TERCERA PARTE

13

Lunes. Contacto


Sales en la tele, mi amor. Hay una pared con tu imagen, estás clonada en doce ediciones que se mueven sincronizadamente, duplicados en variaciones de color y de contrastes apenas perceptibles. Estás desfilando por una pasarela en París, te detienes, sacas la cadera y me miras con esa mirada fría llena de odio que os enseñan y me das la espalda. Funciona. El rechazo funciona siempre, tú lo sabes, mi amor.

El reportaje se acaba y me miras con doce miradas severas mientras lees doce noticias iguales, y yo leo veinticuatro labios rojos, pero tú estás muda y por eso te quiero, por tu mudez.

Luego vienen imágenes de inundaciones en algún lugar de Europa. Mira, mi amor, vamos vadeando las calles. Paso el dedo por la pantalla de un televisor apagado y dibujo tu signo astral. A pesar de que el aparato está muerto, puedo sentir la tensión entre la pantalla polvorienta y mi dedo. Electricidad. Vida encapsulada. Y es el contacto con mi dedo lo que le infunde vida.

La punta de la estrella alcanza la acera justo delante del edifico de ladrillo rojo que hay al otro lado del cruce, mi amor. Puedo estudiarlo por entre los televisores de la tienda. Es uno de los cruces con más tráfico de la ciudad y normalmente hay largas filas de vehículos ahí fuera, pero sólo hay coches en dos de las cinco calles que irradia el oscuro corazón de asfalto. Cinco calles, mi amor. Te has pasado el día esperándome en la cama. Sólo tengo que hacer esto y enseguida voy. Si quieres, puedo ir a buscar la carta que hay detrás del ladrillo y susurrarte las palabras. Ya me las sé de memoria. ¡Mi amor! Estás siempre en mis pensamientos. Aún siento tus labios en los míos, tu piel en la mía.

Abro la puerta de la tienda para salir. El sol inunda el espacio. Sol. Inundaciones. Pronto estaré contigo.


El día empezó mal para Møller.

La noche anterior había recogido a Harry en el calabozo y, cuando se despertó aquella mañana, tenía el estómago duro e hinchado como una pelota de playa y le dolía muchísimo.

Pero su día iría a peor.

A las nueve de la mañana, la cosa no tenía tan mala pinta cuando Harry, aparentemente sobrio, entró por la puerta de la sala de reuniones del grupo de Delitos Violentos, en el sexto piso. Sentados a la mesa estaban Tom Waaler, Beate Lønn y cuatro de los investigadores operativos de la unidad, así como dos colaboradores especializados a los que habían ordenado que interrumpieran sus vacaciones y que habían regresado la noche anterior.

– Buenos días a todos -comenzó Møller-. Supongo que ya sabéis lo que se nos ha venido encima. Dos casos, posiblemente dos asesinatos, que apuntan a que se trata del mismo autor. Es decir, se parece mucho a esas pesadillas que se tienen de vez en cuando.

Møller colocó la primera transparencia en el proyector.

– Lo que vemos a la izquierda es la mano de Camilla Loen con el dedo índice izquierdo seccionado. A la derecha vemos el dedo corazón izquierdo de Lisbeth Barli. Me lo enviaron por correo. Todavía no tenemos el cadáver, pero Beate ha identificado el dedo cotejando la huella dactilar con las que había sacado del apartamento de Barli. Buena intuición y buen trabajo, Beate.

Beate se sonrojó mientras tamborileaba con el lápiz sobre el bloc, en un intento por parecer indiferente.

Møller cambió la transparencia.

– Bajo el párpado de Camilla Loen hallamos esta piedra, un diamante rojo en forma de estrella de cinco puntas. En el dedo de Lisbeth Barli encontramos el anillo que veis a la derecha. Como podéis observar, el diamante en estrella del anillo tiene un rojo algo más claro, pero la forma es idéntica.

– Hemos tratado de averiguar de dónde procede la primera estrella de diamante -explicó Waaler-. No ha habido suerte. Mandamos fotos a dos de las empresas más importantes de talla de diamantes de Amberes, pero dicen que lo más probable es que este tipo de talla se haya realizado en otro lugar de Europa. Sugirieron Rusia o el sur de Alemania.

– Pero dimos con una experta en diamantes en De Beers, el comprador de diamantes en bruto más importante del mundo, sin duda -apuntó Beate-. Según ella, se pueden utilizar unas técnicas llamadas espectrometría y microtomografía para saber exactamente de dónde procede un diamante. Esta noche llega de Londres en avión para ayudarnos.

Magnus Skarre, uno de los investigadores más jóvenes, bastante nuevo en Delitos Violentos, levantó la mano.

– Volviendo a lo que dijiste al principio, Møller. No entiendo por qué esto había de ser una pesadilla, si estamos ante un doble asesinato. Eso quiere decir que buscamos a un solo autor, no a dos, así que todos los presentes podemos trabajar con el mismo enfoque. En mi opinión es al contrario…

Magnus Skarre oyó un discreto carraspeo y notó que la atención de la gente se centraba en el fondo de la sala, donde estaba sentado Harry Hole, que hasta el momento había guardado silencio.

– ¿Cómo te llamabas? -preguntó Harry.

– Magnus.

– Apellido.

– Skarre -respondió el joven con impaciencia-. Seguro que te acuerdas de…

– No, Skarre, no me acuerdo. Pero tú debes intentar recordar lo que voy a decirte. Cuando un investigador se enfrenta a un caso de asesinato premeditado y, como el que nos ocupa, a todas luces planeado, sabe que el asesino cuenta con muchas ventajas. Puede haber eliminado rastros técnicos, haberse agenciado una supuesta coartada para el momento del asesinato, haberse deshecho del arma homicida…, entre otras cosas. Pero hay algo que el asesino casi nunca logra esconderle al investigador. ¿El qué?

Magnus Skarre parpadeó un par de veces.

– El móvil -sentenció Harry-. Lo primero que se aprende, ¿verdad? El móvil, por ahí empezamos nuestra investigación operativa. Es tan fundamental que de vez en cuando se nos olvida. Hasta que aparece el asesino protagonista de la peor pesadilla del investigador. O de sus sueños mojados, según cómo tenga amueblada la cabeza. Es cuando aparece el asesino que no tiene un móvil. O mejor dicho, que no tiene un móvil identificable o comprensible.

– Ya, pero te estás poniendo en lo peor, ¿no es así, Hole? -Skarre miró a los demás-. Aún no sabemos si hay un móvil tras estos asesinatos.

Tom Waaler carraspeó.

Møller vio que los músculos de la mandíbula de Harry se tensaban.

– Tiene razón -dijo Waaler.

– Por supuesto que tengo razón -intervino Skarre-. Es obvio que…

– Cállate, Skarre -ordenó Waaler-. Es el comisario Hole quien tiene razón. Llevamos cinco y diez días, respectivamente, trabajando en estos dos casos, sin que haya aparecido ni una sola conexión entre las víctimas. Hasta ahora. Y cuando la única conexión entre las víctimas es la manera en que fueron asesinadas, procedimientos rituales y lo que parecen mensajes codificados, se empieza a pensar en una palabra que propongo que nadie pronuncie en voz alta todavía, pero que todos debemos tener en mente. También propongo que, a partir de ahora, Skarre y todos los demás novatos de la Academia cierren la boca y abran los oídos cuando hable Hole.

Se hizo un denso silencio.

Møller vio que Harry clavaba la vista en Waaler.

– Resumiendo -continuó Møller-. Intentaremos mantener en la cabeza y simultáneamente dos visiones del asunto. Por un lado, trabajaremos de forma sistemática, como si se tratase de dos asesinatos corrientes. Por el otro, nos imaginaremos la peor de las situaciones posibles. Nadie más que yo hablará con la prensa. La próxima reunión será a las cinco. Andando.


El hombre que estaba bajo el foco vestía un elegante traje de tweed, usaba una pipa curva y se balanceaba sobre los talones mientras medía con la mirada a la andrajosa mujer que tenía delante. La miró de pies a cabeza con una expresión de indulgencia.

– ¿Y cuánto había pensado usted pagarme por las clases?

La mujer se puso en jarras y echó la cabeza hacia atrás con desparpajo.

– Ni se le ocurra intentar engañarme, yo sé lo que se cobra. Tengo una amiga que paga dieciocho peniques por una clase de francés con un francés de verdad. Y usted no puede cobrar tanto por enseñarme mi lengua materna, así que le doy un chelín por su trabajo. Al contado.

Willy Barli estaba sentado en la fila doce y dejaba que las lágrimas fluyesen libremente en la oscuridad. Notaba cómo descendían por el cuello para luego adentrarse por la camisa de seda de Tailandia antes de cruzarle el pecho. Y notó que la sal le escocía en los pezones antes de que las lágrimas continuasen su descenso hacia el estómago.

No podía parar.

Se tapó la boca con la mano para no distraer con sus sollozos a los actores ni al director, que estaba en la quinta fila.

De pronto, sintió el peso de una mano sobre su hombro y se sobresaltó. Se dio la vuelta y vio a un hombre alto que se encorvaba sobre él. Se puso rígido y tenso en la silla, como presa de un presentimiento.

– ¿Sí? -susurró lloroso.

– Soy yo -susurró el hombre-. Harry Hole. De la policía.

Willy Barli retiró la mano de la boca y lo observó con más detenimiento.

– Ya lo veo -dijo con voz de alivio-. Lo siento, Hole, está tan oscuro y creía que…

El agente se sentó en el asiento contiguo al de Willy.

– ¿Qué creías?

– Como vas vestido de negro… -Willy calló y se sonó la nariz con el pañuelo-…creí que eras un cura. Un pastor que me traía… malas noticias. ¡Qué necio!, ¿verdad?

Hole no respondió.

– Me has pillado algo sensiblero, Hole. Hoy es el primer ensayo general. Mírala.

– ¿A quién?

– A Eliza Doolitle. Allí arriba. Por un momento, al verla sobre el escenario, pensé que era Lisbeth y que su partida había sido un sueño y nada más. -Willy tomó aire temblando-. Pero entonces empezó a hablar y mi Lisbeth se esfumó.

Willy se dio cuenta de que el policía miraba asombrado hacia el escenario.

– Un parecido espectacular, ¿verdad? Por eso la traje. Éste iba a ser el musical de Lisbeth.

– ¿Es…? -comenzó Harry.

– Sí, es su hermana.

¿Tóya? Quiero decir Toyá.

– Hemos conseguido mantenerlo en secreto hasta ahora. La conferencia de prensa tendrá lugar hoy, más tarde.

– Bueno, eso le dará algo de publicidad.

Toya se giró maldiciendo, pues acababa de tropezar. Su interlocutor en el escenario se encogió de hombros y miró al director.

Willy suspiró.

– La publicidad no lo es todo. Como ves, hay bastante trabajo por hacer. Tiene cierto talento innato, pero actuar en el Teatro Nacional no tiene nada que ver con cantar canciones de vaqueros en la Casa del Pueblo de Selbu. Tardé dos años en enseñar a Lisbeth a comportarse sobre un escenario, pero con ella sólo disponemos de dos semanas.

– Si molesto, puedo ser breve, Barli.

– ¿Ser breve?

Willy intentaba descifrar la expresión de Harry en la oscuridad. El miedo volvió a apoderarse de él y, cuando Harry abrió la boca, Barli lo interrumpió.

– No molestas en absoluto, Hole. Yo sólo soy el productor. Ya sabes, uno de esos que ponen las cosas en marcha. A partir de ahora se harán cargo los demás.

Hizo un movimiento circular con la mano y señaló el escenario justo cuando el hombre vestido de tweed gritaba:

«¡Voy a convertir a esta andrajosa en una duquesa!»

– El director, el escenógrafo, los actores… -explicó Barli-. Desde mañana, yo sólo soy un espectador en esta… -Siguió haciendo el mismo movimiento hasta que encontró la palabra-:… comedia.

– Bueno, siempre que uno sepa para qué tiene talento…

Willy rió de buena gana, pero se detuvo cuando vio que la silueta de la cabeza del director se giró de pronto hacia ellos. Se inclinó para acercarse al policía y susurró:

– Tienes razón. Yo fui bailarín durante veinte años. Y si quieres que te diga la verdad, un bailarín bastante malo. Pero el ballet de la Ópera siempre necesita desesperadamente bailarines masculinos, así que el listón no está tan alto. De todas formas, nos retiramos al cumplir los cuarenta, y yo tenía que encontrar otra cosa a la que dedicarme. Entonces comprendí que mi verdadero talento consistía en hacer bailar a los demás. La puesta en escena, Hole. Eso es lo único que sé hacer. Pero ¿sabes qué? Después de un éxito, por insignificante que sea, nos volvemos patéticos. Si, por casualidad, las cosas nos van bien en un par de montajes, creemos que somos dioses capaces de controlar todas las variables, que forjamos nuestra propia suerte en todos los aspectos. Y entonces te ocurre algo así… y te das cuenta de lo desvalido que estás. Yo… -Willy se calló de repente-. Te aburro, ¿no?

El otro negó con la cabeza y carraspeó.

– Se trata de tu mujer.

Willy cerró fuertemente los ojos, como cuando se espera un sonido estridente y desagradable.

– Hemos recibido una carta. Con un dedo seccionado. Siento tener que comunicarte que es suyo.

Willy tragó saliva. Siempre se había considerado un hombre bueno y cariñoso, pero ahora se percató de que el nudo que le había oprimido el corazón desde aquel día empezaba a crecer de nuevo, como un tumor que lo estaba volviendo loco. Y se percató de que tenía color. De que el odio es amarillo.

– ¿Sabes qué, Hole? Casi es un alivio. Lo he sabido todo este tiempo. Sabía que iba a lastimarla.

– ¿A lastimarla?

Willy notó sorpresa en la voz del policía.

– ¿Puedes prometerme una cosa, Harry?

Harry asintió con la cabeza.

– Encuéntrala. Encuéntrala, Harry, y castígalo. Castígalo… duramente. ¿Me lo prometes?

A Willy le pareció ver que Harry asentía en la oscuridad. Pero no estaba seguro. Las lágrimas lo distorsionaban todo.

El policía desapareció y Willy respiró hondo y trató de concentrarse de nuevo en la escena.

– ¡Haré que te atrape la policía! -gritó Toya en el escenario.


Harry se encontraba en el despacho, mirando la superficie del escritorio. Se sentía tan cansado que se preguntaba si podría aguantar mucho más.

Las aventuras del día anterior, la visita al calabozo y otra noche de pesadillas habían causado estragos en su persona. Sin embargo, el encuentro con Willy Barli terminó por agotarlo del todo. Verse allí sentado prometiéndole que iban a atrapar al autor del crimen y, sobre todo, haber callado cuando Barli dijo aquello de que a su mujer la habían «lastimado». Porque, en efecto, si alguna certeza tenía Harry, era la de que Lisbeth Barli estaba muerta.

Harry llevaba desde que se despertó por la mañana con ganas de tomar alcohol. Primero, como una exigencia instintiva del cuerpo, luego bajo la forma de una suerte de temor, de pánico, porque se había negado la medicina al no llevarse la petaca ni dinero. Y ahora, las ganas de beber habían alcanzado la fase del puro dolor físico, de un miedo blanco a ser desgarrado en mil pedazos. El enemigo tiraba de las cadenas allá abajo, los perros intentaban morderle desde el abismo del estómago, desde algún lugar debajo del corazón. Dios mío, cómo los odiaba. Los odiaba tanto como ellos lo odiaban a él.

Harry se levantó bruscamente. El lunes había dejado media botella de Bell's en el archivador. ¿Se acababa de acordar en ese preciso momento o lo había sabido todo el tiempo? Harry estaba acostumbrado a que Harry engañase a Harry, tenía mil tretas a las que recurrir. Estaba a punto de abrir el cajón, cuando se detuvo. Su ojo había apreciado un movimiento. Ellen le sonreía desde la foto. ¿Estaba a punto de volverse loco o acababa de verla mover la boca?

– ¿Qué estas mirando, bicho? -masculló justo antes de que la foto se estrellase contra el suelo. El cristal se hizo añicos. Harry miró fijamente a Ellen, que seguía sonriéndole desde el marco roto. Harry se sujetó la mano derecha. Bajo la venda latía el dolor.

Y hasta que no se dio la vuelta para abrir el cajón no advirtió la presencia de las dos personas que lo miraban desde el umbral. Comprendió que debían de llevar allí un rato y que fue su reflejo en el cristal lo que antes vio moverse en el retrato de Ellen.

– Hola -saludó Oleg, observando a Harry entre sorprendido y asustado.

Harry tragó saliva. Su mano soltó el cajón.

– Hola, Oleg.

Oleg lleva zapatillas de deporte, unos pantalones azules y la camiseta amarilla de la selección nacional de fútbol de Brasil. Harry sabía que en la espalda lucía el número nueve debajo del nombre de Ronaldo. Fue él quien le compró la camiseta en una gasolinera, un domingo en que Rakel, Oleg y él fueron a esquiar a Norefjell.

– Me lo he encontrado abajo -explicó Tom Waaler.

Tenía la mano en la cabeza de Oleg.

– Estaba preguntando por ti en recepción, así que lo he traído. O sea que juegas al fútbol, ¿no, Oleg?

Oleg no contestó, sólo miraba a Harry con aquella mirada suya oscura como la de su madre, una mirada tan dulce unas veces, tan despiadadamente dura otras. En aquellos momentos, Harry no lograba interpretarla. Pero era oscura.

– De delantero, ¿verdad? -insistió Waaler alborotándole el pelo con una sonrisa.

Harry miró los dedos fuertes y nervudos de su colega y el pelo oscuro de Oleg en contraste con el dorso bronceado de su mano. El pelo se le levantaba por sí solo. Sintió que las piernas estaban a punto de fallarle.

– No -dijo Oleg aún sin apartar la vista de Harry-. Soy defensa.

– Oye, Oleg -dijo Waaler mirando a Harry inquisitivo-. Parece que Harry está luchando con un adversario imaginario. Yo también lo hago cuando algo me irrita. ¿Por qué no subimos tú y yo a ver la vista desde la azotea y así Harry podrá recoger esto un poco?

– Me quedo aquí -dijo Oleg con voz inexpresiva.

Harry asintió con la cabeza.

– Vale. Me alegro de verte, Oleg.

Waaler le dio al chico una palmadita en el hombro y desapareció.

Oleg se quedó en el umbral.

– ¿Cómo has llegado hasta aquí? -preguntó Harry.

– En metro.

– ¿Tú solo?

Oleg asintió con la cabeza.

– ¿Sabe Rakel que estás aquí?

Oleg negó en silencio.

– ¿No vas a entrar? -Harry tenía la garganta seca.

– Quiero que vengas a casa -dijo Oleg.


Transcurrieron cuatro segundos desde que Harry llamó al timbre hasta que Rakel abrió la puerta de golpe. Tenía la mirada sombría y la voz alterada.

– ¡¿Dónde has estado?!

Harry pensó por un instante que la pregunta iba dirigida a los dos, pero la mirada de Rakel pasó de largo ante él y se fijó sólo en Oleg.

– No tenía con quién jugar -se excusó Oleg con la cabeza gacha-. Cogí el metro hasta el centro.

– ¿El metro? ¿Tú solo? ¿Pero cómo…?

Y se le quebró la voz.

– Me colé sin pagar -explicó Oleg-. Mamá, creí que te alegrarías. Como decías que tú también quieres que…

Abrazó a Oleg bruscamente.

– ¿Tienes idea de lo preocupada que me has tenido, hijo?

Rakel miraba a Harry mientras abrazaba a Oleg.


Rakel y Harry estaban junto a la valla del fondo del jardín contemplando la ciudad y el fiordo que se extendían debajo. Guardaban silencio. Los veleros se recortaban como pequeños triángulos blancos sobre el mar azul. Harry se volvió y miró la casa. Revoloteando entre los manzanos, ante las ventanas abiertas, alborotaban las mariposas que habían despegado del césped. Era una gran casa de vigas negras. Una casa construida para el invierno, no para el verano.

Harry la miró. Iba descalza y llevaba una fina rebeca roja de algodón encima del vestido azul claro. El sol brillaba en las pequeñas gotas de sudor que se habían formado en su piel desnuda, debajo de la cruz que había heredado de su madre. Harry pensó que lo sabía todo sobre ella. El olor de la chaqueta de algodón. El arqueo de la espalda bajo el vestido. El sabor de su piel cuando estaba sudorosa y salada. Lo que deseaba en la vida. Por qué no decía nada.

Tanto saber inútil.

– ¿Qué tal va todo? -preguntó.

– Bien -dijo ella-. He conseguido alquilar una cabaña. No nos la entregan hasta agosto. Llamé demasiado tarde.

Lo dijo con un tono de voz neutro, la acusación apenas se percibía.

– ¿Te has hecho daño en la mano?

– Sólo un rasguño -dijo Harry.

El viento le había desprendido un mechón de pelo que le tapó la cara. Harry resistió la tentación de apartarlo.

– Ayer vino un tasador para ver la casa -dijo ella.

– ¿Un tasador? No habrás pensado en venderla, ¿no?

– Es una casa demasiado grande para dos personas, Harry.

– Sí, pero tú le tienes mucho cariño. Has crecido aquí, igual que Oleg.

– No tienes que recordármelo. El caso es que la reforma que me hicieron este invierno costó casi el doble de lo que había pensado. Y hay que renovar el tejado. Es una casa vieja.

– Ya.

Rakel suspiró.

– ¿Qué pasa, Harry?

– ¿No podrías al menos mirarme cuando me hablas?

– No. -No sonó ni enfadada ni indignada.

– ¿Cambiaría algo las cosas si lo dejo?

– No eres capaz de dejarlo, Harry.

– Me refiero a la policía.

– Lo he comprendido.

Harry daba patadas al césped.

– A lo mejor no tengo alternativa -continuó.

– ¿No la tienes?

– No.

– Entonces, ¿por qué expresas la pregunta de una forma hipotética?

Sopló un poco para apartarse el mechón de la cara.

– Podría encontrar un trabajo más tranquilo, estar más tiempo en casa. Ocuparme de Oleg. Podríamos…

– ¡Déjalo, Harry!

Sonó como un estallido. Agachó la cabeza y cruzó los brazos como si, a pesar del calor, sintiese frío.

– La respuesta es no -susurró-. Eso no cambiaría nada. El problema no es tu trabajo, es… -Tomó aire, se dio la vuelta y lo miró directamente a los ojos-. Eres tú, Harry. Tú eres el problema.

Harry vio que se le llenaban los ojos de lágrimas.

– Ahora, vete -susurró.

Harry estaba a punto de decir algo, pero cambió de opinión y señaló con la cabeza las velas que surcaban el fiordo.

– Tienes razón -admitió-. Yo soy el problema. Voy a hablar un poco con Oleg y me largo.

Dio unos pasos, pero se detuvo y se volvió.

– No vendas la casa, Rakel. ¿Me oyes? No lo hagas. Ya inventaré algo.

Ella sonrió en medio del llanto.

– Eres un chico muy extraño -musitó alargando una mano, como si quisiera acariciarle la mejilla. Pero él estaba demasiado alejado y la dejó caer-. Cuídate, Harry.

Cuando Harry se marchó, sintió frío en la espalda. Eran las cinco menos cuarto. Tenía que darse prisa si quería llegar a tiempo a la reunión.


Estoy dentro del edificio. Huele a sótano. Estoy inmóvil, estudiando los nombres del tablón de anuncios que tengo delante. Oigo voces y pasos en la escalera, pero no tengo miedo. No lo pueden ver, pero soy invisible. ¿Te has dado cuenta? «No lo pueden ver, pero…» No es paradójico, mi amor, es sólo que yo lo he formulado como si lo fuera. Todo se puede formular como una paradoja, no es difícil. Lo que pasa es que las paradojas de verdad no existen. Paradojas de verdad, je, je. ¿Ves lo fácil que es? Pero sólo son palabras, la ambigüedad del idioma. Y, por lo que a mí respecta, se acabaron las palabras. Miro el reloj. Éste es mi idioma. Es claro y sin paradojas. Y estoy listo.

14

Lunes. Barbara


Últimamente, Barbara Svendsen había empezado a pensar mucho en el tiempo. Y no porque hubiese sentido una inclinación notable por la filosofía. De hecho, la mayoría de las personas que la conocían habrían afirmado de ella todo lo contrario, seguramente. Lo que pasaba era que nunca había pensado en ese detalle, en que todo tenía su tiempo y que ese tiempo estaba a punto de agotarse. Que no haría carrera como supermodelo era algo que tenía asumido desde hacía años. Tendría que contentarse con el título de ex maniquí. Maniquí sonaba bien, a pesar de que venía del neerlandés y significaba «hombre pequeño». Petter se lo había explicado. Como le había contado la mayoría de las cosas que, en su opinión, ella debía saber. Él fue quien le proporcionó el trabajo en el bar Head On. Así como las pastillas que le daban fuerzas para ir directamente desde el trabajo a la Universidad de Blindern, adonde se suponía que acudía para estudiar y convertirse en socióloga. Pero ya se había agotado el tiempo de Petter, de las pastillas y de los sueños de socióloga y un día se encontró sin Petter y sin título universitario. Sólo tenía las deudas del préstamo de estudio y de las pastillas y un trabajo en el bar de copas más aburrido de Oslo. De modo que Barbara lo dejó todo, pidió un préstamo a sus padres y se fue a Lisboa para enderezar su vida y, quizá, aprender un poco de portugués.

Lisboa fue fantástica… un rato. Los días pasaron volando, pero eso a ella la traía sin cuidado. El tiempo no era algo que pasara, sino algo que venía. Hasta que se acabó el dinero, la fidelidad eterna de Marco y la juerga. Volvió a casa con varias experiencias nuevas, eso sí. Por ejemplo, había aprendido que el éxtasis portugués es más barato que el noruego, pero que te complica la vida de la misma forma, que el portugués es un idioma condenadamente difícil y que el tiempo es un recurso limitado y no renovable.

A continuación, y por orden cronológico, se había dejado mantener por Rolf, Ron y Roland. Sonaba más divertido de lo que en realidad fue. Con excepción de Roland. Roland era bueno, pero pasó el tiempo y Roland con él.

Y sólo cuando volvió a instalarse en la casa de sus padres, el mundo dejó de dar vueltas y el tiempo se apaciguó. Dejó de salir de marcha, logró alejarse de las pastillas y empezó a pensar en la posibilidad de retomar los estudios. Mientras, trabajó para Manpower. Después de cuatro semanas como recepcionista temporal en el bufete de abogados Halle, Thune y Westerlid, que se encontraba en la plaza Carl Berner y, en razón de su estatus, en el nivel más bajo, el de los abogados que se encargaban del cobro a morosos, le ofrecieron un puesto fijo.

De eso hacía ya cuatro años.

La razón por la que había aceptado el trabajo era principalmente que se había dado cuenta de que en la oficina de Halle, Thune y Westerlid el tiempo pasaba más despacio que en ningún otro sitio de los que había estado. La lentitud comenzaba nada más entrar en el edificio de ladrillo rojo y pulsar el número cinco en el ascensor. Transcurría media eternidad hasta que se cerraban las puertas y subían hacia un cielo donde el tiempo pasaba aún más despacio. Desde su puesto detrás del mostrador, Barbara podía registrar el proceso del segundero en el reloj que colgaba encima de la puerta de entrada, el proceso por el que los segundos, los minutos y las horas se arrastraban de mala gana. Había días en que conseguía que el tiempo se detuviera casi del todo, sólo era cuestión de concentración. Lo extraño era que el tiempo parecía pasar mucho más deprisa para la gente que la rodeaba. Como si existiesen en dimensiones de tiempo paralelas pero distintas. El teléfono que tenía delante llamaba sin cesar, la gente salía y entraba como en el cine mudo, pero sentía como si todo fuera ajeno a ella, como si fuese un robot con partes mecánicas que se movían a la misma velocidad que ellos, mientras su vida interior discurría a cámara lenta.

Como la semana anterior. Una agencia de cobros bastante importante había quebrado de repente y todos se apresuraron a llamar como locos. Wetterlid le dijo que era una oportunidad para los buitres, deseosos de hincarle el diente al bocado del mercado que quedaba libre, y una ocasión estupenda para subir a la división de élite. Hasta el punto de que hoy le había preguntado a Barbara si podía quedarse un poco más, ya que tenían reuniones concertadas con los clientes de la empresa y querían dar la impresión de que Halle, Thune y Wetterlid controlaban la situación, ¿verdad? Como de costumbre, Wetterlid le miraba los pechos mientras le hablaba y, como de costumbre, ella sonrió, juntando automáticamente los omoplatos tal y como Petter le había dicho que hiciese cuando trabajaba en Head On. Se había vuelto un acto reflejo. Todo el mundo enseña lo que puede. Por lo menos, eso era lo que Barbara Svendsen había aprendido. Por ejemplo, el mensajero que acababa de pasar. Apostaba a que no había nada notable que ver debajo del casco, las gafas y la protección de la boca; seguramente ésa era la razón por la que no se lo quitaba. El joven le dijo que sabía en qué despacho debía entregar el paquete y se fue despacio por el pasillo con su pantalón corto y ajustado de ciclista para que ella pudiese ver sin obstáculos su trasero bien entrenado. O la señora de la limpieza, que estaba a punto de llegar. Al parecer era budista o hindú o como se llamase, y seguramente Alá le exigía que escondiese su cuerpo bajo un montón de prendas de vestir que parecían sábanas. Pero tenía unos dientes muy bonitos y ¿qué hacía ella? Exacto, se paseaba por las oficinas sonriendo como un cocodrilo colocado de éxtasis. Alardear. Alardear.

Barbara miró el segundero cuando se abrió la puerta.

El hombre que entró por ella era bastante pequeño y rechoncho.

Respiraba con dificultad y tenía las gafas empañadas, así que Barbara supuso que había subido por las escaleras. Cuatro años atrás, cuando se incorporó a aquel trabajo, era incapaz de distinguir un traje de Dressmann de uno de Prada, pero con el tiempo había adquirido experiencia no sólo en valorar trajes, sino también corbatas y, ante todo, lo más importante para decidir el nivel de atención que debía prestar al visitante, los zapatos.

No podía decirse que el recién llegado impresionase con su presencia mientras se limpiaba las gafas. En realidad, a Barbara le recordaba un poco al gordito de la serie Seinfield, cuyo nombre ella ignoraba, puesto que, a decir verdad, no veía la serie. Pero a juzgar por la vestimenta, que era lo que debía hacer, el traje ligero de rayas finas, la corbata de seda y los zapatos hechos a mano presagiaban que Halle, Thune y Wetterlid no tardaría en tener un cliente interesante.

– Buenos días. ¿Puedo ayudarle en algo? -preguntó Barbara con su segunda mejor sonrisa, ya que reservaba la mejor de todas para el día en que el que entrase por la puerta fuese el hombre de su vida.

