CAPÍTULO 18

Con toda su relativa candidez, Jeremy tenía razón al respecto -Tristan claramente consideraba su unión ya aceptada, establecida, reconocida.

Los Warsinghams fueron los primeros en salir, Gertie fue con ellos. Cuando Humphrey y Jeremy se disponían a seguirlos, Tristan atrapó su mano y se la puso en la manga, declaró que había asuntos relacionados con su futuro que necesitaban discutir en privado. La llevaría a casa en su carruaje en media hora, poco más o menos.

Lo expuso tan persuasivamente, con tan completa seguridad, que todo el mundo asintió dócilmente y obedeció. Humphrey y Jeremy se fueron; sus tías abuelas y sus primas dieron las buenas noches y se retiraron.

Le permitió que la hiciera pasar a la biblioteca, a solas por fin.

Se detuvo para darle instrucciones a Havers sobre el carruaje. Leonora se aproximó al fuego, un resplandor considerable emitiendo calor por la habitación. Fuera, soplaba un viento frío y pesadas nubes tapaban la luna; no era una noche agradable.

Extendiendo sus manos hacia las llamas, escuchó el chasquido de la puerta al cerrarse con delicadeza, y notó que Tristan se acercaba.

Se volvió; las manos de él se deslizaron por su cintura mientras lo hacía.

Sus manos se detuvieron finalmente en su pecho. Fijó sus ojos en los de él.

– Me alegro de que lo organizaras así, hay algunas cosas de las que deberíamos hablar.

Parpadeó. No la dejó ir, pero no la acercó más. Sus caderas y sus muslos se rozaban ligeramente, provocativamente; sus senos tan sólo tocaban el pecho de él. Las manos de él se extendieron a lo largo de su cintura; ella no estaba ni en sus brazos ni fuera de ellos, pero totalmente bajo su control. Miró hacia abajo, hacia sus ojos.

– ¿Qué cosas son esas?

– Cosas como dónde viviremos, cómo crees que debería ser nuestra vida.

Vaciló, luego preguntó:

– ¿Quieres vivir aquí, en Londres, entre la alta sociedad?

– No especialmente. Nunca he sentido gran atracción por la alta sociedad. Me encuentro lo suficientemente cómoda con ella, pero no es que me muera por sus dudosas emociones.

Los labios de él se agitaron. Agachó la cabeza.

– Gracias al cielo por eso.

Ella colocó un dedo sobre sus labios antes de que pudieran capturar los de ella. Sintió sus manos soltar su cintura, las palmas se deslizaron sobre su espalda envuelta en seda. Bajo sus pestañas, buscó sus ojos, tomando aliento.

– ¿Así que viviremos en la Mansión Mailingham?

Contra su dedo, los labios de él se curvaron distraídos.

– Si puedes soportar vivir enterrada en el campo.

– Surrey apenas puede considerarse como la campiña profunda. -Bajó su mano.

Sus labios se acercaron, revoloteando a una pulgada de los de ella.

– Me refiero a las encantadoras ancianitas. ¿Podrás con ellas?

Esperó; ella luchó para pensar.

– Sí. -Entendía a las señoras mayores, reconocía su forma de ser, no preveía dificultades en tratar con ellas-. Están bien dispuestas, yo las entiendo, y ellas nos entienden.

Él hizo un sonido burlón; como una pluma sobre sus labios, los hizo latir.

– Tú puedes entenderlas; a mí a menudo me dejan totalmente perdido. Hubo algo hace algunos meses acerca de las cortinas de la vicaría que me superó completamente.

Leonora encontraba difícil no reírse; sus labios estaban tan cerca, que pareció terriblemente peligroso, como bajar la guardia con un lobo a punto de abalanzarse.

– ¿Entonces serás verdaderamente mía?

Ella estaba a punto de reírse y ofrecer su boca y a sí misma como prueba cuándo algo en su tono la golpeó; lo miró a los ojos y se percató de que estaba mortalmente serio.

– Ya soy tuya. Lo sabes.

Los labios de él, aún inquietantemente cercanos, se curvaron; se movió, acercándola más; su inquietud la alcanzó, recorriéndola en una oleada de incertidumbre tangible, cambiante. Con el toque más blando de sus cuerpos el calor se encendía; él inclinó su cabeza y posó los labios en las comisuras de los suyos.

– No soy un caballero corriente.

Las palabras fueron susurradas sobre su mejilla.

– Lo sé. -Leonora giró la cabeza y sus labios se encontraron.

Después de un breve intercambio, él se alejó, dibujando un camino ascendente con sus labios, por su pómulo hacia su sien, luego bajó hasta que su aliento calentó el hueco bajo su oreja.

– He vivido peligrosamente, más allá de todas las leyes, durante una década. No soy tan civilizado como debería ser. Lo sabes ¿verdad?

Ciertamente, lo sabía; el conocimiento estaba crispando sus nervios, la anticipación se deslizaba como seda caliente por sus venas. Pero en ese mismo momento, por asombroso que pareciera, se percató de que todavía dudaba de ella. Y no importaba cuáles fueran los problemas que hubiera querido discutir, eso estaba todavía en su mente, y ella iba a escuchar.

