LIBRO QUINTO

I Pell: Plataforma azul; a bordo de la ESC 1 Europe; 29/11/52

Signy se reclinó en su sillón ante la mesa del consejo en la Europe, cerró un momento los ojos y apoyó los pies en el sillón vecino. La paz duraba poco. Apareció Tom Edger, con Edo Porey, los cuales se sentaron en sus sitios. Signy abrió un ojo y luego el otro, con los brazos todavía cruzados sobre el vientre. Edger se había sentado detrás de ella y Porey en el sillón del que ella había retirado los pies. Cedió con gesto cansado a la cortesía, apoyó los pies en el suelo y se inclinó contra la mesa, mirando con expresión vacía la pared del fondo, sin ganas de conversar. Entró Keu y tomó asiento, y a continuación Mika Kreshov se sentó entre ella y Porey. Sung, de la Pacific todavía estaba de patrulla, con los infortunados capitanes de las naves auxiliares desplegados bajo su mando en servicio perpetuo, ensamblando por turnos para el cambio de tripulaciones. No bajarían la guardia, por muy largo que resultara el asedio. No tenían noticias de las naves de la Unión que sabían que estaban allá afuera. Había una sola nave, una mota llamada Hammer, un mercante que con toda seguridad no era tal mercante, detenido en el borde del sistema, emitiendo propaganda… era una nave de gran tonelaje y podía saltar con la suficiente celeridad para que ellos no pudieran alcanzarle con su fuego. Era una nave de observación, y lo sabían. Podría haber otra, una nave llamada Ojo de Cisne, un mercante como el Hammer que no tenía fines comerciales, y otra cuyo nombre desconocían, un fantasma que aparecía asiduamente en el radar de largo alcance y desaparecía de nuevo, y que muy bien podría tratarse de una nave de guerra de la Unión… o más de una. Los cargueros de pequeño tonelaje que permanecían en el sistema mantenían las minas en funcionamiento, y procuraban estar alejados de Pell y de lo que sucedía alrededor del borde. Eran mercantes desesperados que buscaban sus propios intereses prescindiendo del sombrío conjunto de la situación, la ausencia de naves de gran tonelaje, la Flota que recorría como una nube de espectros el borde del sistema, y las naves de observación que les tenían vigilados.

Lo mismo ocurría en la estación, tratando de volver a la normalidad en algunas de sus secciones, con soldados de servicio y de descanso yendo de un lado a otro entre ellos. El mando de la Flota se había visto obligado a darles permiso. No era posible mantener tropas o tripulaciones encerradas durante meses en las plataformas, con los lujos de Pell al alcance de la mano, cuando el espacio vital de los transportes era en exceso austero y estaba abarrotado durante una estancia prolongada en la plataforma de ensamblaje.

Y aquello tenía sus dificultades.

Entró Mazian, inmaculado como siempre, y tomó asiento. Extendió unos documentos ante él sobre la mesa… miró a su alrededor. Por último su mirada se detuvo en Signy, durante más tiempo que en los demás.

—Capitana Mallory. Creo que será mejor oír primero su informe.

Sin apresurarse, Signy extendió los papeles ante ella y se puso en pie.

—El 28 de noviembre del 52, a las 23.14 horas, entré en el número 0878 azul de esta estación, un número residencial en una sección restringida, actuando de acuerdo con un rumor que había llegado hasta mí, en compañía de mi comandante de tropa, mayor Dison Janz y veinte soldados armados a mi mando. Descubrí allí al teniente Benjamín Goforth, al sargento Bila Mysos, ambos de la Europe y a otros catorce individuos de tropa que ocupaban aquel apartamento de cuatro habitaciones. Era evidente la existencia de drogas y licor. Los soldados y oficiales del apartamento protestaron verbalmente de nuestra entrada e intervención, pero los soldados Mila Erton y Tomas Centia estaban intoxicados hasta tal grado que eran incapaces de reconocer la autoridad. Ordené un registro del lugar, en el curso del cual descubrimos a otros cuatro individuos, varones de veinticuatro, treinta y uno y veintinueve años, respectivamente, y una mujer de diecinueve, todos civiles, desnudos y mostrando señales de quemaduras y otras lesiones, encerrados en una habitación. En una segunda habitación había garrafas que contenían licor y medicinas tomadas de la farmacia de la estación, como así lo indicaban sus etiquetas, junto con una caja que contenía ciento trece artículos de joyería y otra que contenía ciento cincuenta y ocho documentos de identidad de Pell y tarjetas de crédito. También había una relación que he añadido al informe reseñando artículos de valor y cincuenta y dos tripulantes y soldados de la Flota, aparte de los presentes en el local, poseedores de ciertos artículos de valor. Presenté estos hallazgos al teniente Benjamín Goforth y le pedí una explicación de las circunstancias. Sus palabras fueron: Si quiere una parte no hay necesidad de toda esta conmoción. ¿Qué debo darle para satisfacerla? Le respondí: Señor Goforth, está usted bajo arresto; usted y sus compañeros serán entregados a sus capitanes respectivos para que se les apliquen los castigos correspondientes. Se está efectuando una grabación que será utilizada en el juicio. Ante esto sus palabras fueron: Maldita zorra asquerosa, di cuánto quieres. Al llegar a este punto dejé de discutir con el teniente Goforth y le disparé en el vientre. La cinta mostrará que las protestas de sus compañeros cesaron en ese instante. Mis soldados los arrestaron sin más incidentes y los devolvieron al transporte Europe, donde permanecen bajo custodia. El teniente Goforth murió en el apartamento tras hacer una confesión detallada, que se adjunta. Ordené que los artículos encontrados allí se entregaran a la Europe, lo cual se ha hecho. Ordené la liberación de los civiles de Pell tras intensivos procedimientos de identificación, con una seria advertencia de que serían arrestados si cualquier detalle de este asunto llegaba a ser de conocimiento público. Devolví nota del apartamento a los archivos de la estación una vez quedó vacío. Final del informe. Siguen apéndices.

Mazian la había escuchado con el ceño fruncido.

—¿Estaba el teniente Goforth intoxicado según su observación?

—Según mi observación, había estado bebiendo. Mazian movió ligeramente una mano, indicándole que se sentara. Ella obedeció, cejijunta.

—No indica usted la razón específica de esa ejecución. Preferiría que lo declarase, por razones de claridad.

—Fue su negativa a aceptar un arresto proveniente no sólo de un jefe de tropa sino de un capitán de la Flota. Su acción fue pública. Mi respuesta también lo fue.

Mazian asintió lentamente, todavía sombrío.

—Yo valoraba al teniente Goforth, y según es práctica normal de la Flota, capitana Mallory, existe un cierto entendimiento de que los soldados no están sometidos a una disciplina tan estricta como la tripulación. Esta… ejecución, capitana, supone una grave carga para otros capitanes que ahora se ven obligados a tomar decisiones propias que pueden llevarles hasta estos castigos extremos. Los obliga usted a apoyar su dureza contra sus propios soldados y tripulaciones… o a mostrarse abiertamente en desacuerdo dejando ir a los soldados con la reprimenda que tales actividades merecían normalmente, con lo cual parecían débiles.

—Lo importante de este asunto, señor, es la negativa a aceptar una orden.

—Así está anotado y esa será la queja presentada. Los soldados a los que el consejo de guerra determine que han participado en esa negativa se enfrentarán a los castigos más severos. Los cargos contra los demás serán menos importantes.

—Cargos de quebrantar la seguridad con conocimiento de causa y contribuir a crear una situación peligrosa. Estoy adelantando con el nuevo sistema de tarjetas, señor, pero las antiguas siguen siendo válidas en amplias zonas de esta estación, y el personal del apartamento estaba directamente implicado en un tráfico de documentos de identidad, un mercado negro que iba en detrimento de mis operaciones. Los otros emitieron murmullos de protesta, y la expresión de Mazian se agrió aún más.

—Se encontró usted con una situación inmediata que tal vez no tenía más respuesta que la que le dio. Pero quisiera señalarle, capitana Mallory, que existen otras interpretaciones que afectan a la moral de esta Flota: el hecho de que no hubo ningún miembro del personal de la Norway arrestado, ni en la infamante lista. Podría pensarse que se trató de un rumor que hicieron llegar deliberadamente a usted por algún interés rival de sus propios soldados.

—No había personal de la Norway implicado.

—Estaba usted operando fuera de los límites de su propia competencia. La seguridad interna corresponde al capitán Keu. ¿Por qué no se le advirtió antes de llevar a cabo esa operación?

—¿Porque estaban implicados soldados de la India? —Signy miró directamente al rostro adusto de Keu y a los demás, antes de volver a Mazian—. No parecía tratarse de algo tan importante.

—Sin embargo sus propios soldados no cayeron en la red.

No estaban implicados, señor.

Se hizo un denso silencio por un momento.

—Se considera virtuosa, ¿verdad?

Ella se inclinó hacia adelante, los brazos sobre la mesa, y miró a Mazian de hito en hito.

—No permito a mis tropas que duerman en la estación y mantengo un estricto seguimiento de su paradero. Y no hay personal de la Norway implicado en el mercado negro. Ya que se me piden explicaciones, también quisiera dejar algo en claro: desaprobé las libertades generales cuando se propusieron al principio y desearía que se revisara esa política. Las tropas disciplinadas tienen un exceso de trabajo por un lado y un exceso de libertad por el otro. Hacer que aguanten hasta que se caen de agotamiento y darles libertad hasta que se caen borrachos es la actual política, que no he permitido entre mi propio personal. Las guardias se turnan a horas razonables y las libertades están confinadas a esa estrecha zona de plataforma bajo la observación directa de mis propios oficiales durante el breve tiempo de asueto que se les concede. Y el personal de la Norway no participó en absoluto en la situación que estamos tratando.

Mazian la miró furioso, y ella contempló cómo se le hinchaban las aletas de la nariz.

—Nos conocemos desde hace mucho, Mallory. Usted siempre ha sido una tirana sanguinaria. Esa es la reputación que se ha labrado, y usted lo sabe.

—Es muy posible.

—Disparó contra algunos de sus soldados en Eridu. Ordenó que una unidad abriera fuego contra otra.

—La Norway tiene sus normas. Mazian aspiró hondo.

—También las tienen otras naves, capitana. Sus normas pueden ser efectivas en la Norway, pero nuestros mandos distintos tienen exigencias diferentes. Trabajar de una manera independiente es algo natural en nosotros. Lo hemos hecho durante largo tiempo. Ahora yo tengo la responsabilidad de soldar de nuevo a la Flota y hacer que funcione. Tengo la clase de maldita propensión a la independencia que hizo permanecer ahí afuera a la Tibet y la Polo Norte en vez de hacerlas entrar como el sentido común habría dictado. Dos naves muertas, Mallory. Ahora me presenta usted una situación en la que una nave se comporta de un modo distinto a las otras y decide por su cuenta una batida contra una actividad que sabe ilícita e implica a todas las demás tripulaciones de la Flota. Se habla de que había una segunda página en esa lista, ¿lo sabía? Y que fue destruida. Eso constituye un problema moral. ¿Se da cuenta?

—Comprendo el problema, y lo lamento. Niego que hubiera otra página y protesto enérgicamente porque se considere a mis tropas motivadas por los celos al informar de esta situación. Eso es ponerlos en entredicho de una manera que me niego a aceptar.

—A partir de ahora las tropas de la Norway seguirán el mismo programa que el resto de la Flota. Signy volvió a sentarse.

—Me encuentro ante una política que nos ocasiona grandes problemas. ¿Se me obliga ahora a seguirla?

—Hay algo destructivo en esta compañía, Mallory, y no es el pequeño mercado negro que pueda tener lugar, porque, seamos realistas, eso es inevitable cada vez que las tropas salen de las naves, sino la suposición por parte de un oficial y una nave de que pueden hacer lo que les parezca y actuar en rivalidad con otras naves. Eso conduce a la división, lo cual no podemos permitirnos, Mallory, y me niego a tolerarlo bajo cualquier nombre. Hay un comandante de esta Flota… ¿o acaso quiere usted constituirse en oposición?

—Acepto la orden —musitó ella.

El orgullo de Mazian, el orgullo tan exquisitamente sensible de Mazian. Habían llegado a la línea que no se podía cruzar, cuando su mirada adquiría aquel matiz especial. Sintió una contracción en el estómago, un ardiente deseo de romper algo. Se acomodó sosegadamente en su asiento.

—El problema moral existe, en efecto —siguió diciendo Mazian, con más calma, acomodándose a su vez en el sillón con uno de aquellos gestos desenvueltos, teatrales que utilizaba para descartar lo que había decidido no discutir—. Es injusto achacarlo sólo a la Norway. Discúlpeme. Soy consciente de que tiene usted razón en gran parte… pero todos trabajamos en una situación difícil. La Unión está ahí afuera y lo sabemos, como también lo sabe Pell. Desde luego las tropas también lo saben, aunque no con los detalles que nosotros conocemos, y eso les mantiene en un estado de nerviosismo. Toman sus placeres donde pueden. Ven en la estación una situación no demasiado buena: carencias, un mercado negro desenfrenado, hostilidad por parte de los civiles. Sobre todo hostilidad por parte de los civiles. No están en contacto con las operaciones que llevamos a cabo para remediar la situación. Y aunque lo estuvieran, sigue estando ahí la Flota de la Unión, esperando su momento para atacar. Hay una nave espía de la Unión y no podemos hacer nada al respecto. Ni siquiera podemos normalizar el tráfico en las plataformas de esta estación. Estamos empezando a atacarnos entre nosotros… y eso es precisamente lo que la Unión espera, confiando en que si nos mantienen aquí indefinidamente, sin salida, acabaremos por pudrirnos. No quieren enfrentarse a nosotros en un conflicto abierto; eso sería caro, aunque lograran expulsarnos de aquí. Y no quieren correr el riesgo de que nos dispersemos y volvamos a acosarlos con operaciones de guerrilla… porque está Cyteen, está su capital, demasiado vulnerable si uno de nosotros decide atacarla a toda costa. Saben lo que se les escapa de las manos ni nos vamos. Por eso esperan, nos mantienen en la inseguridad. Confían en que permaneceremos aquí alimentando una falsa confianza y nos ofrecen la tranquilidad suficiente para que no sintamos la tentación de movernos. Probablemente están reuniendo fuerzas, ahora que saben dónde estamos. Y tienen razón… necesitamos el descanso y el refugio. Es lo peor para las tropas, ¿pero cómo si no podemos actuar? Tenemos un problema. Y propongo dar a nuestras tropas errantes un sabor del conflicto, algo para despertarlas y persuadirlas de que todavía es posible la acción. Vamos a salir en busca de algunas de las cosas que escasean en Pell. Las naves de pequeño tonelaje que se mantienen tan cuidadosamente fuera de nuestro camino… no pueden ir lejos ni con rapidez. Y las minas tienen otras cosas, los suministros que las apoyan. Vamos a enviar un segundo transporte en misión de patrulla.

—Después de lo que le sucedió a la Polo Norte… —musitó Kreshov.

—Con las debidas precauciones. Mantendremos preparados todos los transportes al lado de la estación y no nos alejaremos demasiado del radio de cobertura. Hay un rumbo que puede llevar a un transporte cerca de las minas sin apartarse en exceso de la cobertura. Kreshov, con su admirable sentido de la precaución, puede encargarse de esa tarea. Conseguir los suministros que necesitamos y dar algunas lecciones si es necesario. Una cierta acción agresiva por nuestra parte satisfará y mejorará la moral.

Signy se mordió el labio durante un momento, y finalmente se inclinó hacia adelante.

—Me ofrezco voluntaria para esa misión. Deje a Kreshov al margen.

—No —dijo Mazian, y enseguida alzó una mano con gesto apaciguador—. No hay menor menosprecio en esta negativa, al contrario. Su trabajo es vital aquí y está usted haciendo una excelente tarea. La Atlantic se encarga de la patrulla. Encabeza una línea de transportes y restaura el tráfico de la estación. Destroce uno si tiene que hacerlo, Mika, usted ya me comprende. Y págueles con certificados de la Compañía.

Todos se rieron menos Signy, que permaneció sombría.

—No parece muy conforme, capitana Mallory.

—Los tiroteos me deprimen —dijo cínicamente—, lo mismo que la piratería.

—¿Otro debate sobre la normativa?

—Antes de emprender cualquier operación de esa clase a gran escala, quisiera ver que se hace algún esfuerzo para enrolar a los transportes de pequeño tonelaje en vez de destrozarlos. Están de nuestra parte contra la Unión.

—No podrían apartarse del camino. Hay una diferencia considerable, Mallory.

—Habría que recordar eso… cuáles de ellos estaban ahí afuera con nosotros. Podríamos enfocar esas naves de un modo diferente.

Mazian no estaba de humor para atender a sus razones, aquel día no. Tenía las mejillas encendidas y la mirada hosca.

—Déjeme aprobar las órdenes amiga mía. Eso se toma en consideración. Todo mercante de esa categoría obtendrá privilegios especiales cuando esté ensamblado en la estación; y suponemos que cualquier mercante de esa categoría no estaría entre aquellos que rechacen nuestras órdenes de venir aquí.

Ella asintió y el enojo fue disipándose de su rostro. Era peligroso tratar con altanería a Mazian, porque era un hombre dominado por una enorme vanidad, tanto que a veces ésta desequilibraba sus mejores cualidades. Haría lo que fuera juicioso, como siempre había hecho. Pero a veces el enojo permanecía durante mucho tiempo.

Terció entonces la voz profunda de Porey.

—Quisiera señalar, contrariamente a las expectativas de ayuda local que tiene la capitana Mallory, que nos encontramos con un problema en Downbelow. Emilio Konstantin maneja a sus trabajadores allá abajo y hace cuanto quiere de ellos. Nos proporciona los suministros que necesitamos y nos conformamos con ello, pero ese hombre está esperando. Aguarda simplemente, y sabe que en este momento nos es necesario. Si traemos a todos esos cargueros de pequeño tonelaje a la estación, habremos traído otros «Konstantines» en potencia, sólo que los tendremos aquí con nosotros, ensamblados al dado de nuestras naves.

—No es probable que pongan en peligro a Pell —dijo Keu.

—¿Y qué me dice si uno de ellos es un unionista? Sabemos muy bien que se han infiltrado entre los mercantes.

Es un punto digno de consideración —dijo Mazian—. He pensado en ello… lo cual es una razón, capitana Mallory, por la que soy reacio a dar pasos firmes para reclutar a esos transportes. Constituyen problemas potenciales. Pero necesitamos los suministros, y no todo lo que necesitamos se encuentra en cualquier parte. Aguantaremos lo que tengamos que aguantar.

—Así pues, daremos un ejemplo —dijo Kreshov—. Dispararemos contra el bastardo. No es más que un problema a la espera.

—En estos momentos, Konstantin y su equipo trabajan dieciocho horas al día… —dijo Porey lentamente—, trabajo eficiente, rápido y hábil. No podemos conseguir eso por otros métodos. Es posible conseguir de él lo que no sería factible para nosotros.

—Y él ¿lo sabe?

Porey se encogió de hombros.

—Le diré cuál es la situación respecto a Downbelow. Tenemos un lugar con millares de nativos y un numeroso grupo de humanos, todos en el mismo sitio, todos ellos constituyendo un blanco único. Y Konstantin lo sabe.

Mazian asintió.

—El de Konstantin es un problema menor. Tenemos cosas más importantes de las que preocuparnos. Y ese es el segundo asunto de la orden del día. Si podemos evitar otra redada entre nuestras propias tropas… Preferiría concentrarme en el paradero de los subversivos escondidos en la estación y en el personal fugitivo.

A Signy se le encendió el rostro, pero mantuvo la voz calmada.

—El nuevo sistema avanza hacia el pleno uso tan rápidamente como es posible. El señor Lukas está cooperando. Hemos identificado y fichado 14.947 individuos esta mañana. Esto es, con un sistema totalmente nuevo de tarjetas y nuevos códigos individuales, con cerraduras accionadas por la voz en algunas dependencias. Me gustaría hacerlo mejor, pero las unidades de Pell no dan para más, de lo contrario no habríamos tropezado ya desde el principio con este problema de seguridad.

—¿Y las posibilidades de que haya fichado a ese tal Jessad?

—No, no es una probabilidad razonable. La mayoría o todos los fugitivos se mueven por áreas no reorganizadas, donde todavía sirven sus tarjetas robadas… por algún tiempo. Los encontraremos. Tenemos un boceto de Jessad y fotografías de los otros. Calculo que en una o dos semanas iniciaremos el empujón definitivo.

—¿Pero todas las zonas de operaciones son seguras?

—Las disposiciones de seguridad para la central de Pell son de risa. He hecho recomendaciones para el logro de una seguridad aceptable.

Mazian asintió.

—Cuando dispongamos de trabajadores que ya hayan terminado las tareas de reparación de daños. ¿Nos ocupamos de la seguridad?

—Hay alguien, excepcionalmente protegido por la presencia de nativos en la zona herméticamente cerrada del sector azul uno cuatro. La viuda de Konstantin y hermana de Lukas. Es una inválida incurable, y los nativos cooperan en todo mientras asegure su bienestar.

—Ahí tenemos una brecha —dijo Mazian.

—He conseguido un enlace a través del comunicador con ella. Coopera totalmente enviando nativos a las zonas necesarias. En este momento es de alguna utilidad, al igual que su hermano.

—Mientras los dos lo sean… —dijo Mazian—.

Había detalles, estadísticas, asuntos tediosos cuyo trato podría haberse dejado al ordenador. Signy lo soportó con el rostro sombrío, incubando un dolor de cabeza mientras la presión sanguínea distendía las venas de sus manos, tomaba notas minuciosas y contribuía con sus propias estadísticas.

Agua, alimentos, piezas de maquinaria… Cargaban al máximo todas las naves, preparándose para huir de nuevo si se veían obligados a hacerlo. Reparaban los daños principales y se ocupaban de los desperfectos menores que habían quedado pospuestos cuando emprendieron la acción para tomar Pell. Efectuaban una puesta a punto total mientras mantenían la Flota con la mayor movilidad posible.

Los suministros constituían una dificultad abrumadora. Semana tras semana disminuía la esperanza de que los cargueros de gran tonelaje más atrevidos se aventurasen a entrar en la estación. Ellos tenían siete transportes para mantener una estación y un planeta, pero con sólo cargueros de pequeño tonelaje para abastecerlos. Y lo único que podían proporcionales eran algunos artículos manufacturados… los mismos que aquellos cargueros llevaban a bordo para su propio uso.

Estaban encerrados allí, bajo asedio, sin mercantes para ayudarles, sin los cargueros de gran tonelaje que habían ido y venido libremente durante lo peor de la guerra. Ahora no podían confiar en llegar a las estaciones de las Estrellas Posteriores… de las cuales quedaba muy poco, devastadas, saqueadas, algunas probablemente inestables debido al largo tiempo transcurrido sin regulación. Las naves de guerra por sí solas no podían encargarse de las pesadas tareas de arrastre de piezas que requería la construcción en gran escala. Sin los mercantes de gran tonelaje, Pell era la única estación en funcionamiento que les quedaba aparte de la misma Sol.

Signy tenía desagradables pensamientos mientras permanecía allí sentada, pensamientos como los que tenía con demasiada frecuencia desde que las operaciones de Pell empezaron a ir mal. De vez en cuando alzaba la vista hacia Mazian, hacia el rostro delgado y serio de Tom Edger. La Australia de Edger acompañaba a la Europe con más asiduidad que cualquier otra nave… un viejo equipo, realmente veterano. Edger era el segundo en veteranía y ella la tercera, pero había un gran abismo entre el segundo y la tercera. Edger nunca hablaba en el consejo, nunca tenía nada que decir. Hablaba con Mazian en privado, compartiendo opiniones, era el poder al lado del trono, por así decirlo. Signy lo sospechaba desde hacía mucho tiempo. Si había algún hombre en la sala que realmente conociera la mente de Mazian, ese era Edger.

Pell era la única estación en funcionamiento aparte de Sol.

Pensó sombríamente que eran solamente tres quienes lo sabían, y mantuvo la boca cerrada al respecto. Habían recorrido un largo camino… desde la Flota de la Compañía a esto. Los bastardos de la Compañía en la Tierra y la estación Sol iban a llevarse una buena sorpresa cuando tuvieran una guerra en sus umbrales… cuando se apoderasen de la Tierra como lo habían hecho de Pell. Y siete transportes podían hacerlo, contra un mundo que había abandonado el vuelo interestelar, que como Pell, sólo contaba con cargueros de pequeño tonelaje y unas pocas naves de guerra que operaban dentro de los límites de su sistema con la Unión pisándoles los talones. Era una casa de cristal, la Tierra. No podía luchar… y ganar.

No había perdido el sueño pensando en ello. Ni pensaba perderlo. Cada vez estaba más convencida de que la única finalidad de la operación de Pell era tenerlos ocupados, de que Mazian podría estar haciendo precisamente lo que ella había aconsejado desde el principio, mantener a las tropas ocupadas, mantener ocupados a los capitanes y las tripulaciones, mientras la verdadera operación allí era la de Downbelow y lo que proponía con las minas y los cargueros de pequeño tonelaje, la recogida de suministros, las reparaciones, la clasificación del personal de la estación para identificación y captura de todos los fugitivos que podrían salir a la superficie y hacer que a la Unión le resultara fácil y barato la toma de la estación. Ese era su trabajo.

Pero allí no había mercantes a los que pudieran presionar para que sirvieran como transportes, y ningún transporte iba a dejarse convertir en nave de refugiados. No podían. No tenían espacio. No era de extrañar que Mazian no hablara, que se negara a decir nada sobre los planes de contingencia que bajo numerosos pretextos ya estaban entrando en acción. Una trama bien construida: el ordenador de la estación fuera de uso, pues ahora ellos tenían todas las nuevas claves de ordenador; la base de Downbelow sumida en el caos mediante la eliminación del único hombre que la mantenía unida y la ejecución de todas aquellas multitudes de humanos y nativos, de modo que los nativos nunca volvieran a trabajar para los humanos; la misma estación sumida en órbita descendente; y ellos corriendo hacia un punto de salto con una pantalla de cargueros de pequeño tonelaje que sólo podían servir como peligros de navegación. El salto hacia las Estrellas Posteriores y, en rápida sucesión, hacia la misma Sol…

Mientras la Unión debería decidir si salvaba a una estación llena de gente y una base, y combatir el caos de Downbelow… o dejar que Pell muriera e ir a un ataque libre de trabas, no teniendo tras ellos ninguna base más cercana que Viking… a una inmensa distancia de la Tierra.

«Bastardo», le dijo mentalmente a Mazian, mirándole con rabia. Era característico de Mazian preparar jugadas que serían para la oposición hechos consumados y pensar lo inimaginable. Era el mejor. Siempre lo había sido. Ella le sonrió cuando le dio órdenes escuetas y precisas sobre la catalogación, y tuvo la alegría de ver que, por un instante, el gran Mazian perdía el hilo de su pensamiento. Pero lo recuperó y continuó hablando, mirándola de vez en cuando con perplejidad y luego con mayor afecto.

De modo que ahora, con toda seguridad, eran tres los que sabían.


—Seré franca con vosotros —les dijo a los hombres y mujeres que se habían reunido acuclillados y de pie en el vestuario de la cubierta inferior, el único lugar de la Norway donde podía ver a la mayoría de las tropas reunidas sin nada que le obstruyera la visión, apretados como estaban hombro contra hombro—. No se sienten contentos de nosotros. El mismo Mazian no está satisfecho con mi manera de dirigir esta nave. Parece que ninguno de vosotros está en la lista. Parece que ninguno de nosotros está implicado en el mercado negro. Parece que otras tripulaciones están molestas con vosotros y conmigo, y hay rumores por ahí de que hemos amañado la lista, acerca de un informe dado por debajo de cuerda debido a alguna rivalidad por el mercado negro entre la Norway y otras naves… ¡Tranquilos! Por eso doy órdenes desde arriba. Tenéis libertades, con el mismo programa y las mismas condiciones que las demás tropas. Vuestro servicio se rige también por el mismo horario. No voy a hacer comentario alguno, excepto para felicitaros por vuestro excelente trabajo, y deciros dos cosas más: me siento halagada en nombre de toda esta nave de que la Norway no estuviera implicada en ese escándalo del sector azul, y en segundo lugar, os pido que evitéis discusiones con las otras unidades, sean cuales fueren los rumores que corran y por mucho que os provoquen. Al parecer hay ciertos resentimientos, de los que asumo la responsabilidad personal. Al parecer… bien, dejemos las cosas así. ¿Alguna pregunta? Se hizo un profundo silencio. Nadie se movió.

—Confío en que comunicaréis la noticia al turno entrante, sin que tenga que hacerlo yo en persona. Mis disculpas por lo que otros consideran al parecer parcialidad con el personal a mi mando. Asunto concluido.

La tripulación siguió sin moverse. Ella giró sobre sus talones y se dirigió al ascensor, para ir a sus aposentos en el nivel principal.

—Lancémoslos al vacío —musitó alguien en voz audible. Ella se detuvo en seco, dándoles la espalda.

¡Norway! —gritó alguien, y otro—: ¡Signy!

Un instante después toda la nave retumbaba de voces.

Ella reanudó su marcha hacia el ascensor abierto y aspiró hondo, satisfecha. Los lanzarían al vacío, desde luego, si Conrad Mazian creía que podría poner su mano en la Norway. Ella había comenzado con las tropas. Di Janz también tendría algo que decirles. Lo que amenazaba la moral de la Norway amenazaba vidas, amenazaba los reflejos que había adquirido durante años.

Y su orgullo. Eso también. El rostro le ardía aún mientras se dirigía al ascensor y oprimía el botón. Los gritos que resonaban en los corredores eran un alimento para su orgullo que, como ella misma admitía, igualaba al de Mazian. Seguiría las órdenes, sí; pero había calculado el efecto en las tropas y en su tripulación, y nadie le daba órdenes con respecto a lo que sucedía en el propio interior de la Norway. Ni siquiera Mazian.

II Pell: Sector verde nueve; 6/1/53

El nativo volvía a estar con él, una pequeña sombra marrón cuya presencia era bastante normal entre el tráfico del sector nueve. Josh se detuvo en el corredor que exhibía las huellas de la revuelta y apoyó el pie en una moldura, fingiendo que se ajustaba la bota. El nativo le tocó el brazo, se agachó arrugando la nariz y le miró.

—¿Konstantin-hombre está bien?

—Está bien —le respondió. Era el nativo llamado Dienteazul, que les seguía casi a diario y transmitía los mensajes que se dirigían Damon y su madre—. Ahora tenemos un buen lugar donde ocultarnos. No hay problemas. Damon está a salvo.

