y sale baba, eso es lo que apesta Aquilino. Pero hace bien, ya no pica, uno se siente mejor. Nos ponemos contentos y no nos peleamos.
– No grites tanto, Fushía -dice Aquilino-. Mira cómo se ha nublado el cielo, y está corriendo tanto viento. La monja dijo que eso te hace daño, tienes que regresar a tu cabaña. Y yo me voy de una vez, mejor.
– Pero nosotros no sentimos ni con el sol ni cuando está nublado -grita Fushía-, nunca sentimos nada. Olemos lo mismo todo el tiempo y ya no parece que apestara, sino que así fuera el olor de la vida. ¿Me entiendes, viejo?
Aquilino suelta su nariz y respira hondo. Finas arrugas cuartean su rostro, lo fruncen bajo el sombrero de paja. El viento agita su camisa de tocuyo y, a ratos, descubre su pecho escuálido, las costillas salientes, la piel bruñida. El viejo baja los ojos, mira de soslayo: sigue ahí, en reposo, como un gran cangrejo.
– ¿A qué se parece? -grita Fushía-. ¿Como a pescado podrido?
– Por lo que más quieras, no sigas gritando -dice Aquilino-. Ahora tengo que irme. Cuando vuelva, te traeré cosas blanditas, para que las pases sin masticar. Ya buscaré, preguntaré en las tiendas.
– Siéntate, siéntate -grita Fushía-. ¿Por qué te has parado, Aquilino? Siéntate, siéntate.
Brinca en cuclillas alrededor de Aquilino y busca sus ojos, pero el viejo se empecina en mirar las nubes, las palmeras, las soñolientas aguas del río, las olitas sucias. Río abajo, un islote de tierra ocre escinde soberbiamente la corriente. Fushía está ahora junto a las piernas de Aquilino. El viejo se sienta.
– Un ratito más, Aquilino -grita Fushía-. No todavía, viejo, acabas de llegar apenas.
– Ahora me acuerdo, tengo que contarte una cosa -el viejo se golpea la frente y, un segundo, mira: el pie sano está escarbando la arena-. En abril estuve en Santa María de Nieva. ¿No ves cómo está mi cabeza? Ya me iba sin contarte. Me contrató la Naval, tenían un práctico enfermo y me llevaron en una de esas cañoneras que vuelan por el agua. Estuvimos allá dos días.
– Tenías miedo de que te agarrara -grita Fushía-. De que me abrazara a tus piernas y por eso te sentaste, Aquilino. Si no, te ibas despacito.
– Ya no des esos chillidos, deja que te cuente -dice Aquilino-. La Lalita ha engordado una barbaridad, al principio no nos reconocimos ninguno de los dos. Ella creía que yo me había muerto. Se puso a llorar de la emoción.
– Antes te quedabas todo el día -grita Fushía-. Te ibas a dormir a tu lancha y al día siguiente volvías y conversabas conmigo, Aquilino. Te quedabas dos o tres días. Ahora apenas vienes ya quieres irte.
– Me alojaron en su casa, Fushía -dice Aquilino-. Tiene un montón de hijos, no me acuerdo cuántos, muchos. Y el Aquilino es un hombre. Estuvo de balsero y ahora se ha ido a trabajar a Iquitos. Ya no es como era de chico, ya no tiene tan rasgados los ojos. Casi todos son hombres y si vieras a la Lalita no creerías que es ella, tan gorda. ¿Te acuerdas cómo la hice parir con estas manos? Es un hombrón el Aquilino, y simpático. Y los hijos de Nieves también y también los del policía. No hay quien los diferencie, todos se parecen a la Lalita.
– A mí todos me tenían envidia -grita Fushía-. Porque venías a verme y a ellos nadie viene a verlos. Y después se burlaban porque te demorabas tanto en volver. Ya viene, lo que pasa es que hace viajes, anda comerciando por los ríos, pero ya vendrá, mañana, o pasado, pero vendrá de todas maneras. Ahora es como si no vinieras nunca, Aquilino.
– La Lalita me contó su vida -dice Aquilino-. Ella no quería más hijos, pero el guardia sí quería y la llenó un montón de veces, y en Santa María de Nieva les dicen a los muchachos los Pesados. Pero no sólo a los hijos del guardia, también a los de Nieves y al tuyo.
– ¿Lalita?-grita Fushía-. ¿Lalita, viejo?
Brota una agitación rosácea, gemidos junto a exhalaciones pútridas y el viejo se tapa la nariz, echa atrás la cabeza. Ha comenzado a llover y el viento sisea entre los árboles, la maleza danza en la otra banda, hay un chasquido susurrante de hojas. La lluvia es todavía fina, invisible. Aquilino se pone de pie:
– Ya viste, empezó a llover, tengo que irme -ganguea-. Tendré que dormir en la lancha, empaparme toda la noche. No puedo ir de surcada con lluvia, si se me planta el motor no tendré fuerzas y me arrastrará la corriente, ya me ha pasado. ¿Te has puesto triste por lo que te conté de la Lalita? ¿Por qué ya no gritas, Fushía?
Está más replegado que antes, curvo, ovoide, y no responde. Su pie sano juguetea con los guijarros esparcidos sobre la arena: los derrama y amontona, los derrama y amontona, iguala sus bordes, y en todos esos movimientos minuciosos y lentos hay una especie de melancolía. Aquilino da dos pasos, no despega ahora la vista de esa espalda encendida, de esos huesos que el agua va lavando. Retrocede un poco más y ahora ya no se distinguen las llagas y la piel, todo es una superficie entre cárdena y violeta, tornasolada. Suelta su nariz y respira hondo.
– No te pongas triste, Fushía -murmura-. Vendré el otro año, aunque esté muy cansado, mi palabra. Te traeré cosas blanditas. ¿Te enojaste por lo de Lalita? ¿Te acordaste de otros tiempos? Así es la vida, hombre, al menos te fue mejor que a otros, fíjate Nieves.
Murmura y va retrocediendo, ya está en el sendero. Hay charcas en los desniveles y un aliento vegetal muy fuerte invade la atmósfera, un olor a savias, resinas y plantas germinando. Un vapor tibio, ralo aún, asciende en capas ondulantes. El viejo sigue retrocediendo, el montoncito de carne viva y sangrienta está inmóvil a lo lejos, desaparece tras los helechos. Aquilino da media vuelta, corre hacia las cabañas, Fushía, vendría el próximo año, susurrando, que no se pusiera triste. Ahora, llueve a cántaros.
– Apúrese, padre -dijo la Selvática-. Ahí tengo un taxi esperando.
– Un momento -carraspeó el padre García, frotándose los ojos-. Tengo que vestirme.
Se hundió en la casa y la Selvática hizo señas al chofer del taxi que esperara. Puñados de insectos revoloteaban crepitando en torno a los faroles de la desierta plazuela Merino, el cielo estaba alto y estrellado y por la avenida Sánchez Cerro aparecían ya, rugiendo, los primeros camiones y ómnibus nocturnos. La Selvática permaneció en la calzada hasta que la puerta volvió a abrirse y salió el padre García, la cara oculta tras una bufanda gris, un sombrero de paño calado hasta las cejas. Subieron al taxi y éste partió.
– Vaya rápido, maestro -dijo la Selvática-. A toda velocidad, maestro.
– ¿Está lejos? -dijo el padre García y su voz se transformó en un largo bostezo.
– Un poquito, padre -dijo la Selvática-. Por el Club Grau.
– ¿Y para qué viniste hasta aquí entonces? -gruñó el padre García-. ¿Para qué existe la parroquia de Buenos Aires? ¿Por qué tenías que despertarme a mí y no al padre Rubio?
El Tres Estrellas estaba cerrado pero se veía luz en el interior, padre: la señora quería que viniera él. Tres hombres abrazados canturreaban en la esquina y otro, un poco más allá, orinaba contra la pared. Un camión sobrecargado de cajones avanzaba impávidamente por el centro de la calle, el chofer del taxi le pedía paso en vano, a bocinazos, apagando y encendiendo los faros y, de pronto, el sombrero de paño se adelantó hasta la boca misma de la Selvática: ¿qué señora quería que él viniera? El camión se apartó, por fin, y el taxi pudo pasar, padre, la señora Chunga, un sobresalto brusco, ¿qué?, ¿quién se estaba muriendo?, el hábito comenzó a agitarse y una especie de arcada estrangulaba la voz del padre García bajo la bufanda: ¿a quién estaba yendo a confesar?
– Al señor don Anselmo, padre -susurró la Selvática.
– ¿Se está muriendo el arpista? -exclamó el chofer-. ¿Qué cosa? ¿Era él?
El coche, frenado bruscamente, rechinó sobre la avenida Grau, luego salió despedido hacia adelante con más impulso y, las luces largas encendidas, siguió aumentando la velocidad y en las bocacalles no la reducía, se limitaba a anunciar su paso veloz con fuertes bocinazos. Entre tanto, el sombrero de paño pendulaba aturdido ante la cara de la Selvática y la garganta del padre García parecía empeñada en una ronca batalla contra algo que la obstruía y asfixiaba.
– Estaba tocando de lo más alegre y, de repente, se cayó al suelo -suspiró la Selvática-. Se puso todo morado el pobre, padre.
Una mano salió disparada de la sombra, sacudió a la Selvática del hombro y ella gimió, ¿estaban yendo al prostíbulo?, asustada, y se arrinconó contra la puerta del taxi: no, padre, no, a la Casa Verde. Ahí se estaba muriendo, por qué la empujaba así, qué le había hecho, y el padre García la soltó y a manotones se arrancó la bufanda del cuello. Respirando trabajosamente acercó su boca a la ventanilla y estuvo así un momento, inclinado, los ojos cerrados, aspirando con angustia el aire leve de la noche. Luego, se dejó caer de espaldas contra el asiento y volvió a arroparse con la bufanda.
– La Casa Verde es el prostíbulo, infeliz -roncó-. Ya sé quién eres tú, ya sé por qué estás medio desnuda y tan pintada.
– ¿No han llamado a un médico? -dijo el chofer-. Qué noticia tan triste, señorita. Perdóneme que me meta, pero es que conozco tanto al arpista. Quién no lo conoce, y todos lo estimamos mucho.
– Sí han llamado -dijo la Selvática-. Ahí está ya el doctor Zevallos. Pero dice que sería un milagro si no se muere. Todos están llorando, padre.
El padre García se había replegado en el asiento y no hablaba pero, intermitente, débil, pertinaz, el ruido escapaba siempre de la bufanda. El taxi se detuvo ante la reja del Club Grau; el motor siguió rugiendo y humeando.
