El cielo matutino estaba despejado, con sólo unas nubecillas algodonosas en lo alto y una línea de ellas que avanzaba por el horizonte septentrional, más allá del río. El panorama era amplísimo; las nubes del horizonte solían tardar día y medio en descender a la base de Downbelow, y entonces se cernían sobre aquella brecha, rellenando el espacio dejado por el corrimiento de tierras que los había separado de la base cuatro y de todos los campamentos a lo largo de la cadena. Confiaban en que aquélla sería una última tormenta invernal. En las ramas de los árboles las yemas estaban hinchadas, a punto de eclosión, y las espigas, que la inundación había arrumbado contra los enrejados de palos transversales en los campos, pronto querrían que las entresacaran y trasplantaran en sus campos permanentes. La base principal sería la primera en secarse, y luego lo harían las bases situadas río abajo. Aquel día el nivel del río había descendido un poco, según decía el informe enviado desde el molino.
Emilio vio el tractor oruga de los suministros que avanzaba por la enfangada carretera paralela al río, volvió la espalda y caminó por un sendero muy hollado hacia el terreno más alto y las cúpulas hundidas en las colinas, cúpulas que habían llegado a estar el doble de pobladas que antes, por no mencionar a aquellos que habían sido transferidos a otros lugares, carretera abajo. Los compresores producían un ruido sordo y arrítmico, el pulso interminable de la humanidad que habitaba Downbelow. Las bombas se afanaban, aumentando el ruido, arrojando el agua que habían absorbido del interior de las cúpulas, a pesar de que se había hecho lo humanamente posible para impermeabilizar los suelos, y otras bombas trabajaban junto a los diques del molino y los campos. No cesarían hasta que emergieran en toda su longitud los troncos en los campos.
Estaban en primavera y probablemente el aire tenía un aroma delicioso para los nativos. A los humanos, que respiraban húmeda y entrecortadamente a través de las máscaras, el aroma les pasaba desapercibido. La caricia del sol en la espalda le resultaba agradable a Emilio, y se pasaba la mayor parte del día gozando de aquel suave calor. Los nativos se deslizaban a su alrededor, realizando sus tareas con menos destreza que exuberancia, y preferían realizar diez viajes ligeramente cargados que uno solo con una pesada carga completa. Reían y, a la menor excusa, dejaban caer sus pequeñas cargas para hacer travesuras. A Emilio le sorprendía francamente que siguieran trabajando pese a la llegada de la primavera. La primera noche clara mantuvieron a todo el campamento despierto con su cháchara: señalaban el firmamento, llenos de júbilo, y hablaban con las estrellas. El primer alborear claro agitaron los brazos al sol naciente y saludaron a gritos la llegada de la luz…, pero también los humanos estaban de buen talante aquel día, al ver los primeros signos inequívocos de que finalizaba el invierno. Las hembras se habían vuelto coquetamente incitantes y los machos respondían con creciente frivolidad; se oían muchos cantos de nativos entre los arbustos y los árboles de las colinas, gorjeos, susurros y silbidos suaves y sensuales.
No era una excitación tan intensa como la que habría cuando los árboles florecieran plenamente. Llegaría una época en que los hisa perderían todo interés por el trabajo e iniciarían su peregrinación, primero las hembras solitarias y luego las seguirían tercamente los machos, a lugares en los que no se entrometían los humanos. Un buen número de hembras de la tercera estación pasarían el verano redondeándose cada vez más —al menos con la redondez a que podían llegar los filiformes hisa— para parir en invierno, escondidas en túneles abiertos en las laderas de las colinas, unos bebés rubicundos y de miembros peludos, que ya corretearían por su cuenta la próxima primavera, apenas entrevistos por los humanos.
Emilio pasó junto a grupos de hisa dedicados a sus juegos, subió por el sendero de piedra triturada en dirección a Operaciones, la cúpula más alta en la colina. Oyó ruido de pisadas sobre las piedrecillas y al mirar atrás vio a Satén que le seguía, con los brazos extendidos para mantener el equilibrio, los pies desnudos en las agudas piedras y una mueca de dolor, porque aquel camino había sido hecho para que lo pisaran botas humanas. Emilio sonrió al ver cómo imitaba sus pasos. Ella se detuvo y sonrió también. Vestía con desacostumbrada esplendidez, con finos pellejos, cuentas de vidrio y un trozo de paño sintético rojo.
—Llega transbordador, Konstantin-hombre.
Así era. Se esperaba un aterrizaje aquel día despejado. Y él le había prometido, contra lo que aconsejaba el buen sentido, pese al axioma de que las parejas de nativos eran inestables en la estación primaveral, que ella y su pareja podrían trabajar algún tiempo en la estación. Si había un nativo que se hubiera tambaleado bajo cargas demasiado pesadas, era Satén. Había intentado impresionarle a toda costa… «Mira, Konstantin-hombre, fíjate qué bien trabajo».
—Vaya, has hecho el equipaje —observó Emilio, al ver las pequeñas bolsas que colgaban de ella.
—Mis cosas —dijo la nativa, dando unos golpecitos a las bolsas, con una sonrisa radiante—. Vengo a ayudarte, Konstantin-hombre, a ti y a tu amiga.
Decía «amiga» y no esposa. Los hisa nunca habían comprendido la relación matrimonial.
—Anda, ven —le dijo él, conmovido por aquel gesto.
El placer iluminó los ojos de la nativa. A los hisa les asustaba la cúpula de Operaciones, y no se atrevían a acercarse. Era muy poco frecuente que invitaran a uno de ellos al interior. Emilio bajó los escalones de madera, se limpió las botas en la estera, sostuvo la puerta abierta para que Satén entrara y esperó a que ella se colocara su respirador, que le colgaba del cuello, antes de abrir la puerta interior hermética.
Algunos humanos que estaban trabajando alzaron la vista, y más de uno frunció el ceño al ver a la nativa. Varios técnicos tenían sus oficinas en la cúpula, divididas por unas mamparas bajas de mimbre. La zona que Emilio compartía con Miliko era la situada más al interior, donde la única pared maciza de la gran cúpula les permitía a él y a Miliko un espacio residencial privado, una sección de tres metros y medio con una estera en el suelo, que servía a la vez como dormitorio y despacho. Abrió la puerta junto a los armarios y Satén le siguió, mirando a su alrededor como sino pudiera absorber la mirada de lo que veía. Emilio pensó que no estaba acostumbrada a los tejados e imaginó el gran cambio que supondría para un nativo que le enviaran de repente a una estación, sin vientos, sin sol, rodeado solamente de acero. Pobre Satén.
Miliko alzó la vista de una serie de gráficas extendidas sobre la cama.
—¡Vaya, a quién tenemos aquí! —exclamó.
—Te quiero —dijo Satén, y con absoluta confianza abrazó a Miliko, juntando su mejilla con la de ella a pesar del obstáculo del respirador.
—Te marchas —dijo Miliko.
—Vengo a tu hogar. A ver hogar de Bennett. —Vaciló y, tímidamente, enlazó las manos a la espalda y se balanceó un poco, mirando a uno y otro—. Amaba a Bennett-hombre. Veré su hogar, llenaré mis ojos con él y mis ojos se alegrarán.
A veces las palabras de los nativos tenían poco sentido; otras veces los significados surgían a través de su jerigonza con sorprende claridad. Emilio la miró sintiéndose un poco culpable, porque aunque llevaban mucho tiempo tratando con los nativos, ninguno de ellos podía dominar más de algunas palabras del animado idioma de aquellos seres. Bennett fue el que aprendió más.
Los hisa amaban los regalos. Emilio pensó en uno que estaba en el estante al lado de la cama, una concha que había encontrado en la orilla del río. Se la dio y los ojos de Satén brillaron. Le echó los brazos al cuello.
—Te quiero —le dijo.
—También yo te quiero, Satén.
Y pasándole un brazo sobre los hombros la acompañó a través de las oficinas hasta la puerta hermética. Más allá del plástico, ella se quitó la máscara, le sonrió y le saludó agitando la mano.
—Me voy a trabajar —le dijo.
El transbordador estaba a punto de llegar. Un obrero humano no habría trabajado el día en que se marchaba, pero Satén cerró la delgada puerta de plástico y echó a andar con paso vivo, como si en aquella fecha tardía pudiera hacerse cambiar a alguien de idea. O tal vez era injusto adjudicarle motivaciones humanas. Tal vez se trataba de alegría o de gratitud. Los nativos no comprendían el sistema de salarios y jornales. Ellos siempre hablaban de regalos.
Bennett Jacint los había comprendido. Los nativos cuidaron de su tumba, en la que colocaron conchas perfectas y pieles, y erigieron las extrañas esculturas nudosas que significaban algo importante para ellos.
Emilio dio media vuelta, regresó al centro de operaciones y se reunió con Miliko en su apartamento. Se quitó la chaqueta, la colgó en la percha, con el respirador todavía colgado del cuello, un adorno que todos llevaban encima desde que se vestían por la mañana hasta que se desvestían por la noche.
—He recibido el parte meteorológico de la estación —le dijo Miliko—. Después de la próxima tormenta habrá otra al cabo de uno o dos días, una gran tormenta que está formándose en el mar.
Emilio lanzó un juramento. Aquella noticia era como un jarro de agua fría vertido sobre sus esperanzas de que llegara la primavera. Se hizo un hueco en la cama, entre los diagramas y los mapas, y miró los daños que ella había señalado con lápiz rojo, las áreas inundadas que la estación podía mostrarles, a lo largo de las cadenas de bolitas que eran los campamentos establecidos en caminos sin pavimentar, de los que se había eliminado a mano la maleza.
—Las cosas van a empeorar —dijo Miliko, mostrándole el mapa topográfico—. Según el ordenador, las lluvias de esta tormenta bastarán para inundar de nuevo las zonas azules, hasta las mismas puertas de la base dos. Pero la mayor parte de la carretera quedará sobre la inundación.
Emilio frunció el ceño y exhaló un tenue suspiro.
—Tengamos confianza. Los nativos están en lo cierto: dejarlo todo durante las lluvias de invierno, andar por ahí cuando florecen los árboles, hacer el amor, preparar un nido y esperar a que el grano madure.
La carretera era lo importante, pues los campos permanecerían inundados durante semanas, sin causar más daños que el retraso de sus programas. El grano de aquel lugar medraba con el agua, y dependía de ella en las primeras etapas de sus ciclos naturales. Los enrejados evitaban que las plantas jóvenes se fueran río abajo. Lo que más sufría era la maquinaria y el temperamento humano.
Miliko sonrió y siguió señalando los mapas. Emilio suspiró de nuevo, extendió la tabla de plástico que le servía como escritorio y comenzó su tarea, reordenando las prioridades del equipo. Pensó que, tal vez, si hablaba con los nativos y les hacía algunos regalos especiales, se quedarían un poco más antes de su deserción estacional. Lamentaba perder a Satén y Dienteazul, que le habían sido de gran ayuda, persuadiendo siempre a sus compañeros cuando se trataba de algo que Konstantin-hombre deseaba mucho. Pero aquella ayuda tenía sus contrapartidas. Satén y Dienteazul querían irse, querían algo que él tenía ahora el poder de concederles, y estaban en su derecho a hacerlo, antes de que llegara la primavera y perdieran todo control de sí mismos.
Estaban dispersando a los obreros veteranos, los que se entrenaban y los asignados a cuarentena a las distintas bases alzadas a lo largo de la carretera, procurando mantener unas proporciones que no dejasen al personal vulnerable a los alborotos. Trataban de transformar en trabajadores a la gente de la cuarentena, aunque éstos creían que los estaban manipulando. Procuraban trabajar con la moral alta. Sólo trasladaban a los que estaban dispuestos a hacerlo, y los más díscolos permanecían en la base principal, en aquella cúpula enorme, tantas veces agrandada y llena de parches que ya no merecía el nombre de cúpula, y que se extendía irregularmente por la próxima colina, constituyendo una continua dificultad para ellos. Los trabajadores humanos ocupaban varias cúpulas junto a ella, unas cúpulas de privilegio, muy cómodas, y siempre se mostraban reacios a que los transfiriesen a condiciones más primitivas en los pozos o los nuevos campamentos, con el bosque, las inundaciones, la cuarentena y los extraños hisa.
Las comunicaciones eran el mayor de los problemas. Estaban unidos por intercomunicadores, pero eso no les impedía tener una abrumadora sensación de soledad. Lo ideal para ellos hubiera sido estar comunicados por vía aérea, pero el único avión ligero que construyeron años atrás se estrelló en el campo de aterrizaje… Los aviones ligeros y las tormentas de Downbelow no casaban. Tenían que desbrozar una pista de aterrizaje para los transbordadores. Aquello estaba en el programa, al menos para la base tres, pero la tala de árboles debía realizarse con los nativos, y eso era delicado. Con el nivel técnico de que disponían en aquel mundo, los tractores oruga seguían siendo el modo más eficaz de salir adelante, paciente y lento, como siempre había sido el discurrir de la vida en Downbelow, traqueteando por el barro y el agua para maravilla y entretenimiento de los nativos. Petróleo y grano, madera y verduras invernales, pescado seco, un experimento para domesticar los pitsu que llegaban hasta la rodilla y que cazaban los nativos… («Vosotros malos», habían declarado al respecto los hisa, «los calentáis en vuestro campamento y los coméis. Eso no es bueno». Pero los nativos en la base uno se habían convertido en pastores y habían aprendido a comer carne de animales domésticos. Lukas lo había ordenado, y aquél era uno de los pocos proyectos de Lukas que había salido bien). Los humanos en Downbelow estaban bastante bien equipados y se alimentaban a sí mismos y a la estación entera, a pesar del enorme aumento de población. No era pequeña su tarea. Las manufacturas, tanto en la estación como en Downbelow, trabajaban sin descanso. Tenían que bastarse a sí mismos. Duplicar cada artículo que normalmente importaban, llenar todos los cupos no sólo para ellos mismos sino para la estación sobrecargada y almacenar lo que pudieran… Allí, en Downbelow, todo les caía sobre el regazo, el exceso de población, la carga de la gente que se había criado en la estación, los suyos y los refugiados, los cuales nunca habían estado en un mundo. Ya no podían depender del comercio que en otro tiempo entrelazaba a Viking y Mariner, Esperance, Pan-Paris, Russell, Voyager y otras estaciones en un Gran Círculo propio, en el que satisfacían mutuamente sus necesidades. Ninguna de las otras estaciones podría haberse desenvuelto por sí sola, ninguna tenía el mundo vivo que se necesitaba… un mundo vivo y gente que pudiera trabajarlo. Ahora había planes en perspectiva, las primeras tripulaciones se ponían en movimiento para hacerse cargo de la actividad minera en el mundo, pospuesta durante mucho tiempo, y duplicar los materiales ya disponibles en todo el sistema de Pell…, por si las cosas iban peor de lo que nadie quería pensar. Aquel verano tendrían nuevos y extensos programas en funcionamiento, cuando estuvieran en condiciones de acercarse otra vez a los nativos. Y en el otoño, la estación laboral de los nativos, aquellos programas estarían en marcha. Los vientos fríos les harían pensar de nuevo en el invierno y trabajarían sin descanso, trabajarían para los humanos y para ellos mismos, acarreando cargas de musgo suave a sus túneles en las colinas llenas de árboles.
Downbelow iba a cambiar. Su población humana se había cuadriplicado. Emilio y Miliko lo lamentaban. Ya habían acotado algunas zonas en los omnipresentes mapas de Miliko, lugares que nunca deberían hollar los pies humanos, los sitios hermosos, cuyo carácter sagrado conocían, y los lugares vitales tanto para los ciclos reproductores de los hisa como de las especies salvajes.
Tenían que someter aquellos planes al consejo aquel mismo año, antes de que se incrementara la presión. Establecer protecciones para las cosas que habían de durar. La presión ya era evidente. La tierra ya mostraba cicatrices, el humo del molino, los tocones de los árboles, las feas cúpulas y los campos cultivados junto al río, las extensiones de tierra que se iban deforestando a lo largo de las enfangadas carreteras. Habían querido embellecerlo a medida que progresaban, hacer jardines, camuflar carreteras y cúpulas… pero ya había pasado la oportunidad.
Él y Miliko habían resuelto que no permitirían que los daños se repitieran. Amaban a Downbelow, a lo mejor y lo peor de aquel mundo, a los exasperantes hisa y la violencia de las tormentas. Los humanos podían refugiarse en la estación, cuyos antisépticos corredores y su mobiliario suave les aguardaban siempre. Pero a Miliko le agradaba tanto como a él estar allí. Era delicioso hacer el amor por la noche cuando la lluvia tamborileaba sobre el plástico de la cúpula, los compresores emitían su ruido sordo en la oscuridad y las criaturas nocturnas de Downbelow cantaban alocadas en el exterior. Disfrutaban de los cambios que hora tras hora se producían en el cielo, el sonido del viento en la hierba y el bosque a su alrededor, se reían de las travesuras de los nativos y dirigían aquel mundo con energía para resolverlo todo excepto el problema climático.
Añoraban su hogar, la familia y aquel mundo distinto y más amplio. Pero hablaban de otras cosas, incluso habían hablado de construirse una cúpula propia en su tiempo libre, en los próximos años, cuando allí se construyeran hogares, una esperanza que había estado muy próxima a cumplirse hacía uno o dos años, cuando el establecimiento en Downbelow había sido tranquilo y fácil, antes de que llegaran Mallory y los otros, antes de la cuarentena.
Ahora sólo pensaban en cómo sobrevivir en el nivel al que estaban viviendo. Se diseminaba a la población y la ponían bajo guardia, por temor a lo que pudieran tratar de hacer. Se abrían nuevas bases al nivel más primitivo, mal preparadas. Se intentaba cuidar de la tierra y de los nativos a la vez, y fingir que nada iba mal en la estación.
Terminó la tarea, salió y entregó los papeles al expedidor, Ernst, el cual era también contable y programador del ordenador, pues allí todos hacían varios trabajos. Regresó a su oficina-dormitorio y contempló a Miliko y el montón de mapas sobre su regazo.
—¿Quieres que almorcemos? —le preguntó.
Tenía que ir al molino por la tarde y confiaba en poder tomar tranquilamente una taza de café y ser de los primeros en tener acceso al horno de microondas, que era otro lujo del rango bajo la cúpula… algún tiempo para sentarse y descansar.
—Casi he terminado —dijo ella.
Sonó un timbre, tres agudas vibraciones que acabaron con la quietud del ambiente. El transbordador llegaba temprano; él había supuesto que llegaría al anochecer. Movió la cabeza.
—Todavía hay tiempo para almorzar —le dijo a Miliko.
El transbordador aterrizó antes de que hubieran terminado. Todos en Operaciones habían llegado a la misma conclusión, y el expedidor, Ernst, dirigía las maniobras mientras daba cuenta de su bocadillo. Aquella era una dura jornada para todos.
Emilio tragó el último bocado, apuró el café y se puso la chaqueta. Miliko hizo lo propio.
—Nos traen más tipos para cuarentena —dijo Ernst desde su mesa, y un momento después, en voz lo bastante alta para que se oyera en toda la cúpula—. Doscientos de ellos, todos hacinados en esa maldita bodega como pescado seco. Transbordador, ¿qué tenemos que hacer con ellos?
Se oyó una serie de sonidos inarticulados seguidos de algunas palabras inteligibles. Emilio meneó la cabeza, exasperado, y se aproximó a Jim Ernst, inclinándose por encima de él.
—Avisa a la cúpula de cuarentena de que tendremos que aceptar a esa gente hasta que podamos efectuar algunas transferencias más a otras bases.
—La mayoría de los encargados de la cuarentena están almorzando en sus casas —le recordó Ernst. Tenían la norma de evitar los anuncios cuando todos los de cuarentena estaban reunidos, pues tendían a una histeria irracional.
—Hazlo —le dijo a Ernst, y éste envió la información.
Emilio se puso el respirador y se dirigió a la salida, seguido de cerca por Miliko.
El mayor de los transbordadores había descendido y ya estaban descargados los pocos suministros que habían pedido a la estación. La mayor parte de los productos que transportaba la nave iban en la otra dirección, cajas con géneros de Downbelow que aguardaban en las cúpulas del almacén a que las cargaran rumbo a Pell.
Los primeros pasajeros bajaron por la rampa en cuanto la nave se posó en el círculo de aterrizaje. Vestían monos, tenían aspecto fatigado y probablemente habían hecho la travesía mortalmente asustados, en la bodega de un carguero que apenas podía contenerlos a todos, pues su número era muy superior al necesario para que no constituyeran un problema en Downbelow. Había algunos voluntarios de mejor aspecto, que habían salido perdiendo en aquella lotería y que intentaron caminar separados de los demás, pero los guardianes al pie del transbordador aguardaban con rifles para formar un grupo con los asignados a cuarentena. Había algunos viejos con ellos y al menos una docena de niños, familias y restos de familias que no sobrevivían adecuadamente en la cuarentena de la estación. Era la suya una transferencia humanitaria. Aquella gente necesitaba espacio y un compresor, y según su clasificación no se les podían confiar trabajos con máquinas delicadas. Había que encargarles trabajos manuales, todo el que pudieran soportar. En cuanto a los niños, por lo menos no eran tan pequeños que no pudieran trabajar o no entender la necesidad de usar respiradores o cómo cambiar apresuradamente el cilindro de un respirador.
—Muchos de ellos son demasiado débiles —dijo Miliko—. ¿Qué creerá tu padre que estamos haciendo aquí? Emilio se encogió de hombros.
—Supongo que estarán mejor aquí que en la cuarentena de la estación. Confío en que hayan llegado los nuevos compresores y las láminas de plástico.
—Apuesto a que no —dijo Miliko ásperamente.
Se oyeron unos gritos procedentes de lo alto de la colina y en dirección a la base y las cúpulas, chillidos de nativos, lo cual no era infrecuente. Emilio miró por encima del hombro y no vio nada, por lo que no prestó atención. Los refugiados que desembarcaban se habían detenido al oír los gritos. Los guardianes les hicieron moverse.
Los gritos subieron de tono, lo que ya no era normal. Emilio y Miliko se volvieron.
—Quédate aquí —dijo él—, controlando todo esto.
Echó a correr por el camino que subía a la colina y enseguida sintió vértigo, debido a las limitaciones del respirador. Llegó a lo alto y vio las cúpulas. Allí, ante la enorme cúpula de cuarentena, se había producido una especie de pelea; un anillo de nativos rodeaban un conflicto humano, y un número cada vez mayor de internos en cuarentena salían de la cúpula. Emilio aspiró aire y corrió de nuevo. Uno de los nativos se separó del grupo y se dirigió a él a toda prisa. Era Dienteazul, el compañero de Satén. Emilio conocía al individuo por su color, que era de un marrón rojizo muy poco frecuente en un adulto.
—Lukas-hombre —susurró Dienteazul, al llegar a su lado, tambaleándose de un modo que evidenciaba su ansiedad—. Todos los Lukas-hombres están furiosos.
Aquello no necesitaba traducción. Supo de qué se trataba en cuanto vio a los guardianes allí. Bran Hale y su grupo, los supervisores de campo. Había un grupo de gentes de cuarentena, todos gritando, y los guardianes les apuntaban con sus armas. Hale y sus hombres habían separado a un joven del grupo, despojándole de su respirador, por lo que estaba asfixiándose, y pronto dejaría de respirar si seguía en esas condiciones. Retenían al muchacho casi sin sentido como rehén, encañonado, y apuntaban a los demás, mientras los de cuarentena y los nativos gritaban.
—¡Basta ya! —gritó Emilio—. ¡Dispersaos!
Nadie le miró, y se abrió paso entre la gente seguido por Dienteazul. Empujó a los hombres armados más de una vez, aunque era consciente de que él no estaba armado, se hallaba solo y no había más testigos que los nativos y la gente de cuarentena.
Los hombres retrocedieron. Emilio arrebató el muchacho a quienes lo retenían y el joven se derrumbó en el suelo. Se arrodilló, con una sensación de vulnerabilidad al dar la espalda a los guardianes, cogió el respirador que estaba en el suelo y lo aplicó al rostro del muchacho. Algunos internos de cuarentena trataron de acercarse, y uno de los hombres de Hale les disparó a los pies.
—¡He dicho que basta! —exclamó Emilio, y se levantó presa de temblores, mirando a las varias decenas de trabajadores de cuarentena y los que todavía no habían podido salir de la cúpula porque se lo impedía su mismo número. Miró también a los diez hombres armados que apuntaban con los rifles, y pensó en la posibilidad de un motín y en Miliko que le esperaba al pie de la colina—. ¡Atrás! ¡Volved adentro! —gritó a los hombres de la cuarentena, y luego se dirigió al joven, hosco e insolente Bran Hale—: ¿Qué ha ocurrido aquí?
—Trató de escapar —dijo Hale—. La máscara se le cayó durante la pelea. Intentó hacerse con un arma.
—Eso es mentira —dijeron al unísono las gentes de cuarentena, tratando de ahogar la voz de Hale.
—Es verdad —replicó Hale—. No quieren a más refugiados en su cúpula. Empezó una pelea y este alborotador intentó huir, pero lo cazamos.
Se alzó un coro de protestas entre la gente de cuarentena. Una mujer, en la primera fila, lloraba desconsolada.
Emilio miró a su alrededor, sintiendo dificultades para respirar. El muchacho caído a sus pies parecía recobrar el sentido, se retorcía y tosía. Los nativos permanecían muy juntos y serios, sin perderse detalle de la escena.
—Dime, Dienteazul, ¿qué ha ocurrido? —preguntó Emilio. El nativo se limitó a mirar al hombre de Bran Hale.
—Mis ojos ven —dijo otra voz. Era Satén, que se abrió paso exteriorizando su congoja con varias sacudidas de su cuerpo. El tono de su voz era agudo y quebradizo—. Hale empujó al amigo, duro con arma, le dio golpe.
Tanto los hombres de Hale como los de cuarentena gritaron, y Emilio exigió silencio. Lo que Satén decía era cierto. Conocía a los nativos y a Hale. No le mentía.
—¿Le quitaron el respirador?
—Quitaron —dijo Satén, y cerró con firmeza la boca. Su mirada reflejaba el temor que sentía.
—Muy bien. —Emilio aspiró hondo y miró directamente las duras facciones de Bran Hale—. Será mejor que sigamos hablando de ello en mi oficina.
—Podemos hablar aquí —dijo Hale, deseoso de conservar la ventaja que suponía estar rodeado de sus hombres. Emilio le miró de hito en hito. No podía hacer otra cosa, pues no estaba armado y carecía de fuerzas que le apoyaran—. La palabra de un nativo no es un testimonio. No va usted a insultarme aceptando la palabra de cualquier nativo, señor Konstantin.
Podía marcharse, volver abajo. Sin duda los de operaciones y los trabajadores podían ver lo que estaba ocurriendo. Tal vez lo habían observado desde sus cúpulas y preferían no darse por enterados. En aquel lugar podían ocurrir accidentes, incluso a un Konstantin. Durante largo tiempo Jon Lukas había sido máxima autoridad en Downbelow, Lukas y sus hombres cuidadosamente seleccionados. Podía alejarse, quizá llegar a Operaciones, solicitar ayuda del transbordador, si Hale le dejaba. Y durante el resto de su vida tendría que oír los comentarios sobre el modo en que Emilio Konstantin reaccionaba ante las amenazas.
—Prepare sus cosas —le dijo en voz baja—, váyanse en ese transbordador cuando parta. Todos ustedes.