Levantando sus manos, le atrapó y enmarcó su cara, lo besó atrevidamente. Lo atrapó, lo capturó, lo atrajo. Se acercó a él. Sintió su respuesta, sintió sus manos extenderse por la espalda, firme, luego moldeándola contra él.

Cuando finalmente estuvo de acuerdo con dejarla en libertad, él enderezó su cuello y miró hacia abajo, hacia ella; sus ojos eran oscuros, turbulentos.

– Dime. -La voz de ella era ronca, pero imperiosa. Exigente-. ¿Qué es lo que querías decir?

Un largo momento pasó; tuvo conciencia de sus alientos, de sus pulsos latiendo. Pensó que él no iba a contestar, después suspiró. Sus ojos nunca habían dejado los de ella.

No. Te. Pongas. En. Peligro.

No tuvo que decir más, estaba allí en sus ojos. Allí para que ella lo viera. Una vulnerabilidad tan profundamente enterrada en él, en quién era, en lo que él nunca podría dejar de ser, y aún así tenerla a ella.

Un dilema, uno que nunca podría resolver, tan sólo podía aceptarlo. Al igual que, al tomarla como su esposa, había elegido hacer.

Se apoyó en él; sus manos todavía rodeaban su cara.

– Nunca me pondré en peligro voluntariamente. He decidido ser tuya y tengo intención de continuar en ese papel, en seguir siendo importante para ti. -Le mantuvo la mirada-. Debes creerlo.

Sus facciones se endurecieron; ignoró sus manos e inclinó la cabeza. Tomó sus labios, su boca en un beso abrasador que rayaba en lo salvaje.

Retrocedió para susurrar contra sus labios.

– Lo intentaré, si tú recuerdas esto. Si fallas, ambos pagaremos el precio.

Ella acarició su delgada mejilla. Esperó hasta que él encontró su mirada.

– No fallaré. Y tú tampoco.

Sus corazones latían pesadamente; las llamas familiares lamían ávidamente sus pieles. Ella buscó sus ojos.

Así -se movió sinuosamente contra de él, sintió cómo contenía el aliento- es como debe ser. No lo decretamos, ni tú ni yo, estaba allí, esperando para atraparnos. Ahora el reto es hacer que el resto funcione, no es un empeño del que podamos librarnos o podamos rechazar, no si queremos esto.

– Definitivamente quiero esto, y más. No te dejaré ir. Por ninguna razón. Jamás.

– Así es que estamos comprometidos, tú y yo. -Enfrentó su mirada oscurecida-. Lo haremos funcionar.

Dos latidos pasaron, luego él inclinó la cabeza; sus manos se afirmaron, elevándola contra él.

Ella dejó caer sus manos sobre sus hombros, empujándolo.

Pero…

Él hizo una pausa, mirándola a los ojos.

– ¿Pero qué?

– Pero se nos ha acabado el tiempo por esta noche.

Así era. Tristan apretó sus brazos, la besó brevemente, luego contuvo sus demonios que clamaban por ella, y, con expresión sombría, la dejó sobre sus pies.

Parecía tan irritada como él se sentía -un pequeño consuelo.

Más tarde.

Una vez que tuvieran a Mountford a buen recaudo, nada iba a entrometerse.

Su carruaje esperaba; escoltó a Leonora fuera, la ayudó a subir, y la siguió. Mientras el carruaje rodaba sobre el empedrado ahora húmedo, regresó a algo que ella había mencionado anteriormente.

– ¿Por qué piensa Humphrey que faltan piezas del puzzle de Cedric? ¿Cómo puede saberlo?

Leonora se reclinó al lado de él.

– Los diarios contienen detalles de experimentos, lo que se hizo y los resultados, nada más. Lo que falta son los razonamientos que les dan sentido, las hipótesis, las conclusiones. Las cartas de Carruthers se refieren a algunos experimentos de Cedric, y a otros que, Humphrey y Jeremy suponen, deben ser del propio Carruthers, y las páginas con descripciones de Carruthers que encontramos en la habitación de Cedric, Humphrey piensa que al menos algunas se corresponden con alguno de los experimentos a los que se referían las cartas de Carruthers.

– ¿Así que Cedric y Carruthers parecen haber intercambiado detalles de sus experimentos?

– Sí. Pero hasta ahora Humphrey no puede estar seguro de si estaban trabajando en el mismo proyecto conjuntamente, o si simplemente intercambiaban noticias. Más concretamente, no ha encontrado nada que definiese cuál era su proyecto conjunto, suponiendo que hubiera uno.

Tristan asimiló la información, debatiendo si eso hacía a Martinbury, el heredero de Carruthers, más o menos importante. El carruaje redujo la velocidad, luego se detuvo. Miró hacia afuera, luego descendió frente al Número 14 de Montrose Place y ayudó a Leonora a bajar.

En lo alto, las nubes se deslizaban rápidamente, un oscuro manto rompiéndose por el viento. Leonora posó su mano en el brazo de él; él la recorrió con la mirada mientras empujaba la amplia puerta de la verja. Subieron por el camino sinuoso, ambos distraídos por el excéntrico mundo que Cedric había creado brillando bajo la cambiante luz de la luna, las hojas de extrañas formas y los arbustos salpicados de gotitas de lluvia.

