QUINTA PARTE

32

Domingo. Las golondrinas


Rakel estaba en el dormitorio, mirándose en el espejo. Había dejado la ventana abierta para oír el coche o los pasos por el camino de gravilla que desembocaba en la casa. Miró la foto de su padre en el tocador, delante del espejo. Siempre la impresionaba lo joven e inocente que parecía en aquella foto.

Como de costumbre, se había recogido el pelo con un sencillo pasador. ¿Debería peinarse de otra manera? El vestido había pertenecido a su madre, un vestido de muselina roja que Rakel había llevado a arreglar, y confiaba en no parecer demasiado compuesta. Cuando era pequeña, su padre le había contado a menudo la primera vez que vio a su madre con aquel vestido y Rakel nunca se cansaba de oír que fue como un cuento.

Rakel soltó el pasador y giró la cabeza de modo que la oscura melena le tapó la cara. Entonces sonó el timbre. Oyó los pasos acelerados de Oleg abajo, en el pasillo. Oyó su voz animada y la risa discreta de Harry. Echó una última ojeada al espejo. Notó que el corazón empezaba a latirle más deprisa. Y salió del dormitorio.

– Mamá, Harry acaba de…

Los gritos de Oleg se acallaron en cuanto Rakel apareció en el rellano de la escalera. Puso un pie cuidadosamente en el primer peldaño. Aquellos tacones tan altos se le antojaron de pronto inestables e inseguros. Pero encontró el equilibrio y levantó la vista al frente. Oleg se encontraba al pie de la escalera, mirándola embobado. Harry estaba a su lado. Era tal el brillo de sus ojos que Rakel creyó notar en sus mejillas el calor que irradiaban. Llevaba un ramo de rosas en la mano.

– Mamá, estás muy guapa -musitó Oleg.

Rakel cerró los ojos. Llevaban las dos ventanillas abiertas y el viento le acariciaba el pelo y la piel mientras Harry conducía el Escort por las curvas que descendían la colina de Holmenkollåsen. El coche despedía un suave aroma a detergente Zalo. Rakel bajó la visera para comprobar el estado del carmín y se fijó en que incluso habían limpiado aquel espejo.

Sonrió al pensar en la primera vez que se vieron. Él se ofreció a llevarla al trabajo y ella tuvo que ayudarle a empujar el coche para que arrancara.

Lo miró con el rabillo del ojo.

Y el mismo puente afilado de la nariz. Y los mismos labios de contornos suaves y casi femeninos que contrastaban con los demás rasgos, masculinos y duros. Y los ojos. Realmente, no podía decirse que fuese guapo, no en el sentido clásico. Pero era… ¿cómo decirlo? Un tipo con algo especial. Un tipo especial, sí. Y eran los ojos. No, los ojos, no. La mirada.

Él se dio la vuelta, como si estuviera oyendo sus pensamientos.

Sonrió. Y allí estaba. Aquella dulzura infantil en la mirada, como si hubiera un chico sentado allí detrás sonriéndole a ella. Había algo auténtico en sus ojos. Una sinceridad pura. Honradez. Integridad. Era la mirada de alguien en quien puedes confiar. O en quien quieres confiar.

Rakel le devolvió la sonrisa.

– ¿En qué piensas? -preguntó Harry, que tuvo que volver a centrarse en la carretera.

– Cosas.

Las últimas semanas, Rakel había tenido mucho tiempo para pensar. Tiempo suficiente para reconocer que Harry nunca le había prometido nada que no hubiese cumplido. Nunca le prometió que no iba a recaer. Nunca le prometió que el trabajo no sería lo más importante en su vida. Nunca le prometió que sería fácil. Todo esto eran promesas que ella se había hecho a sí misma, ahora lo veía claro.

Olav Hole y Søs los esperaban junto a la verja cuando llegaron a la casa de Oppsal. Harry le había contado tantas cosas sobre aquella casa que a veces Rakel tenía la sensación de ser ella quien se había criado allí.

– Hola, Oleg -saludó Søs con aire de adulta y de hermana mayor-. Hemos preparado masa para hacer bollos.

– ¿De verdad? -impaciente por salir, Oleg empujaba el respaldo del asiento de Rakel.

Camino a la ciudad, Rakel apoyó la cabeza en el respaldo y dijo que él le parecía hermoso, pero que no se hiciera ilusiones. Él contestó que ella le parecía más hermosa y que se hiciera todas las ilusiones que quisiera. Cuando llegaron a Ekebergskrenten y la ciudad se extendía a sus pies, Rakel vio pequeñas marcas negras cortando el aire.

– Golondrinas -dijo Harry.

– Vuelan bajo -observó Rakel-. ¿No significa eso que va a llover?

– Sí. Han anunciado lluvias.

– Ah, qué bien, será maravilloso. ¿Y por eso vuelan? ¿Para anunciar la lluvia?

– No -dijo Harry-. Están realizando una labor mucho más útil. Están limpiando el aire de insectos. De bichos dañinos y esas cosas.

– Pero ¿por qué tienen tanta prisa? Se diría que están histéricas.

– Porque tienen poco tiempo. Ahora es cuando salen los insectos y, para la puesta del sol, la caza tiene que haber acabado.

– ¿Quieres decir que la caza se acaba?

Se volvió hacia Harry. Él miraba absorto al frente.

– ¿Harry?

– Sí -dijo él-. Estaba un tanto ausente.


El público del estreno se agolpaba en la plaza del Teatro Nacional, ahora a la sombra. Los famosos conversaban con otros famosos mientras los periodistas pululaban entre el zumbar de las cámaras. Aparte de los rumores sobre algún que otro romance veraniego, el tema de conversación era el mismo para todos, la detención del mensajero asesino el día anterior.

Harry llevaba la mano discretamente posada en la región lumbar de Rakel mientras se dirigían hacia la entrada. Ella notaba el calor de sus dedos a través del fino tejido. De repente, una cara apareció delante de ellos.

– Roger Gjendem, del periódico Aftenposten. Perdonen, pero estamos haciendo una encuesta sobre lo que opina la gente de que por fin hayan capturado al hombre que secuestró a la mujer que iba a ser protagonista esta noche.

Se detuvieron y Rakel notó que Harry retiraba súbitamente la mano de su espalda.

El periodista sonreía con firmeza, pero su mirada expresaba indecisión.

– Ya nos conocemos, Hole. Soy reportero de sucesos criminales. Hablamos un par de veces cuando volviste después del asunto de Sidney. Una vez dijiste que yo era el único periodista que te citaba correctamente. ¿Me recuerdas ahora?

Harry miró pensativo a Roger Gjendem y asintió con la cabeza.

– Sí. ¿Has dejado los sucesos criminales?

– ¡No, no! -negó el periodista con vehemencia-. Sólo estoy sustituyendo a un compañero que está de vacaciones. ¿Algún comentario del comisario de policía Harry Hole?

– No.

– ¿No? ¿Ni siquiera unas palabras?

– Quiero decir que no soy comisario de policía -explicó Harry.

El periodista pareció sorprendido.

– Pero si te he visto…

Harry echó una rápida ojeada a su alrededor antes de inclinarse.

– ¿Tienes tarjeta de visita?

– Sí…

Gjendem le entregó una tarjeta blanca con la letra gótica del Aftenposten en azul, y Harry se la guardó en el bolsillo trasero.

– Tengo deadline a las once.

– Ya veremos -dijo Harry.

Roger Gjendem se quedó con una expresión interrogante en la cara mientras Rakel subía los peldaños con los dedos cálidos de Harry otra vez en su lugar.

En la entrada había un hombre con una abundante barba que les sonreía con lágrimas en los ojos. Rakel reconoció la cara de haberla visto en los periódicos. Era Willy Barli.

– Me alegra tanto veros venir juntos -gruñó abriendo los brazos. Harry titubeó, pero cayó presa del abrazo.

– Tú debes de ser Rakel.

Willy Barli le guiñó un ojo por encima del hombro de Harry mientras abrazaba a aquel hombre tan grande como si fuera un oso de peluche que acabase de recuperar.

– ¿Qué era eso? -preguntó Rakel una vez hubieron encontrado sus butacas, hacia la mitad de la cuarta fila.

– Afecto masculino -explicó Harry-. Es artista.

– No me refiero a eso, sino a lo de que ya no eres comisario de policía.

– Ayer fue mi último día de trabajo en la comisaría general.

Ella lo miró.

– ¿Por qué no me has dicho nada?

– Te dije algo. El otro día, en el jardín.

– ¿Y qué vas a hacer ahora?

– Otra cosa.

– ¿El qué?

– Algo totalmente diferente. He recibido una oferta por medio de un amigo y la he aceptado. Se supone que tendré más tiempo libre. Ya te contaré más en otro momento. Se levantó el telón.


Unas salvas de aplausos atronadores estallaron en el teatro cuando cayó el telón, y se mantuvieron con la misma intensidad durante cerca de diez minutos.

Los actores salían y entraban todo el rato en formaciones diversas hasta que se les acabaron las variantes ensayadas y se quedaron como estaban, recibiendo la ovación. Los gritos de «¡Bravo!» retumbaban cada vez que Toya Harang daba un paso al frente para saludar una vez más, y al final, todos los que habían participado en la obra tuvieron que subir al escenario, y Willy Barli abrazó a Toya, y las lágrimas rodaban abundantes, tanto sobre el escenario como en la sala.

Hasta Rakel tuvo que sacar el pañuelo mientras apretaba la mano de Harry.


– Os veo raros -dijo Oleg-. ¿Pasa algo malo o qué?

Rakel y Harry negaron con la cabeza, como si estuviesen sincronizados.

– ¿Habéis hecho las paces? ¿Es eso lo que pasa?

Rakel sonrió.

– Nunca hemos estado enfadados, Oleg.

– ¿Harry?

– ¿Sí, jefe? -Harry miró al retrovisor.

– ¿Quiere decir que podemos volver a ir al cine? ¿A ver una película de hombres?

– Puede ser. Si de verdad es una película de hombres.

– ¿Ah, sí? -preguntó Rakel-. ¿Y qué voy a hacer yo mientras?

– Puedes jugar con Olav y Søs -respondió Oleg con entusiasmo-. Es superguay, mamá. Olav me ha enseñado a jugar al ajedrez.

Habían llegado a casa y Harry detuvo el coche, pero dejó el motor en marcha. Rakel le dio a Oleg las llaves de casa y lo dejó bajarse del coche. Ambos lo siguieron con la mirada mientras el pequeño iba corriendo por la gravilla.

– Dios mío, cómo ha crecido -dijo Harry.

Rakel apoyó la cabeza en el hombro de Harry.

– ¿Entras?

– Ahora no. Hay un último detalle que debo solucionar en el trabajo.

Ella le pasó la mano por la mejilla.

– Puedes venir más tarde. Si quieres.

– Mm. ¿Lo has pensado bien, Rakel?

Ella suspiró, cerró los ojos y apoyó la frente en su cuello.

– No. Y sí. Es un poco como saltar desde una casa en llamas. Caerse es mejor que quemarse.

– Por lo menos hasta que llegas al suelo.

– He llegado a la conclusión de que existe un gran parecido entre caerse y vivir. Entre otras cosas, porque ambos estados son altamente transitorios.

Se miraron en silencio mientras escuchaban el ronroneo irregular del motor. Harry le puso a Rakel un dedo en la barbilla y la besó. Y ella tuvo la sensación de perder el equilibrio, la serenidad, y sólo había una persona a la que podía agarrarse, y esa persona la hacía arder y caer al mismo tiempo.

Rakel no se había dado cuenta de cuánto había durado aquel beso cuando él se liberó de ella despacio.

– Dejo la puerta abierta -le susurró Rakel.

Debía haber sabido que era una estupidez.

Debía haber sabido que era peligroso.

Pero llevaba semanas pensando. Estaba harta de tanto pensar.

33

La noche del domingo. La bendición de José


En el aparcamiento que se extendía delante de los calabozos había pocos coches y ninguna persona.

Harry giró la llave y el motor se apagó con un estertor mortecino.

Miró el reloj. Las veintitrés y diez. Tenía cincuenta minutos.

Sus pasos arrancaban un eco a las paredes de hormigón de Telje, Torp y Aasen.

Harry respiró hondo antes de entrar.

No había nadie en los mostradores de recepción y en la sala reinaba un silencio absoluto. Se percató de un movimiento a su derecha. El respaldo de una silla giró despacio en la sala de guardia. Harry vio medio rostro con una cicatriz de color rojizo que manaba como una lágrima desde un ojo de mirada inexpresiva. La silla volvió a girarse y le dio la espalda.

Groth. Estaba solo. Extraño. O quizá no.

Harry encontró la llave de la celda número nueve tras el mostrador de la izquierda. Se fue hacia los calabozos. Se oían voces desde la sala de los abogados de oficio, pero el número nueve estaba convenientemente emplazado de manera que no tuvo que pasar por ella.

Harry metió la llave en la cerradura y la giró. Esperó un segundo, escuchó un movimiento allí dentro. Y abrió la puerta.

El hombre que lo miraba desde el catre no tenía pinta de ser un asesino. Harry sabía que eso no significaba nada. Unas veces la tenían. Otras, no.

Éste era guapo. Tenía unas facciones puras, pelo oscuro, tupido y corto y unos ojos azules que quizás un día se parecieron a los de su madre, pero que él se había apropiado con los años. Harry rondaba los cuarenta, Sven Sivertsen tenía cincuenta cumplidos. Harry contaba con que la mayoría apostaría a que era al revés.

Por alguna razón, Sivertsen llevaba el uniforme rojo de trabajo de la cárcel.

– Buenas noches, Sivertsen. Soy el comisario Hole. Levántate y date la vuelta, por favor.

Sivertsen enarcó una ceja. Harry balanceó las esposas con gesto elocuente, antes de explicar:

– Son las normas.

Sivertsen se levantó sin mediar palabra y Harry le puso las esposas antes de pedirle que volviera a sentarse en el catre.

En la celda no había sillas, ni un objeto que pudiera utilizarse para autolesionarse o lesionar a otros. Allí dentro, el estado de derecho tenía monopolio para castigar. Harry se apoyó en la pared y sacó del bolsillo un paquete de cigarrillos arrugado.

– Dispararás el detector de humos -advirtió Sivertsen-. Son muy sensibles.

Tenía una voz de una claridad asombrosa.

– Es verdad, tú ya has estado en la cárcel.

Harry encendió el cigarrillo, se puso de puntillas, quitó la tapa del detector y sacó la pila.

– ¿Y qué dicen las normas de eso? -preguntó Sivertsen irónicamente.

– No me acuerdo. ¿Un cigarrillo?

– ¿Qué es esto? ¿El truco del poli bueno?

– No -Harry sonrió-. Sabemos tanto sobre ti que no necesitamos interpretar un papel, Sivertsen. No necesitamos esclarecer los detalles, no necesitamos el cuerpo de Lisbeth Barli, no necesitamos una confesión. Sencillamente, no necesitamos tu ayuda, Sivertsen.

– Entonces, ¿por qué estás aquí?

– Curiosidad. Practicamos la pesca de profundidad y quería ver qué clase de bicho había mordido el anzuelo esta vez.

Sivertsen soltó una breve risita.

– Esa metáfora es un dechado de imaginación, pero te vas a desilusionar, comisario Hole. Puede que dé la sensación de ser algo grande, pero me temo que no se trata más que de una bota de goma.

– Habla un poco más bajo, por favor.

– ¿Te preocupa que nos oiga alguien?

– Tú haz lo que yo te diga. Se te ve muy tranquilo para ser un hombre al que acaban de detener por cuatro asesinatos.

– Soy inocente.

– Ya. Déjame que te ofrezca un resumen sucinto de la situación, Sivertsen. Hemos encontrado en tu maleta un diamante rojo de los que no se compran precisamente por docenas, pero que también hallamos en todas las víctimas. Además de una Česká zbrojovka, un arma relativamente poco común en Noruega, aunque de la misma marca que la utilizada en el asesinato de Barbara Svendsen. Según tu declaración, estabas en Praga en las fechas en que se cometieron los asesinatos, pero lo hemos comprobado con las compañías aéreas y resulta que estuviste de visita en Oslo en todas las ocasiones, incluido el día de ayer. ¿Qué tal tus coartadas para alrededor de las cinco de la tarde, en esas fechas, Sivertsen?

Sven Sivertsen no contestó.

– Ya me parecía a mí. Así que no me vengas con lo de soy inocente.

– Me da igual lo que pienses, Hole. ¿Algo más?

Harry se puso en cuclillas, todavía con la espalda contra la pared.

– Sí. ¿Conoces a Tom Waaler?

– ¿Quién?

Contestó rápidamente. Demasiado rápidamente. Harry se tomó su tiempo, expulsó el humo hacia el techo. A juzgar por la expresión de su cara, Sven Sivertsen se estaba aburriendo muchísimo. Harry había conocido a asesinos con un caparazón duro, pero con una psique tan blanda como gelatina trémula por dentro. Sin embargo, también existía la variante congelada, que era caparazón hasta el núcleo. Se preguntaba cuán duro sería el que tenía delante.

– No tienes por qué fingir que no te acuerdas de la persona que te detuvo y te tomó declaración, Sivertsen. Lo que me pregunto es si lo conocías de antes.

Harry percibió una levísima vacilación en su mirada.

– Tienes una condena anterior por contrabando. Tanto el arma que hallamos en tu maleta como las demás pistolas tienen unas marcas especiales que proceden de la máquina que se utiliza para limar los números de serie. En los últimos años hemos encontrado las mismas marcas en un número siempre creciente de armas sin registrar. Creemos que, detrás de este tráfico de armas, existe una banda organizada.

– Interesante.

– ¿Has estado traficando con armas para Waaler, Sivertsen?

– Anda, ¿la policía también se dedica a eso?

Sven Sivertsen ni siquiera parpadeó. Pero una gota diminuta de sudor estaba a punto de caer desde la densa raíz del pelo.

– ¿Tienes calor, Sivertsen?

– Un poco.

– Ya.

Harry se levantó, se dirigió al lavabo y, de espaldas a Sivertsen, cogió un vaso de plástico blanco del dispensador y abrió el grifo del agua, que salió a borbotones.

– ¿Sabes qué, Sivertsen? No se me ocurrió hasta que un colega me contó cómo te había detenido Waaler. Entonces recordé su reacción cuando le conté que Beate Lønn había averiguado tu identidad. Por lo general, Waaler es frío como un témpano, pero entonces se quedó pálido y, durante unos minutos, casi paralizado. Entonces pensé que era porque se había dado cuenta de que teníamos un problema, que corríamos el riesgo de que se produjera otro asesinato. Pero cuando Lønn me dijo que Waaler tenía dos pistolas y que te gritó que no le apuntaras, empecé a atar cabos. No fue el miedo a un nuevo asesinato lo que le hizo temblar, sino haberme oído mencionar tu nombre. Él te conocía. Ya que tú eres uno de sus correos. Y, naturalmente, Waaler comprendía que si te acusaban de asesinato, todo saldría a la luz. Todo lo relacionado con las armas que utilizaste, la razón de tus frecuentes viajes a Oslo, todas las conexiones que utilizaste. Incluso un juez contemplaría la posibilidad de una pena más leve si mostrabas tu disposición a colaborar. Por eso planeó pegarte un tiro.

– Pegarme un ti…

Harry llenó el vaso de agua, se dio la vuelta y se fue hasta Sven Sivertsen. Le puso el vaso delante y abrió la cerradura de las esposas. Sivertsen se frotó las muñecas.

– Bebe -dijo Harry-. Y te puedes fumar un pitillo antes de que te las vuelva a poner.

Sven vaciló. Harry miró el reloj. Aún le quedaba media hora.

– Venga, Sivertsen.

Sven cogió el vaso, echó la cabeza hacia atrás y lo apuró sin dejar de mirar a Harry.

Harry se puso un cigarrillo entre los labios y lo encendió antes de pasárselo a Sivertsen.

– No me crees, ¿verdad? -preguntó Harry-. Al contrario, crees que Waaler será quien te saque de esta… ¿cómo llamarla…? lamentable situación, ¿verdad? Que él va a correr algún riesgo por ti, en compensación por el fiel y prolongado servicio prestado a su cartera. En el peor de los casos, que con todo lo que sabes sobre él puedes obligarlo a que te ayude.

Harry negó despacio con la cabeza, antes de continuar.

– Creí que eras más listo, Sivertsen. Los acertijos que preparaste, la puesta en escena, esa forma tuya de ir un paso por delante todo el tiempo. Todo me llevó a imaginar a un tío que sabía exactamente lo que íbamos a pensar y lo que íbamos a hacer. Y ni siquiera eres capaz de entender cómo opera un tiburón como Tom Waaler.

– Tienes razón -dijo Sivertsen echando el humo hacia el techo con los ojos entornados-. No te creo.

Sivertsen sacudió el cigarrillo. La ceniza cayó fuera del vaso vacío que sostenía debajo.

Harry se preguntaba si no estaría presenciando un derrumbe. Pero los había presenciado antes y se había equivocado.

– ¿Sabías que han anunciado un descenso de las temperaturas? -preguntó Harry.

– No sigo las noticias noruegas -respondió Sivertsen con una sonrisa burlona, como si se viera vencedor.

– Lluvia -dijo Harry-. ¿Qué tal sabía el agua?

– Sabía a agua.

– O sea que la bendición de José satisface las expectativas.

– ¿La qué de José?

– Bendición. Blessing. Insípido e inodoro. Se diría que has oído hablar del producto. ¿Quizás incluso has sido tú quien se lo ha pasado de contrabando? ¿Chechenia, Praga, Oslo? -Harry sonrió-. Qué ironía del destino, ¿no?

– ¿De qué estás hablando?

Harry le arrojó un objeto que describió un gran arco en el aire, Sivertsen lo cazó al vuelo y se quedó mirándolo. Parecía una larva. Era una cápsula blanca.

– Está vacía… -constató mirando inquisitivo a Harry.

– Que te aproveche.

– ¿Qué?

– Saludos de nuestro jefe común, Tom Waaler.

Harry dejó escapar el humo por la nariz mientras observaba a Sivertsen. Advirtió la contracción involuntaria de la frente. La nuez que subía y bajaba nerviosa. Los dedos, que, de repente, se vieron en la necesidad de moverse y rascar el mentón.

– Como sospechoso de cuatro asesinatos, deberías estar en una cárcel de máxima seguridad, Sivertsen. ¿Has pensado en ello? Y resulta que te encuentras en un calabozo normal de arresto provisional, donde cualquiera que esté en posesión de una placa policial puede entrar y salir como quiera. Como investigador, podría sacarte de aquí, decirle al guardia que debo llevarte a interrogatorio, firmar tu salida con un garabato y después darte un billete de avión para Praga. O, como ha sido el caso, para el infierno. ¿Quién crees que ha manejado los hilos para que vinieses a parar aquí, Sivertsen? Por cierto, ¿qué tal te encuentras?

Sivertsen tragó saliva. Derrota. Derrumbe. Derrumbe total. -¿Por qué me cuentas esto? -preguntó en un susurro. Harry se encogió de hombros.

– Waaler restringe la información que ofrece a sus súbditos y, como comprenderás, yo soy curioso por naturaleza. ¿No te gustaría a ti también ver el cuadro completo, Sivertsen? ¿O eres de los que creen que conocerán toda la verdad al morir? Bueno. Mi problema es que, en mi caso, todavía falta mucho para eso… Sivertsen se había puesto pálido.

– ¿Otro cigarrillo? -preguntó Harry-. ¿O estás empezando a marearte?

Sivertsen abrió la boca como por consigna, sacudió la cabeza y, un segundo después, una bocanada de vómito amarillo se estrellaba contra el suelo. Se quedó jadeando.

Harry miró displicente algunas gotas que le habían salpicado en la pernera. Se acercó al lavabo, cogió un trozo de papel higiénico, limpió el pantalón, cogió otro trozo y se lo ofreció a Sivertsen, que se limpió la boca con él, hundió la cabeza y escondió la cara entre las manos. Con la voz quebrada por el llanto, se vino abajo y lo contó todo.

– Cuando entré en el pasillo… me quedé perplejo, pero comprendí que estaba actuando. Me guiñó el ojo y giró la cabeza de manera que yo entendiera que sus gritos iban dirigidos a otra persona. Pasaron unos segundo antes de que comprendiera lo que estaba sucediendo. Creí… creí que quería que pareciera que yo iba armado para poder explicar luego que me hubiese dejado escapar. Él tenía dos pistolas. Y yo pensé que una era para mí, para que estuviera armado si alguien nos veía. Así que me quedé esperando a que me diera la pistola. Entonces apareció esa mujer y lo estropeó todo.

Harry había vuelto a apoyar la espalda contra la pared.

– O sea que lo admites: sabías que la policía te estaba buscando en relación con los asesinatos del mensajero ciclista, ¿no?

Sivertsen negó vehemente con la cabeza.

– No, no, yo no soy un asesino. Creía que me perseguían por el tráfico de armas. Y por los diamantes. Sabía que Waaler estaba tras ello, por eso todo iba sobre ruedas. Y por eso, creía yo, estaba intentando que me escapase. Tengo que…

Volvió a arrojar una bocanada de vómito, aunque de color verdoso en esta ocasión.

Harry le dio más papel.

Sivertsen empezó a llorar.

– ¿Cuánto tiempo me queda?

– Depende -dijo Harry.

– ¿De qué?

Harry pisó la colilla contra el suelo, metió la mano en el bolsillo y jugó el as que tenía en la manga.

– ¿Ves esto?

Entre los dedos pulgar e índice sujetaba una píldora de color blanco. Sivertsen asintió con la cabeza.

– Si lo consumes durante los primeros diez minutos después de haber tomado Joseph's Blessing, hay bastantes probabilidades de que sobrevivas. Me lo ha facilitado un amigo que se dedica al sector farmacéutico. Te preguntarás por qué. Bueno. Porque quiero hacer un trato contigo. Quiero que testifiques contra Tom Waaler. Que cuentes todo lo que sabes sobre su conexión con el tráfico de armas.

– Sí, sí, claro. Tú dame la píldora.

– Pero ¿puedo fiarme de ti, Sivertsen?

– Lo juro.

– Necesito una respuesta meditada, Sivertsen. ¿Cómo puedo estar seguro de que no cambiarás de bando otra vez en cuanto yo salga de aquí?

– ¿Cómo?

Harry volvió a guardarse la píldora en el bolsillo.

– Los segundos pasan. ¿Por qué debo confiar en ti, Sivertsen? Convénceme.

– ¿Ahora?

– La bendición de José paraliza la respiración. Muy doloroso, según aquéllos que han sido testigos del fin de algunos que la han tomado.

Sivertsen pestañeó nervioso un par de veces, antes de empezar a hablar.

– Puedes confiar en mí porque es lógico. Si no me muero esta noche, Tom Waaler comprenderá que he revelado su plan de matarme. Entonces no hay vuelta atrás y él tiene que acabar conmigo antes de que yo acabe con él. Sencillamente, no tengo elección.

– Bien, Sivertsen. Continúa.

– Aquí dentro no tengo escapatoria, estaré acabado mucho antes de que vengan a buscarme mañana por la mañana. Mi única oportunidad es desenmascarar a Waaler y que lo detengan lo antes posible. Y la única persona que puede ayudarme en ese sentido eres… tú.

– Enhorabuena, acierto total -dijo Harry y se levantó-. Las manos en la espalda, por favor.

– Pero…

– Haz lo que te digo, vamos a salir de aquí.

– Dame la píldora…

– La píldora se llama Flunipam y no cura mucho más que el insomnio.

Sven miró incrédulo a Harry.

– Eres un…

Harry estaba preparado para el ataque, se apartó a un lado y le propinó un golpe bajo y contundente.

Sivertsen emitió un sonido similar al que se produce al abrir la válvula de una pelota de playa y se encogió.

Harry lo sujetó con una mano y le puso las esposas con la otra.

– Yo no me preocuparía demasiado, Sivertsen. Anoche vacié el contenido de la ampolla de Waaler. Tendrás que hablar de un posible mal sabor del agua con la compañía de servicio de agua Oslo Vannverk.

– Pero yo…

Ambos miraron el vómito.

– Tienes un estómago sensible -dijo Harry-. No se lo contaré a nadie.


El respaldo de la sala de guardia giró despacio y dejó a la vista un ojo a medio cerrar. El ojo reaccionó al verlos y los pliegues de piel flácida retrocedieron sobre el globo ocular, que resultó ser enorme y que los miraba fijamente. Groth, apodado Gråten, levantó de la silla su descomunal cuerpo con una rapidez sorprendente.

– ¿A qué viene esto? -preguntó con un ladrido.

– El detenido del calabozo nueve -dijo Harry señalando a Sivertsen con la cabeza-. Lo vamos a interrogar en la sexta. ¿Dónde firmo?

– ¿Que lo vais a interrogar? No sé nada de un interrogatorio.

Gråten se había colocado a cierta distancia del mostrador, con los brazos cruzados y las piernas separadas.

– Según tengo entendido, no solemos informaros de eso, Groth -observó Harry.

Gråten miraba alternativamente a Harry y a Sivertsen, lleno de desconcierto.

– Relájate -dijo Harry-. Sólo es un cambio de planes. El detenido no quiere tomar su medicina. Haremos otra cosa.

– No sé de qué me estás hablando.

– Ya, y si no tienes ganas de saber más, te sugiero que pongas el libro de firmas en el mostrador ahora, Groth -dijo Harry-. Tenemos prisa.

Gråten los miró fijamente con el ojo lloroso, mientras cerraba el otro.

Harry se concentraba en respirar con la esperanza de que fuera no se oyesen los latidos de su corazón. Todo su plan podía derrumbarse en aquel lugar y en aquel momento como un castillo de naipes. Buena imagen. Un puñetero castillo de naipes. Sin un solo as. Su única esperanza era que el cerebro de rata de Groth reaccionase como él había supuesto. Una suposición superficialmente basada en el postulado de Aune de que, cuando está en juego el interés propio, la capacidad de las personas de pensar racionalmente es inversamente proporcional a su inteligencia.

Gråten gruñía.

Harry confiaba en que eso significara que lo había entendido. Que, para él, conllevaba menor riesgo que Harry firmase la salida del detenido según las reglas. De ese modo, podría explicarles más tarde a los investigadores exactamente lo que había sucedido. En lugar de arriesgarse a que lo cogieran en una mentira cuando dijera que nadie había entrado o salido hacia la hora en que se produjo el extraño fallecimiento en el calabozo nueve. Cabía esperar que, en aquel momento, Groth estuviese pensando que Harry podía quitarle el dolor de un plumazo, que aquello era una buena cosa. No existía motivo alguno para comprobaciones, el propio Waaler le había dicho que aquel idiota estaba ahora de su lado.

Gråten carraspeó.

Harry escribió su nombre en la línea de puntos.

– En marcha -ordenó empujando a Sivertsen delante de sí.

El aire nocturno del aparcamiento le produjo en la garganta la misma sensación que una cerveza fría.

34

La noche del domingo. Ultimátum


Rakel se despertó.

Alguien había abierto la puerta de abajo.

Se dio la vuelta en la cama y miró el reloj. La una y cuarto.

Se estiró y se quedó escuchando. Notó cómo la sensación de somnoliento bienestar iba cediendo poco a poco a un hormigueo expectante. Decidió fingir que estaba dormida cuando él se metiera en la cama. Sabía que era un juego pueril, pero le gustaba. Él estaría quieto, respirando. Y, cuando ella se diese la vuelta en sueños y su mano se posara como al azar en su estómago, oiría cómo empezaba a respirar más rápido y profundo. Y se quedarían así, tumbados, sin moverse, para ver quién aguantaba más, como una competición. Y él perdería.

Tal vez.

Cerró los ojos.

Y volvió a abrirlos al cabo de un rato. La inquietud se había agazapado bajo su epidermis.

Se levantó, abrió la puerta del dormitorio y prestó atención.

Silencio absoluto.

Se fue hasta la escalera.

– ¿Harry?

La preocupación que resonó en su voz le agudizó el miedo.

Se armó de valor y bajó.

No había nadie.

Se dijo que la puerta principal, que no había cerrado con llave, no había quedado bien encajada y que seguramente se despertó cuando el viento la cerró de golpe.

Echó la llave y se sentó en la cocina a tomarse un vaso de leche. Oyó el crujir de las vigas de madera, como si las viejas paredes de la casa hablaran entre sí.