La mano fuerte y peluda buscó la suya y le entregó un objeto.

—¿Se lo llevas a Konstantin-hombre? Ella lo ha dado, dice que lo necesita.

El nativo se diluyó entre el tráfico tan rápidamente como había llegado. Josh se enderezó, resistiendo la tentación de mirar a su alrededor o al objeto metálico que tenía en la mano hasta que estuvo a cierta distancia del corredor. Era un broche de un metal que podría ser oro. Se lo guardó pensando en el tesoro que representaba para ellos, algo vendible en el mercado, algo que no necesitaba tarjeta, que sobornaría a alguien insobornable por otros medios… como el propietario de su alojamiento actual. El oro tenía otros usos aparte de la joyería: los metales preciosos valían vidas… según las tarifas vigentes. Y se acercaba el día en que haría falta un enorme poder de persuasión para mantener a Damon oculto. La madre de Damon era una mujer con un gran sentido. Tenía oídos y ojos a su servicio; los de cada nativo inofensivo que se deslizaba por los corredores. Y ella conocía su desesperación… ofreciéndole, a pesar del peligro, un refugio que Damon no aceptaría porque, por encima de todo no quería que sometieran a registro los recintos de los nativos.

La red se cerraba sobre ellos. La zona de corredores utilizables iba disminuyendo. Se estaba instalando un nuevo sistema, nuevas tarjetas, y las secciones evacuadas por las tropas seguían evacuadas. Cuando las tropas sellaban una sección, reunían a sus moradores y los cotejaban con las listas de personas buscadas, dando nuevos documentos de identidad a la mayoría de ellos. Algunos desaparecían, y no había que hacer demasiadas conjeturas para suponer lo que les había ocurrido. Y el nuevo sistema de tarjetas golpeaba el mercado negro con más dureza a medida que se extendía. El valor de tarjetas y documentos descendió, pues sólo valdrían durante el período en que se efectuara el cambio, y la gente ya empezaba a mostrarse cautelosa con los viejos documentos. De vez en cuando se encendía una alarma silenciosa en el ordenador, y las tropas iban a algún establecimiento y empezaban a buscar a alguien encartado… como si la mayoría de la gente en secciones inseguras utilizaran sus propias tarjetas. Pero las tropas hacían preguntas y verificaban los documentos de identidad en aquellas acciones, mantenían las zonas abiertas a sus redadas y a la población aterrada y sospechando unos de otros, lo cual servía a los propósitos de Mazian.

Aquello también les proporcionaba un medio de vida. El recurso usual de Josh y Damon era la purificación de tarjetas, su valor dentro de la organización del mercado negro. Un comprador quería estar seguro de que una tarjeta no accionaría las alarmas del ordenador, alguien deseaba el número de código bancario para revisar los valores… Los bares y las habitaciones de las plataformas estaban llenos de gentes cuyos rostros no coincidían con los de sus documentos de identidad. Y Damon tenía los números de acceso para solucionarlo. También él había aprendido el oficio, de modo que ahora trabajaban en sociedad y ninguno de ellos tenía que aventurarse por los corredores con demasiada frecuencia. Su tarea se había convertido en algo científico… Utilizaban los túneles de los nativos e incluso cruzaban las secciones a través de las barreras —Dienteazul les había enseñado a hacerlo— de manera que ninguna terminal de ordenador presentara un número sospechoso de solicitudes. Nunca se les había disparado una alarma, aunque algunas de las tarjetas habían estado a punto de hacerlo. Eran buenos profesionales; tenían un oficio —irónicamente una creación de Mazian— que los alimentaba, los albergaba y los ocultaba con todas las protecciones que el mercado negro podía ofrecer a sus valiosos operadores. Josh tenía en aquel momento el bolsillo lleno de tarjetas, el valor de cada una de las cuales conocía de acuerdo con el nivel de compensación y la cantidad en la cuenta de crédito. En la mayoría de los casos no había nada en la cuenta. Los familiares de personas desaparecidas no habían perdido el tiempo y el ordenador de la estación había atendido sus peticiones de inmovilizar el acceso a un número determinado… Eso era lo que se rumoreaba, y probablemente era cierto. Ahora la mayoría de las tarjetas constituían un problema. Josh disponía de algunas utilizables entre todas las que tenía y una colección de números de código. Las tarjetas que habían pertenecido a personas solteras o cuentas independientes eran las únicas que seguían siendo válidas.

Pero había presagios de cambios rápidos. Quizá se trataba de su imaginación, pero aquel día los corredores en todos los niveles del sector verde parecían más llenos de gente. Tal vez se tratara de eso; todos aquellos que no se atrevían a someterse a identificación y nuevo fichaje se habían reunido en espacios cada vez más reducidos… los sectores verde y blanco seguían abiertos, pero a él, personalmente, le ponía nervioso el blanco y no quería permanecer allí más del tiempo estrictamente necesario. No había oído rumores, pero se notaba algo en el aire, algo indicativo de que iban a sellar otra zona… y lo más probable era que se tratase del sector blanco.

La sección verde era la que tenía grandes vestíbulos abiertos, y los pocos cuellos de botella problemáticos donde una resistencia decidida podía luchar de una sala a otra, de uno a otro pasillo… si llegaba a entablarse la lucha. Josh imaginaba otro final para ellos. Suponía que cuando todos los problemas que Mazian tenía en Pell hubiesen sido reunidos en una última sección, se limitarían a destruirla, abrirían las puertas de par en par y los arrojarían al vacío. Morirían sin posible defensa y sin la menor oportunidad.

Algunos chalados se habían conseguido trajes presurizados, el artículo más caro del mercado negro, y permanecían cerca de ellos, armados, la mirada enfebrecida, confiando en sobrevivir contra toda lógica. Los demás solamente esperaban morir. Había una atmósfera de desesperación en todo el sector verde. Todos aquellos que al fin se habían resignado a que les capturasen habían pasado voluntariamente al sector blanco. El verde y el blanco eran cada vez más extraños, las paredes llenas de pintadas con curiosas frases, algunas obscenas, otras religiosas y algunas patéticas. «Vivíamos aquí», decía una. Eso era todo.

Pocas luces de los corredores se habían salvado del destrozo general, por lo que todo estaba envuelto en una semipenumbra, y la estación ya no reducía las luces para los turnos entre día y noche artificiales, porque la oscuridad habría sido demasiado peligrosa. Las luces de algunos corredores laterales estaban apagadas, y nadie se aventuraba en aquellas madrigueras a menos que habitara en ellas… o que le arrastraran allí. Había bandas que luchaban entre sí para hacerse con el poder. Los más débiles se aferraban a ellas, pagándoles con todos sus recursos para que no les hicieran daño y quizá para tener la oportunidad de perjudicar a otros. Algunas de las bandas habían empezado a formarse en la sección de cuarentena. Había entre ellas bandas de Pell cuyo fin inicial era la defensa y que se habían dedicado a otros negocios. Josh las temía a todas sin discriminación, temía su violencia sin razón por encima de todo. Se había dejado crecer el cabello y la barba, andaba un poco encorvado y lo más sucio posible. Se cambiaba sutilmente las facciones con cosméticos… artículos que también se vendían caros en el mercado. La comedia que tenía lugar en aquel sitio sombrío era que la mayoría de la gente de las inmediaciones hacía exactamente lo mismo, que la sección estaba llena de hombres y mujeres que procuraban desesperadamente no ser reconocidos y que evitaban sus miradas con un continuo titubeo mientras deambulaban por los pasillos. Algunos fanfarroneaban y trataban de amenazar, a menos que hubiera soldados a la vista… Muchos huían como espectros abatidos, escabulléndose con la evidente esperanza de que nadie gritara que había que emprender la persecución pública de un delincuente.

Tal vez Josh había cambiado tanto de aspecto que nadie le reconocía. Nadie le había señalado en público, ni a Damon tampoco. Quizá quedaba aún cierta lealtad en Pell… o su participación en el mercado los protegía. O bien algunos de los que les conocían estaban demasiado asustados para iniciar algo. Bastantes bandas estaban vinculadas con el mercado.

De vez en cuando entraban soldados en los corredores, y también en el nivel nueve dos, pero su presencia era tan normal como la de los nativos que iban a sus asuntos. La plataforma verde estaba aún abierta hasta el extremo de la plataforma blanca, y la África y en ocasiones la Atlantic o la Pacific ocupaban los dos primeros ensambladeros del sector verde, mientras que las otras naves ensamblaban en la plataforma azul, y las tropas iban y venían libremente a través del acceso personal junto a los cierres herméticos de la sección en aquel extremo del sector verde. Los soldados de permiso o en servicio entraban en los sectores verde y blanco, mezclándose con los condenados… y los condenados sabían que todo lo que tenían que hacer para escapar era subir hacia aquellas tropas o a las puertas de acceso de la zona despejada y regresar. Algunos no creían que los hombres de Mazian descompresionaran la sección, simplemente por aquella asociación íntima y casi amistosa. Cuando estaban de permiso, los soldados se despojaban de su armadura, caminaban riendo, ocupaban los bares… Delimitaron un par de establecimientos para ellos solos, era cierto… pero se mezclaban con la gente en otros bares, y a veces dirigían una sonrisa benevolente al mercado.

Josh pensó que para ellos era mucho más fácil conllevarse con las víctimas hasta que llegara el momento de darles el golpe fatídico. Todavía les quedaban alternativas, seguían el juego a las tropas, esquivaban y luchaban… pero sólo se requería que alguien oprimiera un botón en la central, sin atacar directamente, sin contemplar sus rostros mientras morían. Todo científico y distante.

Damon y él habían hecho proyectos alocados e intrascendentes. Se rumoreaba que el hermano de Damon estaba vivo. Hablaban de introducirse como polizones en uno de los transbordadores, apoderarse de la nave, ir a Downbelow y ocultarse en la espesura. Sus posibilidades de robar un transbordador custodiado por soldados armados eran tantas como ir a Downbelow andando, pero la planificación ocupaba sus mentes y les daba esperanzas.

También se les ocurrían cosas más realistas… Podían tratar de pasar los cierres de las secciones despejadas, arriesgarse a cruzar las puertas provistas de alarmas, la seguridad reglamentada, los puntos de control en cada esquina, el uso de una tarjeta en cada movimiento… así era como se vivía allí. La hazaña de Mallory. Lo habían investigado. «Demasiados hombres-con-armas», les había advertido Dienteazul. «Su mirada es fría.»

Fría, desde luego.

Y entre tanto disponían del mercado y de Ngo.

Se aproximó al bar en verde nueve, no por los túneles que llevaban al corredor al que daba la puerta trasera de Ngo, pues aquella era para emergencias y a Ngo no le gustaba que nadie utilizara el acceso trasero sin un motivo justificado… No quería que se viera a nadie en la sala principal si no había entrado por la puerta delantera, y no quería ningún acceso que pudiera poner en funcionamiento las alarmas del ordenador. El establecimiento de Ngo era un lugar donde florecía el mercado, y por tal motivo procuraba ser más limpio que la mayoría, uno entre casi una veintena de bares y locales de entretenimiento a lo largo de la plataforma verde y el acceso al nivel noveno, que en otro tiempo medraba con el tráfico de los mercantes… una sucesión de habitaciones, salas de vídeo, zonas de descanso, restaurantes y una anómala capilla al final. La mayoría de los bares estaban abiertos; las salas de vídeo, la capilla y algunas habitaciones habían ardido y estaban reducidas a escombros, pero los bares funcionaban y casi todos, como el de Ngo, servían también de restaurantes, los canales por los que la estación seguía alimentando a sus habitantes. Y el mercado negro de alimentos suplía lo que la estación no estaba en condiciones de suministrar.

Lanzó cautas miradas a uno y otro lado mientras se aproximaba a la puerta delantera del local de Ngo. No daba la impresión de que observaba para prevenir un posible peligro, sino que parecía un hombre que trataba de decidirse en cuál de los bares entrar.

Un rostro llamó su atención, abruptamente, deteniendo por un instante su corazón. Miró hacia el local de Mascari, al otro lado del corredor, en el lugar donde el nivel noveno daba a las plataformas. Un hombre alto que había estado allí de pie, se movió de forma repentina y entró en el bar de Mascari.

Algo oscureció la visión de Josh, un recuerdo tan vivido que se tambaleó y olvidó sus precauciones. En aquel instante era vulnerable, presa del pánico… Ciegamente se volvió hacia la puerta del bar de Ngo y la cruzó. Había en el local una luz atenuada, sonaba una música vibrante y flotaban los olores del alcohol, la comida y la clientela que había abandonado el hábito de lavarse.

El viejo en persona atendía el bar. Josh se dirigió al mostrador y se apoyó en él, pidió una botella. Ngo se la dio sin pedirle la tarjeta. Luego lo arreglarían, en la habitación trasera. Pero a Josh le temblaba la mano al coger la botella y Ngo se apresuró a cogerle la muñeca.

—¿Problemas?

—Uno bastante reciente —mintió él… aunque quizá estaba diciendo una verdad—. He podido librarme. Un lío entre bandas. No te preocupes. Nadie me ha seguido. No es nada oficial.

—Será mejor que estés seguro.

—No hay nada que temer. Son sólo los nervios.

Cogió la botella y se dirigió al fondo, se detuvo un momento ante la puerta de la cocina y esperó para asegurarse de que nadie observaba su salida.

Tal vez uno de los hombres de Mazian. El corazón todavía le latía con fuerza. Alguien que vigilaba el establecimiento de Ngo. No, no podía ser. Era fruto de su imaginación. Los hombres de Mazian no necesitaban ser tan sutiles. Abrió la botella y tomó un trago de vino nativo, un tranquilizante barato. Tomó un segundo trago largo y empezó a sentirse mejor. A veces cruzaban por su mente aquellos recuerdos repentinos, pero no con frecuencia. Siempre eran malos. Cualquier cosa podía desencadenarlos, normalmente algo nimio y sin importancia, un olor, un sonido, un modo momentáneamente erróneo de mirar a una cosa familiar o a una persona común. Lo que más le inquietaba era que hubiese ocurrido en público. Podrían haberlo observado. Tal vez le habían visto. Decidió que aquel día no volvería a salir. No estaba seguro de si lo haría al día siguiente. Tomó un tercer trago y lanzó una última mirada a la docena de mesas. Entonces entró en la cocina, donde estaban guisando la esposa y el hijo de Ngo. Les miró disimuladamente, recibiendo a cambio miradas hoscas, y siguió andando hasta el almacén. Abrió la puerta con el dispositivo manual.

—Damon —dijo, y la cortina detrás de los armarios se abrió. Damon salió y se sentó entre las cajas que usaban como mobiliario, a la luz de la linterna que utilizaban para escapar a la memoria infalible y economizadora del ordenador. Josh se sentó con gesto de fatiga y pasó a Damon la botella. Su compañero tomó un trago. Los dos estaban sin afeitar y tenían el mismo aspecto de la muchedumbre sucia y deprimida que se reunía en aquella zona.

—Te has retrasado —le dijo Damon—. ¿Intentas provocarme una úlcera?

Josh se sacó las tarjetas del bolsillo, las ordenó de memoria y tomó unas rápidas notas con un lápiz grasiento antes de olvidarse. Anotó en el papel que le dio Damon los detalles de cada una. Mientras lo hacía, los dos guardaban silencio.

Al terminar, dejó el montón de tarjetas sobre la caja más cercana y cogió la botella de vino. Tomó otro trago.

—Me encontré con Dienteazul. Dice que tu madre está bien. Te envía esto.

Sacó el broche del bolsillo y observó cómo Damon lo tomaba en sus manos con la expresión melancólica indicadora de que el objeto podría tener un significado que iba más allá del valor del oro. Damon asintió tristemente y se lo guardó. No hablaba mucho de su familia, ni de los vivos ni de los muertos, nunca los evocaba.

—Lo sabe —dijo Damon—. Sabe lo que se avecina. Lo puede ver en sus pantallas de vídeo, se lo dicen los nativos… ¿Te ha dicho Dienteazul algo concreto?

—Sólo que tu madre creía que lo necesitarías.

—¿Ninguna noticia de mi hermano?

—No me habló de él. No estábamos en un lugar donde pudiéramos detenernos a conversar.

Damon asintió, aspiró hondo y apoyó los codos en la rodillas, la cabeza gacha. Aquellas noticias llenaban su vida. Cuando le faltaban se sentía profundamente deprimido, y los dos sufrían. Josh sentía como si hubiera abierto la herida.

—Las cosas se están endureciendo ahí afuera —dijo Josh—. Hay mucha inquietud. Me entretuve un poco por el camino, escuchando, pero no había ninguna noticia. Todo el mundo está asustado, pero nadie sabe nada.

Damon alzó la mano, cogió la botella y bebió la mitad del vino restante casi de un trago.

—No sé qué vamos a hacer, pero sea lo que fuere, hemos de hacerlo pronto. O vamos a las secciones aseguradas… o intentamos apoderarnos del transbordador. No podemos seguir aquí.

—O nos fabricamos una burbuja en los túneles —dijo Josh.

Le parecía que aquella era la única idea realista. La mayoría de los humanos tenían un miedo patológico a los túneles. A los pocos que intentaran internarse en ellos… quizá podrían ahuyentarlos. Tenían las armas. Podrían vivir allí, pero se les estaba terminando el tiempo… para intentar cualquier alternativa. No era aquella una forma de existencia muy deseable. «Y tal vez tendremos suerte», pensó tristemente, mirando a Damon, el cual tenía la vista fija en el suelo, perdido en sus propios pensamientos: «Puede que se limiten a destruir la zona.»

Se abrió la puerta del almacén y entró Ngo, se acercó a ellos y recogió las tarjetas, leyó las anotaciones, frunciendo a la vez los labios y el entrecejo.

—¿Estás seguro?

—No hay errores.

Ngo rezongó decepcionado por la calidad de la mercancía, como si fuera defectuosa, y se dispuso a marcharse.

—Ngo —le llamó Damon—, he oído el rumor de que el mercado se interesa por los nuevos documentos. ¿Es cierto?

—¿Dónde has oído eso? Damon se encogió de hombros.

—Dos hombres hablaban ahí delante. ¿Es cierto, Ngo?

—Están soñando. Si ves una manera de poner las manos en el nuevo sistema me lo dices.

—Estoy pensando en ello. Ngo rezongó algo más y salió.

—¿Es verdad eso? —le preguntó Josh. Damon meneó la cabeza.

—Me pareció que debía dejar una puerta entornada. O Ngo se entera o no hay modo alguno de que lo sepa nadie.

—Apostaría por lo último.

—También yo. —Damon se llevó las manos a las rodillas, suspiró y alzó la vista—. ¿Por qué no salimos a comer algo? No hay nadie ahí afuera que pueda molestarnos, ¿verdad?

El recuerdo que le había abandonado, regresó a la memoria de Josh con sombría fuerza. Abrió la boca para decir algo, pero de súbito se oyó un ruido sordo que hizo temblar el suelo, un retumbar al que siguieron gritos en el exterior.

—Los cierres herméticos— dijo Damon, poniéndose en pie.

Continuaron los gritos, los salvajes chillidos, el ruido de las sillas volcadas en la sala delantera. Damon se precipitó a la puerta del almacén y Josh corrió con él. Llegaron a la puerta trasera, donde Ngo, su esposa y su hijo se habían reunido para salir. Ngo tenía en la mano sus notas del mercado.

—No —dijo Josh—. Esperad… Habrán sido las puertas de acceso al sector blanco… Estamos encerrados, pero también había soldados en el nivel noveno, y no los habrían dejado aquí si fueran a apretar el botón…

—El comunicador —exclamó la esposa de Ngo.

Surgía un anuncio de la unidad de vídeo en la sala principal. Corrieron en aquella dirección, entrando en el restaurante, donde un grupo de gente se había reunido en torno al vídeo y un saqueador se afanaba en coger botellas del bar.

—¡Eh! —gritó Ngo, indignado, y el hombre cogió un par de botellas más y echó a correr.

La imagen de Jon Lukas estaba en la pantalla, como siempre que Mazian tenía que hacer un anuncio oficial a la estación. El hombre se había convertido en un esqueleto, un ser patético de ojos rodeados de círculos oscuros.

…—ha sido cerrada herméticamente —decía Lukas—. A los residentes en la zona blanca y otros que deseen marcharse se les dejará salir. Vayan al acceso de la plataforma verde y se les permitirá pasar.

—Están reuniendo aquí a todos los indeseables —dijo Ngo, su rostro arrugado bañado en sudor—. ¿Y qué me dice de los que trabajamos aquí, señor jefe de estación Lukas? ¿Qué pasa con la gente honesta atrapada aquí?

Lukas repitió todo el anuncio. Probablemente se trataba de una grabación; era dudoso que le dejaran hablar en directo.

—Vamos —dijo Damon, cogiendo a Josh del brazo. Salieron por la puerta principal y doblaron la esquina para salir a la plataforma verde, recorrieron la curva dirigida hacia arriba, donde se había reunido una gran masa de gente que miraba hacia el sector blanco. No eran los únicos. Habían soldados que se movían a lo largo de la pared más alejada, junto a los ensambladeros y las estructuras metálicas.

—Nos van a disparar —musitó Josh—. Damon, salgamos de aquí.

—Mira las puertas. Mira las puertas.

Josh las miró. Las enormes válvulas estaban herméticamente unidas. El acceso de personal en el lado no estaba abierto. No se abría.

—No van a dejarlos pasar —dijo Damon—. Era una mentira… para hacer que los fugitivos se dirigieran a las plataformas.

—Regresemos —le suplicó Josh.

Alguien disparó. Una andanada pasó por encima de sus cabezas y alcanzó las fachadas de las tiendas. La gente chilló y empujó, y los dos hombres huyeron con la muchedumbre por la plataforma, hasta el nivel nueve, cruzando el umbral del establecimiento de Ngo mientras estallaban los disturbios en el corredor. Algunos más trataron de seguirles, pero Ngo se hizo con un palo y los rechazó, mientras maldecía a Josh y Damon por entrar en su bar con los revoltosos pisándoles los talones.

Cerraron la puerta, pero la multitud en el exterior estaba más interesada en correr, siguiendo el camino de la menor resistencia. Se encendieron las luces en el local cubierto de sillas volcadas y platos tirados por el suelo.

Ngo y su familia empezaron a poner orden en silencio.

—Toma —le dijo Ngo a Josh, y le arrojó un trapo húmedo, empapado en el caldo del cocido.

Luego Ngo miró a Damon con el ceño fruncido, aunque no le dio ninguna orden: un Konstantin todavía tenía algunos privilegios. Pero Damon empezó a recoger platos, enderezar sillas y fregar como los demás.

En el exterior había vuelto la calma, y sólo de vez en cuando se oía algún golpe en la puerta. Los rostros les miraban a través del plástico del escaparate, rostros de gentes que sólo querían entrar, agotados y asustados, ansiosos de un lugar donde refugiarse.

Ngo abrió las puertas, maldijo y gritó, les dejó entrar, se puso detrás de la barra y empezó a distribuir bebidas sin pensar en conceder crédito por el momento.

—Vais a pagar —advirtió a todos en general—. Sentaos y prepararemos los tickets.

Algunos se marcharon sin pagar, otros obedecieron y se sentaron. Damon cogió una botella de vino y llevó a Josh a una mesa en el rincón más alejado de la entrada, donde había un recodo en forma de L. Era su lugar habitual, desde donde veían la puerta principal y tenían acceso sin obstrucciones a la cocina y su escondite. El hilo musical se había restablecido, y los altavoces emitían una melodía nostálgica y romántica.

Josh apoyó la cabeza en las manos y deseó atreverse a beber hasta emborracharse. Pero no podía, porque entonces le asaltaban los sueños. Damon no se retuvo y bebió hasta que sus ojos se cubrieron por una neblina anestésica que causó la envidia de su amigo.

—Mañana voy a salir —dijo Damon—. Ya he permanecido demasiado tiempo en ese agujero… Voy a salir, tal vez hablaré con algunas personas, procuraré efectuar algunos contactos. Tiene que haber alguien a quien no hayan evacuado del sector verde, alguien que aún le deba a mi familia algunos favores.

Ya lo había intentado antes.

—Hablaremos de ello —le dijo Josh.

El hijo de Ngo les sirvió le cena, estofado, en la mayor cantidad posible. Josh tomó un tenedor y tocó a Damon con el pie cuando se sentó. Damon cogió el suyo, pero su mente aún parecía en otra parte.

Quizá pensaba en Elene. A veces, mientras dormía, Damon pronunciaba su nombre. A veces el de su hermano. O quizá pensaba en otras cosas, en los amigos perdidos, en personas probablemente muertas. No iba a hablar y Josh lo sabía. Pasaban largas horas en silencio, cada uno sumido en su pasado. Él pensaba en sus propios sueños más felices, lugares agradables, una carretera iluminada por el sol, polvorientos campos de cereales en Cyteen, gentes que lo habían amado, rostros que había conocido, viejos amigos, viejos camaradas, lejos de aquel lugar. Sus horas estaban llenas de aquellos recuerdos, las largas y solitarias horas que pasaban ocultos, las noches, con la música que les llegaba desde el bar de Ngo, estremeciendo las paredes durante la mayor parte del día y de la noche artificiales, una música interminable, enervante, o dulzona. Dormían en los momentos de quietud y permanecían tendidos, inmóviles, en los demás. Josh no se entrometía en las fantasías de Damon ni éste en las suyas. Nunca negaban su importancia, porque eran el mejor consuelo que tenían en aquel lugar. Ninguno de los dos pensaba ya en la posibilidad de entregarse. Habían visto el rostro de Lukas en la pantalla, aquella calavera que era un ejemplo del trato que Mazian daba a sus marionetas. Si Emilio Konstantin estaba aún vivo, como se rumoreaba… Josh se preguntaba para sus adentros si eso sería una buena o una mala noticia, pero no decía nada.

—He oído por ahí que algunos hombres de Mazian se dejan comprar —habló finalmente Damon—. A lo mejor se podría conseguir de ellos algo mejor que mercancías. Si hay algún agujero en su nuevo sistema…

—Eso es absurdo. No les interesa. Piensa que no estás hablando de un saco de harina. Haz esa clase de preguntas y los tendrás sobre nosotros.

—Probablemente tienes razón.

Josh empujó el bol y se quedó mirando el borde del recipiente. Se les estaba agotando el tiempo, eso era todo. Con el cierre hermético del sector blanco también ellos quedaban encerrados. Todo lo que los otros necesitaban ahora era una redada desde la plataforma o el sector verde uno, hacer pasar a los que estaban dispuestos a rendirse y disparar contra los demás.

Ocurriría cuando tuvieran en orden el sector blanco. Y ya estaba empezando.

—Tendría que acercarme a la Flota —concluyó Josh—. Es más probable que los soldados te reconozcan a ti que a mí, mientras me mantenga alejado de las tropas de la Norway…

Damon se quedó en silencio un momento, quizá sopesando las probabilidades.

—Déjame intentar otra cosa. Pensaré en ello. Tiene que haber un modo de llegar a los transbordadores. Voy a echar un vistazo a los equipos de plataforma y veré quiénes trabajan ahí.

No iba a salir bien. Siempre había sido una idea alocada.

III Mercante Finity's End: Espacio profundo; 6/1/53

Entraba otro mercante. Las llegadas eran bastante corrientes. Elene oyó el informe y se levantó del sofá, recorriendo los estrechos espacios de la Finity's para ver lo que Wes Neihart tenía en pantalla.

—¿Cómo están las cosas aquí? —preguntó al cabo de un rato una voz meliflua.

El carguero había procedido al salto a una distancia respetuosa, con toda precaución. Tardaría algún tiempo en recorrer el trayecto hasta finalizar el salto. Elene se sentó en uno de los sillones ante el radar, fastidiada inconscientemente por la pesadez de su cuerpo; era una molestia con la que había aprendido a vivir. El bebé, aquella interna e impredecible compañía, le daba patadas. Ella le ordenó mentalmente que se estuviera quieto, dio un respingo y se concentró en la pantalla. Neihart se acercó para ver.

—¿No va a responderme nadie? —preguntó el recién llegado, ahora mucho más cerca.

—Deme su identificación —dijo una voz desde otra nave—. Aquí el mercante Osito. ¿Quiénes son ustedes? Sigan avanzando y limítense a darnos su identificación.

Pasó el tiempo de respuesta, ahora aún más corto, y otros mercantes habían empezado a moverse. Había un grupo de observadores cada vez más nutrido en el puente de la Finity's.

—Esto no me gusta —musitó alguien.

—Aquí Genevieve, procedente de la Unión, de Fargone. Hay rumores de que ocurre algo ahí. ¿Cuál es la situación?

—Déjame responder —intervino otra voz—. Genevieve, aquí Pixie II. Déjame hablar con el viejo, ¿de acuerdo, muchacho?

Hubo un silencio más largo de lo que habría sido normal. A Elene empezó a latirle el corazón aceleradamente, y giró en su asiento haciendo un torpe y frenético gesto a Neihart, pero ya sonaba la alarma general y Neihart pasaba la señal a su sobrino, que estaba ante el ordenador.

—Aquí Sam Dentón, de la Genevieve —retornó la voz.

—¿Cómo me llamo, Sam?

—Hay soldados aquí —transmitió la Genevieve y al instante se cortó la emisión. Elene alargó frenéticamente la mano hacia el comunicador, mientras por todas partes sonaban órdenes de que las naves permanecieran quietas o dispararían contra ellas.

Genevieve, Genevieve, aquí Quen, de la Estelle. Responda.

Nadie disparaba. En la pantalla, los centenares de naves que giraban dentro de la zona de gravitación nula, se reorientaron para rodear al intruso.

—Aquí el teniente Marn Oborsk, de la Unión —dijo al fin una voz—. A bordo de la Genevieve. Esta nave será destruida antes que capturada. Los Dentón están a bordo. Confirmen su identidad. Los Quen han muerto y la Estelle es una nave desaparecida. ¿En qué nave está usted?

Genevieve, no está en condiciones de exigir nada. Haga salir a los Dentón de su nave. Se hizo otra larga pausa.

—Quiero saber con quién estoy hablando.

Ella no respondió de inmediato. A su alrededor, en el puente, había una actividad frenética. Se orientaban las armas y se calculaban las posiciones relativas para velocidad, deriva y el uso probable de los reactores de plataforma para aumentarla.

—Habla Quen. Le exigimos que deje salir a los Dentón de esa nave. Escuche esto: si la Unión pone sus manos en otro mercante, el diablo andará suelto. El puerto de origen de cualquier nave atacante o que se apodere de un mercante estará sujeto a las sanciones de nuestra alianza. Eso es lo que ocurre aquí. Observe su situación, teniente Oborsk. Nos estamos extendiendo y superamos en número a sus naves de guerra. Si quiere un solo kilo de mercancía transportado de un lado a otro, de ahora en adelante tendrá que tratar con nosotros.

