Reinaba más sosiego en la estación. Habían empezado las solicitudes a Asuntos Legales, y eso era un buen síntoma claro de que disminuía la tensión. El archivo de entradas estaba rebosante de preguntas acerca de acciones militares, amenaza de litigios, protestas indignadas de mercaderes afincados en la estación, los cuales consideraban que debían indemnizarles por los daños y perjuicios que les ocasionaba el continuado toque de queda en las plataformas. Había protestas de la nave mercante Finity's End con respecto a un joven desaparecido, lo cual había ocasionado considerable inquietud, pues se temía que le hubieran apresado los militares. En realidad, el joven debía de haber hecho alguna conquista y probablemente se encontraría en algún lugar recóndito de la estación durmiendo con una tripulante de otra nave. Los ordenadores efectuaban una investigación sobre el uso de tarjetas, una tarea nada fácil porque los pases de los mercaderes no se utilizaban con tanta frecuencia como las tarjetas de los estacionados.
Damon tenía esperanzas de encontrar al joven sano y salvo, y se negó a dar la alarma hasta que tuviera los datos de la investigación. Había visto muchos casos parecidos y siempre se descubría que un joven mercader se había peleado con su familia o había bebido en exceso y no podía atender las instrucciones de la pantalla. Todo el asunto se reducía a un problema de seguridad, pero el departamento correspondiente estaba desbordado de trabajo, y sus funcionarios hacían turnos de guardia, ojerosos e irascibles. En Asuntos Legales podían, por lo menos, oprimir los botones del ordenador y resolver así esa parte onerosa del trabajo. Otra muerte en la sección de cuarentena. Era deprimente, y no podían hacer absolutamente nada salvo tomar nota del hecho. Había un informe de un guardián suspendido en sus funciones, acusado de pasar de contrabando a cuarentena una caja de vino nativo. Algún oficial había decidido que el problema no podía esperar, cuando era más que probable que se dieran casos de pequeño contrabando en todas partes entre los mercaderes estacionados. Habían hecho un escarmiento en aquel hombre.
Por la tarde tenía tres juicios pospuestos. Era probable que los volvieran a posponer, porque el consejo iba a reunirse y la junta de jueces tenía que estar presente. Decidió ponerse de acuerdo con el defensor y envió el mensaje, reservando la tarde para revisar más peticiones que no podía resolver en los niveles inferiores de la oficina.
Y tras haber hecho esto, hizo girar su sillón y miró a Josh, el cual estaba sentado leyendo tranquilamente un libro en la unidad auxiliar y procurando no parecer tan aburrido como debía estarlo.
—Eh —le dijo Damon. Josh le miró—. ¿Quieres comer? Podríamos tomarnos un descanso e ir al gimnasio.
—¿Podemos ir allí?
—Está abierto.
Josh apagó la máquina.
Damon se levantó, dejó en funcionamiento los canales del ordenador, cogió su chaqueta y la palpó para asegurarse de que las tarjetas y los documentos estaban en su sitio. Los soldados de Mazian montarían guardia por todas partes y serían tan poco razonables como siempre.
Josh también se puso una chaqueta prestada, pues los dos tenían más o menos la misma talla. El muchacho aceptaba los préstamos, si no los regalos, aumentando su pequeño vestuario para poder entrar y salir de las oficinas sin llamar una atención indebida. Damon oprimió el botón de la puerta y dio instrucciones a la oficina exterior para que retuvieran las llamadas durante un par de horas.
—¿Estará de regreso a la una? —dijo la secretaria, y se volvió para atender una llamada.
Damon indicó a Josh la puerta par salir al corredor.
—Media hora en el gimnasio y luego tomaremos un bocadillo en el vestíbulo abierto. Tengo apetito.
—Muy bien —dijo Josh, mirándole nerviosamente.
Damon le devolvió la mirada, inquieto. Aún había muy poco tráfico en los corredores. La gente no confiaba en la situación. Los soldados montaban guardia a cierta distancia.
—Habría que retirar a las tropas este fin de semana —le dijo a Josh—. Nuestras propias fuerzas de seguridad se están haciendo cargo de todo el sector blanco, y puede que dentro de un par de días se ocupen del verde. Ten paciencia. Estamos en ello.
—Aún así harán lo que quieran —dijo sombríamente Josh.
—¿Lo hizo Mallory, después de todo? El rostro de Damon se nubló.
—No lo sé, y si pienso en ello sigo sin saberlo. Créeme.
Habían llegado al ascensor, que estaba vacío. Había un soldado en una esquina del corredor, pero no parecía amenazante. Damon marcó el código para ir al núcleo de la estación.
—Esta mañana he tenido buenas noticias. Me ha llamado mi hermano y dice que las cosas van mejor ahí abajo.
—Me alegro —murmuró Josh.
El soldado se movió de repente, dirigiéndose a ellos. Damon observó que otros soldados apostados más lejos en el corredor también se acercaban con rapidez.
—Dejen eso —dijo el primer soldado cuando llegó a su lado, y oprimió los botones del panel—. Nos han llamado de arriba.
—Puedo darles prioridad —dijo Damon para librarse de ellos.
Aquel movimiento indicaba que se habían producido disturbios. Damon pensó que iban a concentrar estacionados en otros niveles.
—Hágalo.
Se sacó la tarjeta del bolsillo, la introdujo en la ranura y codificó la prioridad. A continuación se encendieron las luces rojas. Los soldados restantes llegaron en el mismo momento que el ascensor, y unos hombros recubiertos de armadura les hicieron a un lado mientras las tropas llenaban el camarín, dejándoles allí solos. El ascensor partió hacia su destino y no quedó ningún soldado en el corredor. Damon miró a Josh, cuyo rostro estaba pálido y demudado.
—Tomaremos el próximo ascensor —dijo Damon, encogiéndose de hombros. También él estaba inquieto, y codificó en silencio el nivel azul noveno.
—¿Llamas a Elene? —le preguntó Josh.
—Quiero ir allí abajo. Ven conmigo. Si hay disturbios es probable que acaben en la plataforma. Quiero estar allí.
El ascensor tardó en llegar. Damon esperó unos momentos y finalmente utilizó de nuevo su tarjeta, solicitando una segunda prioridad. Se encendieron las luces rojas, indicadoras de la llamada de prioridad, y a continuación parpadearon, lo cual señalaba que no había ningún camarín disponible. Damon golpeó la pared con el puño y miró de nuevo a Josh. Estaban lejos para ir andando; era mejor esperar a que quedara un camarín libre… a la larga sería más rápido.
Se dirigió al comunicador más próximo y tecleó el código de prioridad, mientras Josh esperaba junto a las puertas del ascensor.
—Si llega, mantén las puertas abiertas —le dijo a Josh. Marcó el código de llamada—. Comunicador central, aquí Damon Konstantin llamando con carácter de emergencia. Vemos salir tropas a la carrera. ¿Qué sucede?
Hubo un largo silencio.
—Señor Konstantin —dijo al fin una voz—. Esto es un comunicador público.
—No en este momento, central. ¿Qué sucede?
—Alerta general. A los puestos de emergencia, por favor.
—¿Qué ocurre?
La comunicación se interrumpió y empezó a sonar una sirena. Las luces rojas se encendían y apagaban de un modo intermitente. La gente salía de las oficinas, mirándose unos a otros como si confiaran en que se tratara de un simulacro o un error. La propia secretaria de Damon había salido y estaba en el extremo del pasillo.
—Vuelve adentro —le gritó él— y cierra esas puertas.
La gente retrocedió, retirándose al interior de las oficinas. La luz roja junto al hombro de Josh todavía parpadeaba, indicando que no había ningún ascensor disponible: todos debían de haberse atascado en las plataformas.
—Vamos —le dijo a Josh, llevándole hacia el extremo del pasillo. El muchacho parecía confuso mientras caminaba cogido del brazo de Damon.
Había otras personas más lejos, en el corredor. Damon les ordenó bruscamente que se apartaran, aunque en el fondo las comprendía… Había otros, además de Konstantin, que tenían seres queridos desperdigados por la estación, niños en escuelas y guarderías, enfermos en el hospital. Algunos corrían delante de ellos, incumpliendo las órdenes. Un agente de seguridad de la estación gritó otra orden de alto; como no le hicieron caso, se llevó la mano a la pistola.
—Déjelos —le ordenó Damon—, que se vayan.
—Señor. —El policía se serenó y la mueca de pánico desapareció de su rostro—. Señor, no consigo establecer contacto a través del comunicador.
—No desenfunde ese arma. ¿Aprende de los soldados esa clase de reflejos? Siga en su puesto y apacigüe a esta gente. Ayúdeles en lo que pueda. Hay un conflicto en marcha. Pero también es posible que se trate de un simulacro.
—Señor.
Siguieron caminando hacia la rampa de emergencia por el silencioso pasillo, sin correr. Un Konstantin no podía correr y extender el pánico. Caminó tratando de dominar su terror.
—No hay tiempo —dijo Josh entre dientes—. Cuando llegue aquí la alerta tendremos las naves encima. Si Mazian ha sido capturado en la plataforma.
—Se llevó soldados y dos transportes de la estación —dijo Damon, y recordó enseguida quién era Josh. Contuvo el aliento y le dirigió una mirada desesperada; Josh estaba tan preocupado como él—. Vamos.
Llegaron a la rampa de emergencia y, al abrir las puertas, oyeron fuertes gritos. La gente corría por la rampa procedente de otros niveles.
—¡No se apresuren! —gritó Damon a los que pasaban por su lado.
Y así lo hicieron, pero tras ellos venían muchos más, el ruido aumentaba y los recién llegados corrían despavoridos. El sistema de transporte se atascaba en todas partes y de todos los niveles surgían personas que se amontonaban junto a los huecos de los ascensores.
—¡Tranquilícense! —gritó Damon, cogiendo a algunos por los hombros y procurando que no se precipitaran, pero la avalancha era cada vez más rápida, los cuerpos se apiñaban, hombres, mujeres y niños, y ahora incluso era imposible salir de aquel río humano. Las puertas estaban llenas de gente que intentaba descender.
—¡Las plataformas! —oyó que gritaban.
Y como el fuego, con las luces rojas de alarma encendidas en lo alto, se extendió la certeza que había estado latente en Pell desde la llegada de las tropas, que algún día ocurriría: la estación sufría un ataque y se procedía a la evacuación. La masa presionaba hacia abajo, y no era posible detenerla.
CFX/CABALLERO/189-8989-687/FACILFACILFACIL/ ESCORPIÓN DOCE CEROCEROCERO/FINTRANS.
Signy tecleó su aceptación del mensaje y se volvió hacia Graff con un amplio gesto de la mano. «¡Lo conseguimos!», transmitió Graff. Y la señal de avance sonó en toda la nave. En la plataforma se encendieron las luces de advertencia. Las tropas situadas en el exterior terminaron de desprender los umbilicales.
—No podemos aceptarlos —dijo Signy cuando surgió la voz asustada de Di Janz a través del comunicador. Le enfermaba abandonar a los hombres—. Están perfectamente bien.
—Umbilicales expeditos —gritó Graff.
—La Europe, que había abandonado a sus soldados, se disponía a partir en cuanto pudiera, mientras que la Pacific ya estaba en movimiento, y la nave auxiliar de la Tibet estaba en una posición peligrosa, que no corregían porque no les había llegado todavía el mensaje emitido una hora antes.
En el tablero de mandos de la Norway se encendió una hilera de luces verdes, y Signy oprimió el botón para que las abrazaderas dejasen libre a la Norway, mientras los soldados que habían subido a bordo se apresuraban a buscar seguridad. La Norway se deslizó un momento ingrávida bajo el suave impulso de las aspas direccionales y de despegue, su estructura continuó girando y se desprendió de la estación ocupando por un instante parte del espacio reservado para el despegue de la Australia, lo cual probablemente accionó las alarmas en todo Pell. Adquirieron gravedad, el cilindro interior entró en sincronización de combate y giró para compensar las tensiones.
Se dirigieron a la cabeza del convoy, con una agrupación de mercantes en un plano inferior. La Europe y la Pacific iban delante de ellos, la Australia detrás. La Atlantic se movería en cualquier momento; Ken, de la India, estaba en la estación y se dirigía a su nave. Porey, de la África, se encontraba en Downbelow. La África se pondría en movimiento a las órdenes de su segundo para acudir a la cita con Porey que llegaría en un transbordador.
Iba a ocurrir lo inevitable. Aquella nave auxiliar no había recibido a tiempo el mensaje de la Tibet y sus medidas de seguridad se habían retrasado. El mensaje se confundía ahora con la voz que procedía de la Polo Norte y la alarma de las naves militares que se hallaban impotentes en la trayectoria del choque. La Tibet intentaba lograr que la flota que se acercaba redujera la velocidad. La Polo Norte avanzaba. Las naves mercantes convertidas en militares alteraban su rumbo y avanzaban muy despacio en comparación con la flota entrante. Podrían aminorar la velocidad si no perdían los nervios.
—La nave auxiliar ha girado —dijo el operador de radar al oído de Signy.
Ella lo vio en la pantalla. La nave había recibido el mensaje unos minutos antes. El radar de largo alcance señalaba el resto del arco, y la borrosa línea amarilla que partía de la línea roja de aproximación indicaba el nuevo cálculo de la posición de la nave; el cálculo anterior se desvaneció en un borrón azulado, mera advertencia de que era preciso vigilar aquella línea de aproximación por lo que pudiera ocurrir. Las naves de la flota descendían en línea recta, y la nave auxiliar se vio obligada a orientarse al nadir.
Signy se mordió el labio, advirtió a los operadores de radar y ordenador que observaran los acontecimientos en toda la extensión de la esfera, temiendo que Mazian les hubiera encerrado en un solo vector. «Vamos», dijo para sus adentros, con el sabor del peligro en la boca. «No más catástrofes como la de Viking. Danos algunas opciones, hombre.»
CFX/CABALLERO/189-9090-687/NUEVENUEVENUEVE/ ESFINGE/DOSDOSDOS/TRIPLE/DOBLE/CUARTO/ JIRON/FINTRANS.
Nuevas órdenes. Les estaban dando los otros vectores. La Pacific, la Atlantic y la Australia adoptaron nuevos rumbos, avanzando con precavida lentitud.
MERCANTE HAMMER A ECS EN VECINDAD/ MAYDAYMAYDAYMAYDAY/TRANSPORTES DE LA UNION MOVIÉNDOSE/DOCE TRANSPORTES NUESTRA VECINDAD/DISPONEMOS SALTO/OJO DE CISNE A TODAS LAS NAVES/CORRANCORRAN CORRAN… ECS TIBET A TODAS LAS NAVES/ TRANSMITAN…
El mensaje había sido enviado hacía más de una hora, repitiéndose en los comunicadores de todas las naves como un eco en un manicomio. Angelo se inclinó sobre la consola del ordenador y tecleó un mensaje a la plataforma, donde la conmoción de un despegue masivo hacía que la gente siguiera acudiendo a la llamada de emergencia. Los militares se habían dedicado a mantener el orden a su manera, desparramándose por las plataformas. El caos reinaba en la central, y sería inevitable una pérdida de gravedad si los sistemas no se adaptaban al despegue masivo. Había evidentes inestabilidades. El comunicador estaba atascado y durante casi dos horas la situación en el borde del sistema solar había seguido su curso, mientras el mensaje avanzaba a la velocidad de la luz hacia ellos.
Quedaban soldados en la plataforma. La mayoría habían subido a bordo, parapetándose en las naves; algunos no lo habían conseguido, y los canales militares en la estación lanzaban airados e incomprensibles mensajes ¿Por qué habían movido las tropas? ¿Por qué se habían retrasado para admitir a bordo a cuantos pudieran, cuando se aproximaba un ataque?… La implicación de que la Flota era libre de despegar dejándoles abandonados. La orden de Mazian…
«Emilio», pensó distraídamente. El esquema de Downbelow apareció a la izquierda de la pantalla de la pared, con un punto revoloteando el transbordador de Porey. No podía llamar, nadie podía, por orden de Mazian… El comunicador debía permanecer en silencio. Control de tráfico ordenaba a los mercantes que mantuvieran la formación en órbita. Era todo lo que podían decir. Las peticiones a través del comunicador inundaban a los mercantes en la plataforma, con más rapidez de la que tenían los operadores para responder rogando que se tranquilizaran.
La Unión debía estar metida en aquello. «Anticipado», había transmitido Mazian en cuanto consiguió comunicarse. Durante días los capitanes habían permanecido cerca de las naves, dentro de las que se hacinaban las tropas, y no por cortesía hacia la estación, no como respuesta a sus peticiones de que mantuvieran a las tropas fuera de los corredores.
Estaban preparados para despegar, a pesar de todas las promesas.
Angelo tendió la mano hacia el botón del comunicador para llamar a Alicia, pues tal vez ella estaría siguiendo todo aquello a través de las pantallas.
—Señor. —Su secretario, Mills, apareció en la pantalla del comunicador—. Seguridad solicita su presencia en el comunicador central. Hay un cambio de situación en el sector verde.
—¿Qué clase de cambio?
—Una verdadera muchedumbre, señor.
—Angelo se levantó de la mesa y cogió su chaqueta.
—Señor…
Se volvió hacia la puerta de su oficina, abierta sin que le hubieran pedido permiso para hacerlo. Mills estaba allí, protestando por la intrusión de Jon Lukas y un acompañante.
—Lo siento, señor —dijo Mills—. El señor Lukas insistió… Le dije…
Angelo frunció el ceño, molesto por la intrusión y a la vez confiando en recibir ayuda, pues Jon era un hombre capacitado, aunque sólo se interesaba por sí mismo.
—Necesito ayuda —empezó a decir, y se fijó alarmado en el breve movimiento del acompañante, que se llevó la mano a la chaqueta, y el súbito brillo del acero.
Mills no llegó a verlo… Angelo lanzó un grito cuando el hombre acuchilló a Mills, y retrocedió cuando el atacante se abalanzó contra él. De repente reconoció su rostro: era Hale.
Mills gritó, sangrando, y cayó en el umbral de la puerta abierta. Se oían gritos en la oficina exterior. Angelo sintió el golpe. Intentó coger la mano de quien se lo había asestado y encontró el arma que sobresalía de su pecho. Miró incrédulo a Jon… con expresión de asombro. Había otros en el umbral.
La incomprensión creció en él, al tiempo que la sangre manaba de la herida.
—Vassily —dijo la voz a través del comunicador—. ¿Me oye, Vassily?
Kressich permaneció paralizado ante su mesa. Coledy, uno de los que se sentaban a su alrededor, que aguardaba encorvado, alargó la mano y oprimió en botón correspondiente.
Le escucho —dijo Kressich con un nudo en la garganta. Miró a Coledy. Oía el zumbido de voces en las plataformas, de gente ya asustada que amenazaba con alborotarse.
—Mantenle a salvo —dijo Coledy a James, que estaba con otros cinco que esperaban afuera—. Que esté bien seguro.
Y Coledy salió. Habían esperado alrededor del comunicador, uno de ellos siempre al lado de la máquina, reunidos allí, en medio de la confusión. Y la revuelta se les echaba encima. Al cabo de un momento aumentó el ruido de la multitud en el exterior, un sonido sordo, bestial, que estremecía las paredes.
Kressich se cubrió el rostro con las manos y permaneció así largo tiempo, negándose a saber lo que ocurría.
—Las puertas —oyó al fin; alguien gritaba desde fuera—. ¡Las puertas están abiertas!
Corrían tropezando, sin resuello, empujando a otros en el corredor, un mar de gentes presas del pánico, envueltas en la luz roja de las alarmas. La sirena seguía sonando. Las oscilaciones de la gravedad, mientras los sistemas de la estación se esforzaban por mantenerse estables, les producían náuseas.
—Son las plataformas —dijo Damon, con la visión borrosa. Uno de los que corrían chocó con él y tuvo que apartarlo bruscamente para seguir su camino, con Josh pisándole los talones, hacia la apertura de la rampa en el noveno nivel—. Mazian ha salido para atacar.
La partida de Mazian para el ataque ero lo único que tenía sentido.
Se oyeron gritos y se produjo un retroceso masivo en la multitud que hizo detenerse la presión. De repente el tráfico se dirigió hacia el otro lado; algo hacía retroceder a la gente. Los gritos eran frenéticos y los cuerpos se apretujaban contra ellos.
—¡Damon! —gritó Josh a sus espaldas.
No sirvió de nada. Les empujaban hacia atrás, contra los otros cuerpos. Se oyó ruido de disparos por encima de sus cabezas, y toda la masa apretujada se estremeció y estalló en alaridos. Damon extendió los brazos a modo de palancas, para evitar que le asfixiaran…, parecía que la presión iba a aplastarle la caja torácica.
Entonces la retaguardia de la multitud dio media vuelta, huyendo despavorida por alguna posible vía de escape. La muchedumbre era como una corriente impetuosa y desbordada. Damon intentó resistir para que no se lo llevaran, pues tenía su propia dirección que seguir. Una mano le cogió del brazo y Josh apareció a su lado, tambaleándose mientras la multitud empujaba y los dos hombres trataban de avanzar contra corriente.
Más disparos. Un hombre cayó al suelo… No sería el único alcanzado. El fuego se dirigía contra la multitud.
—¡Alto el fuego! —gritó Damon, todavía con una muralla humana ante él, una muralla que iba reduciéndose como segada por una guadaña—. ¡Dejen de disparar!
Alguien le cogió por detrás y tiró de él al caer al suelo alcanzado por el fuego. Damon estuvo a punto de perder el equilibrio, pero Josh le sujetó y los dos hombres siguieron corriendo. A menos de un metro delante de ellos otro hombre cayó con la espalda destrozada, y los que huían en desbandada le pisotearon.
—¡Por aquí! —gritó Josh, tirando de él hacia la izquierda, por un corredor lateral por donde huían algunos otros.
Corriendo a través del laberinto de corredores secundarios, en dirección al nivel noveno, cruzaron tres intersecciones. En todas ellas había gente despavorida, tambaleándose a causa de las oscilaciones de la gravedad. Se oyeron nuevos gritos.
—¡Cuidado! —gritó Josh, cogiendo a Damon. Este aspiró hondo y se volvió, corriendo hacia la curva elevación del corredor, en la que se alzaba el muro de división del sector.
Por un momento temió que no hubiera ninguna abertura en el muro, pero sí la había. Josh vio el pasadizo y le cogió de la manga, instándole a apresurarse hacia la pesada puerta que daba acceso a uno de los sectores habitados por los nativos.
Damon se apoyó en la pared, buscó su tarjeta y la introdujo en la ranura. La puerta se abrió emitiendo una vaharada de aire corrompido, y los dos hombres entraron en un ámbito frío y oscuro.
La puerta se cerró. Empezó el intercambio de aire y Josh miró a su alrededor, asustado. Damon buscó las máscaras en la hornacina, ofreció una a Josh, se puso otra en el rostro y respiró un poco. Estaba temblando y le costaba ajustarse la máscara a la cabeza.
—¿Adónde vamos? —le preguntó Josh, su voz alterada por la máscara—. ¿Ahora qué?
Había una linterna en la hornacina. Damon la cogió y la encendió. Buscó el interruptor de la puerta interna y abrió ésta, con un ruido que resonaba en lo alto. La luz de la linterna iluminó unos andenes. Estaban en un enrejado, y había una escala que llevaba más abajo, hasta un tubo. La disminución de la gravedad le producía vértigo. Se cogió de la barandilla.
Elene… Elene estaría en la peor de las situaciones. Tendría que ir a la superficie a cerrar las puertas de la oficina. Tenía que hacerlo. A Damon no le sería posible llegar allí, y, no obstante tenía que ayudar, alcanzar un punto desde donde pudiera hacer que las fuerzas de seguridad detuvieran la desbandada. Era preciso subir a los niveles superiores. Al otro lado de la partición estaba el sector blanco. Intentó encontrar un acceso, pero la luz de la linterna no descubrió ninguno. No había una conexión directa de una sección con otra, excepto en las plataformas, excepto en el nivel número uno. Recordó el complicado sistema de cierres… Los nativos sabían dónde estaba, él no. Pensó que debería ponerse en contacto con la central, subir a un corredor superior y alcanzar el comunicador. Todo iba mal, la gravedad desequilibrada, la Flota había despegado, quizá también los mercantes, trastornando su estabilidad, y la central no lo corregía. Algo iba absolutamente mal allá arriba.
Se volvió, tambaleándose por la súbita irrupción de la gravedad, se aferró de una barandilla inclinada hacia arriba y empezó a trepar. Josh le siguió.
No había respuesta de la central. El comunicador manual seguía indicando a la espera, entre continuas interferencias. Elene lo apagó y dirigió una frenética mirada a las filas de soldados que bloqueaban la entrada del sector verde nueve.
—Mensajero —llamó. Un joven llegó a su lado de inmediato. La avería del comunicador les había obligado a utilizar recaderos—. Ve a todas las naves ensambladas, una tras otra y tan rápido como puedas y diles que pasen el aviso a través de su propio sistema de comunicación. Diles que se queden donde están, diles… ya sabes lo que has de decirles. Hay problemas ahí afuera y se meterán de cabeza en ellos si despegan. ¡Vete!
Era muy probable que tampoco funcionaran los radares. Elene había calculado la extensión del apagón generalizado ocasionado por la Flota. La India y la África habían partido, dejando tropas para dominar la plataforma, tropas a las que no podían embarcar por falta de espacio. La señal seguía sufriendo interrupciones. No sabía qué información estaban recibiendo los mercantes, o qué mensajes podrían haber recibido las tropas a través de su propio comunicador. No sabía quién estaba al frente de las tropas abandonadas, si algún alto oficial o algún desesperado y confuso suboficial. Había una muralla de ellos en las entradas del noveno nivel en las plataformas azul y verde… un muro de soldados frente a los horizontes curvos que cerraban aquellas mismas plataformas a cada lado, los rifles dispuestos. Elene temía tanto a aquellos hombres como al mismo enemigo. Habían disparado contra la muchedumbre enloquecida, habían matado gente. Aún se oían disparos esporádicos. Elene tenía un grupo de doce colaboradores y faltaban seis de ellos… el apagón del sistema de comunicaciones la había aislado. Los demás dirigían los esfuerzos de los equipos en las plataformas para revisar los umbilicales abandonados, tratando de localizar brechas fatales. Toda la sección debería estar bajo un cierre hermético de precaución… si sus colaboradores que estaban arriba, en el control azul, podían solucionarlo. Los interruptores no funcionaban; todo el sistema estaba atascado. Las oscilaciones de la gravedad todavía les afectaban a intervalos. La masa fluida de los depósitos tenía que ser trasvasada tan pronto como pudieran funcionar las tuberías, llenando los depósitos de compensación para estabilizar la gravedad. La estación disponía de pilotos automáticos y podrían utilizarlos. En un espacio enorme como el de las plataformas, eran aterradores los altibajos del peso, inquietante premonición de que en cualquier momento podrían sufrir un flujo de uno, dos o más kilos.
