Tomar medidas para ser seducida, Leonora estaba absolutamente segura, no se suponía que fuera tan difícil. Al día siguiente, sentada en la sala mientras copiaba su carta, copia tras copia, trabajando tenazmente para terminar la correspondencia de Cedric, reevaluó su posición y consideró todas las vías para insinuarse.
La tarde anterior había desviado diligentemente a las parientes de Trentham al salón; él se les había unido quince minutos más tarde, limpio, inmaculado, con su apostura habitual. Habiendo aprovechado su interés por los invernaderos para explicar su visita a las señoras, le había hecho apropiadamente varias preguntas a cerca de las cuales él había negado todo conocimiento, en cambio sugirió que su jardinero la visitara.
Pedirle que la llevara de paseo habría sido infructuoso; sus parientes los habrían acompañado.
Con pesar, había tachado el invernadero de su lista mental de lugares convenientes para la seducción; podría arreglarse un momento apropiado, y el asiento junto a la ventana proporcionaba una posición excelente, pero nunca podrían asegurar su intimidad.
Trentham había mandado llamar a su carruaje, la ayudó a entrar en él y la envió a casa. Insatisfecha. Incluso más hambrienta que cuando había salido.
Aún más decidida.
De todos modos, la excursión no había sido infructuosa; ahora tenía un triunfo en la mano. Se proponía usarlo sabiamente. Eso significaba eliminar simultáneamente los obstáculos del momento, el lugar y la privacidad. No tenía ni idea de cómo lo manejaban los libertinos. Quizás simplemente esperaban que surgiera la oportunidad y luego atacaban.
Después de esperar con paciencia todos estos años, y finalmente haberse decidido, no se sentía inclinada a sentarse de brazos cruzados y esperar por más tiempo. La mejor oportunidad era la que se buscaba; si era necesario, tendría que crearla.
Todo eso estaba muy bien, pero no podía pensar el cómo.
Se devanó los sesos a lo largo del día. Y del siguiente. Hasta consideró aceptar la oferta permanente de su tía Mildred respecto a introducirla en la alta sociedad. A pesar de su desinterés por los bailes y fiestas de la sociedad, era consciente de que tales acontecimientos proporcionaban puntos de reunión en los cuales los caballeros y las damas podían encontrarse en privado. Sin embargo, por pequeños retazos que las parientes de Trentham habían dejado caer, así como por los propios comentarios cáusticos de él, había deducido que sentía poco entusiasmo por los círculos sociales. No había ninguna razón para hacer tal esfuerzo si él probablemente no iba a estar presente para que se encontraran, en privado o de otra manera.
Cuando el reloj dio las cuatro, soltó la pluma y estiró los brazos por encima de la cabeza. Casi había terminado su ejercicio de escribir cartas, pero cuando su mente volvió a los lugares en los cuales ser seducida, ésta permaneció tercamente en blanco.
– ¡Tiene que haber algún sitio! -Se levantó de la silla, irritada e impaciente. Frustrada. Su mirada fue a la ventana. Había hecho un buen día, pero ventoso. Ahora el viento había amainado; la tarde se acercaba, benigna si bien fresca.
Se dirigió hacia el vestíbulo delantero, agarró su capa, no se molestó en coger el sombrero. No podía estar fuera mucho tiempo. Echó un vistazo alrededor, esperando a Henrietta, entonces comprendió que el lebrel estaba afuera para su saludable paseo por el parque cercano, llevando a rastras con la correa a uno de los lacayos.
– ¡Maldición! -se lamentó por no haberse unido a ellos a tiempo.
Los jardines, tanto el de la parte delantera como el de atrás, estaban protegidos; quería, necesitaba, caminar al aire libre. Tenía que respirar, dejar que el frescor la atemperara, se llevara su frustración y vigorizara de nuevo su cerebro.
No había paseado sola durante semanas, a pesar de que el ladrón difícilmente podría estar acechando a cada instante.
Con un susurro de faldas, se dio la vuelta, abrió la puerta principal, y salió.
Dejó la puerta abierta y bajó los escalones, después siguió el camino hacia el portal. Al llegar, se asomó. La luz todavía era buena; en ambas direcciones, la calle estaba tranquila, se encontraba vacía. Bastante segura. Tiró del portal abriéndolo, lo traspasó, y lo cerró tras ella, luego echó a andar enérgicamente a lo largo de la acera.
Al pasar por el Número 12, echó un vistazo, pero no vio ningún signo de movimiento. Había oído por vía de Toby que Gasthorpe ya había contratado a todo el personal, pero la mayor parte todavía no residía ahí. Biggs, sin embargo, volvía cada noche, y el mismo Gasthorpe raramente dejaba la casa; no había habido más actividad criminal.