– Yo entraría hasta la barriada -dijo el chofer-, pero la arena está muy floja y seguro que me atollo. Siento mucho lo que pasa, de veras.
Mientras la Selvática desanudaba un pañuelo, sacaba el dinero y pagaba, el padre García bajó y cerró la puerta con ira. Echó a caminar por el arenal, a trancazos. Daba traspiés a ratos, se hundía y elevaba en la superficie desigual y, en la noche clara, se lo veía avanzar entre las dunas amarillentas, jiboso y oscuro como un crecido gallinazo. La Selvática lo alcanzó a medio camino.
– ¿Usted lo conocía, padre? -susurró-. Pobrecito, ¿no es cierto? Si viera cómo tocaba, qué bonito. Y eso que apenas veía.
El padre García no respondió. Caminaba encogido, con las piernas muy abiertas, a un ritmo muy vivo, su respiración cada vez más ansiosa.
– Qué raro parece, padre -dijo la Selvática-. No se oye ningún ruido, y todas las noches la música de la orquesta llegaba hasta aquí. Más allá todavía, desde la carretera se oía clarito.
– Cállate, infeliz -rugió el padre García, sin mirarla-. ¡Cierra la boca!
– No se enoje, padre -dijo la Selvática-. Ni siquiera sé de qué hablo. Es que estoy con pena, usted no sabe cómo era don Anselmo.
– Sé de sobra, infeliz -murmuró el padre García-. Lo conozco desde antes que tú nacieras.
Dijo algo más, incomprensible, y de nuevo surgió el extraño sonido rauco y anhelante. En las puertas de las chozas de la barriada había gente, y, a su paso, se oían murmullos, buenas noches, algunas mujeres se persignaban. La Selvática tocó la puerta y, al instante, una voz de mujer: estaba cerrado, no se atendía, señora, era ella, aquí estaba el padre. Hubo un silencio, pasos precipitados, la puerta se abrió y una luz humosa iluminó el rostro flaco y decrépito del padre García, la bufanda que bailaba en su cuello. Entró en el local seguido de la Selvática, no respondió el saludo que dos voces masculinas le dirigieron desde el mostrador, tal vez ni escuchó el respetuoso murmullo que se había elevado en dos mesas rodeadas de figuras borrosas. Permaneció agrio e inmóvil frente a la pista de baile vacía y, cuando surgió ante él una silueta sin rostro, ¿dónde estaba?, gruñó rápidamente, y la Chunga, que había extendido su mano hacia él, la desvió y señaló la escalera: dónde, que lo llevaran. La Selvática lo tomó del brazo, padre, ella le enseñaría. Cruzaron el salón, subieron al primer piso y en el corredor, el padre García se zafó de un tirón de la mano de la Selvática. Ella tocó muy suavemente una de las cuatro puertas mellizas y la abrió. Se hizo a un lado y, cuando el padre García hubo entrado, la cerró y volvió al salón.
– ¿Hacía frío, afuera?-dijo el Bolas-. Estás temblando.
– Tómese esta copa -dijo el joven Alejandro-. La hará entrar en calor.
La Selvática tomó la copa, bebió y se secó los labios con la mano.
– El padre se puso furioso de repente -dijo-. En el taxi me agarró del hombro, me sacudió. Creí que me iba a pegar.
– Tiene muy mal humor -dijo el Bolas-. Yo no pensaba que vendría.
– ¿Sigue ahí el doctor Zevallos, señora? -dijo la Selvática.
– Bajó hace un momento, a tomar un café -respondió la Chunga-. Dijo que seguía igual.
– Voy a tomar otro trago, Chunguita, lo necesito para los nervios -dijo el Bolas-. No tengo plata, me lo descuentas.
La Chunga asintió y les llenó las copas a los dos. Luego, con la botella en la mano, fue hacia las mesas de la orilla de la pista de baile, donde las habitantas cuchicheaban discretamente: ¿querían tomar algo? No querían, señora, gracias, y tampoco valía la pena que se quedaran, podían irse. Un nuevo cuchicheo le repuso, más prolongado, una silla crujió, señora, si no importaba preferían quedarse, ¿podían?, y la Chunga, claro, como ellas quisieran y retornó al mostrador. Las sombras continuaron sus diálogos apagados y los músicos bebían en silencio, mirando de rato en rato la escalera.
– ¿Por qué no tocan algo? -dijo la Chunga, a media voz, con un gesto vago-. Si puede oírlos a lo mejor le gusta; sentirá que lo están acompañando.
El Bolas y el Joven dudaban, la Selvática sí, sí, la señora tenía razón, le gustaría, y las sombras dejaron de murmurar: bueno, le tocarían. Fueron hacia el rincón de la orquesta, despacio, el Bolas se instaló en el banquillo, contra la pared, y el joven alzó la guitarra del suelo. Comenzaron con un triste, y sólo un buen rato después se atrevieron a cantar, entre dientes, sin fe, pero poco a poco fueron subiendo de tono y acabaron por recobrar su soltura y su vivacidad habituales. Cuando interpretaban alguna composición del Joven, se les notaba más conmovidos, decían los versos con voz muy demorada y sentimental y al Bolas por momentos se le iba la música y callaba. La Chunga les alcanzó unas copas. Ella también parecía turbada y no andaba con el aplomo ligeramente arrogante de siempre, sino en puntas de pie, sin mover los brazos ni mirar a nadie, como atemorizada o confusa, señora: ahí bajaba el doctor Zevallos. El Bolas y el joven dejaron de tocar, las habitantas se levantaron, la Chunga y la Selvática también corrieron hacia la escalera.
– Le he puesto una inyección -el doctor Zevallos se limpiaba la frente con su pañuelo-. Pero no hay que hacerse muchas esperanzas. El padre García está con él. Es lo que necesita ahora, que recen por su alma.
Se pasó la lengua por los labios, Chunga, tenía una sed terrible: hacía calor ahí arriba. La Chunga fue hacia el bar y volvió con un vaso de cerveza. El doctor Zevallos estaba sentado en una mesa con el Joven, el Bolas y la Selvática. Las habitantas habían vuelto a su sitio y se secreteaban de nuevo, monótonamente.
– Así es la vida -el doctor Zevallos bebió, suspiró, cerró y abrió los ojos-. A todos nos va a tocar un día. A mí mucho más pronto que a ustedes.
– ¿Está sufriendo mucho, doctor? -dijo el Bolas, con voz de ebrio; pero su mirada y sus gestos eran ecuánimes.
– No, para eso le puse la inyección -dijo el doctor-. Está sin conocimiento. Vuelve a ratos, por unos segundos. Pero no siente ningún dolor.
– Ellos le estaban tocando -susurró la Chunga, con voz también cambiada y ojos vacilantes-. Pensamos que le gustaría.
– No se oye desde el cuarto -dijo el doctor-. Pero yo tengo mal oído, a lo mejor Anselmo oía. Me hubiera gustado saber qué edad tiene exactamente. Más de ochenta, seguro. Es mayor que yo, que ya ando por los setenta. Sírveme otro vasito, Chunga.
Luego callaron y así estuvieron mucho rato. La Chunga se levantaba de cuando en cuando, iba al mostrador y traía cervezas y copitas de pisco. El cuchicheo de las habitantas estaba siempre ahí, a veces áspero y nervioso, a veces solapado y casi inaudible. Y, de pronto, todos se levantaron otra vez y corrieron hacia la escalera que el padre García descendía, sin sombrero y sin bufanda, penosamente, haciendo señas con la mano al doctor Zevallos. Éste subió las gradas prendido del pasamanos, se perdió en el corredor, padre, qué había pasado, muchas preguntas brotaron a la vez, y como si el ruido los hubiera asustado, todos callaron al mismo tiempo: el padre García murmuraba algo, atorado. Sus dientes castañeteaban muy fuerte y su mirada errabunda no se detenía en ningún rostro. El Joven y el Bolas estaban abrazados y, uno de ellos, sollozaba. Poco después, las habitantas empezaron a frotarse los ojos, a gemir, a lamentarse en alta voz, a echarse unas en brazos de otras y sólo la Chunga y la Selvática sostenían al padre García, que temblaba y giraba los ojos de una manera tenaz y atormentada. Entre las dos lo arrastraron hasta una silla y él, inerte, se dejaba acomodar, sobar la frente y bebía sin rebelarse la copa de pisco que la Chunga le vaciaba en la boca. Su cuerpo temblaba siempre, pero sus ojos se habían serenado y estaban fijos en el vacío, rodeados de grandes ojeras oscuras. Poco después apareció en la escalera el doctor Zevallos. Bajó sin prisa, cabizbajo, frotándose lentamente el cuello.
– Ha muerto en paz con Dios -dijo-. Eso es lo que importa ahora.
Las sombras de las mesas del fondo también se habían calmado y el cuchicheo renacía, tímido aún, dolido. Los dos músicos, abrazados, lloraban, el Bolas muy fuerte, el joven sin ruido y estremeciendo los hombros. El doctor Zevallos se sentó, una expresión melancólica cruzó su cara obesa, padre: ¿había llegado a hablar con él? El padre García negó con la cabeza. La Selvática le acariciaba la frente y él, muy encogido en el asiento, hacía esfuerzos por hablar, no lo había reconocido, y un silbido ronco brotaba de su boca y, una vez más, su mirada reanudó la extraviada, incesante exploración del contorno: todo el tiempo La Estrella del Norte, lo único que se entendía. Su voz, ahogada por el llanto del Bolas, se oía apenas.
– Era un hotel que había aquí cuando yo era joven -dijo el doctor Zevallos, con cierta nostalgia, a la Chunga, pero ella no lo escuchaba-. En la plaza de Armas, donde está ahora el Hotel de Turistas.
– Te pasas todo el tiempo durmiendo, apenas aprovechas el viaje -dice Lalita-. Y ahora te vas a perder la llegada.
Ella está acodada en la borda y Huambachano, en el suelo, la espalda contra unos cabos enrollados, abre los ojos saltones, ojalá fuera durmiendo, su voz suena débil y enferma, cerraba los ojos para no vomitar más, Lalita: ya había botado todo lo que tenía, pero le seguían las ganas. Era culpa de ella, él quería quedarse en Santa María de Nieva. Medio cuerpo fuera de la borda, Lalita devora con los ojos el horizonte de techos rojizos, las fachadas blancas, las altas palmeras que erizan la ciudad y las siluetas, muy precisas ya, moviéndose por el muelle. La gente de cubierta se afana por ganar un puesto junto a la borda.
