Las estrellas, como todos los demás albures del hombre, constituían una imposibilidad evidente, una ambición tan temeraria e improbable como los inicios de la aventura en los grandes océanos de la Tierra, en el aire o en el espacio. La estación Sol llevó una provechosa existencia durante varios años. Se inició en la explotación de minas, creó manufacturas e instalaciones de energía en el espacio, todo lo cual empezó a ser rentable. La Tierra se acostumbró a ella con la misma celeridad con que se había acostumbrado a todas sus demás comodidades. De la estación partían misiones que exploraban el sistema, siguiendo un programa que estaba lejos de la comprensión del público pero que no tenía una fuerte oposición, dado que no afectaba a la vida cotidiana de la Tierra.
Así pues, aquella primera sonda partió sin alharacas, con toda naturalidad, hacia las dos estrellas más próximas. No iba tripulada y su finalidad era recoger datos y regresar, tarea en sí misma de considerable complejidad. El lanzamiento desde la estación atrajo cierto interés público, mas la espera para conocer los resultados debía contarse por años, y los medios de comunicación dejaron de interesarse por la sonda en cuanto salió del sistema solar. Atrajo mucho más atención a su regreso: nostalgia por parte de quienes recordaban su lanzamiento hacia mas de una década, curiosidad de los jóvenes que apenas conocían el origen del experimento y se preguntaban de qué iba todo aquello. Fue un éxito científico y aportó datos suficientes para mantener ocupados a los analistas durante años… pero no se divulgó el significado de sus observaciones en términos comprensibles por los profanos. En cuanto a las relaciones públicas, la misión constituyó un fracaso. El público, al tratar de comprender según su punto de vista, buscaba beneficios materiales, tesoros, riquezas, hallazgos espectaculares.
Lo que la sonda había descubierto era una estrella con razonables posibilidades de estimular la vida. Un anillo de restos que incluían partículas, planetoides, fragmentos irregulares casi tan voluminosos como un planeta con interesantes implicaciones de formación sistemática, y un compañero planetario con su propio sistema de fragmentos y lunas… un planeta desolado, calcinado, ominoso. No era un Edén, una segunda Tierra, no era mejor que la existente en el propio sistema solar, y el viaje había sido demasiado largo para descubrir solamente una cosa así. Los medios de comunicación se empeñaron en dar unas explicaciones que ni ellos mismos entendían bien, buscando algo que ofrecer a sus receptores, y rápidamente perdieron interés. Se habló de costes y se hicieron vagas y desesperadas comparaciones con Colón, tras lo cual la prensa se dedicó de lleno a una crisis política en el Mediterráneo, mucho más comprensible y considerablemente más sangrienta.
Los científicos de la estación Sol respiraron aliviados y con toda precaución invirtieron parte de su presupuesto en una modesta expedición tripulada, para viajar en lo que sería una réplica móvil en miniatura de la misma estación Sol, permanecer algún tiempo haciendo observaciones en órbita de aquel mundo y, muy discretamente, para imitar más aún a la estación Sol, poner a prueba técnicas de fabricación que habían construido el segundo gran satélite de la Tierra… en extrañas condiciones. La Corporación Sol proporcionó una generosa subvención, pues tenía una cierta curiosidad, un cierto entendimiento de las estaciones espaciales y los beneficios que podían esperarse de su desarrollo.
Aquellos fueron los inicios.
Los mismos principios que hicieron práctica la estación Sol, hicieron viable la primera estación estelar. Necesitaba un suministro mínimo de sustancias orgánicas de la Tierra… en su mayor parte lujos para hacer más agradable la vida al creciente número de técnicos, científicos y familias estacionados allí. Se extraía mineral, y a medida que sus propias necesidades disminuían, enviaba el exceso de producción… Así se estableció el primer eslabón de la cadena. Aquella primera colonia había demostrado que no existía necesidad alguna de que una estrella tuviera un mundo adecuado para los humanos, ni siquiera una estrella del tipo de nuestro sol… el viento solar y los habituales desechos de metales, rocas y hielo eran suficientes. Una vez construida la estación, podía lanzarse un módulo a la siguiente estrella, fuera cual fuese. Bases científicas, manufacturadas: bases desde las que podría alcanzarse la próxima estrella prometedora… y la siguiente, y otra, y otra más… La exploración del exterior de la Tierra se desarrolló en un estrecho vector, un pequeño abanico que se ampliaba por su extremo más ancho.
La Corporación Sol, que había crecido más de lo que se había propuesto y poseía más estaciones que la misma Sol, se convirtió en aquello que le llamaban los colonos de las estrellas: la Compañía Tierra. Ostentaba poder… lo ejercía, desde luego, sobre las estaciones que dirigía a larga distancia, a tan larga distancia que costaba años recorrerla; pero también ejercía su poder en la Tierra, donde su creciente suministro de minerales e instrumental médico y su posesión de varias patentes era enormemente provechoso. Si bien el sistema había tenido comienzos lentos, la constante llegada de bienes y nuevas ideas, por mucho tiempo que hubiera transcurrido desde su lanzamiento, era beneficiosa para la Compañía y su consiguiente poder sobre la Tierra. La Compañía enviaba transportes mercantiles en número cada vez mayor: eso era todo lo que tenía que hacer en aquella época. Los tripulantes de las naves en los largos viajes se acostumbraban a un peculiar e introvertido modo de vida, y no pedían más que mejorar el equipo que habían llegado a considerar como propio. Las estaciones se apoyaban entre sí, cada una de ellas enviaba las mercancías de la Tierra un paso más allá hasta su vecino más próximo, y todo aquel intercambio circular finalizaba en la estación Sol, donde los beneficios se disipaban con el pago de las sustancias orgánicas y las mercancías que sólo la Tierra podía producir.
Fue aquella una época dorada para quienes vendían esta riqueza. Se amasaron y se perdieron fortunas, cayeron gobiernos, las corporaciones adquirieron más y más poder y la Compañía Tierra, en sus múltiples facetas, cosechó inmensos beneficios y dirigió los asuntos de naciones enteras. Fue una era de inquietud y poblaciones recién industrializadas. Los descontentos de cada nación iniciaron el larguísimo camino en busca de empleos y riqueza, ansiosos por realizar sus sueños personales de libertad. Se repitió el viejo atractivo del Nuevo Mundo, y muchos hombres se lanzaron otra vez a la aventura a través de un océano nuevo y mucho más amplio, hacia tierras extrañas.
La estación Sol se convirtió en una escala, un lugar que ya no era exótico, pero sí seguro y conocido. La Compañía Tierra floreció a expensas de las estaciones estelares, otra comodidad a la que quienes disfrutaban de ella empezaron a acostumbrarse.
Y las estaciones estelares conservaban el recuerdo de aquel mundo variopinto que las había puesto en órbita, la madre Tierra, con una connotación nueva, cargada de emoción, la Tierra que les enviaba mercancías preciosas para su bienestar y que, en un universo desierto, les recordaba que por lo menos existía una mota llena de vida. Las naves de la Compañía Tierra les mantenían unidos a aquella vida… y las sondas de la Compañía eran la aventura romántica de su existencia, las ligeras y rápidas naves de exploración que les permitían ser más selectivos en su próximo paso. Fue aquélla la era del Gran Círculo, que no era ningún círculo, sino las rutas que seguían los cargueros de la Compañía Tierra en sus constantes viajes y cuyo principio y fin estaba en la madre Tierra.
Una estrella tras otra… nueve de ellas hasta llegar a Pell, que reveló poseer un mundo habitable, y vida.
Aquel descubrimiento canceló todas las apuestas y trastornó el equilibrio para siempre.
La estrella y el mundo de Pell, nombre del capitán de la sonda que los localizó… y que no sólo halló un mundo, sino también indígenas, nativos.
La noticia del descubrimiento tardó largo tiempo en llegar a la Tierra a través del Gran Círculo, pero no tanto en propagarse por las estaciones estelares más próximas… y mucha gente, no sólo científicos, se dirigieron en tropel al mundo de Pell. Las compañías de las estaciones locales, que conocían la importancia económica del asunto, se apresuraron a presentarse en la estrella, para no quedar marginadas. Llegaron pobladores, y dos de las estaciones que orbitaban estrellas cercanas y menos interesantes quedaron peligrosamente solitarias, hasta llegar a estar del todo vacías. Mientras se trabajaba con intensidad en la construcción de una estación en Pell, gente ambiciosa ponía ya sus miras en dos estrellas más lejanas, calculando con fría previsión, pues Pell era una fuente de mercancías y lujos semejantes a los de la Tierra… una perturbación potencial en el control del comercio y los suministros.
Los cargueros que llegaban a la Tierra hicieron correr las noticias de la existencia de vida extraterrestre, y la Compañía sufrió una conmoción. Se entablaron debates de carácter moral sobre el curso de acción a seguir, a pesar de que las noticias tenían casi dos décadas de antigüedad, como si en aquel preciso momento se pudiera intervenir en las decisiones que tomaban en el Más allá. Todo estaba fuera de control. La existencia de otra vida desbarataba las ideas a las que tanto se había aferrado el hombre acerca de la realidad cósmica, planteaba preguntas filosóficas y religiosas, presentaba realidades que algunos, incapaces de hacerles frente, preferían ignorar. Aparecieron nuevos cultos. Pero otras naves informaron a su llegada de que los alienígenas del mundo de Pell no se distinguían por su inteligencia, no eran violentos, no construían nada y parecían más primates inferiores que otra cosa: morenos, peludos, desnudos y con grandes ojos de mirada perpleja.
Los terrestres respiraron. El universo centrado en el hombre y la Tierra, en el que siempre habían creído los seres humanos, se había conmocionado, pero enseguida se recuperó. Los aislacionistas que se oponían a la Compañía incrementaron su influencia y su número como reacción al temor desatado… y a un súbito y considerable descenso del comercio.
La Compañía estaba sumida en el caos. Se requería mucho tiempo para enviar instrucciones, y Pell crecía lejos de su control. Nuevas estaciones que no habían sido autorizadas por la Compañía Tierra cobraron existencia en estrellas más lejanas. Unas estaciones llamadas Mariner y Viking que pronto tuvieron vástagos, a los que denominaron Russell y Esperance. La Compañía envió instrucciones, ordenando a las ahora casi deshabitadas estaciones más próximas que efectuaran determinadas acciones para estabilizar el comercio, y se hizo evidente que tales órdenes eran una solemne tontería.
De hecho, ya se había desarrollado un nuevo sistema comercial. Pell disponía de las materias biológicas necesarias. Estaba más cercano a la mayoría de las estaciones estelares, y las compañías de éstas, que antes habían considerado a la Tierra como una madre amada, veían ahora nuevas oportunidades, y las aprovecharon. Además, se formaron otras estaciones, y el Gran Círculo se rompió. Algunas naves de la Compañía Tierra partieron para comerciar con el Más Allá, y no había forma de detenerlas. El comercio continuó, pero ya no fue como antes. Bajó el valor de las mercancías terrestres y, en consecuencia, a la Tierra le costó cada vez más mantener su provechoso vínculo con las colonias.
Se produjo entonces una segunda conmoción. Había otro mundo en el Más Allá, descubierto por un intrépido comerciante… Cyteen. Se desarrollaron nuevas estaciones… Fargone, Paradise y Wyatt, y el Gran Círculo se extendió todavía más.
La Compañía Tierra tomó una nueva decisión: un programa de reembolso, un impuesto sobre las mercancías, que compensaría las pérdidas recientes. Discutieron con las estaciones sobre la comunidad humana, la deuda moral y la carga de la gratitud.
Algunas estaciones y comerciantes pagaron el impuesto. Otros se negaron, sobre todo los que estaban más allá de Pell y Cyteen. Sostenían que la Compañía no había participado en su desarrollo y no podía reclamarles nada. Se instituyó un sistema de documentos y visados, se organizaron inspecciones, que produjeron un amargo resentimiento entre los comerciantes, los cuales siempre habían considerado las naves que usaban como propias.
El siguiente paso consistió en retirar las sondas, declaración tácita de que la Compañía ponía oficialmente coto a un mayor crecimiento del Más Allá. Las rápidas naves de exploración estaban armadas, siempre lo habían estado, puesto que se aventuraban en lo desconocido. Pero ahora las utilizaron de una nueva manera, para visitar estaciones y meterlas en vereda. Aquello fue lo más penoso, el hecho de que las tripulaciones de las naves sonda, que habían sido los héroes del Más Allá, se convirtieran en los gendarmes de la Compañía.
Los comerciantes respondieron armándose a su vez. Las naves de carga no habían sido construidas para el combate y no podían efectuar giros cerrados, pero hubo refriegas entre las naves sonda transformadas en naves de guerra y los comerciantes rebeldes, aunque la mayoría de éstos declararon a desgana que aceptaban el impuesto. Los rebeldes se retiraron a las colonias más alejadas, donde era más difícil someterlos por la fuerza.
Estalló la guerra sin que nadie le diera ese nombre… Sondas armadas de la Compañía contra los comerciantes rebeldes, que servían a las estrellas más lejanas, circunstancia posibilitada por el hecho de que existía Cyteen y ni siquiera Pell era indispensable.
Así pues, se trazó la línea divisoria. Se reanudó el Gran Círculo, excluyendo a las estrellas situadas más allá de Fargone, pero ya no resultó tan provechoso como antes. El comercio continuó, pero de una manera extraña, pues los comerciantes que pagaban los impuestos tenían libertad para ir adonde quisieran, lo que estaba vedado a los comerciantes rebeldes. Pero podían falsificarse los sellos, como así sucedió. La guerra estaba muy aletargada: sólo se reavivaba cuando un rebelde constituía un blanco claramente alcanzable. Las naves de la Compañía no podían poner de nuevo en funcionamiento las estaciones situadas cerca de Pell, en dirección a la Tierra, que habían dejado de ser viables. Las poblaciones se habían trasladado a Pell, Russell, Mariner, Viking, Fargone y aún más lejos.
En el Más Allá se construyeron naves, como se habían construido estaciones. Disponían de la tecnología necesaria, y proliferaron las naves comerciales… Entonces llegó la teoría del salto, que se había originado en el Nuevo Más Allá, en Cyteen, y fue aprovechada rápidamente por los constructores de naves en Mariner, al lado de la línea donde imperaba la Compañía.
Y aquél fue el tercer gran golpe a la Tierra. El antiguo sistema de calcular las distancias mediante la velocidad de la luz quedó desbancado. Los cargueros que avanzaban por medio del salto, lo hacían en cortos tránsitos por el vacío interestelar, pero el tiempo que invertían en saltar de una estrella a otra se redujo de años a períodos de meses y días. La tecnología mejoró. El comercio se convirtió en una nueva clase de juego y cambió la estrategia de la larga guerra… Las estaciones proliferaron cada vez más cerca unas de otras.
Todo ello desembocó súbitamente en una organización entre los rebeldes del más recóndito Más Allá. Empezó como una coalición de Fargone y sus minas, pasó a Cyteen, hizo recuento de fuerzas en Paradise y Wyatt y fue en busca de otras estrellas y de las naves mercantes que las abastecían. Corrieron rumores… Se habló de grandes aumentos de población que habían tenido lugar durante años sin que se informara de ello, utilizando la tecnología utilizada en otro tiempo por la Compañía cuando había necesidad de hombres, de vidas humanas para llenar la vasta y oscura nada, para trabajar y construir. Cyteen lo había hecho. Esta organización, esta Unión, como se llamaba a sí misma, creció y se multiplicó geométricamente, utilizando instalaciones que ya estaban en funcionamiento y laboratorios de gestación. La Unión se expandió. En una veintena de años había aumentado enormemente el territorio y densidad de población, y ofrecía una ideología única y rígida de crecimiento y colonización, una dirección centrada en lo que había sido una rebelión espontánea. Silenció a los disidentes, movilizó, organizó y atosigó a. la Compañía.
Finalmente, espoleada por la opinión pública, que exigía resultados con respecto a la situación en deterioro, la Compañía Tierra en la estación Sol dejó de pagar impuestos y dedicó los fondos a construir una gran flota, formada exclusivamente por naves diseñadas para el salto interestelar, máquinas de destrucción que tenían nombres como Europe y América.
También la Unión construyó naves de guerra especializadas, cambiando de estilo con el cambio de tecnología. Capitanes rebeldes que habían luchado durante largos años por sus propias razones, fueron acusados de incompetencia a la menor ocasión. Las naves se pusieron en manos de comandantes que tenían la ideología correcta y se mostraban implacables.
Los éxitos de la Compañía se hicieron más difíciles. La gran flota tenía un inmenso territorio que cubrir, y el enemigo la superaba en número. En estas condiciones, no llevó la guerra a su fin ni en uno ni en cinco años. Y la Tierra se sentía cada vez más vejada por lo que había llegado a ser un conflicto inglorio y exasperante. «Basta de enviar naves», se gritaba ahora en las corporaciones financieras. «Que vuelvan nuestras naves y que esos bastardos se mueran de hambre.»
Naturalmente, la que pasó hambre fue la flota de la Compañía, y no la Unión, pero la Tierra parecía incapaz de comprender que ya no se trataba de unas frágiles colonias rebeladas, sino de una potencia en formación, bien aprovisionada y armada. Las mismas políticas miopes, la misma competencia entre los aislacionistas y la Compañía que habían alienado a las colonias en un primer momento, se intensificaron más y más a medida que el comercio disminuía. No perdieron la guerra en el Más Allá, sino en las cámaras del senado y las salas de juntas en la Tierra y la estación Sol. Las actividades mineras dentro del propio sistema de la Tierra eran provechosas, pero no las misiones exploratorias en todas direcciones.
No importaba que hubieran dado el salto y que ahora las estrellas estuvieran cerca. Sus mentes se dirigían a los viejos problemas, a sus propios problemas y políticas. La Tierra prohibió la emigración al ver que se marchaban sus mejores cerebros. Se hundió en el caos económico, y la sangría de los recursos naturales terrestres que nutrían a las estaciones fue un fácil foco de descontento. Empezó a pedirse el fin de la guerra, la paz se convirtió de repente en la buena política. La flota de la Compañía, privada de fondos en una guerra con un frente demasiado amplio, obtenía suministros dónde y cómo podía.
Al final quedaban quince cargueros de la otrora orgullosa flota de cincuenta, reparados en las estaciones todavía abiertas a ellos. La llamaban la Flota de Mazian, siguiendo la tradición del Más Allá, donde al principio las naves eran tan escasas que los enemigos se conocían entre sí por su nombre y su reputación… un reconocimiento que ahora era más difícil, pero aún así se conocían algunos nombres. Conrad Mazian, de Europe, era un nombre que la Unión conocía para su pesar. Otros nombres bien notorios eran los de Tom Edger, de Australia, Mika Kreshov, de Atlantic y Signy Mallory, de Norway… y los de los restantes capitanes de la Compañía, y hasta los de las naves auxiliares. Todavía servían a la Tierra y a la Compañía, pero cada vez con menos amor a ambas. Ninguno de su generación había nacido en la Tierra. Recibían pocos repuestos, y ninguno de la Tierra ni de las estaciones de su territorio, pues las estaciones tenían un cuidado obsesivo por su neutralidad en la guerra. Los mercaderes eran su fuente de personal especializado y de tropas, la mayoría de ellos a su pesar.
El Más Allá había empezado con las estrellas más próximas a la Tierra, y ahora se iniciaba en Pell, pues las estaciones más antiguas se cerraron a causa del declive comercial con la Tierra y el fin del estilo mercantil anterior a la tecnología del salto. Las Estrellas Posteriores habían sido casi olvidadas y no las visitaban.
Había otros mundos más allá de Pell y Cyteen, y ahora la Unión los poseía a todos, mundos reales de las estrellas más lejanas a las que podía llegarse mediante el salto, en los que la Unión usaba los laboratorios de gestación para expandir las poblaciones, dotándolas de obreros y soldados. La Unión quería todo el Más Allá para dirigir el futuro curso del hombre. Y la Unión poseyó, en efecto, el Más Allá… excepto el delgado arco de estaciones que la flota de Mazian conservaba aún para la Tierra y la Compañía sin que se lo agradecieran, pero sin que vieran otra alternativa a su defensa. A sus espaldas sólo estaba Pell… y las estaciones de las Estrellas Posteriores. Más remota todavía, aislada, estaba la Tierra, encerrada en la contemplación de sí misma y en sus complejas y fragmentadas políticas.
Ya no había un comercio importante con la estación Sol. En aquella absurda guerra los comerciantes libres trabajaban tanto para la Unión como para las estrellas de la Compañía, cruzaban las líneas de batalla a su antojo, aunque la Unión procuraba impedir aquel tráfico mediante sutiles hostigamientos, tratando de cortar los suministros a la Compañía.
La Unión se expandió y la flota de la Compañía se sostuvo aunque carecía de un mundo propio. Pell la alimentaba y la Tierra la ignoraba. En la Unión las estaciones no se construían ya según la antigua escala. Ahora eran bases inmensas para la exploración de mundos, con sondas que buscaban más estrellas. Vivían en ellas generaciones que jamás habían visto la Tierra, humanos para quienes Europe y Atlantic eran criaturas de metal y terror, generaciones cuyo modo de vida se cifraba en las estrellas, el infinito, el crecimiento ilimitado y para las que el tiempo parecía eterno. La tierra no las comprendía.
Pero tampoco las comprendían las estaciones que permanecieron con la Compañía o los mercaderes libres que proseguían en sus naves aquel extraño comercio entre mundos enemigos.
El convoy encendió las luces de aproximación. Primero, el transporte Norway, y, luego, los diez cargueros seguidos de las cuatro naves de reconocimiento que había soltado el Norway, y conforme se acercaban a la estrella Pell, fueron desplegándose en formación defensiva.
Era un buen refugio; un lugar seguro al que nunca había llegado la guerra, aunque no estuviese lejos. Los mundos del Más Allá eran los preponderantes. Algo de lo que empezaban a tomar conciencia a ambos lados del frente.
En el puente de la nave ECS 5, el transporte Norway, había gran actividad, con los cuatro paneles de mando auxiliares controlando las naves de reconocimiento, la gran sala del mando operativo, la de comunicaciones, y la de control de la propia nave. La Norway estaba en constante conexión con los diez cargueros y los partes que iban de uno a otro lado eran siempre escuetos, ceñidos exclusivamente a las operaciones de las naves. La Norway tenía demasiado trabajo para ocuparse de las miserias humanas.
Nada de emboscadas. La estación del mundo de Pell recibió la señal dándoles una bienvenida poco entusiasta. Un murmullo de alivio recorrió el transporte, un murmullo que no llegó al mando central. Signy Mallory, la capitana de la Norway relajó sus músculos, cuya tensión le había pasado casi inadvertida, y ordenó al mando militar que organizase la alerta.
Signy, era el tercer jefe, por orden jerárquico, de los quince comandantes de la Flota de Mazian. Tenía cuarenta y nueve años. La Rebelión del Más Allá se había iniciado hacía bastante más tiempo y durante su carrera sirvió como piloto de un carguero y luego como capitana de una nave de reconocimiento, pasando por todo el escalafón, siempre al servicio de la Compañía Tierra. Tenía los cabellos plateados y el rostro todavía joven. Los tratamientos de rejuvenecimiento, que tenían el inconveniente de producir canas, conservaban el resto de su aspecto en torno a los 36 años biológicos. Pero, teniendo en cuenta todo lo que había luchado y lo que había visto se sentía mucho más vieja.
Se reclinó sobre el sillón, que quedaba enfrente de las estrechas naves de curvada estructura que emergían del puente, pulsó los sensores de la consola adosada a uno de los brazos de su sillón para controlar las operaciones, dio un vistazo a las activas estaciones y a las pantallas que mostraban las teleimágenes y señales que sus receptores pudieron captar. Estaban a salvo. Aunque, a decir verdad, estaba viva gracias a que nunca terminaba de dar crédito a tal enjambre de datos; aunque se adaptaba a ellos como tuvieron que hacer todos, todos los que habían luchado en aquella guerra. La Norway, era pura chatarra, como su tripulación, compuesta por restos de las Brasil, Italia, Wasp, y de aquel error llamado Miriam B. Algunas de sus piezas databan de los días de la guerra de los mercantes. Aprovechaban todo lo que podían y desechaban lo menos posible… incluso de las naves que iban bajo su protección. Muchos años atrás, la guerra tenía aún un cierto aire heroico, con gestos caballerosos, de enemigos que salvaban de la muerte a sus propios enemigos y confraternizaban con ellos durante las treguas.
Eran humanos, y la Profundidad demasiado grande, algo que todos tenían muy en cuenta. Pero ya era distinto y de entre todos aquellos civiles neutrales, ella había seleccionado a quienes podían serle útiles, a un grupo con posibilidades de adaptación. En Pell protestarían. Pero no iba a servirles de nada porque la guerra había tomado otro giro y quedaban al margen de cualquier elección.
Maniobraron lentamente, a la marcha más adecuada para que los cargueros pudiesen moverse en el espacio real, a una distancia que el Norway o las naves de reconocimiento, menos cargados, podían cruzar a través de la luz. Se habían acercado peligrosamente a la masa de la estrella Pell, fuera del plano de la órbita de su sistema planetario, exponiéndose al riesgo de colisiones o de accidentes durante el salto interestelar. Pero, era el único medio para que los cargueros pudiesen ganar velocidad y tiempo.
—Recibimos instrucciones de aproximación desde Pell —dijo su lugarteniente.
—De acuerdo. Pero no se detenga, Graff —repuso ella a la vez que pulsaba el sensor de otro canal.
—Di, ponga todas las tropas en estado de alerta y despliegue todas nuestras armas —ordenó. Y volvió a dirigirse a su lugarteniente.
—Comunique a Pell que deben evacuar un sector, cerrando herméticamente todos los sectores. Y advierta al convoy que si alguien rompe la formación durante el acercamiento lo desintegraremos sin más. Que no lo duden ni un instante.
—Recibido —repuso el lugarteniente—. Tiene al habla al propio comandante de la estación.
Tal como ella esperaba, el comandante de la estación empezó a protestar.
—Obre según nuestras indicaciones —dijo Signy a Angelo Konstantin (de los Konstantin de Pell)—. Haga que evacuen esa sección o lo haremos nosotros. Inmediatamente. Vacíela de todo lo que sea valioso o pueda ofrecer algún peligro. Cierren herméticamente todas las puertas y sellen los circuitos de todos los paneles de control de acceso. No se imagina lo que traemos. Si nos hace perder tiempo puede morir la tripulación de toda una nave, va en esto la vida de toda la tripulación de la Hansford. Haga lo que le digo, señor Konstantin, o envío a las tropas. Y, hágalo bien, porque tiene usted refugiados ocultos como sabandijas por toda su estación y no va a negarse ahora ante estos desesperados. Perdone mi brusquedad, pero transporto gente que se está entre la vida y la muerte. Llevo siete mil civiles aterrados en estas naves; lo que quedó de los mundos de Mariner y de Russell. No tienen otra oportunidad ni pueden esperar más. No va usted a negarse, señor —concluyó Signy.
Se produjo un silencio y una larga espera.
—Hemos dispuesto la evacuación de los sectores amarillo y naranja de la plataforma, capitana Mallory. Pueden contar con asistencia médica y todo lo que esté en nuestra mano. Las brigadas de emergencia se dirigen a la zona. Registramos todo lo concerniente al cierre hermético de los circuitos de las áreas afectadas y ponemos inmediatamente en ejecución los planes de emergencia. Esperamos que su preocupación se extienda también a nuestros ciudadanos. Esta estación no permitirá que ninguna fuerza armada perturbe nuestra seguridad interna o ponga en peligro nuestra neutralidad. Confiamos también en su asistencia bajo nuestro mando. Corto.
Signy se relajó lentamente, enjugándose el sudor del rostro y respirando un poco más aliviada.
—Pueden contar con nuestra asistencia, señor. Calculamos llegar a la plataforma en… cuatro horas, siempre que pueda retrasar el convoy, como espero. Es todo el tiempo que puedo darles para que se preparen. ¿Conocían lo ocurrido en Mariner? Fue desintegrado, señor: un sabotaje. Corto.