—¿Desde qué nave me habla?

Podían empezar a disparar en vez de hacer preguntas. Tenía que calmarlos, mantenerlos estables. Elene se enjugó el rostro y miró a Neihart, el cual asintió. Los cálculos estaban hechos.

—Quen es todo lo que necesita saber, teniente. Nuestro número es muy superior al suyo. ¿Cómo encontró este lugar? ¿Se lo informaron los Denton? ¿O se puso en contacto con ustedes una nave que no debía hacerlo? Le diré esto: la alianza de mercantes actuará como una unidad, y si quiere que haya problemas serios, señor, ponga las manos en otra nave mercante. Ustedes y la Flota de Mazian pueden hacer entre sí lo que gusten. Nosotros no pertenecemos a la Compañía ni a la Unión. Somos el tercer lado en este triángulo y a partir de ahora vamos a negociar en nuestro propio nombre.

—¿Qué se proponen aquí?

—¿Puede usted negociar o llevar mensajes a los suyos? Hubo una larga pausa.

—Teniente —prosiguió ella—, cuando los negociadores autorizados estén dispuestos a acercarse a nosotros, estaremos plenamente preparados para hablar con ellos. Mientras tanto le rogamos que deje salir a los Dentón. Si está dispuesto a hablar razonablemente, verá que somos amistosos. Pero si se perjudica a cualquier otro mercante, tomaremos represalias. Y esto es una promesa.

Transcurrió el tiempo previsto antes de la respuesta.

—Aquí Sam Dentón —dijo finalmente otra voz—. Tengo instrucciones para decirle que esta nave va a cambiar de virada y que a bordo hay un dispositivo de destrucción. Tengo aquí a toda la familia, Quen. Eso también es cierto.

De repente se produjo una desintegración. Elene miró la pantalla y el telémetro, vio la explosión registrada, su crecimiento súbito, convirtiéndose en una mancha inconfundible incluso en la pantalla. Sintió que el estómago se le ponía tenso y el bebé se movía… Se llevó una mano al vientre y, presa de náuseas, contempló las pantallas, mientras el cornunicador seguía emitiendo interferencias.

Una mano, la de Neihart, se posó sobre su hombro.

—¿Quién disparó? —le preguntó ella.

—Aquí Pixy II —dijo una voz áspera, cargada de emoción—. He disparado yo. Se acercaban al cénit, hacia el vacío, con los motores ardiendo. Un poco más y muchos habríamos estallado.

—Recibido, Pixy.

Vamos a rastrear la zona —dijeron desde otra nave.

Cabía al menos la posibilidad de una cápsula… Que la Unión hubiera permitido salvarse al menos a los niños de los Dentón. Pero no era muy probable que la cápsula hubiese soportado la deflagración.

Como lo ocurrido con la Estelle, allá en Mariner. El rastreo sería inútil. No iban a encontrar nada.

Aparecieron otras señales en la pantalla, presencias fantasmales en la oscuridad que rodeaba al punto de la explosión, sólo definidas por leves destellos, parpadeos o raudas luces y sombras en la pantalla, ocultando las estrellas. Eran amigos, centenares de naves moviéndose en la zona de rastreo.

—Ahora estamos metidos en ello —murmuró Neihart—. La Unión no tendrá descanso.

Pero todos lo sabían, desde el momento en que empezó a correr la noticia, en cuanto los mercantes empezaron a pasarse el aviso del lugar adonde tenían que ir y el nombre que les había convocado… una nave desaparecida y un nombre extinto, a causa de un desastre que todos conocían. Era inevitable que la Unión se enterase; seguramente ya habrían observado la curiosa ausencia de naves de sus estaciones, mercantes que no se movían de acuerdo con el programa establecido. Tal vez sentirían pánico, al percibir desapariciones en zonas donde no podía haber acción militar, con Mazian inmovilizado en Pell. La Unión tenía naves apropiadas —lo habían demostrado— y antes de que llegara aquella nave podría haber comunicado su rumbo a otras. El paso siguiente sería el envío de una nave de guerra… si la Unión podía distraer una de Pell.

Y la noticia no se había extendido solamente por el espacio de la Unión. Había llegado a Sol… pues Winifred había recordado sus vínculos con la Tierra, arrojando su carga al vacío, y apresurándose a adquirir la masa necesaria para proceder al salto lo antes posible… Habían emprendido aquel viaje largo e incierto, sin saber qué recibimiento obtendrían. «Habladles de Mariner», les había pedido Elene. «Y de Russell, de Viking y Pell. Hacedles comprender.» Lo hicieron obedientemente, porque ya habían pertenecido una vez a la Tierra. Pero fue un gesto solamente. No llegaba respuesta alguna.

No encontraron una cápsula, sino sólo residuos y chatarra.

IV Downbelow: Santuario de los hisa; 6/1/53; noche local

Desde el principio los hisa habían estado yendo y viniendo, una silenciosa migración que entraba y salía del grupo reunido al pie de las imágenes, aislados y por parejas, en actitud reverente, respetando a los soñadores reunidos allí en gran número. Habían acudido de día y de noche, llevándoles alimentos y agua, haciendo cosas pequeñas y necesarias.

Ahora había cúpulas para los humanos, zanjas excavadas por los hisas, y los compresores producían su ruido sordo, con el pulso de la vida bajo las cúpulas toscas y llenas de parches, pero que servían para cobijar a viejos y niños, y a todos los demás mientras el breve verano cedía ante el otoño, los cielos se nublaban y eran cada vez menos los días soleados y las noches tachonadas de estrellas.

Las naves les sobrevolaban, transbordadores que iban y venían. Ya estaban acostumbrados y no les asustaba.

«Ni siquiera en los bosques debéis reuniros —había explicado Miliko a los Viejos a través de intérpretes—. Sus ojos ven las cosas cálidas, incluso a través de los árboles. La tierra profunda puede ocultar a los hisa. Pero ellos ven incluso cuando el sol no brilla.»

Los nativos se habían sorprendido mucho al oír aquello. Habían hablado entre sí, de los Lukas. Pero parecieron comprender.

Día tras día habló con los Viejos, habló hasta enronquecer y fatigar a sus intérpretes, intentando hacerles comprender a qué se enfrentaban. Y cuando se fatigaba, unas manos extrañas le tocaban los brazos y el rostro y los ojos redondos de los hisas la miraban con profunda ternura. A veces eso era todo lo que podían hacer.

Y los humanos… de noche se acercaba a ellos. Estaba Ito, Ernst y los demás, cada día de peor humor… Ito porque todos los demás oficiales se habían ido con Emilio; y Ernst porque, como era de baja estatura, no le habían elegido. También estaba uno de los hombres más fuertes de todos los campamentos, Ned Cox, el cual no se había ofrecido voluntario y ahora empezaba a avergonzarse. Había una especie de malestar que se extendía entre ellos, vergüenza quizá, cuando escuchaban las noticias de la base principal, que no decían más que desgracias: un centenar de personas sentadas fuera de las cúpulas, eligiendo el tiempo frío y el alivio de los respiradores, como si al rechazar la comodidad se demostraran algo unos a otros y a sí mismos. Se habían vuelto silenciosos, y sus ojos, como decían los nativos, eran brillantes y fríos. Día y noche en aquel santuario, en el lugar de las imágenes hisa, sentados ante las cúpulas en las que otros vivían, en las que otros esperaban ansiosos que les tocara su turno, pues no todos cabían a la vez. Permanecerían allí porque no tenían más remedio, ya que cualquier deserción sería observada desde el cielo. Habían elegido el santuario y no había nada más que hacer salvo permanecer allí sentados y pensar en los otros. Pensar y juzgarse a sí mismos.

A aquella actitud los hisa la llamaban soñar. Era lo mismo que ellos hacían.

«Usad la cabeza», les había dicho Miliko los primeros días, cuando estaban más inquietos y hablaban sin tino de emprender alguna acción. «Tenemos que esperar.» Cox le preguntó qué tenían que esperar, y eso empezó a turbar los propios sueños de Miliko.

Aquella noche los hisa bajaban por la cuesta, unos nativos a los que habían enviado días atrás. Aquella noche ella se sentó con los otros y los vio llegar, las manos en el regazo, observó los cuerpos pequeños y distantes moviéndose por la oscuridad de la llanura, sintiendo una curiosa tirantez en las entrañas. Eran hisa para cubrir el número de los humanos; de modo que quienes exploraban el campamento no notaran su ausencia. Miliko llevaba el arma en un bolsillo impermeable, y las ropas con que se cubría la mantenían caliente. Aún así, la incertidumbre de las cosas le hizo estremecerse. Se había quedado aquí para cuidar de los hisa, pero éstos le habían pedido que se fuera, porque estaba apenada y tenía los ojos fríos como los demás.

Irse o perder a la gente que mandaba. De otro modo no podría retenerlos más.

—«¿Temeréis que os deje?», había preguntado a los humanos que se quedarían, los silenciosos y retirados, los viejos, los niños, los que tenían seres queridos y aquellos que, tal vez, estaban más en su juicio que los que esperaban fuera. Se sentía culpable por ellos. Su misión consistía en protegerlos, y no podía hacerlo, ni siquiera podía dirigir al grupo del exterior… simplemente huía al frente de aquellos locos. Muchos de los que se quedarían eran miembros de cuarentena, refugiados que habían presenciado demasiado horror y estaban demasiado cansados, que nunca habían pedido encontrarse allí. Miliko imaginaba que debían tener miedo. Los viejos hisas podían ser perversamente extraños, y si la gente de Pell estaba acostumbrada a los nativos, para ellos eran aún inquietantes alienígenas. Pero una anciana le había dicho: «No, por primera vez desde Mariner no tengo miedo. Aquí estamos seguros. Quizá no de las armas, pero sí del miedo.» Y otras cabezas habían asentido, mientras sus ojos la miraban con la paciencia de las imágenes hisa.

Ahora un pequeño grupo de hisa se acercaban. Primero se detuvieron junto a ella e Ito y miraron a los otros que aguardaban detrás.

Escogieron a algunos más, que fueron a reunirse con los demás hisa cuesta arriba, mientras se aproximaba otro grupo. Aquella noche se irían ciento veintitrés humanos, y otros tantos hisa acudirían al campamento para ocupar su lugar. Miliko confiaba en que los hisa lo comprendieran. Finalmente pareció que lo entendían, y sus ojos se iluminaron de alegría por la broma que gastaban a los humanos que les espiaban desde arriba.

Fueron por la ruta más rápida, pasaron junto a otros hisa que les llamaban alegremente. Miliko avanzaba con tanta rapidez como podía, jadeando, decidida a no descansar, porque tampoco descansaban los hisa. Todos habían acordado prescindir del descanso. Miliko se tambaleó mientras emprendían la ascensión final por el margen del bosque, ayudada por las jóvenes hembras hisa que los rodeaban… Allí estaban Ella-camina-rápido, Viento-en-los-árboles y otras cuyos nombres no podía descifrar del todo ni las hisa decírselo. Ella le había dado a una el nombre de Pie Rápido y a la otra Susurro, pues a los nativos les encantaban los nombres humanos. Había intentado llamarlas por sus nombres nativos, pero su lengua no podía dominarlos y sus intentos hacía que las hisa arrugaran la nariz y estallaran en carcajadas.

Suspendieron su marcha hasta que salió el sol. Se quedaron entre los árboles y los brezos, bajo un saliente rocoso. Cuando rompió el alba volvieron a ponerse en camino, ella, Ito, Ernst y los hisa que los guiaban, mientras otros hisa habían conducido a otros de ellos al bosque, por otra parte. Los hisa se movían como si no hubiera enemigos en todo el mundo, jugando entre ellos. Una vez se produjo una emboscada que les detuvo el corazón… una broma de Pie Rápido. Miliko frunció el ceño, como los demás humanos, y entonces los hisa se dieron cuenta de que no estaban para bromas y se sosegaron, al parecer perplejos. Miliko cogió a Susurro de la mano y trató de hacerle comprender una vez más, pero la nativa tenía menos conocimiento del lenguaje humano que los hisa con los que estaban acostumbrados a tratar.

Al final, desesperada, cogió un palo y se agachó, arrancando helechos para hacer un pequeño claro.

—Mira —le dijo, trazando una línea en el suelo con el palo—. Este es el río. —Entonces apretó el palo para hacer una marca al lado de la línea—. Aquí está el campamento de Konstantin-hombre. —Decían los hombres que era improbable que ningún símbolo dibujado penetrara en la imaginación de los hisa; las líneas y señales que no guardaban relación con el objeto real no entraban en su modo de ver las cosas—. Hacemos un círculo, así, nuestros ojos vigilan el campamento humano. Ven a Konstantin. Ven a Saltarín.

Susurro asintió, súbitamente entusiasmada, haciendo oscilar con rapidez todo su cuerpo. Tendió un brazo en dirección a la llanura.

—Ellos… ellos… ellos… —Cogió el palo y lo agitó hacia arriba. Era el ademán más próximo a la amenaza que Miliko había visto jamás en un hisa—. Son malos —dijo al tiempo que lanzaba el palo al cielo. Saltó varias veces, batió palmas y se golpeó el pecho—. Yo amiga Saltarín.

La compañera de Saltarín. Miliko contempló la fiera expresión de la joven hembra, comprendiendo de súbito, y Susurro le cogió una mano y se la palmeó. Pie Rápido le palmeó el hombro. Todos los hisa se pusieron a hablar en su barboteante idioma con mucha rapidez, y de pronto parecieron tomar una decisión, se separaron por parejas y cada uno cogió a un humano de la mano.

—Miliko —protestó Ito.

—Confía en ellos. Sigámosles la corriente. Los hisa no se perderán; nos mantendrán en contacto y nos traerán de regreso cuando sea preciso. Te enviaré un mensaje. Espéralo.

Los hisa les instaban para que se separasen y cada uno avanzara en una dirección diferente. Ernst se volvió a mirarla.

—Ten cuidado —le dijo antes de desaparecer entre los árboles.

Miliko, Ernst e Ito tenían la mitad de todas las armas que había en Downbelow, aparte de las que poseían los soldados y los otros tres que iban con ellos. Seis armas y un poco de material explosivo para arrancar tocones… ése era todo su arsenal. Miliko había instado a los hisa para que no formaran grupos de más de tres, procurando que sus movimientos parecieran ordinarios en las pantallas de los sensores que les vigilaban. Y los hisa, siguiendo su curiosa lógica, los habían acompañado en grupos de tres: ella, Susurro y Pie Rápido, tres humanos y seis hisa, y ahora tres grupos de tres que se encaminaban rápidamente en distintas direcciones.

Las bromas habían cesado. De repente, Pie Rápido y Susurro se habían puesto muy serias. Avanzaban deslizándose entre los matorrales, y cuando Miliko hacía demasiado ruido, o así lo juzgaban sus sensibles oídos, se volvían hacia ella para advertirla. No podía evitar el siseo del respirador, pero ponía cuidado en romper ramas, imitando los pasos deslizantes de los hisa, la suavidad con que se detenían e iniciaban de nuevo la marcha, y Miliko pensó al fin que era como si la estuvieran enseñando.

Descansaba cuando debía hacerlo, y sólo entonces. Una vez, tras haber caminado demasiado, se cayó y los hisa se apresuraron a recogerla, tranquilizándola mediante palmaditas en los hombros y caricias en el cabello. La sostuvieron del mismo modo que se sostenían unos a otros, envolviéndola en su calor, pues el cielo estaba nublado y soplaba un viento frío. Empezó a llover. Miliko se levantó en cuanto pudo e insistió en avanzar con la misma celeridad que antes. Los nativos aplaudieron su ímpetu.

Por la tarde se encontraron con más hisa, varias hembras y un par de machos. Surgieron repentinamente de un montículo entre los bosques y de los árboles, como sombras marrones bajo la bruma y la lluvia, el agua perlando sus pelajes. Susurro y Pie Rápido hablaron con ellos, sin soltar a Miliko, y recibieron una respuesta.

—Dicen… que vienen de muy lejos, Escucha. Son muchos. Sus ojos se alegran de verte, Mihan-tisar.

Eran doce en total. Uno tras otro se acercaron, tocaron las manos de Miliko, la abrazaron, se agitaron e hicieron corteses reverencias. Lo que dijo Susurro fue largo, y obtuvo largas respuestas de uno y otro.

—Ellos ven —dijo Pie Rápido, que escuchaba mientras Susurro hablaba—. Ven lugar humano. Allí hisas y humanos heridos.

—Tenemos que ir ahí —dijo Miliko, llevándose la mano al corazón—. Todos mis humanos van allí, se sientan en las colinas, vigilan. ¿Comprendéis? ¿Me oís bien?

—Oímos —dijo Pie Rápido, y pareció traducir.

Los otros empezaron a andar, poniéndose en cabeza. Miliko no sabía qué harían cuando llegaran allí. La asustaba la furia de Ito y de los otros. Seis pistolas no bastaban para apoderarse de un transbordador, ni tampoco el resto de ellos cuando llegaran… desarmados y sin ningún medio para enfrentarse a tropas bien pertrechadas y con trajes blindados. No podrían hacer más que mirar, permanecer allí y confiar…

Caminaron durante todo el día, bajo una lluvia fría que se filtraba a través de las hojas. Y el viento lanzaba las gotas contra ellos cuando no llovía. Los arroyos desbordados y de superficie burbujeante corrían libremente. Los matorrales eran cada vez más espesos.

—El lugar humano —les recordó Miliko finalmente, desesperanzada—. Tenemos que encontrar el campamento.

—Vamos al lugar humano —le confirmó Susurro, y un instante después se había ido, deslizándose entre los matorrales con tal rapidez que engañaba la vista.

—Corre bien —le aseguró Pie Rápido—. Hace ir lejos a Saltarín para alcanzarla. Él se cae muchas veces, ella camina.

Miliko frunció el ceño, perpleja, como solía ocurrirle cuando le hablaban los hisa. Pero Susurro se había ido para hacer algo serio, o así lo parecía, y ella se esforzó en seguir caminando.

Al cabo de largo rato vio un claro entre los árboles y avanzó hacia allí con las pocas fuerzas que le quedaban, pues había humo en el aire, el humo de los molinos, y poco después pudo distinguir el brillo crepuscular de una cúpula. Se puso de rodillas en el borde del bosque y tardó un momento en comprender dónde estaba. Era la primera vez que veía el campamento desde aquel ángulo, desde lo alto de las colinas. Se apoyó allí, mientras Pie Rápido le palmeaba la espalda. Jadeaba y tenía la visión borrosa. Se palpó el bolsillo izquierdo, donde guardaba tres cilindros de recambio y confió en que no se hubiera estropeado el que llevaba colocado en la máscara. Había calculado que podrían vivir allí, al aire libre, durante semanas. Tenían que utilizar con cuidado los respiradores.

El sol se ponía. Pudo ver que se encendían las luces en el campamento, y mientras avanzaba por el filo de un saliente erosionado, distinguió las figuras que se movían bajo las luces, una fila de personas con pesadas cargas a cuestas que iban y venían entre el molino y la carretera.

—Ella viene —dijo de pronto Pie Rápido.

Miliko miró atrás y de repente echó en falta a los otros, que habían estado detrás de ellos, entre los árboles, y ahora no se veían por ninguna parte. Parpadeó de nuevo cuando se separaron las ramas de unos matorrales y Susurro cayó al suelo, jadeando.

—Saltarín —balbuceó la nativa, balanceándose mientras jadeaba—. Sufre, sufre, trabajo muy duro. Konstantin-hombre sufre. Te da esto.

Tenía un trozo de papel en el puño apretado, peludo y húmedo. Miliko cogió el fragmento empapado, y lo alisó cuidadosamente y secó, aunque la lluvia volvió a mojarlo enseguida, haciéndolo frágil como papel de seda. Tuvo que inclinarse mucho y ladearse para poder leerlo a la luz del crepúsculo. Las palabras habían sido garabateadas apresuradamente. Decía: «Las cosas aquí están bastante mal. No hay que fingir. Permaneced alejados, por favor. Te dije lo que tenías que hacer. Dispersaos y seguid fuera de su alcance. Me temo que querrán más mano de obra. Estoy bien. Por favor, volved, no os metáis en líos.»

Las dos hisa la miraban con expresión de asombro. Aquellos signos en un papel las confundían.

—¿Os ha visto alguien? —les preguntó Miliko—. ¿Algún hombre?

Susurro frunció los labios.

—Yo nativa —dijo con altivez—. Muchos nativos vienen aquí, llevan sacos al molino. Aquí está Saltarín. Humano no sabe. ¿Quién soy yo? Nativa. Saltarín dice tu amigo trabaja muy duro. Hombres matan a hombres. Dice te ama.

—También yo le amo.

Se guardó la nota en un bolsillo de la chaqueta y siguió agachada entre las hojas, con la cabeza cubierta por la capucha y la mano dentro del bolsillo, sobre la culata de la pistola.

Cualquier acción que emprendieran empeoraría las cosas, significaría la muerte de todos los que estaban allí. Aunque pudieran hacerse con una de las naves, sólo les acarrearía represalias. Un ataque masivo, allí y en el santuario. Vidas por vidas. Emilio trabajaba para salvar a Downbelow, lo que pudiera salvar. Y lo último que querría sería algún movimiento precipitado por su parte.

—Pie Rápido —llamó—. Corre, busca a los nativos y a todos los humanos que salieron conmigo. ¿Entiendes? Diles… Miliko habla con Konstantin-hombre. Diles que todos esperen, que esperen y no se muevan.

Pie Rápido trató de repetirlo, pero le resultaba difícil con su parco vocabulario. Pacientemente, Miliko lo intentó de nuevo, y al final Pie Rápido se bamboleó demostrando que comprendía.

—Les digo sentarse —dijo con excitación—. Tú hablas con Konstantin-hombre.

—Sí, sí —dijo Miliko, y la nativa echó a correr.

Los nativos podían ir y venir. Como Susurro decía, los hombres de Mazian no veían ninguna diferencia entre unos y otros, no podían distinguirlos. Y esa era la única esperanza que tenían, mantener la comunicación entre ellos, hacer saber a los hombres que no estaban solos. Emilio sabía que ella estaba allí. Tal vez, aunque deseara que estuviera en otra parte, aquello era algún consuelo.

V Pell: Sector verde nueve; 8/1/53; 1800 h.

Los rumores se extendían por todo el sector verde, pero no había señales de un cierre inminente, ni registros ni amenaza de crisis. Las tropas entraban y salían de los lugares habituales. La música a todo volumen trepidaba en los bares de la plataforma, y los soldados de permiso se relajaban bebiendo, algunos incluso bebiendo demasiado. Josh echó un vistazo cauteloso a la puerta del local de Ngo y se escondió de nuevo cuando un pelotón de soldados marciales, sobrios, vestidos con armaduras avanzó por el corredor con unas intenciones definidas. Josh se sintió un poco nervioso, como le ocurría cuando presenciaba tales movimientos en ausencia de Damon. Aguantaba la espera en el refugio, su turno de sudar en el almacén de Ngo, saliendo a la sala principal sólo a las horas de comer… pero ya era la hora de la cena, casi pasada, y su preocupación empezaba a ir en aumento. Damon había insistido en salir el día anterior y aquel mismo día, siguiendo pistas, buscando un contacto… hablando con gente y corriendo el riesgo de meterse en líos.

Paseó inquieto por el reducido ámbito de la sala, y se dio cuenta de que Ngo le miraba desde el bar con el ceño fruncido. Procuró calmarse y finalmente regresó al interior, asomó la cabeza a la cocina y le pidió la cena al hijo de Ngo.

—¿Cuántos? —le preguntó el muchacho.

—Uno —dijo él. Necesitaba una excusa para permanecer en la sala principal. Calculó que cuando Damon regresara podría encargar otra cena. Su crédito era bueno, la única comodidad de su existencia. El hijo de Ngo le señaló con una cuchara, indicándole que saliera.

Fue a su mesa de costumbre y se sentó, mirando de nuevo hacia la puerta. Dos hombres habían entrado en el local, lo cual no tenía nada de raro. Pero también miraban a su alrededor, y empezaron a avanzar hacia el fondo. Josh agachó la cabeza y trató de camuflarse en las sombras. Eran tipos del mercado, tal vez amigos de Ngo…, pero el movimiento le alarmó. Y los hombres se detuvieron junto a su mesa y uno de ellos retiró una silla. Él alzó la vista, lleno de aprensión, al ver que el hombre se sentaba mientras el otro permanecía de pie.

—Talley —dijo el hombre sentado, un joven de facciones duras con una cicatriz de quemadura que le cruzaba la mejilla—. Es usted Talley, ¿verdad?

—No conozco a ningún Talley. Usted se confunde.

—¿Quiere salir fuera un momento? Vaya hacia la puerta.

—¿Quién es usted?

—Hay un arma apuntándole. Le sugiero que se mueva.

Era la pesadilla largo tiempo esperada. Josh pensó en lo que podría hacer, pero cualquier cosa provocaría sus disparos. Cada día morían hombres en el sector verde, y no había otra ley que las tropas, a las cuales no iba a pedir auxilio. Aquellos no eran hombres de Mazian. Se trataba de alguna otra cosa.

—Muévase.

Josh se levantó, separándose de la mesa. El segundo le cogió del brazo y le acompañó a la puerta. Salieron a la brillante luz del exterior.

—Miré hacia allí —le dijo el hombre a su espalda—. Mire a la puerta de enfrente, al otro lado del corredor. Dígame si nos hemos equivocado de hombre.

Él obedeció. Era el hombre al que había visto antes, el que le había estado observando. Se le empañó la vista y sintió que la náusea le atenazaba el estómago, a causa de un reflejo condicionado.

Conocía a aquel hombre. No recordaba su nombre, pero le conocía. Su acompañante le cogió por el codo y le hizo avanzar en aquella dirección, al otro lado del corredor, y mientras el otro hombre entraba, le llevó al interior del bar de Mascari, en el que flotaban los efluvios del licor y el sudor y sonaba una música que estremecía el suelo. Las cabezas se volvieron, las de los clientes del bar que podían verle mejor de lo que le permitía verlos a ellos su visión momentáneamente deslumbrada, y sintió que le sobrecogía el pánico, no sólo porque le podían reconocer, sino también porque había algo en aquel lugar que él reconocía, a pesar de que no debería conocer nada de Pell, después de lo ocurrido, al otro lado del abismo que habían cruzado.

Le empujaron a un rincón de la sala y le hicieron entrar en uno de los compartimientos cerrados. Dos hombres estaban allí, uno de edad mediana que no provocaba en él ninguna alarma… y el otro… el otro…

Volvió a sentirse mal: un nuevo asalto de reflejo condicionado. Tanteó en busca del respaldo de una silla de plástico y se apoyó en él.

—Sabía que eras tú —dijo el hombre—. Josh, ¿verdad? ¿Eres tú?

—Gabriel.

El nombre surgió de su pasado bloqueado, y estructuras enteras se tambalearon. Vio de nuevo su nave… su nave y sus compañeros… y aquel hombre… aquel hombre entre ellos…

—Jessad —le corrigió Gabriel, el cual le tomó del brazo y le miró de un modo extraño—. ¿Cómo llegaste aquí, Josh?

—Los de Mazian.

Le hicieron pasar al fondo del recinto cerrado por una cortina, un lugar íntimo, una trampa. Volvió la cabeza y vio que los otros bloqueaban la salida, y cuando volvió a mirar en la penumbra apenas pudo distinguir el rostro de Gabriel… igual que aquella vez en la nave, cuando se separaron, cuando él transfirió Gabriel a Blass, en la Hammer, cerca de Mariner. Gabriel apoyó suavemente una mano en su hombro, haciéndole sentarse en una silla alrededor de una pequeña mesa circular. Gabriel se sentó ante él y se inclinó hacia delante.

—Aquí mi nombre es Jessad. Estos caballeros… el señor Coledy y el señor Kressich… El señor Kressich era consejero de esta estación, cuando había consejo. Ustedes perdonarán señores. Quiero hablar con mi amigo. Esperen fuera. Procuren que nadie nos moleste.

Los otros se retiraron, y los dos hombres se quedaron a solas bajo la luz mortecina de una bombilla. Josh no quería estar allí solo con aquel hombre, pero la curiosidad le hacía seguir sentado, más que el temor al arma de Coledy, una curiosidad que contenía la premonición del dolor.

—Somos socios, ¿no es cierto, Josh? —le preguntó Gabriel/Jessad.

Podía ser una trampa o ser verdad. Movió la cabeza con un gesto de impotencia.

—Me han lavado la mente. Mi memoria… El rostro de Gabriel se contrajo, como si lo lamentara, y le cogió de un brazo.

—Josh… Entraste, ¿verdad? Trataste de efecutar la recogida. La Hammer me recogió cuando salió mal. Pero no lo sabías, ¿verdad? Hiciste entrar a la Kite y ellos te cogieron. Lavado de cerebro… Josh, ¿dónde están los otros? ¿Dónde está el resto, Kitha y…?

Él meneó la cabeza, frío por dentro, vacío.

—Muertos. No puedo recordar claramente. He perdido la memoria.

La náusea se intensificó un poco, liberó la mano y se la llevó a la boca, al tiempo que se reclinaba sobre la mesa, tratando de dominar sus reacciones.

—Te vi en el corredor —dijo Gabriel—. No lo creía, pero empecé a hacer preguntas. Ngo no quiere decir con quién estás, pero es alguien al que también persiguen, ¿verdad? Te has hecho amigos aquí. Un amigo. No es uno de nosotros… es alguien más importante, ¿no es cierto?

No podía pensar. Las antiguas amistades y las nuevas batallaban entre sí. Su mente estaba llena de contradicciones. Miedo por Pell… Se lo habían inculcado. Y destruir estaciones… aquella era la misión de Gabriel. Gabriel estaba allí como había estado en Mariner…

Elene y Estelle, la nave que había sido destruida en Mariner.

—¿No es cierto?

Josh se estremeció y miró a Gabriel, parpadeando.

—Te necesito —susurró Gabriel—. Tu ayuda, tus habilidades…

—Yo no era nada —dijo él. La sospecha de que le estaban mintiendo se hizo aún más fuerte. El hombre le conocía y afirmaba cosas que no eran ciertas, que nunca lo serían—. No sé de qué me hablas.

—Formábamos un equipo, Josh.

—Era sondista, en la nave sonda…

—Eso era una cobertura —dijo Gabriel, cogiéndole de la muñeca y agitándosela violentamente—. Eres Joshua Talley, de servicios especiales. Has recibido un gran entrenamiento. Procedías de los laboratorios de Cyteen…

—Tuve madre y padre. Vivía en Cyteen con mi tía. Se llamaba…

—De los laboratorios, Josh. Te entrenaron a todos los niveles. Te dieron una identidad falsa, una ficción, un engaño… algo para mentir, para salir del paso, mentiras que podías decir si era necesario. Y así ha sido, ¿verdad? Todo está cubierto.