– Eso espero -respondió el hombre devolviéndole la sonrisa y sacando del bolsillo un pañuelo con el que se enjugó el sudor de la frente-. Estoy citado para una reunión, pero ¿sería tan amable de traerme antes un vaso de agua?

A Barbara le pareció advertir cierto acento extranjero, pero fue incapaz de situarlo. En cualquier caso, el modo educado pero imperioso de preguntar la reafirmó en su convicción de que se trataba de un pez gordo.

– Naturalmente -respondió ella-. Un momento.

Mientras iba por el pasillo recordó que, hacía unos días, Wetterlid había mencionado la posibilidad de premiar a todos los empleados con una gratificación si conseguían un buen resultado aquel año. En tal caso, quizá la empresa también tuviese dinero para instalar esos depósitos de agua potable que ella había visto en otras oficinas. Y en ese momento, de forma imprevista, ocurrió algo extraño.

El tiempo se aceleró como por un empujón. Sólo duró unos segundos y enseguida volvió otra vez a ser el mismo tiempo lento de siempre. Pero era como si, de una manera inexplicable, le hubiesen robado aquellos segundos.

Entró en los servicios de señoras y abrió el grifo de uno de los tres lavabos. Sacó un vaso de plástico del dispensador y aguardó con el dedo bajo el chorro de agua. Tibia. El hombre tendría que esperar un poco. Habían dicho por la radio que el agua de los lagos de Nordmarka rondaba los veintidós grados. Aun así, si la dejabas correr el tiempo suficiente, el agua potable del lago de Maridalen salía fresca y deliciosa. Sin dejar de observar su dedo, pensó en cuál sería la explicación. Si el agua estuviese lo bastante fría, el dedo se volvería blanco y casi insensible. El dedo anular izquierdo. ¿Cuándo le pondrían el anillo de compromiso? Notó una corriente de aire que despareció enseguida y no tuvo ganas de volverse a mirar. El agua seguía tibia. Y el tiempo pasaba. Se derramaba, como el agua. Tonterías. Faltaban más de veinte meses para que cumpliera los treinta, tenía tiempo de sobra.

Un ruido le hizo levantar la cabeza. Vio en el espejo las puertas blancas. ¿Había entrado alguien sin que se diera cuenta?

Casi se sobresaltó cuando el agua empezó a salir helada de repente. Profundos abismos subterráneos. En efecto, por eso terminaba por salir tan fría. Puso el vaso bajo el chorro, que lo llenó rápidamente hasta el borde. Sintió un deseo apremiante de salir de allí. Se dio la vuelta y el vaso se le cayó al suelo.

– ¿Te he asustado?

La voz denotaba una preocupación sincera.

– Perdón -dijo ella olvidándose de contraer los omoplatos-. Estoy un poco asustadiza, hoy. -Se agachó para recoger el vaso y añadió-: Y tú estás en los servicios de señoras.

El vaso había rodado un poco pero finalmente se quedó de pie. Aún había algo de agua dentro y, cuando estiró la mano para cogerlo, Barbara vio su propia cara reflejada en la superficie blanca y circular. Al lado de su cara, en la periferia del pequeño espejo de agua, advirtió algo que se movía. Notó que el tiempo empezaba a discurrir muy lento de nuevo. Y tuvo tiempo de pensar que el tiempo estaba a punto de agotarse.

15

Lunes. Vena amoris


El viejo Ford Escort blanco de Harry se aproximó a la tienda de televisores. En las aceras de las inmediaciones de la plaza de Carl Berner, donde reinaba la tranquilidad de la tarde, se veían como esparcidos al azar dos coches de policía y la maravilla deportiva de Waaler.

Harry aparcó, sacó el cincel verde del bolsillo de la chaqueta y lo dejó en el asiento del copiloto. Como no había encontrado las llaves del coche en el apartamento, se había llevado un poco de alambre y el cincel. Había recorrido el vecindario hasta que encontró su querido coche en la calle Stensberggata. Con las llaves puestas. El cincel verde le vino que ni pintado para abrir en la puerta una ranura suficiente por la que introducir el alambre y levantar el cierre.

Harry cruzó en rojo. Caminaba despacio, el cuerpo no permitía caminar más deprisa. Le dolían el estómago y la cabeza y la camisa sudada se le pegaba a la espalda. Eran las seis menos cinco y hasta ahora se había arreglado sin su medicina, pero no era capaz de prometerse nada.

En el directorio de la entrada, el bufete de Halle, Thune y Wetterlid figuraba bajo el letrero correspondiente al quinto piso. Harry suspiró. Miró el ascensor. Puertas automáticas. Ninguna cancela corredera.

El ascensor era de la marca KONE y, cuando se cerraron las relucientes puertas metálicas, tuvo la sensación de estar dentro de una lata de conservas. Intentó no escuchar los sonidos de la maquinaria del ascensor mientras subía. Cerró los ojos. Pero volvió a abrirlos enseguida cuando las imágenes de Søs aparecieron dentro de sus párpados.

Un colega uniformado de Seguridad Ciudadana abrió la puerta de entrada a las oficinas.

– La encontrarás allí dentro -dijo apuntando con el dedo hacia el pasillo que quedaba a la izquierda de la recepción.

– ¿Dónde está la Científica?

– En camino.

– Seguro que se ponen muy contentos si cierras el ascensor.

– Vale.

– ¿Ha llegado alguno de los chicos de guardia de la Judicial?

– Li y Hansen. Han reunido a los que todavía estaban en la oficina cuando la encontraron. Los están interrogando en una de las salas de reunión.

Harry se adentró por uno de los pasillos. Las alfombras estaban desgastadas y las reproducciones de artistas del Romanticismo noruego que colgaban en las paredes, descoloridas. Aquella empresa había conocido tiempos mejores. O quizá no.

La puerta del servicio de señoras estaba entreabierta y las alfombras amortiguaban el sonido de los pasos de Harry lo bastante como para oír la voz de Tom Waaler a medida que se acercaba. Harry se detuvo justo delante. Waaler parecía estar hablando por el móvil.

– Si procede de él, es obvio que ya no nos tiene como intermediarios. Sí, pero déjamelo a mí.

Harry empujó la puerta y vio a Waaler, que estaba en cuclillas.

Levantó la vista.

– Hola, Harry. Un segundo y termino.

Harry se quedó en el umbral absorbiendo la escena mientras escuchaba el lejano chisporroteo de una voz en el teléfono de Waaler.

La habitación era sorprendentemente amplia, unos cuatro metros por otros cinco, y consistía en dos habitáculos blancos y tres lavabos del mismo color, bajo un espejo alargado. La luz de los fluorescentes del techo imprimía un aspecto de dureza a los azulejos blancos de las paredes. La ausencia de color resultaba casi extraña. El entorno podía ser el responsable de que el cadáver pareciera una pequeña obra de arte, como una exposición cuidadosamente colocada. La mujer era delgada y parecía joven. Se hallaba de rodillas, con la cabeza apoyada en el suelo, como un musulmán orando, si no fuese porque los brazos habían quedado bajo el cuerpo. La falda se le había subido por encima de las bragas, un tanga de color crema. Un hilo de sangre discurría por la junta de los azulejos que había entre la cabeza de la mujer y el desagüe. Se diría que lo hubiesen pintado para conseguir el máximo efecto posible.

El peso del cuerpo se sostenía en cinco puntos: los dos empeines, las rodillas y la frente. El traje, la postura tan extraña y el trasero descubierto, hicieron que Harry pensara en una secretaria que se había preparado para que la penetrase su jefe. Una vez más, un estereotipo. Por lo que él sabía, ella bien podía ser el jefe.

– De acuerdo, pero no podemos discutir eso ahora -dijo Waaler-. Llámame esta noche.

El comisario guardó el teléfono en el bolsillo interior, pero se quedó en cuclillas. Harry observó entonces que la otra mano de Waaler reposaba en la blanca piel de la mujer, justo debajo del borde de las bragas. Posiblemente, con el fin de obtener un punto de apoyo.

– De aquí saldrán buenas fotos, ¿verdad? -dijo Waaler, como si le hubiera leído el pensamiento a Harry.

– ¿Quién es?

– Barbara Svendsen, veintiocho años, de Bestum. Era recepcionista.

Harry se acuclilló al lado de Waaler.

– Como ves, le pegaron un tiro en la nuca -continuó Waaler-. Seguramente, con la pistola que está bajo ese lavabo. Todavía huele a cordita.

Harry miró la pistola negra que estaba en el suelo, en una esquina. Sujeta al cañón, se veía una gran bola negra.

– Una Česká zbrojovka -explicó Waaler-. Una pistola checa. Con silenciador hecho a medida.

Harry asintió con la cabeza. Quiso preguntar si era uno de los productos que Waaler importaba. Y si de eso iba la conversación telefónica que acababa de interrumpir.

– Una postura muy curiosa -dijo Harry.

– Sí, supongo que estaba en cuclillas o de rodillas, y luego se cayó hacia delante.

– ¿Quién la encontró?

– Una de las abogadas. La central de operaciones recibió la llamada a las diecisiete once horas.

– ¿Testigos?

– Ninguna de las personas con las que hemos hablado hasta ahora ha visto nada. Ningún comportamiento extraño, ningún individuo sospechoso que haya salido o entrado en la última hora. Una persona ajena al bufete que había venido a una reunión asegura que Barbara dejó la recepción a las dieciséis cincuenta y cinco para traerle un vaso de agua y que nunca regresó.

– Ya. ¿Y por eso vino aquí?

– Probablemente. La cocina está algo apartada de la recepción.

– Pero ¿nadie más la vio en el trayecto desde la recepción hasta aquí?

– Las dos personas que tienen sus despachos entre la recepción y los servicios se habían ido a casa y las que quedaban se encontraban en sus despachos o en una de las salas de reunión.

– ¿Qué hizo esa persona ajena al bufete al ver que ella no regresaba?

– Tenía una reunión a las cinco y, como la recepcionista no volvió, se impacientó y se fue andando por el pasillo hasta que encontró el despacho del abogado con quien tenía la cita.

– Así que conocía estas oficinas, ¿no?

– Pues no, dice que era la primera vez que venía.

– Ya. Y, que tú sepas, ¿es él la última persona que la vio con vida?

– Exacto.

Harry observó que Waaler no había retirado la mano.

– De modo que debió suceder entre las dieciséis cincuenta y cinco y las diecisiete once.

– Sí, ésa es la impresión que da al tocarla -dijo Waaler.

– ¿Tienes que hacer eso? -preguntó Harry en voz baja.

– ¿El qué?

– Tocarla.

– ¿No te gusta?

Harry no contestó. Waaler se acercó más.

– ¿Estás diciendo que nunca has tocado un cadáver, Harry?

Harry intentó escribir con el bolígrafo, pero no funcionaba.

Waaler se rió.

– No tienes que contestar, lo veo en tu cara. No hay nada malo en ser curioso, Harry. Es una de las razones por las que nos hicimos policías, ¿no es así? La curiosidad y la tensión. De averiguar cómo se siente la piel cuando se acaban de morir, cuando no están ni del todo calientes ni del todo fríos.

– Yo…

Waaler le agarró la mano y a Harry se le cayó el bolígrafo.

– Toca.

Waaler apretó la mano de Harry contra el muslo de la muerta. Harry respiró fuertemente por la nariz. Su primer impulso fue retirarla, pero no lo hizo. La mano de Waaler que sujetaba la suya estaba caliente y seca, pero la piel de ella no parecía humana, era como tocar goma. Goma tibia.

– ¿Lo notas? Eso sí que es tensión, Harry. Tú también te has vuelto adicto, ¿no es cierto? Pero ¿dónde la vas a encontrar cuando dejes este trabajo? ¿Harás como los demás desgraciados, alquilar vídeos o buscarla en el fondo de tus botellas? ¿O prefieres tenerla en la vida real? Toca aquí, Harry. Esto es lo que te ofrecemos. Una vida real. ¿Sí o no?

Harry se aclaró la garganta.

– Yo sólo digo que la Científica querrá asegurar las pistas antes de que toquemos nada.

Waaler se quedó mirando a Harry. Parpadeó alegremente y soltó la mano de Harry.

– Tienes razón. He hecho mal. Un fallo mío.

Waaler se levantó y salió.

Los dolores abdominales estaban a punto de acabar con Harry, pero intentó respirar profundamente. Beate no le perdonaría que vomitara en su escena del crimen.

Apoyó la mejilla en los azulejos, que estaban frescos, y levantó la chaqueta de Barbara para ver qué había debajo. Entre las rodillas y el torso que colgaba arqueado, vio un vaso de plástico blanco. Pero lo que le llamó la atención fue su mano.

– Mierda -susurró Harry-. Mierda.

A las seis y veinte, Beate entró deprisa en las oficinas de Halle, Thune y Wetterlid. Harry estaba sentado en el suelo apoyado en la pared fuera del servicio de señoras, bebiendo de un vaso de plástico blanco.

Beate se paró delante de él, dejó el maletín de metal en el suelo y se pasó el dorso de la mano por la frente húmeda y roja.

Sorry. Estaba en la playa de Ingierstrand. Tuve que ir primero a casa a cambiarme y pasarme por la calle Kjølberggata para recoger el equipo. Y algún idiota había dado orden de cerrar el ascensor, así que tuve que subir por las escaleras hasta aquí.

– Ya. Supongo que esa persona lo haría para asegurar posibles huellas. Y la prensa, ¿se ha enterado ya?

– Hay gente fuera descansando al sol. No disponen de mucha gente. Son vacaciones.

– Me temo que las vacaciones se han acabado.

Beate hizo una mueca.

– ¿Quieres decir…?

– Ven.

Harry se acercó y se agachó.

– Si miras debajo verás la mano izquierda. Le han cortado el dedo anular.

Beate suspiró.

– Poca sangre -dijo Harry-. Así que tuvo que pasarle después de muerta. Y también tenemos esto.

Levantó el mechón de pelo que le caía sobre la oreja izquierda.

Beate arrugó la nariz.

– ¿Un pendiente?

– En forma de corazón. Totalmente diferente del pendiente de plata que lleva en la otra oreja. Encontré el otro pendiente de plata en el suelo de uno de los aseos. Así que éste se lo ha puesto el asesino. Lo bueno de éste es que se puede abrir. Así. Un contenido poco usual, ¿verdad?

Beate asintió con la cabeza.

– Un diamante rojo de cinco puntas -dijo.

– Y entonces, ¿qué tenemos?

Beate lo miró.

– ¿Podemos decirlo ya en voz alta? -preguntó.


– ¿Un asesino en serie?

Bjarne Møller lo susurró tan bajito que Harry automáticamente se apretó más el móvil contra la oreja.

– Estamos en el lugar del crimen y es el mismo modus operandi -dijo Harry-. Mejor que empieces a anular las vacaciones, jefe. Vamos a necesitar a todo el mundo.

– ¿Un imitador?

– Descartado. Sólo nosotros sabíamos lo de la mutilación y los diamantes.

– Esto es extremadamente inoportuno, Harry.

– Los asesinatos en serie oportunos son muy raros, jefe.

Møller se quedó callado un rato.

– ¿Harry?

– Aquí sigo, jefe.

– Voy a tener que pedirte que utilices tus últimas semanas para ayudar a Tom Waaler en este asunto. Tú eres el único del grupo de Delitos Violentos que tiene experiencia en asesinos en serie. Sé que vas a decir que no, pero te lo pido de todas formas. Sólo para que podamos arrancar, Harry.

– De acuerdo, jefe.

– Esto es más importante que las diferencias entre tú y Tom… ¿Qué has dicho?

– He dicho que vale.

– ¿Lo dices en serio?

– Sí. Pero tengo que irme. Vamos a quedarnos aquí un buen rato. Sería estupendo que pudieras convocar la primera reunión del grupo de investigación para mañana. Tom propone que sea a las ocho.

– ¿Tom? -repitió Møller con voz de sorpresa.

– Tom Waaler.

– Ya sé quién es, pero nunca te he oído llamarlo por su nombre de pila.

– Los demás me están esperando, jefe.

– De acuerdo.

Harry metió el teléfono en el bolsillo, tiró el vaso de plástico a la papelera, se metió en uno de los servicios de caballeros y se agarró a la taza mientras vomitaba.

Después se puso delante del lavabo con el grifo abierto y se miró la cara. Escuchó el susurro de voces del pasillo. El asistente de Beate pedía a la gente que se mantuviera al otro lado de la cinta policial; Waaler dio orden de que emitieran un comunicado diciendo que se buscaba a personas que hubiesen estado cerca del edificio; Magnus Skarre le decía a gritos a un colega que quería una hamburguesa con queso sin patatas fritas.

Cuando el agua empezó a salir fría, Harry metió la cara bajo el grifo. Dejó que le cayera por las mejillas, que le entrara en los oídos, por el cuello, por dentro de la camisa, por los hombros y por los brazos. Bebió con avidez negándose a escuchar al enemigo. Y se fue otra vez a vomitar al aseo.

Fuera ya había anochecido y la plaza de Carl Berner estaba desierta cuando Harry salió, encendió un cigarrillo y, con un gesto disuasorio de la mano, ahuyentó a uno de los buitres periodistas que se le acercaban. El hombre se detuvo. Harry lo reconoció. Gjendem, ¿no se llamaba así? Había hablado con él después del asunto de Sidney. Gjendem no era peor que los demás; algo mejor, incluso.

La tienda de televisores seguía abierta. Harry entró. No había nadie aparte de un hombre gordo con una camisa de franela sucia que leía una revista tras el mostrador. Un ventilador de mesa le estaba estropeando el peinado. Resopló cuando Harry le mostró la identificación y le preguntó si había visto a alguien dentro o fuera de la tienda cuyo aspecto le hubiese resultado extraño.

– Todos tienen algo extraño -dijo-. El vecindario está a punto de irse al infierno.

– ¿Alguien que pareciera que iba a matar a alguien? -preguntó Harry secamente.

El hombre guiñó un ojo apretándolo fuerte al cerrarlo.

– ¿Y por eso han venido tantos coches patrulla?

Harry asintió con la cabeza.

El hombre se encogió de hombros y volvió a concentrarse en la lectura.

– ¿Quién no ha pensado alguna vez en matar a alguien, agente?

Camino a la salida, Harry se detuvo al ver su propio coche en uno de los televisores. La cámara barría la plaza de Carl Berner y se detuvo en el edificio de ladrillo rojo. La imagen volvió al presentador de las noticias de TV2 y, un segundo después, se hallaban en un pase de modelos. Harry dio una intensa calada al cigarrillo y cerró los ojos. Rakel se le acercaba en una pasarela, no, en doce pasarelas, salió de la pared de los televisores, deteniéndose ante él con las manos en las caderas. Lo miró con un gesto altivo de la cabeza, se dio la vuelta y lo dejó allí. Harry volvió a abrir los ojos.

Eran las ocho. Intentó no recordar que había un antro por allí cerca, en la calle Trondheimsveien, donde servían alcohol. La parte más dura de la tarde estaba por venir. Y luego llegaría la noche.


Eran las diez de la noche y a pesar de que el mercurio había tenido la deferencia de bajar dos grados, el aire era caliente y estático, anunciaba viento de poniente, viento de levante, viento procedente del mar, algún viento, en suma. Los locales de la Científica estaban vacíos a excepción del despacho de Beate, donde sí había luz. El asesinato de la plaza de Carl Berner había puesto el día patas arriba y ella aún seguía en el lugar de los hechos cuando su colega Bjørn Holm llamó para informar de que había una mujer en recepción que decía pertenecer a De Beers y que venía a examinar unos diamantes.

Beate se apresuró a volver y ahora prestaba toda su atención a la mujer bajita y enérgica que tenía delante y que hablaba un inglés tan perfecto como cabía esperar de una holandesa afincada en Londres.

– Los diamantes tienen huellas dactilares geológicas que, en teoría, hacen posible rastrearlos hasta el propietario, ya que se emiten certificados donde figura su origen y que constantemente acompañan al diamante. Pero me temo que en este caso no es así.

– ¿Por qué no? -preguntó Beate.

– Porque los dos diamantes que hemos visto son lo que llamamos diamantes de sangre.

– ¿Por el color rojo?

– No, porque lo más probable es que procedan de las minas de Kiuvu, en Sierra Leona. Todos los comerciantes de diamantes del mundo boicotean los diamantes de Sierra Leona porque las minas están controladas por las fuerzas insurgentes, que los exportan para financiar una guerra cuyo fin último no es político, sino económico. De ahí el nombre de diamantes de sangre. Sospecho que estos diamantes son de extracción reciente y lo más probable es que los hayan sacado de Sierra Leona de contrabando y que los hayan llevado a un país donde han podido obtener certificados falsos según los cuales proceden de una mina conocida, del sur de África, por ejemplo.

– ¿Alguna idea sobre el país en el que los introdujeron ilegalmente?

– La mayor parte de estas gemas acaba en algún país del Este. Cuando cayó el telón de acero, los expertos en expedir documentos de identidad falsos tuvieron que buscarse nuevos mercados. Los buenos certificados de diamantes se pagan bien. Pero no es la única razón por lo que apuesto por Europa del Este.

– ¿No?

– No es la primera vez que veo estos diamantes en forma de estrella. Los que he visto otras veces habían salido ilegalmente de Alemania del Este y de la República Checa. Y como éstos, su pulido era mediocre.

– ¿Mediocre?

– Los diamantes rojos son muy bellos, pero más baratos que los blancos y nítidos. Las piedras que habéis encontrado presentan, además, restos notables de carbono sin cristalizar, con lo que no son tan puros como cabría esperar. Los diamantes perfectos no suelen someterse a un pulido tan drástico como el que exige la forma de estrella.

– Así que Alemania del Este y la República Checa. -Beate cerró los ojos.

– Sólo es una suposición fundamentada. Si no deseas nada más, todavía llego a tiempo de coger el avión de la tarde para Londres…

Beate abrió los ojos y se levantó.

– Tienes que perdonarme, ha sido un día largo y caótico. Has sido de mucha ayuda y te damos las gracias por venir.

– No hay de qué. Sólo espero que os sirva para atrapar al culpable.

– Nosotros también. Llamaré a un taxi.

Mientras esperaba a que contestaran de la central de taxis, Beate se dio cuenta de que la experta en diamantes le miraba la mano con que sostenía el auricular. Beate sonrió.

– Es un anillo de diamantes muy bonito. Parece una alianza de compromiso, ¿no?

Beate se sonrojó sin saber por qué.

– No estoy comprometida. Es el anillo de compromiso que mi padre le regaló a mi madre. Al morir él, mi madre me lo dio.

– Ya. Eso explica que lo lleves en la mano derecha.

– Ah, ¿sí?

– Sí, lo normal es llevarlo en la izquierda. O en el dedo corazón de la mano izquierda, para ser exactos.

– ¿En el dedo corazón? Yo creía que se ponía en el dedo anular.

La mujer sonrió.

– No si sigues la creencia de los egipcios.

– ¿Y qué creían ellos?

– Según ellos, una «vena de amor», vena amoris, conecta directamente el corazón con el dedo corazón izquierdo.

Llegó el taxi y, cuando se hubo marchado la mujer, Beate se quedó un instante mirándose la mano. El tercer dedo de la mano izquierda.

Llamó a Harry.

– El arma también era checa -explicó Harry cuando ella le contó lo averiguado sobre los diamantes.

– Puede que ahí tengamos algo -sugirió Beate.

– Puede -dijo Harry-. ¿Cómo dices que se llama esa vena?

Vena amoris, creo.

Vena amoris -repitió Harry en un susurro.

16

Lunes. Diálogo


Duermes. Te pongo una mano en la mejilla. ¿Me has echado de menos? Te planto un beso en la barriga. Voy bajando y tú empiezas a moverte, un baile ondulante de elfos. Guardas silencio, finges estar dormida. Ya te puedes despertar, mi amor. Te he descubierto.


Harry se incorporó de golpe. Pasaron unos segundos hasta que comprendió que lo habían despertado sus propios gritos. Escrutó la penumbra, estudió las sombras que se proyectaban junto a las cortinas y el armario.

Volvió a descansar la cabeza en el almohadón. ¿Qué es lo que había soñado? Se vio en una habitación a oscuras. Había dos personas en una cama. Se acercaron la una a la otra. Tenían la cara oculta. Él encendió una linterna y acababa de enfocarlos cuando le despertó el grito.

Miró los números del reloj de la mesilla. Todavía faltaban dos horas y media para las siete. En ese tiempo, cualquiera puede ir y volver del infierno en sueños. Pero tenía que dormir. Tenía que hacerlo. Tomó aire como si fuese a bucear y cerró los ojos.

17

Martes. Perfiles


Harry miraba el minutero del reloj que colgaba de la pared, justo encima de la cabeza de Tom Waaler.

Tuvieron que traer más sillas para acomodar a todos los asistentes en la gran sala de reuniones de la zona verde del sexto piso. Reinaba allí un ambiente casi solemne. Nadie hablaba, nadie tomaba café, nadie leía el periódico, todos escribían en sus blocs y guardaban silencio a la espera de que diesen las ocho. Harry contó diecisiete cabezas, lo que significaba que sólo faltaba una persona. Tom Waaler estaba delante de todos con los brazos cruzados y la mirada clavada en su Rolex.

El minutero de la pared tembló y se detuvo vertical y tembloroso en posición de firmes.

– Empezamos -anunció Tom Waaler.

Hubo un revuelo y se oyó un crujir unísono cuando, como a una señal, todos se enderezaron en las sillas.

– Con la ayuda de Harry Hole, llevaré el mando de este grupo de investigación.

Todas las cabezas se volvieron con asombro hacia Harry, que estaba al fondo de la habitación.

– En primer lugar, quiero dar las gracias a los que, sin rechistar, habéis vuelto de vuestras vacaciones a toda prisa -continuó Waaler-. Me temo que se os va pedir que sacrifiquéis más que vuestras vacaciones en las próximas semanas y no es seguro que tenga tiempo de daros las gracias a todas horas, así que vamos a decir que mi agradecimiento de hoy valdrá hasta final de mes. ¿De acuerdo?

Risas y gestos de asentimiento alrededor de la mesa. Igual que se ríe y se asiente ante un futuro jefe de grupo, pensó Harry.

– Éste es un día singular por varias razones.

Waaler encendió el proyector de transparencias. La primera página del diario Dagbladet apareció en la pantalla que había a su espalda. «¿ANDA SUELTO UN ASESINO EN SERIE?» Sin foto, solamente estas palabras en grandes titulares. Ahora bien, es muy raro que una redacción que respete la profesión utilice preguntas en la portada, y, lo que poca gente y desde luego nadie en la habitación K615 sabía era que la decisión de añadir los interrogantes se había tomado pocos minutos antes de que el periódico pasara a la imprenta después de que el jefe de guardia del Dagbladet llamara al redactor jefe a su cabaña de Tvedestrand para hacerle la consulta.

– Que sepamos, en Noruega no hemos tenido un asesino en serie desde que Arnfinn Nesset hacía de las suyas en los ochenta -observó Waaler-. Los asesinos en serie son poco frecuentes, tanto que este asunto llamará la atención incluso fuera del país. Compañeros, tendremos a mucha gente pendiente de nosotros.

La pausa calculada de Tom Waaler era innecesaria, ya que todos los presentes comprendieron la importancia del caso la noche anterior en cuanto Møller los puso al corriente por teléfono.

– Vale -prosiguió Waaler-. Aun suponiendo que sea verdad que nos enfrentamos a un asesino en serie, estamos de suerte, después de todo. En primer lugar, porque contamos aquí con una persona con experiencia en la investigación de asesinos en serie y que incluso apresó a uno. Doy por hecho que todos los que estáis aquí habéis oído hablar de la hazaña del comisario Hole en Sidney. ¿Harry?

Harry vio que todas las cabezas se volvían hacia él y carraspeó de nuevo.

– No estoy tan seguro de que el trabajo que hice en Sidney sea un ejemplo a seguir -dijo intentando sonreír-. Como recordaréis, la cosa terminó en que maté a aquel hombre de un tiro.

No hubo risas, ni siquiera una sonrisa forzada: Harry no daba el tipo de futuro jefe de grupo.

– Estoy seguro de que nos podemos imaginar finales peores que ése, Harry -dijo Waaler volviendo a mirar el Rolex-. Muchos de vosotros conocéis al psicólogo Ståle Aune, a cuyos servicios de experto hemos recurrido en la investigación de diversos casos. Está dispuesto a ofrecernos una breve introducción al fenómeno de los asesinatos en serie. Para algunos de vosotros, esto no es una novedad, pero no hará daño recordarlo. Debía llegar a las…

La puerta se abrió de golpe y todos dirigieron la vista hacia un hombre que entró jadeando sonoramente. Encima del estómago redondo como una bola, que sobresalía de la chaqueta de tweed, se veían una pajarita naranja y unas gafas tan pequeñas que cabía preguntarse si era posible ver algo a través de ellas. Debajo de la lustrosa calva se hallaba la frente sudorosa y, debajo de ésta, un par de cejas oscuras, posiblemente teñidas, pero en todo caso, cuidadosamente arregladas.

– Hablando del astro rey… -dijo Waaler.

– ¡Aparece fulgurante! -exclamó Ståle Aune, sacando un pañuelo del bolsillo del pecho y enjugándose el sudor de la frente-. ¡Y calienta de cojones!

Se fue hasta el final de la mesa y, con un chasquido, dejó caer en el suelo el desgastado maletín marrón.

– Buenos días, señores. Me alegra ver a tanta gente joven despierta a estas horas del día. A algunos de vosotros ya os conozco, pero de otros me he librado.

Harry sonrió. Él era uno de los que Aune definitivamente no se había librado. Habían pasado muchos años desde la primera vez que Harry acudió a Aune a causa de sus problemas con el alcohol. Aune no estaba especializado en alcoholismo, pero terminaron por entablar una relación que Harry hubo de admitir que se parecía sospechosamente a la amistad.

– ¡Venga, sacad los blocs de notas, pandilla de zánganos!

Aune colgó su chaqueta en una silla.

– Tenéis pinta de estar en un funeral y supongo que, hasta cierto punto, así es, pero quiero ver algunas sonrisas antes de irme. Es una orden. Y prestad atención, esto irá rápido.

Aune cogió un rotulador de la bandeja de la pizarra de transparencias y empezó a escribir a gran velocidad mientras hablaba.

– Hay muchas razones para afirmar que los asesinos en serie han existido desde que ha habido gente a la que matar en este planeta. Pero muchos consideran el llamado Autum of Terror de 1888 como el primer caso de asesinatos en serie de los tiempos modernos. Es la primera vez que se puede documentar un asesinato en serie con un móvil puramente sexual. El asesino mató a cinco mujeres y desapareció sin dejar rastro; se lo llamó Jack el Destripador, pero se llevó su verdadera identidad a la tumba. La más conocida contribución de nuestro país a la lista de asesinatos en serie no es Arnfinn Nesset, que, como todos recordaréis, envenenó a una veintena de pacientes en los años ochenta, sino Belle Gunness, algo tan insólito como una asesina en serie. Belle Gunness se fue a Estados Unidos, donde, en 1902, se casó con un hombre que era muy poca cosa, y con él se asentó en una granja a las afueras de La Porte, en el estado de Indiana. Digo que era poca cosa porque él pesaba setenta kilos y ella ciento veinte.