De hecho, desde la última vez que avistó al hombre en la parte de atrás del jardín, y éste se había escapado, no había habido ningún incidente adicional de ninguna clase. La sensación de ser vigilada había desaparecido; aunque de vez en cuando se sentía observada, el sentimiento era más distante, menos amenazante.
Paseó, sopesándolo, considerando lo que podría significar en cuanto a Montgomery Mountford y lo que fuera que estaba tan decidido a sacar de la casa de su tío. A pesar de que los arreglos para ser seducida eran ciertamente una distracción, no se había olvidado del señor Mountford.
Quienquiera que fuera.
Este pensamiento evocó otros; recordó las recientes pesquisas de Trentham. Directo y al tema, decisivo, activo, aunque lo intentara con todas sus fuerzas, no podía imaginar a ningún otro caballero disfrazarse como él lo había hecho.
Se había mostrado muy cómodo en su disfraz.
Había dado la impresión de ser aún más peligroso de lo que por lo general parecía.
Una imagen provocadora; recordó haber oído hablar de damas que se permitieron apasionadas aventuras amorosas con hombres de clase claramente inferior. ¿Podría ella, más adelante, ser susceptible a tales deseos?
Francamente no tenía ni idea, lo cual sólo confirmaba cuánto le quedaba aún por aprender, no sólo sobre la pasión, sino también sobre sí misma.
Con cada día que pasaba, se hacía más consciente de esto último.
Alcanzó el final de la calle y se detuvo en la esquina. La brisa allí era más fuerte; su capa ondeó. Sujetándola, miró hacia el parque, pero no vio a ningún lebrel delgaducho volviendo con el lacayo a remolque. Pensó esperar, pero la brisa era demasiado fría y lo suficientemente fuerte como para despeinarla. Girando, volvió sobre sus pasos, sintiéndose considerablemente restablecida.
Con la mirada fija en el suelo, resueltamente su mente volvió hacia la pasión, específicamente a cómo probarla.
Las sombras se alargaban; el anochecer se acercaba.
Había alcanzado el linde del Número 12 cuando oyó pisadas rápidas y decididas acercándose tras ella.
El pánico estalló; se volvió, apoyándose contra la alta pared de piedra a pesar de que su razón serenamente le indicaba lo improbable de cualquier ataque.
Un vistazo a la cara del hombre que se precipitaba hacia ella, y supo que la razón le mentía.
Abrió la boca y gritó.
Mountford gruñó y la agarró. Las manos se cerraron cruelmente sobre ambos brazos, la arrastró hasta la mitad de la ancha acera y la sacudió.
– ¡Hey!
El grito llegó desde el final de la calle; Mountford se detuvo. Un hombre corpulento corría hacia ellos.
Mountford maldijo. Sus dedos apretaron brutalmente los brazos de ella cuando se inclinó para mirar al otro lado.
Juró otra vez, un improperio vulgar, mostrando un indicio de miedo. Sus labios se curvaron en un gruñido.
Leonora miró, y vio a Trentham acercarse con rapidez. Algo más atrás venía otro hombre, pero fue la mirada en el rostro de Trentham lo que la impresionó, y lo que momentáneamente paralizó a Mountford.
Él se liberó de aquella mirada asesina, la miró y entonces la arrastró hacia él y la arrojó enérgicamente hacia atrás. Contra la pared.
Ella gritó. El sonido se interrumpió cuando su cabeza golpeó la piedra. Sólo fue vagamente consciente de deslizarse en un lento descenso, desplomándose en una masa de faldas en la acera.
A través de una bruma blanca, vio a Mountford correr cruzando la calle, esquivando a los hombres que corrían desde ambos extremos. Trentham no le persiguió, sino que fue directamente hacia ella.
Le oyó maldecir, remotamente advirtió que la maldecía a ella, no a Mountford, entonces la envolvió en su fuerza y la levantó. La mantuvo contra él, sosteniéndola; estaba de pie, aunque él soportaba la mayor parte de su peso.
Ella parpadeó; su visión se despejó. Permitiéndose mirar fijamente a una cara en la cual alguna primitiva emoción parecida a la furia luchaba contra la preocupación.
Para su alivio, ganó la preocupación.
– ¿Está bien?
Ella asintió con la cabeza, tragando saliva.
– Sólo estoy un poquito aturdida. -Se llevó una mano a la parte de atrás de la cabeza, tocándola cautelosamente, después sonrió, aunque trémulamente-. Tan sólo es un pequeño golpe. Ningún daño serio.