—¿Por lo que ha dicho una perra nativa? —Hale perdió su dignidad y eligió gritar. Podía permitírselo. Algunos de los rifles apuntaban ahora a Emilio.
—Váyanse, porque lo digo yo. Suban a ese transbordador. Su trabajo aquí ha terminado.
Vio la tensión de Hale, el cruce de miradas con sus hombres. Alguno se movió. El disparo de un rifle hizo hervir el barro. Uno de los de cuarentena lo había derribado de un manotazo. Por un segundo pareció que iba a producirse un alboroto.
—¡Fuera! —repitió Emilio.
De repente varió el equilibrio de poder. Los obreros jóvenes estaban delante de los hombres de cuarentena, con su propio jefe de grupo, Wei. Hale miró a derecha e izquierda, calculó de nuevo las posibilidades y, finalmente, hizo un breve gesto con la cabeza a sus compañeros, los cuales se pusieron en movimiento. Emilio se quedó mirándolos mientras se retiraban contoneándose a los barracones comunes, sin poder creer todavía que hubiera superado las dificultades. A su lado, Dienteazul soltó un largo siseo y Satén produjo un sonido, como de un escupitajo. Los músculos de Emilio temblaban a causa de la pelea que había estado a punto de producirse. Oyó el ruido del aire expelido de la cúpula cuando salieron los restantes internos de cuarentena, y la cúpula se deshinchó como un globo que pierde parte de su aire. Emilio se enfrentó a los trescientos hombres.
—Vais a aceptar a estos nuevos transferidos en vuestra cúpula, sin altercados ni discusiones. Haremos más excavaciones; vosotros y ellos, y lo más rápido posible. ¿Queréis que duerman al raso? No me vengáis con tonterías.
—Sí, señor —respondió Wei al cabo de un momento.
La mujer que había llorado se adelantó. Emilio dio un paso atrás y ella se agachó para ayudar al muchacho golpeado, el cual hacía esfuerzos para sentarse. Emilio comprendió que era su madre. Otros se acercaron para ayudar al muchacho.
—Quiero que entres para que te vea el médico —le dijo Emilio, cogiéndole de un brazo—. Dos de vosotros llevadle a Operaciones.
Los hombres vacilaron, puesto que adondequiera que fuesen tenían que escoltarles los guardianes. Pero Emilio se dio cuenta entonces de que no había guardianes. Acababa de ordenar a todas las fuerzas de seguridad de la base principal que se marcharan.
—Volved adentro —dijo a los restantes—. Quiero que esa cúpula vuelva a la normalidad. Ya hablaremos más tarde. —Y mientras aún retenía su atención añadió—: Mirad a vuestro alrededor. Hay aquí todo un mundo, maldita sea. Ayudadnos. Hablad conmigo si tenéis alguna queja. Haré que podáis comunicaros sin dificultad. Aquí estamos todos apretados, con poco espacio, todos sin excepción, y si no lo creéis venid a echar un vistazo a mis habitaciones. Si es preciso puedo mostraros a algunos de vosotros en qué estado se encuentran las instalaciones. Pasamos tantas estrecheces porque estamos construyendo. Ayudadnos a construir y las cosas mejorarán para todos.
Le miraron asustados, sin poder creerle. Habían llegado allí en naves sobrecargadas y remendadas. Allá, en la estación, habían estado confinados en la sección de cuarentena, y aquí vivían rodeados de barro, en unos habitáculos insuficientes e iban de un lado a otro bajo la amenaza de las armas. Emilio suspiró al tiempo que remitía su ira.
—Venga, dispersaos —les dijo—. Volved a vuestros quehaceres y haced espacio para esta gente.
Entonces se movieron. El muchacho, entre un par de jóvenes, se dirigió a Operaciones, y los restantes regresaron a su cúpula. Esta vez las delgadas puertas fueron abriéndose y cerrándose en secuencia, admitiendo a un grupo tras otro, hasta que todos estuvieron dentro, y la cúpula deshinchada empezó a perder parte de sus arrugas a medida que el compresor reponía el aire.
Los nativos seguían con Emilio, charlando en voz baja y agitando sus cuerpos. Tendió una mano y tocó a Dienteazul, el cual le tocó a su vez con una mano peluda y callosa, mientras los restos de excitación sacudían su cuerpo. Satén, a su otro lado, permanecía quieta, con la mirada sombría.
Todos los nativos que le rodeaban tenían aquella misma expresión preocupada. Las querellas humanas, la violencia, les eran ajenas. Los nativos podían golpear en un momento de ira, pero Emilio nunca los había visto pelearse en grupo, manejar armas… Sus cuchillos no eran más que utensilios e instrumentos de caza. Sólo mataban para procurarse el sustento, y Emilio se preguntaba qué pensarían, qué imaginarían al ver a los humanos encañonándose mutuamente con sus armas.
—Nos vamos allá arriba —dijo Satén.
—Sí, iréis. Habéis hecho bien los dos, Satén y Dienteazul, al avisarme.
Todos los hisa se agitaron, con aquellas breves convulsiones que les caracterizaban, y apareció en sus rostros una expresión de alivio, como si no hubieran estado seguros. Entonces pasó por la mente de Emilio que había ordenado a Hale y sus hombres que partieran en aquel mismo transbordador, y que el despecho humano todavía podía tener consecuencias desagradables.
—Hablaré con el hombre que está al mando de la nave —les dijo—. Vosotros y Hale viajaréis en secciones distintas. No tendréis problemas, os lo prometo.
—Bueno, bueno, bueno —dijo Satén, abrazándole.
Él le acarició el hombro, se volvió y recibió también un abrazo de Dienteazul, al que palmeó el áspero pelaje. Luego los dejó y se dirigió a la cresta de la colina, donde estaba el lugar de aterrizaje, deteniéndose al ver allí a varias personas. Eran Miliko y otros dos, todos con rifles. Se sintió súbitamente aliviado al pensar que, después de todo, había alguien que le apoyaba. Hizo un gesto con la mano, dando a entender que todo iba bien, y se apresuró a su encuentro. Miliko corrió a él y se abrazaron. Los otros, dos guardianes del transbordador, llegaron poco después a su lado.
—Voy a enviar arriba algunas personas —les dijo—. Los he desautorizado y tengo quejas contra ellos. No quiero que estén armados. También envío algunos nativos, y no quiero que los dos grupos estén próximos en ningún momento.
—Sí, señor —dijeron los dos guardianes, sin hacer comentario alguno ni objetar nada.
—Podéis regresar. Haced que suban a bordo los asignados. Todo está bien.
Los hombres fueron a cumplir sus órdenes. Miliko conservó el rifle que alguien le había prestado, y permaneció a su lado, rodeándole firmemente con un brazo.
—La gente de Hale —explicó Emilio—. Los he despachado a todos.
—Entonces nos quedamos sin guardianes.
—Los causantes del alboroto no han sido los de cuarentena. —Sintió un nudo en el estómago, pues empezaba a reaccionar a lo ocurrido—. Supongo que te han visto en la colina. Quizá hayan cambiado de idea.
—En la estación hubo una llamada de alerta. Estaba segura de que se trataba de la cuarentena. Los del transbordador llamaron a la estación central.
—Entonces será mejor que vayamos a Operaciones y cancelemos la llamada.
Todavía abrazados, bajaron por la cuesta en dirección a la cúpula. Emilio tenía las rodillas débiles, como si se hubieran licuado.
—No estaba allá arriba —dijo ella.
—¿Dónde?
—En la colina. Cuando llegamos allí no había más que nativos y gente de cuarentena.
—Emilio soltó un juramento, maravillándose de que su jugada hubiera salido bien. Su actitud de firmeza había sido un farol que los otros se tragaron.
—Bueno, nos hemos librado de Bran Hale —comentó.
Llegaron a la brecha entre las colinas, cruzaron el puente sobre las conducciones de agua y ascendieron de nuevo. Dentro de Operaciones, el muchacho estaba bajo los cuidados del médico, y un par de técnicos armados con pistolas vigilaban nerviosos a los dos hombres de cuarentena que lo habían llevado allí. Emilio les hizo una seña y los dos enfundaron sigilosamente las armas. Parecían conmocionados por el conjunto de la situación.
Emilio pensó que eran neutrales. Se hubieran ido con el ganador, cualquiera que fuese, en caso de que hubiera habido una pelea allá afuera, sin ponerse de su parte. Y esa certidumbre no le enfurecía, sólo le decepcionaba.
—¿Está bien, señor? —le preguntó Jim Ernst. Él asintió y permaneció de pie, mirando, con Miliko a su lado.
—Llama a la estación —ordenó al cabo de un momento—. Di que la situación está controlada.
Se acurrucaron en el espacio oscuro que les habían destinado los humanos, en la gran panza vacía de la nave, amedrentados por el retumbar de los motores. Tenían que utilizar los respiradores, lo cual era la primera entre las incomodidades que posiblemente les aguardaban. Se aferraron a los pasamanos, como los humanos les habían dicho que hicieran para asegurarse, y Satén abrazó a Dienteazul-Da-lut-hosme. Detestaba aquel lugar, el frío y la incomodidad de los respiradores, y estaba asustada porque les habían dado instrucciones para su seguridad. Nunca había pensado en las naves como objetos con paredes y techos, elementos que le causaban desasosiego, jamás había imaginado el vuelo de las naves como algo tan violento que pudiera causarles la muerte, sino como algo magnífico y delirante, como la sensación de libertad que deben experimentar los pájaros al remontarse en el cielo. Apoyada en los cojines que les habían dado los humanos, se estremecía sin remedio, y se daba cuenta de que Dienteazul temblaba también.
—Podríamos regresar —dijo él, pues no había sido idea suya aquel viaje.
Ella no dijo nada y apretó las mandíbulas para reprimir los deseos de gritar que sí, que deberían llamar a los humanos y decirles que dos nativos muy pequeños y desgraciados habían cambiado de idea.
Entonces se incrementó el sonido de los motores. Satén sabía qué era aquello, porque lo había oído con frecuencia. Y ahora le producía un profundo horror.
—Veremos el gran Sol —dijo a su compañero, ahora que ya no podían hacer nada—. Veremos el hogar de Bennett. Dienteazul la abrazó con más fuerza.
—Bennett —repitió. Aquel nombre los consolaba—. Bennett Jacint.
—Veremos las imágenes-espíritus de allá arriba.
—Veremos el Sol.
Tuvieron la impresión de un gran peso sobre ellos y notaron el movimiento. Dienteazul le apretó la mano hasta hacerle daño, pero ella oprimió la de su compañero con igual firmeza. A Satén se le ocurrió que podría aplastarles aquella gran fuerza que los humanos soportaban, que quizá los humanos los habían olvidado allí, en las profundas entrañas de la nave. Pero no podía ser, porque los nativos iban y venían, los hisa sobrevivían a aquella gran fuerza, volaban y veían todas las maravillas de allá arriba, caminaban por un lugar desde donde podían ver, abajo, las estrellas, y miraban al gran Sol, llenaban sus ojos de cosas buenas. Estaban en primavera y ambos habían empezado a sentir el calor. Ella había elegido el viaje que haría, el más largo de todos, y el más alto de todos los lugares, donde pasaría la primavera.
La presión se suavizó, pero la sensación de movimiento continuaba y siguieron abrazados. Les habían advertido que volarían a un lugar muy lejano y que no debían soltarse hasta que llegara un hombre y se lo dijera. Los Konstantin les habían dicho lo que debían hacer, y sin duda estarían seguros. Satén lo creía así con una fe que aumentaba a medida que iba decreciendo aquella fuerza aplastante. Sabía que estaban en camino, que volaban.
Apretó la concha que le había dado Konstantin, el regalo que señalaba aquel Tiempo para ella. También se adornaba con el paño rojo que era su tesoro especial, lo mejor que poseía, después del honor que le había hecho Bennett al darle un nombre. Estas cosas le proporcionaban más seguridad, seguridad que extendía también a Dienteazul, por quien estaba cada vez más encariñada, hacia el que sentía un afecto verdadero y no sólo el calor primaveral del acoplamiento. No era el más grande ni tampoco el más apuesto, pero era inteligente y tenía las ideas claras.
Desde luego, tenía también sus rarezas. Y así, le vio buscar en una de las bolsas que llevaba, de la que extrajo una ramita cuyas yemas se habían abierto y se quitó el respirador para aspirar el aroma, tras lo cual se la ofreció a ella. Aquel olor les devolvió su mundo, el río, las promesas.
Satén sintió una oleada de calor que le hizo sudar a pesar de la frescura ambiental. No era lógico estar tan cerca de él y no tener la libertad de la tierra, espacio para correr, la inquietud que la adentraría más y más en las tierras solitarias donde sólo habitaban las imágenes. Estaban viajando, de una manera extraña y distinta, de una manera que el gran Sol contemplaba igualmente, por lo que ella no tenía que hacer nada. Aceptaba las atenciones de Dienteazul, primero nerviosamente y luego con creciente facilidad, porque estaba bien. Ya no necesitaba los juegos a que se habían entregado en la superficie de la tierra, hasta que él fue el último macho decidido a seguirla adonde ella fuera. Él era el que había llegado más lejos, y ahora estaba allí, lo cual era perfecto.
El movimiento de la nave cambió. Por un momento el temor les hizo abrazarse, pero los hombres les habían advertido y sabían que habrían de atravesar unos momentos en los que ocurrirían cosas raras. Rieron, se acoplaron y descansaron, sintiendo vértigo y júbilo. Se maravillaron de que la ramita flotara ante ellos en el aire, moviéndose cuando la empujaban por turno. Ella alargó cuidadosamente la mano, la cogió y rió de nuevo antes de dejarla libre otra vez.
—Aquí es donde vive el Sol —comentó Dienteazul.
Ella pensó que así debía ser e imaginó al Sol deslizándose majestuosamente a través de la luz de su fuerza, y a ellos nadando en la misma luz, hacia el lugar de allá arriba, el hogar metálico de los humanos, con sus brazos extendidos para recibirles. Y se acoplaron una y otra vez, entre espasmos de alegría.
Al cabo de mucho tiempo se produjo otro cambio, sintieron leves tensiones en las junturas y poco a poco retornó aquella intensa sensación de peso.
—Estamos bajando —dijo Satén, pero permanecieron quietos, recordando lo que les habían dicho, que debían esperar a un hombre que les avisaría cuando llegara el momento.
Se produjeron una serie de saltos y ruidos terribles, y los dos nativos permanecieron acurrucados y abrazados. Pero ahora el suelo bajo ellos era sólido. En el altavoz por encima de sus cabezas se oyeron voces humanas que daban instrucciones, y ninguna parecía asustada. Su sonido era el habitual de los humanos, apresurado y seco.
—Creo que estamos bien —dijo Dienteazul.
—Hemos de quedarnos quietos —le recordó ella.
—Nos olvidarán.
—No lo harán —le aseguró Satén, pero tenía sus dudas, tan oscuro estaba el lugar y tan desolado, con sólo una lucecita sobre sus cabezas.
Se oyó un terrible chirrido metálico. La puerta por la que habían entrado se abrió, y afuera no se veían colinas y bosques, sino un pasadizo con nervadura, como una garganta, que les lanzaba aire frío.
Apareció un hombre con un traje marrón, que llevaba un megáfono en la mano.
—Venid —les dijo, y ellos se apresuraron a obedecer.
Al levantarse, Satén observó que le temblaban las piernas. Se apoyó en Dienteazul, el cual sufría también ligeras convulsiones. El hombre les dio regalos, unos cordones plateados para que se los colgaran.
—Son vuestros números —les dijo—. Llevadlos siempre. —Anotó sus nombres y les señaló el pasadizo—. Venid conmigo. Os llevaré a la recepción.
Le siguieron por el amedrentador pasadizo, hasta un lugar parecido al vientre de la nave en que habían viajado, metálico y frío, pero muy grande, enorme. Satén miró a su alrededor, temblando.
—Estamos en una nave más grande —dijo—. Esto también es una nave. —Se dirigió al humano—: Hombre, ¿estamos allá arriba?
—Esto es la estación —replicó el humano.
Un escalofrío recorrió a Satén. Ella había esperado panoramas, el calor del Sol. Se regañó a sí misma, diciéndose que debía tener paciencia y que ya llegarían las cosas hermosas que esperaba.
El apartamento estaba aseado, los cachivaches guardados en capachos. Damon se puso la chaqueta, cuyo cuello alisó. Elene aún estaba vistiéndose, tratando de disimular la cintura, tal vez un poco descontrolada. Aquél era el segundo vestido que se probaba, y también parecía frustrarla. Él se le acercó por detrás, le rodeó el vientre con sus brazos y buscó su mirada en el espejo.
—Estás muy guapa. ¿Qué importa que se te note un poco?
—Está claro que es algo más que un ligero aumento de peso.
—Estás maravillosa —dijo él, esperando una sonrisa, pero Elene seguía pareciendo inquieta—. ¿Algo no va bien? —Pensó que se había preocupado demasiado por tener un buen aspecto y quedar bien, hasta había encargado artículos especiales en el economato y estaba nerviosa por la velada inminente; de ahí que se incomodara por las cosas más nimias—. ¿Te molesta que haga venir a Talley?
Ella deslizó lentamente los dedos sobre los suyos.
—No, no me molesta. Pero no sé si tendré algo que decirle. Nunca he hablado con alguien de la Unión.
Damon dejó caer los brazos y la miró a los ojos cuando ella se volvió. Los preparativos, el afán de complacer, le habían extenuado. No estaba entusiasmada, lo cual él ya había temido.
—Tú misma lo sugeriste. Te pregunté si estabas segura. Elene, si no estabas convencida del todo…
—Hace tres meses que el caso de ese muchacho te pesa en la conciencia. Perdona mis escrúpulos. Siento curiosidad, eso es todo.
Él sospechaba que Elene ponía un empeño especial en satisfacerle, aunque ciertas cosas no le agradaran. Quizá era por gratitud, o su modo de decirle que se preocupaba por él. Recordaba las largas tardes sentados cada uno en su lado de la mesa, ella pensando en Estelle y él en las vidas de las que era responsable. Le habló de Talley cierta noche en la que al fin acabó escuchándola a ella, y cuando llegó la ocasión… aquellos gestos eran muy propios de Elene. Él no recordaba haberle planteado más problema que aquél, y ella lo aceptó, trató de resolverlo, por difícil que fuera. Un hombre de la Unión. Damon no tenía manera de saber lo que ella sentía bajo aquellas circunstancias, aunque creyó saberlo.
—No pienses eso —dijo ella—, ya te he dicho que siento curiosidad. Lo que me preocupa es la situación social. ¿Qué puedo decirle? ¿Hablarle de los viejos tiempos? «¿No nos hemos visto antes, señor Talley?». «¿Tal vez nos liamos a tiros?». O podríamos hablar de la familia…». ¿Qué tal está la suya, señor Talley?». O del hospital. «¿Ha disfrutado de su estancia en Pell, señor Talley?».
—Elene…
—Tú me has preguntado.
—Ojalá hubiera sabido lo que sientes.
—¿Y cómo te sientes tú? Sinceramente.
—Azorado —confesó, apoyándose en el mostrador—, pero, Elene…
—Si quieres saber lo que siento acerca de esta visita, te diré que estoy inquieta. Sólo eso. Tenemos que agasajar a ese hombre y, francamente, no sé qué vamos a hacer con él. —Se volvió de cara al espejo y tiró de la cintura del vestido—. Eso es lo que me inquieta, pero confío en que esté cómodo y todos tengamos una velada agradable.
Damon comprendió que no sería precisamente agradable, que se producirían largos silencios embarazosos.
—He de ir a buscarle. Estará esperando. —Y entonces se le ocurrió una buena idea—. ¿Por qué no vamos a la sala general? No importa lo que hayas preparado aquí. Así todo sería más fácil y ninguno de los dos tendríamos que hacer el papel de anfitriones.
Los ojos de Elene se iluminaron.
—¿Nos reuniremos allí? Conseguiré una mesa. Puedo guardar en el congelador todo lo que he preparado.
—Hazlo. —La besó en la oreja, única zona disponible, y tras darle unas palmaditas salió rápidamente.
Desde la consola de seguridad enviaron una llamada a Talley, el cual apareció enseguida en el vestíbulo, con ropas nuevas e impecables. Damon se acercó a él con la mano tendida. En el rostro de Talley apareció una sonrisa mientras la estrechaba, que se desvaneció con rapidez.
—Ya tiene autorización de salida —le dijo Damon, el cual recogió de la consola un pequeño carnet de plástico y se lo dio—. Cuando entre de nuevo, con esto todo será automático. Aquí tiene su documento de identidad, su tarjeta de crédito y una nota con el número de ordenador que le corresponde. Memorice el número y destruya la nota.
Talley echó un vistazo a los papeles, visiblemente conmovido.
—¿Tengo permiso?
Era evidente que nadie se lo había dicho. Le temblaban las manos, los finos dedos que recorrían las palabras en relieve impresas en las tarjetas. Se las miró, tomándose tiempo para asimilar la situación, hasta que Damon le tocó la manga y le hizo avanzar por el pasillo.
—Tiene buen aspecto —le dijo, y así era. Las puertas de acceso, más adelante, reflejaban sus imágenes en la superficie plástica.
De repente pensó en Elene y sus temores, porque no sentía la menor inseguridad en presencia de Talley. No sólo en su aspecto físico, sino en toda su persona, en su expresión y sus ademanes, no había el menor rastro de culpabilidad, jamás lo había habido. Recordó las preguntas de Elene. ¿Qué podría decirle? ¿Que lo sentía? ¿Que lamentaba no haber leído nunca su expediente? ¿Que sentía haberle ejecutado… pero que les había apremiado el tiempo? ¿Que la perdonara, porque en general solía hacer mejor las cosas?
Abrió la puerta y Talley sostuvo su mirada al pasar, sin acusaciones, sin amargura. No se acordaba, no podía recordar.
—Su pase —le dijo Damon mientras se dirigían al ascensor—. Se le llama etiqueta blanca. ¿Ve los círculos de colores junto a aquella puerta? También hay uno blanco. Su tarjeta es una llave, lo mismo que su número de ordenador. Si ve un círculo blanco tiene acceso por medio de la tarjeta o el número. El ordenador la aceptará. No intente entrar en ningún sitio que no esté señalizado con el color blanco, porque entonces sonarían las alarmas y se pondrían al instante en movimiento las fuerzas de seguridad. ¿Conoce usted estos sistemas, verdad?
—Los comprendo.
—¿Recuerda sus conocimientos informáticos? Hubo una pausa de silencio.
—La técnica es especializada, pero recuerdo un poco de teoría general.
—¿Sólo un poco?
—Si me sentara ante un tablero… probablemente me acordaría.
—Y a mí, ¿me recuerda?
Habían llegado al ascensor. Damon oprimió los botones para una llamada privada, privilegio que le daba su rango, pues no quería estar rodeado de gente. Se volvió y su mirada se encontró con la de Talley, demasiado abierta. Los adultos normales vacilaban, movían los ojos, miraban a un lado y a otro, se centraban en uno u otro detalle. La mirada de Talley carecía de ese movimiento, como la de un loco, un niño o la estatua de un dios.
—Recuerdo que me ha preguntado eso en otra ocasión —dijo Talley—. Es usted uno de los Konstantin, los que poseen Pell, ¿verdad?
—No la poseemos, pero hace mucho tiempo que estamos aquí.
—En cambio, yo hace poco que estoy aquí, ¿verdad?
Bajo sus palabras subyacía un tono de preocupación. Damon sintió un escalofrío y se preguntó qué sentiría uno al saber que ciertos fragmentos de su mente habían desaparecido. ¿Cómo podía tener sentido algo?
—Nos conocimos cuando usted llegó aquí. Debería saberlo… Soy el que accedió a que se sometiera a Corrección, en la oficina de Asuntos Legales. Firmé los documentos de compromiso.
Entonces el joven pareció tener una leve reacción, pero en aquel momento llegó el ascensor. Damon sostuvo la puerta abierta.
—Usted me dio los documentos —dijo Talley. Entró en el camarín y Damon le siguió y dejó que la puerta se cerrara. El ascensor inició la ascensión hacia el nivel verde, cuyo botón había oprimido—. Usted me visitaba con frecuencia. Era el que estaba allí muy a menudo, ¿verdad?
Damon se encogió de hombros.
—No quería llegar a eso; no me parecía bien. Creo que lo comprende.
—¿Desea algo de mí?
En el tono de Talley estaba implícita su buena disposición, o al menos su aceptación de todas las cosas. Damon le devolvió la mirada.
—Tal vez su perdón —le dijo con cinismo.
—Eso es fácil.
—¿De veras?
—¿Por eso ha venido? ¿Ese ha sido el motivo de su visita? ¿Por lo que me ha pedido que le acompañara?
—¿Usted qué cree?
La amplia mirada se anubló un poco y pareció concentrarse.
—No lo sé. Ha sido usted amable al venir.
—¿Creía que podría no serlo?
—Desconozco cuál es la extensión de mi memoria. Sé que tiene lagunas. Es posible que le conociera a usted antes. Podría recordar cosas que no son ciertas. Todo es lo mismo. Usted no me hizo nada, ¿no es así?
—Pude haberlo impedido.
—Yo pedí la Corrección… ¿verdad? Creía que lo había pedido.
—Lo pidió, en efecto.
—Entonces recuerdo algo que es cierto. O acaso me lo dijeron. No lo sé. ¿Debo ir con usted o es esto todo lo que quería?
—¿Preferiría no venir conmigo?
Talley parpadeó repetidamente antes de responder.
—Pensaba… cuando no estaba muy bien… que tal vez le había conocido. Entonces carecía por completo de memoria. Me alegraba de que usted fuera a verme. Era alguien… del otro lado de los muros. Y los libros… gracias por los libros. Me alegré mucho al recibirlos.
—Míreme.
Talley le obedeció, con una ligera aprensión.
—Quiero que venga. Me gustaría que viniera. Eso es todo.
—¿Adónde dijo? ¿A conocer a su esposa?
—A conocer a Elene y a ver Pell, es decir, lo mejor que tiene Pell.
—De acuerdo. —La mirada de Talley siguió fija en él, una mirada que expresaba confianza.
—Le conozco —dijo Damon—. He leído los informes del hospital. Sé cosas de usted que ignoro de mi propio hermano. Creo que es justo decírselo.
—Todo el mundo las ha leído.
—¿Quién es… todo el mundo?
—Todas las personas que conozco. Los médicos… todos los del centro.
Damon pensó en ello. Le disgustaba profundamente que una persona hubiera de someterse a semejante intrusión.
—Se borrarán las transcripciones.
—Como me han borrado a mí. —Una débil y triste sonrisa curvó los labios del joven.
—No ha sido una reestructuración total —dijo Damon—. ¿Comprende?
—Sé lo que me han dicho.
El ascensor se detuvo finalmente en el sector verde. Las puertas se abrieron ante uno de los corredores de más tráfico de Pell. Otros pasajeros querían entrar. Damon cogió a Talley del brazo y le hizo pasar entre la gente. Algunas cabezas se volvieron hacia ellos, al ver a un desconocido de aspecto fuera de lo corriente, o el rostro de un Konstantin, con relativa curiosidad. Se oía rumor de voces y una música suave que llegaba de la sala general. Algunos trabajadores nativos estaban en el corredor, atendiendo las plantas que crecían allí. Damon y Talley avanzaron entre el anonimato de la gente que iba y venía por el amplio pasillo.