Aune se tiró ligeramente de los tirantes.

– Y si queréis saber mi opinión, os diré que su peso era del todo adecuado.

Risas.

– Esta mujer regordeta y agradable asesinó a su marido, a algunos niños y a un sinnúmero de pretendientes a los que hacía acudir a la granja por medio de una serie de anuncios de contacto en los periódicos de Chicago. Los cuerpos de estas personas aparecieron en 1908, fecha en la que la granja ardió en extrañas circunstancias. Entre aquellos restos hallaron un torso de mujer decapitado, muy voluminoso y carbonizado. Se sospecha que fue la propia Belle quien plantó allí a la mujer, con la idea de hacer creer a los investigadores que se trataba de su cadáver. La policía recibió varios informes de testigos que afirmaban haberla visto en distintos lugares de Estados Unidos, pero nunca dieron con ella. Y eso es, precisamente, lo que quiero subrayar: los casos como Jack y Belle son, por desgracia, bastante típicos.

Aune había terminado de escribir y dio un fuerte golpe en la pizarra con el rotulador, antes de añadir:

– No se los atrapa.

Los congregados lo miraban en silencio.

– Bien -continuó Aune-. El concepto de asesino en serie es tan polémico como todo lo que voy a contaros. Y esto se debe a que la psicología es una ciencia que todavía está en mantillas y también a que los psicólogos, por naturaleza, son proclives a las disputas. Os voy a exponer unas cuantas cosas que sabemos, que son tantas como las que no sabemos, acerca de los asesinos en serie, que, según muchos psicólogos muy capacitados, es una característica sin sentido de un grupo de enfermedades mentales que, según otros psicólogos, no existen. ¿Está claro? Bueno, veo que algunos de vosotros por lo menos sonreís, y eso es bueno.

Aune dio un golpe con el dedo índice en el primer punto que había escrito en la pizarra.

– El típico asesino en serie es un hombre blanco de entre veinticuatro y cuarenta años. Por regla general, opera solo, pero también puede operar junto con otras personas, por ejemplo, en pareja. El maltrato de las víctimas es señal de que trabaja en solitario. Cualquiera puede convertirse en víctima, pero suelen ser personas que pertenecen a su mismo grupo étnico y a las que sólo conoce de antemano en casos excepcionales.

»Por regla general, encuentra a la primera víctima en una zona que conoce bien. Existe la creencia de que los asesinatos en serie siempre se asocian a algún tipo de ritual. Esto no es así. Sin embargo, cuando hay rituales suelen estar relacionados con asesinatos en serie.

Aune señaló con el dedo el siguiente punto, donde había escrito PSICÓPATA/SOCIÓPATA.

– En cualquier caso, lo más típico del asesino en serie es su condición de americano. Sólo Dios, aparte de un par de catedráticos de Psicología de Blindern, sabe por qué. De ahí que resulte interesante que quienes más saben de asesinatos en serie, el FBI y la Justicia norteamericana, distingan entre estos dos tipos de asesinos. El psicópata y el sociópata. Los profesores que acabo de mencionar opinan que tanto la distinción como el concepto apestan, pero en la patria del asesino en serie la mayoría de los tribunales se atienen a la regla de McNaughton, según la cual sólo el psicópata asesino en serie no sabe lo que hace en el momento de cometer el crimen. A diferencia del sociópata, al psicópata no se lo condena a penas de cárcel ni a lo que tanto se practica en la patria de Dios, a la pena de muerte. Esto se refiere sólo a los asesinos en serie. Bueno…

Tapó el rotulador y enarcó una ceja, sorprendido.

Waaler levantó la mano. Aune asintió con la cabeza.

– La determinación de la condena es interesante -dijo Waaler-. Pero antes tenemos que cogerlo. ¿Tienes algo que podamos utilizar en la práctica?

– ¿En la práctica? ¿Estás loco? Soy psicólogo.

Risas. Aune inclinó la cabeza satisfecho en señal de agradecimiento.

– Sí, a eso voy, Waaler. Pero antes déjame decir que si alguno de vosotros empieza a impacientarse, le esperan momentos difíciles. Sabemos por experiencia que nada lleva tanto tiempo como atrapar a un asesino en serie. Sobre todo si se trata del tipo equivocado.

– ¿Cuál es el tipo equivocado? -preguntó Magnus Skarre.

– En primer lugar, veremos que quienes elaboran los perfiles psicológicos para el FBI distinguen entre asesinos en serie psicópatas y sociópatas. El psicópata suele ser un individuo inadaptado, sin trabajo, sin estudios, con antecedentes y no pocos problemas sociales, al contrario que el sociópata, que es una persona inteligente, aparentemente sociable y con una vida normal. El psicópata destaca y fácilmente se lo considera sospechoso, en tanto que el sociópata pasa inadvertido. Por ejemplo, cuando por fin se desenmascara al sociópata, casi siempre resulta una enorme sorpresa para sus vecinos y conocidos. He hablado con una psicóloga que elabora perfiles en el FBI. Me contó que el primer dato que valora es cuándo se cometieron los asesinatos, ya que asesinar exige tiempo. Para ella, un indicador muy útil es saber si los asesinatos se habían cometido en día laborable, en fin de semana o en un periodo de vacaciones. Esto último indicaría que el asesino trabaja y aumenta la probabilidad de que se trate de un sociópata.

– O sea que, como nuestro hombre asesina durante las vacaciones de verano, hemos de interpretar que tiene trabajo y que es un sociópata, ¿no? -preguntó Beate Lønn.

– Bueno, ni que decir tiene que es algo prematuro sacar ese tipo de conclusiones, pero si sumamos el dato a lo que ya sabemos, podría ser. ¿Es esto lo bastante útil?

– Muy útil -aseguró Waaler-. Pero también son malas noticias, si te he entendido bien.

– Correcto. Nuestro hombre se parece demasiado al tipo de asesino en serie equivocado. El sociópata.

Aune les concedió unos segundos para asumirlo antes de continuar.

– Según el psicólogo americano Joel Norris, los asesinos en serie pasan por un proceso mental de seis fases en relación con cada asesinato. La primera se conoce como fase de aura, en la que el sujeto va perdiendo paulatinamente el contacto con la realidad. La fase del tótem, la quinta, es el asesinato en sí, que constituye el clímax para el asesino. O mejor dicho, el anticlímax. El asesinato no llega nunca a satisfacer del todo los deseos y expectativas de catarsis, de purificación, que el asesino relaciona con la ejecución. Por eso, después de cometerlo, se va directamente a la sexta fase, la fase depresiva. Ésta pasa a su vez a una nueva fase, la de aura, cuando empieza la recuperación para el próximo asesinato.

– Así que vueltas y más vueltas -dijo desde el umbral Bjarne Møller, que había llegado sin que nadie lo advirtiese-. Como un perpetuum mobile.

– Sólo que una máquina de movimiento perpetuo repite sus operaciones sin cambios -objetó Aune-. Mientras que los asesinos en serie pasan por un proceso que, a largo plazo, modifica su comportamiento. Por fortuna, se caracteriza por una pérdida gradual de autocontrol. Pero, por desgracia, también por un mayor ensañamiento. El primer asesinato es siempre el más difícil de superar y por eso el proceso después del llamado enfriamiento es más largo. Esto origina una fase de aura prolongada, durante la cual se prepara para el próximo asesinato y se toma tiempo para planificarlo. Si llegamos al escenario de un asesinato en serie y observamos que se han cuidado los detalles, que se han aplicado los rituales con esmero y con escaso riesgo para el asesino de ser descubierto, sabremos que éste se halla aún al inicio del proceso. En esta fase perfecciona la técnica para ser cada vez más eficaz. Es la peor fase para quienes intentan atraparlo. Pero a medida que comete más asesinatos, los periodos de enfriamiento son cada vez más breves. Tiene menos tiempo para planificar, los escenarios de los crímenes quedan más desordenados, la ejecución de los rituales es más descuidada, y el asesino corre más riesgos. Todo esto indica que su frustración va en aumento. O dicho de otra forma, que su ensañamiento irá a más. Perderá el autocontrol y será más fácil atraparlo. Sin embargo, si, estando a punto de cogerlo en este periodo, no se consigue, puede ocurrir que se asuste y que deje de matar durante un tiempo. Tendrá entonces ocasión para recobrar la calma y empezar otra vez desde el principio. Espero que estas aclaraciones no depriman a los señores…

– Lo resistiremos -dijo Waaler-. Pero ¿podrías hablarnos de lo que ves en este caso concreto?

– De acuerdo -respondió Aune-. Tenemos tres asesinatos.

– ¡Dos asesinatos! -gritó Skarre otra vez-. Por ahora, Lisbeth Barli sólo consta como desaparecida.

– Tres asesinatos -repitió Aune-. Créeme, jovencito.

Se cruzaron varias miradas. Skarre hizo amago de ir a replicar, pero cambió de opinión. Aune continuó.

– Los tres asesinatos se cometieron con intervalos iguales y el ritual de mutilación y posterior adorno del cadáver se ha llevado a cabo en los tres casos. Amputa un dedo y lo compensa dándole a la víctima un diamante. La compensación es una característica corriente en este tipo de mutilaciones, típica de asesinos que han crecido en familias con principios morales muy estrictos. Puede que sea una pista fructífera, ya que en las familias de este país no abundan los principios morales.

Nadie se rió.

Aune suspiró.

– Se llama humor negro. No pretendo ser cínico y, seguramente, mis comentarios podrían haber sido mejores, pero sólo intento que este asunto no acabe conmigo antes de empezar. Os recomiendo que hagáis lo mismo. En fin, como decía, los intervalos entre los asesinatos y el hecho de que se hayan llevado a efecto los rituales son indicio del autocontrol del asesino y de que nos hallamos en la fase inicial.

Se oyó un ligero carraspeo.

– ¿Sí, Harry? -dijo Aune.

– Elección de víctima y lugar -dijo Harry.

Aune puso el dedo índice en el mentón, reflexionó un instante y asintió con la cabeza.

– Tienes razón, Harry.

Los demás congregados en torno a la mesa cruzaron una mirada inquisitiva.

– ¿En qué tiene razón? -preguntó Skarre gritando, como siempre.

– La elección de la víctima y el lugar indican lo contrario -explicó Aune-. Que el asesino está entrando rápidamente en la fase donde pierde el control y empieza a matar sin reparos.

– ¿Cómo? -preguntó Møller.

– Lo puedes explicar tú mismo, Harry -sugirió Aune.

Harry no apartó la vista de la superficie de la mesa mientras hablaba.

– El primer asesinato, el de Camilla Loen, se produjo en un piso donde ella vivía sola, ¿verdad? El asesino podía entrar y salir sin demasiadas probabilidades de que lo detuvieran o identificaran y perpetrar el asesinato y los rituales sin que nadie lo molestase. Sin embargo, ya en el segundo asesinato empieza a correr riesgos. Secuestra a Lisbeth Barli en una zona residencial a pleno día, probablemente con un coche, y los coches, ya sabemos, tienen matrículas. Y el tercer asesinato es, por supuesto, una lotería. En el servicio de señoras del interior de una oficina. Cierto que lo cometió después del horario laboral, pero había por allí el número suficiente de personas, así que tuvo suerte de que no lo descubrieran o, al menos, lo identificaran.

Møller se volvió hacia Aune.

– ¿Y cuál es la conclusión?

– Que no hay conclusión -aseguró Aune-. Que, como mucho, podemos suponer que es un sociópata bien adaptado y que no sabemos si está a punto de volverse loco o si sigue manteniendo el control.

– ¿Qué debemos desear?

– En el primer caso habrá una masacre, pero también cierta posibilidad de cogerlo, ya que correrá riesgos. En el segundo caso, transcurrirá más tiempo entre cada asesinato, pero según todos los pronósticos, no lograremos atraparlo en un futuro previsible. Escoged vosotros mismos.

– Pero ¿por dónde podemos empezar a buscar? -preguntó Møller.

– Si yo tuviese fe en aquellos de mis colegas que creen en las estadísticas, diría que entre los que se hacen pis en la cama, los maltratadores de animales, los violadores y los pirómanos. Sobre todo los pirómanos. Pero no tengo fe en ellos y, por desgracia, tampoco un dios alternativo, de modo que la respuesta es que no tengo ni idea.

Aune le puso el tapón al rotulador. Reinaba un silencio opresivo.

Tom Waaler se levantó repentinamente.

– De acuerdo, compañeros, tenemos cosas que hacer. Para empezar, quiero que todas las personas con las que ya hemos hablado vengan para someterse a un nuevo interrogatorio, quiero que se controle a todos los condenados por homicidio y además una lista de todos los que hayan sido condenados por violación o por provocar incendios.

Harry observaba a Waaler mientras éste distribuía las tareas y tomó nota de su eficacia y del grado de confianza en sí mismo, de su rapidez y agilidad cuando alguien expresaba una objeción práctica relevante.

El reloj que colgaba encima de la puerta indicaba que eran las diez menos cuarto. El día acababa de empezar y Harry ya se sentía exhausto, como un viejo león moribundo que se arrastrara en pos de la manada en la que, un día, fue capaz de retar al que ahora se había erigido en jefe. Ciertamente, nunca abrigó deseos de ser jefe de la manada, pero sentía que la caída era abismal. Mantenerse al margen y esperar a que alguien le arrojase un hueso era cuanto podía hacer…

Resultó que alguien le había arrojado un hueso. Y un hueso grande.

A Harry la acústica atenuada de las pequeñas salas de interrogatorio le producía la sensación de estar hablando debajo de un edredón.

– Importación de audífonos -dijo el hombre fornido y de baja estatura mientras se pasaba la mano derecha por la corbata de seda. Un discreto alfiler de corbata de oro la mantenía sujeta a la camisa de un blanco impecable.

– ¿Audífonos? -repitió Harry mirando el formulario de interrogatorios que le había entregado Tom Waaler. En el espacio para el nombre había escrito «André Clausen» y en el de la profesión, «Autónomo».

– ¿Tiene usted problemas de audición? -preguntó Clausen con sarcasmo, aunque Harry fue incapaz de discernir si el hombre se lo decía a él o a sí mismo.

– Ya. ¿Así que acudiste a las oficinas de Halle, Thune y Wetterlid para hablar sobre audífonos?

– Sólo quería que evaluaran un acuerdo de representación. Uno de sus amables colegas hizo una copia del documento ayer por la tarde.

– ¿Es éste? -preguntó Harry señalando una carpeta de papel.

– Exactamente.

– Lo he estado leyendo hace un rato. Se firmó hace dos años. ¿Iban a renovarlo?

– No, sólo quería asegurarme de que no me engañaban.

– ¿Y no se le había ocurrido hasta ahora?

– Más vale tarde que nunca.

– ¿No tienes abogado fijo, Clausen?

– Sí, pero me temo que se está haciendo mayor.

Clausen sonrió y dejó al descubierto un gran empaste de oro que lanzó un destello antes de que el hombre continuase:

– Solicité una reunión previa para averiguar qué podía ofrecer este bufete de abogados.

– ¿Y pediste una cita antes del fin de semana? ¿Y con un bufete especializado en el cobro ejecutivo?

– No me enteré hasta que no se celebró la reunión. Lo comprendí a lo largo del encuentro. Es decir, en el poco rato que éste duró, hasta que se armó todo el jaleo.

– Si estás buscando un nuevo abogado, supongo que habrás pedido cita con otros bufetes, ¿no? -dijo Harry-. ¿Podrías decirnos con cuál?

Harry hablaba sin mirar a André Clausen a la cara. No era allí donde se revelaría una posible mentira. Cuando se saludaron, Harry comprendió enseguida que Clausen no era de los que permitían que su expresión delatara sus pensamientos. Quizá por timidez, pero también podía deberse al ejercicio de una profesión que requería cara de póquer o a un pasado donde el autodominio se considerase una virtud decisiva. De ahí que Harry buscase otras señales como, por ejemplo, si levantaba la mano de su regazo para pasarla por la corbata una vez más. No lo hizo. Clausen, en cambio, sí que miraba a Harry. No fijamente, sino, al contrario, con los párpados algo caídos, como si no encontrase la situación incómoda, sólo un poco aburrida.

– La mayoría de los bufetes a los que llamé no querían concertar una cita antes de las vacaciones -dijo Clausen-. En Halle, Thune y Wetterlund, en cambio, fueron muy solícitos. Oiga, ¿acaso sospechan de mí?

– Sospechamos de todo el mundo -aseguró Harry.

Fair enough.

Clausen pronunció las palabras con un acento perfecto de la BBC.

– Observo que tienes muy buen acento en inglés.

– ¿Usted cree? He viajado bastante al extranjero en los últimos años, quizá sea por eso.

– ¿Dónde has estado?

– Bueno, en realidad, la mayoría de los viajes los hice por hospitales e instituciones noruegas. También voy mucho a Suiza a visitar la fábrica del productor de los audífonos. El desarrollo del producto requiere que estemos profesionalmente al día.

Otra vez esa ironía en el tono de voz.

– ¿Estás casado? ¿Tienes familia?

– Si mira los documentos que ha rellenado su colega, verá que no la tengo.

Harry leyó el formulario.

– De acuerdo. Así que vives solo… Veamos… ¿en Gimle Terrasse?

– No, vivo con Truls -corrigió Clausen.

– Ya. Entiendo.

– ¿De verdad? -Clausen sonrió de tal modo que los párpados se le cerraron un poco más-. Truls es un Golden Retriever.

Harry notaba un incipiente dolor de cabeza en la parte posterior de los globos oculares. La lista le indicaba que le quedaban cuatro interrogatorios más antes de la hora de comer. Y cinco, después. No se sentía con fuerzas para enfrentarse a todos ellos.

Le pidió a Clausen que le contara otra vez lo sucedido desde que entró en el edificio de la plaza de Carl Berner hasta que llegó la policía.

– Con mucho gusto, comisario -respondió el hombre con un bostezo.

Harry se retrepó en la silla mientras, con fluidez y seguridad, Clausen le refería cómo llegó en taxi, cogió el ascensor y, después de hablar con Barbara Svendsen, aguardó cinco o seis minutos a que volviese con el agua. Al ver que la joven no regresaba, se adentró en las oficinas hasta que se encontró con una puerta en la que se leía el nombre del abogado Halle.

Harry comprobó que Waaler había anotado que Halle confirmaba la hora en que Clausen llamó a la puerta: las cinco y cinco.

– ¿Viste a alguien entrar o salir de los servicios de señoras?

– Desde el lugar de la recepción donde me encontraba no podía ver la puerta; y no vi a nadie entrar o salir cuando me encaminé a los despachos. Esto lo he repetido ya varias veces, a decir verdad.

– Y más que lo vas a repetir -aseguró Harry bostezando ruidosamente al tiempo que se pasaba la mano por la cara. En ese preciso momento, Magnus Skarre dio unos golpecitos con el dedo en la ventana de la sala de interrogatorios y le señaló a Harry el reloj de pulsera. Harry reconoció a Wetterlid, que estaba detrás de su colega y asintió con la cabeza antes de echar una última ojeada al formulario de interrogatorios.

– Aquí dice que no viste a nadie sospechoso entrar o salir de la recepción mientras estabas allí.

– Es correcto.

– En ese caso, gracias por tu cooperación hasta el momento -dijo Harry antes de guardar el formulario en la carpeta y de detener la grabadora-. Lo más probable es que volvamos a ponernos en contacto contigo.

– No vi a nadie sospechoso -precisó Clausen poniéndose de pie.

– ¿Cómo?

– Digo que no vi a nadie sospechoso en la recepción, pero sí vi llegar a una limpiadora que despareció hacia el interior de las oficinas.

– Sí, ya hemos hablado con ella. Según ha declarado, se fue directamente a la cocina y no vio a nadie.

Harry se levantó y miró la lista. El próximo interrogatorio era a las diez y cuarto en la sala de interrogatorios número cuatro.

– Y al mensajero de la bicicleta, claro -continuó Clausen.

– ¿El mensajero de la bicicleta?

– Sí. Salió por la puerta justo antes de que yo fuese al despacho de Halle. Habría entregado o recogido algo, yo qué sé. ¿Por qué me mira de esa forma, comisario? Un mensajero en un bufete no tiene nada de sospechoso, ¿no?

Una hora y media más tarde, después de haberse informado en Halle, Thune y Wetterlid ASA y en todas las agencias de mensajería de Oslo, Harry tenía claro que el lunes nadie había registrado entrega ni recogida de nada en la oficina de Halle, Thune y Wetterlid.

Y dos horas después de que Clausen hubiese dejado la comisaría, justo antes de que el sol llegase a su cénit, fueron a buscarlo en su oficina para que describiera una vez más al mensajero.

Clausen no supo contarles gran cosa. En torno a un metro ochenta de estatura, complexión normal. Aparte de eso, no se había fijado en más detalles de su aspecto. Lo consideraba carente de interés o impropio entre hombres, dijo; y repitió que el mensajero iba vestido como la mayoría de los mensajeros que iban en bicicleta, camiseta ajustada amarilla y negra, pantalón corto y zapatillas de ciclista que chasquearon cuando pisó la alfombra. Llevaba la cara tapada por el casco y las gafas de sol.

– ¿Y la boca? -preguntó Harry.

– Cubierta con una mascarilla blanca -respondió Clausen-. Como las que utiliza Michael Jackson. Creo haber oído que los mensajeros las utilizan para protegerse de las emisiones de gases de los coches.

– En Nueva York y Tokio, sí, pero esto es Oslo.

Clausen se encogió de hombros.

– Yo no le di mayor importancia.

Harry le dijo a Clausen que podía marcharse y se encaminó al despacho de Waaler que, con el auricular pegado a la oreja, murmuraba «ya, ya, sí sí…», cuando Harry entró por la puerta.

– Creo que tengo una idea sobre cómo entró el asesino en casa de Camilla Loen -dijo Harry.

Tom Waaler colgó el teléfono sin acabar la conversación.

– Hay una cámara de video conectada al portero automático de la entrada del edificio donde vivía, ¿verdad?

– ¿Sí…? -Waaler se inclinó con interés.

– ¿Qué tipo de persona puede llamar a cualquier portero automático, mostrarle a la cámara una cara enmascarada y, aun así, sentirse bastante seguro de que lo dejarán entrar?

– ¿Papá Noel?

– No creo. Pero dejarías entrar a una persona que sabes que trae un paquete urgente o un ramo de flores. Un mensajero ciclista.

Waaler pulsó el botón de ocupado en la base del teléfono.

– Desde que Clausen llegó al bufete hasta que vio al mensajero ciclista salir cruzando la recepción pasaron más de cuatro minutos. Un mensajero entra apresurado, entrega y sale corriendo, no pierde cuatro minutos tontamente.

Waaler asintió despacio con la cabeza.

– Un mensajero -repitió-. Es de una sencillez genial. Alguien con una razón plausible para entrar en cualquier sitio con una mascarilla. Alguien a quien todos pueden ver, pero en quien nadie se fija.

– Un caballo de Troya -apostilló Harry-. Imagínate qué situación más perfecta para un asesino en serie.

– Y a nadie le extraña que un mensajero se aleje de un lugar a toda prisa en un medio de locomoción sin matrícula que posiblemente sea la forma más eficaz de escaparse en una ciudad -dijo Waaler echando mano del teléfono.

– Mandaré gente a preguntar si alguien ha visto a un mensajero ciclista cerca del lugar y la hora de los asesinatos.

– Hay otra medida que debemos considerar -observó Harry.

– Sí -dijo Waaler-. Debemos alertar a la población contra mensajeros ciclistas desconocidos.

– Exacto. ¿Se lo cuentas tú a Møller?

– Sí… Oye, Harry…

Harry se detuvo en la puerta.

– Excelente trabajo -dijo Waaler.

Harry asintió brevemente con la cabeza y se marchó.

Apenas tres minutos después, ya corría por los pasillos del grupo de Delitos Violentos la noticia de que Harry tenía una pista.

18

Martes. Pentagrama


Nikolái Loeb pulsó las teclas con cuidado. Las notas del piano resonaban flojas y frágiles en la habitación de paredes desnudas. Piotr Ilich Tchaikovski, concierto para piano n.° 1 en Re menor. Muchos pianistas opinaban que era extraño y que le faltaba elegancia, pero para el oído de Nikolái, nunca se había compuesto una música más bella. Lo invadía la nostalgia con sólo tocar los pocos compases que se sabía de memoria y sus dedos buscaban automáticamente esas notas cuando se sentaba al piano desafinado en la sala de reuniones de la casa parroquial de Gamle Aker.

Miró por la ventana abierta. Los pájaros trinaban en el camposanto. Le recordaba los veranos en Leningrado y a su padre, que lo había llevado a los viejos campos de batalla, en las afueras de las ciudades, donde el abuelo y todos los tíos de Nikolái yacían enterrados en fosas comunes, olvidados hacía ya mucho tiempo.

– Escucha -le decía su padre-. Escucha cómo cantan, es tan absurdamente hermoso…

Nikolái oyó un carraspeo y se dio la vuelta.

Un hombre alto con camiseta y vaqueros aguardaba en el umbral. Llevaba la mano derecha vendada. Lo primero que se le pasó a Nikolái por la cabeza fue que se trataría de uno de los toxicómanos que acudían allí de vez en cuando.

– ¿Puedo hacer algo por ti? -le gritó Nikolái. La dura acústica de la sala hizo que su voz sonara menos amable de lo que pretendía.

El hombre entró, antes de responder.

– Eso espero -dijo-. He venido a saldar mi deuda.

– Me alegro -respondió Nikolái-. Y lo lamento, porque no puedo confesar aquí. En el pasillo hay una lista con el horario y tendrás que ir a nuestra capilla de la calle Inkognitogata.

El hombre estaba ya a su lado. Al ver las profundas ojeras negras que rodeaban sus ojos enrojecidos, Nikolái dedujo que aquel hombre debía de llevar algún tiempo sin dormir.

– Quiero pagar la deuda por haber roto la estrella de la puerta.

Transcurrieron unos segundos antes de que Nikolái cayera en la cuenta de a qué se refería.

– ¡Ah, bueno! Eso no es asunto mío. Aunque me he dado cuenta de que la estrella está suelta en la puerta y cuelga boca abajo -observó con una sonrisa-. Algo impropio en una iglesia, supongo.

– ¿Quieres decir que no trabajas aquí?

Nikolái negó con la cabeza.

– Sólo alquilamos el local de vez en cuando. Yo pertenezco a la congregación de Santa Olga, la princesa apostólica.

El hombre enarcó las cejas.

– La iglesia ortodoxa rusa -añadió Nikolái-. Soy sacerdote y prefecto. Es mejor que vayas a las oficinas de la iglesia, quizás encuentres allí a alguien que te pueda ayudar.

– Vale, gracias.

El hombre no se movió.

– Tchaikovski, ¿no? ¿El primer concierto para piano?

– Correcto -confirmó Nikolái sorprendido. Los noruegos no eran exactamente lo que se llama un pueblo instruido. Y además éste llevaba camiseta y parecía un mendigo.

– Mi madre solía tocarlo para mí -explicó el hombre-. Decía que era difícil.

– Pues era una madre buena, si tocaba para ti piezas que le resultaban difíciles.

– Sí, era buena. Una santa.

Había algo en la sonrisa torcida del hombre que desconcertaba a Nikolái. Era una sonrisa contradictoria. Abierta y cerrada, amable y cínica, alegre y dolorida. Pero se dijo que, como siempre, estaría interpretando de más.

– Gracias por la ayuda -le dijo el hombre dirigiéndose a la puerta.

– De nada.

Nikolái volvió a concentrarse en el piano. Pulsó una tecla con cuidado para que percutiese la cuerda suavemente y sin emitir ningún sonido, notó cómo el fieltro tocaba la cuerda, cuando cayó en la cuenta de que no había oído la puerta cerrarse. Se volvió y vio al hombre con la mano en el picaporte, mirando fijamente la estrella de la ventana rota de la puerta.

– ¿Pasa algo?

El hombre levantó la vista.

– No, no. Pero ¿a qué te referías al decir que era impropio que la estrella colgase boca abajo?

Nikolái se rió y su risa retumbó en las paredes.

– El pentagrama invertido, ¿no?

El hombre lo miró de tal modo que Nikolái comprendió que no sabía de qué le hablaba.

– El pentagrama es un antiguo símbolo religioso, no solamente en el cristianismo. Como ves, es una estrella de cinco puntas dibujada con una línea continua que se cruza a sí misma varias veces, parecida a la estrella de David. La han encontrado en lápidas con varios miles de años. Pero cuando cuelga boca abajo, es algo totalmente diferente. Es uno de los símbolos más significativos de la demonología.

– ¿Demonología?

El hombre preguntaba con voz tranquila pero firme. Como alguien que está acostumbrado a recibir respuestas, pensó Nikolái.

– La ciencia del mal. El nombre le viene de antiguo, de cuando se pensaba que la maldad se debía a la existencia de demonios.

– Ya. Y ahora los demonios han sido abolidos, ¿no?

Nikolái se dio la vuelta del todo. ¿Se había equivocado con aquel hombre? Parecía demasiado avispado para ser un drogadicto o un vagabundo.

– Soy agente de policía -explicó el hombre en respuesta a sus pensamientos-. Preguntar es lo nuestro.

– De acuerdo. Pero ¿por qué haces concretamente esas preguntas?

El hombre se encogió de hombros.

– No lo sé. He visto ese símbolo recientemente, pero no me acuerdo de dónde, ni si es importante. ¿Cuál es el demonio que utiliza este símbolo?

Chort -respondió Nikolái presionando tres teclas con cuidado. Una disonancia-. También llamado Satanás.


Al caer la tarde, Olaug Sivertsen abrió las puertas del balcón francés que daba a Bjørvika, se sentó en una silla mirando el tren rojo que se deslizaba por delante de su casa. Era una casa totalmente corriente, un chalé de ladrillos construido en 1891, pero su situación lo hacía excepcional. Villa Valle, así llamada por el hombre que la había diseñado, se hallaba emplazada al lado de las vías del tren, justo delante de la Estación Central de Oslo, dentro del recinto del ferrocarril. Los vecinos más próximos eran unos cobertizos bajos y talleres que pertenecían a la red de ferrocarriles noruegos. Villa Valle fue construida como hogar del jefe de estación, su familia y el servicio, con muros especialmente gruesos para que el jefe de estación y su esposa no se despertasen cada vez que pasara un tren. Por si fuera poco, el jefe de estación le había pedido al albañil al que le encargaron el trabajo -era célebre por utilizar un mortero con el que conseguía unas paredes muy sólidas-, que las reforzara aún un poco más. En el caso de que algún tren descarrilara y fuera a estrellarse contra su casa, el jefe de estación quería que sufriera las consecuencias el conductor del tren y no su familia. Ningún tren se había estrellado hasta el momento contra la casa señorial del jefe de estación, tan extrañamente solitaria, como un castillo de aire encima de un desierto de gravilla negra, donde los raíles brillaban y se entrelazaban como serpientes que relucían bajo el sol.