—Registramos el tiempo exacto: cuatro horas. Le agradecemos sus instrucciones respecto de las medidas que nos urgen a tomar, cosa que haremos con la mayor diligencia. Nos sentimos desolados al saber el desastre de Mariner. Le agradeceremos información detallada cuando les sea posible. Les informamos, para que estén prevenidos, de que tenemos con nosotros un grupo de la Compañía que se ha puesto muy nervioso al saber que llegan ustedes…
Signy, maldijo entre dientes.
—…y nos están pidiendo que hagamos que se desvíen hacia otra estación. Mis subalternos están tratando de explicarles el estado en que se encuentran las naves y el riesgo que corren las vidas de quienes van a bordo, pero no dejan de presionarnos. Ven amenazada la neutralidad de Pell. Por favor, háganse cargo, y tengan en cuenta que los agentes de la Compañía han pedido entrar en contacto personalmente con ustedes. Corto.
Signy, volvió a maldecir y respiró profundamente. La Flota procuraba eludir tales encuentros siempre que era posible, aunque habían sido poco frecuentes durante los últimos diez años.
—Dígales que voy a estar muy ocupada. Manténgalos alejados de las rampas y de nuestra zona. ¿Acaso quieren sacar fotografías de nuestros moribundos colonos para llevárselas como recuerdo? Es un mal asunto, señor Konstantin. Apártelos de nuestro camino. Corto.
—Pero es que tienen una autorización oficial, del Consejo de Seguridad. Y, además, ese grupo de la Compañía cuenta con hombres armados y está pidiendo un transporte para que les conduzca a otra zona del Más Allá. Corto.
La capitana estuvo a punto de soltar un taco, pero se contuvo.
—Gracias, señor Konstantin. Le enviaré una cápsula con mis recomendaciones respecto de la manera de proceder con los refugiados; han sido redactadas a conciencia. Naturalmente, puede hacer caso omiso de ellas. Pero yo no se lo aconsejaría. Ni siquiera podemos garantizarle que los hombres que desembarcaremos en Pell no estén armados. No podemos ir a registrarlos. Así que, ninguna fuerza armada debe intervenir. Esto es todo lo que puedo decirle. Le aconsejo que mantenga a los chicos de la Compañía fuera de la zona de atraque. ¿Registrado? Fin de transmisión.
—Registrado. Gracias, capitana. Fin de transmisión.
Signy Mallory, se dejó caer pesadamente en el sillón, miró a las pantallas y ordenó a su lugarteniente que enviase una cápsula con las instrucciones al mando de la estación.
Hombres de la Compañía. Y refugiados de estaciones derrotadas. No dejaba de llegar información de la malparada Hansford, evidenciándose una serenidad por parte de la tripulación que la tenía admirada. Se estaban muriendo, y aún así no dejaban de transmitir ni aún las cuestiones rutinarias. La tripulación se había encerrado en la sala de mandos e iba armada, negándose a abandonar la nave y a permitir que fuese remolcada por una nave de reconocimiento. Era su nave. Seguían allí, y haciendo más de lo que podían por todos los de a bordo, pasajeros poco agradecidos que estaban destrozando la nave (o, mejor dicho, lo habían estado haciendo, pues ya no tenían fuerzas ni para eso) hasta afectar a los acondicionadores de aire, con lo que lograron que empezase a fallar todo el sistema. Faltaban cuatro horas.
Por los pasillos de la estación circulaba el rumor de que Russell había corrido la misma suerte que Mariner, provocando la consiguiente confusión que venía a añadirse a la indignación de los residentes y de las empresas que habían sido evacuadas con todas sus pertenencias. Voluntarios y trabajadores nativos ayudaban en la evacuación. El personal de las plataformas de atraque utilizaba las instalaciones de carga y su maquinaria para transportar los efectos personales de los evacuados fuera de la zona declarada en cuarentena, etiquetándolo todo para evitar confusiones y robos. Se oían las órdenes del mando: «Los residentes de amarillo-uno a uno diecinueve, son requeridos para que envíen un representante a la oficina de alojamientos de emergencia. En el puesto de socorro tenemos a una niña que se ha perdido. Se llama May Terner. Se ruega que alguno de sus familiares se persone en el puesto de socorro… Según cálculos de la Central, en la residencia para visitantes hay alojamiento para unas mil personas. Los no residentes están siendo trasladados en primer lugar, precediéndose luego, por sorteo, a evacuar a los residentes que sea necesario. Los apartamentos disponibles, aprovechando al máximo los ocupados, son noventa y dos. Y, adaptando todo el espacio posible para vivienda, se pueden habilitar dos mil compartimentos incluyendo locales públicos que podrán ser utilizados rotativamente. Las autoridades urgen a toda persona que pueda conseguir alojamiento con familiares o amigos que se traslade con ellos y trasmitan la información a la central de datos lo antes posible. Quienes se alojen por propia iniciativa serán compensados con el equivalente a lo que les costaría por persona en otro alojamiento. Nos faltan quinientos apartamentos, lo que hará necesario instalar barracones para los residentes en la estación, o trasladarlos a un refugio temporal en Downbelow, a menos que la falta de plazas pueda subsanarse mediante voluntarios que se ofrezcan a compartir el espacio de sus viviendas. Se está estudiando un plan de urgencia para utilizar la sección azul como residencia, lo que dejaría libres quinientos apartamentos en los próximos ciento ochenta días… Gracias por su colaboración… Por favor, que una brigada de seguridad se presente en la sección amarilla…»
Era una pesadilla. Damon Konstantin, miraba la interminable cinta de la impresora mientras iba de uno a otro lado del sector azul de la plataforma de mando que destacaba sobre las rampas en las que los técnicos trataban de atender a los aspectos logísticos de la evacuación. No quedaban más que dos horas. A través de los ventanales podía ver el caos en que estaban sumidas las plataformas, atestadas de efectos personales vigilados por la policía. Todas las personas, y todas las instalaciones de los sectores amarillo y naranja desde los niveles noveno al quinto, habían sido trasladados: tiendas y viviendas completas, y un total de cuatro mil seres humanos que tendrían que hacinarse en otra parte. Aquella afluencia masiva se extendía más allá del sector azul, bordeando los sectores verde y blanco, las zonas residenciales más importantes. La gente se apiñaba, entre perpleja y enloquecida. A pesar de todo se hacían cargo de la emergencia y se trasladaban. En la estación, todos habían tenido que aceptar cambios de residencia (para reparaciones o reorganizaciones) pero nunca en forma masiva ni sin saber dónde iban. Los tripulantes de los cuarenta cargueros que se encontraban en aquellos momentos en la plataforma fueron echados a cajas destempladas en pleno descanso y los agentes de seguridad no les permitieron permanecer en la plataforma de atraque ni acercarse a sus naves. Elene, la mujer de Konstantin, estaba allí entre ellos: una tenue figura vestida de verde pálido. Elene era la encargada de despachar con los mercantes y tenía allí mismo su propia oficina. Damon Konstantin, observaba nerviosamente la reacción de los patrones de los mercantes, evidentemente airada, y meditaba la conveniencia de enviar una patrulla de la policía para proteger a Elene. Pero Elene parecía arreglárselas bien, gritando tanto como ellos, aunque sus gritos no eran audibles a causa del aislamiento acústico que protegía el elevado puesto de mando. Dentro de aquel recinto apenas se percibían el clamor de otras voces ni el estruendo de las máquinas. De pronto, observó que el talante de todos cambiaba y que se intercambiaban apretones de manos como si nada hubiese pasado. Así que, o había arreglado algo o les había dado largas. Cuando Elene se alejó, los patrones irrumpieron a través de la desposeída multitud, con elocuentes movimientos de cabeza que evidenciaban que no se sentían precisamente felices. Elene había desaparecido tras los oblicuos ventanales… para tomar el ascensor y subir hasta donde él estaba, pensó Damon. Allá, en la sección verde, en su propia oficina alguien trataba de calmar a un iracundo residente que protestaba. Y, en la Central, una delegación de la Compañía hablaba con su padre exigiendo sus supuestos derechos.
Por los altavoces pidieron que una brigada médica se presentase en la sección ocho amarilla. En las secciones evacuadas una persona se había sentido repentinamente mal.
Las puertas del ascensor se abrieron en la planta del centro de mando y Elene se acercó a Damon con el rostro alterado aún por la reciente discusión.
—Los de la Central están locos de remate —dijo—. Primero les dicen a los patrones de los mercantes que tendrían que trasladarse a un refugio; luego, que pernoctarían en sus naves; y ahora resulta que los sacan de allí y mandan una patrulla de la policía para que no les permita ni acercarse. Así que están decididos a marcharse de la estación. No quieren arriesgarse a que la multitud asalte sus naves en el desorden provocado por una repentina evacuación. Si les hubiera sido posible, ya se habrían marchado todos. Saben que no sería la primera vez que Mallory recluta patrones de los mercantes a punta de pistola.
—Y tú ¿qué les has dicho?
—Que sigan en su sitio porque lo más probable es que les concedan contratos para abastecer a toda la gente que ha llegado. Pero dicen que no irán a ninguna nave de las que hay atracadas en la plataforma ni que tenga que ver con nuestra policía. Y no hay quien los convenza, al menos, de momento.
Elene tenía miedo. A duras penas conseguía simular una serenidad que se evidenciaba débil. Pero todos tenían miedo. Él, pasó el brazo por su hombro mientras ella rodeaba su cintura con el suyo y reclinaba su cabeza en él, sin decir nada. Elene Quen sabía muy bien lo que era ser patrón de un mercante. El carguero Estelle era suyo y fue uno de los que partió rumbo a Russell y a Mariner, viaje del que ella desistió porque creyó que era mejor quedarse con Damon en la estación. En consecuencia, se encontró en la tesitura de intentar convencer de algo en lo que ella no creía a unas tripulaciones furiosas que, tenían toda la razón y se veían obligados a estar allí, a merced de los militares. Pero Damon, veía las cosas de otro modo, y cubría su pánico con la calma y frialdad profesionales de los veteranos de las estaciones. Sabía que cuando las cosas van mal en una estación, siguen yendo mal aunque se permanezca sentado en el sillón atento a los visores y paneles de control. Si se estaba en una zona segura, era mejor quedarse allí. Si se podía ayudar en algo, debía hacerse. Y si los problemas se presentaban en la propia zona, había que continuar en ella porque no había otra salida posible. En una estación no se podía salir de estampida. No se podía echar a correr. Lo único factible era resistir y tratar de reparar las averías que se hubiesen producido. Pero los patrones de los mercantes tenían otra filosofía de la vida y reaccionaban de muy distinto modo cuando había problemas.
—No va a pasar nada —dijo, atrayéndola suavemente hacia sí y sintiendo la cariñosa presión de la mano de Elene, a modo de respuesta—. No va a llegar hasta aquí. Sólo están alejando a los civiles del frente. Se quedarán aquí hasta que pase la crisis y luego se marcharán. Pero, si no, ya tuvimos antes inmigraciones parecidas, cuando arrasaron las estaciones más remotas. Y añadimos más secciones a la nuestra. Podemos volver a hacerlo. Lo único que pasará es que aumentaremos en número y en tamaño.
Elene guardó silencio. Insistentes rumores, salidos del propio mando y que se habían propagado por toda la estación, apuntaban a un desastre mayor que el del Mariner, y la Estelle no se encontraba entre los cargueros que llegaban. Ahora estaban totalmente seguros. Cuando recibieron las primeras noticias de la arribada, Elene, albergó la esperanza de que formara parte de ellos. Esperanza, pero también temor, porque la noticia incluía un informe sobre serios daños sufridos por las naves, unos cargueros de marcha lenta, atestados con un pasaje para el que no habían sido diseñadas, ya que tenían que avanzar a pequeños «saltos» debido a su escasa autonomía. Cuanto más se alejaban más días tenían que pasar en el espacio real, metidos en el infierno de sus propias naves. Se rumoreaba que no llevaban suficientes drogas para poder superar el salto interestelar y que algunos tuvieron que cruzar la barrera del salto sin ellas. Damon trataba de comprender la preocupación de Elene. El hecho de que la Estelle no estuviese en aquel convoy era a la vez una buena y una mala noticia. Probablemente se había desviado del rumbo previsto al intuir el problema y se había dirigido hacia cualquier otra parte, lo que tampoco era demasiado tranquilizante porque la guerra se hacía presente en los lugares más impensados. Una estación desintegrada, y la evacuación de Russell. Los lugares seguros eran cada vez menos seguros.
—Probablemente —dijo él, reprimiendo el deseo de reservarse la noticia para otro momento—, nos trasladarán al sector azul, a instalaciones llenas de gente que es donde más falta hace resolver problemas legales. Así que estaremos entre los que se tienen que marchar.
—Bueno. ¿Está ya decidido? —preguntó ella encogiéndose de hombros.
—No. Pero lo decidirán.
Elene se encogió nuevamente de hombros. Iban a perder su hogar y lo único que podía hacer era encogerse de hombros. Se quedó mirando a través de los ventanales hacia las plataformas, y a la gente, y a las naves mercantes.
—La guerra no va a llegar hasta aquí —volvió a decir Damon, esforzándose por creerlo—. La Compañía podrá perderlo todo, pero no la neutralidad de Pell.
Pell, era su hogar. Algo que la gente de los mercantes no podría comprender nunca. Los Konstantin lo habían construido desde sus comienzos.
—Tengo que ir para allá, al circuito de plataformas puestas en cuarentena —dijo Damon, movido por su sentido de responsabilidad.
La Norway ralentizó al frente de la formación, con la adusta sección central de Pell convertida en una maraña luminosa en las pantallas de sus monitores. Las naves de reconocimiento se abrieron en abanico, para desviar cualquier posible ataque a los cargueros, Las tripulaciones de los mercantes que iban al mando de aquellas naves llenas de refugiados conservaron prudentemente la formación sin crear ningún problema. El halo creciente del mundo de Pell… Downbelow, dentro de la toponimia de Pell, colgaba más allá de la estación, mostrando en su superficie el torbellino de las tormentas. Acababan de sintonizar la señal de la estación de Pell que les transmitía incluso la imagen del espacio acotado y señalizado para su acoplamiento. El cono en el que se albergaría la proa de su sonda resplandecía con una luz azul que indicaba vía libre. SECCIÓN NARANJA, se podía leer en la pantalla del monitor, a pesar de la distorsión de la imagen que aparecía entre una maraña de cuadrantes y paneles solares, Signy comprobó en el receptor que todo lo que aparecía en la imagen que recibían de Pell era real. La comunicación entre la central de Pell y los canales de la nave era constante y tenía a una docena de técnicos trabajando febrilmente en la sala de mandos.
Todo estaba dispuesto para la aproximación final y la Norway fue reduciendo gradualmente su velocidad, a la vez que los paneles de protección del cilindro interior iban cerrándose, dejando toda la estructura dispuesta para el atraque junto a la plataforma en la que se advertía el febril movimiento del personal encargado de las operaciones. El cono de la nave enfiló fácilmente el punto de atraque y sintieron el tirón característico del último impulso de la sonda viendo como se abrían ante sí los accesos a Pell.
—Ningún problema en el acoplamiento —dijo Graff—. La policía de la estación cubre ya todo el lugar.
—Atención, hay un mensaje —anunció el lugarteniente—. El comandante de la estación Pell a la Norway: Se recaba la colaboración de los técnicos militares en las oficinas instaladas para facilitar el proceso de datos de sus instrucciones. Hasta ahora se ha procedido de acuerdo a sus indicaciones. Saludos del comandante a la capitana Mallory.
—Respuesta: La Hansford va a iniciar el desembarco, pero con graves problemas para mantener con vida a quienes están en peores condiciones y con peligro de reacciones incontrolables. Manténganse alejados. Fin de transmisión.
—Graff, póngase al mando de la operación de desembarco; y usted, Di, sitúe inmediatamente las tropas sobre la plataforma.
Signy, tras dar aquellas órdenes se levantó y cruzó todo el puente, pasando por delante de las estrechas y arqueadas estructuras de las salas de mandos hasta llegar al pequeño compartimento que le hacía las veces de oficina y de ocasional dormitorio. Abrió el armario y descolgó un chaleco metiéndose una pistola en el bolsillo. No era un uniforme. Probablemente, nadie en la Flota vestía conforme a las ordenanzas, lo que puede dar una idea del pésimo equipamiento que llevaban soportando durante mucho tiempo. La insignia de capitana, colgada al cuello, era lo único que diferenciaba su indumentaria de la del patrón de cualquier mercante. Y las tropas no iban mejor uniformadas, aunque sí blindadas. Esto era algo esencial que se preocupaban, a toda costa, de mantener en perfecto estado. Luego, se apresuró a bajar hacia el ascensor, que estaba en la planta inferior, cruzando entre las tropas que Di Janz había ordenado que se dirigiesen a la plataforma, armadas hasta los dientes, saliendo por el tubo de acceso al ancho y frío espacio abierto.
Toda la enorme plataforma era suya, y le ofrecía la perspectiva de su ascendente curvatura, con los arcos de la sección desapareciendo como bajo un telón conforme el borde curvo de la estación giraba a la izquierda hacia el gradual horizonte. A la derecha, la vista se detenía en una valla circular. En el lugar no había más que el personal estrictamente necesario para las operaciones de atraque y las grúas. El puesto de policía y las oficinas provisionales para el proceso de datos estaban bastante alejados de la Norway. No había trabajadores nativos porque allí, en aquellas circunstancias, no se juzgó conveniente. Toda la plataforma estaba sembrada de papeles, trastos e incluso pequeñas prendas de vestir que evidenciaban lo apresurado de la evacuación. Las oficinas y las tiendas que se levantaban a ambos lados de la plataforma estaban vacías y el noveno pasillo, que discurría por el centro de la plataforma se hallaba sucio y solitario. La voz grave y profunda de Di Janz producía un extraño eco entre las estructuras metálicas de la plataforma como si quisiesen reiterar la orden de que se desplegasen las tropas por toda la zona de atraque de la Hansford.
Los estibadores de Pell estaban en pleno ajetreo. Signy, observaba muy atenta, mordisqueándose nerviosamente el labio inferior. De pronto vio que se le acercaba un civil de rostro aniñado, moreno y de nariz aguileña, con un bloc en la mano, vestido con un traje azul que le daba aspecto de hombre de negocios. Por uno de los auriculares que llevaba acoplado, Signy, estaba en contacto permanente con lo que sucedía a bordo de la Hansford: un clamor de malas noticias.
—¿Quién es usted? —le preguntó al joven.
—Soy Damon Konstantin, capitana, de Asuntos Legales —repuso él.
Signy dirigió otra mirada. Uno de los Konstantin. No tenía nada de particular. Angelo tuvo dos hijos antes del accidente de su esposa.
—Así que, del Departamento de Asuntos Legales ¿eh?
—dijo Signy no muy complacida.
—Estoy aquí por si me necesitan. Usted… o ellos. Estoy en contacto permanente con la central.
De pronto se oyó un estruendo. El cono de la Hansford no debió quedar del todo acoplado y se produjo una sacudida que hizo temblar toda la estructura.
—¡Aseguren los demás puntos de acoplamiento y háganse hacia atrás! —rugió Di a todo el personal de la plataforma.
Graff estaba dando las órdenes oportunas desde la Norway. La tripulación de la Hansford pretendía quedarse en el puente y realizar las operaciones de desembarco mediante controles a distancia.
—¡Que salgan! —oyó Signy que ordenaba Graff—. Se abrirá fuego contra cualquier irrupción de tropas.
Una vez acoplados todos los amarres, colocaron la rampa de desembarco.
—¡Fuera! —gritó Di.
Los estibadores se apiñaban detrás de las tropas que les cubrían con sus rifles. Con gran estruendo, se abrió la escotilla principal del tubo de acceso. Un fuerte hedor impregnó el frío ambiente de la plataforma. Luego, se abrieron las escotillas interiores y una verdadera riada humana se precipitó al exterior, a trompicones, tropezando unos con otros y cayendo entre gritos y gemidos mientras algunos corrían como enloquecidos deteniéndose bruscamente al oír silbar una ráfaga sobre sus cabezas.
—¡Quietos! —gritó Di—. Quédense donde están, y siéntense con las manos en la cabeza.
Muchos ya estaban sentados, de pura debilidad; otros, obedecieron sin rechistar y sólo unos pocos parecían demasiado aturdidos para comprender nada, pero se les obligó a detenerse. Por fin, cesó la riada humana. Damon Konstantin, junto a Signy, masculló un juramento moviendo la cabeza. No era momento de intervenir con formalidades legales. Todo lo que podía hacer era secarse el sudor de la frente mientras contemplaba cómo en su estación se estaban produciendo unas condiciones que implicaban riesgos de graves disturbios, que podían concluir con el colapso de todos los sistemas y con un número de víctimas diez veces mayor que los habidos en la Hansford y en las demás naves de refugiados. Era posible que quedasen con vida un centenar, o quizás ciento cincuenta, agachados sobre la plataforma, junto a la grúa de descarga. El hedor procedente de la nave no disminuía. Se había instalado una bomba que inyectaba aire a presión tratando de que llegase a todos los compartimentos en donde habría no menos de un millar de víctimas.
—Vamos a tener que entrar —musitó Signy, medio mareada sólo de pensarlo.
Di estaba organizando a quienes podían tenerse en pie, uno a uno, haciéndoles pasar a un cobertizo, bajo la vigilancia de hombres armados, en donde se les desnudaba y cacheaba exhaustivamente para enviarles a continuación directamente a las oficinas de inmigración o al puesto de socorro. Aquel grupo no llevaba equipaje alguno, ni documentos que sirviesen de nada.
—Necesitamos una brigada de seguridad equipada adecuadamente para lugares contaminados —dijo Signy al joven Konstantin—. Y camillas. Acótennos también una zona donde podamos desprendernos de los muertos. Es todo lo que podemos hacer por ellos. Identifíquenlos lo mejor que puedan: huellas dactilares, fotografías… lo que sea. Todo cuerpo que quede sin identificar puede ser una amenaza para su seguridad en el futuro.
Konstantin tenía mal aspecto. Aquello era demasiado. Pero las tropas de la capitana Mallory no tenían mejor aspecto que él. En cuanto a ella, trataba de olvidarse del estómago.
Varias personas se abrían paso a través de los vomitorios del tubo de acceso. Estaban tan débiles que apenas podían bajar por la rampa. No eran más que un puñado, un pequeño puñado de supervivientes.
La Lila, otra de las naves llena de refugiados moribundos se estaba aproximando a la plataforma de atraque en medio del pánico de su tripulación, desafiando todo tipo de órdenes y haciendo caso omiso de las amenazas de las naves de reconocimiento. Signy oyó la voz de Graff informando de todo y pulsó el micrófono de su transmisor.
—Deshágase de ellos. Emplee cualquier medio, si es necesario. Estamos al copo. Tráigame uno de esos trajes.
Entre los presuntos muertos aún encontraron con vida otros setenta y ocho refugiados que estaban, literalmente, entre cadáveres en descomposición. Cuando consiguieron deshacerse de los muertos, el riesgo de epidemias quedaría conjurado. Signy, pasó el control de descontaminación, se quitó el traje y se quedó sentada sobre la fría plataforma luchando por contener sus náuseas. Un empleado de protección civil escogió realmente un mal momento para ofrecerle un bocadillo, que ella rechazó optando por tomar una taza del brebaje local que servían a modo de café y contuvo la respiración al ver pasar frente a ella al último superviviente de la Hansford que pasaba el control oficial. El lugar apestaba a causa de la nube antiséptica que lo impregnaba todo.
Los pasillos estaban sembrados de cadáveres y de sangre. Las compuertas de emergencia de la Hansford se desencajaron durante un incendio y varias salieron proyectadas con tal violencia, a causa de la presión, que alcanzaron a algunos tripulantes partiéndolos literalmente por la mitad. Con el pánico que cundió se produjeron muchas fracturas: en los brazos, en las piernas, en las costillas. Todo estaba bañado de orines, de sangre y de vómitos. Había restos humanos esparcidos por todas partes. Y al tener que vivir en compartimentos estancos no tuvieron más remedio que respirar todo aquello. Los supervivientes recurrieron al oxígeno de reserva, lo que también pudo ser la causa de que muriesen más. Casi todos los que lograron salvar la vida, aunque se hallaban también en compartimentos estancos, dispusieron de un aire menos contaminado que el de las bodegas donde se hacinaba la mayoría.
—Un mensaje del comandante de la estación —anunció el lugarteniente a Signy—, requiriendo la presencia de la capitana Mallory en las oficinas del mando a la mayor urgencia.
—Ahora no puedo —contestó ella escuetamente.
En aquellos momentos estaban preparando a los muertos de la Hansford para lanzarlos al espacio y quería estar presente mientras se cumplía con una especie de ceremonia religiosa, un acto de buena voluntad hacia los muertos antes de abandonarlos. Lanzados hacia la órbita de Downbelow, serían atraídos hacia allí. No estaba demasiado segura de si los cuerpos se desintegrarían durante la caída, pero suponía que era lo más probable. Ella no sabía demasiado de estas cosas que, por otra parte, a nadie preocupaban demasiado.
Los tripulantes de la nave Lila desembarcaron con más orden. En un primer momento salieron atropelladamente pero se calmaron al ver a la tropa que les apuntaba. Konstantin intervino entonces a través del megáfono, dirigiéndose a los aterrados civiles en los términos característicos de los hombres del espacio, usando de la lógica espacial para hacerles comprender el peligro que podían correr todos a causa de su conducta y haciéndose cargo del horror que habían vivido confinados en sus naves. Cuando empezó a hablar Signy, se levantó, sosteniendo aún su taza de café, observándolo todo con el estómago más asentado al darse cuenta de que las instrucciones empezaban a seguirse sin entorpecimientos, y que los refugiados que llevaban documentación pasaban por un control; y quienes no la llevaban, por otro para ser fotografiados e identificados de acuerdo a sus propias declaraciones. Aquel atractivo joven del Departamento de Asuntos Legales demostraba servir para algo más de lo que sugería su físico, con una voz sumamente persuasiva cuando se trataba de solventar cualquier problema sobre la documentación o de aplacar los ánimos del personal local, muy confuso con aquel alud que se les vino encima.
—La Griffin se está adelantando para atracar —dijo Graff a Signy a través del transmisor—. Y los de la estación nos piden que renunciemos a quinientas de las plazas de alojamiento en principio acordadas basándose en que la Hansford traía un número de muertos superior al que se temía.
—Negativo —repuso Signy, escuetamente—. Comprendo la petición del comandante y le envío mis respectos. Pero, dígale que ni hablar. ¿Qué tal en la Griffin?
—Cunde el pánico. Ya les hemos advertido que deben calmarse.
—Y, en las demás naves, ¿qué?
—Mucha tensión. No se fíe. Pueden estallar en cualquier momento. En la Maureen, ya han tenido un muerto. Un infarto. Y hay otro que está grave. Voy a obligarles a que vuelvan a la formación y respeten el orden de atraque. El comandante de la estación pregunta si podrían tener una reunión dentro de una hora. Parece que los chicos de la Compañía están pidiendo entrada en esta zona.
—Deles largas.
Signy terminó su café y se dirigió a la parte de la plataforma en que se hallaba el amarradero de la Griffin, en donde se habían concentrado todas las operaciones porque no había nada de lo que mereciese la pena ocuparse en el amarradero de la Hansford. Los refugiados que estaban pasando los controles parecían bastante tranquilos. No pensaban más que en llegar lo antes posible a los alojamientos que les asignaban, porque el seguro entorno de la estación parecía inspirarles confianza. Una brigada especial estaba desamarrando la Hansford, ya que en aquella plataforma no tenían más que cuatro amarraderos.
La capitana Mallory midió con los ojos el espacio que la estación les había concedido: cinco niveles de dos secciones y dos plataformas. Tendrían que estar hacinados pero se podían arreglar durante cierto tiempo. Podrían instalar algunos barracones. Y no tardarían en estar aún más apretados. Desde luego, lujos no iban a tener. No eran los únicos refugiados que se habían encontrado prácticamente a la deriva en el espacio. Eran, simplemente, los primeros. Así que estaba muy claro que tenía que cerrar la boca y conformarse.