—Tenía una familia. Les quería…

—Eres mi socio, Josh. Procedemos del mismo programa. Nos crearon para el mismo trabajo. Eres mi apoyo. Hemos trabajado juntos, estación tras estación, en reconocimiento y operaciones.

Josh se soltó de la mano de Gabriel, parpadeó, sus ojos estaban llenos de lágrimas. La granja, el paisaje soleado, la infancia, todo aquello empezaba a desmoronarse, irrecuperablemente.

—Hemos nacido en el laboratorio —continuó Gabriel—. Los dos. Cualquier otra cosa… otro recuerdo… nos lo grabaron en la mente y pueden grabar algo más la próxima vez. Cyteen era real. Soy real… hasta que cambien las cintas, hasta que me convierta en otra cosa. Han enterrado la única cosa que es real. Les dijiste la mentira y se desvaneció de tu memoria. Pero la verdad está ahí. No has olvidado el manejo del ordenador. Has sobrevivido aquí, y conoces esta estación.

Josh permaneció inmóvil, los labios apretados contra el dorso de la mano, las lágrimas deslizándose por su rostro, aunque no sollozaba. Estaba paralizado y las lágrimas seguían brotando.

—¿Qué quieres que haga?

—¿Qué puedes hacer? ¿Quiénes son tus contactos? No está entre las tropas de Mazian, ¿verdad?

—¿Quién?

Permaneció inmóvil un momento. Las lágrimas cesaron, su fuente se secó en algún lugar de su interior. Toda su memoria parecía en blanco, la prevención y algún lugar distante confundidos en su mente, celdas blancas y asistentes uniformados, y por último supo que se había sentido bastante feliz en la detención porque era su hogar, la institución universal, igual a uno y otro lado de la línea divisoria de la política y los bandos en guerra. Su hogar.

—Supón que trabajo a mi manera —le dijo—. Supón que hablo con mi contacto. ¿De acuerdo? Podría conseguir alguna ayuda. Te costaría…

—¿Cuánto costaría?

—Josh se recostó en la silla y señaló con la cabeza el exterior del reservado, donde aguardaban Coledy y Kressich.

—Tienes fuerzas propias, ¿no? Supón que contribuyo con mi parte. ¿Qué habrás conseguido? Supón que puedo conseguirte casi todo en esta estación… y no tengo fuerza suficiente para manejarlo.

—Yo sí la tengo —dijo Gabriel.

—Y yo tengo lo otro. Hay una sola cosa que no puedo conseguir sin fuerza: un transbordador. Para ir a Downbelow cuando sea el momento.

Gabriel permaneció un minuto en silencio.

—¿Tienes esa clase de acceso?

—Te dije que tengo un amigo. Y quiero salir de aquí.

—Tú y yo podríamos tomar esa opción.

—Y ese amigo mío.

—¿Ese con quien trabajas el mercado?

—Especula cuanto quieras. Te conseguiré los accesos que necesites. Tú haz planes para conseguir que salgamos de esta estación.

Gabriel asintió lentamente.

—Tengo que volver —dijo Josh—. Empieza a actuar. No hay mucho tiempo.

—Ahora los transbordadores ensamblan en el sector rojo.

—Puedo hacer que entres ahí…, donde quieras. Lo que necesitamos es fuerza suficiente para tomarlo cuando lleguemos.

—¿Mientras están ocupados los de Mazian?

—Mientras ellos están ocupados. Hay maneras. —Miró un momento a Gabriel—. Vais a volar esta estación. ¿Cuando? Gabriel pareció meditar en si debía responder.

—No tengo tendencias suicidas. Quiero encontrar una forma de salir de aquí tanto como cualquiera, y no hay ninguna posibilidad de que esta vez la Hammer pueda recogernos a tiempo. Un transbordador, una cápsula, cualquier cosa que pueda permanecer en órbita lo suficiente…

—De acuerdo —dijo Josh—. Ya sabes dónde encontrarme.

—¿Hay un transbordador ensamblado ahora?

—Lo averiguaré.

Josh se levantó, cruzó el oscuro reducto y salió al ruidoso exterior, donde Coledy, su hombre y Kressich se levantaron de una mesa cercana con cierta aprensión, pero Gabriel había salido tras él y le dejaron pasar. Se abrió camino entre las mesas ocupadas por clientes dedicados a comer y beber.

El aire exterior era como una muralla de fresco y luz. Aspiró hondo, trató de aclarar su cabeza, mientras en el suelo se cuadriculaban las sombras, surgían destellos aquí y allá, se entrelazaban la verdad y la mentira.

Cyteen era una mentira. Como él. Parte de él funcionaba como el autómata que le habían entrenado para ser… tenía instintos en los que nunca había confiado, sin saber por qué los tenía… Volvió a aspirar, procurando pensar, mientras su cuerpo avanzaba por el corredor en busca de refugio.

Sólo cuando regresó a su mesa en el local de Ngo, donde se le había enfriado la comida, cuando se sentó en aquel lugar familiar, de espaldas al rincón y la realidad de Pell entraba y salía del bar ante él, la parálisis empezó a ceder. Pensó en Damon, en aquella vida que él podría salvar.

Podía matar. Para eso le habían creado. Para eso existían los que eran como Gabriel y como él mismo. Joshua y Gabriel. Comprendía el cruel humor de sus nombres, sintiendo un nudo en la garganta. Tragó saliva y pensó en los laboratorios. Aquel era el blanco vacío en el que había vivido, la blancura de sus sueños. Cuidadosamente aislado de la humanidad. Adiestrado con cintas magnetofónicas… le habían proporcionado habilidades, mentiras que contar… acerca de su condición de ser humano.

Sólo que había un fallo en aquellas mentiras que se inculcaban en carne humana, con instintos humanos, y a él le habían encantado las mentiras. Y las había vivido en sus sueños.

Tomó la cena, que se resistía a pasar por su garganta, la hizo bajar con café frío y se sirvió otra taza de la jarra térmica.

Podría sacar a Damon de allí. Los demás tendrían que morir. Para salvar a Damon tenía que guardar silencio, y Gabriel tenía que engañar a los que le seguían, prometiéndoles a todos la vida, prometiéndoles una ayuda que nunca llegaría. Todos morirían, excepto él mismo y Gabriel, y Damon. Se preguntó cómo podría persuadir a Damon para que se marchara, y si lo conseguiría. Si debía utilizar la razón¿qué razón?…

Alicia Lukas-Konstantin. Pensó en ella, en aquella mujer que le había ayudado para ayudar a Damon. Ella no podría marcharse, ni los guardias que le habían dado dinero en el hospital, ni el nativo que les siguió y vigiló para que estuvieran a salvo, ni la gente que había sobrevivido al infierno de las naves y de la cuarentena, ni los hombres, las mujeres y los niños…

Lloró, apoyando la cabeza entre las manos, mientras en algún profundo lugar de su interior, todavía funcionaban los instintos con fría inteligencia, sabiendo cómo acabar con un lugar como Pell, sabiendo que esa era la única razón de su existencia.

Ya no creía en el resto.

Se enjugó los ojos, bebió el café, permaneció sentado y esperó.

VI Transporte de la Unión Unity: Espacio profundo; 8/1/53

Rodó el dado, salió un dos, y Ayres se encogió de hombros, malhumorado, mientras Dayin Jacoby se anotaba otra serie de puntos y Azov preparaba otra ronda. Los dos guardianes asignados perpetuamente en la sala principal de la cubierta inferior les observaban desde los bancos adosados a la pared, sus rostros jóvenes e inmaculados totalmente inescrutables. Ayres y Jacoby, y alguna que otra vez Azov, jugaban por puntos imaginarios apostando créditos auténticos que obtendrían cuando llegasen a algún lugar civilizado, lo cual, pensaba Ayres, era un elemento tan azaroso como el rodar del dado.

El tedio era el único enemigo presente. Azov estaba cada vez más sociable. Ataviado de negro, se sentaba con ellos a la mesa, jugaban juntos, pues no se rebajaba a jugar con los miembros de su tripulación. Tal vez los maniquíes se divertían por su parte en algún otro lugar. Ayres no podía imaginarlo… Nada les afectaba, nada iluminaba aquellos ojos apagados y odiosos. Solamente Azov se les unía de vez en cuando y se sentaban en la sala principal, donde transcurrían tediosas veladas de ocho o nueve horas, allí sentados, pues no había trabajo alguno que hacer, ningún ejercicio al que someterse. Se pasaban la mayor parte del tiempo sentados en la única estancia que les permitían ocupar, y hablaban… finalmente hablaban.

Jacoby no se reprimía en su conversación; vertía confidencias de su vida, sus asuntos, sus actitudes. Ayres oponía resistencia a los intentos de Jacoby y Azov para hacerle hablar de su mundo natal. Eso sería peligroso. Pero de todos modos hablaba acerca de sus impresiones de la nave, de la situación actual, de cualquier nadería que no le pareciese perjudicial, de la abstracción de las leyes y la economía, en cuya teoría los tres hombres compartían ciertos conocimientos, y bromeaban acerca del cambio al que deberían pagar sus apuestas. Azov se reía francamente. Era un alivio inefable tener alguien con quien hablar, intercambiar chanzas con otros. Tenía un vínculo con Jacoby… un lazo de afinidad que no había escogido pero al que no podía renunciar. Cada uno constituía la cordura del otro. Finalmente empezó a aceptar que era concebible semejante vínculo también con Azov, pues le parecía un hombre comprensivo y de buen carácter. Aquello era también peligroso, y lo sabía. Jacoby ganó la siguiente partida. Azov anotó pacientemente los puntos y se volvió hacia los maniquíes.

—Jules, trae una botella, ¿quieres?

Uno de los jóvenes se levantó y salió de la sala.

—Habría dicho que en vez de nombres tenían números —comentó Ayres en voz baja. Ya habían dado cuenta de una botella. Y entonces se arrepintió de su franqueza.

—Hay muchas cosas en la Unión que usted no ve —dijo Azov—. Pero puede tener ocasión de hacerlo.

Ayres se rió, y de repente sintió un escalofrío en las entrañas. ¿Cómo?, estuvo a punto de decir, pero se contuvo. Habían bebido mucho juntos. Azov no había admitido nunca las ambiciones de la Unión, ningún otro proyecto más allá de Pell. No pudo evitar que su expresión cambiara aunque muy ligeramente, lo que también le ocurrió a Azov. Ambos mostraron consternación durante un momento que duró demasiado. Sus reacciones fueron lentas a causa del alcohol. Y allí estaba Jacoby, un tercero no dispuesto a participar.

Haciendo un esfuerzo, Ayres rió de nuevo, procurando no mostrar su sentimiento de culpabilidad, se reclinó en su asiento y miró a Azov.

—Cómo, ¿es que también juegan? —preguntó, tratando de mostrar que interpretaba mal las palabras del otro.

Azov apretó los labios hasta formar una fina línea, le miró y sonrió como si le resultara divertido.

«No voy a casa», pensó Ayres desalentado. «No habrá información al respecto. Eso era lo que quería decir.»

VII Pell: Túneles de los nativos; 8/1/53; 1830 h.

El oscuro lugar estaba abarrotado de cuerpos. Damon escuchaba, se sobresaltó al oír que uno se movía cerca de él, y luego una mano le tocó el brazo en la negrura del túnel. Enfocó la linterna, estremeciéndose en el frío.

—Soy Dienteazul —le susurró la voz familiar—. ¿Vienes a verla?

Damon titubeó durante largo rato, miró las escalas que se elevaban como hilos de telaraña, rebasando el límite que alcanzaba la luz de la linterna.

—No —replicó tristemente—. No. Sólo estoy de paso. He estado en el sector blanco. Lo único que deseo es cruzar.

—Ella pide que vayas. Lo pide siempre.

—No —susurró Damon con voz áspera, pensando que las ocasiones iban disminuyendo, que pronto ya no habría ninguna oportunidad—. No, Dienteazul. La amo y no iré. ¿No sabes que sería peligroso para ella que yo fuese allí? Entrarían los hombres-con-armas. No puedo. No puedo, por mucho que lo desee.

La cálida mano del nativo palmeó la suya.

—Dices buena cosa.

Damon se sorprendió. El nativo razonaba, y aunque sabía que aquellos seres lo hacían, le causó extrañeza su manera de pensar tan parecida a la humana. Tomó la mano de Dienteazul y la estrechó, agradecido por su presencia en unos momentos en que no tenía ningún otro consuelo. Se sentó en los escalones metálicos, aspiró lentamente a través de la máscara, sentado con quien, a pesar de todas las diferencias, se había convertido en un amigo. Los hisa se agachaban en la plataforma ante él, sus ojos oscuros brillando en la luz indirecta, y le daban unas palmadas en la rodilla, en señal de amistad.

—Me vigiláis continuamente —les dijo Damon. Dienteazul asintió y se bamboleó ligeramente.

—Los hisa sois muy amables, muy buenos.

Dienteazul ladeó la cabeza y arrugó la frente.

—Tú bebé de ella. —Los lazos de parentesco eran un concepto muy difícil para los nativos—. Tú bebé de Licia.

—Lo fui, sí.

—Ella tu madre.

—Lo es.

—Milio su bebé.

—Sí.

—Le amo.

Damon sonrió tristemente.

—Contigo no valen las cosas a medias, ¿eh, Dienteazul? O todo o nada. Eres un buen tipo. ¿Qué más saben los hisa? ¿Conocen a otros humanos…o sólo a los Konstantin? Creo que todos mis amigos están muertos, Dienteazul. He intentado encontrarlos. Y o bien están ocultos o han muerto.

—Me pones tristes los ojos, Damon-hombre. Tal vez hisa los encuentren. Dinos sus nombres.

—Pregunta por cualquiera de los Dee, o los Ushant, o los Muller.

—Pregunto. Quizá alguno conoce. —Dienteazul se llevó un dedo a su nariz chata—. Los encuentro.

—¿Cómo?

Dienteazul tendió una mano y le tocó la barba cerdosa.

—Tu cara como los hisa, pero hueles igual a humano. Damon sonrió, divertido a pesar de su depresión.

—Ojalá tuviera el aspecto de un hisa. Entonces podría ir y venir. Esta vez casi me cazan.

Has venido aquí con miedo —dijo Dienteazul.

—¿Puedes oler el miedo?

—Veo tus ojos. Mucho dolor. Huelo sangre, huelo dura carrera.

Damon iluminó su codo; la tela estaba rasgada y ensangrentada.

—Me di con una puerta —explicó. Dienteazul se inclinó hacia delante.

—Haré que no duela más.

Recordó cómo trataban los hisa sus propias heridas y movió la cabeza.

—No, pero ¿puedes recordar los nombres que te he dicho?

—Dee, Ushant, Muler.

—¿Les encontrarás?

—Lo intentaré —replicó Dienteazul—. ¿Los traigo?

—Ven a buscarme para ir a su encuentro. Los hombres-con-armas están cerrando los túneles hacia el sector blanco, ¿Lo sabías?

—Lo sé. Nosotros, los nativos, andamos por los grandes túneles de afuera. ¿Quién nos mira?

Damon suspiró a través de la máscara, se puso en pie y abrazó al hisa con un brazo mientras con el otro recogía la linterna.

—Te amo —murmuró.

—Te amo —replicó Dienteazul, y se escabulló en la oscuridad, sin más que un ligero movimiento, una vibración en los escalones metálicos.

Damon palpó su camino, contando las curvas y los niveles, dispuesto a no cometer la menor imprudencia. Ya había estado a punto de cometer una al tratar de introducirse en el sector blanco, donde había hecho sonar una alarma. Temía que aquello pudiera provocar una investigación en los túneles, y crear problemas a los nativos y a su madre. Aún le temblaban las rodillas, aunque no había vacilado en disparar cuando se vio obligado. Tuvo que hacerlo contra un guardia sin armadura, tal vez lo había matado…, al menos esa fue su intención.

Aquello le ponía enfermo.

Y aún confiaba en haber evitado que la alarma se relacionara con su nombre, en que el testigo estuviera realmente muerto.

Seguía temblando cuando llegó al acceso del corredor donde estaba el local de Ngo. Entró en la pequeña cámara, se quitó la máscara, usó la tarjeta que no pasaba por el registro de seguridad y que sólo utilizaba para casos de extrema urgencia. La puerta se abrió sin que sonara ninguna alarma. Se apresuró por el pasillo estrecho y desierto y utilizó una llave manual para abrir la puerta trasera.

La esposa de Ngo, que estaba ante el mostrador de la cocina, se volvió a mirarle y salió al instante a la sala principal. Damon dejó la puerta trasera cerrada, abrió la del almacén y dejó allí el respirador. En su pánico se había olvidado de dejarlo en la antecámara, lo cual daba la medida de su sensatez. Se lavó las manos y la cara en el fregadero de la cocina, tratando de borrar también el olor de la sangre, el miedo y el recuerdo.

—Damon.

—Hola, Josh. —Dirigió una mirada de cansancio hacia la puerta de la sala principal y se secó el rostro con la toalla colgada allí—. Hay problemas. Pasó por el lado de Josh, entró en la sala y se dirigió al bar—. Una botella —le pidió a Ngo.

—Entra de nuevo ahí… —le susurró nervioso Ngo.

—Emergencia —dijo Damon. Josh se acercó a él y le cogió del brazo.

—No pienses ahora en la bebida, Damon. Vamos ahí, quiero hablar contigo.

Fueron al discreto rincón que era su territorio, a salvo de las miradas de los comensales. Se oía ruido de platos en la cocina, donde se había retirado la esposa de Ngo y su hijo. La sala olía al inevitable estofado de Ngo.

—Escucha —le dijo Josh cuando se sentaron—. Quiero que vengas conmigo al otro lado del corredor. He encontrado un contacto que creo que puede ayudarnos.

Damon pareció tardar un momento en comprender.

—¿Con quién has estado hablando? ¿A quién conoces?

—No se trata de mí. Es alguien que te ha reconocido, que quiera tu ayuda. No conozco todos los detalles. Un amigo tuyo. Hay una organización… que se extiende entre los miembros de cuarentena y los estacionados. Una serie de personas que saben que podrías tener la habilidad necesaria para ayudarles.

Damon reflexionó, tratando de sacar algo en claro.

Ya sabes el riesgo que corremos con la gente de cuarentena… ¿Contra los soldados? ¿Y por qué han recurrido precisamente a ti, Josh? Tal vez temen que yo pueda reconocer los rostros y deducir algo más de lo que quieren decirnos. No me gusta esto.

—¿Con cuánto tiempo podemos contar, Damon? Es una posibilidad. A estas alturas todo supone un riesgo. Ven conmigo. Por favor, ven conmigo.

—Van a registrar todo el sector blanco. He tropezado allí con una alarma… Es posible que haya matado a alguien. Van a moverse, buscarán la persona que utiliza los accesos…

—¿Cuánto tiempo nos queda entonces para pensarlo? Si no lo hacemos… —Se detuvo y miró seriamente a la esposa de Ngo, que les traía los platos de estofado—. Vamos a ir a un sitio. Mantennos la comida caliente.

Los ojos oscuros de la mujer se posaron en los dos. Silenciosamente, como todo lo que hacía, recogió los platos y los llevó a otra mesa.

—No tardaremos en averiguarlo, Damon, por favor —dijo Josh.

—¿Qué se proponen hacer? ¿Atacar la central?

—Causar problemas. Llegar al transbordador. Organizar la resistencia en Downbelow… un pequeño número de nosotros, Damon, todo se base en tus conocimientos, tu habilidad con el ordenador y tu experiencia en los pasadizos.

—¿Disponen de un piloto?

—Creo que hay uno, sí.

Damon intentó hacer acopio de sensatez y meneó la cabeza.

—No.

—¿Qué significa ese no? Tú mismo hablaste de un transbordador, lo planeaste.

—Pero no para tener otra revuelta en la estación, con más muertos, para seguir un plan que nunca saldría bien.

—Ven a hablar con ellos, ven conmigo. ¿O no confías en mí? Damon, Damon, ¿cuánto tiempo podemos esperar a que se presente una oportunidad? Ni siquiera has escuchado el plan con detalle.

Damon suspiró.

—De acuerdo, iré. Muy pronto empezarán a revisar los documentos de identidad en el sector verde. Tengo miedo. Hablaré con ellos. Tal vez conozca mejores modos de hacerlo, más discretos. ¿Está lejos ese sitio?

—El local de Mascan.

—Al otro lado del corredor.

—Sí, vamos.

Se abrieron paso entre las mesas y al pasar por el lado del bar, Ngo les llamó.

—Vosotros… No volváis aquí si tenéis líos. ¿Me oís? Os he ayudado y no quiero esa clase de pago. ¿Entendido?

—Entendido —dijo Damon.

No había tiempo para suavizar la situación. Josh esperaba junto a la puerta. Se dirigió hacia él, miró a izquierda y derecha y los dos hombres cruzaron el corredor hacia el interior más oscuro y ruidoso del local de Mascari.

Un hombre, que estaba a la izquierda de la entrada, se levantó y les indicó el camino. Como Josh entró sin vacilaciones, Damon se tragó sus protestas y les siguió hasta el fondo de la sala, donde estaba tan oscuro que resultaba difícil no tropezar con las sillas.

En un reservado cubierto por una cortina brillaba una luz débil. Damon y Josh entraron, pero su guía desapareció.

Un momento después entró un hombre, joven y con una cicatriz en el rostro. Damon no lo conocía.

—Ya vienen —dijo el recién llegado, y enseguida volvieron a retirarse las cortinas y entraron otros dos hombres.

—Kressich —musitó Damon. Al otro no lo había visto nunca.

—¿Conoce al señor Kressich? —le preguntó el recién llegado.

—Sólo de vista. ¿Quién es usted?

—Me llamo Jessad… El señor Konstantin, ¿verdad? El menor de los Konstantin.

Cualquier clase de reconocimiento le ponía nervioso. Miró a Josh, confuso, perplejo. Era de suponer que conocían su identidad.

—Este hombre es de la cuarentena, Damon —dijo Josh—. Hablemos de los detalles. Siéntate.

Damon se sentó a la mesita, inseguro y aprensivo, mientras los otros se acomodaban junto a él. Miró a Josh por segunda vez. Confiaba en él, con una confianza por la que arriesgaría su vida. Incluso le daría su vida si se la pidiera, pues no tenía nada mejor en que utilizarla. Y Josh había mentido. Se sentía seguro de que Josh le estaba mintiendo.

Se preguntó frenéticamente si estarían sometidos a alguna amenaza, buscando alguna disculpa para aquella situación.

—¿De qué clase de plan estamos hablando —preguntó, con el único deseo de poder salir de allí, llevarse a Josh con él y poner las cosas en claro entre los dos.

—Cuando Josh dijo que tenía contactos, no sospeché de quién se trataba —dijo lentamente Jessad—. Eres mucho mejor de lo que me habría atrevido a esperar.

—¿De veras? —Resistió la tentación de mirar otra vez a Josh—. ¿Qué es lo que espera exactamente de cuarentena, señor Jessad?

—¿No se lo ha dicho Josh?

—Josh me ha dicho que tendría interés en hablar con ustedes.

—¿Acerca de encontrar la manera de volver a poner esta estación en sus manos?

La expresión de su rostro no cambió lo más mínimo.

—Usted cree que tiene los medios para hacer eso.

—Tengo hombres —dijo Kressich—, y Coledy también. Podemos disponer de mil hombres en cinco minutos.

—Usted sabe lo que ocurriría entonces —dijo Damon—. Ya estamos hasta el cuello de tropas. Los corredores quedarían llenos de cadáveres, si no nos echaban a todos al vacío.

—Ya sabe usted que la estación es suya —intervino sosegadamente Jessad—, para hacer lo que les venga en gana. Excepto usted, no hay ninguna autoridad que pueda hablar por el viejo Pell. Lukas está acabado. Sólo hace lo que Mazian le ordena. Va a todas partes rodeado de guardias. Una alternativa son los cadáveres en el corredor, es cierto, pero la otra es lo que han hecho con Lukas. ¿No le parece? También le darían a usted notas preparadas para que las leyera. Le harían alternar con Lukas, y le eliminarían a usted. Después de todo, tienen a Lukas y él cumple las órdenes…, ¿no es cierto?

—Lo ha dicho claramente, señor Jessad. —Se reclinó en la silla, pensando en que no decían ni una palabra del transbordador. Miró a Josh, el cual le respondió con una mirada inquieta—. ¿Cuál es su propuesta?

—Consíganos acceso a la central. Nosotros nos ocuparemos del resto.

—Nunca saldrá bien —dijo Damon—. Hay naves de guerra ahí afuera. Si toma la central no podrá seguir manteniéndolas a distancia. Nos atacarán. ¿Ha contado con eso?

—Tengo medios para asegurarme de que salga bien.

—Hablemos entonces. Dígame claramente cuál es su proposición y déjeme pensarlo esta noche.

—¿Dejarle andar por ahí conociendo nombres y rostros?

—Usted conoce los míos —le recordó a Jessad, en cuyos ojos apareció un leve centelleo.

—Confía en él —le dijo Josh—. Saldrá bien.

Se oyó un estrépito en el exterior, un ruido que se impuso a la estridencia de la música. Se abrieron las cortinas hacia adentro, y Coledy cayó sobre la mesa con un agujero en la frente. Kressich se puso en pie de un salto, gritando aterrado. Damon se echó atrás y golpeó la pared, con Josh a su lado, y Jessad se llevó una mano al bolsillo. Los gritos punteaban la música del exterior, y unos soldados armados, rifles en ristre, llenaron el umbral del reservado.

—¡Quietos! —ordenó uno de ellos.

Jessad sacó rápidamente la pistola. Un rifle disparó y se notó un olor a quemado mientras Jessad caía al suelo, retorciéndose. Damon miraba horrorizado y atónito a los soldados. Josh, a su lado, no se movía.

Un soldado levantó a otro hombre por el cuello… Era Ngo, que desvió la vista al ver a Damon. Parecía como si estuviera a punto de vomitar.

—¿Son estos? —le preguntó el soldado. Ngo asintió.

—Me obligaron a esconderlos. Me amenazaron, a mí y a mi familia. Queríamos ir al sector blanco, todos nosotros.

—¿Quién es este? —le preguntó el soldado señalando a Kressich.

—No lo sé —respondió Ngo. —No lo conozco, ni tampoco a los otros.

—Sacadles fuera y registradles —ordenó el oficial—. A los muertos también.

Había terminado. Docenas de pensamientos pasaron por la mente de Damon… Sacar el arma que guardaba en el bolsillo… echar a correr, tan lejos como pudiera antes de que le abatieran.

Y Josh… su madre y su hermano…

Le pusieron de cara a la pared y le hicieron abrir las piernas, con Josh y Kressich a su lado. Le registraron los bolsillos y sacaron las tarjetas y el arma, cuya presencia era causa suficiente para una ejecución sumaria.

Le hicieron volverse y lo miraron con más atención.

—¿Es usted Konstantin?

No respondió. Un soldado le golpeó en el vientre y él se dobló; con el hombro adelantado y bajo arremetió contra el soldado, arrastrando una silla en su caída. Una bota le golpeó la espalda y se vio enzarzado en una pelea que tenía lugar por encima de él. Se liberó del hombre al que había dejado inconsciente, trató de levantarse apoyándose en el borde de la de la mesa y un disparo pasó rozándole el hombro y alcanzó a Kressich en el estómago.

Le golpearon con un rifle. Se le aflojaron las rodillas, negándose a seguir manteniéndole en pie. Recibió un segundo golpe, en el brazo tendido sobre la mesa, y se tambaleó, doblándose mientras le daban puntapiés, y siguió doblado bajo los golpes hasta quedar medio inconsciente. Entonces le alzaron entre dos hombres.

—¿Josh? —preguntó débilmente—, ¿Josh?

También habían alzado a Josh. Dos hombres le sostenían y trataban de hacerle volver en sí. A Damon le daba vueltas la cabeza como si estuviera borracho, y la sangre le manaba de una sien. No se apresuraron a recoger a Kressich; todavía se movía, el vientre agujereado y desangrándose con rapidez. Le dejaron abandonado.

Salieron a la sala general y Damon miró a su alrededor. Ngo había huido o se lo habían llevado. Los clientes habían desaparecido. Había algunos cuerpos tendidos y varios soldados con rifles.

Les sacaron al corredor. Había algunos mirones junto al local de Ngo, y Damon giró el rostro, avergonzado de que se lo llevaran detenido ante la gente.

Pensó que le conducirían a las naves, al otro lado de las plataformas.

Y entonces doblaron la esquina y se encaminaron a la izquierda: no les llevaban a donde él creía. Había un bar que los soldados habían ocupado sólo para ellos, un cuartel general, un lugar que los civiles evitaban.

Música, drogas, licor… todo lo que el sector civil tenía para ofrecer. El interior estaba lleno de humo, y sonaba una música atronadora. Por increíble que pareciera, había un escritorio, que le daba al antro cierto carácter oficial. Los soldados les hicieron acercarse a la mesa, ante la que estaba sentado un hombre que sostenía una copa, y que les miró de arriba abajo.

—Hemos encontrado algo interesante —dijo el jefe del grupo que les había hecho entrar—. La Flota busca a estos dos. Este es Konstantin, y aquí tenemos a un unionista, un hombre que ha pasado por Corrección, según se rumorea… Pero le hicieron el trabajo en Pell.

—Unionista. —El sargento, que tal era la graduación del hombre sentado ante el escritorio, miró más allá de Damon y dirigió una sarcástica sonrisa Josh.

—¿Cómo pudo introducirse en Pell una persona como tú? ¿Tienes una buena historia, unionista? Josh no dijo nada.

—Yo sí —dijo una voz áspera desde la puerta—. Es propiedad de la Norway.

Las risas y las conversaciones se detuvieron, aunque no la música. Los recién llegados, cubiertos con armadura, al contrario que la mayoría de los presentes, entraron con una brusquedad que sobresaltó al resto.

Norway —musitó alguien—. Salid de aquí, cabrones de la Norway.

¿Cómo te llamas? —gritó el recién llegado.

—¿Es que vais a disparar contra todos nosotros?

El hombre de la voz áspera oprimió el botón del comunicador que le colgaba del hombro y dijo algo ininteligible a causa de la música, se volvió e hizo un gesto a la docena de soldados que le acompañaban, los cuales se desplegaron. Entonces miró lentamente a los demás.

—Ninguno de vosotros está en condiciones de hacer nada. Poned en orden esta pocilga. Si hay alguno de los nuestros aquí dentro lo despellejo. ¿Hay alguien?