Olaug cerró los ojos y disfrutó de los rayos del sol.

De joven no le gustaba el sol. Le ponía la piel áspera, se le irritaba, y echaba de menos los veranos húmedos y refrescantes del noroeste del país. Pero ahora ya era vieja, pronto cumpliría ochenta años y había empezado a preferir el calor al frío. La luz a la oscuridad. La compañía a la soledad. El sonido al silencio.

No era así en 1941 cuando, a los dieciséis años, dejó la isla de Averøya, llegó a Oslo por aquellos mismos raíles y entró a trabajar como sirvienta del Gruppenführer Ernst Schwabe y su esposa Randi en Villa Valle. Él era un hombre alto y atractivo y ella procedía de una familia noble. Olaug pasó mucho miedo los primeros días. Pero ellos la trataban con amabilidad y respeto y, después de un tiempo, Olaug comprendió que no tenía nada que temer mientras hiciera su trabajo con el esmero y la puntualidad por los que, no sin razón, se conoce a los alemanes.

Ernst Schwabe era el responsable de la WLTA, la sección de la Wehrmacht encargada del trasporte por carreteras y él mismo había elegido el chalé junto a la estación de ferrocarril. Al parecer, su esposa Randi también ocupaba un cargo en la WLTA, pero Olaug nunca la había visto vestida de uniforme. La habitación de la sirvienta tenía orientación sur y daba al jardín y a las vías del tren. Las primeras semanas, el ruido de vagones de tren, los silbidos y todos los demás sonidos de la ciudad la mantenían despierta por las noches, pero poco a poco se fue acostumbrando a ellos. Y cuando, al año siguiente, fue a casa a pasar sus primeras vacaciones, se quedaba en la cama de la casa donde nació escuchando el silencio y la nada, añorando el bullicio de la vida, de seres humanos vivos.

Muchos fueron los seres humanos vivos que visitaron Villa Valle durante la guerra. El matrimonio Schwabe llevaba una intensa vida social y tanto alemanes como noruegos participaban en sus fiestas. La gente se sorprendería al conocer los nombres de todos los personajes importantes que habían estado allí comiendo, bebiendo y fumando con la Wehrmacht como anfitrión. Lo primero que le habían ordenado después de la guerra era quemar todas las tarjetas de mesa que Olaug había conservado. Ella obedeció y nunca le contó nada a nadie. Claro que había sentido deseos de hacerlo alguna que otra vez, cuando aparecían en los periódicos las mismas caras, pero hablando de lo duro que resultaba vivir bajo el yugo alemán durante la ocupación. Pero ella había mantenido la boca cerrada. Por una razón. Justo al terminar la guerra, la amenazaron con quitarle al niño, lo único que no podía perder de ninguna manera. El miedo aún persistía.

Olaug cerró los ojos al tenue sol de la tarde, que parecía agotado. Y no era de extrañar. El sol se había pasado el día trabajando y haciendo lo posible por carbonizar a las pobres flores que ella tenía en el alféizar. Olaug sonrió. ¡Dios mío, qué joven era entonces! Nadie había sido nunca tan joven. ¿Lo echaba de menos? Quizá no. Pero sí añoraba la compañía, la vida, el bullir de gente. Nunca entendió lo de la soledad de las personas mayores, pero ahora…

Y no era tanto el estar sola como el no ser importante para nadie. Se ponía tan inmensamente triste al despertarse por las mañanas y saber que, si decidía quedarse en la cama todo el día, a nadie le importaría lo más mínimo…

Por ese motivo le alquiló una habitación a una chica muy maja de Trøndelag.

Era extraño pensar que Ina, que sólo era unos años mayor que ella cuando se mudó a la ciudad, ocupaba ahora la misma habitación y que quizá por las noches pensara que le gustaría dejar atrás el ruido de la ciudad y regresar al silencio de algún pueblecito del norte de Trøndelag.

Bueno, cabía la posibilidad de que Olaug estuviese equivocada. Ina tenía un pretendiente. Olaug no lo había visto y mucho menos había hablado con él, pero desde el dormitorio oía sus pasos por la escalera de la parte posterior, por donde Ina tenía su propia entrada. A diferencia de lo que ocurría cuando Olaug era sirvienta, nadie podía negarle a Ina que recibiera visitas masculinas en su habitación. No es que ella quisiera impedírselo, pero esperaba que nadie fuera a quitarle a Ina. Se había convertido en una buena amiga. O tal vez en una hija, la hija que nunca tuvo.

Sin embargo, Olaug también sabía que en la relación entre una señora mayor y una chica joven como Ina, la joven ofrece su amistad en tanto que la mayor la recibe. Por eso procuraba no agobiarla. Ina siempre era amable, pero a veces Olaug pensaba que podría deberse al alquiler tan bajo que pagaba.

Se había convertido en un ritual que Olaug preparase el té y llamase a la puerta de Ina con una bandeja de pastas cada tarde, sobre las siete. Olaug prefería quedarse a tomarlo allí. Por extraño que resultara, seguía encontrándose más cómoda en el cuarto del servicio que en cualquier otra habitación de la casa. Charlaban de todo un poco. Ina mostraba un gran interés por la guerra y por lo que había sucedido en Villa Valle. Y Olaug hablaba. Sobre lo mucho que se habían querido Ernst y Randi Schwabe. Que podían pasar horas hablando en el salón mientras se daban pequeñas muestras de cariño: apartar un mechón de pelo de la frente, apoyar la cabeza en el hombro del otro. A veces Olaug los observaba a escondidas tras la puerta de la cocina. Miraba la figura erguida de Ernst Schwabe, su cabello negro y espeso, la frente alta y despejada, y la mirada, que alternaba rápidamente entre la seriedad, la cólera y la risa, la seguridad en sí mismo para tratar cosas importantes y la confusión juvenil respecto de las pequeñas y triviales. Pero Olaug observaba sobre todo a Randi Schwabe, su cabello rojo y brillante, el cuello blanco y esbelto, los ojos cuyo iris azul claro rodeaba un círculo de azul oscuro y eran los más bonitos que Olaug no había visto jamás.

Cuando Olaug los veía así pensaba que eran almas gemelas, nacidos el uno para el otro, y que nada podría separarlos jamás. Sin embargo, también ocurría, le confesó, que el buen ambiente de las fiestas de Villa Valle daba paso a fuertes discusiones cuando se marchaban los invitados.

Un día, después de una de esas discusiones, Ernst Schwabe llamó a su puerta y entró después de que Olaug se hubiese acostado. Sin encender la luz, se sentó en el borde de la cama y le contó que su mujer se había marchado de casa encolerizada y dispuesta a pasar la noche en un hotel. Olaug le notó en el aliento que había bebido, pero ella era joven y no sabía lo que convenía hacer cuando un hombre veinte años mayor -y al que ella respetaba y admiraba, sí, incluso del que podría ser que estuviera un poco enamorada-, le pedía que se quitase el camisón para poder verla desnuda.

Aquella primera noche no la tocó. Se limitó a mirarla y a acariciarle la mejilla diciéndole que era guapa, más guapa de lo que ella podía comprender. Se levantó y, cuando se fue, a Olaug le pareció que tenía ganas de llorar.

Olaug cerró las puertas del balcón y se levantó. Ya eran casi las siete. Entreabrió la puerta trasera y vio un elegante par de zapatos de caballero en la alfombrilla, delante de la puerta de Ina. Tendría visita. Olaug se sentó en la cama y escuchó.

A las ocho se abrió la puerta. Oyó que alguien se ponía los zapatos y luego los pasos que bajaban la escalera. Sin embargo, advirtió también otro ruido, como de un perro que arañase el suelo con las patas. Se fue a la cocina y puso a hervir agua para el té.

Unos minutos más tarde, cuando llamó a la puerta de Ina, le sorprendió que la joven no contestase. Sobre todo, porque se oía una música suave en el interior de la habitación.

Volvió a llamar, pero seguía sin obtener respuesta.

– ¿Ina?

Olaug empujó la puerta y ésta se abrió. Lo primero que notó fue el aire cargado. La ventana estaba cerrada, las cortinas corridas y la habitación en penumbra.

– ¿Ina?

Nadie contestó. Quizá dormía. Olaug cruzó el umbral y miró hacia la cama desde la puerta. Vacía. Extraño. Sus ancianos ojos se acostumbraron a la oscuridad y entonces vio el cuerpo de Ina. Estaba sentada en la mecedora, junto a la ventana, y parecía estar durmiendo. Tenía los ojos cerrados y la cabeza ladeada. Olaug no era capaz de asegurar de dónde procedía la música.

Se acercó a la silla.

– ¿Ina?

Su inquilina seguía sin reaccionar. Olaug sujetó la bandeja con una mano mientras posaba la otra cuidadosamente en la mejilla de la joven.

Un chasquido suave resonó en la alfombra cuando se le cayó la tetera y, a continuación, dos tazas de té, un azucarero de plata con el águila nacional alemana, un platito y seis galletas Maryland.


Exactamente en el mismo momento en que el juego de té de Olaug, o mejor dicho, de la familia Schwabe, aterrizaba en el suelo, Ståle Aune levantaba su taza. O mejor dicho, la del Distrito Policial de Oslo.

Bjarne Møller estudiaba a aquel psicólogo rechoncho y su dedo meñique tieso preguntándose cuánto de teatro había en aquel gesto y cuánto era, simplemente, un dedo meñique tieso.

Møller había convocado una reunión informativa en su oficina. Además de a Aune, había citado a los responsables de la investigación, es decir, a Tom Waaler, a Harry Hole y a Beate Lønn.

Todos parecían cansados. Probablemente, y sobre todo, porque la llama de esperanza que había avivado el descubrimiento del falso mensajero empezaba a extinguirse.

Tom Waaler acababa de repasar los resultados de la orden de búsqueda que habían emitido por radio y televisión. De las veinticuatro respuestas recibidas, trece procedían de los fijos que llamaban siempre, tuviesen o no información que aportar. De las once restantes, siete estaban relacionadas con mensajeros de verdad que realizaban encargos de verdad. Las otras cuatro les confirmaron lo que ya sabían: que habían visto a un mensajero en bicicleta cerca de la plaza Carl Berner hacia las cinco de la tarde del lunes. La novedad era que lo habían visto bajando por la calle Trondheimsveien. La única información importante la aportó un taxista que dijo haber visto a un ciclista con casco, gafas y camisa amarilla ante la escuela de Bellas Artes, calle Ullevålsveien arriba, hacia la hora en que asesinaron a Camilla Loen. Ninguna de las empresas de mensajería había recibido un encargo que justificase la presencia de un mensajero en aquella calle y a aquella hora. Aunque luego un tío de la empresa Førstemann Sykkelbud se presentó para, algo avergonzado, confesar que se había desviado por la calle Ullevålsveien para tomarse una cerveza en una terraza de St. Hanshaugen.

– La orden de búsqueda no nos ha aportado nada, ¿no es cierto? -quiso saber Møller.

– Aún es pronto -objetó Waaler.

Møller asintió con la cabeza pero, a juzgar por su expresión, no se sentía muy animado. Aparte de Aune, todos los presentes sabían que las primeras reacciones eran las más importantes. La gente olvidaba con demasiada rapidez.

– ¿Qué dice nuestro infradotado departamento forense? -preguntó Møller-. ¿Han encontrado algo que nos pueda ayudar a identificar al autor?

– Desgraciadamente, no -informó Waaler-. Han postergado cadáveres más antiguos y han concedido prioridad a los nuestros, pero por el momento no han obtenido resultado. No hay semen, sangre, pelos, piel ni ningún otro indicio. La única pista física del autor son los agujeros de las balas.

– Interesante -intervino Aune.

Møller preguntó algo irritado por qué aquello era tan interesante.

– Porque indica que no ha abusado sexualmente de las víctimas -explicó el psicólogo-. Y eso es muy poco frecuente cuando se trata de asesinos en serie.

– Puede que esto no esté relacionado con el sexo -observó Møller.

Aune negó con la cabeza.

– Siempre hay un motivo sexual. Siempre.

– Quizá cabría decir lo que dijo Peter Sellers en Bienvenido Mr. Chance: «I like to watch» -apuntó Harry.

Todos lo miraron sin entenderlo.

– Quiero decir que a lo mejor no necesita tocarlas para experimentar satisfacción sexual.

Harry evitó la mirada de Waaler.

– A lo mejor el asesinato en sí y mirar el cadáver es suficiente.

– Eso no puede ser -objetó Aune-. Lo normal es que el asesino desee eyacular, pero puede haber eyaculado sin dejar rastro de semen en el lugar de los hechos. O puede haber tenido el suficiente autocontrol como para esperar a encontrarse en un lugar seguro.

Permanecieron en silencio un par de segundos. Harry sabía que todos pensaban lo mismo que él: qué habría hecho el asesino con Lisbeth Barli, la mujer desaparecida.

– ¿Qué pasa con las armas que encontramos en los distintos escenarios?

– Comprobado -dijo Beate-. Las pruebas de tiro demuestran que hay un noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento de probabilidades de que sean las que utilizaron para cometer los asesinatos.

– Eso basta -dijo Møller-. ¿Alguna idea sobre la procedencia de las armas?

Beate negó con la cabeza.

– Los números de serie estaban limados. Las marcas del limado son las mismas que las que vemos en la mayoría de las armas que incautamos.

– Ya -dijo Møller-. O sea que aquí tenemos otra vez a esa misteriosa banda de traficantes de armas. ¿El Servicio de Inteligencia no debería echarle el guante a esa gente?

– La Interpol lleva más de cuatro años trabajando en el caso, sin éxito -intervino Tom Waaler.

Harry balanceó la silla hacia atrás y observó a Waaler. Mientras estaba en esa postura, Harry notó que sentía algo que no había sentido antes por Waaler: admiración. La misma clase de admiración que despierta un animal salvaje que ha perfeccionado lo que hace para sobrevivir.

Møller dejó escapar un suspiro.

– Comprendo. Vamos perdiendo tres a cero y el contrincante aún no nos ha dejado tocar la pelota. De verdad, ¿a nadie se le ocurre una idea brillante?

– No sé si puede considerarse una idea…

– Desembucha, Harry.

– Es más una sensación respecto a los escenarios. Todos tienen algo en común, pero todavía no sé lo que es. El primer asesinato se cometió en un ático en la calle Ullevålsveien. El segundo, alrededor de un kilómetro hacia el nordeste, en la calle Sannergata. Y el tercero a casi la misma distancia de allí, pero directamente hacia el este, en un edifico de oficinas cerca de la plaza de Carl Berner. Se mueve, pero tengo la sensación de que lo hace siguiendo un plan.

– ¿Cómo? -preguntó Beate.

– Marca su territorio -dijo Harry-. Seguro que el psicólogo sabe explicarlo.

Møller se volvió hacia Aune, que acababa de tomar un sorbo de té.

– ¿Algún comentario, Aune?

Aune hizo una mueca.

– Bueno, no sabe precisamente a Kenilworth.

– No me refería al té.

Aune suspiró.

– Lo que acabo de hacer se llama bromear, Møller. Y sí, Harry, entiendo lo que quieres decir. Los asesinos en serie tienen preferencias rigurosas en cuanto al emplazamiento geográfico del lugar del crimen. Se puede hablar de tres tipos.

Aune fue contando con los dedos:

– El asesino en serie estacionario amenaza o tienta a las víctimas para que se le acerquen y las mata en su domicilio. El territorial opera en un área restringida, como Jack el Destripador, que sólo mataba en el distrito de las prostitutas, aunque el territorio también puede abarcar una ciudad entera. Y por último el asesino en serie nómada, el que, probablemente, tiene un mayor número de víctimas sobre su conciencia. Ottis Toole y Henry Lee Lucas recorrieron Estados Unidos y asesinaron a más de trescientas personas en total.

– Bien -dijo Møller-. Aunque yo no veo del todo clara la planificación a la que te refieres, Harry.

Harry se encogió de hombros.

– Ya te digo, jefe, es sólo una sensación.

– Existen elementos comunes -observó Beate.

Los demás se volvieron hacia ella como movidos por un resorte. Las mejillas de la joven se sonrojaron enseguida y dio la impresión de haberse arrepentido de hablar, pero hizo como si nada y continuó:

– El asesino se adentra en territorios donde las mujeres se sienten seguras. En su propio apartamento. En la calle donde vive y a plena luz del día. En el aseo de señoras de su lugar de trabajo.

– Bien, Beate -dijo Harry, que recibió una fugaz mirada de agradecimiento.

– Bien observado, jovencita -opinó Aune-. Y ya que hablamos de pautas de movimiento, quiero añadir algo. Los asesinos en serie de la categoría sociopatológica son, a menudo, muy seguros de sí mismos, como parece el caso que nos ocupa. Una de sus características particulares es que siguen la investigación muy de cerca y aprovechan cualquier ocasión para estar físicamente cerca de donde se lleva a cabo. Pueden percibir la investigación como un juego entre ellos y la policía y muchos han confesado a posteriori que disfrutaban comprobando la confusión de los investigadores.

– Lo que significa que hay por aquí un tipo que se lo está pasando de miedo en estos momentos -dijo Møller juntando las manos-. Bien, es todo por hoy.

– Sólo una cosita más -dijo Harry-. Las estrellas de diamante que el asesino va dejando en cada víctima…

– ¿Sí?

– Tienen cinco puntas. Casi como un pentagrama.

– ¿Casi? Por lo que yo sé, así es exactamente una gema en pentagrama.

– El pentagrama dibujado de un solo trazo cruzado para formar las cinco puntas.

– ¡Ah, bueno! -exclamó Aune- Ese pentagrama. Calculado según la proporción áurea. Una forma muy interesante. Existe una teoría celta según la cual cuando, en la época vikinga, se disponían a cristianizar Noruega, dibujaron un pentagrama sagrado que colocaron sobre la parte sur del país para decidir el emplazamiento de las ciudades y de las iglesias, ¿lo sabíais?

– ¿Y qué tiene que ver eso con los diamantes? -preguntó Beate.

– No con los diamantes en sí, sino con la forma, el pentagrama. Sé que lo he visto en alguna parte. En uno de los escenarios del crimen. Pero no recuerdo dónde. Esto puede parecer un tanto extraño, pero creo que es importante.

– Vamos a ver -dijo Møller apoyando el mentón en la mano-. ¿Te acuerdas de algo que no recuerdas, pero crees que es importante?

Harry se frotó intensamente la cara con ambas manos.

– Cuando estás en el escenario de un crimen, es tal la concentración que el cerebro registra las cosas más periféricas, mucho más de lo que eres capaz de procesar. Y ahí se quedan hasta que pasa algo, por ejemplo, hasta que aparece un elemento nuevo que encaja con otro, aunque ya no te acuerdas de dónde viste el primero. Pero el subconsciente te dice que es importante. ¿Qué tal suena eso?

– Suena a psicosis -dijo Aune bostezando.

Los otros tres se volvieron hacia él.

– ¿Podríais intentar reíros cuando soy chistoso? -preguntó, antes de añadir-: Harry, suena a que tienes un cerebro normal que trabaja duro. Nada por lo que preocuparse.

– Pues yo creo que aquí hay cuatro cerebros que ya han trabajado bastante por hoy -atajó Møller levantándose.

En ese momento, sonó el teléfono.

– Aquí Møller… Un momento.

Le pasó el auricular a Waaler, quien lo cogió y se lo llevó a la oreja.

– ¿Sí?

Todos empezaron a levantarse y a alborotar con las sillas cuando Waaler les indicó con la mano que esperasen.

– Bien -dijo antes de concluir la conversación.

Los otros lo miraron intrigados.

– Se ha presentado una testigo. Dice que vio al mensajero de la bicicleta salir de un inmueble de la calle Ullevålsveien, cerca del cementerio de Vår Frelser, la tarde del viernes, cuando asesinaron a Camilla Loen. Lo recuerda porque le extrañó que el mensajero llevase una mascarilla blanca. El mensajero que fue a tomarse una cerveza en St. Hanshaugen no la llevaba.

– ¿Y?

– No sabía el número de la calle Ullevålsveien, pero Skarre acaba de pasar por allí en coche con la mujer, que le ha señalado el inmueble. Era el de Camilla Loen.

La palma de la mano de Møller cayó rotunda sobre la mesa.

– ¡Por fin!


Olaug estaba sentada en la cama y, con la mano en el cuello, notaba cómo se le normalizaba el pulso.

– Me has asustado muchísimo -susurró con voz ronca e irreconocible.

– Lo siento de veras -aseguró Ina cogiendo la última galleta Maryland-. No te he oído entrar.

– Soy yo quien tiene que pedir perdón -dijo Olaug-. Entrar así, de sopetón… Y luego no vi que llevabas esos…

– Auriculares -rió Ina-. Creo que tenía el volumen demasiado alto. Cole Porter.

– Sabes que no estoy al día en música moderna.

– Cole Porter es un viejo músico de jazz. Además, está muerto.

– Querida, tú que eres tan joven no debes escuchar a personas muertas.

Ina volvió a reír. Cuando notó que algo le tocaba la mejilla, automáticamente alargó la mano y le dio a la bandeja con la tetera. Aún había sobre la alfombra una fina capa blanca de azúcar.

– Era él quien me ponía esos discos.

– Tienes una sonrisa misteriosa -dijo Olaug-. ¿Es ése tu pretendiente?

Se arrepintió nada más decirlo. Ina creería que la estaba espiando.

– Quizás -dijo Ina sonriendo con la mirada.

– Entonces, ¿es mayor que tú?

Olaug quería explicar indirectamente que no se había molestado en echarle un vistazo, y añadió:

– Quiero decir, ya que le gusta la música de hace años…

Se dio cuenta de que eso tampoco sonaba bien, que indagaba y fisgoneaba como una vieja. En un instante de pánico, se imaginó cómo Ina buscaba mentalmente un nuevo sitio donde vivir.

– Sí, un poco mayor.

La sonrisa burlona de Ina la desconcertaba.

– Quizás exista la misma diferencia de edad que entre tú y el Sr. Schwabe.

Olaug se rió con Ina de buena gana, aunque más bien por el alivio que sintió.

– ¡Y pensar que estaba sentado exactamente donde tú estás ahora! -exclamó Ina de repente.

Olaug pasó la mano por el cubrecama.

– Sí, lo que son las cosas.

– La noche que te pareció que estaba a punto de llorar, ¿crees que era porque no podía tenerte?

Olaug seguía pasando la mano por el cubrecama… Le resultaba agradable el tacto de la gruesa lana en la palma de la mano.

– No lo sé -confesó-. No me atreví a preguntarle. Me fabriqué mis propias respuestas, las que más me gustaban. Sueños con los que entretenerme por las noches. Quizá por eso me enamoré tanto.

– ¿Estuvisteis juntos alguna vez fuera de la casa?

– Sí. En una ocasión me llevó en el coche hasta Bygdøy. Nos bañamos. Es decir, yo me bañaba mientras él miraba. Me llamaba su ninfa particular.

– ¿Llegó a enterarse su mujer de que era el padre del hijo que esperabas?

Olaug miró a Ina largamente y luego negó con la cabeza.

– Ellos se fueron del país en mayo de 1945. Nunca volví a verlos. Hasta julio no me di cuenta de que estaba embarazada.

Olaug dio una palmada en el cubrecama.

– Pero querida, estarás aburrida de oír estas viejas historias mías. Hablemos de ti. Dime, ¿quién es ese pretendiente tuyo?

– Un hombre bueno.

Ina seguía teniendo esa expresión soñadora que solía adoptar cuando Olaug hablaba de su primer y último amante, Ernst Schwabe.

– Me ha dado una cosa -dijo Ina abriendo un cajón del escritorio del que sacó un paquetito con una cinta dorada-. Me ha dicho que no lo abra hasta que nos hayamos comprometido.

Olaug sonrió pasando la mano por la mejilla de Ina. Se alegraba por ella.

– ¿Estás enamorada de él?

– Es diferente de los demás. No es tan… bueno, es anticuado. Quiere que esperemos con…, ya sabes…

Olaug asintió con la cabeza.

– Parece que la cosa va en serio.

– Sí.

A Ina se le escapó un pequeño suspiro.

– Entonces tienes que estar segura de que es el hombre de tu vida antes de permitir que siga adelante -dijo Olaug.

– Ya lo sé -afirmó Ina-. Y eso es lo más difícil. Acaba de estar aquí y, antes de que se fuera, le dije que necesito tiempo para pensar. Me respondió que lo entendía, que soy mucho más joven que él, dijo.

Olaug estaba a punto de preguntar si había traído un perro, pero se contuvo, ya había indagado y hurgado bastante. Pasó la mano una última vez por el viejo cubrecama y se levantó.

– Querida, voy a poner a hervir el agua para el té.


Era una revelación. No un milagro, sólo una revelación.

Hacía media hora que los demás se habían ido y Harry acababa de leer los interrogatorios de la pareja de homosexuales vecinas de Lisbeth Barli. Apagó el flexo de la mesa del despacho, guiñó los ojos en la oscuridad y, de repente, lo vio claro. Tal vez fuese porque había apagado la luz igual que cuando estás en la cama y te dispones a dormir, o quizá porque, durante un momento, dejó de pensar. Como quiera que fuese, se diría que alguien le hubiese puesto delante una foto nítida y clara.

Se dirigió a la oficina donde guardaban las llaves de los escenarios del crimen y encontró la que buscaba. Luego fue en coche a la calle Sofie, cogió la linterna y enfiló a pie a la calle Ullevålsveien. Era casi medianoche. En la tintorería del bajo todo estaba cerrado y apagado, pero en la tienda de lápidas había un foco que iluminaba la leyenda: «Descanse en paz».

Harry entró en el apartamento de Camilla Loen.

No se habían llevado ni los muebles ni ningún otro objeto y, aun así, oía el resonar de sus pasos. Como si la muerte de la propietaria hubiese creado en la vivienda un vacío físico antes inexistente.

Al mismo tiempo, tenía la sensación de no estar solo. Él creía en el alma. Y no porque fuera especialmente religioso, sino porque, siempre que veía un cadáver, pensaba que era un cuerpo que había perdido algo, algo que no tenía nada que ver con los cambios físicos naturales que sufre un cuerpo muerto. Los cadáveres se parecían a los caparazones vacíos adheridos a una tela de araña, habían perdido el ser, había desaparecido la luz y habían perdido ese brillo ilusorio que tienen las estrellas que han explotado ya hace tiempo. El cuerpo quedaba desalmado. Y era justamente la ausencia del alma lo que hacía que Harry creyera.

No encendió ninguna lámpara, la luz de la luna que entraba por las ventanas del techo era suficiente. Se fue derecho al dormitorio, donde encendió la linterna, que enfocó hacia la viga maestra que había junto a la cama. Tomó aire. Las marcas que se observaban en la madera marrón eran tan nítidas que debían ser muy recientes. O más bien la marca. Una marca alargada de líneas rectas que se doblaban y entraban y salían de sí mismas. Un pentagrama.

Harry dirigió la linterna al suelo. Se apreciaban sobre el parqué una fina capa de polvo y un par de pelusas. Era evidente que Camilla Loen no había tenido tiempo de limpiar antes de marcharse. Pero allí estaba, al lado de la pata trasera de la cama, la viruta de madera.

Harry se tumbó en la cama. El colchón era blando y adaptable. Miró al techo inclinado concentrándose en pensar. Si de verdad fue el asesino quien talló la estrella sobre la cama, ¿qué significaba?

– Descanse en paz -murmuró Harry cerrando los ojos.

Estaba demasiado cansado para pensar con claridad y había otra pregunta que le rondaba la cabeza. ¿Por qué se había fijado en el pentagrama? Los diamantes no habían sido un pentagrama dibujado con una sola línea, sino que tenían una forma de estrella normal, como cualquier otra. Entonces, ¿por qué había relacionado la forma del diamante y el pentagrama? ¿Los había relacionado en realidad? ¿No habría ido demasiado rápido? ¿No sería que su subconsciente había relacionado el pentagrama con otra cosa, algo que había visto en los escenarios del crimen y que no podía recordar?

Intentó recrear mentalmente los lugares de los hechos.

Lisbeth, en la calle Sannergata. Barbara, en la plaza Carl Berner. Y Camilla Loen. Allí. En la ducha del baño contiguo. Estaba casi desnuda. La piel mojada. Harry la tocó. A causa del efecto del agua caliente, parecía que había pasado menos tiempo desde su muerte. Le tocó la piel. Beate lo miraba, pero él no podía parar. Era como pasar los dedos por una goma caliente y lisa. Alzó la vista y comprobó que estaban solos y sintió el chorro caliente de la ducha. La miró, vio cómo Camilla lo miraba con un extraño brillo en los ojos. Se sobresaltó, retiró las manos y la mirada de la joven se apagó despacio, como la pantalla de un televisor. Curioso, pensó poniéndole una mano en la mejilla. Aguardó mientras el agua caliente de la ducha le calaba la ropa. La mirada de Camilla Loen fue recuperando el brillo. Le puso la otra mano en el estómago. Los ojos recobraron el destello vital y Harry notó que el cuerpo de la joven empezaba a moverse bajo sus dedos. Comprendió que era el contacto con su mano lo que la había despertado, que sin el tocamiento, se extinguiría, moriría. Apoyó la frente en la de la mujer. El agua se le colaba por dentro de la ropa, le cubría la piel y actuaba como un filtro cálido entre los dos. Entonces se dio cuenta de que los ojos de Camilla Loen ya no eran azules, sino castaños. Y los labios ya no estaban pálidos, sino que eran rojos, irrigados por la sangre. Rakel. Pegó los labios a los de ella. Retrocedió de repente al notar que estaban helados.

Lo miró fijamente. Sus labios se movieron.

– ¿Qué haces?

El cerebro de Harry se detuvo en seco. En parte porque el eco de las palabras aún flotaba en la habitación y comprendió que no podía haber sido un sueño, y también porque la voz pertenecía a una mujer. Pero sobre todo porque delante de la cama, medio inclinada sobre él, había una figura.

Entonces el cerebro se le aceleró de nuevo. Harry se dio la vuelta y buscó la linterna, que seguía encendida, pero se le cayó al suelo con un golpe sordo y rodó describiendo un círculo mientras el haz de luz y la sombra del desconocido se deslizaban por la pared.

De repente, se encendió la luz del techo.

Harry quedó cegado y se tapó la cara con los brazos en un primer acto reflejo. Pasó el instante. Nada había sucedido. Ningún disparo, ningún golpe. Harry bajó los brazos.

Reconoció al hombre que tenía delante.

– ¿Qué demonios estáis haciendo? -preguntó el hombre.