Todo parecía tranquilo cuando ocurrió el incidente con uno de los tripulantes del Dinah: alguien trató de arrestarle al darse cuenta de que estaba armado. Murieron los dos. Y cundió la histeria entre todos los pasajeros.
Signy observó la escena sin más reacción que un rictus de cansancio y un movimiento de cabeza tras el que ordenó que los cuerpos fuesen lanzados al espacio junto con los demás cadáveres, mientras que Konstantin se le acercaba realmente furioso.
—Ley marcial —se limitó a decirle Signy, no dándole opción a discutir y alejándose del lugar.
Sita, Pean, Little Bear, Winifred: Llegaron con una agonizante lentitud, desembarcaron a los refugiados con todos sus efectos personales y cumplieron con todas las formalidades oficiales. Una vez concluidas, Signy, abandonó la plataforma, regresó a la Norway y tomó un buen baño. Tuvo que restregarse tres veces con la manopla antes de empezar a sentir que no olía igual que el lugar que acababa de abandonar.
La estación se adentraba ya en la noche; y, con ella, las quejas y peticiones cesaban cuando menos durante unas horas. De todas formas, el relevo nocturno de la Norway se abstenía a comunicárselas a la capitana.
Iba a tener consuelo durante la noche, una fugaz compañía. Era como un resto más del desastre de Russell y de Mariner, pero no había sido transportado en las otras naves. Y él lo sabía y lo agradecía.
—Ahora ya te puedes ir —le dijo Signy, mirando de frente a quien yacía a su lado, sin recordar su nombre.
Aquel nombre se confundía en su memoria con el de muchos otros; y, a veces, se equivocaba al llamarle, sobre todo cuando era tarde y estaba medio dormida. Y a él no parecía darle importancia y se limitaba a parpadear, como indicando que aceptaba los hechos. A Signy le intrigaba su rostro que mostraba un cierto aire de inocencia. Los contrastes la intrigaban. La belleza, también.
—Tienes suerte —le dijo Signy.
Él, reaccionó ante aquellas palabras de la misma manera que reaccionaba ante casi todo. Se limitó a mirarla con fijeza un poco ausente. En Russell, se habían entregado más de una vez a juegos mentales. En ocasiones había en ella una cierta sordidez, una necesidad de hurgar en las heridas, como si se entretuviese en realizar pequeños crímenes para olvidar otros mayores, como si se abandonase a un cierto terror para borrar de su mente los horrores del exterior. Había pasado muchas noches con Graff, con Di, con cualquiera que se instalase en su fantasía. No solía mostrar aquella faceta de su personalidad a quienes valoraba, ni a los amigos, ni a su tripulación. Pero a veces, en viajes como aquél, se cernía sobre ella como una sombra negra. Era una enfermedad común en la Flota, en el encierro de aquellas naves, sin ninguna válvula de escape, con un poder absoluto sobre las mismas.
—¿Te importa? —le preguntó a su anónima compañía.
No. No le importaba. Y esa era quizás la razón de su supervivencia.
En la Norway se seguía trabajando. Sus tropas vigilaban las operaciones de atraque de la última nave que quedaría en cuarentena. Sobre la plataforma, las luces iluminaban aún el lugar como si fuese pleno día y las filas de refugiados se movían lentamente ante los fusiles.
Habían visto demasiado, demasiadas cosas como aquéllas. Damon Konstantin aceptó una taza de café que le ofreció uno de los auxiliares de su oficina y, apoyado en el brazo de su sillón, miró hacia los atracaderos. Le dolían los ojos y tenía que frotárselos. El café sabía y olía a desinfectante, a un desinfectante que se metía en los poros, en la nariz y en todas partes. Las tropas se mantenían vigilantes, velando por la seguridad de aquella pequeña zona de la plataforma. En los barracones «A» se había producido un apuñalamiento. Nadie podía explicarse de dónde pudo salir el arma. Pensaron que podía proceder de la cocina de uno de los abandonados restaurantes del embarcadero, un inocente utensilio de cocina dejado allí inadvertidamente por alguien que no debió de darse cuenta de cuál era la situación. Incluso él mismo estaba desbordado por el agotamiento. No podía pensar, y la policía de la estación no pudo dar con el agresor que estaba sin duda en las filas de refugiados que aún seguían en la plataforma, en largas y lentas colas, frente a las oficinas de alojamiento.
Notó que alguien tocaba su hombro y al girar la cabeza, sintiendo dolor en el cuello, vio que se trataba de su hermano. Emilio se sentó en el sillón vacío que estaba al lado manteniendo apoyada su mano en el hombro de Damon. El hermano mayor. Emilio estaba destinado al mando central nocturno. Y era de noche, se dijo Damon sin acabar de coordinar sus ideas. Aquellos mundos de vela y sueño en los que raramente coincidían se habían fundido en la confusión de aquella emergencia.
—Vete a casa —le dijo Emilio cariñosamente— Si nos hemos de quedar uno de los dos, me quedo yo. Le prometí a Elene que te enviaría a casa. Parecía preocupada.
—De acuerdo.
Pero Damon Konstantin estaba tan cansado y falto de energía que apenas podía moverse. Emilio liberó su hombro de la presión de la mano con una comprensiva mirada.
—Ya he visto los monitores —le dijo—. Y he visto lo que tenemos aquí.
Damon tuvo que apretar los labios para contener las náuseas que lo acometían. Pero, no al mirar a los refugiados que estaban frente a él, sino al infinito, al futuro, al desplome de todo lo que hasta entonces parecía sólido y seguro: Pell. Su mundo. Suyo y de Elene. Suyo y de Emilio. La Flota se había autorizado a sí misma a hacerles aquello y ellos no podían impedirlo porque el alud de refugiados llegó de un modo imprevisto, y no había alternativas.
—He tenido que ver cómo les disparaban —exclamó—. Y no he hecho nada porque no podía. No podía enfrentarme a los militares. De lo contrario habría estallado un motín, porque todos nos hubiesen seguido. Les han llegado a disparar sólo por salirse de las filas.
—Bueno, Damon, haz el favor de irte de aquí. Ahora me toca a mí. Ya haremos algo.
—No podemos recurrir a nadie. Sólo a los agentes de la Compañía. Pero, no sería conveniente mezclarlos en esto. Debes mantenerlos al margen.
—Lo solucionaremos —dijo Emilio—. Todo tiene su límite. La propia Flota lo entiende así. Si quiere sobrevivir no pueden poner en peligro a Pell. En cualquier circunstancia evitarán ponernos en peligro.
—Pues, ya nos han puesto —repuso Damon, mirando las filas de refugiados de la plataforma y dirigiendo después la vista a su hermano, a un rostro casi idéntico al suyo, pero con cinco años más.
—Hemos tenido que tragar algo que no estoy muy seguro que podamos digerir.
—Es más o menos lo mismo que cuando desintegraron los mundos del Más Allá. Y nos adaptamos.
—Dos estaciones… y nos llegan seis mil personas… ¿de cuántas? ¿de cincuenta, de sesenta mil?
—Supongo que el resto deben de haber caído en manos de la Unión —murmuró Emilio—. O, habrán muerto en Mariner. Porque no sabemos cuántas bajas hubo allí. O, puede que una parte se haya refugiado en cargueros que se dirijan a otros lugares —prosiguió, arrellanándose en el sillón con una evidente preocupación en el rostro—. Nuestro padre debe estar durmiendo. Y espero que nuestra madre también. Pasé antes por el apartamento y padre dijo que fue una locura que vinieses aquí. Y yo estoy de acuerdo, porque a lo mejor yo hubiese podido hacer lo que tú no puedes en razón de tu cargo en el Departamento de Asuntos Legales. No hizo más comentarios, pero está preocupado. Así que, haz el favor de irte a casa con Elene. Ella ha estado trabajando en la otra cara de todo este caos, despachando toda la documentación de los mercantes refugiados. Ella también ha estado muy intranquila, Damon. Y creo que debes irte a casa, por favor.
—Pero el Estelle… No podía quitárselo de la cabeza. Ella ha oído rumores.
—Mira: Lo que ella ha hecho es irse a casa. Estaría cansada, o preocupada. No lo sé. Pero lo que sí sé es que dijo que volvieses en cuanto pudieras.
—Ha debido recibir alguna noticia —repuso escuetamente.
Damon, se puso en pie con evidente esfuerzo, recogió sus papeles y se los pasó a Emilio. Luego, salió a toda prisa, pasando frente al puesto de guardia, dirigiéndose hacia la caótica plataforma que estaba al otro lado del pasadizo que comunicaba la zona de cuarentena con el resto de la estación. Al verle, los nativos que trabajaban allí se hacían a un lado. Sus peludos y escurridizos cuerpos parecían aun más extraños a causa de las máscaras que debían llevar mientras trabajaban en los túneles de mantenimiento. Trasladaban la carga, los equipos y efectos personales con frenéticos movimientos chillándose y gritándose mutuamente como en un enloquecido contrapunto de las órdenes de los humanos que les vigilaban.
Tomó el ascensor hacia el sector verde y luego cruzó a pie por el pasillo que conducía a la zona residencial donde vivía y que se hallaba en total desorden, con cajas llenas de efectos personales por todas partes vigiladas por un miembro de las fuerzas de seguridad. En realidad, todos los agentes de seguridad estaban de servicio. Damon pasó frente a él y, tras devolverle con un gesto de la cabeza, un tardío y embarazado saludo, llegó frente a la puerta de su apartamento. Abrió y vio con alivio que las luces estaban encendidas y que desde la cocina llegaba el ruido familiar de la vajilla de plástico.
—¿Elene?
Al entrar la vio allí, de espaldas, vigilando el horno. Y al ver que no se giraba, se detuvo adivinando el desastre.
El reloj del horno acababa de detenerse y ella sacó la bandeja, puso el contador a cero y se volvió por fin a mirarle. Él se quedó quieto unos instantes, con evidente ansiedad por lo que adivinaba y luego dio un paso para tomarla entre sus brazos.
—Se han ido para siempre —dijo ella suspirando. Elene se quedó unos instantes sin poder articular palabra y luego se desahogó.
—Han muerto todos en Mariner. Todos los que iban a bordo de la Estelle. No hay la menor esperanza de que existan supervivientes. Los de la Sita vieron sus inútiles esfuerzos por soltarse de los puntos de amarre a la plataforma y a toda la tripulación intentando subir a bordo. Se declaró un incendio y aquella zona de la estación estalló en pedazos. Eso es todo.
Iban a bordo cincuenta y seis personas: sus padres, sus primos y otros familiares más lejanos. La Estelle era todo su mundo. Él, aunque muy castigado, tenía un mundo; tenía una familia. Pero, ella, acababa de quedarse sin nadie. Todos habían muerto.
Elene no dijo nada más; ni una sola palabra de lamentación, a pesar de que no le quedaba el alivio de haber salvado algo del desastre de aquel viaje. Sólo suspiraba, convulsivamente, abrazándose a él, aunque sin verter ni una lágrima. Luego, se separó suavemente de Damon, puso a cocer otro plato en el microondas, y se sentó después a comer con toda normalidad. Él, tuvo que hacer grandes esfuerzos para tragar la comida que se impregnaba del sabor a desinfectante que aún tenía en la boca. Por fin, vio que los ojos de ella tenían fuerza suficientes para mirarle. Había en ellos el mismo fulgor que en los de los refugiados. No supo qué decirle. Se limitó a levantarse, pasó al otro lado de la mesa y la abrazó por atrás.
—Estoy bien —dijo ella posando sus manos sobre las de él.
—Tenías que haberme llamado antes. Ella dejó resbalar sus manos sobre las de Damon, se levantó y le tocó en el hombro con un gesto de cansancio.
—Pero aún queda uno de nosotros —dijo, de pronto, mirándole directamente a los ojos con el mismo gesto de cansancio, de penoso abatimiento.
Damon, parpadeó perplejo. Pero, advirtió en seguida que se refería a los Quens. A la gente del Estelle. Los patrones y la tripulación de los mercantes consideraban sus nombres algo tan material y profundo como pudiera ser el hogar para los veteranos de las estaciones. Ella era una Quen. Y esto tenía para Elene un significado que él no había acabado de comprender durante los meses que llevaban juntos. Para las gentes de los mercantes la venganza era un deber. Eso sí lo sabía. Y que entre aquella gente el nombre era su hacienda, su reputación.
—Quiero tener un hijo.
Él la miró muy impresionado por el intenso color oscuro de sus ojos. La amaba. Se había quedado con él, abandonando el mercante, y había intentado adaptarse a la vida de una estación, aunque aún seguía hablando de su nave. Llevaban juntos cuatro meses y, durante todo aquel tiempo, era la primera vez que no la deseaba. No, desde luego, viendo en sus ojos aquella mirada, anclada en la muerte que acabó con la Estelle y en sus razones para la venganza. Guardó silencio. Habían llegado al acuerdo de que no tendrían hijos hasta que ella estuviese segura de que podría soportar la vida en la estación. Puede que lo que ella le estuviese ofreciendo fuese el fin de aquel acuerdo. Pero podía ser otra cosa. No era el momento de hablar de ello. No en aquellas circunstancias, con toda aquella locura que les rodeaba. Se limitó a atraerla hacia sí y entrar con ella en el dormitorio, para confortarla, teniéndola a su lado, durante las horas de oscuridad. Ella no le pidió otra cosa ni él le hizo preguntas.
—No, espera —dijo el hombre sentado ante la consola de operaciones, sin mirar esta vez el listado. Y con un cansado impulso humanitario añadió—: Investigaré de nuevo. Es posible que estuviera deletreado de otro modo.
Vasilly Kressich aguardó, lleno de terror al ver que su último grupo de refugiados se negaba a abandonar las plataformas de embarque: familias y miembros de familias que buscaban a sus parientes, que esperaban noticias. Eran veintisiete y se sentaban en los bancos cerca de la plataforma, contando a los niños. Vasilly ya había hecho la cuenta. Habían pasado de la noche al día artificial de la estación, y otro turno de operadores se había sucedido ante la consola que era una extensión de humanidad hacia ellos. Nada nuevo surgía del ordenador.
Siguió esperando. El operador pulsaba el teclado de vez en cuando, sin ningún resultado, y Vasilly lo supo por la mirada que el hombre le dirigió. De repente sintió lástima también por el operador, que debía permanecer allí sin conseguir nada, sabiendo que no había esperanza, rodeado de parientes desconsolados, con guardianes armados estacionados, por si acaso, cerca de la consola. Kressich volvió a sentarse, junto a la familia que había perdido a su hijo en la confusión.
La misma historia se repetía con cada uno. Habían realizado la carga llenos de pánico, y los guardianes estaban más preocupados por entrar en las naves que por mantener el orden y hacer entrar a otros. Ellos tenían la culpa; eso no podía negarlo. En las plataformas habían estallado los desórdenes, y los hombres que carecían de pases concedidos al personal cuyo estado crítico hacía imprescindible la evacuación se habían abierto paso a la fuerza hasta subir a bordo. Dominados por el pánico, los guardianes abrieron fuego, sin saber a ciencia cierta quiénes eran los atacantes y quiénes los legítimos pasajeros. Los tumultos acabaron con la estación Russell. Los que se dedicaban a cargar tuvieron que subir apresuradamente a bordo de la nave más próxima, y las puertas se cerraron en cuanto los instrumentos indicaron que se había alcanzado la capacidad máxima. Jen y Romy deberían haber subido a bordo antes que él, pues se había quedado, tratando de mantener el orden en el puesto que le habían asignado. La mayor parte de las naves se cerraron a tiempo. La Hansford estaba totalmente abierta cuando se precipitó en ella la multitud. Los medicamentos se agotaron y la presión de un número de personas superior al que podía soportar la nave inutilizó los sistemas, lo destrozó todo, y la enloquecida multitud se desenfrenó. En la Grifjin las cosas habían ido bastante mal, Kressich había subido a bordo antes de la oleada que los guardianes se vieron obligados a reprimir. Y había confiado en que Jen y Romy estuviesen en la Lila. Según la lista de pasajeros estaban en la Lila, o al menos así constaba en el listado que obtuvieron finalmente en medio de la confusión, después del almuerzo.
Pero ninguno de ellos había descendido en Pell. No habían salido de la nave. Ninguno de los que sufrían un estado lo bastante crítico para ser internados en el hospital de la estación coincidía con sus descripciones. Mallory no los habría reclutado: Jen carecía de habilidades que pudieran ser de utilidad para Mallory, y Romy… los registros eran erróneos en algún punto. Había creído que la lista de pasajeros estaba bien, tenía que creerlo, porque a muchos de ellos el ordenador de la nave podía pasar mensajes directos. Viajaron sin comunicarse. Jen y Romy no habían bajado de la Lila. Nunca estuvieron allí.
—Se equivocaron al lanzarlos al espacio —se quejó la mujer que estaba cerca de él—. No los identificaron. Se ha ido, se ha ido, debía estar en la Hansford.
Otro hombre se había sentado ante la consola, tratando de verificar, insistiendo en que los documentos de identidad de civiles reclutados por Mallory no existían; y el operador efectuaba precisamente otra búsqueda, comparando descripciones, con resultado nuevamente negativo.
—Estaba allí —gritó el hombre al operador—. Estaba en la lista y no bajó, le digo que estaba allí.
El hombre lloraba, y Kressich siguió sentado, mudo e inmóvil.
En la Griffin habían leído en voz alta la lista de pasajeros y pedido los documentos de identidad. Pocos los tenían. La gente respondió a nombres que no eran los suyos. Algunos respondieron dos veces, para conseguir las raciones si no los descubrían. Entonces Kressich sintió miedo, le invadió un temor profundo y enfermizo; pero mucha gente estaba en naves que no les correspondían, y uno de ellos había comprendido entonces la situación en la Hansford. Estaba seguro de que se encontraban a bordo. A menos que se hubieran preocupado y hubiesen bajado para buscarle. A menos que hubieran hecho algo tan desgraciado, tan atrozmente estúpido, movidos por el miedo, por el amor.
Las lágrimas asomaron a sus ojos. No eran gentes como Jen y Romy quienes podrían haber subido a la Hansford, quienes se habrían abierto paso entre hombres armados con rifles, cuchillos y trozos de tubería. No los reconoció entre los muertos de aquella nave. Lo más probable era que continuaran aún en la estación Russell, donde ahora gobernaba la Unión. Y él estaba aquí… y no era posible volver atrás.
Al fin se levantó y aceptó la situación. Fue el primero en marcharse. Se dirigió a los aposentos que le habían asignado, los módulos para hombres solteros, muchos de los cuales eran jóvenes y, probablemente, muchos de ellos tenían falsos documentos de identidad y no eran los técnicos y personal cualificado que decían ser. Encontró una litera libre y tomó el equipo que el supervisor entregaba a cada hombre. Se bañó por segunda vez… por mucho que se bañara no le parecía suficiente… volvió a las hileras de camastros ocupados por hombres dormidos, exhaustos, y se tendió.
A los prisioneros que tenían una preparación suficiente para ser valiosos y que, como es lógico en estas cosas, tenían opiniones propias se les sometía a un lavado de cerebro. Pensó en Jen, en Jen y su hijo, si estuviera vivo… sería criado por una sombra de Jen, que pensaría de acuerdo con la línea de pensamiento aprobada y no disentiría en nada, ya que sin duda sería sometida a Corrección por haber sido su esposa. Ni siquiera era seguro que le permitieran quedarse con Romy. Había guarderías y escuelas estatales, instituciones que producían soldados y trabajadores para la Unión.
Pensó en el suicido. Algunos lo habían elegido antes que subir a las naves que se dirigían a algún lugar extraño, una estación que no era la suya. Pero semejante solución no estaba en su naturaleza. Permaneció tendido en la litera, inmóvil, mirando fijamente el techo metálico, en la penumbra, y sobrevivió, lo mismo que había hecho hasta entonces, hasta aquel momento de su vida en que era un hombre de edad mediana, solo y vacío.
Con el inicio de la jornada, el torpe avance de los refugiados hacia las cocinas de emergencia instaladas en la plataforma, los primeros esfuerzos de los que estaban provistos de documentos y los que no para ver a los representantes de la estación y establecer sus derechos de residencia, el primer despertar a las realidades de la cuarentena, apareció la tensión.
—Debimos partir con el último turno —dijo Graff, que revisaba los mensajes del alba—, cuando todo estaba aún tranquilo.
—Lo haríamos ahora —replicó Signy—, pero no podemos poner a Pell en peligro. Si ellos no pueden mantener a raya la situación, nosotros tenemos que hacerlo. Llama al consejo de la estación y diles que estoy en condiciones de verles ahora. Iré yo; es más seguro que hacerles venir a las plataformas.
—Coge uno de los transbordadores que recorren el borde —sugirió Graff, cuyo ancho rostro tenía su habitual expresión preocupada—. No arriesgues el cuello ahí fuera con menos de una patrulla completa. Ahora están menos controlados. No se necesita más que algo para desplazarse.
Era una buena proposición, pero Signy consideró el efecto que producirían en Pell tales precauciones y meneó la cabeza. Regresó a su alojamiento y se puso unas prendas que podían pasar por un uniforme, pues al menos eran del color apropiado, azul oscuro. Partió entonces con Di Janz y una guardia de seis soldados armados. Cruzaron la cubierta hacia el punto de cuarentena, una puerta y un pasillo junto a los enormes dispositivos de cierre en la intersección. Nadie intentó aproximarse a ella, aunque por el aspecto de algunos, parecía como si quisieran hacerlo pero se lo impidiera la presencia de los soldados armados. Signy llegó a la puerta sin ninguna dificultad, la admitieron y ascendió por la rampa hasta otra puerta con guardianes, bajando seguidamente a la zona principal de la estación.
El resto del recorrido no presentó problema alguno. Subió en ascensor por los varios niveles hasta la sección administrativa, en el pasillo superior azul. Aquel era un súbito cambio de mundos, del frío acero de las plataformas y la desangelada área de cuarentena, a un vestíbulo fuertemente controlado por los dispositivos de seguridad de la estación que daba acceso a una sala con paredes de vidrio y una gruesa alfombra que absorbía los ruidos, en la que unas extrañas esculturas de madera ofrecían el aspecto de un grupo de ciudadanos paralizados por el asombro. Arte… Signy parpadeó y contempló aquellas estatuas, divertida por el recordatorio de los lujos y la civilización, cosas olvidadas, rumoreadas. Tiempo libre para hacer y crear lo que no tiene función alguna fuera de sí mismo. Ella había pasado toda su vida aislada de tales cosas, sabiendo sólo por referencias que existía una civilización y que las estaciones ricas conservaban ciertos lujos en sus corazones secretos.
Pero no eran rostros humanos los que miraban desde el interior de unos curiosos globos achatados, entre torrecillas de madera, sino rostros de ojos redondeados y extraños: rostros de Downbelow, pacientemente tallados en madera. Los humanos habrían utilizado plásticos o metal.
En efecto, no eran sólo seres humanos los que habitaban allí. Era evidente, por la gruesa alfombra pulcramente trenzada, la brillante pintura que formaba geometrías y diversas capas en las paredes, las agujas y torrecillas, los globos de madera con los rostros de ojos enormes, rostros repetidos en los muebles de madera tallada e incluso en las puertas, con minucioso detalle, como si la finalidad de todos aquellos ojos fuese recordar a los humanos que Downbelow estaba siempre con ellos.
Les afectaba a todos. Di lanzó un juramento entre dientes antes de que atravesaran las últimas puertas y unos solícitos civiles les invitaran a entrar y los acompañaran a la sala de consejos.
Rostros humanos les miraban esta vez, en seis sillas a un lado de una mesa oval, pero a primera vista sus expresiones y las de aquellas extrañas tallas eran notablemente parecidas.
Un hombre canoso, situado en el extremo de la mesa, se levantó e hizo un gesto ofreciéndoles la sala en la que ya habían entrado. Era Angelo Konstantin. Los demás siguieron sentados.
Y al lado de la mesa había seis sillas que no formaban parte del mobiliario permanente; y seis personas, hombres y mujeres, que, por su forma de vestir, no formaban parte del consejo de la estación, ni siquiera del Más Allá.
Hombres de la Compañía. Signy podría haber enviado a los soldados al vestíbulo, librarse de la amenaza de los rifles y el recordatorio de la fuerza. Se puso en pie, sin responder a las sonrisas de Konstantin.
—Seré muy breve. Su zona de cuarentena está en funcionamiento. Le aconsejo que la custodie fuertemente. Le advierto que otros cargueros salieron sin nuestra autorización y no formaron parte de nuestro convoy. Si es usted sensato, seguirá las recomendaciones que le hice y abordará a cualquier mercante dudoso antes de permitir que se le aproxime. Ya ha visto el desastre del Russell. Me marcharé dentro de muy poco. Ahora el problema es suyo.
Los reunidos emitieron un murmullo de pánico.
—Se ha comportado usted con mucha altanería, capitana Mallory. ¿Es ésa la costumbre fuera de aquí?
—La costumbre es, señor, que aquellos que conocen una situación se hacen cargo de ella, y los que no, miran y aprenden, o se quitan de en medio.
El delgado rostro del hombre de la Compañía enrojeció visiblemente.
—Parece que estamos obligados a soportar esta clase de actitud… temporalmente. Necesitamos transporte hasta cualquier parte donde exista una frontera. La Norway está disponible.
Ella aspiró hondo y se levantó.
—No, señor, no está usted obligado, porque la Norway no está disponible para los pasajeros civiles, y no voy a admitir ninguno. En cuanto a la frontera, la frontera es el lugar, sea cuál sea, donde la flota se encuentra en cada momento, y eso no lo sabe nadie excepto las naves implicadas. No hay fronteras. Contrate a un carguero. Se produjo un denso silencio en la sala.
—Capitana, me desagrada usar la expresión consejo de guerra.
Ella exhaló una breve risa.
—Si los señores de la Compañía quieren darse una vuelta por el escenario de la guerra, me siento tentada a llevarles. Tal vez les resultaría beneficioso. Quizá podrían ampliar su visión de la Madre Tierra, y quizá podríamos conseguir algunas naves más.
—No está usted en condiciones de pedir nada, y no aceptamos sus peticiones. No estamos aquí para ver sólo lo que se decida que deberíamos ver. Lo veremos todo, capitana, tanto si le gusta como si no.
Ella se llevó las manos a las caderas y los miró a todos.
—¿Cuál es su nombre, señor?
—Segust Ayres, segundo secretario del Consejo de Seguridad.
—Segundo secretario. Bien, veamos de qué espacio disponemos. No se admite equipaje superior a una bolsa de mano. Sin duda comprenderán la necesidad de esta medida. No podemos aceptar nada superfluo. Irán ustedes donde vaya la Norway. No acepto órdenes de nadie más que de Mazian.
—Solicitamos vivamente su cooperación, capitana —dijo otro.
—Tendrán ustedes lo que les dé y ni un paso más.
Hubo un silencio, un lento murmullo entre los reunidos. El rostro de Ayres enrojeció más, cada vez más disminuida la actitud digna que irritaba instintivamente a Signy.
—Usted es una extensión de la Compañía, capitana, y ésta le da sus instrucciones. ¿Lo ha olvidado?
—Tercera capitana de la Flota, señor Segundo Secretario, lo cual es un cargo militar, que usted no tiene. Pero si mantiene su propósito de venir, esté listo antes de una hora.
—No, capitana —declaró Ayres con firmeza—. Seguiremos su sugerencia de tomar un carguero de transporte. Nos trajo aquí desde Sol. Irán donde les contratemos para que vayan.
—No lo dudo, dentro de lo razonable. —Bien, el problema estaba resuelto. Calculó la consternación que aquello produciría a Mazian, en medio de ellos. Miró más allá de Ayres, a Angelo Konstantin, y añadió—: He terminado con mi servicio aquí, y me marcho. Cualquier mensaje que haya será transmitido.
—Capitana…
Angelo Konstantin abandonó la cabecera de la mesa y se le acercó con la mano tendida, lo cual era una cortesía fuera de lo corriente y muy extraña, teniendo en cuenta lo que ella les había hecho dejándoles la responsabilidad de los refugiados. Signy le estrechó la mano con firmeza y se enfrentó con la mirada inquieta del hombre. Ambos se conocían remotamente, pues se habían encontrado años atrás. Angelo Konstantin pertenecía a la sexta generación de los habitantes del Más Allá; el joven que había bajado para ayudarla en la plataforma pertenecía a la séptima. Los Konstantin habían construido Pell; eran científicos y mineros, constructores y arrendatarios. A pesar de todas sus diferencias, ella sentía una especie de vínculo con aquel hombre y los demás. Los mandos de la Flota eran hombres así, los mejores.