La luz resplandecía en el vestíbulo delantero. Mientras subían las escaleras del porche, la puerta se abrió.

Jeremy miró hacia afuera, con el rostro tenso. Los vio y sus facciones se relajaron.

– ¡Por fin! El tunante ya ha comenzado a hacer el túnel.

En absoluto silencio, miraron hacia la pared al lado del lavadero en el sótano de Número 14 y escucharon el scritch-scritch sigiloso de alguien raspando el mortero.

Tristan indicó a Leonora y Jeremy que guardaran silencio, extendió una mano, y la posó sobre los ladrillos detrás de los cuales escapaba el ruido.

Después de un momento, quitó su mano y les hizo señas para que se retirasen. En la entrada del lavadero, un lacayo estaba de pie esperando. Leonora y Jeremy fueron silenciosamente tras él; Tristan se detuvo.

– Buen trabajo. -Su voz fue sólo lo suficiente fuerte como para alcanzar al lacayo-. Dudo de que lleguen al final esta noche, pero organizaremos una vigilancia. Cierre la puerta y asegúrese de que nadie haga ningún sonido inusual en esta área.

El lacayo asintió. Tristan le dejó y siguió a los demás hacia la cocina al final del corredor. Por sus caras, Leonora y Jeremy estallaban de preguntas; les hizo gestos de silencio y señaló a Castor y los otros lacayos, todos juntos y esperando con el resto de personal.

Con unas pocas órdenes, organizó los turnos de vigilancia para la noche, y aseguró al ama de llaves, la cocinera, y las criadas que no había ninguna probabilidad de que los villanos irrumpieran en la casa mientras dormían sin ser descubiertos.

– A la velocidad que van, y deben ir lentamente, no pueden arriesgarse a utilizar un martillo y un cincel, les tomará al menos algunas noches aflojar bastantes ladrillos por los que un hombre pueda pasar. -Recorrió con la mirada el grupo reunido alrededor de la mesa de la cocina-. ¿Quién notó las rascaduras?

Una chiquilla tiznada y nerviosa dijo:

– Yo, señor, milord. Entré a coger la segunda plancha de hierro caliente y lo oí. Pensé que era un ratón al principio, luego recordé lo que el señor Castor había dicho acerca de que los ruidos extraños y cosas parecidas, así es que vine enseguida y se lo conté.

Tristan sonrió.

– Buena chica. -Su mirada descansó sobre las canastas apiladas con sábanas dobladas y ropa blanca situadas entre las criadas y la estufa-. ¿Es la colada de hoy?

– Sí. -El ama de llaves asintió-. Siempre hacemos la colada principal en miércoles, luego una colada más pequeña los lunes.

Tristan la miró por un momento, luego dijo:

– Tengo una última pregunta. ¿Cualquiera de ustedes, en cualquier momento de los últimos meses, desde noviembre poco más o menos, ha visto o hablado con alguno de estos dos caballeros? -Procedió a dar en pocas palabras una rápida descripción de Mountford y su cómplice el Comadreja.


– ¿Cómo lo adivinaste? -preguntó Leonora cuando estaban de vuelta en la biblioteca.

Las dos criadas mayores y dos de los lacayos habían sido a los que se había acercado independientemente varias veces en noviembre, a las criadas Mountford mismo, a los lacayos su cómplice. Las criadas habían pensado que habían encontrado a un admirador nuevo, los lacayos un conocido nuevo e inesperadamente bien provisto de dinero, siempre dispuesto a pagar la siguiente pinta.

Tristan se dejó caer sobre el sillón al lado de Leonora y alargó las piernas.

– Siempre me pregunté por qué Mountford intentó primero comprar la casa. ¿Cómo sabía que el taller de Cedric estaba cerrado y dejado esencialmente sin tocar? No podía ver por las ventanas, son tan viejas, tan empañadas y cuarteadas, que es imposible ver cualquier cosa a través de ellas.

– Lo supo porque había sonsacado a las criadas. -Jeremy se sentó en su lugar habitual detrás de su escritorio. Humphrey estaba en su silla frente a la chimenea.

– Por supuesto. Y así es cómo ha sabido otras cosas. -Tristan recorrió con la mirada a Leonora-. Como tu propensión a caminar a solas por el jardín. A qué horas sales. Ha estado vigilando a esta familia durante meses, y ha hecho un aceptable trabajo de reconocimiento.

Leonora frunció el ceño.

– Eso lleva a la pregunta de cómo sabía que había algo aquí que encontrar. -Miró a Humphrey, con uno de los diarios de Cedric abierto en su regazo, una lente de aumento en la mano-. Todavía no sabemos si hay algo valioso aquí, sólo lo suponemos por el interés de Mountford.

Tristan apretó su mano.

– Confía en mí. Los hombres como Mountford nunca tienen interés a menos que haya algo que ganar.

Y la atención de caballeros extranjeros era aún menos fácil de atraer. Tristan mantuvo en privado esa observación. Miró a Humphrey.

– ¿Algún avance?

Humphrey habló largo y tendido; la respuesta era no.

Al final de su explicación, Tristan se movió. Todos estaban nerviosos; era difícil dormir con la seguridad de que en el sótano, Mountford excavaba silenciosamente a través de la pared.

– ¿Qué esperas que ocurra ahora? -preguntó Leonora.