—Busca en otro sitio —gritó una voz—. Esto es territorio de la Australia. La Norway no tiene autorización para pasarnos revista.

—Entregadme los prisioneros —dijo el hombre.

Nadie se movió. Los rifles de los soldados de la Norway les apuntaron, y se oyeron gritos de sorpresa y rabia entre las tropas de la Australia. Damon continuó con la visión borrosa mientras dos de los hombres se acercaron a él y a Josh, una mano le cogió violentamente del brazo y le arrancó de la mano que le había sujetado hasta entonces, arrastrándole hasta la puerta. Josh se puso en marcha sin oponer la menor resistencia. Mientras estuvieran juntos… Era todo lo que les quedaba.

—Sacadlos afuera —gritó el oficial a sus hombres.

Les empujaron para que salieran deprisa. Dos soldados se quedaron con su oficial, en el bar. Cuando cruzaban el corredor del sector nueve, otras tropas les interceptaron, también de la Norway.

Id al puesto de la Australia —gritó uno a los demás. Era una voz de mujer—. Al local de McCarthy. Di los tiene a todos retenidos a punta de rifle. Necesita algunos hombres allí, y rápidamente.

Los soldados echaron a correr. Cuatro de los que les escoltaban siguieron adelante, llevándolos hacia la puerta de acceso a la plataforma azul, donde montaban guardia unos centinelas.

—Déjenos pasar —pidió el oficial de su escolta—. Ahí detrás tenemos una situación potencial de revuelta.

Los guardias eran de la Australia. El letrero y el emblema así lo proclamaba. A regañadientes, los centinelas abrieron las puertas de emergencia y les dieron paso.

Entraron en la plataforma azul, donde la Norway ocupaba un ensambladero al lado de la India, la Australia y la Europe. Damon caminaba mientras empezaba a sentir la conmoción de los golpes sufridos, sino dolor. Allí sólo había militares, tropas que iban y venían, y equipos de soldados en uniforme de faena que cargaban fardos.

El tubo de acceso a la Norway se abrió ante ellos. Entraron en la rampa y recorrieron el frío pasadizo hasta la antecámara. Otros salieron a su encuentro, soldados con el emblema de la Norway.

—Talley. —Dijo uno, sorprendido y sonriente—. Bienvenido de nuevo, Talley.

Josh echó a correr de súbito. Logró llegar a la mitad del tubo de acceso antes de que le cogieran.

VIII Pell: Norway; Plataforma azul; 8/1/53; 1930 h.

Signy alzó la vista de su mesa, redujo un momento el volumen del comunicador, los informes de sus soldados en las plataformas y otras partes. Dirigió una vaga sonrisa a los guardias y a Talley. El muchacho no podía ir más desastrado… sin afeitar, mugriento, ensangrentado. Tenía una hinchazón en la mandíbula.

—¿Vienes a verme? —le dijo en tono burlón—. No creía que lo intentaras de nuevo.

—Damon Konstantin… lo tienen a bordo. Las tropas lo han cogido. Pensé que querría hablar con él. Estas palabras la dejaron perpleja.

—Intentas entregarle, ¿no?

—Está aquí. Nos han detenido a los dos. Sáquele de ahí. Ella se echó atrás, mirándole con curiosidad.

—De modo que hablas sin ambages. Antes nunca hablabas. Y ahora él no tenía nada qué decir.

—Jugaron con tu mente —observó Signy—. Y ahora eres amigo de Konstantin, ¿verdad?

—Se lo suplico —dijo él con voz débil.

—¿Por qué razón?

—Es útil para usted. Y le matarán. Ella le miró con los ojos entornados.

—Contento de estar de vuelta, ¿no?

Parpadeó la luz de una llamada, algo que sin duda el comunicador podía solucionar por sí solo. Ella movió el mando del sonido y escuchó la llamada: «Hay una pelea en el local de McCarthy.»

—¿Está Di ahí? Ponedme con él.

«Está ocupado», le respondieron. Signy hizo un gesto a los guardianes para que se llevaran a Talley. Se encendió otra luz.

—¡Mallory! —le gritó Talley, pero los soldados le obligaron a salir. «Te requieren en la Europe», oyó a través del comunicador. «Mazian está al habla.»

Signy oprimió el botón correspondiente. Se habían llevado a Talley, confiaba en que para encerrarlo en alguna parte.

Europe, aquí Mallory. «¿Qué sucede ahí?»

—Tengo problemas en la plataforma, señor. Janz necesita instrucciones. Con su permiso, señor.

Cerró la comunicación con la Europe. «Ha caído», oía por otro canal. «Capitana, han disparado contra Di.»

Signy apretó un puño y lo retiró de la máquina.

—Hacedle salir, hacedle salir. ¿Con qué oficial hablo? «Aquí Uthup», dijo una voz de mujer. «Uno de la Australia ha disparado contra Di.» Ella apretó otro botón.

—¡Ponedme con Edger! ¡Rápido!

«Hemos cruzado la puerta», oyó decir a Uthup. «Tenemos a Di.»

«Alerta general a las tropas de la Norway. Tenemos problemas en la plataforma. ¡Salid de ahí!»

«Aquí Edger», oyó entonces. «Mallory, retire a sus esbirros.»

—Retire a los suyos, Edger, o les dispararé nada más verlos. Han disparado contra Di Janz.

«Los detendré», replicó la voz, y la comunicación se cortó.

Por los corredores de la Norway sonaba la ALERTA, una sirena estridente acompañada del centelleo de unas luces azules. Los tableros y las pantallas en la cámara de Signy volvían a iluminarse mientras la nave se colocaba en disposición de emergencia.

«Estamos entrando», dijo la voz de Uthup. «Aún está con nosotros, capitana.»

—Entradle, Uthup, entradle.

«Bajamos ahí, capitana», dijo otra voz. Era Graff, que se dirigía a la plataforma. Ella empezó a oprimir botones, buscando alguna pantalla utilizable y maldiciendo a los técnicos. Alguien debería grabar lo que estaba pasando. Al final pudo captar la imagen, el grupo que entraba arrastrando a varios de los suyos, las tropas de la Norway descendiendo apresuradamente a la plataforma y tomando posiciones alrededor de los umbilicales y los accesos.

—Localizad a un médico por el comunicador —ordenó.

«Médico dispuesto», oyó decir, y vio que una figura familiar llegaba al lado de las tropas y se hacía cargo de los heridos. Graff estaba allí Signy pudo respirar con más calma.

«La Europe sigue a la espera», le advirtió el comunicador. Oprimió el botón de aquel canal.

«Capitana Mallory. ¿Qué guerra está usted librando ahí afuera?»

—Aún no lo sé, señor. Voy a averiguarlo en cuanto pueda tener a mis tropas a bordo.

«Tiene prisioneros de la Australia. ¿Por qué?»

—Damon Konstantin es uno de ellos, señor. Volveré a ponerme en contacto en cuanto tenga noticias de Janz. Con su permiso, señor.

«Mallory».

—Señor.

«La Australia tiene dos bajas. Quiero un informe.»

—Se lo daré en cuanto sepa lo que ha ocurrido, señor. Mientras tanto mando las tropas a la plataforma verde antes de que tengamos cualquier clase de problemas con los civiles de allí.

«La India está haciendo entrar fuerzas. Deje las cosas así, Mallory, y mantenga sus tropas fuera. Que se vayan de las plataformas. Retírelas a todas. Quiero verla lo antes posible. ¿De acuerdo?»

—Con un informe, señor. Con su permiso, señor.

La luz y el contacto se desvanecieron. Signy golpeó la consola con el puño, empujó la silla y se dirigió al cubículo de la enfermería a mitad del corredor que conducía al ascensor principal.


La situación no era tan mala como había temido. Di mantenía el pulso normal bajo los cuidados médicos, y no parecía dispuesto a morirse. Tenía una herida en el pecho y algunas quemaduras. Había perdido mucha sangre, pero Signy había visto destrozos mucho peores. Había tenido la mala suerte de que el proyectil alcanzara una juntura, las partes más débiles de la armadura. Se dirigió a la puerta donde estaba Uthup, con su armadura manchada de sangre de la cabeza a los pies.

—Sacad de aquí vuestras sucias personas —les dijo, indicándoles el corredor—. La enfermería está esterilizada. ¿Quién disparó primero?

—Los cerdos de la Australia, borrachos y alborotados.

—Capitana.

—Capitana —dijo Uthup quedamente.

—¿Te han alcanzado, Uthup?

—Quemaduras, capitana. Con su permiso, haré que me examinen cuando hayan terminado con el mayor y los otros.

—¿No te dije que estuvierais fuera de ese territorio?

—Oímos por el comunicador que habían cogido a Konstantin y Talley, capitana. Un sargento estaba al frente, y los encontramos borrachos como mercaderes de la estación. El mayor entró y nos dijeron que allí no podíamos entrar nosotros.

—Es suficiente —musitó Signy—. Quiero un informe, soldado Uthup, y te apoyaré. Te habría desollado viva si hubieras retrocedido ante los bastardos de Edger. Puedes citar estas palabras cuando te parezca.

Siguió andando por el corredor, entre los soldados.

—Todo va bien. Di está entero, así que salid de aquí y dejad que los médicos trabajen. Volved a vuestro sitio. Voy a tener unas palabras con Edger, pero si vosotros o quien sea sale a la plataforma, dispararé yo misma, podéis estar seguros. ¡Abajo!

Los soldados se dispersaron. Signy se dirigió al puente y miró a la tripulación que la rodeaba. Graff estaba allí, también bastante manchado de sangre.

—Límpiate —le dijo—. Volved a vuestros puestos. Morio, regresa ahí y entrevista a la soldado Uthup y a los demás de ese destacamento. Quiero los nombres y datos de identidad de esos soldados de la Australia. Quiero una queja formal, y ahora mismo.

—Sí, capitana —replicó Morio, partiendo al instante.

Signy permaneció en el puente y miró a su alrededor hasta que todos volvieron a sus tareas respectivas. Graff había salido para adecentarse. La capitana siguió recorriendo el pasillo hasta que se dio cuenta de lo que hacía y se detuvo.

Tenía que ocuparse de su apariencia antes de ir a ver a Mazian. Había sangre en su uniforme, sangre de Di. Finalmente decidió ir sin limpiarse.

—McFarlane —llamó bruscamente—. Graff está al mando. Necesito una escolta hasta la Europe. Date prisa.

Se dirigió al ascensor, oyendo el eco de la orden en los corredores. Los soldados se reunieron con ella a la salida del corredor, quince de ellos con equipo completo. Avanzó entre las tropas que montaban guardia en la rampa de acceso, en las plataformas. No llevaba armadura. Aquella era una plataforma segura y no necesitaba blindaje para transitarla, pero en aquel momento se habría sentido más segura caminando desnuda por la plataforma verde.

IX Pell: Europe; Plataforma azul; 8/1/53; 2015 h.

Esta vez Mazian no tardó en aparecer. Sólo dos personas asistían a la reunión: Signy y Tom Edger, el cual había llegado primero, como era de esperar.

—Siéntese —le ordenó Mazian. Ella ocupó una silla en el lado opuesto de la mesa de conferencias, frente a Edger. Mazian se había sentado en la cabecera, apoyado sobre los brazos cruzados, y miraba con fijeza a la capitana.

—¿Y bien? ¿Dónde está el informe?

—No tardará en llegar —dijo ella—. Necesito tiempo para efectuar las entrevistas y recoger los datos de identidad. Di tomó nombres y números antes de que le disparasen.

—¿Le ordenó usted que fuera allí?

—Las órdenes que tienen mis tropas son que no retrocedan ante los problemas si éstos se les presentan. Señor, mis hombres han sido acosados sistemáticamente desde el incidente con Goforth. Fui yo quien disparó a ese hombre, y hostigan a mi gente, la responsabilizan sutilmente, hasta que alguien está demasiado borracho para conocer la diferencia entre el hostigamiento y el motín abierto. Pidieron su número a un soldado y éste se negó abiertamente a darlo. Entonces le arrestaron y sacó su arma, abriendo fuego contra un oficial.

Mazian miró a Edger y de nuevo a Signy.

—He oído otra historia, la de que se alienta a sus tropas para permanecer cohesionadas, que siguen bajo sus órdenes aun cuando tengan una supuesta libertad al estar de permiso, que van en pelotones y al mando de oficiales que patrullan la plataforma, que toda la actividad de las tropas y el personal de la Norway es violenta y provocativa, desafiando directamente mi orden.

—No he encargado servicio alguno a mis soldados mientras están de permiso. Si van en grupo es sólo para protegerse, porque hay bares que están abiertos a todos excepto al personal de la Norway. Esa es la clase de conducta que se alienta entre otras tripulaciones. Mi queja sobre este asunto está en su mesa desde hace una semana.

Mazian se quedó mirándola un momento y tamborileó sobre la mesa, con gesto lento y nervioso. Finalmente miró a Edger.

—He vacilado en presentar una protesta —dijo Edger—, pero ahí afuera se está creando una mala atmósfera. Parece que hay cierta diferencia de opinión sobre cómo se ordena el conjunto de la Flota. Las lealtades a las naves —lealtades a determinados capitanes— se alientan en ciertos medios por razones que no quiero suponer, tal vez por ciertos capitanes.

Signy aspiró hondo y apoyó las manos en los brazos de la silla, como si fuera a levantarse, pero hizo un gran esfuerzo y se dominó. Edger y Mazian siempre habían sido íntimos… lo eran en un aspecto que había sospechado durante mucho tiempo y en el que no podía intervenir. Su respiración se serenó, se recostó en su asiento y miró únicamente a Mazian. Era la guerra; un paso tan angosto como ningún otro de los que había tenido que recorrer la Norway, los estrechos de la ambición de Mazian y Edger.

—Cuando empezamos a dispararnos unos a otros, hay algo que va muy mal —le dijo—. Con su permiso… somos los más antiguos de la Flota, los que más hemos sobrevivido. Y le diré lisa y llanamente que sé lo que se está preparando y me he plegado a su charada, interviniendo en la organización de esta estación, que no va a tener la menor importancia cuando la Flota se vaya. He seguido sus instrucciones para tener a la gente activa, y las he seguido bien. No he dicho ni una palabra ni a mis soldados ni a la tripulación sobre lo que sé, y comprendo que a las tropas se les permita hacer lo que quieran en esta estación porque a la larga eso carece de importancia. Porque Pell ha dejado de interesar, y ahora su supervivencia es contraria a los intereses de usted. Ahora tenemos en perspectiva algo diferente. O quizá siempre ha sido así, y usted nos ha empujado a ello gradualmente, para no conmocionarnos demasiado cuando al fin nos proponga lo que realmente tiene en su mente, la única alternativa que nos ha dejado. Sol, ¿verdad? La Tierra. Va a ser un largo y peligroso viaje, lleno de problemas cuando lleguemos allí. La Flota se apoderará de la Compañía. Así que tal vez está en lo cierto. Quizá sea lo único factible. Puede que tenga sentido y lo haya empezado a tener hace mucho tiempo, cuando la Compañía dejó de apoyarnos. Pero no llegaremos allí si Pell destruye la disciplina gracias a la cual esta Flota ha funcionado durante décadas. No llegaremos allí si las unidades están homogeneizadas dentro de algo que no pueden hacer por separado. Y eso es lo que ocurre con este hostigamiento. Me dice cómo dirigir la Norway. Si empieza eso, todo se viene abajo. Les quitan a los soldados sus insignias y sus designaciones, su identificación y su espíritu, y todo se va… Llámelo como guste, pero eso es lo que está ocurriendo aquí, cuando se le pide a una nave que se adapte a una situación contra todas las reglas que siempre ha seguido, cuando los capitanes de esta Flota alientan sutilmente a sus soldados para que hostiguen a los míos, y se aplican a ello en ausencia de otro enemigo. La Flota como conjunto no ha existido durante décadas, pero en eso radicaba nuestra fuerza… la libertad para hacer lo que debía hacerse, de un lado a otro de esta inmensa distancia. Homogenícenos y nos haremos predecibles. Y por pocos que seamos… estaremos acabados.

—Resulta sorprendente que alguien como usted acabe arguyendo por la separación de las tripulaciones —dijo suavemente Mazian—, cuando es usted la única que se queja de la falta de disciplina. Es usted una sofista asombrosa.

—Me ordenan que me meta en vereda, que cambie todas las normas y el orden que existen en mi nave. Mis tropas lo perciben como insulto a la Norway, y se resienten de ello. ¿Qué otra cosa esperaba, señor?

—La actitud de las tropas suele reflejar la de los oficiales que están al mando y la del capitán, ¿no le parece? Tal vez usted la ha fomentado.

—Y quizá se ha fomentado lo ocurrido en ese bar.

—Señor.

—Con todo respeto… señor.

—Sus hombres entraron v se llevaron a los prisioneros que custodiaban los soldados que efectuaron el arresto. Eso parece un intento de arrebatarles su crédito.

—Se llevaron los prisioneros que retenía un grupo de soldados borrachos que estaban de permiso en un bar.

—Era el centro de reunión en la plataforma —musitó Edger—. Dígalo claro, Mallory.

—Los soldados estaban borrachos y alborotados en su centro de reunión, y uno de los prisioneros era propiedad de la Norway. No había ningún oficial comisionado en ese centro de plataforma. Y el otro prisionero era valioso, alguien a quien podría utilizar en mis operaciones para mantener a la gente activa en las plataformas. La cuestión es por qué llevaron a los prisioneros a ese llamado centro de reunión, en lugar de las dependencias de la plataforma azul o a la nave más cercana, que era la África.

Los soldados que habían efectuado el arresto estaban informando a su sargento, el cual estaba presente cuando el jefe de sus fuerzas irrumpió en el lugar.

—Sugiero que esa actitud contribuye a la atmósfera que provocó el disparo al mayor Janz. Si aquel era el centro de reunión oficial de las tropas en la plataforma, el mayor Janz estaba en todo su derecho para entrar allí y tomar el mando de la situación. Pero nada más entrar le dijeron que el llamado centro de reunión de la plataforma era territorio exclusivo de la Australia, y el sargento de esa nave, allí presente, no puso objeciones a esa insubordinación. Ahora dígame, ¿es que el centro de reunión de tropas ha de ser el coto privado de una nave? ¿Es posible que otros capitanes insten a sus fuerzas al separatismo?

—Tenga cuidado, Mallory —le advirtió Mazian.

—La cuestión, señor, es que el mayor Janz dio una orden adecuada para la entrega de los prisioneros a su custodia y no recibió cooperación del sargento de la Australia, que había contribuido a crear el problema.

—Dos de mis soldados fueron muertos en ese intercambio —dijo Edger en tono tenso—, y todavía se está investigando cómo empezó.

—También por mi parte, capitán. Espero la información de un momento a otro, y haré que le entreguen una copia en cuanto llegue.

—Capitana Mallory —dijo Mazian—, entrégueme ese informe lo antes posible. En cuanto a los prisioneros, no me importa lo que haga con ellos. El problema no es que estén aquí o allí. El problema es la disensión, la ambición… por parte de los capitanes individuales de la Flota. Tanto si le gusta como si no, capitana Mallory, se someterá usted a la disciplina general. Está en lo cierto, hemos actuado separadamente, y ahora tenemos que funcionar como un solo cuerpo. Eso les crea problemas a ciertos espíritus libres entre nosotros, a los que les disgusta aceptar órdenes. Es usted valiosa para mí. Sabe ver el fondo de las cosas, ¿no es cierto? Sí, se trata de Sol. Y al decirme eso, confía en formar parte de los consejos, ¿verdad? Quiere que le consulte, quizá estar en la línea sucesoria. Eso está muy bien. Pero para llegar ahí, capitana, tiene que aprender a tener disciplina.

Ella permaneció inmóvil y sostuvo la mirada de Mazian.

—¿Y no saber a donde voy?

—Usted sabe a donde vamos. Ya lo ha dicho.

—De acuerdo —dijo ella con voz cansada—. No soy contraria a aceptar órdenes. —Miró sarcásticamente a Tom Edger y luego de nuevo a Mazian—. Las cumplo tan bien como los demás. Puede que no hayamos trabajado juntos en el pasado, pero estoy dispuesta a ello.

Mazian asintió, con una expresión muy afectuosa, quizá demasiado, en su apuesto rostro de actor.

—Muy bien, entonces queda zanjado el asunto. Se levantó, fue al armario, sacó una botella de coñac y unas copas, sujetas con unas grapas especiales, y sirvió las bebidas—. Confío en que quede zanjado de una vez por todas. —Tomó un sorbo y añadió—: Es imprescindible que sea así. ¿Alguna queja más?

Tal vez Tom Edger tenía alguna más. Signy le vio sombrío mientras engullía el coñac. Sonrió levemente, Edger no respondió.

—El otro asunto que ha salido ha relucir —dijo Mazian—, la disposición de la estación… es el caso. Y confío en que esa información quede entre nosotros.

—«Esta es la razón de todo este espectáculo», pensó Signy, y en voz alta:

—Sí, señor.

—Sin formalidades. A su debido tiempo, todos los capitanes recibirán las instrucciones precisas. Es usted una estratega, y en muchos aspectos la mejor. La habría puesto antes en antecedentes, y usted lo sabe. Ya lo habría sabido, pero a causa del desgraciado incidente con Goforth y la operación del mercado tuve que posponerlo.

Signy sintió que se le encendía el rostro. Dejó la copa sobre la mesa.

—Ese temperamento, amiga mía —dijo Mazian en voz baja—. También yo tengo el mío. Conozco mis defectos. Pero no puedo permitir que se separe de mí, no puedo aceptar eso. Nos estamos preparando para irnos, dentro de esta misma semana. La carga ya está casi terminada. Y nos iremos antes de lo que espera la Unión… tomaremos la iniciativa, les crearemos un problema.

—Pell.

—Exactamente. —Mazian apuró su copa—. Tiene usted a Konstantin. No puede regresar; también hemos de llevarnos a Lukas, así como a todos los técnicos en activo y los que están en la prevención, a todos los que puedan manejar el ordenador y la central y hacer que Pell vuelva al orden. Hay que manipular la estación para que se paralice y no dejar vivo a nadie que pudiera corregirlo, y especialmente Konstantin, el cual es peligroso en dos aspectos: el ordenador y la publicidad. Arrójele al vacío.

Ella sonrió tensamente.

—¿Cuándo?

—Ese hombre constituye ya un riesgo. Que no sea nada público, sin la menor exhibición. Porey se encargará del otro… Emilio Konstantin. Hay que hacer limpieza, Signy, no dejar nada que ayude a la Unión, que no consigan refugiados de este lugar.

—Le comprendo. Tomaré las medidas pertinentes.

—Usted y Tom, a pesar de sus enfrentamientos, han hecho un buen trabajo. Me preocupaba mucho tener a Konstantin en paradero desconocido. Han hecho un trabajo excelente. Lo digo en serio.

—Sabía lo que se proponía hacer —dijo Signy en tono neutro—. Por eso el ordenador ya ha sido debidamente manipulado; una clave convenida puede estropearlo por completo. Faltan un par de operaciones de ordenador. Me propongo cerrar el sector verde mañana. O se rinden, o lanzo al vacío a todos los ocupantes de esta sección, lo cual arregla las cosas de todos modos. Tengo las huellas de los operadores que faltan. Arrestaré al informador Ngo y su gente. Los interrogaré y determinaré con precisión lo que pueda antes de que nos vayamos. Si los agentes logran localizar a los operadores que faltan para que estemos absolutamente seguros, tanto mejor.

—Mis hombres cooperarán —dijo Edger. Ella asintió.

—Así es como debe hacerse —comentó jovialmente Mazian—. Eso es exactamente lo que espero de usted, Signy. Basta de disputas por las prerrogativas. ¿Ahora se pondrán los dos manos a la obra?

Signy apuró su copa y se levantó. Edger hizo lo mismo. Ella sonrió y asintió a Mazian, pero no a Edger, y salió con una deliberada suavidad en sus movimientos.

«Cabrón», pensó. No oyó los pasos de Edger tras ella. Cuando entró en el ascensor y empezó a bajar para reunirse con su escolta, Edger no estaba con ella. Se había quedado atrás para hablar con Mazian.

El ascensor la dejó en la salida del nivel. Sus soldados estaban donde los había dejado, rígidos y evitando cuidadosamente cualquier altercado con las tropas de la Europe que entraban y salían del vestuario. Tres soldados de la Europe dejaron de sonreír en cuanto la vieron avanzar entre ellos.

Reunió su escolta y cruzó la puerta hermética, hacia el acceso a la plataforma y las filas de sus propios soldados que aguardaban.

X Pell: Norway; Plataforma azul; 8/1/53; 2300 h. d.; 1100 h. n.

Se sintió mejor cuando tuvo ocasión de relajarse y bañarse, una vez solucionado el desbarajuste de la plataforma y redactados los informes. No acariciaba ilusiones de que le hicieran nada al soldado de la Australia que había disparado contra Di. Pero el causante haría bien en no acercarse a las tropas de la Norway mientras viviera.

Di había salido ya de la enfermería y se recuperaba rápidamente. Estaba furioso, lo cual era una señal saludable. Le habían empalmado una costilla y buena parte de la sangre que corría por su cuerpo era prestada, pero podía mirar la pantalla y soltar juramentos con coherencia. Esta situación reconfortaba a Signy. Graff estaba con él, y había una lista de oficiales y tripulantes dispuestos a hacer compañía a Di y mantenerle tranquilo. Una exhibición de interés hacia él que podría perturbar mucho al mayor si se daba cuenta de su magnitud.

Habría paz durante algunas horas, y al día siguiente se realizarían las operaciones en el sector verde. Signy apoyó los pies en su cama, sentada a un lado de la mesa de su propio aposento, y se sirvió un segundo trago, lo cual hacía en raras ocasiones. Y cuando lo hacía continuaba hasta tomar una tercera una cuarta y una quinta, y deseaba que Di o Graff estuvieran allí, sentados con ella, charlando. Podría haber ido a sentarse con ellos, pero Di aún no se encontraba bien del todo, y su presión arterial iría en aumento mientras le contaba lo ocurrido. No sería bueno para Di.

Había otras diversiones. Reflexionó un momento, vacilando entre dos opciones, y finalmente oprimió el botón para comunicarse con el puesto de guardia.

—Traedme a Konstantin —ordenó.

Los soldados acusaron recibo de la orden. Signy permaneció sentada, sorbiendo la bebida, sin dejar de observar los indicadores de control para asegurarse de que todas las operaciones tenían lugar como debían y que la cólera bajo las plataformas seguía contenida. La bebida no la tranquilizaba; seguía sintiendo la necesidad de pasear de un lado a otro, aunque no disponía de mucho espacio para hacerlo. Mañana…

Se propuso no seguir pensando en ello. Ciento veintiocho civiles muertos al estabilizar el sector blanco. En el verde sería mucho peor, porque allí todos tenían un verdadero motivo para temer la identificación y ponerse a cubierto. Podían lanzar al vacío a todo el sector si los dos técnicos especializados en ordenadores no aparecían a tiempo. Era la solución más juiciosa. Una muerte rápida, aunque indiscriminada; un medio para asegurarse de que tenían a todos los fugitivos… y más piadoso para aquellos individuos que ser abandonados en una estación en deterioro. La Hansford a gran escala, ése era el regalo que le dejarían a la Unión, cadáveres en putrefacción y el increíble hedor que despedían…

Se abrió la puerta. Signy alzó la vista y vio a tres soldados y a Konstantin…, limpio, vestido con un uniforme de faena y algunos trozos de esparadrapo en el rostro, aplicados por los sanitarios. Pensó vagamente que no tenía mal aspecto, y se inclinó hacia adelante, apoyándose en un brazo.

—¿Quiere hablar o no? —le preguntó.

Damon no respondió pero tampoco mostró una disposición agresiva. Signy hizo una seña a los soldados para que se marcharan. La puerta se cerró y Konstantin permaneció allí de pie, mirando fijamente algún punto más allá de la mujer.

—¿Dónde está Josh Talley? —preguntó finalmente.

—En algún sitio a bordo de esta nave. Hay un vaso en aquel armario. ¿Quiere beber algo?

—Quiero salir de aquí —replicó él—. Quiero que devuelvan esta estación a su legítimo gobierno y tener una relación de los civiles que han asesinado.

—Vaya —dijo ella, riendo, y volvió a mirar de arriba abajo al joven Konstantin. Luego sonrió irónicamente y empujó la cama con el pie, retirando un poco su sillón hacia atrás. Eso es lo que quiere, ¿eh? Ande, siéntese, señor Konstantin.

Damon obedeció y se quedó mirándola con la misma expresión sombría y enojada de su padre.

—Naturalmente, no se hace usted ninguna de esas ilusiones, ¿verdad?

—Ninguna.

Ella asintió, lamentándolo por él. Un joven de rostro agradable, inteligente, que sabía expresarse bien. Él y Josh eran muy parecidos. Algunas de las pérdidas que ocasionaba aquella guerra la enfermaban. Jóvenes como aquellos convertidos en cadáveres. Si fuera algún otro… Pero se llamaba Konstantin, y eso le condenaba. Pell reaccionaría a aquel nombre, y tenía que desaparecer.

—¿Quiere el trago?

Damon no lo rechazó. Ella le pasó su propio vaso y se quedó con la botella.

—Jon Lukas es su marioneta, ¿verdad? No había necesidad de atormentarle con la verdad. Signy asintió.

—Cumple órdenes.

—¿Su próximo objetivo será el sector verde? Ella asintió de nuevo.

—Déjeme hablar con ellos por el comunicador. Déjeme que intente razonar con ellos.

—¿Para salvar su vida? ¿O para sustituir a Lukas? No saldrá bien.

—Para salvar las de ellos.

Signy le dirigió una mirada larga y triste.

—Usted no va a salir a la superficie, señor Konstantin. Va a desaparecer muy discretamente. Creo que ya lo sabe. —Llevaba un arma a la cadera, y apoyó la mano en ella, por si acaso, aunque no creía que el joven intentara nada—. Digamos que si puedo encontrar a dos individuos no lanzaré al vacío a toda la sección. Se llaman James Muller y Judith Crowell. ¿Dónde están? Si pudiera localizarlos enseguida… Eso salvaría vidas.

—No lo sé.

—¿No los conoce?

—No sé dónde están. No creo que sigan vivos, si se supone que están en el sector verde. Conozco muy bien la zona. Tenía medios para encontrarlos si hubieran estado ahí.

—Entonces lo siento —dijo ella—. Haré lo que pueda y tan razonablemente como pueda, se lo prometo. Es usted un hombre civilizado, señor Konstantin, de una casta que ya ha desaparecido. Si descubro algún modo de hacerle salir de esto, lo haré, pero estoy rodeada por todas partes.