A la una y media se levantó de la silla. Harry se había marchado a casa. Y nunca sabría que, aquella noche, él ganaría la competición.

De camino al dormitorio, un pensamiento aciago cruzó su mente provocándole un instante de blanco pánico. Se dio la vuelta. Y respiró aliviada al ver desde el umbral de la habitación de Oleg que el pequeño dormía en su cama.

Aun así, se despertó otra vez una hora más tarde a causa de una pesadilla y se quedó dando vueltas en la cama el resto de la noche.


El Ford Escort blanco se deslizaba en la noche estival con el ronroneo de un submarino viejo.

– La calle Økernveien -iba murmurando Harry-. La calle de Son.

– ¿Cómo? -preguntó Sivertsen.

– Sólo estaba practicando.

– ¿El qué?

– El camino más corto.

– ¿Adónde?

– Pronto lo verás.

Aparcaron en una callecita de dirección única con algunos chalés perdidos en medio de los bloques de pisos. Harry se inclinó por encima de Sivertsen y abrió la puerta del acompañante. Después del robo sufrido hacía varios años, no se podía abrir desde fuera. Rakel le había tomado el pelo por eso, relacionando los coches y la personalidad de sus dueños. No estaba del todo seguro de haber entendido «el sentido oculto». Harry dio la vuelta al coche hasta el lado del pasajero, sacó a Sivertsen y le ordenó que se pusiera de espaldas a él.

– ¿Eres southpaw? -preguntó Harry mientras abría las esposas.

– ¿Cómo?

– ¿Pegas mejor con la izquierda o con la derecha?

– Quién sabe. En realidad, no pego.

– Bien.

Harry le puso una de las esposas en la muñeca derecha y la otra en la izquierda. Sivertsen lo miró inquisitivamente.

– No te quiero perder, querido -dijo Harry.

– ¿No habría sido más fácil apuntarme con una pistola?

– Seguramente, pero tuve que devolverla hace un par de semanas. Nos vamos.

Fueron campo a través hacia un grupo de bloques cuyo perfil se recortaba pesado y negro contra el cielo nocturno.

– ¿Te gusta volver a los lugares de antaño? -preguntó Harry una vez hubieron llegado a la puerta del bloque de apartamentos.

Sivertsen se encogió de hombros.

Ya dentro, Harry oyó algo que habría preferido no oír. Pasos en la escalera. Miró a su alrededor y vio luz en el pequeño ojo de buey de la puerta del ascensor. Dio unos pasos a un lado y arrastró a Sivertsen consigo. El ascensor se balanceaba por el peso de los dos hombres.

– Puedes adivinar a qué piso vamos -dijo Harry.

Sivertsen alzó la vista y puso los ojos en blanco cuando vio a Harry agitar delante de su cara un manojo de llaves en un llavero con una calavera de plástico.

– ¿No estás de humor para jugar? De acuerdo, llévanos al cuarto piso, Sivertsen.

Sivertsen pulsó el botón del número cuatro y miró hacia arriba como se suele hacer cuando uno espera que un ascensor eche a andar. Harry estudió la cara de Sivertsen. Una actuación cojonuda, tuvo que reconocerlo.

– La cancela corredera -dijo Harry.

– ¿Qué?

– El ascensor no anda si la corredera no está cerrada. Lo sabes muy bien.

– ¿Ésta?

Harry asintió con la cabeza. Sivertsen corrió la cancela hacia la derecha, que se desplazó con un chirrido. El ascensor seguía sin moverse.

Harry notó que una gota de sudor le corría por la frente.

– Estírala del todo -dijo Harry.

– ¿Así?

– Deja de actuar -insistió Harry tragando saliva-. Debe estar tensa por completo. Si no entra en conexión con el punto de contacto que hay en el suelo, donde está el marco, el ascensor no funciona.

Sivertsen sonrió.

Harry cerró el puño derecho.

El ascensor dio un tirón y la pared blanca empezó a moverse tras la reluciente verja de hierro negro. Pasaron una puerta de ascensor y a través del ojo de buey Harry pudo ver la nuca de alguien que bajaba las escaleras. Probablemente, uno de los inquilinos. Bjørn Holm le había dicho que la Científica ya había terminado su trabajo allí.

– No te gustan los ascensores, ¿verdad?

Harry no contestó, sólo miraba la pared que discurría piso tras piso.

– ¿Una pequeña fobia?

El ascensor se detuvo tan de repente que Harry tuvo que dar un paso de apoyo. El suelo se movía bajo sus pies. Harry se quedó fijamente mirando la pared.

– ¿Qué coño estás haciendo? -susurró.

– Estás empapado en sudor, comisario Hole. He pensado que era un buen momento para aclararte las cosas.

– Éste no es buen momento para nada. Muévete o…

Sivertsen se había colocado delante de los botones del ascensor y no parecía tener intención de moverse. Harry levantó la mano derecha. Entonces lo vio. En la mano izquierda de Sivertsen estaba el cincel. Con el mango verde.

– Lo encontré entre el respaldo y el asiento -dijo Sivertsen sonriendo casi como si lo lamentara-. Debes mantener tu coche más ordenado. ¿Me escucharás ahora?

El acero brillaba. Harry intentó pensar. Intentó mantener el pánico a raya.

– Escucho.

– Bien, porque lo que voy a decir requiere un poco de concentración. Soy inocente. Es decir, he traficado con armas y diamantes. Llevo años haciéndolo. Pero nunca he matado a nadie.

Sivertsen levantó el cincel cuando Harry movió la mano. Harry la dejó caer.

– El tráfico de armas lo organiza un tipo que se hace llamar el Príncipe, y hace un tiempo me di cuenta de que se trata del comisario Tom Waaler. Y, lo que es más interesante, puedo probar que se trata del comisario Tom Waaler. Y si he comprendido bien la situación, tú necesitas mi testimonio y mis pruebas para coger a Tom Waaler. Si tú no lo coges a él, él te cogerá a ti. ¿Verdad?

Harry estaba pendiente del cincel.

– ¿Hole?

Harry asintió con la cabeza.

La risa de Sivertsen era clara como la de una chica.

– ¿No es una paradoja preciosa, Hole? Aquí estamos, un traficante de armas y un madero, encadenados y totalmente dependientes el uno del otro, y aun así, pensando en cómo nos podemos matar.

– No hay paradoja verdadera -sentenció Harry-. ¿Qué quieres?

– Quiero… -dijo Sivertsen tirando el cincel al aire y recogiéndolo de forma que el mango quedó señalando a Harry-. Quiero que averigües quién ha hecho que parezca que yo he matado a cuatro personas. Si lo consigues, te ofreceré la cabeza de Waaler en bandeja de plata. Tú me ayudas a mí, yo te ayudo a ti.

Harry observó a Sivertsen con atención. Sus esposas se rozaban.

– De acuerdo -dijo Harry-. Pero vayamos por partes. Primero encerramos a Waaler. Entonces tendremos tranquilidad y yo podré ayudarte a ti.

Sivertsen negó con la cabeza.

– Soy consciente de la situación en que me encuentro. He tenido veinticuatro horas para pensar, Hole. Lo único de lo que dispongo para negociar son las pruebas contra Waaler, y tú eres el único con el que puedo negociar. La policía ya se ha adjudicado la victoria y nadie más que tú sería capaz de ver el asunto con otros ojos, arriesgándose a convertir el triunfo del siglo en el fallo del siglo. El loco que ha asesinado a esas mujeres pretende inculparme a mí. He caído en una trampa. Y si alguien no me ayuda, estoy perdido.

– ¿Eres consciente de que, en estos momentos, Tom Waaler y sus colaboradores nos están buscando? ¿De que cada hora que pase estarán más cerca? ¿Y de que, cuando nos encuentren -no si nos encuentran-, estamos acabados?

– Sí.

– Entonces, ¿por qué correr ese riesgo? Dado que lo que dices de la policía es cierto: en cualquier caso, no volverán a investigar el asunto. ¿No es mejor una condena de veinte años de cárcel que perder la vida?

– Veinte años de cárcel es una opción que ya no tengo, Hole.

– ¿Por qué no?

– Porque acabo de saber algo que me cambiará la vida radicalmente.

– ¿Y qué es?

– Voy a ser padre, comisario Hole.

Harry parpadeó atónito.

– Tienes que encontrar al verdadero asesino antes de que Waaler nos encuentre a nosotros, Hole. Así de simple.

Sivertsen le entregó el cincel a Harry.

– ¿Me crees?

– Sí -mintió Harry metiéndose el cincel en el bolsillo de la chaqueta.

Los cables de acero chirriaron cuando el ascensor reanudó el ascenso.

35

Noche del domingo. Delicioso absurdo


– Espero que te guste Iggy Pop -dijo Harry encadenando a Sven Sivertsen al radiador que había bajo la ventana del 406-. Es la única vista que tendremos durante un buen rato.

– Podría haber sido peor -dijo Sven mirando el póster-. Vi a Iggy y The Stooges en Berlín. Probablemente, antes de que hubiera nacido el joven que vivía aquí.

Harry miró el reloj. La una y diez. Seguramente, Waaler y sus hombres habrían registrado su apartamento de la calle Sofie y estarían haciendo la ronda de rigor por los hoteles. Era imposible saber de cuánto tiempo disponían. Harry se dejó caer en el sofá y se frotó la cara con las palmas de las manos.

«¡Al diablo con Sivertsen!»

Era un plan tan sencillo… No tenía más que llegar a un lugar seguro y luego llamar a Bjarne Møller y al comisario jefe de la Policía Judicial para que escucharan el testimonio de Sven Sivertsen a través del teléfono. Contarles que tenían tres horas para detener a Tom Waaler antes de que Harry llamara a la prensa e hiciera estallar la bomba. Una elección sencilla. Luego no tendrían más que aguardar sin hacer nada hasta que se hubiese confirmado la detención de Tom Waaler. A continuación, Harry marcaría el número de Roger Gjendem, el periodista del Aftenposten, y le pediría que llamase al comisario jefe para que comentara la detención. Entonces, cuando fuera oficial, Harry y Sivertsen podrían salir de su agujero.

Una jugada bastante segura si Sivertsen no le hubiese dado un ultimátum.

– Qué, si…

– Ni lo intentes, Hole.

Sivertsen ni siquiera lo miró.

«¡Mierda!»

Harry volvió a echarle una ojeada al reloj. Sabía que tenía que dejar de hacerlo, que debía olvidarse del factor tiempo y pensar, reorganizar los pensamientos, improvisar, ver las posibilidades que ofrecía la situación. ¡Joder!

– De acuerdo -dijo Harry al fin cerrando los ojos-. Cuéntame tu historia.

Las esposas emitieron un ruidito cuando Sven Sivertsen se inclinó.


Harry estaba fumando delante de la ventana abierta mientras escuchaba la voz clara de Sven Sivertsen, que tomó como punto de partida para su relato el día en que, a los diecisiete años, se vio con su padre por primera vez.

– Mi madre creía que yo estaba en Copenhague, pero había ido a Berlín con la intención de buscarlo. Vivía en una casa enorme protegida por perros guardianes y situada en el barrio de las embajadas, junto al parque Tiergarten. Conseguí convencer al jardinero para que me acompañase hasta la puerta de entrada y llamé al timbre. Cuando abrió la puerta, fue como mirarme en el espejo. Nos quedamos así, mirándonos el uno al otro, no tuve ni que decir quién era. Al cabo de unos minutos, rompió a llorar y me abrazó. Me quedé en su casa cuatro semanas. Estaba casado y tenía tres hijos. No le pregunté en qué trabajaba y él tampoco me lo contó. Randi, su mujer, se recuperaba de una dolencia cardiaca muy grave en un lujoso sanatorio de los Alpes. Sonaba a novela rosa y en alguna ocasión pensé que eso era lo que lo había inspirado a enviarla allí. No cabía duda de que la amaba. O quizá sea más correcto decir que estaba enamorado de ella. Cuando hablaba de la posibilidad de que ella muriera, parecía un melodrama por entregas. Una tarde recibimos la visita de una amiga de su mujer. Mientras tomábamos el té, mi padre dijo que el destino había puesto a Randi en su camino, pero que se habían amado tanto y de forma tan desvergonzada, que el destino los había castigado haciendo que ella se marchitase alejada de él, pero conservando su belleza. Esa misma noche bajé a mirar en su licorera, porque no podía conciliar el sueño. Entonces vi a la amiga salir de puntillas del dormitorio.

Harry asintió con la cabeza. ¿Eran figuraciones suyas o había refrescado al caer la noche? Sivertsen se movía nervioso.

– Durante el día, tenía la casa para mí solo. Mi padre tenía dos hijas, una de catorce años y otra de dieciséis. Bodil y Alice. Ni que decir tiene que, para ellas, yo resultaba irresistiblemente emocionante. Un medio hermano mayor desconocido que había venido del gran mundo. Ambas estaban enamoradas de mí, pero yo me decidí por Bodil, la más joven. Un día llegó pronto del colegio y la llevé al dormitorio de mi padre. Después, ella quiso quitar las sabanas manchadas de sangre, pero yo la eché, le di la llave al jardinero y le dije que se la entregara a mi padre. Al día siguiente, en el desayuno, mi padre me preguntó si quería trabajar para él. Así fue como empecé a traficar con diamantes.

Sivertsen guardó silencio.

– El reloj sigue marcando las horas -le advirtió Harry.

– Operaba desde Oslo. Aparte de un par de meteduras de pata que resultaron en sendas condenas condicionales, lo hacía muy bien. Mi especialidad era pasar la aduana en los aeropuertos. Era la mar de fácil. Sólo había que vestir bien, como una persona respetable, aparentar calma y actuar sin miedo. Y yo no tenía miedo, a mí me la soplaba. Solía utilizar un alzacuello. Claro que es un truco bastante obvio que puede llamar la atención de los agentes de aduanas, pero lo importante es saber cómo caminan los sacerdotes, cómo llevan el pelo, el tipo de calzado que utilizan, cómo llevan las manos y cómo fruncen el entrecejo. Si aprendes esos detalles, casi nunca te paran. Porque, aunque un agente de aduanas sospeche de ti, las exigencias para darle el alto a un cura son altas. Si se ponen a rebuscar en la maleta de un sacerdote y no encuentran nada, y dejan pasar sin ningún inconveniente al hippy melenudo, tendrán dificultades, sin duda. Y el gremio de los agentes de aduanas es como todos, les importa que el público tenga una imagen positiva, aunque sea falsa, de que hacen un buen trabajo. Mi padre murió de cáncer en 1985. La dolencia cardiaca incurable de Randi siguió siendo incurable, pero no le impidió volver a casa y hacerse cargo del negocio. No sé si le habían contado que Bodil había perdido la virginidad conmigo. En cualquier caso, de repente, me vi en el paro. Según Randi, Noruega había dejado de ser un área en la que valiese la pena invertir y tampoco me ofreció otra cosa. Después de unos años en Oslo sin hacer nada, me mudé a Praga, que, tras la caída del telón de acero, se había convertido en un paraíso del contrabando. Hablaba bastante bien el alemán y no tardé en acomodarme. Y empecé a ganar mucho dinero fácil del que me deshacía con la misma facilidad. Hice amigos, pero no intimé con ninguno. Tampoco con mujeres. No lo necesitaba. ¿Sabes por qué, Hole? Me di cuenta de que había recibido un regalo de mi padre, la facultad de estar enamorado.

Sivertsen señaló con la cabeza el póster de Iggy Pop.

– No existe afrodisiaco más fuerte para las mujeres que un hombre enamorado. Mi especialidad eran las mujeres casadas, con ellas había menos problemas. En las temporadas de poca actividad, incluso podían ser una fuente de ingresos muy bienvenida, aunque efímera. Y así fueron pasando los años, sin que me afectase mucho. A lo largo de más de treinta años, mi sonrisa fue gratuita, la cama, un lugar de reunión público, y la polla, el testigo de una carrera de relevos.

Sivertsen apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos.

– Puede que suene un tanto cínico pero, créeme, cada declaración de amor que salía de mi boca era tan auténtica y sincera como las que mi madrastra recibía de mi padre. Les daba todo lo que tenía. Hasta que les llegaba su hora y las echaba a la calle. Yo no podía permitirme pagar un sanatorio. Así terminaba siempre y así creí que seguiría siendo. Hasta que un día de otoño de hace dos años entré en el café del Gran Hotel Europa, en Václavské Náměstí, y allí estaba ella, Eva. Sí, así se llamaba, y no es verdad que no existan las paradojas, Hole. Lo primero que me vino a la mente fue que no era ninguna belleza, sólo se comportaba como si lo fuera. Pero las personas que están convencidas de que son bellas, se vuelven bellas. Se me dan bien las mujeres y me acerqué a ella. No me mandó a la mierda, sino que me trató con un distanciamiento que me volvió loco.

Sivertsen sonrió con amargura.

– Porque no existe afrodisiaco más fuerte para un hombre que una mujer que no está enamorada.

»Ella era veintiséis años más joven que yo, tenía más estilo del que yo tendré jamás y, lo más importante, no me necesitaba. Podía haber continuado trabajando en ese oficio que ella cree que desconozco. Azotar y hacer mamadas a ejecutivos alemanes.

– ¿Y por qué no lo hizo? -dijo Harry soltando el humo hacia el techo.

– Estaba perdida. No tenía elección. Porque yo estaba enamorado. Lo bastante enamorado para compensar por los dos. Pero la quería para mí solo, y Eva es como la mayoría de las mujeres cuando no están enamoradas, aprecia la seguridad económica. Así que, para conseguir la exclusividad, tuve que reunir el dinero suficiente. El contrabando de diamantes de sangre de Sierra Leona era de bajo riesgo, pero no dejaba el margen necesario para volverme irresistiblemente rico. Los estupefacientes implicaban un alto riesgo. Por eso entré en contacto con el tráfico de armas. Y con el Príncipe. Nos vimos dos veces en Praga para acordar el procedimiento y las condiciones. La segunda vez quedamos en la terraza de un restaurante de la plaza Václav. Convencí a Eva para que hiciera de turista que estaba sacando fotos, y la mesa en la que estábamos el Príncipe y yo salía, casualmente, en la mayoría de ellas. Algunas personas que se han resistido a saldar sus deudas después de haberles prestado mis servicios han recibido copias de ese tipo de fotos en el correo, junto con un recordatorio de pago. Funciona. Pero el Príncipe es la puntualidad misma, nunca he tenido problemas con él. Y no me enteré de que era policía hasta más adelante.

Harry cerró la ventana y se sentó en el sofá cama.

– Esta primavera, un tipo se puso en contacto conmigo por teléfono -continuó Sivertsen-. Era noruego, con acento del este del país. Ignoro cómo había conseguido mi número. Daba la impresión de saberlo todo sobre mí. Era casi escalofriante. O bueno, era totalmente escalofriante.

»Sabía quién era mi madre. Y las condenas que me habían caído. Y sabía de los diamantes en forma de pentagrama que habían constituido mi especialidad durante muchos años. Pero lo peor era que estaba al corriente de que había empezado con el tráfico de armas. Quería ambas cosas. Un diamante y una Česká con silenciador. Me ofreció una suma desorbitada. Le expliqué que lo del arma era imposible, que debía ir por otros canales, pero él insistió, la quería directamente, nada de intermediarios. Subió la oferta. Y Eva es, como ya he dicho, una mujer con exigencias y no podía permitirme perderla. Así que nos pusimos de acuerdo.

– ¿Exactamente en qué os pusisteis de acuerdo?

– Él tenía instrucciones muy específicas en cuanto a la entrega. Debía tener lugar en el parque Frognerparken, al lado de la fuente, justo debajo del monolito. La primera entrega fue hace poco más de cinco semanas. Debía producirse a las cinco de la tarde, hora en la que abundan los turistas y la gente que acude al parque después del trabajo. Eso nos permitiría deambular por allí sin que nadie se fijara en nosotros, dijo. De todos modos, las probabilidades de que alguien me reconociera eran mínimas. Hace muchos años, en el bar que más frecuentaba en Praga, vi a un tío que solía darme palizas en el colegio. Me miró sin verme. Él y una tía con la que me acosté cuando ella estaba de viaje de novios en Praga son las únicas personas de Oslo que he visto desde que me fui de aquí, ¿comprendes?

Harry asintió con la cabeza.

– Como quiera que sea -dijo Sivertsen-. El cliente no quería que nos viéramos y a mí eso me parecía bien. Yo llevaría la mercancía en una bolsa de plástico marrón que debía dejar en el cubo de basura verde que hay justo delante de la fuente, y luego largarme en seguida. Era muy importante que fuera puntual. Había recibido en mi cuenta de Suiza un ingreso por el importe de la cantidad acordada. Dijo que dudaba de que yo le engañase, dado que me había localizado. Y tenía razón. ¿Me puedes dar un cigarrillo?

Harry se lo encendió.

– Al día siguiente de la primera entrega me llamó otra vez y me encargó una Glock 23 y otro diamante de sangre para la semana siguiente. En el mismo lugar, a la misma hora, según el mismo procedimiento. Era domingo, pero también había mucha gente.

– El mismo día y la misma hora que el primer asesinato, el de Marius Veland.

– ¿Cómo?

– Nada. Continúa.

– Esto se repitió tres veces. Con intervalos de cinco días. Pero la última vez fue algo diferente. Me informó de dos entregas. Una el sábado y otra el domingo, es decir, ayer. El cliente me pidió que durmiera en casa de mi madre la noche del sábado, así sabría dónde contactar conmigo de producirse algún cambio de planes. A mí no me importaba, había pensado hacerlo de todos modos. Tenía ganas de ver a mi madre y, además, le traía buenas noticias.

– ¿Que iba a ser abuela?

Sivertsen asintió con la cabeza.

– Y que iba a casarme.

Harry apagó el cigarrillo.

– ¿Así que lo que estás diciendo es que el diamante y la pistola que encontramos en tu maleta era para la entrega del domingo?

– Sí.

– Ya.

– ¿Y qué, si no? -preguntó Sivertsen al cabo de un silencio que empezaba a prolongarse de más.

Harry se cruzó las manos en la nuca, se tumbó en el sofá cama y bostezó.

– Como seguidor de Iggy, supongo que has oído el Blah-Blah-Blah, ¿no? Buen disco. Delicioso absurdo.

– ¿Delicioso absurdo?

Sven Sivertsen dio un codazo al radiador, que resonó hueco.

Harry se incorporó.

– Tengo que airear el cráneo un poco. Hay una gasolinera por aquí cerca que abre las veinticuatro horas. ¿Te traigo algo?

Sivertsen cerró los ojos.

– Escucha, Hole. El mismo barco. Un barco que se hunde. ¿De acuerdo? No sólo eres feo, también eres tonto.

Harry se levantó riéndose.

– Me lo pensaré.

Veinte minutos más tarde, cuando Harry volvió de la calle, halló a Sven durmiendo en el suelo, apoyado en el radiador y con la mano encadenada levantada como en un saludo.

Harry dejó en la mesa dos hamburguesas, patatas fritas y un gran refresco de cola.

Sven ahuyentó el sueño frotándose los ojos.

– ¿Has estado pensando, Hole?

– Sí.

– ¿En qué?

– En las fotos que tu novia sacó de ti y de Waaler en Praga.

– ¿Qué tienen que ver esas fotos con esto?

Harry le quitó las esposas.

– Las fotos no tienen nada que ver con esto. Pero he estado pensando en que ella se hizo pasar por turista. E hizo lo que hacen los turistas.

– ¿O sea?

– Ya te lo he dicho. Sacar fotos.

Sivertsen se frotó las muñecas y echó una ojeada a la comida que había en la mesa.

– ¿Qué tal unos vasos para la bebida, Hole?

Harry señaló la botella.

Sven destapó la botella mientras miraba a Harry con los ojos entrecerrados.

– ¿Así que te atreves a beber de la misma botella que un asesino en serie?

Harry contestó con la boca llena de hamburguesa.

– La misma botella. El mismo barco.


Olaug Sivertsen estaba en la salita con la mirada perdida. No había encendido la luz con la esperanza de que creyeran que no estaba en casa y la dejaran en paz. Había recibido infinidad de llamadas, habían aporreado su puerta, le habían gritado desde el jardín y le habían arrojado guijarros a la ventana de la cocina. «Ningún comentario», le había advertido el comisario al tiempo que arrancaba el cable del teléfono. Al final, se quedaron fuera esperando, armados con sus objetivos largos y negros. En un momento en que se acercó a una de las ventanas para correr las cortinas, oyó los sonidos de insecto de sus aparatos. Bsssss-clic. Bsssss-clic.

Habían transcurrido cerca de veinticuatro horas y la policía aún no había detectado el error. Era fin de semana. Tal vez esperasen hasta el lunes para arreglar el asunto en horario laboral normal.

Si por lo menos hubiese tenido a alguien con quien hablar… Pero Ina no había vuelto de la excursión a la cabaña con aquel misterioso caballero. ¿A lo mejor podía llamar a esa agente de policía, Beate? No era culpa suya que hubiesen detenido a Sven. Le dio la impresión de que ella sabía que su hijo no podía ser una persona que anduviese matando gente. Incluso le dio a Olaug su número de teléfono para que la llamase si quería contarles algo. Lo que fuera.

Olaug miró por la ventana. La silueta del peral muerto simulaba unos dedos gigantes extendidos hacia la luna, que parecía suspendida a muy poca altura sobre el jardín y el edificio de la estación. Nunca había visto la luna así. Era como la cara de un muerto. Venas azules perfiladas sobre una piel blanca.

¿Dónde estaría Ina? Le dijo el domingo por la tarde, a más tardar. Y Olaug pensó que sería agradable, que entonces tomarían el té e Ina tendría ocasión de conocer a Sven. Ina, tan cumplidora y fiable cuando se trataba de horarios y esas cosas.

Olaug esperó hasta que el reloj de pared dio dos campanadas.

Luego buscó el número de teléfono.

Contestaron a la tercera señal.

– Aquí Beate -resonó una voz somnolienta.

– Buenas noches, soy Olaug Sivertsen. Te ruego que me perdones por llamar tan tarde.

– No importa, Sra. Sivertsen.

– Olaug.

– Olaug. Lo siento, aún estoy medio dormida.

– Llamo porque estoy preocupada por Ina, mi inquilina. Debía haber llegado a casa hace mucho y con todo lo que ha pasado… pues eso, estoy preocupada.

Al no obtener respuesta inmediatamente, Olaug se dijo que Beate se habría vuelto a dormir. Sin embargo, la agente le contestó al cabo de unos segundos. Ya no sonaba somnolienta.

– ¿Me estás diciendo que tienes una inquilina, Olaug?

– Claro. Ina. Ocupa la habitación de la criada. Ah, no te la enseñé. Claro, como se encuentra al otro lado de la escalera de servicio… Ina lleva fuera todo el fin de semana.

– ¿Dónde? ¿Con quién?

– Eso me gustaría saber a mí. Se trata de un señor al que acaba de conocer hace poco y al que aún no me ha presentado. Lo único que sé es que se iban a su cabaña.

– Deberías habernos contado eso antes, Olaug.

– ¿Debería? Sí, entonces…, lo siento mucho… yo…

Olaug notó que el llanto afloraba a su voz, pero no logró detenerlo.

– No, no quería decir eso, Olaug -se apresuró a calmarla Beate-. No estoy enfadada. Es mi trabajo controlar ese tipo de detalles, tú no podías saber que esa información era relevante para nosotros. Voy a avisar a la central de alarmas, ellos te llamarán para pedirte los datos personales de Ina, así podrán emitir una orden de búsqueda. Lo más probable es que no le haya pasado nada, pero queremos asegurarnos, ¿verdad? Y creo que, después, deberías dormir un poco. Te llamaré por la mañana. ¿Te parece bien, Olaug?

– Sí -respondió Olaug esforzándose por adoptar un tono risueño. Le habría gustado preguntarle si sabía algo de Sven, pero no tuvo valor.

– Sí, me parece bien. Adiós, Beate.

Colgó el teléfono con los ojos anegados en llanto.


Beate intentó volver a conciliar el sueño. Prestó atención a los sonidos de la casa. Hablaba. Su madre había apagado el televisor a las once y ahora reinaba un silencio absoluto. Se preguntó si su madre también se acordaba de su padre. Casi nunca hablaban de él. Requería demasiado esfuerzo. Beate había empezado a buscar un apartamento en el centro. El último año le había empezado a resultar agobiante vivir en el segundo piso de la casa de su madre. Sobre todo desde que empezó a verse con Halvorsen, ese agente sólido de Steinkjer que la llamaba por su apellido y que la trataba con una suerte de respeto preocupado que, por alguna razón, ella apreciaba. Tendría menos espacio cuando se mudase al centro. Y echaría de menos los sonidos de aquella casa, los monólogos sin palabras con los que se había dormido toda su vida.

El teléfono volvió a sonar. Beate exhaló un suspiro y cogió el auricular.

– Sí, Olaug.

– Soy Harry. Parece que estás despierta.

Beate se sentó en la cama.

– Sí, esta noche estoy recibiendo más de una llamada. ¿Qué pasa?

– Necesito ayuda. Y tú eres la única persona en la que puedo confiar.

– ¿Ah, sí? Si no me equivoco, y por lo que te conozco, eso significa problemas para mí.

– Muchos problemas. ¿Quieres ayudarme?

– ¿Y si digo que no?

– Escucha primero y dime que no después, si quieres.

36

Lunes. Fotografía


A las seis menos cuarto de la mañana del lunes, los rayos del sol incidían oblicuamente sobre la ciudad desde la colina de Ekeberg. El guardia de Securitas que había en la recepción de la comisaría general bostezó ruidosamente y levantó la vista del periódico Aftenposten cuando el primer trabajador metió la tarjeta de identificación en el lector.

– Dicen que va a llover -dijo el guardia, contento de ver a alguien por fin.

El hombre alto de aspecto sombrío le echó una rápida ojeada, pero no respondió.

En los tres minutos siguientes llegaron otros tres hombres igualmente sombríos y taciturnos.

A las seis en punto estaban los cuatro en el despacho del comisario jefe superior, en la sexta planta.

– Veamos -comenzó el comisario jefe superior-. Uno de nuestros comisarios ha sacado del calabozo a un posible asesino y ahora nadie sabe dónde están.

Una de las cosas que convertía al comisario jefe superior en un hombre relativamente idóneo para el puesto era su capacidad de sintetizar al máximo los problemas. Otra de sus habilidades consistía en formular brevemente lo que debía hacerse.

– Propongo que los encontremos a toda hostia. ¿Qué se ha hecho hasta ahora?

El comisario jefe de la Policía Judicial miró a Møller y a Waaler y emitió un breve carraspeo antes de contestar.

– Hemos formado un grupo de investigadores, pequeño pero con mucha experiencia, para que se ocupen del caso. Seleccionados por el comisario Waaler, responsable de la búsqueda. Tres del servicio de Inteligencia. Dos del grupo de Delitos Violentos. Empezaron anoche, tan sólo una hora después de que el responsable de los calabozos informase de que Sivertsen no había vuelto a su encierro.

– Rápido y bien trabajado. Pero ¿por qué no se ha informado a las patrullas de Seguridad Ciudadana? ¿Y a la Policía Judicial de guardia?

– Queríamos esperar a calibrar la situación tras esta reunión, Lars. Y oír tu opinión.

– ¿Mi opinión?

El comisario jefe de la Policía Judicial pasó un dedo por el labio superior.

– El comisario Waaler ha prometido que habrán encontrado a Hole y a Sivertsen antes de que termine la noche. Además, hasta el momento, tenemos controlada la información. Sólo Groth, el responsable de los calabozos, y nosotros cuatro sabemos que Sivertsen ha desaparecido. También hemos llamado a la cárcel de Ullersmo para anular la solicitud de celda y transporte, aduciendo que hemos recibido información que nos induce a pensar que Sivertsen podría correr peligro allí, por lo que, hasta nueva orden, estará recluido en un lugar secreto. En resumen, tenemos todas las posibilidades de mantener esto en secreto hasta que Waaler y su grupo lo solucionen. Pero, por supuesto, eso es algo que tú, Lars, tienes que decidir.

El comisario jefe superior juntó las yemas de los dedos e hizo un gesto de reflexivo asentimiento. Luego se levantó y se fue hacia la ventana, donde se quedó de espaldas a ellos.