Este daba acceso a la sala general, que estaba a oscuras, y cuya única luz procedía de las enormes pantallas proyectoras que tenía por paredes y en las que se veían estrellas, la media luna de Downbelow, el resplandor del sol filtrado y las plataformas recogidas por las cámaras exteriores. La música era agradable, una mezcla de sonidos electrónicos, campaneos y de vez en cuando el trémolo de un bajo, todo ello equilibrado por el rumor de la conversación en las mesas que llenaban el centro de la sala curva. Las pantallas cambiaban con el giro incesante de Pell, y las imágenes pasaban de vez en cuando de una a otra de las pantallas que se extendían desde el suelo hasta el alto techo. El suelo y las diminutas figuras humanas sentadas a las mesas estaban a oscuras.
—Quen-Konstantin —dijo Damon a la joven que estaba tras el mostrador de la entrada.
Enseguida se acercó un camarero para conducirlos a la mesa reservada. Pero Talley se había detenido. Damon miró atrás y vio que miraba boquiabierto las pantallas.
—Josh. —Al ver que no reaccionaba le tocó suavemente un brazo—. Por aquí.
Algunos recién llegados a la sala general perdían el equilibrio a causa del lento giro de las imágenes que empequeñecían las mesas. Damon sostuvo el brazo del joven mientras avanzaban hacia la mesa, en primera fila, con una vista sin ningún obstáculo de las pantallas.
Elene se levantó cuando llegaron.
—Josh Talley —dijo Damon—. Elene Quen, mi esposa. Elene parpadeó, con la reacción común de cuantos veían a Talley. Tendió la mano lentamente, y él se la estrechó.
—Josh, ¿verdad? Elene. —Se sentó de nuevo y ellos lo hicieron también. El camarero aguardaba—. Otro. —dijo Elene.
—Especial —añadió Damon, mirando a Talley—. ¿Tiene alguna preferencia o confía en mí?
Talley se encogió de hombros, al parecer incómodo.
—Dos —dijo Damon, y el camarero se marchó. Miró a Elene—. Esta noche hay mucha gente.
—Últimamente son pocos los residentes que van a las plataformas —comentó Elene.
Aquello explicaba la afluencia de público. Los mercantes estacionados habían ocupado en exclusiva un par de bares, lo cual creaba un problema de seguridad.
—Aquí sirven de cenar —dijo Damon, mirando a Talley—. Por lo menos bocadillos.
—Ya he comido —replicó el muchacho en un tono distante, apropiado para cortar toda conversación.
—¿Ha pasado mucho tiempo en estaciones? —le preguntó Elene.
Damon buscó su mano por debajo de la mesa, pero Talley movió la cabeza, sin afectarse lo más mínimo por la pregunta.
—Sólo he estado en Russell.
—Pell es la mejor —aseguró Elene, y Damon se preguntó si lo decía en 'serio—. No hay nada como esto en las otras.
—Quen… es un nombre de mercante.
—Lo fue. Los destruyeron en Mariner. Damon le apretó la mano sobre el regazo. Talley la miró compungido.
—Lo siento.
Elene movió la cabeza.
—Estoy segura de que usted no tuvo la culpa. Los mercantes reciben de uno y otro lado. Tuvieron mala suerte, eso es todo.
—No puede recordar —dijo Damon.
—¿No puede? —le preguntó Elene. Talley hizo un leve gesto negativo.
—Así pues, nadie tuvo la culpa. Me alegro de que haya podido venir. La Profundidad le envió. ¿Sólo un estacionado ha jugado a los dados con usted?
Damon estaba perplejo, pero Talley sonrió débilmente, como si aquél fuera un extraño chiste que parecía comprender.
—Supongo que sí.
—Qué suerte la suya —dijo Elene, mirando de soslayo a Damon y apretándole la mano—. Usted puede jugar a los dados y ganar en la plataforma, pero la vieja Profundidad carga los suyos, proporciona suerte a un hombre así, le da un toque especial. Este es un lugar para quienes sobreviven, Josh Talley.
¿Qué era todo aquello? ¿Una amarga ironía? ¿Un esfuerzo para darle la bienvenida al joven? Era el humor de los mercantes, tan impenetrable como si fuera otro idioma. Pero a Talley parecía relajarle. Damon retiró la mano y se arrellanó en su silla.
—¿Han hablado con usted de algún trabajo, Josh?
—No.
—Ya no está usted retenido. Si no puede trabajar, la estación podrá mantenerle durante algún tiempo. Pero he hecho algunas gestiones, buscándole una tarea que pueda realizar por las mañanas, trabajar tanto como le sea posible en ello y regresar a casa a mediodía. ¿Qué le parece?
Talley no dijo nada, pero la expresión de su rostro, semiiluminado ahora por la imagen del sol, decía que le atraía la oferta, que se aferra a ella. Damon apoyó los brazos sobre la mesa, azorado porque lo que iba a ofrecer era muy poca cosa.
—Es posible que le decepcione, porque usted está cualificado para cosas más importantes. Se trata del salvamento de maquinaria pequeña, pero en todo caso es un trabajo… mientras espera algo mejor. Le he encontrado una habitación, en el albergue central de los mercantes, con baño pero sin cocina… no se puede pedir más en las presentes circunstancias. El crédito de su trabajo está garantizado por las leyes de la estación para que cubra sus necesidades básicas de alimentación y alojamiento. Como no tiene cocina, su tarjeta de crédito sirve para cualquier restaurante hasta cierto límite, rebasado el cual tendrá que pagar… pero siempre se aceptan voluntarios para diversos trabajos y podrá apuntarse a fin de obtener extras. Finalmente la estación le exigirá una jornada de trabajo completa por la manutención y el alojamiento, pero eso no ocurrirá hasta que certifiquen su capacidad, ¿Está de acuerdo?
—¿Estoy libre?
—Sí, lo está para todo aquello que sea razonable.
Llegaron las bebidas. Damon tomó su espumoso brebaje de frutas veraniegas y alcohol, y observó con interés mientras Talley bebía una de las exquisiteces de Pell y reaccionaba con placer.
—Usted no es estacionado —observó Elene tras una pausa de silencio.
Talley miraba más allá de ellos, a las paredes, al lento ballet de las estrellas. Damon recordó lo que una vez le dijo su mujer: «Cuando estás en una nave ves muy poco el exterior. No es lo que te parece. Estar allí, el funcionamiento de la nave, la sensación de atravesar distancias inmensas es lo que puede sorprenderte. Te sientes como una mota de polvo entre la magnitud sideral, atravesando ese vacío por tus propios medios, lo que no puede hacer ningún mundo, y sin nada que gire a tu alrededor. Hacer eso, sabiendo que el viejo duende de la Profundidad es lo que hay al otro lado de la pared metálica en la que te apoyas, es lo impresionante. A los estacionados os gustan vuestras ilusiones. Y la gente de los mundos, que viven bajo cielos azules, ni siquiera saben cuál es la realidad».
De repente Damon sintió un escalofrío, al ver la pareja que formaban Elene y aquel hombre frente a él, su esposa y la imagen de un dios que era Talley. No se trataba de celos, sino de una especie de pánico. Bebió lentamente y observó a Talley, el cual miraba las pantallas como no lo hacía ningún estacionado, como un nombre que recordara la respiración.
«Olvídate de la estación», había oído en la voz de Elene. «Aquí nunca estarás satisfecho». Era como si ella y Talley hablaran un lenguaje distinto al suyo, aunque utilizaran las mismas palabras, como si un mercante que había perdido su nave por causa de la Unión, pudiera compadecerse de un unionista que había perdido la suya y que ahora estaba estacionado como ella. Damon buscó la mano de Elene por debajo de la mesa y la apretó.
—Tal vez no pueda darle lo que más desea —le dijo a Talley, negándose a sentirse herido, con deliberada cortesía—. Pero Pell no le retendrá para siempre, y si puede encontrar algún mercante que le acepte cuando sus papeles estén totalmente en regla… es posible que lo haga algún día en el futuro. Pero siga mi consejo y quédese aquí una larga temporada. Las cosas no se han solucionado y los mercantes no hacen más que viajes de ida y vuelta a las minas.
—Los elevadores permanecen inactivos en las plataformas —murmuró Elene—. No hacen más que beber, y se nos terminará el licor antes que el pan en Pell. Pero aún resistiremos bastante y las cosas mejorarán. Que Dios nos ayude, porque no podemos contener lo que hemos tragado para siempre.
—Elene.
—También él está en Pell, ¿no? ¿No estamos todos? Su vida depende de la estación.
—Yo no le haría ningún daño a Pell —dijo Talley. Su mano se movió sobre la mesa con un ligero tic. Aquella aversión era una de sus pocas implantaciones. Damon mantuvo la boca cerrada, pues conocía el bloqueo psíquico. No era menos real por el hecho de que se lo hubieran inculcado profundamente. Talley era inteligente; tal vez incluso podría llegar a comprender lo que le habían hecho—. Yo… —El joven movió de nuevo la mano—. No conozco este sitio. Necesito ayuda. A veces no estoy seguro de cómo me metí en esto. ¿Lo saben ustedes? ¿Lo sabía yo?
Aquella era una extraña conexión de los datos. Damon le miró inquieto, temeroso por un momento de que Talley cayera en alguna embarazosa clase de histeria, pues no estaba seguro de qué podría hacer con él en un lugar público.
—Tengo los registros —dijo, respondiendo a la pregunta de Talley—. Eso es todo cuanto sé.
—¿Soy su enemigo?
—Creo que no.
—Recuerdo Cyteen.
—Está usted haciendo conexiones que no puedo seguir, Josh.
—Tampoco yo puedo seguirlas —dijo él, con un temblor en los labios.
—Ha dicho usted que necesita ayuda. ¿En qué, Josh?
—Aquí. La estación. Usted no dejará de venir…
—Si se refiere a las visitas, ya no seguirá en el hospital. —De repente comprendió que Talley lo sabía—. ¿Quiere decir que le buscaré un trabajo y ya no me preocuparé más de usted? No. Le visitaré la próxima semana, puede contar con ello.
Elene intervino entonces.
—Iba a sugerir que proporciones a Josh un permiso para que pueda ponerse en contacto a través del ordenador. En cualquier momento puede tener problemas, y a cualquiera de nosotros le sería factible resolver una situación difícil. Legalmente somos responsables de él. Si no puede ponerse en contacto con Damon, llame a mi oficina.
Talley aceptó el ofrecimiento con un movimiento de cabeza. Las pantallas cambiantes continuaban su vertiginoso avance. Permanecieron largo tiempo sin decir nada, escuchando la música y tomando otra ronda de bebidas.
—Me gustaría que viniera a cenar el fin de semana —dijo al fin Elene—. Se arriesgara a probar mis platos. Y tengo un juego de cartas. Supongo que juega a las cartas.
Talley miró sutilmente a Damon, como si pidiera su aprobación.
—Celebramos esa velada de juego desde hace mucho tiempo —explicó Damon—. Una vez al mes mi hermano y su esposa combinaban turnos con nosotros. Hasta que se produjo la crisis y los transfirieron a Downbelow. —Entonces se dirigió a Elene—: Josh juega.
—Estupendo.
—No soy afortunado —dijo Talley.
—No apostaremos —replicó Elene.
—Iré.
—Muy bien —dijo ella.
Un instante después los ojos de Josh se entrecerraron. Él trató de vencer la modorra y se espabiló enseguida. Toda la tensión le había abandonado.
—¿Cree que podrá salir de aquí andando, Josh? —le preguntó Damon.
—No estoy seguro —replicó el muchacho, angustiado.
Damon y Elene se levantaron. Con mucho cuidado, Talley echó la silla atrás, se levantó y avanzó entre ellos. Damon pensó que la suave bebida que había ingerido no podía haberle hecho efecto, y que aquella reacción se debía a las pantallas y el cansancio. Una vez en el corredor, Talley se recuperó y pareció recobrar el aliento con la luz y la estabilidad que había allí. Los ojos redondos de tres nativos les miraron por encima de las máscaras.
La pareja acompañó al muchacho hasta el ascensor y le llevaron a las dependencias del sector rojo. Cruzó las puertas de vidrio y pasó a la custodia del puesto de seguridad. El guardián de turno era uno de los Muller.
—Compruebe que esté bien instalado —dijo Damon.
Al otro lado de la consola, Talley se detuvo, miró atrás, hacia ellos, con curiosa intensidad, hasta que llegó el guardián y le acompañó por el corredor.
Damon pasó un brazo sobre los hombros de Elene y emprendieron el regreso a su alojamiento.
—Ha sido una buena idea pedírselo —dijo él.
—Está azorado —comentó Elene—, pero ¿quién no lo estaría? —Le siguió a través de las puertas que daban al corredor, y caminaron cogidos de la mano—. La guerra tiene desagradables contingencias. Si cualquiera de los Quen hubiera salido bien librado del desastre del Mariner… habría sido así, precisamente el otro lado del espejo, ¿verdad?… para uno de los míos. Así pues, que Dios nos ayude y le ayude. Él podría ser uno de los nuestros.
Elene había bebido bastante más que él, y cada vez que lo hacía se ponía malhumorada. Pensó en el bebé, pero no era el momento de decirle nada desagradable. Le apretó la mano, le revolvió el cabello y se encaminaron a casa.
Ni Marsh ni su equipaje habían llegado todavía. Ayres se instaló con los otros y eligió una de las cuatro habitaciones que se abrían, mediante particiones deslizantes, a una zona central. Todos los aposentos se formaban con unos papeles blancos móviles que se deslizaban sobre rieles plateados. También los muebles estaban sobre rieles, y eran escasos, eficaces y carentes de comodidad. Aquel era el cuarto cambio de alojamiento que habían sufrido en los últimos diez días, alojamiento que no era muy distinto del anterior y que no estaba menos custodiado por los jóvenes maniquíes, omnipresentes y armados, en los corredores… Así había sido en los meses transcurridos en aquel lugar antes de que empezaran los traslados.
La verdad era que no sabían dónde estaban, si en alguna estación cerca de la primera u orbitando la misma Cyteen. Sus preguntas no obtenían más que respuestas evasivas. Les decían que los traslados se debían a razones de seguridad, y les pedían que tuvieran paciencia. Ayres mantenía la calma ante sus compañeros delegados, como había hecho ante los diversos dignatarios y agencias, tanto militares como civiles, si realmente existía esa distinción en la Unión, que les interrogaban, tanto individualmente como en grupo. Él había declarado las razones y las condiciones de su solicitud de paz hasta que las inflexiones de su voz se hicieron automáticas, hasta que hubo memorizado las respuestas de sus compañeros a las mismas preguntas, hasta que su actuación se convirtió en un fin en sí misma, algo que podían hacer indefinidamente, hasta el límite de la paciencia de sus anfitriones/interrogadores. Si hubieran estado negociando en la Tierra, hacía mucho tiempo que habrían renunciado, mostrado su disgusto, aplicado otras tácticas, pero aquella opción no era posible allí. Eran vulnerables y hacían lo que podían. Sus compañeros se habían portado bien en aquellas angustiosas circunstancias… excepto Marsh, el cual estaba cada vez más nervioso, inquieto y en tensión.
Y, naturalmente, Marsh fue aquel a quien los unionistas eligieron para dedicarle una atención especial. Cuando las sesiones eran individuales, Marsh permanecía ausente más tiempo que ningún otro. En las últimas cuatro ocasiones en que les habían trasladado, Marsh fue el último en instalarse. Bela y Días no habían comentado el hecho; no discutían o especulaban respecto a nada. Ayres no hacía ninguna observación, y se limitó a sentarse en uno de los sillones de la sala y contemplar el inevitable vídeo de propaganda que los unionistas les proporcionaban como entretenimiento. Tanto si se trataba de un circuito cerrado como si era el vídeo de la estación, mostraba unas mentalidades increíblemente tolerantes con el aburrimiento… historias antiguas, relatos que catalogaban las supuestas atrocidades cometidas por la Compañía y su Flota.
Había visto antes todo aquello. Solicitaron acceso a las transcripciones de sus propias entrevistas con las autoridades locales, pero éstas se lo negaron. Incluso su material para los registros, incluso los objetos de escribir, habían sido sustraídos de su equipaje, y sus protestas fueron dejadas de lado e ignoradas. Aquella gente tenía una absoluta falta de respeto por las convenciones diplomáticas… Ayres pensó que era típico de la situación, de la autoridad apoyada por jóvenes armados de rifles, mirada fanática y dispuestos a recitar leyes y normas. Los jóvenes eran los que más le asustaban, aquellos muchachos con ojos de loco, fanáticos porque no conocían más que lo que les habían inculcado, grabado en su mente como si fuera una cinta magnetofónica, más allá de toda razón. «No habléis con ellos», había advertido a sus compañeros. «Haced lo que os pidan y discutid sólo con sus superiores.»
Hacía rato que había perdido el hilo de la emisión. Miró arriba y en torno suyo, a los lugares donde Dias estaba sentada con la mirada fija en la pantalla y Bela jugaba a un juego de lógica con piezas que él mismo se había fabricado. Ayres echó una mirada subrepticia a su reloj, que había tratado de sincronizar con las horas de los unionistas y que no eran las horas de la Tierra, ni las de Pell, ni el horario estándar de la Compañía. Había transcurrido una hora desde su llegada allí.
Se mordió los labios y volvió a centrarse testarudamente en las imágenes de la pantalla que no eran más que un anestésico y, por cierto, poco eficaz. Se habían acostumbrado a las calumnias. Si pretendían incomodarles con aquello no lo conseguían.
Finalmente se oyó ruido en la puerta y ésta se abrió. Entró Ted Marsh, llevando sus dos bolsas. Hubo un atisbo de dos guardianes jóvenes armados en el corredor. La puerta se cerró. Marsh entró con la mirada gacha, pero todas las puertas de los dormitorios estaban corridas.
—¿Cuál es el mío? —preguntó, obligado a detenerse y solicitar la información.
—Por aquel lado —dijo Ayres.
Marsh cruzó vigorosamente la estancia y dejó sus bolsas junto a la puerta. El cabello castaño le caía desordenado por encima de las orejas, y tenía el cuello arrugado. No miraba a los demás. Todos sus movimientos eran breves y nerviosos.
—¿Dónde has estado? —le preguntó secamente Ayres, antes de que pudiera escapar.
Marsh miró atrás.
—Me asignaron aquí por error. Su ordenador me tenía relacionado en otra parte.
Los demás alzaron la vista y escucharon. Marsh le miró fijamente. Estaba sudando.
¿Podía decirle que aquello era mentira? ¿Mostrar congoja? Todas las habitaciones estaban controladas, de eso no cabía duda. Podía llamar a Marsh embustero y aclarar que el juego estaba llegando a otro nivel. Podían… la idea le hizo estremecerse… llevar aquel hombre al baño y meterle la cabeza en el agua hasta que dijera la verdad, interrogarle con tanta eficacia como lo había hecho la Unión. Los nervios de Marsh no lo resistirían si le hacían una cosa así. El beneficio era cuestionable.
Sintió lástima de él. Tal vez Marsh mantenía el silencio que le habían ordenado. Quizá quería confiar en ellos pero obedecía las órdenes de silencio que le habían dado, y su lealtad sufría. Lo dudaba. Era lógico que los unionistas se hubieran servido de él, porque no era un hombre débil pero sí el más débil de los cuatro. Marsh desvió la mirada, llevó sus bolsas a su habitación y cerró la puerta.
Ayres ni siquiera quiso intercambiar una mirada con los otros. Era probable que el control fuese también visual, y continuo. Contempló el vídeo en la pantalla.
Lo que necesitaban era tiempo, conseguido por aquel medio o por medio de negociaciones. Así la tensión era mucho más soportable. A diario discutían con la Unión, y había un desfile cambiante de funcionarios. En principio la Unión estuvo de acuerdo con sus propuestas, mostró interés, habló y discutió, les envió a uno y otro comité, usó subterfugios por cuestiones de protocolo. ¡De protocolo, cuando les robaban cosas de su equipaje! Todo estaba atascado en ambos lados, y él deseaba saber por qué lo estaba en el suyo.
Sin duda había una acción militar en curso, algo que no podría beneficiar a su lado en la negociación. El resultado caería sobre su regazo en alguna fase adecuadamente crítica, y esperarían que cedieran un poco más.
Pell, naturalmente. Lo más probable sería que les pidieran la cesión de Pell, lo cual no podrían permitir. La rendición de oficiales de la Compañía a la justicia revolucionaria de la Unión era otra probable exigencia. En realidad no era factible, aunque podría extenderse algún documento sin sentido como compromiso: quizá declaración de ilegalidad. Ayres no tenía intención de firmar los decretos de ejecución del personal de la Flota si podía evitarlo, pero condescender con la objeción o el enjuiciamiento de oficiales de estación clasificados como enemigos del estado… eso sería posible. De todos modos, la Unión haría lo que le pareciera. Y lo que sucediera a una distancia tan remota tendría un escaso impacto político en la Tierra. Lo que los medios audiovisuales no podían llevar a las casas no era probable que retuviera mucho tiempo la atención del público. Estadísticamente, una mayoría del electorado no podía leer asuntos complicados, o no se molestaba en hacerlo. Si no había imágenes, no había noticias, y si no había noticias no pasaba nada; ni gran simpatía por parte del público ni un interés sostenido por parte de los medios de comunicación: política segura para la Compañía. Por encima de todo no podían poner en peligro el apoyo mayoritario que habían conseguido sobre oíros asuntos, el medio siglo de cuidadosas maniobras, el descrédito de los líderes aislacionistas… los sacrificios ya realizados. Eran inevitables otros más.
Escuchó el vídeo idiota, buscó entre la propaganda evidencias para clarificar la situación, escuchó los informes de los supuestos beneficios que la Unión proporcionaba a sus ciudadanos, sus vastos programas de mejoría interna. Habría deseado enterarse de otras cosas, como la extensión del territorio de la Unión en otras direcciones aparte de la Tierra, el número de bases que poseían, lo que les había sucedido a las estaciones caídas, si estaban desarrollando activamente más territorios o si la guerra había exigido el total de sus recursos… Pero todas estas informaciones eran inalcanzables. Tampoco había información alguna que indicara la extensión de los rumoreados laboratorios genéticos, qué proporción de la ciudadanía producían o qué tratamiento recibían aquellos individuos. Mil veces había maldecido la obstinación de la Flota, y a Signy Mallory en particular, pues en última instancia no sabía si su acción, la de excluir a la Flota en sus operaciones, había sido acertada, lo que habría ocurrido si la Flota hubiera sido disciplinada. Ahora estaban donde debían estar, aunque fuera en aquel conjunto de habitaciones blancas como los demás conjuntos de los que tenían experiencia. Estaban haciendo lo que debían, sin la Flota, la cual podría haberles dado fuerza negociadora —aunque pequeña— o haber sido una tercera parte alarmantemente aleatoria en las negociaciones. La testarudez de Pell no había ayudado a Pell, que había preferido aplacar a la Flota. Con el apoyo de la estación podrían haber ejercido algún impacto en la mentalidad de las personas como Mallory.
Y así se planteaba de nuevo la cuestión de si una Flota que consideraba sus propios intereses por encima de todo estaría dispuesta a dejarse persuadir. Nunca se podría controlar a Mazian y los suyos durante el tiempo que tardaría la Tierra en preparar su defensa. Pero ellos no habían nacido en la Tierra, no se regían por las mismas leyes que él y no tenía derecho a juzgarlos a la ligera. Eran como el personal científico que reaccionó a los bandos de emigración de la Tierra y las llamadas para que regresaran a casa, allá en los viejos tiempos… desertando a lugares aún más profundos del Más Allá y, finalmente, a la Unión; o como los Konstantin, que habían sido tiranos durante largo tiempo en su pequeño imperio y sentían muy poca responsabilidad hacia la Tierra.
Y, cosa que le aterraba cuando se ponía a pensar en ello, no había esperado la diferencia que existía allí, la mentalidad de la Unión, que parecía inclinarse hacia algún ángulo de comportamiento que no era del todo paralelo ni opuesto al suyo propio. La Unión intentaba quebrar su resistencia, como lo evidenciaba aquel extraño juego con Marsh, que era un caso patente de «divide y vencerás». Por ello se negó a utilizar a Marsh. Este, lo mismo que Bela y Dias, carecía de información detallada; no eran más que oficiales de la Compañía, y lo que sabían no era peligroso. Él había enviado a la Tierra a los dos delegados que, como él mismo, sabían demasiado, con la misión de comunicar la imposibilidad de manejar a la Flota y que las estaciones se estaban derrumbando. Ya estaba hecho. Él y sus compañeros jugaban el juego que les presentaban, mantenían siempre un silencio monástico, sufrían sin comentarios los cambios de alojamiento y los trastornos que tenían la finalidad de desequilibrarles, una táctica dirigida simplemente a debilitarles en la negociación, o al menos eso era lo que Ayres esperaba, y no la posibilidad más sombría, el presagio de que se apoderasen de sus personas para interrogarles. Hacían todo lo que les ordenaban y confiaban en que cada vez estaban más cerca de establecer con éxito un tratado.
Marsh realizaba las mismas acciones que ellos, se sentaba con ellos durante las sesiones, les miraba en privado con una extraña expresión dolida, sin su apoyo moral… porque pedir razones u ofrecer consuelo sería tanto como romper el silencio que era su muro defensivo. «¿Por qué?», había escrito Ayres una vez en la superficie de plástico de una mesa, junto al brazo de Marsh, con la grasa de la punta de un dedo, algo que, confiaba, ninguna lente podría recoger. No obtuvo ninguna reacción y entonces escribió: «¿Qué?» Marsh borró ambas palabras, no escribió nada y volvió el rostro, con los labios temblorosos, a punto de derrumbarse. Ayres no repitió las preguntas.
Ahora se levantó, fue a la puerta de Marsh y la abrió sin llamar. Lo encontró sentado en el lecho, completamente vestido, abrazándose el torso y mirando fijamente la pared, o más allá de ella.
Ayres se acercó a él y se agachó para hablarle al oído.
—En pocas palabras —le dijo en un susurro, sin estar seguro de que no pudieran oírle—. ¿Qué crees que ocurre? ¿Te han interrogado? Respóndeme.
Transcurrió un momento. Luego Marsh sacudió la cabeza lentamente.
—Responde —le instó Ayres.
—Parece que todos los retrasos recaen sobre mí —dijo Marsh, con voz entrecortada—. Nunca tienen en orden el lugar que me corresponde, siempre hay algo que falla, y me obligan a permanecer sentado, esperando, durante horas. Eso es todo, señor.
—Te creo —replicó Ayres.
No estaba seguro de creerle, pero se lo dijo de todos modos y le dio una palmada en el hombro. Marsh se echó a llorar; las lágrimas corrían por su rostro sin que pudiera evitarlo, e hizo un esfuerzo por serenarse, temeroso de las cámaras ocultas cuya existencia todos suponían.
Este gesto conmovió a Ayres, el cual sospechó que ellos mismos estaban torturando a Marsh tanto como los de la Unión. Salió de la habitación y se dirigió a la otra. Lleno de ira, se detuvo en medio de la estancia, volvió el rostro hacia el complicado aplique luminoso que muy probablemente era un dispositivo de control y dijo en voz alta:
—Protesto de este acosamiento planeado e inmerecido. Entonces se sentó y siguió contemplando el vídeo. Sus compañeros se habían limitado a alzar la vista, silenciosos.
A la mañana siguiente llegó un maniquí armado con la orden del día, y no hizo alusión alguna al incidente. Les informó que la reunión tendría lugar a las 0800. La jornada empezaba temprano. No hubo ninguna otra información, ni el tema de la reunión, ni las personas asistentes, ni el lugar, ni siquiera la mención de dónde almorzarían, datos todos que solían estar incluidos en los informes que les daban. Marsh salió de su habitación, con los ojos rodeados de círculos oscuros, como si no hubiera dormido.