La recorrió con la mirada.

– Esta noche nada. Puedes dormir tranquila en cuanto a eso. Llevará al menos tres noches de trabajo continuado abrir un hueco lo suficientemente grande para un hombre, sin alertar a alguien de este lado.

– Estoy más preocupada acerca de alguien de este lado alertándoles.

Sonrió con su sonrisa de depredador.

– Tengo hombres por todo alrededor, estarán allí día y noche. Ahora con Mountford allí dentro, no se escapará.

Leonora miró directamente a sus ojos; sus labios formaron una O silenciosa.

Jeremy refunfuñó. Recogió algunos de los papeles que habían encontrado en el cuarto de Cedric.

– Mejor sigamos con estos. Aquí, en alguna parte, tiene que haber una pista. Aunque no sé por qué nuestro estimado pariente fallecido no pudo usar algún sistema de pistas simple y comprensible.

El bufido de Humphrey fue elocuente.

– Era un científico, por eso. Nunca muestran ninguna consideración para quienquiera que pudiera tener que dar sentido a sus trabajos una vez que se van. Espero no cruzarme con alguien así en toda mi vida.

Tristan se levantó, se desperezó. Cambió una mirada con Leonora.

– Necesito pensar en nuestros planes. Vendré mañana por la mañana y tomaremos algunas decisiones. -Miró a Humphrey, e incluyó a Jeremy cuando dijo-. Probablemente traeré a algunos socios conmigo por la mañana, ¿puedo pedirles que nos hagan un resumen de lo que han descubierto hasta entonces?

– Por supuesto. -Humphrey hizo un gesto con las manos-. Le veremos en el desayuno.

Jeremy apenas levantó la mirada.

Leonora le acompañó hasta la puerta principal. Se robaron un beso rápido e insatisfactorio delante de Castor que, convocado por algún instinto de mayordomo, apareció para abrir la puerta.

Tristan bajó la mirada hacia los sombríos ojos de Leonora.

– Duerme bien. Créeme, no corres ningún riesgo.

Ella enfrentó sus ojos, luego sonrió.

– Lo sé. Tengo la prueba.

Desconcertado, levantó una ceja.

Su sonrisa se hizo más pronunciada.

– Me dejas aquí.

Él recorrió su rostro, viendo comprensión en sus ojos. La saludó, y salió.

Para cuando alcanzó Green Street, un plan estaba claro en su mente. Era tarde; su casa estaba tranquila. Fue directamente a su estudio, se sentó en el escritorio, y tomó una pluma.


A la mañana siguiente, él, Charles, y Deverell se encontraron en el Bastion Club poco después de amanecer. Era marzo; no amanecía temprano, pero necesitaban que hubiera suficiente luz para ver mientras rodeaban el Número 16 de Montrose Place. Comprobaron cada posible ruta de escapada, comprobaron que los guardas de Tristan estuvieran en sus puestos, y dispusieron refuerzos dónde era necesario.

A las siete y media, se retiraron a la sala de reuniones del club para recapitular e informar de todo lo que cada uno individualmente había hecho, lo que habían puesto en marcha desde la tarde previa. A las ocho en punto, se encaminaron hacia el Número 14, donde Humphrey y Jeremy, rendidos después de trabajar la mayor parte de la noche, y una Leonora ansiosa, estaban esperando.

Además de un copioso desayuno. Leonora evidentemente había ordenado que fueran bien alimentados.

Sentada a un extremo de la mesa, Leonora sorbió el té; por encima del borde de su taza, estudió al trío de peligrosos hombres que había invadido su casa.

Era la primera vez que se encontraba con St. Austell y Deverell; una mirada fue suficiente para ver las similitudes entre ellos y Tristan. Asimismo, ambos evocaron la misma cautela que inicialmente había sentido con Tristan; no confiaría en ellos, no enteramente, como una mujer confía en un hombre, a menos que llegase a conocerlos mucho mejor.

Miró a Tristan, que estaba a su lado.

– Dijiste que pensarías en un plan.

Él asintió.

– Un plan de cómo reaccionar mejor a esta situación tal y como actualmente la conocemos. -Dirigió la mirada hacia Humphrey-. Quizá, si resumo la situación, usted me corregirá si tiene más información reciente.

Humphrey asintió.

Tristan bajó la mirada a la mesa, visiblemente reuniendo sus ideas.

– Se sabe que Mountford va en busca de algo que cree escondido en esta casa. Ha estado atento, persistente, sin desviarse de su meta durante meses. Parece progresivamente desesperado, y evidentemente no cesará hasta que encuentre aquello que persigue. Tenemos una conexión entre Mountford y un extranjero, lo que puede ser o no pertinente. Mountford está ahora en escena, tratando de tener acceso al sótano. Tiene un cómplice conocido, un hombre con cara de comadreja. -Tristan hizo una pausa para sorber su café-. Esos son los adversarios tal y como los conocemos.

››Ahora, a por lo que buscan. Nuestra mejor suposición es que hay algo que el difunto Cedric Carling, el dueño anterior de esta casa y un renombrado experto en hierbas medicinales, descubrió, posiblemente trabajando con otro experto en hierbas medicinales, A. J. Carruthers, desafortunadamente ahora también fallecido. Los diarios de Cedric, y las cartas y notas de Carruthers, todo lo que hemos encontrado hasta ahora, sugieren una colaboración, pero el proyecto mismo permanece poco claro. -Tristan miró a Humphrey.