Los labios de él se tensaron, los ojos se entrecerraron en los suyos, entonces miró en la dirección por la que Mountford había escapado.
Ella frunció el ceño y trató de desembarazarse de su agarre.
– Debería haberlo seguido.
Él no la soltó.
– Los otros van tras él.
¿Otros? Ató cabos.
– ¿Tenía gente vigilando la calle?
Él la miró brevemente.
– Por supuesto.
No le extrañaba no haberse sentido amenazada por la constante observación.
– Podría habérmelo dicho.
– ¿Por qué? ¿Para así poder organizar algún acto estúpido como este?
Ella hizo caso omiso de eso y miró fijamente a través de la calle. Mountford había entrado corriendo en el jardín de la casa de enfrente; los otros dos hombres, ambos más pesados y más lentos, le habían seguido.
Nadie reapareció.
Los labios de Trentham eran una línea severa.
– ¿Detrás de aquellas casas hay un callejón?
– Sí.
Él se tragó un sonido; ella sospechó que se trataba de otra maldición. La miró acusadoramente y consintió en aflojar el brazo que mantenía cerrado sobre ella.
– La creía más sensata.
Ella levantó una mano, deteniendo sus palabras.
– No tenía ninguna razón en absoluto para pensar que Mountford estaría aquí fuera. Y ahora que lo pienso, si tenía a hombres vigilando desde ambos extremos de la calle, ¿por qué le dejaron pasar?
Él echó un vistazo otra vez en la dirección en que sus hombres se habían ido.
– Debe haberlos localizado. Probablemente llegó hasta usted del mismo modo en el que se largó, mediante un callejón y el jardín de alguien.
Su mirada volvió a la cara de ella, examinándola.
– ¿Cómo se siente?
– Bastante bien. -Mejor de lo que había esperado; el trato violento de Mountford la había afectado más que el choque contra la pared. Expulsó el aliento, dejándolo salir-. Sólo un poco temblorosa.
Él asintió bruscamente.
– Conmocionada.
Ella centró su atención en él.
– ¿Qué está haciendo aquí?
Aceptando que sus hombres no iban a volver, Mountford en medio de ellos, Tristan la soltó y tomó su brazo.
– Ayer entregaron el mobiliario para el tercer piso. Había prometido a Gasthorpe que lo revisaría y aprobaría. Hoy es su día libre, ha ido a Surrey a visitar a su madre y no estará de vuelta hasta mañana. Yo había pensado matar dos pájaros de un tiro inspeccionando la casa así como el mobiliario.
Estudió su cara, todavía demasiado pálida, entonces la guió por la acera. Caminando despacio, la condujo a lo largo de la tapia del Número 12 hacia el Número 14.
– Lo dejé para más tarde de lo que hubiera querido. Biggs debería estar ya dentro, así, sin duda, todo estará bien hasta la vuelta de Gasthorpe.
Ella asintió, andando a su lado, apoyándose en su brazo. Se acercaron a la altura de la puerta del Número 12, y ella se detuvo.
Hizo una profunda inspiración y luego encontró sus ojos.
– Con su permiso, quizás yo podría entrar y ayudarle a inspeccionar los muebles. -Sonrió, absolutamente trémula, entonces apartó la mirada. Un tanto jadeante, añadió-. Preferiría quedarme con usted un poco más de tiempo, para tomar aliento antes de entrar y afrontar a la familia.
Pasó la casa de su tío; en la cual habría, sin duda, gente esperándola para hablar con ella tan pronto como entrara.
Él vaciló, pero Gasthorpe no estaba cerca para reprobarle. Y en la lista de actividades probables para levantar el ánimo de una mujer, la vista del nuevo mobiliario probablemente estaba arriba del todo.
– Si lo desea. -La condujo a través del portal y el camino de subida hasta la puerta. Mientras ella miraba, usaría el tiempo para pensar como protegerla mejor. No podía esperar, lamentablemente, que permaneciera como una prisionera dentro de la casa.
Cogiendo la llave del bolsillo, abrió la puerta principal. Frunció el ceño cuando ella traspasó el umbral.
– ¿Dónde está su lebrel?
– Se la han llevado a pasear por el parque. -Ella le miró mientras él cerraba la puerta-. Los lacayos piensan que es demasiado fuerte para mí.
Asintió, notando de nuevo que ella había adivinado su pensamiento; que si paseaba, debería pasear con Henrietta. Pero si la perra era demasiado fuerte, entonces ir más allá del jardín no era una opción viable.