—No tenemos mucho tiempo para desayunar —dijo Ayres. Les llevaban el desayuno a sus aposentos a las 0730, y faltaban pocos minutos.
La luz de la puerta brilló por segunda vez. Se abrió desde el exterior, pero no fue para dar acceso al desayuno, sino a un trío de maniquíes-guardianes.
—Ayres —dijo uno de ellos, sin ninguna cortesía—. Ven.
Contuvo una réplica airada. Era inútil discutir con ellos, y así se lo había dicho a su gente. Miró a los otros y fue a recoger su chaqueta en silencio, siguiéndoles el juego, tomándose tiempo, irritando adrede a los que esperaban. Cuando supuso que se había demorado lo suficiente, se dirigió a la puerta y se sometió a la custodia de los guardianes.
No podía dejar de pensar en Marsh. ¿Cuál sería su juego con él?
Le llevaron por el corredor hacia el ascensor, bajaron con éste y pasaron por corredores sin ninguna señalización, cruzaron salas de conferencia y oficinas que avivaron de inmediato sus aprensiones. Entraron en una estancia conocida y pasaron a una de las tres habitaciones donde tenían lugar las entrevistas. Esta vez se trataba de un militar. El hombre de pelo plateado que se sentaba ante la pequeña mesa circular llevaba en la pechera de su chaqueta suficiente metal para sumar los grados de todos los militares que había visto hasta entonces en aquel lugar. No sabía el significado de los complicados emblemas. En cierto modo era divertido que la Unión hubiera creado un sistema tan complejo de medallas e insignias, como si la finalidad de todo aquel metal fuera impresionar. Pero representaba autoridad y poder, y eso no tenía nada de divertido.
—Hola, delegado Ayres —le saludó el hombre, al tiempo que se levantaba y le tendía la mano, la cual Ayres aceptó solemnemente—. Seb Azov, del Directorio. Encantado de conocerle, señor.
Eran evidentes los efectos de la droga rejuvenecedora que debía tomar aquel militar, de facciones vigorosas y casi sin arrugas, una droga que era corriente allí y de la que en la Tierra no había más que sucedáneos inferiores.
Pertenecía al gobierno central. Ayres sabía que el Directorio era ahora un organismo de trescientos doce miembros. Desconocía si esta cifra guardaba relación con el número de estaciones y mundos. No sólo se reunía en Cyteen, sino en todas partes, y no sabía cómo se llegaba a pertenecer a aquella entidad. No cabía ninguna duda de que aquel hombre era militar.
—Lamento iniciar nuestro conocimiento con una protesta, ciudadano Azov —le dijo fríamente Ayres—, pero me niego a hablar hasta que se haya aclarado cierto asunto.
Azov enarcó las cejas y se sentó de nuevo.
—¿Cuál es ese asunto, señor?
—El hostigamiento a que está siendo sometido uno de mis hombres.
—¿Hostigamiento, señor?
Sabía que el otro esperaba que perdiera la serenidad y cediera al nerviosismo o el enojo. Se negó a ceder.
—El delegado Marsh y su ordenador parecen tener dificultades para localizar la habitación que se le asigna, cosa notable, ya que inevitablemente nos alojamos juntos. Creo que su eficacia técnica está por encima de tales fallos. Sólo puedo considerar como hostigamiento que a ese hombre se le haga esperar durante horas mientras se examinan unas supuestas discrepancias. Sostengo que esto es un hostigamiento con la finalidad de disminuir nuestra eficiencia por medio del cansancio. Me quejo de otras tácticas, como por ejemplo la incapacidad de su personal para proporcionarnos distracciones o espacio para hacer ejercicio, o la inevitable insistencia de su personal en que carecen de autorizaciones, o las respuestas evasivas de su personal cuando preguntamos el nombre de esta base. Nos prometieron que iríamos a Cyteen. ¿Cómo podemos saber si hablamos con personas autorizadas o simplemente con funcionarios de nivel inferior que carecen de competencia o autoridad para negociar los graves asuntos por los que hemos venido? Hemos recorrido una gran distancia, ciudadano, para resolver una deplorable y peligrosa situación, y hemos recibido muy poca cooperación por parte de las personas con las que nos hemos reunido aquí.
No era un discurso improvisado, sino que lo había preparado minuciosamente para cuando se presentara la ocasión, y aquel militar lleno de insignias era un blanco perfecto. Estaba claro que el ataque había cogido un poco por sorpresa a Azov. Ayres sostuvo una expresión de enojo, lo mejor que pudo, pues estaba aterrado. El corazón le latía con violencia, y confiaba en que su color no hubiera cambiado perceptiblemente.
—Se atenderá la queja —dijo Azov al cabo de un momento.
—Preferiría una seguridad más firme —dijo Ayres. Azov se quedó mirándole con fijeza.
—Tiene mi palabra. Su demanda será satisfecha. ¿Quiere sentarse, señor? Tenemos que tratar de algunos asuntos. Acepte mis excusas personales por las molestias causadas al delegado Marsh. Se investigarán y se les dará adecuada solución.
Ayres consideró las diversas posibilidades que tenía: salir de allí, discutir más o hacer lo que le pedía aquel hombre, y optó por esto último. Tomó asiento y Azov le miró, a su parecer, con cierto respeto.
—Acepto su palabra, señor —le dijo.
—Lamento este asunto. Por ahora no puedo decirle mucho más. Hay algo apremiante con respecto a las negociaciones. Nos hemos encontrado con lo que podríamos llamar… una situación. —Oprimió un botón de la consola—. Por favor, que venga el señor Jacoby.
Ayres miró hacia la puerta, lentamente, sin mostrar una fuerte inquietud, aunque la sentía. La puerta se abrió y un hombre vestido con ropas civiles, o al menos no llevaba los uniformes o los trajes similares a uniformes que habían distinguido a todos aquellos con los que había tratado previamente.
—Les presentaré. El señor Segust Ayres, el señor Dayin Jacoby de la estación Pell. Creo que ya se conocen.
Ayres se levantó y tendió la mano al recién llegado con fría cortesía. Cada vez le gustaba menos lo que estaba ocurriendo.
—Tal vez fue un encuentro casual. Perdone, pero no le recuerdo.
—En el consejo, señor Ayres.
El hombre le estrechó la mano y la retiró sin calor. A un gesto del militar, Jacoby aceptó la tercera silla alrededor de la mesa redonda.
—Una conferencia triangular —murmuró Azov—. Sus condiciones, señor Ayres, reclaman Pell y las estaciones por anticipado, como territorio que desea proteger. Eso no parece de acuerdo con los deseos de los ciudadanos de esa estación… y según consta en nuestros informes, es usted partidario del principio de autodeterminación.
Ayres replicó sin mirar a Jacoby.
—Este hombre no es ninguna autoridad en Pell y no está facultado para llegar a acuerdos. Le sugiero que consulte con el señor Angelo Konstantin y efectúe las preguntas apropiadas al consejo de la estación. La verdad es que no conozco a esta persona, y si pretende formar parte del consejo, no puedo confirmar la veracidad de tal pretensión.
Azov sonrió.
—Tenemos una oferta de Pell que vamos a aceptar. Esto hace cuestionables las propuestas de discusión, dado que sin Pell, ustedes reclamarían una isla dentro del territorio de la Unión… estaciones que, permítame que se lo diga, ya forman parte del territorio de la Unión, mediante decisiones similares. Ustedes no tienen ningún territorio en el Más Allá.
Ayres permaneció inmóvil, sintiendo las extremidades como si se hubieran vaciado de sangre.
—Esto no es ya una negociación.
—Su flota no tiene ahora una sola base, señor. Les hemos cerrado el paso por completo. Le hemos llamado para llevar a cabo un acto humanitario. Debe informarles del hecho y de sus alternativas. No hay necesidad de la pérdida de naves y vidas en defensa de un territorio que ya no existe. Apreciaremos su cooperación, señor.
—Me siento ultrajado —exclamó Ayres.
—Es posible —replicó Azov—. Pero a fin de salvar vidas, puede que usted decida enviar ese mensaje.
—Pell no se ha entregado. Es probable que encuentre la situación real diferente de lo que imagina, ciudadano Azov, y cuando desee mejores condiciones de nosotros, cuando quiera ese comercio que podría beneficiarnos a ambas partes, se dará cuenta de lo que está rechazando.
—La Tierra es un mundo.
Ayres no dijo nada. No tenía nada que decir. No quería discutir sobre la situación de la Tierra.
—El asunto de Pell es fácil —dijo Azov—. ¿Conoce usted la vulnerabilidad de una estación? Y cuando la voluntad de la ciudadanía apoya a los de afuera, un asunto muy sencillo. Tenemos el propósito de evitar la destrucción, pero la Flota no operará con éxito en ausencia de una base… y ustedes no tienen ninguna. Firmamos los artículos que ustedes solicitan, incluida la designación de Pell como punto de reunión… pero en nuestras manos, no en las suyas. La verdad es que no hay diferencia, salvo la observación de la voluntad del pueblo, que ustedes afirman estimar tanto.
Era mejor de lo que podría haber sido, pero todo aquello había sido ideado para que pareciera así.
—Aquí no hay representantes de los ciudadanos de Pell, sino sólo un portavoz que se ha nombrado así mismo. Quisiera ver sus cartas de autorización.
Azov abrió un portafolio de cuero que tenía ante él.
—Esto podría interesarle, señor. El documento que nos ofreció, firmado por el gobierno y Directorio de la Unión y el consejo, tal como usted lo redactó, excepto el control de las estaciones que están ahora en nuestras manos y algunos pequeños detalles relativos a la condición de Pell: las palabras «bajo la dirección de la Compañía» se han eliminado, tanto aquí como en el documento comercial. Como ve, sólo unas palabras. Todo lo demás es suyo, tal como usted nos lo presentó. Creo que, debido a la distancia, está usted facultado para firmar en nombre de su gobierno y la Compañía.
Tenía la negativa en la punta de la lengua, pero reflexionó antes de hablar.
—Estoy sometido a la ratificación de mi gobierno. La ausencia de esas palabras sería causa de conflicto.
—Confío en que les urgirá para que acepten, señor, tras pensar detenidamente en ello. —Azov dejó el portafolio sobre la mesa y lo empujó hacia él—. Examínelo usted. Desde nuestro punto de vista, en firme, contiene todas las estipulaciones que ustedes deseaban, todas, para decirlo con franqueza, las que pueden pedir, dado que sus territorios ya no existen.
—Sinceramente lo dudo.
—Ah, está usted en su derecho, pero la duda no altera la realidad, señor. Le sugiero que se conforme con lo que ha ganado… acuerdos comerciales que nos beneficiarán a todos y cerrarán una larga brecha. ¿Qué otra cosa cree que puede pedir razonablemente, señor Ayres? ¿Que cedamos lo que los ciudadanos de Pell están dispuestos a darnos?
—Dice eso basándose en una falsa representación.
—Sin embargo, usted carece de medios para investigarlo, confesando así sus propias limitaciones de control y posesión. Dice usted que el gobierno que le ha enviado desde la Tierra ha sufrido cambios profundos, y que debemos tratar con usted como una nueva entidad, considerando irrelevantes todos nuestros pasados motivos de agravio y olvidándolos. ¿Acaso esta nueva entidad se propone responder a la firma de su documento con más exigencias? Le sugiero, señor, que tome en consideración la debilidad de su fuerza militar, que no tiene medios de verificar nada, que se ha visto obligado a venir aquí en una serie de cargueros, a capricho de los mercantes, y que una postura hostil no es buena para su gobierno.
—¿Debo entender eso como una amenaza?
—Me limito a constatar realidades. Un gobierno sin naves, sin control de sus propios militares y sin recursos no está en posición de insistir en que se firme su documento sin cambios. Hemos eliminado unas cláusulas sin sentido y unas pocas palabras, dejando el gobierno de Pell esencialmente en manos del gobierno, cualquiera que sea, que deseen elegir los ciudadanos de Pell. ¿Cree que ante esto puede objetar algo el gobierno que usted representa.
Ayres permaneció un momento en silencio.
—Tengo que consultar con los demás miembros de mi delegación, y no estoy dispuesto a hacerlo si se controlan nuestras conversaciones.
—No hay semejante control.
—Nosotros creemos lo contrario.
—Tampoco tiene ningún medio de verificar esto. Ayres cogió el portafolio.
—No esperen que ni mi personal ni yo asistamos hoy a ninguna reunión. Estaremos en conferencia.
—Como quiera.
Azov se levantó y le tendió la mano. Jacoby permaneció sentado, sin ofrecer ningún gesto cortés.
—No le prometo la firma.
—Una conferencia. Lo comprendo, señor. Siga el curso que estime conveniente, pero le sugiero que considere seriamente los efectos de una negativa a este acuerdo. En la actualidad consideramos que Pell es nuestra frontera. Les dejamos a ustedes las Estrellas Posteriores, que, si lo desean, pueden explotar en su provecho. En caso de que fracase este acuerdo, estableceremos nuestras propias fronteras, y seremos vecinos directos.
El corazón de Ayres le latía con violencia. Aquello se estaba aproximando a un terreno del que él no quería discutir en absoluto.
—Además —dijo Azov—, por si desea salvar las vidas de su Flota y recuperar esas naves, hemos añadido a este portafolio un documento propio. Dependiente de su acuerdo para procurar el regreso de la Flota y ordenarles que se retiren a los territorios que han aceptado como frontera mediante la firma de este tratado, retiraremos todos los cargos contra ellos y contra otros enemigos del estado que ustedes puedan nombrar. Les permitiremos que se retiren bajo nuestra escolta y les acompañen a casa, aunque comprendemos que esto supone un riesgo considerable para nosotros.
—No somos agresivos.
—Estaríamos más dispuestos a creerlo si no se negaran a llamar a sus naves, las cuales están atacando actualmente a nuestros ciudadanos.
—Le he dicho ya claramente que carezco de mando sobre la Flota y ningún poder para llamarla.
—Creemos que usted podría utilizar su gran influencia. Le daremos todas las facilidades necesarias para la transmisión de un mensaje. El cese de las hostilidades seguirá al cese del fuego por parte de la Flota.
—Consideraremos el asunto.
—Señor.
Ayres saludó con una inclinación de cabeza, salió de la estancia y se encontró con los omnipresentes guardianes, que empezaron a conducirle a otro lugar entre las oficinas.
—La otra reunión ha sido cancelada —les informó—. Volvamos a mis habitaciones. He de reunirme con mis compañeros.
—Tenemos nuestras órdenes —le informó el jefe de los guardianes. Aquélla parecía una respuesta mecánica.
Sólo sabría qué ocurría cuando llegara al lugar donde iba a celebrarse la reunión a las 0800, para reunirse con el resto del grupo. Un nuevo grupo de jóvenes guardianes les vigiló durante una larga espera, mientras aguardaban la emisión de las oportunas autorizaciones. Las cosas siempre eran así, lentas e ineficaces, y parecían proyectadas para volverles locos.
A Ayres le sudaba la mano que sujetaba el portafolios con los documentos firmados por el gobierno de la Unión. Pell estaba perdido. Tenía una oportunidad para recuperar por lo menos la Flota y una propuesta que podría destruirla. Mucho se temía que el gobierno de la Unión tuviera unos planes más extensos de lo que la Tierra imaginaba. El «Largo Panorama», con el que la Unión había nacido y que sólo ahora la Tierra estaba adquiriendo. Se sentía transparente y vulnerable. Imaginó los pensamientos tras el ancho y potente rostro de Azov: «Sabemos que están atascados, que quieren ganar tiempo, y por qué. Y eso, de momento, nos conviene. Así podemos llegar a un acuerdo trivial que revocaremos en cuanto nos parezca bien».
La Unión se lo había tragado todo con la intención de digerirlo… por ahora.
No podían permitirse el debate, la discusión de asuntos peligrosos en una intimidad de la que probablemente carecían. Sólo tenían que firmar el tratado y volver a casa. Lo que él tenía en su mente era lo importante. Sabían cómo era el Más Allá; les rodeaba en las personas de unos soldados con el mismo rostro y prácticamente la misma mentalidad; en el desafío del capitán del Norway, la arrogancia de los Konstantin, los mercantes que ignoraban una guerra que se había desarrollado a su alrededor durante generaciones… actitudes que la Tierra nunca había comprendido, porque allí gobernaban unos poderes y una lógica diferentes. Generaciones que se habían sacudido de sus pies el polvo de la Tierra.
Volver a casa, mediante la firma de un documento sin sentido del que Mazian jamás haría caso, de la misma manera que Mallory no acudiría a la llamada… Regresar vivos era lo importante, hacer que comprendieran lo que habían visto. Para conseguirlo haría lo necesario, firmar una mentira y confiar.
La cuota cotidiana de desastres se extendía incluso a regiones situadas más allá de la estación. Angelo Konstantin apoyó la cabeza en una mano y estudió el papel listado que tenía ante él. Un cierre hermético había estallado en la mina Centauro, en la tercera luna de Pell IV, con el resultado de catorce hombres muertos. No pudo evitar el pensamiento de que se trataba de catorce trabajadores muy cualificados. Tenían a mucha gente pudriéndose en sus propias heces al otro lado de la línea de cuarentena, pero habían de perder a gente como aquellos operarios de primera clase. Los accidentes se debían a la falta de suministros; los materiales se deterioraban, y era preciso seguir trabajando con piezas que debieron haber sido sustituidas hacía mucho tiempo. Un costoso cierre hermético cedió y catorce hombres murieron en el vacío. Tecleó un memorándum para localizar trabajadores entre los técnicos de Pell que pudieran reemplazar a los perdidos; sus propias plataformas estaban inactivas, llenas de naves en los ensambladeros principales y los auxiliares, pero muy pocas entraban o salían, y los hombres estaban mejor allá en las minas, donde su experiencia podría servir de algo.
No todos los trabajadores transferidos tenían la habilidad necesaria para realizar lo que les pedían. Uno había muerto en Downbelow, aplastado mientras trataba de extraer un tractor oruga del fango donde lo había metido un compañero inexperto. Tenía que añadir sus condolencias a las que Emilio ya había remitido a la familia en la estación.
Se habían producido otros dos asesinatos en cuarentena, y en la vecindad de las plataformas se había descubierto un cuerpo a la deriva. Se suponía que a la víctima la habían lanzado viva al exterior. Se culpó a la sección de cuarentena. Los miembros de seguridad intentaban establecer la identidad de la víctima, pero el cuerpo estaba muy mutilado.
Hubo un caso de otra clase, un juicio que implicaba a dos familias residentes desde hacía mucho tiempo y que compartían su alojamiento en turnos rotatorios. Los primitivos residentes acusaron a los recién llegados de ratería y apropiación ilícita. Damon le envió el caso como ejemplo de un problema creciente. El consejo debería emprender alguna acción para establecer una responsabilidad clara en tales casos.
Un operario de plataforma asignado a su puesto estaba en el hospital, medio muerto por la tripulación del mercante militarizado Janus. Las tripulaciones militarizadas exigían privilegios de mercante y acceso a los bares, contra algunas autoridades de la estación que intentaban someterlos a la disciplina militar. Los huesos rotos se restablecerían, pero las relaciones entre los funcionarios de la estación y las tripulaciones mercantes estaban en peor condición. El siguiente oficial estacionado que salió con las patrullas temía que le degollaran. Las familias mercantes no estaban acostumbradas a ver extraños a bordo. Angelo envió un mensaje a la oficina militar: «No se asignará personal a las naves militares sin permiso del capitán de la nave. Estas naves patrullarán bajo sus propios oficiales, en tanto no se resuelvan las dificultades morales.»
Esto sería causa de angustia en algunas dependencias pero produciría menos de la que crearía un motín, la revuelta de una nave mercante contra la autoridad de la estación que intentara dirigirla. Elene le había advertido, y ahora él había encontrado la ocasión de poner en práctica la advertencia, unas circunstancias en las que el jefe de la estación podría dejar de lado las opiniones del consejo para seguir manteniendo su autoridad sobre los cargueros armados.
Se producían crisis constantes en los suministros. Angelo firmaba autorizaciones cuando era necesario, algunas después de consumados los hechos, aprobando la inventiva de los supervisores locales, especialmente en las minas. Bendecía a los subordinados cualificados que habían aprendido a descubrir excedentes ocultos en otros departamentos.
Había necesidad de efectuar reparaciones en la sección de cuarentena y el departamento de seguridad pedía autorización para que fuerzas armadas desalojaran y cerraran una parte del sector naranja tres mientras durasen las tareas, lo cual significaba el traslado de numerosos residentes. Se calificaba como urgente pero sin que supusiera la amenaza de pérdida de vidas; en cambio sí que era una amenaza introducir un equipo de reparación sin cerrar la zona. Angelo estampó el sello de «Autorizado». Cerrar los sistemas de drenaje en aquel sector podía producir enfermedades.
—La capitana mercante Ilyko desea verle, señor.
Angelo contuvo el aliento y oprimió el botón de la consola, haciendo entrar a la mujer. Era robusta, de cabellos grises y con arrugas que las drogas de rejuvenecimiento no habían podido impedir a tiempo. O quizá estaba ya en el declive de su vida… Aquellas drogas no tenían efectos indefinidos. Angelo hizo un ademán para que tomara asiento, y la capitana lo aceptó agradecida. Había enviado la solicitud de entrevista una hora antes, mientras la nave se aproximaba. Procedía del Ojo del Cisne, un transporte de bidones con base en Mariner. Angelo conocía a la gente de allí, pero no a aquella mujer. Ahora era una más de los suyos, pues había sido militarizada, como indicaba el cordón azul que llevaba en las mangas.
—¿Cuál es el mensaje y de quién? —le preguntó. La mujer buscó en sus bolsillos y extrajo un sobre, que depositó sobre la mesa de Angelo.
—Es del Hammer de Olvigs, procedente de Viking. Nos hizo señales allá afuera y nos entregó esto en mano. Van a permanecer algún tiempo sin penetrar en el radio de exploración de la estación… Tienen miedo, señor. No les gusta nada lo que ven.
—Viking. —La noticia de aquel desastre había llegado mucho tiempo atrás—. ¿Y dónde han estado desde entonces?
—Su mensaje podría aclararlo, pero afirman que han sufrido daños al salir de Viking. Efectuaron un salto corto y estuvieron vagando sin rumbo. Es lo que dicen. Desde luego, su nave presenta daños, pero llevan una carga. Ojalá hubiéramos tenido tanta suerte cuando huimos, así ahora no deberíamos realizar servicio militar para pagar el ensamblaje de nuestra nave en la plataforma.
—¿Sabe usted qué hay detrás de todo esto?
—Lo sé —dijo ella—, algo se está tramando y pronto lo veremos, señor Konstantin. A mi entender, la Hammer trató de saltar a la Unión, pero se arrepintieron antes de llegar. La Unión trató de apoderarse de ella, y emprendieron la huida. Ahora han llegado aquí y también están asustados. Querían que me adelantara a ellos y les diera el mensaje, a fin de tener las manos limpias. Imagine su posición si la Unión cree que han venido aquí para entregarles información sobre ellos.
Angelo miró el rostro redondo y los ojos hundidos y oscuros de la mujer, y asintió lentamente.
—Ya sabe lo que sucede aquí si su tripulación habla en la estación o en cualquier otra parte. Eso nos dificultaría mucho las cosas.
—Somos una familia y no hablamos con gente de fuera —dijo ella—. Señor Konstantin, estoy militarizada porque he tenido la mala suerte de venir sin carga y usted nos ha obligado a pagar de algún modo, y porque no podemos ir a ningún otro lugar. El Ojo del Cisne no es uno de los cargueros combinados, carece de reservas y aquí no tiene crédito, como otros. ¿Pero de qué servirá el crédito, señor Konstantin, si Pell deja de funcionar? A partir de ahora, no importan los créditos de su banco. Lo que quiero son suministros en mi bodega.
—¿Es esto un chantaje, capitana?
—Voy a salir con mi tripulación de patrulla y vigilaremos su perímetro. Si vemos naves de la Unión, le avisaremos al instante y saltaremos con la mayor rapidez. Un transporte de bidones no puede esquivar a una nave rápida, y no voy a hacer ninguna heroicidad. Quiero la misma ventaja que tienen las tripulaciones de Pell, las cuales acaparan alimentos y agua que no figuran en los conocimientos de embarque.
—¿Hace usted una acusación en firme de acaparamiento?
—Señor jefe de la estación, usted sabe que hay acaparamiento en todas las naves que favorecen a la estación, y no va a poner en peligro esas relaciones procediendo a investigarlas ¿Cuántos de sus funcionarios se manchan los uniformes haciendo un examen visual de las bodegas y los depósitos? Le pido con toda franqueza que me conceda para mi familia lo mismo que consiguen otros por mancomunarse con ustedes. Suministros. Luego nos marcharemos.
—Tendrá los suministros. —Angelo se volvió entonces y tecleó la petición a través del canal prioritario—. Salga de esta estación lo antes posible.
Cuando el jefe de la estación terminó y se volvió de nuevo hacia ella, la mujer asintió.
—Ha hecho bien, señor Konstantin.
—¿Adónde saltará, capitana, si tiene que hacerlo?
—A la fría Profundidad. Iré a un lugar que conozco, allá en la oscuridad, como hacen muchos cargueros. ¿No lo sabía, señor Konstantin? Vendrán largos y magros años si se produce la invasión. La Unión ayudará a quienes le hayan servido antes. Cuando ocurra habrá que agazaparse y confiar en que tengan una gran necesidad de naves, o dirigirse a la Tierra. Algunas lo harían.
—Usted cree de veras que eso va a ocurrir —dijo Angelo, con el ceño fruncido.
Ella se encogió de hombros.
—Noto la corriente de aire, jefe de la estación. No me quedaría aquí a cambio de nada si la línea no resiste.
—¿Muchos mercantes comparten sus opiniones?
—Nos hemos preparado —dijo ella en voz baja— durante cincuenta años. Pregunte a Quen, jefe de la estación. ¿También usted busca un lugar?
—No, capitana.
Ella se echó atrás y asintió lentamente.
—Mis respetos por ello, jefe de la estación. Puede estar seguro de que no saltaremos sin dar la alarma, lo cual es más de lo que otros de los nuestros harán.
—Sé que es un alto riesgo para usted. Tendrá sus suministros, todo cuanto necesite. ¿Algo más?
Ella negó con la cabeza, flexionando ligeramente su voluminoso cuerpo, y se levantó.
—Le deseo suerte —le dijo, tendiéndole la mano—. Los mercantes que están aquí y no al otro lado de la línea… han elegido su bando contra una fuerza superior; los que todavía se reúnen en la oscuridad y le consiguen suministros de la Unión, no lo hacen buscando beneficios. Aquí ya no hay beneficios, y usted lo sabe, señor jefe de la estación. En el otro lado habría sido más fácil… en algunos aspectos. Él estrechó la gruesa mano de la mujer.
—Gracias, capitana.
—No hay de qué —dijo ella, y tras un breve encogimiento de hombros salió de la estancia.