– Pesado, no seas flojo, te vas a perder lo mejor -dice Lalita-. Mira mi tierra, Pesado, qué grande, qué linda. Ayúdame a buscar al Aquilino.
El rostro abatido de Huambachano esboza un simulacro de sonrisa, su cuerpo rechoncho se contorsiona y se incorpora al fin, trabajosamente. Un activo trajín gana la cubierta; los pasajeros revisan sus bultos, se los echan al hombro y, contagiados por la excitación, los chanchos gruñen, las gallinas cacarean y aletean frenéticas y los perros van y vienen, ladrando, las orejas tiesas, los rabos vibrantes. Una sirena perfora el aire, el humo negro de la chimenea se espesa y llueven partículas de carbón sobre la gente. Ya han entrado al puerto, avanzan por un archipiélago de lanchas a motor, balsas cargadas de plátanos, canoas, Pesado, ¿lo veía?, que se fijara bien, ahí tenía que estar, pero el Pesado se descomponía otra vez: suerte maldita. Tiene un acceso de arcadas pero no vomita, se contenta con escupir rabiosamente. Su rostro grasiento está contrito y violáceo, sus ojos han enrojecido mucho. Desde el puente de mando, un hombrecillo da órdenes a gritos, gesticulando, y dos marineros descalzos, el torso desnudo, encaramados en la proa, lanzan los cabos hacia el muelle.
– Todo lo malogras, Pesado -dice Lalita, sin dejar de observar el puerto-. Vuelvo a Iquitos después de tanto y tú te enfermas.
En el vaivén de las aguas aceitosas, se mecen latas, cajas, periódicos, desperdicios. Están rodeados de lanchas, algunas recién pintadas y con banderines en los mástiles, de botes, balsas, boyas y barcazas. En el muelle, junto a la pasarela de tablones, una pequeña turba amorfa de cargadores ruge y chilla en dirección a los pasajeros, dicen sus nombres, se golpean los pechos, todos tratan de ocupar el primer lugar frente a la pasarela. Detrás de ellos hay una alambrada y unos cobertizos de madera entre los cuales se apiña la gente que aguarda a los viajeros: ahí estaba, Pesado, el del sombrero. Qué grande, qué buen mozo, que le hiciera adiós, y Huambachano abre los ojos vidriosos, que lo saludara, Pesado, alza la mano y la agita, flojamente. La embarcación está quieta y los dos marineros saltan al muelle, manipulan los cabos, los sujetan a unos podios. Ahora los cargadores aúllan, brincan y con muecas y disfuerzos tratan de ganar la atención de los pasajeros. Un hombre de uniforme azul y gorra blanca pasea indiferente frente a los tablones. Detrás de la alambrada, la gente agita las manos, ríe y, en medio del bullicio, a intervalos regulares, resuena la estridente sirena: ¡Aquilino! ¡Aquilino! ¡Aquilino! Los colores vuelven al rostro de Huambachano y su sonrisa es ahora más natural, menos patética. Se abre paso entre las mujeres cargadas de atados, arrastrando una maleta hinchada y una bolsa.
– Ha engordado ¿ves? -dice Lalita-. Y cómo se ha puesto para recibirnos, Pesado. Di algo, no seas malagradecido, acaso no te das cuenta de todo lo que hace por nosotros.
– Sí, está gordo y se puso camisa blanca -dice, mecánicamente, Huambachano-. Ya era hora, no estoy hecho para el agua. Mi cuerpo no se acostumbra, he venido padeciendo todo el viaje.
El hombre del uniforme azul recibe los billetes y, a cada pasajero, con un amistoso empellón lo libra a los simiescos, desesperados cargadores que se abalanzan sobre él, le arrebatan los animales y los paquetes, suplicándole, increpándolo si se resiste a soltar su equipaje. Son una decena apenas, pero parecen cien por el ruido que hacen; sucios, greñudos, esqueléticos, sólo llevan pantalones cubiertos de remiendos y, uno que otro, camisetas en hilachas. Huambachano los aparta a empujones, patrón, lo que él quisiera, fuera, y ellos vuelven a la carga, so carajos, cinco reales, patrón y él fuera, paso. Los deja atrás y llega a la barrera, tambaleándose. Aquilino le sale al encuentro y se abrazan.
– Te has dejado bigote -dice Huambachano-, te has echado brillantina. Cómo has cambiado, Aquilino.
– Aquí no es como allá, hay que estar bien vestido -sonríe Aquilino-. ¿Qué tal el viaje? Estoy esperándolos desde esta mañana.
– Tu madre hizo un buen viaje, estuvo contenta -dice Huambachano-. Pero yo me mareé mucho, me la pasé vomitando. Tantos años sin subir a un barco.
– Eso se cura con trago -dice Aquilino-. Qué hace mi madre, por qué se ha quedado ahí.
Maciza, los largos cabellos entrecanos sueltos a la espalda, Lalita está rodeada de cargadores. Se ha inclinado hacia uno de ellos, sus labios se mueven, y lo observa muy de cerca, con una curiosidad casi agresiva: esos mierdas, ¿no veían que estaba sin maleta? Qué querían, ¿cargarla a ella? Aquilino se ríe, saca una cajetilla de Inca, ofrece un cigarrillo a Huambachano y se lo enciende. Ahora Lalita ha puesto una de sus manos en el hombro del cargador y le habla con vivacidad; él escucha en actitud reservada, niega con la cabeza y, después de un momento, se retira y se mezcla con los otros, comienza a brincar, a chillar, a corretear tras los viajeros. Lalita viene hacia la alambrada, muy ligera, con los brazos abiertos. Mientras ella y Aquilino se abrazan, Huambachano fuma y su rostro, entre las volutas de humo, aparece ya repuesto y plácido.
– Ya eres un hombre, ya te vas a casar, pronto me vas a dar nietos -Lalita estruja a Aquilino, lo obliga a retroceder y a girar-. Y tan elegante que estás, tan buen mozo.
– ¿Saben adónde se van a alojar? -dice Aquilino-. Donde los padres de Amelia, yo había buscado un hotelito pero ellos no, aquí les arreglamos una cama en la entrada. Son buenas personas, se harán amigos.
– ¿Cuándo es la boda? -dice Lalita-. Me he traído un vestido nuevo, Aquilino, para estrenarlo ese día. Y el Pesado tiene que comprarse una corbata, la que tenía era muy vieja y no dejé que la trajera.
– El domingo -dice Aquilino-. Ya está todo listo, la iglesia pagada y una fiestita en casa de los padres de Amelia. Mañana me despiden mis amigos. Pero no me has contado de mis hermanos. ¿Todos están bien?
– Bien, pero soñando con venir a Iquitos -dice Huambachano-. Hasta el menorcito quiere largarse, como tú.
Han salido al Malecón y Aquilino lleva la maleta al hombro y la bolsa bajo el brazo. Huambachano fuma y Lalita observa codiciosamente el parque, las casas, los transeúntes, los automóviles, Pesado, ¿no era una linda ciudad? Cómo había crecido, nada de eso existía cuando ella era chica, y Huambachano sí, la cara desganada: a primera vista parecía linda.
– ¿Nunca estuvo aquí cuando era guardia civil? -dice Aquilino.
– No, sólo en sitios de la costa -dice Huambachano-. Y, después, en Santa María de Nieva.
– No podemos ir a pie, los padres de Amelia viven lejos -dice Aquilino-. Vamos a tomar un taxi.
– Un día quiero ir donde yo nací -dice Lalita-. ¿Existirá todavía mi casa, Aquilino? Voy a llorar cuando vea Belén, a lo mejor la casa existe y está igualita.
– ¿Y tu trabajo? -dice Huambachano-. ¿Ganas bien?
– Por ahora poco -dice Aquilino-. Pero el dueño de la curtiembre nos va a mejorar el próximo año, así nos prometió. Él me adelantó la plata para el pasaje de ustedes.
– ¿Qué es curtiembre? -dice Lalita-. ¿No trabajabas en una fábrica?
– Donde se curten los cueros de los lagartos -dice Aquilino-. Se hacen zapatos, carteras. Cuando entré no sabía nada, y ahora me ponen a enseñar a los nuevos.
Él y Huambachano llaman a gritos a cada taxi que pasa, pero ninguno se detiene.
– Ya se me quitó el mareo del agua -dice Huambachano-. Pero ahora tengo mareo de ciudad. También me he desacostumbrado a esto.
– Lo que pasa es que para usted no hay como Santa María de Nieva -dice Aquilino-. Es lo único que le gusta en el mundo.
– Es verdad, ya no viviría en la ciudad -dice Huambachano-. Prefiero la chacrita, la vida tranquila. Cuando pedí mi baja en la Guardia Civil le dije a tu madre me moriré en Santa María de Nieva, y voy a cumplirlo.
Un viejo carromato frena ante ellos con un estruendo de latas, rechinando como si fuera a desarmarse. El chofer coloca la maleta en el techo, la amarra con una soga y Lalita y Huambachano se sientan atrás, Aquilino junto al chofer.
– Averigüé lo que usted me pidió, madre -dice Aquilino-. Me costó mucho trabajo, nadie sabía, me mandaban aquí y allá. Pero al fin averigüé.
– ¿Qué cosa? -dice Lalita. Mira embriagada las calles de Iquitos, una sonrisa en los labios, los ojos conmovidos.
– Del señor Nieves -dice Aquilino y Huambachano, con brusco empeño, se pone a mirar por la ventanilla-. Lo soltaron el año pasado.
– ¿Tanto tiempo lo tuvieron preso? -dice Lalita.
– Se habrá ido al Brasil -dice Aquilino-. Los que salen de la cárcel se van a Manaos. Aquí no les dan trabajo. Él habrá conseguido allá, si es que era tan buen práctico como cuentan. Sólo que tanto tiempo lejos del río, a lo mejor se le olvidó el oficio.
– No creo que se haya olvidado -dice Lalita, otra vez interesada en el espectáculo de las calles estrechas y populosas, de altas veredas y fachadas con barandales-. Por lo menos, está bien que al fin lo soltaran.
– ¿Cómo se apellida tu novia? -dice Huambachano.
– Marín -dice Aquilino-. Es una morenita. También trabaja en la curtiembre. ¿No recibieron la foto que les mandé?
– Años sin pensar en las cosas pasadas -dice Lalita, de pronto, volviéndose hacia Aquilino-. Y hoy veo Iquitos de nuevo y tú me hablas de Adrián.
– También el auto me marea -la interrumpe Huambachano-. ¿Falta mucho para que lleguemos, Aquilino?