Ella encabezó el camino hacia la escalera; la siguió. Habían alcanzado los primeros peldaños cuando una tos llamó su atención hacia la puerta de la cocina.
Biggs estaba de pie en el vano de la puerta. Les saludó:
– Aquí vigilando, milord.
Tristan sonrió con su encantadora sonrisa.
– Gracias, Biggs. La señorita Carling y yo solamente estamos examinando el nuevo mobiliario. No es necesario que nos acompañe a la puerta más tarde. Continúe.
Biggs asintió hacia Leonora, espetó otro saludo y después giró, descendiendo a las cocinas. El débil aroma de una tarta llegó a sus fosas nasales.
Leonora encontró la mirada de Tristan con una sonrisa en sus ojos, después se dio la vuelta, agarró el pasamanos y continuó.
Él la observó, pero ella no vaciló. Sin embargo, cuando alcanzaron el rellano de primer piso, le miró y expulsó una tensa exhalación.
Frunciendo el ceño de nuevo, él la tomó del brazo.
– Aquí. -La apremió dentro del dormitorio más grande, el de encima de la biblioteca-. Siéntese. -Una gran poltrona se encontraba ladeada hacia la ventana; la condujo hasta ella.
Ella se hundió en la butaca con un pequeño suspiro. Sonriéndole débilmente.
– No voy a desmayarme.
Él centró sus ojos en ella; ya no estaba pálida, pero había una tensión rara en ella.
– Sólo siéntese aquí y examine el mobiliario que pueda ver. Comprobaré las otras habitaciones, luego puede darme su veredicto.
Leonora asintió, cerró los ojos, y dejó que su cabeza descansara contra el respaldo del sillón.
– Esperaré aquí.
Él vaciló, mirándola, luego dio media vuelta y la dejó.
Cuando se hubo ido, ella abrió los ojos y estudió la habitación. La gran ventana salediza daba al jardín trasero; durante el día dejaría entrar abundante luz, pero ahora, con la invasión de la noche, el cuarto congregaba las sombras. Una chimenea se situaba en el centro de la pared frente a la butaca; el fuego estaba preparado, pero no encendido.
Un diván se había situado en ángulo con la chimenea; más allá, en la esquina más alejada de la habitación, había un macizo armario de oscura madera pulida.
La misma madera pulida embellecía la todavía más maciza cama con cuatro columnas. Contemplando la extensión del cubrecama de seda color rubí, pensó en Trentham; probablemente sus amigos fueran igualmente grandes. Las cortinas de brocado rojo oscuro estaban anudadas con una lazada, alrededor de los postes tallados a la cabeza de la cama. La última luz se demoró en las curvas y recodos de la cabecera ornamentadamente esculpida, repitiéndose en los postes torneados al pie de la cama. Con su grueso colchón, la cama era una pieza considerable, sólida, estable.
El rasgo central de la habitación; el foco de su percepción.
Era, decidió, el lugar perfecto para su seducción.
Mucho mejor que el invernadero.
Y no había nadie que interrumpiera, que interfiriera. Gasthorpe estaba en Surrey y Biggs en las cocinas, demasiado lejos para oír algo, siempre que cerraran la puerta.
Se giró para mirar la sólida puerta de roble.
El encuentro con Mountford sólo había profundizado su determinación de seguir adelante. No estaba tan temblorosa como tensa; tenía que sentir los brazos de Trentham a su alrededor para convencerse de que estaba segura.
Quería estar en sus brazos, quería estar cerca de él. Quería el contacto físico, el placer sensual compartido. Necesitaba la experiencia, ahora más que nunca.
Dos minutos más tarde, Trentham volvió.
Ella hizo un gesto hacia la puerta.
– Cierrela para así poder ver la cómoda.
Él se dio la vuelta e hizo lo que le pedía.
Ella diligentemente estudió la alta cómoda que así quedaba al descubierto.
– Entonces, -moviéndose despacio, él se paró al lado de la silla y la miró- ¿las instalaciones cuentan con su aprobación?
Ella alzó la vista hacia él y sonrió despacio.
– Ciertamente, parecen totalmente perfectas.
Los libertinos indudablemente lo encontrarían apropiado; cuando la oportunidad se presentaba, uno tenía que aprovecharla.
Ella alzó la mano.
Tristan la asió y suavemente la levantó. Había esperado que ella se alejara; sin embargo, había desplazado los pies y se enderezó directamente frente a él, tan cerca que sus pechos rozaron su abrigo.
Ella examinó su cara, luego se acercó todavía más. Alargó la mano y atrajo su cabeza hacia sí. Presionado los labios contra los suyos en un ostensible beso con la boca abierta, uno en el cual él apenas pudo evitar caer de cabeza.