—Buena suerte —les deseó. Dio media vuelta y abandonó la sala, seguida por Di y los soldados.
Regresó por el mismo camino, a través de la zona de cuarentena, hasta llegar a los alrededores familiares del Norway, donde estaba entre amigos, donde imperaba la ley establecida por ella y todo le era conocido. Tenía que trabajar en los últimos detalles, arreglar unos pocos asuntos pendientes, dejar sus últimos regalos a la estación: sus propios elementos de seguridad, informes, recomendaciones, un organismo vivo y todos los informes salvados que lo acompañaban.
Luego dio la orden de preparación de la nave, sonó la sirena y todos los militares de Pell destinados a su protección se retiraron.
Se dispuso entonces a efectuar una serie de maniobras que su segundo, Graff, conocía tan bien como ella. La suya no era la única evacuación. La estación Pan-Paris estaba bajo la dirección de Kreshov. Sung, de la Pacific, se había trasladado a Esperance. Por entonces otros convoys se dirigían ya a Pell, y ella no había hecho más que establecer las líneas generales.
Se acercaba la avalancha. Otras estaciones se habían extinguido, más allá de su alcance, sin ninguna posibilidad de salvamento. Cargaron a bordo cuanto pudieron, compensándolo con trabajo para la Unión. Pero Signy calculaba que de todos modos estaban condenados y que aquella maniobra sería la última para muchos de ellos. Eran el resto de una Flota contra un poder ampliamente extendido que disponía de inagotables efectivos humanos, suministros y mundos… Todo aquello de lo que ellos carecían.
Tras una lucha tan larga… Su generación era la última de la Flota, la última fuerza de la Compañía. Ella había contemplado su marcha; había luchado por mantener a las dos juntas, la Tierra y la Unión, el pasado de la humanidad… y el futuro. Y todavía luchaba con lo poco que tenía, pero ya no abrigaba esperanzas. A veces incluso pensaba en retirar su apoyo a la Flota, en hacer lo que habían hecho algunas naves y pasarse a la Unión. Era una suprema ironía que la Unión se hubiera convertido en el bando pro espacio de aquella guerra y que la Compañía fundadora luchara en contra; una ironía que quienes más creían en el Más Allá acabaran por luchar contra aquello en lo que se estaba convirtiendo, morir por una Compañía que había dejado de preocuparse por sus seguidores. Sintió amargura. Hacía mucho tiempo que había abandonado todo criterio político en cualquier discusión sobre las normas y los planes de acción de la Compañía.
Hubo un tiempo, años atrás, en que consideraba las cosas de un modo muy distinto, cuando parecía fuera de lugar en las grandes y poderosas naves, y cuando el sueño de las viejas naves de exploración la llevó a dedicarse a aquella actividad, un sueño confrontado hacía mucho tiempo con las realidades que significaba el emblema de capitán de la Compañía. Mucho tiempo atrás se había dado cuenta de que no era posible ganar.
Pensó que quizá Angelo Konstantin conocía también las posibilidades. Tal vez la había comprendido y tras su gesto de despedida se ocultaba su reacción, ofreciéndole apoyo ante las presiones de la Compañía. Por un momento, así le había parecido. Quizá muchos de los estacionados sabían… pero eso sería esperar demasiado de los estacionados.
Tenía que hacer tres maniobras que le llevarían tiempo; una pequeña operación y luego el salto para reunirse con Mazian, en una fecha determinada… si sobrevivían las suficientes naves a la operación inicial, si la Unión respondía como esperaban. Era una locura.
La Flota continuó sola, sin el apoyo de los mercantes ni los estacionados, como había seguido su rumbo sola, durante años, antes de aquello…
Angelo Konstantin alzó la vista del escritorio cubierto de notas e informes de emergencia que requerían su atención inmediata.
—¿La Unión? —preguntó consternado.
—Un prisionero de guerra —le dijo el jefe de seguridad, que estaba de pie, visiblemente inquieto, ante el escritorio—. Forma parte de la evacuación de Russell. Lo han confiado a nuestra seguridad separado de los otros. Recogido de una cápsula, una pequeña nave, y confinado en Russell. Le transportaba la Norway… sin dejarlo suelto entre los refugiados, porque le habrían matado. Mallory añadió una nota a su expediente: «Ahora es problema vuestro». Son sus palabras, señor.
Angelo abrió el expediente y miró la foto de un joven, el registro del interrogatorio que ocupaba varias páginas, el documento de identidad de la Unión, y una hoja de bloc de notas con la firma de Mallory y unas palabras: «joven y asustado».
Se llamaba Joshua Halbraight Talley y era técnico en sondeos, integrado en una pequeña nave sonda de la flota de la Unión.
Angelo tenía ya quinientos individuos y grupos que habían creído que les devolvían a sus bases; había advertencias de más evacuaciones en las instrucciones secretas que Mallory había dejado, y que ocuparían por lo menos la mayor parte de las secciones naranja y amarilla, desmantelando más oficinas; y seis agentes de la Compañía convencidos de que se adentraban en las profundidades del espacio para inspeccionar la guerra, sin que ningún mercante quisiera aceptar el certificado de la Compañía para admitirles a bordo. Con todo aquello tenía de sobras: no necesitaba problemas de los niveles más inferiores.
El rostro del muchacho le obsesionaba. Miró otra vez el retrato, ojeó de nuevo el informe del interrogatorio, se fijó en algunos puntos y recordó que el jefe de seguridad seguía de pie delante de él.
—Bien, ¿qué está haciendo con él?
—Sigue detenido. Ninguno de los demás oficiales quiere tomar una decisión.
En Pell nunca había habido un prisionero de guerra. La guerra jamás había llegado hasta allí. Pensando en ello, Angelo se sintió aún más inquieto ante la situación.
—¿Tienen algo que sugerirnos los de Asuntos Legales?
—Sugirieron que yo tomara la decisión pertinente.
—No estamos preparados para esa clase de detención.
—No, señor —convino el jefe de seguridad.
Allá abajo había unas instalaciones hospitalarias, todo lo necesario para rehabilitación. Y ahora habría que adaptarlo a… lo que casi nunca había sido necesario.
—No podemos tratarle.
—Esas celdas no son adecuadas para estancias prolongadas, señor. Tal vez podríamos preparar algo más cómodo.
—Tal como están las cosas, tenemos ya gente sin alojamiento. ¿Cómo explicaríamos eso?
—Podemos arreglarlo en la misma zona de detención. Quitar uno de los paneles… Así al menos habría más espacio.
—Pospóngalo. —Angelo se pasó una mano por los escasos cabellos—. Pensaré en cómo hemos de enfocar este caso en cuanto haya solucionado los asuntos de emergencia. Trátele lo mejor que pueda con lo que tiene a mano. Pida a los suboficiales que pongan un poco de imaginación en este caso y envíeme las recomendaciones.
—Sí, señor.
Cuando salió el jefe de seguridad, Angelo dejó el expediente a un lado para volver sobre él más tarde. Un prisionero de aquella clase no era lo que necesitaban precisamente ahora. Lo que necesitaban era un medio de asegurar el alojamiento, alimentar a más bocas de las que se podía y enfrentarse a lo que se avecinaba. Tenían mercancías que de repente no iban a ninguna parte. Podrían consumir aquellos géneros en Pell, en la base de Downbelow y en las minas. Pero necesitaban más. El estado de la economía era preocupante, los mercados se habían derrumbado, y el valor de todas las divisas, para los mercantes, era dudoso. Desde una economía que se extendía por las estrellas, Pell tenía que adaptarse al autoabastecimiento, a bastarse a sí mismo, y, quizás… a enfrentarse con otros cambios.
No era el único prisionero de la Unión, identificado, quien le preocupaba, sino el número probable de unionistas y simpatizantes que aumentaría en la cuarentena, gentes para las que cualquier cambio les parecería mejor que lo que tenían. Eran sólo algunos de los refugiados con documentos, y se había descubierto que muchos de éstos no coincidían con las huellas y las fotografías adheridas.
—Necesitamos alguna forma de enlace con los residentes en la zona de cuarentena —advirtió al consejo en la reunión de aquella tarde—. Tenemos que establecer un gobierno al otro lado de la línea, alguien a quien ellos elijan. Alguna forma de elecciones. Y tendremos que actuar de acuerdo con los resultados.
Aceptaron esta proposición como habían aceptado todo lo demás. Las preocupaciones de sus propios votantes eran las que les afligían, los consejeros de las zonas desalojadas naranja y amarilla, verde y blanca, que habían recibido más el influjo de los residentes en la estación. El sector rojo, que permanecía intacto, y conectaba con el amarillo por el otro extremo, estaba inquieto; los otros estaban celosos. Había un diluvio de quejas, protestas y rumores. Angelo tomó nota de todo ello. Hubo un debate. Finalmente se llegó a la conclusión necesaria de que era preciso aliviar la presión acumulada en la misma estación.
Intervino entonces el hombre llamado Ayres, el cual se levantó de su asiento.
—No autorizamos más construcciones aquí.
Angelo se quedó mirándolo fijamente, animado por lo que había hecho Signy Mallory, la cual había desenmascarado la farsa de la Compañía.
—Pues voy a hacerlo —replicó—. Tengo los recursos necesarios, y lo haré.
Se procedió a una votación, y todo ocurrió como era de esperar. Los observadores de la Compañía permanecieron sentados, llenos de silencioso enojo, vetando lo que sucedía, veto que fue simplemente ignorado mientras se trazaban los planes.
Los hombres de la Compañía abandonaron pronto la reunión. Los miembros de seguridad informaron más tarde que se habían dedicado a promover la agitación en las plataformas, tratando de comprar con oro, a un precio exorbitante, los servicios de un carguero.
Ningún carguero se movía, si no era para desplazarse dentro del sistema, efectuando viajes ordinarios a las minas. A Angelo no le sorprendió oír esto. Soplaba un viento frío que se hacía sentir en Pell; todos los que tenían instintos desarrollados en el Más Allá lo sentían.
Es posible que al final también lo sintieran los hombres de la Compañía, por lo menos dos de ellos, pues esos dos contrataron una nave para que les llevara de regreso a Sol, la misma nave que les había transportado hasta allí, un pequeño carguero-saltador, el único mercante con designación EC que había estacionado en Pell en la mayor parte de una década, cargada con curiosidades y exquisiteces de Downbelow para su regreso, de la misma manera que había llegado con género de la Tierra, que se vendieron enseguida por la curiosidad que despertaban. Los otros cuatro representantes de la Compañía subieron sus ofertas y lograron pasaje en un carguero que les llevaría sin garantías y sin alterar su rumbo por ellos, tocando en Viking y en cualquier otro lugar que fuera seguro en aquellos tiempos inciertos. Aceptaron las condiciones de Mallory que les presentó el capitán del mercante y pagaron por el privilegio.
Había tormenta en Downbelow cuando llegó el transbordador. Aquello no era infrecuente en un mundo de abundantes nubes, cuando todo el continente septentrional estaba cubierto de un manto húmedo invernal. El tiempo no era lo bastante frío para que helara ni lo bastante cálido para que los seres humanos se sintieran cómodos… Durante meses y meses era imposible ver con claridad el sol o las estrellas. El descenso de los pasajeros en la zona de aterrizaje se realizó bajo una lluvia fría. Cansados y enojados, bajaron de la colina sobre la que se había posado el transbordador y les acomodaron en varios almacenes entre montones de esteras y mohosos sacos de prosh y fikli.
—¡Apilen esos sacos! —les gritaron los supervisores cuando el grupo de personas empezó a requerir más espacio.
El ruido era considerable: las voces que renegaban, el tamborileo de la lluvia sobre las cúpulas hinchadas, el inevitable ruido sordo de los compresores. De mala gana, los cansados estacionados comenzaron a hacer lo que les pedían. Eran jóvenes en su mayoría, trabajadores de la construcción y unos cuantos técnicos, prácticamente sin equipaje y no pocos de ellos asustados por su primera experiencia del clima. Habían nacido en la estación; la gravedad de Downbelow añadía un kilo o más a su peso y les hacía jadear, mientras se estremecían por los truenos y los rayos que se sucedían en el oscuro cielo. No podrían dormir hasta que acondicionaran un espacio como dormitorio. Ninguno de ellos, nativo o humano, descansaría y se afanaban llevando alimentos colina arriba para cargar el transbordador, o formaban grupos que intentaban eliminar la inevitable inundación de las cúpulas.
Jon Lukas supervisó parte del trabajo con el ceño fruncido, y regresó a la cúpula principal donde estaba el centro de operaciones. Anduvo de un lado a otro, escuchó el ruido de la lluvia y aguardó casi una hora, hasta que al fin volvió a ponerse el traje especial y la máscara y se dirigió al transbordador.
—Adiós, señor —le saludó el operador de la consola, levantándose de su mesa.
Otros, los pocos que estaban allí, dejaron de trabajar. Él les estrechó la mano, todavía con un profundo surco en el entrecejo, y finalmente cruzó la antecámara de finas paredes y subió los escalones de madera que conducían al camino, azotado de nuevo por la fría lluvia. Su gordura de cincuentón no era disimulada precisamente por el plástico amarillo brillante. Siempre había sido consciente de la indignidad y la detestaba, odiaba andar con el barro hasta los tobillos y sentir un frío contra el que apenas servía el revestimiento de su traje. El equipo para protegerse de la lluvia y los respiradores convertían a todos los humanos de la base en monstruos amarillos, difuminados bajo el aguacero. Los nativos correteaban bajo el agua desnudos y contentos, el pelaje castaño de sus miembros ahusados y sus delgados cuerpos empapados, los rostros de ojos redondeados y con la boca formando una «o» permanente de sorpresa, miraban y charlaban entre sí en su lengua, un parloteo bajo la lluvia acompañado por el retumbar constante de los truenos. Jon recorrió la pista hasta el lugar de aterrizaje, no el que conducía por el otro lado del triángulo, más allá de las cúpulas de almacenes y barracones, sino otra que no tenía tráfico y que podía recorrer sin encontrarse con nadie y sin necesidad de despedidas. Miró los campos anegados del otro lado, la maleza gris verdosa y la hilera de árboles cercana a la base que aparecía bajo la cortina de lluvia, y el río que era una ancha lámina de agua crecida más allá del terraplén, donde tendía a formarse un fangal a pesar de todos sus intentos de drenarlo. La enfermedad volvía a extenderse entre los trabajadores nativos que habían rehuido la vacunación. No, la base de Downbelow no era ningún paraíso. Jon no sentía ningún pesar por abandonarla y dejar que el nuevo personal y los nativos se las arreglaran como pudiesen. Lo que le sulfuraba era la forma como le habían llamado.
—Señor.
Al fin alguien iba tras él para fastidiarle con una despedida. Bennett Jacint. Jon se volvió a medias, sin dejar de andar, y obligó al hombre a afanarse para darle alcance chapoteando en el fango.
—El dique del molino —jadeó Jacint a través del siseante respirador—. Se necesitan algunos equipos humanos con material pesado y sacos de arena.
—Eso ya no es asunto mío —replicó Jon—. Encárgate tú mismo. ¿Para qué sirves? Haz que esos mimados nativos se pongan manos a la obra. Reúne a unos cuantos más para formar un equipo extra. O espera a los nuevos supervisores. ¿Por qué no lo haces? Puedes explicárselo todo a mi sobrino.
—¿Dónde están? —preguntó Jacint.
Aquel Bennett Jacint era un redomado obstruccionista, que siempre salía con objeciones cuando se trataba de tomar medidas de mejora. Más de una vez Jacint le había importunado con protestas. Había conseguido detener un proyecto de construcción, de modo que la carretera que conducía a los pozos seguía siendo un lodazal. Jon sonrió y señaló a lo lejos, hacia las cúpulas de los almacenes.
—No hay tiempo.
—Eso es problema tuyo.
Bennett Jacint soltó una maldición y empezó a protestar, pero cambió de idea y se apresuró a desandar el camino. Jon se echó a reír. Muy bien. Que los Konstantin resolvieran el asunto.
Llegó a lo alto de la colina y avanzó hacia el transbordador, cuya plateada silueta se alzaba en la explanada de hierba pisoteada, con la escotilla de carga abierta. Los nativos se afanaban a su alrededor, y había entre ellos algunos humanos enfundados en trajes amarillos. La pista que había seguido Jon se juntaba con el camino enfangado por donde se movían los nativos. Avanzó por el borde cubierto de hierba, renegando cuando un nativo cargado pasaba demasiado cerca de él, pero al menos tuvo la satisfacción de ver que habían limpiado el camino hasta la nave. Llegó al círculo de aterrizaje, saludó brevemente a un supervisor humano, subió por la rampa de carga y penetró en el oscuro interior de acero. Se quitó entonces el traje especial, manteniendo la máscara. Ordenó al jefe de un grupo de nativos que limpiaran toda la zona enfangada y se dirigió al ascensor, subió a lo alto de la nave y, por un corredor de acero brillante, entró en un pequeño compartimiento de pasajeros con asientos acolchados.
Había allí dos trabajadores nativos, que parecieron inseguros al verle y se tocaron el uno al otro. Jon cerró el área de pasajeros y conectó el aire, de modo que pudo quitarse el respirador mientras los nativos tenían que ponerse los suyos. Se sentó frente a ellos, sin mirarles, en el compartimiento sin ventanas. El aire olía a nativo mojado, un olor que había soportado durante tres años, que debía soportar todo residente en Pell con un olfato lo bastante sensible, pero en la base de Downbelow era peor, porque allí se mezclaba con el polvo del grano y las destilerías, las plantas de empaquetado, el barro, el estiércol, el humo de las fábricas, las letrinas rezumantes, los sumideros con su capa de espuma, el moho del bosque que podía estropear el respirador y matarle, a uno si no llevaba repuesto… Y a todo esto había que añadir el manejo de los imbéciles trabajadores nativos con sus tabúes religiosos y sus excusas constantes. Jon estaba orgulloso de su labor, el aumento de la producción, la eficiencia que había acabado con la idea de que los nativos eran como eran y no podían adaptarse a programas y horarios. Podían, claro que sí, y habían llegado a establecer récords de producción.
No le habían agradecido aquellos logros. La crisis llegó a la estación y la base de Downbelow, una crisis que se había venido arrastrando en las sesiones de planificación durante una década y que no por esperada dejó de ser repentina. Las fábricas dispondrían de los servicios adicionales que él había hecho posibles, por medio de trabajadores cuyos suministros y viviendas él había logrado, utilizando los fondos y el equipo de la Compañía Lukas.
Durante aquella etapa, sólo enviaron a dos Konstantin para supervisar, sin un «gracias, señor Lukas», o un «bien hecho, Jon, gracias por dejar las oficinas de su propia compañía y sus propios asuntos, gracias por hacer el trabajo durante tres años». Emilio Konstantin y Miliko Dee nombrados supervisores de Downbelow… Por favor, arreglen los asuntos y regresen lo antes posible… Su sobrino Emilio. El joven Emilio iba a dirigir las cosas durante la construcción. Los Konstantin siempre intervenían en la etapa final, siempre estaban allí para llevarse los parabienes. El consejo era democrático, claro, pero las oficinas de la estación se regían por una dinastía. Siempre los Konstantin. Los Lukas habían llegado a Pell al mismo tiempo que ellos, habían participado tanto como ellos en su construcción, tenían una importante compañía allá en las Estrellas Posteriores; pero los Konstantin habían maniobrado y se habían hecho con el poder a la menor oportunidad. Y la ocasión presente no era una excepción. También ahora el equipo y la preparación eran de Lukas, y los Konstantin estaban al frente al llegar a una etapa en la que habría reconocimiento público. Emilio, el hijo de su hermana Alicia y de Angelo. Era fácil manipular a la gente, si el nombre de Konstantin era el único que se les permitía oír. Y Angelo era un maestro consumado en esa táctica.
Hubiera sido cortés por su parte recibir a su sobrino y la esposa de éste cuando llegaran, haberse quedado algunos días para darles información, o al menos comunicarles su inmediata partida en el transbordador que les había llevado allí. También habría sido cortés por parte de ellos haber ido enseguida a las cúpulas para dar un saludo oficial, algún reconocimiento de la autoridad de Lukas en la base… pero no lo habían hecho. Ni siquiera le habían enviado un «hola, tío» cuando aterrizaron. Ahora no estaba para cortesías inútiles, para permanecer bajo la lluvia estrechando manos y diciendo palabras convencionales a un sobrino con quien rara vez hablaba. Se había opuesto al matrimonio de su hermana, discutió con ella, y la boda no le unió a la familia Konstantin: la actitud de su hermana fue más bien una deserción. Desde entonces no se hablaba con Alicia, excepto oficialmente, y ni siquiera eso en los últimos años… Su presencia le deprimía. Y los muchachos se parecían a Angelo, eran iguales a Angelo en su juventud. Evitaba a aquellos jóvenes que probablemente esperaban poner sus manos en la Compañía Lukas… o al menos tener participación en la empresa cuando él no estuviera, como sus parientes más próximos. Estaba seguro de que esa esperanza era lo que había atraído a Angelo hacia Alicia. La Compañía era todavía la mayor de las empresas independientes de Pell. Pero él había maniobrado para salir de la trampa, sorprendiéndoles con un heredero, que no era precisamente de su gusto, pero que para sus fines daba lo mismo. Durante todos aquellos años había trabajado en Downbelow, calculando al principio que podría ser posible expandir la Compañía Lukas allí, gracias a la construcción. Angelo había comprendido sus planes e intrigó en el consejo para que lo impidieran. Adujeron preocupaciones ecológicas. Ahora llegaba la jugada final.
Aceptó la carta con instrucciones para regresar, la tomó con tanta rudeza como se la habían dado y se marchó sin equipaje ni fanfarrias, como un delincuente descubierto y, por tanto, caído en desgracia al que le ordenan volver a casa. Podría ser algo infantil, pero también él tendría algo que decir en el consejo… y si todos los géneros almacenados en el molino se empapaban el primer día de la administración de Konstantin, tanto mejor. Que en la estación sintieran la escasez de grano, que Angelo se lo explicara al consejo. Eso abriría un debate en el que él estaría presente y podría participar como deseaba.
Se había merecido algo mejor que aquello.
Finalmente se activaron los motores, anunciando el despegue. Jon se levantó y sacó una botella y un vaso de un armario. Le llegó una pregunta de la tripulación del transbordador y dijo que no necesitaba nada. Se acomodó en su asiento y se puso el cinturón de seguridad mientras la nave comenzaba a elevarse. Se sirvió un trago largo, preparándose para el vuelo, que siempre había detestado, y bebió el líquido ambarino que temblaba en el vaso bajo la tensión de su brazo y la vibración de la nave. Frente a él, los dos nativos se habían abrazado y gemían.
El prisionero estaba sentado a la mesa con los otros tres, mirando fijamente al guardián supervisor en primer plano, aunque su mirada parecía centrada en alguna otra parte. Damon volvió a dejar el expediente sobre la mesa y observó al hombre, el cual hacía lo posible para evitar sus ojos. Damon se sentía muy incómodo en aquella entrevista…, estaba ante un hombre distinto de los criminales con los que trataba en Asuntos Legales, un hombre de rostro similar al de un ángel pintado en un cuadro, demasiado perfecto, con el cabello rubio y ojos de mirada penetrante. Sólo había una palabra para calificarle: hermoso. Carecía de defectos. Su expresión era de absoluta inocencia. No era un ladrón ni un camorrista, pero sería capaz de matar si fuera preciso… Sí, mataría por motivos políticos, en cumplimiento del deber, porque pertenecía a la Unión y ellos no. Era un sentimiento en el que no intervenía el odio. Y tener en la mano la facultad de decretar la vida o la muerte de aquel hombre era turbador. Le turbaba, sí, pero a la vez le ofrecía alternativas, opciones que parecían en un espejo… no por odio, sino por deber, porque él no pertenecía a la Unión, como aquel hombre. «Estamos en guerra», pensó Damon sombríamente. «Porqué él ha venido aquí y la ha traído consigo». Desde luego tenía cara de ángel.
—¿No te crea problemas, verdad? —preguntó Damon al supervisor.
—No.
—He oído decir que es un buen jugador de cartas. Tras esta revelación siguió un breve silencio. En la prevención se practicaban juegos ilícitos, como en muchas otras secciones de la estación. Damon sonrió cuando el prisionero alzó la vista y movió los ojos azul pálido, pero aquella fue toda su reacción.
—Me llamo Damon Konstantin, señor Talley, y pertenezco a la oficina jurídica de la estación. Su comportamiento es excelente y le estamos reconocidos por ello. No somos sus enemigos. En principio aceptamos una nave de la Unión con la misma buena disposición con que recibimos las naves de la Compañía. Pero, por lo que hemos oído, ustedes ya no consideran neutrales a las estaciones, y por ello nuestra actitud debe cambiar en consonancia. No podemos correr riesgos dejándole suelto. Se trata de nuestra propia seguridad. Ya comprenderá usted.
No hubo respuesta.
—Su abogado ha hecho hincapié en que padece a causa de la estrechez de su confinamiento y que las celdas no han sido diseñadas para largos períodos de detención, que hay personas autorizadas a desplazarse libremente por la sección de cuarentena y que representan una amenaza mucho más considerable que usted para la estación, que hay una enorme diferencia entre un saboteador y un técnico en sondeos uniformado que ha tenido la mala suerte de que le cogiera el otro bando. Pero dicho todo esto, no recomienda su liberación excepto para instalarle en la sección de cuarentena. Hemos llegado a un arreglo Podemos extender un documento de identidad falso que le protegería y, a la vez, nos permitiría tenerle discretamente vigilado mientras esté ahí. No me gusta la idea pero parece factible.
—¿Qué es esa sección de cuarentena? —preguntó Talley en tono inquieto, dirigiéndose al supervisor y a su propio abogado, el viejo Jacoby, sentado al extremo de la mesa—. ¿Qué está diciendo?
—Se trata de una sección aislada que hemos habilitado para nuestros propios refugiados.
—Los ojos de Talley pasaron nerviosamente de uno a otro.
—No, no quiero que me pongan con ellos. Nunca he solicitado semejante arreglo. Nunca.
La incomodidad de Damon fue en aumento, y frunció el entrecejo.
—Mire, señor Talley, se aproxima otro convoy con otro grupo de refugiados. Estamos preparando en secreto la manera de mezclarle a usted con ellos, mediante documentos falsificados, a fin de sacarle de aquí. Seguiría siendo una especie de confinamiento, pero con paredes más anchas, con espacio para caminar, ir a donde quiera, vivir la vida… como se vive en la cuarentena. Piense que ésa es una buena parte de la estación, que está en régimen abierto, sin celdas. El señor Jacoby tiene razón: usted no es más peligroso que alguno de los que están ahí. Menos aún, porque siempre sabríamos quién es usted.
Talley miró de nuevo a su abogado y movió la cabeza en actitud suplicante.
—¿Lo rechaza de plano? —insistió Damon, vejado e irritado porque todas las soluciones y arreglos se venían abajo—. No se trata de una prisión, comprenda.
—Ahí… conocen mi cara. Mallory dijo… Entonces se interrumpió. Damon se quedó mirándolo y observó la febril ansiedad, el sudor que le cubría el rostro.
—¿Qué es lo que dijo Mallory?
—Que si causaba problemas… me transferiría a una de las otras naves. Creo saber lo que usted está haciendo: piensa que si hay unionistas con ellos se pondrán en contacto conmigo si me coloca ahí, en su cuarentena. ¿No es así? Pero no viviría tanto. Hay gente que me conoce de vista, oficiales de estación, policías. Son la clase de personas que consiguen pasaje en esas naves, ¿no? Y me conocen. Moriría en una hora si hiciera usted eso. Tengo noticias de cómo eran esas naves.
—Mallory se lo dijo.
—Así es.