Ya amanece entre las dunas, detrás del Cuartel Grau, pero las sombras ocultan todavía la ciudad cuando el doctor Pedro Zevallos y el padre García cruzan el arenal tomados del brazo y suben al taxi estacionado en la carretera. Embozado en su bufanda, el sombrero caído, el padre García es un par de ojos afiebrados, una carnosa nariz que crece bajo dos cejas tupidas.
– ¿Cómo se siente? -dice el doctor Zevallos, sacudiéndose la basta del pantalón.
– Me sigue dando vueltas la cabeza -murmura el padre García-. Pero me acostaré y se me pasará.
– No puede irse a la cama así -dice el doctor Zevallos-. Tomaremos desayuno antes, algo caliente nos hará bien.
El padre García hace un gesto de fastidio, no habría nada abierto a estas horas, pero el doctor Zevallos lo ataja adelantándose hacia el chofer: ¿estaría abierto donde Angélica Mercedes? Debía estar, patrón, y el padre García gruñe, ella abría tempranito, ahí no y su mano tiembla ante el rostro del doctor Zevallos, ahí no, tiembla otra vez y vuelve a su cubil de pliegues.
– Déjese de renegar todo el tiempo -dice el doctor Zevallos-. Qué le importa el sitio. Lo principal es calentar un poco el estómago después de la mala noche. No disimule, usted sabe que no pegará un ojo si se mete ahora a la cama. Donde Angélica Mercedes tomaremos algo y charlaremos.
Un áspero soplido atraviesa la bufanda, el padre García se revuelve en su asiento sin responder. El taxi entra al barrio de Buenos Aires, pasa ante chalets de amplios jardines alineados a ambas orillas de la carretera, contornea el opaco monumento y se desliza hacia la mole sombría de la catedral. Algunas vitrinas de la avenida Grau destellan en la madrugada, el camión de la basura está frente al Hotel de Turistas y hombres en overoles van hacia él cargados de tachos. El chofer conduce con un cigarrillo en la boca, una estela gris corre de sus labios hacia el asiento de atrás y el padre García comienza a toser. El doctor Zevallos abre un poco la ventanilla.
– ¿No ha vuelto a la Mangachería desde el velorio de Domitila Yara? -dice el doctor Zevallos; no hay respuesta: el padre García tiene los ojos cerrados y ronca hurañamente.
– ¿Usted sabe que casi lo matan esa vez, en el velorio? -dice el chofer.
– Cállate, hombre -susurra el doctor Zevallos-. Si te oye, le va a dar una rabieta.
– ¿De veras se ha muerto el arpista, patrón? -dice el chofer-. ¿Por eso los llamaron a la Casa Verde?
La avenida Sánchez Cerro se prolonga como un túnel y, en la penumbra de las veredas, se delinea cada cierto trecho la silueta de un arbolito. Hacia el fondo, sobre un difuso horizonte de techumbres y arenales, apunta parpadeando una irisación circular.
– Se murió esta madrugada -dice el doctor Zevallos-. ¿O crees que el padre García y yo estamos todavía en edad de pasarnos la noche donde la Chunga?
– Para eso no hay edades, patrón -ríe el chofer-. Un compañero llevó a una de las mujeres a buscar al padre García, a esa que le dicen la Selvática. Él me contó que el arpista se moría, patrón, qué desgracia.
El doctor Zevallos mira, distraído, los muros encalados, los portones con aldabas, el edificio nuevo de los Solari, los algarrobos recién plantados en las aceras, frágiles y airosos en sus cuadriláteros de tierra: cómo volaban las noticias en este pueblo. Pero él tenía que saber, patrón, y el chofer baja la voz, ¿cierto lo que contaba la gente?, espía al padre García por el espejo retrovisor, ¿de veras el padre le quemó la Casa Verde al arpista? ¿Había conocido él ese bulín, patrón? ¿Era tan grande como decían, tan macanudo?
– Por qué son así los piuranos -dice el doctor Zevallos-. ¿No se han cansado en treinta años de darle vuelta a la misma historia? Le han envenenado la vida al pobre cura.
– No hable mal de los piuranos, patrón -dice el chofer-. Piura es mi tierra.
– También la mía, hombre -dice el doctor Zevallos-. Además, no estoy hablando, sino pensando en voz alta.
– Pero debe haber algo de cierto, patrón -insiste el chofer-. Si no, por qué hablaría la gente, por qué eso de quemador, quemador.
– Qué sé yo -dice el doctor Zevallos-. ¿A que no te atreves a preguntárselo al padre?
– ¡Con el genio que se gasta! Ni de a vainas -ríe el chofer-. Pero dígame al menos si existió ese bulín o si son inventos de la gente.
Pasan ahora por el nuevo sector de la avenida: la vieja carretera se encontrará pronto con esta pista asfaltada y los camiones que vienen del sur y siguen viaje hacia Sullana, Talara y Tumbes ya no tendrán que cruzar el centro de la ciudad. Las aceras son anchas y bajas, los postes grises de la luz están recién pintados, ese altísimo esqueleto de cemento armado será, quizás, un rascacielo más grande que el Hotel Cristina.
– El barrio más moderno se codeará con el más viejo y pobre -dice el doctor Zevallos-. Ya no creo que dure mucho la Mangachería.
– Le pasará lo que a la Gallinacera, patrón -dice el chofer-. Le meterán tractores y harán casas como éstas, para blancos.
– ¿Y adónde diablos se van a ir los mangaches con sus cabras y sus piajenos? -dice el doctor Zevallos-. ¿Y dónde se podrá tomar buena chicha en Piura, entonces?
– Van a estar tristísimos los mangaches, patrón -dice el chofer-. El arpista era su dios para ellos, más popular que Sánchez Cerro. Ahora también le pondrán velas a don Anselmo y le rezarán como a la santera Domitila.
El taxi abandona la avenida y, dando brincos, barquinazos, avanza por una callejuela terrosa, entre chozas de caña brava. Levanta una gran polvareda y enfurece a los perros vagabundos que corren, pegados a los guardafangos, ladrándole, patrón: tenían razón los mangaches, aquí amanecía más tempranito que en Piura. En la claridad azul, a través de nubes de polvo, se distinguen cuerpos tumbados sobre esteras a las puertas de las viviendas, mujeres con cántaros a la cabeza que cruzan las esquinas, asnos de mirada soñolienta y apática. Atraídos por el rugido del motor, salen chiquillos de las chozas y, desnudos o en harapos, corren tras el taxi, haciendo adiós, qué había, bostezando, qué pasaba: nada, padre, ya estaban en tierra prohibida.
– Déjanos aquí -dice el doctor Zevallos-. Caminaremos un poco.
Bajan del taxi y, tomados del brazo, despacio, sosteniéndose uno al otro, recorren un sendero oblicuo, escoltados por chiquillos que brincan, ¡quemador!, chillan y ríen, ¡quemador!, ¡quemador!, y el doctor Zevallos simula coger una piedra y lanzársela: mierdas, churres de mierda, menos mal que ya llegaban.
La cabaña de Angélica Mercedes es más grande que las otras y las tres banderitas que flamean sobre su fachada de adobes le dan un aire coqueto y gallardo. El doctor Zevallos y el padre García entran estornudando, eligen dos banquitos y una mesa de tablas bastas, se sientan. El suelo está recién regado y huele a tierra húmeda, culantro y perejil. No hay nadie en las otras mesas ni en el mostrador. Aglomerados en la puerta, los chiquillos siguen gritando, alargan sus cabezas sucias e hirsutas, ¡doña Angélica!, sus brazos flacos, ¡doña Angélica!, ríen mostrando los dientes. El doctor Zevallos se frota las manos pensativo y el padre García, entre bostezo y bostezo, mira la puerta con el rabillo del ojo. Angélica Mercedes viene por fin, fresca, rolliza, matutina, el ruedo de su pollera trazando maromas sobre los banquitos. El doctor Zevallos se levanta, doctor, le abre los brazos, pero qué gusto, qué milagro verlo aquí a estas horas, tantos meses que no venía y ella estaba cada día más buena moza, Angélica, ¿cómo hacía para no envejecer?, ¿cuál era
su secreto? Y por fin dejan de palmearse, Angélica, ¿no veía a quién le había traído?, ¿no lo reconocía? Como atemorizado, el padre García junta los pies y esconde las manos, buenos días, la bufanda muge hoscamente y el sombrero se agita un segundo, ¡Virgen santa, era el padre García! Las manos unidas sobre el corazón, los ojos alborozados, Angélica Mercedes se inclina, padrecito, qué alegría le daba verlo, él no sabía, qué bien que lo hubiera traído, doctor, y una mano huesuda y desconfiada se eleva sin afecto hacia Angélica Mercedes, se retira antes que ella la bese.
– ¿Puedes prepararnos algo caliente, comadre? -dice el doctor Zevallos-. Estamos medio muertos, hemos pasado la noche en vela.
– Claro, claro, ahora mismo -Angélica Mercedes limpia la mesa con su pollera-, ¿un caldito y un piqueo? ¿También unos claritos? No, es muy temprano para eso, les haré unos juguitos y café con leche. Pero ¿cómo no se han acostado todavía, doctor? Me lo está usted malcriando al padre García.
Un sarcástico gruñido sube de la bufanda y el sombrero se endereza, los ojos hondos del padre García miran a Angélica Mercedes y ella deja de sonreír, vuelve su cara intrigada hacia el doctor Zevallos que, la barbilla entre dos dedos, tiene ahora una expresión melancólica: ¿dónde habían estado, doctorcito? Su voz es tímida, su mano empuña el ruedo de la pollera a unos milímetros de la mesa y está inmóvil: donde la Chunga, comadre. Angélica Mercedes lanza un gritito, ¿donde la Chunga?, se demuda, ¿donde la Chunga?, se tapa la boca.
– Sí, comadre, ha muerto Anselmo -dice el doctor Zevallos-. Es una noticia triste para ti, ya sé. Para todos nosotros. Qué vamos a hacer, así es la vida.
¿Don Anselmo?, tartamudea Angélica Mercedes, la boca entreabierta, la cabeza ladeada, ¿se ha muerto, padrecito?, y su nariz palpita muy rápido, unos hoyuelos aparecen en sus mejillas, los chiquillos de la puerta han echado a correr y ella sacude la cabeza, se soba los brazos, ¿se ha muerto, doctor?, llora.
– Todos tienen que morirse -ruge el padre García, golpeando la mesa; la bufanda se abre y su cara lívida, sin afeitar, está deformada por el temblor de su boca-. Tú, yo, el doctor Zevallos, a todos nos tocará, nadie se libra.
