CAPÍTULO 3

No podía arriesgarse a encender una cerilla para revisar su reloj. Estoicamente, Tristan acomodó los hombros más cómodamente contra la pared de la portería, a algunos metros del vestíbulo principal. Y esperó.

En torno a él, el cascarón del Bastion Club estaba silencioso. Vacío. Fuera, soplaba un viento cortante, enviando ráfagas de aguanieve contra la ventana. Estimó que ya pasaban de las diez de la noche; con tan frío tiempo, era improbable que el ladrón se entretuviera mucho después de medianoche.

Esperar así, silencioso y quieto en la oscuridad por un contacto, un encuentro, o presenciar algún acontecimiento ilícito, había sido común hasta hacía poco tiempo; no había olvidado cómo dejar pasar el tiempo. Cómo separar su mente del cuerpo para quedarse como una estatua, los sentidos alerta, compenetrado con lo que le rodeaba, listo para volver al presente al mínimo movimiento, mientras su mente vagaba manteniéndolo ocupado y despierto, pero en otro lugar.

Por desgracia, esta noche no apreció la dirección que su mente quería tomar. Leonora Carling era una distracción; se había pasado gran parte del día sermoneándose ante el insensato intento de perseguir la respuesta sensual que él le había provocado -y la que ella había avivado en él aún más fuerte.

Era consciente de que Leonora no lo había reconocido por lo que era. No lo veía como un peligro a pesar de su sensibilidad. Tal inocencia normalmente habría aguado su ardor, pero con ella, por alguna impía razón, sólo le abría más el apetito.

Su atracción hacia ella era una complicación que no necesitaba. Tenía que encontrar una esposa, y rápido; requería una mujer dulce, dócil y tierna, que no le causara momentos de angustia, que llevara las casas, mantuviera la tropa de parientes ancianas en línea, y que por lo demás se dedicase a cuidar y criar a sus niños. No esperaba que pasara mucho tiempo con él; había estado solo durante tanto tiempo, que ahora lo prefería así.

Con el reloj corriendo sobre los términos intolerables del testamento de su tío abuelo, no podía darse el lujo de distraerse con una fiera de voluntad fuerte, de mente independiente e irritable, una que sospechaba era soltera por opción, y sobretodo, poseedora de una lengua afilada que, cuando así lo decidía, utilizaba con decisiva y fría altanería.

No tenía sentido pensar en ella.

No parecía poder parar.

Se movió, aliviando los hombros, y volvió a apoyarse. Entre tomar las riendas de su herencia, y acostumbrarse a tener una tribu de queridas ancianas debajo de su techo día tras día, habitando sus casas y complicando su vida, considerando también la mejor opción para conseguir una esposa, dejó la pequeña cuestión de una amante u otra posibilidad de liberación sexual deslizarse al fondo de su mente.

En retrospectiva, no había sido una decisión inteligente.

Leonora se había estrellado contra él y había hecho arder la chispa. Los intercambios posteriores no apagaron las llamas.

Su arrogancia desdeñosa era el equivalente a un desafío evidente, uno al que él reaccionó instintivamente.

El truco de esa mañana, de utilizar su conexión sensual para distraerla de los ladrones, por muy táctico que sonase, personalmente fue poco aconsejable. Lo había sabido al momento, aún así había buscado con sangre fría la única arma que le prometía una oportunidad de éxito; el deseo primordial había sido garantizar que la mente de ella se fijara en otros asuntos aparte del supuesto ladrón.

Fuera el viento aullaba. De nuevo se enderezó, se estiró en silencio, y se instaló contra la pared una vez más.

Afortunadamente para todos los afectados, era demasiado viejo, demasiado sabio, y demasiado experimentado para permitir que la lujuria dictase sus acciones. Durante el día, había formulado un plan para lidiar con Leonora. Ya que había tropezado con este misterio y ella estaba, independientemente de lo que pensaran su tío y su hermano, amenazada por ello, y dado su entrenamiento, su naturaleza, era comprensible, de hecho, correcto y propio, que él eliminara la amenaza. A partir de entonces, sin embargo, la dejaría sola.

Un chirrido distante de metal en la piedra llegó hasta él. Sus sentidos se enfocaron, se expandieron, esforzándose en percibir alguna prueba adicional de que el ladrón estaba cerca.

Un poco antes de lo que había esperado, pero quienquiera que fuera era probablemente un aficionado. Había regresado a la casa a las ocho, escabulléndose a través del callejón trasero y las sombras del jardín de atrás. Al entrar por la cocina, había notado que los constructores habían dejado sólo unas cuantas herramientas en una esquina. La puerta lateral estaba tal y como la había dejado, la llave en la cerradura pero no echada, los dientes sin encajar. Con la escena preparada, se retiró a la portería, dejando la puerta en la parte superior de las escaleras de la cocina sujeta con un ladrillo.