Humphrey miró a Jeremy. Le hizo un gesto.

Jeremy concentró las miradas de los demás.

– Tenemos tres fuentes de información: los diarios de Cedric, cartas para Cedric de Carruthers, y un juego de notas de Carruthers, que creemos fueron enviados junto con las cartas. He estado concentrándome en las cartas y las notas. Algunas anotaciones detallan experimentos individuales discutidos y detallados en las cartas. Por lo que hemos podido agrupar hasta ahora, parece cierto que Cedric y Carruthers trabajaban juntos en algún brebaje específico. Discuten las propiedades de algún líquido que intentan influenciar con este brebaje. -Jeremy hizo una pausa, con una mueca-. No tenemos nada que indique de qué fluido se trata, pero por varias referencias, creo que debe ser sangre.

El efecto de esa aseveración en Tristan, St. Austell, y Deverell fue notable. Leonora les observó intercambiar miradas significativas.

– Entonces, -murmuró St. Austell, mirando fijamente a Tristan-, tenemos a dos renombrados expertos en hierbas medicinales trabajando en algo que afecta a la sangre, y una posible conexión extranjera.

La expresión de Tristan se había endurecido. Inclinó la cabeza hacia Jeremy.

– Eso aclara la única incertidumbre que tenía referente a nuestro camino a seguir. Claramente, el heredero de Carruthers, Jonathon Martinbury, un joven recto y honesto que misteriosamente ha desaparecido después de llegar a Londres, que aparentemente venía en respuesta a una carta referente a la colaboración de Carruthers y Cedric, es un peón potencialmente crítico en este juego.

– Sin duda. -Deverell miró a Tristan-. Pondré a mi gente a trabajar en esa línea, también.

Leonora los miró de uno a otro.

– ¿Qué línea?

– Ahora es imperativo que localicemos a Martinbury. Si está muerto, eso llevará algún tiempo; probablemente más tiempo del que tenemos, con Mountford trabajando en el sótano. Pero si Martinbury está vivo, hay una oportunidad de que podamos registrar los hospitales y albergues lo suficientemente bien como para localizarlo.

– Los conventos. -Cuando Tristan la miró, Leonora se explicó-. No los mencionaste, pero hay bastantes en la ciudad, y la mayoría admiten tantos enfermos y accidentados como pueden.

– Tiene razón. -St. Austell miró a Deverell, que asintió-. Mandaré a mi gente por ahí.

– ¿Qué gente? -Jeremy miró ceñudo al trío-. Hablan como si tuvieran una tropa a su disposición.

St. Austell levantó las cejas, divertido. Tristan enderezó sus labios y contestó:

– En cierto modo, la tenemos. En nuestra ocupación anterior, tuvimos necesidad de… conexiones en todos los niveles de la sociedad. Y hay un montón de veteranos a quienes podemos llamar para que nos ayuden. Cada uno de nosotros conoce a gente que está acostumbrada a salir y buscarnos cosas.

Leonora frunció el ceño hacia Jeremy cuando se rindió, pudiendo haber preguntado más.

– Así es que ustedes han juntado a sus tropas y las han puesto a buscar a Martinbury. ¿Qué nos deja eso por hacer? ¿Cuál es su plan?

Tristan la miró a los ojos, luego recorrió con la mirada a Humphrey y Jeremy.

– Todavía no sabemos qué persigue Mountford, podríamos simplemente recostarnos y esperar a que irrumpa, luego ver a por qué va. Ese, sin embargo, es el curso de acción más peligroso. Dejarle entrar en esta casa, dejarle poner sus manos a estas alturas en lo que persigue, debería ser nuestro último recurso.

– ¿Alternativas? -preguntó Jeremy.

– Seguir adelante con las líneas de investigación que ya tenemos. Uno, buscar a Martinbury, puede tener información más específica sobre Carruthers. Dos, continuar juntando las piezas que podamos de las tres fuentes que tenemos: los diarios, las cartas, y las notas. Es probable que sean por lo menos una parte de los que Mountford busca. Si tiene acceso a las piezas que nos faltan, eso tendría sentido. Tres. -Tristan miró a Leonora-. Hemos dado por supuesto que algo, digamos una fórmula, estaba escondido en el taller de Cedric. Eso todavía puede ser el caso. Sólo hemos registrado todos los materiales escritos obvios; si es que hay algo específicamente oculto en el taller, todavía puede estar allí. Finalmente, la fórmula pudo ser completada, anotada y escondida en otro sitio de esta casa. -Hizo una pausa, luego continuó-. El riesgo de dejar caer algo semejante en manos de Mountford es demasiado grande para arriesgarse. Necesitamos registrar esta casa.

Recordando cómo había él registrado las habitaciones de la señorita Timmins, Leonora asintió.

– Estoy de acuerdo. -Recorrió la mirada alrededor de la mesa-. Así que Humphrey y Jeremy deberían continuar con los diarios, las cartas, y las notas en la biblioteca. Su gente registraría Londres para encontrar a Martinbury. Eso nos deja a ustedes tres, ¿no es así?