– Veréis. La semana pasada tomé un taxi. El conductor tenía un periódico abierto en el asiento del copiloto. Le pregunté qué pensaba del mensajero ciclista asesino. Siempre es interesante saber lo que opina la gente de la calle. Y me contestó que con el mensajero asesino pasaba como con el World Trade Center, las preguntas se formulaban en el orden equivocado. Todo el mundo se preguntaba «quién» y «cómo». Pero para resolver un enigma, decía, es preciso hacerse primero otra pregunta. ¿Y sabes cuál es, Torleif?

El comisario jefe de la Policía Judicial no contestó.

– Es «por qué», Torleif. Aquel taxista no era tonto. Señores, ¿alguno de ustedes se ha hecho esa pregunta?

El comisario jefe superior se balanceaba expectante sobre las suelas de los zapatos.

– Con todos mis respetos hacia el taxista -dijo finalmente el comisario jefe de la Policía Judicial-, yo no estoy tan seguro de que exista un «porqué» racional. Todo el mundo sabe que Hole es un agente alcoholizado y psíquicamente inestable. Ése es el motivo de su despido.

– Hasta los locos tienen motivos, Torleif.

Se oyó un discreto carraspeo.

– ¿Sí, Waaler?

– Batouti.

– ¿Batouti?

– El aviador egipcio que estrelló intencionadamente un avión lleno de pasajeros para vengarse de la compañía aérea que lo había degradado.

– ¿Adónde quieres ir a parar, Waaler?

– Alcancé a Harry y hablé con él en el aparcamiento después de la detención de Sivertsen el sábado por la noche. No quería participar en la celebración. Era obvio que estaba resentido. Tanto por el despido como porque, en su opinión, le habíamos negado el reconocimiento de haber cogido al mensajero asesino.

– Batouti…

El comisario jefe superior se protegió los ojos de los primeros rayos de sol que alcanzaban la ventana.

– Bjarne, todavía no has dicho nada. ¿Qué piensas?

Bjarne Møller contempló la silueta que se perfilaba delante de la ventana. Le dolía tanto el estómago que no sólo sentía que le iba a reventar, sino que deseaba que lo hiciese. Y desde que lo despertaron por la noche para informarlo del secuestro del sospechoso, esperaba que alguien lo despertara de verdad para decirle que se trataba de una pesadilla.

– No lo sé -suspiró-. De verdad, no entiendo lo que está pasando.

El comisario jefe superior asintió despacio con la cabeza.

– Si se sabe que hemos ocultado esto, nos van a crucificar -auguró.

– Un resumen muy preciso, Lars -dijo el comisario jefe de la Policía Judicial-. Pero si llega a saberse que se nos ha extraviado un asesino en serie, nos crucificarán igualmente. Aunque luego volvamos a dar con él. Todavía tenemos una posibilidad de resolver este problema en silencio. Waaler tiene un plan, según creo.

– ¿Y qué plan es ése?

Tom Waaler se rodeó el puño derecho con la mano izquierda.

– Digámoslo de esta manera -dijo Waaler-. Soy consciente de que no podemos permitirnos fallar. Puede que recurra a métodos poco convencionales. Pensando en las posibles consecuencias, propongo que no conozcáis mis planes.

El comisario jefe superior se dio la vuelta con una expresión de ligera sorpresa.

– Es muy generoso por tu parte, Waaler. Pero me temo que no podemos aceptar…

– Insisto.

El comisario jefe superior frunció el entrecejo.

– ¿Insistes? ¿Eres consciente de lo que hay en juego, Waaler?

Waaler abrió las palmas de las manos y se las observó con detenimiento.

– Sí, pero eso es responsabilidad mía. Yo estoy al frente de la investigación y trabajo en estrecha colaboración con Hole. Como jefe, debí advertir las señales y haber puesto remedio con antelación. Si no antes, al menos después de la conversación del aparcamiento.

El comisario jefe lo observó inquisitivo. Se volvió de nuevo hacia la ventana y permaneció así mientras un rectángulo de luz se deslizaba por el suelo. Luego encogió los hombros y tiritó como si tuviera frío.

– Te doy hasta la medianoche -resolvió mirando al cristal de la ventana-. Entonces se emitirá el comunicado de prensa sobre la desaparición. Y esta reunión no se ha celebrado.

Al salir, Møller se percató de que el comisario jefe superior estrechaba la mano a Waaler con una cálida sonrisa de agradecimiento. Como se dan las gracias a un colaborador por su lealtad, pensó Møller. Como se premia a una víctima con una promesa. Como se nombra tácitamente a un príncipe heredero.


El agente Bjørn Holm de la Científica se sentía como un perfecto idiota con el micrófono en la mano frente a los rostros japoneses que lo miraban expectantes. Tenía las palmas de las manos húmedas y sudorosas, y no se debía al calor. Al contrario, la temperatura en el autobús de lujo aparcado delante del hotel Bristol era bastante más baja que la que imponía fuera el sol de la mañana. Era aquello de hablar por un micrófono. Y en inglés.

La joven guía lo había presentado como a Norwegian policeofficer, y un hombre mayor y sonriente sacó enseguida la cámara como si Bjørn Holm formara parte del circuito turístico. Miró el reloj. Las siete. Tenía varios grupos, así que no había más remedio que lanzarse. Tomó aire y comenzó con las frases que había ido practicando durante el camino:

We have checked the schedules with all the tour operators here in Oslo -dijo Holm.

And this is one of the groups that visited Frognerparken around five o'clock on Saturday. What I want to know is: who of you took pictures there?

Ninguna reacción.

Holm miró a la chica, sin saber qué hacer.

Ella inclinó la cabeza y le sonrió, lo liberó del micrófono y anunció a los pasajeros lo que Holm imaginaba que sería más o menos el mismo mensaje. Pero en japonés. Terminó con una pequeña inclinación de cabeza. Holm contó las manos levantadas. El día en el laboratorio fotográfico sería de lo más agitado.


Roger Gjendem tarareaba una canción sobre el paro del grupo Tre Smá Kinesere mientras cerraba el coche. No era mucha la distancia que separaba el aparcamiento de los nuevos locales del Aftenposten, alojados en el edificio Postgiro, pero él sabía que la recorrería rápidamente. No porque llegase tarde, al contrario, sino porque Roger Gjendem era uno de los pocos afortunados que se alegraban de empezar una nueva jornada laboral cada día, al que le costaba esperar a verse rodeado de todo aquello a lo que estaba acostumbrado y que le recordaba a su trabajo: el despacho con el teléfono y el ordenador, la pila de periódicos del día, el murmullo de las voces de sus compañeros de trabajo, el parloteo del cuarto de fumadores, el ambiente intenso de las reuniones matinales. Había pasado el día anterior delante de la puerta de la casa de Olaug Sivertsen sin mayor resultado que una foto de la mujer junto a la ventana. Pero aquello bastaba. Era aficionado a lo difícil. Y retos difíciles había de sobra en la sección de «Crímenes». Adicto al crimen. Así lo llamaba Devi. A él no le gustaba el término. Thomas, su hermano menor, era adicto. Roger era un tío normal, licenciado en Políticas, al que le gustaba trabajar con el periodismo policial. Con independencia de ello, Devi tenía parte de razón, ciertos aspectos de su trabajo podían parecerse a una adicción. Después de un tiempo trabajando en política, hizo una breve sustitución en la sección de «Crímenes» y, pocas semanas más tarde, experimentó un ansia que sólo podía saciar la dosis diaria de adrenalina que provocan las historias sobre la vida y la muerte. Ese mismo día habló con el redactor jefe, quien lo trasladó sin problemas de forma permanente. Con toda probabilidad, el redactor habría observado aquella reacción con anterioridad en otras personas. Y desde aquel día, Roger empezó a correr del coche al despacho.

Sin embargo, aquel día lo detuvieron antes de que llegase a su destino.

– Buenos días -lo saludó un hombre que, aparecido de la nada, se había plantado delante de Roger. Llevaba una cazadora negra y gafas de sol de piloto, pese a que el aparcamiento se hallaba en penumbra. Roger había visto suficientes policías como para saber cuándo se encontraba ante uno de ellos.

– Buenos días -dijo Roger.

– Tengo un mensaje para ti, Gjendem.

El hombre tenía los brazos caídos a ambos lados del cuerpo. Vio que tenía en las manos un vello negro. Roger pensó que habría sido más normal que las llevara en los bolsillos de la chupa. O a la espalda. O entrelazadas delante. Tal como estaba, daba la impresión de ir a utilizar las manos para algo, aunque resultaba imposible entender para qué.

– ¿Sí? -dijo Roger. Oyó cómo el eco de su propia «i» vibraba un momento entre los muros, el sonido de un signo de interrogación.

El hombre se inclinó hacia delante.

– Tu hermano menor está en la cárcel de Ullersmo -dijo el hombre.

– ¿Y qué?

Roger sabía que, fuera, el sol de la mañana brillaba sobre la ciudad, pero allí, en el interior de aquellas catacumbas de coches, de pronto sintió un frío helador.

– Si él te importa, tienes que hacernos un favor. ¿Me has oído, Gjendem?

Roger asintió con la cabeza, sorprendido.

– Si te llama el comisario Harry Hole, queremos que hagas lo siguiente. Pregúntale dónde está. Si no quiere decírtelo, intenta conseguir una cita con él. Di que no quieres arriesgarte a imprimir su historia sin verlo cara a cara. La reunión debe celebrarse antes de la medianoche de hoy.

– ¿Qué historia?

– Posiblemente, verterá acusaciones infundadas contra un comisario cuyo nombre no quiero revelar, pero no debes preocuparte por eso. De todas formas, nunca saldrá en los periódicos.

– Pero…

– ¿Me has oído? Cuando te haya llamado, marcarás este número e informarás de dónde se encuentra Hole o de la hora a la que hayáis quedado en veros. ¿Comprendido?

Metió la mano izquierda en el bolsillo y le dio a Roger un trozo de papel.

Roger miró el papelito y negó con la cabeza. A pesar del miedo que sentía, notaba que la risa quería aflorarle a la garganta. ¿O quizás era precisamente por el miedo?

– Sé que eres policía -dijo Roger haciendo un esfuerzo por no sonreír-. Comprenderás que es imposible. Soy periodista, no puedo…

– Gjendem. -El hombre se había quitado las gafas de sol. A pesar de la oscuridad, sus pupilas no eran más que unos puntos diminutos en el iris gris-. Tu hermano menor está en la celda A107. Le pasan su dosis todos los martes, como a los demás drogatas que tienen allí. Se la mete directamente en la vena, nunca controla la droga. Hasta ahora todo ha ido bien. ¿Entiendes?

Roger no se preguntaba si lo había oído bien. Sabía que lo había oído bien.

– Bien -dijo el hombre-. ¿Alguna pregunta?

Roger tuvo que humedecerse los labios antes de contestar.

– ¿Por qué pensáis que Harry Hole va a llamarme a mí?

– Porque está desesperado -explicó el hombre poniéndose de nuevo las gafas de sol-. Y porque ayer le diste tu tarjeta de visita delante del Teatro Nacional. Que tengas un buen día, Gjendem.

Roger permaneció donde estaba hasta que el hombre hubo desaparecido. Inspiró el húmedo aire polvoriento de catacumba del aparcamiento. Y, cuando echó a andar para recorrer la corta distancia que lo separaba del edificio Postgiro, lo hizo con paso lento y desganado.

Los números de teléfono saltaban y bailaban en la pantalla que Klaus Torkildsen tenía delante, en la sala de control de la central de operaciones de Telenor para la ciudad de Oslo. Les había dicho a sus compañeros que no quería que nadie lo molestara y había cerrado la puerta con llave.

Tenía la camisa totalmente empapada en sudor. No porque hubiese acudido al trabajo corriendo. Llegó andando, ni muy rápido ni muy despacio, y ya enfilaba su despacho cuando la recepcionista gritó su nombre para que se detuviese. Bueno, su apellido. Él lo prefería.

– Tienes visita -le había dicho la joven señalando a un hombre que aguardaba sentado en el sofá de la recepción.

Klaus Torkildsen se quedó boquiabierto, ya que ocupaba un puesto que no implicaba recibir visitas. No era una casualidad, su elección de profesión y su vida privada estaban gobernadas por el deseo de no tener más contacto directo con otras personas que el estrictamente necesario.

El hombre del sofá se levantó, le dijo que era policía y le pidió que se sentara. Y Klaus se dejó caer en un sillón, donde se quedó cada vez más hundido mientras notaba que el sudor brotaba por todos sus poros. La policía. No había tenido que ver con ellos en quince años y, pese a que sólo se había tratado de una multa, el mero hecho de ver un uniforme en la calle desencadenaba en él la paranoia. Las glándulas sudoríparas de Klaus permanecieron abiertas desde que el hombre empezó a hablar.

El hombre fue directamente al grano y le explicó que lo necesitaban para rastrear un teléfono móvil. Klaus había realizado un trabajo similar para la policía en otra ocasión. Era relativamente sencillo.

Un móvil que está encendido emite cada media hora una señal que queda registrada en las estaciones base distribuidas por diversos lugares de la ciudad. Las estaciones base captan y registran también, por supuesto, todas las llamadas entrantes y salientes del abonado. Así pues, partiendo del área de cobertura de cada estación base, podía hacerse una localización cruzada y llegar al punto de la ciudad donde se encontraba el teléfono, situado normalmente dentro de un área inferior a un kilómetro cuadrado. Por eso se había armado tanto jaleo la única vez que él participó en algo así, en el caso de asesinato de Baneheia, en Kristiansand.

Klaus le aclaró que era preciso pedir permiso al jefe para una posible intervención telefónica, pero el hombre argumentó que se trataba de un asunto urgente, que no había tiempo de utilizar el conducto oficial. Además de un número de móvil definido (que Klaus había averiguado que pertenecía a un tal Harry Hole), el hombre quería que Klaus vigilase las llamadas entrantes y salientes de varias de las personas con las que se podía pensar que contactaría el hombre buscado. Y le facilitó a Klaus una lista de números de teléfono y direcciones de correo electrónico.

Klaus preguntó por qué venían a pedírselo a él precisamente, ya que había otras personas con más experiencia que él en ese tipo de acciones. El sudor se le había solidificado en la espalda y empezaba a sentir frío a causa del aire acondicionado de la recepción.

– Porque sabemos que tú no vas a largar sobre el asunto, Torkildsen. Igual que nosotros no vamos a largarles a tus jefes ni a tus colegas que prácticamente te cogieron con el culo al aire en el Stensparken en enero de 1987. La agente de policía que hacía la ronda dijo que no llevabas absolutamente nada debajo de la gabardina. Pasarías un frío de cojones…

Torkildsen tragó saliva. Le habían dicho que se borraría del registro de sanciones después de unos años.

Y luego había seguido tragando saliva.

Porque era completamente imposible rastrear ese móvil. Estaba encendido y, en efecto, él recibía una señal cada media hora. Pero cada vez desde un sitio diferente de la ciudad, como si le estuviera tomando el pelo.

Se centró en los otros destinatarios de la lista. Uno era un número interno de la calle Kjølberggata 21. Comprobó el número. Correspondía a la policía Científica.


Beate cogió el teléfono enseguida.

– ¿Qué pasa? -preguntó la voz al otro lado del hilo.

– Hasta ahora, nada -dijo ella.

– Ya.

– Tengo a dos hombres revelando fotos y me las ponen en la mesa a medida que las van terminando.

– ¿Y Sven Sivertsen no aparece?

– Si estuvo en la fuente del Frognerparken cuando mataron a Barbara Svendsen, ha tenido mala suerte. Por lo menos no está en ninguna de las fotos que he visto hasta ahora, y estamos hablando de cerca de cien fotos.

– Blanco, camisa de manga corta y pantalón…

– Harry, todo eso ya me lo has dicho.

– ¿Ni siquiera una cara que se le parezca?

– Tengo buen ojo para las caras, Harry. No está en las fotos.

– Ya.

Le hizo un gesto a Bjørn Holm para que entrara con otro montón de fotos que aún apestaban a los productos químicos del revelado. El colega las dejó en la mesa, señaló una de ellas, levantó el pulgar y desapareció.

– Espera -dijo Beate-. Me acaban de traer algo. Son fotos del grupo que estuvo allí el sábado alrededor de las cinco. Veamos…

– Venga.

– Sí. Vaya… ¿Adivina a quién estoy viendo en estos momentos?

– ¿De verdad?

– Sí. Sven Sivertsen en persona. De perfil, justo delante de los seis gigantes de Vigeland. Parece que lo han captado justo cuando pasaba por allí.

– ¿Lleva una bolsa de plástico marrón en la mano?

– La foto está cortada demasiado arriba para poder verlo.

– Vale, pero por lo menos estuvo allí.

– Sí, Harry, pero el sábado no asesinaron a nadie. Así que no es una coartada.

– Pero al menos significa que parte de lo que dice es verdad.

– Bueno, las mejores mentiras contienen un noventa por ciento de verdad.

Beate notó cómo se le calentaban los lóbulos de las orejas cuando, de pronto, cayó en la cuenta de que aquellas palabras eran una cita del evangelio de Harry. Incluso había utilizado su tono.

– ¿Dónde estás? -se apresuró a decir.

– Como ya he dicho, es mejor para ambos que no lo sepas.

– Lo siento, se me había olvidado.

Pausa.

– Nosotros… bueno, vamos a seguir repasando fotos -dijo Beate-. Bjørn se hará con las listas de los grupos de turistas que hayan estado en el Frognerparken cuando se cometieron los otros asesinatos.

Harry colgó con un gruñido que Beate interpretó como un «gracias».

El comisario se presionó la base de la nariz con los dedos índice y pulgar y cerró los ojos con fuerza. Contando las dos horas de aquella mañana, había disfrutado de seis horas de sueño en los últimos tres días. Y sabía que podía pasar mucho tiempo antes de que tuviera oportunidad de dormir alguna más. Había soñado con calles. Vio el mapa de su despacho pasar ante su mirada mientras soñaba con los nombres de las calles de Oslo. La calle Son, Nittedal, Sorum, Skedsmo y todas aquellas calles de Kampen, tan difíciles de recordar. Luego se convirtió en otro sueño en el que era de noche y había nevado y él iba caminando por una calle de Grünerkikka (¿la calle Markveien, Tofte?) y había un coche rojo deportivo aparcado con dos personas dentro. Y cuando se acercó, comprobó que una de ellas era una mujer con cabeza de cerdo que llevaba un vestido anticuado y él gritó su nombre, llamó a Ellen, pero cuando ella se volvió hacia él con la intención de responder, vio que tenía la boca llena de grava que se derramaba. Harry estiró el cuello anquilosado primero hacia un lado, luego hacia el otro.

– Escucha -dijo intentando fijar la vista en Sven Sivertsen, que estaba acostado en el colchón que había en el suelo-. La chica con la que acabo de hablar por teléfono ha puesto en marcha, por ti y por mí, un asunto que no sólo puede costarle el empleo, sino también que la encierren por complicidad. Necesito algo que pueda tranquilizarla un poco.

– ¿A qué te refieres?

– Quiero que vea una copia de las fotos que tienes de Waaler y tú en Praga.

Sivertsen se rió.

– ¿Eres un poco corto, Harry? Te he dicho que es la única carta de la que dispongo para negociar. Si me la juego ahora, puedes ir dando por terminada la acción de rescate de Sivertsen.

– Puede que lo hagamos antes de lo que imaginas. Han encontrado una foto tuya en el Frognerparken, una foto del sábado. Pero ninguna del día que asesinaron a Barbara Svendsen. Bastante extraño, ya que los japoneses llevan todo el verano bombardeándolo con sus flashes, ¿no te parece? Como mínimo, son malas noticias para la historia que me has contado. Por eso quiero que llames a tu chica y le pidas que le envíe esa foto por correo electrónico o por fax a Beate Lønn, de la policía Científica. Ella puede difuminar la cara de Waaler si piensas que necesitas conservar tu supuesta carta de triunfo. Pero quiero ver una foto tuya y de otro tío en esa plaza. Un tío que quizá sea Waaler.

– La plaza Václav.

– Lo que sea. Tu chica tiene una hora a partir de este momento. Si no, nuestro acuerdo es historia. ¿Entiendes?

Sivertsen se quedó mirándolo un buen rato, antes de contestar.

– No sé si estará en casa.

– No está trabajando -dijo Harry-. Una pareja sentimental preocupada y embarazada. Está en casa esperando tu llamada, ¿verdad? Espero por tu bien que así sea. Quedan cincuenta y nueve minutos.

La mirada de Sivertsen mariposeaba por toda la habitación hasta que, finalmente, volvió a aterrizar en Harry. Negó con la cabeza.

– No puedo, Hole. No puedo mezclarla en esto. Ella es inocente. De momento, Waaler no sabe de su existencia ni dónde vivimos en Praga, pero si esto nos sale mal, sé que lo averiguará. Y entonces también irá a por ella.

– ¿Y qué crees que le parecerá a ella verse sola con un niño cuyo padre está cumpliendo cadena perpetua por cuatro asesinatos? La peste o el cólera, Sivertsen. Cincuenta y ocho.

Sivertsen apoyó la cara en las manos.

– Joder…

Cuando levantó la vista, vio que Harry estaba ofreciéndole el móvil.

Se mordió el labio inferior. Cogió el teléfono. Marcó un número. Se llevó el aparato a la oreja. Harry miró el reloj. El segundero se movía incansable. Sivertsen se movía intranquilo. Harry contó veinte segundos.

– ¿Bueno?

– Puede que se haya ido a ver a su madre, que vive en Brno -dijo Sivertsen.

– Peor para ti -respondió Harry con la mirada todavía puesta en el reloj-. Cincuenta y siete.

Entonces, oyó que el teléfono se caía al suelo, levantó la vista y le dio tiempo a ver la cara desencajada de Sivertsen antes de sentir la mano que se aferraba a su cuello. Harry levantó ambos brazos con fuerza alcanzando las muñecas de Sivertsen, que se vio obligado a soltarlo. Harry lanzó el puño contra la cara que tenía delante, dio con algo, notó cómo cedía. Pegó otra vez, sintió la sangre que le corría caliente y viscosa por entre los dedos e hizo una extraña asociación: era mermelada de fresa recién hecha que caía en las rebanadas de pan blanco, en casa de la abuela. Levantó la mano para golpear otra vez. Vio a aquel hombre que, encadenado e indefenso, intentaba cubrirse, pero tal visión lo hizo sentir aún más ira. Cansado, asustado e iracundo.

Wer ist da?

Harry se quedó de piedra. Sivertsen y él se miraron. Ninguno de los dos había pronunciado una sola palabra. La voz gutural procedía del teléfono móvil que estaba en el suelo.

Sven? Bist du es, Sven?

Harry cogió el teléfono y se lo puso en la oreja.

Sven is here -dijo despacio-. Who are you?

Eva -respondió una voz de mujer que sonó nerviosa-. Bitte, was ist passiert?


– Beate Lønn.

– Harry. Yo…

– Cuelga y llámame al móvil.

Ella colgó.

Diez segundos más tarde la tenía en lo que él seguía insistiendo en llamar el hilo.

– ¿Qué pasa?

– Nos están vigilando.

– ¿Cómo?

– Tenemos un programa de detección de pirateo informático que nos alerta si alguien interviene el tráfico en nuestro teléfono y correo electrónico. Se supone que es para protegernos de los delincuentes, pero Bjørn asegura que en este caso parece ser el mismo operador de la red.

– ¿Son escuchas?

– No lo creo. Pero, como quiera que sea, alguien está registrando todas las llamadas y los correos entrantes y salientes.

– Se trata de Waaler y sus chicos.

– Lo sé. Y ahora están al tanto de que me has llamado, lo que a su vez significa que no puedo seguir ayudándote, Harry.

– La chica de Sivertsen va a enviar una foto de una cita que Sivertsen tuvo con Waaler en Praga. La foto muestra a Waaler de espaldas y no puede ser utilizada como prueba de nada en absoluto, pero quiero que la mires y me digas si parece fiable. Ella tiene la foto en el ordenador así que te la puede enviar por correo. ¿Cuál es la dirección de correo electrónico?

– ¿No me estás escuchando, Harry? Ellos ven todos los remitentes y los números de todos los que llaman. ¿Qué crees que pasará si recibimos un correo o un fax de Praga, precisamente en estos momentos? No puedo hacerlo, Harry. Y tengo que inventarme una explicación plausible de por qué me has llamado y yo no soy tan rápida pensando como tú. ¿Dios mío, qué le voy a decir?

– Tranquila, Beate. No tienes que decir nada. Yo no te he llamado.

– ¿Qué dices? Me has llamado ya tres veces.

– Sí, pero no lo saben. Estoy utilizando un móvil que me ha prestado un amigo.

– ¿Así que te esperabas esto?

– No, esto no. Lo hice porque los teléfonos móviles envían señales a las estaciones base que indican el área de la ciudad donde se encuentra quien realiza la llamada. Si Waaler tiene gente en la red de telefonía móvil intentando rastrear el mío, van a tenerlo bastante difícil, porque no para de moverse por toda la ciudad.

– Quiero saber lo menos posible sobre todo esto, Harry. Pero no envíes nada aquí. ¿Vale?

– Vale.

– Lo siento, Harry.

– Ya me has dado el brazo derecho, Beate. No tienes que pedir perdón por querer conservar el izquierdo.


Llamó a la puerta. Cinco golpes rápidos justo debajo de la placa donde ponía 303. Era de esperar, lo bastante fuertes como para resonar por encima de la música. Esperó. Iba a aporrear la puerta otra vez cuando oyó que bajaban el volumen y, enseguida, el sonido de unos pies descalzos que caminaban por el interior. Se abrió la puerta. Parecía recién levantada.

– ¿Sí?

Le enseñó su identificación que, en rigor, era falsa, ya que había dejado de ser policía.

– Una vez más, perdón por lo ocurrido el sábado -dijo Harry-. Espero que no os asustarais mucho cuando entraron con tanta violencia.

– No pasa nada -dijo ella con una mueca-. Supongo que sólo estabais haciendo vuestro trabajo.

– Sí. -Harry se balanceaba sobre los talones y echó una ojeada rápida a lo largo del pasillo-. Un colega de la Científica y yo estamos buscando huellas en el apartamento de Marius Veland. Estaban a punto de enviarnos un documento, pero se me ha fastidiado el portátil. Es muy importante y como tú estabas navegando por Internet el sábado, he pensado que…

Ella le dio a entender con un gesto que sobraba la explicación y lo invitó a pasar.

– El ordenador está encendido. Supongo que debería disculparme por el desorden o algo así, pero espero que te parezca bien, en realidad, me importa una mierda.

Se sentó delante de la pantalla, abrió el programa de correo electrónico, desplegó el trozo de papel con la dirección de Eva Marvanova y la tecleó en un teclado grasiento. Fue un mensaje breve. Ready. This address. Enviar.

Se giró en la silla y miró a la chica, que se había sentado en el sofá y se estaba poniendo unos vaqueros ajustados. Ni siquiera se había percatado de que no llevaba más que unas bragas, probablemente a causa de la camiseta estampada con una gran planta de cannabis.

– ¿Estás sola hoy? -preguntó, más que nada para decir algo mientras esperaba a Eva.

Por la expresión de su cara comprendió que no era una buena excusa para entablar conversación.

– Sólo folio el fin de semana -le respondió la chica oliendo un calcetín antes de ponérselo. Y sonrió satisfecha al constatar que Harry no tenía intención de seguirle el juego. Harry, por su parte, constató que la chica debía hacer una visita al dentista.

– Tienes un mensaje -dijo ella.

Él se volvió hacia la pantalla. Era de Eva. Ningún texto, sólo un archivo adjunto. Hizo doble clic en el archivo. La pantalla se volvió negra.

– Es viejo y va lento -dijo la chica sonriendo más aún-. Se le levantará, sólo tienes que esperar un poco.

Ante la vista de Harry empezaba a desplegarse una imagen en la pantalla, primero como un esmalte azul y luego, cuando no había más cielo, un muro gris y un monumento de color negro verdoso. Entonces apareció la plaza. Y luego, lo que la rodeaba. Sven Sivertsen. Y un tipo con una cazadora de cuero que daba la espalda a la cámara. Pelo oscuro. Nuca robusta. Por supuesto, no valdría como prueba, pero Harry no abrigaba la menor duda de que se trataba de Tom Waaler. Aun así, algo lo hizo seguir mirando la foto.

– Oye, tengo que ir al váter -dijo la chica. Harry no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba mirando-. Y se oye todo y yo soy bastante vergonzosa, ¿vale? Así que si pudieras…

Harry se levantó, murmuró un «gracias» y se marchó.

Ya en la escalera, en el rellano entre el tercero y el cuarto, se detuvo de pronto.

La foto.

No podía ser. Era teóricamente imposible.

¿O sí?

De todas formas, no podía ser verdad. Nadie haría una cosa así.

Nadie.

37

Lunes. Confesión


Los dos hombres que se miraban en la sala de la Congregación de la Santa Princesa Apostólica Olga eran de la misma estatura. El aire húmedo y caliente tenía un olor dulce y agrio, a incienso y tabaco. El sol llevaba cinco semanas brillando sobre Oslo a diario y el sudor corría abundante bajo la sotana de lana de Nikolái Loeb, mientras éste leía la plegaria que iniciaba la confesión.

– «Ve que ya has llegado al lugar de la curación, aquí está Cristo invisible dispuesto a recibir tu confesión.»

Había intentado conseguir una sotana más fina y moderna en la calle Welhaven, pero le dijeron que no tenían modelos para sacerdotes ortodoxos. Terminada la plegaria, dejó el libro junto a la cruz, sobre la mesa a la que estaban sentados. El hombre que tenía enfrente no tardaría en carraspear. Todos carraspeaban antes de la confesión, como si los pecados viniesen encapsulados en saliva y mucosidad. Nikolái creía haber visto a aquel hombre con anterioridad, pero no recordaba dónde. Y su nombre no le decía nada. El hombre se mostró un tanto sorprendido cuando comprendió que la confesión se celebraría cara a cara y que, además, tendría que dar su nombre. Y Nikolái sospechaba que el hombre no le había dado su verdadero nombre. Tal vez viniese de otra congregación. A veces acudían a él con sus secretos porque la suya era una iglesia pequeña y anónima donde no conocían a nadie. Nikolái había absuelto en varias ocasiones a miembros de la Iglesia Estatal noruega. Si lo pedían, él les daba la absolución, la misericordia del Señor es grande.

El hombre carraspeó. Nikolái cerró los ojos y se prometió a sí mismo que, tan pronto como llegase a casa, limpiaría su cuerpo con un baño y sus oídos con Tchaikovski.

– Dice la Biblia que el deseo, como el agua, busca el fondo más abyecto, padre. Si existe una abertura, una fisura o una grieta en tu carácter, el deseo la encontrará.

– Todos somos pecadores, hijo mío. ¿Quieres confesar algún pecado?

– Sí. He sido infiel a la mujer que amo. He estado con una mujer de vida disipada. Pese a que no la amo, he sido incapaz de dejar de verla.

Nikolái ahogó un bostezo.

– Continúa.

– Yo… Esa mujer llegó a ser una obsesión.

– Llegó a ser, dices. ¿Significa que has dejado de buscar su compañía?

– Fallecieron.

Nikolái se sentía intrigado no sólo por lo que decía, sino también por el tono de voz.

– ¿Quiénes?

– Ella estaba embarazada. Creo.

– Siento mucho tu pérdida, hijo mío. ¿Sabe tu mujer algo al respecto?

– Nadie sabe nada.

– ¿Cómo murió?

– De un tiro en la cabeza, padre.

De repente, el sudor parecía haberse congelado en la piel de Nikolái Loeb. El sacerdote tragó saliva.

– ¿Quieres confesar algún otro pecado, hijo mío?

– Sí. Hay una persona. Un policía. He visto que la mujer que amo va a verle a él. Tengo pensamientos… Pienso que querría…

– ¿Sí?

– Pecar. Eso es todo, padre. ¿Puedes rezar el rezo de la absolución?

La habitación se quedó en silencio.

– Yo… -balbució Nikolái.

– Tengo que irme, padre. Por favor.

Nikolái volvió a cerrar los ojos. Luego empezó a salmodiar la oración. Y no abrió los ojos hasta que llegó a «Yo te absuelvo de todos tus pecados en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».

Concluida la plegaria, hizo la señal de la cruz sobre la cabeza del pecador.

– Gracias -susurró el hombre. Luego se dio la vuelta y salió raudo de la minúscula sala.