Angelo abrió el mensaje. Era una nota manuscrita, garabateada. Decía: «Vuelta de la Unión. Transportes que orbitan Viking, cuatro, quizá más. Se rumorea que Mazian se ha dado a la fuga. Naves perdidas: Egipto, Francia, Estados Unidos, puede que otras. La situación se desmorona.» No estaba firmado ni hacía mención del buque que lo había emitido. Angelo estudió el mensaje un momento y luego se levantó, abrió la caja fuerte y guardó en ella el papel. Notaba una sensación de náusea. Los observadores podían equivocarse. Era posible difundir la información, propalar deliberadamente los rumores. Aquella nave probablemente no entraría. El Hammer observaría algún tiempo, tal vez intentaría entrar o se daría a la fuga. Cualquier intento de atraerlos para un interrogatorio directo sería una mala política con respecto a los demás mercantes. Los cargueros rodeaban Pell, esperando alimentos, agua y suministros de la estación, utilizando el crédito mancomunado que ellos debían aceptarles por temor a los alborotos: antiguas deudas con las estaciones desaparecidas. Usaban los suministros de la estación en vez de las preciosas mercancías acaparadas que tenían a bordo, en previsión del día en que tendrían que salir huyendo. Era cierto que algunos descargaban, pero eran más los que no lo hacían.
Envió un mensaje a la consola exterior: «Termino la jornada. Pueden encontrarme en casa. Si no hay nada urgente, esperen a que vuelva.»
Recogió algunos de sus documentos menos turbadores, los guardó en el maletín, se puso la chaqueta y salió haciendo una inclinación de cortesía a su secretaria y a los funcionarios que tenían sus despachos en la misma sala. En los últimos días había trabajado hasta muy tarde, y al menos se merecía la oportunidad de trabajar más cómodamente, leer los documentos que llevaba en el maletín sin interrupciones. En Downbelow habían tenido problemas. Emilio había enviado a los responsables la semana pasada, con una severa denuncia contra aquellas personas y la política que representaban. Damon ordenó que los enviaran de inmediato a las minas, lo cual era un modo rápido de cubrir los puestos vacantes. El consejo de defensa denunció la existencia de prejuicios en Asuntos Legales, y urgió que se borraran las denuncias de las hojas de servicios y se procediera a la rehabilitación de los implicados. Las cosas estaban tomando un cariz preocupante. Jon Lukas había hecho ofertas y exigido contrapartidas, pero aquello ya estaba resuelto. Actualmente, había cincuenta historiales de residentes en cuarentena procesados provisionalmente. Angelo pensó detenerse en la sala de ejecutivos para tomar un trago y realizar allí parte del papeleo, desviando su atención de aquello que todavía le hacía sudar. Tenía un compaginador en el bolsillo, lo llevaba siempre, aunque pudiera confiar en el comunicador. Pensó en ello.
Llegó a su casa en el sector azul uno y abrió la puerta.
—¿Angelo?
Alicia estaba despierta. Dejó el maletín y la chaqueta sobre la silla al lado de la puerta.
—Ya estoy en casa —dijo él, sonriendo a la vieja nativa que salió de la habitación de Alicia a recibirle—. ¿Has tenido un buen día, Lily?
Lily asintió, devolviéndole la sonrisa, y fue a recoger las cosas que él había dejado en la entrada. Angelo penetró en la alcoba, se inclinó sobre la cama y besó a Alicia. Ella le sonrió, inmóvil como lo estaba siempre bajo las sábanas inmaculadas, con Lily para atenderla, darle la vuelta y cuidarla con el cariño acumulado en muchos años. Las paredes eran pantallas. La vista alrededor de la cama era de estrellas, como si colgaran en medio del espacio; estrellas y, a veces, el sol, las plataformas y corredores de Pell, o imágenes de los bosques de Downbelow, la base, la familia, de todas las cosas que la complacían. Lily cambiaba las secuencias para ella.
—Damon ha estado aquí —murmuró Alicia—. Con Elene, durante el desayuno. Ha sido agradable. Elene tiene un buen aspecto, se siente muy feliz.
Con frecuencia la visitaban, uno u otro, sobre todo cuando Emilio y Miliko estaban lejos. Angelo recordó una sorpresa, una cinta que se había guardado en el bolsillo de la chaqueta por temor a olvidarla.
—He tenido un mensaje de Emilio. Te lo pondré.
—Angelo, ¿algo no va bien?
Él se detuvo y movió la cabeza tristemente.
—No se te escapa nada, querida.
—Conozco bien tu rostro, amor. ¿Malas noticias?
—No de Emilio. Las cosas van muy bien allá abajo, mucho mejor. Infoma que hay considerables progresos en los nuevos campamentos. No han tenido ningún problema con el personal de cuarentena, la carretera está expedita hasta la base número dos, y hay bastantes deseosos de que los transfieran.
—Creo que sólo me entero del mejor lado de los informes, pero también miro los corredores, Angelo, y puedo ver la expresión de la gente.
Él volvió la cabeza para que pudiera mirarle más cómodamente.
—Se está preparando la guerra. Eso es lo que ocurre. Los bellos ojos de la mujer, hermosos todavía, en un rostro delgado y pálido, no parpadearon.
—¿Está muy cerca?
—No tanto, pero los mercantes se ponen nerviosos. No hay señales de que se vaya a desencadenar enseguida, pero me preocupa la moral de la gente.
Ella miró a su alrededor y señaló las paredes.
—Haces que todo mi mundo sea bello, pero ¿lo es en realidad el que está ahí afuera?
—Por ahora Pell no corre peligro. No hay nada inminente. Sabes que soy incapaz de mentirte. —Se sentó en el borde de la cama y le cogió la mano—. Hemos visto encenderse la guerra otras veces y todavía estamos aquí.
—¿Están muy mal las cosas?
—He hablado con un mercante hace unos momentos, y me ha mencionado las actitudes de los mercantes, los lugares en la Profundidad, apropiados para esconderse y esperar. Se me ocurre que hay más estaciones de las que dejó Pell, pedazos de roca en sitios improbables… cosas que saben bien los mercantes y quizá Mazian, Sí, seguro que lo sabe. Lugares a los que pueden ir las naves para protegerse de las tormentas. Si llega a plantearse una situación grave, tendremos algunas opciones.
—¿Te marcharías? Él negó con la cabeza.
—Jamás, jamás, pero todavía tenemos la posibilidad de convencer a los muchachos para que lo hagan. Ya persuadimos a uno para que fuera a Downbelow. Intentémoslo ahora con el más joven y con Elene, que es nuestra mejor esperanza. Ella tiene amigos allí, conoce a Damon y podría persuadirle.
Le apretó la mano. Alicia Lukas-Konstantin necesitaba a Pell, necesitaba la maquinaria, el equipo que una nave no podría mantener fácilmente. Estaba unida a Pell y a las máquinas. Y la transferencia de su cortejo de metal y técnicos sería público, supondría el anuncio del fin difundido por vídeo. Ella se lo había recordado. «Soy Pell», le había dicho riendo sin alegría. Una vez había estado a su lado. Él no se iba. Jamás lo haría sin ella, abandonando lo que su familia había construido a lo largo de los años, lo que ellos habían construido juntos.
—No está cerca —repitió, pero pensó que sí lo estaba.
Jon Lukas recogió los documentos y miró a los hombres apiñados ante su mesa en la oficina de la plataforma. Fue una mirada larga, para dejar bien clara su posición. Luego dejó los papeles sobre la mesa y Bran Hale los recogió y los pasó a los otros.
—Se lo agradecemos —dijo Hale.
—La Compañía Lukas no necesitaba empleados. Ustedes lo comprenden. Procuren ser útiles. Esto es un favor personal, una deuda, si quieren. Aprecio la lealtad.
—No habrá ningún problema —dijo Hale.
—Es importante que mantengan la calma. El mal carácter ya les ha costado la pérdida de su permiso de libre circulación como miembros de seguridad. No demuestren ese mal carácter si trabajan para mí. Se lo advierto. Se lo advertí cuando trabajábamos juntos en Downbelow.
—Lo recuerdo —dijo Hale—, pero nos hicieron salir a toda prisa, señor Lukas, por razones personales. Konstantin buscaba una excusa. Está cambiando sus normas, deshaciendo todo lo que usted había hecho, y procuramos tener paciencia, señor.
—Eso es inevitable —dijo Jon—. No estoy allí y no puedo arreglar las cosas, y ahora tampoco ustedes. Habría preferido que Jacoby los hubiera sacado de allí en otras condiciones, pero el caso es que están aquí y ahora han de recurrir al empleo privado. —Se reclinó en su asiento—. Podría necesitarles. Piensen también en eso. Las cosas podrían haber sido peores… ahora, en la estación, se acabó el barro y los dolores de cabeza debidos a la mala atmósfera. Trabajan para la compañía en todo lo que se presente, y deben usar la mente y hacer las cosas bien.
—Sí, señor —dijo Hale.
—Y otra cosa, Lee… —Jon miró a Lee Quale y añadió—: Puede que de vez en cuando tenga que hacer guardia en la propiedad Lukas. Puede que tenga un arma, pero no se le ocurra disparar. ¿Sabe lo cerca que estuvo de Corrección a causa de eso?
—Un bastardo golpeó el cañón —murmuró Quale.
—Damon Konstantin dirige Asuntos Legales. Es el hermano de Emilio, de modo que, como pueden ver, Angelo lo tiene todo en el bolsillo. Si dispusiera de más cargos contra ustedes, podría haberles enviado al molino. Piensen en los riesgos la próxima vez que se enfrenten con los Konstantin.
Se abrió la puerta y entró Vittorio, el cual hizo caso omiso de la expresión de Lukas, molesto por la interrupción. Se acercó a él y se inclinó para hablarle al oído.
—Ha llegado un hombre, en una nave llamada Ojo del Cisne.
—No conozco tal nave. Puede esperar.
—No —insistió Vittorio—. Escúchame. No estoy seguro de que esté autorizado.
—¿Cómo? ¿No autorizado?
—Los documentos. No estoy seguro de que tenga derecho a estar en la estación. Está ahí afuera. No sé qué hacer con él.
Jon soltó un bufido. Tanto la oficina como la plataforma estaban llenas de testigos.
—Hazle pasar —le dijo, y a Hale y sus hombres—: Salgan afuera. Rellenen los papeles y entréguenlos al personal. Hagan lo que les pidan. Salgan.
Los hombres le dirigieron miradas sombrías, sintiéndose ofendidos.
—Vámonos —les dijo Hale, acompañándoles al exterior. Vittorio se apresuró a salir tras ellos y dejó la puerta abierta.
Un momento después entró un hombre con atuendo de mercante y cerró la puerta tras él, sin más ni más, con un movimiento que no reflejaba temor ni disimulo, como si él mandara. Era el suyo un rostro vulgar, sin ningún rasgo sobresaliente, y aparentaba unos treinta años. Sus modales eran fríos y sosegados.
—Señor Jon Lukas —dijo el recién llegado.
—Soy yo.
El hombre dirigió miradas significativas al techo y las paredes.
—No hay micrófonos ocultos —le dijo Jon—. ¿Se presenta aquí públicamente y teme que haya escuchas?
—Tengo que protegerme.
—¿Cuál es su nombre? ¿Quién es usted?
El hombre se adelantó, se quitó un anillo de oro de un dedo y sacó del bolsillo un carnet de identidad de una estación. Depositó ambas cosas sobre la mesa. Era de Dayin.
—Usted hizo una proposición.
Jon permaneció sentado, inmóvil.
—Protéjame, señor Lukas.
—¿Quién es usted?
—He venido en el Ojo del Cisne. El tiempo es limitado. En cuanto hayan cargado los suministros se marcharán.
—Le he pedido su nombre. No trato con personas desconocidas.
—Deme usted un nombre. Uno de sus hombres que pueda ir al Ojo del Cisne, un rehén, uno que pueda tratar en su nombre si es necesario. Usted tiene un hijo.
—Vittorio.
—Envíele a él.
—Le echarán en falta.
El recién llegado le miró con frialdad y obstinación. Jon se guardó el carnet y el anillo y oprimió el botón del intercomunicador.
—Vittorio.
La puerta se abrió y entró Vittorio, con una expresión aprensiva. Cerró la puerta de nuevo.
—La nave que me ha traído le llevará a usted —dijo el hombre—, le llevará a una nave llamada Hammer, Vittorio Lukas, en la periferia. No ha de temer a las tripulaciones de ninguna de las dos naves. Son de confianza. Incluso la capitana del Ojo del Cisne está muy interesada en su seguridad, pues quiere recuperar a su propia familia. Estará usted bien seguro.
—Haz lo que dice —ordenó Jon a Vittorio, que estaba pálido como la cera.
—¿Que vaya? ¿Así, sin más?
—No corres ningún riesgo. Estarás a salvo… mucho más que aquí cuando llegue lo que ha de llegar. Tus papeles, el carnet, la llave; déselo todo a él. Irás al Ojo del Cisne con una de las entregas. No pongas cara de culpabilidad y no salgas. Es bastante fácil.
Vittorio se quedó mirándolo.
—Te aseguro que estás a salvo —dijo el desconocido—. No tienes más que ir ahí afuera y esperar, actuar como enlace de nuestras operaciones.
—Nuestras…
—Me han dicho que me comprendes. Vittorio buscó en un bolsillo y sacó sus documentos. Parecía asustado.
—El número de ordenador —le instó el otro. Vittorio lo anotó en una hoja del bloc que estaba sobre la mesa.
—No te preocupes —dijo Jon—. Te digo que estarás mejor allí que aquí.
—Eso es lo que le dijiste a Dayin.
—Dayin Jacoby está perfectamente —dijo el desconocido.
—No lo estropees, hijo. Actúa bien. Si enredas las cosas acabaremos todos en Corrección. ¿Está claro?
—Sí, señor —replicó débilmente Vittorio.
Jon le indicó la puerta con un movimiento de cabeza. Vacilante, Vittorio le tendió la mano, que él estrechó maquinalmente… Ni siquiera ahora le gustaba, no podía gustarle, aquel hijo suyo. Tal vez ahora que Vittorio demostraba serle de alguna utilidad, cambiaría su opinión.
—Te lo agradezco —musitó, sintiendo que cierta cortesía evitaría heridas. Vittorio asintió.
—Es esta plataforma —dijo el desconocido mientras seleccionaba los papeles de Vittorio—. Ensambladero número dos. Date prisa.
Cuando salió Vittorio, el desconocido se guardó los documentos y el número de ordenador en el bolsillo.
—El uso del número periódicamente debería satisfacer al ordenador —dijo el hombre.
—¿Quién es usted?
—Llámame Jessad —replicó el otro—. Vittorio Lukas, supongo, por lo que respecta al ordenador. ¿Cuál es su residencia?
—Vive conmigo —dijo Jon, deseando que fuera de otro modo.
—¿Alguien más? ¿Alguna mujer, amigos íntimos que no comprenderían esto?
—Los dos solos.
—Es lo que indicó Jacoby. Residencia con usted… muy conveniente. ¿Provocará comentarios que vaya por ahí con sus ropas?
Jon se sentó en el borde de la mesa y se enjugó el sudor con la mano.
—No tiene por qué preocuparse, señor Lukas.
—Ellos… la Flota de la Unión… ¿van a venir?
—Tengo que arreglar algunas cosas. Soy un consejero, señor Lukas. Ese sería un término adecuado. Una persona prescindible. Un hombre, una o dos naves, es un pequeño riesgo en comparación con los beneficios. Pero quiero vivir, como puede comprender, y propongo que no prescinda de mí a la ligera. No quisiera que cambie de opinión, señor Lukas.
—Le han enviado aquí… sin apoyo…
—Habrá todo el apoyo necesario cuando llegue el momento. Hablaremos esta noche, en su residencia. Estoy totalmente en sus manos. Entiendo que no hay un fuerte vínculo entre usted y su hijo.
Jon se sonrojó.
—Eso no es asunto suyo, señor Jessad.
—¿No? —Jessad le miró lentamente de arriba abajo—. Se acerca la invasión, puede estar seguro de ello. Usted ha apostado por el lado vencedor. Está de acuerdo en realizar ciertos servicios por una posición. A mí me tocará evaluarle. Es un asunto muy comercial, comprenda el sentido, pero hará bien en seguir mis órdenes y no hacer nada sin mi consejo. Tengo cierta experiencia de situaciones como esta. Me han advertido de que usted no permite un control doméstico, que Pell es muy obstinada en este punto, que no hay aparato.
—No lo hay —dijo Jon, tragando saliva—. Va contra la ley.
—Eso es muy conveniente. Detesto estar controlado por las cámaras. Las ropas, señor Lukas. ¿Son aceptables en sus corredores?
Jon se volvió, buscó, en su escritorio y encontró el formulario adecuado. El corazón le latía con fuerza. Si detenían a aquel hombre, si había sospechas, su firma figuraría en el documento… pero ya era demasiado tarde. Si subían a bordo del Ojo del Cisne y lo registraban, si alguien notaba que Vittorio no abandonaba la nave antes de que ésta despegara de la plataforma…
—Tenga —le dijo, arrancando el pase—. No enseñe esto a nadie a menos que le detengan los agentes de seguridad—. Oprimió el botón del comunicador y se inclinó sobre el micro—. ¿Está Bran Hale todavía ahí? Háganle pasar. Solo.
—No necesitamos que nadie más participe en esto, señor Lukas —dijo Jessad.
—Me ha pedido consejo acerca de los corredores, pues ahí va. Si le detienen, dirá que es un mercante a quien le han robado los documentos. Se dirige a la administración para exponer el caso, y Hale le escolta. Deme los papeles de Vittorio. Yo puedo llevarlos. No se arriesgue a que le capturen con ellos, con esa historia. Lo arreglaré todo cuando llegue a mi apartamento esta noche.
Jessad le entregó los documentos a cambio del pase.
—¿Y que les hacen a los mercantes a quienes les han robado los papeles?
—Llaman a toda la familia de su nave y se produce una gran conmoción. Si las cosas llegan a ese punto, pueden acabar deteniéndole y sometiéndole a Corrección, señor Jessad. Pero aquí se sabe que el robo de documentos es frecuente, y ésta es una cobertura mejor que su plan. Si le detiene, acepte cuanto le digan y confíe en mí, porque dispongo de naves y puedo llegar a algún arreglo. Diga que pertenece a la Sheba. Yo conozco a la familia de esa nave.
Se abrió la puerta y apareció Bran Hale. Jessad se puso en guardia de inmediato. Si estaba a punto de decir algo, cerró la boca.
—Confíe en mí —repitió Jon, sintiendo una cierta satisfacción ante le desconfianza del desconocido—. Bran, ya puede hacer algo útil. Lleve a este hombre a mi apartamento. —Buscó la llave en su bolsillo—. Espere dentro con él hasta que yo llegue. Pónganse cómodos. No tardaré mucho. Si les detienen, él ya sabe lo que ha de decir. Usted limítese a seguirle. ¿De acuerdo?
Hale miró a uno y a otro, y asintió sin hacer preguntas. Era un hombre inteligente, aquel Hale.
—Puede confiar en este hombre, señor Jessad —le dijo Jon.
Jessad le dirigió una rígida sonrisa y le ofreció la mano. Jon la aceptó y se dio cuenta, por la firmeza del apretón, de que los nervios de aquel hombre no eran normales. Salió con Hale y Jon se quedó de pie junto a su mesa, mirando cómo se alejaban. El personal de la oficina era como Hale, gente de Lukas, de nivel administrativo y dignos de confianza. Hombres y mujeres que él había elegido… y no era probable que ninguno de ellos trabajase también en favor de Konstantin, pero a pesar de todas estas seguridades, Jon seguía sintiéndose inquieto. Desvió la vista de la puerta, abrió un armario y se sirvió un trago, pues si Jessad tenía una apariencia de serenidad increíble, a él le temblaban las manos a causa de aquel encuentro y las posibilidades que encerraba. Un agente unionista. Era una farsa y una consecuencia demasiado complicada de su intriga con Jacoby. Él había extendido una antena experimental y alguien había elevado los riesgos del juego a un nivel ridículo.
Las naves de la Unión se acercaban. Debían estar muy cerca para que corrieran el enorme riesgo de enviar a alguien como Jessad. Jon volvió a sentarse ante su mesa, tomó un trago y trató de pensar con coherencia. El engaño del computador no podría durar mucho. Calculó que Jessad sólo podría hacerse pasar por Vittorio unos cuantos días, y si algo iba mal a él, le cazarían a él y no a Jessad, pues éste no estaba registrado por el ordenador. Puede que Jessad fuese prescindible en los planes de la Unión, pero él lo era más todavía.
Tuvo una súbita inspiración y empezó a llenar unos formularios para la utilización de un pequeño transporte. Lukas disponía de tripulaciones que no hablarían, como la de Sheba, hombres a quienes no les importaría ocultar a alguien a bordo, falsificar los conocimientos de embarque, la tripulación o la lista de pasajeros. El rastreo de las rutas del mercado negro había producido toda clase de datos interesantes que algunos capitanes querían conocer. Aquella tarde otra nave saldría hacia las minas, y el número de ordenador de Vittorio se cambiaría en el registro de la estación. El movimiento de una nave pasaría desapercibido. Nadie prestaba atención a los pequeños transportes. Sería un viaje de ida y vuelta a las minas con una nave que no amenazaba la seguridad porque carecía de velocidad, capacidad para el salto interestelar y armas. Puede que, aun así, tuviera que responder a algunas preguntas de Angelo, pero sabía todas las respuestas adecuadas. Transmitió la orden al ordenador, observó con satisfacción cómo se la tragaba la máquina y enviaba notificación a la Compañía Lukas de que cualquier nave que partiera tenía que llevar algunos artículos de la estación a las minas y que se trataba de carga libre. De ordinario, habría protestado por el volumen de la tasación por transporte libre, pues era excesiva, pero ahora tecleó: «Aceptado 1/4 carga de estación; partirá a las 1700».
El ordenador tomó los datos. Jon se reclinó en su asiento, con un suspiro de alivio, y el ritmo de su corazón se hizo más razonable. Tratar con el personal era fácil; conocía a los hombres adecuados.
Se puso a trabajar de nuevo, solicitando nombres al ordenador, eligiendo a la tripulación, una familia mercante que trabajaba para Lukas desde hacía tiempo.
—Haga pasar a los Kulin en cuanto lleguen a la oficina —ordenó a su secretaria a través del comunicador—. Hay un encargo esperándoles. Llene los documentos lo antes posible. Recoja cualquier cosa que podamos enviar y ordene la carga. Consiga luego un equipo de plataforma para cargar la nave, sin discusiones, deles lo que pidan. Asegúrese de que los documentos son intachables y que no hay ningún obstáculo, absolutamente ninguno, en las entradas del ordenador. ¿Comprendido?
—Sí, señor —respondió la secretaria, y un instante después—: Contacto efectuado con los Kulin. Están en camino y le agradecen el encargo, señor.
La Annie era conveniente, una nave lo bastante cómoda para una gira prolongada por las minas en las que Lukas tenía intereses, y lo bastante pequeña para pasar desapercibida. Había realizado giras como aquella en su juventud, cuando aprendía el oficio. Y eso era lo que haría Vittorio. Apuró el vaso y movió nervioso los papeles sobre su mesa.
Josh se tendió sobre la colchoneta en el reducido gimnasio. Damon se inclinó sobre él, con las manos sobre las rodillas y el atisbo de una expresión divertida en el rostro.
—Estoy agotado —dijo Josh cuando pudo respirar, los costados doloridos—. Había hecho ejercicio, pero no tanto.
Damon se tendió también sobre la colchoneta, respirando a su vez con dificultad.
—Creo que ya tenemos bastante por hoy. ¿Necesitas ayuda?
Josh gruñó, dio media vuelta y se apoyó en los brazos para levantarse pesadamente, temblándole todos los músculos y sintiéndose un poco avergonzado ante los hombres y mujeres en mejor forma que pasaban por la empinada pista que rodeaba todo el núcleo interior de Pell. Había mucha gente y resonaba el rumor de las conversaciones. Estaba libre, y lo peor que podía temer allí era que se rieran un poco de él. Hubiera seguido corriendo de haber podido. Ya había corrido más de lo que debió, pero le molestaba que se hubiera terminado el tiempo.
Le temblaban las rodillas y le dolía el vientre.
—Vamos —dijo Damon, levantándose con más facilidad. Damon le cogió del brazo y le acompañó a los vestuarios—. Toma un baño de vapor. Eso, al menos, te relajará. Tengo un poco de tiempo antes de regresar a la oficina.
Entraron en el caótico vestuario, se desnudaron y arrojaron las ropas a la lavadora común. Había rimeros de toallas para usarlas a discreción. Damon le entregó un par y le mostró la puerta sobre la que se leía la palabra VAPOR. Tras una ducha rápida pasaron a una serie de cubículos envueltos en vapor, a los lados de un largo pasillo. Estaban ocupados en su mayor parte. Encontraron algunos libres hacia el final de la fila, entraron en uno y se sentaron en los bancos de madera. Josh pensó en la cantidad de agua que se desperdiciaba allí y observó cómo Damon vertía el agua sobre su cabeza y echaba el resto en un recipiente de metal caliente hasta que el vapor le envolvía en una nube blanca. Josh se lavó de manera similar y se secó con la toalla, falto de aliento y sintiéndose mareado por el calor.
—¿Estás bien? —le preguntó Damon.
Él asintió. No quería estropear la ocasión, deseaba a toda costa mantener la normalidad mientras estaba con Damon. Ponía todo su empeño en permanecer equilibrado, como si caminara por una cuerda floja y corriera el peligro de caer en un exceso de confianza a uno u otro lado. Le aterraba poner su confianza en alguien, sin reservas. Pero detestaba estar solo, nunca le había gustado la soledad. Era una certidumbre que aparecía con frecuencia entre los jirones de su memoria mutilada, firme como una verdad. Damon se cansaría de él. La novedad se agotaría. Una compañía como la suya tenía que resultar inaguantable al cabo de algún tiempo. Y entonces estaría solo, con la mitad de su mente y una libertad simbólica, en la prisión que era Pell.
—Hay algo que te preocupe?
—No, no. —Quiso cambiar de tema desesperadamente—. Creí que Elene se reuniría con nosotros aquí.
—Empieza a notársele un poco el embarazo. No tiene ganas de venir.
—Ya.
Parpadeó y desvió la vista. Eran cosas demasiado íntimas y él se sentía como un intruso. En aquellos aspectos era un ingenuo. Las mujeres… Creía haber conocido a algunas, pero no embarazadas, no una relación como la que existía entre Damon y Elene, estable, duradera. Recordó a alguien a quien había amado, una relación antigua, pasada, un amor adolescente. Él era un niño entonces. Intentó seguir los hilos hasta ver adonde conducían, pero se enmarañaron. No quería pensar así en Elene, no podía. Recordó las advertencias, el deterioro psicológico, como lo habían llamado. Deterioro…
—¿Está bien, Josh?
Él parpadeó de nuevo, lo que podía llegar a convertirse en un tic nervioso si seguía haciéndolo.
—Algo te está fastidiando.
Él replicó con un gesto vago. No quería verse atrapado en una discusión.
—No lo sé.
—Estás preocupado por algo.
—No, por nada.
—¿No confías en mí?
El parpadeo oscurecía su visión. El sudor le cubría los ojos. Se enjugó el rostro.
—Como quieras —dijo Damon.
Se levantó y fue a la puerta del cubículo de madera, tratando de interponer una distancia entre ellos. Sentía náuseas en el estómago.
—Josh.
Un lugar oscuro, cerrado… Podía echar a correr, liberarse de aquella proximidad, de las exigencias a las que se veía sometido. Si lo hacía, le arrestarían, le harían volver al hospital, entre paredes blancas.
—¿Estás asustado? —le preguntó Damon sin ambages.
El muchacho hizo un gesto de impotencia. Las conversaciones de los demás cubículos formaban un rumor sostenido, ininteligible, que envolvía su celda como el vapor.