Tristan le sonrió, una de sus encantadoras sonrisas.

– Y a ti. Si pudieras advertir a tu personal y despejarnos el camino, nosotros tres buscaremos. Podemos necesitar buscar desde los áticos hasta el sótano, y ésta es una casa grande. -Su sonrisa se endureció-. Pero somos muy buenos buscando.


Lo eran.

Leonora observaba desde la puerta del taller cómo, silenciosos como ratones, los tres nobles curioseaban, escarbaban, y hurgaban cada rincón y cada grieta, trepaban por la pesada estantería, escudriñando las traseras de las alacenas, revolvían los huecos escondidos con bastones, y tendiéndose en el piso para inspeccionar las partes inferiores de escritorios y archivadores. No se dejaron nada.

Y no encontraron nada salvo polvo.

Desde allí, trabajaron firmemente en el exterior y aún más, yendo por la cocina y las despensas, incluso en la ahora silenciosa lavandería, por cada cuarto del sótano, luego subieron las escaleras y, tranquilamente decididos, aplicaron sus inesperadas habilidades a las habitaciones de la planta baja.

En dos horas, habían llegado a los dormitorios; una hora más tarde, abordaron los áticos.

El gong del almuerzo estaba sonando cuando Leonora, sentada en las escaleras que conducían a los áticos en los cuales rotundamente se había rehusado a aventurarse, sintió las reverberaciones de su descenso.

Se levantó y dio media vuelta. Sus pasos, pesados, lentos, le dijeron que no habían encontrado absolutamente nada. Aparecieron, sacudiéndose telarañas de sus cabellos y abrigos. Shultz no lo habría aprobado.

Tristan enfrentó su mirada, un tanto desalentado.

– Si una fórmula valiosa está escondida en esta casa, está en la biblioteca. En los diarios de Cedric, las cartas de Carruthers y las notas.

– Al menos ahora estamos más seguros de ello. -Volviéndose, ella los precedió de regreso a la escalera principal y bajaron al comedor.

Jeremy y Humphrey se unieron a ellos allí.

Jeremy negó con la cabeza mientras se sentaba.

– Nada más, me temo.

– Excepto -Humphrey frunció el ceño mientras sacudía su servilleta- que estoy cada vez más seguro de que Cedric no conservó ningún registro propio referente a los razonamientos y conclusiones que sacó de sus experimentos. -Hizo una mueca-. Algunos científicos son así, lo guardan todo en su cabeza.

– ¿Desconfiado? -preguntó Deverell, comenzando su sopa.

Humphrey negó con la cabeza.

– Normalmente no. Pero puede ser que no quisiera malgastar tiempo poniendo por escrito lo que ya sabía.

Todos comenzaron a comer, entonces Humphrey, todavía frunciendo el ceño, continuó:

– Si Cedric no dejó ningún registro, y la mayor parte de los libros de la biblioteca son nuestros, allí había sólo un manojo de textos antiguos cuando nos mudamos.

Jeremy asintió.

– Y los he revisado todos. No había registros ocultos en ellos, o escritos en ellos.

Humphrey continuó:

– Si eso es así, entonces vamos a tener que rezar por que Carruthers dejase alguna relación más detallada. Las cartas y las notas dan una esperanza, y yo no estoy diciendo que nunca obtendremos la respuesta si eso es todo lo que tenemos para trabajar, sino que un diario adecuado junto con un listado consecutivo de experimentos… si tuviéramos eso, podríamos clasificar qué fórmulas para este brebaje fueron las últimas. Especialmente cuál fue la versión final.

– Hay un buen número de variantes, como verán. -Jeremy retomó la explicación-. Pero con el diario de Cedric no hay forma de decir detrás de qué iba, y mucho menos por qué. Cedric debió haberlo sabido, y por comentarios en las cartas, Carruthers lo sabía también, pero… hasta ahora, sólo hemos podido asignar unas pocas de las notas de los experimentos de Carruthers con sus cartas, que son las únicas que están fechadas.

Humphrey masticó, asintiendo bruscamente.

– Es suficiente como para hacer que te tires del pelo.

A lo lejos, sonó el timbre de la puerta delantera. Castor salió, reapareciendo un minuto más tarde con una nota doblada en una bandeja.

Caminó hacia el lado de Deverell.

– Un lacayo de la puerta de al lado ha traído esto para usted, milord.

Deverell miró a Tristan y Charles mientras bajaba su tenedor y alcanzaba la nota. Era una pequeña hoja de papel, la escritura era unos garabatos retorcidos a lápiz. Deverell lo examinó, luego miró a Tristan y Charles por encima de la mesa.

Ambos se enderezaron.

– ¿Qué?

Todo el mundo miró a Deverell. Una sonrisa lenta curvó sus labios.

– Las buenas monjas de las Hermanitas de la Misericordia de Whitechapel Road han estado cuidando de un joven que responde al nombre de Jonathon Martinbury. -Deverell recorrió con la mirada la nota; su cara se endureció-. Se lo llevaron hace dos semanas, fue víctima de una cruel paliza después de la cual lo abandonaron para que muriera en una cuneta.