– Cálmese, hombre -el doctor Zevallos abraza a Angélica Mercedes, que solloza apretando la pollera contra sus ojos-. Cálmate tú también, comadre. El padre García se ha puesto muy nervioso, mejor no hablarle, no preguntarle nada. Anda, prepáranos algo caliente, no llores.
Angélica Mercedes asiente sin dejar de llorar y se aleja, la cara entre las manos. En la otra habitación se la oye hablar sola, suspirar. El padre García ha recogido la bufanda, nuevamente la lleva enroscada en el cuello y se ha quitado el sombrero: erizados, grises, los mechones de cabellos de sus sienes sólo ocultan a medias su cráneo liso y con lunares. Apoya el mentón en el puño, una arruga cavilosa vetea su frente y la barba crecida da a sus mejillas un aspecto de cosa gastada y sucia. El doctor Zevallos enciende un cigarrillo. Es de día ya y el sol que anega el local y dora las cañas ha secado el suelo, moscas azules y siseantes invaden el aire. En el exterior, las voces, ladridos, balidos, rebuznos y ruidos domésticos aumentan gradualmente y, al lado, Angélica Mercedes se ha puesto a rezar, musita el nombre de la santera mezclado a invocaciones a Dios y a la Virgen, doctor: el marimacho ese lo había hecho a sabiendas.
– Pero a santo de qué -murmura el padre García-. ¿A santo de qué, doctor?
– Qué importa -dice el doctor Zevallos, viendo desvanecerse el humo-. Además, tal vez no fue a sabiendas. Pudo ser una casualidad.
– Tonterías, nos hizo llamar a usted y a mí por algo -dice el padre García-. Quería hacernos pasar un mal rato.
El doctor Zevallos se encoge de hombros. Recibe un rayo de sol en el centro de la frente y la mitad de su rostro está dorado y brillante; la otra mitad es un plomizo lunar. Tiene los ojos sumidos en una suave modorra.
– No soy nada perspicaz -dice, después de un momento-. Ni siquiera se me ocurrió pensar en eso. Pero tiene usted razón, a lo mejor quiso hacernos pasar un mal rato. Es una mujer rara, la Chunga. Yo creí que ella no sabía.
Se vuelve hacia el padre García y el lunar gana terreno, ocupa todo el rostro, sólo una oreja y la mandíbula reciben ahora el baño amarillo; que no sabía qué cosa. El padre García mira al doctor Zevallos de través.
– Que yo la traje al mundo -el doctor Zevallos alza la cabeza y ésta se enciende, su calva se destaca, luciente y granulosa-. ¿Quién le puede haber dicho? Anselmo no, estoy seguro. El creía que la Chunga vivía engañada.
– En este pueblucho chismoso todo acaba por saberse -gruñe el padre García-. Aunque sea treinta años después, se sabe todo lo que pasa.
– Nunca vino a mi consultorio -dice el doctor Zevallos-. Nunca me llamó para nada y ahora sí. Si quería hacerme pasar un mal rato, lo consiguió. Me hizo revivir todo de golpe.
– Lo de usted está claro -gruñe el padre García como si hablara con la mesa-. Éste vio morir a mi madre, que vea morir a mi padre también. ¿Pero, por qué tenía que llamarme a mí ese marimacho?
– ¿Qué significa esto? -dice el doctor Zevallos-. ¿Qué le pasa?
– Venga conmigo, doctor -la voz viene de la derecha, retumba en lo alto del zaguán-. Ahorita, tal como está doctor, no hay tiempo.
– ¿Cree que no lo reconozco? -dice el doctor Zevallos-. Salga de ahí, Anselmo. ¿Por qué se esconde? ¿Se ha vuelto loco, hombre?
– Venga, doctor, rápido -una voz quebrada en la oscuridad del zaguán que el eco repite, en lo alto-. Se me muere, doctor Zevallos, venga.
El doctor Zevallos levanta la lamparilla, busca y lo encuentra al fin, no lejos de la puerta: no está borracho ni furioso sino crispado de miedo. Sus ojos bailan locamente en las órbitas hinchadas y su espalda se pega a la pared como si quisiera echarla abajo.
– ¿Su mujer? -dice el doctor Zevallos, atónito-. ¿Su mujer, Anselmo?
– Pueden estar muertos los dos, pero yo no lo acepto -el padre García da un golpe en la mesa y su banquillo cruje-. No puedo aceptar esa infamia. Dentro de cien años también me parecería infame.
La puerta del vestíbulo se ha abierto y el hombre retrocede como si viera un fantasma, escapa del cono de luz de la lámpara. La figurilla envuelta en una bata blanca da unos pasos por el patio, hijito, se detiene antes de llegar al zaguán: ¿quién estaba ahí?, ¿por qué no entraban?
Era él, mamá, el doctor Zevallos baja la lamparilla, oculta con su cuerpo a Anselmo: tenía que salir un momento.
– Espéreme en el Malecón -susurra-. Voy a sacar mi maletín.
– Vayan tomando el caldito -Angélica Mercedes pone dos calabazas humeantes sobre la mesa-. Ya tiene sal y en un ratito más les traigo el piqueo.
Ya no llora pero su voz es quejumbrosa y se ha echado una manta negra sobre los hombros. Se aleja hacia la cocina, y ahora se contonea apenas al andar. El doctor Zevallos remueve el caldo pensativamente, el padre García alza la calabaza con cuatro dedos, la acerca a su nariz y aspira el aroma caliente.
– Yo tampoco lo entendí nunca y en ese tiempo creo que también me pareció infame -dice el doctor Zevallos-. Ahora ya estoy viejo, he visto pasar mucha agua por el río y nada me parece infame. Si usted hubiera sido testigo esa noche, no lo habría odiado tanto al pobre Anselmo, padre García, se lo juro.
– Se lo pagará Dios, doctor -lloriquea el hombre mientras corre dándose encontrones contra los árboles, las bancas y la baranda del Malecón-. Yo haré lo que me pida, le daré toda mi plata, doctor, toda mi vida, doctor.
– ¿Quiere conmoverme? -gruñe el padre García, mirando al doctor Zevallos, parapetado tras la calabaza que sigue olfateando-. ¿Tengo que ponerme a llorar yo también?
– En realidad, nada de eso importa ni un carajo ya -sonríe el doctor Zevallos-. Cosas que se llevó el viento, mi amigo. Pero por culpa de la Chunguita esta noche me volvieron a la cabeza y siguen ahí. Hablo de ellas para sacármelas de encima, no me haga caso.
El padre García toma la temperatura del caldo con la punta de la lengua, sopla, bebe un traguito, eructa, gruñe una disculpa y sigue bebiendo a sorbitos y soplando. Poco después, vuelve Angélica Mercedes con una fuente de piqueo y jugos de lúcuma. Se ha cubierto la cabeza con la manta, doctor, ¿no estaba bueno?, y su voz se esfuerza por ser natural, comadre, muy bueno. Un poquito caliente, apenas enfriara se la tomaba, y qué buena cara tenía el piqueo que les había hecho. Ahora les calentaba el café, cualquier cosa que la llamaran, nomás, padrecito. El doctor Zevallos acuna la calabaza con un dedo, examina meticulosamente la turbia y redonda superficie que oscila y el padre García ha comenzado a trinchar pedacitos de carne y a masticar con empeño. Pero, de repente, se interrumpe, ¿se habían enterado todos?, y queda con la boca abierta: ¿las perdidas y los perdidos que estaban ahí?
– Ellas sabían lo del romance desde el principio, como es lógico -murmura el doctor Zevallos, acariciando el borde de la calabaza-, pero no creo que se enterara nadie más. Había una escalerita que daba al patio de atrás, y por ahí subimos a la torre, los del salón no nos vieron. Venía una bulla salvaje de abajo y Anselmo debía haberlas instruido a ellas para que entretuvieran a la gente y no la dejaran maliciar qué pasaba.
– Qué bien conocía usted el sitio -el padre García mastica de nuevo-. No sería la primera vez que iba, me figuro.
– Había ido decenas de veces -dice el doctor Zevallos, con un fugaz destello en los ojos-. Yo tenía treinta años entonces. La flor de la edad, mi amigo.
– Suciedades, estupideces -gruñe el padre García, pero su mano baja el tenedor que se llevaba a la boca-. ¿Treinta años? Yo tendría esa edad, más o menos.
– Claro, si somos de la misma generación -dice el doctor Zevallos-. Anselmo también, aunque algo mayor que nosotros.
– Ya no quedan muchos de esa época -dice el padre García con ronco humor-. Los hemos enterrado a todos.
Pero el doctor Zevallos no lo escucha. Está moviendo los labios, pestañeando, agitando la calabaza hasta derramar gotitas de caldo sobre la mesa, hombre, cómo se iba a imaginar él, ni cuando vio el bulto en la cama adivinó, hombre, quién hubiera adivinado.
– No se ponga a hablar para adentro -masculla el padre García-, no se olvide que estoy aquí. ¿Qué cosa no se podía imaginar?
– Que su mujer era esa criatura -dice el doctor Zevallos-. Al entrar vi en la cabecera a una gorda pelirroja a la que llamaban la Luciérnaga y no me pareció enferma y yo iba a hacer una broma y ahí vi el bulto y la sangre. No puede saber, mi amigo, en las sábanas, en el suelo, todo el cuarto una pura mancha. Parecía que hubieran degollado a alguien.
El padre García no trincha, tritura ferozmente los trozos de carne, los ensarta en el tenedor, los retuerce contra la fuente. El trozo chorreante no sube hasta su boca, ¿se desangraba la criatura?, queda temblando en el aire, como su mano y el cubierto, ¿sangre por todas partes?, y una brusca ronquera lo ahoga, ¿sangre de esa niña? Un hilillo de baba clara desciende por su barbilla, imbécil, que la soltara, no era hora de besos, la estaba ahogando, había que hacerla gritar, imbécil: más bien que la cacheteara. Pero Josefino se lleva un dedo a la boca: nada de gritos, ¿no veía que había tantos vecinos?, ¿no los oía conversando? Como si no lo oyera, la Selvática chilla con más fuerza y Josefino saca su pañuelo, se inclina sobre el camastro y le tapa la boca. Sin inmutarse, doña Santos sigue hurgando, manipulando diestramente los dos muslos morenos. Y ahí le había visto la cara, padre García, y le comenzaron a temblar las piernas y las manos, se olvidó que ella se estaba muriendo y que él estaba allí para tratar de salvarla, sólo atinaba a, sí, sí, mirarla, no había duda: era la Antonia, Dios mío. Don Anselmo ya no la besaba, derrumbado a los pies de la cama le ofrecía de nuevo su plata, doctor Zevallos, su vida, ¡sálvemela!, y Josefino se asustó, doña Santos, ¿no se había muerto? No fuera a matarla, no fuera a matarla, doña Santos y ella chist: se había desmayado, nomás. Era mejor, no haría bulla y acabaría más rápido, que le mojara la frentecita con el trapo. El doctor Zevallos le entregó el lavatorio con violencia, que hirvieran más agua, imbécil, lloriqueando en vez de ayudar. Está en mangas de camisa, el cuello abierto y, ahora, muy sereno. Anselmo no puede sujetar el lavatorio, se le cae de las manos, doctor, que no se le muriera, rescata el lavatorio y a gatas se llega a la puerta, doctor, era su vida, y sale.