Damon no respondió. Ella siguió mirándole, bebiendo de la botella. Él se llevó el vaso a los labios.

—¿Qué me dice del resto de mi familia? —le preguntó al fin.

—Están bien, muy bien, señor Konstantin. Su madre hace cuanto le pedimos y su hermano no puede hacer daño alguno allá donde está. Los suministros llegan según los plazos previstos y no tenemos motivo alguno para poner objeciones a su presencia allá abajo. Es otro hombre civilizado, pero por fortuna no tiene acceso a las grandes muchedumbres y los sofisticados sistemas de la estación donde nuestras naves están ensambladas.

Con labios temblorosos, Damon apuró su vaso. Ella se inclinó para servirle un poco más de licor. Corrió el riesgo deliberado de acercarse más a él; era un atrevimiento que igualaba los platillos de la balanza. Ya era hora de dar por terminado el juego. Si aquel hombre seguía vivo al día siguiente, sabría demasiadas cosas de lo que iba a ocurrir, y eso sería cruel. Signy tenía en la boca un sabor amargo que el coñac no podía disipar. Le ofreció la botella.

—Llévesela. Ahora le dejaré irse a su aposento. Adiós, señor Konstantin.

Algunos hombres habrían protestado, llorado y suplicado; otros se habrían abalanzado contra ella, lo cual era una forma de acelerar las cosas. Damon se levantó y, sin coger la botella, se dirigió a la puerta, mirando atrás cuando ésta no se abrió. Signy oprimió el botón para llamar al oficial de guardia.

—Recojan al prisionero. —Le acusaron recibo de la orden, y entonces, como si acabara de ocurrírsele, Signy añadió—: Y traigan a Josh Talley, ya que están en ello.

Un destello de pánico apareció en la mirada de Konstantin.

—Lo sé —dijo ella—. Está mentalizado para matarme. Pero ha sufrido algunos cambios, ¿no es cierto?

—Él la recuerda.

Signy frunció los labios y luego sonrió vagamente.

—Está vivo para recordar, ¿verdad?

—Déjeme hablar con Mazian.

—Es poco práctico, y él no querría escucharle. ¿Acaso ignora, señor Konstantin, que él es la fuente de sus problemas? Mis órdenes proceden de él.

—Una vez la Flota perteneció a la Compañía. Era nuestra. Creíamos en ustedes. Las estaciones —todos nosotros— creíamos en ustedes, si no en la Compañía. ¿Qué sucedió?

Ella bajó la vista sin querer, y encontró difícil alzarla de nuevo y mirarle a los ojos.

—Alguien está loco —dijo Konstantin. «Es muy posible», pensó ella. Se reclinó en el sillón, sin saber qué decir.

—Pell no es exactamente como las demás estaciones —añadió él—. Siempre ha sido diferente. Por lo menos acepte mi consejo. Deje a mi hermano a cargo de Downbelow. Obtendrán más de los nativos si hacen las cosas sin precipitarse. Dejen que él los maneje. No son fáciles de comprender, pero tampoco ellos nos entienden fácilmente. Déjenles hacer las cosas a su manera y trabajarán diez veces más. No son belicosos, le darán cualquier cosa que les pida, si lo pide y no se lo quita.

—Su hermano se quedará allí —dijo ella.

Se encendió la luz al lado de la puerta. Signy apretó una tecla para abrirla. Habían traído a Josh Talley. Permaneció sentada, observando… un intercambio de miradas en silencio, un intento de hacer preguntas sin preguntar nada.

—¿Estás bien? —le preguntó Josh. Konstantin asintió.

—El señor Konstantin se marcha— dijo ella—. Pasa, Josh. Vamos, entra.

Él obedeció, dirigiendo una última mirada inquieta a Konstantin. La puerta se cerró entre ellos. Signy cogió de nuevo la botella y vertió más licor en el vaso que Konstantin había dejado sobre la mesa.

También aquel joven estaba más aseado. Era delgado y tenía los pómulos muy salientes. Sus ojos… estaban vivos.

—¿Quieres sentarte? —le preguntó ella.

No sabía qué esperaba de él. Siempre se había mostrado condescendiente en todo. Ahora Signy le observaba, previendo algún acto descabellado, recordando la ocasión en que había ido a buscarla a la estación, gritándole desde la puerta. El joven tomó asiento, sosegado.

—Por los viejos tiempos —dijo ella, y se llevó el vaso a los labios—. Es un hombre decente, este Damon Konstantin.

—Así es —dijo Josh.

—¿Todavía interesado en matarme?

—Los hay peores que usted.

Ella sonrió sombríamente, y su sonrisa se desvaneció enseguida.

—¿Conoces a un par llamados Muller y Crowell? ¿Conoces a alguien por esos nombres?

—Los nombres no significan nada para mí.

—¿Tienes algunos contactos en Pell que pudieran manejar el ordenador de la estación?

—No.

—Esa es la única pregunta oficial. Siento que no lo sepas. —Tomó un sorbo de licor y añadió—. Considera que el bienestar de Konstantin depende de tu buen comportamiento. ¿Qué me dices?

No hubo respuesta. Pero era cierto. Ella le miró a los ojos y se dio cuenta de que le había dicho la verdad.

—Quería formularle la pregunta —le dijo—. Eso es todo.

—¿Quiénes son… esas personas a las que busca? ¿Por qué? ¿Qué han hecho?

Preguntas. Josh nunca había preguntado nada.

—La Corrección se puso de acuerdo contigo —dijo ella—. ¿Qué te proponías hacer cuando te capturaron los hombres de la Australia?

Silencio.

—Están muertos, Josh. ¿Importa eso ahora?

La mirada del muchacho se extravió, recuperó aquella vieja expresión ensimismada. Signy pensó que era hermoso, como lo había pensado un millar de veces. Y era otro de los que no podrían salvarse. Ella había creído que podría, pero no había contado con su cordura. Cuando Konstantin desapareciera se volvería muy peligroso. Pensó que debería hacerse al día siguiente sin falta.

—Soy de la Unión —dijo él—. No un soldado regular… no lo que mostraban los antecedentes. Pertenezco a servicios especiales. Usted misma me trajo aquí. Y hubo otro de nosotros que encontró su propio camino… en Mariner. Se llamaba Gabriel, y arruinó Pell. Él fue quien actuó contra usted, no los Konstantin. Fueron él y su grupo los que asesinaron al padre de Damon, y le hicieron perder a su esposa… No sé cómo sucedió todo. Yo no intervine en eso. Pero sean cuales fueren las suposiciones que ustedes hayan hecho, el poder que ustedes han puesto ahora al frente de la estación… fue sobornado por Gabriel para asesinar. Lo sé porque conozco la táctica. Se han equivocado de prisionero, Mallory. Lukas fue el hombre de Gabriel antes de serlo de ustedes.

El alcohol se esfumó con fría celeridad del cerebro de Signy. Permaneció sentada con el vaso en la mano, miró los claros ojos de Josh y notó que se le entrecortaba la respiración.

—Ese Gabriel… ¿dónde está?

—Muerto. Le han matado junto con un hombre llamado Coledy y un tal Kressich. En la estación conocían a Gabriel con el nombre de Jessad. Fueron muertos por los soldados que nos hicieron prisioneros. Damon no sabía… no sabía ni una palabra de todo esto. ¿Cree que habría estado allí reunido con ellos de haber sabido que eran los asesinos de su padre?

—Pero tú le llevaste allí.

—Así es.

—¿Sabía algo de ti?

—No.

Signy aspiró hondo y exhaló el aire.

—¿Crees que supone alguna diferencia para nosotros el modo como Lukas llegó a su puesto? Es nuestro ahora.

—Se lo digo para que sepa que está acabado, que ya no hay nada más que buscar. Ustedes han ganado. No hay necesidad de matar más.

—¿Debo aceptar la palabra de un unionista de que no hay nada más que cazar?

No hubo respuesta, pero el joven no se sumía en algún limbo remoto. Los ojos estaban vivos, rebosantes de dolor.

—Representaste un buen papel ante mí, Josh.

—No fue una actuación. Nací para hacer lo que hago. Todo mi pasado es un entrenamiento hecho con cintas. No tenía nada cuando se comunicaron conmigo en Russell. Soy uno de sus hombres huecos, Mallory. Nada real. No tengo nada dentro. Pertenezco a la Unión porque programaron mi cerebro de esa manera. Carezco de lealtades.

—Excepto de una, quizá.

—Damon.

Ella consideró el asunto. Bebió hasta que le escocieron los ojos.

—¿Por qué entonces le relacionaste con ese Gabriel?

—Creí ver una manera de escapar de Pell, conseguir un transbordador e ir a Downbelow. Sáquele de aquí por lo menos.

—¿A espaldas del control de Pell?

—Usted misma lo ha dicho. La boca de Lukas se mueve cuando ustedes le proporcionan las palabras. Eso es todo lo que quieren, lo que siempre han querido. Sáquele de aquí, sano y salvo. ¿Qué le cuesta?

Josh sabía lo que aguardaba, al menos respecto a las posibilidades de Konstantin. Miró al joven y luego al vaso de nuevo.

—¿Por tu gratitud? Crees que existe una cierta falta de juicio por mi parte, ¿no te parece? Vaya negocio. ¿Están funcionando en ti todas esas profundas enseñanzas que te condicionan?

—Al final supongo que sí. ¿Qué piensa hacer? Ella apretó el botón.

—Vengan a buscarle.

—Mallory… —dijo Josh.

—Pensaré en tu propuesta —dijo ella—. Lo pensaré.

—¿Puedo hablar con él?

Signy pensó un momento y al final asintió.

—Eso no cuesta nada. ¿Vas a decirle cómo están las cosas?

—No —dijo él con un hilo de voz—. No quiero que sepa nada de esto. En las cosas pequeñas, Mallory, confío en usted.

—Y me odias a muerte.

Él se levantó y movió la cabeza, mirándola. La luz de la puerta se encendió.

—Sal —le dijo, y al soldado que apareció en el umbral—: Alójelo con su amigo, y proporcióneles cualquier comodidad razonable que soliciten.

Josh salió con el guardián. La puerta se cerró herméticamente. Ella permaneció inmóvil, y finalmente apoyó los pies en la cama.

Se le había ocurrido la idea de que Konstantin pudiera ser útil en la última etapa de la guerra. Si la Unión picaba el anzuelo, si se apoderaban de Pell y lo restauraban. Entonces podría ser útil poner a un Konstantin en sus manos… si fuera como Lukas. Pero no era así. No había utilidad con él. Mazian nunca lo aceptaría. El transbordador era una forma de aclarar el dilema. Y la operación no se sabría… si la Flota se marchaba pronto. Pasaría largo tiempo antes de que la Unión pudiera buscar al joven Konstantin entre la espesura de Downbelow, tiempo suficiente para que funcionara el resto del plan, para que Pell se extinguiera, privando de una base a la Unión, o sobreviviera, causando a la Unión perturbaciones de organización. La idea de Josh podría salir bien. Se sirvió otro vaso y permaneció sentada, apretándolo, los nudillos blancos.

La Unión operativa. Se sentía francamente azorada. Indignada. Irónicamente divertida. Tenía cierta capacidad para la humildad.

Y aquello era a lo que se reducía el Más Allá… una Flota renegada y un planeta que alimentaba a criaturas como Josh.

¿Quién podría hacer lo que Josh había hecho? ¿Lo que Gabriel/Jessad había tratado de hacer? ¿Lo que ellos se preparaban para llevar a cabo?

Se cruzó de brazos y miró la superficie de su mesa. Finalmente tomó un sorbo, alargó la mano y tecleó en el ordenador: Asignaciones de tropas. En la pantalla aparecieron lugares y listas. Estaban todos en la nave excepto una docena que vigilaban los accesos. Tecleó un mensaje para el oficial de guardia. «Ben, sal a dar un paseo y haz entrar a esos doce que están en la plataforma. No uses el ordenador. Infórmame por el ordenador cuando lo hayas hecho.»

Marcó un nuevo código: Asignaciones de la tripulación. Los datos aparecieron ante ella. Estaba de servicio el turno de noche. Graff seguía con Di.

Volvió a teclear para ponerse en comunicación con Graff. «Ve al puente. Deja un sanitario con Di. Y tú, Di, quédate quieto.»

Entonces empezó a compaginar llamadas para todos los demás a través del comunicador. Se había puesto en contacto con el sondista Tiho cuando el oficial de guardia informó de que había cumplido la misión. El sondista acusó recibo del mensaje. Signy tomó un último trago y se levantó, con la cabeza notablemente clara. Por lo menos la cubierta no se inclinaba.

Se puso la chaqueta y salió de su cámara, avanzando por el pasillo hasta el puente. Permaneció allí y miró a su alrededor mientras los sorprendidos turnos de día y noche se volvían a mirarla.

—Abran la comunicación interna —ordenó—. Todos los puestos y dependencias conectados.

El técnico de comunicación oprimió el mando principal. Signy se colgó un pequeño micrófono en el cuello como hacía cuando realizaban operaciones imprevistas. Se colocó en su puesto de control, al lado de Graff, en el centro de los pasillos curvados.

—Todo el mundo a bordo. Tripulación, tropas, todo el mundo a bordo. El turno de día a sus puestos, el de noche en reserva. Ocupen los puestos de combate. Nos vamos de aquí.

Los hombres permanecieron un momento en silencio, sorprendidos. Ninguno se movía. De repente todos lo hicieron, cambiando de asientos, colocándose ante los controles y el ordenador, los técnicos dirigiéndose a los puestos laterales cerrados durante el ensamblaje. Los tableros vibraban al ser usados; se encendieron las luces rojas y sonó la sirena.

—No vamos a desensamblar. Nos soltamos directamente. —Se enderezó en su asiento y buscó el cinturón de seguridad. Pensó en colocarse el casco, pero de momento prefirió confiar en sus reflejos—. Señor Graff, separe la nave de Pell y desconéctela totalmente… —Aspiró hondo—. No establezca ningún rumbo. Luego tomaré yo el control.

—Instrucciones —pidió Graff con calma—. ¿Si disparan respondemos?

—Todas las defensas son plausibles, señor Graff. Separe la nave.

Llegaban preguntas a través del ordenador de la nave, oficiales de las tropas bajo las plataformas que querían conocer la emergencia. Las naves auxiliares estaban patrullando. No iban a hacerlas volver para consulta. No las harían regresar. Graff establecía su secuencia de órdenes, comprobando las posiciones de todo y asegurándose de que el ordenador tenía todos los datos. En las pantallas apareció un rumbo propuesto, un ascenso tangencial a la estación para salir por el lado contrario.

—Ejecuten —dijo Graff.

Se oyó un estrépito, el cierre hermético, el desenganche de emergencia, y una sacudida que les separó bruscamente del lento girar de Pell. Ascendieron hacia el cénit y los cables seccionados golpearon el casco de la nave. Siguieron acelerando, con el lado oscuro de Downbelow alzándose ante ellos.

«¡Mallory!», gritó una voz por el comunicador de nave a nave.

Era la noche artificial de la estación y los capitanes dormían. Tripulaciones y tropas estaban dispersas por la plataforma, y habían roto los umbilicales…

Signy apretó los dientes mientras la Norway pasaba por encima de Pell y tomaba un rumbo demasiado cercano a la atmósfera del planeta. Retuvo el aliento y escuchó las maldiciones que emitía el comunicador. Habían ordenado a la Pacific y la Atlantic que la interceptaran, pero no estaban preparados en aquel momento y, por poco tiempo que perdiera, les sería imposible darle alcance. El resto de la Flota estaba fuera de la estación, y no tenían posibilidades. La Australia estaba separándose de la estación, sin obstrucciones entre ellos, y aquél era el verdadero peligro.

—Sondista —ordenó Signy—. Pantallas de popa. Ese es Edger. A por él.

Tiho no perdió tiempo en acusar recibo. Rápidamente oprimió los botones para visualizar en las pantallas la zona de popa.

No tenían naves auxiliares para cubrirse la cola. La Australia no tenía ninguna en la popa. Los cierres de combate de la Norway ocuparon sus posiciones, segmentándolos. La gravedad aumentaba a medida que el sincronizador del cilindro calculaba la posibilidad de maniobra. A través del comunicador llegó una frenética llamada de una de sus propias naves auxiliares, pidiendo instrucciones. Signy no respondió.

En las pantallas aparecía Downbelow y seguían acelerando al máximo. Se encendieron las luces de aproximación. La Australia era la nave mayor, y la que corría más peligro.

Las pantallas y las luces centellearon. Les estaban disparando.

XI Pell: Plataforma azul; Europe; 2400 h. d.; 1200 h. n.

Mazian, junto a su puesto, se apretaba el auricular contra la oreja, mientras el puente se hallaba sumido en el caos.

—No, quédese donde está y espere para recoger tropas. Advierta a todos los soldados que han abierto una brecha en la plataforma azul. Recoja a todos los soldados que estén en el sector verde, no importa de qué nave. Corto.

Las naves enviaban continuamente acuses de recibo de los mensajes. El caos se había extendido por Pell, con toda una plataforma abierta, el aire escapando por los umbilicales y la presión descendía. Unos restos flotaban entre la Europe y la India, los cuerpos de los soldados que habían estado en la plataforma y que fueron absorbidos cuando un acceso de dos metros por dos fue arrancado de sus amarras sin aviso. La plataforma está vacía. Todo había desaparecido. Las puertas de las naves se habían cerrado automáticamente en cuanto se produjo la despresurización, aislando incluso a aquellos más cercanos a las zonas de seguridad.

—Informa, Keu —pidió Mazian.

—He dado las órdenes necesarias —replicó la voz imperturbable—. Todos los soldados de Pell se dirigen al sector verde.

—A la carrera… Porey, ¿aún estás en contacto, Porey?

—Aquí Porey. Cambio.

—Pasa las órdenes: destruir la base de Downbelow y ejecutar a todos los trabajadores.

—Sí señor —dijo Porey. La ira vibraba en su tono—. Hecho.

«Mallory», pensó Mazian, una palabra que se había convertido en una maldición, una obscenidad.

Las órdenes no se diseminaban todavía, los planes no eran firmes. Ahora tenían que suponer lo peor y actuar en consonancia, desorganizando los controles de la estación. Sacar de allí a las tropas y emprender la persecución… Tenían que hacerse con ellos, destruir todo cuanto fuera útil.

El Sol. La Tierra. Tenía que ser ahora.

Y Mallory… si alguna vez podían ponerle las manos encima.

XII Central de Pell; 2400 h. d.; 1200 h. n.

Jon Lukas, que había contemplado la devastación en las pantallas, se volvió para mirar el caos en los tableros, los técnicos que se afanaban para transmitir llamadas a los controles de daños y seguridad.

—Señor —le pidió uno—, señor, hay tropas atrapadas en el sector azul, un compartimiento cerrado herméticamente. Quieren saber cuándo podemos llegar hasta ellos. Cuánto tiempo han de estar allí.

Lukas permaneció inmóvil. Ya no tenía respuesta alguna. Las instrucciones no llegaban. Sólo estaban los guardianes, que siempre le rodeaban, Hale y sus compañeros, siempre con él, día y noche, su pesadilla personal e inconmovible.

Ahora apuntaban a los técnicos con sus rifles. Lukas se volvió y miró a Hale con la intención de pedirle que usara el comunicador del casco para conectar con la Flota y pedir información, de si se trataba de un ataque o de una avería, o el motivo, fuera cual fuese, de que un transporte de la Flota se hubiera desprendido y pasado sobre sus cabezas, con otros tres en su cola.

De repente, Hale y sus hombres se detuvieron, todos al mismo tiempo, escuchando algo que sólo ellos podían oír. Y todos se volvieron a la vez, con los rifles apuntados.

—¡No! —gritó Jon.

Dispararon.

XIII Base principal de Downbelow; 2400 h. d.; 1200 h, n.; noche local

Tenían pocas ocasiones para dormir. Lo hacían cuando podían, hombres y hisas, unos agazapados en la cúpula de cuarentena y los otros sobre el barro del exterior, durmiendo lo mejor que les era posible, turno tras turno, vestidos, con las mismas mantas sucias de barro y hediondas. Los molinos nunca se detenían, y el trabajo continuaba día y noche.

Se oyeron golpes en las delgadas puertas, una tras otra, y Emilio permaneció tendido, rígido y silencioso, su aprensión confirmada… un ruido le había despertado. Con toda seguridad, no era hora de levantarse. Tenía la impresión de que se había echado a dormir sólo unos minutos antes. Oía el golpeteo de la lluvia sobre el plástico de la cúpula, y luego el ruido de unas botas que pisoteaban la grava en el exterior. No había llegado ningún transbordador, en cuyo caso harían levantarse a los dos turnos sólo para proceder a la carga.

—Levantaos y salid —gritó un soldado.

Emilio se movió. Oyó lamentos a su alrededor. Los demás se despertaban, cubriéndose los ojos para protegerse de la luz intensa que dirigían hacia ellos. Saltó del camastro e hizo una mueca de dolor: todos sus músculos se quejaban, y le dolían los pies llenos de ampollas que intentaba introducir en las botas rígidas por el agua. Sentía miedo. Había pequeñas cosas extrañas, distintas de otras ocasiones en que les despertaban en plena noche. Se vistió, buscó la máscara del respirador, que siempre le colgaba del cuello. La luz volvió a herirle, provocando los lamentos de otros. Se dirigió a la puerta entre la fila que subía por los escalones de madera hasta salir al exterior. Más luces iluminaron su rostro. Alzó un brazo para protegerse los ojos.

—Konstantin. Reúne a los nativos.

Intentó ver más allá de las luces, los ojos acuosos… Distinguió las sombras de otros trabajadores, que habían traído de los molinos. Un transbordador debía estar al llegar. No había motivo para ceder al pánico.

—Reúne a los nativos.

—Todos vosotros fuera —gritó alguien en el interior; se abrieron las puertas y la cúpula empezó a desinflarse a medida que iban saliendo los hombres a punta de rifle.

Una mano buscó la suya, como la de un niño. Miró hacia abajo y vio a Saltarín. Los nativos se habían reunido, sorprendentemente por las luces y las voces ásperas que se dirigían a ellos.

—¿Están todos fuera? —preguntó un soldado a otro.

—Los tenemos a todos.

Había algo extraño en su tono, algo amenazante. Los detalles se hacían extrañamente claros, como en el instante de una larga caída, un accidente, cuando el tiempo se adelgaza… La lluvia y las luces, el brillo del agua en las armaduras… Les vio moverse… los rifles alzados…

—¡A por ellos! —gritó, lanzándose contra la fila.

Un disparo le alcanzó una pierna, y golpeó el cañón del arma, empujándolo a un lado, derribando al soldado cubierto de armadura. Este agitó los brazos, golpeándole en la cabeza, mientras él se afanaba en arrancarle la máscara. Los rifles dispararon y varios cuerpos cayeron a su alrededor. Recogió un puñado de barro, el armamento propio de Downbelow, y lo arrojó contra la visera facial de una armadura. El barro penetró por la toma de aire del respirador, sofocando al soldado. Los gritos y los chillidos de los nativos vibraban a través de la lluvia.

Un disparo pasó por encima de su cabeza y el hombre que estaba debajo de él dejó de luchar. Emilio se arrastró por el barro, en busca del rifle, rodó con él y al alzar la vista vio un arma que le apuntaba al rostro; apretó el gatillo sin apuntar siquiera, y el soldado se tambaleó, alcanzado por el fuego, desde otra dirección, gritando por el dolor de las quemaduras difusas. Fuego desde atrás, cerca de la cúpula. Emilio disparó contra todo lo que llevaba armadura, y oyó los chillidos de los nativos.

La luz le iluminó; les habían localizado. Rodó de nuevo por el suelo y disparó en dirección a la luz, también sin apuntar, pero el foco se extinguió.

—Corren —le gritó una voz de hisa—. Todos corren. Rápido, rápido.

Trató de incorporarse. Un hisa le cogió y le arrastró hasta que otro pudo ayudar, llevándole a cubierto al lado de la cúpula, donde sus propios hombres se habían refugiado. Les disparaban desde la colina, el camino que conducía al campo de aterrizaje, a su nave.

—¡Detenedles! —gritó a cualesquiera de sus hombres que pudiera oírle—. ¡Cortadles el paso!

Logró recorrer una corta distancia, cojeando. Los disparos siseaban en los charcos a su alrededor. Avanzó más despacio mientras otros de sus hombres seguían adelante, o lo intentaban.

—Ven —gritó una hisa—. Ven conmigo.

Disparó mientras pudo, desoyendo las palabras del hisa que quería que se retirase al bosque. Devolvieron el fuego y uno de sus hombres cayó. El fuego empezó a brotar de los flancos boscosos, alcanzando a los soldados, haciéndolos correr de nuevo, y él cojeó tras ellos. Los soldados desaparecieron al coronar la cresta de la colina. Seguramente habían pedido ayuda, refuerzos, las armas de gran calibre que transportaba la sonda de su nave. Con lágrimas en los ojos, Emilio soltó una maldición, utilizó el rifle como muleta, y vio que algunos de sus hombres aún avanzaban.

—Manteneos agachados —les gritó y avanzó un poco más. Pensó en la nave elevándose, en los millares de seres indefensos que esperaban al lado de las imágenes en el santuario. Los soldados tenían la ventaja de la distancia, las armaduras que los protegían, y cuando estuvieran en aquella colina…

El fuego iluminó la oscuridad, y la mayoría de los hombres de Emilio se arrojaron al suelo enseguida, arrastrándose hacia atrás para ponerse a cubierto de un fuego al que no podían hacer frente. Emilio se agachó, se acercó cuanto pudo, tendido boca abajo, para mirar desde la elevación el fuego de las armas pasadas. El mismo suelo al pie de la colina empezó a humear. Vio tropas que se reagrupaban contra la escotilla iluminada de la sonda, bajo un paraguas de fuego que acribillaba la cuesta, los focos emitiendo vapor a través de la lluvia, la tierra y el agua hirvientes. Los soldados podían llegar a aquel puerto seguro; la nave se elevaría y les atacaría desde el aire… no podrían hacer absolutamente nada.

Una sombra avanzó hacia el campo, detrás de las líneas de agrupamiento de los soldados, como una ilusión, una marea negra que avanzara hacia aquella escotilla. Las tropas silueteadas a la luz de la escotilla vieron, dispararon… debían haber llamado a los otros. Empezaron a volverse y Emilio abrió fuego contra sus espaldas, el corazón helado al darse cuenta de repente de lo que era aquello, de lo que debía ser la otra fuerza recién llegada. Se arrodilló, tratando de disparar contra los soldados en la escotilla abierta a pesar de que los focos recorrían la ladera de la colina. La oscura marea seguía avanzando sobre sus propios caídos, llegó a la puerta y, de repente, cedió, retirándose desesperadamente.

El fuego se desató en la escotilla, extendiéndose hacia los soldados y sus atacantes. Llegó el sonido, y la conmoción estremeció los huesos de Emilio. Se tendió en el barro y permaneció allí inmóvil. Los disparos habían cesado. Había silencio… No más guerra, sólo el ruido de la lluvia en los charcos.

Los nativos hablaban y se escabullían detrás de él. Emilio trató de incorporarse, con la intención de bajar allí, donde sus propios hombres habían caído al incendiar aquella escotilla.

Entonces volvieron a encenderse las luces de la nave, y los motores se pusieron en marcha. Las armas dispararon de nuevo, barriendo la ladera. Seguían vivos. Emilio se enfureció y apenas sintió las manos que le cogían de los brazos y los costados e intentaban llevárselo de allí… Eran nativos, empeñados en ayudarle, suplicándole en su idioma.

Entonces cesó a la vez el ruido de los motores de la nave y el fuego. Las luces parpadeaban, pero la escotilla estaba a oscuras y ennegrecida por el fuego.

Los nativos habían retirado a Emilio, le ayudaron a ponerse en pie y le llevaron cuando descubrieron que no podía caminar a causa de la herida en la pierna. La delgada mano de un hisa le palmeó la mejilla.

—Estás bien, estás bien —dijo una voz suplicante.

Era Saltarín. Cruzaron al otro lado de la colina, donde los hisa reunían cadáveres y atendían a los heridos, y de repente unas figuras humanas, mezcladas entre los hisas, salieron del bosque y se acercaron a ellos.

—¡Emilio! —oyó exclamar a Miliko.

Otros corrían hacia él, detrás de su mujer… Los hombres y mujeres que habían quedado atrás… Emilio se esforzó por dar algunos pasos y alcanzó a Miliko, la abrazó como un loco, con el sabor de la desesperación en la boca.

—Ito y Ernst lo consiguieron —le dijo ella—. La explosión ha atascado la escotilla.

—Nos alcanzarán —dijo él—. Pueden pedir las armas pesadas.

—No. Tenemos una unidad del comunicador escondida entre los árboles. Hemos captado un mensaje a la base dos… Se irán de aquí.

Emilio miró atrás, hacia la nave invisible detrás de la colina. Se oyeron de nuevo los motores, el rugido desesperado de una nave que sólo trataba de salvarse.

—Date prisa —dijo Miliko, procurando ayudarle a caminar.

—Deprisa, deprisa —decían los hisas que les rodeaban, una y otra vez, algunos caminando, otros a hombros de sus compañeros, hasta que se internaron en la espesura… Siguieron caminando hasta que Emilio sintió que no podía más y se desplomó sobre los helechos húmedos, pero una docena de fuertes manos le alzaron de nuevo y le llevaron casi a la carrera. Había un agujero en la ladera, un refugio entre las rocas.

—Miliko —le dijo, temiendo irracionalmente la oscuridad del túnel.

Le llevaron al interior, tendiéndole en el suelo, y al cabo de un momento unos brazos le alzaron de nuevo y le sostuvieron, meciéndole suavemente. La voz de Miliko susurró en su oído.

—Todos estamos bien. Los túneles nos protegerán… las madrigueras invernales abiertas profundamente en todas las colinas… Estamos a salvo.

XIV Norway; 0045 h. d.; 1245 h. n.

Se estaban retirando. La Australia daba media vuelta. La Pacific y la Atlantic habían cambiado de rumbo. Signy oyó el suspiro de alivio que corrió por el puente cuando los canales dieron buenas noticias en vez del desastre que les había asolado hasta entonces.

—Aguzad la vista —dijo bruscamente Signy—. Control de daños inmediato.

El puente oscilaba ante sus ojos. Tal vez se debía al alcohol, pero lo dudaba. Las maniobras que habían realizado en los últimos minutos habrían bastado para recuperar la sobriedad.