—Por otra parte —dijo Damon con amargura—, hay algunos que se resistirían a subir a bordo de una nave de Mazian, estacionados que jurarían que la supervivencia de un hombre honesto no sería posible allí. Pero creo que su viaje no ha sido difícil, ¿verdad? Ha tenido suficientes alimentos y no ha debido preocuparse por el aire. Es la vieja querella entre los navegantes y los estacionados: dejan que éstos se asfixien y mantienen impecable su cabina de mandos. Pero usted no ha pasado privaciones, ha recibido un trato especial.
—No ha sido tan agradable, señor Konstantin.
—Pero tampoco tenía usted alternativa, ¿verdad?
—No —replicó el joven con aspereza.
De repente Damon se arrepintió de lo que estaba haciendo, de aquella búsqueda insidiosa de indicios sospechosos y malignos rumores sobre la Flota. Se avergonzaba del papel que le había tocado en suerte, de lo que hacía Pell. La guerra y los prisioneros de guerra… No quería tener parte en ello.
—Rechaza usted la solución que le ofrecemos. Está en su derecho y nadie le obligará. No queremos poner su vida en peligro, y así ocurriría si las cosas son como usted dice. ¿Qué va a hacer, entonces? Supongo que seguirá jugando con los guardias. Es un recinto muy pequeño. ¿Le han dado las cintas y el magnetófono? ¿Lo tiene?
—Quisiera… —Las palabras brotaron como un acceso de náusea—. Quisiera pedir que me sometan a Corrección.
Jacoby bajó la vista y movió la cabeza. Damon continuó sentado, inmóvil.
—Tras pasar por eso podría salir de aquí —dijo el prisionero—. Finalmente haría algo. Soy yo quien lo pide. Un prisionero tiene la posibilidad de obtener eso, ¿no es cierto?
—Su bando usa ese método con los prisioneros. Nosotros no.
—Se lo pido. Me han encerrado aquí como si fuera un criminal. Si hubiera matado a alguien, ¿no tendría derecho a eso? Si hubiera robado o…
—Creo que debería pasar algunas pruebas psiquiátricas, si insiste.
—¿Es que no hacen pruebas… durante el proceso de la Corrección?
Damon miró a Jacoby.
—Su depresión ha ido en aumento. Me ha pedido una y otra vez que presente esa solicitud a la estación, lo cual no he hecho.
—Nunca hemos sometido a corrección a un hombre que no fuera un criminal confeso.
—¿Nunca han tenido aquí a un hombre que no lo fuera? —preguntó el prisionero.
—La Unión lo utiliza sin pestañear —dijo en voz baja el supervisor—. Esas celdas son pequeñas, señor Konstantin.
—Un hombre no pide una cosa así —dijo Damon.
—Se lo pido —insistió Talley—. Quiero salir de aquí.
—Eso resolvería el problema —intervino Jacoby.
—Quiero saber por qué lo desea.
—¡¡Quiero salir!!
Damon se quedó inmóvil. Talley retuvo el aliento, se apoyó en la mesa y recobró el dominio de sí mismo cuando estaba ya al borde de las lágrimas. La llamada «Corrección» no era un procedimiento punitivo, nunca se había pretendido que lo fuera. Sus efectos eran dobles y beneficiosos: alteraba el comportamiento de los violentos y borraba parte de los antecedentes a los que tenían problemas. Mientras miraba los ojos ensombrecidos de Talley, sospechó que en su caso se trataría de esto último. De súbito sintió una piedad abrumadora por aquel hombre, que estaba cuerdo, que parecía en plena posesión de sus facultades. Había crisis en la estación. La acumulación de acontecimientos podía hacer que los individuos se perdieran en ellos, que quedaran al margen. Se necesitaban con urgencia las celdas de la prevención para los auténticos criminales, que tenían en abundancia en la sección de cuarentena. Había destinos peores que la «Corrección». Permanecer encerrado en una habitación sin ventanas de tres metros y medio por dos y medio era uno de ellos.
—Encargue al ordenador los papeles necesarios —le dijo al supervisor, el cual tecleó la orden. Jacoby estaba visiblemente inquieto, manoseando papeles, sin mirar ninguno—. Lo que voy a hacer —continuó Damon dirigiéndose a Talley, sintiendo como si aquello fuera una pesadilla compartida— es darle a usted los papeles, y podrá leer con detenimiento todas las explicaciones que constan en el papel listado. Si mañana sigue deseando que hagamos eso, lo aceptaremos previo su consentimiento firmado. También quiero que nos dirija por escrito una solicitud con sus propias palabras, declarando que ha sido idea suya, que no es usted claustrofóbico ni padece ninguna otra incapacidad…
—Era técnico de sonda —le interrumpió Talley desdeñosamente. Su trabajo no se efectuaba en el lugar más amplio de una nave.
—… o condición que pudiera provocarle unos efectos negativos superiores a lo normal. ¿Tiene familia, parientes, alguien que pudiera tratar de convencerle para que no haga esto, si se enterase de lo que se propone?
Esta pregunta causó en el prisionero una ligera reacción que se reflejó en su mirada.
—¿Tiene a alguien? —inquirió Damon, confiando en haber encontrado un asidero, alguna razón para tratar de disuadir al muchacho—. ¿Quién?
—Ha muerto —dijo Talley.
—¿Es esta solicitud una reacción a…?
—Hace mucho tiempo —dijo Talley, interrumpiéndole, No estaba dispuesto a decir nada más.
Una cara de ángel, un hombre sin la menor tacha. ¿Gestado quizá en el laboratorio? Fue una ocurrencia espontánea. Siempre le habían horrorizado los soldados probeta de la Unión. Su propio prejuicio le preocupaba.
—No he leído todo su expediente —admitió—. Esto se ha confeccionado en otros niveles, donde creyeron que ya estaba todo claro y me pasaron el asunto. Dígame, señor Talley, ¿tuvo usted familia?
—Sí —dijo Talley débilmente pero en tono desafiante, haciéndole sentirse avergonzado de sí mismo.
—¿Dónde nació?
—En Cyteen. Ya les he dado todos esos datos. Tuve padres, nací, señor Konstantin. ¿Es eso realmente pertinente?
—Lo siento. Lo lamento mucho. Quiero que comprenda una cosa: no se trata de nada definitivo. Puede cambiar de idea hasta el momento de iniciar el tratamiento. Si no desea seguir, no tiene más que decirlo. Pero cuando avance en el tratamiento, ya no será competente. Debe entender que ya no estará capacitado. ¿Ha visto a los hombres sometidos a Corrección?
—Se recuperan.
—Así es, en efecto. Seguiré el caso, señor Talley… teniente Talley… hasta donde pueda. —Se dirigió al supervisor—. Encárguese de que cada vez que envíe un mensaje, en cualquier etapa del proceso, me llegue en régimen de emergencia, de día o de noche, y asegúrese de que los auxiliares lo comprendan también, hasta los asistentes. No creo que abuse del privilegio. Miró a Jacoby—. ¿Está satisfecho de su cliente?
—Está en su derecho de hacer lo que hace. No es que me agrade, pero firmaré como testigo. Estoy de acuerdo en que resuelve las cosas… quizá del mejor modo posible.
Llegó el papel listado del ordenador. Damon entregó los documentos a Jacoby para que los revisara. Jacoby señaló las líneas donde debían firmar y pasó el expediente a Talley, el cual lo cogió como si fuera algo precioso.
—Señor Talley —dijo Damon, levantándose y, siguiendo un impulso, le ofreció la mano. Era como una compensación por el disgusto que sentía. El joven sondista se levantó y la estrechó, con una expresión de gratitud—. ¿Existe la posibilidad, aunque sea muy remota, de que posea usted una información que desea eliminar de su cerebro? ¿Es ése el motivo por el que hace esto? Le advierto que durante el tratamiento es probable que aflore. Y eso no nos interesa, ¿comprende? No tenemos intereses militares.
Aquel no era el motivo. Dudaba mucho de que pudiera serlo. El muchacho no era un oficial de alto rango, como él mismo, que conociera las señales computarizadas y tuviera acceso a los códigos. La clase de cosas que un enemigo no debe poseer. Nadie había descubierto algo así en aquel hombre… nada de valor, ni allí ni en Russell.
—No, no sé nada —afirmó Talley.
Damon vaciló, todavía con escrúpulos de conciencia, con la sensación de que el abogado de Talley, por lo menos, debería protestar, hacer algo más vigoroso, utilizar todas las dilaciones permitidas por la ley en beneficio de Talley. Pero aquello le llevaba a la prisión, no le daba esperanza alguna. Estaban alojando a delincuentes en la sección de cuarentena, mucho más peligrosos, hombres que podrían conocerle, si Talley estaba en lo cierto. La Corrección le salvaría, le haría salir de allí, le daría la oportunidad de un trabajo, de libertad, de una nueva vida. Ninguna persona en su sano juicio se vengaría de alguien que ha sufrido un lavado de cerebro. Y el procedimiento era incruento, humano. Siempre se había pretendido que lo fuera.
—Talley… ¿tiene alguna queja contra Mallory o el personal del Norway?
—No.
—Su abogado está presente. Se registraría… si usted quisiera formular esa queja.
—No.
Así pues, aquel truco no surtiría efecto. No era posible ningún retraso para proceder a una investigación. Damon asintió y salió de la estancia, sintiéndose sucio. Lo que estaba haciendo era una especie de homicidio, era echarle una mano a un suicida.
Y de ésos también tenían en abundancia, allá en la sección de cuarentena.
Kressich se estremeció al oír el estruendo de algo que cayó en el pasillo, al otro lado de la puerta herméticamente cerrada, y procuró que su terror no se evidenciara. Algo estaba ardiendo, y el humo les llegaba a través del sistema de ventilación. Aquello era lo que le asustaba más, tanto a él como a los otros cincuenta que se agolpaban en aquella sección. Fuera, en las plataformas, la policía y los alborotadores todavía intercambiaban disparos. La violencia iba remitiendo. Los pocos que estaban con él, el resto de la policía de seguridad de Russell, un puñado de técnicos de la estación, algunos jóvenes y ancianos… habían defendido el pasillo contra los grupos descontrolados.
—Estamos envueltos en llamas —musitó alguien, al borde de la histeria.
—No hay que alarmarse. Deben ser unos trapos viejos.
En su fuero interno pidió que el alarmista cerrara la boca. No debían ser presa del pánico. Si se producía un incendio de verdad, la central de la estación haría volar la sección para extinguirlo… y eso significaría la muerte de todos ellos. No eran valiosos para Pell. Algunos estaban allí disparando contra la policía de Pell con armas que habían cogido a los policías muertos. La revuelta había comenzado cuando se supo que se aproximaba otro convoy, más naves, más gente desesperada que abarrotaría el poco espacio de que disponían. Se había iniciado con la simple noticia de que aquello estaba a punto de suceder… y una exigencia de que se agilizaran los trámites burocráticos. A ello siguieron los ataques a las dependencias y los piquetes que confiscaban documentos a quienes los tenían.
Quemad todos los registros eran el grito que había resonado en toda la cuarentena obedeciendo a la lógica de que, si no había dato alguno, todos serían admitidos. Quienes se resistían a desprenderse de sus documentos eran golpeados y despojados de ellos y de cuanto tenían de valor. Los dormitorios fueron saqueados. Grupos de rufianes, los mismos que habían actuado en la Griffin y la Hansford lograron ser incluidos entre los desesperados, los desorientados y los aterrorizados.
Durante algún tiempo hubo quietud en el exterior. Los acondicionadores de aire se habían detenido y la atmósfera empezaba a heder. Aquellos que habían sufrido las penalidades de la travesía contenían su pánico en silencio. Un buen número de refugiados lloraban.
Entonces la luz se intensificó y una corriente fresca salió de los conductores de aire. La puerta se abrió con veloz automatismo. Kressich se puso en pie y miró los rostros de los policías de la estación y los cañones de los rifles que les apuntaban. Algunos de los suyos tenían cuchillos, trozos de tubería y fragmentos de muebles, cualquier cosa que pudiera ser un arma improvisada. Él no tenía nada… Alzó las manos temblorosas.
—No —suplicó. Nadie se movió, ni los policías ni sus hombres—. Por favor. No hemos participado en la revuelta. Sólo defendíamos esta sección de los asaltantes. Nadie… ninguna de estas personas ha tenido nada que ver. Al contrario, han sido las víctimas.
El jefe de policía, con ojeras de fatiga, sucio de hollín y sangre, señaló la pared con su rifle.
—Tenéis que alinearos —explicó Kressich a sus heterogéneos compañeros, los cuales no eran la clase de personas que podían comprender tales procedimientos, con la excepción del ex policía—. Arrojad al suelo las armas que tengáis.
Todos se alinearon, incluso los viejos y los enfermos, y los dos niños pequeños.
Kressich temblaba mientras le registraron, y siguió estremeciéndose cuando le dejaron apoyado en la pared del corredor mientras los policías intercambiaban misteriosos murmullos entre ellos. Uno le cogió por un hombro y le hizo volverse. Un oficial provisto de una pizarra fue de uno en uno pidiendo el documento de identidad.
—Los han robado —dijo Kressich—. Así es como ha empezado todo. Las bandas robaban los papeles y los quemaban.
—Eso ya lo sabemos —dijo el oficial—. ¿Es usted el encargado? ¿Cuál es su nombre y su origen?
—Vassily Kressich, de Russell.
—¿Algunos de ustedes le conocen? Varios lo confirmaron.
—Era consejero en la estación Russell —dijo un joven—. Yo servía allí, en el departamento de seguridad.
—Nombre.
El joven dijo su nombre. Niño Coledy. Kressich intentó recordarle y no pudo. Las preguntas se repitieron una y otra vez, se sucedió el interrogatorio de identificaciones y las identificaciones mutuas, que no eran más fidedignas que la palabra de quienes las daban. Un hombre con una cámara entró en el pasillo y los fotografió a todos allí, de pie, contra la pared. A su alrededor había un caos de conversaciones y discusiones.
—Pueden irse —dijo el jefe de policía, y empezaron a salir; pero cuando Kressich se disponía a hacerlo, el oficial le cogió de un brazo—. Vassily Kressich. Daré su nombre al cuartel general.
No estaba seguro de si eso sería bueno o malo. Cualquier cosa constituía una esperanza. Cualquier cosa era mejor que lo existente allí, en la cuarentena, con la estación atascada e incapaz de situarlos o dejarles irse.
Salió a la plataforma y le estremeció la visión de los destrozos que habían causado allí, con los muertos tendidos aún sobre su propia sangre y montones de objetos combustibles todavía ardiendo, y los restantes muebles y pertenencias apilados para alimentar las hogueras. La policía de la estación estaba en todas partes, armados con rifles, no armas cortas. Kressich se quedó en las plataformas, cerca de la policía, temeroso de volver a los corredores a consecuencia de las bandas terroristas. Era imposible confiar en que la policía los hubiera dominado a todos. Eran demasiados.
Finalmente la estación estableció un puesto de emergencia para servir comida y bebida cerca del límite de la sección, pues el agua había sido cortada durante la revuelta, las cocinas saqueadas y todo lo que se prestaba a ello convertido en armas. También habían destrozado el ordenador y no era posible informar sobre los daños. Existían pocas probabilidades de que ningún equipo de reparación quisiera entrar en la zona.
Se sentó en la plataforma y comió lo que le dieron, en compañía de otros grupos de refugiados que no tenían más de lo que tenía él. La gente se miraba atemorizada.
—No vamos a salir —oyó repetidamente—. Ahora nunca nos darán permiso para irnos.
Más de una vez oyó murmullos de una especie diferente, vio hombres de los que sabía que habían formado parte de las bandas de alborotadores, que habían iniciado los disturbios en su dormitorio, y nadie los denunciaba. Nadie se atrevía. Eran demasiados.
Había entre ellos personal de la Unión. Kressich estaba seguro de que aquellos eran los agitadores. Tales hombres eran los que más podrían temer de un estricto control de documentos. La guerra había llegado a Pell, estaba entre ellos, y ellos eran los estacionados, neutrales y con las manos vacías, deambulando cautelosamente entre los que eran capaces de asesinar…, sólo que ahora no se trataba de estacionados contra naves de guerra, una lucha entre cascos metálicos, sino de un peligro inmediato, porque uno tenía un contacto físico, de hombro con hombro, y el enemigo podía ser el joven que atesoraba un bocadillo o la mujer sentada que miraba con una expresión llena de odio.
Llegó el convoy sin tropas de escolta. Los equipos de las plataformas, bajo la protección de un pequeño contingente de policías de la estación, efectuaron las operaciones de descarga. Recibieron a los refugiados y los acomodaron lo mejor que pudieron, dado el estado ruinoso de los alojamientos, en los corredores que parecían una jungla. Los recién llegados, cargando con su equipaje, miraban aterrados a su alrededor. Kressich calculó que por la mañana ya les habrían robado, o les habrían hecho algo peor. Oyó el llanto quedo y desesperado de algunos de ellos.
Por la mañana llegó otro grupo de varios centenares. Por entonces ya había cundido el pánico, pues todos estaban hambrientos y sedientos y la comida llegaba muy lentamente de la estación principal.
Un hombre se sentó al lado de Kressich en la plataforma: Niño Coledy.
—Somos una docena —le dijo—. Podríamos remediar un poco las cosas. He estado hablando con algunos supervivientes de las bandas. Nosotros no les delataremos y ellos cooperarán. Así dispondremos de brazos fuertes… podremos poner coto a este desbarajuste, hacer que la gente regrese a las residencias, de modo que podamos conseguir aquí comida y agua.
—¿Nosotros podríamos hacer eso?
En el rostro de Coledy se dibujó una mueca de ansiedad.
—Usted fue consejero, así que puede ponerse al frente y ser el portavoz. Nosotros le apoyaremos y alimentaremos a esta gente, apaciguaremos los ánimos. Eso es lo que necesita la estación, y puede sernos beneficioso.
Kressich pensó en la propuesta. El joven tenía razón, pero también era posible que les saliera el tiro por la culata y los fusilaran. Era demasiado viejo para encargarse de una cosa así. Lo que ellos querían era un testaferro. Los policías también querrían un testaferro respetable. Y él temía decir que no.
—Sólo tendrá que llevar el peso de las conversaciones —dijo Coledy.
—De acuerdo —replicó, y entonces, apretando la mandíbula con más firmeza de la que el joven podría haber esperado en un hombre viejo y cansado, añadió—: Empiece a reunir a los hombres y yo tendré una charla con los policías.
Y así lo hizo, acercándose a ellos cautamente.
—Ha habido una elección —les dijo—. Soy Vassily Kressich, consejero de rojo-dos, estación Russell. Algunos de nuestros policías se encuentran entre los refugiados. Estamos dispuestos a entrar en los corredores y restablecer el orden… sin violencia. Conocemos las caras y ustedes no. Si consultan con sus autoridades y obtienen el permiso necesario, podemos servirles de ayuda.
Los policías no estaban seguros de aquello. Dudaron incluso de si era conveniente o no informar a sus superiores. Al fin un capitán decidió hacerlo, y Kressich esperó el resultado, de pie, lleno de inquietud. El capitán asintió tras la consulta.
—Si el asunto se les escapa de las manos, no discriminaremos al disparar. Pero no vamos a tolerar que ustedes maten a nadie, consejero Kressich; no tienen carta blanca para hacer lo que quieran.
—No se preocupe, señor —le dijo Kressich, y se alejó, mortalmente fatigado y asustado.
Coledy estaba allí, con otros más, esperándole junto al acceso del corredor noveno. Enseguida se acercaron otros más, de peor catadura que los primeros, y Kressich sintió una oleada de temor, pensando que no podría convencerlos. Ahora no le importaba nada, excepto vivir, y estar al frente de la fuerza y no debajo. Les vio alejarse para utilizar el terror a fin de coaccionar a los inocentes y reunir a los peligrosos en sus propias filas. Sabía lo que había hecho y le aterraba. Se mantuvo silencioso, porque si tenía lugar una segunda revuelta, él no podría librarse. Estaría metido de lleno: ellos se encargarían de que así fuera.
Prestó su apoyo, haciendo uso de su dignidad, su edad y el hecho de que algunos conocían su rostro. Gritó instrucciones y pronto la gente empezó a dirigirse a él con respeto, llamándole consejero Kressich. Escuchó sus quejas, sus temores y las causas de su enojo hasta que Coledy le rodeó de una guardia que protegiera a su preciado testaferro.
En menos de una hora las plataformas estaban despejadas y los grupos autorizados dominaban la situación. Y adondequiera que fuese, la gente honrada le trataba como a un jefe.
Jon Lukas se acomodó en el asiento del consejo que su hijo Vittorio había ocupado por delegación durante los tres últimos años. Tenía el semblante hosco. Acababa de enfrentarse a una crisis familiar, y había perdido tres habitaciones de las cinco que contaba su vivienda, para acomodar a dos primos Jacoby y sus esposas. Uno de los matrimonios tenía niños que aporreaban la pared y lloraban. Los obreros habían apilado sus muebles en el poco espacio propio que le quedaba… ocupado hasta poco tiempo antes por su hijo Vittorio y su amiga de turno. Aquello sí que había sido un buen retorno al hogar. Llegó a un rápido arreglo con Vittorio: la mujer se marchó y él se quedó allí, pues la posesión de un apartamento y una cuenta para gastos le parecía mucho mejor y más importante que ser transferido a la base de Downbelow, donde buscaban activamente voluntarios jóvenes. El trabajo físico, y sobre todo en la superficie lluviosa de Downbelow, no era del gusto de Vittorio. En su calidad de «hombre de paja» había sido útil en la estación, votó como le dijeron, dirigió las cosas como se lo indicaron, evitó que la compañía Lukas se sumiera en un caos y hasta tuvo suficiente buen sentido para resolver por sí mismo pequeños problemas y asesorarse bien sobre los importantes. Lo que había hecho con la cuenta para gastos era otro asunto. Tras adaptarse al horario de la estación, Jon se había dedicado a revisar los libros de personal y las cuentas.
Ahora estaba en funcionamiento una especie de señal de alerta, desagradable y urgente, y al igual que otros consejeros, había ido allí a causa del mensaje que convocaba a una reunión especial. El corazón aún le palpitaba intensamente por el esfuerzo. Tecleó la consola del ordenador y abrió el micro, escuchando la cháchara que ocupaba el consejo en aquel momento, con una sucesión de imágenes exploratorias de naves en las pantallas, por encima de su cabeza. Más problemas. Lo había oído durante todo el trayecto desde las oficinas en la plataforma. Alguien llegaba.
—¿Qué número tenéis? —preguntaba Angelo, y no obtenía respuesta del otro lado.
—¿Qué ocurre? —inquirió Jon a la mujer sentada junto a él, una delegada del sector verde llamada Anna Morevy.
—Llegan más refugiados y no dicen nada. La nave de transporte Pacific, de la estación Esperance. Eso es todo lo que sabemos. No obtenemos la menor cooperación. Pero Sung está allí. ¿Qué esperas?
Seguían llegando consejeros, y los asientos se ocupaban rápidamente. Jon se aplicó el auricular personal, oprimió el botón de la grabadora e intentó ponerse al corriente de la situación. El convoy explorado se había acercado tanto, por encima del plano del sistema, que peligraba la seguridad. La voz susurrante del secretario del consejo resumía, ofrecía datos en la pantalla del ordenador, pero no aportaba demasiado a lo que ya sabían.
Le pasaron una hoja manuscrita por encima del hombro. La leyó perplejo: «Bienvenido a casa. Has sido designado sustituto de Emilio Konstantin, en el asiento número diez. Se ha juzgado valiosa tu experiencia inmediata en Downbelow. A. Konstantin».
El corazón se le aceleró de nuevo, por una razón distinta. Se levantó, dejó el auricular y cerró los canales, tras lo cual recorrió el pasillo a la vista de todos, hasta llegar al asiento vacante en el centro del consejo, la mesa entre las filas, los asientos de quienes tenían más influencia. Se acomodó en el sillón de cuero suave y madera tallada, uno de los Diez de Pell, y sintió una irreprimible sensación de triunfo por aquellos acontecimientos… Finalmente se había hecho justicia, después de varias décadas. Los grandes Konstantin le habían mantenido al margen de los Diez durante toda su vida, a pesar de sus esfuerzos, su influencia y sus méritos, y ahora se encontraba allí.
Estaba absolutamente seguro de que aquello no suponía un cambio en la consideración de Angelo. Tenían que haberlo votado. Allí, en el consejo, había obtenido una votación general, consecuencia lógica de su largo y duro servicio en Downbelow. La mayoría del consejo había apreciado sus antecedentes.
Buscó la mirada de Angelo, sentado en la misma mesa. Se sujetaba el auricular a la oreja, y su expresión no era de alegre bienvenida, no reflejaba estimación ni satisfacción de ningún género. Angelo aceptaba aquel ascenso porque debía hacerlo, eso estaba claro. Una tensa sonrisa apareció en el semblante de Jon, como si fuera una oferta de apoyo, y Angelo se la devolvió con la misma tirantez.
—Comunica de nuevo —le dijo Angelo a alguien a través del intercomunicador—. Sigue enviando. Ponme en contacto directo con Sung.
Los reunidos guardaban silencio, mientras seguían llegando informes de la central, dando noticia del lento acercamiento de los cargueros. Pero la Pacific adquiría velocidad, y su imagen electrónica en las pantallas empezaba a hacerse borrosa.
—Aquí Sung —dijo entonces una voz—. Saludos a la estación Pell. Su propio establecimiento puede atender los detalles.
—¿Qué cifras nos dan? —preguntó Angelo—. ¿Cuántos van en esas naves, capitán Sung?
—Nueve mil.
Un murmullo de horror se extendió por la sala.
—¡Silencio! —exclamó Angelo, pues las voces obstaculizaban la comunicación—. Tomamos nota, nueve mil. Esto rebasa nuestras capacidades de seguridad. Reúnase con nosotros en el consejo, capitán Sung. Han llegado refugiados de Russell en mercantes sin escolta y nos hemos visto obligados a aceptarlos. Por razones humanitarias es imposible rechazar esos ensamblajes. Le pedimos que informe al mando de la Flota sobre esta peligrosa situación. Necesitamos apoyo militar, ¿comprende, señor? Solicitamos que se persone aquí para evacuar consultas urgentes. Estamos dispuestos a cooperar, pero nos estamos aproximando a un punto en que la decisión es muy difícil. Apelamos al apoyo de la Flota. Repito: ¿vendrá aquí, señor?
Hubo unos momentos de silencio. Los miembros del consejo se removieron en sus asientos, pues centelleaban las alarmas de aproximación de naves, y las pantallas eran un caos de destellos y borrones a causa de la celeridad con que se acercaba el transporte cuya imagen recogían.
Finalmente llegó la respuesta.
—Hay un último convoy, al mando de Kreshov, de Pan-Paris, que viaja en la nave Atlantic. Buena suerte, estación Pell.
El contacto se interrumpió bruscamente. La pantalla ofrecía un puro destello, y el enorme carguero seguía adquiriendo una velocidad insensata en las proximidades de una estación.
Era la primera vez que Jon veía a Angelo tan encolerizado. El murmullo en la sala del consejo era ensordecedor, y finalmente el micrófono volvió a establecer un silencio relativo. La nave Pacific salió disparada hacia su cenit, interrumpiendo momentáneamente la transmisión de imágenes. Cuando las pantallas funcionaron de nuevo, ya había pasado, para tomar un rumbo no autorizado, dejando como una estela los cargueros que avanzaban lentos e inexorables hacia la plataforma de ensamblaje. Se oyó una apagada llamada de seguridad para la sección de cuarentena.
—Fuerzas de reserva —ordenó Angelo a uno de los jefes de sección a través del intercomunicador—. Convoque al personal fuera de servicio. Mantenga el orden ahí aunque tenga que disparar para hacerlo. Central, reúna tripulaciones para los transbordadores y dirija esos mercantes a las plataformas adecuadas. Establezca un cordón de elevadores cortos si es necesario.
Al cabo de un momento se extinguieron las alarmas de colisión y no se oyó más que el informe continuo del lento avance de los cargueros hacia la estación.
—Tenemos que conseguir más espacio para cuarentena —dijo Angelo, mirando a su alrededor—, y aunque lo siento mucho, vamos a tener que incluir esos dos niveles de la sección roja para ensanchar la cuarentena… inmediatamente.