La portería ofrecía una vista ininterrumpida del vestíbulo del primer piso, las escaleras principales y la puerta hacia las escaleras de la cocina. Nadie podría entrar desde el entresuelo o desde los pisos de arriba y tener acceso al nivel del sótano sin que él lo viera.

No es que esperara que alguien viniera de esa forma, pero había querido dejar el camino libre para el ladrón bajo las escaleras. Estaba dispuesto a apostar a que “el ladrón” se dirigiría a algún área del sótano, quería dejar que el hombre pusiese manos a la obra antes de intervenir. Quería pruebas que confirmaran sus sospechas. Y después pretendía interrogar “al ladrón”.

Era difícil imaginar lo que un verdadero ladrón esperaría robar de una casa vacía.

Sus oídos captaron el suave roce de una suela de cuero sobre la piedra. Bruscamente, se giró y miro a la puerta principal.

Contra toda probabilidad, alguien venía por ahí.

Un perfil vacilante apareció en los paneles de vidrio grabado de la puerta. Tristan se deslizó silenciosamente fuera de la portería y se fundió con las sombras.


Leonora deslizó la pesada llave en la cerradura y echó un vistazo a su compañera.

Supuestamente se había retirado a su cuarto para dormir. Los criados habían cerrado y se habían acostado. Esperó a que el reloj hubiese dado las once, asumiendo que para entonces la calle estaría desierta, entonces se había escabullido hacia abajo, evitando la biblioteca donde Humphrey y Jeremy aún estaban estudiando detenidamente sus tomos. Recogiendo la capa, había salido por la puerta principal.

Había, no obstante, un ser al que no había podido evitar fácilmente.

Henrietta parpadeó hacia ella, las largas mandíbulas abiertas, dispuesta a seguirla a donde fuera. Si hubiese intentado dejarla en el vestíbulo delantero y salir sola a estas horas, Henrietta habría aullado.

Leonora entrecerró sus ojos hacia ella.

– Chantajista. -Su susurro se perdió en el aullar del viento-. Sólo recuerda, -continuó, más como forma de reforzar su propio coraje que para instruir a Henrietta-estamos aquí sólo para ver lo que hace. Tienes que estarte completamente quieta.

Henrietta miró hacia la puerta, y la empujó con la nariz.

Leonora giró la llave, satisfecha cuando ésta giró suavemente. Retirándola, la guardó en el bolsillo, luego se ajustó mejor la capa. Enrollando la mano alrededor del collar de Henrietta, agarró el pomo de la puerta y lo giró.

El cerrojo se deslizó. Abrió la puerta, apenas lo suficiente para que ella y Henrietta se apretujaran a través de ésta, entonces se dio la vuelta para cerrarla. Una ráfaga de viento sopló; tuvo que liberar a Henrietta y usar ambas manos para forzar la puerta a cerrarse silenciosamente.

Lo consiguió. Exhalando interiormente un suspiro de alivio, se volvió.

El vestíbulo principal estaba envuelto en penumbra. Se quedó quieta mientras sus ojos comenzaban a ajustarse, mientras la sensación de vacío, la extraña sensación de un lugar conocido despojado de todos sus muebles, penetraba en ella.

Oyó un débil clic.

A su lado, Henrietta se sentó abruptamente, con la postura erguida, un quejido contenido, no de dolor sino de excitación, se le escapó.

Leonora la miró.

El aire alrededor se agitó.

Se le erizó el pelo de la nunca. Instintivamente, tomó aliento.

Una mano fuerte le tapó los labios.

Un brazo de acero se cerró alrededor de su cintura.

Tiró de ella contra un cuerpo duro como una escultura de piedra.

La fuerza la tragó, atrapándola, dominándola.

Sin esfuerzo.

Una cabeza negra se curvó acercándose.

Una voz en la que la furia estaba apenas contenida siseó en su oreja.

¿Qué diablos hace aquí?

Tristan apenas podía creer en lo que veían sus ojos.

A pesar de la penumbra, podía ver los de ella, muy abiertos por el susto. Podía sentir el brinco y la carrera de su pulso, el pánico que la dominaba.

Sabía con seguridad que apenas se debía parcialmente a la sorpresa. Sintió su propia respuesta a ese hecho.

Implacable, apretó las riendas.

Levantando la cabeza, escudriñó con sus sentidos pero no pudo detectar ningún otro movimiento en la casa. Pero no podía hablar con ella, ni siquiera en susurros; en el vestíbulo principal, desprovisto de muebles, con sus superficies pulidas y limpias, cualquier sonido haría eco.

Apretando el brazo alrededor de su cintura, la levantó y la cargó al pequeño salón que habían dejado a un lado para las féminas inquisitivas. Se tomó un momento para admirar la perspicacia de ella. Tuvo que quitarle las manos de la cara para girar el pomo, entraron y cerró la puerta.

Aún la tenía en sus brazos, con los pies separados del suelo, la espalda bloqueada contra él.

Ella se retorció, siseando,

– ¡Póngame en el suelo!