—¡Señora Quen!
Elene se volvió. El mensajero no había podido pasar: algún asno en la línea de tropas debía de haberle hecho volver. Se apresuró a ir a su encuentro, hacia la línea que súbitamente, de un modo inexplicable, se había vuelto hacia ellos, los rifles apuntándoles.
Un griterío rugió a sus espaldas. Volvió la vista y, en el curvado horizonte vio una informe oleada de gente que corría, bajando por aquella pared aparente hacia ellos, más allá del arco que cubría la sección. Revuelta.
—¡El cierre hermético! —gritó Elene al inútil comunicador manual.
Las tropas se movieron. Elene se encontraba entre los soldados y la gente que corría. Se dirigió hacia la maraña de estructuras metálicas, el corazón golpeando con violencia, mirando atrás para ver el avance de las tropas, que estrecharon su perímetro, pasaron por su lado, algunos soldados tomando posiciones entre las estructuras metálicas. Elene oprimió los botones del comunicador manual, tratando desesperadamente de ponerse en contacto con su oficina.
—¡Bajad el cierre!
Pero la muchedumbre había rebasado el control del sector azul, su ruido crecía, era como una marea avanzando hacia ellos mientras otros seguían bajando por el horizonte, una masa interminable. De repente Elene se dio cuenta del aspecto de aquellos rostros, que no reflejaban pánico sino odio. Aquella gente estaba provista de armas, trozos de tuberías y porras…
Las tropas abrieron fuego. Surgieron gritos mientras caía la primera fila. Elene estaba paralizada, a menos de veinte metros de la retaguardia de las tropas, viendo que eran más y más los revoltosos que avanzaban hacia ellos por encima de sus muertos.
Eran los internos de cuarentena, que se habían liberado. Blandían armas y gritaban de un modo ensordecedor. Y su número era interminable.
Elene se volvió y echó a correr, tambaleándose por el flujo de la gravedad, siguiendo a sus propios equipos de plataforma y a los nativos desperdigados que al ver el conflicto entre humanos huían en busca de refugio.
El ruido aumentó a sus espaldas.
Redobló la velocidad de su carrera, una mano en el vientre, tratando de suavizar la conmoción producida por el esfuerzo en unas condiciones de gravitación fluctuantes. Oía gritos a sus espaldas, casi ahogados por el fragor. Superarían a las tropas, se apoderarían de los rifles, ganarían por la pura fuerza numérica. Miró atrás y vio que del sector verde noveno surgían gentes que corrían y pasaban por el lado de las tropas, sus rostros reflejando pánico. Elene aspiró hondo y siguió corriendo, a pesar del dolor que sentía en el arco pélvico, trotando cuando podía y tambaleándose con los accesos de gravedad. La gente que corría empezó a rebasarla, primero unos pocos avanzados, luego otros más, como una inundación que pasó con ella bajo el arco del sector blanco. Y en el horizonte, delante de ella, una oleada humana irrumpía en las intersecciones, procedentes de las entradas al noveno nivel, miles y miles de ellos que barrían el horizonte y corrían hacia las naves mercantes en la plataforma, sus gritos mezclándose con los gritos de la muchedumbre que corría detrás, hombres y mujeres chillando y empujándose entre sí.
Aquellas personas pasaron por su lado en número cada vez mayor… ensangrentados, vomitando, blandiendo armas, gritando. Elene sintió un golpe en la espalda y cayó sobre una rodilla. El hombre que había chocado con ella siguió corriendo. Otro chocó después… se tambaleó y siguió corriendo. Ella se levantó del suelo, con un brazo insensible, e intentó sujetarse en las estructuras metálicas, bajo el refugio de tuberías y vigas de sostén. Desde uno de los accesos a las naves surgieron disparos.
—¡Quen! —gritó alguien. No sabía quién era, miró a su alrededor, trató de avanzar contra la corriente humana y cayó al suelo en medio de la muchedumbre.
—¡Quen!
Una mano la cogió del brazo y la levantó. Un arma disparó por encima de su cabeza. Otros dos la cogieron, arrastrándola entre la multitud. Algo le golpeó la cabeza, sólo levemente, y ella se tambaleó, antes de caer junto con los hombres que la sujetaban entre la maraña de tuberías y estructuras metálicas. Se oían gritos y disparos. Otros se abalanzaron en su busca y ella se puso tensa, dispuesta a luchar, creyendo que eran revoltosos, pero una muralla de cuerpos la cubrió, junto con los hombres que estaban con ella, todos mercaderes.
—Atrás, atrás —gritaba alguien—. ¡Están entrando!
Subieron por una rampa a una escotilla abierta y penetraron en un tubo articulado y frío, con un resplandor blanco amarillento. El acceso a una nave.
—¡No quiero subir a bordo! —protestó ella, pero no le quedaba aliento para rebelarse y no tenía más opción que la nave o los revoltosos.
La arrastraron por el tubo, y los que habían guardado la entrada entraron tras oprimir el cierre, apretándose unos contra otros en el reducido espacio. Quedaron hacinados cuando entraron los últimos desesperados. La puerta siseó y se cerró con un sonido metálico, y Elene se estremeció… por algún milagro la puerta no había atrapado los miembros de alguno de los últimos en entrar.
La escotilla interior les dio acceso a un corredor con ascensores. Un par de hombres corpulentos empujaron a los otros y sujetaron a Elene para que no cayera, mientras una voz atronaba órdenes a través del comunicador. A Elene le dolía el vientre y los muslos; se apoyó en la pared y descansó hasta que uno de los hombres le tocó un hombro con suavidad.
—Estoy bien —dijo ella—. Completamente bien.
La tensión de la huida remitía. Se echó el cabello hacia atrás, miró a los hombres, a los dos que habían estado allá fuera con ella, ayudándole a abrirse paso entre la marea humana y apartando alborotadores de su camino. Los conocía, como conocía el parche que llevaban, negro, sin emblema: Finity's End, la nave que había perdido uno de sus tripulantes en la estación; los hombres con los que había tratado aquella mañana. Quizá se dirigían a su nave, y se habían desviado para librar a una Quen de aquella situación.
—Gracias —les dijo—. El capitán, por favor… Tengo que hablar con él enseguida.
No pusieron objeciones. El hombretón, Tom —recordó su nombre—, le puso un brazo alrededor de los hombros y la ayudó a caminar. Su primo abrió la puerta del ascensor y oprimió un botón interior. Salieron a un amplio centro, ligeramente inclinado en aquel momento debido a la falta de rotación. La sala principal y el puente de mando estaban abajo, el puente delante, y los dos hombres la acompañaron allí. Ahora se sentía mucho mejor. Entró sin ayuda en el puente y avanzó entre las hileras de maquinaria y la tripulación reunida. La familia de aquella nave se llamaba Neihart y su base había estado en Viking. Los mayores estaban en el puente. Había también algunos jóvenes; los niños debían estar recogidos en algún lugar seguro. Elene reconoció a Wes Neihart, el jefe de la familia, con cicatrices y el cabello blanco, el rostro pesaroso.
—Hola, Quen.
—Señor. —Estrechó la mano del hombre, rechazó la oferta de asiento y se apoyó en el respaldo del sillón—. Ha habido un levantamiento en cuarentena; los internos se han liberado. Y el comunicador está fuera de servicio. Por favor, póngase en contacto con las demás naves… páseles el aviso… No sé lo que ocurre en la central, pero Pell está en un grave conflicto.
—No vamos a aceptar pasajeros —dijo Neihart—. Hemos visto cuál es el resultado, y usted también. Así que no lo pida.
—Escúcheme. La Unión está ahí afuera. Nosotros somos un cascarón… alrededor de esta estación. Tenemos que estarnos quietos. ¿Me dejará usar el comunicador?
Hablaba por Pell, lo había hecho con aquel capitán y con todos los demás; pero estaba bajo la protección de aquel hombre, no en Pell, y ella era una mendiga que no tenía una nave.
—Es un privilegio del jefe de plataforma —concedió el capitán de súbito, y señaló los tableros—. El comunicador es suyo.
Ella hizo un gesto de gratitud y los hombres le indicaron el tablero más próximo. Al sentarse notó un calambre en el bajo vientre, y se llevó una mano allí, rogando que no se tratara del bebé. Tenía un brazo insensibilizado y le dolía la espalda, donde la habían golpeado. Veía borrosos los instrumentos mientras se colocaba el audífono, y parpadeó para enfocar el tablero, tratando de enfocar su mente al mismo tiempo que su visión. Oprimió los botones para comunicar de nave a nave.
—Aviso a todas las naves para que lo graben y transmitan. Les habla Elene Quen, del control de plataforma de Pell y enlace de la estación, a bordo de la nave Finity's End del capitán Neihart en la plataforma blanca. Solicito a todos los mercantes ensamblados que activen los cierres herméticos y no —repito: negativo— admitan a ningún estacionado en sus naves. Pell no está en evacuación. Transmitan esto al exterior si pueden hacerse oír por los altavoces. El comunicador de la estación está averiado. Aquellas naves ensambladas en la plataforma, si pueden soltarse con seguridad desde el interior, háganlo; pero no abandonen la plataforma. Y las naves que estén en formación, manténgala. La estación compensará y tendrá de nuevo estabilidad. Repito, Pell no está en evacuación. Hay una acción militar en curso dentro del sistema. Evacuar la estación no servirá de nada. Por favor, si es posible transmitan lo siguiente al exterior: Atención. Por orden del jefe de la estación, se requiere que todas las fuerzas de la misma hagan cuanto puedan a fin de restablecer el orden en las zonas en que se encuentren. No intenten ir a la central. Quédense donde están. Ciudadanos de Pell: corren serio peligro de revuelta. Levanten barricadas en todas las entradas de las secciones y prepárense para defenderlas evitando el movimiento de los grupos destructores. Los internos de cuarentena se han liberado. Si huyen presa del pánico contribuirán a aumentar la revuelta y pondrán sus vidas en peligro. Defiendan las barricadas. Podrán defender la estación zona por zona. El comunicador general de la estación no funciona a causa de la intervención militar, y el flujo gravitacional se debe al despegue no autorizado de naves militares. La estabilidad se restablecerá lo antes posible. A los refugiados que han salido de cuarentena: apelo a ustedes para que contribuyan con sus esfuerzos al establecimiento de líneas de defensa y barricadas junto con los ciudadanos de Pell. La estación negociará con ustedes respecto a su situación. Su cooperación en esta crisis causará una profunda impresión en Pell, y así se aseguran ustedes una consideración favorable cuando se estabilice esta situación. Por favor, quédense donde están, defiendas sus zonas y recuerde que esta estación también mantiene sus vidas. A todos los mercaderes: por favor, cooperen conmigo en esta emergencia. Si disponen de información, pásenmela a la Finity's End. Esta nave servirá como cuartel general durante la emergencia. Les ruego que se comuniquen de nave a nave y retransmitan los avisos apropiados a los sistemas exteriores. Espero su contacto.
Llegaron numerosos mensajes, frenéticas solicitudes de más información, ásperas demandas, amenazas de abandonar la plataforma enseguida. Alrededor de Elene, los tripulantes de la Finity's End efectuaban sus propios preparativos para emprender el vuelo.
Elene confiaba que en cualquier momento el comunicador volvería a funcionar, transmitiendo las instrucciones de la central y permitiendo el contacto con el mando… con Damon, quien podría estar o no en la central. Esperaba que no estuviera en aquellos corredores en medio de los alborotadores huidos de cuarentena. Era mediodía, la peor de todas las horas, cuando los corredores de Pell estaban rebosantes de transeúntes que salían de oficinas y talleres…
El puesto de emergencia de Damon era la plataforma azul. Tal vez habría tratado de llegar allí. Lo habría intentado, pues ella la conocía bien. Las lágrimas empañaron sus ojos. Apretó el puño sobre el brazo del sillón, tratando de olvidar el dolor de su vientre, que iba disminuyendo.
—Acaba de ser activado el cierre hermético de la sección blanca —les transmitieron desde Sita, que estaba situada en un buen lugar de observación.
Otras naves transmitieron informes de otros cierres herméticos en funcionamiento. Pell se había segmentado para defenderse, y aquélla era la primera señal de que aún le quedaban reacciones defensivas.
——Hay algo en el radar —le dijo con voz trémula un miembro de la tripulación que estaba detrás de ella—. Podría ser un mercante fuera de formación. O podría no serlo.
Elene se enjugó el rostro y trató de concentrarse en las venas de sus manos.
—Que todo el mundo permanezca quieto —dijo—. Si rompemos esos umbilicales mataremos a miles ahí afuera. Utilicen los mecanismos manuales de cierre hermético. Pongan el máximo cuidado para no romper esas conexiones.
—Eso requiere tiempo y quizá no lo tengamos —dijo alguien.
—Por eso hay que empezar a hacerlo.
Había disminuido el número de luces rojas encendidas en los tableros. Jon Lukas iba de un puesto a otro y observaba las manos de los técnicos, miraba el radar, contemplaba la actividad en todos los lugares donde todavía les funcionaba el monitor. Hale montaba guardia al otro lado de las ventanas, en la central del comunicador, con Daniels. Clay estaba allí, a un lado de la estancia, Lee Quale en el otro, y había más miembros de seguridad de la Compañía Lukas, ninguno perteneciente a la estación. Los técnicos y directores no cuestionaban nada y se dedicaban febrilmente a trabajar en las emergencias que se producían.
Flotaba un temor en la estancia que superaba al miedo del ataque exterior. La presencia de armas, el apagón que se prolongaba… Jon pensó que sabían muy bien que el silencio de Angelo Konstantin era anormal, que había algo extraño en el hecho de que ninguno de los Konstantin o sus lugartenientes estuviesen presentes.
Un técnico le entregó un mensaje y regresó precipitadamente a su puesto sin mirarle a los ojos. Era una repetida petición desde la base principal de Downbelow. Aquel era un problema que podían posponer, pues ahora estaban en poder de la central y las oficinas, y Jon no tenía intención de responder a la solicitud. Dejaría que Emilio pensara que el silencio de la central se debía a órdenes militares.
Las pantallas de radar mostraban una siniestra falta de actividad. Estaban sentados allá afuera, esperando. Recorrió de nuevo la estancia y miró abruptamente cuando se abrió la puerta. Todos los técnicos se quedaron inmóviles, olvidados sus deberes, paralizados sus movimientos al ver el grupo que apareció allí. Civiles armados con rifles, con otros a sus espaldas.
Eran Jessad, dos de los hombres de Hale y un agente de seguridad ensangrentado. Era uno de los suyos.
—El área está segura —informó Jessad.
—Señor. —Un director se levantó de su puesto—. Consejero Lukas… ¿qué está ocurriendo?
—Que se siente ese hombre —ordenó secamente Jessad, y el director se aferró al respaldo de su asiento y dirigió a Jon una mirada de débil esperanza.
—Angelo Konstantin ha muerto —dijo Jon, mirando una tras otra las caras asustadas—. Ha muerto en el alboroto, con todo su personal. Unos asesinos irrumpieron en las oficinas. Sigan trabajando. Aún no hemos terminado con esto.
Los rostros y las espaldas se volvieron, y los técnicos trataron de hacerse invisibles mediante su eficiencia. Nadie hablaba. Su obediencia infundió ánimo a Jon. Volvió a recorrer la sala y se detuvo en el centro.
—Sigan trabajando y escúchenme —dijo alzando la voz—. El personal de la Compañía Lukas se encarga de la seguridad de este sector. En todas partes tenemos la clase de situación que ven ustedes en las pantallas. Vamos a reparar el comunicador, solamente para transmitir desde este centro, y los anuncios que se hagan deberán tener todos mi visto bueno. En este momento no hay otra autoridad en la estación que la Compañía Lukas, y con el fin de evitar daños a la estación, dispararé contra quien sea. Tengo hombres a mi mando que lo harán sin vacilación. ¿Está claro?
No hubo comentarios, ni siquiera se movió una sola cabeza. Tal vez era algo que aceptaban temporalmente, con los sistemas de Pell en equilibrio precario y los huidos de cuarentena alborotando en las plataformas.
Jon respiró hondo y miró a Jessad, el cual le hizo un gesto tranquilizador de satisfecho asentimiento.
La maraña de escalas se extendía por delante y detrás, un laberinto de tubos por encima de sus cabezas, y la temperatura era muy baja. Damon dirigía la linterna en todas direcciones, sin encontrar una salida. Se apoyó en una barandilla y se sentó en el enrejillado, mientras Josh lo hacía junto a él. Ambos respiraban pesadamente y estaban extenuados. Les latía la cabeza. No había aire suficiente para compensar el gasto de oxígeno debido a sus movimientos. Y el laberinto en el que se encontraban se dividía en varios ramales, pero con una lógica, pues los ángulos eran precisos. Se trataba de contar. Damon procuró no olvidar el camino que habían seguido.
—¿Nos hemos perdido? —le preguntó Josh jadeante.
Él movió la cabeza y dirigió la linterna hacia arriba, mostrando la dirección que deberían seguir. Había sido una locura meterse allí, pero estaban vivos e íntegros.
—El siguiente nivel… deberían ser dos, supongo… Saldremos, echaremos un vistazo y veremos cómo van las cosas por ahí…
Josh asintió. Se habían detenido las oscilaciones de la gravedad. Aún oían ruido, pero en aquel laberinto no podían estar seguros de dónde procedía. Gritos distantes. En una ocasión oyeron un fuerte chirrido resonante, y Damon pensó que podían ser los grandes cierres herméticos. Parecía que todo iba mejor, confiaba en que así fuera… Se puso en movimiento sobre la estructura metálica, se cogió de nuevo a la barandilla y empezó a trepar por el último tramo. Estaba inquieto por Elene, por todo aquello de lo que se había separado al internarse en aquel laberinto. Fueran cuales fueran los riesgos, tenía que salir.
Hubo un barboteo de sonido radiofónico mezclado con interferencias que atronó a través de los túneles.
—El comunicador —dijo Damon—. Vuelve a funcionar.
«Esto es un anuncio general. Nos estamos aproximando a la estabilización de la gravedad. Pedimos a todos los ciudadanos que no se muevan de las zonas en las que se encuentran y no intenten cruzar los límites de las secciones. Todavía no se tienen noticias de la Flota y no es de esperar ninguna todavía. No hay indicio alguno en los radares. No prevemos ninguna acción militar en las inmediaciones de la estación… Con gran pesar comunicamos el fallecimiento de Angelo Konstantin a mano de los alborotadores y la violenta desaparición de otros miembros de la familia. Si alguno de ellos está a salvo, se le ruega que se ponga en contacto con la central de la estación lo antes posible. Todo familiar de Konstantin, o quien conozca su paradero, por favor póngase en contacto inmediatamente con la central. El consejero Jon Lukas actúa como jefe de la estación en funciones en esta crisis. Por favor, presten plena cooperación al personal de la Compañía Lukas que se encarga de las tareas de seguridad en esta emergencia».
Damon se sentó en los escalones. Sentía un frío más intenso que el del ambiente. No podía respirar. Se dio cuenta de que estaba llorando, y las lágrimas empañaban la luz y le sofocaban el aliento.
«…anuncio —empezó a repetir el comunicador—. Nos estamos aproximando a la estabilización de la gravedad. Pedimos a todos los ciudadanos…»
Una mano se posó en su hombro y le hizo volverse.
—Damon —le dijo Josh por encima del ruido. Estaba entumecido. Nada tenía sentido.
—Muerto —dijo estremeciéndose—. Oh, Dios mío…
Josh le miró y le quitó la linterna de la mano. Damon se levantó para trepar el último tramo, hacia el acceso que según pensaba, debería estar allí.
Josh le retuvo con fuerza y le obligó a volverse contra la pared metálica.
—No vayas —le dijo en tono de súplica—. Damon, no salgas ahora.
Las pesadillas paranoicas de Josh. Ahora las tenía reflejadas en el rostro. Damon se apoyó en la pared, su mente girando en todas direcciones, sin una orientación clara. Pensó en Elene.
—Mi padre… mi madre… están en azul uno. Nuestros guardias estaban en ese sector. Nuestros propios guardias.
Josh no dijo nada.
Damon intentó pensar, pero la confusión seguía dominándole. Había habido movimiento de tropas. La Flota había partido. Se habían producido asesinatos… allí donde mayor era la seguridad de Pell…
Se volvió hacia el otro lado, aquel por el que habían llegado hasta allí, las manos temblándole tanto que apenas podía sujetarse a la barandilla. Josh le alumbró con la linterna y lo cogió de un hombro para detenerle. Él se volvió y miró el rostro de Josh distorsionado por la luz, como una máscara.
—¿Adónde vas? —le preguntó el muchacho.
—No sé quien tiene el control ahí arriba. Dicen que es mi tío. No lo sé.
Hizo un gesto para apoderarse de la linterna. Josh se la entregó sin resistencia y Damon dio media vuelta y empezó a bajar los escalones tan rápidamente como podía, Josh le siguió desesperadamente.
Bajaron de nuevo. Era fácil descender. Damon se apresuró hasta el límite de su aliento y su equilibrio, hasta que sintió vértigo y la luz de la linterna giró alocada alrededor de la estructura y los túneles. Tropezó, se irguió de nuevo y siguió bajando.
—Damon —protestó Josh.
No tenía aliento suficiente para discutir. Siguió bajando hasta que la falta de aire le nubló la visión, se sentó en los escalones tratando de aspirar suficiente aire a través del respirador para continuar su camino sin perder el conocimiento. Sintió que Josh se apoyaba a su lado, jadeando, en la misma condición crítica que él.
—Las plataformas —dijo Damon—. Bajaremos allí… iremos a las naves. Elene ha de estar allí.
—No podemos pasar.
Miró a Josh y se dio cuenta de que arrastraba con él a otra persona, cuya vida estaba poniendo en peligro. Pero no tenía alternativa. Se levantó y empezó a bajar de nuevo, sintiendo la vibración de los pasos de Josh tras él.
Las naves estarían herméticamente cerradas. Elene se encontraría a bordo de alguna o encerrada en las oficinas, o muerta. Si las tropas la habían atacado… si por alguna insensata razón… estaban reduciendo la estación a la impotencia en previsión de su toma por parte de la Unión…
Pero al parecer Jon Lukas estaba allí arriba, en la central.
¿Había fracasado alguna acción? ¿Había impedido Jon de alguna manera que atacaran la central?
Perdió la cuenta de las paradas para respirar, de los niveles por los que pasaban. Abajo, abajo, era como una obsesión. Por fin llegó al fondo, un enrejado súbitamente más amplio, y no se dio cuenta de lo que era hasta que buscó con la linterna y vio que ya no había más escalas. Caminó a lo largo del enrejado, vio el débil resplandor de una luz azul que estaba sobre una puerta de acceso. Llegó a ella y oprimió el interruptor; la puerta se deslizó con un siseo y Josh le siguió a la luz más intensa de la cámara. La puerta se cerró y comenzó el intercambio de aire. Damon se quitó la máscara y respiró hondo, un aire frío y levemente hediondo. La cabeza le latía con violencia. Su vista borrosa se posó en el rostro sudoroso de Josh, todavía con la máscara, turbado.
—Quédate aquí —le dijo apenado—. No te muevas. Si soluciono esto, volveré. En caso contrario, decide tú mismo lo que has de hacer.
Josh se apoyó en la pared, los ojos vidriosos.
Damon dirigió su atención a la puerta, esperó a que su respiración volviera a la normalidad, se frotó los ojos para aclarar su visión y finalmente oprimió el botón y accionó la puerta. Le cegó la luz. Se oían gritos allí afuera, alaridos, olía a humo. «El área de habitabilidad», pensó con un escalofrío… se encontró en uno de los pasillos menores y echó a correr. Oyó ruido de pasos tras él y miró atrás.
—Vuelve —le dijo a Josh—. Regresa ahí adentro. No tenía tiempo para discutir con él. Siguió corriendo por el pasillo. Debía estar en el sector verde y aquella dirección debía conducir al nivel noveno… todas las señales indicadoras habían desaparecido. Vio que había disturbios más adelante, gente que corría alocada por los corredores, algunas personas provistas de trozos de tubería, y había un cuerpo tendido en el suelo… Lo esquivó y siguió adelante. Los alborotadores no parecían de Pell. Estaban sucios, sin afeitar… De repente supo quienes eran, y corrió con todas las fuerzas que era capaz de reunir, dobló una esquina del pasillo y siguió adelante hacia las plataformas, avanzando por el lugar más próximo posible sin penetrar en el corredor principal. Al final no tendría más remedio que hacerlo y se mezclaría con los que corrían como si fuera uno de ellos. Había más cadáveres en el suelo, y los saqueadores campaban por sus respetos. Se abrió paso entre hombres que portaban trozos de tuberías y cuchillos. Algunos de ellos tenían armas de fuego…
La entrada a la plataforma estaba cerrada, con el cierre hermético. Damon lo vio, y se hizo a un lado cuando un saqueador se acercó blandiendo una tubería contra él, sin más motivo que el hecho de estar en medio del camino.
El atacante siguió avanzando, trazó un semicírculo y acabó contra la pared… Josh le golpeó la cabeza en la pared y se apoderó del trozo de tubería.
Damon giró sobre sus talones y echó a correr en dirección a las puertas cerradas. Se llevó una mano al bolsillo en busca de la tarjeta que le permitiría superar el hermetismo del cierre.
—¡Konstantin! —gritó alguien tras él.