– La puta que te parió -murmura el doctor Zevallos-. Qué locura, Anselmo, cómo has podido, hombre, qué bestialidad has hecho, Anselmo.
– Pásame la bolsa -dice doña Santos-. Y ahora le doy un matecito y se despierta. Llévate eso, y entiérralo bien, y que no te vea nadie.
– ¿Había alguna esperanza? -gruñe el padre García martirizando los trozos de carne, punzándolos y arrastrándolos de un lado a otro-. ¿Era imposible salvar a la niña?
– Tal vez en un hospital -dice el doctor Zevallos-. Pero no se podía moverla. Tuve que operarla casi a oscuras, sabiendo que se moría. Más bien fue un milagro que se salvara la Chunguita, nació cuando la madre ya estaba muerta.
– Milagro, milagro -gruñe el padre García-. Todo es milagro aquí. También decían milagro cuando mataron a los Quiroga y la niña se salvó. Hubiera sido mejor para ella morirse entonces.
– ¿No se acuerda de la muchacha cuando pasa por la glorieta? -dice el doctor Zevallos-. Yo sí, siempre me parece verla sentada ahí, tomando sol. Pero esta noche llegué a sentir más pena por Anselmo que por la Antonia.
– No lo merecía -ronca el padre García-. Ni pena, ni compasión ni nada. Toda esta tragedia fue culpa de él.
– Si usted lo hubiera visto pataleando, besándome los pies para que salvara a la muchacha, también se habría apiadado -dice el doctor Zevallos-. ¿Sabe que si no fuera por mi comadre, la Chunguita se me moría también? Ella me ayudó a atenderla.
Quedan en silencio y el padre García se lleva un pedazo de carne a la boca, pero hace una mueca de asco y suelta el tenedor. Angélica Mercedes vuelve con otra jarrita de jugo, viene espantando a las moscas con una mano.
– ¿Nos has oído, comadre? -dice el doctor Zevallos-. Estábamos recordando la noche que se murió la Antonia. Ya parece sueño ¿no? Le decía al padre que tú me ayudaste a salvar a la Chunga.
Angélica Mercedes lo mira muy seria, sin asombro ni alarma, como si no hubiera entendido.
– No me acuerdo de nada, doctor -dice en voz baja, por fin-. Yo era cocinera, pero tampoco me acuerdo. No hay que hablar de eso ahora. Voy a ir a misa de ocho a rezar por don Anselmo, para que descanse en su tumba. Y después iré a velarlo.
– ¿Qué edad tenías tú? -gruñe el padre García-. No me acuerdo cómo eras. De Anselmo y de las perdidas sí, pero no de ti.
– Era una churre, padrecito -la mano de Angélica Mercedes es un rápido, eficiente abanico: ninguna mosca se acerca al piqueo ni a los jugos.
– No más de quince años -dice el doctor Zevallos-. Y qué bonita, comadre. Todos te echábamos el ojo y Anselmo alto, no es habitanta, se mira pero no se toca, cuidándote como a su hija.
– Yo era doncellita y el padre García no quería creerme -un brillo pícaro anima los ojos de Angélica Mercedes pero su cara es siempre una severa máscara-. Iba a confesarme temblando y usted siempre sal de esa casa del diablo, ya estás condenada. ¿Tampoco se acuerda, padre?
– Lo que se habla en el confesionario es secreto -gruñe el padre García con una especie de ronquera jovial-. Guárdate esas historias para ti.
– Casa del diablo -dice el doctor Zevallos-. ¿Todavía cree que Anselmo era el diablo? ¿De veras olía a azufre o era para asustar a los beatos?
Angélica Mercedes y el doctor sonríen y, bajo la bufanda, después de un momento, suena algo inesperado y tosco, híbrido como una arcada de tos y risa sofocante.
– En ese tiempo estaba sólo ahí, en la Casa Verde -dice el padre García carraspeando-. El cachudo está ahora por todas partes. En la casa del marimacho, y en la calle, y en los cines, todo Piura se ha vuelto la casa del cachudo.
– Pero no la Mangachería, padrecito -dice Angélica Mercedes-. Aquí no ha entrado nunca, no lo dejamos, la santa Domitila nos ayuda en eso.
– Todavía no es santa -dice el padre García-. ¿No ibas a hacernos café?
– Sí, ya está listo -dice Angélica Mercedes-. Voy a traerlo.
– Hace lo menos veinte años que no pasaba una noche en blanco -dice el doctor Zevallos-. Y ahora se me ha quitado el sueño del todo.
Las moscas, desde que Angélica Mercedes da media vuelta, regresan y caen sobre el piqueo, lo salpican de puntos oscuros. De nuevo corretean chiquillos desarrapados frente a la puerta y, a través de las cañas, se ve pasar gente hablando fuerte, y a un grupo de viejos que se asolean y dialogan ante la cabaña del frente.
– ¿Al menos se sentía arrepentido? -gruñe el padre García-. ¿Se daba cuenta que esa niña se había muerto por su culpa?
– Salió corriendo detrás de mí -dice el doctor Zevallos-. Se revolcaba en el arenal, quería que lo matara. Lo llevé a mi casa, le puse una inyección y lo despaché. No sé nada, no he visto nada, váyase. Pero no se fue, se bajó al río y ahí estuvo esperando a la lavandera, ¿cómo se llamaba?, esa que crió a la Antonia.
– Siempre estuvo loco -gruñe el padre García-. Espero por él que se haya arrepentido y que Dios lo haya perdonado.
– Y aunque no se arrepintiera, ya tuvo bastante castigo con lo que sufrió -dice el doctor Zevallos-. Además, habría que saber si realmente merecía castigo. ¿Y si la Antonia no hubiera sido su víctima sino su cómplice? ¿Si se hubiera enamorado de él?
– No diga disparates -gruñe el padre García-. Voy a creer que está reblandecido.
– Es algo que me he preguntado siempre -dice el doctor Zevallos-. Las habitantas decían que él la mimaba y que la muchacha parecía contenta.
– ¿Ahora ya le parece normal? -gruñe el padre García-. Robarse a una ciega, meterla a un prostíbulo, ponerla encinta. ¿Muy bien que hiciera eso? ¿Lo más normal del mundo? ¿Había que premiarlo por esa gracia?
– No tiene nada de normal -dice el doctor Zevallos-, pero no levante tanto la voz, cuidado con su asma. Sólo digo que quién sabe lo que ella pensaba. La Antonia no sabía lo que era bueno ni malo, y, después de todo, gracias a Anselmo fue una mujer completa. Yo siempre he creído…
– ¡Cállese, hombre! -el padre García arremete a manotazos contra las moscas que huyen despavoridas-. ¡Una mujer completa! ¿Las monjas son incompletas? ¿Los curas somos incompletos porque no hacemos porquerías? No le permito herejías tan estúpidas.
– Está usted peleando contra fantasmas -sonríe el doctor Zevallos-. Sólo quería decirle que creo que Anselmo la quiso de veras, y que probablemente ella lo quiso también.
– Esta conversación me disgusta -gruñe el padre García-. No nos vamos a poner de acuerdo, y no quiero pelearme con usted.
– Sólo faltaba esto -murmura el doctor Zevallos-. Mire quiénes llegan.
Eran los inconquistables, no querían trabajar, sólo chupar, sólo timbear, eran los inconquistables y venían a desayunar, caramba: quién estaba aquí.
– Vámonos -gruñe el padre García, exasperado-. No quiero estar junto a esos bandidos.
Pero los León no le dan tiempo a levantarse y caen sobre él batiendo palmas, padre García, los cabellos enmarañados, padrecito, los ojos llenos de resacas nocturnas. Brincan en torno al padre García, hoy caería nieve en Piura y no arena, tratan de estrecharle la mano, era el milagro de los milagros, lo palmean, día de fiesta para los mangaches recibir esta visita. Están en camiseta, sin medias, los zapatos desanudados, huelen a transpiración y el padre García, agazapado detrás de la bufanda, bajo el sombrero que se ha puesto a toda prisa, permanece inmóvil, mira fijamente el piqueo atacado de nuevo por las moscas.
– No acepto que le falten el respeto -dice el doctor Zevallos-. Atención con esas lenguas, muchachos. Es un hombre de hábito y con canas.
– Pero si nadie le falta el respeto, doctor -dice el Mono-. Estamos felicisísimos de verlo aquí, palabra, sólo queremos que nos dé la mano.
– Nunca se vio a un mangache faltar a la hospitalidad, doctor -dice José-. Buenos días, doña Angélica. Hay que festejar el acontecimiento, tráigase algo para brindar con el padre García. Vamos a hacer las paces con él.
Angélica Mercedes viene con dos tacitas de café en las manos, muy seria.
– ¿Por qué esa cara de enojo, doña Angélica? -dice el Mono-. ¿No está contenta con esta visita?
– Ustedes son lo peor de esta ciudad -gruñe el padre García-. El pecado original de Piura. Ni aunque me maten tomaré nada con ustedes.
– No se sulfure, padre García -dice el Mono-. No le estamos tomando el pelo, de veras estamos contentos de que haya vuelto a la Mangachería.
– Corrompidos, vagabundos -el padre García ha iniciado una nueva ofensiva contra las moscas-. ¡Con qué derecho me hablan, perdidos!
– Vea usted, doctor Zevallos -dice el Mono-. Quién falta el respeto a quién.
– Déjenlo tranquilo al padre -dice Angélica Mercedes-. Don Anselmo se ha muerto. El padre y el doctor lo estuvieron atendiendo, no han dormido toda la noche.