Los preparativos para recoger a Martinbury, todos convinieron en que tenían que traerlo, fueron un ejercicio de logística. Por fin, se acordó que fueran Leonora y Tristan; ni St. Austell ni Deverell quisieron arriesgarse a ser vistos saliendo o regresando al Número 14. Incluso Leonora y Tristan tuvieron que ser cautelosos. Salieron de la casa por la puerta principal, con Henrietta tras ellos.

Una vez en la calle, la línea de árboles a lo largo del límite del Número 12 los ocultó de cualquiera que estuviera observando desde el Número 16. Se dieron la vuelta en el portón del club y, para gran decepción de Henrietta, la dejaron allí en las cocinas.

Tristan apresuró a Leonora por el camino trasero del club, luego salieron al callejón de atrás. Desde allí fue fácil alcanzar la siguiente calle, donde contrataron un coche de alquiler y se encaminaron a toda prisa a Whitechapel Road.

En la enfermería del convento, encontraron a Jonathon Martinbury. Parecía ser un joven robusto, casi cuadrado en constitución y semblante, con pelo castaño visible a través de las aberturas de los vendajes que envolvían su cabeza. Gran parte de él aparecía vendado; un brazo descansaba en un cabestrillo. Su cara estaba amoratada y cortada, con una fuerte contusión encima de un ojo.

Estaba lúcido, aunque débil. Cuando Leonora explicó su presencia diciendo que habían estado buscándolo en relación al trabajo de Cedric Carling con A. J. Carruthers, sus ojos se iluminaron.

– ¡Gracias a Dios! -Brevemente, cerró los ojos, luego los abrió. Su voz era áspera, todavía ronca-. Recibí su carta. Vine a la ciudad enseguida, con la intención de hacerle una visita -se interrumpió y su cara se ensombreció-. Desde entonces todo ha sido una pesadilla.

Tristan habló con las monjas. Aunque preocupadas, estuvieron de acuerdo en que Martinbury estaba lo suficientemente bien como para ser trasladado, dado que estaba ahora con amigos. Entre Tristan y el jardinero del convento condujeron a Jonathon fuera hasta el coche de alquiler que les esperaba. Leonora y las hermanas protestaron. Trepar al carruaje comprometió gravemente la compostura del joven; estaba callado y pálido cuando le tuvieron finalmente colocado en el asiento, envuelto en una manta y rodeado de viejos almohadones. Tristan le había dado a Jonathon su abrigo; el abrigo de Jonathon había sido rasgado más allá de cualquier arreglo.

Junto con Leonora, Tristan repitió el agradecimiento de Jonathon a las hermanas y prometió una muy necesaria donación tan pronto como pudiera arreglarse. Leonora le dirigió una mirada aprobadora. La subió al carruaje, y estaba a punto de seguirla cuando una maternal monja vino corriendo.

– ¡Esperen! ¡Espere! -Llevando una bolsa de cuero grande, resoplaba al salir por la portilla del convento.

Tristan dio un paso adelante y tomó la bolsa. Sonrió hacia Jonathon.

– ¡Sería una pena que después de todo fuera a perder esta única muestra de buena suerte!

Mientras Tristan colocaba la bolsa sobre el suelo del carruaje, Jonathon se inclinó para tocarla como para reconfortarse a sí mismo.

– Desde luego -se quedó sin aliento, asintiendo todo lo que pudo-. Muchas gracias, Hermana.

Las hermanas saludaron con la mano y los bendijeron; Leonora respondió al saludo. Tristan subió y cerró la puerta, colocándose junto a Leonora mientras el carruaje arrancaba.

Miró la gran bolsa de viaje de cuero situada sobre el suelo, entre los asientos. Miró a Jonathon.

– ¿Qué contiene?

Jonathon reclinó su cabeza contra el respaldo.

– Creo que es lo que las personas que me hicieron esto estaban buscando.

Leonora y Tristan miraron el bolso.

Jonathon tomó un doloroso aliento.

– Pueden mirar.

– No. -Tristan alzó una mano-. Espere. Este viaje va a ser lo suficientemente malo. Simplemente descanse. Una vez que le hayamos puesto cómodo y tranquilo de nuevo, entonces nos podrá contar a todos su historia.

– ¿A todos? -Jonathon lo miró entre los párpados entreabiertos-. ¿Cuántos son?

– Bastantes. Será mejor si tiene que contar su historia sólo una vez.

Una fiebre de impaciencia aferró a Leonora, centrada en la bolsa de cuero negra de Jonathon. Una maleta de viaje perfectamente común, pero podía imaginar lo que podía contener; estaba casi fuera de sí a causa de la curiosidad frustrada cuando el carruaje finalmente paró en el callejón del portón de atrás del Número 14 de Montrose Place.

Tristan había detenido primero el carruaje en una calle cerca del parque; los había dejado allí, diciendo que necesitaba coger algunas cosas en el lugar.

Había vuelto más de media hora más tarde. Jonathon había estado durmiendo; todavía estaba atontado cuando se detuvieron por última vez, y Deverell abrió la puerta del carruaje.

– Vamos-. Tristan le dio un empujoncito.

Ella le dio a Deverell su mano y éste la ayudó a descender; detrás de él, la portilla del jardín se abrió, con Charles St. Austell llamándolos por señas.