Se volvió y vio a un hombre que le apuntaba con un arma. Desde algún lugar salió disparado un trozo de tubería que alcanzó al hombre, y un grupo de saqueadores se abalanzaron sobre el cuerpo caído para apoderarse del arma. Presa del pánico, Damon se volvió e introdujo la tarjeta en la ranura. Se abrió la puerta que daba acceso a la vasta plataforma, por donde corrían otros saqueadores. Damon corrió, aspirando el aire frío, en dirección al sector blanco, donde vio otros grandes cierres colocados, los cierres de plataforma, dos niveles altos y estancos. Estuvo a punto de caer de agotamiento, pero hizo un esfuerzo para mantener el equilibrio y seguir adelante, ascendió por la curva que se abría ante él, oyendo las pisadas de alguien que le seguía y confiando en que fuera Josh. La tirantez que había empezado a sentir en un costado, empezó a convertirse en un dolor lacerante… Pasó al lado de tiendas saqueadas, las oscuras puertas abiertas, llegó a la pared de al lado de los enormes cierres, buscó la pequeña cerradura personal e introdujo en ella su tarjeta.
La cerradura no funcionaba. Empujó con más fuerza, pensando que podría haber fallado el contacto, insertó otra vez la tarjeta. No había corriente. Al menos deberían haberse iluminado los botones, dándole oportunidad de marcar un código de prioridad, o mostrar la roja señal de peligro.
—¡Damon! —Josh llegó a su lado, le cogió del hombro y le hizo volverse. Había gente moviéndose tras ellos, treinta, medio centenar, surgiendo por todos los lados de la plataforma… desde el sector verde noveno, en número cada vez mayor.
—Saben que has abierto una puerta —le dijo Josh—. Saben que tienes la posibilidad de lograr acceso.
Él los miró. Sacó la tarjeta de la ranura. Era inútil; desde control habían inutilizado su código.
—Damon.
Cogió a Josh y corrió, y la muchedumbre empezó a seguirles aullando. Se dirigió a las puertas abiertas, a las tiendas, al umbral oscuro de la más próxima. Una vez dentro oprimió el botón de cierre hermético. Aquello al menos funcionaba.
El primer alborotador golpeó la puerta, la aporreó. Rostros despavoridos se apretaron contra la superficie de plástico, la golpearon con los trozos de tubería, rayándola; pero el cierre era de seguridad, como en todas las tiendas de las plataformas… estaban presurizadas y no tenían ventanas, salvo un círculo de doble grosor.
—Aguantará —dijo Josh.
—No creo que podamos salir —dijo Damon—. No creo que podamos hacerlo hasta que vengan a buscarnos.
Josh le miró; estaba cerca de la ventana circular, pálido a la luz que entraba por el plástico transparente.
—Han anulado el código de mi tarjeta y ya no funciona. Quien quiera que esté en la central de la estación ha inutilizado mi tarjeta. —Miró la superficie de plástico, en la que iban ahondándose las muescas—. Creo que nos hemos metido en una trampa.
Los golpes continuaron. Los hombres del exterior estaban enloquecidos. No eran asesinos, no les impulsaba la toma de rehenes. No eran más que gente desesperada que tenía un punto en el que centrar su desesperación. Residentes de cuarentena con un par de estacionados al alcance de la mano. Las cicatrices eran más y más hondas en el plástico, y ya casi oscurecían los rostros, las manos y las armas. Existía la remota posibilidad de que pudieran quebrar el duro material y entrar en la tienda.
Y si eso ocurría, no habría necesidad de asesinos.
Ahora todo consistía en un juego: esperar, sondear y desvanecerse. Como espectros, pero bastante sólidos allá afuera, en algún lugar más allá de los límites del sistema. La Tibet y la Polo Norte habían perdido contacto con el enemigo que se aproximaba. La Unión había dado media vuelta, al coste de una de las naves auxiliares de la Tibet… y otra de la Unión. Pero el juego distaba mucho de haber terminado. Los mensajes seguían surgiendo del comunicador de ambos mercantes, mensajes serenos, tranquilizadores. Signy se mordió el labio y miró las pantallas ante ella. La Norway mantenía su posición junto con el resto de la Flota, tras haber reducido velocidad, deslizándose por el impulso adquirido, todavía no demasiado alejada de las masas de Pell IV y III y de la misma estrella. Habían evitado que les atrajeran las masas y permanecían detenidos. Ahora era preciso utilizar la masa para protegerse de una llegada repentina. No era probable que la Unión fuese tan arriesgada como para entrar mediante el salto —no era ése su estilo— pero tomaron la precaución. Allí, donde estaban, seguían constituyendo un blanco. Si esperaban mucho más incluso los conservadores comandantes de la Unión podrían rodear el círculo cubierto por los radares para encontrar nuevas líneas de ataque, tras los oportunos sondeos; los lobos rodearían la hoguera, tratarían de penetrar en el círculo iluminado donde ellos permanecían, visibles, inmóviles y vulnerables. La Unión disponía de espacio allá afuera y podía iniciar una buena carrera, demasiado rápida para que ellos pudieran reaccionar.
Durante algún tiempo habían llegado malas noticias de Pell, interrupciones del silencio, rumores de graves desórdenes.
Mazian permanecía en silencio, y uno de ellos se atrevió a romperlo con un mensaje inquisitivo. «Vamos», pensó Signy dirigiéndose mentalmente a Mazian, «déjanos libres a algunos para ir de caza». Las naves auxiliares colgaban de la Norway en un amplio despliegue, al igual que en las otras naves. Veintisiete naves auxiliares y siete transportes, y treinta y dos naves militares tratando de mantenerse en formación, algunas de ellas indistinguibles en el radar de las naves auxiliares, dos de ellas transportes convertidos en naves de guerra. Mientras la Flota permaneciera inmóvil, sin revelarse con bruscos movimientos y velocidad, cualquiera que observase el radar tenía que preguntarse si algunas de aquellas naves lentas no serían naves de guerra que disfrazaban sus movimientos. La nave auxiliar de la Tibet había regresado a la nave nodriza, y la Tibet y Polo Norte tenían siete auxiliares y once naves militares en su área, todas ellas incapaces de adquirir la velocidad adecuada y que se utilizaban militarmente por necesidad. No podrían apartarse del camino, por lo que aparecían inevitablemente en la pantalla, como si pudieran confiar en que el ataque vendría por aquella dirección. La Unión las había percibido. Aguijoneó la formación y desapareció del radio de alcance. Probablemente era Azov quien estaba allí, uno de los veteranos de la Unión, de los mejores. Ligero como una pluma, daba el golpe y se escabullía sin dejar rastro. De ese modo había acabado con la vida de más de un buen comandante que no merecía morir de aquél modo.
Los nervios iban en aumento. Los técnicos del puente miraban a Signy de vez en cuando. El silencio a bordo era parejo al silencio entre las naves, y la inquietud se contagiaba.
Un técnico de comunicación se volvió en su asiento y miró a Signy.
—La situación empeora en Pell.
Se alzó un murmullo entre los demás técnicos.
—Ocupaos de vuestros asuntos —dijo ella acremente—. Es probable que el ataque se produzca desde cualquier lado. Olvidaos de Pell o nos los encontraremos encima antes de darnos cuenta. ¿Me oís? Echaré al vacío a aquel que sueñe despierto. —Entonces se dirigió a Graff—: Estado de preparación.
En lo alto se encendió la luz azul. Eso los espabilaría. Una luz brilló en el tablero de Signy, indicando la entrada en funcionamiento de la sonda. El sondista y sus ayudantes estaban preparados.
Alargó la mano al teclado del ordenador y tecleó un código para grabar instrucciones. La sonda de la Norway empezó a apuntar hacia la estrella de referencia, para proceder a la identificación y refugiarse en ella, por si acaso… por si surgía algo imprevisto en sus planes y Mazian, que también habría recibido aquel informe de Pell, pensara en huir. La Europe aún no transmitía nada. Mazian reflexionaba, o ya había adoptado una decisión y confiaba en que sus capitanes tomarían precauciones. Signy grabó una señal para el técnico de salto. El tablero se iluminó. Los monitores de las aspas generadoras reflejaron el incremento de potencia que les daba la posibilidad de efectuar el salto si era necesario. Si la Flota salía del área de Pell, podría ocurrir que no todos llegaran al lugar que les habían indicado, en el punto más cercano sin gravedad. Y eso significaría el fin de la Flota y la desaparición de todo obstáculo entre la Unión y Sol.
Los mensajes que captaba el comunicador, procedentes de Pell, eran realmente sombríos.
Hombres-con-armas. Los oídos de Keen todavía captaban los gritos en el exterior, la terrible lucha. Satén se estremeció cuando algo golpeó contra la pared. Temblaba sin poder encontrar una razón a lo que sucedía… pero los Lukas eran los causantes, y los Lukas daban órdenes, tenían poder allá arriba. Dienteazul la abrazó, le susurró algo, la instó, y ella acudió, tan silenciosa como los otros. Por encima y por debajo de ellos se oían las pisadas de los pies desnudos de los hisa, que se movían en la oscuridad, como una corriente continua. No se atrevían a utilizar luces, que podrían descubrir a los hombres donde se encontraban.
Había algunos delante de ellos y otros detrás. El Viejo en persona los dirigía, el extraño hisa que había descendido de los altos lugares y les daba órdenes sin decirles por qué. Algunos se habían rezagado, temiendo a los extraños, pero había armas de fuego detrás, humanos enloquecidos, y no tardarían en unirse apresuradamente a sus compañeros.
Se oyó una voz humana a lo lejos, en los túneles, resonante. Dienteazul siseó y empujó, avanzó con más rapidez en su ascensión, y Satén le siguió tan rápidamente como podía, sofocada por el esfuerzo, su pelaje húmedo y sus manos resbalando en las barandillas recubiertas por el sudor de otras manos.
—Deprisa —susurró una voz de hisa desde los altos y oscuros lugares, y unas manos les ayudaron a subir todavía más, hasta llegar a un sitio donde brillaba una luz mortecina, silueteando al hisa que esperaba allí. Había un acceso. Satén se puso la máscara y subió hacia las puertas, cogió a Dienteazul de la mano, por temor a perderle en el lugar donde llegó primero el Viejo.
Llegaron a la antecámara del acceso y todos se apretujaron en el reducido espacio. El cierre hermético interior cedió a la masa de cuerpos marrones de los hisa, aupados apresuradamente por otros hisa que permanecían en pie, de cara al exterior, protegiéndolos de lo que había más allá.
Tenían armas, trozos de tubería, como los que llevaban los hombres. Satén estaba aturdida y tendió la mano atrás para buscar a Dienteazul, aferrándose a su presencia en medio de aquella muchedumbre pululante y airada, bajo la luz blanca de los humanos. En aquel corredor no había más que hisas, llenándolo hasta las puertas cerradas en el extremo. Una de las paredes estaba manchada de sangre, cuyo olor no les llegaba a través de las máscaras. Satén miró despavorida en la dirección a que les empujaba la muchedumbre, y notó una mano suave en su brazo, que no era de Dienteazul, y que la dirigía. Cruzaron una puerta y entraron en una sala de los humanos, vasta y poco iluminada. La puerta se cerró tras ellos.
—Silencio —les dijeron sus guías.
Satén miró a su alrededor llena de pánico para ver si Dienteazul seguía con ella, y él le cogió una mano. Caminaron nerviosamente en compañía de sus guías mayores, a través del espacioso lugar humano, con mucho cuidado, porque temían y respetaban las armas y la cólera del exterior. Otros, todos Viejos, surgieron de entre las sombras y les saludaron.
—Narradora —le dijo uno de los Viejos, tocándola en señal de bienvenida.
Le dio un abrazo, y otros salieron de un umbral muy brillante y la abrazaron también, lo mismo que a Dienteazul. Aquel honor la dejó perpleja.
—Venid —les dijeron.
Entraron en aquel espacio brillante, una sala sin límites con una cama blanca en la que yacía un humano dormido, y una hisa muy vieja agachada a su lado. La oscuridad y las estrellas rodeaban la estancia, pues las paredes parecían estar y no estar a la vez, y de repente, el gran Sol se asomó por encima de ellos y de la Soñadora.
—Ah —exclamó Satén, consternada, pero la vieja hisa se levantó y le tendió las manos en ademán de bienvenida.
—La Narradora —decía el Viejo, y la más vieja de todos dejó un momento a la Soñadora para abrazarla.
—Muy bien, muy bien —dijo tiernamente la más vieja.
—Lily —llamó la Soñadora, y la más vieja se volvió, se arrodilló al lado de la cama para atenderla y le acarició el cabello grisáceo.
Unos ojos maravillosos se volvieron hacia ellos, vivaces en un rostro blanco y sereno, el cuerpo envuelto en ropas blancas, todo era blanco allí, excepto la hisa llamada Lily y la negrura que se expandía a su alrededor, tachonada de estrellas. El sol se había desvanecido. Ahora estaban solos.
—Lily repitió la Soñadora—. ¿Quiénes son?
La Soñadora la miraba precisamente a ella, a Satén, y Lily le hizo un gesto para que se acercara. Satén se arrodilló, y Dienteazul a su lado, mirando con reverencia los afables ojos de la Soñadora, la Soñadora del Mundo Superior, la compañera del gran Sol, que danzaba en sus paredes.
—Te amo —susurró Satén—. Te amo, Sol-ella amiga.
—Te amo —dijo a su vez la Soñadora—. ¿Qué ocurre afuera? ¿Hay peligro?
—Estamos a salvo —dijo con firmeza el Viejo—. Todos, todos los hisa dan seguridad a este lugar. Hombres-con-armas se quedan fuera.
—Están muertos. —Las lágrimas brotaron de los ojos magníficos, que miraron a Lily—. Es cosa de Jon. Angelo… Damon… Emilio, tal vez… pero no yo, todavía no. No me abandones, Lily.
Con exquisita ternura Lily rodeó a la Señora con un brazo y aplicó su mejilla recubierta de pelo grisáceo contra el cabello gris de la Soñadora.
—No —le dijo—. Te amo, nunca te dejo, no, no, no. Sueña que se van, esos hombres-con-armas. Todos los nativos defienden tu sitio. Sueña con el gran Sol. Somos tus manos y tus pies, somos muchos, fuertes, rápidos.
Las paredes habían cambiado. La violencia se reflejaba ahora en ellas, se veían a los hombres luchando entre sí, todos ellos apiñándose, temerosos. Las imágenes pasaron y sólo la Soñadora permaneció tranquila.
—Lily, este Mundo Superior, como vosotros decís, corre peligro de morir. Necesitará a los hisa, cuando la pelea haya terminado os necesitará, ¿comprendéis? Sed fuertes. Defended este lugar. Quedaos conmigo.
—Luchamos, luchamos si los hombres vienen aquí.
—Vivid. No se atreverán a mataros, ¿comprendéis? Los hombres necesitan a los hisa. No entrarán aquí.
La pasión oscureció los ojos brillantes de la mujer, pero pronto reapareció en ellos el sosiego. Había vuelto el sol, su rostro temible llenando toda la pared, silenciando la ira. Se reflejaba en los ojos de la Soñadora, teñía con su color la blancura.
—Ah —suspiró Satén, y se agitó de un lado a otro. Sus acompañantes se unieron a ella, bamboleándose y emitiendo un suave lamento.
—Ella es Satén —le dijo el Viejo a la Soñadora—. Dienteazul, su amigo. Amigo de Bennett-hombre. Le vio morir.
—De Downbelow —dijo la Soñadora—. Emilio os envió aquí.
—¿Konstantin-hombre tu amigo? Le amamos, todos, los nativos. Bennett-hombre su amigo.
—Sí, lo era.
—Ella lo dice —dijo el Viejo, y en el lenguaje de los hisa añadió—: Narradora, Cielo-la-ve, cuenta la historia para la Soñadora, haz que brillen sus ojos de deseo por esas buenas cosas. Llegamos, vimos, tan ancho, tan grande y oscuro, vimos el Sol sonreír en la oscuridad, el sueño de Downbelow, el cielo azul. Bennett nos hizo ver, nos hizo venir, nos hizo nuevos sueños.
—¡Ah! Yo, Satén, os hablo del tiempo en que llegaron los humanos. Antes de los humanos no había tiempo, sólo sueños. Esperábamos y no sabíamos que esperábamos. Vimos humanos y vinimos al Mundo Superior. ¡Ah! El tiempo en que llegó Bennett era frío, y el viejo río estaba quieto…
Los ojos oscuros, encantados, estaban fijos en ella, interesados, pendientes de sus palabras, como si ella tuviera la habilidad de los antiguos cantores. Contó la verdad lo mejor que pudo, su verdad, y no las terribles cosas que estaban sucediendo en todas partes, haciéndolo más y más verosímil, para que la señora se lo creyera, para que en los ciclos giratorios, aquella verdad pudiera surgir de nuevo como lo hacían las flores y las lluvias y todas las cosas duraderas.
Los tableros se habían estabilizado. La central de la estación se había adaptado al pánico como a una condición perpetua, que se evidenciaba en la febril atención a los detalles y la negativa de los técnicos a darse por enterados de las idas y venidas de hombres armados en el centro de mando.
Jon patrullaba por los pasillos, el ceño fruncido, desaprobando cualquier movimiento que no fuera estrictamente necesario.
—Otra llamada del mercante Finity's End —le dijo un técnico—. Habla Elene Quen en solicitud de información.
—Denegada.
—Señor…
—Denegada. Dígales que sigan a la espera. Que no hagan más llamadas sin autorización. ¿Espera acaso que transmitamos información que podría ayudar al enemigo?
El técnico volvió a su trabajo, esforzándose notoriamente por no ver las armas.
Quen, la joven esposa de Damon. Estaba con los mercantes y ya creaba conflictos, presentaba exigencias, se negaba a salir. La información ya había proliferado y la Flota ya debía de estar recogiéndola de los mercantes en formación que estaban alrededor de la estación. A aquellas alturas Mazian ya debía estar al corriente de lo sucedido. Quen con los mercantes y Damon en la plataforma de la sección verde; los nativos apelotonados alrededor del lecho de Alicia, bloqueando el cruce de la sala cuatro en aquella zona. Dejaría que se quedase con su guardia nativa: la puerta de la sección estaba cerrada. Juntó las manos a la espalda y trató de parecer sosegado.
Un movimiento llamó su atención cerca de la puerta. Jessad había vuelto tras una breve ausencia y estaba allí, llamándole en silencio. Jon caminó en aquella dirección. No le gustaba la sombría seriedad del semblante de Jessad.
—¿Alguna novedad? —le preguntó a Jessad, saliendo al exterior.
—He localizado al señor Kressich —dijo Jessad—. Está aquí con una escolta. Quiere conferenciar.
Jon frunció el ceño y miró hacia el corredor donde Kressich esperaba con un grupo de guardias a su alrededor y un número igual de sus propias fuerzas de seguridad.
—La situación sigue como estaba en el sector azul uno cuatro —dijo Jessad—. Los nativos lo tienen bloqueado todavía. Podríamos producir una descompresión y acabar con ellos.
—Los necesitamos —dijo Jon tensamente—. Dejémoslos.
—¿Por ella? Son medidas a medias, señor Lukas…
—Necesitamos 9 los nativos, y ella los tiene. Le he dicho que los dejemos. El verdadero problema lo constituyen Damon y Quen. ¿Qué hace usted a ese respecto?
—Es imposible hacerse con nadie de esa nave. Ella no sale y la tripulación no abre. En cuanto a él, sabemos dónde está. Ya nos ocupamos de eso.
—¿Qué significa «nos ocupamos de eso»?
—La gente de Kressich —susurró Jessad—. Tenemos que pasar por ahí, ¿me comprende? Serénese y hable con él. Prométale cualquier cosa. Él tiene a los revoltosos en la mano. Puede hacer uso de su influencia. Háblele.
Jon miró al grupo reunido en el corredor, con sus pensamientos a la deriva: Kressich, Mazian, la situación de los mercantes… la Unión. La Flota de la Unión tenía que avanzar pronto, era preciso.
—¿Qué quiere decir eso de que tienen que pasar por ahí? Sabe donde se encuentra, ¿no?
—Tenemos algunas dudas —admitió Jessad—. Dejamos sueltos a los revoltosos, él se confundió con ellos y ahora no será fácil localizarlo. Y necesitamos hacerlo, créame. Hable con Kressich, y dese prisa, señor Lukas.
Miró a Kressich, sostuvo la mirada de éste, asintió y el grupo se aproximó… Kressich tenía un aspecto tan pálido y enfermizo como siempre. Pero los que le rodeaban eran otra cosa: jóvenes, arrogantes, de porte altivo.
—El consejero quiere parte en esto —dijo uno de ellos, un hombre de baja estatura y cabello oscuro, con una cicatriz en el rostro.
—¿Habla usted por él?
—Señor Niño Coledy. —Kressich le identificó, sorprendiéndole con una respuesta directa y una mirada más dura que ninguna de las que Kressich se había atrevido a exhibir en el consejo—. Les aconsejo que le escuchen, señor Lukas y señor Jessad. El señor Coledy está al frente de la seguridad de cuarentena. Tenemos nuestras propias fuerzas y podemos establecer el orden cuando lo deseemos. ¿Está usted preparado para ello?
Jon, molesto, miró a Jessad, pero no obtuvo correspondencia: el rostro de aquel hombre estaba totalmente inexpresivo.
—Si puede detener a los revoltosos… hágalo.
—Sí —dijo Jessad en voz baja—. La tranquilidad nos sería muy beneficiosa en estos momentos. Bienvenido a nuestro consejo, señores Kressich y Coledy.
—Deme acceso al comunicador —dijo Coledy—. Aviso general.
—Haga lo que le dice —ordenó Jessad.
Jon aspiró hondo, con súbitas preguntas que le temblaban en los labios. ¿Qué clase de juego estaba jugando Jessad al empujar a aquellos dos al círculo interno? ¿El hombre de Jessad, así como Hale era el suyo? Se tragó las preguntas y la cólera, recordando lo que había allá afuera, lo frágil que era todo.
—Vengan conmigo —les dijo, dirigiéndose al interior.
Coledy ocupó un asiento ante el tablero del comunicador más próximo. Desde allí era visible el radar, y Mazian seguía inmóvil, en formación. Era demasiado esperar que pudieran desembarazarse fácilmente de Mazian. La Flota tenía la zona en el bolsillo… Las naves de Mazian punteaban aquí y allí el halo de varios niveles que constituía la órbita de los mercantes alrededor de Pell.
—Apártese —le dijo a un técnico, desplazándole de su sitio para ponerse al lado de Coledy y oprimir los botones que ponían en funcionamiento el comunicador central. El rostro de Brau Hale apareció en la pantalla.
—Tengo una llamada para que la envíes al exterior —le dijo a Hale—. Esta anula a cualquier otra.
—De acuerdo —dijo Hale.
—Señor Lukas. —Alguien rompió el silencio generalizado en la central. El aludido miró a su alrededor. Las pantallas de radar brillaban con alerta de intersección.
—¿Dónde está? —exclamó.
La pantalla no mostraba nada definido. Una neblina amarillenta advertía de la aproximación de algo a gran velocidad. El ordenador empezó a disparar las sirenas de alarma. Se oyeron gritos, maldiciones, y los técnicos se abalanzaron sobre los tableros de instrumentos.
—¡Señor Lukas! —gritó alguien. Era una apelación desesperada.
Sonaron las alarmas. Elene vio el parpadeo en la pantalla de radar y dirigió una mirada frenética a Neihart.
—Soltémonos —dijo el capitán, evitando su mirada—. ¡Rápido!
El aviso voló de una nave a otra. Elene se sujetó para protegerse de la sacudida de la nave al partir. Era demasiado tarde para correr a la plataforma. Hacía rato que se habían cerrado los umbilicales y las naves estaban sujetas por una mera amarra.
Una segunda sacudida. Estaban libres, alejándose de la estación, seguidos por todas las naves mercantes que habían permanecido en la plataforma, rodeando el borde de la estación en sentido contrario al de las agujas del reloj. Cualquier error en el sistema de cierre desde el interior de la nave podía significar la rotura de un umbilical, con el resultado de la descompresión de secciones enteras de la plataforma. Elene permaneció sentada e inmóvil, percibiendo las sensaciones familiares que no habría creído volver a experimentar jamás. Era libre, estaba suelta, como la nave, en dirección opuesta a lo que se aproximaba a ellos; y lo sentía como si le arrancaran una parte de su ser.
Pasó un segundo invasor…, llegó al cénit y desbarató la imagen del radar, accionando las alarmas… Enseguida desapareció, camino de la Flota. Estaban vivos, deslizándose a una velocidad inevitablemente lenta, apartándose del rumbo acordado, junto con las demás naves que se habían desprendido de la plataforma. Elene se rodeó el vientre con un brazo y observó las pantallas ante ella en el centro de mando de la Finity's End, pensando en Damon, en todo lo que dejaba atrás.
Tal vez había muerto. Habían anunciado la muerte de Angelo. Puede que Alicia también hubiera muerto, y Damon… Intentó aceptar la idea serenamente, aceptarla, si era posible, y alimentar la venganza. Aspiró hondo, pensando en la Estelle, en todos los suyos. Y ella había superado una segunda posibilidad de morir, como si tuviera un don especial para sobrevivir a los desastres. Era Quen y Konstantin a la vez, nombres que significaban algo en el Más Allá, nombres que no le resultarían cómodos a la Unión en el futuro, porque ella les daría motivos para recordarlos.
—Sáquenos de aquí —le dijo a Neihart, en tono frío y furioso; y cuando el capitán la miró, al parecer sorprendido por aquel cambio de idea, añadió—: Sáquenos de aquí, prepárese para el salto. Dé el aviso. Vamos a Punta Matteo. Transmita el mensaje a todo el sistema. Nos marchamos, directamente a través de la Flota.
Era una Quen y una Konstantin, y Neihart obedeció. La Finity's End pasó más allá de la estación y continuó navegando, emitiendo instrucciones a todos los mercantes cerca y lejos del sistema. Mazian, la Unión, Pell… ninguno de ellos podría detenerlos.
Los instrumentos se difuminaban ante sus ojos, y los aclaró con un parpadeo.
—Después de Matteo —le dijo a Neihart—, saltamos de nuevo. Habrá otros en la Profundidad, gentes que se han cansado, que no irían a Pell. Los encontraremos.