Él lo consideró, por fin, con rostro severo, accedió. Hablar cara a cara sería más fácil, mantenerla retorciendo el trasero contra él era una tortura sin sentido.

En el momento en que sus pies tocaron el suelo, ella se dio la vuelta.

Y chocó con el dedo de él, levantado para apuntarle a la nariz.

– ¡No le hablé del incidente para que pudiera entrar tan fresca y ponerse en medio de él!

Asustada Leonora pestañeó; sus ojos se levantaron hacia la cara de él. Estaba bastante aturdida; nunca ningún hombre había usado aquel tono con ella. Él aprovechó la iniciativa.

– Le dije que me lo dejara a . -Habló en un profundo pero furioso susurro, en un nivel que no podía continuar.

Ella entrecerró los ojos.

– Recuerdo lo que dijo, pero esa persona, quienquiera que sea, es mi problema.

– Es mi casa a la que va a entrar. Y de todos modos…

– Además, -continuó ella como si no lo hubiera oído, levantando la barbilla, pero manteniendo la voz baja como él-, es un conde. Naturalmente he asumido que estaría por ahí fuera socializando.

El pinchazo agujereó su frustración. Habló entre dientes.

– No soy conde por opción, y evito socializar tanto como puedo. Pero eso no viene al caso. Usted es una mujer. Una fémina. No tiene nada que hacer aquí. Especialmente dado que yo estoy aquí.

La boca de ella se abrió mientras él le agarraba el codo y la giraba hacia la puerta.

– ¡No soy…!

– Mantenga la voz baja. -La hizo marchar de frente-. Y desde luego que lo es. ¡Voy a encargarme de ponerla fuera de la puerta principal, entonces irá directamente a casa y se quedará allí pase lo que pase!

Ella clavó los talones.

– Pero, ¿y si está ahí fuera?

Él se paró, la miró. Se dio cuenta de que ella estaba mirando fijamente la puerta del vestíbulo hacia la oscuridad, al jardín de enfrente envuelto en árboles. Sus pensamientos siguieron los de ella.

– ¡Maldición! -La soltó, lanzando una maldición más explícita.

Ella lo miró; él la miró.

No había revisado la puerta delantera; el intruso en potencia también podía haber hecho un molde de aquella llave. No podía verificarlo ahora sin encender una cerilla, y no podía arriesgarse a hacerlo. Además, era perfectamente posible que el “ladrón” pudiese verificar la puerta delantera de la casa antes de avanzar hacia el callejón de atrás. Ya era suficientemente malo que ella hubiera entrado, corriendo el riesgo de espantar al ladrón o peor, de encontrárselo, pero mandarla salir ahora sería una locura.

El intruso ya había demostrado ser violento.

Tomó aire profundamente y asintió lacónicamente.

– Tendrá que quedarse aquí hasta que termine.

Sintió que estaba aliviada, pero en la oscuridad no podía estar seguro.

Ella inclinó la cabeza con arrogancia.

– Como había dicho, ésta puede ser su casa, pero el ladrón es mi problema.

Él no pudo resistirse a gruñir.

– Eso es discutible. -En su léxico, los ladrones no eran un problema de mujeres. Ella tenía un tío y un hermano.

– Es a mi casa, al menos la de mi tío, a la que intenta acceder. Lo sabe tan bien como yo.

Eso era indiscutible.

Un arañazo débil llego hasta ellos, proveniente de la puerta del vestíbulo.

Decir -¡Maldita sea!- otra vez parecía redundante, con una mirada elocuente hacia ella, abrió la puerta. La cerró detrás del montón de pelo que entró.

– ¿Tenía que traer a la perra?

– No tenía elección.

La perra se giró para mirarlo, después se sentó, levantando su gran cabeza en una pose inocente, como si indicara que él, de entre todas las personas, debería entender su presencia.

Tristan contuvo un gruñido de disgusto.

– Siéntese. -Hizo señas con la mano a Leonora hacia el asiento de la ventana, el único sitio para sentarse en el cuarto por lo demás vacío; afortunadamente la ventana tenía postigo. Mientras ella se movía para obedecer, él continuó-. Voy a dejar la puerta abierta para que podamos oír.

Podía prever problemas si la dejaba sola y regresaba a su puesto en el vestíbulo. El escenario que más ejercitaba su mente era lo que podría ocurrir cuando el ladrón llegara; ¿se quedaría quieta, o se precipitaría hacia fuera? De esta forma, por lo menos, sabría donde estaría ella, a su espalda.

Abriendo la puerta silenciosamente, la dejó entreabierta. El lebrel se tendió en el suelo a los pies de Leonora, un ojo en la apertura de la puerta. Tristan se movió para quedarse de pie al lado de la puerta, los hombros contra la pared, la cabeza girada para observar el vacío oscuro del vestíbulo.