Llevaba una bata rosa, pero no tenía pinta de recién levantado. Tenía la raya del pelo perfecta.

Era Anders Nygård.


– Me despertaron los ruidos -explicó Nygård mientras le servía una taza de café a Harry.

– Mi primer pensamiento fue que alguien se había dado cuenta de que el apartamento de arriba estaba vacío y había entrado a robar. Así que subí para comprobarlo.

– Se comprende -aseguró Harry-. Pero creía haber cerrado la puerta con llave.

– Tengo la llave del portero. Por si acaso.

Harry oyó unas pisadas y se dio la vuelta.

Vibeke Knutsen apareció en el umbral en bata, con cara de sueño y el cabello rojo alborotado. Sin maquillar, y a la fría luz de la cocina, parecía más mayor de lo que Harry la había juzgado. Notó que se sobresaltaba al verlo.

– ¿Qué ocurre? -murmuró mirándolos alternativamente.

– Estoy comprobando un par de cosas en el apartamento de Camilla -se apresuró a responder Harry al ver su preocupación-. Me senté en la cama para descansar los ojos un par de segundos y me dormí. Tu marido ha oído el ruido y me ha despertado. Ha sido un día muy largo.

Sin saber exactamente por qué, Harry dejó oír un bostezo, como para corroborarlo.

Vibeke miró a su pareja.

– ¿Qué es lo que llevas puesto?

Anders Nygård miró la bata rosa como si nunca antes la hubiera visto.

– Vaya, parezco una reinona.

Soltó una breve risita.

– Era un regalo para ti, querida. Aún la tenía en la maleta y, con las prisas, no encontré otra cosa que ponerme. Toma.

Desanudó el cinturón de la bata, se la quitó y se la arrojó a Vibeke, que la atrapó asombrada.

– Gracias -dijo vacilante.

– Me sorprende verte levantada -le dijo muy amablemente-. ¿No te has tomado el somnífero?

Vibeke miró a Harry algo incomodada.

– Buenas noches -dijo en un susurro, antes de desaparecer.

Anders dejó la jarra en la placa de la cafetera. Tenía la espalda y los brazos de una palidez casi blanca. Los antebrazos, en cambio, estaban bronceados, como los de un camionero en verano. La misma línea divisoria se apreciaba por encima de las rodillas.

– Por lo general duerme como un lirón toda la noche -explicó Anders.

– Pero no es tu caso, ¿no?

– ¿Por qué lo dices?

– Bueno, si sabes que ella duerme como un lirón…

– Lo dice ella.

– ¿Y sólo te despiertas cuando alguien anda por el piso de arriba?

Anders miró a Harry y asintió con la cabeza.

– Tienes razón, Hole. Yo no duermo. No es tan fácil después de lo que ha pasado. Se queda uno pensando. Entretejiendo toda clase de teorías.

Harry tomó un sorbo de café.

– ¿Algunas que quieras compartir con los demás?

Anders se encogió de hombros.

– Yo no sé mucho de asesinos de masas. Si de verdad es eso lo que hay.

– No lo es. Se trata de un asesino en serie. Existe una gran diferencia.

– Vale, pero ¿no se os ha ocurrido pensar que las víctimas tienen algo en común?

– Son mujeres jóvenes. ¿Hay algo más?

– Son, o han sido, promiscuas.

– ¿Y eso?

– Basta con leer los periódicos. Lo que cuentan del pasado de estas mujeres habla por sí solo.

– Lisbeth Barli era una mujer casada y, por lo que sabemos, una mujer fiel.

– Después de casada sí, pero antes de eso tocaba en una banda de música que viajaba por todo el país. No serás tan ingenuo, ¿verdad, Hole?

– Ya. ¿Y qué conclusión sacas tú de esa similitud?

– Un asesino de ese tipo asume el papel de juez para decidir sobre la vida y la muerte, se cree Dios. Y entonces, según se nos dice en Hebreos trece, versículo cuatro, Dios juzgará a los que fornican.

Harry asintió con la cabeza y miró el reloj.

– Lo tendré presente, Nygård.

Nygård manoseaba su taza.

– ¿Has encontrado lo que buscabas?

– Creo que puede decirse que sí. He encontrado un pentagrama. Me figuro que tú, que trabajas en diseño interior de iglesias, sabes a qué me refiero.

– ¿Te refieres a una estrella de cinco puntas?

– Sí. Dibujada en un trazo continuo de líneas que se entrecruzan. Como la estrella de Belén. Quizá tengas alguna idea de lo que puede significar un símbolo como ése, ¿no?

Harry mantenía la cabeza baja, pero, en realidad, estaba observando la cara de Nygård.

– Bastantes cosas -aseguró Nygård-. El cinco es el número más importante en la magia negra. ¿Cuántas puntas había hacia arriba, una o dos?

– Una.

– Entonces no es el símbolo del mal. El símbolo que describes puede representar la fuerza de la vida y el deseo. ¿Dónde lo has encontrado?

– En una viga, encima de su cama.

– ¡Ah, sí! -dijo Nygård-. Pues es fácil.

– ¿De verdad?

– Sí, es la estrella del diablo.

– ¿La estrella del diablo?

– Un símbolo pagano. Se dibuja encima de la cama o de la puerta de entrada para espantar a la maligna.

– ¿La maligna?

– Sí, la maligna. Un ser femenino que se sienta en el pecho de la persona y la monta como a un caballo mientras duerme para que tenga pesadillas. Los paganos creían que era un espectro. No es extraño, ya que la palabra proviene del indogermánico mer.

– Admito que no estoy muy puesto en indogermánico.

– Significa «muerte». -Nygård miró fijamente a la taza de café-. O, para ser exactos, «asesinato».


Cuando Harry llegó a casa, había un mensaje en el contestador. Era de Rakel. Quería saber si Harry podía quedarse al día siguiente con Oleg en la piscina de Frognerbadet, mientras ella iba al dentista entre las tres y las cinco. Dijo que Oleg quería quedarse con él.

Harry se quedó sentado escuchando el mensaje una y otra vez, para ver si reconocía la respiración de la llamada de unos días atrás, pero tuvo que darse por vencido.

Se quitó toda la ropa y se echó en la cama desnudo. La noche anterior había quitado el edredón y sólo se tapó con la funda. Estuvo un rato pataleando en la cama, se durmió, metió el pie en la abertura de la funda, le entró el pánico y lo despertó el sonido de la tela al rasgarse. Fuera, el atardecer tenía un color grisáceo. Tiró los restos de la funda al suelo, se dio la vuelta y se quedó de cara a la pared.

Y entonces apareció ella. Lo estaba montando. Le metió el bocado entre los dientes y tiró. La cabeza de Harry giró. Ella se inclinó y le sopló en el oído un aliento caliente. Un dragón que echaba fuego. Un mensaje chisporroteante, sin palabras, en un contestador. Ella le azotaba los muslos y las caderas con el látigo; sentía un dolor dulce y ella decía que pronto no sería capaz de amar a otra mujer, sólo a ella, y que más le valía enterarse cuanto antes.

No lo soltó hasta que la luz del sol alcanzó las tejas más altas.

19

Miércoles. Bajo el agua


Justo antes de las tres, cuando aparcó delante de la piscina de Frognerbadet, Harry se dio cuenta de adónde habían ido los que, pese a todo, seguían en Oslo. En efecto, una cola de casi cien metros se extendía delante de la taquilla. Leyó el periódico VG mientras la muchedumbre se desplazaba arrastrando los pies hacia la redención en el cloro.

No había novedades sobre el caso del asesino en serie, pero el diario había encontrado material para llenar cuatro páginas enteras. Los titulares eran algo crípticos e iban dirigidos a quienes llevasen un tiempo siguiendo el caso. Ahora lo llamaban «Los asesinatos del mensajero de la bicicleta». Ya se sabía todo, la policía había dejado de llevarles ventaja a los periodistas de la calle Akersgata y Harry se imaginaba que las reuniones matutinas de las redacciones de los diarios podrían confundirse con las del grupo de homicidios. Leyó declaraciones de testigos a los que ellos habían interrogado, pero que en el periódico recordaban muchos más detalles, encuestas que confirmaban que la gente decía tener miedo, mucho miedo, que estaban aterrorizados; y las protestas de las empresas de mensajería en bicicleta, que opinaban que deberían recibir una compensación porque nadie dejaba entrar a sus mensajeros y así no podían trabajar y, al fin y al cabo, era responsabilidad de las autoridades atrapar a ese tipo, ¿o no? La relación entre los asesinatos del mensajero y la desaparición de Lisbeth Barli ya no se presentaba como una especulación, sino como un hecho. Bajo el titular «Releva a su hermana» había una foto de Toya Harang y Willy Barli delante del Teatro Nacional. El pie de foto rezaba: «El enérgico productor no tiene intención de cancelar el espectáculo».

Harry ojeó el texto que citaba a Willy Barli: «The show must go on es más que una frase hecha, en nuestra profesión se toma muy en serio y sé que Lisbeth está con nosotros sea lo sea lo que haya ocurrido. Es obvio que la situación nos ha afectado mucho, pero intentamos invertir nuestras energías de forma positiva. En cualquier caso, la obra será un homenaje a Lisbeth, una gran artista que todavía no ha podido mostrar su enorme potencial. Pero lo hará. Sencillamente, no me puedo permitir creer otra cosa».

Cuando por fin logró entrar en el recinto, se quedó mirando a su alrededor. Hacía veinte años, como mínimo, que no iba a la piscina Frognerbadet, pero aparte de algunas fachadas renovadas y un gran tobogán azul en el centro, no se apreciaban grandes cambios. El olor a cloro, el agua pulverizada que flotaba en el aire procedente de las duchas hasta las piscinas, creando pequeños arco iris, el sonido de pies descalzos corriendo por el asfalto, niños tiritando con los bañadores empapados haciendo cola a la sombra, delante del quiosco.

Encontró a Rakel y Oleg en la ladera de césped, bajo las piscinas para niños.

– Hola.

Rakel sonrió con la boca, pero era difícil saber qué decían sus ojos tras las grandes gafas de sol de la marca Gucci. Llevaba un biquini amarillo. A muy pocas mujeres les sienta bien un biquini amarillo. Rakel era una de ellas.

– ¿Sabes qué? -tartamudeó Oleg tiritando mientras, con la cabeza ladeada, intentaba sacarse el agua del oído-. He saltado desde el cinco.

Harry se sentó a su lado en el césped, pese a que había mucho espacio en la manta que había llevado Rakel.

– Ahora sí que estás mintiendo como un bellaco.

– ¡Es verdad!

– ¿Cinco metros? Entonces eres todo un stuntman.

– ¿Tú has saltado desde el cinco, Harry?

– Alguna vez.

– ¿Y desde el siete?

– Bueno, creo que desde ahí también me he pegado algún barrigazo que otro.

Harry lanzó a Rakel una mirada de complicidad, pero ella miraba a Oleg que, de repente, dejó de agitar la cabeza y preguntó en voz baja:

– ¿Y del diez?

Harry miró hacia el trampolín desde donde se oían gritos alborotados y al socorrista rugiendo instrucciones por el megáfono. El diez. El trampolín se recortaba contra el cielo azul como una T blanca y negra. No era cierto, no hacía veinte años que no iba a Frognerbadet. Estuvo allí unos años después, una noche de verano. Él y Kristin treparon por la verja, subieron a lo alto del trampolín y se tumbaron el uno junto al otro allí arriba. Permanecieron así, sobre la estera basta y tiesa que les pinchaba la piel y bajo el cielo estrellado, hablando sin parar. Él creyó que Kristin sería su última novia.

– No, nunca he saltado desde el diez -respondió.

– ¿Nunca?

Harry advirtió la desilusión en la voz de Oleg.

– Nunca. Pero sí me he tirado de cabeza.

– ¿Que te has tirado de cabeza? Pero si eso es todavía más guay. ¿Lo vio mucha gente o no?

Harry negó con la cabeza.

– Lo hice de noche. Completamente solo.

Oleg dejó escapar un suspiro.

– ¿Y para qué ser valiente, si nadie te ve?

– Sí, a veces yo también me lo pregunto.

Harry intentó captar la mirada de Rakel, pero las gafas eran demasiado oscuras. Ella había guardado las cosas en la bolsa y se había puesto una camiseta y una minifalda vaquera encima del biquini.

– Pero también es cuando resulta más difícil -explicó Harry-. Cuando estás solo y nadie te ve.

– Gracias por hacerme este favor, Harry -dijo Rakel-. Eres muy amable.

– Es un placer -respondió Harry-. Tómate el tiempo que necesites.

– Que necesite el dentista -puntualizó ella-. Esperemos que no sea mucho.

– ¿Cómo aterrizaste? -preguntó Oleg.

– Como siempre -dijo Harry sin dejar de mirar a Rakel.

– Estaré de vuelta a las cinco -dijo ella-. No os cambiéis de sitio.

– No cambiaremos nada -dijo Harry arrepintiéndose nada más decirlo. Aquel no era el momento ni el lugar para ser patético. Ya vendrían tiempos mejores.

Harry la siguió con la mirada hasta que desapareció. Y se quedó pensando en lo difícil que debió de ser conseguir una cita con el dentista durante las vacaciones.

– ¿Quieres ver cómo salto desde el cinco o qué? -preguntó Oleg.

– Por supuesto -dijo Harry quitándose la camiseta.

Oleg lo miró.

– ¿Nunca tomas el sol, Harry?

– Nunca.

Cuando Oleg ya había saltado dos veces, Harry se quitó los vaqueros y lo acompañó al trampolín. Le explicó a Oleg el salto de la gamba, mientras algunas personas de la cola miraban con desaprobación sus calzoncillos con la bandera de la UE. Harry estiró la mano.

– El arte está en mantenerse vertical en el aire. Impresiona mucho. La gente piensa que vas caer al agua tieso. Pero en el último momento… -Harry juntó el pulgar y el índice-… te doblas por la mitad como una gamba y atraviesas la superficie con las manos y los pies al mismo tiempo.

Harry saltó. Le dio tiempo a oír el pito del socorrista antes de doblarse y la superficie le dio en la frente.

– Oye tú, he dicho que el cinco está cerrado -oyó la voz del megáfono como un balido cuando subió de nuevo a la superficie.

Oleg le hizo señas desde el trampolín y Harry le indicó con el pulgar que lo había comprendido. Salió del agua, bajó las escaleras y se puso al lado de una de las ventanas que daban a la piscina del trampolín. Pasó un dedo por el cristal fresco y se puso a hacer dibujos en el vaho mientras contemplaba el paisaje subacuático de color azul verdoso. Miró hacia la superficie y vio trajes de baño, piernas pataleando y los contornos de una nube en un cielo azul. Y pensó en el Underwater.

Entonces apareció Oleg. Frenó en medio de una nube de burbujas, pero en vez de nadar hacia la superficie, dio una patada y bajó hasta la ventana donde estaba Harry.

Se miraron. Oleg sonreía, le hacía gestos con los brazos y señalaba. Tenía la cara pálida y verdosa. Harry no oía lo que decía, pero vio que Oleg movía la boca mientras su negra cabellera flotaba ingrávida por encima de su cabeza, bailando como si fueran algas y apuntando hacia arriba. A Harry le recordaba algo, algo en lo que no quería pensar en aquel momento. Pero mientras estuvieron así, uno a cada lado del cristal, con el sol rugiendo en el cielo y un muro de sonidos despreocupados a su alrededor y, al mismo tiempo, en medio de un silencio absoluto, Harry tuvo un presentimiento repentino de que iba a ocurrir algo terrible.

Sin embargo, lo olvidó enseguida, porque ese presentimiento dio paso a otro en el momento en que Oleg dio otra patada, desapareció de la imagen y Harry se quedó mirando la pantalla vacía de televisor. La pantalla vacía de televisor. Con las líneas que había dibujado en el vaho. Ya sabía dónde lo había visto.

– ¡Oleg!

Harry subió la escalera corriendo.

En términos generales, a Karl los seres humanos le interesaban poco. Llevaba más de veinte años al frente de la tienda de televisores de la plaza de Carl Berner y, a pesar de ello, nunca se había preocupado por saber lo más mínimo sobre aquel tocayo que había dado nombre a «la plaza». Tampoco tenía interés en saber nada sobre aquel hombre alto que le mostraba su identificación policial, ni sobre el niño con el pelo mojado que estaba a su lado. Ni tampoco sobre la chica de la que hablaba el agente, la que habían encontrado en los servicios del bufete de abogados que había al otro lado de la calle. La única persona que le interesaba a Karl en aquellos momentos era la chica que aparecía en la foto de la revista Vi Menn, su edad, si de verdad era de Tønsberg y si le gustaba tomar el sol desnuda en la terraza para que los hombres que pasaban pudiesen verla.

– Estuve aquí el día que mataron a Barbara Svendsen -dijo el agente.

– Si tú lo dices… -comentó Karl.

– ¿Ves ese televisor apagado que hay al lado de la ventana? -dijo el agente señalando el aparato.

– Philips -dijo Karl apartando el ejemplar de Vi Menn-. Está bien, ¿verdad? Cincuenta hercios. Tubo de imágenes Real Fiat. Sonido envolvente, teletexto y radio. Cuesta 7.900, pero te lo dejo en 5.900.

– ¿Ves que alguien ha dibujado en el polvo?

– De acuerdo -suspiró Karl-. 5.600.

– Me importa un bledo la tele -atajó el agente-. Quiero saber quién lo hizo.

– ¿Por qué? -preguntó Karl-. No pensaba denunciarlo.

El agente se inclinó sobre el mostrador. Karl dedujo de la expresión de su cara que no le gustaban sus respuestas.

– Escucha. Estamos intentando atrapar a un asesino. Y yo tengo razones para creer que ha estado aquí y que ha hecho ese dibujo en la pantalla del televisor. ¿Te basta?

Karl asintió con la cabeza.

– Bien. Y ahora quiero que te esfuerces por recordar.

El agente se dio la vuelta cuando sonó una campanilla a su espalda. Una mujer con una maleta metálica apareció en el umbral.

– El televisor Philips -dijo el agente señalando.

Ella asintió con la cabeza sin pronunciar palabra. Se sentó en cuclillas delante de la pared donde estaba el televisor y abrió la maleta.

Karl los miraba con los ojos como platos.

– ¿Y bien? -dijo el agente.

Karl había empezado a comprender que aquello era más importante que Liz, la chica de Tønsberg.

– No recuerdo a todos los que entran en la tienda -balbució queriendo decir que no recordaba a nadie.

Eso es lo que pasaba. Las caras no significaban nada para él. A aquellas alturas, había olvidado incluso la cara de la joven Liz.

– No necesito que los recuerdes a todos -dijo el agente-. Sólo a éste. Parece que no hay mucho público aquí estos días.

Karl asintió resignado con la cabeza.

– ¿Qué tal si te enseño algunas fotos? -preguntó el agente-. ¿Lo reconocerías?

– No lo sé. No te he reconocido a ti, así que…

– Harry -dijo el niño.

– Pero ¿viste a alguien dibujando en el televisor?

– Harry…

Karl había visto a una persona en la tienda aquel día. Se acordó la misma tarde en que la policía entró para preguntarle si había visto algo sospechoso. El problema era que esa persona no había hecho nada de particular, salvo mirar las pantallas de los televisores. Algo que no resulta muy sospechoso en una tienda donde los venden. ¿Qué iba a decir? ¿Que alguien cuyo aspecto no recordaba había estado en su tienda y que le resultó sospechoso? ¿Y, además, buscarse un lío y llamar una atención que no deseaba?

– No -respondió Karl-. No vi a nadie dibujar en el televisor.

El agente murmuró algo.

– Harry… -el niño tiraba de la camiseta del agente-. Son las cinco.

El agente se puso rígido y miró el reloj.

– Beate -dijo-. ¿Has encontrado algo?

– Demasiado pronto -dijo ella-. Hay suficientes marcas, pero ha pasado el dedo de tal modo que resulta difícil encontrar una huella entera.

– Llámame.

La campanilla que colgaba encima de la puerta volvió a tintinear y Karl y la mujer de la maleta metálica se quedaron solos en la tienda.

Karl atrajo hacia sí una vez más a Liz, la chica de Tønsberg, pero cambió de opinión. La dejó boca abajo y se fue hasta la agente de policía. Estaba utilizando un pequeño pincel para cepillar con cuidado una especie de polvo que había echado sobre la pantalla. Y entonces vio el dibujo en el polvo. Había empezado a ahorrar también en la limpieza, de modo que no era raro que el dibujo siguiera allí después de unos días.

– ¿Qué representa? -preguntó.

– No lo sé -respondió la agente-. Me acaban de decir cómo se llama.

– ¿Y cómo se llama?

– La estrella del diablo.

20

Miércoles. Los constructores de catedrales


Harry y Oleg se encontraron con Rakel justo cuando ella salía por la puerta de la piscina Frognerbadet. Echó a correr en dirección a Oleg y lo abrazó al tiempo que dirigía a Harry una mirada furiosa.

– ¿Qué crees que estás haciendo? -susurró.

Harry se quedó con los brazos caídos y cambiando el peso de un pie a otro. Sabía qué podría haberle contestado. Podría haber dicho que «lo que estaba haciendo» era intentar salvar vidas en la ciudad. Pero incluso eso sería mentira. La verdad era que estaba haciendo sus cosas, únicamente eso, sus cosas, y permitiendo que cuantos había a su alrededor pagasen el precio. Así había sido y así sería siempre, y si, de paso, salvaba vidas, podía considerarse un valor añadido.

– Lo siento -dijo. Y, por lo menos en eso, era sincero.

– Hemos estado en un sitio donde también ha estado el asesino en serie -dijo Oleg alteradísimo, pero se calló enseguida, al ver la mirada incrédula de su madre.

– Bueno… -empezó Harry.

– No -lo interrumpió Rakel-. No lo intentes.

Harry se encogió de hombros y sonrió a Oleg con tristeza.

– Déjame por lo menos que os lleve a casa.

Conocía la respuesta antes de oírla. Se quedó mirando cómo se alejaban. Rakel caminaba con pasos rápidos y decididos. Oleg se volvió y se despidió con la mano. Harry le devolvió el saludo.

El sol le bombeaba bajo los párpados.

La cafetería se hallaba en el último piso de la comisaría. Al entrar por la puerta, Harry se quedó de pie mirando. Aparte de la persona que vio sentada en una de las mesas, de espaldas a él, no había más público en el amplio local. Harry se fue derecho de Frognerbadet a la comisaría. Mientras caminaba por los pasillos desiertos del sexto piso, constató que el despacho de Tom Waaler estaba vacío, aunque con la luz encendida.

Harry se acercó al mostrador, que tenía echada la persiana de acero. En la tele, que estaba colgada en una esquina, daban un sorteo de lotería. Harry siguió con la vista la bola que bajaba hacia la cesta. El volumen del televisor estaba muy bajo, pero Harry pudo oír la voz de una mujer que anunciaba el cinco, «el número ganador es el cinco». Alguien había tenido suerte. Se oyó el ruido de una silla.

– Hola, Harry. El servicio está cerrado.

Era Tom.

– Ya lo sé -respondió Harry.

Pensaba en la pregunta de Rakel. ¿Qué estaba haciendo, realmente?

– Sólo pensaba fumarme un pitillo.

Harry señaló con la cabeza a la terraza, que funcionaba todo el año como sala de fumadores.

La vista que se ofrecía desde allí era espectacular, pero el aire seguía tan ardiente y estático como en la calle. Los rayos del sol vespertino incidían oblicuos sobre la ciudad y el puerto de Bjørvika que, de momento, constaba de una carretera y una zona de almacén y contenedores, excelente escondite para drogadictos, pero que pronto se convertiría en una ópera, hoteles y pisos para millonarios. La riqueza estaba a punto de someter a toda la ciudad. Harry pensó en los peces gato de los ríos de África, ese pez grande y negro que carece de la sensatez suficiente como para escapar hacia aguas más profundas cuando comienza la época de sequía y que, al final, queda atrapado en las charcas lodosas que terminan por secarse poco a poco. Los trabajos de construcción ya habían empezado, las grúas parecían siluetas de jirafas elevándose hacia el sol de la tarde.

– Será impresionante.

No había oído a Tom mientras se acercaba.

– Ya veremos.

Harry dio una calada. No sabía con seguridad a qué había respondido.

– Te gustará -dijo Waaler-. Es cuestión de acostumbrarse.

Harry se imaginó a los peces gato cuando el agua desaparecía y ellos se quedaban allí en el lodo, moviendo la cola, abriendo la boca e intentando acostumbrarse a respirar aire.

– Necesito una respuesta, Harry. Tengo que saber si estás dentro o fuera.

Ahogarse con aire. Puede que la muerte del pez gato no fuera peor que la de otros. Dicen que la muerte por ahogamiento es relativamente agradable.

– Ha llamado Beate -dijo Harry-. Ya ha cotejado las huellas de la tienda de televisores.

– ¿Ah, sí?

– Sólo son huellas parciales. Y el dueño no recuerda nada.

– Una pena. Aune dice que, en Suecia, obtienen buenos resultados con testigos olvidadizos. Quizá debiéramos probar.

– Sí.

– Y esta tarde nos ha llegado una información interesante del forense. Sobre Camilla Loen.

– Ya.

– Estaba embarazada de dos meses. Pero ninguna de las personas de su círculo de amistades con las que hemos hablado tiene idea de quién podría ser el padre. Es más que probable que no tenga nada que ver con el asesinato, pero sería interesante averiguarlo.

– Ya.

Se quedaron en silencio. Waaler se acercó y se inclinó sobre la barandilla.

– Ya sé que no te gusto, Harry. Y no te pido que cambies de parecer de la noche a la mañana. -Hizo una pausa-. Pero si vamos a trabajar juntos tenemos que empezar por algún sitio. Quizá siendo más accesible el uno para el otro.

– ¿Accesible?

– Sí. ¿Suena difícil?

– Un poco.

Tom Waaler sonrió.

– De acuerdo. Pero te dejo que empieces tú. Pregúntame algo que quieras saber sobre mí.

– ¿Sobre ti?

– Sí. Lo que sea.

– ¿Fuiste tú quien dispa…? -Harry se detuvo en mitad de la palabra-. A ver -dijo-. Quiero saber qué te mueve.

– ¿Qué quieres decir?

– Qué es lo que te mueve a levantarte por la mañana y hacer las cosas que haces. Cuál es tu meta y por qué.

– Comprendo. -Tom se quedó pensando. Largo rato. Luego señaló las grúas-. ¿Las ves? Mi tatarabuelo emigró desde Escocia con seis ovejas Sunderland y una carta del gremio de albañiles de Aberdeen. Las ovejas y la recomendación le facilitaron la entrada en el gremio de Oslo. Participó en la construcción de las casas que ves a orillas del río Akerselva y hacia el este, a lo largo del ferrocarril. Después, sus hijos tomaron el relevo. Y luego los hijos de sus hijos. Hasta mi padre. Mi bisabuelo adoptó un apellido noruego, pero cuando nos mudamos a la parte oeste de la ciudad, mi padre volvió a adoptar el apellido Waaler. Wall. Muro. Por orgullo, en cierta medida, pero también porque opinaba que Andersen no era un apellido digno de un futuro juez.

Harry miró a Waaler. Intentó distinguir la cicatriz en la mejilla.

– ¿Ibas a ser juez?

– Ése era el plan cuando empecé a estudiar Derecho. Y, seguramente, habría seguido ese camino, de no ser por lo que pasó.

– ¿Qué pasó?

Waaler se encogió de hombros.

– Mi padre falleció en un accidente laboral. Es curioso, pero cuando desapareció de mi vida la figura del padre, descubrí que había tomado ciertas decisiones casi más por él que por mí mismo. Y me di cuenta de que no tenía nada en común con mis compañeros de estudios. Supongo que era un idealista ingenuo. Creía que lo de ser juez consistía en llevar el estandarte de la justicia y hacer pervivir el estado de derecho moderno, pero descubrí que, para la mayoría, se trataba de conseguir un título y un puesto de trabajo donde ganar lo suficiente para impresionar a la vecina de Ullern. Bueno, tú mismo has estudiado en la Facultad de Derecho…

Harry asintió.

– O quizá sean los genes -dijo Waaler-. A mí siempre me ha gustado construir cosas. Cosas grandes. Desde pequeño construía palacios enormes con las piezas de Lego, mucho más grandes que los de los otros niños. Y con los estudios de Derecho descubrí que yo estaba hecho de otra pasta que las personas insignificantes con ideas intrascendentes. Dos meses después del entierro, solicité la admisión en la Academia Superior de Policía.

– Ya. Y terminaste como el mejor alumno, según los rumores.

– El segundo.

– ¿Y te dieron la posibilidad de construir tu palacio aquí, en la comisaría?

– No me la dieron. A nadie se le da nada, Harry. Cuando era pequeño, les quitaba las piezas de Lego a los otros niños para hacer mis construcciones lo suficientemente grandes. La cuestión es qué es lo que uno quiere. Si sólo pretendes construir casas insignificantes y mezquinas para personas con vidas insignificantes y mezquinas, o si también quieres que haya óperas y catedrales, edificios grandiosos, algo que apunte a algo más grande que uno mismo, algo que alcanzar.

Waaler pasó una mano por la barandilla.

– Ser constructor de catedrales es una vocación, Harry. En Italia se concedía el título de mártires a aquéllos que morían construyendo iglesias. A pesar de que los que construían las catedrales lo hacían para la humanidad, no existe ninguna catedral en la historia que no se haya levantado con huesos humanos, con sangre humana. Eso solía decir mi abuelo. Y así será siempre. La sangre de mi familia ha dado cuerpo a la mezcla utilizada en varios de los edificios que se ven desde aquí. Sólo quiero más justicia. Para todos. Y utilizo los materiales de construcción necesarios.

Harry escrutaba el extremo incandescente del cigarrillo.

– ¿Y has pensado en mí como material de construcción?

Waaler sonrió.

– Es una forma de expresarlo. La respuesta es sí. Si tú quieres. Tengo alternativas…

No acabó la frase, pero Harry sabía cómo acababa: «En cambio, tú no…».

Harry dio una larga calada y preguntó en voz baja:

– ¿Y si digo que sí a lo de subir a bordo?

Waaler enarcó una ceja y miró a Harry de hito en hito, antes de contestar.

– Se te asignará una primera misión que llevarás a cabo tú solo y sin hacer preguntas. Todos tus predecesores han hecho lo mismo. Como una prueba de lealtad.

– ¿Y en qué consistirá esa prueba?

– Lo sabrás a su debido tiempo. Pero implicará quemar algunos puentes de tu vida anterior.

– ¿Significará infringir las leyes noruegas?

– Probablemente.

– Ya veo -dijo Harry-. Así tendréis algo contra mí. Y no caeré en la tentación de descubriros.

– Yo lo expresaría en otros términos, pero has entendido de qué va el asunto.

– ¿Y de qué estamos hablando concretamente? ¿De contrabando?

– Ahora me es imposible responderte a esa pregunta.