Nikolái permaneció inmóvil, con el eco de sus palabras aún resonando entre las paredes. Creía recordar dónde lo había visto antes. En la casa parroquial de Gamle Aker. Llevó una estrella de Belén nueva, para sustituir la que se había roto.

Su condición de sacerdote imponía a Nikolái el secreto de confesión, que no tenía intención alguna de violar pese a lo que había oído. Sin embargo, había algo en la voz de aquel hombre, la forma en que había dicho que iba a… ¿Iba a hacer qué?

Nikolái se asomó a la ventana. ¿Dónde se habían metido las nubes? Era tal el bochorno que tendría que ocurrir algo muy pronto. Lluvia. Pero antes, truenos y relámpagos.

Cerró la puerta, se arrodilló ante el pequeño altar y rezó. Rezó con un fervor que llevaba años sin sentir. Pidió consejo y fuerza. Y pidió perdón.


Bjørn Holm se presentó en la puerta del despacho de Beate a las dos de la tarde para anunciarle que tenían algo que debía ver.

Beate se levantó y lo siguió hasta el laboratorio fotográfico, donde Holm señaló una foto que aún se estaba secando.

– Es del lunes pasado -explicó Bjørn-. Tomada sobre las cinco y media, es decir, aproximadamente media hora después de que disparasen a Barbara Svendsen en la plaza de Carl Berner. A esa hora se puede llegar en poco tiempo al Frognerparken.

En la foto había una chica que sonreía frente a la fuente. A su lado podía verse parte de una estatua. Beate sabía cuál era. La de la muchacha saltando en el árbol. Un día de domingo, cuando era pequeña, fue al Frognerparken con sus padres a dar un paseo. Ella se detuvo delante de la estatua y su padre le explicó que la intención del escultor Gustav Vigeland era que la muchacha simbolizara el temor de una joven ante la maternidad y la vida adulta.

Ahora, en cambio, Beate no se quedó mirando a la muchacha, sino la espalda de un hombre que aparecía en la periferia de la foto. Estaba delante de un cubo de basura verde. Y sostenía en la mano una bolsa de plástico de color marrón. Llevaba un maillot amarillo ajustado y pantalones negros de ciclista. Se protegía la cabeza con un casco negro y llevaba gafas de sol y mascarilla.

– El mensajero ciclista -susurró Beate.

– Puede -dijo Bjørn Holm-. Pero, por desgracia, va enmascarado.

– Puede.

La voz de Beate sonó como un eco. Extendió el brazo sin apartar la mirada de la foto.

– La lupa…

Holm la encontró en la mesa, entre las bolsas de productos químicos, y se la dio.

Ella guiñó ligeramente un ojo mientras pasaba el cristal convexo por la instantánea.

Bjørn Holm observaba a su superior. Ni que decir tiene que había oído historias sobre Beate Lønn cuando trabajaba en el grupo de Delitos Violentos. Rumores según los cuales se había pasado días enteros encerrada en House of Pain, la sala de vídeo herméticamente cerrada, estudiando los vídeos de atracos secuencia tras secuencia, y descubriendo detalle tras detalle de la constitución, el lenguaje corporal, los contornos del rostro que se ocultaba bajo la máscara, hasta que, al final, descubría la identidad del atracador porque lo había visto en otra toma, por ejemplo de un atraco a Correos de hacía quince años, antes de que ella fuera adolescente siquiera, una toma que estaba guardada en el disco duro que contenía un millón de caras y todos y cada uno de los atracos cometidos en Noruega desde que existía la vigilancia con cámaras de vídeo. Había quien aseguraba que esa capacidad de Beate se debía a la singular constitución de su gyrus fusiforme-, esa parte del cerebro que reconoce rostros, que era más bien un talento natural. De ahí que Bjørn Holm no mirase la foto, sino los ojos de Beate Lønn, que examinaban minuciosamente la instantánea que tenían delante en busca de todos aquellos detalles nimios que él mismo nunca sería capaz de apreciar, porque carecía de la sensibilidad específica para las identidades.

Y observándola se percató de que lo que Beate Lønn examinaba a través de la lupa no era la cara del hombre.

– La rodilla -dijo-. ¿Lo ves?

Bjørn Holm se acercó.

– ¿A qué te refieres?

– En la izquierda. Parece una tirita.

– ¿Insinúas que hemos de buscar a personas con una tirita en la rodilla?

– Muy gracioso, Holm. Antes de averiguar de quién es la foto, tenemos que comprobar si cabe la posibilidad de que ése sea el asesino de la bicicleta.

– ¿Y cómo hacemos eso?

– Vamos a visitar al único hombre que sabemos que ha visto de cerca al mensajero asesino. Haz una copia de la foto mientras yo saco el coche.


Sven Sivertsen miró perplejo a Harry, que acababa de explicarle su teoría. Una teoría imposible.

– De verdad que no tenía ni idea -murmuró Sivertsen-. Nunca vi ni una foto de las víctimas en los periódicos. Citaron los nombres en los interrogatorios, pero no me decían nada.

– De momento sólo es una teoría -observó Harry-. No sabemos si se trata del mensajero asesino. Necesitamos pruebas concretas.

Sivertsen exhibió una mueca.

– Más valdría que intentaras convencerme de que ya tienes suficiente para que me declaren inocente, de que acceda a que nos entreguemos, así tendrás las pruebas contra Waaler.

Harry se encogió de hombros.

– Puedo llamar a mi jefe, Bjarne Møller, y pedirle que venga a sacarnos de aquí con un coche patrulla.

Sivertsen negó, vehemente, con la cabeza.

– Dentro del cuerpo de policía ha de haber implicados que estén por encima de Waaler. No me fío de nadie. Primero tendrás que conseguir las pruebas.

Harry cerraba y abría la mano sin parar.

– Tenemos una alternativa. Una que nos puede proteger a los dos.

– ¿Cuál?

– Ir a la prensa y darles lo que tenemos. Tanto sobre el mensajero asesino como sobre Waaler. Cuando salga en los medios, será demasiado tarde para que puedan actuar.

Sivertsen lo miró dudoso.

– Se nos agota el tiempo -advirtió Harry-. Se está acercando. ¿No lo notas?

Sivertsen se frotó la muñeca.

– De acuerdo -convino al fin-. Hazlo.

Harry metió la mano en el bolsillo trasero y sacó una tarjeta de visita doblada. Tal vez porque imaginaba las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer. O porque no podía ni imaginarlas. Marcó el número del trabajo. Contestaron con una rapidez sorprendente.

– Aquí Roger Gjendem.

Harry oyó de fondo el rumor de voces, el teclear de ordenadores y el timbre de los teléfonos.

– Soy Harry Hole. Quiero que prestes atención, Gjendem. Tengo información relativa a los asesinatos del mensajero ciclista. Y a un asunto de tráfico de armas que involucra a un colega mío de la policía. ¿Comprendes?

– Creo que sí.

– Bien. Te doy la exclusiva si lo publicas en el Aftenposten online lo antes posible.

– Por supuesto. ¿Desde dónde llamas, Hole?

Gjendem sonó menos sorprendido de lo que Harry esperaba.

– Eso no importa. Tengo información que demostrará que Sven Sivertsen no es el mensajero asesino y que un destacado oficial de policía está involucrado en una banda que lleva años dedicándose al tráfico de armas en Noruega.

– Es fantástico. Pero doy por hecho que lo comprenderás: no puedo escribir todo eso basándome exclusivamente en una conversación telefónica.

– ¿A qué te refieres?

– Ningún periódico serio publicaría una acusación contra un comisario de policía implicado en el tráfico de armas sin haber verificado que la fuente es fiable. No es que dude de que seas quien dices ser, pero ¿cómo sé que no estás borracho o loco o ambas cosas? Si no lo verifico, pueden demandar al periódico. Será mejor que nos veamos, Hole. Y escribiré lo que me digas y como me lo digas. Te lo prometo.

Se produjo una pausa durante la cual Harry oyó reír a alguien. Una risa despreocupada y alegre.

– Y olvídate de llamar a otros periódicos, te darán la misma respuesta. Confía en mí, Hole.

Harry suspiró.

– De acuerdo -accedió al fin-. En el Underwater, calle Dalsbergstien. A las cinco. Tú solo. Si no, me largo. Y ni una palabra de esto a nadie, ¿entendido?

– Entendido.

– Nos vemos.

Harry pulsó el botón de apagado y se mordió el labio inferior.

– Espero que haya sido una buena idea -dijo Sven.


Bjørn Holm y Beate Lønn dejaron la transitada avenida Bygdøy y, un segundo después, entraron en otra más tranquila, ribeteada de chalés de madera descomunales a un lado y de elegantes bloques de ladrillo al otro. La calle estaba salpicada de coches de marcas alemanas.

– Barrio de ricachones -dijo Bjørn.

Se detuvieron ante un bloque que tenía el mismo color amarillo que las casas de muñecas.

Al segundo timbrazo, se oyó una voz en el portero automático.

– ¿Sí?

– ¿André Clausen?

– Yo diría que sí.

– Beate Lønn, de la policía. ¿Podemos entrar?

André Clausen los esperaba en la puerta enfundado en un batín corto.

Se rascaba la costra de una herida que tenía en la mejilla mientras hacía un tibio intento de ahogar un bostezo.

– Lo siento -se excusó-. Anoche llegué tarde a casa.

– ¿De Suiza, quizá?

– No, he estado en mi cabaña. Adelante, adelante.

El salón de Clausen era demasiado pequeño para su colección de arte y Bjørn Holm constató de una ojeada que su gusto se decantaba más por Liberace que por el minimalismo. Había allí fuentes susurrantes y en una de las esquinas una diosa desnuda se estiraba hacia los frescos sixtinos del techo.

– En primer lugar, quiero que te concentres y pienses en el día que viste al mensajero asesino en la recepción del despacho de abogados -dijo Beate-. Y luego mira esto.

Clausen cogió la foto y la estudió mientras se pasaba la yema del dedo por la herida de la mejilla. Entre tanto, Bjørn Holm echaba un vistazo al salón.

Oyó los pasos de un perro tras una puerta y, enseguida, el sonido de unas garras rascando la madera.

– Podría ser -dijo Clausen.

– ¿Podría ser? -Beate estaba sentada en el borde de la silla.

– Es muy posible. La indumentaria es la misma. El casco y las gafas de sol también.

– Bien. Y la tirita en la rodilla, ¿la llevaba ese día?

Clausen soltó una risita.

– Como ya he dicho, no tengo por costumbre estudiar los cuerpos de los hombres con tanto detenimiento. Pero si eso os hace felices, puedo decir que tengo la sensación inmediata de que éste es el hombre que vi. Más detalles-Hizo un gesto de resignación.

– Gracias -dijo Beate poniéndose de pie.

– Ha sido un placer -dijo Clausen imitándola para acompañarlos a la puerta, donde les estrechó la mano.

A Holm le resultó un gesto un tanto extraño, pero lo secundó. En cambio, cuando Clausen fue a dársela a Beate, ella negó con la cabeza y, con una sonrisa, explicó:

– Perdona, pero tienes sangre en los dedos. Y te está sangrando la mejilla.

Clausen se tocó la cara.

– Vaya, es verdad -dijo sonriendo-. Es Truls. Mi perro. Jugamos con más ímpetu de la cuenta en la cabaña este fin de semana.

Miró a Beate con una sonrisa cada vez más amplia.

– Adiós -dijo Beate.

Bjørn Holm ignoraba la razón, pero al salir otra vez al calor estival, sintió un escalofrío.


Klaus Torkildsen había enfocado ambos ventiladores hacia su cara pero, al parecer, lo único que conseguía con ello era que le devolviesen el aire caliente de las máquinas. Golpeó con el dedo el grueso cristal de la pantalla. Bajo el número interno de la calle Kjølberggata. El abonado acababa de colgar. Era la cuarta vez que aquella persona hablaba justo con aquel número de móvil. Siempre conversaciones breves.

Hizo doble clic en el número de teléfono para comprobar el nombre del abonado. Un nombre apareció en la pantalla. Hizo doble clic en el nombre, con la idea de ver la dirección y la profesión. Hecho esto, marcó el número al que debía llamar cuando tuviera cualquier información.

Alguien levantó un auricular.

– Soy Torkildsen, de Telenor. ¿Con quién hablo?

– No te preocupes por eso, Torkildsen. ¿Qué tienes para nosotros?

Torkildsen notaba que los brazos mojados se le pegaban al cuerpo.

– He comprobado algunas cosas -aseguró-. El teléfono móvil de Hole está en constante movimiento y es imposible de localizar. Pero hay otro móvil desde el que han llamado varias veces al número de la calle Kjølberggata.

– De acuerdo. ¿Quién es?

– El abonado es Øystein Eikeland. Está registrado como taxista.

– ¿Y qué?

Torkildsen sacó el labio inferior e intentó soplar por debajo de las gafas empañadas.

– Pensé que podía haber una conexión entre un teléfono que se mueve por toda la ciudad constantemente y un taxista.

Hubo un silencio al otro lado del hilo telefónico.

– ¿Hola? -dijo Torkildsen.

– Recibido -dijo la voz-. Sigue con el rastreo, Torkildsen.

Justo cuando Bjørn Holm entraba en la recepción de la calle Kjølberggata, sonó el móvil de Beate.

Ella lo sacó del cinturón, miró la pantalla y se llevó el aparato a la oreja describiendo un arco en el aire con la mano.

– ¿Harry? Dile a Sivertsen que se suba la pernera izquierda. Tenemos una foto de un ciclista enmascarado con una tirita en la rodilla. Tomada delante de la fuente del parque, a las cinco y media del pasado lunes. Y el tipo lleva una bolsa de plástico marrón.

Bjørn tuvo que dar varias zancadas para seguir el ritmo al que caminaba por el pasillo aquella mujer tan menuda. Oyó el repiqueteo de una voz por el teléfono.

Beate entró en el despacho.

– ¿Ni tirita ni herida? Ya, bueno, sé que eso no prueba nada. Pero para tu información te diré que André Clausen poco menos que acaba identificar al ciclista de la foto como el que vio en el despacho de Halle, Thune y Wetterlid.

Beate se sentó ante su escritorio.

– ¿Qué?

Bjørn Holm vio que el asombro dibujaba en su frente un par de ángulos de alférez.

– De acuerdo.

Dejó el teléfono y miró al colega fijamente, como si no supiera si creerse lo que acababa de oír.

– Harry cree que sabe quién es el mensajero asesino -le reveló.

Bjørn no contestó.

– Pregunta si el laboratorio está libre -dijo Beate-. Nos ha dado una nueva tarea.

– ¿Qué clase de tarea?

– Una verdadera mierda de tarea.


Øystein Eikeland estaba en el taxi, en la parada al pie de la colina de St. Hanshaugen, con los ojos medio cerrados pero mirando al otro lado de la calle, donde una chica de largas piernas ingería su dosis de cafeína sentada en una silla, en la acera, delante del Java. La música country que se colaba por los altavoces ahogó el zumbido del aire acondicionado.

Faith has been broken, tears must be cried…

Decían las malas lenguas que el tema era de Gram Parson y que Keith y los Stones se la habían birlado para Sticky Fingers mientras estuvieron en Francia cuando los sesenta se habían acabado y ellos intentaban doparse para conseguir la genialidad.

Wild, wild horses couldn't drag me away…

Una de las puertas traseras se abrió de repente. Øystein se sobresaltó. Aquel hombre debía de haber llegado por detrás, desde el parque. El retrovisor le mostró una cara bronceada por el sol, unas mandíbulas poderosas y gafas de sol opacas.

– Al lago de Maridalsvannet.

Lo dijo con una voz suave que, no obstante, dejó traslucir un tono imperioso.

– Si no es mucha molestia… -añadió el cliente.

– No, no -murmuró Øystein antes de bajar la música y dar una última calada al cigarrillo, que arrojó por la ventanilla abierta.

– ¿A qué parte del lago?

– Tú conduce. Ya te avisaré.

Se deslizaron por la calle Ullevålsveien.

– Han dicho que va a llover -comentó Øystein.

– Ya te avisaré -repitió la voz.

«Adiós propina», pensó Øystein.

Diez minutos más tarde salieron de las zonas residenciales y de repente, se vieron rodeados exclusivamente por campos y fincas, con el lago Maridalsvannet de fondo, un cambio tan brusco de la zona urbana a la rural que un pasajero americano le preguntó una vez si habían entrado en un parque temático.

– Puedes girar a la izquierda allí delante -dijo la voz.

– ¿Adentrarme en el bosque? -preguntó Øystein.

– Sí. ¿Te pone nervioso?

A Øystein no se le había ocurrido ponerse nervioso. No hasta ese momento. Volvió a mirar por el retrovisor, pero el hombre se había movido hacia la ventana y sólo se le veía la mitad de la cara.

Øystein redujo, puso el intermitente izquierdo y cruzó la carretera. El camino de gravilla que se extendía ante ellos era estrecho y estaba lleno de baches donde crecía la hierba.

Øystein vaciló un instante.

Hacia la mitad del camino se veían unas ramas cuyas verdes hojas se movían al trasluz como invitándolos a que siguieran adentrándose en la fronda. Øystein pisó el freno. La gravilla crujía bajo los neumáticos. El coche se detuvo.

Sony -le dijo al retrovisor-. Acabo de arreglar los bajos del coche por cuarenta mil. Y no tenemos obligación de ir por estos caminos. Puedo llamar a otro taxi, si quieres.

El hombre del asiento trasero parecía sonreír, por lo menos, su mitad visible.

– ¿Y qué teléfono pensabas usar para hacer esa llamada, Eikeland?

Øystein notó que se le erizaban los pelos de la nuca.

– ¿El tuyo? -susurró la voz.

El cerebro de Øystein buscaba desesperadamente una salida.

– ¿O el de Harry Hole? -continuó el hombre.

– No estoy del todo seguro de saber de qué estás hablando, mister, pero nuestro recorrido termina aquí.

El hombre soltó una risotada.

¿Mister? No lo creo, Eikeland.

Øystein sintió la necesidad de tragar saliva, pero consiguió dominar el impulso.

– Escucha, no te voy a cobrar, ya que no te he podido llevar hasta tu destino. Bájate y espera aquí mientras te consigo otro taxi.

– Según tus antecedentes, eres bastante listo, Eikeland. Así que supongo que entiendes qué es lo que estoy buscando. Odio tener que recurrir a frases hechas, pero ¿qué vía elegimos, la fácil o la difícil? Tú decides.

– ¡De verdad que no entiendo que… ¡Ay!

El hombre le propinó una bofetada justo por encima del reposacabezas y, al inclinarse instintivamente hacia delante, Øystein notó con sorpresa que se le llenaban los ojos de lágrimas. No porque le hubiese dolido. Fue un golpe como los que daban en primaria, ligero, como una iniciación a la humillación. Sin embargo, era obvio que sus glándulas lacrimales ya habían captado lo que el resto del cerebro se negaba a comprender: que se encontraba en un aprieto muy serio.

– ¿Dónde tienes el teléfono de Harry, Eikeland? ¿En la guantera? ¿En el maletero? ¿En el bolsillo, quizá?

Øystein no contestó. Estaba sentado mientras la vista le alimentaba el cerebro. Bosque a ambos lados. Algo le decía que el hombre del asiento trasero estaba en buena forma, que lo alcanzaría en cuestión de segundos. ¿Operaba solo? ¿Debería pulsar la alarma que alertaba a los demás taxis? ¿Iría en contra de sus intereses involucrar en aquello a otras personas?

– Comprendo -dijo el hombre-. Eliges la vía difícil, ¿no?

Y sabes…

Øystein no tuvo tiempo de reaccionar cuando notó el brazo alrededor del cuello presionándole la cabeza contra el asiento.

– … en realidad, confiaba en que así fuera.

A Øystein se le cayeron las gafas. Quiso echar mano al volante, pero no consiguió alcanzarlo.

– Si pulsas la alarma te mato -le masculló el hombre al oído-. Y no estoy hablando en sentido figurado, Eikeland, sino en el literal de quitar la vida.

A pesar de que el cerebro no recibía oxígeno, Øystein Eikeland oía, veía y olía excepcionalmente bien. Podía ver la red de venas en el interior de sus propios párpados, oler la loción de después del afeitado del hombre y, al mismo tiempo, escuchar el leve tono penetrante de regocijo que resonaba en la voz del hombre como una correa de transmisión que estuviese floja.

– ¿Dónde está, Eikeland? ¿Dónde está Harry Hole?

Øystein abrió la boca y el hombre lo soltó un poco.

– No tengo ni idea de lo que…

El brazo volvió a atenazarlo.

– Último intento, Eikeland. ¿Dónde está tu compañero de cogorzas?

Øystein sintió el dolor, el doloroso deseo de vivir. Pero sabía que se le pasaría enseguida. Ya había vivido antes situaciones parecidas, esto sólo era una transición, un estadio previo a la indiferencia, mucho más grata. Los segundos transcurrían. Su cerebro empezaba a cerrar sucursales. Lo primero que perdió fue la visión.

El tipo lo soltó otra vez y el oxígeno afluyó al cerebro. Recuperó la visión y volvieron los dolores.

– Lo encontraremos de todos modos -dijo la voz-. Puedes elegir si antes o después de que tú nos hayas dejado.

Øystein sintió un objeto frío y duro que le acariciaba la sien. Luego la nariz. Había visto un buen repertorio de películas del Oeste, pero nunca un revólver del 45 tan de cerca.

– Abre la boca.

Y mucho menos los había saboreado.

– Cuento hasta cinco y disparo. Asiente con la cabeza si quieres decirme algo. Preferiblemente, antes de cinco. Uno…

Øystein trataba de combatir su miedo a la muerte. Intentó decirse a sí mismo que el ser humano es racional y que aquel hombre no conseguiría nada matándolo a él.

– Dos…

«La lógica está de mi parte», se dijo Øystein. El cañón tenía un sabor nauseabundo a metal y sangre.

– Tres. Y no te preocupes por la funda del asiento, Eikeland. Pienso recoger y limpiar a fondo… después.

El cuerpo entero empezó a temblarle en una reacción incontrolada de la que sólo podía ser espectador y pensó en un misil que había visto en la tele y que tembló de la misma forma segundos antes de que lo lanzaran a un espacio sideral helado y vacío.

– Cuatro.

Øystein asintió con la cabeza. Enérgicamente y varias veces.

La pistola desapareció.

– Está en la guantera -confesó respirando con dificultad-. Me dijo que lo dejase encendido y que no lo cogiera si sonaba. Yo le di el mío.

– No me interesan los teléfonos -aseguró la voz-. Me interesa saber dónde está Hole.

– No lo sé. No me dijo nada. Sí, bueno, me dijo que era mejor para ambos que yo no lo supiera.

– Mintió -afirmó el hombre.

Dijo aquellas palabras con calma y serenidad. Øystein no era capaz de discernir si el hombre estaba enfadado o si encontraba divertida la situación.

– Sólo mejor para él, Eikeland, no para ti.

Øystein sentía el cañón frío de la pistola como una plancha incandescente contra la mejilla.

– Espera. Sí que me dijo algo. Ahora lo recuerdo. Que pensaba esconderse en su casa.

Las palabras salieron de su boca con tal celeridad que, más que pronunciarlas, tuvo la sensación de haberlas bombeado.

– Ya hemos estado allí, idiota.

– No me refería a la casa donde vive, sino en Oppsal, donde se crió.

El hombre se echó a reír y Øystein notó un dolor penetrante en la nariz: el cañón de la pistola intentaba abrirse paso por uno de los orificios.

– Hemos estado rastreando tu teléfono las últimas horas, Eikeland. Sabemos en qué parte de la ciudad se encuentra. Y no es en Oppsal. Simplemente, estás mintiendo. O dicho de otro modo: cinco.

Se oyó un silbido. Øystein cerró los ojos. El silbido no cesaba. ¿Ya estaba muerto? Los silbidos dieron origen a una melodía. Algo conocido. Purple rain. Prince. Era el tono de llamada de un móvil.

– ¿Sí? ¿Qué pasa? -preguntó la voz a su espalda.

Øystein no se atrevía a abrir los ojos.

– ¿En el Underwater? ¿A las cinco? De acuerdo, reúne a todos enseguida, voy ahora mismo.

Øystein oyó detrás el crujir de un tejido. Había llegado la hora. Oyó también el canto de un pajarillo. Un gorjeo claro y maravilloso. No sabía de qué especie de pájaro se trataba. Debería saberlo. Y por qué. Debería haber aprendido por qué cantaban. Ahora no lo sabría nunca. Sintió una mano en el hombro.

Øystein abrió los ojos despacio y miró al retrovisor.

El destello de unos dientes relucientes y luego la voz con aquel timbre jubiloso:

– Al centro. Tengo prisa.

38

Lunes. La nube


Rakel abrió los ojos de repente. El corazón le latía rápido y desbocado. Se había dormido. Oyó el jaleo monótono de niños bañándose en la piscina Frognerbadet. Tenía un sabor algo amargo de hierba en la boca y el calor le pesaba en la espalda como un edredón. ¿Había soñado algo? ¿Sería eso lo que la había despertado?

Una inesperada ráfaga de viento le levantó el edredón y le erizó la piel.

Es curioso cómo a veces los sueños se escapan como pastillas de jabón, pensó dándose la vuelta. Comprobó que Oleg había desaparecido. Se incorporó apoyándose en los codos y miró a su alrededor.

Pero enseguida se puso de pie.

– ¡Oleg!

Salió corriendo.

Lo encontró cerca de la piscina del trampolín. Estaba sentado en el borde hablando con un chico al que creía haber visto con anterioridad. Un chico de su clase, tal vez.

– Hola, mamá. -Le sonrió.

Rakel lo cogió del brazo con más fuerza de la que pretendía.

– ¡Te he dicho mil veces que no puedes desaparecer así, sin avisarme!

– Pero, mamá, estabas durmiendo. No quería despertarte.

Oleg parecía sorprendido y un tanto apenado. El amigo se apartó un poco.

Ella soltó a Oleg. Dejó escapar un suspiro y miró hacia el horizonte. El cielo estaba azul, a excepción de una nube blanca que apuntaba hacia arriba, como si alguien acabara de lanzar un misil.

– Son cerca de las cinco, nos vamos a casa -dijo con voz ausente-. Hay que cenar.

Ya en el coche, camino a casa, Oleg preguntó si vendría Harry.

Rakel negó con la cabeza.

Mientras esperaban a que el semáforo del cruce de Smestad se pusiera verde, se agachó para ver la nube otra vez. No se había movido, pero estaba más alargada y tenía un toque de gris en el fondo.

Se recordó a sí misma que, cuando llegasen a casa, debía cerrar la puerta con llave.

39

Lunes. Reuniones


Roger Gjendem se detuvo y observó el agua que burbujeaba en el acuario del Underwater. Una imagen pasó titilando. Un niño de siete años se le acercaba nadando a brazadas rápidas y entrecortadas y el pánico claramente estampado en el semblante, como si él, Roger, el hermano mayor, fuese la única persona del mundo entero capaz de salvarlo. Roger gritó entre risas, pero Thomas no había comprendido que hacía ya rato que hacía pie y que sólo tenía que estirar las piernas. Roger había pensado en alguna ocasión que había enseñado a su hermano menor a nadar en agua, pero que, en realidad, se había hundido en tierra.

Se quedó unos segundos de pie al otro lado de la puerta del Underwater para que sus ojos se habituasen a la penumbra. Aparte del camarero, sólo vio a una persona en el local, una mujer pelirroja que estaba sentada medio de espaldas a él, con un vaso de cerveza y un cigarrillo entre los dedos. Roger bajó las escaleras hasta la planta baja y entró. Las tablas del suelo crujieron bajo sus pies y la pelirroja levantó la vista. Las sombras ocultaban su cara, pero había algo en su postura que lo inclinó a pensar que sería guapa. O que lo había sido. Se fijó en que había una bolsa junto a la mesa. Quizás ella también estuviese esperando a alguien.

Pidió una cerveza y miró el reloj.

Había dado unas vueltas por el vecindario para no llegar antes de las cinco, que era la hora acordada. No quería dar la impresión de tener demasiado interés, podía levantar sospechas. Ahora bien, ¿quién desconfiaría de un periodista por estar interesado en una información que significaba un giro copernicano en el asunto más importante de los meses estivales? Si es que aquella información era cierta…

Roger había intentado localizarlos mientras paseaba por las calles. Fue mirando si había algún coche aparcado donde no debía, alguien leyendo el periódico en una esquina, un indigente durmiendo en un banco. Pero no vio nada. Por supuesto, serían profesionales. Eso era lo que más miedo le daba. Saber que podían llevarlo a cabo sin ser descubiertos. En una ocasión, oyó a un colega borracho murmurar que, en los últimos años, habían ocurrido en la comisaría general cosas tan extrañas que, de haber aparecido en la prensa, el público no se las habría creído, pero Roger habría compartido la opinión del público.

Miró el reloj de nuevo. Las cinco y siete minutos.

¿Se precipitarían al interior del local en cuanto llegase Harry Hole? No le habían facilitado los pormenores, sólo le dijeron que debía presentarse a la hora convenida y comportarse como si estuviese trabajando. Roger dio un trago con la esperanza de que el alcohol le calmara los nervios.

Las cinco y diez. El camarero leía la revista Fjords sentado en una esquina de la barra.

– Perdón -dijo Roger.

El camarero apenas levantó la vista.

– ¿Por casualidad no habrá venido por aquí un tío alto y rubio con…?

Sony -lo interrumpió el camarero lamiéndose el pulgar para pasar la hoja-. Mi turno empezó justo antes de que llegaras tú. Pregúntale a esa mujer, la que está ahí sentada.

Roger dudó, dio otro trago de cerveza hasta dejar el nivel justo por debajo del logo de Rignes y se levantó.

– Perdón…

La mujer levantó la vista y lo miró con una suerte de media sonrisa.

– ¿Sí?

Entonces lo vio. No eran sombras lo que oscurecía su cara. Eran cardenales. En la frente. En los pómulos. Y en el cuello.

– Me iba a ver aquí con un tío, pero me temo que se ha marchado antes de que yo llegara. Más de uno noventa de estatura, pelo rubio muy corto.

– ¿Ah, sí? ¿Joven?

– Bueno. Ronda los treinta y cinco, creo. Tiene un aspecto algo… deteriorado.

– ¿Nariz roja y ojos azules con expresión jovial y envejecida al mismo tiempo?

La mujer seguía sonriendo, pero con una sonrisa introvertida, y Roger comprendió que no sonreía para él.

– Sí, podría ser él -respondió Roger algo inseguro-. ¿Ha estado…?

– No, yo también lo estoy esperando.

Roger la miró. ¿Sería una de ellos? ¿Una treintañera maltratada y borrachina? No le parecía muy probable.

– ¿Tú crees que vendrá? -preguntó Roger.

– No -respondió la mujer alzando el vaso-. Los que quieres que vengan, no vienen nunca. Los que vienen son los otros.

Roger volvió a la barra. Le habían retirado el vaso y pidió otra cerveza.

El camarero puso música. La melodía de Gluecifer hizo lo que pudo por arrojar luz a aquella oscuridad.

I got a war, baby, I got a war with you!

No acudiría. Harry Hole no iba a presentarse en el Underwater. ¿Qué consecuencias tendría aquello? Joder, no era culpa suya.

A las cinco y media se abrió la puerta.

Roger levantó la vista esperanzado.

Vio en el umbral a un hombre con una cazadora de cuero.

Roger hizo un gesto de negación con la cabeza.

El hombre echó una ojeada al local. Se pasó la mano por el cuello en posición horizontal. Y salió por la puerta.

El primer impulso de Roger fue seguirlo. Preguntarle qué significaba esa mano. ¿Que anulaban la operación? O que Thomas… En ese momento, su móvil empezó a sonar. Lo cogió.

No show? -dijo una voz.

No era el hombre de la cazadora y, definitivamente, tampoco era Harry. Sin embargo, había un tono vagamente familiar en aquella voz.

– ¿Qué hago ahora? -preguntó Roger bajito.

– Te quedas ahí hasta las ocho -ordenó la voz-. Si se presenta por ahí, llamas al número que te dieron. Nosotros tenemos que continuar.

– Thomas…

– A tu hermano no le ocurrirá nada mientras tú hagas lo que se te ordena. Y nada de esto saldrá a la luz.