—No espere encontrar a nadie de los suyos allí, Quen.
—No —convino ella moviendo la cabeza—. Ninguno de los míos. Se han ido. Pero conozco las coordenadas, como todos los demás. Yo le ayudé, mantuve llenas sus bodegas y jamás puse la menor objeción a sus conocimientos de embarque.
—Los mercaderes lo saben.
—La Flota también conocerá estos lugares, y por eso estamos juntos, capitán. Avanzamos juntos.
Neihart frunció el ceño. No era característico de los mercantes estar juntos para hacer nada, salvo alguna riña en la plataforma de la estación.
—Tengo un hijo en una de las naves de Mazian.
—Y yo tengo un marido en Pell —replicó ella—. ¿Qué nos queda ahora más que ajustar las cuentas por esto? Neihart reflexionó un momento y finalmente asintió.
—Los Neihart seguirán sus instrucciones.
Elene miró la pantalla ante ella. En el radar veían los elementos del sistema interno de la Unión, como espectros que cruzaban velozmente la pantalla. Era una pesadilla. Al igual que la estación Mariner, donde pereció la Estelle y todos los Quen, que se habían quedado en una estación condenada hasta que fue demasiado tarde, destruidos por un ataque de la Flota o por algún desastre interno… Pero esta vez los mercaderes no permanecían inactivos en sus naves, esperando la catástrofe.
Decidió observar el radar hasta el fin, para verlo todo hasta que la estación fuera destruida o alcanzaran el punto desde donde emprenderían el salto, lo que primero ocurriera.
Pensó en Damon y maldijo a Mazian, a éste más que a la Unión, que les había llevado a aquel desastre.
Por segunda vez se produjo un desequilibrio de la gravedad. Cogido por sorpresa, Damon trató de apoyarse en la pared, y Josh tendió los brazos para aferrarse a él, pero la variación fue poco intensa, a pesar de los gritos de pánico fuera de la puerta llena de muescas. Damon se volvió de espaldas a la pared e inclinó fatigado la cabeza.
Josh no le hizo preguntas. Ninguna era necesaria. Las naves se habían desprendido en el resto del borde de la estación. Incluso allí donde estaban se oían las sirenas. Sabía la posibilidad de una grieta, y era alentador que pudieran oír las sirenas, porque eso significaba que todavía había aire en la plataforma.
—Se marchan—dijo ásperamente Damon.
Elene se alejaba con aquellas naves. Quería creerlo así. Era lo más sensato, y Elene se habría portado con sensatez. Tenía amigos, personas que la conocían, que la ayudarían cuando él no pudiera. Se había ido… para volver tal vez cuando las cosas se hubieran arreglado… si es que llegaban a arreglarse. Tal vez tenían razón en Downbelow, quizá Elene iba en aquellas naves. Era su única esperanza. Si se equivocaba… no querría saberlo jamás.
Volvió a oscilar la gravedad. Habían cesado los gritos y los golpes en la puerta. La amplia plataforma no era un lugar adecuado para permanecer en medio de una crisis gravitacional. Todos los que conservaban el juicio habían huido a lugares más pequeños.
—Si los mercantes han despegado —dijo Josh con voz débil—, es que han visto algo… saben alguna cosa. Creo que Mazian debe tener las manos llenas.
Damon le miró, pensando en las naves de la Unión, de Josh… uno de ellos.
—¿Qué ocurre ahí afuera? ¿Puedes calcularlo?
El rostro de Josh estaba empapado en sudor y brillaba bajo la luz que se filtraba a través de la puerta magullada. Se apoyó en la pared y miró al techo.
—Mazian es capaz de hacer cualquier cosa. Es impredecible. La Unión no gana nada destruyendo esta estación. De lo que hemos de preocuparnos es de un disparo accidental.
—Podemos resistir muchos impactos. Podemos perder secciones, pero mientras dispongamos de energía motriz y el eje esté intacto, podemos solucionar los daños.
—¿Con los internos de la cuarentena sueltos? —le preguntó ásperamente Josh.
Se produjo otra variación de la gravedad que les retorció las entrañas. Damon tragó saliva, empezando a experimentar náuseas.
—Mientras esto continúe, no tenemos que preocuparnos de la cuarentena. Tenemos que correr el riesgo, tratar de salir de este atolladero.
—¿Y adonde iremos? ¿Qué podremos hacer?
Hizo un sonido gutural, profundo. Estaba aturdido. Esperó la próxima variación gravitacional, que no golpeó con la fuerza anterior. Habían empezado de nuevo a recuperar el equilibrio. Las bombas habían resistido a pesar de la tensión, los motores funcionaban. Damon retuvo el aliento.
—Lo único que podemos hacer es salir de aquí. Ya no hay naves que puedan provocar estas variaciones gravitacionales. No sé hasta cuándo resistiríamos estos desequilibrios.
—Podrían estar esperando ahí afuera —dijo Josh.
Ya había pensado en ello. Alzó una mano y oprimió el interruptor. No sucedió nada. La puerta se había cerrado herméticamente. Damon se sacó la tarjeta del bolsillo, titubeó, la insertó en la ranura y los botones continuaron sin iluminarse. Si alguien de la central deseaba saber dónde se encontraba, acababa de darles la información necesaria para que fueran en su busca. Lo sabía.
—Parece que nos quedamos aquí —dijo Josh.
Las sirenas habían cesado de sonar. Damon se acercó a la ventana circular y miró al exterior, tratando de ver a través de las muescas y rasguños que habían vuelto opaco el plástico y la difracción de la luz. Algo se movía en un extremo de las plataformas, primero una figura furtiva, luego otra. El comunicador, por encima de sus cabezas, emitió una serie de ruidos amorfos, como si quisiera funcionar, y quedó de nuevo en silencio.
Los cargueros militares desparramados eran la pesadilla de la estación. Uno de ellos estalló como un pequeño sol, brilló en las pantallas y se extinguió mientras el comunicador emitía sonidos ininteligibles a causa de las interferencias. La granizada de partículas ardió en la ruta de la Norway y algunas de las mayores golpearon el casco, haciendo vibrar toda la nave.
Los sondistas se afanaban en buscar el punto óptimo en el que convergían todos los datos para que el fuego diera en el blanco elegido. Una nave auxiliar de la Unión cruzó el espacio que había ocupado un mercante, y cuatro naves auxiliares de la Norway giraron sobre el cilindro rotatorio y salieron disparadas por un vector concertado con la nave nodriza, lanzando una andanada que llenó de agujeros a un transporte de la Unión que por un instante avanzó paralelo a ellos.
—¡Alcánzale! —gritó Signy al sondista cuando cesó el fuego.
La descarga salió apenas había dado la orden y estalló en el lugar que el transporte había ocupado el instante anterior. Obligaron a la Unión a maniobrar, a reducir la gravitación para salvarse. Se alzaron gritos de júbilo que ahogaron las sirenas cuando el timón se descontroló y la nave dio una brusca vuelta. El ordenador reaccionó con más rapidez de lo que podía hacerlo el cerebro humano a velocidades estelares. Signy se hizo de nuevo con el control y colocó la nave paralela a su presa. El sondista centró el blanco y soltó la andanada, que alcanzó la panza de la nave. El radar empezó a mostrar una mancha informe que se desvanecía con rapidez.
—¡Muy bien! —exclamó a través del comunicador general el oficial de observación—. Buen disparo…
La Norway efectuó medio giro sobre sí misma y entró en un nuevo zigzag. Los mercantes fueron pasando por su lado, aunque no parecían moverse, como si fueran un cuadro escénico inmovilizado en el espacio. Ellos eran los que se movían, lanzados a toda velocidad entre los intersticios de aquella carrera inmóvil, y fueron tras las naves de la Unión, obligándolas a zigzaguear, impidiéndoles disponer de espacio suficiente para emprender la huida.
Esquivar el golpe y atacar; con idéntica actuación. Una nave para atraerlos y el ataque desde otro vector. La Tibet y la Polo Norte se dirigían a interceptar, se habían puesto en camino desde el primer momento en que les había llegado la imagen del radar. El radar de largo alcance acababa de revisar su posición, estableciendo que estaban mucho más próximos y calculando que su velocidad les permitiría llegar a tiempo.
Los de la Unión se movieron. El radar les había informado en el mismo momento. Cambiaron de vector, pero se encontraron con el fuego de varias naves… La Unión perdió naves auxiliares, recibió daños, se dirigió al extremo del campo de batalla a pesar del fuego, en pos de la Tibet y la Polo Norte. Se oyó un sonoro juramento a través del comunicador, la voz de Mazian emitía una corriente de obscenidades. Quedaban doce cargueros de los catorce que habían entrado, una nube de naves auxiliares y naves ultrarrápidas, que habían tomado de la estación y unido a sus líneas.
—¡Písales los talones! —dijo la potente voz de Porey a través del comunicador.
—Negativo, negativo —replicó Mazian—. Mantengan sus posiciones.
El ordenador todavía los tenía sincronizados. Sin querer, la potente señal de mando de la Europe les había puesto en comunicación con Mazian. Vieron que la Flota de la Unión rebasaba su zona de fuego, dirigiéndose a la Tibet y la Polo Norte. Tras ellos surgió un resplandor de energía: las interferencias habían cesado.
—¡Le alcanzamos! —dijo el comunicador.
La Pacific debía de haber dejado fuera de combate a aquel tullido transporte de la Unión unos minutos antes. Podían ocurrir otras cosas al otro lado del sistema, que no podrían controlar. Podían perder Pell. Un disparo podría eliminar la estación, si eso era lo que pretendía el adversario.
Signy flexionó una mano, se enjugó el rostro, oprimió los botones para informar a Graff, y éste se hizo cargo al instante de los controles. Volvían a reducir la velocidad, maniobrando de acuerdo con las instrucciones de Mazian. Se oyeron protestas a través del comunicador. «Negativo», repitió Mazian. Todos los tripulantes de la nave murmuraron.
—No tienen ninguna posibilidad —musitó Graff de un modo demasiado audible—. Debían haber entrado antes…
—Eso es percepción tardía, señor Graff. Tome las cosas como vienen. —Signy movió el mando para hablar por el comunicador general—. No podemos movernos de aquí. Si es una maniobra fingida, una nave podría acercarse y acabar con Pell. No podemos ayudarles… no podemos arriesgar más naves de las que ya estamos a punto de perder. Tienen una opción… aún les queda espacio para huir.
Pensó que lo harían, porque el radar de largo alcance empezó a mostrar que se disponían a virar y emprender el salto. Si los técnicos de la Tibet y la Polo Norte introducían los datos correctos en el ordenador, si la imagen de sus radares se mostraban a Mazian y seguían reflejando la cola de la formación unionista, interpretando mal su maniobra, como si fuera de seguimiento…
La Flota aminoró más su velocidad. El radar mostró un difuminamiento entre los mercantes, indicativo de que el vuelo ralentizado había alcanzado el límite para el salto. Su pérdida era una hemorragia para Pell, una fuerza vital que se volatilizaba en el espacio profundo.
Signy conjeturó el factor tiempo, la velocidad de la Unión, la proliferación de su imagen, la velocidad que podían adquirir la Tibet y la Polo Norte. En aquellos momentos la Tibet ya debía de haberse dado cuenta de que la Unión iba a por ellos, si su radar les decía la verdad…
Su propio radar siguió mostrándoles la situación en curso durante un momento, luego permaneció estacionario, pues el radar de largo alcance no podía efectuar más especulaciones. A través de una neblina amarilla, unas líneas rojas señalaban las trayectorias de las naves.
Se iban acercando. La línea roja alcanzó el punto crítico de decisión y siguió avanzando de cabeza. Signy permaneció inmóvil, observando, como todos los demás. Tenía el puño cerrado y hacía esfuerzos para no golpear algo, el tablero, el asiento, lo que fuera.
Y ocurrió. Vieron lo que ocurría, lo que ya había ocurrido, la inútil defensa, el asalto abrumador. Dos transportes. Siete naves auxiliares. En más de cuarenta años la Flota jamás había perdido naves de una manera tan miserable.
La Tibet atacó. Kant lanzó su transporte a velocidad de salto cerca de la masa de sus enemigos, desintegrando sus propias naves auxiliares y un transporte de la Unión… Se abrió una súbita brecha en el radar, y aquello fue motivo de triste júbilo, que se repitió cuando la Polo Norte y sus naves auxiliares se lanzaron en medio de los unionistas…
Casi pudieron pasar a través del agujero abierto por Kant. Entonces aquella imagen se rompió en mil fragmentos. La señal de ordenador que la Polo Norte había empezado a emitir cesó abruptamente.
Signy no había lanzado ningún viva, sino que se había limitado a asentir lentamente a nadie en particular, recordando a los hombres y mujeres que iban a bordo, nombres conocidos… despreciando la situación en que ellos estaban inmersos. La imagen del radar de largo alcance se difuminó, una vez respondida la pregunta formulada a través del ordenador. Las restantes imágenes que pertenecían a la Unión siguieron corriendo, emprendieron el salto y se desvanecieron de las pantallas. Los unionistas volverían, con refuerzos, con más naves. La Flota había ganado, había resistido, pero se había quedado reducida a sólo siete naves.
Y lo mismo ocurriría la próxima vez y la siguiente. La Unión podía permitirse el sacrificio de naves, que merodeaban en los bordes del sistema, y ellos no se atrevían a ir a darles caza. «Hemos perdido», dijo Signy a Mazian en silencio. «¿Sabes una cosa? Hemos perdido.»
La voz de Mazian apareció serena a través del comunicador.
—Pell está bajo condiciones de revuelta. Desconocemos cuál es la situación allí. Nos enfrentamos con desórdenes. Mantengan la formación. No podemos descartar otro ataque.
Pero de repente se encendieron las luces en los tableros de la Norway. Todo un sector se levantó con una renovada independencia. La Norway quedó separada de la sincronización por ordenador, lo mismo que la África. Las órdenes habían aparecido en la pantalla del ordenador: ASEGUREN BASE. Dos naves iban a regresar y tomar una estación en desorden mientras las restantes se mantenían en su perímetro y espacio para maniobrar.
Signy oprimió los botones para transmitir a través del comunicador general.
—Prepara el armamento, Di. Vamos a tener que apoderarnos de un ensambladero de la estación. Que todos los hombres estén listos para el combate. Dispón un equipo para vigilar las plataformas. Vamos a buscar a las tropas que tuvimos que dejar.
Se oyó un griterío, las voces de los soldados enojados y frustrados a los que volvían a necesitar de repente, para algo que estaban deseando hacer.
—Graff —llamó Signy. Su segundo asintió y se dispuso a partir.
La nave emprendió el rumbo a la estación, seguida de cerca por la África de Porey.
—Dennos acceso para ensamblar —dijo Mallory a través del comunicador—, y abran las puertas de la central, o empezaremos a tomar secciones de esta estación.
En las pantallas apareció la advertencia Colisión. Los técnicos permanecían en sus puestos, pálidos, y Jon se aferró al respaldo del asiento ante la unidad del comunicador, paralizado al darse cuenta de que los transportes se dirigían a la línea media de Pell.
—¡Señor! —gritó alguien.
Las masas brillantes llenaban toda la pantalla. Eran como monstruos que se precipitaban contra ellos, una oscura muralla que finalmente se dividió y rebasó las cámaras por encima y por debajo de la estación. Los tableros se llenaron de interferencias y sonaron las sirenas mientras los transportes pasaban en vuelo rasante sobre la superficie de la estación. Una de las terminales se apagó y una alarma de daños empezó a sonar, avisando con su lamento de que se había producido una despresurización.
Jon giró sobre sus talones, buscando a Jessad, que había estado hasta entonces cerca de la puerta. Sólo vio a Kressich, boquiabierto, aturdido por el lamento de las sirenas.
—Esperamos una respuesta —dijo otra voz más profunda a través del comunicador.
Jessad se había ido. Jessad, o algún otro, había fracasado en Mariner y la estación desapareció.
—¡Busca a Jessad! —gritó Jon a uno de los hombres de Hale—. ¡Tráele aquí inmediatamente!
—¡Vienen de nuevo! —gritó un técnico. Jon se volvió, miró las pantallas y trató de hablar, pero sólo pudo gesticular como un loco.
—Enlace de comunicación —gritó, y el técnico le entregó un micrófono. Tragó saliva, mirando los grandes monstruos que cruzaban la pantalla—. Tienen acceso —gritó al micrófono, procurando en vano dominar su voz—. Repito: soy Lukas el jefe de la estación. Tienen acceso.
—Dígalo de nuevo —replicó la voz de Mallory—. ¿Quién es usted?
—Jon Lukas, jefe de la estación en funciones. Angelo Konstantin ha muerto. Ayúdennos, por favor.
Hubo silencio al otro lado. Las imágenes del radar empezaron a alterarse, las grandes naves se desviaron del rumbo que amenazaba colisión, reduciendo perceptiblemente su velocidad.
—Nuestras naves auxiliares estacionarán primero —dijo Mallory—. ¿Me recibe, estación Pell? Las naves auxiliares estacionarán previamente para servir como transporte de los equipos de plataforma. Deles su ayuda para entrar y luego manténganse fuera de su camino, pues de lo contrario se expondrán a que les disparen. Por cada disturbio con que tropecemos abriremos un agujero en la estación.
—Hay una revuelta aquí —arguyó Jon—. Los internos de cuarentena se han escapado.
—¿Recibe usted mis instrucciones, señor Lukas?
—Pell recibe con claridad. ¿Entiende nuestro problema? No podemos garantizar la carencia de disturbios. Algunas de nuestras plataformas están selladas herméticamente. Aceptamos la asistencia a sus tropas. Estamos asolados por la revuelta. Tendrán nuestra cooperación.
Hubo una larga y vacilante pausa. Otras señales habían aparecido en la pantalla de radar, las naves auxiliares que escoltaban a los transportes.
—Recibimos —dijo Mallory—. Iremos y desembarcaremos con tropas. Procure que mi nave auxiliar número uno quede ensamblada con seguridad. De lo contrario nos abriremos nosotros mismos un acceso y volaremos sección por sección, sin dejar supervivientes. Elija usted mismo.
—Recibimos. —Jon se enjugó el rostro. Las sirenas se habían extinguido y no había más que un aterrado murmullo en el centro de mando—. Deme tiempo para obtener la mayor seguridad posible en la plataforma más segura. Corto.
—Dispone de media hora, señor Lukas.
Jon se volvió e hizo una seña a uno de los guardias de seguridad que estaban al lado de la puerta.
—Pell recibe. Media hora. Les prepararemos una plataforma.
—Azul y verde, señor Lukas. Téngalo en cuenta.
—Plataformas azul y verde —repitió él con voz ronca—. Haremos cuanto podamos.
Mallory cortó la comunicación. Jon alargó la mano para oprimir los botones del comunicador principal.
—Hale —exclamó—. Hale.
El rostro de Hale apareció en la pantalla.
—Mensaje general. Todas las fuerzas de seguridad a las plataformas. Preparen las plataformas azul y verde para la operación.
—Entendido —dijo Hale, y cortó.
Jon cruzó la estancia hasta el umbral donde todavía se encontraba Kressich.
—Hable por el comunicador. Diga a toda esa gente a quien controla, según dice, que permanezca quieta. ¿Me oye?
Kressich asintió. Tenía la mirada perdida, con una expresión de locura en ella. Jon le cogió de un brazo y le llevó hasta el tablero del comunicador, cuyo técnico se apartó apresuradamente. Jon hizo sentarse a Kressich, le dio un micrófono y escuchó mientras Kressich se dirigía a sus lugartenientes por su nombre, pidiéndoles que despejaran las plataformas afectadas. El pánico persistía en los corredores donde todavía funcionaban las cámaras. En el sector verde noveno se veían multitudes pululantes y humo; y por mucho que despejaran, las muchedumbres llenas de pánico penetrarían como aire en el vacío.
—Alerta general —dijo Jon a la jefa del puesto número uno—. Haga sonar la alarma de gravitación nula.
La mujer se volvió, abrió el dispositivo de seguridad y oprimió el botón correspondiente. Empezó a sonar una alarma, distinta y más apremiante que todas las demás señales de aviso que habían sonado en los corredores de Pell.
—Busquen un lugar seguro —decía una voz a intervalos—. Eviten las grandes zonas abiertas. Vayan al compartimiento más cercano y busquen asideros de emergencia. Si se produce una pérdida de gravedad extrema, recuerden las flechas de orientación y obsérvenlas mientras la estación se estabiliza… Busquen un lugar seguro…
El pánico en los corredores se convirtió en una huida a la desbandada. La muchedumbre se agolpaba ante las puertas, gritando.
—Descompense la gravedad —ordenó Jon al coordinador de operaciones—. Denos una variación que puedan percibir ahí afuera.
Brillaron las luces de recepción de la orden, y por tercera vez la estación se desestabilizó. El corredor verde noveno empezó a despejarse a medida que la gente corría hacia lugares más pequeños. Jon volvió a ponerse en comunicación con Hale.
—Envíe fuerzas ahí afuera y despeje las plataformas. Le he dado su oportunidad, maldita sea.
—Señor —dijo Hale, y su imagen se desvaneció en la pantalla.
Jon se volvió, miró inquieto a los técnicos, a Lee Quale, que se aferraba a un asidero junto a la puerta. Hizo una seña a Quale, le cogió de la manga y le atrajo hacia sí.
—El trabajo aún no está acabado en la plataforma verde. Vaya allí y termínelo. ¿Entendido? Termínelo.
—Sí, señor —dijo Quale, y se fue a toda prisa… Sin duda sabía que sus vidas dependían de ello.
Era posible que la Unión ganase. Hasta entonces habían proclamado la neutralidad de la estación, aferrándose a lo que podían. Jon recorrió el pasillo, sujetándose a los asientos y los mostradores cuando las variaciones de la gravedad eran intensas, procurando evitar que cundiera el pánico en la central. Pell era suya. Ya tenía lo que la Unión le había prometido, y lo conservaría bajo la autoridad de Mazian y también bajo la Unión, si tenía cuidado. Y lo había tenido, mucho más de lo que Jessad le había ordenado. No quedaban testigos vivos en la oficina de Angelo, ninguno en Asuntos Legales, tras aquel ataque. Sólo Alicia… la cual no sabía nada, era inofensiva, no tenía voz, y sus hijos…
Damon era el peligro. Damon y su esposa. Él no tenía control sobre Quen. Pero si el joven Damon empezaba a hacer acusaciones…
Miró por encima del hombro y de súbito echó en falta a Kressich. Kressich y dos hombres encargados de vigilarle. La deserción de los suyos le enfureció, pero la huida de Kressich le aliviaba. Aquel hombre se mezclaría con las hordas de la cuarentena, asustado e inalcanzable.
Solamente Jessad… Si no le habían capturado, si estaba suelto, cerca de algún punto vital de la estación…
El radar mostraba la proximidad de las naves auxiliares. A Pell le quedaba todavía un poco de tiempo antes de que llegaran las tropas de Mazian. Un técnico le entregó una identificación positiva de las naves que esperaban allá afuera. Mallory y Porey, los dos verdugos de Mazian. Eran célebres, la una por su crueldad y el otro por gozar de la destrucción. Aquello era una mala noticia.
Permaneció inmóvil, sudoroso, esperando.
Algo ocurría en el exterior. Damon cruzó el suelo cubierto de escombros de la tienda a oscuras y procuró ver de nuevo a través de la ventana opaca por las innumerables muescas. Sufrió una sacudida cuando la roja explosión de un disparo se distorsionó en las muescas. Se oían gritos mezclados con el ruido de maquinaria en funcionamiento.
—Quienquiera que esté ahora ahí afuera, vienen hacia aquí y tienen armas.
Se apartó de la puerta, avanzando con precaución a causa de la gravedad disminuida. Josh se agachó, cogió una de las varillas que habían formado parte de un exhibidor destrozado y se la ofreció. Damon la aceptó y Josh se hizo con otra. Los dos se colocaron cada uno a un lado de la puerta, de espaldas a la pared. No oían ningún sonido próximo a ellos desde el exterior. El griterío parecía lejano. Damon se arriesgó a mirar, pues la luz venía desde el otro lado, y retrocedió de nuevo al ver figuras humanas cerca de la ventana magullada.
La puerta se abrió. Alguien provisto de una tarjeta de prioridad la había accionado desde el exterior. Entraron dos hombres armados. Damon golpeó a uno en la cabeza con la varilla, sin mirar lo que le hacía, por el horror que le producía aquella violencia, y Josh golpeó desde el otro lado. Los hombres cayeron lentamente debido a la escasa gravedad, y una de las armas quedó suelta. Josh la recogió y disparó dos veces para asegurarse. Uno de los hombres se agitó, moribundo.
—Coge el arma —le ordenó Josh, y Damon se agachó, empujó aprensivamente el cuerpo y encontró el plástico de la culata en una mano muerta. Josh, de rodillas, hizo rodar el otro cuerpo y empezó a desvestirlo—. Ropas, tarjetas, identificaciones válidas.
Damon dejó el arma a un lado y, haciendo un gran esfuerzo, desnudó el cuerpo inmóvil, se quitó su traje y se puso el mono ensangrentado. Los corredores estarían llenos de hombres con las ropas ensangrentadas. Buscó en los bolsillos y encontró unos documentos y la tarjeta donde la había dejado caer la mano del muerto. Alzó el documento de identificación hacia la luz. Lee Antón Quale… Compañía Lukas…
Quale. El Quale del motín en Downbelow… y era un empleado de Jon Lukas. Y Jon controlaba el ordenador cuando se abrieron las puertas de la cuarentena, cuando mataron a su padre en el lugar más seguro de todo Pell… cuando su tarjeta dejó de ser útil y los asesinos supieron dónde localizarle… Jon estaba allá arriba.
Una mano se cerró sobre su hombro.
—Vamos, Damon.