—¿Qué es lo que imaginas? —le preguntó Damon—. ¿Que no soy sincero contigo?
—No.
—¿Que no puedes confiar en mí?
—No.
—Entonces, ¿qué?
Josh estaba a punto de sentirse enfermo. Tenía ya experiencia de aquella sensación.
—Desearía que hablaras —le dijo Damon. El muchacho le miró, de espaldas a la partición de madera.
—Te detendrás cuando te canses del proyecto —le dijo débilmente.
—¿Detener qué? ¿Otra vez estás pensando en que voy a abandonarte?
—¿Entonces, qué es lo que quieres?
—¿Crees que eres una curiosidad? —le preguntó Damon. Él tragó la bilis que le había subido a la garganta.
—Esa es la impresión que tienes, ¿verdad? ¿Eso es lo que crees de Elene y de mí?
—No quiero pensar eso —logró decir el muchacho finalmente—, pero soy una curiosidad. ¿Qué otra cosa podría ser?
—No lo eres —negó Damon.
En su rostro empezó a agitarse un músculo. Se sentó en el banco y trató de detener el tic. Ya no tomaba píldoras, y deseaba tenerlas, para permanecer tranquilo y no pensar, para salir de allí y librarse del sondeo al que le sometían.
—Te tenemos simpatía —le dijo Damon—. ¿Hay algo de malo en eso?
Él siguió sentado, paralizado, el corazón martilleándole.
—Vámonos —dijo Damon, poniéndole en pie—. Ya has tenido bastante calor.
Josh se levantó. Tenía las rodillas débiles y la visión borrosa por el sudor, la temperatura y el reducido espacio de la sauna. Damon le ofreció una mano. Él la rechazó y caminó tras el otro hombre por el pasillo hasta el extremo de la estancia.
El aire más fresco le aclaró un poco la cabeza. Permaneció unos momentos más de los necesarios en la ducha, y salió un poco más calmado, envuelto en una toalla, hacia el vestuario. Damon estaba tras él.
—Lo siento —le dijo a Damon, por todo en general.
—Son los reflejos. —Con el ceño fruncido, le cogió del brazo antes de que pudiera volverse. Josh retrocedió y golpeó el armario con su cuerpo, produciendo un ruido resonante.
Un lugar oscuro. Un caos de cuerpos. Manos sobre él. Apartó su mente de todo aquello, se apoyó temblando en el metal, mirando fijamente el rostro inquieto de Damon.
—¿Josh?
—Lo siento —repitió—. Lo siento.
—Parece como si fueras a desmayarte. ¿Ha sido el calor?
—No lo sé —musitó—. No lo sé. —Se sentó en el banco para recobrar el aliento. Al cabo de un momento estaba mejor. La oscuridad retrocedió—. Lo lamento de veras. —Estaba deprimido, convencido de que Damon no podría tolerarle más. La depresión iba en aumento—. Quizá será mejor que vuelva al hospital.
—¿Tan mal estás?
No quería pensar en su habitación, el sobrio apartamento de paredes desnudas, frías. En el hospital conocía a varias personas, los médicos le conocían y podrían tratarle cuando tuviera aquellos ataques de depresión, y él sabía que sus motivos se limitaban al cumplimiento del deber.
—Llamaré a la oficina —dijo Damon— y les diré que voy a llegar tarde. Te llevaré al hospital si crees que es necesario.
Él apoyó la cabeza en las manos.
—No sé por qué hago esto. Recuerdo algo, pero no sé qué es. Me provoca náuseas.
Damon se sentó a horcajadas en el banco y esperó a que continuara.
—Puedo imaginarlo —le dijo finalmente, y el muchacho alzó la vista, recordando con inquietud que Damon había tenido acceso a todos sus datos.
—¿Qué es lo que se imagina?
—Tal vez ha estado demasiado encerrado, y la celda del vapor se lo ha recordado. Muchos refugiados sienten pánico por los lugares cerrados y llenos de gente.
—Pero yo no llegué con los refugiados. Lo recuerdo.
—¿Y qué más?
Un tic contorsionó su rostro. Se levantó, empezó a vestirse y, al cabo de un momento, Damon le imitó. Otros hombres iban y venían a su alrededor. Gritos del exterior llegaron a la habitación cuando la puerta se abrió: el ruido normal del gimnasio.
—¿De veras quiere que le lleve al hospital? —le preguntó finalmente Damon.
Josh se puso la chaqueta.
—No, me pondré bien.
Damon juzgó que, efectivamente, se pondría bien, aunque observó que seguía teniendo la piel de gallina, incluso ahora que estaba totalmente vestido. Frunció el ceño e hizo un gesto hacia la puerta. Salieron a la fría cámara exterior y subieron al ascensor con media docena de personas. Cuando salieron, Josh se tambaleó un poco y se detuvo ante el denso tráfago que le rodeaba.
Damon le cogió por un codo y le condujo hasta un asiento junto a la pared del corredor. Al muchacho le satisfizo sentarse, descansar un momento y observar a la gente que pasaba ante ellos. No estaban en el nivel de la oficina de Damon, sino en el sector verde. Desde la sala general, en el extremo, les llegaban las notas de la música. Se habían detenido allí por idea de Damon. Estaban cerca de la pista que conducía al hospital… o tal vez Damon sólo había pretendido encontrar un lugar donde descansar un poco.
—Siento algo de vértigo —le confesó.
—Tal vez sería mejor que volviera al hospital para que le hagan un chequeo. No debí haberle alentado a hacer esto.
—No es el ejercicio. —Josh se inclinó, apoyó la cabeza en las manos, aspiró aire varias veces, con lentitud, y finalmente se enderezó—. Damon, los nombres… conoce los nombres de mi historial. ¿Dónde nací?
—En Cyteen.
—¿Sabe cómo se llamaba mi madre? —Damon frunció el ceño.
—No, no lo dijo. Habló sobre todo de una tía. Se llamaba Maevis.
Josh recordó entonces el rostro de la anciana, y tuvo una cálida sensación de familiaridad.
—La recuerdo.
—¿Se había olvidado de ella?
El tic volvió a su rostro y él procuró ignorarlo, buscando a toda costa la normalidad.
—Como puede comprender, no tengo modo de saber lo que pertenece a su memoria y lo que es imaginado o soñado. No puedes saber a qué atenerte cuando desconoces la diferencia.
—Se llamaba Maevis.
—Sí, vivía en una granja.
Josh asintió, y de repente tuvo un atisbo de un camino soleado, una valla roída por la intemperie. A menudo, en sus sueños, se encontraba en aquel camino, con los pies descalzos en el polvo, y veía una casa, una cúpula prefabricada entre otras muchas, doradas bajo el sol.
—Una plantación, mucho mayor que una granja. Vivía allí… Viví allí hasta que fui a la escuela técnica. Fue la última vez que estuve en un mundo, ¿verdad?
—Nunca mencionó otro.
Josh permaneció callado un momento, recordando la imagen, excitado por ella, por algo hermoso, cálido y auténtico. Trató de recuperar los detalles. El tamaño del sol en el cielo, el color de las puestas de sol, el camino polvoriento que llevaba al pequeño poblado. Una mujer robusta, suave y agradable, y un hombre delgado y preocupado que dedicaba mucho tiempo a maldecir el clima. Las piezas encajaban. Aquel era su hogar y le inspiraba nostalgia.
—Damon… —Hizo acopio de valor, pues aquello era algo más que un sueño placentero—. No tiene ningún motivo para mentirme, ¿verdad? Sin embargo, lo hizo cuando le pedí que me dijera la verdad, hace poco, acerca de la pesadilla. ¿Por qué?
Damon parecía sentirse incómodo.
—Tengo miedo, Damon, me asustan las mentiras, ¿lo comprende? Y me asustan otras cosas. —Tartamudeaba sin poder contenerse, impaciente consigo mismo; los músculos se le contraían, su lengua se volvió torpe y su mente parecía un cedazo—. Deme los nombres, Damon. Ha leído el historial, lo sé. Dígame cómo llegué a Pell.
—Cuando Russell fue destruido, como todos los demás.
—No, empiece por Cyteen. Deme nombres. Damon extendió un brazo sobre el respaldo del banco y le miró con el ceño fruncido.
—El primer servicio que mencionó era una nave llamada Kite. No sé cuántos años estuvo en ella. Tal vez fue la única nave. Por lo que puedo deducir, le hicieron salir de la granja para que estudiara en la escuela técnica y le entrenaron en sistemas de sondeo. Creo que la nave era muy pequeña.
—Una nave de reconocimiento —musitó el muchacho. Y vio en su mente el atestado interior de la Kite, donde la tripulación tenía que moverse en un ambiente con gravedad nula. Había pasado mucho tiempo en la estación Fargone… y de patrulla, en misiones de observación. Recordó a Kitha… Kitha y Lee… la infantil Kitha, por la que había sentido un afecto especial. Y Ulf. Recobraba los rostros y se alegraba al recordarlos. Habían trabajado juntos, en todos sentidos, pues aquel tipo de naves carecía de posibilidad de actividades privadas. Habían convivido juntos durante años.
Y ahora estaban muertos. Era como perderlos de nuevo.
Recordó el grito de advertencia de Kitha. También él había gritado algo, al darse cuenta de que eran un blanco perfecto, por un error de Ulf. Él había permanecido impotente ante el tablero de mandos. Sus armas no podían hacer nada para repeler el ataque. Se estremeció.
—Alguien me recogió.
—Les atacó una nave auxiliar llamada Tigris. Pero en la zona había un carguero que le albergó en su cápsula de señales.
—Continúe.
Damon permaneció silencioso un momento, como si pensara en ello, como si no fuera a continuar. Estaba cada vez más inquieto y sentía una gran tensión.
—Le trajeron a la estación —dijo al fin—, a bordo de un mercante, en camilla, pero sin lesiones. Supongo que la conmoción y el frío le habían afectado… El sistema de habitabilidad había comenzado a estropearse y estuvieron apunto de perderle.
Josh meneó la cabeza. Su mente no conservaba imágenes de aquello. Recordaba las plataformas, los médicos, el interrogatorio, las interminables preguntas, la multitud revuelta que gritaba, un guardia de plataforma que caía y alguien le disparaba fríamente al rostro, mientras estaba tendido en el suelo, aturdido. Muertos por todas partes, pisoteados, un montón de cuerpos ante él y hombres que le rodeaban, tropas armadas. «¡Tienen armas!», había gritado alguien, y entonces se había producido el pánico.
—Le recogieron en Mariner —dijo Damon—. Después de que estallara, cuando buscaban supervivientes.
—Elene…
—Le interrogaron en Russell —siguió diciendo Damon en voz baja, obstinadamente—. Se enfrentaban… no sé a qué. Estaban asustados, tenían prisa. Utilizaron técnicas ilegales, como la Corrección. Querían que les diera información, horarios, movimientos de las naves, todo eso. Pero no podía dárselo, porque estaba en Russell cuando empezó la evacuación y le trasladaron a esta estación. Eso es lo que sucedió. Un sombrío cordón umbilical de la estación a la nave. Tropas y armas.
—Se llamaba Norway.
Josh sintió un nudo en el estómago. Mallory. Mallory y la Norway . Graff. Recordó. El orgullo se había extinguido allí, y el se convirtió en un cero a la izquierda. Quien era, lo que era… no les había importado a las tropas ni a la tripulación. Ni siquiera se trataba de odio, sino de amargura y hastío, la crueldad de que él no importaba, aunque era un ser vivo que experimentaba dolor y sentía vergüenza…, que gritaba cuando el horror le abrumaba y, al darse cuenta de que no le importaba a nadie, dejaba de gritar, de sentir, de luchar.
Podía oír el tono de la voz de Mallory. «¿Quieres volver con ellos? ¿Quieres volver?» Él no quiso. Entonces no quería nada, salvo no sentir en absoluto. Esa era la fuente de sus pesadillas, las figuras oscuras y confusas, lo que le hacía despertarse de noche.
Asintió lentamente, aceptándolo.
—Aquí le internaron en la prevención —dijo Damon—. Le recogieron. Pasó por Russell y la Norway hasta llegar aquí. No crea que hemos introducido algo falso en su Corrección. Tiene mi palabra. ¿Josh?
—Estoy bien —dijo el muchacho, aunque sudaba y le costaba respirar. Seguía sintiendo náuseas. La proximidad emocional o física le producía tales efectos. Ahora podía identificarlo y procuraba dominarse.
—Quédese aquí —le ordenó Damon, levantándose antes de que él pudiera objetar nada, y fue a una de las tiendas situadas a lo largo del corredor.
El muchacho se quedó obedientemente donde estaba, con la cabeza apoyada contra la pared, y su pulso fue serenándose. Se le ocurrió que era la primera vez que se quedaba solo, salvo en el recorrido desde su lugar de trabajo hasta su habitación. Tenía una peculiar sensación de desnudez. Se preguntó si los que pasaban junto a él sabían quién era. La idea le asustaba.
El médico le había dicho que recordaría ciertas cosas cuando dejaran de administrarle las píldoras, pero que podría distanciarse de ellas. Era curioso que pudiera recordar algunas cosas y otras no.
Damon regresó con dos vasos, se sentó y le ofreció uno. Era zumo de fruta con algo más, helado y azucarado, un brebaje que le suavizó el estómago.
—Va a llegar tarde —le recordó a su compañero. Damon se encogió de hombros y no dijo nada.
—Me gustaría… —Hablaba entrecortadamente, lo cual le avergonzaba—… llevarles a usted y a Elene a cenar. Ahora tengo mi trabajo y gano algunos créditos.
—De acuerdo. Se lo diré a Elene. Josh se sintió mucho mejor.
—Quisiera volver solo a casa.
—Como quiera.
—Necesito saber… lo que recuerdo. Discúlpeme.
—Estoy preocupado por usted —le dijo Damon.
Estas palabras conmovieron profundamente al muchacho.
—Pero puedo andar solo.
—¿Cuándo quiere que cenemos juntos?
—Decídanlo usted y Elene. Mi horario es bastante flexible.
Era un triste rasgo de humor. Damon sonrió y apuró su bebida. Josh tomó la suya y se levantó.
—Gracias.
—Hablaré con Elene. Mañana le diré la fecha. Cuídese, y llámeme si me necesita.
Josh asintió, dio media vuelta y echó andar entre la gente que podía conocer su rostro, la multitud que poblaba las plataformas igual que su memoria. No era lo mismo, sino un mundo diferente por donde él caminaba, a lo largo de su porción de corredor, como un nuevo propietario…, caminaba hacia el ascensor entre los nacidos en Pell y esperaba junto a ellos la cabina como si fuera uno más de los suyos.
—Verde siete —dijo una vez dentro, cuando la presión de la gente le impidió oprimir el botón, y alguien lo hizo amablemente por él.
En la atestada cabina estaba hombro contra hombro, pero se sentía bien. Cuando llegó a su nivel, pidió excusas a los demás pasajeros, que no le miraron por segunda vez, y salió al corredor, cerca de su hospedaje.
—Talley —dijo alguien, sobresaltándole. Miró a la derecha, a los guardias de seguridad uniformados. Uno de ellos le saludó con una afable inclinación. Su pulso se aceleró. El rostro le resultaba vagamente familiar—. ¿Ahora vives aquí? —le preguntó el hombre.
—Sí —dijo él en tono de disculpa—. No te recuerdo bien… de antes. Tal vez estabas aquí cuando llegué.
—Sí, estaba aquí —dijo el guardia—. Me alegro de ver que te has recuperado. Parecía decirlo en serio.
—Gracias —respondió Josh, y siguió su camino mientras los guardias se iban por su lado. Las sombras que habían avanzado retrocedieron.
Había creído que eran todos sueños, pero aquello no lo soñaba, sino que había sucedido. Pasó al otro lado del mostrador, a la entrada del hospedaje, y avanzó por el corredor hasta llegar a la habitación número 18. Utilizó su tarjeta para abrir; la puerta se deslizó y Josh entró en su refugio, un cuarto sencillo, sin ventanas… un extraño privilegio, por lo que había oído a través del vídeo acerca del hacinamiento que había en todas partes. Era otro arreglo de Damon.
De ordinario habría conectado el vídeo, utilizando su ruido para llenar el lugar con voces, pues los sueños llegaban cuando los ruidos no estaban presentes.
Se sentó en la cama y permaneció un rato en silencio, sondeando los sueños, los recuerdos y las heridas a medio cicatrizar.
La Norway . Signy Mallory. Mallory.
No se producían problemas. Jon permaneció en la oficina, la más interior de todas, recibió llamadas normales, trabajó en los informes y registros de los almacenes, mientras que una porción de su mente trataba de decidir lo que haría en caso de que sucediera lo peor.
Permaneció hasta más tarde lo habitual, después de que hubiera disminuido la iluminación de las plataformas, cuando buena parte del personal del primer turno se había marchado y había cesado la actividad de la jornada. Sólo quedaban algunos empleados en las otras oficinas para responder al comunicador y atender cualquier contingencia hasta que llegara el personal del turno de noche. A las 1446 el Ojo del Cisne salió sin que le pusieran ningún reparo; Annie y los Kulin salieron con los documentos de Vittorio a las 1703, sin producir ningún revuelo ni tener que responder más que a las preguntas rutinarias sobre horarios y rumbo. Entonces se sintió más tranquilo.
Y cuando la Annie se había alejado de las proximidades de la estación y ya no había ninguna posibilidad razonable de inquietud, cogió su chaqueta, se levantó y se dirigió a su casa.
Utilizó su tarjeta para abrir la puerta, a fin de que el ordenador registrara hasta sus menores movimientos, y encontró a Jessad y Hale sentados uno frente al otro, en silencio. Flotaba en la sala un reconfortante aroma de café. Jon se sentó en un sillón y se reclinó, tomando posesión de su casa.
—Tomaré una taza de café —le dijo a Bran Hale, el cual se levantó y fue a buscarla. Entonces se dirigió a Jessad—: ¿Ha pasado una tarde muy aburrida?
—Agradablemente aburrida. Pero el señor Hale ha hecho lo que ha podido para entretenerme.
—¿Han tenido algún problema para llegar aquí?
—Ninguno —dijo Hale desde la cocina. Regresó con el café y Jon tornó un sorbo. Se dio cuenta de que Hale aguardaba.
Pensó en despedirle y quedarse a solas con Jessad, pero no le pareció bien, como tampoco se lo parecía que Hale hablara demasiado libremente, ni allí ni en ninguna otra parte.
—Agradezco su discreción —le dijo a Hale, y con mucho tacto añadió—: Usted sabe que se está preparando algo. Verá como su esfuerzo tendrá una recompensa mejor que dinero. Procure tan sólo que Lee Quale no cometa indiscreciones. Le informaré puntualmente de todo lo que averigüe. Vittorio se ha ido. Dayin… se ha perdido. Necesito que me ayuden personas inteligentes y dignas de confianza. ¿Me comprendre, Bran?
Hale asintió.
—Hablaremos de esto mañana —le dijo entonces en voz baja—. Gracias.
—¿Está usted seguro aquí? —le preguntó Hale.
—Si no lo estoy, usted se encargará de ello. ¿De acuerdo?
Hale asintió y salió discretamente. Jon se reclinó, con un poco más de seguridad, y miró a su huésped, el cual permanecía sereno y relajado ante él.
—Veo que confía en esta persona y que quiere promoverle en sus asuntos —lo dijo Jessad—. Sabe elegir a sus aliados, señor Lukas.
—Conozco a los míos. —Tomó un sorbo de café caliente y prosiguió—: En cambio no le conozco a usted, señor Jessad o como quiera que se llame. No puedo permitir su plan de utilizar el documento de identidad de mi hijo. He preparado una cobertura diferente para él. Una gira por las posesiones de Lukas: una nave se dirige a las minas y sus papeles van en ella.
Esperó que el otro se enfureciera, pero se limitó a enarcar cortésmente las cejas.
—No tengo ninguna objeción que hacerle. Pero necesitaré documentos y no creo juicioso exponerme a un interrogatorio para hacerme con ellos.
—Los papeles pueden conseguirse. Ese es el menor de nuestros problemas.
—¿Y el mayor, señor Lukas?
—Quiero algunas respuestas. ¿Dónde está Dayin?
—Está a salvo, oculto. No tiene por qué preocuparse. Me han enviado en la suposición de que esta oferta es válida. De lo contrario, moriré… y confío en que no sea el caso.
—¿Qué puede ofrecerme?
—Pell —dijo Jessad en voz baja—. Pell, señor Lukas.
—Y usted está dispuesto a dármela. Jessad meneó la cabeza.
—Usted nos la va a entregar, señor Lukas. Esta es la proposición. Yo le dirigiré, pues tengo experiencia, mientras que usted posee el conocimiento preciso de este lugar. Me pondrá al corriente de la situación aquí.
—¿Y qué protección tengo?
—Mi aprobación.
—¿Cuál es su rango?
Jessad se encogió de hombros.
—No es oficial. Quiero detalles. Todo, desde los horarios de los envíos al despliegue de las naves y las actas de sesiones de su consejo… hasta los menores detalles de la gestión de sus oficinas.
—¿Tiene intención de vivir todo el tiempo en mi apartamento?
—No veo razón para cambiar. Puede que ello altere sus actividades sociales. ¿Pero hay algún lugar donde pudiera estar más seguro? ¿Es hombre discreto ese Bran Hale?
—Trabajaba para mí en Downbelow. Lo echaron de allí por sostener mi política contra los Konstantin. Es leal.
—¿De confianza?
—Hale, sí. Tengo mis dudas sobre algunos de sus hombres… al menos en lo que respecta a su criterio.
—Entonces debe tener cuidado.
—Lo tengo.
Jessad asintió lentamente.
—Pero encuéntreme documentos, señor Lukas. Me sentiré mucho más seguro con ellos.
—¿Y qué le ocurrirá a mi hijo?
—¿Preocupado? Creí que no le quería mucho.
—Le he hecho una pregunta.
—Hay una nave esperando lejos de aquí… una que hemos tomado, registrada a nombre de la familia mercante Olvig, pero que en realidad es militar. Todos los Olvig están detenidos… como la mayoría de los tripulantes del Ojo del Cisne. La nave de Olvig, la Hammer, nos advertirá anticipadamente. Y no hay mucho tiempo, señor Lukas. En primer lugar, ¿me mostrará un esquema de la estación?
De modo que aquel hombre tenía experiencia. Un experto en tales asuntos, un hombre entrenado para misiones como aquella… Se le ocurrió un terrible y estremecedor pensamiento, que la caída de Viking se había producido desde dentro, que Mariner, por otro lado, había sido volada. Sabotaje desde el interior. Alguien lo bastante loco para destruir la estación en la que estaba… o que abandonaba.
Miró el rostro indefinido de Jessad, sus ojos implacables, y pensó que en Mariner había habido una persona así.
Luego apareció la Flota y la estación fue destruida premeditadamente.
Aún había mucha gente en el exterior, una cola que se extendía por el corredor noveno y llegaba a la plataforma. Vassily Kressich apoyó la cabeza en las manos, mientras el alborotador más reciente pasaba al rudo cuidado de uno de los hombres de Coledy. Era una mujer que le había gritado, quejándose de robo, y él había llamado a un hombre del grupo de Coledy. Le dolía la cabeza y la espalda. Detestaba aquellas sesiones, a las que no obstante asistía cada cinco días. Por lo menos eran una válvula de presión, la ilusión de que el consejero de cuarentena escuchaba los problemas, anotaba las quejas, procuraba hacer algo.
En cuanto a la queja de la mujer… poco podía hacerse. Jon conocía al hombre al que había acusado de robo. Probablemente era cierto. Le pediría a Niño Coledy que acabase con él de una vez por todas, y tal vez salvara a la mujer de lo peor. Había sido una locura quejarse. Quizá lo había hecho impulsada por la histeria, que tantos sufrían allí, cuando la ira era lo único que importaba, y conducía a la autodestrucción.
Hicieron pasar a un hombre, el siguiente de la fila. Era Redding. Kressich supo de inmediato que iba a tener dificultades y se reclinó en su asiento, preparándose para el encuentro semanal.
—Todavía lo estamos intentando —le dijo al hombretón.
—Pero he pagado… He pagado mucho por mi pase.
—No hay garantías en las solicitudes para Downbelow, señor Redding. La estación simplemente acepta a aquellos de los que tiene necesidad. Por favor, deje su nueva solicitud sobre mi mesa y yo la gestionaré. Más pronto o más tarde habrá una apertura…
—¡Quiero salir!
—¡James! —gritó Kressich, lleno de pánico.
El guardián entró al instante. Redding miró a su alrededor con expresión enloquecida y, para consternación de Kressich, se llevó una mano al cinto. Una hoja corta brilló en su mano, y no iba dirigida al guardián. Redding se apartó de James… y fue a por él.
Kressich se echó atrás en su sillón que se movía sobre rieles. Des James se abalanzó a la espalda de Redding y éste cayó de bruces sobre la mesa, despidiendo documentos en todas direcciones y lanzando salvajes y ciegas cuchilladas mientras Kressich se levantaba y se apoyaba en la pared. En el exterior se oyeron gritos, estalló el pánico y más personas entraron en la estancia.
Kressich se apartó a medida que la lucha se acercaba a él. Redding chocó contra la pared. Niño Coledy había llegado con los demás. Algunos derribaron a Redding al suelo, mientras otros empujaban hacia atrás el torrente de curiosos y solicitantes desesperados. La gente agitaba formularios que esperaban entregar.
—¡Es mi turno! —gritó una mujer que blandía un papel y trataba de llegar a la mesa. Los guardianes la hicieron volver con los demás.
Redding estaba en el suelo, inmovilizado por tres hombres. Un cuarto le dio una patada en la cabeza, y el revoltoso se quedó más quieto.
Coledy, que tenía el cuchillo, lo examinó pensativamente y una sonrisa apareció en el rostro juvenil cruzado por cicatrices.
—Este no irá a la comisaría de la estación —dijo James.
—¿Está herido, señor Kressich? —le preguntó Coledy.
—No —dijo él, pasando por alto los cardenales, y volvió tambaleándose a su mesa. Seguían oyéndose gritos en el exterior. Volvió a acercar la silla a la mesa y se sentó. Le temblaban las piernas—. Habló de que había pagado dinero —dijo, sabiendo muy bien lo que ocurría, que Coledy vendía los formularios y su precio estaba en función de la demanda—. Su historial en la estación es malo y no puedo conseguirle un pase. ¿Qué pretendéis vendiéndole la seguridad de un pase imposible?
Coledy le miró lentamente, desvió la mirada al hombre tendido en el suelo y volvió a mirarle.
—Bueno, ahora tiene mala reputación entre nosotros, y eso es peor. Sacadle de aquí. Llevadle al otro extremo del corredor.
—No puedo ver a nadie más —dijo Kressich, gimiendo y apoyando la cabeza en las manos—. Que se vayan. Coledy salió al corredor.
—¡Despejad! ¡Dispersaos!
Kressich pudo oír sus gritos por encima de las protestas y los sollozos. Los hombres de Coledy, algunos armados con barras de hierro, empezaron a obligarles a moverse. La multitud retrocedió y Coledy regresó a la oficina. Por la otra puerta se llevaron a Redding, empujándole para que se moviese, pues empezaba a recuperarse. La sangre le brotaba de una sien y le cubría el rostro de rojo.
Kressich pensó que le matarían. En algún momento, en las horas de menos tráfico, un cuerpo acabaría en algún lugar de la estación para que lo entregaran. Redding lo sabía, sin duda. Trataba de debatirse, de luchar otra vez, pero le hicieron salir a empujones y la puerta se cerró tras él.