– Por supuesto que no. Yo…

– Que tengas una buena noche, Gjendem.

Roger guardó el teléfono en el bolsillo y se abalanzó sobre la cerveza.

Al salir, respiraba con dificultad. Eran las ocho. Dos horas y media.

– ¿Qué te dije?

Roger se dio la vuelta. Allí estaba la mujer, justo a su espalda, llamando con el dedo índice al camarero, que se levantó desganado.

– ¿Qué querías decir con eso de los otros? -dijo.

– ¿Cómo que «los otros»?

– Antes has dicho que no son los que quieres, sino los otros, los que vienen.

– ¡Ah! Los otros son aquéllos con los que te has de conformar, querido.

– ¿Ajá?

– Como tú y como yo.

Roger se giró del todo. Había algo en la forma en que lo dijo. Sin dramatismo, sin seriedad, aunque con un timbre de leve resignación en la voz. Percibió en todo ello algo que reconocía, una especie de parentesco. Y ahora que la miraba a la cara advirtió también otros detalles. Los ojos. Los labios rojos. Seguro que había sido guapa.

– ¿Te ha pegado tu pareja? -preguntó.

Ella levantó la cabeza apuntándole con la barbilla, miró al camarero, que ya se acercaba con su cerveza.

– Sinceramente, no creo que sea de tu incumbencia, joven.

Roger cerró los ojos un momento. Aquél había sido un día muy raro desde el principio. Uno de los más raros de su vida. No existía motivo alguno para que dejase de serlo ahora.

– Podría llegar a ser de mi incumbencia -sugirió Roger.

Ella se dio la vuelta y clavó en él una mirada penetrante.

Él señaló con la cabeza hacia su mesa.

– A juzgar por el tamaño de la bolsa que llevas, lo que ahora tienes es un ex. Si necesitas un sitio esta noche para un aterrizaje de emergencia, tengo un apartamento muy grande con un dormitorio extra.

– ¿De verdad?

Respondió con un tono hostil, pero Roger observó que la expresión de su cara se había tornado inquisitiva, curiosa.

– Sí. De repente, este invierno, el apartamento se volvió enorme -confesó Roger-. Por cierto, pago con mucho gusto esa cerveza si me haces compañía. Pienso quedarme un rato.

– Bueno. Supongo que podemos quedarnos un rato a esperar juntos.

– ¿A alguien que no vendrá?

Rió con una risa triste, pero risa al fin.


Sven contemplaba desde la silla el campo que se extendía al otro lado de la ventana.

– Quizá deberías haber ido -opinó-. Puede que el periodista no tuviese la intención de…

– No lo creo -dijo Harry.

Estaba tumbado en el sofá, escrutando las volutas de humo que se elevaban en espiral hacia el techo gris.

– Creo que, sin ser muy consciente de ello, me dio un aviso.

– El hecho de que tú aludieras a Waaler como «un destacado oficial de policía» y el periodista se refiriese a él como «comisario» no significa necesariamente que él ya supiera quién era Waaler. Quizá lo adivinó por casualidad.

– En ese caso, metió la pata. A no ser que le tuviesen intervenido el teléfono y que él intentase avisarme.

– Estás paranoico, Harry.

– Puede, pero eso no significa necesariamente que…

– … que no vayan a por ti. Ya lo has dicho. ¿No hay otros periodistas a los que llamar?

– Ninguno en quien confíe. Además, creo que no debemos hacer muchas más llamadas con este móvil. En realidad, creo que voy a apagarlo. Pueden utilizar las señales para localizarnos.

– ¿Cómo? Es imposible que Waaler sepa qué teléfono estás utilizando.

Harry apagó el Ericsson, cuya luz verde se extinguió, y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.

– Sivertsen, es obvio que aún no has comprendido de lo que es capaz Tom Waaler. Mi amigo el taxista y yo habíamos acordado que, si todo iba bien, me llamaría desde una cabina entre las cinco y las seis. Son las seis y diez. ¿Has oído que sonara el teléfono?

– No.

– Es decir, cabe la posibilidad de que lo sepan todo sobre este teléfono. Se están acercando.

Sven suspiró.

– ¿Te han dicho alguna vez que tienes una marcada tendencia a repetirte, Harry? Además, veo que no te estás esforzando demasiado para sacarnos de este embrollo.

Harry respondió formando un denso anillo de humo que se elevó hacia el techo.

– Casi tengo la sensación de que deseas que nos encuentre. Y de que todo lo demás es puro teatro. Quieres que parezca que estamos intentando escondernos por todos los medios, sólo para asegurarte de que se deja engañar y nos sigue.

– Interesante teoría -murmuró Harry.


– El experto de Norske Møller confirmó tu sospecha -aseguró Beate en el auricular al tiempo que le indicaba a Bjørn Holm que saliera del despacho.

Comprendió, por los chasquidos, que Harry la llamaba desde una cabina.

– Gracias por la ayuda -respondió Harry-. Era justo lo que necesitaba.

– ¿Seguro?

– Eso espero.

– Acabo de llamar a Olaug Sivertsen, Harry. Está fuera de sí de preocupación.

– Ya.

– No sólo por su hijo. También teme por su inquilina, que se fue a pasar el fin de semana a una cabaña y no ha vuelto. No sé qué decirle.

– Lo menos posible. Pronto habrá terminado todo.

– ¿Puedes prometerlo?

La risa de Harry resonó como una metralleta con tos seca de fondo.

– Sí, eso sí que puedo prometerlo.

En ese momento, se oyó el chisporroteo del teléfono interno.

– Tienes visita -anunció una voz nasal de recepción. Sería una guardia de Securitas, pues ya eran más de las cuatro, pero Beate se había dado cuenta de que hasta el personal de Securitas empezaba a hablar por la nariz después de cierto tiempo en la recepción.

Beate pulsó el botón de la centralita algo pasada de moda que tenía delante.

– Dile a quien sea que espere un momento, estoy ocupada.

– Sí, pero…

Beate cortó la comunicación.

– No paran de dar la lata -se lamentó.

Junto con la respiración entrecortada de Harry en el auricular, oyó el ruido de un coche que frenaba hasta que se apagó el motor. Al mismo tiempo, percibió un cambio en el modo en que la luz iluminaba el despacho.

– Tengo que irme -dijo Harry-. Empezamos a tener prisa. Quizá te llame más tarde. Si las cosas salen como yo espero. ¿De acuerdo, Beate?

Beate colgó. Se había quedado mirando el umbral.

– Vaya -dijo Tom Waaler-. ¿No te despides de nuestro buen amigo?

– ¿No te han dicho en recepción que esperes?

– Sí, claro.

Tom Waaler cerró la puerta, tiró de un cordoncillo y las persianas blancas se desplomaron de golpe ante la ventana que daba al resto de las oficinas. Luego rodeó la mesa y se colocó junto a la silla, de cara al escritorio.

– ¿Qué es eso? -preguntó señalando los dos portaobjetos.

Beate respiraba nerviosamente por la nariz.

– Según el laboratorio, una semilla.

Waaler le puso la mano en la nuca suavemente. Beate se sobrecogió.

– ¿Estabas hablando con Harry?

Le rozó la piel con un dedo.

– Déjalo -respondió ella haciendo un esfuerzo por aparentar tranquilidad-. Quita la mano.

– Vaya, ¿no te ha gustado?

Waaler levantó ambas manos sonriendo.

– Pero antes sí que gustaba, ¿verdad, Lønn?

– ¿Qué quieres?

– Darte una oportunidad. Creo que te lo debo.

– ¿Así que eso piensas? ¿Por qué?

Beate levantó la cabeza y lo miró. Él se humedeció los labios y se inclinó hacia ella.

– Por tu diligencia. Y tu sumisión. Y por ese cono estrecho y frío.

Ella quiso golpearle, pero él le atrapó la muñeca en el aire y, sin soltarla, le torció el brazo hacia la espalda empujándolo hacia arriba. Beate cayó hacia delante jadeando y casi dio con la frente en la mesa. La voz de Waaler le resonó en el oído.

– Te brindo la oportunidad de conservar tu puesto de trabajo, Lønn. Sabemos que Harry te ha llamado desde el teléfono de su amigo el taxista. ¿Dónde está?

Beate respiraba con esfuerzo. Waaler siguió empujando el brazo hacia arriba.

– Ya sé que duele -dijo-. Y sé que el dolor no te persuadirá de que me cuentes nada. Es decir, esto es sólo para mi satisfacción personal. Y para la tuya.

Al decir esto, se frotó la bragueta contra el costado de Beate, que sentía la sangre zumbándole en los oídos. Finalmente, se dejó caer hacia delante. Dio con la cabeza en la centralita del teléfono interno y le arrancó un crujido.

– ¿Sí? -preguntó una voz nasal.

– Dile a Holm que venga en seguida -resopló Beate con la mejilla pegada al cartapacio.

– De acuerdo.

Waaler le soltó el brazo despacio. Beate se enderezó.

– Eres un cabrón -le dijo-. No sé dónde está Harry. Jamás se le ocurriría ponerme en una situación tan difícil.

Tom Waaler se la quedó mirando un buen rato. Escrutándola. Y, mientras lo hacía, Beate se percató de algo extraño: ya no le tenía miedo. La razón le decía que era más peligroso que nunca, pero vio en su mirada un destello nuevo. Waaler acababa de perder el control de sí mismo. Sólo unos segundos, pero era la primera vez que lo veía perder la compostura.

– Volveré a por ti -susurró-. Es una promesa. Y ya sabes que cumplo mis promesas.

– ¿Qué pasa…? -comenzó a preguntar Bjørn Holm apartándose rápidamente a un lado mientras Tom Waaler salía raudo por la puerta.

40

Lunes. La lluvia


Eran las siete y media, el sol apuntaba hacia la colina de Ullernåsen y, desde su balcón de la calle Thomas Heftye, la viuda Danielsen constató que por el fiordo de Oslo seguían entrando nubes blancas. Abajo, en la calle, vio pasar a André Clausen con Truls. No conocía por su nombre al individuo ni a su Golden Retriever, pero los había visto a menudo cuando venían caminando desde el barrio Las Terrazas de Gimle. Se detuvieron ante el semáforo en rojo en el cruce que había junto a la parada de taxis de la avenida Bygdøy. La viuda Danielsen suponía que se dirigían al Frognerparken.

Le pareció que ambos presentaban un aspecto un tanto desastroso. Además, era obvio que el perro necesitaba un baño.

Arrugó la nariz con expresión displicente al ver que el perro, sentado medio paso detrás de su dueño, levantaba las patas traseras y descargaba sus necesidades en la acera. Al comprobar que el dueño no hacía ademán de ir a recoger la porquería, sino que, al contrario, cruzó el paso de cebra tirando del perro en cuanto apareció el hombrecillo verde, la viuda Danielsen se indignó, pero, al mismo tiempo, se alegró un poco. Se indignó porque siempre la había preocupado el aspecto de la ciudad. Bueno, por lo menos, el aspecto de aquella parte de la ciudad. Y se alegró porque ya tenía tema para una nueva carta al director del Aftenposten, donde hacía algún tiempo que no publicaban nada suyo.

Se quedó contemplando la escena del crimen mientras perro y amo se movían de prisa y con un claro sentimiento de culpabilidad por la calle Frognerveien. Y por ese motivo y de forma involuntaria, se convirtió en testigo de la escena en que una mujer que iba corriendo en dirección contraria para cruzar con la luz verde, era víctima de la falta de sentido de responsabilidad de que adolecían algunos ciudadanos. La mujer estaba, al parecer, tan concentrada en llamar la atención del único taxi de la parada que no reparó en dónde pisaba. La viuda Danielsen resopló ruidosamente, echó una última ojeada al ejército de nubes y volvió al interior del apartamento con la intención de comenzar su carta al director.


Pasó un tren, como un soplo suave y prolongado. Olaug abrió los ojos y cayó en la cuenta de que estaba en el jardín.

Qué raro. No recordaba haber salido de la casa. Pero allí estaba, entre vías de tren y con el último aroma dulzón a cadáver de rosas y lilas en la nariz. La presión que sentía en la sien no había remitido, todo lo contrario. Miró al cielo. Estaba lleno de nubes. De ahí tanta oscuridad. Olaug se miró los pies desnudos. Piel blanca, venas violáceas, los pies de una persona mayor. Sabía por qué se había sentado justo allí. Era allí, justo allí, donde se sentaban ellos. Ernst y Randi. Un día que ella estaba en la ventana del cuarto del servicio los vio allí abajo, en la penumbra, junto al ya desaparecido rododendro. El sol estaba a punto de ponerse y él le murmuró algo en alemán, cogió una rosa y se la puso a su mujer en la oreja. Y ella se rió y acercó la cara a su cuello. Entonces, se giraron hacia el oeste, abrazados y en silencio. Ella apoyó la cabeza en el hombro del marido mientras los tres contemplaban la puesta de sol. Olaug no sabía en qué estarían pensando ellos dos, pero ella imaginaba que quizás, algún día, el sol volvería a salir. Era tan joven…

Olaug miró automáticamente hacia la ventana del cuarto de la chica. Ni Ina ni la joven Olaug, sólo una superficie negra que reflejaba nubes como palomitas.

Estaría llorando hasta el fin del verano. Tal vez un poco más.

Y luego, el resto de su vida, empezaría de nuevo, tal y como había hecho siempre. Ése era su plan. Porque había que tener un plan.

Notó un movimiento a su espalda. Olaug se dio la vuelta despacio y con dificultad. Notó también cómo la fresca hierba se soltaba del suelo cuando ella movió las plantas de los pies. De pronto se quedó petrificada.

Era un perro.

El animal la miraba como pidiendo perdón por algo que aún no había sucedido. En el mismo instante, algo apareció deslizándose desde las sombras, bajo los frutales, y se colocó junto al perro. Era un hombre. De ojos grandes y negros como los del perro. Olaug no podía respirar bien, como si alguien le hubiese metido un animalito en la garganta.

– Hemos mirado en la casa, pero no estabas -dijo el hombre ladeando la cabeza y observándola como si se tratara de un insecto interesante-. Tú no sabes quién soy, señora Sivertsen, pero yo tenía muchas ganas de conocerte.

Olaug abrió la boca, la volvió a cerrar. El hombre se acercó. Olaug miró tras él.

– Dios mío -susurró con los brazos extendidos.

La joven bajó las escaleras y recorrió entre risas el camino de gravilla en dirección a los brazos abiertos de Olaug.

– Estaba muy preocupada por ti -confesó Olaug.

– ¿Y eso? -preguntó Ina sorprendida-. Es que nos hemos quedado en la cabaña un poco más de lo planeado. Es verano, ya sabes.

– Sí, claro -dijo Olaug abrazándola fuerte.

El perro, un Setter inglés, se contagió de la alegría del reencuentro y empezó a saltar y a subir las patas a la espalda de Olaug.

– ¡Thea! -gritó el hombre-. ¡Siéntate!

Thea obedeció.

– ¿Y quién es este señor? -preguntó Olaug liberando por fin a Ina de su abrazo.

– Es Terje Rye. -Las mejillas de Ina ardían en el crepúsculo-. Mi prometido.

– Dios mío -dijo Olaug juntando las palmas de las manos.

El hombre le estrechó la mano con una amplia sonrisa. No era una belleza. Nariz respingona, pelo escaso y ojos demasiado juntos. Pero tenía una mirada abierta y directa que Olaug apreciaba.

– Mucho gusto -dijo él.

– Lo mismo digo -respondió Olaug confiando en que la oscuridad disimularía las lágrimas.


Toya Harang no percibió el olor hasta después de haber recorrido un buen trecho de la calle Josefine.

Miró al taxista con desconfianza. Era de tez morena, pero por lo menos, no era africano. En tal caso, no se habría atrevido a subirse en el taxi. No porque ella fuera racista, no, sino por una cuestión de cálculos de porcentajes.

¿Pero de dónde venía aquel olor?

Notaba la mirada del taxista desde el retrovisor. ¿Llevaría una indumentaria demasiado provocativa? ¿Sería el escote rojo demasiado bajo, la falda, demasiado corta, y las botas camperas? Pensó en una explicación más agradable. Seguramente, la habría reconocido de los primeros planos que sacaba hoy el periódico. «Toya Harang. Heredera del trono de la reina del musical», decía el titular. A decir verdad, el crítico del Dagbladet la había calificado de «torpemente encantadora» y aseguraba que tenía más credibilidad en el papel de la vendedora de flores Elisa que como la dama de la alta sociedad en que la convertía el profesor Higgins. Pero todos los críticos habían coincidido en que cantaba y bailaba mejor que nadie. Eso. ¿Qué habría dicho Lisbeth a eso?

– ¿De fiesta? -preguntó el taxista.

– En cierto modo -dijo Toya.

«Una fiesta para dos», se dijo. Para Venus y… ¿cómo era el otro nombre que le había dicho? Bueno, en cualquier caso, ella era Venus. Se le había acercado el día anterior durante la fiesta del estreno y le susurró al oído que era su admirador secreto. Luego la invitó a su casa aquella noche sin molestarse en ocultar sus intenciones y ella debería haber dicho que no. Por decencia, debería haber dicho que no.

– Seguro que lo pasarás bien -comentó el taxista.

Decencia. Y un no. Aún recordaba el olor a silo y a polvo de paja, y aún veía el cinturón oscilante del padre cortando los rayos de luz que se filtraban por las ranuras, por entre los maderos del hórreo, cuando intentaba hacérselo entender a base de golpes. Decencia y un no. Aún era capaz de sentir la mano de su madre acariciándole el pelo en la cocina después, mientras preguntaba por qué no podía ser como su hermana Lisbeth. Buena y aplicada. Y un día, Toya se soltó y dijo que así era ella, que quizá se pareciese a su padre, porque lo había visto cubrir a Lisbeth en el establo como si fuera una puerca. ¿O acaso su madre no lo sabía? Toya vio entonces que a su madre le cambiaba la cara, no porque no supiera que era mentira, sino porque comprendió que su hija no se detendría ante ningún medio con tal de herirlos. Y Toya gritó, gritó lo más alto que pudo, que los odiaba a todos. Entonces llegó su padre del salón, con el periódico en la mano; y ella vio en sus caras que sabían que, al decir aquello, no mentía.

¿Seguía odiándolos después de muertos? Lo ignoraba. No. Hoy no odiaba a nadie. No era ésa la razón por la que hacía lo que estaba haciendo. Era por diversión, sí. Y por la indecencia. Y porque se consideraba irresistiblemente prohibido.

Le pagó al taxista con doscientas coronas y una sonrisa y le dijo que se quedara con el cambio, pese al hedor que había en el coche. Y hasta que el taxi no se fue, no cayó en la cuenta de por qué el taxista la miraba tanto por el retrovisor. No era el coche el que apestaba, sino ella.

¡Mierda!

Raspó la suela de cuero de la bota campera de tacón alto contra el borde de la acera, donde aparecieron unas rayas marrones. Echó una ojeada a su alrededor en busca de un charco, pero en Oslo llevaban casi cinco semanas sin charcos.

Se dio por vencida, se fue hasta la puerta y llamó al timbre.

– ¿Sí?

– Soy Venus -anunció melosa.

Sonrió para sus adentros.

– Y aquí está Pigmalión -respondió la voz desde dentro.

¡Ése era el nombre!

La cerradura emitió un zumbido metálico. Ella vaciló un instante. Última posibilidad de retirada. Con un golpe de melena, tiró de la puerta.

Él estaba esperándola en el umbral con una copa en la mano.

– ¿Hiciste lo que te dije? -preguntó él-. ¿No le dijiste a nadie dónde ibas?

– Pues claro, ¿estás loco?

Toya alzó la vista al cielo con los ojos en blanco.

– Puede -respondió él abriendo la puerta del todo-. Entra y saluda a Galatea.

Toya se rió, pese a que no entendía lo que quería decir. Se rió aun a sabiendas de que algo terrible iba a suceder.


Harry encontró aparcamiento bajando por la calle Markveien, apagó el motor y salió del coche.

Encendió un cigarrillo y miró a su alrededor. No había nadie por las calles, se diría que todos se habían resguardado en sus casas. Las nubes de la tarde, de un blanco inocente, se habían desdoblado en el cielo y se habían convertido en una moqueta azul grisáceo.

Siguió las pintadas de las fachadas de los edificios hasta que llegó a la altura de la puerta. Se dio cuenta de que no le quedaba del cigarrillo más que el filtro y lo tiró. Llamó y aguardó un instante. Era tal el bochorno que le sudaban las manos. ¿O sería el miedo? Miró el reloj y tomó nota de la hora.

– ¿Sí? -La voz parecía irritada.

– Buenas noches, soy Harry Hole.

Ninguna respuesta.

– De la policía -añadió.

– Por supuesto. Lo siento, tenía la mente en otros asuntos. Pase.

Sonó el portero automático.

Harry subió las escaleras a grandes zancadas lentas.

Ambas lo esperaban en la puerta.

– Madre mía -dijo Ruth-. Está a punto de empezar.

Harry se detuvo delante de ellos en el rellano.

– La lluvia -añadió el Águila de Trondheim a modo de explicación.

– Ah, bien -respondió Harry frotándose las manos en los pantalones.

– ¿En qué podemos ayudarte, Hole?

– A atrapar al mensajero asesino -respondió Harry.


Toya se hallaba tumbada en la cama, en postura fetal, contemplándose a sí misma en la puerta de espejo suelta que había apoyada en la pared. Se oía la ducha en el piso de abajo. Él la estaba eliminando de su cuerpo. Se dio la vuelta. El colchón se adaptaba con suavidad a su cuerpo. Observó la foto. Sonreían a la cámara. De vacaciones. En Francia, posiblemente. Acarició la funda fresca del edredón. Su cuerpo también estaba frío. Frío y duro y musculoso, para ser tan viejo. Sobre todo el culo y los muslos. Según le dijo, se debía a que había sido bailarín. Y se pasó quince años entrenando aquellos muslos a diario, los músculos nunca desaparecerían.

Toya miró el cinturón negro de sus pantalones que estaban en el suelo.

Quince años. Nunca desaparecerían.

Se dio la vuelta, se tumbó de espaldas y se colocó un poco más arriba en la cama. Se oía el burbujeo del agua en el interior del colchón de goma. Sin embargo, a partir de ahora, todo sería diferente. Toya se había vuelto aplicada. Buena. Justo como querían mamá y papá. Se había convertido en Lisbeth.

Toya apoyó la cabeza en la pared y se hundió más en el colchón. Algo le hacía cosquillas entre los omoplatos. Era como estar tumbada en un barco que navegaba por un río. A saber de dónde le había venido aquel pensamiento.

Willy le había preguntado si no le importaría usar un consolador mientras él miraba. Ella se encogió de hombros. Ser buena. Él abrió la caja de las herramientas. Toya tenía los ojos cerrados y, aun así, vio los jirones de luz filtrándose por las paredes del granero. Y cuando él se corrió en su boca, le supo a silo. Pero no dijo nada. Ser aplicada.

Igualmente, fue una chica aplicada mientras Willy la instruía para que aprendiera a hablar y a cantar como su hermana. A caminar y a sonreír como ella. Willy les dio a los maquilladores una foto de Lisbeth y les explicó que quería que Toya tuviese el mismo aspecto. Lo único que no había conseguido era reír como Lisbeth, así que Willy le había pedido que no riera. En alguna ocasión se preguntó cuánto de aquel esfuerzo eran exigencias del guión y del papel de Elisa Doolittle y cuánto respondía al anhelo desesperado de Willy por Lisbeth. Y ahora que estaba acostada en aquella cama, se preguntaba si aquello no tendría que ver también con Lisbeth, tanto para Willy como para ella. ¿Qué fue lo que dijo Willy? El deseo busca el nivel más bajo.

Notaba una presión entre los omoplatos otra vez y se retorció molesta.

Para ser sincera, Toya no echaba mucho de menos a Lisbeth. No es que no le hubiera impresionado como a todo el mundo la noticia de la desaparición, pero el suceso le había abierto alguna que otra puerta. La habían entrevistado y su grupo, Spinnin' Wheel, acababa de recibir la oferta de dar una serie de conciertos en memoria de Lisbeth. Y después, el papel principal de My Fair Lady. Que además, prometía ser un éxito. En la fiesta del estreno, Willy dijo que debía prepararse para ser famosa. Una estrella. Una diva. Se metió la mano bajo la espalda. ¿Qué era aquello que la molestaba? Allí había un bulto. Debajo de la sábana. Si apretaba, desaparecía, pero cuando soltaba, allí estaba otra vez. Tenía que averiguar qué era.

– ¿Willy?

Iba a gritar más alto para hacerse oír pese al ruido de la ducha, cuando recordó que Willy le había insistido en que debía descansar la voz. Porque después del aquel día libre, tendrían que actuar todas las noches de la semana. Cuando llegó, él le dijo que no hablara. A pesar de que, antes de la cita, le advirtió que quería repasar un par de frases que no habían salido perfectas y le pidió que se maquillara como Elisa, por lo del realismo.

Toya sacó la sábana de debajo del colchón de agua y la retiró. No había ningún protector debajo, sólo el colchón azul de goma semitransparente. Pero ¿qué era lo que le presionaba la espalda? Puso la mano sobre el colchón. Allí estaba, bajo la goma. Sólo que no se veía nada. Extendió el brazo, encendió la lámpara de la mesilla y la orientó para que enfocara el lugar exacto. El bulto había desparecido. Puso la mano sobre la goma y esperó. Y, en efecto, volvió a emerger muy despacio al cabo de un instante. Toya comprendió que debía de ser algo que se hundía cuando lo empujaba y que luego subía de nuevo. Deslizó la mano por la superficie.

Al principio sólo vio el contorno que se recortaba bajo la goma. Como un perfil. No, no como un perfil. Era un perfil. Toya estaba boca abajo. Se le cortó la respiración. Porque ahora lo notaba. A lo largo de todo el estómago y hasta los pies. Había un cuerpo entero allí dentro. Un cuerpo que la fuerza de flotación empujaba hacia ella al mismo tiempo que la gravedad tiraba de él hacia abajo, como si fueran dos personas intentando convertirse en una sola. Y a lo mejor ya lo eran. Porque mirar aquello era como mirar en un espejo.

Quería gritar. Quería estropear la voz. No quería ser buena. Quería volver a ser Toya. Pero no lo consiguió. Sólo alcanzaba a ver la cara pálida y azul de su hermana que la miraba con unos ojos sin pupilas. Y oía la ducha, que sonaba como una tele al acabar la emisión. Y el repiqueteo de las gotas en el parqué, a su espalda, a los pies de la cama, que le decía que Willy ya no estaba en la ducha.


– No puede ser él -dijo Ruth-. No… no puede ser.

– La última vez que estuve aquí dijisteis que habíais pensado en andar por el tejado hasta la casa de Barli para espiarlo -recordó Harry-. Y que deja abierta la puerta de la terraza todo el verano. ¿Estáis seguras de eso?

– Sí, pero ¿no puedes llamar simplemente al timbre? -preguntó el Águila de Trondheim.

Harry negó con la cabeza.

– Sospecharía. Y no podemos arriesgarnos a que se escape. Tengo que cogerlo esta noche, si no es demasiado tarde.

– ¿Demasiado tarde para qué? -pregunto el Águila de Trondheim entornando un ojo.

– Escucha, todo lo que os pido es que me prestéis vuestra terraza para subir al tejado.

– ¿De verdad que serás sólo tú, sin más colegas? -quiso saber el Águila de Trondheim-. ¿Y no tienes una orden de registro o algo así?

Harry negó con la cabeza.

– Sospecha fundada -dijo-. No es necesaria la orden.


Sobre la cabeza de Harry resonó agorero un trueno discreto. El canalón que discurría por encima del balcón estuvo un día pintado de amarillo, pero la mayor parte de la pintura se había descascarillado dejando al descubierto grandes áreas oxidadas. Harry se agarró con las dos manos y tiró con cuidado para ver si estaba bien sujeto. El canalón cedió con un sonido quejumbroso, un tornillo se soltó del hormigón y cayó al patio interior. Harry lo soltó con una imprecación. Como quiera que fuese, no tenía elección, de modo que puso los pies en la barandilla de la terraza y se irguió. Miró hacia abajo. Automáticamente, empezó a hiperventilar. La sábana que había tendida allá abajo parecía un pequeño sello blanco mecido por el viento.

Dio un salto y consiguió mantener el equilibrio y, pese a lo empinado del tejado, las gruesas suelas de sus Dr. Martens se agarraron bien a las tejas y pudo recorrer los dos pasos que lo separaban de la chimenea, a la que se abrazó como a un amigo añorado. Se puso derecho y miró a su alrededor. Vio el destello de un relámpago sobre la península de Nesoddlandet. Y el aire, que no soplaba cuando llegó, empezaba a levantarle levemente la chaqueta. Una sombra negra pasó de repente delante de su cara y se sobresaltó. La sombra se dirigió al patio. Una golondrina. Harry tuvo el tiempo justo de ver cómo se cobijaba bajo el alero.

Gateó hasta la cima del tejado y, con el objetivo puesto en una veleta negra que se hallaba a unos quince metros, respiró hondo y empezó a caminar balanceándose por el caballete con los brazos extendidos como un funambulista.

Había recorrido la mitad del trayecto cuando ocurrió.

Harry oyó un zumbido que, en un primer momento, creyó procedente de las copas de los árboles que se alzaban a sus pies. El sonido aumentó en intensidad al mismo tiempo que el tendedero del patio empezaba a girar con estruendo. Pero Harry aún no notaba el viento. Al cabo de un instante, lo alcanzó. Había concluido la etapa de sequía. Un golpe de viento le azotó el pecho como un alud de aire empujado por la gran cantidad de agua que caía. Se tambaleó, dio un paso atrás y se quedó haciendo equilibrios. Oía algo que se precipitaba hacia él sobre tejas traqueteantes. La lluvia. El diluvio universal. Caía a mares y, en un segundo, todo quedó empapado. Harry intentó recuperar el equilibrio, pero sus suelas habían perdido la adherencia, era como pisar jabón. Resbaló y se arrojó desesperado hacia la veleta. Los brazos extendidos, los dedos separados. La mano derecha arañaba las tejas mojadas en busca de algo a lo que aferrarse, pero no encontró nada. La gravedad se apoderó de él, sus uñas arrancaban a las tejas el mismo sonido rugoso que emitía la hoja de una guadaña contra la piedra de afilar: Harry se deslizaba hacia abajo. Oyó el chirrido agonizante del tendedero, notó el canalón en las rodillas, sabía que estaba a punto de salirse del borde y estiró el cuerpo en un intento desesperado de alargarlo, como si quisiera convertirse en una antena. Una antena. Consiguió agarrar algo con la mano izquierda. El metal cedió, se inclinó, se dobló. Amenazaba con acompañarlo en su caída hasta el patio. Pero aguantó.

Harry pudo sujetarse con ambas manos y tiró hacia arriba para subir. Se las arregló para enderezarse sobre las suelas de goma, pisó el tejado con fuerza y logró cogerse. Con la lluvia enfurecida azotándole la cara, consiguió subirse al caballete del tejado, se sentó a horcajadas y respiró aliviado. El mástil de metal apuntaba en oblicuo hacia abajo. Algún vecino tendría dificultades para ver esa noche la reposición de Beat for Beat.

Harry aguardó a que su pulso recobrara el ritmo normal. Luego se levantó y continuó haciendo equilibrios. Le dio un beso a la veleta.

La terraza de Barli estaba empotrada en el tejado, con lo que resultaba fácil llegar de un salto a las baldosas rojas. Sus pies aterrizaron con un chapoteo ahogado por el susurro del viento, por el burbujeo de los canalones a rebosar.

Habían metido las sillas dentro. La barbacoa se veía negra y muerta en un rincón. Pero la puerta de la terraza estaba entreabierta.

Harry se acercó de puntillas y aguzó el oído.

Al principio no oyó más que el repiqueteo de la lluvia contra el tejado. Sin embargo, cuando entró sigiloso en el apartamento, percibió otro ruido, también de agua. Venía del baño del piso de abajo.

La ducha. Por fin un poco de suerte. Harry se palpó el bolsillo de la chaqueta mojada donde tenía el cincel. Decididamente, sería preferible enfrentarse a un Barli desnudo y desarmado, sobre todo si aún conservaba la pistola que Sven le entregó el sábado en el Frognerparken.