Se levantó, estremeciéndose cuando Josh disparó su arma para dejar irreconocible el rostro de Quale y a continuación el del otro cadáver. El propio rostro de Josh estaba bañado en sudor que brillaba a la luz filtrada a través de la puerta de plástico, rígido de horror, pero sus reacciones eran correctas, las de un hombre cuyos instintos sabían lo que estaba haciendo. Se dirigió a la plataforma y Damon corrió con él, salió a la luz y aminoró enseguida su marcha, pues las plataformas estaban prácticamente vacías. El cierre hermético de la plataforma blanca estaba en su lugar, el de la plataforma verde se ocultaba en el horizonte. Caminaron a paso vivo a lo largo del enorme cierre del sector blanco, se introdujeron entre las estructuras metálicas que bordeaban la plataforma y avanzaron bajo aquella cobertura, mientras el horizonte descendía, mostrándoles un grupo de hombres que trabajaban en la maquinaria de ensamblaje, moviéndose lenta y cuidadosamente a causa de la gravedad reducida. Cadáveres, papeles y escombros estaban esparcidos por las plataformas, en espacios abiertos a los que sería difícil llegar sin ser vistos.
—Hay suficientes tarjetas tiradas por ahí para proporcionarnos una gran cantidad de nombres —dijo Josh.
—Para cualquier cerradura que no funcione mediante la voz —murmuró Damon.
No perdieron de vista a los hombres que trabajaban y los que montaban guardia junto a la entrada del sector verde nueve, visible desde donde estaban, mientras se dirigían precavidamente al cadáver más próximo, confiando en que fuera realmente un cadáver y no alguien aturdido o fingiendo estar muerto. Damon se arrodilló, observando todavía a los trabajadores, palpó los bolsillos del caído y extrajo una tarjeta y algunos papeles. Se los guardó en un bolsillo y se acercó a otro cadáver, mientras Josh saqueaba a otros muertos. Luego, incapaz de dominar más sus nervios, se apresuró a ponerse bajo cubierto, y Josh se reunió con él enseguida. Siguieron avanzando por la plataforma.
—El precinto del sector azul está abierto —dijo al ver aquel arco bajo el horizonte.
Por un momento alentó la esperanza de que podrían esconderse y llegar al sector azul cuando el tráfico en los corredores volviera a la normalidad; irían a azul uno y harían preguntas a punta de pistola. Pero aquello era una fantasía. No parecía probable que llegaran a vivir lo suficiente para hacer aquello.
—Damon.
Miró en la dirección que le indicaba Josh, a través de las estructuras metálicas hasta el primer ensambladero del sector verde. Se había encendido una luz verde. Se aproximaba una nave, ya fuera de Mazian o de la Unión. Atronaron los altavoces, lanzando instrucciones al vacío. El cono de ensamblaje de la nave se aproximaba con celeridad.
—Vamos —le susurró Josh, tirándole del brazo, insistiendo en abrirse paso hacia verde nueve.
—La gravedad no disminuye —murmuró, resistiéndose al apremio de Josh—. ¿No ves que es una trampa? La central ha despejado los corredores para que sus propias fuerzas puedan desplazarse por ellos. Esas naves no ensamblarían con una gravedad totalmente inestable; no se arriesgarían con una nave grande. Lo único que han hecho es producir una ligera variación de la gravedad para acabar con los disturbios, pero los corredores no permanecerán despejados. Si corremos por ellos nos encontraremos en medio del lío. No. Quedémonos quietos.
—ECS501 —oyó entonces a través del altavoz, y el corazón le dio un vuelco.
—Una de las naves auxiliares de Mallory —musitó Josh a su lado—. Mallory. La Unión se ha retirado.
Damon miró a Josh, al odio que ardía en su rostro demacrado y angelical ante la desaparición de la esperanza.
Transcurrieron los minutos. La nave se acercó. El equipo de plataforma corrió a asegurar los umbilicales y colocar las conexiones. El acceso se unió al cierre con un siseo audible en todo el vasto ámbito vacío. La maquinaria empezó a zumbar, poniendo el cierre en funcionamiento, y los miembros auxiliares del equipo de plataforma echaron a correr.
Un grupo de hombres surgió de la oscura periferia de las estructuras metálicas, sin armaduras. Dos de ellos corrieron a un extremo, para tomar posiciones con los rifles preparados. Se oyó más ruido de carreras, y el comunicador se puso de nuevo en funcionamiento, transmitiendo las advertencias de la Norway.
—Agacha la cabeza —susurró Josh, y Damon se movió lentamente, se arrodilló junto a la abrazadera de uno de los depósitos móviles tras los que Josh se había puesto a cubierto y trató de ver lo que sucedía más lejos, pero se lo impedía una madeja de umbilicales.
Mallory utilizaba a sus propios hombres para las tareas de ensamblaje en la plataforma, pero Jon Lukas debía seguir al mando allá arriba, en la central, cooperando con Mazian, y bajo la presión del ataque unionista. Mazian preferiría la eficacia a la justicia. ¿Era sensato salir de allí, acercarse a los soldados armados y nerviosos de la Compañía, acusar de asesinato y conspiración a Jon Lukas mientras éste dominaba en la estación y en la central y Mazian sólo pensaba en la Unión?
—Podría salir —dijo, inseguro de sus conclusiones.
—Te comerían vivo —replicó Josh—. No tienes nada que ofrecerles.
Damon le miró a la cara. Del hombre dulce y amable que había salido de Corrección no quedaba nada, salvo quizá el dolor. Una vez le había dicho que si le colocaba ante un tablero de ordenador podría recordar cómo manejarlo; y si le colocaban en una batalla sus instintos también sabrían reaccionar. Las delgadas manos de Josh apretaron el arma entre sus rodillas, y su mirada se fijó en el arco de la plataforma, donde la Norway se disponía a ensamblar. En su rostro pálido y serio se reflejaba el odio. Podría hacer cualquier cosa. Damon notó la culata de la pistola en su mano derecha y llevó el dedo índice al gatillo. Un unionista sometido a Corrección que estaba recobrando su personalidad anterior, que odiaba, que podría proseguir por su cuenta. Aquel era un día de asesinatos. Había demasiados muertos tendidos en el suelo para poder contarlos, y no servían de nada las reglas, ni el parentesco, ni la amistad. La guerra había llegado a Pell, y él había sido un ingenuo toda su vida. Josh era peligroso —le habían entrenado para serlo— y la Corrección a que fue sometido no había cambiado las cosas.
El comunicador anunció la llegada. Se notó la vibración del contacto. Josh tragó saliva, la mirada inmóvil. Damon tendió la mano izquierda y le cogió del brazo.
—No, no hagas nada, ¿me oyes? No puedes alcanzarla.
—No tengo intención de hacerlo —dijo Josh sin mirarle—. Sería una locura.
Dejó el arma a un lado, retirando lentamente el dedo del gatillo, ron un sabor de bilis en la boca. La Norway ya estaba sólidamente ensamblada, tras una segunda vibración producida por el choque de cierres y junturas. Siseó el cierre hermético de unión.
Los soldados salieron a la plataforma, formaron, con gritos de órdenes, y tomaron posiciones relevando a los miembros armados del equipo. Cubiertos por sus armaduras todos eran iguales e implacables. Y de súbito apareció otra figura en lo alto de la curva. Un grito, y otros soldados salieron de los resguardos de tiendas y oficinas, los bares y dormitorios, uniéndose a sus camaradas de la Flota, transportando a sus heridos o muertos con ellos. Hubo cierta agitación en las líneas disciplinadas que los recibieron, abrazos y vivas. Damon se apretó todo lo que pudo a la maquinaria que le ocultaba, y Josh se agachó a su lado.
Un oficial dio órdenes y los soldados empezaron a avanzar ordenadamente desde las plataformas hacia la entrada al sector verde noveno, y mientras algunos la protegían con los rifles preparados, otros se internaron en el sector.
Damon retrocedió, adentrándose en las sombras, y Josh se movió con él. Les llegaron gritos, el sonido de voces resonantes a través de un altavoz. «Despejen el corredor». De repente hubo gritos, chillidos y disparos. Damon apoyó la cabeza en la maquinaria y escuchó, con los ojos cerrados, notó un par de veces que Josh se estremecía ante aquellos sonidos ya familiares, y no logró saber si también él temblaba.
«Se está muriendo», pensó con una calma propiciada por la fatiga, sintiendo que las lágrimas le corrían por el rostro. Finalmente se estremeció. Podían decir lo que quisieran, pero Mazian no había ganado. No existía ninguna posibilidad de que las escasas naves de la Compañía hubieran derrotado definitivamente a la Unión. Aquello no era más que una escaramuza. Y habría otras similares, hasta que no quedara ni una sola nave de la Flota, la Compañía dejara de existir y lo que quedara de Pell estuviera en otras manos. El perfeccionamiento del salto interestelar había restado utilidad a las grandes estaciones. Ahora había mundos, y había cambiado el orden y la prioridad de las cosas. Los militares lo habían visto. Sólo a los Konstantin les había pasado por alto. Su padre tampoco se había dado cuenta, aquel hombre que en cierto sentido no creyó ni en la Compañía ni en la Unión, sino en Pell, que mantuvo la confianza en el mundo al que orbitaba, que desdeñó las precauciones en su interior, que valoró la confianza por encima de la seguridad, que trató de mentirse a sí mismo y creer que los valores de Pell sobrevivirían en tales tiempos.
Había algunos que podrían pasar de un lado a otro, plegarse a cualquier política vigente. Jon Lukas, por ejemplo. Era evidente que lo había hecho. Si Mazian tenía buen sentido para juzgar a los hombres, seguramente recompensaría a Jon Lukas como tenía merecido. Pero Mazian no necesitaba hombres honrados, sino sólo hombres que le obedecieran y a los que pudiera imponer su propia ley.
Y Jon sería un superviviente, en uno u otro lado. Tenía la misma testarudez que su hermana, la madre de Damon, que se negaba a morir. Tal vez la propia testarudez de Damon, que nunca quiso aproximarse a su tío, al margen de lo que hubiera hecho. Quizá en aquellos días Pell necesitaba un gobernador que pudiera cambiar fácilmente de camisa y sobrevivir, negociando todo lo que era negociable.
Pero él no podría hacer eso. Si en aquel momento hubiera tenido a Jon ante él… El odio, en la medida en que lo sentía, era una experiencia nueva para él, aquel era un odio irremediable, como el de Josh, que le llevaría a la venganza si vivía lo suficiente. No deseaba perjudicar a Pell, sino impedir que los proyectos de Lukas llegaran a realizarse. Mientras viviera un solo Konstantin, quienquiera que dominase Pell no podría sentirse seguro. Mazian, la Unión, Jon Lukas… ninguno de ellos poseería Pell hasta que le hubiese capturado. Y él iba a dificultarles su captura durante tanto tiempo como le fuera posible.
Seguía sin haber respuesta. Emilio apretó la mano de Miliko contra su hombro y siguió mirando la pantalla del comunicador, por encima de Ernst, rodeado de otros miembros del personal. No había ninguna noticia de la estación ni de la Flota. Porey y todas sus fuerzas habían despegado del planeta y su silencio era persistente.
—Déjalo ya —le dijo a Ernst, y cuando el resto de los reunidos murmuró les dijo—: Ni siquiera sabemos quién está al mando ahí arriba. No nos dejemos llevar por el pánico, ¿me oís? No quiero que cometáis esa tontería. Si queréis quedaros en la base principal y esperar a que la Unión aterrice, muy bien. No pondré objeciones. Pero no sabemos nada. Si Mazian pierde podría apoderarse de estas instalaciones, ¿comprendéis? Podría desear destruirlas para que nadie sacara provecho de ellas. Quedaros ahí sentados si queréis. Yo tengo otras ideas.
—No podemos huir muy lejos —dijo una mujer—. No podemos vivir ahí afuera.
—Tampoco tenemos muchas posibilidades aquí —replicó Miliko.
El murmullo adquirió tintes de pánico.
—Escuchadme —les dijo Emilio—. Prestadme atención, por favor. No creo que les resulte fácil aterrizar en los chaparrales, a menos que dispongan de un equipo del que no tenemos noticia. Y quizá traten de volar este sitio, en cuyo caso preferiría no estar dentro. Miliko y yo vamos a irnos por la carretera. No estamos dispuestos a trabajar para la Unión, si así terminan las cosas. O quedarnos aquí y tratar con Porey cuando regrese.
Esta vez los murmullos fueron menos intensos; el miedo sustituía al pánico.
—Señor —dijo Jim Ernst—. ¿Quiere que me quede junto al comunicador?
—¿Quieres quedarte aquí?
—No —replicó Ernst.
Emilio asintió lentamente y los miró a todos.
—Podemos llevarnos los compresores portátiles, la cúpula de campaña… y excavar cuando encontremos algún sitio seguro. Podemos sobrevivir ahí afuera. Si nuestras nuevas bases sobreviven en lugares inhóspitos, nosotros también podemos.
Sus compañeros asintieron con semblantes aturdidos. Era demasiado difícil imaginar aquello con lo que iban a enfrentarse. Ni siquiera el propio Emilio podía imaginarlo, y lo sabía.
—Podemos alejarnos con rapidez por la carretera que abrimos para extender las bases. Desmantelar las instalaciones o permanecer aquí. Los que quieran quedarse aquí que lo hagan. No obligaré a nadie a ir a los chaparrales si no lo desea. Hay algo de lo que ya tenemos experiencia, y es que la Unión no pondrá sus manos en los nativos. Pues bien, asegurémonos ahora de que no nos cogerán a nosotros. Disponemos de la comida almacenada que no le mencionamos a Porey. Nos llevamos el comunicador portátil y algunas piezas esenciales de las máquinas que no podamos trasladar enteras… Nos damos un paseo por la carretera, nos internamos en el bosque. Vamos en los camiones hasta donde podamos y luego ocultamos el material pesado y nos lo llevamos poco a poco a nuestro nuevo refugio. Podrían bombardear la carretera y los camiones, pero cualquier otra solución va a llevarles bastante tiempo. Si alguien quiere quedarse aquí y trabajar para la nueva dirección… o para Porey, si aparece de nuevo, que lo haga. No deseo luchar con nadie, y no me interesa intentarlo.
Se hizo un silencio casi absoluto. Luego alguien se separó del grupo y empezó a recoger sus pertenencias personales. Otros le imitaron. A Emilio le latía el corazón con fuerza. Empujó a Miliko hacia sus aposentos para recoger los pocos objetos que iban a llevarse. Las cosas podían suceder de otra manera: sus compañeros podrían entregarles a los nuevos amos, ganando puntos con la oposición. Podían hacerlo perfectamente si se lo proponían, porque eran muchos y, además, estaban los miembros de cuarentena y los trabajadores.
No tenía ninguna noticia de su familia. De haber podido, su padre habría enviado algún mensaje.
—Date prisa —le dijo a Miliko—. Esto va a saberse enseguida en todas partes.
Se metió en un bolsillo una de las pocas pistolas de la base y se puso su chaqueta más recia. Recogió un caja de cilindros para los respiradores, una cantimplora y el hacha de mango corto. Miliko tomó un cuchillo y un par de mantas enrolladas, y salieron de nuevo. El personal se dedicaba a hacer alijos de objetos personales con mantas.
—Cierra la bomba —ordenó Emilio a uno de los hombres— y quítale el conectador.
Dio otras instrucciones y hombres y mujeres se movieron, algunos hacia los camiones y otros para realizar actos de sabotaje.
—Rápido —les gritó—. Nos vamos dentro de quince minutos.
—¿Qué hacemos con los de cuarentena? —preguntó Miliko.
—Les daremos la misma oportunidad. También hay que decírselo a los otros trabajadores, si aún no se han enterado.
Cruzaron la puerta hermética, la antecámara, la segunda puerta y subieron por los escalones de madera hasta salir al caos nocturno. La gente se movía con tanta rapidez como le permitía la escasez de aire. Se oyó el sonido de un vehículo oruga que se ponía en movimiento.
—Ten cuidado —le gritó a Miliko cuando sus caminos divergieron.
Emilio bajó por el sendero de grava y se dirigió al montículo en cuya cima se levantaba la cúpula de cuarentena. A través del plástico se filtraba una débil luz amarillenta. La gente estaba en el exterior, vestida, y no parecían tener más sueño que los demás aquella noche.
—Viene Konstantin —gritó uno, alertando a los demás, y el aviso penetró en la cúpula con la violencia de un portazo.
Él siguió andando y se abrió paso entre sus filas, con el corazón en la garganta.
—A ver, quiero que todo el mundo esté presente —les gritó.
Todos empezaron a salir, unos ciñéndose las chaquetas, otros ajustándose las máscaras. Poco después la cúpula empezó a deshincharse, emitiendo una vaharada de aire caliente que se unió al calor de los cuerpos que rodeaban a Emilio.
—Vamos a marcharnos de aquí —les dijo—. No tenemos ninguna noticia de Pell y es posible que haya caído en poder de la Unión. No lo sabemos. —Hubo gritos de consternación, y algunos ordenaron silencio a sus propios compañeros—. Digo que no lo sabemos. Tenemos más suerte que los habitantes de la estación, porque estamos en un planeta y disponemos de alimentos. Y si tenemos cuidado… también hay aire para respirar. Los que hemos vivido aquí mucho tiempo sabemos que es posible resistir estas condiciones atmosféricas incluso al aire libre. Tenéis la misma alternativa que nosotros. O quedaros aquí y trabajar para la Unión o veniros. Las cosas no van a ser fáciles ahí fuera, y no se lo recomendaría a los niños ni a los viejos, pero tampoco estoy seguro de que vaya a haber aquí mayor seguridad. Si nos alejamos tenemos una oportunidad, pues considerarán que es demasiada molestia ir en nuestra busca. Eso es todo. No vamos a sabotear ninguna máquina que sea necesaria para vuestra vida. Esta base es vuestra si la queréis. Pero si os unís a nosotros seréis bien recibidos. Nos vamos… no os importa adonde, a menos que vengáis con nosotros. Y si venís, será en iguales condiciones que los demás. Ahora, de inmediato.
Se hizo un silencio absoluto. Emilio estaba aterrado. Había sido una locura introducirse sólo en aquel grupo de hombres. Si eran presa del pánico, ni armando todas las fuerzas del campamento se les podría detener.
Alguien detrás de la multitud abrió la puerta de la cúpula, y de súbito hubo un murmullo de voces y los hombres entraron por ella. Alguien gritando que necesitarían mantas y todos los cilindros. Una mujer se lamentaba porque no podía caminar. Emilio permaneció allí inmóvil mientras todos los miembros de la cuarentena desaparecían en el interior de la cúpula, y luego se acercó a la cuesta para mirar las otras cúpulas, de las que salían apresurados hombres y mujeres, transportando mantas y otros objetos, formando una riada humana que bajaba por las laderas, acompañada por los chirridos de los motores, e iluminada por los cascos provistos de lámparas. Ya tenían los camiones preparados. Emilio bajó rápidamente hacia el caos que se arremolinaba en torno a los camiones. Estaban cargando la cúpula de campaña y plásticos de repuesto. Un hombre le mostró una lista de embarque con la misma actitud que si estuvieran cargando los camiones para un viaje de suministro. Algunos trataban de cargar sus bultos personales en los camiones, y el personal discutía con ellos, y los miembros de cuarentena llegaban ya, algunos acarreando más cosas de las que podían poseer en Downbelow.
—Los camiones son para los materiales esenciales —gritó Emilio—. Todas las personas que estén en condiciones irán andando. Los que sean demasiado viejos o estén muy enfermos pueden acomodarse sobre el equipaje o en cualquier espacio disponible. Hay que cargar los objetos pesados en los camiones… pero vais a compartir las cargas, ¿me oís? Nadie irá con las manos vacías. A ver, ¿quién no puede andar?
Se oyeron gritos de algunos de cuarentena que acababan de llegar y presentaban a los niños más frágiles y algunos ancianos. Dijeron que todavía faltaban algunos, gritando, dominados por el pánico.
—¡Tranquilizaos! Los recogeremos a todos. No nos desplazaremos con demasiada rapidez. A un kilómetro carretera abajo empieza el bosque, y no es probable que las tropas se internen en él para buscarnos.
Sintió la mano de Miliko sobre su hombro y la atrajo hacia sí, abrazándola con fuerza. Tenía una ligera sensación de vacío. Era lo menos que uno podía sentir cuando su mundo terminaba. Los habitantes de la estación estaban o prisioneros, o muertos. Empezó a pensar también en esa posibilidad, obligándose a tenerla en cuenta. Sintió náuseas en la boca del estómago y le estremeció un acceso de cólera visceral, disociado de su pensamiento. Sentía deseos de golpear a alguien… pero no había nadie a mano.
Cargaron la máquina del comunicador, bajo la supervisión de Ernst. Por medio de la energía de emergencia y el generador portátil podrían disponer de información… si es que llegaba alguna.
Finalmente, con mantas y sacos hicieron un nido protector para la gente que iría en los camiones. Se movían a la carrera, jadeando, pero parecía haber disminuido el pánico. Aún faltaban dos horas para el alba. Las luces estaban encendidas, gracias a la energía almacenada, y las cúpulas seguían envueltas en un débil fulgor amarillento. Pero faltaba un sonido entre el ruido que producían los vehículos orugas. Los compresores estaban silenciosos.
—En marcha —ordenó Emilio al fin, y los vehículos empezaron a deslizarse lentamente por la carretera.
La gente iba detrás, una columna que seguía la carretera paralela del río. Pasaron ante el molino y entraron en el bosque, donde colinas y árboles cerraban el paisaje de la derecha, aún envuelto en las sombras de la noche. Toda aquella procesión tenía algo de irreal, los faros de los camiones iluminando los juncos, la hierba y los troncos de los árboles, con las siluetas humanas avanzando lentamente detrás, el ruido de los respiradores, los siseos de aspiración y expulsión en un curioso unísono, entre el rumor de los motores. No había quejas, y aquello era lo más extraño, ni objeciones, como si una locura se hubiera apoderado de todos, haciéndoles aceptar aquello. Ya habían tenido un indicio de cómo era el gobierno de Mazian.
La hierba se agitó al lado de la carretera, una línea serpenteante entre los junquillos que llegaban a la cintura. Las hojas se movieron entre los arbustos en el lado de la carretera que miraba a las colinas. Miliko señaló aquel fenómeno. Otros lo habían visto, lo señalaban y murmuraban con aprensión.
Emilio apretó la mano de Miliko, luego la dejó y caminó hacia la hierba, internándose en ella en dirección a los árboles al pie de las colinas, mientras los camiones y la columna continuaban su marcha.
—¡Hisa! —gritó—. ¡Hisa, soy Emilio Konstantin! ¿Nos veis?
Algunos nativos salieron de su escondite, avanzando tímidamente hacia las luces. Uno de ellos tendió los brazos, y Emilio hizo lo mismo. Cuando el nativo llegó a su lado le abrazó enérgicamente.
—Te quiero —dijo el joven macho—. ¿Te vas, Konstantin-hombre?
—¿Saltarín? ¿Eres Saltarín?
—Yo Saltarín, Konstantin-hombre. —El rostro en sombras le miró, y la débil luz de los camiones que se habían detenido iluminaron una amplia sonrisa—. He corrido mucho para verte otra vez. Con todos nuestros ojos podrás estar seguro.
—Te quiero, Saltarín, te quiero. El hisa se bamboleó complacido.
—¿Se van andando?
—Huimos, amigo mío. Hay disturbios en el Mundo Superior, hombres-con-armas. Es posible que vengan a Downbelow. Huimos como los hisa, viejos, jóvenes, algunos de los nuestros no están fuertes, Saltarín. Buscamos un lugar seguro.
Saltarín se volvió hacia sus compañeros, gritó algo que recorrió todos los tonos de la escala musical y los demás le respondieron entre los árboles y las ramas. La extraña y fuerte mano de Saltarín cogió la suya mientras los hisa empezaban a dirigirse a la carretera, donde toda la columna se había detenido. Los más rezagados se habían aproximado para ver.
—Señor Konstantin —gritó un miembro del personal desde la cabina de un camión, en tono nervioso—. ¿No hay peligro si vienen con nosotros?
—No hay peligro alguno —dijo él. Y se dirigió a los otros—: Podéis alegraros porque los hisa han vuelto. Los nativos saben quién es bien recibido en Downbelow y quién no, ¿no es cierto? Nos han estado observando todo este tiempo, esperando para ver qué hacíamos. Eh, vosotros, ¿entendéis? Los hisa conocen todos los lugares a los que podríamos huir, y están dispuestos a ayudarnos, ¿me oís?
Hubo un murmullo de consternación.
—Ningún nativo a dañado jamás a un humano —gritó a la oscuridad, por encima del paciente rumor de los motores.
Apretó con más firmeza la mano de Saltarín, echó a andar junto a ellos, y Miliko, al otro lado, le cogió del brazo. Los camiones reanudaron la marcha, y los hombres caminaron al mismo paso lento. Los hisa empezaron a unirse a la columna, manteniéndose a su lado sobre la hierba, al borde de la carretera. Algunos humanos se apartaban de ellos. Otros toleraban el tímido contacto de una mano ofrecida, incluso los miembros de cuarentena, siguiendo el ejemplo del personal veterano, a los que afectaba menos el aspecto de los hisa.
—Son buena gente —dijo uno de los trabajadores—. Dejémosles que vayan donde quieran.
—Saltarín —dijo Emilio—, queremos un lugar seguro… buscar a todos los humanos de los campamentos, llevarlos a muchos lugares seguros.
—Quieres seguridad, quieres ayuda, ven, ven.
La fuerte mano de Emilio retuvo la del hisa, pequeña en comparación, como si fueran padre e hijo. Por su juventud y tamaño debería ser al revés… Ahora los humanos eran como niños. Iban por una carretera humana hacia un lugar no humano, pero no regresarían, tal vez no regresarían jamás.
—Ven a nuestro lugar —dijo Saltarín—. Tú nos diste seguridad. Soñamos que los hombres malos se iban, y se fueron. Y ahora vienes y nosotros soñamos. No es sueño hisa ni sueño humano; sueño de los dos juntos. Ven al lugar del sueño.
Emilio no comprendía sus palabras. Había lugares más allá de los cuales los humanos nunca habían ido entre los hisa. Lugares de sueño… Ya era un sueño aquella huida de humanos e hisa mezclados, en la oscuridad, tras el desmoronamiento de todo lo que había sido Downbelow.
Habían salvado a los nativos, y en los largos años de dominio de la Unión, cuando llegaran humanos a los que no les importaran nada los hisa… también habían habido otros que los protegieron.