Y regresó a su anterior pensamiento, el que ella había interrumpido. Cada instinto que poseía insistía en que las mujeres, especialmente las damas de la clase de Leonora, no deberían ser expuestas al peligro, no deberían tomar parte en ninguna iniciativa peligrosa. Aunque reconocía que tales instintos provenían de los días en que la hembra de un hombre encarnaba el futuro de su linaje, en su opinión esos argumentos aún se aplicaban. Se sentía tremendamente irritado de que ella estuviera allí, que hubiera venido, no desafiando tanto como anulando, soslayando a su tío y a su hermano y a sus legítimos papeles…

Echándole una mirada, sintió su mandíbula apretarse. Era probable que ella lo hiciese en todo momento.

No tenía ningún derecho a juzgarla, ni a sir Humphrey o a Jeremy. Si los había interpretado bien, ni sir Humphrey ni Jeremy poseían ninguna capacidad para controlar a Leonora. Ni lo intentaban. Ya fuera porque ella se había resistido y los intimidaba hasta la aquiescencia, o porque simplemente no les importaba lo suficiente para insistir desde un principio, o porque eran demasiado susceptibles a su testaruda independencia para controlarla, no sabría decirlo.

Independientemente, para él la situación estaba mal, desequilibrada. No era así como deberían ser las cosas.

Los minutos pasaron, se extendieron a media hora.

Debía ser cerca de la medianoche cuando oyó un raspar metálico -una llave rodando en la vieja cerradura de abajo.

El lebrel levantó la cabeza.

Leonora se enderezó, alertada tanto por la súbita atención de Henrietta como por la tensión desplegada que emanaba de Trentham, hasta entonces aparentemente relajado contra la pared. Había sido consciente de sus miradas, de su irritación, de su ceño fruncido, pero se había empeñado en ignorarlos. Su objetivo era saber el propósito del ladrón, y con Trentham presente incluso podrían conseguir coger al villano.

La excitación la cautivó, intensificándose, mientras Trentham le hacía un ademán para que se quedara donde estaba y dominara a Henrietta, luego éste se deslizó, como un fantasma, por la puerta.

Se movió tan silenciosamente, que si no hubiera estado observándolo habría, simplemente, desaparecido.

Instantáneamente, Leonora se levantó y lo siguió, igualmente silenciosa, agradecida de que los obreros hubieran dejado sábanas extendidas por todos lados, las cuales amortiguaban el ruido de las uñas de Henrietta mientras el lebrel iba tras sus talones.

Cuando llegó a la puerta del vestíbulo, miró afuera. Espió a Trentham mientras se fundía en las densas sombras, en lo alto de las escaleras de la cocina. Entornó los ojos mientras se cubría con la capa; la puerta de los sirvientes parecía estar abierta.

– ¡Ay!

Una sarta de maldiciones siguió.

– ¡Aquí! ¡Quítate!

– ¿Qué diablos haces aquí, viejo tonto?

Las voces venían de abajo.

Trentham había bajado las escaleras de la cocina antes de que ella pudiera pestañear. Agarrándose las faldas, corrió tras él.

Las escaleras eran un vacío negro. Se apresuró hacia abajo sin pensar, taconeando con estrépito en los escalones de piedra. Detrás de él, Henrietta ladró, después gruñó.

Alcanzando el rellano de en medio, Leonora agarró la barandilla y miró abajo hacia la cocina. Vio a dos hombres -uno alto y envuelto en una capa, el otro grande pero rechoncho y mucho más viejo- luchando en mitad de las baldosas, dónde solía estar la mesa de la cocina.

Se congelaron ante el gruñido de Henrietta.

El hombre más alto miró hacia arriba.

En el mismo instante en que lo hizo, vio a Trentham acercándose.

Con un enorme esfuerzo, el hombre más alto giró al hombre más viejo y lo empujó hacia Trentham.

El viejo perdió el equilibrio y voló hacia atrás.

Trentham no tenía opción; se hacía a un lado y dejaba al viejo caer al suelo de piedra, o lo agarraba. Mirando desde arriba, Leonora vio la decisión tomada, vio a Trentham quedarse de pie y dejar al viejo caer contra él. Lo estabilizó, lo habría puesto de pie y salido detrás del hombre alto, y habría corrido hacia el estrecho pasillo, pero él viejo forcejeaba, luchando.

– ¡Estése quieto!

La orden fue dicha con un golpe seco. El viejo se puso tieso y obedeció.

Dejándolo tambaleándose sobre sus pies, Trentham fue tras el hombre alto.

Una puerta se cerró de golpe mientras Trentham desaparecía por el pasillo. Un instante más tarde, lo oyó maldecir.

Apresuradamente, Leonora bajó las escaleras, empujó a un lado al viejo y corrió hacia el fondo de la cocina, hacia las ventanas que daban desde el camino hasta el portón de atrás.

El hombre alto -tenía que ser su "ladrón"-, corrió desde el interior de la casa y se zambulló en el camino. Por un instante fue iluminado por un débil rayo de luna; con los ojos muy abiertos, ella absorbió todo lo que pudo, entonces el hombre desapareció más allá de los setos que rodeaban el jardín de la cocina. El portón hacia el callejón quedaba atrás.