Constató que la puerta del dormitorio estaba abierta. Sabía que, en la caja de herramientas que se hallaba junto a la cama, había una navaja lapona. Avanzó de puntillas hasta la puerta y entró rápidamente.

La habitación estaba a oscuras, sólo iluminada por la lámpara de lectura de la mesilla. Harry se colocó a los pies de la cama y dirigió la mirada a la pared donde colgaba la foto de Willy y de una Lisbeth sonriente en el viaje de novios, delante de un edificio antiguo y majestuoso y de una estatua ecuestre. Una foto que, como Harry ya sabía, no se hicieron en Francia. Según Sven, cualquier persona con estudios medios debería reconocer la estatua del héroe nacional checo Václav, que se yergue delante del Museo Nacional, en la plaza Václav de Praga.

Ya se le había habituado la vista a la oscuridad. Miró hacia la cama y se quedó de piedra. Contuvo la respiración y se quedó estático, como un muñeco de nieve. El edredón estaba en el suelo y la sábana medio retirada dejaba al descubierto la goma azul del colchón. Encima había una persona desnuda, apoyada en los codos. Parecía dirigir la mirada hacia el punto del colchón sobre el que incidía el haz de luz de la lamparita.

La lluvia del tejado ejecutó unos compases finales antes de cesar de repente. Era obvio que aquella persona no había oído entrar a Harry en la habitación, pero éste tenía el mismo problema que un muñeco de nieve en el mes de julio: goteaba. El agua le caía de la chaqueta para estrellarse contra el suelo de parqué, con lo que a Harry le parecía un tremendo retumbar.

La persona que yacía en la cama se quedó rígida. Y se dio la vuelta. En primer lugar, la cabeza. Luego el resto del cuerpo desnudo.

Lo primero en lo que Harry reparó fue en el pene erguido que oscilaba de un lado a otro como un metrónomo.

– ¡Dios mío! ¿Harry?

La voz de Willy Barli sonó atemorizada y aliviada al mismo tiempo.

41

Lunes. Happy ending


– Buenas noches.

Rakel besó a Oleg en la frente y lo tapó bien con el edredón. Bajó las escaleras, se sentó en la cocina y se puso a contemplar la lluvia.

A Rakel le gustaba la lluvia. Refrescaba el aire y limpiaba todo lo viejo. Brindaba un nuevo comienzo. Eso era lo que necesitaba. Un nuevo comienzo.

Se dirigió a la puerta de entrada y comprobó que estaba cerrada con llave. Era la tercera vez que lo hacía aquella noche. ¿De qué tenía miedo, en realidad?

Encendió la tele.

Había un programa musical o algo parecido. Tres personas sentadas al mismo piano. Se sonreían el uno al otro. Como una familia, pensó Rakel.

Un trueno rasgó el aire y la sobresaltó.

– No sabes el susto que acabas de darme.

Willy Barli meneaba la cabeza. La erección continuaba, aunque iba atenuándose.

– Me lo puedo imaginar -dijo Harry-. Ya que he utilizado la puerta de la terraza, quiero decir.

– No, Harry. No te puedes hacer una idea.

Willy se asomó por el borde de la cama, cogió el edredón del suelo y se lo puso por encima.

– Parece que te estás duchando -dijo Harry.

Willy negó con la cabeza e hizo una mueca.

– Yo no -dijo.

– Entonces, ¿quién?

– Tengo visita. Es… una mujer.

Sonrió con picardía y señaló con la cabeza hacia una silla donde se veía una falda de ante, un sujetador negro y una sola media negra con un borde elástico.

– La soledad vuelve débiles a los hombres. ¿No es verdad, Harry? Buscamos consuelo donde creemos que lo vamos a encontrar. Algunos en la botella. Otros… -Willy se encogió de hombros-. No nos importa equivocarnos, ¿verdad? Pues sí, Harry, tengo remordimientos.

Harry distinguió en la penumbra unas líneas en la mejilla de Willy.

– ¿Me prometes que no se lo dirás a nadie, Harry? He cometido un error.

Harry se acercó a la silla, colgó la media en el respaldo y se sentó.

– ¿A quién iba a decírselo, Willy? ¿A tu mujer?

De repente, un rayo inundó de luz la habitación, seguido del retumbar de un trueno.

– Pronto la tendremos encima -advirtió Willy.

– Sí -Harry se pasó una mano por la frente mojada.

– Bueno, ¿qué querías?

– Creo que ya lo sabes, Willy.

– Dilo, de todos modos.

– Hemos venido a buscarte.

– ¿«Hemos»? No. Estás solo, ¿verdad? Completamente solo.

– ¿Qué te hace pensar eso?

– Tu mirada. El lenguaje corporal. Harry, soy un buen conocedor del género humano. Has entrado en mi casa a hurtadillas, contando con el factor sorpresa. Así no se ataca cuando se caza en manada, Harry. ¿Por qué estás solo? ¿Dónde están los demás? ¿Alguien sabe que estás aquí?

– Eso no es relevante. Y supongamos que estoy solo. En cualquier caso, tienes que afrontar el hecho de haber matado a cuatro personas.

Barli se llevó el dedo índice a los labios, como si estuviera cavilando, mientras Harry decía los nombres:

– Marius Veland. Camilla Loen. Lisbeth Barli. Barbara Svendsen.

Willy se quedó un rato absorto, con la mirada perdida. Luego asintió despacio con la cabeza y retiró el dedo de la boca.

– ¿Cómo lo has averiguado, Harry?

– Cuando comprendí el porqué. Celos. Querías vengarte de ambos, ¿no es cierto? Cuando te enteraste de que Lisbeth se había visto con Sven Sivertsen durante vuestro viaje de novios a Praga.

Willy cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia atrás. Se oyó un chapoteo bajo el colchón.

– No entendí que esa foto en que aparecéis juntos Lisbeth y tú era de Praga hasta el momento en que vi la misma estatua en una foto que me han enviado hoy por correo electrónico desde la capital checa.

– ¿Y entonces lo comprendiste todo?

– Bueno. La primera vez que se me ocurrió, rechacé la idea por absurda. Pero luego empezó a parecerme sensata. O todo lo sensata que puede ser la locura. Pensé que el mensajero ciclista no era un asesino con fijaciones sexuales, sino alguien que lo había escenificado todo para que lo pareciera. Y que sólo había un hombre capaz de hacerlo. Un profesional. Alguien para quien fuese su oficio y su pasión.

Willy abrió un ojo.

– A ver si lo he entendido bien, ¿insinúas que ese individuo planeó matar a cuatro personas sólo para vengarse de una?

– De las cinco víctimas elegidas, tres lo fueron al azar. Hiciste que los lugares de los crímenes parecieran seleccionados por la posición aleatoria de los pentagramas, pero en realidad habías dibujado la cruz desde dos puntos. Tu propia dirección y el chalé de la madre de Sven Sivertsen. Una geometría interesante, aunque sencilla.

– ¿De verdad crees en esa teoría tuya, Harry?

– Sven Sivertsen no había oído hablar de ninguna Lisbeth Barli. Pero ¿sabes qué, Willy? Hace un rato, cuando le dije que su nombre de soltera era Lisbeth Harang, la recordó perfectamente.

Willy no contestó.

– Lo único que no entiendo -continuó Harry- es por qué esperaste tantos años para vengarte.

Willy se sentó en la cama.

– Vamos a partir del hecho de que no entiendo qué estás insinuando, Harry. No me gustaría crear una situación comprometida para ambos proporcionándote una confesión. Pero, dado que me encuentro en la feliz tesitura de saber que te es imposible demostrar absolutamente nada, no tengo inconveniente en hablar un poco. Ya sabes que aprecio a la gente que sabe escuchar.

Harry se movió algo inquieto en la silla.

– Sí, Harry, es cierto, estoy al corriente de que Lisbeth mantuvo una relación con ese hombre. Pero no lo descubrí hasta esta primavera.

Había empezado a llover de nuevo y las gotas tamborileaban tenues sobre las ventanas del tejado.

– ¿Te lo contó ella?

Willy negó con la cabeza.

– Nunca lo habría hecho. Procedía de una familia donde no tenían costumbre de hablar. Probablemente, no habría salido a la luz si no hubiésemos reformado el apartamento. Encontré una carta.

– ¿Y qué?

– La pared exterior de su despacho está sin aislar, es el paramento original de cuando se construyó el edificio, allá por finales del siglo pasado. Es sólida pero se vuelve gélida durante el invierno. Yo insistí en revestirla de madera y poner un aislamiento interior. Lisbeth protestó. Me extrañó, porque es una chica práctica que se ha criado en una granja, y no el tipo de persona que se pone sentimental por una pared vieja. Así que un día que ella estaba fuera examiné la pared. No encontré nada hasta que retiré su escritorio. A simple vista, no se apreciaba nada fuera de lo normal, pero fui empujando cada uno de los ladrillos hasta que uno de ellos cedió. Tiré de él y se soltó. Lisbeth había camuflado las grietas de alrededor con cal gris. En el hueco del ladrillo hallé dos cartas. Iban dirigidas a Lisbeth Harang, a una dirección de apartado postal cuya existencia yo ignoraba. Mi primera reacción fue que debía devolver las cartas a su sitio sin leerlas y convencerme de que nunca las había visto. Pero soy un hombre débil. No pude. «Querida, te llevo siempre en mi pensamiento. Aún siento tus labios en los míos, tu piel en mi piel.» Así comenzaban sus cartas.

Un nuevo chapoteo resonó en la cama.

– Aquellas frases me herían como un látigo, pero continué leyendo. Era muy extraño porque tenía la sensación de haber escrito cada palabra yo mismo. Cuando hubo terminado de explicarle lo mucho que la quería, pasó a describir con todo lujo de detalles lo que hicieron en la habitación del hotel de Praga. Sin embargo, lo que más dolor me causó no fue la descripción de la pasión, sino el hecho de que la citara en aspectos de nuestra relación que, obviamente, ella le había contado. Por ejemplo, que «para ella sólo era una solución práctica a una vida sin amor». ¿Puedes imaginarte cómo te afecta una cosa así, Harry? Cuando descubres que la mujer que amas no sólo te ha engañado, sino que nunca te ha amado. El no ser amado, ¿no es la definición de una vida malograda?

– No -respondió Harry.

– ¿No?

– Sigue, por favor.

Willy lo miró inquisitivo.

– Le mandaba una foto de él. Me figuro que ella le suplicó que lo hiciera. Lo reconocí. Era el noruego que nos encontramos en el café de Perlová, una calle de Praga de reputación algo dudosa, con putas y burdeles más o menos camuflados. Estaba sentado en la barra cuando entramos. Me fijé en él porque parecía uno de esos caballeros maduros y distinguidos que la firma Boss utiliza como modelos. Vestía con elegancia y, en realidad, era algo mayor. Pero con esos ojos jóvenes y juguetones que obligaban a los maridos a vigilar bien a sus mujeres. De modo que no me sorprendió demasiado cuando, al cabo de un rato, el hombre se acercó a nuestra mesa, se presentó en noruego y nos preguntó si queríamos comprarle un collar. Rechacé la oferta educadamente pero, aun así, lo sacó del bolsillo y se lo enseñó a Lisbeth. Ni que decir tiene que ella por poco se desmaya y, claro está, dijo que le encantaba. El colgante era un diamante rojo en forma de estrella de cinco puntas. Le pregunté entonces cuánto pedía por la joya, pero me dio un precio tan ridículamente alto que sólo se podía tomar como una provocación, así que le pedí que se marchara. Me sonrió como si acabara de ganar un premio, anotó la dirección de otro café en un trozo de papel y nos dijo que, si cambiábamos de opinión, podíamos acudir allí al día siguiente a la misma hora. El papel con la dirección se lo entregó a Lisbeth, naturalmente. Recuerdo que estuve de mal humor el resto de la mañana. Pero luego me olvidé del asunto. Lisbeth sabía hacerte olvidar. A veces lo conseguía del todo…

Willy se frotó el ojo con el dedo índice.

– … con su presencia.

– Ya. ¿Qué ponía en la otra carta?

– Era una carta que había escrito ella misma y que, obviamente, había intentado enviarle. Pero el sobre tenía un sello de devolución de correos. Le decía que había intentado ponerse en contacto con él de todas las formas posibles, pero que nadie contestaba en el número de teléfono que él le había facilitado y que ni la información telefónica ni el registro de direcciones de Praga habían conseguido dar con él. Le decía que esperaba que la carta le llegase de alguna manera y le preguntaba si había tenido que abandonar Praga. ¿Acaso no había salido de las dificultades económicas que lo obligaron a pedirle que le prestara dinero?

Willy soltó una carcajada hueca.

– En ese caso, le decía que no dudara en ponerse en contacto con ella, que volvería a ayudarle. Porque lo quería. No pensaba en otra cosa. Aquella separación la enloquecía. Que creyó que se le pasaría con el tiempo, pero que se había extendido como una enfermedad que le causaba dolor en cada poro de su piel. Y, sin duda, algunos centímetros le dolerían más que otros porque, según decía, cuando le permitía a su marido, es decir, a mí, que hiciera el amor con ella, cerraba los ojos e imaginaba que era él. Comprenderás que me llevé un disgusto muy grande. Sí, me quedé paralizado. Pero no me caí muerto hasta ver la fecha del matasellos del sobre.

Willy cerró los ojos con fuerza.

– La había enviado en febrero. De este año.

Otro relámpago proyectó en las paredes unas sombras que se rezagaron en su superficie como espectros de luz.

– ¿Qué hace uno en semejante situación? -preguntó Willy.

– Sí, ¿qué hace uno?

Una pálida sonrisa se dibujó en la cara de Willy.

– Lo que yo hice fue preparar un poco de foie gras con un vino blanco dulce. Cubrí la cama de rosas e hicimos el amor toda la noche. De madrugada, cuando se durmió, me quedé mirándola. Sabía que no podía vivir sin ella. Pero también sabía que para hacerla mía de nuevo, primero tenía que perderla.

– Y empezaste a planearlo todo. A escenificar cómo ibas a matar a tu mujer inculpando a un tiempo al hombre que ella amaba.

Willy se encogió de hombros.

– Me entregué a la tarea como si de una representación normal se tratase. Como todo hombre de teatro, sé que lo más importante es la ilusión. La mentira debe parecer tan veraz que la verdad se presente como poco probable. Puede que suene difícil de conseguir, pero, en mi profesión, uno enseguida se da cuenta de que, por lo general, resulta más fácil que lo contrario. La gente está más acostumbrada a la mentira que a la verdad.

– Ya. Cuéntame cómo lo hiciste.

– ¿Por qué iba a arriesgarme a hacer eso?

– De todos modos, no puedo utilizar nada de lo que digas ante un tribunal. No tengo testigos y he entrado en tu apartamento de forma ilegal.

– No, pero eres un tío listo, Harry. No voy a decir nada que puedas utilizar en la investigación.

– Puede ser. Pero me da la impresión de que estás dispuesto a correr ese riesgo.

– ¿Por qué?

– Porque tienes ganas de contarlo. Te mueres por contarlo. No tienes más que oírte.

Willy Barli soltó una carcajada.

– Así que crees que me conoces, ¿no, Harry?

Harry negó con la cabeza mientras buscaba el paquete de cigarrillos. En vano. Lo habría perdido cuando estuvo a punto de caerse en el tejado.

– No te conozco, Willy. No conozco a la gente como tú. Llevo quince años trabajando con asesinos y sólo sé una cosa: todos buscan alguien a quien contárselo. ¿Te acuerdas de lo que me hiciste prometer en el teatro? Que encontrase al asesino. Bueno, pues he cumplido mi promesa. Así que te propongo un trato. Tú me cuentas cómo lo hiciste y yo te doy las pruebas que tengo contra ti.

Willy miró a Harry estudiándolo con detenimiento. Pasó una mano por encima del colchón de goma.

– Tienes razón, Harry. Quiero contarlo. Mejor dicho, quiero que tú lo comprendas. Por lo que conozco de ti, creo que serías capaz de comprender. El caso es que llevo siguiéndote desde que empezó este asunto.

Willy se rió al ver la expresión de Harry.

– Eso no lo sabías, ¿verdad?

Harry se encogió de hombros.

– Tardé más de lo que había pensado en localizar a Sven Sivertsen -explicó Willy-. Hice una copia de la foto que le había dado a Lisbeth y me fui a Praga. Me pasé por casi todos los cafés y bares de Mustek y Perlová, iba enseñando la foto y preguntando si alguien conocía a un noruego llamado Sven Sivertsen. Sin éxito. Pero era evidente que algunas de las personas a las que pregunté sabían más de lo que querían decir. Así que, al cabo de unos días, cambié de táctica. Empecé a preguntar si conocían a alguien que pudiese procurarme unos diamantes rojos que, según tenía entendido, era fácil conseguir en Praga. Me presenté como un danés coleccionista de diamantes de nombre Peter Sandmann, y di a entender que estaba dispuesto a pagar muy bien por una variante tallada como un pentágono. Facilité el nombre del hotel donde me hospedaba. A los dos días sonó el teléfono de mi habitación. Reconocí su voz enseguida. Distorsioné la mía y le hablé en inglés. Dije que estaba negociando otra compra de diamantes y le pregunté si podía llamarlo más tarde aquella misma noche. Si me daba un número donde pudiera localizarlo… Noté que se esforzaba por aparentar menos interés del que tenía en realidad y comprendí lo fácil que sería quedar con él esa misma noche en un callejón oscuro. Pero tuve que dominarme, como el cazador cuando tiene la pieza en la mira, pero debe esperar a que todo sea perfecto. ¿Comprendes?

Harry asintió despacio.

– Comprendo.

– Me dio un número de móvil. Al día siguiente volví a Oslo. Tardé una semana en saber cuanto necesitaba sobre Sven Sivertsen. Lo más fácil fue identificarlo. Había veintinueve Sivertsen en el censo, nueve de ellos tenían la edad adecuada y, de esos nueve, sólo uno no tenía domicilio fijo en Noruega. Anoté la última dirección conocida, me facilitaron el número en el servicio de información telefónica y llamé. Contestó al teléfono una señora mayor. Me explicó que Sven era su hijo, pero que hacía muchos años que no vivía con ella. Le dije que yo, junto con otros compañeros de su clase de primaria, estábamos intentando localizar a todo el mundo para celebrar un aniversario. La mujer me dijo que Sven vivía en Praga, pero que viajaba mucho y que no tenía domicilio ni teléfono fijo. Además, dudaba de que tuviera ganas de ver a sus compañeros de clase. ¿Cómo había dicho que me llamaba? Le contesté que sólo había estado en su clase medio curso y que no era seguro que se acordara de mí. Y que, de acordarse, sería porque yo, en aquella época, tuve algún problema con la policía. ¿Era cierto el rumor de que Sven también los tuvo? La voz de la mujer resonó algo chillona cuando me contestó que de eso hacía ya mucho tiempo y que no era de extrañar que Sven fuera entonces tan rebelde teniendo en cuenta cómo lo tratábamos. Pedí perdón de parte de la clase, colgué y llame al juzgado. Dije que era periodista y pregunté si podían buscar las sentencias contra Sven Sivertsen. Una hora más tarde ya tenía una idea bastante clara de a qué se dedicaba Sivertsen en Praga. Tráfico de diamantes y de armas. Y en mi cabeza empezó a fraguarse un plan construido en torno a lo que acababa de averiguar: que era contrabandista. Los diamantes en forma de pentágono. Las armas. Y la dirección de su madre. ¿Empiezas a ver las conexiones?

Harry no contestó.

– Cuando volví a llamar a Sven Sivertsen, habían pasado tres semanas desde mi visita a Praga. Hablé noruego con mi voz normal, fui derecho al grano. Le dije que llevaba tiempo buscando a una persona capaz de suministrarme armas y diamantes sin intermediarios y que creía haberla encontrado en él. Me preguntó cómo había conseguido su nombre y su número, pero le contesté que mi discreción también le sería útil a él y propuse que no nos hiciéramos preguntas innecesarias. No le pareció del todo bien y nuestra conversación estuvo a punto de naufragar hasta que mencioné la suma que estaba dispuesto a pagar por la mercancía. Por anticipado y a una cuenta suiza si así lo quería. Incluso tuvimos ese intercambio de frases de cine donde él preguntaba si hablaba de coronas noruegas, y yo, con un tono de leve sorpresa, le decía que, por supuesto, hablábamos de euros. Sabía que la suma excluiría por sí sola la sospecha de que yo fuera agente de policía. Los gorriones como Sivertsen no se cazan con cañones tan caros. Dijo que quizá fuera factible y yo le dije que volvería a ponerme en contacto con él.

»Así que mientras estábamos en pleno apogeo de los ensayos de My Fair Lady, me puse manos a la obra con los últimos retoques. ¿Es suficiente, Harry?

Harry negó con la cabeza. El rumor de la ducha. ¿Cuánto tiempo pensaba quedarse allí esa mujer?

– Quiero conocer los detalles.

– Se trata de detalles técnicos, más que nada -aseguró Willy-. ¿No te resultarán aburridos?

– A mí no.

Very well. Ante todo, tenía que crear un personaje para Sven Sivertsen. Lo más importante cuando se va a desenmascarar un carácter ante el público es mostrar lo que motiva a esa persona, cuáles son sus deseos y sus sueños. En resumen, qué la mueve. Decidí que tenía que mostrarme como un asesino sin un motivo racional, pero sí con un deseo sexual de cometer asesinatos rituales. Algo banal, quizá, pero aquí lo fundamental era que todas las víctimas excepto la madre de Sivertsen debían parecer elegidas al azar. Leí un montón sobre asesinatos en serie y encontré un par de detalles curiosos que decidí utilizar. Por ejemplo, lo de la fijación maternal de los asesinos en serie y la elección de los lugares de los crímenes de Jack el Destripador, que los investigadores tomaron por una clave. Así que me fui a la oficina de planificación urbana y compré un plano fiel del centro de Oslo. Cuando llegué a casa dibujé una línea recta desde nuestro edificio de la calle Sannergata hasta la casa de la madre de Sven Sivertsen. A partir de esta única línea dibujé un pentagrama exacto y encontré las direcciones que se hallaban más cerca de las puntas de la estrella. Y reconozco que me daba una subida de adrenalina poner la punta del lápiz en el mapa y saber que allí, precisamente allí, vivía una persona cuyo destino yo acababa de sellar.

»Las primeras noches fantaseaba sobre quiénes serían, qué aspecto tendrían y cómo habría sido su vida hasta aquel momento.

Pero pronto me olvidé de ellos, porque no eran importantes, estaban entre bastidores, eran extras sin diálogos.

– Material de construcción.

– ¿Cómo dices?

– Nada. Continúa.

– Ya sabía que los diamantes de sangre y las armas podían rastrearse hasta la persona de Sven Sivertsen cuando lo hubieran cogido. Para reforzar la impresión del asesinato ritual, metí los señuelos de los dedos cortados, fijé cinco días entre cada asesinato, la hora, en las cinco, y el piso, el quinto.

Willy sonrió.

– No quería ponerlo demasiado fácil, pero tampoco demasiado difícil. Y debía ser un poco divertido. Las buenas tragedias siempre tienen humor, Harry.

Harry se dijo que más valía quedarse quieto.

– Recibiste la primera arma unos días antes del primer asesinato, ¿verdad? El de Marius Veland.

– Sí. Hallé la pistola en el cubo de basura del Frognerparken, tal como habíamos acordado.

Harry respiró hondo.

– ¿Y cómo fue, Willy? ¿Cómo fue eso de malar?

Willy sacó hacia fuera el labio inferior en ademán reflexivo.

– Pues… tienen razón quienes afirman que la primera vez es la más difícil. Entrar en el bloque de apartamentos no me planteó ningún problema, pero tardé mucho más de lo calculado con el soplete para soldar la bolsa de goma en la que lo metí. Y, aunque me había pasado media vida levantando bailarinas noruegas bien alimentadas, fue un trabajo duro llevar el cadáver del chico al desván.

Pausa. Harry carraspeó.

– ¿Y después?

– Después me fui en bicicleta hasta el Frognerparken para recoger la otra pistola y el diamante. Sven Sivertsen, ese medio alemán, resultó ser tan avaricioso y puntual como yo esperaba. El detalle de situarlo en el Frognerparken a la hora de cada asesinato estaba muy bien ingeniado, ¿no te parece? Al fin y al cabo, él también cometía un delito, de modo que era natural que procurase que no lo reconocieran y que nadie supiera dónde había estado. Simplemente, dejé que él mismo se encargase de no tener coartada.

– Estupendo -dijo Harry pasándose el dedo índice sobre las cejas aún mojadas.

Tenía la sensación de que todo exhalaba vaho y humedad, como si el agua entrase desde la terraza y la ducha a través de las paredes y el techo.

– Sólo que todo eso ya lo había pensado yo, Willy. Cuéntame algo que no sepa. Háblame de tu mujer. ¿Qué hiciste con ella? Los vecinos te vieron salir a la terraza en repetidas ocasiones, así que, ¿cómo lograste sacarla del apartamento y esconderla antes de que llegásemos?

Willy sonrió.

– No lo contarás -dijo Harry.

– Para que una obra maestra conserve parte de su misterio, su autor no debe revelar los detalles.

Harry dejó escapar un suspiro.

– De acuerdo, pero, por favor, explícame por qué lo complicaste tanto. ¿Por qué no matar sencillamente a Sven Sivertsen? Tuviste la oportunidad en Praga. Habría sido mucho más simple y menos arriesgado que asesinar a tres personas inocentes, además de a tu mujer.

– En primer lugar, porque necesitaba un chivo expiatorio. Si Lisbeth hubiera desaparecido y el caso hubiera quedado sin resolver, todo el mundo habría sospechado de mí. Porque siempre es el marido, ¿no es cierto? Pero la razón principal es que el amor es sediento, Harry. Necesita beber. Agua. Sed de venganza. Es una buena expresión, ¿no? Tú comprendes de qué hablo, Harry. La muerte no es una venganza. La muerte es una liberación, un happy ending. Lo que yo quería para Sven Sivertsen era una auténtica tragedia, un sufrimiento sin punto final. Y lo he conseguido. Sven Sivertsen se ha convertido en una de esas almas en pena que deambulan por las orillas de la laguna Estigia, y yo soy Caronte, el barquero que se negó a trasladarlo al reino de los muertos. ¿Es ese griego incomprensible para ti? Lo he condenado a vivir, Harry. Debe consumirlo el odio como me ha consumido a mí. Odiar sin saber a quién dirigir ese sentimiento al final nos aboca a odiarnos a nosotros mismos, nuestro propio destino maldito. Eso es lo que pasa cuando te traiciona la persona que amas. O estar encerrado de por vida, condenado por algo que sabes que no has hecho. ¿Puedes imaginarte una venganza mejor, Harry?

Harry se aseguró de que aún tenía el cincel en el bolsillo.

Willy se rió. La próxima frase le produjo a Harry una sensación de déjà vu:

– No es preciso que contestes, Harry, te lo veo en la cara.

Harry cerró los ojos y oyó la voz de Willy, que siguió hablando.

– No eres diferente a mí, también a ti te mueve ese deseo. Y el deseo siempre busca…

– … el nivel más bajo.

– El nivel más bajo. En fin, Harry, creo que ahora te toca a ti. ¿De qué prueba hablas? ¿Es algo que deba preocuparme?

Harry volvió a abrir los ojos.

– Antes tienes que decirme dónde está, Willy.

Willy soltó una risita y se llevó la mano al corazón.

– Está aquí.

– No digas tonterías -lo conminó Harry.

– Si Pigmalión fue capaz de amar a Galatea, la estatua de una mujer a la que nunca había visto, ¿por qué no iba yo a amar una estatua de mi mujer?

– No te sigo, Willy.

– No hace falta, Harry. Sé que no es fácil de entender para los demás.

En el silencio sucesivo, Harry oyó el agua de la ducha correr con la misma fuerza. ¿Cómo iba a sacar del apartamento a aquella mujer sin perder el control de la situación?

La voz velada de Willy se mezcló con el rumor de los sonidos.

– Mi error fue creer que era posible hacer revivir a la estatua. Pero la responsable de ello no quería comprender que la ilusión es más intensa que lo que llamamos realidad.

– ¿De quién estás hablando ahora?

– De la otra. De la Galatea viva, la nueva Lisbeth. Admito que debo conformarme y vivir con la estatua. Pero no importa.

Harry notó una sensación fría que le subía desde el estómago.

– ¿Has tocado una estatua alguna vez, Harry? Es bastante fascinante sentir la piel de una persona muerta. Ni caliente ni fría.

Willy pasó la mano por el colchón azul.

Harry sintió que el frío lo paralizaba por dentro, como si alguien le hubiese puesto una inyección de agua helada. Y masculló con voz áspera:

– Sabes que estás acabado, ¿verdad?

Willy se estiró en la cama:

– ¿Por qué iba a estarlo, Harry? Sólo soy un cuentista que acaba de contarte una historia. No puedes probar absolutamente nada.

Extendió el brazo para alcanzar algo de la mesilla de noche. Harry se encogió al ver el destello de un objeto de metal. Willy lo alzó en el aire. Un reloj de pulsera.

– Es tarde, Harry. Digamos que ha terminado el horario de visitas. Será mejor que te marches antes de que ella termine de ducharse.

Harry se quedó sentado.

– Encontrar al asesino era sólo la mitad de la promesa que me pediste que te hiciera, Willy. La otra mitad era que le diese el merecido castigo. Que lo castigase duro. Y yo diría que me lo pediste en serio. Porque una parte de ti anhela el castigo, ¿no es así?

– Freud ya ha caducado, Harry. Igual que esta visita.

– ¿No quieres oír cuál es la prueba que tengo?

Willy suspiró irritado.

– Si así consigo que te vayas…

– Realmente, debí comprenderlo cuando recibimos en el correo el dedo de Lisbeth con el anillo de diamantes. El tercer dedo de la mano izquierda. Vena amoris. Ella era alguien cuyo amor ansiaba el asesino. Paradójicamente, resulta que fue ese dedo el que te descubrió.

– ¿Me descubrió…?

– O, para ser exactos, los excrementos que había debajo de la uña.

– Con mi sangre. Sí, pero esas son noticias viejas, Harry. Y ya he explicado que nos gustaba…

– Sí, y cuando lo comprendimos, no se investigaron los excrementos más a fondo. Normalmente, tampoco hay mucho que encontrar en esas cosas. La comida que ingerimos tarda entre doce y veinticuatro horas en pasar desde la boca hasta el recto y, durante ese tiempo, el estómago y los intestinos la convierten en un residuo biológico irreconocible. Tanto que incluso a través del microscopio resulta difícil averiguar lo que ha comido una persona después de tantas horas. Aun así, hay algo que logra pasar sin ser destruido por el sistema digestivo. Las pepitas de uva y las…

– Por favor, ¿podrías ahorrarme la conferencia, Harry?

– … semillas. Encontramos dos semillas. Nada excepcional. De ahí que hasta hoy no haya pedido al laboratorio que analice las semillas más a fondo. Lo hice en cuanto comprendí quién podría ser el asesino. ¿Y sabes lo que han encontrado?

– Ni idea.

– Era una semilla entera de hinojo.

– ¿Y qué?

– Hablé con el cocinero jefe del restaurante Theatercaféen. Tenías razón, es el único sitio de Noruega donde hacen el pan de hinojo con semillas enteras. Combina tan bien con…

– … con el arenque -atajó Willy-. Como ya sabes, suelo comerlo allí. ¿Adónde quieres ir a parar?

– Me dijiste que el miércoles que desapareció Lisbeth desayunaste arenque, como de costumbre, en el Theatercaféen. Entre las nueve y las diez de la mañana. Lo que me preocupa es cómo tuvo tiempo la semilla de llegar desde tu estómago hasta debajo de la uña de Lisbeth.

Harry aguardó hasta asegurarse de que Willy lo entendía.

– Según tu testimonio, Lisbeth salió del apartamento en torno a las cinco. En otras palabras, unas ocho horas después de tu desayuno. Supongamos que lo último que hicisteis antes de que ella saliera fue acostaros, y supongamos ella te penetró con el dedo. Pero, con independencia de lo eficaces que puedan ser tus intestinos, no habrían conseguido trasportar la semilla de hinojo a tu recto en ocho horas. Es una imposibilidad médica.

Harry pudo ver un ligero tic en el rostro incrédulo de Willy cuando pronunció la palabra «imposibilidad».