Su control inusualmente tembló. Aferró su cintura con fuerza para detenerse a sí mismo de devorarla.
Ella terminó la caricia y retrocedió, pero sólo una fracción; levantó los parpados y encontró su mirada. Sus ojos destellaban vibrantemente azules bajo las pestañas. Sosteniendo su mirada, llevó sus manos a los lazos de la capa, tiró, luego dejó caer la prenda al suelo.
– Quiero darle las gracias.
Su voz era ronca, baja; su timbre se deslizó por él. Su cuerpo se tensó, reconociendo su intención; la acercó, estrechamente, cuerpo a cuerpo, bajó la cabeza, antes de que el eco de su voz hubiera muerto.
Ella lo paró con un dedo, deslizando la punta a través de su labio inferior. Su mirada siguió el movimiento; en vez de alejarse, se acercó aún más, permitiéndose hundirse contra él.
– Estuvo ahí cuando le necesité.
Irreflexivamente, la pegó a él; los parpados de ella se alzaron encontrando sus ojos. Deslizó la mano hasta su nuca otra vez. Los parpados descendieron, y ella se estiró hacia arriba contra él.
– Gracias.
Tomó su boca cuando ella se la ofreció. Se hundió profundamente y bebió, sintiendo no sólo placer, sino también la tranquilidad deslizándose por sus venas. Simplemente parecía correcto que ella se lo agradeciera así; no vio ninguna razón para rechazar el momento, para hacer algo a parte de saciar sus sentidos con el tributo que ella le rendía.
Ella deslizó sus brazos, entrelazándole el cuello; se apretó cerca, su cuerpo una promesa de felicidad.
Los rescoldos que quedaban entre ellos dejaron de arder a fuego lento estallando al rojo vivo, en ese momento las llamas saltaron bajo su piel. Él sintió que el fuego se encendía; seguro de sí mismo, marcó el ritmo, permitiendo que ardieran.
Dejó a sus dedos encontrar el camino hasta sus pechos; En el instante en que los dulces montículos fueron apretados y estirados, llevó su mano a los lazos. Encargándose de ellos y de las cintas de la enagua con experta facilidad.
Los pechos se vertieron en sus manos; ella jadeó dentro del beso. Amasando posesivamente, la mantuvo, provocándola, impulsando más alto las llamas.
Rompió el beso, inclinó la cabeza de ella y puso sus labios en el tenso tendón de su garganta. Siguió su rastro bajando hacia donde su latido pulsaba frenéticamente, para ser besado, lamido.
Ella jadeó; el sonido hizo eco en el silencio, empujándole a seguir. Haciéndola girar, se hundió en el brazo de la butaca, arrastrándola con él, empujándole hacia abajo el vestido y la camisola hasta la cintura.
Así podría darse un festín.
Ella había ofrecido su generosidad; él la aceptó. Con labios y lengua, tomó y reclamó. Remontado las curvas llenas. Presionó besos calientes en los fruncidos picos. Escuchó su respiración quebrada. Sintió como los dedos de ella se apretaban contra su cabeza cuando la provocó.
Entonces tomó un fruncido pezón en la boca, lo raspó ligeramente, y ella se tensó. Chupó suavemente, después calmó la tensa protuberancia con la lengua. Esperó hasta que ella se hubo relajado antes de tirar de él profundamente y succionar.
Ella lanzó un grito, el cuerpo se arqueó en sus brazos.
Él no mostró ninguna piedad, amamantándose vorazmente primero de un pecho y después del otro.
Los dedos de ella le aferraban espasmódicos. Él deslizó las manos bajando por su cintura, la espalda y sobre sus caderas, y capturó su trasero; alcanzando los muslos, tiró de las caderas hacia él. La acercó inmovilizándola de modo que su estómago montó a caballo contra él, tanto aliviando como provocando un dolor encendido.
Cerrando sus manos, masajeó, y sintió más que oyó su grito ahogado. No se detuvo, sino que exploró más íntimamente, manteniéndola a su merced, sus labios provocando y jugando con sus hinchados pechos mientras movía de modo sugerente la parte baja de su cuerpo, amoldándole caderas, estómago, y muslos como él deseaba.
Ella contuvo el aliento e inclinó la cabeza. Él liberó sus pechos, alzando la vista, y ella capturó su boca. Se deslizó, acariciándole y calentándolo, le robó el aliento, se lo devolvió.
Sintió los dedos de ella en la garganta, tirando de su corbata. Sus bocas se mezclaron; tomando y dando mientras los dedos de ella se deslizaban hacia abajo por su pecho.