Un murmullo de pesar se elevó de las filas de asientos, y las pantallas reflejaron al instante la objeción de los delegados de la sección roja. Era una queja rutinaria, porque nadie más añadía su objeción a la pantalla, lo cual haría necesario proceder a una votación. Angelo ni se molestó en mirar el texto de la queja.
—Está claro que no podemos desalojar a más residentes, ni tampoco perder los itinerarios del nivel superior necesarios para el sistema de transporte. Si no logramos apoyo de la Flota… debemos tomar otras medidas. Y, a una escala mayor, hemos de empezar el traslado de la población a algún lugar. Jon Lukas, le pido disculpas por avisarle con tanta premura, pero ojalá hubiera podido asistir a la reunión de ayer… Esa propuesta suya postergada… No disponemos de trabajadores adecuados para ampliar la estación. Usted tenía planes detallados para ampliar la base de Downbelow. ¿En qué situación se encuentran?
Jon parpadeó, suspicaz y esperanzado a la vez, y frunció el ceño porque incluso en unos momentos tan delicados como aquellos Angelo tenía que dirigirse a él con irónicos rodeos. Se levantó, aunque no necesitaba hacerlo, pero quería ver los rostros de los demás.
—Si se me hubiera informado de la situación, habría hecho todos los esfuerzos posibles. Con todo, me apresuré a venir aquí sin pérdida de tiempo. En cuanto a la propuesta, no es en modo alguno imposible. Albergar a ese número de personas de Downbelow podría hacerse enseguida, sin dificultad… excepto para los que ya viven allí. Las condiciones después de tres años son… perdonen la expresión… primitivas. Los trabajadores nativos cavan fosos para instalar las viviendas, las cuales son herméticas hasta un grado razonable. Hay suficientes compresores, y los puntales se fabrican con materiales sencillos y fáciles de encontrar. La mano de obra nativa es siempre la más eficaz allí. No tienen el inconveniente de necesitar respiradores. Pero es posible sustituirlos con un gran número de humanos que hagan trabajo de campo, manufactura, despeje de terreros y excavación para instalar las cúpulas. El personal de Pell es suficiente para supervisarlos y protegerlos. En cuanto al confinamiento, no presenta problema alguno. En especial, sus casos más difíciles serían absolutamente dóciles… Basta privarles de los respiradores y ya no pueden ir a ninguna parte ni hacer nada que ustedes no deseen.
Un hombre se levantó en aquel momento. Antón Eizel, un viejo amigo de Angelo y persona proclive a ofrecer su ayuda más que nada para mantener su prestigio como benefactor.
—Señor Lukas, debo estar interpretando mal lo que usted dice. Esos son ciudadanos libres. No hablamos aquí de establecer colonias penitenciarias. Se trata de refugiados. No vamos a convertir Downbelow en un campo de trabajos forzados.
—¡Dese una vuelta por la sección de cuarentena! —gritó otro de los presentes—. ¡Verá los estragos que han causado ahí! Teníamos hogares, hermosas viviendas. Han sido destruidos por el vandalismo de esa gente. Están desmantelando ese lugar. Han atacado a nuestros agentes de seguridad con tuberías y cuchillos de cocina, ¿y quién sabe si hemos recuperado todos los rifles después del alboroto?
—Ha habido asesinatos —gritó alguien más—, crímenes perpetrados por bandas de matones.
—No —intervino un tercero, una voz desconocida en el consejo. Las cabezas se volvieron hacia el hombre delgado que había ocupado el asiento en el que poco antes se sentara Jon. El hombre, nervioso y cetrino, se levantó—. Me llamo Vassily Kressich. Estoy en la cuarentena y me han invitado a venir aquí. Fui consejero en la estación Russell, y represento a los refugiados en la cuarentena. Es cierto que ha ocurrido todo lo que aquí se ha dicho, en unos momentos de pánico, pero el orden ya se ha restablecido, y los matones están a buen recaudo.
—Bienvenido, consejero Kressich —replicó Jon—. Lo cierto es, que por el mismo bien de la sección de cuarentena, habría que aliviar las presiones y transferir a la población. La estación ha esperado una década mientras se desarrollaba Downbelow, y ahora disponemos de la mano de obra necesaria para trabajar a gran escala. Aquellos que trabajan se convierten en parte del sistema, construyen sus propias viviendas. ¿No está de acuerdo el caballero de la cuarentena?
—Necesitamos que arreglen nuestros papeles. Nos negamos a que nos transfieran a ninguna parte sin documentos. Eso ya nos ocurrió una vez y vea en qué situación nos encontramos ahora. Más transferencias sin documentos autorizados pueden dificultarnos aún más las cosas, alejarnos cada vez más de la esperanza de tener una identidad establecida. La gente a la que represento no permitirá que suceda de nuevo.
—¿Es eso una amenaza, señor Kressich? —preguntó Angelo.
El hombre pareció próximo a derrumbarse.
—No —se apresuró a decir—. No, señor. Yo sólo… le transmito la opinión de la gente a la que represento, su desesperación. Necesitan tener sus papeles en regla. Cualquier otra cosa, cualquier otra solución es lo que el caballero dice… un campo de trabajo en beneficio de Pell. ¿Es eso lo que pretenden?
—Vamos, vamos, señor Kressich —dijo Angelo—. A ver, que todos se tranquilicen y procedamos con orden. Hablará usted cuando le toque el turno, señor Kressich. ¿Quiere proseguir, Jon Lukas?
—Tendré las cifras exactas en cuanto pueda tener acceso al ordenador central. Necesito que me pongan al corriente de las claves. Es cierto que todas las dependencias de Downbelow pueden extenderse. Todavía tengo los planos detallados. Dentro de pocos días dispondré de un análisis de los costes y la mano de obra necesaria.
Angelo asintió y le miró con el ceño fruncido. Aquél no podía ser un momento agradable para él.
—Estamos luchando por nuestra supervivencia. Diré sin ambages que hay algo en nuestros sistemas de habitabilidad que debe preocuparnos seriamente. Hay que eliminar parte de la carga, y no podemos permitir que la proporción de ciudadanos de Pell y refugiados se desequilibre. Hemos de preocuparnos por la posibilidad de revueltas… allí y aquí. Mis disculpas, señor Kressich. Estas son las realidades bajo las que vivimos, y que no hemos elegido nosotros ni, estoy seguro de ello, ustedes. No podemos poner en peligro la estación o la base de Downbelow, pues de lo contrario nos veremos todos en cargueros con rumbo a la Tierra, despojados de todo lo que tenemos. Esa es la tercera alternativa.
—No —dijeron al unísono todos los presentes. Jon permaneció sentado en silencio, mirando a Angelo mientras calculaba el frágil equilibrio de Pell y las probabilidades que existían. Hubiera podido levantarse y declarar: «Ya habéis perdido», exponiendo seguidamente la situación tal como era. Pero no lo hizo. Siguió sentado y con la boca bien cerrada. Si había alguna posibilidad, sólo el tiempo lo diría. La paz era lo único que podría aportar una esperanza. Pero no era precisamente la paz lo que se estaba fraguando allí afuera, con aquel flujo constante de refugiados procedentes de todas las estaciones. Todo el Más Allá fluía en dos direcciones como una divisoria de aguas, hacia ellos mismos y hacia la Unión. Y no estaban preparados para enfrentarse a aquello bajo la clase de normas establecidas por Angelo.
Durante todos los años de dirección konstantiniana, había imperado la teoría social de Konstantin, la alardeada «comunidad de ley» que desdeñaba la seguridad y el control y que ahora se negaba a usar la mano dura en la sección de cuarentena, confiando en que las peticiones orales bastarían para hacer volver al orden a una multitud en rebeldía. Jon también podría haber sacado este asunto a colación… pero se lo guardó.
Tenía mal sabor en la boca. Sabía que el caos creado en la estación, producto de la lenidad de Konstantin, probablemente se extendería también a Downbelow. No proveía el éxito de los planes que le solicitaban. Emilio Konstantin y su esposa, tal para cual, estarían al frente de las obras, y con toda seguridad permitirían a los nativos que se tomaran su tiempo, sin dejarse apremiar por los horarios, protegerían sus supersticiones y les dejarían trabajar a su aire, con su proverbial desgana, con el resultado de daños en el equipo y retrasos en la construcción. Y lo que aquella pareja podría hacer con lo que sucedía en la sección de cuarentena, ofrecía peores perspectivas.
Siguió sentado e inmóvil, calculando sus opciones y extrayendo conclusiones sombrías.
—No puede sobrevivir —le dijo aquella noche a Vittorio, a su hijo Vittorio y a Dayin Jacoby, el único pariente de su agrado. Se recostó en el sillón y tomó un sorbo de vino amargo nativo, en el apartamento donde se amontonaban los caros muebles que habían ocupado las otras habitaciones desalojadas—. Pell se está viniendo abajo. La política de mano blanda de Angelo nos va a perder a todos, y es posible que acabemos degollados en una de esas revueltas. La sedición está en marcha, ¿me comprendéis? Y no hacemos más que quedarnos sentados y esperar a que llegue.
Vittorio se puso repentinamente pálido, como le ocurría siempre que se ponía serio. Dayin era otra clase de hombre. Estaba ceñudo y reflexivo.
—Tiene que existir un contacto —dijo Jon más claramente.
Dayin asintió.
—En tiempos como estos, dos puertas podrían ser una importante necesidad. Y estoy seguro de que existen puertas en toda esta estación… con las llaves adecuadas.
—¿Hasta qué punto crees que están comprometidas esas puertas? ¿Y dónde? Tu sobrino manejó casos de algunos transeúntes. ¿Tienes alguna idea?
—Mercado negro de drogas rejuvenecedoras y cosas así. Eso está aquí en pleno auge, ¿no lo sabes? El mismo Konstantin las toma. Puedes conseguirlas en Downbelow.
—Eso es legal.
—Claro que es legal. Es necesario. ¿Pero cómo llega aquí? Desde hace poco tiempo procede de la Unión; los mercantes trafican con las drogas… Alguien, en algún lugar, mueve los hilos… tripulantes de los mercantes… quizá incluso contactos en la estación.
—Entonces ¿cómo podemos conseguir ponernos en contacto con las personas clave?
—Puedo enterarme.
—Yo conozco a una —dijo Vittorio, sobresaltándolos a los dos. Se pasó la lengua por los labios y tragó saliva—. Roseen.
—¿Esa puta tuya?
—Conoce el mercado. Hay un oficial de seguridad… en las alturas. Tiene un historial impecable, pero el mercado lo soborna. Puedes conseguir que algo se cargue o se descargue, sin que transcienda… Él puede conseguirlo.
Jon miró a su hijo, aquel producto de un contrato anual, su desesperación por tener un heredero. Después de todo, no era sorprendente que Vittorio supiera tales cosas.
—Excelente —dijo con sequedad—. Háblame de ello. Tal vez podamos encontrar algo. Dayin, nuestras posesiones en Viking… Deberíamos echarles un vistazo.
—No lo dirás en serio.
—Muy en serio. He contratado la Hansford. Su tripulación aún está en el hospital. Su interior es un revoltijo, pero irá. Necesitan desesperadamente el dinero. Y tú puedes encontrar una tripulación… a través de esos contactos. No es necesario que se lo cuentes todo, sólo lo suficiente para motivarlos.
—Viking es el próximo lugar donde surgirán problemas con toda probabilidad.
—Hay un riesgo, ¿verdad? Tal como están las cosas, ya hay muchos cargueros que sufren accidentes. Algunos desaparecen. Me he enterado de eso por Konstantin. Pero yo tendré… Será un acto de fe en el futuro de Viking, una confirmación, un voto de confianza. —Tomó un sorbo de vino e hizo una mueca—. Será mejor que os deis prisa, antes de que una inundación de refugiados nos haga salir del mismo Viking. Ponte en contacto con las fuentes confidenciales de allí, hasta el nivel más alto que puedas. ¿Qué alternativa le queda ahora a Pell más que adherirse a la Unión? La Compañía no ayuda nada. La Flota es un añadido a nuestro problema. No podemos resistir eternamente. La política de Konstantin acabará con una revuelta aquí antes de que se haya completado todo, y ya es hora de cambiar la guardia. Acláraselo bien a la Unión. Ya entiendes… ellos consiguen un aliado, y nosotros… tanto como podemos conseguir de la asociación. En el peor de los casos, esa segunda puerta para saltar a través de ella. Si Pell aguanta, pues nos quedamos aquí, tranquilos y seguros; si no, saldremos mejor librados que otros, ¿no os parece?
—Y yo soy el que arriesga el cuello —dijo Dayin.
—¿Preferirías estar aquí cuando la revuelta rompa finalmente esas barreras? ¿O prefieres tener la posibilidad de obtener algunas ventajas personales de una oposición agradecida… de forrarte el bolsillo? Estoy seguro de que prefieres esto último, como también lo estoy de que te lo habrás merecido.
—Muy generoso —comentó amargamente Dayin.
—Aquí la vida no va a mejorar —dijo Jon—. Puede llegar a ser muy incómoda. Es un riesgo, pero ¿qué no lo es? Dayin asintió lentamente.
—Buscaré los datos necesarios para conseguir una tripulación.
—Sabía que lo harías.
—Confías demasiado, Jon.
—Sólo en este lado de la familia, jamás en los Konstantin. Angelo debió haberme dejado allá en Downbelow. Probablemente desearía haberlo hecho. Pero el consejo votó de otro modo, y a lo mejor habrá sido una suerte para ellos. Tal vez…
—Siéntese, por favor.
Siempre eran corteses, siempre le llamaban «señor Talley» y nunca por su cargo. O quizá querían dejar bien claro que allí los unionistas seguían siendo rebeldes y carecían de cargo. Tal vez le odiaran, pero la amabilidad con que le trataban era perfecta, lo cual le asustaba, porque sospechaba que era falsa.
Le dieron más documentos para que los rellenara. Un médico se sentó ante él y trató de explicarle los procedimientos con detalle.
—No quiero oír eso. Sólo quiero firmar los papeles. Llevamos ya varios días así. ¿Es que no es suficiente?
—Las pruebas que le hicimos han mostrado falta de sinceridad —dijo el médico—. Mintió usted y falseó muchas respuestas durante la entrevista. Los instrumentos indicaron que estaba mintiendo, o que se encontraba bajo una fuerte tensión. Le pregunté por el motivo y usted dijo que no había ninguno.
—Deme la pluma.
—¿Le está coaccionando alguien? Sus respuestas quedan grabadas.
—Nadie me coacciona.
—Eso también es falso, señor Talley.
—No. —Intentó en vano evitar el temblor de su voz.
—Normalmente tratamos con criminales, que también tienden a mentir. —El doctor le tendió la pluma—. A veces, muy raramente, con alguien que busca su propio confinamiento. Es una forma de suicidio. Desde el punto de vista médico, tiene derecho a hacerlo, con algunas restricciones legales, y siempre que haya sido aconsejado y comprenda bien lo que hace. Si continúa usted su terapia de acuerdo con el programa, debería volver a desempeñar sus funciones en cosa de un mes, y obtener la independencia legal en otros seis meses. En cuanto al restablecimiento definitivo… ya comprenderá que puede haber un obstáculo permanente para su capacidad de actuar en relación con otras personas, y que podría haber otros obstáculos psicológicos o físicos…
El joven le arrebató la pluma y firmó los papeles, que fueron recogidos y revisados por el médico. Finalmente éste se sacó otro papel de un bolsillo y lo empujó al otro lado de la mesa. Era un trozo de papel arrugado y con muchos dobleces.
Talley lo alisó y vio una nota con media docena de firmas. Decía: «Su cuenta en el ordenador de la estación tiene 50 créditos, para cualquier cosa que desee aparte de su ocupación principal». Lo habían firmado seis guardianes de prevención, los hombres y mujeres con los que jugaba a las cartas. Le habían abierto la cuenta con dinero de sus propios bolsillos. Las lágrimas le empañaron los ojos.
—¿Quiere cambiar de idea? —le preguntó el médico. Él negó con la cabeza y dobló el papel.
—¿Puedo quedármelo?
—Lo guardarán junto con sus demás efectos personales. Lo recuperará todo cuando lo liberen.
—Entonces no importará, ¿verdad?
—En ese momento no —dijo el médico—. No durante algún tiempo.
El joven le devolvió el papel.
—Le daré un tranquilizante.
El médico llamó a un asistente que entró con una taza de un líquido azul. El prisionero lo aceptó, lo tomó y no sintió ningún efecto.
El médico colocó ante él unas hojas de papel en blanco y puso la pluma al lado.
—Escriba sus impresiones de Pell. ¿Lo hará?
Empezó a hacerlo. Le habían pedido cosas más extrañas durante los días en que le habían sometido a las pruebas. Escribió un párrafo, diciendo cómo le habían interrogado los guardianes y finalmente lo que sentía del tratamiento que le dieron. Las palabras empezaron a llenar los márgenes. Después, ya no escribía en el papel. Había rebasado el borde, escribía sobre la mesa y no podía encontrar el camino de regreso. Las letras se apelotonaban, enmarañadas.
El doctor alargó la mano y le quitó la pluma.
Damon echó un vistazo al informe que tenía sobre la mesa. No era el procedimiento a que estaba acostumbrado, aquella ley marcial que imperaba en la sección de cuarentena. Era tosco y precipitado, y llegó a su mesa junto con tres videocassettes y un rimero de formularios que condenaban a cinco hombres a Corrección.
Vio la película apretando las mandíbulas. En la gran pantalla de la pared se sucedían las escenas de la revuelta, y se estremeció al contemplar los asesinatos. No había dudas sobre los crímenes ni la identificación de los criminales. Con el montón de casos que había inundado la oficina, no había tiempo para reconsideraciones o finuras. Estaban tratando con una situación que podía dar al traste con toda la estación, haciendo de ella un duplicado de lo que había sucedido en la Hansford. Cuando las instalaciones que permitían la habitabilidad estaban amenazadas, cuando los hombres eran lo bastante insensatos para encender hogueras en las plataformas de una estación… o atacar a los policías con cuchillos de cocina…
Cogió los expedientes separados de los demás y tecleó en el ordenador para recibir la autorización en el papel listado. Aquello no era justo, pues se trata de los cinco a los que la policía de seguridad había logrado echar el guante, sólo cinco culpables entre muchísimos más. Pero eran cinco que no volverían a matar, ni amenazarían la frágil estabilidad de una estación en la que vivían muchos miles de individuos. Escribió «Corrección total», lo cual significaba reestructuración de la personalidad. El proceso sacaría a relucir la injusticia si la había cometido. El interrogatorio determinaría la inocencia en el caso improbable de que la hubiera. Lo que estaba haciendo le repugnaba y asustaba. La ley marcial era demasiado repentina. Su padre se había pasado la noche entera debatiéndose antes de tomar semejante decisión, que había sido aprobada por una junta.
Envió una copia a la oficina del defensor público. Ellos entrevistarían personalmente a los acusados y presentarían las alegaciones si se concedían. Pero este procedimiento también fue restringido dadas las circunstancias. Sólo se llevaría a cabo cuando hubiera prueba fehaciente de error, y la prueba era inalcanzable en la sección de cuarentena. Las injusticias eran posibles. Se condenaba por la palabra de un policía que había sido atacado y el visionado de una película que no mostraba lo que había ocurrido antes. Había quinientos informes de robos y delitos importantes sobre su mesa, cuando antes de la existencia de una sección de cuarentena podrían haber tratado con dos o tres casos similares al año. El ordenador estaba inundado de solicitudes de datos. Se habían dedicado días de trabajo a los documentos de identidad y otros papeles para la cuarentena, y todo aquello había sido destrozado. En la cuarentena se habían robado y destruido tantos documentos que no podía confiarse en la exactitud de ningún papel. La mayoría de las reclamaciones de documentos eran probablemente fraudulentas, y los más deshonestos eran los que reclamaban con más vehemencia. Las declaraciones juradas carecían de valor cuando imperaba la amenaza. La gente podía jurar cualquier cosa si ello contribuía a su seguridad. Incluso aquellos que habían llegado en regla, tenían documentos de cuya confirmación carecían: el departamento de seguridad confiscó carnets y documentos para salvarlos del robo, y entregaban algunos cuando podían establecer con certeza la identidad y encontrar alguien que se responsabilizara de los portadores en la estación… pero el sistema era lento comparado con el número creciente de refugiados, y la estación principal carecía de lugar donde alojarlos cuando llegaban. Era una locura. Intentaron con todos sus recursos eliminar los trámites burocráticos y las prisas, pero aquello no hizo más que empeorar las cosas.
Damon tecleó una nota personal a Tom Ushant, de la oficina del defensor. «Tom, si tienes la sensación de que algo no es correcto en cualquiera de estos casos, devuélvemelo al margen de los procedimientos. Estamos impartiendo demasiadas condenas y con excesiva rapidez. Es posible que se cometan errores. No quiero descubrir ninguno después de que comience el proceso».
No había esperado respuesta, pero la recibió. «Damon, echa un vistazo al expediente de Talley si quieres algo que te turbe el sueño. Fue sometido a Corrección en Russell». «¿Quieres decir que sufrió todo el proceso de Corrección?». «No ha pasado por la terapia. Me refiero a que la han utilizado al interrogarle». «Lo comprobaré». Cerró la comunicación, buscó el número de acceso y apareció el historial en la pantalla del ordenador. Página tras página de sus propios datos del interrogatorio pasaron por la pantalla, sin ofrecer en su mayor parte una auténtica información: nombre y número de la nave, deberes… Un sondista podría conocer poco más que los instrumentos de su trabajo. Recuerdos familiares… Su familia murió durante un ataque de la Flota a las minas de Cyteen. Un hermano muerto en servicio… razón suficiente para albergar rencores si lo deseaba. Fue educado por la hermana de su madre en la misma Cyteen, en una especie de plantación… Luego asistió a una escuela estatal, y recibió una buena formación técnica. Afirmaba desconocer la alta política, no tenía resentimientos por la situación. Las páginas se convirtieron en una transcripción sin condensar, divagaciones inconexas, y llegaron a detalles extremadamente personales, la clase de detalles íntimos que salían a la superficie con la Corrección, cuando buena parte del yo quedaba desnudo y lo examinaban y clasificaban. En lo más profundo aparecía el temor a ser abandonado, el miedo a ser una carga para sus familiares y merecer que le abandonaran. Tenía un enmarañado sentimiento de culpabilidad por la pérdida de su familia, y un temor constante a que sucediera de nuevo si volvía a relacionarse íntimamente con alguien. Había querido a su tía. «Cuidó de mí. A veces me abrazaba… me quería». No había deseado dejar su hogar, pero la Unión tenía sus exigencias. El Estado le mantenía, y cuando llegó a la edad reglamentaria se lo llevaron. Después de aquello, su vida se redujo a una enseñanza intensiva a cargo del Estado, educación supervisada, entrenamiento militar y ningún permiso para ir a casa. Durante algún tiempo recibió cartas de su tía; el tío jamás le escribió. Creía que la tía ya habría muerto, porque las cartas habían dejado de llegarle hacía varios años. Creía que, de estar viva, ella le hubiera seguido escribiendo, porque le quería. Pero albergaba temores, que no quería admitir, de que no le quisiera, de que en realidad hubiera preferido recibir el dinero del Estado. También se sentía culpable por no haber vuelto a su casa. Escribió a su tío y no obtuvo respuesta. Aquello le hirió, aunque él y su tío nunca se habían profesado mucho afecto. Actitudes, creencias… otra herida, una amistad rota. Una aventura amorosa inmadura, otro caso en que las cartas dejaron de llegar, y aquella herida se añadía a las anteriores. Una última amistad con un compañero de servicio… incómodamente interrumpida. Tendía a comprometerse hasta extremos desesperados. Abrazadme, repetía, lleno de patética y secreta soledad. Y más cosas.
Empezó a descubrirlas. Terror a la oscuridad. Una vaga y recurrente pesadilla: un lugar blanco. Interrogatorio, drogas. En Russell habían utilizado drogas, lo que iba en contra de las normas de la Compañía y de los derechos humanos… Se habían empeñado en conseguir algo que Talley simplemente no poseía. Le habían transferido desde la zona de Mariner a Russell, en el apogeo del pánico. Habían querido información en aquella estación amenazada y habían utilizado técnicas de Corrección en el interrogatorio. Damon apoyó el rostro en una mano y observó la progresión del informe fragmentario, sintiendo que la náusea le atenazaba el estómago. Se sentía avergonzado por el descubrimiento. Había sido un ingenuo, no había puesto en tela de juicio los informes de Russell, no los había investigado personalmente. Tenía otras cosas entre manos y personal que podía cuidarse de aquel asunto. Admitía que no había querido tratar aquel caso más de lo necesario. Talley nunca le había llamado. Le había engañado. Se había mantenido sereno, aunque ya estaba transtornado por el tratamiento anterior, a fin de conseguir de Pell que hiciera lo único que podría poner fin a su infierno mental. Talley le había mirado directamente a los ojos y preparado su propio suicidio.
Siguieron sucediéndose los datos… del interrogatorio bajo el efecto de drogas a la evacuación caótica, con los tumultos de la estación a un lado y la amenaza militar al otro. Y la experiencia de lo sucedido durante la larga travesía, como prisionero en una de las naves de Mazian… La Norway, al mando de Mallory.
Apagó la pantalla y permaneció sentado ante el rimero de papeles, las condenas sin terminar. Al cabo de un tiempo se puso a trabajar de nuevo, con los dedos ateridos mientras firmaba las autorizaciones.
Hombres y mujeres que habían abordado la estrella Russell, personas que, al igual que Talley, podían haber estado cuerdas antes de que todo aquello comenzara. Lo que había salido de aquellas naves, lo que había ahora en la sección de cuarentena… era obra de personas que no se diferenciaban de ellos mismos.
Él se limitaba a iniciar el proceso destructor de vidas que, como la de Talley, ya estaban destruidas, de hombres que era como él mismo, que habían rebasado los límites civilizados, en un lugar donde la civilización había dejado de tener significado.
La Flota de Mazian —incluso ellos, incluso los que estaban bajo el mando de Mallory— sin duda había empezado de un modo diferente.
—No voy a oponerme —le dijo Tom mientras compartían un almuerzo en el que bebieron más que comieron.
Y después del almuerzo se dirigió a la pequeña dependencia de Corrección, en el sector rojo, y entró en el área de tratamiento. Allí vio a Josh Talley. Este no le vio, aunque no habría importado. Talley descansaba en aquel momento, tras haber comido. La bandeja estaba aún sobre la mesa, y había comido bien. Estaba sentado en la cama, con una curiosa expresión vacua, sin la menor muestra de tensión en el rostro.
Angelo miró al ayudante, tomó el informe de la nave preparada para salir y revisó el manifiesto de carga.
—¿Por qué la Hansford? —preguntó alzando la vista. El ayudante se movió, inquieto.
—¿Cómo dice, señor?
—¿Dos docenas de naves ociosas y la Hansford tiene un encargo para partir? ¿A pesar de que no está en condiciones? ¿Y la tripulación?
—Creo que han seleccionado una tripulación de la lista de inactivos, señor.
Angelo hojeó el informe.
—La Compañía Lukas… Rumbo a Viking con una nave averiada, con una tripulación sólo preparada para trabajar en la plataforma y Dayin Jacoby como pasajero… Ponme en comunicación con Jon Lukas.
—Señor —replicó el ayudante—, la nave ya ha abandonado la plataforma.
—Puedo ver el horario. Ponme con Jon Lukas.
—Sí, señor.
El ayudante salió. Al cabo de unos instantes se iluminó la pantalla sobre la mesa y apareció la imagen de Jon Lukas. Angelo aspiró hondo, se serenó y acercó el informe a la cámara.
—¿Ve usted esto?
—¿Tiene algo que preguntar?
—¿Qué están tramando ahí?
—Tenemos posesiones en Viking, negocios que llevar adelante. ¿Debemos permitir que nuestros intereses allí peligren a causa del pánico y el desorden? Debemos tranquilizar a la gente.
—¿Con la Hansford?
—Tuvimos la oportunidad de contratar una nave a un precio inferior al establecido. Es una pura cuestión económica, Angelo.