—Vendrán algún día —le dijo a Miliko— y querrán cortar los árboles, levantar sus fábricas, construir presas en el río y todo lo demás. Eso es lo que harán, ¿verdad? Si se lo permitimos. —Agitó la mano de Saltarín y miró el pequeño rostro del nativo—. Vamos a advertir a otros campamentos, pues quiero llevar a todos los humanos a los árboles, con nosotros, para dar un paseo muy, muy largo. Necesitamos agua buena y buena comida.
—Los hisa la encontrarán —sonrió Saltarín, como si le divirtiera una broma que compartían hisa y humanos—. No escondáis buena comida.
Algunos insistían en que los nativos no podían conservar una idea durante mucho tiempo. Quizá el juego terminaría cuando los humanos no tuvieran más regalos que darles. Tal vez perderían su temor reverencial por ellos y les abandonarían. Tal vez no. Los hisa no eran ya los mismos que cuando llegaron los humanos.
Tampoco los humanos eran los mismos que cuando llegaron a Downbelow.
Vittorio se sirvió una copa, la segunda desde que el espacio a su alrededor se había llenado súbitamente con una flota exhausta por la batalla. Las cosas no habían ido como deberían. En la Hammer reinaba el silencio, el triste silencio de una tripulación que percibía a un enemigo entre ellos, un testigo de su humillación nacional. Él no sostenía sus miradas, no opinaba… sólo deseaba anestesiarse lo antes posible y no tener que dar consejos ni opiniones.
Era claramente un rehén. Su padre lo había dispuesto así. Y se le ocurrió que su padre podría haberles traicionado a todos, que él podría ser ahora algo peor que un rehén inútil. Pero podría tener una carta por jugar.
Había intentado decirles que su padre le odiaba, pero ellos no dieron al hecho la menor importancia. No eran quienes tomaban las decisiones. Aquel hombre, Jessad, lo había hecho. ¿Y dónde estaba Jessad ahora?
Parecía que un visitante, alguien de importancia, se dirigía a la nave.
¿Sería el mismo Jessad, para informar de su fracaso y acabar con el inútil rehén que viajaba en la nave?
Tuvo tiempo para terminar la segunda copa antes de que la actividad de la tripulación y un leve golpe en el casco indicaran que se había efectuado el contacto. Se oyeron los sonidos de la maquinaria, el ruido del ascensor y un chirrido cuando el camarín sincronizó con el cilindro de rotación. Alguien subía. Vittorio permaneció inmóvil con el vaso ante él y deseó estar más borracho de lo que estaba. La cubierta, curvada hacia arriba, impedía ver la salida del ascensor, más allá del puente. Vittorio no podía ver lo que ocurría, y sólo observó la ausencia de algunos tripulantes de la Hammer de sus puestos. Alzó la vista con súbita consternación cuando oyó que se acercaban por el otro lado, a su espalda, y entraban en la cámara principal a través del aposento de la tripulación.
Blass, de la Hammer, con dos equipos. Una serie de militares desconocidos y algunos sin uniforme detrás de ellos. Vittorio se irguió y les miró, procurando disimular su nerviosismo. Era un oficial de cabello gris, rejuvenecido, resplandeciente con su uniforme plateado y las insignias metálicas. Y Dayin… Dayin Jacoby.
—Vittorio Lukas —le identificó Blass—. El capitán Seb Azov, al mando de la flota. El señor Jacoby, de su propia estación, y el señor Segust Ayres, de la Compañía Tierra.
—Del Consejo de Seguridad —le interrumpió el último.
Azov se sentó a la mesa y los demás se acomodaron en los bancos, a su alrededor. Vittorio se sentó también, los dedos insensibles sobre la superficie de la mesa, dispuesto a hacer frente a la situación con el aplomo que le daba el alcohol ingerido. Procuró mostrar naturalidad. Habían ido hasta allí para verle, y no era posible que les dé ayuda, ni a ellos ni a nadie.
—La operación ha empezado, señor Lukas —dijo Azov—. Hemos eliminado dos naves de Mazian. No se irán fácilmente. Permanecen cerca de la estación. Hemos solicitado más naves de refuerzo. Pero hemos dispersado a todos los mercantes de gran tonelaje. Sólo quedan los de pequeño tonelaje de Pell, que sirven como camuflaje.
—¿Qué quieren de mí? —preguntó Vittorio.
—Señor Lukas, usted conoce los mercantes con base fuera de la estación. Ha dirigido la Compañía Lukas, al menos hasta cierto punto… y conoce las naves.
Él asintió con aprensión.
—Su nave, Hammer, señor Lukas, va a regresar para atraer la atención de Pell, y por lo que respecta a los mercantes, usted será el operador de comunicaciones de la Hammer… no bajo su nombre verdadero, claro. Se le proporcionará información completa sobre la familia de esta nave, que usted estudiará atentamente, y usted responderá como uno de ellos. Pero si los mercantes ocupados por militares, o Mazian, detuvieran a la Hammer, su vida dependería de su habilidad e inventiva. La Hammer sugerirá a los otros mercantes que la mejor manera de sobrevivir sería llegar al borde del sistema y no intervenir en este asunto, apartarse totalmente del camino y poner fin al comercio con Pell. Queremos que esas naves desaparezcan de la zona, señor Lukas. No queremos que se sepa que hemos manipulado a la Hammer y la Ojo del Cisne, ¿comprende?
Vittorio pensó que las tripulaciones de aquellas naves nunca quedarían libres, no sin pasar previamente por Corrección. Se le ocurrió que su propia memoria era peligrosa para la Unión, que nunca sería beneficioso para los políticos que los mercantes supieran que la Unión había violado su neutralidad, lo cual consideraban un pecado exclusivo de Mazian, que habían confiscado no sólo personal, encarcelándolo, sino naves enteras y nombres, sobre todo los nombres, la confianza, las personalidades de aquella gente. Acarició el vaso vacío ante él, se dio cuenta de lo que hacía y se detuvo en el acto, procurando parecer sobrio y juicioso.
—Mis propios intereses van en esa dirección —replicó—. Mi futuro en Pell no está asegurado ni mucho menos.
—¿Cómo es eso, señor Lukas?
—Abrigo ciertas esperanzas de labrarme una carrera en la Unión, capitán Azov. —Miró el rostro sombrío de su interlocutor, confiando en parecer tan tranquilo como intentaba estar—. Mis relaciones con mi padre… no son precisamente afectuosas, por lo que me entregó a ustedes con gran satisfacción por su parte. He tenido tiempo para pensar, mucho tiempo. Prefiero llegar personalmente a un entendimiento con la Unión.
—Pell se está quedando sin amigos —observó en voz baja Azov, mirando al cariacontecido Ayres—. Ahora la abandonan. La voluntad de los gobernados, señor embajador.
Ayres miró de soslayo a Azov.
—Hemos aceptado esa situación. La misión que yo encabecé nunca se propuso obstruir la voluntad de las personas residentes en estas zonas. Únicamente me siento inquieto por la seguridad de la estación Pell. Hablamos de millares de vidas, señor.
—Se trata de un asedio, señor Ayres. Les interrumpiremos los suministros y obstaculizaremos sus operaciones hasta que se sientan incómodos. —Azov volvió hacia Vittorio y le miró un momento—. Señor Lukas… hemos de evitar que accedan a los recursos mineros y al mismo Downbelow. Un ataque allí… es posible, pero desde el punto de vista militar sería costoso, como también lo serían sus efectos. Por eso nuestro procedimiento consiste en desenredar. Mazian tiene acogotado a Pell. En caso de que pierda dejará destrucción tras sí, se irá de Downbelow y de la misma estación, hacia las Estrellas Posteriores… hacia la Tierra. ¿Quiere que su precioso planeta natal sea utilizado como base por las naves de Mazian, señor Ayres?
Ayres le miró inquieto.
—Ah, es capaz de hacerlo —dijo Azov, sin apartar de Vittorio su mirada fría, penetrante—. Señor Lukas, en eso consiste todo su deber. Reunir información… disuadir a los mercaderes de que sigan comerciando. ¿Comprende? ¿Cree que está capacitado para ello?
—Sí, señor. Azov asintió.
—Ahora, señor Lukas, usted y el señor Jacoby nos permitirán que les excusemos.
Vittorio titubeó, un poco aturdido, percibiendo vagamente que se trataba de una orden y que la fría mirada de Azov no admitía la posibilidad de otras sugerencias. Se levantó de la mesa. Dayin lo hizo también y Ayres, Blass y Azov se quedaron reunidos en consejo. El capitán de la Hammer se preparó para recibir órdenes cuya naturaleza estaba deseando conocer.
Se habían perdido naves. Azov no había dicho toda la verdad. Había oído las habladurías de la tripulación. Faltaban transportes enteros. Y ellos iban a ser enviados al centro del conflicto.
Se detuvo donde la curva cerraba la zona de reunión, miró a Dayin y se sentó en un banco ante la mesa de la sala de la tripulación.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó a Dayin, por el que nunca había sentido demasiado afecto; pero un rostro familiar era un alivio en aquel lugar frío y en aquellas circunstancias.
Dayin asintió.
—¿Y tú? —Era más cortesía de la que generalmente había obtenido del tío Dayin.
—Bien.
Dayin se sentó frente a él.
—Dime la verdad —le preguntó Vittorio—. ¿Cuántas naves han perdido ahí afuera?
—Han recibido daños muy graves. Creo que Mazian les ha causado algunas bajas. Sé que faltan naves… Creo que los transportes Victory y Endurance han desaparecido.
—Pero la Unión puede construir más. Están pidiendo refuerzos. ¿Hasta cuándo va a seguir esto?
Dayin movió la cabeza y dirigió una mirada significativa hacia arriba. El zumbido de los ventiladores hacía que se diluyeran las conversaciones de las zonas vecinas, pero no evitaban que los sensibles aparatos de escucha recogieran todo lo que decían.
—Lo tienen acorralado —dijo entonces Dayin—. Pueden conseguir suministros indefinidamente, pero Mazian está inmovilizado ahí. Lo que Azov ha dicho es cierto. A la Unión le ha resultado muy costoso, pero a Mazian todavía más.
—¿Y qué me dices de nosotros?
—Francamente, prefiero estar aquí que en Pell.
Vittorio se echó a reír. Se le empañó la visión, sintió un súbito dolor en la garganta y agitó la cabeza.
—Lo he dicho en serio —dijo para aquellos que podrían estar escuchándoles—. Daré a la Unión todo lo mejor que tengo. Es lo mejor que me ha ocurrido jamás.
Dayin le miró de un modo extraño, con el ceño fruncido quizá comprendiendo lo que quería decir. Por primera vez en sus veinticinco años sintió una especie de afinidad con alguien. Le sorprendía que tuviera que ser Dayin, el cual tenía tres décadas más que él y una experiencia diferente. Pero un cierto tiempo en la Profundidad podía convertir en camaradas a los individuos más distintos, y quizá, pensó, quizá Dayin ya había efectuado su elección y Pell no era ya el hogar de ninguno de los dos.
El fuego alcanzó la pared. Damon se acurrucó más en el rincón que ocupaban, pero Josh le cogió y le hizo incorporarse de un salto para emprender una carrera, avanzando entre la muchedumbre despavorida que retrocedía desde el sector verde nueve a las plataformas. Un hombre resultó alcanzado por un disparo y rodó por el suelo a sus pies. Ellos saltaron por encima del cuerpo y siguieron corriendo, en la dirección en que querían dirigirles las tropas.
Residentes de la estación, fugados de la cuarentena… no había diferencia entre ellos. El fuego barría las estructuras de apoyo y las fachadas de las tiendas, explosiones silentes en el caos de gritos Los disparos iban dirigidos a las estructuras y no al vulnerable casco de la estación, pasaban por encima de sus cabezas, sobre aquella multitud en desbandada. Damon y Josh avanzaron más despacio al encontrarse en la plataforma blanca, y se abrieron paso entre la gente desorientada y presa de pánico que seguía corriendo. Los últimos que, en su terror, parecían pensar que continuaban los disparos. Damon atisbo un refugio entre las tiendas, junto a la pared interior, y se dirigió allí con Josh pisándole los talones. Llegaron al ancho umbral de un bar que había sido cerrado herméticamente contra los revoltosos, un lugar donde sentarse tranquilamente, donde no llegarían disparos hechos al azar.
Varios cuerpos estaban tendidos en la plataforma delante de ellos. No podía decir si llevaban allí algún tiempo o si acababan de caer. La visión de los cadáveres se había convertido en algo normal en las últimas horas. Hubo actos ocasionales de violencia mientras permanecieron sentados al abrigo de aquel umbral, peleas entre estacionados y posibles internos de cuarentena. La mayoría de la gente iba sin rumbo, a veces pronunciando nombres, padres en busca de sus hijos, amigos o parejas buscándose. A veces se producían alegres reuniones… y en una ocasión un hombre identificó a uno de los muertos y se puso a gritar y sollozar. Damon ocultó la cabeza entre los brazos. Finalmente algunas personas se llevaron a aquel hombre.
Y por fin los militares enviaron destacamentos de soldados con armadura a la zona, para reunir a los equipos de trabajo y ordenarles la recogida de los cadáveres para lanzarlos al vacío. Damon y Josh se acurrucaron en lo más profundo del amplio umbral y esquivaron aquella tarea; los soldados elegían a los activos e incansables.
Entonces los nativos salieron de sus escondites, tímidamente, con pasos precavidos y lanzando temerosas miradas a su alrededor. Se encargaron, sin que nadie se lo pidiera, de limpiar las cubiertas, frotando hasta eliminar los signos de la muerte, fieles a sus deberes cotidianos de limpieza y orden. Damon les miró con una débil esperanza, pues era la primera cosa buena que veía en muchas horas… el regreso de los afables nativos al servicio de Pell.
Dormitó un poco, como lo hicieron otros sentados en la zona de las plataformas, como lo hizo Josh a su lado, acurrucado contra el marco de la puerta. De vez en cuando lo despertaban los anuncios del comunicador general sobre horarios restaurados o la promesa de que se enviaría comida a todas las zonas.
Comida. Aquel pensamiento empezaba a obsesionarle. No decía nada al respecto, pero se abrazaba las rodillas y sentía los miembros débiles a causa del hambre. Lamentó no haberse preocupado de comer antes, pues no estaba acostumbrado al ayuno. Como mucho se había saltado una comida en un día de intenso trabajo. En tales casos era una inconveniencia, un malestar, pero ahora empezaba a ser algo más, cambiaba su naturaleza, haciéndole oponer resistencia a todo. Jugaba con su mente, preveía nuevas dimensiones de sufrimiento. Si le capturaban y reconocían era probable que fuese en una cola para obtener comida; pero tenían que salir de su refugio para alimentarse, o se morirían de hambre. Su misma permanencia se hizo aún más evidente cuando el aroma de la comida se difundió por las plataformas y otros se movieron, cuando pasaron los carritos empujados por nativos. La gente los asaltaba, arrebatando cosas a gritos; pero entonces los escoltaron los soldados y cesó el desorden. Los carros de comida se iban aproximando. Damon y Josh se pusieron en pie, apoyados en el umbral del bar.
—Voy a salir —dijo finalmente Josh—. Quédate aquí. Diré que estás herido. Conseguiré suficiente comida para los dos.
Damon movió la cabeza. Estaba sudoroso, despeinado, vestido con un mono manchado de sangre. Si no podía cruzar la plataforma por temor al arma de un asesino o a que le reconociera un soldado, iba a volverse loco. Por lo menos no parecían pedir los documentos de identidad para repartir la comida. Tenía tres tarjetas, aparte de la suya propia que no se atrevería a usar. Josh tenía dos más la suya, pero las fotos no coincidían.
Era un acto sencillo: avanzar bajo la mirada de un guardia, coger un bocadillo frío y un envase de zumo de fruta tibio y retirarse. Pero cuando lo hizo regresó al refugio de la tienda con una sensación de triunfo, y se agachó allí para comer mientras Josh se le unía… Comió y bebió, sintiendo con aquel acto trivial como si hubiera pasado gran parte de la pesadilla, y se vio inmerso en una nueva realidad en la que ya no contaban los sentimientos humanos, sino sólo la cautela animal.
Oyó entonces el agudo y ondulante lenguaje de los nativos. El que empujaba el carrito de la comida hablaba con otros de su especie, al otro lado de la plataforma. Damon se sobresaltó; los nativos eran generalmente tímidos cuando las cosas estaban en calma a su alrededor. El soldado de escolta se inquietó también; bajó el rifle y miró a su alrededor. Pero no había nada, sólo sosiego, gente atemorizada y serios nativos de ojos redondos, que se habían detenido y ahora seguían con sus ocupaciones. Damon terminó el bocadillo mientras el carrito pasaba por la elevación curva de la plataforma en dirección al sector verde.
Un nativo se acercó a ellos, arrastrando una caja en la que echaba los recipientes de plástico. Josh le miró inquieto mientras el nativo tendía la mano, y él le entregaba los envoltorios. Damon echó los suyos en la caja y alzó la vista asustado cuando el nativo posó suavemente una mano en su brazo.
—Tú Konstantin-hombre.
—Vete —susurró él ásperamente—. No digas mi nombre, nativo. Me matarán si me descubren. Calla y márchate rápido.
—Yo Dienteazul. Dienteazul, Konstantin-hombre.
—Dienteazul —recordó él. Los túneles, el nativo al que habían disparado. Los fuertes dedos del nativo le apretaron más.
—Nativa de nombre Lily nos envió a Sol-su-amiga, tú llamas «Licia». Envió a nosotros para parar a los Lukas, no entrar en su morada. Te amo, Konstantin-hombre. «Licia» segura, nativos rodean a ella, mantienen a salvo. Te llevamos, ¿quieres?
A Damon le costó respirar por unos instantes.
—¿Viva? ¿Está viva?
—«Licia» segura. Envió a buscarte, para estar seguro con ella.
Damon trató de pensar, aferrado a la mano peluda, mirando fijamente los ojos redondos y marrones, deseando saber mucho más de lo que podía decirle el nativo en su inglés chapurreado.
—No, no. Ella correrá peligro si vamos allí. Hombres-con-armas, ¿entiendes, Dienteazul? Los hombres me buscan. Dile… dile a Alicia que estoy a salvo. Dile que me escondo y que Elene se marchó con las naves. Todos estamos bien. ¿Me necesita, Dienteazul? ¿Me necesita?
—Segura en lugar. Nativos con ella, todos los nativos aquí arriba. Lily con ella. Satén con ella. Todos, todos.
—Dile… dile que la quiero. Dile que tanto Elene como yo estamos bien. Te amo, Dienteazul.
Los brazos marrones le abrazaron. Él también abrazó fervorosamente al nativo y éste le dejó y se escabulló como una sombra, dedicándose rápidamente a recoger desperdicios mientras se alejaba. Damon miró a su alrededor, temeroso de que pudieran haberles observado, pero no encontró otra cosa que la mirada asombrada de Josh. Él desvió la vista, se enjugó los ojos con el brazo que descansaba sobre su rodilla. El aturdimiento disminuyó y empezó a sentir miedo de nuevo. Tenía algo por lo que temer, alguien a quien aún podían dañar.
—Tu madre —dijo Josh—. ¿Hablaba de ella? Él asintió sin hacer comentarios.
—Me alegro de que esté bien —le dijo el joven sinceramente.
Damon asintió por segunda vez. Parpadeó, tratando de pensar, sintiendo como si su cerebro estuviera sometido a continuas sacudidas que le harían perder el juicio.
—Damon.
Él alzó la vista y miró en la dirección de la mirada de Josh. Surgían del horizonte pelotones de soldados, procedentes de la plataforma verde, en formación, con aspecto de disponerse a alguna acción inmediata. Lentamente, disimulando, Damon se levantó, se sacudió la ropa y se volvió de espaldas a la plataforma para proporcionar cobertura a Josh mientras se incorporaba. Con el mayor disimulo empezaron a dirigirse en la dirección contraria.
—Parece que van a reunirse aquí —dijo Josh.
—No corremos peligro —le aseguró Damon. No eran los únicos en movimiento. El corredor de la sección blanca no estaba lejos. Avanzaron entre otros que parecían tener el mismo motivo, encontraron un lugar público para descansar cerca de uno de los bares que estaba en la esquina del nivel blanco noveno. Josh dobló la esquina y Damon le siguió. Ambos descansaron un momento y prosiguieron su camino, a paso normal. Había guardias apostados en las intersecciones del corredor con la plataforma, pero no hacían nada, sólo mirar. Siguieron caminando por el nivel noveno y se detuvieron ante una unidad pública de comunicación.
—Tápame —dijo, y Josh se inclinó contra la pared entre ellos y la abertura del nivel noveno, donde estaban los guardias.
—Voy a ver qué tarjetas tenemos, cuántos créditos y quienes eran sus propietarios. No necesito mi propia tarjeta de dirigente para hacerlo, sólo un número de registro.
—De una cosa estoy seguro —dijo Josh en voz baja—, y es de que no parezco un ciudadano de Pell. Y tu cara…
—Nadie quiere que se fijen en él; nadie puede entregarnos sin hacerse notar. Eso es lo mejor que tenemos. Todo el mundo quiere pasar desapercibido.
Colocó la primera tarjeta en la ranura y oprimió las teclas. Altener, Leslie, 789,90 créditos en cuenta, casado, un hijo, empleado, concesión de ropas. Se guardó aquella tarjeta en el bolsillo, pues no quería robar a los supervivientes. Lee Antón Quale, soltero, tarjeta de personal en la Compañía Lukas, con permiso de circulación restringido, 8967,89 créditos… una cantidad sorprendente para semejante hombre. William Teal, casado, sin hijos, jefe de carga, 4567,67 créditos, permiso de circulación en los almacenes.
—Veamos las tuyas —le dijo a Josh.
Este le entregó sus tarjetas y Damon introdujo la primera febrilmente en la ranura, preguntándose si tantas solicitudes seguidas desde una terminal pública no pondrían sobre aviso a los operadores de la central de ordenadores. Secil Sazony, soltero, 456,78 créditos, maquinista y cargador en ocasiones, privilegios en los aposentos del personal; Louis Diban, divorciado tras cinco años de matrimonio, sin personas a su cargo, 3421,56, capataz de equipo de plataforma. Se metió las tarjetas en el bolsillo y echó a andar seguido por Josh, el cual llegó a su altura al doblar una esquina que les dio acceso a un cruce de pasillos. Torcieron a la derecha y encontraron un almacén. Todas las plataformas eran idénticas en los corredores centrales e inevitablemente había en todas un almacén de mantenimiento. Damon encontró la puerta, de la que habían desprendido los indicativos, utilizó la tarjeta del capataz para abrirla y encendió las luces. Había ventilación en aquel almacén de papel, artículos de limpieza y herramientas. Josh entró tras él y oprimió el botón para cerrar la puerta.
—Un agujero donde escondernos —le dijo, y se guardó la tarjeta que había usado, pensando que era la mejor de las llaves que poseían.
—Vamos a quedarnos aquí y, pasadas unas horas, entraremos en turno de día. Dos de las tarjetas pertenecían a personas de ese turno, solteras, con permisos de circulación en las plataformas. Sentémonos. Las luces se apagarán enseguida. No podemos mantenerlas encendidas… El ordenador descubrirá que hay luz en un almacén y nos delatará… Es muy económico.
—¿Estamos seguros aquí?
Damon rió amargamente, se sentó, apoyándose en la pared, las piernas dobladas a fin de hacerle sitio a Josh frente a él entre la multitud de bultos. Aún tenía el arma en el bolsillo, y la palpó para asegurarse de su presencia. Aspiró hondo.
—No hay ningún lugar seguro.
La cara de ángel estaba manchada de grasa, el pelo revuelto. Josh parecía aterrado, además de exhausto, aunque había sido su instinto lo que les habían salvado bajo el fuego. Entre los dos, uno conociendo los accesos y el otro con los reflejos adecuados, constituirían un considerable problema para Mazian.
—Antes te han disparado —le dijo—. No sólo en una nave… más cerca de aquí. ¿Lo sabes?
—No lo recuerdo.
—¿De veras?
—He dicho que no.
—Conozco la estación, cada agujero, cada pasadizo; y si los transbordadores empiezan a moverse de nuevo, si las naves empiezan a ir y venir de las minas, utilizaremos las tarjetas para acercarnos lo suficiente a las plataformas, unirnos a un equipo de carga, introducirnos en una nave…
—¿Y adonde iremos entonces?
—A Downbelow, o a las minas de los asteroides. En ninguno de esos lugares nos harán preguntas. —Era un sueño que creaba a fin de consolarse y consolar a Josh—. O tal vez Mazian decida marcharse de Pell. Todo es posible.
—Antes de irse destrozaría la estación, y las instalaciones de Downbelow con ella. ¿Querría dejar a la Unión una base que usarían contra él cuando retrocediera?
Aquella verdad, que ya conocía, hizo fruncir el ceño a Damon.
—¿Tienes una mejor sugerencia sobre lo que deberíamos hacer?
—No.
—Podría entregarme, negociar para recuperar el control, evacuar la estación.
—¿Crees que eso es viable?
—No, —Era algo que ya había descartado—. No lo creo. Las luces se apagaron. El ordenador las había cerrado. Sólo continuó la ventilación.
—Pero no hay necesidad —dijo Porey en voz baja, implacable su rostro moreno cruzado por una cicatriz—. No necesitamos ya su presencia, señor Lukas. Ha cumplido usted con su deber cívico. Ahora vuelva a sus aposentos. Uno de mis hombres se encargará de que llegue allí con seguridad.
Jon miró a su alrededor en el centro de control, a los soldados que estaban allí, con los seguros de sus rifles levantados, la mirada fija en el nuevo turno de técnicos que manejaban los controles, mientras los demás dormían bajo custodia. Hizo acopio de valor para transmitir órdenes al jefe de ordenadores, se detuvo en seco cuando un soldado hizo un movimiento preciso, el leve crujido de la armadura, el rifle apuntándole.
—Señor Lukas —dijo Porey—. Tenemos la norma de disparar contra quienes ignoran las órdenes.
—Estoy cansado —dijo él nerviosamente—. Me alegro de irme, señor. No necesito escolta.