Su lacayo más alto, Clyde, estaba de pie detrás de Charles, con lo que Leonora suponía que era una camilla improvisada en sus manos.

Charles vio su mirada.

– Vamos a llevarle dentro. Sería demasiado lento y doloroso de otra manera.

Ella lo miró.

– ¿Lento?

Con la cabeza, indicó la casa de al lado.

– Estamos tratando de minimizar la oportunidad de que Mountford vea algo.

Habían asumido que Mountford o más probablemente su cómplice observaría las idas y venidas en el Número 14.

– Pensaba que lo llevaríamos al Número 12. -Leonora miró hacia su club.

– Sería demasiado difícil para todos ocultarnos para ir a oír su historia. -Amablemente, Charles la apartó a un lado mientras Tristan y Deverell ayudaban a pasar a Jonathon a través de la puerta-. Ya llegamos.

Entre los cuatro, colocaron a Jonathon en la camilla, construida con sábanas dobladas y dos largos palos de escoba. Deverell los precedió, indicando el camino. Clyde y Charles lo siguieron, llevando la camilla. Con la bolsa de Jonathon en una mano, Tristan cerraba la marcha, Leonora iba delante de él.

– ¿Qué hay del coche de alquiler? -susurró Leonora.

– No te preocupes. Le he pagado para que espere ahí otros diez minutos antes de arrancar, sólo por si acaso el ruido que hiciera al pasar por detrás de la casa vecina les alertase.

Había pensado en todo, incluso en cortar un nuevo y estrecho arco en el seto que separaba el jardín de la cocina, del césped más abierto. En lugar de recorrer el camino central y atravesar la arcada central y luego tener que cruzar un amplio espacio de césped, subieron por un estrecho camino lateral siguiendo la pared que limitaba con el Número 12, luego atravesaron la brecha recién hecha en el seto, salieron muy cerca de la pared del jardín, en su mayor parte ocultos por sus sombras.

Sólo tuvieron que cubrir una corta distancia hasta que el saliente de la pared de la cocina les escondió del Número 16. Luego fueron libres de subir los escalones de la terraza y entrar a través de las puertas de la sala.

Cuando Tristan cerró la puertaventana detrás de ella, ella atrajo su atención.

– Muy limpio.

– Todo es parte del servicio. -Miró detrás de ella, que se giró para ver cómo Jonathon era ayudado a bajar de la camilla y colocado encima de una tumbona, ya preparada.

Pringle revoloteaba. Tristan atrajo su atención.

– Le dejaremos con su paciente. Estaremos en la biblioteca, reúnase con nosotros cuando acabe.

Pringle asintió, y se volvió hacia Jonathon.

Todos salieron en fila. Clyde tomó la camilla y se dirigió a las cocinas; el resto fueron en grupo a la biblioteca.

La ansiedad de Leonora por ver que lo que Jonathon tenía en su maleta no era nada comparada con las de Humphrey y Jeremy. Si Tristan y los demás no hubieran estado allí, dudaba que hubiera podido impedirles ir a traer el bolso y “sólo comprobar” lo que contenía.

La vieja y cómoda biblioteca raramente había parecido tan llena, y más raramente aún, tan viva. No era sólo por Tristan, Charles, y Deverell, todos paseando, esperando, severos y absortos; su energía reprimida parecía contagiar a Jeremy e incluso a Humphrey. Esto, pensó Leonora, sentada fingiendo paciencia en el sofá y con Henrietta, tumbada desgarbadamente a sus pies, observándolos a todos, debe ser lo que se habría sentido en la atmósfera de una tienda de campaña llena de caballeros poco antes de la llamada a la batalla.

Finalmente, la puerta se abrió y Pringle entró. Tristan le sirvió brandy en un vaso; Pringle lo tomó con aprobación, dio un sorbo y luego suspiró apreciativamente.

– Está bastante bien, ciertamente bastante bien para hablar. Sin duda, está deseoso de hacerlo, y sugeriría que le escuchasen cuanto antes.

– ¿Sus lesiones? -preguntó Tristan.

– Diría que los que le atacaron estaban fríamente dispuestos a matarle.

– ¿Profesionales? -preguntó Deverell.

Pringle vaciló.

– Si tuviera que adivinar, diría que eran profesionales, más acostumbrados a cuchillos o pistolas, pero en este caso estaban tratando de hacer parecer el ataque como el trabajo de gamberros locales. Sin embargo, no tuvieron en cuenta los huesos bastante fuertes del señor… Martinbury; está muy magullado y maltratado, pero las hermanas lo han cuidado bien, y con el tiempo estará como nuevo. Estén seguros de que, si algún alma caritativa no lo hubiera llevado al convento, no habría tenido muchas oportunidades.

Tristan asintió.

– Gracias otra vez.

– No tiene importancia. -Pringle devolvió su vaso vacío-. Cada vez que veo a Gasthorpe, al menos sé que será algo más interesante que unos forúnculos o carbunco *.

Con inclinaciones de cabeza alrededor, los dejó.

Todos ellos intercambiaron miradas; la excitación subió un grado.

Leonora se levantó. Los vasos se vaciaron rápidamente y se abandonaron. Sacudió sus faldas, luego fue hacia la puerta, y los llevó a todos de vuelta a la sala.

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