Con un vistazo hacia el interior, se echó atrás, repitió todo lo que había visto en su mente, enviándolo a la memoria.

Una puerta se cerró de golpe, entonces Trentham apareció en el pavimento exterior. Las manos en las caderas, inspeccionó el jardín.

Ella dio un golpecito en la ventana; cuando él miró en su dirección, apuntó hacia el camino. Él se giró, luego bajó la escalinata y trotó hacia el portón, sin correr.

Su "ladrón" había escapado.

Girándose hacia el viejo, ahora sentado al fondo de la escalera, aún resollando y tratando de coger aliento, frunció el ceño.

– ¿Qué hace usted aquí?

Él habló, pero no respondió, murmurando una gran cantidad de charla pomposa en forma de excusas pero sin lograr clarificar el punto vital. Vestido con una chaqueta de friso vieja, con igualmente viejas y gastadas botas y deshilachadas manoplas en las manos, desprendía un aroma a mugre y moho fácilmente detectable en la cocina recién pintada.

Cruzó los brazos, dando golpecitos con el pie mientras lo miraba.

– ¿Porque irrumpió aquí?

Él emitió unos ruidos confusos, masculló y murmuró un poco más.

Ella estaba al límite de su paciencia cuando Trentham regresó, entrando por la puerta desde el negro pasillo.

Parecía disgustado.

– Tuvo la previsión de llevarse ambas llaves.

El comentario no fue hecho para nadie en particular; Leonora comprendió que el fugitivo había atrancado la puerta lateral contra Trentham. Mientras él se paraba con las manos en los bolsillos y estudiaba al viejo, ella se preguntaba cómo, sin llaves, había conseguido pasar por esa puerta cerrada con llave.

Henrietta se había sentado a unos metros del viejo; éste la miraba con recelo.

Entonces Trentham comenzó el interrogatorio.

Con unas pocas preguntas bien formuladas obtuvo la información de que el viejo era un mendigo que normalmente dormía en el parque. La noche se había vuelto tan áspera que había buscado abrigo; sabía que la casa estaba vacía, por eso había venido. Probando las ventanas de atrás, había encontrado una con la cerradura suelta.

Con Trentham firme como una deidad vengativa a un lado y Henrietta, la mandíbula enorme con los dientes como pinchos, en el otro, el viejo sentía claramente que no tenía opción a no confesarlo todo. Leonora suprimió un bufido indignado; aparentemente ella no había parecido suficientemente intimidante.

– No quería causar ningún daño, señor. Sólo quería librarme del frío.

Trentham aguantó la mirada fija del viejo, entonces asintió con la cabeza.

– Muy bien. Una última pregunta. ¿Dónde estaba cuando el otro hombre tropezó con usted?

– Por allí. -El viejo señaló al otro lado de la cocina-. Cuánto más lejos de la ventana más caliente. El sinvergüenza me arrastró hasta aquí. Pensé que estaba planeando echarme.

Apuntaba hacia una pequeña despensa.

Leonora echó una mirada a Trentham.

– La despensa comparte, más allá, las paredes del sótano con el numero 14.

Él asintió, se volvió hacia el viejo.

– Tengo una propuesta para usted. Estamos a mediados de Febrero, las noches serán heladas durante unas cuantas semanas. -Echó una mirada alrededor-. Hay sábanas y otras envolturas aquí para esta noche. Puede buscar un lugar para dormir. -Su mirada regresó al viejo-. Gasthorpe será el mayordomo aquí, tomará la residencia mañana. Traerá mantas y empezará a hacer habitable este sitio. No obstante, todos los cuartos de los sirvientes están en el ático.

Trentham se detuvo, luego continuó.

– En vista del inoportuno interés de nuestro amigo por este sitio, quiero a alguien durmiendo aquí. Si está dispuesto a actuar como nuestro portero nocturno, puede dormir aquí cada noche legítimamente. Daré orden de que sea tratado como uno de los empleados. Puede quedarse y estar caliente. Improvisaremos una campanilla para que todo lo que tenga que hacer si alguien intenta entrar es tocarla, y Gasthorpe y los sirvientes se encargarán de cualquier intruso.

El viejo pestañeó como si no pudiera comprender la sugerencia, no estaba seguro de no estar soñando.

Sin permitirse mostrar ningún rastro de compasión, Tristan preguntó.

– ¿En qué regimiento sirvió usted?

Vio como los viejos hombros se enderezaban, mientras la cabeza del viejo se levantaba.

– Noveno. Me licenciaron por invalidez después de La Coruña.

Tristan asintió.

– Como muchos otros. No fue uno de nuestros mejores combates, de hecho tuvimos suerte de poder salir.

Los viejos ojos reumáticos se agrandaron.

– ¿Usted estuvo allí?

– Así es.

– Sí. -Él anciano asintió. -Entonces lo sabe.