Leonora le abrió la camisa.
La sacó de la cinturilla del pantalón. Arrastró las yemas de los dedos sobre su pecho, jugueteando, ligeros como plumas. Enloqueciéndole.
– Quítate la chaqueta.
Las palabras susurraron a través del cerebro de él. Su piel quemaba; le pareció una buena idea.
La soltó durante un segundo, se puso de pie, y encogió los hombros.
La corbata, la chaqueta, y la camisa cayeron en la silla.
Mal movimiento.
En el instante en que sus pechos desnudos tocaron su pecho descubierto, él supo que así era.
No le importó.
La sensación era tan erótica, tan dichosamente armonizada con alguna necesidad más profunda que se encogió de hombros dejando a un lado la advertencia, tan fácilmente como hizo con la camisa. La pegó a él y se hundió en su boca a modo de bienvenida, consciente hasta los huesos del ligero toque de sus manos en su piel, inocente, explorando con indecisión.
Era consciente del arrebato de placer que su contacto le provocaba, de la caliente respuesta llameando en el interior de ella.
No la apremió, sino que le permitió sentir y aprender cuanto deseaba, su ego se complacía más allá de lo que creía por el impaciente deseo de ella. La mantuvo cerca; las manos se extendieron sobre su trasero desnudo, exploró los delicados músculos que enmarcaban su columna.
Delicados, flexibles pero con su propia fuerza femenina, un eco de todo lo que ella era.
Nunca había estado con una mujer a la que deseara tanto, una que le prometiera saciarlo tan completamente. No sólo sexualmente, sino a un nivel más profundo, uno al que él, en su estado presente, ni identificaba ni comprendía. Independientemente de lo que fuera, la necesidad obsesiva que ella provocaba era fuerte.
Más fuerte que cualquier lujuria, que cualquier mero deseo.
Su control nunca había tenido que enfrentarse con tal sentimiento.
Se rompía, se hacía pedazos, y aún no lo sabía.
Ni siquiera tuvo el sentido de retirarse cuando los indagadores dedos de ella deambularon más abajo. Cuando lo examinó, seductoramente, con abierta admiración, él sólo gimió.
Sorprendida, apartó la mano; él la asió. Su mano se cerró alrededor de la de ella llevándola de vuelta, instándola a conocerlo tanto como él tenía la intención conocerla. Retrocedió en el beso y miró su cara mientras ella lo hacía.
Gloriosa en su inocencia, e incluso más en su despertar.
Sus pulmones se encogieron hasta que se sintió aturdido. Siguió mirándola, mantuvo sus sentidos fijos en ella, lejos de la conflagración que ella causaba, de la necesidad urgente que pulsaba a través de él.
Sólo cuando ella levantó la vista bajo sus pestañas con los labios separados, rosados por sus besos, la atrajo otra vez, para de nuevo tomar su boca y arrastrarla más profundo en la magia.
Más profundo bajo su hechizo.
Cuando finalmente él liberó sus labios, Leonora apenas podía pensar. Su piel ardía; tanto como la de él. En todas las partes en que se tocaban, las llamas saltaban, abrasaban. Sus pechos dolían, rozaban la sensibilidad insoportable por el grueso vello oscuro del pecho de él.
Aquel pecho era una maravilla, esculpido de duro músculo sobre huesos fuertes. Sus dedos se extendieron encontrando cicatrices, mellas en varios sitios; el bronceado ligero de su cara y cuello se extendía sobre su pecho, como si de vez en cuando trabajara al aire libre sin camisa. Sin camisa era una maravilla, asemejándose a sus sentidos como un Dios viviente. Sólo había visto cuerpos masculinos como el suyo en los libros de esculturas antiguas, pero él estaba vivo, real, absolutamente masculino. La sensación de su piel, la resistencia de sus músculos, la fuerza pura que poseía la abrumó.
Sus labios, su lengua, la provocaban, entonces él levantó la cabeza y rozó un beso en su sien.
En la caliente oscuridad susurró:
– Quiero verte. Tocarte.
Él retrocedió sólo lo suficiente para capturar sus ojos. Los suyos eran como oscuros pozos, irresistiblemente absortos.
Su fuerza la rodeó, confinándola; sus manos acariciaron su piel desnuda. Las sintió deslizarse por sus costados, luego se tensaron para bajarle el vestido y la enagua.
– Permíteme.
Orden y pregunta al tiempo. Ella respiró despacio e imperceptiblemente asintió.