Porey hizo un gesto. Uno de los soldados que estaban junto a la puerta se hizo cortésmente a un lado, dejándole pasar. Jon salió, el soldado tras él, luego a su lado imponiéndole una compañía no deseada. Pasaron junto a otros soldados que montaban guardia en el tranquilo sector azul uno, que mostraba las huellas de los disturbios.
Estaban ensamblando más naves de la Flota. Se habían aproximado en un perímetro más estrecho, decidiendo finalmente ensamblar en las plataformas, lo cual le parecía a Lukas una locura de los militares, un riesgo que no comprendía. El riesgo de Mazian, y el suyo propio. Y el de Pell, porqué Mazian había vuelto.
Era posible que hubieran castigado seriamente a la Unión, aunque le resultaba difícil creerlo. Tal vez había cosas mantenidas en secreto. Puede que se produjera un retraso en la toma de la estación por parte de las fuerzas unionistas. Le preocupaba pensar que el dominio de Mazian podría prolongarse.
De repente salieron unos soldados del ascensor en el sector azul uno, soldados que exhibían una insignia distinta. Le interceptaron y presentaron a su escolta un papel.
—Venga con nosotros —le ordenó uno de ellos.
—He recibido instrucciones del capitán Porey… —objetó, pero otro hombre le empujó con el cañón de su pistola y le hizo avanzar hacia el ascensor. Europe, decían sus insignias. Tropas de la Europe. Mazian había llegado.
—¿Adónde vamos? —les preguntó presa del pánico. Habían dejado atrás al soldado de la África—. ¿Adónde me llevan?
No obtuvo respuesta. Era una intimidación deliberada. Sabía a donde iban… sus sospechas se confirmaron cuando, tras descender en el ascensor, le acompañaron por el corredor del sector azul nueve a las plataformas, hacia el brillante tubo de acceso de una nave ensamblada.
Nunca había estado a bordo de una nave de guerra. Estaba tan abarrotada como un carguero, y Lukas sintió claustrofobia. Los rifles en manos de los soldados a su espalda no le hacían sentirse mejor, y cada vez que titubeaba, al girar a la izquierda, al entrar en el ascensor, le empujaban con los cañones de las armas. Se sentía enfermo de miedo.
No le abandonaba la idea de que lo sabían. Trataba de persuadirse de que lo habían llevado allí por cortesía militar, que Mazian había decidido reunirse con él en su condición de nuevo jefe de la estación y que quería jactarse o intimidarle. Pero en aquel lugar podrían hacer lo que quisieran. Podían arrojarle al vacío espacial a través de un conducto de evacuación de basuras, y sería indistinguible de los centenares de cadáveres que ahora flotaban a la deriva, congelados, y que constituían una molestia en la vecindad de la estación. Un vehículo recogedor espacial tenía que actuar sobre toda aquella materia congelada y arrojarla lejos. No, habría la menor diferencia. Lukas trató de serenarse para mantener sus reflejos en funcionamiento, pues serían su única posibilidad de sobrevivir.
Le hicieron salir del ascensor a un pasillo vigilado por soldados, y entraron en una sala más amplia que las anteriores, con una mesa redonda ante la que no se sentaba nadie. Le obligaron a sentarse en una de las sillas y se quedaron esperando con los rifles sobre sus brazos.
Entró Mazian, con un uniforme azul oscuro sin ningún distintivo, el rostro ojeroso. Jon se puso en pie, en señal de respeto. Conrad Mazian le hizo un gesto para que se sentara de nuevo. Entraron otros que fueron ocupando sus lugares alrededor de la mesa, oficiales de la Europe, ninguno de los capitanes. La mirada de Jon iba de uno a otro.
—Jefe de estación en funciones —dijo Mazian en tono sosegado—. Veamos, señor Lukas, ¿qué le ocurrió a Angelo Konstantin?
—Murió —dijo Jon, haciendo lo posible para que sus reacciones no resultaran sospechosas—. Los alborotadores invadieron las oficinas de la estación. Le mataron junto con todo su personal.
Mazian se limitó a mirarle, con expresión inescrutable. Jon sudaba.
—Creemos que puede haber existido una conspiración —continuó Jon, adivinando los pensamientos del capitán… el ataque a los demás oficiales, la apertura de la puerta de cuarentena, el cronometraje de todo ello—. Estamos investigando.
—¿Qué han descubierto?
—Nada todavía. Sospechamos la presencia de agentes de la Unión que de algún modo se infiltraron en la estación mientras se procesaba a los refugiados. Puede que dejaran pasar a algunos porque tenían amigos o parientes en cuarentena. Aún no comprendemos cómo pudieron pasar los contactos. Sospechamos confabulación con los guardias de barrera… conexiones de mercado negro.
—Pero no han encontrado nada todavía.
—Aún no.
—Y no descubrirán nada pronto, ¿verdad, señor Lukas?
El corazón empezó a latirle muy fuerte. Se esforzó para que el pánico no se reflejara en su rostro. Creyó que lo conseguía.
—Pido disculpas por la situación, capitán, pero hemos estado bastante ocupados, enfrentándonos a la revuelta, con los daños sufridos por la estación… trabajando últimamente a las órdenes de sus capitales Mallory y…
—Sí. Una buena jugada, los medios que utilizó usted para eliminar los disturbios de los corredores. Pero la revuelta ya había amainado por entonces, ¿no es cierto? Creo que se dejó pasar a residentes de cuarentena a la central.
A Jon le costaba respirar. Se hizo un silencio prolongado. No se le ocurría nada que decir. Mazian hizo una señal a uno de los guardias apostados junto a la puerta.
—Estábamos en crisis —dijo Jon, cualquier cosa para llenar aquel terrible silencio—. Puede que haya actuado arbitrariamente, pero se nos presentó una oportunidad de controlar una situación peligrosa. Sí, traté con el consejero de esa zona, el cual no creo que estuviera implicado en la situación, pero su autoridad podía calmar los ánimos… no había nadie más en el…
—¿Dónde está su hijo, señor Lukas? Él se quedó mirándole en silencio.
—¿Dónde está su hijo?
—En las minas. Lo envié a las minas en un carguero de pequeño tonelaje. ¿Está bien? ¿Ha tenido noticias suyas?
—¿Por qué lo envió, señor Lukas?
—Francamente, para mantenerlo lejos de la estación.
—¿Por qué?
—Porque últimamente había estado al frente de las oficinas de la estación mientras yo estaba en Downbelow. Al cabo de tres años surgieron ciertos problemas con respecto a lealtades y autoridades y canales de comunicación en las oficinas que tiene aquí la compañía. Pensé que una breve ausencia ayudaría a solucionar las cosas, y quería tener a alguien allá en las minas que pudiera hacerse cargo si se interrumpían las comunicaciones. Una jugada política, por razones internas y por seguridad.
—¿No fue para equilibrar la presencia en la estación de un hombre llamado Jessad?
Tuvo la sensación de que se le iba a detener el corazón. Movió la cabeza con calma.
—No sé de qué me habla, capitán Mazian. Si tiene la bondad de decirme cuál es la fuente de su información…
Mazian hizo un gesto y alguien entró en la sala. Jon alzó la vista y vio a Bran Hale, el cual desvió la mirada.
—¿Se conocen ustedes? —preguntó Mazian.
—Este hombre estaba confinado en Downbelow por mala administración y motín. Tuve en cuenta su historial y le contraté. Me temo que fue una equivocación otorgarle mi confianza.
—El señor Hale se acercó a la África con la idea de enrolarse… Afirmó que tenía cierta información. Pero usted niega totalmente conocer a un hombre llamado Jessad.
—Que el señor Hale hable por sus propios conocidos. Esto no es más que una invención.
—¿Y un tal Kressich, consejero de cuarentena?
—Como le he explicado, el señor Kressich estaba en el centro de control.
—También lo estaba ese Jessad.
—Podría haber sido uno de los guardias de Kressich. No le pregunté sus nombres.
—¿Qué dice usted, señor Hale?
El rostro de Bran Hale se ensombreció.
—Me atengo a lo que he dicho, señor.
Mazian asintió lentamente y sacó lentamente su pistola. Jon se echó atrás en un movimiento brusco, y los hombres a su espalda le hicieron sentarse de nuevo con violencia. Se quedó mirando la pistola, paralizado.
—¿Dónde está Jessad? ¿Cómo efectuó el contacto con él? ¿Adónde puede haber ido?
—Esta ficción de Hale es…
Mazian alzó el seguro de la pistola, con un ruido leve y mortífero.
—Me amenazó —dijo Jon con voz entrecortada—. Me amenazó para que cooperase. Se apoderaron de un miembro de mi familia.
—Así que le entregó a su hijo.
—No tuve alternativa.
—Hale —dijo Mazian—. Usted, sus compañeros y el señor Lukas pueden ir al compartimiento vecino. Y grabaremos todo lo que digan. Les dejaremos a usted y al señor Lukas solucionar su discusión en privado, y cuando lo hayan resuelto, volverán aquí de nuevo.
—No —dijo Jon—. No. Le daré la información, todo lo que sé.
Mazian rechazó la oferta agitando una mano. Jon intentó aferrarse a la mesa. Los hombres a su espalda le pusieron en pie. Él se resistió, pero se lo llevaron, cruzando la puerta, al corredor. El equipo de Hale estaba allí afuera.
—Hará lo mismo con ustedes —gritó Jon en dirección a la sala donde seguían reunidos los oficiales de la Europe—. Acéptenlo y les servirá de la misma manera. ¡Está mintiendo!
Hale le cogió del brazo y le llevó a la habitación que les aguardaba. Los demás entraron tras ellos. La puerta se cerró.
—Estás loco —dijo Jon—. Estás loco, Hale.
—Has perdido —replicó Hale.
El parpadeo de las luces, el ruido de los ventiladores, el borboteo ocasional de comunicaciones desde otras naves… todo aquello tenía una familiaridad que era como un sueño, como si Pell nunca hubiera existido, como si estuviera de nuevo en la Estelle y la gente que la rodeaba pudiera volverse y presentarle unos rostros familiares, conocidos desde su infancia. Elene se abrió paso a través del abarrotado centro del control de la Finity's End y se introdujo en el hueco de una consola colgante para obtener una visión del radar. Todavía tenía sus sentidos embotados por las drogas. Se llevó una mano al vientre, sintiendo unas nauseas desacostumbradas. El salto no le haría daño alguno al feto. Las mujeres de los mercantes habían demostrado una y otra vez la fuerza de su constitución y su tolerancia a las tensiones que se sucedían durante toda su vida. Las nueve décimas partes de sus molestias se debían a los nervios, pues las drogas no eran demasiado fuertes. No perdería el bebé, ni siquiera pensaría en esa posibilidad. Poco después, su pulso, que se había acelerado por el breve desplazamiento desde la cámara principal, se serenó de nuevo y las oleadas de náusea cedieron. Observó las nuevas señales en la pantalla. Los mercantes se aproximaban, deslizándose sin energía, al punto de gravedad nula, de manera similar a su partida de Pell, a fin de avanzar en el espacio real tan velozmente como pudieran para ir por delante de las naves que avanzaban como una ola hacia una playa. Bastaría que algún piloto se equivocara y entrase en el espacio real demasiado cerca del punto para que tanto ellos como el recién llegado dejasen de existir, convertidos en una miríada de fragmentos. Elene siempre había pensado que aquel destino era especialmente desagradable. Durante los próximos minutos seguirían corriendo aquel riesgo.
Pero ahora llegaban en número cada vez mayor, abriéndose paso hasta aquel refugio en un orden razonable. Era posible que hubieran perdido algunas naves al atravesar la zona de batalla. Ella no sabría decirlo.
La náusea la afectó de nuevo. Iba y venía con cierta regularidad. Tragó saliva varias veces, decidida a hacer caso omiso, y miró desazonada a Neihart, el cual había dejado los controles de la nave a su hijo y se acercaba a verla.
—Tengo una proposición —le dijo ella tragando saliva varias veces más—. Déjeme de nuevo el comunicador. No podemos correr desde aquí. Mire lo que hay detrás de nosotros, capitán. La mayor parte de los mercantes que transportaban cargas para las estaciones de la Compañía. Somos muchos, ¿no le parece? Y si nos lo proponemos, podemos conseguir más.
—¿Qué se le ocurre?
—Que nos defendamos y salvaguardemos nuestros intereses, que empecemos a preguntarnos en serio lo que estamos haciendo antes de desperdigarnos por ahí. Hemos perdido las estaciones a las que servíamos. Y estamos dejando que la Unión nos absorba, que nos imponga su voluntad… ¿por qué estamos pasados de moda si nos comparamos con sus nuevas naves militares? Esa es la idea que podríamos producirles si les pedimos licencia para servir a sus estaciones. Pero mientras las cosas estén inseguras tenemos voz y voto, y apuesto a que algunos de los llamados mercantes de la Unión se dan cuenta también de lo que les espera, tan claramente como nosotros. Podemos interrumpir el comercio con todos los planetas y estaciones, podemos dejarlos aislados. Llevamos medio siglo dejándonos avasallar, Neihart, medio siglo siendo el blanco de cualquier nave de guerra que no está de humor para respetar nuestra neutralidad. ¿Y qué conseguiremos cuando los militares lo tengan todo? ¿Quiere darme acceso al comunicador?
Neihart reflexionó un largo momento.
—Cuando las cosas vayan mal, Quen, se sabrá en todas partes cuál fue la nave que incitó a la revuelta. Tendremos problemas.
—Lo sé —dijo con voz ronca—. Pero aún así se lo pido.
—Puede disponer del comunicador si lo desea.
Signy se volvió inquieta y chocó con un cuerpo dormido, un hombro, un brazo inerte. Por un momento no pudo recordar quién era, todavía confusa por el sueño. Finalmente pensó que era Graff. Volvió a tenderse, apoyada cómodamente en él. Habían terminado juntos su turno. Mantuvo un instante la mirada fija en la oscura pared, la hilera de cajones bajo la tenue luz procedente de un lugar situado sobre su cabeza. No le gustaban las imágenes que se proyectaban en sus párpados, cuando cerraba los ojos, las sombras de la muerte que no podía apartar de su memoria…
Pell era suyo. Las naves Atlantic y Pacific efectuaban su patrulla solitaria con todas las naves auxiliares de la flota, por lo que la capitana y su segundo se atrevían a dormir. Signy deseaba vivamente que la Norway estuviera de patrulla. El pobre Di Janz tenía el mando en las plataformas y dormía en el acceso delantero cuando podía conciliar el sueño. Sus soldados estaban esparcidos por las plataformas, de mal talante. Diecisiete de ellos habían resultado heridos y nueve muertos durante los disturbios de la cuarentena, lo cual no contribuía a mejorar su estado de ánimo. Hacían guardia por turnos, pero no tenían otros planes. Cuando llegaran las naves de la Unión, subirían a bordo y la Flota reaccionaría tal como lo había hecho en lugares cuyas posibilidades eran tan malas como allí… Fuego contra los objetivos alcanzables y mantener abiertas las restantes opciones tanto tiempo como fuera posible. Era una decisión de Mazian, no suya.
Finalmente cerró los ojos y exhaló un apacible suspiro. Graff se movió contra ella y quedó inmóvil de nuevo, una amistosa presencia en la oscuridad.
—Duerme —dijo Lily.
Satén aspiró hondo y se rodeó las rodillas con los brazos. Habían complacido a Sol-su-amiga. La Soñadora había llorado de alegría al oír la noticia que Dienteazul le había traído: Konstantin-hombre y su amigo estaban a salvo… Era tan asombroso ver las lágrimas correr por aquel rostro sereno… Y los hisa se sintieron muy apenados hasta que comprendieron que las lágrimas eran de felicidad. Ahora brillaban los ojos oscuros y vivaces, y todos se habían apiñado para verlos. «Os quiero», había susurrado la Soñadora. «Os quiero a todos.» Y añadió: «Mantenedle a salvo.»
Entonces sonrió al fin y cerró los ojos.
—Sol-brilla-a-través-de-las-nubes. —Satén dio un suave codazo a Dienteazul, y éste, que se había aplicado a acicalarse, procurando en vano poner en orden su pelaje por respeto al lugar, la miró—. Vuelve y vigila a ese joven Konstantin-hombre. Los hisa de ahí arriba son otra cosa; tú eres muy rápido, muy listo cazador de Downbelow. Le observas. Anda, vete.
—Bien —accedió Lily—. Bien, manos fuertes. Vete.
Él se volvió tímidamente, como joven macho que era, pero los otros se apartaron haciéndole sitio. Satén le miró con orgullo, porque hasta los viejos desconocidos se daban cuenta de su valía. Y era cierto: su amigo tenía un ingenio agudo y rápido. Tocó a los Viejos y a ella, y luego con pasos silenciosos abandonó la reunión.
Y la Soñadora durmió, segura entre los hisa, aunque por segunda vez los humanos habían luchado contra otros humanos y el mundo seguro de allá arriba se había balanceado como una hoja en la corriente del río. El Sol la miraba, y las estrellas todavía ardían a su alrededor.
Los camiones avanzaron lentamente a través de la zona despejada, solitaria, las cúpulas abatidas, los almacenes vacíos y, por encima de todo, el silencio de los compresores que era la señal inequívoca de abandono. Era la base número uno, el primer campamento después de la base principal. Un ligero viento hacía oscilar las puertas abiertas. Ahora la cansada columna caminaba dispersa, todos mirando la desolación, y Emilio lo contempló sintiendo una punzada en el corazón, porque él había ayudado a construir lo que ahora era una ruina. No había la menor señal de que habitara alguien allí. Se preguntó hasta dónde habrían llegado carretera abajo, y cuál sería su situación.
—¿Los hisa vigilan aquí también? —le preguntó a Saltarín, casi el único hisa que permanecía con la columna, junto a él y a Miliko.
—Nuestros ojos ven —respondió Saltarín, lo cual le dijo a Emilio menos de lo que quería saber.
—Señor Konstantin. —Un hombre llegó a su lado desde la cola de la columna, un trabajador de cuarentena—. Tenemos que descansar, señor Konstantin.
—Después de atravesar el campamento —le prometió él—. Hemos de hacer lo posible para no permanecer en campo descubierto. ¿De acuerdo?
El hombre permaneció inmóvil, dejando que pasara la columna hasta que llegó su propio grupo. Emilio dio una palmadita en el hombro de Miliko y anduvo con más rapidez hacia los dos vehículos oruga que encabezaba la comitiva; rebasó a uno en el claro, y alcanzó al otro cuando llegaban a los últimos tramos de la carretera, llamó la atención del conductor y le hizo señas para que se detuviera medio kilómetro más adelante. Entonces se paró y dejó que la columna avanzara hasta que Miliko se reunió con él. Se daba cuenta de que algunos de los trabajadores de más edad y los niños podrían hallarse en los límites de sus fuerzas. Aunque caminaran con los respiradores puestos, no podían aguantar un esfuerzo sostenido durante tantas horas. Se detenían para descansar y las peticiones de hacer un alto eran cada vez más frecuentes.
Empezaron a dispersarse, algunos quedándose demasiado rezagados. Emilio llevó a Miliko a un lado y observó el paso de la columna.
—Descansaremos más adelante —iba diciendo a cada grupo que cruzaba ante él. Seguid avanzando hasta que lleguemos allí.
Poco después llegó el final de la columna, una hilera de caminantes extenuados que iban a la zaga. Los más viejos, pacientes y tenazmente decididos y un par de miembros del personal que iban en último lugar.
De repente apareció otro miembro del personal que venía del otro extremo de la hilera, corriendo, tropezando con otros que le hacían preguntas. Emilio y Miliko corrieron hacia él.
—Hemos recibido un mensaje a través del comunicador —dijo el hombre jadeando, y Emilio siguió corriendo por el inclinado margen de la carretera, doblando las curvas bordeadas de árboles, hasta que vio los camiones y la gente reunida alrededor de ellos. Se abrió paso entre la multitud, hacia el camión delantero, en el que estaba sentado Jim Ernst con el ordenador y el generador. Subió a la caja del camión, pasó entre los equipajes, los fardos y los viejos que no podían caminar, hasta llegar al lado de Ernst, y se quedó inmóvil mientras Ernst se volvía hacia él, apretando con una mano el auricular a su oreja, con una expresión en los ojos que sólo prometía desgracia.
—Muerto —dijo Ernst—. Tu padre… Disturbios en la estación.
—¿Y mi madre y mi hermano?
—No hay noticias, ni tampoco de otras bajas. Es un mensaje militar, de la Flota de Mazian. Quieren ponerse en contacto con nosotros. ¿Respondo?
Estremecido, aspiró hondo, consciente del silencio que se había hecho a su alrededor, de la gente que le miraba, entre ellos un puñado de residentes de la cuarentena cuyas miradas eran tan solemnes como las imágenes de los hisa.
Alguien más subió a la caja del camión y se acercó a él, rodeándole con un brazo. Era Miliko y él agradeció su presencia. El cansancio y la conmoción le hacían estremecerse. Ya había previsto que ocurría aquello; ahora tenía la confirmación.
—No, no respondas —ordenó. Se alzaron murmullos entre la multitud. Se volvió a ellos—: No hay noticias de más víctimas —les gritó, ahogando los rumores—. Ernst, diles lo que has recibido.
Ernst se puso en pie y se lo dijo. Emilio abrazó a Miliko, cuyos padres y hermana estaban allá arriba, sus primos y tíos. Los Dee podrían sobrevivir o morir sin que lo registraran los mensajes. Había más esperanza para ellos. No eran objetivos a eliminar como los Konstantin.
La Flota había controlado la estación e impuesto la ley marcial. La cuarentena… Ernst titubeó y luego prosiguió tenazmente, ante todos los rostros alzados hacia él… La cuarentena se había rebelado y se habían escapado de su sección, con destrucción y pérdida de vidas, tanto de internos como de estacionados.
Uno de los viejos internos de cuarentena lloraba. Emilio pensó entristecido que quizá también ellos tenían por quien preocuparse.
Miró hilera tras hilera de rostros serios, los de su propio personal y los trabajadores, los miembros de cuarentena y algunos hisa. Ahora nadie se movía ni decía nada. No había más que el viento entre las hojas y el rumor del río más allá de los árboles.
—Así que van a venir aquí —dijo esforzándose por mantener la voz firme—. Volverán y querrán que les cultivemos la tierra y trabajemos en los molinos y los pozos, y la Compañía y la Unión seguirán luchando, pero no ya por Pell, que ya no estará en sus manos, sino que podrán apoderarse de lo que cultivemos para llenar sus bodegas. Si nuestra propia Flota viene aquí y nos hace trabajar a punta de pistola… ¿qué ocurrirá cuando la Unión venga después de ellos? Querrán más y más trabajo, y ninguno de nosotros podrá intervenir para nada en lo que ocurra en Downbelow. Volved si queréis, trabajad para Porey hasta que llegue aquí la Unión. Pero yo sigo adelante.
—¿Adónde, señor?
Quien le formuló la pregunta era el muchacho, cuyo nombre había olvidado, aquel al que Hale había intimidado el día del motín. Su madre estaba con él, rodeándole con un brazo. No se trataba de desafío sino de un sincero deseo de saber.
—No lo sé —admitió Emilio—. A cualquier lugar seguro a que nos lleven los hisa, si existe alguno, para estar allí, excavar y vivir. Cultivar para nosotros mismos.
Un murmullo se extendió entre ellos. El temor era siempre un sentimiento omnipresente en aquellos que no conocían Downbelow, temor a la tierra, a los lugares donde el hombre estaba en minoría. Los hombres que no se preocupaban de los hisa en la estación, les temían en el campo abierto porque allí dependían de ellos. La pérdida de un respirador, un fallo… En Downbelow se moría por cosas así. El cementerio situado en la base principal había crecido al mismo ritmo que el campamento.
—Los hisa jamás han hecho daño a los humanos —les dijo de nuevo—. Y eso a pesar de las cosas que hemos hecho, a pesar de que aquí somos extraños. —Bajó del camión, golpeó los blandos surcos de la carretera, alzó las manos a Miliko, sabiendo que ésta, por lo menos, estaba de su parte. Ella bajó sin decir nada—. Podemos dejaros en el campamento anterior. Al menos haremos eso por aquellos que quieran arriesgarse a trabajar para Porey. Y pondremos en funcionamiento los compresores.
—Señor Konstantin.
Emilio alzó la vista. Era una de las mujeres ancianas, desde la caja del camión.
—Soy demasiado vieja para trabajar tanto, señor Konstantin. No quiero quedarme atrás.
—Muchos de nosotros seguiremos adelante —dijo un hombre.
—¿Alguien desea volver? —preguntó uno de los capataces de la cuarentena—. ¿Es necesario que hagamos volver a uno de los camiones con alguien?
Se hizo un silencio. Las cabezas se agitaron. Emilio los miró a todos, fatigado.
—Saltarín —dijo a uno de los hisa que esperaban al borde del bosque—. ¿Dónde está Saltarín? Lo necesito.
Saltarín salió de entre los árboles en la ladera de la colina.
—Ven —le gritó el hisa, haciéndole señas hacia la colina y los árboles—. Venid todos.
—Estamos cansados, Saltarín. Y necesitamos las cosas de los camiones. Si vamos en esa dirección no podremos llevar los camiones, y a algunos de nosotros nos es imposible caminar. Hay enfermos, Saltarín.
—Los hisa llevamos enfermos. Muchos, muchos hisa. Robamos buenas cosas de los camiones, Konstantin-hombre. Robamos para ti. Venid.
Emilio miró los rostros consternados y dubitativos de los demás.
Los hisa les rodearon. Salieron más y más del bosque, algunos incluso con pequeños hisa, a los que los humanos raramente veían. Que se atrevieran a salir de aquel modo era una prueba de confianza. Toda la compañía debió entenderlo así, porque no hubo protestas. Ayudaron a los viejos y los enfermos a bajar de los camiones. Fuertes jóvenes hisa entrelazaron las manos para ayudarles. Otros cargaron con las provisiones y el equipo.
—¿Y qué ocurrirá cuando nos localicen? —musitó Miliko preocupada—. Tenemos que encontrar un refugio profundo, y rápidamente.