– La semilla de hinojo pudo haber llegado al recto a las nueve de la noche, como muy pronto -continuó Harry-. Así que el dedo de Lisbeth tuvo que entrar en tu recto en algún momento de aquella tarde o de aquella noche, si no al día siguiente, pero, como quiera que sea, después de que la denunciaras como desparecida. ¿Comprendes lo que estoy diciendo, Willy?

Willy miró fijamente a Harry. O más bien, miraba hacia Harry, pero tenía la vista pendiente de algún punto remoto.

– Es lo que llamamos una prueba técnica -explicó Harry.

– Comprendo -Willy asintió despacio con la cabeza-. Una prueba técnica.

– Sí.

– ¿Un hecho concreto e irrefutable?

– Correcto.

– Al juez y al jurado les encantan esas cosas, ¿no es así? Es mejor que una confesión, ¿verdad, Harry?

El policía asintió con la cabeza.

– Una farsa, Harry. Lo veo todo como una farsa. Con gente que entra y sale por las puertas. Yo procuré salir con ella a la terraza para que los vecinos nos vieran antes de pedirle que me acompañara al dormitorio. Una vez allí, saqué la pistola de la caja de herramientas y ella se quedó mirando el arma fijamente, sí, justo como en una farsa; con los ojos muy abiertos, miró el largo cañón del silenciador.

Willy había sacado la mano de debajo del edredón. Harry observó la pistola, el suplemento negro del cañón con que Willy le apuntaba.

– Vuelve a sentarte, Harry.

Al sentarse de nuevo en la silla, Harry sintió que el cincel se le clavaba en la espalda.

– Ella lo interpretó por el lado cómico. Y, verdaderamente, habría sido de un gran lirismo. Tenerla montando en mi mano mientras yo eyaculaba plomo caliente en el agujero donde ella había permitido que se corriera el otro.

Willy se levantó de la cama, que chapoteó a su espalda.

– Pero la farsa exige velocidad, velocidad, así que me vi obligado a un breve adiós.

Se colocó desnudo delante de Harry y levantó la pistola.

– Le puse la boca del cañón en la frente, que ella arrugó extrañada, como solía hacer cuando le parecía que el mundo era injusto o desconcertante. Como la noche en que le hablé del Pigmalión de Bernard Shaw, obra en la que se basa la de My Fair Lady. En ella, Eliza Doolittle no se casa con el profesor Higgins, el hombre que la educa y transforma a la furcia que era en una mujer instruida, sino que se fuga con el joven Freddy. Lisbeth se indignó, porque, en su opinión, Eliza se lo debía al profesor y Freddy era un peso pluma sin interés. ¿Sabes qué, Harry? Lloré al oírla.

– Estás loco -susurró Harry.

– Obviamente -dijo Willy muy serio-. He cometido una acción monstruosa, por completo carente del control que poseen las personas cuya guía es el odio. Yo soy un hombre sencillo y no he hecho más que lo que me dictaba el corazón. Y me dictaba amor, ese amor que nos ha sido otorgado por Dios y que nos convierte en su herramienta. ¿No tildaron también de locos a Jesús y a los profetas? Por supuesto que estamos locos, Harry. Somos unos locos, y también los más cuerdos del mundo. Porque la gente dice que lo que he hecho es una locura y que debo tener el corazón lisiado, pero yo pregunto: ¿qué corazón está más lisiado, el que no puede parar de amar o el que, siendo amado, no es capaz de devolver amor?

Siguió un largo silencio. Harry carraspeó.

– Y luego le disparaste.

Willy asintió despacio con la cabeza.

– Se le hizo una pequeña abolladura en la frente -respondió con sorpresa en la voz-. Y un pequeño agujero negro. Como cuando se clava un clavo en una superficie de hojalata.

– Y después la escondiste. En el único lugar donde sabías que ni un perro policía daría con ella.

– Hacía calor en el apartamento -continuó Willy con la mirada perdida en un punto lejano, por encima de la cabeza de Harry-. Una mosca revoloteaba alrededor del marco de la ventana y me quité toda la ropa para no mancharla de sangre. Todo estaba listo en la caja de herramientas. Utilicé los alicates para cortarle el dedo corazón izquierdo. Luego la desnudé, saqué el aerosol con la espuma de silicona que utilicé para tapar rápidamente el agujero de la bala, la herida del dedo y otros orificios de su cuerpo. Ya había sacado parte del agua del colchón, así que sólo estaba medio lleno. Apenas salieron unas gotas cuando la introduje por la abertura que había practicado en el colchón. Lo cerré enseguida con pegamento, goma y el soplete. Fue más fácil que la primera vez.

– ¿Y la has tenido aquí todo el tiempo? ¿Enterrada en su propia cama de agua?

– No, no -respondió Willy pensativo, con la mirada siempre clavada en un punto impreciso-. No la he enterrado. Al contrario, la he introducido en un útero. Era el comienzo de su renacimiento.

Harry sabía que debía tener miedo. Que sería peligroso no tener miedo en aquel momento, que debería tener la boca seca y notar los latidos del corazón. No debía sentir aquel cansancio que empezaba a adueñarse de él.

– E introdujiste el dedo amputado en tu propio ano -concluyó Harry.

– Ajá -asintió Willy-. Un escondite perfecto. Sabía que pensabais recurrir a los perros.

– Existen otros escondites que no huelen. Pero a lo mejor te proporcionó un deleite perverso, ¿no? ¿Qué hiciste con el dedo de Camilla Loen? El que le cortaste antes de matarla.

– Ah, sí, Camilla…

Willy asintió sonriente con la cabeza, como si Harry le hubiese traído a la memoria un recuerdo agradable.

– Eso debe permanecer en secreto entre ella y yo, Harry.

Willy soltó el seguro. Harry tragó saliva.

– Dame la pistola, Willy. Se terminó. No tiene sentido.

– Por supuesto que tiene sentido.

– ¿Como cuál?

– El mismo de siempre, Harry. Que la obra tenga un final apropiado. No creerás que el público se contentará con que yo me deje detener tranquilamente, ¿verdad? Necesitamos un gran final, Harry. Happy ending. Si no existe un happy ending, me lo invento. Ése es mi…

– … lema en la vida -susurró Harry.

Willy sonrió y le puso a Harry la pistola en la frente.

– Iba a decir mi lema en la muerte.

Harry cerró los ojos. Sólo quería dormir. Y que lo llevasen por una laguna ondulante. Hasta la otra orilla.


Rakel se sobresaltó y abrió los ojos.

Había soñado con Harry. Iban en un barco.

El dormitorio estaba a oscuras. ¿Había oído algo? ¿Habría ocurrido algo?

Oyó el repiqueteo de la lluvia que caía reconfortante sobre el tejado. A fin de asegurarse, miró el móvil que tenía encendido sobre la mesilla. Por si él llamaba.

Volvió a cerrar los ojos. Y continuó flotando.


Harry había perdido la noción del tiempo. Cuando abrió los ojos de nuevo, tuvo la impresión de que la luz incidía de un modo distinto sobre la habitación vacía y no habría sabido decir si había transcurrido un segundo o un minuto.

La cama estaba vacía. Willy había desaparecido.

Volvió el sonido de agua. La lluvia. La ducha.

Harry se levantó tambaleándose y se fijó en el colchón azul. Se diría que hubiese algo moviéndose bajo la ropa. A la luz endeble de la lámpara de la mesilla, divisó en el interior el contorno de un cuerpo humano. La cara había flotado hacia la superficie y se perfilaba como un molde de yeso.

Salió del dormitorio. La puerta de la terraza estaba abierta del todo. Se acercó a la barandilla y miró al fondo del patio. Descendió hasta la planta baja y fue dejando un rastro de pisadas mojadas en los escalones blancos. Abrió la puerta del baño. La silueta de un cuerpo de mujer se distinguía tras la cortina de ducha gris. Harry la apartó. Toya Harang tenía el cuello torcido hacia el chorro de agua, el mentón casi rozándole el pecho. La media negra atada alrededor del cuello se lo sujetaba al extremo de la ducha. Tenía los ojos cerrados y el agua se rezagaba en grandes gotas prendidas de sus largas pestañas negras. La boca medio abierta y llena de una masa amarilla que parecía espuma solidificada. La misma masa que le obstruía las fosas nasales, los oídos y el pequeño agujero de la sien.

Cerró la ducha antes de salir.

No había nadie en la entrada.

Harry iba dando un paso tras otro con cuidado. Se sentía entumecido, como si su cuerpo estuviese a punto de petrificarse.

Bjarne Møller.

Tenía que llamar a Bjarne Møller.

Harry se encaminó al patio interior. La lluvia aterrizaba suavemente en su cabeza, pero él no lo notaba. No tardaría en verse paralizado por completo. El tendedero había dejado de chirriar. Evitó mirarlo. Vio el paquete amarillo sobre el asfalto y fue a cogerlo. Lo abrió, sacó un cigarrillo y se lo puso entre los labios. Intentó encenderlo con el mechero, pero descubrió que el cigarrillo tenía el extremo mojado. Seguramente, había entrado agua en el paquete.

Llamar a Bjarne Møller. Conseguir que vinieran. Ir con Møller al edificio de apartamentos de alquiler. Tomar declaración a Sven Sivertsen allí mismo. Grabar el testimonio contra Tom Waaler enseguida. Oír cómo Møller daba la orden de que detuvieran al comisario Waaler. Y luego, irse a casa. Con Rakel.

Atisbaba el tendedero en el límite de su campo de visión.

Lanzó una maldición, partió el cigarrillo en dos, metió el filtro entre los labios y logró encenderlo al segundo intento. ¿Por qué se preocupaba tanto? Ya no había nada por lo que apresurarse. Todo había terminado, era el fin.

Se giró hacia el tendedero.

Estaba un poco ladeado, pero lo peor del impacto se lo había llevado, al parecer, el poste central, que estaba clavado en el asfalto. De los hilos de los que colgaba Willy Barli, tan sólo uno se había roto. Los brazos colgaban inertes a ambos lados, el cabello mojado se le había adherido a la cara y tenía la mirada vuelta hacia el cielo, como si estuviera rezando. Harry se dijo que era una escena de una extraña belleza. Con el cuerpo desnudo envuelto a medias en la sábana mojada, parecía el mascarón de proa de una embarcación. Willy había conseguido lo que quería. Un gran final.

Harry sacó el móvil del bolsillo e introdujo el código PIN. Los dedos apenas le obedecían. Pronto sería piedra. Marcó el número de Bjarne Møller. Estaba a punto de pulsar el botón de llamada cuando el teléfono le avisó, chillón, de que tenía un mensaje. Harry se llevó tal sobresalto que estuvo a punto de soltar el aparato. Según la leyenda de la pantalla, había un mensaje en el contestador. ¿Y qué? Aquel teléfono no era suyo. Vaciló. Una voz interior le decía que debía llamar primero a Møller. Cerró los ojos. Y pulsó.

La consabida voz femenina le anunció que tenía un mensaje. Oyó un pitido seguido de unos segundos de silencio. Y luego, alguien que le susurraba:

– Hola, Harry. Soy yo.

Era Tom Waaler.

– Has apagado el móvil, Harry. Eso no es buena idea. Porque tengo que hablar contigo, ¿sabes?

Tom hablaba tan cerca del auricular que Harry pensó que era como tenerlo a su lado.

– Siento tener que susurrar, pero no queremos despertarlo, ¿verdad? ¿Eres capaz de adivinar dónde estoy? Creo que sí. Creo incluso que deberías haberlo previsto.

Harry seguía dando caladas al cigarrillo sin percatarse de que se había apagado.

– Está un poco oscuro, pero, colgada encima de la cama, tiene la foto de un equipo de fútbol. Veamos. ¿El Tottenham? En la mesilla de noche hay una de esas máquinas. Una Gameboy. Y ahora escucha, voy a mantener el teléfono a pocos centímetros de la cama.

Harry se apretaba el auricular contra la oreja con tal fuerza que le dolía la cabeza.

Oyó la respiración regular de un niño pequeño que dormía en la calle Holmenkollveien, en un chalé de oscuros maderos.

– Tenemos ojos y oídos en todas partes, Harry, así que no intentes llamar a otro sitio, ni hablar con otra persona. Tú haz exactamente lo que yo te diga. Llama a este número y habla conmigo. Si haces alguna otra cosa, el pequeño morirá. ¿Comprendes?

El corazón empezó a bombear sangre dentro del cuerpo petrificado de Harry y, poco a poco, el entumecimiento fue dando paso a un dolor casi imposible de soportar.

42

Lunes. La estrella del diablo


Los limpiaparabrisas susurraban y los neumáticos los mandaban callar.

El Escort patinó al pasar el cruce. Harry conducía tan deprisa como podía, pero la lluvia daba en el asfalto como una línea pintada a lápiz y él sabía que el dibujo de sus neumáticos era ya pura cosmética.

Aceleró y pasó el siguiente cruce en ámbar. Menos mal que las calles estaban vacías de coches. Logró echar un vistazo al reloj.

Quedaban doce minutos. Habían pasado ocho minutos desde que, aún en el patio interior de la calle Sannergata, con el teléfono en la mano, marcó el número que tenía que marcar. Ocho minutos desde que la voz le susurró al oído:

– Por fin.

Y Harry dijo aquello que no quería decir, pero no pudo contenerse:

– Si lo tocas, te mato.

– Bueno, bueno. ¿Dónde estáis tú y Sivertsen?

– No tengo ni idea -respondió Harry mirando al tendedero-. ¿Qué quieres?

– Sólo quiero verte. Que me digas por qué quieres romper el acuerdo al que llegamos. Si hay algo que te disguste y que podamos arreglar. Todavía no es demasiado tarde, Harry. Estoy dispuesto a acogerte en el equipo.

– De acuerdo -accedió Harry-. Vamos a vernos. Salgo hacia allí ahora mismo.

Tom Waaler se rió.

– También quiero ver a Sven Sivertsen. Y será mejor que yo vaya adonde estáis vosotros. Así que dame la dirección. Ahora.

Harry vaciló un instante.

– ¿Has oído el sonido que se produce cuando se corta el cuello a una persona, Harry? Primero, ese leve crujido que produce el acero al cortar la piel y el cartílago, y luego, un sonido similar al del succionador de saliva del dentista. Viene de la tráquea. O del esófago. Yo no los distingo.

– El bloque de apartamentos. Apartamento 406.

– Vaya. ¿El lugar del crimen? Debí suponerlo.

– Sí, debiste suponerlo.

– De acuerdo. Pero si estás pensando en llamar a alguien o en tenderme una trampa, más vale que lo olvides, Harry. Me llevo al niño.

– ¡No! No… Tom… por favor.

– ¿Por favor? ¿Has dicho por favor?

Harry no contestó.

– Te recogí de la alcantarilla y te brindé una nueva oportunidad. Y tú fuiste tan bueno que me apuñalaste por la espalda. No es culpa mía que ahora me vea obligado a hacer lo que hago. La culpa es tuya. Recuérdalo, Harry.

– Escucha…

– Dentro de veinte minutos. Deja la puerta abierta de par en par y quédate sentado en el suelo para que os pueda ver, con las manos por encima de la cabeza.

– ¡Tom!

Y Waaler colgó.

Harry giró el volante y notó que los neumáticos se despegaban del piso. Flotaron deslizándose lateralmente sobre el agua y, por un momento, le pareció que él y el coche hubiesen emprendido un vuelo de ensueño donde se hubiesen derogado las leyes de la física. Sólo duró un instante, pero fue suficiente para infundirle una sensación liberadora, la sensación de que todo había terminado, de que era demasiado tarde para remediar nada. Pero entonces, los neumáticos volvieron a aferrarse al asfalto y él volvió a concentrarse.

Llegó al edificio de apartamentos y aparcó ante la puerta. Apagó el motor. Faltaban nueve minutos. Se bajó y se dirigió a la parte trasera del coche. Abrió el maletero, tiró unas latas medio vacías de líquido para el limpiaparabrisas y unos paños sucios y se llevó un rollo de cinta adhesiva negra. Mientras subía las escaleras, sacó la pistola del cinturón y desenroscó el silenciador. No había tenido tiempo de revisarla, pero habría que partir de la base de que la calidad checa aguantaría alguna que otra caída desde una terraza a quince metros de altura. Se detuvo delante de la puerta del ascensor en el cuarto piso. Tal y como él recordaba, la manivela era de metal, con un remate redondeado de sólida madera. Exactamente lo bastante grande para sujetar con cinta adhesiva una pistola sin silenciador en la parte interior de la puerta, de forma que no se notara. Cargó el arma y la sujetó con dos trozos de cinta. Si las cosas iban como había planeado, no tendría que usarla. Las bisagras de la portezuela del vertedero de basura que había junto al ascensor chirriaron cuando Harry la abrió, pero el silenciador cayó sin hacer ruido en la oscuridad. Faltaban cuatro minutos.

Abrió la puerta del 406 con la llave.

El metal de las esposas resonó contra el radiador.

– ¿Buenas noticias?

Sven sonaba casi suplicante. Harry se le acercó para liberarlo del radiador. Le apestaba el aliento.

– No -dijo Harry.

– ¿No?

– Viene con Oleg.


Harry y Sven estaban esperando sentados en el suelo del pasillo. -Se retrasa -dijo Sven.

Silencio.

– Canciones de Iggy Pop que empiecen por ce -dijo Sven-. Tú empiezas.

– Déjalo.

China Girl.

– No es el momento.

– Aliviará la espera. Candy.

Cry for love.

China Girl.

– Ésa ya la has dicho, Sivertsen.

– Hay dos versiones.

Cold Metal.

– ¿Tienes miedo, Harry?

– Un miedo mortal.

– Yo también.

– Bien. Eso aumenta las posibilidades de sobrevivir.

– ¿En qué porcentaje? ¿Diez sobre cien? ¿Vein…?

– ¡Calla! -lo cortó Harry.

– ¿Es el ascensor que…? -susurró Sivertsen.

– Están subiendo. Respira hondo y pausado.

El ascensor se detuvo con un leve suspiro. Pasaron dos segundos. Luego sonó el ruido de la corredera. Un chirrido largo que le indicó a Harry que Waaler la había abierto con cuidado. Un suave murmullo. El chirrido de la portezuela del vertedero de basura al abrirse. Sven miró a Harry inquisitivo.

– Levanta las manos para que las vea -le susurró Harry.

Las esposas resonaron cuando ambos levantaron las manos en un movimiento sincronizado. Y se abrió la puerta de cristal que daba al pasillo.

Oleg llevaba zapatillas y una sudadera encima del pijama. De repente, las imágenes se sucedieron en el cerebro de Harry a un ritmo vertiginoso. El pasillo. El pijama. El arrastrar de unas zapatillas por el suelo. Mamá. El hospital.

Tom Waaler iba justo detrás de Oleg. Llevaba las manos en los bolsillos de la cazadora, pero Harry adivinó el cañón de la pistola detrás de la napa negra.

– Alto -ordenó Waaler cuando estaban a cinco metros de Harry y de Sven.

Los ojos negros de Oleg miraban a Harry llenos de temor. Harry le devolvió lo que esperaba que fuese una mirada tranquila y confiada.

– ¿Por qué estáis encadenados el uno al otro, chicos? ¿Ya os habéis vuelto inseparables?

La voz de Waaler retumbó entre las paredes de hormigón y Harry comprendió que había repasado la lista que confeccionaron antes de la operación y que Waaler había averiguado lo que Harry ya sabía: que no había nadie en el cuarto piso.

– Hemos llegado a la conclusión de que, en realidad, estamos en el mismo barco -explicó Harry.

– ¿Y por qué no estáis dentro del apartamento, como os ordené?

Waaler se había colocado de modo que Oleg quedaba entre ellos.

– ¿Por qué querías que nos quedáramos allí dentro? -peguntó Harry.

– No te toca a ti preguntar ahora, Hole. Entra en el apartamento. Ya.

Sorry, Tom.

Harry giró la mano que no estaba encadenada a Sven. Entre sus dedos colgaban dos llaves. Una de la marca Yale y otra más pequeña.

– La del apartamento y la de las esposas -dijo.

Harry abrió la boca, puso las dos llaves sobre la lengua y cerró la boca. Le guiñó un ojo a Oleg y tragó saliva.

Tom Waaler miraba incrédulo la nuez de Harry, que se movía de arriba abajo.

– Tendrás que cambiar de plan -observó Harry con un suspiro.

– ¿De qué plan hablas?

Harry flexionó las piernas y se levantó a medias con el cuerpo apoyado en la pared. Waaler sacó la mano del bolsillo de la cazadora. Y le apuntó con la pistola. Harry hizo una mueca y se golpeó el pecho un par de veces, antes de hablar:

– Recuerda que llevo ya unos años observándote, Tom. Y sé cómo funcionas. Sé cómo mataste a Sverre Olsen en su casa y te las arreglaste para que pareciera un disparo en defensa propia. Y otro tanto ocurrió aquella vez, en el almacén del puerto. Así que apuesto a que el plan era pegarnos un tiro a mí y a Sven Sivertsen dentro del apartamento y hacer que pareciera que yo le había disparado a él y luego a mí mismo; después, abandonarías el lugar del crimen y dejarías que nos encontraran los colegas. Puede que les dieras un aviso anónimo de que alguien había oído disparos en el bloque de apartamentos, ¿no?

Tom Waaler echó una ojeada impaciente a ambos extremos del pasillo.

Harry continuó:

– Y la explicación es obvia. Al final, Harry Hole, ese policía psicótico y alcoholizado no pudo más. Abandonado por su novia, destituido de su puesto como agente de policía, secuestra a un prisionero. Ira autodestructiva que termina en desastre. Una tragedia personal. Casi, pero sólo casi, incomprensible. ¿No habías pensado algo así?

Waaler sonrió vagamente.

– No está mal. Pero te has olvidado de la parte en la que, impelido por el mal de amores, te vas por la noche hasta la casa de tu ex novia, entras sin ser descubierto y secuestras a su hijo. Al que encuentran junto a vuestros cadáveres.

Harry se concentraba en respirar.

– ¿De verdad crees que se tragarían esa historia? ¿Møller? ¿El comisario jefe? ¿Los medios de comunicación?

– Por supuesto -dijo Waaler-. ¿No lees los periódicos? ¿No ves la tele? Lo comentarían unos días, máximo una semana. Si no sucede algo entre tanto. Algo realmente sensacional.

Harry no contestó.

Waaler sonrió.

– Lo único sensacional aquí es que tú creías que no te iba a encontrar.

– ¿Estás seguro de eso?

– ¿De qué?

– ¿De que yo no sabía que darías con nosotros?

– De ser así, yo en tu lugar me habría largado. Ahora ya no hay salida, Hole.

– Eso es cierto -dijo Harry metiendo la mano en el bolsillo de la chaqueta.

Waaler levantó la pistola. Harry sacó un paquete de cigarrillos mojado.

– Estoy atrapado. Pero la cuestión es ¿para quién es la trampa?

Sacó un cigarrillo del paquete.

Waaler entrecerró los ojos.

– ¿Qué quieres decir?

– Bueno -dijo Harry mientras partía el cigarrillo por la mitad y se lo colocaba entre los labios-. ¿No te parece que lo de las vacaciones conjuntas es una mierda? Nunca hay gente suficiente para hacer las cosas, así que todo se aplaza. Como, por ejemplo, instalar una cámara de vigilancia en un edificio de apartamentos. O desmontarla.

Harry vio una ligera vibración en los párpados del colega. Señaló con el pulgar sobre su hombro.

– Mira la esquina de la derecha, Tom. ¿Lo ves?

La mirada de Waaler saltó hasta donde Harry indicaba para recobrar enseguida su objetivo inicial.

– Como he dicho, sé lo que te hace funcionar, Tom. Sabía que antes o después nos encontrarías aquí. Sólo tenía que ponértelo lo bastante difícil como para que no sospecharas que te estaba tendiendo una trampa. El domingo por la mañana mantuve una larga conversación con un tío que conoces. Y lleva desde entonces esperando en el autobús para grabar esta función. Dile hola a Otto Tangen.

Tom Waaler parpadeó varias veces, como si le hubiera entrado una mota en el ojo.

– Te estás tirando un farol, Harry. Conozco a Tangen, nunca se atrevería a participar en algo así.

– Le concedí todos los derechos para vender la grabación. Piénsalo Tom. Una grabación de the big showdown con el presunto mensajero asesino, el investigador loco y el comisario corrupto. Las cadenas de televisión de todo el mundo harán cola.

Harry dio un paso hacia delante.

– Quizá sería mejor que me dieras esa pistola antes de que empeores las cosas, Tom.

– Quédate donde estás, Harry -susurró Waaler.

Harry vio que el cañón de la pistola se había girado imperceptiblemente hacia la espalda de Oleg. Se detuvo. Tom Waaler había dejado de parpadear. La musculatura de la mandíbula se concentraba en trabajar duro. Ninguno de los dos se movía lo más mínimo. El silencio del bloque de apartamentos era tal que Harry creyó oír el sonido de las paredes de hormigón, una vibración honda, larga, mínima, que el oído registraba como ínfimas alteraciones en la presión atmosférica. Y, mientras las paredes entonaban su melodía, transcurrieron diez segundos. Diez segundos infinitos sin que Waaler parpadease una sola vez. Øystein le había explicado a Harry en una ocasión la cantidad de datos que el cerebro humano era capaz de procesar durante un segundo. No se acordaba de la cifra, pero Øystein le había dicho que una persona podría escanear fácilmente una biblioteca pública de tamaño medio en diez de esos segundos.

Waaler parpadeó por fin y Harry vio que lo invadía una extraña calma.

No entendía lo que podía significar aquello, probablemente nada bueno.

– Lo interesante cuando se trata de casos de asesinato -dijo Waaler- es que uno es inocente hasta que se demuestre lo contrario. Y de momento, no creo que ninguna cámara me haya grabado haciendo nada ilegal.

Se acercó a Harry y a Sven y tiró tan fuertemente de las esposas que Sven tuvo que ponerse en pie. Waaler los cacheó pasando la mano libre rápidamente por sus chaquetas y pantalones, sin apartar la vista de Harry.

– Todo lo contrario, sólo hago mi trabajo deteniendo a un agente de policía que ha secuestrado a un detenido.

– Acabas de confesar delante de una cámara -apuntó Harry.

– A vosotros -sonrió Waaler-. Según recuerdo, estas cámaras graban imágenes, pero no sonido. Esto es una detención en toda regla. Empieza a andar hacia el ascensor.

– ¿Y lo de secuestrar a un niño de diez años? -dijo Harry-. Tangen tiene una foto donde apuntas al niño con una pistola.

– Ah, el niño… -dijo Waaler dándole a Harry tal empujón en la espalda que le hizo perder el equilibrio y arrastrar a Sven consigo-. Evidentemente, se ha levantado en mitad de la noche y se ha ido a la comisaría general sin decírselo a su madre. No es la primera vez, ¿no es cierto? Digamos que me encontré con el pequeño justo cuando salía a buscaros a ti y a Sven. Parece que el niño había entendido que pasaba algo. Cuando le expliqué la situación, dijo que quería ayudar. En realidad, fue él quien propuso el juego de que yo lo utilizara como rehén para que tú no hicieras una tontería y resultaras herido, Harry.

– ¿Un niño de diez años? -preguntó Harry-. ¿De verdad piensas que alguien se va a creer semejante historia?

– Ya veremos -dijo Waaler-. Venga, chicos, salimos y nos detenemos delante del ascensor. El que intente algo raro, se lleva la primera bala.

Waaler enfiló el pasillo hacia la puerta del ascensor y pulsó el botón de llamada. Un ruido sordo resonó procedente del hueco.

– ¿No es extraño el silencio que reina en este edificio durante las vacaciones? -preguntó sonriendo a Sven-. Casi como una casa de fantasmas -añadió.

– Déjalo, Tom.

Harry tuvo que concentrase para pronunciar aquellas palabras, pues sentía como si tuviera la boca llena de arena.

– Es demasiado tarde -continuó-. Debes comprender que nadie te creerá.

– Estás empezando a repetirte, querido colega -observó Waaler echando una ojeada a la aguja torcida que daba la vuelta despacio, como la de una brújula-. Me creerán, Harry. Por la sencilla razón… -pasó un dedo por el labio superior-… de que no quedará nadie que pueda contradecirme.

Harry había comprendido cuál era el plan. El ascensor. Allí no había cámaras. Y lo haría allí, en el ascensor. Ignoraba cómo pensaba explicarlo después, si diría que había estallado una reyerta o que Harry se había hecho con la pistola, pero no le cabía ninguna duda, todos iban a morir allí, en el ascensor.

– Papá… -empezó Oleg.

– Todo irá bien, pequeño -dijo Harry intentando sonreír.

– Sí -afirmó Waaler-. Todo irá bien.

Oyeron un chasquido metálico. El ascensor se acercaba. Harry miró la manivela de madera de la puerta. Había sujetado la pistola de manera que podría agarrar el mango, meter el dedo en el gatillo y despegarla en un único movimiento.

El ascensor se detuvo delante de ellos con un golpe y tembló ligeramente.

Harry tomó aire y alargó la mano. Los dedos se deslizaron alrededor y hacia el interior de la superficie astillada. Esperaba notar el acero frío y duro en las yemas de los dedos. Nada. Absolutamente nada. Sólo más madera. Y un trozo de cinta adhesiva suelta.

Tom Waaler dejó escapar un suspiro.

– Me temo que la tiré por el vertedero, Harry. ¿De verdad pensaste que no buscaría un arma escondida?

Waaler abrió la puerta de hierro con una mano mientras los encañonaba con la pistola.

– El niño entra primero.

Oleg miró a Harry, que apartó la vista. No podía encontrarse con la mirada inquisitiva que sabía que suplicaba una nueva promesa, así que le señaló la puerta con la cabeza sin pronunciar palabra. Oleg entró y se quedó al fondo del ascensor. Del techo emanaba una luz pálida que iluminaba las paredes marrones de imitación a palisandro con un mosaico de declaraciones de amor, consignas, órganos sexuales y saludos rayados en la superficie.

«SCREW U», rezaba una de las leyendas justo encima de la cabeza de Oleg.

Una tumba, se dijo Harry. Aquello era una tumba.

Metió la mano libre en el bolsillo de la chaqueta. No le gustaban los ascensores. Harry tiró de la mano izquierda de Sven, que perdió el equilibrio y cayó de lado hacia Waaler. Éste se giró hacia Sven al mismo tiempo que Harry levantaba la mano derecha por encima de la cabeza. Apuntó como un torero con la espada, sabía que sólo dispondría de un intento y que la precisión era más importante que la fuerza.

Dejó caer la mano.

La punta del cincel atravesó la piel de la cazadora con un ruido desgarrador. El metal se deslizó dentro del tejido blando justo por encima de la clavícula derecha, agujereó la vena yugular, penetró en el trenzado de nervios del plexus brachialis y paralizó los nervios motores que van al brazo. La pistola cayó con estruendo al suelo de mármol y siguió rodando por los peldaños. Waaler se miró el hombro derecho con una expresión de sorpresa en la cara. Debajo del pequeño mango verde colgaba, flácido, su propio brazo.


Aquél había sido un día largo y horrendo para Tom Waaler. Los horrores comenzaron cuando lo despertaron con la noticia de que Harry se había fugado con Sivertsen. Y continuó cuando dar con Harry resultó ser más difícil de lo esperado. Tom explicó a los demás de la banda que tendrían que utilizar al niño y ellos se negaron. Era demasiado arriesgado, dijeron. En el fondo, él supo en todo momento que tendría que recorrer solo el último tramo del camino. Siempre pasaba lo mismo. Nadie lo detendría ni le ayudaría. La lealtad era una cuestión de rentabilidad y todo el mundo velaba por sus propios intereses. Y los horrores habían continuado. Ya no se sentía el brazo. Lo único que notaba era aquella corriente cálida que le bajaba por el pecho anunciándole que algo que contenía mucha sangre se había pinchado.

Se volvió otra vez hacia Harry justo a tiempo de ver cómo su cara crecía ante sus ojos y, un segundo después, Harry le dio un cabezazo en el puente de la nariz que le resonó en el cerebro con un crujido. Tom Waaler se tambaleó hacia atrás. Harry fue a darle un derechazo que Waaler logró esquivar. Harry quiso seguirlo, pero Sven Sivertsen lo retuvo por el brazo izquierdo. Tom tomó aire por la boca y notó que el dolor le bombeaba por las venas en forma de blanca furia fortificante. Había recobrado el equilibrio. En todos los sentidos. Calculó la distancia, flexionó las rodillas, dio un breve salto y giró como un remolino sobre un solo pie con el otro levantado en alto. Era un oou tek perfecto. Le dio a Harry en la sien y éste cayó de lado arrastrando consigo a Sven Sivertsen.