– ¿Y cómo puedes estar seguro de que no soy un topo del servicio de Inteligencia o de Asuntos Internos?

Waaler se apoyó en la barandilla y apuntó hacia abajo.

– ¿La ves, Harry?

Harry se acercó y dirigió la vista al parque. Aún había gente que aprovechaba los últimos rayos de sol tumbada en la verde hierba.

– La del biquini amarillo -continuó Waaler-. Bonito color para un biquini, ¿verdad?

Algo se retorció en el estómago de Harry, que se enderezó enseguida.

– No somos tontos -dijo Waaler sin apartar la vista del césped-. Nos informamos acerca de las personas que nos interesa tener en el equipo. Se conserva bien, Harry. Es lista e independiente, según tengo entendido. Pero por supuesto, ella quiere lo que todas las mujeres en su situación. Un hombre que pueda mantenerlas. Es pura biología. Y a ti apenas te queda tiempo. Tías como ésa no duran mucho solas.

A Harry se le cayó el cigarrillo a la calle, y fue dejando un reguero de chispas diminutas.

– Ayer dieron la alarma de riesgo de incendios forestales en toda la parte este del país -observó Waaler.

Harry no contestó. Un escalofrío le recorrió el cuerpo cuando sintió la mano de Waaler en el hombro.

– En realidad, ya se ha acabado el plazo, Harry. Pero para demostrarte nuestra buena voluntad, te doy dos días más. Si no sé nada de ti antes, retiraré la oferta.

Harry tragaba saliva una y otra vez en un esfuerzo por pronunciar la palabra, pero la lengua se negaba a obedecer y las glándulas salivares parecían cauces de ríos africanos secos.

Pero al final lo consiguió.

– Gracias.


A Beate Lønn le gustaba su trabajo. Le gustaban las rutinas, la seguridad, sabía que lo hacía bien y también lo sabían sus colegas de la policía Científica con los que compartía lugar de trabajo en la calle Kjølberggata 21A. Y puesto que nada le importaba más en la vida que el trabajo, hallaba en él razón suficiente para levantarse cada mañana. Todo lo demás eran los acordes de un intermedio. Beate vivía con su madre en Oppsal, en la segunda planta de la casa. Se llevaban bien. Beate siempre había sido el ojito derecho de su padre cuando él vivía y ella suponía que ése era el motivo por el que se había hecho policía, como él. No tenía ningún hobby. Y, a pesar de que ella y Halvorsen, el agente con quien Harry compartía despacho, eran como una especie de pareja, no estaba segura de que él fuese el hombre de su vida. Había leído en la revista Henne que era normal tener esa clase de dudas. Y que había que correr algunos riesgos. A Beate Lønn no le gustaba correr riesgos ni tener dudas. Por eso le gustaba su trabajo.

De niña y de adolescente se sonrojaba sólo de pensar que alguien reparase en ella y dedicaba la mayor parte de su tiempo a encontrar diferentes formas de esconderse. Seguía sonrojándose, pero había aprendido a localizar buenos escondites. Podía pasarse horas tras las desgastadas paredes de ladrillo rojo de la policía Científica estudiando huellas dactilares, informes de balística, grabaciones de vídeo, comprobaciones de voces, análisis de ADN o fibras textiles, huellas de pies, sangre, una infinidad de huellas técnicas que podían resolver casos importantes y muy sonados en un silencio y una paz perfectos. También se había dado cuenta de que, en el trabajo, no resultaba tan peligroso ser visible, siempre y cuando lograse hablar alto y claro y, al mismo tiempo, neutralizar el pánico que sentía ante la idea de sonrojarse en público, de perder prestigio por la ropa que llevaba o por revelar una vergüenza cuya procedencia ignoraba. La oficina de la calle Kjølberggata se había convertido en su fortaleza, el uniforme y el trabajo, en su armadura mental.

El reloj indicaba las doce y media de la noche cuando el teléfono del escritorio le interrumpió la lectura del informe del laboratorio sobre el dedo de Lisbeth Barli. El corazón empezó a latirle acelerado y temeroso al ver en el display que quien llamaba tenía un número «desconocido». Podría ser él.

– Beate Lønn.

Era él. Las palabras vinieron en rápidos golpes:

– ¿Por qué no me llamaste con lo de las huellas?

Ella contuvo la respiración un segundo antes de responder.

– Harry me dijo que te daría el mensaje.

– Gracias, lo recibí. La próxima vez me llamas a mí primero. ¿Entendido?

Beate tragó saliva, no sabía si por ira o por miedo.

– De acuerdo.

– ¿Le contaste algo más que no me hayas contado a mí?

– No. Sólo que he recibido los resultados de lo que hallaron bajo la uña del dedo que recibimos por correo.

– ¿El de Lisbeth Barli? ¿Y qué era?

– Excrementos.

– ¿Qué?

– Caca.

– Sí, gracias, sé lo que es. ¿Alguna idea de dónde procede?

– Pues sí.

– Corrijo mi pregunta. ¿De quién procede?

– No lo sé seguro, pero puedo especular.

– Te importaría…

– Estos excrementos contienen sangre, puede que de una hemorroide. En este caso, del grupo sanguíneo B. Sólo se encuentra en el siete por ciento de la población. Willy Barli está registrado como donante de sangre. Él tiene…

– Comprendo. ¿Y cuál es la conclusión?

– No lo sé -dijo Beate apresuradamente.

– Pero ¿sabes que el ano es una zona erógena, Beate? ¿Tanto en mujeres como en hombres? ¿O es que lo has olvidado?

Beate cerró los ojos con fuerza. Ojalá no lo sacara a relucir otra vez. Otra vez no. Hacía mucho tiempo…, había empezado a olvidar, a eliminarlo del sistema. Pero allí estaba su voz, dura y resbaladiza como la piel de una serpiente.

– Eres muy buena fingiendo ser una chica decente, Beate. Me gusta. Me gustaba que fingieras rehusar.

«Tú, yo: nadie sabe nada», pensó Beate.

– ¿Halvorsen te lo hace igual de bien?

– Tengo que colgar -dijo Beate.

Su risa le resonó en el oído como una ráfaga. Y en ese momento comprendió que no había dónde esconderse, que podían dar contigo en cualquier sitio, igual que con las tres chicas asesinadas en el lugar en que más seguras se sentían. No existía fortaleza alguna. Ninguna armadura.


Øystein se hallaba en el taxi, en la parada de la calle Therese, escuchando la cinta de los Rolling Stones, cuando sonó el teléfono.

– Oslo ta…

– Hola, Øystein. Soy Harry. ¿Tienes gente en el coche?

– Sólo Mick y Keith.

– ¿Cómo?

– La mejor banda del mundo.

– Øystein.

– Sí.

– Los Stones no son la mejor banda del mundo. Ni siquiera la segunda mejor. Más bien es la banda más sobrevalorada del mundo. Y no fueron Keith ni Mick quienes escribieron Wild Horses, sino Gram Parson.

– ¡Es mentira y tú lo sabes! Pienso colgar ahora mismo…

– ¿Hola? ¿Øystein?

– Dime algo agradable. Rápido.

Under my thumb está bastante bien. Y Exile On Main Street tiene sus momentos.

– Vale. ¿Qué quieres?

– Necesito ayuda.

– ¿A las tres de la mañana? ¿No deberías estar durmiendo?

– No puedo dormir -dijo Harry-. Me muero de miedo en cuanto cierro los ojos.

– ¿La misma pesadilla de siempre?

– La reposición favorita de los infiernos.

– ¿La historia del ascensor?

– Sí, sé exactamente lo que va a ocurrir y tengo el mismo miedo cada vez. ¿Cuánto tardas en llegar aquí?

– No me gusta esto, Harry.

– ¿Cuánto?

Øystein dejó oír un suspiro.

– Dame seis minutos.

Harry estaba ya con los vaqueros en la puerta del apartamento cuando Øystein subía las escaleras.

Se sentaron en la sala de estar, sin encender la luz.

– ¿Tienes una cerveza? -Øystein se quitó la gorra negra de Playstation y se alisó hacia atrás un flequillo fino y sudoroso.

Harry negó con la cabeza.

– Bueno -respondió Øystein dejando en la mesa un tubo de color negro.

– A éste invito yo. Flunipam. Desmayo garantizado. Basta con una pastilla.

Harry observó la caja con detenimiento.

– No te he pedido que vengas para eso, Øystein.

– ¿Ah, no?

– No. Necesito que me expliques qué se hace para descifrar una clave. Cómo se procede.

– ¿Estás hablando de piratería? -Øystein miraba a Harry perplejo-. ¿Tienes que descifrar una contraseña?

– Algo así. Habrás leído en los periódicos lo del asesino en serie, ¿no? Creo que nos está dando claves. -Harry encendió una lámpara-. Mira esto.

Øystein observó la hoja de papel que Harry tenía sobre la mesa.

– ¿Una estrella?

– Un pentagrama. El asesino ha dejado este símbolo en dos de los lugares del crimen. Uno tallado en una viga, al lado de la cama, y el otro dibujado en la capa de polvo de la pantalla de un televisor, en una tienda enfrente del lugar del crimen.

– ¿Y crees que yo puedo decirte lo que significa?

Øystein observaba la estrella meneando la cabeza.

– No. -Harry apoyó la cabeza entre las manos-. Pero esperaba que pudieras explicarme los principios básicos que hay que seguir para descifrar una clave.

– Las claves que yo descodificaba eran matemáticas, Harry. Las claves entre personas tienen otra semántica. Por ejemplo, soy incapaz de descifrar lo que en realidad dicen las tías.

– Imagínate que esto puede ser ambas cosas. Simple lógica con unos subtítulos.

– Vale, entonces estamos hablando de criptografía. Escritura oculta. Y para descifrar algo así, es preciso recurrir tanto al pensamiento lógico como al llamado analógico. Este último implica utilizar el subconsciente y la intuición, es decir, lo que uno no sabe que sabe. Y luego hay que combinar el pensamiento lineal y el reconocimiento de patrones. ¿Has oído hablar de Alan Turing?

– No.

– Un inglés. Descifró los códigos alemanes durante la guerra. Para abreviar te diré que fue él quien ganó la guerra. Dijo que para descifrar claves primero hay que saber en qué dimensión opera la parte contraria.

– ¿Y eso qué significa?

– Digamos que es un nivel por encima de las letras y los números. Por encima del lenguaje. Respuestas que no explican el cómo, sino el porqué. ¿Entiendes?

– No, pero cuéntame cómo se hace.

– Nadie lo sabe. Se parece a la clarividencia religiosa y puede considerarse más bien como un don.

– Vamos a suponer que sé por qué. ¿Qué pasa después de eso?

– Puedes tomar el camino más largo y combinar las distintas posibilidades hasta morirte.

– No soy yo quien muere. Sólo tengo tiempo para recorrer el camino más corto.

– Entonces sólo conozco un método.

– ¿Y?

– El trance.

– Por supuesto. El trance.

– No estoy de broma. Te concentras observando fijamente la información hasta que dejas de pensar de forma consciente. Es como sobrecargar una pierna hasta que sufre un calambre y empieza a hacer cosas por sí sola. ¿Has visto alguna vez cómo le baila el pie a un escalador atrapado en la montaña? No. Bueno, pero así es. En 1988 entré en el sistema de cuentas del Danske Bank después de cuatro noches en vela y con la ayuda de una gota pequeña y fría de LSD. Si tu subconsciente logra desarticular la clave, te darás cuenta. Si no…

– ¿Sí?

Øystein se rió.

– Te desarticularás tú. Las unidades psiquiátricas están llenas de gente como yo.

– Ya. ¿Trance, dices?

– Trance. Intuición. Y quizás un poquito de ayuda farmacéutica…

Harry cogió el tubo de color negro y lo observó pensativo.

– ¿Sabes qué, Øystein?

– ¿Qué?

Le lanzó la caja, que Øystein atrapó al vuelo.

– Te mentí sobre lo de Under My Thumb.

Øystein dejó la caja en el borde de la mesa y se puso a atarse los cordones de unas zapatillas Puma terriblemente desgastadas y bastante retro. De cuando lo retro estaba de moda, de la ola retro.

– Ya lo sé. ¿Has visto a Rakel?

Harry negó con la cabeza.

– Es eso lo que te atormenta, ¿verdad?

– Puede -dijo Harry-. Me han ofrecido un trabajo que no sé si puedo rechazar.

– Entonces no es una oferta para trabajar para el dueño del taxi que yo conduzco.

Harry sonrió.

Sorry, no soy el hombre adecuado para facilitar orientación profesional -dijo Øystein levantándose-. Aquí te dejo el tubo. Haz lo que quieras.

21

Jueves. Pigmalión


El jefe de los camareros miró de pies a cabeza al hombre que tenía delante. Sus treinta años de servicio le habían procurado cierto olfato para los problemas, y aquel hombre apestaba. No es que él pensara que la ausencia de problemas fuese beneficiosa. Un buen escándalo de vez en cuando era precisamente lo que esperaban los clientes del Theatercaféen. Pero debía tratarse del tipo de problemas correcto. Como cuando los artistas jóvenes cantan desde la galería del café vienés que ellos son el vino nuevo, o cuando un antiguo galán del Teatro Nacional afirma algo ebrio y en voz muy alta que lo único positivo que puede decir del célebre hombre de negocios de la mesa contigua es que es homosexual y, por lo tanto, es poco probable que se reproduzca. Pero la persona que el jefe de los camareros tenía delante en aquel momento no parecía ir a decir nada espiritual o inapropiado, sino que más bien tenía pinta de ser un tipo con problemas aburridos: cuentas sin saldar, borracheras y reyertas. Los signos externos -vaqueros negros, nariz roja y cabeza rapada- le hicieron pensar al principio que sería uno de los operarios alcoholizados del teatro que solían ir al sótano de Burns. Pero cuando preguntó por Willy Barli, comprendió que se trataba de una de las ratas de alcantarilla del antro de periodistas Tostrupkjelleren, situado bajo aquella terraza que llevaba el apropiado nombre de «La tapa del váter». No sentía respeto alguno por los buitres que, sin escrúpulos, se regodeaban de lo que había quedado del pobre Barli después de la desaparición trágica de su encantadora esposa.

– ¿Está usted seguro de que será bien recibido? -preguntó el jefe de los camareros consultando el libro de reservas, aunque sabía perfectamente que, como de costumbre, Barli había llegado a las diez en punto y se había sentado en su mesa de siempre, en la terraza acristalada que daba a la calle Stortingsgata. Lo inusual, y lo que le hizo preocuparse por el estado mental de Barli, era que, por primera vez y hasta donde le alcanzaba la memoria, el jovial productor se había equivocado de día y había acudido al club un jueves en lugar del miércoles habitual.

– Olvídalo, ya lo he visto -dijo el hombre desapareciendo hacia el interior.

El jefe de los camareros exhaló un suspiro y miró al otro lado de la calle. Eran varias las razones que le inducían a preocuparse últimamente por la salud mental de Barli. Un musical, en el reputado Teatro Nacional y durante las vacaciones. Por Dios santo.


Harry había reconocido a Barli por su maraña de pelo, pero al acercarse dudó y empezó a pensar que se había equivocado.

– ¿Barli?

– ¡Harry!

Se le iluminaron los ojos, pero enseguida se extinguió el destello en su mirada. Tenía las mejillas hundidas y la piel fresca y tostada por el sol de hacía unos días aparecía ahora cubierta por una capa de polvo blanquecino y muerto. Se diría que Willy Barli hubiera encogido, hasta su espalda parecía más estrecha.

– ¿Un poco de arenque? -preguntó Willy señalando el plato que tenía delante-. Es el mejor de la ciudad. Lo como todos los miércoles. Dicen que es bueno para el corazón. Claro que, para eso, hay que tener corazón, y los que venimos a este café…

Willy abarcó con el brazo el local casi vacío.

– No gracias -dijo Harry tomando asiento.

– Coge un trozo de pan, por lo menos -Willy le ofreció la cesta del pan-. Éste es el único sitio de Noruega donde sirven auténtico pan de hinojo. Perfecto para acompañar el arenque.

– Sólo café, gracias.

Willy hizo una señal al camarero.

– ¿Cómo me has encontrado aquí?

– Fui al teatro.

– ¿Ah, sí? Tienen orden de decir que estoy fuera de la ciudad. Los periodistas…

Willy imitó el gesto de estrangular a alguien con las manos. Harry no estaba seguro de si se refería a su propia situación o a lo que deseaba para los periodistas.

– Les mostré mi identificación policial y expliqué que era importante -dijo Harry.

– Bien. Bien.

Willy fijó la mirada en un punto, delante de Harry, mientras el camarero le ponía una taza y le servía el café de la cafetera que estaba en la mesa. Cuando el camarero se hubo alejado, Harry emitió un carraspeo. Willy se sobresaltó y salió de su ensimismamiento.

– Si traes malas noticias, quiero conocerlas enseguida, Harry.

Harry negó con la cabeza y dio un sorbo de café.

Willy murmuró algo inaudible con los ojos cerrados.

– ¿Cómo va la obra de teatro? -preguntó Harry.

Willy le dedicó una sonrisa triste.

– Ayer llamaron de la sección de Cultura del diario Dagbladet para preguntar lo mismo. Le expliqué cómo iba el desarrollo artístico, pero era obvio que quería saber si tanta publicidad en torno a la extraña desaparición de Lisbeth y a la sustitución por su hermana no sería positiva para la venta de entradas.

Willy levantó la vista al cielo.

– Bueno -dijo Harry-, ¿y es así?

– ¿Estás loco de remate, tío? -preguntó Willy con voz estentórea-. Es verano, la gente quiere divertirse, no llorar a una mujer a la que ni siquiera conocen. Hemos perdido el gancho. Lisbeth Barli, un talento rural aún por descubrir. Perder eso justo antes del estreno no es bueno para el negocio.

Desde una mesa situada más al fondo del local se giraron varias cabezas, pero Willy continuó en el mismo tono de voz.

– Apenas si hemos vendido algunas entradas. Bueno, aparte de las del estreno, ésas se las rifaron. La gente es morbosa, olfatea y sigue el rastro del escándalo. Para serte franco, necesitamos unas críticas fantásticas si queremos salir bien parados, pero por el momento…

Willy estampó un puñetazo en el mantel blanco que hizo salpicar el café.

– … no se me ocurre nada menos importante que ese puto negocio.

Willy se quedó mirando fijamente a Harry, y parecía que iba a abundar en su estallido cuando una mano invisible, sin previo aviso, borró la ira de su semblante. Durante un segundo, sólo pareció confundido, como si no supiera dónde se encontraba. Acto seguido se le transformó la cara y se apresuró a esconderla entre las manos. Harry vio que el jefe de los camareros les dedicaba una mirada extraña, casi esperanzada.

– Lo siento -susurró Willy con la voz rota y sin retirar las manos-. No suelo… Es que no duermo… ¡Mierda, qué teatral soy!

Emitió un sollozo, un sonido entre la risa y el llanto, golpeó la mesa una vez más e hizo una mueca que casi logró convertir en una sonrisa desesperada.

– ¿Qué puedo hacer por ti, Harry? Pareces triste.

– ¿Triste?

– Afligido. Melancólico. Poco alegre.

Willy se encogió de hombros y se llevó a la boca un tenedor con un trozo de pan con arenque. La piel del pescado relucía. El camarero se acercó a la mesa silenciosamente y sirvió a Willy más Chatelain Sancerre.

– Tengo que preguntarte algo que quizá te resulte desagradablemente íntimo -explicó Harry.

Willy negó con la cabeza mientras tragaba el bocado con un sorbo de vino.

– Cuanto más íntimo, menos desagradable, Harry. Recuerda que soy artista.

– Estupendo.

Harry tomó un sorbo de café para procurarle a su mente un poco de combustible.

– Hemos encontrado rastros de excrementos y sangre bajo la uña de Lisbeth. El análisis preliminar concuerda con tu grupo sanguíneo. Quiero saber si necesitamos someterlo a una prueba de ADN.

Willy dejó de masticar, puso el dedo índice derecho contra los labios y se quedó pensativo, mirando al infinito.

– No -respondió al cabo de un rato-. No será necesario.

– ¿O sea que sus uñas han estado en contacto con tus… excrementos?

– Hicimos el amor la noche anterior a su desaparición. Lo hacíamos todas las noches. Lo habríamos hecho durante el día también si no hubiese hecho tanto calor en el apartamento.

– Y entonces…

– ¿Te preguntas si practicamos el postillion?

– Bueno…

– ¿Si me folla por el culo? Siempre que puede. Pero con cuidado. Como el sesenta por ciento de los noruegos de mi edad, tengo hemorroides, por eso Lisbeth no se deja las uñas demasiado largas. ¿Practicas el postillion, Harry?

A Harry se le atragantó el café.

– ¿Contigo como objetivo o con otros? -preguntó Willy.

Harry negó con la cabeza.

– Deberías, Harry. Sobre todo porque eres hombre. Dejarse penetrar es algo fundamental. Si te atreves a hacerlo, descubrirás que tienes un registro de sensaciones mucho más amplio de lo que creías. Si aprietas el culo, dejas a los demás fuera en tanto que tú quedas dentro. Pero si te abres, te muestras vulnerable y confiado, brindas a los demás la oportunidad de, literalmente, llegar dentro de ti.

Willy continuó agitando el tenedor mientras hablaba:

– Por supuesto que implica cierto riesgo. Te pueden dañar, rasgarte por dentro. Pero también pueden amarte. Y entonces te envuelve el amor, Harry. Es tuyo. Se dice que es el hombre quien posee a la mujer en el coito, pero ¿es eso cierto? Piénsalo, Harry.

Harry pensaba.

– Lo mismo nos ocurre a los artistas. Hemos de abrirnos, mostrarnos vulnerables, dejarnos penetrar. Para tener la posibilidad de ser amados debemos atrevernos a que nos hagan daño desde dentro. Te hablo de un deporte de riesgo, Harry. Me alegro de haber dejado de bailar.

Mientras Willy sonreía, un par de lagrimones empezaron a discurrir por sus mejillas, primero de un ojo y a continuación del otro, como en un eslalon en paralelo intermitente, hasta perderse en la barba.

– La echo de menos, Harry.

Harry clavó la vista en el mantel. Pensaba que debería marcharse, pero se quedó sentado.

Willy sacó un pañuelo y se sonó con un fuerte trompeteo antes de verter el resto del vino en la copa.

– No es que quiera meterme donde no me llaman, Harry, pero cuando dije que pareces triste, pensé que siempre das la impresión de estar triste. ¿Es por una mujer?

Harry manoseó la taza de café.

– ¿Varias?

Harry iba a contestar de modo que no hubiese más preguntas, pero algo le hizo cambiar de opinión. Asintió con la cabeza.

Willy alzó la copa.

– Siempre son las mujeres. ¿Te has dado cuenta? ¿A quién has perdido?

Harry miró a Willy. Había algo en la mirada del productor barbudo, una sinceridad dolorida, una franqueza indefensa que, debía admitirlo, le transmitía la sensación de que podía confiar en él.

– Mi madre enfermó y murió cuando yo era joven -dijo Harry.

– ¿Y la echas de menos?

– Sí.

– Pero hay otras, ¿no?

Harry se encogió de hombros.

– Hace un año y medio asesinaron a una colega. Rakel, mi novia…

Harry se calló.

– ¿Sí?

– No creo que te interese.

– Comprendo que hemos llegado al meollo del asunto -suspiró Willy-. Vais a dejarlo.

– Nosotros no. Ella. Estoy intentando hacerla cambiar de opinión.

– Ya veo. ¿Y por qué quiere dejarlo?

– Por mi forma de ser. Es una larga historia, pero la versión abreviada es que yo soy el problema. Y ella quiere que sea diferente.

– ¿Sabes qué? Tengo una propuesta. Llévala a ver mi obra.

– ¿Por qué?

– Porque My Fair Lady está basada en un mito griego sobre el escultor Pigmalión que se enamora de una de sus propias esculturas, la bella Galatea. Le ruega a Venus que infunda vida a la estatua para así casarse con ella y la diosa atiende su plegaria. Quizá la obra le enseñe a tu Rakel lo que pasa cuando quieres cambiar a otra persona.

– ¿Que fracasa?

– Todo lo contrario. Pigmalión, representado por el personaje del profesor Higgins, logra todos sus propósitos en My Fair Lady. Sólo produzco obras con final feliz. Es el lema de mi vida. Si no lo tienen, me lo invento.

Harry sonrió meneando la cabeza.

– Rakel no intenta cambiarme. Es una mujer sabia. Prefiere dejarme.

– Algo me dice que quiere volver contigo. Te enviaré dos entradas para el estreno.

Willy le indicó al camarero que quería la cuenta.

– ¿Qué demonios te hace pensar que quiere volver conmigo? -preguntó Harry-. No sabes nada de ella.

– Tienes razón. No digo más que tonterías. El vino blanco con la comida es una buena idea, pero sólo en teoría. Últimamente, bebo más de lo que debiera, espero que me perdones.

El camarero trajo la cuenta. Willy la firmó sin mirarla y le pidió que la uniera a las demás. El camarero desapareció.

– Pero llevar a una mujer a un estreno con las mejores entradas nunca puede ser un fracaso total -Willy sonrió-. Créeme, lo he comprobado.

Harry pensó que la sonrisa de Willy se parecía a la triste y resignada de su padre. La sonrisa de un hombre que mira hacia atrás porque allí están las cosas que lo hacen sonreír.

– Muchas gracias, pero… -empezó Harry.

– Nada de peros. Por lo menos es una excusa para llamarla, si no os habláis últimamente. Déjame que te mande dos entradas, Harry. Creo que a Lisbeth le habría gustado. Y Toya está haciendo progresos. Será un buen montaje.

Harry hurgó distraído en el mantel.

– Lo pensaré.

– Estupendo. Tendré que ponerme en marcha antes de que me quede dormido -Willy se levantó.

– A propósito -Harry se metió la mano en el bolsillo-, encontramos este símbolo en los dos lugares del crimen. Es una estrella del diablo. ¿Recuerdas haberla visto en algún sitio después de que Lisbeth desapareciera?

Willy miró la foto.

– No lo creo.

Harry estiró la mano hacia la foto.

– Espera un poco -Willy se rascó la barbilla.

Harry aguardaba.

– La he visto. Pero ¿dónde?

– ¿En el apartamento? ¿En el portal? ¿En la calle?

Willy negó con la cabeza.

– En ninguno de esos lugares. Y no ahora. En otro lugar, hace mucho tiempo. Pero ¿dónde? ¿Es importante?

– Puede serlo. Llámame si te acuerdas.

Ya fuera, cuando se despidieron, Harry se quedó mirando la calle Drammensveien. El sol brillaba sobre las vías y el aire caliente vibraba y hacía flotar el tranvía.

22

Jueves y viernes. La revelación


Jim Beam está hecho de centeno, cebada y un setenta por ciento de maíz que le da al bourbon ese sabor rotundo y dulce que lo distingue del whisky corriente. El agua del Jim Beam procede de un manantial cercano a la destilería de Clermont, Kentucky, donde también fabrican esa levadura especial que, según algunos, sigue la misma receta que Jacob Beam utilizaba en 1795. El resultado madura durante un mínimo de cuatro años antes de ser enviado a todos los rincones del mundo y de ser adquirido por Harry Hole, que se caga en Jacob Beam y que sabe que el agua de manantial es un truco de comercialización parecido a lo de Farris y el manantial de Farris. Y el único porcentaje que le importa es el que aparece en la letra pequeña de la etiqueta.

Harry se encontraba delante del frigorífico con un cuchillo de tallar en la mano, mirando fijamente la botella de líquido ocre dorado. Estaba desnudo. El calor del dormitorio lo había obligado a quitarse el calzoncillo aún húmedo y con olor a cloro.

Y llevaba cuatro días sobrio. Se dijo que lo peor ya había pasado. Era mentira, lo peor distaba mucho de haber pasado. Aune le había preguntado en una ocasión si sabía por qué bebía. Y él le contestó sin titubear: «Porque tengo sed». Harry lamentaba en varios sentidos el hecho de vivir en una sociedad y en una época en que las desventajas derivadas de beber alcohol en exceso superasen a las ventajas. Sus razones para mantenerse sobrio nunca habían guardado relación alguna con sus principios y sólo eran de tipo práctico. Consumir mucho alcohol resulta agotador y el premio es una vida corta y miserable, llena de aburrimiento y de dolor físico. Para un bebedor periódico, la vida consiste, por un lado, en estar borracho y, por otro, en el resto del tiempo. Dilucidar cuál de esas dos partes es la vida real constituía una cuestión filosófica en la que él no tenía tiempo de profundizar, ya que, de todos modos, la respuesta no le proporcionaría una vida mejor. Ni peor. Porque todo lo que estaba bien -todo- debía rendirse necesariamente tarde o temprano a la ley de la gravedad del alcohólico. La Gran Sed. Así era como había visto el problema de cálculo hasta que conoció a Rakel y a Oleg. Aquel encuentro otorgó una nueva dimensión a la abstinencia. Pero no anulaba la ley de la gravedad. Y ahora ya no aguantaba más las pesadillas. No aguantaba oír los gritos de ella. Ver el miedo en sus ojos fijos y muertos mientras su cabeza subía hacia el techo del ascensor. Tendió la mano hacia el armario. No dejaría nada sin probar. Dejó el cuchillo de tallar al lado de Jim Beam y cerró la puerta del armario. Luego volvió al dormitorio.

No encendió la lámpara, pero un rayo de luz de luna entraba por entre las cortinas.

El edredón y el colchón parecían haber intentado quitarse la ropa húmeda y arrugada.

Se metió en la cama. La última vez que durmió sin pesadillas fue en la cama de Camilla Loen, durante unos minutos. Entonces también soñó con la muerte, pero con la diferencia de que no sintió miedo. Un hombre puede encerrarse, pero tiene que dormir. Y en el sueño nadie puede esconderse.

Harry cerró los ojos.

El rayo de luna parecía temblar al ritmo del vaivén de las cortinas. Incidió sobre la pared que había encima de la cama y sobre las marcas negras de un cuchillo. Debieron de emplear mucha fuerza, porque la hendidura se adentraba profundamente en la madera detrás del papel blanco de la pared. La herida ininterrumpida formaba una gran estrella de cinco puntas.

Ella oía el tráfico de Trojská al otro lado de la ventana y la respiración profunda y regular del hombre que yacía a su lado. A veces le parecía distinguir los gritos del parque zoológico, pero a lo mejor sólo eran los trenes nocturnos del otro lado del río, que frenaban antes de llegar a la estación central. Cuando se mudaron a Trojská, a la cima del signo de interrogación marrón que describía el río Vltava a su paso por Praga, él dijo que le gustaba el sonido de los trenes.

Llovía.