Él empujó el vestido hacia abajo. Una vez que pasó la curva de sus caderas, tanto el vestido como la enagua cayeron por su propio peso.
El frufrú suave de la seda era audible en la habitación.
La oscuridad se había cerrado, pero todavía quedaba bastante luz. La suficiente como para que ella estudiara su cara cuando él miró hacia abajo, mientras, aún sosteniéndola dentro del círculo de un brazo, con su otra mano recorría desde su pecho a su cintura, a su cadera, llameando hacia fuera, después hacia dentro a través de la parte superior de su muslo.
– Eres tan hermosa.
Las palabras se desprendieron de sus labios; incluso pareció no darse cuenta, como si no las hubiera dicho conscientemente. Sus rasgos estaban rígidos, los ásperos planos austeros, sus labios una línea dura. No había suavidad ninguna en su cara, ningún indicio de su encanto.
Todas las persistentes reservas de la ligereza de sus acciones se incineraron en aquel momento. Se volvieron cenizas por la sombría emoción en su cara.
Ella no sabía lo suficiente como para ponerle nombre pero esa emoción era lo que quería, lo que necesitaba. Había vivido su vida anhelando que un hombre la mirara justamente de esa manera, como si fuera más preciosa, más deseable que su alma.
Como si él estuviera dispuesto a cambiar su alma por lo que ella sabía que pasaría después.
Se acercaron el uno al otro.
Sus labios se encontraron, y las llamas rugieron.
Habría estado asustada si él no hubiera estado allí, firme y real para que se sujetara a él, su ancla en el torbellino que se arremolinaba a través de ellos, a su alrededor.
Las manos de él se deslizaron hacia abajo y alrededor, cerrándose sobre su trasero desnudo; lo masajeó, y el calor corrió a través de su piel. Le siguió la fiebre, un dolor urgentemente caliente que se hinchó y creció cuando él asoló su boca, mientras la sostenía cerca, levantó sus caderas contra él, y provocativamente moldeó su suavidad a la línea rígida de su erección.
Ella gimió, caliente, hambrienta y deseosa.
Disoluta. Impaciente. Decidida.
Él la levantó más alto; por instinto le enlazó los brazos sobre los hombros y las largas piernas alrededor de sus caderas.
Su beso se volvió incendiario.
Él lo interrumpió sólo para exigir:
– Ven. Acuéstate conmigo.
Ella le contestó con un beso abrasador.
Tristan la llevó hasta la cama, y ambos cayeron en ella. Rebotaron, y él se ladeó sobre ella, oprimiéndola debajo, acuñando una pierna entre las suyas.
Sus labios se unieron, mezclándose. Él se fundió en el beso, permitiendo a sus sentidos errantes disfrutar del placer divino de tenerla debajo, desnuda y deseosa. Una parte primitiva, totalmente masculina de su alma se alegró.
Quería más.
Dejó que sus manos vagaran, modelando los pechos, deslizándose después más abajo, acariciando las caderas, entonces siguió avanzando para ahuecar su trasero y apretar. Le separó con un golpecito los muslos, liberó una mano, y la colocó en su estómago.
Sintió como los músculos femeninos daban un brinco bajo su palma, se contraían.
Deslizó sus dedos más abajo, enredándose en los rizos oscuros en la cima de sus muslos. Llevando una mano hacia estos, acarició la carne dulce, suave, que ocultaban. Sintiendo su estremecimiento.
Facilitando más la apertura de sus muslos, la ahuecó. Percibió como ella tomaba un rápido aliento. Abrió su boca y la besó más profundamente, después retrocedió suavizando el beso, dejando que sus labios se rozaran, tentando, dejando aflorar a sus sentidos lo suficiente como para que ella conociera y sintiera.
Sus alientos se mezclaron, febriles y urgentes; bajo los parpados pesados, sus ojos se encontraron, sosteniéndose.
La inmovilizó mientras desplazaba su mano y la tocaba. La rozó, la acarició y la recorrió íntimamente. Sus pechos se elevaron y descendieron; sus dientes se cerraron sobre su labio inferior cuando él la abrió. Mientras la excitaba, enorgulleciéndose del resbaladizo calor de su cuerpo, entonces despacio, deliberadamente, deslizó un largo dedo en ella.
La respiración de ella se quebró; sus ojos se cerraron. Su cuerpo se elevó bajo el de él.
– Quédate conmigo. -La acarició despacio, dentro, fuera, permitiendo que se acostumbrara a su toque, a la sensación.
Respirando desigualmente, ella se forzó a abrir los ojos; poco a poco, su cuerpo se aflojó.
Despacio, gradualmente, floreció para él.