Deja la tacita sobre la mesa, regresa a la cocina, y, cuando su silueta desaparece en la habitación del fondo, sólo se oye en el local el tintineo de las cucharillas, los sorbos de café del doctor Zevallos, la afanosa respiración del padre García. Los León se miran, como mareados.
– Ya ven, muchachos -dice el doctor Zevallos-. No es día para bromas.
– Se murió don Anselmo -dice José-. Se nos murió el arpista, Mono.
– Pero si era el mejor hombre, doctor -balbucea el Mono-. Si era un gran artista, doctor, una gloria de Piura. Y el más bueno de todos. Se me parte el alma, doctor Zevallos.
– Como el padre de todos nosotros, doctor -dice José-. Bolas y el joven se estarán muriendo de pena, Mono. Sus discípulos, doctor, uña y carne con el arpista. Usted no sabe cómo lo cuidaban, doctor.
– No sabíamos nada, padre García -dice el Mono-. Le pedimos perdón por esas bromas.
– ¿Se murió así, de repente? -dice José-. Si ayer estaba de lo más bien. Anoche comimos con él aquí, doctor Zevallos, y él se reía y bromeaba.
– ¿Dónde está, doctor? -dice el Mono-. Tenemos que ir a verlo, José, hay que prestarse corbatas negras.
– Está allá, donde se murió -dice el doctor Zevallos-. Donde la Chunga.
– ¿Se murió en la Casa Verde? -dice el Mono-. ¿Ni siquiera lo llevaron al hospital al arpista?
– Esto es como un terremoto para la Mangachería, doctor -dice José-. Ya no será lo mismo sin el arpista.
Menean las cabezas, consternados, incrédulos, y prosiguen sus monólogos y sus diálogos, mientras el padre García bebe su café, sin apartar la taza de los labios que apenas desbordan la bufanda. El doctor Zevallos ha tomado el suyo ya, y ahora juega con la cucharilla, trata de mantenerla en equilibrio en la punta de un dedo. Los León callan, por fin, y se sientan en una mesa vecina. El doctor Zevallos les ofrece cigarrillos. Cuando entra Angélica Mercedes, rato después, ellos fuman en silencio, igualmente abrumados y ceñudos.
– Por eso no ha venido Lituma -dice el Mono-. Estará acompañando a la Chunguita.
– Se hacía la indiferente, la mujer helada -dice José-. Pero en sus adentros estará sangrando también. ¿No cree, doña Angélica? La sangre llama a la sangre.
– Estará con pena, quizás -dice Angélica Mercedes-.
Pero nunca se puede saber con ésa, ¿acaso era buena hija? -¿Por qué dices eso, comadre? -dice el doctor Zevallos.
– ¿A usted le parece bien que tuviera a su padre de empleado? -dice Angélica Mercedes.
– Al doctor Zevallos todo le parece bien -gruñe el padre García-. Con la vejez ha descubierto que no hay nada malo en el mundo.
– Usted lo dice como un sarcasmo -sonríe el doctor Zevallos-. Pero, fíjese, hay algo de cierto en eso.
– Don Anselmo se hubiera muerto si no tocaba, doña Angélica -dice el Mono-. Los artistas viven de su arte. ¿Qué había de malo en que tocara allá? La Chunguita le pagaba bien.
– Apúrese con el café, mi amigo -dice el doctor Zevallos-. Se me ha venido el sueño de golpe, se me cierran los ojos.
– Ahí llega nuestro primo, Mono -dice José-. Qué cara de duelo trae.
El padre García hunde la nariz en la tacita de café, lanza un gruñido sordo cuando la Selvática, los zapatos en la mano, los ojos muy maquillados y la boca sin pintura, se inclina hacia él y le besa la mano. Lituma se sacude el polvo que ensucia su terno gris, la corbata de motas verdes, los zapatos amarillos. Tiene los pelos despeinados y brillantes de vaselina, las facciones demacradas y saluda muy serio al doctor Zevallos.
– Lo van a velar aquí, doña Angélica -dice-. La Chunga me encargó avisarle.
– ¿En mi casa? -dice Angélica Mercedes-. ¿Y por qué no lo dejan donde está? Para qué van a moverlo, al pobre.
– ¿Quieres que lo velen en un prostíbulo? -ronca el padre García-. ¿Dónde tienes la cabeza, tú?
– Yo encantada de prestar mi casa, padre -dice Angélica Mercedes-. Sólo que creí que era pecado andar con el difunto de aquí para allá. ¿No es sacrilegio?
– ¿Acaso sabes siquiera lo que quiere decir sacrilegio? -gruñe el padre García-. No hables de lo que no entiendes.
– El Bolas y el Joven han ido a comprar el cajón y a arreglar lo del cementerio -Lituma se ha sentado entre los León-. Después, lo traerán. La Chunga pagará todo, doña Angélica, los licores, las flores, dice que usted sólo preste la casa.
– A mí me parece bien que el velorio sea en la Mangachería -dice el Mono-. Era un mangache, que lo velen sus hermanos.
– Y la Chunga quisiera que usted diga la misa, padre García -dice Lituma, tratando de ser natural, pero su voz es demasiado lenta-. Fuimos a su casa a decírselo y no nos abrieron. Suerte encontrarlo aquí.
La calabaza vacía rueda al suelo y hay un torbellino de pliegues negros sobre la mesa, con qué permiso, el padre García aporrea la fuente de piqueo, quién le había autorizado a dirigirle la palabra, y Lituma se levanta de un brinco, quemador, qué tono era ése: quemador. El padre García trata de incorporarse y gesticula entre los brazos del doctor Zevallos, so canalla, chacal y la Selvática tironea el saco de Lituma, que se callara, dando grititos, que no le faltara, era un padre, que le taparan la boca. Pero ya lo vería en el infierno, so canalla, ahí las pagaría todas, ¿sabía lo que era el infierno, so canalla? El rostro inflamado, la boca torcida, el padre García tiembla como un trapo y Lituma sacude a la Selvática sin poder apartarla, quemador, a él no lo insultaba, no le decía canalla, quemador y el padre García pierde, recupera la voz, era peor que la perdida esta que lo mantenía, y alarga en el vacío sus manos exasperadas, un parásito de la inmundicia, un chacal y ahora también los León sujetan a Lituma: le iba a quebrar la jeta a ese viejo, no aguantaba, aunque fuera cura, quemador de mierda. La Selvática ha comenzado a llorar y Angélica Mercedes tiene un banquillo en las manos, lo bambolea frente a Lituma como dispuesta a quebrárselo en la cabeza si avanza un milímetro. En la puerta, detrás de las cañas, en todo el rededor del local hay cabezas atentas y excitadas, ojos, melenas, codazos y un vocerío creciente que parece propagarse hacia el resto del barrio y los nombres del arpista, de los inconquistables y del padre García despuntan a veces entre el coro chillón de los churres: quemador, quemador, quemador. Ahora el padre García tose, los brazos en alto, desorbitado, rojo como una brasa, la lengua afuera, y riega saliva en torno suyo. El doctor Zevallos le sostiene las manos en alto, la Selvática le hace aire, Angélica Mercedes le da golpecitos suaves en la espalda y Lituma parece ahora confuso.
– A cualquiera se le va la lengua cuando lo insultan porque sí -dice con voz vacilante-. No es mi culpa, a ustedes les consta que él empezó.
– Pero le faltaste y es viejito, primo -dice el Mono-. Estuvo toda la noche sin pegar los ojos.
– No debiste, Lituma -dice José-. Pídele disculpas, hombre, mira cómo lo has puesto.
– Le pido disculpas -tartamudea Lituma-. Ya cálmese, padre García. No es para tanto, tampoco.
Pero el padre García sigue estremecido de tos y de arcadas, y tiene el rostro empapado de mocos, babas y lágrimas. La Selvática le limpia la frente con su falda, Angélica Mercedes trata de hacerle beber un vasito de agua y Lituma palidece, le estaba pidiendo disculpas, padre, y se pone a chillar, qué más querían que hiciera, aterrado, si él no quería que se muriera, maldita sea, y se retuerce las manos.
– No te asustes -dice el doctor Zevallos-. Es el asma y la arena que se le ha metido a la garganta. Ya se le va a pasar.
Pero Lituma no puede ya dominar sus nervios, lo insultaba y él mismo se descomponía, y se lamenta casi llorando entre los León que lo abrazan, uno andaba amargado con tanta desgracia, hace pucheros y por momentos parece que fuera a romper en sollozos, primo, tranquilo, ellos comprendían, y él golpeándose el pecho: lo habían hecho desvestirlo al arpista, lavarlo, vestirlo de nuevo, no había quien resistiera, uno era humano. Y ellos que se calmara, primo, ánimo, pero él no podía, carajo, carajo, no podía, y se desploma sobre un banquillo, la cabeza entre las manos. El padre García ha dejado de toser y, aunque respira todavía con esfuerzo, tiene el rostro más sereno. La Selvática está arrodillada junto a él, padrecito, ¿se sentía mejor? Y él asiente, pasaba que fuera una perdida, allá ella, gruñendo, desdichada, pero había que ser bruta, condenarse por mantener a un inútil, a un asesino, había que ser bruta y ella sí, padrecito, pero que no se enojara, que se calmara, ya había pasado.
– Déjalo que te insulte si eso lo tranquiliza, primo -dice el Mono.
– Está bien, me dejo, me aguanto -susurra Lituma-. Que me insulte, asesino, inútil, que siga, todo lo que quiera.
– Cállate, chacal -gruñe el padre García, sin ímpetu, con notorio desgano, y, en la puerta, detrás de las cañas, hay una ola de risas-. Silencio, chacal.
– Estoy callado -ruge Lituma-. Pero ya no me insulte, soy un hombre, no me gusta, cierre su boca, padre García. Pídaselo usted, doctor Zevallos.
– Ya pasó, padrecito -dice Angélica Mercedes-. No diga palabrotas, en usted parece pecado, padre, no se enfurezca así. ¿Quiere otro cafecito?
El padre García saca un pañuelo amarillento de su bolsillo, bueno, otro cafecito, y se suena con fuerza. El doctor Zevallos se alisa las cejas, se limpia la saliva de las solapas con un gesto de fastidio. La Selvática pasa su mano por la frente del padre García, le asienta los mechones de las sienes y él la deja hacer, enfurruñado y dócil.
– Mi primo quiere pedirle perdón, padre García -dice el Mono-. Siente mucho lo que ha pasado.
– Que pida perdón a Dios y deje de explotar a las mujeres -gruñe tranquilamente el padre García, aplacado del todo-. Y ustedes también pidan perdón a Dios, so vagos. ¿Y tú también mantienes a este par de ociosos?