Se había pasado todo el día fuera. En Borna, le dijo. Cuando por fin lo oyó entrar en el apartamento, ella ya se había acostado. Oyó en la entrada el ruido de la maleta antes de que él entrara en el dormitorio. Fingió dormir, pero lo observó a escondidas mientras él colgaba la ropa con movimientos lentos, echando alguna que otra ojeada al espejo que había junto al armario para mirarla. Se metió en la cama. Tenía las manos frías y la piel pegajosa de sudor cuajado. Hicieron el amor al repiqueteo de la lluvia contra las tejas, el cuerpo de él sabía a sal. Después, se durmió como un niño. Por lo general, a ella también le entraba sueño, pero en esta ocasión se quedó despierta mientras la savia de él salía de su cuerpo para ser absorbida por la sábana.

Fingió no saber lo que la mantenía despierta, pese a que sus pensamientos siempre eran los mismos. Que, el lunes por la noche cuando volvió de Oslo, al ir a cepillar la chaqueta del traje, descubrió en la manga un cabello rubio. Que aquel sábado, él volvería a Oslo. Que era la cuarta vez en cuatro semanas. Que seguía sin querer contarle lo que hacía allí. Ni que decir tiene que el pelo podía ser de cualquiera, de un hombre o de un perro.

Él empezó a roncar.

Pensó en la forma en que se conocieron. En su cara abierta y sus confesiones francas, que ella malinterpretó pensando que se hallaba ante un hombre extrovertido. La derritió como la nieve de primavera en la plaza de Václav, aunque, cuando una mujer sucumbía tan fácilmente a un hombre, siempre existía una sospecha que corroía, la de no ser la única que había sucumbido de ese modo.

Pero la trataba con respeto, casi como a un igual, a pesar de que tenía dinero suficiente como para tratarla como a una de las prostitutas de Perlová. Era un premio de la lotería, el único que le había tocado. Lo único que podía perder. Esa certeza la impulsaba a ser cauta, le impedía preguntar dónde había estado, con quién, qué hacía en realidad.

Sin embargo, había pasado algo y ahora tenía que averiguar si él era un hombre en quien pudiese confiar de verdad. Tenía algo mucho más precioso que perder. No le había contado nada, no lo supo con seguridad hasta hacía tres días, cuando fue al médico.

Se levantó de la cama y salió de la habitación de puntillas. Ya en el pasillo, cerró la puerta con cuidado.

Era una maleta moderna de color azul plomo, de la marca Samsonite. Estaba casi nueva pero los cantos aparecían rayados y llenos de pegatinas medio arrancadas de controles de seguridad y de destinos de los que ella ni siquiera había oído hablar.

A la débil luz del vestíbulo observó que la combinación de la cerradura estaba en cero-cero-cero. Siempre lo estaba. Y no necesitaba comprobarlo, sabía que no podría abrir la maleta. Nunca la había visto abierta, a excepción de las veces que él sacaba la ropa de los cajones para meterla en la maleta mientras ella estaba en la cama. Fue pura casualidad que lo hubiese visto la última vez que hizo la maleta. Vio que la combinación de la cerradura estaba en el interior de la tapa. Por otro lado, no es muy difícil recordar tres cifras. No cuando tienes que hacerlo. Olvidar todo lo demás y recordar las tres cifras del número de habitación de un hotel cuando llamaban para decirle que la requerían, qué debía llevar puesto o si había algún otro deseo especial.

Aguzó el oído. Los ronquidos sonaban como una suave fricción detrás de la puerta.

Había cosas que él no sabía. Cosas que no tenía por qué saber, cosas que ella había tenido que hacer, pero que pertenecían al pasado. Puso la punta de los dedos contra las ruedecillas dentadas que había sobre los números y las giró. A partir de ahora, sólo importaba el futuro.

Las cerraduras se abrieron con un suave clic.

Se quedó en cuclillas mirando fijamente el interior de la tapa.

Debajo, encima de una camisa blanca, había una cosa de metal negra y fea.

No necesitaba tocarla para asegurarse de que era una pistola de verdad, las había visto antes, en su vida anterior.

Tragó saliva y notó que la sobrecogía el llanto. Apretó los dedos contra los ojos. Por dos veces, murmuró el nombre de su madre para sus adentros.

Duró sólo unos segundos.

Tomó aire con fuerza y en silencio. Tenía que sobrevivir. Ellos tenían que sobrevivir. Aquello era, desde luego, una explicación de por qué no le podía contar muchos detalles sobre lo que hacía, la razón de que ganase tanto como parecía. Y ella ya había tenido ese pensamiento, ¿no?

Tomó una decisión.

Había cosas que ella ignoraba. Cosas que no necesitaba saber. Cerró la maleta y puso de nuevo a cero los números de la cerradura. Aplicó el oído a la puerta antes de abrirla con cuidado y entró rápidamente. Un rectángulo de la luz del pasillo alcanzó la cama. Si hubiera echado un vistazo al espejo antes de cerrar, le habría visto abrir un ojo. Pero estaba demasiado ocupada con sus propios pensamientos. O mejor dicho, con ese único pensamiento que acudía a su mente una y otra vez mientras oía el tráfico, los gritos del parque zoológico y su respiración rítmica y profunda. Que desde ahora sólo contaba el futuro.


Un grito, una botella al romperse contra la acera, seguido de una risa ronca. Juramentos y pasos corriendo que desaparecen traqueteando por la calle Sofie hacia el estadio de Bislett.

Harry miraba al techo mientras escuchaba los sonidos de la noche. Había dormido tres horas sin soñar antes de despertarse y ponerse a pensar. En tres mujeres, dos escenarios de sendos crímenes y en un hombre que le había ofrecido un buen precio por su alma. Intentó encontrar un sistema en todo aquello. Descifrar la clave. Ver el patrón. Comprender lo que Øystein había llamado la dimensión más allá del dibujo, la pregunta que venía antes de cómo. ¿Por qué?

¿Por qué un hombre se había disfrazado de mensajero ciclista para matar a dos mujeres y, probablemente, a una tercera? ¿Por qué se lo había puesto tan difícil a la hora de elegir el lugar del crimen? ¿Por qué dejaba mensajes? Cuando toda la experiencia atesorada afirmaba que los asesinatos en serie tenían un motivo sexual, ¿por qué no había ninguna señal de que hubiesen abusado sexualmente de Camilla Loen o de Barbara Svendsen?

Harry notó cómo le sobrevenía el dolor de cabeza. Apartó la funda del edredón de una patada y se dio la vuelta. Los números del despertador ardían en rojo. Las dos cincuenta y uno. Las dos últimas preguntas de Harry eran para sí mismo. ¿Por qué aferrarse al alma, si eso significa que se rompa el corazón? ¿Y por qué le importaba un sistema que en realidad lo odiaba?

Apoyó los pies en el suelo y se fue a la cocina. Miró la puerta del armario que había encima del fregadero. Enjuagó un vaso bajo el grifo y dejó que se llenase hasta arriba. Sacó el cajón donde estaban los cubiertos y cogió la caja negra de fotos, quitó la tapa gris y vertió el contenido en la palma de la mano. Una pastilla lo haría dormir. Dos con un vaso de Jim Beam lo volverían hiperactivo. Tres o más podían surtir efectos imprevisibles.

Harry abrió la boca, metió las pastillas y se las tragó con agua tibia.

Luego se fue a la sala de estar, puso un disco de Duke Ellington que había comprado después de ver a Gene Hackman sentado en el autobús nocturno en La conversación, acompañado de unas notas tenues que eran lo más solitario que Harry había oído jamás.

Se sentó en el sillón de orejas.

– Para eso sólo conozco un método -le había dicho Øystein.

Harry empezó por el principio. Por el día que pasó por delante del Underwater haciendo eses camino a la dirección de Ullevålsveien. Viernes. La calle Sannergata. Miércoles. Carl Berner. Lunes. Tres mujeres. Tres dedos amputados. La mano izquierda. Primero el dedo índice, luego el corazón y el anular. Tres lugares. Ningún chalé, barrios con vecinos. Un edificio antiguo de fin de siglo, otro de los años treinta y un bloque de oficinas de los cuarenta. Ascensores. Recordaba los números sobre las puertas del ascensor. Skarre había hablado con las tiendas en Oslo y alrededores especializadas en equipos para los mensajeros ciclistas. No pudieron ayudarle en cuanto a equipos de bicicleta y trajes amarillos, pero gracias al acuerdo con los seguros Falken, pudieron facilitarle una lista de quienes habían comprado bicicletas caras en los últimos meses, como las utilizadas por los mensajeros.

Notó cómo llegaba la anestesia. La tosca lana de la silla le escocía contra las nalgas y los muslos desnudos.

Las víctimas. Camilla, redactora de una agencia de publicidad, soltera, veintiocho años, rellenita. Lisbeth, cantante, casada, treinta y tres años, rubia, delgada. Barbara, recepcionista, veintiocho, vivía con sus padres, castaño oscuro. Ninguna destacaba por su atractivo. El momento de los asesinatos. Suponiendo que a Lisbeth la asesinaran enseguida, sólo días laborables. Por la tarde, justo después de acabar la jornada.

Duke Ellington tocaba veloz. Como si tuviera la cabeza llena de notas que debiese tocar. De pronto, casi se detuvo del todo. Tocaba sólo los puntos necesarios.

Harry no había estudiado la procedencia de las víctimas, no había hablado con familiares ni amigos, sólo había repasado el informe a toda prisa, sin encontrar nada que llamase su atención. Porque no era allí donde encontraría las respuestas. No en quiénes eran las víctimas, sólo en lo que eran, en lo que representaban. Para aquel asesino, las víctimas no eran sino exteriores, elegidas tan al azar como todo lo que las rodeaba. Sólo se trataba de captar lo que era. Captar el dibujo.

De repente, la química se puso en funcionamiento. El efecto recordaba más al de un alucinógeno que a los somníferos. Su mente cedió ante los pensamientos, que navegaban sin control, como en un barril por un río. El tiempo palpitaba, bombeaba como un universo en expansión. Cuando volvió en sí, reinaba a su alrededor un silencio roto únicamente por el sonido de la aguja del tocadiscos que picaba contra la etiqueta.

Se fue al dormitorio, se sentó a los pies de la cama con las piernas flexionadas, como un escriba sentado, y se quedó mirando fijamente la estrella del diablo. Al cabo de un rato, ésta empezó a bailar. Cerró los ojos. Se trataba de captarlo.

Cuando empezó a clarear, él ya había pasado por todos los lugares. Estaba sentado, escuchaba y veía, pero estaba soñando. Cuando lo despertó el chasquido del periódico Aftenposten al caer en la escalera, levantó la cabeza y clavó la mirada en la cruz, que había dejado de bailar.

Todo había dejado de bailar. Ya estaba. Había visto el dibujo.

El dibujo de un hombre entumecido que buscaba desesperadamente unos sentimientos genuinos. Un idiota ingenuo que creía que donde hay alguien que ama, hay amor, que donde hay preguntas, hay respuestas. El dibujo de Harry Hole. En un arrebato de ira, dio con la cabeza en la cruz de la pared. Sintió un profundo dolor y cayó apático sobre la cama. Su mirada se posó en el despertador. Las 5.55. La funda del edredón estaba mojada y caliente.

Entonces, Harry Hole se apagó, como si alguien hubiera pulsado un interruptor.


Ella le llenó la taza de café. Él gruñó un Danke y pasó la página d The Observer. Como de costumbre, había salido a comprarlo en el hotel de la esquina, junto con los cruasanes recién hechos que el panadero del barrio había empezado a vender. El hombre nunca había estado en el extranjero, sólo en Eslovaquia, que no contaba como extranjero, pero le aseguraba que ahora en Praga tenían todo lo que había en otras grandes ciudades de Europa. Tenía ganas de viajar. Antes de conocerlo a él, se había enamorado de ella un hombre de negocios norteamericano. Una empresa farmacéutica de Praga con la que mantenía relaciones comerciales la compró como regalo. Era un hombre agradable, inocente y algo regordete, dispuesto a ofrecérselo todo con tal de que se fuera con él a su casa de Los Ángeles. Naturalmente, ella aceptó. Pero cuando se lo contó a Tomas, su chulo y hermanastro, éste se encaminó directamente a la habitación del americano y lo amenazó con un cuchillo. El americano se fue al día siguiente y ella nunca volvió a verlo. Cuatro días más tarde y muy deprimida, mientras bebía vino en el hotel Gran Europa, de pronto lo vio. Estaba sentado al fondo del local observando cómo ella toreaba a los pelmazos. Decía siempre que eso era lo que lo enamoró. No se trataba del hecho de que otros la desearan, sino de la forma en que ignoraba el cortejo, tan relajadamente desinteresada, tan netamente pudorosa. Dijo que todavía había hombres que sabían apreciar esas cosas.

Lo dejó que la invitara a una copa de vino, le dio las gracias y se fue a casa, sola.

Al día siguiente, llamó a la puerta de su minúsculo apartamento, situado en un semisótano de Strasnice. Nunca le explicó cómo se había enterado de dónde vivía. Pero la vida había pasado de gris a rosa en un abrir y cerrar de ojos. Experimentó la felicidad. Era feliz.

El papel de periódico crujía cada vez que pasaba la página.

Debía haberlo sabido. No debería haber guiñado el ojo otra vez. Ojalá no hubiera sabido lo de la pistola que llevaba en la maleta.

Pero había decidido olvidarlo. Olvidar todo lo demás. Lo otro, lo que no era lo importante. Eran felices. Ella lo quería. Estaba sentada, con el delantal puesto. Sabía que le gustaba que usara delantal. Al fin y al cabo, algo sabía del funcionamiento de los hombres, el secreto estaba en no demostrarlo. Se miró el regazo. Empezó a sonreír, no podía evitarlo.

– Tengo algo que contarte -le dijo.

– ¿Ah, sí? -La página del periódico ondeaba como la vela de un barco.

– Prométeme que no te vas a enfadar -continuó notando que sonreía cada vez con más ganas.

– No puedo prometerlo -respondió él sin levantar la vista.

A ella se le heló la sonrisa.

– Que…

– Supongo que vas a confesarme que registraste mi maleta cuando te levantaste anoche.

Hasta aquel momento, ella no se había percatado de que le había cambiado el acento. Su habitual tono cantarín había desaparecido casi por completo. Dejó el periódico y la miró.

Nunca había tenido que mentirle, gracias a Dios, porque sabía que jamás lo conseguiría. Allí estaba la prueba. Negó con la cabeza pero notó que se le descontrolaba la expresión de la cara.

Él enarcó una ceja.

Ella tragó saliva.

El segundero de aquel reloj grande de cocina que ella compró en IKEA con el dinero de él emitió un silencioso tictac.

Él sonrió.

– Y encontraste un montón de cartas de mis amantes, ¿verdad?

Ella parpadeó desconcertada.

Él se inclinó.

– Estoy bromeando, Eva. ¿Algo va mal?

Ella asintió con la cabeza.

– Estoy embarazada -susurró rápidamente, como si, de pronto, fuese algo urgente-. Yo… nosotros… vamos a tener un hijo.

Se quedó petrificado, mirando fijamente al frente mientras ella le contaba cómo empezó a sospechar, la visita al médico y, finalmente, la certeza. Cuando terminó, él se levantó y salió de la cocina. Volvió y le entregó un pequeño estuche de color negro.

– Visitar a mi madre.

– ¿Qué?

– Quieres saber lo que voy a hacer en Oslo, ¿no? Voy a visitar a mi madre.

– ¿Tienes madre…?

Fue su primer pensamiento: «¿De verdad tiene madre?». Pero añadió:

– ¿Vive tu madre en Oslo?

Él sonrió y señaló la caja con la cabeza.

– ¿No vas a abrirlo, querida? Es para ti. Por el niño.

Parpadeó un par de veces antes de serenarse y poder abrirlo.

– Es precioso -aseguró notando que se le llenaban los ojos de lágrimas.

– Te quiero, Eva Marvanova.

El tono cantarín volvía a animar su acento.

Ella sonrió entre lágrimas cuando la abrazó.

– Perdóname -murmuró ella-. Perdóname. Lo único que necesito saber es que me quieres. El resto no tiene importancia. No tienes que hablarme de tu madre. Ni de la pistola…

Sintió que el cuerpo de él se ponía rígido entre sus brazos. Y le susurro al oído:

– Vi la pistola, pero no necesito saber nada. Nada, ¿me oyes?

Él se liberó cuidadosamente de su abrazo.

– Sí -dijo-. Lo siento, no hay más remedio. Ya no.

– ¿Qué quieres decir?

– Tienes que saber quién soy.

– Pero… ya sé quién eres, mi amor.

– Ignoras a qué me dedico.

– No sé si quiero saberlo.

– Tienes que saberlo.

Cogió el estuche, sacó el collar y lo levantó.

– Me dedico a esto.

El diamante en forma de estrella brillaba como un ojo enamorado a la luz matinal que entraba por la ventana de la cocina.

– Y a esto.

Sacó la mano del bolsillo de la chaqueta. Sujetaba la misma pistola que ella había visto en la maleta, pero alargada con un suplemento de metal negro sujeto al cañón. Eva Marvanova no entendía mucho de armas, pero sabía lo que era. Un silenciador. O como se dice en inglés, tan acertadamente, silencer.


Harry se despertó cuando sonó el teléfono. Tenía la sensación como si alguien le hubiese metido una toalla en la boca. Intentó humedecer la cavidad bucal con la lengua, pero le raspaba contra el paladar como un trozo de pan reseco. El reloj de la mesilla marcaba las 10.17. Un recuerdo fragmentario, una imagen incompleta le vino a la mente. Se dirigió a la sala de estar. El teléfono sonó por sexta vez.

Cogió el auricular.

– Aquí Harry. Habla.

– Sólo quiero decir que lo siento.

Allí estaba, la voz que siempre deseaba oír cuando cogía el teléfono.

– ¿Rakel?

– Es tu trabajo -dijo-. No tengo derecho a estar enfadada. Lo siento.

Harry se sentó en la silla. Algo intentaba abrirse camino entre la maraña de sueños antiguos ya casi olvidados.

– Tienes derecho a estar enfadada -aseguró.

– Eres policía. Alguien tiene que cuidar de nosotros.

– No me refería al trabajo -explicó Harry.

Ella no respondía. Él aguardaba.

– Te echo de menos -dijo de repente con la voz quebrada.

– Echas de menos a la persona que creías que era yo -precisó Harry-. En cambio yo echo de menos…

– Adiós -dijo Rakel de pronto, como una canción que termina en pleno preludio.

Harry se quedó sentado mirando el teléfono. Alegre y triste a la vez. Un residuo del sueño se esforzaba por emerger a la superficie, pero se topó con la cara inferior de una capa de hielo que iba congelándose cada vez más a medida que pasaban los segundos del día. Repasó la mesa en busca de algún cigarrillo y encontró una colilla en un cenicero. Seguía teniendo la lengua medio anestesiada. Suponía que Rakel había interpretado su articulación gangosa como indicio de una borrachera, lo que, en realidad, no se hallaba tan lejos de la verdad, salvo por el hecho de que no sentía ganas de volver a ingerir ese veneno.

Entró en el dormitorio. Miró el reloj de la mesilla. Hora de irse a trabajar. Algo…

Cerró los ojos.

El eco de Duke Ellington continuaba resonándole en el conducto auditivo. No estaba allí, tenía que adentrarse más. Siguió escuchando. Oyó el grito dolorido de un tranvía, pasos de gato en el tejado y un ominoso susurro en el abedul de color verde explosivo que había en el patio trasero. Más adentro aún. Oyó que el edificio se resistía, el crujir de la masilla de los travesaños de las ventanas, el trastero vacío del sótano que emitía un ruido sordo allá abajo, en el abismo. Oyó el agudo raspar de las sábanas contra su piel desnuda y el traqueteo impaciente de los zapatos en el pasillo. Oyó la voz de su madre susurrar como solía hacerlo justo antes de que él se durmiera: «Detrás del armario, detrás del armario, detrás del armario de su madame…».

Y ya estaba dentro del sueño.

El sueño de la noche anterior. Estaba ciego, tenía que estar ciego, porque sólo podía oír.

Oyó de fondo una voz que murmuraba una suerte de plegaria.

Por la acústica, se diría que estaba en una habitación de grandes dimensiones, como de una iglesia, de no ser porque no paraban de caer gotas. Desde debajo de la alta bóveda, si es que era una bóveda, se oía un aleteo acelerado. ¿Palomas? Al parecer, un sacerdote o un predicador dirigía la sesión de espiritismo, pero la liturgia sonaba extraña y exótica. Casi como si hablara en ruso o como si sufriera glosolalia. La congregación entonó un salmo de armonía extraña y líneas breves y cortantes. Ninguna palabra conocida, como Jesús o María. De repente, la congregación dejó de cantar y empezó a tocar la orquesta. Ahora reconoció la melodía. De la tele. Espera un momento. Oyó algo que rodaba. Una bola. Se detuvo.

– Cinco -anunció una voz femenina-. El número es el cinco.

En ese instante, lo comprendió todo.

La clave.

23

Viernes. El número del ser humano


Las revelaciones de Harry solían ser pequeñas gotas heladas que le caían en la cabeza. Sólo eso. Por supuesto que a veces, si miraba hacia arriba siguiendo la dirección de caída, encontraba la relación causal. Aquella revelación era diferente. Era un regalo, un hurto, una gracia inmerecida de los ángeles, música como ésta podía llegar a personas como Duke Ellington, perfectamente acabada como extraída de un sueño, sólo había que sentarse al piano y tocarla.

Y eso era lo que Harry se disponía a hacer en aquellos momentos. Había citado a su público en su despacho a la una de la tarde. Así tendría tiempo suficiente para poner en su lugar lo más esencial, el último trozo de la clave. Para eso necesitaba la estrella guía. Y un mapa de las estrellas.

Cuando se dirigía al despacho, pasó por una librería a fin de comprar una regla, un transportador, un compás, la plumilla más fina que tuvieran y un par de transparencias. Y se puso manos a la obra en cuanto llegó. Sacó el gran plano de Oslo que había descolgado de la pared, puso una cinta adhesiva en un roto, alisó los dobleces y lo colgó en la pared más amplia. Hecho esto, dibujó en el folio un círculo, lo dividió en cinco sectores de exactamente setenta y dos grados cada uno, pasando la plumilla a lo largo de la regla hacia cada uno de los puntos libres que se encontraban más apartados en el círculo, en una línea continua. Cuando terminó, levantó el folio hacia la luz. La estrella del diablo.

El proyector de transparencias de la sala de reuniones no estaba en su lugar, de modo que Harry entró en la sala del grupo de Atracos, donde el jefe de grupo Ivarsson daba su eterna conferencia, que los colegas habían titulado «Cómo llegué a ser tan listo», ante un grupo de sustitutos convocados a la fuerza.

– Esto tiene prioridad -dijo Harry apagándolo y llevándose el carrito con el proyector ante la mirada perpleja de Ivarsson.

De vuelta en su despacho, Harry metió la transparencia en el proyector, enfocó el cuadrado de luz hacia el mapa y apagó la lámpara del techo.

Escuchó su propia respiración en la oscura sala sin ventanas mientras ajustaba la transparencia, acercó y alejó el proyector y enfocó la sombra negra de la estrella hasta que la hizo coincidir. Porque coincidir, coincidía. Vaya si coincidía. Miró fijamente el mapa, trazó dos círculos alrededor de sendos números de un par de calles e hizo unas llamadas.

Estaba listo.


A la una y cinco Bjarne Møller, Tom Waaler, Beate Lønn y Ståle Aune se hallaban quietos y muy juntos, como ratones sentados en sillas prestadas, en el despacho de Harry y Halvorsen. Harry se había sentado en el borde del escritorio.

– Es una clave -declaró Harry-. Una clave muy sencilla. Un denominador común que debíamos haber visto hace mucho. Nos la han comunicado muy explícitamente. Un número.

Todos lo miraban.

– Cinco -dijo Harry.

– ¿Cinco?

– El número es el cinco.

Harry observó la expresión inquisitiva de aquellas cuatro caras.

Entonces ocurrió lo que solía ocurrirle en ocasiones, cada vez con más frecuencia, después de un largo periodo de consumo de alcohol. El suelo desapareció bajo sus pies sin previo aviso. Experimentó la sensación de estar cayendo, de que la realidad se transformaba. Aquellas personas que tenía delante sentadas en su despacho no eran cuatro colegas, no era un caso de asesinato lo que tenían entre manos, no era un caluroso día de verano en Oslo, nunca había existido nadie llamado Rakel ni Oleg. Enseguida volvió a sentir el suelo. Aunque sabía que a ese breve ataque de ansiedad podían seguir otros, que aún estaba pendiente de un hilo.

Harry levantó la taza de café y bebió despacio intentando calmarse.

Decidió que, cuando oyese el golpe de la taza al dejarla en el escritorio, volvería allí, a aquella realidad.

Bajó la taza.

Tocó el escritorio con un golpe suave.

– Primera pregunta -dijo-. El asesino ha marcado a cada una de las víctimas con un diamante. ¿Cuántas caras tenía?

– Cinco -respondió Møller.

– Segunda pregunta. También ha cortado un dedo de la mano izquierda de cada víctima. ¿Cuántos dedos tiene una mano? Tercera pregunta. Los asesinatos y la desaparición tuvieron lugar en tres semanas consecutivas, en viernes, miércoles y lunes, respectivamente. ¿Cuántos días había entre cada uno?

Hubo un corto silencio.

– Cinco -dijo Waaler.

– ¿Y la hora?

Aune carraspeó, antes de contestar:

– Alrededor de las cinco.

– Quinta y última pregunta. Aparentemente, las direcciones donde buscaba a las víctimas fueron elegidas al azar, pero los distintos escenarios tienen un punto en común. ¿Beate?

Ella hizo una mueca.

– ¿Cinco?

Los cuatro miraron a Harry.

– ¡Joder…! -exclamó Beate antes de callar de repente y sonrojarse hasta las orejas-. Perdón, quiero decir… el quinto piso. Todas las víctimas vivían en el quinto piso.

– Exactamente.

Un luminoso amanecer pareció alentar las caras de los demás, mientras Harry se dirigía hacia la puerta.

– Cinco.

Møller lo escupió como si la palabra le ardiese en la boca.

Harry apagó la luz y se hizo una oscuridad total. Sólo su voz les indicaba que se movía de un lado a otro.

– Cinco es un número conocido en muchos rituales. En la magia negra. La brujería. Y en el culto al diablo. Pero también en el cristianismo. Cinco es el número de heridas del Cristo crucificado. Y cinco son los pilares y los momentos de rezo del islamismo. En numerosos escritos se alude al cinco como el número del ser humano, ya que tenemos cinco sentidos y pasamos por cinco fases vitales.

Se oyó un chasquido y, de repente, una cara pálida y luminosa apareció ante ellos. Se oía un zumbido sordo cuya intensidad iba en aumento.

– Perdón…

Harry torció la lámpara del proyector para que el cuadrado de luz dejase de iluminar su rostro y se vertiese sobre la pared blanca.

– Como veis, aquí tenemos un pentagrama de cinco puntas, o una estrella del diablo, tal y como la encontramos dibujada cerca de los cadáveres de Camilla Loen y de Barbara Svendsen. Basada en el llamado corte de proporción áurea. ¿Cómo se calculaba esto, Aune?

– Te aseguro que no lo sé -resopló el psicólogo-. Detesto las ciencias exactas.

– Bueno -dijo Harry-. Yo opté por la forma sencilla, con un transportador. Es suficiente para nuestras necesidades.

– ¿Nuestras necesidades? -preguntó Møller.

– Hasta ahora sólo os he mostrado una coincidencia de números que podría ser casual. Ésta es la prueba de que no es el caso.

– Los tres lugares del crimen se encuentran en un círculo cuyo centro coincide con el de Oslo -explicó Harry-. Además, entre ellos hay exactamente setenta y dos grados. Como veis aquí, encontramos los tres lugares del crimen…

– … en una punta de la estrella -susurró Beate.

– ¡Dios mío! -exclamó Møller asombrado-. ¿Quieres decir que… que el asesino nos ha dado…

– Nos ha dado una estrella como guía -remató Harry-. Una clave que nos anuncia cinco asesinatos. Los tres que ya se han cometido y los dos que faltan. Los cuales, según la estrella, tendrán lugar aquí y aquí.

Harry señaló los dos círculos que había trazado en el mapa, encima de dos de las puntas.

– Y sabemos cuándo -observó Tom Waaler.

Harry asintió con la cabeza.

– Dios mío -repitió Møller-. Cinco días entre cada asesinato, eso será…

– El sábado -completó Beate.

– Mañana -concretó Aune.

– Dios mío -dijo Møller por tercera vez. Y parecía una invocación muy sentida.


Harry continuó hablando, interrumpido por las voces exaltadas de los demás, mientras el sol describía una alta parábola estival en el cielo pálido, por encima de los velámenes blancos que, somnolientos, se henchían indolentes en un tímido intento de llegar a casa. Sobre el nudo de Bjørvika, una bolsa de plástico de Rimi volaba hinchada de aire caliente sobre las carreteras vacías que se entrelazaban como un caótico nido de serpiente. Delante de un almacén junto al mar, en el solar donde se construiría el teatro de la ópera, un chico se afanaba en buscarse una vena debajo de una herida ya infectada, mientras miraba de soslayo a su alrededor como un guepardo hambriento cuando sabe que debe apresurarse antes de que lleguen las hienas.

– Espera un poco -dijo Tom Waaler-. ¿Cómo sabía el asesino que Lisbeth Barli vivía en el quinto, si estaba esperando en la calle?

– No estaba en la calle -apuntó Beate-. Estaba dentro del portal. Comprobamos lo que dijo Barli de que la puerta no se cerraba bien, y resultó ser cierto. Seguramente, estuvo observando el ascensor por si bajaba alguien del quinto y, cada vez que oía llegar a alguien, se escondía en la bajada al sótano.

– Muy bien, Beate -dijo Harry-. ¿Y después?

– La siguió hasta la calle y… no, eso es demasiado arriesgado. La redujo en cuanto salió del ascensor. Con cloroformo.

– No -atajó Waaler con decisión-. Demasiado arriesgado. Entonces habría tenido que llevarla en brazos hasta un coche que estuviera aparcado justo delante, y si alguien los hubiera visto, se habría fijado en la marca del coche y quizás incluso en la matrícula.

– Nada de cloroformo -dijo Møller-. Y el coche estaba a cierta distancia. La amenazó con una pistola y la hizo caminar delante de él mientras llevaba la pistola escondida en el bolsillo.

– Como quiera que sea, eligió a las víctimas al azar -concluyó Harry-. La clave está en el lugar del crimen. Si quien hubiese bajado del quinto piso hubiese sido Willy Barli y no su mujer, él habría sido la víctima -aseguró Harry.

– De ser así… eso explicaría por qué las mujeres no sufrieron agresiones sexuales -terció Aune-. Y el asesino…

– El homicida.

– … el homicida no ha elegido a las víctimas, lo que significa que es una coincidencia que todas sean mujeres jóvenes. En ese caso, las víctimas no son objetos marcadamente sexuales, es el acto en sí lo que le proporciona satisfacción.