Tom se dio la vuelta en busca de la pistola. Estaba en el rellano del piso de abajo. Agarró la barandilla y bajó de dos zancadas. El brazo derecho seguía sin obedecer. Soltó una maldición, cogió la pistola con la mano izquierda y corrió hacia arriba.

Harry y Sven habían desaparecido.

Se giró justo a tiempo de ver cómo la puerta del ascensor se cerraba silenciosamente. Se metió la pistola entre los dientes, logró agarrar la manilla con la mano izquierda y tiró. Sintió como si se le fuera a descoyuntar el brazo. Cerrada. Tom pegó el ojo al ventanuco de la puerta. Habían cerrado la cancela corredera y se oían voces nerviosas procedentes del habitáculo.

Un día verdaderamente horrendo. Pero aquello se iba a acabar. Ahora empezaría a ser perfecto. Tom levantó la pistola.

Harry se apoyó contra la pared del fondo, respiró y aguardó a que el ascensor se pusiera en marcha. Acababa de cerrar la corredera y pulsar el botón de SÓTANO cuando sintió un tirón en la puerta y Waaler lanzó una maldición al otro lado.

– ¡Este cacharro de mierda no quiere andar! -rugió Sven. Se había puesto de rodillas al lado de Harry.

El ascensor dio un respingo, como un gran hipido, pero no se movió.

– ¡Este ascensor de mierda es tan lento! ¡Sólo tiene que bajar las escaleras corriendo y darnos la bienvenida cuando lleguemos!

– Cállate -susurró Harry-. La puerta entre la entrada y el sótano está cerrada con llave.

Harry vio una sombra que se movía detrás del ojo de buey de la puerta.

– ¡Agáchate! -gritó empujando a Oleg hacia la corredera.

La bala sonó como cuando se descorcha una botella al incrustarse en el panel de palisandro falso, justo encima de la cabeza de Harry. Empujó a Sven hacia donde se encontraba Oleg.

En ese momento, el ascensor volvió a dar un respingo y se puso en movimiento chirriando.

– Joder -susurró Sven.

– Harry… -comenzó Oleg

Entonces sonó un ruido muy fuerte y Harry tuvo tiempo de ver el puño entre los barrotes de la cancela corredera encima de la cabeza de Oleg antes de cerrar los ojos automáticamente para protegerse de la lluvia de fragmentos de cristal.

– ¡Harry!

El grito de Oleg le llenó la cabeza a Harry. Le inundó los oídos, la boca, la garganta. Lo ahogó. Harry volvió a abrir los ojos y los clavó en las órbitas atónitas de Oleg, vio su boca abierta, lo vio descompuesto por el dolor y el pánico, el pelo negro y largo atrapado por aquella gran mano blanca. Vio que la mano lo levantaba y sus pies dejaron de tocar el suelo.

Harry se quedó ciego. Abrió los ojos, pero no veía nada. Sólo una manta blanca de pánico. Pero oía. Oía gritar a Søs.

– ¡Harry!

Oía gritar a Ellen. A Rakel. Todo el mundo gritaba su nombre.

– ¡Harry!

Siguió viendo el manto blanco que paulatinamente fue ennegreciéndose. ¿Se habría desmayado? Los gritos fueron atenuándose, como un eco que se extingue. Se desvaneció. Tenían razón. Siempre se largaba cuando más falta hacía. Procuraba no estar presente. Hacía la maleta. Descorchaba la botella. Cerraba la puerta. Se rendía al miedo. Se quedaba ciego. Siempre tenían razón. Y si no la tienen, la tendrán.

– ¡Papá!

Un pie le dio a Harry en el pecho. Había recobrado la visión. Oleg colgaba pataleando ante su cara, con la cabeza como arraigada en la mano de Waaler. Pero el ascensor se había detenido. Enseguida vio por qué. La corredera estaba fuera de la guía. Harry vio a Sven sentado en el suelo, a su lado, con la mirada helada.

– ¡Harry! -Era la voz de Waaler desde fuera-. Lleva el ascensor arriba o le pego un tiro al niño.

Harry se levantó un segundo, pero se agachó de nuevo en el acto: había visto lo que necesitaba ver. La puerta del cuarto piso se encontraba medio metro más alta que el ascensor.

– Si disparas desde allí, Tangen grabará el asesinato -le advirtió Harry.

Escuchó la silenciosa risa de Waaler.

– Dime Harry, ¿si esa caballería tuya de verdad existe, no debería haber entrado cabalgando ya hace rato?

– Papá -suspiró Oleg.

Harry cerró los ojos.

– Escucha, Tom. El ascensor no se pondrá en marcha mientras la corredera no esté bien cerrada. Tienes el brazo entre los barrotes, así que tienes que soltar a Oleg para que podamos ponerlo en su sitio.

Waaler volvió a reírse.

– ¿Crees que soy tonto, Harry? Sólo tenéis que mover esa cancela unos centímetros. Lo podéis hacer sin que yo suelte al pequeño.

Harry miró a Sven, pero éste sólo le devolvió una mirada desenfocada y lejana.

– De acuerdo -dijo Harry-. Pero estamos esposados, necesito que Sven me ayude. Y en estos momentos está como ausente.

– ¡Sven! -gritó Waaler-. ¿Me oyes?

Sven levantó un poco la cabeza.

– ¿Te acuerdas de Lodin, Sven? ¿Tu predecesor en Praga?

El eco rodaba escaleras abajo. Sven tragó saliva.

– La cabeza en el torno, Sven. ¿Te apetece probarlo?

Sven se levantó tambaleándose. Harry lo cogió del cuello de la chaqueta y se lo acercó de un tirón.

– ¿Comprendes lo que tienes que hacer, Sven? -le gritó a la cara pálida y sonámbula mientras metía la mano en el bolsillo trasero y sacaba una llave-. Tienes que procurar que la cancela no se abra de nuevo. ¿Me oyes? Tienes que sujetarla cuando esto se ponga en marcha.

Harry señaló uno de los botones negros, redondos y desgastados del panel del ascensor.

Sven miró largo rato a Harry, que introdujo la llave en la cerradura de las esposas y la giró. Luego asintió con la cabeza.

– Vale -gritó Harry-. Estamos listos. Ponemos la cancela en su sitio.

Sven se colocó de espaldas a la cancela. La agarró y tiró hacia la derecha. Los puntos de contacto del suelo y de la cancela se encontraron con un clic.

– ¡Ya! -gritó Harry.

Esperaron. Harry dio un paso hacia el exterior y miró arriba. Un par de ojos lo observaba desde una pequeña rendija entre el ojo de buey y el hombro de Waaler. Uno atento y enfurecido, el de Waaler; y otro negro y ciego, el de la pistola.

– Subid -dijo Waaler.

– Si dejas en paz al niño -propuso Harry.

– De acuerdo.

Harry asintió lentamente con la cabeza. Luego pulsó el botón del ascensor.

– Sabía que al final harías lo correcto, Harry.

– Es lo que se suele hacer -respondió Harry.

Entonces vio que una de las cejas de Waaler descendía de repente. Quizá porque acababa de darse cuenta de que las esposas colgaban sólo de la muñeca de Harry. Quizá porque había notado algo en su tono de voz. O quizá porque también él se había dado cuenta. Había llegado la hora.

El ascensor dio un tirón y el cable de acero avisó con un chirrido. Al mismo tiempo, Harry dio un paso rápido hacia delante y se puso de puntillas. Las esposas se cerraron con un chasquido alrededor de la muñeca de Waaler.

– Jod… -empezó Waaler.

Harry levantó los pies. Las esposas se les clavaban a ambos en las muñecas con los noventa y cinco kilos de Hole tirando de Waaler hacia abajo. Waaler intentó resistir, pero su brazo entró por el ojo de buey hasta que lo detuvo el hombro.


Un día horrendo.

– ¡Joder, sácame de aquí!

Tom vociferó aquellas palabras con la mejilla pegada a la fría puerta de hierro. Intentaba sacar el brazo, pero el peso era demasiado. Gritó de rabia y aporreó la puerta con el arma tan fuerte como pudo. Las cosas no tenían que ser así. Destrozaban sus planes. Destrozaban a puntapiés el castillo de arena y luego se reían. Pero se iban a enterar, un día se iban a enterar todos. Entonces se dio cuenta. Los barrotes de la cancela se le clavaban en el antebrazo, el ascensor se había puesto en marcha. Pero en la dirección equivocada. Hacia abajo. En cuanto se percató de ello, la angustia le bloqueó la garganta. Comprendió que quedaría aplastado. Que el ascensor se había convertido en una guillotina en movimiento a cámara lenta. Que la maldición estaba a punto de alcanzarlo a él también.

– ¡Sujeta la cancela, Sven! -Era Harry quien gritaba.

Tom soltó a Oleg e intentó sacar el brazo de entre los barrotes. Pero Harry pesaba demasiado. Le entró el pánico. Dio otro tirón desesperado. Y otro. Ya se le resbalaban los pies en el suelo. Y empezaba a notar el interior del techo del ascensor tocándole el hombro. Perdió la razón.

– No, Harry. Para.

Quería gritar aquellas palabras, pero las ahogó el llanto.

– Te lo suplico… Clemencia…

43

La noche del lunes. Rolex


Tictac.

Sentado, con los ojos cerrados, Harry escuchaba el segundero y contaba. Pensó que, ya que el sonido procedía de un Rolex de oro, indicaría la hora con bastante exactitud.

Tictac.

Si había calculado correctamente, llevaban un cuarto de hora sentados en el ascensor. Quince minutos. Novecientos segundos desde que Harry pulsó el botón de parada entre el bajo y el sótano y anunció que estaban fuera de peligro y que tenían que esperar. Durante aquellos novecientos segundos, guardaron silencio y aguzaron el oído. Un paso. Voces. Puertas que se abrían o cerraban. Mientras Harry, con los ojos cerrados, contaba los novecientos tictac del Rolex que llevaba la muñeca del brazo ensangrentado que había en el suelo del ascensor, y al que seguía esposado.

Tictac.

Harry abrió los ojos. Abrió las esposas con la llave mientras se preguntaba cómo accedería al maletero del coche, cuya llave se había tragado.

– Oleg -susurró sacudiendo despacio el hombro del niño dormido-. Necesito tu ayuda.

Oleg se levantó.

– ¿Para qué haces eso? -preguntó Sven mirando a Oleg, que, encaramado a los hombros de Harry, desenroscaba los tubos fluorescentes del techo.

– Cógelo -dijo Harry.

Sven alargó el brazo hacia Oleg, que le dio uno de los tubos.

– En primer lugar, para que los ojos se habitúen a la oscuridad del sótano antes de que salgamos -dijo Harry-. Y segundo, para que no seamos un blanco iluminado cuando se abra la puerta del ascensor.

– ¿Waaler? ¿En el sótano? -la voz de Sven destilaba incredulidad-. Venga, nadie puede sobrevivir a eso.

Señaló con el tubo el brazo, ya pálido como la cera.

– Imagínate la pérdida de sangre. Y el choque.

– Descuida, intento imaginarme cualquier cosa -dijo Harry.


Tictac.

Harry salió del ascensor, dio un paso lateral y se agachó. Oyó la puerta cerrarse a su espalda. Esperó hasta oír que el ascensor se ponía en marcha. Habían acordado que detendrían el ascensor entre el sótano y el bajo, donde estarían a salvo.

Harry contuvo la respiración y aguzó el oído. Ninguna señal espectral, de momento. Se levantó. Una luz endeble entraba por el ventanuco de una puerta en el otro extremo del sótano. Vislumbró unos muebles de jardín, cómodas viejas y extremos de esquís detrás de la malla. Harry anduvo a tientas a lo largo de la pared. Encontró una puerta y la abrió. Se notaba un olor dulzón a basura. Justo el lugar que buscaba. Fue pisando bolsas de basura rasgadas, cáscaras de huevo y cartones de leche vacíos mientras se movía a tientas por la pegajosa humedad de la putrefacción. La pistola había caído cerca de la pared. Aún llevaba uno de los trozos de cinta adhesiva. Se aseguró de que seguía cargada antes de salir de nuevo.

Se agachó y se acercó agazapado a la puerta por donde entraba la luz. Debía de tratarse de la puerta que daba a la entrada.

Hasta que no se acercó, no logró ver la oscura silueta pegada al cristal. Era una cara. Harry se acuclilló instintivamente antes de comprender que, quienquiera que fuese, no lo vería en la oscuridad. Sostuvo ante sí la pistola con ambas manos al tiempo que se acercaba un par de pasos, muy despacio. La cara parecía aplastada contra el cristal de forma que las facciones se veían desdibujadas. Harry tenía la cara pegada a la mira. Era Tom. Con los ojos desorbitados, miraba fijamente a lontananza, la oscuridad.

Era tal la violencia con que le latía el corazón que no conseguía mantener la cara firme en la mira de la pistola.

Esperó. Pasaban los segundos. No sucedía nada.

Bajó el arma y se irguió.

Se acercó al cristal y observó con detenimiento la mirada quebrada de Tom Waaler. Una película blancuzca le empañaba los ojos. Harry se giró y contempló el espacio tenebroso. Fuese lo que fuese lo que Tom había visto allí ya no estaba.

Harry se quedó inmóvil sintiendo el latir terco y persistente de su propio pulso. Tictac, decía. No sabía exactamente lo que significaba. Salvo que estaba vivo. Porque el hombre que había al otro lado de la puerta estaba muerto. Y significaba que podía abrir la puerta, colocar su mano sobre él y sentir cómo le abandonaba el calor, notar cómo su piel cambiaba de carácter, perdía la materia vital y se convertía en embalaje.

Harry puso la frente contra la de Tom Waaler. El frío cristal quemaba la piel como el hielo.

44

La noche del martes. El murmullo


Aguardaban ante el semáforo en rojo de la plaza Alexander Kielland.

Los limpiaparabrisas golpeaban a derecha e izquierda. Al cabo de una hora y media, el alba daría sus primeras pinceladas. Pero de momento era de noche y las nubes cubrían la ciudad como una lona gris.

Harry iba en el asiento trasero rodeando a Oleg con el brazo.

Una mujer y un hombre se les acercaban dando tumbos por una acera desierta de la calle Waldemar Thrane. Había transcurrido una hora desde que Harry, Sven y Oleg salieron del ascensor a la calle lluviosa, al campo, al gran roble que Harry había visto desde la ventana y a cuyo abrigo se sentaron sobre la hierba reseca. Desde allí llamó Harry, en primer lugar, al periódico Dagbladet, para hablar con el responsable de turno. Después marcó el número de Bjarne Møller, le explicó lo sucedido y le pidió que localizase a Øystein Eikeland. Y por último llamó a Rakel para despertarla. Veinte minutos más tarde, la explanada que se extendía ante el bloque de apartamentos se vio iluminada por flashes y luces de emergencia y abarrotada de representantes de la policía y la prensa, en la consabida buena armonía.

Harry, Oleg y Sven se quedaron sentados bajo el roble observando mientras todos entraban y salían precipitadamente del bloque de apartamentos.

Harry apagó el cigarrillo.

– Bueno, bueno -comentó Sven.

Character -dijo Harry.

Y Sven asintió diciendo:

– De ésa no me acordé.

Luego fueron a la explanada y Bjarne Møller acudió a la carrera para meterlos en uno de los coches policiales.

Primero fueron a la comisaría general para someterse a un breve interrogatorio. O un debriefing, como lo llamó Møller con la intención de ser amable. Cuando llevaron a Sven al calabozo, Harry insistió en que dos agentes de la Policía Judicial lo mantuviesen bajo vigilancia las veinticuatro horas. Algo sorprendido, Møller le preguntó si de verdad consideraba que fuese tanto el peligro de fuga. Harry negó con la cabeza por toda respuesta y Møller ordenó que cumplieran su petición sin hacer más preguntas.

Luego llamaron a Seguridad Ciudadana para pedir un coche patrulla que llevase a Oleg a casa.

El semáforo emitía un sonido agudo en la tranquilidad de la noche mientras la pareja cruzaba la calle Ueland. Era obvio que la mujer le había pedido prestada al hombre la chaqueta, que sostenía en alto para cubrirse la cabeza. El hombre llevaba la camisa pegada al cuerpo y se reía ruidosamente. A Harry le resultaban familiares, quizá los hubiese visto en otra ocasión.

El semáforo cambió a verde.

Antes de que la pareja desapareciera, atisbó fugazmente una melena rojiza bajo la chaqueta.

La lluvia cesó de pronto cuando pasaban por Vindern. Las nubes se esfumaron deslizándose como un telón y la luna nueva los iluminaba desde el negro cielo sobre el fiordo de Oslo.

– Por fin -dijo Møller volviéndose sonriente en el asiento del copiloto.

Harry supuso que se refería a la lluvia.

– Por fin -repitió sin apartar la vista de la luna.

– Eres un chico muy valiente -dijo Møller dándole a Oleg unas palmaditas en la rodilla. El niño sonrió débilmente y miró a Harry.

Møller se volvió hacia delante.

– Los dolores de estómago han desaparecido -continuó el jefe-. Como si se hubieran evaporado.

Habían encontrado a Øystein Eikeland en el mismo lugar al que llevaron a Sven Sivertsen. Los calabozos. Según los documentos de Groth Gråten, Tom Waaler había llevado a Øystein como sospechoso de conducir un taxi en estado de embriaguez. Los análisis de sangre realizados arrojaron un pequeño porcentaje de alcohol. Pero Møller dio orden de interrumpir las formalidades y de soltar a Eikeland de inmediato, y, curiosamente, Gråten no opuso objeción alguna, al contrario, obedeció de lo más solícito.

Cuando el coche policial entró en la gravilla crujiente que había ante la casa, se encontraron a Rakel esperando en la entrada.

Harry se inclinó por encima de Oleg y abrió la puerta del coche. El pequeño salió de un salto y echó a correr hacia Rakel.

Møller y Harry se quedaron viendo cómo se abrazaban en silencio en la escalinata.

Entonces sonó el móvil de Møller, que contestó enseguida. Dijo dos veces «sí» y un «eso es» y colgó.

– Era Beate. Han encontrado una bolsa con el traje completo de mensajero ciclista en el contenedor de basura del patio interior de Barli.

– Ya.

– Se va a armar la de Dios -dijo Møller-. Todos querrán su parte de ti, Harry. La prensa de la calle Akersgata, la emisora NRK, el canal TV2. Y en el extranjero también. Imagínate, hasta en España han oído hablar del mensajero asesino. Bueno, has pasado por todo esto antes, así que ya lo sabes.

– Sobreviviré.

– Seguramente. También tenemos fotos de lo sucedido esta noche en el bloque de apartamentos. Sólo que me pregunto cómo pudo Tangen poner en marcha las grabadoras en su autobús en la tarde del domingo, olvidarse de apagarlas y luego coger el tren para Hønefoss.

Møller miró a Harry inquisitivamente, pero él no contestó.

– Y es una gran suerte para ti que acabase de borrar el espacio suficiente en el disco duro como para que cupieran varios días de grabación. Realmente increíble. Casi podría pensarse que estaba planeado de antemano.

– Casi -murmuró Harry.

– Se va a poner en marcha una investigación interna. He contactado con Asuntos Internos y les he puesto al corriente de las actividades de Waaler. No podemos descartar que este asunto tenga ramificaciones en el seno del Cuerpo. Mañana se celebrará la primera reunión. Iremos al fondo de todo esto, Harry.

– Vale, jefe.

– ¿Vale? No suenas muy convencido.

– Bueno. ¿Tú lo estás?

– ¿Por qué no iba a estarlo?

– Porque tú tampoco sabes en quién puedes confiar.

Møller parpadeó sorprendido y echó una fugaz ojeada al agente que estaba al volante. No podía responder al comentario de Harry.

– Espera un poco, jefe.

Harry salió del coche. Rakel soltó a Oleg que corrió al interior de la casa.

Tenía los brazos cruzados y se fijó en la camisa de Harry.

– Estás mojado -dijo.

– Bueno. Cuando llueve…

– … me mojo -remató Rakel sonriendo con tristeza y acariciando la mejilla de Harry-. ¿Se ha acabado ya? -susurró.

– Se ha acabado por ahora.

Ella cerró los ojos y se inclinó. Él la abrazó.

– Oleg estará bien -dijo Harry.

– Lo sé. Me ha dicho que no tuvo miedo. Porque tú estabas allí.

– Ya.

– ¿Qué tal estás tú?

– Bien.

– ¿Y es verdad? ¿Es cierto que se acabó?

– Sí, se acabó -murmuró con la cara hundida en su pelo-. El último día de trabajo.

– Bien -respondió ella.

Harry notó que el cuerpo de Rakel se acercaba y llenaba todos los pequeños intersticios que había entre ellos.

– La semana que viene empiezo en el nuevo trabajo. Estará bien.

– ¿El que has conseguido a través de un amigo? -preguntó ella acariciándole la nuca.

– Sí. -El olor de Rakel le inundaba el cerebro-. Øystein. ¿Te acuerdas de Øystein?

– ¿El taxista?

– Sí. Hay un examen el martes para conseguir la licencia de taxista. Me he pasado estos días memorizando todas las calles de Oslo.

Ella se rió y lo besó en la boca.

– ¿Qué te parece? -preguntó él.

– Me parece que estás loco.

Su risa resonaba en sus oídos como el rumor de un riachuelo. Le secó una lágrima que le corría por la mejilla.

– Tengo que irme -dijo él.

Ella intentó sonreír, pero Harry vio que no lo conseguiría.

– No puedo -confesó Rakel antes de que el llanto le quebrase la voz.

– Podrás -auguró Harry.

– No voy a poder… sin ti.

– No es verdad -objetó Harry abrazándola otra vez-. Te arreglas perfectamente sin mí. La cuestión es si te arreglarías conmigo.

– ¿Es ésa la cuestión? -murmuró ella.

– Sé que tienes que pensártelo.

– No sabes nada.

– Piénsatelo primero, Rakel.

Ella se retiró hacia atrás y él notó el arqueo de su espalda. Rakel observó su cara. Buscando algún cambio, pensó Harry.

– No te vayas, Harry.

– Tengo una cita. Si quieres, puedo venir mañana por la mañana. Podríamos…

– ¿Sí?

– No lo sé. No tengo planes. Ni ideas. ¿Te suena bien?

Ella sonrió.

– Me suena perfecto.

Él miró sus labios. Dudó. Luego los besó y se fue.


– ¿Aquí? -preguntó mirando al retrovisor el agente de policía que iba al volante-. ¿No está cerrado?

– Abierto de doce a tres de la mañana en días laborables -aclaró Harry.

El conductor giró hasta el borde de la acera de enfrente del Boxer.

– ¿Te vienes, jefe?

Møller negó con la cabeza.

– Quiere hablar contigo a solas.

Hacía un rato que ya no servían bebidas y los últimos parroquianos empezaban a abandonar el local.

El comisario jefe de la Policía Judicial se encontraba en la misma mesa que la vez anterior. Las cuencas profundas de sus ojos quedaban en la penumbra. Tenía delante un vaso de cerveza casi vacío. En su cara se abrió de pronto una grieta.

– Enhorabuena, Harry.

Harry se metió entre el banco y la mesa y se sentó.

– Realmente, muy buen trabajo -continuó el comisario jefe-. Pero tienes que contarme cómo llegaste a la conclusión de que Sven Sivertsen no era el mensajero asesino.

– Vi una foto de Sivertsen en Praga y recordé que había visto una foto de Willy y Lisbeth tomada en el mismo lugar. Además, los de la Científica analizaron los restos de excrementos hallados bajo la uña de…

El comisario jefe se inclinó sobre la mesa y puso una mano en el brazo de Harry. Le olía el aliento a cerveza y a tabaco.

– No me refiero a las pruebas, Harry. Hablo de la idea. La sospecha. Lo que hizo que relacionaras las pruebas con el hombre adecuado. Cuál fue el momento de inspiración, lo que te hizo pensar por esos cauces.

Harry se encogió de hombros.

– Uno discurre toda clase de pensamientos todo el tiempo, pero…

– ¿Sí?

– Todo encajaba demasiado bien.

– ¿A qué te refieres?

Harry se rascó la barbilla.

– ¿Sabías que Duke Ellington solía pedir a los afinadores que no le afinasen el piano del todo?

– No.

– Cuando la afinación de un piano es clínicamente perfecta, no suena bien. No se producen desajustes, pero pierde parte del calor, la sensación de autenticidad.

Harry hablaba mientras hurgaba en un trozo de laca que se había soltado de la mesa.

– El mensajero asesino nos dio un código perfecto que nos indicaba exactamente dónde y cuándo. Pero no por qué. De este modo, nos indujo a centrarnos en el hecho, en lugar de en el móvil. Y cualquier cazador sabe que, si quieres ver la presa en la oscuridad, no debes enfocarla directamente, sino que hay que iluminar la zona adyacente. Y hasta que no dejé de mirar directamente a los hechos, no lo oí.

– ¿Lo oíste?

– Sí. Oí que aquellos supuestos asesinatos en serie eran demasiado perfectos. Sonaban muy bien, pero no auténticos. Los asesinatos seguían una pauta rigurosa, nos procuraban una explicación tan plausible como una mentira, pero rara vez la verdad.

– ¿Y entonces lo comprendiste?

– No. Pero dejé de focalizar. Y recuperé la visión global.

El comisario jefe asintió con la cabeza mientras observaba el vaso de cerveza que estaba haciendo girar sobre la mesa. Sonaba como una piedra de molino en el local silencioso y casi vacío.

Carraspeó.

– Juzgué mal a Tom Waaler, Harry. Lo siento.

Harry no contestó.

– Lo que quería decirte es que no voy a firmar los documentos de tu despido. Quiero que sigas en tu puesto. Quiero que sepas que tienes mi completa confianza. Absolutamente, toda mi confianza.

Y espero, Harry… -Levantó la cara y una abertura, una especie de sonrisa, se dibujó en la parte inferior-…Que yo tendré la tuya.

– Tengo que pensarlo -dijo Harry.

La abertura desapareció.

– Lo del trabajo -añadió.

El comisario jefe volvió a sonreír. En esta ocasión, la sonrisa se reflejó también en los ojos.

– Por supuesto. Deja que te invite a una cerveza, Harry. Han cerrado, pero si lo pido yo…

– Soy alcohólico.

El comisario se quedó perplejo un instante. Luego rió algo apurado.

– Lo siento. Una falta de consideración por mi parte. Pero, hablemos de algo completamente diferente, Harry. ¿Has…?

Harry esperó mientras el vaso de cerveza terminaba de hacer otra vuelta.

– ¿… has pensado en cómo vas a presentar este asunto?

– ¿A presentarlo?

– Sí. En el informe. Y ante la prensa. Querrán hablar contigo.

Y pondrán a todo el Cuerpo bajo el microscopio si lo del tráfico de armas de Waaler llega a saberse. Por eso es importante que no digas…

Harry buscaba el paquete de tabaco mientras el comisario jefe buscaba las palabras.

– Bueno, que no les des una versión que induzca a interpretaciones erróneas.

Harry sonrió mirando el último cigarrillo.

El comisario jefe pareció tomar una decisión, apuró resuelto su cerveza y se limpió la boca con el dorso de la mano.

– ¿Dijo algo?

Harry enarcó una ceja.

– ¿Te refieres a Waaler?

– Sí. ¿Dijo algo antes de morir? ¿Algo de quiénes eran sus colaboradores? ¿Quién más estaba involucrado?

Harry decidió guardarse el último cigarrillo.

– No. No dijo nada. Absolutamente nada.

– Qué lástima. -El comisario jefe lo miraba inexpresivo-. ¿Y qué hay de las cintas que grabaron? ¿Revelan algo en ese sentido?

Harry se encontró con la mirada azul del comisario jefe. Por lo que Harry sabía, el comisario jefe llevaba toda su vida laboral en la Policía. Tenía la nariz afilada como la hoja de un hacha, la boca recta y huraña y las manos grandes y gruesas. Constituía una parte de los sólidos cimientos del Cuerpo, el granito duro pero seguro.

– ¿Quién sabe? -contestó Harry-. En cualquier caso, no hay que preocuparse demasiado, ya que la versión de la grabación no daría lugar a… -Harry acababa de conseguir arrancar el trozo seco de laca-…interpretaciones erróneas.

Ya titilaban las luces del local.

Harry se levantó.

Se miraron el uno al otro.

– ¿Necesitas transporte? -preguntó el comisario jefe.

Harry negó con la cabeza.

– Iré andando.

El comisario le estrechó la mano con firmeza y durante un rato, al cabo del cual Harry se encaminó a la puerta. Pero, antes de llegar, se detuvo y se volvió.

– Me acuerdo de una cosa que dijo Waaler.

Las cejas blancas del comisario jefe descendieron ceñudas.

– ¿Ah, sí? -preguntó suavemente.

– Sí. Suplicó clemencia.


Atajó por el cementerio de Vår Frelser. Caían gotas de los árboles. Descendían de las hojas como pequeños suspiros, antes de llegar a la tierra que las absorbía sedienta. Anduvo por el sendero que discurría entre las tumbas oyendo cómo los muertos se hablaban entre murmullos. Se detuvo y prestó atención. La casa pastoral de Gamle Aker dormía a oscuras ante él. Los muertos susurraban y chasqueaban con sus lenguas y sus mejillas húmedas. Giró a la izquierda y salió por la verja que daba a la pendiente de Telthusbakken.

Cuando entró en el apartamento, se quitó la ropa, se metió en la ducha y abrió el grifo del agua caliente. El vaho se extendió en el acto por las paredes y él permaneció allí hasta que se sintió la piel roja y dolorida. Se fue al dormitorio. El agua iba evaporándose y Harry se tumbó en la cama sin secarse. Cerró los ojos y esperó. Al sueño. O a las imágenes. Lo que llegara primero.

Pero lo que vino fue el murmullo.

Aguzó el oído.

¿Qué estarían murmurando?

¿Cuáles serían sus planes?

Hablaban en clave.

Se sentó en la cama. Apoyó la cabeza en la pared y notó el trazado de la estrella del diablo contra el cuero cabelludo.

Miró el reloj. El día no tardaría en llegar.

Se levantó y salió al pasillo. Buscó en la chaqueta y encontró el último cigarrillo. Lo partió por el extremo y lo encendió. Sentado en el sillón de orejas de la salita, se dispuso a aguardar la llegada del día.

La luz de la luna entraba en la habitación.

Pensó en Tom Waaler y en su mirada a la eternidad. Y en el hombre con el que habló en Gamlebyen, después de la conversación con Waaler en la terraza de la cantina. Resultó fácil dar con él, porque había mantenido el apodo y todavía seguía trabajando en el quiosco familiar.

– ¿Tom Brun? -respondió el hombre desde el otro lado del mostrador astillado al tiempo que se pasaba la mano por el cabello grasiento-. Sí, lo recuerdo. Pobre hombre. Su padre lo mataba a palizas. Era albañil, pero estaba en el paro. Bebía. ¿Amigos? No, yo no era amigo de Tom Brun. Sí, a mí me llamaban Solo. ¿En Interrail?

El hombre se rió.

– Nunca he ido en tren más allá de Moss -explicó-. Y no creo que Tom Brun tuviera muchos amigos. Lo recuerdo como un tío amable, uno de los que ayudaban a las señoras mayores a cruzar la calle, un poco buenazo. Pero, en realidad, un tío raro. Por cierto que circularon algunos rumores en relación con la muerte de su padre. Un accidente muy extraño.

Harry pasó el dedo anular por la superficie lisa de la mesa. Notó unas partículas diminutas que se le adherían a la piel. Sabía que era el polvo amarillo del cincel. En el contestador parpadeaba la luz roja. Periodistas, probablemente. Empezarían al día siguiente. Harry se llevó la yema del dedo a la lengua. Sabía amargo. A cemento. Ya lo había pensado, que procedía de la pared de cemento que había encima de la puerta del 406, de cuando Willy Barli talló la estrella del diablo. Harry chasqueó la lengua. De ser así, el albañil debió de utilizar una mezcla muy rara, porque también sabía diferente. No tenía un sabor metálico. Sabía a huevos.

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