Tristan esperó un momento, luego preguntó.

– ¿Entonces lo hará?

– ¿Mantenerme alerta por usted cada noche? -El viejo lo miró, luego asintió nuevamente-. Sí, lo haré. -Miró alrededor-. Será extraño después de todos estos años, pero… -Se encogió de hombros, y se levantó de las escaleras.

Le hizo una reverencia a Leonora, después se movió delante de ella, mirando la cocina con nuevos ojos.

– ¿Cuál es su nombre?

– Biggs, señor. Joshua Biggs.

Tristan alcanzó el brazo de Leonora y la empujó hacia la escalera.

– Lo dejaremos de servicio, Biggs, pero dudo que haya más disturbios esta noche.

El viejo miró hacia arriba, levantó la mano en un saludo militar.

– Sí, señor. Pero estaré aquí si los hay.

Fascinada por el intercambio, Leonora volvió su atención al presente en cuanto llegaron al vestíbulo de en frente.

– ¿Piensa qué el hombre que huyó era nuestro ladrón?

– Dudo mucho que tengamos más de un hombre, o grupo de hombres, intentando conseguir acceder a su casa.

– ¿Grupo de hombres? -Miró a Tristan, maldiciendo la oscuridad que ocultaba su cara-. ¿En serio lo piensa?

Él no respondió inmediatamente; a pesar de no ser capaz de ver, estaba segura que estaba frunciendo el ceño.

Llegaron a la puerta principal; sin soltarla, Tristan la abrió, encontró la mirada de ella mientras salían hacia el porche principal, Henrietta trotando detrás de ellos. La débil luz de la luna los alcanzó.

– Estuvo mirando, ¿qué vio?

Cuando ella dudó, ordenando sus pensamientos, él le pidió,

– Descríbamelo.

Soltándole el codo, le ofreció el brazo; distraídamente Leonora le puso la mano en la manga y bajaron las escaleras. Frunciendo el ceño en concentración, anduvo a su lado hacia el portón principal.

– Era alto, usted lo vio. Pero me quedé con la impresión de que era joven. -Le lanzó una mirada sesgada-. Más joven que usted.

Él asintió.

– Continúe.

– Era como mucho tan alto como Jeremy, pero no mucho más, y flaco más que corpulento. Se movía con ese tipo de gracia desgarbada que los hombres jóvenes a veces tienen, y corría bien.

– ¿Rasgos?

– Pelo oscuro. -Otra vez le echó una mirada-. Yo diría que más oscuro que el suyo, posiblemente negro. En cuanto a su cara… -Miró al frente, viendo de nuevo en su mente el efímero vislumbre que había tenido-. Buenos rasgos. No aristocráticos, pero tampoco comunes.

Encontró la mirada de Tristan.

– Estoy perfectamente segura de que era un caballero.

Él no discutió, de hecho no pareció sorprendido.

Saliendo hacia la acera contra el violento viento que cortaba la calle, la acercó hacia el abrigo de sus hombros; bajaron las cabezas y rápidamente anduvieron unas pocas yardas hacia el portón principal del numero 14.

Ella debía de haber adoptado una posición firme y haberlo dejado allí, pero él abrió el portón y se metió dentro antes de que las potenciales dificultades de llevarla todo el camino hacia la puerta principal se le ocurrieran a Leonora.

Pero el jardín, como siempre, la tranquilizó, la convenció de que no habría ningún problema. Como plumeros con las plumas invertidas, una profusión de hojas de encaje bordeaba el camino, aquí y allí una flor de aspecto exótico se mantenía sobre un tallo esbelto. Arbustos daban forma a los arriates; los árboles acentuaban el gracioso diseño. Aún en esta estación, unas pocas flores blancas estrelladas miraban a hurtadillas desde debajo de sus capuchas protectoras, de gruesas hojas verdes oscuras.

Aunque la noche enviaba fríos dedos a lo largo del camino serpenteante, el viento apenas podía golpear la alta pared de piedra, apenas podía azotar las ramas más altas de los árboles.

En el suelo todo estaba tranquilo, quieto; como siempre, el jardín le pareció un lugar vivo, pacientemente a la espera, benigno en la oscuridad.

Girando en la última curva del camino, miró al frente, a través de los arbustos y las ramas ondulantes de los árboles y vio luz brillante en las ventanas de la biblioteca. En el extremo de la casa, contigua a la del número 16, la biblioteca estaba lo suficientemente lejos para que no hubiera ningún peligro de que Jeremy o Humphrey oyeran sus pasos en la grava y miraran hacia fuera.

Sin embargo, podrían oír un altercado en el porche principal.

Echando una mirada a Trentham, vio que sus ojos también habían sido atraídos por la ventana iluminada. Vacilante, retiró la mano del brazo de él y lo miró.

– Le dejaré aquí.

Él la miró, pero no respondió de inmediato.