– ¿Y qué me dices de los servicios de señoras? -preguntó Beate-. En ese caso, no fue casualidad. ¿No sería más natural para un hombre entrar en el servicio de caballeros si le daba igual el sexo de la víctima? Así no se arriesgaba a llamar la atención si alguien lo veía entrar o salir.

– Puede -respondió Harry-. Pero si se había preparado tan a conciencia como parece, sabía que en una oficina de abogados hay muchos más hombres que mujeres. ¿Comprendes?

Beate parpadeó efusiva.

– Bien pensado, Harry -intervino Waaler-. En el servicio de señoras, el riesgo de que lo interrumpiesen durante el ritual con la víctima era mucho menor.

Eran las dos y ocho minutos y fue Møller quien finalmente cortó por lo sano.

– Vale, compañeros, ya basta de hablar de muertos. ¿Qué os parece si nos centramos en los que todavía siguen vivos?

El sol había empezado a dibujar la segunda mitad de la parábola y las sombras asomaban al patio desierto de una escuela de Tøyen, donde no se oía más que el rebotar monótono de un balón de fútbol lanzado a patadas contra un muro. En el hermético despacho de Harry, el aire se había convertido en una sopa de fluidos humanos evaporados. La punta de la estrella que había a la derecha de la que terminaba en la plaza de Carl Berner apuntaba a un descampado cercano a la calle Ensjøveien, en Kampen. Harry les había explicado que el edificio que se encontraba justo debajo de la punta se construyó en 1912 como sanatorio para tuberculosos, pero que posteriormente lo transformaron en apartamentos. Primero para estudiantes de labores del hogar, luego para estudiantes de enfermería y, finalmente, para estudiantes en general.

La última punta de la estrella del diablo señalaba el dibujo de unas líneas negras paralelas.

– ¿Las vías de la Estación Central de Oslo? -preguntó Møller-. Allí no vive nadie, ¿no?

– Imagínate que esto… -sugirió Harry señalando un cuadrado pequeño que él había dibujado.

– Tiene que ser un almacén, no es…

– No, Harry tiene razón -interrumpió Waaler-. Allí hay una pequeña casa. ¿No os habéis fijado en ella cuando llegáis en el tren? Ese extraño chalé de ladrillos que está totalmente abandonado. Con jardín y todo.

– Te refieres a Villa Valle -dijo Aune-. El domicilio del jefe de estación. Es muy conocida. Supongo que ahora sólo hay oficinas.

Harry negó con la cabeza y dijo que el Registro del Censo tenía inscrito allí a un residente, Olaug Sivertsen, una señora mayor.

– No hay ningún quinto piso en el bloque de apartamentos ni tampoco en el chalé -dijo Harry.

– ¿Eso lo detendrá? -preguntó Waaler dirigiéndose a Aune.

Aune se encogió de hombros.

– No lo creo. Pero estamos hablando de predecir el comportamiento detallado de un individuo, de modo que tus suposiciones serán tan válidas como las mías.

– Bien -dijo Waaler-. Partimos de la base de que va a actuar mañana en el bloque de apartamentos, con lo que nuestra mejor oportunidad es una acción cuidadosamente preparada. ¿De acuerdo?

A lo cual todos asintieron.

– Me pondré en contacto con Sivert Falkeid, del grupo de Operaciones Especiales, y enseguida empiezo a trabajar en los detalles.

Harry detectó el destello en los ojos de Tom Waaler. Lo comprendía. La acción. La detención. Cobrar la pieza de la cacería. El solomillo de la labor policial.

– Entonces yo me llevo a Beate a la calle Schweigaardsgate, a ver si damos con el inquilino -dijo Harry.

– Ten cuidado -le advirtió Møller en voz alta para imponerse al ruido de las sillas-. Hemos de procurar que la información no se filtre, recordad lo que ha dicho Aune, que estos tipos pululan en las inmediaciones de la investigación.

Bajaba el sol. Subía la temperatura.

24

Viernes. Otto Tangen


Otto Tangen se puso de lado. Estaba empapado de sudor después de otra noche de calor intenso, pero eso no fue lo que lo despertó. Extendió el brazo hacia el teléfono y la cama medio rota chirrió peligrosamente. Una noche de hacía más de un año se puso de rodillas mientras follaba con Aud Rita, la de la panadería, los dos atravesados en la cama. Aud Rita era una chica muy delgada, pero aquella primavera, Otto había rebasado los ciento dos kilos. La habitación estaba totalmente a oscuras cuando un gran estruendo les indicó que la cama había sido construida para soportar movimiento a lo largo, no a lo ancho. Aud Rita estaba debajo y Otto tuvo que llevarla a urgencias en Hønefoss con una fractura en la clavícula. Aud Rita montó en cólera y desvariaba gritando que pensaba contárselo a Nils, su compañero sentimental y mejor amigo de Otto, si no prácticamente el único. Por aquel entonces, Nils pesaba ciento once kilos y era célebre por su temperamento. Otto se rió tanto que estuvo a punto de asfixiarse y, desde aquel día, cada vez que entraba en la panadería, Aud sólo lo miraba con cara de pocos amigos. Eso lo entristecía, porque, después de todo, aquella noche había pervivido como un recuerdo entrañable para Otto. Fue la última vez que mantuvo relaciones sexuales.

– Harry Lyd -resopló en el auricular.

Le había puesto a su empresa el nombre del personaje de Gene Hackman en la película que, por más de una razón, había decidido la carrera y la vida de Otto, La conversación, una película de Coppola del año 1974, que trataba sobre un experto en escuchas telefónicas. En el limitado círculo de amistades de Otto, nadie la conocía. Él, en cambio, la había visto treinta y ocho veces. A los quince años, tras haber comprendido las posibilidades de enterarse de las vidas ajenas que le brindaba un modesto equipo técnico, adquirió su primer micrófono y descubrió de qué hablaban sus padres en el dormitorio. Al día siguiente, empezó a ahorrar para su primera cámara. Ahora tenía treinta y cinco años y más de cien micrófonos, veinticuatro cámaras y un hijo de once años con una mujer que, una lluviosa noche otoñal, pernoctó en su autobús de sonido en Geilo. Por lo menos, había conseguido que bautizara al niño con el nombre de Gene. Aun así, Otto diría sin pestañear que la relación de amor que mantenía con sus micrófonos era más estrecha. Claro que habría que señalar que su colección incluía micrófonos de tubo Neuman, de los años cincuenta, y micrófonos de dirección Offscreen. Estos últimos se habían diseñado y fabricado expresamente para las cámaras militares que antes tenía que comprar de contrabando en Estados Unidos, pero que ahora podía conseguir fácilmente por Internet. No obstante, el orgullo de su colección eran tres micrófonos de espía rusos del tamaño de una cabeza de alfiler. No tenían nombre de fabricante y los había conseguido en una feria de Viena. Harry Lyd era, además, la empresa propietaria de uno de los dos únicos estudios de vigilancia profesionales del país. Lo cual implicaba que se pusieran en contacto con él a intervalos irregulares tanto la policía como el POT, [5] el servicio de Inteligencia de la Policía y, aunque rara vez, también el servicio de Información de Defensa. Le habría gustado que sucediera más a menudo: estaba harto de instalar cámaras de vigilancia para 7-Eleven y Videonova, y de formar a empleados que se interesaban muy poco por los aspectos más refinados de la vigilancia de personas que no despertaban sospechas. En este sentido, encontraba más almas gemelas en el seno de la Policía y en el Ejército, pero el equipo de calidad de Harry Lyd era caro y a Otto le daba la impresión de que le contaban la historia de los recortes presupuestarios cada vez con más frecuencia. Decían que les resultaba más barato instalarse con su propio equipo en una casa o en un piso cercano al objeto de vigilancia y, claro, tenían razón. Pero a veces no había una casa a una distancia conveniente, o el trabajo requería un equipo de alta calidad. Y entonces sonaba el teléfono de Harry Lyd. Como ahora.

Otto escuchó. Parecía un encargo fácil. Pero, puesto que debía de haber muchos pisos cerca del objetivo, intuyó que andaban tras un pez gordo. Y en aquellos momentos sólo había un pez gordo en el agua.

– ¿Es el asesino de la bicicleta? -preguntó sentándose con cuidado en la cama para que no se le abriesen las patas. Debería haberla cambiado por una nueva. No estaba seguro de que el constante aplazamiento se debiese a razones económicas. Quizá fuera por sentimentalismo. En cualquier caso, si aquella conversación cumplía lo que prometía de momento, pronto podría comprarse una cama ancha y sólida. Una de esas redondas, a lo mejor. Y quizá también podría intentar una nueva aproximación a Aud Rita. Nils pesaba ahora ciento veintiocho, tenía una pinta asquerosa.

– Es urgente -dijo Waaler sin contestar, aunque a Otto le valió como respuesta-. Quiero tenerlo todo montado esta noche.

Otto se rió de buena gana.

– ¿El portal, el ascensor y todos los pasillos de un edificio de cuatro plantas con cobertura de sonido e imagen, todo montado en una noche? Sorry, compañero, no va a poder ser.

– Se trata de un asunto de la máxima prioridad, contamos con…

– N-O-P-U-E-D-E-S-E-R. ¿Comprendes?

La idea hizo reír tanto a Otto que la cama empezó a moverse.

– Si es tan urgente, lo haremos durante el fin de semana, Waaler. Y te prometo que estará listo el lunes por la mañana.

– Comprendo -dijo Waaler-. Perdona mi ingenuidad.

Si Otto hubiese sido tan bueno interpretando voces como grabándolas, habría comprendido por el tono de voz de Waaler que al comisario no le había gustado lo más mínimo que le deletreara la respuesta. Pero en aquel momento estaba más preocupado por reducir la urgencia e incrementar las horas de trabajo del encargo.

– Bien, entonces estamos en la misma onda -dijo Otto mientras buscaba los calcetines bajo la cama, donde sólo encontró bolas de polvo y latas de cerveza vacías-. Tengo que calcular un plus de nocturnidad. Y, por supuesto, un recargo por fin de semana.

«¡Cerveza! ¿Y si compraba una caja e invitaba a Aud Rita para celebrar el encargo? O, si ella no podía, a Nils.»

– Y también un extra por el equipo que debo alquilar, no tengo aquí todo lo necesario.

– No, claro -dijo Waaler-. Supongo que se encuentra en Asker, en el granero de Stein Astrup.

Otto Tangen estuvo a punto de dejar caer el auricular.

– Vaya -continuó Waaler en voz baja-. ¿He dado en un punto flaco? ¿Hay algo que hayas olvidado contarme? ¿Algo sobre un equipo que llegó en un barco procedente de Ámsterdam?

La cama se fue al suelo con estrépito.

– Nuestros hombres te ayudarán con la instalación -concluyó Waaler-. Mete tus grasas en un pantalón, llévate el autobús milagroso y preséntate en mi despacho para la puesta al día y la revisión de los planos.

– Yo… yo…

– … reboso gratitud -completó Waaler-. Muy bien, los buenos amigos colaboran, ¿no es verdad, Tangen? Piensa inteligentemente, mantén la boca cerrada, procura que éste sea el mejor trabajo que hayas hecho nunca, y todo irá estupendamente.

25

Viernes. Glosolalia


– ¿Vive usted aquí? -preguntó Harry desconcertado.

Desconcertado porque el parecido era tan llamativo que dio un respingo cuando ella abrió la puerta y pudo ver su anciana cara blanca. Eran los ojos. Irradiaban exactamente la misma calma, el mismo calor. Sobre todo, los ojos. Pero también la voz con la que le confirmó que, en efecto, era Olaug Sivertsen.

– La policía -explicó al tiempo que le mostraba la tarjeta de identificación.

– ¿Ah, sí? Espero que no haya ocurrido nada malo…

Un aire de preocupación se perfiló en la red de arrugas y finas líneas que marcaban su rostro. Harry pensó que estaría preocupada por alguien. Tal vez lo pensó porque se parecía a ella, porque también ella se había preocupado por los demás.

– No -dijo automáticamente, repitiendo la mentira y negando con la cabeza-. ¿Podemos entrar?

– Por supuesto.

Ella abrió la puerta del todo y se hizo a un lado. Harry y Beate entraron. Harry cerró los ojos. Olía a jabón de fregar y a ropa vieja. Lógico. Cuando volvió a abrirlos, vio que ella lo observaba con una media sonrisa de curiosidad. Harry le correspondió sonriendo a su vez. Era imposible que ella supiera que él había esperado un abrazo, una caricia en la cabeza y una voz que le anunciase entre susurros que el abuelo los esperaba a él y a Søs en el salón con alguna chuchería.

Los condujo hasta un salón, pero nadie aguardaba allí sentado. El salón, o mejor dicho, los salones, pues había tres consecutivos, tenían en el techo rosetas de las que colgaban arañas de cristal y muebles antiguos y señoriales. Al igual que las alfombras, estaban desgastados, pero todo se veía muy limpio y ordenado como únicamente puede verse en una casa donde vive una persona sola.

Harry estaba pensando en por qué había preguntado si ella vivía allí. ¿Era por la forma en que abrió la puerta? ¿Y por cómo los dejó entrar? De todas formas, casi había esperado ver a un hombre, al señor de la casa, pero parecía que el censo tenía razón. No había nadie más.

– Sentaos -los invitó-. ¿Café?

Parecía más un ruego que una invitación. Harry carraspeó, un tanto incómodo. No estaba seguro de si debía contarle cuanto antes el motivo de su visita.

– Es una buena idea -dijo Beate sonriendo.

La señora le devolvió la sonrisa y se fue a la cocina. Harry miró agradecido a Beate.

– Me recuerda a… -comenzó.

– Ya lo sé -respondió Beate-. Te lo he visto en la cara. Mi abuela también era un poco como ella.

– Ya -dijo Harry mirando a su alrededor.

Eran pocas las fotos de familia que había en la sala. Sólo un par de caras serias en otras tantas fotos desvaídas en blanco y negro, seguramente de antes de la guerra, y cuatro fotos de un niño a diferentes edades. En la foto de adolescente tenía la cara llena de granos, llevaba un peinado de principios de los años sesenta, los mismos ojos de oso de peluche que acababan de encontrarse en la entrada y una sonrisa que era exactamente eso, una sonrisa. Y no sólo ese gesto dolorido que Harry a duras penas había logrado componer a esa edad.

La señora mayor entró con una bandeja, se sentó, sirvió el café y ofreció una bandeja con galletas Maryland. Harry esperó a que Beate terminase para felicitarla por su café.

– ¿Ha leído en los periódicos las noticias sobre las chicas asesinadas en Oslo estas últimas semanas, señora Sivertsen?

Ella negó con la cabeza.

– Aunque me he enterado de lo ocurrido, porque venía en la primera página del Aftenposten. Pero nunca leo esas cosas.

Las arrugas que le ribeteaban los ojos apuntaban en oblicuo hacia abajo cuando sonreía.

– Y me temo que soy una señorita mayor, no una señora.

– Lo siento, creía… -Harry miró hacia las fotos.

– Sí -confirmó la mujer-. Es mi hijo.

Se hizo un profundo silencio. El viento les trajo los ladridos remotos de un perro y una voz metálica que anunciaba que el tren con destino a Halden estaba listo para partir del andén número diecisiete. Soplaba tan débil que apenas movía las cortinas que colgaban delante de la puerta abierta del balcón.

– Bueno -dijo Harry levantando la taza de café, pero se dio cuenta de que, si iba a hablar, lo mejor sería volver a dejarla en la mesa-. Tenemos razones para creer que la persona que mató a las chicas es un asesino en serie, y que una de sus próximos objetivos es…

– Unos pasteles deliciosos, Sra. Sivertsen -interrumpió Beate de repente, con la boca llena. Harry la miró sorprendido. Desde las puertas del balcón se oía el zumbido de los trenes que llegaban a la estación.

La señora mayor sonrió algo confundida.

– Ah, sólo son pasteles comprados, no los he hecho yo -respondió la mujer.

– Permítame que empiece de nuevo, señora Sivertsen -dijo Harry-. En primer lugar, le diré que no hay motivo para inquietarse, tenemos la situación totalmente controlada. En segundo lugar…


– Gracias -dijo Harry cuando bajaban por la calle Schweigaardsgate, ante cobertizos y los edificios bajos de las fábricas. El chalé y el jardín, como un oasis de verdor, contrastaban con la negra gravilla que les rodeaba.

Beate sonrió sin ruborizarse.

– Sólo pensaba que deberíamos evitar una rotura de fémur mental. Está permitido dar rodeos de vez en cuando. Presentar los hechos de una manera más suave.

– Sí, eso dicen. -Harry encendió un cigarrillo-. Nunca se me ha dado bien hablar con la gente. Se me da mejor escuchar. Y puede que…

Guardó silencio.

– ¿Qué? -preguntó Beate.

– Puede que me haya vuelto insensible. Puede que haya dejado de preocuparme. Puede que sea hora de… hacer otra cosa. ¿Te importa conducir?

Le tiró las llaves por encima del techo del coche.

Ella las cogió y se quedó observándolas con una arruga de asombro en la frente.


A las ocho en punto, los cuatro responsables de la investigación se hallaban con Aune congregados otra vez en la sala de reuniones.

Harry informó de la visita a Villa Valle y contó que Olaug Sivertsen se lo había tomado con serenidad. Por supuesto que se quedó impresionada, aunque lejos de sentirse presa del pánico al saber que, posiblemente, se encontraría en la lista mortal de un asesino en serie.

– Beate le propuso que se fuese a vivir con su hijo una temporada -dijo Harry-. Pienso que es una buena idea.

Waaler negó con la cabeza.

– ¿Ah, no? -preguntó Harry sorprendido.

– El asesino puede estar vigilando los futuros escenarios. Si empiezan a ocurrir cosas extrañas, tal vez lo pongamos en fuga.

– ¿De verdad opinas que vamos a utilizar a una señora mayor e inocente como… como… -Beate intentó ocultar su indignación, pero se puso como un tomate y tartamudeó-:…cebo?

Waaler le sostuvo la mirada. Y, por una vez, ella no apartó la suya. Al final, el silencio se hizo tan opresivo que Møller abrió la boca para decir algo, cualquier cosa, una constelación de palabras al azar. Pero Waaler se le adelantó.

– Sólo quiero estar seguro de que cogeremos a ese tío. Para que todos puedan dormir tranquilos por la noche. Y por lo que yo sé, a la viejecita no le toca hasta la semana que viene.

Møller soltó una risa estentórea y forzada. Y, cuando se dio cuenta de que en realidad no suavizaba nada, se rió aún más alto.

– Da igual -intervino Harry-. Se va a quedar en casa. El hijo vive demasiado lejos, en el extranjero.

– Bien -dijo Waaler-. En cuanto al edificio de los estudiantes, ahora en vacaciones está bastante vacío, como es natural, pero a todos los inquilinos con los que hemos hablado se les ha ordenado que permanezcan en sus viviendas mañana, y poco más al respecto. Hemos dicho que se trata de un ladrón que queremos atrapar con las manos en la masa. Esta noche instalaremos un equipo de vigilancia. Y esperemos que el asesino esté durmiendo.

– ¿Y los chicos del grupo de Operaciones Especiales? -preguntó Møller.

Waaler sonrió.

– Están entusiasmados.

Harry miró por la ventana. Intentaba recordar cómo era estar entusiasmado.


Cuando Møller dio por finalizada la reunión, Harry decidió que las manchas de sudor a ambos lados de la camisa de Aune habían adquirido la forma de Somalia. Los tres se quedaron sentados.

Møller sacó cuatro Carlsberg que guardaba en la nevera de la cocina.

Aune asintió con un destello feliz en la mirada. Harry negó brevemente con la cabeza.

– Pero ¿por qué? -preguntó Møller mientras abría las botellas de cerveza.

– ¿Por qué nos da libremente la clave que revela su próxima jugada?

– Está intentado decirnos cómo podemos cogerlo -explicó Harry al tiempo que abría la ventana.

Por ella entraron los sonidos que llenaban la ciudad en la noche estival y la actividad desesperada de los efímeros efemerópteros: música procedente de coches descapotables que circulaban despacio, risas exageradas, tacones altos que repiqueteaban raudos contra el asfalto. Gente con ilusiones.

Møller miró incrédulo a Harry y luego a Aune, como para obtener su confirmación de que Harry estaba loco.

El psicólogo juntó las yemas de los dedos delante de su pajarita.

– Puede que Harry tenga razón -admitió-. No es raro que un asesino en serie rete y ayude a la policía porque lo que en el fondo desea es que lo atrapen. Hay un psicólogo, Sam Vatkin, según el cual los asesinos en serie desean que los cojan y los castiguen para justificar su superego sádico. Yo me inclino más por la teoría que dice que necesitan ayuda para detener al monstruo que llevan dentro. Que ese deseo de que los descubran se debe a cierto nivel de comprensión objetiva de la enfermedad.

¿Saben que son enfermos mentales?

Aune hizo un gesto afirmativo.

– Eso… -dijo Møller levantando la botella-… debe de ser un infierno.

Møller se fue a devolver la llamada a un periodista del Aftenposten que quería saber si la policía apoyaba la recomendación del Defensor del Menor, que pedía que los niños se mantuviesen dentro de sus casas.

Harry y Aune se quedaron sentados escuchando los sonidos remotos de los gritos inarticulados de una juerga y oyendo a The Strokes, interrumpidos por una llamada a la oración que, por alguna razón, de repente, resonaba metálica y quizá blasfema, pero también extrañamente bella, todo lo cual entraba por la misma ventana abierta.

– Sólo por curiosidad -dijo Aune-. ¿Cuál fue el factor desencadenante? ¿Cómo se te ocurrió lo del cinco?

– ¿Qué quieres decir?

– Sé algo acerca de los procesos creativos. ¿Qué pasó?

Harry sonrió.

– Vete a saber. Lo último que vi antes de dormirme esta mañana fue que el reloj de la mesilla mostraba tres cincos. Tres mujeres. Cinco.

– El cerebro es una herramienta extraña -admitió Aune.

– Bueno -dijo Harry-. Según una persona que sabe de claves, necesitamos la respuesta a la pregunta cómo, antes de que hayamos descifrado la verdadera clave. Y esa respuesta no es cinco.

– Entonces, ¿por qué?

Harry bostezó y se estiró.

– El porqué es tu terreno, Ståle. Yo me conformo con que lo cojamos.

Aune sonrió, miró el reloj y se levantó.

– Eres una persona muy extraña, Harry.

Se puso la chaqueta de tweed.

– Ya sé que últimamente has estado bebiendo, pero tienes mejor pinta. ¿Ha pasado ya lo peor, por esta vez?

Harry negó con la cabeza.

– Sólo estoy sobrio.


Un cielo abovedado vestido de gala cubría a Harry mientras se dirigía a su casa.

En la acera, a la luz de la señal de neón que colgaba sobre la entrada de la pequeña tienda de ultramarinos Niazi, junto al edificio de Harry, había una mujer con gafas de sol. Tenía una mano puesta en la cadera y en la otra llevaba una de las bolsas blancas de plástico de Niazi, sin logotipo. Sonreía y parecía que estuviera esperándolo.

Era Vibeke Knutsen.

Harry comprendió que estaba interpretando un papel, una broma en la que quería que él participara. Así que moderó los pasos, intentando devolverle una sonrisa que trasmitiera algo parecido. Que había esperado verla allí. Y por extraño que pudiera parecer, así era, aunque no lo comprendió hasta ese momento.

– No te he visto en el Underwater últimamente, querido -dijo ella levantando las gafas y cerrando un poco los ojos a la luz del sol que todavía aparecía suspendido justo encima de los tejados.

– He estado intentando mantener la cabeza por encima del agua -respondió Harry al tiempo que sacaba el paquete de cigarrillos.

– Vaya, tienes ingenio lingüístico -respondió Vibeke estirándose.

Aquella noche no llevaba puesto ningún animal exótico, sino un vestido de verano azul muy escotado que la joven llenaba de sobra. Le ofreció el paquete y ella cogió un cigarrillo que se puso entre los labios de un modo que Harry no pudo calificar más que como indecente.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó-. Creía que solías hacer la compra en Kiwi…

– Está cerrado. Es casi media noche, Harry. Tuve que venir hasta tu barrio para encontrar algo abierto.

Vibeke Knutsen exhibió una sonrisa más amplia aún y entrecerró los ojos como un gato amoroso.

– Éste es un vecindario algo peligroso para una niña un viernes por la noche -advirtió Harry encendiéndole el cigarrillo-. Podías haber mandado a tu hombre si era una compra tan urgente…

– Refrescos -aclaró ella levantando la bolsa-. Para que las copas sean menos fuertes. Y mi prometido está de viaje. Pero, si esto es tan peligroso, ¿no deberías llevar a la chica a un lugar seguro?

Hizo un gesto hacia el edificio donde él vivía.

– Te puedo invitar a una taza de café -dijo Harry.

– ¿Ah, sí?

– Café soluble. Es todo lo que puedo ofrecer.

Cuando Harry entró en la sala de estar con el hervidor de agua y el tarro de café, Vibeke Knutsen estaba sentada en el sofá, con los zapatos en el suelo y las piernas dobladas debajo del trasero. La piel, blanca como la leche, relucía en la penumbra. Encendió otro cigarrillo, uno de los suyos en esta ocasión. Eran de una marca extranjera que Harry nunca había visto. Sin filtro. A la luz temblona de la cerilla, vio que se le había descascarillado el esmalte de las uñas de los dedos de los pies.

– No sé si aguantaré más -confesó Vibeke-. Ha cambiado tanto… Cuando llega a casa, siempre está intranquilo y anda de un lado para otro en la sala de estar y, si no, se va a entrenar. Parece que le cuesta esperar al próximo viaje. Intento hablar con él, pero me corta o me mira como si no entendiera nada. Desde luego, somos de dos planetas completamente diferentes.

– La suma de la distancia de los planetas y la fuerza de atracción entre ellos es lo que los mantiene en su órbita -explicó Harry sirviendo el café liofilizado.

– ¿Más ingenio lingüístico? -Vibeke retiró una hebra de tabaco de la punta de la lengua, húmeda y rosada.

Harry sonrió.

– Algo que leí en una sala de espera. A lo mejor tenía la esperanza de que fuera cierto. En mi caso.

– ¿Sabes qué es lo más extraño? No le gusto. Y aun así, sé que nunca permitirá que me vaya.

– ¿Qué quieres decir?

– Me necesita. No sé exactamente para qué, pero es como si hubiese perdido algo y me utiliza para sustituirlo. Sus padres…

– ¿Sí?

– No mantiene contacto con ellos. Nunca me los ha presentado, creo que ni siquiera saben que existo. Hace poco sonó el teléfono y era un hombre que preguntaba por Anders. Enseguida tuve la sensación de que se trataba de su padre. No sé cómo, pero se oye en la forma en que los padres pronuncian el nombre de sus hijos. Por un lado, es algo que han dicho tantas veces que resulta el sonido más natural del mundo y, al mismo tiempo, es algo íntimo, una palabra que los desnuda. Y lo pronuncian rápidamente y como avergonzados. «¿Está Anders?» Pero cuando le dije que tenía que despertarlo, la voz empezó a hablar en un idioma extranjero, o… bueno, extranjero no, sino como tú y yo hablaríamos si tuviéramos que inventar palabras sobre la marcha. Igual que hablan en los templos cuando entran en trance.

– ¿Glosolalia?

– Sí, creo que se llama así. Anders ha crecido con esas cosas, pero nunca habla de ello. Me quedé un rato escuchando. Primero oí palabras como Satán y Sodoma. Luego empezó a pronunciar palabras más soeces. Coño y puta y esas cosas. Entonces colgué.

– ¿Qué dijo Anders al respecto?

– Nunca se lo comenté.

– ¿Por qué no?

– Yo… Existe un espacio al que nunca he tenido acceso. Y, seguramente, tampoco quiero tenerlo.

Harry apuró el café. Vibeke no había probado el suyo.

– ¿Te sientes solo, Harry?

Él levantó la vista.

– Como si estuvieras solo -insistió Vibeke-. ¿No desearías veces estar saliendo con alguien?

– Son dos cosas diferentes. Tú sales con alguien. Y te sientes sola.

Vibeke se estremeció como si una corriente helada hubiese cruzado la habitación.

– ¿Sabes qué? -dijo ella-. Tengo ganas de tomar una copa.

– Lo siento, no me queda nada.

Ella abrió el bolso.

– ¿Puedes traer dos vasos, querido?

– Sólo necesitamos uno.

– Vale.

Abrió la petaca, inclinó la cabeza hacia atrás y bebió.

– No me dejan moverme -dijo riéndose mientras una gota dorada rodaba brillante por el mentón.

– ¿Cómo?

– Anders no quiere que me mueva. Y tengo que quedarme totalmente quieta. Y no decir ni una palabra, ni suspirar siquiera. A decir verdad, preferiría que fingiera estar dormida. Dice que, si yo le pongo de manifiesto que tengo ganas, a él se le quitan.

– ¿Y?

Tomó otro trago y enroscó el tapón lentamente, sin dejar de mirarlo.

– Es una representación casi imposible de ejecutar.

Lo miraba de forma tan directa que Harry tomó aire en un acto reflejo y se irritó al notar los golpecitos de la erección incipiente en el interior de los pantalones.

Ella enarcó una ceja, como si también pudiera notarlo.

– Ven a sentarte en el sofá -le invitó.

Su voz se había vuelto áspera y ronca. Harry vio que la arteria carótida se movía azul en su blanco cuello. Sólo era un reflejo, pensó Harry. Un perro de Pavlov que se levantaba babeando al oír la señal de la comida, una reacción condicionada, eso era todo.

– No creo que deba -respondió.

– ¿Me tienes miedo?

– Sí -confesó Harry.

Una dulzura gimiente le inundó las entrañas, como el triste llanto del miembro viril.

Ella se rió a carcajadas, pero calló al ver su mirada. Con un mohín infantil, le dijo en tono de niña suplicante:

– Pero Harry…

– No puedo. Estás muy buena, pero…

La sonrisa de Vibeke quedó intacta, pero guiñó un ojo, como si la hubiera abofeteado.

– No es a ti a quien quiero -dijo Harry.

Su mirada vagaba por la habitación. Las comisuras de los labios se movían como si fuese a romper a reír de nuevo.

– ¡Ja! -exclamó ella.

Lo hizo con la intención de ser irónica, habría sido una exclamación de un histrionismo exagerado. Pero quedó en un suspiro cansino y resignado. Había terminado la función, ambos abandonaban sus papeles.

Sorry -dijo Harry.

Los ojos de Vibeke se anegaron de llanto.

– Ah, Harry -susurró.

Harry habría preferido que no lo hubiese hecho. Así podría haberle dicho que se marchara enseguida.

– Lo que quiera que busques en mí, no lo tengo -le dijo-. Ella lo sabe. Y ahora, lo sabes tú también.

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