– Sí, padrecito -dice la Selvática y hay una nueva onda de risas en la calle. El doctor Zevallos escucha con aire divertido.
– No se puede decir que te falte franqueza -gruñe el padre García, escarbándose la nariz con el pañuelo-. Vaya idiota consumada que eres tú, infeliz.
– Yo misma me digo eso muchas veces, padre -reconoce la Selvática, sobando la frente rugosa del padre García-. Y se lo digo a ellos en su cara, no crea.
Angélica Mercedes trae otra tacita de café, la Selvática vuelve a la mesa de los León y la gente amontonada en la puerta y detrás de las cañas después de un momento comienza a disgregarse. Los churres retornan a sus carreras polvorientas, de nuevo se oyen sus voces delgadas e hirientes. Los transeúntes hacen un alto frente a la chichería, meten la cabeza, señalan al padre García que, agachado, bebe su café a sorbitos, parten. Angélica Mercedes, los inconquistables y la Selvática, hablan a media voz de viandas y bebidas, calculan cuánta gente vendrá al velorio, musitan nombres, cifras y discuten precios.
– ¿Acabó su café? -dice el doctor Zevallos-. Ya tenemos ajetreos de sobra por hoy, vámonos a la cama.
No hay respuesta: el padre García duerme apaciblemente, la cabeza inclinada sobre el pecho, una punta de la bufanda sumergida en la tacita.
– Se quedó dormido -dice el doctor Zevallos-. No sé qué me da despertarlo.
– ¿Quiere que le preparemos una camita? -dice Angélica Mercedes-. En el otro cuarto, doctor. Lo abrigaremos bien, no haremos ruido.
– No, no, que se despierte y me lo llevo -dice el doctor Zevallos-. Él no da nunca su brazo a torcer, pero yo lo conozco. La muerte de Anselmo lo ha afectado bastante.
– Más bien debía estar contento -susurra el Mono, apenado-. Siempre que veía a don Anselmo en la calle, lo insultaba. Le tenía odio.
– Y el arpista no le contestaba, se hacía el que no oía y se iba a la otra vereda -dice José.
– No lo odiaba tanto -dice el doctor Zevallos-. Por lo menos, ya no en estos últimos años. Sólo que era una costumbre en él, un vicio.
– Cuando debió ser al revés -dice el Mono-. Don Anselmo sí tenía razones para odiarlo.
– No digas eso, es pecado -dice la Selvática-. Los padres son los ministros de Dios, no se los puede odiar.
– Si es verdad que le quemó la casa, ahí se ve el alma grande que tenía el arpista -dice el Mono-. Nunca le oí ni media palabra contra el padre García.
– ¿A don Anselmo le quemaron esa casa de verdad, doctor? -dice la Selvática.
– ¿Ya no te he contado esa historia cien veces? -dice Lituma-. ¿Para qué tienes que preguntarle al doctor?
– Porque siempre me la cuentas distinto -dice la Selvática-. Le pregunto porque quiero saber cómo fue de verdad.
– Cállate, déjanos a los hombres conversar en paz -dice Lituma.
– Yo también lo quería al arpista -dice la Selvática-. Yo tenía más cosas con él que tú, ¿acaso no era mi paisano?
– ¿Tu paisano? -dice el doctor Zevallos, interrumpiendo un bostezo.
– Claro, muchacha -dice don Anselmo-. Como tú, pero no de Santa María de Nieva, ni sé dónde queda ese pueblo.
– ¿De veras, don Anselmo? -dice la Selvática-. ¿Usted también nació allá? ¿No es cierto que la selva es linda, con tantos árboles y tantos pajaritos? ¿No es cierto que allá la gente es más buena?
– La gente es igual en todas partes, muchacha -dice el arpista-. Pero sí es cierto que la selva es linda. Ya me he olvidado de todo lo de allá, salvo del color, por eso pinté de verde el arpa.
– Aquí todos me desprecian, don Anselmo -dice la Selvática-. Dicen selvática como un insulto.
– No lo tomes así, muchacha -dice don Anselmo-. Más bien como cariño. A mí no me molestaría que me dijeran selvático.
– Es curioso -el doctor Zevallos se rasca el cuello, mientras bosteza-. Pero posible, después de todo. ¿De veras tenía el arpa pintada de verde, muchachos?
– Don Anselmo era mangache -dice el Mono-. Nació aquí, en el barrio, y nunca salió de aquí. Mil veces le oí decir soy el más viejo de los mangaches.
– Claro que la tenía -afirma la Selvática-. Y siempre hacía que el Bolas se la pintara de nuevo.
– ¿Anselmo selvático? -dice el doctor Zevallos-. Posible, después de todo, por qué no, qué curioso.
– Son mentiras de ésta, doctor -dice Lituma-. A nosotros nunca nos dijo eso la Selvática, lo acaba de inventar. ¿A ver por qué lo cuentas sólo ahora?
– Nadie me preguntó -dice la Selvática-. ¿No dices que las mujeres tienen que estar con la boca cerrada?
– ¿Y por qué te lo contó a ti? -dice el doctor Zevallos-. Antes, cuando le preguntábamos dónde había nacido, cambiaba de conversación.
– Porque yo también soy selvática -dice ella y lanza una mirada orgullosa a su alrededor-. Porque éramos paisanos.
– Te estás haciendo la burla de nosotros, recogida -dice Lituma.
– Recogida pero bien que te gusta mi plata -dice la Selvática-. ¿Mi plata también te parece recogida?
Los León y Angélica Mercedes sonríen, Lituma ha arrugado la frente, el doctor Zevallos sigue rascándose el cuello con ojos meditabundos.
– No me calientes, chinita -sonríe artificialmente Lituma-. No es día de discusiones.
– Cuidado que se caliente ella, más bien -dice Angélica Mercedes-. Y te deje y tú te mueras de hambre. No te metas con el hombre de la familia, inconquistable.
Los León la festejan, sus caras ya no están de luto sino muy alegres, y Lituma acaba también por reír, doña Angélica, con buen humor, que se fuera cuando quisiera. Si andaba pegada a ellos como una lapa, si le tenía más miedo a Josefino que al diablo. Si lo dejaba a él, ése la mataba.
– ¿Nunca más te habló Anselmo de la selva, muchacha? -dice el doctor Zevallos.
– Era mangache, doctor -asegura el Mono-. Ésta le ha inventado que era su paisano porque está muerto y no puede defenderse, para hacerse la importante.
– Una vez le pregunté si tenía familia allá -dice la Selvática-. Quién sabe, dijo, ya se habrán muerto todos.
Pero otras veces negaba y me decía nací mangache y moriré mangache.
– ¿Ya ve, doctor? -dice José-. Si alguna vez le contó que era su paisano, sería bromeando. Por fin dices la verdad, prima.
– No soy tu prima -dice la Selvática-. Soy una puta y una recogida.
– Que no te oiga el padre García porque le da otra rabieta -dice el doctor Zevallos, un dedo sobre los labios-. ¿Y qué es del otro inconquistable, muchachos? ¿Por qué ya no andan con él?
– Nos peleamos, doctor -dice el Mono-. Le hemos prohibido la entrada a la Mangachería.
– Era un mal tipo, doctor -dice José-. Mala gente. ¿No supo que ha caído en lo más bajo? Hasta estuvo preso por ladrón.
– Pero antes eran inseparables y andaban fregándole la paciencia a todo Piura con él -dice el doctor Zevallos.
– Lo que pasa es que no era mangache -dice el Mono-. Un mal amigo, doctor.
– Hay que ir a contratar un padre -dice Angélica Mercedes-. Para la misa, y también para que venga al velorio y le rece.
Al oírla, los León y Lituma simultáneamente agravan los rostros, fruncen el ceño, asienten.
– Algún padre del Salesiano, doña Angélica- dice el Mono-. ¿Quiere que la acompañe? Hay uno simpático, que juega al fútbol con los churres. El padre Doménico.
– Sabe fútbol pero no sabe español -gruñe afónicamente la bufanda-. El padre Doménico, qué disparate.
– Como usted diga, padre -dice Angélica Mercedes-. Era para tener un velorio como Dios manda ¿ve usted? ¿A quién podríamos llamar, entonces?
El padre García se ha puesto de pie y está acomodándose el sombrero. El doctor Zevallos también se ha levantado.
– Vendré yo -el padre García hace un ademán impaciente-. ¿No ha pedido ese marimacho que yo venga? Para qué tanta habladuría entonces.
– Sí, padrecito -dice la Selvática-. La señora Chunga prefería que viniera usted.
El padre García se aleja hacia la puerta, curvo y oscuro, sin levantar los pies del suelo. El doctor Zevallos saca su cartera.
– No faltaba más, doctor -dice Angélica Mercedes-. Es una invitación mía, por el gusto que me dio trayendo al padre.
– Gracias, comadre -dice el doctor Zevallos-. Pero te dejo esto de todos modos, para los gastos del velorio. Hasta la noche, yo vendré también.
La Selvática y Angélica Mercedes acompañan al doctor Zevallos hasta la puerta, besan la mano del padre García y regresan a la chichería. Tomados del brazo, el padre García y el doctor Zevallos caminan dentro de un terral, bajo un sol animoso, entre piajenos cargados de leña y de tinajas, perros lanudos y churres, quemador, quemador, quemador, de voces incisivas e infatigables. El padre García no se inmuta: arrastra los pies empeñosamente y va con la cabeza colgando sobre el pecho, tosiendo y carraspeando. Al tomar una callecita recta, un poderoso rumor sale a su encuentro y tienen que pegarse contra un tabique de cañas para no ser atropellados por la masa de hombres y mujeres que escolta a un viejo taxi. Una bocina raquítica y desentonada cruza el aire todo el tiempo. De las chozas sale gente que se suma al tumulto, y algunas mujeres lanzan ya exclamaciones y otras elevan al cielo sus dedos en cruz. Un churre se planta frente a ellos sin mirarlos, los ojos vivaces y atolondrados, se murió el arpista, jala la manga al doctor Zevallos, ahí lo traían en el taxi, con su arpa y todo lo traían, y sale disparado, accionando. Por fin, termina de pasar el gentío. El padre García y el doctor Zevallos llegan a la avenida Sánchez Cerro, dando pasitos muy cortos, exhaustos.
– Yo pasaré a buscarlo -dice el doctor Zevallos-. Vendremos juntos al velorio. Trate de dormir unas ocho horas, lo menos.
– Ya sé, ya sé -gruñe el padre García-. No me esté dando consejos todo el tiempo.
Fin