En su mayor parte, la Norway estaba intacta. Graff seguía nominalmente al timón, pero lo había cedido un momento a Terschad, del turno de noche, para comprobar los datos telemétricos, el rostro empapado en sudor, reconcentrado. El sincronizador había devuelto la gravedad al nivel normal cuando la nave no estaba en actitud de combate, y el peso se había hecho definida y cómodamente estable.

Signy estaba en pie, escuchando los informes del radar de largo alcance y probando sus reflejos. Observó que su firmeza era bastante satisfactoria y miró a su alrededor. Algunos técnicos la miraron furtivamente y volvieron enseguida a su trabajo. Ella se aclaró la garganta y oprimió el botón para dirigirse a toda la nave.

—Aquí Mallory. Parece que la Australia también ha decidido abandonar la caza de momento. Van a volver todos a la base para ayudar a Mazian. Destruirán Pell. Ese era su plan. Y luego se dirigirán a la estación Sol y a la Tierra. Sí, ése era su plan. Llevarán la guerra hasta allí, pero sin mí. Así están las cosas. Tenéis que elegir. Si aceptáis mis órdenes, seguiremos nuestro camino, volviendo a hacer lo que siempre hemos hecho. Si queréis seguir a Mazian, estoy segura de que bastará que me entreguéis para que os acepte de nuevo en su seno con todos los honores. En estos momentos no hay nadie a quien desee poner las manos encima. Si un número suficiente de vosotros lo desea, podéis tratar con Mazian. Pero yo no lo haré. Sólo yo dirigiré la Norway mientras esté en condiciones de hacerlo, por mínimas que sean.

Un murmullo respondió a través del comunicador. Todos los canales estaban abiertos. El murmullo fue haciéndose inteligible, cobró ritmo… Signy… Sig-ny… Sig-ny… Se extendió al puente: ¡Sig-ny! Los tripulantes se levantaron de sus asientos. Ella miró a su alrededor, la mandíbula apretada, decidida a mantener su calma.

—¡Sentaos! —les gritó—. ¿Creéis que esto es una fiesta?

Estaban en peligro. La maniobra de la Australia podía haber sido de diversión. Ahora se movían a demasiada rapidez para que los datos del radar resultaran fiables, y las posiciones de la Atlantic y la Pacific eran meras conjeturas: cualquier cosa podía resultar de las nebulosas proyecciones que el ordenador trazaba en la pantalla del radar de largo alcance, y había naves auxiliares sueltas.

—Preparación para el salto —ordenó—. Nivel de profundidad 58. Vamos a mantenernos algún tiempo fuera del camino.

Sus propias naves auxiliares continuaban en Pell. Con un poco de suerte podrían mantenerse bastante tiempo fuera del alcance de Mazian, pues éste estaba demasiado ocupado para preocuparse de ellos. Si tenían buen juicio se mantendrían lejos, confiando en ella, creyendo en ella, en que volvería a buscarles si podía. Quería hacerlo, tenía que hacerlo. Necesitaban desesperadamente las naves auxiliares protectoras. Con sólo que tuvieran un poco de sensatez, las naves auxiliares se habrían dispersado por el lugar más alejado a la estación según sus respectivas posiciones, al darse cuenta de que la Norway había huido. Nunca había abandonado a su gente, y Mazian lo sabía.

Dejó de pensar en ello y oprimió el botón para comunicarse con el médico.

—¿Cómo está Di?

—Di está bien —le respondió Janz en persona—. Déjame subir.

—Ni lo sueñes. —Cerró la comunicación y llamó al puesto de guardia—. ¿Nuestros prisioneros se han roto algún hueso con todo este jaleo?

—Están enteros.

—Súbanlos aquí.

Signy se acomodó en su sillón, se echó atrás y pensó en el desarrollo de los acontecimientos, cartografió mentalmente su posición fuera del plano del sistema de Pell, mientras avanzaban para proceder con seguridad al salto, a la mitad de la velocidad de la luz. Recibió el informe del control de daños, un compartimiento se había vaciado, una pequeña porción de las entrañas de la Norway se había derramado en el frío exterior, pero no era una sección personal… nada grave, nada que dificultara la capacidad para el salto. Ni muertos ni heridos. Signy respiró con más calma.

Era el momento de salir. Durante cerca de una hora las señales de lo que estaba sucediendo en Pell se habían dirigido a naves que podrían recogerlas, y al final la Unión acabaría por captarlas. La región iba a ser muy peligrosa para cualquier nave.

Una luz se encendió en su tablero. Signy giró en su asiento y miró a los prisioneros que habían aparecido en la puerta, con las manos atadas a la espalda, una precaución razonable en los estrechos pasillos del puente. Nadie había entrado nunca en el puente de la Norway, ningún extraño… hasta que aquellos lo hicieron. Casos especiales… Josh Talley y Konstantin.

—Suspensión temporal de la ejecución —les dijo—. Me pareció que los dos querrían saberlo.

Quizá no la entendían. Las miradas de ambos hombres estaban llenas de recelos.

—Hemos abandonado la Flota y nos encaminamos a la Profundidad. Va usted a vivir, Konstantin.

—No para disponer de mi propia vida. Ella rió quedamente.

—No, claro. Pero ya ve, por lo menos se beneficia de lo ocurrido.

—¿Qué le ha ocurrido a Pell?

—Sus altavoces lo han difundido, ya me han oído. £50 es lo que le sucede a Pell, y ahora la Unión tiene una alternativa, ¿no es cierto? Salvar a Pell o lanzarse en persecución de Mazian. Y nosotros nos apartamos de allí para no enredar más las cosas.

—Ayúdeles —dijo Konstantin—. Por el amor de Dios, espere. Espere y ayúdeles.

Ella rió por segunda vez y luego dirigió una mirada sombría al ansioso rostro de Damon.

—¿Qué podríamos hacer, Konstantin? La Norway no puede aceptar refugiados. ¿Dejarle a usted libre? No bajo las narices de Mazian o de la Unión. Nos harían polvo enseguida…

Pero podría hacerse… cuando regresaran en busca de sus naves auxiliares, cuando pasaran por Pell…

Josh se acercó a ella tanto como se lo permitieron los guardianes. El joven se agitó para librarse de sus manos y la capitanía hizo un gesto para que le soltaran.

—Hay otra posibilidad, Mallory. Ir allí. Hay una nave, ¿me oye? Se llama Hammer. Usted podría conseguir acceso, podría detener esto… y obtener una amnistía.

Konstantin percibió algo raro. Miró inquieto a Josh y luego a ella.

—¿Lo sabe él? —preguntó Josh.

—No. Escúcheme, Mallory. Piense a donde va esto ahora, a qué distancia y durante cuanto tiempo.

—Graff, Graff —dijo lentamente—. Vamos a regresar en busca de nuestras naves auxiliares. Mantennos preparados para el salto. Cuando Mazian despeje el sistema, entraremos transversalmente, y tal vez enviaremos a este Konstantin, para que pueda tener una alternativa con la Unión. Un carguero podría recogerle.

Konstantin tragó saliva y se mordió el labio.

—Sabe que su amigo es de la Unión —le dijo—. No es que lo haya sido, sino que sigue siéndolo. Un agente de la Unión, perteneciente a servicios especiales. Probablemente sabe mucho que podríamos utilizar en nuestra situación. Los lugares a evitar, los puntos de gravedad nula que conocen los contrarios…

—Mallory —suplicó Josh. Ella cerró los ojos.

—Graff, empiezo a comprender a este unionista. ¿Estoy borracha o se hace comprender?

—Nos matarán —dijo Graff.

—También lo hará Mazian. Desde aquí irán a Sol, a un lugar donde Mazian pueda reunir fuerzas. Ya no constituyen una flota. Están buscando botines, cosas que les permitan seguir adelante. Igual que nosotros. Y conocen los mismos puntos de gravedad nula que nosotros. Eso es incómodo, Graff.

—Sí, es incómodo —reconoció Graff.

Miró alternativamente a Josh y a Konstantin, en cuyo rostro se reflejaba la esperanza. Soltó un bufido de disgusto y miró a Graff, que estaba al timón.

—Esa nave de observación unionista. Pon rumbo hacia ella. Emprenderán el salto en cuanto perciban nuestra presencia y no podremos seguirlos con el radar. Vamos a ponernos en contacto. Tendremos que tomar prestada una nave de la Unión.

—Si están por aquí, vamos a estrellarnos de cabeza contra ellos —musitó Graff.

Y era cierto. El espacio era amplio, pero había un riesgo de colisión cuanto más se acercaran a aquel vector particular fuera de Pell, dos rumbos cruzados en la pantalla de radar.

—Corremos el riesgo —dijo ella—. Les llamaremos la atención.

Miró entonces a Josh Talley y a Konstantin, y sonrió amargamente.

—Bien, sigo tu juego —le dijo a Josh—. A mi manera. ¿Conoces sus códigos para enviarles una llamada de atención?

—Mi memoria está llena de lagunas —respondió Josh.

—Piensa uno.

—Utilice mi nombre —dijo Josh—. Y el de Gabriel.

Signy dio la orden, mirando a los dos jóvenes larga y pensativamente. Al fin dijo a los soldados que les custodiaban que los dejaran en libertad.

Ya estaba hecho. Se volvió en su asiento, desvío un momento la mirada de las pantallas y miró de nuevo atrás, a la increíble presencia de un unionista y un estacionado sueltos en su puente de mando.

—Buscad un sitio seguro —les dijo—. Dentro de un momento vamos a trazar un arco… y puede que más adelante nos esperen cosas peores.

XV Pell: Sector azul uno; número 0475; 0100 h. d.; 1300 h. n.

La sensación de vuelo les afectaba de vez en cuando. Estaban apiñados, y algunos hisa en el corredor exterior gemían atemorizados, pero no los que estaban cerca de Sol-su-amiga. La sujetaban para que no cayera, para que ella al menos pudiera estar a salvo. Hasta el gran Sol se agitaba y oscilaba en su curso. Las estrellas se estremecían en la oscuridad alrededor de la cama blanca y la Soñadora.

—No tengas miedo —susurró la vieja Lily, acariciando la frente de la Soñadora—. No temas, sueña, sueña que estamos a salvo.

—Apaga el sonido, Lily —dijo la Soñadora, sus ojos tan serenos como siempre—. ¿Dónde está Satén?

—Aquí.

Satén se abrió paso entre los otros hasta el lugar donde se encontraba Lily. El sonido aumentó, las voces humanas que gritaban y gemían a través del comunicador, y las que trataban de pedir instrucciones.

—Es la central —dijo la soñadora—. Satén, Satén, todos vosotros… escuchad. Han matado a Jon… han dañado la central. Se acercan… los hombres de la Unión, más hombres-con-armas, ¿comprendéis?

—No vienen aquí —insistió Lily.

—Satén —dijo la Soñadora, mirando las estrellas temblorosas—. Te diré el camino… cada vuelta, cada paso; y tienes que recordar… ¿puedes recordar una cosa tan larga?

—Soy narradora —afirmó ella—. Recuerdo bien, Sol-su-amiga.

La Soñadora se lo dijo, paso a paso. Y lo que decía le asustaba, pero su mente estaba concentrada en recordar, cada movimiento, cada vuelta, cada pequeña instrucción.

—Vete —le dijo al fin la Soñadora.

Ella se levantó apresuradamente, llamó a Dienteazul y a los otros, a todos los hisa a los que podía llegar su voz.

XVI Norway; 0130 h. d.; 1330 h. n.

El comunicador farfulló. De repente, la pantalla del radar de largo alcance se iluminó con intensos destellos. La Norway cerró más la curva que estaba trazando. Signy se aferró a la consola y al sillón con un sabor de sangre en la boca. Se habían encendido las luces rojas y sonaban las alarmas de tensión. Josh y Konstantin intentaron desesperadamente encontrar un asidero en mitad del pasillo, pero no lo consiguieron y resbalaron.

—Aquí la Norway. Atención, unionistas. Aquí la Norway. No disparen. Repito. No disparen. Quieren un camino de acceso; síganme.

Se hizo el silencio de rigor mientras el mensaje de respuesta llegaba al comunicador.

«Más datos.»

Palabras, no disparos.

—Aquí Mallory, de la Norway. Me dirijo ahí, ¿me escuchan? Acompáñenme en busca de un espacio y les informaré. Mazian se dispone a volar Pell y huir a Sol. La operación ya ha empezado. Tengo a su agente Joshua Talley y al menor de los Konstantin a bordo. Van a perder una estación si se mantienen al margen. Como ignoren mi mensaje van a encontrarse con una guerra en la Tierra.

Se produjo un momento de silencio absoluto al otro lado. El tablero de la sonda estaba encendido y seguía el movimiento del objetivo.

«Aquí Azov de la Unity. ¿Cuál es su propuesta, Norway? ¿Y cómo podemos confiar en ustedes?»

—Hemos huido. Ustedes han recibido esa señal. Vamos a volver y ustedes pueden seguir detrás, la Unity y todos los demás. Mazian no podrá luchar aquí ni en ninguna parte próxima. No puede permitírselo, ¿me comprende?

Esta vez el silencio fue más largo.

—Nos están rastreando —dijo el técnico de radar.

—Lo más rápido que podamos, señor Graff.

La Norway pasó rozando por el borde del desastre, con todas las luces de tensión encendidas. Los corazones latieron con violencia, las manos temblaban mientras mantenían el control necesario, la experimentada tripulación soportaba estoicamente las molestias mientras la sincronización de combate y la inercia luchaban entre sí. Se mantuvieron serenos, siguiendo un curso firme por la larguísima curva, manteniendo en lo posible la velocidad que había adquirido, en dirección a Pell… La nave de la Unión tras ellos a toda velocidad… para atacarles con la misma disposición con que iban a atacar a Mazian.

—Vamos —susurró a Graff—. Mantén esta velocidad y que el rumbo no varía ni un ápice. No podemos permitirnos el menor error.

—Señal de precaución en radar —les advirtió la voz calma de un técnico.

En la pantalla del radar de largo alcance aparecieron nebulosos destellos verdes y dorados…, obstáculos en su camino que antes había recogido la memoria del ordenador y que seguían donde habían estado. Eran cargueros de pequeño tonelaje. Podían captar sus conversaciones, sus expresiones de pánico cada vez más intenso a medida que la nave se precipita entre ellos.

Graff los sorteó. La Norway pasó como una exhalación siguiendo un rumbo recto determinado por el ordenador, y se encendieron las luces que indicaban la aproximación a Pell. Los unionistas llegaron tras ellos con una celeridad que debió detener los corazones de los que tripulaban los cargueros entre los que pasaban. Captaron un aullido de terror que se desvaneció enseguida.

«Norway… Norway… Norway…», emitía frenéticamente su propio ordenador. Si las naves auxiliares habían sobrevivido, en sus pantallas aparecería la llamada.

Los destellos se reflejaban sólidos y firmes delante de ellos, demasiado rápidos para los cargueros. El ordenador emitía advertencias. Mazian estaba fuera de la estación, con las naves Europe, India, Atlantic, África y Pacific.

¿Dónde está la Australia? —preguntó Signy a Graff de improviso. No habían recibido aquel código de reconocimiento junto con los otros—. ¡Cuidado con ellos!

Graff debió de haberla oído. No había tiempo para charlas. La Flota estaba agrupada y colocada en un rumbo tal que la colisión sería inevitable. Todas las naves auxiliares ensambladas en las naves nodrizas, preparadas para el salto.

«Mallory», oyó que la llamaba Mazian a través del comunicador. Graff lo oyó también e hizo una brusca maniobra que el ordenador transfirió al sondista. La andanada de fuego que dirigieron contra la Europe se cruzó con la que les dirigían a ellos, y el casco vibró. Sufrieron el efecto inmediato de la fluctuación gravitacional, y de repente surgió fuego a popa. La Unión había intervenido, sin tener en cuenta su propia seguridad, haciendo caso omiso de las señales del ordenador y hambrienta de blancos a los que disparar.

—¡Fuera! —ordenó Signy al piloto, y la Norway maniobró en el ángulo más cerrado posible, deseosa de apartarse de aquella pelea.

Sonaron las alarmas. Pell y Downbelow estaban peligrosamente cerca. Siguieron virando; el ordenador calculaba una y otra vez aquella curva marginal.

La señal luminosa de un carguero se difuminó en la pantalla, una explosión por debajo de ellos. La Norway se atuvo a su rumbo necesario, con todas las luces rojas de los tableros encendidas y las alarmas sonando. El planeta estaba peligrosamente cerca, y la velocidad de la nave era excesiva para cambiar de rumbo a tiempo.

Norway… Norway… Norway… apareció en la pantalla del ordenador. Eran sus propias naves auxiliares.

—¡Sigue adelante! —le gritó Signy a Graff, imponiendo su voz a las muestras de júbilo en el puente de mando.

El ordenador diseñó la maniobra hasta el límite que podía soportar la nave, un movimiento que sacudió los cuerpos humanos y convirtió media docena de segundos en una pesadilla. Empezaron a perder velocidad, mientras la Australia avanzaba hacia ellos entre las naves auxiliares.

—Descarga —ordenó Signy, tragando saliva con sabor a sangre.

Lo que mostraban las pantallas era aterrador: colisión inminente en proa y popa, pues una nave se dirigía directamente a su cola y no podían desviarse sin chocar con Pell. Había un cincuenta por ciento de probabilidades de que cualquier maniobra, los alcanzara, arriba, abajo o de frente. Graff descendió. La artillería situada en la parte superior de la nave disparó y la Australia giró sobre sí misma, descontrolada por el caos que los campos magnéticos habían provocado en los instrumentos. El casco gimió y la nave entera se estremeció.

Continuó la maniobra; de repente hubo una dispersión en la pantalla de radar, debida al polvo que rozaba el casco de la nave.

—¿Dónde están? —preguntó Graff al radarista.

Signy se mordió el labio y succionó la sangré. Era posible que la Australia hubiera perdido algún fragmento, que se habría reducido a polvo, pero también podría haber estallado. La Norway siguió reduciendo velocidad, pues la orden de su capitana no había cambiado.

«…superado el peligro de Pell», les comunicaron desde una nave auxiliar. Su propia pantalla de radar les mostraba que habían superado el peligro. «Y un aspa generadora perdida… Creo que es de Edger.»

No podían ver con claridad lo ocurrido, puesto que sólo el radar de largo alcance captaba a la Australia. Tenían que averiguar la naturaleza de la materia dispersa.

—Poneos en formación —ordenó Signy a sus naves auxiliares, sintiéndose más segura con ellas alrededor de la Norway, como si dispusiera de cuatro brazos adicionales. Ahora Edger no podía arriesgarse a sufrir más daños, si había perdido un aspa generadora. No iba a hacerlo simplemente por venganza.

«Se dispone a saltar», oyó decir. Era una voz de la Unión, una voz desconocida, con acento extranjero. De repente sintió frío en las entrañas, con la certeza de que era imposible volver atrás.

«Haz las cosas a fondo», le había enseñado Mazian. «Nada de medias tintas.»

Signy se reclinó en el sillón. El silencio pesaba en toda la nave.

XVII Pell: Sector azul uno; número 0475

Por lo menos Lily se había quedado. Alicia Lukas-Konstantin paseó la mirada por las paredes, deteniéndola en el pequeño módulo blanco que formaba parte de la cama, con dos luces, verde y roja, conectadas a sistemas internos, una encendida y la otra apagada. Ahora estaba encendida la roja.

La energía estaba amenazada. Lily tal vez no lo sabía, pues manejaba las máquinas, pero la energía que las hacía funcionar debía de constituir un misterio para ella. La expresión de la nativa seguía siendo serena, y acariciaba tiernamente el cabello de la mujer postrada.

Los regalos de Angelo, las estructuras que la rodeaban, habían demostrado ser tan resistentes como su propio cerebro. Las pantallas seguían cambiando, las máquinas continuaban bombeando vida a través de sus venas, y Lily permanecía a su lado.

Disponía de un interruptor que podía poner fin a todo. Si se lo pedía a Lily, la ignorante nativa lo apretaría. Pero eso sería cruel para con alguien que creía en ella. No lo apretó.

XVIII Norway

Damon se levantó con cautela y avanzó con paso vacilante entre las filas de instrumentos y los técnicos hasta llegar al lado de Mallory. Sentía dolores; tenía un desgarrón en un brazo y le dolía el cuello. Sin duda no había nadie a bordo de la Norway que no estuviera en semejantes condiciones, ni los técnicos ni la misma Mallory. Esta le miró tristemente desde su sitio ante el tablero de instrumentos, se volvió hacia él y asintió levemente.

—Bien, ha obtenido su deseo —le dijo—. La Unión ha entrado. Ya no necesitan buscar a Mazian. Saben con seguridad adonde ha ido. Apuesto a que considerarán valiosa una base en Pell. Salvarán su estación, señor Konstantin, de eso ya no cabe duda alguna. Y ya es hora de que nos vayamos de aquí.

—Ha dicho usted que me dejaría salir —le recordó él en voz baja.

La mirada de Signy se endureció.

—No tiene su suerte. Es posible que les deje a usted y a su amigo unionista en algún mercante cuando me convenga, si es que me conviene alguna vez.

—Es mi hogar —replicó él. Había pensado en sus argumentos, pero le temblaba la voz, destruyendo la lógica—. Mi estación… Este es mi lugar.

—Ahora su lugar no está en ninguna parte, señor Konstantin.

—Déjeme hablar con ellos. Si puedo conseguir una tregua de la Unión para acercarnos lo suficiente… Conozco los sistemas, puedo manejar los sistemas centrales. Los técnicos… pueden haber muerto. Están muertos, ¿verdad?

Ella apartó el rostro y volvió a su trabajo. Calculando el riesgo que corría, Damon tendió un brazo y apoyó la mano en el sillón de la capitana; un soldado se movió, pero esperó órdenes.

—Ya ha llegado usted muy lejos, capitana. Se lo pido… es usted un oficial de la Compañía. Lo era. Por última vez, capitana. Devuélvame a Pell. Hablaré con usted de nuevo, cuando sea libre. Se lo juro.

Ella permaneció inmóvil durante un largo momento.

—¿Va a huir de aquí con el rabo entre las piernas? —insistió él—. ¿No prefiere irse a su propio paso?

Ella se volvió. No era agradable mirarla a los ojos y ver la expresión que tenían.

—¿Quiere dar un paseo?

—Devuélvame. Ahora. Cuando todavía importa. O nunca, porque más tarde ya no importaría. No podré hacer nada y será como si hubiera muerto.

Signy apretó los labios, mirándole fijamente.

—Hago lo que puedo, hasta cierto límite. Si ellos se comportan en su tregua lo que creo que harán… —Tocó el brazo del sillón y añadió—: Esto es mío, esta nave. Debe usted comprenderlo. Esta gente… Pertenecí a la Compañía, como todos nosotros. Y la Unión no quiere que esté suelta. Me pide usted algo que podría convertirse en un tiroteo al lado de su preciosa estación. La Unión quiere apoderarse de la Norway… porque saben lo que haremos. No puedo vivir de otra forma, estacionado, porque no me atreveré a recalar en ningún puerto. No voy a entrar, nunca lo haré, ninguno de nosotros lo hará. Graff, pon un rumbo lento hacia Pell.

Damon retrocedió, reconociendo que aquello era lo más prudente por el momento. Escuchó a través del comunicador al que tenía acceso, un aparato que sólo le permitía escuchar pero no responder: la Norway avisaba a la flota de la Unión que se estaban dirigiendo hacia allí. Parecía haber alguna discusión.

Una mano le tocó el hombro. Él se volvió y encontró a Josh.

—Lo siento —le dijo el muchacho.

Él asintió, sin sentir ningún resentimiento. Josh… había tenido muy pocas alternativas.

—Bien, están dispuestos a recibirle —dijo Mallory—. Quieren que le entreguemos.

—Iré.

—No sea estúpido —le espetó Mallory—. Le someterán a corrección. ¿No lo sabía?

Damon pensó en ello. Recordó a Josh, sentado ante su mesa y pidiéndole los papeles para poner fin a un proceso iniciado en Russell. Los hombres superaban aquella prueba. Josh la había superado.

—Iré —repitió. Mallory frunció el ceño.

—Es su mente, al menos hasta que pongan sus manos en ella. —Entonces se volvió hacia el micrófono—: Aquí Mallory. Estamos empatados, capitán. No me gustan sus condiciones.

Hubo un largo silencio.

Pell aparecía en la pantalla de radar, con las naves de la Unión en su torno como aves carroñeras. Una de ellas parecía haber ensamblado. El radar de largo alcance mostraba uña extensión dorada punteada de rojo junto a las minas, los cargueros de pequeño tonelaje, indicados por una luz parpadeante en el borde de la pantalla. El sensor del radar no podía captarlos, pero estaban en la memoria del ordenador. Ninguno se movía, excepto cuatro destellos muy cerca de la Norway, que se acercaban en formación cerrada.

Habían llegado a un alto relativo, deslizándose puntualmente entre todos los demás objetos en órbita del sistema.

«Aquí Azov de la Unity», dijo una voz. «Capitana Mallory, tiene permiso para ensamblar a fin de dejar a su pasajero. Se acepta su aproximación a Pell, y la Unión le agradece su valiosa ayuda. Estamos dispuestos a aceptarla en la Flota de la Unión tal como está, armada y con su tripulación actual. Corto.»

—Aquí Mallory. ¿Qué seguridades tiene mi pasajero? Graff se inclinó hacia ella y levantó un dedo. Algo resonó al entrar en contacto con el casco de la Norway. Se oyó el sonido de un cierre hermético. Damon miró inquieto a la pantalla.

—Acaba de entrar en plataforma una nave de guerra —le dijo Josh al oído—. Están reuniendo a las naves auxiliares, por si han de correr para dar el salto…

«Capitana Mallory», dijo de nuevo la voz de Azov. «Tengo a bordo un representante de la Compañía que le ordenará que efectúe esa acción…»

—Ayres puede guardarse sus órdenes —replicó ella—. Le diré lo que quiere a cambio de lo que tengo. Permiso para ensamblar en los puertos de la Unión y documentos específicos que me eviten obstáculos. De lo contrario es posible que deje dar un paseo a mi valioso pasajero.

«Posteriormente podemos discutir estos asuntos en detalle. Tenemos una crisis en Pell. Hay vidas en peligro.»

—Tienen ustedes expertos en ordenadores. ¿Es que no pueden averiguar cómo funciona el sistema?

Se hizo un nuevo silencio.

«Tendrá usted lo que desea, capitana. Puede ensamblar con nuestro salvoconducto si quiere ese documento. Nos enfrentamos a una situación que concierne a los trabajadores nativos. Preguntan por Konstantin.»

—Los nativos —dijo Damon entre dientes, con una súbita y terrible visión de los hisas enfrentados a las tropas de la Unión.

—Llévese sus naves de esa estación, capitán Azov. La Unity puede seguir ensamblada. Yo entraré por el lado opuesto y procure que sus naves no queden fuera de sincronización con respecto a su posición. Cualquier nave que cruce por mi cola se expone a que dispare sin hacer preguntas.

«Concedido», respondió Azov.

—Es una locura —dijo Graff—. ¿Qué ganamos con esto? No vendrán con ese papel. Mallory no dijo nada.

XIX Pell: Plataforma blanca; 9/1/53; 0400 h. d.; 1600 h. n.

Los trabajadores en la plataforma eran soldados de la Unión vestidos con uniforme de faena, pero de color verde, lo cual era una visión surrealista en Pell. Danion descendió por la rampa hacia las espaldas protegidas por armaduras de los soldados de la Norway que ocupaban el margen y montaban guardia junto al acceso. Muy lejos, al otro lado de la plataforma vacía había otros soldados con armadura… unionistas. Damon rebasó el perímetro de seguridad, pasó entre los soldados de la Norway y salió de aquel cruce solitario en la plataforma cubierta de desperdicios. Oyó ruido a sus espaldas, alguien que se acercaba y miró atrás. Era Josh.

—Me ha enviado Mallory —le dijo el muchacho cuando llegó a su lado—. ¿Te importa?

Él movió la cabeza, sintiendo una inmensa alegría por tener compañía en el lugar a donde iba. Josh sacó del bolsillo un carrete de cinta y se lo entregó.

—Mallory lo ha enviado —le explicó—. Ella ha establecido las claves del ordenador. Dice que esto podría ser de ayuda.

Damon se guardó la cinta en el bolsillo de su uniforme de faena marrón de la Compañía. La escolta de la Unión les aguardaba, los soldados vestidos de negro y plata. Cuando se aproximaron, Damon se sintió impresionado, por la igualdad y la hermosura de aquellos humanos perfectos, todos de la misma talla, del mismo tipo.

—¿Qué son? —le preguntó a Josh.

—Como yo, pero menos especializados.

Tragó saliva y siguió andando. Los soldados de la Unión les rodearon en silencio y les escoltaron a lo largo de la plataforma. Aquí y allá había grupos de habitantes de Pell que les miraban al pasar. «Konstantin», les oía murmurar. «Es Konstantin». Percibió en algunos de ellos expresiones de esperanza, y se estremeció, pues sabía que muy poco podría hacer por ellos. Pasaron por algunas zonas sumidas en el caos, secciones enteras con las luces apagadas, los ventiladores parados, el olor del humo y los cadáveres tendidos. Había una leve inestabilidad gravitacional. No sabía lo que habría sucedido en el núcleo, en las áreas de habitabilidad. Había un margen de tiempo más allá del cual los sistemas empezaban a deteriorarse sin que fuera posible su recuperación, cuando los equilibrios se habían descompensado durante demasiado tiempo. Con la mente paralizada —la central— Pell se sustentaba en sus ganglios locales, los centros nerviosos que no estaban interconectados, los sistemas automáticos que luchaban por su vida. Sin regulación y equilibrio no tardarían en detenerse… como un cuerpo moribundo.

Pasaron por el sector azul nueve, donde había otras fuerzas de la Unión, subieron por la rampa de emergencia, también sembrada de cadáveres, entre los que se abrieron paso los dos hombres y su escolta. Después ascendieron a una zona ocupada por soldados con armadura, y se quedaron allí mirando hacia arriba, hombro contra hombro. No podían ascender más. El jefe de la escolta les hizo pasar por una puerta que daba a un pasillo a cuyos lados se abrían las oficinas de finanzas. Había allí otro grupo de soldados y oficiales. Uno de ellos, rejuvenecido, con el cabello plateado y muchas insignias de su rango en el pecho, se volvió cuando entraron. Damon reconoció a los que estaban detrás de él: Ayres, de la Tierra. Y Dayin Jacoby. De haber tenido una arma en sus manos habría disparado contra aquel hombre. Le dirigió una mirada glacial, y el rostro de Jacoby adoptó un tono grana.

—Señor Konstantin —dijo el oficial.

—¿El capitán Azov? —Supuso que se trataba de él por las insignias.

Azov le tendió la mano y él se la estrechó sin efusión.