Por lo que Tristan podía ver, tenía tres opciones. Podía aceptar su despedida, volver la espalda e irse; o bien podía tomar su brazo, llevarla resueltamente hacia la puerta principal, y, con las explicaciones apropiadas y directas, entregarla al cuidado de su tío y su hermano.

Ambas opciones eran cobardes. La primera, aceptar su rechazo a acceder a la protección que ella necesitaba y huir – era algo que no había hecho en su vida-. La segunda, porque sabía que ni su tío ni su hermano, no importa cuán indignados lograra ponerlos, serían capaces de controlarla, no por más de un día.

Lo que lo dejaba sin otra opción más que la tercera.

Aguantando su mirada fija, dejó que todo lo que sentía endureciera su tono.

– Venir a esperar al ladrón esta noche fue algo increíblemente tonto.

La cabeza de ella se levantó; sus ojos destellaron.

– Sea como fuere, si no hubiera ido, no sabríamos siquiera como es. Usted no lo vio. Yo sí.

– ¿Y qué, -su voz había tomado el tono helado que habría usado para regañar a un subalterno licencioso e imprudente-, piensa qué habría ocurrido si yo no hubiera estado allí?

La reacción, dura y afilada, lo atravesó; hasta aquel momento, no se había permitido imaginar ese acontecimiento. Entrecerró los ojos mientras verdadera furia lo atrapaba, avanzó, deliberadamente intimidante, hacia ella.

– Déjeme suponer, corríjame si me equivoco. Al oír la lucha bajo las escaleras habría bajado corriendo hacia la boca del lobo. Hacia la refriega. ¿Y luego qué? -Dio un paso más y ella cedió terreno, pero apenas de forma mínima. Entonces su columna se inmovilizó; su cabeza se levanto aún más alto. Ella encontró su mirada desafiándole.

Bajando la cabeza, acercando sus caras, los ojos de él se clavaron en los de ella, gruñó.

– Independientemente de lo que pasó con Biggs, y habiendo visto los esfuerzos del villano con Stolemore, no habría sido bonito, ¿qué piensa que le habría ocurrido?

La voz no había subido de tono pero se hizo más grave, áspera, adquiriendo poder como si sus palabras convocaran la realidad de lo que habría podido pasar.

La espalda de ella se quedó rígida, su mirada tan fría como la noche alrededor de ellos, abrió los labios.

– Nada.

Él pestañeo.

– ¿Nada?

– Habría enviado a Henrietta a por él.

Las palabras lo pararon. Miró al lebrel, que suspiró pesadamente, y luego se sentó.

– Como he dicho, estos posibles intrusos son mi problema. Soy perfectamente capaz de lidiar con cualquier asunto que se me presente.

Él cambio su mirada del lebrel hacia ella.

– No tenía intención de traer a Henrietta consigo.

Leonora no sucumbió a la tentación de apartar la mirada.

– No obstante, ocurrió, lo hice. Así que no estaba en ningún peligro.

Algo cambió detrás de su cara, detrás de sus ojos.

– ¿Sólo porque Henrietta está con usted, no está en ningún peligro?

La voz se alteró de nuevo; fría, dura, pero plana, como si toda la pasión que la había investido un momento antes se hubiera arrastrado, comprimido.

Ella repitió sus palabras, dudó, pero no pudo ver ninguna razón para no asentir.

– Exacto.

– Piense de nuevo.

Ella se había olvidado de cuán rápido se podía mover él. Cómo la podía hacer sentirse completamente indefensa.

Lo total y completamente indefensa que estaba, empujada a sus brazos, aplastada contra él, e implacablemente besada.

El impulso por luchar se encendió, pero fue extinguido antes de tomar el control. Ahogado bajo un maremoto de sentimientos. Los suyos y los de él.

Algo entre ellos ardió; no era rabia, ni conmoción, algo cercano a una ávida curiosidad.

Ella cerró las manos en su abrigo, lo agarró, se aferró mientras una ráfaga de sensaciones la barría, la apresaba, la mantenía atrapada. No solo por sus brazos sino por una miríada de hilos de fascinación. Por el contraste entre sus labios, fríos y duros con los de ella, la flexión impaciente de los dedos de él en lo alto de sus brazos como si añorara llegar más lejos, explorar y tocar, como si anhelara acercarla aún más.

Una espiral de emociones la atravesaron en cascada; lametones de excitación provocaban sus nervios, haciendo crecer su fascinación. Había sido besada antes, pero nunca así. Nunca había dado brincos de placer y ávida necesidad con una simple caricia.

Los labios de él se movieron sobre los suyos, despiadados, implacables, hasta que ella se rindió a la presión nada sutil y los separó.

Su mundo se estremeció cuando él los presionó aún más y su lengua se deslizó dentro para encontrar la de ella.

Se tensó. Él lo ignoró y la acarició, entonces sondeó. Algo en ella se balanceó, tambaleándose, y entonces se rompió. La sensación se derramó por sus venas, fluyendo a un ritmo constante a través de ellas, caliente, hirviendo, brillante.