—¿Eso es todo?
—No sé qué quiere decir.
—No transportaba una carga completa. ¿Qué clase de géneros tiene intención de recoger en Viking?
—Hemos cargado en la Hansford todo lo que permite su estado actual. Allí será reparada, y con rapidez, puesto que los talleres tienen menos trabajo. Por cierto, que la hemos contratado con la condición de que nos ocuparemos de repararla. La carga que transporta pagará la cuenta. Al regreso vendrá con carga completa. Suministros de primera necesidad. Hubiera creído que usted se sentiría satisfecho. Dayin está a bordo para supervisar y administrar ciertos negocios en nuestras oficinas de Viking.
—Supongo que no pretenderá decir que esa carga completa incluye personal de la Compañía Lukas… u otros. No va a vender pasajes para salir de Viking. No va a traer aquí al personal de esa oficina.
—Ah, ése sí es un asunto que le concierne a usted.
—También me ha de concernir que salgan naves de aquí con carga insuficiente para justificar su movimiento, dirigidas a un lugar de cuya población no podremos hacernos cargo si es presa del pánico. Se lo digo, Jon, no podemos correr riesgos porque se cometan indiscreciones o porque una compañía recoja a sus empleados preferidos y provoque el pánico en otra estación. ¿Me oye?
—He comentado esto con Dayin. Le aseguro que nuestra misión es de apoyo. El comercio debe continuar, ¿no le parece?, o acabaremos estrangulando nuestra economía. Y antes que nosotros, sucumbirá Viking. Las estaciones en las que se apoyan han caído. Si dejamos que en Viking empiece a notarse la escasez de cosas básicas, podemos encontrárnoslos en nuestro regazo sin haberles invitado. Les llevamos alimentos y medicinas, nada que pueda escasear en Pell… y tenemos cargadas a tope las únicas dos bodegas utilizables de la nave. ¿Es que somete a esta inquisición a toda nave que parte? Puedo presentarle los libros de la compañía si quiere verlos. Su actitud me parece mal, Angelo. Cualesquiera sean sus sentimientos personales, creo que Dayin se merece un voto de confianza para ir allí bajo estas circunstancias. No merece una fanfarria, ni la hemos pedido, pero habríamos esperado algo distinto que acusaciones. ¿Quiere ver los libros, Angelo?
—No, no los necesito. Gracias, Jon, y acepte mis excusas, siempre que Dayin y el comandante de su nave aprecien los riesgos. Sí, cada nave que salga será sometida a un riguroso escrutinio. No hay en ello nada personal.
—Responderé a todas las preguntas que quiera formularme, Angelo, siempre que constituyan una norma para todos. Gracias.
—Gracias, Jon.
Ambos cerraron la comunicación, y Angelo miró el informe, lo revisó por última vez y finalmente firmó la autorización, ante los hechos consumados, y la echó en la bandeja de asuntos legalizados, cuyo volumen era ya considerable, porque el trabajo se acumulaba en todas las oficinas. Utilizaban demasiadas horas/hombre y tiempo de ordenador en el procesado de las personas amontonadas en la sección de cuarentena.
—Su hijo, señor —le dijo Mills, su secretario. Tecleó la aceptación de una llamada, y alzó la vista con cierta sorpresa cuando se abrió la puerta y entró Damon en persona.
—Traigo los informes del proceso —dijo Damon. Se sentó y apoyó ambos brazos en la mesa. Por la expresión de sus ojos parecía tan cansado como el mismo, que lo estaba considerablemente. Esta mañana ha procesado a cinco hombres para Corrección.
—Cinco hombres no es una tragedia —dijo Angelo—. He establecido un programa de sorteo para que el ordenador elija a quien se marcha y quien se queda en la estación. Hay otra tormenta en Downbelow que está inundando de nuevo el molino, y acaban de encontrar a las víctimas del último corrimiento de tierras. Hay naves que están deseando partir ahora que ha remitido el pánico, una que acaba de salir y dos más que lo harán mañana. Si corre el rumor de que Mazian ha elegido Pell como refugio, ¿qué ocurrirá con las restantes estaciones? ¿Qué pasará cuando el pánico se apodere de ellos y vengan aquí llenando las naves de carga? ¿Y cómo sabemos que en este mismo momento no hay alguien ahí afuera vendiendo pasajes a más gente asustada? Nuestros sistemas de habitabilidad no permitirán una población mucho más numerosa. —Señaló el rimero de documentos—. Vamos a militarizar cuantos cargueros podamos, a causa de una imperiosa necesidad financiera.
—¿Para disparar contra las naves de refugiados?
—Si llegan naves en tal número que no podamos admitirlas… sí. Quisiera hablar con Elene hoy mismo. Ella será la que efectúe la aproximación inicial a los mercantes. Hoy no puedo sentir simpatía hacia cinco alborotadores. Perdóname.
Se le quebró la voz. Damon alargó la mano por encima de la mesa, le cogió la muñeca, la apretó y la soltó.
—¿Necesita ayuda Emilio allá abajo?
—Dice que no. El molino es un desastre. Hay barro por todas partes.
—¿Los han encontrado a todos muertos? Angelo asintió.
—Anoche. Bennett Jacint y Ty Brown. Ayer al mediodía encontraron a Wes Kyle… Hasta ahora han buscado en las orillas y los juncales. Emilio y Miliko dicen que la moral es alta, teniendo en cuenta las circunstancias. Los nativos están construyendo diques. A muchos les atrae la actividad humana. He ordenado que dejen entrar a algunos más en la base y he autorizado a varios de los entrenados para que trabajen aquí en mantenimiento: sus condiciones de adaptación están en buena forma y ello libera a algunos técnicos a los que podemos encargar de funciones superiores. Estoy transbordando a todos los voluntarios humanos que quieren ir, lo cual significa incluso obreros cualificados de las plataformas, los cuales pueden manejar los equipos de construcción, o pueden aprender. Estamos en una nueva era, unos tiempos más duros. —Apretó los labios y aspiró hondo—. ¿Tú y Elene habéis pensado en la Tierra?
—¿Señor?
—Tú, tu hermano, Elene y Miliko… piensa en ello, ¿quieres?
—No —dijo Damon—. ¿Salir corriendo? ¿Crees que eso es lo que se avecina?
—Imagina las posibilidades, Damon. No obtuvimos ayuda de la Tierra, sino sólo observadores. Están pensando en reducir sus pérdidas no enviándonos refuerzos o naves. No. Nos estamos hundiendo más y más. Mazian no puede aguantar indefinidamente. Los talleres de Mariner eran vitales. Pronto le tocará el turno a Viking, y todo aquello de lo que la Unión quiera apoderarse. La Unión está cortando los suministros a la Flota. La Tierra ya lo ha hecho. Nos hemos quedado sin nada excepto espacio para huir.
—Las Estrellas Posteriores… ya sabes que se ha hablado de reabrir una de esas estaciones.
—Es un sueño. Jamás tendremos la oportunidad de hacerlo. Si la Flota va allá… la Unión las convertiría en un blanco, igual que a nosotros, y con la misma rapidez. Es un deseo absolutamente egoísta, pero quisiera ver a mis hijos fuera de aquí.
Damon había palidecido intensamente.
—No, de ninguna manera.
—No seas tan noble. Preferiría tu seguridad a tu ayuda. Las cosas no van a irles bien a los Konstantin en los próximos años. Si nos apresan, eso significará el lavado de cerebro. Te preocupas por tus criminales, pero piensa en ti mismo y en Elene. Esa es la solución de los unionistas… marionetas en las oficinas, poblaciones gestadas en los laboratorios para llenar el mundo… Arrasarán Downbelow y construirán. Que el cielo ayude a los nativos. Cooperaría con ellos, igual que tú, para mantener a Pell a salvo de los peores excesos; pero ellos no se conformarán con tanta facilidad, y no quiero veros en sus manos. Somos sus objetivos, estamos en su punto de mira. He pasado toda mi vida en esa condición. No creo que sea pedir demasiado hacer una sola cosa egoísta, salvar a mis hijos.
—¿Qué ha dicho Emilio?
—Emilio y yo todavía lo estamos discutiendo.
—Te ha dicho que no. Bien, yo te digo lo mismo.
—Tu madre hablará contigo.
—¿Vas a enviarla a ella?
—Angelo frunció el ceño.
—Ya sabes que eso no es posible.
—Sí, lo sé. Yo tampoco voy, y no creo que Emilio lo haga. Si lo hace tendrá mi bendición, pero no le acompañaré.
—Entonces es que no comprendes nada —dijo Angelo secamente—. Luego hablaremos de ello.
—No lo haremos —replicó Damon—. Si nosotros nos marchásemos, aquí cundiría el pánico, lo sabes muy bien. Sabes la impresión que daría, aparte, claro, de que yo no me voy.
Era cierto. Angelo no tenía ninguna duda al respecto.
—No —repitió Damon, y puso la mano sobre la de su padre, se levantó y salió.
Angelo se quedó mirando la pared, donde, sobre un estante, estaban los retratos tridimensionales: Alicia antes del accidente, Alicia joven, acompañada por él; Damon y Emilio en diferentes etapas de su infancia y adolescencia, sus esperanzas, las esperanzas de nietos. Miró todas las figuras reunidas allí, calculó lo que sumaban todas aquellas edades y reconoció que en adelante los buenos días serían menos.
En cierto modo estaba enojado con sus muchachos y, por otro lado, se sentía orgulloso. Él los había educado para que fueran como eran.
Y entonces escribió al Emilio de los retratos, a su hijo en Downbelow.
«Emilio, tu hermano te envía cariñosos recuerdos. Envíame todos los nativos cualificados de los que puedas prescindir. Te mando mil voluntarios de la estación. Adelante con la nueva base si tienen que almacenar equipo en ella. Pide ayuda a los nativos, a cambio de alimentos. Te quiero». Luego envió un mensaje al departamento de seguridad: «No procesen a aquellos que ofrezcan una posibilidad de no comportarse violentamente. Vamos a enviarlos a Downbelow como voluntarios».
No se le ocultaba a donde conducía aquello. Los peores se quedarían en la estación, junto al corazón y el cerebro de Pell. Transferir a los delincuentes y controlarlos como es debido era lo que algunos pedían con insistencia. Pero los acuerdos con los nativos eran frágiles, como frágil era la dignidad de los técnicos a los que habían persuadido para que fueran allí, a chapotear en el barro y vivir en condiciones primitivas… No podía transformarse en una colonia penitenciaria, porque significaba la vida, era el organismo vivo de Pell, y él se negaba a violarlo, a arruinar todos los sueños que habían tenido acerca de su futuro.
Había momentos sombríos en los que pensaba en preparar un accidente en el que se podría descomprimir toda la sección de cuarentena. Era una idea incalificable, la solución de un loco, matar a millares de inocentes junto con los indeseables… admitir aquellas naves cargadas una tras otra y tener un accidente detrás de otro, manteniendo a Pell libre de la carga que representaban. Damon perdía el sueño por cinco hombres. Él había empezado a meditar en el horror absoluto.
Entonces reflexionó en lo que supondría aquello, en la clase de vida con que se encontrarían cuando hubieran convertido a Pell en un estado policiaco, y se estremeció. Sus convicciones, que eran las mismas que Pell había tenido siempre, le impedirían llegar a extremos semejantes.
Una voz interrumpió sus pensamientos, con el tono agudo de las transmisiones procedentes de la central.
—Señor, hay tráfico que se dirige aquí.
—Pásame los datos. —Tragó saliva mientras el esquema aparecía en su pantalla. Eran nueve naves—. ¿Quiénes son?
—El transporte Atlantic —le informó la voz de la central—. Señor, tienen ocho cargueros en convoy. Solicitan ensamblar. Advierten que hay condiciones peligrosas a bordo.
—Denegado —dijo Angelo—. No hasta que lleguemos a un acuerdo. —No podían aceptar a tantos; era sencillamente imposible. No podía repetirse la misma situación que se había producido con Mallory. El ritmo de su corazón se aceleró hasta resultarle doloroso—. Póngame con Kreshov de la Atlantic. Pónganme en contacto.
En el otro extremo rechazaron el contacto. La nave de guerra haría lo que le viniera en gana. No podían hacer nada para evitarlo.
El convoy penetró en la estación, silencioso, amenazante con la carga que llevaba, y Angelo oprimió el botón de alerta para poner en marcha los dispositivos de seguridad.
Seguía cayendo la lluvia mientras los truenos remitían. Tam-utsa-pitan observaba el ir y venir de los humanos, rodeándose las rodillas con los brazos, los pies desnudos hundidos en el barro y el agua goteando lentamente de su pelaje. Muchas de las cosas que hacían los humanos no tenían sentido, carecía de una utilidad palpable. Puede que fueran útiles para los dioses, o que estuvieran locos. Pero las tumbas… los hisa comprendían esa cosa triste; comprendían que se vertieran lágrimas detrás de las máscaras. Los observaba, balanceándose ligeramente, hasta que los últimos humanos se marcharon, dejando sólo el barro y la lluvia en aquel lugar donde los humanos enterraban a sus muertos.
Y cuando llegó la hora, se levantó y se encaminó al lugar de los cilindros y las tumbas, sus plantas desnudas chapoteando en el barro. Habían echado tierra encima de Bennett Jacint y los otros dos. La lluvia convertía el lugar en un gran lago, pero ella había estado observando. No sabía nada de las marcas que los humanos usaban como signos para comunicarse cosas, pero sabía cuál era la que convenía allí.
Llevó consigo un largo palo, que había hecho el Diablo. Caminaba desnuda bajo la lluvia, excepto por los adornos de cuentas y las pieles que se había enrollado al hombro. Se detuvo encima de la tumba, cogió el palo con ambas manos y lo hincó con fuerza en el barro blando. Colocó el rostro del espíritu de forma que mirase hacia arriba tanto como fuera posible, y alrededor de sus proyecciones colgó las cuentas y las pieles, arreglándolas con cuidado, a pesar de la cortina de lluvia.
Oyó el ruido de pisadas chapoteando en los charcos y el siseo de la respiración humana. Se volvió y saltó a un lado, asustada de que la hubiera sorprendido un humano, y miró el rostro cubierto por la máscara del respirador.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó el hombre.
Ella se enderezó y se limpió las manos embarradas en los muslos. Su desnudez la azoraba, pues sabía que turbaba a los humanos. No tenía respuestas para un humano. Este miró el palo del espíritu clavado en la tumba, la miró a ella. Lo que pudo ver en su rostro indicaba menos enojo de lo que había prometido el tono de su voz.
—¿Bennett? —le preguntó el hombre.
Ella asintió con la cabeza, todavía inquieta. Cuando oyó el nombre las lágrimas pugnaron por asomar a sus ojos. También ella sentía enojo, le airaba que Bennett hubiera muerto y otros permanecieran vivos.
—Soy Emilio Konstantin —dijo el hombre, y ella se irguió más aún, liberada de la tensión—. Te doy las gracias en nombre de Bennett Jacint. Él te lo habría agradecido.
—Konstantin-hombre —dijo ella, tocándole. Era un hombre tan alto como su rango—. Amor a Bennett-hombre, todo amor a Bennett-hombre. Buen hombre. Decía ser amigo. Todos los nativos están tristes. —Aquel alto Konstantin-hombre le puso un brazo en el hombro, y ella se volvió, le rodeó con su brazo y apoyó la cabeza en su pecho, abrazándole solemnemente, sintiendo el contacto húmedo y repulsivo de las ropas amarillas—. Buen Bennett puso a Lukas furioso. Buen amigo para nativos. Lástima que se ha ido. Pena, pena, Konstantin-hombre.
—Lo sé —dijo él—. He oído lo que ocurrió aquí.
—Konstantin-hombre buen amigo. —Alzó el rostro y miró sin temor la extraña máscara que daba a aquel ser un aspecto horrible—. Amor a los buenos hombres. Nativos trabajan duro, trabajan duro, duro para Konstantin. Te dan regalos. No te vayas más.
Lo decía con sinceridad. Habían aprendido cómo eran los Lukas. Se decía en todo el campamento que debían portarse bien con los Konstantin, los cuales habían sido siempre los mejores humanos, que les llevaban más regalos de los que los hisa podían darles.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó él, acariciándole la mejilla—. ¿Cómo podemos llamarte?
Ella sonrió de súbito, complacida por su amabilidad, se acarició su pelaje liso y brillante, ahora apelmazado por la humanidad, con un gesto de coquetería.
—Los humanos me llaman Satén —le dijo, y se echó a reír, pues su verdadero nombre era unas palabras hisa, pero Bennett le había llamado así por su vanidad, y le había dado un trozo de paño rojo, que ella llevó hasta que estuvo hecho jirones y que aún conservaba como un tesoro entre sus bienes espirituales.
—¿Querrás acompañarme? —le preguntó él, refiriéndose al campamento de los humanos—. Me gustaría hablar contigo.
Ella se sintió tentada, pues aquello significaba un favor, pero entonces pensó con tristeza en su deber y se apartó, cruzándose de brazos, deprimida por la pérdida de amor.
—Me quedo —le dijo. —Con Bennett.
—Hago que el espíritu mire al cielo —explicó ella, señalando el palo del espíritu—. Mira al hogar.
—Ven mañana —le pidió él—. Tengo que hablar con los hisa.
Ella echó atrás la cabeza y le miró sorprendida. Pocos humanos les llamaban por el nombre de su raza, y le resultaba extraño oírlo.
—¿Llevo a otros?
—A todos los importantes, si están dispuestos a ir. Necesitamos a los hisa allá arriba, con buenas manos, que sepan trabajar. Tenemos que hacer cambios en Downbelow… espacio para más hombres.
Ella extendió la mano hacia las colinas y la llanura abierta, que se perdía en el horizonte.
—Hay espacio.
—Pero los importantes tendrán que decirlo. La nativa se echó a reír.
—Lo consultarán con los espíritus. Yo, Satén, doy todo esto a Konstantin-hombre. Todo tuyo. Yo doy, tú tomas. Todo a cambio de muchas cosas buenas. Todas felices.
—Ven mañana —dijo él, y se alejó. Su alta figura embutida en las ropas amarillas resultaba extraña bajo la lluvia sesgada.
Satén-Tam-utsa-pitan se sentó sobre sus talones, con la lluvia cayendo en su espalda inclinada y derramándose sobre su cuerpo, y contempló la tumba, en cuya parte superior se formaban charcos.
Aguardó. Finalmente llegaron otros, menos acostumbrados a los hombres. Dalut-hos-me era uno, que no compartía el optimismo de su compañera respecto a ellos. Pero incluso él había amado a Bennett.
No todos los hombres eran iguales. Eso, al menos, habían aprendido los hisa.
Satén se apoyó en Dalat-hos-me, nombre que significaba «el sol que brilla entre nubes», en la oscura noche de su larga vigilia, y con este gesto le complació. Había comenzado a dejar regalos ante su estera al inicio de aquel invierno, confiando en la primavera.
—Quieren hisa allá arriba —dijo ella—. Quiero ver cómo es aquello. Lo deseo.
Siempre lo había deseado, desde el tiempo en que oyera a Bennett hablar de aquel sitio. De allí procedían los Konstantin (y los Lukas, pero rechazó este pensamiento). Imaginaba que sería tan brillante y estaría tan lleno de regalos y cosas buenas como todas las naves que procedían de allí, trayéndoles bienes y buenas ideas. Bennett le había hablado de un gran lugar metálico que tendía sus brazos al sol para beber su fuerza, donde naves mayores que las que jamás habían imaginado entraban y salían como gigantes.
Todas las cosas fluían a aquel lugar y venían de él. Y ahora Bennett se había ido, abriendo un «tiempo» en la vida de Satén bajo el sol. Era una forma de peregrinaje, aquella travesía que ella deseaba realizar para señalar este «tiempo», como ir a las imágenes de la llanura, como la noche de sueño a la sombra de las imágenes.
También les habían dado a los humanos imágenes para el lugar de allá arriba, para que las contemplaran allí. Estaba en lo cierto al llamarlo un peregrinaje. Y el «tiempo» contemplaba a Bennett, que llegaba de aquella travesía.
—¿Por qué me lo dices? —le preguntó Dalut-hos-me.
—Mi primavera será allá arriba.
Él se aproximó, haciéndole sentir su calor. La rodeó con un brazo.
—Entonces también iré.
Era cruel, pero el deseo de aquel primer viaje era irreprimible. Y el deseo que Dalut sentía por ella crecería cuando pasara el gris invierno y empezaran a pensar en la primavera, en los vientos cálidos y la desaparición de las nubes. Y Bennett, frío en la tierra, se habría reído con su extraña risa humana y les habría deseado la felicidad.
En eso pensaban siempre los hisa, en la primavera y en el nido.
La comida estaba fría de nuevo. Todos ellos habían regresado muy tarde, extenuados por las tensiones de la jornada, el incremento de los refugiados y del caos. Damon comió en silencio y al fin, dándose cuenta de que estaba demasiado absorto, alzó la vista y descubrió que Elene también estaba sumida en sus reflexiones. Últimamente, aquello era un hábito entre ellos, algo que turbaba a Damon, el cual alargó la mano para tomar la de la mujer, que descansaba junto a su plato. Ella movió la mano para entrelazarla con la suya, el cansancio de las horas de trabajo excesivo reflejado en su rostro. Pero, en cierto modo, aquella fatiga era una especie de remedio, puesto que le impedía pensar demasiado. Nunca hablaba de la Estelle. En realidad, hablaba muy poco. Damon pensaba que tal vez tenía poco que decir porque trabajaba demasiado.
—Hoy he visto a Talley —le dijo él con voz ronca, tratando de romper el silencio, distraerla, por triste que fuera el tema—. Parecía… tranquilo, como si no sintiera la menor angustia.
Ella le apretó la mano.
—Entonces, después de todo, hiciste lo que era mejor para él, ¿verdad?
—No lo sé. Creo que no hay forma de saberlo.
—Él lo pidió.
—Sí, lo pidió.
—Hiciste cuanto estuvo en tu mano. No tenías otra alternativa.
—Te quiero.
Ella sonrió. Sus labios temblaron hasta que ya no pudieron retener la sonrisa.
—¿Elene?
La mujer retiró la mano.
—¿Crees que podremos conservar Pell?
—¿Temes que no sea posible?
—Temo que lo creas tú.
—¿Qué clase de razonamiento es ése?
—Hay cosas que no quieres comentar conmigo.
—No me vengas con acertijos. No los adivino con facilidad, ya lo sabes.
—Quiero un hijo. Ahora no estoy en tratamiento. Creo que tú aún lo estás.
Él sintió que se le encendía el rostro. Por un instante pensó en mentir.
—Lo estoy. No creía que fuera el momento para hablar de ello. Todavía no.
Ella se apretó los labios, aturdida.
—No sé qué quieres —dijo él—. No lo sé. Si Elene Quen quiere un bebé, de acuerdo. Dilo. No hay ningún problema. Pero confiaba en que fuera por razones que yo conociera.
—No sé de qué me hablas.
—Has estado pensando mucho. Te he observado. Pero lo has hecho sin decir palabra. ¿Qué quieres? ¿Qué he de hacer? ¿Dejarte embarazada y permitir que te vayas? Te ayudaría si supiera cómo. ¿Qué puedo decir?
—No quiero que discutamos. No quiero peleas. Te he dicho lo que quiero.
—¿Por qué?
Ella se encogió de hombros.
—No quiero esperar más. —Frunció el ceño. Por primera vez en varios días, él tuvo la impresión de que entraba realmente en contacto con Elene—. Y puedo ver que te importa, que te preocupan mis deseos.
—Sé que a veces no escucho todo lo que dices.
—Tener un hijo o no abordo de una nave es asunto mío. La familia que vive en una nave está más unida en ciertas cosas y más separada en otras. Pero tú y tu propia familia… Lo comprendo y lo respeto.
—También yo comprendo y respeto tu hogar. Ella le dirigió una débil sonrisa, que tal vez era un ofrecimiento.
—¿Qué me dices entonces al respecto?
Las oficinas de planificación emitían terribles advertencias, aconsejaban, rogaban para que se actuara de otra manera. No se trataba sólo del establecimiento de la cuarentena, sino que la guerra se aproximaba cada vez más. Y todas las reglas se aplicaban primero a los Konstantin. Él se limitó a asentir.
—Digo que hemos dejado de esperar.
Fue como si se disolviera una sombra. El fantasma de la Estelle abandonó el lugar, el pequeño apartamento en el sector azul cinco, que era más pequeño, en el que no encajaba su mobiliario, donde todo estaba averiado. Se habían instalado allí apresuradamente, la vajilla ocupaba los armarios roperos y en la sala de estar, que servía como dormitorio por la noche, había cajas en los rincones, cajas de mimbre construidas por los nativos, que contenían lo que debería estar en los armarios del vestíbulo.
Se tendieron en el sofá-cama, y ella habló, acurrucada entre sus brazos, habló por primera vez en varias semanas hasta altas horas de la noche, dando rienda suelta a un flujo de recuerdos que nunca había compartido con él, en todo el tiempo que llevaban juntos.
Damon intentó pensar en lo que ella había perdido en la Estelle, en su nave, como aún la llamaba. La hermandad, el clan. Los estacionados hablaban de la moral que reinaba en las naves mercantes, pero él no podía representarse a Elene entre los demás, como ellos, mercaderes pendencieros que salían de sus naves para correrse una juerga en los establecimientos de las plataformas y acostarse con cualquiera que estuviese dispuesto. Jamás podría creer eso.
—Créelo —le dijo ella, y su aliento le rozó el hombro—. Así es como vivimos. ¿Qué deseas en lugar de eso? ¿La endogamia? En aquella nave estaban todos mis primos.
—Tú eras diferente —insistió él.
La recordó como era la primera vez que la vio, en su oficina, adonde había ido para hablar de un asunto relacionado con los líos de su primo… siempre más callada que las otras. Una conversación, un nuevo encuentro, y otro. Un segundo viaje… y Pell otra vez. Ella nunca había ido de parranda con sus primos, no había frecuentado los lugares favoritos de los mercaderes, sino que había ido a él, había pasado con él aquellos días en la estación. Y no volvió a subir a bordo. Los mercaderes rara vez se casaban. Elene lo había hecho.
—No —replicó ella—. Tú eras diferente.
—¿Hubieras aceptado el hijo de cualquier hombre?
Aquella idea le turbaba. No le había preguntado jamás a Elene ciertas cosas porque creía saberlas. Y Elene nunca le había hablado de aquel modo. Comenzó tardíamente a revisar todo aquello que creía saber, lo cual le hirió y le hizo rebelarse. No, él seguiría creyendo y confiando en Elene.
—¿Cómo si no podríamos conseguirlos? —preguntó ella, haciendo uso de una lógica extraña pero clara—. Los queremos, ¿crees que no? Ellos pertenecen a toda la nave. Pero ahora no hay ninguno. —De repente podía hablar de aquello, y Damon percibió que la tensión decrecía, se escapaba de ella con un suspiro—. Todos se han ido.
—Llamabas padre a Elt Quen, y madre a Tia James. ¿Era eso cierto?
—Él era mi padre, y ella lo sabía… Abandonó una estación para ir con él. Pocas lo hubieran hecho.
Nunca le había pedido a él que lo hiciera, y a Damon nunca se le había ocurrido esa posibilidad. Pedir a un Konstantin que abandonara Pell… Se preguntó si lo habría hecho, y sintió una honda inquietud. «Sí, lo habría hecho», se dijo. «Podría haberlo hecho».
—Sería duro —admitió—. Lo fue para ti. Ella asintió, moviéndose contra su brazo.
—¿Lo lamentas, Elene?
La mujer respondió con un ligero movimiento de la cabeza.
—Es tarde para hablar de estas cosas —dijo él—. Ojalá lo hubieses planteado. Ojalá hubiésemos sido lo suficientemente sinceros para plantear los problemas. Eran tantas las cosas que desconocíamos…
—¿Y eso te parece mal?
Él la atrajo hacia sí, la abrazó y la besó a través de un velo de cabello, que después apartó a un lado. Por un momento pensó en decir que no, pero entonces decidió no decir nada.