—Limpia eso —ordenó Coledy a uno de los que quedaban, y el hombre buscó algo para limpiar el suelo.
Coledy volvió a sentarse en el borde de la mesa. Kressich abrió un cajón y sacó una de las botellas de vino que Coledy le había suministrado y dos vasos. Los lleno y tomó un sorbo de vino nativo, tratando de eliminar los temblores de sus miembros y las punzadas de dolor en el pecho.
—Soy demasiado viejo para esto —se quejó.
—No tiene que preocuparse por Redding —dijo Coledy, alzando su vaso.
—No pueden crear situaciones como ésta —comentó Kressich—. Sé lo que se proponen, pero no vendan los pases cuando yo no tengo posibilidades de conseguirlos.
Coledy sonrió con una expresión de excesiva complacencia.
—Redding lo habría pedido más pronto o más tarde. Así ha pagado por el privilegio.
—No quiero saber nada —dijo agriamente Kressich. Tomó un largo trago de vino—. No me dé detalles.
—Será mejor que le llevemos a su apartamento, señor Kressich, y que le mantengamos vigilado hasta que se arregle este asunto.
Apuró el vaso lentamente. Uno de los jóvenes del grupo de Coledy había recogido los documentos desparramados por el suelo durante la lucha, dejándolos sobre la mesa. Kressich se levantó entonces, con las rodillas todavía débiles, y desvió la mirada de la sangre que empapaba la estera.
Coledy y cuatro de sus hombres le escoltaron a través de la misma puerta por la que habían pasado Redding y sus guardianes. Recorrieron el pasillo hasta el sector donde Kressich tenía su pequeño apartamento, y usó la llave manual, pues el ordenador les había desconectado y allí no funcionaba nada salvo los controles manuales.
—No necesito su compañía —dijo secamente. Coledy le dirigió una sonrisa burlona y parodió una reverencia.
—Hablaremos luego.
Kressich entró, cerró la puerta y permaneció de pie, sintiendo un amago de náuseas. Finalmente se sentó en el sillón al lado de la puerta y trató de serenarse.
La locura se aceleraba en la sección de cuarentena. Los pases que eran la esperanza de algunos para salir de allí sólo aumentaban la desesperación de los que se quedaban, y entre éstos figuraban los más duros, de modo que la temperatura iba en aumento. Las bandas mandaban. Nadie que no perteneciera a alguna de las organizaciones estaba a salvo, nadie, hombre o mujer, podría caminar con seguridad por los pasillos a menos que se supiera que estaba protegido, y la protección se vendía, por comida, favores o cuerpos, cualquiera que fuese la moneda legal en curso. Circulaban las drogas, tanto medicinales como de otro tipo, el vino, los metales preciosos, cualquier cosa de valor… Todo salía de cuarentena y llegaba a la estación, y los guardianes de las barreras se aprovechaban.
Sólo existía la esperanza, cada vez menor, de Downbelow, y aquellos a los que rechazaban o postergaban se volvían histéricos con la sospecha de que existían mentiras sobre ellos grabadas en los archivos de la estación, señales negras que podrían tenerlos indefinidamente en cuarentena. El número de suicidios iba en aumento. Algunos se entregaban a excesos en las dependencias, que se convertían en sumideros de todos los vicios. Otros cometían los crímenes de los que temían ser acusados, y los más se convertían en las víctimas.
—Ahí abajo los matan —había gritado un joven rechazado—. No van a Downbelow, sino que los sacan de aquí para matarlos. Sí, van al matadero. No sacan a trabajadores, hombres jóvenes, sino a viejos y niños, y se libran de ellos.
—¡Cállate! —gritaron otros, y el joven fue golpeado, hasta sangrar, por tres que estaban en la cola antes de que la policía de Coledy pudiera separarlos.
Pero otros lloraban y seguían en la cola, aferrando en sus manos las solicitudes de pases.
Él no podía presentar una solicitud para marcharse. Temía que alguna filtración llegara a Coledy si llenaba una solicitud para él mismo. Los guardianes intercambiaban favores con Coledy, y él le temía demasiado. Tenía su mercado negro de vino, su seguridad actual, los guardianes de Coledy a su alrededor, de modo que si alguien resultaba lesionado en la sección de cuarentena, no sería Vassily Kressich, no hasta que Coledy sospechara que podía tratar de desligarse de él.
Se persuadió de que estaba haciendo lo mejor que podía, mientras siguiera en cuarentena, asistiera a las sesiones cada cinco días y permaneciera en una posición que le permitiera objetar contra los peores excesos. Coledy impediría algunas cosas, y sus hombres lo pensarían dos veces antes de que les pidieran responsabilidades. Kressich podía mantener cierto orden en cuarentena, salvar algunas vidas, evitar en parte aquello en que se convertiría la sección de cuarentena sin su influencia.
Y tenía acceso al exterior, tenía siempre la esperanza de que si la situación llegaba a ser verdaderamente insostenible, cuando se presentase la crisis inevitable, podría implorar asilo y salir de allí. No le condenarían a morir en aquel infierno.
Finalmente se levantó, fue en busca de la botella de vino que guardaba en la cocina y se sirvió, tratando de no pensar en lo que había ocurrido, en lo que ocurría y seguiría ocurriendo.
Por la mañana Redding estaría muerto. No podía sentir lástima. Sólo veía los ojos enloquecidos del hombre mientras se abalanzaba contra él, esparciendo los papeles, atacándole con el cuchillo… a él, y no a los guardianes de Coledy, como si él fuese el enemigo. Se estremeció y bebió el vino.
Cambio de trabajadores.
Satén estiró los músculos doloridos al entrar en el recinto débilmente iluminado, se quitó la máscara y se lavó minuciosamente con el agua fría de la jofaina que les habían proporcionado. Dienteazul, que nunca estaba lejos de ella, ni de día ni de noche, la siguió y se puso en cuclillas sobre su estera, apoyó una mano en su hombro y la cabeza contra ella. Estaban cansados, muy cansados, pues aquel día habían tenido que mover una gran carga, y aunque las grandes máquinas hacían la mayor parte del trabajo, el trabajo muscular de los nativos era el que cargaba las máquinas, mientras los humanos se encargaban de dar gritos. Satén le cogió la otra mano y expuso la palma, le besó las magulladuras, se irguió un poco y le lamió la mejilla, donde la máscara había producido una pequeña lesión en el pelaje.
—Lukas-hombres —gruñó Dienteazul.
Miraba con fijeza hacia adelante y tenía una expresión de enojo. Aquel día habían trabajado para los hombres de Lukas, los mismos que habían creado problemas en la base de Downbelow. A Satén le dolían las manos y los hombros, pero sólo se preocupaba por Dienteazul, cuya mirada le causaba alarma. No era fácil hacer salir de sus casillas a Dienteazul. Tendía a pensar mucho, y mientras pensaba no tenía ocasión de enfadarse, pero esta vez Satén se dio cuenta de que hacía ambas cosas, y cuando saliera de sus casillas correría peligro, entre humanos y con los hombres de Lukas alrededor. Acarició su áspera piel hasta que él pareció calmarse.
—Come —le dijo—. Ven a comer.
Dienteazul volvió la cabeza hacia ella, aplicó los labios contra su mejilla, lamió su pelaje y la rodeó con un brazo.
—Comer, sí —accedió, y los dos se levantaron y cruzaron el túnel metálico hasta la gran sala, donde siempre había comida dispuesta. Los jóvenes que estaban allí les dieron un cuenco colmado a cada uno, y ellos se retiraron a un rincón para comer con tranquilidad. Al fin Dienteazul, con el estómago lleno, recuperó el buen humor, se lamió los dedos a los que se habían pegado restos de las gachas de avena y en su rostro apareció una expresión satisfecha. Entró otro macho, cogió un cuenco y se sentó junto a ellos. Era el joven Gran-tipo, el cual les sonrió amistosamente, consumió un cuenco de gachas de avena cocidas con leche y fue a por otro.
Les gustaba Grantipo, que no hacía mucho había llegado de Downbelow, del margen de su propio río, aunque de otro campamento y otras colinas, Cuando regresó Grantipo se habían reunido otros nativos, formando un arco ante el rincón donde ellos se sentaban. En su mayoría eran trabajadores temporales, que pasaban cierto tiempo en la estación y regresaban a Downbelow, trabajando con sus manos y sin saber gran cosa de las máquinas. Todos los de aquel grupo se mostraban amistosos con ellos. Aparte de aquellos amigos había otros hisa, los trabajadores permanentes, que no les hablaban apenas, que se sentaban en un extremo y permanecían en silencio, como si su larga estancia entre los humanos les hubiera convertido en algo distinto de los hisa. Casi todos eran viejos. Conocían el misterio de las máquinas, iban de un lado a otro por los túneles profundos y sabían los secretos de los lugares oscuros. Siempre estaban apartados.
—Hablar de Bennett —pidió Grantipo, pues él, como los demás que iban y venían, fuera cual fuese el campamento que los había enviado en Downbelow, habían pasado por el campamento de los humanos y conocido a Bennett Jacint. Y hubo grandes lamentaciones en la estación cuando les llegó la noticia de la muerte de Bennett.
—Hablo —dijo Satén, pues ella, la más nueva allí, se encargaba de contar aquella historia, entre las que contaban los hisa. Todos los atardeceres, desde su llegada, la conversación no había girado sobre los pequeños hechos de los hisa, cuyas vidas eran siempre lo mismo, sino acerca de los Konstantin, de cómo Emilio y su amiga Miliko habían hecho sonreír de nuevo a los hisa… y de Bennett, el fallecido amigo de los hisa. De todos los que habían ido a la estación y contado este relato, ninguno había sido testigo presencial de los hechos, y por eso se lo hacían repetir a Satén una y otra vez.
—Fue al molino —explicó, al llegar a la parte triste del relato—, y dice a los hisa de allí no, no, por favor, corred, humanos lo harán, humanos trabajarán para que el río no se lleve a los hisa. Y él trabaja con sus propias manos, siempre, siempre, Bennett-hombre trabaja con sus manos, nunca grita, no, quiere a los hisa. Le dimos un nombre, se lo di yo, porque, me dio mi nombre humano y mi buen humor. Le llamo «Viene de lo que brilla».
Hubo entonces un murmullo, de apreciación y no de censura, aunque aquella era una denominación religiosa aplicada al mismo sol. Estremecidos, los hisa se rodearon el cuerpo con los brazos, como hacían cada vez que Satén les contaba aquello.
—Y los hisa no abandonan a Bennett-hombre, no, no. Trabajan con él para salvar el molino. Entonces el viejo río se enfada con humanos y con hisa, siempre está enfadado, pero sobre todo porque los Lukas-hombres le desnudan las orillas y le quitan el agua. Y avisamos a Bennett-hombre que no debe confiar en el viejo río, y él nos escucha y vuelve; pero nosotros los hisa trabajamos para que el molino no se pierda y Bennett no esté triste. El viejo río se hace cada vez más grande y se lleva los postes. Y gritamos ¡rápido!, ¡rápido!, ¡volved!, a los hisa que trabajan. Yo, Satén, trabajo allí y veo.
Se golpeó el pecho y tocó a Dienteazul, hermoseando su relato.
—Dienteazul y Satén vemos, corremos para ayudar a los hisa, y Bennett y hombres buenos, sus amigos, todos, todos corremos a ayudarles. Pero el viejo río se los bebe, y aunque corremos llegamos tarde, demasiado tarde. El molino se rompe, ¡craaac!, y Bennett busca a los hisa en brazos del viejo río, que se lo lleva también, con los hombres que ayudan. Gritamos, lloramos, imploramos al viejo río que nos devuelva a Bennett, pero no hace caso y se lo lleva. Devuelve a los hisa, pero se queda con Bennett-hombre y sus amigos. Nuestros ojos se llenan de esto. Muere. Muere cuando extiende los brazos para los hisa, su buen corazón le hace morir, y el viejo río, el malo y viejo río se lo bebe. Los humanos lo encuentran y lo entierran. Pongo encima de él los bastones-espíritu y le doy regalos. Vengo aquí, y mi amigo Dienteazul viene, porque hay un Tiempo. Vengo aquí en peregrinaje, adonde está el hogar de Bennett.
Hubo un murmullo de aprobación, un balanceo general de los cuerpos que les rodeaban. Las lágrimas brillaban en los ojos.
Y había sucedido algo extraño y alarmante, pues algunos de los hisa residentes en la estación se habían acercado al grupo y permanecían detrás, balanceándose también y observando.
—Él quiere —dijo uno de ellos, sobresaltando a los demás—. Él quiere a los hisa.
—Así es —convino Satén. Sintió un nudo en la garganta al escuchar aquella afirmación por parte de uno de los terribles extraños, los cuales escuchaban lo que acongojaba su corazón. Palpó sus bolsas, las que contenían los espíritus-regalo. Extrajo el paño brillante y lo sostuvo entre sus dedos.
—Este es mi espíritu-regalo, el nombre que él me da. Otro balanceo y un murmullo de aprobación.
—¿Cuál es tu nombre, narradora?
Ella apretó el espíritu-regalo contra su pecho y miró al desconocido que se lo había preguntado, al tiempo que aspiraba hondo. Le había llamado narradora. Tal honor por parte del Viejo desconocido le cosquilleó la piel.
—Soy Cielo-la-ve. Los humanos me llaman Satén. Alargó una mano para acariciar a Dienteazul.
—Yo soy Sol-que-brilla-a-través-de-las-nubes —dijo Dienteazul—, amigo de Cielo-la-ve.
El desconocido se balanceó sobre sus ancas. Todos los hisa extraños se habían reunido con ellos, provocando un murmullo de temor reverencial entre los otros, que se apartaron para hacerles sitio.
—Te escuchamos hablar de ese Viene-de-lo-que-brilla, ese Bennett-hombre. Bueno, bueno, fue ese humano, y buena tú que le diste regalos. Damos bienvenida a tu viaje y honramos tu peregrinaje, Cielo-la-ve. Tus palabras nos reconfortan, alegran nuestros corazones. Largo tiempo esperamos.
Ella se balanceó, respetando la edad del que había hablado y su gran cortesía. Los murmullos entre los otros iban en aumento.
—Este es el Viejo —le susurró Grantipo al oído—. No habla con nosotros.
El Viejo escupió y se frotó desdeñosamente el pelaje.
—Lo que dice la narradora tiene sentido. Marca un Tiempo con su viaje. Camina con los ojos abiertos, no sólo con las manos.
—Ah —murmuraron los otros, desconcertados, y Satén se sintió consternada.
—Alabamos a Bennett Jacint —dijo el Viejo. Nos alegra escuchar estas cosas.
—Bennett-hombre es nuestro humano —dijo con firmeza Grantipo—. Humano de Downbelow. Él me envió aquí.
—Nos amaba —dijo otro.
—Todos le amábamos —añadió un tercero.
—Nos defendió de los Lukas —dijo Satén—. Y Konstantin-hombre es su amigo, me envía aquí para mi primavera, en peregrinaje. Nos conocimos junto a la tumba de Bennett. He venido a ver el gran Sol, su rostro, el lugar de arriba. Pero, Viejo, sólo vemos máquinas y no una gran brillantez. Trabajamos duro, duro. No tenemos las flores de las colinas, mi amigo y yo, no, pero todavía confiamos. Bennett dice que esto es bueno, es hermoso, dice que el gran Sol está cerca de este lugar. Esperamos para ver, Viejo. Hemos preguntado por las imágenes que guardan aquí y nadie las ha visto. Dicen que los humanos nos las ocultan. Pero todavía esperamos, Viejo.
Hubo un largo silencio, mientras el Viejo se balanceaba de un lado a otro. Finalmente se detuvo y alzó una mano huesuda.
—Cielo-la-ve, las cosas que buscas están aquí. Nosotros hemos visitado el sitio donde se encuentran. Las imágenes están en el lugar donde los humanos importantes se reúnen, y las hemos visto. El Sol vigila este sitio, sí, eso es cierto. Tu Bennett-hombre no te engañó. Pero hay cosas aquí que te helarían los huesos, narradora. No hablamos de estas cosas secretas. ¿Cómo podrían entenderlas los hisa de Downbelow? ¿Cómo podrían soportarlas? Sus ojos no ven. Pero ese Bennett-hombre confortó tu corazón y te dio un nombre. ¡Ah! Mucho hemos esperado, mucho, mucho, y tú confortas nuestros corazones y te damos la bienvenida.
«Pero este sitio no es lo que parece. Recordamos las imágenes de la llanura. Las he visto. He dormido junto a ellas y he tenido sueños. Pero las imágenes que hay aquí… no son para nuestros sueños. Nos hablas de Bennett Jacint, y nosotros te hablamos, narradora, de uno de los nuestros a quien no veis. Lily, la llaman los humanos. Su nombre es Sol-la-sonríe, y ella es la Gran Vieja, con muchas más estaciones que yo. Las imágenes que les dimos a los humanos han llegado a ser imágenes humanas, y cerca de ellas una humana sueña en los lugares secretos de aquí arriba, en un lugar todo brillante. El Gran Sol acude a visitarla… nunca la mueve, no, pues el sueño es bueno. Está tendida, era la luz, sus ojos calentados por el sol. Las estrellas bailan para ella. Y ella contempla en sus paredes todo lo de aquí arriba, tal vez nos mira a nosotros en este momento. Ella es la imagen que nos contempla. La Gran Vieja cuida de ella, ama a ese ser sagrado. Bueno, bueno es su amor, y sueña en todos nosotros, en todo lo de aquí arriba, y su rostro sonríe al gran Sol. Ella es nuestra. La llamamos Sol-su-amigo.
—Ah —murmuraron los reunidos, asombrados por lo que oían, por la existencia de un ser que se relacionaba con el mismo gran Sol.
Satén murmuró con los otros, se abrazó, estremeciéndose, y se inclinó hacia adelante.
—¿Veremos a esta buena humana?
—No —dijo el Viejo secamente—. Sólo Lily va allí. Y yo. Una vez. Una vez vi.
Satén se sintió profundamente decepcionada.
—A lo mejor no existe esa humana —dijo Dienteazul. El Viejo echó atrás las orejas, y todos los que les rodeaban retuvieron el aliento.
—Es un Tiempo —dijo Satén—, y mi viaje. Hemos venido desde muy lejos, Viejo, y no podemos ver las imágenes ni podemos ver al soñador. Todavía no hemos encontrado la cara del Sol.
El Viejo frunció los labios y los distendió varias veces.
—Vosotros venís. Os mostraremos algo. Esta noche vosotros venís. La próxima noche mostraremos otras cosas… si no tenéis miedo. Nosotros os enseñaremos un lugar. Está vacío de humanos durante un poco de tiempo. Una hora. Según cuentan ellos. ¿Venís?
Dienteazul no emitió sonido alguno.
—Voy —dijo Satén, y notó la renuncia de su compañero al tirarle del brazo. Los otros no irían. Ninguno era tan atrevido… o no confiaba tanto en aquel extraño Viejo.
El Viejo se levantó, y dos de sus compañeros lo hicieron con él. Satén también lo hizo, y Dienteazul la imitó más lentamente.
—Yo también voy —dijo Grantipo, pero ninguno de sus compañeros se unió a ellos.
El Viejo los miró con una curiosa expresión burlona y les hizo una seña para que fueran, a través de los túneles, hacia otros caminos, túneles por los que los hisa no podían moverse sin máscara, lugares oscuros donde tenían que trepar por escalas metálicas y donde incluso los hisa tenían que agacharse para andar.
—Está loco —siseó finalmente Dienteazul al oído de Satén, jadeando—. Y nosotros estamos locos al seguir a este Viejo chiflado. Los que llevan mucho tiempo aquí son todos extraños.
Satén no dijo nada, pues no tenía más argumento que su deseo. Tenía miedo, pero siguió adelante, y Dienteazul la siguió. Grantipo avanzaba detrás de todos ellos. Jadeaban cuando debían avanzar un largo trecho agachados o trepar a gran altura. La fortaleza que demostraban el Viejo y sus dos seguidores era cosa de locura, como si estuvieran acostumbrados a tales sitios y supieran a donde iban.
O tal vez, y la idea le heló los huesos, tal vez el Viejo tenía la extravagante humorada de internarles en los oscuros caminos, donde podrían deambular sin rumbo y perderse, para dar a los otros una lección.
Y cuando ya estaba convenciéndose de este temor, el Viejo y sus compañeros hicieron un alto y se pusieron las máscaras, indicando que estaban en un lugar donde se respiraba aire humano. Satén se colocó la suya, mientras que Dienteazul y Grantipo lo hacían en el último momento, pues la puerta se cerró tras ellos mientras se abría otra, delante, dando acceso a un pasillo brillante, con el suelo blanco y plantas verdes, un gran espacio por el que iban y venían algunos humanos, muy pocos. No se parecía en nada a las pobladas plataformas. Allí había limpieza y luz, y más allá de ellos, hacia donde quería llevarles el Viejo, una profunda oscuridad.
Dienteazul cogió la mano de Satén y Grantipo les siguió de cerca. El lugar oscuro era aún más amplio que el sitio brillante que acababan de abandonar, y allí no había paredes, sino sólo cielo.
Las estrellas giraban a su alrededor, deslumbrándoles con su movimiento, unas estrellas mágicas que cambiaban de un lugar a otro, con un brillo más nítido y firme del que percibía desde Downbelow. Satén soltó la mano de su compañero y se adelantó llena de temor reverencial, mirando en derredor.
Súbitamente brilló una luz intensa, un gran disco ardiente que tenía manchas oscuras y del que surgían llamaradas.
—El Sol —dijo el Viejo.
No había resplandor ni cielo azul, sino sólo oscuridad, estrellas y el terrible fuego cercano. Satén tembló.
—Hay oscuridad —objetó Dienteazul—. ¿Cómo puede haber noche cuando está el Sol?
—Todas las estrellas son semejantes al gran Sol —explicó el Viejo—. Esto es una verdad. La brillantez es ilusión. Esto es una verdad. El Gran Sol brilla en la oscuridad y es grande, tanto que nosotros somos polvo a su lado. Es terrible y sus fuegos espantan la oscuridad. Esto es verdad. Cielo-la-ve, éste es el cielo verdadero: éste es tu nombre. Las estrellas son como el gran Sol, pero lejos, lejos de nosotros. Esto lo hemos aprendido. ¡Mira! Las paredes nos muestran este sitio en que estamos, y las grandes naves, el exterior de las plataformas. Y allí está Downbelow. Ahora lo estamos viendo.
—¿Dónde está el campamento humano? —preguntó Grantipo—. ¿Dónde está el viejo río?
—El mundo es redondo como un huevo y parte de él mira a otra parte, oculta al sol. Esto hace que sea de noche en esa parte. Puede que si miras atentamente veas el viejo río. Yo creo haberlo visto, pero nunca he visto el campamento humano. Es demasiado pequeño en la superficie de Downbelow.
Grantipo se abrazó, estremeciéndose.
Pero Satén caminó entre las mesas, llegó al lugar claro, donde el gran Sol brillaba en su verdad, venciendo a las tinieblas… Era terrible, anaranjado como el fuego, y lo llenaba todo con su terror.
Pensó en la humana soñadora llamada Sol-su-amigo, cuyos ojos calentaba siempre aquella visión, y se le erizaron los pelos de la nuca.
Y entonces extendió los brazos y giró, abarcando todo el Sol y sus lejanos parientes, perdida en ellos, pues había llegado al Lugar a cuyo encuentro había viajado. Se llenó los ojos con aquella visión, como el Sol la miraba a ella, y ya nunca jamás podría ser la misma.
Punto Omicron.
La Norway no era la primera nave que llegaba a la proximidad de aquella oscura masa de roca y hielo del tamaño de un planeta, sólo visible cuando tapaba las estrellas. Otras la habían precedido en aquella cita en un mundo sin sol. Omicron era errante, un fragmento de desecho entre estrellas, pero su localización era predecible y proporcionaba masa suficiente para dirigirse allí por medio del salto, un lugar que pasaba totalmente desapercibido, y que había sido descubierto casualmente por Sung de Pacific hacía mucho tiempo y utilizado por la Flota desde entonces. Era uno de esos fragmentos temidos por los cargueros que avanzaban a velocidad inferior a la de la luz y que las naves capaces del salto, dedicadas a negocios privados, atesoraban y mantenían en secreto.
Los sensores señalaban actividad, presencia de múltiples naves, transmisiones que surgían de aquella noche eterna. Los ordenadores entablaban su conversación electrónica a medida que se aproximaban, y Signy Mallory estudiaba los distintos datos telemétricos, luchando contra el hipnotismo producido por el salto y las drogas necesarias para efectuarlo. Corrigió el rumbo de la nave, dirigiéndose hacia aquellas señales y fuera del radio del salto, con la sensación peculiar que causaba la inercia de la altísima velocidad. Aquel cambio de la velocidad superior a la de la luz a una velocidad normal de aproximación era siempre un momento peligroso, y ella confiaba en la pericia de su gente para llevar la nave con exactitud al punto deseado. Un ligero error en el cálculo de la velocidad que era necesario perder y la Norway podría estrellarse contra una roca, o contra otra nave.
—Libre, libre, todos presentes ahora menos Europe y Libya —informó el comunicador.
Encontrar Omicron con tanta exactitud no era menguada hazaña de navegación, tras haber iniciado el salto a una enorme distancia, cerca de Russell. Un error en el cálculo del tiempo y todavía habrían avanzado con la velocidad del salto cuando otra nave apareciese en su camino, lo cual habría sido una catástrofe.
—Buen trabajo —emitió a todas las estaciones, mirando el cálculo efectuado por Graff que aparecía en su pantalla central—. Dos minutos menos de lo previsto, pero irrelevante en comparación con la distancia recorrida. No podríamos haber afinado mucho más. Se reciben buenas señales. Permanezcan a la escucha.
Revisó los datos relacionados con Omicron. Al cabo de media hora se recibió una señal de la Lybia, que acababa de entrar. La Europe llegó un cuarto de hora después, desde otro plano.
La situación era insólita. Se encontraban a la vez en un lugar en el que no habían estado desde sus primeras operaciones. Aunque no era probable que una considerable fuerza de la Unión se presentara allí, seguían estando nerviosos.
Llegó una señal de ordenador procedente de la Europe. Les indicaban que podían descansar. Signy se reclinó en su asiento, se quitó el auricular del comunicador, así como el cinturón de seguridad, y se levantó, mientras Graff iba a ocupar el puesto que ella había dejado vacante. Su presencia no suponía una desventaja para nadie. La Norway era una de las naves que se regía por un horario artificial diurno, y su personal del mando principal seguía el mismo horario. Otras naves, Atlantic, África y Libya, tenían horario artificial nocturno, de modo que las horas de lanzamiento eran siempre predecibles y en cualquier horario se disponía de naves con sus principales tripulantes en actividad. Ahora, no obstante, todos seguían el horario artificial diurno, una sincronización que nunca habían realizado hasta entonces, y los capitanes de las naves con horario nocturno tenían que hacer frente a la combinación de salto y horario invertido, lo que requería una pericia considerable.
—Hazte cargo —le dijo Signy a Graff, y recorrió el pasillo, tocando los hombros de sus compañeros, pasó junto a su rincón en el corredor… y siguió adelante, hasta llegar a los aposentos de la tripulación, donde echó un vistazo. Era la tripulación de turno de noche, la mayoría de ellos dormidos mediante drogas, a fin de poder descansar a pesar de las tensiones del salto. Algunos de ellos, que tenían aversión a ese procedimiento, estaban despiertos y permanecían en la sala de la tripulación, con mejor aspecto del que deberían tener si dejaran salir al exterior lo que realmente sentían.