—Se necesitan detectores muy sensibles para distinguir a los humanos de los hisa. Tal vez no les parecerá rentable ir en nuestra busca… de momento.
Saltarín llegó a su lado, le tomó de la mano y arrugó la nariz, gesto que en los hisa correspondía a un guiño.
—Anda, vamos.
No estaban en condiciones de hacer un largo camino, por mucho que las noticias hubieran renovado su fortaleza y sus temores. Una pequeña ascensión por la colina y luego la marcha entre los arbustos y los brezos bastó para que todos jadearan, y algunos de los que habían iniciado la marcha por su propio pie tuvieron que ser acarreados por los hisa. Poco después los mismos hisa empezaron a andar con más lentitud. Y al final, cuando el número de humanos a los que tenían que cargar superó sus posibilidades, hicieron un alto y se tendieron a dormir entre los brezos.
—Hay que buscar refugio —le instó Emilio a Saltarín—. Las naves nos localizarán. Es peligroso.
—Duerme ahora —se limitó a decir Saltarín, acurrucándose en el suelo, sin que nada pudiera ponerle en movimiento, ni a él, ni a los otros.
Emilio se quedó mirándole impotente, recorrió con la vista la ladera en que hisa y humanos yacían tras haber dejado en el suelo sus cargas, algunos arrebujados en sus mantas y otros demasiado cansados para tenderlas. Emilio utilizó la suya a modo de almohada y se tendió al lado de Miliko, atrayéndola hacia él bajo el sol que se filtraba a través de las ramas. Saltarín se acercó a ellos y rodeó a Emilio con un brazo. No pudo hacer más que abandonarse a un sueño profundo y reparador.
Las sacudidas de Saltarín le despertaron, y vio a Miliko agachada, con las manos en las rodillas. Una leve niebla humedecía las hojas. Anochecía, el cielo estaba encapotado y amenazaba lluvia.
—Pensé que debería despertarte, Emilio. Creo que vienen unos hisa muy importantes.
Emilio se incorporó, entrecerrando los ojos para ver entre la fría niebla, mientras otros humanos se despertaban a su alrededor. Los hisa visitantes eran Viejos que habían salido de entre los árboles. Tres de ellos con abundantes cabellos blancos en su pelaje. Emilio les hizo una reverencia, que le pareció apropiada en la tierra y los bosques de aquellos seres. Saltarín hizo una reverencia y se bamboleó, pareciendo más serio de lo que Emilio habría deseado.
—No hablan lenguaje humano —le advirtió—. Dicen que vayamos con ellos.
—De acuerdo. Miliko, haz que se levanten los demás.
Miliko fue a despertar a los pocos que seguían durmiendo, y pronto todos los humanos dispersos por la ladera de la colina, cansados y humedecidos por la niebla, se levantaron y recogieron sus pertenencias. Llegaron más hisas. Los bosques parecían rebosantes de ellos, y era probable que cada tronco ocultara un cuerpo de pelaje marrón.
Los Viejos desaparecieron entre los árboles. Saltarín esperó a que los demás estuvieran dispuestos y se puso en marcha. Emilio se echó al hombro la manta de Miliko y lo siguió.
Cada vez que un humano parecía rezagarse y andaba penosamente, rozando las hojas mojadas y las ramas goteantes, los hisa estaban allí para ayudar, cogerles de la mano y hablarles afectuosamente. Incluso aquellos que no podían comprender el lenguaje humano. Tras ellos llegaron los otros, los hisa ladrones, cargando con la cúpula hinchable, los compresores, los generadores, su propia comida y todo lo que habían podido llevarse de los camiones, aunque no supieran como utilizarlo, como un enjambre de insectos carroñeros.
Cayó la noche, y siguieron caminando durante gran parte de ella, siempre a través del bosque, pero los hisa los guiaban para que ninguno pudiera extraviarse, y se apiñaban a su alrededor cuando se detenían, a fin de que no les afectara tanto el frío.
Y en una ocasión se oyó un trueno en los cielos que no tenía nada que ver con la lluvia.
«Aterrizaje». La palabra pasó de unos a otros. Los hisa no preguntaron nada. Sus aguzados oídos podrían haberlo captado mucho antes.
Porey había regresado. Probablemente era Porey. No perderían mucho tiempo inspeccionando la base abandonada y enviarían coléricos mensajes a Mazian. Tendrían que conseguir información mediante los detectores, decidir qué hacer con ella y solicitar la aprobación de Mazian… Todo aquel tiempo sería precioso para ellos.
Siguieron su marcha, descansando a intervalos, y cuando no podían más, los amables nativos estaban allí para tenderles una mano, instarles a seguir, persuadirles. Sentían el frío y la humedad cuando se paraban, aunque no llovía. Y agradecieron la llegada de la mañana, la primera aparición de la luz entre los árboles, que los nativos saludaron con gorjeos, parloteo y renovado entusiasmo.
De súbito disminuyeron los árboles, la luz del día se hizo más y más clara en una ladera que descendía hacia una vasta llanura. Llegaron a lo alto de una pequeña elevación y vieron que los hisa salían de entre los árboles y se internaban en aquel ancho valle… Con repentina inquietud, Emilio se dio cuenta de que era el santuario, la zona que los hisa siempre habían pedido que permaneciera suya, libre de hombres, una gran extensión sólo suya y para siempre.
—No —protestó Emilio, mirando a su alrededor en busca de Saltarín. Le hizo una señal para que se acercara, y el joven hisa se apresuró a obedecerle—. No, Saltarín, no debemos salir al campo abierto. No debemos, ¿me oyes? Los hombres-con-armas vienen en naves. Sus ojos verán.
—Los Viejos dicen que vengáis —replicó Saltarín, sin dejar de caminar, como si dicho esto no hubiera nada que argumentar.
Empezaba ya el descenso, todos los hisa bajando como una marea marrón de los árboles, cargando con humanos y el equipaje de éstos, seguidos por más y más humanos, hacia la soleada llanura.
—¡Saltarín! —Emilio se detuvo, y Miliko a su lado—. Los hombres-con-armas nos encontrarán aquí. ¿Me comprendes, Saltarín?
—Comprendo. Ven a todos, hisa, humanos. Nosotros vemos también.
—No podemos ir ahí abajo. Nos matarán, ¿me oyes?
—Ellos dicen que vayamos.
Los Viejos. Saltarín se apartó de él y siguió ladera abajo, miró atrás y llamó con una seña a Emilio y Miliko.
Emilio echó a andar, sabiendo que era una locura, sabiendo que existía una manera hisa de hacer las cosas que no correspondía a la humana. Los hisa nunca habían alzado sus manos contra los invasores de su mundo, se habían sentado, mirando, y eso era lo que harían ahora. Los humanos les habían pedido ayuda y ellos se la prestaban a su modo.
—Les hablaré —dijo a Miliko—. Hablaré con los Viejos y se lo explicaré. No podemos ofenderles, pero escucharán… Saltarín, espera, Saltarín.
Pero Saltarín siguió andando, delante de ellos. Los hisa prosiguieron su descenso imparable por la herbosa ladera hacia la llanura, en cuyo centro, por donde parecía correr un arroyo, había algo parecido a un puño de roca en posición vertical y un círculo pisoteado, una sombra, que finalmente Emilio distinguió como un círculo de seres reunidos alrededor de aquel objeto.
—Deben estar reunidos todos los hisa junto a ese río —dijo Miliko—. Es una especie de lugar de encuentro, como un santuario.
—Mazian no lo respetará, y no es probable que la Unión lo haga tampoco.
Preveía una matanza, un desastre, los hisa allí sentados, impotentes, mientras se producía el ataque. Pensó que los ilativos, su misma amabilidad, habían hecho de Pell lo que era. Hubo un tiempo en que los humanos de la Tierra estaban aterrados por las informaciones de vida extraterrestre. Se hablaba incluso de colonias abandonadas por temor a otros descubrimientos… pero no terror en Downbelow, nunca allí, donde los hisa iban con las manos vacías al encuentro de los humanos y les infectaban con su confianza.
—Tenemos que persuadirles para que salgan de aquí.
—Estoy contigo —dijo Miliko.
—¿Os ayudo? —preguntó un hisa, tocando la mano de Miliko, pues andaba cojeando y apoyada en Emilio. Ambos negaron con la cabeza y siguieron andando juntos, ahora detrás de la muchedumbre de hisa, pues la mayoría de los otros se habían adelantado, arrebatos por la locura generalizada, incluso los viejos, transportados por los hisa.
El descenso era largo y descansaron mientras el sol pasaba al cénit, siguieron su marcha descansando a intervalos, y el sol se deslizó hacia abajo y brilló más allá de las colinas bajas y redondeadas. El cilindro de la máscara de Emilio dejó de funcionar estropeado por la humedad y los mohos del bosque, mal augurio para los otros. Jadeó contra la obstrucción, buscó otro cilindro, contuvo la respiración mientras efectuaba el cambio y volvió a ponerse la máscara. Ahora caminaban lentamente por la llanura.
A lo lejos se alzaba una masa en forma de pez, una columna irregular que sobresalía de un mar de cuerpos hisa… y no solo hisa. Había humanos allí, los cuales se levantaron y fueron a su encuentro. Allí estaba Ito, de la base dos, con su personal y trabajadores, y Jones, de la base uno, con los suyos. Les tendieron las manos, con un aspecto tan sorprendido como el de ellos.
—Dijeron que viniéramos aquí —explicó Ito—. Dijeron que vendríais.
—La estación ha caído —dijo Emilio. La marea viviente seguía avanzando, hacia el centro, y los hisa le instaban a seguir, a él y a Miliko sobre todo—. Nos hemos quedado sin alternativas, Ito. Mazian está al frente… esta semana. No sé lo que ocurrirá la próxima.
Ito se quedó atrás, y Jones, con su propia gente. Había otros humanos, muchos centenares, reunidos allí, todos en pie, serios, como paralizados. Emilio vio a Deacon, del equipo de los pozos; a Mcdonald, de la base tres, a Herbert y Tausch de la cuatro; pero los hisa se lo llevaron, y cogió la mano de Miliko para no separarse en medio de la multitud. Ahora estaban rodeados únicamente de hisa. La columna se acercaba más y más, revelando que no era una columna, sino un grupo de imágenes, como aquellas que los hisa habían regalado a la estación, rechonchas y globulares unas, altas otras, cuerpos con múltiples rostros hisa, bocas abiertas en expresión de sorpresa y ojos muy abiertos mirando eternamente al cielo.
Era una obra antigua de los hisa, y Emilio se sintió presa de un temor reverente. Miliko redujo el paso y alzó la vista, rodeada por los hisa, y se sintió igual que Emilio perdida, pequeña y extraña ante aquella alta y antigua estatua de piedra.
—Ven —le ordenó una voz de hisa. Era Saltarín, que le cogió la mano y le llevó al pie de la imagen.
Estaban allí sentados los hisa más viejos de todos, los rostros y los hombros plateados, rodeados de pequeños palos clavados en la tierra, con rostros grabados y cuentas colgantes. Emilio vaciló, sin decidirse a entrar en aquel círculo, pero Saltarín le llevó a presencia de los Viejos.
—Siéntate —le ordenó Saltarín.
Emilio y Miliko hicieron sendas reverencias y se sentaron con las piernas cruzadas ante los cuatro ancianos. Saltarín habló en la lengua hisa y le respondió el más frágil de los cuatro.
Y entonces, con mucho cuidado, el Viejo alargó una mano para tocar primero a Miliko y luego a Emilio, como si los bendijera.
—Es buena vuestra venida —dijo Saltarín, quizá traduciendo—. Os saludan cariñosamente.
—Dales las gracias, Saltarín. Dales muchísimas gracias, pero diles que hay peligro desde el Mundo Superior. Que los ojos de allí arriba miran este lugar y los hombres-con-armas pueden venir aquí y hacer daño.
Saltarín habló. Cuatro pares de ojos les miraron serenamente. Uno respondió.
—Si viene una nave de arriba, les traeremos aquí. Vendrán, verán, se irán.
—Estáis en peligro. Por favor, haz que lo comprendan. Saltarín tradujo. El más viejo alzó una mano hacia las imágenes apiladas por encima de ellos y respondió:
—Lugar hisa. Llega la noche. Dormimos, soñamos que se van.
Habló entonces otro de los ancianos. Entre lo que decía se distinguía un nombre humano: Bennett. Y luego otro: Lukas.
—Bennett —corearon los más próximos—. Bennett, Bennett, Bennett.
El murmullo rebasó los límites del círculo, moviéndose como el viento entre los reunidos.
—Robamos comida —dijo Saltarín, sonriente—. Aprendemos a robar bien. Robamos para ti, te ponemos a salvo.
—Armas —protestó Miliko—. Armas, Saltarín.
—Aquí a salvo. —Saltarín hizo una pausa para captar algo de lo que decían los Viejos—. Os dan nombres: El-viene-de-nuevo, y Ella-alza-las-manos. To-he-me; Mihan-tisar. Vuestro espíritu bueno. Aquí estáis seguros. Os amamos. Bennett-hombre nos enseñó a soñar sueños humanos. Ahora nosotros os enseñamos sueños hisa. Os amamos, To-he-me, Mihan-tisar.
No supo qué decir y se limitó a mirar las grandes imágenes de ojos redondos dirigidos al cielo. Después paseó la vista en torno suyo, sobre los reunidos que parecían extenderse hasta el horizonte, y por un momento le pareció que era posible, que aquel lugar tenía una cualidad reverencial y temible que impediría la proximidad de cualquier enemigo.
Los Viejos empezaron a entonar un cántico, que se extendió poco a poco entre todos los demás. Los cuerpos empezaron a oscilar, siguiendo el ritmo del canto.
—Bennett… —decían una y otra vez.
—Nos enseñó a soñar sueños humanos… Te llaman El-viene-de-nuevo.
Emilio se estremeció, rodeó a Miliko con un brazo, bajo aquel susurro que paralizaba la mente, como el golpear de un martillo sobre bronce o el suspiro de algún gran instrumento que llenaba el cielo crepuscular.
El sol declinó al fin. La desaparición de la luz dejó pasar el frío y un suspiro de incontables gargantas, interrumpiendo el cántico. Luego la aparición de las estrellas levantó entre ellos suaves gritos de alegría.
—Aquella se llama Ella-sale-primero —les dijo Saltarín, y fue nombrando una tras otra a las estrellas, mientras los demás hisa las saludaban como si fueran amigos que volvían. Andan-juntas, Sale-en-primavera, Siempre-danza…
El cántico volvió a animarse, en tono menor, y los cuerpos oscilaron.
La fatiga se apoderó de ellos. A Miliko se le cerraban los ojos. Emilio trató de sostenerla, de permanecer él mismo despierto, pero los hisa cabeceaban también, y Saltarín les dio unos golpecitos, haciéndoles saber que podían descansar.
Emilio durmió y al despertar encontró a su lado alimentos y bebida. Se quitó la máscara para comer y beber, comiendo y respirando alternativamente. En todas partes los pocos que estaban despiertos se movían entre la multitud dormida, para hacer sus necesidades. Emilio sintió las suyas propias y se deslizó entre la inmensa multitud hacia los bordes, donde dormían otros humanos, y más allá, hasta las trincheras sanitarias excavadas por los hisa. Permaneció algún tiempo en los límites del campamento, hasta que llegaron otros y recobró el sentido del tiempo, y volvió a ver las estatuas, el cielo estrellado y la muchedumbre dormida.
Emilio captó la respuesta hisa. Estar allí, sentados bajo los cielos, hablando con los cielos y sus dioses viéndolos a ellos… Los humanos tenían esperanza. Sabía en el fondo que era una locura, pero dejó de temer por sí mismo y hasta por Miliko. Aguardaban un sueño, todos ellos; y si los hombres dirigían sus armas contra los dulces soñadores de Downbelow, entonces la esperanza moriría. Por eso los hisa los habían desarmado al principio… con las manos vacías.
Regresó hacia Miliko, hacia Saltarín y los Viejos, creyendo de un modo absurdo que estaban a salvo, de una manera que nada tenía que ver con la vida y la muerte, que aquel lugar estaba allí desde tiempo inmemorial y había esperado mucho antes de que llegaran los hombres, mirando a los cielos.
Se tendió al lado de Miliko y miró las estrellas, pensando en sus alternativas.
Y por la mañana llegó una nave.
No hubo pánico entre los millares de hisa, ni tampoco entre los humanos, sentados entre ellos. Emilio se levantó, cogiendo a Miliko de la mano y observó cómo se posaba la nave, primero la sonda de aterrizaje, al otro lado del valle, donde podía encontrar terreno despejado.
—Debería ir a hablar con ellos —dijo a los Viejos a través de Saltarín.
—No hables —respondió el viejo—. Espera. Sueña.
—Me pregunto si realmente quieren llevarse a todo Downbelow allá arriba, a la estación —observó plácidamente Miliko.
Otros humanos se habían levantado. Emilio se sentó con Miliko, y todos los demás empezaron a sentarse de nuevo, a esperar.
Al cabo de largo tiempo se oyó el sonido distante de un altavoz.
—Hay humanos aquí —atronó la voz metálica a través de la llanura—. Somos del transporte África. Por favor, la persona que esté al frente que venga y se identifique.
—No lo hagas —le pidió Miliko cuando Emilio se movió para levantarse—. Podrían disparar.
—Podrían disparar si no voy a hablar con ellos, atacar a toda esta gente. Nos han atrapado.
—¿Está aquí Emilio Konstantin? Tengo noticias para él.
—Conocemos sus noticias —musitó él, y cuando Miliko empezó a levantarse, la retuvo—. Miliko… Voy a pedirte algo.
—No.
—Quédate aquí. Voy a ir. Eso es lo que quieren… que la base vuelva a trabajar. Voy a dejar aquí a aquellos que no lo pasarán bien a las órdenes de Porey, la mayoría de nosotros. Te necesito aquí, a cargo de ellos.
—Eso es una excusa.
—No y sí. Para dirigir esto, para librar una batalla si llega el caso, para quedarte con los hisa, advertirles y mantener a los extraños alejados de este mundo. ¿En quién podría confiar si no es en ti? ¿A quién más comprenderían los hisa como nos comprenden a ti y a mí? ¿Al resto del personal? —meneó la cabeza y la miró a los ojos oscuros—. Hay una manera de luchar, como lo hacen los hisa. Y voy a regresar, si eso es lo que piden. ¿Crees que quiero abandonarte? ¿Pero quién más hay aquí que pueda encargarse de esto? Hazlo por mí.
—Te comprendo —dijo ella con voz ronca.
Los dos se levantaron y ella le abrazó y besó durante tan largo tiempo que a él le resultó más difícil que antes marcharse. Pero al fin ella le soltó. Emilio se sacó la pistola del bolsillo y se le entregó. Pudo oír de nuevo el sonido del altavoz. Repetían el mensaje.
—Transmitid este aviso —gritó a los hombres reunidos—. Necesito algunos voluntarios.
El grito se extendió. Los hombres llegaron, abriéndose paso desde el extremo más alejado de la reunión, procedentes de las diversas bases. Tardaron tiempo en reunirse. Los soldados que habían avanzado por el otro lado esperaban, pues sin duda podían ver el movimiento, y el tiempo y la fuerza estaban a su lado.
Hizo que los miembros de su personal se volvieran de espaldas a aquella dirección y se juntasen más, dificultando así la posible observación desde la nave. Los hisa que les rodeaban miraban con sus ojos redondos, interesados.
—Quieren gente —les dijo en voz baja—, y la reparación de lo saboteado. Sólo pueden estar aquí por eso. Necesitan espaldas fuertes que carguen en su nave los suministros incluidos en su lista. Quizá lo único que les interese sea la base principal, porque no pueden utilizar las otras. No creo que sea indicado enviar a los de cuarentena para que sustraigan más suministros. Es una cuestión de tiempo, de resistencia, de disponer de hombres suficientes para impedir cualquier movimiento contra Downbelow… o quizá sólo para conservar la vida. Ya me comprendéis. Supongo que quieren aprovisionar sus naves, así como la estación. Y mientras lo consiguen salvaremos algo. Esperaremos a que las cosas se arreglen en la estación y salvaremos lo que podamos. Quiero a los hombres más altos de cada unidad, los de constitución más fuerte que puedan hacer más, coger más y no perder los estribos… trabajo de campo, no sé qué otro. No sabemos. Son necesarios unos sesenta hombres de cada base, con todo lo que puedan llevar consigo. Ese ha sido mi cálculo.
—¿Tú vas?
Él asintió. Jones y otros miembros del personal también asintieron a desgana.
—Yo iré —dijo Ito.
Todos los demás oficiales de la base se habían ofrecido voluntarios. Emilio hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No en esta ocasión. Todas las mujeres se quedarán aquí, bajo el mando de Miliko, sin discusión. Desplegaos y comunicadlo. Unos sesenta voluntarios de cada base. Daos prisa. No esperarán eternamente ahí afuera. Todos se dispersaron corriendo.
—Konstantin —dijo de nuevo la voz metálica. Él miró en dirección a los soldados cubiertos de armaduras, a considerable distancia de los hombres sentados. Se dio cuenta de que tenían un telescopio y le veían perfectamente—. Se nos está agotando la paciencia.
Se demoró para besar a Miliko una vez más, y oyó a Saltarín cerca, traduciendo rápidamente a los Viejos. Empezó a andar a través del campamento en dirección a los soldados. Otros empezaron a caminar entre los hisa sentados y fueron a reunirse con él.
Y no sólo miembros del personal y trabajadores residentes. Llegaron hombres de cuarentena, tantos como residentes. Emilio rebasó los últimos grupos de la reunión y vio que Saltarín iba tras él, con varios de los machos hisa más corpulentos.
—No es necesario que vengáis —les dijo.
—Amigo —replicó Saltarín.
Los hombres de cuarentena no dijeron nada, pero no mostraron inclinación a volverse.
—Gracias —les dijo Emilio.
Ahora las tropas podían verles claramente, en el mismo límite de la reunión. Eran realmente tropas de la África; podía distinguir las letras.
—Konstantin —dijo el oficial a través del altavoz—. ¿Quién saboteó la base?
—Yo lo ordené —replicó él—. ¿Cómo iba a saber que no vendría la Unión aquí? Puede arreglarse. Tengo las piezas. Supongo que quieren que volvamos.
—¿Qué hace en ese lugar, Konstantin?
—Es una zona sagrada, un santuario. Puede ver que en los mapas está señalada como zona restringida. Tengo un equipo reunido. Estamos dispuestos a volver y reparar la maquinaria. Dejamos a nuestros enfermos con los hisa. Abriremos la base principal sólo hasta que sepamos que ha terminado la alerta de ataque allá arriba. Las otras bases son experimentales y agrícolas y no producen nada útil para ustedes. Este equipo es suficiente para ocuparse de la base principal.
—¿De nuevo establece condiciones, Konstantin?
—Llévennos a la base principal y tengan preparadas sus listas de suministros. Nos ocuparemos de proveerlos de lo que necesiten, rápidamente y sin quejas. De ese modo están protegidos tanto sus intereses como los nuestros. Los trabajadores hisa cooperarán con nosotros. Conseguirán todo cuanto quieran.
Se hizo el silencio al otro lado. Por un momento, nadie se movió.
—Consiga las piezas de maquinaria que faltan, señor Konstantin.
Él se volvió, hizo un movimiento con la mano. Uno de los miembros de su equipo, Haynes, fue a reunir cuatro hombres.
—Si no están todas, no espere que tengamos paciencia, señor Konstantin.
Él no se movió. Su personal lo había oído y era suficiente. Permaneció ante el pequeño destacamento, diez hombres con rifles, más allá de los cuales estaba la sonda de aterrizaje, cuajada de armas, algunas apuntadas en su dirección Otros soldados estaban al lado de la escotilla abierta. Persistía el silencio. Tal vez esperaban que ahora hiciera preguntas, que sucumbiera a la conmoción al enterarse del asesinato, de la muerte de su familia. Ansiaba saberlo, pero no lo preguntaría. No hizo el menor movimiento.
—Su padre ha muerto, señor Konstantin; y su hermano se da también por muerto; su madre sigue con vida en una zona de seguridad sellada, bajo custodia protectora. El capitán Mazian le transmite su pesar por lo ocurrido.
Sintió que la cólera le encendía el rostro y le invadía la rabia, pero había pedido a quienes iban con él que conservaran el dominio de sí mismos. Permaneció inmóvil como una roca, esperando el regreso de Haynes y los otros.
—¿Me ha entendido, señor Konstantin?
—Mis saludos al capitán Mazian y el capitán Porey —replicó él.
Entonces se hizo el silencio. Esperaban. Finalmente regresaron Haynes y los otros, llevando consigo una gran cantidad de equipo.
—Saltarín —dijo Emilio en voz baja, mirando al hisa que estaba cerca con sus compañeros—. Si vienes, será mejor que camines hacia la base. Los hombres van en la nave, ¿me escuchas? Allí están los hombres-con-armas. Los hisa pueden caminar.
—Voy rápido —convino Saltarín.
—Adelántese, señor Konstantin.
Caminó lentamente, delante de los otros. Los soldados se hicieron a un lado, vigilando su avance con los rifles preparados. Y suavemente al principio, como una brisa, un murmullo, un cántico se alzó de la multitud que rodeaba la columna.
El cántico fue en aumento hasta que estremeció el aire. Emilio miró atrás, temeroso de la reacción de los soldados. Permanecían inmóviles, rifles en mano. En aquel momento debían sentirse en inferioridad de condiciones, a pesar de sus armaduras y sus armas.
El cántico prosiguió hasta llegar a la histeria, un elemento en el que se movían. Millares de hisa agitaron sus cuerpos al ritmo de aquella melodía, como se habían bamboleado bajo el cielo nocturno.
—El-viene-de-nuevo. El-viene-de-nuevo.
Lo escucharon mientras se aproximaban a la nave, con su enorme acceso abierto y las tropas que les rodeaban. Era un sonido que estremecía incluso al Mundo Superior, cuando transmitieran los mensajes… algo que no les gustaría oír a los nuevos amos. Se dejó arrastrar por el poder de aquellas voces innumerables, pensando en Miliko, en su familia asesinada… Lo que había perdido, perdido estaba, y se dirigió con las manos vacías, como iban los hisa, hacia los invasores.