—Ya has visto a Pell. ¿Te das cuenta de que jamás he estado en una nave mayor que un transbordador? ¿Que nunca he salido de esta estación? Hay cosas que no sé cómo son, ni siquiera imaginarlas. ¿Me comprendes? No sabría qué preguntar sobre ellas.
—Hay cosas sobre las que yo tampoco sabría cómo preguntarte.
—¿Qué me preguntarías?
—Acabo de hacerlo.
—No sabría decir sí o no, Elene. No sé si podría haber abandonado Pell. Te quiero, pero ignoro si podría haber hecho eso… habiéndote tratado durante tan poco tiempo. Y eso me inquieta, porque es algo que nunca se me había ocurrido… ya que sólo pensaba en cómo podría hacerte feliz en Pell.
—Es más fácil para mí estar aquí durante cierto tiempo que para un Konstantin desarraigarse de Pell. Hacer una pausa es fácil, las hacemos continuamente. Pero jamás había pensado en desvincularme de la Estelle, como tú nunca te habías planteado adaptarte a lo que hay ahí afuera. Ya me has respondido.
—¿Cómo te he respondido?
—Diciéndome lo que te molesta.
Aquello le dejó perplejo. Lo hacemos continuamente. Le asustaba lo que implicaban estas palabras, pero ella siguió hablando, tendida junto a él, sobre algo más trascendente, sobre sentimientos profundos. Cómo era la infancia para quien vive en una nave mercante. La primera vez que había puesto pie en una estación, cuando tenía doce años, la asustaron los rudos estacionados, los cuales suponían que una muchacha de una nave mercante era presa fácil. Le habló de un primo suyo que murió en Mariner años atrás, acuchillado durante una pelea con un estacionado, sin comprender siquiera los celos del estacionado que le había matado.
Y una cosa increíble… que con la pérdida de su nave, se había resentido el orgullo de Elene. El orgullo…, la idea le hizo reflexionar, y por algún tiempo permaneció mirando el techo oscuro, pensando en ello.
El nombre había sido degradado… una posesión como la nave. Alguien lo había degradado, de un modo demasiado anónimo para que tuviera un enemigo determinado y el objetivo de hacer que se lo restaurase. Por un momento pensó en Mallory, en la gran arrogancia de una casta de élite, la aristocracia privilegiada. Mundos cerrados con leyes propias, donde nadie tenía propiedad y todos la tenían: la nave y todos cuantos pertenecían a ella. Los mercaderes que le escupirían a la cara de un jefe de plataforma, se retirarían gruñendo cuando lo ordenase una Mallory o un Quen. Ella sentía pesar por haber perdido la Estelle, y era lógico que así fuera, pero también sentía vergüenza, porque no había estado allí cuando importaba que estuviera. Pell la había colocado en las oficinas de las plataformas, donde podía utilizar la reputación que tenían los Quen, pero ahora no tenía nada a sus espaldas, nada salvo la reputación de que no había estado allí para prestar sus servicios. Su nombre extinguido, borrado de la nave. Tal vez percibía la comprensión de parte de otros mercaderes, y aquello sería lo más amargo de todo.
Le había pedido una cosa, y él la había defraudado sin discutirlo, sin ver…
—El primer hijo —murmuró Damon, volviendo la cabeza en la almohada para mirarla— será un Quen. ¿Me oyes Elene? Pell ya tiene bastantes Konstantin. Mi padre puede enfurruñarse, pero lo comprenderá, y mi madre también. Creo que es importante que sea así.
Ella empezó a llorar, como nunca lo había hecho en su presencia, no sin tratar de impedirlo. Le rodeó con sus brazos y permaneció así hasta la mañana.
Viking estaba a la vista, reluciente a la luz de una estrella furibunda. Minería, industria de metales y minerales… ése era su sostén. Segust Ayres, en el puente del carguero, observaba la imagen en las pantallas.
Algo fallaba. En el puente se oían los susurros de alarma que pasaban de una estación a otra, y los ceñudos rostros de los tripulantes reflejaban la turbación que sentían. Ayres miró a sus tres compañeros. También ellos se habían percatado de que las cosas no iban bien y estaban inquietos, todos ellos procurando esquivar los procedimientos que obligaban a los oficiales a ir de una estación a otra con fines de supervisión.
Otra nave entraba con ellos. Ayres tenía suficientes conocimientos para interpretar lo que significaba. Avanzó hasta aparecer en las pantallas, y era evidente que las naves no podían navegar tan cerca, a tan escasa distancia de la estación. Era una nave grande, con muchas aspas.
—Está en nuestro pasillo —dijo el delegado Marsh. La nave se acercó más a ellos, y el capitán mercante se levantó de su asiento y se dirigió a los demás.
—Tenemos problemas. Nos están escoltando al interior. No reconozco a la nave que nos acompaña, pero es militar. Francamente, no creo que estemos ya en espacio de la Compañía.
—¿Va a cambiar de rumbo y huir? —preguntó Ayres.
—No. Puede usted ordenarlo, pero no lo haremos. No comprende cómo son las cosas. Estamos en el espacio abierto y a veces las naves tienen sorpresas. Aquí ha sucedido algo y nos hemos metido en ello. Estoy enviando constantemente avisos para que no disparen. Entraremos apaciblemente. Y si tenemos suerte, nos dejarán partir de nuevo.
—Cree que la Unión está aquí.
—Sólo existimos ellos y nosotros, señor.
—¿Y nuestra situación?
—Muy incómoda, señor. Pero es necesario correr el albur. No puedo darle seguridades de que no detendrán a su gente. No, señor. Lo siento.
Marsh empezó a protestar, pero Ayres le detuvo con un gesto de su mano.
—No. Le sugiero que vayamos a tomar un trago en la sala principal y nos limitemos a esperar allí, hablando del asunto.
Las armas ponían nervioso a Ayres. Caminando entre jóvenes armados con rifles por una plataforma muy similar a la de Pell, usando un ascensor a la vez que ellos. Aquellos jóvenes tan parecidos a los de otras estaciones que conocía. Sintió que le faltaba aire y se preocupó por sus compañeros, que estaban aún custodiados cerca del ensambladero de la nave. Todos los soldados que había visto al cruzar la plataforma del Viking parecían salidos del mismo molde, con sus monos verdes a manera de uniforme, como un mar que anegaba la plataforma empequeñeciendo a los pocos civiles visibles. Había armas por todas partes, y más allá de la curva ascendente de las plataformas todo estaba desierto. No habían suficientes residentes, eran mucho menos numerosos que en Pell, a pesar de que toda la estación Viking estaba rodeada de cargueros ensamblados. Ayres pensó que estaban atrapados, aunque trataban cortésmente a las tripulaciones de los mercantes —los soldados que habían abordado su propia nave habían sido fríamente corteses— pero no le cabía duda alguna de que ninguna nave se iría de allí, ni la que les había llevado a ellos ni ninguna otra.
El ascensor se detuvo en un nivel superior.
—Salga —dijo el joven capitán, y le indicó el pasillo de la izquierda con un movimiento del cañón de su rifle.
El oficial no tendría más de dieciocho años. Tanto hombres como mujeres llevaban el pelo cortado al rape, y todos aparentaban más o menos la misma edad. Salieron tras él, en número muy superior al que requeriría un hombre de su edad y su estado físico. A lo largo del corredor que llevaba a unas oficinas con ventanas, se alineaban más guardianes, con los rifles preparados en una actitud de alerta. Todos de unos dieciocho años, con el mismo corte de pelo, con idéntico aspecto. Aquello fue lo que más llamó la atención: el aspecto agradable que todos tenían era algo extraño, como si la belleza hubiera muerto, como si ya no existiera distinción alguna entre unos seres y otros. Entre aquella gente, una cicatriz, un defecto de cualquier clase habría sido notorio por su exotismo. Entre ellos no había lugar para la gente poco agraciada. Las proporciones de hombres y mujeres figuraban dentro de ciertos límites, todas similares, aunque su color y sus facciones variaban. Eran como maniquíes. Recordó a los soldados cubiertos de cicatrices del Norway, y al capitán de la nave, con el pelo grisáceo, el desprestigio de su equipo, los modales de los hombres, que no parecían tener idea de la disciplina, sucios, con cicatrices, viejos. En aquella estación no había nada semejante, ni rastro de imperfección.
Se estremeció en lo más hondo de su ser, sintió frío en las entrañas mientras caminaba entre los maniquíes, entraba en las oficinas y continuaba hasta otra cámara donde algunos hombres y mujeres de más edad se sentaban ante la mesa. Le alivió ver que algunos tenían el pelo gris, defectos y exceso de peso.
—El señor Ayres —le anunció un maniquí, rifle en mano—. Delegado de la Compañía. —El maniquí se adelantó para depositar las credenciales que le había confiscado sobre el escritorio, delante de la figura central, una pesada mujer de pelo gris, la cual ojeó los papeles y alzó la cabeza con un leve fruncimiento de entrecejo.
—Me llamo Inés Andilin, señor Ayres —le dijo—. Supongo que esto ha sido una lamentable sorpresa para usted, ¿verdad? Pero estas cosas ocurren. ¿Nos echará ahora una reprimenda en nombre de la Compañía por habernos apoderado de su nave? Es usted muy libre de hacerlo.
—No, ciudadana Andilin. En efecto, ha sido una sorpresa, pero no de proporciones devastadoras. He venido para ver cuanto pudiera, y he visto muchas cosas.
—¿Y qué es lo que ha visto, ciudadano Ayres? El aludido se adelantó unos pasos, los que le permitieron los rostros inquietos y el súbito movimiento de los rifles.
—Ciudadana Andilin, soy secretario segundo del Consejo de Seguridad en la Tierra. Mis compañeros pertenecen a los niveles más altos de la Compañía en la Tierra. Al inspeccionar la situación hemos visto la existencia de desorden y militarismo en la Flota de la Compañía, hasta tal punto que ha rebasado el límite de las competencias de la Compañía. Nuestros descubrimientos nos han consternado. Desautorizamos a Mazian; no deseamos retener territorios cuyos ciudadanos han decidido que desean ser gobernados de otro modo. Estamos ansiosos de liberarnos de un gravoso conflicto y una empresa sin beneficios. Usted sabe muy bien que posee este territorio. La cuerda está tensa y es demasiado delgada; no podemos obligar a los residentes del Más Allá a hacer algo que no quieren, y además, ¿por qué habría de interesarnos eso? No consideramos el encuentro en esta estación como un desastre. La verdad es que estábamos buscándoles.
En los rostros de los consejeros se reflejó cierta perplejidad. Ayres siguió hablando, alzando la voz.
—Estamos dispuestos a ceder formalmente todos los territorios disputados. Sinceramente, no estamos interesados en rebasar los límites actuales. El brazo móvil de la Compañía que llega a las estrellas se disuelve mediante la votación de los directores. Ahora nuestro único interés es separarnos ordenadamente de esas posesiones, retirarnos, y establecer una frontera firme que nos proporcione a ambos una libertad razonable.
Las cabezas de los consejeros se inclinaron, e intercambiaron murmullos. Hasta los maniquíes que rodeaban la cámara parecían turbados.
—Nosotros somos una autoridad local —dijo finalmente Andilin—. Tendrá usted ocasión de presentar sus ofertas a niveles más altos. ¿Puede contener a las naves de Mazian y garantizar nuestra seguridad?
Ayres aspiró hondo.
—¿La Flota de Mazian? No, teniendo en cuenta a los que la mandan.
—Viene usted de Pell.
—En efecto.
—¿Y dice que tiene experiencia en el trato con los capitanes de Mazian?
Ayres se quedó un momento en blanco. No estaba acostumbrado a tales interrogatorios. Pero se dio cuenta enseguida de que los mercantes sabrían y dirían tanto como podía hacerlo él. Retener información era algo peor que inútil; era peligroso.
—Tuve un encuentro con el capitán del Norway —confesó—, una tal Mallory.
Andilin inclinó la cabeza con gesto solemne.
—Signy Mallory. Un privilegio único.
—No para mí. La Compañía rechaza toda responsabilidad por el Norway.
—Desorden, mala administración, rechazo de responsabilidad… y Pell cuenta con una buena reputación por su orden. Su informe me asombra. ¿Qué ha sucedido allí?
—No voy a actuar como agente confidencial de ustedes.
—No obstante, desautoriza a Mazian y la Flota. Ese es un paso radical.
—Pero no pongo en litigio la seguridad de Pell. Ese es nuestro territorio.
—Entonces no está dispuesto a ceder todos los territorios en disputa.
—Por territorios disputados, naturalmente, entendemos los que empiezan con Fargone.
—Aja. ¿Y cuál es su precio, ciudadano Ayres?
—Una transición de poder ordenada, ciertos acuerdos que aseguren la salvaguarda de nuestros intereses. Andilin se echó a reír.
—Usted quiere un tratado con nosotros. Olvida sus propias fuerzas y busca un tratado con nosotros.
—Es una solución razonable para una dificultad mutua. Han transcurrido diez años desde que recibimos el último informe fiable del Más Allá, y muchos años más con una flota de la que no tenemos control, que rechaza nuestra dirección, en una guerra que consume el producto de lo que podría ser un comercio mutuamente beneficioso. Eso es lo que nos trae aquí.
Un silencio mortal pesó en la atmósfera de la estancia. Al fin Andilin hizo un gesto de asentimiento que sacudió su doble papada.
—Señor Ayres, vamos a envolverle en algodón en rama y a entregarle con la máxima suavidad a Cyteen, muy esperanzados de que al final alguien de la Tierra haya recuperado el sentido. Permítame una última pregunta. ¿Estaba Mallory sola en Pell?
—No puedo responderle.
—Entonces no ha desautorizado a la Flota.
—Retengo esa opción en las negociaciones. Andilin frunció los labios.
—No tiene que preocuparse por proporcionarnos una información vital. Los mercantes no nos negarán nada. Si le fuera posible impedir que las naves de Mazian efectúen sus maniobras inmediatas, le sugeriría que lo intentara, para demostrar la seriedad de su propuesta… al menos usted haría un gesto simbólico durante las negociaciones.
—No podemos controlar a Mazian.
—Sabe que va a perder —dijo Andilin—. Sabe, de hecho, que ya ha perdido, y está tratando de darnos lo que ya hemos ganado… y obtener concesiones por ello.
«Tenemos poco interés en continuar las hostilidades, la lucha por ganar o perder. Creemos que nuestro objetivo inicial era asegurarnos de que las estrellas eran una empresa comercial viable; y es evidente que ustedes son viables. Tienen una economía con la que vale la pena comerciar, en una clase diferente de relación económica de la que teníamos antes, librándonos de una intervención del Más Allá que no deseamos. Podemos ponernos de acuerdo con respecto a una ruta, un punto de encuentro donde sus naves y las nuestras puedan ir y venir bajo un derecho común. Lo que ustedes hagan en su lado no nos interesa. Dirijan el desarrollo del Más Allá como les guste. Del mismo modo nosotros retiraremos algunos cargueros capacitados para el salto estelar, los mandaremos a casa al inicio de ese comercio. Si nos es posible asegurar cierta paralización de las actividades de Conrad Mazian, retiraremos también las naves que ahora nos son indispensables para nuestra defensa. Le estoy hablando con toda franqueza. Los intereses que perseguimos son tan distintos, que no hay ninguna razón lógica para que continúen las hostilidades. Usted tiene el reconocimiento absoluto de que es el gobernador legítimo de las colonias exteriores. Yo soy negociadora y embajadora interina si las negociaciones tienen éxito. No lo consideraremos como una derrota si la voluntad de la mayor parte de las colonias le ha apoyado; su calidad de gobernador de esas regiones es persuasiva al respecto. Extendemos a usted el reconocimiento formal de la nueva administración que se ha encargado de nuestros asuntos… situación que explicaré con más detalle a sus autoridades centrales. Y estamos preparados para abrir negociaciones comerciales al mismo tiempo. Se pondrá fin a todas las operaciones militares sobre las que tengamos poder de control. Por desgracia, no tenemos la posibilidad física de detenerlas, sino tan sólo de retirar nuestro apoyo y aprobación.
«Soy una administradora regional, separada un grado de nuestro directorio central, pero no creo, embajador Ayres, que el directorio abrigue duda alguna para iniciar una discusión abierta de estos asuntos. Al menos, tal como ve las cosas un administrador regional, eso es lo que debe hacerse. Permítame que le dé una cordial bienvenida.
—La rapidez… salvará vidas.
—Así es. Estos soldados le conducirán a un alojamiento seguro. Sus compañeros se reunirán con usted.
—¿Es un arresto?
—En absoluto. Todo lo contrario, es una protección. La estación acaba de ser tomada y aún es insegura. No queremos que corra ningún peligro. Ya se lo he dicho… algodón en rama, señor embajador. Vaya adonde quiera, pero siempre con una escolta de seguridad. Y si me permite que le dé un buen consejo, descanse. Partirá tan pronto como podamos despachar una nave. Ni siquiera es seguro que pueda descansar una noche completa antes de esa partida. ¿Está de acuerdo, señor?
—De acuerdo —dijo él, y Andilin llamó al joven oficial y habló con él.
El oficial le hizo una seña, esta vez con la mano. Todos los reunidos a la mesa le despidieron con gestos de cortesía, y Ayres salió sintiendo frío en la espalda.
Pensó en el sentido práctico de cuanto le rodeaba, los guardianes demasiado iguales, la frialdad por todas partes. El consejo de Seguridad en la Tierra no había visto tales cosas cuando dio sus órdenes y trazó sus planes. La falta de estaciones intermedias en dirección a la Tierra, desde el desmantelamiento de las bases en las Estrellas Posteriores, hacía que la extensión de la guerra fuese logísticamente improbable, pero Mazian no había logrado impedir que se extendiera al Más Allá, lo cual había agravado la situación, haciendo que las hostilidades alcanzaran niveles peligrosos. La súbita perspectiva de que las fuerzas de Mazian reactivaran las estaciones de las Estrellas Posteriores en una acción de atrincheramiento detrás de Pell, le hacía sentirse enfermo.
Los aislacionistas se habían salido con la suya durante demasiado tiempo. Ahora había que tomar decisiones más difíciles, acercarse a la llamada Unión, llegar a acuerdos, trazar fronteras, barreras, elementos de contención.
Si la cuerda no se mantenía tensa, el desastre sería inevitable. Eran previsibles las posibilidades de que la misma Unión activara aquellas estaciones abandonadas en dirección a la Tierra, estableciendo bases convenientes. Había una flota en construcción en la estación Sol. Necesitaba tiempo. Mazian había sido pasto para las armas de la Unión hasta entonces. La misma Sol tendría que estar al frente de la próxima resistencia, Sol, y no aquella cosa acéfala en que se había convertido la Flota de la Compañía, que rechazaba las órdenes de ésta y hacía lo que le venía en gana.
Sobre todo tenían que conservar Pell, tenían que mantener aquella base.
Ayres se dejó conducir por su escolta y se acomodó en el apartamento que le habían destinado, varios niveles más bajos, dotado de excelentes comodidades que tuvieron la virtud de tranquilizarle. Hizo un esfuerzo para sentarse y parecer relajado mientras aguardaba a sus compañeros, cuya reunión con él le habían asegurado… y al fin llegaron, en grupo e inquietos por su situación. Ayres hizo salir a su escolta, cerró la puerta, y echó un vistazo a los rincones del apartamento, advirtiendo en silencio a sus compañeros de que no podían hablar libremente, ya que podrían tener micrófonos ocultos. Los demás, Ted Marsch, Karl Bela, Ramona Días, comprendieron y no dijeron nada. Él confió en que no hubieran exteriorizado hasta entonces sus pensamientos.
Alguien en la estación Viking, una tripulación de carguero, se encontraba en gran dificultad. De eso no tenía duda. Se suponía que los mercantes podían atravesar las líneas de batalla, sin que les ocurriera nada peor que el acompañamiento ocasional a puertos distintos de los que habían planeado; o a veces, si les detenía una de las naves de Mazian, la confiscación de parte de la carga o un hombre o mujer de la tripulación. Los mercantes estaban acostumbrados a ello. Y los que les habían llevado a Viking mantendrían, la detención hasta que aquello que habían visto en Pell y allí dejara de tener valor militar. Ayres confiaba en que ése fuera el caso. No podía hacer nada por ellos.
No durmió bien aquella noche, y antes de las primeras horas de la nueva jornada, tal como Andilin le había advertido, les hicieron levantarse de la cama para embarcar en una nave que se internaría más en territorio de la Unión. Les habían prometido que su destino era Cyteen, el centro del mundo rebelde. Su suerte estaba echada. No podían volverse atrás.
Él había vuelto. Josh Talley miró por la ventana de su habitación y se encontró con el rostro que estaba allí tan a menudo, recordando, de la manera vaga con que recordaba cualquier cosa reciente, que había conocido a aquel hombre y que formaba parte de lo que le había sucedido. Esta vez sostuvo la mirada de aquellos ojos y, sintiendo más curiosidad de la que hubiera deseado, se levantó de su litera, caminando con dificultad debido a la debilidad general de sus miembros, se acercó a la ventana y miró de cerca al joven. Acercó una mano a la ventana, anhelante, pues todos se mantenían alejados de él, y vivía por completo en un limbo blanco, donde estaban suspendidas todas las cosas, donde el sentido del tacto estaba embotado, los sabores eran inapreciables y las palabras parecían llegar de muy lejos. Y él iba a la deriva en esa blancura, indiferente y aislado.
«Salga», le habían dicho sus médicos. «Salga siempre que tenga ganas. El mundo está ahí fuera. Puede ir hacia él cuando quiera».
La suya era una seguridad como la del feto en la matriz. Allí aumentaba su fuerza. Hubo un tiempo en que se limitaba a permanecer tendido en la litera, sin el menor deseo de moverse, con los miembros pesados como plomo, lleno de fatiga. Ahora estaba mucho más fuerte; podía sentir deseos de levantarse y observar a aquel desconocido. Volvía a ser valiente. Por primera vez supo que estaba mejorando, y aquello le hizo sentirse aún más valiente.
El hombre que estaba al otro lado de la ventana se movió, alargó una mano y la colocó en la ventana, haciéndola coincidir con la de él, y Talley sintió en sus nervios embotados un cosquilleo de excitación, esperando el contacto, la sensación, por débil que fuera, de otra mano contra la suya. El universo existía más allá de la lámina de plástico. Estaba hipnotizado por esta revelación. Miró los ojos oscuros y el delgado rostro joven de un hombre vestido con un traje marrón, y se preguntó si aquel hombre que estaba fuera de la matriz era él mismo, pues las manos coincidían perfectamente, tocaban y no eran tocadas.
Pero él iba vestido de blanco, y no había ningún espejo.
Tampoco aquel rostro era el suyo. Recordaba imprecisamente su propio rostro, pero el recuerdo le traía la imagen de un muchacho, una vieja imagen de sí mismo. No podía recuperar al hombre. No era la mano de un muchacho la que se tendía, ni tampoco lo era la que se dirigía a él, con independencia de su voluntad. Le habían ocurrido muchas cosas y no podía abarcarlas todas. No quería hacerlo. Recordaba el miedo.
El rostro detrás de la ventana le sonrió, con una sonrisa débil y amable. Él la devolvió y tendió la otra mano para tocar el rostro, tras el frío plástico.
—Salga —le dijo una voz desde la pared.
Recordó que podía hacerlo. Vaciló, pero el desconocido seguía invitándole. Vio que los labios se movían al ritmo del sonido que salía de otra parte. Y cautamente se acercó a la puerta que, según decían, estaba abierta para que saliera siempre que lo deseara.
La puerta se abrió. De repente debía enfrentarse al universo sin seguridad. Vio al nombre allí de pie, mirándole. Y si le tocaba, notaría el frío del plástico; y si el hombre le miraba con el ceño fruncido, no tendría donde ocultarse.
—Josh Talley —dijo el joven—. Soy Damon Konstantin. ¿Me recuerda?
Konstantin. Aquel era un nombre poderoso. Significaba Pell y poder. No sabía qué más podía significar, salvo que una vez habían sido enemigos y que ya no lo eran. Todo había sido borrado, perdonado. Y le había llamado Josh Talley. El hombre le conocía. Se sintió personalmente obligado a conocer a aquel Damon, pero no podía, y eso le azoraba.
—¿Cómo se encuentra? —le preguntó Damon.
No era fácil responder a la pregunta. Intentó resumir y no pudo. Era necesario asociar sus pensamientos y su dispersión en todas las direcciones a la vez.
—¿Quiere alguna cosa? —le preguntó Damon.
—Quiero pudin, con frutas.
Era su plato favorito. Lo tomaba con todas las comidas excepto el desayuno. Allí le daban todo lo que pedía.
—¿Y algunos libros? ¿Quiere que se los procure? Aquello no se lo habían ofrecido antes.
—Sí —replicó, animándose por el recuerdo de que había amado los libros—. Gracias.
—¿Me recuerda? —le preguntó Damon. Josh meneó la cabeza.
—Lo siento —dijo desconsolado—. Probablemente nos hemos conocido, pero, mire, no recuerdo las cosas con claridad. Creo que debemos habernos visto después de mi llegada aquí.
—Es natural que lo haya olvidado. Me han dicho que se porta muy bien. He venido aquí varias veces para ver cómo seguía.
—Lo recuerdo.
—¿De veras? Cuando se ponga bien, quiero que venga de visita a mi apartamento alguna vez. A mi esposa y a mí nos agradaría.
Él pensó en el ofrecimiento y su universo se ensanchó, duplicándose, multiplicándose, de modo que no estuvo seguro del terreno que pisaba.
—¿La conozco también?
—No, pero ella le conoce a usted, porque le he hablado. Dice que quiere que nos visite.
—¿Cómo se llama?
—Elene. Elene Quen.
Talley repitió el nombre en silencio, moviendo los labios, para conservarlo. Era el nombre de un mercader. No había pensado en las naves, y ahora lo hizo. Recordó la oscuridad y las estrellas. Miró fijamente el rostro de Damon, para no perder contacto con él, con aquel punto de realidad en un mundo blanco y movedizo. Podría parpadear y estar a solas de nuevo. Podría despertar en su habitación, en su cama, y no tener nada de aquello a lo que aferrarse. Fijó en ello su pensamiento con toda su voluntad.
—Volverá usted de nuevo —dijo—, aunque yo le olvide. Por favor, venga y recuérdeme que ha estado aquí.
—Lo recordaré —replicó Damon—. Pero de todas formas, vendré.
Josh lloró, lo cual hacía con facilidad y frecuencia. Las lágrimas que se deslizaban por su rostro eran mero producto de la emoción, no de pesar o alegría, sino sólo de un alivio profundo. Una limpieza.
—¿Está bien? —inquirió Damon.
—Estoy cansado —dijo él, pues el tiempo que llevaba en pie le había debilitado las piernas y sabía que debía regresar a la cama antes de llegar a sentir vértigo—. ¿Quiere entrar?
—Debo quedarme en esta zona —dijo Damon—. Pero le enviaré los libros.
Ya se había olvidado de los libros. Asintió, complacido y azorado a un tiempo.
—Vuelva adentro —le dijo Damon, soltándole. Josh se volvió y regresó a su cuarto.
La puerta se cerró. Se dirigió a la cama, sintiéndose más mareado de lo que había creído. Tenía que andar más. Era preciso que dejara de permanecer tendido, si quería ponerse bien con mayor rapidez.
Damon. Elene. Damon. Elene.
Había en el exterior un lugar que se hizo real, al que por primera vez quería ir, un lugar al que dirigirse cuando hubiera superado la situación en la que se encontraba.
Miró a través de la ventana. Estaba vacía. Durante un terrible y solitario momento pensó que lo había imaginado todo, que era parte de un mundo de ensueño que tomaba forma en la blancura que le envolvía y que él había creado. Pero le había dado nombres; tenía detalles y sustancia independientes de sí mismo. Era real, o se estaba volviendo loco.
Llegaron los libros, cuatro cassettes para colocar en el magnetófono, y los oprimió contra su pecho, balanceándose atrás y adelante, sonriendo, riendo, con las piernas cruzadas sobre la cama, porque era cierto. Había tocado la realidad exterior y ésta le había tocado a él.
Miró a su alrededor y sólo vio una habitación, con paredes que ya no necesitaba.