—Todo estable —les dijo—. ¿Os encontráis bien?
Ellos le confirmaron que así era. Ahora saldrían de su letargo artificial, a salvo, apaciblemente. Mallory les dejó y tomó el ascensor que conducía al casco exterior y las dependencias de la tropa, recorrió el corredor principal detrás de la zona de adaptación y se detuvo en cada aposento, donde interrumpió a los grupos de hombres y mujeres que estaban sentados, especulando sobre sus perspectivas, y que recibían su presencia con miradas culpables y sorprendidas. Algunos se ponían de pie de un salto, consternados al verse bajo el escrutinio de la capitana, otros buscaban frenéticamente las prendas de las que, según el reglamento, no deberían de haberse despojado, otros más escondían cosas que ella podría desaprobar. Lo cierto es que ella no desaprobaba nada, pero tanto la tripulación como los soldados tenían extrañas reticencias. También allí había personas dormidas bajo el efecto de drogas, inconscientes en sus literas, pero la mayoría estaban despiertos. En muchos compartimentos se entretenían jugando, mientras la nave echaba su propio dado en la Profundidad, cuando los cuerpos y la nave parecían disolverse y el juego continuaba al otro lado de un largo momento.
—Ahora vamos a ir un poco lentos —iba diciendo Mallory—. Efectuamos la aproximación con toda normalidad. Podéis seguir descansando, pero estad preparados para poneros en movimiento si es necesario en menos de un minuto. No hay ninguna razón para suponer que puede presentarse un problema, pero no vamos a correr riesgos.
Di Janz la interceptó en el corredor principal, tras la tercera de aquellas visitas, hizo una cortés inclinación de cabeza y anduvo con ella por su dominio privado, pareciendo complacido de la presencia de Mallory entre los hombres a su mando. Los soldados se ponían firmes cuando Di iba junto a ella. Mallory pensó que sería mejor proceder a una inspección, sólo para hacerles saber que el mando no les olvidaba. Lo que se aproximaba era la clase de operación que las tropas temían, un ataque de varias naves a la vez, con el riesgo de que les alcanzaran, y los soldados tenían que pasar por aquella experiencia a ciegas, impotentes, hacinados en la estructura interna de la nave que les ofrecía una escasa seguridad. Eran valientes cuando tenían que avanzar bajo un posible fuego y abordar un mercante o aterrizar en un terreno invadido. Tampoco les alteraba el ataque normal, cuando la Norway atacaba sola, golpeaba y huía. Pero ahora estaban nerviosos. Ella lo había percibido en los comentarios a media voz que se filtraban por el comunicador abierto… siempre abierto, pues era tradición en la Norway que todos supieran lo que sucedía, hasta el último soldado. Obedecían, desde luego, pero su orgullo sufría en esta nueva fase de la guerra, en la que no tenían utilidad. Por eso Mallory era consciente de la importancia de su presencia allá abajo. Se encontraban mal a causa del salto y las drogas, tenían la moral baja, y ella veía que una palabra suya, una palmada en el hombro al pasar, hacía que les brillaran los ojos, animándoles. Conocía a cada uno por su nombre… Allí estaba Mahler, un refugiado de Russell al que ella había recogido, que parecía especialmente serio y no poco asustado; Kee, de un mercante, igual que Di, el cual hacía años que estaba con ella. Y muchos, muchos más. Algunos se habían sometido a tratamientos de rejuvenecimiento, como ella, y la conocían desde hacía mucho tiempo… y ella sabía que conocían la situación tan bien como la conocían los mandos. Era una pena que no tuvieran ninguna participación, que no pudieran tenerla en esta fase crítica.
Entró en el oscuro limbo de la bodega delantera, alrededor del borde del cilindro, en el mundo de las tripulaciones de las naves auxiliares, un sitio que era como su hogar, que le traía recuerdos de otros tiempos, cuando ella vivía en un lugar parecido, aquella extravagante sección donde las tripulaciones de las naves de combate, sus mecánicos y equipos de mantenimiento vivían en su propio mundo privado. Allí había un grupo totalmente distinto, que en aquel momento estaba arriba, en rotación, mientras que en las raras ocasiones en que permanecían ensamblados estaban bajo techo. Había dos de las ocho tripulaciones, la de Quevedo y la de Almarshad, pertenecientes a las naves Odin y Thor. Cuatro estaban de permiso; dos se encontraban sobre la estructura de la nave principal, en el vacío… o en el interior de sus naves, porque hacer pasar a las tripulaciones a través del ascensor especial fuera del cilindro de rotación requería una rotación del casco, y no disponían de ese tiempo si se encontraban de súbito con un problema. Mallory recordaba bien la experiencia de tripular una nave auxiliar durante el salto. No era la forma más agradable de viajar, pero siempre había alguien que hacía ese trabajo. No era su intención desplegar las naves auxiliares en Omicron, pues de lo contrario habrían tenido que disponer otras dos series en la lata, como llamaban a aquella sección de la nave principal.
—Descansad y no toméis licor —dijo Mallory a los tripulantes—. Aún estamos en reserva y seguiremos así mientras permanezcamos en este lugar. No sé cuándo nos ordenarán salir ni hasta qué punto nos advertirán. Puede que tengamos que pelear, pero es muy poco probable. Supongo que no vamos a emprender el salto sin haber descansado algún tiempo. Esta operación figura en nuestro programa, no en el de la Unión.
No había subterfugio alguno. Tomó el ascensor hasta el nivel principal y recorrió la corta distancia alrededor del pasillo número uno. Aún sentía las piernas débiles, pero se estaba disipando el efecto insensibilizador de las drogas. Se dirigió a la estancia que le servía de aposento y despacho, pasó algún tiempo deambulando de un lado a otro y finalmente se tendió en el camastro y descansó, cerró los ojos y dejó que la tensión fuera cediendo, la energía nerviosa que el salto siempre acumulaba en ella, porque generalmente significaba salir a combatir, tomar decisiones con rapidez, matar o morir.
Pero esta vez no. En esta ocasión todo estaba planeado. Durante meses habían efectuado pequeños ataques, incursiones que habían destruido instalaciones vitales, devastando y donde era posible hacerlo, y todo ello con un objetivo principal.
Tenía que descansar, dormir si podía. Pero no lo consiguió. Y cuando se produjo la llamada, se alegró.
Sintió una extraña sensación al encontrarse de nuevo en los corredores de la Europe, verse en compañía de todos los demás sentados en la sala del consejo de la nave insignia… una misteriosa sensación de pavor, en aquella reunión de todos los que habían trabajado juntos y hacía muchos años que no se veían, de los que tan celosamente habían evitado la proximidad de los demás excepto para breves citas a fin de transmitir órdenes de una nave a otra. En los últimos años era improbable que el mismo Mazian supiera dónde estaba el conjunto de su flota y si determinadas naves habían sobrevivido a las misiones que les habían sido encomendadas… o qué insensatas operaciones podrían haber emprendido por su cuenta. Habían sido menos una flota que una fuerza guerrillera, dedicada a emboscarse, atacar y huir.
Ahora estaban allí los diez últimos, los supervivientes de las maniobras: Ella misma; Tom Edger, de la Australia, enjuto y de expresión sombría; el robusto Mika Kreshov, de la Atlantic, con el ceño perpetuamente fruncido; Cario Méndez, de la Polo Norte, un hombre pequeño y moreno, de ademanes sosegados. Estaba Chenel, de la Libya, que se había sometido a tratamiento rejuvenecedor… su cabello se había vuelto enteramente plateado desde la última vez que Mallory le vio, un año atrás; Porey, de piel oscura, procedente de la África, un hombre increíblemente torvo… La Flota no podía permitirse la cirugía estética cuando las heridas desfiguraban el rostro. También estaban: Ken, de la India, suave como la seda y confiado; Sung, de la Pacific, todo eficiencia; Kant, de la Tibet, tan eficaz como Sung.
Y Conrad Mazian, un hombre de pelo plateado, sometido a rejuvenecimiento, alto y apuesto, vestido de azul oscuro, con los brazos apoyados en la mesa mientras los recorría a todos con una lenta mirada. Quería causar efecto, pero tal vez aquella mirada franca evidenciaba una sincera amistad. El sentido dramático y Mazian eran inseparables. Aquel hombre lo necesitaba como el aire, y aunque Signy le conocía demasiado, no pudo evitar que se apoderase de ella la vieja excitación.
No hubo preeliminares ni palabras de bienvenida, sino sólo aquella mirada y una inclinación de cabeza.
—Las carpetas están delante de ustedes —dijo Mazian—. Contienen códigos y coordenadas, por lo que su seguridad debe ser máxima. Llévenselas y familiaricen a su personal clave con los detalles, pero no comenten nada de una nave a otra. Introduzcan en sus ordenadores las alternativas A, B, C, etcétera, y guíense por la más oportuna según la situación. Pero no creemos tener que usar esas alternativas. Las cosas están preparadas como es debido. Veamos, en esquema…
En la pantalla situada ante ellos apareció una imagen, la zona familiar de sus recientes operaciones, la cual, desguarnecida de técnicos esenciales y mediante el caos creado en las estaciones, dejaba una sola estación sin manipular, como el estrechamiento de un embudo hacia Pell, hacia la amplia dispersión de las Estrellas Posteriores. Una sola estación: Viking. Signy había imaginado el procedimiento mucho tiempo atrás, la táctica tan antigua como la Tierra, vieja como la guerra, que la Unión no podría resistir, pues no podían permitir un vacío de poder, ni que cayeran en el desorden las estaciones que tanto les había costado conquistar, despojada de técnicos, directores y fuerzas de seguridad; aquello significaría el derrumbe premeditado del sistema. La Unión había iniciado el juego de apoderarse de las estaciones, y ellos se lo habían puesto en bandeja. Entonces la Unión tuvo que instalarse en ellas para no perderlas, proporcionarles técnicos y personal especializado para sustituir a los evacuados, así como naves para protegerlas con rapidez, una tras otra. La Unión tuvo que extender más su monstruosa capacidad para abarcar todo aquello que habían puesto a su alcance.
Tuvieron que tomar Viking, con las complicaciones internas de una estación no evacuada…, tomarla lo más tarde posible, porque al facilitar a la Unión las estaciones en su propia secuencia rápida, habían dictado la secuencia y dirección de los movimientos de naves y personal de la Unión.
Viking fue la última. Una estación central rodeada de desolación, de estaciones que luchaban para sobrevivir.
—Todo indica que han decidido fortificar Viking —dijo Mazian—, lo cual es una elección lógica, porque Viking es la única con los archivos de ordenador completos, la única en la que tienen oportunidad de encerrar a todos los disidentes, vencer toda resistencia, donde pueden aplicar sus tácticas policiales y encartar de inmediato a todo el mundo. Ahora está limpia y despejada a punto para ser su base de operaciones. Les hemos permitido que se vuelquen en esa estación. Y he aquí el plan: tomamos Viking y atacamos a las demás, que cuelgan de un hilo en cuanto a su viabilidad… y entonces no quedará nada más que espacio vacío entre nosotros y Fargone, entre Pell y la Unión. Haremos que la expansión sea inconveniente, costosa. Llevaremos a la bestia a sus pastos más extensos en la otra dirección… mientras podamos. Tienen sus instrucciones en las carpetas. Es posible que debamos improvisar los pequeños detalles dentro de ciertos límites, según lo que se presente en sus sectores respectivos. Norway, Lybia, India, unidad uno; Europe, Tibet, Pacific, dos; Australia tiene su propio cometido. Con suerte, no encontraremos ningún obstáculo detrás de nosotros, pero toda posible contingencia está cubierta. Esta será una larga sesión;.por eso les permito descansar, después de que hayan formulado sus preguntas.
Signy exhaló un suspiro y, en el silencio facilitado por Mazian para que se concentraran, abrió la carpeta y examinó los esquemas de la operación con los labios apretados. No habría necesidad de ejercicios. Sabían lo que tenían que hacer, y lo que les aguardaba eran variaciones sobre viejos temas que todos habían experimentado por separado. Pero un ataque en masa pondría a prueba su capacidad. La precisión de la llegada no estaría sincronizada, dependería de cada uno, y se produciría un desastre si las naves se aproximaban durante el salto, si un objeto de masa similar al enemigo aparecía en la vecindad. La presencia de cualquier nave enemiga donde estadísticamente no debería estar, el despliegue de naves desde la estación en configuraciones no habituales… toda clase de contingencias. También tendrían en cuenta las posiciones de mundos y satélites en el sistema la fecha de su llegada, para ocultarse donde fuera posible.
Se verían obligados a salir del salto espacial, con los nervios todavía embotados por la dura operación, y lanzarse al ataque de inmediato, poner en acción sus mentes aturdidas y procurar la localización de amigos y enemigos, para coordinar un ataque con tal precisión que a algunos el salto les llevaría más allá de Viking mientras que otros se quedarían rezagados, entrando a la vez desde todas las direcciones, desde el mismo punto de partida.
Tenían una ventaja sobre las nuevas y bruñidas naves de la Unión, las jóvenes tripulaciones no bregadas, entrenadas con vídeos y enseñanza profunda que les daba todas las respuestas. La Flota tenía experiencia y podía moverse con sus naves llenas de parches con una precisión que aún no había igualado el fino equipo de la Unión y un temple que el conservadurismo de la Unión y su adhesión al manual desaconsejaban a sus capitanes.
En esta clase de operación podían perder un transporte, tal vez más de uno, aproximarse en exceso y eliminarse mutuamente. Grandes eran las posibilidades de que esto sucediera. Confiaban en que la suerte de Mazian lo impidiera. Les estimulaba el hecho de que iban a hacer lo que no haría nadie en su sano juicio, y la conmoción que iban a causar les ayudaría. Los gráficos aparecían uno tras otro. Los reunidos hicieron comentarios y, en general, escucharon y aceptaron, pues tenían objeciones que hacer. Comieron juntos, regresaron a la sala y reanudaron sus comentarios.
—Un día de descanso —les dijo Mazian—. Saldremos al alba, pasado mañana. Prográmenlo en sus ordenadores y verifíquenlo una y otra vez.
Los capitanes asintieron y se separaron, cada uno hacia su nave. También había algo especial en aquella separación: la certeza de que cuando volvieran a encontrarse serían menos.
—Nos veremos en el infierno —musitó Chenel, y Porey sonrió.
Un día para introducir todos los datos en el ordenador… Y la cita esperaba.
Ayres se despertó, sin saber qué le había desvelado en la quietud del apartamento. Marsh había vuelto, y recordó el último susto que habían tenido, cuando no se reunió con ellos después del tiempo de esparcimiento. La tensión afligía a Ayres. Se dio cuenta de que había pasado cierto tiempo durmiendo bajo aquella tensión, pues le dolían los hombros y tenía las manos agarrotadas. Permaneció tendido, inmóvil, con el rostro sudoroso, sin conocer la causa de su inquietud.
La guerra de nervios no había cesado. Azov tenía lo que quería, un mensaje convocando a Mazian. Ahora discutían ciertos puntos de acuerdos secundarios, para el futuro de Pell, que Jacoby aseguró que entregaría a la Unión. Por lo menos tenían su tiempo de esparcimiento, pero estaban inmovilizados en las conferencias, acosados por tácticas mezquinas, igual que antes. Era como si todas sus apelaciones a Azov sólo hubieran servido para agravar la situación, pues Azov no estuvo accesible durante los últimos cinco días. Personas con cargos inferiores al suyo insistían en que se había ido, y ahora las dificultades que les presentaban tenían un cariz malicioso.
Alguien se movía afuera, con suaves pisadas. La puerta se deslizó sin ningún anuncio, y la silueta de Dias apareció.
—Segust, ven —le dijo—. Tienes que venir. Se trata de Marsh.
Ayres se levantó, cogió su bata y siguió a Dias. A través de la puerta abierta del compartimiento contiguo vio a Karl Bela, que también se había levantado. La habitación de Marsh estaba delante de la sala, junto a la de Dias, y tenía la puerta abierta.
Marsh giraba lentamente, colgado de su cinturón, enrollado a un gancho que había sostenido una luz horrible. Ayres se quedó unos instantes paralizado. Luego empujó la silla que se había deslizado sobre sus rieles, se subió a ella y trató de descolgar el cuerpo. No tenían cuchillo ni nada que sirviera para cortar el cinturón, que estada incrustado en la garganta de Marsh. Ayres no podía liberar el cuerpo y sostenerlo a la vez. Bela y Dias trataron de ayudar, sujetándole las rodillas, pero no sirvió de nada.
—Tenemos que avisar a Seguridad —dijo Dias.
Ayres bajó de la silla, respirando pesadamente, y les miró.
—Debí haberle detenido —añadió Dias—. Todavía estaba despierto. Oí el movimiento y mucho ruido. Luego unos sonidos extraños. Cuando finalizaron súbitamente y el silencio se prolongó, me levanté para ver lo ocurrido.
Ayres meneó la cabeza, miró a Bela y salió de la sala. Se acercó al panel de comunicaciones, junto a la puerta, y oprimió los botones para entrar en contacto con seguridad.
—Ha muerto uno de los nuestros. Quiero hablar con alguien que pueda hacerse cargo de esto.
—Se transmitirá la solicitud —le respondieron—. Acudirá personal de seguridad.
El contacto se interrumpió. No había sido más explícito que de costumbre.
Ayres se sentó, con la cabeza entre las manos, procurando no pensar en el horrible cadáver de Marsh girando lentamente en el compartimiento contiguo. Lo había visto venir, había temido lo peor…, que Marsh acabaría derrumbándose bajo el acoso de sus torturadores. Pero había sido un hombre valiente a su manera y había resistido. Ayres quería creer con todas sus fuerzas que había resistido. ¿O se había suicidado porque se sentía culpable? ¿Por remordimiento?
Dias y Bela se sentaron cerca, esperaron con él, sus rostros severos y sombríos, el cabello desordenado por el sueño. Ayres se peinó pasándose los dedos por la cabeza. Los ojos de Marsh… No quería pensar en su expresión.
Transcurría demasiado tiempo sin que apareciera nadie.
—¿Por qué no vienen? —preguntó Bela, y Ayres se recuperó lo suficiente para mirarle con dureza, regañándole por aquella demostración de humanidad. Era la vieja guerra que se reproducía allí, sobre todo después de lo ocurrido.
—Creo que deberíamos volver a la cama —dijo Dias.
En otros tiempos y otros lugares habría sido una sugerencia absurda, pero allí era la más sensata que podía ocurrírsele a uno. Necesitaban descansar, y quienes los retenían hacían un esfuerzo sistemático para impedirles el descanso. Un poco más y todos acabarían como Marsh.
—Probablemente tardarán en venir —convino Ayres—. Lo mejor será que nos acostemos.
En silencio, como si fuera lo más acertado del mundo, se retiraron a sus aposentos. Ayres se quitó la bata y la colgó del respaldo de la silla, al lado de la cama. Una vez más reconoció que estaba orgulloso de sus compañeros, que resistían tan bien, y que él odiaba a la Unión con toda su alma. Su cometido no era odiar, sino conseguir resultados. Marsh, al menos, se había liberado. Se preguntó qué haría la Unión con sus muertos. Tal vez los trituraban para fabricar fertilizante. Eso sería característico de una sociedad semejante. Pobre Marsh.
Estaba garantizado que la Unión sería perversa. Apenas se había acostado, reducido su mente a un nivel que excluía la claridad de pensamiento y cerrado los ojos para intentar dormir, cuando la puerta exterior se abrió, se oyó ruido de botas en la sala, la puerta de su compartimiento se deslizó rudamente y unos soldados armados se siluetearon contra la luz.
Ayres se levantó con estudiada calma.
—Vístase —le ordenó un soldado.
Él obedeció. No había discusión posible con los maniquíes.
—Ayres —dijo el soldado, señalándole con su rifle.
Les habían trasladado a una de las oficinas, a él, Bela y Días, obligándoles a esperar cerca de una hora en unos duros bancos, a esperar a alguien con autoridad, como les habían prometido. Presumiblemente, los de seguridad tenían que examinar el apartamento con detalle.
—Ayres —dijo el soldado por segunda vez, ahora con aspereza, indicando que debía levantarse y seguirle.
Él obedeció, dejando a Días y Bela con cierta aprensión. Pensó que les acosarían y quizás incluso les acusarían del asesinato de Marsh. Quizás él mismo estaba a punto de sufrir semejante acusación.
Aquello sería otro intento de quebrar su resistencia. Y él podría estar en el lugar de Marsh, pues era el único al que habían separado de los otros.
Le sacaron de la oficina, y entre un pelotón de soldados le llevaron al corredor exterior, distanciándose apresuradamente de las oficinas, de todos los lugares ordinarios, hasta llegar a un ascensor, en el que bajaron, y prosiguieron su camino por otro corredor. Ayres no protestó. Si se detenía, le llevarían a rastras. No era posible discutir con aquellas mentalidades, y él era demasiado viejo para dejar que le arrastraran por los suelos.
Se dirigían a las plataformas… atestadas de fuerzas militares, pelotón tras pelotón de hombres armados, y naves a las que estaban cargando.
—No —dijo entonces, olvidando su propósito de no objetar nada.
Pero el cañón de un rifle le golpeó en un hombro, obligándole a avanzar por la fea plataforma utilitaria, la rampa y la especie de cordón umbilical que unía algunas naves a la plataforma. El aire era allí más frío que en las plataformas.
Pasaron por tres corredores, subieron en un ascensor y cruzaron numerosas puertas. La del extremo estaba abierta e iluminada, y le hicieron entrar allí. En la estancia dominaba el acero y el plástico, formas alargadas, sillas de antiguo diseño, bancos fijos y plataformas mucho más curvas que las de la estación, todo ello amontonado en forma caprichosa. Ayres se tambaleó, inseguro sobre sus pies, y miró sorprendido al hombre sentado ante la mesa.
Dayin Jacoby se levantó de su asiento para recibirle.
—¿Qué sucede? —le preguntó a Jacoby.
—La verdad es que lo ignoro —respondió ti otro, y parecía sincero—. Anoche me obligaron a levantarme y me trajeron a bordo. Llevo esperando media hora.
—¿Quién manda aquí? —preguntó Ayres a los maniquíes—. Infórmenle de que quiero hablar con él.
No hicieron nada. Se limitaron a seguir en pie, con los fusiles preparados. Ayres se sentó lentamente, como lo hizo Jacoby. Estaba asustado. Tal vez el mismo Jacoby lo estaba. Cayó en su viejo hábito de silencio, sin saber, en cualquier caso, qué podría decirle a un traidor. Era imposible una conversación cortés.
La nave se puso en movimiento, con un estrépito que resonó en el casco y los corredores, conmocionándolos. Los soldados se agarraron a los pasamanos cuando les afectó. Liberados de la gravedad de la estación, tardaron unos momentos en adquirir la suya propia, mientras entraban en funcionamiento los sistemas de la nave. Las ropas se aferraban a la piel, y se les revolvía el estómago; estaban convencidos de que la caída sería inminente, un lento hundimiento.
—Estamos abandonados —musitó Jacoby—. Entonces, esto está empezando.
—Ayres no dijo nada. Pensó con pánico en Bela y Días, que se habían quedado atrás… abandonados. Un oficial vestido de negro apareció en el umbral, y otro tras él. Era Azov.
—Marchaos —ordenó Azov a los maniquíes, los cuales salieron en silencioso orden. Ayres y Jacoby se levantaron enseguida.
—¿Qué sucede? —preguntó directamente Ayres—. ¿Qué es esto?
—Estamos de maniobras defensivas, ciudadano Ayres —replicó Azov.
—Mis compañeros… ¿Qué va a ocurrirles?
—Están en lugar seguro, señor Ayres. Usted nos ha proporcionado el mensaje que deseábamos. Puede ser útil y, en consecuencia, está usted con nosotros. Su alojamiento está al lado, por ese corredor. Le ruego que permanezca ahí.
—¿Pero qué sucede? —inquirió él.
—Nos estamos preparando para entregar su mensaje a Mazian. Y creo que le conviene a usted estar disponible… por si se plantean más cuestiones. El ataque se aproxima. Barrunto dónde ocurrirá y también que será importante. Mazian no abandona estaciones a cambio de nada. Y nosotros, señor Ayres, vamos a colocarnos donde él nos ha obligado a estar… por encima de la apuesta, podríamos decir. No nos ha dejado alternativa, y él lo sabe, pero naturalmente, es de esperar que considerará la autoridad que usted tiene para convencerle. Si desea preparar un segundo y más enérgico mensaje, le facilitaremos todo lo necesario.
—Para que lo amañen sus expertos. Azov le dirigió una tensa sonrisa.
—¿Quiere la Flota intacta? Francamente, dudo que pueda recuperarla. No creo que Mazian considere su mensaje, pero como se encuentra desprovisto de bases, todavía puede tener usted un papel humanitario que representar.
Ayres no dijo nada. Incluso ahora el silencio le parecía lo más sensato. El ayudante le cogió del brazo y le acompañó por el corredor, le hizo entrar en un desolado compartimiento con muebles de plástico y cerró la puerta.
Paseó un rato por la reducida estancia, hasta que le venció el cansancio y se sentó. Pensó que había actuado mal. Días y Bela estaban… no sabía dónde, en una nave o todavía en la estación, y él no sabía aún en qué estación habían estado. Podía suceder cualquier cosa. Se estremeció, percatándose súbitamente de que estaban perdidos, que los soldados y las naves se dirigían a Pell y a Mazian… pues también llevaban a Jacoby. Otra función «humanitaria». Su propia estupidez le había impulsado a actuar para mantenerse vivo y regresar a casa, pero esto parecía cada vez menos probable. Estaban a punto de perderlo todo.
—Se ha firmado un tratado de paz —había dicho él durante la breve declaración que había dejado que grabaran, pues carecía de códigos esenciales—. Segust Ayres, representante del Consejo de seguridad de la Compañía de la Tierra, y el consejo de seguridad solicitan que la Flota se ponga en contacto para proceder a la negociación.
Era la peor de las ocasiones para entablar una gran batalla. La Tierra necesitaba a Mazian dondequiera que estuviese, con todas sus naves, atacando a la Unión de vez en cuando, incordiando, haciendo difícil que el brazo de la Unión se extendiera hacia la Tierra.
Mazian se había vuelto loco… Lanzar las pocas naves que tenía contra la extensa Unión, en un ataque a escala masiva, y perder… Si la Flota desaparecía, la Tierra carecería súbitamente del tiempo que él había ido allí a ganar. Sin Mazian ni Pell todo se vendría abajo.
¿Y acaso un mensaje como el que acababa de enviar no podría provocar alguna acción precipitada, o confundir las maniobras ya en curso, disminuyendo aún más las probabilidades de éxito de Mazian?
Se levantó y paseó de nuevo por el suelo curvo de lo que parecía su última prisión. Tendría que enviar un segundo mensaje, lo cual era una exigencia excesiva. Si la Unión estaba tan convencida de sí misma como lo estaban los maniquíes, tan fríamente convencidos de su propósito, podrían dejarlo pasar si se adaptaba a sus exigencias. Compuso mentalmente: «Consideren la fusión de los intereses de la Compañía con la Unión en acuerdos comerciales. Negociaciones muy avanzadas. Como prueba de buena fe en las negociaciones, cancelen todas las operaciones militares. Cesen el fuego y acepten una tregua. Estén a la espera de nuevas instrucciones.»
Traición… para hacer que Mazian se retirase y adoptara la clase de resistencia dispersa que la Tierra necesitaba en esta etapa. Era la única esperanza.