—Hola, mayor Talley —dijo entonces Azov, ofreciendo la mano a Talley—. Me alegro de que haya vuelto.

—Señor —dijo Josh, dándole la mano.

—¿Es correcta la información de Mallory? ¿Ha ido Mazian a por Sol? Josh asintió.

—No hay engaño, señor. Creo que es cierto.

—¿Gabriel?

—Muerto, señor. Le dispararon los soldados de Mazian. Azov asintió, frunciendo el ceño, y volvió a mirar directamente a Damon.

—Voy a darle una oportunidad —le dijo—. ¿Cree que puede volver a poner en orden esta estación?

—Lo intentaré, si me deja subir ahí.

—Ese es el problema inmediato —dijo Azov—. No tenemos acceso ahí arriba. Los nativos han bloqueado las puertas. Ignoramos los daños que pueden haber causado ni si podría producirse un tiroteo con ellos.

Damon asintió lentamente, miró atrás, hacia la puerta de la rampa de acceso.

—Josh viene conmigo y nadie más. Pondré Pell a su disposición. Sus soldados pueden seguirnos… después de que se haya establecido la calma. Si hay un tiroteo, pueden perder la estación, y no querrán que ocurra eso a estas alturas, ¿verdad?

—No —dijo Azov—. No quisiéramos eso.

Damon asintió y se dirigió hacia la puerta, con Josh a su lado. Tras ellos, un altavoz empezó a convocar a los soldados, los cuales acudieron rápidamente a la llamada, pasaron junto a ellos y continuaron hacia arriba. Damon oprimió el botón de las puertas que daban acceso al sector azul uno, pero no funcionaba. Utilizó el mecanismo manual.

Al otro lado estaban los nativos, acurrucados, formando una masa que llenaba el corredor principal y los laterales.

—Konstantin-hombre —exclamó uno de ellos, levantándose de súbito. Estaba herido, como la mayoría de ellos, y con quemaduras de las que brotaba sangre.

Los demás se levantaron, extendieron los brazos mientras pasaba entre ellos, tocándole las manos, el cuerpo, bamboleándose de contento y gritando en su propia lengua.

Damon se abrió paso, seguido por Josh, a través de aquella multitud histérica. Había más nativos en el interior del centro de control, al otro lado de las ventanas, en el suelo, sentados en los mostradores, en todos los rincones disponibles. Llegó a las puertas y golpeó el vidrio. Los hisa alzaron el rostro y le miraron, serios y sosegados… y de repente sus ojos se iluminaron. Empezaron a saltar, bailar, bambolearse y lanzar gritos inaudibles a través del vidrio.

—Abrid la puerta —les dijo Damon. Era imposible que le oyeran, pero señaló la palanca, pues la habían cerrado desde dentro.

Uno de los nativos le obedeció. Damon entró y los hisa le tocaron y abrazaron. Él les devolvió los abrazos y de repente uno de los nativos le tiró del brazo y le apretó contra su pecho peludo.

—Yo Satén —le dijo sonriente—. Mis ojos contentos, contentos Konstantin-hombre.

Y a su lado estaba Dienteazul. Conocía aquella ancha sonrisa y el pelaje desgreñado. Abrazó al nativo.

—Tu madre me envía —le dijo Dienteazul—. Está bien, Konstantin-hombre. Dice cierra las puertas, quédate aquí y no te muevas, envía a buscar a Konstantin-hombre, arregla cosas aquí arriba.

Él retuvo el aliento, tocó los cuerpos hirsutos y se dirigió a la consola central con Josh tras él. Había cadáveres de humanos en el suelo, uno de ellos el de Lukas, con un disparo en la cabeza. Se sentó ante el tablero principal, empezó a pulsar teclas, reconstruyendo… Se sacó del bolsillo el carrete de cinta y vaciló.

Un regalo de Mallory para Pell y la Unión. La cinta podía contener cualquier cosa, trampas para la Unión, una clave para provocar la destrucción final…

Se pasó una mano por el rostro, finalmente tomó una decisión e introdujo la cinta en la ranura. La maquinaria la absorbió, impidiéndole volverse atrás.

Empezaron a encenderse las luces verdes de los tableros. Hubo una agitación entre los hisas. Damon alzó la vista y miró las tropas reflejadas en el vidrio, apuntándole con sus rifles, y a Josh, detrás de él, que se había vuelto hacia ellos.

—Quedaos donde estáis —les espetó Josh.

Ellos le obedecieron y bajaron los rifles. Tal vez por la expresión de aquel rostro, la de un hombre creado en el laboratorio. O su voz, cuyo tono no admitía discusión alguna. Josh les volvió la espalda y apoyó las manos en el respaldo del asiento de Damon.

Este seguía trabajando, mirando de reojo el vidrio reflectante.

—Necesito un técnico del comunicador, alguien que pueda hablar a través de los canales públicos. Consigan a alguien con acento de Pell. Los daños no son importantes. Han destruido parte de los datos almacenados… pero no son de importancia vital. Se trata sobre todo de expedientes personales. No los necesitamos, ¿verdad?

—No podrán distinguir un nombre de otro —comentó Josh.

—No. —La adrenalina que le había mantenido activo hasta entonces empezaba a disiparse, y le temblaban las manos. Vio que un técnico de la Unión se sentaba ante el comunicador. Damon se levantó y empezó a objetar—. No quiero a este hombre aquí.

Los soldados le apuntaron. Josh les ordenó de nuevo que se mantuvieran a distancia, y el oficial titubeó. Entonces Josh miró de soslayo y retrocedió. Había otra persona en el umbral. Azov y su séquito.

—¿Algún mensaje privado, señor Konstantin?

—Necesito que los equipos vuelvan al trabajo —replicó Damon—. Obedecerán a una orden que conozcan.

—Estoy seguro de que lo harían, señor Konstantin, pero no lo harán. Manténgase alejado del comunicador. Deje que lo manejen nuestros técnicos.

—¿Puedo intervenir, señor? —preguntó Josh serenamente.

—No en este asunto —dijo Azov—. No se ocupe de ninguna actividad pública, señor Konstantin.

Damon suspiró, regresó a la consola que había dejado y se sentó con cautela. Habían entrado más soldados. Los hisas se amontonaron en las paredes y los mostradores, algo alarmados.

—Haga salir de aquí a esas criaturas —dijo Azov—. Ahora mismo.

—Ciudadanos —replicó Damon, girando su asiento para mirar a Azov—. Ciudadanos de Pell.

—Lo que sean.

«Pell», dijo la voz de Mallory a través del comunicador. «Estamos a la espera para abandonar la plataforma».

—¿Señor? —preguntó el técnico en comunicaciones de la Unión.

Azov le hizo una seña para que permaneciera en silencio.

Damon se inclinó y trató de alcanzar una alarma. Los rifles le apuntaron y lo pensó mejor. Azov en persona se acercó al comunicador.

—Mallory, le aconsejo que se quede quieta. Hubo un momento de silencio.

«Ya me parecía a mí que no hay honor entre ladrones, Azov», dijo la voz quedamente.

—Capitana Mallory, está usted incorporada a la flota de la Unión, bajo nuestras órdenes. Acéptelas o amotínese.

Nuevo silencio. Azov se mordió el labio. Tendió el brazo por encima del técnico y tecleó sus propias cifras.

—Capitán Myes—. La Norway se niega a aceptar órdenes. Aparte sus naves un poco. —Y añadió por el canal de Mallory—: O acepta nuestra oferta, Mallory, o no habrá refugio para usted. Puede soltarse y huir, pero será el objetivo prioritario de las naves de la Unión en el espacio. O puede ir a reunirse con Mazian. O ir con nosotros contra él.

«¿Bajo sus órdenes?»

—Tiene que elegir, Mallory. Indulto o persecución. Ella le respondió con una risa seca.

—¿Cuánto tiempo estaría al mando de la Norway una vez dejara entrar a los unionistas en mi cubierta? ¿Y cuánto vivirían mis oficiales o mis soldados?

—El indulto, Mallory. Tómelo o déjelo.

—Como sus demás promesas.

«Estación Pell», intervino una nueva voz. «Aquí la Hammer. Tenemos un contacto. Estación Pell, ¿me reciben? Tenemos un contacto.»

Otra voz surgió del comunicador: «Estación Pell: aquí la flota mercante. Aquí Quen, de la Estelle. Vamos a entrar.»

Damon miró el radar de largo alcance, que se compensaba rápidamente para ofrecer nuevos datos, calculando una señal que ya tenía dos horas. ¡Elene! Estaba viva y con los mercantes. Cruzó la estancia hacia el comunicador, un soldado le puso el cañón de su rifle en el estómago y él se tambaleó contra el mostrador. Si los provocaba podrían dispararle. Moriría por nada, después de todas las dificultades que había superado. Miró a Josh. Elene debía llevar horas recibiendo transmisiones de Pell que evidenciaban problemas. Dos horas más y entraría en la estación, haría preguntas. Si él le daba respuestas erróneas… si no obtenía respuesta de voces conocidas…, sin duda se mantendría alejada.

Las miradas se concentraron en la pantalla de radar, primero la de un hombre y luego, al ver su expresión, las de otros más. Ahora no había ningún destello, sino una especie de nevada luminosa. Era una masa, un enjambre, una horda increíble de mercantes que se acercaban a ellos. Damon se apoyó en el mostrador observando aquello, sonriente.

—Están armados —le dijo a Azov—. Capitán, son transportes de gran tonelaje y van armados.

El rostro de Azov estaba rígido. Cogió bruscamente un micrófono.

—Aquí Azov, de la nave insignia de la Unión, Unity, comandante de la flota. Pell es ahora una zona militar de la Unión. Por su propia seguridad, manténganse alejados. Dispararemos contra toda nave que se aproxime.

Una alarma empezó a parpadear, toda una hilera de luces rojas de un lado al otro del centro. Damon miró las luces y el corazón se le aceleró. La plataforma blanca anunciaba un despegue inmediato. La Norway. Se volvió y abrió aquel canal, mientras el soldado permanecía paralizado en la confusión.

—Quédese donde está, Norway. Aquí Konstantin. No se mueva.

«Ah, hagan el favor de tomar nota, central de Pell. Las naves de guerra podrían causar una carnicería con esas naves mercantes, tanto si están armadas como si no. Pero tendrán ayuda profesional si la quieren.»

«Repita». La voz de Elene retrasada por la distancia salió del comunicador. «Vamos a entrar en la estación. Hemos estado controlando sus transmisiones. La alianza de mercantes reclama Pell, y queremos que sea territorio neutral. Suponemos que respetarán esta reclamación. Sugerimos una negociación inmediata… De lo contrario, todos los mercantes de esta flota se retirarán totalmente del territorio de la Unión, para ir hacia la Tierra. No creemos que esto sea en interés de ninguna de las partes implicadas.»

Se hizo el silencio durante un largo momento. Azov miró las pantallas, en las que se sucedían los innumerables destellos luminosos. El mercante Hammer había dejado de hacerse visible, su señal oscurecida por los puntos rojizos.

—Tenemos una base para la discusión —dijo Azov.

Damon aspiró hondo y exhaló el aire.

XX Pell: Plataforma roja; 9/1/53; 0530 h. d.; 1730 h. n.

Entró en la plataforma con una escolta de mercaderes armados. Estaba embarazada y caminaba con lentitud, y los mercaderes que la rodeaban no querían correr riesgos exponiéndola al peligro de una amplia plataforma. Damon permaneció junto a Josh, al lado de la Unión, todo cuanto pudo aguantar, y finalmente se arriesgó a avanzar, dudando de que ninguno de ambos bandos le permitiera acercarse a ella. Los mercaderes le apuntaron con sus rifles; formaban un nervioso y amenazante anillo humano, y él se detuvo, solo en aquel espacio vacío.

Pero ella le vio y su rostro se iluminó. Los mercaderes le dejaron paso hasta que Damon penetró entre sus filas y pudo llegar hasta Elene.

Era un mercader, volvía a estar con los suyos y hacía mucho que no pisaba la sólida plataforma de Pell. Damon había albergado dudas en el fondo de su mente, y se había preparado para enfrentarse a posibles cambios… Aquello se desvaneció en cuanto miró el rostro de Elene. La besó y abrazó, temeroso de hacerle daño si la apretaba tanto como ella a él. Permaneció allí con todo el grupo de mercaderes armados, inhalando el aroma y la realidad de su mujer; la besó de nuevo y supo que no tenían tiempo para hablar, para hacer preguntas, para nada.

—He tenido que dar un gran rodeo para llegar a casa —murmuró.

Él se echó a reír, miró a su alrededor y a las fuerzas de la Unión, serio de nuevo.

—¿Sabes lo que ha ocurrido aquí?

—Algo, tal vez la mayor parte. Hemos estado esperando ahí afuera, mucho tiempo. Esperando un momento en que no hubiera alternativa. —Se estremeció y le abrazó con más fuerza—. Pensé que habíamos perdido la estación. Entonces se marchó Mazian y, a partir de ese momento, nos movimos. La Unión tiene problemas, Damon. Tienen que ir a Sol, y han de hacerlo con todas sus naves intactas.

—Puedes apostar a que lo harán —dijo él—, pero no salgas de esta plataforma. Lo que haya de decirse, lo que tengas que hablar con ellos, insiste en decirlo aquí, en la plataforma. No vayas a ningún espacio pequeño donde Azov pueda interponer tropas entre ti y las naves. No te fíes de él.

Ella asintió.

—Comprendido. Hablaré en interés de los mercantes, Damon. Tal como van a ir las cosas, quieren un puerto neutral, y Pell lo es. No creo que Pell ponga objeciones.

—No, Pell no objetará nada. Pell tiene que dedicarse a limpiar su casa. —Respiró profundamente por primera vez en varios minutos y siguió la mirada de Elene hacia el otro lado de la plataforma, donde estaba Azov, dirigida a Josh que estaba con las tropas de la Unión, esperando acercarse—. Trae una docena contigo y haz que el resto vigile ese acceso. Veamos lo que abarca la idea de lo razonable que tiene Azov.

Elene habló con firmeza y serenidad, apoyando un brazo en la mesa.

—La liberación de la nave Hammer, de la familia Olvig; la entrega de la Ojo de Cisne a sus legítimos dueños, y de cualquier otra nave mercante confiscada para uso militar de la Unión. La condena más fuerte posible por la toma y el uso de la Genevieve. Puede que usted proteste diciendo que no está facultado para ello, pero tiene el poder necesario para tomar decisiones militares… a ese nivel, señor, la liberación de las naves que han sido embargadas.

—No reconocemos su organización. Damon intervino entonces.

—Eso dependerá de lo que decida el consejo de la Unión. Pell sí reconoce su organización, y Pell es independiente, capitán, y dispuesto a proporcionarles a ustedes un puerto por el momento, pero naciendo constar que puede negárselo. Lamentaría tener que tomar esa decisión. Tenemos un enemigo mutuo… pero usted estaría paralizado aquí, lo cual sería muy desagradable. Y la noticia podría extenderse.

Habían colocado la mesa en la plataforma abierta, con dos semicírculos opuestos de mercaderes y tropas. En el lado de la Unión hubo gestos irritados.

—Tenemos interés en que esta estación no se convierta en una base de Mazian —admitió Azov—, y estamos dispuestos a cooperar en su protección… sin la cual, a pesar de todas sus amenazas, señor Konstantin, no tienen ustedes muchas probabilidades de defenderse con éxito.

—Necesidad mutua —dijo Damon en tono neutro—. Puede estar seguro de que ninguna nave de Mazian será jamás bien recibida en Pell. Están fuera de la ley.

—Les hemos hecho un servicio —dijo Elene—. Las naves mercantes ya han puesto rumbo a Sol, mucho antes que Mazian. Una de ellas ha salido lo bastante pronto para estar allí cuando él llegue. No es mucho, pero sí algo. La estación Sol habrá sido avisada de los propósitos de Mazian.

Azov pareció sorprendido. El hombre que estaba a su lado, Ayres, sonrió de súbito, con un brillo de lágrimas en los ojos.

—Mi gratitud —le dijo Ayres—. Capitán Azov, yo propondría… efectuar las consultas necesarias y movernos con rapidez.

—Parece haber razones sobradas para ello —dijo Azov, y se apartó de la mesa—. La estación está a salvo. Nuestro trabajo ha terminado. Las horas son valiosas. Si Sol va a preparar una recepción para ese forajido, deberíamos estar allí para continuarla desde atrás.

—Pell le ayudará gustoso a desensamblar —terció Damon—. Pero las naves mercantes de las que se apropiaron… se quedan.

—Tenemos tripulantes a bordo de ellas. Vendrán con nosotros.

—Llévese a sus tripulantes. Esas naves son propiedad de los mercaderes y se quedarán, lo mismo que Josh Talley, que es un ciudadano de Pell.

—No, no voy a cederle a uno de los míos porque usted lo pida.

—Josh. —Damon miró atrás, donde estaba el muchacho con un grupo de soldados de la Unión; al fin no resaltaba entre otros individuos igualmente perfectos—. ¿Qué piensas al respecto?

Josh dirigió su mirada más allá de él, quizá a Azov, y no dijo nada.

—Llévese sus tropas y sus naves —dijo Damon a Azov—. Si Josh se queda, es asunto suyo; puede elegir. La Unión debe irse de esta estación. Posteriormente se les recibirá para ensamblaje, bajo solicitud y mediante permiso de la oficina del jefe de la estación. Se lo garantizo. Pero si el tiempo es valioso para usted, le sugiero que acepte la oferta que le hago.

Azov frunció el ceño. Hizo una seña al oficial de sus tropas, el cual ordenó a las unidades que formaran. Se alejaron en dirección al horizonte curvado hacia arriba, la plataforma azul, donde estaba ensamblada la Unity.

Y Josh se quedó allí, solo. Elene se levantó y le abrazó torpemente, y Damon le palmeó el hombro.

—Quédate aquí —le dijo a Elene—. Tengo que desensamblar una nave de la Unión. Vamos, Josh.

—Nelharts —Elene se dirigió al más cercano a ella—. Encárguese de que lleguen a la central en buen orden.

Fueron detrás de las fuerzas de la Unión, siguieron por el corredor del nivel noveno y, cuando los soldados se encaminaron a su nave, ellos dejaron de seguirlos. En los corredores había puertas abiertas, y la gente de Pell estaba allí observando. Algunos empezaron a gritar, agitar las manos, dar vivas a esta última ocupación por parte de los mercantes.

—¡Son los nuestros! —gritó alguien—. ¡Los nuestros!

Subieron por la rampa de emergencia, ascendiendo a la carrera. Allí les recibieron los nativos, que daban saltos y les saludaban en su lengua. Los chillidos de los nativos y los gritos humanos resonaban en toda la espiral, a medida que la noticia pasaba de un nivel a otro. Algunos unionistas se cruzaron con ellos, al ir en dirección contraria, siguiendo las instrucciones que habían recibido por el comunicador del casco, probablemente con la sensación de que se hacían notar demasiado.

Entraron en el sector azul uno. Los nativos habían vuelto a ocupar la central y sonrieron cuando les vieron a través de las puertas abiertas de par en par.

—Vosotros amigos —dijo Dienteazul—. ¿Todos amigos?

—Todo está en orden —le aseguró Damon, y se abrió paso más allá de una muchedumbre de ansiosos cuerpos marrones, hasta sentarse ante el tablero principal de mandos. Miró atrás, a Josh y los mercaderes.

—¿Hay alguien aquí que sepa cómo funciona esta clase de ordenador?

Josh se sentó a su lado. Uno de los Neihart se hizo cargo del comunicador, otro se sentó ante otro puesto de ordenador. Damon oprimió unos botones.

Norway, tienen primer turno de salida. Confío en que salgan sin provocaciones. No queremos problemas.

«Gracias, Pell», le respondió la voz seca de Mallory. «Me gustan sus prioridades.»

—Apresúrense. Utilice a sus propias tropas para desensamblar. Podrá regresar a recogerlas cuando la situación se haya estabilizado. ¿De acuerdo? Estarán a salvo.

«Estación de Pell», intervino otra voz: era la de Azov. «Los acuerdos deben especificar que no se recibirá a las naves de Mazian. La que está aquí ahora es nuestra.»

Damon sonrió.

—No, capitán Azov. Esta nave es nuestra. Somos un planeta y una estación, una comunidad soberana, y aparte de los mercaderes que no son residentes aquí, mantenemos una milicia. La Norway constituye la flota de Downbelow. Le agradeceré que respete nuestra neutralidad.

«Konstantin», le advirtió la voz de Mallory, al borde de la ira.

—Desensamble y manténgase a la espera, capitana Mallory. Permanecerá quieta hasta que la flota de la Unión haya abandonado nuestro espacio. Está usted en nuestras coordenadas de tráfico y ha de acatar nuestras órdenes.

«Ordenes recibidas» respondió ella finalmente. «Me mantengo a la espera. Vamos a retirarnos y desplegar las naves auxiliares. Unity, procure mantener un rumbo recto al salir de aquí. Y dele recuerdos a Mazian.»

«Sus propios mercantes son los que van a sufrir a causa de esta decisión», dijo Azov. «Dan ustedes cobijo a una nave que ha de saquear naves mercantes para sobrevivir.»

«Largaos de aquí, unionistas», replicó Mallory. «Confiad en que Mazian no puede ir enseguida contra vosotros. No entrará en Pell mientras yo esté en la zona. Ocupaos de vuestros propios asuntos.»

—Silencio —dijo Damon—. Muévase, capitana. Se encendieron una serie de luces. La Norway se había soltado.

XXI Sistema de Pell

¿También tú? —preguntó Blass irónicamente. Vittorio recogió la bolsa con sus escasas pertenencias y avanzó torpemente por el estrecho acceso, junto con el resto de la tripulación que había retenido la Hammer. Hacía frío allí abajo, y la luz era escasa. Hubo una vibración, producida por el tubo de un transbordador que se adhería a su cierre hermético.

—No me sometan a más alternativas —replicó—. No me quedo para hablar con los mercantes, señor.

Blass le dirigió una sonrisa sesgada y se dirigió a la puerta hermética, la cual se abrió para que entraran en el estrecho tubo que conducía a la otra nave. La oscuridad se abría ante ellos.


La Unity se movió con una aceleración firme. Ayres se había acomodado en la sala principal, situada en el nivel superior de la nave, una estancia alfombrada y severamente moderna, con Jacoby a su lado. Las pantallas les informaban de su rumbo, toda una serie de pantallas que mostraban cifras e imágenes. Se abrieron paso por una avenida flanqueada por naves mercantes, un estrecho túnel entre las innumerables naves, y finalmente Azov dedicó algún tiempo para comunicarse con ellos a través de una de las pantallas.

—¿Todo va bien? —les preguntó.

—Vamos a casa —dijo Ayres quedamente, satisfecho—. Le propongo una cosa, capitán: ya que en este momento Sol y la Unión tienen más cosas que les unen de las que les separan, cuando envíe ese inevitable mensajero de regreso a Cyteen, incluya una propuesta de la parte que represento de cooperación duradera.

—Su lado no está interesado en el Más Allá —dijo Azov.

—Capitán, permítame sugerirle que ese interés puede estar a punto de despertarse, y que eso beneficiaría precisamente a la Unión, porque la alianza de los mercantes será más provechosa para la defensa de la Tierra que la que pueda ofrecer la Unión. Después de todo, la alianza ya ha enviado a la Tierra su mensajero, de modo que Sol puede elegir, ¿no cree? La alianza de los mercantes, la Unión o… Mazian. Le sugiero una discusión sobre el asunto, una nueva negociación. Parece que ninguno de nosotros tiene autoridad para ceder Pell. Y confío en poder dar a mi gobierno recomendaciones favorables hacia usted.

Llegó Elene, con un nutrido grupo de mercaderes, y se quedó en el umbral de la central devastada por el combate, mientras los nativos iban de un lado a otro, algo alarmados. Pero Dienteazul y Satén la conocían, y empezaron a exteriorizar su alegría bailando y tocándola. Damon se levantó de su asiento, la tomó de la mano y le hizo sentarse cerca de él y de Josh.

—No me sientan bien las largas escaladas —comentó, respirando con dificultad—. Tenemos que poner en funcionamiento los ascensores.

Él la miró un instante y volvió enseguida a la pantalla de su consola, en la que aparecía un rostro entre sábanas blancas, en el que brillaban unos ojos oscuros, serenos y vivaces. Alicia Lukas sonrió débilmente.

—Acaba de llegar una llamada —le dijo Damon a Elene—. Tenemos comunicación con Downbelow. Una sonda averiada ha pedido a Mallory que la rescate en la base principal… y un operador que está en algún lugar apartado de la base ha dicho que Emilio y Miliko están a salvo. No he podido confirmarlo… Las cosas están hechas pedazos allá abajo. La base del operador está en algún lugar en las colinas, pero es evidente que todos están bien y a cubierto. He de enviar una de nuestras naves allá abajo, y probablemente médicos.

—Neihart —dijo Elene, mirando a sus compañeros. Un corpulento mercader hizo un gesto de asentimiento.

—Lo que necesite —respondió—. Bajaremos allí.

XXII Pell: Sector verde uno; 29/1/53; 2200 h. d.; 1000 h. n.

Era una reunión extraña incluso para Pell, en la sección más profunda de la sala principal, la zona donde unas pantallas separadas, ilusorias, proporcionaban un poco de intimidad a los grupos. Damon estaba sentado con la mano de Elene entre las suyas, y en el centro de la mesa el ojo rojo de una cámara portátil, que era como una persona más, pues Damon había querido que ella estuviera allí presente aquella noche, y ella siempre había estado con su padre y con todos ellos en las ocasiones familiares. Emilio y Miliko estaban también, Josh a su izquierda, y luego un pequeño grupo de nativos que evidentemente encontraban las sillas demasiado incómodas, aunque les encantaba la oportunidad de probarlas así como la de comer golosinas especiales y frutas de la temporada. En el extremo de la mesa estaba el mercader Neihart y Signy Mallory, esta última con una escolta que permanecía sociablemente en las sombras.

Había música a su alrededor, la lenta danza de las estrellas y las naves de un lado a otro de las paredes. De algún modo la gran sala principal había vuelto a su rutina… no era exactamente lo mismo que antes, pero nada lo era.

—Esta noche me iré —dijo Mallory—. Me he quedado por cortesía.

—¿Adonde? —le preguntó Neihart sin ambages.

—Haga lo que le he aconsejado, mercader. Dé nombres a sus naves Alianza. Ustedes están rebasando los límites. Además, de momento tengo una carga completa de suministros.

—No se irá muy lejos —intervino Damon—. Francamente, no estoy seguro de que la Unión haya renunciado a intentar algo. Preferiría saber que está usted en la vecindad.

Ella se rió secamente.

—Confíe en ello. No ando por los pasillos de Pell sin una guardia.

—De todos modos, queremos que esté cerca.

—No me pregunte el rumbo que voy a tomar —dijo ella—. Eso es asunto mío. Tengo sitios adonde ir. He permanecido inmóvil demasiado tiempo.

—Vamos a tratar de ir a Viking —comentó Neihart—, y ver qué clase de recepción tenemos… dentro de un mes.

—Podría ser interesante —concedió Mallory.

—Que todos tengamos suerte —dijo Damon.

XXIII Pell: Plataforma azul; 30/1/53; 0130 h. á.; 1350 h. n.

Era noche cerrada y las plataformas estaban casi desiertas en aquella zona no comercial. Josh avanzó rápidamente, con el nerviosismo que le aquejaba en Pell cuando no tenía una escolta protectora, con la sensación de vulnerabilidad de que los pocos transeúntes de la plataforma pudieran reconocerle. Los hisa le veían y le miraban con expresión solemne. Los equipos de ensamblaje de Pell probablemente sabían quién era, y los centinelas era seguro que lo sabían, pues sus rifles le apuntaron.

—Tengo que hablar con Mallory —dijo. El oficial era un hombre al que conocía: Di Janz. Este dio una orden y uno de los soldados, se colgó el rifle del hombro, y le hizo una seña para que le siguiera a la rampa de acceso, caminando tras él por el tubo que conducía a la puerta hermética, más allá del tráfico rápido de soldados por el ruidoso corredor central, donde la tripulación se ocupaba en preparativos de última hora.

Signy estaba en el puente. Josh avanzó hacia ella y el guardián le detuvo, pero Mallory le miró desde donde estaba, cerca del puesto de mando e hizo una seña a los centinelas para que salieran.

—¿Le envía Damon? —inquirió la capitana cuando el joven llegó a su lado.

Él negó con la cabeza.

Signy frunció el ceño, y de un modo consciente o no, aplicó la mano al arma que llevaba al costado.

—¿Entonces que ha venido a hacer aquí?

—Pensé que podría necesitar un técnico en ordenadores, alguien que conozca a la Unión… por dentro y por fuera. Ella se echó a reír.

—¿O que me pegue un tiro cuando esté desprevenida?

—No me fui con la Unión —dijo él—. Habrían rehecho las cintas, me habrían dado un nuevo pasado. Me habrían enviado a algún lugar… quizá la estación Sol. No lo sé. Pero quedarme en Pell ahora… No puedo hacer eso. Los estacionados me conocen. Y no puedo vivir en una estación, no es cómodo para mí.

—Nada que no pudiera arreglar otro lavado de cerebro.

—Es que quiero recordar. Tengo algo, la única cosa real. Y eso lo valoro.

—¿Así que va a dejar la estación?

—Por algún tiempo.

—¿Ha hablado con Damon de esto?

—Antes de venir aquí. Lo sabe, y Elene también. Ella se apoyó contra el mostrador y le miró de arriba abajo pensativamente, los brazos cruzados.

—¿Por qué ha elegido la Norway? Él se encogió de hombros.

—No visitan ninguna estación, ¿verdad? Excepto esta.

—Es cierto. —Ella sonrió levemente—. Sólo esta. Alguna vez.

—Nave se va —murmuró Lily, mirando las pantallas, y acarició el cabello de la Soñadora.

La nave se separó de la estación, giró con un movimiento muy distinto al de la mayor parte de las naves que iban y venían, y se alejó velozmente.

—La Norway —dijo la Soñadora.

—Algún día iremos —comentó la Narradora, que había vuelto llena de cuentos de la gran sala—. Los Konstantin nos dan naves. Vamos, llevamos nuestro Sol en los ojos, no tenemos miedo en oscuridad. Vemos muchas, muchas cosas. Bennett nos hizo venir aquí. Konstantin nos dan paseo muy largo, lejos, lejos. Mi primavera vuelve. Quiero pasear lejos, hacerme nido allí… Encontraré estrella e iré.

La Soñadora rió afectuosamente. Y contempló la inmensa oscuridad exterior, por donde el Sol se deslizaba, y sonrió.

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