Otro destello, otra sacudida afilada de sensaciones. Habría jadeado pero él la atrajo hacia sí, un brazo de acero deslizándose sobre ella y apretando, distrayéndola mientras profundizaba el beso.

Para el momento en que sus sentidos se volvieron a enfocar, estaba demasiado cautivada, demasiado enredada en el nuevo encanto para pensar en soltarse.

Tristan lo sintió, lo supo en sus huesos, intentó no dejar que su hambre se aprovechara. Ella había sido besada antes, pero apostaría su considerable reputación a que nunca había entregado su boca a ningún hombre.

Pero esa boca, y ella, eran ahora suyas para disfrutar, para saborear, por lo menos tanto como un beso lo permitía.

Era una locura, claro. Ahora lo sabía, pero en aquel acalorado momento cuando ella había alegremente consignado su protección a una perra, un lebrel que estaba sentado pacientemente mientras él violaba la suave boca de su dueña, todo lo que él había visto era rojo. No se había dado cuenta de cuánto de aquella bruma se debía a lujuria.

Ahora lo sabía.

La había besado para demostrarle su debilidad inherente.

Haciéndolo había descubierto la suya propia.

Estaba hambriento, se moría de hambre; por alguna bendición del destino ella también. Se quedaron en el silencioso jardín, abrazados, y simplemente lo disfrutaron, dieron, tomaron. Ella era novata, pero eso sólo había añadido un gusto picante, un delicado toque de encantamiento al saber que era él el que la estaba conduciendo por caminos que nunca había pisado.

Hacia reinos que ella aún no había explorado.

Su calor, la intensidad flexible, las curvas descaradamente femeninas presionadas contra su pecho, el hecho de que la tuviera prisionera en sus brazos penetró en sus sentidos, garras evocadoras calaron hondo.

Hasta que él supo justo lo que quería, sabiendo más allá de cualquier duda la caja de Pandora que había abierto.

Leonora se aferró mientras el beso se prolongaba, mientras progresaba, se expandía, abriendo nuevos horizontes, educando sus sentidos.

Una parte de su mente tambaleante sabía sin ninguna duda que no estaba en ningún peligro, que los brazos de Trentham eran un refugio seguro para ella.

Que podía aceptar el beso y todo lo que él traía si no con impunidad, al menos sin riesgo.

Que podría agarrar los breves vislumbres de pasión que él le ofrecía, aprovechar el momento y, hambrienta, mitigar el hambre, por lo menos lo suficiente, queriendo más sin miedo, sabiendo que cuando terminara seria capaz de -le seria permitido-, retroceder. Para permanecer siendo ella misma, encerrada y segura.

Sola.

Así que no hizo ningún movimiento para pararlo.

Hasta que Henrietta aulló.

Trentham levantó la cabeza inmediatamente, miró hacia Henrietta, pero no soltó a Leonora.

Sonrojándose, agradecida a la oscuridad, ella retrocedió, sintió el pecho de él, roca caliente, bajo sus manos. Aún frunciendo el ceño, mirando alrededor a las sombras, él alivió el abrazo.

Aclarándose la garganta, ella dio un paso atrás, fuera de sus brazos, poniendo una clara distancia entre ellos.

– Tiene frío.

Él la miro, luego a Henrietta.

– ¿Frío?

– Su abrigo es de pelo hirsuto, no piel.

La miró; ella encontró su mirada, y de repente se sintió terriblemente torpe. Cómo se separa una de un caballero que había estado a punto de…

Miró abajo y chasqueó los dedos hacia Henrietta.

– Es mejor que la lleve dentro. Buenas noches.

Él no dijo nada mientras ella se giraba y se dirigía hacia la escalera principal. Entonces, súbitamente lo sintió cambiar.

– Espere.

Ella se volvió, elevó una ceja, tan altiva como pudo.

La cara de él se había endurecido.

– La llave. -Le tendió la mano-. Para la puerta principal del numero 12.

El calor se precipitó nuevamente a sus mejillas. Alargando la mano hacia el bolsillo, la sacó.

– Solía visitar al viejo señor Morrissey. Tenía problemas terribles haciendo las cuentas de la casa.

Él cogió la llave, la sopesó en la mano.

Ella echó una mirada hacia arriba; que él captó.

Después de un momento, en voz muy baja le dijo.

– Entre.

Estaba demasiado oscuro para leer sus ojos, sin embargo la prudencia le susurró, le dijo que obedeciera. Inclinando la cabeza, se giró hacia la escalera principal. La subió, abrió la puerta que había dejado sin pestillo, se deslizó adentro y silenciosamente cerró la puerta tras de sí, consciente todo el tiempo de la mirada fija en su espalda.

Deslizando la llave en su bolsillo Tristan se quedó en el camino, entre las ramas ondulantes y miró hasta que la sombra de ella desapareció en la casa. Entonces maldijo, se giró, y se dirigió hacia la noche.

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