Él vio como sucedía, observó al placer sensual elevarse y barrerla, miró sus ojos oscurecerse, sintió como sus dedos se tensaban hundiéndole las uñas en sus músculos.
Entonces su respiración se rompió. Arqueando la espalda con la cabeza echada hacia atrás, ella cerró los ojos.
– Bésame. -Una súplica desesperada-. Por favor, bésame. – Su voz se quebró en un grito ahogado mientras la sensación se forjaba, arrolladora, tensa.
– No. -Centró los ojos en el rostro de ella y empujó en su interior-. Quiero mirarte.
Ella luchaba por el aliento, aferrándose a la cordura.
– Acuéstate y deja que suceda. Déjate llevar.
Él vislumbró el brillante azul por debajo de sus pestañas. Deslizó otro dedo junto al primero y empujó más profundo, más rápido.
Y ella se rompió.
La observó alcanzar el clímax, escuchó el grito suave que se desprendió de sus labios inflamados, sintió contraerse su vaina, poderosa y apretadamente, luego relajarse con réplicas que ondeaban a través del calor aterciopelado.
Con sus dedos todavía dentro de ella, se inclinó y la besó.
Mucho tiempo, profundamente, dándole todo lo que podía, dejándola saborear su deseo, que viera su carencia y entonces, poco a poco, retrocedió.
Cuando retiró los dedos, acarició sus rizos mojados, luego levantó la cabeza, los dedos de ella estaban enredados en el pelo de su nuca, cerrados, apretados. Ella abrió los ojos, estudió su cara, para leer su decisión.
Él trató de retirarse para así dejarla respirar; para su sorpresa, ella ciñó su agarre, manteniéndole con ella.
Sostuvo su mirada y después se lamió los labios.
– Me debes un favor. -Su voz era un ronco susurro, con sus siguientes palabras se reforzó-. Cualquier cosa, dijiste. Así que prométeme que no te detendrás.
Él parpadeó.
– Leonora…
– No. Te quiero conmigo. No te detengas. No te alejes.
Él apretó los dientes. Le tomó desprevenido. Desnuda, tumbada bajo él, su cuerpo dócil después de aquello… y ella le pedía que la tomara.
– No es que yo no te desee.
Ella movió un muslo esbelto.
Él tomó aliento.
Gimió. Cerró los ojos. Pero no podía aislar sus sentidos. En tono grave y resuelto, él colocó las palmas de las manos sobre la cama y se impulsó, alejándose de su calor.
Abrió los ojos.
Y se detuvo.
Los de ella estaban inundados.
¿Lágrimas?
Ella parpadeó con fuerza, pero no retiró la mirada.
– Por favor. No me dejes.
Su voz se quebró en las palabras.
Algo dentro de él también lo hizo.
Su resolución, su certeza, se rompió.
La deseaba tanto que apenas podía pensar, aún así la última cosa que debería hacer era hundirse en su calor suave, tomarla, reclamarla, de esta manera, ahora. Pero no era inmune a la necesidad en sus ojos, una necesidad que él no podía situar, pero que sabía que tenía que llenarse.
A su alrededor, la casa estaba todavía silenciosa. Afuera de la ventana, la noche había descendido. Estaban solos, cubiertos por las sombras, desnudos en una amplia cama.
Y ella lo quería en su interior.
Él tomó un aliento profundo, inclinó la cabeza y entonces repentinamente se retiró y se sentó.
– De acuerdo.
Una parte de su mente bramaba: -¡No lo hagas!- Su sangre tronaba, y aún más, una onda de emocional convicción lo ahogó.
Se desató el pantalón, después se puso de pie para apartarlo. La miró por encima del hombro mientras se enderezaba, encontró sus ojos.
– Solamente recuerda que fue idea tuya.
Ella sonrió con la sonrisa de una dulce madonna, pero sus ojos permanecieron completamente alerta. Esperando.
Él la miró, luego buscó alrededor, rastreó donde había caído su ropa y había tirado su vestido. Sacudiéndolo, volvió las faldas al revés y volvió a la cama. Se dejó caer a su lado, metió un brazo bajo sus caderas elevándolas y extendió las faldas por debajo.
Echó un vistazo a su cara a tiempo para ver como una ceja delicada se arqueaba hacia arriba, pero ella no hizo ningún comentario, simplemente se recostó otra vez.
Buscó los ojos de él. Todavía esperando.
Ella leyó sus pensamientos como hacía a menudo.
– No voy a cambiar de opinión.
Él sintió que su cara se endurecía. Sintió el deseo rasgar a través de él.
– Que así sea.